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Uno
Uno
Julie Kagawa
This edition is published by arrangement with Harlequin Enterprises ULC.
ISBN: 978-84-126641-9-5
IBIC: YFB
Impreso en España
Esta novela es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares y eventos son producto de la
imaginación de la autora o se utilizan de manera ficticia. Cualquier parecido con personas reales,
vivas o muertas, empresas, eventos o lugares es pura coincidencia.
HUMANA
1
La vida en el Aledaño era sencilla, al igual que la gente que vivía aquí. No
tenían que trabajar, aunque había un par de «mercadillos» donde la gente
reunía lo que encontraba y lo intercambiaba por otras cosas. No hacía falta
leer; no había trabajos que lo requirieran y, además, poseer libros estaba
completamente prohibido, así que… ¿para qué arriesgarse? Lo único de lo
que tenían que preocuparse era de alimentarse, de mantener su ropa
medianamente limpia y de tapar las grietas en la caja, el agujero o el
edificio al que llamaran hogar para evitar que la lluvia se colase dentro.
El objetivo secreto de casi todos los aledeños era llegar algún día a la
Ciudad Central, más allá del muro que separaba el mundo civilizado de la
basura humana, a esa ciudad rutilante que se cernía sobre nosotros con sus
torres estrelladas que, de algún modo, habían conseguido resistir y no
reducirse a polvo. Todos conocían a alguien que conocía a alguien al que se
llevaron a la ciudad; una mente brillante o una gran belleza, alguien
demasiado único o especial como para dejarlo aquí con nosotros, los
animales. Había rumores de que los vampiros «criaban» a los humanos allí
dentro, que educaban a los niños para que fuesen sus esclavos, totalmente
devotos de sus amos. Pero como ninguno de los que se llevaban a la ciudad
volvía a salir —salvo las mascotas y sus guardias, y esos no soltaban prenda
—, nadie sabía cómo era realmente.
Por supuesto, eso no hacía más que alimentar las historias.
—¿Te has enterado? —preguntó Rama cuando me encontré con él en la
valla metálica que delimitaba nuestro territorio.
Más allá de la valla, a través de la explanada cubierta de césped y cristales
rotos, se alzaba un antiguo edificio al que mi banda y yo llamábamos hogar.
Lucas, el líder de hecho de nuestra banda, dijo que antes era un «colegio»,
un lugar al que los niños como nosotros iban todos los días para aprender.
Eso fue antes de que los vampiros lo destrozaran y quemaran todo lo que
había dentro. No obstante, para un grupo de ratas callejeras como nosotros
seguía siendo un refugio. Tenía tres plantas, aunque las paredes de ladrillo
estaban empezando a derrumbarse. La superior se había venido abajo y los
pasillos, chamuscados, estaban llenos de moho, escombros y poco más. Las
habitaciones vacías eran frías, oscuras y húmedas, y cada año se
desplomaba una pequeña parte más de las paredes, pero era nuestro hogar,
nuestro refugio, y lo defendíamos con uñas y dientes.
—¿De qué? —pregunté mientras nos introducíamos por el agujero de la
valla oxidada y atravesábamos a paso ligero las malas hierbas, el césped y
las botellas rotas hasta donde nuestro hogar nos daba la bienvenida.
—Anoche se llevaron a Gracie a la ciudad. Dicen que un vampiro estaba
buscando ampliar su harén, así que se la llevó.
Me giré de golpe.
—¿Qué? ¿Quién te lo ha dicho?
—Kyle y Travis.
Puse los ojos en blanco con asco. Kyle y Travis pertenecían a una banda
rival de no censados. No solíamos meternos los unos con los otros, pero
esto sonaba a algo que tramarían nuestros rivales para asustarnos y evitar
que salgamos a la calle.
—¿Y te crees lo que dicen esos dos? Se estaban quedando contigo, Rama.
Quieren asustarte.
Me siguió a través de la explanada como una sombra, sin perder detalle de
los alrededores con sus ojos azules y llorosos. El nombre real de Rama era
Stephen, aunque ya nadie lo llamaba así. Me sacaba un par de cabezas, pero
eso tampoco era decir mucho teniendo en cuenta que yo apenas llegaba a
pasar del metro y medio. Rama era como un espantapájaros, con el pelo del
color de la paja y los ojos tímidos. Conseguía sobrevivir en la calle, aunque
a duras penas.
—Ellos no son los únicos que están hablando de ello —insistió—. Cooper
dijo que la oyó gritar a unas calles de allí. ¿Qué me dices de eso?
—Que, si es cierto, fue lo bastante estúpida como para deambular de
noche por la ciudad y que probablemente se la hayan comido.
—¡Allie!
—¿Qué? —Cruzamos el marco roto de la puerta que daba a los pasillos
fríos y húmedos del colegio. Había taquillas de metal oxidado
desperdigadas a lo largo de una pared, algunas todavía de pie, aunque la
mayoría estaban abolladas y rotas. Me encaminé directa hacia una que
todavía estaba levantada y abrí la puerta con un crujido—. Los vampiros no
se quedan siempre en sus preciosas torres. A veces salen a cazar presas
vivas. Eso lo sabe todo el mundo. —Cogí el cepillo que guardaba a juego
con el espejo que estaba pegado al fondo, el único utilizable en todo el
edificio. Mi reflejo me devolvió la mirada; una chica con la cara sucia, el
pelo negro y lacio y ojos «entrecerrados», como los describía Rata. Al
menos yo no tenía los dientes como un roedor.
Me cepillé el pelo y me encogí de dolor por los tirones. Rama aún seguía
contemplándome, reprochador y asustado, y yo puse los ojos en blanco.
—No me mires así, Stephen —dije, frunciendo el ceño—. Si sales
después de la puesta de sol y te pilla un chupasangre, es culpa tuya por no
haberte quedado dentro o no haber prestado atención. —Dejé el cepillo en
su sitio y cerré la puerta de la taquilla con un fuerte estrépito—. Gracie
pensó que porque estuviera censada y su hermano vigilara la Muralla estaba
a salvo de los vampiros. Siempre vienen a por ti cuando crees que estás a
salvo.
—Marc está destrozado —dijo Rama casi de mal humor—. Gracie era la
única familia que le quedaba desde que sus padres murieron.
—No es nuestro problema. —Me sentía mal por decirlo, pero era cierto.
En el Aledaño te protegías a ti mismo y a tu familia cercana, a nadie más.
Mi preocupación no iba más allá de mí misma, Rama y los demás
miembros de nuestra pequeña banda. Esta era mi familia, por muy
disfuncional que fuera. No podía preocuparme por los problemas de todos
los aledeños. Ya tenía suficiente con los míos, gracias.
—Tal vez… —comenzó Rama, y vaciló—. Tal vez ahora sea… más feliz
—prosiguió—. Tal vez que te lleven a la Ciudad Central sea algo bueno.
Los vampiros cuidarán mejor de ella, ¿no crees?
Resistí las ganas de resoplar.
«Rama, son vampiros», quise decir. «Monstruos. Solo nos ven como dos
cosas: esclavos y comida. Los chupasangres no traen nada bueno, ya lo
sabes».
Pero decirle eso a Rama solo serviría para preocuparlo más, así que fingí
no oírlo.
—¿Dónde están los demás? —pregunté mientras recorríamos el pasillo
pisando escombros y cristales rotos.
Rama caminaba taciturno, arrastrando los pies, pateando piedrecitas y
yeso con cada paso. Contuve las ganas de darle una colleja. Marc era un tío
decente; aunque estaba censado, no nos trataba como si fuésemos alimañas,
e incluso de vez en cuando hablaba con nosotros cuando hacía sus rondas
por la Muralla. También sabía que Rama sentía algo por Gracie, aunque
nunca se había atrevido a dar el paso. Pero era yo la que compartía la mayor
parte de mi comida con él porque le daba demasiado miedo salir a buscarla.
Niñato desagradecido. No podía estar preocupándome por todo el mundo.
—Lucas no ha vuelto aún —musitó Rama por fin mientras nos dirigíamos
a mi habitación, una de las muchas estancias vacías en el pasillo. Durante
los años que llevaba aquí la había arreglado lo mejor que había podido.
Unas bolsas de plástico cubrían las ventanas hechas añicos para evitar que
la humedad y la lluvia se colaran dentro. Un colchón viejo yacía en un
rincón con una manta y una almohada. Hasta me las había apañado para
encontrar una mesa plegable, un par de sillas y una estantería de plástico
para los trastos que quería guardar. Me había construido una guarida
bastante acogedora, y lo mejor era que la puerta seguía cerrándose desde
dentro, así que podía tener un poco de privacidad siempre que quisiera.
—¿Y Rata? —pregunté, empujando la puerta.
Mientras la puerta se abría con un crujido, un chico enjuto con el pelo
castaño y liso giró la cabeza de golpe y abrió mucho sus ojos pequeños y
brillantes. Era mayor que Rama y yo, y tenía los rasgos afilados y un
paletón más largo que el otro, como un colmillo, lo cual le daba el aspecto
de estar siempre mirándote con desprecio.
Rata maldijo al verme y a mí me hirvió la sangre. Este era mi espacio, mi
territorio. No tenía derecho a estar aquí.
—Rata —gruñí, entrando atropelladamente al cuarto—. ¿Por qué estás
husmeando en mi habitación? ¿Estás buscando cosas que robar?
Rata levantó el brazo y a mí se me heló la sangre. En una de sus manos
mugrientas sostenía un libro antiguo y descolorido con una cubierta que se
estaba cayendo a pedazos y cuyas páginas estaban arrugadas. Lo reconocí al
instante. Era una historia inventada, una fantasía, un cuento de cuatro niños
que atravesaban un armario mágico y viajaban a un mundo extraño y nuevo
para ellos. Lo había leído más veces de las que podía recordar y, aunque no
me hacía especial gracia la idea de una tierra mágica con animales
simpáticos y parlantes, había veces —mis momentos más privados— que
deseaba hallar una puerta oculta que nos sacara a todos de este sitio.
—¿Qué cojones es esto? —inquirió Rata, levantando el libro. Como lo
había pillado con las manos en la masa, se había puesto a la ofensiva
rápidamente—. ¿Libros? ¿Por qué coleccionas esa basura? Como si
supieras leer… —Resopló y arrojó el libro al suelo—. ¿Sabes lo que te
harían los vampiros si se enteraran? ¿Sabe Lucas que coleccionas esa
porquería?
—Eso no es asunto tuyo —espeté, adentrándome en la habitación—. Este
es mi cuarto y aquí guardo lo que yo quiero. Lárgate antes de que le diga a
Lucas que te eche.
Rata se rio por lo bajo. No llevaba tanto tiempo en el grupo, unos pocos
meses a lo sumo. Dijo que venía de otro sector y que su antigua banda lo
había echado, pero nunca nos contó por qué. Yo sospechaba que se debía a
que era un puto ladrón mentiroso. Lucas ni siquiera se habría planteado
aceptarlo si no hubiéramos perdido a dos miembros el invierno pasado,
Patrick y Geoffrey, dos hermanos no censados que eran osados hasta el
punto de rayar la estupidez y que fanfarroneaban de que los vampiros jamás
los pillarían. Eran demasiado rápidos, decían. Conocían los mejores túneles
de escape. Pero una noche salieron a buscar comida como siempre… y no
volvieron.
Apartando el libro a un lado con el pie, Rata dio un paso amenazador
hacia delante y se estiró para enfatizar nuestra diferencia de altura.
—Tienes la lengua muy larga, Allie —gruñó, hirviendo de rabia—. Más te
vale andarte con ojo. Lucas no te va a proteger siempre. Tú solo piensa eso.
—Se inclinó hacia mí con aire intimidante—. Y ahora sal de mi vista antes
de que te mande volando al otro lado de la habitación de una hostia. No me
gustaría que empezaras a llorar delante de tu novio.
Trató de darme un empujón. Yo lo esquivé, di un paso hacia él y estampé
el puño contra su nariz tan fuerte como pude.
Rata chilló y se tambaleó hacia atrás a la vez que se llevaba las manos a la
cara. Rama gritó a mi espalda. A pesar de las lágrimas, Rata soltó una
maldición y fue a pegarme un gancho en la cabeza, torpe y descoordinado.
Yo me agaché y lo empujé contra la pared. Oí el golpetazo de su cabeza
contra el yeso.
—Sal de mi habitación —rugí mientras Rata se deslizaba por la pared,
aturdido. Rama había salido pitando hacia una esquina y se estaba
escondiendo tras la mesa—. Vete y no vuelvas, Rata. Como te vea otra vez
por aquí, te juro que tendrás que comer con una pajita durante el resto de tu
vida.
Rata se puso de pie y dejó una mancha roja en el yeso. Limpiándose la
nariz, escupió una sarta de maldiciones y salió a trompicones, tropezándose
con una silla por el camino. Yo cerré con un portazo y eché el pestillo en
cuanto salió.
—Puto ladrón mentiroso. Ay. —Bajé la mirada hacia el puño y fruncí el
ceño. Me había cortado el nudillo con el diente de Rata y me estaba
empezando a salir sangre—. Puaj. Vaya, genial. Espero no haber pillado
nada asqueroso.
—Se va a poner como una furia —dijo Rama, saliendo de detrás de la
mesa, pálido y asustado.
Yo resoplé.
—¿Y qué? Que intente algo. Le partiré la nariz para el otro lado. —Cogí
un trapo de la estantería y lo presioné contra mi nudillo—. Estoy cansada de
oír sus mierdas y de que se crea que puede hacer lo que quiera solo porque
es más grande que yo. Se lo lleva ganando a pulso desde hace tiempo.
—Puede que se desquite conmigo —dijo Rama, y yo me enfurecí ante el
tono acusador, como si encima fuera culpa mía. Como si no hubiera
pensado en cómo podría afectarle a él.
—Pues dale una patada en la espinilla y dile que te deje en paz —repuse
mientras arrojaba el trapo a la estantería y recogía el libro maltratado con
cuidado. Le habían arrancado la cubierta y la primera página estaba
rasgada, pero aparte de eso parecía intacto—. Rata se mete contigo porque
tú le dejas. Si te enfrentases a él, te dejaría tranquilo.
Rama no dijo nada, solo se sumió en un silencio taciturno, y yo contuve
mi irritación. Lo conocía, no le plantaría cara. Haría lo mismo de siempre:
venir a mí y esperar que yo le ayudase. Suspiré y me arrodillé junto a una
caja de plástico al fondo de la habitación. Normalmente estaba oculta bajo
una sábana vieja, pero Rata la había apartado y la había lanzado a un
rincón, seguro que mientras buscaba comida u otras cosas que robar. Quité
la tapa y examiné el contenido.
Estaba medio llena de libros, algunos más pequeños, como el de bolsillo
que tenía en la mano, otros más grandes y de pasta dura. Varios estaban
mohosos, otros medio quemados. Me los sabía todos de pe a pa, de
principio a fin. Eran mi posesión más preciada y secreta. Si los vampiros se
enteraban de que tenía un alijo así, nos dispararían a todos y arrasarían el
lugar. Pero, para mí, el riesgo merecía la pena. Los vampiros habían
prohibido los libros en el Aledaño y cerrado todos los colegios y las
bibliotecas una vez tomaron el poder, y yo sabía por qué. Porque dentro de
las páginas de cada libro había información sobre otro mundo, un mundo
anterior a este, donde los humanos no vivían con temor a los vampiros, a las
murallas o a los monstruos que rondaban por la noche. Un mundo donde
éramos libres.
Con cuidado, recoloqué el librito de bolsillo y desvié la mirada hacia otro
muy usado; estaba descolorido y tenía una mancha de moho en una esquina.
Era más grande que el resto; se trataba de un libro infantil ilustrado con
animales coloridos bailando en la cubierta. Pasé los dedos por encima y
suspiré.
«Mamá».
Rama se había vuelto a acercar y estaba mirando la caja por encima de mi
hombro.
—¿Rata se ha llevado algo? —me preguntó con suavidad.
—No —murmuré, cerrando la tapa y ocultando mis tesoros a los ojos
ajenos—. Pero a lo mejor también deberías mirar en tu habitación.
Devuelve cualquier cosa que hayas cogido prestada recientemente, por si
acaso.
—Llevo meses sin coger nada prestado —replicó Rama, asustado y a la
defensiva ante aquella idea, y yo me tragué mi respuesta.
No hace mucho, antes de que Rata llegara al grupo, solía encontrar a
Rama en su habitación, acurrucado contra la pared con uno de mis libros,
completamente absorto en la lectura. Le había enseñado a leer yo misma;
horas largas y tediosas en las que estuvimos sentados en mi cama,
estudiando palabras, letras y sonidos. Le había llevado un tiempo aprender,
pero en cuanto lo hizo, se convirtió en su vía de escape favorita para olvidar
todo lo que acontecía fuera de su cuarto.
Entonces Patrick le contó lo que los vampiros les hacían a los aledeños
que sabían leer, y ahora no se atrevía a tocar los libros. Todo ese esfuerzo,
todo ese tiempo, para nada. Me cabreaba que los vampiros le asustaran
tanto como para no querer aprender nada nuevo. Me había ofrecido a
enseñarle a Lucas, pero a él directamente no le interesaba, y tampoco
pensaba molestarme con Rata.
«Menuda ingenua por pensar que podría enseñarles algo útil».
Pero mi cabreo iba más allá del miedo de Rama y la ignorancia de Lucas.
Yo quería que aprendieran para que mejoraran como personas, porque eso
era otra cosa que los vampiros nos habían quitado. Ellos les enseñaban a sus
mascotas y esclavos a leer, pero querían que el resto de la población fuera
ciega, estúpida e ignorante. Querían que fuéramos animales tontos y
pasivos. Si suficientes personas se enteraban de cómo era la vida antes…
¿cuánto tiempo tardarían en sublevarse contra los chupasangres y en
recuperar lo que nos habían quitado?
Era un sueño que jamás había confesado en voz alta. No podía obligar a
nadie a aprender, pero eso no me disuadía de intentarlo.
Rama retrocedió mientras yo me ponía de pie y volvía a cubrir la caja con
la sábana.
—¿Crees que ha podido encontrar el otro escondite? —preguntó, indeciso
—. A lo mejor deberías comprobarlo también.
Le lancé una mirada cargada de resignación.
—¿Tienes hambre? ¿Es eso lo que me estás queriendo decir?
Rama se encogió de hombros, aunque se lo veía esperanzado.
—¿Tú no?
Poniendo los ojos en blanco, caminé hacia el colchón en la esquina antes
de volver a arrodillarme. Lo levanté y revelé los tablones sueltos que había
debajo. Los desencajé y examiné el interior del oscuro agujero.
—Mierda —murmuré, palpando la diminuta cavidad.
No quedaba gran cosa: un trozo de pan duro, dos cacahuetes y una patata
a la que le estaban empezando a brotar raíces. Esto era seguramente lo que
Rata había estado buscando: mis provisiones. Todos las teníamos en algún
lado, escondidas de los demás. Los no censados no nos robábamos los unos
a los otros; al menos, no en teoría. Era una norma no escrita. Pero, en el
fondo, todos éramos ladrones y el hambre conseguía que la gente hiciera
cualquier cosa. Yo no había sobrevivido tanto tiempo siendo tonta e
inocente. El único que conocía la existencia de este escondite era Rama y
confiaba en él. No se atrevería a ponerlo todo en riesgo robándome.
Miré el patético botín y suspiré.
—No pinta bien —murmuré, sacudiendo la cabeza—. Y fuera
últimamente se están poniendo más estrictos. Ya nadie intercambia bonos
de racionamiento, por nada.
Sentía el estómago vacío —nada nuevo para mí— mientras recolocaba los
tablones de madera y compartía el pan con Rama. Casi siempre tenía
hambre, pero ahora ya pasaba a ser algo serio. Llevaba sin comer desde
anoche. La salida de esa mañana no había ido muy bien. Después de pasar
varias horas rebuscando en los mismos sitios de siempre, solo había
conseguido salir con un corte en la mano y más hambre que antes. Asaltar
las trampas para ratas de Thompson no había funcionado; o estaban
volviéndose más inteligentes, o por fin estaba minando la población
roedora. Había subido por la escalera de incendios hacia el huerto de la
viuda Tanner en la azotea, pasando con mucho cuidado por debajo de la
valla de alambre, pero vi que la inteligente señora había recolectado toda su
cosecha temprano y solo había dejado cajas vacías llenas de tierra.
Rebusqué en los contenedores de basura detrás de la tienda de Hurley;
alguna vez, aunque muy de vez en cuando, encontraba una hogaza de pan
tan mohosa que ni siquiera las ratas se atrevían a tocarla, o un paquetito de
soja que se había puesto malo, o una patata rancia. No me ponía
tiquismiquis; mi estómago ya estaba acostumbrado a digerir casi cualquier
cosa, por muy asquerosa que fuera. Bichos, ratas, pan con gusanos, no me
importaba siempre y cuando tuviera un ligero parecido a comida, pero hoy
tenía la sensación de que la diosa fortuna me odiaba más de lo habitual.
Seguir cazando después de la ejecución había sido imposible. La
presencia de la mascota en el Aledaño ponía a la gente nerviosa. No quería
arriesgarme a robar con tantos guardias deambulando por allí. Además,
robar comida tan pronto después de que ahorcaran a tres personas era como
ir pidiendo problemas a gritos.
Rebuscar en territorio conocido no me estaba llevando a ninguna parte. Ya
había agotado todos los recursos aquí, y los censados empezaban a
percatarse de mis métodos. Aunque fuera a otros sectores, la gente llevaba
arramblando con el Aledaño muchísimo tiempo. En una ciudad llena de
carroñeros y oportunistas, simplemente ya no quedaba nada. Si queríamos
comer, iba a tener que aventurarme más lejos.
Iba a tener que salir de la ciudad.
Miré hacia la ventana cubierta de plástico e hice una mueca. La mañana
ya había quedado atrás. Al ser mediodía, solo tendría unas pocas horas para
buscar comida una vez cruzara la Muralla. Si no regresaba antes del
atardecer, otras cosas saldrían a cazar. Una vez la luz abandonaba el cielo,
era su hora. La de los amos. Los vampiros.
«Aún tengo tiempo», pensé, calculando mentalmente las horas. «El cielo
está bastante despejado; puedo colarme por debajo de la Muralla, rebuscar
en las ruinas y volver antes de que caiga el sol».
—¿Adónde vas? —preguntó Rama mientras yo abría la puerta y recorría
el pasillo, atenta por si veía a Rata—. ¿Allie? Espera, ¿adónde vas?
Llévame contigo. Puedo ayudar.
—No, Rama. —Me giré hacia él y negué con la cabeza—. Esta vez no
voy a ir a donde siempre. Hay demasiados guardias y la mascota sigue por
ahí poniendo a la gente de los nervios. —Suspiré y me protegí los ojos del
sol mientras contemplaba la explanada vacía—. Voy a probar en las ruinas.
Él chilló.
—¿Vas a salir de la ciudad?
—Volveré antes de la puesta de sol. No te preocupes.
—Si te pillan…
—No lo harán. —Me aparté y le sonreí con suficiencia—. ¿Cuándo me
han pillado, eh? Ni siquiera saben que existen esos túneles.
—Suenas como Patrick y Geoffrey.
Parpadeé, dolida.
—Te has pasado, ¿no crees? —Se encogió de hombros y yo me crucé de
brazos—. Si de verdad piensas así, no me molestaré en compartir contigo
nada de lo que traiga. Será mejor que salgas a buscar tu propia comida, para
variar.
—Lo siento —repuso enseguida, dedicándome una sonrisa pesarosa—. Lo
siento, Allie. Simplemente me preocupo por ti. Me asusta que me dejes aquí
solo. Prométeme que volverás.
—Ya sabes que sí.
—Vale, pues… —Retrocedió hacia el pasillo y las sombras oscurecieron
su rostro—. Buena suerte.
A lo mejor era yo, pero sonaba casi como si quisiera que me metiese en
problemas. Que viera lo peligroso que era realmente el exterior y que él
tenía razón desde un principio. Pero eso era una estupidez, me dije a la vez
que volvía a cruzar la explanada corriendo en dirección a la valla y a las
calles de la ciudad. Rama me necesitaba; yo era su única amiga. No era tan
vengativo como para desearme ningún mal solo porque estuviese enfadado
por lo de Marc y Gracie.
¿Verdad?
Aparté el pensamiento de mi mente mientras atravesaba la valla metálica
hacia la silenciosa ciudad. Ya me preocuparía por Rama en otro momento;
mi prioridad era encontrar comida para mantenernos a ambos con vida.
El sol brillaba justo por encima de los edificios escuálidos, bañando las
calles con su luz.
«Quédate ahí un poquito más», pensé, mirando al cielo. «No te muevas, al
menos durante unas cuantas horas más. En realidad, por mí como si quieres
dejar de moverte directamente».
Como para llevarme la contraria, pareció descender un poquitín en el
cielo. Era como si se estuviera burlando de mí a la vez que se ocultaba
detrás de una nube. Las sombras se alargaron como los dedos de una mano,
deslizándose por el suelo. Me estremecí y me apresuré a internarme en la
ciudad.
2
La gente solía pensar que los rábidos merodeaban bajo tierra, en cuevas o
túneles abandonados en los que dormían durante el día, y que salían por la
noche. De hecho, la mayoría lo seguía pensando, pero yo jamás había visto
a un rábido aquí abajo. Ni siquiera dormitando. Aunque eso no significaba
nada. Nadie de la superficie había visto a un topo, pero todos habíamos oído
los rumores de los humanos trastornados con aversión a la luz que vivían
bajo la ciudad y que te agarraban del tobillo y te arrastraban por las
alcantarillas para comerte. Tampoco había visto a uno de esos, pero había
cientos, si no miles, de túneles que no había explorado, y tampoco es que
quisiera. Cuando me adentraba en la oscuridad, mi objetivo era cruzar la
Muralla y volver a estar bajo la luz del sol lo antes posible.
Por suerte, conocía este tramo del túnel y había algo de luz. Los rayos se
colaban por entre las grietas y las alcantarillas como pequeñas varillas de
color en un mundo por lo demás gris. Había zonas completamente a oscuras
en las que necesitaba usar el mechero para avanzar, pero esos espacios me
resultaban familiares y sabía adónde me dirigía, así que no lo pasaba tan
mal.
Tras un rato, salí de un gran tubo de hormigón que daba a una zanja llena
de hierbajos, y casi me tuve que arrastrar por el suelo para pasar por la
tubería. A veces estar flaca tenía sus ventajas. Tras retorcerme y estrujarme
la ropa para quitarme el agua asquerosa y caliente de encima, me levanté y
miré a mi alrededor.
Sobre las filas de tejados ruinosos, más allá del campo árido y arrasado de
la zona de la muerte, se podía ver la Muralla Exterior elevándose en todo su
esplendor, oscura y letal. No sé por qué, pero desde este lado me resultaba
rara. El sol se cernía sobre las torres ubicadas en el centro de la ciudad y se
reflejaba en las cristaleras. Todavía quedaban algunas horas de luz para
cazar, pero tenía que darme prisa.
Pasada la zona de la muerte y sobre la alfombra verde y gris que cubría el
suelo suburbano, las ruinas me esperaban bajo la débil luz vespertina. Salí
de la zanja de un salto y me interné en las ruinas de una civilización muerta.
Rebuscar allí era complicado. La gente solía decir que había tiendas
enormes con filas y filas de comida, ropa y todo tipo de enseres, que eran
inmensas y se podían distinguir porque tenían aparcamientos muy grandes.
Pero era mejor no mirar allí, porque fue lo primero que saquearon cuando
las cosas se fueron a pique. Casi sesenta años después de la plaga, lo único
que quedaba eran muros destrozados y estanterías vacías. Pasaba lo mismo
con supermercados más pequeños y gasolineras. No quedaba nada. Había
malgastado muchas horas rebuscando en esos edificios y siempre acababa
con las manos vacías, así que ya ni me molestaba.
Pero las casas, las filas de hogares destruidos en las calles derruidas, eran
otro cantar. Porque había aprendido algo interesante de los humanos: nos
gusta abastecernos. Llámalo precaución, paranoia, prepararse para lo
peor… Lo más probable era que las casas tuvieran comida guardada en
sótanos u oculta en armarios. Solo había que encontrarla.
Los tablones crujieron cuando abrí la puerta de la quinta o sexta casa. Era
una de dos plantas rodeada de una valla metálica que casi se habían tragado
las enredaderas. Las ventanas estaban rotas y parte del piso de arriba había
colapsado. Los leves rayos de sol se colaban por entre las vigas
deterioradas. El olor a moho, polvo y vegetación inundaba el aire, y la casa
pareció aguantar la respiración cuando entré en ella.
Primero eché un vistazo en la cocina, rebuscando en armarios, abriendo
cajones e incluso comprobando la antigua nevera de la esquina. Solo había
unos pocos tenedores oxidados, una lata vacía y una taza rota. Cosas que ya
había visto. En una habitación reparé en que los armarios estaban vacíos, la
cómoda volcada y un gran espejo ovalado roto en el suelo. Habían quitado
las mantas y sábanas de la cama e incluso encontré una mancha oscura
sospechosa a un lado del colchón. No me quise preguntar de qué sería. Esas
cosas no se pensaban, simplemente se pasaba página.
En la segunda habitación, que no estaba tan deteriorada como la primera,
había una antigua cuna deslustrada en la esquina y cubierta de telarañas. La
rodeé y no miré qué había dentro de las barras descascarilladas. Desvié los
ojos a las estanterías, que antaño fueron blancas, de la pared. En una había
una lámpara rota, pero debajo encontré una forma familiar cubierta de
polvo.
Lo cogí, le quité el polvo y las telarañas y leí las letras de la tapa. «Buenas
noches, Luna», rezaba, y sonreí con remordimiento. No había venido a por
libros, más me valía recordarlo. Si me llevaba esto a casa en lugar de
comida, Lucas se pondría hecho una furia y seguro que volvíamos a
discutir.
Tal vez estaba siendo demasiado dura con él. No era estúpido, sino
práctico. Le preocupaba más la supervivencia que aprender una habilidad
que a sus ojos no resultaba útil. Pero yo no podía darme por vencida
simplemente porque él fuera terco. Si consiguiera que leyese, tal vez
también podríamos enseñar a otros aledeños, a chavales como nosotros. Y
puede… puede que eso fuera suficiente para empezar algo. No sabía qué,
pero tenía que haber algo mejor que sobrevivir sin más.
Decidida, me guardé el libro bajo el brazo, pero me quedé inmóvil al oír
un suave clic. Había algo en la casa conmigo; lo escuché moviéndose al
otro lado de la puerta de la habitación.
Volví a dejar el libro en la estantería con mucho cuidado de no levantar
polvo. Ya volvería a por él luego, si sobrevivía a lo que estaba por venir.
