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El rey
clavaría esa mirada que ha visto a tantos republicanos de pacotilla y golfos envueltos en
banderas rojiamarilllomoradas en la pupila azul de la heredera al trono. Que no es su trono,
como le advierte el recuerdo de su padre vagando por el mundo como emérito errante, sino
el trono de todos los españoles.
«En democracia es la ciudadanía quien debe elegir todas las instituciones que nos
representan. El principio hereditario propio de la institución monárquica no solo es de
otro tiempo, es sobre todo incompatible con la democracia.»
Sin embargo, hay otro sentido de república que nos interesa mucho más. República
significa genuinamente, en el sentido de Kant, "democracia liberal". Las paradojas son
difíciles de asimilar por las mentes simples, y la monarquía constitucional es una paradoja
inabarcable para mentes como la de Irene Montero: son más repúblicas las monarquías
constitucionales que las repúblicas populares. Más república kantiana es Noruega que
Cuba. Y mucho más republicana es la España de Felipe VII que la Venezuela de Maduro.
Mucho más republicana, por tanto, Leonor de Borbón que Irene de Iglesias. Pongámonos
algo técnicos. Es decir, citemos a Immanuel Kant en La paz perpetua.
Sigue diferenciando Kant entre el principio democrático que arroga todo el poder al pueblo,
sin límites a su autoritarismo, y el principio liberal que separa los poderes para que se
equilibren entre sí. Si se da el principio democrático sin el principio liberal lo que tenemos,
dice Kant, es necesariamente despotismo. Le damos la vuelta entonces a Irene Montero: el
principio hereditario dentro de un marco liberal es la mayor cobertura que tenemos contra la
democracia despótica que defiende la extrema izquierda desde Cuba hasta Corea del Norte
pasando por Venezuela.
Podría parecer en una visión ingenua que la monarquía es un claro ejemplo de antítesis del
liberalismo. Al fin y al cabo, en sus orígenes en la Escuela de Salamanca el liberalismo
luchó contra la monarquía absoluta, poniéndole límites. Pero ello no implica necesariamente
que el liberalismo se enfrente a la monarquía, sino únicamente a su versión absolutista. Una
versión liberal de la monarquía en clave constitucional es posible e incluso deseable cuando
se acopla el principio monárquico de la sucesión hereditaria de la jefatura del Estado al
principio democrático de que el soberano es el pueblo y, por último, con el principio liberal
de la separación de poderes, los derechos fundamentales y, en suma, el Estado de
Derecho. Una vez que el Jefe de Estado monárquico se concentra en una función simbólica,
de representación, ejemplaridad y prudencia, su función dentro de un orden constitucional
liberal no solo es legítima sino muchas veces deseable por una cuestión de tradición,
simbolismo y encarnación de los valores más representativos de una nación.
Hay, por tanto, una diferencia abismal entre Felipe VI de España y Mohamed VI de
Marruecos. O entre el rey Carlos Gustavo de Suecia y el rey Salmán bin Abdulaziz de
Arabia Saudí. Mientras que los reyes islámicos hacen derivar su poder directamente de
Dios, en el caso de los reyes europeos su legitimidad proviene de una Constitución
refrendada por el pueblo, del mismo modo que ocurre con otras instituciones como la
judicatura o el sistema autonómico. Esta vinculación directa de la monarquía con la
Constitución hace que sea, junto al poder judicial, una institución enfocada al largo plazo, en
contraposición a los poderes legislativo y ejecutivo volcados al cortoplacismo. El hecho de
ser una institución democrática pero no electa la dota de un superpoder liberal: es mucho
más difícil capturarla por parte de la partitocracia hegemónica. Como muestra la defensa de
la Constitución por parte de Juan Carlos I y de Felipe VI contra los golpistas militares y
nacionalistas, la monarquía es el último dique contra los enemigos de la democracia liberal
y la nación española. No es de extrañar que traten de acabar con ella los que tienen el plan
de convertir a España en una república bolivariana, o a Cataluña y al País Vasco en
repúblicas etnoculturales.
Una última razón para apoyar a la monarquía española es que también es ejemplar en
haber sabido depurar a Juan Carlos cuando no estuvo a la altura de dicha misión. Todo lo
contrario de la casta política habitual que permite que políticos condenados, de Pujol a
Griñán, de Junqueras a Puigdemont, no solo se paseen como si tal cosa, sino que se
conviertan en árbitros del régimen constitucional que desprecian y de la nación española
que odian.
Tras estas reflexiones, Felipe VI podría responder a Leonor con unos ripios de inspiración
becqueriana, irónicos a la par que lucidez y contundentes: