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Traduccién directa del neerlandés por | PIETER VAN DER MEER DE WALCHEREN Fete M. Lorna Azar LA VIDA OCULTA Novela Unica edicién castellana eutorizada y protegida en vodos los paisa, Queda hecho el depésito que previene Ia ley ntimero 11.723, Copyright Eoicionzs Canzos Loui, Buenos Aires, 1955, EDICIONES CARLOS LOHLE BUENOS AIRES A Henri van Haastert Hacia poco mas 0 menos un affo que yo, en rebelién contra las ideas, las aspiraciones, las costumbres y los sucesos del mundo, y Ileno de dudas respecto a la vida, habia mandado a paseo los estudios de Filosofia que estaba cursando en la Universidad y que ya no tenian absolutamente ningtin sentido para m{; mi resolucién, dicho sea de paso, produjo un gran escindalo y le. vanté un coro de protestas entre mis profesores, quie~ nes esperaban de mi aguda perspicacia, segiin asegu- raban, cosas realmente portentosas, tales como, ¢por qué no?... jun nuevo sistema filoséfico! Hacia, re- pito, un afio de aquello, cuando, destilando amargura y complaciéndome cruelmente en sentitme solo entre los hombres, fui a dar con mis tristes huesos a uno de e305 viejos inmuebles, abominablemente sombrios, que se encuentran indefectiblemente en las barriadas po- pulares de las grandes urbes y ante ‘cuyo aspecto se piensa con horror en Ia posibilidad de estar conde- nado un dia a vivir en ellos. Era una casa grande y antigua —sin Ia poesia de jas cosas antiguas, por supuesto— en cuyos cuartu- 7 chos se albergaban con sus penas y zozobras decenas de familias de obreros, mendigos profesionales, hol- gazanes vitalicios, tipos que ejercian los oficios més inverosimiles, gentes de ignorados medios de vida y también, aunque los menos, pobres de verdad. Cuando se subfa por una de las varias escaleras, todas ellas sucias y sumidas en una pestilente penum- bra, y poco a poco iba introduciéndose uno en aquella mina inagotable de miseria, se sentia el agobio-aplas- tante de una desesperanza sin limites, que sofocaba ignominiosamente en el corazén el testo de aliento o esperanza que atin podian sostenerle a uno en vida, Todos los hedores domésticos que’ despedian las ha- cinadas familias se mezclaban entre si y formaban un vaho nauseabundo, que se instalaba en los huecos de las escaleras, en Jos rellanos, en los pasillos y le trans- totnaba a uno como el contacto de unas manos sudo- tosas. Las maderas carcomidas, los muros resquebra- jados y los grises cielos rasos estaban impregnados de ese vaho, y en el pasamano de Ia escalera, cubierto como estaba de una grasienta capa de porqueria, se le quedaba a uno la mano pegada. Aquello olia ho- rrorosamente, ~-iEl infierno! —pensaba uno, tratando de respi- rar. Mas el aire era.espeso y se seguia adelante a tientas por la mugrienta penumbra que Ilenaba Ia casa de arriba abajo, como si en el mundo no brillara el sol, ni existiera la alegria del vivir, ni brotaran flores. En cada piso, al recorrer los estrechos pasillos, se pasaba por delante de un gran numero de puertecitas pintadas de marrén y en las habitaciones que habia detras de las mismas se ofa rumor de voces, gritos in- 8 ® p—— fantiles, insultos, juramentos y en ocasiones la aguda voz de una muchacha entonando la cancién de moda. Yo vivia en la parte posterior del edificio que daba sobre el patio, en una bohardilla del quinto piso, al final de un estrecho pasillo en forma de tunel. Aque- llo, excepcionalmente, era mucho mis tranquilo, ya que todos los pequefios cuartos adyacentes al mio es- taban deshabitados, de suerte que los alborotos y rui- dos que pudieran producir los vecinos no perturbaban el silencio'y Ja soledad en que yo deseaba vivir. Mi vida espiritual era por aquellos dias lamentable- mente anodina, Vivia en una especie de aturdimiento. Muchas mafianas me faltaba el valor de levantarme y me quedaba en la cama. A veces permanecia durante horas, de pie o sentado, con la mirada estipidamente absorta en el gran muro ciego que me arrebataba la luz y el cielo y en el que forzosamente habian de de- tenerse mis ojos al mirar a través de los cristales mu- grientos, pegados en parte con papel gris, de mi ven- tanuco. Conocia hasta en sus mds minimos detalles los caprichosos y desconcertantes dibujos de las sucias huellas del agua y todas las marbosas manchas que como Ilagas cancerosas corroian aquel rostro de piedra, En mi extremo pesimismo y amargura, a los que me encadenaba una abulia aplastante, habia Iegado a excogitar, para escarnio de mi mismo, dos soluciones tedricas, espléndido resultado, por cierto, de mis estu- dios filoséficos: perpetrar un robo a mano- armada para librarme de mi penuria econémica o suicidarme y terminar de una yez, Y estuve una porcién de dias dandole vueltas en mi cabeza a aquellos dos misera- bles productos de mis especulaciones filosdficas, a se- 9 mejanza de un viejo chocho mirando una mufieca por todos lados. De ordinario, hacia la caida de la tarde, daba un largo paseo por la ciudad y de regreso a casa com- praba pan, leche y una lata de sardinas, que era en lo que consistian casi siempre mis pobres comidas. Si hacia mal tiempo, solia darme una vuelta, en el curso del dia, por los cuartuchos deshabitados de mi piso: las puertas de los mismos estaban siempre abier- tas. Iba del uno al otro, tristes aposentos vacios,.y en ocasiones me detenia durante unos momentos a con- siderar su sordidez o a mirar a través de las ventanas hacia el muro que constituia el descorazonador hori- zonte de todos aquellos habitaculos. Un dia, a primeras horas de la tarde —el frio me habia retenido en la cama durante toda la mafiana—, cuando me disponia a recorrer de nuevo aquellos an- tros, me encontré conque la puerta préxima a la de mi cuarto estaba cerrada... Forcejeé un poco el pi- caporte, Una voz grité desde dentro: —Quién hay? No contesté; confuso, me introduje répidamente en mi propio aposento y cerré la puerta. Me senté con el ofdo atento... De forma que tenia vecinos. Un vecino, Ya que se trataba de una voz masculina. Y mientras estaba meditando sobre aquel suceso inesperado, me parecié recordar el acento de aquella voz. Se me antojé conocida. Pero ede quién?, ede qué época? El tono que habia empleado aquel hombre no era el propio de una persona Aspera, sino mas bien afable, simpatica, 10 4 Aunque sentia una curiosidad extraordinaria por conocer el rostro y aspecto de mi vecino, evité cuida- dosamente encontrarme con él al subir o bajar las escaleras, Suspendi asimismo mi recorrida por los apo- sentos desalquilados, Algo habia cambiado en mi vida, volvia a sentir interés por algo fuera de mi mismo. Cada majiana, muy temprano, le ofa abandonar su habitacién, La mayor parte de los dias, cuando se marchaba, atin no habia amanecido. Por mas vueltas que le daba al magin no Iegaba-a comprender qué iba a hacer fuera de casa a tales horas, especialmente en aquellas mafianas invernales, oscuras y frias. No podia tratarse de su trabajo, puesto que alrededor de una hora més tarde regresaba. A veces le ofa cantar en el curso del dia admirables tonadas, suaves y suma- mente bellas, melodias completamente desconocidas para mi, ejecutadas con tone triste y pausado. Y yo fantaseaba, me inventaba las mds peregrinas historias para explicar la presencia de aquel descono- cido que, en todo caso, no podia ser una persona vulgar. Fué un tiempo extrafio. Yo vivia amorosamente atento a lo que hacia mi vecino, al que no habia visto nunca y que con toda seguridad no se preocupaba de mi lo mds minimo, que ni siquiera sabia de mi exis- tencia. Su proximidad me hacia bien. El solo hecho de saber que aquel hombre, del que no conocia mas que la voz, invisible en sus movimientos, vivia alli al Jado, me infundia un sentimiento de gozosa gratitud, Tenia un compafiero de_infortunio en aquella mo- rada infernal. Un incidente inesperado puso fin de pronto a aquel u modo de vivir uno al lado del otro sin encontrarnos, como si un mundo nos separara. Un mediodia de diciembre, hacia la caida de la tarde, abandoné mi pequefio aposento para ir a dar mi acostumbrado paseo por fa ciudad. El pasillo y Ia escalera estaban ya sumidos en Ja oscutidad, Me lan- cé escaleras abajo para huir lo mas pronto posible de aquellos condenados recintos, tal era la sofocante y desalentadora atmésfera que se respiraba a lo argo de