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Ganpo ro & Sosa El doble Berni NEGRO ABSOLUTO Gandallo, Elie El dele Bern Evo Gandolfo y Gabriel Sosa. - Led. Buenos Aires Negro bolt, 2008, 184 ps 20812. ISBN 976-987.242611-8 1. Narrative Argentina. 2. Novel. Sos, Gabriel 1. Titulo COD A883 Cotcci6w pinicipa Por JUAN SASTURAIN, Foto de taps: Marcos Lopex contacto@marcosloper.com Diseho de taps: Ave Seiuro ‘mail@arielecito.comat (© 2008 Elvio Gandllfo y Gabriel Sosa (© 2008 Editorial Negro Absoluto Reservados los derechos ‘Queda hecho el depésito que marcas ley 11.723 ISBN: 978-987-24261-1-8 Ipreso en Argentina Editorial Negro Absoluto Lambasé 1075 19°C" (1185) -Almageo~ Buenos Aires Telfan:(054-11)-4523-5852 f 011-1552617308 info@negroabsolutocomar ‘wornegroabsoluta.com at Distribuclén: Gérgola Ediciones ‘Tek: (054-1-4912-7909 (054-11)-4911-2593 ventas@agargolaediciones.com.at Ninguna parte de esta pubicacin incluido el dseio de la cubierta, Bi ede sor reproducida almacenada o ansmitida ‘en manera alguna ni por ningtin medio, yasea elétrico, quimico, meesnico, de grabacién © ‘de Fotocopa, sin prmiso previ del autor. CUIDADO CON LA PINTURA. No sé cudntas veces va y vien® Jorge Lucantis de Rosario a Buenos Aires en esta hermosa, sutiliima novela.’ Varia, ‘muchas. Se la pasa ast, yendo y viniendo a lo largo de un par deaiios. No sé muy bien qué hacia antes de esta historia ni siquiera qué hard abora, después de que he leido cimo termina Bl doble Berni, con Lucantis desasando tangue- ramente un paquete revelador. En realidad no sé (no sabe- mos) demasiado de ese flaco —parecido a David Byrne en su mejor momento, seg lafiliacin que le encuentra la obli- cua ¢ infalible Laura Tagomi- mds alld de que tiene una casona heredada desproljamente en Palermo a la que ha vuelto, dos tias viejas en Belgrano, un par de mujeres en un pasado no demasiado remoto gue aparecen de memoria La.novela trata de cuadros, de obras de Berni falsas y verdadevas, de Quingueli, de galerias y murales. Pero no: euidado con Ia pintura. Hay muchas otras cosas. Porque la historia empieza cuando lo matan a Roberto Taborda, ‘pintor y admirador de Berni, mientras trata de terminar un ‘ural, en Rosario, su amigo Lucantis debe ira reconocerlo en la noche. Lucansis estaba viviendo,abi desde bacta tun iempo, sobreviviendo a desgano con un negocio de produc- tos new age en una vieja galeria del centro, especulando con la idea de volverse a Buenos Aires. Al final e queda, la viuda de Taborda le encarga el cobro de una guita aun galevista porteio'y de aht en mds como sucede en estos casos cen la vida en general “lo acontecimientas se preipitan’, Claro que esta expresiin es convencional. Digamos, mejor, que los sucesos se encadenan o simplemente que las cosas pasan. Le pasan aun impermeable programado como Lucantis, que casi no las busca ni quiere descular- las, hasta que la evidencia de los hechos y de sus recién descublertos sentimientas lo ponen en movimiento. A cuatro manos (no de pineura) ha encarado el diio NUL, Gandolfo & Soca ea novelaslenacdespares»debles (no sélo cuadros), en que la pareja de inefuble, inotvidables galevistas en disputa, Filomberto y Guitarrini, se queda con los gestos mds elocuentes para la agradecigla memoria ‘A poco de andar el lector descubrind-un-rasga inusual, de generosa y genuina literatura: no hay secundaridd, no ‘ay personajes meramente funcionales,esgiterntices, que tocan y se van, El memorable capitulo octavo es ejemplar al respecto ‘Asi, El doble Berni tiene, entre otras muchas, una virtud que las “simples” novelas policiales no suelen com- ‘partir: admite la relectura inmediata y —mds ain se enriquece y-desplicga mejor, si cabe, con cada regreso a Ia Lectura. Es que el incierto flaco Lucantis, la equivoca ariensal Tagomi, y un repertorio de personajes sobre todo de siempre insondables mujeres enriquecen la novela con a carnadura propia de las fieciones perdurables. Al final, pasa lo mejor: queremos saber mds de ellos. Negro Absoluto asegura que Jorge Lucantis volverd. Juan Sasrurain Nora Para el minimo conteato biogréfico © histérico que nos era necesario sobre Antonio Berni, nos fe Stil el libro Lo ojos. Videypasin de Antonio Bern, de Fernando Garcia ‘ La supuesta serie de cuadros que un coleccionista vende al Museo Castagnino en las piginas de cata novela, yen especial ls obra “Los friantes", no exis: ten, al menos hasta el momento G&S ~Adelante, Lucantis, pase ~dijo el inspector. Jorge Lucantis obedecié: hizo pasar su cuerpo alto y delgado por la puerta doble abierta de par en pat, en la oscuridad, Todavia no habia amanecido. Habian recorrido las calles todavia frescas del lunes en el pa- trullero, hasta llegar al frente oscuto de Pieégoras Inc., aquella mezcla rara de supuesto pensamiento empresa. tio y grupo hermético donde Taborda estaba pintando el mural, El jueves anterior le habia dicho que el do- mingo se quedaria trabajando toda la noche, hasta fa mafiana, para recobrar un poco del tiempo atrasado, Lucantis le habia contestado que tal vez lo visitara, an- tes de ira abrir el negocio, Mientras caminaba, Lucantis iba pegando con los nnudillos contra la pared, sin que nadie le dijera nada, Cuando se fueron acercando, el resplandor que venia del patio le indicé que la zona del miral estaba muy iluminada, Un par de metros antes dejé escapar una sontisa imperceptible, recordando un par de chistes écidos que habla redondeado mentalmente en el émnibus: tenfan ue ver con el “Inc.” de la institucién, que a los dos les Parecta extraordinariamente falso, dado su cardcter del | todo local, No bien se dibujé, la sontisa desapareci: *Seguramente son los nervios’, se disculpé a si mismo. ‘Al desembocar en el patio (sin darse cuenta sintié con placer la temperatura que bajaba un par de grados cn relacin al cufo el encierro del corredor), sintié la primera sorpresa: el tramo de mural que iluminaban los focos especiales, y las siluctas de los dos agentes de policfa que se apartaron cuando llegaron; dibujaban con clatidad una especie de escenario grotesco. Cuan- do lo fueron a buscar a la casa con el pacrullero no le habfan dicho que iban alli, yal darse cuenta, unas cus- dras antes, supusd)que a Roberto Ic habfa pasado algo, algo grave: ahors estaba seguro. : Porque en la décima de segundo siguiente vio cl co Jor rojo que atruinaba la imagen terminada de pintar est noche: ran un hob y wna mujer que se mir an a los ojos supuescamente con el espiritu concen- ca in a Sex, sab lo arreglado cuando Roberto firmé cl contrato con la institucién, Los dos cuerpos se exgufan sélidos, robustos. Demoré poco en reconocer por qué le sonaban conocidos: “Esto es Berni”, pens6. Miré un poco mejor: “De la primera época, algo que ‘no conozco, 0 inventado por Roberto, pero en clave de Berni”, pensé, aunque el estilo de'Berni era tan fuerte que costaba no creer en una copia, mis que un mero recuerdo, De pronto se dio cuénta-deque cl inspector y los agentes habjan movido la cabeza hacia adclante: estaban asombrados de que no mirase lo que tenia que mirar, y de que se quedara colgado como un palurdo de la imagen del muro. Bajé los ojos. El trazo rojo abarcaba mas © menos medio metro, 12 hhasta la base. Lucantis se apuré a mirar por encima del rectingulo de madera terciada pintado de blanco, puesto en dngulo recto contra el mural, que Roberto usaba alternadamente para reflejar la luz 0 para apoyar pinceles y tubos. Lejos, en la calle, un auto pasé a toda velocidad en el silencio de la madrugada. Roberto Taborda, el viejo amigo de Lucantis, estaba muerto: no habia forma de negarlo, Se le secé la boca y tuvo que apoyarse en la pared. Pero, como tantas veces antes, odid su firme negativa a sentir realmente climpacto, cualquier impacto emocional o afectivo, Se qued6 mirando sin ninguna expresién el cuerpo ten- dido en el suelo boca abajo, con un dedo de la mano izquierda tinto en sangre, que habia trazado el rasgo rojo sobre el mural. Le habjan clavado o hecho algo seguramente en el pecho: el charco de sangre amplio, brilloso en la luz, lo indicaba claramente. Controlado, como cuando habia discutido con Leo- ‘nor por tiltima vez en la casona de Palermo, como cuan- do habia muerto su padre, como cuando su hermano se habia estrellado con la moto (Lucantis hacfa desfilar la serie cada vez que le pasaba algo nuevo y attoz), dejé cacr la mano y camind alrededor del cadsver, ilumi- nado con violencia por los dos focos, que eliminaban todo rastro de sombra. Cuando le vio la mano derecha, entrecerré los ojos, Estuvo a punto de susurrar “inte. resante’, como siempre que lo dominaba esa frialdad particular, en vez de pegar un salto de alarma. Porque a la mano derecha le faltaban dos dedos, y se trataba de dos dedos importantes, difciles de elimitnar: el pulgar y el indice. Puesta', acelerai) a especular, a 