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Traducción de

Tamara Arteaga y Yuliss M. Priego

Julie Kagawa
This edition is published by arrangement with Harlequin Enterprises ULC.

Primera edición: junio 2023

Copyright © 2012 by Julie Kagawa


© de la traducción: Tamara Arteaga y Yuliss M. Priego, 2023
© de la corrección: Ana Muinelo Monteagudo
© diseño de cubierta: Harlequin Enterprises ULC, 2012
© de la presente edición: Editorial Siren Books, S.L., 2023
info@sirenbooks.es
https://sirenbooks.es/

ISBN: 978-84-126641-9-5
IBIC: YFB
Impreso en España

Esta novela es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares y eventos son producto de la
imaginación de la autora o se utilizan de manera ficticia. Cualquier parecido con personas reales,
vivas o muertas, empresas, eventos o lugares es pura coincidencia.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra


solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
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A Nick, que siempre cazará vampiros conmigo.
Parte I

HUMANA
1

Colgaban a los no censados en el antiguo distrito de almacenes; era una


ejecución pública, así que todos acudieron a verla.
Yo me quedé al fondo, una cara anónima entre la multitud, demasiado
cerca del patíbulo como para sentirme cómoda pero incapaz de apartar la
mirada. Esta vez había tres personas: dos chicos y una chica. El mayor
tendría más o menos mi edad, diecisiete; era delgado, tenía unos ojos
enormes y asustados y el pelo grasiento y oscuro que le llegaba hasta los
hombros. Los otros dos eran incluso más jóvenes, de unos catorce y quince
años si tuviera que adivinar su edad, y debían de ser hermanos, ya que
ambos compartían el mismo pelo grasiento y rubio. No los conocía, no eran
de los míos. Aun así, tenían el mismo aspecto que todos los no censados:
delgados y harapientos, y la mirada huidiza de los animales atrapados. Me
crucé de brazos con firmeza al sentir su desesperación. La caza había
llegado a su fin. La trampa se cerró; los cazadores los pillaron y ya no había
lugar al que pudieran huir.
La mascota se encontraba al borde de la plataforma, vanidoso y fanfarrón,
como si hubiera atrapado a los niños él mismo. Se paseaba arriba y abajo,
señalando a los condenados y recitando una lista de crímenes con ojos que
brillaban triunfantes.
—… agresión a un ciudadano de la Ciudad Central, robo, allanamiento de
morada y resistencia a la autoridad. Estos delincuentes intentaron robar las
provisiones de la Primera Clase de un almacén privado de la Ciudad
Central. Este es un delito contra los ciudadanos y, más importante aún, un
delito contra nuestros benevolentes amos.
Resoplé. Todas esas palabras sofisticadas y la jerga legal no quitaban el
hecho de que esos «delincuentes» simplemente hacían lo mismo que todos
los no censados con el fin de sobrevivir. Por las razones que fueran —el
destino, el orgullo o la cabezonería—, nosotros, los humanos no censados,
no teníamos la marca de nuestros amos vampiros grabada en la piel; esa
marca que indicaba quién eras, dónde vivías y a quién pertenecías. Por
supuesto, los vampiros decían que era para mantenernos a salvo, para llevar
un registro de los habitantes de la ciudad, para saber cuánta comida tenían
que conseguir. Era por nuestro propio bien. Sí, claro. Llámalo como
quieras, pero solo era otra forma de mantener a su ganado humano
esclavizado. Bien podrían llevar un collar alrededor del cuello.
No estar censado también tenía sus ventajas. No existías. No tenían
información sobre ti; eras como un fantasma en el sistema. Como tu nombre
no aparecía en las listas, no tenías que presentarte cada mes para la sangría,
donde las mascotas humanas ataviadas con impolutas batas blancas
conectaban un tubo a tu vena y te extraían sangre que luego almacenaban en
bolsas transparentes dentro de frigoríficos y que llevaban a los amos. Si no
te presentabas a un par de sangrías, los guardias venían a por ti y te
obligaban a dar toda la sangre que debías, aunque eso implicara dejarte
seco. Los vampiros siempre conseguían su sangre, de una manera u otra.
No estar censado te permitía colarte entre las grietas. No había correa de
la que esos chupasangres pudieran tirar. Y como no era del todo ilegal, se
podría pensar que más gente querría serlo. Por desgracia, el precio de ser
libre era alto. Los humanos censados obtenían cartillas de racionamiento,
mientras que los no censados, no. Y como los vampiros controlaban toda la
comida que entraba en la ciudad, comer se volvía un verdadero problema.
Así que hacíamos lo que cualquiera en nuestra situación. Mendigábamos.
Robábamos. Rebuscábamos comida donde podíamos y hacíamos cualquier
cosa por sobrevivir. En el Aledaño, el anillo exterior de la ciudad de los
vampiros, la comida escaseaba incluso si estabas censado. Los camiones de
abastecimiento venían dos veces al mes y los vigilaban a todas horas. Había
visto a ciudadanos censados recibir palizas solo por salirse de la cola. Por lo
tanto, aunque no estar censado no era un delito, si te pillaban robándoles a
los chupasangres y no tenías la maldita marca del príncipe grabada en la
piel, tocaba olvidarse de la clemencia.
Era una lección que había aprendido muy bien. Qué pena que estos tres
no.
—… doscientos gramos de soja, dos patatas y un cuarto de barra de pan.
—La mascota seguía con su perorata y su audiencia tenía ahora la vista fija
en el patíbulo con morbosa fascinación.
Me fundí con la muchedumbre y me alejé de la plataforma. La voz
engreída resonaba a mi espalda y apreté los puños deseando poder borrarle
la sonrisa de un puñetazo. Malditas mascotas. En ciertos aspectos, eran
hasta peores que los chupasangres. Habían elegido servir a los vampiros y
vender a sus conciudadanos humanos a cambio de seguridad y lujos. Todos
los odiaban, pero también los envidiaban.
—Las leyes referidas a los ciudadanos no censados son claras. —La
mascota ya estaba terminando, pero alargaba las palabras para darles un
efecto más dramático—. Según la cláusula veintidós, línea cuarenta y seis
de la ley de Nueva Covington, cualquier humano al que se encuentre
robando dentro de los límites de la ciudad y que no tenga la marca de
protección del príncipe será sentenciado a morir ahorcado. ¿Quieren los
acusados decir unas últimas palabras?
Oí voces amortiguadas; el ladrón de mayor edad insultó a la mascota
diciéndole que hiciera algo anatómicamente imposible. Sacudí la cabeza.
Aquellas palabras valientes caerían en saco roto. No había vuelta atrás.
Estaba bien mostrarse desafiante hasta el final, pero era mejor que no te
pillaran directamente. Ese había sido su primer error y, también, el último.
La primera regla de los no censados era «busca siempre una salida». Haz lo
que quieras —odia a los vampiros, maldice a las mascotas—, pero que
nunca te pillen. Aceleré el paso, me apresuré a escapar de la multitud allí
reunida y eché a correr.
El ruido sordo de las trampillas al abrirse retumbó en mis oídos incluso
por encima del jadeo de la muchedumbre. El silencio posterior fue casi
palpable y me urgía a darme la vuelta, a mirar por encima del hombro.
Haciendo caso omiso del nudo en mi estómago, giré en una esquina e
interpuse el muro entre el patíbulo y yo para aplacar la tentación de mirar
atrás.

La vida en el Aledaño era sencilla, al igual que la gente que vivía aquí. No
tenían que trabajar, aunque había un par de «mercadillos» donde la gente
reunía lo que encontraba y lo intercambiaba por otras cosas. No hacía falta
leer; no había trabajos que lo requirieran y, además, poseer libros estaba
completamente prohibido, así que… ¿para qué arriesgarse? Lo único de lo
que tenían que preocuparse era de alimentarse, de mantener su ropa
medianamente limpia y de tapar las grietas en la caja, el agujero o el
edificio al que llamaran hogar para evitar que la lluvia se colase dentro.
El objetivo secreto de casi todos los aledeños era llegar algún día a la
Ciudad Central, más allá del muro que separaba el mundo civilizado de la
basura humana, a esa ciudad rutilante que se cernía sobre nosotros con sus
torres estrelladas que, de algún modo, habían conseguido resistir y no
reducirse a polvo. Todos conocían a alguien que conocía a alguien al que se
llevaron a la ciudad; una mente brillante o una gran belleza, alguien
demasiado único o especial como para dejarlo aquí con nosotros, los
animales. Había rumores de que los vampiros «criaban» a los humanos allí
dentro, que educaban a los niños para que fuesen sus esclavos, totalmente
devotos de sus amos. Pero como ninguno de los que se llevaban a la ciudad
volvía a salir —salvo las mascotas y sus guardias, y esos no soltaban prenda
—, nadie sabía cómo era realmente.
Por supuesto, eso no hacía más que alimentar las historias.
—¿Te has enterado? —preguntó Rama cuando me encontré con él en la
valla metálica que delimitaba nuestro territorio.
Más allá de la valla, a través de la explanada cubierta de césped y cristales
rotos, se alzaba un antiguo edificio al que mi banda y yo llamábamos hogar.
Lucas, el líder de hecho de nuestra banda, dijo que antes era un «colegio»,
un lugar al que los niños como nosotros iban todos los días para aprender.
Eso fue antes de que los vampiros lo destrozaran y quemaran todo lo que
había dentro. No obstante, para un grupo de ratas callejeras como nosotros
seguía siendo un refugio. Tenía tres plantas, aunque las paredes de ladrillo
estaban empezando a derrumbarse. La superior se había venido abajo y los
pasillos, chamuscados, estaban llenos de moho, escombros y poco más. Las
habitaciones vacías eran frías, oscuras y húmedas, y cada año se
desplomaba una pequeña parte más de las paredes, pero era nuestro hogar,
nuestro refugio, y lo defendíamos con uñas y dientes.
—¿De qué? —pregunté mientras nos introducíamos por el agujero de la
valla oxidada y atravesábamos a paso ligero las malas hierbas, el césped y
las botellas rotas hasta donde nuestro hogar nos daba la bienvenida.
—Anoche se llevaron a Gracie a la ciudad. Dicen que un vampiro estaba
buscando ampliar su harén, así que se la llevó.
Me giré de golpe.
—¿Qué? ¿Quién te lo ha dicho?
—Kyle y Travis.
Puse los ojos en blanco con asco. Kyle y Travis pertenecían a una banda
rival de no censados. No solíamos meternos los unos con los otros, pero
esto sonaba a algo que tramarían nuestros rivales para asustarnos y evitar
que salgamos a la calle.
—¿Y te crees lo que dicen esos dos? Se estaban quedando contigo, Rama.
Quieren asustarte.
Me siguió a través de la explanada como una sombra, sin perder detalle de
los alrededores con sus ojos azules y llorosos. El nombre real de Rama era
Stephen, aunque ya nadie lo llamaba así. Me sacaba un par de cabezas, pero
eso tampoco era decir mucho teniendo en cuenta que yo apenas llegaba a
pasar del metro y medio. Rama era como un espantapájaros, con el pelo del
color de la paja y los ojos tímidos. Conseguía sobrevivir en la calle, aunque
a duras penas.
—Ellos no son los únicos que están hablando de ello —insistió—. Cooper
dijo que la oyó gritar a unas calles de allí. ¿Qué me dices de eso?
—Que, si es cierto, fue lo bastante estúpida como para deambular de
noche por la ciudad y que probablemente se la hayan comido.
—¡Allie!
—¿Qué? —Cruzamos el marco roto de la puerta que daba a los pasillos
fríos y húmedos del colegio. Había taquillas de metal oxidado
desperdigadas a lo largo de una pared, algunas todavía de pie, aunque la
mayoría estaban abolladas y rotas. Me encaminé directa hacia una que
todavía estaba levantada y abrí la puerta con un crujido—. Los vampiros no
se quedan siempre en sus preciosas torres. A veces salen a cazar presas
vivas. Eso lo sabe todo el mundo. —Cogí el cepillo que guardaba a juego
con el espejo que estaba pegado al fondo, el único utilizable en todo el
edificio. Mi reflejo me devolvió la mirada; una chica con la cara sucia, el
pelo negro y lacio y ojos «entrecerrados», como los describía Rata. Al
menos yo no tenía los dientes como un roedor.
Me cepillé el pelo y me encogí de dolor por los tirones. Rama aún seguía
contemplándome, reprochador y asustado, y yo puse los ojos en blanco.
—No me mires así, Stephen —dije, frunciendo el ceño—. Si sales
después de la puesta de sol y te pilla un chupasangre, es culpa tuya por no
haberte quedado dentro o no haber prestado atención. —Dejé el cepillo en
su sitio y cerré la puerta de la taquilla con un fuerte estrépito—. Gracie
pensó que porque estuviera censada y su hermano vigilara la Muralla estaba
a salvo de los vampiros. Siempre vienen a por ti cuando crees que estás a
salvo.
—Marc está destrozado —dijo Rama casi de mal humor—. Gracie era la
única familia que le quedaba desde que sus padres murieron.
—No es nuestro problema. —Me sentía mal por decirlo, pero era cierto.
En el Aledaño te protegías a ti mismo y a tu familia cercana, a nadie más.
Mi preocupación no iba más allá de mí misma, Rama y los demás
miembros de nuestra pequeña banda. Esta era mi familia, por muy
disfuncional que fuera. No podía preocuparme por los problemas de todos
los aledeños. Ya tenía suficiente con los míos, gracias.
—Tal vez… —comenzó Rama, y vaciló—. Tal vez ahora sea… más feliz
—prosiguió—. Tal vez que te lleven a la Ciudad Central sea algo bueno.
Los vampiros cuidarán mejor de ella, ¿no crees?
Resistí las ganas de resoplar.
«Rama, son vampiros», quise decir. «Monstruos. Solo nos ven como dos
cosas: esclavos y comida. Los chupasangres no traen nada bueno, ya lo
sabes».
Pero decirle eso a Rama solo serviría para preocuparlo más, así que fingí
no oírlo.
—¿Dónde están los demás? —pregunté mientras recorríamos el pasillo
pisando escombros y cristales rotos.
Rama caminaba taciturno, arrastrando los pies, pateando piedrecitas y
yeso con cada paso. Contuve las ganas de darle una colleja. Marc era un tío
decente; aunque estaba censado, no nos trataba como si fuésemos alimañas,
e incluso de vez en cuando hablaba con nosotros cuando hacía sus rondas
por la Muralla. También sabía que Rama sentía algo por Gracie, aunque
nunca se había atrevido a dar el paso. Pero era yo la que compartía la mayor
parte de mi comida con él porque le daba demasiado miedo salir a buscarla.
Niñato desagradecido. No podía estar preocupándome por todo el mundo.
—Lucas no ha vuelto aún —musitó Rama por fin mientras nos dirigíamos
a mi habitación, una de las muchas estancias vacías en el pasillo. Durante
los años que llevaba aquí la había arreglado lo mejor que había podido.
Unas bolsas de plástico cubrían las ventanas hechas añicos para evitar que
la humedad y la lluvia se colaran dentro. Un colchón viejo yacía en un
rincón con una manta y una almohada. Hasta me las había apañado para
encontrar una mesa plegable, un par de sillas y una estantería de plástico
para los trastos que quería guardar. Me había construido una guarida
bastante acogedora, y lo mejor era que la puerta seguía cerrándose desde
dentro, así que podía tener un poco de privacidad siempre que quisiera.
—¿Y Rata? —pregunté, empujando la puerta.
Mientras la puerta se abría con un crujido, un chico enjuto con el pelo
castaño y liso giró la cabeza de golpe y abrió mucho sus ojos pequeños y
brillantes. Era mayor que Rama y yo, y tenía los rasgos afilados y un
paletón más largo que el otro, como un colmillo, lo cual le daba el aspecto
de estar siempre mirándote con desprecio.
Rata maldijo al verme y a mí me hirvió la sangre. Este era mi espacio, mi
territorio. No tenía derecho a estar aquí.
—Rata —gruñí, entrando atropelladamente al cuarto—. ¿Por qué estás
husmeando en mi habitación? ¿Estás buscando cosas que robar?
Rata levantó el brazo y a mí se me heló la sangre. En una de sus manos
mugrientas sostenía un libro antiguo y descolorido con una cubierta que se
estaba cayendo a pedazos y cuyas páginas estaban arrugadas. Lo reconocí al
instante. Era una historia inventada, una fantasía, un cuento de cuatro niños
que atravesaban un armario mágico y viajaban a un mundo extraño y nuevo
para ellos. Lo había leído más veces de las que podía recordar y, aunque no
me hacía especial gracia la idea de una tierra mágica con animales
simpáticos y parlantes, había veces —mis momentos más privados— que
deseaba hallar una puerta oculta que nos sacara a todos de este sitio.
—¿Qué cojones es esto? —inquirió Rata, levantando el libro. Como lo
había pillado con las manos en la masa, se había puesto a la ofensiva
rápidamente—. ¿Libros? ¿Por qué coleccionas esa basura? Como si
supieras leer… —Resopló y arrojó el libro al suelo—. ¿Sabes lo que te
harían los vampiros si se enteraran? ¿Sabe Lucas que coleccionas esa
porquería?
—Eso no es asunto tuyo —espeté, adentrándome en la habitación—. Este
es mi cuarto y aquí guardo lo que yo quiero. Lárgate antes de que le diga a
Lucas que te eche.
Rata se rio por lo bajo. No llevaba tanto tiempo en el grupo, unos pocos
meses a lo sumo. Dijo que venía de otro sector y que su antigua banda lo
había echado, pero nunca nos contó por qué. Yo sospechaba que se debía a
que era un puto ladrón mentiroso. Lucas ni siquiera se habría planteado
aceptarlo si no hubiéramos perdido a dos miembros el invierno pasado,
Patrick y Geoffrey, dos hermanos no censados que eran osados hasta el
punto de rayar la estupidez y que fanfarroneaban de que los vampiros jamás
los pillarían. Eran demasiado rápidos, decían. Conocían los mejores túneles
de escape. Pero una noche salieron a buscar comida como siempre… y no
volvieron.
Apartando el libro a un lado con el pie, Rata dio un paso amenazador
hacia delante y se estiró para enfatizar nuestra diferencia de altura.
—Tienes la lengua muy larga, Allie —gruñó, hirviendo de rabia—. Más te
vale andarte con ojo. Lucas no te va a proteger siempre. Tú solo piensa eso.
—Se inclinó hacia mí con aire intimidante—. Y ahora sal de mi vista antes
de que te mande volando al otro lado de la habitación de una hostia. No me
gustaría que empezaras a llorar delante de tu novio.
Trató de darme un empujón. Yo lo esquivé, di un paso hacia él y estampé
el puño contra su nariz tan fuerte como pude.
Rata chilló y se tambaleó hacia atrás a la vez que se llevaba las manos a la
cara. Rama gritó a mi espalda. A pesar de las lágrimas, Rata soltó una
maldición y fue a pegarme un gancho en la cabeza, torpe y descoordinado.
Yo me agaché y lo empujé contra la pared. Oí el golpetazo de su cabeza
contra el yeso.
—Sal de mi habitación —rugí mientras Rata se deslizaba por la pared,
aturdido. Rama había salido pitando hacia una esquina y se estaba
escondiendo tras la mesa—. Vete y no vuelvas, Rata. Como te vea otra vez
por aquí, te juro que tendrás que comer con una pajita durante el resto de tu
vida.
Rata se puso de pie y dejó una mancha roja en el yeso. Limpiándose la
nariz, escupió una sarta de maldiciones y salió a trompicones, tropezándose
con una silla por el camino. Yo cerré con un portazo y eché el pestillo en
cuanto salió.
—Puto ladrón mentiroso. Ay. —Bajé la mirada hacia el puño y fruncí el
ceño. Me había cortado el nudillo con el diente de Rata y me estaba
empezando a salir sangre—. Puaj. Vaya, genial. Espero no haber pillado
nada asqueroso.
—Se va a poner como una furia —dijo Rama, saliendo de detrás de la
mesa, pálido y asustado.
Yo resoplé.
—¿Y qué? Que intente algo. Le partiré la nariz para el otro lado. —Cogí
un trapo de la estantería y lo presioné contra mi nudillo—. Estoy cansada de
oír sus mierdas y de que se crea que puede hacer lo que quiera solo porque
es más grande que yo. Se lo lleva ganando a pulso desde hace tiempo.
—Puede que se desquite conmigo —dijo Rama, y yo me enfurecí ante el
tono acusador, como si encima fuera culpa mía. Como si no hubiera
pensado en cómo podría afectarle a él.
—Pues dale una patada en la espinilla y dile que te deje en paz —repuse
mientras arrojaba el trapo a la estantería y recogía el libro maltratado con
cuidado. Le habían arrancado la cubierta y la primera página estaba
rasgada, pero aparte de eso parecía intacto—. Rata se mete contigo porque
tú le dejas. Si te enfrentases a él, te dejaría tranquilo.
Rama no dijo nada, solo se sumió en un silencio taciturno, y yo contuve
mi irritación. Lo conocía, no le plantaría cara. Haría lo mismo de siempre:
venir a mí y esperar que yo le ayudase. Suspiré y me arrodillé junto a una
caja de plástico al fondo de la habitación. Normalmente estaba oculta bajo
una sábana vieja, pero Rata la había apartado y la había lanzado a un
rincón, seguro que mientras buscaba comida u otras cosas que robar. Quité
la tapa y examiné el contenido.
Estaba medio llena de libros, algunos más pequeños, como el de bolsillo
que tenía en la mano, otros más grandes y de pasta dura. Varios estaban
mohosos, otros medio quemados. Me los sabía todos de pe a pa, de
principio a fin. Eran mi posesión más preciada y secreta. Si los vampiros se
enteraban de que tenía un alijo así, nos dispararían a todos y arrasarían el
lugar. Pero, para mí, el riesgo merecía la pena. Los vampiros habían
prohibido los libros en el Aledaño y cerrado todos los colegios y las
bibliotecas una vez tomaron el poder, y yo sabía por qué. Porque dentro de
las páginas de cada libro había información sobre otro mundo, un mundo
anterior a este, donde los humanos no vivían con temor a los vampiros, a las
murallas o a los monstruos que rondaban por la noche. Un mundo donde
éramos libres.
Con cuidado, recoloqué el librito de bolsillo y desvié la mirada hacia otro
muy usado; estaba descolorido y tenía una mancha de moho en una esquina.
Era más grande que el resto; se trataba de un libro infantil ilustrado con
animales coloridos bailando en la cubierta. Pasé los dedos por encima y
suspiré.
«Mamá».
Rama se había vuelto a acercar y estaba mirando la caja por encima de mi
hombro.
—¿Rata se ha llevado algo? —me preguntó con suavidad.
—No —murmuré, cerrando la tapa y ocultando mis tesoros a los ojos
ajenos—. Pero a lo mejor también deberías mirar en tu habitación.
Devuelve cualquier cosa que hayas cogido prestada recientemente, por si
acaso.
—Llevo meses sin coger nada prestado —replicó Rama, asustado y a la
defensiva ante aquella idea, y yo me tragué mi respuesta.
No hace mucho, antes de que Rata llegara al grupo, solía encontrar a
Rama en su habitación, acurrucado contra la pared con uno de mis libros,
completamente absorto en la lectura. Le había enseñado a leer yo misma;
horas largas y tediosas en las que estuvimos sentados en mi cama,
estudiando palabras, letras y sonidos. Le había llevado un tiempo aprender,
pero en cuanto lo hizo, se convirtió en su vía de escape favorita para olvidar
todo lo que acontecía fuera de su cuarto.
Entonces Patrick le contó lo que los vampiros les hacían a los aledeños
que sabían leer, y ahora no se atrevía a tocar los libros. Todo ese esfuerzo,
todo ese tiempo, para nada. Me cabreaba que los vampiros le asustaran
tanto como para no querer aprender nada nuevo. Me había ofrecido a
enseñarle a Lucas, pero a él directamente no le interesaba, y tampoco
pensaba molestarme con Rata.
«Menuda ingenua por pensar que podría enseñarles algo útil».
Pero mi cabreo iba más allá del miedo de Rama y la ignorancia de Lucas.
Yo quería que aprendieran para que mejoraran como personas, porque eso
era otra cosa que los vampiros nos habían quitado. Ellos les enseñaban a sus
mascotas y esclavos a leer, pero querían que el resto de la población fuera
ciega, estúpida e ignorante. Querían que fuéramos animales tontos y
pasivos. Si suficientes personas se enteraban de cómo era la vida antes…
¿cuánto tiempo tardarían en sublevarse contra los chupasangres y en
recuperar lo que nos habían quitado?
Era un sueño que jamás había confesado en voz alta. No podía obligar a
nadie a aprender, pero eso no me disuadía de intentarlo.
Rama retrocedió mientras yo me ponía de pie y volvía a cubrir la caja con
la sábana.
—¿Crees que ha podido encontrar el otro escondite? —preguntó, indeciso
—. A lo mejor deberías comprobarlo también.
Le lancé una mirada cargada de resignación.
—¿Tienes hambre? ¿Es eso lo que me estás queriendo decir?
Rama se encogió de hombros, aunque se lo veía esperanzado.
—¿Tú no?
Poniendo los ojos en blanco, caminé hacia el colchón en la esquina antes
de volver a arrodillarme. Lo levanté y revelé los tablones sueltos que había
debajo. Los desencajé y examiné el interior del oscuro agujero.
—Mierda —murmuré, palpando la diminuta cavidad.
No quedaba gran cosa: un trozo de pan duro, dos cacahuetes y una patata
a la que le estaban empezando a brotar raíces. Esto era seguramente lo que
Rata había estado buscando: mis provisiones. Todos las teníamos en algún
lado, escondidas de los demás. Los no censados no nos robábamos los unos
a los otros; al menos, no en teoría. Era una norma no escrita. Pero, en el
fondo, todos éramos ladrones y el hambre conseguía que la gente hiciera
cualquier cosa. Yo no había sobrevivido tanto tiempo siendo tonta e
inocente. El único que conocía la existencia de este escondite era Rama y
confiaba en él. No se atrevería a ponerlo todo en riesgo robándome.
Miré el patético botín y suspiré.
—No pinta bien —murmuré, sacudiendo la cabeza—. Y fuera
últimamente se están poniendo más estrictos. Ya nadie intercambia bonos
de racionamiento, por nada.
Sentía el estómago vacío —nada nuevo para mí— mientras recolocaba los
tablones de madera y compartía el pan con Rama. Casi siempre tenía
hambre, pero ahora ya pasaba a ser algo serio. Llevaba sin comer desde
anoche. La salida de esa mañana no había ido muy bien. Después de pasar
varias horas rebuscando en los mismos sitios de siempre, solo había
conseguido salir con un corte en la mano y más hambre que antes. Asaltar
las trampas para ratas de Thompson no había funcionado; o estaban
volviéndose más inteligentes, o por fin estaba minando la población
roedora. Había subido por la escalera de incendios hacia el huerto de la
viuda Tanner en la azotea, pasando con mucho cuidado por debajo de la
valla de alambre, pero vi que la inteligente señora había recolectado toda su
cosecha temprano y solo había dejado cajas vacías llenas de tierra.
Rebusqué en los contenedores de basura detrás de la tienda de Hurley;
alguna vez, aunque muy de vez en cuando, encontraba una hogaza de pan
tan mohosa que ni siquiera las ratas se atrevían a tocarla, o un paquetito de
soja que se había puesto malo, o una patata rancia. No me ponía
tiquismiquis; mi estómago ya estaba acostumbrado a digerir casi cualquier
cosa, por muy asquerosa que fuera. Bichos, ratas, pan con gusanos, no me
importaba siempre y cuando tuviera un ligero parecido a comida, pero hoy
tenía la sensación de que la diosa fortuna me odiaba más de lo habitual.
Seguir cazando después de la ejecución había sido imposible. La
presencia de la mascota en el Aledaño ponía a la gente nerviosa. No quería
arriesgarme a robar con tantos guardias deambulando por allí. Además,
robar comida tan pronto después de que ahorcaran a tres personas era como
ir pidiendo problemas a gritos.
Rebuscar en territorio conocido no me estaba llevando a ninguna parte. Ya
había agotado todos los recursos aquí, y los censados empezaban a
percatarse de mis métodos. Aunque fuera a otros sectores, la gente llevaba
arramblando con el Aledaño muchísimo tiempo. En una ciudad llena de
carroñeros y oportunistas, simplemente ya no quedaba nada. Si queríamos
comer, iba a tener que aventurarme más lejos.
Iba a tener que salir de la ciudad.
Miré hacia la ventana cubierta de plástico e hice una mueca. La mañana
ya había quedado atrás. Al ser mediodía, solo tendría unas pocas horas para
buscar comida una vez cruzara la Muralla. Si no regresaba antes del
atardecer, otras cosas saldrían a cazar. Una vez la luz abandonaba el cielo,
era su hora. La de los amos. Los vampiros.
«Aún tengo tiempo», pensé, calculando mentalmente las horas. «El cielo
está bastante despejado; puedo colarme por debajo de la Muralla, rebuscar
en las ruinas y volver antes de que caiga el sol».
—¿Adónde vas? —preguntó Rama mientras yo abría la puerta y recorría
el pasillo, atenta por si veía a Rata—. ¿Allie? Espera, ¿adónde vas?
Llévame contigo. Puedo ayudar.
—No, Rama. —Me giré hacia él y negué con la cabeza—. Esta vez no
voy a ir a donde siempre. Hay demasiados guardias y la mascota sigue por
ahí poniendo a la gente de los nervios. —Suspiré y me protegí los ojos del
sol mientras contemplaba la explanada vacía—. Voy a probar en las ruinas.
Él chilló.
—¿Vas a salir de la ciudad?
—Volveré antes de la puesta de sol. No te preocupes.
—Si te pillan…
—No lo harán. —Me aparté y le sonreí con suficiencia—. ¿Cuándo me
han pillado, eh? Ni siquiera saben que existen esos túneles.
—Suenas como Patrick y Geoffrey.
Parpadeé, dolida.
—Te has pasado, ¿no crees? —Se encogió de hombros y yo me crucé de
brazos—. Si de verdad piensas así, no me molestaré en compartir contigo
nada de lo que traiga. Será mejor que salgas a buscar tu propia comida, para
variar.
—Lo siento —repuso enseguida, dedicándome una sonrisa pesarosa—. Lo
siento, Allie. Simplemente me preocupo por ti. Me asusta que me dejes aquí
solo. Prométeme que volverás.
—Ya sabes que sí.
—Vale, pues… —Retrocedió hacia el pasillo y las sombras oscurecieron
su rostro—. Buena suerte.
A lo mejor era yo, pero sonaba casi como si quisiera que me metiese en
problemas. Que viera lo peligroso que era realmente el exterior y que él
tenía razón desde un principio. Pero eso era una estupidez, me dije a la vez
que volvía a cruzar la explanada corriendo en dirección a la valla y a las
calles de la ciudad. Rama me necesitaba; yo era su única amiga. No era tan
vengativo como para desearme ningún mal solo porque estuviese enfadado
por lo de Marc y Gracie.
¿Verdad?
Aparté el pensamiento de mi mente mientras atravesaba la valla metálica
hacia la silenciosa ciudad. Ya me preocuparía por Rama en otro momento;
mi prioridad era encontrar comida para mantenernos a ambos con vida.
El sol brillaba justo por encima de los edificios escuálidos, bañando las
calles con su luz.
«Quédate ahí un poquito más», pensé, mirando al cielo. «No te muevas, al
menos durante unas cuantas horas más. En realidad, por mí como si quieres
dejar de moverte directamente».
Como para llevarme la contraria, pareció descender un poquitín en el
cielo. Era como si se estuviera burlando de mí a la vez que se ocultaba
detrás de una nube. Las sombras se alargaron como los dedos de una mano,
deslizándose por el suelo. Me estremecí y me apresuré a internarme en la
ciudad.
2

La gente diría que era imposible escapar de Nueva Covington; que la


Muralla Exterior era impenetrable; que nadie podía entrar o salir de la
ciudad por mucho que quieran.
Se equivocaban.
El Aledaño era una jungla enorme de hormigón; lo componían
desfiladeros de cristal roto y acero oxidado, gigantes escuálidos ahogados
en enredaderas, putrefacción y corrosión. Salvo por el centro de la ciudad,
donde las torres de los vampiros refulgían con un brillo oscuro, las
estructuras circundantes parecían dañadas, huecas y a punto de
derrumbarse. Bajo la silueta escarpada de la ciudad, con apenas algunos
humanos que la mantuvieran a raya, la naturaleza del exterior acechaba.
Había carcasas de lo que antaño fueron coches dispersas por las calles; la
vegetación envolvía sus estructuras oxidadas. Los árboles, las raíces y las
enredaderas se elevaban desde las aceras y llegaban incluso hasta los
tejados, quebrando las calzadas y el acero. La naturaleza se apropiaba de la
ciudad poco a poco. Estos últimos años, varios rascacielos habían
sucumbido al tiempo y a la descomposición y se habían desplomado con un
gran estruendo de polvo, cemento y cristales rotos, matando a los infelices
que estaban cerca cuando sucedió. Se había convertido en ley de vida. Si
entrabas a cualquier edificio y escuchabas chirriar o crujir por encima de ti,
podrían quedar décadas o segundos para que se viniera abajo.
La ciudad se estaba cayendo a pedazos. Se sabía en todo el Aledaño, pero
era mejor ni pensarlo. ¿Para qué preocuparse por lo que no se puede
cambiar?
Lo que a mí más me preocupaba era evitar a los vampiros, que me
apresaran o no conseguir la comida suficiente como para sobrevivir un día
más.
Había días, como hoy, que eso precisaba de medidas desesperadas. Lo que
estaba a punto de hacer era arriesgado y peligroso, pero no sería una no
censada si me preocupase el correr riesgos, ¿verdad?
El Aledaño estaba dividido en varias secciones, o sectores, como los
llamábamos. Todos estaban cercados para controlar el flujo de comida y
habitantes. Otro recurso más para «protegernos». Una jaula sigue siendo
una jaula la llames como la llames. Que yo supiera, había unos cinco o seis
sectores colocados en una especie de semicírculo en torno a la Ciudad
Central. Nosotros estábamos en el Sector Cuatro. Si tuviera un tatuaje que
me pudieran escanear, pondría: «Allison Sekemoto, residente número 7229,
Sector Cuatro, Nueva Covington. Propiedad del príncipe Salazar».
Técnicamente, el príncipe era el dueño de todos los humanos de la ciudad,
pero sus oficiales también tenían harenes y esclavos —esclavos de sangre—
propios. Por otra parte, los aledeños censados eran «propiedad de todos», lo
que significaba que cualquier vampiro podía hacer lo que quisiera con ellos.
A ningún aledeño le importaba su tatuaje. Nate, uno de los ayudantes en
la tienda de Hurley, intentaba que me inscribiera una y otra vez. Decía que
tatuarse apenas dolía y que lo de donar sangre no estaba tan mal cuando te
acostumbrabas. No entendía por qué era tan obstinada. Yo le contestaba que
lo que más odiaba no era que me escaneasen o que tuviera que donar
sangre.
Era lo de «ser propiedad de». Yo no era de nadie. Si los malditos
chupasangres me querían, tendrían que pillarme primero y no se lo pensaba
poner fácil.
La barrera entre los sectores no era muy elaborada: una valla metálica con
alambre de púas por encima. Las fronteras de acero eran kilométricas y no
las patrullaban demasiado bien. Había guardias apostados en las puertas de
hierro de cada sector que dejaban entrar y salir a los camiones de comida de
la Ciudad Central, pero nada más. En serio, a los vampiros les daba igual si
alguien de su rebaño se movía entre sectores. La mayoría del ejército letal
se dedicaba a proteger la Muralla Exterior cada noche.
Debía admitir que era impresionante. Tenía unos nueve metros de altura y
casi dos de ancho. Era una abominación de hierro, acero y hormigón que se
cernía sobre el perímetro del Aledaño y rodeaba toda la ciudad. Solo se
podía salir por unas puertas de hierro macizo bloqueadas por dentro por
pesadas vigas de acero que precisaban de tres hombres para poderlas retirar.
Las vi abrirse una vez, aunque no en mi sector, mientras rebuscaba lejos de
casa. Había focos que iluminaban la Muralla cada cuarenta y cinco metros y
que vigilaban como si se tratasen de unos ojos enormes. Tras ella se
encontraba la «zona de la muerte», un tramo de suelo a rebosar de rollos de
alambre puntiagudo, zanjas, hoyos con pinchos y minas; todo diseñado con
el objetivo de mantener a los rábidos alejados.
La Muralla Exterior era tanto temida como odiada en Nueva Covington.
Nos recordaba que estábamos atrapados en su interior como el ganado y, a
la vez, había gente que la adoraba. Nadie podía sobrevivir en las ruinas al
otro lado de la ciudad, sobre todo cuando caía la noche. Incluso a los
vampiros les desagradaban. Tras la Muralla, la noche pertenecía a los
rábidos. Nadie en su sano juicio salía, y los que lo intentaban acababan
cosidos a tiros o en mil pedazos en la zona de la muerte.
Razón por la cual mi plan era cruzarla por debajo.

Me abrí camino por la maleza, que me llegaba hasta la cintura en la zanja


donde me encontraba. Tenía una mano apoyada en el muro de hormigón
mientras me movía entre charcos y cristales rotos. Llevaba un tiempo sin
venir, así que los hierbajos habían tapado todo rastro de mis viajes
anteriores. Rodeé la pila de piedras, ignoré los sospechosos huesos
dispersos por la base y conté una docena de pasos desde el borde de los
escombros. Me detuve y me arrodillé en la hierba.
Aparté los hierbajos con cuidado de no alterar mucho el entorno. No
quería que nadie se enterara de esto. Si lo descubrían, si a los vampiros les
llegaba el rumor de que había una posible salida de la ciudad, peinarían
cada centímetro del Aledaño hasta dar con ella y la taponarían mejor
incluso que una mascota guardando la llave del almacén de la comida.
Aunque tampoco les preocupaba que la gente escapase: tras la Muralla
Exterior solo había ruinas, naturaleza y rábidos. No obstante, las salidas
también hacían las veces de entradas y cada pocos años un rábido entraba
en la ciudad a través de los túneles. La ciudad se sumía en el caos y el
pánico hasta que mataban al rábido y daban con la entrada antes de sellarla,
pero esta siempre se les pasaba.
Al apartar los hierbajos quedó a la vista un círculo negro de metal
hundido en la tierra. Era tremendamente pesado, pero por eso siempre
guardaba una barra de acero cerca, para abrirlo. Dejé que la tapa cayese al
césped y escudriñé el agujero estrecho. Había unas barras oxidadas de metal
en la tubería de cemento bajo la tapa que se adentraban en la oscuridad.
Miré en derredor para cerciorarme de que nadie me estuviera vigilando
antes de bajar por la escalerilla. Me preocupaba dejar la entrada abierta,
pero la tapa pesaba demasiado como para volver a colocarla desde dentro.
Estaba bien escondida en la hierba alta, eso sí, y en todos los años que
llevaba saliendo nadie la había descubierto todavía.
Pero tampoco podía entretenerme.
Bajé hasta el suelo de cemento y eché un vistazo alrededor, esperando a
que mis ojos se acostumbrasen a la oscuridad. Metí la mano en el bolsillo
del abrigo y agarré mis dos posesiones más preciadas: un mechero medio
lleno y una navaja. Había encontrado el mechero en una excursión a las
ruinas y llevaba años con la navaja. Ambos objetos eran muy valiosos y
nunca salía sin ellos.
Como siempre, los túneles apestaban. Los viejos, los que fueron niños
antes de la plaga, decían que los desechos de la ciudad viajaban por esos
túneles bajo las calles en lugar de echarlos a agujeros que luego cubrían. Si
era cierto, aquello explicaba el olor. A unos treinta centímetros de donde me
encontraba, el saliente daba a un agua negra y fangosa que recorría el túnel.
Una rata enorme, casi igual de grande que algunos gatos callejeros que
había visto en la superficie, escapó huyendo hacia las sombras y me recordó
por qué estaba aquí.
Tras una última mirada al agujero del techo, que dejaba ver el cielo
soleado y brillante, me adentré en la oscuridad.

La gente solía pensar que los rábidos merodeaban bajo tierra, en cuevas o
túneles abandonados en los que dormían durante el día, y que salían por la
noche. De hecho, la mayoría lo seguía pensando, pero yo jamás había visto
a un rábido aquí abajo. Ni siquiera dormitando. Aunque eso no significaba
nada. Nadie de la superficie había visto a un topo, pero todos habíamos oído
los rumores de los humanos trastornados con aversión a la luz que vivían
bajo la ciudad y que te agarraban del tobillo y te arrastraban por las
alcantarillas para comerte. Tampoco había visto a uno de esos, pero había
cientos, si no miles, de túneles que no había explorado, y tampoco es que
quisiera. Cuando me adentraba en la oscuridad, mi objetivo era cruzar la
Muralla y volver a estar bajo la luz del sol lo antes posible.
Por suerte, conocía este tramo del túnel y había algo de luz. Los rayos se
colaban por entre las grietas y las alcantarillas como pequeñas varillas de
color en un mundo por lo demás gris. Había zonas completamente a oscuras
en las que necesitaba usar el mechero para avanzar, pero esos espacios me
resultaban familiares y sabía adónde me dirigía, así que no lo pasaba tan
mal.
Tras un rato, salí de un gran tubo de hormigón que daba a una zanja llena
de hierbajos, y casi me tuve que arrastrar por el suelo para pasar por la
tubería. A veces estar flaca tenía sus ventajas. Tras retorcerme y estrujarme
la ropa para quitarme el agua asquerosa y caliente de encima, me levanté y
miré a mi alrededor.
Sobre las filas de tejados ruinosos, más allá del campo árido y arrasado de
la zona de la muerte, se podía ver la Muralla Exterior elevándose en todo su
esplendor, oscura y letal. No sé por qué, pero desde este lado me resultaba
rara. El sol se cernía sobre las torres ubicadas en el centro de la ciudad y se
reflejaba en las cristaleras. Todavía quedaban algunas horas de luz para
cazar, pero tenía que darme prisa.
Pasada la zona de la muerte y sobre la alfombra verde y gris que cubría el
suelo suburbano, las ruinas me esperaban bajo la débil luz vespertina. Salí
de la zanja de un salto y me interné en las ruinas de una civilización muerta.
Rebuscar allí era complicado. La gente solía decir que había tiendas
enormes con filas y filas de comida, ropa y todo tipo de enseres, que eran
inmensas y se podían distinguir porque tenían aparcamientos muy grandes.
Pero era mejor no mirar allí, porque fue lo primero que saquearon cuando
las cosas se fueron a pique. Casi sesenta años después de la plaga, lo único
que quedaba eran muros destrozados y estanterías vacías. Pasaba lo mismo
con supermercados más pequeños y gasolineras. No quedaba nada. Había
malgastado muchas horas rebuscando en esos edificios y siempre acababa
con las manos vacías, así que ya ni me molestaba.
Pero las casas, las filas de hogares destruidos en las calles derruidas, eran
otro cantar. Porque había aprendido algo interesante de los humanos: nos
gusta abastecernos. Llámalo precaución, paranoia, prepararse para lo
peor… Lo más probable era que las casas tuvieran comida guardada en
sótanos u oculta en armarios. Solo había que encontrarla.
Los tablones crujieron cuando abrí la puerta de la quinta o sexta casa. Era
una de dos plantas rodeada de una valla metálica que casi se habían tragado
las enredaderas. Las ventanas estaban rotas y parte del piso de arriba había
colapsado. Los leves rayos de sol se colaban por entre las vigas
deterioradas. El olor a moho, polvo y vegetación inundaba el aire, y la casa
pareció aguantar la respiración cuando entré en ella.
Primero eché un vistazo en la cocina, rebuscando en armarios, abriendo
cajones e incluso comprobando la antigua nevera de la esquina. Solo había
unos pocos tenedores oxidados, una lata vacía y una taza rota. Cosas que ya
había visto. En una habitación reparé en que los armarios estaban vacíos, la
cómoda volcada y un gran espejo ovalado roto en el suelo. Habían quitado
las mantas y sábanas de la cama e incluso encontré una mancha oscura
sospechosa a un lado del colchón. No me quise preguntar de qué sería. Esas
cosas no se pensaban, simplemente se pasaba página.
En la segunda habitación, que no estaba tan deteriorada como la primera,
había una antigua cuna deslustrada en la esquina y cubierta de telarañas. La
rodeé y no miré qué había dentro de las barras descascarilladas. Desvié los
ojos a las estanterías, que antaño fueron blancas, de la pared. En una había
una lámpara rota, pero debajo encontré una forma familiar cubierta de
polvo.
Lo cogí, le quité el polvo y las telarañas y leí las letras de la tapa. «Buenas
noches, Luna», rezaba, y sonreí con remordimiento. No había venido a por
libros, más me valía recordarlo. Si me llevaba esto a casa en lugar de
comida, Lucas se pondría hecho una furia y seguro que volvíamos a
discutir.
Tal vez estaba siendo demasiado dura con él. No era estúpido, sino
práctico. Le preocupaba más la supervivencia que aprender una habilidad
que a sus ojos no resultaba útil. Pero yo no podía darme por vencida
simplemente porque él fuera terco. Si consiguiera que leyese, tal vez
también podríamos enseñar a otros aledeños, a chavales como nosotros. Y
puede… puede que eso fuera suficiente para empezar algo. No sabía qué,
pero tenía que haber algo mejor que sobrevivir sin más.
Decidida, me guardé el libro bajo el brazo, pero me quedé inmóvil al oír
un suave clic. Había algo en la casa conmigo; lo escuché moviéndose al
otro lado de la puerta de la habitación.
Volví a dejar el libro en la estantería con mucho cuidado de no levantar
polvo. Ya volvería a por él luego, si sobrevivía a lo que estaba por venir.
Me metí la mano en el bolsillo y agarré la navaja antes de girarme
despacio. Las sombras se movían por la luz que provenía del salón y las
leves pisadas resonaban al otro lado de la puerta. Abrí la navaja y retrocedí,
pegándome a la pared y la cómoda con el corazón martilleándome en el
pecho. Una forma oscura se detuvo tras la puerta. Escuché una respiración
agitada y aguanté la mía.
Una cierva apareció en el marco.
Los nudos en mi garganta y mi tripa desaparecieron, aunque no me relajé
al momento. Normalmente aparecían animales salvajes en las ruinas,
aunque a saber qué hacía una cierva merodeando en una casa humana. Me
enderecé y tomé aire despacio, lo que provocó que la cierva alzase la
cabeza de golpe y escudriñara el lugar donde me encontraba, como si no
terminase de ver dónde estaba yo.
Me rugió el estómago y, por un momento, me imaginé acercándome a la
cierva y clavándole la navaja en el cuello. Casi nunca veía carne en el
Aledaño. Las ratas y los ratones eran bienes que adquirían un gran valor, y
había sido testigo de varias peleas por una paloma muerta. Había algunos
perros y gatos callejeros correteando por el Aledaño, pero se trataba de
criaturas salvajes que era mejor dejar en paz a menos que quisieras
arriesgarte a recibir un mordisco e infectarte de a saber qué enfermedades.
Los guardias tenían permiso para disparar a todo animal que encontrasen
rondando por las calles y normalmente lo hacían, por lo que cualquier tipo
de carne escaseaba.
Un ciervo seco y cortado en tiras nos daría de comer a mi banda y a mí un
mes entero. O incluso podría cambiar trozos por bonos de racionamiento,
mantas, ropa nueva o lo que quisiera. Solo de pensarlo me volvió a rugir el
estómago y apoyé el peso únicamente sobre una pierna, preparada para
lanzarme hacia delante. En cuanto me moviese, la cierva saldría por la
puerta, pero tenía que intentarlo.
Sin embargo, en ese momento la cierva me miró y fue entonces cuando
reparé en los finos hilillos de sangre que le resbalaban de los ojos,
manchando el suelo. Me quedé helada. No era de extrañar que no tuviese
miedo. No era de extrañar que me hubiese seguido hasta aquí y que me
observase como lo haría un depredador. Un rábido la había mordido y la
enfermedad la había trastornado.
Respiré hondo para ralentizar el pulso, intentando no entrar en pánico. Las
cosas no iban bien. La cierva estaba bloqueando la puerta, así que no había
manera de sortearla sin arriesgarme a que me atacara. Los ojos no se le
habían tornado blancos del todo, así que la enfermedad todavía se
encontraba en sus primeras fases. Con suerte, si mantenía la calma, podría
salir de allí sin que me matase a pisotones.
La cierva resopló y sacudió la cabeza, y el movimiento provocó que se
enganchase con el marco de la puerta. Ese era otro efecto más de la
enfermedad: los animales infectados parecían confusos y torpes, pero
podían volverse extremadamente agresivos en un abrir y cerrar de ojos.
Agarré la navaja con fuerza y me moví a un lado, hacia una ventana rota en
la pared.
La cierva alzó la cabeza y emitió un gruñido ronco que jamás había
escuchado en animales como ella. Vi que los músculos se le tensaron al
prepararse para atacar y me lancé corriendo hacia la ventana.
La cierva irrumpió en la habitación resoplando y con los cascos en el aire,
letales. Uno me dio de refilón en el muslo al pasar por su lado y sentí como
si me hubieran golpeado con un martillo. El animal chocó con la pared más
alejada y volcó una estantería a la vez que yo me arrojaba por la ventana.
Gateé entre la maleza y me precipité hacia un cobertizo medio
desplomado que estaba en una esquina del patio trasero. El techo se había
venido abajo y las paredes, semidescompuestas, estaban cubiertas de
enredaderas, pero las puertas seguían intactas. Me metí dentro, me agaché y
me oculté en una esquina, jadeando y atenta a cualquier ruido de
persecución.
Por un momento, solo hubo silencio. Una vez mi pulso volvió a la
normalidad, eché un vistazo a través de una rendija entre los tablones y vi la
silueta oscura de la cierva quieta en la estancia, trastabillando confusa y de
vez en cuando atacando el colchón o la cómoda volcada, ciega de rabia.
Pues vale. Aquí me quedaría hasta que la cierva rábida se calmara y se
fuese. Con suerte, antes de que el sol se pusiera. Tenía que volver a la
ciudad dentro de poco.
Me aparté de la pared y me volví para escudriñar el cobertizo,
preguntándome si encontraría algo útil e intacto. No parecía haber gran
cosa: algunas estanterías caídas, un puñado de clavos oxidados que me
guardé enseguida y una máquina rara y pequeña con cuatro ruedas y un
manillar largo que parecía que había que empujar. A saber para qué.
Descubrí un agujero en los tablones bajo esa máquina rara y la aparté,
revelando una trampilla. La habían cerrado con un candado pesado, así que
tratar de abrirla con una llave oxidada no serviría de nada. No obstante, los
tablones estaban podridos y medio rotos. Quité algunos sin mucha
complicación y descubrí una abertura suficientemente grande y unas
escaleras plegables que llevaban abajo, a la oscuridad.
Descendí por el agujero con la navaja bien aferrada.
El sótano estaba oscuro, pero todavía quedaba una hora de sol, lo
suficiente como para que se colase por el agujero y por entre las grietas del
techo sobre mí. Me encontraba en una pequeña habitación fría con las
paredes y el suelo de hormigón y una bombillita pendiendo del techo. En
las paredes había filas de estantes y, en ellos, atisbé decenas y decenas de
latas con la escasa luz que había. Se me paró el corazón.
«Bingo».
Me lancé hacia delante para coger la lata más cercana y, del entusiasmo,
tiré otras tres al suelo. La lata tenía una etiqueta descolorida, pero ni me
molesté en averiguar qué ponía. Saqué la navaja, metí la hoja en la parte
superior y la clavé con saña, rajando el metal con las manos trémulas.
Un aroma dulzón y maravilloso emergió de dentro, y el hambre me asoló
como respuesta, provocando que me mareara un poco.
«¡Comida! ¡Comida de verdad!».
Aparté la tapa y apenas me fijé en el contenido —algún tipo de fruta
blanda en un líquido viscoso— antes de llevármelo a la boca. Me
sorprendió lo dulce que sabía, lo espeso y pulposo que era. No había
probado algo así en la vida. En el Aledaño apenas se veían frutas y
hortalizas. Me bebí todo sin parar, sintiendo cómo se dirigía a mi estómago,
y cogí otra lata.
Esta contenía alubias en un líquido brillante. También la devoré,
atrapando la papilla roja con los dedos. Apuré otra lata de fruta viscosa, otra
más con crema de maíz y otra con trozos de salchicha del tamaño de mis
dedos antes de parar lo suficiente como para pensar.
Había topado con un tesoro escondido tan grande que hasta resultaba
abrumador. Ese tipo de provisiones ocultas eran legendarias, y aquí estaba
yo, en medio de una. Con el estómago lleno —una sensación de lo más rara
—, empecé a explorar y a hacer inventario de todo lo que había allí.
Había casi una pared entera de latas, pero según las etiquetas había
muchísima variedad. La mayoría estaban demasiado descoloridas o rotas
como para leerlas, pero fui capaz de diferenciar mucha verdura, fruta,
alubias y sopa. También había latas con comida rara de la que jamás había
oído hablar. «Es-pa-gue-tis» y «ra-vi-o-li», y más cosas extrañas. También
encontré cajas con envoltorios cuadrados, brillantes y plateados. No tenía ni
idea de qué eran, pero si era más comida, no sería yo la que se quejara.
En la pared contraria había decenas de jarras de litro llenas de agua
cristalina, varios depósitos de propano, una de esas hornillas portátiles que
había visto usar a Hurley y una lámpara de gas. Quienquiera que hubiese
montado este sitio había cubierto todas sus necesidades, aunque no le sirvió
de nada.
«Bueno, pues gracias, persona misteriosa. Me has hecho la vida mucho
más fácil».
La mente me iba a mil por hora mientras barajaba las opciones que tenía.
Podría mantener este sitio en secreto, pero ¿para qué? Había comida
suficiente como para alimentar a la banda durante meses. Examiné el
cuarto, pensando cómo actuar. Si le hablaba a Lucas de la existencia de este
sitio, los cuatro —Rata, Lucas, Rama y yo— podríamos volver y llevarnos
todo de una vez. Sería peligroso, pero toda esta cantidad de comida bien lo
valía.
Me di la vuelta despacio, arrepintiéndome de no haber traído nada con lo
que llevarme la comida.
«Menuda lumbreras estás hecha, Allison».
Normalmente, cuando venía a las ruinas usaba una de las mochilas que
guardaba la banda en el armario, que para eso estaban, pero no había
querido volver a encontrarme con Rata. Aun así, no podía regresar con las
manos vacías. Si tenía que convencer a Lucas de arriesgarnos a salir de la
ciudad, necesitaba pruebas.
Eché un vistazo a la estancia y me detuve en algo. Contra la pared, un par
de bolsas de basura llenas ocupaban el estante superior. Parecían contener
mantas, ropa u otro tipo de útiles, pero ahora lo que más me preocupaba era
la comida.
—Me vale —murmuré al tiempo que me encaminaba hacia las baldas.
Sin escalera o una caja en la que apoyarme, me tocaba escalar. Puse un pie
entre las latas y me impulsé.
El tablón crujió de forma horrible bajo mi peso, pero aguantó. Aferrada a
la madera áspera, subí el otro pie, después el otro, así hasta llevar el brazo a
la estantería superior y tantear en busca de las bolsas. Agarré el borde del
plástico con dos dedos y tiré hacia mí.
De repente, la madera volvió a crujir y, antes de darme cuenta siquiera, la
estantería volcó. Aterrada, traté de saltar, pero un montón de latas cayeron
sobre mí y perdí el agarre. Caí al suelo de cemento y escuché el ruido de las
latas de metal a mi alrededor. Apenas fui capaz de ver los estantes un
segundo antes de que todo se fundiera en negro.
3

Un martilleo en el cráneo me trajo de vuelta a la realidad. Me pitaban los


oídos y, cuando abrí los ojos, la oscuridad me dio la bienvenida. Por un
momento no sabía dónde estaba ni qué había ocurrido. Sentía algo pesado
sobre el pecho y las piernas, y al moverme, varios objetos pequeños de
metal rodaron y cayeron al suelo con un tintineo.
—Mierda —susurré, recordando.
Desesperada, salí de debajo de la estantería y cojeé hacia las escaleras
antes de levantar la mirada. A través del agujero del tejado se atisbaba el
cielo nocturno, brumoso y carente de estrellas, aunque sí que se divisaba
una luna amarillenta a través de las nubes, con el mismo color que un ojo
hinchado.
Estaba en un lío.
«Menudo error más estúpido y descuidado, Allie».
Subí los escalones y escruté la oscuridad y las sombras mientras el
corazón me aporreaba las costillas pese al silencio. A mis pies, las latas
hacían ruiditos metálicos conforme rodaban por el suelo, pero ahora no
podía preocuparme por el tesoro que estaba dejando atrás. Tenía que
regresar a la ciudad. No podía quedarme aquí. Había oído historias sobre
rábidos que se abrían paso a través de las paredes y el suelo con tal de llegar
hasta su presa. No podía permitir que nada me frenase.
Con cuidado, salí por el agujero y me acerqué a la puerta. Estiré el brazo
para abrirla, pero, en cambio, me quedé helada en el sitio.
A un lado del cobertizo, algo se estaba moviendo.
El ruido de los hierbajos silbando contra la pared se entremezcló con el
sonido de unas pisadas, y entonces el gruñido grave de lo que podría ser un
animal se coló por entre las grietas. Aparté la mano, me fui sin hacer ruido a
un rincón y pegué la espalda a la pared, apretando la navaja con los dedos
para detener el temblor de mis manos. Fuera del cobertizo todo estaba
completamente negro, pero llegué a vislumbrar una figura pálida y
demacrada a través de las rendijas en la madera; oí sus pasos conforme
rodeaba la pared exterior… Y entonces se detuvo en la puerta.
Contuve el aliento. Contaba los segundos con cada latido frenético de mi
corazón a la vez que me mordía la mejilla para reprimir los resuellos.
La puerta crujió y se abrió lentamente hacia dentro.
No me moví. No respiré. Sentí la madera rugosa a la espalda y me
imaginé que me fundía con la pared, que me fundía con las sombras que me
abrazaban y me ocultaban de todo. Al otro lado de la puerta los gruñidos
lentos y roncos aumentaron de volumen mientras la sombra giraba la cabeza
de lado a lado, examinando las paredes.
Pasó una eternidad.
Por fin, la sombra se marchó, malhumorada, hacia la maleza, trazando el
mismo camino que había emprendido para llegar allí. Con un escalofrío,
reparé en que mi rastro no era el único marcado en la hierba alta; ahora
unos cuantos más cruzaban el patio, señal de que no estaba sola cuando me
encontraba bajo tierra. Si esa cosa hubiera encontrado las escaleras…
Me estremecí y, avanzando a toda prisa, me adentré a trompicones en las
calles vacías. Bajo la luz de la luna, las ruinas parecían todavía más
amenazantes, inhóspitas y hostiles a los intrusos. Al caer la noche en el
interior de la Muralla, la gente desaparecía en las calles y los vampiros
deambulaban por la ciudad, pero las sombras me resultaban familiares y la
oscuridad, reconfortante. Aquí, en las ruinas, la oscuridad era extraña y las
sombras parecían cernirse sobre mí.
Algo aulló en mitad de la noche, un grito de absoluta furia animal, y yo
eché a correr.
Fueron los minutos más largos de mi vida, pero conseguí llegar a los
túneles. Mientras me retorcía a través de la tubería de desagüe, casi me
había convencido de que algo me seguía y que unas fauces afiladas me
atraparían los tobillos y me arrastrarían de vuelta al exterior. Gracias al
cielo, eso no ocurrió. Me pegué contra la pared, jadeando y resollando,
hasta que el corazón dejó de martillearme contra las costillas.
En el túnel ni siquiera veía la mano frente a mi cara, y por mucho que
esperara, mis ojos no terminaban de acostumbrarse a la absoluta negrura.
Rebusqué en el bolsillo, saqué el mechero y lo encendí. La llama apenas
conseguía iluminar el suelo bajo mis pies, pero era mejor que nada.
Con la parpadeante luz por delante, comencé a andar por el túnel.
Qué extraño era que unas pocas horas de diferencia pudieran variar tu
visión del mundo. Los túneles que antes me parecían familiares ahora me
resultaban amenazadores, como si la oscuridad hubiese cobrado vida y me
asfixiara por todos lados. Mis pasos resonaban demasiado alto en la
quietud, y varias veces contuve el aliento y presté atención a los ruidos
fantasmagóricos que estaba segura de haber oído por encima de mi
respiración jadeante.
Los túneles continuaban y, pese a todos mis miedos e imaginaciones, no
se me echó nada encima. Ya casi había llegado a casa; solo quedaba dar otra
curva y avanzar otros cuantos cientos de metros hasta llegar a la escalerilla
que llevaba a la parte superior.
Entonces, oí el eco de algo salpicar en la oscuridad.
No fue un ruido fuerte y por el día, con la luz del sol colándose entre las
rejillas, podría haber culpado a una rata o algo similar. Pero en mitad de
aquel silencio y oscuridad acechantes, el corazón casi se me paró y se me
heló la sangre en las venas. Apagué el mechero y me agazapé en un rincón
conteniendo la respiración, alerta por si oía algo más. No tuve que esperar
mucho.
En la negrura de la zona algo delante de mí, el haz de luz de una linterna
se reflejó en el suelo y unas voces graves y guturales resonaron en las
paredes.
—¿Qué tenemos aquí? —resolló una voz mientras me pegaba aún más
contra la pared—. ¿Una ratita? Una rata grande, huyendo de la oscuridad.
Has elegido una mala noche para salir a deambular bajo la ciudad,
amiguito.
Aguantando la respiración, me atreví a asomarme rápidamente por el
borde. Cuatro hombres bloqueaban la salida del túnel; eran delgados,
vestían con ropa harapienta y tenían el pelo desaliñado. Estaban un pelín
encorvados, con los hombros hacia adelante, como si se hubieran pasado
toda la vida en espacios pequeños y no estuvieran acostumbrados a poder
erguirse del todo. Sostenían unos cuchillos dentados y oxidados y sonreían
de forma maníaca a la figura solitaria que se hallaba en el centro del túnel.
Les brillaban los ojos con anticipación y algo más sombrío.
Volví a agacharme tras la esquina con el corazón latiéndome a mil por
hora.
«Debe de ser una broma», pensé, fundiéndome aún más con el manto de
sombras con la esperanza de que no me oyeran. «Está claro que esta no es
mi noche. Primero un ciervo, luego rábidos y ahora malditos topos en los
túneles. Nadie se lo va a creer». Negué con la cabeza y me acurruqué aún
más en el suelo, aferrando el mango de mi navaja. «Ya lo único que falta es
que aparezca un vampiro para que la noche sea redonda».
Los topos se rieron entre dientes y los oí avanzar, probablemente
acorralando al pobre diablo al que habían emboscado.
«Corre, idiota», pensé, preguntándome qué creía que estaba haciendo, por
qué no oía pasos alejándose desesperadamente de allí. «¿No sabes lo que
van a hacer? Si no quieres que te coman con patatas, más te vale salir por
patas».
—No busco problemas —repuso una voz grave, calmada y serena. Y
aunque era incapaz de verlo, no me atreví a volver a asomarme por el
borde. Sentí un escalofrío en la espalda—. Dejadme pasar y me iré. No
hagáis esto.
—Vaya —murmuró un topo, y me lo imaginé avanzando furtivamente,
sonriendo de oreja a oreja—. Creo que…
Su voz de repente cambió a un gorgoteo sorprendido, seguido de un
húmedo plaf, y el leve hedor cobrizo de la sangre impregnó el aire. Unos
gritos encolerizados resonaron por los túneles, el ruido de una refriega,
cuchillos rebanando carne y chillidos agónicos. Seguí agachada en aquel
rincón sombrío y contuve la respiración hasta que el último grito
enmudeció, hasta que el último cuerpo cayó y el silencio volvió a
apoderarse de los túneles.
Conté treinta segundos de quietud. Sesenta. Minuto y medio. Dos. El
túnel permaneció en silencio. Ni pasos, ni ruidos de movimiento o de
respiración. Nada.
Con cautela, me asomé por la esquina y me mordí el labio.
Los cuatro topos yacían en el suelo con las armas desperdigadas y la
linterna iluminando débilmente la pared. Su haz alumbraba una vívida
mancha de sangre que chorreaba por el cemento hacia un cuerpo sin vida.
Volví a echar un vistazo en busca de un quinto cadáver, pero solo estaban
los topos, muertos bajo la pálida luz de la linterna. El misterioso
desconocido había desaparecido.
Me aproximé de costado. No quería tocar los cuerpos, pero la linterna era
un hallazgo valioso. Uno que me alimentaría varios días si encontraba a la
persona adecuada con la que intercambiarla. Rodeé un brazo pálido y sucio,
agarré mi trofeo y, al erguirme…
… iluminé de frente la cara del extraño, el cual ni siquiera se inmutó. Ni
parpadeó. Yo retrocedí, tropezándome casi con el brazo que había tratado de
evitar, y empuñé la navaja frente a mí. El desconocido no se movió, aunque
sus ojos, más negros que el alquitrán, me siguieron conforme me retiraba.
Yo seguí apuntándolo tanto con la navaja como con la linterna y me tensé
para huir a las sombras.
—Si huyes, estarás muerta antes de dar tres pasos.
Me detuve con el corazón desbocado. Le creía. Aferrándome a la navaja,
me giré y lo miré por encima de los cadáveres, aguardando su siguiente
movimiento.
No había duda alguna en mi mente. Sabía lo que tenía delante, lo que me
estaba mirando al otro lado del túnel, tan inmóvil que bien podría tratarse
de una estatua. Aquí estaba, sola, bajo la ciudad, con un vampiro. Y no
había nadie que pudiera ayudarme.
—¿Qué quieres? —Mi voz salió más trémula de lo que habría deseado,
pero planté los pies en el suelo y lo miré desafiante.
«No muestres miedo».
Los vampiros sentían el miedo, o al menos eso es lo que decía todo el
mundo. Si alguna vez te topabas con un chupasangre hambriento a solas por
la noche, no parecer una presa podría llegar a ser tu salvación.
Por supuesto, yo no me lo creía. Le tuvieras miedo o no, un vampiro te
mordería igualmente. Aunque tampoco iba a darle esa satisfacción.
El vampiro ladeó la cabeza, un movimiento sutil que habría pasado
desapercibido de no estar tan inmóvil.
—Estoy tratando de decidir —dijo con esa misma voz grave y fría— si
eres una simple carroñera que ha oído una conversación a escondidas, o si
piensas contarle al resto de tu clan que estoy aquí.
—¿Parezco uno de ellos?
—Entonces… una carroñera. Aguardando a que tu presa esté muerta para
alimentarte en vez de matarla tú misma.
Su tono de voz no había cambiado. Era el mismo, frío e indiferente, y yo
me enfurecí pese al miedo que sentía. La ira, el odio y el resentimiento
burbujearon hacia la superficie y me volvieron estúpida, me hicieron querer
hacerle daño. ¿Quién se creía este chupasangre asesino y desalmado para
darme lecciones?
—Sí, bueno, eso es lo que pasa si dejáis que el ganado se muera de
hambre —espeté, entrecerrando los ojos—. Que empiezan a pelearse entre
ellos. ¿O no lo sabías? —Señalé a los topos muertos, desplomados a mis
pies, y torcí el gesto—. Pero no soy una de ellos. Y no como gente. A
diferencia de ti, ¿recuerdas?
El vampiro simplemente se me quedó mirando durante el tiempo
suficiente como para arrepentirme de haberme burlado de él, lo cual había
sido una estupidez. Casi que me dio igual. No pensaba rebajarme ni
suplicar, si eso es lo que pretendía. Los vampiros no tenían alma, ni sentían
emociones o empatía a las que apelar. Si el chupasangre quería dejarme
seca y abandonarme aquí para que me pudriera, no había nada que pudiera
decirle para evitarlo.
Pero al menos no se lo pondría fácil, joder.
—Interesante —musitó por fin el vampiro, casi para sí mismo—. A veces
me olvido de las complejidades de la raza humana. Hemos reducido a
tantísimos de vosotros a animales; salvajes, cobardes y tan dispuestos a
darse la espalda para sobrevivir… Y, aun así, en los lugares más oscuros,
aún soy capaz de encontrar a aquellos que siguen siendo, en su mayor
medida, humanos.
Lo que decía no tenía ningún sentido y ya estaba cansada de hablar, de
esperar a que decidiera mover ficha.
—¿Qué quieres, vampiro? —Lo volví a retar—. ¿Por qué seguimos
hablando? Si vas a morderme, hazlo ya y acabemos con esto.
«Aunque no esperes que me tumbe en el suelo sin más. Te clavaré una
navaja en el ojo antes de morir, te lo juro».
Sorprendentemente, el vampiro sonrió. Una ligerísima curva de sus labios
pálidos, pero en aquel rostro de granito bien podría haber estado sonriendo
de oreja a oreja.
—Ya me he alimentado esta noche —dijo con calma, y dio un paso atrás,
hacia las sombras—. Y sospecho que tú, gatita salvaje, tienes zarpas que no
dudarías en usar. Resulta que no me apetece volver a pelear, así que
considérate afortunada. Has conocido a un chupasangre cruel y sin alma y
has sobrevivido. La próxima vez podría ser bien distinto.
Y tal que así, se giró sobre los talones y se adentró en la negrura. Sus
últimas palabras me llegaron desde la oscuridad mientras desaparecía.
—Gracias por la conversación.
Y entonces, se marchó.
Fruncí el ceño, completamente confundida. ¿Qué clase de vampiro
mataba a cuatro personas, mantenía una conversación críptica con una rata
callejera, agradecía a dicha rata callejera hablar con él y luego se piraba sin
más? Iluminé el túnel con la linterna, preguntándome si no era más que un
truquito para conseguir que bajara la guardia y el chupasangre estaba
preparándose para emboscarme justo delante, riendo para sí. Eso sí que
parecía algo típico de los vampiros. Pero el túnel estaba vacío y en silencio
bajo el haz de luz de la linterna y, tras un momento, aceleré el paso por
encima de los cadáveres todavía desangrándose, me precipité hacia la
escalerilla y escalé el conducto lo más rápido que pude.
En la superficie, la ciudad estaba tranquila. Nada se movía en las calles;
las tiendas derruidas, las casas y los apartamentos permanecían en silencio
y a oscuras. A lo alto, cerniéndose sobre todo lo demás, las torres de los
vampiros brillaban en plena noche, frías e impasibles como sus dueños.
Aún era la hora de los depredadores, esa hora silenciosa previa al amanecer
en la que todos evitaban las calles y se acurrucaban en la cama tras sus
puertas y ventanas enrejadas. Pero al menos a este lado de la Muralla la
oscuridad no ocultaba horrores salvajes y descerebrados que antaño fueron
humanos. Aquí, los depredadores eran más complejos, aunque igual de
peligrosos.
Sopló una fría ráfaga de viento que levantó el polvo y envió una lata vacía
rodando por el suelo. Eso me recordó lo que había dejado atrás, al otro lado
de la Muralla, y la ira se arremolinó en mi estómago y se cargó hasta el
último ápice de temor. ¡Tantísima comida! Tantísima riqueza, y haberla
tenido que dejar allí… Solo de pensarlo me hervía la sangre en las venas,
así que pateé una piedra en dirección a un coche y esta resonó contra la
chapa oxidada.
Tenía que volver. Ni de coña iba a esconderme tras la Muralla, comiendo
cucarachas y fantaseando con las baldas y baldas de comida de verdad
pudriéndose en el sótano de alguien. De un modo u otro, iba a regresar a ese
lugar y a reclamar lo que había perdido.
Pero ahora mismo tenía el estómago lleno, estaba dolorida a causa de la
caída y también terriblemente exhausta. La linterna iluminaba muy
ligeramente la oscuridad, así que la apagué porque no quería desperdiciar la
valiosa energía de las pilas. De todas formas, no me hacía falta luz artificial
para moverme por el Aledaño. Me guardé el único premio que había
conseguido en el bolsillo trasero y me encaminé hacia casa.

—Dios santo, estás viva.


Le dediqué a Rama una mirada desdeñosa mientras entraba en mi
habitación y cerraba la puerta de una patada. Él se bajó corriendo de mi
colchón, boquiabierto, como si fuera alguna especie de alucinación.
—¿Por qué me miras así? —Fruncí el ceño—. ¿Y cómo es que estás aquí?
¿Llevas toda la noche esperándome?
—¿No te has enterado? —Rama echó un vistazo alrededor, como si
sospechara que pudiese haber alguien escuchándonos entre las sombras—.
¿Lucas no te lo ha dicho?
—Rama. —Suspiré y me desplomé sobre el colchón—. Acabo de volver
de pasar fuera una noche un tanto movidita —murmuré, tapándome los ojos
con el brazo—. Estoy cansada y de mal humor, así que a menos que alguien
esté al borde de la muerte o los vampiros estén echando la puerta abajo,
quiero dormir. Sea lo que sea, ¿no puede esperar a mañana? De todas
formas, tengo que hablar con Lucas.
—Los vampiros han salido esta noche —prosiguió Rama como si yo no
hubiera dicho nada.
Aparté el brazo y me senté de cara a él al tiempo que un escalofrío me
recorría de pies a cabeza. Las sombras de la habitación contrastaban con su
palidez y tenía la boca apretada en una fina línea a causa del terror.
—Los he visto. Iban de sector en sector, con sus mascotas y guardias y
toda la parafernalia, abriendo las puertas e irrumpiendo en las casas de la
gente. Aquí no han venido, pero Lucas nos mandó escondernos en el sótano
hasta cerciorarse de que ya se habían ido. He oído que… que han matado a
alguien que… que estaba tratando de huir.
—¿Se han llevado a alguien?
Rama encogió sus hombros escuálidos.
—Creo que no. Solo vinieron, entraron en algunos edificios y se fueron.
Lucas dijo que estaban buscando algo, pero nadie sabe qué.
O a alguien. Pensé en el vampiro de los túneles. ¿Formaría él también
parte de la búsqueda de lo que fuera que quisiesen los chupasangres? O…
¿era él esa cosa misteriosa que todos andaban buscando? Aunque eso no
tenía mucho sentido. ¿Por qué querrían dar caza los vampiros a uno de los
suyos?
Y si así era… ¿por qué no lo hacían más a menudo?
—Hay rumores de confinamiento para toda la ciudad. —Rama continuó
con una voz asustada y grave—. Toque de queda, guardias, restricciones de
área, de todo.
Maldije por lo bajo. Los confinamientos nunca eran buenos, y no solo
para los no censados. Había habido dos en el pasado; el primero, cuando
una guerra entre bandas asoló el Aledaño y atestó las calles de cadáveres, y
el segundo, cuando una plaga de ratas rábidas sembró el pánico por toda la
ciudad. Los confinamientos eran el último recurso de los vampiros, su
respuesta cuando la situación se descontrolaba. Todos debíamos quedarnos
en casa después del toque de queda mientras guardias armados barrían las
calles. Como te pillasen fuera durante el confinamiento, te disparaban sin
hacer preguntas.
—Allie, ¿qué vamos a hacer?
—Nada —dije, y él se me quedó mirando. Me encogí de hombros—. Esta
noche nada. Amanecerá en unas pocas horas. Los chupasangres regresarán
a sus torres y nos dejarán tranquilos hasta esta noche. Ya nos
preocuparemos por eso entonces.
—Pero…
—Rama. Estoy. Cansada. —Me levanté del colchón y, cogiéndolo del
codo, lo conduje hacia la puerta—. Si Lucas sigue despierto, dile que tengo
que hablar con él mañana. Es importante. Muy importante. —Él empezó a
protestar, pero lo saqué a rastras de la habitación—. Mira, si quieres
quedarte despierto y preocuparte por las redadas de los vampiros, hazlo por
los dos. Yo voy a dormir ahora que puedo. Despiértame al amanecer, ¿vale?
—Y antes de que pudiera poner ninguna otra excusa, le cerré la puerta en
las narices.
Me desplomé sobre el colchón y me giré hacia la pared antes de cerrar los
ojos. La noticia de Rama complicaba las cosas, pero había aprendido que
preocuparse por lo que no se podía cambiar era inútil y solo te quitaba horas
de sueño. Mañana hablaría con Lucas y le contaría lo del alijo de comida
que había encontrado, y entonces él se encargaría de convencer a los demás
de ir a por él. Antes de que nos confinaran, claro. Trabajando codo con
codo, seguro que lográbamos vaciar toda la estancia en dos o tres viajes y
no tendríamos que preocuparnos por la llegada del invierno. Rata era un
capullo y un abusón, pero formaba parte de mi banda y nos cuidábamos los
unos a los otros. Además, una persona sola tardaría una eternidad en vaciar
aquel lugar y no quería pasar en las ruinas más tiempo del realmente
necesario.
Con aquel plan en mente, deseché todo pensamiento de esa noche —sobre
los rábidos, las persecuciones y la presencia de vampiros en las alcantarillas
— y me sumí en el olvido.
4

—Allison —me llamó mamá a la vez que le daba una palmadita al cojín—.
Ven aquí. Lee conmigo.
Trepé hasta el sofá raído que olía a polvo y a leche cortada y me
acurruqué a su lado.
Tenía un libro en el regazo y había animales felices brincando por las
páginas. La escuché mientras leía en tono suave y relajante y pasaba las
páginas con aquellas manos esbeltas que parecían hechas de alas de
mariposa.
No podía verle la cara. Todo estaba borroso, como el agua al resbalar
por un cristal. Sin embargo, sabía que me estaba sonriendo, cosa que me
hizo sentir calentita y segura.
—El saber es importante —me explicó con paciencia, contemplando a
una versión mayor de mí desde el otro lado de la mesa de la cocina. Tenía
una hoja delante marcada con líneas garabateadas y una escritura no muy
clara—. Las palabras nos definen —prosiguió mientras yo me esforzaba
por imitar su caligrafía con poco éxito—. Debemos proteger nuestro
conocimiento y transmitirlo siempre que podamos. Si volvemos a
convertirnos en sociedad, debemos enseñar a los demás a seguir siendo
humanos.
La cocina se esfumó; resbaló como el agua por una pared y se transformó
en otra cosa.
—Mamá —susurré, sentada junto a ella en la cama y fijándome en cómo
subía y bajaba su pecho bajo la fina manta—. Mamá, te he traído un poco
de sopa. Intenta tomártela, ¿vale?
Sus facciones frágiles y pálidas, enmarcadas por su largo cabello negro,
se movieron débilmente. A pesar de saber dónde estaba, no le veía la cara.
—No me encuentro bien, Allison —susurró. Lo dijo en un hilo de voz que
apenas si oí—. ¿Me… lees algo?
La misma sonrisa, pese a tener el rostro desenfocado, borroso. ¿Por qué
no podía verla? ¿Por qué era incapaz de acordarme?
—Mamá —la volví a llamar mientras me levantaba y sentía que las
sombras se cernían sobre nosotras—. Tenemos que irnos. Ya vienen.
—A de amanecer —susurró mamá, separándose de mí. Yo grité e intenté
agarrarla, pero se alejó, internándose en la oscuridad—. B de beber.
Algo explotó contra la puerta.

Me desperté sobresaltada. La puerta de mi cuarto seguía temblando a causa


del golpe. Me puse de pie y la fulminé con la mirada con el corazón
latiéndome a mil por hora. Tenía el sueño ligero y siempre sentía los pasos
y la gente que se me acercaba mientras dormía, así que con el primer golpe
casi llego al techo de un bote. Antes del cuarto, yo ya había abierto la
puerta, y ahí estaba Lucas replegando el puño para volver a llamar.
Parpadeó y me miró. De tez oscura y atlético, tenía las manos grandes y
un rostro infantil, salvo por aquellas cejas suyas tan espesas que le
conferían una apariencia más seria. Al principio, cuando me uní a la banda,
Lucas me había parecido intimidante; un chico serio que no se andaba con
tonterías a pesar de tener solo doce años. Con el paso del tiempo había
dejado de tenerle miedo, aunque no de respetarlo. Cuando nuestro antiguo
líder empezó a exigirnos impuestos de comida —una parte de todo lo que
conseguíamos—, Lucas intervino, le dio una paliza y tomó las riendas de la
banda. Desde entonces nadie lo había desafiado. Era justo; su prioridad era
sobrevivir, aunque para ello tuviese que dejar los sentimientos a un lado. Al
igual que yo, había visto morir a muchos miembros de la banda por culpa
del hambre, del frío, de las enfermedades, las heridas o simplemente tras
haber desaparecido de la faz de la tierra. Habíamos incinerado a más
«amigos» de los que deberíamos. A veces Lucas tenía que tomar decisiones
que no agradaban a los demás, y no envidiaba su puesto, pero todo lo que
hacía era para mantenernos con vida.
Sobre todo ahora que quedábamos tan pocos en la banda. Menos gente
suponía menos bocas que alimentar, pero también menos personas que
buscaran comida o que nos protegieran de las bandas rivales a las que se les
pasase por la cabeza invadir nuestro territorio. Solo quedábamos cuatro —
Rata, Rama, Lucas y yo— y Lucas era consciente de que sería imposible
defendernos de la banda de Kyle si estos decidían atacar e intentar quitarnos
de en medio.
A veces me confundía. Siempre habíamos sido amigos, pero este último
año su interés había cambiado. Tal vez fuera porque no había más chicas en
la banda, o puede que se debiera a otra cosa; ni lo sabía ni pensaba
preguntárselo. El verano pasado nos besamos, por mi parte más por
curiosidad que por nada, pero él quería más y yo no estaba segura de
sentirme preparada. Él no me insistió cuando le paré los pies y le dije que
necesitaba tiempo para pensarlo, pero ahora se había quedado como algo
pendiente, sin resolver. No es que fuera feo o poco atractivo; simplemente
no sabía si quería tener ese tipo de cercanía con alguien. ¿Y si desaparecía,
como tantos de nosotros? Dolería mucho más.
Lucas seguía inmóvil en el umbral, donde su espalda ancha ocupaba casi
todo el espacio. Eché un vistazo por encima de él y vi que la luz del sol se
colaba a través de las ventanas rotas del colegio, arrojando haces de luz
sobre el cemento. Mirando al cielo, calculé que sería poco después del
mediodía o media tarde. Mierda. Había dormido demasiado. ¿Y Rama?
¿Por qué no me había despertado?
—Allison. —El alivio en la voz de Lucas era palpable.
Dio un paso y me sorprendió envolviéndome con fuerza entre sus brazos.
Le devolví el abrazo y noté los duros músculos de su espalda y su
respiración contra mi piel. Cerré los ojos y me relajé contra él durante
apenas un momento. Me gustó poder apoyarme en alguien por una vez, y no
al revés.
Nos apartamos enseguida para que el resto no nos viera. Para ambos esto
era algo nuevo.
—Allie —murmuró Lucas, avergonzado—. Rama me ha dicho que habías
vuelto. ¿Has pasado la noche fuera?
—Sí —respondí con una sonrisa torcida—. Al parecer las cosas se
pusieron interesantes cuando me fui.
Me atravesó con la mirada.
—Rata empezó a decirle a todo el mundo que algún vampiro te había
secuestrado. Rama se puso como loco. Tuve que pedirles a ambos que
cerrasen el pico o les partiría la cara. —Su mirada se volvió más intensa,
casi desesperada—. ¿Dónde demonios te metiste anoche? Los chupasangres
rondaban por todas las calles.
—Fui a las ruinas.
Lucas abrió los ojos como platos.
—¿Saliste de la Muralla? ¿Por la noche? ¿Estás loca, chavala? ¿Pretendes
que te coman los rábidos o qué?
—Créeme, no quería quedarme atrapada allí después del atardecer. —Me
estremecí, recordando lo que estuvo a punto de pasar en el cobertizo esa
noche—. Además, dejando los rábidos a un lado, encontré algo que hizo
que valiera la pena.
—¿Sí? —inquirió, enarcando una de sus tupidas cejas—. Eso quiero oírlo.
—Todo un sótano lleno de comida. —Esbocé una sonrisita de suficiencia
cuando vi a Lucas enarcar ambas cejas esta vez—. Comida enlatada,
envasada, agua embotellada y demás. Te lo digo en serio, Luc, en las
paredes había baldas de arriba abajo llenas de comida. Y no eran de nadie.
Tendríamos para meses, tal vez incluso para todo el invierno. Lo único que
tenemos que hacer es ir y cogerla antes de que se la lleve otro.
A Lucas le brillaron los ojos. Casi pude ver girar los engranajes en su
cabeza. El plan de ir a las ruinas daba un miedo que te cagas, pero la
promesa de comida lo superaba con creces.
—¿Dónde? —preguntó.
—Justo después de la zona de la muerte. ¿Sabes dónde está la tubería de
desagüe que desemboca cerca del antiguo…? —Me lanzó una mirada
confusa y yo me encogí de hombros—. No te preocupes, yo os llevo, pero
tenemos que irnos ya, mientras haya luz.
—¿Ahora?
—¿Quieres esperar a que nos confinen?
Lucas suspiró y señaló el pasillo con la cabeza. Lo seguí hacia la sala
común.
—No, pero será arriesgado. Hay muchas patrullas hoy; las mascotas y los
guardias están peinando la ciudad en busca de algo. Y tiene pinta de que
esta noche la cosa se pondrá peor.
Entramos en la sala común, donde Rata se encontraba repantigado en una
silla mohosa jugueteando con su navaja y con las piernas colgando del
brazo del asiento.
—Vaya, pero si la zorra perdida ha vuelto —dijo, arrastrando las palabras.
Lo dijo con voz nasal, como si aún la tuviera llena de sangre—. Estábamos
seguros de que te habían cogido o te habían rajado la garganta en algún
callejón oscuro. Mira lo tranquilitos y bien que hemos estado sin ti. Excepto
por el cobarde de tu novio, que no ha dejado de lloriquear en el rincón —
añadió con desdén y expresión borde, desafiante—. Tuve que estamparle la
cabeza contra el marco de una puerta para que se callase.
Lucas fingió ignorarlo, aunque vi que apretaba la mandíbula. Habíamos
mantenido lo… nuestro… en secreto, por lo que no podía mostrar
favoritismo y defenderme. Por suerte, era bastante capaz de cuidar de mí
misma.
Sonreí dulcemente a Rata.
—Imagino. ¿Qué tal la nariz rota?
Las mejillas hundidas de Rata se tiñeron de rojo al tiempo que levantaba
la navaja oxidada.
—¿Por qué no te acercas y le echas un vistazo?
Lucas le dio una patada al respaldo de su silla y Rata chilló sobresaltado.
—Haz algo útil y coge las mochilas del armario del pasillo —le ordenó—.
Allie —prosiguió mientras Rata se ponía de pie con una mueca—, busca a
Rama. Si hay que hacerlo ya, necesitaremos toda la ayuda posible.
—¿Hacer qué? —preguntó Rama, entrando en la sala. Al vernos a los tres
abrió mucho los ojos y se acercó a mí—. ¿Vamos a algún lado?
—Ahí estás. —Rata sonrió como lo haría un perro, enseñando los dientes
—. Sí, estábamos hablando de que no nos queda comida suficiente y de que
deberíamos entregar a los vampiros al eslabón más débil, el que no hace
nada aquí. Y, oye, eres tú. Sin rencores, ya sabes.
—No le hagas caso —dije al tiempo que clavaba la vista en Rata, y Rama
retrocedió—. Es gilipollas, como siempre.
—Oye. —Rata levantó las manos—. Solo digo la verdad. Como nadie
tiene lo que hay que tener para decirlo, ya lo hago yo.
—¿No se suponía que ibas que hacer algo? —intervino Lucas con la voz
cargada de advertencia, y Rata se marchó dirigiéndome una mirada llena de
maldad y sacándome la lengua. Me recordé partirle la nariz hacia el otro
lado en cuanto pudiera.
Rama frunció el ceño y nos miró a ambos.
—¿Qué pasa? —preguntó con recelo—. Vosotros no… —Se quedó
callado y me miró—. No estaréis debatiendo en serio lo que ha dicho Rata,
¿no? No soy tan patético… ¿verdad?
Suspiré y estuve a punto de atribuirlo a lo estúpido que era, pero Lucas
respondió antes que yo.
—Tienes la oportunidad de demostrar que no es verdad —dijo—. En uno
de sus locos paseos nocturnos, Allison ha encontrado algo importante, así
que saldremos a por eso.
Rama parpadeó y clavó los ojos con nerviosismo en Rata, que había
vuelto con cuatro mochilas polvorientas y andrajosas a los hombros.
—¿Adónde?
—A las ruinas —respondí al tiempo que Rata dejaba caer las mochilas al
suelo con incredulidad y miedo—. Iremos a las ruinas.

