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1,5. A Game of Fate
1,5. A Game of Fate
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Hades
Perséfone
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H
ades se manifestó cerca de la Costa de los Dioses.
A la luz del sol, la costa se jactaba de aguas turquesas y playas
blancas e inmaculadas, todo ello ante el telón de fondo de
acantilados, grutas, y un monasterio construido en mármol
blanco y verde al que se podía acceder después de subir trescientos
escalones. Los mortales acudían aquí para nadar, navegar y hacer snorkel.
Era un oasis, hasta que el sol hacía su ardiente descenso en el cielo.
Después del crepúsculo, el mal se movía en la noche oscura, bajo un
cielo de estrellas y un océano iluminado por la luz de luna. Llegó en barcos
y se movió a través de Nueva Grecia, y Hades estaba aquí para neutralizarlo.
Se volvió, la grava crujió bajo sus pies y caminó en dirección a La
Compañía Corinto, una pesquería que ocupaba una gran cantidad de bienes
raíces en la costa. La fachada de yeso del almacén se mezclaba a la
perfección con la arquitectura antigua que adornaba la costa, luciendo
gastada, blanqueada y encantadora. Una simple lámpara negra resaltaba
un letrero con el nombre de la empresa, escrito con una fuente que presumía
prestigio y poder, características admirables cuando pertenecían a los
mejores de la sociedad.
Peligrosas cuando pertenecían a lo peor.
Un mortal se movió en las sombras. Había estado allí desde que llegó
y, sin duda, pensaba que estaba bien escondido, lo que tal vez era para otros
mortales, pero Hades era un dios y poseía las sombras. 5
Al pasar, el hombre se movió y Hades se giró, su mano alcanzó la del
mortal. Sostenía una pistola. Miró el arma y luego al hombre, una sonrisa
maliciosa cruzó sus labios.
Un segundo después, púas afiladas se extendieron desde la punta de
los dedos de Hades, hundiéndose en la carne del hombre. Su arma cayó al
suelo y él cayó de rodillas con un grito gutural.
—Por favor, perdóneme, milord —suplicó el hombre—. No sabía.
Hades siempre encontraba intrigantes los segundos antes de la
muerte de un mortal. Especialmente cuando se trataba de uno como este,
uno que habría matado sin pensarlo y, sin embargo, temía su propia
desaparición.
Apretó su agarre y, mientras el hombre temblaba, el dios se rio.
—Tu muerte no es inminente —dijo Hades, y el mortal miró hacia
arriba—. Pero hablaré con tu empleador.
—¿Mi empleador?
Hades casi gimió. Entonces el mortal se haría el tonto.
—Sísifo de Ephyra.
—É-él no está aquí.
Mentira.
El conocimiento cubrió su lengua como ceniza, secándole la garganta.
Levantó al hombre por el brazo, con púas aún incrustadas en su piel,
hasta que sus miradas estuvieron al mismo nivel. Fue desde este ángulo
que notó un tatuaje en la muñeca del hombre. Era un triángulo, ahora
empalmado por las púas que se extendían desde sus dedos.
—No necesito tu ayuda para entrar en ese almacén —dijo Hades—. Lo
que necesito de ti es un ejemplo.
—¿U-un ejemplo?
Hades decidió usar acciones para explicar, tallando dos profundas
fisuras en el rostro del hombre. Mientras la sangre cubría su piel, cuello y
ropa, el dios lo arrastró hasta la entrada del almacén, abrió las puertas de
una patada y entró.
Lo que había parecido un edificio desde la orilla, ahora parecía ser
una pared, porque en lugar de caminar hacia un espacio cerrado, Hades se
encontró en un patio abierto al cielo oscuro. La tierra estaba desnuda y
había grandes estanques sobre el suelo con peces. El aire olía a océano,
podredumbre y sal. Odiaba el hedor.
Los trabajadores vestidos con overoles negros se giraron para ver al
dios empujar al ensangrentado mortal hacia delante. El hombre trastabilló, 6
pero se contuvo antes de caer al suelo. Otro hombre se acercó frente a
Hades, flanqueado por dos grandes guardaespaldas. Vestía un traje blanco
y tenía los dedos gordos y cubiertos con anillos de oro. Su cabello era corto
y negro, su barba cuidada y enhebrada con plata.
—Sís, yo-yo-no fue mi culpa —dijo el hombre mientras se tambaleaba
hacia delante—. Yo…
Sísifo sacó un arma y le disparó. Cayó, golpeando el suelo con un
ruido sordo. Hades miró el cuerpo inmóvil y luego a Sísifo.
—Él no estaba equivocado —dijo Hades.
—No lo maté porque te dejó entrar en mi propiedad. Lo maté porque
le ha faltado el respeto a un dios.
Una exhibición como esa generalmente provenía de un sujeto leal.
Hades tenía pocos, y sabía que Sísifo no era uno de ellos.
—¿Esta es tu versión de un sacrificio?
—Depende —respondió el hombre, haciendo crujir su cuello y
entregando su arma al guardaespaldas de la derecha—. ¿Lo aceptas?
—No.
—Entonces fue el negocio.
Sísifo se enderezó las solapas de su chaqueta y se ajustó los gemelos,
y Hades notó el mismo tatuaje de triángulo en su muñeca.
—¿Entramos? —El mortal le indicó a Hades que caminara al frente,
hacia una oficina en el lado opuesto del patio—. Divinidad primero.
—Insisto —declinó Hades.
A pesar de su poder, nunca estuvo ansioso por darle la espalda.
Los ojos de Sísifo se entrecerraron levemente. El mortal
probablemente vio la negativa de Hades a liderar como una forma de falta
de respeto, principalmente porque mostraba que Hades no confiaba en él.
Irónico, considerando que Sísifo había roto una de las reglas más antiguas
de la hospitalidad, la ley de Xenia, al matar a su competencia después de
invitarlos a su territorio.
Era solo una de las transgresiones de Sísifo que Hades estaba aquí
para abordar.
—Muy bien, milord. —El mortal ofreció una sonrisa fría antes de
dirigirse hacia su oficina, con los dos guardaespaldas a cuestas. Su
presencia era divertida, como si los dos mortales pudieran proteger a Sísifo
de él.
Hades se encontró considerando cómo los eliminaría. Tenía varias
opciones: podía llamar a las sombras y dejar que los consumieran, o podía
someterlos. Supuso que la única consideración real era si quería sangre en
su trajeo no.
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Los dos guardaespaldas ocuparon sus lugares a ambos lados de la
puerta cuando Sísifo entró en su oficina. Hades no los miró al pasar.
La oficina era pequeña. Su escritorio era de madera sólida, teñido de
oscuro y lleno de papeleo. A un lado había un teléfono antiguo y al otro una
licorera de cristal y dos vasos. Detrás de él, un par de ventanas daban al
patio, obstruidas por persianas.
Fue detrás del escritorio donde Sísifo eligió pararse, un movimiento
estratégico, imaginó. Puso algo físico entre ellos. Probablemente también era
donde guardaba un depósito de armas. No es que le sirvieran de mucho,
pero Hades había existido durante siglos y sabía que los mortales
desesperados intentarían cualquier cosa.
—¿Burbon? —preguntó Sísifo mientras descorchaba la licorera.
—No.
El mortal miró fijamente a Hades por un momento antes de servirse
un vaso. Tomó un sorbo y preguntó:
—¿A qué debo el placer?
Hades miró hacia la puerta. Desde aquí, podía ver los estanques, y
asintió hacia ellos.
—Sé que están escondiendo drogas en tus piscinas —dijo—. También
sé que usas esta empresa como fachada para trasladarlas por Nueva Grecia
y que matas a cualquiera que se interponga en tu camino.
Sísifo miró fijamente a Hades por un momento y luego tomó un sorbo
lento de su vaso antes de preguntar:
—¿Has venido a quitarme la vida?
—No.
No era mentira. Hades no cosechaba almas, Tánatos sí, pero el Dios
del Inframundo pudo ver que Sísifo debía recibir la visita pronto. La visión
había llegado, espontáneamente, como un recuerdo de hace mucho tiempo.
Sísifo, vestido elegantemente, derrumbándose al salir de un restaurante de
lujo.
Nunca recuperaría la conciencia.
Y, antes de que eso sucediera, Hades tendría equilibrio.
—¿Entonces debería asumir que quieres una tajada?
Hades inclinó la cabeza hacia un lado.
—De algún tipo.
Sísifo se rio entre dientes.
—Quién lo hubiera imaginado, el Dios de los Muertos vino a negociar.
Hades apretó los dientes. No le gustó la implicación de las palabras
de Sísifo, como si el mortal pensara que tenía la ventaja. 8
—Como penitencia por tus delitos, donarás la mitad de tus ingresos a
las personas sin hogar. Después de todo, eres responsable de muchos de
ellos.
Las drogas que traficaba Sísifo habían destruido vidas, devorando a
los mortales de dentro hacia fuera con adicción y encendiendo la violencia
en las comunidades, y si bien él no fue el único responsable, fueron sus
barcos los que la llevaron al continente y sus camiones las que la
transportaron a Nueva Grecia.
—¿No se cumple la penitencia en la otra vida? —preguntó Sísifo.
—Considéralo un favor. Te estoy permitiendo un comienzo temprano.
Sísifo usó su lengua para hurgarse entre los dientes, luego se rio en
silencio.
—Sabes, nunca te describen como un dios justo.
—No lo soy.
—Obligar a delincuentes como yo a donar a organizaciones benéficas
es justo.
—Es equilibrio. Un precio que pagas por el mal que esparces.
Hades no creía en erradicar el mundo del mal, porque no creía que
fuera posible. Lo que era malo para uno era la lucha por la libertad para
otro, la Gran Guerra fue un ejemplo. Un lado luchó por sus dioses, su
religión, el otro luchó por liberarse de su presunto opresor. Lo mejor que
pudo hacer fue ofrecer un toque de redención para que su sentencia en el
Inframundo eventualmente condujera a los campos de Asfódelos.
—Pero tú no eres el Dios del Equilibrio. Tú eres el Dios de los Muertos.
No serviría de nada explicar el funcionamiento de las Moiras, el
equilibrio que se esforzaban por crear en el mundo, por lo que permaneció
en silencio. Sísifo sacó una caja de metal del bolsillo interior de su chaqueta
y tomó un cigarrillo.
—Te diré qué. —Se llevó el cigarrillo a los labios y lo encendió. El olor
a nicotina llenó la pequeña sala: ceniciento, rancio y químico—. Donaré un
millón y ya no violaré la ley de Xenia.
Hades hizo una pausa por un momento y usó el silencio para reprimir
la corriente de ira que las palabras del mortal encendieron, sus manos
haciéndose puños. No hace mucho, él hubiera dejado que su furia se hiciera
cargo, mandando al mortal al Tártaro sin pensarlo dos veces. En lugar de
eso, dejo que la oscuridad hiciera el trabajo por él. Fuera de la oficina de
Sísifo, Hades llamó a las sombras y ellas se deslizaron a través del exterior
de edificio, oscureciendo las ventanas mientras pasaron.
Hades observó mientras Sísifo se giraba, sus ojos siguiendo las
sombras hasta que se acercaron a los dos guardaespaldas al frente de la 9
oficina. En el siguiente segundo, se deslizaron en cada orificio de sus
cuerpos y colapsaron, muertos.
Los ojos de Sísifo regresaron a los de Hades y sonrió.
—Pensándolo bien, tiene un acuerdo, lord Hades —dijo Sísifo—.
Doscientos cincuenta millones serán.
—Tres —contestó Hades.
Desafío destelló de la mirada del mortal.
—Eso es más de la mitad de mi ingreso.
—Un castigo por hacerme perder el tiempo —dijo Hades. Comenzó a
girarse para dejar la oficina antes de hacer una pausa. Miró sobre su
hombro al mortal—. Y no me preocupa que se rompa la ley de Xenia, mortal.
No te queda mucho tiempo.
Sísifo quedó en silencio después de las palabras de Hades. Listones
de humo danzaron del cigarrillo suspendido entre sus dedos. Después de
un momento, lo levantó y lo apagó en su bebida.
—Dime algo —dijo él—. ¿Por qué hacerlo? ¿Negociación y equilibrio?
¿Tienes esperanza por la humanidad?
—¿No tienes ninguna? —contrarrestó Hades.
—Vivo entre mortales, lord Hades. Créame, cuando se les dé la opción
de inclinar la balanza hacia un lado u otro, elegirán la oscuridad. Es el
camino más corto con el beneficio más rápido.
—Y con más que perder —dijo Hades—. No me des lecciones sobre la
naturaleza de los mortales, Sísifo. He juzgado a los de tu especie durante un
milenio.
Hades se detuvo frente a la puerta, mirando a los dos hombres que
yacían a sus pies. No se deleitaba con la idea de devolverlos a la vida para
que siguieran difundiendo violencia y muerte, pero sabía que las Moiras
exigirían un sacrificio, alma por alma, y era probable que eligieran almas
que fueran buenas, puras e inocentes.
Equilibrio, pensó Hades y, de repente, odió la palabra.
—Despierten —ordenó.
Y cuando inhalaron fuertes alientos, desapareció.
10
H
ades apareció en su oficina en Nevernight, uno de los clubes
más populares de Nueva Atenas. Eran cerca de las once y, a
medianoche, estaría subiendo a la sala de estar, eligiendo
mortales que anhelaban negociar por sus mayores deseos y
necesidades; salud, amor, y riqueza. Esas eran solo las cosas que él podía
conceder. No incluía peticiones como crear vida, regresar la vida, u otorgar
belleza, deseos que él no concedería.
—Llegas tarde.
La voz de Menta era como un látigo, destrozando sus pensamientos.
La había sentido en el momento en que entró en la habitación, todo fuego y
hielo, y prefería ignorarla cuando estaba así.
Se concentró en ajustarse la corbata y los gemelos, silenciosamente
aliviado de haber elegido la magia de las sombras para derribar a los
guardaespaldas de Sísifo, por lo que no tuvo que escuchar a la ninfa exigir
respuestas. Con su apariencia restaurada, se volvió hacia la ninfa de cabello
llameante. Sus labios, un tono más oscuro que su cabello, estaban torcidos
en un puchero. No le gustaba que la ignoraran.
—Menta, ¿cómo puedo llegar tarde si no cumplo con el horario de
nadie más que el mío?
Menta había sido su asistente desde el principio de los tiempos, y pasó
por fases en las que intentaría ejercer derechos sobre él, derechos sobre su
tiempo, su reino y su cuerpo. Su ansia de control no se le escapó. Reconoció 11
el rasgo en ella porque él mismo lo poseía.
—La tardanza no es atractiva, Hades, ni siquiera en un dios —espetó.
Una sonrisa amenazó sus labios, pero se mantuvo sereno. Su
diversión solo la enojaría más.
—Mientras estabas entreteniendo… —Hades entrecerró los ojos ante
el golpe—. He tenido que entretener a tus invitados.
Las cejas de Hades se fruncieron y el pavor subió por su garganta.
—¿Quién me espera?
Sabía por la expresión de Menta, la forma en que entrecerró los ojos,
y la ligera curva de su boca, que no le gustaría su respuesta.
—Lady Afrodita.
—Mierda —murmuró Hades.
Menta ni siquiera trató de ocultar su diversión, sus labios se curvaron
en una amplia sonrisa.
—Es posible que desees darte prisa —dijo—. Cuando insistí en que te
esperara aquí, dijo que había mucho para entretenerla abajo.
Fantástico. Lo único que salió de Afrodita entreteniéndose fue la guerra.
Suspiró.
—Gracias, Menta.
Claramente complacida por la expresión de gratitud de Hades, Menta
descruzó los brazos, dejándolos caer a los lados.
—¿Le traigo una bebida, milord?
—Sí. De hecho, no voy a tener un vaso vacío esta noche.
Hades se desvaneció y apareció en el suelo de su club, por donde
caminaba silencioso e invisible. Como siempre, estaba lleno de mortales y
humanoides: ninfas, sátiros, quimeras, centauros, ogros y cíclopes. Algunos
usaron glamour, otros no. Algunos simplemente deseaban experimentar la
emoción de asistir al club más famoso de Nueva Atenas, otros miraban con
nostalgia hacia el salón de arriba, con la esperanza de que uno de los
empleados de Hades les ofreciera la contraseña de la noche.
Una contraseña no garantizaba un juego con el Dios de los Muertos,
era solo un paso más en el proceso. Una vez que los mortales atravesaban
las puertas del salón el miedo se instalaba, y ese miedo los alejaba o
desesperaba. Era en los desesperados en los que Hades estaba más
interesado, los que podrían cambiar si se les ofreciera la oportunidad.
