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Baquero - Pensarlaeducacion en Tiempso de Pandemia
Baquero - Pensarlaeducacion en Tiempso de Pandemia
Ricardo Baquero
Es necesario aclarar que las palabras que siguen son un tanto forzadas. Forzadas
por las circunstancias, por confiar más en la invitación de mi colega y amiga Inés
Dussel que en mí, y forzadas por desarmar mi intento de llamarme a prudente si-
lencio. La lectura del reciente y, si cabe, bello número de junio de la revista Para
Juanito, reforzó mi sensación de no tener nada oportuno para decir, de que debo
ante todo escuchar. Pero el colega Horacio Cárdenas, entre sus lúcidas palabras,
dibuja las siguientes: «Sabemos que ahora hay que estar y hay que hacer. Como
nunca, como siempre. Claramente ahora no se puede no estar. Prestar una palabra,
arrimar una imagen o compartir melodías es convocar una posibilidad» (Cárdenas,
2020: 23). Temo que mi silencio se confunda con desinterés, desapego, falta de
sensibilidad o de generosidad para al menos compartir o prestar una palabra. El
«no se puede no estar» no es un mandato, sino un dato. Estamos en el mismo suelo.
La memoria me llevó a otros tiempos de desasosiego. En los momentos pos-
teriores al cimbronazo del 2001, el director de un anexo de una escuela media
de la Provincia de Buenos Aires, que orillaba el Riachuelo, me comentaba en el
entretiempo de una actividad que su preocupación mayor y más urgente había
sido, por muchos días, que los estudiantes, sus estudiantes, simplemente volvie-
ran a la escuela. Esto condensaba, en su sobria y grave descripción, la necesidad
brutal de jerarquizar la vida por sobre todo; condensaba que los estudiantes de
barriadas populares estaban en gran medida condenados o incluso alentados a
delinquir para poder subsistir y que en ese subsistir se jugaba, muchas veces, su
libertad o su vida. Celebraba entonces que volvieran al amparo de ese espacio
escolar que solo esperaba sus presencias y se proponía que vivieran, que trabajo-
samente la sobrevida pudiera recuperar los sentidos del vivir.
Por mucho tiempo no pude reunir la semblanza de ese espacio más que bajo
la figura de una suerte de espacio «religioso» en su profundo sentido ideal, lo
sé: espacio fraterno, maternal o paternal, de donación incondicional de cuidado,
consuelo, protección, confianza y apertura de horizontes vitales. La crisis, una de
tantas, sacudía el propio territorio de las vidas y obligaba a jerarquizar, valorar,
crear posibilidad.
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Parecería que la escuela paga caro el precio de haberse gestado como un espacio
otro, diferenciado tanto material como simbólicamente. En parte, claro, guarda
las marcas recientes y presentes de sus prácticas normalizadoras y disciplinarias.
Entre las más recientes, la de supuestamente no haber pasado airosa las pruebas
estandarizadas o intuitivas de una economía de logros de rendimientos a escala.
Como se ha señalado con recurrencia, el espacio escolar está bajo sospecha y a
la defensiva, debiendo mostrar credenciales de eficiencia o, al menos, de una no
obsolescencia vergonzante (Simons y Masschelein, 2014; Dussel y Trujillo, 2018;
Larrosa, 2019). Pero el espacio escolar, siendo justos, ha operado y puede operar
–ya me lo mostró aquel colega de las orillas del Riachuelo– como un espacio otro,
que llega a suspender o resignificar su propia lógica inercial e, incluso, la profana.
Entiendo que esta resignificación cambia el sentido de una de las acusaciones
más largas que arrastra el espacio escolar, el del carácter descontextualizado de
sus aprendizajes. Conviene repasar algo de la polisemia de este término en sus
resonancias en educación. En general la idea de aprendizaje descontextualizado
es usada para referir a cierta ignorancia o desprecio –ya sea en el sentido técnico
como moral– por las condiciones de recepción de los estudiantes; también, se
refiere a no anclar el saber a enseñar –dentro de una trama que le otorgue signi-
ficatividad teórica o práctica– desde el punto de vista del propio conocimiento.
Hemos desarrollado en otros sitios el vínculo de esta noción con la de significa-
tividad de los aprendizajes. En ambos casos, al fin, se tratará de un obstáculo o
más bien del resultado de no lograr que los conocimientos enseñados resulten
LA TORSIÓN DEL ESPACIO ESCOLAR 233
No intento desplegar una discusión compleja, que me excede. Solo aspiro a re-
cordar que corremos el riesgo, ya señalado por numerosos autores, incluidos es-
pecialistas en educación y cultura digital, de apostar a una tecnopedagogía que,
ahora sí, resuelva por fin el problema de la enseñanza en cualquiera de sus es-
cenarios. No afirmo nada nuevo, pero sí agrego que esta falsa creencia descansa
sobre otros supuestos de larga duración: el de la existencia de modos naturales
de aprender y, al fin, los de un niño y un «hombre» natural.
Sumemos a esto la firme creencia –no ya la hipótesis– de que es desde ya
deseable pero además prácticamente posible diseñar una oferta de aprendizajes
ubicuos. Esto es, para el lector no avisado y en su versión caricaturesca, como
enuncia nuestro epígrafe –que no hace justicia a la extensa y seria literatura so-
bre el tema–: un aprendizaje que puede darse «anyone, anywhere, anytime»,
dadas las posibilidades tecnopedagógicas existentes, sobre todo potenciadas a
partir de la relativa accesibilidad a los smartphones y la sofisticación de los en-
tornos de aprendizaje digital, aunque ambas cosas no siempre se den la mano. En
este sentido, se nos describe una secuencia de cambios constatables de acuerdo
a lo que, bien mirado, son las ofertas del mercado, que han ido del e-learning
al m-learning y, ahora, habrían arribado al u-learning (e, de electrónico; m, de
móvil –de teléfono o tablet con conectividad móvil– y u, de ubicuidad).