1B interrogarse)la cabeza de Lucantis le indicé que para hacer algo as{ se necesitaba no solo fuerza, sino alguna hecramienta especial. i Es su amigo? —pregunté tautolégicamente el ins- pec peantisasinté con la cabeza. Pero recobrindos, agregé en vor tal vez demasiado alta: Si. LO ZL cinco dias antes, l mitzoles a mediodia, Taborda © to habia llamado para invitarlo a un asado que harfa en Ia casa al dia siguiente. Lucantis le pidié que lo lamara tun pat de horas después. El local del Pasaje Pam era pequefio y buscé con la mirada un lugar despejado en el pequefio escritorio para dejar el celular bien a la vis- ta. Odiaba mover sin querer algunas de las velas o los frasquitos de “esencia indigena” que cubrian el mueble, haciendo caer 0 tambalear alguno. Sentia el cuerpo un poco pegajoso por el calor. AL pasar junto al espe biselado con adornos tipo vitraux que emedaban los rostros de dngeles y dragones sintié él tirén de fastidio, hasta vergiienza, que no podia evi- tar cada vez que se veia asi mismo con la camisa blanca y larga, casi una tinica, de tono vagamente sufi, orien- tal, “metafisico”, Se la ponia con cierta impaciencia, sobre todo en ls tikimas semanas, cuando entraba al local y lo preparaba para la atencidn del dia. Llegé al fondo, pasé detrés del pequetio biombo aque habia llevado para crear un espacio resguardado, “4 Ahora estaba fucra de la vista de cualquiera que entrara de improviso (seguramente aullaria, en ese caso: “{Un cliente! {Un cliente!”). Respiré hondo, relajé los mis- culos de la espalda y abrié los pies, enfundados en un par de zapatos italianos incongruentes con la semitiini- ca blanca, en un dngulo perfecto de 450: eta la posicién en que pensaba mejor, y la adoptaba autométicamente, sin darse cuenta, “{Tagomi 0 Taborda?”, se pregunté Como cumpliendo con una rutina milenaria, pensé en la pequefia japonesa con una sonrisa de agrado que no podfa evicar. Pero habia estado considerando en las dos ifltimas semanas, cada vez con més seguridad, la necesidad de decidirse por fin, cerrar el local, y volver al caserén de Palermo, en Buenos Aires, a la vez detrotado y con- tento. Bl declive patilatino de las ventas en el iiltimo semestre lo empujaba a hacerlo. La mirada de porcela- na de Laura Tagomi, interesada siempre, clavada en la suya sin el menor rastro de interés adicional, concen- trada en mitarlo, nada més, lo haria pensar de inme- diato en lo que debfa ir concretando para lograr lo que queria: volver a Buenos Aires. En cambio con Roberto se entregarian a la charla initil, paciente, cachazuda, regada con vino y humor ladino, que ejercian cada vez que podfan telajarse en compafia. Ademés le caia bien Alejandra, y hasta los dos pibes. “Resuclto”, se dijo. Movié los dos pies, que dejaron de trazar el espacio entre los dos zapatos en 45°. Como era légico, no habia ninguin cliente. Esperé {unos minutos en actitud incierta, con la cabeza vagan- do, pegando golpecitos con el dedo en los frasquitos de 6 esencia, imaginando cambios en las figuras de angeles y dragones del espejo. Al fin decidié no esperar la Ila- mada de Roberto. Aunque le quedaban pocos pulsos cn la tarjeta, levant6 el celular y diseé el nfimero. El teléfono fijo sc lo habian cortado para llamadas desde cal, por falta de pago. : nea asec y media ~dijo, sacudiendo la cabexa-. Llevo vino. Si, ese mismo. ‘Contento por haber decidido algo, concentrado ya en el asado del dia siguiente, dej6 el celular despreo- cupadamente sobre el escritorio, La pequefia forma se fundié con el fondo de objetos en desorden, como una agua en un charco de caos. Sd cinco minutos, diez. Al fin estaba inmévil por completo, al parecer mirando algin cuerpo que pasaba ante las dos pequefias vidrieras, por el pasaje. Pero en realidad colgado de la nada. Esta ver. los pies se movieron lentos, casi como tanteando, hasta que los zapatos quedaron en un Angulo perfecto de 45°. Ahora para pensar estrictamente en nada, Lucantis se baj6 del trole (ge resistia a amarle “la K°, como los oriundos de la ciudad) en Mendoza y Ba- xa, y ya habia caminado una cuadra hacia la esquina de Derqui, la calle de Taborda, cuando se acordé del vino. Por suerte, a menos de tres cuadras por Barra cn- contré un almacén. Por desgracia, tenfan varias marcas pero no la que habia prometido llevar. Tba a decidirse por la més cara, pero se contuvo. “No son los 90", se dijo, como cada vez que querfa llamarse a juicio. Volvié a caminar y doblé en la esquina, tomando por Derqui, hasta llegar a lo de Taborda. Como siem- pre, el portén que daba al mimisculo jardin estaba abjerto. Entré y llamé directamente a la puerta de la casa. Y como cada vez, lo primero que se escuch6, au tomaticamente, fueron los ladridos agudos y con algo de histeria del perro de la casa ~iCallate, Magdalena! ~dijo Alejandra, apartandoa ta miniiscula perra con el pie mientras abria la puerta. Lucantis y Alejandra se saludaron con afecto pero sin carifio, mientras la perra olisqueaba los zapatos del visitante, casi del mismo tamafio que ella. Y no era que Lucantis tuviera pies excepcionalmente grandes. ‘Terminado el olisqueo, Magdalena comenzé el mor- 7 eS OO disqueo, en el breve lapso en que los dos humanos se saludaban. Como siempre, Lucantis tuvo que reprimir el impulso feroz de pisarla como a una cucaracha. Es- taba seguro de que si la aplastaba bien y con cuidado podria tener el cadéver peludo pegado a la suela del zapato durante todo lo que durara la visita, oculto a sus duets, yal irs, limpidrselo tranquilamente en la primera mata de pasto que encontrara. Algiin dia, se prometis. ‘Alejandra lo llevé directamente al fondo, donde ‘Taborda estaba preparando el asado. Atravesaron la casa, tan mintiscula como el jardin, y desembocaron en el verdadero lujo de la pareja, un fondo amplio, en parte embaldosado, en parte con césped, que Taborda cuidaba y mejoraba cada tanto con el celo absoluto de Jos que encontraron algo digno que hacer con su abun dante tiempo libre, Colocados con estudiado descuido, el fondo contaba con unos pocos frutales esparcidos por la parte con césped, una patrilla, unas plantas flo~ rales en maceteros contra la pared de la casa, una mesa plstica para seis personas, las seis sillas corsespondien- tes con sus almohadones, una hamaca tamafio infantil y una piscina inflable, en ese momento sin agua. Las paredes que rodeaban el fondo brillaban en su impecable pintura blanca, y el césped estaba tan cui- dadosamente recortado que daba la impresién de que Ja uni6n entre la parte embaldosada y la vegetal podria cortar como un cuchillo, de tan fina y precisa. Taborda amaba su fondo con pasién. La tinica parte que desen- tonaba era un recuadro de unos pocos metros cuadra- dos, a.un costado de Ia casa. Se trataba de una humilde 18 planchada de hormigén que hacia de continuacién del garage adosado a la casita, Este garage, un poco grande de mas para las modestas proporciones de la vivienda, era el estudio de Taborda, y el recuadro de hormig6n, cl sitio donde trabajaba cuando le venfan ganas de pintar al aire libre. Toda esa zona estaba cubierta de manchas de pintura de diferentes colores, mancha so- bre mancha y color sobre color. Eso si, el limie entre la “zona estudio” y la “zona fondo” parecia dibujado por un arquitecto, de tan recto y preciso. Taborda estaba junto a la partilla, feliz, como siem- pre que Lucantis lo encontraba en su fondo. No lo habia visto tan feliz en ninguna parte, ni en Rosario ni algunos aftos antes en Buenos Aires, cuando se co- nocieron. Lo habia visto, si, contento, hasta dichoso a veces. Pero s6lo parecta estar feliz de verdad en ese fondo manidticamence cuidado. Se saludaron, y Lucantis pidié disculpas por el No pasa nada, este es bueno igual, este es bueno dijo Taborda enfiticamente, paséndole la botella a Alejandra, que la dejé sobre la mesa y volvié a la coci- na, a preparar ensalada, ~zLos chicos? ~pregunté Lucantis. —Estin en lo de la tfa, es el cumpleafios del primo. Se quedan alld, asi no tengo que ir a buscarlos. Sentate, che, sentate... Lucantis casi aplasta a Magdalena, que se habia apre- surado a subir de un salto ala silla que habia elegido. Po avs — davon Elasado, no muy abundante pero sabroso, transcu> trié agradablemente. Se tomaron una botella de vino de Taborda, la que llevé Lucantis (que no era bueno), y de sobremesa abrieron otra. Casi todo ef vini6 Io toma- ron los dos hombres, Alejandra prefirié tomar refresco. Taborda cortaba el vino con abundante soda, pero lo bebia como reftesco. Lucantis, que se consideraba un portefio sofisticado, lo bebia solo. Incluso tomé solo, con valentia, el vino que é! mismo habia llevado. A medida que la tercera botella se vaciaba, la con- versacién se iba haciendo mis seria y, para Lucantis, ‘menos placentera. {Te vas a Buenos Aires? -pregunté Alejandra al deset St, el viernes de noche... mafiana de noche. Hace como tres meses que no voy. =No, decia si cerras y te vas a Buenos Aires del todo. La gran pregunta, Lucantis sentfa que ya era hora dde asumir el fracaso de su gran idea, el primer local new age de Rosario, y partir buscando nuevos rumbos. De noche se desvelaba, cada vez mis seguido, conside- rando los pro y los contra de su minéisculo y hiimedo departamento rosarino, 0 de su enorme y hiimeda ca- sona de Palermo, detrés del sélido muro liso color rosa viejo que la ocultaba de la calle Cabrera —Lo estoy pensando —conitest6. ~Tendrfas que hacer algo con vu casa alld. La zona ahora esté de moda, podés venderla o poner un nego- cio de ropa. O un restordn. 