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DEMOCRACIA

Después de milenios de desconfianza o de abierta hostilidad, hoy la democracia se ha


convertido en una suerte de tabú: nadie osaría criticarla. Sin embargo, parece que todos
aprueban la democracia sólo a condición de concebirla de los modos más diversos e incluso
opuestos; en particular, parece que todos quieran la democracia sólo a condición de
calificarla en términos cada vez más distantes del significado originario de autogobierno del
pueblo. Aunque exaltada en la teoría, por lo demás, la democracia encuentra límites
crecientes en la práctica: cada día aumenta el número de los poderes independientes, de
hecho y de derecho, del control democrático. Este capítulo examina siete calificativos
históricos de la democracia directa, representativa, liberal, social, procedimental,
deliberativa, constitucional también con el objetivo de responder a la siguiente pregunta:
¿qué papel ocupa hoy la democracia en nuestra esfera ética?

2.1. Democracia directa

Democracia (demokratia), como es sabido, significa gobierno del pueblo. Tomado en


sentido genérico, el término indica hoy el valor de la participación de todos en las decisiones
que afectan a todos: valor expresado por el principio según el cual son políticamente
legítimas sólo las instituciones y las decisiones en las que puedan participar todos los
interesados. Pero en cuanto se intenta especificar esta noción genérica, que asegura al
término «democracia» un papel central en la propaganda política, no existe acuerdo sobre
casi nada: la noción genérica de democracia es especificada o calificada en modos diversos
cuando no opuestos. En estas dos primeras secciones comenzamos considerando dos
especificaciones o calificativos de la democracia que distinguen las doctrinas antiguas de la
democracia de las doctrinas modernas: democracia directa y democracia representativa
.
La distinción es frecuentemente presentada como sí democracia directa y democracia
representativa fueran dos especies del mismo género, como se prefiere decir hoy, dos
concepciones del mismo concepto. El género común, o el concepto, sería justamente la
noción genérica de democracia como autogobierno arriba mencionada; la diferencia
específica, las concepciones, los dos diversos modos en los que se autogobierna. La
democracia directa es típica de las ciudades-Estado antiguas y medievales, como poleis
griegas, república romana y comuni [municipios] italianos, cuyas reducidas dimensiones
territoriales permitían que todos los ciudadanos participar en las decisiones políticas. La
democracia representativa, por el contrario, es típica del Estado moderno, cuyas amplias
dimensiones territoriales hacen imposible la participación directa de los ciudadanos, e
imponen la elección de representantes.

En realidad, es posible sostener que la democracia directa y la representativa o más en


general, las democracias antigua y moderna no son especies del mismo género, ni
concepciones del mismo concepto; la democracia directa de los antiguos es poco más que
un precedente histórico de la democracia representativa de los modernos. Lo mismo que se
ha dicho de la distinción entre libertad de los antiguos y libertad de los modernos,
efectivamente, se podría decir tal vez también de la distinción entre democracia directa y
democracia representativa: se trata de nociones heterogéneas, enraizadas en formas de
vida diferentes. A continuación se ilustran tres diferencias entre las doctrinas de la
democracia respectivamente antigua y moderna: diferencias sobre el valor atribuido a la
democracia, su organización institucional, y sus condiciones sociales.

2.1.1. En cuanto al valor atribuido a la democracia, se podría decir que las doctrinas
políticas antiguas son típicamente desfavorables, las doctrinas modernas o mejor
contemporáneas, en el sentido historiográfico de posteriores a la Revolución francesa (infra,
2.4.1) típicamente favorables a la democracia. Hasta el siglo XIX, en efecto, el término
democracia tiene connotaciones negativas: indica formas de Estado caracterizadas por la
participación en la vida política de todos, de la mayoría o de los más pobres éstos son los
tres sentidos principales del griego antiguo demos lo que fatalmente produce desorden.
Ésta, al menos, es la imagen arquetípica de la democracia de la turbulenta democracia de
Atenas proporcionada por Platón: donde todos quieren mandar no manda nadie, la libertad
se transforma en licencia y la ciudad cae en la anarquía, para después volver
irremediablemente al despotismo.