Me metí la mano en el bolsillo y agarré la navaja antes de girarme
despacio. Las sombras se movían por la luz que provenía del salón y las
leves pisadas resonaban al otro lado de la puerta. Abrí la navaja y retrocedí,
pegándome a la pared y la cómoda con el corazón martilleándome en el
pecho. Una forma oscura se detuvo tras la puerta. Escuché una respiración
agitada y aguanté la mía.
Una cierva apareció en el marco.
Los nudos en mi garganta y mi tripa desaparecieron, aunque no me relajé
al momento. Normalmente aparecían animales salvajes en las ruinas,
aunque a saber qué hacía una cierva merodeando en una casa humana. Me
enderecé y tomé aire despacio, lo que provocó que la cierva alzase la
cabeza de golpe y escudriñara el lugar donde me encontraba, como si no
terminase de ver dónde estaba yo.
Me rugió el estómago y, por un momento, me imaginé acercándome a la
cierva y clavándole la navaja en el cuello. Casi nunca veía carne en el
Aledaño. Las ratas y los ratones eran bienes que adquirían un gran valor, y
había sido testigo de varias peleas por una paloma muerta. Había algunos
perros y gatos callejeros correteando por el Aledaño, pero se trataba de
criaturas salvajes que era mejor dejar en paz a menos que quisieras
arriesgarte a recibir un mordisco e infectarte de a saber qué enfermedades.
Los guardias tenían permiso para disparar a todo animal que encontrasen
rondando por las calles y normalmente lo hacían, por lo que cualquier tipo
de carne escaseaba.
Un ciervo seco y cortado en tiras nos daría de comer a mi banda y a mí un
mes entero. O incluso podría cambiar trozos por bonos de racionamiento,
mantas, ropa nueva o lo que quisiera. Solo de pensarlo me volvió a rugir el
estómago y apoyé el peso únicamente sobre una pierna, preparada para
lanzarme hacia delante. En cuanto me moviese, la cierva saldría por la
puerta, pero tenía que intentarlo.
Sin embargo, en ese momento la cierva me miró y fue entonces cuando
reparé en los finos hilillos de sangre que le resbalaban de los ojos,
manchando el suelo. Me quedé helada. No era de extrañar que no tuviese
miedo. No era de extrañar que me hubiese seguido hasta aquí y que me
observase como lo haría un depredador. Un rábido la había mordido y la
enfermedad la había trastornado.
Respiré hondo para ralentizar el pulso, intentando no entrar en pánico. Las
cosas no iban bien. La cierva estaba bloqueando la puerta, así que no había
manera de sortearla sin arriesgarme a que me atacara. Los ojos no se le
habían tornado blancos del todo, así que la enfermedad todavía se
encontraba en sus primeras fases. Con suerte, si mantenía la calma, podría
salir de allí sin que me matase a pisotones.
La cierva resopló y sacudió la cabeza, y el movimiento provocó que se
enganchase con el marco de la puerta. Ese era otro efecto más de la
enfermedad: los animales infectados parecían confusos y torpes, pero
podían volverse extremadamente agresivos en un abrir y cerrar de ojos.
Agarré la navaja con fuerza y me moví a un lado, hacia una ventana rota en
la pared.
La cierva alzó la cabeza y emitió un gruñido ronco que jamás había
escuchado en animales como ella. Vi que los músculos se le tensaron al
prepararse para atacar y me lancé corriendo hacia la ventana.
La cierva irrumpió en la habitación resoplando y con los cascos en el aire,
letales. Uno me dio de refilón en el muslo al pasar por su lado y sentí como
si me hubieran golpeado con un martillo. El animal chocó con la pared más
alejada y volcó una estantería a la vez que yo me arrojaba por la ventana.
Gateé entre la maleza y me precipité hacia un cobertizo medio
desplomado que estaba en una esquina del patio trasero. El techo se había
venido abajo y las paredes, semidescompuestas, estaban cubiertas de
enredaderas, pero las puertas seguían intactas. Me metí dentro, me agaché y
me oculté en una esquina, jadeando y atenta a cualquier ruido de
persecución.
Por un momento, solo hubo silencio. Una vez mi pulso volvió a la
normalidad, eché un vistazo a través de una rendija entre los tablones y vi la
silueta oscura de la cierva quieta en la estancia, trastabillando confusa y de
vez en cuando atacando el colchón o la cómoda volcada, ciega de rabia.
Pues vale. Aquí me quedaría hasta que la cierva rábida se calmara y se
fuese. Con suerte, antes de que el sol se pusiera. Tenía que volver a la
ciudad dentro de poco.
Me aparté de la pared y me volví para escudriñar el cobertizo,
preguntándome si encontraría algo útil e intacto. No parecía haber gran
cosa: algunas estanterías caídas, un puñado de clavos oxidados que me
guardé enseguida y una máquina rara y pequeña con cuatro ruedas y un
manillar largo que parecía que había que empujar. A saber para qué.
Descubrí un agujero en los tablones bajo esa máquina rara y la aparté,
revelando una trampilla. La habían cerrado con un candado pesado, así que
tratar de abrirla con una llave oxidada no serviría de nada. No obstante, los
tablones estaban podridos y medio rotos. Quité algunos sin mucha
complicación y descubrí una abertura suficientemente grande y unas
escaleras plegables que llevaban abajo, a la oscuridad.
Descendí por el agujero con la navaja bien aferrada.
El sótano estaba oscuro, pero todavía quedaba una hora de sol, lo
suficiente como para que se colase por el agujero y por entre las grietas del
techo sobre mí. Me encontraba en una pequeña habitación fría con las
paredes y el suelo de hormigón y una bombillita pendiendo del techo. En
las paredes había filas de estantes y, en ellos, atisbé decenas y decenas de
latas con la escasa luz que había. Se me paró el corazón.
«Bingo».
Me lancé hacia delante para coger la lata más cercana y, del entusiasmo,
tiré otras tres al suelo. La lata tenía una etiqueta descolorida, pero ni me
molesté en averiguar qué ponía. Saqué la navaja, metí la hoja en la parte
superior y la clavé con saña, rajando el metal con las manos trémulas.
Un aroma dulzón y maravilloso emergió de dentro, y el hambre me asoló
como respuesta, provocando que me mareara un poco.
«¡Comida! ¡Comida de verdad!».
Aparté la tapa y apenas me fijé en el contenido —algún tipo de fruta
blanda en un líquido viscoso— antes de llevármelo a la boca. Me
sorprendió lo dulce que sabía, lo espeso y pulposo que era. No había
probado algo así en la vida. En el Aledaño apenas se veían frutas y
hortalizas. Me bebí todo sin parar, sintiendo cómo se dirigía a mi estómago,
y cogí otra lata.
Esta contenía alubias en un líquido brillante. También la devoré,
atrapando la papilla roja con los dedos. Apuré otra lata de fruta viscosa, otra
más con crema de maíz y otra con trozos de salchicha del tamaño de mis
dedos antes de parar lo suficiente como para pensar.
Había topado con un tesoro escondido tan grande que hasta resultaba
abrumador. Ese tipo de provisiones ocultas eran legendarias, y aquí estaba
yo, en medio de una. Con el estómago lleno —una sensación de lo más rara
—, empecé a explorar y a hacer inventario de todo lo que había allí.
Había casi una pared entera de latas, pero según las etiquetas había
muchísima variedad. La mayoría estaban demasiado descoloridas o rotas
como para leerlas, pero fui capaz de diferenciar mucha verdura, fruta,
alubias y sopa. También había latas con comida rara de la que jamás había
oído hablar. «Es-pa-gue-tis» y «ra-vi-o-li», y más cosas extrañas. También
encontré cajas con envoltorios cuadrados, brillantes y plateados. No tenía ni
idea de qué eran, pero si era más comida, no sería yo la que se quejara.
En la pared contraria había decenas de jarras de litro llenas de agua
cristalina, varios depósitos de propano, una de esas hornillas portátiles que
había visto usar a Hurley y una lámpara de gas. Quienquiera que hubiese
montado este sitio había cubierto todas sus necesidades, aunque no le sirvió
de nada.
«Bueno, pues gracias, persona misteriosa. Me has hecho la vida mucho
más fácil».
La mente me iba a mil por hora mientras barajaba las opciones que tenía.
Podría mantener este sitio en secreto, pero ¿para qué? Había comida
suficiente como para alimentar a la banda durante meses. Examiné el
cuarto, pensando cómo actuar. Si le hablaba a Lucas de la existencia de este
sitio, los cuatro —Rata, Lucas, Rama y yo— podríamos volver y llevarnos
todo de una vez. Sería peligroso, pero toda esta cantidad de comida bien lo
valía.
Me di la vuelta despacio, arrepintiéndome de no haber traído nada con lo
que llevarme la comida.
«Menuda lumbreras estás hecha, Allison».
Normalmente, cuando venía a las ruinas usaba una de las mochilas que
guardaba la banda en el armario, que para eso estaban, pero no había
querido volver a encontrarme con Rata. Aun así, no podía regresar con las
manos vacías. Si tenía que convencer a Lucas de arriesgarnos a salir de la
ciudad, necesitaba pruebas.
Eché un vistazo a la estancia y me detuve en algo. Contra la pared, un par
de bolsas de basura llenas ocupaban el estante superior. Parecían contener
mantas, ropa u otro tipo de útiles, pero ahora lo que más me preocupaba era
la comida.
—Me vale —murmuré al tiempo que me encaminaba hacia las baldas.
Sin escalera o una caja en la que apoyarme, me tocaba escalar. Puse un pie
entre las latas y me impulsé.
El tablón crujió de forma horrible bajo mi peso, pero aguantó. Aferrada a
la madera áspera, subí el otro pie, después el otro, así hasta llevar el brazo a
la estantería superior y tantear en busca de las bolsas. Agarré el borde del
plástico con dos dedos y tiré hacia mí.
De repente, la madera volvió a crujir y, antes de darme cuenta siquiera, la
estantería volcó. Aterrada, traté de saltar, pero un montón de latas cayeron
sobre mí y perdí el agarre. Caí al suelo de cemento y escuché el ruido de las
latas de metal a mi alrededor. Apenas fui capaz de ver los estantes un
segundo antes de que todo se fundiera en negro.
3
—Allison —me llamó mamá a la vez que le daba una palmadita al cojín—.
Ven aquí. Lee conmigo.
Trepé hasta el sofá raído que olía a polvo y a leche cortada y me
acurruqué a su lado.
Tenía un libro en el regazo y había animales felices brincando por las
páginas. La escuché mientras leía en tono suave y relajante y pasaba las
páginas con aquellas manos esbeltas que parecían hechas de alas de
mariposa.
No podía verle la cara. Todo estaba borroso, como el agua al resbalar
por un cristal. Sin embargo, sabía que me estaba sonriendo, cosa que me
hizo sentir calentita y segura.
—El saber es importante —me explicó con paciencia, contemplando a
una versión mayor de mí desde el otro lado de la mesa de la cocina. Tenía
una hoja delante marcada con líneas garabateadas y una escritura no muy
clara—. Las palabras nos definen —prosiguió mientras yo me esforzaba
por imitar su caligrafía con poco éxito—. Debemos proteger nuestro
conocimiento y transmitirlo siempre que podamos. Si volvemos a
convertirnos en sociedad, debemos enseñar a los demás a seguir siendo
humanos.
La cocina se esfumó; resbaló como el agua por una pared y se transformó
en otra cosa.
—Mamá —susurré, sentada junto a ella en la cama y fijándome en cómo
subía y bajaba su pecho bajo la fina manta—. Mamá, te he traído un poco
de sopa. Intenta tomártela, ¿vale?
Sus facciones frágiles y pálidas, enmarcadas por su largo cabello negro,
se movieron débilmente. A pesar de saber dónde estaba, no le veía la cara.
—No me encuentro bien, Allison —susurró. Lo dijo en un hilo de voz que
apenas si oí—. ¿Me… lees algo?
La misma sonrisa, pese a tener el rostro desenfocado, borroso. ¿Por qué
no podía verla? ¿Por qué era incapaz de acordarme?
—Mamá —la volví a llamar mientras me levantaba y sentía que las
sombras se cernían sobre nosotras—. Tenemos que irnos. Ya vienen.
—A de amanecer —susurró mamá, separándose de mí. Yo grité e intenté
agarrarla, pero se alejó, internándose en la oscuridad—. B de beber.
Algo explotó contra la puerta.
Nos dividimos en dos grupos; una de las razones era para evitar que las
patrullas que seguían merodeando por el Aledaño nos divisaran, y otra
porque habría estrangulado a Rata si volvía a oírlo quejarse de que iba a
conseguir que nos mataran a todos. Rama tampoco estaba muy contento que
dijéramos, pero al menos cerró el pico después de las primeras protestas.
Lucas le dio dos opciones a Rata: o ayudaba, o se iba para no volver.
Sinceramente, esperaba que escogiese la segunda opción, que nos insultase
y se marchase resoplando. Sin embargo, tras lanzarme una mirada asesina,
cogió una mochila del suelo y se calló.
Le indiqué a Lucas dónde estaba la entrada del túnel antes de separarnos.
Tomaríamos caminos distintos por si nos topábamos con alguna patrulla. A
los guardias no les gustaban las ratas callejeras o los no censados porque
«no existíamos», y aquello hacía pensar a algunas personas que podían
hacernos lo que quisieran, ya fuera darnos palizas, obligarnos a hacer de
diana u… otras cosas. Había visto lo suficiente como para dar fe de ello.
Casi siempre era mejor que los vampiros hambrientos y desalmados nos
cogieran. Como mucho, se beberían toda nuestra sangre y nos dejarían
secos. Los humanos eran capaces de cosas muchísimo peores.
Rama y yo llegamos los primeros a la zanja y bajamos a los túneles. Me
había traído la linterna por si acaso, aunque no quería que la luz artificial
echase a perder la misión, o peor aún, usar la poca pila que le quedaba.
Bastaba con el sol que se colaba por entre las rejas para ver.
—Más vale que Rata y Lucas lleguen pronto —murmuré, cruzándome de
brazos y observando las grietas de arriba—. Hay que transportar un montón
de cosas y no queda mucha luz. No pienso pasar por lo mismo que ayer, eso
lo tengo claro.
—¿Allie?
Miré a Rama, agazapado contra la pared, con la mochila grande colgando
de sus hombros huesudos. Sus facciones se habían contraído en una
expresión miedosa y agarraba las tiras con tanta fuerza que hasta se le
habían puesto los nudillos blancos. Intentaba mostrarse valiente y, por un
momento, sentí una punzada de culpabilidad. Rama odiaba la oscuridad.
—¿Crees que soy un inútil?
—¿Sigues dándole vueltas a lo que ha dicho Rata? —Resoplé e hice un
gesto para restarle importancia—. Pasa de él. Es un roedor asqueroso con
problemas de autoestima. Seguro que Lucas lo echa pronto.
—Pero tiene razón. —Esquivando mi mirada, pateó un trozo suelto de la
acera—. Soy el eslabón más débil de la banda. No se me da bien robar,
como a Rata; o luchar, como a Lucas, y tampoco soy lo bastante valiente
como para ir a rebuscar fuera de la Muralla solo, como tú. Si ni siquiera se
me da bien cuidar de mí mismo, ¿para qué valgo?
Me encogí de hombros, incómoda por la conversación.
—¿Qué quieres que te diga? —respondí, algo más borde de lo que
pretendía. Puede que se debiera a la pelea con Rata o a que seguía tensa por
lo de anoche, pero estaba cansada de escuchar excusas, de que desease que
las cosas fueran distintas. En este mundo o espabilabas o morías. Hacías lo
que hiciera falta con tal de sobrevivir. Yo apenas conseguía cuidar de mí
misma; no podía preocuparme por las inseguridades de los demás también
—. ¿No te gusta cómo eres? —le pregunté a Rama, que se encogió ante mi
tono—. Vale, pues no seas así. Échale huevos y dile a Rata que se vaya a la
mierda. Dale un puñetazo en la nariz si intenta intimidarte. Haz algo, no
permitas que te pase por encima. —Con mal aspecto, Rama pareció hundir
los hombros y encogerse, y yo suspiré—. No puedes estar dependiendo de
mí siempre —añadí en un tono más suave—. Que sí, que nos cuidamos los
unos a los otros; Lucas dice que somos una familia y que quiere que
estemos unidos, pero todo eso son chorradas. ¿Crees que se interpondrían
entre un vampiro y tú? —Puse una mueca al imaginármelo—. Lucas sería el
primero en escapar y Rata le pisaría los talones. Y luego yo.
Rama se dio la vuelta. Era una de sus tácticas; ignorar el problema y
esperar a que desapareciese, cosa que me cabreó más aún.
—Sé que no era eso lo que querías oír —proseguí, implacable—, pero,
Dios, Rama, ¡abre los ojos! La vida es así. Antes o después aprenderás que
cada uno mira por lo suyo y que la única persona en quien puedes confiar es
en ti mismo.
No respondió. Siguió mirando hacia el suelo. Yo también me giré y me
apoyé contra la pared. No estaba preocupada. Pasarían los minutos y él
volvería a ser el de siempre, charlando y fingiendo que no había pasado
nada. Si quería seguir negándose a asumirlo, allá él, pero yo no iba a darle
la manita para ayudarlo.
Pasaron unos minutos y Rata y Lucas seguían sin aparecer. Me revolví y
miré al cielo a través del enrejado. «Daos prisa». No quedaba mucho para el
anochecer, cosa que me ponía de los nervios, pero quería la comida. Volvía
a tener hambre y saber que había provisiones ahí fuera, al otro lado de la
Muralla, me estaba volviendo loca. Casi me había olvidado de lo que era no
tener hambre todo el tiempo. De no sentir retortijones tan fuertes que te
daban ganas de vomitar, a pesar de no tener nada en el estómago. De no
tener que comer cucarachas y arañas para seguir viva. O compartir con
Rama la corteza de un trozo de pan robado porque, si no cuidaba de él,
acabaría aovillado en cualquier lado y moriría. Si conseguíamos llegar hasta
la comida, no tendría que preocuparme de eso durante un buen tiempo. Eso
solo si Rata y Lucas llegaban de una maldita vez.
Y entonces me dio por pensar otra cosa, algo en lo que no había caído
hasta ahora. Si conseguíamos toda esa comida, no tendría que preocuparme
tanto por Rama. Seguro que Lucas estaría más alegre y menos estresado y
tal vez accediese a aprender a leer. Incluso Rata podría intentarlo; bueno,
eso si tenía estómago para enseñarle, claro. No sabía en qué desembocaría
esta excursión, pero toda revolución siempre empezaba por algún lado.
«Los vampiros nos lo han arrebatado todo», pensé cabreada, pateando una
piedra pequeña hacia la pared. «Y pienso asegurarme de recuperarlo».
Pero primero había que sobrevivir.
Varios minutos más tarde, Rata y Lucas aparecieron por fin. Ambos
jadeaban y Rata me fulminó con la mirada tras bajar por la escalerilla con
los ojos cargados de odio y miedo.
—¿Qué ha pasado? —inquirí al tiempo que Lucas descendía.
—Nos hemos encontrado a un par de mascotas cerca de la estatua rota —
murmuró dejándose caer a mi lado y limpiándose el sudor de la frente—.
Nos siguieron durante varias calles antes de conseguir perderlos en el
parque. Están inquietos. Me gustaría saber qué está pasando.
—Esto es una estupidez —interrumpió Rata escudriñando el túnel de
arriba abajo, como si este fuese a dejarlo atrapado dentro—. No
deberíamos… ir por ahí.
—¿Volvemos? —susurró Rama.
—No —ladré—. Si no lo hacemos ahora, a saber cuándo podremos.
—¿Cómo sabemos si lo que dice es cierto? —prosiguió Rata, cambiando
de táctica al ver que no iba a conseguir que cambiase de opinión—. ¿Un
sótano lleno de comida? Venga ya. —Hizo una mueca—. Las chicas no
saben qué buscar ahí fuera. Tal vez vio unas latas vacías y sacó
conclusiones precipitadas. Puede que le dé miedo ir sola y necesite que los
hombres fuertes la mantengamos a salvo.
—Tú sigue hablando, capullo, que me hace gracia que intentes usar
palabras de mayores.
—¿Os queréis callar, joder? —explotó Lucas, dejando entrever lo inquieto
que estaba—. ¡Estamos perdiendo el tiempo! Allie, recuerdas el camino,
¿no? —Señaló el túnel—. Tú primero.
Cuando salimos del desagüe y echamos un vistazo alrededor, el cielo
estaba bastante más oscuro. Las nubes grises se habían unido y solo el
destello de un rayo alumbraba el suelo.
—Va a haber tormenta —murmuró Lucas, recalcando una obviedad, al
tiempo que un trueno marcaba sus palabras. Maldije por lo bajo. En Nueva
Covington, la lluvia llenaba los pozos y las cisternas de los sectores, pero
también hacía que salieran más cosas de sus escondrijos—. Y el sol está
cayendo. Hay que hacerlo ya.
—Venga —dije, apartando la maleza y los hierbajos que me llegaban al
pecho para subir a la orilla.
Me siguieron y salimos de la zanja, donde por fin divisamos las ruinas
vacías que se extendían frente a nosotros, silenciosas y amenazadoras bajo
la luz crepuscular.
Rata maldijo. Rama respiraba de forma tan entrecortada que estaba a
punto de hiperventilar.
—No puedo hacerlo —susurró, alejándose de vuelta a la zanja—. No
puedo entrar ahí. Tengo que volver. Dejadme volver.
—Lo sabía —dijo Rata con maldad—. Maldito cobarde. Eres un inútil.
Dejad que se vaya, pero no pienso darle parte de mi comida.
Lucas agarró a Rama del brazo antes de que este pudiera alejarse.
—Rata tiene razón. Si te vas, no esperes que compartamos contigo nada
de lo que llevemos.
—No me importa —jadeó Rama con los ojos bien abiertos—. Esto es una
locura. El sol está a punto de ponerse. Os matarán a todos.
—Rama —lo llamé, tratando de razonar con él—. No sabes volver. ¿Vas a
cruzar los túneles a oscuras? ¿Tú solo?
Aquello pareció calar en él. Dejó de pelearse con Lucas y, asustado, echó
un vistazo a la oscura entrada a las cloacas. Me miró hundiendo los
hombros.
—No quiero. Volvamos, Allie, por favor. Esto me da mala espina —
suplicó.
Rata hizo un ruidito y mi irritación aumentó.
—No —me negué en rotundo—. Sigamos. Todavía hay luz. No
volveremos sin esa comida. —Miré a Rama con una sonrisa alentadora—.
Ya verás toda la que hay… Valdrá la pena.
Aterrorizado, nos siguió en silencio mientras corríamos entre las calles
enrevesadas y derruidas. Saltamos sobre raíces y zigzagueamos entre
coches oxidados para dejar la tormenta atrás. Una pequeña manada de
ciervos se dispersó ante nosotros mientras nos desplazábamos a toda prisa
por la acera y una bandada de cuervos echó a volar graznando,
sobresaltados. Quitando eso, en las ruinas no se oía nada salvo nuestros
pasos sobre el pavimento y nuestras respiraciones agitadas.
Las primeras gotas empezaron a caer mientras los guiaba a través del
patio descuidado en dirección al cobertizo destartalado. Para cuando
llegamos a la pequeña estructura, el diluvio repiqueteaba en el techo de
latón y se filtraba por los agujeros. Encendí la linterna mientras bajaba al
sótano medio temiendo que, cuando llegáramos, la comida hubiera
desaparecido, pero todo estaba igual que como lo dejé: una parte de la
estantería se hallaba en el suelo, rota, y había latas dispersas por todos lados
refulgiendo bajo la luz de la linterna.
—Joder. —Rata me empujó para pasar y entró a trompicones en la
estancia. Se quedó con la boca abierta al examinar con expresión
hambrienta la pared rebosante de latas de comida—. La muy zorra decía la
verdad. Mirad todo esto.
—¿Todo eso es… comida? —preguntó Rama tímidamente al tiempo que
cogía una lata.
Antes de poder responder siquiera, Rata me sorprendió soltando una
carcajada chillona.
—¡Lo es, idiota! —Le quitó la lata de las manos a Rama, la abrió y se la
devolvió—. ¡Mira! ¿A que es lo mejor que has visto en tu vida?
Rama parpadeó, atónito, y casi dejó caer la lata abierta, pero Rata no
pareció percatarse de ello. Cogió dos latas más del suelo, abrió las tapas y
empezó a dar buena cuenta de ellas con sus dedos largos y sucios.
—No tenemos tiempo para esto —los avisé, pero ni siquiera Lucas me
escuchó, abriendo ensimismado la tapa de su propia lata.
Rama me lanzó una mirada pesarosa antes de coger un puñado de alubias
y devorarlas con tanta ansia como Rata, el cual tenía la cara llena de algo
pringoso y resbaladizo.
—¡Chicos! —Volví a intentarlo—. No podemos quedarnos toda la noche
zampando. El tiempo se agota. —Pero hicieron caso omiso de mis avisos,
embriagados por la cantidad de comida y la expectativa de llenarse el
estómago. Eso es lo que te enseña no estar censado: si encuentras
provisiones, come hasta reventar, porque no sabes cuándo podrás volver a
hacerlo. Aun así, lo único en lo que podía pensar era en que se estaban
cebando para aquello que quería comernos a nosotros.
La tormenta estaba arreciando, ululando contra las paredes del cobertizo,
y empezó a gotear agua a través de la trampilla. Fuera estaba oscuro, caía el
crepúsculo y las nubes ocultaban el poco sol que quedaba. Escudriñé entre
los escalones con los ojos entrecerrados. Los espacios entre los tablones
eran casi imposibles de distinguir por culpa de la oscuridad, pero habría
jurado que vi algo moverse al otro lado de la pared. Podría ser una rama
meciéndose con el viento, o incluso mi imaginación.
Apagué la linterna. La estancia se quedó a oscuras. Rama soltó un
quejido, sobresaltado, y nos sumimos en el silencio cuando todos se dieron
cuenta de lo que estaba pasando.
—Hay algo ahí fuera —dije, consciente del palpitar de mi corazón contra
mis costillas. Por un momento, me pregunté por qué había cometido la
estupidez de llevarlos a todos allí. Rama tenía razón. Esto había sido un
error. A oscuras, con la lluvia golpeteando sobre el techo, la comida no me
parecía una razón lo suficientemente importante como para morir—.
Tenemos que irnos ya.
—Coged las mochilas —ordenó Lucas con voz ronca, avergonzado,
limpiándose la boca con el dorso de la mano. Lo miré, aunque costaba ver
su expresión en las sombras, pero él debió de reparar en la mía—. No nos
marcharemos con las manos vacías —añadió—, pero hagámoslo lo más
rápido posible. Coged todo lo que podáis, pero con cuidado de que no os
ralentice. Igualmente, no vamos a poder llevárnoslo todo en un viaje. —
Empecé a responder, pero me cortó con un gesto brusco—. ¡Moveos!
Rata y Rama se arrodillaron sin reproches y empezaron a llenar las
mochilas de latas haciendo el mínimo ruido posible. Un instante después,
abrí la cremallera de la mía y los imité. Durante varios minutos, lo único
que se oyó fue el movimiento de nuestras manos a oscuras, el tintineo del
metal contra metal y el repiqueteo de la lluvia contra el tejado sobre
nuestras cabezas.
Oía la respiración asustada de Rama y las maldiciones ocasionales de
Rata cuando se le caían las latas por apresurarse a meterlas en la mochila.
Me moví en silencio y solo alcé la vista una vez llené la mía. Cerré la
cremallera, me eché la mochila a los hombros y me encogí bajo su peso.
Puede que me ralentizase un poco, pero Lucas tenía razón; habíamos
llegado demasiado lejos como para volver a casa con las manos vacías.
—¿Listos? —preguntó Lucas a oscuras, en voz baja y ronca.
Miré en derredor al tiempo que Rata y Rama terminaban de cerrar sus
mochilas y se levantaban. Rama se quejó un poco del peso de su mochila,
aunque ni siquiera la había llenado entera.
—Salgamos de aquí. Tú primera, Allie.
Subimos las escaleras del cobertizo derruido. La lluvia caía en riada desde
el techo, salpicándolo todo. En alguna parte, las gotas caían en el interior de
un cubo metálico con un ruidito regular y rítmico. Sonaba como mis latidos:
rápidos, frenéticos.
Una ráfaga de viento abrió la puerta con un chirrido, haciendo que
chocara contra el lateral del cobertizo. Tras el marco, las ruinas se veían
borrosas, oscuras.
Tragué saliva y di un paso bajo la lluvia.
El agua me empapó en cuestión de medio segundo, resbalando por mi
cuello y apelmazándome el pelo. Me estremecí y hundí los hombros
mientras caminaba por el césped húmedo y alto. Oí que me seguían
mientras apartaba la maleza. Los relámpagos refulgían por encima de
nuestras cabezas volviéndolo todo blanco durante apenas un segundo,
iluminando las filas de hogares en ruinas antes de volver a la oscuridad.
Tronaba. En cuanto el ruido cesó, juraría que oí otra cosa a mi izquierda.
Un leve crujido que no provenía de mis amigos detrás de mí.
Algo me rozó los vaqueros en el césped, algo duro, puntiagudo. Retrocedí
sobresaltada y encendí la linterna, alumbrando lo que me había tocado a
oscuras.
Era el casco pequeño y hendido de una de las patas traseras de una cierva
destripada en el suelo. Le habían rajado el estómago y los intestinos
sobresalían de la abertura como serpientes rosas. Sus ojos, oscurecidos y
vidriosos, contemplaban la lluvia sin vida.
—¿Allie? —me llamó Lucas entre susurros, acercándoseme por la espalda
—. ¿Qué pasa…? ¡Oh, mierda!
Alumbré alrededor y cogí aire para avisar a voz en grito a los demás.
Algo pálido y horrible con extremidades, garras y dientes brillantes había
surgido del césped detrás de Rata. Antes de percatarse de lo que estaba
pasando, lo agarró y lo arrastró por los pies. Ni siquiera me dio tiempo de
avisarle antes de que desapareciera entre la maleza y la oscuridad con un
chillido.
Después, empezó a gritar sin parar.
No nos detuvimos. No malgastamos aire para aullarle al mundo. La hierba
a nuestro alrededor empezó a moverse, crujiendo con intensidad mientras
nos perseguían, y nosotros simplemente echamos a correr. Los chillidos
agónicos de Rata a nuestra espalda cesaron de golpe, pero no miramos
atrás.
Llegué a la valla metálica que rodeaba el jardín y salté por encima,
aterrizando de forma vacilante por culpa de lo mucho que pesaba la
mochila. Lucas venía justo detrás de mí; usó ambas manos para saltar.
Rama trepó y calló al suelo al otro lado, pero se levantó en un instante y me
imitó antes de echar a correr.
—¡Allie!
El grito de Lucas me hizo volver la cabeza. Se le había enganchado la
mochila en los salientes superiores de la valla. Tiraba como loco con los
ojos bien abiertos, desesperado. Miré a Rama, que salió pitando hacia la
oscuridad, y maldije.