Fue un proceso delicado e involucró a muchos jugadores. Hades había
perdido una buena cantidad de negocios, y podía sentirlos contra su piel,
una picazón interminable y un recordatorio del fracaso, pero si podía salvar
una vida en el camino hacia la destrucción, sentía que valía la pena.
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Recogió el aroma de la magia de Afrodita, sal marina y rosas, y la
encontró sentada en el regazo de un hombre de mediana edad. Tenía el
cabello oscuro y ralo. Su frente estaba grasienta y su rostro regordete,
fundiéndose en un cuello sudoroso, alrededor del cual los brazos de Afrodita
estaban entrelazados, sus pechos presionados contra el pecho de él. Hades
notó una banda de oro en el dedo anular izquierdo del hombre. No tenía que
mirar el alma del mortal para saber que era un bastardo infiel.
—¿Por qué no vamos a mi casa, nena? —preguntó el hombre mientras
sus manos exploraban el cuerpo de Afrodita, moviéndose a través de sus
costillas y sus muslos. Hades se encogió al observar la interacción.
—Oh, realmente me gustaría quedarme un poco más. —Estaba
diciendo Afrodita—. ¿No quieres negociar con Hades?
El hombre la apretó, hundiendo los dedos en su trasero.
—Ya no. Eres todo lo que necesito.
—¿De verdad? —dijo Afrodita sin aliento, y se inclinó más cerca, sus
labios rosados a centímetros de los de él.
Hades tuvo que admitir que la Diosa del Amor era una gran actriz.
Ocultó su odio por el hombre y lo distrajo con las manos mientras subían
por su pecho. Hades sintió que su magia aumentaba y supo que estaba
obligando al hombre a decirle la verdad mientras le hacía su siguiente
pregunta.
—¿Qué te hacía falta antes?
Hades sabía la respuesta porque pudo verla. Habían crecido garras en
las inseguridades del mortal mientras envejeció, y se entrelazaron con su
narcisismo y necesidad de sentirse importante. Tenía resentimiento con su
hijo, cerca de su corazón, y había envenenado su sangre, alimentado sus
mentiras y provocado su cadena de engaños. Le quedaba un poco de
humanidad en la culpa que se sentaba sobre sus hombros como una gárgola
lasciva. Para adormecer el dolor, bebió, pero su tolerancia a la bebida había
aumentado en los últimos años, lo que significaba que necesitaba más para
sentirse separado de lo que se había convertido en su vida.
El hombre tenía el alma rota y Hades tenía la sensación de que
Afrodita estaba a punto de destrozarlo.
—Soy inseguro. Necesito saber que otras mujeres todavía me desean.
—¿Y no es suficiente ser querido por tu esposa?
Los bonitos labios de Afrodita se torcieron en una mueca. Los ojos del
hombre se agrandaron, su mente en desacuerdo con lo que salía de su boca.
Hades lo había visto antes, cuando usó el hechizo.
—Amo a mi esposa —dijo—. Solo estoy buscando sexo. 13
—¿Eso es todo? —Ella pestañeó y luego habló con una voz velada por
la oscuridad y fuerte por la promesa—. En ese caso, cuando regreses con tu
esposa esta noche, ella ya no te deseará. Se encogerá ante tu toque y tendrá
arcadas cuando tus labios toquen los suyos. Te rechazará, te dejará y nunca
te recuperarás.
Los ojos del hombre se agrandaron y ya no sostenía a Afrodita, sus
manos se apartaron de su piel como si le quemara.
Esta era Afrodita en su verdadera forma. El mundo mortal creía que
no era más que un ser sexual, que buscaba entretenimiento y placer tanto
de los dioses como de los mortales, pero la verdad era que podía ser un dios
vengativo, especialmente hacia aquellos que traicionaban el amor.
Probablemente era hora de que Hades hiciera acto de presencia.
—Afrodita —saludó, dejando caer su glamour.
La diosa se volvió para encontrarse con su mirada y sonrió.
—Hades —ronroneó con voz sensual, y aunque acababa de maldecir
al mortal que todavía estaba usando como sillón, sus ojos se nublaron de
deseo por el sonido.
—Creo que el mortal ha tenido suficiente emoción por una noche. ¿Por
qué no dejas que se marche?
El rostro de Afrodita cambió ante la mención del infiel, y se volvió para
mirarlo antes de saltar fuera de su regazo.
—Corre, serpiente.
El mortal obedeció y se metió entre la multitud, aturdido.
—¿Qué? —espetó Afrodita cuando volvió a mirar a Hades.
Arqueó las cejas, sorprendido por su veneno.
—Nada. Aunque difícilmente ayudarás al ego del hombre quitándole
el único amor que ha conocido.
Ella se quitó el polvo de las manos.
—Traicionó al amor, por lo que nunca más lo tendrá.
—No creo que tu castigo sea injusto —explicó Hades—. Pero tiene el
potencial de crear un monstruo.
Ella sonrió con su expresión traviesa.
—Entonces es todo tuyo. Los monstruos son tu territorio, Hades.
Menta se acercó en ese momento, sosteniendo una bandeja de
bebidas. Así era como la ninfa pasaba la mayor parte de sus tardes en
Nevernight, recibiendo órdenes y entregándolas, coqueteando con mortales
e inmortales por igual y reuniendo información de los clientes más selectos 14
de Hades.
—Lady Afrodita —dijo Menta mientras le pasaba a la diosa una copa
de vino rosado—. Lord Hades.
Le entregó un vaso de whisky y, mientras se alejaba, él se volvió hacia
Afrodita, quien alzó una ceja pálida.
—¿Sí? —preguntó él ante su mirada interrogante.
—Esa ninfa quiere follarte —dijo.
Un error que nunca volveré a cometer, pensó.
Hades no reconoció su comentario y en su lugar dijo:
—No a menudo honras mis pasillos con tu presencia, Afrodita. ¿Qué
puedo hacer por ti?
Ella tomó un sorbo de vino, sus ojos como la espuma de mar se
cruzaron con los de él.
—Esperaba que estuvieras interesado en una negociación propia.
—No juego con los dioses.
—Solo un juego, Hades —dijo inocentemente, y luego provocó—:
¿Tienes miedo?
—Un juego que se desarrolla bajo este techo nunca es solo un juego.
—Ni siquiera para mí, pensó. Siempre existía la posibilidad de perder, y él
tendía a perder tanto como los mortales que negociaban con él, pero podía
conceder sus peticiones. No confiaba en lo que pediría Afrodita—. ¿Por qué
solicitar un juego? ¿Qué es lo que quieres, diosa?
—¿Por qué debo querer algo? —preguntó ella—. Quizás solo estoy
aburrida y necesito entretenimiento.
—No hay nada más peligroso que una Afrodita aburrida —reflexionó
Hades.
Ella hizo un puchero.
—¿Por favor, Hades?
Él la miró a los ojos y bebió un sorbo de su vaso antes de responder.
—No, Afrodita.
Ella estaba detrás de más que entretenimiento. Pudo ver la forma en
que se movía, rígida y tensa. Algo la había traído aquí, y si él tuviera que
adivinar, tenía que ver con su esposo.
—Bien. —Ella levantó su barbilla con desafío—. Forzaste mi mano.
Él la fulminó con la mirada, sabiendo lo que iba a decir a
continuación.
—Tengo un favor sin reclamar de tu parte, Hades. Deseo usarlo.
Un favor debido entre dioses era como un pacto de sangre. Una vez 15
invocado, no podía retractarse.
—¿Vas a desperdiciar un favor por un juego de cartas? —preguntó.
Sabía la respuesta, lo que sea que haya traído a Afrodita aquí, valía la pena
gastarlo.
Los ojos de ella destellaron.
—No es un desperdicio.
Bebió de su whisky. Lo detuvo de decir cualquier cosa de lo que podría
arrepentirse antes de responder con dientes apretado.
—Un juego, Afrodita, no más.
Ella se iluminó como si le hubiera dado las estrellas del cielo.
—Gracias, Hades.
Hades tronó sus dedos, y los dos se teletransportaron a la Suite Rubí,
arriba. Era una de las muchas habitaciones que Hades usaba para hacer
sus negociaciones con los mortales. Todas fueron nombradas por piedras
preciosas. Eligió esta intencionalmente, como un pequeño golpe a Afrodita.
Rubí era pasión, algo de lo que ella carecía estos días. Las paredes eran
rojas, y tela negra caía del techo al suelo, enmarcando sensuales fotografías
monocromáticas. Una baraja de cartas sin abrir se encontraba en el centro
de una mesa, que estaba colocada bajo un marco de luz tenue.
Cuando Hades tomó asiento, se las ofreció a Afrodita.
—¿Te gustaría negociar?
—No. —Una sonrisa curvó sus labios—. Te dejaré retener algo de
poder, Aidoneus.
La miró. No le gustó ese apodo. Los mortales lo usaban por miedo.
Ella lo usó para burlarse de él.
—Blackjack, entonces.
—Cinco manos —dijo Afrodita—. Quien gane más, elije el trato.
Hades estuvo de acuerdo, repartió la primera mano y perdió. Sus
dedos se curvaron en un puño sobre su muslo.
—¿Qué ves cuando miras mi alma, Hades? —preguntó Afrodita de
improviso, frunciendo los labios mientras él repartía las cartas de nuevo.
La pregunta no fue tan sorprendente. Era una que recibía a menudo,
pero nunca de Afrodita.
—¿Por qué preguntas?
Cuando se encontró con su mirada, vio que hablaba en serio y que
también temía la verdad. Estaba presente en sus ojos, una sombra que
parpadeaba en su expresión. No lo miró mucho antes de concentrarse en
sus cartas.
—Dame —dijo, y Hades le dio otra carta antes de revelar sus manos: 16
Hades tenía dos ases y un doce de diamantes, Afrodita, se pasó. Ella frunció
el ceño por su pérdida, pero continuó hablando mientras Hades repartía
una tercera mano.
—Me pregunto si soy tan horrible como parece pensar Hefesto.
Afrodita no era horrible, pero su unión con Hefesto había endurecido
su corazón y roto su espíritu. Lo que quedó fue un caparazón rencoroso y
cínico.
Hades también había estado amargado una vez, pero a diferencia de
Afrodita, que lidiaba con su ira y soledad entreteniéndose con mortales y
dioses, él se había aislado más y más, hasta que lo único que la gente podía
hacer era inventar historias y cuentos sobre el Dios esquivo del Inframundo.
—Hefesto no cree que seas horrible, Afrodita. Simplemente tiene
miedo de amarte. —Ella ofreció una risa burlona, por lo que Hades desafió—
: ¿Alguna vez le has dicho que lo amas?
—¿Qué relevancia tiene eso para mi pregunta?
Todo, quiso decir Hades.
—Fuiste un regalo para Hefesto en un momento en el que hacías
alarde de tus amantes. Desde su perspectiva, eras una novia reacia.
No importaba que Hades supiera la verdad. Afrodita siempre había
estado encantada por el Dios del Fuego. En la antigüedad, en las raras
ocasiones en que Hades había ido al Monte Olimpo, la había sorprendido
mirando a Hefesto, principalmente con el ceño fruncido porque no le daba
la hora del día.
Pero Hades también conocía bien a Hefesto. El dios era de otro tipo.
No estaba ansioso por ser el centro de atención, menos ansioso por hablar.
Disfrutaba de la soledad y la innovación, y en su corazón, se sentía...
indigno, principalmente debido a su trato en la antigüedad. Como dios con
una sola pierna, a menudo, y sin razón, se burlaban de él. Con el tiempo,
Hefesto se adaptó, confeccionó prótesis, y ahora lucía una hecha de oro.
—No me sorprende que Hefesto no esté interesado en obligarte a la
monogamia.
Afrodita se quedó en silencio por un momento, concentrándose en su
juego, y mientras giraban sus cartas, Hades se mordió la lengua, se pasó.
Se había repartido demasiadas cartas.
Afrodita estaba a la cabeza.
Finalmente, admitió:
—Le pedí el divorcio a Zeus. No lo concederá.
Las cejas de Hades se levantaron.
—¿Lo sabe Hefesto? 17
—Me imagino que lo hace ahora.
—Si quieres el amor de Hefesto, ¿por qué pedir el divorcio?
—No suspiraré por él.
—Estás enviando mensajes contradictorios, Afrodita. Quieres el amor
de Hefesto, pero pides el divorcio. ¿Has intentado siquiera hablar con él?
—¿Y tú? —espetó ella, mirando a Hades—. ¡También podría estar
mudo!
Hades hizo una mueca. Tenía la sensación de que Hefesto se mantuvo
callado porque su temperamento era una mecha corta.
—No has respondido a mi pregunta, Hades.
El dios la miró por un momento. No le gustaba especialmente
responder preguntas sobre el alma. A menudo, ni dioses ni mortales estaban
preparados para escuchar lo que tenía que decir. Afrodita no fue diferente.
Partes de su alma eran un jardín, lleno de rosas, lirios y sol, soñadora y
tranquila. Otras eran una tormenta, furiosa y devastadora sobre un mar
revuelto. Estaba rota, partida en dos como un espejo, balanceándose sobre
una línea. Un día, elegiría un bando.
—Tienes un alma hermosa, Afrodita. Apasionada. Determinada.
Romántica. Pero estás desesperada por ser amada y no te crees digna de
serlo.
Habló mientras jugaban su última mano, y cuando Afrodita volteó sus
cartas, una amplia sonrisa apareció en su rostro. Lo que sea que sintiera
sobre los comentarios de Hades se perdió en su entusiasmo.
—Es hora de los términos, Hades.
Frunció el ceño y se reclinó en su silla, mirándola. Afrodita echó la
cabeza hacia atrás riendo.
—A alguien no le gusta perder.
Sus palabras eran como un atizador. A Hades no le importaba perder.
Lo hacía muchas veces cuando negociaba con mortales, pero no había
querido perder contra Afrodita.
La diosa presionó un dedo en su barbilla y le ofreció un suave
murmullo, como si no supiera que pedirle. Estaba haciéndolo perder su
tiempo. Sabía lo que quería, pero solo cuando estuvo a punto de gritarle,
habló.
—Enamórate, Hades. Aún mejor, encuentra una chica que se enamore
de ti. —Entonces Afrodita aplaudió y exclamó—: ¡Eso es! ¡Haz que alguien
se enamore de ti!
La mandíbula de Hades se apretó y Afrodita le devolvió la mirada como
si quisiera ver su alma a su vez. Sus términos fueron insultantes. Si fuera 18
tan fácil enamorarse, no estaría solo.
—¿Es esta tu idea de una broma? —preguntó él, su voz tranquila y
calmada, a pesar de la ira que retorcía sus entrañas. Iba a tener que torturar
a alguien solo para liberar la tensión en su cuerpo.
—No es una broma —respondió, levantando una delgada ceja rubia—
. Me has ofrecido consejos de amor. Síguelos.
Entonces no es una broma, sino una retribución. Estaba frustrada con
él por ofrecer su opinión sobre su matrimonio.
—¿Y si no puedo cumplir con esos términos?
Su sonrisa cruzó su rostro con malicia.
—Entonces liberarás a Basil del Inframundo.
—¿Tu amante? —Hades no pudo evitar el disgusto en su voz. Habían
pasado los últimos minutos discutiendo su amor por Hefesto, y aquí estaba
ella, pidiendo un hombre, su héroe, para ser exactos. Basil había luchado y
muerto por ella en La Gran Guerra—. ¿Por qué? ¿No quieres que Hefesto
admita que te ama?
Lo fulminó con la mirada.
—Hefesto es una causa perdida.
—¡Ni siquiera lo has intentado!
—Basil, Hades. Él es a quien quiero.
—¿Porque te imaginas enamorada de él?
—¿Qué sabes del amor? Nunca has amado en tu vida.
Esas palabras no le dolieron, sino que lo avergonzaron. Se inclinó
hacia la diosa.
—Basil te ama, eso es cierto, pero si no lo amas a cambio, no tiene
sentido.
—Es mejor ser amado que nada —respondió.
Eres una tonta, quiso decir. En cambio, preguntó:
—¿Estás segura de que esto es lo que quieres? Ya has solicitado el
divorcio a Zeus, ahora me ha pedido que resucite a tu amante en caso de
que no pueda cumplir con los términos de tu contrato. Hefesto lo sabrá.
Afrodita estaba callada, y reconoció su incertidumbre por la forma en
que jugaba con su labio.
Finalmente, respondió:
—Sí. Es lo que quiero. —Entonces respiró hondo y logró sonreír—.
Seis meses, Hades. Eso debería ser suficiente tiempo. Gracias por el
entretenimiento. Fue... estimulante.
Con eso, la Diosa del Amor desapareció. 19
H
az que alguien se enamore de ti.