La desconfianza tradicional frente a la democracia, por lo demás, es perceptible también en


el mayor discípulo de Platón, Aristóteles: en particular, en su tripartición de las formas de
Estado. Como es sabido, Aristóteles distingue tres formas de Estado: el gobierno de uno
solo, llamado monarquía tiranía, según respete o no las leyes y el bien común; el gobierno
de unos pocos, llamado aristocracia u oligarquía, según el mismo criterio; el gobierno de
muchos, llamado politeia o bien democracia, siempre según que se respeten o no las leyes
y el bien común. Para Aristóteles, por tanto, la democracia es una forma de Estado
caracterizada igual que la tiranía y la oligarquía por la búsqueda sólo del bien de los más, o
quizás de los más pobres, en detrimento del bien común: los pobres participarían en la vida
pública, efectivamente, con el único fin de enriquecerse a cuenta de los ricos.

De hecho, en todo el pensamiento antiguo, e incluso todavía en la primera mitad del siglo
XIX (infra, 2.4.1 y 3.5.2), la democracia es concebida a diferencia de la politeia, principal
antepasado histórico del Estado constitucional (infra, 5.6.3) como forma de Estado extrema
e inestable: la democracia tendería a la anarquía, y Ésta a la tiranía, en una espiral difícil de
frenar. Las únicas alabanzas hacia algo similar a lo que los modernos llaman democracia
están en realidad dirigidas a aquella combinación de monarquía, aristocracia y democracia
que es el Estado mixto, encarnada ejemplarmente por Roma y por Inglaterra. En Roma, el
elemento monárquico está representado por los cónsules, el elemento aristocrático por el
Senado, el elemento democrático por los comicios; en Inglaterra, todavía más claramente,
por el rey, Cámara de los Lores y Cámara de los Comunes (infra, 3.5 .1).

No es casual que el principal intento de revitalizar la tradición democrática antigua el así


llamado republicanismo, desde Maquiavelo a los revolucionarios ingleses, estadounidenses
y franceses no se sirva del término «democracia», demasiado desacreditado, sino que
hable justamente de república, del modelo del gobierno mixto romano’. Un primer elemento
de heterogeneidad entre democracia antigua y moderna, efectivamente, atañe al valor
mismo que se pretende común a las democracias directas de la Antigüedad y a las
democracias representativas modernas: para los antiguos no era en absoluto obvio como lo
es para nosotros, que todos, o los más, o incluso los pobres debieran participar de algún
modo en el gobierno. Durante buena parte del siglo XIX, efectivamente, se pensará que el
gobierno incumbe sólo a quien tenga intereses que defender en el Estado: sólo a los
propietarios, por tanto, cuando no sólo a los propietarios de inmuebles.
2.1.2. En cuanto a la organización institucional, la democracia antigua no se basa tanto
en la elección de los cargos públicos; la elección de representantes, más bien, habría sido
considerada por los antiguos una institución aristocrática, porque permite que los ricos
compren el voto popular. La forma de elección de los gobernantes realmente compatible
con la democracia, al menos en las poleis griegas, es más bien el sorteo, y la consecuente
cobertura de los cargos políticos por turno. La representación política, característica de la
democracia moderna o representativa, habría sido también considerada por los antiguos
una institución aristocrática. En efecto, como sostienen los teóricos contemporáneos de la
representación, desde la Revolución francesa en adelante, ésta comporta la prohibición del
mandato imperativo, y por tanto la autonomía de los representantes respecto de los
representados?.

En realidad, también los antiguos recurrían al sorteo sólo para los cargos que no exigieran
especiales competencias técnicas: los jefes militares, por ejemplo, eran elegidos, no
sorteados. Pero también esto, quizás, muestra una diferencia importante entre democracia
antigua y moderna: en las materias más «políticas», donde las democracias modernas
recurren a la elección, las democracias antiguas recurrían al sorteo; en las materias más
técnicas, donde las democracias modernas recurren a la comprobación de las
competencias a través de métodos como la carrera, los concursos, la cooptación, y
similares las democracias antiguas, por el contrario, recurrían a la elección. Hoy, por otro
lado, el sorteo no cumpliría aquélla que es quizás la principal función de las elecciones: no
la elección de los más capaces, sino su legitimación política a través del voto popular.

2.3. En cuanto a las condiciones sociales, respectivamente, de la democracia antigua y


de la democracia moderna las diversas formas de vida que se mencionaban al inicio
aquellas están marcadas por una actitud ambivalente sobre lo que Tocqueville considerará
todavía el típico valor democrático: la igualdad. Por un lado, los demócratas antiguos
parecen mucho más igualitaristas que los demócratas modernos, hasta el punto de preferir,
como se ha visto, sistemas de elección de los jefes del todo insensibles al mérito y a las
competencias, como el sorteo. Por otro lado, la igualdad de los antiguos, al menos a
nuestros ojos, parece una isla en un océano de desigualdades: los “muchos”, o incluso los
“todos”, iguales hasta el punto de hacer indiferente quien de ellos ejerciera los cargos, eran
en realidad una minoría muy restringida de la población.