aquellos peldafios sucios, desgastados, grasientos y malolientes, Al llegar al tercer piso por poco me doy de manos a boca contra alguien que subia, Inmediatamente aca- mis pituitarias, que desde hacia tiempo no.ha- bian percibido més que las putridas emanaciones de aquel infierno, un aroma deliciosamente lozano de flores y perfume, Me detuve... La figura también Y una voz surgida de la oscuridad, una voz femenina, me pregunté amablemente: —¢Podria usted decirme dénde vive Jan Rijcken? Me azoré. La falta de costumbre de hablar con una persona, especialmente con una mujer, y asi tan de | improyiso, en aquel ambiente nauseabundo, aquella suave fragancia y aquella voz, me impidieron contes- tar en seguida. Al fin dije atropelladamente: —No, no lo sé Es que... La verdad es que no conozco a nadie aqui... Jan Rijeken... Pregunte al portero que conoce a todos los inquilinos. —~Ya se lo he preguntado —prosiguié la voz imper- turbablemente amable, Ahora, acostumbrados ya mis ojos 2 la oscuridad, podia distinguir el palido évalo 12 - del rostto y el negro abrigo de pieles que cubria los hombros y el pecho—, ¥ me ha dicho que en ef quinto piso, en Ja parte posterior del edificio, al final del pasillo. —Alli vivo yo —solté—, pero yo no soy Jan Rije- ken, —jEso ya lo sé! —rié la dama—. Jan Rijcken, pintor... —Pues no, no sé decirle... —Mas subitamente me acordé del nombre y pregunté—: {No ser el mismo Jan Rijcken que conoci hace afios en el internado, “el hijo de la actriz”, como se Je Mamaba? —Si, es posible que sea él —dijo la voz con tono mas bajo—; disculpeme por haberle entretenido. Voy a continuar. Pasé por mi lado y siguié subiendo. Yo vacilé unos instantes y luego corri detras de ella y cuando le hube dado alcance, dij ——Si me permite, le indicaré el camino, sefiora. De- be ser mi nuevo vecino. ;Qué rato! Jan Rijeken... 2Es pintor? .... Bueno, supongo que no ser’ pintor de paisajes, pues no es éste que digamos/el lugar mas apropiado para un artista semejante. Habiamos legado al quinto piso y me puse a andar delante de ella por el angosto y oscuro pasillo, De vez en cuando encendia una cerilla para que mi acom- pafiante no se diera contra una esquina o tropezara contra un escaln. No volvié a desplegar los labios. Me detuve delante de Ja puerta de Ja habitacién de mi vecino, —Muchas gracias —dijo la desconocida en un tono que queria decir: ahora ya puede marcharse, 13 Sin decir una palabra, saludé con una inclinacién de cabeza y me meti en mi propio cuarto. El deseo de dar un paseo se habia desvanecido. No habia duda, el encuentro y el descubrimiento me habian causado una profunda impresién. gSeria este Jan Rijcken el mismo que fué compafero mio de internado? Y aquella se- fiora gsu madre quiz4s? © Durante un rato permaneci sentado en una silla situada en el centro de mi oscuro cuchitril, en aquel alto abandono, con el mundo entero a mis pies, agu- zando el oido para ver si percibia algo procedente del aposento inmediato, Hubo un momento en que no pude contenerme mis y fui a lamar a la puerta de mi vecino. —iQuién hay? —pregunté en voz alta la misma voz de hacia unas cuantas semanas. —Paul Harms, su vecino. Oi un grito de sorpresa y, mientras abria la puerta y me invitaba a entrar con un gesto, repitid mi nom- bre y apellido, y dijo: ~—¢Pero eres ti, Paul? ... —Hablaba jovialmente, reteniendo mi mano en la suya—. jAsi es que vivimos desde hace meses uno al lado del otro sin conocer nues- tras respectivas identidades! jEsto es absurdo, Paul! ‘Me Ilevé junto a Ja mesa, sobre la que, a Jos refle- jos de la luz, suavemente dorada, de una lamipara de petréleo, vi unos cuantos libros, pinceles, lépices y el tiesto de un plato muy grande Heno de colores. —Mama —dijo a la dama que estaba sentada junto a la mesa, al amparo de la penumbra—: Paul Harms, un condiscipulo, y figdrese, vive aqui al lado y nin. guno de los dos sabiamos nada. 4 “He encontrado a tu amigo en la escalera hace unos momentos —dijo la dama—. El me ha indicado la habitaci6n. --Me senté cilenciosamente junto a ellos y no podia apartar mis ojos del rostro de Jan. Era de rasgos irre- gulares, feo y muy enjuto. Llevaba el pelo, rubio y ‘crespo, peinado hacia atrés, Pero no me detuve en su aspecto exterior, Irradiaba de sus ojos, de todo su ros- tro, tan suave serenidad que de pronto senti brotar de mi corazén, hasta entonces tan rido, un bienhe- chor albotozo, como si sibitamente hubiese descu- bierto que la vida era realmente bella, que realmente valia la pena de ser vivida. Y es que Jan Rijcken mi- taba con amor, con franco amor. Tal era el secreto. No se mantenia cerrado, como hacemos todos frente a los demés, frente a amigos y a exttaiios. De él-dima- naba hacia los dem4s un generoso fléido de poderosa, ternura. . Mi corazén se sintié colmado de dicha y le percibi al instante como amigo mio en vida y muerte. _-jEstés contento aqui, Jan? —le pregunté su ma- dre com su sonora voz. . Ya lo creo. —Estaba sentado algo inclinado hacia adelante, sus dos manos reposcdamente entrecruza-. das bajo la luz, y su buena mirada pasd de su madre hacia mi, con una sonrisa—z Estoy aqui muy bien, No dispongo de mucho espacio, el cuarto no es Tujoso y la madera necesita sin duda una nueva capa de pin- tura, pero gpara qué quiero més? ¢Qué puedo desear mis? Tengo una mesa, sillas para mi y para los hués- pedes, un estante para los libros, una cama y una cocina. 15 "Traz6 con su mano un ademén circular y seftalé después un rincén en cuya penumbra podian distin guitse, ordenadamente colocados sobre una mesa, unos cuantos cacharros de cocina. Yo también me volvi hacia atras y encima de la cama, que al modo de un divan estaba cubierta con una colcha multicolor, vi pender sobre la grisicea pared un gran crucifijo. En Ia repisa de Ia chimenea habia otro y sobre la mesa, junto a sus titiles de trabajo, habia un rosario. Hacia frio, La pequefia estufa estaba apagada. Po- diamos ver nuestros alientos flotando como pequefias nubecillas en torno a Ia lampara. La sefiora Rijcken se ajusté mds su abrigo de pieles y pregunté timidamente: —ZEstés siempre aqui con esta temperatura tan baja? ¢Cémo té es posible trabajar de esta manera? —Estoy acostumbrado —contesté con apacible ale- gria—, Ademis el frio es saludable cuando se es jo- ven gverdad, Paul? Sospecho que té, en tu condicién de inquilino de este palacio, tampoco eres un ricachéa oun calavera, y no creo que te cueste trabajo estar de acuerdo conmigo. Una vida dura es buena, curte el espiritu. —Si se puede sobrellevar, bueno, pero si no, te arruina para siempre —opiné yo, pareciéndome que la afirmacién de Jan era excesivamente optimista. —No, hombre, no, eso no es posible. Todas esas cosas materiales tienen muy poca importancia. Y pien- sa en las ventajas de una vida como la que llevamos nosotros. El gran calor de la estufa no adormece nues- tras ganas de trabajar ni nuestra atencién, Nunca nos sentimos pesados ni torpes después de nuestras comi- 16 das. Nuestra cabeza se mantiene despejada y nos sen- timos Jlenos de vigor durante todas las horas del dia, y las agobiantes preocupaciones que abruman a los ticos, cuyas posesiones Jes son causa de mil inquietu- des y sobresaltos, nos son a nosotros completamente desconocidas. Para nosotros lo mis insignificante pue- de ya colmarnos de alegria y placer. jLa vida podria ser tan sencilla para todos! ‘Aunque empleaba un tono jocoso, sent que habla- ba con toda seriedad, y dije: —Creo que exageras. Yo también conozco de cerca la pobreza y abomino de ella; es un poder mortal, un emponzofiamiento paulatino del espiritu, de nues- tros deseos, de nuestros pensamientos, de todo nues- tro ser. Lo he sentido en mi propia carne, y gcémo quieres tener pensamientos elevados y poseer la felici- dad pura, cémo quieres que la paz y la ecuanimidad more en nuestras almas, cuando se esta condenado a vivir en esta casa pestilente? —Te equivocas de medio a medio, Paul. Yo te ase- guro que la pobreza es una compafiera noble para Jos que la comprenden, para los que saben quién es y qué es... Tenia una manera de hablar que al instante hacia sentir ganas de estar completamente de acuerdo con a, Y yo que hasta entonces habia cifrado mis mejores delicias en burlarme de la opinién de los demas, me vi sometido también a aquella singular fascinacién. Callé y me quedé