Las palabras eran una burla cruel que hacía eco en la mente
de Hades mientras merodeaba en la oscuridad de su club
para despejar su mente.
Tal vez había ido demasiado lejos en la crítica de la elección de Afrodita
de pedirle el divorcio a Zeus, pero Hades sabía que la diosa amaba a Hefesto,
y lejos de admitirlo, pensó en forzar al Dios del Fuego a expresar sus
sentimientos enloqueciéndolo. Lo que Afrodita no entendió es que no todos
funcionan como ella, y menos Hefesto. Si ella ganaba su amor, seria a través
de la paciencia, amabilidad y atención.
Significaba que tenía que ser vulnerable, algo que Afrodita, la diosa y
guerrera, desprecia.
Y si entendía algo, era eso. El desafío de Afrodita lo obligó a reconocer
sus propias vulnerabilidades, sus debilidades. Frunció el ceño ante la idea
de encontrar a alguien que quiera cargar su vergüenza, sus pecados, su
malicia, pero si fallaba, las Moiras se involucrarían, y sabía lo que pedirían
si devolvía a Basil a la tierra de los vivos.
Un alma por un alma.
Alguien tendría que morir, y no tendría voz y voto con la victima de
las Moiras.
El pensamiento tensó su cuerpo, otro hilo añadiéndose a los demás 20
sobre su piel. Lo odiaba, pero había un precio en mantener el equilibrio del
mundo.
Un olor lo saco de sus pensamientos y lo hizo detenerse. Era familiar,
flores silvestres tanto amargas como dulces.
Deméter, pensó.
El nombre de la Diosa de la cosecha era amargo en su lengua. Deméter
tenía algunas pasiones en su vida, y una de ellas era su odio por el Dios de
los Muertos.
Inhalo de nuevo, tomando profundamente la esencia. Algo sobre eso
estaba apagado. Mezclado con el familiar aroma estaba la dulzura de la
vainilla y una suave nota herbaria de lavanda. Un mortal, ¿tal vez? ¿Alguien
que tiene el favor de la diosa?
El aroma lo sacó de la oscuridad en la que se había metido en el borde
del balcón, donde escaneó a la multitud y la encontró de inmediato.
La mujer que olía como vainilla, lavanda, y su enemigo, se sentaba al
borde de uno de los sofás con un vestido rosa que dejaba poco a la
imaginación. Le gusto la forma en que lucía su cabello, rizos cayendo en
olas luminosas por su espalda. Sus dedos picaron por tocarlo, para tirar de
él hasta que su cabeza se inclinara hacia atrás y lo mirara a los ojos.
Mírame, ordeno, desesperado por ver su rostro.
Miró a todas partes antes que su mirada se detuviera en él. Su mano
se apretó alrededor de su vaso, y la otra se aferró a la barandilla del balcón.
Era hermosa, labios llenos, pómulos altos y ojos tan verdes como la
nueva primavera. Su expresión fue de sorpresa al principio, ojos abiertos
ligeramente, transformándose en algo feroz y apasionado mientras su
mirada barrió su rostro y forma.
Es tuya, dijo una voz en su cabeza, y algo dentro de él se rompió.
Reclámala.
La orden fue salvaje. Tuvo que apretar los dientes para evitar
obedecer, y pensó que podría romper el vaso en sus manos. El impulso de
llevársela al Inframundo fue fuerte, como un hechizo. Nunca se había
considerado tan débil, pero su restricción era un hilo delgado y
deshilachado.
¿Cómo podía querer tanto a esta mujer? ¿Qué fue ese tirón antinatural?
La miró más intensamente, buscando una razón, y se hizo obvio que él no
era el único que estaba sintiendo los efectos de su conexión. Ella se inquietó
bajo su mirada, su pecho subiendo y bajando a medida que su respiración
se agitaba, su piel se cubrió de un hermoso rosa, y tenía la idea de que le
gustaría seguir ese rubor con los labios.
Daría todo por saber qué estaba pensando ella.
Estaba tan preocupado por sus propios pensamientos salaces, que no 21
había sentido que alguien se acercaba a él hasta que los brazos se
envolvieron alrededor de su cintura. Reaccionó rápidamente, aferrándose a
las manos que lo sostenían y girándose para ver a Menta.
—¿Distraído, milord? —ronroneo, divertida.
—Menta —respondió, soltando sus brazos—. ¿Puedo ayudarte?
Estaba frustrado por su interrupción, pero también agradecido. Si
seguía mirando a esa mujer por más tiempo, podría haber dejado su
posición en el balcón e ido hacia ella.
—¿Ya te estás concentrando en tu presa? —preguntó.
Por un momento, Hades no entendió su comentario, y luego hizo la
conexión. Menta asumió que estaba buscando un potencial interés amoroso,
alguien que podría ayudarle a cumplir con el trato de Afrodita.
—¿Escuchando de nuevo en las sombras, Menta?
La ninfa se encogió de hombros.
—Es lo que hago.
—Tu averiguas información para mí —dije —. No de mí.
—¿De que otra manera se supone que voy a mantenerte fuera de
problemas?
Resopló.
—Soy un millón de años mayor. Puedo cuidarme solo.
—¿Es así como terminaste en una apuesta con Afrodita?
Entrecerró sus ojos, luego soltó su vaso.
—¿No te dije que no debo tener un vaso vacío esta noche?
Ella le dio su mejor sonrisa follame y contestó:
—De inmediato, milord.
Se aseguró de que Menta no estaba a la vista antes de regresar su
mirada al piso. La mujer había regresado con sus amigos.
Hades los estudió en un intento de discernir el tipo de compañía que
mantenía, cuando notó a alguien de quien no era particularmente
aficionado, un hombre llamado Adonis. Era uno de los mortales favoritos de
Afrodita. Porqué, no tenía idea. El mortal era un mentiroso y tenía un
corazón tan negro como el Estigia, pero suponía que la diosa del Amor tenía
dificultades en ver más allá de su hermoso rostro.
Esperaba que la mujer no compartiera esa cualidad. Frunció el ceño,
preguntándose si ella dejaría el club con él esta noche, y luego se regañó por
tener estos pensamientos. Su preocupación no debería llegar más allá que
temer por su bienestar, ya que Afrodita era aficionada a castigar a
cualquiera que les diera demasiada atención a sus amantes.
22
—Su bebida, milord —dijo Ilias.
Hades miró al sátiro, aliviado de haber sentido su acercamiento.
Ilias podría ser descrito como otro asistente. Había trabajado para
Hades casi tanto como Menta, llenando roles en dónde sea que Hades lo
necesitara; siendo barman en Nevernight, administrando sus restaurantes,
y reforzando las reglas de Hades en el Inframundo. Fue el mejor en esto
último. Con una apariencia modesta y agradable, los enemigos de Hades a
menudo se sorprendieron con su crueldad.
Hades no empleaba a menudo a los sátiros. Eran salvajes, propensos
a las borracheras y a la seducción, pero Ilias era diferente y no por elección.
Había cortado los lazos con su tribu después que lo traicionaran, violando
a la mujer que amaba. Ella se suicidó e Ilias los mato a todos.
Tomó el vaso, y antes de que pensara mucho en el tema, dijo:
—Tengo un trabajo para ti.
—¿Sí, milord?
Hades asintió hacia la mujer que lo había intrigado con su cabello
dorado y verdes ojos.
—Esa mujer, quiero saber si se va con alguien.
El silencio siguió las ordenes de Hades, y cuando el dios miró a Ilias,
lo estaba mirando de vuelta, con las cejas levantadas.
—¿Está en peligro, milord?
Sí, pensó, estaba en peligro de nunca dejar este lugar. Algo dentro de
él quería ignorar toda la civilidad y poseerla. Algo lo llamaba, un hilo que
tiró de su corazón.
Se congeló cuando esas palabras surgieron en su mente, estrechando
los ojos, y pensando, no puede ser.
Peló capa tras capa del glamour que mantuvo su visión protegida de
los etéreos Hilos del Destino. Eran como resplandecientes telas de araña
que conectaban personas y cosas, algunos era briznas, otros eran sólidos,
su fuerza se enceró y disminuyó a lo largo de la vida. El piso entero era como
una red, pero Hades estaba enfocado solo en uno, una frágil cuerda que
corría de su pecho a la mujer de rosa brillante.
Malditas Moiras.
—¿Milord? —pregunto Ilias, sintiendo el repentino cambio en él.
Esto no puede ser, pensó. El hilo y la colocación cerca a su corazón
tenían un significado que no fue capaz de entender. Las Moiras habían tejido
a esta mujer en su vida.
Estaba destinada a ser su amante.
—¿Lord Hades? 23
—Sí —respondió finalmente el dios, mirando a Ilias mientras se giraba
dando la espalda al piso—. Sí, ella está en peligro.
Se fue aturdido, haciendo una pausa en las sombras para recoger sus
pensamientos. Su pecho se sentía apretado, el hilo tiró. Y tenía la idea de
que, si continuaba retirándose, podría romperse.
Esto es algún tipo de juego.
No sería la primera vez que las Moiras habían colgado un deseo
delante de él, solo para quitárselo. Probablemente esa era su habilidad más
grande, extraer sus más profundos deseos, trayéndolos a la vida, solo para
desentrañarlos cuando lo deseaban.
Era tortura.
Cuando era más joven, tenía más diversión con las Moiras porque sus
reacciones eran viciosas, sus retribuciones violentas, pero entre más se
enfurecía, más tomaban. Era como la hermana que quería verlo hacer el
mundo trizas.
Por un tiempo, se obsesionó con eso, intentando negociar por amor.
Cuando no funcionó, decidió desafiar a las Moiras. Él encontraría amor; lo
forzaría. Los resultados fueron pasar una noche con Menta y una relación
tumultuosa con otra ninfa llamada Leuce, quien lo traicionó.
Su ira había sido rápida, y su deseo de luchar contra las Moiras,
aplastado. Se resignó a una existencia solitaria, construyendo paredes
alrededor de su corazón y alma. Existió sin expectativas de felicidad o amor,
enfocándose en su lugar en hacer tratos y el equilibrio.
Hasta ahora.
Siempre recordaría la viciosa reacción que su cuerpo tuvo cuando
colocó los ojos en la mujer de rosa. Su interior todavía temblaba. ¿Cómo
podían las Moiras ofrecerle una probada de lo que se podía sentir como un
alma gemela, solo para quitárselo?
Tan fácil como puedo condenar un alma al Tártaro, respondió,
apretando sus dientes.
Todavía estaba frustrado cuando hizo su camino al salón. Mientras se
acercaba, Euryale, la gorgona que estaba de guardia en la entrada, asintió
hacia él a pesar de su invisibilidad.
—Milord —dijo
El dios sonrió, quitando su glamour.
La gorgona estaba ciega. Siglos atrás, sus ojos fueron desgarrados de
su rostro y la venenosa serpiente que una vez adornó su cabeza fuer cortada
en pedazos, un castigo por su belleza. Hades la encontró en el bosque.
Inclinada en el lugar donde fue atacada, curvada en posición fetal,
sollozando y temblando. La había recogido y la trajo al Inframundo, 24
permitiéndole sanarse antes de emplearla.
A pesar del horror que había experimentado, y la intención de sus
atacantes de quitarle su poder, no tuvieron éxito, a pesar de ser ciega, la
visión de Euryale todavía era poderosa. Después de curarse, Hades liberó a
uno de sus atacantes, y la gorgona lo convirtió en piedra.
—Tu sentido del olfato me impresiona, Euryale.
—Lo haces muy fácil —respondió la gorgona—. Deja la colonia.
Hades sonrió, colocando una mano en el hombro de la gorgona antes
de entrar al salón.
El ambiente allí era mucho más moderado, una mezcla de mortales y
criaturas ancestrales conversando, bebiendo y jugando. Algunos estaban
relajados, otros al borde, inquietos mientras esperan ser convocados a una
de las suites en las sombras, listos para negociar por sus más profundos
deseos sin importar las consecuencias. Hades vagaba entre ellos, evaluando
y buscando, intentando elegir su primer contrato de la noche, cuando rodeo
una de las mesas de juego se detuvo, vislumbrando un familiar vestido rosa
y cabello de seda.
Ella era su sirena, tentándolo con su esencia, su belleza, su sola
presencia.
Se tuvo que dar la vuelta, fundiéndose con la oscuridad, y fingió que
no la había visto, pero observar su perfil hizo doler su pecho, y había una
parte de él que resentía la sensación. Nunca había querido que las Moiras
tomaran control sobre su vida amorosa, y, aun así, era inevitable.
Puedo tener el control, se dijo. Usar esto a mi favor para completar mi
apuesta con Afrodita.
Hades no se sentía culpable a menudo, pero ese pensamiento hizo
sentir su pecho pesado y enfermo.
Haz que alguien se enamore de ti.
La apuesta fue insensible e injusta, pero Hades quería ganar.
Malditas Moiras.
Dejando de lado sus tumultuosos pensamientos, la alcanzó.
—¿Juegas? —preguntó.
Se giro hacia él, y su aliento se atoró en su garganta mientras estaba,
de nuevo, impactado por su belleza. Sus ojos eran salvajes y rodeados por
oscuras pestañas. Unas cuantas pecas adornaban la punta de su nariz y
sus mejillas eran manzanas, cubiertas con un rubor que coloreaba su
cremosa piel.
Hades tomó un trago de su vaso para humedecer su garganta, pero el
movimiento atrajo la atención a su boca, y reprimió un gruñido mientras se 25
preguntaba si ella sabía igual a como olía, dulce, melosa, pecaminosa.
Después de un momento, sonrió, un brillo juguetón en sus ojos.
—Si estás dispuesto a enseñarme.
No dirías eso si supieras quien soy, pensó, tomando otro trago.
Cualquiera que entrara a un juego con él estaba vinculado a las reglas
de Nevernight, una perdida significaba un contrato.
Eres un bastardo, se dijo mientras alcanzaba la mesa y se sentaba. El
movimiento agito el aire, y su esencia continúo invadiendo su mente. Había
algo más en la atmosfera, una electricidad que aceleró su corazón e hizo a
los vellos de sus brazos y cuello erizarse.
—Es valiente sentarse en una mesa sin conocer el juego —dijo.
Pensó que había sentido la advertencia en su tono, porque arqueó una
ceja y pregunto:
—¿De qué otra manera podría aprender?
—Mmm.
Tenía razón, aunque Hades no aconsejaría correr antes de aprender a
caminar, especialmente cuando se trataba de apostar con él. Aun así, su
respuesta le mostró su astucia y su disposición a probar cosas nuevas, y
encontró eso insanamente atractivo.
—Ingenioso.
Ahora que estaba cerca de ella, no podía dejar de mirarla. Quería
saber por qué olía como flores silvestres. ¿Cuál era su conexión con Deméter?
Se sentía mal e intrusivo derribar las barreras que bloquean su alma de sus
ojos, pero estaría mintiendo si no dijera que quería saber cómo era bajo ese
perfecto exterior.
Ella se estremeció, sus pequeños hombros temblaron. ¿Tenía frío o
estaba incomoda?
—Nunca te había visto antes —dijo finalmente, esperando que eso
explicara su mirada.
—Bueno, nunca he estado aquí antes —respondió, y luego entrecerró
sus ojos—. Debes venir aquí a menudo.
Él sonrió con el tono de su voz, cubierto en sospecha.
—Así es.
—¿Por qué? —Sonó más curiosa que disgustada, se sorprendió de su
propia pregunta y trató de recuperarse añadiendo—: Quiero decir, no tienes
que responder eso.
—Voy a responder. —Se encontró con su mirada, desafiándola—. Si
me respondes una pregunta.
Di que sí, rogó de manera silenciosa, aunque nunca la obligaría. Di 26
que sí, así puedo aprender todo de ti.
Un pequeño ceño apareció entre sus cejas mientras consideraba su
propuesta. Responder una pregunta era un pequeño precio para pagar si ella
perdía, quería decir Hades. Otros ponen sus almas en la línea. Pero se
mantuvo calmado.
—Bien —concedió.
Fue un desafío no sonreír.
Respondió su pregunta anterior.
—Vengo porque es… divertido.
No era una completa mentira, y parecía algo que un mortal podría
decir y, en ese momento, eso era lo que pretendía ser, frágil y humano.
—Ahora tú, ¿por qué estás aquí esta noche?
—Mi amiga Lexa estaba en la lista —explicó, mirando sus manos
mientras jugaba con sus dedos en su regazo.
—No —dijo—. Esa es una respuesta para una pregunta diferente. ¿Por
qué estás tú aquí esta noche?
Encontró su mirada, un brillo travieso en sus ojos, y se encontró a si
mismo desesperado por perseguirla, ese destello de desafío, esa pizca de
pasión.