Todavía hoy, si bien a todos los ciudadanos de un estado se les reconoce la titularidad de
los derechos políticos, y en particular el sufragio activo (elegir) y pasivo (ser elegidos), no a
todos se les concede su ejercicio: los menores, por poner solo un ejemplo numéricamente
importante, no pueden ni elegir ni ser elegidos. Como sabemos, por lo demás, el sufragio
universal ha necesitado grandes esfuerzos para imponerse, también en los regímenes
políticos de más antigua tradición democrática: el electorado activo, y todavía más el
electorado pasivo, han sufrido gravísimas restricciones hasta el final de la segunda guerra
mundial. Pero esto no es nada comparado con la desigualdad típica de las sociedades
antiguas regidas mediante la democracia, donde las mujeres gozaban de una estima lo
suficientemente baja como para hacer concebible la idea platónica de la comunión de las
mujeres y, sobre todo donde estaba vigente la esclavitud.
En efecto, era solo en un mundo en el que la mayor parte del trabajo le correspondía a los
esclavos, siervos y mujeres, donde todos los demás los varones libres y ciudadanos podían
autogobernarse en la forma de la democracia directa. Solamente en un mundo así, en el
que el otium era de los libres y negotium de los esclavos, los hombres libres tenían el
tiempo y el bienestar para participar en la vida pública. Jean Jacques Rousseau, ultimo
nostálgico de la democracia directa, admitía que solo un pueblo de dioses habría podido
gobernarse democráticamente, pero como de costumbre exageraba: para la democracia
directa basta y sobra un pueblo de patrones. Los demócratas antiguos habrían considerado
las democracias modernas o contemporáneas como aristocracias; pero nosotros también
podemos considerar las democracias antiguas como aristocracias, basadas en la esclavitud
o la subordinación de gran parte de los habitantes.

Tomando al pie de la letra la tripartición aristotélica de las formas de estado, no sólo la


democracia antigua, sino también la democracia moderna o contemporánea, o más bien
cualquier estado en cuanto tal, es en realidad una aristocracia o una oligarquía. Como ha
sostenido la doctrina política llamada elitismo (del francés élites) entre los siglos XVIII y XIX,
quienes gobiernan son siempre partes más o menos restringidas de la población; las
mismas democracias modernas son en realidad organizaciones políticas en las que
diversas élites se disputan el poder. Ello por otra parte no comporta que gobernar en
nombre de todos no implique ninguna diferencia. Al contrario, la idea característica de la
democracia moderna o representativa, lo que la distingue de la democracia antigua, como
veremos enseguida, es propiamente esta: que el poder político pueda ser legítimamente
ejercido solo en nombre de todos.

3. DEMOCRACIA REPRESENTATIVA
Si bien quienes gobiernan, en realidad, son siempre unos pocos de modo que, en términos
aristotélicos, la única forma de estado sería la aristocracia en la época moderna se asiste a
una polarización de la teoría de las formas de estado hacia los dos extremos: monarquía, o
gobierno de uno solo, y democracia, o gobierno de todos. Desde los primeros doctrinarios
del estado moderno, como Thomas Hobbes, hasta los teóricos del siglo XX de la
democracia como Hans Kelsen, son opuestas, por un lado, monarquía y autocracia, por
otro, república y democracia, sin mayor consideración a las otras formas de estado, sean
intermedias o mixtas. Las doctrinas modernas de la democracia se distinguen de las
doctrinas antiguas, por otro lado, por la utilización de al menos dos conceptos nuevos: el
concepto de representación, naturalmente, pero también, e incluso antes, el concepto de
soberanía.