Nos dividimos en dos grupos; una de las razones era para evitar que las
patrullas que seguían merodeando por el Aledaño nos divisaran, y otra
porque habría estrangulado a Rata si volvía a oírlo quejarse de que iba a
conseguir que nos mataran a todos. Rama tampoco estaba muy contento que
dijéramos, pero al menos cerró el pico después de las primeras protestas.
Lucas le dio dos opciones a Rata: o ayudaba, o se iba para no volver.
Sinceramente, esperaba que escogiese la segunda opción, que nos insultase
y se marchase resoplando. Sin embargo, tras lanzarme una mirada asesina,
cogió una mochila del suelo y se calló.
Le indiqué a Lucas dónde estaba la entrada del túnel antes de separarnos.
Tomaríamos caminos distintos por si nos topábamos con alguna patrulla. A
los guardias no les gustaban las ratas callejeras o los no censados porque
«no existíamos», y aquello hacía pensar a algunas personas que podían
hacernos lo que quisieran, ya fuera darnos palizas, obligarnos a hacer de
diana u… otras cosas. Había visto lo suficiente como para dar fe de ello.
Casi siempre era mejor que los vampiros hambrientos y desalmados nos
cogieran. Como mucho, se beberían toda nuestra sangre y nos dejarían
secos. Los humanos eran capaces de cosas muchísimo peores.
Rama y yo llegamos los primeros a la zanja y bajamos a los túneles. Me
había traído la linterna por si acaso, aunque no quería que la luz artificial
echase a perder la misión, o peor aún, usar la poca pila que le quedaba.
Bastaba con el sol que se colaba por entre las rejas para ver.
—Más vale que Rata y Lucas lleguen pronto —murmuré, cruzándome de
brazos y observando las grietas de arriba—. Hay que transportar un montón
de cosas y no queda mucha luz. No pienso pasar por lo mismo que ayer, eso
lo tengo claro.
—¿Allie?
Miré a Rama, agazapado contra la pared, con la mochila grande colgando
de sus hombros huesudos. Sus facciones se habían contraído en una
expresión miedosa y agarraba las tiras con tanta fuerza que hasta se le
habían puesto los nudillos blancos. Intentaba mostrarse valiente y, por un
momento, sentí una punzada de culpabilidad. Rama odiaba la oscuridad.
—¿Crees que soy un inútil?
—¿Sigues dándole vueltas a lo que ha dicho Rata? —Resoplé e hice un
gesto para restarle importancia—. Pasa de él. Es un roedor asqueroso con
problemas de autoestima. Seguro que Lucas lo echa pronto.
—Pero tiene razón. —Esquivando mi mirada, pateó un trozo suelto de la
acera—. Soy el eslabón más débil de la banda. No se me da bien robar,
como a Rata; o luchar, como a Lucas, y tampoco soy lo bastante valiente
como para ir a rebuscar fuera de la Muralla solo, como tú. Si ni siquiera se
me da bien cuidar de mí mismo, ¿para qué valgo?
Me encogí de hombros, incómoda por la conversación.
—¿Qué quieres que te diga? —respondí, algo más borde de lo que
pretendía. Puede que se debiera a la pelea con Rata o a que seguía tensa por
lo de anoche, pero estaba cansada de escuchar excusas, de que desease que
las cosas fueran distintas. En este mundo o espabilabas o morías. Hacías lo
que hiciera falta con tal de sobrevivir. Yo apenas conseguía cuidar de mí
misma; no podía preocuparme por las inseguridades de los demás también
—. ¿No te gusta cómo eres? —le pregunté a Rama, que se encogió ante mi
tono—. Vale, pues no seas así. Échale huevos y dile a Rata que se vaya a la
mierda. Dale un puñetazo en la nariz si intenta intimidarte. Haz algo, no
permitas que te pase por encima. —Con mal aspecto, Rama pareció hundir
los hombros y encogerse, y yo suspiré—. No puedes estar dependiendo de
mí siempre —añadí en un tono más suave—. Que sí, que nos cuidamos los
unos a los otros; Lucas dice que somos una familia y que quiere que
estemos unidos, pero todo eso son chorradas. ¿Crees que se interpondrían
entre un vampiro y tú? —Puse una mueca al imaginármelo—. Lucas sería el
primero en escapar y Rata le pisaría los talones. Y luego yo.
Rama se dio la vuelta. Era una de sus tácticas; ignorar el problema y
esperar a que desapareciese, cosa que me cabreó más aún.
—Sé que no era eso lo que querías oír —proseguí, implacable—, pero,
Dios, Rama, ¡abre los ojos! La vida es así. Antes o después aprenderás que
cada uno mira por lo suyo y que la única persona en quien puedes confiar es
en ti mismo.
No respondió. Siguió mirando hacia el suelo. Yo también me giré y me
apoyé contra la pared. No estaba preocupada. Pasarían los minutos y él
volvería a ser el de siempre, charlando y fingiendo que no había pasado
nada. Si quería seguir negándose a asumirlo, allá él, pero yo no iba a darle
la manita para ayudarlo.
Pasaron unos minutos y Rata y Lucas seguían sin aparecer. Me revolví y
miré al cielo a través del enrejado. «Daos prisa». No quedaba mucho para el
anochecer, cosa que me ponía de los nervios, pero quería la comida. Volvía
a tener hambre y saber que había provisiones ahí fuera, al otro lado de la
Muralla, me estaba volviendo loca. Casi me había olvidado de lo que era no
tener hambre todo el tiempo. De no sentir retortijones tan fuertes que te
daban ganas de vomitar, a pesar de no tener nada en el estómago. De no
tener que comer cucarachas y arañas para seguir viva. O compartir con
Rama la corteza de un trozo de pan robado porque, si no cuidaba de él,
acabaría aovillado en cualquier lado y moriría. Si conseguíamos llegar hasta
la comida, no tendría que preocuparme de eso durante un buen tiempo. Eso
solo si Rata y Lucas llegaban de una maldita vez.
Y entonces me dio por pensar otra cosa, algo en lo que no había caído
hasta ahora. Si conseguíamos toda esa comida, no tendría que preocuparme
tanto por Rama. Seguro que Lucas estaría más alegre y menos estresado y
tal vez accediese a aprender a leer. Incluso Rata podría intentarlo; bueno,
eso si tenía estómago para enseñarle, claro. No sabía en qué desembocaría
esta excursión, pero toda revolución siempre empezaba por algún lado.
«Los vampiros nos lo han arrebatado todo», pensé cabreada, pateando una
piedra pequeña hacia la pared. «Y pienso asegurarme de recuperarlo».
Pero primero había que sobrevivir.
Varios minutos más tarde, Rata y Lucas aparecieron por fin. Ambos
jadeaban y Rata me fulminó con la mirada tras bajar por la escalerilla con
los ojos cargados de odio y miedo.
—¿Qué ha pasado? —inquirí al tiempo que Lucas descendía.
—Nos hemos encontrado a un par de mascotas cerca de la estatua rota —
murmuró dejándose caer a mi lado y limpiándose el sudor de la frente—.
Nos siguieron durante varias calles antes de conseguir perderlos en el
parque. Están inquietos. Me gustaría saber qué está pasando.
—Esto es una estupidez —interrumpió Rata escudriñando el túnel de
arriba abajo, como si este fuese a dejarlo atrapado dentro—. No
deberíamos… ir por ahí.
—¿Volvemos? —susurró Rama.
—No —ladré—. Si no lo hacemos ahora, a saber cuándo podremos.
—¿Cómo sabemos si lo que dice es cierto? —prosiguió Rata, cambiando
de táctica al ver que no iba a conseguir que cambiase de opinión—. ¿Un
sótano lleno de comida? Venga ya. —Hizo una mueca—. Las chicas no
saben qué buscar ahí fuera. Tal vez vio unas latas vacías y sacó
conclusiones precipitadas. Puede que le dé miedo ir sola y necesite que los
hombres fuertes la mantengamos a salvo.
—Tú sigue hablando, capullo, que me hace gracia que intentes usar
palabras de mayores.
—¿Os queréis callar, joder? —explotó Lucas, dejando entrever lo inquieto
que estaba—. ¡Estamos perdiendo el tiempo! Allie, recuerdas el camino,
¿no? —Señaló el túnel—. Tú primero.
Cuando salimos del desagüe y echamos un vistazo alrededor, el cielo
estaba bastante más oscuro. Las nubes grises se habían unido y solo el
destello de un rayo alumbraba el suelo.
—Va a haber tormenta —murmuró Lucas, recalcando una obviedad, al
tiempo que un trueno marcaba sus palabras. Maldije por lo bajo. En Nueva
Covington, la lluvia llenaba los pozos y las cisternas de los sectores, pero
también hacía que salieran más cosas de sus escondrijos—. Y el sol está
cayendo. Hay que hacerlo ya.
—Venga —dije, apartando la maleza y los hierbajos que me llegaban al
pecho para subir a la orilla.
Me siguieron y salimos de la zanja, donde por fin divisamos las ruinas
vacías que se extendían frente a nosotros, silenciosas y amenazadoras bajo
la luz crepuscular.
Rata maldijo. Rama respiraba de forma tan entrecortada que estaba a
punto de hiperventilar.
—No puedo hacerlo —susurró, alejándose de vuelta a la zanja—. No
puedo entrar ahí. Tengo que volver. Dejadme volver.
—Lo sabía —dijo Rata con maldad—. Maldito cobarde. Eres un inútil.
Dejad que se vaya, pero no pienso darle parte de mi comida.
Lucas agarró a Rama del brazo antes de que este pudiera alejarse.
—Rata tiene razón. Si te vas, no esperes que compartamos contigo nada
de lo que llevemos.
—No me importa —jadeó Rama con los ojos bien abiertos—. Esto es una
locura. El sol está a punto de ponerse. Os matarán a todos.
—Rama —lo llamé, tratando de razonar con él—. No sabes volver. ¿Vas a
cruzar los túneles a oscuras? ¿Tú solo?
Aquello pareció calar en él. Dejó de pelearse con Lucas y, asustado, echó
un vistazo a la oscura entrada a las cloacas. Me miró hundiendo los
hombros.
—No quiero. Volvamos, Allie, por favor. Esto me da mala espina —
suplicó.
Rata hizo un ruidito y mi irritación aumentó.
—No —me negué en rotundo—. Sigamos. Todavía hay luz. No
volveremos sin esa comida. —Miré a Rama con una sonrisa alentadora—.
Ya verás toda la que hay… Valdrá la pena.
Aterrorizado, nos siguió en silencio mientras corríamos entre las calles
enrevesadas y derruidas. Saltamos sobre raíces y zigzagueamos entre
coches oxidados para dejar la tormenta atrás. Una pequeña manada de
ciervos se dispersó ante nosotros mientras nos desplazábamos a toda prisa
por la acera y una bandada de cuervos echó a volar graznando,
sobresaltados. Quitando eso, en las ruinas no se oía nada salvo nuestros
pasos sobre el pavimento y nuestras respiraciones agitadas.
Las primeras gotas empezaron a caer mientras los guiaba a través del
patio descuidado en dirección al cobertizo destartalado. Para cuando
llegamos a la pequeña estructura, el diluvio repiqueteaba en el techo de
latón y se filtraba por los agujeros. Encendí la linterna mientras bajaba al
sótano medio temiendo que, cuando llegáramos, la comida hubiera
desaparecido, pero todo estaba igual que como lo dejé: una parte de la
estantería se hallaba en el suelo, rota, y había latas dispersas por todos lados
refulgiendo bajo la luz de la linterna.
—Joder. —Rata me empujó para pasar y entró a trompicones en la
estancia. Se quedó con la boca abierta al examinar con expresión
hambrienta la pared rebosante de latas de comida—. La muy zorra decía la
verdad. Mirad todo esto.
—¿Todo eso es… comida? —preguntó Rama tímidamente al tiempo que
cogía una lata.
Antes de poder responder siquiera, Rata me sorprendió soltando una
carcajada chillona.
—¡Lo es, idiota! —Le quitó la lata de las manos a Rama, la abrió y se la
devolvió—. ¡Mira! ¿A que es lo mejor que has visto en tu vida?
Rama parpadeó, atónito, y casi dejó caer la lata abierta, pero Rata no
pareció percatarse de ello. Cogió dos latas más del suelo, abrió las tapas y
empezó a dar buena cuenta de ellas con sus dedos largos y sucios.
—No tenemos tiempo para esto —los avisé, pero ni siquiera Lucas me
escuchó, abriendo ensimismado la tapa de su propia lata.
Rama me lanzó una mirada pesarosa antes de coger un puñado de alubias
y devorarlas con tanta ansia como Rata, el cual tenía la cara llena de algo
pringoso y resbaladizo.
—¡Chicos! —Volví a intentarlo—. No podemos quedarnos toda la noche
zampando. El tiempo se agota. —Pero hicieron caso omiso de mis avisos,
embriagados por la cantidad de comida y la expectativa de llenarse el
estómago. Eso es lo que te enseña no estar censado: si encuentras
provisiones, come hasta reventar, porque no sabes cuándo podrás volver a
hacerlo. Aun así, lo único en lo que podía pensar era en que se estaban
cebando para aquello que quería comernos a nosotros.
La tormenta estaba arreciando, ululando contra las paredes del cobertizo,
y empezó a gotear agua a través de la trampilla. Fuera estaba oscuro, caía el
crepúsculo y las nubes ocultaban el poco sol que quedaba. Escudriñé entre
los escalones con los ojos entrecerrados. Los espacios entre los tablones
eran casi imposibles de distinguir por culpa de la oscuridad, pero habría
jurado que vi algo moverse al otro lado de la pared. Podría ser una rama
meciéndose con el viento, o incluso mi imaginación.
Apagué la linterna. La estancia se quedó a oscuras. Rama soltó un
quejido, sobresaltado, y nos sumimos en el silencio cuando todos se dieron
cuenta de lo que estaba pasando.
—Hay algo ahí fuera —dije, consciente del palpitar de mi corazón contra
mis costillas. Por un momento, me pregunté por qué había cometido la
estupidez de llevarlos a todos allí. Rama tenía razón. Esto había sido un
error. A oscuras, con la lluvia golpeteando sobre el techo, la comida no me
parecía una razón lo suficientemente importante como para morir—.
Tenemos que irnos ya.
—Coged las mochilas —ordenó Lucas con voz ronca, avergonzado,
limpiándose la boca con el dorso de la mano. Lo miré, aunque costaba ver
su expresión en las sombras, pero él debió de reparar en la mía—. No nos
marcharemos con las manos vacías —añadió—, pero hagámoslo lo más
rápido posible. Coged todo lo que podáis, pero con cuidado de que no os
ralentice. Igualmente, no vamos a poder llevárnoslo todo en un viaje. —
Empecé a responder, pero me cortó con un gesto brusco—. ¡Moveos!
Rata y Rama se arrodillaron sin reproches y empezaron a llenar las
mochilas de latas haciendo el mínimo ruido posible. Un instante después,
abrí la cremallera de la mía y los imité. Durante varios minutos, lo único
que se oyó fue el movimiento de nuestras manos a oscuras, el tintineo del
metal contra metal y el repiqueteo de la lluvia contra el tejado sobre
nuestras cabezas.
Oía la respiración asustada de Rama y las maldiciones ocasionales de
Rata cuando se le caían las latas por apresurarse a meterlas en la mochila.
Me moví en silencio y solo alcé la vista una vez llené la mía. Cerré la
cremallera, me eché la mochila a los hombros y me encogí bajo su peso.
Puede que me ralentizase un poco, pero Lucas tenía razón; habíamos
llegado demasiado lejos como para volver a casa con las manos vacías.
—¿Listos? —preguntó Lucas a oscuras, en voz baja y ronca.
Miré en derredor al tiempo que Rata y Rama terminaban de cerrar sus
mochilas y se levantaban. Rama se quejó un poco del peso de su mochila,
aunque ni siquiera la había llenado entera.
—Salgamos de aquí. Tú primera, Allie.
Subimos las escaleras del cobertizo derruido. La lluvia caía en riada desde
el techo, salpicándolo todo. En alguna parte, las gotas caían en el interior de
un cubo metálico con un ruidito regular y rítmico. Sonaba como mis latidos:
rápidos, frenéticos.
Una ráfaga de viento abrió la puerta con un chirrido, haciendo que
chocara contra el lateral del cobertizo. Tras el marco, las ruinas se veían
borrosas, oscuras.
Tragué saliva y di un paso bajo la lluvia.
El agua me empapó en cuestión de medio segundo, resbalando por mi
cuello y apelmazándome el pelo. Me estremecí y hundí los hombros
mientras caminaba por el césped húmedo y alto. Oí que me seguían
mientras apartaba la maleza. Los relámpagos refulgían por encima de
nuestras cabezas volviéndolo todo blanco durante apenas un segundo,
iluminando las filas de hogares en ruinas antes de volver a la oscuridad.
Tronaba. En cuanto el ruido cesó, juraría que oí otra cosa a mi izquierda.
Un leve crujido que no provenía de mis amigos detrás de mí.
Algo me rozó los vaqueros en el césped, algo duro, puntiagudo. Retrocedí
sobresaltada y encendí la linterna, alumbrando lo que me había tocado a
oscuras.
Era el casco pequeño y hendido de una de las patas traseras de una cierva
destripada en el suelo. Le habían rajado el estómago y los intestinos
sobresalían de la abertura como serpientes rosas. Sus ojos, oscurecidos y
vidriosos, contemplaban la lluvia sin vida.
—¿Allie? —me llamó Lucas entre susurros, acercándoseme por la espalda
—. ¿Qué pasa…? ¡Oh, mierda!
Alumbré alrededor y cogí aire para avisar a voz en grito a los demás.
Algo pálido y horrible con extremidades, garras y dientes brillantes había
surgido del césped detrás de Rata. Antes de percatarse de lo que estaba
pasando, lo agarró y lo arrastró por los pies. Ni siquiera me dio tiempo de
avisarle antes de que desapareciera entre la maleza y la oscuridad con un
chillido.
Después, empezó a gritar sin parar.
No nos detuvimos. No malgastamos aire para aullarle al mundo. La hierba
a nuestro alrededor empezó a moverse, crujiendo con intensidad mientras
nos perseguían, y nosotros simplemente echamos a correr. Los chillidos
agónicos de Rata a nuestra espalda cesaron de golpe, pero no miramos
atrás.
Llegué a la valla metálica que rodeaba el jardín y salté por encima,
aterrizando de forma vacilante por culpa de lo mucho que pesaba la
mochila. Lucas venía justo detrás de mí; usó ambas manos para saltar.
Rama trepó y calló al suelo al otro lado, pero se levantó en un instante y me
imitó antes de echar a correr.
—¡Allie!
El grito de Lucas me hizo volver la cabeza. Se le había enganchado la
mochila en los salientes superiores de la valla. Tiraba como loco con los
ojos bien abiertos, desesperado. Miré a Rama, que salió pitando hacia la
oscuridad, y maldije.
—¡Deja la maldita mochila! —grité, dando un paso hacia Lucas, pero mi
consejo quedó ahogado por un trueno sobre nuestras cabezas. Lucas siguió
tirando, aterrorizado—. ¡Lucas, deja la mochila! ¡Sal de ahí!
Su rostro cambió al comprenderlo. Se quitó las asas justo cuando un brazo
largo y pálido surgió por encima de los eslabones y lo agarró de la camiseta,
pegándolo contra la valla. Lucas gritó, revolviéndose, intentando liberarse,
pero otra garra se clavó en su cuello y sus gritos se tornaron gorgoteos. Se
me revolvió el estómago. Observé, atónita, cómo se llevaban a Lucas al otro
lado mientras este se revolvía y desaparecía entre las criaturas. Sus gritos no
duraron tanto como los de Rata, aunque para entonces yo ya estaba
buscando a Rama a toda prisa, ignorando lo que sentía y sin atreverme a
mirar atrás.
Apenas fui capaz de distinguir la forma escuálida de Rama a lo lejos,
corriendo en mitad de la carretera y zigzagueando entre los coches. Me
quité la mochila y lo seguí pese a sentirme tremendamente expuesta en la
calle. La lluvia estaba amainando poco a poco y el embate se desplazaba
ahora en dirección a la ciudad. Por encima del ruido de las gotas escuché el
tintineo de las latas contra su espalda a cada paso que daba. A él también se
le había olvidado quitarse la mochila debido al miedo. Corrí tras él a
sabiendas de que no sería capaz de mantener ese ritmo durante mucho
tiempo.
Dos calles después, lo encontré apoyado contra un coche volcado, junto a
un árbol que crecía fuera de la acera. Jadeaba tanto que no podía ni hablar.
Me agaché a su lado respirando con dificultad, reproduciendo las muertes
de Lucas y Rata una y otra vez en mi mente y escuchando sus gritos en
bucle.
—¿Y Lucas? —preguntó Rama tan bajito que apenas lo oí.
—Muerto. —Mi voz sonó como si perteneciera a otra persona. Seguía sin
creer que lo hubiese perdido. Me entraron náuseas, pero las reprimí—. Ha
muerto —volví a susurrar—. Los rábidos lo han atrapado.
—Dios. —Rama se llevó las manos a la boca—. ¡Dios, Dios, Dios!
—Oye —estallé y lo empujé, interrumpiendo su letanía antes de que se
desquiciara aún más—. Para. Si queremos salir de aquí, debemos mantener
la cabeza fría, ¿vale? —Ya habría tiempo de llorar a las personas que había
perdido. Ahora lo más importante era lograr salir de aquí con vida.
Rama asintió con los ojos atemorizados y vidriosos.
—¿Adónde vamos ahora?
Empecé a echar un vistazo en derredor para orientarme y de repente me di
cuenta de algo que me heló la sangre.
—Rama —pronuncié con suavidad, mirándole la pierna—. ¿Qué te ha
pasado?
Tenía un tajo que no paraba de sangrar, manchándole la tela de los
pantalones.
—Vaya —respondió él como si acabara de darse cuenta—. Me he debido
de cortar al caer de la valla. No es muy profundo… —Se quedó callado al
verme la cara—. ¿Por?
Me levanté despacio, con cuidado y con la boca seca.
—La sangre… —murmuré, retrocediendo—. Los rábidos son capaces de
oler la sangre si están cerca. Tenemos que irnos y…
Uno saltó sobre un coche con un aullido y aterrizó justo en el lugar donde
había estado yo hacía un momento, atravesando el metal con las garras.
Rama gritó y se apartó, escabulléndose tras de mí al tiempo que el monstruo
soltaba un chillido lastimero y nos miraba.
Lo peor de todo era que antes había sido humano. Todavía conservaba los
mismos rasgos faciales de alguien con un cuerpo raquítico, a pesar de que la
piel, de un blanco casi níveo, le confería un aspecto más de esqueleto que
de humano. Aún iba cubierto con los harapos de lo que antaño fue ropa y
tenía el pelo enredado y apelmazado. Sus ojos eran completamente blancos,
sin iris ni pupila. Saltó del coche y nos gruñó mostrándonos la boca llena de
dientes afilados, con colmillos extragrandes y extendidos hacia fuera, como
los de una serpiente.
A mi espalda, Rama gemía; pequeños ruiditos sin sentido. A
continuación, me vino un olor a orina. Con el corazón desbocado, me aparté
de él y la mirada vacía del rábido me siguió antes de regresar a Rama. Los
orificios nasales se le dilataron y, con sangre resbalándole por la mandíbula,
avanzó.
Rama estaba aterrorizado, contemplando al rábido igual que un ratón
arrinconado por una serpiente. No sé por qué hice lo que hice, pero me metí
la mano en el bolsillo y agarré la navaja. Abrí la hoja, cerré el puño
alrededor del borde afilado y, antes de pensármelo bien, me corté la palma
de la mano.
—¡Oye! —grité, y el rábido desvió su horrible mirada hacia mí, con los
orificios nasales aún dilatados—. Eso es —proseguí, retrocediendo mientras
me seguía, subiéndose a otro coche con tanta facilidad como si solo
caminara—. Mírame a mí, no a él. Rama —lo llamé sin apartar la vista del
rábido, manteniendo siempre un coche de distancia—. Vete de aquí.
Encuentra el desagüe, te llevará de vuelta a la ciudad. ¿Me oyes?
No hubo respuesta. Me arriesgué a echar una mirada de soslayo y lo vi
aún paralizado en el mismo sitio y con la vista fija en el rábido
acechándome.
—Joder, maldito capullo. ¡Sal de aquí!
Con un chillido sobrehumano, el rábido se lanzó hacia mí.
Eché a correr y me escabullí por detrás de un camión mientras oía las
garras del rábido destrozar el metal oxidado. Lo esquivé y zigzagueé por la
calle llena de coches, guardando la distancia y mirando hacia atrás para
calcular lo cerca que se encontraba. Siseó y gruñó sobre los vehículos; tenía
los ojos consumidos por el hambre y la locura, y sus garras dejaban
agujeros en el metal.
Cuando me oculté tras otro coche, miré a mi alrededor, desesperada, en
busca de un arma. Una tubería, una rama que pudiera usar como garrote,
cualquier cosa. El chillido del rábido resonó horrorosamente cerca. Justo
cuando estiraba la mano y agarraba un trozo de hormigón del bordillo,
atisbé algo pálido por el rabillo del ojo y, girándome a toda prisa, le golpeé
con todas mis fuerzas.
El hormigón serrado impactó contra la sien del rábido justo cuando este se
abalanzaba sobre mí y sus garras se encontraban a escasos centímetros de
mi cara. Oí cómo algo se fracturaba bajo la piedra y me quité a la criatura
de encima, estampándola contra la puerta de un coche. El rábido se
desplomó en la acera antes de tratar de levantarse, pero yo volví a golpearlo
con la piedra, destrozándole la parte trasera del cráneo. Una vez, y luego
otra, y otra.
El rábido chilló y se retorció. Sacudió las extremidades una última vez
antes de quedarse inerte en la acera. Empezó a rezumarle algo oscuro por
debajo de la cabeza que se extendió por la calle.
Temblando, solté la piedra y me dejé caer sobre el bordillo. Me temblaba
todo; las manos, las rodillas… El corazón me martilleaba en el pecho. El
rábido parecía más pequeño ahora que estaba muerto, esquelético y con las
extremidades frágiles. Su cara, eso sí, era igual de terrorífica y horrible que
antes. Sus colmillos parecían estar esbozando una mueca y sus ojos blancos
me contemplaban, aunque sin vida.
Un gruñido a mi espalda me detuvo el corazón por segunda vez.
Me giré lentamente y vi a otro rábido salir de detrás de un coche con los
brazos y la boca manchados de algo rojo y líquido. Agarraba una rama con
la garra… Pero la rama tenía cinco dedos y los restos de una camiseta. Al
verme, el rábido dejó caer el brazo al suelo y empezó a avanzar hacia mí.
Lo siguió otro. Y otro más saltó al techo de un coche, siseando. Me giré y
vi a dos más saliendo de debajo de un camión con sus ojos pálidos clavados
en mí. Cinco. En todas direcciones. Y yo en el centro. Sola.
Todo se quedó en silencio. Lo único que oía era mi pulso atronador y mi
respiración agitada. Observé a los pálidos rábidos babear a mi alrededor a
menos de diez metros de mí y, por un momento, me quedé tranquila.
Conque esto era saber que ibas a morir, que nadie podría ayudarte, que todo
acabaría en cuestión de unos pocos segundos.
En ese breve instante entre la vida y la muerte miré entre los coches y vi
una figura caminar hacia mí; una silueta negra en mitad de la lluvia. Le
brillaba algo en la mano, pero entonces un rábido apareció en mi campo de
visión y la figura desapareció.
Mi instinto de supervivencia se activó y eché a correr.
Algo me golpeó con fuerza por detrás y sentí algo cálido resbalarme por
el cuello y la espalda, aunque no noté dolor. El golpe me propulsó hacia
delante y tropecé antes de caer de rodillas. Un peso se abalanzó sobre mí
chillando, hiriéndome, y unas lenguas de fuego empezaron a extenderse por
la zona de mis hombros. Grité y me giré mientras lo pateaba para apartarlo
de mí, pero otra criatura pálida apareció en mi campo de visión y lo único
que pude ver fue un rostro con colmillos y los ojos vacíos, muertos,
abalanzándose sobre mí. Estiré la mano y lo golpeé en la mandíbula,
apartando aquellos dientes de mi cara. La criatura rugió y me clavó los
colmillos en la muñeca, mordisqueando y rasgándome la piel, pero apenas
sentí dolor. Lo único que fui capaz de pensar fue que debía evitar que me
mordieran el cuello, pese a saber que las garras me estaban desgarrando el
pecho y el estómago. Tenía que mantenerlos alejados del cuello.
Y entonces los demás se me acercaron chillando también, abriéndome en
canal.
Lo último que recuerdo antes de que la neblina roja se tornase oscuridad
fue un destello de algo brillante y el cuerpo del rábido desplomándose sobre
mi pecho, todavía mordiéndome el brazo.
Después, nada.

Cuando desperté, supe que estaba en el infierno. Me ardía todo el cuerpo, o


por lo menos esa era la sensación que tenía, aunque no vi ninguna llama.
Estaba oscuro y seguía lloviznando, cosa que me sorprendió que pasara en
el infierno. Entonces, un tipo se cernió sobre mí y clavó sus ojos azabache
en los míos, aunque juraría que ya lo había visto en algún lado. ¿De qué me
sonaba su cara?
—¿Me oyes?
Su voz, grave y calmada, también me resultaba familiar. Abrí la boca para
responder, pero solo me salió un gorjeo ahogado. ¿Qué me pasaba? Parecía
como si tuviera la boca y la garganta obstruidas con barro caliente.
—No intentes hablar. —La voz reconfortante logró abrirse camino entre
el dolor y la confusión que sentía—. Escúchame, humana. Estás muriendo.
El daño que los rábidos le han causado a tu cuerpo es grave. Apenas te
quedan unos minutos de vida en este mundo. —Se inclinó más y me miró
con una expresión intensa—. ¿Entiendes lo que te digo?
Apenas. Sentía la cabeza pesada y todo estaba borroso, como si fuese
irreal. El dolor perduraba, pero ahora parecía lejano, como si me hubiera
desconectado de mi cuerpo. Intenté alzar la cabeza para verme las heridas,
pero el desconocido posó una mano en mi hombro y me detuvo.
—No —dijo con suavidad, volviendo a tumbarme—. No mires. Es mejor
que no lo veas. Pero recuerda que, elijas lo que elijas, hoy morirás. El
modo, no obstante, es decisión tuya.
—¿A qu…? —Me ahogué con algo líquido que escupí para aclararme la
garganta—. ¿A qué te refieres? —pregunté, y la voz me sonó rara.
El desconocido me observó, impertérrito.
—Te doy dos opciones —contestó—. Eres lo bastante inteligente como
para saber lo que soy, lo que te ofrezco. Te he visto alejar a los rábidos para
salvar a tu amigo. Te he visto luchar para vivir cuando cualquier otro se
habría abandonado a la muerte. Veo… potencial.
»Puedo hacer desaparecer el dolor —prosiguió, apartándome un mechón
de pelo de los ojos—. Te ofrezco librarte del yugo mortal, y prometo que no
pasarás la eternidad como uno de ellos —dijo, señalando el cuerpo pálido e
inerte de un rábido contra un neumático a unos metros de distancia—. Ese
tipo de paz, al menos, sí que te la puedo dar.
—¿O? —susurré, y él suspiró.
—O… puedo convertirte en una de nosotros. Te drenaré hasta casi morir,
te daré mi sangre y, cuando mueras, te alzarás de nuevo… como una
inmortal. Un vampiro. Llevarás una vida distinta, una en la que tal vez ya
no sufras. Aunque a lo mejor prefieres morir con el alma intacta antes que
vivir para siempre sin ella. La elección es tuya.
Me quedé allí tumbada, intentando recuperar el aliento y con la mente
funcionándome a mil por hora. Estaba muriendo y este desconocido —este
vampiro— me estaba ofreciendo una salida.
Morir como humana o convertirme en una chupasangre. Decidiera lo que
decidiese, moriría, porque los vampiros estaban muertos, solo tenían la
osadía de seguir viviendo como cadáveres andantes que hacían de los
humanos su presa con el fin de sobrevivir. Odiaba todo lo relacionado con
los vampiros; su ciudad, sus mascotas, el dominio que ejercían sobre la raza
humana… Los odiaba con todas mis fuerzas. Me lo habían arrebatado todo
y, por ello, jamás los perdonaría.
Encima había estado tan cerca de cambiar algo. De marcar la diferencia
en este estúpido y jodido mundo. Quería saber qué se sentía sin vivir bajo el
yugo de los vampiros; sin tener hambre todo el tiempo; sin apartar a los
demás de mí por miedo a que muriesen frente a mis narices. Una vez, ese
mundo existió. Si hubiera sido capaz de hacérselo ver a los demás… Pero
me habían privado de esa opción. Mi mundo permanecería siempre igual:
oscuro, sangriento, desesperanzador. Los vampiros gobernarían para
siempre y yo sería incapaz de cambiar nada.
Pero, la otra opción… La otra opción era morir de verdad.
—Se te acaba el tiempo, pequeña humana.
Ojalá poder decir que preferiría morir a convertirme en una chupasangre.
Ojalá tener esa valentía, esa fuerza de mantenerme fiel a mis creencias.
Pero, en realidad, al enfrentarme a la perspectiva de morir y al interrogante
de lo que vendría después, mi instinto de supervivencia se aferró con manos
y dientes al salvavidas que le ofrecían. No quería morir. Aunque eso
supusiese convertirme en algo que odiaba; para mi naturaleza lo que
siempre había primado era sobrevivir.
El desconocido, el vampiro, seguía arrodillado junto a mí, esperando una
respuesta. Clavé la mirada en sus ojos oscuros y tomé la decisión.
—Quiero… vivir.
Él asintió. No me preguntó si estaba segura. Simplemente se acercó y
metió las manos bajo mi cuerpo.
—Esto te dolerá —me avisó antes de levantarme en brazos.
A pesar de que tuvo cuidado, gemí cuando el dolor me atravesó el cuerpo
y reprimí un grito cuando el vampiro me acercó a su pecho. Acercó la
cabeza lo suficiente como para que apreciase su piel fría y pálida y las
ojeras de su rostro.
—Quedas avisada —dijo en voz baja— de que, incluso aunque te
transforme ahora, cabe la posibilidad de que resucites como rábido. Si eso
ocurre, te destruiré. Pero no te dejaré sola —prometió con la voz aún más
suave—. Me quedaré contigo hasta que la transformación, sea cual sea,
acabe.
Solo pude asentir. Entonces, los labios del vampiro se abrieron y vi cómo
le crecían los colmillos, extendiéndose, volviéndose más puntiagudos y
largos. No se parecían en nada a los del rábido, serrados y desiguales como
un cristal roto. Los colmillos del vampiro eran instrumentos quirúrgicos,
precisos y peligrosos, casi elegantes. Me sorprendió. Incluso viviendo tan
cerca de los chupasangres, hasta ahora no había podido ver sus armas para
matar.
Mi corazón palpitó y vi que las fosas nasales del vampiro se movían como
si hubiera olido la sangre que me recorría las venas, justo por debajo de la
piel. Sus ojos cambiaron, tornándose aún más oscuros, y las pupilas se le
agrandaron hasta absorber por completo el blanco de los ojos. Antes de
tener la oportunidad de asustarme siquiera, agachó la cabeza con un
movimiento rápido y fluido y hundió aquellos colmillos largos y brillantes
en mi garganta.
Jadeé, arqueé la espalda y lo agarré con fuerza de la camiseta. No podía
moverme ni hablar. Un torrente de dolor, placer y calidez me recorrió las
venas. Alguien me dijo una vez que los colmillos de los vampiros
inyectaban una especie de narcótico, un calmante; por eso tener clavados
dos enormes incisivos en el cuello no me hizo sentir un dolor tan acuciante
como debería. Claro que aquello solo eran especulaciones. Tal vez no
hubiese ninguna explicación científica. Tal vez el mordisco de un vampiro
solo fuese eso: agonía y placer al mismo tiempo.
Lo sentí beber; sentí cómo la sangre abandonaba mis venas a una
velocidad alarmante. Me noté somnolienta y entumecida, y el mundo
empezó a emborronarse. De repente, el vampiro me soltó, se llevó una
mano a los labios y se cortó la muñeca con los colmillos. Lo observé,
aturdida y casi somnolienta, cuando pegó el brazo sangrante a mi boca. La
sangre cálida y espesa me llenó la boca y me entraron arcadas, por lo que
traté de apartarme. Sin embargo, fui incapaz de alejar la mano de mi boca.
—Bebe —ordenó una voz baja y severa, y yo le hice caso, preguntándome
si vomitaría. No lo hice.
Sentí la sangre bajar por mi garganta, ardiendo a su paso en dirección al
estómago. El brazo no se movió, por lo que el líquido caliente siguió
fluyendo por mi boca. Al tercer o cuarto trago, el vampiro apartó la muñeca
y me tumbó en el suelo. Sentí la acera fría contra la espalda.
—No sé si he llegado a tiempo —murmuró, casi para sí—. Tendremos
que esperar y ver qué sucede. Y en qué te conviertes.
—¿Qué… va a pasar ahora? —Apenas estaba lo suficientemente
consciente como para hablar.
Adormilada, lo miré al tiempo que el dolor remitía hasta apenas ser algo
punzante y lejano, como de otra persona. La oscuridad se cernió sobre mi
vista como un millón de hormigas.
—Ahora, pequeña humana, morirás —dijo el vampiro mientras posaba
una mano en mi frente—. Con suerte, nos volveremos a ver al otro lado.
Entonces cerré los ojos, la oscuridad me tragó y, tumbada bajo la lluvia,
en el frío abrazo de un vampiro desconocido, abandoné el mundo de los
vivos.
Parte II

VAMPIRA
5

Varios fragmentos de pesadillas plagaban mi oscuridad.


Lucas y Rata siendo arrastrados por unas manos blancas y pálidas.
La cierva muerta levantándose del césped para mirarme con sus enormes
costillas brillando bajo la luz de la luna.
Correr a lo largo de las filas de coches oxidados con miles de seres
pálidos siguiéndome, chillando y siseando a mi espalda.
Arrancar las tapas de las latas de metal, encontrarlas llenas de un líquido
rojo oscuro y bebérmelo con frenesí…

Me incorporé de un salto, gritando y arañando la oscuridad. Conforme abrí


los ojos, una luz abrasadora me cegó, por lo que me encogí con un siseo. A
mi alrededor, unos ruidos extraños me machacaban los tímpanos;
familiares, aunque amplificados por cien. Era capaz de oír las patas de una
cucaracha mientras se escabullía por la pared. Un chorro de agua parecía
una cascada. Sentía el aire frío y húmedo contra la piel, pero de un modo
extraño; notaba el frío, pero no me afectaba en lo más mínimo.
Me sentía cérea y tensa, vacía como un saco roto. Con cuidado, giré la
cabeza y el fuego se extendió a través de mis venas, ardiente y abrasador, lo
cual casi me cegó del dolor. Me arqueé hacia atrás con un alarido mientras
las llamas se expandían hacia cada rincón de mi cuerpo; una agonía líquida
que se propagaba a través de mi piel. Me dolía la boca, sentía una presión
en la mandíbula superior, como si algo afilado estuviera tratando de salir del
interior de mis encías.
Destellos de emociones, como fragmentos de la vida de otra persona,
desfilaron por mi mente. Pena. Empatía. Culpa. Durante medio segundo me
vi a mí misma, a mi propio cuerpo retorciéndose en el suelo, arañando el
cemento y las paredes. Pero entonces un latigazo de dolor me retorció el
estómago, obligándome a doblarme hacia adelante, y la extraña imagen
desapareció.
La presión en la mandíbula creció hasta el punto de ser inaguantable, y
proferí otro alarido parecido al de un animal. Entonces, de repente, algo
emergió de mis encías, aliviando el terrible dolor. El calor de mis venas
palpitó y luego murió, y yo me desplomé contra el duro cemento
estremeciéndome de alivio. Pero un dolor diferente ocupó su lugar en mi
interior, uno vacío y palpitante que manaba de algún lugar de mi cintura.
Me quedé a cuatro patas, temblando y gruñendo. Con hambre. ¡Tenía
hambre! ¡Necesitaba comida!
Algo frío y húmedo apareció junto a mi cara. ¿Plástico? Retrocedí con un
gruñido. Un momento, la bolsa olía a comida… ¡era comida! Me abalancé e
hinqué los dientes, haciéndola pedazos. Algo inundó mi boca; algo frío y
espeso, empalagoso. No cálido, como debería estar, pero seguía siendo
comida. Succioné y rasgué el plástico endeble, liberando el contenido,
sintiéndolo deslizarse por mi garganta hasta el estómago.
Y entonces, mientras el hambre horrorosa desaparecía y el vacío en mi
interior se llenaba, caí en la cuenta de lo que estaba haciendo.
—Ay, Dios. —Solté la bolsa machacada y me miré las manos, cubiertas
de sangre. El suelo de cemento en el que yacía se encontraba lleno de
manchas oscuras. La sentía alrededor de mi boca, en los labios y la barbilla,
y su olor me saturaba la nariz—. Ay, Dios —susurré otra vez, retrocediendo
a rastras. Choqué con una pared y contemplé horrorizada la escena frente a
mí—. ¿Qué… qué estoy haciendo?
—Tomaste una decisión —dijo una voz profunda a mi derecha, y yo
levanté la vista. El vampiro se alzaba imponente, alto y solemne. Había una
vela parpadeante a su espalda, sobre una mesita auxiliar: la luz que antes
me había cegado. Aún me resultaba demasiado brillante, así que aparté la
mirada de ella—. Quisiste sobrevivir, convertirte en una de nosotros. —
Miró a la bolsa de sangre destrozada que yacía a unos centímetros de mí—.
Tú elegiste esto.
Me cubrí la boca con una mano temblorosa mientras trataba de recordar lo
que le había dicho. Lo único que veía era sangre y a mí, rabiosa como un
animal, abriéndola a mordiscos. Me palpé la zona de los dientes donde
antes había sentido el dolor y se me cortó la respiración.
Ahí estaban. Los colmillos. Larguísimos y muy, muy afilados.
Alejé la mano. Era cierto, entonces. Sí que había hecho lo impensable. Me
había convertido en lo que más odiaba en el mundo: un vampiro. Un
monstruo.
Me desplomé contra la pared, temblando. Bajé la mirada para examinarme
y parpadeé sorprendida. Mi antigua ropa había desaparecido. En vez de la
camisa descolorida y parcheada y los pantalones de siempre, llevaba unos
vaqueros negros y una camisa oscura sin un solo agujero o rasgón. La
chaqueta sucia, rota y probablemente manchada de sangre se había vuelto
un abrigo largo y negro que parecía casi nuevo.
—¿Qué… qué le ha pasado a mi ropa? —pregunté, tocando la manga del
abrigo, sorprendida ante lo grueso que era. De pronto, fruncí el ceño y
levanté la mirada hacia el vampiro—. ¿Me has vestido tú?
—Tu ropa acabó hecha jirones cuando te atacaron los rábidos —me
informó, aún sin moverse de donde se encontraba—. Te busqué otra nueva.
El negro es el mejor color para nosotros; oculta las manchas de sangre
bastante bien. No te preocupes. —Su voz profunda y grave contenía el más
leve atisbo de diversión—. No he visto nada.
La cabeza me dio vueltas.
—Te-tengo que irme —dije, temblando y poniéndome de pie—. Tengo
que… encontrar a mis amigos, ver si han conseguido volver a nuestro
escondrijo. Rama probablemente esté…
—Tus amigos están muertos —soltó el vampiro con calma—. Y yo que tú
abandonaría todo apego a tu vida anterior. Ya no formas parte de ese
mundo. Es mejor que te olvides.
«Muertos».
Varias imágenes destellaron en mi mente: de lluvia y sangre, de cosas
pálidas y chillonas, de manos arrastrando a alguien por encima de una valla.
Gruñí y aparté esos pensamientos de mi mente. Me negaba a recordar.
—No —jadeé, estremeciéndome—. Mientes.
—Olvídate de ellos —insistió el vampiro tranquilamente—. Se han ido.
Sentí la repentina y loca necesidad de gruñirle otra vez y de sacarle los
colmillos. Contuve las ganas, horrorizada, y miré con cautela al extraño,
que me contemplaba impasible.
—No puedes retenerme aquí.
—Márchate si quieres. —No se movió salvo para señalar la puerta al otro
lado de la pequeña estancia con la cabeza—. No te detendré. Aunque
acabarás muerta en menos de un día, si es que llegas a eso siquiera. No
tienes ni idea de cómo sobrevivir como vampira, de cómo alimentarte, de
cómo evitar que te detecten, y si los vampiros de esta ciudad te descubren,
lo más seguro es que te maten. O podrías quedarte aquí, conmigo, y tener
una oportunidad de sobrevivir en esta vida que has elegido.
Lo fulminé con la mirada.
—¿Quedarme aquí? ¿Contigo? ¿Por qué? ¿A ti qué más te da?
El extraño entrecerró los ojos.
—Traer un nuevo vampiro al mundo es algo que no me tomo a la ligera
—dijo—. Convertir a un humano solo para abandonarlo sin los recursos
necesarios para sobrevivir sería irresponsable y peligroso. Si te quedas aquí,
te enseñaré lo que necesitas saber para vivir como una de nosotros. O… —
se giró ligeramente e hizo un gesto hacia la puerta— puedes marcharte e
intentar sobrevivir tú sola, pero yo me desentiendo de ti y de la sangre que
derrames.
Me apoyé en la pared con los pensamientos agolpándose en mi mente.
Rata estaba muerto. Lucas, también. Había sido testigo de cómo los rábidos
de la antigua ciudad se los habían llevado a rastras para despedazarlos. Se
me cerró la garganta. Y, por mucho que odiase admitirlo, lo más probable
era que Rama también estuviese muerto; era imposible que sobreviviera al
camino de vuelta a la ciudad por sus propios medios. La única que quedaba
era yo. Una vampira. Sola.
Sentí una presión en el pecho y me mordí el labio al imaginarme las caras
de mis amigos, pálidos y mirándome acusadoramente. Me ardían los ojos,
pero tragué saliva con fuerza y contuve las lágrimas. Ya lloraría, chillaría y
maldeciría al mundo, a los rábidos y a los vampiros luego. No pensaba
mostrar debilidad ante este extraño, este chupasangre del que, por mucho
que me hubiera salvado, no sabía nada. Cuando estuviera sola ya lloraría
por Rata, Lucas y Rama, la familia que había perdido. Ahora mismo, tenía
asuntos más importantes que tratar.
Era una vampira. Y, pese a todo, quería seguir viviendo.
El extraño aguardó, más inmóvil que una pared. Podría ser un
chupasangre, pero era lo único familiar que me quedaba.
—Bueno, pues… —dije con suavidad y sin levantar la mirada. El
resentimiento bullía en mi interior, un odio antiguo y familiar, pero lo acallé
—. ¿Te llamo «maestro», «profesor» u otra cosa?
El vampiro permaneció callado durante un momento.
—Puedes llamarme Kanin —respondió al fin.
—¿Kanin? ¿Te llamas así?
—Yo no he dicho eso. —Hizo amago de marcharse, pero, en cambio,
cruzó la habitación y se sentó en una silla plegable y oxidada al otro lado—.
Solo he dicho que podías llamarme así.
Genial, mi nuevo profesor no solo era un vampiro, sino que también era
de esos crípticos y misteriosos. Me crucé de brazos y lo miré con cautela.
—¿Dónde estamos?
Kanin pareció pensarse si responder.
—Antes de revelar nada sobre mí —dijo, inclinándose hacia adelante y
apoyando los codos en las rodillas—, me gustaría saber un poco más sobre
ti. Al fin y al cabo, voy a enseñarte, y eso significa que vamos a pasar
mucho tiempo juntos. Quiero saber a qué me enfrento. ¿Estás dispuesta?
Me encogí de hombros.
—¿Qué quieres saber?
—Tu nombre, para empezar.
—Allie —repuse, y luego añadí—: Allison Sekemoto.
—Interesante. —Kanin se irguió y me contempló con sus intensos ojos
negros—. Conoces tu nombre completo. No muchos humanos lo hacen hoy
día.
—Me lo enseñó mi madre.
—¿Tu madre? —Kanin se reclinó en la silla y se cruzó de brazos—. ¿Te
enseñó alguna otra cosa?
Me tensé y se me quitaron las ganas de hablar de ella con ese
chupasangre.
—Sí —respondí de forma evasiva.
Él tamborileó los dedos sobre su bíceps.
—¿El qué?
—¿Por qué quieres saberlo?
Hizo caso omiso de mi pregunta.
—Si deseas que te ayude, más vale que me respondas.
—A leer, a escribir y un poco de matemáticas —espeté—. ¿Algo más?
—¿Y dónde está ahora?
—Muerta.
Kanin no pareció ni sorprendido ni impactado ante la brusquedad con la
que respondí.
—¿Y tu padre?
—No llegué a conocerlo.
—¿Hermanos?
Negué con la cabeza.
—Entonces no te queda nada al otro lado. —Kanin asintió—. Bien. Eso
facilita las cosas. ¿Cómo murió tu madre?
Entrecerré los ojos, harta ya del interrogatorio.
—¿A ti qué te importa, vampiro? —gruñí, deseando que alguna emoción
cruzara su rostro impávido. Salvo por una ceja enarcada, su expresión no
varió—. Además, ¿por qué lo preguntas? ¿Qué te importa a ti la vida de dos
humanas, eh?
—Nada —repuso el vampiro, y se encogió de hombros—. Simplemente
quiero calcular mis probabilidades de éxito. Los humanos tienden a
aferrarse al pasado, lo cual complica las cosas. Cuantos más lazos tenga una
persona, más cuesta aprender a pasar página tras convertirse en vampiro.
Apreté los puños en un intento por calmar la súbita rabia que me asaltó.
Habría estado tentada de abalanzarme sobre él y pegarle un puñetazo, por
muy desagradecido que pareciera, si no supiese que podría arrancarme la
cabeza sin pestañear siquiera.
—Empiezo a arrepentirme de mi decisión.
—Es un poco tarde para eso, ¿no crees? —preguntó Kanin con suavidad
al tiempo que se ponía de pie—. Tómate tu tiempo —dijo, encaminándose
hacia la puerta en la pared opuesta—. Llora por tu vida humana si lo deseas,
puesto que ya no lo volverás a ser. Cuando estés lista para aprender lo que
implica ser un vampiro, ven a buscarme.
Abrió la puerta y, sin echar la vista atrás, me dejó allí sola.

Cuando Kanin se marchó, me senté en la silla, me rasqué la sangre de las


manos y pensé qué hacer a continuación.
«Vale, pues ahora soy una vampira».
Enfurecida, traté de no mortificarme mucho por ello; había sido eso o
morir en la lluvia. Kanin tenía razón; a fin de cuentas, lo había elegido yo.
Había elegido convertirme en una no muerta, no volver a ver la luz del sol,
beber la sangre de los vivos.
Me estremecí y le di una patada a la bolsa vacía.
Esa era la parte que más me molestaba; bueno, aparte del hecho de ser un
muerto viviente y sin alma. Relegué ese pensamiento al fondo de mi mente.
Los vampiros eran depredadores, pero tal vez hubiera una manera de no
alimentarse de los humanos. Tal vez pudiese sobrevivir a base de sangre
animal, aunque la sola idea de morder una rata viva y escurridiza me
asqueaba. ¿Los vampiros tenían que beber sangre humana sí o sí o solo la
preferían? ¿Con qué frecuencia se alimentaban? ¿Dónde y cómo dormían
durante el día? Me di cuenta de que, incluso habiendo vivido durante
diecisiete años en esta ciudad, no sabía prácticamente nada sobre sus
ciudadanos más populares salvo que bebían sangre y salían de noche.
«Bueno, hay una persona que sí que podría explicarme todo eso».
Debatí conmigo misma durante un rato más. Era un vampiro, pero si
quería sobrevivir, necesitaba aprender. Tal vez más adelante, cuando supiera
todo lo que me hacía falta, vengaría a mi madre, a Rama, a Lucas y a todos
los demás que me habían arrebatado. Ahora mismo, no obstante, más me
valía tragarme el orgullo y empezar a aprender cómo ser una muerta
viviente.
Me puse de pie de mala gana y fui en busca de mi nuevo mentor.
La puerta conducía a otra habitación que antaño bien podría haber sido un
despacho. En un lateral había unas cuantas sillas rotas y varios armarios
largos de metal volcados sin miramiento, con papeles desparramados por
todos lados. Junto a la pared del fondo, Kanin se hallaba sentado en un
grandísimo escritorio de madera cubierto de polvo y arañazos. Levantó la
mirada de una pila de carpetas y enarcó una ceja conforme entraba en la
estancia.
—Tengo unas cuantas preguntas sobre los vampiros y todo eso de beber
sangre —dije, dudando si sería inapropiado y decidiendo justo después que
me daba igual.
Kanin cerró la carpeta, la dejó a un lado y señaló con la barbilla una de las
sillas. La levanté y me senté con los brazos sobre el respaldo.
—Déjame adivinar —dijo, entrelazando las manos—. Te estás
preguntando si no tenemos más remedio que cazar humanos o si podemos
sobrevivir bebiendo la sangre de animales u otras criaturas. Quieres evitar
matar a humanos para vivir. ¿Me equivoco?
Negué con la cabeza. Kanin sonrió con amargura.
—Es imposible —repuso con voz monótona, y a mí se me cayó el alma a
los pies; figuradamente, claro—. Voy a darte tu primera y más importante
lección, Allison Sekemoto: eres un monstruo. Un demonio que se alimenta
de seres humanos para sobrevivir. Los vampiros de la ciudad pueden actuar,
parecer y fingir ser civilizados, pero no dejes que eso te engañe. Somos
monstruos y nada va a cambiar eso. Y no creas que podrás aferrarte a tu
humanidad alimentándote de sangre de perros, ratas u ovejas. Es mala
comida, basura. Te llenará durante un rato, pero jamás conseguirás saciar la
sed. Y poco después empezarás a ansiar tanto la sangre humana que la sola
visión de uno de ellos te volverá loca y ese humano morirá porque no
podrás evitar dejarlo seco. Eso es lo más importante que debes entender
antes de continuar. Ya no eres humana. Eres una depredadora y, cuanto
antes lo aceptes, más fácil te resultará esta vida, esta existencia.
Se me cayó el alma a los pies todavía más. Parecía que todo lo que había
creído sobre los vampiros era verdad.
—No pienso matar a humanos para alimentarme de ellos, eso te lo aviso
desde ya —dije.
—Siempre se empieza así —replicó Kanin, y su voz sonó distante, como
si estuviera rememorando algo—. Con buenas intenciones y honor por parte
de los vampiros neófitos. Juramentos de no herir a los humanos, de tomar
solo lo necesario, de no cazarlos como al ganado durante la noche. —
Sonrió ligeramente—. Pero cuando solo los ves como comida, aferrarte a tu
humanidad se vuelve cada vez más difícil.
—No me importa. —Pensé en Rama, en Lucas, e incluso en Rata. Habían
sido mis amigos. Personas. No bolsas de sangre con patas—. Yo seré
diferente. O al menos lo voy a intentar.
Kanin no me rebatió. Se puso de pie, rodeó el escritorio y me tendió una
de sus manos grandes y pálidas.
—Ven.
Cautelosa, me levanté de la silla y me acerqué a él.
—¿Por qué? ¿Qué vamos a hacer?
—Te dije que te enseñaría a sobrevivir como vampira. —Dio un único
paso hacia adelante y yo me quedé a medio metro de él, mirándolo a la
barbilla. Joder, qué imponente era. Su presencia era arrolladora—. Para
vivir, debes comprender cómo funciona el cuerpo de un vampiro y lo
resistente que es. Quítate el abrigo.
Lo hice y lo dejé sobre la silla a mi espalda, preguntándome adónde
quería llegar. Con un único y rapidísimo movimiento, me agarró la muñeca,
me levantó el brazo y me lo rajó con esa daga larga y brillante que siempre
llevaba. La sangre comenzó a manar de la herida un segundo antes de que el
dolor me golpeara como un martillo.
—¡Ay! ¿Qué coño haces? —Traté de apartar el brazo, pero era como tirar
de un árbol. Kanin ni siquiera se inmutó—. ¡Suéltame, psicópata de mierda!
¿A qué clase de juego enfermizo estás jugando?
—Espera —me ordenó Kanin, sacudiéndome un poco el brazo. Yo rechiné
los dientes mientras el vampiro me sujetaba la muñeca—. Mira.
Tenía el brazo hecho un destrozo, con sangre chorreándome por el codo.
Podía ver la herida, el tajo profundo y recto que probablemente llegara al
hueso. «Vampiro psicópata…». Pero conforme contemplaba la escena,
jadeante, la herida empezó a cerrarse. La carne se unió y cambió de roja a
rosa, y luego a blanca, hasta quedar una mínima cicatriz pálida. Y entonces
eso desapareció también.
Me quedé boquiabierta ante la falta de herida a la vez que Kanin me
soltaba el brazo.
—Cuesta bastante matarnos —explicó ante mi expresión sorprendida—.
Somos más fuertes que los humanos y también más rápidos, y nos curamos
de casi todo. Por eso somos el depredador perfecto; pero ojo, no somos
invencibles. El fuego nos daña, al igual que cualquier traumatismo severo.
El vampiro más fuerte no saldría con vida si una bomba le explotase en los
pies. Pero las balas, cuchillos, garrotes, espadas… te dolerán si te alcanzan,
pero no suelen matarnos. Aunque… —Me tocó el pecho—. Una estaca de
madera en el corazón no nos mata al instante, pero sí que nos paraliza y
entramos en hibernación. Ese es el último recurso de nuestro cuerpo para
sobrevivir; se desconecta por completo y nos vemos obligados a dormir, a
veces durante décadas, hasta que podemos regresar al mundo de los vivos
otra vez. —Apartó la mano—. Pero para destruir por completo a un
vampiro, decapitarlo o quemarlo es el único modo eficaz. ¿Lo vas
entendiendo?
—Para matar a un vampiro, apunta a la cabeza —musité—. Lo pillo. —El
dolor había desaparecido, pero ahora una molestia me carcomía por dentro,
aunque quería seguir aprendiendo—. Pero ¿por qué sangro? —me pregunté,
levantando la mirada hacia él—. ¿Me late el corazón siquiera? Creía que…
que estaba muerta.
—Estás muerta.
Fruncí el ceño.
—Entonces supongo que en este caso la muerte está tardando en hacer
efecto.
Kanin permaneció impasible.
—Sigues pensando como una humana —dijo—. Escúchame, Allison, y
mantén la mente abierta. Los mortales ven la muerte en términos de blanco
o negro; o bien estás viva, o no lo estás. Pero en medio, entre la vida y la
muerte y la eternidad, hay una pequeña zona gris, una que los humanos
desconocen. Ahí es donde residimos los vampiros, los rábidos y algunas
otras criaturas inexplicables y mucho más antiguas que existen en el
mundo. Los humanos no pueden comprendernos porque nos regimos por
otro tipo de leyes.
—Sigo sin tenerlo claro.
—No nos late el corazón —prosiguió mi mentor, tocándose ligeramente el
pecho—. Te preguntas cómo puede correr la sangre por tus venas, ¿verdad?
No lo hace. No tienes sangre. Al menos, no tuya. Asume que es nuestra
comida y bebida; nuestro cuerpo la absorbe de la misma manera. La sangre
es el núcleo de nuestro poder. Es la razón por la que vivimos, la razón por la
que sanamos. Cuanto más tiempo pasamos sin beber, más nos alejamos de
la humanidad hasta parecernos a los cadáveres vivientes, fríos y vacíos que
los humanos se piensan que somos.
Escruté a Kanin en busca de cualquier señal de que no fuera humano. Su
piel era pálida y sus ojos, macilentos, pero no parecía un cadáver. A menos
que te fijaras a conciencia, era imposible saber que era un vampiro.
—¿Qué pasa si no… eh… bebemos sangre? —pregunté, sintiendo un
pinchazo en el estómago—. ¿Podemos morir de hambre?
—Ya estamos muertos —replicó Kanin con el mismo tono de voz frío e
irritante—. Así que no. Pero como pases demasiado tiempo sin beber sangre
humana, empezarás a volverte loca. Tu cuerpo se marchitará hasta que no
seas nada más que un cascarón vacío vagando por el mundo, muy parecido
a los rábidos. Atacarás a cualquier criatura viva con la que te cruces, porque
la sed se adueñará de ti. Y como tu cuerpo no cuenta con reservas de las que
hacer acopio, cualquier daño que no te mate podría hacer que entraras en
hibernación por un tiempo indefinido.
—¿Y no podrías haberme dicho todo esto sin abrirme el brazo?
—Sí. —Kanin se encogió de hombros con impertinencia—. Pero tenía
otra lección en mente. ¿Cómo te sientes?
—Me muero de hambre. —El pinchazo en mi estómago se había vuelto
más doloroso; mi cuerpo me estaba pidiendo comida a gritos. Recordé con
anhelo la bolsa de sangre que ahora yacía vacía en el suelo. Me pregunté,
con horror, si no quedaría algo que succionar.
Kanin asintió.
—Y ese es el precio de tal poder. Tu cuerpo se curará solo de casi
cualquier cosa, pero para hacerlo tirará de las reservas almacenadas en él.
Mírate el brazo.
Lo hice y ahogué un grito. Mi piel, y en especial la zona donde Kanin me
había cortado, estaba blanca como la tiza, mucho más pálida que antes, y
también fría. Carne muerta. Carne sin sangre. Me estremecí mientras
apartaba la mirada y sentí la sonrisa del vampiro.
—Si no te alimentas justo después, entrarás en un estado de frenesí
incontrolable y alguien morirá —anunció—. Cuanto mayor sea la herida,
más sangre necesitarás para llenarte. Y como pases demasiado tiempo sin
alimentarte, el resultado será el mismo. Por eso, los vampiros no sienten
apego por los humanos, o por nadie, en realidad. En algún momento de tu
vida, Allison Sekemoto, matarás a un ser humano. Por accidente o de
manera consciente y deliberada. Es inevitable. La pregunta no es si ocurrirá,
sino cuándo. ¿Lo entiendes?
—Sí —murmuré—. Lo pillo.
Me contempló con aquellos dos pozos negros y profundos.
—Más te vale —repuso en silencio—. Y ahora debes aprender la parte
más importante de ser uno de nosotros: cómo alimentarte.
Tragué saliva.
—¿No te quedan más bolsas de esas?
Se rio entre dientes.
—La conseguí de uno de los guardias de la sangría de esta semana. No es
algo que haga a menudo, pero necesitabas comida justo después de
despertar. Tú y yo distamos de los vampiros de la ciudad, con sus esclavos,
mascotas y sus bodegas de «vino». Si quieres alimentarte, deberás hacerlo a
la vieja usanza. Te enseñaré a lo que me refiero. Ven, sígueme.
—¿Adónde vamos? —pregunté mientras él abría la puerta y salíamos a un
pasillo largo y estrecho.
La pintura blanca de las paredes se estaba desportillando y el cristal crujía
bajo mis pies conforme caminábamos. Había puertas cada pocos metros que
conducían a otras habitaciones con restos de camas, sillas y máquinas
extrañas volcadas. Una silla rara con ruedas yacía de lado junto a de las
puertas, cubierta de polvo y telarañas. Me di cuenta de que, pese a no haber
luz, veía perfectamente el pasillo cuando en teoría estaba completamente a
oscuras.
Kanin echó la vista hacia atrás y sonrió.
—Nos vamos de caza.

Giramos una esquina y el pasillo se abrió a lo que parecía una antigua área
de recepción con un grandísimo mostrador de madera en mitad de la sala.
Unas letras doradas deslustradas colgaban encima de él, la mayoría torcidas
o rotas, así que era imposible leerlas. También había un montón de señales
más pequeñas tanto en las paredes como en las entradas a los pasillos, todas
ilegibles, así como cristales, escombros y papeles desparramados por el
suelo que crujían donde pisábamos.
—¿Qué es este sitio? —le pregunté a Kanin. Mi voz hacía un eco extraño
en la espaciosa estancia y el silencio de la habitación pareció echárseme
encima.
El vampiro no respondió durante un buen rato.
—Antaño —murmuró, conduciéndome a través de la sala— este era uno
de los niveles subterráneos de un hospital. Uno de los más conocidos y
demandados en la ciudad. No solo trataban a los pacientes, sino que
también contaban con un equipo de científicos, investigadores
comprometidos a acabar con las enfermedades y a descubrir curas. Por
supuesto, cuando el virus neumocarmesí se extendió por el mundo, el
hospital no daba abasto. Era imposible tratar a la ingente cantidad de
pacientes que entraban sin parar. Mucha gente murió aquí. —Desvió la vista
hacia el escritorio con los ojos entrecerrados y la mirada distante—.
Aunque, bueno, mucha gente murió en todas partes.
—Si estás intentando acojonarme, felicidades. ¿Cómo salimos de aquí?
Nos detuvimos junto a un agujero grande y cuadrado en la pared y él
señaló la abertura. Me asomé y vi un larguísimo hueco oscuro con cuerdas
de metal que colgaban desde lo alto.
—Estás de coña, ¿no? —Mi voz hizo eco en el conducto.
—Las escaleras que llevan a la superficie están derruidas —respondió
Kanin como si nada—. No hay otro modo de salir o entrar. Tenemos que
usar el hueco del ascensor.
¿El hueco del ascensor? Fruncí el ceño y le devolví la mirada.
—Es imposible que pueda escalar eso.
—Ya no eres humana. —Entrecerró los ojos—. Eres más fuerte, tienes
resistencia ilimitada y puedes hacer cosas que los humanos no. Si te sirve
de consuelo, yo iré justo detrás de ti.
Miré el conducto del ascensor y me encogí de hombros.
—Vale —murmuré, estirando el brazo para agarrar los cables—. Pero si
me caigo, espero que me cojas.
Una vez estuve bien sujeta, tiré.
Para mi sorpresa, mi cuerpo se elevó del suelo como si no pesara nada.
Me contoneé y fui escalando por el conducto poco a poco, con una emoción
que jamás había sentido. La piel no se me rasgó, los brazos no me
quemaban y ni siquiera me costaba respirar. Podría seguir así para siempre.
Entonces me paré de golpe. No es que no me costara respirar, es que no
estaba respirando. Mi pulso no se aceleraba, ni mi corazón martilleaba,
porque no estaba viva. Estaba muerta. Nunca envejecería, jamás cambiaría.
Era un parásito cadavérico que bebía sangre para sobrevivir.
—¿Pasa algo? —la voz profunda e impaciente de Kanin resonó por
debajo de mí.
Me sacudí. El conducto vacío de un ascensor no era el mejor lugar para
tener revelaciones ni debates personales.
—Estoy bien —respondí, y reemprendí la escalada.
Ya le daría vueltas luego; ahora mismo, mi estómago me estaba diciendo
que tenía hambre. Me resultaba muy extraño que el corazón, los pulmones y
otros órganos no me funcionasen, pero que el estómago y el cerebro
siguieran activos. O tal vez no; no tenía ni idea. Estaba empezando a darme
cuenta de que todo lo relacionado con los vampiros era un completo
misterio.
Una brisa fría me golpeó en la cara cuando salí del hueco y me dispuse a
echar un vistazo en derredor, cautelosa.
Aquí hubo un edificio. Podía ver restos de vigas de acero a nuestro
alrededor junto con, tal vez, la mitad de una pared que se caía a pedazos
sobre la alta hierba amarillenta. El yeso estaba ennegrecido y chamuscado,
y había muebles quemados —camas, colchones y sillas— desperdigados y
medio escondidos en el césped. El conducto por el que habíamos subido no
era más que un agujero oscuro en el mosaico, oculto entre los escombros y
los hierbajos. Si no te encontrabas justo encima, tal vez ni repararas en él
hasta que ya fuera demasiado tarde y te hubieses partido la crisma al fondo.
—¿Qué pasó aquí? —susurré, contemplando la devastación.
—Un incendio —repuso Kanin, encaminándose a través del aparcamiento
vacío. Se movía rápido, por lo que tuve que darme prisa para seguirle el
paso—. Empezó en la planta baja del hospital. Enseguida se descontroló y
destrozó el edificio y a casi todas las personas que había dentro. Solo se
salvaron los niveles inferiores.
—¿Tú estabas ahí cuando ocurrió?
Kanin no respondió.
Dejamos atrás las ruinas del hospital y cruzamos el aparcamiento vacío
donde la naturaleza había crecido y estrangulaba todo lo que pillaba con sus
zarpas verdes y amarillas. Cuando alcanzamos el borde y echamos la vista
atrás, apenas se veían los restos del hospital entre toda la vegetación.
Las calles del Aledaño estaban a oscuras. Las nubes cubrían el cielo,
tapando la luz de la luna y de las estrellas, pero yo seguía viéndolo todo con
claridad, y algo más impresionante incluso: sabía exactamente qué hora era
y cuánto quedaba para el amanecer. Percibía la sangre en el aire, el
persistente calor que irradiaban los mamíferos de sangre caliente. Era la una
de la madrugada y hasta los humanos más valientes ya habían cerrado las
puertas de sus casas, pero yo me moría de hambre.
—Por aquí —murmuró Kanin, y se deslizó entre las sombras.
No discutí; lo seguí por un callejón largo y oscuro, ligeramente consciente
de que algo había cambiado, aunque no terminaba de identificar qué.
Entonces lo supe. El olor.
Había crecido con los olores del Aledaño: la basura, los desechos, el
pestazo a moho, a podredumbre y a descomposición. Ahora no olía nada, tal
vez porque el oler y el respirar iban muy de la mano. Mis otros sentidos se
habían aguzado: era capaz de oír a un ratón escabulléndose por un agujero a
diez metros de distancia. Sentía el viento, frío y húmedo, en los brazos,
aunque mi piel no reaccionó poniéndome los vellos de punta, como debería.
Además, cuando pasamos junto a un antiguo vertedero y oí el zumbido de
las moscas en su interior y a los gusanos retorcerse a través de la carne
muerta y descompuesta —de un animal, esperaba—, seguía sin oler nada.
Al mencionárselo a Kanin, él soltó una risita sosa por lo bajo.
—Puedes oler si quieres —respondió, sorteando un montón de tejas de lo
que antes había sido un tejado—. Solo tienes que hacer el esfuerzo
consciente de respirar. Ya no es algo natural para nosotros porque no lo
necesitamos. Te vendrá bien recordarlo si alguna vez te ves en la situación
de tener que pasar desapercibida. Los humanos no suelen ser muy
observadores, pero hasta ellos sabrán que algo no va bien si no finges
respirar.
Cogí aire y detecté el pestazo a descomposición del vertedero. También
olí algo más en el aire: sangre. Entonces divisé una mancha de pintura en
una pared semiderruida —una calavera con alas rojas— y caí en la cuenta
de dónde estábamos.
—Esto es territorio de bandas —dije, horrorizada—. Ese es el emblema
de los Ángeles Sanguinarios.
—Sí —repuso Kanin como si nada.
Resistí el instinto de alejarme de él, de huir al callejón más cercano y
poner rumbo a casa. Los vampiros no eran los únicos depredadores que
vagaban por las calles de la ciudad y los carroñeros no eran los únicos que
reclamaban su territorio en el Aledaño. Aunque algunos no censados eran
simplemente ladrones, bandas de chiquillos con ganas de sobrevivir,
también existían otros grupos más siniestros. Los Parcas, los Calaveras
Escarlatas, los Ángeles Sanguinarios: esas eran unas pocas de las «otras»
bandas que se habían adueñado de ciertos territorios del Aledaño. En este
mundo, la única ley que existía era la de obedecer a los Señores y a ellos les
daba igual si su ganado se peleaba entre sí. Tópate con una banda aburrida y
hambrienta y con suerte lo único que hacían era matarte. Había oído
historias de algunas que, después de «pasárselo bomba» con un intruso, lo
fileteaban y se lo comían. Leyendas urbanas, claro, pero ¿quién era yo para
desmentirlas? Por eso, alejarse de territorio conocido era mala idea en el
mejor de los casos y suicida en el peor. Yo sabía qué partes del Aledaño
eran territorio de bandas y las había evitado a toda costa.
Y ahora nos estábamos adentrando allí.
Le eché una miradita al vampiro a mi lado.
—Sabes que nos matarán, ¿no?
Asintió.
—Cuento con ello.
—Sabes que se comen a la gente, ¿verdad?
Kanin se detuvo y me miró con aquellos intensos ojos negros.
—Yo también —respondió con voz neutral—. Y ahora también tú.
Me sentí un poquito descompuesta.
«Cierto».
El olor de la sangre se intensificó y ahora también se oían los típicos
ruidos de una pelea: insultos, gritos y el impacto de los puños y los zapatos
en la carne. Doblamos una esquina y entramos en un aparcamiento entre
varios edificios rodeado por una valla metálica, cristales rotos y coches
oxidados. Los grafitis cubrían los ladrillos derruidos y las paredes de metal,
y varios barriles ardían por todo el perímetro, expulsando un humo denso y
asfixiante.
Un grupo de gamberros andrajosos y vestidos de forma similar se
encontraba apiñado alrededor de una forma aovillada en el suelo. El cuerpo,
colocado en posición fetal, se protegía la cabeza mientras dos o tres
matones se salían del círculo para asestarle un puñetazo o una patada. Otro
cuerpo yacía tendido cerca de él, extrañamente inmóvil y con la cara
completamente destrozada. Se me revolvieron las tripas al verle la nariz
rota y los ojos inertes. Pero entonces el olor de la sangre me golpeó con más
fuerza que nunca y gruñí antes de darme cuenta siquiera de lo que hacía.
Los miembros de la banda se estaban riendo tan alto que no podían oírme
y estaban demasiado concentrados en lo suyo como para percatarse de
nuestra presencia, pero Kanin siguió avanzando. Con calma, como si
hubiera salido a pasear durante la noche, se aproximó al círculo de humanos
sin hacer ruido. Podríamos haber pasado junto a ellos y alejarnos
pacíficamente en la oscuridad, pero conforme nos acercamos al grupo de
gamberros, que aún no había reparado en nosotros, le asestó una patada a
una botella rota y la hizo tintinear y resonar por todo el pavimento.
Entonces los Ángeles Sanguinarios levantaron la mirada.
—Buenas noches —saludó Kanin, asintiendo con cordialidad.
Siguió caminando, pero ahora a un ritmo más lento. Yo lo seguí en
silencio, tratando de ser invisible y con la esperanza de que la banda nos
dejara marchar sin mucho jaleo.
Pero una parte de mí, la extraña y hambrienta, contemplaba a los humanos
con entusiasmo y deseaba que intentaran detenernos.
Su deseo se cumplió.
Maldiciendo por lo bajo, el grupo entero se movió para cortarnos el paso.
Kanin se detuvo y observó, impasible, como un matón con una cicatriz en
uno de sus ojos pálidos daba un paso al frente sacudiendo la cabeza.
—Mirad —dijo, sonriendo a Kanin y luego a mí—. Qué suerte estamos
teniendo esta noche, ¿eh, chicos?
Kanin no dijo nada. Me pregunté si tenía miedo de que, al hablar con
ellos, averiguaran lo que era; no quería ahuyentar a nuestra comida.
—Miradlo… tan acojonado que ni siquiera puede hablar. —Las
carcajadas resonaron por todo el lugar—. Haberlo pensado antes de entrar
en nuestro territorio, mascota. —El de la cicatriz dio otro paso al frente, con
los insultos y los abucheos de su banda de fondo—. ¿Vas a bajarte los
pantalones para que podamos lamerte el culo? ¿Eso es lo que quieres,
mascota? —escupió la palabra antes de desviar la vista hacia mí, y entonces
se volvió lasciva y asquerosa—. O tal vez me lo reserve para esa preciosa
muñequita asiática. No solemos ver a muchas putas por aquí, ¿verdad,
chicos?
Rugí y noté cómo se me crispaban los labios.
—Como te atrevas a acercarme esa fosa séptica que tienes por boca, te la
rajo —escupí.
La banda se rio a carcajadas y se aproximó.
—Vaya, nos ha salido peleona la muchacha. —El de la cicatriz sonrió—.
Espero que tengas suficiente para todos, porque… no te importa compartir,
¿verdad, mascota?
—Para nada —repuso Kanin, y se alejó de mí.
Yo me lo quedé mirando mientras el de la cicatriz y su banda rompían a
reír de forma burlona.
—¡La mascota se ha cagado!
—Escondiéndose tras una chica. ¡Eso sí que es ser un hombre de verdad!
—Oye, gracias, mascota —dijo el de la cicatriz, curvando la boca en una
sonrisa malvada—. Me das tanta pena que voy a dejarte marchar esta vez.
¡Gracias por la muñequita asiática! Trataremos de no destrozarla…
demasiado rápido.
—¿Qué haces? —gruñí, traicionada. Los matones avanzaron, sonrientes, y
yo retrocedí sin perderlos de mi campo de visión, pero fulminando con la
mirada al vampiro—. ¿Dónde ha quedado toda esa mierda de «enseñarme»
y «prepararme»? ¿Ahora solo piensas lanzarme a los lobos o qué?
—Tu concepto de depredador y presa está del revés —dijo el vampiro en
voz baja para que solo yo pudiera oírlo. Me entraron ganas de lanzarle algo,
pero la amenaza de los miembros de la banda era más urgente ahora mismo.
La lujuria salvaje de sus ojos me ponía enferma y sentí un rugido subir por
mi garganta—. Esto te enseñará exactamente qué posición ocupas en la
cadena alimentaria.
—¡Kanin! Joder, ¿qué se supone que debo hacer?
Kanin se encogió de hombros y se apoyó contra una pared.
—Intenta no matar a nadie.
Los matones se lanzaron a por mí. Me tensé cuando uno me agarró por la
cintura para tratar de levantarme y de arrojarme al suelo. Yo gruñí cuando
sus brazos se posaron sobre mí, planté los pies en el suelo y lo empujé tan
fuerte como pude.
El tipo salió volando hacia atrás como si no pesase nada y se estampó
contra el capó de un coche a unos veinte metros de distancia. Parpadeé,
pasmada, pero el siguiente se precipitó hacia mí con un aullido y apuntando
el puño hacia mi cara.
Por instinto, levanté una mano y lo detuve con la palma,
sorprendiéndonos a ambos. Trató de soltarse, pero yo empecé a apretarle la
mano con fuerza, sintiendo sus huesos crujir y partirse antes de retorcérsela
sin miramientos. Se le partió la muñeca con un chasquido y el matón gritó.
Otros dos Ángeles Sanguinarios vinieron a por mí desde distintas
direcciones. Se movían despacio, como si estuvieran corriendo en el agua, o
al menos eso fue lo que me pareció. Esquivé al primero con facilidad y le di
una patada en la rodilla, que cedió con un crujido bajo mi tobillo. Él se
sacudió hacia un lado y cayó de bruces al suelo. Su amigo fue a atacarme
con una tubería de plomo; yo se la arrebaté y lo golpeé en la cara con ella.
El olor a sangre proveniente de su mejilla impregnó el aire y algo en mi
interior respondió a su llamada. Me precipité sobre él con un alarido,
sintiendo los dientes atravesarme las encías.
El sonido de un disparo cortó la noche y algo diminuto restalló en mi
cabeza. Sentí la ráfaga de viento pasar junto a mi pelo y me giré en cuclillas
antes de gruñir y de enseñarle los colmillos. El tipo de la cicatriz abrió
mucho los ojos y empezó a soltar una sarta de insultos a la vez que me
apuntaba con una pistola humeante.
—¡Vampiro! —chilló entre maldiciones—. ¡Ah, joder! ¡Joder! ¡Aléjate de
mí! ¡Aléjate…!
Apuntó y yo me preparé para salir disparada, derribar a mi presa e hincar
los colmillos bien hondo en su garganta. Pero, de pronto, volvió a abrir los
ojos como platos al sentir que lo levantaban del suelo. Se puso a patear con
impotencia mientras Kanin lo alzaba en el aire como haría con un gato, le
quitaba la pistola y lo arrojaba contra una pared.
El crujido de la cabeza del Ángel Sanguinario contra el ladrillo atravesó la
nube de rabia salvaje y espumosa y me trajo de nuevo a la realidad. Me
liberé del hambre, de la incontenible sed de sangre, y eché un vistazo a mi
alrededor, horrorizada pero también asombrada. Cinco cuerpos yacían en el
suelo, gimiendo, rotos y ensangrentados. Por mi culpa. Miré a Kanin, que
había tirado la pistola casi con desdén y enarcó una ceja conforme me
acercaba.
—Lo sabías —dije con suavidad, mirando a uno de los Ángeles
Sanguinarios aturdidos—. Sabías lo que haría… por eso has dejado que me
atacaran. —Él no respondió, y me di cuenta de que no estaba temblando de
miedo, ni por la adrenalina ni nada. Mi corazón seguía inmóvil y frío. Alcé
la mirada hacia Kanin, furiosa porque me hubiera manipulado de esa
manera—. Los podría haber matado a todos.
—¿Cuántas veces tengo que decírtelo? —repuso Kanin, mirándome desde
su imponente altura—. Ahora eres un vampiro. Ya no eres humana. Eres el
lobo y ellos, el ganado. Eres más fuerte y salvaje de lo que ellos serán
jamás. Son comida, Allison Sekemoto. Y, en el fondo, tu demonio siempre
los verá así.
Miré al de la cicatriz, que estaba tumbado, hecho un guiñapo, contra la
pared. Aunque tenía la frente abierta y ya había empezado a formársele un
moratón grande, gimió y trató de ponerse de pie, pero volvió a desplomarse,
aturdido.
—Entonces, ¿por qué no lo has matado? —pregunté.
La mirada de Kanin se tornó fría. Girándose, caminó rápidamente hacia el
líder de la banda, lo agarró por el cogote y lo arrastró de nuevo hasta mí
antes de dejarlo de mala manera a mis pies.
—Bebe —ordenó con voz firme—. Pero, recuerda, si tomas demasiado,
matarás al anfitrión. Y si te quedas corta, tendrás que alimentarte demasiado
pronto. Si de verdad te importa dejarlos secos o no, deberás encontrar el
equilibrio. Normalmente, con unas cinco o seis succiones basta.
Bajé la mirada hacia el líder de la banda y retrocedí. Morder una bolsa de
sangre era una cosa, ¿pero alimentarme del cuello de una persona viva?
Hacía un momento me había muerto de ganas, cuando la sed y la furia se
habían adueñado de mí, pero ahora solo me entraban náuseas.
Kanin siguió mirándome fijamente.
—Lo harás si no quieres pasar hambre hasta el punto de volverte loca y
matar a alguien por no poder controlarte —explicó tan normal—. Eso es lo
que significa ser un vampiro; nuestra necesidad más básica y primordial. Y
ahora… —Con una mano levantó al matón y con la otra tiró del pelo hacia
atrás hasta exponer su garganta—. Bebe.
Reacia, di un paso hacia adelante. El humano gimió e intentó defenderse,
pero yo le aparté los brazos con facilidad y me incliné hacia el hueco de su
garganta. Extendí los colmillos al oler y percibir la sangre caliente que
corría por sus venas. El aroma a vida era abrumador en mi nariz y boca.
Antes de pensar siquiera en lo que estaba haciendo, me abalancé sobre él y
mordí con fuerza.
El Ángel Sanguinario jadeó y se sacudió un poco. Una espesa calidez se
deslizó a mi boca, deliciosa y caliente y poderosa. Gruñí y mordí con más
ahínco, con lo que conseguí que mi presa soltara un grito estrangulado.
Sentí el calor extenderse por mi cuerpo, llenándome de fuerza, de poder.
Era embriagador. Era… indescriptible. Era felicidad, simple y llanamente.
Cerré los ojos casi en trance. Solo quería más y más y más…
Alguien me tiró del pelo hacia atrás y me separó de mi presa. Yo rugí y
traté de abalanzarme otra vez sobre él, pero un brazo evitó mi avance y me
obligó a retroceder. El cuerpo del matón se desplomó lacio en el suelo.
Volví a rugir y forcejeé con el brazo que me retenía en un intento por volver
a alcanzarlo.
—¡Ya basta! —la voz de Kanin resonó con autoridad, y me sacudió con
fuerza. Se me fue la cabeza hacia atrás cual muñeca rota y, de pronto, sentí
un mareo—. Allison, ya basta —repitió mientras se me aclaraba la visión
—. Como bebas más, lo matarás.
Parpadeé y retrocedí. Poco a poco dejé de sentir la sed como algo
desenfrenado y rabioso. Horrorizada, me quedé mirando al Ángel
Sanguinario desplomado en el suelo. Estaba pálido, apenas respiraba y tenía
dos orificios en la garganta de los que no dejaba de manar sangre. Casi lo
había matado. Otra vez. Si Kanin no me hubiera detenido, lo habría dejado
seco.
El asco se arremolinó en mi estómago. Por mucho que odiase a los
vampiros, por muy decidida que estuviera a no ser como ellos, era igual que
cualquier otro chupasangre que deambulase por la calle.
—Cierra la herida —me ordenó Kanin, señalando al líder de la banda. Su
voz era fría, indolente—. Termina lo que has empezado.
Quería preguntarle cómo, pero, de repente, lo sabía. Me doblé hacia
adelante, pasé la lengua por los dos orificios y los sentí cerrarse. Incluso
entonces, notaba la sangre correr lentamente por debajo de su piel, y tuve
que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para no morderlo una
segunda vez.
Me puse de pie y me giré hacia Kanin, que asintió sin perderme de vista.
—Ahora lo entiendes —dijo con la voz sombría e inflexible.
Sí. Miré a los cuerpos dispersos por el aparcamiento, la destrucción que
había causado, y lo supe. Era completamente inhumana. Los humanos eran
la presa. Ansiaba su sangre como una loca. Eran ovejas, un rebaño, y yo era
el lobo que las acechaba por la noche. Me había convertido en un monstruo.
—De ahora en adelante —dijo Kanin— tendrás que decidir qué clase de
demonio vas a ser. No todas las víctimas te llegarán con tanta facilidad,
ignorantes y dispuestas a hacerte daño. ¿Qué harás si tu presa te invita a
pasar a su casa y te ofrece un plato en su mesa? ¿Qué harás si huyen o se
acobardan y te suplican que no les hagas daño? La forma de acechar a tu
presa es algo que deberás aceptar y asimilar por tu cuenta, o si no,
terminarás volviéndote loca. Y una vez cruces ese umbral, ya no habrá
vuelta atrás.
—¿Tú cómo lo haces? —susurré.
Kanin sacudió la cabeza con una risita.
—Mi método no te ayudaría —dijo a la vez que abandonábamos el
aparcamiento—. Tendrás que encontrar tu propio camino.
Mientras nos adentrábamos en el callejón, pasamos junto a uno de los
matones que estaba empezando a recuperar el conocimiento. Gimió y trató
de ponerse de pie dando tumbos y jadeando de dolor y, aunque había
saciado mi sed, algo en mi interior reaccionó al ver a una criatura herida e
indefensa. Me medio giré con un gruñido y los colmillos extendidos, pero
Kanin me agarró del brazo y me arrastró consigo a la oscuridad.
6

Cuando me desperté estaba sola, tumbada en un catre polvoriento en una de


las antiguas habitaciones del hospital. Volvía a ser de noche y sabía que el
sol se había puesto hacía una hora. Kanin me había mantenido despierta
hasta casi el amanecer bajo el pretexto de que, como vampiro, debía ser
consciente en todo momento del tiempo que me quedaba para buscar
refugio. Me explicó que, a pesar de las leyendas, no estallábamos en llamas
al instante, pero que la química de nuestro cuerpo había cambiado al estar,
técnicamente, muertos. Lo comparó a una enfermedad humana denominada
porfiria, en la cual las sustancias químicas de la piel provocaban que esta
ennegreciese y se quebrara al exponerla a luz ultravioleta. Si nos
quedábamos atrapados en el exterior sin poder cobijarnos, los rayos del sol
nos quemarían la piel expuesta hasta que, con el tiempo, ardiese de verdad.
Era una manera de morir extremadamente dolorosa y desagradable, añadió
al ver mi expresión horrorizada, y algo que evitar a toda costa.
Pese a aquello, casi no llegamos. Recordaba estar acercándonos al
hospital derruido y sentirme más somnolienta cuando el cielo pasó de ser
totalmente negro a un azul marino. No obstante, a pesar del letargo, también
sentí un pánico y una desesperación atroces que me urgieron a hallar cobijo.
Mientras batallaba desesperada contra el aletargamiento, Kanin me alzó en
brazos y me acercó a su cuerpo. Y, a la vez que caminaba sobre el césped y
la maleza, me quedé dormida contra su pecho.
Recordé los sucesos de la noche anterior y me estremecí. Todavía me
seguía pareciendo surrealista, como si lo sucedido le hubiese pasado a otra
persona. Traté de experimentar haciendo crecer los colmillos y sentí cómo
se me alargaban al momento, atravesando las encías, puntiagudos y letales.
Aunque no tenía hambre, cosa que me aliviaba y me decepcionaba a partes
iguales, me pregunté con qué frecuencia tendría que alimentarme. Lo que
tardaría en hundir los colmillos en la garganta de alguien y sentir ese calor y
poder fluyendo en mi interior…
Sacudí la cabeza, cabreada y asqueada. Apenas llevaba una noche como
vampira y ya estaba teniendo un lapsus y sucumbiendo al demonio.
—No soy como ellos —dije cabreada en medio de la oscuridad,
dirigiéndome a lo que se arremolinaba en mi interior—. Voy a superar esto,
joder. Ya encontraré la forma. No pienso convertirme en un monstruo
desalmado, lo prometo.
Salí del catre y entré en el pasillo oscuro y estrecho en busca de Kanin.
Se encontraba sentado tras el escritorio de su despacho revisando una pila
de papeles. Desvió los ojos hacia mí en cuanto entré, pero luego continuó
leyendo.
—Oye. —Me apoyé contra uno de los armarios volcados—. Gracias por
no dejar que me quemara esta mañana. Supongo que es lo que me pasaría si
me quedase atrapada bajo el sol, ¿no?
—Es algo que no le desearía ni a mi peor enemigo —replicó Kanin sin
levantar la vista.
Lo observé recordando cómo me había llevado dentro, y fruncí el ceño.
—¿Cómo es que pudiste seguir despierto cuando yo me dormí?
—Por la práctica. —Kanin pasó una página y se centró en otra—. Todos
los vampiros deben dormir por el día —prosiguió, aún sin mirarme—.
Somos criaturas nocturnas, como las lechuzas y los murciélagos, y hay algo
en nuestro cuerpo que nos aletarga y cansa cuando sale el sol. Con la
práctica y muchísima fuerza de voluntad conseguimos repeler la necesidad
de dormir durante un rato. Se vuelve más difícil cuanto más tiempo
permanecemos despiertos.
—Bueno…, pues gracias. —Me quedé mirándole la coronilla y arrugué la
nariz—. Me alegro de que seas tan terco, entonces.
Kanin por fin alzó la mirada y enarcó una ceja.
—De nada —respondió. Pareció hacerle gracia—. ¿Cómo te encuentras?
—Supongo que bien. —Cogí un papel del armario. Nadie me había
preguntado eso desde que era pequeña—. No tengo hambre.
—No me extraña —repuso mientras se ponía con otra pila de papeles—.
Lo normal es que, a excepción de que estés agotada o herida, solo necesites
sangre una vez cada quincena para sentirte saciada, alimentada.
—¿Quincena?
—Cada dos semanas.
—Ah.
—Aunque tampoco es raro que, de podérselo permitir, un vampiro se
alimente todas las noches. Te aseguro que el príncipe de la ciudad y su
consejo se dan el gusto con bastante más frecuencia. Pero dos semanas es el
periodo más seguro que podemos pasar sin sangre humana. Después, te
sentirás cada vez más y más hambrienta y nada te satisfará hasta que te
alimentes.
—Ya, puede que lo hayas mencionado alguna que otra vez.
Me miró por encima del papel antes de dejarlo sobre el escritorio. Lo
rodeó y se apoyó en él.
—¿Quieres que te siga enseñando? —preguntó—. ¿O prefieres que me
vaya para que puedas asimilarlo todo sola?
—Lo siento —murmuré, apartando la mirada—. Supongo que no me he
acostumbrado a todo esto de estar muerta todavía. —Me vino algo a la
mente y fruncí el ceño—. ¿Qué pasará cuando acabe este «entrenamiento»?
—Sospecho que seguirás viviendo como una vampira.
—No me refiero a eso y lo sabes, Kanin. —Señalé el techo vagamente—.
¿Me permitirán entrar en la Ciudad Central? ¿Me dejarán pasar ahora que
soy una de ellos?
«Ahora que soy una de ellos». Qué asco. «Jamás seré una de ellos», me
prometí. «No del todo. No soy como ellos. No pienso rebajarme a su nivel.
No pienso considerar a los humanos meros animales».
—Por desgracia —contestó Kanin—, es un asunto complicado.
Sonaba como si estuviese a punto de darme otra lección, así que me senté
en la misma silla de la noche anterior y apoyé la barbilla en las manos.
Kanin se quedó callado, me examinó durante un momento y prosiguió.
—Ahora eres un vampiro, así que sí, te permitirán cruzar las puertas de la
Ciudad Central. Eso si no le cuentas a nadie tu relación conmigo. Tienes
que entender los objetivos de tus compañeros no muertos antes de empezar
a vivir por tu cuenta. Los vampiros de la ciudad siguen una jerarquía, una
cadena de mando que debes aprender si tu intención es encajar.
—Encajar —repetí, y resoplé—. He sido una rata callejera y una aledeña
toda mi vida. No creo que me vaya a acercar a los vampiros de la Ciudad
Central hasta dentro de mucho tiempo.
—De todas formas, necesitas tenerlo presente —replicó Kanin con el
mismo timbre de voz—. No todos los vampiros se crean de la misma
manera. ¿Sabes en qué se diferencia el príncipe de la ciudad de sus
seguidores?
Fruncí el ceño. Para mí todos los chupasangres eran iguales: tenían
colmillos, estaban muertos y bebían sangre. Sin embargo, Kanin no
aceptaría eso por respuesta y yo no quería que se fuese todavía, así que…
—Sé que la ciudad tiene un príncipe —respondí—. Salazar. Y que el resto
de los vampiros lo obedecen.
—Así es. —Kanin asintió con aprobación—. Hay un príncipe en cada
ciudad, un Señor vampiro, el más fuerte y poderoso de todos. Él o ella
dirige el consejo, controla a vampiros menores y toma casi todas las
decisiones de la Ciudad Central. Así trabajan la mayoría de las ciudades
vampíricas, aunque hay algunas en las que un solo vampiro lo gobierna
todo, pero son pocas y no suelen durar mucho. El príncipe tendría que ser
extremadamente fuerte para que la ciudad no caiga en manos de otros
vampiros o incluso de sus propios humanos.
—¿Cuántas ciudades vampíricas hay?
—¿En todo el mundo? —Kanin se encogió de hombros—. Nadie lo sabe
con certeza. Cambia constantemente, sobre todo en regiones pequeñas. Las
ciudades surgen y caen, hay intentos de asediar otros territorios,
enfermedades o rábidos que devastan poblaciones enteras. Pero las más
grandes, como Nueva Covington, llevan sobreviviendo desde la plaga y por
todo el mundo habrá, tal vez, varias decenas más.
—Y un Señor las gobierna todas.
—Normalmente sí. Como ya te he comentado, hay excepciones, pero la
mayoría están gobernadas por un Señor.
Eso significaba que ahí fuera seguramente hubiera vampiros muy fuertes
y viejos. Más me valía recordarlo, aunque parecía que la mayoría
permanecía en sus ciudades, como Salazar, y no cruzaban la Muralla.
—Por debajo del príncipe tenemos a los de tipo dos —prosiguió Kanin—;
son los vampiros convertidos por un Señor. No son tan poderosos como el
príncipe, pero sí formidables, y son los que normalmente componen el
consejo, la guardia de élite y la gente de confianza del príncipe. ¿Lo vas
entendiendo?
—¿El tipo dos? —Reprimí una sonrisa socarrona—. Me esperaba un
término más exótico, o más vampiresco. Lo de «tipo dos» parece un
síntoma de una enfermedad.
Kanin me lanzó una mirada exasperada.
—El linaje de ciertas familias antiguas es extremadamente largo y
complejo —explicó con voz severa—. No tendría sentido explicárselo a un
vampiro neófito, así que te lo estoy simplificando.
—Perdón, continúa.
—Por debajo de ellos está el tipo tres —prosiguió Kanin—. Los mestizos,
que son los más comunes y menos poderosos de la jerarquía. Los crean los
de tipo dos u otros mestizos, y son los vampiros que más se ven por la calle.
Los mestizos constituyen la mayor parte de la población y son los más
débiles, aunque siguen siendo más rápidos y fuertes que los humanos.
—Entonces, cuanto más fuerte sea el vampiro que te convierta, ¿más
fuerte te vuelves tú?
—Hasta cierto punto. —Kanin se reclinó y apoyó las manos en el
escritorio—. Antes del virus, los vampiros estaban dispersos por todo el
mundo, ocultos de los humanos y mezclados con la sociedad. La mayoría
eran mestizos, tipo tres, y cuando convertían a un vampiro siempre creaban
a otro mestizo. Apenas había Señores y los aquelarres eran escasos; estaban
apartados del resto del mundo hasta que el virus neumocarmesí se propagó.
Cuando los humanos empezaron a morir a causa del virus, nuestra fuente de
alimentación desapareció y corrimos el riesgo de enloquecer.
»Aparecieron los rábidos y la situación se volvió más caótica todavía. Por
aquel entonces no sabíamos si los rábidos eran el resultado final del virus
neumocarmesí o si se trataba de algo nuevo, pero tanto humanos como
vampiros entraron en pánico. Con el tiempo, varios Señores ingeniosos
trazaron un plan para mantener cerca a los humanos sanos creando un
sistema de abastecimiento interminable a cambio de protección frente al
exterior. Así se crearon las ciudades vampíricas. Pero ahora hay tan pocos
Señores… —Se calló y apartó la mirada—. Y eso implica que con el paso
de los años cada vez hay menos vampiros. Es cuestión de tiempo que
nuestra raza desaparezca del todo.
No sonaba triste precisamente, más bien… resignado. Pestañeé.
—¿A qué te refieres? —pregunté—. Has dicho que los mestizos o el tipo
dos o lo que sea podían crear a vampiros nuevos. ¿A qué te refieres con que
estáis desapareciendo?
Él permaneció en silencio con la mirada oscura y distante. Al final alzó la
vista y clavó los ojos en los míos.
—¿Sabes cómo se crearon los rábidos? —preguntó con suavidad—.
¿Sabes lo que son?
Tragué saliva.
—¿Te refieres aparte de lo obvio?
—Son vampiros —prosiguió Kanin como si yo no hubiera hablado—. Al
principio, los rábidos eran vampiros. Durante las primeras fases de la plaga,
un grupo de científicos descubrió que los vampiros eran inmunes al virus
que estaba asolando a la humanidad. Hasta ese momento, nuestra raza era
ignota, estaba oculta y dispersa por el mundo. Nos conformábamos con ser
los monstruos de Halloween y de las películas de terror. Era mejor así.
—Entonces, ¿qué pasó?
Kanin emitió un ruidito de asco.
—Un estúpido Señor acudió a los propios científicos y expuso a la raza
por querer «salvar a los humanos». Por lo visto pensó, y con razón, que si
los humanos se extinguían, los vampiros tardarían poco en sucumbir
también. Los científicos le dijeron que la sangre vampírica era la clave para
hallar la cura, que se podría curar el virus neumocarmesí solo si tenían
muestras vivas con las que trabajar, así que el Señor rastreó y capturó a
otros vampiros para que los científicos experimentasen con ellos,
traicionando a su propia gente en busca de una cura que salvase al mundo.
—Kanin sacudió la cabeza—. Por desgracia, lo que crearon… La
transformación de esos vampiros fue peor de lo que todos anticiparon.
—Los rábidos —supuse.
Él asintió.
—Deberían haberlos destruido a todos cuando pudieron. En lugar de eso,
los rábidos escaparon y se llevaron consigo el virus neumocarmesí mutado
que había matado a la mayoría de la humanidad. Esos mismos patógenos se
propagaron rápidamente por el mundo e infectaron tanto a humanos como a
vampiros. Pero ahora, en lugar de morir por el virus neumocarmesí, los
humanos infectados se transformaban. Se volvían como los rábidos
originales: agresivos y enloquecidos, ansiaban sangre y eran incapaces de
salir durante el día.
»Más de cinco mil millones de personas sucumbieron al virus mutado y se
volvieron rábidos. Y cuando un vampiro quedaba expuesto ante un portador
del virus, también se infectaba. La mayoría no nos transformamos, pero el
virus se propagó por nuestras filas igual de rápido que por la de los
humanos. Y ahora, durante seis generaciones, todos los vampiros se han
vuelto portadores de rabidismo. Al contrario que los humanos, nuestros
cuerpos se adaptaron más rápidamente al virus y fuimos capaces de luchar
contra él. Pero nuestra raza sigue en decadencia.
—¿Y eso?
—Porque el virus previene la creación de vampiros nuevos —aclaró
Kanin con tono grave—. Los Señores pueden crear a los de tipo dos y en
muy raras ocasiones a otros Señores. Sin embargo, por cada vampiro nuevo
que se cree cabe la posibilidad de que no sea un vampiro, sino un rábido.
Los de tipo dos crean a rábidos más del noventa por ciento de las veces. Y
los mestizos… —Kanin sacudió la cabeza—. Los mestizos siempre crean a
un rábido. Nada más. La mayoría de los Señores han jurado no crear nuevos
descendientes. El riesgo de propagación del rabidismo en el interior de la
ciudad es demasiado grande y son muy protectores con la única fuente de
alimentación que les queda.
Me acordé de la cierva infectada, de la agresividad de los rábidos, y me
estremecí. Si el mundo al otro lado de las murallas era así, no me extrañaba
que nadie pudiera sobrevivir ahí fuera.
—Entonces —murmuré, mirando a Kanin—, supongo que yo ahora
también soy portadora, ¿verdad?
—Correcto.
—¿Y por qué no me he convertido en rábido?
Él sacudió la cabeza.
—Piénsalo bien —respondió en voz baja—. Recuerda lo que te he
contado. Eres lo bastante lista como para averiguarlo.
Le di vueltas.
—No me he convertido en rábido —empecé despacio— porque… eres un
Señor. —Me lanzó una sonrisa amarga y yo lo miré con otros ojos. Kanin
era un Señor; podía ser un príncipe—. Pero, si eres un Señor, ¿por qué no
tienes una ciudad? Creía…
—Ya hemos hablado bastante. —Se apartó del escritorio—. Esta noche
debemos ir a un sitio que queda lejos de los túneles. Propongo que nos
pongamos en marcha ya.
Parpadeé ante el cambio de tema tan brusco.
—¿Adónde vamos esta vez?
Kanin se giró con tanta elegancia que apenas me percaté de que se había
movido hasta que me arrinconó contra la pared y pegó la hoja curvada de su
daga a mi garganta. Me quedé helada, pero apenas un segundo después la
presión en mi cuello desapareció, así como la daga que guardaba en su
abrigo negro. Kanin me lanzó una sonrisita y se apartó.
—Si hubiese sido un enemigo, ya estarías muerta —dijo al tiempo que se
encaminaba hacia el pasillo como si nada. Me llevé una mano al pecho
sabiendo que, de tener pulso, habría estado desbocado—. La ciudad es
peligrosa. Vas a necesitar algo más grande que una navaja de cinco
centímetros en el bolsillo para defenderte.
Cuando era una rata callejera, mi terreno eran los túneles, los pasajes
subterráneos, la carretera oculta que me permitía cambiar de distrito sin que
me viesen. Me enorgullecía de conocer los bajos fondos de la ciudad. Sin
embargo, o mi mentor vampiro contaba con una memoria casi perfecta, o
había estado aquí abajo muchas veces. Lo seguí por pasajes que jamás había
visto o de los que jamás había oído hablar. Kanin no ralentizó el paso ni
pareció perderse en ningún momento, así que a veces me costó seguirle el
ritmo.
—Allison. —Se volvió y me llamó con un deje de exasperación,
esperándome—. Amanecerá dentro de poco y todavía nos queda un buen
trecho antes de llegar a nuestro destino. ¿Quieres darte prisa? Esta es la
tercera vez que te tengo que esperar.
—¿Sabes qué? Que podrías ir un poquitín más despacio. —Salté de un
vagón de metro abandonado y llegué corriendo hasta él, agachándome bajo
una tubería que colgaba por encima de las vías—. Por si no te habías dado
cuenta, los bajitos somos paticortos. Por cada paso que das tú, yo tengo que
dar tres, así que deja de quejarte.
Él sacudió la cabeza y siguió andando por el túnel de cemento, aunque un
poco más despacio, así que lo consideré una pequeña victoria. Me apresuré
para mantener su ritmo.
—No tenía ni idea de que aquí hubiera otro sistema ferroviario —dije,
observando un vagón volcado y oxidado en las vías—. Conozco el que está
debajo del tercer y cuarto distrito, pero quedó tapiado cuando un edifico se
desplomó encima. ¿Adónde conduce este?
—Este —respondió Kanin, y su voz resonó en la oscuridad del túnel—
conduce al núcleo de la Ciudad Central, justo entre las mismas torres. La
estación que llega hasta él lleva cerrada bastante tiempo y los túneles están
sellados, pero no vamos allí.
—¿Estamos bajo la Ciudad Central? —Alcé la mirada al techo, como si
pudiese ver los edificios vampíricos cerniéndose sobre mí a través del
hormigón y el cemento. Me pregunté cómo sería lo que había arriba; torres
de cristal, luces centelleantes, humanos bien vestidos e incluso vehículos
que aún funcionaban. Distaba mucho de la vida sucia, desesperanzada y
hambrienta del Aledaño.
—No dejes que te deslumbre —me advirtió Kanin, como leyéndome la
mente—. Puede que los humanos de la Ciudad Central vayan mejor
vestidos y estén mejor alimentados, pero eso es solo porque son más útiles.
¿Qué crees que les pasará cuando su Señor se aburra de ellos y se vuelvan
una molestia?
—Supongo que no tendrán plan de jubilación.
Kanin resopló.
—¿Y tú quieres que con el tiempo viva ahí arriba?
Él bajo la cabeza para mirarme y suavizó la expresión.
—Allison, cómo vivas tu vida es cosa tuya. Yo solo puedo proveerte de
las habilidades necesarias para sobrevivir. Aunque, con el tiempo, tendrás
que tomar tus propias decisiones y llegar a asimilar lo que eres. Eres un
vampiro. En qué clase de monstruo te conviertes solo depende de ti.
—¿Y qué pasa si no quiero vivir ahí arriba? —Lo miré de soslayo antes
de centrarme en las vías a mis pies. Las vi brillar mientras caminábamos—.
¿Y si quiero… acompañarte?
—No. —La voz de Kanin fue cortante y resonó por todo el túnel,
provocando que me encogiera—. No —repitió, esta vez en un tono más
suave—. No condenaría a nadie a soportar el camino que yo estoy tomando.
Debo viajar siempre solo.
Y con eso puso punto final a la conversación.
El túnel seguía, pero Kanin me llevó por otro más estrecho. Giramos una
decena de veces y me perdí. Pasamos bajo alcantarillas y rejillas a través de
las cuales pude ver la ciudad, fulgurante y reluciente, al alzar la mirada. Sin
embargo, las calles parecían desérticas, abandonadas. Esperaba atisbar
multitudes caminando sin temer a la noche y a los depredadores que los
rodeaban. Tal vez incluso diese con un vampiro rodeado de mascotas y
esclavos andando por la acera. Un vehículo pasó por encima, generando un
ruido metálico y de motor por el agujero. Me quedé boquiabierta al ver un
coche real, que funcionaba, pero aparte de eso, la ciudad era tan tranquila
como el Aledaño.
Y mientras proseguíamos bajo las calles silenciosas, las luces también
revelaron otras cosas.
Al principio una no se daba cuenta al estar embelesada por las luces y los
altos edificios, pero la Ciudad Central estaba igual de rota y dañada que las
peores partes del Aledaño. No había filas de mansiones deslumbrantes,
edificios a rebosar de comida y todo lo que necesitases o coches para cada
familia. Había farolas titilantes, coches oxidados y hierbajos que crecían en
las rendijas entre las paredes y el hormigón. Excepto por las tres torres
vampíricas refulgentes a lo lejos, la Ciudad Central parecía una versión
mejor iluminada y brillante del Aledaño.
—No es como esperabas, ¿eh? —musitó Kanin mientras nos
agachábamos bajo otro conducto de cemento y las luces desaparecían de
nuestra vista. Lo seguí sin saber si sentirme decepcionada o resarcida.
—¿Dónde está la gente? —pregunté—. ¿Y los vampiros?
—Los humanos que siguen despiertos están trabajando —respondió
Kanin—. Mantienen el sistema eléctrico en funcionamiento, se encargan de
los sistemas de alcantarillado, reparan la maquinaria averiada. Por eso los
vampiros buscan a los que más talento o conocimiento tienen y se los llevan
a la ciudad; los necesitan para mantenerla en funcionamiento. También
tienen a humanos trabajando en las fábricas, limpiando y reparando sus
edificios y cultivando los alimentos que necesitan para el resto de la
población. Los demás, guardias, esclavos, mascotas y concubinas, los
sirven de otra manera.
—Pero… no todos estarán trabajando.
—Cierto —coincidió Kanin—. Los demás están en sus casas, con las
puertas cerradas a cal y canto, tan alejados como pueden de la calle y de la
vista de los vampiros. Ellos están mucho más cerca de los monstruos que la
gente del Aledaño, y los temen por los mismos motivos.
—Vaya —murmuré, sacudiendo la cabeza—. Pues sí que le sorprendería a
la gente del Aledaño conocer la verdad de ahí arriba.
Kanin no respondió y nos mantuvimos en silencio durante un buen rato.
Finalmente se detuvo ante una escalerilla de acero que subía hasta una
reja de metal en el techo. La apartó con facilidad gracias a su superfuerza
vampírica, subió por el agujero y me instó a que lo siguiese.
—¿Dónde estamos ahora? —inquirí, siguiéndolo por otro largo pasillo
hecho de cemento. Al final de este llegamos a una puerta oxidada de metal.
Cerrada, por supuesto, pero Kanin apoyó el hombro en ella y la abrió.
—Estamos —replicó al tiempo que se apartaba para que echase un vistazo
— en el almacén del antiguo museo de la ciudad.
Miré en derredor, maravillada. Estábamos en una de las salas más grandes
que hubiera visto en la vida; era un almacén de cemento y acero que se
extendía más allá del alcance de mi visión vampírica. Unas baldas de metal
oxidado creaban un laberinto de pasillos, cientos de estrechos pasillos que
desaparecían al final. El contenido de los estantes estaba cubierto por
sábanas o guardado en cajas de madera cubiertas de telarañas y polvo. Si
respirase, olería el hedor a moho y hongos creciendo por todos lados, pero
por sorprendente que pareciera, las estanterías parecían bastante intactas.
—No puedo creer que este sitio esté tan… bien conservado —dije
mientras enfilábamos uno de los pasillos estrechos. Bajo una sábana sucia,
pude entrever un hueso amarillento, así que levanté el borde y vi el
esqueleto de algún tipo de gato enorme y agazapado. Me lo quedé mirando,
atónita, preguntándome por qué alguien querría quedarse los huesos de un
animal muerto. Si lo pensabas, daba un poco de mal rollo verlo así, sin piel
ni pelaje—. ¿Dónde demonios estamos?
—Antes de la plaga, los museos eran lugares donde aprender historia —
explicó Kanin mientras yo me alejaba del gato para alcanzarlo. Su voz
resonaba en la amplia estancia—. Eran lugares donde se recababa
información, donde se almacenaban objetos, recuerdos y artefactos de otras
culturas.
Me quedé quieta al ver un maniquí vestido con pieles y cuero. Le salían
plumas del pelo y portaba una especie de hacha de piedra.
—¿Por qué?
—Para recordar el pasado, evitar que se perdiera. Las costumbres,
historias, religiones y gobiernos de unas mil culturas están guardadas aquí.
Hay sitios como este por todo el mundo, ocultos y olvidados por los
humanos. Lugares que siguen albergando secretos esperando que los
descubran de nuevo.
—No puedo creer que los vampiros no hayan quemado este sitio.
—Lo intentaron —replicó Kanin—. Destruyeron el edificio de arriba, no
queda nada, pero los vampiros de la ciudad solo se preocupan de lo que
pasa en la superficie; apenas bajan a los túneles o reparan en los secretos
subterráneos. Si supieran que este sitio existe, lo habrían hecho arder hasta
los cimientos.
Puse una mueca; mi odio hacia los vampiros regresó con saña.
—Y los humanos jamás lo descubrirán, ¿verdad? —murmuré
malhumorada, siguiendo a Kanin por un pasillo—. Toda esta información
bajo sus pies y nunca la hallarán.
—Puede que hoy no. —Kanin se detuvo ante un estante que mostraba una
larga y estrecha caja de madera. Había unas letras rojas en un lateral, bajo
las telarañas y el polvo, pero costaba leerlas—. Sin embargo, llegará un
momento en que al hombre ya no solo le preocupe sobrevivir, que sienta
curiosidad por los que vivieron antes que él, por cómo era la vida hace mil
años, y buscará la respuesta a esas preguntas. Tal vez no suceda hasta
dentro de un siglo, pero la curiosidad de los humanos siempre los ha
conducido a buscar explicaciones. Ni siquiera nuestra raza puede
mantenerlos desinformados para siempre.
Abrió la caja y rebuscó en el interior. Escuché el tintineo y el chirrido de
algo de metal y, a continuación, sacó algo.
Era una espada, de hoja larga y doble filo, con la empuñadura de metal
negra y en forma de cruz. Kanin la agarró con una mano, pero la hoja era
enorme, seguramente midiese cerca de metro y medio. Con el mango
resultaba algo más alta que yo.
—Un montante alemán —me contó, y nos observó tanto a la espada como
a mí, valorándolo—. Probablemente sea demasiado grande para ti.
—¿No me digas?
La volvió a colocar en su sitio y abrió otra caja de la balda superior antes
de sacar una enorme bola con pinchos unida a una cadena. Parecía de lo
más desagradable y me entró curiosidad, pero la dejó sin apenas mirarla dos
veces.
—Oye, ¿qué era eso? —Me acerqué e intenté atisbar el interior de la caja
de puntillas, pero él me apartó con el hombro—. Venga ya, que quiero ver
esa bola grande con pinchos.
—No te hace falta ver un mangual. —Kanin puso una mueca, como si se
imaginase lo que yo podría hacer con él.
Volví a intentar echar un vistazo al interior, pero él me miró, exasperado,
para que me apartara y yo lo atravesé con la mirada.
—Vale. Entonces dime, oh, Señor todopoderoso, ¿qué estamos buscando?
¿Qué necesito?
Sacó otra arma; era una lanza con una larga punta de metal, pero la
devolvió a su sitio y negó con la cabeza.
—No estoy seguro.
Miré a hurtadillas bajo otra sábana y algo parecido a un perro disecado me
devolvió la mirada.
—De todos modos, ¿por qué estamos buscando un arma antigua? —
murmuré, soltando la sábana—. ¿No sería más fácil usar algo tipo… una
pistola?
—Las pistolas requieren munición —respondió Kanin sin alzar la vista—.
Cuesta encontrarla, aunque el príncipe no ejerza un dominio absoluto sobre
la distribución de las armas automáticas en la ciudad. Y una pistola vacía es
tan útil como un pisapapeles grande. Además, las pistolas no son prácticas a
la hora de lidiar con los de nuestra especie. A menos que consigas
arrancarnos la cabeza de alguna manera, las balas solo nos ralentizan. Para
protegerte debidamente de un vampiro vas a necesitar una espada.
Pasó a la siguiente caja. Arrancó la tapa con los clavos y todo.
—¿Por qué no me echas una mano y buscas en estas? A ver si hay algo
que te llame la atención. Recuerda, busca una espada. Ni maza, mazo, ni
cadena con púas con la que te puedas hacer daño intentando aprender a
manejarla.
—De acuerdo. —Caminé por el pasillo escrutando objetos de todo tipo—.
Pero sigo pensando que el mangual ese parecía poder estamparse contra la
cabeza de un vampiro bastante bien.
—Allison…
—Ya voy, ya voy.
Había más cajas cubiertas de polvo a ambos lados del pasillo. Aparté una
telaraña para leer las palabras en el costado de la más cercana. «Espadas
largas: Europa de la Edad Media, siglo XII». El resto se perdió debido al
tiempo y la antigüedad. En otra aparecía: «Estoque de los mosquete…» y
algo más. Por lo visto, otra venía con una armadura de gladiador, que a
saber lo que era eso.
Había una caja que me llamó la atención. Era larga y estrecha, como las
otras, pero en lugar de palabras tenía unos símbolos raros a un lado.
Curiosa, quité la tapa y metí la mano, rebuscando entre capas de plástico y
espuma, hasta que mis dedos se cerraron en torno a algo largo y suave.
Lo saqué. La vaina, larga y ligeramente curvada, era negra y brillante, y el
mango sobresalía al final con un grabado en forma de diamantes negros y
rojos. Agarré la empuñadura y saqué la hoja, que emitió un ruido metálico
estremecedor.
En cuanto la desenvainé, supe que había encontrado lo que Kanin quería.
La hoja, larga y esbelta, brillaba en la oscuridad como una cinta plateada.
Sentí lo afilada que estaba sin tocarla siquiera. La propia espada era ligera y
elegante y encajaba perfectamente en mi palma, como si la hubieran forjado
para mí. Hice un movimiento circular amplio y la sentí cortar el aire, y
supuse que podría atravesar a un rábido desbocado sin problema ninguno.
Una carcajada me hizo volver en mí. Kanin estaba a unos cuantos metros
con los brazos cruzados y sacudiendo la cabeza. Sonreía con resignación.
—Debería haberlo sabido —dijo, acercándose—. Debería haber sabido
que te atraería eso. Lo cierto es que hasta resulta apropiado.
—Es perfecta —dije, alzándola—. ¿Qué es?
Kanin me miró, divertido.
—Lo que estás empuñando se llama «katana». Hace mucho tiempo, una
raza de guerreros llamados samuráis las portaban. Era algo más que un
arma; para los samuráis sus espadas eran la elongación de sus almas; era el
símbolo de su cultura y su posesión más preciada.
No hacía falta que me soltase una clase de historia, pero me gustó mucho
saber que antaño existía un grupo de personas que las llevaban.
—¿Qué les pasó? —pregunté, envainándola con cuidado—.
¿Desaparecieron?
La sonrisa de Kanin se hizo más amplia, como si estuviera disfrutando de
una broma privada.
—No, Allison Sekemoto, yo diría que no.
Fruncí el ceño, esperando que se explicase, pero él retrocedió y me hizo
un gesto para que lo siguiera.
—Si vas a llevar esa espada —dijo al tiempo que regresábamos al
laberinto de pasillos y estanterías—, tendrás que aprender a usarla. No es
una navaja que simplemente muevas en círculo esperando acertar al
objetivo. Es un arma elegante y se merece un trato mejor.
—No sé, eso de moverla en círculo suena a truco chulo.
Me volvió a lanzar otra mirada cargada de exasperación.
—Tener un arma que no sabes usar es mejor que no tener nada, aunque la
diferencia sea nimia —explicó, agachándose en la puerta para entrar en el
pasillo estrecho—. Sobre todo cuando te toque lidiar con vampiros. Y más
cuando son antiguos y ya saben pelear; esos son los más peligrosos. Te
decapitarán con tu propia espada si no vas con cuidado.
Llegamos a la reja de metal que había apartado antes y Kanin desapareció
de mi campo de visión, de vuelta a la alcantarilla. Aferré mi nuevo regalo
contra el pecho y lo seguí.
—Bueno, entonces ¿vas a enseñarme? —pregunté tras aterrizar en el
suelo.
—Me temo que él no te va a enseñar nada, niñita —dijo fríamente una
voz desde la oscuridad—. Excepto tal vez a morir de manera horrible y
dolorosa.
Me quedé helada cuando dos figuras emergieron de la oscuridad,
sonriendo al situarse frente a nosotros. Supe al instante que eran vampiros:
aparte de la piel pálida y los ojos hundidos, sentí de alguna forma
inexplicable y extraña que eran como yo. Al menos en lo referente a ser
unos chupasangres y estar muertos, claro. El cabello oscuro y rizado de la
mujer le caía con gracia por la espalda. Llevaba tacones y un traje formal
que se adhería a su cuerpo como una segunda piel. El hombre era esbelto,
con rasgos angulosos y definidos, pero su complexión era bastante
musculosa. Medía más de metro ochenta.
Kanin se tensó. Tras un leve movimiento, una daga apareció en su mano.
—Eres un descarado dejándote ver por aquí, Kanin —dijo la vampira en
tono casual, sonriendo y enseñando una dentadura perfecta y blanca—. El
príncipe sabe dónde estás y quiere tu cabeza en bandeja. Nos han enviado a
servírsela. —Dio un paso hacia nosotros, moviéndose como una serpiente.
Sus labios rojos esbozaron una sonrisa y mostró los colmillos antes de
desviar la mirada hacia mí—. ¿Y quién es esta niñita? ¿Tu nueva pupila?
Qué encanto, perpetuando tu propia especie maldita. ¿Sabe quién eres
realmente?
—No es nadie —replicó Kanin con voz monótona—. No importa; yo soy
el único de quien te tienes que preocupar.
La sonrisa de la vampira se tornó violenta.
—Me parece que no, Kanin. Cuando te decapitemos, llevaremos a tu
engendro de vuelta al príncipe y seremos testigos de cómo la descuartiza
miembro a miembro, ¿verdad, Richards?
El vampiro no respondió, aunque sonrió y dejó entrever los colmillos.
—¿Qué te parece, chavala? —dijo la vampira, sonriéndome con
suficiencia—. ¿No te sientes especial? El propio príncipe de la ciudad te
arrancará el corazón y se lo comerá.
—Que lo intente —repliqué, y sentí como mis colmillos se alargaban a la
vez que gruñía.
Ambos vampiros se echaron a reír.
—Menuda fierecilla, ¿eh? —La mujer me lanzó una mirada
condescendiente—. Supongo que eres una de esas asquerosas aledeñas. Me
encanta que te encariñes con los casos perdidos. Al fin y al cabo, eso fue lo
que te metió en este embrollo, ¿no?
Su compañero metió la mano bajo la chaqueta del traje y saco una daga
fina de unos treinta centímetros. Era un arma delicada, esbelta y afilada,
hecha para la precisión. No sé por qué, pero me resultó más aterradora que
si hubiera sacado un hacha o una pistola.
—Allison —murmuró Kanin mientras se interponía entre los vampiros y
yo—. Quédate aquí. No los enfrentes. No me intentes ayudar, ¿entendido?
Aferré la vaina de la katana con un gruñido.
—No les tengo miedo. Puedo ayudarte.
—Prométemelo —respondió Kanin en voz baja y tensa—. Prométeme que
no intervendrás.
—Pero…
Se volvió y me lanzó una mirada fría y aterradora. Sus ojos se habían
oscurecido hasta adoptar un tono negro inexpresivo, sin un ápice de luz.
—Dame tu palabra —dijo casi entre susurros. Yo tragué saliva.
—De acuerdo. —Agaché la cabeza sin poder corresponder su mirada
inquietante—. Lo prometo.
Estiró el brazo y cogió el mango de mi katana, desenvainándola con un
gesto grácil a la vez que se volvía para enfrentar a sus atacantes.
—Vete —murmuró, y yo retrocedí tras un pilar de cemento al tiempo que
Kanin blandía la katana y daba un paso adelante.
La vampira siseó y se agachó, estirando la tela de su traje. Entonces vi su
uñas, largas, afiladas y rojas como garras enormes, hundiéndose en la acera.
Volvió a sisear, más parecida a una bestia que a algo humano, antes de
lanzarse hacia delante.
Kanin se enfrentó a ella en el centro, haciendo girar la katana en el aire.
Se movían tan deprisa que era incapaz de verlos bien; atacaban, giraban,
retrocedían de un salto y se precipitaban hacia delante de nuevo. La
vampira atacaba como una especie de gato mutante, saltando hacia Kanin a
cuatro patas incluso en tacones. Era tremendamente rápida esquivando la
espada o saltando por encima de ella. Le brillaba la dentadura al chillar,
gritar y bailar en torno a él. Al verlos luchar me sobrevino una sensación
rara en el estómago. Había visto otras peleas, incluso había participado en
alguna, pero esto no lo era; esto era brutal, una batalla campal entre dos
monstruos. Con esa sensación rara en el estómago me di cuenta de que no
habría sido capaz de vencerla. A Kanin le iba bien eludiendo sus ataques y
contraatacando con golpes violentos que aquel vendaval de la muerte
apenas esquivaba, pero a mí me habría destrozado.
Estaba tan centrada en la vampira que no vi al otro hasta que se colocó a
espaldas de Kanin con la hoja fina y puntiaguda preparada para decapitarlo.
Empecé a gritar para avisarlo, maldiciéndome por no haberme dado cuenta
antes: la mujer solo era una distracción colorida y letal mientras su
compañero entraba silenciosamente a matar. Antes de que pudiese decir un
par de palabras siquiera, Kanin estiró el brazo, cogió a la vampira por el
pelo mientras esta chillaba y le arañaba la cara y la lanzó hacia su
compañero. Ambos chocaron con un estruendo. Mientras el vampiro
tropezaba hacia atrás, retorciéndose, la vampira se desplomó en el suelo.
Pensaba que ahí se acabaría la cosa. La fuerza de Kanin habría hecho un
agujero en la pared. Sin embargo, medio segundo después, la vampira se
revolvió y se levantó, temblando. Ni siquiera parecía aturdida.
Ahora sí que estaba asustada. Estaba segura de que la pelea había estado
medio acabada, pero ambos vampiros se aproximaron a Kanin de nuevo,
sonriendo. Este esperó pacientemente con la espada al costado. Le
resbalaba sangre por el lado de la cara donde la vampira le había arañado,
pero él no pareció percatarse. Se separaron mientras se acercaban,
rodeándolo por ambas direcciones. Él alzó la espada, siguiendo sus
movimientos, pero no podía mirar a ambos al mismo tiempo.
Como era de esperar, la vampira atacó primero con un gruñido y Kanin se
giró hacia ella. Pero en medio del ataque se detuvo y saltó hacia atrás, y el
vampiro se lanzó a la espalda descubierta de Kanin.
Kanin se giró más rápido de lo que pensaba y asestó un tajo al segundo
atacante; fue un golpe de lo más violento y potente. No obstante, volvió a
quedarse con la espalda expuesta. El vampiro se agachó sonriente al tiempo
que su compañera giraba sobre sí misma y, silenciosa y letal, volvía a
lanzarse hacia Kanin. Vi su mirada triunfante al saltar sobre él enseñando
los colmillos y con las garras preparadas para arañarle el cuello.
Kanin no se movió, pero vi la punta de la espada girar a la vez que él se
daba la vuelta y la clavaba hacia atrás, junto a sus costillas. El salto de la
vampira la lanzó directamente a la punta, que la atravesó hasta salirle por la
espalda.
La vampira gritó tanto de rabia como de dolor y rasgó los hombros de
Kanin. Este dio un paso hacia delante y, de un rápido gesto, sacó la otra
espada, tiró de la que había atravesado el vientre de la vampira y se giró
para cortarle la cabeza.
Esta botó un par de veces en el suelo y luego rodó hacia mí y se detuvo a
unos metros, fulminándome con la mirada con una mueca congelada. Me
estremecí y volví a desviar la vista hacia la pelea en la que Kanin se
encontraba enfrascado con el vampiro restante, que rugió con los colmillos
al descubierto y se lanzó hacia él, clavándole la daga en el pecho. Kanin
retrocedió y movió los brazos hacia delante a modo de tijera justo cuando el
vampiro estaba a su alcance, cercenándole la cabeza y el pecho. La cabeza
cayó al suelo y el cuerpo se partió en dos, por lo que el vampiro se
desplomó sobre el pavimento, casi partido por la mitad.
Me mordí la mejilla y pegué la cara al pilar para no vomitar. No tuve
mucho tiempo para recomponerme, ya que Kanin se acercó deprisa y me
instó a que nos fuéramos tras devolverme la espada.
—Date prisa —me urgió, y esta vez no necesité que me lo repitiera dos
veces.
Volvimos corriendo al hospital, donde Kanin me ordenó que no me
moviera y que no saliese del subsuelo hasta que volviera a contactarme.
—Espera, ¿adónde vas? —le pregunté.
—Tengo que volver y deshacerme de los cuerpos en algún lugar de la
superficie para conducir al príncipe a otra parte que no sea los túneles. Y
también tendré que alimentarme antes de mañana. Quédate aquí, volveré
antes del amanecer.
Subió por el hueco del ascensor y desapareció en la oscuridad, dejándome
sola. Desenvainé la espada y me quedé mirando la sangre que ahora
manchaba la hoja, antes impoluta. Me pregunté de qué demonios huiría
Kanin.
7