20 ~De restoranes no tengo ni idea la verdad. ~Poné un restorin japonés. ‘Tenés a la japonesita que hace los trimites, debe saber hacer sushi El sushi pasé de moda —dijo Lucantis, incSmodo al detectar un asomo de desprecio en las palabras de Alejandra. Bueno, alguna otra cosa japonesa habré que pue- dan poner de moda. El sushi es como las empanadas de eos, buscale la vuelta al parripollo japonés. O si no vendela, podés sacar buena plata por esa casona. =No puedo venderla, esté en sucesién. Hasta que ro mueran mis dos tis de Belgrano no puedo hacer nada —Qué desperdicio de casa. Alejandra no conocia la casa de Lucantis en Pa- lermo, pero seguramente Taborda le habia hablado mucho de ella. En los primeros afios de su amistad, cuando Taborda estaba en Buenos Aires, pasaba mu- cho tiempo en lo de Lucantis. Mucho més tiempo que pincando en su miserable estudio, un barr, qu, decia que era San Telmo, pero no era,) —P W'avtdevr Lucantis vio una buena oportunidad de cambiar el cje de la chiarla, que ya lo estaba irritando casi tanto comé la diminuta perra que alternativamente rofa un hhueso de asado y su zapato izquierdo, al parecer ambos con el mismo deleite. “~ say St ~Hablando de le cash rus cuadeogsiguen alld” © Taborda, que se habia mantenido al margen de la conyersacién anterior, ensimismado en quién sabe qué, volvié a la realidad. ~{Los cuadros? Ahhh, los cuadros.. nda Los cuadros que me dejaste. Cuando Taborda decidié que no podia seguir en Buenos Aires y que lo mejor cra volver a su Rosario natal, donde lo esperaba su paciente esposa, le pidié a Lucantis si podia dejar unas pinturas almacenadas en su casa. Lucantis entendié que se trataba de unos t2- rtos de pintura, y se sorprendié cuando Taborda lleg6 tuna tarde de domingo en un flete con una decena de ‘cuadros en sus bastidores, de tamafio bastante grande, envueltos en una Jona y atados con hilo. Igual, en la casa lo que sobraba era espacio, y os cuadros quedaron ‘en un semialtillo que nunca se habia usado para nada Si, esos cuadtos... -parecia que a Taborda le costa- ba recordar exactamente qué eran esos cuadros que st amigo le mencionaba~. Dejalos, si no te joden dejalos ahi por ahora “No, joder no joden, para nada Ahi tenés otra posibilidad, usar la casa como de- pésito para artistas plésticos ~dijo Alejandra, y se le~ vyanté con un montoncito de platos rumbo a la cocina. Lucantis supo que la frase estaba dirigida a Taborda y no a él, En una pareja con las idas y venidas que tenia ladel pintor y su esposa, una frase inocua como esa po- dia incluir centenates de sentidos dobles, triples y cud- druples, todos ellos hirientes. No habia que meterse. =,Cémo marcha el mural? -le pregunté a Taborda, que se habia ensimismado de nuevo en hacer pelotitas de miga de pan. “Lento, che. La verdad que me hice el boludo toda esta semana, voy a tener que meterle, Si no, no se los centrego a tiempo. ~gPara cuando lo quieren? —Para antes del 23. Tienen un congreso 0 algo asf, viene la sobrina del Fundador. O la prima. O primo, No 1 sé, alguien asi. —Past-xorrdxplano, c_2 {Al plano horizontal Lucantie sont, aliviado al comprobar que estaban de nuevo en el nivel familias, el de los chistes tontos y Jos retruécanos no muy ingeniosos. =;Pero avanzaste algo? Casi nada. Le di el fondo a la pared, hice los boce- tos, probé algunos colores. Tengo que dejarme de joder y empezar, me quedan menos de veinte dias. =i¥ te dejan trabajar tranquilo? =No, en parte el problema es ése. Entte las clases de biodanza, las charlas, los grupos de meditacién y to- das las pavadas que hacen, de dia es imposible. Tengo que ir de noche, y me rompe las pelotas, te tengo que confesar. -Y bueno, los laburos son asf. Rompepelocas. Taborda suspiré, lador no, porque ests muerto. —Es muy cierto. El fin de semana voy a ver si me pongo las pilas y le meto. Los domingos no tienen nada, el centro cierza, asf que puedo hacer sdbado de noche, descansar un rato, y darle todo el domingo hasta el lunes de madrugada. Insealo los focos en diez minutos y si le pego un buen golpe de arranque, es probable que me entusiasme y le meta huevo. Llegé Alejandra con dos pocillos de café instanté- neo, que no habia preguntado si querian, El sibado muy temprano Lucantis viaj6 a Buenos Alines. No se fue la noche anterior porque odiaba llegar de madrugada a Retiro, y mas atin bajarse en puente Saavedra, antes del centzo, y esperar colectivos que lo llevaran a Palermo, Preferia llegar antes del mediodia. ‘Abrié la puerta de calle, més bien chica, y entré ‘Adentto la casa estaba tal como 1a habia dejado, fria, himeda y oscura, con todos los postigones cerrados. La ventilé lo mejor que pudo, se aseguré de que habia agua, electricidad y gas, y arregl6 ntimeros con el por- tero del edificio de enfrente, que le pagaba las cuentas. Dio unas vueleas por el barrio, sorprendido de los cam- bios como cada vez que iba, curioseé en los comercios nuevos (la mayoria casas de ropa de las que no entendia muy bien. ni siquicra la disposicién de las vidrieras), cené en un bar y se durmié temprano. El domingo lo dedicé a combatir corajudamen- te contra las plantas del jardin y del fondo, que dia a dia estaban més cerea de abandonar Ia civilizacién y declararse a si mismas zona selvatica. Una vez cada quince dias la mujer que le hacia el mantenimiento se ocupaba de que la casa no se derrumbara por el peso de la mugre acumulada, pero habia dejado muy claro que en cucstiones botdnicas no se metia. Al anochecer, Lucantis al menos habia logrado que la zona vegetal de su casa no diera la impresién de albergar una familia de yaguaretés, Se baié, comié el resto de lo que habia comprado para almorzar, y se tiré a dormir un rato. ‘Como muchas veces, en ver de dormir se quedé a pensando. Su negocio no marchaba, sus ahorros se agotaban, su casa se venia abajo. Traté de pensat solu- iones, pero como de costumbre s6lo logré repetir una y otra vez la misma lista de problemas Tirado boca arriba en la cama, se miré los pies. Es- taban en dngulo de 45%, su posicién de pensar. ~Parezco un espia del planeta de los patos —se dijo, y se levant6, fastidiado. Tomé un café, lavé las pocas cosas que habfa usado para comer, atmé el bolsito y salié hacia Retiro, A diferencia de cuando iba a Buenos Aires, llegar a Rosario de madrugada no le molestaba. Se bajaba del émnibus en Bulevar Orofo y Segui, y tomaba un taxi que lo llevaba hasta su casa én la quietud absoluta de la noche rosarina, Hacer el recorrido lento, lleno de vuel- tas que segufa el émnibus hasta llegar a la terminal, lo sacaba de quicio. Cuando faltaban veinte metros para su departa- mento, comenzé a buscar nerviosamente las laves. Una ver se las habia olvidado en Buenos Aires, y el terror de ese recuerdo lo perseguia siempre, Las tenla en el fondo del bolso, enzedadas en un par de medias sucias. Pagé y bajé. Abrié la puerta de calle y entré al largo pasillo a cielo abierto: al fondo estaba su departa- mento. “Segunda vez en dos dias que llego a una casa desordenada’, pensé con desagcado y un considerable regodeo culposo en su propia decadencia, Por suerte en cl departamento de Rosario tenia menos cosas. 