3.1. En cuanto a la soberanía, la idea de que en cada estado deba haber un poder
supremo o sumo, al que todos obedecen y que no obedece a nadie se trata de un concepto
que solo aparentemente se puede encontrar en los clásicos griegos y latinos. Usando solo
el ejemplo de Aristóteles, también su tripartición de las formas de gobierno es habitualmente
traducida en términos de soberanía: “puesto que el gobierno es elemento soberano de las
ciudades, necesariamente será soberano o un individuo, o la minoría, o la mayoría”.
Aparentemente, monarquía, aristocracia y democracia se distinguen por el criterio de que la
soberanía sea atribuida a uno, a pocos o a muchos. En realidad, se trata sólo de una
clasificación teórica (cognoscitiva) de las formas de Estado; falta en Aristóteles, como en los
antiguos en general, la doctrina (normativa) según la cual, para existir políticamente, una
comunidad tenga que tener un soberano que la represente.
En efecto, las doctrinas modernas de la soberanía no se basan tanto en la filosofía griega
cuanto en el derecho romano: las fuentes principales junto con los textos sagrados judíos de
la ética occidental. En el Corpus iuris civilis, en un pasaje famoso por haber sido
ampliamente discutido desde el Medievo, el emperador es presentado como autoridad
suprema, que no reconoce una autoridad superior (superiorem non recognocens): expresión
que será usada primero por los juristas medievales al servicio del imperio, y más tarde por
los juristas modernos al servicio de los monarcas de los nacientes estados nacionales, para
caracterizar la soberanía del rey. Ya en Hobbes, por otra parte, que escribe en los años
entre las dos revoluciones inglesas, la soberanía puede corresponder tanto a un órgano
monocrático, el monarca, como a un órgano colectivo, el parlamento, ambos representativos
del pueblo, como veremos.

En otros términos: lo que en Aristóteles y en los escritores antiguos era solo una
supremacía de hecho, en los escritores modernos se transforma en soberanía de derecho:
se transforma en un poder jurídicamente absoluto de gobernar y de legislar. El titular de la
soberanía ya sea el monarca o el parlamento tiene un poder de derecho, jurídicamente
absoluto de gobernar y de legislar. El titular de la soberanía ya sea el monarca o el
parlamento tiene un poder de derecho, jurídicamente ilimitado: quien adquiere el monopolio
de la fuerza en un determinado territorio como dirá Max Weber en el siglo XX debe
responder solo ante dios, no ante los hombres. Quien es soberano, en particular, dicta las
leyes, ejerce el poder legislativo: por lo tanto, no hay leyes que puedan limitar jurídicamente
el poder. Este es absoluto (ab-solutus), libre de cualquier vínculo jurídico, o como también
dirá John Austin en el siglo XIX, el soberano es el sujeto al que, en el estado, todos
obedecen y no obedece a nadie.

Para Austin, por otra parte, como todos los juristas ingleses a partir de la segunda
Revolución, soberanos no son ni el monarca ni el Parlamento, sino un órgano complejo el
Rey en parlamento (King in parliament) formado por ambos. También para Austin, por tanto,
Inglaterra es un estado mixto, en el que la soberanía está dividida entre rey y Parlamento,
justamente lo que Hobbes habría considerado imposible. Lo que queda, en Austin, de la
doctrina de la soberanía de Hobbes es, sin embargo, el carácter distintivo de la misma
soberanía de Hobbes es, sin embargo, el carácter distintivo de la misma soberanía: su
absolutismo jurídico. El soberano ingles que ya en tiempos de Austin era sobre todo el
Parlamento, habiendo caído en desuso el poder de veto del monarca tiene un poder
legislativo jurídicamente absoluto: ni siquiera la constitución inglesa, considerada por Austin
(no derecho, sino) moral positiva, lo puede limitar jurídicamente.

En la misma Francia, verdadera patria del concepto de soberanía, la revolución francesa


lleva a la sustitución de la ya tradicional doctrina de la soberanía del rey y por la doctrina
revolucionaria de la soberanía del pueblo. También la soberanía del pueblo, por otra parte,
conserva el principal carácter atribuido a la soberanía: su absolutismo. Los parlamentos
revolucionarios primero, Napoleón después, y de nuevo el parlamento a partir de la tercera
república, tienen un poder legislativo tendencialmente absoluto, ni siquiera limitado por las
declaraciones constitucionales de los derechos: no existe de hecho, hasta la recentísima
consolidación dl Conseil Constitutionnel, un órgano que anule las leyes inconstitucionales.
La misma constitución las distintas constituciones que se suceden en Francia con cada
cambio de régimen no es un límite jurídico, sino meramente político.
Es contra el absolutismo de la soberanía, ya después del terror, contra el que se dirige la
crítica de los primeros liberales o liberal-democráticos, quienes, como veremos, aceptan la
soberanía popular solo a condición de negar su absolutismo. La crítica liberal de la
soberanía se transforma un siglo después con Kelsen teórico del derecho y de la
democracia operante en el siglo XX, después de la primera guerra mundial y de la caída de
los imperios centrales, alemán y austriaco en negación de la soberanía mismo. No existe,
según Kelsen, un soberano o un estado distinto del derecho, que haga las leyes sin vínculos
jurídicos: el estado es no es otra cosa que el derecho. Por otro lado, el mismo Kelsen, que
asiste impotente a la afirmación de los grandes totalitarismos del siglo XX, reconoce solo la
existencia de dos formas de estado: la autocracia y la democracia.