Durante las semanas posteriores, mis noches se volvieron rutinarias. Me


despertaba cuando caía el sol, cogía mi espada e iba en busca de Kanin al
despacho. Durante unas pocas horas, me instruía sobre los vampiros: su
sociedad, su historia, sus hábitos alimenticios, sus fortalezas y debilidades.
Me hacía preguntas, ponía a prueba lo que había aprendido la noche
anterior, y al ver que recordaba lo que debía, incluso se mostraba
complacido. También insistió en enseñarme matemáticas; primero escribía
ecuaciones sencillas para que las resolviera, y luego pasó a otras cada vez
más complicadas, explicándomelas pacientemente cuando no sabía
hacerlas. Se inventaba rompecabezas y me daba documentos complejos
para leer. Al acabar, siempre me preguntaba lo que significaban. Aunque no
me gustara, me obligaba a mí misma a concentrarme. Esto era
conocimiento, algo que un día podría servirme contra los vampiros.
Además, mi madre habría querido que aprendiera, aunque no tenía ni idea
de cuándo me iban a resultar útiles las divisiones largas.
Mientras yo estudiaba, Kanin leía; revisaba documento tras documento y
a veces hasta traía más cajas llenas de papeles que examinar. A veces, leía
una pila entera de papeles uno por uno y los apartaba cuando acababa.
Otras, solo se quedaba mirando la montaña de documentos antes de
arrugarlos con impaciencia y de lanzarlos a lo lejos. Conforme pasaban los
días se ponía más impaciente y nervioso con cada hoja de papel que
arrugaba en el puño, con cada pelotita que tiraba al otro lado de la
habitación. Una vez, cuando reuní el valor de preguntarle qué andaba
buscando, recibí una mirada fulminante y la orden concisa de seguir
estudiando. No sabía por qué no se había ido de la ciudad todavía; era
evidente que los vampiros seguían ahí fuera, buscándolo. ¿Qué era tan
importante como para arriesgarse a permanecer aquí abajo, en estas
pequeñas ruinas oscuras, leyendo infinitos documentos y papeles medio
quemados? Pero Kanin me mantenía tan ocupada aprendiendo todo lo que
consideraba importante —historia de los vampiros, lectura y matemáticas—
que no me quedaba ni tiempo ni la capacidad mental suficiente como para
preguntarme otras cosas.
Y, en serio, lo comprendía y lo respetaba. Él tenía sus secretos y yo, los
míos. No iba a meter las narices en su vida privada, sobre todo cuando él
tampoco me había preguntado nada sobre mi pasado. Era una especie de
acuerdo tácito entre nosotros: yo no curioseaba y él me seguía enseñando
cómo ser un vampiro. Lo que no tuviera que ver con la supervivencia no era
tan importante.
Mi momento favorito del día era justo después de medianoche. Tras estar
varias horas estrujándome el cerebro, aburrida e irritada y con la sensación
de que la cabeza me iba a estallar, Kanin por fin anunciaba que podía
dejarlo por esa noche. Entonces nos encaminábamos hacia la zona de
recepción, donde había quitado los escombros, las sillas y los muebles
rotos, y me enseñaba algo distinto.
—No agaches la cabeza —me indicó mientras me abalanzaba sobre él y
movía la espada hacia su pecho.
Al principio me preocupaba un poco entrenar con él con un arma de
verdad. Me dejaba pasmada lo rápido que podía moverme, tanto que a
veces la habitación se convertía en un mero borrón a mi alrededor, y lo poco
que pesaba la espada en mis manos. Sin embargo, Kanin me aclaró que
estaba completamente a salvo. Después de la primera lección me dejó hecha
un trapo en la cama para el resto de la noche, amoratada y dolorida, ya
tuviera habilidades vampíricas sanadoras o no.
Kanin se echó a un lado y me golpeó en la nuca con el palo serrado de una
mopa, y no muy suavemente que dijéramos. Me dolió el cráneo y me giré
hacia él con un gruñido.
—Muerta —anunció Kanin, bamboleando el palo hacia mí. Yo le enseñé
los dientes, pero él no pareció muy impresionado—. Deja de usar la espada
como un hacha —me ordenó mientras volvíamos a acecharnos en círculo—.
No eres un leñador tratando de talar un árbol, sino una bailarina, y la espada
es una elongación de tu brazo. Muévete con la hoja y mantén la mirada fija
en el torso de tu enemigo, no en su arma.
—No sé lo que es un leñador —gruñí.
Él me dedicó una mirada cargada de molestia y me instó a que volviera a
atacarle.
Agarré la empuñadura y relajé los músculos.
«No luches contra la espada», me había repetido Kanin en incontables
ocasiones. «La espada ya sabe cómo cercenar, cómo matar. Si estás tensa, si
solo usas fuerza bruta, tus golpes serán lentos y torpes. Relájate y muévete
con la espada, no contra ella».
Esta vez, cuando ataqué, dejé que la hoja me guiara y me lanzase hacia
adelante. De nuevo, Kanin se apartó a un lado y fue a atizarme en la cabeza
con el palo, pero yo me medio giré antes y lo empujé con mi arma,
tirándolo al suelo. Entonces, di un paso hacia adelante y levanté la espada
hacia el cuello de Kanin, y él se inclinó hacia atrás al instante para evitar
que le rajase la garganta.
Me quedé helada mientras él volvía a levantarse, ligeramente sorprendido.
Parpadeé, tan atónita como él. Todo había pasado rapidísimo. Ni siquiera
había tenido tiempo de pensar en mis acciones antes de actuar.
—¡Bien! —Kanin asintió con aprobación—. Ahora sientes la diferencia,
¿verdad? Muévete de manera suave y fluida; no hace falta ir dando
hachazos para matar a nadie.
Asentí, mirando la espada y sintiendo, por primera vez, que habíamos
trabajado juntas, que no estaba sacudiendo un trozo de metal cualquiera por
la habitación.
Kanin lanzó el palo de la mopa a un rincón.
—Deberíamos dejarlo por esta noche —dijo, y yo fruncí el ceño.
—¿Ahora? Estaba empezando a cogerle el tranquillo y aún es pronto. ¿Por
qué dejarlo? —Sonreí, blandí la espada y le lancé un reto—: ¿Te da miedo
que me esté volviendo demasiado buena? ¿Está la alumna por fin superando
al maestro?
Él enarcó una ceja, pero aparte de eso, su expresión no varió. Me
preguntaba si se habría reído, pero reído de verdad, alguna vez en su vida
inmortal.
—No —prosiguió, indicándome que saliera de la habitación—. Hoy
vamos de caza.
Enfundé la katana a mi espalda y me apresuré a seguirlo con emoción y
ansiedad. Desde el encuentro con los vampiros hacía más de tres semanas
que no habíamos salido del hospital. Ahora era demasiado peligroso
deambular por los túneles, demasiado arriesgado aventurarnos a salir a la
superficie, donde cualquiera podría vernos. Yo me había alimentado hacía
dos semanas, más o menos, cuando Kanin me entregó un termo a medio
llenar de sangre casi fría cuando me desperté. No me dijo de dónde la había
sacado, pero la sangre sabía aguada y mugrienta y apestaba curiosamente a
topo.
Me entusiasmaba salir del hospital, con sus habitaciones frías y húmedas
y sus pasillos claustrofóbicos. A cada noche que pasaba, más inquieta me
volvía. El plan de cazar me emocionaba, pero también me daba miedo
convertirme en la criatura gruñona y hambrienta de aquella noche con los
Ángeles Sanguinarios. Me acojonaba no ser capaz de controlarme y
terminar matando a alguien.
Y, en el fondo, a una parte de mí le daba igual. Eso era lo que más me
asustaba.
Subimos por el hueco del ascensor y nos movimos rápidamente a través
de los barrios, cautos y recelosos de cualquier vampiro o guardia que
pudiera estar rondando por allí. Kanin se salió de la calle principal varias
veces para meternos en un callejón o en algún edificio abandonado antes de
esconderse en un rincón oscuro. Un trío de guardias pasó por nuestro lado
una vez, tan cerca que hasta pude verle los granos en la cara a uno de ellos.
Si hubiera girado la cabeza y alumbrado con su linterna, nos habría pillado
de pleno. En otra ocasión, una mascota flanqueada por dos soldados
armados hasta los dientes se detuvo y desvió la mirada a la puerta por la que
habíamos entrado segundos antes. Pude ver cómo entrecerraba los ojos en
un intento por vislumbrar algo a través de la oscuridad, atento a cualquier
sonido. Pero una cosa que había descubierto sobre los vampiros era que
podíamos permanecer perfectamente inmóviles todo el tiempo que
quisiéramos. Kanin me hizo practicarlo en el hospital; me dejaba de pie en
un rincón durante horas, sin moverme ni respirar, puesto que no sentía la
necesidad de estirar los músculos, de toser o de parpadear. Incluso empezó
a lanzarme su daga, hincándola a meros centímetros de mi cabeza, y yo
practiqué para no encogerme ni moverme ni un pelo.
Después de que casi nos pillaran un par de veces, Kanin me guio hasta el
tejado de un edificio, por encima de la valla de metal que separaba los
distritos, y nos internamos en un barrio que me resultaba muy familiar.
Reconocía estas calles, la forma de los edificios amontonados en las aceras.
Vi la vieja tienda de Hurley; el parque ralo y descuidado con su zona
infantil oxidada y afilada a la que nadie se acercaba; el aparcamiento entre
almacenes donde colgaron a los tres no censados hacía una eternidad. Y
sabía que, si cogíamos ese atajo a través del callejón y cruzábamos a gatas
una valla de metal oxidada, nos hallaríamos en los límites de una explanada
desértica y agrietada y veríamos un colegio vacío y abandonado a lo lejos.
Este era el Sector Cuatro. Estaba en casa.
No se lo dije a Kanin. Si supiera dónde nos encontrábamos, podría hacer
que nos marcháramos, y quería volver a ver mi antiguo barrio por si acaso
necesitaba regresar alguna vez. Lo seguí en silencio a través de las calles
familiares, junto a edificios y lugares por los que llevaba toda la vida
pasando, mientras sentía que el aparcamiento del colegio se alejaba cada
vez más y más. Me pregunté si mi habitación seguiría intacta, si alguna de
mis antiguas posesiones seguiría allí. Me vino a la mente el libro de mi
madre; ¿seguiría estando a salvo y oculto en la caja? ¿Se habrían hecho ya
con el colegio? ¿Habrían robado o vendido todas mis cosas? Kanin por fin
me condujo hacia un almacén en apariencia vacío a las afueras del barrio:
un edificio de ladrillo con las ventanas rotas y el tejado medio derribado.
Conocía este lugar; era territorio de Kyle, los rivales de mi antigua banda.
Habíamos competido por comida, refugio y territorio, pero de buen rollo
casi siempre, de carroñeros a carroñeros. Existía una tregua entre los no
censados; la vida ya era lo bastante dura de por sí sin violencia, peleas o
derramamiento de sangre. En la calle, nos saludábamos con un gesto de la
cabeza o intercambiando breves palabras, y de vez en cuando nos
advertíamos los unos a los otros sobre las rondas de los guardias y patrullas,
pero normalmente nos dejábamos en paz.
—¿Por qué estamos aquí? —pregunté a Kanin mientras nos
desplazábamos pegados a las paredes derruidas, pisando entre cristal y
clavos y otras cosas que podrían hacer ruido y delatar nuestra posición—.
¿Por qué no vamos al territorio de los Ángeles Sanguinarios o de los
Calaveras Escarlatas y nos alimentamos de otra banda?
—Porque la gente habla—repuso Kanin sin mirar atrás—. Como dejamos
a esos hombres vivos, otras bandas estarán pendientes de si ven a una
muchacha y a un hombre solitario que resultan ser vampiros. Se mostrarán
precavidos, aunque más importante aún, los guardias del príncipe estarán
vigilando sus territorios de cerca. Las acciones siempre traen
consecuencias. Y, aparte —se calló y se giró hacia mí con los ojos
entrecerrados—, ¿cómo sabes dónde estamos? —Hubo un instante de
silencio y luego asintió—. Ya has estado aquí antes, ¿verdad?
Mierda. Este vampiro era demasiado perspicaz.
—Vivía en este sector —confesé, y Kanin frunció el ceño—. No muy
lejos de aquí, en el antiguo colegio.
«Con mis amigos», añadí en mi cabeza. Lucas, Rata y Rama, que ya no
estaban. Habían muerto. Se me formó un nudo en la garganta. No había
pensado mucho en ellos, prefería enterrar el dolor y la culpa que aún me
atenazaban. ¿Qué habría pasado si nunca hubiera encontrado ese sótano
lleno de comida, si nunca hubiese insistido en ir a por ella? ¿Seguirían
vivos? ¿Seguiría yo viva?
—No vayas por ahí —me ordenó Kanin, y yo parpadeé. Su rostro y
expresión eran fríos—. Esa parte de tu vida se acabó —prosiguió—.
Olvídala. No me hagas arrepentirme de haberte dado esta nueva vida si lo
único que sabes hacer es aferrarte a la antigua.
Lo atravesé con la mirada.
—No lo hago —espeté, sosteniéndole la mirada glacial—. Solo estaba
recordando. Eso es lo que hace la gente cuando piensa en el pasado.
—Sí que lo haces —insistió Kanin, y su voz bajó varias octavas—.
Estabas pensando en tu antigua vida, en tus antiguos amigos, y te
preguntabas qué habrías podido hacer para salvarlos. Pensar así es inútil; no
podrías haber hecho nada.
—Te equivocas —susurré, y la garganta se me cerró de repente. Tragué
saliva y usé la ira para enmascarar otra emoción, la que me instaba a
echarme a llorar—. Yo los llevé allí. Les hablé de ese sótano. Murieron por
mi culpa.
Me picaban los ojos, lo cual me dejó atónita. No sabía que los vampiros
pudieran llorar. Furiosa, me los limpié y mis dedos terminaron manchados
de rojo. Lloraba sangre. Fabuloso.
—Adelante, venga —rugí a Kanin, sintiendo cómo se me extendían los
colmillos—. Dime que soy una estúpida. Dime que sigo «aferrándome al
pasado» porque cada vez que cierro los ojos veo sus rostros. Dime por qué
sigo viva y ellos no.
Estaba al borde del llanto, de derramar lágrimas sangrientas. Musité una
maldición y me giré a la vez que me clavaba las uñas en las manos para
tratar de contenerlas. Llevaba años sin llorar, desde el día en que murió mi
madre. Se me tiñó la visión de rojo, y cerré los ojos con fuerza. Cuando los
volví a abrir, mi vista había vuelto a la normalidad, aunque seguía sintiendo
como si me estuvieran aplastando el pecho.
Kanin se quedó en silencio, observándome, mientras me recomponía;
parecía una estatua inmóvil con ojos vacíos e inexpresivos. No se movió
hasta que lo miré.
—¿Has acabado? —inquirió con voz monótona. Sus ojos eran dos pozos
negros sin fondo.
Asentí, impasible.
—Bien. Porque la próxima vez que te cojas un berrinche así, me iré. No
es culpa de nadie que tus amigos hayan muerto. Y si sigues aferrándote a
esa culpa, te destruirá, y todo mi trabajo y esfuerzo habrán sido en vano.
¿Lo entiendes?
—Perfectamente —respondí, imitando su tono de voz.
Él hizo caso omiso de mi frialdad y señaló una de las ventanas rotas del
edificio con la cabeza.
—Aquí vive un grupo de no censados, aunque sospecho que eso tú ya lo
sabes —prosiguió—. Y en cuanto a tu pregunta anterior, he elegido este
sitio porque los no censados no aparecen en el sistema y nadie se dará
cuenta si uno o dos desaparecen.
«Cierto», pensé, siguiéndolo a través de los hierbajos. «Nunca nos echan
en falta porque no existimos. A nadie le importa si desaparecemos, ni lloran
por nosotros cuando no estamos».
Nos colamos por una de las muchas ventanas rotas y nos desvanecimos en
la oscuridad de la estancia. Había grandes montículos de escombros por
todos lados, creando un pequeño valle en el centro del edificio por el que
pasar.
Una hoguera crepitaba al aire libre. Hilillos de un humo grasiento se
elevaban desde la madera y el plástico ardiente e impregnaban el ambiente.
No me esperaba tantos. Había cajas de cartón, tiendas de tela y cobertizos
desperdigados alrededor de la hoguera como un pueblo en miniatura. Veía
figuras oscuras acurrucadas dentro, ajenos a los depredadores que los
observaban dormir a unos pocos metros de distancia. Era capaz de oler su
respiración y la sangre caliente que bombeaba bajo su piel.
Gruñí e hice amago de avanzar, pero Kanin me detuvo posando una mano
en mi brazo.
—Sin hacer ruido —dijo; fue un mero susurro en la oscuridad—. No
tenemos por qué alimentarnos de forma violenta o sangrienta. Si tienes
cuidado, puedes alimentarte de una víctima dormida sin despertarla. Los
antiguos Señores usaban mucho esta técnica, motivo por el cual en ciertas
regiones se popularizó el colocar ristras de ajos en la cama y ventanas, por
muy inútil que fuera. Pero debes ser cuidadosa y muy paciente; si tu víctima
se despierta antes de que la muerdas, las cosas pueden torcerse.
—¿Antes de que la muerda? ¿Y no se despertará cuando sienta… no sé,
un par de colmillos afilados en el cuello?
—No. El mordisco de un vampiro produce un efecto tranquilizante en
humanos cuando están dormidos. Como mucho, lo recordarán como un
sueño vívido.
—¿Y cómo funciona?
—Funciona, sin más. —Kanin volvía a sonar exasperado—. ¿Vas a
hacerlo o vamos a otro lado?
—No —murmuré, clavando la mirada al campamento—. Creo que puedo
hacerlo.
Kanin me soltó el brazo, pero me dejó un paquetito envuelto en las
manos.
—Cuando acabes, deja esto donde tu presa lo vea.
Fruncí el ceño. Levanté una esquina del papel y hallé un par de zapatos
robustos y prácticamente nuevos.
—¿Qué es esto?
—Un intercambio —respondió Kanin, y se giró mientras yo seguía
mirándolo fijamente—. Por el daño que nuestras acciones puedan causarle
esta noche.
Parpadeé.
—¿Y para qué molestarse? Si ni siquiera sabrá que hemos estado aquí.
—Yo sí.
—Pero…
—Sin rechistar, Allison —dijo Kanin, con voz cansada—. Venga, ve.
—Vale. —Me encogí de hombros—. Si tú lo dices. —Me guardé el
paquete bajo el brazo y me encaminé hacia mi presa dormida.
El olor a sangre, sudor y suciedad humana se volvía más intenso cada vez
que respiraba de camino a los cobertizos. De repente, percibí movimiento al
otro lado de la estancia. Me agaché tras una viga oxidada y vi que dos
figuras andrajosas se dirigían despacio hacia el campamento, cuchicheando
entre sí. Sorprendida, reconocí a uno de los chicos, Kyle, el líder de nuestra
banda rival. Me llegaron partes de su conversación hablando de comida y
las patrullas y cómo iban a tener que empezar a rebuscar en otros territorios
pronto. Oír aquello me produjo una extraña sensación de déjà vu.
Cuando llegaron al campamento, no obstante, uno de ellos profirió un
grito y se lanzó hacia adelante, estirando un brazo hacia una caja y
arrastrando a alguien por el tobillo. La figura que sacaron a rastras de su
refugio profirió un grito e intentó regresar al interior de la caja gateando,
pero los otros dos lo volvieron a sacar de un tirón.
—¿Otra vez tú? ¡Joder, chico! Mira que te lo he dicho, ¡esta es mi caja!
¡Búscate la tuya!
—Mira —dijo el otro chico, asomándose al interior de la caja frunciendo
el ceño—. También ha metido mano en tu bolsa de comida, Kyle.
—Hijo de puta. —Kyle se cernió sobre el chico asustado, aún desplomado
a sus pies, y le asestó una patada violenta en las costillas—. ¡Menudo
cabrón! —Asestó otro golpe, y el chico gritó antes de colocarse en posición
fetal—. Te lo juro, a la próxima no solo te echo, es que te mato. ¿Lo pillas?
—Tras una última patada que provocó otro grito de dolor, el muchacho más
grandote lo apartó con el pie—. Échate a un lado y muérete de una vez —
musitó antes de introducirse en su refugio y de cerrar la cortina.
Tras el arrebato, el campamento entero empezó a asomar las cabezas,
adormilados y confusos, desde sus propias tiendas y cajas. Yo permanecí
inmóvil tras la viga, pero una vez se enteraron de lo que había sucedido, los
demás le restaron importancia y volvieron a desaparecer en el interior de
sus refugios individuales. Oí murmullos contrariados y quejas, la mayoría
dirigidos al chico que yacía en el suelo, pero nadie salió a ayudarlo. Sacudí
la cabeza. Compadecía al chico, pero no culpaba a los otros por enfadarse.
En una banda como esta, cada uno debía buscarse la vida y contribuir a la
comunidad; si no, te consideraban peso muerto. Robar, fisgonear y usar las
cosas de los demás era el método más rápido de que te dieran una paliza o
peor, que te rehuyeran y te exiliaran. Yo siempre había ido a mi bola en mi
antigua banda, pero nunca había sido una carga para nadie. Y jamás había
robado a los demás.
Entonces el chico se puso de pie, se sacudió la ropa y yo casi me caí de
culo de la impresión.
—Rama —susurré, sin creerme lo que veían mis ojos. Él parpadeó, paseó
la mirada por el campamento y se sorbió la nariz, y yo cerré y abrí los ojos
para asegurarme de que realmente fuese él. Lo era. Estaba delgado,
andrajoso y sucio, pero vivo—. Conseguiste salir. Conseguiste volver
después de todo.
Sin pensar, hice amago de encaminarme hacia él, pero algo me agarró el
brazo con fuerza y tiró de mí hacia atrás, hacia las sombras.
—¡Au! Joder, Kanin —susurré con enfado—. ¿Qué haces? ¡Suéltame! —
Traté de desasirme, pero era demasiado fuerte.
—Nos vamos —dijo con un tono de voz glacial, aún tirando de mí—. Ya.
Venga.
Clavar los pies en el suelo no sirvió de nada, ni tampoco sacudir el brazo;
Kanin apretó los dedos con dolorosa fuerza alrededor de mi brazo. Con un
gruñido, cedí y lo dejé arrastrarme a través de la estancia y de otra ventana
rota. Cuando por fin nos encontrábamos a varios metros de distancia del
almacén, se detuvo y me soltó.
—¿Qué te pasa en la cabeza? —espeté a pesar de que los colmillos se me
habían vuelto a extender—. Me estoy empezando a hartar de que me
vapulees, cortes, pegues y mangonees cuando te sale de las narices. No soy
una maldita mascota.
—Conocías a ese chico, ¿verdad?
Hice una mueca, desafiante.
—Sí, ¿y qué?
—Ibas a mostrarte ante él, ¿verdad?
Debería haber sentido miedo, sobre todo cuando se le volvieron a
oscurecer los ojos por completo, pero ahora mismo solo estaba cabreada.
—Era mi amigo —solté, atravesándolo con la mirada—. Sé que te cuesta
entenderlo porque tú no tienes ninguno, pero a él lo conozco desde hace
años.
—¿Y qué pretendías hacer una vez te viera? —preguntó Kanin con esa
voz más fría que el hielo—. ¿Volver con tu antigua banda? ¿Unirte a esta,
como un vampiro en un rebaño de ovejas? ¿Cuánto tiempo crees que
durarías antes de matarlos a todos?
—¡Solo quería hablar con él, joder! ¡Ver si está bien sin mí! —La furia
fue desvaneciéndose poco a poco y me desplomé contra un muro—. Lo dejé
solo —murmuré, cruzándome de brazos y apartando la mirada—. Lo
abandoné y él nunca ha sabido cuidar de sí mismo. Yo solo quería
comprobar si le iba bien.
—Allison. —La voz de Kanin seguía sonando dura, pero al menos no tan
glacial como antes—. Por esto mismo te dije que te olvidaras de tu vida
humana. Esa gente que conocías antes de que te transformaras seguirá
viviendo, o sobreviviendo, sin ti. Ahora eres un monstruo para ellos. Nunca
te volverán a acoger, nunca te aceptarán por lo que fuiste. Y al final, ya sea
de viejos, de hambre, por enfermedad o porque los maten, todos morirán. Y
tú seguirás viviendo a menos que decidas suicidarte bajo la luz del sol o que
otro vampiro te arranque la cabeza. —Bajó la mirada hacia mí y su
expresión se suavizó un ápice, casi como si me compadeciera—. La
inmortalidad es un camino solitario —musitó— y se te hará más cuesta
arriba si no te deshaces de los lazos que te unen a tu antigua vida. Para ese
chico te has convertido en el enemigo, el monstruo invisible que acecha sus
pesadillas. Eres la criatura que más teme. Y nada de tu vida anterior, ni la
amistad, ni la lealtad, ni el amor, podrá cambiar eso.
«Te equivocas», quise decirle. Había cuidado de Rama casi la mitad de mi
vida. Ahora que todos los demás habían muerto, era lo más parecido a una
familia que me quedaba. Pero sabía que discutir con Kanin era una
estupidez, así que me encogí de hombros y me di la vuelta.
Kanin no estaba muy satisfecho.
—No vayas tras ese muchacho, Allison —me advirtió—. Da igual lo que
creas que dejaras atrás. Olvídate de él y de tu antigua vida. ¿Lo entiendes?
—Sí —gruñí—. Perfectamente.
Se me quedó mirando.
—Vamos —añadió al final, alejándose—. Tendremos que buscar otro sitio
donde alimentarnos esta noche.
Eché un último vistazo al almacén y, antes de ir tras Kanin, desenvolví los
zapatos y los dejé en el suelo a plena vista, con la esperanza de que Rama se
topase con ellos a la mañana siguiente.
Abandonamos el Sector Cuatro, deambulamos por el territorio de las
bandas y al final atacamos a dos Calaveras Escarlatas que al parecer no
habían recibido el mensaje de los dos vampiros sueltos y acabaron teniendo
una muy mala noche. Regresamos al hospital con el estómago lleno, aunque
Kanin y yo no hablamos durante el resto de la noche. El señor vampiro se
encerró en su despacho, taciturno, y yo regresé al área de recepción a atacar
a enemigos imaginarios con la cara de Kanin con la katana.
Al menos no me preguntó por los zapatos. Y yo nunca se lo conté.

Durante las siguientes noches, todo prosiguió con normalidad. Yo continué


con mis clases; sufría con matemáticas, lengua e historia vampírica antes de
pasar a entrenar. Conforme mejoraba con la katana, Kanin me daba varios
patrones que practicar y luego me dejaba a solas. Nunca me decía adónde
iba, pero sospechaba que ya lo había revisado todo en esta planta y había
pasado a la más subterránea del edificio, más allá de una puerta roja al
fondo de unas escaleras. La que estaba marcada con una señal medio
borrada que rezaba «¡Peligro! Solo personal autorizado». Me había topado
con ella una noche que andaba deambulando por el hospital en uno de los
poquísimos ratos libres que tenía. Pero no le había dado más vueltas cuando
Kanin me volvió a llamar.
Sentía curiosidad, por supuesto. Quería saber lo que había al otro lado de
la puerta, lo que Kanin realmente estaba buscando. La única vez que lo
seguí por esas escaleras, la puerta de metal estaba cerrada a cal y canto y no
quería arriesgarme a entrar y que me pillara. Desde aquella noche en el
Sector Cuatro, nos habíamos distanciado. Kanin nunca volvió a
mencionármela y tampoco me preguntaba cómo estaba, pero ahora nos
mostrábamos más fríos el uno con el otro y no hablábamos más que para el
entrenamiento. Probablemente le diese igual que me aventurara en aquella
planta misteriosa, pero no quería armar jaleo durante unos días. Prefería
dejar que las aguas se calmasen.
No quería darle motivos para sospechar que tenía intención de cometer
una estupidez.
8

Una noche me desperté, sola como siempre, y me dirigí al despacho de


Kanin, pero no estaba. Había una nota en medio del escritorio con su letra
enmarañada: «Estoy abajo. Practica los patrones del 1 al 6. Ya has
aprendido todo lo que puedo enseñarte sobre la sociedad vampírica. K».
Sentí un cosquilleo raro en el estómago. Había llegado el momento. Kanin
no estaba y esta noche podría hacer lo que quisiera. No habría mejor
oportunidad que esta.
Salí del despacho y me dirigí a la recepción con la katana, tal y como me
había ordenado en la nota, pero no me detuve allí. Sin pensármelo dos
veces, me encaminé deprisa hacia el hueco del ascensor, me agarré a los
cables y subí todo lo rápido que pude.
En la superficie, el sol acababa de ponerse en el serrado horizonte y el
cielo se había teñido de un azul oscuro con trazos rojizos por las nubes.
Hacía mucho tiempo que no veía algo distinto a la oscuridad y la noche y,
por un instante, me quedé observando los colores del cielo, atónita al pensar
en lo rápido que se me había olvidado cómo eran los atardeceres.
«¿Piensas quedarte ahí pasmada contemplando las nubes como una idiota
hasta que Kanin venga y te encuentre aquí fuera?».
Me amonesté a mí misma, aparté la vista del horizonte y me alejé
corriendo del hospital sin atreverme a mirar atrás.
Al desplazarme sola entre las sombras y callejones tuve una extraña
sensación, la misma que cuando exploraba al otro lado de la Muralla: me
sentía entusiasmada y asustada a partes iguales. Se suponía que no debía
estar allí. No me cabía duda de que Kanin iba a cabrearse, pero ya no tenía
sentido que me preocupase por eso y necesitaba comprobar algunas cosas
por mí misma. Además, no me podía tener encerrada en ese hospital toda la
vida, como un guardia. Antes de conocernos, yo iba donde quería y cuando
me daba la gana y nadie me paraba los pies. No pensaba someterme ahora
porque un vampiro taciturno y esquivo me dijese que tenía que olvidarme
de mi antigua vida.
Atravesé los sectores usando los caminos que me había enseñado Kanin y
los que recordaba de cuando era aledeña. Ahora que estaba muerta me
resultaba mucho más fácil moverme como un fantasma en la oscuridad;
saltar al tejado de un edificio de dos plantas para evitar encontrarme con
guardias; quedarme quieta y mimetizarme con las piedras y las sombras.
Invisible y sin que me oyera nadie, recorrí las calles zigzagueando entre
edificios hasta llegar a la valla metálica que tanto conocía. Escurriéndome
por debajo, atravesé rápidamente la explanada y entré a mi antigua casa.
Parecía mucho más vacía que antes, silenciosa y desierta. Di con mi
antigua taquilla, la abrí con un chirrido y suspiré. Vacía, como me temía.
Los carroñeros ya habían dado con este sitio.
Desanimada, me dirigí a mi antiguo cuarto sabiendo que lo encontraría
vacío. Los carroñeros no tardaban en arramblar con todo. Pero esperaba
que, con suerte, hubieran dejado cierta caja en paz, ya que algo que podría
causarles la muerte no les serviría de nada.
Giré el pomo, abrí la puerta y me adentré en la estancia sin darme cuenta,
demasiado tarde, de que ya había alguien dentro.
Un cuerpo alzó la vista desde donde se encontraba, agazapado contra la
pared. Me lo quedé mirando y, por inercia, llevé la mano a la espada
creyendo por un momento que se trataba de Kanin. No lo era, pero sí que se
trataba de otro vampiro; delgado, de piel pálida y más calvo que una bola de
billar. Sonrió y me enseñó una dentadura perfecta. La luz de la luna se
colaba por las ventanas rotas e iluminaba su rostro y el montón de cicatrices
que lo cubría.
—Hola, pajarillo. —Su voz, suave, grave y espeluznante, provocó que me
estremeciera—. ¿Has salido a volar con alas de dolor y sangre? Como hojas
afiladas bajo la luna, atraviesan la noche y tiñen el cielo de rojo. —Soltó
una carcajada que me dio escalofríos. Retrocedí y el desconocido ladeó la
cabeza en mi dirección—. No me hagas caso, cielo. A veces me pongo
poético. Culpa de la luna. —Se sacudió como si con eso volviese en sí y se
puso de pie.
Me percaté de que tenía un libro en sus manos largas y huesudas y di un
paso hacia él.
—¡Oye! ¿Qué haces con eso? Es mío.
—¿No me digas? —El vampiro se apartó de la pared. Me tensé, pero él se
limitó a cruzar la estancia para dejar el libro en la estantería con cuidado—.
Entonces deberías haberlo cuidado mejor, cielo —murmuró, mirándome
con esos ojos negros y desalmados que tenía—. Las ratas estaban usándolos
para mantener calientes sus huesudos pellejos.
Señaló hacia la esquina con la cabeza. Seguí su mirada y vi a un par de
cuerpos humanos tumbados en mi antiguo colchón, con aspecto esquelético
y andrajoso; eran los carroñeros que se habían mudado allí. Dado que no se
movían y olía a sangre coagulada, era obvio que estaban muertos. Miré con
más detenimiento y vi que les habían arrancado la garganta y solo quedaba
la piel oscura y manchada. Me sobrevino una sensación de terror y casi me
marché pitando del cuarto, lejos de aquel monstruo.
Sin embargo, divisé una zona del suelo ennegrecida y carbonizada junto al
colchón y sentí la necesidad de descubrir qué era. Al distinguir los restos de
las páginas de un libro en las cenizas, el corazón me dio un vuelco. Todo
ese tiempo, ese trabajo, y al final mi colección había ardido para que dos
desconocidos no murieran de frío.
El extraño vampiro se echó a reír.
—Ya no necesitarán palabras —musitó—. Ni para leer, ni para quemar, ni
para comer. Estas ratillas siempre andan comiendo. Se resguardan en
lugares oscuros para mantenerse calientes y lo dejan todo asqueroso. Pues
ya no habrá más palabras para ellos. Ni ninguna otra cosa. —Soltó otra
carcajada y el sonido me puso la piel de gallina.
Reprimí las ganas de desenvainar mi arma. No estaba haciendo ningún
movimiento amenazador, pero tenía la sensación de estar junto a una
serpiente venenosa enroscada.
—¿Quién eres? —pregunté, y él posó su mirada en mí—. ¿Qué te trae por
Nueva Covington?
—Solo estoy buscando algo, pajarillo. —Esbozó otra sonrisa escalofriante
y, esta vez, alcancé a verle los colmillos, aunque solo la punta—. Si quieres
que te revele mi nombre, tendrás que decirme tú el tuyo. Por cortesía, al
menos; al fin y al cabo, somos una sociedad cortés.
Vacilé. No quería que este chupasangre raro supiese mi nombre, aunque
no tenía muy claro el por qué. No es que me preocupara que fuera a
soltárselo al príncipe, quien, según Kanin, no se sabía todos los nombres de
los vampiros de la ciudad, y menos los del tipo tres. Solo se preocupaba por
su círculo más cercano; los vampiros comunes no le interesaban.
Pero no quería que este vampiro en particular me conociera, porque sabía
que recordaría mi nombre, y no me parecía que aquello fuese muy buena
idea que dijéramos.
—¿No? —El vampiro sonrió al ver que me quedaba callada. No se
mostraba nada sorprendido—. ¿No me lo vas a decir? Supongo que no te
culpo, soy un desconocido. Pero entenderás que yo tampoco desvele el mío.
Últimamente toda precaución es poca.
—Vete —dije, fingiendo una valentía de la que carecía—. Este es mi
sector, mi zona de caza. Márchate, ya.
Él me lanzó una mirada larga e inquietante, como si me estuviese
evaluando. No se movía ni un pelo, aunque reparé en que, bajo toda aquella
piel pálida, estaba listo para atacar. De pronto, este vampiro delgado y de
ojos oscuros y desalmados como los de Kanin me dio miedo. Me
empezaron a temblar las manos y me crucé de brazos para ocultarlas, a
sabiendas de que el desconocido se percataría del más mínimo detalle. Era
consciente de que me encontraba ante un asesino.
Al final, sonrió.
—Por supuesto —respondió, asintiendo a la vez que retrocedía, y las
rodillas me temblaron del alivio—. Lo siento, cielo, no pretendía
entrometerme. Ya me marcho.
Dio un paso al lado y se encaminó hacia la puerta, pero se detuvo y me
miró, pensativo.
—Tu canción es diferente a la suya, pajarillo —añadió, cosa que me
confundió—. No me decepciones.
No le contesté. Simplemente me lo quedé mirando, esperando a que se
fuese. El vampiro me dedicó una última sonrisa espantosa y desapareció por
la puerta. Agucé el oído para escuchar sus pasos alejándose, pero nada.
Parecía como si el mundo volviese a respirar. Aguardé inmóvil durante
varios minutos deseando que aquel vampiro se alejase todo lo posible antes
de acercarme a la caja abierta pegada a la pared y echar un vistazo dentro.
Dos libros. Eso era lo único que quedaba. Dos libros de toda una vida de
esfuerzo, y ninguno era el que importaba. Me desplomé de rodillas
sintiendo que se me cerraba la garganta y que se me revolvía el estómago.
Por un momento, deseé que los carroñeros siguiesen vivos para provocarles
el mismo dolor que sentía yo. Ya no me quedaba nada que me recordara el
pasado. El libro de mi madre, lo único que tenía de ella, se había perdido
para siempre.
No lloré. Entumecida, me levanté y me di la vuelta. Reprimí la ira y la
desesperación y di paso a una fría indiferencia. Perder cosas no era nada
nuevo. Estos dos extraños solo habían hecho lo mismo que cualquiera con
tal de sobrevivir. En este mundo nada duraba; cada uno tenía que cuidar de
sí mismo. Allie la aledeña lo sabía de sobra; Allison la vampira solo tenía
que recordarlo.
Salí del colegio sin mirar atrás. Allí ya no había nada mío. Lo empecé a
apartar de mi mente, a guardarlo en uno de los rincones más remotos donde
encerraba los recuerdos que no quería. Lo mejor era no obcecarse con lo
perdido y pasar página. La noche estaba tocando a su fin y aún me quedaba
otra cosa que hacer antes de que Kanin se percatase de mi ausencia.

Me dirigí al viejo almacén con prisa. Una vez dentro, escudriñé la zona y
las cajas en medio de los escombros en busca de un rostro que me resultase
familiar. Parecía que la mayoría de la banda ya había vuelto, porque había
media docena de chavales en torno al fuego, charlando y riendo. Miré
detenidamente a cada uno, pero Rama no estaba.
Y después lo vi, agazapado a un lado, hecho un ovillo. Estaba temblando,
encorvado, y sentí una oleada de asco y rabia. Rabia por esta gente que lo
había rechazado, que no cuidaban de los suyos, que lo dejarían morir de
hambre y frío poco a poco delante de sus narices. Pero también sentí una
punzada de desprecio hacia Rama, que seguía dependiendo de que otros lo
salvasen y que no había aprendido a valérselas por sí mismo cuando era
evidente que a ellos no les importaba.
En silencio, me abrí camino entre los escombros, siempre manteniéndome
en las sombras, hasta que Rama se encontró a meros metros de mí. Parecía
más delgado de lo normal, casi un saco de huesos con la piel macilenta, el
pelo grasiento y la mirada apagada y vacía.
—Rama —susurré, echando un vistazo rápido al grupo junto al fuego.
Todos me daban la espalda, o más bien a Rama, y no se fijaron en nosotros
—. ¡Rama! ¡Aquí! ¡Mira aquí!
Este se sacudió y alzó la cabeza. Durante algunos segundos pareció
confuso, mirando en derredor como amodorrado y escudriñando el lugar
donde me ocultaba, pero entonces le hice un gesto con la mano y casi se le
salieron los ojos de las órbitas.
—¿Allie?
—¡Shhh! —chisté, replegándome en las sombras cuando varios
integrantes de la banda giraron las cabezas con el ceño fruncido.
Le hice un gesto para que me siguiera, pero él no se movió, sino que se
me quedó mirando fijamente como si hubiese visto un fantasma.
Supongo que, en parte, lo era.
—Estás viva —susurró, pero sin el entusiasmo y el alivio que esperaba.
Sonaba vacío, casi acusatorio, aunque la confusión plagaba su rostro—. No
deberías estar viva. Los rábidos… Oí… —Se estremeció visiblemente y se
aovilló aún más—. No volviste —añadió, y ahí sí que quedó clara la
acusación en sus palabras—. No volviste a por mí. Pensaba que habías
muerto, me dejaste solo.
—No tuve otra opción —respondí entre dientes—. Créeme, habría venido
antes si hubiera podido, pero yo tampoco sabía si seguías vivo. Pensaba que
los rábidos te habían atrapado, como a Rata y a Lucas.
Él sacudió la cabeza.
—Volví a casa y te esperé, pero no viniste. Me quedé allí, solo, durante
días. ¿Dónde has estado todo este tiempo?
Sonaba como un crío, cosa que me frustró aún más.
—Cerca de un antiguo hospital en el Sector Dos —espeté—, pero eso ya
no importa. He venido para comprobar si estás bien, si estás cuidando de ti
mismo.
—¿Te importa acaso? —murmuró Rama, jugueteando con su manga
andrajosa. Su mirada llorosa recayó sobre mi abrigo y entrecerró los ojos
con malicia—. Jamás te he importado. Siempre has deseado que me fuese.
Tanto tú como los demás. Por eso no volviste.
Reprimí un gruñido a duras penas.
—Pues aquí estoy, ¿no?
—Pero no te vas a quedar, ¿verdad? —Rama levantó la cara hacia mí con
la mirada velada—. Te volverás a marchar y me dejarás solo con esta gente.
Me odian, igual que Lucas y Rata. Y que tú.
—Yo no, pero ahora ganas no me faltan —gruñí. Esto era de locos. Jamás
había visto a Rama así y no tenía ni idea de por qué estaba tan cabreado—.
Joder, Rama, deja de portarte como un crío. Puedes valerte por ti mismo.
No necesitas que yo te cuide. Siempre te lo he dicho.
—Entonces… no vas a quedarte. —Le tembló la voz y la ira se
transformó en pánico—. ¡Allie, por favor, lo siento! Pasé tanto miedo
cuando no volviste. —Se echó hacia delante y yo miré inquieta hacia el
grupo en torno al fuego—. No te vayas, por favor —suplicó—. Quédate con
nosotros. Este sitio no está tan mal. A Kyle no le importará que seamos uno
más, sobre todo alguien como tú.
—Rama —chisté con un gesto y él se quedó callado, pero con la mirada
suplicante—. No puedo —respondí, y se vino abajo—. Ojalá, pero no
puedo. Soy… He cambiado. No me pueden ver en la superficie, así que
tendrás que apañártelas solo.
—¿Por qué? —Se arrastró hacia delante con la barbilla temblorosa; estaba
al borde del llanto—. ¿Por qué no puedes quedarte? ¿Tanto me odias? ¿Tan
patético soy que vas a dejar que muera solo?
—Deja de exagerar. —Me medio giré, abochornada y enfadada tanto
conmigo misma como con él. Kanin tenía razón, no debería haber venido
—. No estás desvalido —insistí—. Llevas sin censar el mismo tiempo que
yo, ya es hora de que aprendas a valerte por ti mismo. Yo no puedo seguir
ayudándote.
—Esa no es razón suficiente —protestó Rama—. Hay algo que me estás
ocultando.
—Mejor que no lo sepas, hazme caso.
—¿Por qué estás guardándote secretos? ¿Es que no confías en mí? Antes
nos contábamos todo.
—Déjalo estar, Rama.
—Pensaba que éramos amigos —insistió, inclinándose hacia delante—.
Aquí no le caigo bien a nadie, no me entienden como tú. ¡Pensaba que
habías muerto! Pero has vuelto y no me quieres decir qué pasa.
—¡De acuerdo! —Me volví para encararlo y entrecerré los ojos—.
¿Quieres saber por qué? —Y, antes de que pudiera contestar, antes de poder
analizar la estupidez que iba a cometer, abrí la boca y le enseñé los
colmillos.
Rama palideció tanto que pensé que se desmayaría.
—No grites —le pedí, replegándolos. Supe que había sido un error en
cuanto se los enseñé—. No voy a hacerte daño. Sigo siendo yo, pero… he
cambiado.
—Eres un vampiro —susurró, como si acabase de sumar dos y dos—. Un
vampiro.
—Ajá. —Me encogí de hombros—. Los rábidos me pillaron. Habría
muerto de no ser porque había un vampiro en la zona y me transformó, pero
ahora los demás nos están buscando, por eso no puedo quedarme. No quiero
que también te persigan a ti.
Pero Rama ya estaba apartándose, tenso a causa del miedo.
—Rama —lo llamé, extendiendo la mano—. Sigo siendo yo. Venga ya,
que no voy a morderte ni nada.
—¡Aléjate de mí! —El chillido acabó por alertar a los que estaban en
torno al fuego y miraron hacia nuestra zona, murmurando al tiempo que se
levantaban.
Sentí que mis colmillos se alargaban y lancé una última mirada a mi
amigo.
—No lo hagas, Rama.
—¡Vampiro! —chilló, y cayó despatarrado en el suelo—. ¡Hay un
vampiro! ¡Aléjate! ¡Que alguien me ayude!
Gruñí y me retiré a la vez que la banda en torno al fuego maldecía, gritaba
y se ponía de pie. Rama medio corrió medio se arrastró hacia ellos,
chillando y señalándome, y la situación se descontroló. Los gritos de
«vampiro» resonaron por el almacén al tiempo que el pequeño grupo de no
censados se dispersaba por todos los rincones, atravesando ventanales y
empujándose unos a otros para escapar. Rama chilló una última vez y
desapareció en la oscuridad.
El ruido de los no censados asustados era ensordecedor y evocó algo
salvaje en mí que me urgió a darles caza, a internarme entre ellos y
arrancarles la garganta. Por un momento, observé a los humanos salir en
desbandada para escapar de un depredador que ni siquiera veían y podía
cargárselos antes de que supieran siquiera que estaba ahí. Sentí su terror, olí
la sangre caliente, el sudor y el miedo, y necesité de todo mi autocontrol
para darme la vuelta y dejarlos en paz. Escaparon antes que yo, pero con el
caos acabé saliendo por una ventana y no eché la vista atrás hasta que los
chillidos de terror se acallaron.

Estaba sentado tras el escritorio de su despacho cuando bajé al hospital por


el hueco del ascensor. No lo vi en los pasillos ni en recepción, y pensé que
estaba sola mientras regresaba a mi cuarto, pero entonces pasé por delante
de la puerta de su despacho.
—¿Te lo has pasado bien con tu amiguito?
Me encogí y me quedé muy quieta. Kanin estaba revisando un documento
de una enorme pila de papeles. Ni siquiera alzó la mirada cuando entré en la
sala con cautela.
—Tenía que hacerlo —respondí con suavidad—. Tenía que cerciorarme
de que estaba bien.
—¿Y ha funcionado?
Tragué saliva y Kanin dejó el papel en la mesa y me contempló con
expresión indescifrable.
—¿Ha gritado? —preguntó, calmado—. ¿Te ha insultado y ha echado a
correr, asustado? ¿O se ha mostrado comprensivo y te ha prometido que
nada cambiaría a pesar de saber lo atemorizado que estaba? —No respondí
y la boca de Kanin se crispó en una mueca amarga—. Supongo que sí que
gritó y echó a correr.
—Lo sabías —lo acusé—. Sabías que iría en su busca.
—No eres la estudiante más obediente que digamos. —Kanin no sonaba
ni divertido, ni enfadado, ni siquiera resignado. Simplemente constató un
hecho—. Sí, sabía que, antes o después, buscarías lo que quedase de tu
antigua vida. Todo el mundo lo hace. No sueles escuchar los consejos que
no te van, así que tenías que comprobarlo con tus propios ojos. Dicho
esto… —Su voz se tornó fría y sus ojos relucieron con aquella mirada vacía
y aterradora—. Nuestro tiempo juntos está llegando a su fin. Si me vuelves
a desobedecer, lo tomaré como que ya no necesitas un maestro. ¿Entendido?
Asentí y la expresión de Kanin se suavizó, mas no su voz.
—¿Qué te ha dicho el chaval cuando le has enseñado los colmillos? —
inquirió.
—Nada —respondí, apesadumbrada—. Se limitó a gritar «¡vampiro!» y
echó a correr. Después de todo lo que hice por ese desagradecido de… —
Me callé porque no me apetecía pensar en ello, pero Kanin enarcó las cejas
y, en silencio, me instó a que continuara—. Lo conozco desde hace años —
gruñí—. Compartía mi comida con él, lo protegía, lo defendía para que no
le dieran palizas… —Sentí una opresión en el pecho y me crucé de brazos
—. Para que encima… —Volví a callarme sin saber si me apetecía llorar o
arrancar la puerta de los goznes y estamparla contra la pared—. Para que
encima… —Lo intenté de nuevo.
—Te siga viendo como un monstruo —acabó la frase por mí.
Me di la vuelta con un grito y estampé el puño contra la pared. El yeso se
hundió y dejó un boquete de unos quince centímetros.
—¡Joder! —Volví a pegarle un puñetazo a la pared y sentí que cedía con
un crujido—. Era su amiga. La única que lo mantuvo con vida durante
todos esos años, la que hacía su parte, la que pasaba hambre para que él
comiese algo. —Lancé un golpe más y me apoyé contra la pared, sintiendo
el yeso contra la frente. Me ardían los ojos y los cerré con fuerza, deseando
que el dolor remitiese—. Debería haber tenido más luces —susurré entre
dientes—. A estas alturas pensaba que me conocía.
Kanin ni se había inmutado; dejó que destrozase la pared sin decir ni una
palabra. Al final, se levantó y se acercó hasta colocarse detrás de mí.
—¿Le has dicho dónde estamos? —preguntó en voz baja.
—No. —Sacudí la cabeza y me aparté de la pared—. No le… Espera, sí.
Puede que mencionase el hospital, pero no sabe dónde queda. —Me medio
giré y vi que me contemplaba con gesto serio—. De todas formas, jamás
vendría a buscarlo —insistí, notando un deje de amargura—. Es demasiado
asustadizo como para salir del refugio, y mucho menos del sector.
—Sigues siendo una ilusa. —Kanin se pasó una mano por la cara y
retrocedió—. Quédate aquí. No salgas del hospital. Volveré pronto.
—¿Adónde vas? —pregunté, poniéndome nerviosa de repente. Se me
ocurrió algo que me revolvió el estómago—. No irás tras él, ¿verdad?
—No —contestó Kanin, deteniéndose en el umbral, y yo hundí los
hombros, aliviada—. Pero necesito poner alarmas en el perímetro. Me temo
que las pocas que hay no serán suficientes.
—¿Para qué? —Lo seguí por el pasillo con el ceño fruncido. Él no
respondió y me lo quedé mirando al caer en la razón—. Crees que Rama se
lo contará a alguien —supuse, caminando deprisa para seguirle el ritmo—.
No lo hará. Hazme caso, Kanin, no hay por qué preocuparse. Es demasiado
cobarde como para decírselo a nadie.
—Puede. —Kanin entró en la recepción y me detuvo en el mostrador—.
O puede que te sorprenda. Espera aquí. Practica las técnicas con la espada.
No salgas del hospital, ¿entendido? A partir de ahora, a menos que yo esté
contigo, no serás capaz de salir sin hacer saltar una alarma.
—Sigo pensando que no hace falta, Kanin.
Él me lanzó una mirada compasiva.
—Quizá el chaval sea como tú dices y me sorprenda, pero he vivido lo
bastante como para no tentar a la suerte, sobre todo en lo referente a los
humanos y sus traiciones. Si no tienen nada que perder pero un mínimo que
ganar, cuenta con ello. Dame tu palabra de que no intentarás escabullirte.
—¿Y si me hace falta salir?
—Quédate o márchate para no volver, tú decides.
—Vale. —Lo fulminé con la mirada—. No me iré.
—No me basta con que me lo digas así —replicó Kanin con frialdad—.
Quiero que me lo prometas. ¿Lo prometes?
—¡Sí! —le enseñé los colmillos—. Lo prometo.
Él asintió con brusquedad y se dio la vuelta. Lo vi subir por el espacio del
ascensor mientras intentaba serenarme ante el torrente de emociones: ira,
frustración, decepción, dolor. Odiaba a Rama y casi al mismo tiempo
entendía su miedo. Lo aborrecía y la situación me parecía una mierda, sobre
todo después de todo lo que había hecho por él, pero llegaba a entenderlo.
Al fin y al cabo, había reaccionado a la aparición repentina de un vampiro
en su hogar. Puede que, si él hubiese desaparecido de repente y hubiese
vuelto como un chupasangre, yo hubiera reaccionado de la misma manera.
O habría intentado reprimir lo que me gritaba el instinto y habría intentado
hablar con él por la amistad que nos unía. A saber. Lo que sí sabía era que
Kanin estaba exagerando con lo de las alarmas y lo de prohibirme salir del
hospital cuando no hacía falta.
Una vez se marchó, recordé al extraño vampiro que había conocido en mi
antiguo cuarto, el de los ojos sin vida y aquella sonrisa tan espeluznante.
Debatí si subir e ir tras Kanin para avisarlo, pero le acababa de prometer
que no saldría del hospital. Además, Kanin era un vampiro adulto y
competente, capaz de valerse por sí mismo.
Entrené con la espada, pensé en Rama y lo diferente que podría haber sido
todo y anduve por los pasillos esperando que mi mentor regresase.
Sin embargo, Kanin no volvió esa noche.
9

Me desperté de golpe, gruñendo y enseñando los colmillos, mientras la


pesadilla se desvanecía y dejaba paso a la realidad. Había soñado por
primera vez desde que me había convertido en vampiro. Había visto túneles
oscuros, pasillos tortuosos y algo horripilante acechándome en ellos.
Recordaba el pánico al sentir cómo esa maldad desconocida se acercaba y
luego un dolor cegador cuando la criatura por fin me atrapaba, aunque no le
vi la cara. Fue suficiente como para despertarme y, tras darle vueltas, me
pareció superraro. ¿Cómo soñaban los muertos exactamente? Tendría que
preguntarle a Kanin sobre el tema.
«Kanin».
Al levantarme, cogí la espada y me dirigí a su despacho a toda prisa con la
esperanza de verlo, calmado y eficiente detrás del escritorio con una pila de
documentos, como siempre.
El despacho estaba vacío. Y tampoco había ninguna nota en el escritorio
indicándome mis deberes para esa noche. Merodeé por los pasillos y
comprobé todas las habitaciones, todos los rincones que se me podrían
haber pasado, pero nada. No había señales de él por ninguna parte. Se había
esfumado.
Por un momento, me pregunté si no se habría marchado a propósito, si
anoche su intención no había sido la de volver. ¿Se había cansado ya de su
pupila cabezota, malhumorada e imposible y había decidido que ya era hora
de librarse de ella? Sacudí la cabeza. No, Kanin no era así. Él era frío,
antipático, insensible y a veces daba un miedo de cojones, pero no mentía.
Si no estaba, entonces seguía ahí fuera, en algún lugar. ¿Le habrían hecho
daño? ¿Lo habrían capturado?
¿Estaría muerto?
«Para ya», me dije. Que Kanin no estuviera en el hospital no era razón
para ponerse de los nervios. Tal vez estuviese en los túneles, poniendo
trampas o alarmas. O a lo mejor sí que seguía en el hospital, en alguna
habitación en la que no hubiese mirado o…
Espera. Sí que había un sitio más en el que mirar.
Al fondo de las escaleras, la puerta roja de metal chirrió y se abrió a
regañadientes cuando la empujé, dejando a la vista un pasillo largo. Divisé
una cámara de seguridad rota colocada sobre la puerta roja y otra al final
del pasillo. Mientras me internaba en él, la puerta volvió a chirriar a mi
espalda y se cerró con un fuerte estrépito, sumiendo el espacio estrecho en
una oscuridad total.
No obstante, gracias a mi visión mejorada fui capaz de verlo todo a la
perfección, por lo que me encaminé hacia el final del pasillo, donde había
otra puerta. Era de acero inoxidable, con rejas por fuera y lo bastante pesada
como para detener a un tren. No tenía un pomo o manija normales, sino una
rueda colocada en el centro, oxidada por el paso del tiempo.
«¿Qué guardarían aquí?», me pregunté, girando la rueda hacia la derecha.
A duras penas y con un leve siseo, la puerta se abrió hacia fuera.
Me adentré en otro pasillo claustrofóbico y oscuro, solo que esta vez
había unos ventanales en las paredes que daban a otras habitaciones
aisladas. Algunos estaban rotos, pero como el cristal era extremadamente
grueso, muchos seguían intactos. Los inspeccioné con más detenimiento y
un escalofrío me recorrió la espalda.
Unos barrotes de acero cruzaban los ventanales en vertical, como jaulas.
Las puertas de las habitaciones eran del mismo metal grueso y pesado, y
todas estaban cerradas desde fuera. Dentro, las paredes eran blancas y se
caían a pedazos, pero vi unos arañazos en los azulejos, como si algo hubiese
tratado de excavar en ellos y hubiera llegado hasta el metal de debajo.
—¿Qué narices es este sitio? —susurré.
Mi voz resonó por la estancia a un volumen extrañamente alto en mitad de
aquel silencio. La oscuridad pareció extender sus dedos hacia mí tratando
de arrastrarme consigo. El olor a sangre, dolor y muerte impregnaba las
paredes y rezumaba de las grietas del suelo. Por el rabillo del ojo capté
movimiento, rostros observándome a través del cristal, imágenes
fantasmagóricas de cosas que no estaban allí.
Se me puso la piel de gallina. Lo que sea que hubiese ocurrido aquí, los
secretos que yacieran más allá de esas puertas, era algo que no quería
descubrir.
Oí un golpe sordo en la escalera, pasos suaves internándose en el pasillo.
Me estremecí de alivio.
—Kanin —musité, encaminándome a toda prisa hacia la gruesa puerta de
metal. Estaba medio cerrada, así que la abrí de golpe—. ¿Dónde narices te
habías metido?
Pero fue el vampiro de la sonrisa espeluznante el que me devolvió la
mirada.

—Hola, cielo —ronroneó el vampiro, sonriendo a la vez que yo retrocedía y


desenvainaba la espada y él se adentraba en la estancia—. Qué sorpresa
vernos otra vez. Cierto pajarillo me ha estado mintiendo.
Mantuve la katana entre el vampiro y yo mientras él recorría los bordes de
la habitación. No obstante, sus ojos no estaban clavados en mí, sino que
contemplaban ausentes las paredes y los ventanales que enfilaban el pasillo.
—¿Qué haces aquí? —gruñí en un intento por controlar el miedo—.
¿Cómo has encontrado este sitio?
—Ahhh… —exhaló el vampiro, y el aire atravesó un conducto de
ventilación que llevaba años sin usarse—. Muy buena pregunta, pajarillo.
—Alargó un brazo y apoyó una de sus garras pálidas contra el cristal antes
de pegar también la mejilla. Me fijé en que tenía una mancha de sangre seca
y antigua en el cuello, como si algo lo hubiera cortado hace poco—. ¿Sabías
que estas paredes hablan? Si les preguntas, te revelarán sus secretos, aunque
a veces hay que sonsacárselos a la fuerza, sí. A veces fue necesario. —Se
irguió y se giró hacia mí. Sus ojos eran dos pozos negros y vacíos en
contraste con su expresión sonriente—. ¿Dónde está Kanin? —preguntó
con voz paciente y comprensiva—. Dímelo ya y ahórrame la molestia de
tener que arrancarte los dedos.
—No está aquí —dije.
El vampiro no pareció sorprenderse.
—¿No ha vuelto aún? Debo de haberle pegado más fuerte de lo que creía.
Muy bien, pues. Podemos esperarle. Tengo todo el tiempo del mundo.
—¿Qué le has hecho? —rugí.
Se mordió una uña, se pasó la lengua por el labio y me sonrió.
—¿Alguna vez has fileteado un pez?
—¿Qué? —Dios, el rarito este me estaba acojonando—. ¿De qué diablos
hablas?
—¿No? Es fácil. —Hubo un destello de metal y de pronto el vampiro pasó
a empuñar una daga brillante y afilada. Pegué un bote; era tan rápido que ni
siquiera lo había visto mover la mano—. El truco está en empezar a quitarle
la piel nada más sacarlo del agua, antes de que haya tenido la oportunidad
de morir. Deslizas el cuchillo por debajo de la carne y tiras… —hizo la
demostración con su arma en el aire, despacio— y la piel sale entera. —Me
miró a los ojos y agrandó la sonrisa hasta dejar los colmillos a la vista—.
Eso es lo que le hice al último pececillo de Kanin. Gritó, ah… no sabes
cuánto. Fue maravilloso. —Sacudió la daga en mi dirección—. Quién sabe
si tú serás igual de complaciente…
Mis brazos temblaron y con ellos la espada, pero traté de aferrar la
empuñadura con más fuerza para que dejasen de hacerlo. Apenas podía
moverme. Estaba paralizada; jamás había sentido un miedo así. Una imagen
me vino a la mente antes de poder evitarlo: un cuerpo colgando del techo,
desollado, retorciéndose en el aire y gritando de agonía. Aparté ese
pensamiento de golpe antes de ponerme a vomitar.
—¿Por qué… por qué lo odias tanto? —pregunté, principalmente para que
siguiera hablando, para ganar tiempo. Mi voz flaqueó y me enfadé conmigo
misma. Joder, no podía mostrar miedo delante de este psicópata. Me mordí
la mejilla y saboreé sangre, la suficiente para despertar al demonio en mi
interior—. ¿Por qué quieres matarlo? —inquirí con firmeza.
—No quiero matarlo —explicó el vampiro, sorprendido—. Eso sería
demasiado indulgente para Kanin. Seguro que te lo ha contado. Lo que es.
Lo que ha hecho. ¿No? —Se rio entre dientes y sacudió la cabeza—. Nunca
les cuentas nada a tus vástagos, ¿eh, viejo amigo? Ni siquiera saben por qué
deben sufrir por ti.
Vino hacia mí y yo retrocedí y tensé los músculos, pero el vampiro se
limitó a cruzar la estancia, deslizando la mano por una de las puertas de
metal. Ya no sonreía; su rostro era una hoja en blanco, lo cual lo hacía
parecer mil veces más espeluznante.
—No puedo olvidarlo. —Su voz era un frío susurro en la oscuridad—. Ni
siquiera puedo quitármelos de la cabeza. Los gritos. La sangre en las
paredes. Ver a todos los que me rodeaban convertirse en esas cosas. —Se
estremeció y sus labios se crisparon. Ahora su parecido con las criaturas de
las ruinas era indiscutible—. A mí me pincharon con las mismas agujas y
me inyectaron la misma enfermedad, pero nunca me transformé. Siempre
me he preguntado por qué.
Desvié la mirada hacia la salida para medir la distancia entre la pesada
puerta de metal y yo. No lo conseguiría. El vampiro psicópata
probablemente fuera tan rápido como Kanin, lo cual significaba que era
bastante más rápido que yo. Tendría que ganar tiempo, unos cuantos
segundos al menos.
Blandí la espada con una mano y metí la otra en uno de los bolsillos de
mis vaqueros. Curvé los dedos en torno al mango familiar de mi navaja. La
saqué poco a poco, abrí su diminuta hoja y la acuné en la palma para
ocultarla de la vista.
—Pero ahora lo sé. —El vampiro psicópata se giró y volvió a esbozar esa
sonrisa suya tan espeluznante—. Sé por qué me libré. Para castigar al
responsable de nuestro dolor. Le devolveré cada grito, cada gota de sangre,
cada tira de carne y hueso roto multiplicado por diez. Conocerá el dolor, el
miedo y la desesperación de cada vida que se perdió entre estas paredes.
Haré desaparecer su sangre, erradicaré su linaje de la faz de la tierra. Y solo
cuando sus gritos y los gritos de su descendencia reemplacen los que oigo
en mi mente, cuando ya no vea sus rostros ni oiga sus gritos de angustia,
solo entonces permitiré que abandone este mundo.
—Eres un maldito psicópata —dije, pero él solo se rio.
—No espero que lo comprendas, pajarillo. —Se giró completamente hacia
mí, jugueteando con la daga y sonriendo—. Solo espero que cantes. Canta
para mí, canta para Kanin, y que sea una canción gloriosa.
Se abalanzó sobre mí a toda prisa y me pilló desprevenida, aunque en el
fondo lo estaba esperando. Apunté la katana hacia él con una sola mano,
yendo a por su cuello, pero él la desvió y me estampó contra la pared. Me
golpeé la cabeza contra el cristal y sentí crujir algo debajo de mí. Antes de
poder reaccionar, una mano fría y muerta me agarró el brazo de la espada,
amenazando con partírmelo, y la punta de una daga me perforó la
mandíbula.
—Ahora, pajarillo —susurró el vampiro psicópata mientras pegaba su
cuerpo esbelto al mío. Traté de quitármelo de encima, pero era como un
cable de acero fijándome a la pared—. Canta para mí.
Le saqué los colmillos y gruñí.
—Canta tú. —Levantando la mano libre de golpe, le clavé la navaja en
uno de sus desquiciados ojos negros.
El vampiro psicópata aulló y se apartó, aferrándose la cara. Yo me aparté
pitando de la pared y me dirigí hacia la puerta, pero no había dado ni tres
pasos cuando el grito del vampiro se transformó en un escalofriante rugido
de rabia que me puso los pelos de punta. El miedo me aceleró. Alcancé la
salida y me impulsé a través de la abertura, soltando la espada y girándome
para cerrarla a toda prisa. Vi al vampiro psicópata venir corriendo hacia mí
—su expresión era una máscara de rabia, tenía los colmillos extendidos y
los ojos asesinos inyectados en sangre— y se abalanzó sobre la puerta con
ímpetu. Esta no dejó de rechinar mientras se cerraba y enseguida giré la
rueda hacia la izquierda para sellarla a la vez que un atronador ¡pum!
resonaba al otro lado.
Me temblaban los brazos cuando recogí la katana y me separé de la
puerta. Era extraño; sentía que el corazón debería estar latiéndome a mil por
hora, que mi respiración debería estar acelerada y jadeante. Pero, por
supuesto, no era el caso. Solo el ligero temblor de mis brazos y mis piernas
demostraba lo cerca que había vuelto a estar de la muerte.
Otro golpetazo contra la puerta de acero me encogió en el sitio. ¿Cuánto
tiempo tenía hasta que el vampiro psicópata consiguiera salir? ¿Podría
escapar siquiera? Si lo hacía, vendría a por mí. No cabía ninguna duda.
Tenía que poner tanta distancia entre el misterioso vampiro psicópata y yo
como pudiera.
Retrocedí otro paso, me giré para huir y me topé de bruces con un cuerpo
en el pasillo.
—¡Kanin! —Casi me desmayé del alivio mientras extendía los brazos
para sujetarlo. Kanin se tambaleó hacia atrás y se apoyó pesadamente
contra la pared. Se lo veía más pálido de lo normal y tenía la camisa
manchada de sangre seca. La suya—. ¡Estás herido!
—Estoy bien. —Le restó importancia con la mano—. Es antigua. Ya me
he alimentado, así que no te preocupes por mí. —Entornó los ojos y
escudriñó el pasillo—. ¿Ha bajado Sarren aquí?
—¿Sarren? ¿Te refieres al vampiro psicópata con la cara rara? Sí. Ha
bajado. —Señalé la puerta de acero con el pulgar justo cuando otro
golpetazo resonó por el pasillo, seguido de un chillido desesperado—. ¿Es
amigo tuyo, Kanin? Porque parecía muy interesado en arrancarme la piel a
tiras.
—Tienes suerte de seguir viva —murmuró Kanin, sacudiendo la cabeza, y
creí oír el más leve atisbo de admiración en su voz—. Anoche me tomó por
sorpresa. No creí que fuese a encontrarme aquí tan pronto.
—¿Estás bien?
Se sacudió y se separó de la pared.
—Tenemos que salir de aquí —prosiguió, alejándose a trompicones—.
Vamos. No nos queda mucho tiempo.
—¿Crees que Sonrisitas es capaz de salir de ahí? —Eché un vistazo atrás,
a la puerta—. ¿En serio? Si es de acero y tiene como medio metro de
grosor.
—No, Allison. —Kanin volvió a mirarme con expresión sombría—.
Anoche, tu amiguito se fue de la lengua. Avisó de que hay dos vampiros
desautorizados merodeando por el antiguo hospital. Los hombres del
príncipe vienen hacia aquí. Tenemos que marcharnos ya.
Me lo quedé mirando horrorizada, casi sin creerme lo que acababa de oír.
—No —aseveré mientras él se giraba y enfilaba el pasillo—. Te
equivocas. Rama nunca me haría eso. Es la única ley que todo el mundo
entiende: no nos vendemos a los chupasangres.
—Ahora tú eres una chupasangre. —La voz de Kanin reverberó, apagada
y agotada—. Y no importa. Alguien les ha dado el chivatazo y vienen de
camino. Si nos pillan aquí, nos matarán. Tenemos que salir de la ciudad.
—¿Nos vamos? —Me apresuré a seguirlo sintiendo que se me retorcía el
estómago—. ¿Adónde?
—No lo sé. —De repente, Kanin estampó el puño contra la pared y yo
pegué un bote del susto—. Joder —gruñó, agachando la cabeza—. Joder,
qué cerca he estado. Si hubiera tenido un poco más de tiempo… —Volvió a
estrellar el puño contra la pared, abriendo un agujero en ella, y yo me
removí con incomodidad. Caí en la cuenta de que no había dado con lo que
había estado buscando durante todo este tiempo. No lo había encontrado o
directamente nunca había estado aquí. Semanas de investigación, de leer un
sinfín de documentos y archivos, para nada.
Y entonces todo —la investigación, las habitaciones de hospital, el
vampiro loco con la vendetta contra Kanin— encajó en mi cabeza. Me sentí
como una idiota por no haberme dado cuenta antes.
—Fuiste tú. —Me quedé mirando a la figura encorvada contra la pared. Y
no sabría decirlo con seguridad, pero juraría que vi cómo se le tensaron los
hombros, aunque mínimamente, al oír las palabras—. Tú fuiste el vampiro,
el Señor, que traicionó a los suyos para buscar la cura del virus
neumocarmesí. Tú fuiste el que trabajó con los científicos. Y este lugar…
—miré a la puerta de acero— fue donde todo sucedió. De eso era de lo que
hablaba Sonrisitas. De los experimentos, los gritos. ¡Los rábidos existen por
tu culpa!
Kanin se irguió, aunque no me miró.
—Ese vampiro ya no existe —repuso con la voz más gélida que hubiera
oído nunca—. Era estúpido e idealista, y se equivocó al tener fe en la
humanidad. Habría sido mejor si hubiese dejado que el virus se propagara a
su aire; algunos humanos habrían sobrevivido, siempre lo hacen. Tal vez
habría sido preferible si nuestra especie se hubiera muerto de hambre, si
todos los vampiros se hubiesen extinguido.
Me quedé en silencio, sin saber qué decir. Creía que lo odiaría; era el
vampiro cuyas acciones desembocaron en la creación de algo terrible, el
responsable de que el rabidismo se extendiera e involuntariamente también
de la esclavitud de la raza humana. Pero ni siquiera en mis momentos más
oscuros podía compararme con el desprecio que detecté en la voz de Kanin,
el odio absoluto por el vampiro que había condenado a ambas especies, y la
necesidad apremiante de arreglar las cosas.
—Vamos —dijo al final, volviendo a ponerse en marcha—. Tenemos que
irnos. No cojas nada que no necesites. Debemos viajar ligeros; solo tenemos
unas horas para cruzar la Muralla y salir de las ruinas.
—Yo ya estoy lista —dije, levantando la espada—. No tengo nada más
que esto.
En realidad, era un poco triste haber vivido durante diecisiete años en un
sitio y no tener nada que lo demostrase más que una espada y la ropa que
llevaba puesta. Y ni siquiera era mía. Durante un instante, deseé tener algún
recuerdo de mi madre, algo que me ayudara a recordarla, pero hasta eso me
lo habían arrebatado los vampiros.
Y entonces la realidad me golpeó de lleno. Me iba. Me iba a ir del único
lugar que había conocido, el lugar que había sido mi hogar durante toda mi
vida. No tenía ni idea de qué habría más allá de la Muralla, más allá de las
ruinas. Sabía que existían otras ciudades vampíricas dispersas por el
mundo, pero no dónde se encontraban. Kanin siempre parecía reacio a
hablar sobre sus viajes, sobre el mundo exterior, así que rara vez salía el
tema. ¿Había humanos ahí fuera que rechazaban la protección de los
vampiros y vivían libres? ¿O el mundo de más allá solo era un erial de
edificios y bosques muertos a rebosar de rábidos y otros horrores?
Suponía que pronto lo descubriría, porque Kanin no me estaba dando
ninguna alternativa.
—Venga, rápido —espetó mientras corríamos hacia el hueco del ascensor.
Esta sería la última vez que lo usáramos—. Sube. Probablemente estén a
punto de llegar.
Subí por el oscuro conducto y salí a las ruinas del hospital antes de
apartarme para que Kanin pudiera seguirme. A nuestro alrededor, los restos
ennegrecidos se hallaban en silencio, pero al otro lado del aparcamiento
vacío, serpenteando como el viento a través del césped, oí pasos. Muchos.
Y venían hacia aquí.
Y entonces, por encima del césped alto y de los hierbajos, los vi.
Vampiros. Un montón de ellos con la piel pálida bajo la luz de la luna,
moviéndose en tándem por el aparcamiento. A su alrededor y
flanqueándolos se hallaban varios guardias humanos que portaban unas
armas muy grandes: fusiles de asalto. Los vampiros no parecían armados,
pero su grandísimo número, desplazándose sin hacer ruido a través de la
hierba cual ejército de cadáveres, hizo que me mordiera el labio hasta
saborear la sangre.
Kanin me agarró el hombro y yo levanté la vista hacia él tratando de
ocultar mi miedo. Se llevó un dedo a los labios y señaló la ciudad. Nos
alejamos en la oscuridad mientras las voces y los constantes pasos se
acercaban cada vez más a nuestra ubicación.

Nunca había corrido más rápido en mi vida; o en mi muerte, mejor dicho.


Kanin no me daba tregua; me guiaba a través de la ciudad, por calles
secundarias, por callejones, bajo y a través de antiguos edificios a punto de
derrumbarse. Menos mal que nunca me cansaba y podía correr tras Kanin
mientras huíamos del ejército a nuestra espalda. Por desgracia, nuestros
perseguidores tampoco se cansaban y, al parecer, habían pedido refuerzos
en cuanto descubrieron que habíamos huido. Vehículos y camiones armados
peinaban las calles antes vacías, brillantes focos de luz perforaban la
oscuridad y los guardias armados estaban preparados para abrir fuego a
cualquier cosa que se moviera. Todos los humanos se habían escondido,
muy inteligentemente, en sus hogares; ni siquiera las bandas deambulaban
por los callejones esta noche. Una búsqueda por toda la ciudad, donde
incluso los vampiros salían a la luz —y en gran número, además—, era
razón suficiente para que el matón más valiente decidiera no salir a la calle.
Las calles enseguida se volvieron demasiado peligrosas para nosotros,
pero Kanin no planeaba permanecer en la superficie durante mucho tiempo
y me llevó hasta el subsuelo tan rápido como pudo. Sacó la tapa de una
alcantarilla y me indicó que bajara, y yo me dejé caer hacia la parte
subterránea de la ciudad sin vacilar.
—No podemos relajarnos —me advirtió Kanin después de aterrizar a mi
lado sin hacer ruido—. También nos buscarán en los túneles. Tal vez
incluso más intensamente que en las calles, pero por lo menos aquí abajo no
estamos al aire libre y nos hemos librado de los camiones.
Asentí.
—¿Y ahora adónde?
—A las ruinas. Si pasamos el límite de la ciudad, lo más seguro es que no
nos sigan.
Sentí cómo se me encogía el estómago al acordarme de las ruinas y de los
rábidos que acechaban allí, el lugar donde había muerto, pero sofoqué el
miedo. Nuestras opciones eran enfrentarnos a la amenaza de rábidos, que
bien podrían matarnos, o quedarnos aquí y esperar a los hombres del
príncipe, que nos matarían seguro. Y de elegir entre las dos, yo prefería
jugármela luchando.
—No queda mucha noche, Kanin —dije, sintiendo el paso el tiempo.
Él solo asintió con brusquedad.
—Entonces tendremos que acelerar el paso.
Lo hicimos; echamos a correr como locos por los túneles mientras oíamos
el eco de las voces a nuestro alrededor y también desde la superficie.

Nos estaban esperando al borde de la antigua ciudad.


Las ruinas estaban a rebosar de soldados y guardias, más de los que
hubiera visto nunca. Ya fuera por la infamia de Kanin o el odio del príncipe
Salazar, en cuanto salimos de los túneles oímos un grito atravesar la
oscuridad y los disparos de una ametralladora rebotar a nuestro alrededor,
iluminando el suelo y las paredes. Salimos pitando; nos ocultamos
agachándonos en los aparcamientos inundados de vegetación entre
edificios, pero ya habían dado la alarma y todos sabían que estábamos aquí.
Los disparos y los gritos reverberaban en todas direcciones. Un trío de
perros gruñones vino a por nosotros y Kanin tuvo que matarlos antes de
poder continuar.
—Por aquí —siseó Kanin, rodeando un antiguo edificio de ladrillo medio
cubierto de enredaderas—. Queda poco para llegar a los límites de la
ciudad. ¿Ves esos árboles? —Señaló por encima de los tejados donde un
manto de hojas recubría el horizonte—. Si conseguimos entrar en ese
bosque, los perderemos…
Se oyeron disparos desde una hilera de coches frente a nosotros; unas
pequeñas explosiones de sangre manaron del pecho de Kanin y él se
sacudió con un gruñido de dolor. Yo grité de terror. Tambaleándose, se giró
y atravesó la ventana de un edificio antiguo. Rompió el cristal y
desapareció. Esquivando la lluvia de balas, me apresuré a seguirlo.
—¡Kanin!
El interior del edificio olía a aceite, grasa y óxido, y divisé las carcasas de
varios coches en el suelo de cemento mientras rodaba, me ponía de pie y
miraba frenéticamente en derredor. El vampiro se encontraba tumbado a
unos cuantos centímetros de la ventana, rodeado de trozos de cristal. Me
desplomé a su lado e intenté ayudarlo a ponerse de rodillas. Tenía el gesto
torcido, la mandíbula apretada y los colmillos llenos de sangre. Sangre que
también salpicaba su ropa —manchas nuevas que se mezclaban con las
antiguas— y que manaba de los agujeros en su pecho y estómago: los
disparos que habían acertado de pleno. Horrorizada y fascinada al mismo
tiempo, contemplé cómo introducía el pulgar y dos dedos en los agujeros y,
mordiendo con fuerza, se sacaba tres balas de plomo y las dejaba en el
pavimento con un tintineo. Las heridas se cerraron, aunque la sangre en su
camisa, pecho y manos no desapareció.
Kanin se estremeció y se desplomó contra la pared. Las voces resonaban a
nuestro alrededor; hombres gritando y pidiendo refuerzos. A través de la
ventana, el cielo se veía de un color azul oscuro con un leve brillo naranja
en el horizonte que anunciaba la salida del sol.
—Allison. —La voz de Kanin era suave; apenas la oí con el ruido de los
gritos y los disparos de fondo—. Nuestro tiempo juntos ha llegado a su fin.
Nuestros caminos se separan aquí.
—¿Qué? ¿Estás loco? —Me lo quedé mirando con los ojos como platos
—. ¡Y una mierda! No pienso dejarte.
—Te he traído lo más lejos posible. —Kanin tenía los ojos brillantes; caí
en la cuenta de que probablemente se estuviera muriendo de hambre
después de haber recibido esos disparos en el pecho. Y, aun así, seguía
tratando de hablar con calma—. Ya sabes casi todo lo necesario para
sobrevivir. Hay una cosa más que debo decirte. —Una bala rebotó en un
coche, echando chispas en la oscuridad, y yo me encogí. Kanin no pareció
reparar en ello—. Una última habilidad que todos los vampiros deberían
conocer —continuó con casi un susurro—. Cuando te veas atrapada en el
exterior sin refugio, puedes enterrarte en el suelo para escapar del sol. Es
algo que hacemos por instinto. Y también cómo duermen los rábidos
durante el día, así que ten cuidado, porque tienen fama de aparecer donde
menos te los esperas. Tienes que buscar un trozo de tierra, nada de roca o
cemento, y debes cubrirte por completo. ¿Lo entiendes? Puede que
necesites hacer uso de ello muy pronto.
Sacudí la cabeza, apenas prestándole atención, conforme los gritos y los
ladridos se aproximaban todavía más.
—Kanin —empecé, sintiendo que los ojos me empezaban a escocer—.
¡No puedo! No puedo dejarte aquí para morir.
—No me infravalores, chica —respondió Kanin con la más leve de las
sonrisas—. He vivido mucho tiempo. ¿Crees que esta es la peor situación
en la que me he visto envuelto? —Ensanchó la sonrisa, ahora más malvada,
antes de ponerse serio otra vez—. Tú, no obstante, no sobrevivirías. No tal
y como estás ahora. Así que sal ahí fuera, vive y hazte más fuerte, y algún
día tal vez nos volvamos a encontrar por el camino.
Un aullido de reconocimiento y una lluvia de disparos acribillaron la
pared antes de que nos agacháramos todavía más. Kanin gruñó y extendió
los colmillos. El brillo de su mirada se intensificó. Me miró y crispó el
labio.
—¡Vete! Dirígete al bosque. Yo los mantendré ocupados durante un rato.
—Una bala golpeó la pared y nos cayó gravilla encima. Kanin resopló—.
¡Largo! Déjame.
—Kanin…
Rugió y su rostro se volvió demoníaco, el primer atisbo real de lo que
podía llegar a ser. Yo retrocedí, atemorizada.
—¡Que te vayas! O, si no, ¡te juro que seré yo mismo el que te arranque el
corazón!
Contuve un sollozo. Girándome, gateé por el suelo y me escabullí por una
ventana rota en la pared del fondo, medio esperando que en cualquier
momento una bala me atravesase la espalda. No miré atrás. El aullido de
Kanin se elevó en el aire, un sonido escalofriante lleno de rabia y de
desafío, seguido por una explosión de disparos y un grito desesperado.
Alcancé la esquina del aparcamiento y hui a las ruinas con lágrimas de
sangre resbalando por mis mejillas, nublándome la vista. Corrí hasta que los
sonidos de la batalla se desvanecieron a mi espalda, hasta que abandoné las
ruinas y entré en el bosque, hasta que el cielo cada vez más claro me obligó
a avanzar casi a rastras por el suelo.
Al final me desplomé, gruñendo y llorando, junto a las raíces de varios
árboles antiguos. Faltaban meros segundos para que el amanecer tocara la
tierra y el mundo se convirtiera en un infierno ardiente para mí. Medio
cegada por las lágrimas rojas, hundí los dedos en el suelo frío y húmedo y
empecé a apartar la tierra y las hojas, preguntándome si conseguiría
enterrarme lo bastante rápido como para huir del sol. Hacía calor,
muchísimo calor. Excavé más deprisa, casi con desesperación,
preguntándome si de verdad me estaba saliendo humo de la piel.
El suelo ondeó y pareció derretirse bajo mi cuerpo antes de tragárseme
entera. Me dejé caer en el agujero negro, donde la gélida tierra me acogió
como un capullo, y el calor desapareció al instante. Me sumí en la fría
oscuridad, y después… nada.

Cuando desperté, el mundo estaba en silencio, y me encontraba sola.


