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~Pero la muchacha le ha jugado sucio —dije— y ya no tiene edad para buscar otra. Demoraré por lo menos diez aftos en encontrarla y para entonces tendré cincuenta y cinco. Ahora se haido.... —Crei que no lo sabia. ~Al pasar por la peluquerfa vi que no estaba. Pero no me sorprendié: siempre supe que se rfa cuando terminara de pagar la hipoteca. Quiza nunca Hlegé a enterarse de lo que es esa muchacha. O lo supo y no le importé. — {Cree que se enter? —No sé cdmo pudo haberlo evitado: todo el mundo lo sabfa, Pero no sé. {Qué le parece a Ud.? -Es diffeil saberlo. Pero sé algo més impor- tante, ~ {Qué es? —pregunté— Hace rato que tengo Ia impresion de que tiene algo que decirme. aDe que'se trata? —De la muchacha —dijo Stevens— El mismo dia que Hawkshaw vol se cas6 con Susan Reed. Y esta vez, se la llevé con él, SETIEMBRE ABRASADOR En 1 crepiseulo de sangre de setiembre, después de sesenta y dos dias sin Iluvia, el ru- ‘mor, la noticia, la calumnia 0 lo que fuera, se propagé como fuego en pasto seco. Algo rele: cionado con Miss Minnie Cooper y un negro. Se decign muchas cosas, aunque las diferentes versiones coincidfan en un punto: Miss Minnie habia sido ofendida, ultrajada, asustada hasta el terror. Pero, en realidad, nadie sabia lo que habia pasado, tampoco los hombres que esta: ban en la peluquerfa aquel sébado por la tarde, bajo el ventilador del techo que movia el aire viciado sin renovarlo y que se obstinaba en de- volverles una y otra vez sus propios olores, més 0 menos disimulados por las bocanadas de perfume. a1 que sé es que no pudo ser Will jo, mientras afeitaba a un cliente el Peluquero, un hombre pequefio y de mediana edad, con la cara mansa y el color de la arena —Will Mayes es un buen hombre, un negro ‘bueno; lo conozco y también conozco a Miss Cooper. —Es una muchacha? —pregunté el cliente. —Una solterona que ya pas6 los cuarenta —in- formé el peluquero~ Por eso no creo . . = {Qué? {Qué es Io que no cree? —se indignd un joven gordo con una camisa de seda traspa- sada por el sudor~ ;Confia més en un negro que en la palabra de una blanca? ~Les digo que no fue Will Mayes —insistié el Peluquero— Lo conozco bien. ~7Y también conoce al que lo hizo, verdad? iPor algo esta tan seguro! Y hasta puede que lo haya ayudado a salir de la ciudad... jiNe- gr6filo de porqueria! —Apuesto a que nadie lo hizo. No creo que haya pasado nada, Ya saben como eg eso: cuando las mujeres se van poniendo viejas sin haberse casado y empiezan a imaginarse co- sas... Bonito ejemplar de blanco resulté ser Ud.! =rezong6 el cliente, revolviéndose debajo del lienzo blanco que le protegia el traje. 82 ae eee | | | | EI muchacho salt6 de su asiento y se acer- 6, amenazador. —jEsté acusando a una mujer blanca. ..? La navaja qued6 suspendida en el aire so- bre la cabeza del cliente a medio afeitar. =La culpa la tiene este maldito tiempo —dijo otro~ Con este calor, un hombre es capaz de hacer cualquier cosa... hasta con Minnie, Nadie se rid. Manso pero firme, el pelu- quero dijo: =No estoy acusando a nadie. Solo digo que una mujer que nunca... . ~ jNegrofilo de porquerfa! —volvié a insultar el muchacho gordo. —iCéllate, Butch! —terci6 el otro— Primero hay que enterarse de los hechos y ya habri tiempo después de hacer lo que haya que ha- cer. —iNo me diga que necesita enterarse de algo ‘més! —dijo el cliente~ Como si pudiera haber alguna excusa para que un negro ataque a. una blanca. ... Lo mejor que puede hacer Ud. es volver al norte, de donde vino. En el sur no necesitamos sujetos como Ud.! ~Para que sepa, soy nacido y criado en esta ciudad. ~ {Maldicién! —exclamé el joven, sudoroso y mirando desconcertado a su alrededor, como si se le hubiera olvidado lo que querfa decir 0 83 hacer, — {Qué el diablo me Ileve si voy a per- mitir que ana blanca... ! ~ iBien, muchacho! —dijo el cliente~ jEso es ser un blanco como Dios manda! Y aunque s6lo soy un viajante de