25 Llevaba recortida la mitad del pasillo, cuando lo so- bresalté el sonsonete de su celular. A esta hora... ~pens6, mirando el ntimero del que lo llamaban en el captor; sin reconocetlo. Atendié, se ‘efior Lucantis? ,Jorge Lucantis? -El mismo. : ~Sefior Lucantis, lo llamo de la seccional; necesita- mos que haga un reconocimiento. {Como un reconocimiento? Bl policfa que lo Ilamaba ignoré la pregunta. —Esté en Rosario en este momento? St, acabo de llegar, estaba entrando a mi casa. —Muy bien, justamente un coche salié para alld a buscarlo, debe estar llegando ahora. Acompafe a los agentes y al llegar se le explica todo. Lucantis se dio vuelta, y caminé hasta la ventana de la calle, iluminada de modo intermitente por los reflejos rojos y azules de las luces del patrullero que acababa de llegar. Lo vio al asomarse, cuatro pisos més abgjo, y se ditigié al portero eléctrico, levantindolo un segundo antes de que sonara. EL interrogatorio fue raro. Lo hizo el mismo ins- pector que lo habfaacompafiado hasta el patio en la madrugada. Cuando lo llevé hasta la puerta al salir de Pitégoras Inc,, le dijg que, ue pasara por la sec- cional anes de mtb Ahora gran casi las doce, hacia una media hora que le hacla preguntas. Esperaba algo mis rapido: después de todo tenfa una coartada perfecta con su viaje a Buenos Aires, y la legada en el ‘mnibus poco antes de que pasaran a buscarlo. El ins- pector le habia pedido el boleto, “para el expediente”, le explics. Cuando fue a la seccional al principio no lo reco- nocié. A la noche lo habia visto casi céntinuamente entre penumbras, dentro del patrullero y en el patio. Pero en cuanto hablé, lo ubicé por la voz. Después se sorprendié por la proljidad exerema de las preguntas: trabajaba bien, El tipo se estaba llevando una imagen muy precisa de lo que él, que conocfa a Roberto, habia percibido, y también de lo que conocia anteriormente Pero fue justo eso lo que le llamaba la atencién. No cra la primera vez que lo interrogaban. Cuando Paler- mo se habia empezado a poner de moda, hacfa unos afios, pero todavia no estaban instalados los numero- 7 sos sistemas de vigilancia y seguridad de ahora, habia tenido que it a declarar més de una vez, ‘otros muchos parroquianos, por asaltos 0 tiroteos en Jos restaurantes y ottos negocios de la zona. Ahora te- y seguramente errénea, de a veces con nia la impresién muy vaga, que conocia al hombre delgado, vestido con un insélito traje de lino blanco (Nuestro Hombre en La Habana, pensé), de bigote delgado, que le tiraba una nueva pre- guna en cuanto contestaba la anterior. “Estoy loco”, pens6. “Estamos en Rosatio.” Pensaba que habia alguna logica en el hecho de que Ichubieran cortado el indice y el pulgar de la mano de- recha a Roberto? (Chiste neurético: pintaba muy mal y querlan que no volviera a sostener un pincel.) ;Cudn- to hacia que se conocian? {Conocia bien a Alejandra? (Habia sido ella la que solicité que fuera él quien lo re- conociera: no podia soportar vera Roberto muerto,) zA qué se dedicaba en Buenos Aires, antes de trasladarse a Rosario? ;Roberto le habfa hablado mucho del mural? ;Creia que el crimen podia ser tna especie de simbolo ritual? zA qué hora solfa abrir el local del pasaje Pam? ~Aquel dia pensaba hacerlo igual que siempre? Tenia intenciones de volver a Buenos Aires? (“Esta pelotuda de Alejandra’, pensé sin rencor) Las preguntas segufan. Los dos solos en un cuarto chico, sin espejos. Lo extraiio era que Lucantis se sen- tia cada vex més cémodo, Bien podia ser una técti que el incerrogado se relajara y soltara algo nuevo sin querer. Pero no le parecia. De pronto sintié que en ver de haber un interrogador y un hipotético sospechoso, eran dos que dialogaban sobre un problema a resolver: 28 él cadéver de Roberto asesinado sin ton ni son, con rasgos insélitos (casi lo habfan desventrado, después de muerto, pero sin llegar a hacerlo: de ahi el charco bri- lloso de sangre sobre las baldosas). Sin saber bien por qué (tal vez lo vio en los ojos celestes que lo miraban), sintié que el tipo acicalado un poco mayor, que parecia no suftir el calor creciente a pesar del aparato de aire scondicionado baisto del ua, pensiba lo mismo ue él: el cri nf P gue el exinen no ela un caso que ver con algo Cuando casi empezaba a decidirse a hacer una pre- gunca él mismo, con la mirada celeste, de apariencia inocente del tipo clavada en la suya, captando cada matiz expresado por sus ojos, aparte de las palabras, el intertogetorio termind, como si el inspector hubiera lefdo, en el lento coagularse de la decisién en su cara, que ahora era Lucantis el que iba a atreverse a hacerle tuna pregunta, Se despidié de él con un “gracias por su colabo- racién” y un apretén de manos seco, fio, después de dlarle una tarjeta porsi se le ocurria cualquier otra cosa Lucantis la ley mientras se acercaba a la luz intensa, aplastante del sol en la calle, El inspector se llamaba Garefa Sainz. El nombre no le dijo nada. Adentro, en Ia sombra reconfortante dela seccional, cl inspector se instalé en su oficina, pero no prendié la luz que habia sobre el escritorio. Se quedé con las ma- nos largas, delgadas y blancas sobre la madera marrén, con los ojos entrecerrados, pensando en las respuestas de Lucantis, buscando alguna clave. Lo conocia, clara- mente, pero era dificil que aque tipo, de vida un poco 2» divagante, que tebotaba entre dos ciudades, lo recor dara, En aquel entonces, hacia unos diez aftos, Garcia Séinz. trabajaba en Buenos Aires, en la época de los asaltos y tizotcos en restaurantes y bares de Palermo. En uno de ellos, cerca de Gorriti y Thames, habian muerto tres personas, después de varios minutos de in- tercambio de disparos. En cuanto vio a un gordo pela- do con un prolijo agujero de bala en la sien, cl olfaro le dijo que alguien habia aprovechado la confusién para limpiatlo, no sabfa bien si por drogas, polleras o simple mala onda. Pidié hacer él mismo los interrogatorios a los testigos, Lo impresioné la precisi6n para los detalles de Lu- cantis, que se encontraba en tina de las mesas, cenando solo: al parecer se fijaba en todo, y bastaba tirar del hilo para mirar lo ocurtido con ojos privilegiados. Ast que se esmeré y le hizo preguntas més incisivas (‘ordefiar al cestigo”, le llamaba). Pronto hubo un par de detalles {que apuntaban en la direccién que sospechaba. Con media docena de preguntas més, estuvo seguro. Como ahora, le agradecié su colaboracién se despidieron. ‘Unos dias después planteé su hipétesis, pudieton com- probarla (habia sido por drogas) y obtuvo un ascenso. ‘Unos afios después, absolutamente harto del pantano cada vez més impreciso en que se habia ido convir- tiendo la violencia en Buenos Aires, pidié el traslado a alguna ciudad chica del interior. No pudo conseguirlo, y se conformé con Rosario, que era bastante grande, pero igual un poco menos complicada. La buena memoria de Garcia Séinz le hizo reco- nocer el nombre de Jorge Lucantis en cuanto lo leyé 30 cn cl papel que habfa escrito Alejandra, y pidié ir a buscarlo él mismo a la casa, con un agente. De algin modo, sentfa que le debia una, y prefiié interro sila I, antes de que lo hiciera otro, con malas piles ganas de hacerle pasar un mal rato de puro li como ocurrfa.a menudo en las seccionales en los pe- sados dfas del verano. A su vex hizo las pregunt siguiendo el sistema que habia ido perfeccionando a lo largo de los afos y que le habia sido tan util en su carrera: ahora tenfa una idea mucho més precisa del crimen. Al menos estaba seguro de que no tenia nada que ver con rarezas, Otra vez, como tancas, es- taria relacionado con algiin asunto de dinero. Aun- que de contornos un poco imprecisos, casi como la de todos, Ia vida del pintor no parecia ocultar nada portentoso, Adelante el coche de la casa velatoria, de color pla- teado, iba sereno, disimulando su condiciSn finebre, cargando el ataid. Atrés segufan otros dos, con los ei al entierro, Después de la autopsia habfan rado el cadiver y como el rostro no habia suftido mutilaciones, lo velaron a cajén abierto. Asistieron al- unos pocos amigos dela pce de pintor conocido de [sbordas el propio Lucants, y casi en la madrugada, revemente, Laura Tagomi: le gusté tener alguien co- ocido con quien hablar, aunque la pequefia japonesa tc limied en cada breve diilogo a absorber lo que leca, tranquila, inescrutable, aunque sin la menor car- 31 ga de misterio, estando alli simplemente, apoyandolo a pura presencia. Después quedaron en encontrarse al dfa siguiente en un bar del centto (e amarian para combina®), y se fue, Lucantis tomé un taxi hasta su departamento, se ba‘ y llegé justo para subisse a uno de los coches. Lo enterraron en uno de esos prolijos “sitios para morit” a la americana, llenos de drboles y pajarites, pero sin poder evitar cierto aspecto de oficina “natu tal”, lejos de la ciudad, cerca de un pueblo llamado, casi anénimamente, Pérez. El remedo de servicio re- ligioso no duré més de cinco minutos. Alejandra se veia tranquila, vaciada, y tropezé un par de veces no se vveia bien con qué. Lucantis la abrazé emocionado, algo sorprendente para él mismo, Después los coches toma- ron por Godoy, regresando a Ia ciudad, y los fueron Ilevando a las esquinas que les resulraban més «ities pata seguir con las actividades del dia ‘A Tagomi le gustaba ir a un barcito que quedaba casi enfrente de la aduana, en la bajada, apartado del estruendo céntrico. Llegs cuando empezaba a atarde- cet, como siempre, pequefia, atenta, préctica. Vio de inmediato a Lucantis en una mesa junto a la ventana Pidié un café : No hablaron en los primeros minutos. Ni siquiera intercambiaron un saludo. Ese estilo, una vez incorpo- rado como dato a tener en cuenta, le cafa bien a Lucan- tis, en general. Y ms ahora que Roberto habia muerto 32 de una manera tan lamativa, casi rocambolesca. Ta- gomi