Me quité la tierra que se me había adherido al pelo y a la ropa y eché un
vistazo alrededor, pendiente por si oía disparos o por si veía señales de vida
en la oscuridad. Nada se movió excepto las hojas de los árboles sobre mi
cabeza. A través de las ramas se vislumbraba el cielo cubierto de estrellas.
Kanin no estaba. Rebusqué por la zona con desánimo, retrocediendo hasta
la linde de las ruinas, pero sabía que encontrarlo era imposible. Si estaba
muerto, ya no quedaría nada de él más que cenizas. Sí que me topé con un
par de cadáveres humanos, despedazados y atacados por lo que parecía una
bestia salvaje. Uno de ellos aún aferraba un fusil de asalto con una mano
ensangrentada. Lo examiné, pero el arma estaba vacía y era demasiado
inútil y grande como para llevármela conmigo.
Tras cerciorarme de que realmente me encontraba sola me pregunté qué
debía hacer a continuación.
«Maldito seas, Kanin», pensé, tratando de contener el miedo, la
incertidumbre, que amenazaban con asfixiarme. ¿Adónde podía ir? ¿Qué
iba a hacer? No me atrevía a volver a la ciudad; el príncipe seguro que me
mataba por asociarme con el vampiro más buscado del mundo. Pero lo que
se extendía más allá de las ruinas era todo un misterio. ¿Qué había allí fuera
en realidad? Otra ciudad vampírica, tal vez. O tal vez no. A lo mejor solo
quedaba naturaleza. Puede que no hubiera nada más que rábidos reptando
por todos lados y matando a cualquier humano con el que se toparan.
Pero yo ya no era humana. No les tenía el mismo miedo que antes. Ahora
formaba parte de su mundo, parte de la oscuridad.
Aunque seguía asustada. Odiaba la idea de abandonar mi hogar y la
relativa seguridad que ofrecía la ciudad. No obstante, una parte de mí
también se sentía un pelín emocionada. Quizá todo lo que había vivido en
mi corta y miserable vida me había traído hasta aquí. Estaba lejos de la
influencia de los vampiros. Sí, estaba muerta, pero eso implicaba una
extraña libertad. Todo lo que tenía en mi antigua vida había desaparecido.
Ya no me quedaba nada a lo que volver.
«Sal ahí fuera, vive y hazte más fuerte».
—Muy bien, Kanin —murmuré—. Supongo que tendré que averiguar qué
hay aquí fuera.
Girándome, eché un vistazo a través de los árboles, hacia las ruinas y la
ciudad; una última mirada a las luces de mi antiguo hogar. Entonces, sin
nada más que mi espada y la ropa que llevaba puesta, dejé Nueva
Covington atrás y anduve hacia adelante, hacia la naturaleza, y no me
detuve hasta estar segura de que no vería nada más que árboles si echaba la
vista atrás.
Parte III

MONSTRUO
10

La primera noche caminé entre los árboles, los matorrales y la maleza


enredada sacudiendo la cabeza ante lo vasto que era todo y preguntándome
si acabaría en algún momento. No había ningún camino que seguir, o al
menos no por donde había salido yo. Tras pasarme la vida en el interior de
la Muralla, este mundo extraño en tonos verdes y marrones se me antojaba
hostil y peligroso, como si tratara de desmoralizarme y de absorberme. Me
tropecé con los restos de alguna civilización humana —casas antiguas
derrumbándose bajo el peso del musgo y la hierba y varios chasis de coches
cubiertos por enredaderas—, pero cuanto más me alejaba de la ciudad, más
salvaje se mostraba el bosque. No sabía que fuera tan enorme, que los
árboles pudieran elevarse tanto. Me acordé de Nueva Covington y me
pregunté cuánto tiempo le quedaría hasta que la vegetación trepase por las
murallas y la engullese del todo.
Al contrario que la ciudad vacía, con sus calles silenciosas y edificios
fríos e inertes, la naturaleza estaba viva. Aquí todo se movía. Las ramas
suspiraban contra el viento. Los insectos zumbaban en el aire. Las cosas se
movían en los matorrales, ocultas. Al principio, me ponía de los nervios;
había crecido en la calle, donde cada ruido o movimiento repentino te hacia
encogerte o tensarte, preparada para echar a correr. Sin embargo, tras un par
de noches así, oyendo que escapaban de mí, llegué a la conclusión de que
no había nada que me pusiera en peligro a este lado de la ciudad. Era un
vampiro, lo más aterrador que existía en el mundo.
Y, por supuesto, me equivoqué.
Un día, justo al anochecer, tropecé con un riachuelo que discurría
lentamente y lo seguí durante un trecho, preguntándome si conduciría a
algún sitio. Vi varios ciervos y un mapache en la orilla y supuse que más
animales se verían tentados por el agua, pero me había acostumbrado a ver
la fauna, así que no le di mucha importancia.
Oí un gruñido grave procedente de las sombras frente a mí y me quedé
helada.
Algo enorme y oscuro se movió con pesadez y se detuvo a unos metros en
la orilla del agua. Era el animal más corpulento que hubiera visto nunca,
con un pelaje marrón y enmarañado, hombros enormes y garras
amarillentas. Me olisqueó, levantó el labio y desveló una hilera de dientes
enormes. Algunos eran igual de grandes que mis dedos.
Se me cayó el alma a los pies. Había oído las historias que contaban los
ancianos sobre las criaturas salvajes que vivían al otro lado de las Murallas
y que se dedicaban a reproducirse y a poblar la naturaleza sin control. Pero
el término «oso» no le hacía justicia. Esa cosa podía despedazar a un rábido
sin darse cuenta. Seguro que era un rival digno hasta para un vampiro.
Lo cual significaba que tenía problemas.
El oso se me quedó mirando con aquellos ojos negros, pequeños y
brillantes. Resopló suavemente y sacudió su enorme cabeza, como si
estuviera confuso por algo. Yo me quedé tiesa e intenté recordar lo que se
suponía que debía hacerse si encontraba uno en el bosque. ¿Caer al suelo?
¿Hacerse el muerto? Eso precisamente no parecía muy buena idea.
Lentamente, moví la mano hacia atrás y agarré el mango de mi espada, lista
para desenvainarla en caso de que el oso atacase. Tal vez fuera capaz de
matarlo si le asestaba un buen golpe en el cuello, tras la cabeza. Al menos
lo detendría. Si eso no funcionaba, siempre podría encaramarme a un
árbol…
El oso resopló hacia mí y se le dilataron las fosas nasales. Se meció hacia
delante y hacia atrás emitiendo pequeños gruñidos y arañó el suelo con las
garras. Me dio la impresión de que estaba confuso. Tal vez no oliera como
una presa o como un ser vivo. Se dio la vuelta con un último gruñido
dirigido hacia mí y se internó pesadamente en el bosque. Esperé hasta no
oír sus pisadas y salí corriendo en dirección contraria.
Vale, pues sí que había cosas más grandes y aterradoras que los rábidos.
Era bueno saberlo. No tenía ni idea de por qué no me había atacado.
¿Habría sentido que era otro depredador como él y decidido buscar presas
más fáciles? No lo sabía. Suponía que el oso había creído que yo era algo
antinatural, que no pertenecía a ese mundo vegetal de árboles interminables.
Seguramente la fauna de aquí no veía a muchos vampiros. A saber qué
dirían los de Nueva Covington si un oso campase a sus anchas por una calle
de la ciudad. Sonreí al pensarlo. Seguro que se cagaban de miedo. Si Rama
viese uno, se desmayaría enseguida.
Mi sonrisa se esfumó.
¿Dónde estaría ahora? ¿Seguiría viviendo en el almacén con los otros no
censados o me había vendido para poder mudarse a las torres de los
vampiros y que estos lo alimentasen y cuidasen? ¿Habría empezado una
nueva vida como mascota?
Gruñí y agarré una rama, partiéndola del tronco.
«Él no me haría una cosa así», me dije a mí misma, cabreada. No podía
haber sido él. Siempre nos protegíamos el uno al otro. Le había salvado la
vida en incontables situaciones. Él no lo olvidaría sin más, ¿verdad? Como
si todos esos años no le importasen, como si para él hubiera muerto. Como
si fuera el enemigo; un vampiro.
«Deja de engañarte a ti misma, Allie. ¿Quién podría haber sido si no?».
Suspiré y pateé una roca, mandándola a la maleza.
En el almacén, Rama me había mirado con verdadero terror. Lo había
visto en sus ojos: Allison Sekemoto, la chica que lo había cuidado durante
años, había muerto. Seguía aferrándome a la esperanza de que los humanos
pudiesen ser leales, de que pudieran luchar contra la tentación de vivir una
vida más fácil, pero no era tonta. Censado o no, era una forma de no pasar
hambre y frío, de no verse abandonado. Rama lo aceptaría en un santiamén.
Así era la naturaleza humana.
La vegetación no desapareció; pasé varias noches caminando sin rumbo y
sin preocuparme de adónde iba. Cuando el amanecer tintaba el cielo de
rosa, me hundía en la tierra y despertaba por la noche sin saber dónde
estaba o adónde dirigirme. A pesar de que el bosque estaba rebosante de
criaturas, no me encontré con nadie, ya fuera humano o vampiro. Había
animales que no había visto nunca y cuyos nombres solo conocía por
historias. Zorros, mofetas, conejos, ardillas, serpientes, mapaches y
numerosas manadas de ciervos. También vi depredadores más grandes: una
manada de lobos caminando entre los árboles una tarde; la figura leonada
de un gato enorme cuyos ojos relucían en la oscuridad. No me molestaron y
yo también les dejé su espacio, de un depredador a otro.
Durante la sexta noche, salí de mi tumba poco profunda con un propósito
y sintiendo los colmillos presionar contra mi labio inferior. Tenía hambre.
Necesitaba cazar.
La pequeña manada de ciervos alimentándose en el prado se dispersó
cuando me vieron, pero yo fui más rápida y me lancé contra uno,
estampándolo contra el suelo mientras se revolvía y pateaba. La sangre que
inundó mi boca estaba caliente y fue como un chute de energía. Sin
embargo, a pesar de sentirla en el estómago, la sed perduró. Atrapé a otro
ciervo y me di un atracón con su sangre, pero el efecto fue el mismo. Seguía
hambrienta.
Los demás animales tampoco pudieron saciar ese tipo de hambre. Me
dormía famélica y cada noche despertaba bajo tierra e iba a cazar,
persiguiendo y desangrando a todo lo que me encontraba por el camino.
Nada ayudó. Me llenaba el estómago, a veces demasiado; lo sentía contra
las costillas. Sin embargo, el hambre aumentó.
Hasta que una noche, desesperada, perseguí a una cierva hasta salir de
unas zarzas, me lancé a atraparla y acabé en un tramo de acera.
Parpadeando, me levanté y dejé que la cierva escapase entre los árboles.
Parecía que me encontraba una carretera, o lo que antaño fue una. Estaba
cubierta de hierbajos y matorrales y la hierba crecía entre las numerosas
grietas del asfalto. El bosque se cernía por los lados amenazando con
absorberla, pero ahí seguía: una estrecha línea entre los árboles que
desaparecía en la oscuridad en ambas direcciones.
Reprimí la oleada de entusiasmo. Nada garantizaba que la carretera
condujera a algún sitio. Seguirla, eso sí, era más prometedor que vagar sin
rumbo por el bosque, y ahora mismo me conformaba con eso.
Elegí una dirección y comencé a andar.

Dormí un día más cobijándome bajo tierra a un lado de la carretera y me


desperté a la noche siguiente totalmente hambrienta. Los colmillos se me
alargaban por su cuenta y me descubrí espabilándome cada vez que oía
movimientos en la oscuridad. La necesidad de cazar era casi abrumadora,
pero solo malgastaría tiempo y energía y no saciaría la sed que me corroía
por dentro, así que continué andando y siguiendo la carretera con la boca
tan seca como la gravilla y el estómago amenazando con devorarlo todo.
Varias horas antes del amanecer, el bosque empezó a cambiar. Poco
después, la abundante vegetación se tornó césped y apenas vi árboles. Me
sentí mejor, porque ya empezaba a pensar que el bosque no tenía fin.
La carretera se ensanchó conforme atravesaba la planicie. Aquí todo
estaba en silencio, al contrario que en el bosque, donde todo crujía por
culpa de las pequeñas criaturas en los matorrales y el viento susurraba
contra las hojas de los árboles. No se oía nada excepto el leve sonido de mis
pisadas contra el suelo, y las estrellas titilaban en el cielo, extendiéndose
por todo el horizonte.
Entonces oí el ruido de motores muy a lo lejos, seguramente a varios
kilómetros de distancia. Al principio creí que me lo había imaginado. Me
detuve en mitad de la carretera y observé, fascinada, cómo aparecían luces
y los rugidos se intensificaban.
Vi dos máquinas cortas y elegantes deslizándose por una pendiente. No
eran coches ni camiones ni ningún otro tipo de vehículo que hubiera visto
antes; tenían dos ruedas y se movían más deprisa que un coche, pero
costaba discernir nada más aparte de los faros. Las observé acercarse y sentí
una oleada de entusiasmo. Si había vehículos extraños como este en la
carretera, tal vez sí que hubiera humanos que viviesen fuera de la Muralla.
Las luces se aproximaron y casi me cegaron. En alguna parte de mi
mente, la antigua Allison, la recelosa y precavida rata callejera, me
aconsejaba que me apartase de la carretera. Ignoré esa voz. El instinto me
decía que lo que conducía esas máquinas era humano. Me picó la
curiosidad. Quise comprobar por mí misma si los humanos podían vivir
lejos de la ciudad y de la influencia de los vampiros.
Y… tenía hambre.
Los vehículos se detuvieron a varios metros y el rugido de los motores
desapareció, pero las luces siguieron encendidas, alumbrándome. Levanté
una mano para protegerme la vista y escuché un crujido cuando algo se bajó
de la máquina y se colocó frente a mí.
—Vaya, vaya. —La voz era grave y burlona, y un hombre enorme y de
aspecto duro dio un paso adelante, creando una silueta contra la luz. Era
alto, de pecho fuerte y grueso, y tenía tatuajes que le cubrían los brazos
como si fueran mangas. Otro le cubría media cara, la imagen de un perro
sonriente, un lobo o un coyote enseñando los colmillos—. ¿Qué tenemos
aquí? —murmuró—. ¿Te has perdido, niña? Este no es sitio donde quedarse
sola y tirada por la noche.
Un segundo hombre se unió a la conversación. Este era más bajito y
delgado, pero no menos amenazador. Al contrario que el primero, parecía
más entusiasmado y menos cauteloso que su compañero. Llevaba el mismo
tatuaje de un perro en el hombro y una mirada brillante y hambrienta.
—No vemos a muchas nenas por aquí —convino, pasándose la lengua por
el labio inferior—. ¿Por qué no nos haces compañía durante un buen rato?
Me cabreé, retrocedí y reprimí las ganas de gruñirles. Había sido un error.
Eran humanos y, peor aún, hombres. Sabía lo que querían; lo había visto en
las calles infinidad de veces. Me tensé. Tendría que haberme escondido y
dejar que siguiesen su camino, pero ya era demasiado tarde. Casi podía
palpar la agresividad en el aire, oler el deseo, el sudor y la sangre
bombeando bajo su piel. Algo en mi interior respondió, espabilándose
enseguida, y sentí el hambre como una llama titilante en mi estómago.
Se escuchó un clic metálico y el primer hombre sacó una pistola con la
que me apuntó a la cara.
—Ni se te ocurra correr —canturreó. Y, dejando entrever una dentadura
amarilla e irregular, sonrió de oreja a oreja—. Acércate y ponnos las cosas
fáciles, anda.
Al ver que no me movía, hizo un gesto afirmativo a su compañero, que
avanzó un paso y me agarró del brazo.
En cuanto su mano tocó mi piel, algo en mi interior se desató.
«¡Presa! ¡Comida!».
Con un chillido, me volví hacia el humano con los colmillos extendidos y
él retrocedió soltando una maldición. Lo agarré y sentí el calor y la sangre
bajo su piel bombear al mismo tiempo que su corazón. También era capaz
de olerla, de escuchar sus latidos frenéticos, y mi vista se tiñó de rojo a
causa del hambre.
Escuché un aullido y un rugido detrás de mí. Percibí el aroma vívido de la
sangre fresca y al humano revolviéndose contra mí, jadeando. Me volví,
furiosa, en busca de mi presa. Se encontraba a contraluz, emanando un olor
a sangre y a miedo, y con la pistola apuntándome al pecho. Rugí, soltando
al humano inerte, y me lancé. La pistola se disparó dos veces sin
alcanzarme y yo me abalancé hacia mi presa y la tumbé contra el suelo. Él
trató de golpearme en la cabeza y sus codos me rozaron la mejilla mientras
lo levantaba y le clavaba los colmillos en el cuello.
La presa se tensó y yo hundí los colmillos aún más, atravesando la vena y
provocando que la sangre fluyera más libremente. El calor me inundó la
boca y la garganta, y fluyó hacia mi estómago mitigando el horrible dolor
que me había estado aquejando durante tanto tiempo. Gruñí de placer y
rasgué, impaciente, la piel de alrededor, haciendo que manara aún más
sangre. Bebí de ese poder; calmé el dolor en mi estómago y en mi hombro y
sentí que se me cerraban las heridas, que la sed se disipaba. El resto del
mundo desapareció, y las sensaciones se redujeron a este momento perfecto
en el que solo importaba el poder.
El humano soltó un ruidito estremecedor, un borboteo debajo de mí
parecido a un gemido y, de repente, me percaté de lo que estaba haciendo.
Temblando, lo solté y me lo quedé mirando. Observé al humano que, por
unos enloquecedores momentos, solo había sido una presa para mí. Su
cuello había quedado reducido a una fuente de sangre. De las ganas que
tenía, no me había limitado a morderle en la garganta, sino que se la había
desgarrado. Tenía el cuello teñido de rojo, pero ya no manaba sangre de la
herida. Para probar, lo sacudí por el hombro.
La cabeza le colgaba a un lado y sus ojos miraban al frente, vacíos. Estaba
muerto.
«No».
Me llevé las manos a la boca. Temblaba tanto que creí que iba a vomitar.
Tal y como había predicho Kanin, lo había hecho. Había matado a alguien.
Había asesinado a un humano. En cuanto había probado sangre, el demonio
se había hecho con el control y yo había perdido la cabeza. Había perdido el
control a causa del hambre. Y durante esos enloquecedores momentos, con
la sangre caliente en la boca y recorriéndome las venas, había disfrutado.
—Ay, Dios —susurré, mirando fijamente al cuerpo que, hasta hacía unos
minutos, había sido un ser humano vivo.
Lo había matado. Lo había matado. ¿Qué debía hacer ahora?
Un gruñido agónico interrumpió mis pensamientos. Miré, temerosa, hacia
donde estaba el otro humano tumbado en el asfalto, mirando al cielo. Jadeó
con los ojos como platos cuando me levanté y caminé hacia él.
—¡Tú! —dijo con la voz ahogada. Sacudió las piernas para intentar
ponerse de pie. Le manaba sangre del pecho, donde había impactado la bala
que iba dirigida a mí. Hasta yo podía ver que no le quedaba mucho tiempo,
pero él no pareció percatarse mientras me contemplaba con los ojos
vidriosos—. No sabía… que eras un vampiro.
El hombre se atragantó y la sangre que le salió de la boca acabó en el
asfalto. Sentí su mirada vacía como mil cuchillos.
—Lo siento —susurré, sin saber qué más decir. Sin embargo, aquello solo
pareció enloquecerlo más, ya que se echó a reír.
—«Lo siento» —repitió, y ladeó la cabeza—. Una vampira se carga a mi
colega y después se disculpa. —Soltó carcajadas sin parar, atragantándose
con su propia sangre—. Es coña, ¿verdad? —susurró al tiempo que ponía
los ojos en blanco—. Una broma… de vampiros. Chacal… se hubiera
partido…
Y no se volvió a mover.
Me habría quedado allí, arrodillada sobre el césped frío y con el olor de la
sangre saturándome la nariz y la boca, de no ser porque el cielo sobre las
colinas empezaba a clarear y mi reloj interno me avisaba de que quedaba
poco para el amanecer. Por un momento, me pregunté qué pasaría si
simplemente… me quedase en la superficie. Si me suicidase bajo la luz del
sol, como dijo Kanin una vez. ¿Ardería hasta convertirme en cenizas?
¿Tardaría mucho? ¿Sería doloroso? Me pregunté qué habría después; jamás
había sido religiosa, pero sí que creía que los vampiros no tenían alma y
nadie sabía qué les pasaba cuando abandonaban este mundo. No creía que
yo, un monstruo y un demonio, pudiera tener la posibilidad de ir al cielo o a
la eternidad, o lo que fuera que pasase cuando los humanos fallecían. Si es
que algo así existía siquiera.
Pero si el cielo existía, entonces… el otro sitio también.
Me estremecí mientras gateaba sobre el césped y me enterraba
profundamente en la tierra, que se cerró en torno a mí como una tumba.
Podría ser un demonio y una cobarde, incluso merecerme arder, pero no
quería morir. Por mucho que aquello me condenase al infierno, siempre
elegiría vivir.
No obstante, por primera vez desde el ataque de aquella noche en las
ruinas, deseé que Kanin no me hubiera salvado.
11

Cuando me levanté a la noche siguiente, los cuerpos seguían allí, rígidos y


cerosos. Ya habían atraído a una bandada de cuervos y otras aves
carroñeras. Los espanté y, sintiendo que era lo mínimo que debía hacer,
arrastré los cadáveres al césped alto y los dejé allí como alimento para la
naturaleza. Los vehículos que habían estado conduciendo se habían
quedado sin combustible, electricidad o lo que sea que los hiciera funcionar,
porque los focos estaban apagados y se habían quedado fríos y muy quietos.
Me pregunté si podría haber usado una cosa de esas, porque, aunque
funcionaran, yo no sabía conducir y esas máquinas parecían muy
complicadas de llevar. Al final las dejé en su sitio, a un lado de la carretera,
y proseguí con mi viaje hacia donde fuera que me dirigiese.
Pasé otra noche o dos sin distracciones. Caminé entre ciudades y
asentamientos abandonados, todos asolados por la vegetación, vacíos. Me
topé con varios cruces, donde más carreteras se extendían en direcciones
opuestas hasta perderse en la oscuridad, pero yo no me desvié de la mía. Me
terminé acostumbrando al silencio y a la vastedad del cielo sobre mi cabeza.
Las estrellas eran mi única compañía constante, aunque sí que vi a ciervos,
animales pequeños y manadas de bestias peludas y cornudas deambular por
la llanura. Cuando el sol amenazaba con salir, yo me enterraba en la tierra y
dormía, solo para despertar y repetir lo mismo a la noche siguiente.
Todo lo que hacía se convirtió en un hábito: despertar, quitarme la tierra
de encima, mirar en la misma dirección que la noche anterior y echar a
andar. No pensaba en la ciudad, en Kanin o en nada que hubiera dejado
atrás en la carretera. En cambio, me distraía tratando de imaginar qué me
encontraría tras la siguiente pendiente, tras la siguiente colina. A veces me
imaginaba una ciudad a lo lejos con luces parpadeantes o el brillo de un
vehículo acercándose a mí. Incluso la silueta de otro viajero caminando
hacia mí en la oscuridad. Por supuesto, no di con ninguna de esas cosas; ni
luces, ni vehículos, ni humanos. Solo llanuras y los restos de lo que antaño
fueron casas o granjas. El encuentro con los dos hombres se me antojaba un
sueño difuso y borroso, como si no me hubiera ocurrido a mí, porque
enseguida tuve la sensación de que yo era la única persona que quedaba en
el mundo.
No me topé con rábidos, lo cual me sorprendió al principio. A estas
alturas, esperaba haberme peleado con varios. Aunque tal vez los rábidos
solo campaban cerca de las ciudades y los pueblos, donde sabían que se
encontraban sus presas humanas. O, quizá, al igual que el oso, no se
molestaban en cazar vampiros. A lo mejor su presa tenía que estar viva para
llamar su atención.
Puede que creyesen que los vampiros eran como ellos.
Por fin la carretera me llevó a través de otro pueblo muerto. Estaba igual
que los anteriores: vacío y cubierto de vegetación, con los edificios
cayéndose a pedazos y los coches abandonados en las calles. Conforme
pasaba junto a los restos de una antigua gasolinera, me pregunté si ya la
habrían saqueado en busca de comida y provisiones. Entonces caí en que no
hacía falta que lo comprobase, lo cual me resultó irónico y un poco triste.
La antigua Allie habría visto este sitio como una posibilidad de hallar un
tesoro escondido. Edificios antiguos, tiendas abandonadas, gasolineras
vacías… había un montón de provisiones esperando a ser encontradas y
saqueadas. Yo ya no necesitaba comida ni agua ni nada de eso. Lo único
que me hacía falta era precisamente lo que no encontraba.
Suspiré, solo por el mero hecho de hacerlo, y seguí avanzando a través del
pueblo.
Cuando pasé junto a un árbol que crecía a través del capó de un coche, oí
el leve crujir del césped y un gemido. No era un sonido animal. Parecía
humano.
Me detuve. Habían pasado cuatro días desde el… incidente… con los
hombres en la carretera. ¿Seguiría siendo un peligro para los humanos?
¿Podría controlarme en presencia de mi presa? La sed parecía saciada por
ahora, refrenada, pero debía seguir teniendo mucho cuidado.
Volví a oír el sonido. Preparada por si aparecían rábidos, desenvainé la
espada y rodeé el coche, lista para atacar a lo que sea que saliera volando de
la hierba. No obstante, cuando vi lo que se ocultaba detrás del árbol, me
relajé.
Una carita asustada ahogó un grito y retrocedió, con los ojos muy abiertos
y las lágrimas resbalándole por las mejillas. Tenía el pelo oscuro, la piel
sucia y manchada, y probablemente no tuviese más de seis años.
«¿Un niño? ¿Qué hace un niño solo aquí?».
Aún recelosa, bajé la espada. El niño gimoteó y me miró con los ojos
llorosos, pero se mantuvo en silencio. Busqué heridas en su pequeño cuerpo
y también mordeduras o arañazos, pero no tenía nada. No había sangre,
aunque sí que estaba extremadamente delgado, un rasgo demasiado común
de donde yo venía.
—¿Qui-quién eres? —preguntó, pegándose al tronco y sorbiéndose la
nariz—. No te conozco. Eres una extraña.
—No pasa nada. No voy a hacerte daño. —Envainé la espada, me
arrodillé junto al niño y le tendí una mano—. ¿Dónde vives? —pregunté
con voz suave, atónita porque alguien permitiese que un niño vagara solo
por estas calles de noche. ¿Querían que se lo comieran los rábidos o qué?
—. ¿Dónde están tu mamá y tu papá?
—Yo n-no vivo aquí —susurró, con un ataque de hipo por el esfuerzo de
no echarse a llorar—. No te-tengo mamá o papá. Vivo con to-todos, pero
ahora n-no sé dónde están.
Lo que decía no tenía mucho sentido, y la última frase había acabado con
un quejido asustado y lastimero que me estaba poniendo de los nervios. Así
no llegaríamos a ninguna parte, y esos ruiditos bien podrían atraer a
animales rábidos como mínimo. Puede que a mí me ignoraran, pero como
percibieran la presencia del niño íbamos a tener un problema.
—No te preocupes —me apresuré a decir mientras el niño se llevaba el
puñito a la boca—. No pasa nada, los encontraremos. Hay más gente aquí,
¿verdad? ¿En el pueblo?
Asintió.
—Estaban buscando comida y otras cosas —dijo, señalando con un dedito
mugriento en una dirección aleatoria—. Por allí, creo. Yo tenía que hacer
popó, pero cuando volví, ya no estaban.
Así que, con suerte, seguirían cerca. Quienesquiera que fueran.
Probablemente una tía o un familiar o algo, ya que había dicho que no tenía
padres. Le tembló el labio inferior y yo me froté los ojos.
—Vamos a buscarlos —sugerí, poniéndome de pie—. Venga. Seguro que
ellos también te estarán buscando a ti.
«¿Qué?», la rata callejera aledeña que habitaba en mí reculó, espantada.
«¿Qué estás haciendo, Allison? No conoces a este crío. ¿Por qué te metes
donde no te llaman?».
Ignoré la voz. ¿Qué se suponía que debía hacer? No podía dejar a este
niño aquí solo. Ni siquiera yo era así de desalmada. Lo dejaría con sus
padres o tutores o quien fuera, y luego…
Reprimí un escalofrío. ¿Cuándo sería la próxima vez que me encontraría
con humanos? Si ayudaba al niño a volver con sus tutores, ellos
probablemente se sentirían agradecidos. Podrían pedirme que entrase a su
casa, hasta ofrecerme a pasar la noche allí. Sería muy fácil escabullirme
hasta su lado mientras dormían y…
Horrorizada, aparté esos pensamientos de golpe. Pero ¿qué podía hacer?
Era un vampiro, y como no mantuviera la sed a raya, me convertiría en esa
criatura hambrienta y descerebrada de la carretera. Si tenía que
alimentarme, al menos sería bajo mis condiciones.
—Bueno —le dije al niño, tendiéndole la mano—. ¿Vienes o no?
La cara del chico se iluminó. Se puso de pie y me estrechó la mano con
fuerza mientras lo alejaba de allí. No lloró ni gimoteó mientras recorríamos
los oscuros callejones entre edificios derruidos o rodeábamos coches
oxidados y aplastados. O bien tenía demasiado miedo como para decir nada
o estaba acostumbrado a caminar por lugares terroríficos y poco familiares
en mitad de la noche.
—¿Cómo te llamas? —preguntó cuando enfilamos otra acera y pisamos
cristales y farolas derribadas. Ahora parecía calmado, tranquilo al
encontrarse en presencia de una adulta, aunque fuese una desconocida.
—Allison —respondí, escudriñando la oscuridad y las sombras en busca
de algún indicio de movimiento, humano o de cualquier otra cosa. Un zorro
gris nos miró desde donde se encontraba escarbando junto a una pared y se
escabulló entre los hierbajos, pero aparte de eso, la noche estaba tranquila.
—Yo, Caleb.
Asentí y doblé otra calle hasta llegar al límite de lo que antes fue una
plaza. El musgo cubría los restos de los bancos en las aceras resquebrajadas
y la fuente de piedra en el centro estaba seca y medio reducida a gravilla.
Las hojas de los árboles crujían bajo nuestros pies mientras seguíamos uno
de los caminitos junto a un cenador con el tejado caído, hacia el otro
extremo de la plaza.
De pronto, me detuve y obligué a Caleb a hacer lo mismo. A nuestra
espalda, entre los restos destrozados del cenador, oí el suave latir de un
corazón.
—¿Por qué paramos? —susurró Caleb.
—Date la vuelta —ordenó una voz, no sabía cómo, a mi espalda—.
Despacio.
Aún aferrando la manita de Caleb, me giré.
Un humano se encontraba detrás de nosotros, a unos cuantos metros del
cenador. Era esbelto, unos cuantos centímetros más alto que yo y rubio. Sus
ojos —de un color azul penetrante y brillante— no se apartaron de mi cara.
Ni tampoco el cañón de la pistola que sostenía.
—¡Zeke! —gritó Caleb abalanzándose hacia él. Yo lo solté y él se arrojó a
los brazos del extraño, que se agachó y abrazó al niño contra su cuello antes
de ponerse de pie. Todo eso sin apartar los ojos, o la pistola, de mí.
—Hola, renacuajo —murmuró, hablándole a Caleb pero sin dejar de
observarme atentamente—. Te has metido en un buen lío, hombrecito. Tu
hermana y yo hemos estado buscándote por todas partes. —Entrecerró los
ojos—. ¿Quién es tu amiga?
—¡Caleb!
Un grito lo interrumpió, y una chica morena y delgada de unos dieciséis
años se precipitó hacia nosotros con los brazos extendidos.
—¡Caleb! Ay, gracias a Dios. ¡Lo has encontrado! —Cogió al niño de los
brazos de «Zeke», lo abrazó con fuerza y lo dejó en el suelo para mirarlo
con el ceño fruncido—. ¿Adónde habías ido? ¡Nos has dado un susto de
muerte yéndote así! Ni se te ocurra volverlo a hacer nunca más, ¿me
escuchas?
—Ruth —pronunció el muchacho rubio con voz tranquila, aún sin
quitarme el ojo de encima—. Tenemos compañía.
La chica levantó la cabeza de golpe y abrió mucho los ojos cuando me
vio.
—¿Quién…?
—Es Allison —repuso Caleb, girándose para sonreírme. Yo le devolví la
sonrisa, pero no aparté la mirada del chico con la pistola—. Me ayudó a
encontraros cuando me había perdido.
—Ah, ¿sí? —El chico frunció el ceño y se adelantó hasta colocarse entre
los otros y yo—. ¿Y qué hace deambulando sola por el pueblo en mitad de
la noche?
—Eso me gustaría saber a mí —añadió la chica, Ruth, fulminándome con
la mirada por encima del hombro del muchacho—. ¿Y qué pensabas hacer
con mi hermano? —exigió saber; muy valiente, pensé, para alguien
escondiéndose detrás de una pistola—. ¿Quién eres, a todo esto?
Hice caso omiso de ella porque sabía que al único que tenía que
convencer era al chico. Me contempló con total calma; sus ojos azules no
perdían detalle de todos mis movimientos. Ahora que lo observaba con más
detenimiento, me di cuenta de que probablemente tuviera más o menos la
misma edad que yo. Vestía unos vaqueros polvorientos y una chaqueta
harapienta, y el pelo rubio le caía de forma desigual sobre los ojos. Me
devolvió la sonrisa con ese aire inconfundible de alguien que sabía valerse
por sí mismo, pero tal vez se debiera a las armas que portaba. Además de la
pistola, con la que aún me apuntaba, llevaba un hacha en una cadera, una
daga en la otra, y una cinta le cruzaba el pecho donde la empuñadura de un
machete asomaba por detrás de su hombro. No cabía duda de que tendría
otro par de armas más ocultas en algún lado; una navaja en la bota o en la
manga. Sospechaba que sabía manejar todas y cada una de ellas. Una
pequeña cruz de plata colgaba de una cadenita alrededor de su cuello y
brillaba contra su camisa andrajosa.
Desvió la mirada hasta la empuñadura sobre mi hombro y luego a mi
cintura, en busca de armas. Yo me mantuve muy quieta, preguntándome si
podría llegar hasta él y quitarle la pistola sin que me disparara en la cara. Si
es que me veía en la obligación de hacerlo, claro. El muchacho parecía
cauto, pero no abiertamente hostil. Sospechaba que no quería enzarzarse en
una pelea, y yo tampoco. No después de…
Aparté el recuerdo y me centré en los humanos, que seguían vigilándome
con cautela.
—¿Piensas dispararme? —pregunté después de habernos evaluado el uno
al otro—. ¿O vamos a quedarnos aquí plantados toda la noche?
—Eso depende —contestó el chico una sonrisa, aunque sin bajar el arma
—. ¿Quién eres? No hay mucha gente que deambule por la noche con los
rábidos. Y no eres de por aquí, eso lo sé. ¿De dónde vienes?
—De Nueva Covington.
Él frunció el ceño al no reconocer el nombre.
—Una de las ciudades vampíricas —expliqué sin pensar.
Ruth ahogó un grito.
—¡Una ciudad vampírica! ¡Zeke, vámonos! —Le tiró de la manga—.
Deberíamos regresar con los demás, ¡advertirlos! —Su oscura mirada me
fulminó desde detrás del brazo del chico—. ¡Podría ser una de esas
mascotas de las que nos habló Jeb! Podría estar buscando nuevos esclavos
de sangre para sus amos.
—No soy ninguna mascota —espeté—. Las mascotas no se molestan en
salir a buscar esclavos de sangre; para eso ya tienen las redadas. ¿Ves a
alguien más por aquí?
El chico, Zeke, vaciló y se deshizo del agarre de Ruth.
—Si eres de una ciudad vampírica, ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó
con una voz de lo más sensata.
—Me marché. —Levanté la barbilla y me lo quedé mirando, desafiante—.
Me cansé de que me cazaran, de ver cómo los vampiros hacen con nosotros
lo que quieren porque solo somos animales para ellos. Prefiero arriesgarme
y ser libre fuera de la Muralla que quedarme en la ciudad como esclava de
algún chupasangre, así que me fui. Y no pienso volver. Si quieres
dispararme, adelante. Es mejor eso que lo que he dejado atrás.
El chico parpadeó y parecía estar a punto de decir algo cuando Caleb soltó
un gritito, se lanzó hacia adelante y lo golpeó en la pierna.
—¡No dispares, Zeke! —exclamó Caleb mientras el muchacho se
encogía, más por la sorpresa que de dolor—. ¡Es buena! Me ayudó a
encontraros. —Volvió a atizarle en la pierna con sus puñitos—. Si le
disparas, me enfadaré contigo para siempre. ¡Déjala en paz!
—Au. Vale, vale. No le dispararé. —Zeke puso una mueca de dolor y bajó
la pistola mientras Ruth agarraba a Caleb del brazo y lo apartaba a rastras
—. De todas formas, no iba a hacerlo. —Suspiró y enfundó el arma en una
cartuchera que llevaba colgada a la espalda antes de girarse hacia mí y
encogerse de hombros con resignación—. Lo siento. Nos entró el pánico
cuando no encontrábamos al renacuajo y no nos topamos con mucha gente
por aquí. No pretendía asustarte.
—No pasa nada —dije, y la tensión se desvaneció.
Ruth seguía fulminándome con la mirada. Tenía a Caleb en brazos, y este
se estaba revolviendo para que lo dejara en el suelo. Ella se me antojaba
nimia e insignificante en comparación con el chico frente a mí.
Él sonrió y de pronto pareció mucho más joven y mucho menos
amenazador.
—Empecemos de nuevo —dijo, ofreciéndome una mirada arrepentida—.
Gracias por devolvernos a Caleb. Soy Zeke Crosse. Ella es Ruth —asintió
en dirección a la chica, que entrecerró los ojos todavía más— y ya conoces
a Caleb.
—Allison. O Allie. —Asentí y busqué a otros humanos aparte de ellos
tres, pero no vi a nadie—. ¿Qué hacéis aquí? ¿Solo sois vosotros tres?
Zeke negó con la cabeza y el flequillo se le apartó de los ojos con el
movimiento.
—Solo estamos de paso, como tú. Nos hemos detenido aquí a buscar
provisiones antes de seguir.
—¿Cuántos sois?
—No llegamos a doce. —Parpadeó y me escudriñó. Yo enarqué una ceja y
le devolví la mirada—. ¿De verdad vienes de una ciudad vampírica? —
preguntó asombrado—. ¿Y llevas viajando sola desde entonces? ¿Sabes lo
peligroso que es estar aquí?
—Sí. —Moví el brazo hacia atrás y toqué la empuñadura de mi katana—.
No te preocupes. Sé cuidar de mí misma.
Zeke silbó con suavidad.
—No lo dudo —musitó, y creí percibir un atisbo de respeto bajo toda esa
fachada de calma. Exhaló y me sonrió—. Oye, tengo que llevar a estos dos
—señaló a Caleb y a Ruth con la cabeza— de vuelta con los demás antes de
que Jeb se suba por las paredes. ¿Necesitas algo? No tenemos gran cosa,
pero seguro que podemos darte una bolsa de patatas o una lata de alubias o
algo. No tienes pinta de haber comido mucho últimamente.
Parpadeé, atónita. Su oferta parecía genuina, lo cual me pilló
desprevenida, y eso hizo que volviera a sospechar. Los humanos nunca
regalaban comida a desconocidos. Sin embargo, antes de poder responder,
Ruth dejó a Caleb en el suelo y se adelantó echando chispas por los ojos.
—¡Zeke! —gruñó, tirándole de la manga otra vez. Él suspiró y se inclinó
hacia la chica—. No sabemos nada de ella —dijo en un susurro, aunque yo
lo oí todo—. Podría ser una ladrona o una mascota, o incluso una
secuestradora. ¿Qué dirá Jeb si volvemos con una completa extraña? ¿Sobre
todo una que vivía con vampiros?
—Nos ha ayudado a encontrar a Caleb —contestó Zeke, frunciendo el
ceño—. No creo que fuera a llevárselo a Nueva Covington o de donde sea
que venga. Además, cuando dejamos que Darren se uniera al grupo, no
estabas tan preocupada, y él era un bandido. ¿De qué tienes miedo?
—Yo quiero que venga —dijo Caleb, adhiriéndose a la pierna de Zeke—.
No hagas que se vaya. Debería venirse con nosotros.
Bueno, me lo estaba pasando bien, pero ya era hora de marcharme. Era
imposible que viajase con un grupo de personas durante las horas de luz.
Aunque si me rezagaba y esperaba a que se fueran a dormir…
—No necesito nada, de verdad —dije con voz monótona—. De todas
formas, os lo agradezco. Yo ya me iba.
Caleb hizo un puchero. Zeke atravesó a Ruth con la mirada y ella se
ruborizó y retrocedió.
—Es decisión tuya, Allison —repuso Zeke, mirándome otra vez—. Pero
no es ninguna molestia, de verdad. Estamos acostumbrados a ir recogiendo
a extraviados, ¿no es verdad, renacuajo? —Le revolvió el pelo al niño, lo
cual consiguió que Caleb soltara una risita, antes de volver a mirarme con
seriedad—. Eres bienvenida a unirte a nosotros, al menos por esta noche.
Jeb nunca rechaza a nadie necesitado. De hecho, si quieres —prosiguió,
ladeando la cabeza de forma pensativa—, puedes viajar con nosotros
durante un tiempo. Parecemos ir en la misma dirección. Tendrás que
acostumbrarte a nuestro horario, eso sí. Nosotros dormimos durante el día y
viajamos de noche.
Parpadeé. No me creía lo que acababa de oír.
—¿Que viajáis por la noche? —pregunté, solo para confirmarlo, y él
asintió—. ¿Por qué?
Una sombra cruzó el rostro de Zeke y Ruth palideció a la vez que miraba
a Caleb. Ambos se quedaron callados por un momento.
—Es… una larga historia —murmuró Zeke, sonando incómodo o triste—.
Pregúntame más tarde. —Señaló al niño aferrado a su pierna con la cabeza
como diciendo: «Pregúntame cuando Caleb no esté delante».
«Pues sí que hay una historia detrás». La expresión sombría de su cara
hablaba por sí sola y me picó la curiosidad. «Me pregunto qué les pasaría.
¿Qué pudo haber sido tan terrible para que no quiera que lo oiga Caleb?».
—Bueno —prosiguió Zeke mientras Ruth fruncía el ceño—, la oferta
sigue en pie, Allison. ¿Vienes o no?
No debería. Tendría que dar media vuelta y alejarme sin mirar atrás.
Según Zeke, había casi una docena de humanos vagando por aquí, oliendo a
presas y a sangre, ajenos al vampiro que acechaba tan cerca de su pequeña
comunidad. Si aceptaba su oferta, ¿cuánto tiempo pasaría antes de que se
diesen cuenta de que no era humana? Y más con Ruth pendiente como un
buitre suspicaz, esperando a exponerme a los demás. ¿Cuánto tiempo podría
pasar sin querer dejarlos secos?
Pero, bueno, si permanecía alejada de los humanos, aislada y sedienta, al
final terminaría perdiendo el control otra vez. Y entonces sí que mataría a
alguien. Tal vez a un niño, como el que se aferraba a la pierna de Zeke. ¿Y
si lo hubiera encontrado a él primero en vez de a esos dos hombres? La idea
me puso enferma. No podía volver a hacer eso. Me negaba.
A lo mejor… a lo mejor si tomaba un poco de sangre cada vez podría
mantener al demonio a raya. Tenía que haber una manera. Nadie podía
enterarse, por supuesto, y procuraría hacerlo con muchísimo cuidado, pero
parecía mejor plan que perseguirlos en la oscuridad y esperar a que el
hambre me volviera a invadir.
—Porfa, Allie. —Caleb me miró con sus ojos grandes y suplicantes
mientras yo seguía dudando—. Porfa, ven con nosotros. Anda, porfaaa.
—Ya lo has oído. —Zeke sonrió, guapísimo y encantador bajo la luz de la
luna—. Tienes que venir; si no, lo harás llorar.
Ruth apretó los labios y me miró con un odio profundo, pero ella ya no
me parecía relevante. Suspiré, tanto porque sentía que debía hacerlo como
para dar la impresión de que seguía respirando.
—Vale —dije, encogiéndome de hombros—. Tú ganas. ¿Por dónde es?
Caleb sonrió, vino dando saltitos hacia mí y me agarró la mano. Ruth
soltó un ruidito de indignación y salió pitando hacia las sombras,
murmurando para sí. Sacudiendo la cabeza, Zeke me dedicó una mirada de
disculpa y nos indicó que avanzáramos.
Mientras los seguía con los deditos del niño firmemente agarrados, no
pude evitar sentirme inquieta. Seguro que esto era muy mala idea, una
locura, pero ya no podía retractarme. La suerte estaba echada e iba a tener
que arreglármelas como pudiera.
Además, no quería admitirlo, pero echaba de menos hablar con alguien.
Esas noches largas y en silencio me habían hecho darme cuenta de lo social
que era realmente. Hablar con Zeke era sencillo y no me sentía preparada
para quedarme sola otra vez.
Aunque, tan solo unos minutos después, durante la caminata, empezó a
hacerme preguntas difíciles.
—Bueno, Allison —dijo Zeke en voz baja mientras atravesábamos un
trecho lleno de clavos, tablones y trozos de cristal que destellaban bajo la
luz de la luna. Llevaba a Caleb en brazos, aferrado al cuello, mientras
maniobraba a través de los escombros, y Ruth se hallaba unos cuantos pasos
por detrás, lanzándome miradas asesinas a la espalda—. ¿Cuánto tiempo
estuviste viviendo en esa ciudad vampírica?
—Toda mi vida —musité—. Nací allí.
—¿Cómo era?
—¿A qué te refieres?
—A ver, yo nunca he estado en ninguna —respondió Zeke, pasándose a
Caleb al otro lado y sacudiendo el brazo—. Nunca he visto el interior de
una ciudad vampírica; solo he oído historias y rumores. Y, por supuesto, no
hay dos iguales, ya sabes.
—No, realmente no lo sé. —Aparté la mirada y me pregunté cómo podría
conseguir que cambiara de tema—. ¿Qué has oído? ¿Y qué clase de
historias?
Me lanzó una sonrisita torcida.
—Podría contártelas, pero creo que serían demasiado espeluznantes para
ciertos oídos. —Usó la mano libre para señalar a Caleb, que parecía feliz,
ajeno a todo—. Digamos que algunas de ellas incluyen congeladores
enormes y ganchos colgando del techo.
Arrugué la nariz.
—No es así —dije, cediendo—. Básicamente es una ciudad grande con un
montón de edificios antiguos, vampiros y gente pobre. Hay una muralla
gigantesca que nos protege de los rábidos y otra que rodea la Ciudad
Central, donde viven los vampiros, y los humanos están entre las dos. Al
menos los que no se han llevado a la Ciudad Central para trabajar para los
vampiros. —Hice una pausa para darle una patada a una botella rota, que
tintineó sobre el pavimento y se perdió entre la hierba—. No tiene nada de
especial.
—¿Has visto a un vampiro alguna vez?
Me encogí en el sitio. Esa era otra pregunta que no quería responder.
—La verdad es que apenas salían de la Ciudad Central —respondí de
forma evasiva—. ¿Por qué? ¿Tú sí?
—Yo nunca he visto a ninguno —admitió Zeke—. Rábidos, todos los que
quieras, pero nunca a un vampiro de verdad. Jeb, sí. Dice que son demonios
despiadados y sin alma que pueden partir a un hombre en dos y atravesar
paredes de acero con el puño. Si alguna vez ves a un vampiro de verdad, lo
único que puedes hacer es rezar y esperar que él no te vea a ti.
Mi aprensión creció.
—Ya has mencionado a ese tal Jeb varias veces —señalé; lo que había
oído de él hasta el momento no me gustaba ni un pelo—. ¿Es vuestro líder o
algo así?
—Mi padre —replicó Zeke.
—Ah. Lo siento.
—No el de verdad. —Zeke sonrió y me hizo sentir un poco mejor—.
Murió cuando yo tenía tres años. Mi madre también. Fue por culpa de los
rábidos. —Se encogió de hombros, como diciéndome que ocurrió hacía
muchísimo tiempo y que no tenía por qué mostrarme compungida—. Jeb
me adoptó. Pero sí, supongo que es nuestro líder. Era el pastor de nuestra
iglesia antes de que todos decidiéramos marcharnos y buscar el Edén.
—Espera, ¿qué?
Casi me tropecé con una caja rota. Por un segundo, no creí haberlo oído
bien. ¿Acababa de decir que estaban buscando el Edén? No era nada
religiosa, pero hasta yo sabía lo que era o lo que se suponía que era.
Me quedé mirando al chico que caminaba tan casualmente a mi lado y me
pregunté si los delirios podrían afectar a alguien tan joven y guapo. Zeke
puso los ojos en blanco.
—Sí, lo sé. —Me dedicó una mirada de soslayo y enarcó una ceja—.
Suena a locura. Parecemos unos fanáticos locos que andan buscando la
Tierra Prometida. Ya me lo han dicho en otras ocasiones. No hace falta que
me lo recuerdes.
—Y tampoco es asunto tuyo —añadió Ruth con brusquedad—. No hace
falta que nos digas lo estúpido que suena.
—No iba a decir nada —rebatí, aunque eso era justo lo que estaba
pensando.
—Pero nosotros no buscamos el lugar de la Biblia —continuó Zeke, como
si yo no hubiese dicho nada—. El Edén es una ciudad. Una ciudad inmensa.
Con la tecnología de antaño, de antes de la plaga. Y está gobernada
únicamente por humanos. Allí no hay vampiros.
Me detuve para mirarlo.
—Estás de coña.
Negó con la cabeza.
—No. Según los rumores, el Edén se encuentra en una isla gigantesca
rodeada por un lago enorme. El lago es tan grande y vasto que ningún
rábido se atrevería a cruzarlo, y los vampiros no saben que existe.
—Una isla mágica sin rábidos ni vampiros. —Torcí el gesto con desdén
—. A mí me suena a cuento de hadas.
Oí la amargura en mi voz, aunque no estaba segura de dónde procedía. Tal
vez se debiera a que la noticia de una ciudad habitada completamente por
humanos, sin la influencia de los vampiros ni la amenaza de los rábidos, me
había llegado demasiado tarde. Si hubiera oído ese rumor antes, cuando aún
estaba viva, puede que yo también hubiera decidido buscarla. O… tal vez
no. Tal vez me habría reído atribuyéndola a una loca fantasía y habría
continuado viviendo como siempre. Pero al menos habría oído hablar de
ella. Me habría gustado tener la oportunidad de saberlo, de decidir por mí
misma. El Edén no me servía de nada ahora.
A nuestra espalda, Ruth soltó un resoplido indignado.
—Si no lo crees, vete —me retó, colocándose junto a Zeke para
fulminarme con la mirada—. Nadie te detendrá.
Contuve las ganas de responderle una bordería y, en cambio, me centré en
Zeke.
—¿De verdad existe? —pregunté, en un intento por darle el beneficio de
la duda a esa idea utópica donde no había vampiros—. ¿De verdad creéis
que la encontraréis?
Zeke se encogió de hombros, despreocupado, como si ya lo hubiera oído
antes.
—¿Quién sabe? —dijo—. Tal vez no exista. O tal vez esté ahí, en alguna
parte, y jamás la encontremos. Pero eso es lo que andamos buscando.
—La encontraremos —intervino Caleb, asintiendo muy serio—. La
encontraremos pronto. Eso es lo que dice Jeb.
No quería destrozar sus ilusiones, así que no respondí. Pocos minutos
después, pasamos un portón de hierro oxidado que daba al jardín de un
pequeño bloque de apartamentos. Otro humano, unos cuantos años mayor
que yo, moreno y esbelto como un lobo, hacía guardia junto a la entrada.
Asintió y sonrió a Zeke, pero abrió mucho los ojos cuando me vio.
—¡Zeke! ¡Lo has encontrado! Pero… ¿ella quién es?
—Otra extraviada con la que hemos topado en la naturaleza —respondió
Zeke, lanzándome una sonrisa irónica—. Allison, él es Darren, nuestro otro
extraviado. Los dos tendréis mucho de qué hablar.
—¡Ezequiel!
Todos se enderezaron de golpe. Nos giramos al tiempo que un humano
vestido de negro se acercaba a nosotros con paso largo y de forma decidida.
Todo en él era afilado y anguloso, desde su rostro enjuto y sus hombros
esqueléticos hasta la cicatriz que le llegaba desde la sien hasta la barbilla.
Su cabello largo bien podría haber sido negro azabache una vez, pero ahora
era del color del acero y lo llevaba atado en una coleta. Sus ojos, del mismo
color que el pelo, nos barrieron a todos con la mirada antes de girarse hacia
Zeke.
—Lo has encontrado al final. —Esa voz brusca le pegaba. No era una
pregunta.
—Sí, señor. En realidad… —Zeke me señaló con la cabeza— fue ella
quien lo encontró. Esperaba que pudiéramos… dejarla quedarse un tiempo
con nosotros.
Aquellos avispados ojos grises me estudiaron de arriba abajo.
—¿Otra extraviada? —inquirió—. ¿Has hablado con ella, Ezequiel?
—Sí, señor.
—¿Y conoce nuestra situación? ¿Lo que estamos buscando?
—Se lo he dicho, sí.
Esperaba que Ruth participara en la conversación y compartiera sus
sospechas con quien evidentemente era el líder del grupo, pero permaneció
callada e inmóvil junto a Darren, mirando al suelo. Caleb también se aferró
a su mano y se quedó en silencio. Solo Zeke parecía sentirse cómodo,
aunque estaba tieso y las manos agarradas detrás la espalda, como un
soldado aguardando órdenes.
«¿En dónde te has metido, Allison?».
El humano continuó observándome con el rostro impasible.
—¿Tu nombre? —me preguntó, como una mascota ladrando órdenes a sus
subordinados.
Reprimí un gruñido y le devolví la mirada sin pestañear.
—Allison —respondí, sonriendo con suficiencia—. Y tú debes de ser Jeb.
—Me llamo Jebbadiah Crosse —prosiguió el hombre con aire ofendido
—. Y Ezequiel sabe que no rechazo a nadie que lo necesite, así que eres
bienvenida. No obstante, si decides quedarte, hay reglas que todos deben
obedecer. Viajamos de noche y nos movemos rápido. Si te quedas rezagada,
te dejamos atrás. Todos contribuimos; nada de comidas gratis, así que
tendrás que trabajar: cazando, recolectando o cocinando si es preciso. Robar
está terminantemente prohibido. Si crees ser capaz de obedecer esas
normas, puedes quedarte con nosotros.
—¿No me digas? —dije con tanto sarcasmo como pude—. Vaya, muchas
gracias. —No pude evitarlo. Que me soltaran normas a la cara y esperaran
que las obedeciera solo porque alguien lo decía nunca me había sentado
muy bien.
Ruth y Darren me miraron atónitos, pero Jebbadiah ni siquiera se inmutó.
—Ezequiel es mi segundo. Cualquier problema que tengas, háblalo con él
—siguió, y se giró hacia Zeke antes de asentir bruscamente—. Buen trabajo
encontrando al niño, hijo.
—Gracias, señor.
Una ligerísima sonrisa orgullosa cruzó los labios de Jebbadiah antes de
volverse de golpe hacia Ruth, que se encogió bajo su dura mirada.
—Espero que vigiles mejor al joven Caleb en el futuro —dijo—. Ese
descuido es imperdonable. Si Ezequiel no lo hubiese encontrado esta noche,
lo habríamos abandonado. ¿Lo entiendes?
A Ruth le tembló el labio inferior y asintió.
—Bien. —Jeb retrocedió y asintió en mi dirección con una mirada
totalmente indescifrable—. Bienvenida a la familia, Allison —anunció, y se
alejó caminando con las manos agarradas a la espalda.
Me sentí muy tentada de dedicar una mueca a su nuca, pero Zeke me
estaba mirando, así que me resistí.
Darren le dio una palmada a Zeke en el hombro y regresó a su puesto.
Caleb nos sonrió de oreja a oreja, pero Ruth enseguida lo cogió de la manita
y se lo llevó a rastras.
Enarcando una ceja, miré a Zeke de soslayo.
—¿Ezequiel?
Él se encogió.
—Sí. Es el nombre de un arcángel, pero el único que me llama así es Jeb.
—Se pasó una mano por el pelo y se dio la vuelta—. Vamos, te presentaré a
los demás.
Poco después, había conocido a casi todos los integrantes de aquella
pequeña congregación, aunque me olvidé de sus nombres casi a la vez que
me los decían. De las doce o así personas escuálidas y medio famélicas, la
mitad eran adultos; el resto eran chicos de mi edad o incluso más jóvenes.
Sospechaba, a juzgar por la cantidad de niños que correteaban por allí sin
sus padres, que el grupo antes era más grande. A saber cuánto tiempo
llevarían vagando, siguiendo a un viejo fanático en busca de una ciudad
mítica que probablemente ni existiera. Y a saber cuántos no habían llegado
hasta aquí.
Al principio, los adultos se mostraron fríos conmigo; era una desconocida,
nueva e inexperta, y también otra boca más que alimentar. En el Aledaño
pasaba igual. Pero después de que Zeke contase mi historia, con incluso
más odio y rabia hacia los vampiros de los que yo había imbuido a mis
palabras en su momento, me empezaron a mirar con más empatía, asombro
y respeto. Era un alivio; de una sentada, me había ganado a este grupo de
extraños sin tener que decir o demostrar nada en absoluto. Bueno, en
realidad había sido Zeke, pero no pensaba quejarme. Quedarme con esta
gente ya iba a ser bastante difícil de por sí como para añadir también la
desconfianza y el recelo por su parte.
—Muy bien, ¡escuchad todos! —exclamó Zeke después de hacer las
debidas presentaciones—. Quedan dos horas para el amanecer y ya es
demasiado tarde como para continuar esta noche, así que acamparemos
aquí. Ahora, escuchad, necesito que la primera y segunda guardia sean
dobles hasta la salida del sol. Darren y yo no hemos visto rábidos por la
zona, pero por si acaso. Allison… —Se giró en mi dirección, lo cual me
sorprendió—. ¿Has visto tú a algún rábido cuando venías hacia aquí?
—No —contesté, encantada con lo que estaba haciendo. Me estaba
incluyendo en el grupo—. El camino estaba despejado.
—Bien. —Zeke volvió a mirar a los otros—. La gran mayoría de
apartamentos están en buen estado y tienen el suelo de cemento, así que
estaremos a salvo allí. Descansad mientras podáis. Jeb quiere salir temprano
mañana por la noche.
El grupo se disolvió en un caos organizado, desplazándose despacio hacia
el interior del bloque de apartamentos. Yo me quedé junto a Zeke,
observándolos, y capté varias miradas curiosas, sobre todo procedentes de
los niños y los más jóvenes. Ruth me atravesó con la mirada mientras se
llevaba a Caleb a las ruinas y yo le dediqué una sonrisita desagradable.
—Ezequiel. —Jeb reapareció de la nada y se detuvo frente a nosotros.
—Señor.
Jeb colocó una mano en su hombro.
—Quiero que esta noche hagas la primera guardia con los demás. Al
menos hasta el amanecer. No es que no confíe en Jake y Darren, pero quiero
que haya alguien con más experiencia en un pueblo como este. Asegúrate
de que los demonios no se ciernan sobre nosotros mientras dormimos.
—Sí, señor.
Jeb volvió a mirarme un momento y luego se centró en Zeke otra vez.
—Y llévate a Allison. Cuéntale cómo hacemos las cosas aquí. Puede
empezar a contribuir al grupo hoy mismo.
«Ah, genial. Espero que no me obliguen a hacer guardia durante el día.
¿Cómo voy a salir de esta?».
De pronto, Jeb me miró fijamente, y algo en aquellos ojos severos me
hizo querer retroceder y gruñirle.
—No te importa, ¿verdad, chica?
—Para nada —respondí, devolviéndole la mirada—, si me lo pides con
educación.
A Jeb se le crispó una ceja.
—Ezequiel, ¿te importa dejarnos solos un momento? —preguntó con
aquella voz que era más afirmativa que interrogante.
Zeke me dedicó una mirada impotente, pero asintió y se marchó de nuevo
hacia el portón.
Levanté la barbilla y encaré a Jebbadiah Crosse con una sonrisita
desafiante en los labios. Si este viejo loco quería darme un sermón, se iba a
llevar una buena sorpresa. No le tenía miedo. Yo no formaba parte de su
rebaño, así que estaba más que preparada para decirle dónde podía meterse
su sermón de las narices.
Jeb se me quedó mirando, impasible.
—¿Crees en Dios, Allison?
—No —respondí de inmediato—. ¿Ahora es cuando me dices que voy a ir
al infierno?
—Ya estamos en el infierno —repuso Jebbadiah, señalando a nuestro
alrededor—. Este es nuestro castigo, nuestra Gran Tribulación. Dios ha
abandonado este mundo. Los fieles ya han obtenido su recompensa y nos ha
dejado a los demás aquí, a merced de los demonios. Los pecados de los
padres se han transmitido a los hijos, y a los hijos de sus hijos, y eso
continuará sucediendo hasta que el mundo esté completamente destruido,
así que no importa si crees en Dios o no, porque Él ya no está aquí.
Parpadeé, atónita.
—Eso no es…
—¿Lo que esperabas? —Jeb sonrió con amargura—. Es inútil ofrecer
palabras de esperanza cuando ni uno mismo la tiene. Y he visto cosas en
este mundo que me aseguran que Dios ya no está con nosotros. Mi labor no
es predicar su mensaje o convertir al mundo entero; ya es demasiado tarde
para eso.
»No obstante —prosiguió, mirándome con dureza—, estas personas
esperan que las guíe hacia nuestro destino. Supongo que Ezequiel ya te
habrá hablado del Edén. Ten esto muy presente: no pienso permitir que
nada, nada, nos desvíe de nuestro objetivo. Haré lo que sea necesario para
alcanzarlo, aunque eso signifique dejar a unos cuantos por el camino.
Aquellos que no contribuyan o que causen problemas serán expulsados. Te
lo advierto desde ya. Así que haz lo que creas conveniente.
—¿Sigues esperando llegar a la Tierra Prometida aunque no crees en ella?
—El Edén es real —replicó Jeb con total confianza—. Es una ciudad,
nada más. No me hago ilusiones con una Tierra Prometida o el Paraíso.
Pero sí que existe una ciudad humana, una donde no hay vampiros, y eso es
suficiente para que sigamos buscándola.
»No puedo ofrecerles a Dios —continuó Jebbadiah, desviando la atención
hacia los apartamentos—. Ojalá pudiera, pero Él ya no está al alcance de
nadie. Lo que sí puedo darles es la esperanza de algo mejor que esto. —Su
expresión se endureció—. Y, tal vez, cuando lleguemos al Edén, pueda
ofrecerles algo más. —Volvió a desviar la mirada, aguda y fría, hacia mí—.
El mundo está lleno de maldad —dijo, escudriñándome como si quisiera
ver dentro de mi cabeza—. Dios lo ha abandonado, pero eso no significa
que debamos sucumbir a los demonios que lo gobiernan ahora. No sé qué
nos aguardará más allá de este infierno. Tal vez solo se trate de una prueba.
Tal vez algún día podamos expulsar a los demonios para siempre. Aunque
primero tenemos que llegar al Edén. Eso es lo único que importa.
Puede que no fuera un fanático religioso al uso, pero seguía dando miedo
con ese brillo de determinación y obsesión en los ojos.
—Bueno, pues estate tranquilo —respondí—. Si quieres buscar el Edén,
adelante. Por mí que no quede. No os detendré.
—No, no lo harás. —Jebbadiah retrocedió como si aquello fuera el punto
final en nuestra conversación—. Ve con Ezequiel —me ordenó,
despachándome con una mano—. Dile que te dé una tienda de campaña y
una mochila; nos sobran algunas de los que han fallecido. Y estate
preparada para partir en cuanto se ponga el sol. Tenemos que avanzar un
buen trecho.
En cuanto se fue, consideré muy seriamente la idea de marcharme, de
alejarme de esta extraña secta y su fanático líder, que ya me la tenía jurada.
¿Cómo iba a alimentarme con ese viejo zumbado vigilando cada uno de mis
movimientos? Algo me decía que Jeb no era de los comprensivos. Si
descubría lo que era, me esperaban antorchas, estacas y multitudes furiosas.
Por un segundo ponderé la idea de desvanecerme en plena noche. Al fin y
al cabo, era estúpido y arriesgado rodearme de tantísimos humanos. Tal vez
debiera convertirme en un depredador y acechar a esta pequeña comunidad
desde las sombras. Pero entonces vi a Zeke doblar la esquina con una
mochila verde al hombro y sentí que mi convicción desaparecía.
—Toma —dijo Zeke, lanzándomela—. Hay una tienda y suministros
dentro —me explicó mientras yo la atrapaba, y me sorprendió lo ligera que
era—. No es muy grande, pero al menos te protegerá de la lluvia cuando
nos toque acampar al aire libre. Sabes cómo montarla, ¿verdad?
—Pues no.
—Mañana te enseño, te lo prometo —ofreció, sonriendo otra vez—.
Ahora mismo tengo la primera guardia hasta el amanecer. Ven a sentarte
conmigo unos minutos y luego te dejaré dormir; seguro que lo necesitas
después del día de hoy.
A la vez que le devolvía la sonrisa y lo seguía hasta el puesto de guardia,
no pude evitar pensar que por culpa de este chico —este ser humano
amable, noble y servicial— seguramente acabaría muerta.
12

A la noche siguiente me desperté atontada y un poco desorientada. No me


encontraba bajo tierra, con lo reconfortante y fresquita que era, sino que me
había refugiado en una de las habitaciones superiores del viejo bloque de
apartamentos la noche anterior, bien lejos del grupo de abajo. Tuve que
subir varios pisos de escaleras rotas y luego pasarme las horas de luz
encerrada en un cuarto sin ventanas, tumbada sobre el duro hormigón, pero
fue necesario. No quería que nadie tropezase con mi cuerpo durante el día y
se diera cuenta de que dormía como si estuviera muerta.
Al regresar abajo, encontré a la mayoría del grupo despertándose. En el
centro Ruth y una mujer mayor con el pelo canoso estaban empezando a
repartir la comida, abriendo latas de fruta para echarlas en cuencos de metal
y tazas. Parecían eficientes a la hora de abrir una lata, echar la mitad del
contenido en un cuenco y entregárselo a uno de los niños. Una vez Caleb
recibió su parte, se alejó con una taza en la mano, rebuscando los trozos
amarillos con los dedos. Se detuvo al verme.
—Hola, Allie. —Sonriendo, me enseñó su taza—. ¡Mira lo que Zeke y
Darren encontraron ayer! Está dulce. ¿Vas a coger un poco?
—Pues… —Miré a las mujeres y vi que Ruth me volvía a poner mala
cara. ¿Qué le pasaba a esa chica?—. Ahora no, no tengo tanta hambre.
Él abrió mucho los ojos, como si le costase creer lo que acababa de decir.
—¿En serio? ¡Si casi nunca encontramos comida así! Deberías probarla,
al menos un poquito.
Sonreí con tristeza al recordar lo que había disfrutado al comerme una lata
de fruta. Deseé haber probado un poco, pero Kanin ya me había advertido
que la comida normal me sentaría mal y que mi cuerpo la expulsaría casi de
inmediato. Eso significaba que la vomitaría, cosa que no quería hacer
delante de un grupo de desconocidos.
—Toma. —Caleb me ofreció un trozo amarillo que goteaba y, de repente,
el olor empalagoso me provocó nauseas—. Te doy uno de los míos.
—Más tarde, si eso. —Me moví, incómoda, y retrocedí un paso al sentir
la mirada asesina e interminable de Ruth en la parte trasera de la cabeza—.
¿Has visto a Zeke?
—Siempre está con Jeb cuando nos levantamos. —Caleb se metió todo el
trozo en la boca y me lanzó una sonrisa amarillenta—. Normalmente no lo
vemos hasta después del desayuno.
—Toma, corazón. —Una mujer mayor se colocó delante de mí y me
ofreció un cuenco. Estaba medio lleno de trozos de fruta coloridos y
viscosos y el estómago se me revolvió al verlo—. No te dimos las gracias
por encontrar a Caleb anoche. Seguro que estarás hambrienta. Venga, come.
No le diremos a los demás que te has saltado la cola.
Reprimí un suspiro y cogí el cuenco.
—Gracias —respondí, y ella sonrió.
—Ahora eres una de los nuestros —añadió, y regresó con los otros
renqueando, apoyando más el peso en la pierna izquierda. Intenté
acordarme de su nombre, pero nada.
Salí con el cuenco en busca de Zeke.
Lo encontré hablando con Darren cerca del portón roto, trazando planes
para esta noche. Físicamente se parecían; ambos eran musculosos y
esbeltos, aunque Darren tenía la piel más oscura y Zeke, más pálida y el
pelo rubio. Seguro que ambos se encargaban de casi todas las tareas físicas
que requerían más esfuerzo, dado que la mayor parte del grupo se componía
de ancianos, mujeres y niños. Había un hombre negro de mediana edad —
que juraría que se llamaba Jake— que también echaba una mano, pero tenía
un hombro fastidiado, así que los dos chicos se encargaban de lo más
pesado.
—Yo también creo que deberíamos buscar más comida —estaba diciendo
Zeke cuando me acerqué—, pero Jeb quiere que nos marchemos en cuanto
terminen de comer. Cree que hemos malgastado demasiado tiempo aquí. Si
quieres discutírselo, habla tú con él. Ah, hola, Allison. —Asintió con
cordialidad y Darren me fulminó con la mirada antes de alejarse.
Lo señalé con el pulgar.
—¿Qué le pasa?
—¿A Darren? —Zeke se encogió de hombros—. No te preocupes, está de
mal humor. Cree que deberíamos esperar una noche más y buscar comida y
suministros en el pueblo antes de movernos. Ayer tuvimos suerte.
Encontramos un supermercado que no habían arrasado y Darren piensa que
podría haber más cerca. —Suspiró y sacudió la cabeza—. Tiene razón. Por
desgracia, en cuanto Jeb dice que es hora de irse, es hora de irse.
—Qué locura. Toma. —Le di el cuenco. Él parpadeó, sorprendido, pero lo
tomó y me lo agradeció en voz baja—. ¿Ni siquiera para buscar comida?
¿Por qué tanta prisa?
—Siempre ha sido así —respondió Zeke al tiempo que se encogía de
hombros con despreocupación y cogía un trozo de fruta blanca antes de
llevárselo a la boca—. Oye, a mí no me mires, no soy yo el que impone las
reglas, simplemente las cumplo. Jeb quiere lo mejor para nosotros, así que
no te preocupes. Y hablando de eso, ¿has conseguido algo para comer? No
pararemos hasta dentro de algunas horas, deberías comer algo para el
camino.
—Estoy bien —dije, esquivando su mirada—. Ya he comido.
—¡Ezequiel! —lo llamó una voz familiar. Jeb salió del bloque de
apartamentos y le hizo una seña—. ¿Estamos preparándonos ya?
—¡Sí, señor! —contestó Zeke, y se dirigió hacia él. Sin embargo, se
detuvo y le dio el cuenco al anciano sentado en los restos de la fuente antes
de continuar caminando hacia Jeb—. Todos están recogiendo. En cuanto
terminemos de comer, estaremos listos.
Se marcharon charlando. Yo me di la vuelta y me encontré a Ruth de
frente.
La chica me devolvió la mirada. Éramos de casi la misma altura, así que
examiné sus ojos marrones oscuros. Uf, no es que no le cayera bien, es que
me odiaba. Era bastante desagradecida, pensé. Sobre todo teniendo en
cuenta que había salvado a su hermanito. Y más aún que no tenía ni idea de
por qué me odiaba tanto.
—¿Puedo ayudarte en algo? —pregunté, enarcando una ceja.
Ella se sonrojó.
—Sé quién eres —resopló, provocando que el estómago me diera un
vuelco—. Sé a qué has venido y por qué te quedas con nosotros.
Entrecerré los ojos y la miré, preguntándome si era consciente del peligro
que corría.
—¿No me digas?
—Sí. Y he venido a decirte que lo olvides. A Zeke no le interesas.
Ah, ahora todo cobraba sentido. Estuve a punto de echarme a reír.
—Mira, no tienes de qué preocuparte —respondí, intentando razonar con
ella—. A mí tampoco me interesa.
—Bien —replicó, escudriñándome—. Porque hay algo en ti que… no me
cuadra.
La diversión que sentía se esfumó. Me puse alerta y el vampiro en mí me
urgió a atacarla, a silenciarla antes de que supusiese un problema. Yo lo
aplaqué con fuerza.
—No te estarás tomando lo de «no hablar con desconocidos» un poco
demasiado a rajatabla, ¿no? —repuse.
Ruth apretó los labios.
—Ocultas algo —dijo, retrocediendo un paso—. No sé el qué, ni me
importa, pero Zeke es demasiado bueno como para que alguien como tú lo
destroce. Por desgracia, tiene la costumbre de verle el lado bueno a todo el
mundo y es demasiado majo como para darse cuenta de cuándo se
aprovechan de él, así que te lo advierto, mantén tus sucias garras lejos de él
o te arrepentirás. —Antes de poder responder, se marchó con los rizos
rebotando a causa del movimiento—. Y tampoco te acerques a Caleb —
añadió por encima del hombro.
—Qué encantadora —murmuré en voz baja. Sentí cómo se me clavaban
los colmillos en las encías—. Bueno, pues ya sabemos a quién voy a morder
primero.
Poco después, una vez hubieron comido, recogido y preparado todo para
partir, el pequeño grupo de once personas se reunió en torno a la fuente
hablando en voz baja y mirándome con curiosidad mientras yo permanecía
en las sombras. Entonces, como si se hubiera lanzado una señal invisible,
empezamos a movernos; tres adolescentes, cinco adultos, tres niños y un
vampiro caminando en silencio por las calles en dirección a la carretera.
Incluso los niños y los ancianos caminaban deprisa, decididos, y enseguida
el pueblo quedó atrás.

—Allison, ¿verdad? Vienes de una ciudad vampírica. ¿Viste a muchos de


esos desalmados merodear por allí?
Reprimí un suspiro. Parecía que esa era la pregunta estrella de la noche.
Teresa, la anciana con una pierna mala, ya me había preguntado algo
parecido; Matthew, un chaval de diez años, también, y Ruth, que me
preguntó con cara de póker si había sido la puta de un vampiro. Y claro,
Caleb a su vez preguntó qué era una puta, a lo que Ruth respondió
vagamente mientras me sonreía por encima de la cabeza del niño. Si Zeke y
Jeb no hubiesen estado cerca —y no hubieran podido oírnos, claro—, le
habría dado un puñetazo en la nariz a esa zorra engreída.
Esta vez quien formuló la pregunta fue Dorothy, una rubia de mediana
edad con la mirada verde y vacía y una sonrisa a juego. A menudo
caminaba un poco rezagada del grupo mientras clavaba la vista en la
carretera o en el horizonte, siempre sonriendo. A veces saludaba a cosas a
lo lejos que no existían. Otras, empezaba a entonar canciones como
«Alabaré» o «Dios está aquí» a todo volumen hasta que alguien le pedía,
muy amablemente, que se callase.
Sospechaba que le faltaba un tornillo, aunque había veces que parecía
totalmente lúcida. Como ahora, por desgracia, que estaba lo suficientemente
cuerda como para preguntar cosas que no quería responder.
—No —murmuré con la vista en la carretera. «No mantengas contacto
visual con la loca; no la mires, con suerte te dejará en paz»—. No vi a
muchos vampiros merodear por allí. De hecho, no vi a muchos vampiros,
sin más.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió Dorothy, y yo le lancé una mirada cargada
de suspicacia, olvidándome de lo de no mantener contacto visual. Ella
esbozó una sonrisa vacía—. Los vampiros son los maestros del disfraz —
prosiguió, cosa que me incomodó sobremanera—. La gente cree que son
monstruos esclavistas con los ojos rojos y colmillos, pero eso es lo que
quieren que creamos. Pueden ser como cualquiera. —Bajó la voz hasta
susurrar—: Por eso son tan peligrosos. Pueden parecen totalmente
humanos, como Teresa, o yo, o tú.
Sentí una oleada de pánico que reprimí como pude.
—Pues entonces no sé —respondí al tiempo que me encogía de hombros
—. Vi a mucha gente en la ciudad. Tal vez todos fueran vampiros, no sabría
decirlo.
—Hay otras formas de comprobar si una persona es un demonio —
insistió Dorothy antes de asentir con seriedad—. Los demonios odian el sol.
Arden bajo la luz. No pueden resistirse al ver sangre y no respiran como
nosotros. Pero lo más importante… —Se inclinó, y yo sentí los colmillos
contra las encías y el deseo de morderla y acallarla—. Lo más importante…
—susurró— es que a los demonios les rodea un brillo rojo, un aura de
maldad que solo unos pocos son capaces de ver. Tienes que saber qué
buscar, y de lejos cuesta, pero así se distingue a un demonio de un humano
de verdad. Al igual que el brillo blanco de los ángeles que a veces andan
por la carretera. —Dejó de hablar y sonrió distraída hacia el frente, donde el
suelo y el cielo se encontraban—. ¡Anda, ahí hay uno! ¿Lo ves? Se aleja de
nosotros, así que puede que te cueste un poco distinguirlo.
No había nada en el camino excepto un pájaro marrón y grande posado en
un poste. La miré con cautela y me aparté, y ella levantó ambos brazos e
hizo que el pájaro saliese volando con un gorjeo.
—¿Es Gabriel? ¿O tal vez Uriel? —Señaló, inquieta, antes de hacer un
puchero—. ¡Ay, ha desaparecido! Son tan tímidos. Sí, tal vez fuera Gabriel.
—Dorothy. —De repente, Zeke estaba allí, sonriendo, y yo le lancé una
mirada desesperada por encima del hombro de la mujer—. Allison todavía
no nos conoce mucho. Puede que tus ángeles la pongan nerviosa… No
todos los vemos tan bien como tú.
—¡Ay, es verdad! Perdona, cariño. —Dorothy le dio un apretón en el
hombro, sonriendo con locura, y él se limitó a corresponderle la sonrisa—.
A veces se me olvida. Tú mismo eres un ángel, ¿sabes? Ezequiel. El ángel
de la muerte.
Y ahora Zeke parecía algo abochornado. Me miró, pesaroso, mientras
Dorothy le daba una palmadita en el brazo y se volvía hacia mí.
—Se cree que puede engañarme —susurró lo bastante alto como para que
la oyéramos todos—, pero sé que es un ángel de incógnito. Se le nota.
Cuando ves a tantos ángeles como yo, siempre se nota.
Intentó darme una palmadita en el brazo, pero erró porque me aparté muy
sutilmente de su lado. Despreocupada y tarareando por lo bajo, se dirigió
hacia el lateral de la carretera y miró a lo lejos, seguramente en busca de sus
tímidos ángeles.
Zeke suspiró y sacudió la cabeza.
—Lo siento —dijo con una sonrisa arrepentida—. Se me olvidó avisarte
de lo de Dorothy. Si no te habías dado cuenta hasta ahora, está un poco mal
de la cabeza. Ve ángeles casi todos los días.
Mi cuerpo se destensó, aliviado. Por un momento pensé que me había
metido en un buen lío.
—¿Hay alguien aquí que haya visto a un vampiro de verdad? —pregunté,
intentando hacerme una idea de con quién debería ser más precavida—.
Dejando a un lado lo de los colmillos, las garras y los ojos rojos y demás,
¿hay alguien que sepa realmente cómo son?
—Bueno, Dorothy jura haber visto uno, aunque no recuerda cuándo o
dónde, así que a saber si es cierto. Y aparte… —Se encogió de hombros—.
Jeb. Un vampiro masacró a toda su familia cuando él era pequeño y no se
ha olvidado de su cara. Dice que lo recordará siempre para matarlo si lo
vuelve a ver.
Miré a Jebbadiah, a la cabeza del grupo, caminando decidido y sin mirar
atrás. Me pregunté qué podría hacerle una vida llena de rabia, resentimiento
y odio a una persona como él.
Unas horas después, justo cuando mi reloj interno me avisó de que
quedaban dos horas para el amanecer, Jeb levantó una mano para que el
grupo se detuviese. Zeke corrió hacia él e, inclinándose hacia adelante,
escuchó lo que Jeb tenía que decirle en voz baja antes de volverse hacia
nosotros.
—¡Acampamos! —exclamó, haciendo un gesto con el brazo, y el grupo
empezó a dirigirse inmediatamente hacia el césped seco que nos rodeaba—.
Jake, Silas, os toca la primera guardia. Teresa… —señaló a la anciana—,
Darren ayudará a Ruth a preparar la cena esta noche. Deberías descansar
esa pierna. No camines durante algunas horas por lo menos. —Darren
murmuró algo al pasar y Zeke puso los ojos en blanco—. Sí, pobre Darren,
obligado a cocinar, limpiar y hacer tareas poco masculinas. Después
aparecerá con un delantal y pariendo críos. —Resopló cuando Darren se
giró y le hizo un gesto con la mano—. Somos amigos, pero no tanto, Dare.
Yo me quedé rezagada y observé cómo Zeke limpiaba un trozo de suelo,
reunía palos sobre una pila de hierba seca y hacía fuego. Rápido, de manera
eficiente. Como si lo hubiera hecho muchísimas veces. Me pregunté cuánto
tiempo llevaría el grupo viajando y, en ese momento, Ruth se alejó de su
tienda y me miró, enarcando una ceja.
—¿Qué pasa, urbanita? —dijo, sonriendo con dulzura—. ¿No sabes cómo
montar una tienda de campaña? Si hasta un niño de tres años puede
aprender. ¿Quieres que te enseñe Caleb?
Reprimí las ganas de estrangularla, sobre todo con Zeke cerca.
—No, me apaño bien sola, gracias.
Me recoloqué la mochila en el hombro, pasé por su lado y el círculo de
tiendas en torno al campamento y me dirigí a una zona a unos cien metros
de distancia. Solté la tienda en el suelo y la observé detenidamente.
«Vale, puedo hacerlo. No será muy complicado, ¿no?». Me arrodillé, cogí
un clavo largo de metal y fruncí el ceño. «¿Qué narices es esto? ¿Se supone
que tienes que clavárselo a alguien o qué? ¿O es que las tiendas ahora
vienen equipadas con kits mata-vampiros?».
De hecho, en cuanto se sabía qué hacer, era bastante fácil. Los clavos de
metal fijaban las esquinas al suelo y un par de varas de plástico mantenían
la tienda erguida desde dentro. Me sentí bastante orgullosa de mí misma al
montarla a la primera, pero entonces moví torpemente las varas y todo se
desplomó sobre mí.
Zeke entró al pequeño espacio riéndose mientras yo maldecía y me
revolvía, pateando la lona. Agarró el marco de plástico, lo colocó en su sitio
con la facilidad de haberlo hecho cientos de veces y enderezó la tienda.
—Ya está —dijo, aún riendo—. Con eso debería bastar. Por desgracia
tienes una de las tiendas más endebles, pero no está mal, la has montado a
la primera. Deberías haber visto a Ruth las primeras veces que lo intentó
con la suya. Jamás había oído semejante vocabulario provenir de nuestra
florecilla.
Sonreí con suficiencia, sintiéndome revindicada.
—No parece muy firme, no —confesé, sacudiendo suavemente el tubo de
plástico que sujetaba la pared.
Zeke volvió a reírse. Decidí que tenía una risa bonita, aunque fuese a mi
costa.
—Mientras no le des a las varas, todo irá bien. A menos que haga mucho
viento fuera. O alguien se choque por accidente. O que entre una hormiga
—dijo Zeke con una sonrisa—. De hecho, todos nos hemos acostumbrado a
que las tiendas se nos caigan encima. La mayoría ni siquiera nos
despertamos cuando pasa.
Resoplé.
—Entonces, si hay una gran tormenta…
—Al menos estarás seca mientras sales rodando por la llanura.
Me reí. Me resultó raro; llevaba tiempo sin hacerlo. Entonces me di
cuenta de lo cerca que estábamos, acurrucados bajo el pequeño arco de la
lona. Era capaz de ver los detalles de su rostro incluso a oscuras: las marcas
alrededor de su boca y de sus ojos, la leve cicatriz en su frente, casi oculta
por el pelo claro. Podía oír sus latidos, sentir la sangre bombeando en sus
venas, bajo la piel. Por un momento, me pregunté a qué sabría Zeke, cómo
sería acercarlo a mí y abandonarme al olvido.
Me asusté y me separé. Si hubiera tenido algo de sed…
Zeke se sonrojó y se pasó los dedos por el pelo. Me di cuenta de que me
había quedado mirándolo.
—Debería irme —murmuró, acercándose al hueco de la entrada—. Los
demás… Debería ayudarlos. —Se puso de cuclillas en la entrada—. Si
necesitas cualquier cosa, avísame. La cena estará pronto. Ah, se me
olvidaba, esto es para ti.
Se llevó la mano al costado, cogió algo y lo lanzó al interior de la tienda,
donde acabó cayendo con una nube de polvo: una manta gordita, azul y
blanca con un agujerito en una esquina.
Atónita, me lo quedé mirando. Una manta como esta podría cambiarse por
un mes entero de bonos de racionamiento en el Aledaño y me la estaba
dando sin más. Debía de tratarse de un error.
—Yo… no puedo aceptarla —murmuré, devolviéndosela—. No tengo
nada que darte a cambio.
—No seas tonta —sonrió Zeke, un poco perplejo—. No tienes que darme
nada, es tuya. —Alguien lo llamó desde el campamento y él levantó la
cabeza—. ¡Ya voy! —respondió antes de asentir en mi dirección—. Tengo
que irme. Nos vemos en la cena.
—Zeke —lo llamé con suavidad, y él se detuvo, volviendo a mirar hacia
el interior de la tienda—. Gracias.
Esbozó una sonrisita ladeada.
—Olvídate. Aquí nos cuidamos los unos a los otros. —Dio un toquecito a
la pared de lona—. Y recuerda, si la tienda se cae en mitad de la noche, no
te agobies. Te acostumbrarás. Aquí nadie se molesta en tenerla levantada,
y… Uf, qué mal ha sonado eso. —Volvió a sonrojarse, más que antes, y se
pasó una mano por el pelo—. Eh… bueno, debería… Me voy.
Con una mueca, salió. Esperé a que estuviese bien lejos antes de sonreír
contra la manta.
Tras subir la cremallera de la entrada, inspeccioné mi nueva guarida. No
me gustaba lo endeble que era, lo fácil que podría colarse alguien. También
me pregunté si la fina lona conseguiría bloquear por completo el sol cuando
se alzase en el cielo. No sabía si me despertaría cuando empezase a arder o
si abandonaría este mundo en silencio mientras mi cuerpo se volvía ceniza,
pero no era algo que quisiese averiguar.
Saqué el cuchillo e hice una larga raja en el suelo de la tienda, revelando
el césped de debajo. Así al menos tendría una forma rápida de escapar si el
sol penetraba la endeble tienda. O si había algún imprevisto y necesitaba
huir deprisa. La primera regla del Aledaño era «busca siempre una salida».
Este grupo podía parecer amistoso y tranquilo, pero más valía prevenir que
curar. Sobre todo con gente como Jebbadiah Crosse alrededor. O Ruth.
Tumbada, me tapé la cabeza con la manta con la esperanza de que nadie
perturbase mi sueño. Al tiempo que la oscuridad se cernía sobre mí y mis
pensamientos se tornaban lentos y vagos, me di cuenta de dos cosas. Una,
que no podría mantener esta tapadera para siempre, y dos, que Ezequiel
Crosse era demasiado perfecto como para sobrevivir en este mundo durante
mucho más tiempo.

No sé cuántas veces me libré por los pelos de que me descubrieran durante


la primera semana.
Por suerte, no estallé en llamas al dormir bajo la endeble tienda de lona,
aunque sí que me desperté con mucho calor y deseando haberme cobijado
bajo la tierra fresquita, lejos del sol. En cuanto al problema de las guardias,
hablé con Zeke la segunda noche y lo convencí de que me dejara tener
siempre la primera guardia. Mi abrigo largo me protegía de los peores rayos
matutinos y sobreviví manteniéndome en las sombras cuando se podía y no
dándole la cara al sol. No obstante, permanecer despierta fue dolorosísimo,
ya que mis instintos vampíricos me pedían dormir y apartarme de la luz. Al
final me lo tomé como un ejercicio de los que me mandaría Kanin: una
forma de ganar resistencia para aguantar despierta y activa tanto tiempo
como pudiese.
Mis compañeros humanos fueron otro de los problemas. Salvo Ruth, que
seguía siendo un grano en el culo y me fulminaba con la mirada siempre
que me atrevía a ponerle el ojo encima a Zeke, y Jeb, que me trataba con la
misma indiferencia que a los demás, el grupo era bastante amable. No me
habría importado de no ser porque también eran curiosos y se pasaban todo
el tiempo interrogándome sobre la ciudad; cómo era vivir allí, cómo había
escapado. Respondí tan vagamente como pude y logré convencer a los
adultos de que recordar esa vida me resultaba demasiado doloroso. Por
suerte, las preguntas cesaron y todos se mostraron comprensivos, casi hasta
el punto de tenerme pena. No me importaba. Prefería que pensaran que
había acabado traumatizada en Nueva Covington; me lo ponían más fácil
para ocultar la verdadera razón por la que me sentía incómoda cuando
pronunciaban el término «vampiro».
Por desgracia, aquellos no fueron los únicos problemas a los que me
enfrenté.
Alimentarme, o más bien el no hacerlo, también creaba dificultades. El
grupo comía dos veces: una cuando todos se despertaban y la segunda casi
al amanecer, cuando acampaban. Las raciones eran modestas: media lata de
alubias, varias tiras de cecina o lo que hubieran encontrado, cazado o
reunido esa noche. La hora de la comida era el momento más anticipado, y
tras toda una noche caminando sin descanso, todos estaban famélicos.
Todos excepto yo. Tuve que valerme de mi imaginación para tirar la
comida sin que nadie se diese cuenta. La cecina y la comida deshidratada
no me costaba; la escondía en las mangas o en los bolsillos hasta poder
tirarla más adelante. Las alubias enlatadas, la fruta y los cuencos de
estofado fueron un poco más problemáticos. Siempre que podía, lo daba o
lo volcaba en los cuencos de los demás, aunque solo podía hacer eso hasta
cierto punto antes de que la gente empezase a sospechar. A veces mentía,
alegando que ya había terminado mi parte, y una vez incluso comí varias
cucharadas de sopa de tomate delante de Zeke y de Jeb y logré aguantar el
tiempo suficiente antes de tener que esconderme tras un árbol y vomitarla.
Me sentía un poco culpable por malgastar comida cuando había tan poca y
era tan valiosa. La rata aledeña que fui se encogía siempre que tiraba la
carne en buen estado en los matorrales o volcaba media lata de maíz en un
hoyo, pero ¿qué podía hacer? Si no guardaba las apariencias, la gente
empezaría a sospechar. Como Ruth, que ya me la tenía jurada. A veces la
escuchaba hablando sobre mí al resto del grupo, creando sospechas y
miedo. La mayoría de los adultos —Teresa, Silas y Dorothy—, apenas le
prestaban atención; les preocupaban cosas más importantes que las
acusaciones de una adolescente rabiando de celos. Pero algunos —como
Matthew, Bethany e incluso Jake—, empezaron a mirarme con
desconfianza. Por mucha rabia que me diese, no podía hacer nada.
A pesar de aquello, quien más me preocupaba era Jeb, el juez silencioso
de ojos grises al que no se le escapaba nada. A pesar de ser el líder, se
mantenía apartado del grupo, separado. Apenas hablaba con los demás y a
todos les daba miedo acercarse a él. En parte era bueno que se mostrase tan
distante del resto; no parecía importarle lo que dijésemos o hiciéramos
siempre y cuando obedeciésemos sus órdenes. De no ser por Zeke, que las
transmitía, no interactuaría con el grupo en absoluto.
De hecho, habría apostado a que yo sabía más del grupo que él mismo.
Sabía que a Caleb le encantaban los dulces y que a Ruth le asustaban las
serpientes, cosa que me encantó cuando encontré una culebra rayada en el
camino una noche y la colé en su tienda. El recuerdo de sus gritos me hizo
sonreír el resto de la noche. Sabía que Teresa, la anciana con la pierna mala,
y Silas, su marido, llevaban treinta y nueve años casados y que estaban
preparando su aniversario para el otoño que viene. Sabía que Jake había
perdido a su mujer en un ataque de rábidos hacía tres años y desde entonces
no había dicho una palabra. Esos datos, recuerdos y fragmentos de sus vidas
se me quedaron grabados en la mente a pesar de tratar de mantenerme al
margen. No quería saber nada de sus vidas o de su pasado porque, con cada
día que pasaba, sabía que tendría que elegir a uno para alimentarme, ¿y
cómo hacerlo si sabía que Dorothy se desmayaba al ver sangre y Bethany, la
niña de ocho años, casi murió un invierno cuando un zorro la mordió?
Pero quien seguía fascinándome y confundiéndome era Zeke. Era obvio
que todos lo adoraban; a pesar de ser el segundo de Jebbadiah, siempre
estaba ayudando y cerciorándose de que la gente estuviera bien atendida.
Nunca pedía nada a cambio y jamás esperaba que lo ayudasen. Se mostraba
respetuoso con los adultos y paciente con los niños, por lo que no entendía
cómo podían ser tan distintos Jeb y él. O tal vez Jeb era así por Zeke. No
me parecía justo cargar a Zeke con tanta responsabilidad tan solo porque
Jeb no quisiera involucrarse, pero no era nadie para opinar.
Una noche, cuando nos detuvimos antes de lo normal, me dirigí al
campamento y me sorprendió encontrar a Zeke leyéndole a Bethany y
Caleb. Atónita, me acerqué, sin terminar de creérmelo. Pero así era; leía en
voz baja y suave. Recitaba pasajes del enorme libro negro en su regazo con
un niño a cada lado.
—Moisés extendió su mano sobre el mar —leyó Zeke en voz baja, atento
a las páginas ante él— y al amanecer, las aguas se volvieron en toda su
fuerza contra los egipcios que huían, y el Señor los derribó en medio del
mar. Las aguas volvieron a su cauce y cubrieron por completo los carros y
la caballería del faraón, y todo su ejército, que había perseguido a los
israelitas; ni uno de ellos quedó con vida.
»Mas los israelitas cruzaron el mar seco, con un muro de agua a su
derecha y otro a su izquierda. Aquel día el Señor salvó a los israelitas de
manos de los egipcios, e Israel vio los cadáveres de los egipcios a la orilla
del mar. Y al ver el pueblo de Israel aquella gran hazaña que el Señor llevó
a cabo en contra de los egipcios, tuvo temor del Señor, y todos creyeron en
Él y en Moisés, su siervo.
Sentí un nudo en el estómago. Por un momento, me vi a mí misma y a
Rama, acurrucados en el hueco vacío de mi cuarto con un libro abierto entre
nosotros. Zeke no alzó la mirada, no reparó en mí, pero yo escuché su voz
baja y sosegada mientras leía y observé a Caleb y Bethany, absortos en cada
palabra. Me sobrevino una extraña sensación de anhelo en el estómago.
—¡Ezequiel!
La voz de Jebbadiah resonó en el campamento y Zeke levantó la cabeza.
Al ver al anciano esperándolo a unos metros de distancia, cerró el libro y lo
dejó en manos de Caleb.
—Guárdamelo un momento —lo escuché murmurar al tiempo que le
revolvía el pelo y se levantaba—. Ahora vuelvo.
Cuando Zeke se fue, me acerqué por curiosidad, ya que quería ver el libro,
sujetarlo entre mis manos y leer el título. Bethany alzó la cabeza, me vio y
abrió mucho los ojos. Se levantó, corrió tras Zeke y dejó a Caleb solo
sentado junto al fuego y con un vampiro cerniéndose sobre él.
Confuso, Caleb giró el cuello, me miró y sonrió.
—¡Hola, Allie! —me saludó mientras me detenía a su lado—. Si buscas a
Zeke, se acaba de ir. Pero creo que vuelve enseguida.
—¿Puedo verlo? —pedí a la vez que señalaba el tomo de cuero en sus
manos.
Caleb vaciló.
—Es de Zeke —me explicó, indeciso, apretándolo con más fuerza—. Me
ha pedido que se lo guarde.
—No voy a hacerle nada —le prometí, arrodillándome en el césped frío
—. Por favor.
Él dudó un segundo más y luego cedió.
—Vale, pero solo si me lees algo.
—Yo… —Una parte de mí reculó al recordar todo el esfuerzo que había
puesto con Rama y cómo él, a cambio, me había clavado un puñal por la
espalda. Sin embargo, tenía curiosidad, y si esa era la única forma de ver el
libro sin arrancárselo a Caleb de las manos…—. Vale —accedí, y Caleb me
dedicó una sonrisa de oreja a oreja.
Tras dármelo, se acercó y se colocó junto a mi pierna, aguardando
expectante. Acomodándome, observé el tomo de cuero, el primer libro que
veía desde que hui de Nueva Covington. No tenía título, solo el símbolo de
una cruz dorada y brillante en la cubierta como la que llevaba Zeke en el
cuello. Giré el libro y vi que los bordes también eran dorados.
—Lee algo, Allie —insistió Caleb, dando botecitos a mi lado.
Puse los ojos en blanco y al abrir el libro, las páginas crujieron. Me fijé en
la zona donde una cinta marcaba la mitad. Parecía un buen fragmento para
empezar.
Leí despacio, ya que las letras eran pequeñas y extrañas, con un estilo que
jamás había visto.
—Luego me fijé en tanta opresión que hay en esta vida. Vi llorar a los
oprimidos, y no había quien los consolara; el poder estaba del lado de sus
opresores, y no había quien los consolara.
Sentí un nudo en el estómago. ¿Cuándo se escribió este pasaje? «Vi llorar
a los oprimidos, y no había quien los consolara; el poder estaba del lado de
sus opresores, y no había quien los consolara». Parecía hablar de cómo
estaba el mundo ahora mismo.
Tragué saliva y proseguí.
—Entonces llegué a la conclusión de que los muertos están mejor que los
vivos; pero los más afortunados de todos son los que aún no nacen, porque
no han visto toda la maldad que se comete bajo el sol.
Me estremecí y cerré el libro. Caleb me observó con el ceño fruncido,
confuso.
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó.
—Que ese pasaje en concreto no iba dirigido a ciertas personitas —dijo
una voz por encima de nuestras cabezas.
Avergonzada, me levanté enseguida y me coloqué de cara a Zeke, que se
había acercado con una expresión medio divertida, medio preocupada.
—Ve a por la cena, renacuajo —le dijo a Caleb, quien sonrió y corrió
hacia Ruth y la gente reuniéndose en torno a ella. Zeke me observó con el
ceño fruncido, aunque sus rasgos denotaban más curiosidad que enfado—.
No tenía ni idea de que supieses leer —dijo en voz baja.
Me encogí de hombros y le ofrecí el libro.
—Es una historia un poco deprimente —dije, sin querer revelar lo mucho
que me había espantado.
Zeke sonrió tras aceptarlo.
—Algunas partes sí —convino—, pero, si sabes dónde buscar, hay otras
que consuelan bastante.
—¿Como cuáles?
Se quedó callado, abrió el libro y buscó una en concreto, como si se la
supiera de memoria.
—Esta —contestó, devolviéndome el libro y señalando una frase en
particular—. Es mi cita favorita.
—¡Zeke! —lo llamó otra persona, esta vez Ruth. La voz resonó por todo
el campamento—. ¿Le has dicho a Darren que se quede con tu cecina?
—¿Qué? ¡No!
Zeke se dio la vuelta al tiempo que Darren salía por patas, riéndose. Zeke
fue tras él y Darren gritó que más valía que lo alcanzara antes de que se
comiese su parte. Yo leí el pasaje que Zeke me había señalado.
—Aunque ande por el sombrío valle de la muerte, no temeré mal alguno,
porque tú estarás conmigo —murmuré.
Mientras contemplaba a los chicos perseguirse por el campamento, pensé
que era bonita, pero que yo sabía lo que realmente había. Jeb tenía razón;
nadie velaba por nosotros. Cuánto antes lo entendiese Zeke, más tiempo
sobreviviría en este infierno.