mirandole, mientras él hablaba con su madre. Percibia el sonido de Jas palabras que pro- nunciaban, pero no penetraba en mi el sentido de lo que decian. Permaneci sentado, escuchando con so- 7 segado contento el sonido alternante de las dos voces, y acudieron a mi mente tantas cosas... La made de Jan se habia aproxiinado algo mis a la luz y ahora yo veia su rostro, que la lampara ilu- minaba con reflejos dorados. Jan se parecia a ella. La expresién de su rostro, que no poseia la belleza mortalmente clasica de los trazos regulares, que le de- jan a uno frio, por més que se admire la forma y la pureza de lineas, era ¢xtraordinariamente viva. Habia algo de muchacha en la expresién de su ancha boca, en Ja forma de la nariz, en el brillo de madreperia de su cutis, todavia terso, En cambio sus ojos eran mis viejos, inquisitivos-y misteriosamente femeninos, y su mirada tenia un encanto de conmovedora tristeza. Su voz era sonora, sin la mas minima afectacién, y alli, en aquel misero ambiente, sonaba como wna ale- gria de oro... Cuando, sintiéndome de pronto intruso, quise mar- charme, Jan insistié en que me quedara y lo hizo en un tono categérico y como dandome a entender que preferia no quedarse solo con su madre. Y como si ella temiera también Jo mismo, comenzé a hacerme preguntas con interés casi exagerado sobre mi vida y sobre mis ocupaciones, que en aquel periodo de mi existencia no consistian més que en envilecerme adre- de, pasar hambre, abominar de toda la humanidad y odiar la vida... Les expliqué todo aquello con los detalles correspondientes. Aquella noche estuve en ve- na y a mis oyentes les parecié sumamente curioso el relato de mi vida y de mis aventuras espirituales. Jan escuché atentamente. Y en la expresién de su 18 rostro y en su actitud adverti que todo lo que yo decia despertaba en él un extraordinario interés. Cuando la madre de Jan se marché era ya tarde. Hste la acompaié hasta el portal de la casa ‘para ha- cerle luz e indicarle el camino entre la nauseabunda oscuridad de las escaleras y los pasillos. En 1a calle la estaba esperando su automévil. Besé a Jan en ambas mejillas, Habia en su actitud, cuando le besd, algo asi como una ternura respetuosa, ‘A mi me did la mano, casi al modo de viejos camara~ das, y me pidié que fuera a visitarla en compafia de Jan. : : Después pasé buena parte de Ja noche en el cuarto de Jan, hablando con él, Recuerdo perfectamente que estuvimos conversando durante mucho tiempo acerca del problema del dolor. Yo, ef rebelde, corroide por la duda, el desasosiego y el odio, maldecia el dolor. Jan, que era un hombre profundamente creyente, con un inmenso sosiego in- terior de paz y amor, asegurd que el dolor ha de ser explotado a fondo, como si se tratara de una mina de oro; —“el dolor no es ningiin fin en si, sino un me- dio para alcanzar la pureza de alma y ser fuerte y perfecto como Dios”— dijo. En mi vida habia en- contrado a una persona semejante. Jan me parecié aquella noche una noble irrealidad, También él me conté a grandes rasgos su vida des- de que abandoné el internado al mismo tiempo que yo y nos perdimos de vista. Entonces comprendi porqué las relaciones entre Jan y su madre, que a mi me habian ya causado cierta extraiieza desde el primer momento, eran tan parti- 19 culares y qué drama se ocultaba en el contraste entre aquella dama opulenta, aquella actriz que habia ido 2 visitar a su hijo en su propio automévil, y Jan, que se albergaba en aquella sérdida casa y vivia pobre- mente, Desde aquel dia el dolor y el amor han vinculado inquebrantablemente mi vida a la de aquellos dos se- res, en prodigioso ascenso hacia la nocién pura de la comunidad de las almas en Dios, 20 I Jaw de nifio no habia conocido nunca la dicha ni la segura alegria de la casa paterna. En su memoria no se guardaba ese precioso tesoro de intimidad que casi todos los hombres evocan con gratitud y desgarra- dora nostalgia en épocas posteriores de sus vidas, es- pecialmente cuando son presas de Ia miseria y del dolor, y cuyo lejano brillo introduce un poco de ca- lor en su soledad. Jan fué educado por su abuela materna, que vivia en un chalecito de una pequefia poblacién situada cerca de Ja capital. Delante y detras de la casita habia un jardincito con diminutos parterres de flores y pe- quefiitas sendas embaldosadas, limpias como patenas. Y todo aquello, asociado a la lontananza de unos ver- des prados, Hlanos como la palma de la maho, se re- flejaba en una gran bola de vidrio que sostenfa un bastidor de hierro pintado de blanco, situado inme- diatamente delante de Ja veranda recubierta toda ella de vid silvestre. La anciana, que era de buen corazén e indudable- mente queria mucho a su nieto, no pensaba, empero, mas que en limpiar, fuera verano o invierno, mafiana o tarde. En ello fundaba su alegrias era.su pasién, el 2a objeto de su vida. De ahi que tanto en el exterior co- mo en el interior de Ia casa apareciera todo reluciente, cual el rosteo de una joven campesina que acabara de lavarse con jabén blando. Mentalidad simple y practica, era incapaz de com- prender al pequefio Jan, un nifo sofiador, introver- tido, cuyos grandes ojos infantiles, en los que tem- blaba a veces una angustia, miraban silenciosamente a su abuela mientras ésta se entregaba cternamente a las mismas actividades. La abuela hablaba para su sa- yo, decia todo lo que iba haciendo, y aquel silencioso mirar del pequefiuelo le atacaba los nervios, le moles- taba. Entonces le ordenaba que se fuera a jugar, que se marchara al exterior a triscar por la avenida con los nifios de la vecindad. Y Jan, que a la sazén no habia cumplido atin los diez afios, no comprendia por- qué le hacia marchar y dié en creer que su abuela no le queria. Las escasisimas visitas de su madre fueron los gran- des y luminosos acontecimientos de su nifiez. Esta Ilegaba siempre de improviso. En su mds remoto re- cuerdo ofa su amada voz Iamandole por su nombre desde lejos, desde Ja carretera que unia la estacién de ferrocarril con la pequefia poblacién. Ella le besaba, le tomaba en sus brazos y jugaba con él durante toda su permanencia en casa, Cuando se marchaba, Jan, a pesar de su corta edad, sentia acentuarse dolorosa~ mente su afioranza por ella y en los dos o tres dias siguientes se acurrucaba en un rincén, en casao fuera de ella, para ocultar su amargo Ilanto. La abuela le buscaba y, cuando le encontraba en sui escondrijo con los ojos arrasados de lagrimas, echaba en cara al nifio, 22 que no comprendia una palabra, su ingratitud. Y éste sentia miedo, Mas tarde su madre iba a visitarle con un auto, que quedaba estacionado delante de la casita. Algunas ve- ces, cuando ella permanecia en casa durante mAs tiem- po, se vestia a Jan de punta en blanco y podia sen- tarse junto a su madre en el zutomévil, con el que emprendian un raudo viaje hacia las lejanas torreci- Ilas del horizonte, Aquellas breves visitas de su madre durante su it fancia fueron para él a lo large de muchos afios algo asi como alborozadas visiones de un mundo de ensuefio. Y de pronto murié la abuela. El nifio, que vid a la difunta sin comprender Ia rigida inmovilidad de Ja anciana que-el dia anterior se entregaba con toda diligencia a sus habituales quehaceres domésticos, no se sintid, a pesar de ello, excesivamente impresionado. Durante aquellos dias estuvo continuamente al lado de su madre, Unas horas después del entierro ésta hizo subir a Jan en el auto y Jo llevé a un gran internado, Tenia entonces diez astos. El director, vestido solemnemente de negro, les re- cibié con toda amabilidad. Hablé durante unos mo- mentos con la sefiora Rijcken y cuando ésta quiso marcharse tuvo que mostrarse algo violento para obli- gar_a Jan a soltar a su madre, a Ja que se habia aga- rrado, sacudido por los sollozos, desesperadamente, co- mo si ya entonces se le despojara de todo para siempre. Ella atravesé el amplio vestibulo y Jan, a través de sus lagrimas, vié como le envizba un dltimo beso y salia pot la puerta principal. Subitamente todo se aquieté en él: ces6 de Ilorar y miré al director que le 23 retenia por la mano. Procedente de la lejania percibié el constante rumor de un gran ntimero de nifios que jugaban. Y resignado se sometié, encogido su corazén infantil, al nuevo poder que se le imponia, Se inicié entonces un periodo de su vida, que habia de