—¡Deja la maldita mochila! —grité, dando un paso hacia Lucas, pero mi
consejo quedó ahogado por un trueno sobre nuestras cabezas. Lucas siguió
tirando, aterrorizado—. ¡Lucas, deja la mochila! ¡Sal de ahí!
Su rostro cambió al comprenderlo. Se quitó las asas justo cuando un brazo
largo y pálido surgió por encima de los eslabones y lo agarró de la camiseta,
pegándolo contra la valla. Lucas gritó, revolviéndose, intentando liberarse,
pero otra garra se clavó en su cuello y sus gritos se tornaron gorgoteos. Se
me revolvió el estómago. Observé, atónita, cómo se llevaban a Lucas al otro
lado mientras este se revolvía y desaparecía entre las criaturas. Sus gritos no
duraron tanto como los de Rata, aunque para entonces yo ya estaba
buscando a Rama a toda prisa, ignorando lo que sentía y sin atreverme a
mirar atrás.
Apenas fui capaz de distinguir la forma escuálida de Rama a lo lejos,
corriendo en mitad de la carretera y zigzagueando entre los coches. Me
quité la mochila y lo seguí pese a sentirme tremendamente expuesta en la
calle. La lluvia estaba amainando poco a poco y el embate se desplazaba
ahora en dirección a la ciudad. Por encima del ruido de las gotas escuché el
tintineo de las latas contra su espalda a cada paso que daba. A él también se
le había olvidado quitarse la mochila debido al miedo. Corrí tras él a
sabiendas de que no sería capaz de mantener ese ritmo durante mucho
tiempo.
Dos calles después, lo encontré apoyado contra un coche volcado, junto a
un árbol que crecía fuera de la acera. Jadeaba tanto que no podía ni hablar.
Me agaché a su lado respirando con dificultad, reproduciendo las muertes
de Lucas y Rata una y otra vez en mi mente y escuchando sus gritos en
bucle.
—¿Y Lucas? —preguntó Rama tan bajito que apenas lo oí.
—Muerto. —Mi voz sonó como si perteneciera a otra persona. Seguía sin
creer que lo hubiese perdido. Me entraron náuseas, pero las reprimí—. Ha
muerto —volví a susurrar—. Los rábidos lo han atrapado.
—Dios. —Rama se llevó las manos a la boca—. ¡Dios, Dios, Dios!
—Oye —estallé y lo empujé, interrumpiendo su letanía antes de que se
desquiciara aún más—. Para. Si queremos salir de aquí, debemos mantener
la cabeza fría, ¿vale? —Ya habría tiempo de llorar a las personas que había
perdido. Ahora lo más importante era lograr salir de aquí con vida.
Rama asintió con los ojos atemorizados y vidriosos.
—¿Adónde vamos ahora?
Empecé a echar un vistazo en derredor para orientarme y de repente me di
cuenta de algo que me heló la sangre.
—Rama —pronuncié con suavidad, mirándole la pierna—. ¿Qué te ha
pasado?
Tenía un tajo que no paraba de sangrar, manchándole la tela de los
pantalones.
—Vaya —respondió él como si acabara de darse cuenta—. Me he debido
de cortar al caer de la valla. No es muy profundo… —Se quedó callado al
verme la cara—. ¿Por?
Me levanté despacio, con cuidado y con la boca seca.
—La sangre… —murmuré, retrocediendo—. Los rábidos son capaces de
oler la sangre si están cerca. Tenemos que irnos y…
Uno saltó sobre un coche con un aullido y aterrizó justo en el lugar donde
había estado yo hacía un momento, atravesando el metal con las garras.
Rama gritó y se apartó, escabulléndose tras de mí al tiempo que el monstruo
soltaba un chillido lastimero y nos miraba.
Lo peor de todo era que antes había sido humano. Todavía conservaba los
mismos rasgos faciales de alguien con un cuerpo raquítico, a pesar de que la
piel, de un blanco casi níveo, le confería un aspecto más de esqueleto que
de humano. Aún iba cubierto con los harapos de lo que antaño fue ropa y
tenía el pelo enredado y apelmazado. Sus ojos eran completamente blancos,
sin iris ni pupila. Saltó del coche y nos gruñó mostrándonos la boca llena de
dientes afilados, con colmillos extragrandes y extendidos hacia fuera, como
los de una serpiente.
A mi espalda, Rama gemía; pequeños ruiditos sin sentido. A
continuación, me vino un olor a orina. Con el corazón desbocado, me aparté
de él y la mirada vacía del rábido me siguió antes de regresar a Rama. Los
orificios nasales se le dilataron y, con sangre resbalándole por la mandíbula,
avanzó.
Rama estaba aterrorizado, contemplando al rábido igual que un ratón
arrinconado por una serpiente. No sé por qué hice lo que hice, pero me metí
la mano en el bolsillo y agarré la navaja. Abrí la hoja, cerré el puño
alrededor del borde afilado y, antes de pensármelo bien, me corté la palma
de la mano.
—¡Oye! —grité, y el rábido desvió su horrible mirada hacia mí, con los
orificios nasales aún dilatados—. Eso es —proseguí, retrocediendo mientras
me seguía, subiéndose a otro coche con tanta facilidad como si solo
caminara—. Mírame a mí, no a él. Rama —lo llamé sin apartar la vista del
rábido, manteniendo siempre un coche de distancia—. Vete de aquí.
Encuentra el desagüe, te llevará de vuelta a la ciudad. ¿Me oyes?
No hubo respuesta. Me arriesgué a echar una mirada de soslayo y lo vi
aún paralizado en el mismo sitio y con la vista fija en el rábido
acechándome.
—Joder, maldito capullo. ¡Sal de aquí!
Con un chillido sobrehumano, el rábido se lanzó hacia mí.
Eché a correr y me escabullí por detrás de un camión mientras oía las
garras del rábido destrozar el metal oxidado. Lo esquivé y zigzagueé por la
calle llena de coches, guardando la distancia y mirando hacia atrás para
calcular lo cerca que se encontraba. Siseó y gruñó sobre los vehículos; tenía
los ojos consumidos por el hambre y la locura, y sus garras dejaban
agujeros en el metal.
Cuando me oculté tras otro coche, miré a mi alrededor, desesperada, en
busca de un arma. Una tubería, una rama que pudiera usar como garrote,
cualquier cosa. El chillido del rábido resonó horrorosamente cerca. Justo
cuando estiraba la mano y agarraba un trozo de hormigón del bordillo,
atisbé algo pálido por el rabillo del ojo y, girándome a toda prisa, le golpeé
con todas mis fuerzas.
El hormigón serrado impactó contra la sien del rábido justo cuando este se
abalanzaba sobre mí y sus garras se encontraban a escasos centímetros de
mi cara. Oí cómo algo se fracturaba bajo la piedra y me quité a la criatura
de encima, estampándola contra la puerta de un coche. El rábido se
desplomó en la acera antes de tratar de levantarse, pero yo volví a golpearlo
con la piedra, destrozándole la parte trasera del cráneo. Una vez, y luego
otra, y otra.
El rábido chilló y se retorció. Sacudió las extremidades una última vez
antes de quedarse inerte en la acera. Empezó a rezumarle algo oscuro por
debajo de la cabeza que se extendió por la calle.
Temblando, solté la piedra y me dejé caer sobre el bordillo. Me temblaba
todo; las manos, las rodillas… El corazón me martilleaba en el pecho. El
rábido parecía más pequeño ahora que estaba muerto, esquelético y con las
extremidades frágiles. Su cara, eso sí, era igual de terrorífica y horrible que
antes. Sus colmillos parecían estar esbozando una mueca y sus ojos blancos
me contemplaban, aunque sin vida.
Un gruñido a mi espalda me detuvo el corazón por segunda vez.
Me giré lentamente y vi a otro rábido salir de detrás de un coche con los
brazos y la boca manchados de algo rojo y líquido. Agarraba una rama con
la garra… Pero la rama tenía cinco dedos y los restos de una camiseta. Al
verme, el rábido dejó caer el brazo al suelo y empezó a avanzar hacia mí.
Lo siguió otro. Y otro más saltó al techo de un coche, siseando. Me giré y
vi a dos más saliendo de debajo de un camión con sus ojos pálidos clavados
en mí. Cinco. En todas direcciones. Y yo en el centro. Sola.
Todo se quedó en silencio. Lo único que oía era mi pulso atronador y mi
respiración agitada. Observé a los pálidos rábidos babear a mi alrededor a
menos de diez metros de mí y, por un momento, me quedé tranquila.
Conque esto era saber que ibas a morir, que nadie podría ayudarte, que todo
acabaría en cuestión de unos pocos segundos.
En ese breve instante entre la vida y la muerte miré entre los coches y vi
una figura caminar hacia mí; una silueta negra en mitad de la lluvia. Le
brillaba algo en la mano, pero entonces un rábido apareció en mi campo de
visión y la figura desapareció.
Mi instinto de supervivencia se activó y eché a correr.
Algo me golpeó con fuerza por detrás y sentí algo cálido resbalarme por
el cuello y la espalda, aunque no noté dolor. El golpe me propulsó hacia
delante y tropecé antes de caer de rodillas. Un peso se abalanzó sobre mí
chillando, hiriéndome, y unas lenguas de fuego empezaron a extenderse por
la zona de mis hombros. Grité y me giré mientras lo pateaba para apartarlo
de mí, pero otra criatura pálida apareció en mi campo de visión y lo único
que pude ver fue un rostro con colmillos y los ojos vacíos, muertos,
abalanzándose sobre mí. Estiré la mano y lo golpeé en la mandíbula,
apartando aquellos dientes de mi cara. La criatura rugió y me clavó los
colmillos en la muñeca, mordisqueando y rasgándome la piel, pero apenas
sentí dolor. Lo único que fui capaz de pensar fue que debía evitar que me
mordieran el cuello, pese a saber que las garras me estaban desgarrando el
pecho y el estómago. Tenía que mantenerlos alejados del cuello.
Y entonces los demás se me acercaron chillando también, abriéndome en
canal.
Lo último que recuerdo antes de que la neblina roja se tornase oscuridad
fue un destello de algo brillante y el cuerpo del rábido desplomándose sobre
mi pecho, todavía mordiéndome el brazo.
Después, nada.
VAMPIRA
5
Giramos una esquina y el pasillo se abrió a lo que parecía una antigua área
de recepción con un grandísimo mostrador de madera en mitad de la sala.
Unas letras doradas deslustradas colgaban encima de él, la mayoría torcidas
o rotas, así que era imposible leerlas. También había un montón de señales
más pequeñas tanto en las paredes como en las entradas a los pasillos, todas
ilegibles, así como cristales, escombros y papeles desparramados por el
suelo que crujían donde pisábamos.
—¿Qué es este sitio? —le pregunté a Kanin. Mi voz hacía un eco extraño
en la espaciosa estancia y el silencio de la habitación pareció echárseme
encima.
El vampiro no respondió durante un buen rato.
—Antaño —murmuró, conduciéndome a través de la sala— este era uno
de los niveles subterráneos de un hospital. Uno de los más conocidos y
demandados en la ciudad. No solo trataban a los pacientes, sino que
también contaban con un equipo de científicos, investigadores
comprometidos a acabar con las enfermedades y a descubrir curas. Por
supuesto, cuando el virus neumocarmesí se extendió por el mundo, el
hospital no daba abasto. Era imposible tratar a la ingente cantidad de
pacientes que entraban sin parar. Mucha gente murió aquí. —Desvió la vista
hacia el escritorio con los ojos entrecerrados y la mirada distante—.
Aunque, bueno, mucha gente murió en todas partes.
—Si estás intentando acojonarme, felicidades. ¿Cómo salimos de aquí?
Nos detuvimos junto a un agujero grande y cuadrado en la pared y él
señaló la abertura. Me asomé y vi un larguísimo hueco oscuro con cuerdas
de metal que colgaban desde lo alto.
—Estás de coña, ¿no? —Mi voz hizo eco en el conducto.
—Las escaleras que llevan a la superficie están derruidas —respondió
Kanin como si nada—. No hay otro modo de salir o entrar. Tenemos que
usar el hueco del ascensor.
¿El hueco del ascensor? Fruncí el ceño y le devolví la mirada.
—Es imposible que pueda escalar eso.
—Ya no eres humana. —Entrecerró los ojos—. Eres más fuerte, tienes
resistencia ilimitada y puedes hacer cosas que los humanos no. Si te sirve
de consuelo, yo iré justo detrás de ti.
Miré el conducto del ascensor y me encogí de hombros.
—Vale —murmuré, estirando el brazo para agarrar los cables—. Pero si
me caigo, espero que me cojas.
Una vez estuve bien sujeta, tiré.
Para mi sorpresa, mi cuerpo se elevó del suelo como si no pesara nada.
Me contoneé y fui escalando por el conducto poco a poco, con una emoción
que jamás había sentido. La piel no se me rasgó, los brazos no me
quemaban y ni siquiera me costaba respirar. Podría seguir así para siempre.
Entonces me paré de golpe. No es que no me costara respirar, es que no
estaba respirando. Mi pulso no se aceleraba, ni mi corazón martilleaba,
porque no estaba viva. Estaba muerta. Nunca envejecería, jamás cambiaría.
Era un parásito cadavérico que bebía sangre para sobrevivir.
—¿Pasa algo? —la voz profunda e impaciente de Kanin resonó por
debajo de mí.
Me sacudí. El conducto vacío de un ascensor no era el mejor lugar para
tener revelaciones ni debates personales.
—Estoy bien —respondí, y reemprendí la escalada.
Ya le daría vueltas luego; ahora mismo, mi estómago me estaba diciendo
que tenía hambre. Me resultaba muy extraño que el corazón, los pulmones y
otros órganos no me funcionasen, pero que el estómago y el cerebro
siguieran activos. O tal vez no; no tenía ni idea. Estaba empezando a darme
cuenta de que todo lo relacionado con los vampiros era un completo
misterio.
Una brisa fría me golpeó en la cara cuando salí del hueco y me dispuse a
echar un vistazo en derredor, cautelosa.
Aquí hubo un edificio. Podía ver restos de vigas de acero a nuestro
alrededor junto con, tal vez, la mitad de una pared que se caía a pedazos
sobre la alta hierba amarillenta. El yeso estaba ennegrecido y chamuscado,
y había muebles quemados —camas, colchones y sillas— desperdigados y
medio escondidos en el césped. El conducto por el que habíamos subido no
era más que un agujero oscuro en el mosaico, oculto entre los escombros y
los hierbajos. Si no te encontrabas justo encima, tal vez ni repararas en él
hasta que ya fuera demasiado tarde y te hubieses partido la crisma al fondo.
—¿Qué pasó aquí? —susurré, contemplando la devastación.
—Un incendio —repuso Kanin, encaminándose a través del aparcamiento
vacío. Se movía rápido, por lo que tuve que darme prisa para seguirle el
paso—. Empezó en la planta baja del hospital. Enseguida se descontroló y
destrozó el edificio y a casi todas las personas que había dentro. Solo se
salvaron los niveles inferiores.
—¿Tú estabas ahí cuando ocurrió?
Kanin no respondió.
Dejamos atrás las ruinas del hospital y cruzamos el aparcamiento vacío
donde la naturaleza había crecido y estrangulaba todo lo que pillaba con sus
zarpas verdes y amarillas. Cuando alcanzamos el borde y echamos la vista
atrás, apenas se veían los restos del hospital entre toda la vegetación.
Las calles del Aledaño estaban a oscuras. Las nubes cubrían el cielo,
tapando la luz de la luna y de las estrellas, pero yo seguía viéndolo todo con
claridad, y algo más impresionante incluso: sabía exactamente qué hora era
y cuánto quedaba para el amanecer. Percibía la sangre en el aire, el
persistente calor que irradiaban los mamíferos de sangre caliente. Era la una
de la madrugada y hasta los humanos más valientes ya habían cerrado las
puertas de sus casas, pero yo me moría de hambre.
—Por aquí —murmuró Kanin, y se deslizó entre las sombras.
No discutí; lo seguí por un callejón largo y oscuro, ligeramente consciente
de que algo había cambiado, aunque no terminaba de identificar qué.
Entonces lo supe. El olor.
Había crecido con los olores del Aledaño: la basura, los desechos, el
pestazo a moho, a podredumbre y a descomposición. Ahora no olía nada, tal
vez porque el oler y el respirar iban muy de la mano. Mis otros sentidos se
habían aguzado: era capaz de oír a un ratón escabulléndose por un agujero a
diez metros de distancia. Sentía el viento, frío y húmedo, en los brazos,
aunque mi piel no reaccionó poniéndome los vellos de punta, como debería.
Además, cuando pasamos junto a un antiguo vertedero y oí el zumbido de
las moscas en su interior y a los gusanos retorcerse a través de la carne
muerta y descompuesta —de un animal, esperaba—, seguía sin oler nada.
Al mencionárselo a Kanin, él soltó una risita sosa por lo bajo.
—Puedes oler si quieres —respondió, sorteando un montón de tejas de lo
que antes había sido un tejado—. Solo tienes que hacer el esfuerzo
consciente de respirar. Ya no es algo natural para nosotros porque no lo
necesitamos. Te vendrá bien recordarlo si alguna vez te ves en la situación
de tener que pasar desapercibida. Los humanos no suelen ser muy
observadores, pero hasta ellos sabrán que algo no va bien si no finges
respirar.
Cogí aire y detecté el pestazo a descomposición del vertedero. También
olí algo más en el aire: sangre. Entonces divisé una mancha de pintura en
una pared semiderruida —una calavera con alas rojas— y caí en la cuenta
de dónde estábamos.
—Esto es territorio de bandas —dije, horrorizada—. Ese es el emblema
de los Ángeles Sanguinarios.
—Sí —repuso Kanin como si nada.
Resistí el instinto de alejarme de él, de huir al callejón más cercano y
poner rumbo a casa. Los vampiros no eran los únicos depredadores que
vagaban por las calles de la ciudad y los carroñeros no eran los únicos que
reclamaban su territorio en el Aledaño. Aunque algunos no censados eran
simplemente ladrones, bandas de chiquillos con ganas de sobrevivir,
también existían otros grupos más siniestros. Los Parcas, los Calaveras
Escarlatas, los Ángeles Sanguinarios: esas eran unas pocas de las «otras»
bandas que se habían adueñado de ciertos territorios del Aledaño. En este
mundo, la única ley que existía era la de obedecer a los Señores y a ellos les
daba igual si su ganado se peleaba entre sí. Tópate con una banda aburrida y
hambrienta y con suerte lo único que hacían era matarte. Había oído
historias de algunas que, después de «pasárselo bomba» con un intruso, lo
fileteaban y se lo comían. Leyendas urbanas, claro, pero ¿quién era yo para
desmentirlas? Por eso, alejarse de territorio conocido era mala idea en el
mejor de los casos y suicida en el peor. Yo sabía qué partes del Aledaño
eran territorio de bandas y las había evitado a toda costa.
Y ahora nos estábamos adentrando allí.
Le eché una miradita al vampiro a mi lado.
—Sabes que nos matarán, ¿no?
Asintió.
—Cuento con ello.
—Sabes que se comen a la gente, ¿verdad?
Kanin se detuvo y me miró con aquellos intensos ojos negros.
—Yo también —respondió con voz neutral—. Y ahora también tú.
Me sentí un poquito descompuesta.
«Cierto».
El olor de la sangre se intensificó y ahora también se oían los típicos
ruidos de una pelea: insultos, gritos y el impacto de los puños y los zapatos
en la carne. Doblamos una esquina y entramos en un aparcamiento entre
varios edificios rodeado por una valla metálica, cristales rotos y coches
oxidados. Los grafitis cubrían los ladrillos derruidos y las paredes de metal,
y varios barriles ardían por todo el perímetro, expulsando un humo denso y
asfixiante.
Un grupo de gamberros andrajosos y vestidos de forma similar se
encontraba apiñado alrededor de una forma aovillada en el suelo. El cuerpo,
colocado en posición fetal, se protegía la cabeza mientras dos o tres
matones se salían del círculo para asestarle un puñetazo o una patada. Otro
cuerpo yacía tendido cerca de él, extrañamente inmóvil y con la cara
completamente destrozada. Se me revolvieron las tripas al verle la nariz
rota y los ojos inertes. Pero entonces el olor de la sangre me golpeó con más
fuerza que nunca y gruñí antes de darme cuenta siquiera de lo que hacía.
Los miembros de la banda se estaban riendo tan alto que no podían oírme
y estaban demasiado concentrados en lo suyo como para percatarse de
nuestra presencia, pero Kanin siguió avanzando. Con calma, como si
hubiera salido a pasear durante la noche, se aproximó al círculo de humanos
sin hacer ruido. Podríamos haber pasado junto a ellos y alejarnos
pacíficamente en la oscuridad, pero conforme nos acercamos al grupo de
gamberros, que aún no había reparado en nosotros, le asestó una patada a
una botella rota y la hizo tintinear y resonar por todo el pavimento.
Entonces los Ángeles Sanguinarios levantaron la mirada.
—Buenas noches —saludó Kanin, asintiendo con cordialidad.
Siguió caminando, pero ahora a un ritmo más lento. Yo lo seguí en
silencio, tratando de ser invisible y con la esperanza de que la banda nos
dejara marchar sin mucho jaleo.
Pero una parte de mí, la extraña y hambrienta, contemplaba a los humanos
con entusiasmo y deseaba que intentaran detenernos.
Su deseo se cumplió.
Maldiciendo por lo bajo, el grupo entero se movió para cortarnos el paso.
Kanin se detuvo y observó, impasible, como un matón con una cicatriz en
uno de sus ojos pálidos daba un paso al frente sacudiendo la cabeza.
—Mirad —dijo, sonriendo a Kanin y luego a mí—. Qué suerte estamos
teniendo esta noche, ¿eh, chicos?
Kanin no dijo nada. Me pregunté si tenía miedo de que, al hablar con
ellos, averiguaran lo que era; no quería ahuyentar a nuestra comida.
—Miradlo… tan acojonado que ni siquiera puede hablar. —Las
carcajadas resonaron por todo el lugar—. Haberlo pensado antes de entrar
en nuestro territorio, mascota. —El de la cicatriz dio otro paso al frente, con
los insultos y los abucheos de su banda de fondo—. ¿Vas a bajarte los
pantalones para que podamos lamerte el culo? ¿Eso es lo que quieres,
mascota? —escupió la palabra antes de desviar la vista hacia mí, y entonces
se volvió lasciva y asquerosa—. O tal vez me lo reserve para esa preciosa
muñequita asiática. No solemos ver a muchas putas por aquí, ¿verdad,
chicos?
Rugí y noté cómo se me crispaban los labios.
—Como te atrevas a acercarme esa fosa séptica que tienes por boca, te la
rajo —escupí.
La banda se rio a carcajadas y se aproximó.
—Vaya, nos ha salido peleona la muchacha. —El de la cicatriz sonrió—.
Espero que tengas suficiente para todos, porque… no te importa compartir,
¿verdad, mascota?
—Para nada —repuso Kanin, y se alejó de mí.
Yo me lo quedé mirando mientras el de la cicatriz y su banda rompían a
reír de forma burlona.
—¡La mascota se ha cagado!
—Escondiéndose tras una chica. ¡Eso sí que es ser un hombre de verdad!
—Oye, gracias, mascota —dijo el de la cicatriz, curvando la boca en una
sonrisa malvada—. Me das tanta pena que voy a dejarte marchar esta vez.
¡Gracias por la muñequita asiática! Trataremos de no destrozarla…
demasiado rápido.
—¿Qué haces? —gruñí, traicionada. Los matones avanzaron, sonrientes, y
yo retrocedí sin perderlos de mi campo de visión, pero fulminando con la
mirada al vampiro—. ¿Dónde ha quedado toda esa mierda de «enseñarme»
y «prepararme»? ¿Ahora solo piensas lanzarme a los lobos o qué?
—Tu concepto de depredador y presa está del revés —dijo el vampiro en
voz baja para que solo yo pudiera oírlo. Me entraron ganas de lanzarle algo,
pero la amenaza de los miembros de la banda era más urgente ahora mismo.
La lujuria salvaje de sus ojos me ponía enferma y sentí un rugido subir por
mi garganta—. Esto te enseñará exactamente qué posición ocupas en la
cadena alimentaria.
—¡Kanin! Joder, ¿qué se supone que debo hacer?
Kanin se encogió de hombros y se apoyó contra una pared.
—Intenta no matar a nadie.
Los matones se lanzaron a por mí. Me tensé cuando uno me agarró por la
cintura para tratar de levantarme y de arrojarme al suelo. Yo gruñí cuando
sus brazos se posaron sobre mí, planté los pies en el suelo y lo empujé tan
fuerte como pude.
El tipo salió volando hacia atrás como si no pesase nada y se estampó
contra el capó de un coche a unos veinte metros de distancia. Parpadeé,
pasmada, pero el siguiente se precipitó hacia mí con un aullido y apuntando
el puño hacia mi cara.
Por instinto, levanté una mano y lo detuve con la palma,
sorprendiéndonos a ambos. Trató de soltarse, pero yo empecé a apretarle la
mano con fuerza, sintiendo sus huesos crujir y partirse antes de retorcérsela
sin miramientos. Se le partió la muñeca con un chasquido y el matón gritó.
Otros dos Ángeles Sanguinarios vinieron a por mí desde distintas
direcciones. Se movían despacio, como si estuvieran corriendo en el agua, o
al menos eso fue lo que me pareció. Esquivé al primero con facilidad y le di
una patada en la rodilla, que cedió con un crujido bajo mi tobillo. Él se
sacudió hacia un lado y cayó de bruces al suelo. Su amigo fue a atacarme
con una tubería de plomo; yo se la arrebaté y lo golpeé en la cara con ella.
El olor a sangre proveniente de su mejilla impregnó el aire y algo en mi
interior respondió a su llamada. Me precipité sobre él con un alarido,
sintiendo los dientes atravesarme las encías.
El sonido de un disparo cortó la noche y algo diminuto restalló en mi
cabeza. Sentí la ráfaga de viento pasar junto a mi pelo y me giré en cuclillas
antes de gruñir y de enseñarle los colmillos. El tipo de la cicatriz abrió
mucho los ojos y empezó a soltar una sarta de insultos a la vez que me
apuntaba con una pistola humeante.
—¡Vampiro! —chilló entre maldiciones—. ¡Ah, joder! ¡Joder! ¡Aléjate de
mí! ¡Aléjate…!
Apuntó y yo me preparé para salir disparada, derribar a mi presa e hincar
los colmillos bien hondo en su garganta. Pero, de pronto, volvió a abrir los
ojos como platos al sentir que lo levantaban del suelo. Se puso a patear con
impotencia mientras Kanin lo alzaba en el aire como haría con un gato, le
quitaba la pistola y lo arrojaba contra una pared.
El crujido de la cabeza del Ángel Sanguinario contra el ladrillo atravesó la
nube de rabia salvaje y espumosa y me trajo de nuevo a la realidad. Me
liberé del hambre, de la incontenible sed de sangre, y eché un vistazo a mi
alrededor, horrorizada pero también asombrada. Cinco cuerpos yacían en el
suelo, gimiendo, rotos y ensangrentados. Por mi culpa. Miré a Kanin, que
había tirado la pistola casi con desdén y enarcó una ceja conforme me
acercaba.
—Lo sabías —dije con suavidad, mirando a uno de los Ángeles
Sanguinarios aturdidos—. Sabías lo que haría… por eso has dejado que me
atacaran. —Él no respondió, y me di cuenta de que no estaba temblando de
miedo, ni por la adrenalina ni nada. Mi corazón seguía inmóvil y frío. Alcé
la mirada hacia Kanin, furiosa porque me hubiera manipulado de esa
manera—. Los podría haber matado a todos.
—¿Cuántas veces tengo que decírtelo? —repuso Kanin, mirándome desde
su imponente altura—. Ahora eres un vampiro. Ya no eres humana. Eres el
lobo y ellos, el ganado. Eres más fuerte y salvaje de lo que ellos serán
jamás. Son comida, Allison Sekemoto. Y, en el fondo, tu demonio siempre
los verá así.
Miré al de la cicatriz, que estaba tumbado, hecho un guiñapo, contra la
pared. Aunque tenía la frente abierta y ya había empezado a formársele un
moratón grande, gimió y trató de ponerse de pie, pero volvió a desplomarse,
aturdido.
—Entonces, ¿por qué no lo has matado? —pregunté.
La mirada de Kanin se tornó fría. Girándose, caminó rápidamente hacia el
líder de la banda, lo agarró por el cogote y lo arrastró de nuevo hasta mí
antes de dejarlo de mala manera a mis pies.
—Bebe —ordenó con voz firme—. Pero, recuerda, si tomas demasiado,
matarás al anfitrión. Y si te quedas corta, tendrás que alimentarte demasiado
pronto. Si de verdad te importa dejarlos secos o no, deberás encontrar el
equilibrio. Normalmente, con unas cinco o seis succiones basta.
Bajé la mirada hacia el líder de la banda y retrocedí. Morder una bolsa de
sangre era una cosa, ¿pero alimentarme del cuello de una persona viva?
Hacía un momento me había muerto de ganas, cuando la sed y la furia se
habían adueñado de mí, pero ahora solo me entraban náuseas.
Kanin siguió mirándome fijamente.
—Lo harás si no quieres pasar hambre hasta el punto de volverte loca y
matar a alguien por no poder controlarte —explicó tan normal—. Eso es lo
que significa ser un vampiro; nuestra necesidad más básica y primordial. Y
ahora… —Con una mano levantó al matón y con la otra tiró del pelo hacia
atrás hasta exponer su garganta—. Bebe.
Reacia, di un paso hacia adelante. El humano gimió e intentó defenderse,
pero yo le aparté los brazos con facilidad y me incliné hacia el hueco de su
garganta. Extendí los colmillos al oler y percibir la sangre caliente que
corría por sus venas. El aroma a vida era abrumador en mi nariz y boca.
Antes de pensar siquiera en lo que estaba haciendo, me abalancé sobre él y
mordí con fuerza.
El Ángel Sanguinario jadeó y se sacudió un poco. Una espesa calidez se
deslizó a mi boca, deliciosa y caliente y poderosa. Gruñí y mordí con más
ahínco, con lo que conseguí que mi presa soltara un grito estrangulado.
Sentí el calor extenderse por mi cuerpo, llenándome de fuerza, de poder.
Era embriagador. Era… indescriptible. Era felicidad, simple y llanamente.
Cerré los ojos casi en trance. Solo quería más y más y más…
Alguien me tiró del pelo hacia atrás y me separó de mi presa. Yo rugí y
traté de abalanzarme otra vez sobre él, pero un brazo evitó mi avance y me
obligó a retroceder. El cuerpo del matón se desplomó lacio en el suelo.
Volví a rugir y forcejeé con el brazo que me retenía en un intento por volver
a alcanzarlo.