—Parecía rebelde en ese momento —respondió finalmente.
—¿Y ahora no estas tan segura?
—Oh, estoy segura de que es rebelde —dijo mientras sus dedos
trazaron la mesa de fieltro. La mirada de Hades los siguió y pensó en cómo
le gustaría que sus dedos explorarán su piel. Después de un momento,
levanto su mirada—. Simplemente no estoy segura de cómo me sentiré al
respecto mañana.
Eso le hizo sentir curiosidad.
—¿Contra quién te estas rebelando?
Su sonrisa fue como una flecha en su pecho, devastadora, secreta y
emocionante.
—Dijiste una pregunta.
—Eso dije.
Bien jugado, querida. Pensó el con una sonrisa.
Ella se estremeció de nuevo.
—¿Tienes frío?
—¿Qué? —Se sorprendió con la pregunta.
—Has estado temblando mucho desde que te sentaste.
27
Se sonrojó, inquieta bajo su mirada de nuevo, y luego soltó.
—¿Quién era esa mujer que estaba contigo antes?
Frunció el ceño, pero entonces recordó.
—Oh, Menta. Ella siempre pone sus manos en donde no pertenecen.
Palideció, y él se dio cuenta de que había dicho algo incorrecto.
—Yo… creo que debería irme.
No.
No habían hablado lo suficiente. No sabía su nombre, y quería
enseñarle, quería enseñarle tantas cosas. Antes de saber lo que estaba
haciendo, su mano estaba sobre la de ella y algo volátil estalló entre ellos,
provocando un jadeo en sus perfectos labios. Lo empujó rápidamente.
—No —dijo, pero salió como una orden, y ella lo miro.
—¿Disculpa?
—Lo que quiero decir es que todavía no te he enseñado a jugar. —Bajó
el tono de su voz, forzando la salida de la histeria que le causó alcanzarla—
. Permíteme.
Por favor.
Ella miró a otro lado, y él pensó que podría salir corriendo. Confía en
mí, quería rogar, aunque sabía que era una cosa ridícula para decir. Era la
última persona en la que debía confiar.
Finalmente, pareció resolverlo y se relajó, bajó sus pestañas y habló
con el tono más erótico que él había escuchado.
—Entonces enséñame.
Lo haré. Todo, pensó.
Barajó las cartas y le explicó el juego.
—Esto es póquer. Jugaremos a sacar cinco cartas y comenzaremos
con una apuesta.
—Pero no tengo nada con que apostar —dijo, mirándose a sí misma.
Tomaría felizmente el vestido.
—Entonces, una pregunta respondida. Si gano, responderás a
cualquier pregunta que te haga, y si ganas, responderé la tuya.
Ella hizo una mueca, pero su expresión parecía estar en conflicto con
su cuerpo, porque cuando habló, se inclinó hacia él. El aire entre ellos era
espeso, y Hades encontró respirar algo difícil.
—Trato.
Extasiado, continúo explicando el juego.
—Hay diez niveles en póker. La más baja es la carta más alta y la más 28
alta es la escalera real. La meta es lograr un nivel más alto al del otro
jugador… —explicó—. Si te dan una mala mano, retírate. Es mejor que la
alternativa. Revisar y arrastrar aplicaría si estuviéramos jugando con
monedas, pero como nuestras monedas son respuestas, el punto es
discutible. Aunque la habilidad más importante en póker es farolear.
—¿Farolear? —Eso pareció llamar su atención.
—A veces, el póquer es solo un juego de engaño… Especialmente
cuando estás perdiendo.
Hades repartió cada una de las cinco cartas, y se tomaron su tiempo
revisándolas. Finalmente, la mujer colocó abajo sus cartas, boca arriba, y
Hades hizo lo mismo.
—Tienes un par de reinas —dijo—. Y yo tengo un Full House.
—Así que… tú ganas. —No se veía más molesta que contemplativa.
Tratando de recordar las reglas del juego. Hades, por otro lado, estaba
impaciente, y saltó ante la posibilidad de hacer su pregunta.
—¿Contra quién te estás rebelando?
Sonrió ampliamente.
—Mi madre.
Levantó una ceja.
—¿Por qué?
—Tendrás que ganar otra mano si voy a responder.
Estaba demasiado ansioso. Cuando ganó por segunda vez, no tuvo
que hacer la pregunta, solo la miró expectante.
—Porque… —Se detuvo, y sus ojos se movieron lejos de él,
enfocándose en la mesa delante de ellos, frunciendo las cejas. Estaba
buscando una respuesta. Para evadir decirle la verdad, entendió Hades.
Sonrió forzadamente mientras dijo—: Me hizo enojar.
Había una pizca de oscuridad en sus palabras, y él quería perseguir
ese momento. Fue la primera vez que sintió que se estaba conteniendo.
Esperó por una explicación, pero solo sonrió.
—Nunca dijiste que la respuesta tenía que ser detallada.
Su sonrisa igualó la suya.
—Anotado para el futuro, te lo aseguro.
—¿El futuro?
—Bueno, espero que esta no sea la última vez que juguemos al póquer.
Especialmente ahora. Que ella estaba enseñándole cómo pensaba y
trabajaba, y él estaría más preparado en el próximo juego. No sería capaz de
cortar las esquinas tan fácilmente. Los términos serian detallados, las 29
apuestas más altas.
Su expresión se volvió cautelosa, y tuvo la sensación de que no tenía
planeado volver a verle después de esa noche.
Algo saltó dentro de él, una emoción parecida al miedo.
Tengo que verla de nuevo. Voy a enloquecer.
Empujó lejos esos pensamientos. Termina el juego, se dijo, repartió
otra mano y ganó.
—¿Por qué estás enojada con tu madre? —preguntó.
Ella lució pensativa por un momento, y luego dijo:
—Porque… quiere que sea algo que no puedo ser.
¿Qué fue eso que sentí sobre la superficie? Su verdadera naturaleza,
¿desesperada por ser libre?
Su mirada cayó a las cartas.
—No entiendo por qué la gente hace eso.
Inclinó la cabeza.
—¿No estás disfrutando de nuestro juego?
—Sí. Pero… no entiendo por qué la gente juega contra Hades. ¿Por
qué quieren venderle su alma?
¿Alguna vez has estado desesperada por algo? Quería preguntar, pero
sabía la respuesta. Podía sentirlo ardiendo entre ellos.
—No aceptan un juego porque quieren vender su alma —dijo—. Lo
hacen porque creen que pueden ganar.
—¿Ellos? ¿Ganan?
—A veces.
—Eso le enoja, ¿no crees?
Frunció los labios con la pregunta, y el miedo apretó su pecho. Esta
mujer tenía conexiones con Deméter, lo que quería decir que escuchó las
peores cosas sobre él. Si tenía alguna esperanza por deconstruir el mito que
habían levantado a su alrededor, tendría que pasar tiempo con ella, y eso
significaba que necesita saber quién era, así que respondió su pregunta
sinceramente.
—Querida, yo gano de cualquier manera.
Sus ojos se abrieron, y se levantó rápidamente, casi derribando su
silla. Nunca había visto a nadie tan ansioso por dejar su compañía. Su
nombre se deslizó de su boca como una maldición.
—Hades.
Se estremeció. Dilo de nuevo, quería ordenarle, pero mantuvo la boca
cerrada. Sus ojos se oscurecieron y presiono juntos los labios. La mirada en 30
su rostro lo perseguiría para siempre. Estaba sorprendida, asustada y
avergonzada.
Se equivocó. Lo leyó en su rostro.
—Tengo que irme.
Se giró, huyendo de él como si la misma muerte hubiera venido por
su alma.
Pensó en perseguirla, pero sabía que no importaba si la seguía o no.
Regresaría. Había perdido contra él, y la había marcado.
Tragó el resto de su whisky y sonrió.
Quizás la apuesta con Afrodita no era tan imposible después de todo.
—Camino más corto, beneficios más rápidos —murmuro.
31
—M
ilord. —La voz de Menta lo sacó de su ensoñación—. Su
primera cita ha llegado.
Mierda. Definitivamente estaba en el espacio mental
equivocado para hacer otro trato. Frunció el ceño y fue a beber de su vaso,
pero se dio cuenta de que estaba vacío. Cuando miró a la ninfa, su ceja se
arqueó.
—¿Enamorado, milord? —Su voz destilaba juicio.
—Sí —dijo. No vio ninguna razón para mentir—. Lo estoy.
La conmoción de Menta se registró en sus ojos cuando se abrieron,
luego sus labios se fruncieron.
—La desesperación no es atractiva, Hades.
—Tampoco los celos —respondió, empujando el vaso vacío en sus
manos.
Ella frunció el ceño.
—¿Dónde está el mortal?
Sus ojos brillaron cuando respondió:
—En la suite Diamante.
Al final de la noche, Hades había ganado tres contratos. Dos hombres
en busca de riqueza, uno joven y otro anciano, y una mujer en busca de
amor. Todos enfrentaban ahora el desafío de superar lo que más agobiaba 32
sus almas.
El más joven de los dos buscaba reestablecer sus fondos
universitarios, que había agotado para apoyar su adicción a la cocaína.
Tendría que dejar su hábito antes de que Hades le concediera su deseo. El
anciano buscaba pagar la quimioterapia de su esposa, ¿y la mayor carga
para su alma? La había estado engañando antes de su diagnóstico. Los
términos de Hades eran que tenía que aclarar el asunto.
La mujer pidió amor, o, mejor dicho, pidió que un hombre específico
se enamorara de ella. Un compañero de trabajo por el que había estado
languideciendo durante años.
Era una solicitud que Hades escuchaba a menudo y que nunca podría
conceder.
Estaba sentada frente a Hades, luciendo desesperada y cansada, y
cuando miró su alma, vio que estaba tan entrelazada con el hombre que
amaba, que ya no se parecía a su verdadero yo. Era una maraña de
enredaderas, estropeadas por espinas, que se habían vuelto afiladas tras
años de rechazo.
—Cambie sus términos —aconsejó.
Entrecerró los ojos y apretó los dientes, atreviéndose a alzar la voz.
—¡Pero es él a quien quiero!
Era la segunda vez que había escuchado esa súplica esta noche, y en
ambas ocasiones había sido mentira.
—No puedo hacer que otro mortal te ame —dijo Hades—. O pides amor
o nada.
Ella lo miró fijamente durante un tiempo, tratando de contener las
lágrimas, antes de acceder. Supuso que había decidido que, al final, era
mejor ser amada por alguien. Excepto que no ganaba su juego, y tras su
pérdida, Hades encontró su mirada aterrorizada y llorosa.
—Cesa este deseo inútil por tu compañero de trabajo —dijo Hades.
Ella lo fulminó con la mirada.
—No puedo simplemente... dejar de amarlo.
—Debes encontrar una manera —dijo—. Quizás cuando lo hagas, tus
ojos se abrirán a un nuevo amor.
Hades comenzó a ponerse en pie.
—¿Nunca has estado enamorado? —preguntó, y cuando hizo una
pausa, sus ojos se abrieron al darse cuenta—. No lo has estado.
Hades apretó los labios.
—Cuidado, mortal. Esta vida es fugaz. Tu existencia en el Inframundo 33
dura una eternidad.
Empezó a levantarse de nuevo y la mujer le agarró la mano.
—¡Por favor! ¡No lo entiendes! ¡No puedo elegir a quien amo!
Hades apartó la mano.
—Desperdicias tus palabras y sentimientos, mortal.
Podría haber dicho más. Podría haberle explicado que su amor por
este hombre indiferente hacía que se resintiera, que en el momento en que
decidiera liberarlo de sus afectos, su vida sería mejor, pero sabía que no lo
escucharía, por lo que no habló. En cambio, desapareció, retirándose al
Inframundo.
Pero no para descansar.
Se teletransportó a la Biblioteca de las Almas, ubicada en el palacio
de espejos de las Moiras. Hades les había regalado a las tres diosas una
parte de su reino, una isla que flotaba en el éter del Inframundo. Era
inaccesible para todos menos para él, y las Moiras no podían dejarlo.
Una jaula dorada, la había llamado Láquesis.
Una prisión glorificada, exclamó Cloto.
Una celda con espejos, dijo Átropos.
Las Moiras podrían haber elegido describirlo como una jaula, una
celda o una prisión, pero sabían tan bien como Hades que estaba construida
según sus especificaciones y para su protección.
—¿Preferirían vivir entre las almas y deidades del Inframundo? —les
preguntaba cada vez que se quejaban—. Las apedrearían y yo no los
detendría.
A ninguna de ellas le gustaba su respuesta, y habían respondido
exigiéndole que cambiara los jardines fuera del palacio, una petición que
hacían a menudo y que él obedecía.
No había ventanas en la biblioteca, salvo por un techo abovedado de
cristal que dejaba entrar una luz grisácea. Las paredes eran librerías del
suelo al techo, llenas de tomos encuadernados en terciopelo negro. Cada
volumen detallaba la vida de cada ser humano, criatura y dios.
Hades extendió la mano y llamó a Deméter, la Diosa de la Cosecha. El
libro se le acercó y aterrizó en sus manos con un ruido sordo. Al abrirlo, una
proyección de hilos ilustraba una línea de tiempo desde el nacimiento de la
diosa hasta el presente, que podía leerse o verse como una película.
Hades eligió mirar, siguiendo su hilo desde su nacimiento desgastado
por la batalla hasta su existencia vengativa después de los Titanes, hasta la
creación de su culto nutritivo, hasta que su hilo se bifurcó, lo que significa
la creación de otro hilo de vida. 34
—Muéstrame a quién pertenece este hilo —dijo, y el oro se rompió
hasta formar la imagen de la chica de Nevernight.
Mientras Hades la miraba, su pecho se tensó.
No era de extrañar que oliera a Deméter, era su hija.
—¿Tienes curiosidad por tu futura reina? —Láquesis apareció, vestida
de blanco, con el rostro enmarcado por largos cabellos oscuros y la cabeza
coronada de oro. Era la hermana mediana y, en su mano, sostenía una vara
de oro con la que medía la vida mortal.
Futura reina. Las palabras lo estremecieron y tuvo que apretar los
dientes para no reaccionar.
—¿Su nombre? —preguntó Hades.
No apartó la mirada de su brillante imagen.
—Se llama Perséfone —respondió Láquesis.
Perséfone, pronunció su nombre, probándolo en su lengua,
sorprendido de lo bien que se sentía, lo perfecto que sonaba.
—La Diosa de la Primavera.
La mirada de Hades se volvió hacia la parca. Sus ojos oscuros le
devolvieron la mirada, sin fondo, sin emociones.
—Te burlas de mí.
Diosa de la Primavera, Diosa del Renacimiento, Diosa de la Vida.
¿Cómo podía una hija de la primavera convertirse en la esposa de la muerte?
—Siempre sospechoso, Hades —dijo Cloto, apareciendo de la nada. La
más joven de las tres Moiras, no se veía diferente a Láquesis, vestida y
coronada de oro—. Quizás deseamos recompensar a nuestro dios favorito.
—No les gustan los dioses —respondió Hades.
—No nos desagradas, al menos.
—Me siento alagado —espetó.
—Si no estás satisfecho, destejeremos el hilo —dijo Átropos,
apareciendo ante Hades y arrebatándole el libro de las manos. Era la mayor
y todavía no se veía diferente a sus hermanas, vestida de rojo sangre, un
par de odiosas tijeras de oro colgaban de una cadena alrededor de su cuello.
Hades las miró a las tres.
—Las conozco bien, Moiras —dijo, dirigiéndose a todas ellas a la vez—
. ¿A quién están castigando?
Intercambiaron una mirada. Finalmente, Cloto respondió:
—Deméter suplicó por una hija.
—Un deseo que fue concedido —dijo Láquesis.
35
—Tú eres el precio que debe pagar —agregó Átropos.
—Soy un castigo —declaró Hades.
Las Moiras eran conscientes del odio de Deméter por Hades. Había
tenido razón cuando sospechó de un truco.
—Si es así como quieres verlo —dijo Cloto.
—Pero nos gusta pensar en ello de manera diferente —dijo Láquesis.
—Es el precio que cobramos por nuestro favor —explicó Átropos.
Así funcionaban las Moiras, y los dioses no eran inmunes.
—¿Deméter es consciente? —preguntó Hades.
—Por supuesto. No tenemos la costumbre de guardar secretos, lord
Hades.
Hades se quedó en silencio. Si Deméter estaba al tanto, no era de
extrañar que nunca hubiera oído hablar de la Diosa de la Primavera.
—Piensan en castigar a Deméter, pero en realidad están castigando a
Perséfone —dijo Hades.