prolongarse por espacio de nueve afios, en el que posteriormente evitaba pensar al igual que en su in- fancia, no porque hubiesen sucedido cosas tristes, sino porque habian sido una larga serie de dias desolados, transcurridos en un ambiente al que no pudo aclima- tarse, en el que se sintid incesantemente desgraciado. La sorda monotonia de aquella existencia, que los de- més muchachos parecian soportar tan alegremente, solamente fué interrumpida en raras ocasiones por el efimero gozo de una visita de su madre, o cuando, durante algunos dias de las vacaciones, hacia con ella un largo viaje en automévil. La mayor parte de sus vacaciones las pasaba en el vacio internado, en com- paitia de otros dos condiscipulos, tres compafieros de infortunio cuyos padres, que vivian en otro mundo, los confiaban al cuidado del director y de su familia. Jan seguia siendo el mismo ser solitario e introver- tido de sus afios infantiles, demasiado arisco para tra- bar amistad con un compaiero, Y sin embargo sen- tia una imperiosa e intima necesidad de ello. Pero entre sus condiscipulos no pudo encontrar ningun amigo, Los muchachos le toleraban muy bien, era ser- vicial y atento; se esforzaba siempre por: participar en sus recreos, pero no le resultaba f4cil. De ahi que Jos demas no se encontraran a gusto en su compaiia. Jan no mostraba gran interés por los rudos juegos de sus compafieros ni tampoco por las cosas acerca de a4 oS Jas que hablaban, Jan era distinto de los otros y todos se dieron cuenta de ello inmediatamente. Esta soledad en medio de un centenar de mucha- chos no le hizo indiferente ni amargo. No afectaba a su cardcter, que era suave y fuerte y noble, ‘Cuando vivia atin con su abuela, pregunté en cierta ocasién a la sefiora Rijcken si, al igual que los demis nifios, no tenia también él un padre y dénde estaba. “Est4 muerto”, le contesté su madre con sequedad, y no eta Jan nifio para formular dos veces la misma pregunta, Mas con su imaginacién infantil pensaba nmucho en aquel hombre al que no conocia ni del que jamés habia visto un retrato, Mas tarde, aunque sdlo tenia atin una vaga idea de la vida —acababa de cumplir los catorce aftos—, le extrafié llevar el nombre de familia de su madre. Ast se lo dijo a ésta una vez, mientras hacian una excur- sién en automovil. Ella le atajé r4pidamente, diciendo: —Eres todavia demasiado joven para comprender. Pero Jan observé que su madre habia experimen- tado un ligero sobresalto. ¥ cuando menos lo esperaba, algun tiempo después, un condiscipulo, un compatiero de clase de mas edad que él, un precoz por lo visto en materia de sucia experiencia, le lanzé al rostro, durante una rifia, la palabra: bastardo... Ocurrié en el patio de recreo ‘del colegio una tarde libre en que la mayor parte de Jos chicos se habian, ido a sus casas. Cinco o seis mo- zalbetes presenciaban la tifia. Yo, que era alumno de una clase superior, no conocia a Jan. Pasé cerca del grupo en el preciso instante en que aquel grandote espetaba el insulto. Me llamé inmediatamente Ja aten- 25 cién fa palidez del injuriado, que nos miraba a todos con dolorosa sorpresa, en sus ojos la inexpresada pre- gunta: “zPor qué hacéis esto conmigo?” Luego se atrojé contra el otro, que era mayor y més fuerte, el cual agarré, riéndose, a Jan, lo lanzé contra el suelo y se puso a golpearle sin cesar de decir: iEres un bastardo! jEres el hijo de una actriz! iHijo de una soltera! Jan renuncié a defenderse, La escena eta deplora- ble. Recibia los golpes resignadamente y sus dilatados ojos miraban hacia arriba mortalmente tristes, arra- sados de lagrimas, lo cual avivaba atin més el sarcas- mo de su enemigo: “jLlora por su mamaita!” Lleno de indignacién cogi a aquel bruto por el pescuezo y lo saqué de encima de Jan. Este se levanté lentamente y se fué.., Aquella misma tarde vino a verme para darme las gracias, y desde entonces fuimos amigos, aunque no me hablé nunca de su dolor ni de sus mas intimos pensamientos. Como yo sabia que pasaba las vacaciones en ef in- ternado —en los ultimos afios su madre no iba ya a visitarle, Jan parecia habérselo dicho todo—, le invité dos o tres veces a ir a mi casa, pero siempre rechazé Ja invitacién diciendo con hurafia y triste sonrisa: —Eso no es para mi, Paul. Jan era catélico de nacimiento y por eso a los doce aiios de edad habia hecho la Primera Comunién, pero sin que aquello le causara una gran impresién. Cuando yo le conoci habia ya dejado de rezar, no por mala voluntad o repugnancia, sino porque la religion era algo situado todavia al margen de su atencién; hubié- rase dicho incluso que ni siquiera pensaba en ella. No 26 1 comio yo, que sentia un desdén olimpico por aquella estupidez, como me permitia calificar la fe y lo so- brenatural. Era como si el enigma de la vida y todas aquellas martirizantes preguntas cuyas respuestas bus- caba y habia creido poder encontrar en el estudio de la Filosofia, a él no le hubiesen preocupado nunca Jo mas minimo. Y hubo siempre en él una aceptacién, para mi incomprensible, algo asi como una compla- cencia, en no resistirse nunca contra el dolor; parecia considerarlo como su porcién ccrrespondiente, y vivia en una expectacién paciente y queda, lo cual no le impedia en absoluto actuar con energia y, sin meter bulla, efectuar actos y adoptar actitudes ante las cua~ les otros aparentemente més vigorosos que él y de naturaleza mds activa habrian retrocedido asustados. Cuando, al abandonar el internado para proseguir mis estudios en la Universidad, me despedi de Jan, ninguno de los dos sospechabamos que no habjamos de volver a vernos hasta al cabo de seis afios. Un aiio después de nuestra separacién, Jan hizo el examen de Estado con gran brillantez y el primer dia de vacaciones fué a reunirse con su madre, que habitaba en una gran casa, lujosamente amueblada, de uno de los barrios ricos de la ciudad. Hacia mu- chisimo tiempo que no se veiaa. Un criado, que no le conocia, le introdujo en un saloncito en cuyas pa- redes pendian un gran mémero de retratos de su ma- dye caracterizada de los distintos papeles que habian jalonado su carrera dramitica. Jan estuvo mirando los retratos con gran atencién y observé que al pie de las fotografias de hacia veinte afios, es decir de la época-en que su madre debuté en las tablas, cuando 27 él no habia nacido todavia, aparecia otto nombre: Louise Banning, el seudénimo bajo el que actué du- rante los’ primeros afios de su vida teatral y que ya nadie conocia. La sefiora Rijcken entré en el saloncito silenciosa- mente, vid a su hijo, grits “jJan!” y extendid a éste ambas manos. Luego hablé répida y excitadamente: —No sabia que eras ti. El criado no ha entendido bien tu nombre. Ya conoces todos estos retratos gno?... Algunos han salido muy bien \zno te pare- ce?... Pero anda, ven conmigo, vamos a mi habita- cién... Habia tomado a su hijo por la mano, como a un nifio, y en su rostro resplandecia la dicha. —Has hecho bien en venir. ¢Cudnto tiempo hacia que,no nos velamos? Casi tres afios, creo... jSi.su- pieras lo ocupada que estoy! No he podido encontrar un momento para ir a verte: siempre actuando, aqui y en otras ciudades, o en el extranjero... ‘A través de un amplio pasillo que era como ‘una sala, tan adornado estaba de tapices, muebles anti- guos, pinturas modernas y toda clase de preciosos ob- jetos artisticos, le condujo a su propia salita de estar, un pequeio aposento de sobrio esplendor. El alfom- brado del suelo y los muebles eran negros; de seda parda los cojines que adornaban cada una de las sillas de madera de roble oscura. La violenta luz estival pe- netraba en la estancia tamizada por las bajadas celo- sias y a la luz reinante en el interior, los candelabros y un biicaro de estafio parecian de plata mate. Sobre una pequeiia mesa baja estaba la viva riqueza de un ramillete de rosas blancas en un gran jarro de estafio. 