—¡Ya basta! —la voz de Kanin resonó con autoridad, y me sacudió con
fuerza. Se me fue la cabeza hacia atrás cual muñeca rota y, de pronto, sentí
un mareo—. Allison, ya basta —repitió mientras se me aclaraba la visión
—. Como bebas más, lo matarás.
Parpadeé y retrocedí. Poco a poco dejé de sentir la sed como algo
desenfrenado y rabioso. Horrorizada, me quedé mirando al Ángel
Sanguinario desplomado en el suelo. Estaba pálido, apenas respiraba y tenía
dos orificios en la garganta de los que no dejaba de manar sangre. Casi lo
había matado. Otra vez. Si Kanin no me hubiera detenido, lo habría dejado
seco.
El asco se arremolinó en mi estómago. Por mucho que odiase a los
vampiros, por muy decidida que estuviera a no ser como ellos, era igual que
cualquier otro chupasangre que deambulase por la calle.
—Cierra la herida —me ordenó Kanin, señalando al líder de la banda. Su
voz era fría, indolente—. Termina lo que has empezado.
Quería preguntarle cómo, pero, de repente, lo sabía. Me doblé hacia
adelante, pasé la lengua por los dos orificios y los sentí cerrarse. Incluso
entonces, notaba la sangre correr lentamente por debajo de su piel, y tuve
que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para no morderlo una
segunda vez.
Me puse de pie y me giré hacia Kanin, que asintió sin perderme de vista.
—Ahora lo entiendes —dijo con la voz sombría e inflexible.
Sí. Miré a los cuerpos dispersos por el aparcamiento, la destrucción que
había causado, y lo supe. Era completamente inhumana. Los humanos eran
la presa. Ansiaba su sangre como una loca. Eran ovejas, un rebaño, y yo era
el lobo que las acechaba por la noche. Me había convertido en un monstruo.
—De ahora en adelante —dijo Kanin— tendrás que decidir qué clase de
demonio vas a ser. No todas las víctimas te llegarán con tanta facilidad,
ignorantes y dispuestas a hacerte daño. ¿Qué harás si tu presa te invita a
pasar a su casa y te ofrece un plato en su mesa? ¿Qué harás si huyen o se
acobardan y te suplican que no les hagas daño? La forma de acechar a tu
presa es algo que deberás aceptar y asimilar por tu cuenta, o si no,
terminarás volviéndote loca. Y una vez cruces ese umbral, ya no habrá
vuelta atrás.
—¿Tú cómo lo haces? —susurré.
Kanin sacudió la cabeza con una risita.
—Mi método no te ayudaría —dijo a la vez que abandonábamos el
aparcamiento—. Tendrás que encontrar tu propio camino.
Mientras nos adentrábamos en el callejón, pasamos junto a uno de los
matones que estaba empezando a recuperar el conocimiento. Gimió y trató
de ponerse de pie dando tumbos y jadeando de dolor y, aunque había
saciado mi sed, algo en mi interior reaccionó al ver a una criatura herida e
indefensa. Me medio giré con un gruñido y los colmillos extendidos, pero
Kanin me agarró del brazo y me arrastró consigo a la oscuridad.
6
Me dirigí al viejo almacén con prisa. Una vez dentro, escudriñé la zona y
las cajas en medio de los escombros en busca de un rostro que me resultase
familiar. Parecía que la mayoría de la banda ya había vuelto, porque había
media docena de chavales en torno al fuego, charlando y riendo. Miré
detenidamente a cada uno, pero Rama no estaba.
Y después lo vi, agazapado a un lado, hecho un ovillo. Estaba temblando,
encorvado, y sentí una oleada de asco y rabia. Rabia por esta gente que lo
había rechazado, que no cuidaban de los suyos, que lo dejarían morir de
hambre y frío poco a poco delante de sus narices. Pero también sentí una
punzada de desprecio hacia Rama, que seguía dependiendo de que otros lo
salvasen y que no había aprendido a valérselas por sí mismo cuando era
evidente que a ellos no les importaba.
En silencio, me abrí camino entre los escombros, siempre manteniéndome
en las sombras, hasta que Rama se encontró a meros metros de mí. Parecía
más delgado de lo normal, casi un saco de huesos con la piel macilenta, el
pelo grasiento y la mirada apagada y vacía.
—Rama —susurré, echando un vistazo rápido al grupo junto al fuego.
Todos me daban la espalda, o más bien a Rama, y no se fijaron en nosotros
—. ¡Rama! ¡Aquí! ¡Mira aquí!
Este se sacudió y alzó la cabeza. Durante algunos segundos pareció
confuso, mirando en derredor como amodorrado y escudriñando el lugar
donde me ocultaba, pero entonces le hice un gesto con la mano y casi se le
salieron los ojos de las órbitas.
—¿Allie?
—¡Shhh! —chisté, replegándome en las sombras cuando varios
integrantes de la banda giraron las cabezas con el ceño fruncido.
Le hice un gesto para que me siguiera, pero él no se movió, sino que se
me quedó mirando fijamente como si hubiese visto un fantasma.
Supongo que, en parte, lo era.
—Estás viva —susurró, pero sin el entusiasmo y el alivio que esperaba.
Sonaba vacío, casi acusatorio, aunque la confusión plagaba su rostro—. No
deberías estar viva. Los rábidos… Oí… —Se estremeció visiblemente y se
aovilló aún más—. No volviste —añadió, y ahí sí que quedó clara la
acusación en sus palabras—. No volviste a por mí. Pensaba que habías
muerto, me dejaste solo.
—No tuve otra opción —respondí entre dientes—. Créeme, habría venido
antes si hubiera podido, pero yo tampoco sabía si seguías vivo. Pensaba que
los rábidos te habían atrapado, como a Rata y a Lucas.
Él sacudió la cabeza.
—Volví a casa y te esperé, pero no viniste. Me quedé allí, solo, durante
días. ¿Dónde has estado todo este tiempo?
Sonaba como un crío, cosa que me frustró aún más.
—Cerca de un antiguo hospital en el Sector Dos —espeté—, pero eso ya
no importa. He venido para comprobar si estás bien, si estás cuidando de ti
mismo.
—¿Te importa acaso? —murmuró Rama, jugueteando con su manga
andrajosa. Su mirada llorosa recayó sobre mi abrigo y entrecerró los ojos
con malicia—. Jamás te he importado. Siempre has deseado que me fuese.
Tanto tú como los demás. Por eso no volviste.
Reprimí un gruñido a duras penas.
—Pues aquí estoy, ¿no?
—Pero no te vas a quedar, ¿verdad? —Rama levantó la cara hacia mí con
la mirada velada—. Te volverás a marchar y me dejarás solo con esta gente.
Me odian, igual que Lucas y Rata. Y que tú.
—Yo no, pero ahora ganas no me faltan —gruñí. Esto era de locos. Jamás
había visto a Rama así y no tenía ni idea de por qué estaba tan cabreado—.
Joder, Rama, deja de portarte como un crío. Puedes valerte por ti mismo.
No necesitas que yo te cuide. Siempre te lo he dicho.
—Entonces… no vas a quedarte. —Le tembló la voz y la ira se
transformó en pánico—. ¡Allie, por favor, lo siento! Pasé tanto miedo
cuando no volviste. —Se echó hacia delante y yo miré inquieta hacia el
grupo en torno al fuego—. No te vayas, por favor —suplicó—. Quédate con
nosotros. Este sitio no está tan mal. A Kyle no le importará que seamos uno
más, sobre todo alguien como tú.
—Rama —chisté con un gesto y él se quedó callado, pero con la mirada
suplicante—. No puedo —respondí, y se vino abajo—. Ojalá, pero no
puedo. Soy… He cambiado. No me pueden ver en la superficie, así que
tendrás que apañártelas solo.
—¿Por qué? —Se arrastró hacia delante con la barbilla temblorosa; estaba
al borde del llanto—. ¿Por qué no puedes quedarte? ¿Tanto me odias? ¿Tan
patético soy que vas a dejar que muera solo?
—Deja de exagerar. —Me medio giré, abochornada y enfadada tanto
conmigo misma como con él. Kanin tenía razón, no debería haber venido
—. No estás desvalido —insistí—. Llevas sin censar el mismo tiempo que
yo, ya es hora de que aprendas a valerte por ti mismo. Yo no puedo seguir
ayudándote.
—Esa no es razón suficiente —protestó Rama—. Hay algo que me estás
ocultando.
—Mejor que no lo sepas, hazme caso.
—¿Por qué estás guardándote secretos? ¿Es que no confías en mí? Antes
nos contábamos todo.
—Déjalo estar, Rama.
—Pensaba que éramos amigos —insistió, inclinándose hacia delante—.
Aquí no le caigo bien a nadie, no me entienden como tú. ¡Pensaba que
habías muerto! Pero has vuelto y no me quieres decir qué pasa.
—¡De acuerdo! —Me volví para encararlo y entrecerré los ojos—.
¿Quieres saber por qué? —Y, antes de que pudiera contestar, antes de poder
analizar la estupidez que iba a cometer, abrí la boca y le enseñé los
colmillos.
Rama palideció tanto que pensé que se desmayaría.
—No grites —le pedí, replegándolos. Supe que había sido un error en
cuanto se los enseñé—. No voy a hacerte daño. Sigo siendo yo, pero… he
cambiado.
—Eres un vampiro —susurró, como si acabase de sumar dos y dos—. Un
vampiro.
—Ajá. —Me encogí de hombros—. Los rábidos me pillaron. Habría
muerto de no ser porque había un vampiro en la zona y me transformó, pero
ahora los demás nos están buscando, por eso no puedo quedarme. No quiero
que también te persigan a ti.
Pero Rama ya estaba apartándose, tenso a causa del miedo.
—Rama —lo llamé, extendiendo la mano—. Sigo siendo yo. Venga ya,
que no voy a morderte ni nada.
—¡Aléjate de mí! —El chillido acabó por alertar a los que estaban en
torno al fuego y miraron hacia nuestra zona, murmurando al tiempo que se
levantaban.
Sentí que mis colmillos se alargaban y lancé una última mirada a mi
amigo.
—No lo hagas, Rama.
—¡Vampiro! —chilló, y cayó despatarrado en el suelo—. ¡Hay un
vampiro! ¡Aléjate! ¡Que alguien me ayude!
Gruñí y me retiré a la vez que la banda en torno al fuego maldecía, gritaba
y se ponía de pie. Rama medio corrió medio se arrastró hacia ellos,
chillando y señalándome, y la situación se descontroló. Los gritos de
«vampiro» resonaron por el almacén al tiempo que el pequeño grupo de no
censados se dispersaba por todos los rincones, atravesando ventanales y
empujándose unos a otros para escapar. Rama chilló una última vez y
desapareció en la oscuridad.
El ruido de los no censados asustados era ensordecedor y evocó algo
salvaje en mí que me urgió a darles caza, a internarme entre ellos y
arrancarles la garganta. Por un momento, observé a los humanos salir en
desbandada para escapar de un depredador que ni siquiera veían y podía
cargárselos antes de que supieran siquiera que estaba ahí. Sentí su terror, olí
la sangre caliente, el sudor y el miedo, y necesité de todo mi autocontrol
para darme la vuelta y dejarlos en paz. Escaparon antes que yo, pero con el
caos acabé saliendo por una ventana y no eché la vista atrás hasta que los
chillidos de terror se acallaron.
MONSTRUO
10
David y Larry, los dos trabajadores más mayores en la granja, llegaron más
tarde y explicaron lo que había que hacer. Lo primero y más importante era
vigilar el muro, la barrera que rodeaba el recinto y que mantenía a los
rábidos alejados. Se habían construido plataformas y pasarelas por el
interior del muro, de manera que se tuviera una mejor vista del campo
abierto y de cualquier cosa que emergiese del bosque. No solo había que
guarnecer las plataformas, sino también alimentar las hogueras
constantemente. Y alguien debía quedarse en el granero con los animales
porque se asustaban si olían a un rábido fuera.
A Zeke, Darren, Jake y a mí nos tocó ayudar con las guardias. Ruth
también se ofreció, con la esperanza de estar cerca de Zeke, pero el trabajo
requería saber cómo disparar un rifle, y a la pobre y delicada Ruth le daban
miedo las armas. Así que la dejaron encargada de vigilar a las ovejas y las
cabras mientras que a mí me enseñaron a cómo usar un rifle de caza. Traté
de no mostrarme muy subidita cuando me entregaron el arma y a ella no,
pero me costó.
—Guay —murmuró Zeke mirando a través de la mirilla del rifle hacia la
explanada de fuera. Nos habíamos apostado en la plataforma más cercana al
bosque, por donde habíamos salido nosotros con Joe la noche anterior, y
Zeke se encontraba de rodillas con los codos sobre la baranda—. Yo antes
tenía un rifle como este. Hacía que cazar fuese mucho más fácil, hasta que
se me cayó de un árbol y se le partió la culata. —Puso una mueca y bajó el
arma—. Jeb… se enfadó conmigo.
Me encogí en un gesto de solidaridad.
—¿Cuánto tiempo crees que nos quedaremos aquí? —pregunté,
apoyándome contra la baranda con la esperanza de que los tablones
desvencijados soportaran mi peso—. Me cuesta pensar que Jeb haya parado
así como así. ¿Cómo es que está considerando siquiera quedarse unas
cuantas noches?
—Me dijo que quiere quedarse hasta que lo de Joe se resuelva —
respondió Zeke—. Patricia le pidió que rezara por él, pero creo que se debe
a algo más. Creo que quiere asegurarse de que no dejamos un demonio
aquí.
«¿Un demonio?», pensé, pero me llamó la atención un movimiento en el
campo.
—Zeke —murmuré, señalando al bosque—. Rábidos.
Zeke se enderezó y levantó el rifle mientras yo observaba a los monstruos
acercarse con su hedor horrible y asqueroso impregnando el aire. Había
tres, pálidos y macilentos, moviéndose por la explanada, directos hacia el
muro. Se movían sin naturalidad, a veces a cuatro patas, y otras encorvados.
Sus andares erráticos y espásmicos me ponían los pelos de punta. Dos de
ellos estaban completamente desnudos, pero uno seguía teniendo los restos
de un vestido andrajoso pegados al cuerpo y lo arrastraba por el barro.
—¡Rábidos! —gritó Zeke, y su voz resonó por todo el recinto.
Al instante, Darren y Larry bajaron de la plataforma opuesta a la nuestra y
se precipitaron hacia nosotros. Escalaron la torreta y esta crujió bajo su peso
a la vez que yo retrocedía para dejarles espacio. Zeke se apoyó sobre una
rodilla y apuntó a los rábidos con el arma, pero Larry levantó una mano.
—No, no malgastes munición —le advirtió con los ojos entrecerrados
mientras miraba más allá del humo y las llamas de abajo—. Aún están
demasiado lejos y es casi imposible matarlos de un solo disparo. Déjales
que se acerquen. Mejor tener un buen ángulo antes de disparar. Y hasta
puede que ni tengamos que hacerlo.
Los rábidos se detuvieron de golpe mientras contemplaban el muro con
expresión vacía y hambrienta. Zeke y Darren mantuvieron los rifles en alto,
apuntándoles, pero los rábidos parecían saber perfectamente lo cerca que
podían llegar sin que les disparasen. Rodearon el borde del campo,
manteniéndose justo fuera de alcance, ocultándose tras los árboles y en
arbustos, y nunca aproximándose lo suficiente como para poderlos tener a
tiro limpio.
A mi lado, Zeke emitió un ruidito que se asemejaba mucho a un gruñido.
Me lo quedé mirando con asombro. Tenía los hombros rígidos, tensos, y le
brillaban los ojos, cargados de odio.
—Venga —musitó, y la frialdad y la rabia que oí en su voz me
sorprendieron—. Acercaos un poco más, solo unos pasos más.
—Tranqui, chico —lo calmó Larry—. No te emociones tanto. Es mejor no
atraer a más con la conmoción.
Zeke no respondió. Toda su atención estaba puesta en los rábidos de
abajo. Ahora parecía distinto; el chico sonriente y campechano que conocía
había desaparecido. En su lugar había un desconocido de ojos fríos y
crueles y con la expresión más dura que una piedra. Mientras lo
contemplaba, sentí una punzada de temor. En ese momento se parecía
muchísimo a Jeb.
—Nos han cogido la medida —murmuró Larry, forzando la vista para
tratar de vislumbrar más allá de las llamas en la oscuridad—. Hace unos
años había un montón y todos venían como locos hacia el muro para buscar
una forma de entrar durante la noche. Nos cargamos a varios, aunque
matarlos es difícil de cojones, antes de que se nos ocurriera dispararles. Aún
siguen apareciendo —señaló con el pulgar a la linde del bosque—, pero ya
rara vez se acercan. Por regla general, vienen a comprobar si tenemos las
hogueras encendidas y luego se marchan. Mira, ya se van.
Vi a los rábidos fundirse de nuevo con el bosque y desaparecer entre los
árboles. La tensión abandonó los hombros de Zeke y de Darren, y se
irguieron a la vez que bajaban las armas. No obstante, Zeke parecía
decepcionado.
—Volverán —afirmó Larry, sin cansancio o resignación. Era un hecho, sin
más—. Siempre lo hacen. —Le dio un toquecito a Darren en el hombro—.
Venga, ¿Darren era? Regresemos a nuestro puesto. A veces los monstruos
dan la vuelta y nos atacan desde el otro lado, los muy astutos.
Darren y Larry bajaron de la plataforma y volvieron a la suya mientras el
segundo seguía comentando más «estrategias» de los rábidos, si es que
podían llamarse así siquiera. Zeke dejó el rifle en el suelo y se apoyó contra
la baranda a mi lado. Nuestros hombros apenas se rozaban mientras
oteábamos la explanada.
—Viven bien aquí —dijo, sin burla ni sarcasmo. Su tono era casi
melancólico, envidioso.
Resoplé y me crucé de brazos para ocultar la inquietud de hacía un
momento.
—¿Qué? ¿Con el muro, enjaulados como el ganado y la constante
amenaza de invasión de los rábidos? Es como una Nueva Covington en
miniatura, salvo que aquí no hay vampiros.
«Menos uno».
—Tienen un hogar —repuso Zeke, mirándome de soslayo—. Tienen una
familia. Se han labrado su propia vida y sí, puede que no sea cien por cien
segura o perfecta, pero al menos tienen algo que les pertenece. —Suspiró y
se pasó los dedos por el pelo—. No como nosotros, que viajamos
constantemente sin saber lo que encontraremos o qué vendrá después. Sin
tener un hogar al que volver.
El anhelo en su voz era palpable. Sentía su hombro contra el mío, nuestros
brazos rozándose, el calor irradiando de él. No nos miramos; seguimos con
la vista fija en el bosque amenazante.
—¿Y tu hogar? —pregunté con suavidad—. Antes de todo esto, antes de
que empezarais a buscar el Edén, ¿dónde vivías?
—En una casita amarilla —murmuró Zeke con voz distante—. Con un
neumático como columpio en el jardín delantero. —Parpadeó y me dedicó
una mirada avergonzada—. Ay, no te interesa, ¿verdad? Es muy aburrido.
No tiene nada de especial.
Lo miré confusa. Toda mi vida había creído que más allá de las ciudades
vampíricas no existía nada más que naturaleza y rábidos. El hecho de que
hubiera otros asentamientos allí fuera, otros pueblos, sin importar lo lejos
que estuvieran los unos de los otros, me daba esperanza. Tal vez el mundo
no estuviese tan vacío como pensaba en un principio.
Pero no le dije eso. Tan solo me encogí de hombros.
—Cuéntamelo —repuse.
Él asintió y se quedó en silencio un instante, como si estuviera
reorganizando los recuerdos en su mente.
—No recuerdo mucho —comenzó, con los ojos fijos en la oscuridad—.
Había un pueblecito en lo más hondo de una cordillera. Era bastante
pequeño, todos nos conocíamos. Estábamos tan aislados que ni siquiera
pensábamos en los rábidos, en los vampiros o en las cosas que sucedían
fuera. Así que cuando los rábidos llegaron, a todos nos pilló por sorpresa.
Salvo a Jeb. —Zeke se detuvo y respiró hondo. Su mirada era sombría y
distante—. La primera casa a la que vinieron fue a la nuestra —caviló—.
Los recuerdo arañando las ventanas, echando las paredes abajo para entrar.
No sé si fue mi madre o mi padre quien me escondió en un armario y yo oí
sus gritos a través de la puerta. —Se estremeció, pero su voz sonó calmada,
como si aquello le hubiese ocurrido a otra persona y no fuera el mismo
chico de la historia—. Lo siguiente que recuerdo fue la puerta abriéndose y
a Jeb ahí de pie, mirándome. Me acogió y vivimos allí durante varios años.
—¿El resto del grupo también era de allí?
—Casi todos. —Zeke me dedicó una mirada de soslayo—. Al principio
éramos más y luego fuimos recogiendo a otros, como Darren, por el
camino. Pero sí, la gran mayoría vivíamos en ese pueblo. Tras el ataque de
los rábidos, la gente tenía miedo. No sabían qué hacer. Así que empezaron a
escuchar a Jeb, a acudir a él en busca de ayuda, y a suplicarle consejo. Con
el tiempo, se convirtió en algo semanal, donde nos reuníamos en la antigua
iglesia durante una hora o así y lo escuchábamos hablar. Jeb les dijo a todos
que no tenía intención de volver a ser predicador, pero la gente seguía
volviendo. Y después de un tiempo, se ganó a un buen puñado de
seguidores.
—Y sin embargo Jeb cree que Dios ha abandonado el mundo, que ya no
está aquí con nosotros. —Miré a Zeke con confusión—. Me imagino que
eso no sería plato de buen gusto para muchos.
—Te sorprendería. —Zeke se encogió de hombros—. La gente estaba
desesperada por tener algún tipo de guía, y no fue tan desalentador como te
piensas. Jeb cree que, aunque Dios ya no esté velando por nosotros,
tenemos que seguir luchando contra el mal mientras estemos aquí. Que no
podemos dejarnos corromper por los demonios. Que no hay otra forma de
alcanzar la eternidad cuando muramos.
—Qué alentador.
Esbozó una pequeña sonrisa.
—Sí que tenía bastante oposición, pero no parecía molestarle. Jeb nunca
le tuvo mucho cariño al pueblo, no como yo. Ahora que lo pienso, no creo
que su intención fuera quedarse mucho tiempo. No con todo lo que me
estaba enseñando.
—¿Qué te enseñó?
—Todo lo que sé: a disparar, a luchar. Nos íbamos a las colinas de detrás
del pueblo, de día, por supuesto, y me enseñaba a sobrevivir en la
naturaleza. Maté a mi primer conejo cuando tenía seis años y lloré todo el
rato mientras lo despellejaba. Pero —prosiguió—, esa noche, nuestro
vecino cogió al animalito y preparó un guiso con él, y nos sentamos
alrededor de la mesa de la cocina y nos lo comimos todo. Jeb estaba tan
orgulloso. —Zeke se rio, cohibido, y sacudió la cabeza—. Ese era mi hogar,
por sorprendente que parezca. No este viaje interminable. No una ciudad
anónima que puede que no encontremos nunca. —Suspiró con pesadez y
echó un vistazo al granero. La responsabilidad reflejada en su rostro era casi
abrumadora—. En fin… —terminó, deshaciéndose de la nostalgia a la vez
que volvía a centrarse en el bosque—, por eso pienso que los Archer viven
bien aquí. Rábidos, muros y hogueras incluidos. —Y entonces por fin me
miró, sonriente y desafiante—. Así que, venga, dime que soy un idiota
sentimental todo lo que quieras, pero es mi opinión y no pienso cambiarla.
—No eres idiota —respondí—. Creo que te exiges demasiado y que Jeb
no debería pedirte que los mantengas a todos vivos y felices.
Sonrió, esta vez de verdad, aunque su voz siguió sonando un poquitín
provocadora.
—Bueno, ¿y qué crees que soy, entonces?
«Ingenuo», pensé al instante. «Ingenuo, valiente, altruista, increíble… y
demasiado bueno como para sobrevivir en este mundo. Si sigues así, al final
te terminará destruyendo. Lo bueno nunca dura mucho».
Pero no le dije nada de eso, claro. Simplemente me encogí de hombros.
—No importa lo que yo crea —musité.
—A mí sí. —La voz de Zeke sonó suave, casi como un susurro.
Lo miré. Sus ojos eran de un azul tormentoso bajo la luz de la luna y su
pelo, de un rubio casi platino. La cruz destelló en su pecho, un parpadeo
metálico que se me antojó como un aviso, pero no pude apartar los ojos de
su rostro. Despacio, se apartó de la baranda y se inclinó hacia mí para
apartarme un mechón de pelo de la cara.
Sus dedos me rozaron la piel y la calidez me atravesó como una descarga
eléctrica. Oía los latidos de su corazón en el pecho y veía cómo le palpitaba
la vena bajo la mandíbula. Era calor, sangre y vida. Su olor estaba por todas
partes, abrumador; un olor distintivo y terrenal que era solo suyo. Me
imaginé besándolo, deslizando los labios por su garganta y sintiendo un
torrente de sangre caliente inundarme la boca. Noté cómo se me extendían
los colmillos al tiempo que me inclinaba hacia adelante.
—¡Zeke!
La voz de Ruth rompió el momento y nos separamos de golpe. Yo
recuperé la razón. Horrorizada, me erguí y me alejé hasta el borde de la
plataforma para que me diera el aire.
¿Qué diantres hacía jugándomela de esa manera? Morder al hijo del
predicador era una forma excelente de que me expulsaran y me
persiguieran. A Jeb no le temblaba el pulso a la hora de abandonar a quien
fuese, pero me daba la sensación de que conmigo haría una excepción. E
incluso peor, Zeke sabría lo que era y me odiaría por ello.
«Además», susurró un rinconcito oculto de mi mente, «¿y si lo hubieras
mordido y no hubieses podido parar? ¿Y si le hubieses arrancado toda su
luz y calidez y lo hubieras dejado seco?».
Me estremecí y ordené a mis colmillos que se retrajeran, reprimiendo así
el deseo y la sed que venían con ellos. Volví a pensar en nuestro casi beso y
tuve que preguntármelo: ¿lo habría besado o habría recorrido esos últimos
centímetros para desgarrarle la garganta?
—¡Zeke! —volvió a llamarlo Ruth, ajena a la escena que casi tenía lugar
—. La señora Archer quiere que te recuerde que hay que alimentar el fuego
de la hoguera de fuera. La leña está detrás del aljibe. Puedo enseñarte donde
está si bajas.
—Iré yo —dije rápidamente mientras Zeke se asomaba por encima de la
baranda para responder a Ruth. Se detuvo y me dedicó una mirada
interrogante, pero yo me giré hacia la escalerilla antes de que él pudiese
decir nada.
Si Ruth quería pasar tiempo a solas con Zeke, que así fuera. Tendría su
oportunidad. Ahora mismo tenía que alejarme de él antes de que ambos
hiciéramos algo de lo que nos arrepintiésemos.
—Allison —pronunció Zeke con suavidad, deteniéndome. Levanté la
vista hacia él desde la escalerilla y vi que me estaba mirando con tristeza y
confusión—. Lo siento —musitó—. No debería… Creía… —farfulló con
un suspiro y se pasó una mano por el pelo—. No te vayas, ¿vale? —me
suplicó con una sonrisa esperanzadora—. Me portaré bien, lo prometo.
«Pero yo no».
Negué con la cabeza y bajé, aunque dejé el rifle arriba, contra la baranda.
Sentí los ojos de Zeke sobre mí mientras descendía, pero yo no lo miré.
Cómo no, Ruth me fulminó con la mirada cuando bajé, pero la ignoré y
me encaminé hacia el aljibe en el rincón más alejado del recinto. Sus
zapatos resonaron contra los peldaños de la escalerilla mientras ascendía a
la plataforma, junto a Zeke, y yo me obligué a seguir caminando. Con
suerte, la firme adoración de Ruth distraería a Zeke de venir tras de mí,
aunque una parte de mí deseaba que lo hiciera.
«Es mejor así», me dije a mí misma, pasando junto al granero. Murmullos
suaves y balidos contentos provenían del interior; el resto del grupo estaba
aprovechando al máximo esta parada inesperada, probablemente aliviados
de no tener que caminar a través de un bosque infestado de rábidos. «Por
qué poco…», continué, apretando el paso para que nadie me viera. «¿Qué
habrías hecho si Zeke se enterase? ¿Crees que podrías gustarle de saber lo
que eres en realidad?». Resoplé mentalmente. «Ya viste cómo se puso con
los rábidos. Te clavaría una estaca en el corazón o te metería una bala en la
cabeza sin pensárselo dos veces. Te vendería, igual que hizo Rama».
Llegué hasta la diminuta leñera a la sombra del aljibe, que no era más que
una caseta de madera con el techo de chapa. Estaba hasta arriba de leña
cortada, así que cargué varios leños en la carretilla oxidada que había cerca
justo cuando oí un quejido.
Cauta, me llevé una mano a la espada y aguardé, inmóvil. Lo oí otra vez,
ese sonido suave e indefenso de un humano herido, al otro lado de la leñera.
Aún con la mano en la empuñadura, rodeé la caseta más que dispuesta a
desenvainar el arma de ser necesario. No obstante, cuando vi lo que estaba
provocando ese ruido, bajé el brazo. No hacía falta.
Detrás de la leñera había una jaula de hierro enorme. Los barrotes eran
gruesos y apenas dejaban espacio entre uno y otro, aunque había suficiente
como para vislumbrar el interior. La puerta tenía rejas en dos direcciones y
estaba cerrada y protegida con cadenas y un candado. Los barrotes de hierro
llegaban hasta el suelo, separando al prisionero de la tierra natural. Habían
extendido una fina capa de paja por el suelo que absorbía en parte el olor a
orina, a yodo y a sangre.
Acurrucado bajo una manta en el rincón más cercano a la leñera, un rostro
familiar y barbudo levantó la cabeza y me miró.
Parpadeé.
—¿Joe? —susurré al reconocer al hombre que Zeke y yo habíamos
ayudado en el bosque—. ¿Qué haces ahí dentro? —pregunté, consternada.
Podía oler la sangre, la carne abierta bajo los vendajes. Aún seguía
gravemente herido y necesitaba estar encamado, o al menos en una
habitación donde pudieran atenderlo mejor—. ¿Quién te ha metido ahí? —
exigí saber, envolviendo un barrote con el puño. Él se me quedó mirando
con los ojos adormilados y yo retrocedí, indignada—. Voy a por Patricia —
le dije—. Ella te sacará de aquí. Espera un poco.
—No —resolló Joe, extendiendo una mano. Me lo quedé mirando y él
tosió y tembló bajo la manta—. No pasa nada —prosiguió cuando terminó
el acceso de tos—. El jabalí me destrozó la pierna. Tengo que quedarme
encerrado hasta que estén seguros de que no me voy a convertir.