Como se sabe, en las tempranas aproximaciones de Burbules (2012, 2014) a la
ubicuidad de los aprendizajes había un llamado cuidadoso: daba pasos esperan-
zadores hacia la versatilidad de las instancias de aprendizaje (ofrecidas por los
medios digitales o no) pero advertía, a la vez, sobre los delicados acoplamientos
necesarios en el largo plazo para arribar a cierto final feliz. Entre tales adverten-
cias estaba, claro, que la ubicuidad de una propuesta requería sensibilidad por
los contextos y singularidades de los aprendices. Esta idea se verá reforzada al
proponer el autor que los enfoques situacionales pueden ser potentes, por ejem-
plo, para comprender la lógica y efectos de las redes sociales (Burbules, 2016).
Si traigo este tema es porque, más allá de lo refinado y convocante a discutir
del trabajo de Burbules, en el contexto del covid-19 parece estar flotando en el
imaginario la idea de que, en verdad, contamos ya con dispositivos tecnopeda-
gógicos suficientes y probados, a prueba de contextos y armoniosos con la afi-
nidad por lo multisensorial y lúdico que, se supone, caracteriza a todo niño en
su naturaleza. Según esa misma idea, si tales dispositivos pedagógicos no son
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Hay algo instalado acerca de que esta crisis nos tomó por sorpresa y sin «es-
tar preparados». En verdad, si de condiciones sanitarias o materiales se trata, la
cuestión es más grave: nos tomó casi desarmados por activas prácticas de des-
mantelamiento de lo público o por anestesiadas inercias resignadas al nopoder-
miento, como se lo grafica en el Ferdydurke de Gombrowicz.
Una vez más se nos coloca, como educadores, como escuelas, como alumnos y
familias, en un lugar de déficit y de innumerables carencias. No se trata, claro, de
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Aprender puede ser gozoso, pero siempre es trabajoso. Esto, que suena a viejo
refrán, indica que podemos profanar al «trabajo» para recuperarlo como poten-
cia transformadora y creativa. Suena también a lugar común, pero intentemos
que se trate de un bien común.
Aprender implica estar situados y estamos situados de una manera que es
conocida y desconocida. A la vez, de lo único que estamos seguros es de que no
podrá producir equivalencias con aquella situación de cruces veloces de miradas
y cuerpos con calor. El aprendizaje es vivencial. Sabemos que el aprendizaje se
produce mediante sutiles juegos de relaciones singulares donde se enhebran re-
cursos rústicos o sofisticados, emplazamientos, objetos a compartir, las prácticas
que desplegamos y la extrema y variable singularidad, tan mapeada, de los mo-
dos de enseñar y los modos de aprender.
El aprendizaje supone compartir motivos más que estar motivados. ¿Tene-
mos alumnos y maestros «desmotivados»? Probablemente sí, y es razonable. Es-
tamos barajando y jerarquizando entre las prioridades y lo imprescindible para
dotar de buenos motivos al frágil espacio escolar, en un contexto de amenaza
a nuestras vidas y, muchas veces, de orfandad de recursos. El tupé de ciertos
psicólogos cínicos (ha leído bien, lector, escribí «cínicos», no «clínicos») insinúa
rasgos cuasi patológicos más que la esperable sensibilidad ante la conciencia de
la fragilidad. Pareciera, para algunos de ellos, haber simplemente cierta falta de
pensamiento positivo y, quien sabe, no haber aprendido de modo suficiente a
respirar acompasadamente para autorregular nuestras emociones. Es decir, se
trata de «cambiar a la víctima», como nos lo advirtieron hace más de cincuenta
años.
Nuestros cuerpos sienten y piensan que precisamos una pausa. Precisamen-
te para pensar, para descansar, para ensayar, para compartir, para no atosigar.
Para procesar todo lo que nos sucede, incluido lo que aprendemos sobre o mien-
tras nos sucede. Necesitamos con urgencia tiempo, valga la paradoja, y que no
nos confundan los tiempos de los logros y las acreditaciones, a cuya urgencia
deberemos responder solo en las ocasiones en que sea crítico o implique una
pérdida seria para el estudiante.
Debo reparar la injusticia de haber pensado aquella escuela media de las
orillas del 2001 del Riachuelo como un espacio «religioso», sin advertir que se
me estaba mostrando –lo cual en ciertos casos tiene un efecto más contundente
que el demostrar– un genuino espacio escolar y educativo, por derecho propio
y singularidad de su sentido. Si algo de los logros del aprender se ralentizan,
deberemos evaluar con cuidado –sumo cuidado– si se debió a nuestra ausen-
cia, a nuestra carencia o, por el contrario, a nuestro modo de estar presentes
y atentos a las otras maneras de aprender a vivir que son propias de la vida
escolar.
Muchos testimonios que emocionan indican que hubo puentes, y que se si-
guen conservando con celo las intenciones de preservar espacios singulares y
comunes para compartir o producir experiencia. No parece demasiado relevante
a qué velocidad se transita esos puentes, sino nuestra mutua presencia y el recor-
dar y sostener que hay otro lugar siempre por construir.
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