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A7 DE273 EMD BARBERIS, Mauro - Ética para Juristas Cap. 2 Democracia
A7 DE273 EMD BARBERIS, Mauro - Ética para Juristas Cap. 2 Democracia
2.1.1. En cuanto al valor atribuido a la democracia, se podría decir que las doctrinas
políticas antiguas son típicamente desfavorables, las doctrinas modernas o mejor
contemporáneas, en el sentido historiográfico de posteriores a la Revolución francesa (infra,
2.4.1) típicamente favorables a la democracia. Hasta el siglo XIX, en efecto, el término
democracia tiene connotaciones negativas: indica formas de Estado caracterizadas por la
participación en la vida política de todos, de la mayoría o de los más pobres éstos son los
tres sentidos principales del griego antiguo demos lo que fatalmente produce desorden.
Ésta, al menos, es la imagen arquetípica de la democracia de la turbulenta democracia de
Atenas proporcionada por Platón: donde todos quieren mandar no manda nadie, la libertad
se transforma en licencia y la ciudad cae en la anarquía, para después volver
irremediablemente al despotismo.
De hecho, en todo el pensamiento antiguo, e incluso todavía en la primera mitad del siglo
XIX (infra, 2.4.1 y 3.5.2), la democracia es concebida a diferencia de la politeia, principal
antepasado histórico del Estado constitucional (infra, 5.6.3) como forma de Estado extrema
e inestable: la democracia tendería a la anarquía, y Ésta a la tiranía, en una espiral difícil de
frenar. Las únicas alabanzas hacia algo similar a lo que los modernos llaman democracia
están en realidad dirigidas a aquella combinación de monarquía, aristocracia y democracia
que es el Estado mixto, encarnada ejemplarmente por Roma y por Inglaterra. En Roma, el
elemento monárquico está representado por los cónsules, el elemento aristocrático por el
Senado, el elemento democrático por los comicios; en Inglaterra, todavía más claramente,
por el rey, Cámara de los Lores y Cámara de los Comunes (infra, 3.5 .1).
En realidad, también los antiguos recurrían al sorteo sólo para los cargos que no exigieran
especiales competencias técnicas: los jefes militares, por ejemplo, eran elegidos, no
sorteados. Pero también esto, quizás, muestra una diferencia importante entre democracia
antigua y moderna: en las materias más «políticas», donde las democracias modernas
recurren a la elección, las democracias antiguas recurrían al sorteo; en las materias más
técnicas, donde las democracias modernas recurren a la comprobación de las
competencias a través de métodos como la carrera, los concursos, la cooptación, y
similares las democracias antiguas, por el contrario, recurrían a la elección. Hoy, por otro
lado, el sorteo no cumpliría aquélla que es quizás la principal función de las elecciones: no
la elección de los más capaces, sino su legitimación política a través del voto popular.
Todavía hoy, si bien a todos los ciudadanos de un estado se les reconoce la titularidad de
los derechos políticos, y en particular el sufragio activo (elegir) y pasivo (ser elegidos), no a
todos se les concede su ejercicio: los menores, por poner solo un ejemplo numéricamente
importante, no pueden ni elegir ni ser elegidos. Como sabemos, por lo demás, el sufragio
universal ha necesitado grandes esfuerzos para imponerse, también en los regímenes
políticos de más antigua tradición democrática: el electorado activo, y todavía más el
electorado pasivo, han sufrido gravísimas restricciones hasta el final de la segunda guerra
mundial. Pero esto no es nada comparado con la desigualdad típica de las sociedades
antiguas regidas mediante la democracia, donde las mujeres gozaban de una estima lo
suficientemente baja como para hacer concebible la idea platónica de la comunión de las
mujeres y, sobre todo donde estaba vigente la esclavitud.
En efecto, era solo en un mundo en el que la mayor parte del trabajo le correspondía a los
esclavos, siervos y mujeres, donde todos los demás los varones libres y ciudadanos podían
autogobernarse en la forma de la democracia directa. Solamente en un mundo así, en el
que el otium era de los libres y negotium de los esclavos, los hombres libres tenían el
tiempo y el bienestar para participar en la vida pública. Jean Jacques Rousseau, ultimo
nostálgico de la democracia directa, admitía que solo un pueblo de dioses habría podido
gobernarse democráticamente, pero como de costumbre exageraba: para la democracia
directa basta y sobra un pueblo de patrones. Los demócratas antiguos habrían considerado
las democracias modernas o contemporáneas como aristocracias; pero nosotros también
podemos considerar las democracias antiguas como aristocracias, basadas en la esclavitud
o la subordinación de gran parte de los habitantes.
3. DEMOCRACIA REPRESENTATIVA
Si bien quienes gobiernan, en realidad, son siempre unos pocos de modo que, en términos
aristotélicos, la única forma de estado sería la aristocracia en la época moderna se asiste a
una polarización de la teoría de las formas de estado hacia los dos extremos: monarquía, o
gobierno de uno solo, y democracia, o gobierno de todos. Desde los primeros doctrinarios
del estado moderno, como Thomas Hobbes, hasta los teóricos del siglo XX de la
democracia como Hans Kelsen, son opuestas, por un lado, monarquía y autocracia, por
otro, república y democracia, sin mayor consideración a las otras formas de estado, sean
intermedias o mixtas. Las doctrinas modernas de la democracia se distinguen de las
doctrinas antiguas, por otro lado, por la utilización de al menos dos conceptos nuevos: el
concepto de representación, naturalmente, pero también, e incluso antes, el concepto de
soberanía.