3.2. En cuanto a la representación la idea de que el poder no puede ser ejercido


directamente por el pueblo, sino solo mediante delegados elegidos por él esta vinculada al
concepto de soberanía en general y de soberanía del pueblo en particular. El concepto de
representación tiene en común con el concepto de soberanía en general la idea de que
entidades colectivas como el pueblo y el estado ni siquiera existen sin un soberano que las
represente y les dé una forma política. Para Hobbbes soberano que las represente y les dé
una forma política. Para Hobbes, el primer teórico de ambos conceptos, es el mismo
soberano rey y asamblea quien representa al pueblo (que en otro caso sería solo una
multitud informe), haciendo del un estado. La portada de Leviatán, como se sabe,
representa al soberano asimilado a un monstro bíblico, a un dios mortal como un hombre
enorme formado por una multitud de hombres minúsculos, sus súbditos.

Con el concepto de Soberanía del pueblo en particular, el concepto de representación


comparte una radical escisión entre titularidad y ejercicio: el titular del poder soberano, el
pueblo, no puede ejercitar la propia soberanía sino por medio de representantes. Sea en
escritores revolucionarios franceses como Joseph Emmanuel Sieyes, sea en escritores
contrarrevolucionarios como Edmund Burke en desacuerdo en todo demás asoma la misma
idea: el pueblo puede ejercer sus propios poderes solo por medio de representantes, y una
vez que los ha elegido no puede controlar el ejercicio, por parte de aquellos, del poder
legislativo. En particular, no es posible, ni de hecho ni de derecho, controlar a los
representantes por medio del mandato imperativo: cada representante representa (no a sus
propios electores, sino) a todo el pueblo, sin vínculo de mandato.

Ya el hecho de hablar (no ya de soberanía del monarca, sino) de soberanía del pueblo o de
la nación transfiriendo el atributo de la soberanía de una entidad corpórea como el rey a una
entidad incorpórea como el pueblo o la nación parece quitar visibilidad a la soberanía:
¿dónde está el pueblo soberano, si no puede reunirse en la plaza pública? Análogamente,
hablar de representación a propósito (no ya del monarca, sino) de un pueblo que ejerce su
soberanía solo para descomponerse en favor de los propios representantes, parece hacer la
representación una ficción. Rousseau en el siglo XVIII, reaccionando a las tesis anglófilas
de Montesquieu, afirmo que los ingleses de su tiempo eran realmente libres solo el día de
las elecciones; pero todavía en el siglo XIX la representación podía ser vista por los
moderados como un instrumento de la propaganda revolucionaria.

En el siglo XX, un precursor del anarcocapitalismo, Bruno Leoni, desató una tormenta
contra la representación para arremeter contra otro objetico: la democracia representativa.
La acusación de Leoni contra la representación de ser una mera ficción un concepto útil
solo para legitimar la expropiación de los poderes de los individuos por parte de una elite de
(presuntos) representantes acierta en su sentido al menos con un punto: la función de la
representación no es tanto la elección de los representantes, cuanto su legitimación.
Después de todo, para elegir bueno representantes existen sistemas mejores que las
elecciones; ninguno de ellos, sin embargo, garantiza lo que aseguran las elecciones: la
legitimación democrática de los representantes, es decir, su autorización para hablar en
nombre del pueblo.

Entrando en el repertorio de argumentos de la democracia, las ideas de soberanía y de


representación, como se ha visto, acaban por transformarse en ficciones. En la democracia
representativa, en realidad, nadie es soberano y nadie representa a nadie: todo lo que se
puede obtener es el gobierno de alguien en nombre de todos los demás. Es la revolución
francesa, en cualquier caso, la que marco la afirmación no solo de las nociones modernas
de soberanía y representativa. Es solo a partir de la gran revolución, en particular, cuando el
término “democracia” comienza a circular nuevamente, readquiriendo connotaciones
positivas, y ya no solo negativas, después de un eclipse de dos milenios. Y es también a
partir de la revolución cuando el concepto de democracia (re) comienza a conjugarse con el
concepto de libertad.

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