comercio que esté de paso, un forasteto, puedes contar conmigo pa- ra lo que sea —No vayan a hacer nada sin averiguar primero ~advirtié el peluquero~ Miren que yo conoz- co a Will Mayes. . La puerta de tejido de alambre se abri6 bruscamente y un hombre se planté en el um- bral, apoyando su pesado cuerpo sobre las piernas separadas. Tenfa una camisa abierta y un sombrero de fieltro. Se Ilamaba Mc Len- don y habia comandado tropas en el frente francés, haciéndose merecedor de una conde- coraci6n por su valentfa. Ahora examinaba el grupo con mirada insolente. ~ iOigan! —bramé por fin con voz autoritaria ¢Piensan quedarse sentados permitiendo que ese negro escape, después de haber violado a una blanca en las calles de Jefferson? Butch salté de nuevo. La camisa de seda se le pegaba a la ancha espalda y tenia una media luna oscura debajo de cada axila. —Eso mismo les estaba diciendo —grit6 Butch. —iEsté seguro de que pasé algo, realmente? dijo el mismo que ya antes habia tratado de 84 apaciguar los énimos— Tengo la impresién de que no es el primer hombre que la asusta, co- mo dice Hawkshaw. ;Ya no hizo circular otra fantasia de esas, hace cosa de un afio? Algo sobre un hombre que la espiaba mientras se desvestia . —{Cémo es eso? —pregunt6 el cliente incor- pordndose una vez mas. El peluquero no con- seguia que se quedara quieto. —Hay que hacer un escarmiento sin entrar a a- nalizar —dijo Mc Lendon— Es la tinica manera de detener a esos negros, antes de que pase al- go de verdad. — js lo que yo les decia! —grité Butch, y Ian- 26 una sarta de improperios. — {Vamos, iiombre! ~dijo el conciliador~ No hable de esa manera. ~Es cierto ~corté Mc Lendon— No vale la pe- na seguir hablando. Yo ya he dicho lo que te- nia que decir. Los que quieran seguirme, que me sigan. —y miré a los demas, balancedndose sobre las puntas de los pies. El peluquero habia logrado que su cliente se quedara quieto, pero ahora era él, el que parecia haberse olvidado de su trabajo: man- tenia la navaja en el aire, inmévil. —Asegirense bien antes de hacer nada, mu- chachos —aconsejé, sin salirse de su habitual mansedumbre— Conozco a Will Mayes, Vayan 85 @ buscar al “sheriff” y dejen las cosas en sus manos. Mc Lendon se volvié hacia 61 con una des- pectiva furia y Hawkshaw se qued6 miréndolo, Los otros peluqueros también interrumpieron su trabajo sobre sus clientes reclinados. — {Miserable negrofilo! EI parroquiano conciliador se levanté de su sillén y sujeté a Mc Lendon por el brazo. También él habia tenido sus époces de solda- do. —Tiene razén Hawkshaw: hay que examinar este asunto con calma. jHay alguien que se- palo que paso en realidad? — jNo hay nada que examinar! —contest6 Mc Lendon liberando su brazo de un tirén— Le- vantense todos los que estén conmigo. Mir6 a todos, uno por uno y se secé la ca- ra con la manga. ‘Tres hombres se pusieron en Pie. —Voy— dijo el viajante incorpordndose, lu- chando por sacarse el lienzo que lo cubria— ~ jQuitenme este trapo! No vivo aqui, pero tengo madre, esposa y hermanas y no puedo Permitir que... Se secé la cara con el lienzo y lo arrojé al suelo. Mc Lendon segufa incitando a los de- més a unitsele. Otro se puso de pie. Se vefa que Jos que aun permanecfan sentados se sen- 86 tian incémodos y procuraban no mirarse « tre ellos. Hasta que terminaron por levantar uno tras otro, Hawkshaw recogié el trapo del suelo y doblé cuidadosamente. =No lo hagan, amigos; Will es inocente. conozco. —iVamos! —dijo Mc Lendon y se dio vue para salir. La culata de una pistola automati Je asomaba por el bolsillo trasero del ‘pant J6n. Los seguidores de Mc Lendon también lieton y la puerta de tejido de alambre se g ped como un disparo en medio del silencio. Hawkshaw limpi6 la navaja apresurad mente, corrié hacia él fondo y descolgé - sombrero de la percha. —Volveré lo mds pronto que pueda —Ie di de pasada a los otros peluqueros— No pue¢ permitir... Salio corriendo, Los otros dos lo siguierc hasta la