—¿Te han encerrado ahí a propósito? —Regresé y aferré los barrotes con
fuerza mientras lo miraba—. ¿Tú les has dejado? ¿Y qué hay de la pierna?
—Me la han curado lo mejor posible —respondió Joe, encogiéndose de
hombros—. Por la mañana, alguien vendrá y me cambiará las vendas. No es
para tanto. Creo que saldré de esta.
Inspeccioné su cara amarillenta y sudorosa, con el dolor reflejado en sus
ojos, y sacudí la cabeza.
—Me parece increíble que te hayan dejado aquí como a un animal. Yo
estaría chillando y subiéndome por las paredes intentando salir.
—Quiero estar aquí —insistió Joe—. ¿Y si muero en casa y me convierto
antes de que alguien se dé cuenta, cuando todos están dormidos? Podría
matar a toda mi familia. No. —Se reclinó y se tapó aún más con la manta
—. Necesito hacer esto. Aquí no soy un peligro para nadie y la familia está
a salvo. Eso es lo único que me importa.
—Bien dicho —dijo una voz por encima de mi hombro.
Me giré sobre los talones. Jeb se encontraba junto a una esquina de la
jaula mirando al interior con el rostro impasible. El hombre se movía como
si él mismo fuera un vampiro; ni siquiera lo había oído acercarse.
—Ya lo ves, Allison —meditó Jeb, aunque sin mirarme—. A este buen
hombre le preocupa más la seguridad de su familia que su propia y breve
existencia. De hecho, todos aquí entienden lo que debe hacerse para
proteger a la mayoría y no solo a unos cuantos. Así es como han
sobrevivido tanto tiempo.
—¿Crees que encerrar a un hombre herido como a un perro, sin
tratamiento, ayuda o medicinas, es lo mejor para él?
Jeb desvió su mirada de acero hacia mí.
—Si el alma de ese hombre corre peligro de corromperse y su cuerpo, de
sucumbir a la oscuridad, entonces ya no es un hombre, sino un demonio. Y
cuando el demonio emerja, es mejor tenerlo contenido. Por la seguridad de
los demás humanos incontaminados, creo que es lo mejor. —Abrí la boca
para protestar, pero él se me adelantó—. ¿Qué harías tú, si no?
—Yo… —Jeb enarcó las cejas, expectante, y lo fulminé con la mirada—.
No lo sé.
—Ezequiel y tú… —El viejo sacudió la cabeza—. Os negáis a ver el
mundo como es. Pero eso no es problema mío. Si me disculpas, tengo que
ponerme a rezar por el alma de este hombre. A lo mejor todavía puede
salvarse.
Me dio la espalda y agachó la cabeza a la vez que empezaba a hablar en
voz baja. Dentro de la jaula, Joe hizo lo mismo. Regresé a la leñera, agarré
la carretilla y la llené de madera tanto como pude, asegurándome de lanzar
los leños para que hicieran el máximo de ruido posible contra el metal
oxidado.
Sabía, por muy retorcido y enfermizo que fuese, que Jeb tenía razón.
Cualquier humano al que hubiese mordido un rábido, ya fuera un perro, una
mofeta o una persona, corría el riesgo de convertirse. Era distinto con los
vampiros, donde había que beber la sangre de tu «progenitor» para
transformarse en uno. En mi caso, la sangre de Kanin, que era un vampiro
Señor, me había fortalecido lo suficiente como para superar la enfermedad,
y él había iniciado el proceso justo después de que me atacaran. Había
tenido mucha suerte; la mayoría de los vampiros creaban rábidos cuando
trataban de transformar a alguien.
El rabidismo, no obstante, era mucho más potente y certero. Cada caso era
distinto, me había dicho Kanin. Normalmente dependía de la gravedad de la
herida, de la fortaleza de la víctima y de su voluntad para luchar contra la
infección. El virus se expandía rápido, acompañado por una fiebre alta y
muchísimo dolor, antes de terminar matando al anfitrión. Si no se evitaba, el
cuerpo volvía a revivir completamente cambiado; despertaba como un
rábido, portador del mismo virus mortal que lo había convertido.
Sabía que las precauciones que habían tomado los Archer eran necesarias;
incluso con uno de los suyos, no podían permitirse correr el riesgo de que se
transformara en un rábido. No obstante, la idea de estar encerrado en una
jaula solo y deseando morir seguía poniéndome la piel de gallina. Me surgía
la duda de qué opinaría Zeke de todo esto. ¿Se sorprendería y le molestaría
tanto como a mí? ¿O se pondría del lado de Jeb, afirmando que era lo que
había que hacer?
Zeke… Lo aparté de mi mente a la vez que lanzaba un leño con tanta
fuerza a la carretilla que rebotó y golpeó la pared de la caseta. Ese momento
que habíamos compartido en la plataforma no podía repetirse. Por mucho
que lo deseara. No podía dejar que se acercara tanto otra vez. Por el bien de
los dos.
Ruth y Zeke seguían en lo alto de la plataforma, sentados el uno junto al
otro, cuando regresé con la carretilla llena de leños y ramas. No volví a la
torreta, pero sí que observé cómo Larry alimentaba las hogueras soltando
varios leños desde el muro que aterrizaban directamente sobre las llamas sin
necesidad de abandonar la seguridad del recinto. Estaba impresionada. En
vez de salir para echar leña a los fuegos y tentar a cualquier número de
rábidos que estuviesen vigilando desde el bosque, se habían buscado una
forma ingeniosa de lidiar con el problema que conllevase el menor peligro
posible. Había que admirar su creatividad.
Tras avivar las hogueras, regresé al granero; quería evitar a Zeke y a Ruth
en la plataforma a toda costa. Tal vez él pudiera enseñarle cómo coger y
disparar mi rifle —eso a ella le encantaría— y yo me quedaría a cargo de
vigilar al ganado. Lo que fuera con tal de alejarme de él.
El granero estaba calentito y olía a cerrado cuando abrí las puertas. Los
animales estaban felizmente dormidos, y la mayoría del grupo se
encontraba fuera o en la casa, ayudando con la guardia o llevando a cabo las
diversas tareas que había que hacer en la granja. Pero Teresa, Silas y el niño
más pequeño se habían quedado en el granero con los animales. El viejo
Silas dormitaba en un rincón. Teresa se hallaba sentada cerca, remendando
una manta y tarareando para sí. Me sonrió y me saludó con la cabeza
cuando entré.
—Allison.
Caleb emergió de uno de los cubículos y se encaminó hacia mí con la
pequeña y tímida Bethany tras de él, aferrando un biberón con su mano
mugrosa. Caleb sostenía a una cabrita bebé en los brazos, aunque no sabía
muy bien qué hacer con ella porque no dejaba de gemir y de balar. Me
arrodillé enseguida y le quité el animal de los brazos antes de estrecharla
contra mi pecho. La cabrita se calmó un poco, pero siguió quejándose
lastimosamente.
—No tiene mamá. —Caleb parecía estar a punto de echarse a llorar. Se
limpió la carita y dejó un rastro de barro en la mejilla—. Hay que darle de
comer, pero no quiere beberse el biberón. No deja de llorar, pero no bebe la
leche, y no sé lo que quiere.
—Dame —dije, extendiendo una mano para que Bethany me entregara el
biberón.
Me senté contra la pared y coloqué a la diminuta cabrita en mi regazo
mientras los dos niños humanos contemplaban la escena, expectantes. Por
un momento, sentí una punzada de irritación porque la que tendría que estar
aquí haciendo esto era Ruth, no yo, pero enseguida me centré en la tarea
que tenía entre manos. No tenía mucha idea de lo que hacer, porque nunca
había visto una cabra y mucho menos sostenido una, pero tendría que
arreglármelas como pudiera.
Presioné el biberón para que saliera una gotita de leche de la tetina y
aguardé a que la cabra balase otra vez antes de introducírsela en la boca.
Las primeras dos veces, la muy testaruda sacudió la cabeza y gimoteó más
alto que antes, pero a la tercera, por fin se dio cuenta de lo que le estaba
ofreciendo. Cerró la quijada en torno al biberón y empezó a beber con
ganas y a gorjear a través de la leche. Mi público aplaudió con alivio.
Antes de asimilar lo que estaba ocurriendo, Caleb se sentó a un lado de mí
y Bethany al otro, apoyándose ambos contra mi brazo. Yo me tensé y me
quedé tiesa como un palo, pero ellos no parecieron reparar en mi
incomodidad, y la cabrita sobre mi regazo lloriqueó porque no le estaba
sosteniendo el biberón bien. Resignada, me recliné y observé a las tres
criaturitas a mi alrededor mientras intentaba no respirar su olor u oír los
latidos de su corazón. Teresa me miró y sonrió y yo, sin saber qué otra cosa
hacer, me encogí de hombros.
—¿Sabéis? —murmuré, más para mantener la mente distraída y no pensar
en sangre, corazones o el hambre que me estaba entrando—. Creo que este
pequeño necesita un nombre, si no se lo han puesto ya. ¿Qué pensáis?
Caleb y Bethany coincidieron.
—¿Qué tal Princesa? —sugirió Bethany.
—¿Qué dices? —repuso Caleb al instante—. Ese es nombre de chica.
Ella le sacó la lengua y Caleb le devolvió el gesto. Contemplé a la cría
mientras se bebía el biberón y le chorreaba leche por la barbilla. Era casi
toda blanca, salvo por unas cuantas manchitas negras en las patas traseras y
una más grande y circular sobre un ojo que le daba aspecto de bandido o
pirata.
—¿Y Manchas? —cavilé.
Ellos aplaudieron encantados. Ambos opinaban que el nombre era
perfecto y Bethany incluso besó a Manchas en su cabecita peluda, cosa que
la cabra ignoró. Tras un rato observándola engullir leche, Caleb soltó un
suspiro desde lo más hondo de su ser y se desplomó contra mí.
—No quiero irme —musitó, y sonó muy cansado y agotado para alguien
de su edad—. No quiero seguir buscando el Edén. Prefiero quedarme aquí.
—Yo también —farfulló Bethany, pero estaba medio dormida acurrucada
contra mi costado.
Caleb levantó una mano y acarició a Manchas en el hombro, a lo cual el
animal reaccionó sacudiendo la piel como si estuviera espantando a una
mosca.
—Allie, ¿crees que habrá cabras en el Edén? —meditó.
—Seguro que sí —respondí, levantando el biberón para que la cabrita
pudiese terminarse las últimas gotas—. A lo mejor hasta podrías tener
varias.
—Ojalá —murmuró—. Entonces ojalá lleguemos pronto.
No mucho después, el biberón se vació y los tres se quedaron dormidos,
acurrucados en mi regazo o bien contra mis costillas. Teresa también se
había dormido con el mentón pegado al pecho y la manta a un lado en el
suelo. El granero se había quedado completamente en silencio salvo por el
ruido que producía el ganado al moverse dormido y los latidos de los tres
corazones a mi alrededor.
Bethany de repente resbaló y su cabecita cayó sobre mi pierna. Se le
desparramó el cabello rubio por el muslo y yo me la quedé mirando. La luz
titilante de la lámpara iluminaba su pálido cuellecito mientras ella
suspiraba, se acurrucaba más contra mí y murmuraba en sueños.
Se me extendieron los colmillos. De pronto, el volumen de sus latidos
aumentó en mis oídos; oía su corazón palpitar en su muñeca, en su
garganta. Sentía el estómago vacío, hueco y su piel, tan calentita, contra mi
pierna…
Le aparté el pelo y me incliné hacia adelante muy despacio.
16
«¡No!».
Cerré los ojos, me aparté y me golpeé la cabeza con la pared. La cabrita
soltó un balido por la sorpresa y después metió la nariz entre los cuartos
traseros con un suspiro. Caleb y Bethany dormían, ajenos a lo cerca que
habían estado de convertirse en mi fuente de alimento.
Asustada, miré en derredor en busca de una vía de escape. No podía
seguir así. La sed estaba tomando las riendas poco a poco y dentro de nada
cedería a la tentación. Necesitaba alimentarme antes de que fuera
demasiado tarde.
Con cuidado, me aparté de los niños dormidos y devolví al recién
bautizado Manchas a su redil, donde se quedó dormido al instante. En
cuanto me liberé, salí y me apoyé contra el granero, rumiando sobre lo
inevitable. Había estado muy cerca.
¿De quién me iba a alimentar?
De los niños no. Jamás. No era tan desalmada como para chuparle la
sangre a un niño dormido. Teresa y Silas eran demasiado mayores y débiles
y no aguantarían perder ni un poco sangre, y tampoco pensaba morderles
delante de dos críos durmiendo. Jake y Darren estaban de guardia y Ruth,
con Zeke.
Zeke quedaba descartado automáticamente.
Eso dejaba a Dorothy, la loca, que ahora mismo se encontraba dentro de la
casa cotilleando con Martha —la cual no se iba a la cama hasta medianoche
por lo visto—, y Jebbadiah Crosse.
Ya, claro. Preferiría dispararme en la pierna antes que acercarme a Jeb.
Gruñí, frustrada. Pensar así no me llevaba a ninguna parte. ¿En qué
momento me había encariñado tanto de la gente de la que se suponía que
me iba a alimentar?
«Siempre se empieza así». La voz de Kanin resonó en mi cerebro,
impartiendo lecciones, como siempre. «Con buenas intenciones y honor
entre los vampiros neófitos. Juramentos para no herir a los humanos, para
tomar solo lo necesario, para no cazarlos como el ganado durante la noche.
Pero cuando los ves como comida, aferrarte a tu humanidad se vuelve cada
vez más difícil».
—Joder —susurré, tapándome los ojos con la mano.
¿Cómo lo hacía Kanin? Intenté recordar el tiempo que pasamos juntos en
el Aledaño. Tenía algún tipo de norma, una especie de código de honor del
que se valía cuando se alimentaba de las víctimas incautas. Dejaba algo a
cambio, como aquel par de zapatos, a modo de pago por el daño que
pudieran causar sus acciones.
Yo no podía hacer eso ahora. No tenía nada que ofrecer. A ver, sí, estaba
echando una mano con la guardia de esta noche, pero eso era más bien un
esfuerzo grupal. Todos arrimábamos el hombro.
Aunque sí que era cierto que le había salvado la vida a ese hombre…
Me sobrevino una punzada de culpabilidad y asco. ¿Cómo podía pensar
siquiera en aprovecharme de un humano herido y débil? Antes me había
horrorizado al verlo encerrado como una bestia y ahora estaba sopesando si
alimentarme de él… Tal vez Kanin tuviese razón. Puede que, tal y como me
dijo, sí que fuera un monstruo.
Casi podía oír su voz en este momento, resonando en mi cabeza como si
estuviera justo a mi lado. «Elige, Allison», diría tranquilamente. «¿Darás
caza a tus amigos y compañeros o a un desconocido que ya te debe la vida?
Ambos caminos son malos; debes considerar cuál es el menos dañino».
—Maldito seas —murmuré.
El Kanin imaginario no me contestó, sino que se esfumó; ya sabía cuál iba
a escoger.
Contemplé cómo Jebbadiah Crosse terminaba de rezar por el hombre herido
y regresaba a la casa en mitad de la oscuridad con decisión. Clavé la vista
en el hombre enjaulado, esperé a que dejara de revolverse y de toser y a que
se le ralentizara la respiración, señal de que se había vuelto a dormir.
En cuanto empezó a roncar, salí de entre las sombras y me precipité hacia
la leñera para coger la llave que colgaba de un clavo. En silencio, levanté la
barra de hierro que cruzaba la puerta, abrí el candado y quité las cadenas
con cuidado de que no tintineasen contra los barrotes. Luego abrí despacio
y pendiente de que los engranajes no chirriaran.
Joe Archer se hallaba en un rincón, aovillado y tapado con varias mantas
para conservar el calor. La pierna, muy vendada, apestaba a sangre y a
alcohol y parecía encontrarse en un ángulo raro.
«¿Vas a hacerlo? ¿En serio?».
Ignoré la voz en mi cabeza y la sensación de miedo, culpa y asco. No
quería, pero lo necesitaba. No me atrevía a entrar en la casa, donde vivía
tanta gente bajo un mismo techo; no quería colarme en ningún dormitorio
por si me descubría alguien con el sueño ligero o que decidiera ir al baño en
ese momento. Me acordé de Caleb y de Bethany, de Zeke y de Darren. Si no
lo hacía, puede que ellos fuesen los siguientes en mi lista y tal vez hasta los
terminara matando. La jaula estaba aislada, apartada y no estaba previsto
que nadie viniese en un buen rato. Era mejor usar a un desconocido que
alguien cercano, que me importase.
Además, me lo debía por salvarle la vida.
«Eso, engáñate a ti misma. Hazlo de una vez, anda».
Joe se movió, dormido, y tosió. Los ronquidos se interrumpieron.
Rápidamente, antes de pensármelo bien, me acerqué, me arrodillé y le
aparté el cuello del abrigo. Su cuello desnudo palpitaba suavemente bajo la
luz de la luna. Se me alargaron los colmillos y la sed surgió como la marea.
Mientras el humano gemía y le temblaban los párpados, me incliné hacia él
y le clavé los colmillos en el cuello, justo debajo de la mandíbula.
Se sacudió, pero se relajó al momento, sucumbiendo al cuasi delirio de la
mordedura de un vampiro. La sangre empezó a inundar mi garganta y la sed
la absorbió, clamando más, siempre más. La mantuve atada en corto esta
vez, luchando por mantener la cordura y no perderme en el poder y el calor
que se internaban en mí.
Tres tragos. Eso fue lo que me permití beber por mucho que la sed
quisiese más. A regañadientes desclavé los colmillos de la piel del humano
y sellé los orificios antes de apartarme. Él gruñó, medio dormido, y yo salí
de la jaula y coloqué los cerrojos y las cadenas todo lo rápido que pude.
—¿Allison?
Justo cuando estaba colocando la última barra oí unos pasos crujir detrás
de mí y la voz familiar de Zeke flotar a mi espalda. Me giré y lo vi a unos
pasos por detrás con un termo en una mano y una taza de metal en la otra.
—Aquí estás —dijo, no en tono acusatorio, pero sí confuso—. No volviste
cuando se fue Ruth. ¿Sigues enfadada conmigo?
—¿Qué haces aquí? —inquirí, haciendo caso omiso de su pregunta. No
estaba cabreaba, aunque tal vez lo mejor fuera que creyese que sí.
Asintió para sí, como si se lo esperase.
—Están preparando la cena en la casa —prosiguió, alzando la taza—. Yo
que tú iría pronto, antes de que Caleb y Matthew devoren toda la sopa.
Asentí y me di la vuelta para observar cómo dormía Joe a través de los
barrotes de la jaula.
—¿Lo sabías? —pregunté al oír que se detenía a mi lado.
—Me lo ha dicho Jeb. —Zeke se arrodilló cerca de los barrotes y metió la
mano entre ellos para sacudir al hombre dormido. Este se revolvió con un
gruñido, abrió los ojos adormilados y Zeke le enseñó el termo—. Hola —lo
saludó al tiempo que le quitaba la tapa y vertía un líquido oscuro y caliente
—. He pensado que le vendría bien un poco de café. No lleva leche, pero es
mejor que nada.
—Gracias, muchacho —resolló Joe, estirando el brazo para coger la taza.
Le temblaban las manos y casi se le cayó—. Maldita sea, estoy peor de lo
que creía. ¿Cuánto queda para que se haga de día?
—Un par de horas —respondió Zeke con suavidad al tiempo que le
entregaba otra taza con sopa—. Todo acabará pronto. ¿Qué tal lo lleva?
—Sigo vivo. —Joe le dio un sorbo al café y sonrió—. Al menos por hoy.
Zeke le correspondió la sonrisa como si él también lo creyese y sentí la
necesidad de alejarme. Me di la vuelta y me aparté del humano enjaulado,
mi presa hacía escasos momentos, y del chico que me había mostrado lo
monstruosa que realmente era.
—¡Oye! ¡Allison, espera!
Oí a Zeke venir tras de mí corriendo y me giré hacia él, furiosa de repente.
—Aléjate de mí —gruñí, logrando, sin saber cómo, no enseñar los
colmillos—. ¿Por qué te empeñas en rondarme todo el rato? ¿Qué intentas
demostrar, pastorcillo? ¿Crees que puedes salvarme a mí también?
Parpadeó, totalmente desconcertado.
—¿Qué?
—¿Por qué te esfuerzas tanto? —proseguí, atravesándolo con la mirada y
reprimiendo la rabia todo lo que podía—. Siempre estás dando cosas,
poniéndote en peligro y asegurándote de que los demás están bien. Es una
tontería y una estupidez. La gente no merece que la salves, Ezequiel. Un
día, cuando menos te lo esperes, esa misma persona te clavará un puñal por
la espalda o te rajará el cuello por detrás.
Sus ojos azules refulgieron.
—¿Te crees que soy idiota? —repuso—. Sí, ya sé que el mundo es un
lugar horrible y que está lleno de gente que un día me estrecharía la mano y
al siguiente me apuñalaría por la espalda. Ya sé que me arriesgo
ayudándoles y que ellos bien podrían devolverme el favor lanzándome a los
rábidos. No te creas que no me ha pasado ya, Allison, no soy tan imbécil.
—Entonces, ¿por qué sigues comportándote así? Si Jeb dice que esto es el
infierno, ¿qué sentido tiene molestarse en ayudar a nadie?
—¡Porque tiene que haber algo más! —Zeke se quedó callado un
momento, se pasó las manos por el pelo y me miró con tristeza—. Jeb ha
perdido la fe en la humanidad —añadió en voz baja—. Lo único que ve son
vampiros y rábidos y su malvada corrupción. Cree que el mundo está
acabado. Lo único que le importa es llegar al Edén y salvar las pocas vidas
que pueda. Los demás le dan igual. —Se encogió de hombros—. Incluso
Joe. Reza por él, sí, pero no lo verás involucrarse más de lo estrictamente
necesario.
—Pero tú no piensas igual.
—No. —Me miró a los ojos, decidido y firme—. Puede que Jeb haya
perdido la fe, pero yo no. Aunque me equivoque —prosiguió—, pienso
seguir intentándolo. Eso es lo que me hace humano, lo que me diferencia de
todos ellos: los rábidos, los demonios, los vampiros.
«Vampiros». Eso me dolió más de lo que esperaba.
—Me alegro por ti —respondí con amargura—, pero yo no soy así. Yo no
creo en Dios, ni tampoco en que los humanos sean buenos. Tal vez tu
familia sí lo sea, pero he pasado demasiado tiempo sola como para fiarme
de nadie más.
Para mi consternación, la expresión de Zeke se suavizó. Mi intención era
hacerle daño, enfadarlo, pero él se limitó a mirarme con aquellos ojos
solemnes y azules suyos antes de dar un paso hacia mí.
—No sé por lo que habrás pasado —dijo, manteniendo el contacto visual
conmigo—, y tampoco puedo hablar por los demás, pero te prometo que
aquí estarás a salvo. Yo jamás te haría daño.
—Basta —gruñí, retrocediendo—. No me conoces. No sabes nada de mí.
—Lo haría si me dejases —repuso Zeke antes de acortar la distancia que
nos separaba con dos grandes zancadas y de agarrarme de los brazos. No lo
hizo con demasiada fuerza; podría haberme movido de haber querido, pero
estaba tan atónita que me quedé quieta, contemplándolo—. Lo haré si me
das la oportunidad —continuó—. Aunque te equivocas; sí que sé cosas
sobre ti. Que Ruth y tú no os lleváis bien; que Caleb te adora; que jamás he
visto a nadie blandir una espada tan bien. —Sonrió. Estaba tan guapo. Sus
ojos, azules como el cielo, se clavaron en los míos—. Eres una luchadora,
cuestionas todo lo que no te parece bien y creo que eres la única que no le
tiene miedo a Jeb. Jamás he conocido a nadie como tú.
—Suéltame —susurré.
Oía el latir de su corazón en el pecho y, de repente, me entró el pánico por
que él oyera la ausencia del mío. Obedeció. Dejó caer las manos por mis
brazos y enganchó sus dedos con los míos antes de soltarme del todo. Sin
embargo, no apartó los ojos de mí.
—Sé que tienes miedo —prosiguió en voz baja, aún lo bastante cerca
como para sentir su respiración en mi mejilla. La sed se removió en mi
interior, aunque esta vez muy débilmente, saciada por ahora—. Soy
consciente de que nos acabamos de conocer, de que somos prácticamente
unos desconocidos y de que mantienes las distancias por tus propias
razones. Pero también sé que… jamás me he sentido así por otra persona.
Creo… espero… que tú también sientas lo mismo porque me ha costado
mucho decírtelo. Así que… —Volvió a estirar el brazo para tomarme de la
mano—. Te pido que confíes en mí.
Quería. Por segunda vez en lo que iba de noche, tenía ganas de besarlo
bajo la luna. Zeke se inclinó hacia delante y, por un momento, dejé que se
me acercara, que me acunara la nuca mientras sus labios se aproximaban a
los míos. Tenía el pulso acelerado y su aroma me envolvía, pero, esta vez,
solo estaba concentrada en su rostro.
«¡No! ¡Tengo que ser fuerte!».
Lo aparté de un empujón. Él se tambaleó hacia atrás y cayó de espaldas al
suelo. Lo oí coger una bocanada de aire, atónito, dolido, y casi di media
vuelta para salir huyendo de allí.
No lo hice. Contra mi voluntad, desenvainé la espalda y, dando un paso
hacia él, lo apunté al pecho. Zeke abrió mucho los ojos al ver la espada a
escasos centímetros de su corazón y se quedó rígido.
—Te lo voy a dejar muy clarito —dije, agarrando la empuñadura con
fuerza para que no me temblase la mano—. Que no se te ocurra volver a
hacer eso. No me fio de ti, pastorcillo. No me fio de nadie. Ya me han
clavado demasiados puñales, ¿lo pillas?
Los ojos de Zeke eran como dos luceros heridos y enfadados, pero asintió.
Envainé, me di la vuelta y regresé a la casa sintiendo su mirada sobre mí
durante todo el camino. No obstante, no me siguió.
Quedaba poco para el amanecer. Volví a la habitación vacía, cerré la
puerta y me aseguré de correr el pestillo esta vez. Me ardían los ojos, pero
reprimí las emociones para evitar llorar.
Me enjuagué la cara con agua fría en el baño y eché un vistazo a mi
reflejo quebrado en el espejo. Al contrario que las leyendas que circulaban
por ahí, los vampiros sí que nos reflejábamos, y mi aspecto ahora mismo
daba muchísima pena; era el de una muchacha pálida y morena con dos
hilillos de sangre cayéndole desde los ojos. Mostré los colmillos y la
imagen de la chica se transformó en la de una vampira amenazadora y con
la mirada vacía. Si Zeke supiera lo que era en realidad…
—Lo siento —susurré, recordando su expresión cuando lo apunté con la
espada en el corazón: atónita, traicionada, rota—. Es mejor así, de verdad.
No tienes ni idea de en dónde te meterías.
No podía seguir así. Me costaba muchísimo ver a Zeke, mantener las
distancias, fingir que no me importaba. Y cada vez me resultaba más difícil
guardar el secreto. Antes o después metería la pata o alguien se daría cuenta
de lo que habían tenido al lado. Y entonces Jeb o Zeke me clavaría una
estaca afilada en el pecho o me decapitaría. Zeke había visto morir a su
familia y a sus amigos a manos de los rábidos y era el pupilo de Jebbadiah
Crosse. No lo veía yo aceptando a un vampiro en el grupo, por mucho que
me hubiera soltado todo eso de la confianza.
Tal vez había llegado la hora de marcharme. Esta noche no, claro, ya que
quedaba poco para el amanecer, pero pronto. Cuando nos fuésemos de aquí
sería un buen momento. Sabía que Jeb no querría quedarse mucho más; ya
se le notaba impaciente por querer reemprender la marcha. Los
acompañaría por el bosque, los protegería de los rábidos que hubiera por
allí merodeando y después me marcharía sin que se diesen cuenta.
«¿Adónde irás?», pareció preguntar mi reflejo.
Me tragué el nudo en la garganta y me encogí de hombros.
—Ni idea —murmuré—. ¿Importa acaso? Con tal de alejarme de Zeke,
Caleb, Darren y los demás, me da igual.
«Te echarán de menos. Zeke te echará de menos».
—Lo superarán.
Salí del baño con sentimientos encontrados. No quería irme. Me había
encariñado con Caleb, Bethany y Darren. Incluso Dorothy tenía cierto
encanto. Apenas hablaba con los demás, y me daría igual no volver a ver a
algunos como Ruth o Jebbadiah, pero sí que echaría de menos a los otros.
Sobre todo a cierto chico con los ojos brillantes como las estrellas y una
preciosa sonrisa que solo veía mi lado bueno, que no sabía… qué era yo en
realidad.
Aquel día dormí con la espada al lado y la colcha sobre la cabeza. Nadie
me molestó, o al menos cuando me desperté a la noche siguiente vi que el
cuarto estaba tal y como lo había dejado. Fuera refulgió un rayo durante un
segundo y se oyeron truenos a lo lejos. Si Jeb quería partir esta noche, nos
esperaba una buena caminata pasada por agua.
Me llegaron voces desde las escaleras y vi que todos estaban abajo,
alrededor de la gran mesa de madera que dominaba un lado de la cocina.
Ruth y Martha estaban sirviendo un guiso en cuencos y pasándoselos a los
demás, y había otro enorme a rebosar de magdalenas de harina de maíz en
el centro de la mesa al que todos llegaban. A pesar del banquete, el
ambiente era serio, sombrío. Incluso los niños comían en silencio y con la
mirada gacha.
«¿Qué habrá pasado?», pensé.
Jeb no andaba por allí y Patricia tampoco, pero alcé la vista y vi que Zeke
me estaba mirando desde el otro lado de la mesa.
En cuanto nuestros ojos se encontraron, él se dio la vuelta, cogió una
magdalena y salió sin mirar atrás.
Sentí una opresión en el pecho. Quería ir tras él y disculparme por lo de
anoche, pero no lo hice. Lo mejor era que me odiase por el momento;
pronto desaparecería de su vista.
En lugar de seguirlo, me acerqué hasta donde se encontraba Darren,
apoyado contra una esquina y mojando pan en el guiso. Me miró, asintió y
siguió comiendo. No parecía tener una actitud hostil hacia mí, así que tal
vez no hubiera hablado con Zeke sobre lo sucedido.
—¿Qué ha pasado? —pregunté, apoyándome contra la pared a su lado.
Él me miró de soslayo y tragó la comida.
—Pronto nos marcharemos —murmuró al tiempo que señalaba la puerta
trasera, donde estaban nuestras mochilas—. Casi seguro que dentro de un
par de horas, cuando todos hayan terminado de comer. Ojalá antes de que
empiece a llover, así el agua podrá ocultarles nuestro rastro a los rábidos del
bosque. Jeb está hablando con Patricia; lo está intentando convencer de que
nos quedemos un par de noches más, pero no creo que lo consiga. Jeb ya ha
dado la orden de marchar.
