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El Caballero De Harmental
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPITULO X
CAPÍTULO XI
CAPÍTULO XII
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
CAPÍTULO XV
CAPÍTULO XVI
CAPÍTULO XVII
CAPÍTULO XVIII
CAPÍTULO XIX
CAPÍTULO XX
CAPÍTULO XXI
CAPÍTULO XXII
CAPÍTULO XXIII
CAPÍTULO XXIV
CAPÍTULO XXV
CAPÍTULO XXVI
CAPÍTULO XXVII
CAPÍTULO XXVIII
CAPÍTULO XXIX
CAPÍTULO XXX
Post-Scriptum
notes
El Caballero De Harmental
Alejandro Dumas
CAPÍTULO I
El capitán Roquefinnette
«Caballero:
»Si tenéis un espíritu romántico y en el corazón la mitad
del valor que vuestros amigos reconocen, se os ofrece una
empresa digna de vos, y que si aceptáis emprender os
permitirá vengaron del hombre que más odiáis en el mundo, al
tiempo que os puede llevar al más brillante fin que jamás
hayáis podido soñar. Un genio benéfico, en el que es preciso
que confiéis por entero, os esperará esta noche de doce a dos
de la madrugada en el baile de la ópera. Si vais sin máscara, el
desconocido saldrá a vuestro encuentro; si fuerais
enmascarado reconoceríais a vuestro duende protector por una
cinta violeta que llevará en el hombro izquierdo. La contraseña
es: ¡Ábrete Sésamo! Pronunciadla sin miedo y esperad…»
El caballero de Harmental
El Arsenal
La buhardilla
Laissez-moi aller,
Laissez-moi jouer,
Laissez-moi aller jouer sous la coudrette. 3
El pacto
La familia Denis
La cinta escarlata.
La calle de Bons-Enfants.
El gentilhombre Buvat
«Señora:
»Vuestro esposo ha muerto por Francia y por mí. No hay
poder humano que nos lo pueda devolver. Si alguna vez
necesitáis cualquier cosa, recordad que Francia y yo somos
vuestros deudores.
»Con todo el afecto de
Felipe de Orléans.»
La herencia. Bathilda
Jóvenes amores
El cónsul Duilio
La conspiración se reanuda
La Orden de la Abeja.
Los poetas de la Regencia
El príncipe contestaba:
—Por el sagrado monte Himeto, lo juro.
—Artículo séptimo y último: Juraréis no comparecer
jamás ante vuestra dictadora sin ostentar la condecoración que
hoy se os va a imponer.
El hada se levantó, y tomando de manos de Malezieux la
medalla que colgaba de una cinta naranja, hizo señas al
príncipe para que se acercase y recitó unos versos, cuyo único
mérito eran las transparentes alusiónes que en ellos se hacían a
los proyectos políticos de la propia duquesa:
El duque de Richelieu
Celos.
Un pretexto.
Contrapartida.
El séptimo cielo.
El sucesor de Fénelon.
«Confidencial.
»Para su Exc. Mgr. Alberoni en persona.
»Nada tan importante como asegurar la adhesión de las
guarniciones de la región de los Pirineos y de los señores que
residen en la zona.
»Atraerse a las tropas de Bayona, o apoderarse de la
plaza.
»El marqués de P… es gobernador de D… Comunica que
tendrá que triplicar los gastos con el fin de atraerse a la
nobleza; serán necesarias espléndidas gratificaciones.
»Carentan, en Normandía, es un punto importante. Habrá
que atraer al gobernador de la ciudad y proveerle de fondos
para que actúe como el marqués de P.. Habrá que dar
gratificaciones a los oficiales de la guarnición.
»Durante el primer mes serán necesarias trescientas mil
libras; después, cien mil libras al mes, que deberán llegar
puntualmente».
—Llegar puntualmente —repitió Buvat, interrumpiendo
un instante su trabajo—. Es seguro que este dinero no lo paga
el rey de Francia, que tan apurado está. A mí ya lleva cinco
años que…
«A la primera cuña:
»El paciente declara que ha dicho la verdad, que no sabe
más, y que es inocente…
»A la séptima cuña:
»Grita: “¡Estoy muerto!”
»A la novena cuña:
»Dice: «¡Dios mío!, ¡Dios mío!… ¿Por qué me martirizan
así? Si saben que no puedo decir nada más… Si estoy
condenado, ¿por qué no me matan de una vez?”
»A la décima cuña:
»«¡Oh, señores!… ¿qué queréis que diga? ¡Gracias, Dios
mío!… Ya muero… ya muero”».
Un capítulo de Saint-Simon.
Una trampa.