La ironía no pasó desapercibida para él, porque le había hecho lo
mismo. Estaba obligada a través de su trato, el mejor trato que había hecho
en su vida, porque al final, ella no tenía que amarlo. Miles de mortale s y
Divinos por igual tenían destinos tejidos por las Moiras. Pero no garantizaba
una unión amorosa, y una entre él y la hija de Deméter era aún menos
probable.
Láquesis entrecerró los ojos.
—¿Tienes miedo, Hades?
El dios las fulminó con la mirada y las tres Moiras se rieron.
—Podemos tejer los hilos del destino, milord, pero tú conservas el
control sobre cómo se desarrolla tu futuro. —Cloto desapareció.
—¿Dominarás tu relación como gobiernas tu reino? —Láquesis
desapareció.
—¿O te deleitarás con el caos? —Átropos se desvaneció.
Y cuando estuvo solo, su risa alegre se hizo eco a su alrededor.
¿Nunca has estado enamorado?
Las palabras de la mortal volvieron a él, enterrándose bajo su piel
como un parásito.
No, nunca había estado enamorado, y ahora siempre se preguntaría…
¿Lo habría elegido Perséfone si le hubieran dado la libertad?
36
Era casi mediodía y Hades aún no había dormido. Sentía los ojos como
papel de lija y la voz de Hermes le raspaba los oídos. El dios lo había seguido
de regreso a su palacio y ahora caminaba a su lado mientras se dirigía a su
dormitorio. Hades tomó un trago de la botella que había traído de su oficina
en el Tártaro.
—Podrías haberme dicho que lo estabas torturando para obtener
información —se quejó Hermes.
—¿Estás diciendo que, si te lo hubiera dicho, te habrías abstenido de
decirme lo jodido que estoy? —preguntó Hades.
Hermes abrió la boca para responder, pero Hades habló en su lugar,
una rara ocasión.
—Tríada se está reorganizando. Necesito tus ojos y tus oídos.
Hermes se rio.
—En realidad no... les tienes miedo, ¿verdad?
—Fuimos a la guerra con Tríada, Hermes. Podría volver a suceder. No
subestimes a los mortales desesperados por la libertad.
Hermes entrecerró los ojos.
—Parece que simpatizas con ellos.
Hades se encontró con la mirada del dios y respondió como siempre
hacía:
—Lo que es malo para uno es la lucha por la libertad para otro.
Lo había dicho antes y lo volvería a decir. El problema que tenía con
Tríada eran las vidas inocentes que se llevaban con ellos durante su pelea.
—No dejes que tu arrogancia te ciegue, Hermes.
Esta vez, cuando Hades se dirigió hacia sus aposentos, el dios no lo
siguió.
Tan pronto como estuvo dentro de su habitación, suspiró,
presionando los dedos contra su sien. Hacía mucho que no le dolía la
cabeza, pero ese día era interminable. Hades cruzó la habitación hasta la
chimenea y se terminó el whisky. Miró la botella vacía, contemplando los
acontecimientos del día, de ayer. Había negociado, asesinado y torturado.
Estaba seguro de que su futura esposa desaprobaría todas las cosas.
43
Futura esposa.
Malditas Moiras.
Hades arrojó la botella y se hizo añicos contra la pared de mármol
negro.
Voy a tener que dejar de romper cosas cuando ella llegue, pensó, y
luego se regañó por sonar tan… esperanzado.
Suspiró enojado y se dirigió hacia su cama, aflojándose la corbata.
Sus ojos habían comenzado a arder. Necesitaba dormir. En cuestión de
horas, tenía que volver a levantarse. Tenía otra cita importante que
concertar. Esta en su propio territorio, Iniquity, un exclusivo club donde lo
peor de la sociedad se reunía bajo su protección y gobierno.
Justo cuando retiraba las mantas, sonó un golpe en la puerta.
—Vete —dijo, pensando que sería Menta.
En cambio, respondió la voz de Ilias.
—Oh, creo que querrás escuchar esto, milord.
Hades suspiró.
—¿Sí?
Ilias entró, arqueando una oscura ceja y sonriendo con ironía.
—No hay descanso para los malvados. La mujer de anoche está fuera
de Nevernight peleando con Duncan. Ha puesto sus manos sobre ella. Será
mejor que te des prisa.
Hades no pudo describir la sensación que lo invadió, pero era como si
todo dentro de él se hubiera congelado por un segundo: su sangre no se
apresuraba, su corazón no latía, sus pulmones no se expandían.
Tan rápido como el hielo entró en sus venas, desapareció,
reemplazado por una furia al rojo vivo.
—¿Por qué no lo dijiste antes? —espetó antes de teletransportarse a
la entrada de Nevernight.
Al otro lado de la puerta, una voz familiar amenazó:
—Soy Perséfone, Diosa de la Primavera, y si quieres mantener tu
miserable vida, me obedecerás.
Hades abrió la puerta. Se sintió frenético hasta que sus ojos se
posaron en la diosa, y luego quedó atónito.
Estaba de pie en la mediocre acera, bajo el sol demasiado brillante,
despojada de su glamour humano. Los cuernos de cudú blancos brotaban
de su cabello salvaje y, a pesar de su altura, no podía evitar pensar en lo
pequeña que parecía. Le gustaba verla de esa manera. Se sentía íntimo de
alguna manera, porque sabía que la estaba viendo. Esta era Perséfone, la
diosa que sería su reina, y ella lo era todo. 44
No lo miró a los ojos, pero definitivamente sus ojos estaban fijos en él,
siguiendo su figura con una intensidad en su expresión que no podía ubicar,
pero quería entender.
A pesar de sentir que no tenía control sobre su cuerpo, sus emociones,
o su magia, se recompuso lo mejor que pudo y habló.
—Lady Perséfone. —Su título se sintió pesado en su lengua, y ante
sus palabras lo miró a los ojos y, nuevamente, se sorprendió por sus ojos
brillantes, tan salvajes como los ríos del Tártaro y tan verdes como el Campo
de Asfódelos. Algo cambió en su compostura cuando lo miró. Enderezó los
hombros y levantó la barbilla.
—Lord Hades.
Se dirigió a él formalmente y asintió. No estaba seguro de qué era lo
que no le gustaba: el hecho de que hubiera usado su título, o su lenguaje
corporal ceremonial. Frunció el ceño, pero no pudo pensar mucho en el
tema, porque Duncan llamó su atención.
—Milord. —El ogro cayó de rodillas y bajó la cabeza—. No sabía que
era una diosa. Acepto el castigo por mis acciones.
—¿Castigo? —se hizo eco Perséfone. Cruzó los brazos sobre el pecho
como si se sintiera incómoda con la idea. Hades apretó los dientes, la misma
furia que lo había vencido en el Inframundo volvió a arder.
—Puse mis manos sobre una diosa —dijo Duncan.
—Y una mujer, además —agregó Hades con tristeza.
Duncan se equivocaba. Su inminente castigo no tenía nada que ver
con el hecho de que había tocado a alguien de sangre Divina, era porque
había herido a una mujer. Hades no toleraba la violencia contra mujeres o
niños. De hecho, lo odiaba tanto, que había un nivel especial en el Tártaro
para los responsables de semejantes crímenes, y sus castigos eran
repartidos por las propias Furias, las tres temidas Diosas de la Venganza,
Némesis, la Diosa de la Retribución y Hécate, quien se encargaba de castigar
personalmente a los abusadores.
Ningún humano o humanoide era excusado, ya fuera trabajador de
Hades o no.
—Me ocuparé de ti más tarde —prometió Hades—. Ahora, lady
Perséfone.
Se hizo a un lado, dejando espacio para que ella entrara a Nevernight.
No vaciló como pensó que haría, entrando en la oscuridad de su club como
si fuera su dueña. Cerró la puerta detrás de ella y, por un momento,
quedaron atrapados juntos, el aroma de su magia se entrelazó y abrumó.
Hades reconoció la rigidez en la postura de Perséfone, porque se había
quedado igual de quieto. Su reacción lo relajó, probablemente porque
encontraba esperanza en la idea de que la afectaba de la misma manera. 45
Consideró desafiar lo que se estaba construyendo entre ellos,
acercándose y apartando su reluciente cabello de su cuello. Prácticamente
podía escuchar su respiración temblorosa mientras presionaba como un
beso su suave piel. ¿Entonces se derretiría en sus brazos? ¿O pelearía?
Se acercó. No creía que fuera posible, pero se puso aún más rígida,
con la espalda erguida. Estaba tensa, una víbora lista para atacar. Era un
mordisco que soportaría de buena gana, y se inclinó, su mandíbula rozó un
lado de su rostro, sus labios tocaron su oreja.
—Estás llena de sorpresas, querida.
Se dio cuenta de que era demasiado arrogante, no estaba preparado
para la reacción de su cuerpo hacia ella. Su olor se hundió en su piel,
encendiendo su sangre. Se puso pesado y duro al pensar en envolver su
brazo alrededor de su cintura, acercándola a él, consumiéndola.
Mierda.
Una respiración audible lo devolvió a la realidad, y antes que ella
pudiera enfrentarlo, estaba abriendo la puerta interior a Nevernight y
rompiendo el extraño hechizo entre ellos.
—Después de ti, diosa.
Ella parpadeó, y él notó la confusión en su expresión. Quizás creía
que lo que acababa de experimentar era una ilusión. Casi esperaba que
huyera, pero nuevamente, esa chispa de desafío entró en sus ojos. Mantuvo
su mirada mientras pasaba junto a él, tanto un desafío como una burla.
La siguió y la vio acercarse al balcón, escaneando con los ojos el piso
de abajo. Se preguntó qué estaba buscando, pero no preguntó, solo esperó
hasta que lo miró y continuó bajando las escaleras.
Sus tacones resonaron mientras la seguía, y así fue como supo que
había dejado de moverse, porque el club se quedó en silencio.
—¿A dónde vamos? —preguntó. Había sospecha en su voz, y se
recordó que, porque hubiera entrado a Nevernight voluntariamente, no
quería decir que sintiera confianza.
Hades hizo una pausa, volviéndose para mirarla.
No debería haber mirado atrás. Casi lo hizo cuestionar lo que estaba
haciendo, atrayendo a esta hermosa diosa más profundo en su reino.
—Mi oficina —dijo—. Me imagino que cualquier cosa que tengas que
decirme exige privacidad.
Ella arqueó una ceja, mirando el espacio vacío.
—Esto parece bastante privado.
—No lo es. —Se giró y subió las escaleras, complacido cuando escuchó
el clic de sus tacones siguiéndolo. 46
En lo alto de las escaleras, se volvió hacia su oficina y abrió una de
las dos grandes puertas que llevaban uno de sus símbolos en oro, un
bidente, entrelazado con enredaderas y flores. Cuando se volvió hacia
Perséfone, todavía estaba a unos metros de distancia. Su distancia lo
frustraba.
—¿Va a dudar a cada paso, lady Perséfone?
Ella frunció el ceño.
—Solo estaba admirando su decoración, lord Hades. No me di cuenta
de esto anoche.
—Las puertas de mis habitaciones a menudo están veladas durante
el horario comercial —respondió, y luego señaló la puerta abierta—.
¿Pasamos?
Levantó la barbilla y pasó junto a él. La siguió mientras se movía por
el suelo de mármol negro y se familiarizaba con su oficina, con los ojos fijos
primero en la pared de ventanas que daban al suelo del club. Era una
característica común en la mayoría de sus oficinas, una forma de observar
desde arriba. A pesar del calor exterior, Hades mantenía el fuego encendido
en su chimenea. Le gustaba el fuego, le gustaba la forma en que bailaban
las llamas, le gustaba mirarlo desde su escritorio de obsidiana, pero rara
vez usaba la sala de estar dispuesta frente a él. Quizás lo haría hoy, e
invitaría a la Diosa de la Primavera a sentarse.
Pero eso parecía demasiado cortés, y Hades tenía la sensación de que
fuera lo que fuera lo que la diosa había venido a decir, era cualquier cosa
menos cortés.
Cuando cerró la puerta, ella volvió a ponerse rígida. Fue entonces
cuando se dio cuenta de que debería haber hecho más para asegurarle que
estaba a salvo con él después de su horrible interacción con Duncan. Se
movió ruidosamente por el suelo, sin querer asustarla, y se detuvo frente a
ella, los ojos buscando su rostro, rozando sus labios, antes de caer a su
cuello. Su piel perfecta estaba enrojecida por el agarre del ogro.
Hizo falta todo lo que estaba en su poder para quedarse donde estaba
y no teletransportarse al Inframundo para torturar a Duncan.
La anticipación es parte del tormento, se recordó.
Alargó la mano hacia ella, queriendo curar esas marcas en su piel,
pero ella agarró su brazo. Sus miradas se encontraron.
—¿Estás herida? —preguntó.
—No —susurró ella.
Había algo íntimo en este intercambio. Tal vez era su proximidad, a
centímetros el uno del otro, piel tocando piel. Después de un momento,
asintió y liberó el brazo de su agarre. Cruzó la habitación, necesitando la 47
distancia para no hacer algo estúpido. Como besarla.
El olor de la magia de Deméter le alertó de que estaba a punto de
aumentar su glamour.
—Oh, es un poco tarde para ser modesta, ¿no crees? —preguntó,
apoyándose en su escritorio, sacándose la corbata del cuello. No le gustaba
la forma en que se sentía contra su piel, como una restricción, pero el
movimiento atrajo su mirada y reconoció el hambre en sus ojos porque él
también lo sentía. En lo profundo de sus entrañas.
—¿Interrumpí algo?
Su tono era casi acusatorio y él consideró cuestionar sus celos, pero
pensó en contra. En cambio, sus labios se curvaron mientras explicaba:
—Estaba a punto de irme a la cama cuando te escuché exigiendo la
entrada a mi club. Imagina mi sorpresa cuando encuentro a la diosa de
anoche en mi puerta.
Ella frunció el ceño.
—¿Te lo dijo la gorgona?
Luchó contra el impulso de sonreír ante su frustración.
—No. Euryale no lo hizo. Reconocí tu magia como la de Deméter, pero
no eres Deméter. —Inclinó la cabeza, estudiándola como si hubiera
estudiado su imagen en la Biblioteca de las Almas—. Cuando te fuiste,
consulté algunos textos. Había olvidado que Deméter tenía una hija. Supuse
que eras Perséfone. La pregunta es, ¿por qué no estás usando tu propia
magia?
—¿Es por eso que hiciste esto? —preguntó, quitándose un espantoso
juego de brazaletes de su muñeca y levantando su brazo, donde una banda
de puntos negros marcaba su piel.
Notó que había evitado responder a su pregunta. No importaba,
volvería a eso. En cambio, se centró en la marca de su piel, su marca, y
sonrió.
—No. Ese es el resultado de perder contra mí.
—Me estabas enseñando a jugar.
—Semántica. —Se encogió de hombros—. Las reglas de Nevernight
son muy claras, diosa.
—Son todo menos claras. —Levantó las manos y lo señaló—. ¡Y tú eres
un idiota!
Se apartó de su escritorio, acechando hacia ella. Había una parte de
él que quería exigir respeto, una parte que quería recordarle que era el rey
del Inframundo, Dios de los Muertos, pero cuando se acercó, recordó quién
era ella: Perséfone, Diosa de la Primavera, su futura reina. El pensamiento
lo calmó y, sin embargo, ella debió haber visto algo más destellando en sus 48
ojos, porque dio un paso atrás.
—No me insultes, Perséfone —dijo, agarrando su muñeca
suavemente. Sintió una extraña energía entre ellos mientras restablecía su
conexión. Trazó la sombra que estropeaba su piel y ella se estremeció bajo
sus manos.
—Cuando me invitaste a tu mesa, llegaste a un acuerdo. Si hubieras
ganado, podrías haberte ido de Nevernight sin exigencias de tiempo. Pero no
lo hiciste, y ahora tenemos un contrato.
Podría darle libertad. Las palabras entraron en su cabeza,
espontáneamente, nacidas de sus pensamientos anteriores, y de repente se
sintió abrumado por la culpa. Era cierto que no existía la Ley Divina, por lo
que podía dejarla ir.
Pero mientras la miraba, vio debajo de su hermoso exterior y observó
su alma por lo que era: una diosa poderosa, enjaulada en dudas y miedo.
Esta era la razón por la que usaba la magia de su madre, porque la suya
estaba encerrada, inactiva.
Cuanto más miraba, más profundo caía. Era embriagadora y su magia
olía a rosas dulces, glicinas y algo completamente pecaminoso. Su propia
magia se elevó, deseando enredarse con la de ella. Quería sacarlo de ella,
convencerla de que se liberara.
Mierda, mierda, mierda.