3.1. En cuanto a la soberanía, la idea de que en cada estado deba haber un poder
supremo o sumo, al que todos obedecen y que no obedece a nadie se trata de un concepto
que solo aparentemente se puede encontrar en los clásicos griegos y latinos. Usando solo
el ejemplo de Aristóteles, también su tripartición de las formas de gobierno es habitualmente
traducida en términos de soberanía: “puesto que el gobierno es elemento soberano de las
ciudades, necesariamente será soberano o un individuo, o la minoría, o la mayoría”.
Aparentemente, monarquía, aristocracia y democracia se distinguen por el criterio de que la
soberanía sea atribuida a uno, a pocos o a muchos. En realidad, se trata sólo de una
clasificación teórica (cognoscitiva) de las formas de Estado; falta en Aristóteles, como en los
antiguos en general, la doctrina (normativa) según la cual, para existir políticamente, una
comunidad tenga que tener un soberano que la represente.
En efecto, las doctrinas modernas de la soberanía no se basan tanto en la filosofía griega
cuanto en el derecho romano: las fuentes principales junto con los textos sagrados judíos de
la ética occidental. En el Corpus iuris civilis, en un pasaje famoso por haber sido
ampliamente discutido desde el Medievo, el emperador es presentado como autoridad
suprema, que no reconoce una autoridad superior (superiorem non recognocens): expresión
que será usada primero por los juristas medievales al servicio del imperio, y más tarde por
los juristas modernos al servicio de los monarcas de los nacientes estados nacionales, para
caracterizar la soberanía del rey. Ya en Hobbes, por otra parte, que escribe en los años
entre las dos revoluciones inglesas, la soberanía puede corresponder tanto a un órgano
monocrático, el monarca, como a un órgano colectivo, el parlamento, ambos representativos
del pueblo, como veremos.
En otros términos: lo que en Aristóteles y en los escritores antiguos era solo una
supremacía de hecho, en los escritores modernos se transforma en soberanía de derecho:
se transforma en un poder jurídicamente absoluto de gobernar y de legislar. El titular de la
soberanía ya sea el monarca o el parlamento tiene un poder de derecho, jurídicamente
absoluto de gobernar y de legislar. El titular de la soberanía ya sea el monarca o el
parlamento tiene un poder de derecho, jurídicamente ilimitado: quien adquiere el monopolio
de la fuerza en un determinado territorio como dirá Max Weber en el siglo XX debe
responder solo ante dios, no ante los hombres. Quien es soberano, en particular, dicta las
leyes, ejerce el poder legislativo: por lo tanto, no hay leyes que puedan limitar jurídicamente
el poder. Este es absoluto (ab-solutus), libre de cualquier vínculo jurídico, o como también
dirá John Austin en el siglo XIX, el soberano es el sujeto al que, en el estado, todos
obedecen y no obedece a nadie.
Para Austin, por otra parte, como todos los juristas ingleses a partir de la segunda
Revolución, soberanos no son ni el monarca ni el Parlamento, sino un órgano complejo el
Rey en parlamento (King in parliament) formado por ambos. También para Austin, por tanto,
Inglaterra es un estado mixto, en el que la soberanía está dividida entre rey y Parlamento,
justamente lo que Hobbes habría considerado imposible. Lo que queda, en Austin, de la
doctrina de la soberanía de Hobbes es, sin embargo, el carácter distintivo de la misma
soberanía de Hobbes es, sin embargo, el carácter distintivo de la misma soberanía: su
absolutismo jurídico. El soberano ingles que ya en tiempos de Austin era sobre todo el
Parlamento, habiendo caído en desuso el poder de veto del monarca tiene un poder
legislativo jurídicamente absoluto: ni siquiera la constitución inglesa, considerada por Austin
(no derecho, sino) moral positiva, lo puede limitar jurídicamente.
Ya el hecho de hablar (no ya de soberanía del monarca, sino) de soberanía del pueblo o de
la nación transfiriendo el atributo de la soberanía de una entidad corpórea como el rey a una
entidad incorpórea como el pueblo o la nación parece quitar visibilidad a la soberanía:
¿dónde está el pueblo soberano, si no puede reunirse en la plaza pública? Análogamente,
hablar de representación a propósito (no ya del monarca, sino) de un pueblo que ejerce su
soberanía solo para descomponerse en favor de los propios representantes, parece hacer la
representación una ficción. Rousseau en el siglo XVIII, reaccionando a las tesis anglófilas
de Montesquieu, afirmo que los ingleses de su tiempo eran realmente libres solo el día de
las elecciones; pero todavía en el siglo XIX la representación podía ser vista por los
moderados como un instrumento de la propaganda revolucionaria.
En el siglo XX, un precursor del anarcocapitalismo, Bruno Leoni, desató una tormenta
contra la representación para arremeter contra otro objetico: la democracia representativa.
La acusación de Leoni contra la representación de ser una mera ficción un concepto útil
solo para legitimar la expropiación de los poderes de los individuos por parte de una elite de
(presuntos) representantes acierta en su sentido al menos con un punto: la función de la
representación no es tanto la elección de los representantes, cuanto su legitimación.
Después de todo, para elegir bueno representantes existen sistemas mejores que las
elecciones; ninguno de ellos, sin embargo, garantiza lo que aseguran las elecciones: la
legitimación democrática de los representantes, es decir, su autorización para hablar en
nombre del pueblo.