Eran las dos de la tarde del día que tan aciago fue para el
mariscal de Villeroy. Harmental aprovechaba la ausencia de
Buvat, al que todos creían en la Biblioteca; arrodillado a los
pies de Bathilda, repetía por milésima vez que la quería y que
no amaría a nadie más que a ella. Nanette interrumpió a los
tórtolos para avisar a Raoul de que alguien le esperaba en su
casa para un asunto de importancia. Harmental se acercó a la
ventana y vio que el abate Brigaud se paseaba como una fiera
enjaulada. El caballero tranquilizó con una sonrisa a Bathilda
y volvió a su alojamiento.
—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó Harmental.
—¿Es que no os habéis enterado?
—No sé nada; absolutamente nada. Contádmelo, ¿qué ha
pasado? A juzgar por vuestra cara es algo grave…
—¿Grave? ¡Dios mío! ¡Casi nada! Hemos sido
traicionados. Han arrestado al mariscal de Villeroy esta
mañana en Versalles, y las dos cartas de Felipe V se
encuentran en poder del regente.
—¿Qué decís, abate?.. ¿Queréis repetirlo? ¿Es que estoy
atontado, o que no oigo bien?
El abate volvió a reiterar, palabra por palabra, la triple
noticia.
Harmental escuchó el triste relato de Brigaud, de cabo a
rabo, y comprendió que la situación había llegado a un punto
crítico.
—¿Eso es todo? —preguntó con una voz en la que no se
percibía la menor alteración.
—Por el momento es todo —respondió el abate.
—¿Y cuál es vuestra opinión?
—Que el juego se enreda, pero que la partida no está
perdida. El mariscal de Villeroy no era un elemento clave de la
conspiración. El único que resulta implicado es el príncipe de
Cellamare; pero éste, gracias a su condición de diplomático,
no tiene nada que temer.
—¿Quién os ha dado la noticia?
—Valef, que lo sabía por el señor del Maine.
—¡Bien! Es necesario que veamos a Valef.
—Le he citado en vuestra casa.
—¡Raoul! ¡Raoul! —gritaba en aquel momento una voz
en la escalera.
—Aquí lo tenemos —dijo Harmental, descorriendo el
cerrojo de la puerta y haciendo entrar al recién llegado.
—Gracias, querido amigo —saludó el barón de Valef—,
ya pensaba que Brigaud se había equivocado de dirección, y
me disponía a volver por donde había venido. ¡Y bien!,
supongo que sabéis que la conspiración se ha ido al diablo.
—¿Qué decís, barón? —exclamó Brigaud.
—Como lo oís. Incluso temí no poder venir yo
personalmente a daros la noticia. Estaba con el príncipe de
Cellamare cuando vinieron a llevarse sus papeles.
—¿Se llevaron los papeles del príncipe?
—Todos, excepto los que habíamos podido quemar, que
desgraciadamente eran pocos. Todos los demás, Dubois en
persona cargó con ellos.
—¿Dubois ha ido a casa del embajador?
—El mismo que viste y calza. Estábamos el príncipe y yo
hablando tranquilamente de nuestros asuntillos, mientras
revisábamos los papeles de una arquilla, quemando éste,
guardando aquél, cuando el ayuda de cámara ha entrado y nos
ha avisado que una compañía de mosqueteros tenía rodeada la
casa, y Dubois y Leblanc querían hablar con el embajador. El
príncipe vació en la chimenea el contenido entero de la
arquilla; me hizo pasar a un gabinete excusado; tuve el tiempo
justo de esconderme antes de que Dubois y Leblanc penetraran
en la habitación en busca de Cellamare; éste, para dar tiempo a
que se quemaran los papeles, se colocó frente a la chimenea,
procurando ocultar la hoguera con los faldones de la bata de
casa que vestía.
«-Monseñor —saludó el príncipe—, ¿puedo saber a qué
debo la buena fortuna de vuestra visita?
»—¡Bah!, una tontería —contestó Dubois—.
Simplemente, que Leblanc y yo queremos oler vuestros
papeles. De los cuales, estas dos cartas del rey Felipe V nos
han hecho llegar el aroma.»
—¿Y qué contestó el príncipe? —preguntó Harmental.
—Quiso alzar la voz, evocó el derecho de gentes… Pero
Dubois, a quien no le faltan dotes de buen dialéctico, le ha
hecho notar que si alguien había violado el derecho de gentes
era él mismo, al encubrir una conspiración abusando de sus
privilegios diplomáticos. Entre tanto, Leblanc, sin
encomendarse a Dios ni al diablo, andaba ya huroneando en
los cajones del escritorio; Dubois hacía lo mismo en los demás
muebles. Para colmo de desgracias, Dubois dirigió en aquel
momento la mirada hacia el fuego y se dio cuenta de que entre
las cenizas aparecía un papel todavía intacto; se lanzó sobre él
y logró rescatarlo en el momento en que las llamas iban a
empezar a quemarlo. No sé lo que contenía aquel papel; pero
sí sé que Cellamare se ha puesto pálido como un muerto.