28 La sefiora Rijcken, que Ilevaba un sencille quimono de una suave tela de color verdemar, fué a sentarse en la silla de alto respaldo situada delante de su mesita escritorio. Sobre esta ultima habia un libro abierto. La actriz no jlucia joyas. Unicamente en torno a su desnudo cuello se veia una fina cadenita de oro de la que pendia, destellante, una pequeia medalla. Du- rante la conversacién su mano se ponia a jugar de cuando en cuando con esta medallita. Jan se sentd en un bajo butacén muy cerca de ella. Se sentia ex- trafiamente fatigado. —jHan eimpezado ya las vacaciones de verano? —preguntdé con afectuoso interés le sefiora Rijcken. —Si, mamé, —Y le cont que aquella misma ma- fiana se habia enterado del resultado favorable de su examen de Estado—. Pero esto no tiene demasiada importancia —continud diciendo cuando ella le did Ja enhorabuena—. He venido para hablarle de otras cosas, de usted, de mi, del porvenir, de mis proyec- tos... Con las manos entrelazadas descansando en su re- gazo, la sefiora Rijcken miraba a su hijo con silencioso asombro, como si no acabara de creer que ella era la madre de aquel joven. Jan habia cumplido ya en aquellos momentos die- cinueve afios, era de estatura media y gracil de cuerpo. Su rostro reflejaba una conmovedora mezcla de can- dor infantil y decidida seriedad. Todo su ser procla- maba su absoluta sencillez de corazén. Ni la sefiora Rijcken ni Jan parecian sentir necesi- dad, después de su larga separacién, de entregarse a banales expansiones de afecto. Comprendian que ta- 29 Jes expansiones no cuadraban con el caracter de aque- Ia entrevista, que sabian inevitable desde hacia aiios. —2Qué planes tienes, Jan? —pregunté la actriz con expresién preocupada. —Mire usted, madre, precisamente he venido pata hablarle de ello —contesté Jan sosegadamente y con suave tono—: Hasta ahora usted ha costeado mi edu- cacién; ha satisfecho todos mis deseos, nunca me ha faltado nada, y sé que seguiria proporcionéndome el dinero necesario para continuar mis estudios sin preo- cupaciones. Pero yo no puedo ni quiero aceptarlo. Noes que sea un desagradecido, madre, es que... —Su yoz soné sorda pero violeata al afiadir-—: ...es que ese dinero me abrasaria las manos. Se callé por espacio de unos instantes. —En lo sucesivo quiero ganar yo mismo el pan que coma. Prefiero padecer hambre y miseria que vi- vir con el dinero del hombre a. quien pertenece todo esto —e hizo con la mano un breve ademan circular. Volvié a callarse. Delante de él estaba aquella mujer mirandole con los ojos dilatados por el estupor. Repuso: —Desde que lo sé todo, he estado dudando durante mucho tiempo antes de adoptar una resolucién. Era cobarde, Trataba de acallar mi conciencia con sofis- mas y falsa compasién para conmigo mismo y para con los demas. Por qué no seguir aceptando el dinero de la indignidad? ‘La ofenderia gravemente.'.. Per- déneme, madre, perdéneme las palabras... Ahora veo claramente cémo debo obrar. Me encuentro en un 30 momento decisivo de mi vida. Mafana voy a ir a buscar una colocacién, La sefora Rijcken no desplegé sus rigidos labios y hubo angustia en sus ojos cuando Jan, inclinandose hacia ella, tomé una de sus manos entre las suyas, y empezé a hablar con intimo acento: —También he venido para otra cosa, madre... Acaricio un suefio y debo explicarselo... jLa vida puede ser tan bella y feliz para nosotros! Figurese, madte, nosotros dos, usted y yo... y nadie més entre nosotros, ningtin extrafio... Sactidase de encima su vieja vida; abandone todo esto, y empiece conmigo una nueva existencia. Libérese... Viviremos juntos, no importa dénde... donde usted quiera. Pero nos- otros dos solos, cada cual trabajando por su lado, Us- ted gana de sobra con el teatro y yo también traba- jaré con todas mis ganas, A lo mejor puedo ayudarla de un modo u otro. Pero deje esta casa, todas estas cosas. Véngase conmigo. {Es ten sencillo! Durante el invierno viviremos aqui, en Ja ciudad, Tan pronto termine la temporada teatral nos vamos fuera, bien lejos, a una aldea de las montafias, o al mar. {No creo que sea indispensable para ser feliz ir con un coche a toda velocidad por esos mundos de Dios! ... Suefio un hogar con usted, madre, {Seriamos tan dichosos! Sobrevino un silencio. A Jan Je dominé la impresién de que sus palabras habian sido imutiles. Se habia ilu- sionado en vano y ahora ‘escuchaba, amargamente en- tristecido, las excitadas razones de su madre, —Pero, muchacho, no sabes !o que dices. ¢Cémo vas a hacer para ganarte el pan, dime? ¢Con qué pre- tendes gandrtelo? Qué es lo que te figuras? Ta no 31 conoces la vida. En el fondo eres un nifio todavia. Ta mismo lo acabas de decir: nunca te ha faltado nada. Todo lo que has necesitado o deseado, lo has Conseguido. No has tenido més que pedir. Yo he he- cho todo lo que he podido gno es verdad, muchacho? "Ta no sabes lo qué es la vida, la lucha por Ja existen- cia. La vida es dura, infinitamente més cruel de lo que puede concebir tu joven imaginacién. Nadie, ab- solutamente nadie te ayudara. Hablas de buscar tra- bajo, de buscar una colocacién, como si la gente tu- viera necesidad de ti, como si te estuvieran aguardanco. Bueno, dime: gqué es lo que te propones hacer? —Daré clases —dijo Jan secamente. —2Clases? 2A quién, a.quién dards clases? —Ahora hablaba en voz alta, oprimiéndose las manos entre si Y¥ cuando, en ef’ mejor de los casos, después de haberte cansado de esperar y buscar y pedir y mendigar, ha- yas encontrado un par de alumnos, dime: gqué vas ye acer con la miseria que te den? Tu no conoees las humillaciones.a que se esta expuesto cuando se es po- bre. Todo el mundo promete pensar en U, todo ek taundo te da amables consejos, pero nadie te propor- tiona algo que pueda sacarte de apuros. Se complacen en verte con el agua hasta el cuello, en humillarte. Y cuando se ha pasado por todas esas zozobras y s€ CO- noce la odiosa angustia que se apodera de nosotros al pensar en el dia de mafiana, se Je encoge a uno el co- Pezén ante el simple recuerdo de semejante existencia, ‘Ta eres un hombre, joven ademés, otra cosa es, pero de todos modos jeudn desarmado estas frente a la pre- potencia de la naiseria! Té no. sabes lo que es pasat hambre, padecer frio. Piensa unos momentos en lo 32 <2 seguro y confortable que se siente uno en wna habi- tacién caldeada mientras en el extecior se hace sentir todo el rigor del invierno. ‘Tienes vestidos, ropa inte- rior. Nunca te ves obligado a hacer calculos, misera- bles calculos al céntimo. No conoces el bochorno de llevar unos zapatos rotos, vestidos desgastados, un som- brero viejo, ropa interior sucia, porque eres pobre, porque no tienes dinero para sustituit todo eso. Y 10 puedes hacer nada, ‘andas errabunds, paria de le vida, por el borde de la ‘existencia, y las delicias sin preocu- paciones, que hacen de la vida algo que vale la pena, Ia satisfaccién de un deseo stibito, la inmediata xeali- zacion de un anbelo, es algo que te esta vedado por completo, es patriotismo exclusivo de Jos demés..« Se callé durante unos momentos. La luz uniforme envolvia, inmévil, a aquellas dos personas. Luego suplicé: —Deja que te ayude. Acepta ain mi dinero hasta que hayas ‘encontrado algo, hasta que estés en condi- ciones de ganar Jo suficiente para poder vivir. il mened Ja cabeza, Ya no la miraba. Aquello le entristecia profundamente, le desalentaba. {Habia aca~ riciado con tanta ilusién aquel suefo que ahora se desvanecia irremediablemente! Ella siguié habland «Yo no puedo vivir en Ja pobreza y las preocupa- ciones materiales. Necesito el lujo, necesito ser rica, No me juzgues mal, Jan... Yo ya no podria soportar esa espantosa existencia de estrecheces, privaciones y remmeiamientos. No podria acostumbrarme otra vez ve reoueiance penuria, 2 1a inquietud ante el problema 33 del sustento cotidiano. No puedo ni quiero cambiar mi vida a . —En ese caso no sé... en ese caso ya no tengo nada mas que hacer aqui —dijo Jan aturdido por el dolor que atormentaba su corazén—. jHubiéramos podido estar tan bien! Pero.ya veo que no puede ser, lo com- prendo... No se preocupe por mi, ya me las arregla-. ré, no hay cuidado... Pero es tan dificil... Yo soy su hijo... Yo... Bah! Yano sé ni lo que me digo... Mientras hablaba, se habia levantado. Ella perma- necié sentada y sus dedos jugaban nerviosos con la cadenita de oro. —Pero ga dénde quieres ir? ¢Tienes una habitacién, tienes dinero? ;Dios mio! gPor qué te entregas a la desgracia? Espera todavia, reflexiona un poco —dijo desesperadamente. —Ya he reflexionado, y sé que lo que hago esta bien —contestS Jan—. Ahora debo marcharme. Se esta haciendo muy tarde... Parecia, en efecto, que no sabia ya lo que se decia. —iEs por usted, madre —exclamé atin—, por us- ted, por nosotros dos, que he venido! Ella se puso de pie: los brazos le pendian inertes a Io largo del cuerpo y mantenia la cabeza ligeramente inclinada. “{Cudnto la quiero, a pesar de todo!”, pensé Jan, —Adiés, thadre; hasta la vista, Ya le esctibiré, Ella mened Ia cabeza, Recorrieron en sentido inver- so el pasillo de antes y al pasar por delante de la puerta del pequefo saloncito Jan vid sobre una silla un som- 34 brero de paja de caballero y un bastén de paseo. ¥ ella se dié cuenta de que lo habia visto. Sin decitse ni una sola palabra mas, Jan abandond la casa. La sefiora Rijcken estuvo aquella noche extraordi- nariamente desagradable con el hombre a quien debia la suntuosa opulencia en que vivia. I Angus Jan no esperaba encontrar en seguida una ocupacién que le permitiera vivir con toda sencillez ~—distaba mucho de ser exigente al respecto— y le dejara un margen de tiempo para seguir estudiando, estaba convencido, sin embargo, de que en un plazo relativamente breve de tiempo lograria hacerse con una u otra colocacién adecuada a su educacién y sus estudios. Nada dejaba sin probar. Escribia a las sefias de to- dos los anuncios en que.se pedian clases particulares. Nunca llegé una contestacién. Con una carta de re~ comendacién, redactada en términos de amable bene- volencia, que le habia dado el director del internado, recorrié todos los centros de ensefianza de la capital. Cada mafiana emprendia animosamente una nueva pe- regtinacién, ;Tenia que conseguir lo que buscaba, no habia mas remedio! Cuando se le permitia trasponer el umbral de la puerta a la que habia lamado, lo cual no ocurria siempre, y se le daba ocasién de exponer el objeto de su visita, ofa a veces vagas promesas dictadas por la cortesia, pero casi siempre una negativa-rotunda: no se necesitaba a nadie. Sucedia a menudo también que, 36 después de una espera interminable capaz de desalen- tar al mas animoso, Jan recibia la visita de un subal- terno que, en nombre de la direccidn, le rogaba expu- siera por escrito su causa con detalladas informaciones sobre si mismo y clara especificacién de sus capaci- dades y experiencias. Jan lo hacia concienzudamente. Y durante muchos dias aguardaba Ileno de esperanza una contestacién que no habia de llegar nunca. Una sola persona, a la que al parecer Je dolia real- mente no poder ayudar a Jan, entregd a éste una tar- jeta recomendandole a un conocido que posiblemente admitiria al joven como secretario, El mismo dia se dirigié Jan a las sefias indicadas. Un criado le tomé la tarjeta y le dijo que esperara. Jan se quedé en el pasillo, un pasillo de techo elevado, recubierto de mirmoles, y se puso a sofiar qué sé yo qué disparates. El criado regres6 con la noticia de que el sefior en aquellos momentos no tenia tiempo, pero rogaba al solicitante que volviera al dia siguiente por la majiana, de siete a ocho. Se levanté muy temprano, porque desde su casa al otro-extremo de la ciudad donde vivia aquel rico bien- hechor habia un buen trecho. Al Iegar se le introdujo en el salén, una amplia estancia sobrecargada de mue- bles y objetos de todos los estilos. Cuando Hevaba tres cuartos de hora esperando, entré en el aposento un anciano caballero, que le dijo secamente “jBuenos diasl” y acto seguido se puso a hablar sobre una obra gigantesca que habia concebido: un libro, una especie de enciclopedia sobre los médulos de vida, las costum- bres, Ia psicologia y los conceptos higiénicos y religio- sos de todos los pueblos de la tierra. Habia de aparecer 37 simulténeamente en todas las lenguas europeas y pro- bablemente seria traducido al chino, al japonés y a algunos dialectos africanos, Ahora bien la edi “standard” se hacia en latin. —Y por eso —concluyé— necesito un equipo de colaboradores, cabezas despejadas que comprendan mis ideas y sepan elaborarlis. Jan, a quien aquella rapida exposicién de un tema de tanta amplitud tenia ya algo desconcertado, vid entonces con sorpresa que aquel singular anciano se Mevaba el gollete de una botella que sostenia en la ma- no a la boca y tomaba un sorbo del contenido de la misma. —Agua —dijo después—. Esto es agua: Por fas ma- fianas me desayuno con agua. Jan hizo un signo afirmativo con Ja cabeza, repri- miendo a duras penas la risa que le pugnaba por esta- llar. ¥ el provecto caballero siguié hablando sin per- mitirse punto de reposo. Al fin pidié a Jan que, para proporcionarle una prueba de sus capacidades, escri- biera tres bosquejos psicolégicos-caracterolégicos —ca- da uno de los cuales no debia rebasar el espacio de una cara de papel de escribir cartas— sobre el romano del tiemgo de Augusto, el moderno holandés y su her- mano el javanés, respectivamente, y que a la mafiana siguiente a la misma hora le Hevara sus trabajos. ‘Lleno de coraje y de gozosa esperanza Jan, sentado en Ia pequesia habitacién en que venia viviendo des- de hacia algunos meses, puso manos a la obra y al cabo de breve espacio de tiempo tenia listos sus tres escritos. . El singular ancieno le recibié al dia siguiente por 38 Ja mafiana de la misma fria manera y, después de haber leido los trabajos de Jan, dijo que estaban bien ¥ que esperara unos momentos; tenia trabajo para él. —Precisamente ahora estoy ocupado en dictar un nuevo capitulo; trazo ef plan, Jas ideas fundamen- tales... . Y desaparecié, siempre Ievando en la mano su bo- tella de agua, en una habitaciéa contigua. Jan esperé. Durante un cuarto de hora oy6, procedente de la habitacién contigua, la voz del bienhechor, Iuego, de pronto, se hizo el silencio. Jan esperé. Y tal vez ha- bria estado esperando durante toda Ja majiana, si el criado, al atravesar por casualidad el salén y verle alli sentado, no le hubiese dicho que el sefior, que sin duda se habia olvidado “de Ja presencia de Jan, ya hacia rato que habia salido. Jan se marché descorazonado. Inmediatamente es- cribié una cartita; y cuando hubo transcurrido una semana sin que llegara ninguna contestacién, empren~ dié de nuevo la excursién matutina. Pero fué en vano, El sefior habia salido de viaje hacia el Sur. Aquello Je causé a Jan una amarga decepcisn, ya que por mucho que se esforzara en pasar con lo mas justo, era imposible salir adelante sin mds ingreso que las escasas monedas que ganaba desde hacia algin tiem- po por semana ayudando a hacer sus trabajos esco- lares a los dos hijos menores del carnicero, un buen. hombre que tenia su pequefio establecimiento en la planta baja de la casa donde habitaba Jan, Y estaba Ilegando el otofic con sus desapacibles dias de Muvia y viento, Hacia frio en la desnuda habita- cioncita cuyas puertas y ventangs ajustaban mal. Aun- 39 que Jan conocia ahora ya momentos de profundo abatimiento al verse en aquel angosto cuarto entre sus miserables bartulos: un catre de tijera con un colchén de paja, una mesa vacilante, una silla remendada —Ja gran maleta de cuero de color marrén en Ja que guar- daba sus ropas y sus libros parecia extraviada en aquel misero ambiente—, aunque a veces le habia asaltado de pronto el deseo de ir a ver a su madre y de pedirle ayuda, vivia en la mansa aceptacién de privaciones 2 las que nunca habia tenido que someterse, en Ia acep- tacin resignada de toda aquella existencia miserable, como si tal existencia viniese impuesta por el orden natural de las cosas. Tenazmente siguid buscando un trabajo que se ajustara a sus capacidades y condiciones; una cosa asi tenia que existir. No cejaba, Pero entre tanto te- nia que comer, A diario tenia que resolver de distinta manera el problema del pan de cada dia, esa angustia implacable, obsesiva, de los pobres. Se veia, pues, obli- gado a aceptar lo primero que se le ofrecia, cualquier cosa, por misera que fuese. En aquellos dias sufrié muchisimo, pero sin rebeldia ni resistencia, abatido bajo una realidad ruda que parecia haber hincado en inexorable y definitivamente, sus garras poderosas. Cada sibado por la tarde, durante todo el invierno, hizo facturas para un tendero de la vecindad. Con lo que éste le daba tenia para pagarse el domingo una comida caliente. En dias de mucho movimiento trabajaba en un ba- zat: Hevaba paquetes de un lado para otro o se pasaba horas abriendo y cerrando la puerta del establecimien- 40 to para dejar paso a los compradores y visitantes que entraban y salian. Escribié unos cuantos epitalamios y versos de cit- cunstancias dedicados a difuatos o recién nacidos por encargo de