No estaba seguro de lo que ella vio en su expresión, pero notó la forma
en que su garganta se contrajo cuando tragó, y pensó que le gustaría besarla
allí, sentirla estremecerse bajo su toque.
Ella habló, sus palabras gotearon con ira contenida.
—¿Y qué significa eso?
—Significa que debo elegir los términos —dijo él, seguro.
De repente, este trato había adquirido un significado completamente
nuevo para él. Arrancaría los barrotes alrededor de su cuerpo, la liberaría
de esta jaula de odio construida por él mismo, y, al final, si no lo amaba, al
menos sería libre.
—No quiero tener un contrato contigo —dijo entre dientes, sus
hermosos ojos brillando—. ¡Quítalo!
—No puedo.
No lo haré, pensó.
—Si lo pones allí, lo puedes quitar.
Sus labios se crisparon. No debería encontrar humor en su difícil
situación. Sabía que esto era angustioso, sabía que no entendería por qué
tenía que pasar. Aun así, sonrió porque se mostraba desafiante, porque le
gustaba su fuego y frustración. 49
—¿Crees que es gracioso? —exigió ella.
—Oh, querida, no tienes ni idea.
—Soy una diosa. Somos iguales.
Dijo las palabras, pero sabía que no las creía.
—¿Crees que nuestra sangre cambia el hecho de que voluntariamente
celebraste un contrato conmigo? Estas cosas son la ley, Perséfone. —Ella lo
fulminó con la mirada—. La marca se disolverá cuando se haya cumplido el
contrato.
—¿Y cuáles son tus condiciones?
Consideró lo que había visto de su alma. Era una mujer que
equiparaba la Divinidad con el poder. Era el núcleo de su inseguridad y era
lo que él desafiaría. Por fin habló.
—Crea vida en el Inframundo.
Sus ojos se agrandaron y palideció, la imposibilidad de las palabras
que él había dicho se registró rápidamente. Sus dedos se apretaron
alrededor de su muñeca.
—¿Qué?
—Crea vida en el Inframundo —dijo de nuevo—. Tienes seis meses. Si
fallas o te niegas, te convertirás en un residente permanente de l
Inframundo.
—¿Quieres que cultive un jardín en tu reino?
Hizo una mueca. Ella ya había decidido que solo había una forma de
cumplir el trato, y era a través del poder que no tenía... todavía.
Se encogió de hombros.
—Supongo que es una forma de crear vida.
Era una pista que no captó. En cambio, ella lo miró.
—Si me llevas al Inframundo, te enfrentarás a la ira de mi madre.
—Oh, estoy seguro —reflexionó, imaginándolo ahora, y, sin embargo,
era el precio que Deméter pagaría, primero por negociar con las Moiras y
segundo por ocultarle a Perséfone. Se preguntaba cuándo vendría a
buscarlo la Diosa de la Cosecha—. Al igual que sentirás su ira cuando
descubra lo que has hecho tan imprudentemente.
Odiaba haber dicho esas palabras, y consideró tranquilizarla
diciéndole que la protegería de su madre, pero luego Perséfone se enderezó,
lo miró a los ojos y aceptó su desafío.
—Bien. ¿Cuándo empiezo?
Casi sonrió. 50
—Ven mañana. Te mostraré el camino al Inframundo.
—Tendrá que ser después de clases —dijo.
Sus cejas se juntaron.
—¿Clases?
—Soy estudiante en la Universidad de Nueva Atenas.
Era un ejemplo de lo mucho que no sabía sobre esta mujer y sintió
curiosidad. ¿Qué estaba estudiando? ¿Cuánto tiempo había estado en la
universidad? ¿Dónde había estado viviendo antes de Nueva Atenas? ¿Qué le
había enseñado Deméter sobre lo Divino?
Todas las cosas las aprenderé con el tiempo, se recordó.
—Después de... clases, entonces.
Se miraron el uno al otro durante un largo momento, todavía
tocándose, todavía invadiendo el espacio del otro, y descubrió que estaba
contento con esto, el silencio, la sensación de su energía, porque hacía que
su pecho se sintiera más ligero.
—¿Qué hay de tu portero? —preguntó de repente.
Hades frunció el ceño y bajó las cejas.
—¿Qué pasa con él?
—Preferiría que no me recuerde de esta forma. —Se llevó la mano a
los cuernos y los ojos de Hades la siguieron. Eran hermosos, elegantemente
torcidos en puntas afiladas, pero cuando los miró, desaparecieron de su
vista, cubiertos por el glamour que Perséfone había invocado. Sus ojos, de
nuevo, se posaron en los de ella.
—Borraré su recuerdo... después de que sea castigado por el trato que
te ha dado —prometió.
—No sabía que era una diosa —dijo.
No vengas en su ayuda, quiso decir. No merece tu amabilidad.
—Pero sabía que eras una mujer, y dejó que su ira se apoderara de él.
Así que será castigado.
Y disfrutaré el proceso a fondo.
—¿Cuánto me costará?
Volvió a concentrarse en ella, en sus espesas pestañas, sus ojos
hipnóticos y su boca sensual.
—Inteligente, querida. Sabes cómo funciona esto. ¿El castigo? Nada.
¿Su recuerdo? Un favor.
—No me llames querida —espetó, y él arqueó una ceja ante su
repentina frustración. Quizás creía que se estaba sintiendo demasiado
cómoda demasiado rápido—. ¿Qué tipo de favor?
51
—Lo que quiera —dijo—. Para ser utilizado en el futuro.
Ella entrecerró los ojos, escéptica ante su solicitud, y debería estarlo.
Los favores más peligrosos eran los que no se especificaban, y si estaba de
acuerdo, le daría una idea de cuánto sabía realmente sobre lo que
significaba ser Divino.
—Trato.
Nada, pensó. Ella no sabe nada en absoluto. Le dio más que
curiosidad. ¿Cómo podía Deméter dejar que su hija entrara en un mundo
gobernado por lo Divino y que no supiera nada de ellos? Tenía que saber
que, tarde o temprano, Perséfone encontraría su camino hacia este mundo.
A pesar de sus pensamientos preocupantes, Hades le sonrió.
—Haré que mi chofer te lleve a casa.
—Eso no es necesario.
—Lo es —insistió.
Hades no tenía la costumbre de confiar en el mundo. Sabía demasiado
sobre lo que quedaba debajo de su superficie.
—Bien —espetó.
Frunció el ceño. Probablemente estaba más que lista para irse,
excepto que él no estaba listo para verla partir. No tras su último
pensamiento.
Mantenla a salvo, pensó mientras la agarraba por los hombros,
cerrando el espacio entre ellos. La había desequilibrado y sus dedos
apretaron la parte delantera de su camisa, las uñas rasparon su pecho.
Presionó sus labios contra su frente, y el calor de su piel se precipitó al fondo
de su estómago, haciendo que su polla palpitara y sus pensamientos se
volvieran caóticos. Quería inclinar su cabeza hacia la suya, besar su boca y
saborear su lengua.
Concéntrate en la tarea, se dijo enojado, y le otorgó su favor. En la
antigüedad, los dioses favorecían a los héroes griegos, les proporcionaban
armas especiales y ayuda durante la batalla y, en raras ocasiones, incluso
una segunda oportunidad en la vida. En la modernidad, el favor podría
significar cualquier cosa: acceso a clubes exclusivos, riqueza insuperable o
protección contra daños.
Hades le ofreció a Perséfone lo último, junto con el acceso a su reino.
La liberó del beso. A centímetros de distancia, ella lo miró.
—¿Por qué fue eso? —susurró ella.
Hades sonrió, pasando un dedo por su acalorada mejilla.
—Para tu beneficio. La próxima vez, la puerta se abrirá para ti. Prefiero
que no enojes a Duncan. Si te vuelve a lastimar, tendré que matarlo, y es
difícil encontrar un buen ogro. 52
—Lord Hades —interrumpió la voz de Menta—. Tánatos te está
buscando, ¡oh!
La presencia de la ninfa lo frustraba, porque significaba que Perséfone
ya no lo miraba. Trató de apartarse, pero Hades la abrazó con más fuerza,
negándose a soltarla.
—No sabía que tenías compañía —dijo Menta, con la voz llena de
juicio. Quizás Hécate tenía razón cuando le sugirió que hablara a Menta
sobre su futura esposa.
—Un minuto, Menta —dijo Hades sin mirarla.
Cuando se fue, la mirada de Perséfone volvió a la de él y la estudió
con los labios apretados.
—No has respondido a mi pregunta. ¿Por qué estás usando la magia
de tu madre?
Quería ver si admitía lo que ya sabía, que no tenía magia propia. En
cambio, lo sorprendió sonriendo.
—Lord Hades —dijo, su voz entrecortada y sensual. Pasó un dedo por
su pecho y el movimiento despertó su deseo por ella una vez más. Iba a tener
que encontrar la liberación por su propia mano después de esto. No podía
soportarlo. ¿Ella conocía su poder?—. La única forma en que recibirás
respuestas es si decido hacer otra apuesta contigo y, en este momento, no
es probable.
Luego tomó las solapas de su chaqueta y las enderezó antes de
inclinarse, como había hecho antes en el vestíbulo, y susurró:
—Creo que te arrepentirás de esto, Hades.
Sus ojos se posaron en la flor de polianto rojo en el bolsillo de la
chaqueta de su traje, y mientras la acariciaba con los dedos, los pétalos se
marchitaron.
53
H
ades escolto a Perséfone abajo. Quería asegurarse de que
aceptara el viaje a casa que le ofreció y presentarle a Antoni, su
conductor.
El ciclope esperó pacientemente, vestido con traje negro y
corbata. Cuando vio a Perséfone, sonrió, sus ojos se iluminaron.
—Lady Perséfone —dijo—. Este es Antoni. Él se asegurará de que
llegues a casa a salvo.
Sabía que el ciclope cuidaría de ella, pero sintió la necesidad de hacer
su punto sosteniendo la mirada de Antoni mientras hablaba.
Ella es importante.
—¿Estoy en peligro, milord?
La pregunta atrajo su atención, y la encontró mirándolo. Dejando de
lado el tono sarcástico en su voz, sintió su malestar.
Nadie te hará daño, quiso decir, pero esas palabras solo aumentarían
su miedo. En realidad, Hades solo era sobreprotector. Quizá tenía algo que
ver con el mortal que torturó anoche, el hombre que había amenazado con
la guerra desde Tríada.
—Solo una precaución —le aseguro—. No quisiera que tu madre
golpeara mi puerta antes de tener una razón para hacerlo.
Se miraron el uno al otro durante un rato antes que Antoni se aclarara
54
la garganta y abriera la puerta del auto. Ambos le miraron, e hizo un gesto
hacia el auto.
—Miladi —ofreció.
—Milord —dijo Perséfone, su título en esa voz tranquila y sin aliento.
Lo hizo pensar en otras cosas, algo como, cómo sonaría si dijera su nombre
mientras encontraba su liberación bajo él.
Ella giró y se deslizó en el interior del auto. Mientras Antoni cerraba
la puerta, miró a Hades. Conocía esa mirada. Era la de me lo vas a agradecer
después, pero Hades no estaba tan seguro. Si Antoni no hubiera abierto su
boca, podría haber besado a la diosa de nuevo de la manera que quería en
su oficina.
Pero tal vez eso era lo que el ciclope estaba diciendo, porque Hades no
estaba seguro de querer dejar ir a Perséfone por segunda vez.
Observó su Lexus negro alejarse por la calle.
—Espero que sepas lo que estás haciendo —dijo Menta, recostándose
en el marco de la puerta detrás de él. Había estado escuchando a escondidas
en el vestíbulo mientras él veía cómo marchaba Perséfone.
Hades mantuvo sus ojos en al auto; estaba en un carril de giro, casi
fuera de la vista.
—¿Qué crees que estoy haciendo?
—Alentándola —dijo Menta—. Si no eres cuidadoso, se va a enamorar
de ti.
Se alegró de no estar mirando a la ninfa, porque una sonrisa curvó
sus labios.
El Lexus finalmente salió de la vista, y Hades se giró para mirar a
Menta. Sus rasgos estaban arrugados y fruncidos, en parte por el brillo del
sol, y en parte por su juicio hirviente.
—¿Tánatos me estaba buscando, o estabas espiando? —preguntó,
refiriéndose a su intrusión en la oficina.
—¿Por qué cada vez que te atrapo haciendo algo que no deberías, me
convierto repentinamente en una espía?
A Hades no le gustaron sus palabras. La ninfa pretendía que su rol
como asistente de alguna manera significaba que era su cuidadora.
—¿Y qué no debería estar haciendo, Menta?
La ninfa cruzó los brazos sobre su pecho.
—Dime, Hades. ¿La habrías besado si no hubiera aparecido?
—No la besé —respondió. Los ojos de la ninfa se abrieron y se
entrecerraron mientras continuó—: Si viste algo que te disgustó, Menta, te
sugiero que en el futuro llames a la puerta.
—Tánatos te está esperando en el salón del trono —dijo antes de girar 55
en sus tacones y azotar la puerta tras de ella.
Suspiró y se teletransportó al Inframundo, donde se encontró con
Tánatos. El Dios de la Muerte era alto y delgado, con cabello rubio
blanquecino con un par de cuernos negros. A Hades le gustaba Tánatos y
confiaba en él tanto como en Hécate. Era un dios rey, y se ocupaba de las
almas. Había sido uno de sus mayores defensores, más rey para ellos de lo
que Hades sería jamás.
Se inclinó cuando Hades apareció, sus grandes alas negras se doblan
en su espalda como una capa de seda.
—Milord —dijo cuando se enderezó, ojos azules se encontraron con
los suyos—. Tenemos un problema.
—¿Qué pasa?
—Las Moiras están montando un alboroto —explicó—. Las tijeras de
Átropos se han roto.
Hades levantó una ceja.
—¿Roto?
Tánatos asintió.
—Es mejor que vengas.
Pavor se agrupó en el estómago de Hades, pero estuvo de acuerdo y
siguió a Tánatos a la isla de las Moiras. Encontró a las tres hermanas en su
sala de tejido.
En el centro de la habitación había un brillante globo blanco donde
millones de hilos habían sido tejidos sobre la superficie como un tapiz. Cada
hilo representaba a una persona, un fin, un destino que habría cobrado
existencia. Cloto empezaba el hilo de la vida, tejiendo sobre la superficie del
mapa, y cuando era lo suficientemente largo, Láquesis comenzaba su
trabajo, tejiendo en él un destino, cuando Átropos arrancaba y enredaba
hilos, determinaba la muerte de las almas, cortando su línea de vida con
sus tijeras.
Excepto que cuando Hades apareció, Cloto y Láquesis estaban
consolando a Átropos, quien lloraba y sollozaba sobre sus manos.
—¡Tienes que arreglar esto, Hades! —gritó Cloto.
—¡Mis tijeras! ¡Mis hermosas tijeras! —sollozó Átropos.
—No puedo ayudar si no sé qué fue lo que pasó —dijo Hades, frustrado
con las tres.
—¿No escuchaste? —se quejó Láquesis.
—¡Las tijeras de Átropos están rotas! —señaló Cloto.
—¿Cómo? —preguntó Hades a través de sus dientes, sus dedos 56
apretados en puños. Estaba perdiendo su paciencia, una cualidad peligrosa
cuando te acercas a las Moiras. Hades sabía que tenía que manejar esto
cuidadosamente, o se encontraría a su merced.
—¿Átropos? —preguntó Hades.
A la Moira le tomó un momento calmarse. Entonces, habló, sus
oscuros ojos rojos por el llanto.
—Elegí un hilo del globo, elegir y tejer una muerte, y cuando fui a
cortar el hilo, no sirvió. Traté de nuevo, y de nuevo, y de nuevo, y de nuevo,
hasta que mis tijeras se rompieron.
Su voz tembló y empezó a sollozar de nuevo, un lloriqueo horrible que
perforó los oídos de Hades y le molestó. Tomó aire y lo sostuvo hasta que se
sintió menos homicida.
—¿El hilo de quién? —preguntó a continuación.
Llorando y sollozando, Átropos miró de nuevo a Hades, su mirada
feroz y salvaje. Reconoció la feroz mirada, era la mirada de una diosa, lista
para vengarse.
—¡Es un mortal que busca engañar a la muerte! —se mofó—. Sísifo de
Ephyra.
Hades frunció el ceño con el nombre, y un sentimiento oscuro crepitó
en su pecho. El mortal de la pesquería. No le sorprendió que el hombre
hubiera encontrado la manera de desafiar a las Moiras. Tenía conexiones en
el bajo mundo de Nueva Grecia, al igual que en la Tríada. Probablemente
probó diferentes opciones: pociones mágicas, hechizos lanzados por magos,
mortales que practicaban la magia oscura, incluso reliquias, hasta que
encontró algo que funciono.