«-Puesto que hemos encontrado casi todo lo que
deseábamos —ha dicho Dubois— y no tenemos tiempo que
perder, ahora precintaremos vuestra casa.
»—¡Sellos en mi casa! —ha protestado el embajador.
Leblanc tomó de una bolsa algunas tiras de papel, el lacre y los
sellos, y comenzó la operación de precintado. Primero, el
escritorio y el armario. Una vez puestos los sellos en esos dos
muebles, avanzó hacia la puerta del gabinete donde yo me
encontraba encerrado.
»-Señores —dijo Dubois a dos mosqueteros que en aquel
momento aparecieron—, aquí tenéis al señor embajador de
España, al que acuso de alta traición contra el Estado; tened la
bondad de acompañarle al coche que le espera y de conducirle
al lugar que ya sabéis. Si opone resistencia, llamad a ocho
hombres para que os ayuden.»
—¿Y qué hizo el príncipe? —preguntó Brigaud.
—El príncipe siguió a los dos oficiales, y cinco minutos
después, yo me encontraba encerrado y bajo sellos.
—¡Pobre barón! —exclamó Harmental—. Pero, ¿cómo
diablos os las habéis arreglado para escapar?
—¡Ahora viene lo bueno! Dubois. llamó al ayuda de
cámara del príncipe y le preguntó:
«—¿Cómo os llamáis?
»-Lapierre, monseñor, para serviros —respondió el
criado, temblando como un azogado.
»-Querido Leblanc; explicad, os lo ruego, al señor
Lapierre cuál es el castigo para los que quebrantan un sello.
»-Galeras —respondió Leblanc en el tono amable que le
conocéis.
»-Mi querido señor Lapierre —continuó Dubois, más
dulce que la miel—, si tocáis aunque sea con la punta de los
dedos una de esas tiritas de papel, o uno de esos sellos, estáis
listo. Si por el contrario queréis ganar cien luises, custodiad
fielmente los sellos que acabamos de poner, y dentro de tres
días recibiréis los cien hermosos luises.
»—¡Prefiero los luises! —dijo el granuja de Lapierre.
»—¡Pues bien! Firmad esta carta, y quedaréis nombrado
custodio del gabinete del príncipe.
»—¡A vuestras órdenes, monseñor! —respondió
Lapierre, y firmó.»Dubois desapareció seguido de su acólito.
Cuando Lapierre
hubo visto que el coche se alejaba, volvió al gabinete.
»—¡Deprisa, señor barón!, ya se han ido, ¡aprovechad
para escapar!
»—¿Y por dónde diablos quieres que me marche?»
—Mirad hacia arriba.
»-Ya veo… el respiradero.
»—¡Procurad llegar a él! Poned una silla sobre otro
mueble, lo que sea… el respiradero da a la alcoba.
»—¿Y luego?
»-Cerca está la escalera de servicio, que llevará al señor
barón a la cocina; por ella saldrá al jardín y podrá escapar por
la puerta pequeña; quizá la grande esté vigilada.
»Seguí al punto las instrucciones de Lapierre, y luego
vine aquí de un salto, esto es todo».
—¿Dónde se han llevado al príncipe de Cellamare? —
preguntó Harmental.
—¿Acaso lo sé yo? —replicó Valef—. A prisión, sin
duda.
En aquel momento se oyeron los pasos de alguien que
subía por la escalera. Se abrió la puerta, y Boniface asomó su
cara mofletuda.
—Perdón, excusadme, señor Raoul; no es a vos a quien
busco, sino a papá Brigaud.
—¿Qué queréis?
—Yo nada. Es madre Denis la que os llama; quiere
preguntaros por qué convocan mañana al Parlamento.
—¡El Parlamento se reúne mañana! —exclamaron al
unísono Valef y Harmental.
—¿Y con qué fin? —se preguntó Brigaud—. ¿Dónde te
has enterado tú?
—¿Dónde va a ser? En casa de mi procurador. ¡Diablos!
Maître Joulu16 había ido a las oficinas del primer ministro, y en
aquel preciso instante llegaban las órdenes de las Tullerías.
—Algún golpe de Estado se prepara —murmuró
Harmental.
—Corro a casa de madame del Maine para prevenirla —
dijo Valef.
—Y yo —indicó Brigaud— a casa de Pompadour para
averiguar más noticias.
—Yo me quedo —dijo Harmental—. Si hago falta, ya
sabéis dónde estoy.
Harmental dejó pasar cinco minutos y salió a su vez; pero
hacia casa de Bathilda. La muchacha estaba inquieta. Eran las
cinco de la tarde y Buvat no había regresado todavía.
Al día siguiente, a las siete de la mañana, Brigaud vino en
busca de Harmental; el joven ya estaba vestido y le esperaba.