apenas habia cenido rato con él, pero Roberto Je habia comentado “la ponja parece buena persona, gno?” y Lucantis le habia dicho que si, que ella no habia tenido nada que ver con Pear! Hatbor. Empezaron a hablar, después de otro momento clé- sico en los encuentros con Tagomi: ella suspird hondo, como diciendo: “Bueno, empecemos con esta carga del mundo exterior”. ~ZLo viste en estos dias? —dijo Laura Tagomi. Como cada vex que se velan, Lucantis le miraba las manos. Porque si bien todo el cuerpo de Tagomi era casi el de una muftequita oriental, sus manos eran grandes, palidas, daban impresién de fuerza, como si se las hubieran implantado a partir de un cuerpo mu- cho mas grande, dijo, descolgindose, y antes de que ella ha- blara agregé— Si, el jueves, hizo un asado en la casa. =No te dijo nada que explique esto, ;no? —Para nada, Tagomi no dijo una palabra. Tomé un sorbo final de café (cuando se conocieron, en otro bar, Lucantis le habia preguntado qué tipo de té queria, y ella ha- bfa soltado una carcajada cristalina, como si fe hubiera contado el mejor chiste del mundo), y qued6 un par de minutos mirando la calle. Volviendo de donde estaba, bajé los ojos hacia la silla de otra mesa. Lucantis le siguié la mirada y vio el ejemplar de La Capital que el bar tenfa para los clientes. ~Sacaton algo? —pregunté, Habfan pasado tres dias desde el asesinato. _${-dij ella, y cuando él empez6 a levancarse, Tar gomi le dijo que dejara con un gest, se movid pequetia y veloz y trajo el diario. “Hlubo algo que me llamé Ja atencién ~dijo~. Fi- jare en esta foro. ‘Era una foto del patio de Pitégoras Inc., con una leyenda cldsica: “El lugar donde fue encontrado ¢ c= diver del pintor rosarino”, Como era de experas, el ca- dlaver no estaba, Pero se vefa muy claro el mural, con su imagen de la pareja robusta mirandose -S{ dijo Lucantis después de mirar unos segun- dos~. ;Qué tiene? ” Me llamé la atencién —dijo Tagomi- Es un Bernt poco conocido hasta hoy, lo que copi6, “;Cémo estds tan segura de que lo copié, si es ran poco conocido? “La cabeza de Tagomi se movié para enfocarlo, com- prensiva: “No fuiste a la muestra de Berni que hicieron en a Castagnino hace dos meses —dijo, compasiva “No —teconocié Lucantis, un poco molesto. Tago- smi siempre le recriminaba su falta de incerés cn conocer mnejot la ciudad. Sobre todo en este caso, poraue més tte ana ver habjan hablado del primer Berni. Como “Taborda, ella admiraba esa época de su produccién. Bueno, estaba exactamente este cuadro. En rea- lidad exactamente estos personajes, en otra posicién vaij, con una sonrisa un poco incongruente, como 5; hubiera hecho un eficaz y directo movimiento de tuna pieza de ajedrez, casi un jaque mate. Me acu ddo bien porque era una sala laeral, con cuadros que 34 el musco compré hace poco a un coleccionista de Buenos Aires. Un poco fastidiado, Lucantis estuvo a punto de preguntarle en tono agresivo: “De acuerdo, gy con 0 qué”. Pero lo que mejor inspiraba Tagomi era el si- lencio, asi que se quedé callado. En silencio, miré por la ventana el momento magico en que se prendian las, luces del bar y de las calles, cambiando de pronto la atmésfera entera de aquellas esquinas que se voleaban hacia el espacio abicrto donde pasaba la Costanera. Tagomi estaba haciendo exactamente lo mismo, pero con un toque de fervor religioso, primitivo, oriental, pensaba Lucantis, cada vez que la vela ash f Cuando lo habia conocido, en los °90, Taborda vi- sitaba de vez en cuando Palermo, que ya estaba em- pezando a acelerar como barrio de onda, y Lucantis visitaba de vez en cuando San Telmo, un barrio que le gustaba a Leonor, Tenfan algunos conocidos en co- miin, y poco a poco fueron hablando cada vez mas smpo entre ellos, fabricando una especic de red de gustos y disgustos compartidos, Por la frecuencia con que se encontraban en restau- rantes 0 en bares de San Telmo, Lucantis habia supues- to que Taborda tenfa su estudio en el barrio. Una vez incluso lo afirmé al pasar, y el pintor no lo desmintié. Sin embargo, cada vex que él sugeria datse una vuelta por el caller, Taborda buscaba alguna excusa y pateaba la decisin para adelante. Leonor no compartia el apre- cio por el pintor. =Es un poco sucio -le dijo con Ia vox baja que usaba para echacle Alita gente que no le gustaba, aun- que Lucantis tuvo que reconocer que era cierto lo que le decia: el pintor se cambiaba la camisa cada cuatro 0 cinco dias, y se afeitaba la barba rojiza dos veces al mes-, Ademés no se sabe bien qué hace. Y hho ereo que tenga el estudio en San Telmo. Y cuan- 37 do conozcas a alguien que lo conozca como pintot, avisame. Después le dio un gentil beso en la frente y se fue a dormir al dormitorio chico. A esa altura, antes de la gran trifulca final, eso pasaba cada vez con més fre- cuencia en la casona de Palermo. Parte del placer que sentia al charlar en aquel Ijano entonces con Taborda venia de lo que él consideraba rasgos en comin. Eso, que fuera pintor, hacia que lo admirase. Lo otro, que se resistiera a llevarlo al taller, Ja falea total de repercusién de su obra: cl repetido mo- vimiento como de esquive y avance, una y otra vez, hhacfan que sospechara de él. Las palabras de Leonor agregaron lo suyo, dentro de una relacién donde la ccantidad infinita de veces en que ella acertaba con.sus obscrvaciones lo tenia saturado. En cuanto lo pensaba, de inmediato agregaba: “Pero la amo locamente”, cada yez con menos conviccién. Tal vez lo siguié admirando como pintor a lo lar- go del primer afio y medio, porque buena parte de las conversaciones tenfan que ver con la pincura, terreno en el que Lucantis era un perfecto neéfito. Sobre todo lo fascinaba el modo en que Taborda parecia estar Iu- chando en un mundo donde casi nadie percibia lo que lvela con claridad, las trampas multiples que acecha- ban en los trabajos, en las parejas, en la médula misma de la calamitosa sociedad en la que vivian, para que un artista pudiera cumplir con su destino. Ojo: a Lucantis cualquier critica politica o social lo hacfa salir disparando para el otro lado. Pero la labia de Taborda, la fluidez con que se pintaba a s{ mismo, 38 sin jactancia en el rono, como un creador que luchaba por seguir haciendo lo suyo (“haciendo lo mio”, decfa, aunque Lucantis no sabia bien qué era lo de Tabor. dla), era algo que compartia totalmente, porque cuan- do esa idea general entraba en los detalles particulares, no eran vaguedades sino cosas cotidianas, con espesor existencial, minucias detalladas, con las que Lucantis estaba de acuerdo. Una tarde hizo una referencia que 41 creyé muy velada al exceso de razén que solia tener Leonor, pero Taborda lo cor’: =No se llevan demasiado bien, :no? No —dijo, con una brusca conciencia total de sus manos, alzadas defensivamente, que no supo dénde poner, Estaban en un bar de Palermo. Entendié todo patas para arriba: creyé que el modo en que la cara del pintor qucdaba con las comisuras para absj, 10- deaba por la barbarojiza de wes dias, era por su situa- ci6n. Aunque no tuvo tiempo de digerir a exprsisn, page dems de pnd un pa de segundos Te ~Mird, cl estudio no lo tengo en San Telmo, lo tengo en Almagro ~y mientras lo deciasonrefa, como avergon- zado-. Mafana podés pasar. Me gustarla que vieras lo que estoy haciendo. {Tenés algo donde anotat? : oa eee por el doble cambio de ‘ara, anoré la direccid: mnt hacer al dia ee gees La visita le resulté deprimente. Las paredes estaban debidamente manchadas de pintura, habia desorden y aos por todas partes: pinceles resecos, papeles arruga- dos, hojas de diario, ropa hecha un bollo, dos sillas de 3 madera muy incémodas, y un caballete con un retrato de mujer a medio camino. ~,Qué te parece? —pregunté Taborda, con una son- risa de disculpa. —Esté muy bien, esté muy bien. Casi sin dejarlo terminas, Taborda empezé un dis- curso delirante en el que mezclaba los motivos para haberse ido de Rosario, dejando a su mujer en una incierta espera, con planes correnciales para el Futuro, ysl final, Antonio Beri en persona, por decirlo de alguna manera. 