—¿Ya? ¿Esta noche? —Fruncí el ceño y Darren asintió—. Creía que nos
quedaríamos hasta que Joe se pusiese mejor.
—Ha muerto esta tarde. —Se me cerró la garganta—. Larry ha ido a ver
cómo estaba y ya se había ido.
«¿Que ha muerto?».
—No —susurré al tiempo que un trueno lejano ahogaba mi voz.
«No, no puede estar muerto. No después…». Salí por la puerta trasera y
me dirigí hacia la leñera.
Fuera ya empezaban a caer gotas que repiqueteaban sobre el tejado de
latón. Pasé junto al granero y oí a los animales quejarse y balar y patear con
los casos en el suelo. Bajo la luz del crespúsculo la leñera estaba a oscuras,
silenciosa. Ya se habían llevado algunos troncos para el fuego de esta
noche, aunque la lluvia pronto apagaría las llamas. Seguro que los rábidos
se animaban cada vez que hacía mal tiempo.
Al doblar la esquina de la caseta, vi la jaula y el cuerpo agazapado en la
esquina, temblando. Me embargó el alivio. Darren se había equivocado; Joe
seguía vivo.
—Hola —lo saludé suavemente, acercándome a los barrotes—. Menudo
susto me has dado. Todo el mundo pensaba que habías mu…
Joe alzó la mirada con los ojos rabiosos y se lanzó hacia mí con un
chillido.
Retrocedí y el cuerpo impactó contra la jaula con un estrépito
estremecedor, intentando agarrarme entre los barrotes con aquella piel
pálida y carente de sangre. El rábido aulló y sacudió los barrotes de la jaula,
mordiendo y atacando el hierro con las garras y la mirada enloquecida
clavada en mí.
Asqueada, contemplé la cosa que una vez fue Joe Archer. Aquel rostro
familiar ahora estaba demacrado, exangüe. Tenía la barba llena de sangre y
espuma, y sus ojos vidriosos solo reflejaban hambre al mirarme. Se me
revolvió tanto el estómago que creí que me pondría a vomitar.
«¿Había sido yo la causante? ¿Era culpa mía?».
Rememoré la noche anterior, cuando Joe y yo hablamos. Había aceptado
el café de Zeke e incluso había bromeado. Entonces no se encontraba mal.
¿Tanto había bebido que había muerto tras sucumbir a la infección?
¿Seguiría vivo si no me hubiera alimentado de él?
Escuché que la gravilla crujía a mi espalda y me giré, queriendo y
temiendo a partes iguales que fuera Zeke. Pero se trataba de Larry, que
había venido a devolver la carretilla vacía a la leñera. La apartó y se quedó
mirando al rábido con tristeza durante unos instantes.
—Joder —murmuró con voz quebrada—. ¡Joder, joder, joder! Esperaba
que no… —Inhaló y tragó saliva con fuerza—. Tendré que decírselo a
Patricia —susurró, casi como si estuviera a punto de venirse abajo—. Ay,
Joe. Fuiste un buen hombre. No te merecías esto.
—¿Qué le va a pasar? —pregunté.
Larry no me miró, sino que continuó observando al rábido al contestar:
—Joe ha muerto —dijo con la voz monótona—. Habríamos enterrado su
cuerpo si no se hubiera transformado, pero ya no queda nada de él. El sol se
encargará mañana.
Se fue en dirección a la casa. Me dejó allí con el monstruo que una vez
fue Joe, sintiéndome totalmente asqueada conmigo misma.
Me picaron los ojos y entonces sentí que algo cálido me resbalaba por la
mejilla. Esta vez no me limpié, por lo que más lágrimas de sangre siguieron
a la primera, creando un camino carmesí por mi piel. El rábido me devolvió
la mirada de forma fría y calculadora. Había dejado de lanzarse contra los
barrotes y ahora se encontraba agazapado en el rincón de atrás, inerte,
preparado para atacar.
—Lo siento —susurré, pero él solo me enseñó los colmillos—. Ha sido
por mi culpa. Si no te hubiese mordido, seguirías vivo. Lo siento mucho,
Joe.
—Lo sabía —exclamó alguien a mi espalda.
Me giré. Y allí vi a Ruth asomada tras la leñera con los ojos marrones
muy abiertos por la sorpresa.
17
NÓMADA
18
—¡Zeke!
Lo agarré y doblé la esquina a toda prisa justo cuando un par de tíos de
aspecto hosco bajaban por el pasillo riéndose e insultándose el uno al otro.
Los saqueadores siguieron hasta el salón principal, donde el eco de la
multitud aún se oía a través de las puertas abiertas. Me preguntaba qué
estaría haciendo Chacal; esperaba que no tuviera ningún «espectáculo» más
preparado para esa noche.
Zeke estaba apoyado contra la pared, aunque, mientras me acercaba a él,
se deslizó hacia suelo hasta quedar sentado en un rincón, mirando a la nada.
Permaneció unos segundos así, con la mirada empañada y vacía. Luego un
temblor lo sobrecogió y, despacio, se llevó las manos a la cara y hundió la
cabeza en las rodillas a la vez que sollozaba en silencio.
Me lo quedé observando con un nudo en la garganta. Ojalá supiera qué
decir, cuáles eran las palabras adecuadas para consolarlo, pero la empatía
nunca había sido mi fuerte. Además, cualquier cosa que dijera
probablemente terminase sonando forzada. Sobre todo después de la
horrible escena que acabábamos de presenciar.
Supuse que querría tener un momento a solas, así que me aparté y lo dejé
al fondo del pasillo para que pudiera llorar a gusto la muerte de su amigo.
Lo cierto era que yo también necesitaba unos minutos a solas.
Me escocían los ojos. Permití que una lágrima de sangre cayese por mi
mejilla antes de secármela con la mano. Primero Dorothy y ahora Darren.
Darren, que había bromeado conmigo, que había dado la cara por mí,
incluso con Zeke. Que había sido un buen cazador, un compañero e incluso
un amigo. Echaría de menos su compañía, admití. No se merecía morir así,
llegar tan lejos para terminar descuartizado por un rábido. Apreté los puños
y sentí que me clavaba las uñas en la piel. Chacal pagaría por esto. Pagaría
por todo.
Mientras trataba de formular alguna clase de plan, me di la vuelta y
regresé con Zeke con la esperanza de que tuviera la cabeza lo
suficientemente despejada como para echarme una mano. Seguía sentado en
el rincón, mirando a la pared, pero tenía los ojos y la expresión serena.
Me agaché a su lado.
—¿Estás bien? —No era la pregunta más inteligente ni empática del
mundo, pero no se me ocurría nada más.
Sacudió la cabeza.
—Tenemos que encontrar a los demás —susurró al tiempo que se ponía
de pie como podía. Se apoyó de nuevo contra la pared, respiró hondo y me
miró—. ¿Dónde crees que estarán? —preguntó, esta vez con la voz más
firme.
—No tengo ni idea —musité—. Pero supongo que no muy lejos. Al estar
todo inundado, seguro que no será fácil estar transportando a los prisioneros
de un lado para otro. Querrá tenerlos a mano.
—Deberíamos registrar el edificio —dijo Zeke, asintiendo— cuando se
vayan todos…
Nos llamó la atención un fuerte aplauso proveniente del salón principal. O
bien Chacal se había venido arriba, o estaban despedazando a alguien más.
Me estremecí y deseé que no fuese lo último.
Zeke y yo nos miramos pensando lo mismo. No había tiempo. Por cada
minuto que esperáramos, otra persona podría morir hecha pedazos en una
jaula para el entretenimiento del público. Chacal era cruel y despiadado, y
no me cabía duda de que sacrificaría a Caleb o incluso a Bethany para
conseguir lo que quería. Teníamos que encontrar a nuestra gente ya.
—Entre bambalinas —susurró Zeke con la mirada férrea—. Sacaron a Jeb
y a Darren de detrás de la cortina. Tal vez también tengan a los otros allí.
Asentí.
—Tiene sentido. De todas formas, es un buen lugar por donde empezar.
Pero doscientos saqueadores y diez metros de agua se interponían entre
nosotros y el escenario, eso sin mencionar al mismo Chacal. No tenía ni
idea de lo poderoso que era el rey de los saqueadores, ni ganas de
averiguarlo.
—Debe de haber otro acceso —murmuré—. Una manera de entrar por
detrás.
—Hay muchas ventanas —señaló Zeke.
—Sí —dije, girándome—. Espero que no te importe darte un chapuzón.
Ocultos entre las sombras, nos abrimos camino a través del agua negra y
mugrienta que rodeaba el edificio. No era la mejor nadadora del mundo, no
como Zeke, pero había muchos asideros de los que agarrarse a la pared. Y,
por supuesto, no tenía que preocuparme por ahogarme. Cada poco, algo me
rozaba la pierna por debajo del agua —una rama, un poste o el techo de un
coche—, y me hacía preguntarme qué más habría allí abajo. Con suerte,
nada vivo. O, si estaba vivo, nada que quisiera comernos. Me imaginé
gigantescos peces rábidos deslizándose silenciosos a través de las oscuras
aguas y rodeándonos las piernas, y decidí no transmitirle esa preocupación
a Zeke.
—Allí —dije, señalando una escalera de metal oxidada y anclada a la
pared. Zigzagueaba medio torcida hasta llegar a una plataforma en la planta
superior.
Maniobré alrededor de escombros, tuberías y vigas de acero oxidadas en
el agua turbia y negra hasta agarrarme al peldaño más bajo. Me encaramé y
luego me giré para ayudar a Zeke a subirse al primer escalón. Temblaba y le
castañeaban los dientes, y recordé que él seguía siendo humano. El agua
aquí estaba muchísimo más fría que en el río. A mí no me molestaba, pero
Zeke corría el riesgo de morir congelado si no teníamos cuidado.
—¿Estás bien? —pregunté mientras él se cruzaba de brazos, temblando
por el viento. Tenía el pelo pegado a la frente y la camiseta se le adhería al
pecho, resaltando su delgadez. Su expresión era tensa—. ¿Prefieres esperar
aquí? Puedo ir sola, si quieres.
—No —dijo entre dientes—. Vamos.
La escalera de metal no dejó de crujir de forma espantosa y de oscilar bajo
nuestro peso durante todo el ascenso, pero aguantó hasta que llegamos a la
plataforma superior y nos colamos por una ventana rota.
—No veo nada —musitó Zeke, pegándose a mi espalda.
Yo sí. El aspecto derruido y cochambroso de la estancia era el mismo que
el de casi todos los edificios en una ciudad: tenía el techo resquebrajado, las
paredes desconchadas y el suelo lleno de basura y de escombros. Al mirar
con más atención, tuve que contener las ganas de gruñir. Unos humanos de
ojos blancos me devolvían la mirada desde las sombras de la habitación,
algunos ataviados con trajes deteriorados y a los que les faltaba un brazo o
una pierna. Me llevó un momento asimilar que no eran de verdad, sino
figuras de plástico hechas con su mismo aspecto.
Zeke se sobresaltó y se llevó una mano a la pistola. Él también había visto
las espeluznantes figuras de plástico y a oscuras, con la vista normal de los
humanos, la imagen podría llegar a acojonar a cualquiera.
—Tranqui —le dije—. No son de verdad. Son estatuas o algo así.
Zeke se estremeció y apartó la mano.
—He visto un montón de cosas raras —musitó, negando con la cabeza—,
pero creo que esto se lleva la palma. Salgamos de aquí antes de que
empiece a tener pesadillas… o de que empiecen a moverse.
Divisé un brazo desmembrado en el suelo y me entraron ganas de
preguntarle si necesitaba que le echara una mano, pero no era momento
para bromas. Atravesamos la estancia con cuidado y abrimos una puerta
que daba a otro pasillo estrecho y oscuro.
La puerta se cerró con un crujido a nuestra espalda, sumiendo el pasillo en
una completa oscuridad. Incluso con mi visión mejorada, el mundo parecía
ser de una tonalidad oscura de grises, pero al menos veía. Zeke avanzaba
con una mano extendida hacia adelante y la otra en la pared a su lado.
—Dame —dije, y lo agarré de la mano. Él se tensó, como deseando
apartarse, pero entonces se relajó y asintió—. Tú sígueme —ordené,
ignorando el pulso en su muñeca, el ritmo de la vida que corría por sus
venas—. No dejaré que te caigas.
Atravesamos el oscuro pasillo y pasamos junto a habitaciones llenas de
cajas polvorientas, repisas con ropa en descomposición y muebles tapados
con unas cortinas de plástico. Era obvio que los saqueadores no usaban esta
parte del edificio; la suciedad y el polvo que cubrían los pasillos llevaban
intactos desde hacía años, salvo por las incontables ratas y ratones que se
escabullían y desaparecían tras las paredes y el suelo. En cierto momento
pisé algo blando, como barro, y levanté la vista hacia el techo abarrotado de
lo que parecían ser cientos de ratones alados. No se lo mencioné a Zeke,
pero por alguna extraña razón sentí una misteriosa afinidad con esas
criaturas grotescas y diminutas.
La parte trasera del edificio era como un laberinto con innumerables
habitaciones, pasillos y escombros. Algunas de las paredes se habían
derrumbado y a veces teníamos que pasar por encima de un trozo de techo o
bordear un agujero que se había formado en el suelo. Zeke no me soltó la
mano mientras maniobrábamos a través de aquel lugar. Aunque se
tropezaba de vez en cuando por culpa de la pierna herida, mantuvo el ritmo
en casi todo momento.
Cuando fuimos a pasar por encima de una viga caída, se oyó un crujido
parecido a un disparo y un trecho del suelo cedió bajo nosotros. Mientras
caíamos en picado, extendí una mano hacia la viga y seguí aferrando
fuertemente a Zeke con la otra. Mis dedos alcanzaron el borde oxidado del
metal y me agarré con desesperación, pero el peso del cuerpo de Zeke casi
me dislocó el hombro.
Por un momento, nos quedamos colgando sobre el vacío. Oía a Zeke
jadear y sentía su pulso acelerado bajo los dedos. Arriba, los tablones de
madera amenazaban con partirse y me cubrían de polvo, pero la viga en sí
no se movió.
Zeke soltó un jadeo estrangulado y afianzó la mano alrededor de mi
muñeca, pero a mí se me resbalaron los dedos unos milímetros.
—Zeke —dije entre dientes—. Hay una viga justo sobre nosotros. Si te
subo, ¿puedes agarrarte a ella?
—No veo nada… —respondió Zeke, con la voz tensa por el miedo
contenido—, así que tendrás que ser mis ojos. Avísame cuando esté cerca.
Me medio balanceé y lo levanté hacia el borde del agujero, sintiendo
cómo mis hombros gritaban en protesta.
—Ya —musité, y Zeke estiró su brazo libre y dio con la viga a la primera.
El peso que me lastraba desapareció de golpe cuando Zeke se agarró y se
encaramó a la viga.
Yo lo seguí. Salí del agujero y me tumbé de espaldas junto a Zeke, que
había hecho lo mismo. Respiraba con dificultad, azotado por la adrenalina,
y su corazón martilleaba contra su pecho. Yo no sentía nada. No me latía el
corazón desbocado ni me costaba respirar ni nada. Había vivido una
experiencia cercana a la muerte y no sentía nada.
Espera, eso no era del todo cierto. Sí que sentía algo. Alivio. Me alegraba
que Zeke siguiera vivo y conmigo. Y ahora que la emoción se había
desvanecido un poco, sentí un pinchazo de verdadero temor en el estómago;
no por mí, sino por lo que podría haber pasado. Casi lo había perdido. Si lo
hubiese dejado caer, Zeke estaría muerto.
Zeke se giró y se apoyó sobre un codo antes de entrecerrar los ojos en la
negrura.
—¿Allie? —Su voz era vacilante, como tanteando la oscuridad—. ¿Sigues
ahí?
—Sí —respondí y noté que se relajaba—. Sigo aquí.
Se puso de rodillas y extendió una mano a ciegas.
—¿Dónde estás? —murmuró, frunciendo el ceño. Contemplé su rostro en
la oscuridad y lo vi pasear la mirada sobre mí sin verme—. Estás tan callada
que es como si no estuvieras aquí. Ni siquiera te cuesta respirar.
Suspiré de forma deliberada, solo para hacer algo de ruido.
—Eso es lo que tiene estar muerto —dije, y me puse de rodillas frente a él
—. Respirar ya no es importante.
Estiré el brazo para agarrarle la mano, pero él de repente se inclinó hacia
adelante y sus dedos rozaron mi mejilla. La calidez inundó mi piel y yo me
quedé helada, a la espera de que se apartara.
No lo hizo. Dejó las yemas contra mi mejilla durante un momento. Luego,
muy despacio, deslizó la mano hacia arriba y me acarició con la palma.
Petrificada, me lo quedé mirando mientras deslizaba los dedos de mi mejilla
a la frente y luego hasta mi barbilla, como un ciego palpando los rasgos de
alguien para verlos en su mente.
—¿Qué me estás haciendo? —susurró mientras bajaba la mano por mi
cuello y la desplazaba por mi clavícula. Por mucho que quisiera
responderle, no me salían las palabras—. Haces que me cuestione todo lo
que he aprendido. Las lecciones en las que he creído desde niño…
olvidadas. —Suspiró y sentí cómo se estremecía, pero no se apartó—. ¿Qué
me pasa? —gimió en voz baja y angustiada—. No debería estar sintiendo
nada de esto. No por una… —Se calló, pero la palabra pendió entre
nosotros, cruda y dolorosa.
Percibí el forcejeo en su interior, tal vez en busca de la voluntad de alejar
la mano, o quizás la de hacer algo que iba en contra de todo lo que le habían
inculcado. Yo me moría por inclinarme hacia adelante para responder a su
contacto, pero tenía miedo de que, si me movía, él se apartase y el momento
acabara. Así que permanecí quieta, pasiva e inofensiva, y dejé que fuese él
quien decidiera lo que quería. El silencio se prolongó entre nosotros, pero
su mano, sus dedos suaves, nunca abandonaron mi piel.
—Di algo —dijo por fin, acunando mi mejilla como si no soportara la
idea de dejar de tocarme—. No te veo, así que… no sé lo que estás
pensando. Habla conmigo.
—¿Qué quieres que te diga? —susurré.
—No sé. Solo… —Zeke agachó la cabeza y su voz se tornó un pelín
desesperada—. Solo dime que no estoy loco —susurró—. Que esto no es la
locura que creo que es.
El corazón le latía desenfrenado. La sed me azuzó con curiosidad, siempre
dispuesta, pero esta vez pude ignorarla. No estaba pensando en su sangre,
que corría a toda prisa bajo su piel. No pensaba en sus latidos o en su tacto
o en el pulso de su garganta. Ahora mismo, lo único en lo que podía pensar
era en Zeke.
—No sé —respondí en voz baja mientras se me acercaba, radiando
calidez incluso a través de su ropa mojada. Sabía que debería apartarme,
pero ¿para qué? Estaba cansada de luchar. En esta absoluta oscuridad, sin
nadie que nos viera o juzgara, nuestro secreto parecía estar a salvo—. A lo
mejor los dos estamos un poco locos.
—Me vale —murmuró Zeke, y por fin hizo lo que había estado temiendo
y deseando y soñando que hiciera desde el principio. Levantó la otra mano
hasta mi rostro, se inclinó y me besó.
Sus labios eran cálidos y suaves, y su olor estaba por todas partes,
rodeándome. Yo me agarré a sus brazos y le devolví el beso. La sed
apareció, más potente que nunca y distinta a la vez. No solo quería
morderlo y beber su sangre poco a poco, sino que también ansiaba
compartir una parte de mí con él y fundirnos en uno solo.
Sentía los colmillos contra las encías, pugnando por salir. Por bajar hasta
la garganta de Zeke, donde el pulso era más fuerte contra su piel. Y también
sentí la necesidad de inclinar la cabeza hacia atrás y exponer mi cuello para
que él pudiera hacer lo mismo.
Aquello me asustó tanto que volví en mí de golpe.
Me aparté y rompí el beso un instante antes de que mis colmillos se
extendieran y atravesaran las encías. Zeke me observó con confusión, pero
en la oscuridad no podía ver al monstruo que se encontraba arrodillado a
meros centímetros de su garganta.
—Zeke —dije una vez recuperé el control de mi cuerpo. Aunque antes de
poder pronunciar nada más, una expresión culpable cruzó su rostro y,
echándose hacia atrás, se sentó sobre los talones.
—Lo siento —susurró, sonando horrorizado consigo mismo. Se puso de
pie enseguida y yo hice lo mismo, casi aliviada por la distracción—. Dios,
¿en qué estaba pensando? Lo siento, no debería estar retrasándonos así.
Tenemos que encontrar a los demás.
—Por aquí —dije, y esta vez no tuve que buscar su mano. Él mismo me la
agarró con fuerza y entrelazó nuestros dedos.
Despacio, seguimos avanzando a través de las ruinas del edificio antiguo.
Recorrimos más pasillos y bajamos por más escaleras derruidas con
extremo cuidado ahora que nos acercábamos a las plantas inferiores. Por
fin, vi un cartel pintado con letras rojas descoloridas que rezaba
«Camerinos», con una flecha que señalaba a un tramo de escaleras
descendente. Conforme bajábamos por la escalera mohosa, empecé a oír el
ruido del auditorio; el alboroto de la multitud aún no se había acabado.
—Espero que estén bien y que nadie más haya terminado como… como
Darren —musitó Zeke a mi espalda.
Se le quebró la voz, así que, cuando eché un vistazo hacia atrás, fingí no
ver la humedad en sus ojos.
La escalera terminaba en una franja de agua negra como la noche que
chocaba suavemente contra los peldaños de metal, señal de que habíamos
llegado a la planta baja del teatro. Había otro cartel con la palabra
«Camerinos» con una flecha medio sumergida en la pared que señalaba
abajo.
—Creo que vamos a tener que nadar otra vez —murmuré, soltándole la
mano. Él asintió, valiente, justo cuando atisbé un leve centelleo de luz
procedente de algún lugar de las profundidades—. Espera un momento —le
advertí cuando dio un paso adelante—. Creo que hay una puerta. Voy a ver
si puedo abrirla.
—Vale —respondió Zeke—. Te espero aquí. Ten cuidado.
Se sentó sobre uno de los escalones, abrazándose y temblando de frío. Por
un momento, quise agacharme y besarlo, asegurarle que todo iría bien. Pero
no lo hice. Bajé las escaleras directa al agua turbia y seguí descendiendo
hasta que me cubrió la cabeza.
Quedaba otro tramo y medio de escaleras antes de llegar a una puerta de
metal oxidada. Un leve resplandor naranja titilaba entre las rendijas, pero
tras empujarla, me di cuenta de que bien estaba cerrada con llave o
atrancada. No había nada con lo que hacer palanca para abrirla, pero mi
fuerza sobrehumana unida a la ventaja de no tener que respirar bajo el agua
terminaron ganando. A base de aporrearla constantemente con el hombro, la
puerta cedió al fin.
Una luz naranja procedente de algún punto más allá del umbral inundó las
escaleras. Me giré y regresé nadando hasta donde Zeke aguardaba
impaciente en el borde del agua.
—La he abierto —dije, aunque no hacía falta. La escalera ya no estaba
completamente a oscuras. A pesar de no estar del todo iluminada, al menos
Zeke ya no iría a ciegas.
Asintió y echó un vistazo a mi espalda, al agua.
—¿Has visto a alguien?
—Aún no. Pero sale luz de esa habitación, así que intuyo que estamos
entre bambalinas, detrás de la cortina. —Señalé la salida y salpiqué un poco
de agua—. La puerta está abajo, pero no muy lejos. Sígueme y no tendrás
problema.
Zeke asintió y, sin vacilar, se zambulló en el agua helada. Sirviéndonos de
la barandilla como guía, buceamos a través de la escalera inundada,
cruzamos la puerta y emergimos con cuidado al otro lado. Flotando en el
agua, inspeccioné el pequeño lago para tratar de orientarme.
Sí, estábamos entre bambalinas. La plataforma flotante oscilaba en la
superficie del agua a unos quince metros, cada esquina iluminada con
lámparas de aceite que chisporroteaban en sus postes. La gigantesca cortina
roja colgaba por todo el centro, mohosa y andrajosa; hacía las veces de
barrera y separaba la parte de atrás del auditorio. Se oyeron unos vítores
escandalosos al otro lado; los saqueadores seguían allí y parecían cada vez
más revoltosos.
Perpleja, miré en derredor preguntándome dónde estarían todos. Había
sillas flotando o semihundidas en el agua turbia, y también cables negros y
trozos de cuerda. Un brazo de plástico pasó junto a mi cara y vislumbré los
restos de un sofá, hinchado y destartalado debajo de mí. Pero, salvo por el
escenario flotante y la enorme cortina roja, la estancia parecía vacía.
Entonces oí voces sobre mí y alcé la vista.
Un laberinto de pasarelas y plataformas pendía en lo alto de la habitación,
a unos seis metros por encima de la superficie del agua. Se entrecruzaban
en el aire, entre rollos de cuerdas y poleas, alrededor de un par de jaulas que
colgaban de las vigas. Las jaulas, hechas de hierro y acero oxidado, se
encontraban a una altura un poquitín más baja que las pasarelas, y lo único
que las mantenía suspendidas en el aire era una cuerda gruesa que no dejaba
de mecerse. Del interior procedían los sollozos de un grupo de personas
apiñadas tras los barrotes.
A Zeke se le cortó la respiración. Él también los había visto. Nos
movimos hacia adelante, pero entonces el haz de una linterna atravesó la
penumbra por encima de las pasarelas. Un saqueador salió de la oscuridad e
iluminó el interior de la jaula.
—¡Eh, silencio ahí dentro! —ordenó, apuntando con la linterna al rostro
de un Caleb aterrorizado, que se encogió y se pegó más a Ruth. Sentí la ira
de Zeke, cómo se le tensaron los músculos bajo la camiseta, y le toqué un
hombro a modo de advertencia—. Vosotros, mierdecillas, deberíais dar
gracias —prosiguió el saqueador mientras dos guardias más emergían de las
sombras y se paseaban por la pasarela—. No habrá más espectáculos, al
menos por esta noche. Más le vale al viejo hacer lo que dice Chacal, si no,
tendremos que echar a otro de vosotros a los rábidos a modo de inspiración,
¿eh? Ahora no podréis quitaros eso de la cabeza, ¿verdad? ¡Ja!
Escupió por encima la barandilla y se marchó junto a su amigo en
dirección a la otra plataforma. Yo me giré y vi que Zeke había
desenfundado su pistola y apuntaba con ella a la espalda del saqueador, pero
le agarré el brazo.
—¡No, Zeke! —le sumergí la muñeca y él me fulminó con la mirada—.
Los alertarás a todos —susurré, señalando la cortina—. Deja que yo vaya
primero. Puedo sacarlos sin hacer ruido. Y si me ven, da igual que me
disparen.
Él vaciló, pero terminó asintiendo a regañadientes. Nos desplazamos
hacia la plataforma flotante en silencio y yo levanté la mirada hacia la
escalerilla que ascendía hasta las pasarelas de arriba.
Aterricé en cuclillas y busqué a mis presas. Oía sus pasos, percibía sus
latidos. Uno estaba muy cerca. Caminé por la pasarela, serpenteando entre
grandes marañas de cuerda, hasta encontrarlo apoyado contra la barandilla
fumándose un cigarro.
No vio los brazos que se le acercaron a través de las cuerdas hasta que ya
fue demasiado tarde. Le rodeé el cuello con un brazo, le cubrí la boca con la
otra mano, y tiré de él hacia atrás, hacia las bobinas de cuerda. Soltó un
aullido amortiguado, pero entonces le clavé los colmillos en la garganta.
«Qué fácil», cavilé, apartando las cuerdas para salir, sonriente. «Y
ahora… ¿dónde están los otros dos?».
Localicé a uno en el borde de la plataforma, fumando. El amigo se había
alejado hacia la pared del fondo, dejándolo solo. Estaba de espaldas a mí,
pero aun así, tendría que rodear las jaulas para llegar hasta él antes de que
avisara al otro.
Me agaché y me moví hacia adelante. Solo tenía que ser rápida…
—¡Allie!
El grito agudo resonó por toda la estancia, sobresaltándome, y la atención
del guardia se desplazó de golpe hacia la jaula. La pequeña figura de Caleb
se encontraba pegada a los barrotes, mirándome con los ojos muy abiertos y
un brazo estirado en mi dirección. Los saqueadores siguieron su mirada y se
irguieron al verme.
Joder. A la mierda el elemento sorpresa.
Mientras los guardias se llevaban las manos a las armas, yo di dos pasos
hacia el borde de la plataforma y me impulsé hacia el vacío. El abrigo se
abrió a mi espalda mientras sobrevolaba el agua. A los saqueadores casi se
les salieron los ojos de las órbitas al verme saltar de un lado de las pasarelas
al otro. En el último segundo, uno de ellos trató de levantar el arma, pero yo
ya me encontraba sobre él, estampándole la rodilla en el pecho. Caímos
sobre la plataforma con un estruendo y él se golpeó la nuca contra el filo del
metal. Cayó y aterrizó en el agua con una sonora salpicadura. El otro
saqueador bramó una maldición.
Me giré con un gruñido, enseñando los colmillos, pero el guardia ya
estaba huyendo por el laberinto de pasarelas. Ocultándose tras las jaulas, se
detuvo para echar la vista atrás y palideció cuando me vio corriendo hacia
él con la espada desenvainada.
Caleb volvió a gritar y el guardia desvió la atención al niño con una
expresión espeluznante en el rostro. Se sacó un cuchillo enorme del
cinturón, se inclinó por encima de la barandilla y rajó las cuerdas gruesas de
las que pendían las jaulas sobre el agua. La primera cedió del todo y la jaula
con Caleb, Ruth, Bethany y Teresa cayó en picado hacia el agua helada con
un coro de chillidos.
Mientras la segunda cuerda se deshilachaba y el saqueador levantaba el
brazo para volver a asestarle otro tajo, se oyó un disparo desde atrás. El
hombre dio una sacudida. La sangre empezó a brotar de su pecho y cayó
hacia atrás. Aún con la pistola humeante en la mano, Zeke subió a la
plataforma a toda prisa justo cuando la segunda cuerda se partía y la jaula
se unía a la primera en el agua.
Salté por el borde hacia el agua espumosa. Milagrosamente, la segunda
había caído torcida sobre una mesa sumergida, así que una esquina aún
sobresalía por la superficie. Jake, Silas y Matthew se agarraban a los
barrotes y luchaban por mantener las caras fuera del agua. Pero la otra jaula
se había hundido por completo y se veían burbujitas en el lugar donde había
caído.