A la noche siguiente salí de mi tienda y encontré a Darren y Zeke


agachados y hablando en voz baja cerca de un rincón del campamento.
Parecía que no querían llamar la atención, y aquello me generó curiosidad.
Me limpié la tierra de los hombros y me dirigí hacia ellos.
—Es que lo sabía —murmuró Darren en voz baja conforme me acercaba
—. Deberíamos haber buscado provisiones cuando pudimos. A saber
cuándo llegaremos a otro pueblo o ciudad.
—¿Qué pasa? —inquirí, agachándome como ellos.
Zeke me miró y suspiró.
—Nos queda poca comida —confesó—. A este ritmo la acabaremos en un
par de días, incluso reduciendo las raciones. —Hundió una mano en el pelo
y se lo apartó hacia atrás—. Darren y yo estamos pensando en ir de caza,
pero Jeb no quiere que el grupo se separe, no cuando hay riesgo de
encontrarnos con rábidos. Además, como usamos esto —añadió, señalando
un arco y un carcaj con flechas—, nos cuesta más. Es casi imposible
acercarse sigilosamente a un ciervo en campo abierto, así que cuando
anochece es el mejor momento para cazarlos.
Darren me lanzó una sonrisa breve y repentina. Yo parpadeé y la
correspondí. Al menos a estos dos no les importaba lo que cierta chica
cuchicheaba sobre mí, aunque tampoco es que hubiera escuchado a Ruth
hablándole de mí a Zeke o a Jebbadiah.
—¿Por qué no usáis pistolas? —pregunté, recordando la de Zeke y la
escopeta recortada que llevaba Jeb.
Zeke sacudió la cabeza.
—Tenemos poca munición —respondió—. Solo usamos las armas para
defendernos o en caso de emergencia. Y como eso todavía no ha pasado,
para cazar nos servimos de arcos y flechas robadas.
Bajé la cabeza. Había un arco descordado de más en el suelo,
sobresaliendo del recuadro de tela engrasada en la que estaba envuelto.
Zeke siguió mi mirada y suspiró.
—Jake suele venir con nosotros —explicó—, pero últimamente el hombro
le molesta y no tiene ni fuerza para tensar bien la cuerda.
—Os acompaño.
Los chicos se miraron.
—Aprendo rápido —añadí, ignorando la ceja enarcada de Darren—. No
hago ruido y soy más fuerte de lo que creéis. Seguro que le pillo el
tranquillo.
—No es eso —contestó Zeke con vacilación—. Es que… no quiero que te
metas en problemas con Jeb y se replantee lo de dejar que te quedes con
nosotros. —Señaló al otro chico con el dedo—. Dare me sigue como un
cachorrillo, así que era de esperar… —esquivó una bola de tierra dirigida a
su cara—, pero tú eres nueva y no le gustará que te alejes del grupo. Creo
que será mejor que te quedes aquí por ahora, lo siento.
Molesta, los miré con el ceño fruncido y el orgullo herido.
«Ay, si supierais. Podría vencer a un ciervo adulto antes siquiera de que os
dieseis cuenta de que estaba ahí».
Sin embargo, me guardé mi opinión y me encogí de hombros.
—Si tú lo dices…
—La próxima vez si eso, ¿vale? —repuso Darren al tiempo que me
guiñaba el ojo—. Ya te enseñaré cómo se hace. —Me erguí, molesta, pero
Zeke agarró su arco y se levantó.
—Pongámonos en marcha —dijo al tiempo que se estiraba—. Jeb no se
marchará sin mí, o eso espero, así que, si quiere echarle la culpa a alguien,
que me mire a mí. Le guste o no, la gente tiene que comer. Allison —añadió
mientras yo también me ponía de pie—. ¿Puedes avisar a Jeb de lo que
vamos a hacer? —Me sonrió—. Cuando estemos bastante lejos, claro.
¿Listo, Dare?
—Claro. —Darren suspiró y se colgó el arco y el carcaj a la espalda—.
Que empiece la pérdida de tiempo.
Zeke puso los ojos en blanco y empujó de broma al otro chico antes de
darse la vuelta. Darren intentó devolverle el empujón y perdió el equilibrio
cuando el primero lo esquivó. Fue caminando tras él mientras Zeke corría
hacia atrás, sonriendo. Los vi desaparecer en la oscuridad, haciéndose cada
vez más y más pequeños hasta esfumarse al otro lado de las colinas.
Entonces me agaché, cogí el arco sobrante y el carcaj y me giré en
dirección contraria.
—¿Qué haces?
Suspiré y miré hacia donde se encontraba Ruth con una mueca y dos
cuencos humeantes en las manos.
—Te vas a marchar, ¿eh? —preguntó, entrecerrando los ojos—. A Jeb no
le hará ninguna gracia. ¿Adónde vas?
—¿Por qué no te inventas algo? —respondí mientras avanzaba, y me
satisfizo verla retroceder—. Eso es lo que has estado haciendo todo este
tiempo, ¿no? —Ella se sonrojó y mi sonrisa se hizo más amplia—. Ya me
he dado cuenta de que a Zeke y a Jeb no les vas con el cuento. ¿Qué?
¿Tienes miedo de que vean tu lengua viperina?
Me miró como si quisiera darme un sopapo y en parte esperaba que lo
hiciese. Seguro que no se mostraba tan bravucona si le faltaba un diente.
Por un momento, se esforzó por controlarse y agarró los cuencos de
estofado con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.
—No sé a qué te refieres —dijo Ruth al final, y yo resoplé. Tras desviar
los ojos del arco que tenía en la mano, me miró con desdén y alzó la
barbilla—. ¿Crees que vas a volver con algo? ¿Qué sabrás tú de cazar?
Estás muy equivocada si crees que Zeke se va a fijar en tu estúpido intento
por llamar la atención.
—Uy, sí, llamar la atención clavándole una flecha a un ciervo para que no
muráis de hambre. —Puse los ojos en blanco—. Menuda deducción. ¿Por
qué no se lo cuentas a Jeb?
—No te hagas la lista —replicó Ruth en voz baja y dejándose de sutilezas
—. Te crees especial porque vienes de una ciudad vampírica, ¿crees que no
me he dado cuenta? Que duermes lejos de nosotros, que intentas hacerte la
misteriosa y no hablar de dónde vienes… —Crispó el labio en una mueca
de odio y asco—. Solo buscas atención, la nuestra y la de Zeke. A mí no me
engañas.
Esta vez sí que me reí de ella.
—Menuda paranoica estás hecha. ¿Sabe Zeke lo zorra que eres? —dije
con una risita, y ella se sonrojó—. Mira, no tengo tiempo para esto.
Diviértete con tus teorías y reparte todo el veneno que te dé la gana, pero yo
voy a dedicarme a algo útil. Tú deberías hacer lo mismo.
—Eres un bicho raro, ¿me oyes? —gritó Ruth cuando le di la espalda—.
Ocultas algo y pienso descubrir qué es.
Intenté que sus palabras no me molestaran mientras me alejaba corriendo
y oteaba el horizonte en busca de una presa en movimiento. Traté de no
imaginarme dándome media vuelta, siguiéndola hasta el campamento y
arrastrándola hacia la inmensidad de la noche antes de rajarle la garganta.
No se trataba solamente de que fuese una pesada, que lo era, y mucho.
También suponía una amenaza para mí, y mi instinto vampírico me pedía
que la matase y la acallase antes de que tuviera la oportunidad de ponerme
en evidencia.
Intenté canalizar esos pensamientos violentos hacia lo que estaba
haciendo, ansiosa por volver a cazar. Di con una manada de animales
grandes y peludos apiñados en una cuenca poco profunda, pero decidí que
eran demasiado grandes, un incordio. No dudaba de que pudiera matarlos;
perderían sangre y morirían igual que los demás. Pero si volvía con una de
esas criaturas sobre los hombros, sospecharían.
En lugar de eso, merodeé por las colinas hasta dar con un grupo de
cervatillos en una cresta cubierta de hierba. Dejé el arco en el suelo y me
arrastré por el césped hasta ver cómo se hundían y se hinchaban sus
costados y oler la sangre bombeando en sus venas.
Todo pasó en un abrir y cerrar de ojos. El ciervo que había elegido ni
siquiera se percató de que algo iba mal hasta que casi estuve encima de él, y
para entonces ya era demasiado tarde. El resto de la manada se dispersó
cuando me abalancé sobre el centro y agarré las astas del ciervo justo
cuando este se levantaba. Le giré la cabeza y le partí el cuello, lo cual lo
mató al instante.
Cuando cayó sacudiéndose al suelo, reprimí las ganas de hincar los
colmillos en su garganta, consciente de que su sangre no me saciaría en
absoluto. Me lo eché a los hombros y volví a donde había dejado el arco y
el carcaj. Solté el cadáver, agarré una flecha y se la clavé entre las costillas.
Tal vez fuera una paranoica, pero explicar por qué tenía el cuello roto sin
heridas de flecha podría resultar un tanto complicado y sospechoso.
Lo agarré de las astas y, cuando me dispuse a arrastrarlo de vuelta al
campamento, oí un ruidito suave y familiar procedente de la carretera. Me
quedé quieta tratando de recordar dónde lo había oído antes, y fue entonces
cuando vi dos focos subir una colina y bajar por el otro lado. Se me
revolvió el estómago y me quedé helada en el sitio.
Me agaché contra la hierba y vi que las máquinas extrañas reducían la
velocidad hasta detenerse en un lateral de la carretera. Un hombre enorme y
barbudo se bajó del vehículo, apagó el motor y escupió en la hierba. Su
compañero, un humano más pequeño, también detuvo su máquina. Por un
momento mi mente se quedó en blanco y tuve que reprimir las ganas de
huir hacia la oscuridad sin mirar atrás.
«No es posible. Los maté».
—Espera un momento —murmuró el grandote, tambaleándose en el borde
del asfalto.
El otro suspiró.
—¿Qué haces, Ed?
—Echar una meada, ¿te parece bien?
El barbudo le dio la espalda a su compañero y un instante después
escuché el sonido de un chorrito cayendo al suelo.
Me los quedé mirando y me relajé, aliviada. No eran los mismos hombres.
La barba de este humano era poblada y castaña, no amarilla. Sus hombros
también eran más anchos. Pero entonces reparé en algo más: un tatuaje en
el hombro izquierdo; un perro sonriente con los colmillos afilados.
El mismo que los de antes.
El otro hombre murmuró algo y se bajó del vehículo mientras rebuscaba
algo en el bolsillo de su chaqueta. Sacó una cajita blanca y de ella un
cigarrillo con los labios. Luego encendió un extremo y se acomodó contra
la máquina para fumar tranquilamente. Ed terminó de subirse la cremallera,
se volvió y atrapó la caja cuando su amigo se la lanzó.
—¿Queda cerveza? —preguntó, sacando un cigarrillo.
—Una lata.
—Pues habrá que bebérsela, ¿no?
—Que te den.
Los observé con la mente a mil por hora. Por experiencia, sabía que estos
hombres no eran trigo limpio: eran agresivos, despiadados y estaban
armados. Si daban con el resto del grupo… Me estremecí.
Tenía que detenerlos. O al menos volver para avisar a los demás. Aunque
agazapada, observando cómo se pasaban la lata, sabía que, por muy rápido
que corriese, no me daría tiempo. Había visto lo rápidos que eran esos
vehículos. Llegarían antes de que yo me acercase siquiera. Debía de haber
otra manera.
Otra manera. Claro, la más obvia. En la que pensé por mucho que no
quisiese.
«¿Debería… matarlos?». La idea resultaba tentadora y sentí cómo se me
alargaban los colmillos a modo de respuesta. Podría matarlos, alimentarme
de ellos, ocultar sus cuerpos y las máquinas y nadie lo sabría. ¿Quién los
echaría de menos, aquí a oscuras? Pero, al acercarme a los humanos,
recordé a los otros dos que había visto en otra carretera igual de solitaria
que esta. Recordé sus gritos, su miedo, el pánico reflejado en su cara, los
ojos vidriosos y los cuerpos inertes, y cerré los puños. Cada muerte, cada
vida arrebatada por la sed, me empujaba más cerca de mi demonio. Si
empezaba a matar indiscriminadamente, se haría con el control y entonces,
¿qué me detendría de llevarme a Caleb o Zeke a la oscuridad y desgarrarles
la garganta?
Quizá podría acercarme lo suficiente como para averiarles los vehículos
de alguna manera, ya fuera rajándoles las ruedas o dejándolos sin
combustible. Eso implicaría acercarme mucho, e incluso con mis poderes
vampíricos asumía el riesgo de que me descubriesen. Y aunque lo lograra,
adivinarían que había alguien más allí y peinarían la zona en busca de más
gente, cosa que no le favorecería lo más mínimo al grupo.
Gruñí con frustración.
Joder, seguro que había algo que pudiera hacer. Algo que los ralentizara lo
bastante como para que me diera tiempo a regresar a donde estaban los
demás y avisarlos. Escudriñé la carretera en busca de ideas y vi, a lo lejos,
un gran árbol a un lado del asfalto.
Me alejé de los humanos y me dirigí deprisa hacia él. Parecía como si un
rayo hubiese impactado varias veces en el viejo tronco. Las ramas estaban
enredadas y curvadas y no tenía hojas. Parecía más muerto que vivo.
El rugido de los motores rompió el silencio una vez más. Los hombres
habían arrancado los vehículos y se acercaban. Los focos alumbraban la
carretera. Apoyé el hombro contra el tronco, hundí los pies en el césped y la
tierra resbaladizos y empujé con toda la fuerza que tenía. El árbol terco
resistió por un instante y después, con un leve crujido, se partió y se
desplomó lentamente medio fuera de la carretera.
El ruido de los motores aumentó. Si superaban este obstáculo, llegarían al
grupo antes que yo y no me daría tiempo a avisar a nadie. Maldiciendo,
agarré las ramas y arrastré el viejo árbol hacia el centro de la calzada, donde
aguardé a que los hombres se acercasen a toda velocidad. Unas luces
brillantes iluminaron el árbol y la oscuridad y yo me oculté entre la hierba.
—¡Mierda!
Los vehículos se detuvieron. Los hombres se bajaron y uno se acercó al
árbol, cabreado, para darle una patada que provocó que las ramas se
revolviesen. El otro se rascó la barba y lanzó una mirada indignada.
—Joder —murmuró, escudriñando la oscuridad—. ¿Crees que podemos
rodearlo?
—No pienso tirar con la moto por ahí —rezongó el otro, señalando con el
dedo la maleza alta y las zarzas al borde de la carretera, muy cerca de donde
me escondía yo—. La última vez se me pinchó una rueda y conseguir que
me la arreglaran fue una movida. De todos modos, los demás llegarán
pronto.
—Pues entonces cierra el pico y ayúdame a mover esta cosa.
El otro soltó una sarta de insultos, pero se dispuso a agarrar el tronco.
Dejé que los hombres se pelearan con el árbol, me alejé en silencio y, en
cuanto pude, eché a correr sobre el césped.
Regresé al campamento, que ya habían recogido, y noté que estaban a
punto de partir. Vi a Darren y a Zeke en la parte delantera con Jebbadiah y
Ruth. Darren tenía un par de conejos delgados agarrados por las orejas y
parecía incómodo, mientras que Zeke parecía estar manteniendo una
discusión con la chica. Aunque todavía me encontraba demasiado lejos
como para que me vieran, sí que me llegaban fragmentos de su
conversación, por lo que me concentré para oírlos mejor.
—Me da igual que su tienda esté vacía —decía Zeke mientras movía las
manos en un gesto suplicante—. Jeb, no podemos abandonar a nadie. Te
prometo que la vi antes de que Darren y yo fuésemos a cazar. Ruth, ¿estás
segura de que no la viste venir detrás de nosotros? ¿O marcharse incluso?
—No —respondió Ruth, y su voz sonó casi preocupada—. Ya te he dicho
que nadie la ha visto en lo que va de noche y cuando me di cuenta vine a su
tienda. Estaba vacía y no quedaba nada suyo. ¿Crees que se habrá ido para
siempre?
—Sea como fuere —intervino Jeb con la voz monótona y fría—, no
podemos esperarla. Lo he dejado claro desde el principio. Si se ha ido, pues
ya está. Si elige incumplir las reglas, tal y como habéis hecho vosotros esta
noche, es cosa suya. Que viva o muera con las consecuencias.
—Vaya, pues me alegra saberlo —dije, entrando en el corrillo. Los cuatro
humanos se giraron hacia mí.
—¡Allison! —Zeke exhaló, aliviado, pero Ruth me miró igual que si se
hubiera tragado una araña—. Has vuelto. ¿Adónde has ido? Estábamos a
punto de…
—¿Dejarme aquí? Ya lo veo. —Clavé los ojos en Jebbadiah, que me
devolvió la mirada, impertérrito. No supe decir si el hecho de que los
hubiera oído lo había enfadado o lo había hecho sentir culpable, pero
pasaba de preocuparme por eso—. Oye, Jeb, he visto a unos hombres en la
carretera que venían hacia aquí. Montan en bicicletas motorizadas y tienen
pistolas.
—¿Bicicletas motorizadas? —repitió Ruth, mirando a Zeke con el ceño
fruncido. En cambio, Jeb lo captó al instante.
—Saqueadores, en motos —dijo con expresión sombría, y Ruth soltó un
quejido. Bruscamente, Jeb se volvió hacia donde estábamos Zeke y yo—.
Decidles a todos que salgan de la carretera —espetó, señalando al grupo—.
Hay que esconderse. ¡Ya!
En cuanto dijo aquello, oímos el leve rugido de los motores resonar por la
carretera y la luz de los focos apareció a lo lejos. La gente ahogó una
exclamación y a un niño se le escapó un grito.
Ruth, Zeke y yo apartamos rápidamente a todo el mundo de la carretera y
los condujimos a las colinas. Recogí latas tiradas, envoltorios y cuencos del
suelo y los arrojé entre la maleza alta para ocultar el rastro de doce
personas.
Los saqueadores se estaban acercando y el rugido de los motores resonó
en mitad de la noche. Me escondí tras un árbol caído en cuanto las luces
alumbraron la zona donde había acampado el grupo. Medio segundo
después, cuando los saqueadores aparecieron por la colina, Zeke saltó por
encima del tronco y se tumbó boca abajo a mi lado.
Nos asomamos y vimos a los dos hombres pasar por nuestro lado sobre
aquellas máquinas tan extrañas. Me sorprendí de lo mucho que me sonaban
y lo parecidos que eran a los humanos con los que ya me había topado
antes. A los que había matado. Uno siguió hacia adelante, pero el otro se
paró de golpe en un lateral de la carretera y apagó el motor. El primero dio
la vuelta con la máquina y se detuvo junto a su amigo antes de apagar
también la suya.
—¿Qué buscas? —lo oí gruñir.
Incluso de lejos, mi oído vampírico logró escucharlo perfectamente.
El otro hombre sacudió la cabeza.
—No sé, juraría que he oído algo. Un grito o algo así, por aquí.
—Será un conejo. O un coyote. —El otro escupió en el asfalto antes de
sacar un arma de la pistolera que llevaba en el costado—. ¿Quieres pegar
unos cuantos tiros por si acaso?
Sentí que Zeke se tensaba a mi lado y se llevaba una mano a la pistola,
pero yo lo detuve. Sorprendido, me miró y yo negué con la cabeza.
—Qué va, no malgastemos balas, seguro que no es nada. —Los
saqueadores arrancaron el motor con un estruendo y oí lo último que
dijeron sobre el ruido—: Como no los encontremos, Chacal se cabreará.
Decía que estarían por aquí.
«Chacal». ¿Dónde había oído ese nombre? Me sonaba, sabía que lo había
oído antes. Entonces me acordé; lo mencionaron los otros saqueadores con
los que me había encontrado. Uno lo había susurrado antes de morir.
«Chacal… se hubiera partido».
Me estremecí. Demasiadas coincidencias. Los tatuajes, las motos, los
saqueadores a los que había conocido. Había algo en ese grupo que se me
escapaba; alguien ocultaba algo.
—No es culpa nuestra que no estén aquí. —El otro saqueador se encogió
de hombros—. Aquí no hay nadie. Me estoy cansando de buscar fantasmas.
—Derrek y Royce dieron con algo, eso seguro. No creerás que se piraron
sin sus motos, ¿verdad?
El saqueador replicó, pero no alcancé a oírlo debido al rugido de los
motores una vez empezaron a alejarse por la carretera. Los observé
marcharse hasta que el estruendo de las máquinas dejó de oírse a lo lejos,
las luces desaparecieron y todo volvió a sumirse en el silencio.
Poco a poco, el grupo salió de su escondite, como si les diese miedo hacer
ruido.
—¡De acuerdo, escuchad! —exclamó Jeb ante la indecisión de los demás
—. Viajar por las carreteras ya no es seguro. A partir de ahora, evitaremos
los tramos principales. ¡Quiero que se doblen las guardias en cada turno! Tú
te encargas de eso, Zeke.
—Sí, señor.
—Todavía tenemos que avanzar un buen trecho esta noche, ¡así que
moveos, gente! —Jeb se alejó por la hierba y el resto lo siguió en fila.
Caminé hasta el frente y me coloqué junto a Jebbadiah, que ni se molestó
en mirarme.
—¿A qué ha venido eso? —pregunté. Él me ignoró, pero no pensaba
rendirme tan fácilmente—. Los conoces —proseguí en voz baja—.
¿Quiénes son? ¿Por qué te buscan?
—No hables de lo que no tienes ni idea.
—Por eso te lo pregunto. Si voy a ayudaros, necesito saber a qué me
enfrento.
—No necesitamos tu ayuda —replicó Jeb fríamente—. No te la hemos
pedido. Este grupo ha pasado por mucho y ha sobrevivido porque no
cuestiona a los que velan por ellos.
—Pues tal vez deberían —repliqué, y Jeb me miró con firmeza.
—No te metas donde no te llaman, Allison —me avisó, señalándome con
uno de sus dedos huesudos. Me pregunté qué pasaría si se lo partiese igual
que una ramita—. Estás aquí porque yo te lo permito, porque nunca le doy
la espalda a nadie que lo necesite, pero no formas parte de esta familia. He
llegado demasiado lejos y hemos pasado por demasiadas cosas para que
ahora vengas tú y lo mandes todo al traste. Ya has demostrado
desconsideración hacia nuestra forma de vida. No vengas a cuestionar mi
autoridad y a preguntar cosas sobre las que no tienes ni idea. —Volvió a
girar la cara al frente y apretó el paso—. Si no te gusta cómo hacemos las
cosas, eres libre de irte —añadió sin mirar atrás—. Pero si quieres quedarte,
tendrás que aceptar y obedecer las reglas como los demás.
Lo fulminé con la mirada y volví junto al resto. Las reglas. Ya había oído
eso antes. No preguntes. No llames la atención. Mantén la cabeza gacha y el
pico cerrado. Lo malo era que yo no era ninguna borrega que siguiera las
reglas a pies juntillas, sobre todo las que no tenían sentido. Si Don Estirado
no me ofrecía respuestas, las iba a tener que conseguir de otra persona.
Me rezagué como si tal cosa y dejé que los demás me adelantasen hasta
quedar junto a Zeke, al final de la expedición. Él me miró con cautela,
como si supiera que le iba a preguntar algo incómodo.
—Hola —lo saludé, y él se limitó a asentir como esperando a las
preguntas inevitables. Seguro que me había visto hablando con Jeb y sabía
que no había obtenido las respuestas que buscaba. Por muy amable y
discreto que fuera, tampoco era estúpido—. Escucha —dije, desviando la
mirada—, quería… hablar contigo. No pude antes con lo de los
saqueadores, así que… gracias.
Sentí que fruncía el ceño, confuso.
—¿Por qué?
—Por no abandonarme. —Seguía mirando al horizonte, a una manada de
esos animales peludos y enormes que se movían por la colina—. Oí lo que
le dijiste a Jeb y a Ruth. Gracias por… defenderme. Nadie lo había hecho
nunca. —Me quedé callada, abochornada.
Zeke suspiró.
—Jeb no es la persona más… fácil de entender —confesó, y yo reprimí
las ganas de resoplar—. Quiere proteger a todo el mundo, pero es
consciente de que nos lleva por un territorio peligroso y que no todos
lograremos ver nuestro destino. Ha visto a algunos del grupo morir
intentando llegar al Edén. Antes éramos muchos más. —Vaciló e inspiró
rápidamente. A saber qué cosas habría presenciado, a cuántos amigos
habría visto morir—. Lo único que le preocupa a Jeb ahora es llegar al Edén
con tantos de nosotros como pueda. —Zeke me miró con franqueza—. Si
eso significa abandonar a uno con tal de salvar al resto, está dispuesto a
hacer ese sacrificio. A veces se me olvida que sus creencias son mucho más
fuertes que las mías.
—¿Lo defiendes porque está dispuesto a dejar que muera gente por el
camino?
—A veces, para salvar a muchos hay que sacrificar a unos pocos. —
Desvió la mirada en ese momento con una sonrisa amarga—. Jeb me dice
que soy demasiado blando y que nunca llegaré a ser un líder de verdad si no
dejo de ser tan terco. Yo no quiero que muera nadie, ni tampoco
abandonarlos, pero esa debilidad puede llegar a suponer la muerte de los
demás.
—Zeke…
Quise decirle que eso no era normal, que Jebbadiah Crosse era un capullo
frío e insensible con el que no se podía razonar, pero no pude. Porque, en
parte, algo de razón sí que tenía. Crecer en el Aledaño me había hecho
aceptar cosas muy duras. La justicia no existía. El mundo era frío e
implacable y la gente moría. Así eran las cosas. No me gustaba, pero la
forma de pensar del viejo estaba justificada.
Aun así, seguía pensando que era un auténtico capullo.
—En fin… —Zeke se encogió de hombros y esbozó una sonrisita
avergonzada—. De nada. Me alegro de que volvieras. Y, bueno, conseguiste
que nos ocultáramos a tiempo. Así que es a ti a quien hay que darle las
gracias.
—Ya. —Me quedé callada un momento y me mordí el labio. Parecía un
buen momento, pero no sabía cómo sacar el tema. Decidí hacer lo mismo de
siempre, ir directa al grano—. Oye, Zeke… ¿quién es Chacal?
Tropezó y me lanzó una mirada seria con los ojos azules entrecerrados.
Sabía que había dado en el clavo, así que me apresuré a explicarme.
—Los hombres dijeron que Chacal estaba buscando a alguien. Eres tú,
¿verdad? O el grupo. —Señalé con la cabeza a la gente que caminaba
delante de nosotros—. ¿Quién es? ¿Qué tiene que ver con vosotros?
Zeke inspiró hondo y soltó el aire despacio. Se rezagó aún más y miró al
grupo con recelo antes de posar los ojos en Jebbadiah.
—Esto no puede salir de aquí —murmuró al tiempo que me ponía a su
altura—. Los demás no saben quién es Chacal y es mejor que siga siendo
así. Soy el único aparte de Jeb que lo sabe, así que no menciones su
nombre, ¿vale? —Cerró los ojos—. Y ni se te ocurra contarle a Jeb lo que te
voy a decir.
Asentí.
—¿Por qué lo mantenéis en secreto? —inquirí con el ceño fruncido—.
¿Quién es ese tal Chacal?
—Es un vampiro —respondió Zeke, y el estómago me dio un vuelco—.
Un vampiro muy poderoso. Es el líder de un grupo de saqueadores que anda
buscándonos por todo el país. Los otros creen que nos encontramos con
bandas de saqueadores que quieren hacernos daño por casualidad. Ya están
bastante asustados de por sí sin saber realmente quiénes son. Pero Chacal es
su rey y lleva persiguiéndonos un par de años.
—¿Por qué?
—Odia a Jeb —explicó al tiempo que se encogía de hombros—. Jeb casi
lo mató y él no lo ha olvidado, así que quiere cazarlo para vengarse, pero
como nos encuentre, nos matará a todos.
Aquello no tenía mucho sentido.
—¿Dices que ese rey vampiro manda a su ejército de saqueadores en una
misión imposible a lo ancho de todo el país en busca de una persona que
podría estar en cualquier parte y solo porque se la tiene jurada?
Zeke apartó la mirada y yo entrecerré la mía.
—Hay algo que no me estás contando.
—No te lo puedo decir. —Zeke clavó sus ojos suplicantes en mí—. Le
prometí a Jeb que no se lo contaría a nadie. No pienso romper esa promesa,
digas lo que digas. Lo siento.
Por extraño que fuese, lo creía. Jamás había conocido a nadie a quien no
se le pudiera convencer, chantajear o persuadir, pero Zeke parecía ser de los
que, cuando prometían algo, se llevaban los secretos a la tumba. Sin
embargo, me frustraba quedarme con la curiosidad. Sobre todo con un rey
vampiro acechando en la oscuridad.
Me dispuse a pensar en otro tema u otra forma de sonsacarle esos secretos
tan bien guardados, pero algo de lo que dijo me llamó la atención.
—Espera —murmuré con el ceño fruncido—. ¿Lleváis dos años buscando
el Edén?
—Creo… —Se quedó un momento en silencio con mi misma expresión
—. Creo que este verano hará tres años. ¿O ya es el cuarto? —Se encogió
de hombros—. Cuesta llevar la cuenta.
—¿Sigues creyendo que el Edén existe?
—Tiene que existir —repuso fervientemente—. Si no, todas las vidas
perdidas, todas las personas que han depositado su confianza en nosotros,
no habrán servido para nada. —Su expresión se tiñó de dolor antes de
reponerse y de entrecerrar los ojos con decisión—. Cada año nos acercamos
más —insistió—. Cada lugar que hallamos y que no es nos acerca más al
Edén. Chacal y su banda nos buscan, pero no nos encontrarán. Hemos
llegado demasiado lejos como para que nos detengan ahora. Tenemos que
mantener la fe. Si los demás supieran que un vampiro nos persigue, la
perderían. Y a veces la esperanza es lo único que nos mantiene en pie.
Sonaba tan agotado. En ese momento fui capaz de ver el peso que llevaba
sobre los hombros, la carga de la responsabilidad que no debería tener a su
edad. Recordaba la forma en que su mirada se había oscurecido al
preguntarle por qué viajaban de noche y cuando rememoró algo horrible. La
muerte había hecho mella en él; las vidas de las personas que ya no estaban
lo atormentaban, y sabía que se acordaba de todas y cada una de ellas.
—¿Qué pasó? —pregunté—. Me dijiste que viajabais de noche por una
razón. ¿Por qué?
Él cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, parecía una persona distinta;
la desolación que vi en su rostro lo hizo parecer más mayor.
—Al principio —empezó, con la mirada oscura y perdida—, yo era el
único huérfano del grupo. Por aquel entonces éramos muchos más y
estábamos seguros de que daríamos con el Edén antes del invierno. Jeb
estaba convencido de que se encontraba en la Costa Oeste. Cuando
empezamos, no creíamos que fuéramos a estar viajando durante más de un
año.
Sacudió la cabeza y el gesto le apartó el flequillo de los ojos.
—Al principio viajábamos durante el día, cuando los monstruos dormían.
Por la noche, esperábamos un par de horas después de que se pusiese el sol
para acampar y cerciorarnos de que no hubiera rábidos por la zona.
Creíamos que salían al anochecer y que, si esperábamos una hora o dos,
estaríamos a salvo. —Se le quebró la voz y negó con la cabeza—. Nos
equivocamos. Los rábidos… salen cuando les da la gana.
Zeke hizo una pausa e inspiró en silencio.
—Una noche —prosiguió en voz baja— acampamos como siempre, más
o menos una hora después del anochecer. Estábamos en la cima de una
colina cubierta de hierba; no había matorrales ni lugares donde los rábidos
pudieran ocultarse. Colocamos guardias en torno al perímetro, lo normal, y
nos fuimos a dormir.
»Me desperté con los gritos —murmuró Zeke con voz profunda y seria
mirando algo a lo lejos—. Habían aparecido del suelo, de la tierra bajo
nuestras tiendas de campaña. Sin aviso ni nada. De repente estaban allí. No
tuvimos ninguna posibilidad.
Me estremecí. Me imaginé a los rábidos saliendo de la tierra entre un
montón de humanos indefensos y dormidos.
—Lo siento —dije, a sabiendas de que aquello le serviría de poco
consuelo.
—Perdimos a más de la mitad del grupo —dijo Zeke como si no me
hubiera oído—. Habríamos muerto todos de no haber sido por Jeb. Yo me
bloqueé; no pude moverme, ni siquiera para ayudar a los demás. Entre todo
el caos, logró reunirnos para escapar. Pero dejamos a muchísimos atrás. Al
marido de Dorothy y a los padres de Caleb y Ruth. —Se quedó callado con
expresión seria, tensa—. Juré que no volvería a perder a nadie de esa
manera —añadió en voz baja—. Jamás.
—Eras un crío. —No sabía cómo, pero nos habíamos acercado. Nuestros
hombros apenas se rozaban mientras caminábamos el uno junto al otro—.
Espero que Jeb no pretendiese que os enfrentaseis solos a todos ellos.
—Puede. —No sonaba muy convencido. Siguió caminando con la cabeza
gacha, mirándose los pies—. Pero por eso no podemos parar. Da igual que
un vampiro quiera matarnos. O que el Edén… no exista. —Se estremeció
—. Tenemos que seguir viajando. Todos cuentan con nosotros para que los
conduzcamos hasta allí, y no pienso arrebatarles esa esperanza. Lo único
que nos queda es la fe. —Bajó más la voz y clavó la vista en el horizonte—.
A veces me pregunto si será suficiente.
—¡Zeke!
Ruth se acercó dando saltitos y sonriendo con una taza de latón en la
mano.
—Toma —dijo, interponiéndose entre nosotros y ofreciéndole la taza—.
Te he guardado un poco de café. No es mucho, pero al menos está caliente.
—Gracias. —Este le dedicó una sonrisa cansada mientras cogía la taza y
ella se la correspondió y me ignoró. Yo la miré, observé el trozo pálido de
su cuello y fantaseé con hundir los colmillos en esa suave piel blanquecina.
—Por cierto —prosiguió, volviéndose hacia mí con los ojos grandes e
inocentes—. ¿Por qué está rajado el suelo de tu tienda? Parece que lo hayas
hecho a propósito con una navaja. ¿Qué haces ahí dentro, descuartizar
animales?
Zeke me miró con una ceja enarcada. Sentí una punzada de inquietud,
pero me obligué a mostrarme tranquila.
—Ya debía de haber algún agujero —respondí, pensando rápido—. A
veces tengo pesadillas… se ha debido de rasgar mientras me revolvía.
Zeke asintió y bebió café, pero Ruth entrecerró la mirada y apretó los
labios, recelosa. No me creía. Reprimí un gruñido antes de pasar al ataque
para distraerla.
—Además, ¿qué hacías rebuscando entre mis cosas? —contrataqué,
fulminándola con la mirada—. ¿Buscabas algo en concreto? No tengo nada
que puedas robarme.
Ruth se quedó con la boca abierta y su expresión demudó en una de rabia.
—¿Robarte? ¿Cómo te atreves? ¡Yo no robo!
—Pues me alegro —contesté, dedicándole una sonrisa—. Porque mato
cosas cuando duermo. Sobre todo si entran a hurtadillas en mi tienda en
pleno día sin avisar. Es lo que tiene haber vivido en una ciudad vampírica;
ataca primero, pregunta después.
Ella palideció y se arrimó a Zeke, que me lanzó una mirada medio
preocupada al no saber cómo lidiar con dos chicas que se peleaban.
—Bicho raro —murmuró Ruth antes de darme la espalda; un rechazo en
toda regla—. Da igual. Zeke, quería preguntarte por el racionamiento de la
comida. Nos queda poca, ¿qué quieres que haga esta noche y mañana?
Él me lanzó una mirada de disculpa. Yo puse los ojos en blanco y me
alejé, dejándolos solos. Era evidente que Ruth no iba a dejarme seguir
conversando con Zeke, aunque en realidad no habría podido detenerme si
hubiera querido continuar haciéndolo. Para picarla, podría haberme
quedado justo donde me encontraba; pero al verla con Zeke y escuchar su
corazón bombear más deprisa a causa de su cercanía, sentí, por primera vez
desde aquella noche en la que aún viajaba sola, los primeros síntomas de la
sed.
Y supe que tendría que elegir a uno de ellos muy pronto.
13

—Tiene algo raro —murmuró Ruth.


Abrí los ojos a la vez que la voz baja y malhumorada de Ruth me llegaba
a través de la fina tela de la tienda. Según mi reloj interno el sol acababa de
ponerse, aunque aún quedaba luz en el cielo. Podía oír movimiento en el
campamento, como si estuvieran preparándose para partir, pero yo
permanecí allí un momento, escuchando voces y trocitos de conversación a
través de las paredes.
—¿No crees que es muy extraño —prosiguió Ruth con voz seria— que
apareciera en mitad de la noche y justo se topara con Zeke y Caleb? ¿Qué
sabemos de ella? ¿Qué hacía deambulando de noche? Zeke no nos ha
respondido a nada de eso. ¿Cómo ha podido sobrevivir sola todo este
tiempo?
Sentí una punzada de preocupación. La muy imbécil seguía erre que erre.
Un gruñido ascendió por mi garganta y tuve que obligarme a dejar de
fantasear con arrastrarla al bosque.
—Creo que oculta algo —continuó—. Peor, creo que es peligrosa. Si
viene de una ciudad vampírica, podría ser cualquier cosa. Una ladrona, o
una asesina. No me sorprendería si hubiera matado a alguien ya.
Me erguí y salí de la tienda. Junto a la hoguera, Ruth se quedó callada,
pero la vi lanzarme una mirada asesina por encima de la cabeza de Teresa.
La anciana parecía indiferente mientras servía sopa en los cuencos, pero
Matthew y Bethany se giraron para mirarme con los ojos muy abiertos.
Reprimí la rabia y localicé a Zeke y a Darren a unos cuantos metros de
allí, hablando con el marido de Teresa, Silas. El anciano señalaba al cielo
con la mano y los chicos asentían con solemnidad como si todo tuviera
sentido. Curiosa, me encaminé en esa dirección tratando de ignorar los
cuchicheos a mi espalda.
—¿Estás seguro, viejo? —preguntó Darren mientras me acercaba.
Zeke me sonrió y asintió, y a mí me cosquilleó el estómago.
Silas resopló a través de su barba blanca y fulminó a Darren con la
mirada.
—Mi codo nunca se equivoca —anunció, erizando sus cejas pobladas—.
Solo me duele así cuando se acerca una tormenta. Y teniendo en cuenta que
parece que se me vaya a caer, yo diría que la que se viene es de las grandes.
El horizonte estaba despejado. Las primeras estrellas titilaban por encima
de los árboles y el cielo se estaba tornando de un intenso color azul oscuro.
Entendía que Darren se mostrase escéptico, pero Zeke examinó el cielo
como si realmente pudiera ver aproximarse la tormenta.
—Bien —murmuró a la vez que una repentina racha de viento le revolvió
el pelo—. Ya han pasado días desde que cruzamos el riachuelo. No nos
queda mucha agua, así que llega justo a tiempo.
—¿Vamos a parar? —inquirí.
Darren resopló.
—No —contestó Zeke, haciendo caso omiso de su amigo—. Salvo que
sea demasiado peligroso, Jeb querrá continuar con la tormenta. A los
rábidos les encanta cazar con el mal tiempo. No se les oye llegar hasta que
ya los tienes encima. Acampar durante las tormentas no es seguro.
Recordé otra tormenta, a los rábidos acercándose por todas partes a través
de la lluvia, y me estremecí.
—Si es que llueve siquiera —agregó Darren, haciendo que Silas frunciese
el ceño—. Pero supongo que morir a causa de un rayo es mejor que hacerlo
a mano de los rábidos. Al menos no me daré cuenta.
—Bueno, y en todo caso por fin podrás darte una ducha —replicó Zeke—.
Con razón no cazamos nada… los animales huelen tu tufo a kilómetros.
Darren le enseñó el dedo corazón. Zeke solo se rio.
Fiel a la predicción de Silas, los nubarrones oscuros no tardaron en aparecer
por el horizonte, bloqueando la luz de la luna y las estrellas, y enseguida se
levantó el viento. Los relámpagos destellaban —unos inquietantes hilos
blancos que atravesaban las nubes—, y los truenos bramaban en respuesta.
Empezó a llover, unas cortinas de agua torrencial que nos azotaba la cara
y la piel expuesta, empapándonos enteros. Los humanos andaban a paso de
tortuga, con las cabezas gachas y los hombros encorvados contra el viento.
Yo me rezagué, pendiente por si alguien se quedaba atrás, porque no quería
que nadie reparara en que la lluvia no me molestaba, ni el frío me ponía la
carne de gallina, ni el viento me estremecía. El suelo no tardó en convertirse
en un barrizal y vi a Zeke ayudar a Caleb y a Bethany a superar las peores
partes, a veces subiéndoselos a la espalda cuando el barro era demasiado
profundo. Los niños temblaban y Bethany empezó a llorar cuando se cayó a
un charco que casi la engulló, pero Jeb ni siquiera hizo por ralentizar el
paso.
Continuó lloviendo. A unas cuantas horas del amanecer, un nuevo ruido
comenzó a penetrar el constante siseo del agua al caer. Un rugido grave,
muy leve al principio, pero cada vez más alto y claro, hasta que el suelo
descendió y nos vimos atrapados en la orilla de un río violento y oscuro.
Jebbadiah se detuvo en el borde con los brazos cruzados y los labios
apretados mientras contemplaba el río con absoluta molestia. Girándose, le
hizo un gesto a Zeke. Yo me adelanté para oír sus voces por encima del
rugido del agua.
—Coge la cuerda —ordenó Jeb, señalando la mochila de Zeke.
—¿Señor?
Jeb frunció el ceño y se dio media vuelta para volver a mirar al río.
—Que todos se preparen. Vamos a cruzar.
Me acerqué más. Zeke vaciló y echó un vistazo a la corriente con
preocupación.
—¿No crees que sería mejor parar por esta noche? —preguntó—.
¿Esperar a que el nivel del agua baje un poco? Lo más seguro es que la
corriente sea demasiado fuerte para los niños.
—Entonces que alguien los ayude. —La voz de Jeb sonaba
inexorablemente calmada—. Tenemos que llegar al otro lado esta noche.
—Señor…
—Ezequiel —lo interrumpió Jeb, girándose para clavar sus ojos en él—.
No me obligues a repetírtelo.
Zeke le sostuvo la mirada por un momento y luego la apartó.
—Asegúrate de que todos estén listos —dijo Jebbadiah con un tono de
voz tan mesurado que me hizo querer asestarle un puñetazo en la mandíbula
—. En cuanto crucemos, descansaremos. Pero quiero estar a salvo al otro
lado antes de relajarnos.
Zeke asintió, renuente.
—Sí, señor.
Retrocedió y se quitó la mochila de los hombros al tiempo que Jeb volvía
a girarse para seguir escudriñando el agua. Posó los ojos en algo que yo no
alcancé a ver, algo más al sur junto a la orilla del río, y apretó los labios.
Esperé hasta que regresó con el grupo, donde Zeke y Darren estaban
desenredando rollos de cuerda, para acercarme corriendo a la orilla y mirar
a lo lejos.
El agua corría a una velocidad vertiginosa, oscura y furiosa. No sabía en
qué estaba pensando Jeb, ¿de verdad era tan cabezota y cruel como para
obligar al grupo a cruzar por aquí? ¿Incluso con los niños?
Un relámpago iluminó el cielo y reflejó el súbito brillo de unos ojos
muertos y blanquecinos.
Me giré de golpe y miré corriente abajo, a un peñasco que yacía cerca del
borde del agua. Solo que ahora veía que no era una roca, sino una de esas
criaturas enormes y cornudas que deambulaban por las llanuras en grandes
manadas. Hinchado y evidentemente muerto, se encontraba tumbado de
lado y de cara a mí, pero con los labios crispados en un gruñido
espeluznante, y le sobresalían de las cuencas unos enormes ojos blancos. El
viento cambió de dirección y capté el hedor inconfundible de la
descomposición y la muerte por encima del agua.
Con el estómago revuelto, me apresuré a ayudar a Darren y Zeke a
desenredar la cuerda.
«Al final resulta que Jeb no es ningún cabrón desalmado. Bueno es
saberlo».
Aunque no tenía ni idea de por qué no le había dicho a Zeke al menos que
podría haber rábidos por la zona. Esa información también debería
conocerla el segundo al mando, ¿no? A lo mejor no quería que se corriese la
voz y que cundiera el pánico en el grupo. O tal vez el orgulloso humano no
creyese necesario tener que justificarse ante nadie. No obstante, ahora al
menos su afán por querer cruzar al otro lado cobraba sentido.
«A los rábidos los asustan las corrientes de agua rápidas y profundas», me
había dicho Kanin en el hospital. «Nadie sabe por qué; total, tampoco es
que puedan ahogarse. A lo mejor no entienden por qué el suelo no es capaz
de seguir sosteniéndolos. O tal vez temen a algo que es más poderoso que
ellos. Pero desde su creación, los rábidos no se acercan a las aguas
profundas. Recuérdalo, ya que un día podría salvarte la vida».
Observé a Zeke llevar la cuerda a través del barro hasta un árbol grueso
cerca de la orilla del río y me encaminé hacia él a toda prisa.
—¿Cómo vamos a cruzar? —le pregunté mientras él pasaba un extremo
de la cuerda alrededor del tronco antes de atarlo.
Me dedicó una sonrisa pesarosa y levantó lo que quedaba de la cuerda.
—Agarrándonos a esto como si nos fuera la vida ello.
—¿Cómo? —inquirí, ojeando el tronco—. No servirá de nada a menos
que la crucemos al otro lado del río.
—Exacto. —Zeke suspiró y empezó a atarse el otro extremo alrededor de
la cintura. Me lo quedé mirando, alarmada, y él puso una mueca—. Al
menos esta vez ya estoy mojado.
Desvié la vista hacia la corriente rauda y espumosa y negué con la cabeza.
—¿Eso no es un poquitín… peligroso?
—Exacto. —Zeke levantó la mirada y me miró a los ojos—. Jake no
puede nadar, y no pienso pedirle a Darren que corra el riesgo. Ni a nadie, ya
puestos. Tengo que ser yo.
Antes de poder responderle, se quitó las botas y la chaqueta y las dejó
bien dobladas en lo alto de la colina. Luego, mientras todos lo observaban,
se deslizó por la ribera llena de barro y se encaminó hacia el borde del río,
donde se detuvo un momento para inspeccionar la corriente antes de
zambullirse de golpe en el agua espumosa.
La corriente lo zarandeó al momento, pero él empezó a desplazarse hacia
la orilla más lejana, nadando como buenamente podía. Divisé su pálida
figura oscilar en la superficie, incluso a veces sumergirse por completo en
el agua. Cada vez que desaparecía, me mordía el carrillo y apretaba los
puños hasta que volvía a sacar la cabeza. Era muy buen nadador, pero
pasamos varios momentos tensos y agobiantes antes de que emergiera,
chorreando y jadeante, al otro lado del río. Mientras el resto del grupo
jaleaba, Zeke se tambaleó hacia un árbol, ató la cuerda alrededor del tronco
y luego se dejó caer pesadamente sobre el barro, al parecer exhausto.
No obstante, sí que se levantó cuando el resto del grupo empezó a
maniobrar a través del río. Se colocó en el borde del agua y ayudó a
aquellos que conseguían llegar al otro lado. Yo me rezagué y observé a
Ruth cruzar primero, seguramente deseosa de llegar cuanto antes a donde se
encontraba Zeke. Después de ella, Silas y Teresa emprendieron el arduo
camino, despacito y muy poquito a poco, mientras se aferraban a la cuerda
con todas sus fuerzas.
Entonces Darren se giró hacia mí.
—Tu turno, Allison —me dijo tendiéndome una mano.
Yo miré a donde se encontraban los tres niños, Caleb, Bethany y Matthew,
en la orilla, acurrucados bajo la lluvia.
—¿Y ellos?
—Zeke volverá para echar una mano —respondió Darren—. Él cruzará
con Bethany o Caleb, yo con el otro, y Jake con Matthew. No te preocupes,
no es la primera vez que cruzamos un río. Yo iré detrás de ti. —Me volvió a
sonreír y me hizo un gesto para que me moviera—. Claro que, si necesitas
ayuda, puedo llevarte a caballito hasta el otro lado.
—No, gracias. —Hice caso omiso de su mano y me dirigí hacia la cuerda
—. Creo que puedo sola.
El agua me sorprendió. No la temperatura —el frío glacial no me
molestaba, evidentemente—, sino la fuerza de la corriente que trataba de
arrastrarme. Era impresionante. Si siguiera siendo humana, una que no
nadaba muy bien, debería añadir, me habría preocupado.
El agua no era muy profunda, solo me llegaba al pecho, pero la corriente
luchaba contra mí a cada paso que daba. Desde algún punto a mi espalda,
Darren me gritó que siguiera adelante, aunque su voz casi se perdió bajo el
rugido del río. Miré atrás. La pequeña Bethany se aferraba a su espalda con
los bracitos alrededor de su cuello y los ojos bien cerrados.
Cuando me giré para mirarlos, vi que algo grande se precipitaba hacia
nosotros por encima del agua: el tronco de un árbol, bamboleándose sobre
las olas. Avisé a Darren con un grito, pero el árbol se movía rápido y mi
advertencia le llegó demasiado tarde. El tronco se estampó contra él y lo
separó de la cuerda hasta hacerlo desaparecer entre las olas. Bethany chilló
una vez justo antes de verse arrastrada bajo el agua y perderse de vista.
No pensé, solo actué. Me salí de la fila y me zambullí en el agua. La
corriente se me tragó y me arrastró como una muñeca de trapo. Resistió mis
intentos por salir a la superficie, revolcándome por el fondo hasta el punto
de resultarme complicado saber hacia dónde debía nadar. Durante unos
instantes, me entró el pánico… pero entonces caí en la cuenta de que el río
no podía hacerme daño. Yo no respiraba, así que no corría el riesgo de
ahogarme.
En cuanto dejé de luchar contracorriente, me resultó mucho más fácil. A
la vez que el río me arrastraba, inspeccioné la cresta de las olas en busca de
Bethany y Darren. Vislumbré fugazmente un vestido azul y me abalancé en
esa dirección.
Pasaron varios minutos eternos antes de poder agarrar a la niña, flácida y
oscilante, y acercarla a mí mientras me las ingeniaba para mantener su
pálida carita fuera del agua. Planté los pies en el fondo del río y sentí la
corriente aporrear mis piernas mientras respiraba hondo y me encaminaba
hacia la orilla.
Tras subirla tambaleante, tumbé a Bethany bocarriba y caí de rodillas a su
lado para rebuscar desesperada en su rostro alguna señal de que siguiera
viva. La niña parecía haberse ahogado. Tenía los ojos cerrados, la boca
ligeramente abierta y el pelo rubio enredado y desparramado por la cara. No
parecía estar respirando. Pegué un oído a su pecho para comprobar si tenía
pulso y me preparé para oír únicamente el sonido del silencio.
Ahí estaba. Muy leve, pero un latido. Seguía viva.
Me enderecé y me mordí el labio a la vez que contemplaba a la niña
inmóvil. Tenía una ligera idea de lo que debía hacer; una vez en el Aledaño
había visto cómo sacaban a un chico de una alcantarilla inundada. Su
salvador había intentado resucitarlo insuflándole aire por la boca y
presionándole el pecho mientras la multitud lo observaba. Por desgracia, el
chico no sobrevivió y su madre se llevó a casa su cuerpo sin vida. No pude
evitar preguntarme si Bethany compartiría su mismo destino.
«No si haces algo para evitarlo, Allison».
—Joder —musité, abriéndole la boca con suavidad y tapándole la nariz—.
No tengo ni idea de lo que estoy haciendo —le advertí antes de bajar la
boca hacia la suya. Tuve que recordarme coger aire antes de expulsarlo
lentamente en el interior de los labios de la niña.
Lo hice cinco o seis veces —lo de respirar en la boca de la niña—,
sintiendo su abdomen expandirse y contraerse con cada aliento. Bethany
permaneció inconsciente e inmóvil. No sabía si debería presionarle el
pecho, como había visto hacer con el chico, pero al final decidí que no. Aún
no controlaba la fuerza que tenía y lo último que deseaba era partirle una
costilla sin querer. El estómago me dio un vuelco solo de pensarlo.
A la séptima respiración, cuando estaba a punto de rendirme, Bethany se
despertó de pronto y empezó a toser y a expulsar el agua del río por la boca
y la nariz. Aliviada, me aparté mientras ella se incorporaba y vomitaba a un
lado todo el agua y el barro que se había tragado.
Me miró temblando y con el cuerpecito tenso.
—Tranquila —dije, recordando las miradas asustadas que siempre me
lanzaba cuando pasaba por su lado. Culpa de Ruth, probablemente—. Te
caíste al agua, pero ya estás a salvo. Cuando te sientas preparada, podemos
ir a buscar a los demás…
Bethany se arrojó hacia adelante y me rodeó el cuello con los brazos antes
de enterrar el rostro en mi hombro. Me quedé petrificada por un momento,
sorprendida e incómoda y sin saber muy bien qué hacer.
Ella gimoteó, farfulló algo incoherente y se acurrucó más contra mí. Y de
pronto tuve su cuello ahí, a centímetros de mi mejilla. Estábamos aquí
solas; sin Zeke, sin Ruth, sin Jebbadiah Crosse que nos vigilara. Sería muy
fácil girar la cabeza y…
«Para».
Cerré la boca y sentí los colmillos retraerse en mis encías antes de
liberarme suavemente del abrazo de la niña.
—Volvamos con el grupo —sugerí, poniéndome de pie—. Seguro que nos
están buscando.
O eso esperaba. ¿Y si Jebbadiah ya nos había dado por muertas y había
seguido adelante?
Eché un vistazo al río espumoso y me encogí.
«Espero que Darren haya conseguido salir», pensé, caminando
arduamente por la ribera con Bethany siguiéndome. «Ya no hay nada que
pueda hacer por él».
Fue una caminata larga y embarrada a orillas del río. La corriente nos
había arrastrado muchísimo más lejos de lo que había creído en un
principio. Bethany lloriqueó y resopló un poco, sobre todo al tener que
recorrer tanta distancia sobre el lodo profundo, pero me negaba a llevarla a
cuestas en los tramos más embarrados, así que al final se espabiló y me
siguió obstinadamente.
La lluvia había amainado y el amanecer se aproximaba con rapidez
cuando por fin divisé una figura caminando por la ribera en dirección a
nosotras. Se movía con total determinación, inspeccionando la orilla y el
borde del agua, y me vio casi al mismo tiempo que yo a ella. Conforme nos
acercamos, parpadeé sorprendida. No se trataba de Zeke, como esperaba, ni
de Ruth o incluso Darren.
Era Jeb.
Bethany se separó de mí al instante y salió disparada, medio corriendo,
medio tropezándose, hacia Jebbadiah, que sorprendentemente se agachó y
la levantó en brazos. Contemplé con asombro cómo le susurraba y le
acariciaba el pelo, y me pregunté si no sería realmente el hermano gemelo
de Jeb. El que no se comportaba como un cabrón desalmado.
Bethany me señaló de pronto y yo me tensé cuando Jeb desvió su mirada
fría hacia mí. Bajó a la niña y se me acercó, aunque su rostro impasible no
dejaba entrever lo que realmente estaba pensando.
—Aplaudo tu valor, Allison —dijo cuando se encontraba a meros pasos
de mí, y yo parpadeé sorprendida por segunda vez esa noche—. No sé cómo
ni por qué lo has hecho, pero has salvado a uno de los nuestros y nunca lo
olvidaré. Gracias. —Se calló un momento y luego dijo, con voz muy seria
—: Puede que te haya juzgado mal.
—¿Y qué hay de Darren? —pregunté, sin saber si confiar en aquel
repentino cambio de actitud hacia mí—. ¿Hay alguien buscándolo? ¿Está
bien?
—Darren está bien —respondió Jeb, sin variar la expresión—. Logró
agarrarse al tronco cuando emergió y pudimos arrastrarlo a la orilla cuando
se quedó enganchado entre dos rocas río abajo. Casi habíamos perdido la
esperanza de encontraros a Bethany y a ti. —Se quedó en silencio y miró a
la niña casi como lo haría un abuelo con su nieta—. Las dos habéis tenido
muchísima suerte. —De pronto, se enderezó y volvió a mostrarse brusco y
serio—. Venid —ordenó—. El amanecer está cerca y debemos regresar al
campamento. Este retraso ha sido desafortunado, así que quiero que
salgamos temprano mañana por la noche. Venga, rápido.
Seguimos a Jeb de vuelta al campamento, donde Bethany fue recibida con
abrazos y lágrimas de alivio, y a mí me dedicaron unas cuantas sonrisas y
gestos con la cabeza. Teresa incluso me agarró las manos y me las apretó
con sus dedos huesudos a la vez que me decía que era un regalo caído del
cielo y lo agradecidos que estaban de que me hubiese unido a la familia.
Avergonzada, me disculpé y me retiré a un extremo del campamento, donde
monté mi tienda como hacía siempre. Cuando acabé, me erguí y me di la
vuelta y casi me choqué con Zeke.
—Uy. —Zeke extendió ambas manos para sujetarnos.
Durante medio segundo, nos quedamos cara a cara, tan cerca que veía los
aros plateados de sus pupilas y oía el pulso en su garganta. La sed me
sacudió, pero yo la reprimí con todas mis fuerzas.
—Lo siento —se disculpó dando un paso hacia atrás. Su ropa y su pelo
seguían todavía un poco húmedos y olía ligeramente a río—. Yo… solo
quería asegurarme de que estabas bien —dijo, y se pasó los dedos por el
flequillo—. ¿Estás bien? ¿No tienes ningún hueso roto ni ninguna
conmoción? ¿Ningún pez en los pulmones?
Le sonreí con cansancio.
—Puede que tenga un pececillo o dos, pero seguro que los escupo antes
de mañana —bromeé, y él se rio. Me cosquilleó el estómago al oír esa risa y
retrocedí hacia mi tienda—. Aunque creo que hoy ya no doy más de mí.
Eso de estar al borde de la muerte siempre me deja reventada. —Fingí un
bostezo y me cubrí la boca por si acaso se me veían los colmillos—.
Mañana nos vemos, Zeke.
Antes de darme la vuelta, él alargó el brazo y me agarró un mechón de
pelo húmedo entre los dedos. Me quedé petrificada, con un nudo en el
estómago y el hambre removiéndose con curiosidad ante este nuevo
desarrollo de los acontecimientos.
—Allison.
La sonrisa de Zeke envió una ola de calor a través de mi cuerpo y tuve
que contener las ganas de tocarlo, de estar piel contra piel, solo para sentir
su calor. Me palpitaron las encías. Mis colmillos se morían por salir, así que
me obligué a permanecer inmóvil, a no dar un paso hacia adelante e
inclinarme hacia su cuello.
—Me alegro de que estés aquí —murmuró sin vergüenza ni doblez—. Me
gusta poder contar con alguien más. Ojalá te quedes y podamos ver el Edén
juntos.
Me dio un último tironcito del pelo antes de girarse. Lo observé
marcharse con la sed, el deseo y aquel extraño sentimiento atenazándome
por dentro. Entré a gatas en la tienda, me tapé la cabeza con la manta e
intenté dormir para olvidarme de Ezequiel Crosse. De su piel. De su calor.
De lo mucho que deseaba hundir los colmillos en su garganta y hacerlo
verdaderamente mío.
14

No todo podían ser llanuras. A la noche siguiente, un puñado de árboles


apareció en el horizonte, cada vez más espesos y numerosos hasta
convertirse en un bosque como tal. Al tener que caminar afanosamente
entre los matorrales y la maleza enredada, nuestro avance se ralentizó aún
más. La gente empezó a murmurar; el bosque era más peligroso que las
llanuras, costaba más atravesarlo, sobre todo ahora que no seguíamos una
carretera. Los árboles sombríos ocultaban a depredadores como los lobos y
los osos y, por supuesto, al mayor miedo de todos: los rábidos.
Como era de esperar, Jeb hizo oídos sordos a esos miedos y continuó
abriéndose paso por el bosque, deteniéndose solo para dejar descansar a los
más pequeños y distribuir las pocas raciones que quedaban. Cuando por fin
nos paramos para montar el campamento algunas horas antes del amanecer,
Zeke y Darren cogieron sus arcos para irse a cazar y esta vez yo los
acompañé.
—¿Sabes entonces cómo disparar uno de estos? —preguntó Darren
mientras los seguía por el bosque. Parecía haberse recuperado del todo de la
caída al río y solo le quedaban un pequeño corte y un moratón verdoso en la
frente. Zeke le había picado diciéndole lo dura que tenía la cabeza y Darren
había contestado que a las chicas les parecían atractivas las cicatrices.
Le sonreí, pensando que estaban haciendo demasiado ruido como para
lograr sorprender a ningún animal. Zeke caminaba por delante, más
sigiloso. Por lo menos Darren hablaba en susurros, aunque me encogía cada
vez que pisaba una rama y esta se partía con un crujido.
—Creo que lo he pillado —repliqué—. Apunto con la parte puntiaguda y
suelto la cuerda, ¿no?
—Y no solo eso —dijo Darren, indeciso—. Necesitas fuerza para tirar
bien de la cuerda y saber cómo apuntar. ¿Seguro que no quieres que te
enseñe? No me importaría.
Sentí una pizca de molestia.
—Hagamos una apuesta —sugerí, levantando el arco—. Si cazas algo
antes que yo, os dejaré esa tarea a Zeke y a ti. Si lo hago yo primero,
dejarás que venga con vosotros siempre que quiera. ¿Trato hecho?
—Eh… —Enarcó las cejas, considerándolo—. Claro. Trato hecho.
Un guijarro salió disparado de la oscuridad, de la zona donde se
encontraba Zeke. Yo retrocedí, pero le golpeó a Darren en el pecho y este se
volvió con un siseo y una mueca. Zeke nos miró frunciendo el ceño, se
llevó un dedo a los labios y señaló unos matorrales más adelante.
Me puse en alerta al momento. Algo se estaba moviendo por la maleza a
unos cincuenta metros de donde nos encontrábamos; una sombra grande y
negra que se arrastraba por el suelo. Sin hacer ruido, Zeke sacó una flecha
del carcaj, la encajó contra la cuerda y levantó el arco. Respiré despacio
mientras él tensaba la cuerda para intentar dar con el olor de la bestia.
El hedor a sangre, podredumbre y malicia me golpeó de lleno, y ahogué
un gemido.
—¡Zeke, no! —susurré, estirando la mano, pero fue demasiado tarde.
Zeke había soltado la cuerda y la flecha se internó entre los matorrales,
acertando con un ruido seco.
Resonó un chillido enloquecido que me heló la sangre. Los arbustos se
separaron y un enorme jabalí salió al claro sacudiendo la cabeza y echando
espuma por la boca. Le brillaban los ojos de color blanco, sin iris ni pupilas,
y le manaba sangre de las cuencas al pelaje. Dos colmillos amarillos,
afilados y letales sobresalían de su mandíbula. Volvió a chillar y se lanzó
hacia Zeke.
A la vez que yo me acercaba, Zeke soltó el arco, sacó la pistola y el
machete al mismo tiempo y disparó varias veces al rábido. Vi cómo salía la
sangre de la cabeza, la cara y los hombros del animal, pero el jabalí
enloquecido no aminoró la velocidad. Zeke se apartó de su trayectoria en el
último momento y hundió el machete con un arco en el costado del jabalí.
Este se dio la vuelta con una rapidez pasmosa, aunque para ese momento
yo ya había desenvainado la katana y se la había clavado en el lomo,
cortando hueso y carne por igual. El jabalí chilló y se giró, amenazándome
con aquellos colmillos letales, pero le había partido la columna, por lo que
sus patas traseras cedieron antes de conseguir llegar hasta mí. Zeke se
acercó y lo volvió a golpear justo tras el cráneo, abriéndole un tajo en el
cuello, y el jabalí se tambaleó. Alcé la espada y se la clavé con todas mis
fuerzas en la herida que le había provocado Zeke. La katana atravesó el
cuello del jabalí y le cercenó la cabeza. El enorme cuerpo se desplomó y la
cabeza rodó por el suelo abriendo y cerrando las fauces antes de que dejar
de moverse por completo.
Me apoyé contra un árbol y solté la espada al tiempo que veía como Zeke
se dejaba caer al suelo, jadeante. Los músculos le temblaban a causa de la
adrenalina y el sudor le perlaba la frente y las mejillas. Oí su corazón
bombear deprisa y sacudirse en su pecho.
—Ay, Dios. —Darren se tambaleó hacia delante, atacado de los nervios.
Tenía una flecha preparada en el arco, pero todo había pasado tan deprisa
que no le había dado ni tiempo a dispararla—. ¿Estáis bien? Lo siento, no
he podido… Ha aparecido de la nada.
Zeke le restó importancia con un gesto y se levantó, agarrándose a una
rama.
—No pasa nada —jadeó, guardándose la pistola—. Ya está, todos estamos
bien. ¿Allie? —Me miró—. Tú estás bien, ¿no? No te ha hecho daño,
¿verdad?
Negué con la cabeza.
—Estoy bien.
—Más que bien diría yo —dijo Darren con voz maravillada y celosa a la
vez—. Joder, tía, ¡le has rebanado la cabeza! He perdido la apuesta, puedes
venir con nosotros siempre que te apetezca.
Le lancé una sonrisa socarrona, pero descubrí a Zeke mirándome con
expresión pensativa.
—Has estado increíble —me dijo sin aire, aunque pareció recomponerse
enseguida—. La espada debe de estar afiladísima para que hayas podido
cortarle la cabeza así a un jabalí adulto. Si ni siquiera te cuesta respirar.
Sonaron las alarmas en mi cabeza. Inspiré hondo de manera exagerada.
—Creo que todavía no lo he asimilado del todo —dije intentando sonar
temblorosa y asfixiada a la vez.
Zeke dio un paso hacia mí, preocupado; sin embargo, mi atención se
desvió de repente a otra cosa. Al respirar olí el cuerpo putrefacto del jabalí,
cosa que me dejó un poco nauseabunda, pero también olí sangre. Sangre
limpia. Sangre humana.
—¿Hola? —dijo una voz desconocida muy débilmente entre los árboles
—. ¿Hay… hay alguien ahí? ¿Sigues vivo?
Todos nos enderezamos y apuntamos hacia la oscuridad.
—¿Quién anda ahí? —inquirió Zeke, retrocediendo hasta colocarse junto
a Darren y a mí—. Muéstrate.
—No puedo —replicó la voz—. El jabalí… Mi pierna. Necesito ayuda…
por favor.
Eché un vistazo al bosque y rastreé el origen de la voz.
—Por allí —le dije a Zeke señalando las ramas de un viejo pino.
Aovillada contra las piñas había una persona aferrándose al tronco con
desesperación. Olía a dolor y a miedo. Y a sangre. Mucha sangre.
Nos aproximamos al árbol con cuidado y con las armas cargadas. Allí
vimos a un hombre de mediana edad con barbita rubia y un mono azul
sucio. Nos miró con los ojos vidriosos y los dientes apretados en una mueca
de dolor.
—¿Y el jabalí? —susurró.
—Muerto —le aseguró Zeke—. Ya puede bajar, no vamos a hacerle daño.
—Gracias a Dios. —El hombre se relajó con alivio y se dejó caer del
árbol, aterrizando con un jadeo.
El olor a sangre me resultó abrumador. Me mordí el labio para evitar que
se me alargasen los colmillos.
—El maldito gorrino me pilló desprevenido. —El hombre soltó un
quejido, se volvió a apoyar contra el tronco y estiró la pierna con una
mueca. Tenía la parte derecha del pantalón desgarrada hasta la rodilla y
manchada de algo oscuro—. Pude subirme al árbol y escapar, pero me
siguió. El muy terco estaba esperando a que bajase. Estaría muerto de no ser
por vosotros.
—¿Tiene algún lugar seguro donde refugiarse? —preguntó Zeke,
arrodillándose a su lado.
El hombre asintió.
—Varios de nosotros vivimos en una granja a unos tres kilómetros al oeste
de aquí. —Señaló con la mano ensangrentada y Zeke se puso de pie.
—De acuerdo —respondió—. Darren, vuelve con los demás. Cuéntale a
Jeb lo que ha pasado. Avísales de que seguramente haya rábidos por la
zona. Allison —prosiguió, señalando al hombre herido—, ayúdame a
llevarlo a casa.
Fruncí el ceño.
Zeke vio que vacilaba y se acercó, bajando la voz.
—No podemos dejarlo aquí —insistió, serio—. La herida parece profunda
y ha perdido mucha sangre.
—Exacto —susurré—. Seguro que ha atraído a todos los rábidos en
quince kilómetros a la redonda. Pelear contra una horda de rábidos por un
desconocido no me parece muy buena idea.
—No pienso abandonarlo —rebatió Zeke con firmeza—. Sea un
desconocido o no, no pienso dejar que muera otro humano aquí fuera. —
Endureció la expresión y habló más bajo aún—. No pienso abandonarlo
para que esos demonios desalmados lo despedacen. Eso no va a pasar. O me
ayudas, o vuelves con Darren donde los demás.
—Joder —gruñí al tiempo que Zeke se daba la vuelta.
El muy idiota no tenía ni idea, pero aparte de los rábidos, había más cosas
aquí fuera de las que preocuparse. El hombre apestaba a sangre y sentí la
sed, ansiosa, despertar en mi interior. Los colmillos me presionaban las
encías. Era casi como si pudiera saborear el calor en la lengua, pero Zeke ya
se había agachado para ayudar al hombre herido a ponerse de pie. El
humano gimió y se apoyó en el joven evitando pisar con la pierna herida en
el suelo, y Zeke se tambaleó bajo su peso.
—Joder —repetí, y me coloqué al otro lado del hombre antes de pasarme
su brazo por detrás del cuello. Tal vez si dejaba de respirar y fantasear con
hincarle el diente cada poco, no pasaría nada.
—Gracias —jadeó el humano mientras empezábamos a renquear despacio
hacia el oscuro bosque—. Me llamo Joe, Joe Archer. Estas tierras son de mi
familia, o por lo menos lo eran antes de la plaga.
—¿Qué hace tan lejos de casa, señor Archer? —preguntó Zeke, apretando
los dientes mientras el hombre se tropezaba. Nos mantuve derechos usando
algo de fuerza vampírica—. Sobre todo por la noche, cuando los rábidos
merodean por la zona.
Joe Archer soltó una risilla cargada de vergüenza.
—Una de nuestras malditas cabras escapó —confesó, sacudiendo la
cabeza—. Las sacamos durante el día, cuando los rábidos duermen, pero
una decidió ir a darse un paseo por el bosque. Como perdamos a una sola de
ellas, nos quedaremos sin una buena parte de la carne y los lácteos, así que
salí a buscarla. Aunque no pretendía quedarme fuera hasta tan tarde, la
noche se me echó encima.
—Tiene suerte de seguir con vida —murmuré, deseando que se moviesen
más deprisa—. Si el jabalí lo hubiera mordido varias veces en lugar de
embestirle la pierna, encontrar una cabra sería el menor de sus problemas.
Lo sentí tensarse contra mi brazo y el corazón le empezó a latir más
deprisa.
—Ya —murmuró sin mirarme siquiera—. Menuda suerte.

Milagrosamente y, a pesar del evidente olor a sangre y del rastro que


dejamos, logramos evitar que nos atacase ningún rábido. Salimos del
bosque y nos topamos con un gran terreno cercado por una valla de alambre
de espino. Los restos de un antiguo granero se descomponían en el interior,
absorbidos por la maleza. También había un tractor oxidado en las mismas
condiciones.
En mitad del terreno habían erigido un muro de metal, madera y cemento
que rodeaba una colina baja. Alrededor del perímetro, había hogueras cada
pocos metros que iluminaban la oscuridad con calor y humo, y vi luces y
otros edificios al otro lado.
Colamos a Joe a través de la alambrada, con cuidado de no hacerle daño
en la pierna, y nos dispusimos a atravesar el terreno. Cuando íbamos por la
mitad, oímos un grito y alguien sobre el muro me cegó con la luz de una
linterna. Joe gritó, moviendo los brazos, y la luz se apagó. Varios minutos
después un crujido resonó por el campo cuando el portón se abrió y tres
personas, dos hombres y una mujer, se encaminaron deprisa hacia nosotros.
Me tensé por costumbre y porque el hombre joven portaba un rifle,
aunque no nos apuntaba con él. El otro era desgarbado y escuálido, pero en
quien más me fijé fue en la mujer. Llevaba el pelo castaño recogido en una
coleta y, a pesar de no parecer muy mayor, le salían algunas canas de las
sienes. Puede que de joven fuese guapa, pero ahora tenía la cara llena de
arrugas y un rictus serio en la boca. Sus ojos me decían que, sin lugar a
dudas, aquí la líder era ella.
—¡Joe! —bramó la mujer, lanzándose hacia nosotros—. ¡Gracias a Dios!
Pensábamos que habías muerto. —Pese a sus palabras, parecía tener ganas
de darle una colleja estuviese herido o no—. ¿Cómo se te ocurre ir al
bosque solo, idiota? Da igual, no respondas, me alegro de que hayas vuelto
a casa. Y… —clavó sus ojos marrones en mí— ya veo que has regresado
gracias a dos desconocidos.
—Sé buena con ellos, Patricia —soltó Joe con un quejido, intentando
sonreír—. Me han salvado la vida. Han matado a un jabalí rábido tremendo
sin despeinarse.
—¿No me digas? —respondió la mujer tranquilamente al tiempo que los
dos hombres se llevaban a Joe renqueando hacia el recinto—. Los caminos
del Señor son inescrutables. —Fijó su mirada aguda en nosotros—. Me
llamo Patricia Archer —se presentó con brusquedad—. No sé quiénes sois,
pero todo el que cuide de los míos es bienvenido.
—Gracias —respondió Zeke, solemne—. Yo me llamo Zeke y ella es
Allison.
—Encantada —respondió Patricia, inclinándose hacia nosotros y
entrecerrando los ojos—. A ver que os vea mejor; estos ojos ya no son los
que eran. Ay, madre, qué jóvenes sois. ¿Cuántos años tienes, muchacho?
¿Diecisiete? ¿Dieciocho?
—Diecisiete —contestó Zeke—. O eso creo.
—Pues habéis tenido una suerte increíble; viajar por ese bosque solos sin
dar con rábidos… Menudos problemas dan por estos lares.
«¿Problemas?», pensé. «¿Problemas como si fuesen ratas o mapaches?
Por Dios, que un jabalí rábido casi le arranca la pierna a ese hombre».
—En fin, ¿qué hacíais ahí fuera? —prosiguió Patricia, aunque no con
recelo, sino curiosa—. Bien podríais ser mis nietos. Bueno, da igual. —
Hizo un gesto para restarle importancia—. Ya basta de entrometerse,
Patricia. Entrad antes de que atraigamos a los rábidos. Seguro que querréis
comer algo caliente y dormir. Insisto. Tenemos un par de habitaciones
vacías y podemos calentar algunos cazos para que os deis un baño de agua
caliente. Parece que os vendría bien uno.
Darme un baño caliente era un lujo con el que apenas había soñado en el
Aledaño. La gente decía que existían, que había máquinas que calentaban el
agua para que saliese a la temperatura que quisieras. Yo jamás había visto
una.
Zeke negó con la cabeza.
—Le agradecemos su hospitalidad —contestó educadamente—, pero
deberíamos marcharnos. Nos están esperando en el bosque.
—¿Sois más? —Patricia parpadeó y desvió la mirada hacia la arboleda—.
Por Dios, no se pueden quedar ahí fuera. ¡David, Larry! —llamó a los dos
hombres para que se acercaran al portón—. Hay más gente en el bosque —
explicó, seria, mientras los hombres se movían deprisa, cada uno portando
un rifle—. En cuanto salga el sol, encontradlos y traedlos. Y ya puestos,
despertad a Adam y a Virgil y pedidles que os acompañen.
—No hace falta… —empezó a decir Zeke, pero ella chistó.
—Silencio, chico. No seas tonto. Habéis ayudado a uno de los míos y
ahora yo haré lo mismo con vosotros. No vemos a muchos humanos por
aquí. ¿Dónde decís que están los demás?
Zeke parecía reacio a darles la ubicación, dudando si aceptar o no la
ayuda de estos desconocidos, pero yo miré hacia la arboleda, hacia el cielo
cada vez más claro, y mis nervios me mandaron una señal de aviso. Las
estrellas estaban desapareciendo. El amanecer llegaría pronto.
—A unos cinco kilómetros al sureste de aquí —dije, cosa que provocó
que Zeke frunciese el ceño. Lo ignoré y mantuve contacto visual con
Patricia, que parecía preocupada—. Somos doce en total, aunque la mitad
son críos. Puede que tal vez tengáis que convencer al predicador, es terco.
—¿Un pastor? —A Patricia se le iluminaron los ojos—. Fantástico. Podrá
orar por Joe. ¿Y decís que hay niños ahí fuera? Señor, ten piedad. Bueno, ¿a
qué esperáis? —Hizo una mueca a los hombres, que, tras murmurar un «Lo
siento, señora», regresaron deprisa al recinto.
Patricia nos sonrió, aunque parecía llevar un buen tiempo sin hacerlo.
—Seguro que estáis cansados. Os enseñaré dónde podéis dormir y, si
esperáis una hora o dos, el desayuno estará listo. —Parpadeó como si se
acabase de dar cuenta de algo—. Jesús, supongo que debería ir a ayudar a
Martha con el desayuno. Vamos a tener muchos invitados. Por aquí, por
favor.
—¿Por qué has hecho eso? —susurró Zeke mientras seguíamos a la alta y
huesuda mujer hacia el recinto—. Lo que menos necesita esta gente es tener
más bocas que alimentar. Ya tendrán suficiente con buscar comida para
ellos.
—Estoy cansada, Zeke —respondí sin mirarlo—. Está a punto de
amanecer. Tengo hambre y estoy llena de la sangre de otra persona. No
quiero volver al bosque. Por una vez, me apetece dormir en una cama en
lugar de en el suelo duro y frío. —Bueno, esa última parte era mentira,
aunque él no tenía por qué saberlo—. Relájate, no creo que sean caníbales
ni adoradores de vampiros, ¿tú sí?
Zeke me lanzó una mirada irritada antes de suspirar y pasarse la mano por
el pelo.
—A Jeb no le va a hacer ninguna gracia —murmuró, sacudiendo la
cabeza.
—Menuda sorpresa…
15

Cuando desperté a la noche siguiente, me sentía… distinta. No en el mal


sentido, ni nada de lo que tuviera que preocuparme. Pero algo sí que había
cambiado. Luego caí. Estaba limpia y aseada.
Aparté la manta, me erguí y estiré los brazos por encima de la cabeza a la
vez que recordaba la mañana anterior. Remojarme en esa bañera —llena de
agua caliente y limpia, humeante hasta el punto de empañar las ventanas—
fue la mayor felicidad que había sentido en muchísimo tiempo. Estar
empapada bajo la lluvia o caer a un río revuelto y embarrado no contaba. Y
había jabón de verdad, algo de lo que tan solo había oído hablar en el
Aledaño. Los Archer fabricaban su propio jabón a partir de sosa cáustica,
arena y leche de cabra, y había usado una cosa amarilla y extraña para
frotarme y quitarme las capas incrustadas de sangre y suciedad de la piel
hasta conseguir ver por fin su color pálido original. Por desgracia, con el
amanecer a la vuelta de la esquina, mi remojón no duró demasiado, pero
permanecí en la bañera tanto como me atreví hasta que el sol me obligó a
salir, a ponerme el camisón que me habían dejado encima de la almohada y
a meterme en la cama.
Me levanté e inspeccioné la pequeña habitación. A juzgar por la manta de
solecitos y el empapelado de nubes, tenía toda la pinta de haber pertenecido
a un niño. Por un momento, me pregunté qué le habría pasado al dueño,
pero enseguida decidí no seguir por ahí.
Oí un crujido en el pasillo, un movimiento sobre los tablones de madera, y
me quedé helada. ¿Había alguien fuera? Agucé el oído y creí escuchar
pasos alejándose rápidamente de mi habitación y bajando las escaleras.
Un poco alarmada, miré en derredor y localicé mi ropa, completamente
limpia y bien doblada sobre una cómoda. Fruncí el ceño y pensé en el día
anterior. ¿Había cerrado la puerta con pestillo? Anoche dejé la ropa
manchada de sangre hecha un guiñapo en el suelo. Alguien había entrado a
mi habitación, aunque solo fuera para lavarme y doblarme la ropa, y eso me
ponía un pelín de los nervios. ¿Y si habían intentado despertarme sin éxito?
¿Y si se habían dado cuenta de que no respiraba? Mi katana se hallaba
sobre el montón de ropa, no junto a la cama, donde la había dejado, y eso
me ponía todavía más nerviosa.
Me enfundé la ropa y me colgué la espada a la espalda, jurando no volver
a separarme de ella. No podía descuidarme, sobre todo al estar rodeada de
incluso más humanos desconocidos. Me puse el abrigo y me giré para salir
cuando oí que llamaban a la puerta.
—¿Allie? —me llegó una voz desde el otro lado—. ¿Te has levantado ya?
Soy Zeke.
—Está abierto —respondí.
«Aunque eso va a cambiar a partir de esta noche».
La puerta crujió al abrirse hacia dentro y reveló a un Zeke sonriente y
muy limpio con una vela en la mano. Vestía una camisa blanca y unos
vaqueros ligeramente anchos; el pelo rubio, con aspecto de estar muy suave
y tocable, le cubría los ojos y parte del cuello. Seguía llevando la pistola, el
machete, el hacha y varias armas más, pero parecía estar más relajado que
nunca.
Además, aunque traté de no centrarme en eso, oía latir su corazón, bajito y
contenido, en su pecho. Percibía su pulso en la garganta, haciéndose eco de
los latidos, y la sangre que corría a través de sus venas, caliente y poderosa.
Aparté esos pensamientos de mi mente con una maldición. Tal vez se
debiese a la sobrecarga de anoche, al verme obligada a tener que ver la
herida, a oler la sangre que lo empapaba todo. Estar tan cerca de ese
hombre, incapaz de desgarrarle la garganta como había fantaseado con
hacer durante toda la noche, me hacía desearlo incluso más. Estaba llegando
al punto donde más me valdría alimentarme pronto o me volvería loca.
O tal vez se debiera a Zeke, sin más.
Eso iba a ser un problema.
—Anda, mira —dijo Zeke con voz queda y ojos traviesos mientras
levantaba la vela—. Si era verdad que había una chica debajo de toda esa
sangre y suciedad. Aunque eres un poco más pálida de lo que me esperaba.
Resoplé para ocultar las repentinas campanas de alarma que resonaron en
mi cabeza.
—¿Tú te has visto?
Se rio afablemente.
—Venga. Yo me acabo de levantar, pero creo que Jeb y los demás están
abajo, en el granero. Llegaron unas horas después de que nos fuéramos a
dormir. Al menos eso es lo que ha dicho Martha, después de decirme que
estaba lavando mis prendas íntimas y que me las devolvería mañana. —
Arrugó la nariz—. Creo que esa señora mayor se me estaba insinuando.
—Vale, voy a borrar esa imagen de mi mente. —Le dediqué una mirada
horrorizada mientras enfilábamos el pasillo—. Y para que lo sepas, las
palabras «señora mayor» y «prendas íntimas» nunca deberían usarse en la
misma frase.
Sonrió al tiempo que bajábamos las escaleras y atravesábamos los pasillos
sombríos de la vieja granja. Era un edificio antiguo absolutamente
monstruoso con dos plantas, grandes ventanales, suelos de madera y un
tejado que habían reparado en numerosas ocasiones. A lo largo de los años
lo habían expandido y ampliado, por lo que la parte trasera de la casa no
combinaba con la delantera, pero supuse que cumplía su función: mantener
un tejado sobre las cabezas de los Archer.
—¿Dónde están todos? —pregunté cuando llegamos a la planta baja sin
toparnos con nadie del numeroso clan.
Anoche, Patricia nos contó con orgullo que tres generaciones Archer
vivían bajo un mismo techo: hermanos, hermanas, tías, tíos, primos, primas,
familia política, abuelas, abuelos, todo el árbol genealógico. Había visto a
más de seis personas ocuparse de Joe cuando seguimos a Patricia al interior
de la casa, y sospechaba que había incluso más durmiendo en las
habitaciones. ¿Dónde estaban ahora? Oía repiqueteos viniendo de la cocina,
pero aparte de eso, la casa estaba en silencio.
Zeke se encogió de hombros.
—Creo que casi todos están fuera, ocupándose de los animales,
terminando el trabajo en el campo y asegurándose de que el muro aguante.
Martha me ha dicho que dejan que las cabras y las ovejas pasten a su aire
durante el día, pero que tienen que encerrarlas por la noche; si no, los
rábidos las atraparían.
—¿Zeke? —dijo una voz frágil y aflautada desde la cocina—. ¿Eres tú?
Zeke puso una mueca, se ocultó detrás de una pared y apagó la vela con
un soplido justo cuando una mujer mayor bajita y con el pelo blanco salía
de la cocina con una sartén en una de sus manos huesudas. Parpadeó
cuando me vio; aquellas gafas gruesas y encías sin dientes la hacían parecer
una lagartija.
—Ah —dijo sin ser capaz de ocultar su decepción—. Eres tú. La chica.
—Allison —la informé.
—Sí, por supuesto. —Martha ya ni siquiera me estaba mirando, sino que
inspeccionaba la estancia iluminada bajo la luz de las velas con sus ojos
legañosos—. Creí haber oído a ese chico. ¿No está Zeke contigo?
—No —repuse con firmeza, sin mirar al rincón donde Zeke estaba
negando con la cabeza de manera frenética—. No lo he visto.
—Vaya. Qué pena. —Martha suspiró—. Debe de estar en el granero con
los demás. Qué muchacho tan guapo, ¿verdad? —Resopló y me miró con
los ojos entornados por detrás de las gafas—. Ah, bien. Has encontrado la
ropa. Iba a decirte que la había lavado, pero dormías tan profundamente que
no he podido ni despertarte. ¡Parecías muerta!
—Sí. —Me removí incómoda. «Esta noche cierro con pestillo, vaya. Eso
o la tapio directamente»—. Supongo que estaba cansada. Nosotros…
nuestro grupo… dormimos durante el día y viajamos por la noche. No estoy
acostumbrada a estar despierta al mediodía.
—Dormir es una cosa. —Martha asintió con sabiduría—. Tú, mi niña,
parecías un lirón. —Abrí la boca para responder, pero pareció perder el
interés ahora que Zeke no estaba por aquí—. Bueno, si ves a ese muchacho,
dile que estoy preparándole una tarta solo para él. A los chicos les encantan
las tartas. La cena estará lista en una hora. Anda, ve y díselo a tu gente.
—Lo haré —murmuré a la vez que desaparecía de nuevo en la cocina.
Miré a Zeke con la esperanza de que no se hubiera percatado de mi
inquietud. Él solo se encogió de hombros y yo enarqué una ceja.
—El gran cazador —bromeé mientras nos escabullíamos por la puerta
trasera y salíamos al patio—. Es capaz de matar a rábidos feroces y a
jabalíes desbocados, pero una señora mayor consigue hacerlo huir
despavorido.
—Una señora mayor muy aterradora —me corrigió, aliviado de haber
salido de la casa—. No oíste lo que me dijo cuando me levanté. «Eres tan
dulce que hasta podría hacer una tarta contigo». Dime que eso no es lo más
espeluznante que hayas oído en tu vida. —Su voz subió varias octavas y se
volvió estridente y susurrante—. Hoy de postre tenemos tarta de manzana,
de arándanos y de Ezequiel.
Nos reímos juntos y nuestras voces rebotaron en las paredes de la granja.
Fuera, el aire crepuscular era fresco y brumoso, y cuando respiraba olía a
humo, tierra, ganado y estiércol. Era un olor puro; mucho más que el del
Aledaño o el de las calles de la ciudad. Las gallinas deambulaban por el
patio y se dispersaban frente a nosotros, y un perro negro y blanco y peludo
nos vigilaba desde un tractor oxidado. Me gruñó y crispó los labios cuando
lo miré, pero Zeke no se fijó.
—Ahora me toca a mí —dijo Zeke, con la vista fija en sus pies mientras
avanzábamos por el camino embarrado hasta el granero. Lo miré frunciendo
el ceño y él le dio una patada a una piedrecita, enviándola al césped—.
Darte las gracias —se explicó—. Por ayudarme con Joe, y por matar a ese
jabalí… Básicamente por salvarnos la vida. No creo que… Vaya, si no
hubieras estado allí…
Me encogí de hombros.
—No te preocupes —repuse, avergonzada—. Tú habrías hecho lo mismo,
y Darren también. Creo que ambos tuvimos mucha suerte esa noche. Nadie
salió herido, así que ya está. No le des más vueltas.
—Casi me cogió —murmuró Zeke, casi para sí—. Sentí sus dientes contra
la pierna mientras pasaba. Menos mal que no rasgaron la piel. Si Jeb llegara
a enterarse… —Se perdió en sus pensamientos.
—¿Qué? —lo incité.
Se sacudió.
—No, nada. Es solo que… me cantaría las cuarenta, eso es todo. —Me lo
quedé mirando fijamente, pero él rehuyó mi mirada—. En fin, solo quería
darte las gracias. —Se encogió de hombros—. Puedes unirte siempre que
quieras a Darren y a mí.
—¿Unirme?
—Ya sabes a lo que me refiero.
Habíamos llegado al granero, un edificio gris descolorido que olía a paja y
a excrementos de cabra. Un brillo cálido y amarillento provenía del interior,
junto con los murmullos de la gente y los balidos del ganado. Atravesamos
las dos puertas grandes y encontramos a Jeb casi al frente hablando con
Patricia mientras que el resto del grupo se había despatarrado a su
alrededor, sentados en fardos de paja o apoyados contra las vallas. Matthew
estaba sentado en un rincón con un biberón con el que alimentaba a la
cabrita bebé que sostenía en su regazo y Caleb y Bethany los miraban,
embelesados.
—Gracias por tu hospitalidad —decía Jeb al tiempo que Zeke y yo
entrábamos en el granero—. Agradecemos que nos ofrezcas tu hogar, pero
no queremos molestar.
—Ay, Jebbadiah, qué va —respondió Patricia por encima de él—. No es
molestia ninguna. Sois bienvenidos aquí y podéis quedaros tanto tiempo
como necesitéis. Tenemos comida suficiente, y si no os importa dormir en
el granero, hay espacio para todos. Debo decir que es un pelín extraño que
durmáis durante el día, pero no soy nadie para juzgar. —Echó un vistazo al
resto del grupo y sonrió a Matthew, a Caleb y a la cabrita—. Sé que es
demasiado pronto para tomar una decisión —continuó con una voz casi
nostálgica—, pero si decidís quedaros de manera más permanente, siempre
podemos ampliar la casa. Ya lo hemos hecho antes, así que se puede hacer
otra vez.
—No podemos quedarnos mucho —se reafirmó Jeb—. Sí que os pediría
que no interrumpieseis nuestros ciclos de sueño. A lo mejor podemos
pagaros por vuestra hospitalidad de alguna otra forma.
—Que reces por nuestro Joe ya es suficiente, predicador —dijo Patricia,
cambiándosele la expresión a otra más seria y ceñuda—. Y, tal vez, si de
verdad quisieras ayudar, a lo mejor podrías prestarnos a un par de tus
hombres para que nos echen una mano vigilando el muro por la noche,
manteniendo los fuegos encendidos y cuidando a los animales. Como no
dormís por la noche…
—Sí. —Jebbadiah asintió y de pronto nos vio a Zeke y a mí, de pie junto a
las puertas, observando—. Por supuesto —continuó y le hizo un gesto a
Zeke para que se acercase. En cuanto lo hizo, le dio una palmada en el
hombro—. Ya has conocido a mi hijo —dijo con un vestigio de orgullo en
la voz—. Ezequiel se encargará de las guardias y de cualquier otra cosa que
necesitéis.
—Nos vendrá genial tener a más gente pendiente del muro —reflexionó
Patricia, y le dedicó a Jeb una sonrisa tensa—. Muy bien, predicador,
aceptamos tu oferta. David y Larry les enseñarán a tus chicos cómo
hacemos las cosas aquí por la noche.
Ambos asintieron; dos líderes estrictos y prácticos apreciando algo del
otro. Por un segundo, tuve la idea absurda de que harían una muy buena —
aunque aterradora— pareja y solté una risita.
Tres pares de ojos se desviaron hacia mí.
—Y ella es Allison —dijo Jeb impasible, sin nada del orgullo que había
dejado entrever con Zeke—. La miembro más reciente de nuestra familia,
aunque Ezequiel me dice que es bastante peligrosa con esa espada. Al
parecer se ocupó del jabalí desbocado prácticamente ella sola. —Las
palabras salieron vacías, rígidas. Puede que no estuviese en mi contra, pero
tampoco me estaba alabando.
«Vaya, igualito que cuando hablamos junto al río. Supongo que aún tiene
que seguir manteniendo esa fachada de cabrón malhumorado con el resto
del grupo».
—Ya nos conocemos —comentó Patricia esbozando una sonrisita de
aprobación—. Joe dijo que os vio a ambos desde el árbol y que te moviste
más rápido que cualquiera que haya visto nunca.
Me encogí de hombros, inquieta, pero menos mal que Zeke intervino.
—¿Cómo está? —preguntó, con una nota de sinceridad en la voz. Seguía
sorprendiéndome lo mucho que podía llegar a preocuparse por un completo
desconocido.
El rostro de Patricia se ensombreció.
—Vivo —murmuró, y bajó la voz hasta casi un susurro—. Ahora está en
manos del Señor.