'No pasé mucho tiempo sin que Lucantis, que em- pezé a acalambrarse casi cn seguida en la silla que habia elegido, la que parecfa menos incémoda, se die- ta cuenta de que Berni, rosarino como Taborda, eta su modelo evidente, Hubo un momento en que alz6 el brazo derecho largo y delgado y colocé una mano bajo su mandibula, para sostencr la cabeza. Porque a esa altura el discurso del pintor rozaba el descontrol de un politico drogado por su propio discurso. Le ‘mencionaba sin orden ni concierto el modo en que hoy la pintura de caballete habfa muerto; la mane- ra en que desfilaban las etapas sucesivas de Berni su época favorita, Ia de los grandes cuadros realistas, ubicada entre “los divagues surtealistas” europcos y la etapa “teatral, cirquera, aunque genial, te lo re- conozco” en que usaba desechos industriales; hasta «qué punto él se consideraba una especie de heredero a distancia de esa “etapa esencial, donde respiraba con la gente en ver de verla de refilén’, ahora que Berni habia muerto. Cuando ya habia transcurrido cerca de media hora sin interrupcién, Taborda frend en seco, y Lucantis des- cubri6, ante ese cambio colosal del sonido ambiente, que é mismo estaba bostezando, apretando los dientes para que no se notara, aunque al parecer no lo habia logrado, ‘Temié que el amigo lo agrediera, lo mandara a la mierda, lo bajara a empujones por los dos pisos de escalera antigua, Pero Taborda se agaché, sacé una borella de vino tinto del caj6n de una cémoda, y sirvié cn dos vasos nublados, sin decir una palabra. Curiosamente Lucantis se sintié aliviado tanto por el corte del torrente oral como por el silencio. Toma- ron hasta vaciar Ia botella, y después Taborda enteé al bafito que quedaba a la izquierda de la cémoda. Lucantis despegé el cuerpo largo y delgado de la silla y se acercé al cuadro del caballete, sintiendo que debia cumplir con su deber. Lo escruté de cerca, como tra- tando de percibir la forma de las pinceladas. Fue por so que pudo distinguir, al principio con incredulidad, pero después claramente cuando cambié el éngulo y Ja luz pegé sobre la superficie, que habia una capa no tan delgada de polvo cubriendo el rostro de la mujer sin terminar. El descubrimiento le parecié a la vex patético y curioso, porque alrededor de la zona de trabajo habia pinturas a medio usar. Atin frescas. Y pinceles en agua- tris. Y sabia bien que Taborda no habia vendido nin- giin cuadro recientemente. Allcanzé a sentarse en cuanto oy6 el ruido de la des- carga de agua en el bafio. Durante quince o veinte mi- ‘nutos més hablaron de bucyes perdidos. a Como tuvo la trifulea final con Leonor una semana ‘mis tarde, con un dolor y un orgullo tan intensos que debié guardar cama por una semana, no volvié a pen~ sar en Taborda en los quince dias siguientes. Cuando salié de a poco del shock en el que habia caido al descubritse capaz de ser tan hiriente como la misma Leonor en el tiltimo aio, aunque sin el menor control, desaforando la vor y los gestos, volvid a con- tactarse con los amigos y los lugares de San ‘Telmo, hasta que alguien le coment6 que Taborda, harto de Buenos Aires, se habfa vuelto a Rosario y a su mujer. Le llevé casi un afio, en una de sus ensofiaciones despiertas, ya fuera acostado o patado con los pies en un dngulo de 45°, concentrarse en aquella rarfsima es- cena del taller. Lo primero que lo sorprendié fue re- conocer que Ia decisién que lo empujé al corte final con su propia mujer dependia de haberse dado cuenta de modo indiscutible (el cuadro, el polvo) del fracaso del propio Taborda. Luego de hacer la relaci6n solté tuna pequetia carcajada, porque el recuerdo que apare~ Gi6. de inmediaro en su mente era mucho més lejano. ‘Como ahora estaba del todo solo cn el caserén vacto, dejé que la carcajada se hiciera alta y prolongada. Por- aque recordaba con exactitud insélita el momento en que la profesora de tercer afio les habia hecho leet “EL albacros”, un poema de Baudelaire, donde un albatros bellisimo se-ve obligado a soportar las pullas y humi- Ilaciones de unos marineros infames después de caer sobre la cubierta de un barco, porque “sus alas de gi- gante le impiden caminar”. No podfa parar de rein, y reir. Porque recordaba también cémo la profesora les 2 habfa preguntado qué les sugeria el poema, incitindo- los con movimientos espasmédicos de la mandibula, y Jos ojos abiertos como huevos duros. Nadie habfa dicho nada, tal vez por cierto terror ante el aparente desqui- cio mental de la docente, y al fin ella habia casi gritado: “jEs una metéfora del creador, ignorantes!", Retroali- mentando la catcajada, vela a Taborda perturbado por dos alas absurdas gigantescas y blancas pegadas a la espalda, tumbando objetos diversos en su pequefio y melanc6lico estudio. Lo segundo que lo sorprendié fue descubrir el ver- dadero orden de las cosas. No se trataba de que Tabor- dase hubiese quedado serio y casi pélido por la sorpresa de verlo bostezat. Era que al verlo se habia dado cuenta de todo: de la mentira blanca de decir que vivia en San Telmo, de la mujer abandonada en Rosario, de Buenos Aires como un equivalente monstruoso y rocamboles- co de la cubierta del barco baudeleriano, para decirlo metaféricamente, y de su casi alivio de enfrentar las cosas como eran. Por aquel velo sacado de sus ojos, todavia incapaz de hablar, habia agradecido sirviéndole a Lucantis unos vasos de vino tinto. Jamds se le habria ocurrido pensar que unos afios después serfa él quien decidiera mudarse a Rosario, de- cisién en la que Taborda no habia tenido nada que ver (porque incluso cuando reanudaron la amistad siguié hablando siempre de la ciudad como lo habia hecho en Buenos Aires: en el pasado, con nostalgia). ¥ mucho menos que estuviera pricticamente a punto de chocar con el pintor en la peatonal, para después empezar a visitar irregularmente su casa de la calle Derqui: 43 Lo quest le habia quedado grabado en aquel enton- ces era Berni, porque después de que supo que Taborda se habia ido, intrigado, consiguid un par de libros de reproducciones, y los hojeé en detalle, sin compartir la divisién tajante de su vida en erapas, como hacia Taborda. A él le patecia més 0 menos patejo, y més 0 menos interesante, en todo caso no mucho mds que tuna pelfcula 0 una historieta Eso si la noche en que lo llevaron en patrullero has- ta Pitdgoras Inc. se habia quedado colgado del perfil de aquella pareja del muro, tan absortos en el Ser segin la cexpresién de los rostros, y tan de Berni en la contun- dencia de los cuerpos. La decisién de abrir un negocio en Rosario Lucantis Ja habia tomado hacia cuatro afios. Alguien, en un bar de Palermo, le habia hablado de Rosario. Cuando se velan, incluso unos afios antes de entonces, Taborda también le habia hablado de Rosario, pero de otra ma- neta, por asi decirlo antigua. Muchas veces lo enredaba todo con Berni, con Gambartes, hasta con Supisiche y otros pintores: un Rosario si no desaparecido, al me- nos lejano. En cambio este tipo apenas conocido, ni siquiera un amigo, hablaba como un folleto de turis- mo, La ciudad, decfa, habia cambiado por completo y para bien, Estaba llena de boliches, habfan derribado las paredes y quitado las vias del ferrocartil, y ahora se podia ver el rio, Incluso llegar a la playa de La Florida habia dejado de ser una excursidn al Congo Belga, opi- aba ‘Tom, un flaco al que le decfan ast (seguramente un Tomés algo, cal vex Garcia), pélido y entusiasta, mientras picaba una aceituna con un escarbadientes. Incluso podia ser que “ese cambio del entorno” (agivd cl escarbadientes ahora vacio, subrayando la palabra “entorno”) terminara por cambiar algo que a él, hasta centonces, le habia parecido tan incambiable como las, olas del mar: “el hombre, la mujer rosarinos”, culmi- 6 1, triunfal, subrayando a escarbadientes limpio cada silaba. En aquel entonces la herencia de Lucantis, que tan inagotable le habia parecido cuando la recibié, y que tanto le fastidiaba compartir en parte con dos tias viejas que bloqueaban por el momento la venta de la casona, habia empezado, si no a agotatse, si a hacerlo meditar. Lo hacfa cuando se sentaba solo ante cualquier mesa de la propia casona o de los bares que se iban multipli- cando por Palermo viejo: de hecho el barrio parecia tan encaminado como aquella ciudad un poco mitica, casi desconocida que era para él Rosario (s6lo habia ido una vez, de chico) hacia el progreso, el consumo, la especu- lacién inmobiliaria y la felicidad. Meneaba un poco la cabeza delgada, tan lentamente que casi-no se notaba, y se decfa con pereza: “tengo que hacer algo”. La decisién, como le pasaba casi siempre, le legs desde afuera, Fue a cenar al restaurant de Thames y Gorrtti, legaron unos pibes que se veia a la legua que iban a robas, y se habia armado una balacera infernal con dos veceranos de seguridad primero y con los poli- cias de los patrulleros que llegaron un poco después. La pandilla habia actuado con la falta de cuidado de una murga drogada hasta las patas: hubo varios muertos. Declarar lo fastidi; calmar el susto colosal que se ha- bia llevado (sin mover un miisculo de la cara delgada), quedarse tendido todo el dia siguiente en el catre adi- ional que tenia cerca de la ventana que daba al patio inundado de plantas, lo habia dejado vacfo, un estado de dnimo que, paradéjicamente, lo levaba a la accién. Se paré un rato, con los dos pies en Angulo de 45°, y 46 se dijo: “Me voy a ir a Rosario, sélo a ver qué pasa’, y al dia siguiente sacé un pasaje y dos dias después tomé un émnibus en Retiro, enterdndose de paso que habia servicios cada menos de una hora. Eso lo tranquiliz6, y le sacé de