puerta y evitaron que se golpeara cerrarse. Permanecieron asomados y lo vier alejarse calle arriba, El aire estaba pesad muerto: tenfa un sabor metélico que persist ena boca. Y mientras uno repetfa “jQué desgraci qué desgracia que pasen estas cosas!”, el ott dijo: =No podra impedirlo. No me gustaria est ' en el lugar de Will Mayes ni tampoco en el de Hawk, si intenta detener a Mc Lendon, — {Qué desgracia! —Me pregunto si el negro la habra violado, en realidad . u Tenfa treinta y ocho 0 treinta y nueve a- ios. Vivia con su madre enferma y una tfa fla- ca, aceitunada e incansable, en una casa de madera con pértico y mecedora. Alli se insta- laba con su cofia de encaje todos los dias, a mitad de la maftana y se hamacaba hasta el mediodia. A la hora de la siesta se recostaba un rato y en cuanto el calor se hacfa menos ri- guroso, se ponfa uno de los tres 0 cuatro vesti- dos de muselina que se mandaba hacer todos los veranos y pasaba el resto de Ia tarde reco- rriendo las tiendas, donde siempre encontraba otras sefioras, que igual que ella, revolvian la merceria y regateaban los precios como en un. juego, sin la menor intencion de comprar. Pertenecia a una familia, que si bien no era de las més encopetadas de Jefferson, goza- ba de una buena posicién. Todavia conservaba algo de su belleza ( nunca habia sido particu- larmente hermosa ) y una manera de ser y de vestirse un poco extravagante. De muchacha, 88 habfa tenido un cuerpo esbelto y una perso- nalidad vivaz y emprendedora que le permitié ejercer, durante cierto tiempo, una especie de reinado en la vida social de Jefferson, casi ex- clusivamente reducida a las fiestas del colegio y de la Iglesia. En esa breve y feliz época, eran Jo suficientemente jovenes como para que, ni aun los més ricos de sus amigos, tuvieran con- ciencia de clase. Fue la ultima en advertir que estaba pasando a un segundo plano, que ya no brillaba tanto en las reuniones porque los mu- chachos habfan empezado a encandilarse con otras luces, descubriendo el placer de lo nove- doso y las demas muchachas entraban en el juego, esperando su tuo para el desquite. La cara de Minnie adquirié una expresién hosca y recelosa, que no lograba disimular ni siquiera en las fiestas: la exhibia bajo las sombrias ga- lerias y sobre el soleado césped del verano, co- ‘mo una méscara o una bandera, En sus ojos se veia el estupor del que, rabiosamente, se niega a aceptar la verdad. Una vez, en una reunién, oyé aun muchacho y dos chicas que hablaban de ella y nunca més acepté una invitacion. Después, las muchachas con las que se ha- bia educado se casaron y tuvieron hijos y no hubo un solo hombre que se interesara seria- ‘mente por ella, hasta la época en que ya las hi- Jas de sus antiguas condiscfpulas comenzaron 89 a Ilamarla “tia Minnie”, sin poder creer del to- do que alguna vez hubiera sido tan popular como decfan sus padres. Recién entonces la gente empez6 ¢ verla pasar los domingos por la tarde con el cajero del banco, un viudo de cara colorada que siempre tenfa un vago olor a whisky y a peluquerfa. Fue el primero en te- ner automévil en la ciudad y naturalmente, Minnie compartfa a veces con él el deportivo Privilegio de pasear en auto. Y al verla pasar con su viudo motorizado, la gente comentaba “Pobre Minnie!", aunque siempre habia alguno que se encargaba de recordar que ya tenja edad para saber cuidarse. Fue por esa é- Poca que ella les pidid a los hijos de sus anti- ‘guas compafteras que la Hamaran “prima”, en vez de “tia”, Ya hacia més de diez afios que esas liber- tades domingueras habfan echado una sombra sobre su reputacion y casi ocho que el cajero se habja ido a Memphis, de donde volvia cada diciembre para asistir al festejo que cclebra- ban anualmente los solteros en un club de ca- za, junto al rio. Detrés de las cortinas, las veci- nas miraban pasar a los invitados y aprovecha- ban las tradicionales visitas de Navidad para contarle a Minnie que habian visto al