Buceé hacia donde había aterrizado la jaula y busqué la puerta con
desesperación. Los humanos en su interior no dejaban de removerse y de
sacudir los barrotes de hierro con los ojos asolados por el terror. Hallé la
puerta con el candado y tiré de él. No cedió. Gruñendo por lo bajo, tiré del
metal con más fuerza, pero se negó a abrirse.
Miré a través de los barrotes y vi el cuerpo flácido de Teresa, flotando
hacia el techo, y la expresión frenética de Caleb mientras trataba de salir
por entre las rejas.
Tiré de la puerta de metal una última vez y por fin la sentí ceder bajo la
presión. La abrí y saqué a Ruth y a Bethany a toda prisa, y luego fui a por
Caleb y Teresa. Caleb estaba tan agitado que se negó a soltar los barrotes al
principio, por lo que tuve que tirar de él y sacarlo de un empujón. Agarré el
cuerpo flácido de Teresa y nadé hacia la superficie rezando por que no fuese
demasiado tarde.
Cuando llegué a la superficie, solo encontré caos. Los niños estaban
chillando y chapoteando en el agua. Ruth intentaba, desesperada, llevarlos
hasta el escenario, pero era evidente que Bethany no sabía nadar y que
Caleb estaba histérico. A unos metros de allí, Zeke intentaba abrir la otra
jaula. Vislumbré un manojo de llaves en su mano —robadas del saqueador
muerto, supuse— un segundo antes de que consiguiera abrir la puerta y los
rehenes pudieran salir nadando.
Mientras arrastraba el cuerpo inconsciente de Teresa hasta el escenario, la
cortina a mi espalda se abrió y apareció un saqueador, probablemente
atraído por el jaleo de los niños, los disparos y las jaulas. Por un instante se
nos quedó mirando sorprendido y luego se giró para dar la voz de alarma.
Pero ese segundo fue lo único que me hizo falta para abalanzarme y hundir
la espada entre sus costillas. Su grito se transformó en un gorgoteo y se
desplomó sobre el escenario con un golpetazo.
No obstante, los otros saqueadores no tardarían en llegar. Los veía a través
de los agujeros de la cortina, levantándose a toda prisa de sus asientos y
encaminándose hacia el escenario. Eché la vista atrás y vi a Zeke emerger
del agua con Bethany, que gimoteaba y temblaba, y a Caleb aferrado a su
cuello por detrás. Cerca de mis pies, Teresa empezó a toser agua.
Ruth se subió a la plataforma y, a la vez que Zeke dejaba a Caleb y a
Bethany en suelo firme, se lanzó a sus brazos.
—¡Estás vivo! —sollozó contra su pecho mientras él la estrechaba contra
sí y los niños lo abrazaban por la cintura—. ¡Creíamos que habías muerto!
Ay, Dios, ha sido horrible. Darren…
—Lo sé —dijo Zeke, con la expresión tensa—. Y siento no haber
podido… —Cerró los ojos—. Lo siento —susurró—. No volverá a pasar, os
lo juro.
—Zeke —lo avisé, y él desvió los ojos hacia mí—. No hay tiempo para
esto. Vienen más. Hay que sacarlos de aquí.
Él asintió, sosegado y serio otra vez, pero Ruth se giró hacia mí y me miró
con los ojos rebosantes de desconfianza y miedo.
—¿Qué hace ella aquí? —gruñó Ruth, aún con una mano en el pecho de
Zeke—. ¡Es un vampiro! Jeb nos dijo que la matáramos si volvía a
acercarse a nosotros.
—Ya basta, Ruth. —La voz de Zeke sonó dura, y ambas nos quedamos
atónitas—. Me ha salvado la vida —continuó un poco más calmado—. Y a
ti también, por si no te habías dado cuenta. No habría llegado hasta aquí si
ella no hubiese decidido volver.
—Pero… Jeb dijo que…
—Cierra el pico —espeté, y ella retrocedió con los ojos como platos—.
Aún no hemos salido. Y, ahora que lo mencionas, ¿dónde está Jeb? Desde
luego, aquí no. ¿Adónde se lo han llevado?
—¡No te lo pienso decir, vampiro! —chilló Ruth, a punto de ponerse
histérica—. ¡No pienso decirte nada!
Gruñí, más que preparada para hacerla entrar en razón a golpes, pero Zeke
levantó una mano y me detuvo.
—Ruth. —La sacudió suavemente y la obligó a centrar la atención de
nuevo en él—. ¿Dónde está Jeb? ¿Os dijeron adónde se lo habían llevado,
dónde lo retienen?
Aferrada a la camiseta de Zeke, la chica asintió.
—A la torre de Chacal —susurró—. Dijeron que se lo iban a llevar a la
torre de Chacal.
Las palabras apenas habían salido de su boca cuando Bethany gritó y otro
saqueador atravesó la cortina, seguido por un amigo. Me giré espada en
mano y decapité a uno enseguida, lo cual hizo que Bethany y Ruth
volvieran a gritar, pero el otro consiguió dar la alarma antes de poder
acallarlo. Mientras sus cadáveres caían desplomados sobre el escenario, me
volví hacia Zeke.
—¡Corre! ¡Sácalos de aquí! —señalé a la puerta que habían usado los
guardias en las pasarelas—. No me esperes. Ya os alcanzaré. Salid de la
ciudad y no miréis atrás.
—¿Alcanzarnos? —Zeke había empezado a guiar al grupo por la
escalerilla que llevaba a las pasarelas, pero se giró frunciendo el ceño—.
¿Tú no vienes con nosotros?
—No. —Lancé una miradita rápida a la cortina, tras la que se oía cómo la
multitud venía corriendo hacia el escenario y luego las salpicaduras de los
saqueadores en el agua—. Yo voy a por Jeb.
Se me quedó mirando.
—¿Tú? Pero… No, debería hacerlo yo. Es mi familia. Mi responsabilidad.
—Sigues herido, Zeke. Además… —señalé al grupo con la cabeza
mientras el último subía la escalerilla y se asomaba desde lo alto— tú tienes
que sacarlos de aquí. Tendré más posibilidades de encontrar a Jeb si voy yo
sola.
—Pero… —vaciló Zeke, dividido—. Aunque lo encuentres, puede que no
quiera irse contigo, Allie, puede que… intente matarte.
—Lo sé. —Di un paso en dirección hacia la cortina para apartarme de él.
Los saqueadores ya estaban saliendo del agua y subiéndose al escenario—.
Pero si no lo hago, seré el monstruo que piensa que soy. —Me di media
vuelta y, para consternación de los niños, que chillaron, abrí en canal a un
saqueador que venía corriendo hacia nosotros. Mientras se tambaleaba y
caía al agua, yo volví a girarme hacia Zeke—. Si Jeb sigue vivo, te juro que
lo encontraré. Pero tienes que sacarlos de aquí, Zeke. ¡Ya! ¡Vete! Si no he
vuelto para el amanecer, no nos esperes porque estaremos muertos. ¡Venga,
largo!
Con una última mirada torturada, Zeke se giró y huyó por la escalerilla.
Yo me volteé hacia el escenario, le asesté un tajo a otro saqueador y cogí la
lámpara de aceite del poste. Conforme la multitud se aproximaba, levanté la
lámpara por encima de la cabeza y la estampé contra el suelo. El cristal se
hizo añicos y el aceite inflamable se desparramó sobre la tela roja.
La cortina vieja se prendió al instante. Las lenguas de fuego crecieron con
un bramido, consumiéndola y extendiéndose hasta la madera junto a ella.
Aparecieron un par de saqueadores más, así que agarré el segundo farol e
hice lo mismo con el otro lado. Retrocedí cuando el aceite se esparció por
todas partes, incluidos los dos hombres que acababan de atravesar la
cortina. Aullaron y sacudieron los brazos mientras su ropa ardía, y
regresaron a toda prisa por donde habían venido.
El fuego rugió, consumiendo la vieja cortina sin descanso y lamiendo la
estructura de madera a su alrededor. Me tambaleé hacia atrás y, luchando
contra el instinto que me gritaba que huyera de las llamas abrasadoras y
letales, cogí el último farol. Por primera vez sentí un terror casi primitivo;
estaba enfrentándome a uno de los mayores miedos de un vampiro. El fuego
podía acabar conmigo. El viento que se colaba a través del tejado y las
ventanas rotas arrojaba ascuas y tela quemada por los aires. Un trozo
aterrizó en la manga de mi abrigo y yo siseé mientras me lo sacudía
corriendo con la mano.
Estampé el último farol contra el suelo del escenario, me giré y hui por la
escalerilla sintiendo el calor crepitar a mi espalda. Gritos de alarma
resonaron por encima del rugido del fuego mientras los saqueadores
correteaban de un lado para otro sin saber qué hacer. Algunos saltaron al
agua para escapar y otros trataron de extinguir las llamas con lo primero
que pillaban, pero el fuego ya había alcanzado las paredes y el techo y
seguía propagándose por la madera salpicada de aceite sin tener mucha
pinta de ir a parar.
Desde lo alto de la escalera, vi a Zeke guiar a los últimos del grupo por
una puerta al final de la pasarela. Echó la vista atrás y nuestras miradas se
cruzaron. Nos quedamos mirándonos por un momento, con el viento y las
llamas a nuestro alrededor, abrasando pelo y ropa por igual. Distinguí en
sus ojos el arrepentimiento de no poder venir conmigo, la fiera
determinación por sacar a los demás vivos de aquí… y una confianza que
no había estado ahí antes. Asentí brevemente y él me devolvió el gesto con
solemnidad antes de desaparecer por la puerta.
Me giré. Las llamas se estaban extendiendo más rápido de lo que había
creído posible, destrozando las paredes y también los asientos que se habían
prendido por culpa de las brasas desplazadas por el viento. Me puse de cara
a la pared, que estaba a punto de derrumbarse, y contemplé los edificios
desmoronados a través de un agujero y el perfil de la ciudad a través del
humo.
Cogí carrerilla en la pasarela y salté por encima del agua. Me agarré a la
madera y al yeso rugosos. Una sección cedió justo debajo de mi mano y
cayó en picado al agua a la vez que yo comenzaba a ascender por la pared.
Hallé asideros que me facilitaron la subida hasta el tejado y escudriñé la
ciudad.
Unos rascacielos esqueléticos se cernían sobre mí, oscuros y derruidos.
Me di la vuelta e inspeccioné las torres en busca de alguna pista que me
dijera cuál era la guarida de Chacal. Todas parecían iguales, rotas y vacías,
y solté una maldición. ¿Cómo iba a encontrar al viejo en esta ciudad tan
gigantesca…?
Me detuve y parpadeé. Una luz centelleó en la oscuridad como una
estrella perdida. Un brillo en lo más alto de un rascacielos negro.
La torre de un rey vampiro. Si tenía suerte, encontraría allí a Jebbadiah,
vivo e ileso. Si tenía más suerte aún, no me toparía con cierto rey de los
saqueadores esperándome allí con él. Y si tenía muchísima más suerte
todavía, hasta podría rescatar al viejo y llevármelo de vuelta sin palmarla,
ya fuera a manos de Chacal o del mismísimo Jebbadiah Crosse.
22
El Hoyo Flotante ardía como una tea cuando Zeke y yo salimos de la torre
de Chacal. Era una enorme bola de fuego en mitad de la noche. Varios
incendios menores ardían a su alrededor por culpa de las brasas que
transportaba el viento a los tejados vacíos y a través de las ventanas rotas,
propagando las llamas. No encontramos a nadie por el camino; las calles
inundadas y las pasarelas estaban sorprendentemente vacías cuando nos
dispusimos a cruzar la ciudad a toda prisa. Toda la atención estaba puesta en
el enorme fuego que alumbraba el cielo.
Taciturno y retraído, Zeke permaneció en silencio mientras huíamos de la
torre de Chacal. Había perdido a su mejor amigo y a su padre en el mismo
día, y ahora se suponía que debía ocupar el puesto de Jeb. Deseé poder
hablar con él, pero ya habría tiempo luego. Por el momento, teníamos que
salir de la ciudad y poner a los demás a salvo. Si es que eso era posible
siquiera.
Todavía sentía la sed arañándome por dentro, instándome a lanzarme
sobre el humano delante de mí y beber de él. Su sangre había ayudado a
sanar las heridas más graves, pero seguía teniendo hambre. Y encima, el
cielo sobre los edificios empezaba a clarear. Pronto saldría el sol, así que
teníamos que salir de la ciudad antes o, si no, acabaría hecha cenizas.
Sin embargo, a la vez que cruzábamos puentes y pasarelas sin parar, me di
cuenta de que también teníamos otro problema. El Hoyo Flotante, a rebosar
de esbirros de Chacal, se interponía entre nosotros y la salida. Eso sin
contar con el fuego que se propagaba a los edificios colindantes.
—¿Dónde están los demás? —pregunté al tiempo que nos internábamos
en un edificio medio derruido y observábamos las largas lenguas de fuego
chasquear en el viento. Mis instintos vampíricos me pedían que saliese
corriendo en dirección contraria, pero la única forma de salir era
atravesando esa tormenta de fuego.
«La próxima vez, Allison, piénsatelo mejor antes de hacer nada».
—Al otro lado del puente —respondió Zeke observando las llamas,
preocupado—. O al menos ahí fue donde los dejé. Espero que estén bien.
—¿Cómo los sacaste?
Zeke señaló las pasarelas elevadas que rodeaban la zona y que justo
pasaban junto al anfiteatro.
—Seguimos las pasarelas —explicó, señalándolas con el dedo—. Llevan
a las afueras de la ciudad, tal y como dijiste. En cuanto llegamos a la
barcaza nos… agenciamos una de las furgonetas. —Una expresión sombría
cruzó por su cara. Se sentía culpable por haber tenido que matar otra vez—.
Los demás nos están esperando fuera —prosiguió—. Escondidos y a salvo.
Si conseguimos llegar hasta ellos, seremos libres.
—Bueno —murmuré, girándome hacia el fuego y notando el calor incluso
desde aquí—. Pues tendremos que cruzar eso. ¿Preparado para otro
chapuzón?
Zeke asintió, solemne.
—Tú primero.
Nos zambullimos en el agua y nadamos por entre los edificios en llamas y
las calles inundadas. Había bastante humo. Además, los escombros caían a
nuestro alrededor y siseaban al hacer contacto con la superficie. Me centré
en avanzar sin prestarle atención al fuego que nos rodeaba, la sed que me
atenazaba el estómago o el cuerpo cálido junto al mío.
Justo cuando pasábamos bajo una pasarela, con Zeke a la zaga, unas
pisadas resonaron por encima de nosotros y un saqueador se asomó por la
barandilla.
—¡Tú! —gritó, desenfundando la pistola del cinturón—. ¡Te vi en el
Hoyo! ¡Tú eres la zorra que le ha prendido fuego!
Se oyó un disparo y sentí un dolor en el pecho acompañado de un chorro
de sangre. Oí el grito de Zeke justo cuando me sumergí en el agua.
La rabia y la sed aumentaron. Estaba hasta las narices de que me
disparasen, apuñalasen, quemasen, hiriesen, clavasen estacas y lanzasen por
ventanas rotas. Gruñí y me impulsé hacia la superficie. Agarré al saqueador
por el cinturón y tiré de él para arrastrarlo por encima del borde. Caímos los
dos al agua con una fuerte salpicadura y nos sumergimos como una roca. El
humano no dejó de revolverse. Se tensó cuando le clavé los colmillos en el
cuello y, para cuando llegamos al fondo, ya se había quedado
completamente inmóvil.
Terminé de alimentarme y vacilé. Me dieron ganas de dejarlo ahí para que
se lo comiesen las lombrices y los peces, pero Zeke me esperaba arriba y
me había visto caer al agua con el saqueador. Gruñí, agarré el cuerpo inerte
y subí a la superficie. Puede que aún muriese de hipotermia o por la pérdida
de sangre, pero al menos no se ahogaría.
Zeke se quedó boquiabierto cuando emergí y me sacudí el agua de los
oídos.
—Estás viva —susurró. Le castañeaban los dientes por culpa del frío—.
Pero… te disparó en el pecho. Lo he visto…
—No es tan fácil matarme —murmuré—. Bueno. No es tan fácil matarme
por segunda vez, porque ya lo estoy, ¿recuerdas?
Nadamos bajo la pasarela, saqué el cuerpo inmóvil del agua y lo dejé en el
borde de la plataforma. La cabeza se le movió y reveló los dos agujeritos
que no le había sellado en el cuello. La mirada de Zeke siguió la mía y se
tensó, aunque no dijo nada.
Seguía dándole vueltas a algo mientras avanzábamos a través de las calles
hasta que por fin llegamos a las pasarelas elevadas que conducían al
exterior del territorio de Chacal. Chorreando y temblando, me siguió por la
estructura hasta la cima y me tomó de la mano para que lo ayudara a subir a
los tablones. Una brisa helada soplaba en la superficie. Su aspecto me
sorprendió. Parecía tan triste, tan herido, empapado y helado, con el pelo y
la ropa adheridos al cuerpo, y, sin embargo, sus ojos refulgían con una
determinación inquebrantable hacia el otro lado del puente, siempre hacia
delante. Al contrario que yo, que me volví y miré hacia atrás, hacia la
ciudad y el fuego que la consumía.
Había tantísimos muertos. Tantas vidas perdidas. Gente que había
conocido, con la que había hablado. Dorothy, Darren, Jeb… No había sido
capaz de salvarlos. Tragué con fuerza y me froté los ojos. ¿Desde cuándo
me importaban tanto? Antes de que Kanin me transformara, la muerte era
algo a lo que me enfrentaba cada día. La gente moría a menudo, así
funcionaba el mundo. Pensaba que, después de la muerte de mi antiguo
grupo y la traición de Rama, no tendría que preocuparme por nadie más. Y,
sin embargo, aquí estaba, deseando haber salvado a la persona que más me
odiaba.
—Allison. —La voz de Zeke me instó a darme la vuelta. Se estremeció a
causa de la brisa, pero permaneció firme—. Está amaneciendo —me
informó, señalando con la cabeza hacia lo alto de los edificios—. Hay que
refugiarse. Venga.
Asentí. En silencio, me apresuré a seguirlo por las vías a través del puente
que daba al exterior de la ciudad y se internaba en las ruinas de Antigua
Chicago, y dejé que el territorio de Chacal ardiera hasta los cimientos.
—¡Kanin!
Se me llenó la boca de arena y esta me obstruyó la nariz y la garganta.
Escupiendo y atragantándome, me erguí y excavé hasta salir a la superficie.
Zeke, sentado contra una vía medio enterrada, se levantó deprisa. Miré
alrededor, confusa, intentando recordar dónde nos encontrábamos. A unos
pocos metros, las olas rompían sobre un trozo de arena blanca antes de
borbotear y retraerse. Detrás de nosotros los rascacielos destrozados de
Chicago se amontonaban en el horizonte, amenazando con desplomarse
sobre la arena.
Recordé destellos sueltos de la noche anterior. Zeke y yo encontramos a
los otros al otro lado del puente, justo donde los había dejado él, sentados
en la misma furgoneta con la que los habían secuestrado. A escasos minutos
del amanecer, condujimos a toda prisa en dirección a la costa para alejarnos
todo lo posible de los saqueadores. Pensando solo en evitar el sol, me
enterré en la arena momentos antes de que la luz se asomara sobre el
horizonte y me desmayase.
—¿Estás bien? —preguntó Zeke con el pelo alborotado a causa del viento.
Hoy parecía algo recompuesto y no tan pálido. Vestía una chaqueta más
gruesa sobre la ropa andrajosa—. ¿Has tenido más pesadillas?
—Sí —murmuré, aunque sabía que en realidad no eran sueños. Era Kanin.
Estaba en peligro—. ¿Dónde están los demás? —inquirí—. ¿Están bien?
Zeke señaló el edifico a nuestra espalda. Habían aparcado la furgoneta
cerca de la puerta y la arena se amontonaba en torno a los neumáticos. De
vez en cuando el viento la apartaba y dejaba entrever la acera de debajo.
—Caleb está enfermo y Teresa tiene un esguince en el tobillo —respondió
—, pero aparte de eso, parecen estar bien. Por lo menos de salud. Es
increíble que nadie más resultara herido.
Una figura esbelta apareció en el umbral y nos observó. Sin embargo,
cuando vio que la estaba mirando, volvió adentro enseguida.
—Me tienen miedo, ¿verdad?
Zeke suspiró y se pasó una mano por el pelo.
—Siempre les han enseñado que los vampiros son demonios,
depredadores —explicó. No lo hizo a modo de disculpa ni a la defensiva,
solo constataba un hecho—. A pesar de lo que les he dicho, les das miedo,
sí. Y Ruth…
—Me odia —terminé la frase y me encogí de hombros—. Nada nuevo.
—Ha insistido en desenterrarte y matarte mientras dormías. —Zeke
frunció el ceño y sacudió la cabeza—. Incluso intentó convencer a Jake para
que lo hiciese cuando yo me negué. Tuve que ponerme serio con ella. —Se
le descompuso la cara y desvió la mirada—. Tiene miedo, como todos.
Después de lo que han pasado, no los culpo. Pero no te estorbará ni te
causará problemas —prosiguió—. Y los demás han aceptado que viajarás
con nosotros a partir de ahora. Vendrás, ¿no? Nos ayudarás a llegar.
—¿Al Edén? —Volví a encogerme de hombros y giré la cabeza hacia el
agua para no tener que mirarlo a la cara. Así me costaría el doble—. No sé,
Zeke. Me da que allí no aceptarían a nadie como yo. —Me vino a la mente
la imagen del rostro de Kanin, torturado y sufriendo—. Tengo… que hacer
algo. Debo encontrar a alguien. —«Se lo debo»—. Estarán bien contigo. —
Lo miré de soslayo al final—. Tú podrás llevarlos hasta allí. Según el mapa
de Chacal, no está muy lejos.
—Olvídate entonces de los demás. —Zeke dio un paso hacia mí. No
llegábamos a tocarnos, pero estábamos cerca—. Te lo pido yo. Por favor.
¿Te quedas con nosotros hasta el final?
Lo miré. Observé su rostro pálido y serio; sus ojos azules, suplicantes, y
sentí que mi determinación se hacía añicos. Kanin me necesitaba, pero…
Zeke, también. Quería quedarme con él a pesar de saber que esto —hubiera
lo que hubiese entre nosotros— acabaría mal. Yo era un vampiro y él, un
humano. Mis sentimientos no podían aplacar la sed. Estar con él lo ponía en
peligro; sin embargo, estaba dispuesta a arriesgarme, a arriesgar su vida,
solo por seguir a su lado.
Y esa dependencia era lo que más miedo me daba. Allie la aledeña lo
sabía de sobra: cuanto más te acercabas a alguien, peor era cuando morían.
Pero habíamos llegado muy lejos; no seguir hasta el final sería una
equivocación.
—De acuerdo —murmuré, rezando por que Kanin aguantase un poco
más. «Iré pronto, Kanin, lo prometo»—. Vayamos al Edén, entonces.
Acabemos lo que empezamos.
Zeke me sonrió y yo le correspondí. Juntos, caminamos por la playa hacia
donde el grupo nos esperaba en el interior del edificio.
Por suerte, esta vez no tuve pesadillas. Aun así, eso no alivió la urgencia
con que me desenterré y me sacudí el polvo del pelo y la ropa a la noche
siguiente. Kanin seguía por ahí, en algún lugar. En problemas. A lo mejor
no podía salvarlo. A lo mejor el inquietante silencio de mis sueños
significaba que ya estaba muerto. Pero no podía abandonarlo. Tenía que
intentar dar con él al menos.
Pronto.
Me quité un trocito de barro del pelo, me giré y vi que Caleb me estaba
mirando fijamente.
Tenía los ojos rojos e hinchados y la cara sucia y llena de churretes de
haberse limpiado las lágrimas con las manos. Ahí estaba, contemplándome
con los ojos entornados y secos, solemne e impávido.
—A Ruth también la han enterrado —dijo al rato, mientras el tenue
retumbar de un trueno resonaba a lo lejos. Detrás de él, los relámpagos
destellaron, señal de que se aproximaba una tormenta.
Asentí, preguntándome adónde querría llegar.
—Pero tú has salido —prosiguió Caleb, desviando la vista hacia el
montón de tierra a mi espalda. Se me acercó despacio a la vez que levantaba
la mirada hacia mi rostro con los ojos cargados de esperanza—. Tú has
salido, así que a lo mejor… Ruth también, ¿verdad? Podemos esperar.
Podemos esperar hasta que vuelva, como tú.
—No, Caleb. —Sacudí la cabeza con pesar—. Yo soy diferente. Soy un
vampiro. —Me callé para ver si eso lo asustaba. No lo hizo. Me arrodillé, le
cogí la manita y me quedé mirando sus dedos regordetes—. Ruth era
humana —susurré—. Igual que tú. Y Zeke. Y todos los demás. No va a
volver.
Le tembló el labio. Sin previo aviso, se me abalanzó y empezó a
golpearme en los hombros con sus puñitos.
—¡Pues entonces conviértela en un vampiro! —sollozó, anegándosele
otra vez los ojos en lágrimas. Me encogí en el sitio, más por la sorpresa que
por otra cosa. No sabía qué hacer—. ¡Haz que vuelva! —me gritó—.
¡Tráela de vuelta ahora mismo!
—¡Oye, oye! ¡Caleb! —Y de pronto apareció Zeke, agarró de la muñeca
al niño y lo estrechó entre sus brazos. Caleb lloró y enterró la cabecita en el
hombro de Zeke, aporreándolo en el pecho sin mucha fuerza.
Zeke lo abrazó hasta que se le pasó el berrinche y luego bajó la cabeza y
le murmuró algo al oído. Caleb resopló.
—No tengo hambre —musitó.
—Deberías comer algo —insistió Zeke, acariciándole el pelo. Él también
tenía los ojos rojos además de ojeras, como si no hubiera podido dormir en
todo el día. Caleb se sorbió, negó con la cabeza e hizo un puchero—. ¿No?
—preguntó Zeke, sonriendo muy ligeramente—. ¿Sabes que Teresa ha
encontrado mermelada de manzana en el sótano? Y de melocotón. Están
dulcísimas.
Eso pareció despertar el interés de Caleb.
—¿Qué es la mermelada de manzana?
—Ve y pídele un poco —dijo Zeke, bajándolo al suelo—. Los demás
están en la cocina. Más vale que te des prisa o si no Matthew se la comerá
toda.
Caleb se alejó, taciturno, aunque al menos parecía habérsele pasado el
arrebato. Zeke lo observó marcharse hasta que dobló la esquina, luego se
giró y se pasó una mano por los ojos.
—¿Has podido dormir algo? —pregunté.
—Tal vez una hora. —Zeke bajó el brazo y oteó los campos al otro lado
de la valla—. He encontrado combustible en el garaje —dijo—, y unas doce
latas de conserva en el sótano, así que debería haber suficiente para otra
noche más. —Suspiró y bajó la cabeza—. ¿Le has dicho a Caleb que Ruth
no iba a volver?
Me tensé y luego asentí.
—Tenía que oírlo. No quería darle falsas esperanzas de que su hermana
pudiera seguir viva. Sería muy cruel.
—Lo sé. —Zeke por fin se giró y la desolación en su rostro me
sorprendió. Parecía haber envejecido varios años; tenía arrugas alrededor de
los ojos y la boca que antes no estaban ahí—. Intenté decírselo antes,
pero… —Se encogió de hombros—. Supongo que necesitaba oírlo de ti.
—No ha sido culpa tuya.
—Todo el mundo me dice lo mismo. —Zeke encorvó los hombros contra
el viento, que arreciaba—. Pero no me lo creo. —Sacudió la cabeza y se le
apartó el pelo de la cara—. Ojalá pudiera creer… que vamos a conseguirlo.
Que el Edén está ahí fuera, esperándonos, después de todo este tiempo. Que
existe un lugar en este maldito mundo donde podremos estar a salvo. —Se
giró, le dio un puntapié una botella tirada en la maleza y la estampó contra
el lateral de la casa. Los trozos de vidrio verde saltaron por los aires y yo
me quedé contemplándolo con tristeza. Zeke inclinó la cabeza hacia atrás y
miró las nubes—. Dame una señal —susurró, cerrando los ojos—. Una
pista. Algo. Cualquier cosa que me diga que estoy haciendo lo correcto.
Que no debería rendirme y dejar de buscar lo imposible antes de que
mueran todos los que me importan.
Como era de esperar, no hubo más respuesta que el susurro del viento y la
tormenta que se acercaba peligrosamente.
Zeke suspiró, bajó la cabeza y se giró hacia mí con los ojos
completamente vacíos.
—Vamos —musitó, dando un paso hacia adelante—. Deberíamos
continuar antes de que llegue la tormenta.
Eché un vistazo al muro de nubes que se aproximaba por el lago. Algo
brilló contra la negrura, un brevísimo parpadeo de movimiento, y entrecerré
los ojos a la espera de que reapareciera.
—Zeke —susurré, mirando por encima de la valla—. Mira.
Se giró y entornó los ojos. Por un momento, nos quedamos allí plantados
con el viento azuzando a nuestro alrededor y los relámpagos reluciendo en
el horizonte. Los truenos gruñían de forma amenazadora y las primeras
gotas de lluvia comenzaron a caer.
Entonces, a lo lejos, un haz de luz hendió la oscuridad y penetró el manto
de nubes. Desapareció enseguida y luego reapareció unos segundos
después.
Zeke parpadeó.
—¿Qué es eso?
—No lo sé —dije, colocándome detrás de él—. Pero, aunque podría
equivocarme… parece venir del este.
—Donde se supone que está el Edén —terminó Zeke casi en un susurro.
Entonces echó a correr sin mirar atrás por el lateral de casa. Lo oí llamar a
los demás y unirse a ellos, emocionado y nervioso al tiempo que todos se
preparaban para partir. En cuanto a mí, yo esperaba con todas mis fuerzas
que al final encontrasen lo que estaban buscando.
Seguimos la orilla del lago sin perder de vista el tenue rayo de luz que
sobresalía por encima de los árboles. Lo único que oía eran los corazones
acelerados de los demás a causa de la emoción. La lluvia aporreaba las
ventanas, por lo que Zeke tenía que entrecerrar los ojos para ver algo a
través del parabrisas. Aunque apenas se distinguía con la tormenta, la luz no
cesó; era como un rayo de esperanza en mitad de la lluvia que nos motivaba
a continuar.
La carretera se estrechó y empezó a serpentear a través de un bosque
inmenso, a veces desaparecía por completo bajo la hierba, la tierra y la
maleza que abundaban en los bordes y atravesaban el asfalto. Empezaron a
aparecer coches entre los árboles, dispersos a un lado de la carrera o
abandonados en la cuneta. Empecé a inquietarme y mi instinto se activó de
golpe. Tenía la ligera impresión de que estos coches podrían haber
pertenecido a otras personas atraídas por esa luz, movidas por la misma
promesa de seguridad y esperanza. Con la diferencia de que nunca
consiguieron llegar. Algo los había detenido antes de alcanzar el Edén. Algo
que probablemente también nos estuviese esperando a nosotros.