la cabeza la idea de esa “ciudad de provin- cias", as{ le gustaba llamarla, como un sitio alejado al que era dificil legar y del que era diffcilirse. ‘Tendria que haber sospechado un poco. Porque se sintié exulrante en cuanto bajé en la terminal de 6m- nibus y empezé a recorrer la ciudad rumbo a la casa de Victor Santillana, un condiscfpulo de su breve paso por cl seminario antes de estudiar Derecho, quien le habia ofrecido su apoyo sin Iimites si iba alguna vez por la ciudad, y a quien llamé el dia antes de tomar el émnibus, con el pasaje ya en la mano. Lo que habia di- cho Tom era tal cual: el propio taxista, como la casa de Santillana quedaba no lejos del Monumento a la Ban- dera y por lo tanto pegada al rio, le oftecié recorrer la costa. Todo habia cambiado por completo, como si un hhada de Disney hubiera reemplazado las calles cuadra- das o los paredones interminables por un desfle digno de cualquier documental o material publicitario euris- tico, Espacios despejados, el rio en toda su anchura con las islas a lo Icjos, calles cuidadas, un buque gigantes- co cargado de gritas que se desplazaba con extremada lentitud, color rojo: todo lo asombraba y lo llenaba de Banas de tomar una decisién, por riesgosa que fuera, ue lo sacara del viejo, vetusto Palermo. Ya con el negocio instalado, se le pasarfa un poco el Aelitio euférico, y se darfa cuenta que de hecho lo mis- ‘mo que lo molestaba un poco en su propio barrio de a Buenos Aires estaba desarrollindose en Rosatio. El pa- sado parecia condenado a desaparecer a cambio de ese futuro de aspecto refulgente pero que en una segunda mirada no se mostraba tan s6lido, revelaba el oropel, la lata, cierta recéndita mezquindad. Por suerte basta- ba rascar un poco, es decir, salir de los lugares donde ese proceso parecia tan indetenible como un céncer en plena metéstasis, para volver a encontrar tincones, in- teriores y hasta cuadras enteras, donde el tiempo, como siempre, tenia una continuidad indestructible. Como el Pasaje Part, por cjemplo, que por inversién y para- doja tesulté el anzuelo perfecto para él. Santillana mostré un entusiasmo tan intenso, una excitacién por su llegada, que casi llegé a pensar en tuna posible atraccién sexual, aunque pronto la deseché: Victor tena una novia insospechable, y le basté un dia de convivencia para encontratlo parejamente entregado al entusiasmo acerca de todo y todas las cosas. Como yale debfa el favor de quedarse en su casa, no lo catalo- 8 como un cretino, como solia hacer ante estados de euforia semejantes. Le tenia preparadas, por ejemplo, las secciones de avisos clasificados de La Capital de tres dias, para que pudiera salir a buscar tranquilo. Lucantis habia pensado en abrir una especie de disquerfa chica, exclusiva, pero Santillana se largé a reir. Habfa vatias, no se ganaba demasiado, y con el tiempo todo eso seria barrido por Internet. Lucantis no dijo nada ni a favor ni en contra de su tesis. Después, cuando fueron a tomar algo luego de recorrer algu- nos locales, terminaron por determinar que no estarla mal abrir un negocio que tuviera todo lo relacionado 48 con Ia llamada new age: angelologia, flores de Bach, libros de psicologia gestaltica (la de Fritz Perls, no la de los alemanes), metafisica (la de Conny Méndez, no la de Aristételes), velas curativas, aromaverapia, esen- cias indigenas... No podia parar de agregar items. A Santillana lo asombré la facilidad con que se manejaba Lucantis en ese tertitorio. Le explicé que Verénica, una amiga de Buenos Aires, vivia de esas cosas, ni siquiera con un local, visitando casa por casa: incluso tiraba el Tarot, sabia consultar el 1 Ching. Se controlé y oculté su propio interés en el asunto unos afios atras, motorizado al principio por el interés por Verénica, y después entregindose al aberinto de cosas nuevas, que siempre lo arrastraban como un remolino. Un dia vio que se offecia un local en pleno cen- tro, en una especie de galerfa con salida a la peatonal (Cérdoba, entre San Martin y Maipti, por un lado, y a Santa Fe, por el otro. El punto era inmejorable, pero cuando entré al Pasaje Pam dudé un poco. En primer lugar sintié que retrocedia casi veinte o treinta afios en el tiempo: sobre la izquierda se vefa un ascensor de reja antiquisimo, en perfecto estado de funcionamiento aunque ruidoso), que iba a los pisos superiores. Des- pués los locales, de eurismo, de ayuda legal (como los estudios de arriba, segiin un par de carteles), le parecie- ron casi embalsamados, de poco movimiento. Hacia el centro de la manzana, el amplio corredor se ampliaba uun poco en una especie de patio techado, y alli se vefa un local més grande, colorido, moderno, que inclufa cn su interior algo esencial: clientes. Después supo que su dueiia, Floresta Bale (a quien siempre le llamarfa, 49 inevitablemence “béil”, en inglés), era una figura ca- racteristica de la ciudad. Esa primera vez simplemente toms nota de la vidriera cargada de pequefios 0 grandes objetos muy vatiados y raros, y siguié un poco més. Alll se quedé, petrificado. Porque después de esa zona, y de ver primero desde afuera el local que oftecta en alquiler la Editorial Rotaria, quedé enfrentado al segundo tramo del Pasaje. La anchura se estrechaba hasta ser casi la de un pasillo comin, la uz bajaba mu- cho. ¥ el retroceso en el tiempo ya era de varias dé- cadas. Porque los globos de luz eran antiquisimos, de cristal transparente, casi reliquias, los tonos marrones wocres, todo sin una sola falla en el empaste temporal. Casi en la mitad hacia la calle Santa Fe (donde la luz del sol brillaba a lo lejos), habia un cartel rectangular de pléstico antiquisimo, en ese momento iluminado, ‘que anunciaba a la Asociacién Rosarina de Esperanto. Se detuvo diez metros después de entrar a ese espacio arcaico, entre fascinado y atemorizado: estaba a punto de dejarse llevar por la hipnosis personal, como tan- tas otras veces. Sonriendo, se dio cuenta de que tenia los pies abiertos en un angulo doble y perfecto de 45°, sefial de que le segufa funcionando la cabéza. Ast que retrocedi6, vio por dentro el local que oftecfan, se dio cuenta de que no habia que invertir demasiado para djarlo en condiciones, y prometié pasar a la tarde. Santillana ya le habia offecido salirle de garante, y su apellido pesaba en la ciudad. El primer mes lo ocupé en dejar en condiciones el lugar, comprar el biombo, buscar y conseguir provee- dores mezclados de Buenos Aires con algunos pocos de Rosario, y tener un stock para arrancar. Tres meses después, estaba desesperado. No tenia nada que ver con el rendimiento del negocio, que fun- cionaba de modo mediocre pero parejo. El Ifo eran los papeles. Se le iban acumulando facturas sin ascntar, impuestos o servicios a pagar, y basura lisa y lana en uun mazacote indistinguible. El proceso tenia que ver con una conviccién que resulké falsa: aquel cambio de Jugar lo convertisia en alguien organizado y eficaz en ese plano que nunca habfa dominado: los tramites y los cumplimientos. Su vida entera entraria en otra etapa, luminosa y despejada, y podria hacer todo solo. No fue asi Como tenfan los locales casi pegados, mas de una vez intercambiaba didlogos entre intrascendentes y monosilabicos con Floresta “Béil”, No tardé en contar- le su problema, y de inmediato la cara saludable de la ‘mujer se abrié en una sonrisa esplendorosa: —Tengo la solucién -dijo. Le hablé-de Laura Tagomi. No era exactamente tuna gestora, sino una etapa intermedia: manejaba va- rias contabilidades de negocios chicos, y los trémites Jos hacia un verdadero gestor, que le cobraba a ella un porcentaje. Acepté que le diera su niimero de teléfono, entre aliviado y temeroso. Cuando vio el cuerpo pequefio, el pelo negro muy corto y la cara atenta pero inexpresiva, Lucantis pen- 56 que se habia equivocado al ofr el nombre, y que se st trataba de Lauro Tagomi. Pero en cuanto se pusieron a conversar para llegar a un acuerdo, se dio cuenta de que Tagomi no era ni siquiera neutra, sino claramente femenina, pero a la oriental. El divague especulativo con el erotismo de las mujeres orientales cra casi un acertijo popular en Palermo Viejo, y aqui no pudo de- jar de ejercerlo, pero con un resultado final cero, un ceto redondo que terminaba estableciendo un nuevo acertijo, que se negaba a investigar. Tagomi pasaba los viernes, y sino habla demasiados papeles trabajaba en el negocio mismo, de lo contrario se los llevaba para terminarlos en el fin de semana. Después de un mes y medio de trabajo juntos Tagomi se convirtié en un punto de referencia estable de su “entorno”, como le habia llamado Tom cuando le hablé de Rosario. El otro punto de referencia, recobrado del pasado, habia sido Roberto Taborda. Desde su llegada, se sentia obsesionado por los miikiples elementos (calles, rinco- nes de plaza, hombres y mujeres concretas) que