un editor que le pagaba cada poema a vein- ticinco centavos de florin, prometia mucho y ter- mind metiéndose las, ganancias en su propio bolsillo. Daba clases de francés a la mujer de un carpintero, bebedor empedernido y jovial; aquella pareja acari- ciaba el suefio de visitar Paris desde hacia veinte afios y en la realizacién de aquel ideal venian esforzandose desde hacia asimismo veinte afios ahorrando lo que podian, pero por lo visto estaban condenades a no al- canzar el caro objeto de sus aspitaciones, porque el marido se bebié Jas ganancias y buena parte de’ los ahorros y con lo que quedé la mujer compré unos cuantos libros franceses que ahora traducia bajo la direccién de Jan. Durante un mes fué una especie de pinche de co- cina de un figén vegetariano-socialista, donde se pa- saba el dia fregando platos, perolas y calderos, y aun- que aquel sucio trabajo le disgustaba y era un verda- deco martirio para sus manos, habria persistido en él, si una heridita que se causé en un dedo no se hubiese infectado, transformAndose en un serio absceso, que le impidié continuar efectuando aquella faena. De todos modos, mientras tuvo el dedo malo, pudo ir a comer al figén. En aquella temporadita de obligado reposo, Jan em- pezé otca vex a dibujar y pintar. Antes, en el inter- ‘nado, adornando letras durante sus horas libres y so- bre todo en el periodo de vacaciones, leg a adqui- 41 rir destreza en ello y poco a poco se aficiond a hacer pequefias ilustraciones-de textos, al principio wnica- mente a l4piz o tinta, después ya a todo color. Los trabajos de Jan recordaban las ilustraciones de los ma- nuscritos medievales, poseian la misma nitidez colo- ristica: figuritas de corte primitivo estaban sentadas con estatica actitud o “gesticulaban draméticamente ante un admirable paisajillo de escenografia teatral. Las horas dedicadas a satisfacer aquella aficién eran para él un delicioso descanso y manejando el Idpiz y el pincel daba forma y figura a los suefios de su sole- dad. Se ejercitaba constantemente, aprovechaba cual= quier momento libre, iba a la biblioteca a leer los esca- sos libros que versaban sobre el arte de fa ilustracién y estudiaba las producciones de viejos manuscritos. Y no tardé en adquirir una destreza y autoridad verda- deramente extraordinarias, Sin embargo, lo que hacia no era una servil imitacién de lo antiguo, ya que pin- taba incluso l4minas con figuritas modernas, aunque sentidas y ejecutadas en una forma primitiva. Aunque Jan tenia que interrumpir continuamente aquel trabajo, al que se entregaba en cuerpo y alma, con el fin de dedicarse a cosas de rendimiento més inmediato para atender a su manutencién, logré ver terminadas cinco laminas que le parecieron aceptables y se le ocurrié que no estaria de ms tratar de yen- derlas; a lo mejor de aquella manera podria ganar Jo suficiente para cubrir sus necesidades. El invierno, la cruel estacién del afio que hace en- coger de pesadumbre y angustia a los desheredados, habia pasado. También Jan habia tenido que sufrir amargamente, pero el esplendor y calidez del primer 42 dia de primavera le infundid nuevos alientos, de for- ma que, poniéndose debajo del brazo Ia cartera en la que, cuidadosamente colocados entre hojas de papel secante, Ievaba los policromos dibujos, se dirigié a casa de un gran comerciante de objetos de arte. Pero le ocurrié lo mismo que cuando, unos meses antes, habia estado recorriendo los centros de ense- fianza. Solamente una vez se le pidié que mostrara las Jéminas. En todos los demés sitios se lo quitaban de delante al punto se enteraban del motivo de su visita. Al mediodia el cielo, hasta entonces despejado, se cubrié de negros nubarrones y se levanté un viento impetuoso y frfo a tiempo que se ponia a lover. Jan temblaba, El traje que llevaba era de una tela muy tenue y muy pronto estuvo calado hasta los hue- 80S, ya que su ropa interior de invierno hacia ya tiem- po que Ja habia Ilevado al-Monte de Piedad; sus pies, mal protegides por unos zapatos deteriorados, estaban heledos y himedos. Cansado de andar y desalentado, prosiguié a pesar de todo su peregrinacién, entrando ahora en todos los establecimientos que encontraba en cuyos escapatates veia expuestos libros antiguos, En ninguna parte se le acogié favorablemente, nadie queria comprar sus lé- minas, Yendo de tienda en tienda fué alejandose cada vez mAs de su barrio. Empez6 a oscurecer. El viento, que poco a poco habia ido arreciando hasta convertirse en una huracanada tempestad, ululaba en lo alto, por en- cima del rumor callejero de la ciudad, y en algunas casas y establecimientos ya estaban encendidas las luces, Estaba recorriendo una calle que le era desconocida, 43 cuando pasé por delante de una libreria-anticuariado. En el interior estaba oscuro. Detras del cristal del escaparate vid expuestos un gran «ndmero de libros viejos e infolivs; y colgados en el fondo y a los lados unos cuantos grabados persas y japoneses. Jan se de- tuvo unos momentos y luego siguié adelante, falto de animo para probar una vez mis, No obstante, al Ile- gar al final de la calle, dié media vuelta, volvié sobre sus pasos y se colé de rondén en el establecimiento sumido en penumbras, donde oyé hablar. —éQué desea? —pregunté una vieja y cascada voz. Jan no veia a nadie en Ja oscuridad. —Nada —contesté con indiferencia, convencido de que también alli le estaba esperando una decepcién—, traigo unos dibujos que quiero vender. —Vaya. é¥ de. qué siglo son? ¢Y de dénde? —pre- gunté de nuevo la misma voz. —jSon modernos! Los he hecho yo mismo. —iHas oido? —dijo sarcdsticamente la voz diri- giéndose a alguien asimismgo envuelto en Ja oscuridad. laro que lo oigo. Y no comprendo por qué le sorprende de esa manera. Como si todo lo viejo fuera bello y todo lo moderno feo. La voz era joven y tranquila. —Bueno, anda, enciende la luz. —Y dirigiéndose a Jan, que an estaba junto a Ja puerta, afiadié—: Espera, amigo: déjame ver esas obras maestras. Empez6 a brillar la lucecita de la lampara y a sus reflejos Jan pudo ver el portentoso caos reinante en aquel almacén de antigiiedades, muy bajo de techo; una cordillera de libros, repletos armarios adosados a Jas paredes, recios y elevados montones por todas par- 44 tes, y en medio de aquel desbarajuste la extravagante figura de un viejecillo sepultade en un butacén bajo y hondo, cuyas piernas, gotosas y encorvadas, repo- saban sobre el borde de uma mesa que desaparecia a su vez bajo un revoltillo indescriptible de papeles, in- folios, laminas y otra buena porcién de libros, El hombrecito se parecia, en su extrafia actitud, a una gargola, a una quimera de una catedral gética. Con ojuelos de gran viveza eché una mirada a Jan, mien- tras un joven subia Ja lampara, —Gracias, ‘asi esté bien —dijo, y volviéndose a Jan—: Bueno, veamos, enséfianos eso. Jan apoyé la cartera sobre un montén de libros y sacé de ella una lamina. El joven habia ido a situarse junto al comerciante y mientras miraba, inclinado hacia adelante, el trabajo de Jan, a éste le Ilamé Ia atencién la cabeza de aquél, de recia constitucién, completamente afeitada. —Esto son ilustraciones —rezongé el viejo. —Curioso —dijo el otro con tono de admiracién. —Curioso, cutioso . .. Bueno zy qué? ... Lo impor- tante es que sea vendible, gEs esto vendible?.