—¡Arregla esto, Hades! —exclamó Cloto.
—¡Encuéntralo! —chilló Láquesis.
—¡Arregla esto, encuéntralo, Hades! —dijo Átropos—. ¡O eliminaremos
a la Diosa de la Primavera de tu vida!
—Sí —sisearon todas al unisonó—. ¡O eliminaremos a la Diosa de la
Primavera de tu vida!
Entonces están llamando a una guerra.
Los ojos de Hades brillaron, y casi verbaliza el pensamiento, la
promesa que estaba haciendo, cuando las hermanas comenzaron a gritar.
Le tomó un momento descubrir porqué, pero finalmente descubrió la
fuente de su agonía. Un hilo se había levantado de la superficie del globo
entre ellos y se desintegró, y no había duda de que era la voluntad de las
Moiras. 57
Un alma por un alma, pensó Hades. El universo tenía balance, incluso
en contra de la voluntad de los dioses.
—Tánatos —dijo Hades, dirigiéndose al Dios de la Muerte. Era una
orden—. Llévanos con esa alma moribunda.
El dios obedeció y los dos aparecieron en el mundo superior, fuera de
un viejo edificio de apartamentos en el Distrito de Macedonia.
Hades reconoció el olor de la muerte de inmediato, afilado, sucio y
tangible. Era una fragancia que nunca olvidaría, una que dividía su mente
y lo enviaba de vuelta a sus años tempranos en el sangriento campo de
batalla, donde tuvo que conocer las variadas esencias de la decadencia.
Intercambió una mirada con Tánatos. Debían haber llegado tarde.
Hades tocó la puerta y abrió. Dentro descansaba un hombre. Estaba
desplomado en el suelo, bocabajo con sus brazos extendidos. Era casi como
si hubiera entrado a su casa y colapsó, sin vida.
—No iba a morir hasta dentro de un año —dijo Tánatos. Quién no
estaba incomodo con mortales muriendo de manera inesperada, esas
muertes eran orquestadas por Átropos.
Y alguien le había negado ese derecho.
Hades miró el cuerpo sin vida por un largo tiempo. El hombre era
joven, pero su rostro estaba lleno de cicatrices y costras, y había marcas y
moretones en sus brazos.
Evangeline, pensó el dios sombríamente.
—¿Nombre? —preguntó Hades.
—Alexander Sotir —dijo Tánatos—. Treinta y tres años.
Hades frunció el ceño. Una punzada en su pecho lo cogió fuera de
guardia, pero lo reconoció por lo que era, tristeza. Le hubiera gustado
ayudar a este hombre a superar su adicción.
—Hades —dijo Tánatos—. Mira.
Cambió su mirada del cuerpo a Tánatos y a las marcas negras en el
suelo. Estaban húmedas y parecían marcas de arrastre. Hades las siguió, y
lo que encontró en el rincón de la habitación lo enfureció.
Era el alma de Alexander, y descansaba a los pies de Hades en
posición fetal, derrotada y rota. Lucía más como un esqueleto que como un
humano. La piel era como una membrana, ennegrecida como alquitrán. El
estado del alma le dijo dos cosas sobre cómo había muerto; había sido
traumático y antinatural.
Hades había visto algunas almas en este estado, y sabía que no tenían
esperanza. Esta alma no tenía oportunidad de curar, ninguna oportunidad
de reencarnarse.
58
Este era su fin.
—Contacta con Ilias —instruyó a Tánatos—. Quiero conocer la
conexión de Sísifo con este hombre.
—Sí, milord —dijo Tánatos—. Quiere que…
—Yo me hago cargo de él —dijo rápidamente.
—Muy bien. —Asintió y desapareció, dejando solo a Hades con el
alma.
El dios estuvo de pie allí por un momento, incapaz de moverse. No
tenía duda de que esto seguiría sucediendo. ¿Podría cada muerte romper un
alma? ¿Podría cada muerte tejer otro hilo que lo desconectase de su futura
reina?
Solo tenía certeza de una cosa, iba a encontrar a Sísifo y desgarrar su
alma él mismo.
Se agachó y recogió el alma en sus brazos, transportándolo a los
campos Elíseos. A pesar de la pesadez del día, aquí había paz en el silencio,
en la manera en que el viento movía la hierba dorada. Había un espacio
reservado para sanar, y aunque Hades sabía que el alma de Alexander
nunca se recuperaría de su horrible fin, intentaría darle el mejor final.
Debajo del brillante cielo azul, Hades dejó el alma bajo las hojas de
un árbol de granada con frutas maduras.
—Descansa en paz —dijo, y un segundo después, la sombra se
transformó en una franja de amapolas rojas.
61
E
l Olimpo era una ciudad de mármol sobre una montaña. Era
brillante, hermoso y vasto. Varios pasillos angostos partían
de un patio bordeado de estatuas de los Olímpicos, que
conducían a casas y tiendas donde vivían semidioses y sus
sirvientes.
Como los dioses y el mundo de abajo, el Olimpo también había
evolucionado. Zeus había ordenado la instalación de un estadio y un teatro
además del gimnasio existente, donde los dioses se entrenaban y los
mortales luchaban o actuaban para ellos. Era uno de los pasatiempos
favoritos de Zeus, y una práctica que no había cambiado a pesar de que el
Dios del Trueno ahora vivía en la tierra.
Hades no se aventuraba a menudo al Olimpo. Incluso antes del Gran
Descenso, era un lugar que prefería evitar, al igual que prefería evit ar
Olimpia, el nuevo Olimpo, pero había algunos dioses que aún residían en
las nubes, entre ellos Atenea, Hestia, Artemisa, y Helios.
Era a Helios al que quería ver: Helios, el Dios del Sol, uno de los pocos
titanes que no habitaba en el Tártaro.
Hades encontró a Helios descansando en la Torre del Sol, un
santuario hecho de mármol blanco y oro que se elevaba sobre los otros
edificios del Olimpo, un pilar que atravesaba las nubes. La superficie
brillaba con su propia luz interna, como el sol que brilla sobre el agua. Era
la torre desde la que salía en su carro dorado de cuatro caballos por el cielo 62
y donde regresaba por la noche.
El Titán descansaba en un trono de oro, con la cabeza apoyada en el
puño como si estuviera aburrido, no agotado por su trabajo. Estaba vestido
con una túnica púrpura, y su cabello rubio blanquecino caía en ondas sobre
sus hombros, su cabeza coronada con la aureola del sol.
Helios parpadeó lentamente hacia Hades, sus ojos del color del ámbar
entrecerrados.
—Hades —dijo, reconociéndolo con un asentimiento perezoso, su voz
profunda y resonante.
—Helios. —Hades inclinó la cabeza.
—Quieres saber dónde se esconde el mortal Sísifo.
Hades no dijo nada. No le sorprendió que Helios supiera por qué había
venido, era la razón por la que estaba aquí. Helios lo veía todo, lo que
significaba que era testigo de todo lo que ocurría en la tierra. La pregunta
era, ¿había elegido prestar atención y elegiría compartir con Hades ahora?
Helios era un idiota notorio.
—No se esconde. Lo veo ahora —dijo el dios.
—¿Dónde, Helios? —preguntó Hades entre dientes.
—En la tierra —respondió el Titán.
Dado que Helios había luchado del lado de los Olímpicos durante la
Gran Guerra, el Dios del Sol sentía que cualquier ayuda que ofreciera
después de su victoria era un favor, uno que no tenía que otorgar si no
quería.
—No estoy de humor para tus juegos —dijo Hades sombríamente.
—Y no estoy de humor para visitas, pero todos debemos hacer
sacrificios.
Una punzada de ira lo atravesó, manifestándose en un conjunto de
púas negras que salieron de su mano. Los ojos de Helios se desviaron allí y
sonrió.
—Veo que sigues luchando contra la ira. ¿Cómo ocultarás tu
verdadera naturaleza a la hija de Deméter? ¿Encontrarás más almas para
torturar?
—Quizás empiece por tu hijo.
La boca de Helios se apretó. Su hijo, Faetón, había estado en el
Inframundo durante mucho tiempo. El niño ingenuo había intentado
conducir el carro de su padre y perdió el control de los caballos. Zeus lo
derribó después de causar una gran destrucción en la tierra.
—Era un chico estúpido que hizo algo estúpido —dijo Helios,
desestimando la amenaza de Hades.
—Este mortal es un asesino, Helios —dijo Hades, intentándolo de 63
nuevo.
—¿No lo somos todos?
Hades lo fulminó con la mirada. Debería haber imaginado que la
apelación no funcionaría. Helios no tenía un sentido real de la injusticia,
después de haber ayudado a su nieta, Medea, a escapar a Corinto tras matar
a sus propios hijos.
—¿Es un trato lo que quieres? —preguntó Hades.
—Lo que quiero es que me dejen en paz —espetó Helios con más vigor
en sus palabras que cualquier cosa que hubiera dicho desde que llegó
Hades—. Si hubiera querido involucrarme en asuntos mortales, habría
descendido con el resto de ustedes.
—Y, sin embargo, usas su tierra para tu ganado —señaló Hades,
notando la sombra que pasó sobre los ojos ambarinos de Helios.
Había encontrado la debilidad del Titán.
—Quizás me equivoqué al poner mi mirada en tu hijo cuando te
preocupas más por tus animales.
Las manos de Helios se apretaron sobre los brazos de su trono. Por
primera vez desde que Hades llegó, el dios se enderezó.
Helios codiciaba su ganado, también llamado Bueyes del Sol. Eran
inmortales, y los mantenía en la isla de Sicilia, custodiados por dos de sus
hijas. Cualquiera que les hiciera daño incurriría a su ira. Ulises y sus
hombres lo habían aprendido por las malas.
Pero Hades no temía la ira de Helios, no cuando se trataba de un
mortal que se atrevía a burlar a la muerte, y no cuando se trataba de
enfrentarse al desmoronamiento de su destino con Perséfone.
—Pides sangre, Hades.
—Si me estás preguntando si sacrificaré algunas cabezas de ganado
para conseguir lo que quiero, entonces sí, pido sangre —respondió Hades—
. Me deleitaré con la idea de tu agonía mientras me siento en mi trono con
cincuenta de tus vacas en el Inframundo.
Un tenso silencio siguió a la amenaza de Hades, y pudo ver y sentir la
ira de Helios. Le llegó a los ojos y aumentó la rabia entre ellos, tan caliente
como los rayos del sol.
—El hombre que buscas está siendo protegido por tu hermano.
Hades ya sabía que no era Zeus; el Dios del Trueno nunca protegería
a un mortal que hubiera violado una de sus leyes más codiciadas.
—Poseidón —siseó Hades.
No se llevaba bien con ninguno de sus hermanos, pero si tenía que
elegir uno para sacrificar, sería Poseidón. El Dios del Mar era celoso, 64
hambriento de poder y violento. No le gustaba compartir el poder sobre el
Mundo Superior con Hades o Zeus, y había intentado más de una vez
derrocar al Rey de los Dioses, pero todos los intentos habían fracasado.
—No molestarás a mi ganado —dijo Helios—. ¿Somos claros, Hades?
Hades entrecerró los ojos, pero no dijo nada. Cuando se giró y dejó la
Torre del Sol, escuchó la llamada de Helios.
—¡Hades!
Regresó a su oficina en Nevernight. Consideró ir directamente a
Atlantis, la isla y el hogar de su hermano, y exigir saber dónde estaba
escondiendo a Sísifo, pero conocía a su hermano, sabía que la violencia que
se arremolinaba dentro de él era mayor que la ira que Hades intentaba
mantener a raya. Cualquier acusación dirigida a su hermano, incluso si era
verdad, enfurecería al dios. Al final del encuentro, miles estarían muertos.
Hades no podía evitar pensar en el alma de Alexander, rota sin
remedio. Un alma tomada antes de tiempo era demasiado, y el dios sabía
que habría más como él si no actuaba rápido. Tenía que idear un plan
alternativo, algo que le diera la verdad que necesitaba para evitar la
destrucción. Sus ojos se posaron en el bulto blanco que había sobre su
escritorio: los visillos de Átropos.
Quizás Hefesto tendría una solución. Recogió el paquete en sus manos
y comenzó a teletransportarse cuando Menta llamó a su puerta y la abrió,
entrando en su oficina.
—Entrar antes de ser invitado frustra el propósito de llamar —dijo
Hades con fuerza, molesto por la interrupción—. Estoy ocupado.
—Dígaselo a su nueva amiga —respondió Menta—. Está abajo.
Hades frunció el ceño.
—¿Perséfone está aquí?
No debía llegar hasta esta noche para su recorrido por el Inframundo.
Una extraña sensación se desplegó dentro de su pecho. Se sentía
emocionante, casi como una esperanza, pero cuando se acercó a las
ventanas que daban al piso de Nevernight, esos sentimientos se
oscurecieron. Perséfone había traído un compañero, un hombre al que
reconoció de inmediato como Adonis, el mortal favorito de Afrodita.
Sus ojos se oscurecieron. 65
—Te dije que esto pasaría —dijo Menta—. La animaste y ahora cree
que puede exigir una audiencia contigo. Le diré que estás... indispuesto.
—No harás tal cosa. —La detuvo—. Tráemela.
Menta arqueó una ceja.
—¿El hombre también?
Estaba tratando de incitarlo, y funcionó, porque Hades no pudo evitar
responder con un silbido amargo.
—Sí.
Menta hizo un sonido extraño en el fondo de su garganta, algo
parecido a una risa, y luego se fue. La mirada de Hades volvió al piso de
abajo.
Perséfone estaba apartada de Adonis, con los brazos cruzados sobre
el pecho. A pesar de su audacia, quería verla, especialmente después de la
amenaza de las Moiras. Se estaría castigando si la enviaba lejos. Además,
quería saber por qué había venido y traído a un mortal con ella.
Cuando Menta apareció a la vista, se apartó de la ventana, se sentó a
un lado del bulto de Láquesis y se sirvió una copa. Si no tuviera algo para
distraerse, se pasearía, y preferiría no ilustrar el caos de su mente en este
momento.
Para cuando Menta regresó con Perséfone y Adonis a cuestas, Hades
se había colocado nuevamente cerca de las ventanas. Apenas registró el
acercamiento de Menta, porque sus ojos se habían fijado en su diosa en el
momento en que entró en la habitación.
—Perséfone, milord —dijo Menta.
Estaba decidida. Podía verlo en su expresión, la forma en que su
cabeza estaba inclinada, sus labios apretados en una línea dura. Había
venido aquí por algo, y Hades se encontró ansioso por un momento en el
que se le acercara con una sonrisa, sin reservas ni vacilaciones porque lo
deseaba a él y nada más.
—Y... su amigo, Adonis —continuó Menta.
Con la mención del nombre del mortal, el humor de Hades se
ensombreció y miró a Adonis, cuyos ojos se abrieron como platos bajo su
escrutinio. Le pareció extraño que Afrodita tomara a este hombre como
amante, dada su atracción por Hefesto. Eran completamente opuestos: este
mortal ajeno a los sufrimientos del mundo, su piel era suave, su cabello
brillante y no chamuscado por la fragua, su rostro libre de barba incipiente,
como si dejarse barba fuera una dificultad para él. Y luego estaba su alma.
Manipuladora, engañosa y abusiva.
Hades miró a Menta y asintió.
—Puedes irte, Menta. Gracias.
66
Con su salida, Hades se bebió el resto de su bebida y cruzó la
habitación para volver a llenarla. No ofreció un vaso a ninguno de sus dos
visitantes ni los invitó a sentarse. No era cortés, pero no le interesaba
parecer agradable.
Habló una vez que su vaso estuvo lleno, apoyado contra su escritorio.
—¿A qué le debo esta... intrusión?
Los ojos de Perséfone se entrecerraron ante sus palabras y su tono, y
levantó la cabeza. No era el único que luchaba por ser amigable.
—Lord Hades —dijo, sacando un cuaderno de su bolso—. Adonis y yo
somos de Noticias Nueva Atenas. Hemos estado investigando varias quejas
sobre usted, y nos preguntamos si querría hacer algún comentario.
Otra cosa que no sabía sobre su futura esposa: su ocupación.
Periodista.
Hades odiaba a los medios. Había gastado mucho dinero para
asegurarse de que nunca lo fotografiaran y se denegaban todas las
solicitudes de entrevista. No porque tuviera cosas que ocultar, aunque había
muchas que prefería guardar para sí mismo, simplemente sentía que se
enfocaban en las cosas equivocadas, como el estado de su negocio, cuando
Hades prefería dar protagonismo a las organizaciones que ayudaban a los
perros, los niños y las personas sin hogar.