parecian copiat a la perfeccién calles, rincones de plaza, hombres ‘© mujeres concretos que habia conocido en otras ciuda- des, bisicamente Buenos Aires. Por eso se quedé aténito cuando después de cerrar el local, salié a la peatonal y vio avanzar hacia él un caleo de Roberto Taborda, el rosarino aquel con el que hablaban hasta por los codos unos afios atrés en Buenos Aires. El hechizo mistetioso se rompié en cuanto Taborda lo vio a Lucantis, casi a punto de chocarlo, ran discraido venfa. Largaron una carcajada, se abrazaron, y fueron a tomar algo. ‘A partir de entonces se velan entre una y tres ve- ces por semana. Continuaron temas de las conversa- 52 ciones anteriores como si no hubiera pasado un solo dia: Antonio Berni, la dificultad de expresar el niicleo existencial de Rosario, la fantochada que era toda la plastica contemporinea, tan alejada desde hacia tiem- po de la pintura “de verdad”. ‘También se hacian pie ‘mutuamente para justificar la posicién de cada uno: el rechazo de Lucantis por Buenos Aires (aunque durante los dos primeros afios viajaba casi codos los fines de semana, extrafiando sus costumbres palermitanas) o la articulacién que hacia Taborda de sus trabajos mera- mente alimenticios (disefio de estampado para telas, algtin mural de vez en cuando, trabajos de publicidad) negindose terminantemente, sin embargo, a armar vi- drieras, otra actividad posible, por su semejanza con las ““nstalaciones”, su bestia negra Cuando se cumplié el primer semestre desde que habia iniciado las actividades del local, ya contaba con media docena de personas convertidas en amigos, y que lo consideraba a él mismo alguien que se iba in- crustando en los circuitos y costumbres de esa man- zana, Incluso percibian en él cosas que él mismo pasa- ba por alto. A Tagomi, por ejemplo, Lucantis le habia confiado que cuando estaba concentrado © pensando en algo espectfico, colocaba, de pronto o lentamente, sin darse cuenta, los pies en un Angulo perfecto de 45°. Pero después de percibirlo tres o cuatro veces Tagomi, descubrié ademds que cuando Lucantis estaba un poco deprimido 0 desganado, hacia que los pies convergie- ran en vex de apartarse, en otro angulo perfectamente medido, pero inferior, de unos 10°, Lucantis sacé la cuenta de cudnto tiempo habia pa- sado desde la muerte y entierro de Taborda hasta que Alejandra lo llamé para pedirle un favor. Siete meses. Una cifra totalmente boluda, pens6. Tocé timbre en la casita que habia sido de su amigo, y la leve sensacién de familiaridad que le provocé este gesto se disipé casi de inmediato cuando ningun ladrido irritante siguié a la llamada. En cambio, Alejandra abrié la puerta sin més ceremonias. Se saludaron con una suave incomodidad, producto de la sitwacién para la que ninguno de los dos estaba del todo preparado, =i Magdalena? —pregunté Lucantis. ‘Alejandra miré con indiferencia la habitacién. =No sé... hace dias que ni la veo, Era de Roberto, viste. Ah, claro —dijo Lucantis, que desconocfa ese de- talle, Se sintié obligado a seguir encaminando la conver- sacién. Las viudas lo ponfan nervioso. =;Cémo la estés llevando? Bien, bien —dijo Alejandra, como si le hablaran de un brazo roto, o un quebranto econémico-. Las cosas se estin normalizando, yo qué sé. 58 ~{Los chicos? -En el colegio —respondié Alejandra. Algo en su tono le indicé a Lucantis que esa era coda Ja infor- macién que estaba dispuesta a dar sobre el tema. Se sentaron en la mesa del comedor. Alejandra le ofrecié café, Lucantis acept6, Mientras Alejandra iba a la co- cina pudo contemplar la habitacién. Estaba igual que cuando su amigo vivia, pulera y sencilla, como los dor- mitorios que se atisbaban por las puertas entreabiertas. Se alegeé de no tener que ir al fondo. La charla no fue ni tensa ni crispada ni violenta. Fue tan sdlo deshilachada. Era obvio que ninguno queria ahondar mucho en los sentimientos del otro, y para ambos fue un alivio cuando Alejandra por fin entré a hablar sobre el favor que le queria pedir. Mir, el tema es que hay un galerista en Buenos ‘Aires que hace aftos que tiene cuadros de Roberto. Ca- paz que lo conocés. Era el que le exponia cosas cuando estaba alld. —Filomberto? ‘Aunque haefa aiios que no ofa hablar del sujeto, Lu- cantis estaba seguro de que no podria olvidar el apelli- do hasta el dia en que mutiera. Con Taborda habjan hecho literalmente miles de chistes al respecto, que por lo general incluian las palabra “abierto” y “mamerto”, No, el otro, Guitarrini. Lucantis se sorprendié. Taborda jamés se lo habia mencionado, estaba seguro, porque con un apellido asi las posibilidades humoristicas eran enormes. No tantas como con Filomberto, pero abundantes. =No, nunca me lo mencioné, 56 Alejandra no mostré sorpresa por el dato. —Bueno, resulta que este Guitarrini hace aiios y afios que tenia una serie de cuadros de Roberto juntando polvo, Y cl afio pasado, en una reforma de un ministe- tio, los colocé todos para decorar pasillos. Doce cua- dros de un saque, Roberto nunca habfa vendido tanto. La plata no era mucha, pero bueno. ~Si, estd bien. —Enronces el Guitarrini este le dice que en unos po- cos meses el ministerio le paga. Y justo por esas fechas Roberto, bueno... se muere. Aji —Lucantis no supo qué decir. Si, una macana. Lo empiezo a llamar a Guitartini ¥y me empieza a esquivar. Que la plata no est, que ya vvaa estar, esas cosas. Yast levamos meses. Vos que vas a Buenos Aires, ;podrias darme una mano? =Si, claro dijo Lucantis sin pensar. Alejandra le dio un papel con los datos de la galeria de Guitarrini, hhablaron sin ganas otro rato y al fin Lucantis salié. En la puerta se le ocurrié una iltima pregunta. “Alejandra, cudnto hace que estas hablando con este tipo? {Que me tiene a cuentos? ¥ mird, desde que lo llamé la primera vez ya me dice que si pero que no. Yo llamé una semana después de que mutié Roberto, ast que ya van sicte meses. Qué disparace —dijo Lucantis, le dio a la viuda un leve beso en Ia mejilla y salié rumbo 2 la parada del trole, amargado. En [a siguiente visita a Buenos Aires, Lucantis tra- 16 sin éxito de contactar a Guitarrini. Lo mismo en la otra, aunque pudo hablar con su asistente. Insistié vatias veces desde Rosario, hasta que al fin Guitarrini se puso al teléfono, Combinaron un encuentro para la préxima ida de Lucantis a Palermo, pero los horarios ‘eran un problema, Por fin quedaron de verse en la ga- lerfa el sébado a las once de la noche. Lucantis llamé a Alejandra para contarle del avan- ce, Hacfa semanas que no hablaban, desde la visita a la casa. La viuda lo escuché en silencio, y le contesté desangeladamente Ah, pensé que te habfas olvidado, como pasé tanto tiempo. ‘A Lucantis se le fueron las ganas de seguir hablan- do, y corté después de una apresurada despedida. Viamonte estaba oscura y vacia, con algo del aban- dono de un mono de zoolégico después de la partida del décimo grupo de colegiales del dia, abotargado y sin fuerzas ni para sacarse las pulgas, que en el caso de Viamonte tomaban la forma de grandes bolsas de basura apiladas junto a las puertas de los comercios. En la galeria de Guitarrini, un local con el frente cu- bietto de molduras de yeso vagamente barrocas, sélo una mortecina luz que se vefa apenas al fondo podria hacer sospechar que habia alguien adentro. Lucantis no encontré timbre, asf que golped la puerta de vidrio 58 con una moneda, Pas6 un buen rato, y estaba por gol- pear de nucvo, cuando unas sombras se movieron a la distancia, y entrevié un cuerpo que se aproximaba a la puerta {Usted es el que viene de parte de Taborda? ~pre- gunté quicn abrié la puerta, sin que Lucantis pudiera verlo en las tinicblas del local. ~Si—contesté, desechando alternativas més joviales como “el mismo”, “exactamente” 0 “esti en lo cierto”, no por seriedad sino porque le parecié mal usar un ¢s- tilo desenfadado traténdose del encargo de un muerto. Més bien de una viuda, se recordé, y le parecié opor- tuno corregir al galerista “Vengo de parte de la vinda, en realidad. El galerista chasqueé los labios tres veces. —Cierto, cierto, qué desgracia, pobre Taborda. Bue- no, pase, venga a la oficina, Cruzaron la galerla, que en la oscuridad era una serie de bultos informes y manchas de sombras en las paredes. Fl piso de madera se hundia bajo los pasos de Lucantis, y todo el lugar olfa a polvo recién barrido. El recorrido fue tan largo que se sintié obligado a decir algo. —Me cost6 dar con usted, su secretatio me fileraba siempre, El galerista se ri, —Ah, Facundo, qué tipo eficiente. Me cuida como si fuera la corona de Inglaterra, pero en el fondo me odia. Se detuvo y se volvié para mirar a Lucantis con lo que pudo ser una sonrisa cémplice, un gesto de espan- to, una cafda de ojos o una sacada de lengua. En la oscuridad, Lucantis no pudo ver nada 9

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