cajeto y vigilando el efecto que sus palabras producfan sobre ella, le decfan que lo habfan encontrado 90 con un aspecto floreciente y que habjan ofdo comientar que le iba muy bien en Memphis. Por lo general, esos dias, el aliento de Min- nie olia a whisky. Todos los afios, antes de las fiestas, el dependiente del bar le llevaba una o dos botellas y se las cobraba a buen precio. Claro que Ie levo whisky —decia el depen- diente— 20 acaso la vieja muchacha no tiene derecho a pasar un buen rato? Su madre ya no salfa del cuarto; la tfa a- ceitunada ¢ infatigable manejaba la casa, En ese ambiente, los vestidos llamativos de Min- nie, sus dias baldios y lentos, todo Io que te- nia que ver con ella, adquirfe un aire de irrea- lidad. Iba al cine por las noches, pero siempre en compafiia de otras mujeres. Todas las tar- des se ponfa uno de sus vestidos nuevos y se dirigia al centro de Ta ciudad, donde a la caida del sol, sus jévenes “primas” empezaban a ma- riposear por las calles con sus cabelleras suel- tas y sedosas, sabiendo menos qué hacer con sus brazos torpes que con sus caderas, siempre a las rises y acompaftadas por muchachos. Minnie, a esa hora, ya habfa terminado de visi- tar las tiendas y se alejaba pasando frente a los hombres que permanecfan sentados y ociosos a las puertas de las casas y que ni siquiera la seguian con la mirada, 91 I El peluquero subi6 casi corriendo la calle, entre los escasos faroles cercados de insectos, que suspendian en el aire sin vida su violento resplandor. El dia moria bajo una mortaja de Polvo. Sobre la plaza oscura y sofocada por el aire polvoriento, el cielo aparecfa tan claro co- ‘mo el interior de una campana de cobre. Ha- cia el este se levantaba un fulgor que parecia ser el doble que el de la luna lena. Cuando los aleanz6, Mc Lendon y los o- tros tres subfan a un auto estacionado en una esquina, Mc Lendon agach6 la cabeza para ver por debajo de la capota y le dijo: —Menos mal que cambié de idea, Hawkshaw, porque maflana, cuando en la ciudad se sepa Jo que Ud. dijo esta tarde —Vamos, vamos... —dijo el antiguo soldado —Hawkshaw es una buena persona. Venga, Hawk, suba. Will Mayes no es el culpable, muchachos si es que hay algin culpable —dijo el peluque- ro— Ustedes saben que no hay negros mejores que los nuestros, y conocen la imaginacion ca~ lenturienta que tienen algunas mujeres necesi- tadas de hombres. Al fin y al cabo, Miss Min- nie... 92. —No se preocupe —dijo el soldado— Nosotros s6lo queremos hablar con él... ~{Quién diablos quiere hablar? —vociferé Butch— Cuando terminemos con él. ~{Callate, por el amor de Dios! —dijo el sol- dado— Quieren que toda la ciudad . . — {Me importa un rébano la ciudad! Por mi, puede it ahora mismo a decirselo a todos esos hijos de mala madre, que permiten que una mujer blanca —Tranquilizate, muchacho. Abf viene el otro auto. El segundo coche habia surgido entre una nube de polvo, en la entrada del callej6n, pero antes de que llegara, Mc Lendon hab{a puesto en marcha el suyo, tomando la delantera. El polvo se levantaba sobre la calle como un ban- co de niebla. Las luces de los faroles con su halo alrededor, parecian brillar en el agua. Sa- lieron de la ciudad. La carretera, lena de baches, doblaba bruscamente en dngulo recto. El polvo estaba también alli, rodedndolos y cubria todo el campo como una nube baja. La silueta oscura del depésito donde el negro Mayes trabajaba de sereno, se recortaba contra el cielo. —Convendria parar aqui, jno cree? —dijo el soldado. 93 Mc Lendon no respondi6. Siguié condu- ciendo sin disminuir la velocidad y freno brus- camente, iluminando con los faros el muro blanco. —Esperen —dijo el peluquero— Si esta aqué es porque no lo hizo. Si fuera culpable, habria huido.... zno es asi? Acababa de llegar el segundo coche. Mc Lendon bajé y al momento, Butch ya estaba junto a é!. —Esperen, muchachos . .. quero. —Apaguen los faros —

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