David y Larry, los dos trabajadores más mayores en la granja, llegaron más
tarde y explicaron lo que había que hacer. Lo primero y más importante era
vigilar el muro, la barrera que rodeaba el recinto y que mantenía a los
rábidos alejados. Se habían construido plataformas y pasarelas por el
interior del muro, de manera que se tuviera una mejor vista del campo
abierto y de cualquier cosa que emergiese del bosque. No solo había que
guarnecer las plataformas, sino también alimentar las hogueras
constantemente. Y alguien debía quedarse en el granero con los animales
porque se asustaban si olían a un rábido fuera.
A Zeke, Darren, Jake y a mí nos tocó ayudar con las guardias. Ruth
también se ofreció, con la esperanza de estar cerca de Zeke, pero el trabajo
requería saber cómo disparar un rifle, y a la pobre y delicada Ruth le daban
miedo las armas. Así que la dejaron encargada de vigilar a las ovejas y las
cabras mientras que a mí me enseñaron a cómo usar un rifle de caza. Traté
de no mostrarme muy subidita cuando me entregaron el arma y a ella no,
pero me costó.
—Guay —murmuró Zeke mirando a través de la mirilla del rifle hacia la
explanada de fuera. Nos habíamos apostado en la plataforma más cercana al
bosque, por donde habíamos salido nosotros con Joe la noche anterior, y
Zeke se encontraba de rodillas con los codos sobre la baranda—. Yo antes
tenía un rifle como este. Hacía que cazar fuese mucho más fácil, hasta que
se me cayó de un árbol y se le partió la culata. —Puso una mueca y bajó el
arma—. Jeb… se enfadó conmigo.
Me encogí en un gesto de solidaridad.
—¿Cuánto tiempo crees que nos quedaremos aquí? —pregunté,
apoyándome contra la baranda con la esperanza de que los tablones
desvencijados soportaran mi peso—. Me cuesta pensar que Jeb haya parado
así como así. ¿Cómo es que está considerando siquiera quedarse unas
cuantas noches?
—Me dijo que quiere quedarse hasta que lo de Joe se resuelva —
respondió Zeke—. Patricia le pidió que rezara por él, pero creo que se debe
a algo más. Creo que quiere asegurarse de que no dejamos un demonio
aquí.
«¿Un demonio?», pensé, pero me llamó la atención un movimiento en el
campo.
—Zeke —murmuré, señalando al bosque—. Rábidos.
Zeke se enderezó y levantó el rifle mientras yo observaba a los monstruos
acercarse con su hedor horrible y asqueroso impregnando el aire. Había
tres, pálidos y macilentos, moviéndose por la explanada, directos hacia el
muro. Se movían sin naturalidad, a veces a cuatro patas, y otras encorvados.
Sus andares erráticos y espásmicos me ponían los pelos de punta. Dos de
ellos estaban completamente desnudos, pero uno seguía teniendo los restos
de un vestido andrajoso pegados al cuerpo y lo arrastraba por el barro.
—¡Rábidos! —gritó Zeke, y su voz resonó por todo el recinto.
Al instante, Darren y Larry bajaron de la plataforma opuesta a la nuestra y
se precipitaron hacia nosotros. Escalaron la torreta y esta crujió bajo su peso
a la vez que yo retrocedía para dejarles espacio. Zeke se apoyó sobre una
rodilla y apuntó a los rábidos con el arma, pero Larry levantó una mano.
—No, no malgastes munición —le advirtió con los ojos entrecerrados
mientras miraba más allá del humo y las llamas de abajo—. Aún están
demasiado lejos y es casi imposible matarlos de un solo disparo. Déjales
que se acerquen. Mejor tener un buen ángulo antes de disparar. Y hasta
puede que ni tengamos que hacerlo.
Los rábidos se detuvieron de golpe mientras contemplaban el muro con
expresión vacía y hambrienta. Zeke y Darren mantuvieron los rifles en alto,
apuntándoles, pero los rábidos parecían saber perfectamente lo cerca que
podían llegar sin que les disparasen. Rodearon el borde del campo,
manteniéndose justo fuera de alcance, ocultándose tras los árboles y en
arbustos, y nunca aproximándose lo suficiente como para poderlos tener a
tiro limpio.
A mi lado, Zeke emitió un ruidito que se asemejaba mucho a un gruñido.
Me lo quedé mirando con asombro. Tenía los hombros rígidos, tensos, y le
brillaban los ojos, cargados de odio.
—Venga —musitó, y la frialdad y la rabia que oí en su voz me
sorprendieron—. Acercaos un poco más, solo unos pasos más.
—Tranqui, chico —lo calmó Larry—. No te emociones tanto. Es mejor no
atraer a más con la conmoción.
Zeke no respondió. Toda su atención estaba puesta en los rábidos de
abajo. Ahora parecía distinto; el chico sonriente y campechano que conocía
había desaparecido. En su lugar había un desconocido de ojos fríos y
crueles y con la expresión más dura que una piedra. Mientras lo
contemplaba, sentí una punzada de temor. En ese momento se parecía
muchísimo a Jeb.
—Nos han cogido la medida —murmuró Larry, forzando la vista para
tratar de vislumbrar más allá de las llamas en la oscuridad—. Hace unos
años había un montón y todos venían como locos hacia el muro para buscar
una forma de entrar durante la noche. Nos cargamos a varios, aunque
matarlos es difícil de cojones, antes de que se nos ocurriera dispararles. Aún
siguen apareciendo —señaló con el pulgar a la linde del bosque—, pero ya
rara vez se acercan. Por regla general, vienen a comprobar si tenemos las
hogueras encendidas y luego se marchan. Mira, ya se van.
Vi a los rábidos fundirse de nuevo con el bosque y desaparecer entre los
árboles. La tensión abandonó los hombros de Zeke y de Darren, y se
irguieron a la vez que bajaban las armas. No obstante, Zeke parecía
decepcionado.
—Volverán —afirmó Larry, sin cansancio o resignación. Era un hecho, sin
más—. Siempre lo hacen. —Le dio un toquecito a Darren en el hombro—.
Venga, ¿Darren era? Regresemos a nuestro puesto. A veces los monstruos
dan la vuelta y nos atacan desde el otro lado, los muy astutos.
Darren y Larry bajaron de la plataforma y volvieron a la suya mientras el
segundo seguía comentando más «estrategias» de los rábidos, si es que
podían llamarse así siquiera. Zeke dejó el rifle en el suelo y se apoyó contra
la baranda a mi lado. Nuestros hombros apenas se rozaban mientras
oteábamos la explanada.
—Viven bien aquí —dijo, sin burla ni sarcasmo. Su tono era casi
melancólico, envidioso.
Resoplé y me crucé de brazos para ocultar la inquietud de hacía un
momento.
—¿Qué? ¿Con el muro, enjaulados como el ganado y la constante
amenaza de invasión de los rábidos? Es como una Nueva Covington en
miniatura, salvo que aquí no hay vampiros.
«Menos uno».
—Tienen un hogar —repuso Zeke, mirándome de soslayo—. Tienen una
familia. Se han labrado su propia vida y sí, puede que no sea cien por cien
segura o perfecta, pero al menos tienen algo que les pertenece. —Suspiró y
se pasó los dedos por el pelo—. No como nosotros, que viajamos
constantemente sin saber lo que encontraremos o qué vendrá después. Sin
tener un hogar al que volver.
El anhelo en su voz era palpable. Sentía su hombro contra el mío, nuestros
brazos rozándose, el calor irradiando de él. No nos miramos; seguimos con
la vista fija en el bosque amenazante.
—¿Y tu hogar? —pregunté con suavidad—. Antes de todo esto, antes de
que empezarais a buscar el Edén, ¿dónde vivías?
—En una casita amarilla —murmuró Zeke con voz distante—. Con un
neumático como columpio en el jardín delantero. —Parpadeó y me dedicó
una mirada avergonzada—. Ay, no te interesa, ¿verdad? Es muy aburrido.
No tiene nada de especial.
Lo miré confusa. Toda mi vida había creído que más allá de las ciudades
vampíricas no existía nada más que naturaleza y rábidos. El hecho de que
hubiera otros asentamientos allí fuera, otros pueblos, sin importar lo lejos
que estuvieran los unos de los otros, me daba esperanza. Tal vez el mundo
no estuviese tan vacío como pensaba en un principio.
Pero no le dije eso. Tan solo me encogí de hombros.
—Cuéntamelo —repuse.
Él asintió y se quedó en silencio un instante, como si estuviera
reorganizando los recuerdos en su mente.
—No recuerdo mucho —comenzó, con los ojos fijos en la oscuridad—.
Había un pueblecito en lo más hondo de una cordillera. Era bastante
pequeño, todos nos conocíamos. Estábamos tan aislados que ni siquiera
pensábamos en los rábidos, en los vampiros o en las cosas que sucedían
fuera. Así que cuando los rábidos llegaron, a todos nos pilló por sorpresa.
Salvo a Jeb. —Zeke se detuvo y respiró hondo. Su mirada era sombría y
distante—. La primera casa a la que vinieron fue a la nuestra —caviló—.
Los recuerdo arañando las ventanas, echando las paredes abajo para entrar.
No sé si fue mi madre o mi padre quien me escondió en un armario y yo oí
sus gritos a través de la puerta. —Se estremeció, pero su voz sonó calmada,
como si aquello le hubiese ocurrido a otra persona y no fuera el mismo
chico de la historia—. Lo siguiente que recuerdo fue la puerta abriéndose y
a Jeb ahí de pie, mirándome. Me acogió y vivimos allí durante varios años.
—¿El resto del grupo también era de allí?
—Casi todos. —Zeke me dedicó una mirada de soslayo—. Al principio
éramos más y luego fuimos recogiendo a otros, como Darren, por el
camino. Pero sí, la gran mayoría vivíamos en ese pueblo. Tras el ataque de
los rábidos, la gente tenía miedo. No sabían qué hacer. Así que empezaron a
escuchar a Jeb, a acudir a él en busca de ayuda, y a suplicarle consejo. Con
el tiempo, se convirtió en algo semanal, donde nos reuníamos en la antigua
iglesia durante una hora o así y lo escuchábamos hablar. Jeb les dijo a todos
que no tenía intención de volver a ser predicador, pero la gente seguía
volviendo. Y después de un tiempo, se ganó a un buen puñado de
seguidores.
—Y sin embargo Jeb cree que Dios ha abandonado el mundo, que ya no
está aquí con nosotros. —Miré a Zeke con confusión—. Me imagino que
eso no sería plato de buen gusto para muchos.
—Te sorprendería. —Zeke se encogió de hombros—. La gente estaba
desesperada por tener algún tipo de guía, y no fue tan desalentador como te
piensas. Jeb cree que, aunque Dios ya no esté velando por nosotros,
tenemos que seguir luchando contra el mal mientras estemos aquí. Que no
podemos dejarnos corromper por los demonios. Que no hay otra forma de
alcanzar la eternidad cuando muramos.
—Qué alentador.
Esbozó una pequeña sonrisa.
—Sí que tenía bastante oposición, pero no parecía molestarle. Jeb nunca
le tuvo mucho cariño al pueblo, no como yo. Ahora que lo pienso, no creo
que su intención fuera quedarse mucho tiempo. No con todo lo que me
estaba enseñando.
—¿Qué te enseñó?
—Todo lo que sé: a disparar, a luchar. Nos íbamos a las colinas de detrás
del pueblo, de día, por supuesto, y me enseñaba a sobrevivir en la
naturaleza. Maté a mi primer conejo cuando tenía seis años y lloré todo el
rato mientras lo despellejaba. Pero —prosiguió—, esa noche, nuestro
vecino cogió al animalito y preparó un guiso con él, y nos sentamos
alrededor de la mesa de la cocina y nos lo comimos todo. Jeb estaba tan
orgulloso. —Zeke se rio, cohibido, y sacudió la cabeza—. Ese era mi hogar,
por sorprendente que parezca. No este viaje interminable. No una ciudad
anónima que puede que no encontremos nunca. —Suspiró con pesadez y
echó un vistazo al granero. La responsabilidad reflejada en su rostro era casi
abrumadora—. En fin… —terminó, deshaciéndose de la nostalgia a la vez
que volvía a centrarse en el bosque—, por eso pienso que los Archer viven
bien aquí. Rábidos, muros y hogueras incluidos. —Y entonces por fin me
miró, sonriente y desafiante—. Así que, venga, dime que soy un idiota
sentimental todo lo que quieras, pero es mi opinión y no pienso cambiarla.
—No eres idiota —respondí—. Creo que te exiges demasiado y que Jeb
no debería pedirte que los mantengas a todos vivos y felices.
Sonrió, esta vez de verdad, aunque su voz siguió sonando un poquitín
provocadora.
—Bueno, ¿y qué crees que soy, entonces?
«Ingenuo», pensé al instante. «Ingenuo, valiente, altruista, increíble… y
demasiado bueno como para sobrevivir en este mundo. Si sigues así, al final
te terminará destruyendo. Lo bueno nunca dura mucho».
Pero no le dije nada de eso, claro. Simplemente me encogí de hombros.
—No importa lo que yo crea —musité.
—A mí sí. —La voz de Zeke sonó suave, casi como un susurro.
Lo miré. Sus ojos eran de un azul tormentoso bajo la luz de la luna y su
pelo, de un rubio casi platino. La cruz destelló en su pecho, un parpadeo
metálico que se me antojó como un aviso, pero no pude apartar los ojos de
su rostro. Despacio, se apartó de la baranda y se inclinó hacia mí para
apartarme un mechón de pelo de la cara.
Sus dedos me rozaron la piel y la calidez me atravesó como una descarga
eléctrica. Oía los latidos de su corazón en el pecho y veía cómo le palpitaba
la vena bajo la mandíbula. Era calor, sangre y vida. Su olor estaba por todas
partes, abrumador; un olor distintivo y terrenal que era solo suyo. Me
imaginé besándolo, deslizando los labios por su garganta y sintiendo un
torrente de sangre caliente inundarme la boca. Noté cómo se me extendían
los colmillos al tiempo que me inclinaba hacia adelante.
—¡Zeke!
La voz de Ruth rompió el momento y nos separamos de golpe. Yo
recuperé la razón. Horrorizada, me erguí y me alejé hasta el borde de la
plataforma para que me diera el aire.
¿Qué diantres hacía jugándomela de esa manera? Morder al hijo del
predicador era una forma excelente de que me expulsaran y me
persiguieran. A Jeb no le temblaba el pulso a la hora de abandonar a quien
fuese, pero me daba la sensación de que conmigo haría una excepción. E
incluso peor, Zeke sabría lo que era y me odiaría por ello.
«Además», susurró un rinconcito oculto de mi mente, «¿y si lo hubieras
mordido y no hubieses podido parar? ¿Y si le hubieses arrancado toda su
luz y calidez y lo hubieras dejado seco?».
Me estremecí y ordené a mis colmillos que se retrajeran, reprimiendo así
el deseo y la sed que venían con ellos. Volví a pensar en nuestro casi beso y
tuve que preguntármelo: ¿lo habría besado o habría recorrido esos últimos
centímetros para desgarrarle la garganta?
—¡Zeke! —volvió a llamarlo Ruth, ajena a la escena que casi tenía lugar
—. La señora Archer quiere que te recuerde que hay que alimentar el fuego
de la hoguera de fuera. La leña está detrás del aljibe. Puedo enseñarte donde
está si bajas.
—Iré yo —dije rápidamente mientras Zeke se asomaba por encima de la
baranda para responder a Ruth. Se detuvo y me dedicó una mirada
interrogante, pero yo me giré hacia la escalerilla antes de que él pudiese
decir nada.
Si Ruth quería pasar tiempo a solas con Zeke, que así fuera. Tendría su
oportunidad. Ahora mismo tenía que alejarme de él antes de que ambos
hiciéramos algo de lo que nos arrepintiésemos.
—Allison —pronunció Zeke con suavidad, deteniéndome. Levanté la
vista hacia él desde la escalerilla y vi que me estaba mirando con tristeza y
confusión—. Lo siento —musitó—. No debería… Creía… —farfulló con
un suspiro y se pasó una mano por el pelo—. No te vayas, ¿vale? —me
suplicó con una sonrisa esperanzadora—. Me portaré bien, lo prometo.
«Pero yo no».
Negué con la cabeza y bajé, aunque dejé el rifle arriba, contra la baranda.
Sentí los ojos de Zeke sobre mí mientras descendía, pero yo no lo miré.
Cómo no, Ruth me fulminó con la mirada cuando bajé, pero la ignoré y
me encaminé hacia el aljibe en el rincón más alejado del recinto. Sus
zapatos resonaron contra los peldaños de la escalerilla mientras ascendía a
la plataforma, junto a Zeke, y yo me obligué a seguir caminando. Con
suerte, la firme adoración de Ruth distraería a Zeke de venir tras de mí,
aunque una parte de mí deseaba que lo hiciera.
«Es mejor así», me dije a mí misma, pasando junto al granero. Murmullos
suaves y balidos contentos provenían del interior; el resto del grupo estaba
aprovechando al máximo esta parada inesperada, probablemente aliviados
de no tener que caminar a través de un bosque infestado de rábidos. «Por
qué poco…», continué, apretando el paso para que nadie me viera. «¿Qué
habrías hecho si Zeke se enterase? ¿Crees que podrías gustarle de saber lo
que eres en realidad?». Resoplé mentalmente. «Ya viste cómo se puso con
los rábidos. Te clavaría una estaca en el corazón o te metería una bala en la
cabeza sin pensárselo dos veces. Te vendería, igual que hizo Rama».
Llegué hasta la diminuta leñera a la sombra del aljibe, que no era más que
una caseta de madera con el techo de chapa. Estaba hasta arriba de leña
cortada, así que cargué varios leños en la carretilla oxidada que había cerca
justo cuando oí un quejido.
Cauta, me llevé una mano a la espada y aguardé, inmóvil. Lo oí otra vez,
ese sonido suave e indefenso de un humano herido, al otro lado de la leñera.
Aún con la mano en la empuñadura, rodeé la caseta más que dispuesta a
desenvainar el arma de ser necesario. No obstante, cuando vi lo que estaba
provocando ese ruido, bajé el brazo. No hacía falta.
Detrás de la leñera había una jaula de hierro enorme. Los barrotes eran
gruesos y apenas dejaban espacio entre uno y otro, aunque había suficiente
como para vislumbrar el interior. La puerta tenía rejas en dos direcciones y
estaba cerrada y protegida con cadenas y un candado. Los barrotes de hierro
llegaban hasta el suelo, separando al prisionero de la tierra natural. Habían
extendido una fina capa de paja por el suelo que absorbía en parte el olor a
orina, a yodo y a sangre.
Acurrucado bajo una manta en el rincón más cercano a la leñera, un rostro
familiar y barbudo levantó la cabeza y me miró.
Parpadeé.
—¿Joe? —susurré al reconocer al hombre que Zeke y yo habíamos
ayudado en el bosque—. ¿Qué haces ahí dentro? —pregunté, consternada.
Podía oler la sangre, la carne abierta bajo los vendajes. Aún seguía
gravemente herido y necesitaba estar encamado, o al menos en una
habitación donde pudieran atenderlo mejor—. ¿Quién te ha metido ahí? —
exigí saber, envolviendo un barrote con el puño. Él se me quedó mirando
con los ojos adormilados y yo retrocedí, indignada—. Voy a por Patricia —
le dije—. Ella te sacará de aquí. Espera un poco.
—No —resolló Joe, extendiendo una mano. Me lo quedé mirando y él
tosió y tembló bajo la manta—. No pasa nada —prosiguió cuando terminó
el acceso de tos—. El jabalí me destrozó la pierna. Tengo que quedarme
encerrado hasta que estén seguros de que no me voy a convertir.
—¿Te han encerrado ahí a propósito? —Regresé y aferré los barrotes con
fuerza mientras lo miraba—. ¿Tú les has dejado? ¿Y qué hay de la pierna?
—Me la han curado lo mejor posible —respondió Joe, encogiéndose de
hombros—. Por la mañana, alguien vendrá y me cambiará las vendas. No es
para tanto. Creo que saldré de esta.
Inspeccioné su cara amarillenta y sudorosa, con el dolor reflejado en sus
ojos, y sacudí la cabeza.
—Me parece increíble que te hayan dejado aquí como a un animal. Yo
estaría chillando y subiéndome por las paredes intentando salir.
—Quiero estar aquí —insistió Joe—. ¿Y si muero en casa y me convierto
antes de que alguien se dé cuenta, cuando todos están dormidos? Podría
matar a toda mi familia. No. —Se reclinó y se tapó aún más con la manta
—. Necesito hacer esto. Aquí no soy un peligro para nadie y la familia está
a salvo. Eso es lo único que me importa.
—Bien dicho —dijo una voz por encima de mi hombro.
Me giré sobre los talones. Jeb se encontraba junto a una esquina de la
jaula mirando al interior con el rostro impasible. El hombre se movía como
si él mismo fuera un vampiro; ni siquiera lo había oído acercarse.
—Ya lo ves, Allison —meditó Jeb, aunque sin mirarme—. A este buen
hombre le preocupa más la seguridad de su familia que su propia y breve
existencia. De hecho, todos aquí entienden lo que debe hacerse para
proteger a la mayoría y no solo a unos cuantos. Así es como han
sobrevivido tanto tiempo.
—¿Crees que encerrar a un hombre herido como a un perro, sin
tratamiento, ayuda o medicinas, es lo mejor para él?
Jeb desvió su mirada de acero hacia mí.
—Si el alma de ese hombre corre peligro de corromperse y su cuerpo, de
sucumbir a la oscuridad, entonces ya no es un hombre, sino un demonio. Y
cuando el demonio emerja, es mejor tenerlo contenido. Por la seguridad de
los demás humanos incontaminados, creo que es lo mejor. —Abrí la boca
para protestar, pero él se me adelantó—. ¿Qué harías tú, si no?
—Yo… —Jeb enarcó las cejas, expectante, y lo fulminé con la mirada—.
No lo sé.
—Ezequiel y tú… —El viejo sacudió la cabeza—. Os negáis a ver el
mundo como es. Pero eso no es problema mío. Si me disculpas, tengo que
ponerme a rezar por el alma de este hombre. A lo mejor todavía puede
salvarse.
Me dio la espalda y agachó la cabeza a la vez que empezaba a hablar en
voz baja. Dentro de la jaula, Joe hizo lo mismo. Regresé a la leñera, agarré
la carretilla y la llené de madera tanto como pude, asegurándome de lanzar
los leños para que hicieran el máximo de ruido posible contra el metal
oxidado.
Sabía, por muy retorcido y enfermizo que fuese, que Jeb tenía razón.
Cualquier humano al que hubiese mordido un rábido, ya fuera un perro, una
mofeta o una persona, corría el riesgo de convertirse. Era distinto con los
vampiros, donde había que beber la sangre de tu «progenitor» para
transformarse en uno. En mi caso, la sangre de Kanin, que era un vampiro
Señor, me había fortalecido lo suficiente como para superar la enfermedad,
y él había iniciado el proceso justo después de que me atacaran. Había
tenido mucha suerte; la mayoría de los vampiros creaban rábidos cuando
trataban de transformar a alguien.
El rabidismo, no obstante, era mucho más potente y certero. Cada caso era
distinto, me había dicho Kanin. Normalmente dependía de la gravedad de la
herida, de la fortaleza de la víctima y de su voluntad para luchar contra la
infección. El virus se expandía rápido, acompañado por una fiebre alta y
muchísimo dolor, antes de terminar matando al anfitrión. Si no se evitaba, el
cuerpo volvía a revivir completamente cambiado; despertaba como un
rábido, portador del mismo virus mortal que lo había convertido.
Sabía que las precauciones que habían tomado los Archer eran necesarias;
incluso con uno de los suyos, no podían permitirse correr el riesgo de que se
transformara en un rábido. No obstante, la idea de estar encerrado en una
jaula solo y deseando morir seguía poniéndome la piel de gallina. Me surgía
la duda de qué opinaría Zeke de todo esto. ¿Se sorprendería y le molestaría
tanto como a mí? ¿O se pondría del lado de Jeb, afirmando que era lo que
había que hacer?
Zeke… Lo aparté de mi mente a la vez que lanzaba un leño con tanta
fuerza a la carretilla que rebotó y golpeó la pared de la caseta. Ese momento
que habíamos compartido en la plataforma no podía repetirse. Por mucho
que lo deseara. No podía dejar que se acercara tanto otra vez. Por el bien de
los dos.
Ruth y Zeke seguían en lo alto de la plataforma, sentados el uno junto al
otro, cuando regresé con la carretilla llena de leños y ramas. No volví a la
torreta, pero sí que observé cómo Larry alimentaba las hogueras soltando
varios leños desde el muro que aterrizaban directamente sobre las llamas sin
necesidad de abandonar la seguridad del recinto. Estaba impresionada. En
vez de salir para echar leña a los fuegos y tentar a cualquier número de
rábidos que estuviesen vigilando desde el bosque, se habían buscado una
forma ingeniosa de lidiar con el problema que conllevase el menor peligro
posible. Había que admirar su creatividad.
Tras avivar las hogueras, regresé al granero; quería evitar a Zeke y a Ruth
en la plataforma a toda costa. Tal vez él pudiera enseñarle cómo coger y
disparar mi rifle —eso a ella le encantaría— y yo me quedaría a cargo de
vigilar al ganado. Lo que fuera con tal de alejarme de él.
El granero estaba calentito y olía a cerrado cuando abrí las puertas. Los
animales estaban felizmente dormidos, y la mayoría del grupo se
encontraba fuera o en la casa, ayudando con la guardia o llevando a cabo las
diversas tareas que había que hacer en la granja. Pero Teresa, Silas y el niño
más pequeño se habían quedado en el granero con los animales. El viejo
Silas dormitaba en un rincón. Teresa se hallaba sentada cerca, remendando
una manta y tarareando para sí. Me sonrió y me saludó con la cabeza
cuando entré.
—Allison.
Caleb emergió de uno de los cubículos y se encaminó hacia mí con la
pequeña y tímida Bethany tras de él, aferrando un biberón con su mano
mugrosa. Caleb sostenía a una cabrita bebé en los brazos, aunque no sabía
muy bien qué hacer con ella porque no dejaba de gemir y de balar. Me
arrodillé enseguida y le quité el animal de los brazos antes de estrecharla
contra mi pecho. La cabrita se calmó un poco, pero siguió quejándose
lastimosamente.
—No tiene mamá. —Caleb parecía estar a punto de echarse a llorar. Se
limpió la carita y dejó un rastro de barro en la mejilla—. Hay que darle de
comer, pero no quiere beberse el biberón. No deja de llorar, pero no bebe la
leche, y no sé lo que quiere.
—Dame —dije, extendiendo una mano para que Bethany me entregara el
biberón.
Me senté contra la pared y coloqué a la diminuta cabrita en mi regazo
mientras los dos niños humanos contemplaban la escena, expectantes. Por
un momento, sentí una punzada de irritación porque la que tendría que estar
aquí haciendo esto era Ruth, no yo, pero enseguida me centré en la tarea
que tenía entre manos. No tenía mucha idea de lo que hacer, porque nunca
había visto una cabra y mucho menos sostenido una, pero tendría que
arreglármelas como pudiera.
Presioné el biberón para que saliera una gotita de leche de la tetina y
aguardé a que la cabra balase otra vez antes de introducírsela en la boca.
Las primeras dos veces, la muy testaruda sacudió la cabeza y gimoteó más
alto que antes, pero a la tercera, por fin se dio cuenta de lo que le estaba
ofreciendo. Cerró la quijada en torno al biberón y empezó a beber con
ganas y a gorjear a través de la leche. Mi público aplaudió con alivio.
Antes de asimilar lo que estaba ocurriendo, Caleb se sentó a un lado de mí
y Bethany al otro, apoyándose ambos contra mi brazo. Yo me tensé y me
quedé tiesa como un palo, pero ellos no parecieron reparar en mi
incomodidad, y la cabrita sobre mi regazo lloriqueó porque no le estaba
sosteniendo el biberón bien. Resignada, me recliné y observé a las tres
criaturitas a mi alrededor mientras intentaba no respirar su olor u oír los
latidos de su corazón. Teresa me miró y sonrió y yo, sin saber qué otra cosa
hacer, me encogí de hombros.
—¿Sabéis? —murmuré, más para mantener la mente distraída y no pensar
en sangre, corazones o el hambre que me estaba entrando—. Creo que este
pequeño necesita un nombre, si no se lo han puesto ya. ¿Qué pensáis?
Caleb y Bethany coincidieron.
—¿Qué tal Princesa? —sugirió Bethany.
—¿Qué dices? —repuso Caleb al instante—. Ese es nombre de chica.
Ella le sacó la lengua y Caleb le devolvió el gesto. Contemplé a la cría
mientras se bebía el biberón y le chorreaba leche por la barbilla. Era casi
toda blanca, salvo por unas cuantas manchitas negras en las patas traseras y
una más grande y circular sobre un ojo que le daba aspecto de bandido o
pirata.
—¿Y Manchas? —cavilé.
Ellos aplaudieron encantados. Ambos opinaban que el nombre era
perfecto y Bethany incluso besó a Manchas en su cabecita peluda, cosa que
la cabra ignoró. Tras un rato observándola engullir leche, Caleb soltó un
suspiro desde lo más hondo de su ser y se desplomó contra mí.
—No quiero irme —musitó, y sonó muy cansado y agotado para alguien
de su edad—. No quiero seguir buscando el Edén. Prefiero quedarme aquí.
—Yo también —farfulló Bethany, pero estaba medio dormida acurrucada
contra mi costado.
Caleb levantó una mano y acarició a Manchas en el hombro, a lo cual el
animal reaccionó sacudiendo la piel como si estuviera espantando a una
mosca.
—Allie, ¿crees que habrá cabras en el Edén? —meditó.
—Seguro que sí —respondí, levantando el biberón para que la cabrita
pudiese terminarse las últimas gotas—. A lo mejor hasta podrías tener
varias.
—Ojalá —murmuró—. Entonces ojalá lleguemos pronto.
No mucho después, el biberón se vació y los tres se quedaron dormidos,
acurrucados en mi regazo o bien contra mis costillas. Teresa también se
había dormido con el mentón pegado al pecho y la manta a un lado en el
suelo. El granero se había quedado completamente en silencio salvo por el
ruido que producía el ganado al moverse dormido y los latidos de los tres
corazones a mi alrededor.
Bethany de repente resbaló y su cabecita cayó sobre mi pierna. Se le
desparramó el cabello rubio por el muslo y yo me la quedé mirando. La luz
titilante de la lámpara iluminaba su pálido cuellecito mientras ella
suspiraba, se acurrucaba más contra mí y murmuraba en sueños.
Se me extendieron los colmillos. De pronto, el volumen de sus latidos
aumentó en mis oídos; oía su corazón palpitar en su muñeca, en su
garganta. Sentía el estómago vacío, hueco y su piel, tan calentita, contra mi
pierna…
Le aparté el pelo y me incliné hacia adelante muy despacio.
16

«¡No!».
Cerré los ojos, me aparté y me golpeé la cabeza con la pared. La cabrita
soltó un balido por la sorpresa y después metió la nariz entre los cuartos
traseros con un suspiro. Caleb y Bethany dormían, ajenos a lo cerca que
habían estado de convertirse en mi fuente de alimento.
Asustada, miré en derredor en busca de una vía de escape. No podía
seguir así. La sed estaba tomando las riendas poco a poco y dentro de nada
cedería a la tentación. Necesitaba alimentarme antes de que fuera
demasiado tarde.
Con cuidado, me aparté de los niños dormidos y devolví al recién
bautizado Manchas a su redil, donde se quedó dormido al instante. En
cuanto me liberé, salí y me apoyé contra el granero, rumiando sobre lo
inevitable. Había estado muy cerca.
¿De quién me iba a alimentar?
De los niños no. Jamás. No era tan desalmada como para chuparle la
sangre a un niño dormido. Teresa y Silas eran demasiado mayores y débiles
y no aguantarían perder ni un poco sangre, y tampoco pensaba morderles
delante de dos críos durmiendo. Jake y Darren estaban de guardia y Ruth,
con Zeke.
Zeke quedaba descartado automáticamente.
Eso dejaba a Dorothy, la loca, que ahora mismo se encontraba dentro de la
casa cotilleando con Martha —la cual no se iba a la cama hasta medianoche
por lo visto—, y Jebbadiah Crosse.
Ya, claro. Preferiría dispararme en la pierna antes que acercarme a Jeb.
Gruñí, frustrada. Pensar así no me llevaba a ninguna parte. ¿En qué
momento me había encariñado tanto de la gente de la que se suponía que
me iba a alimentar?
«Siempre se empieza así». La voz de Kanin resonó en mi cerebro,
impartiendo lecciones, como siempre. «Con buenas intenciones y honor
entre los vampiros neófitos. Juramentos para no herir a los humanos, para
tomar solo lo necesario, para no cazarlos como el ganado durante la noche.
Pero cuando los ves como comida, aferrarte a tu humanidad se vuelve cada
vez más difícil».
—Joder —susurré, tapándome los ojos con la mano.
¿Cómo lo hacía Kanin? Intenté recordar el tiempo que pasamos juntos en
el Aledaño. Tenía algún tipo de norma, una especie de código de honor del
que se valía cuando se alimentaba de las víctimas incautas. Dejaba algo a
cambio, como aquel par de zapatos, a modo de pago por el daño que
pudieran causar sus acciones.
Yo no podía hacer eso ahora. No tenía nada que ofrecer. A ver, sí, estaba
echando una mano con la guardia de esta noche, pero eso era más bien un
esfuerzo grupal. Todos arrimábamos el hombro.
Aunque sí que era cierto que le había salvado la vida a ese hombre…
Me sobrevino una punzada de culpabilidad y asco. ¿Cómo podía pensar
siquiera en aprovecharme de un humano herido y débil? Antes me había
horrorizado al verlo encerrado como una bestia y ahora estaba sopesando si
alimentarme de él… Tal vez Kanin tuviese razón. Puede que, tal y como me
dijo, sí que fuera un monstruo.
Casi podía oír su voz en este momento, resonando en mi cabeza como si
estuviera justo a mi lado. «Elige, Allison», diría tranquilamente. «¿Darás
caza a tus amigos y compañeros o a un desconocido que ya te debe la vida?
Ambos caminos son malos; debes considerar cuál es el menos dañino».
—Maldito seas —murmuré.
El Kanin imaginario no me contestó, sino que se esfumó; ya sabía cuál iba
a escoger.
Contemplé cómo Jebbadiah Crosse terminaba de rezar por el hombre herido
y regresaba a la casa en mitad de la oscuridad con decisión. Clavé la vista
en el hombre enjaulado, esperé a que dejara de revolverse y de toser y a que
se le ralentizara la respiración, señal de que se había vuelto a dormir.
En cuanto empezó a roncar, salí de entre las sombras y me precipité hacia
la leñera para coger la llave que colgaba de un clavo. En silencio, levanté la
barra de hierro que cruzaba la puerta, abrí el candado y quité las cadenas
con cuidado de que no tintineasen contra los barrotes. Luego abrí despacio
y pendiente de que los engranajes no chirriaran.
Joe Archer se hallaba en un rincón, aovillado y tapado con varias mantas
para conservar el calor. La pierna, muy vendada, apestaba a sangre y a
alcohol y parecía encontrarse en un ángulo raro.
«¿Vas a hacerlo? ¿En serio?».
Ignoré la voz en mi cabeza y la sensación de miedo, culpa y asco. No
quería, pero lo necesitaba. No me atrevía a entrar en la casa, donde vivía
tanta gente bajo un mismo techo; no quería colarme en ningún dormitorio
por si me descubría alguien con el sueño ligero o que decidiera ir al baño en
ese momento. Me acordé de Caleb y de Bethany, de Zeke y de Darren. Si no
lo hacía, puede que ellos fuesen los siguientes en mi lista y tal vez hasta los
terminara matando. La jaula estaba aislada, apartada y no estaba previsto
que nadie viniese en un buen rato. Era mejor usar a un desconocido que
alguien cercano, que me importase.
Además, me lo debía por salvarle la vida.
«Eso, engáñate a ti misma. Hazlo de una vez, anda».
Joe se movió, dormido, y tosió. Los ronquidos se interrumpieron.
Rápidamente, antes de pensármelo bien, me acerqué, me arrodillé y le
aparté el cuello del abrigo. Su cuello desnudo palpitaba suavemente bajo la
luz de la luna. Se me alargaron los colmillos y la sed surgió como la marea.
Mientras el humano gemía y le temblaban los párpados, me incliné hacia él
y le clavé los colmillos en el cuello, justo debajo de la mandíbula.
Se sacudió, pero se relajó al momento, sucumbiendo al cuasi delirio de la
mordedura de un vampiro. La sangre empezó a inundar mi garganta y la sed
la absorbió, clamando más, siempre más. La mantuve atada en corto esta
vez, luchando por mantener la cordura y no perderme en el poder y el calor
que se internaban en mí.
Tres tragos. Eso fue lo que me permití beber por mucho que la sed
quisiese más. A regañadientes desclavé los colmillos de la piel del humano
y sellé los orificios antes de apartarme. Él gruñó, medio dormido, y yo salí
de la jaula y coloqué los cerrojos y las cadenas todo lo rápido que pude.
—¿Allison?
Justo cuando estaba colocando la última barra oí unos pasos crujir detrás
de mí y la voz familiar de Zeke flotar a mi espalda. Me giré y lo vi a unos
pasos por detrás con un termo en una mano y una taza de metal en la otra.
—Aquí estás —dijo, no en tono acusatorio, pero sí confuso—. No volviste
cuando se fue Ruth. ¿Sigues enfadada conmigo?
—¿Qué haces aquí? —inquirí, haciendo caso omiso de su pregunta. No
estaba cabreaba, aunque tal vez lo mejor fuera que creyese que sí.
Asintió para sí, como si se lo esperase.
—Están preparando la cena en la casa —prosiguió, alzando la taza—. Yo
que tú iría pronto, antes de que Caleb y Matthew devoren toda la sopa.
Asentí y me di la vuelta para observar cómo dormía Joe a través de los
barrotes de la jaula.
—¿Lo sabías? —pregunté al oír que se detenía a mi lado.
—Me lo ha dicho Jeb. —Zeke se arrodilló cerca de los barrotes y metió la
mano entre ellos para sacudir al hombre dormido. Este se revolvió con un
gruñido, abrió los ojos adormilados y Zeke le enseñó el termo—. Hola —lo
saludó al tiempo que le quitaba la tapa y vertía un líquido oscuro y caliente
—. He pensado que le vendría bien un poco de café. No lleva leche, pero es
mejor que nada.
—Gracias, muchacho —resolló Joe, estirando el brazo para coger la taza.
Le temblaban las manos y casi se le cayó—. Maldita sea, estoy peor de lo
que creía. ¿Cuánto queda para que se haga de día?
—Un par de horas —respondió Zeke con suavidad al tiempo que le
entregaba otra taza con sopa—. Todo acabará pronto. ¿Qué tal lo lleva?
—Sigo vivo. —Joe le dio un sorbo al café y sonrió—. Al menos por hoy.
Zeke le correspondió la sonrisa como si él también lo creyese y sentí la
necesidad de alejarme. Me di la vuelta y me aparté del humano enjaulado,
mi presa hacía escasos momentos, y del chico que me había mostrado lo
monstruosa que realmente era.
—¡Oye! ¡Allison, espera!
Oí a Zeke venir tras de mí corriendo y me giré hacia él, furiosa de repente.
—Aléjate de mí —gruñí, logrando, sin saber cómo, no enseñar los
colmillos—. ¿Por qué te empeñas en rondarme todo el rato? ¿Qué intentas
demostrar, pastorcillo? ¿Crees que puedes salvarme a mí también?
Parpadeó, totalmente desconcertado.
—¿Qué?
—¿Por qué te esfuerzas tanto? —proseguí, atravesándolo con la mirada y
reprimiendo la rabia todo lo que podía—. Siempre estás dando cosas,
poniéndote en peligro y asegurándote de que los demás están bien. Es una
tontería y una estupidez. La gente no merece que la salves, Ezequiel. Un
día, cuando menos te lo esperes, esa misma persona te clavará un puñal por
la espalda o te rajará el cuello por detrás.
Sus ojos azules refulgieron.
—¿Te crees que soy idiota? —repuso—. Sí, ya sé que el mundo es un
lugar horrible y que está lleno de gente que un día me estrecharía la mano y
al siguiente me apuñalaría por la espalda. Ya sé que me arriesgo
ayudándoles y que ellos bien podrían devolverme el favor lanzándome a los
rábidos. No te creas que no me ha pasado ya, Allison, no soy tan imbécil.
—Entonces, ¿por qué sigues comportándote así? Si Jeb dice que esto es el
infierno, ¿qué sentido tiene molestarse en ayudar a nadie?
—¡Porque tiene que haber algo más! —Zeke se quedó callado un
momento, se pasó las manos por el pelo y me miró con tristeza—. Jeb ha
perdido la fe en la humanidad —añadió en voz baja—. Lo único que ve son
vampiros y rábidos y su malvada corrupción. Cree que el mundo está
acabado. Lo único que le importa es llegar al Edén y salvar las pocas vidas
que pueda. Los demás le dan igual. —Se encogió de hombros—. Incluso
Joe. Reza por él, sí, pero no lo verás involucrarse más de lo estrictamente
necesario.
—Pero tú no piensas igual.
—No. —Me miró a los ojos, decidido y firme—. Puede que Jeb haya
perdido la fe, pero yo no. Aunque me equivoque —prosiguió—, pienso
seguir intentándolo. Eso es lo que me hace humano, lo que me diferencia de
todos ellos: los rábidos, los demonios, los vampiros.
«Vampiros». Eso me dolió más de lo que esperaba.
—Me alegro por ti —respondí con amargura—, pero yo no soy así. Yo no
creo en Dios, ni tampoco en que los humanos sean buenos. Tal vez tu
familia sí lo sea, pero he pasado demasiado tiempo sola como para fiarme
de nadie más.
Para mi consternación, la expresión de Zeke se suavizó. Mi intención era
hacerle daño, enfadarlo, pero él se limitó a mirarme con aquellos ojos
solemnes y azules suyos antes de dar un paso hacia mí.
—No sé por lo que habrás pasado —dijo, manteniendo el contacto visual
conmigo—, y tampoco puedo hablar por los demás, pero te prometo que
aquí estarás a salvo. Yo jamás te haría daño.
—Basta —gruñí, retrocediendo—. No me conoces. No sabes nada de mí.
—Lo haría si me dejases —repuso Zeke antes de acortar la distancia que
nos separaba con dos grandes zancadas y de agarrarme de los brazos. No lo
hizo con demasiada fuerza; podría haberme movido de haber querido, pero
estaba tan atónita que me quedé quieta, contemplándolo—. Lo haré si me
das la oportunidad —continuó—. Aunque te equivocas; sí que sé cosas
sobre ti. Que Ruth y tú no os lleváis bien; que Caleb te adora; que jamás he
visto a nadie blandir una espada tan bien. —Sonrió. Estaba tan guapo. Sus
ojos, azules como el cielo, se clavaron en los míos—. Eres una luchadora,
cuestionas todo lo que no te parece bien y creo que eres la única que no le
tiene miedo a Jeb. Jamás he conocido a nadie como tú.
—Suéltame —susurré.
Oía el latir de su corazón en el pecho y, de repente, me entró el pánico por
que él oyera la ausencia del mío. Obedeció. Dejó caer las manos por mis
brazos y enganchó sus dedos con los míos antes de soltarme del todo. Sin
embargo, no apartó los ojos de mí.
—Sé que tienes miedo —prosiguió en voz baja, aún lo bastante cerca
como para sentir su respiración en mi mejilla. La sed se removió en mi
interior, aunque esta vez muy débilmente, saciada por ahora—. Soy
consciente de que nos acabamos de conocer, de que somos prácticamente
unos desconocidos y de que mantienes las distancias por tus propias
razones. Pero también sé que… jamás me he sentido así por otra persona.
Creo… espero… que tú también sientas lo mismo porque me ha costado
mucho decírtelo. Así que… —Volvió a estirar el brazo para tomarme de la
mano—. Te pido que confíes en mí.
Quería. Por segunda vez en lo que iba de noche, tenía ganas de besarlo
bajo la luna. Zeke se inclinó hacia delante y, por un momento, dejé que se
me acercara, que me acunara la nuca mientras sus labios se aproximaban a
los míos. Tenía el pulso acelerado y su aroma me envolvía, pero, esta vez,
solo estaba concentrada en su rostro.
«¡No! ¡Tengo que ser fuerte!».
Lo aparté de un empujón. Él se tambaleó hacia atrás y cayó de espaldas al
suelo. Lo oí coger una bocanada de aire, atónito, dolido, y casi di media
vuelta para salir huyendo de allí.
No lo hice. Contra mi voluntad, desenvainé la espalda y, dando un paso
hacia él, lo apunté al pecho. Zeke abrió mucho los ojos al ver la espada a
escasos centímetros de su corazón y se quedó rígido.
—Te lo voy a dejar muy clarito —dije, agarrando la empuñadura con
fuerza para que no me temblase la mano—. Que no se te ocurra volver a
hacer eso. No me fio de ti, pastorcillo. No me fio de nadie. Ya me han
clavado demasiados puñales, ¿lo pillas?
Los ojos de Zeke eran como dos luceros heridos y enfadados, pero asintió.
Envainé, me di la vuelta y regresé a la casa sintiendo su mirada sobre mí
durante todo el camino. No obstante, no me siguió.
Quedaba poco para el amanecer. Volví a la habitación vacía, cerré la
puerta y me aseguré de correr el pestillo esta vez. Me ardían los ojos, pero
reprimí las emociones para evitar llorar.
Me enjuagué la cara con agua fría en el baño y eché un vistazo a mi
reflejo quebrado en el espejo. Al contrario que las leyendas que circulaban
por ahí, los vampiros sí que nos reflejábamos, y mi aspecto ahora mismo
daba muchísima pena; era el de una muchacha pálida y morena con dos
hilillos de sangre cayéndole desde los ojos. Mostré los colmillos y la
imagen de la chica se transformó en la de una vampira amenazadora y con
la mirada vacía. Si Zeke supiera lo que era en realidad…
—Lo siento —susurré, recordando su expresión cuando lo apunté con la
espada en el corazón: atónita, traicionada, rota—. Es mejor así, de verdad.
No tienes ni idea de en dónde te meterías.
No podía seguir así. Me costaba muchísimo ver a Zeke, mantener las
distancias, fingir que no me importaba. Y cada vez me resultaba más difícil
guardar el secreto. Antes o después metería la pata o alguien se daría cuenta
de lo que habían tenido al lado. Y entonces Jeb o Zeke me clavaría una
estaca afilada en el pecho o me decapitaría. Zeke había visto morir a su
familia y a sus amigos a manos de los rábidos y era el pupilo de Jebbadiah
Crosse. No lo veía yo aceptando a un vampiro en el grupo, por mucho que
me hubiera soltado todo eso de la confianza.
Tal vez había llegado la hora de marcharme. Esta noche no, claro, ya que
quedaba poco para el amanecer, pero pronto. Cuando nos fuésemos de aquí
sería un buen momento. Sabía que Jeb no querría quedarse mucho más; ya
se le notaba impaciente por querer reemprender la marcha. Los
acompañaría por el bosque, los protegería de los rábidos que hubiera por
allí merodeando y después me marcharía sin que se diesen cuenta.
«¿Adónde irás?», pareció preguntar mi reflejo.
Me tragué el nudo en la garganta y me encogí de hombros.
—Ni idea —murmuré—. ¿Importa acaso? Con tal de alejarme de Zeke,
Caleb, Darren y los demás, me da igual.
«Te echarán de menos. Zeke te echará de menos».
—Lo superarán.
Salí del baño con sentimientos encontrados. No quería irme. Me había
encariñado con Caleb, Bethany y Darren. Incluso Dorothy tenía cierto
encanto. Apenas hablaba con los demás, y me daría igual no volver a ver a
algunos como Ruth o Jebbadiah, pero sí que echaría de menos a los otros.
Sobre todo a cierto chico con los ojos brillantes como las estrellas y una
preciosa sonrisa que solo veía mi lado bueno, que no sabía… qué era yo en
realidad.
Aquel día dormí con la espada al lado y la colcha sobre la cabeza. Nadie
me molestó, o al menos cuando me desperté a la noche siguiente vi que el
cuarto estaba tal y como lo había dejado. Fuera refulgió un rayo durante un
segundo y se oyeron truenos a lo lejos. Si Jeb quería partir esta noche, nos
esperaba una buena caminata pasada por agua.
Me llegaron voces desde las escaleras y vi que todos estaban abajo,
alrededor de la gran mesa de madera que dominaba un lado de la cocina.
Ruth y Martha estaban sirviendo un guiso en cuencos y pasándoselos a los
demás, y había otro enorme a rebosar de magdalenas de harina de maíz en
el centro de la mesa al que todos llegaban. A pesar del banquete, el
ambiente era serio, sombrío. Incluso los niños comían en silencio y con la
mirada gacha.
«¿Qué habrá pasado?», pensé.
Jeb no andaba por allí y Patricia tampoco, pero alcé la vista y vi que Zeke
me estaba mirando desde el otro lado de la mesa.
En cuanto nuestros ojos se encontraron, él se dio la vuelta, cogió una
magdalena y salió sin mirar atrás.
Sentí una opresión en el pecho. Quería ir tras él y disculparme por lo de
anoche, pero no lo hice. Lo mejor era que me odiase por el momento;
pronto desaparecería de su vista.
En lugar de seguirlo, me acerqué hasta donde se encontraba Darren,
apoyado contra una esquina y mojando pan en el guiso. Me miró, asintió y
siguió comiendo. No parecía tener una actitud hostil hacia mí, así que tal
vez no hubiera hablado con Zeke sobre lo sucedido.
—¿Qué ha pasado? —pregunté, apoyándome contra la pared a su lado.
Él me miró de soslayo y tragó la comida.
—Pronto nos marcharemos —murmuró al tiempo que señalaba la puerta
trasera, donde estaban nuestras mochilas—. Casi seguro que dentro de un
par de horas, cuando todos hayan terminado de comer. Ojalá antes de que
empiece a llover, así el agua podrá ocultarles nuestro rastro a los rábidos del
bosque. Jeb está hablando con Patricia; lo está intentando convencer de que
nos quedemos un par de noches más, pero no creo que lo consiga. Jeb ya ha
dado la orden de marchar.
—¿Ya? ¿Esta noche? —Fruncí el ceño y Darren asintió—. Creía que nos
quedaríamos hasta que Joe se pusiese mejor.
—Ha muerto esta tarde. —Se me cerró la garganta—. Larry ha ido a ver
cómo estaba y ya se había ido.
«¿Que ha muerto?».
—No —susurré al tiempo que un trueno lejano ahogaba mi voz.
«No, no puede estar muerto. No después…». Salí por la puerta trasera y
me dirigí hacia la leñera.
Fuera ya empezaban a caer gotas que repiqueteaban sobre el tejado de
latón. Pasé junto al granero y oí a los animales quejarse y balar y patear con
los casos en el suelo. Bajo la luz del crespúsculo la leñera estaba a oscuras,
silenciosa. Ya se habían llevado algunos troncos para el fuego de esta
noche, aunque la lluvia pronto apagaría las llamas. Seguro que los rábidos
se animaban cada vez que hacía mal tiempo.
Al doblar la esquina de la caseta, vi la jaula y el cuerpo agazapado en la
esquina, temblando. Me embargó el alivio. Darren se había equivocado; Joe
seguía vivo.
—Hola —lo saludé suavemente, acercándome a los barrotes—. Menudo
susto me has dado. Todo el mundo pensaba que habías mu…
Joe alzó la mirada con los ojos rabiosos y se lanzó hacia mí con un
chillido.
Retrocedí y el cuerpo impactó contra la jaula con un estrépito
estremecedor, intentando agarrarme entre los barrotes con aquella piel
pálida y carente de sangre. El rábido aulló y sacudió los barrotes de la jaula,
mordiendo y atacando el hierro con las garras y la mirada enloquecida
clavada en mí.
Asqueada, contemplé la cosa que una vez fue Joe Archer. Aquel rostro
familiar ahora estaba demacrado, exangüe. Tenía la barba llena de sangre y
espuma, y sus ojos vidriosos solo reflejaban hambre al mirarme. Se me
revolvió tanto el estómago que creí que me pondría a vomitar.
«¿Había sido yo la causante? ¿Era culpa mía?».
Rememoré la noche anterior, cuando Joe y yo hablamos. Había aceptado
el café de Zeke e incluso había bromeado. Entonces no se encontraba mal.
¿Tanto había bebido que había muerto tras sucumbir a la infección?
¿Seguiría vivo si no me hubiera alimentado de él?
Escuché que la gravilla crujía a mi espalda y me giré, queriendo y
temiendo a partes iguales que fuera Zeke. Pero se trataba de Larry, que
había venido a devolver la carretilla vacía a la leñera. La apartó y se quedó
mirando al rábido con tristeza durante unos instantes.
—Joder —murmuró con voz quebrada—. ¡Joder, joder, joder! Esperaba
que no… —Inhaló y tragó saliva con fuerza—. Tendré que decírselo a
Patricia —susurró, casi como si estuviera a punto de venirse abajo—. Ay,
Joe. Fuiste un buen hombre. No te merecías esto.
—¿Qué le va a pasar? —pregunté.
Larry no me miró, sino que continuó observando al rábido al contestar:
—Joe ha muerto —dijo con la voz monótona—. Habríamos enterrado su
cuerpo si no se hubiera transformado, pero ya no queda nada de él. El sol se
encargará mañana.
Se fue en dirección a la casa. Me dejó allí con el monstruo que una vez
fue Joe, sintiéndome totalmente asqueada conmigo misma.
Me picaron los ojos y entonces sentí que algo cálido me resbalaba por la
mejilla. Esta vez no me limpié, por lo que más lágrimas de sangre siguieron
a la primera, creando un camino carmesí por mi piel. El rábido me devolvió
la mirada de forma fría y calculadora. Había dejado de lanzarse contra los
barrotes y ahora se encontraba agazapado en el rincón de atrás, inerte,
preparado para atacar.
—Lo siento —susurré, pero él solo me enseñó los colmillos—. Ha sido
por mi culpa. Si no te hubiese mordido, seguirías vivo. Lo siento mucho,
Joe.
—Lo sabía —exclamó alguien a mi espalda.
Me giré. Y allí vi a Ruth asomada tras la leñera con los ojos marrones
muy abiertos por la sorpresa.
17

Nos quedamos observándonos la una a la otra, inmóviles. Mientras nuestras


miradas se cruzaban, fui consciente de las pequeñas cosas que sucedían a
nuestro alrededor: la gota de saliva del rábido cayendo al suelo, los rastros
de sangre en mis mejillas.
Entonces Ruth retrocedió y cogió aire.
—¡Vampiro!
El grito resonó en la leñera y a través de la lluvia a la vez que Ruth se
giraba para poner pies en polvorosa. A mi espalda, el rábido chilló a modo
de respuesta y mi naturaleza vampírica despertó con un rugido. Me
abalancé por instinto. Antes de que la chica pudiera dar un solo paso ya me
encontraba delante de ella, estampándola contra la pared y con los colmillos
extendidos al máximo.
Ruth gritó.
—¡Cállate! —gruñí, conteniéndome para no inclinarme e hincar los
colmillos en su cuello esbelto. La vampira dentro de mí aulló en protesta y
me urgió a morderla, a matarla. Me obligué a permanecer separada y crispé
los labios sobre los dientes—. Tú eras la que estaba anoche junto a mi
puerta, ¿verdad? —exigí saber—. Creí oír a alguien en las escaleras. No me
has quitado el ojo de encima en todo este tiempo, a la espera de que pasase
algo.
—Lo sabía —jadeó Ruth, encogiéndose con una mezcla de desafío y
terror en la expresión—. Sabía que algo no terminaba de cuadrar contigo.
Nadie me creía, pero yo lo sabía. Zeke irá a por ti en cuanto se entere, zorra
vampira.
Gruñí, me acerqué y le puse los colmillos en la cara.
—Te veo muy subidita para estar a punto de morir.
Se quedó blanca.
—¡No puedes matarme!
Sonreí enseñando los dientes, sin saber si lo había dicho en serio o no.
—¿Por qué no?
—¡Zeke se enterará! —protestó encogida de miedo, levantando los brazos
para protegerse—. ¡Y Jeb también! No puedes matarme.
—¡Soy un vampiro! —rugí, al borde de perder el control—. ¿Por qué no
habría de hacerlo?
—¡Allison!
Me quedé helada y sentí el mundo detenerse por una fracción de segundo.
En ese instante, un torrente de emociones me recorrió de pies a cabeza, casi
demasiado rápido para reconocerlas. Terror, ira, culpa, arrepentimiento.
¿Qué estaba haciendo? ¿Qué narices me había pasado? Miré a Ruth con
consternación y repulsión. Un segundo más y podría haberla matado.
Pero lo peor de todo…
Bajé las manos y me giré despacio… hacia Zeke, que se hallaba a unos
metros de nosotras. Tenía la pistola desenfundada y me apuntaba al
corazón.
Nos quedamos mirándonos en silencio bajo la lluvia. Durante otro
momento surrealista, sentí una especie de déjà vu, un destello de nuestro
primer encuentro en aquel pueblo abandonado. Pero, a diferencia de la
primera vez, ahora la expresión de Zeke era fría y tenía la boca firmemente
apretada. Esta vez, estaba serio.
—Suéltala, vampiro.
Se me revolvieron las tripas al oír esa palabra viniendo de él, fría, dura e
inflexible.
—¿Por qué debería hacerlo? —lo reté—. Me dispararás en cuanto lo haga.
No lo negó, simplemente me siguió contemplando con los ojos brillantes
bajo la lluvia. Aguardé un momento más y luego cedí con resignación.
—Sal de aquí —le dije a Ruth sin mirarla, y ella no se lo pensó dos veces.
Se alejó de la leñera y huyó a toda prisa en dirección a Zeke, desde cuyo
lado me miró con los ojos bien abiertos y rebosantes de odio.
—Ve a por Jeb —ordenó Zeke con calma, sin perderme de vista en ningún
momento—. Avisa al resto de la casa, pero no vuelvas para ayudar, Ruth.
Quédate dentro, con los niños, y cierra las puertas con llave, ¿entendido?
Ella asintió y salió pitando hacia la casa a voz en grito. Me tensé mientras
su voz aguda resonaba por encima del ruido de la lluvia. Dentro de unos
minutos, todos los hombres de la granja vendrían a por mí con hachas,
horquetas y armas de fuego. Tenía que salir de aquí, pero primero, debía
lidiar con Zeke.
Desenvainé la espada y él, tensándose, sacó también su machete, aunque
sin dejar de apuntarme al corazón con la pistola. Lo miré y luché contra la
desesperación que amenazaba con destrozarme. Iba a tener que pelear con
él. Zeke no iba a dejarme marchar, no después de lo que le había hecho a
Ruth.
«Lo siento», quise decirle, sabiendo que no le importaría lo más mínimo.
«Siento que esto haya tenido que terminar así. Pero no vas a dejarme
marchar y yo no pienso quedarme aquí a morir, ni siquiera por ti».
—Eso no me detendrá —le dije, colocándome en una postura mejor por si
necesitaba apartarme de la trayectoria—. Soy mucho más rápida que tú. Por
mucho que me vacíes el cargador en el pecho, no me matará, porque ya
estoy muerta.
—Al menos te ralentizará —replicó Zeke, girando el machete en el aire
con elegancia. El filo destelló en la oscuridad—. Eso es lo único que
necesito.
Él se desplazó a un lado, un movimiento lento y cauto, y yo hice lo
mismo, pero al contrario. Nos rodeamos con las armas en ristre y los ojos
fijos en el otro mientras el rábido gruñía y siseaba desde la jaula.
—¿A cuántos? —preguntó Zeke, con los rasgos endurecidos. Yo fruncí el
ceño—. ¿A cuántos de nosotros has mordido? —se explicó con frialdad—.
¿De quién te alimentaste? ¿De Caleb? ¿De Darren? ¿Debería preocuparme
por que ellos también se vayan a convertir en rábidos o en vampiros?
—Jamás os mordí a ninguno —espeté, furiosa por que pensase que sí,
aunque sabía que no tenía ningún derecho a estarlo. Pero, claro, ¿qué otra
cosa iba a pensar si no?—. No me alimenté de nadie —respondí de manera
más razonable—. Y no funciona así. Tendría que matar a alguien para que
se transformara en un rábido.
—Como a Joe.
Se me encogió el corazón, aunque traté de mantener neutrales tanto la voz
como la expresión.
—Yo… no tenía intención de que eso pasara —dije, deseando que me
creyese—. Y a lo mejor hasta habría dado igual. Ya podría haber estado
infectado por el jabalí. —Pero era una excusa muy pobre, una que ni yo
misma me creía, y sabía que Zeke tampoco. En su mente, yo había
transformado a ese rábido por mi cuenta y riesgo.
Zeke sacudió la cabeza.
—Solo nos estabas usando —musitó como si le doliera decirlo—. Durante
todo este tiempo… Ahora lo entiendo todo. Tú nunca creíste en el Edén,
nunca creíste en nada de esto. Lo único que querías era comida fácil. Y yo
me lo tragué. —Apretó la mandíbula—. Dios, he dejado a Caleb y a
Bethany a solas con un vampiro.
Se me cayó el alma a los pies, incluso mientras la traición bullía violenta
en mi pecho. Este Zeke era distinto: el pupilo de Jebbadiah Crosse, el chico
al que habían enseñado durante toda su vida a odiar a los vampiros y a todo
lo relacionado con ellos. Su mirada era fría; su expresión, hermética,
inflexible. Ya no era Allison para él, sino un demonio anónimo, el enemigo,
una criatura a la que había que erradicar.
«Bueno, pues se acabó».
Agarré con fuerza mi arma y lo vi hacer lo mismo. Continuamos
rodeándonos despacio, cada uno buscando un espacio por el que atacar. Me
tenía a tiro con la pistola, pero apostaría a que Zeke en realidad no tenía ni
pajolera idea de lo rápido que podía llegar a moverse un vampiro. Que me
disparara iba a doler, sí, pero tras la primera ronda podría acortar distancias
y…
Mis pasos flaquearon.
Y… ¿qué? ¿Matarlo? ¿Cargármelo, como hice con los saqueadores o el
jabalí rábido? Ya sentía la sed de sangre bullir en mis venas, ansiosa por que
me dejase llevar por la violencia. Aunque lo desarmara, no podía confiar en
que mi demonio no fuera a abalanzarse sobre él para despedazarlo.
Zeke me siguió con los ojos, sin vacilar en ningún momento. Casi pude
ver cómo apretaba el dedo en el gatillo cuando me enderecé y volví a
envainar la katana.
—No puedo hacerlo. —Levanté las manos vacías antes de dejarlas caer a
mis costados—. Dispárame si tienes que hacerlo, pero no pienso luchar
contra ti, Zeke.
Él no se movió. En sus ojos ahora se libraba otra guerra de emociones
distinta, aunque no dejó de apuntarme con la pistola. A lo lejos, desde la
casa, se oían gritos y chillidos por encima de la lluvia y el ruido de pasos
venir hacia aquí a través del barro.
Retrocedí hacia el muro y el bosque que se extendía más allá.
—Me marcho —dije en voz baja, y vi cómo Zeke levantaba la pistola
varios milímetros y apretaba los labios—. No volverás a verme. Dispárame
por la espalda si quieres, pero de un modo u otro, voy a salir de aquí.
Entonces me medio giré, esperando a que abriese fuego, a la explosión de
dolor en los hombros. Zeke siguió apuntándome con la pistola un rato más
antes de bajar el brazo con un suspiro.
—Vete —susurró, sin mirarme—. Márchate y no vuelvas. No quiero verte
nunca más.
No respondí. Le di la espalda, avancé los últimos pasos hacia el muro y
levanté la cabeza para mirar a lo alto.
—Allison.
Me giré. Zeke seguía en el mismo sitio, de espaldas a mí y con la pistola
apuntando al suelo a su lado.
—Ahora ya estamos en paz —murmuró—. Pero… este es el último favor
que te hago. Como te vuelva a ver, te mataré.
Encaré el muro otra vez. No quería que viera lo mucho que me dolía, lo
mucho que deseaba volverme, tirarlo al suelo y enseñarle el monstruo que
realmente era. Me quemaba la garganta, pero me tragué las lágrimas y la
rabia y las enterré bajo una fría capa de indiferencia. Sabía que al final
pasaría algo así.
Me agaché un poco y salté hacia lo alto del muro. Hallé grietas y asideros
donde agarrarme para escalar los cuatro metros y medio de metal y hierro
oxidados. Tras aterrizar al otro lado, empezaron a sonar disparos a mi
espalda, cuatro en rápida sucesión, procedentes de la pistola de Zeke. Me
giré y vi un puñado de agujeros de bala en una de las planchas de metal, a
varios metros de donde me encontraba. Zeke no me había disparado a mí,
sino que quería demostrarle a Jeb que me había obligado a huir. Que no me
había dejado marchar sin luchar.
La explanada se extendía frente a mí y, a lo lejos, el oscuro bosque me
llamaba. A mi espalda, oí como Zeke se quedaba quieto un rato y luego se
alejaba y regresaba con Jebbadiah y su familia, a donde pertenecía.
Yo también comencé a andar, lejos de la valla, de los humanos y del
refugio seguro, que era una pantomima. Me imaginé el espacio entre Zeke y
yo agrandándose mientras nos alejábamos y nos perdíamos cada uno en
nuestro propio mundo, uno en el que el otro no tenía cabida. Para cuando
alcancé la linde el bosque, donde los rábidos y los demonios y otros
horrores me aguardaban, el abismo se había ensanchado tanto que ya ni
siquiera veía el otro lado.
Parte IV

NÓMADA
18

Me aguardaban en la linde del bosque. Sus ojos vacíos relucían a través de


la lluvia y me observaban con la mirada imperturbable de la muerte. Había
cuatro —incluida la mujer con el vestido hecho jirones— agachados entre
los árboles bajo las ramas que no dejaban de gotear. Ninguno nos movimos;
éramos cinco estatuas a oscuras empapadas bajo la lluvia, monstruos
nocturnos midiéndonos los unos a los otros. La tormenta titilaba a nuestro
alrededor, reflejándose en los ojos de los rábidos y desvelando la oscuridad
en ellos, pero ninguno se movió.
Entonces, la mujer del vestido siseó suavemente, me enseñó sus colmillos
serrados y retrocedió hacia la oscuridad. Un instante después, los demás
hicieron lo mismo. Habían reconocido a otro depredador.
Los contemplé con frialdad e indiferencia mientras ellos se encaminaban
hacia el recinto del que yo acababa de salir. No era su presa; era una muerta
viviente, una criatura cuyo corazón no latía, que no respiraba, sudaba u olía
a miedo. Otro monstruo igual que ellos.
«Eres un vampiro», me había dicho Kanin, y parecía haber pasado una
eternidad desde entonces. «Eres el lobo y ellos, el ganado. Eres más fuerte y
salvaje de lo que ellos serán jamás. Son comida, Allison Sekemoto. Y, en el
fondo, tu demonio siempre los verá así».
Los rayos refulgieron entre los árboles. El recinto de los Archer se
encontraba a mi espalda, perfilado por las débiles hogueras que ardían bajo
la tormenta. Ahora habría menos gente en esas plataformas, ya que la lluvia
y el humo cegaban su limitada visión.
«Eres un vampiro», había susurrado Rama con los ojos abiertos como
platos, asustado. «Un vampiro».
Los rábidos llegaron a la linde de los árboles y se detuvieron. Eran cuatro
asesinos pálidos e inmóviles escudriñando la casa sobre la colina. Me
pregunté cuántos rábidos más habría merodeando en la oscuridad, al otro
lado de la explanada, observando a su presa con toda la paciencia del
mundo. Si Jebbadiah sacaba al grupo esta noche, caerían en una emboscada.
Aunque lograran matarlos o ahuyentarlos, alguno moriría seguro.
«¿Y qué?».
Envainé la espada y di la espalda a los rábidos y a la gente resguardada
tras el muro. Había intentado encajar y me habían echado. ¿Qué más me
daba si los rábidos los masacraban? Yo era un vampiro, los humanos habían
dejado de ser cosa mía.
«Este es el último favor que te hago», me había dicho Zeke con la voz
fría, inflexible. «Como te vuelva a ver, te mataré».
Sentí una opresión en el pecho. A pesar de todas las mentiras, las
traiciones y los puñales por la espalda, el que más me había dolido era el
suyo. Su traición no tenía nada que ver con la de Rama; aunque él y yo
hubiéramos sido amigos durante años, en el fondo sabía que Rama me
estaba usando y que me vendería sin dudar con tal de conseguir algo mejor.
Zeke era distinto; hacía las cosas porque le importaban de verdad, no
porque esperase nada a cambio. Algo rarísimo hoy en día. En el Aledaño,
no importaba de dónde fueras; cada humano se las valía por sí mismo.
Había aprendido que no se hacía nada por altruismo, siempre había un
motivo oculto.
Salvo Zeke, que me había tratado como a una humana, como a una igual.
Me había defendido, ayudado y dado cosas como si eso fuese lo más
natural. Se preocupaba por los demás de manera sincera.
Por eso me había dolido tanto descubrir que me había mentido al decirme
que podía confiar en él, ver sus ojos fríos y distantes y cómo se volvía en mi
contra, como si no fuese más que un monstruo.
«Eres un monstruo». Volví a escuchar la voz de Kanin en mi cabeza al
tiempo que me obligaba a mí misma a moverme, a alejarme. «Somos
monstruos y nada va a cambiar eso. Solo depende de ti en qué clase de
monstruo te conviertes».
Me mordí el labio. Me había olvidado de esa parte. Batallé conmigo
misma durante un instante. El viento soplaba a mi alrededor, revolviéndome
el pelo y la ropa y sacudiendo las ramas por encima de mi cabeza. Las
hogueras del recinto apenas ardían. Los rábidos se removieron, inquietos, al
borde de la arboleda.
«Zeke te ha traicionado», susurró una pequeña voz cabreada en mi
cabeza. «Es igual que Jebbadiah, que los demás. Para él solo eres otro
demonio al que cazar y disparar. ¿Qué te importa si llega al Edén o no?
¿Por qué habrías de preocuparte por ellos?».
Porque…
Me di cuenta de que me importaban. Me importaba ese pequeño y
obstinado grupo de humanos que lo daba todo en busca de una vida mejor.
Me importaba que se arriesgaran a que los rábidos los atacasen, a pasar
hambre y a vivir en condiciones nefastas con tal de hacer realidad ese
sueño, y que se aferrasen a la esperanza a pesar de saber en el fondo que era
imposible. Me acordé de Caleb y de Bethany. Les había dicho que habría
cabras en el Edén. No podían morirse ahora, ya fuera de hambre o
despedazados por los rábidos. Quería que lo lograran contra todo
pronóstico, que llegasen a la línea de meta. ¿Iba a abandonarlos y dejar que
se enfrentaran a los mismos monstruos que me habían matado a mí?
—No.
Los rábidos gruñeron y desviaron la vista al oír mi voz. Lentamente me
giré para enfrentarlos y nos quedamos cara a cara con el viento
arremolinándose a nuestro alrededor.
—No —repetí, y los rábidos curvaron los labios y enseñaron los colmillos
—. No soy como vosotros. No soy como los vampiros de la ciudad. Tal vez
sea un monstruo, pero también puedo ser humana. Puedo elegir ser humana.
—Moví el brazo hacia atrás, agarré la espada y la desenvainé. El acero
destelló en la oscuridad. Los rábidos gruñeron otra vez y se agacharon sin
perder de vista el arma. Di un paso, les mostré los colmillos y dije—: Venid,
cabrones —los desafié—. ¡Si los queréis, tendréis que pasar por encima de
mí!
Los rábidos chillaron con los colmillos al descubierto. Yo rugí, sintiendo
como mi demonio interior surgía y se nutría de la violencia, y esta vez
celebré su presencia. Blandí la espada y me lancé hacia ellos.
Apenas fui consciente de mis movimientos; todo eran colmillos, chillidos,
garras y mi espada silbando mientras bailábamos, girábamos y atacábamos,
monstruo contra monstruo. Su sangre putrefacta y hedionda manchó el
suelo y los árboles; sus chillidos se elevaron con el viento. Más se sumaron
a la batalla a causa del ruido que provocó la pelea. Los despedacé.
Descargué mi odio, mi ira, mi venganza en ellos. Eran demasiado lentos,
demasiado estúpidos mientras se abalanzaban sobre mi espada con furia
animal. Pasaba de un ataque al siguiente, atravesando su piel pálida y
oyéndolos chillar. Era como si la espada danzara por sí sola en mis manos.
Cuando acabó, permanecí inmóvil en mitad de la masacre, arañada,
ensangrentada y rodeada de cuerpos pálidos y desmembrados. La sed se
hizo notar, siempre presente, pero la reprimí. Era un vampiro, eso no lo
podía cambiar. Pero no tenía por qué ser un monstruo.
Tras limpiar la sangre de los rábidos de la espada, la envainé y me volví
para otear la llanura. El recinto estaba en silencio, a oscuras, en la colina.
Las columnas de humo se elevaban entre la lluvia. Me apoyé contra un
tronco y observé. Aguardé a que las puertas de hierro se abrieran, a que el
metal chirriase en cualquier momento. Pero las horas pasaron, la tormenta
avanzó hacia el este y el portón permaneció cerrado.
«Supongo que Jeb no querrá abandonar la seguridad de la granja sabiendo
que hay un vampiro ahí fuera», rumié, echando un vistazo al cielo,
nerviosa. Quedaba aproximadamente una hora para el amanecer; lo más
seguro es que no fueran a ninguna parte esta noche. «Al final resulta que sí
que hay cosas que los obligan a hacer un alto en el camino».
Cuarenta minutos después, con la luz del sol amenazando con aparecer
por el horizonte y los pájaros piando en los árboles, me puse de pie para
hallar un sitio donde dormir y, en ese momento, el chirrido del metal captó
mi atención.
«¿Se van ahora?».
Atónita, vi cómo se abrían las puertas y cómo el pequeño grupo de
humanos salía. Los conté: Jeb y Darren, ambos apuntando al bosque con
escopetas; Ruth y Dorothy. Caleb, Bethany y Matthew agazapados juntos
en medio. Jake, mudo y con un rifle en las manos. Los ancianos Teresa y
Silas. Y, al final, en la retaguardia y cerciorándose de que todos saliesen
bien, el chico que me había dado la espalda —a mí, a un vampiro—, y que
al mismo tiempo había permitido que me marchara sin pelear.
Vaya, así que Jeb había decidido viajar de día y huir de mí cuando yo no
podía avanzar. Tuve que admitir que había tomado una buena decisión. A
estas alturas, al quedar tan poco para el amanecer, no podría seguirlos
durante más que unos minutos. Sin embargo, Jeb no tenía ni idea de cómo
eran los vampiros; no me conocía. Por muy deprisa que se desplazasen, a
persistente no me ganaba nadie.
Zeke salió de la granja apuntando con su pistola a la explanada con los
ojos entrecerrados. Buscaba a cierta vampira, aunque no la encontraría. No
sería capaz de localizarme aquí, entre las sombras del bosque. Una parte de
mí se preguntaba por qué lo hacía, por qué me molestaba. Si me descubrían,
Jeb me mataría y Zeke lo ayudaría. No obstante, cuando empezaron a
caminar por la llanura, no pude evitar pensar en lo vulnerables que
parecían, en lo poquísimo que le costaría a una horda de rábidos
destrozarlos y despedazarlos, incluso con la protección de Jeb y Zeke.
Recordé la mirada de este último cuando mencionó a los que habían
perdido; la angustia y la culpa reflejadas en su rostro. No lo permitiría. Eso
no iba a pasarles a Caleb, Bethany, Darren o Zeke. No dejaría que muriera
nadie.
En cuanto el último humano cruzó las puertas, estas se cerraron tras ellos
con un golpe final que resonó por toda la planicie. Con Jebbadiah Crosse
encabezando la marcha, y Zeke en la retaguardia, el grupo viajó en silencio
a través del oscuro bosque en dirección a la mítica ciudad.
Esbocé una pequeña sonrisa.
«De acuerdo, Zeke», pensé, replegándome a las sombras y preparándome
para hundirme bajo la tierra. «Huye si quieres. Os veré pronto, por mucho
que vosotros a mí no. Me aseguraré de que lleguéis sanos y salvos a vuestro
Edén, lo queráis o no. Detenme si te atreves».

A la noche siguiente, salí del suelo con un propósito. El cielo estaba


despejado y la luna y las estrellas brillaban en lo alto. No me costó
encontrar las huellas de los once humanos en el bosque. Veía las pisadas en
la tierra mullida y embarrada. Podía rastrear su progreso gracias a las ramas
partidas y la hierba pisoteada, señales inequívocas de que habían pasado por
allí.
«Ni siquiera se han molestado en ocultar su rastro», pensé al tiempo que
pasaba por una zona baja del camino donde se veían varias huellas de botas
y pies descalzos en el barro. Me puse un poco nerviosa. Si yo, siendo un
vampiro, era capaz de dar con ellos tan fácilmente, los rábidos o los
animales salvajes también. «Supongo que ahora a Jeb le preocupa más la
velocidad. Me alegra que los rábidos no sean tan inteligentes como para
perseguir a sus presas, porque, de lo contrario, tendrían un gran problema».
Me pasé casi toda la noche siguiendo su rastro, atravesando el bosque
oscuro, puesto que no sentía la necesidad de descansar o detenerme. Di con
varias latas vacías ocultas entre unos matorrales y a rebosar de hormigas y
supe que iba por buen camino. Una vez llegó el amanecer, me enterré en el
suelo, frustrada por tener que parar, pero sintiendo que poco a poco
acortaba la distancia.
A las dos de la madrugada de la segunda noche, por fin oí voces tras unos
árboles más adelante y el corazón me dio un vuelco. Me acerqué tan
furtivamente como pude, siguiendo los retazos de conversación que
resonaban por encima de la brisa. Tras rodear una roca, por fin atisbé dos
perfiles familiares junto al borde de una carretera quebrada que se internaba
en la oscuridad.
Jebbadiah y Zeke se encontraban cara a cara junto a la carretera. Jeb tenía
los labios apretados en una fina línea y Zeke ostentaba una expresión seria,
decidida.
—Si caminamos por el asfalto, haremos menos ruido —argumentó Zeke
con exasperación, aunque trataba de no mostrarlo. Mientras discutían, el
resto del grupo se hallaba acurrucado bajo los árboles a unos metros de
distancia. Me apoyé contra la roca, oculta entre las sombras, y los escuché
—: Para los niños y Teresa será más fácil, y avanzaremos más en menos
tiempo.
—Si Chacal y sus bandidos vienen por alguna de esas curvas, no los
veremos hasta tenerlos encima —rebatió Jeb en voz baja, fulminado a Zeke
con una mirada fría e iracunda—. Ya has visto lo rápido que se mueven;
para cuando los oigamos, ya será demasiado tarde. ¿Sacrificarías la
seguridad del grupo porque les cuesta más caminar por el bosque?
A su favor debía decir que Zeke no se amilanó.
—Señor —insistió Zeke—. Por favor. No podemos seguir así. Estamos
agotados. Caminar por el día y por la noche… Necesitamos descansar.
Como la situación no mejore, la gente empezará a quedarse rezagada y a
cometer errores. Y, si nos siguen, les resultará mucho más fácil matarnos.
—Jeb apretó la mandíbula con los ojos entrecerrados y Zeke añadió deprisa
—: Dentro de poco tendremos que reabastecernos, y Larry me dijo que esta
carretera llevaba a un pueblo. Necesitamos comida, munición y descanso,
señor. Creo que es preferible lidiar con la posibilidad de que vengan
saqueadores a tener que guardarnos las espaldas contra vampiros y rábidos
en el bosque.
Jeb se lo quedó mirando y por un momento creí que se negaría
simplemente porque siempre lo hacía, pero entonces suspiró, irritado, y se
volvió hacia la carretera.
—Mantenlos a todos juntos —espetó, y Zeke se irguió enseguida—.
Quiero a dos hombres en la retaguardia, a seis metros como mínimo del
resto. Si oyen o ven algo, lo quiero saber de inmediato. ¿Entendido?
—Sí, señor.
Lanzó una última mirada torva a su pupilo y echó a caminar por la
carretera mientras Zeke se volvía para avisar a todo el mundo de que se
pusieran en marcha. Avanzaron claramente aliviados por dejar atrás el
bosque enmarañado y la arboleda oscura. La carretera estaba llena de hoyos
y era traicionera, pero aun con todo, resultaba más accesible que abrirse
paso entre matorrales y tropezarse constantemente con las rocas o las raíces.
Yo, sin embargo, me mantuve apartada, oculta entre los arbustos y los
árboles de la linde. Aunque todavía dominaba la oscuridad, a Zeke no le
habría costado girar la cabeza y ver una silueta siguiéndolos por el camino.
Incluso cuando Darren y él se alejaron seis metros del grupo para vigilar la
retaguardia, seguía oyéndolos. Al principio se mantuvieron callados; el
único ruido que había era el de sus pies al caminar sobre el asfalto irregular,
pero entonces me llegó la voz baja de Darren en mitad de la oscuridad.
—Últimamente tu viejo te tiene machacado —murmuró—. Es la primera
vez que te trata con normalidad desde que nos marchamos de casa de los
Archer.
—Estaba cabreado. —Zeke se encogió de hombros sin mucho entusiasmo
—. Puse en peligro a todo el grupo. Si hubiera pasado algo, habría sido
culpa mía.
—No te culpes, Zeke. Todos la vimos y hablamos con ella. Nos la coló a
todos.
Se me revolvió el estómago y entrecerré los ojos para concentrarme en la
conversación. El ruido del viento y el crujir de las ramas pasaron a un
segundo plano cuando dirigí mi atención a los chicos delante de mí.
Escuché el suspiro de Zeke y lo imaginé pasándose la mano por el pelo.
—Debería haberme dado cuenta —murmuró con la voz cargada de odio
—. Ahora que lo pienso, hubo tantas señales, tantos detalles. Pero no até
cabos. Jamás pensé… que sería un vampiro. —Zeke dio un puntapié a un
trozo de hormigón, lanzándolo a los arbustos—. Dios, Dare —murmuró,
apretando los dientes—. ¿Y si mordió a alguien? Como a Caleb. ¿Y si se
estuvo alimentando de los niños todo este tiempo? Si hubiera matado a
alguien, si les hubiera pasado algo… y todo porque yo… —Se quedó
callado, asqueado, antes de añadir—: No me lo podría perdonar en la vida.
Sentí frío y cerré los puños con fuerza para reprimir la rabia que me
estaba embargando. Creía que Zeke me conocería, que sabría que yo
nunca…
Me detuve y abrí los puños. No. No tenía por qué. Yo era un vampiro y
esos niños, una presa fácil. En su lugar yo habría pensado lo mismo.
Aun así, me dolía volver a escuchar lo que realmente pensaban de mí: que
era un monstruo que cazaba sin discriminar a los más pequeños o débiles.
Me dolió más de lo que esperaba. Me había costado no alimentarme de
ninguno, sobre todo de Caleb y de Bethany, y todo para nada.
Pero también había sacrificado a alguien, a un desconocido, para no
alimentarme de quienes me importaban, así que tal vez sus miedos
estuviesen justificados.
—Zeke. —Volví a oír la voz vacilante de Darren, como si le diera miedo
que lo oyeran los demás—. Sabes que no tengo por qué dudar de ti. Si dices
que era un vampiro, te creo. Pero no parecía… tan mala, ¿sabes? —Se
quedó callado un instante, como si le sorprendiera haberlo dicho en voz
alta, pero prosiguió—: Sé lo que nos contó Jeb, que dice que son demonios
y no tienen nada de humanos, pero… jamás había visto a uno antes de
Allison. ¿Y si nos hemos equivocado?
—Basta. —La voz de Zeke me dejó helada. Habló con un tono de voz
duro, peligroso, el mismo que usó para enfrentarse a mí aquella noche bajo
la lluvia—. Si Jeb te oyese hablar así, te echaría del grupo sin pestañear.
Como empecemos a cuestionarnos todo lo que sabemos, estamos perdidos.
No pienso ponerme a dudar a estas alturas. Era un vampiro, ya está. No
pienso arriesgar la vida de los demás solo porque tú le cogieses cariño.
«Mira quién habla», pensé al tiempo que Darren decía lo mismo en voz
alta.
Zeke hizo una mueca.
—¿Qué?
—Mira quién habla —repitió Darren, esta vez más cabreado—. Vale,
puede que yo hubiese aceptado que nos acompañara a cazar, pero tampoco
me esforzaba por hablar con ella cada noche. Todos veían cómo la mirabas.
No eras muy sutil que dijéramos. Ruth se ponía de mala leche cada vez que
os ibais a hacer algo, así que no me eches la bronca con eso de cogerle
cariño, Zeke. Te estabas pillando por ella y nos habíamos dado cuenta
todos. Más vale que antes de señalar te mires a ti mismo, porque esa
vampira te podría haber mordido cuando le diese la gana…
Zeke se volvió y le asestó un puñetazo a Darren en la mandíbula que lo
dejó tumbado en el suelo. Me quedé helada. Darren se levantó tambaleante,
se limpió la boca y placó a Zeke con un grito. Se oyeron chillidos por parte
del grupo mientras ambos forcejeaban en el suelo, pegándose y pateándose
en medio de la carretera. Darren era mayor y ligeramente más alto que
Zeke, pero el segundo había entrenado para pelear y logró ponerse a
horcajadas de Darren y atizarle en la cara. El olor a sangre impregnó el aire.
Todo acabó en cuestión de segundos, aunque parecía que la pelea hubiese
durado más. Jake y Silas apartaron a los chicos y ambos se fulminaron con
la mirada jadeando y limpiándose la boca. A Darren le sangraba la nariz y
Zeke tenía el labio partido. No forcejearon contra sus captores, aunque
ambos parecían dispuestos a seguir pegándose.
—¿Qué narices está pasando aquí?
Por mucho que no quisiera admitirlo, Jeb ni gritó ni alzó la voz y la
tensión entre los chicos desapareció de golpe. Jeb les hizo un gesto a los
hombres para que los soltaran y se interpuso entre ellos. Los contemplé sin
perder detalle; Darren parecía pálido y asustado, mientras que Zeke lucía
una expresión culpable en el rostro.
—Qué decepción, Ezequiel —dijo Jeb con voz monótona, aunque Zeke se
encogió como si lo hubieran sentenciado a muerte.
—Lo siento, señor.
—Conmigo no tienes que disculparte. —Jeb los miró, implacable, antes
de retroceder—. Desconozco por qué os habéis peleado, y tampoco me
importa. Pero no se alza la mano a nadie en esta comunidad, y ambos lo
sabéis.
—Sí, señor —murmuraron los dos.
—Dado que tenéis energía suficiente como para pelear, esta noche daréis
vuestras raciones a alguien que las necesite más que vosotros.
—Sí, señor.
—Jake —lo llamó Jeb, haciéndole un gesto para que se acercase—.
Quédate en la retaguardia con Darren. Zeke —se volvió hacia él y este se
encogió de nuevo ligeramente—, tú te vienes conmigo al frente.
Zeke y Darren intercambiaron una mirada antes de que el primero se
girase y siguiera a Jebbadiah, pero vi la disculpa tácita entre ellos y me di
cuenta entonces de que Darren estaba asustado; no por sí mismo, sino por
Zeke.

Descubrí la razón varias horas más tarde, cuando llegamos al pequeño


pueblo que había mencionado Larry. Tenía el mismo aire de los demás
lugares abandonados: había calles quebradas, coches oxidándose y edificios
derrumbados o cubiertos de maleza. Una manada de ciervos se dispersó por
un antiguo aparcamiento, saltando sobre los vehículos y los carros de metal
oxidados. Darren los observó huir con la mirada hambrienta y arrepentida,
pero Zeke, que caminaba tenso junto a Jebbadiah, ni siquiera levantó la
vista.
Los seguí a través del pueblo pegándome a los edificios y moviéndome
entre los coches hasta llegar a un pequeño edificio que hacía esquina.
Anteriormente había sido blanco, con una torre negra y ventanas de colores.
Ahora un lado se estaba desconchando y dejaba a la vista los tablones
carcomidos de debajo. Las ventanas habían quedado reducidas a esquirlas
que relucían bajo la luz de la luna. Una cruz de madera inclinada hacia
delante colgaba precariamente del tejado, como si fuese a caerse en
cualquier momento.
Debía de tratarse de una iglesia. Jamás había visto una en pie; los
vampiros habían arrasado con todas las que encontraron. No me extrañaba
que les atrajera este lugar; seguramente se sintiesen más seguros dentro.
Jebbadiah los acompañó al interior a través de la puerta podrida y yo
busqué un sitio donde guarecerme.
La estatua rota y corroída de un ángel sobresalía entre la maleza a un lado
del aparcamiento junto a la iglesia. Curiosa, la inspeccioné y hallé varias
tumbas bajo la hierba alta.
Debía de tratarse de un cementerio. Había oído hablar de ellos en Nueva
Covington; lugares donde las familias enterraban a sus difuntos. En Nueva
Covington, los cuerpos normalmente se incineraban para prevenir que las
enfermedades se propagasen. Este sitio, al igual que la iglesia, era una
reliquia de otro tiempo.
Quedaba una hora para el amanecer. Agazapada, estaba a punto de
ocultarme bajo la tierra fresquita cuando de pronto unos pasos me hicieron
alzar la vista.
Vislumbré el perfil alto e iluminado de Zeke a través de la hierba a unos
metros de distancia, seguido de cerca por Jebbadiah. Me quedé inmóvil, tan
quieta como un muerto o las tumbas de mi alrededor. Pasaron muy cerca, lo
suficiente como para atisbar el brillo de la cruz de Zeke sobre su pecho y la
cicatriz de Jebbadiah. Zeke caminaba delante, tenso y con la vista al frente,
cual prisionero de camino a la horca.
—Para —dijo Jeb, y este obedeció.
El hombre mayor llevaba algo largo y metálico en la mano que
tamborileaba contra su pierna.
La antena de un coche.
—Al grano, Ezequiel —murmuró.
Miré a Zeke, que permaneció inmutable durante un instante con los puños
apretados a los costados. Entonces, lenta y metódicamente, se quitó la
camiseta y la lanzó al suelo. Me mordí el interior de la mejilla. Su piel era
un mapa de cicatrices pálidas y antiguas entrecruzándose por sus hombros y
espalda. Volviéndose con rigidez, apoyó las palmas en una de las lápidas
que sobresalían de la hierba y agachó la cabeza. Vi que le temblaron los
hombros, pero su expresión siguió impasible.
—Ya sabes por qué lo hago —dijo Jeb suavemente, colocándose tras él.
—Sí —murmuró Zeke. Tenía los nudillos blancos de tanto apretar la
lápida.
«No te muevas», me ordené, cerrando los puños sobre la tierra. «No te
muevas. No salgas a ayudarlo. Quédate donde estás».
—Eres un líder —prosiguió Jebbadiah y, sin previo aviso, golpeó la
espalda desnuda de Zeke con la tira de metal. Me encogí y reprimí el
impulso de gruñir mientras Zeke apretaba la mandíbula. Le resbaló sangre
roja y brillante por la espalda marcada—. Espero más de ti —dijo Jebbadiah
en el mismo tono tranquilo tras volverlo a golpear, esta vez sobre los
hombros. Zeke agachó la cabeza y jadeó—. Si yo caigo, tú deberás ocupar
mi lugar. —Lo atizó dos veces más—. Debes ser fuerte. No puedes
sucumbir a los deseos de la carne. Si quieres convertirte en un verdadero
líder, deberás deshacerte de todo lo que haga peligrar tu moral o tu fe. Si
queremos sobrevivir en este mundo y salvar a la raza humana, debemos ser
diligentes, implacables. Si caemos, los sacrificios de nuestros antecesores
habrán sido en vano. ¿Lo entiendes, Ezequiel?
Le asestó un golpe tan fuerte tras formular esa última pregunta que Zeke
se quedó jadeante y doblado sobre la lápida. Me acuclillé entre la hierba,
temblando de rabia y con los colmillos expuestos, reprimiendo las ganas de
saltar y de despedazar a Jebbadiah de pies a cabeza.
Jeb retrocedió con expresión imperturbable.
—¿Lo entiendes? —repitió en voz más baja.
—Sí —contestó Zeke con sorprendente estoicismo mientras se
enderezaba. Su espalda era un amasijo de sangre y heridas sobre las
numerosas cicatrices—. Lo entiendo. Lo siento, señor.
El mayor arrojó la antena a un lado sobre la hierba.
—¿Te has disculpado ya con Darren? —inquirió y, al ver que Zeke
asentía, dio un paso y lo agarró del hombro. Zeke se encogió—. Entonces
ven, vamos a limpiarte antes de que la sangre atraiga a algo peligroso.
Hundí los dedos en la tierra y observé a Zeke agacharse, dolorido, para
recoger la camiseta y seguir a Jebbadiah fuera del cementerio. Me dolían
los músculos de tanto contenerme. El olor a sangre, la violencia, la rabia
contra Jebbadiah… eran casi insoportables. Vi como Zeke tropezaba y se
encogía antes de apoyarse contra una lápida, y se me escapó un gruñido
grave.
Zeke se irguió y miró hacia el cementerio con el ceño fruncido.
Maldiciéndome a mí misma, me mordí la lengua y me obligué a pensar en
cosas inmóviles. Era un árbol, una roca, parte del paisaje nocturno. Zeke
barrió el cementerio con la mirada y escudriñó las sombras. Por un
momento me miró y nuestros ojos se encontraron en la oscuridad, pero
entonces desvió la vista y siguió como si nada.
—Ezequiel. —Jebbadiah se volvió y clavó los ojos en su pupilo con el
ceño fruncido, impaciente—. ¿Qué estás mirando?
Zeke retrocedió.
—Nada, señor. Juraría haber oído… —Sacudió la cabeza—. No es nada,
seguro que era un mapache.
—Entonces, ¿por qué seguimos aquí?
Zeke se disculpó en voz baja y se dio la vuelta. Desaparecieron en el
interior de la iglesia y yo me desplomé en el suelo, furiosa y con la
necesidad de alimentarme.
El olor de la sangre de Zeke seguía impregnando el aire, aunque no tanto
como cuando había estado aquí. Tenía que alejarme; cuanto más
permaneciese aquí, más la ansiaría. Y si Zeke —o peor aún, Jebbadiah—
volvía al cementerio, tal vez no fuera capaz de resistirme y atacase a
cualquiera de los dos.
El cielo dejaba entrever una leve franja de claridad entre las nubes. Al sol
le quedaba poco para asomarse. Me enterré en el cementerio tratando de no
imaginar qué más habría allí abajo. La tierra fresca me sepultó y me sumí
en una cómoda oscuridad. Entonces, me abandoné a la nada.
Por primera vez desde que me marché de Nueva Covington, soñé.

Una ciudad oscura y vacía.


Rascacielos desplomados unos contra otros como árboles talados.
Recuerdos teñidos de rabia. No debería haber bajado la guardia. Debería
haber visto la trampa. He sido descuidado.
Los relámpagos refulgieron y tiñeron el mundo de blanco durante un
instante. Y, durante esos segundos entre el destello y el trueno, lo vi.
Sonriéndome.
19

Me desperté de golpe en la oscuridad y supe inmediatamente que algo


pasaba. No veía nada, pero oía explosiones por encima de mí y sentía las
vibraciones a través de la tierra. Era como estar bajo el agua mientras algo
arrasaba la superficie.
Me desenterré a toda prisa del suelo del cementerio y una ola de calor me
abrasó la cara, haciéndome gruñir y retroceder.
La iglesia se había incendiado. Salían llamas rojas y naranjas de las
ventanas y subían por las paredes. La cruz del tejado también ardía, como
un hombre envuelto en llamas con los brazos extendidos abrazando la
agonía mientras esta lo consumía.
La vampira en mí reculó y siseó. Deseaba huir y volver a enterrarme en el
suelo, donde las llamas no podrían tocarme. Luché contra el instinto, me
puse de pie e inspeccioné el terreno como una loca en busca de Zeke o de
alguno de los otros.
El rugido de unos motores resonó por encima de las llamas y se oyeron
disparos más abajo en la calle; cuatro en rápida sucesión. Eché a correr
hacia allí, saltando y esquivando tumbas. Desenvainé la espalda mientras
dejaba atrás la iglesia y me internaba en un callejón. Conforme doblaba una
esquina, algo destelló en la boca del callejón; algo que rugía, soltaba humo
y despedía un brillo metálico anaranjado. Motos, hombres y pistolas.
Saqueadores.
Se me formó un nudo en el estómago.
La banda de Chacal estaba aquí.
Salí del callejón con la espada y los colmillos al descubierto y vi cómo un
saqueador se me echaba encima mientras el rugido de su moto reverberaba
en los edificios. Soltó un grito al tiempo que me apartaba de un salto de la
trayectoria de las ruedas y, conforme pasaba, ataqué el manillar con la
espada. El saqueador dio un volantazo y esquivó la hoja por unos
centímetros, pero debido al brusco movimiento se estrelló contra una pared.
Oí el crujido del metal y de los huesos y el saqueador cayó al suelo con la
moto encima.
Otro grito resonó a mi espada y me giré. A través del laberinto de coches
abandonados, un trío de humanos me contemplaba desde el centro del
aparcamiento con los ojos abiertos como platos. Dos de ellos forcejeaban
con alguien al que habían tumbado sobre el capó de un coche. Le habían
colocado los brazos a la espalda para atarle las muñecas con una cuerda
tosca. Su pelo rubio refulgió en la oscuridad, y tenía el rostro contraído de
dolor mientras lo sujetaban contra el metal.
—¡Zeke! —chillé, precipitándome hacia adelante, y los dos saqueadores
reaccionaron. Uno agarró el fusil de asalto que yacía sobre el techo del
coche y el otro arrastró al prisionero tras una furgoneta y fuera de mi vista.
Rugí con los colmillos al descubierto y me lancé a por el saqueador con el
arma. Este me apuntó sin vacilar aún con los ojos abiertos como platos a
causa de la sorpresa y el miedo; sabía lo que era, así que no dudó en apretar
el gatillo.
El fusil vibró y envío una lluvia de balas que impactaron y chispearon
contra los coches oxidados de mi alrededor. Las ventanillas se rompieron
conforme me agachaba y zigzagueaba entre los coches; el rugido de los
disparos y el chasquido del cristal al resquebrajarse eran casi
ensordecedores. No obstante, podía percibir a mi presa, oler su miedo y
desesperación. Me acuclillé tras un vehículo y aguardé hasta que los
disparos se detuvieron. Entonces oí una maldición por parte del saqueador
mientras trataba de recargar el fusil a toda prisa.
Subí corriendo al techo y me acerqué a él saltando de coche en coche. En
ese momento vi cómo el humano abría mucho los ojos a causa del terror.
Levantó el arma y logró disparar tres veces a lo loco antes de que me
abalanzase sobre él y lo estrellara contra una puerta, rompiendo la
ventanilla en consecuencia. Una navaja destelló en su mano. Me la clavó en
el cuello, justo encima de la clavícula, y el dolor me atravesó como una
bala. Grité, le aparté la cabeza y hundí los colmillos en su garganta.
Me quemaba el cuello. Sentía mi propia sangre manar de la clavícula y
mancharme la camiseta. La sed era como un agujero negro en mi interior,
oscuro y hambriento. La sangre llenó mi boca, inundó mis sentidos. Esta
vez no me contuve.
El saqueador tembló y al final se quedó inerte en mis brazos. Solté el
cadáver y dejé que cayera al cemento con un estrépito. A continuación,
eché un vistazo por el aparcamiento en busca de Zeke y del otro saqueador.
No podían haberse ido muy lejos, sobre todo si Zeke se estaba resistiendo.
Vislumbré a dos personas desvaneciéndose entre los edificios, la grande
empujando a la más pequeña hacia un callejón con el fusil, y salí disparada
hacia ellos.
Al salir del callejón localicé al saqueador, que arrastraba a Zeke hacia una
furgoneta gris aparcada en la acera con las puertas abiertas y el motor
arrancado. La habían modificado para que pareciese un arma letal. De las
puertas y el capó sobresalían pinchos y las ventanas estaban protegidas por
láminas de hierro. Hasta los tapacubos eran afilados y puntiagudos.
El saqueador se giró, me vio yendo a por él y palideció. Zeke seguía
forcejeando con su captor, tratando de deshacerse de su fuerte agarre. Saqué
los colmillos y rugí, y el saqueador tuvo que decidir. Se dio la vuelta y
lanzó al prisionero hacia mí. Mientras este último se tambaleaba en mi
dirección, levantó el arma y apuntó a la espalda desprotegida de Zeke.
Disparó dos veces. Zeke cayó y se golpeó la cabeza contra el pavimento.
Jadeé y me precipité hacia él al tiempo que el saqueador saltaba al interior
de la furgoneta, cerraba la puerta con fuerza y salían escopetados con un
chirrido de las ruedas.
—¡Zeke!
Rompí la cuerda que le ataba las muñecas y lo tumbé de lado. Estaba
pálido, le chorreaba sangre por la nariz y la boca y tenía los ojos cerrados.
Lo sacudí, pero su cabeza se desplomó, lacia. Entonces me obligué a
quedarme quieta y me concentré en oír cualquier cosa: un latido, su pulso,
algo. El alivio me embargó. Ahí estaba, fuerte y desbocado. Estaba vivo.
—Zeke.
Le toqué la cara, y esta vez se movió y abrió los ojos con un jadeo.
Dirigió sus ojos azules atenazados por el dolor hacia los míos.
—¡Tú! —espetó entre dientes, y trató de alejarse de mí—. ¿Qué haces
aquí? ¿Cómo…? —jadeó y se aovilló con los rasgos contraídos por la
agonía.
—Quédate quieto —dije—. Te han disparado. Hay que sacarte de aquí.
—No —jadeó Zeke, con la voz ronca y tratando de levantarse—. Los
otros. ¡Aléjate de mí! Tengo que ayudarlos. —Su pierna cedió y volvió a
desplomarse sobre el pavimento.
—¡Que te quedes quieto, idiota, o te desangrarás y entonces no podrás
ayudar a nadie! —Lo fulminé con la mirada y él, por fin, dio su brazo a
torcer—. ¿Dónde te han dado?
Hizo una mueca de dolor.
—En la pierna —dijo, jadeante y rechinando los dientes.
Tenía un agujero muy feo en la pantorrilla por el que no dejaba de salir
sangre, pero, afortunadamente, el hueso parecía intacto. Aun así, la cantidad
de sangre que manaba del tajo me tentaba y preocupaba a partes iguales. Lo
vendé lo mejor que pude y usé unas tiras de tela de mi abrigo para hacerle
un torniquete, todo eso mientras trataba de ignorar el olor y la sensación de
la sangre en mis manos, en su piel.
Zeke apretó la mandíbula y no emitió sonido alguno durante un momento,
pero pocos minutos después alargó el brazo y me detuvo la mano.
—Puedo seguir yo —jadeó—. Ve a ayudar a los demás. —Dudó un
momento y luego añadió—: Por favor.
Lo miré a los ojos. La desesperación y la preocupación se reflejaban en su
mirada, eclipsando el dolor que sabía que sentía.
—Estaré bien —me aseguró, esforzándose por mantener la voz firme—.
Pero los otros… Van a por ellos. Tienes que detenerlos.
Asentí, me puse de pie e inspeccioné las sombras a la vez que aguzaba el
oído por si percibía algún ruido de persecución.
—¿Dónde están?
Señaló al otro lado de la calle.
—La última vez que los vi, Jeb estaba guiando a una parte del grupo en
esa dirección. Nos dividimos cuando los oímos llegar, para despistarlos. —
Su rostro se ensombreció—. Ya han cogido a Ruth y a Jake… Tienes que
evitar que atrapen a nadie más.
Lo agarré por debajo de los brazos y, haciendo caso omiso de sus
protestas y gemidos de dolor, lo saqué a rastras de la carretera.
—Quédate aquí —le ordené, dejándolo tras un matojo de hierba más alta
que nuestras cabezas—. No quiero que te capturen otra vez mientras yo
busco a los demás. Volveré en cuanto pueda. No te muevas.
Él asintió, agotado.
Recogí la espada de donde yacía en la acera y salí corriendo por la calle
en busca de las personas que me habían apartado de su lado.
No tardé mucho. Me llegó el rugido de los motores y la explosión de más
disparos a lo lejos, por encima de los edificios. El estallido de la escopeta
de Jeb rebotó en los tejados y yo aceleré el paso. Sin embargo, los edificios
ocultaban la verdadera dirección de los disparos y las calles se
entrecruzaban de forma confusa a través del pueblecito, llevándome a
callejones sin salida o a ninguna parte, en general.
Salté por encima de una pared comida por el musgo justo cuando dos
furgonetas blindadas y con pinchos como la otra que había visto pasaron
zumbando a mi lado despidiendo columnas de humo. Eché a correr hacia la
calle y oí las carcajadas y las risas de los saqueadores mientras se alejaban.
Un rostro apareció en la ventana trasera, asustado y pálido, pegado al
cristal. Los ojos de Ruth se cruzaron con los míos, aterrorizados, antes de
que la obligaran a desaparecer de nuevo en la oscuridad, y la furgoneta
derrapó en una curva y desapareció de mi vista.
Durante el medio segundo en el que me debatí si ir tras ellos, unos focos
atravesaron la carretera a mi espalda y el rugido de más motores resonaron
al otro lado de la calle. Me giré y vi al resto de la banda, por lo menos
treinta o cuarenta motoristas armados, que tomaban la curva y se
precipitaban hacia mí.
Me oculté tras un coche mientras la banda pasaba por mi lado, riéndose y
aullando, y algunos hasta disparando al aire. Aferré la espada, dividida
entre si atacar o sobrevivir. Podría salir y matar a dos o tres saqueadores
antes de que los otros se dieran cuenta de lo que había sucedido. Pero
entonces tendría que enfrentarme a los demás, que probablemente darían
media vuelta y me coserían a balazos. Aunque fuera un vampiro, me
resultaría imposible sobrevivir a eso, no con tantos como eran. Mi cuerpo
era resistente, pero no invencible.
Así que aguardé y escuché hasta que el sonido de sus voces desapareció,
hasta que el rugido de los motores y las explosiones de los disparos se
desvanecieron en la oscuridad y el pueblo se sumió en silencio una vez más.

Solo para asegurarme, barrí el área circundante en busca de supervivientes.


Hallé el lugar tras un almacén donde era evidente que se había librado una
batalla: había huellas de ruedas en el suelo y agujeros de bala en las paredes
y en las puertas de los coches oxidados. La escopeta de Jeb se encontraba
olvidada en un charco junto a una camioneta volcada, y un par de
saqueadores yacían inertes en los hierbajos de por allí cerca, señal de que el
viejo no se había entregado pacíficamente. Pero otros no habían logrado
huir del caos. Dorothy estaba sentada en el suelo contra una rampa de
cemento, con dos agujeritos bajo la clavícula por los que brotaba sangre y
los ojos mirando a la nada.
Contemplé su cadáver con una sensación de vacío y entumecimiento en el
cuerpo. No la conocía desde hacía mucho y tampoco era que estuviese muy
bien de la cabeza, pero a pesar de su cháchara sobre ángeles, vampiros y
demonios, Dorothy siempre había sido amable conmigo.
Y ahora se había ido. Igual que los otros.
Aturdida, regresé al lugar donde había dejado a Zeke, casi temerosa de lo
que fuese a encontrarme. No obstante, cuando giré la calle, vislumbré una
figura familiar apoyada contra una señal de stop, con un machete en una
mano y ayudándose de la otra para mantenerse en pie. A su espalda había
dejado un rastro de sangre en la acera.
—¡Zeke!
Me precipité hacia él y lo agarré del brazo, pero él se apartó con un
gruñido y levantó el arma. Vi ira e inseguridad en sus ojos antes de que se le
empañaran de dolor otra vez, y se desplomó hacia adelante.
Volví a sujetarlo esforzándome por no respirar su olor, la sangre que
empapaba su ropa.
El miedo y la preocupación elevaron mi voz mientras renqueábamos calle
abajo.
—¿Qué haces, idiota? ¿Quieres morir o qué? ¿No te he dicho que te
quedaras quieto?
—He oído… disparos.
Zeke jadeaba y tenía la cara y el pelo empapados en sudor. Lo sentía
temblar; su piel estaba fría y pegajosa. Mierda, no podía seguir así. Eché un
vistazo a mi alrededor en busca de refugio y decidí que la casa al otro lado
de la calle era la mejor opción.
—Quería ayudar —prosiguió mientras avanzábamos a duras penas sobre
la carretera—. No podía quedarme allí sentado sin hacer nada. Tenía que
intentarlo. Ver… si alguien había escapado. —Apretó los labios a la vez que
yo abría la verja con un puntapié, lo guiaba a través del jardín lleno de
maleza y lo ayudaba a subir las escaleras del porche—. ¿Ha escapado
alguien?
Ignoré la pregunta, abrí la puerta de un empujón y me asomé al interior.
Esto, al menos, me resultaba medianamente familiar. Las paredes de yeso
estaban resquebrajadas y desconchadas y el suelo, cubierto de basura y
escombros. Había un par de agujeros en el techo y varias tejas rotas se
hallaban desperdigadas por el salón, pero la estructura parecía bastante
sólida. Vi un sofá amarillo y enmohecido pero sorprendentemente intacto
contra la pared, así que dirigí a Zeke hasta él.
Se desplomó con un quejido que no se molestó en ocultar y cerró los ojos
por unos instantes antes de volverlos a abrir de golpe, como si temiese
perderme de vista. Sentí una punzada de dolor al verlo allí tumbado e
indefenso en el sofá. No se fiaba de mí.
—Estás sangrando otra vez —dije, reparando en la sangre fresca que se
filtraba a través de la venda improvisada, y tuve que contener las ganas de
decirle que, si hubiese querido morderlo, ya lo habría hecho—. Quédate
aquí. Trataré de buscar algo con lo que limpiarte la herida.
Me giré para ocultar mi rabia, salí de la estancia y me interné aún más en
la oscura casa. Zeke no dijo nada, así que busqué vendas, comida o
cualquier otra cosa que nos sirviera en los muebles. Aunque las
habitaciones estaban cubiertas de polvo y moho, se hallaban en un estado de
conservación impresionante, como si los dueños se acabasen de marchar sin
haberse llevado nada. En la cocina, la vajilla y las tazas estaban rotas y
dentro del frigorífico, sobre la balda superior, encontré lo que debía de ser
un cartón de leche de hace cien años. Los dormitorios estaban
prácticamente vacíos, sin sábanas ni ropa, aunque a juzgar por el pestazo a
heces y orina, sospechaba que un zorro o tal vez una familia de mapaches se
había instalado debajo de la cama.
Caminé por el pasillo y di con el cuarto de baño. El espejo sobre el lavabo
estaba destrozado, pero dentro del armarito hallé una caja con gasas y un
rollo polvoriento de vendas. Debajo divisé un botecito de pastillas y otro
marrón un poco más grande medio lleno de líquido. Me esforcé por leer la
etiqueta descolorida y agradecí mentalmente a Kanin por haber insistido en
que aprendiera a leer mejor. El bote marrón contenía algo que necesitaba
con urgencia. «Agua oxigenada: desinfectante para cortes y heridas
superficiales».
Como no sabía para qué eran las pastillas blancas, las dejé en el armarito,
pero cogí las gasas, el agua oxigenada y una toalla polvorienta de una repisa
que había cerca y se lo llevé todo a Zeke. Se había sentado un poco más
erguido en el sofá y estaba intentado deshacer el torniquete de la pierna. A
juzgar por cómo apretaba la mandíbula y por su frente arrugada y sudorosa,
no parecía estar yéndole muy bien.
—Estate quieto —le ordené, agachándome a su lado y dejando las cosas
en el suelo—. Vas a empeorarlo. Déjame a mí.
Me miró con recelo, pero el agotamiento y el dolor ganaron y volvió a
tumbarse. Una vez más, me puse manos a la obra con su pierna. Le limpié
la sangre con la toalla y luego vertí el desinfectante copiosamente sobre la
herida. Zeke siseó de dolor cuando el líquido transparente entró en contacto
con el tajo y este enseguida se empezó a cubrir de una espuma blanca.
—Lo siento —musité, y él soltó un pequeño suspiro.
Limpié lo que quedaba de sangre, pegué la gasa a su pierna y empecé a
envolver la venda a su alrededor.
—Allison.
—¿Qué? —respondí bruscamente, sin levantar la vista de la tarea que
tenía entre manos.
Zeke vaciló, tal vez percibiendo mi estado de ánimo.
—¿Y los demás? ¿Has…? ¿Alguno ha…? —me preguntó muy bajito.
Apreté la mandíbula deseando que no hubiera sacado el tema todavía.
—No —dije—. No hay nadie. Los hombres de Chacal se los han llevado a
todos.
—¿A todos?
Consideré la posibilidad de mentir o al menos suavizar la verdad, pero
Zeke siempre había sido sincero conmigo. Tenía que decírselo, aunque no le
gustara.
—No a todos —admití—. Dorothy está muerta.
No respondió.
Terminé de vendarle la pierna, levanté la vista y lo encontré con la cabeza
gacha y una mano tapándose los ojos. Recogí los enseres de primeros
auxilios y me puse de pie mientras él combatía con su pena y su dolor, pero
no hizo ruido alguno; no habló ni gimoteó, nada. Cuando bajó la mano, su
expresión se tornó decidida y su voz, firme.
—Voy a ir a por ellos.
—¿Tú solo? Va a ser que no —dije, dejando el agua oxigenada y las
vendas sobre una mesa medio podrida—. No a menos que creas que puedes
vencer a cuarenta saqueadores por tu cuenta, herido como estás. Yo voy
contigo.
Me atravesó con la mirada. Sus ojos azules refulgieron en la oscuridad y
la cruz titiló en su pecho. Veía la lucha que estaba teniendo lugar en su
mente; yo era un vampiro, el enemigo, algo de lo que desconfiar…, pero al
mismo tiempo, acababa de salvarle la vida y era su mejor baza para rescatar
a los demás. Recordé las cicatrices en su espalda y hombros, las creencias
que le habían inculcado a golpes, literalmente, y me pregunté hasta dónde
llegaría el adoctrinamiento de Jeb.
Por fin asintió. Un gesto reticente y doloroso que pareció costarle el
mayor esfuerzo del mundo.
—Vale —murmuró—. Aceptaré toda la ayuda posible. Pero… —se sentó
más erguido y entrecerró sus ojos azules y fríos igual que había hecho en la
granja de los Archer— como intentes morderme o alimentarte de alguien
del grupo, te juro que te mato.
Resistí el impulso de enseñar los colmillos.
—Qué bien que sentemos ya las bases de nuestra relación, sobre todo
después de que te haya salvado la vida.
Un asomo de culpa cruzó su expresión.
—Perdona —musitó, pasándose una mano por el pelo—. Es que… Da
igual. Te agradezco que hayas aparecido. Gracias.
Las palabras sonaron tensas, incómodas, pero yo no le di importancia.
—No es nada. —Como disculpa dejaba mucho que desear, pero al menos
no estaba intentando cercenarme la cabeza con el machete—. A por los
saqueadores, pues. ¿Sabes adónde se han ido?
Zeke se reclinó en el sofá.
—No —respondió, quebrándosele un poco la voz. Era evidente que estaba
tratando de contener las emociones—. No sé dónde están ni adónde se los
han llevado. Ni tampoco por qué. Jeb apenas hablaba de eso; solo decía que
Chacal y sus hombres lo estaban buscando y que teníamos que llegar al
Edén antes de que lo encontraran.
—Así que ni siquiera sabemos en qué dirección se han ido —musité,
mirando hacia la puerta.
Zeke sacudió la cabeza y estampó el puño en el reposabrazos con un
golpe sordo.
Observé a través del umbral el tenue brillo naranja que asomaba por
encima de los tejados; eran los restos de la iglesia quemándose hasta los
cimientos. Ahora las calles estaban tranquilas. Salvo por las llamas, no
quedaba rastro que revelara la presencia de los saqueadores. Los hombres
de Chacal sabían lo que se hacían. El ataque había sido rápido, eficiente y
mortal, y luego todos habían desaparecido en la noche.
O, bueno, casi todos.
—Espera aquí —le dije a Zeke—. Ahora vengo.
20

—Pues menos mal que llevabas casco, ¿eh?