—Se vol- vié hacia Jan y prosiguié—: Este joven es un poeta catélico, alguien que cree que ain le queda algo que decir, —¥ luego, bruscamente—: {Los artistas estais todos locos de atar! ¢Quién diablos os manda escribir, pintar, hacer versos, dibujar? ... gEs que no hay bas- tante, y ms que bastante, con todo lo que se ha es- crito y pintado? {Mirad, mirad! Montones, montaiias, cordilleras de libros, y todos excelentes; laminas e ilustraciones las tengo por arrobas; y todas auténtica~ 45 mente antiguas. ¢Queréis decir qué diantre puedo ha- cer con un dibujo datado Ia semana pasada? Jan se callé y quiso volver a meter su l4mina en la cartera. —jAparta! —le espetd la gorgola—. Aun no te he dicho que lo guardes. Déjame ver los otros. Eché una mirada todavia a la primera lmina, leyé la firma: —Jan Rijcken. {Ha puesto su nombre al pie del dibujo! j{No, amiguito, no, ain te falta lo tuyo para ser tan famoso como tu tocaya, la actriz! Jan se estremecié, Pero el viejecillo, que ahora tenia ya en sus manos las otras laminas, de las que de vez en cuando apartaba los ojos para hacer un guifio al joven poeta, dijo: —Te doy dos florines y medio por pieza, y ademés el consejo de leer vidas y leyendas de santos, ¢ ilustrar~ las, Si no tienes libros de esos, ven aqui y yo te los proporcionaré. ¢Eres catélico? —Si —contesté Jan, que sentia un radiante albo- rozo, como no habia experimentado desde hacia mu- cho tiempo—. Al menos estoy bautizado y he hecho la Primera Comunién, pero vidas de santos no he lei- do nunca. —Claro que no —gruiié el hombrecillo—. La gen- te que Ice hoy dia esos hermosos relatos puedes con tarla con los dedos de la mano; novelitas y sonetos de amor y productos de “‘el arte por el arte”, eso es lo que lee Ia gente en estos tiempos. Es una vergiienza, una vergiienza, gme oyes? que con tus cualidades, con tu piadosa y primitiva sensibilidad- te muestres tan 46 indiferente como el comin de los mortales ante la verdadera belleza, De un cajén de la mesa sacé veinte florines, se los dié a Jan, que los recibié emocionado, y afiadié: —Doce florines y medio por tus dibujos y los otros siete y medio como anticipo sobre el precio de venta, Pero has de prometerme leer vidas de santos. Espera ésabes lo que vas a hacer? Mira, toma estos dos libros y te los Ievas. Son las vidas de los Padres del Desierto. Ahi encontraras temas a montones, y todos valen Ja pena, te lo aseguro. Ayudado por el poeta, que sonreia, Jan cargé con dos gruesos tomos encuadernados en cuero negro. —Eso es. Dejas la cartera aqui y te Ievas esos libri- tos. Pero dime: ¢dénde vives? Tengo que saberlo Ile- vandote esas preciosidades en préstamo —dijo el hom- brecillo, que por lo visto hablaba siempre con tono regafién, Jan cité Ia calle. —Vaya, vaya jconque vives alli! No es, que diga- mos, un barrio de gente adinerada, Dime, los viejos somos muy curiosos, dime: cémo te las arreglas para ganarte el sustento, Porque jno pretenderés hacerme creer que con tus ilustraciones ganas lo suficiente co- mo pata andarle con mimos a ta estémago! Jan se rid, Me agarro a todo —explicé—. Pero espero que poco a poco podré ir dedicando cada vex més tiempo al dibujo, —jTodos son iguales! —refunfusé el hombreci- llo—. {Idealistas! ;Qué empefio en pasar hambre! Lee, Iee atentamente esas maravillosas historias de los anti- 47 guos eremitas, e ihistralas. Y cuando tengas algo listo, date unzpvuelta por aqui. Cuarido aquella noche Jan de regreso a casa iba a buen paso por las calles, el rostro azotado por Ja arre- molinada Huvia, se sentia feliz, por mas que no aca- baba de comprender qué era realmente lo que le habia sobrevenido, asi tan de repente. Comprd unos comes- tibles y algo de petrdleo y una vez en casa, hizo café y comié y bebié para celebrar aquel milagroso giro que tomaban las cosas. Al lado de él, encima de la mesa, estaban los dos gruesos tomos y después de co- mer los fué hojeando lentamente. Administrando cuidadosamente el dinero recibido vivid durante un mes, que invirtié en leer y dibujar entre transportes de emocién. Aquellos relatos le intro- dujeron en un mundo desconocido, un mundo que le fascinaba en extremo y despertaba en su espiritu vie- jos recuerdos y ensuefios, ya empalidecidos. Cuando tuvo listas diez laminas, se fué una tarde a ver otta vez al viejo anticuario. Pero encontré la tienda cerrada, “Por defuncién del duefio” rezaba un. rotulito fijado en la puerta, Jan fué a preguntar al vecino, un zapatero, el cual, sin apartar la vista del calzado que estaba remendando, le dijo que el viejo habia muerto hacia cuatro dias y que al dia siguiente le habian enterrado, —Las cosas no se me dan ficiles —murmuré Jan para su sayo, abatido por aquella decepcién, mientras vagaba sin rumbo fijo por las calles de la ciudad con el rollo de dibujos debajo del brazo. 48 Iv ELania transcurrido un afio desde que Jan habia aban- donado el colegio. Su vida habia de ser mds 0 menos Ja misma durante los afios inmediatamente posterio- tes, bien gozando durante breve espacio de tiempo de cierta prosperidad material, bien recayendo de nuevo, era lo mas frecuente, en el paro forzoso y Ia acuciante indigencia. Eran dias durante los que, vagando sin rumbo fijo por la ciudad con el estémago vacio, en- vidiaba a la gente que se cruzaba en su camino, por- que tenian un hogar, tenian trabajo y comida y seres que les eran caros. En cambio él. estaba solo. Y esta solédad empezé a hacérsele insoportable, Sentia en su corazén una riqueza de vida inaprovechada, se sentia 4vido de amor, anhelaba amar y nada ni nadie habia encontrado que le saciara. Entonces broté en él un afén por no sabia qué acontecimiento, un suceso qu: Ie librara de aquella triste opresién y le facilitara el despliegue, por decirlo -asi, de las posibilidades latentes en su alma. Cada dia esperaba algo. Pero un dia tras otro caia la noche so- bre la ciudad, sumiendo su pequefio aposento en tinie- blas, y no habia cambiado nada, todo seguia de Ia misma manera. Sin embargo, aquello no podia prolon- 49 garse indefinidamente, siempre igual, lo mismo hasta el fin, Debia existir algo, un hombre, un Dios, una palabra, que pudiera redimirle y explicarle el sentido de Ja vida... Jan se acordaba mucho de su madre, pero nunca fué a verla. gPor qué habia de ir a verla? Qué podria decirle? Su madre tenia un concepto de Ja vida tan distinto del suyo, que todo lo que él hacia se le antojaba a ella ridiculo. Una sola vez le escribié una cartita, pero sin hacer constar sus sefias, porque temia encontrarse con ella. Con la contestacion de su madre, mediante la que ésta se interesaba en términos de gran preocupa- cién por su salud, aconsejandole que se cuidara mu- cho, y le preguntaba si podia hacer algo por él, con una carta asi, que le Hlegé a través de Ia lista de co- rreos, se sintié ya muy feliz. Mas tarde, cuando él estuviera en condiciones de ayudarla, acuditia a su lado, pero de momento no podia hacer nada por ella y sabia que sus palabras y sus ruegos eran inutiles. Jan se habia convertido en un asiduo visitante de la biblioteca y de los museos de pintura, centros que en invierno frecuentaba casi a diario. Alli se estaba caliente y, estudiando los primitivos o leyendo obras de historia del arte, olvidaba la miseria de su existen- cia, De cuando én cuando dibujaba muestras para un establecimiento de bordados y encajes, pero las ganan- cias eran muy escasas y ademés irregulares, lo cual no le impedia, sin embargo, dar algo, por poco que pudiera, a otros mds pobres que él. Los afios fueron pasando sin acontecimientos. Mas la monétona rutina de su penosa existencia no hizo 50 de Jan un escéptico ni un rebelde, Al contrario, eso agudizaba mas su impresionabilidad, aprendia a co- nocet Ia realidad, no a través de la empafiada ventana de un aposento caldeado, sino en virtud de su con- tacto directo con la misma; su espiritu maduraba, se habia convertido en un hombre que entendia la vi como algo muy serio y que, a pesar del dolor propio y ajeno que iba acumulando en su corazén, conser " vaba una alegria pura, imperturbable, como la de un nifio, En efecto, atin estaba Heno de ilusiones. Jan no venta amigos ni conocidos, ni tampoco habia vuelto a ver a ninguno de sus antiguos camaradas de internado, de los que, por lo demas, nunca habia vuel- to a acordarse, hasta que en el tercer invierno de su vida solitaria y en un intervalo de tiempo muy breve, encontré dos veces en el musco, a Willem Baanders, que en el internado figuraba en Ia clase inferior a la de Jan, Baanders le explicé que estaba estudiando la ca rrera de Derecho y se enterd sozprendido de que Jan no habia ingresado en la Universidad, sino que se de- dicaba a hacer ilustraciones, es decir, que era una espe cie de artista, Esto parecié interesarle vivamente, ya que pidié a Jan si podia ir un dia a ver sus obras. Jan eludié una contestacién concreta, aunque prometié a Baanders que iria a visitarle, Habia ya olyidado nues- tro héroe aquellos dos encuentres casuales, que le ha- bian dejado bastante indiferente, cuando, unos meses mis tarde, paseando por un tranquilo sector del par- que de la ciudad, volvid a encontrarse con su antiguo camarada, que en aquella ocasién iba acompaiiado de una muchacha, su hermana. Les tres estuvieron pa- seando, mientras charlaban, por espacio de una buena si

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