«Los rábidos siempre se sienten atraídos por los lugares concurridos»,
dijo la voz de Kanin en mi mente. «Por eso las ruinas justo fuera de las
ciudades vampíricas son tan peligrosas. Porque los rábidos saben dónde está
su presa y, aunque no sean capaces de sobrepasar el muro, nunca dejan de
intentarlo. Es verdad que no son lo bastante inteligentes como para tender
trampas muy complejas, pero sí que emboscan a las personas o incluso a los
vehículos si saben adónde se dirige su presa».
Zeke pisó el freno de golpe. Caleb y Bethany chillaron cuando la
furgoneta patinó unos cuantos metros por la carretera y luego se detuvo en
mitad del asfalto. Eché un vistazo a través del cristal y se me heló la sangre
en las venas.
El tronco de un árbol —largo, grueso e inmenso— bloqueaba el camino.
Era demasiado grande como para rodearlo, atravesarlo o pasar por encima.
Podría haberse caído a causa de la tormenta o de la gran cantidad de lluvia o
viento que hacía. O por cualquier otra causa natural.
Pero aun así… yo sabía que no.
Zeke me miró, pálido.
—Están ahí, ¿verdad?
Asentí.
—¿Cuánto queda para que amanezca?
Comprobé mi reloj interno.
—Ni siquiera es medianoche.
Tragó saliva.
—Si permanecemos aquí…
—Destrozarán la furgoneta tratando de llegar hasta nosotros. —Escudriñé
la carretera en busca del haz de luz. Brillaba por encima de las ramas,
tentadoramente cerca—. Vamos a tener que correr.
Zeke cerró los ojos. Podía ver cómo temblaba. Cuando los abrió, echó un
vistazo rápido atrás, hacia Caleb, Bethany, Silas, Teresa, Matthew y Jake.
Los únicos que quedaban del grupo. Se inclinó hacia mí y bajó la voz.
—No lo conseguirán —susurró—. Teresa tiene una pierna mal y los
niños… es imposible que corran más rápido que esas cosas. No puedo
abandonarlos.
Miré por la ventana. Más allá de los faros de la furgoneta, solo veía lluvia
y oscuridad, pero sabía que estaban allí, observándonos.
«Déjalos», me gritaba mi instinto de supervivencia. «Están acabados.
Saca a Zeke de aquí y olvídate del resto; no hay manera de salvarlos. Esta
vez no».
Gruñí desde lo más profundo de mi garganta. Habíamos conseguido llegar
hasta aquí. Solo quedaba un poco más.
—No te preocupes por los rábidos —murmuré, agarrando la manija de la
puerta—. Tú concéntrate en los demás. Ponlos a salvo tan rápido como
puedas y no mires atrás.
—Allison…
Le agarré una mano y lo sentí temblar bajo los dedos.
—Confía en mí.
Me miró a los ojos. Luego, haciendo caso omiso de los gritos ahogados
que se oyeron detrás, se inclinó hacia adelante y pegó sus labios a los míos.
Fue un beso desesperado, lleno de anhelo y pena, como si se despidiera.
—Ten cuidado —susurró, separándose.
Y de repente deseé haber tenido más tiempo con él; que el mundo no
destruyera todo ápice de luz y bondad que encontrara a su paso, y que
personas como Zeke y yo pudiésemos vivir en nuestro Edén particular.
Me giré, abrí la puerta del coche y salí bajo la lluvia.
Salté por encima del árbol, desenvainé la espada y vi como mi sombra se
alargaba frente a mí delante de los faros.
«Muy bien, monstruos», pensé, avanzando. «Sé que estáis ahí. Vamos al
lío».
La tormenta se arremolinaba a mi alrededor. Me empapé bajo la lluvia y,
por culpa del fuerte viento, el pelo se me alborotó y el abrigo se me levantó.
Los relámpagos destellaban, coloreando el mundo de blanco y dejando a la
vista las sombras y el bosque vacío.
Otro rayo cruzó el cielo y un montón de rábidos apareció de golpe entre
los árboles; cientos de ojos blancos y muertos que me observaban y se
acercaban arrastrando los pies. Había muchísimos. Eran como hormigas
saliendo de un hormiguero, y enseguida el ambiente se saturó de sus
espeluznantes quejidos y chillidos.
Agarré con fuerza la espada y di un paso al frente.
Arremetieron contra mí profiriendo chillidos penetrantes y agudos; era
una plaga de monstruos pálidos y caóticos. Con un fuerte grito de guerra,
me lancé hacia el borde de la carretera y me enfrenté a la primera oleada
con los destellos del acero, cercenando brazos y piernas y partiendo cuerpos
en dos. Ellos, con sus garras, me rasgaron el abrigo y me arañaron la piel.
La sangre impregnó el aire húmedo, tanto la mía como la de los monstruos
infectados, pero no sentí dolor alguno. Rugiendo, extendí los colmillos y
me abalancé sobre la plaga, separándolos. Todo se convirtió en un caótico
borrón de sangre, colmillos y extremidades desmembradas, y me perdí en
aquella destrucción salvaje.
Un grito procedente de la furgoneta me llamó la atención. Zeke estaba
sacando a Caleb por la puerta lateral cuando un rábido surgió de la tierra y
los atacó. Zeke apartó al niño de su alcance con un brazo y con el otro sacó
el machete. La hoja se clavó profundamente en el cráneo del monstruo y el
rábido se sacudió y se apartó. Me dispuse a ir hacia ellos cuando, de
repente, a través de los árboles, la tierra tembló y otra ola de monstruos
surgió del suelo. Con los ojos ardiendo de rabia, soltaron unos chillidos
escalofriantes y se arrojaron hacia la furgoneta.
—¡Zeke! —bramé, cortándole la cabeza a un rábido mientras este me
hacía un tajo en el brazo con sus zarpas—, ¡sácalos ya de aquí!
—¡Vamos! —gritó Zeke, y el pequeño grupo de seis humanos saltó el
árbol como pudo y salió corriendo por la carretera. Jake iba al frente, con el
hacha que había recogido en nuestra última parada, y luego los demás,
aunque eran demasiado pequeños o mayores como para portar armas.
Zeke aguardó junto a la furgoneta a que salieran todos antes de girarse y
disponerse a huir también.
Pero entonces un rábido apareció de la nada, se estrelló contra él y lo
inmovilizó contra el capó de la furgoneta. Hizo amago de acercar los
dientes a la garganta de Zeke, pero él movió una mano y lo agarró del
cuello para impedírselo. El rábido gruñó de rabia y lo atacó con las zarpas,
desgarrándole el pecho y, por un horrible instante, me transporté de nuevo a
aquella noche bajo la lluvia, cuando morí tratando de apartar al monstruo de
mi garganta mientras me despedazaba con sus garras.
—¡Zeke!
Me separé de la horda y me encaminé a toda prisa hacia él. Pero Zeke
levantó la pierna y pateó al rábido en el pecho para quitárselo de encima. Su
mirada azul se cruzó con la mía a través de la lluvia.
—¡Ayuda a los demás! —exclamó al tiempo que el rábido se ponía de pie
con un gruñido y volvía a arremeter contra él. Se topó con su machete, que
le rebanó la cara, y retrocedió con un chillido. La sangre empezó a
resbalarle por entre los ojos—. ¡Allison! —Zeke me dedicó una brevísima
mirada—. Olvídate de mí. ¡Ayuda a los demás! ¡Por favor!
Vi cómo Zeke levantaba el arma empapado de sangre y cómo el rábido se
le echaba encima y tomé una decisión.
Di media vuelta y salí corriendo tras el grupo. Los alcancé justo cuando
un par de rábidos se abalanzaban sobre Bethany y los maté antes de que
pudieran tocarla siquiera, pero nos estaban rodeando. Mirara donde mirase,
había rábidos saliendo de entre los árboles o brotando directamente del
suelo. Algunos se me echaron encima, pero los despedacé antes de que
pudieran alcanzar al resto del grupo. Aun así, solo era cuestión de tiempo
que nos superaran en número.
Los veía por el rabillo del ojo, apiñados los unos contra los otros. Teresa y
Silas tenían a los niños entre ellos, sollozando, y Jake permanecía mudo y
serio a mi espalda con el hacha preparada. Pero Zeke no estaba. Los rábidos
venían a por nosotros, oleada tras oleada. No había escapatoria.
«Huye», me susurraba mi instinto vampírico. «Los rábidos no te quieren a
ti; sino a los humanos. Aún puedes salir de esta. ¡Huye!».
El círculo de rábidos se estrechó, siseando y gruñendo. Miré atrás al grupo
de humanos y luego me volví para enfrentar a la oleada de muertos que se
nos aproximaba por todos lados.
«Zeke», pensé, levantando la katana una última vez, «esto va por ti».
Mostré los colmillos, rugí a todo pulmón y arremetí contra ellos.
De pronto, una luz cegadora atravesó la oscuridad. Los rábidos se
quedaron paralizados y se giraron cuando un vehículo gigantesco empezó a
abrirse paso a través de la muchedumbre, aplastando cuerpos y lanzándolos
por los aires. Frenó de golpe a unos cuantos pasos de nosotros y varios
humanos uniformados se asomaron por el techo y abrieron fuego contra la
plaga con una ametralladora.
Los rábidos chillaron y aullaron, y el rugido de las balas se unió a la
ensordecedora cacofonía al tiempo que atravesaban la carne, destrozaban el
hormigón y provocaban explosiones en la tierra y los árboles. Retrocedí con
los demás y nos pegamos al vehículo tanto como pudimos, esperando que
ninguna bala perdida impactara contra nosotros por casualidad. Los rábidos
trataban de acercarse a la camioneta, pero morían antes de llegar a sus
inmensas ruedas cosidos a balazos. Se oyó un grito y algo pequeño salió
volando, lanzado por uno de los humanos. Unos segundos después, una
explosión hizo retumbar el suelo y arrojó a los rábidos por los aires.
Gruñendo, el resto de la horda se giró y huyó de vuelta al bosque o a
enterrarse en el suelo. En cuestión de unos pocos segundos, todos los
rábidos habían desaparecido y la noche quedó en silencio a excepción de la
lluvia.
Me tensé cuando un humano se bajó de un salto de la camioneta y se
dirigió hacia nosotros. Era grande y musculoso, llevaba un uniforme negro
y verde y portaba un arma grandísima en las manos.
—Vimos vuestras luces en la carretera —dijo como si nada—. Sentimos
no haber podido llegar antes. ¿Hay alguien herido?
Aturdida, me lo quedé mirando. Otros soldados habían empezado a bajar
del vehículo para envolver al grupo en mantas y guiarlos hasta la parte
trasera de la camioneta. Uno de ellos cogió a Bethany después de cubrirla
con una manta y otro ayudó a Teresa a caminar. El soldado jefe los observó
por un instante y luego se giró de nuevo hacia mí.
—¿Estos son todos? —preguntó con brusquedad—. En cuanto nos
marchemos, no volveremos si podemos evitarlo. ¿No hay nadie más?
—¡Sí! —grité y me giré para inspeccionar la carretera a nuestra espalda
—. Hay uno más. Lo dejamos junto a la furgoneta. Podría seguir vivo.
Fui a adelantarme, pero el hombre me sujetó del brazo.
—Está muerto, chica. —Cuando me volví loca de furia hacia él, vi que el
soldado me miraba con compasión—. Si lo han atrapado los rábidos, está
muerto. Lo siento, pero solo podemos llevar al Edén a los que estén vivos.
—No pienso abandonarlo —gruñí, deshaciéndome de su agarre de un
tirón. Me quemaba la garganta de la ira y de lo injusto que era todo. Que
Zeke hubiese llegado hasta aquí, hasta tan lejos, solo para caer al final.
Pensé en la información que llevaba, la preciada investigación que podía
salvar a la raza humana, y me aparté del soldado—. Tú no lo conoces…
Podría seguir vivo. Si está muerto… —Apreté los puños y se me quebró la
voz un ápice—. Quiero saberlo. Pero no pienso dejarlo aquí. Hemos llegado
demasiado lejos para eso.
—Sé que cuesta… —comenzó el soldado, pero lo interrumpieron.
—¿Sargento? —Uno de los soldados se asomó desde el interior de la
camioneta—. Sargento Keller, creo que debería ver esto.
Me giré. Una figura solitaria venía caminando por la carretera hacia
nosotros con una mano sujetándose un hombro y la otra aferrando un
machete a un costado. Estaba cubierto de sangre, tenía la ropa desgarrada y
cada paso que daba parecía ser un suplicio, pero seguía vivo.
El alivio me embargó. Me aparté de Keller y eché a correr hacia él. Lo
atrapé justo cuando se tambaleó y dejó caer el arma al suelo. Tenía la piel
helada, no dejaba de temblar y estaba empapado de sangre, tanto de la suya
como de la de los rábidos. Oía sus latidos frenéticos en el pecho; el mejor
sonido del mundo. Me rodeó con un brazo y apoyó su frente contra la mía.
—Zeke —susurré, sintiendo su aliento trémulo contra la piel y la tensión
de su espalda y sus hombros. No dijo nada, solo me abrazó con fuerza; no
obstante, yo me eché un poco hacia atrás y lo fulminé con la mirada—.
Joder, no vuelvas a hacerme esto.
—Lo siento —repuso con la voz cargada de dolor—. ¿Y… los demás?
¿Están todos bien?
Acuné su rostro con ambas manos y deseé reír, llorar y abofetearlo a la
vez.
—Todos están bien —dije, y lo sentí relajarse—. Lo conseguimos, Zeke.
El Edén está a la vuelta de la esquina.
Soltó el aire de los pulmones con dificultad y se echó contra mí.
—Gracias —susurró justo cuando los soldados nos rodearon.
Ya estábamos a salvo. Lo solté y retrocedí. Dejé que los humanos le
cubrieran los hombros con una manta, le iluminaran las heridas con una
linterna y le hiciesen un montón de preguntas.
—Solo son arañazos —oí decir a Zeke cuando el sargento Keller lo
inspeccionó frunciendo el ceño—. No me han mordido.
—Llevadlo a la camioneta —ordenó Keller, meneando un brazo—. Que
lo examinen cuando lleguemos. Moveos, gente.
Momentos después, me encontraba sentada junto a Zeke en la parte
trasera de aquella camioneta monstruosa, ambos envueltos en mantas y
agarrados de la mano. Al estar rodeados de tantos humanos, la sed se
revolvía en mi interior conforme los arañazos bajo mi abrigo sanaban
despacio, pero hice caso omiso de ella. Caleb y Bethany se aferraban a los
adultos que conocían y ojeaban a los soldados con cautela, pero los demás
estaban embargados por el alivio. A la vez que la lluvia aflojaba, me asomé
por lo alto de la camioneta y vi que nos aproximábamos a un par de puertas
de hierro al final de la carretera. Una valla se extendía a cada lado del
portón, recordándome a la Muralla de Nueva Covington, oscura y
gigantesca y con alambre de espino en lo alto. La luz blanca de un foco
giraba despacio en una esquina del muro y atravesaba el cielo.
Oí unos gritos al otro lado de la valla y después las enormes puertas se
abrieron para dejar pasar a la camioneta. Más hombres uniformados y
armados flanqueaban el camino detrás del portón. Corrieron tras el vehículo
mientras nos dirigíamos por un camino embarrado hacia unos edificios
alargados de cemento que se atisbaban a lo lejos. A lo largo del muro había
torres de vigilancia apostadas cada treinta metros, y los humanos parecían
ser todos militares.
Caleb echó un vistazo por encima de la camioneta con los ojos abiertos
como platos.
—¿Esto es el Edén? —preguntó llorosamente.
Uno de los soldados se rio.
—No, hombrecito, aún no. Mira. —Señaló a donde un muelle se extendía
por encima de las aguas oscuras del enorme lago—. El Edén está en una isla
en mitad del lago Erie. Mañana por la mañana llegará un barco que os
llevará a todos hasta allí.
Así que Jeb había estado en lo cierto. El Edén se encontraba en una isla.
Este lugar solo era un control fronterizo, la última parada antes de llegar a
la ciudad.
—¿Está muy lejos? —murmuró Zeke por encima de mi hombro con la
voz atenazada por el dolor.
El sargento Keller lo miró frunciendo el ceño.
—No mucho. A una hora o así en barco. Pero primero hay que asegurarse
de que no estéis infectados. Todos habéis estado en contacto con los
rábidos, por lo que deberéis pasar un examen médico exhaustivo antes de
que se os permita la entrada a la ciudad.
Uy, mal asunto para mí. Zeke me apretó la mano, señal de que había
pensado lo mismo.
La camioneta atravesó el campamento y por fin se detuvo frente a uno de
los edificios alargados de cemento a orillas del lago.
Un hombre calvo ataviado con una bata blanca nos aguardaba junto a la
puerta trasera y habló de forma urgente con el sargento Keller mientras
nosotros bajábamos de la camioneta. Vi que el sargento nos señalaba a Zeke
y a mí y el calvo nos echó una miradita cargada de preocupación.
Otros dos hombres con bata blanca sacaron una camilla y subieron a Zeke
encima a pesar de sus protestas. Al final cedió, pero siguió aferrado a mi
mano mientras nos conducían a una sala blanca y esterilizada donde había
un puñado de camas pegadas a la pared. Hombres y mujeres de blanco se
nos acercaron a toda prisa y se llevaron a los otros a distintas partes de la
habitación. Caleb se resistió un poco, reacio a separarse de Jake, pero al
final el hombre se lo ganó sacándose algo pequeñito y brillante del bolsillo
de la bata. Parecía un botón verde con un palito blanco, pero cuando Caleb
se lo llevó a la boca, abrió mucho los ojos y lo mordió con una sonrisa. El
hombre le ofreció la mano y Caleb permitió que lo llevase hasta un
mostrador.
—Perdone.
Levanté la mirada. Habíamos llegado a unas puertas dobles al final de la
sala y el hombre calvo y bajito me miraba como disculpándose.
—Lo siento —dijo—. Pero tenemos que operarlo enseguida. Algunas de
sus heridas son graves y aún no sabemos si lo han mordido. Tiene que
soltarle la mano.
No sabía qué quería decir con «operar», pero no quería soltar a Zeke. De
pronto tuve miedo de que, si atravesaba esas puertas sin mí, no lo volviera a
ver.
—¿No puedo ir con él?
—Lo lamento —se disculpó de nuevo, parpadeando tras sus gafas—. Me
temo que no está permitido. Es demasiado peligroso, tanto para el paciente
como para usted. Pero le juro que haremos todo lo posible por él. Estará en
buenas manos, se lo aseguro.
Miré a Zeke otra vez. Yacía tumbado en la camilla con los ojos cerrados,
pálido y ensangrentado bajo las fuertes luces de la habitación. Una de las
mujeres le había clavado antes una aguja en el brazo y lo había dejado
inconsciente. Tenía la mano flácida entre mis dedos.
—Puede esperar fuera, si quiere. —El hombre calvo me dedicó una
sonrisa comprensiva y cansada—. La avisaremos de su estado en cuanto
acabemos. Pero tiene que dejarlo ir ahora. Venga, suéltelo.
Con suavidad, me agarró la mano y me la separó de la de Zeke. Me resistí
al principio, pero luego me rendí. El hombre calvo me volvió a sonreír y me
dio una palmadita en el brazo.
Se llevaron a Zeke a través de las puertas y yo los seguí por un pasillito
estrecho y apenas iluminado hasta que desaparecieron tras otro par de
puertas de metal sin ventanas y con las palabras «Solo personal autorizado»
pintadas en un rojo intenso. Capté un olorcillo a sangre vieja a través de las
puertas y el estómago me dio un vuelco tanto de miedo como de hambre.
Permanecí en el pasillo con la vista puesta en las puertas durante horas.
Me pregunté cómo estarían los demás; si Zeke estaría bien; si saldría de
esta. Había mucha sangre. Si lo habían mordido… Si se convertía en uno de
esos monstruos…
Sacudí la cabeza y abandoné ese pensamiento. Me apoyé contra la pared y
miré al techo antes de cerrar los ojos.
«No sé si me oyes», pensé hacia el cielo, «o si estás escuchando siquiera.
Pero si aún te queda un ápice de compasión, no dejes que Zeke muera ahí
dentro. No cuando ha llegado tan lejos. No cuando lo ha sacrificado todo
para que los demás llegasen vivos hasta aquí. Sé que probablemente tengas
muchas ganas de llevártelo a casa, pero aún necesitamos que siga aquí un
poco más. Deja que se quede aquí un poco más».
El pasillo permaneció vacío y en silencio. Agaché la cabeza y dejé que
mis pensamientos divagaran. De pronto, me pregunté dónde estaría Kanin,
si aún seguiría vivo. Si podía percibirme, sentir dónde estaba o si le
importaba, ya puestos. Si aún seguía lo bastante cuerdo como para que le
importase. Me pregunté si lamentaba que uno de sus hijos hubiera matado
al otro.
Y entonces lo sentí. Una punzada de rabia y odio tan poderosa que levanté
de golpe la cabeza y me golpeé contra la pared. Con una mueca de dolor,
inspeccioné el pasillo y sentí cómo los colmillos amenazaban con salirme
de las encías. Por una fracción de segundo, lo había sentido, había visto su
rostro. Había sentido su ira, dirigida directamente hacia mí. No a Kanin, ni
tampoco al vampiro psicópata.
Chacal. Estaba vivo.
Las puertas al final del pasillo se abrieron. Me enderecé de golpe cuando
el hombre calvo emergió con cara de cansancio y con manchas de sangre en
la bata blanca.
—Su amigo se pondrá bien —dijo, sonriente, y me derrumbé contra la
pared muerta del alivio—. Ha perdido mucha sangre, tiene una ligera
contusión y una antigua herida de bala en la pierna, pero no está infectada.
Se recuperará.
—¿Puedo verlo?
—En este momento está descansando. —El hombre calvo me dedicó una
mirada seria—. Podrá visitarlo luego. Ahora creo que es usted la que
también necesita puntos, señorita. A juzgar por esos desgarros en su ropa,
me sorprende que no esté peor. ¿La ha examinado alguien? Espere un
momento. —Se descolgó un aparato extraño del cuello y se colocó los dos
extremos en los oídos—. No le dolerá —me prometió, levantando un
circulito brillante y metálico que había al final del cable—. Solo voy a
escuchar su corazón, comprobarle la respiración…
Acercó el aparato a mi pecho… y yo levanté la mano y le agarré la
muñeca antes de que ninguno de los dos supiera lo que estaba sucediendo.
Él pegó un bote, sorprendido por lo rápido que me había movido, y me
miró con los ojos muy abiertos tras las gafas. Yo le devolví la mirada con
pesar.
—No encontrarás nada ahí —musité, y él frunció el ceño un momento,
confuso. Luego se quedó pálido y me miró paralizado. Oí cómo se le
aceleraba el corazón y el sudor perlaba su frente.
—Ah —susurró con un hilillo de voz—. Eres un… Por favor, no me
mates.
Le solté la muñeca y dejé que la mía cayera a un costado.
—Venga —murmuré, girándome—. Haz lo que tengas que hacer.
Él vaciló, como si temiera que le estuviese tendiendo una trampa. Que
fuera a darme la vuelta para atacarle en cuanto me diese la espalda. Luego
oí sus pasos correr a toda prisa por el pasillo para dar la voz de alarma. No
me quedaba mucho tiempo. Me apresuré hacia las puertas de la sala de
operaciones y entré.
La habitación estaba a oscuras, salvo por una única luz que iluminaba una
cama en mitad de la sala, rodeada por máquinas que pitaban y estantes con
instrumentos de metal. Zeke estaba tumbado bocarriba; le habían colocado
gasas limpias en el pecho, tenía un brazo en cabestrillo y respiraba
tranquilamente. Su pelo rubio relucía bajo la luz.
Me acerqué a la cama e, inclinándome hacia él, le aparté el pelo de los
ojos y escuché el latido de su corazón.
—Hola —susurré, consciente de que seguramente no me oiría—. Oye,
Zeke, tengo que irme. Hay algo que debo hacer, alguien a quien debo
encontrar. Le debo mucho, y ahora mismo está en problemas. Solo quería
despedirme. —Zeke siguió durmiendo. Posé una mano sobre su brazo ileso
y le di un pequeño apretón. Me quemaban los ojos, pero los ignoré—.
Probablemente no volverás a verme —musité, sintiendo que algo cálido me
resbalaba por la mejilla—. Te he traído hasta aquí, como te prometí.
Ojalá… ojalá hubiera podido ver tu Edén, pero este lugar no es para mí.
Nunca lo fue. Tengo que encontrar mi propio lugar en el mundo. —Me
doblé por la cintura y pegué mis labios a los suyos—. Adiós, Ezequiel —
susurré—. Cuida de los demás. Ahora solo te tienen a ti.
Se removió, pero no se despertó.
Lo solté, me giré y salí de la estancia. Conforme las puertas se cerraban a
mi espalda, creí oírlo murmurar mi nombre, pero no miré atrás.
Volver a la sala principal fue un trayecto mucho más hostil que cuando
llegué. Los hombres y las mujeres en bata bien me fulminaban con la
mirada o retrocedían y se pegaban a la pared conforme pasaba. No vi a
nadie de nuestro grupo allí para despedirse. Probablemente fuese mejor así.
Caleb cogería un berrinche y los otros querrían saber adónde iba. Ni yo
misma tenía ni idea. Lo único que sí sabía era que Kanin, y también Chacal,
estaban ahí fuera. Tenía que encontrar a mi creador, ver si podía ayudarlo.
Se lo debía. Y en cuanto a mi «hermano de sangre», estaba bastante segura
de que tarde o temprano daría conmigo, y no quería estar junto a los que me
importaban cuando eso sucediese.
Fuera, la tormenta había amainado y las estrellas titilaban a través de las
nubes. Soplaba una brisa fría con olor a arena, peces y agua dulce. Y
también a un nuevo comienzo, no solo para mí.
Un grupo de soldados liderados por el sargento Keller vino corriendo
hacia mí. Levanté las manos cuando me rodearon y me apuntaron con las
armas al pecho. Sus expresiones eran duras, recelosas y estaban teñidas de
miedo.
El sargento dio un paso al frente con los labios apretados en una fina
línea, tan diferente de su sonrisa de antes.
—¿Es verdad? —preguntó, entrecerrando los ojos—. ¿Eres una
chupasangre, como dice el doctor? —Al ver que no respondía, endureció el
gesto—. Respóndeme antes de que te dejemos como un colador para ver si
mueres o no.
—No quiero problemas —dije con tranquilidad, manteniendo las manos
donde pudiera verlas—. De hecho, yo ya me iba. Déjame marchar y no
volverás a verme nunca más.
El sargento Keller vaciló. Los otros soldados no dejaron de apuntarme al
corazón. Por el rabillo del ojo, vi un movimiento en el agua del lago; un
ferry blanco que se aproximaba al muelle. El barco que los llevaría a todos
menos a mí al Edén.
—Sargento —gruñó uno de los hombres—. Deberíamos matarla. Ahora,
antes de que nadie se entere de que hemos dejado entrar a un vampiro. Si
llega a oídos del alcalde, la ciudad entera entrará en pánico.
Miré a Keller a los ojos manteniendo la calma, aunque sentía todo el
cuerpo tenso y preparado para entrar en acción de ser necesario. No quería
hacerles daño, pero si empezaban a disparar, no me quedaría más remedio
que despedazarlos. Y rezar por que los que quedasen vivos no me cosieran
a balazos antes de poder escapar.
—¿Te marcharás? —inquirió Keller serio—. ¿Te irás y no volverás?
—Tienes mi palabra.
Suspiró y bajó el arma.
—Muy bien —decidió, aunque algunos de sus hombres empezaron a
protestar—. Te acompañaremos hasta la puerta.
—¡Sargento!
—¡Basta, Jenkins! —Keller fulminó al hombre que había hablado con la
mirada—. No le ha hecho daño a nadie aquí y no pienso iniciar una pelea
con un vampiro sin necesidad. Cierre el pico y retírese.
Los soldados transigieron, pero sentí sus miradas furibundas en la espalda
mientras me guiaban a través del patio embarrado de vuelta a las puertas de
hierro que protegían la entrada. Keller bramó una orden y una de las puertas
se abrió lo suficiente como para que cupiera una persona.
—Muy bien, vampiro —dijo Keller, asintiendo hacia el portón. Oí el clic
de sus armas a mi espalda, seis cañones apuntados en mi dirección—. Ahí
está la puerta. Vete y no vuelvas.
No dije nada. No miré atrás. Solo caminé hasta el portón y salí. Se cerró
con un crujido a mi espalda, separándome de la humanidad, del Edén y de
Zeke.
«Somos vampiros», me había dicho Kanin en una de nuestras últimas
noches juntos. «Da igual quiénes seamos o de dónde vengamos. Príncipes,
Señores y rábidos por igual; somos monstruos para los humanos. Nunca
confiarán en nosotros. Nunca nos aceptarán. Nos ocultamos y caminamos
entre ellos, pero siempre habrá algo que nos separe. Estamos malditos.
Solos. Ahora no lo entiendes, pero lo harás. Llegará un momento en el que
el camino frente a ti se bifurque y deberás decidir por dónde seguir.
¿Elegirás convertirte en un demonio con un rostro humano o combatirás a
tu demonio hasta el final de tus días, sabiendo que siempre estarás sola?».
Una carretera tranquila se extendía frente a mí, mojada a causa de la lluvia
y abarrotada de coches. Poco a poco, unas figuras pálidas empezaron a
aparecer de entre los árboles y a brotar del suelo. Sus ojos blancos y vacíos
refulgieron de locura y de sed antes de gruñir y romper a correr hacia mí.
Llevé el brazo hacia atrás y desenvainé la espada, que destelló bajo la luz.
Miré a los rábidos que se me acercaban y sonreí.
Agradecimientos
Lo gracioso es que cuando empecé a escribir, me dije que nunca lo haría
sobre vampiros. Que ya había demasiadas historias sobre nuestros
chupasangres favoritos. No tenía nada nuevo que añadir. Obviamente,
aquello quedó en agua de borrajas, y cómo me alegro de que fuera así. Me
ha encantado escribir este libro y hay muchísima gente a la que debo
agradecérselo. A mi maravillosa agente, Laurie McLean, porque me
convenció para «escribir un libro de vampiros». A mi editora, Natashya
Wilson, por todo su ánimo, esfuerzo y los emojis en las partes que más le
gustaban. Me flipan. Al maravilloso equipo de Harlequin TEEN por las
preciosas cubiertas, el apoyo y lo geniales que son.
Como siempre, quisiera agradecérselo a mi familia y sobre todo a mi
marido Nick, que sigue señalándome las incongruencias evidentes en el
argumento incluso cuando me pongo cabezona y me empecino en que las
cosas sean así solo «porque yo lo digo».