Atrapado bajo la moto, el saqueador me miró con los ojos bien abiertos y
llenos de dolor y miedo. Oía el retumbar de su corazón y olía la sangre que
goteaba en el suelo. Debía reconocer que, para ser humano, era un tipo
duro. Dado el tremendo impacto que había sufrido contra la pared, no me
habría sorprendido que se hubiera partido el cuello, cosa que habría
fastidiado bastante mis planes.
Le volví a sonreír enseñando los colmillos.
—Qué pena que tengas la pierna rota, ¿no? Eso complica las cosas. Debo
admitir que me habría gustado no acabar así. La persecución puede llegar a
ser tan emocionante como el hecho de matar a una presa.
—Mierda —gimió el saqueador con el rostro pálido perlado de sudor—.
¿Qué quieres, vampiro?
Interesante. Le daban miedo los vampiros, pero ver uno no lo sorprendía.
—Te cuento —dije en tono amistoso—. Me han llegado rumores de que
tu jefe no es humano, de que se parece a mí. —Me agaché hasta quedar a su
misma altura y le sonreí—. Quiero saber dónde está, dónde tiene su guarida
y cómo es su territorio. Últimamente apenas veo vampiros merodear por los
alrededores. Siento mucha curiosidad por saber cómo es ese tal «rey de los
saqueadores», y tú me vas a hablar de él.
—¿Por qué? —preguntó el saqueador, desafiante. Debía admitir que tenía
agallas—. ¿Pretendes unirte a él, chupasangre? ¿Quieres ser su reina?
—¿Y qué si es así?
—A Chacal no le gusta compartir.
—Bueno, eso no es asunto tuyo, ¿verdad? —respondí y entrecerré los ojos
—. ¿Dónde está?
—¿Me dejarás con vida si te lo digo?
—No. —Volví a sonreír enseñando los colmillos—. Si me lo dices, no te
dejaré seco hasta que lleguemos al territorio de Chacal. Si me lo dices, no te
romperé los brazos, ni la otra pierna, ni te dejaré en una cuneta,
inconsciente, para que te encuentren los rábidos. Si me lo dices, lo peor que
te haré será abandonarte aquí para que mueras como tú quieras. Aunque
ahora que lo dices, tengo algo de hambre…
—¡En Antigua Chicago! —confesó el saqueador—. Chacal ha establecido
su territorio en las ruinas de Antigua Chicago. —Señaló en una dirección
cualquiera—. Sigue la autovía hacia el este. La carretera da a una ciudad a
orillas de un lago enorme, no tiene pérdida.
—¿A cuánto está?
—A un día en moto. No sé lo rápidos que seréis los vampiros, pero si
conduces durante toda la noche, llegarás mañana al anochecer.
—Gracias —respondí al tiempo que me ponía de pie. Eché una ojeada a la
moto del saqueador y comprobé que el lado izquierdo estaba caído y
abollado, pero por lo demás parecía intacta—. Y ahora solo necesito que me
enseñes una última cosa.

Cuando volví, vi que Zeke se había quedado dormido en el sofá en una


postura desgarbada y con un brazo colgando. Así parecía más joven de lo
que lo recordaba; el dolor suavizaba sus facciones. Por eso mismo no quería
despertarlo, pero se revolvió en cuanto entré en la estancia y abrió los ojos.
—¿Me he quedado dormido? —exclamó, y bajó los pies del sofá con una
mueca—. ¿Por qué no me has despertado? ¿Cuánto tiempo he estado
descansando?
—Son poco más de las doce —respondí a la vez que le lanzaba una
mochila al sofá, la cual levantó una nube de polvo—. Para ti. Hay comida,
bebida, medicinas y otras cosas; te durará varios días. ¿Cómo tienes la
pierna?
—Me duele —contestó Zeke, y apretó los dientes mientras se levantaba
despacio—, pero estaré bien. Puedo caminar. —Se colgó la mochila de los
hombros—. ¿Has descubierto dónde tienen a los demás?
—Ajá. —Esbocé una leve sonrisa y él alzó la cabeza con los ojos
rebosantes de esperanza—. Chacal ha establecido su territorio en las ruinas
de una ciudad a un día o dos al este. En Antigua Chicago. Ahí se los han
llevado.
—A un par de días al este —repitió Zeke mientras renqueaba hacia la
puerta. Hice amago de ayudarlo, pero él se tensó y sacudió la cabeza, así
que lo dejé estar—. Entonces tardaremos varios días en llegar. No creo que
pueda ir muy rápido.
—No tiene por qué —dije, y abrí la puerta.
Zeke enarcó las cejas y yo le sonreí.
La motocicleta se encontraba junto a la acera. Algo abollada, pero
bastante entera dadas las circunstancias.
—He tardado un poco en aprender a manejar esta cosa —dije a la vez que
bajaba los escalones y salía a la calle—, pero creo que, más o menos, le he
pillado el truco. Los majos de nuestros amigos los saqueadores nos la han
prestado.
Zeke me miró y la desconfianza en sus ojos dio paso al alivio y al
agradecimiento, por lo menos por el momento. Durante ese instante se
pareció al Zeke que conocía. Avergonzada, recogí el casco del asiento y se
lo lancé. Él lo cogió al vuelo y parpadeó.
—A mí no me hace falta —expliqué al ver que fruncía el ceño—, pero tú
mejor póntelo. Todavía me estoy haciendo con la moto. Con suerte no me
estamparé contra ninguna otra pared.
Me monté. Agarré los manillares y sentí el poder de la máquina.
«Pues sí que podría acostumbrarme a esto, oye».
Zeke vaciló, aún con el casco en las manos y ojeando la moto como si esta
le fuese a morder. Fue entonces cuando caí en que no era la moto de lo que
no se fiaba.
Sino de mí.
Apreté la palanca del manillar y la moto rugió. Zeke pegó un bote.
—¿Nos vamos o no? —dije, y él me fulminó con la mirada.
Apretó la mandíbula y pasó la pierna mala por encima del asiento para
colocarse detrás de mí. Sentí el calor de su cuerpo y el retumbar de sus
latidos a pesar de que intentó mantenerse apartado. Agradecí que no me
latiera el corazón porque el mío estaría haciendo lo mismo.
—Agárrate fuerte —murmuré a la vez que se ponía el casco—. Esta cosa
tiene potencia.
Aceleré, tal vez más de lo necesario, y la moto se abalanzó hacia delante.
Zeke soltó un gritito y se agarró a mis hombros.
—Lo siento —dije mientras él me envolvía la cintura con los brazos a
regañadientes—, todavía me estoy familiarizando con ella.
Volví a intentarlo un poco más despacio y la moto avanzó a través de las
calles a un ritmo más natural. En cuanto llegamos a la principal, paré y miré
por encima del hombro. Zeke estaba tenso, a saber si por la incomodidad, el
dolor o ambas cosas.
—¿Preparado? —pregunté, y él asintió—. Pues agárrate. Veamos lo
rápido que es capaz de ir.
Se aferró a mí con más fuerza. Sentí su corazón martillear contra mi
espalda. Giré la moto hacia el este, aceleré y el motor rugió al tiempo que
avanzábamos. El viento empezó a silbar contra mis oídos en cuanto
cogimos más velocidad. Solo estábamos nosotros y la carretera vacía. Noté
que Zeke me apretaba las costillas y pegaba la cara a mi espada, pero yo
levanté la cabeza y solté un chillido de júbilo.
La luna llena brillaba sobre nuestras cabezas, enorme y resplandeciente,
iluminando el camino hacia el este, hacia el final de la carretera.

Podría haber seguido conduciendo para siempre. Con el viento


alborotándome el pelo, la autovía vacía frente a mí, volando por la carretera
a una velocidad pasmosa. No me cansaba. Por desgracia, quedaba poco para
que amaneciera y, a causa del estado de Zeke, paramos un par de horas
antes de que saliese el sol. Aparqué junto a un rancho en mal estado para
descansar y vendarle otra vez la pierna a Zeke. Tras ahuyentar a una colonia
de ratas que se había instalado en la destartalada cocina, logré que Zeke se
sentara en una mesa para inspeccionarle la herida. El tajo no parecía
infectado, pero le eché bastante agua oxigenada antes de cubrirlo con
vendas limpias. El fuerte olor químico mezclado con el de la sangre de
Zeke me provocó algunas náuseas. Tenía suerte; oliendo tanto a
desinfectante no me apetecía morderlo.
—Gracias —murmuró mientras me levantaba y recogía las vendas usadas
para enterrarlas fuera.
No parecía haber rábidos cerca, pero más valía prevenir que curar. Seguro
que a los rábidos les daba igual beber sangre con olor a agua oxigenada.
—Allison.
Me volví con recelo. Por su tono, sabía que se sentía tan incómodo como
yo. Permaneció callado durante un momento, como si debatiese
internamente si decir algo, pero hundió los hombros con un suspiro.
—¿Por qué volviste?
Me encogí de hombros.
—¿Porque me aburría? ¿Porque no tenía adónde ir? ¿Porque en ese
momento me pareció buena idea? Elige.
—Te habría disparado —respondió Zeke suavemente y con la mirada
gacha—. Si te hubiera visto merodear por allí, habría hecho todo lo posible
para matarte.
—Pues no lo hiciste —rebatí con más brusquedad de la que pretendía—.
Y, a estas alturas, da igual. Eso sí, la próxima vez, si no quieres que te salve
la vida, avisa. —Me di la vuelta y eché a andar.
—Espera —me pidió Zeke antes de suspirar y pasarse las manos por el
pelo—. Lo siento —se disculpó, mirándome por fin—. Lo estoy intentando,
Allison, de verdad. Es solo que… eres un vampiro y… —Gesticuló,
frustrado—. No me esperaba… nada de esto.
—No mordí a nadie —dije en voz baja—. Es la pura verdad, Zeke. No me
alimenté de nadie del grupo.
—Lo sé —contestó—. Pensé…
—Pero quise hacerlo.
Levantó la mirada enseguida. Lo enfrenté con la expresión y la voz
tranquilas.
—Hubo muchas veces que quise alimentarme de ti, de Caleb, de Darren y
de Bethany —añadí—. Me resultó muy difícil no morderlos, no
alimentarme de ellos. Por desgracia, es lo que tiene ser vampiro: siempre se
tiene sed. Es imposible estar con humanos durante un tiempo y no desear
morderlos.
—¿A qué viene esto?
—Tienes que saberlo —repuse simplemente—. Porque es lo que soy.
Deberías tenerlo claro antes de continuar.
Su voz volvió a tornarse fría.
—Lo que estás tratando de decirme es que… ninguno está
verdaderamente a salvo contigo.
—No puedo prometerte que nunca os vaya a morder. —Me volví a
encoger de hombros—. La sed hace que ansíe sangre humana. No podemos
sobrevivir sin ella, así que tal vez hiciste bien echándome aquella noche. Lo
que sí puedo prometerte es que me esforzaré al máximo por reprimirla. Eso
es lo único que puedo ofrecerte. Y si no es suficiente… Bueno, ya nos
preocuparemos por eso después de rescatar a los demás.
Zeke no contestó. Parecía estar perdido en sus pensamientos, así que lo
dejé en la cocina y salí para deshacerme de los vendajes ensangrentados.
Los enterré en el jardín a toda prisa y después me levanté para echar un
vistazo a la carretera. Antigua Chicago nos esperaba al final de la autovía
junto con todo un ejército de saqueadores y un misterioso rey vampiro que
gobernaba una ciudad vampírica. Me pareció irónico que fuera a volver a
aquello de lo que había estado huyendo todo este tiempo.
El cielo al este empezaba a clarear, así que volví adentro y vi que Zeke
seguía en la mesa con la mochila abierta al lado, comiéndose una bolsita de
galletitas que había encontrado en el pueblo. Alzó la mirada cuando entré,
pero no dejó de comer; un instinto que recordaba de mis días en el Aledaño.
Daba igual la situación, lo mal que te sintieras o lo poco apropiado que
pareciera, había que comer siempre que había oportunidad. No sabías
cuándo volverías a hacerlo, o si esa sería tu última comida.
También vi que había sacado la pistola, que estaba ahora en la mesa a su
alcance, y decidí hacer caso omiso de ese detalle.
—Está a punto de amanecer —dije, y él asintió—. Tienes calmantes y
algo de agua por si los necesitas. Las vendas y el agua oxigenada están en el
bolsillo delantero.
—¿Y la munición?
Sacudí la cabeza.
—No había en el pueblo y tampoco he tenido mucho tiempo de buscar. —
Evité mirar hacia la pistola aposta—. ¿Cuántas balas te quedan?
—Dos.
—Pues habrá que aprovecharlas. —Hice una mueca al tiempo que echaba
un vistazo por la ventana—. Tengo que irme. Cuidado con esa pierna,
¿vale? Si pasa algo, no podré hacer nada hasta que se ponga el sol. Nos
vemos al anochecer.
Él asintió sin alzar la vista. Caminé por el pasillo serpenteando entre
telarañas y escombros hasta dar con la habitación del fondo. La puerta
seguía funcionando, pero se abrió con un chirrido.
Había una gran cama pegada a la pared bajo una ventana rota. Las
cortinas se movían con suavidad a causa de la brisa. Dos esqueletos adultos
yacían en la cama, infestada de lombrices, con la ropa deteriorada. Entre
ellos vi otro más pequeño acurrucado contra el pecho de uno de los adultos.
Me quedé observándolos. Me pareció surrealista. Conocía algunos
detalles de la plaga de cuando mi madre me contaba historias sobre la vida
de antes. A veces el virus infectaba tan rápido que familias enteras
enfermaban y morían en cuestión de un par de días. Estos esqueletos, esta
familia, eran de otra época. ¿Cómo habría sido vivir antes de la plaga, sin
rábidos ni vampiros ni ciudades vacías?
Aparté esos pensamientos de mi cabeza. Preguntarse por el pasado era
inútil. Salí de la habitación, crucé el pasillo y abrí la puerta de enfrente. Esa
estancia era más pequeña y solo contaba con una cama individual pegada a
la pared. Estaba a oscuras, con las ventanas cerradas a cal y canto, y no
había esqueletos a la vista.
Me tumbé boca arriba y dejé la espada a mano sobre el colchón. De todas
formas, era incapaz de despertarme durante el día, por lo que, si alguien
venía y quería llevársela, tampoco es que fuese a ponérselo muy difícil.
Eché un vistazo a la puerta cerrada y pensé en algo que me dejó helada.
Zeke estaba en la casa, despierto, armado y con total libertad de
movimientos. ¿Entraría a escondidas a mi cuarto para decapitarme?
¿Vendría a matarme mientras dormía y no podía defenderme siguiendo los
principios que le había inculcado Jeb? ¿Tanto odiaba a los vampiros?
¿O simplemente cogería la moto y se largaría a enfrentarse a los
saqueadores él solo?
Deseé haber decidido dormir fuera, bajo la tierra profunda y lejos de los
cazadores de demonios. Pero ya se vislumbraban rendijas de luz gris tras las
contraventanas y sentía el cuerpo pesado, flojo. Tendría que fiarme de que
Zeke fuera lo bastante listo como para entender que no podría rescatar a los
demás él solo; de que sus principios no fueran tan firmes como los de su
mentor, y de que, a pesar de ser un vampiro, entendería que seguía siendo la
misma chica que conocía.
Se me cerraron los ojos y, antes de perder la consciencia, juraría haber
oído abrirse la puerta.

El mundo estaba del revés.


Era incapaz de mover las manos a mi espalda. Bueno, no podía mover
nada, en realidad. Soplaba una suave brisa por mis hombros desnudos.
Notaba los brazos rotos, o atados, o ambas cosas. Qué raro era no sentir
dolor.
El suelo, a unos metros de mi cabeza, era de hormigón.
A pesar de no recordar cómo había llegado hasta allí, tenía la sensación
de estar a bastante profundidad. Giré la cabeza y vi cabeza abajo una mesa
a pocos metros con instrumentos que relucían entre las sombras.
Se oyeron unos pasos y, a continuación, un par de botas apareció en mi
campo de visión y sentí el extremo de un atizador al rojo vivo a escasos
centímetros de mi cara. Me aparté a la vez que oía una voz a través del
abotargamiento.
—Bienvenido a mi casa, viejo amigo. Espero que te guste… Creo que
pasarás bastante tiempo aquí. Tal vez para siempre, ¿a que es divertido?
Pero antes de que digas nada, deja que te dé oficialmente la bienvenida al
infierno.
Me clavó la punta del atizador en el estómago con tanta saña que
sobresalió por mi espalda y el olor de la sangre y la carne quemada inundó
el aire.
Entonces comenzó el dolor.

Me desperté con una sacudida y un gruñido antes de caerme de bruces de la


cama. Siseé y me levanté escudriñando la estancia al mismo tiempo que el
dolor fantasma de la barra de acero al atravesarme el estómago daba paso a
la realidad.
Me relajé y retraje los colmillos. Otra pesadilla rara, aunque esta había
sido muchísimo peor que la anterior. Me había parecido tan real; como si
verdaderamente hubiese estado ahí, colgada del techo y con un atizador al
rojo vivo clavado en el vientre. Me estremecí al recordar aquella voz fría y
siseante. Me resultaba familiar, como si ya la hubiera oído antes…
—¿Allison? —Llamaron a la puerta—. ¿Estás bien? Juraría haber oído un
grito.
—Sí —respondí, embargada de alivio. «Sigue aquí. No se ha ido ni me ha
decapitado mientras dormía»—. Ahora salgo.
Zeke enarcó las cejas cuando abrí la puerta, agotada y despeinada, y salí
al pasillo.
—¿Has dormido mal? —preguntó. Lo fulminé con la mirada—. No sabía
que los vampiros pudierais tener pesadillas.
—Hay muchas cosas que no sabes de nosotros —murmuré, pasando junto
a él en dirección a la cocina. Había una vela que parpadeaba en la mesa
entre latas de alubias abiertas y envoltorios de cecina arrugados. Había
debido de dar con un alijo de comida—. Venga, déjame que le eche un
último vistazo a la herida antes de irnos.
—He pensado una cosa —comentó Zeke mientras cojeaba de camino al
salón. Tenía mejor aspecto hoy; la comida, el descanso y los calmantes
estaban haciendo efecto—. Sobre lo que me dijiste anoche. Quiero saber
más cosas sobre los vampiros… de tu boca. Lo único que sé es lo que me
contó Jeb.
Resoplé y cogí la mochila del suelo.
—¿Que somos monstruos desalmados con el solo propósito de beber
sangre y transformar a los humanos en demonios? —bromeé, hurgando en
busca de vendas y gasas.
—Sí —contestó Zeke, serio.
Lo miré y él se encogió de hombros.
—Anoche fuiste sincera conmigo —repuso—. No me comiste la oreja ni
me dijiste lo que esperaba oír, así que he pensado que podría… escuchar tu
versión, si me la quieres contar. Por qué te convertiste, qué te hizo… —Se
calló.
—¿Transformarme en una muerta viviente? ¿Beber la sangre de seres
vivos? —Saqué el agua oxigenada, las vendas y las gasas y lo dejé todo en
el suelo, frente al sofá—. ¿No tener que preocuparme por quemarme con el
sol? Bueno, eso sí.
Me miró con el ceño fruncido, exasperado.
—No pasa nada si no quieres contármelo.
Señalé el sofá y él se sentó antes de apoyar los codos en las rodillas. Me
arrodillé y empecé a desenrollar la venda de su pierna.
—¿Qué quieres saber?
—¿Cuántos años tienes? —preguntó Zeke—. Es decir, ¿cuánto tiempo
llevas siendo… un vampiro?
—Poco, algunos meses.
—¿Meses?
Parecía sorprendido, por lo que alcé la cabeza para mirarlo a los ojos.
—Claro, ¿cuánto creías?
—Pues meses precisamente no. —Negó con la cabeza—. Los vampiros
sois inmortales, así que creía que… tal vez…
—¿Qué, que tengo cientos de años? —Al pensarlo esbocé una sonrisa
socarrona y volví a flexionarle la pierna—. Lo creas o no, para mí todo esto
es nuevo, Zeke. Sigo intentando comprenderlo todo.
—No lo sabía —respondió él con suavidad—. Entonces eres tan joven
como yo. —Se quedó en silencio durante un momento, asimilándolo, antes
de sacudir la cabeza—. ¿Qué te pasó?
Vacilé. No me gustaba hablar o recordar nada de mi vida de antes; lo
pasado, pasado estaba. ¿Qué sentido tenía obcecarse en algo que no se
podía cambiar? Sin embargo, Zeke estaba intentando conocerme y sentía
que, por lo menos, le debía una explicación. La verdad.
—No te mentí cuanto te dije que había nacido en una ciudad vampírica —
empecé, centrada en lo que estaba haciendo para evitar mirarlo a los ojos—.
Mi madre y yo… vivíamos en una casita en uno de los sectores. Ella estaba
censada, lo que significaba que tenía que ir a la clínica dos veces al mes
para entregar su sangre. Todo era muy refinado, o eso nos querían hacer
creer los vampiros. No se alimentaban a la fuerza ni había muertes violentas
o desagradables. —Resoplé—. Salvo que la gente no dejaba de desparecer
en la calle. Los vampiros son cazadores; siempre lo serán, lo seremos, por
muy civilizado que parezca todo.
Sentí la incomodidad de Zeke cuando admití que todos los vampiros
éramos, en mayor o menor medida, asesinos. Ahí estaba la verdad que tanto
deseaba. Ya bastaba de mentiras, de trucos. Era un vampiro y así eran las
cosas. Esperaba que pudiese aceptarlo.
—En fin —proseguí, quitando la gasa para dejarle la herida al
descubierto. Parecía profunda e irritada, pero no infectada—. Mamá
enfermó. No podía ni levantarse de la cama, así que no acudió a la sangría
programada. Dos días más tarde, las mascotas vinieron y se llevaron a la
fuerza la cantidad de sangre que debía, a pesar de que estaba demasiado
débil como para moverse o comer siquiera. —Me quedé callada y recordé
aquella habitación pequeña y fría y a mi madre, pálida como la nieve,
tumbada bajo las mantas finas—. No se recuperó —añadí, enviando aquella
imagen a lo más recóndito de mi mente—. Poco después… se desvaneció.
—Lo siento —murmuró Zeke, y parecía decirlo con total sinceridad.
—Tras eso empecé a odiar a los vampiros. —Humedecí un trapo con agua
oxigenada y lo pegué a la herida. Vi que él se tensaba y apretaba los dientes
—. Juré no censarme nunca; no me marcarían como al ganado, no les daría
ni una gota de mi sangre. Encontré a otros como yo, otros no censados, y
sobrevivimos como pudimos: robando, rebuscando, mendigando…
Cualquier cosa con tal de sobrevivir. Pasábamos mucha hambre, sobre todo
en invierno, pero mejor eso que ser ganado para los vampiros.
—¿Qué pasó? —preguntó Zeke suavemente.
Agarré las vendas limpias y las desenrollé sin mirar. Los recuerdos se
sucedían en mi mente, oscuros y espantosos. La lluvia, la sangre, los
rábidos, estar en brazos de Kanin y sentir que el mundo desaparecía a mi
alrededor.
—Unos rábidos me atacaron —expliqué al final—. Mataron a mis amigos
y me dejaron bastante maltrecha a las afueras de la ciudad. Me moría. Un
vampiro me encontró aquella noche y me ofreció dos opciones: morir
rápido o convertirme en uno de ellos. Seguía odiándolos y sabía en qué me
convertiría, pero tampoco quería morir, así que elegí transformarme.
Zeke permaneció en silencio durante varios minutos.
—¿Te arrepientes? —preguntó al rato—. De convertirte en vampiro me
refiero, de elegir vivir así.
Me encogí de hombros.
—A veces. —Dejé la venda bien sujeta y lo miré a los ojos, buscando un
reproche—. Aunque creo que, si las opciones fuesen morir del todo o seguir
viva, lo volvería a hacer. —Zeke asintió, pensativo—. ¿Y tú? Si te
estuvieses muriendo y te ofrecieran una salida, ¿la aceptarías?
Él sacudió la cabeza.
—No me da miedo morir —replicó con una voz ni presuntuosa ni
desaprobatoria, solo confiada—. Tengo fe en que me espera algo mejor
cuando me vaya de aquí. Simplemente debo esperar y esforzarme al
máximo hasta que me llegue la hora.
—Es una bonita forma de pensar —repuse con sinceridad—, pero yo
pienso vivir todo lo que pueda, y con suerte será para siempre. —Recogí las
cosas, me levanté y lo miré—. Dime, ¿qué les pasa a los vampiros cuando
la palman? Jeb cree que ya no tenemos alma, así que ¿y si morimos?
—No lo sé —murmuró Zeke.
—¿No lo sabes o no me lo quieres decir?
—No lo sé —insistió Zeke con firmeza, y suspiró—. ¿Quieres que te diga
lo que diría Jeb o mi opinión?
—Creía que Jeb te había enseñado todo lo que sabías.
—Y así es —respondió Zeke, sosteniéndome la mirada—. Se ha
esforzado mucho por convertirme en el líder que desea que sea. —Suspiró
de nuevo, avergonzado y desafiante a la vez—. Pero, por si no te habías
dado cuenta, no siempre opinamos lo mismo. Jeb dice que soy terco e
intratable, pero me formo mis propias ideas sobre ciertas cosas, da igual lo
que él piense.
—¿No me digas? —Enarqué una ceja—. ¿Como cuál?
—Se equivocó contigo. Y yo… también.
Parpadeé. Zeke se levantó de repente con expresión preocupada, como si
no hubiese tenido la intención de desvelar eso.
—Deberíamos irnos —masculló sin mirarme—. Ya queda poco para
llegar a Antigua Chicago, ¿no? Quiero encontrar a los demás lo antes
posible.
Las estrellas estaban empezando a aparecer en el cielo. Vi tres montones
de tierra en el jardín delantero con un montón de piedras en un extremo, por
lo que le lancé una mirada inquisitiva a Zeke.
—Había que enterrarlos —dijo, desviando los ojos hacia las tumbas. Su
mirada azul parecía atormentada mientras suspiraba—. Espero que sean los
únicos que tengamos que enterrar.
No quise darle falsas esperanzas, así que me quedé callada. Monté en la
moto y esperé a que se subiese detrás y me envolviese la cintura con los
brazos, esta vez sin vacilar. Regresé al asfalto y nos pusimos en marcha a
toda velocidad hacia la ciudad vampírica que nos aguardaba al final de la
carretera.

Y yo que pensaba que Nueva Covington era grande. No era nada en


comparación con Antigua Chicago.
El viento me alborotaba el pelo junto a la masa de agua más grande que
había visto nunca, donde la ciudad de Antigua Chicago se cernía sobre todo
lo demás. En Nueva Covington, los edificios más notorios eran las tres
torres vampíricas que sobrepasaban al resto. Sin embargo, en la silueta de
Chicago se veían edificios aún más altos que esas torres y no eran pocos,
por muy derruidos y destrozados que estuvieran. Me recordó a una boca con
dientes serrados sonriéndole enloquecida al cielo nocturno.
A mi espalda, Zeke lanzó un breve suspiro que me hizo cosquillas en la
oreja.
—Es enorme —murmuró—. ¿Cómo vamos a encontrarlos?
—Lo haremos —dije, esperando que no fuera una promesa vana—. Solo
hay que buscar a una gran banda de saqueadores liderados por un vampiro.
No nos costará tanto.
Me tuve que tragar mis palabras pocos minutos después.
De cerca, Antigua Chicago era incluso más grande y extensa. Sentía como
si se alargase de manera infinita, con kilómetros de asfalto, coches
averiados y edificios vacíos. Entre las calles repletas de escombros, los
monstruosos rascacielos se cernían sobre nosotros y me pregunté cómo
habría sido la ciudad en pleno apogeo. ¿Cuánta gente habría vivido allí para
justificar semejante cantidad de edificios tan juntos y tan altos? No me lo
podía ni imaginar.
Seguimos la carretera hasta doblar una esquina y dar con un camino
cortado por los restos de un rascacielos enorme. Paré la moto y eché un
vistazo alrededor en un intento por orientarme.
—Es inútil —murmuró Zeke a la vez que contemplaba el edificio
desplomado—. Es demasiado grande. Podríamos pasarnos semanas, o
meses incluso, buscándolos. Y a saber lo que les habrán hecho a los demás
para entonces.
—No podemos rendirnos, Zeke —repliqué, dando la vuelta con la moto
—. Deben de estar en algún lado. Simplemente nos toca…
Entonces me quedé callada. Algo acababa de doblar la esquina y venía
hacia nosotros; un par de saqueadores sobre motos largas y brillantes con
los manillares torcidos hacia arriba como si fuesen cuernos aparecieron
ruidosamente de las sombras y nos iluminaron con sus focos. Zeke y yo nos
tensamos cuando los hombres se detuvieron a unos metros y se nos
quedaron mirando con curiosidad. Uno tenía a una mujer sentada tras él con
el pelo rizado alborotado por el viento.
El otro motero nos hizo un gesto con la cabeza.
—¿Vais al Hoyo Flotante? Supongo que os habréis enterado.
«¿Al qué?».
—Eh… Sí —contesté, encogiéndome de hombros—. ¿Vosotros también?
—Ajá —dijo antes de escupir en el asfalto—. Parece que el espectáculo
de esta noche va a ser bueno. —Nos miró con el ceño fruncido—. No os
había visto antes. ¿Eres nueva, muchacha?
Zeke apretó los brazos en torno a mí. Esperaba que mantuviese la
compostura. Estaba a punto de inventarme que había llegado hacía poco a
Antigua Chicago cuando la mujer en la otra moto le dio un manotazo a su
acompañante en el hombro.
—Vamos a llegar tarde —se quejó, y el hombre puso los ojos en blanco
—. Chacal nos prometió un espectáculo y no me lo quiero perder. Anda,
vámonos.
—Cierra el pico, Irene —rezongó el saqueador, aunque le hizo un gesto
con la cabeza al hombre que había hablado con nosotros—. Venga, Mike.
Ya hablaremos con los novatos luego. Vamos. —Aceleró y subió por una
rampa que atravesaba el rascacielos. El otro puso los ojos en blanco y
comenzó a seguirlos.
—¿Te importa que vayamos con vosotros? —le pregunté con educación.
Me echó un vistazo, sorprendido, y se encogió de hombros.
—Me importa una mierda, novata, pero no te quedes atrás.

Pronto descubrí que el nombre de «Hoyo Flotante» le hacía justicia al sitio.


Seguimos a los saqueadores por las calles de Antigua Chicago
zigzagueando entre coches, escombros y más rascacielos desplomados. El
ruido de los motores resonaba y, a veces, apenas lográbamos atravesar
muros, túneles o algún vehículo volcado. Pasábamos tan cerca de ellos que
podría haberlos tocado con la mano. A mí me flipó, aunque a Zeke no le
hizo tanta gracia. Mantuvo el rostro pegado a mi espalda y los brazos firmes
alrededor de mi cintura. Agradecí no tener que respirar.
Por fin nos detuvimos en la parte trasera de otro rascacielos enorme que
daba a lo que parecía haber sido el centro de Chicago. Los edificios aquí
eran impresionantes, por muy destrozados y en ruinas que estuviesen. Una
torre se había torcido y ahora se encontraba apoyada de manera inestable
contra otra, haciendo peligrar ambas. Había varios huecos en el horizonte
donde parecían faltar edificios, pero de todas formas resultaba espectacular.
Desde donde estábamos vi unas vías elevadas y largas que serpenteaban
entre los edificios. Gracias a las historias de mi madre, recordaba que había
cierto tipo de vehículos que se desplazaba por ellas transportando a la gente
a gran velocidad. Bajo las vías había unas plataformas, puentes y pasarelas
unidas por adoquines que se extendían más allá de los edificios y se
entrecruzaban como una gran tela de araña, lo cual era necesario teniendo
en cuenta que todo a ras de suelo estaba sumergido.
Los humanos abarrotaban las estrechas plataformas y las pasarelas como
hormigas, abriéndose paso entre las aguas oscuras y turbulentas. Este sitio
no era solamente el escondite de los saqueadores; era una ciudad, como
Nueva Covington o cualquier otro territorio de vampiros. No tenía muros
—suponía que el agua ahuyentaba a los rábidos— y los humanos podían
moverse como les diera la gana. No obstante, no cabía duda de que
habíamos entrado en la guarida de un rey vampiro. Lo bueno era que, con
tanto humano, pasar desapercibidos resultaría mucho más fácil de lo que
esperaba.
Los saqueadores a los que habíamos seguido no se pararon a admirar la
ciudad; los vi bajar por una rampa sobre un puente destartalado en dirección
a una barcaza enorme a orillas del agua. Había docenas de motos aparcadas
en filas algo caóticas junto con un par de furgonetas blindadas de las que ya
había visto. Supuse que los saqueadores no podían acceder en moto a las
aceras estrechas de la ciudad inundada.
Sentí a Zeke contemplar todo aquello desde mi espalda, inspirando hondo.
Lo miré.
—¿Preparado?
Asintió con expresión adusta.
—Vamos.
Seguimos el mismo camino que el resto; bajamos la rampa y atravesamos
el puente hacia la barcaza. Encontré un hueco vacío, apagué el motor y me
bajé, un poco triste por tener que dejar la moto aquí. Me pregunté si tendría
la ocasión de volver a por ella.
Seguramente no.
Me volví despacio reparando en la inmensa cantidad de agua a ambos
lados. Se me hacía raro estar sobre ella. El suelo era inestable, como si de
repente pudiera hundirse en las aguas profundas. Sopló una ráfaga helada
entre las filas de motos y la plataforma se meció suavemente a causa de las
olas, haciendo que Zeke se tropezase a mi lado.
Lo agarré del codo, preocupada.
—¿Cómo tienes la pierna? —le pregunté, notando que no apoyaba el peso
en ella—. ¿Vas a poder? ¿Estás bien?
—Sí. —Se liberó de mi agarre y se quedó allí de pie, con la cara pálida y
sudorosa a pesar del frío—. No te preocupes por mí, puedo seguirte el
ritmo.
El rugido de los motores nos distrajo. Estaban llegando más saqueadores
que se reían y gritaban por encima del ruido de sus motos. Zeke y yo nos
escondimos tras una montaña de cajas y los observamos apagar los motores
y dirigirse hacia un puente al otro lado, señalando a la ciudad.
Zeke y yo nos miramos.
—¿Seguro que no quieres esperarme aquí? —pregunté, y él me atravesó
con la mirada, gesto que le devolví—. Sigues herido, Zeke. Si hace falta, ya
encontraré a los demás por mi cuenta.
—No —respondió con la voz ronca, cortante—. Es mi familia, soy yo
quien debe hacerlo. No me lo vuelvas a preguntar.
—Como quieras. —Sacudí la cabeza. Menudo idiota obstinado—. Pero al
menos finge parecerte un poco más a los saqueadores, ¿vale? No
deberíamos llamar la atención.
El resoplido de Zeke se asemejó mucho a una carcajada.
—Lo dice la vampira preciosa y exótica con una katana. Créeme, Allie, si
alguien llama la atención, eres tú.
Durante varios minutos, cruzamos el puente chirriante y endeble en
dirección a la guarida del rey vampiro sin hablar. Si Zeke me hubiese
preguntado, le habría dicho que estaba concentrada planeando cómo
encontrarlos a todos, pero eso no habría sido del todo cierto. Sí que pensaba
en ellos y en cómo rescatarlos con vida… pero también seguía dándole
vueltas al hecho de que me había llamado «preciosa».

La ciudad era un laberinto de pasarelas, puentes y senderos unidos de forma


bastante confusa. Una pasarela daba a una plataforma que a su vez dirigía a
un puente, y este al tejado de un edificio desplomado que conducía a la
misma pasarela del principio. Tras caminar en círculos un par de veces, me
dieron ganas de lanzarme al agua y salir nadando. Había antorchas y
cilindros de acero ardiendo por las rampas y pasarelas, y su luz se reflejaba
en el agua oscura, realzando aún más el desorden.
La gente se apresuraba a pasar por las estrechas pasarelas, chocaban con
nosotros y nos apartaban de su camino a veces a propósito. En ocasiones se
reían o murmuraban insultos al empujarme. Yo mantuve la cabeza gacha y
los dientes apretados cada vez que ocurría. Al fin y al cabo, no podía hacer
nada por evitarlo; aquí no había leyes, ni mascotas que mantuvieran el
orden ni guardias que reprimieran los arranques de violencia de la gente. Se
desató una pelea entre dos saqueadores sobre una plataforma estrecha y uno
incluso sacó una navaja y se la clavó al otro en el cuello. Este, ahogándose,
cayó al agua y se hundió. Tras una breve mirada, los demás siguieron a lo
suyo.
—Esto es de locos —murmuró Zeke, acercándose a mí. Sus ojos azules
no perdían detalle de lo que acontecía a nuestro alrededor—. Jeb me habló
de sitios como este. Tenemos que encontrar a los demás y salir de aquí antes
de que nos ataquen porque sí.
Asentí.
—Los saqueadores han mencionado algo sobre que Chacal iba a «dar un
espectáculo» en el Hoyo Flotante —recordé—. A ese es a quien queremos.
Si damos con él, seguro que encontramos a los demás.
—Cierto. Entones hay que buscar el Hoyo Flotante. —Zeke echó un
vistazo en derredor y se fijó en una mujer con el pelo oscuro y revuelto que
venía hacia nosotros. Suspiró—. Disculpe —le dijo, estirando el brazo para
detenerla—. ¿Nos podría ayudar, por favor?
Ella retrocedió con los ojos entrecerrados y miró a Zeke de arriba abajo
antes de curvar sus finos labios en una sonrisa.
—¿«Disculpe»? —se burló con voz chillona y nasal—. El chico va y dice
que le disculpe. Qué educado y correcto, oye. Si hasta me hace sentir una
dama y todo. —Ensanchó la sonrisa y vi que le faltaban algunos dientes—.
¿Qué quieres, señorito educado?
—Buscamos el Hoyo Flotante —explicó Zeke tranquilamente, ajeno a la
forma en la que la mujer se lo estaba comiendo con los ojos y en cómo se
pasaba la lengua por los huecos de los dientes—. ¿Nos podría indicar dónde
está?
—Podría. —La mujer se acercó—. O podría llevarte. ¿Qué te parece,
chaval? No tenía pensado ir porque los espectáculos de Chacal siempre me
echan para atrás, pero por ti haría una excepción, ¿qué me dices?
Me coloqué junto a Zeke y reprimí las ganas de gruñir.
—Con que nos digas dónde está nos vale —intervine en tono cordial,
aunque esperaba que entendiera lo que verdaderamente quería decirle:
«Como no te alejes de él, te desgarro la garganta».
La mujer soltó una risita y retrocedió.
—Oh, vaya, qué pena. Te habría encantado. —Sorbió y señaló una
pasarela hacia la que se dirigía un grupo de gente—. Seguid ese camino
hasta llegar al Hoyo. A estas horas estará bien iluminado, no tiene pérdida.
—Gracias —dijo Zeke, y la mujer se rio y se llevó la mano al corazón.
—Qué modales —comentó, fingiendo limpiarse una lágrima—. Ya podría
hablar así el imbécil de mi hombre, igual hasta querría quedarme con él.
Bueno, pues divertíos. Es vuestro primer espectáculo, ¿no? —Volvió a
reírse. Pasó por nuestro lado sacudiendo la cabeza y nos dijo por encima del
hombro—: Yo que vosotros me llevaba algo donde vomitar.
Zeke y yo nos miramos, preocupados.
—Eso no me gusta nada.

La mujer tenía razón; el Hoyo Flotante no tenía pérdida. Hacía esquina en


una calle. El edificio de piedra no era tan alto como los rascacielos que lo
rodeaban, pero el cartel rojo y brillante que rezaba «CHI AGO» junto a la
entrada iluminaba bastante bien la oscuridad. Aparte de faltarle la letra C y
de estar lleno de agujeros y grietas, aún funcionaba. A saber para qué.
—Supongo que eso es el Hoyo Flotante —murmuró Zeke mientras
observaba a los saqueadores agolparse en la puerta. Como la primera planta
estaba hundida, la pasarela llegaba hasta una plataforma de madera que
conducía al interior del edificio—. Pues a mí no me parece un hoyo. El
cartel dice «Chicago». Pensaba que lo llamarían de otra manera.
—No creo ni que sepan leer —murmuré torciendo el cuello para
contemplar el cartel conforme nos acercábamos al edificio.
Bajo nosotros divisé un saliente que brillaba en el agua; seguramente las
puertas originales se encontrasen allí. La entrada al edificio era un arco de
piedra liso y sin goznes, por lo que me figuré que antes habría sido una
ventana.
El vestíbulo se componía de más caminos y puentes. No se veía la planta
baja, pero del agua ascendían escaleras hasta los balcones del primer piso,
hacia donde se dirigía la multitud. Las subimos y llegamos a un anfiteatro
apenas iluminado. La anticipación se palpaba en el ambiente mientras el
público se agolpaba en el sitio.
—Por eso lo llaman el Hoyo —murmuré, mirando en derredor,
sorprendida.
Habíamos entrado a un sitio enorme, una sala abovedada con el techo
altísimo. Un balcón muy largo rodeaba toda la zona con hileras de asientos
enmohecidos que se plegaban. A la izquierda, parte del balcón se había
derrumbado, pero, aun así, vimos asientos suficientes para todos los
saqueadores de la ciudad. Unos pasillitos estrechos llevaban al borde del
saliente, bajo el cual quedaban las aguas oscuras.
Del fondo colgaba una gran cortina roja que llegaba hasta el suelo de
madera de un escenario flotante. Una jaula ocupaba casi toda la plataforma;
tendría seis metros de alto y habían colocado alambre en la parte superior
para que no hubiera forma de escapar. La parte trasera del escenario se
encontraba oculta tras la cortina; a saber lo que estarían escondiendo allí.
Entonces Zeke me tocó el brazo y señaló algo en el interior de la jaula.
Habían colocado una caja de acero en una esquina. De vez en cuando se
movía a causa de lo que hubiese dentro, pero estaba demasiado oscuro
como para distinguirlo bien entre las rendijas. El suelo de madera estaba
manchado de sangre seca.
—Pelea de perros —murmuró Zeke deteniéndose cerca del fondo—.
Seguro que ese es el entretenimiento que tiene preparado Chacal. Apuestas
para ver qué animal sobrevive. —Miró en derredor hacia la gente
alborotada y se estremeció—. No me apetece mucho ver a dos perros
destrozándose, la verdad. Deberíamos buscar a los demás.
Antes de poder responderle, se encendió un foco que iluminó el anfiteatro.
Parpadeé. Un momento el escenario había estado vacío y al siguiente había
aparecido un hombre que no dejaba de sonreírle al público. Era alto, esbelto
y musculoso a la vez. Vi claramente la definición de su torso bajo la camisa
y el guardapolvo de cuero que llevaba. Se había recogido el pelo oscuro y
abundante en una coleta que acentuaba su atractivo rostro y su tez suave y
pálida. Paseó la mirada, de un tono dorado, por todos los presentes.
El hombre levantó los brazos como si nos abrazase y la gente se volvió
loca; empezó a chillar, a dar pisotones en el suelo e incluso a disparar al
aire. Lo entendí entonces. Ese era Chacal, el rey de los saqueadores.
—¡Buenas tardes, esbirros! —exclamó, y obtuvo un coro de aullidos y
gritos como respuesta—. Esta noche estoy de muy buen humor. ¿Y
vosotros? —La voz clara, atrayente y confiada se escuchaba por encima del
ruido. Incluso el más violento de los saqueadores le prestaba atención—.
¡Da igual! La verdad es que no me importa, pero gracias por venir al
espectáculo de esta noche. Como ya habréis oído, ¡tengo noticias jugosas!
Llevamos tres años y medio buscando algo, ¿verdad? ¡Algo importante!
Algo que podría cambiar no solo nuestro mundo, sino el planeta en sí.
Sabéis a qué me refiero, ¿no?
Pues yo no, pero al escucharlo hablar sentí una punzada de familiaridad,
como si ya lo conociera de algún sitio. Sin embargo, eso no tenía sentido.
Estaba segura de no haberlo visto en mi vida.
—En cualquier caso —prosiguió Chacal—. Quería informaros de que,
hace unas noches, la búsqueda llegó a su fin. Hemos encontrado lo que
habíamos estado persiguiendo todo este tiempo.
A mi lado, Zeke se tensó. Un par de saqueadores abrieron la cortina y
empujaron a alguien al escenario. Chacal se dio la vuelta con una elegancia
sorprendente, cogió a la persona del cuello y la arrastró hacia delante, hacia
la luz.
Jebbadiah. Tenía las muñecas atadas y moratones en la cara y los ojos,
pero se mantuvo erguido y orgulloso junto al rey de los saqueadores
mientras fulminaba con la mirada a la multitud. Posé una mano sobre el
brazo de Zeke para recordarle dónde nos encontrábamos. Éramos dos contra
cientos de saqueadores, así que ahora no era el momento de embarcarse en
un rescate suicida.
El público abucheó y se burló mientras Jeb los observaba con frialdad,
pero Chacal sonrió y le pasó una mano por los hombros antes de darle unas
palmaditas en el pecho.
—Venga, venga —los reprendió—. Sed educados, o pensará que no
queremos que esté aquí. —Chacal sonrió con expresión salvaje—. Al fin y
al cabo, este hombre es la clave de vuestra inmortalidad. El responsable de
nuestro ascenso a la gloria. ¡El hombre que va a curar el rabidismo!
Aunque la multitud se descontroló, pude oír como Zeke aguantaba la
respiración. Atónita, me giré para mirarlo. Estaba pálido, como si no le
pillara de nuevas. De repente, todo cobró sentido.
—Por eso iba a por vosotros —susurré, acercándome para que me oyera a
pesar del estruendo—. Cree que Jeb puede curar el virus y por eso os
perseguía. Cualquiera haría lo mismo. —Zeke apartó la mirada, pero yo lo
tomé del brazo y lo acerqué a mí—. ¿De verdad tiene la cura? ¿Por eso
lleváis ocultándoos todo este tiempo?
—No —respondió Zeke con la voz áspera, girándose hacia mí—. No tiene
la cura. No hay cura. Pero…
Levanté la mano para interrumpirlo. La gente por fin se había callado.
Chacal aguardó a que murieran los últimos clamores antes de volverse para
darle una palmadita en el hombro a Jeb.
—Por desgracia —dijo afligido—, nuestro querido amigo no está muy por
la labor de soltar prenda. Increíble, ¿eh? Le tengo montado un laboratorio
con todo lo que pueda necesitar desde hace tres años y no parece hacerle
mucha gracia.
Se repitió el coro de abucheos e insultos. Chacal levantó la mano de
nuevo.
—Lo sé, lo sé. Pero no podemos obligarlo a trabajar, ¿no creéis? No
puedo romperle los dedos ni estamparle la cabeza para conseguir lo que
quiero, ¿verdad? —Soltó una carcajada que me provocó escalofríos—. Y
por eso estamos aquí esta noche —prosiguió—. He preparado un
espectáculo especial para nuestro invitado de honor y espero que vosotros
también lo disfrutéis. Ojalá dure, pero bueno, si la cosa se pone aburrida,
tenemos alguna que otra sorpresa más. —Mientras acababa su discurso, se
dio la vuelta y miró a Jeb con una sonrisita espeluznante antes de encarar al
público otra vez—. No tengo nada más que decir, solo… ¡Que empiece el
espectáculo!
Salió del escenario bajo una cacofonía de vítores y aullidos y se llevó a
Jebbadiah consigo. Zeke me agarró de la mano y le dio un fuerte apretón,
como preparándose para lo que estaba por venir.
Las cortinas se abrieron y dos esbirros sacaron a rastras a una persona con
una bolsa oscura en la cabeza. Entonces abrieron la jaula, le quitaron la
bolsa y lo empujaron al interior antes de cerrar la puerta a toda prisa.
—Darren —gimoteó Zeke, moviéndose hacia delante.
Apreté su mano en la mía y lo tomé del brazo para contenerlo.
—Zeke, no. —Me lanzó una mirada desesperada, pero me mantuve en
mis trece—. Si sales ahí, te atraparán y te matarán —le dije sin apartar los
ojos de los suyos—. No podemos hacer nada por él.
Un chillido estremecedor provocó que desviara mi atención al escenario.
Darren se encontraba en mitad de la jaula y miraba asustado hacia la caja en
la esquina. Había una cuerda atada a la tapa en la que antes no había
reparado y que atravesaba los barrotes. Un saqueador la tenía bien agarrada
y se preparaba para tirar de ella. De repente supe, con toda seguridad, qué
había en el interior.
La gente aguantó la respiración y el lugar se sumió en un silencio
sepulcral. Darren, solo en el escenario, miró en derredor, desesperado por
buscar una salida, pero no había ninguna vía de escape. Zeke estaba muy
tenso. Lo sentía temblar bajo mis manos, incapaz de apartar la mirada.
Darren alzó la vista durante un segundo y sus miradas se encontraron…
En ese momento la tapa chirrió al abrirse y a Darren ni siquiera le dio
tiempo a volverse antes de que el rábido se le echase encima y lo tumbara
con un chillido.
El público rugió y se puso de pie, y lo perdí de vista por un instante. Sus
chillidos, no obstante, seguían oyéndose por encima del ruido de la
multitud. Zeke gimió y se dio la vuelta, liberándose de mi agarre, pero yo
me obligué a contemplar la escena y a grabarme a fuego esas imágenes. Era
lo mínimo que podía hacer por Darren: recordar sus últimos momentos y
tener muy presente en lo que podía llegar a convertirme. No en un rábido,
sino en algo peor; algo salvaje, implacable, con ansias de poder. Como el
rey de los saqueadores. Chacal había dejado atrás su humanidad hacía
tiempo, pero yo no pensaba hacerlo. Recordaría este momento y no
permitiría que la muerte de Darren hubiera sido en vano.
Por suerte, acabó rápido. Chacal se subió a un banco mientras las
extremidades de Darren aún se sacudían y levantó los brazos ante los
vítores de la gente. Jeb se encontraba tras él, pálido y temblando de ira y
pena.
—¿Qué os ha parecido el espectáculo? —exclamó Chacal, y el público
mostró su aprobación a voz en grito. Los odié; deseé bajar y arrancarles la
cabeza—. ¡Buenas noticias, hay más! —Se giró hacia Jeb con los ojos
brillantes—. ¿Qué dices, viejo? Creo que la siguiente debería ser la
muchachita guapa. O tal vez uno de los niños… A mí me da igual. O tal
vez… ¿Se te ocurre alguien más?
No pude oír a Jebbadiah debido al estruendo, pero vi que movía los labios
mientras miraba a Chacal con una postura que denotaba miedo y odio.
«No tengo otra opción», juraría que dijo, y Chacal asintió y sonrió. «Haré
lo que me pides».
—¿A que no ha costado? —Chacal le hizo un gesto a uno de sus
saqueadores y se llevaron a Jeb. El vampiro se volvió hacia la multitud
sonriendo y enseñando dos colmillos largos y letales.
—Esbirros, ¡os prometí la inmortalidad y pienso cumplirlo! Ahora lo que
queda es decidir a quién convertiré primero en cuanto demos con la cura.
¿Quién tendrá ese honor? Mmm… —Chasqueó los dedos—. Tal vez
deberíamos celebrar una batalla campal y al que gane, lo transformaré en
inmortal, ¿qué os parece?
El público jaleó mientras aporreaban los asientos, alzaban los puños y las
armas y gritaban su nombre. Chacal levantó los brazos otra vez, disfrutando
de los aplausos, de la adoración. Al mismo tiempo, la sangre de Darren
encharcaba una parte de la jaula y caía al agua.
Zeke profirió un grito ahogado y caminó hacia la puerta tambaleándose,
como borracho. Nadie reparó en él; tenían la atención puesta en Chacal y en
el espectáculo del centro. Sin embargo, mientras retrocedía para seguirlo,
Chacal alzó la vista y me pilló mirándolo. Parpadeó cuando establecimos
contacto visual y frunció el ceño con confusión. Entonces, salí y seguí a
Zeke al oscuro pasillo.
21

—¡Zeke!
Lo agarré y doblé la esquina a toda prisa justo cuando un par de tíos de
aspecto hosco bajaban por el pasillo riéndose e insultándose el uno al otro.
Los saqueadores siguieron hasta el salón principal, donde el eco de la
multitud aún se oía a través de las puertas abiertas. Me preguntaba qué
estaría haciendo Chacal; esperaba que no tuviera ningún «espectáculo» más
preparado para esa noche.
Zeke estaba apoyado contra la pared, aunque, mientras me acercaba a él,
se deslizó hacia suelo hasta quedar sentado en un rincón, mirando a la nada.
Permaneció unos segundos así, con la mirada empañada y vacía. Luego un
temblor lo sobrecogió y, despacio, se llevó las manos a la cara y hundió la
cabeza en las rodillas a la vez que sollozaba en silencio.
Me lo quedé observando con un nudo en la garganta. Ojalá supiera qué
decir, cuáles eran las palabras adecuadas para consolarlo, pero la empatía
nunca había sido mi fuerte. Además, cualquier cosa que dijera
probablemente terminase sonando forzada. Sobre todo después de la
horrible escena que acabábamos de presenciar.
Supuse que querría tener un momento a solas, así que me aparté y lo dejé
al fondo del pasillo para que pudiera llorar a gusto la muerte de su amigo.
Lo cierto era que yo también necesitaba unos minutos a solas.
Me escocían los ojos. Permití que una lágrima de sangre cayese por mi
mejilla antes de secármela con la mano. Primero Dorothy y ahora Darren.
Darren, que había bromeado conmigo, que había dado la cara por mí,
incluso con Zeke. Que había sido un buen cazador, un compañero e incluso
un amigo. Echaría de menos su compañía, admití. No se merecía morir así,
llegar tan lejos para terminar descuartizado por un rábido. Apreté los puños
y sentí que me clavaba las uñas en la piel. Chacal pagaría por esto. Pagaría
por todo.
Mientras trataba de formular alguna clase de plan, me di la vuelta y
regresé con Zeke con la esperanza de que tuviera la cabeza lo
suficientemente despejada como para echarme una mano. Seguía sentado en
el rincón, mirando a la pared, pero tenía los ojos y la expresión serena.
Me agaché a su lado.
—¿Estás bien? —No era la pregunta más inteligente ni empática del
mundo, pero no se me ocurría nada más.
Sacudió la cabeza.
—Tenemos que encontrar a los demás —susurró al tiempo que se ponía
de pie como podía. Se apoyó de nuevo contra la pared, respiró hondo y me
miró—. ¿Dónde crees que estarán? —preguntó, esta vez con la voz más
firme.
—No tengo ni idea —musité—. Pero supongo que no muy lejos. Al estar
todo inundado, seguro que no será fácil estar transportando a los prisioneros
de un lado para otro. Querrá tenerlos a mano.
—Deberíamos registrar el edificio —dijo Zeke, asintiendo— cuando se
vayan todos…
Nos llamó la atención un fuerte aplauso proveniente del salón principal. O
bien Chacal se había venido arriba, o estaban despedazando a alguien más.
Me estremecí y deseé que no fuese lo último.
Zeke y yo nos miramos pensando lo mismo. No había tiempo. Por cada
minuto que esperáramos, otra persona podría morir hecha pedazos en una
jaula para el entretenimiento del público. Chacal era cruel y despiadado, y
no me cabía duda de que sacrificaría a Caleb o incluso a Bethany para
conseguir lo que quería. Teníamos que encontrar a nuestra gente ya.
—Entre bambalinas —susurró Zeke con la mirada férrea—. Sacaron a Jeb
y a Darren de detrás de la cortina. Tal vez también tengan a los otros allí.
Asentí.
—Tiene sentido. De todas formas, es un buen lugar por donde empezar.
Pero doscientos saqueadores y diez metros de agua se interponían entre
nosotros y el escenario, eso sin mencionar al mismo Chacal. No tenía ni
idea de lo poderoso que era el rey de los saqueadores, ni ganas de
averiguarlo.
—Debe de haber otro acceso —murmuré—. Una manera de entrar por
detrás.
—Hay muchas ventanas —señaló Zeke.
—Sí —dije, girándome—. Espero que no te importe darte un chapuzón.

Ocultos entre las sombras, nos abrimos camino a través del agua negra y
mugrienta que rodeaba el edificio. No era la mejor nadadora del mundo, no
como Zeke, pero había muchos asideros de los que agarrarse a la pared. Y,
por supuesto, no tenía que preocuparme por ahogarme. Cada poco, algo me
rozaba la pierna por debajo del agua —una rama, un poste o el techo de un
coche—, y me hacía preguntarme qué más habría allí abajo. Con suerte,
nada vivo. O, si estaba vivo, nada que quisiera comernos. Me imaginé
gigantescos peces rábidos deslizándose silenciosos a través de las oscuras
aguas y rodeándonos las piernas, y decidí no transmitirle esa preocupación
a Zeke.
—Allí —dije, señalando una escalera de metal oxidada y anclada a la
pared. Zigzagueaba medio torcida hasta llegar a una plataforma en la planta
superior.
Maniobré alrededor de escombros, tuberías y vigas de acero oxidadas en
el agua turbia y negra hasta agarrarme al peldaño más bajo. Me encaramé y
luego me giré para ayudar a Zeke a subirse al primer escalón. Temblaba y le
castañeaban los dientes, y recordé que él seguía siendo humano. El agua
aquí estaba muchísimo más fría que en el río. A mí no me molestaba, pero
Zeke corría el riesgo de morir congelado si no teníamos cuidado.
—¿Estás bien? —pregunté mientras él se cruzaba de brazos, temblando
por el viento. Tenía el pelo pegado a la frente y la camiseta se le adhería al
pecho, resaltando su delgadez. Su expresión era tensa—. ¿Prefieres esperar
aquí? Puedo ir sola, si quieres.
—No —dijo entre dientes—. Vamos.
La escalera de metal no dejó de crujir de forma espantosa y de oscilar bajo
nuestro peso durante todo el ascenso, pero aguantó hasta que llegamos a la
plataforma superior y nos colamos por una ventana rota.
—No veo nada —musitó Zeke, pegándose a mi espalda.
Yo sí. El aspecto derruido y cochambroso de la estancia era el mismo que
el de casi todos los edificios en una ciudad: tenía el techo resquebrajado, las
paredes desconchadas y el suelo lleno de basura y de escombros. Al mirar
con más atención, tuve que contener las ganas de gruñir. Unos humanos de
ojos blancos me devolvían la mirada desde las sombras de la habitación,
algunos ataviados con trajes deteriorados y a los que les faltaba un brazo o
una pierna. Me llevó un momento asimilar que no eran de verdad, sino
figuras de plástico hechas con su mismo aspecto.
Zeke se sobresaltó y se llevó una mano a la pistola. Él también había visto
las espeluznantes figuras de plástico y a oscuras, con la vista normal de los
humanos, la imagen podría llegar a acojonar a cualquiera.
—Tranqui —le dije—. No son de verdad. Son estatuas o algo así.
Zeke se estremeció y apartó la mano.
—He visto un montón de cosas raras —musitó, negando con la cabeza—,
pero creo que esto se lleva la palma. Salgamos de aquí antes de que
empiece a tener pesadillas… o de que empiecen a moverse.
Divisé un brazo desmembrado en el suelo y me entraron ganas de
preguntarle si necesitaba que le echara una mano, pero no era momento
para bromas. Atravesamos la estancia con cuidado y abrimos una puerta
que daba a otro pasillo estrecho y oscuro.
La puerta se cerró con un crujido a nuestra espalda, sumiendo el pasillo en
una completa oscuridad. Incluso con mi visión mejorada, el mundo parecía
ser de una tonalidad oscura de grises, pero al menos veía. Zeke avanzaba
con una mano extendida hacia adelante y la otra en la pared a su lado.
—Dame —dije, y lo agarré de la mano. Él se tensó, como deseando
apartarse, pero entonces se relajó y asintió—. Tú sígueme —ordené,
ignorando el pulso en su muñeca, el ritmo de la vida que corría por sus
venas—. No dejaré que te caigas.
Atravesamos el oscuro pasillo y pasamos junto a habitaciones llenas de
cajas polvorientas, repisas con ropa en descomposición y muebles tapados
con unas cortinas de plástico. Era obvio que los saqueadores no usaban esta
parte del edificio; la suciedad y el polvo que cubrían los pasillos llevaban
intactos desde hacía años, salvo por las incontables ratas y ratones que se
escabullían y desaparecían tras las paredes y el suelo. En cierto momento
pisé algo blando, como barro, y levanté la vista hacia el techo abarrotado de
lo que parecían ser cientos de ratones alados. No se lo mencioné a Zeke,
pero por alguna extraña razón sentí una misteriosa afinidad con esas
criaturas grotescas y diminutas.
La parte trasera del edificio era como un laberinto con innumerables
habitaciones, pasillos y escombros. Algunas de las paredes se habían
derrumbado y a veces teníamos que pasar por encima de un trozo de techo o
bordear un agujero que se había formado en el suelo. Zeke no me soltó la
mano mientras maniobrábamos a través de aquel lugar. Aunque se
tropezaba de vez en cuando por culpa de la pierna herida, mantuvo el ritmo
en casi todo momento.
Cuando fuimos a pasar por encima de una viga caída, se oyó un crujido
parecido a un disparo y un trecho del suelo cedió bajo nosotros. Mientras
caíamos en picado, extendí una mano hacia la viga y seguí aferrando
fuertemente a Zeke con la otra. Mis dedos alcanzaron el borde oxidado del
metal y me agarré con desesperación, pero el peso del cuerpo de Zeke casi
me dislocó el hombro.
Por un momento, nos quedamos colgando sobre el vacío. Oía a Zeke
jadear y sentía su pulso acelerado bajo los dedos. Arriba, los tablones de
madera amenazaban con partirse y me cubrían de polvo, pero la viga en sí
no se movió.
Zeke soltó un jadeo estrangulado y afianzó la mano alrededor de mi
muñeca, pero a mí se me resbalaron los dedos unos milímetros.
—Zeke —dije entre dientes—. Hay una viga justo sobre nosotros. Si te
subo, ¿puedes agarrarte a ella?
—No veo nada… —respondió Zeke, con la voz tensa por el miedo
contenido—, así que tendrás que ser mis ojos. Avísame cuando esté cerca.
Me medio balanceé y lo levanté hacia el borde del agujero, sintiendo
cómo mis hombros gritaban en protesta.
—Ya —musité, y Zeke estiró su brazo libre y dio con la viga a la primera.
El peso que me lastraba desapareció de golpe cuando Zeke se agarró y se
encaramó a la viga.
Yo lo seguí. Salí del agujero y me tumbé de espaldas junto a Zeke, que
había hecho lo mismo. Respiraba con dificultad, azotado por la adrenalina,
y su corazón martilleaba contra su pecho. Yo no sentía nada. No me latía el
corazón desbocado ni me costaba respirar ni nada. Había vivido una
experiencia cercana a la muerte y no sentía nada.
Espera, eso no era del todo cierto. Sí que sentía algo. Alivio. Me alegraba
que Zeke siguiera vivo y conmigo. Y ahora que la emoción se había
desvanecido un poco, sentí un pinchazo de verdadero temor en el estómago;
no por mí, sino por lo que podría haber pasado. Casi lo había perdido. Si lo
hubiese dejado caer, Zeke estaría muerto.
Zeke se giró y se apoyó sobre un codo antes de entrecerrar los ojos en la
negrura.
—¿Allie? —Su voz era vacilante, como tanteando la oscuridad—. ¿Sigues
ahí?
—Sí —respondí y noté que se relajaba—. Sigo aquí.
Se puso de rodillas y extendió una mano a ciegas.
—¿Dónde estás? —murmuró, frunciendo el ceño. Contemplé su rostro en
la oscuridad y lo vi pasear la mirada sobre mí sin verme—. Estás tan callada
que es como si no estuvieras aquí. Ni siquiera te cuesta respirar.
Suspiré de forma deliberada, solo para hacer algo de ruido.
—Eso es lo que tiene estar muerto —dije, y me puse de rodillas frente a él
—. Respirar ya no es importante.
Estiré el brazo para agarrarle la mano, pero él de repente se inclinó hacia
adelante y sus dedos rozaron mi mejilla. La calidez inundó mi piel y yo me
quedé helada, a la espera de que se apartara.
No lo hizo. Dejó las yemas contra mi mejilla durante un momento. Luego,
muy despacio, deslizó la mano hacia arriba y me acarició con la palma.
Petrificada, me lo quedé mirando mientras deslizaba los dedos de mi mejilla
a la frente y luego hasta mi barbilla, como un ciego palpando los rasgos de
alguien para verlos en su mente.
—¿Qué me estás haciendo? —susurró mientras bajaba la mano por mi
cuello y la desplazaba por mi clavícula. Por mucho que quisiera
responderle, no me salían las palabras—. Haces que me cuestione todo lo
que he aprendido. Las lecciones en las que he creído desde niño…
olvidadas. —Suspiró y sentí cómo se estremecía, pero no se apartó—. ¿Qué
me pasa? —gimió en voz baja y angustiada—. No debería estar sintiendo
nada de esto. No por una… —Se calló, pero la palabra pendió entre
nosotros, cruda y dolorosa.
Percibí el forcejeo en su interior, tal vez en busca de la voluntad de alejar
la mano, o quizás la de hacer algo que iba en contra de todo lo que le habían
inculcado. Yo me moría por inclinarme hacia adelante para responder a su
contacto, pero tenía miedo de que, si me movía, él se apartase y el momento
acabara. Así que permanecí quieta, pasiva e inofensiva, y dejé que fuese él
quien decidiera lo que quería. El silencio se prolongó entre nosotros, pero
su mano, sus dedos suaves, nunca abandonaron mi piel.
—Di algo —dijo por fin, acunando mi mejilla como si no soportara la
idea de dejar de tocarme—. No te veo, así que… no sé lo que estás
pensando. Habla conmigo.
—¿Qué quieres que te diga? —susurré.
—No sé. Solo… —Zeke agachó la cabeza y su voz se tornó un pelín
desesperada—. Solo dime que no estoy loco —susurró—. Que esto no es la
locura que creo que es.
El corazón le latía desenfrenado. La sed me azuzó con curiosidad, siempre
dispuesta, pero esta vez pude ignorarla. No estaba pensando en su sangre,
que corría a toda prisa bajo su piel. No pensaba en sus latidos o en su tacto
o en el pulso de su garganta. Ahora mismo, lo único en lo que podía pensar
era en Zeke.
—No sé —respondí en voz baja mientras se me acercaba, radiando
calidez incluso a través de su ropa mojada. Sabía que debería apartarme,
pero ¿para qué? Estaba cansada de luchar. En esta absoluta oscuridad, sin
nadie que nos viera o juzgara, nuestro secreto parecía estar a salvo—. A lo
mejor los dos estamos un poco locos.
—Me vale —murmuró Zeke, y por fin hizo lo que había estado temiendo
y deseando y soñando que hiciera desde el principio. Levantó la otra mano
hasta mi rostro, se inclinó y me besó.
Sus labios eran cálidos y suaves, y su olor estaba por todas partes,
rodeándome. Yo me agarré a sus brazos y le devolví el beso. La sed
apareció, más potente que nunca y distinta a la vez. No solo quería
morderlo y beber su sangre poco a poco, sino que también ansiaba
compartir una parte de mí con él y fundirnos en uno solo.
Sentía los colmillos contra las encías, pugnando por salir. Por bajar hasta
la garganta de Zeke, donde el pulso era más fuerte contra su piel. Y también
sentí la necesidad de inclinar la cabeza hacia atrás y exponer mi cuello para
que él pudiera hacer lo mismo.
Aquello me asustó tanto que volví en mí de golpe.
Me aparté y rompí el beso un instante antes de que mis colmillos se
extendieran y atravesaran las encías. Zeke me observó con confusión, pero
en la oscuridad no podía ver al monstruo que se encontraba arrodillado a
meros centímetros de su garganta.
—Zeke —dije una vez recuperé el control de mi cuerpo. Aunque antes de
poder pronunciar nada más, una expresión culpable cruzó su rostro y,
echándose hacia atrás, se sentó sobre los talones.
—Lo siento —susurró, sonando horrorizado consigo mismo. Se puso de
pie enseguida y yo hice lo mismo, casi aliviada por la distracción—. Dios,
¿en qué estaba pensando? Lo siento, no debería estar retrasándonos así.
Tenemos que encontrar a los demás.
—Por aquí —dije, y esta vez no tuve que buscar su mano. Él mismo me la
agarró con fuerza y entrelazó nuestros dedos.
Despacio, seguimos avanzando a través de las ruinas del edificio antiguo.
Recorrimos más pasillos y bajamos por más escaleras derruidas con
extremo cuidado ahora que nos acercábamos a las plantas inferiores. Por
fin, vi un cartel pintado con letras rojas descoloridas que rezaba
«Camerinos», con una flecha que señalaba a un tramo de escaleras
descendente. Conforme bajábamos por la escalera mohosa, empecé a oír el
ruido del auditorio; el alboroto de la multitud aún no se había acabado.
—Espero que estén bien y que nadie más haya terminado como… como
Darren —musitó Zeke a mi espalda.
Se le quebró la voz, así que, cuando eché un vistazo hacia atrás, fingí no
ver la humedad en sus ojos.
La escalera terminaba en una franja de agua negra como la noche que
chocaba suavemente contra los peldaños de metal, señal de que habíamos
llegado a la planta baja del teatro. Había otro cartel con la palabra
«Camerinos» con una flecha medio sumergida en la pared que señalaba
abajo.
—Creo que vamos a tener que nadar otra vez —murmuré, soltándole la
mano. Él asintió, valiente, justo cuando atisbé un leve centelleo de luz
procedente de algún lugar de las profundidades—. Espera un momento —le
advertí cuando dio un paso adelante—. Creo que hay una puerta. Voy a ver
si puedo abrirla.
—Vale —respondió Zeke—. Te espero aquí. Ten cuidado.
Se sentó sobre uno de los escalones, abrazándose y temblando de frío. Por
un momento, quise agacharme y besarlo, asegurarle que todo iría bien. Pero
no lo hice. Bajé las escaleras directa al agua turbia y seguí descendiendo
hasta que me cubrió la cabeza.
Quedaba otro tramo y medio de escaleras antes de llegar a una puerta de
metal oxidada. Un leve resplandor naranja titilaba entre las rendijas, pero
tras empujarla, me di cuenta de que bien estaba cerrada con llave o
atrancada. No había nada con lo que hacer palanca para abrirla, pero mi
fuerza sobrehumana unida a la ventaja de no tener que respirar bajo el agua
terminaron ganando. A base de aporrearla constantemente con el hombro, la
puerta cedió al fin.
Una luz naranja procedente de algún punto más allá del umbral inundó las
escaleras. Me giré y regresé nadando hasta donde Zeke aguardaba
impaciente en el borde del agua.
—La he abierto —dije, aunque no hacía falta. La escalera ya no estaba
completamente a oscuras. A pesar de no estar del todo iluminada, al menos
Zeke ya no iría a ciegas.
Asintió y echó un vistazo a mi espalda, al agua.
—¿Has visto a alguien?
—Aún no. Pero sale luz de esa habitación, así que intuyo que estamos
entre bambalinas, detrás de la cortina. —Señalé la salida y salpiqué un poco
de agua—. La puerta está abajo, pero no muy lejos. Sígueme y no tendrás
problema.
Zeke asintió y, sin vacilar, se zambulló en el agua helada. Sirviéndonos de
la barandilla como guía, buceamos a través de la escalera inundada,
cruzamos la puerta y emergimos con cuidado al otro lado. Flotando en el
agua, inspeccioné el pequeño lago para tratar de orientarme.
Sí, estábamos entre bambalinas. La plataforma flotante oscilaba en la
superficie del agua a unos quince metros, cada esquina iluminada con
lámparas de aceite que chisporroteaban en sus postes. La gigantesca cortina
roja colgaba por todo el centro, mohosa y andrajosa; hacía las veces de
barrera y separaba la parte de atrás del auditorio. Se oyeron unos vítores
escandalosos al otro lado; los saqueadores seguían allí y parecían cada vez
más revoltosos.
Perpleja, miré en derredor preguntándome dónde estarían todos. Había
sillas flotando o semihundidas en el agua turbia, y también cables negros y
trozos de cuerda. Un brazo de plástico pasó junto a mi cara y vislumbré los
restos de un sofá, hinchado y destartalado debajo de mí. Pero, salvo por el
escenario flotante y la enorme cortina roja, la estancia parecía vacía.
Entonces oí voces sobre mí y alcé la vista.
Un laberinto de pasarelas y plataformas pendía en lo alto de la habitación,
a unos seis metros por encima de la superficie del agua. Se entrecruzaban
en el aire, entre rollos de cuerdas y poleas, alrededor de un par de jaulas que
colgaban de las vigas. Las jaulas, hechas de hierro y acero oxidado, se
encontraban a una altura un poquitín más baja que las pasarelas, y lo único
que las mantenía suspendidas en el aire era una cuerda gruesa que no dejaba
de mecerse. Del interior procedían los sollozos de un grupo de personas
apiñadas tras los barrotes.
A Zeke se le cortó la respiración. Él también los había visto. Nos
movimos hacia adelante, pero entonces el haz de una linterna atravesó la
penumbra por encima de las pasarelas. Un saqueador salió de la oscuridad e
iluminó el interior de la jaula.
—¡Eh, silencio ahí dentro! —ordenó, apuntando con la linterna al rostro
de un Caleb aterrorizado, que se encogió y se pegó más a Ruth. Sentí la ira
de Zeke, cómo se le tensaron los músculos bajo la camiseta, y le toqué un
hombro a modo de advertencia—. Vosotros, mierdecillas, deberíais dar
gracias —prosiguió el saqueador mientras dos guardias más emergían de las
sombras y se paseaban por la pasarela—. No habrá más espectáculos, al
menos por esta noche. Más le vale al viejo hacer lo que dice Chacal, si no,
tendremos que echar a otro de vosotros a los rábidos a modo de inspiración,
¿eh? Ahora no podréis quitaros eso de la cabeza, ¿verdad? ¡Ja!
Escupió por encima la barandilla y se marchó junto a su amigo en
dirección a la otra plataforma. Yo me giré y vi que Zeke había
desenfundado su pistola y apuntaba con ella a la espalda del saqueador, pero
le agarré el brazo.
—¡No, Zeke! —le sumergí la muñeca y él me fulminó con la mirada—.
Los alertarás a todos —susurré, señalando la cortina—. Deja que yo vaya
primero. Puedo sacarlos sin hacer ruido. Y si me ven, da igual que me
disparen.
Él vaciló, pero terminó asintiendo a regañadientes. Nos desplazamos
hacia la plataforma flotante en silencio y yo levanté la mirada hacia la
escalerilla que ascendía hasta las pasarelas de arriba.
Aterricé en cuclillas y busqué a mis presas. Oía sus pasos, percibía sus
latidos. Uno estaba muy cerca. Caminé por la pasarela, serpenteando entre
grandes marañas de cuerda, hasta encontrarlo apoyado contra la barandilla
fumándose un cigarro.
No vio los brazos que se le acercaron a través de las cuerdas hasta que ya
fue demasiado tarde. Le rodeé el cuello con un brazo, le cubrí la boca con la
otra mano, y tiré de él hacia atrás, hacia las bobinas de cuerda. Soltó un
aullido amortiguado, pero entonces le clavé los colmillos en la garganta.
«Qué fácil», cavilé, apartando las cuerdas para salir, sonriente. «Y
ahora… ¿dónde están los otros dos?».
Localicé a uno en el borde de la plataforma, fumando. El amigo se había
alejado hacia la pared del fondo, dejándolo solo. Estaba de espaldas a mí,
pero aun así, tendría que rodear las jaulas para llegar hasta él antes de que
avisara al otro.
Me agaché y me moví hacia adelante. Solo tenía que ser rápida…
—¡Allie!
El grito agudo resonó por toda la estancia, sobresaltándome, y la atención
del guardia se desplazó de golpe hacia la jaula. La pequeña figura de Caleb
se encontraba pegada a los barrotes, mirándome con los ojos muy abiertos y
un brazo estirado en mi dirección. Los saqueadores siguieron su mirada y se
irguieron al verme.
Joder. A la mierda el elemento sorpresa.
Mientras los guardias se llevaban las manos a las armas, yo di dos pasos
hacia el borde de la plataforma y me impulsé hacia el vacío. El abrigo se
abrió a mi espalda mientras sobrevolaba el agua. A los saqueadores casi se
les salieron los ojos de las órbitas al verme saltar de un lado de las pasarelas
al otro. En el último segundo, uno de ellos trató de levantar el arma, pero yo
ya me encontraba sobre él, estampándole la rodilla en el pecho. Caímos
sobre la plataforma con un estruendo y él se golpeó la nuca contra el filo del
metal. Cayó y aterrizó en el agua con una sonora salpicadura. El otro
saqueador bramó una maldición.
Me giré con un gruñido, enseñando los colmillos, pero el guardia ya
estaba huyendo por el laberinto de pasarelas. Ocultándose tras las jaulas, se
detuvo para echar la vista atrás y palideció cuando me vio corriendo hacia
él con la espada desenvainada.
Caleb volvió a gritar y el guardia desvió la atención al niño con una
expresión espeluznante en el rostro. Se sacó un cuchillo enorme del
cinturón, se inclinó por encima de la barandilla y rajó las cuerdas gruesas de
las que pendían las jaulas sobre el agua. La primera cedió del todo y la jaula
con Caleb, Ruth, Bethany y Teresa cayó en picado hacia el agua helada con
un coro de chillidos.
Mientras la segunda cuerda se deshilachaba y el saqueador levantaba el
brazo para volver a asestarle otro tajo, se oyó un disparo desde atrás. El
hombre dio una sacudida. La sangre empezó a brotar de su pecho y cayó
hacia atrás. Aún con la pistola humeante en la mano, Zeke subió a la
plataforma a toda prisa justo cuando la segunda cuerda se partía y la jaula
se unía a la primera en el agua.
Salté por el borde hacia el agua espumosa. Milagrosamente, la segunda
había caído torcida sobre una mesa sumergida, así que una esquina aún
sobresalía por la superficie. Jake, Silas y Matthew se agarraban a los
barrotes y luchaban por mantener las caras fuera del agua. Pero la otra jaula
se había hundido por completo y se veían burbujitas en el lugar donde había
caído.
Buceé hacia donde había aterrizado la jaula y busqué la puerta con
desesperación. Los humanos en su interior no dejaban de removerse y de
sacudir los barrotes de hierro con los ojos asolados por el terror. Hallé la
puerta con el candado y tiré de él. No cedió. Gruñendo por lo bajo, tiré del
metal con más fuerza, pero se negó a abrirse.
Miré a través de los barrotes y vi el cuerpo flácido de Teresa, flotando
hacia el techo, y la expresión frenética de Caleb mientras trataba de salir
por entre las rejas.
Tiré de la puerta de metal una última vez y por fin la sentí ceder bajo la
presión. La abrí y saqué a Ruth y a Bethany a toda prisa, y luego fui a por
Caleb y Teresa. Caleb estaba tan agitado que se negó a soltar los barrotes al
principio, por lo que tuve que tirar de él y sacarlo de un empujón. Agarré el
cuerpo flácido de Teresa y nadé hacia la superficie rezando por que no fuese
demasiado tarde.
Cuando llegué a la superficie, solo encontré caos. Los niños estaban
chillando y chapoteando en el agua. Ruth intentaba, desesperada, llevarlos
hasta el escenario, pero era evidente que Bethany no sabía nadar y que
Caleb estaba histérico. A unos metros de allí, Zeke intentaba abrir la otra
jaula. Vislumbré un manojo de llaves en su mano —robadas del saqueador
muerto, supuse— un segundo antes de que consiguiera abrir la puerta y los
rehenes pudieran salir nadando.
Mientras arrastraba el cuerpo inconsciente de Teresa hasta el escenario, la
cortina a mi espalda se abrió y apareció un saqueador, probablemente
atraído por el jaleo de los niños, los disparos y las jaulas. Por un instante se
nos quedó mirando sorprendido y luego se giró para dar la voz de alarma.
Pero ese segundo fue lo único que me hizo falta para abalanzarme y hundir
la espada entre sus costillas. Su grito se transformó en un gorgoteo y se
desplomó sobre el escenario con un golpetazo.
No obstante, los otros saqueadores no tardarían en llegar. Los veía a través
de los agujeros de la cortina, levantándose a toda prisa de sus asientos y
encaminándose hacia el escenario. Eché la vista atrás y vi a Zeke emerger
del agua con Bethany, que gimoteaba y temblaba, y a Caleb aferrado a su
cuello por detrás. Cerca de mis pies, Teresa empezó a toser agua.
Ruth se subió a la plataforma y, a la vez que Zeke dejaba a Caleb y a
Bethany en suelo firme, se lanzó a sus brazos.
—¡Estás vivo! —sollozó contra su pecho mientras él la estrechaba contra
sí y los niños lo abrazaban por la cintura—. ¡Creíamos que habías muerto!
Ay, Dios, ha sido horrible. Darren…
—Lo sé —dijo Zeke, con la expresión tensa—. Y siento no haber
podido… —Cerró los ojos—. Lo siento —susurró—. No volverá a pasar, os
lo juro.
—Zeke —lo avisé, y él desvió los ojos hacia mí—. No hay tiempo para
esto. Vienen más. Hay que sacarlos de aquí.
Él asintió, sosegado y serio otra vez, pero Ruth se giró hacia mí y me miró
con los ojos rebosantes de desconfianza y miedo.
—¿Qué hace ella aquí? —gruñó Ruth, aún con una mano en el pecho de
Zeke—. ¡Es un vampiro! Jeb nos dijo que la matáramos si volvía a
acercarse a nosotros.
—Ya basta, Ruth. —La voz de Zeke sonó dura, y ambas nos quedamos
atónitas—. Me ha salvado la vida —continuó un poco más calmado—. Y a
ti también, por si no te habías dado cuenta. No habría llegado hasta aquí si
ella no hubiese decidido volver.
—Pero… Jeb dijo que…
—Cierra el pico —espeté, y ella retrocedió con los ojos como platos—.
Aún no hemos salido. Y, ahora que lo mencionas, ¿dónde está Jeb? Desde
luego, aquí no. ¿Adónde se lo han llevado?
—¡No te lo pienso decir, vampiro! —chilló Ruth, a punto de ponerse
histérica—. ¡No pienso decirte nada!
Gruñí, más que preparada para hacerla entrar en razón a golpes, pero Zeke
levantó una mano y me detuvo.
—Ruth. —La sacudió suavemente y la obligó a centrar la atención de
nuevo en él—. ¿Dónde está Jeb? ¿Os dijeron adónde se lo habían llevado,
dónde lo retienen?
Aferrada a la camiseta de Zeke, la chica asintió.
—A la torre de Chacal —susurró—. Dijeron que se lo iban a llevar a la
torre de Chacal.
Las palabras apenas habían salido de su boca cuando Bethany gritó y otro
saqueador atravesó la cortina, seguido por un amigo. Me giré espada en
mano y decapité a uno enseguida, lo cual hizo que Bethany y Ruth
volvieran a gritar, pero el otro consiguió dar la alarma antes de poder
acallarlo. Mientras sus cadáveres caían desplomados sobre el escenario, me
volví hacia Zeke.
—¡Corre! ¡Sácalos de aquí! —señalé a la puerta que habían usado los
guardias en las pasarelas—. No me esperes. Ya os alcanzaré. Salid de la
ciudad y no miréis atrás.
—¿Alcanzarnos? —Zeke había empezado a guiar al grupo por la
escalerilla que llevaba a las pasarelas, pero se giró frunciendo el ceño—.
¿Tú no vienes con nosotros?
—No. —Lancé una miradita rápida a la cortina, tras la que se oía cómo la
multitud venía corriendo hacia el escenario y luego las salpicaduras de los
saqueadores en el agua—. Yo voy a por Jeb.
Se me quedó mirando.
—¿Tú? Pero… No, debería hacerlo yo. Es mi familia. Mi responsabilidad.
—Sigues herido, Zeke. Además… —señalé al grupo con la cabeza
mientras el último subía la escalerilla y se asomaba desde lo alto— tú tienes
que sacarlos de aquí. Tendré más posibilidades de encontrar a Jeb si voy yo
sola.
—Pero… —vaciló Zeke, dividido—. Aunque lo encuentres, puede que no
quiera irse contigo, Allie, puede que… intente matarte.
—Lo sé. —Di un paso en dirección hacia la cortina para apartarme de él.
Los saqueadores ya estaban saliendo del agua y subiéndose al escenario—.
Pero si no lo hago, seré el monstruo que piensa que soy. —Me di media
vuelta y, para consternación de los niños, que chillaron, abrí en canal a un
saqueador que venía corriendo hacia nosotros. Mientras se tambaleaba y
caía al agua, yo volví a girarme hacia Zeke—. Si Jeb sigue vivo, te juro que
lo encontraré. Pero tienes que sacarlos de aquí, Zeke. ¡Ya! ¡Vete! Si no he
vuelto para el amanecer, no nos esperes porque estaremos muertos. ¡Venga,
largo!
Con una última mirada torturada, Zeke se giró y huyó por la escalerilla.
Yo me volteé hacia el escenario, le asesté un tajo a otro saqueador y cogí la
lámpara de aceite del poste. Conforme la multitud se aproximaba, levanté la
lámpara por encima de la cabeza y la estampé contra el suelo. El cristal se
hizo añicos y el aceite inflamable se desparramó sobre la tela roja.
La cortina vieja se prendió al instante. Las lenguas de fuego crecieron con
un bramido, consumiéndola y extendiéndose hasta la madera junto a ella.
Aparecieron un par de saqueadores más, así que agarré el segundo farol e
hice lo mismo con el otro lado. Retrocedí cuando el aceite se esparció por
todas partes, incluidos los dos hombres que acababan de atravesar la
cortina. Aullaron y sacudieron los brazos mientras su ropa ardía, y
regresaron a toda prisa por donde habían venido.
El fuego rugió, consumiendo la vieja cortina sin descanso y lamiendo la
estructura de madera a su alrededor. Me tambaleé hacia atrás y, luchando
contra el instinto que me gritaba que huyera de las llamas abrasadoras y
letales, cogí el último farol. Por primera vez sentí un terror casi primitivo;
estaba enfrentándome a uno de los mayores miedos de un vampiro. El fuego
podía acabar conmigo. El viento que se colaba a través del tejado y las
ventanas rotas arrojaba ascuas y tela quemada por los aires. Un trozo
aterrizó en la manga de mi abrigo y yo siseé mientras me lo sacudía
corriendo con la mano.
Estampé el último farol contra el suelo del escenario, me giré y hui por la
escalerilla sintiendo el calor crepitar a mi espalda. Gritos de alarma
resonaron por encima del rugido del fuego mientras los saqueadores
correteaban de un lado para otro sin saber qué hacer. Algunos saltaron al
agua para escapar y otros trataron de extinguir las llamas con lo primero
que pillaban, pero el fuego ya había alcanzado las paredes y el techo y
seguía propagándose por la madera salpicada de aceite sin tener mucha
pinta de ir a parar.
Desde lo alto de la escalera, vi a Zeke guiar a los últimos del grupo por
una puerta al final de la pasarela. Echó la vista atrás y nuestras miradas se
cruzaron. Nos quedamos mirándonos por un momento, con el viento y las
llamas a nuestro alrededor, abrasando pelo y ropa por igual. Distinguí en
sus ojos el arrepentimiento de no poder venir conmigo, la fiera
determinación por sacar a los demás vivos de aquí… y una confianza que
no había estado ahí antes. Asentí brevemente y él me devolvió el gesto con
solemnidad antes de desaparecer por la puerta.
Me giré. Las llamas se estaban extendiendo más rápido de lo que había
creído posible, destrozando las paredes y también los asientos que se habían
prendido por culpa de las brasas desplazadas por el viento. Me puse de cara
a la pared, que estaba a punto de derrumbarse, y contemplé los edificios
desmoronados a través de un agujero y el perfil de la ciudad a través del
humo.
Cogí carrerilla en la pasarela y salté por encima del agua. Me agarré a la
madera y al yeso rugosos. Una sección cedió justo debajo de mi mano y
cayó en picado al agua a la vez que yo comenzaba a ascender por la pared.
Hallé asideros que me facilitaron la subida hasta el tejado y escudriñé la
ciudad.
Unos rascacielos esqueléticos se cernían sobre mí, oscuros y derruidos.
Me di la vuelta e inspeccioné las torres en busca de alguna pista que me
dijera cuál era la guarida de Chacal. Todas parecían iguales, rotas y vacías,
y solté una maldición. ¿Cómo iba a encontrar al viejo en esta ciudad tan
gigantesca…?
Me detuve y parpadeé. Una luz centelleó en la oscuridad como una
estrella perdida. Un brillo en lo más alto de un rascacielos negro.
La torre de un rey vampiro. Si tenía suerte, encontraría allí a Jebbadiah,
vivo e ileso. Si tenía más suerte aún, no me toparía con cierto rey de los
saqueadores esperándome allí con él. Y si tenía muchísima más suerte
todavía, hasta podría rescatar al viejo y llevármelo de vuelta sin palmarla,
ya fuera a manos de Chacal o del mismísimo Jebbadiah Crosse.
22