Bien envueltos en sus capas, con el ala del sombrero abatida,
siguieron la calle de Clery, luego la plaza de la Victoire y el
jardín del Palacio Real.
Todas las avenidas que llevaban a las Tullerías estaban
protegidas por destacamentos de caballería ligera y
mosqueteros; los mirones abarrotaban la plaza del Carroussel.
Brigaud y su compañero se mezclaron con la muchedumbre;
les abordó un oficial de los mosqueteros grises, bien
embozado en su capa, que resultó ser Valef. Brigaud le
preguntó:
—¡Y bien!, barón, ¿sabéis algo nuevo?
—Abate —dijo Valef—, os estábamos buscando. Por aquí
andaban Laval y Malezieux por si os veían.
—¿No se ha producido ninguna demostración hostil? —
preguntó Harmental.
—Hasta ahora, ninguna. El duque del Maine y el conde
de Toulouse fueron convocados para el consejo de regencia
que ha de celebrarse antes del Lit de justice.17 A las siete y
media estaban los dos, acompañados de madame del Maine, en
las Tullerías.
—¿Se sabe lo que le ha ocurrido al príncipe de
Cellamare?
—Se lo han llevado a Orléans en un coche de cuatro
caballos.
—¿Y no se sabe nada de aquel papel que Dubois pescó en
las cenizas?
—Nada.
—¿Qué piensa madame del Maine?
—Que se prepara algo contra los príncipes legitimados,18
a los que se va a desposeer de algún privilegio.
—Y en cuanto al rey…
—¿No sabéis? Parece que existía un pacto entre el
mariscal y el señor de Fréjus; si alejaban a uno, el otro debía
abandonar también a Su Majestad. Desde ayer por la mañana
no se sabe nada de Fréjus. De forma que el pobre niño, que
había tomado bastante bien la pérdida de su mariscal, después
de la de su obispo se muestra inconsolable.
—¿Y por quién lo sabéis?
—Por el duque de Richelieu, que ayer, sobre las dos,
llegó a Versalles para hacer su visita al rey y encontró a Su
Majestad desesperado. Contando al rey cincuenta tonterías
logró hacerle reír.
—¡Mirad, mirad!… —señaló Harmental—. Parece que
algo se mueve. ¿Habrá terminado el consejo de regencia?
En efecto, algo ocurría en el patio de las Tullerías; los
coches del duque del Maine y del conde de Toulouse, dejando
el lugar donde aguardaban, se aproximaron al pabellón del
Reloj. Al instante se vio aparecer a los dos hermanos.
Cambiaron algunas palabras, después cada uno subió a su
carroza, y salieron por el portón de la verja que daba al río. Al
rato, nuestros amigos vieron a Malezieux, que parecía
buscarlos.
—¡Y bien! —preguntó Valef—, ¿sabéis algo de lo que
ocurre?
—Temo que todo esté perdido —respondió Malezieux.
—¿Habéis visto que el duque del Maine y el conde de
Toulouse han abandonado el consejo de regencia?
—Estaba en el muelle cuando pasaba el coche. El duque
ha hecho que uno de los lacayos me entregara esta nota:
El hombre propone
.
David y Goliat.
El salvador de Francia.
Laissez-moi aller,
Laissez-moi jouer,
Laissez-moi aller jouer sous la coudrette.
Dios dispone.
Boniface.
«Monseñor:
»He merecido la muerte, lo sé, y no voy a pediros la vida.
Estoy dispuesto a morir el día fijado; pero de Vuestra Alteza
depende que la muerte no sea para mí tan amarga. De rodillas
os suplico una última gracia.
»Amo a una joven, con la que me hubiese casado de
haber vivido. Permitid que la haga mi esposa cuando voy a
morir. Al abandonar yo este mundo quedará totalmente
desamparada. Será para mí el mejor consuelo saber que la dejo
protegida por mi nombre y por mi fortuna. De la iglesia,
monseñor, iré al patíbulo.
»No neguéis esta gracia a un moribundo.
Raoul de Harmental».
notes
Notas a pie de página
1
La duquesa del Maine hace alusión a la leyenda de
Diógenes.
2
Gran san Roque, nuestro único amparo, / Escuchad al
pueblo cristiano / Agobiado por la desgracia, amenazado por
la peste… / Libradnos de la cólera celeste. / Pero no traigáis a
vuestro perro / Porque no tenemos pan de sobra.
3
Dejadme ir / Dejadme jugar / Dejadme ir a jugar en la
avellaneda.
4
Vámonos a la guerra, / En Francia no hay nada que
hacer, / Y los doblones de España / Son de un oro muy
cristiano.
5
«Monsieur» era el tratamiento que recibía el hermano
del rey, quien asimismo ostentaba el título de duque de
Orléans
Dumas se refiere a la situación del equilibrio europeo a
6