No encontré enemigos de camino a la torre de Chacal, seguramente porque


todos estarían ocupándose del edificio en llamas. Esperaba que sirviese de
distracción para que Zeke y los demás pudieran huir y ponerse a salvo.
Cuando me acerqué a la torre todavía se podía apreciar el resplandor del
fuego. El viento removía las cenizas y en los edificios contiguos también
habían prendido algunas llamas. Me sorprendió lo mucho que podía llegar a
propagarse un incendio, incluso en una ciudad inundada de agua.
Las escaleras y el primer piso de la torre de Chacal estaban sumergidos,
pero una serie de puentes conducían de las pasarelas elevadas al interior del
vestíbulo. Aquí el agua solo llegaba a la cintura y chocaba con las
plataformas y el mostrador putrefacto. Me interné en la estancia abierta y
oscura y me detuve en una pasarela que se bamboleaba sobre el mostrador
para echar un vistazo alrededor. ¿Cómo se llegaba a los pisos superiores?
¿Subiendo por las escaleras? ¿Acaso el rey vampiro sabía volar?
Un chirrido estridente en una de las paredes captó mi atención. Las
puertas de un ascensor estaban medio abiertas y desconchadas a causa del
óxido. Me zambullí en el agua y me escondí tras el mostrador justo cuando
una mano apareció entre aquellas puertas y las abría. Salieron dos
saqueadores armados del ascensor y rápidamente cruzaron las pasarelas
para salir a la calle inundada. Los observé dirigirse hacia el edificio en
llamas antes de precipitarme nadando hacia el ascensor.
Abrí las puertas y observé el conducto con cuidado. Era evidente que los
hombres de Chacal habían hecho una chapuza con él y de no haberlo visto
en funcionamiento, dudaría que pudiera elevarse. Un sencillo marco de
acero colgaba del grueso cable; estaba rodeado de barandillas de madera y
envuelto en cadenas. El suelo lo conformaban unos listones de madera
medio podridos bajo los cuales se podía atisbar el agua. Había una especie
de palanca oxidada y soldada en una esquina, entre unos cables enredados y
descubiertos. Unas chispas aparecieron de la nada y no calmaron mi recelo
precisamente.
Me subí a la caja, que chirrió y se bamboleó a modo de protesta, esquivé
los agujeros en el suelo y accioné la palanca.
El ascensor se estremeció, chispeando con furia, y empezó a ascender
lentamente hacia la oscuridad. Me aferré al marco de metal con la suficiente
fuerza como para dejar la huella de mis dedos en el óxido y apreté los
dientes cada vez que había un ruido o una sacudida. Me pregunté cómo
soportaba la gente de antes quedarse atrapada en una cajita colgante a
cientos de metros en el aire.
El ascensor por fin chirrió una última vez y se detuvo frente a otro par de
puertas. Estas se encontraban en mejores condiciones, aunque también tuve
que abrirlas a la fuerza para salir, y en cuanto estuve sobre suelo firme me
sentí mejor.
O… tal vez no.
Lo primero que vi al bajarme del ascensor fue el cielo. A unos seis metros
había una pared compuesta por ventanas que dejaban a la vista la oscura y
reluciente ciudad deteriorada de debajo y que se extendían por todo el
pasillo. Tenían bastantes cristales rotos y el viento, con olor a humo y agua,
soplaba y me alborotaba el pelo a través de los marcos.
Lo siguiente en lo que reparé fue en el guardia que había al fondo del
pasillo, frente a las ventanas. Estaba mirando hacia la calle, pero en cuanto
salí del ascensor se giró hacia mí. Parpadeó, sorprendido sin duda de
encontrarse con un vampiro allí arriba.
Una lástima. Recorrí el pasillo y lo plaqué con tanta fuerza que perdió la
consciencia antes siquiera de chocar contra la pared y caer al suelo. Rodeé
el cuerpo y estiré el brazo hacia la puerta.
Se veía luz por debajo y se oía un zumbido leve al otro lado. Esperaba no
encontrarme allí detrás al rey de los saqueadores, sonriendo de oreja a oreja.
Abrí un poco la puerta y eché un vistazo por la rendija.
La luz me cegó y retrocedí. Coloqué una mano a modo de visera y volví a
intentarlo, entrecerrando los ojos esta vez para ver mejor. La estancia se
hallaba tremendamente iluminada; la luz provenía de todos sitios para que
no hubiese ninguna sombra. Había encimeras y estanterías contra las
paredes; algunas contenían libros, otras máquinas extrañas y tubos de cristal
que reflejaban la luz. ¿Cómo es que había tanta? Ni siquiera cien linternas
iluminarían una sala así.
Abrí la puerta un poco más y examiné la sala con detenimiento.
Más cosas raras. Al frente había un extraño tablón verde colgado en la
pared. La mitad estaba cubierto con letras blancas y números que no me
decían nada, y pegado a la otra mitad había un mapa de los «Estados
Unidos de América» de antes de la plaga. También estaba marcado y
garabateado con tinta roja; tenía cosas rodeadas y tachadas en lo que
parecía ser un arranque de frustración.
Un movimiento capto mi atención. En la esquina, frente a la pared de
cristal, vi un escritorio antiguo enorme. A un lado sobre él había una
pantalla que parpadeaba y mostraba palabras que no supe descifrar. Me la
quedé mirando, desconcertada. Era un ordenador de verdad, de cuando la
tecnología abundaba en las casas. Nunca había visto uno que funcionara,
aunque en el Aledaño se decía que se encendían si contabas con una fuente
de alimentación externa.
Chacal había dedicado mucho tiempo a crear este sitio. ¿Qué pretendía
hacer aquí exactamente?
Seguí analizando la estancia y por fin encontré lo que estaba buscando.
Reparé en el perfil de un hombre junto a la ventana, mirando a la ciudad.
Un leve brillo rojizo arrojaba luz a las facciones marcadas de Jebbadiah
Crosse. Tal vez fuera fruto de mi imaginación, pero juraría haber visto algo
de humedad en una de sus mejillas macilentas. Su expresión era una de
absoluta desolación, la de un hombre que lo había perdido todo y al que no
le quedaban razones para vivir.
Abrí la puerta del todo y entré en la sala.
—Jebbadiah.
Él se volvió y, por un momento, su expresión demudó en una de sorpresa.
—Tú —dijo, frunciendo el ceño—. La vampira. ¿Cómo…? ¿A qué has
venido? —Se quedó callado y esbozó una sonrisa amarga—. Ah, entiendo.
Nos has seguido, ¿verdad? No nos pensabas dejar en paz. Ahora todo tiene
sentido. Qué fácil os resulta vengaros a los de tu clase. —Su voz sonó fría y
brusca, cargada de odio—. Este sitio es perfecto para ti. Una ciudad perdida
llena de maleantes y pecadores y gobernada por un demonio. ¿Has venido a
jactarte entonces? ¿A reírte del viejo que lo ha perdido todo?
—No he venido a jactarme —repuse, acercándome a él—. He venido a
sacarte de aquí.
—Mientes —respondió sin emoción—. Aunque pudiera, no iría a ningún
lado contigo, demonio. Pero ya da igual. —Se volvió hacia la ventana y
observó el humo que se elevaba en el aire—. Se han ido. Son libres de este
mundo. Pronto los acompañaré yo.
—No han muerto. —Me coloqué detrás de él—. Zeke y yo los
rescatamos. Nos están esperando en las afueras de la ciudad, pero tenemos
que irnos antes de que Chacal nos pille aquí.
—¿Te da miedo morir, vampiro? —preguntó Jeb en voz baja aún con la
vista clavada en la ciudad—. Deberías saber que no hay nada más peligroso
que un hombre que no teme a la muerte. Lo he perdido todo, pero eso me
libera. El rey vampiro jamás me usará para lograr su objetivo. Y tú… tú no
volverás a amenazar a nadie nunca más.
—Jeb. —Me acerqué a él y estiré la mano hacia su brazo—. Chacal
llegará en cualquier momento. Tenemos que salir de aquí, no…
Jeb se volvió, dio un paso y, tan tranquilamente, me apuñaló en el vientre.
Me sobrevino un dolor tan abrumador que jadeé y me doblé hacia
adelante. Gruñí con los colmillos extendidos y, tambaleante, me aparté de
Jebbadiah, que me observaba impasible con los dedos manchados de rojo.
Me llevé las manos al estómago y rocé el arma que aún seguía clavada en
mi carne, serrada y torturadora. La sangre manaba en torno a ella,
volviéndola resbaladiza, pero aferré el borde y la saqué, apretando los
dientes para no gritar. Lo que tenía en la mano era un trozo de cristal de casi
quince centímetros de largo. Lo solté con un chillido antes de que las
piernas me fallaran y cayese de rodillas al suelo.
Jebbadiah entró en mi campo de visión e, impasible, se alejó hacia una de
las muchas estanterías que allí había. La herida empezó a regenerarse, pero
no con la suficiente rapidez.
—Jeb —lo llamé, apretando los dientes e intentando ponerme de pie, sin
éxito—. Te juro… que he venido a rescatarte. Los demás siguen vivos y
están esperándote…
Abrió un cajón, sacó un bisturí y volvió junto a mí con una mirada severa.
Hizo caso omiso de mis palabras.
—Que esta sea mi última penitencia —murmuró como en trance mientras
yo trataba desesperadamente de levantarme agarrándome a una encimera—.
El Edén ya no está. Ezekiel, tampoco. La cura para la raza humana, más de
lo mismo. He fracasado, pero al menos me llevaré a un demonio conmigo.
Eso sí que puedo hacerlo.
Me aparté de él como pude apretándome el estómago con las manos.
Tenía tantísimas ganas de desenvainar la espalda… Sin embargo, me
obligué a hablar con el viejo.
—¿Una cura? —repetí, interponiendo la encimera entre él y yo—. ¿Qué
cura? —No respondió, sino que rodeó el obstáculo tranquilamente con el
bisturí en la mano—. Entonces Chacal tenía razón —deduje—. Sí que
tienes la cura contra el rabidismo. Te la has estado guardando todo este
tiempo.
—No hables de lo que no sabes, vampiro —replicó Jeb con más emoción
que antes—. No hay cura, al menos todavía. Solo hay fragmentos, restos de
información, resultados de experimentos fallidos de hace décadas.
—Sabes lo de los experimentos con vampiros —exclamé. Jeb se me
quedó mirando por encima del cristal y los matraces con las manos a los
costados—. ¿Cómo es posible? ¿Estabas allí? ¿Vivías en Nueva Covington
antes de que pasara a ser territorio de vampiros? Pero si no eres tan mayor.
—Mi abuelo fue uno de los que buscaba la cura —explicó Jebbadiah con
voz monótona—. Más concretamente, el científico jefe, un hombre brillante
en su campo. Fue él quien sugirió que la sangre vampírica tal vez fuera la
clave para dar con la cura del virus neumocarmesí. Fue él quien decidió que
necesitaban sujetos vivos con los que experimentar. Y quien convenció a
los demás de dejar que un vampiro los ayudase con el proyecto.
Me apoyé contra la encimera. A la vez que el dolor remitía, la sed
aumentaba. Necesitaba sangre y el único al que tenía cerca era Jeb. Me
aferré a la superficie e intenté concentrarme en lo que el viejo me estaba
diciendo en vez de en los latidos de su corazón.
—Esa decisión los condenó —prosiguió Jeb en el mismo tono y con la
mirada igual de vacía—. Los rábidos nacieron por culpa del orgullo de un
hombre. Por colaborar con un demonio. La maldad no genera nada bueno y,
al final, terminó pasándoles factura. Los demonios que crearon escaparon,
mataron a todo el mundo y el laboratorio ardió hasta los cimientos. Pero
antes de morir, el científico jefe se aseguró de guardar la investigación y
todo lo que había descubierto y se la entregó a su hijo.
—Tu padre. Y este te la dio a ti. —Me acordé de pronto de Kanin y su
afán por investigar entre las ruinas de un hospital en busca de algo que
jamás encontraría. Jeb no respondió, cosa que decía mucho, y yo acabé
asintiendo despacio—. Esa es la verdadera razón por la que quieres
encontrar el Edén. Quieres un lugar donde investigar y encontrar la cura.
—De morir yo, habría ido para Ezequiel —murmuró Jeb, y una expresión
de dolor cruzó su rostro—. Pero él ya no está, y tampoco queda nadie más,
así que morirá conmigo. No permitiré que caiga en las manos de un
demonio.
—Jeb, Zeke sigue vivo. ¡Todos están vivos! —Frustrada, lo atravesé con
la mirada, deseando poder abrirle los ojos—. ¡Escúchame! Zeke y yo
seguimos a los hombres de Chacal. Rescatamos a los demás e incendiamos
un edificio para distraerlos. A estas alturas ya deben de encontrarse fuera de
la ciudad. Aún podéis llegar al Edén, pero solo si dejas de ser tan terco y
prestas atención a lo que te estoy diciendo.
Jeb parpadeó y su expresión vaciló un poco.
—¿Ezequiel sigue… vivo? —murmuró antes de sacudir la cabeza casi con
desesperación—. No, no, mientes, demonio. Ezequiel era mi hijo, aunque
no de sangre. Jamás se aliaría con alguien como tú. Le eduqué bien.
Me cabreé hasta explotar, y a su vez también lo hizo mi sed, que había ido
acrecentándose conforme se me cerraba la herida.
—¡A Zeke le importa más su gente que a ti, predicador! —gruñí, y la
expresión de Jebbadiah cambió al reparar en mis colmillos—. ¡Haría
cualquier cosa por salvarlos! ¡Cualquier cosa! Incluso morir rescatándolos.
¡O aliarse con una vampira que está intentando salvarte el culo, joder! Es
posible que yo sea un demonio, pero Zeke es más humano que tú, que yo y
que nadie en este mundo, y si no eres capaz de ver eso, entonces es que no
lo conoces tanto como crees.
Jebbadiah se me quedó mirando durante un instante antes de sacudir la
cabeza y cerrar los ojos.
—¿Me fío? —susurró, pero hablaba consigo mismo—. ¿Debería creer lo
que me dice, que mi hijo sigue vivo y los demás también? —Abrió los ojos
y su cara dejó entrever lo indeciso que se sentía—. Soy demasiado mayor
como para dudar a estas alturas —dijo, con los ojos fijos en algo que yo era
incapaz de ver—. Me niego a creer que un demonio tenga alma, que pueda
tener salvación. Si empiezo a dudar ahora, sucumbiré… —Desvió la mirada
angustiada hacia mí y me preguntó—: ¿A qué esperas, vampiro? Sé que
quieres matarme, lo veo en tus ojos. ¿Qué te frena?
Hice una pausa para controlarme y responder con firmeza.
—Le prometí a Zeke que vendría a por ti. Cree lo que te dé la gana, pero
es la verdad. —Me aparté de la encimera sin quitarle el ojo a la mano que
aún empuñaba el bisturí—. Le dije que te sacaría de aquí sano y salvo y lo
pienso cumplir. Si no lo haces por mí, hazlo por Zeke, Caleb y Bethany. Se
merecen algo mejor, ¿no crees? —Señalé la ventana antes de girarme hacia
él y fulminarlo con la mirada—. No se te ocurra parar ahora. Ni tampoco
decepcionarlos. Lleva la maldita cura al Edén y dales un futuro. Al menos
hazlo por ellos.
Jeb palideció. El bisturí cayó al suelo con un tintineo.
—Qué vergüenza, vampiro —susurró con un hilillo de voz—. He estado
tan obcecado en llevar a mi gente al Edén que me he olvidado de
protegerlos durante el camino. Dejé que Ezequiel se encargara de eso
cuando tendría que haber sido cosa mía, y ahora mira dónde estamos. —Me
dio la espalda y echó un vistazo por la ventana—. Maté a Dorothy —
murmuró—. A Darren. Y a los demás. Nos he traído hasta aquí. Sus
muertes son culpa mía.
—No han muerto todos —le recordé, tratando de reprimir la sed, que
ahora que me había curado había emergido con fuerza. Tenía tantas ganas
de abalanzarme sobre el humano y de clavarle los colmillos en el cuello…
pero me contuve. Había pasado hambre toda la vida; en el Aledaño estuve
al borde de la inanición muchas veces, así que ahora no pensaba permitir
que eso me controlara—. Zeke y los demás te están esperando. Todavía
puedes salvarlos y llegar al Edén, Jeb, pero tenemos que irnos ya.
—Sí —musitó él, aunque seguía sin mirarme—. Se lo compensaré. Los
llevaré a casa aunque tenga que venderle mi alma a un demonio.
Alguien empezó a aplaudir desde la puerta y a mí se me cayó el alma a los
pies.
—Bravo —murmuró el rey de los saqueadores, un vampiro alto y esbelto,
apoyado contra el marco—. Bravo. Menudo espectáculo tan conmovedor.
Creo que se me ha caído una lagrimilla.
23

—Bueno, bueno —canturreó Chacal, sonriente, mientras se internaba en la


estancia y cerraba la puerta a su espalda—. ¿Qué tenemos aquí? Por lo que
veo otro vampiro se ha colado en mi reino. Mira que he notado algo extraño
esta noche. Y de pronto, toda la locura del exterior cobra sentido. —
Chasqueó la lengua y sacudió la cabeza—. ¿Has sido tú la que ha
incendiado mi teatro? Menuda falta de respeto. Ahora voy a tener que
buscar otro sitio donde llevar a cabo los desmembramientos de rigor.
Se detuvo, se cruzó de brazos y me echó una miradita condescendiente, tal
vez porque había desenvainado la espada y me había colocado en posición
de ataque, a la espera de que él realizara el primer movimiento. Aquella
extraña sensación de familiaridad, de déjà vu, regresó.
—Vaya, qué inconveniente —prosiguió Chacal, sin parecer mínimamente
preocupado ante la aparición de la katana—. Parece que tenemos ideas
diferentes sobre cómo va a transcurrir esta noche. ¿Sabes qué? No quiero
pelear contigo. No suelo recibir muchas visitas de los nuestros, y menos que
sean tan guapas y tengan una espada. Pero debo de haberte cabreado mucho
en el pasado, porque siento que te conozco de alguna parte, aunque no
sabría decir de dónde ni por qué.
—Yo tampoco quiero pelear —respondí, y asentí en dirección a Jeb—.
Solo he venido a por él. Déjalo marchar y nos iremos de tu ciudad ahora
mismo.
—Ah, bueno, hay un problemilla con eso. —Chacal suspiró y se frotó la
barbilla—. Verás, llevo buscando a este viejo bastante tiempo, desde que oí
hablar de los científicos y su proyecto. Lo necesito para crear la cura. Dice
que la información está incompleta, así que le he dado todo lo necesario
para terminar la investigación. Ya ves, todo esto es por un bien común. —El
rey de los saqueadores sonrió, guapísimo y encantador—. Lo único que
quiero es erradicar el rabidismo. Eso no es tan terrible, ¿verdad? ¿No harías
tú lo mismo de tener la oportunidad?
No me fiaba de él. Era evidente que esa no era la única razón.
—¿Cómo te enteraste de lo de la cura? —pregunté.
Chacal se encogió de hombros.
—Me lo contó mi padre.
—¿Tu padre? —De pronto me mareé.
No, no podía ser. Esa sensación de reconocimiento, esa conexión
inmediata, la súbita comprensión de que no se trataba de un vampiro
cualquiera. Sabía, sin lugar a dudas, lo que iba a decir a continuación y
quise gritarle que se detuviera.
—¿Mi creador? ¿Mi progenitor? —Chacal hizo un gesto distraído con la
mano—. El que me convirtió, vamos. Me encontró en el desierto,
moribundo después de que unos bandidos mataran a mi familia, y me
transformó en lo que soy. Siempre le estaré agradecido a ese capullo
estirado, pero nunca estuvimos de acuerdo en muchas cosas. Unos pocos
meses después de que me convirtiera, se puede decir que… nos fuimos cada
uno por nuestro lado. Se hacía llamar…
—Kanin —susurré.
Chacal entrecerró los ojos.
—¿Cómo lo…? —Se calló y me miró como si lo hiciera por primera vez.
Entonces echó la cabeza hacia atrás y soltó una risotada—. ¡Pues claro!
¡Esa es la conexión! Sabía que te conocía de algo. Kanin, cabrón, serás
mentiroso. ¿Qué pasa con la promesa de que no ibas a convertir a nadie más
después de mí, eh?
Me quedé contemplando a Chacal, intentando procesar lo que acababa de
descubrir. Kanin era nuestro «padre». Él había transformado a Chacal, igual
que a mí. Eso nos convertía en… ¿hermanos? ¿Era mi hermano? No sabía
cómo funcionaba todo eso del parentesco en la sociedad vampírica. Fue lo
único que no me enseñó Kanin.
—Menuda sorpresa, ¿eh, hermana? —Chacal sonrió, encantado de la
vida. Yo pegué un bote, desacostumbrada a oír esa palabra. Que me llamara
«hermana» implicaba que estábamos emparentados. Que éramos familia—.
Es perfecto. Ahora ya no puedes volverte en mi contra, ¿verdad? No contra
tu queridísimo hermano mayor.
—Tú no eres mi hermano —rezongué, tomando una decisión. Chacal
enarcó las cejas con fingida sorpresa—. No quiero tener nada que ver
contigo, no después de lo que has hecho. —Recordé a Darren, suplicante y
aterrorizado, justo antes de que el rábido lo matara. Recordé los ojos sin
vida de Dorothy, mirando al cielo—. Has matado a mis amigos y eso nunca
te lo perdonaré.
—¿Amigos? —El rey de los saqueadores resopló y se cruzó de brazos—.
Los humanos no son amigos, hermana. Los humanos son mascotas.
Comida. Esbirros. Pero no amigos. —Me dedicó una sonrisita—. Sí,
supongo que tienen su utilidad. A veces hasta sirven de entretenimiento.
Pero hasta ellos reconocen que nosotros los vampiros somos la raza
superior. Por eso, en el fondo, todos quieren ser como nosotros. Mira a los
de ahí fuera. —Señaló la ventana con el pulgar—. Les doy libertad, los dejo
ir y venir a su aire y cargarse a quien quieran, pero ¿huyen alguna vez? —
Negó con la cabeza—. No. Siempre vuelven. Porque esperan que algún día,
si la maldición se rompe, los recompense por su servicio y los convierta en
lo que soy.
—Y por eso quieres la cura, demonio —espetó Jebbadiah, tenso como un
arco, encarando al vampiro—. Quieres transformar a tu propia gente en
vampiros, crear más cómo tú. Un ejército de demonios contigo a la cabeza.
—Puede que les haya ofrecido la inmortalidad, sí. —Chacal se encogió de
hombros, aún hablando conmigo—. ¿Y qué? Es un regalo que les ofrezco
encantado. Nuestra raza ha perdido tanto o más que la suya. —Levantó las
manos y, haciendo caso omiso de Jeb, dio un paso hacia mí—. Venga,
hermana, ¿por qué te preocupas tanto por un mísero humano? Son comida,
bolsas de sangre con patas. Nuestro destino siempre ha sido dominarlos, por
eso somos superiores a ellos en todos los aspectos. Deja de luchar contra tu
instinto. Si de verdad te convirtió Kanin, entonces tienes potencial para
convertirte en Señora, igual que yo. Y no estoy en contra de compartirlo
todo contigo. No suelo tolerar que otros vampiros entren en mi reino, pero
contigo estaría dispuesto a hacer una excepción. —Su voz se volvió suave,
reconfortante—. Piensa en lo que podríamos crear juntos, tú y yo.
Podríamos tener nuestro propio paraíso, con nuestro ejército, nuestros
sirvientes y nuestro ganado humano. Podríamos ofrecerles a nuestros más
fieles servidores el regalo de la inmortalidad y gobernaríamos este mundo
hasta el final de sus días. Nuestro propio Edén vampírico.
—¡Jamás! —bramó Jeb y recogió el bisturí del suelo—. ¡Jamás! —repitió
como un loco—. ¡Blasfemia! ¡Antes prefiero morir! —Y se abalanzó sobre
el rey de los saqueadores empuñando el bisturí.
Chacal se giró a la vez que el humano se precipitaba hacia adelante y le
agarró la muñeca con facilidad para obligarlo a soltar el arma.
—Eh, eh —gruñó, mostrando los colmillos mientras levantaba a Jeb del
suelo—. Todavía no puedes morir. Necesito que termines la cura. Y no
tengo reparos en torturarte un poquito con tal de conseguirla.
Lanzó a Jeb hacia atrás y este chocó contra la encimera y tiró al suelo un
montón de viales y matraces. Aterrizó entre una lluvia de cristal y el dulce
olor a sangre surgió como un géiser.
La sed rugió. Me abalancé sobre Jeb, que luchaba por erguirse entre todo
aquel mar de cristales, sin saber muy bien si pensaba ayudarlo o atacarle. La
sangre le chorreaba por los brazos y la cara y se le metía en los ojos.
Entonces se desplomó contra la encimera con el mentón pegado al pecho.
—Jeb.
Me agaché frente a él y traté de ignorar con todas mis fuerzas el latido de
su corazón. El color carmesí se le estaba extendiendo por la camisa, pero él
se llevó una mano al interior del abrigo rasgado. Mientras tanto, vi que
Chacal seguía con los brazos cruzados en el mismo sitio, observándonos
con una sonrisilla en el rostro.
—Vampira —susurró Jeb entre dientes, y me acercó una mano. Yo se la
agarré y algo pequeñito cayó de su palma a la mía: una minúscula tira negra
de plástico. Me la quedé mirando con el ceño fruncido. Era más o menos
del tamaño de mi dedo corazón, tanto de largo como de ancho—. Para
Ezequiel —murmuró, y bajó débilmente el brazo—. Dile… que cuide de
nuestra gente.
—Jeb…
—Bueno, no ha estado mal —comentó Chacal, simulando limpiarse las
manos—. Pero creo que la paciencia se me ha acabado por esta noche. Así
que, ahora, queridísima hermana, necesito que me des una respuesta. ¿Te
unirás a mí? ¿Me ayudarás a encontrar la cura y a repoblar el mundo?
Piensa en lo que darían los demás Señores por esta información. Podríamos
gobernarlos a todos si quisiéramos. ¿Qué me dices?
Miré a Jeb, despatarrado contra la encimera. Olía su sangre, oía el corazón
en su pecho, sentía su mirada glacial sobre mí. Juzgándome, odiándome.
Incluso ahora, seguía siendo un demonio. Nunca me vería como algo
distinto.
Me giré hacia Chacal otra vez.
—No —respondí, y él enarcó las cejas. Rodeé la encimera y, empuñando
la espada, me interpuse entre el humano y él—. Pienso llevarme a Jeb te
guste o no. Así que apártate de mi camino.
Chacal sacudió la cabeza con pesadumbre.
—Qué pena —musitó—. Podríamos haber conseguido algo
extraordinario, ¿sabes? Dos hermanos, juntados por el azar, que unen
fuerzas para cambiar el mundo. ¿Qué puedo decir? En el fondo soy un
romántico; una pena que al final no vaya a suceder. —Cogió aire y suspiró
de forma dramática antes de sonreír—. Ahora voy a tener que matarte.
—Pues deja de hablar —lo reté, colocándome en posición de ataque— y
vamos al lío. El sol saldrá pronto.
Chacal me enseñó los colmillos y sus ojos dorados refulgieron.
—Ah, créeme, hermanita. No me va a llevar mucho tiempo.
Hundió la mano en el guardapolvo y sacó una estaca larga de madera. Se
me retorció el estómago de miedo y retrocedí.
—Sabía que te encantaría —dijo sonriendo con malicia y avanzando hacia
mí—. Kanin fue el que me enseñó a dominar el miedo, a usarlo en mi
beneficio. —Giró la estaca entre los dedos—. ¿Qué te pasa, hermanita? ¿A
ti no te enseñó lo mismo? ¿O es que no pudo por culpa del vampiro que se
la tiene jurada? ¿Cuánto tiempo estuviste practicando con Kanin, a todo
esto? Supongo que bastante menos que yo. Yo conozco a nuestro creador
desde hace mucho.
—Vaya, ¿te enseñó a matar de aburrimiento a tus oponentes? Porque creo
que yo me salté esa clase.
Chacal rompió a reír.
—La chavala me cae bien y todo —admitió, sacudiendo la cabeza—. Es
una pena que tenga que matarte. ¿Seguro que no quieres reconsiderarlo?
Los humanos pueden llegar a ser muy aburridos a veces.
—No. —Negué con la cabeza y lo fulminé con la mirada—. No pienso
permitir que le hagas daño a nadie más.
—Muy bien. —El rey vampiro se encogió de hombros y volvió a girar la
estaca entre los dedos—. Te he dado una oportunidad. ¿Preparada pues,
hermana? ¡Allá voy!
Se lanzó hacia adelante y cruzó la habitación en un abrir y cerrar de ojos,
más rápido de lo que mi vista siquiera llegó a registrar. Lo ataqué
precipitadamente con la espada, pero Chacal la esquivó y burló mi guardia.
Estiró un brazo, me agarró de la garganta y me levantó del suelo. Antes de
poder reaccionar, me estampó contra la encimera. El cristal voló otra vez
por los aires como una ventisca, y me golpeé la nuca contra el filo del
mármol. Me quedé allí tumbada, aturdida, durante medio segundo, hasta
que Chacal levantó el puño y me clavó la estaca de madera en el estómago.
Me arqueé y grité. Se me cayó la espada de la mano y repiqueteó contra el
suelo. El dolor no se parecía a ningún otro que hubiera sentido hasta
entonces; lenguas de fuego me recorrían el cuerpo, concentradas en ese
punto donde la madera se hundía en mi carne. Sentía la estaca en mi
interior, como un puño que me estrujara y retorciese los intestinos. Fui a
arrancármela, pero Chacal me agarró la muñeca y me la volvió a pegar
contra la encimera, reteniéndome.
—Duele, ¿verdad? —susurró, inclinándose sobre mí con los ojos dorados
refulgiendo de emoción—. Es increíble cómo un trozo de madera en el
cuerpo puede doler tanto. Yo preferiría que me metiesen un atizador al rojo
vivo por el ojo, fíjate. —Mi cuerpo convulsionó y apreté la mandíbula para
contener otro grito. Chacal continuó sujetándome, sonriente—. Ah, y si te
estás preguntando por qué cada vez te cuesta más moverte, déjame que te lo
explique. Tu cuerpo está entrando en shock; está dejando de funcionar para
intentar curarse. Unos cuantos minutos más así y empezarás a suplicar que
te corte la cabeza y acabe con tu vida.
Forcejeé, pero sentía las extremidades muy pesadas. Chacal solo me
sujetaba un brazo, y aunque el otro lo tenía libre, la agonía cegadora que
sentía en el torso me impedía quitármelo de encima. Estaba literalmente
empalada a la encimera, ensartada como un animal. Chacal me sonrió con
crueldad y retorció la estaca más adentro en mi estómago, y esta vez no
pude evitar chillar.
—Apuesto a que ahora desearías haber aceptado mi oferta, ¿verdad,
hermanita? —Apenas era capaz de concentrarme en lo que estaba diciendo
—. Qué pena. Me estaba imaginando todas las cosas que podríamos haber
hecho juntos. Pero te has tenido que poner del lado de los humanos. Igual
que Kanin. Y mira cómo ha acabado, capturado y torturado por ese
psicópata de Sarren. Seguro que te sientes muy orgullosa de haber seguido
el mismo camino que tu creador.
Eché la mano libre hacia atrás y, desesperada, busqué a tientas cualquier
cosa que pudiera usar para liberarme. Me obligué a hablar para mantenerlo
distraído.
—¿C-cómo sabes…?
—¿Lo de Kanin? —Chacal volvió a retorcer la estaca y yo me arqueé de
pura agonía—. Has estado teniendo los mismos sueños que yo, ¿verdad?
Las emociones intensas a veces llegan a aquellos que comparten nuestra
sangre. Así que Kanin puede incluso estar sintiendo tu dolor ahora mismo.
¿No es interesante? —Se inclinó más y sonrió—. Hola, Kanin, ¿me oyes?
¿Ves lo que le estoy haciendo a tu querida «hija»? ¿Qué dices? —Ladeó la
cabeza hacia un lado—. ¿Que le dé otra oportunidad? ¿Que no la mate
como tú hiciste con tus hermanos? Qué idea más interesante. ¿Crees que
aceptaría si se lo volviera a ofrecer?
Mis dedos rozaron un matraz milagrosamente intacto antes de agarrarlo.
Como Chacal seguía muy cerca de mí, lo levanté con todas mis fuerzas y se
lo estampé en la cara. El cristal se hizo añicos y Chacal rugió.
Se echó hacia atrás, me levantó de la encimera de un tirón y me lanzó por
encima de su cabeza. Lo siguiente que registré fue estar volando por los
aires en dirección a la ventana antes de estrellarme contra ella y romper el
cristal con un fuerte estallido. El viento helado de Chicago me azotó la cara.
Me quedé paralizada en el aire por un instante y luego empecé a caer en
picado.
Me retorcí con desesperación y estiré los dos brazos en busca de algo
sólido a lo que aferrarme. Palpé la pared y me enganché a la cornisa antes
de estamparme contra el lateral del edificio.
Alcé la mirada. Chacal me observaba desde arriba, con un lado de la cara
ensangrentado y los ojos amarillos echando chispas. Pero seguía sonriendo.
Su propia sangre le resbalaba por la boca y le teñía los colmillos de rojo.
—Eso —dijo con un tono de lo más calmado, completamente opuesto a su
expresión— no ha sido muy inteligente. Valiente, pero no inteligente. Y
encima después de haberte ofrecido una salida. Cualquier vampiro de
verdad habría aprovechado la oportunidad. Pero tú no. No… tú sigues
prefiriendo a los humanos.
Me costaba prestarle atención. La estaca seguía clavada en mi vientre; era
una agonía constante y palpitante que me debilitaba e inmovilizaba mis
extremidades. Se me resbalaron los dedos, pero seguí aferrándome a la
cornisa, desesperada.
Chacal se agachó y, como si nada, cogió un trozo de hormigón casi del
tamaño de una cabeza.
—Si tanto te gustan esas bolsas de sangre con patas… —sonrió y levantó
la piedra por encima de su cabeza— únete a ellos en el infierno.
Me preparé mentalmente para morir, pero entonces oí pasos por detrás de
Chacal un instante antes de que Jebbadiah Crosse lo placase por la espalda.
Chacal aulló y cayó por encima de mí a la vez que se sacudía y hacía
aspavientos, con el viejo aferrándose a su espalda con uñas y dientes.
Ambos se precipitaron hacia el suelo, uno gritando y el otro completamente
mudo, y desaparecieron en el oscuro vacío de abajo.
Estupefacta y casi sin poder pensar, me balanceé en la cornisa. A pesar del
aturdimiento, bajé el brazo y agarré la estaca antes de arrancármela con un
chillido. Se me resbaló de los dedos flácidos y rebotó contra la pared del
edificio antes de perderse también en la oscuridad de abajo.
Temblando, fui capaz de regresar al interior antes de que mis brazos y
piernas terminaran cediendo del todo, y me desplomé bocarriba sobre el
suelo frente a la ventana destrozada.
No podía moverme. El dolor y la sed rugían en mi interior, pero me sentía
vacía, completamente drenada de vida. Estaba agotada, acabada. Ya no me
quedaba nada que pudiese reparar el daño que le habían provocado a mi
cuerpo, y sentía cómo poco a poco empezaba a desvanecerme, deseosa por
perderme en la negrura de la hibernación, lejos del dolor.
No estaba segura de cuánto tiempo me quedé allí tumbada. En el fondo,
mi cuerpo sabía que tenía que moverse y encontrar refugio. Quedaba poco
para el amanecer y los primeros rayos del sol no tardarían mucho en
achicharrarme la piel y hacerme estallar en llamas. Traté de arrastrarme por
el suelo, de obligar a mis extremidades a moverse, pero las sentía tan
pesadas… y estaba tan cansada… Furiosa, luché con todas mis fuerzas por
permanecer despierta, por desechar la oscuridad que tiraba de mi
consciencia. Pero conforme el sol se acercaba, mi muerte cada vez parecía
más inevitable. Me había llegado la hora.
Me derrumbé, exhausta. Ya estaba. Ya no me quedaba nada. En menos de
una hora el amanecer me encontraría aquí, al aire libre, incapaz de
resistirme. Me parecía muy apropiado abandonar este mundo así, calcinada.
—Allison.
La voz llegó de la nada a través de las capas de oscuridad. Me moví
ligeramente, sin terminar de creérmelo del todo. Tal vez estuviese soñando.
Tal vez ya estuviera muerta. Entonces, alguien se arrodilló a mi lado, tiró de
mí hacia su regazo y me sujetó contra su pecho. Quería alejarme, forcejear,
pero mi cuerpo simplemente ya no respondía, así que al final dejé de
intentar luchar.
—Ay, Dios —susurró la voz, familiar y atormentada, y sentí que algo
rozaba el agujero en mi vientre—. Allison, ¿me oyes? Despierta, que hay
que salir de aquí.
«¿Zeke?», pensé, aturdida.
No, no podía ser. Zeke ya no estaba; le había dicho que se marchara de la
ciudad con los demás. Ahora mismo debía de estar muy lejos. Pero sí que
era su voz la que me urgía a levantarme, a abrir los ojos. Y quería, pero la
hibernación tiraba de mí y cada vez oía su voz más bajita. No podía
responderle. Me acunó entre sus brazos y oí un siseo de dolor a la vez que
un fuerte olor a sangre impregnaba el aire.
—Por favor, que funcione —susurró, y pegó algo contra mi boca.
Un líquido caliente cayó entre mis labios y, por instinto, mordí con fuerza.
Entonces oí un jadeo por encima de mí, aunque apenas le presté atención, y
tampoco me importó. Esto era vida. Me aferré a ella con avaricia y sentí
cómo recuperaba las fuerzas y el aturdimiento desaparecía. La sed surgió
con un rugido, como si supiera perfectamente lo cerca que había estado de
la muerte, y clavé los colmillos con aún más brutalidad. Oí un grito
ahogado y la carne y los músculos contra mi boca se tensaron. Eso me
volvió loca de deseo. La sangre no fluía lo bastante rápido; quería desgarrar
y abrirle las venas en canal para que la sangre caliente me inundara por
completo. Sentía el pulso en la muñeca, palpitando a la vez que el corazón,
y quise beber y beber hasta que los dos se ralentizaran y acabasen
deteniéndose.
Con un rugido, solté el brazo y me lancé hacia la garganta de la presa,
donde la sangre bombeaba con más fuerza y justo por debajo de la piel.
Extendí los colmillos y, cuando estuve a punto de hundirlos en su cuello, de
liberar esa gloriosa fuente de calor y de poder, su cuerpo se tensó contra el
mío. Oí que su corazón se aceleraba, martilleando con fuerza contra su
pecho, y entonces me di cuenta.
«¡Es Zeke! No, no puedo hacerlo».
Temblando de necesidad y de hambre, me detuve a un respiro de su
garganta, tan cerca que hasta podía sentir el calor irradiar de su piel. Zeke se
había quedado paralizado, le costaba mucho respirar y estaba rígido a causa
de la anticipación y el miedo. Una minúscula parte de mí quería apartarse,
pero no parecía poder moverme. No con su pulso a meros centímetros de
mis labios y con el aroma dulce y embriagador de la sangre inundándome
los sentidos. Me acerqué un poco más y rocé su piel con los labios, una
caricia muy leve y suave, y Zeke ahogó un grito.
Pero entonces, allí de rodillas, temblando e intentando hacer acopio de la
voluntad suficiente como para apartarme, Zeke se movió. Solo un ápice. Un
movimiento tan sutil que hasta podría haber pasado desapercibido. Se
estremeció, respiró hondo y ladeó la cabeza hacia atrás para ofrecerme la
garganta. Y ya no pude contenerme.
Me abalancé y clavé los colmillos bien hondo en su cuello.
Zeke ahogó un grito, se tensó y arqueó la espalda a la vez que me
agarraba los brazos. Su sangre fluía caliente y dulce hacia mi boca. Me
sabía a tierra y a humo; a calor, pasión y fuerza; a todo lo que era Zeke. Él
susurró mi nombre, un suspiro de anhelo, y quise pegarlo a mí aún más;
nada parecía ser suficiente. Su latido bramaba en mis oídos, palpitaba a un
ritmo salvaje. Me perdí en el momento, en el éxtasis, sintiendo como la
esencia de este extraordinario humano me llenaba por dentro.
«¡No!». Por encima del hambre y de la sed de sangre, una parte pequeñita
y cuerda de mí emergió y gritó horrorizada. «¡Es Zeke!», aulló. «Estás
alimentándote de Zeke. Es su latido el que oyes. ¡Es su sangre la que te está
salvando la vida! ¡Vas a matarlo como no te detengas ahora!».
La sed rugió, ni de lejos satisfecha. Había estado al borde de la muerte y
necesitaba más sangre para sanar por completo, pero no podía tomar más
sin poner en riesgo la vida de Zeke. Era imposible para él apartarme; tenía
que ser yo la que recuperara el control.
«Detente», me ordené, reprimiendo el hambre una vez más. «Ya basta.
¡Ya es suficiente!».
Con un esfuerzo monumental, me aparté y obligué a mis colmillos a
retraerse. Sentí como Zeke se estremecía y su cuerpo se desplomaba bajo el
mío cuando mis colmillos se alejaron de su garganta.
Por un momento, ninguno de los dos se movió, y bajé la mirada,
horrorizada. Por mi culpa, Zeke se había caído hacia atrás. Ahora estaba
apoyado sobre los codos y yo sentada a horcajadas sobre él. Aún le salía
sangre de los dos agujeritos del cuello. Le costaba respirar y seguía
pareciendo aturdido, pero cuando por fin levantó los ojos y me miró, tenía
la mirada despejada.
Me quedé petrificada. Me había visto en mi peor momento. Una vampira
desquiciada por la sed. Un monstruo que casi lo había matado por instinto.
Hasta entonces, pese a saber lo que era, siempre había mantenido una
apariencia más o menos humana. A saber lo que pensaría de mí ahora.
Zeke me observó. Bajo su intensa mirada, me entraron ganas de hacerme
un ovillo en el suelo, pero también de volver a lanzarme sobre él y acabar lo
que había empezado. Lo sentía temblar bajo mi cuerpo, así como el
martilleo de su corazón contra mis manos.
—Zeke… yo… —No me salían las palabras. ¿Qué podía decir? ¿Que
sentía haberlo casi matado? ¿Que sentía no haber podido controlar al
demonio? ¿Que quería seguir bebiendo hasta dejarlo completamente seco?
«No quería que me vieras así», pensé desesperada, cerrando los ojos. «De
todas las personas, no quería que tú vieses al monstruo».
—Solo… —Zeke se calló, sin aliento. Pero luego volvió a respirar—.
Solo respóndeme a una pregunta —dijo con voz temblorosa—. ¿Significa
esto que voy a…? No me iré a convertir, ¿verdad?
Sacudí la cabeza al instante.
—No —susurré, agradecida por tener algo que decir—. No funciona así.
Tendrías que beber mi sangre para convertirte en vampiro.
«También tendrías que estar al borde de la muerte».
Suspiró y parte de la tensión abandonó su cuerpo.
—Entonces… me alegro de haber vuelto.
Me aparté de encima de él y me puse de pie, y Zeke se irguió, pálido del
frío, del dolor y de la pérdida de sangre. Le di la espalda y eché un vistazo a
la ventana rota, desde la cual se veían las ascuas del incendio flotar a causa
del viento. Sentí su mirada en la espalda y la vergüenza me abrasó por
dentro igual que el fuego.
—¿Por qué has vuelto? —susurré—. Te dije que te fueras. No tendrías
que haber…
—No podía dejarte —repuso Zeke—. No después de todo lo que has
hecho por nosotros. Por mí. Tenía que volver. —Oí sus pisadas y lo sentí
ponerse a mi lado. Por el rabillo del ojo lo vi otear la ciudad y contemplar
las llamas—. Los otros están a salvo —anunció—. Están a las afueras de la
ciudad, esperándonos. Deberíamos irnos. Supongo que… —Y le flaqueó la
voz, casi hasta el punto de quebrársele, antes de tragar saliva—. Supongo
que Jeb no viene con nosotros.
«Jeb».
Sentí una fuerte punzada de culpa y un vacío absoluto al saber que los
había fallado a ambos.
—Zeke —dije, girándome por fin hacia él—. Jeb está…
—Lo he visto —susurró a la vez que señalaba al cristal roto con una
expresión seria—. He visto… lo que ha hecho, cuando estabas colgando de
la ventana. Justo estaba acercándome al edificio cuando los cuerpos…
cayeron.
Me quedé helada.
—¿Jeb ha…?
—No. —Negó con la cabeza y cerró los ojos, como intentando deshacerse
de ese recuerdo—. No pude hacer nada por él.
—Lo siento mucho. —Las palabras no eran las más adecuadas. Reparé en
sus hombros temblorosos, en los puños apretados a los costados, y deseé
poder abrazarlo solo por un momento—. Lo intenté.
—No es culpa tuya. —La voz se le rompió al final, y respiró hondo—.
Fue su decisión. Eligió terminar así… aunque eso significara salvar a un…
—Se calló y se pasó una mano por el pelo—. Has debido de causarle una
gran impresión —terminó con suavidad—. Lo conocía desde hace catorce
años y jamás le había flaqueado la fe.
«Te equivocas», pensé. «No era en mí en quien pensaba esta noche, sino
en ti».
Metí una mano en el bolsillo y saqué la pequeña tira de plástico que
Jebbadiah me había dado.
—Quería que tuvieras esto —dije, y Zeke se giró—. Me dijo que tú
sabrías qué hacer.
Lo cogió con cuidado, casi con reverencia, y se lo quedó mirando
mientras lo sostenía en el aire.
—¿Sabes lo que es? —pregunté después de un momento.
—Sí.
Inspeccionó la habitación, se precipitó hacia el escritorio en el lado
opuesto y encajó la tira de plástico en una ranura del lateral del ordenador.
Me sorprendió muchísimo que supiera cómo usarlo, y más incluso verlo
teclear no sé qué y abrir varios archivos en la pantalla.
—Sí —musitó Zeke, con los ojos fijos en la pantalla—. Es toda su
investigación. Toda la información que tenían sobre la plaga, los rábidos y
el virus. Sus experimentos, las pruebas que hicieron con los vampiros, todo.
Si conseguimos llevar esto al Edén, puede que exista una posibilidad de
hallar una cura. —Suspiró y sacó la tira del ordenador antes de pasarse otra
vez una mano por el pelo—. Si es que lo encontramos alguna vez.
Seguimos sin tener ni idea de dónde está.
Eché un vistazo al tablón verde, el que tenía las palabras blancas y
polvorientas garabateadas por su superficie y el mapa al otro lado.
Frunciendo el ceño, me acerqué y arranqué el mapa. Entrecerré los ojos.
Había ciudades rodeadas y tachadas y anotaciones en los bordes con la que,
imaginaba, era la caligrafía de Chacal. Pero un lugar sobresalía más que el
resto. Una zona que habían marcado varias veces y junto a la que habían
garabateado un signo de interrogación.
—Pues yo creo que sí.
24

El Hoyo Flotante ardía como una tea cuando Zeke y yo salimos de la torre
de Chacal. Era una enorme bola de fuego en mitad de la noche. Varios
incendios menores ardían a su alrededor por culpa de las brasas que
transportaba el viento a los tejados vacíos y a través de las ventanas rotas,
propagando las llamas. No encontramos a nadie por el camino; las calles
inundadas y las pasarelas estaban sorprendentemente vacías cuando nos
dispusimos a cruzar la ciudad a toda prisa. Toda la atención estaba puesta en
el enorme fuego que alumbraba el cielo.
Taciturno y retraído, Zeke permaneció en silencio mientras huíamos de la
torre de Chacal. Había perdido a su mejor amigo y a su padre en el mismo
día, y ahora se suponía que debía ocupar el puesto de Jeb. Deseé poder
hablar con él, pero ya habría tiempo luego. Por el momento, teníamos que
salir de la ciudad y poner a los demás a salvo. Si es que eso era posible
siquiera.
Todavía sentía la sed arañándome por dentro, instándome a lanzarme
sobre el humano delante de mí y beber de él. Su sangre había ayudado a
sanar las heridas más graves, pero seguía teniendo hambre. Y encima, el
cielo sobre los edificios empezaba a clarear. Pronto saldría el sol, así que
teníamos que salir de la ciudad antes o, si no, acabaría hecha cenizas.
Sin embargo, a la vez que cruzábamos puentes y pasarelas sin parar, me di
cuenta de que también teníamos otro problema. El Hoyo Flotante, a rebosar
de esbirros de Chacal, se interponía entre nosotros y la salida. Eso sin
contar con el fuego que se propagaba a los edificios colindantes.
—¿Dónde están los demás? —pregunté al tiempo que nos internábamos
en un edificio medio derruido y observábamos las largas lenguas de fuego
chasquear en el viento. Mis instintos vampíricos me pedían que saliese
corriendo en dirección contraria, pero la única forma de salir era
atravesando esa tormenta de fuego.
«La próxima vez, Allison, piénsatelo mejor antes de hacer nada».
—Al otro lado del puente —respondió Zeke observando las llamas,
preocupado—. O al menos ahí fue donde los dejé. Espero que estén bien.
—¿Cómo los sacaste?
Zeke señaló las pasarelas elevadas que rodeaban la zona y que justo
pasaban junto al anfiteatro.
—Seguimos las pasarelas —explicó, señalándolas con el dedo—. Llevan
a las afueras de la ciudad, tal y como dijiste. En cuanto llegamos a la
barcaza nos… agenciamos una de las furgonetas. —Una expresión sombría
cruzó por su cara. Se sentía culpable por haber tenido que matar otra vez—.
Los demás nos están esperando fuera —prosiguió—. Escondidos y a salvo.
Si conseguimos llegar hasta ellos, seremos libres.
—Bueno —murmuré, girándome hacia el fuego y notando el calor incluso
desde aquí—. Pues tendremos que cruzar eso. ¿Preparado para otro
chapuzón?
Zeke asintió, solemne.
—Tú primero.
Nos zambullimos en el agua y nadamos por entre los edificios en llamas y
las calles inundadas. Había bastante humo. Además, los escombros caían a
nuestro alrededor y siseaban al hacer contacto con la superficie. Me centré
en avanzar sin prestarle atención al fuego que nos rodeaba, la sed que me
atenazaba el estómago o el cuerpo cálido junto al mío.
Justo cuando pasábamos bajo una pasarela, con Zeke a la zaga, unas
pisadas resonaron por encima de nosotros y un saqueador se asomó por la
barandilla.
—¡Tú! —gritó, desenfundando la pistola del cinturón—. ¡Te vi en el
Hoyo! ¡Tú eres la zorra que le ha prendido fuego!
Se oyó un disparo y sentí un dolor en el pecho acompañado de un chorro
de sangre. Oí el grito de Zeke justo cuando me sumergí en el agua.
La rabia y la sed aumentaron. Estaba hasta las narices de que me
disparasen, apuñalasen, quemasen, hiriesen, clavasen estacas y lanzasen por
ventanas rotas. Gruñí y me impulsé hacia la superficie. Agarré al saqueador
por el cinturón y tiré de él para arrastrarlo por encima del borde. Caímos los
dos al agua con una fuerte salpicadura y nos sumergimos como una roca. El
humano no dejó de revolverse. Se tensó cuando le clavé los colmillos en el
cuello y, para cuando llegamos al fondo, ya se había quedado
completamente inmóvil.
Terminé de alimentarme y vacilé. Me dieron ganas de dejarlo ahí para que
se lo comiesen las lombrices y los peces, pero Zeke me esperaba arriba y
me había visto caer al agua con el saqueador. Gruñí, agarré el cuerpo inerte
y subí a la superficie. Puede que aún muriese de hipotermia o por la pérdida
de sangre, pero al menos no se ahogaría.
Zeke se quedó boquiabierto cuando emergí y me sacudí el agua de los
oídos.
—Estás viva —susurró. Le castañeaban los dientes por culpa del frío—.
Pero… te disparó en el pecho. Lo he visto…
—No es tan fácil matarme —murmuré—. Bueno. No es tan fácil matarme
por segunda vez, porque ya lo estoy, ¿recuerdas?
Nadamos bajo la pasarela, saqué el cuerpo inmóvil del agua y lo dejé en el
borde de la plataforma. La cabeza se le movió y reveló los dos agujeritos
que no le había sellado en el cuello. La mirada de Zeke siguió la mía y se
tensó, aunque no dijo nada.
Seguía dándole vueltas a algo mientras avanzábamos a través de las calles
hasta que por fin llegamos a las pasarelas elevadas que conducían al
exterior del territorio de Chacal. Chorreando y temblando, me siguió por la
estructura hasta la cima y me tomó de la mano para que lo ayudara a subir a
los tablones. Una brisa helada soplaba en la superficie. Su aspecto me
sorprendió. Parecía tan triste, tan herido, empapado y helado, con el pelo y
la ropa adheridos al cuerpo, y, sin embargo, sus ojos refulgían con una
determinación inquebrantable hacia el otro lado del puente, siempre hacia
delante. Al contrario que yo, que me volví y miré hacia atrás, hacia la
ciudad y el fuego que la consumía.
Había tantísimos muertos. Tantas vidas perdidas. Gente que había
conocido, con la que había hablado. Dorothy, Darren, Jeb… No había sido
capaz de salvarlos. Tragué con fuerza y me froté los ojos. ¿Desde cuándo
me importaban tanto? Antes de que Kanin me transformara, la muerte era
algo a lo que me enfrentaba cada día. La gente moría a menudo, así
funcionaba el mundo. Pensaba que, después de la muerte de mi antiguo
grupo y la traición de Rama, no tendría que preocuparme por nadie más. Y,
sin embargo, aquí estaba, deseando haber salvado a la persona que más me
odiaba.
—Allison. —La voz de Zeke me instó a darme la vuelta. Se estremeció a
causa de la brisa, pero permaneció firme—. Está amaneciendo —me
informó, señalando con la cabeza hacia lo alto de los edificios—. Hay que
refugiarse. Venga.
Asentí. En silencio, me apresuré a seguirlo por las vías a través del puente
que daba al exterior de la ciudad y se internaba en las ruinas de Antigua
Chicago, y dejé que el territorio de Chacal ardiera hasta los cimientos.

—Hola, viejo amigo —dijo suavemente Sarren, acercando su rostro lleno de


cicatrices para que pudiera ver la locura refulgir en sus ojos negros—. Me
temo que todavía no puedes irte a dormir. ¿Qué gracia tendría eso? Tengo
la noche entera planeada. —Soltó una carcajada y retrocedió, y luego me
contempló allí colgando de las cadenas.
Al menos ya no estaba boca abajo, aunque sospechaba que aún tenía un
brazo roto. No sabría decirlo a ciencia cierta; me había golpeado, curado y
golpeado otra vez en un ciclo interminable. Lo único de lo que era
consciente ahora era de la infinita sed que tenía.
Sarren sonrió.
—Tienes hambre, ¿eh? No me imagino cómo te estarás sintiendo… Solo
han pasado cuatro días. Ah, espera, no. Sí que puedo. Siempre nos mataban
de hambre antes de un experimento, ¿sabes? Así se aseguraban de que
atacáramos a cualquier cosa que nos metiesen en la sala.
No respondí. No había abierto la boca desde que me capturó y no
pensaba empezar a hacerlo ahora. Este loco no iba a cambiar de opinión;
solo buscaba la manera de atormentarme más, de destrozarme. Pero me
negaba a dejar que lo consiguiera, no mientras mi mente siguiese lúcida.
Esta noche podía torturarme todo lo que quisiera porque no me dolería
más que ver a mis vástagos matándose el uno al otro, lejos de aquí. Les
había fallado a ambos.
«Allison, perdóname. Ojalá te hubiese preparado mejor. ¿Cómo iba a
saber que conocerías a tu hermano de sangre tan lejos de tu hogar?».
—Esta noche pareces distraído, viejo amigo. —Sarren sonrió, cogió un
bisturí y se lo acercó a la cara. Sacó la lengua y lo lamió—. Vamos a ver si
conseguimos que vuelvas en ti. Me han dicho que cuando mejor sabe la
sangre es directamente del filo. ¿Por qué no lo comprobamos?
Cerré los ojos y me preparé. No sobreviviría mucho más; ya notaba cómo
la cordura me abandonaba y sucumbía al dolor y a la locura. El único
consuelo que me quedaba era que al menos Sarren me había encontrado a
mí primero y descargaría en mí la mayor parte de su odio. Mis vástagos
estaban a salvo de su locura.
Entonces clavó la hoja en mi piel. Todos los pensamientos se esfumaron
de golpe y dieron paso al dolor.

—¡Kanin!
Se me llenó la boca de arena y esta me obstruyó la nariz y la garganta.
Escupiendo y atragantándome, me erguí y excavé hasta salir a la superficie.
Zeke, sentado contra una vía medio enterrada, se levantó deprisa. Miré
alrededor, confusa, intentando recordar dónde nos encontrábamos. A unos
pocos metros, las olas rompían sobre un trozo de arena blanca antes de
borbotear y retraerse. Detrás de nosotros los rascacielos destrozados de
Chicago se amontonaban en el horizonte, amenazando con desplomarse
sobre la arena.
Recordé destellos sueltos de la noche anterior. Zeke y yo encontramos a
los otros al otro lado del puente, justo donde los había dejado él, sentados
en la misma furgoneta con la que los habían secuestrado. A escasos minutos
del amanecer, condujimos a toda prisa en dirección a la costa para alejarnos
todo lo posible de los saqueadores. Pensando solo en evitar el sol, me
enterré en la arena momentos antes de que la luz se asomara sobre el
horizonte y me desmayase.
—¿Estás bien? —preguntó Zeke con el pelo alborotado a causa del viento.
Hoy parecía algo recompuesto y no tan pálido. Vestía una chaqueta más
gruesa sobre la ropa andrajosa—. ¿Has tenido más pesadillas?
—Sí —murmuré, aunque sabía que en realidad no eran sueños. Era Kanin.
Estaba en peligro—. ¿Dónde están los demás? —inquirí—. ¿Están bien?
Zeke señaló el edifico a nuestra espalda. Habían aparcado la furgoneta
cerca de la puerta y la arena se amontonaba en torno a los neumáticos. De
vez en cuando el viento la apartaba y dejaba entrever la acera de debajo.
—Caleb está enfermo y Teresa tiene un esguince en el tobillo —respondió
—, pero aparte de eso, parecen estar bien. Por lo menos de salud. Es
increíble que nadie más resultara herido.
Una figura esbelta apareció en el umbral y nos observó. Sin embargo,
cuando vio que la estaba mirando, volvió adentro enseguida.
—Me tienen miedo, ¿verdad?
Zeke suspiró y se pasó una mano por el pelo.
—Siempre les han enseñado que los vampiros son demonios,
depredadores —explicó. No lo hizo a modo de disculpa ni a la defensiva,
solo constataba un hecho—. A pesar de lo que les he dicho, les das miedo,
sí. Y Ruth…
—Me odia —terminé la frase y me encogí de hombros—. Nada nuevo.
—Ha insistido en desenterrarte y matarte mientras dormías. —Zeke
frunció el ceño y sacudió la cabeza—. Incluso intentó convencer a Jake para
que lo hiciese cuando yo me negué. Tuve que ponerme serio con ella. —Se
le descompuso la cara y desvió la mirada—. Tiene miedo, como todos.
Después de lo que han pasado, no los culpo. Pero no te estorbará ni te
causará problemas —prosiguió—. Y los demás han aceptado que viajarás
con nosotros a partir de ahora. Vendrás, ¿no? Nos ayudarás a llegar.
—¿Al Edén? —Volví a encogerme de hombros y giré la cabeza hacia el
agua para no tener que mirarlo a la cara. Así me costaría el doble—. No sé,
Zeke. Me da que allí no aceptarían a nadie como yo. —Me vino a la mente
la imagen del rostro de Kanin, torturado y sufriendo—. Tengo… que hacer
algo. Debo encontrar a alguien. —«Se lo debo»—. Estarán bien contigo. —
Lo miré de soslayo al final—. Tú podrás llevarlos hasta allí. Según el mapa
de Chacal, no está muy lejos.
—Olvídate entonces de los demás. —Zeke dio un paso hacia mí. No
llegábamos a tocarnos, pero estábamos cerca—. Te lo pido yo. Por favor.
¿Te quedas con nosotros hasta el final?
Lo miré. Observé su rostro pálido y serio; sus ojos azules, suplicantes, y
sentí que mi determinación se hacía añicos. Kanin me necesitaba, pero…
Zeke, también. Quería quedarme con él a pesar de saber que esto —hubiera
lo que hubiese entre nosotros— acabaría mal. Yo era un vampiro y él, un
humano. Mis sentimientos no podían aplacar la sed. Estar con él lo ponía en
peligro; sin embargo, estaba dispuesta a arriesgarme, a arriesgar su vida,
solo por seguir a su lado.
Y esa dependencia era lo que más miedo me daba. Allie la aledeña lo
sabía de sobra: cuanto más te acercabas a alguien, peor era cuando morían.
Pero habíamos llegado muy lejos; no seguir hasta el final sería una
equivocación.
—De acuerdo —murmuré, rezando por que Kanin aguantase un poco
más. «Iré pronto, Kanin, lo prometo»—. Vayamos al Edén, entonces.
Acabemos lo que empezamos.
Zeke me sonrió y yo le correspondí. Juntos, caminamos por la playa hacia
donde el grupo nos esperaba en el interior del edificio.

Siete personas se apiñaban, asustadas, en la parte trasera de la furgoneta.


Dos jóvenes, dos adultos y tres niños. Uno no dejaba de toser y de sorberse
contra la manga. Zeke conducía y yo iba a su lado, en el asiento del
copiloto, mirando por la ventana. Nadie hablaba. Me ofrecí a cederle el sitio
a alguien, pero todos hicieron oídos sordos. No querían que me sentara
detrás con ellos, así que Zeke y yo seguimos delante, con el peso de las
palabras no dichas entre nosotros.
Condujimos en dirección al este pegados al lago, que parecía no acabar
nunca, y seguimos la carretera y el mapa de Chacal sin dejar de vigilar la
ciudad que dejábamos atrás. Miraba constantemente los espejos retrovisores
esperando ver focos en la carretera viniendo hacia nosotros, pero no
apareció nadie. La carretera permaneció oscura y vacía y el paisaje,
silencioso salvo por el ruido de las olas. Era como si fuésemos los únicos
que quedáramos vivos.
—Nos queda poca gasolina —murmuró Zeke tras conducir durante varias
horas. Dio un toquecito al salpicadero de la furgoneta, frunció el ceño y
suspiró—. ¿Cuánto crees que quedará hasta llegar al Edén?
—Ni idea —respondí, y volví a mirar el mapa—. Lo único que sé es que
tenemos que seguir la carretera en dirección este hasta llegar.
—Ojalá esté ahí —susurró Zeke, agarrando el volante con fuerza y con el
gesto serio—. Que esté ahí, por favor. Que esta vez sea real.
Atravesamos otra ciudad desierta a orillas de un lago. Pasamos junto a
rascacielos y edificios derruidos y un sinfín de coches abandonados que
abarrotaban las calles. A la vez que nos abríamos paso entre los vehículos
oxidados, me pregunté lo caótico que tendría que haber sido conducir en el
pasado; ¿cómo se movía la gente sin chocarse?
Zeke detuvo la furgoneta de repente junto a una camioneta de color rojo
descolorido y apagó el motor.
Lo miré.
—¿Por qué paras?
—Nos estamos quedando sin gasolina. Cuando robamos la furgoneta vi
que había una manguera y un recipiente en la parte trasera. Voy a intentar
conseguir más de otros coches. ¿Me cubres?
Asentí. Zeke torció el cuerpo y asomó la cabeza en la parte de atrás
mientras los demás se despertaban y murmuraban, inquietos.
—Quedaos aquí. Vamos a parar para repostar. Enseguida volvemos,
¿vale?
—Tengo hambre —murmuró Caleb, sorbiéndose la nariz.
Zeke le sonrió.
—Dentro de poco haremos un descanso, te lo prometo, pero primero
tenemos que salir de la ciudad.
Observé fascinada cómo Zeke desenroscaba un tapón en el lateral de un
vehículo, metía la manguera y aspiraba. Los dos primeros coches estaban
secos, pero al tercero, soltó una arcada y escupió un líquido transparente
antes de introducir la manguera en el recipiente de plástico. Tras limpiarse
la boca, se apoyó contra otro coche y observé cómo la gasolina empezaba a
caer en el recipiente.
Me acerqué y me apoyé contra la puerta del coche. Nuestros hombros
apenas se rozaban.
—¿Cómo lo llevas?
Él se encogió de hombros.
—Supongo que bien. —Suspiró y se frotó el brazo—. Todavía no lo he
asimilado. Sigo esperando a que Jeb me dé indicaciones, que me diga
adónde ir o dónde parar. —Volvió a suspirar y desvió la mirada hacia la
ciudad—. Pero ya no está. Ahora dependen de mí.
Vacilé antes de tomarle la mano y entrelazar nuestros dedos. Él me dio un
apretón, agradecido.
—Gracias —musitó tan bajito que apenas lo oí—. No… no podría hacerlo
si tú no estuvieras aquí.
—Ya queda poco —aseguré—. Unos cuantos kilómetros más y después
podrás descansar. Nada de vampiros, rábidos o reyes de los saqueadores que
os persigan. Por fin respiraréis tranquilos.
—Contando con que el Edén exista de verdad. —Lo dijo con tanta
melancolía que me giré para mirarlo.
—No me digas que empiezas a perder la fe, Ezequiel Crosse —repuse con
una sonrisa desafiante.
Él curvó los labios.
—Tienes razón —respondió al tiempo que se apartaba del coche—. A
estas alturas es una tontería abandonar. Cuando lleguemos, ya veremos qué
pasa. —Se agachó y recogió el recipiente antes de echarle un vistazo al
contenido—. ¿Habrá unos… diez u once litros? ¿Crees que podremos sacar
más antes de irnos?
—Zeke —gruñí con los ojos clavados en la carretera.
Zeke siguió mi mirada y se quedó quieto.
Una criatura larguirucha se hallaba de cuclillas sobre un coche a unos cien
metros de distancia, aunque todavía no nos había visto. Su piel blanquecina
resaltaba bajo la luz de la luna. Divisé a otro rábido escabullirse tras una
camioneta. El que estaba encima del coche gruñó y saltó tras él, y ambos
desaparecieron entre el mar de vehículos.
—Salgamos de aquí —murmuró Zeke y volvimos deprisa a la furgoneta.
Zeke vertió la gasolina en el tanque con expresión sombría a la vez que yo
escudriñaba la oscuridad y la multitud de coches en busca de más rábidos.
Nada se movía, pero los oía entre los vehículos. Sabía que estaban ahí. Solo
era cuestión de tiempo que dieran con nosotros.
—Ya está —dijo él en voz baja antes de cerrar la tapa.
Me lanzó el recipiente de gasolina y nos dirigimos a la parte delantera.
Entonces, de pronto, la puerta lateral se abrió y Caleb salió tambaleándose y
frotándose los ojos.
—Estoy cansado de estar sentado —dijo—. ¿Cuándo vamos a parar para
comer?
—Caleb, entra —le ordenó Zeke, pero en ese momento se oyó un chillido.
Un rábido se lanzó hacia él desde un coche cercano.
Me precipité hacia delante, cogí a Caleb por la cintura y me di la vuelta,
abrazándolo contra mi cuerpo. El rábido impactó con fuerza contra mí y me
clavó los dientes serrados en el cuello. Siseé de dolor y encogí los hombros
para proteger a Caleb mientras el rábido me arañaba la espalda con frenesí.
Ruth salió de la furgoneta de repente, gritando y empuñando una barreta
oxidada. Golpeó al rábido en el brazo y el monstruo se giró hacia ella con
un gruñido.
—¡Aléjate de mi hermano! —chilló y lo golpeó en la mejilla.
El rábido se tambaleó, rugió y atacó. Clavó las garras curvadas en la tripa
de la chica y la despedazó. La sangre salpicó el lateral de la furgoneta. Ruth
cayó, jadeante. Zeke se abalanzó sobre el rábido por encima del capó y le
rebanó el cuello con el machete.
El monstruo se desplomó con la mandíbula aún en movimiento justo
cuando empezaron a oírse más aullidos y quejidos. Metí a Caleb a toda
prisa en la furgoneta haciendo caso omiso de sus gritos y Zeke levantó a
Ruth e hizo lo propio con ella. Entonces, me apresuré a sentarme al volante
y cerré la puerta un instante antes de que un rábido rebotase contra el
cristal, resquebrajándolo y manchándolo de sangre.
Otro rábido saltó sobre el capó, gruñendo, mientras yo giraba la llave que
había dejado Zeke en el contacto y ponía la furgoneta en marcha. El rábido
se estrelló contra el parabrisas y rodó hasta el suelo, lo cual me dejó una
vista perfecta de la carretera. Pisé el acelerador y la furgoneta se precipitó
hacia delante. Atropellamos a algunos rábidos mientras huíamos de la
ciudad bajo el manto de la noche.

Enterramos a Ruth justo antes del amanecer en un pequeño terreno junto a


un rancho aproximadamente a una hora de las afueras de la ciudad. Estuvo
consciente hasta el final, rodeada por su familia y acunada en los brazos de
Zeke. Yo me centré en conducir e intenté ignorar el fuerte olor a sangre, así
como los suaves sollozos desesperados procedentes de la parte de atrás. En
cierto momento, la oí susurrar a Zeke que lo quería y cómo sus latidos se
volvían cada vez más débiles hasta terminar deteniéndose.
—Allison —me llamó Zeke unos minutos más tarde por encima de los
sollozos y los ruegos de Caleb para que su hermana despertase—. Pronto
amanecerá. Busca un sitio donde parar.
Me detuve delante de un rancho abandonado. Aunque quedaba poco para
el amanecer, ayudé a Zeke a cavar la tumba en el barro, justo fuera de la
casa. Todos se reunieron en silencio y Zeke pronunció algunas palabras por
aquellos a los que habíamos perdido: Ruth, Dorothy, Darren y Jeb. Se le
quebró la voz varias veces, pero permaneció tranquilo a pesar de todo.
No pude quedarme durante todo el funeral. Cuando el sol amenazó con
asomarse por el horizonte, Zeke y yo nos miramos y este asintió. Me aparté
del grupo, ahora menor, y encontré un sitio donde enterrarme tras la casa
mientras la voz silenciosa y afligida de Zeke me acompañaba hasta la
oscuridad.
25

Por suerte, esta vez no tuve pesadillas. Aun así, eso no alivió la urgencia
con que me desenterré y me sacudí el polvo del pelo y la ropa a la noche
siguiente. Kanin seguía por ahí, en algún lugar. En problemas. A lo mejor
no podía salvarlo. A lo mejor el inquietante silencio de mis sueños
significaba que ya estaba muerto. Pero no podía abandonarlo. Tenía que
intentar dar con él al menos.
Pronto.
Me quité un trocito de barro del pelo, me giré y vi que Caleb me estaba
mirando fijamente.
Tenía los ojos rojos e hinchados y la cara sucia y llena de churretes de
haberse limpiado las lágrimas con las manos. Ahí estaba, contemplándome
con los ojos entornados y secos, solemne e impávido.
—A Ruth también la han enterrado —dijo al rato, mientras el tenue
retumbar de un trueno resonaba a lo lejos. Detrás de él, los relámpagos
destellaron, señal de que se aproximaba una tormenta.
Asentí, preguntándome adónde querría llegar.
—Pero tú has salido —prosiguió Caleb, desviando la vista hacia el
montón de tierra a mi espalda. Se me acercó despacio a la vez que levantaba
la mirada hacia mi rostro con los ojos cargados de esperanza—. Tú has
salido, así que a lo mejor… Ruth también, ¿verdad? Podemos esperar.
Podemos esperar hasta que vuelva, como tú.
—No, Caleb. —Sacudí la cabeza con pesar—. Yo soy diferente. Soy un
vampiro. —Me callé para ver si eso lo asustaba. No lo hizo. Me arrodillé, le
cogí la manita y me quedé mirando sus dedos regordetes—. Ruth era
humana —susurré—. Igual que tú. Y Zeke. Y todos los demás. No va a
volver.
Le tembló el labio. Sin previo aviso, se me abalanzó y empezó a
golpearme en los hombros con sus puñitos.
—¡Pues entonces conviértela en un vampiro! —sollozó, anegándosele
otra vez los ojos en lágrimas. Me encogí en el sitio, más por la sorpresa que
por otra cosa. No sabía qué hacer—. ¡Haz que vuelva! —me gritó—.
¡Tráela de vuelta ahora mismo!
—¡Oye, oye! ¡Caleb! —Y de pronto apareció Zeke, agarró de la muñeca
al niño y lo estrechó entre sus brazos. Caleb lloró y enterró la cabecita en el
hombro de Zeke, aporreándolo en el pecho sin mucha fuerza.
Zeke lo abrazó hasta que se le pasó el berrinche y luego bajó la cabeza y
le murmuró algo al oído. Caleb resopló.
—No tengo hambre —musitó.
—Deberías comer algo —insistió Zeke, acariciándole el pelo. Él también
tenía los ojos rojos además de ojeras, como si no hubiera podido dormir en
todo el día. Caleb se sorbió, negó con la cabeza e hizo un puchero—. ¿No?
—preguntó Zeke, sonriendo muy ligeramente—. ¿Sabes que Teresa ha
encontrado mermelada de manzana en el sótano? Y de melocotón. Están
dulcísimas.
Eso pareció despertar el interés de Caleb.
—¿Qué es la mermelada de manzana?
—Ve y pídele un poco —dijo Zeke, bajándolo al suelo—. Los demás
están en la cocina. Más vale que te des prisa o si no Matthew se la comerá
toda.
Caleb se alejó, taciturno, aunque al menos parecía habérsele pasado el
arrebato. Zeke lo observó marcharse hasta que dobló la esquina, luego se
giró y se pasó una mano por los ojos.
—¿Has podido dormir algo? —pregunté.
—Tal vez una hora. —Zeke bajó el brazo y oteó los campos al otro lado
de la valla—. He encontrado combustible en el garaje —dijo—, y unas doce
latas de conserva en el sótano, así que debería haber suficiente para otra
noche más. —Suspiró y bajó la cabeza—. ¿Le has dicho a Caleb que Ruth
no iba a volver?
Me tensé y luego asentí.
—Tenía que oírlo. No quería darle falsas esperanzas de que su hermana
pudiera seguir viva. Sería muy cruel.
—Lo sé. —Zeke por fin se giró y la desolación en su rostro me
sorprendió. Parecía haber envejecido varios años; tenía arrugas alrededor de
los ojos y la boca que antes no estaban ahí—. Intenté decírselo antes,
pero… —Se encogió de hombros—. Supongo que necesitaba oírlo de ti.
—No ha sido culpa tuya.
—Todo el mundo me dice lo mismo. —Zeke encorvó los hombros contra
el viento, que arreciaba—. Pero no me lo creo. —Sacudió la cabeza y se le
apartó el pelo de la cara—. Ojalá pudiera creer… que vamos a conseguirlo.
Que el Edén está ahí fuera, esperándonos, después de todo este tiempo. Que
existe un lugar en este maldito mundo donde podremos estar a salvo. —Se
giró, le dio un puntapié una botella tirada en la maleza y la estampó contra
el lateral de la casa. Los trozos de vidrio verde saltaron por los aires y yo
me quedé contemplándolo con tristeza. Zeke inclinó la cabeza hacia atrás y
miró las nubes—. Dame una señal —susurró, cerrando los ojos—. Una
pista. Algo. Cualquier cosa que me diga que estoy haciendo lo correcto.
Que no debería rendirme y dejar de buscar lo imposible antes de que
mueran todos los que me importan.
Como era de esperar, no hubo más respuesta que el susurro del viento y la
tormenta que se acercaba peligrosamente.
Zeke suspiró, bajó la cabeza y se giró hacia mí con los ojos
completamente vacíos.
—Vamos —musitó, dando un paso hacia adelante—. Deberíamos
continuar antes de que llegue la tormenta.
Eché un vistazo al muro de nubes que se aproximaba por el lago. Algo
brilló contra la negrura, un brevísimo parpadeo de movimiento, y entrecerré
los ojos a la espera de que reapareciera.
—Zeke —susurré, mirando por encima de la valla—. Mira.
Se giró y entornó los ojos. Por un momento, nos quedamos allí plantados
con el viento azuzando a nuestro alrededor y los relámpagos reluciendo en
el horizonte. Los truenos gruñían de forma amenazadora y las primeras
gotas de lluvia comenzaron a caer.
Entonces, a lo lejos, un haz de luz hendió la oscuridad y penetró el manto
de nubes. Desapareció enseguida y luego reapareció unos segundos
después.
Zeke parpadeó.
—¿Qué es eso?
—No lo sé —dije, colocándome detrás de él—. Pero, aunque podría
equivocarme… parece venir del este.
—Donde se supone que está el Edén —terminó Zeke casi en un susurro.
Entonces echó a correr sin mirar atrás por el lateral de casa. Lo oí llamar a
los demás y unirse a ellos, emocionado y nervioso al tiempo que todos se
preparaban para partir. En cuanto a mí, yo esperaba con todas mis fuerzas
que al final encontrasen lo que estaban buscando.

Seguimos la orilla del lago sin perder de vista el tenue rayo de luz que
sobresalía por encima de los árboles. Lo único que oía eran los corazones
acelerados de los demás a causa de la emoción. La lluvia aporreaba las
ventanas, por lo que Zeke tenía que entrecerrar los ojos para ver algo a
través del parabrisas. Aunque apenas se distinguía con la tormenta, la luz no
cesó; era como un rayo de esperanza en mitad de la lluvia que nos motivaba
a continuar.
La carretera se estrechó y empezó a serpentear a través de un bosque
inmenso, a veces desaparecía por completo bajo la hierba, la tierra y la
maleza que abundaban en los bordes y atravesaban el asfalto. Empezaron a
aparecer coches entre los árboles, dispersos a un lado de la carrera o
abandonados en la cuneta. Empecé a inquietarme y mi instinto se activó de
golpe. Tenía la ligera impresión de que estos coches podrían haber
pertenecido a otras personas atraídas por esa luz, movidas por la misma
promesa de seguridad y esperanza. Con la diferencia de que nunca
consiguieron llegar. Algo los había detenido antes de alcanzar el Edén. Algo
que probablemente también nos estuviese esperando a nosotros.
«Los rábidos siempre se sienten atraídos por los lugares concurridos»,
dijo la voz de Kanin en mi mente. «Por eso las ruinas justo fuera de las
ciudades vampíricas son tan peligrosas. Porque los rábidos saben dónde está
su presa y, aunque no sean capaces de sobrepasar el muro, nunca dejan de
intentarlo. Es verdad que no son lo bastante inteligentes como para tender
trampas muy complejas, pero sí que emboscan a las personas o incluso a los
vehículos si saben adónde se dirige su presa».
Zeke pisó el freno de golpe. Caleb y Bethany chillaron cuando la
furgoneta patinó unos cuantos metros por la carretera y luego se detuvo en
mitad del asfalto. Eché un vistazo a través del cristal y se me heló la sangre
en las venas.
El tronco de un árbol —largo, grueso e inmenso— bloqueaba el camino.
Era demasiado grande como para rodearlo, atravesarlo o pasar por encima.
Podría haberse caído a causa de la tormenta o de la gran cantidad de lluvia o
viento que hacía. O por cualquier otra causa natural.
Pero aun así… yo sabía que no.
Zeke me miró, pálido.
—Están ahí, ¿verdad?
Asentí.
—¿Cuánto queda para que amanezca?
Comprobé mi reloj interno.
—Ni siquiera es medianoche.
Tragó saliva.
—Si permanecemos aquí…
—Destrozarán la furgoneta tratando de llegar hasta nosotros. —Escudriñé
la carretera en busca del haz de luz. Brillaba por encima de las ramas,
tentadoramente cerca—. Vamos a tener que correr.
Zeke cerró los ojos. Podía ver cómo temblaba. Cuando los abrió, echó un
vistazo rápido atrás, hacia Caleb, Bethany, Silas, Teresa, Matthew y Jake.
Los únicos que quedaban del grupo. Se inclinó hacia mí y bajó la voz.
—No lo conseguirán —susurró—. Teresa tiene una pierna mal y los
niños… es imposible que corran más rápido que esas cosas. No puedo
abandonarlos.
Miré por la ventana. Más allá de los faros de la furgoneta, solo veía lluvia
y oscuridad, pero sabía que estaban allí, observándonos.
«Déjalos», me gritaba mi instinto de supervivencia. «Están acabados.
Saca a Zeke de aquí y olvídate del resto; no hay manera de salvarlos. Esta
vez no».
Gruñí desde lo más profundo de mi garganta. Habíamos conseguido llegar
hasta aquí. Solo quedaba un poco más.
—No te preocupes por los rábidos —murmuré, agarrando la manija de la
puerta—. Tú concéntrate en los demás. Ponlos a salvo tan rápido como
puedas y no mires atrás.
—Allison…
Le agarré una mano y lo sentí temblar bajo los dedos.
—Confía en mí.
Me miró a los ojos. Luego, haciendo caso omiso de los gritos ahogados
que se oyeron detrás, se inclinó hacia adelante y pegó sus labios a los míos.
Fue un beso desesperado, lleno de anhelo y pena, como si se despidiera.
—Ten cuidado —susurró, separándose.
Y de repente deseé haber tenido más tiempo con él; que el mundo no
destruyera todo ápice de luz y bondad que encontrara a su paso, y que
personas como Zeke y yo pudiésemos vivir en nuestro Edén particular.
Me giré, abrí la puerta del coche y salí bajo la lluvia.
Salté por encima del árbol, desenvainé la espada y vi como mi sombra se
alargaba frente a mí delante de los faros.
«Muy bien, monstruos», pensé, avanzando. «Sé que estáis ahí. Vamos al
lío».
La tormenta se arremolinaba a mi alrededor. Me empapé bajo la lluvia y,
por culpa del fuerte viento, el pelo se me alborotó y el abrigo se me levantó.
Los relámpagos destellaban, coloreando el mundo de blanco y dejando a la
vista las sombras y el bosque vacío.
Otro rayo cruzó el cielo y un montón de rábidos apareció de golpe entre
los árboles; cientos de ojos blancos y muertos que me observaban y se
acercaban arrastrando los pies. Había muchísimos. Eran como hormigas
saliendo de un hormiguero, y enseguida el ambiente se saturó de sus
espeluznantes quejidos y chillidos.
Agarré con fuerza la espada y di un paso al frente.
Arremetieron contra mí profiriendo chillidos penetrantes y agudos; era
una plaga de monstruos pálidos y caóticos. Con un fuerte grito de guerra,
me lancé hacia el borde de la carretera y me enfrenté a la primera oleada
con los destellos del acero, cercenando brazos y piernas y partiendo cuerpos
en dos. Ellos, con sus garras, me rasgaron el abrigo y me arañaron la piel.
La sangre impregnó el aire húmedo, tanto la mía como la de los monstruos
infectados, pero no sentí dolor alguno. Rugiendo, extendí los colmillos y
me abalancé sobre la plaga, separándolos. Todo se convirtió en un caótico
borrón de sangre, colmillos y extremidades desmembradas, y me perdí en
aquella destrucción salvaje.
Un grito procedente de la furgoneta me llamó la atención. Zeke estaba
sacando a Caleb por la puerta lateral cuando un rábido surgió de la tierra y
los atacó. Zeke apartó al niño de su alcance con un brazo y con el otro sacó
el machete. La hoja se clavó profundamente en el cráneo del monstruo y el
rábido se sacudió y se apartó. Me dispuse a ir hacia ellos cuando, de
repente, a través de los árboles, la tierra tembló y otra ola de monstruos
surgió del suelo. Con los ojos ardiendo de rabia, soltaron unos chillidos
escalofriantes y se arrojaron hacia la furgoneta.
—¡Zeke! —bramé, cortándole la cabeza a un rábido mientras este me
hacía un tajo en el brazo con sus zarpas—, ¡sácalos ya de aquí!
—¡Vamos! —gritó Zeke, y el pequeño grupo de seis humanos saltó el
árbol como pudo y salió corriendo por la carretera. Jake iba al frente, con el
hacha que había recogido en nuestra última parada, y luego los demás,
aunque eran demasiado pequeños o mayores como para portar armas.
Zeke aguardó junto a la furgoneta a que salieran todos antes de girarse y
disponerse a huir también.
Pero entonces un rábido apareció de la nada, se estrelló contra él y lo
inmovilizó contra el capó de la furgoneta. Hizo amago de acercar los
dientes a la garganta de Zeke, pero él movió una mano y lo agarró del
cuello para impedírselo. El rábido gruñó de rabia y lo atacó con las zarpas,
desgarrándole el pecho y, por un horrible instante, me transporté de nuevo a
aquella noche bajo la lluvia, cuando morí tratando de apartar al monstruo de
mi garganta mientras me despedazaba con sus garras.
—¡Zeke!
Me separé de la horda y me encaminé a toda prisa hacia él. Pero Zeke
levantó la pierna y pateó al rábido en el pecho para quitárselo de encima. Su
mirada azul se cruzó con la mía a través de la lluvia.
—¡Ayuda a los demás! —exclamó al tiempo que el rábido se ponía de pie
con un gruñido y volvía a arremeter contra él. Se topó con su machete, que
le rebanó la cara, y retrocedió con un chillido. La sangre empezó a
resbalarle por entre los ojos—. ¡Allison! —Zeke me dedicó una brevísima
mirada—. Olvídate de mí. ¡Ayuda a los demás! ¡Por favor!
Vi cómo Zeke levantaba el arma empapado de sangre y cómo el rábido se
le echaba encima y tomé una decisión.
Di media vuelta y salí corriendo tras el grupo. Los alcancé justo cuando
un par de rábidos se abalanzaban sobre Bethany y los maté antes de que
pudieran tocarla siquiera, pero nos estaban rodeando. Mirara donde mirase,
había rábidos saliendo de entre los árboles o brotando directamente del
suelo. Algunos se me echaron encima, pero los despedacé antes de que
pudieran alcanzar al resto del grupo. Aun así, solo era cuestión de tiempo
que nos superaran en número.
Los veía por el rabillo del ojo, apiñados los unos contra los otros. Teresa y
Silas tenían a los niños entre ellos, sollozando, y Jake permanecía mudo y
serio a mi espalda con el hacha preparada. Pero Zeke no estaba. Los rábidos
venían a por nosotros, oleada tras oleada. No había escapatoria.
«Huye», me susurraba mi instinto vampírico. «Los rábidos no te quieren a
ti; sino a los humanos. Aún puedes salir de esta. ¡Huye!».
El círculo de rábidos se estrechó, siseando y gruñendo. Miré atrás al grupo
de humanos y luego me volví para enfrentar a la oleada de muertos que se
nos aproximaba por todos lados.
«Zeke», pensé, levantando la katana una última vez, «esto va por ti».
Mostré los colmillos, rugí a todo pulmón y arremetí contra ellos.
De pronto, una luz cegadora atravesó la oscuridad. Los rábidos se
quedaron paralizados y se giraron cuando un vehículo gigantesco empezó a
abrirse paso a través de la muchedumbre, aplastando cuerpos y lanzándolos
por los aires. Frenó de golpe a unos cuantos pasos de nosotros y varios
humanos uniformados se asomaron por el techo y abrieron fuego contra la
plaga con una ametralladora.
Los rábidos chillaron y aullaron, y el rugido de las balas se unió a la
ensordecedora cacofonía al tiempo que atravesaban la carne, destrozaban el
hormigón y provocaban explosiones en la tierra y los árboles. Retrocedí con
los demás y nos pegamos al vehículo tanto como pudimos, esperando que
ninguna bala perdida impactara contra nosotros por casualidad. Los rábidos
trataban de acercarse a la camioneta, pero morían antes de llegar a sus
inmensas ruedas cosidos a balazos. Se oyó un grito y algo pequeño salió
volando, lanzado por uno de los humanos. Unos segundos después, una
explosión hizo retumbar el suelo y arrojó a los rábidos por los aires.
Gruñendo, el resto de la horda se giró y huyó de vuelta al bosque o a
enterrarse en el suelo. En cuestión de unos pocos segundos, todos los
rábidos habían desaparecido y la noche quedó en silencio a excepción de la
lluvia.
Me tensé cuando un humano se bajó de un salto de la camioneta y se
dirigió hacia nosotros. Era grande y musculoso, llevaba un uniforme negro
y verde y portaba un arma grandísima en las manos.
—Vimos vuestras luces en la carretera —dijo como si nada—. Sentimos
no haber podido llegar antes. ¿Hay alguien herido?
Aturdida, me lo quedé mirando. Otros soldados habían empezado a bajar
del vehículo para envolver al grupo en mantas y guiarlos hasta la parte
trasera de la camioneta. Uno de ellos cogió a Bethany después de cubrirla
con una manta y otro ayudó a Teresa a caminar. El soldado jefe los observó
por un instante y luego se giró de nuevo hacia mí.
—¿Estos son todos? —preguntó con brusquedad—. En cuanto nos
marchemos, no volveremos si podemos evitarlo. ¿No hay nadie más?
—¡Sí! —grité y me giré para inspeccionar la carretera a nuestra espalda
—. Hay uno más. Lo dejamos junto a la furgoneta. Podría seguir vivo.
Fui a adelantarme, pero el hombre me sujetó del brazo.
—Está muerto, chica. —Cuando me volví loca de furia hacia él, vi que el
soldado me miraba con compasión—. Si lo han atrapado los rábidos, está
muerto. Lo siento, pero solo podemos llevar al Edén a los que estén vivos.
—No pienso abandonarlo —gruñí, deshaciéndome de su agarre de un
tirón. Me quemaba la garganta de la ira y de lo injusto que era todo. Que
Zeke hubiese llegado hasta aquí, hasta tan lejos, solo para caer al final.
Pensé en la información que llevaba, la preciada investigación que podía
salvar a la raza humana, y me aparté del soldado—. Tú no lo conoces…
Podría seguir vivo. Si está muerto… —Apreté los puños y se me quebró la
voz un ápice—. Quiero saberlo. Pero no pienso dejarlo aquí. Hemos llegado
demasiado lejos para eso.
—Sé que cuesta… —comenzó el soldado, pero lo interrumpieron.
—¿Sargento? —Uno de los soldados se asomó desde el interior de la
camioneta—. Sargento Keller, creo que debería ver esto.
Me giré. Una figura solitaria venía caminando por la carretera hacia
nosotros con una mano sujetándose un hombro y la otra aferrando un
machete a un costado. Estaba cubierto de sangre, tenía la ropa desgarrada y
cada paso que daba parecía ser un suplicio, pero seguía vivo.
El alivio me embargó. Me aparté de Keller y eché a correr hacia él. Lo
atrapé justo cuando se tambaleó y dejó caer el arma al suelo. Tenía la piel
helada, no dejaba de temblar y estaba empapado de sangre, tanto de la suya
como de la de los rábidos. Oía sus latidos frenéticos en el pecho; el mejor
sonido del mundo. Me rodeó con un brazo y apoyó su frente contra la mía.
—Zeke —susurré, sintiendo su aliento trémulo contra la piel y la tensión
de su espalda y sus hombros. No dijo nada, solo me abrazó con fuerza; no
obstante, yo me eché un poco hacia atrás y lo fulminé con la mirada—.
Joder, no vuelvas a hacerme esto.
—Lo siento —repuso con la voz cargada de dolor—. ¿Y… los demás?
¿Están todos bien?
Acuné su rostro con ambas manos y deseé reír, llorar y abofetearlo a la
vez.
—Todos están bien —dije, y lo sentí relajarse—. Lo conseguimos, Zeke.
El Edén está a la vuelta de la esquina.
Soltó el aire de los pulmones con dificultad y se echó contra mí.
—Gracias —susurró justo cuando los soldados nos rodearon.
Ya estábamos a salvo. Lo solté y retrocedí. Dejé que los humanos le
cubrieran los hombros con una manta, le iluminaran las heridas con una
linterna y le hiciesen un montón de preguntas.
—Solo son arañazos —oí decir a Zeke cuando el sargento Keller lo
inspeccionó frunciendo el ceño—. No me han mordido.
—Llevadlo a la camioneta —ordenó Keller, meneando un brazo—. Que
lo examinen cuando lleguemos. Moveos, gente.
Momentos después, me encontraba sentada junto a Zeke en la parte
trasera de aquella camioneta monstruosa, ambos envueltos en mantas y
agarrados de la mano. Al estar rodeados de tantos humanos, la sed se
revolvía en mi interior conforme los arañazos bajo mi abrigo sanaban
despacio, pero hice caso omiso de ella. Caleb y Bethany se aferraban a los
adultos que conocían y ojeaban a los soldados con cautela, pero los demás
estaban embargados por el alivio. A la vez que la lluvia aflojaba, me asomé
por lo alto de la camioneta y vi que nos aproximábamos a un par de puertas
de hierro al final de la carretera. Una valla se extendía a cada lado del
portón, recordándome a la Muralla de Nueva Covington, oscura y
gigantesca y con alambre de espino en lo alto. La luz blanca de un foco
giraba despacio en una esquina del muro y atravesaba el cielo.
Oí unos gritos al otro lado de la valla y después las enormes puertas se
abrieron para dejar pasar a la camioneta. Más hombres uniformados y
armados flanqueaban el camino detrás del portón. Corrieron tras el vehículo
mientras nos dirigíamos por un camino embarrado hacia unos edificios
alargados de cemento que se atisbaban a lo lejos. A lo largo del muro había
torres de vigilancia apostadas cada treinta metros, y los humanos parecían
ser todos militares.
Caleb echó un vistazo por encima de la camioneta con los ojos abiertos
como platos.
—¿Esto es el Edén? —preguntó llorosamente.
Uno de los soldados se rio.
—No, hombrecito, aún no. Mira. —Señaló a donde un muelle se extendía
por encima de las aguas oscuras del enorme lago—. El Edén está en una isla
en mitad del lago Erie. Mañana por la mañana llegará un barco que os
llevará a todos hasta allí.
Así que Jeb había estado en lo cierto. El Edén se encontraba en una isla.
Este lugar solo era un control fronterizo, la última parada antes de llegar a
la ciudad.
—¿Está muy lejos? —murmuró Zeke por encima de mi hombro con la
voz atenazada por el dolor.
El sargento Keller lo miró frunciendo el ceño.
—No mucho. A una hora o así en barco. Pero primero hay que asegurarse
de que no estéis infectados. Todos habéis estado en contacto con los
rábidos, por lo que deberéis pasar un examen médico exhaustivo antes de
que se os permita la entrada a la ciudad.
Uy, mal asunto para mí. Zeke me apretó la mano, señal de que había
pensado lo mismo.
La camioneta atravesó el campamento y por fin se detuvo frente a uno de
los edificios alargados de cemento a orillas del lago.
Un hombre calvo ataviado con una bata blanca nos aguardaba junto a la
puerta trasera y habló de forma urgente con el sargento Keller mientras
nosotros bajábamos de la camioneta. Vi que el sargento nos señalaba a Zeke
y a mí y el calvo nos echó una miradita cargada de preocupación.
Otros dos hombres con bata blanca sacaron una camilla y subieron a Zeke
encima a pesar de sus protestas. Al final cedió, pero siguió aferrado a mi
mano mientras nos conducían a una sala blanca y esterilizada donde había
un puñado de camas pegadas a la pared. Hombres y mujeres de blanco se
nos acercaron a toda prisa y se llevaron a los otros a distintas partes de la
habitación. Caleb se resistió un poco, reacio a separarse de Jake, pero al
final el hombre se lo ganó sacándose algo pequeñito y brillante del bolsillo
de la bata. Parecía un botón verde con un palito blanco, pero cuando Caleb
se lo llevó a la boca, abrió mucho los ojos y lo mordió con una sonrisa. El
hombre le ofreció la mano y Caleb permitió que lo llevase hasta un
mostrador.
—Perdone.
Levanté la mirada. Habíamos llegado a unas puertas dobles al final de la
sala y el hombre calvo y bajito me miraba como disculpándose.
—Lo siento —dijo—. Pero tenemos que operarlo enseguida. Algunas de
sus heridas son graves y aún no sabemos si lo han mordido. Tiene que
soltarle la mano.
No sabía qué quería decir con «operar», pero no quería soltar a Zeke. De
pronto tuve miedo de que, si atravesaba esas puertas sin mí, no lo volviera a
ver.
—¿No puedo ir con él?
—Lo lamento —se disculpó de nuevo, parpadeando tras sus gafas—. Me
temo que no está permitido. Es demasiado peligroso, tanto para el paciente
como para usted. Pero le juro que haremos todo lo posible por él. Estará en
buenas manos, se lo aseguro.
Miré a Zeke otra vez. Yacía tumbado en la camilla con los ojos cerrados,
pálido y ensangrentado bajo las fuertes luces de la habitación. Una de las
mujeres le había clavado antes una aguja en el brazo y lo había dejado
inconsciente. Tenía la mano flácida entre mis dedos.
—Puede esperar fuera, si quiere. —El hombre calvo me dedicó una
sonrisa comprensiva y cansada—. La avisaremos de su estado en cuanto
acabemos. Pero tiene que dejarlo ir ahora. Venga, suéltelo.
Con suavidad, me agarró la mano y me la separó de la de Zeke. Me resistí
al principio, pero luego me rendí. El hombre calvo me volvió a sonreír y me
dio una palmadita en el brazo.
Se llevaron a Zeke a través de las puertas y yo los seguí por un pasillito
estrecho y apenas iluminado hasta que desaparecieron tras otro par de
puertas de metal sin ventanas y con las palabras «Solo personal autorizado»
pintadas en un rojo intenso. Capté un olorcillo a sangre vieja a través de las
puertas y el estómago me dio un vuelco tanto de miedo como de hambre.
Permanecí en el pasillo con la vista puesta en las puertas durante horas.
Me pregunté cómo estarían los demás; si Zeke estaría bien; si saldría de
esta. Había mucha sangre. Si lo habían mordido… Si se convertía en uno de
esos monstruos…
Sacudí la cabeza y abandoné ese pensamiento. Me apoyé contra la pared y
miré al techo antes de cerrar los ojos.
«No sé si me oyes», pensé hacia el cielo, «o si estás escuchando siquiera.
Pero si aún te queda un ápice de compasión, no dejes que Zeke muera ahí
dentro. No cuando ha llegado tan lejos. No cuando lo ha sacrificado todo
para que los demás llegasen vivos hasta aquí. Sé que probablemente tengas
muchas ganas de llevártelo a casa, pero aún necesitamos que siga aquí un
poco más. Deja que se quede aquí un poco más».
El pasillo permaneció vacío y en silencio. Agaché la cabeza y dejé que
mis pensamientos divagaran. De pronto, me pregunté dónde estaría Kanin,
si aún seguiría vivo. Si podía percibirme, sentir dónde estaba o si le
importaba, ya puestos. Si aún seguía lo bastante cuerdo como para que le
importase. Me pregunté si lamentaba que uno de sus hijos hubiera matado
al otro.
Y entonces lo sentí. Una punzada de rabia y odio tan poderosa que levanté
de golpe la cabeza y me golpeé contra la pared. Con una mueca de dolor,
inspeccioné el pasillo y sentí cómo los colmillos amenazaban con salirme
de las encías. Por una fracción de segundo, lo había sentido, había visto su
rostro. Había sentido su ira, dirigida directamente hacia mí. No a Kanin, ni
tampoco al vampiro psicópata.
Chacal. Estaba vivo.
Las puertas al final del pasillo se abrieron. Me enderecé de golpe cuando
el hombre calvo emergió con cara de cansancio y con manchas de sangre en
la bata blanca.
—Su amigo se pondrá bien —dijo, sonriente, y me derrumbé contra la
pared muerta del alivio—. Ha perdido mucha sangre, tiene una ligera
contusión y una antigua herida de bala en la pierna, pero no está infectada.
Se recuperará.
—¿Puedo verlo?
—En este momento está descansando. —El hombre calvo me dedicó una
mirada seria—. Podrá visitarlo luego. Ahora creo que es usted la que
también necesita puntos, señorita. A juzgar por esos desgarros en su ropa,
me sorprende que no esté peor. ¿La ha examinado alguien? Espere un
momento. —Se descolgó un aparato extraño del cuello y se colocó los dos
extremos en los oídos—. No le dolerá —me prometió, levantando un
circulito brillante y metálico que había al final del cable—. Solo voy a
escuchar su corazón, comprobarle la respiración…
Acercó el aparato a mi pecho… y yo levanté la mano y le agarré la
muñeca antes de que ninguno de los dos supiera lo que estaba sucediendo.
Él pegó un bote, sorprendido por lo rápido que me había movido, y me
miró con los ojos muy abiertos tras las gafas. Yo le devolví la mirada con
pesar.
—No encontrarás nada ahí —musité, y él frunció el ceño un momento,
confuso. Luego se quedó pálido y me miró paralizado. Oí cómo se le
aceleraba el corazón y el sudor perlaba su frente.
—Ah —susurró con un hilillo de voz—. Eres un… Por favor, no me
mates.
Le solté la muñeca y dejé que la mía cayera a un costado.
—Venga —murmuré, girándome—. Haz lo que tengas que hacer.
Él vaciló, como si temiera que le estuviese tendiendo una trampa. Que
fuera a darme la vuelta para atacarle en cuanto me diese la espalda. Luego
oí sus pasos correr a toda prisa por el pasillo para dar la voz de alarma. No
me quedaba mucho tiempo. Me apresuré hacia las puertas de la sala de
operaciones y entré.
La habitación estaba a oscuras, salvo por una única luz que iluminaba una
cama en mitad de la sala, rodeada por máquinas que pitaban y estantes con
instrumentos de metal. Zeke estaba tumbado bocarriba; le habían colocado
gasas limpias en el pecho, tenía un brazo en cabestrillo y respiraba
tranquilamente. Su pelo rubio relucía bajo la luz.
Me acerqué a la cama e, inclinándome hacia él, le aparté el pelo de los
ojos y escuché el latido de su corazón.
—Hola —susurré, consciente de que seguramente no me oiría—. Oye,
Zeke, tengo que irme. Hay algo que debo hacer, alguien a quien debo
encontrar. Le debo mucho, y ahora mismo está en problemas. Solo quería
despedirme. —Zeke siguió durmiendo. Posé una mano sobre su brazo ileso
y le di un pequeño apretón. Me quemaban los ojos, pero los ignoré—.
Probablemente no volverás a verme —musité, sintiendo que algo cálido me
resbalaba por la mejilla—. Te he traído hasta aquí, como te prometí.
Ojalá… ojalá hubiera podido ver tu Edén, pero este lugar no es para mí.
Nunca lo fue. Tengo que encontrar mi propio lugar en el mundo. —Me
doblé por la cintura y pegué mis labios a los suyos—. Adiós, Ezequiel —
susurré—. Cuida de los demás. Ahora solo te tienen a ti.
Se removió, pero no se despertó.
Lo solté, me giré y salí de la estancia. Conforme las puertas se cerraban a
mi espalda, creí oírlo murmurar mi nombre, pero no miré atrás.

Volver a la sala principal fue un trayecto mucho más hostil que cuando
llegué. Los hombres y las mujeres en bata bien me fulminaban con la
mirada o retrocedían y se pegaban a la pared conforme pasaba. No vi a
nadie de nuestro grupo allí para despedirse. Probablemente fuese mejor así.
Caleb cogería un berrinche y los otros querrían saber adónde iba. Ni yo
misma tenía ni idea. Lo único que sí sabía era que Kanin, y también Chacal,
estaban ahí fuera. Tenía que encontrar a mi creador, ver si podía ayudarlo.
Se lo debía. Y en cuanto a mi «hermano de sangre», estaba bastante segura
de que tarde o temprano daría conmigo, y no quería estar junto a los que me
importaban cuando eso sucediese.
Fuera, la tormenta había amainado y las estrellas titilaban a través de las
nubes. Soplaba una brisa fría con olor a arena, peces y agua dulce. Y
también a un nuevo comienzo, no solo para mí.
Un grupo de soldados liderados por el sargento Keller vino corriendo
hacia mí. Levanté las manos cuando me rodearon y me apuntaron con las
armas al pecho. Sus expresiones eran duras, recelosas y estaban teñidas de
miedo.
El sargento dio un paso al frente con los labios apretados en una fina
línea, tan diferente de su sonrisa de antes.
—¿Es verdad? —preguntó, entrecerrando los ojos—. ¿Eres una
chupasangre, como dice el doctor? —Al ver que no respondía, endureció el
gesto—. Respóndeme antes de que te dejemos como un colador para ver si
mueres o no.
—No quiero problemas —dije con tranquilidad, manteniendo las manos
donde pudiera verlas—. De hecho, yo ya me iba. Déjame marchar y no
volverás a verme nunca más.
El sargento Keller vaciló. Los otros soldados no dejaron de apuntarme al
corazón. Por el rabillo del ojo, vi un movimiento en el agua del lago; un
ferry blanco que se aproximaba al muelle. El barco que los llevaría a todos
menos a mí al Edén.
—Sargento —gruñó uno de los hombres—. Deberíamos matarla. Ahora,
antes de que nadie se entere de que hemos dejado entrar a un vampiro. Si
llega a oídos del alcalde, la ciudad entera entrará en pánico.
Miré a Keller a los ojos manteniendo la calma, aunque sentía todo el
cuerpo tenso y preparado para entrar en acción de ser necesario. No quería
hacerles daño, pero si empezaban a disparar, no me quedaría más remedio
que despedazarlos. Y rezar por que los que quedasen vivos no me cosieran
a balazos antes de poder escapar.
—¿Te marcharás? —inquirió Keller serio—. ¿Te irás y no volverás?
—Tienes mi palabra.
Suspiró y bajó el arma.
—Muy bien —decidió, aunque algunos de sus hombres empezaron a
protestar—. Te acompañaremos hasta la puerta.
—¡Sargento!
—¡Basta, Jenkins! —Keller fulminó al hombre que había hablado con la
mirada—. No le ha hecho daño a nadie aquí y no pienso iniciar una pelea
con un vampiro sin necesidad. Cierre el pico y retírese.
Los soldados transigieron, pero sentí sus miradas furibundas en la espalda
mientras me guiaban a través del patio embarrado de vuelta a las puertas de
hierro que protegían la entrada. Keller bramó una orden y una de las puertas
se abrió lo suficiente como para que cupiera una persona.
—Muy bien, vampiro —dijo Keller, asintiendo hacia el portón. Oí el clic
de sus armas a mi espalda, seis cañones apuntados en mi dirección—. Ahí
está la puerta. Vete y no vuelvas.
No dije nada. No miré atrás. Solo caminé hasta el portón y salí. Se cerró
con un crujido a mi espalda, separándome de la humanidad, del Edén y de
Zeke.
«Somos vampiros», me había dicho Kanin en una de nuestras últimas
noches juntos. «Da igual quiénes seamos o de dónde vengamos. Príncipes,
Señores y rábidos por igual; somos monstruos para los humanos. Nunca
confiarán en nosotros. Nunca nos aceptarán. Nos ocultamos y caminamos
entre ellos, pero siempre habrá algo que nos separe. Estamos malditos.
Solos. Ahora no lo entiendes, pero lo harás. Llegará un momento en el que
el camino frente a ti se bifurque y deberás decidir por dónde seguir.
¿Elegirás convertirte en un demonio con un rostro humano o combatirás a
tu demonio hasta el final de tus días, sabiendo que siempre estarás sola?».
Una carretera tranquila se extendía frente a mí, mojada a causa de la lluvia
y abarrotada de coches. Poco a poco, unas figuras pálidas empezaron a
aparecer de entre los árboles y a brotar del suelo. Sus ojos blancos y vacíos
refulgieron de locura y de sed antes de gruñir y romper a correr hacia mí.
Llevé el brazo hacia atrás y desenvainé la espada, que destelló bajo la luz.
Miré a los rábidos que se me acercaban y sonreí.
Agradecimientos
Lo gracioso es que cuando empecé a escribir, me dije que nunca lo haría
sobre vampiros. Que ya había demasiadas historias sobre nuestros
chupasangres favoritos. No tenía nada nuevo que añadir. Obviamente,
aquello quedó en agua de borrajas, y cómo me alegro de que fuera así. Me
ha encantado escribir este libro y hay muchísima gente a la que debo
agradecérselo. A mi maravillosa agente, Laurie McLean, porque me
convenció para «escribir un libro de vampiros». A mi editora, Natashya
Wilson, por todo su ánimo, esfuerzo y los emojis en las partes que más le
gustaban. Me flipan. Al maravilloso equipo de Harlequin TEEN por las
preciosas cubiertas, el apoyo y lo geniales que son.
Como siempre, quisiera agradecérselo a mi familia y sobre todo a mi
marido Nick, que sigue señalándome las incongruencias evidentes en el
argumento incluso cuando me pongo cabezona y me empecino en que las
cosas sean así solo «porque yo lo digo».

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