Se llevó el vaso a los labios y bebió un sorbo; era beber o mostrar su
enfado de una manera peor.
—Perséfone está investigando —dijo Adonis con una risa nerviosa—.
Solo estoy aquí… por apoyo moral.
Cobarde, pensó Hades antes de concentrarse en el cuaderno que
Perséfone había sacado de su bolso. Asintió con la cabeza.
—¿Es esa una lista de mis delitos?
Estaría mintiendo si dijera que no esperaba esto. Era la hija de
Deméter; solo le habían contado lo peor de él. Lo sabía porque lo había
mirado con desprecio cuando descubrió quién era la noche del juego de
cartas.
Leyó algunos de los nombres de la lista: Cicero Sava, Damen Elias,
Tyrone Liakos, Chloe Bella. No podía saber qué significaba para él escuchar
esos nombres o cómo lo hacía sentir. Le recordaba sus fracasos. Cada uno
era un mortal que había hecho un trato con él, a cada uno se le había dado
términos con la esperanza de superar el vicio que agobiaba su alma, y cada
uno había fracasado, resultando en su muerte.
Se sintió aliviado cuando dejó de leer de la lista, pero luego miró hacia
arriba y preguntó:
—¿Se acuerda de esta gente? 67
Cada detalle de su rostro y cada preocupación de su alma.
Nuevamente, dio un sorbo a su bebida.
—Recuerdo cada alma.
—¿Y todas las apuestas?
Esta no era una conversación que quisiera tener, y no podía evitar la
frustración en su voz mientras hablaba, enojado porque estaba sacando el
tema.
—El punto, Perséfone. Ve al punto. No has tenido ningún problema
con eso en el pasado, ¿por qué ahora?
Sus mejillas se sonrojaron, la tensión entre ellos creció, algo sólido
que él destruiría si pudiera. Hizo que le dolieran los pulmones y que se le
oprimiera el pecho.
—Aceptas ofrecer a los mortales lo que deseen si juegan contigo y
ganan.
Ella hizo que sonara como si fuera el agresor, como si los mortales no
le suplicaran la oportunidad de jugar.
—No todos los mortales y no todos los deseos —dijo.
—Oh, perdóname, eres selectivo en las vidas que destruyes.
—Yo no destruyo vidas —dijo con fuerza. Ofrecía a los mortales una
forma de mejorar sus vidas, una vez que dejaban su oficina, no tenía control
sobre sus elecciones.
—¡Solo das a conocer los términos de tu contrato después de haber
ganado! Eso es un engaño.
—Los términos son claros, los detalles son míos para determinar. No
es un engaño, como lo llamas. Es una apuesta.
—Desafías su vicio. Dejas al descubierto sus secretos más oscuros...
—Desafío lo que está destruyendo su vida —la corrigió—. Es su
elección conquistar o sucumbir.
—¿Y cómo conoce su vicio? —preguntó.
Una sonrisa maliciosa cruzó el rostro de Hades, y, de repente, pensó
que entendía por qué estaba allí, por qué le estaba haciendo e sas
acusaciones, porque ahora era una de sus jugadores.
—Veo el alma —dijo—. Lo que la agobia, lo que la corrompe, lo que la
destruye, y lo desafío.
—¡Eres el peor tipo de dios!
Hades se estremeció.
—Perséfone... —Adonis pronunció su nombre, pero su advertencia se
perdió por la reacción de Hades.
68
—Estoy ayudando a estos mortales —argumentó, dando un paso
deliberado hacia ella. No era culpa suya que no le gustara su respuesta.
Se inclinó hacia él, exigiendo.
—¿Cómo? ¿Ofreciendo un trato imposible? ¿Abstenerse de la adicción
o perder la vida? ¡Eso es absolutamente ridículo, Hades!
Sus ojos se habían iluminado, y notó que su dominio sobre el glamour
de su madre flaqueaba cuanto más enojada estaba.
—He tenido éxito.
Lo sabría si no estuviera tan ansiosa por ver solo lo malo en él. ¿No
era esa la marca de un buen periodista? ¿Comprender y entrevistar a ambos
lados?
—¿Oh? ¿Y cuál es tu éxito? Supongo que no te importa, ya que ganas
de cualquier manera, ¿verdad? Todas las almas vienen a ti en algún
momento.
Se movió para acortar la distancia entre ellos, su frustración se
desbordó. Mientras lo hacía, Adonis se interpuso entre él y Perséfone, y
Hades hizo lo que había querido hacer desde que el mortal entró en su
oficina: lo paralizó, enviándolo al suelo, inconsciente.
—¿Qué haces? —exigió Perséfone, y comenzó a alcanzarlo, pero Hades
la tomó de las muñecas y la atrajo hacia él. Sus palabras fueron duras y
apresuradas.
—Asumo que no quieres que escuche lo que tengo que decirte. No te
preocupes, no pediré un favor cuando borre su memoria.
Le frunció el ceño.
—Oh, qué amable de tu parte —se burló, su pecho subía y bajaba con
cada respiración enojada. Le hizo consciente de su proximidad, le recordó el
beso que había presionado en su piel el día anterior. El calor se enroscó en
la parte inferior de su estómago, y sus ojos se posaron en sus labios.
—Qué libertades se toma con mi favor, lady Perséfone. —Su voz estaba
controlada, pero se sentía cualquier cosa menos tranquilo. Por dentro, se
sentía crudo y primitivo.
—Nunca especificaste cómo tenía que usar tu favor.
—No lo hice, aunque esperaba que supieras que no debes arrastrar a
este mortal a mi reino. —Hades miró a Adonis.
Sus ojos se abrieron un poco.
—¿Lo conoces?
Hades ignoró esa pregunta, volvería a él más tarde. Por ahora, él
desafiaría su razón para venir a Nevernight para empezar.
69
—¿Planeas escribir una historia sobre mí? —Se inclinó, echándola
hacia atrás y acercándola con más fuerza, sellando sus cuerpos juntos.
Estaba seguro de que la única forma en que podía acercarse a ella era si
estaba dentro de ella, un pensamiento que hacía que su estómago se sintiera
vacío y su polla dura—. Dime, lady Perséfone, ¿detallará tu experiencia
conmigo? ¿Cómo me invitaste imprudentemente a tu mesa, me rogaste que
te enseñara a jugar a las cartas…?
—¡No rogué!
—Podrías hablar de cómo te ruborizas desde la cabeza a los pies en
mi presencia, cómo te hago perder el aliento…
—¡Cállate!
Le divirtió que no quisiera escuchar esto, todas las formas en que le
comunicaba su deseo por él, todas las formas en que su cuerpo traicionaba
las palabras que salían de su boca. Su cuerpo era flexible bajo sus manos,
y sabía que, si pasaba la mano entre sus muslos, estaría caliente y húmeda.
—¿Hablarás del favor que te he dado, o estás demasiado avergonzada?
—¡Detente!
Se apartó y la soltó. Ella se tambaleó hacia atrás, respirando con
dificultad, su bonita piel enrojecida. Aunque no lo demostró, sentía lo
mismo.
—Puedes culparme por las decisiones que tomaste, pero eso no
cambia nada —dijo Hades, y sintió que estaba desafiando la verdadera razón
por la que vino aquí: decirle que su trato con ella era injusto, por venganza—
. Eres mía durante seis meses, y eso significa que, si escribes sobre mí, me
aseguraré de que haya consecuencias.
—Es cierto lo que dicen de ti —dijo—. No escuchas ninguna oración.
No ofreces piedad.
Sí, querida, pensó con enojo. Cree lo que todo el mundo dice de mí.
—Nadie reza al Dios de los Muertos, milady, y cuando lo hacen, ya es
demasiado tarde.
Terminó con esta conversación. Tenía cosas que hacer y ella había
perdido el tiempo con sus acusaciones.
Agitó la mano y Adonis se despertó con una fuerte inhalación. Se sentó
rápidamente, luciendo estupefacto. Hades encontraba todo sobre él molesto,
y cuando el mortal encontró su mirada, se puso de pie, disculpándose
mientras lo hacía y agachando la cabeza.
—No responderé más a tus preguntas —dijo Hades, mirando a
Perséfone—. Menta les mostrará la salida.
Sabía que la ninfa esperaba en las sombras. Nunca los había dejado
realmente solos, y odió la expresión de suficiencia en su rostro cuando entró 70
a su oficina desde la entrada del Inframundo. Quizás eso era lo que le hizo
llamar a su diosa antes que se fuera.
—Perséfone. —Esperó hasta que lo miró—. Agregaré tu nombre a mi
lista de invitados esta noche.
Sus cejas se juntaron en confusión. Probablemente pensó que su
invitación a recorrer su reino sería revocada después de su comportamiento,
pero era importante, ahora más que nunca. Era la única forma en que ella
lo vería por quién era.
Un dios desesperado por la paz.
71
H
ades encontró a Afrodita esperando en la entrada de su
mansión en la isla de Lemnos. Era un hermoso hogar,
construido por el propio Hefesto, una mezcla de líneas
modernas, intrincadas filigranas, y paredes de ventanas que
ofrecían la vista al glorioso amanecer y un encantador atardecer.
La isla era un lugar sagrado para Hefesto. Fue donde aterrizo cuando
Hera lo echó del Olimpo. Como resultado de la caída, se rompió la pierna, y
la gente de Lemnos cuido de él. Incluso cuando fue invitado a regresar, el
dios prefirió quedarse, había construido una fragua, y enseñó a la gente el
trabajo con hierro, ganando seguidores. Hades siempre consideró que el
hecho de que el Dios del Fuego estuviera dispuesto a compartir esta isla con
Afrodita era un símbolo de su amor por ella, pero nunca le dijo sus
pensamientos, de todos modos, ella probablemente no lo escucharía.
—¿Vienes a rendirte? —preguntó Afrodita. Usaba un vestido que lucía
como el interior de una concha marina y una bata que parecía hecha de
espuma de mar con plumas flotantes. Su dorado cabello brillaba, bajando
como olas por su espalda.
—Vine aquí para hablar con tu esposo —respondió Hades.
—No lo llames así —refutó ella, sus ojos destellaron furia.
—¿Por qué? ¿Te concedió Zeus el divorcio?
—Se rehusó —dijo, y miro hacia el océano, donde el sol colgaba bajo
en el cielo. Se detuvo un momento, y Hades reconoció el silencio por lo que
72
era, tiempo para que se compusiera. Lo que sea que fuera a compartir era
difícil para ella—. Incluso después, Hefesto estuvo de acuerdo en que era lo
mejor.
Jodido Hefesto, pensó. El Dios del Fuego era peor que él diciendo las
cosas equivocadas.
—No expresó ni una pizca de enojo cuando le dije lo que había hecho
—continuó Afrodita, mirando de nuevo a Hades—. Trabajó en la forja todo
el día y no tiene una onza de fuego dentro.
—¿Has considerado que no estaba enojado porque lo esperaba?
Afrodita lo miró, y Hades se explicó.
—Admitiste que nunca tuviste un matrimonio, Afrodita. ¿Por qué
esperas que Hefesto extrañe lo que nunca ha tenido?
—¿Tú qué sabes, Hades? De cualquier manera, nunca te has casado.
Hades suprimió el deseo de rodar los ojos. Todas sus conversaciones
con Afrodita terminaban con ella rechazando su opinión o consejo y
tirándole su propia soledad al rostro.
¿Por qué lo intentaba?
—Hefesto está en su laboratorio —dijo Afrodita. Se giró, y sus pies
descalzos se movieron sobre los peldaños de mármol.
Hades la siguió. Pero no entró a su hogar, en su lugar, giró hacia un
camino que cortaba a través de un jardín lleno de brillantes flores tropicales
y franjas de pasto ornamentales. El camino conducía a un puente de vidrio
que conectaba la mansión con una isla volcánica donde Hefesto mantenía
su tienda, tallada en la más grande montaña.
El taller contenía una forja en el nivel inferior y un laboratorio en el
nivel superior, donde experimentaba con tecnología y encantamientos. A
través de los años, el Dios del Fuego había creado armas y armaduras,
palacios y tronos, cadenas y carros, y personas, entre los seres más famosos
está Pandora, a quien él moldeó y esculpió en arcilla. Más tarde sería
utilizada como chivo expiatorio, una forma para que Zeus castigara a la
humanidad. Hades nunca preguntó a Hefesto sobre su destino, pero tenía
la sensación de que atormentaba al dios hasta el día de hoy.
—Ha estado trabajando en un proyecto. Abejas —dijo Afrodita
mientras caminaba, había una nota de admiración en su voz—. Son
mecánicas, resistentes a las enfermedades.
Las abejas morían a un ritmo alarmante, por varias razones, parásitos
y pesticidas, nutrición pobre, y ambiente. Este último tenía que ver con
Deméter más que nada, ya que la tierra tendía a sufrir cuando su humor
era oscuro. Hades sintió que era un movimiento estratégico por parte de la
diosa, ya que una pérdida de abejas significaba menos producción de
alimentos, lo que desembocaba en una dependencia de la Diosa de la 73
Cosecha para obtener cultivos saludables.
Las creaciones de Hefesto asegurarían que los mortales y las abejas
no estuvieran a merced de la diosa. Por otra parte, sus creaciones podrían
ser vistas como un acto de guerra contra la diosa.
—¿Hefesto te dijo esto? —preguntó Hades, curioso, porque si era así,
eso significaba que se estaban comunicando.
—No —dijo Afrodita, vacilando por un momento, como si quisiera
decir algo, pero se quedó callada.
—Entonces, ¿lo estabas espiando? —cuestionó Hades, levantando
una ceja conocedora.
Afrodita apretó sus labios.
—¿De qué otra manera se supone que voy a saber lo que mi marido
está haciendo?
—Puedes…preguntar —sugirió Hades.
—¿Y recibir una respuesta de una sola palabra? No, gracias.
—¿Qué esperabas aprender mientras espiabas? —pregunto Hades.
Un pesado silencio siguió su pregunta. Finalmente, respondió:
—Supongo que pensé que podría estar engañándome.
Hades no pudo evitarlo, hizo una pausa para reírse. Afrodita se giró
para enfrentarlo.
—No es gracioso —respondió—. Si no me folla, está follando a alguien
más.
Hades levanto las cejas.
—¿Es eso lo que descubriste mientras espiabas? —Los hombros de
Afrodita cayeron, y miró a otro lado.
—No.
Parecía decepcionada. Como si se hubiera sentido mejor si Hefesto
estuviera distraído con mujeres y no con cosas.
—Mmm —murmuró Hades, y Afrodita le dio una mirada de dolor antes
de seguir al laboratorio de Hefesto.
—Los cíborgs te llevarán a él —dijo.
Hades entrecerró los ojos, sospechando por su rápida salida.
—No vas a dejarnos solo para espiar, ¿cierto?
Afrodita cerró los ojos y cruzo los brazos sobre su pecho.
—Tengo mejores cosas que hacer, Hades.
Consideró desafiar su respuesta, pero decidió dejarlo, caminando
alrededor de ella y entrando solo al laboratorio de Hefesto. 74
Dentro, encontró una habitación cavernosa llena de los inventos de
Hefesto; escudos, lanzas, armaduras, cascos, piezas de detallados trabajos
en hierro, tronos sin terminar, humanos robóticos y caballos. En el centro
de todo eso, trabajando con la espalda doblada sobre una mesa de madera,
estaba el Dios del Fuego. A pesar de los inventos modernos de Hefesto, su
área de trabajo y la estética en general rendía homenaje a sus raíces
antiguas. Su rubia barba era larga, su cabello a juego estaba atado atrás
con una tira de cuero. Trabajaba sin camisa, exponiendo las cicatrices en
su piel, y llevaba un pantalón que le llegaba a la mitad de la pantorrilla.
—Lord Hades —dijo Hefesto mientras se acercaba, aunque el dios
continúo trabajando, soldando una tarjeta de circuito. Hefesto era
probablemente el único dios que utilizaba títulos con otros dioses por
respeto en lugar de desdén.
Después de unos cuantos minutos más de trabajo, Hefesto soltó sus
herramientas y empujó unas gafas transparentes hacia atrás en su cabeza.
Se incorporó y miró a Hades con un par de profundos ojos grises. Hefesto
era enorme, su físico cincelado como una estatua de mármol. Después de
aterrizar en Lemnos y romperse la pierna, tuvo que ser amputada. En su
lugar había una prótesis de su propio diseño. Era de oro, pero minimalista,
hecha de figuras geométricas. Incluso sin estar capacitado, probablemente
era el más fuerte físicamente, y definitivamente el más inteligente, de todos
los dioses.
—Hefesto —asintió Hades, mirando el metal y los cables esparcidos
por su mesa. A pesar de que ya sabía para que eran las piezas, preguntó—:
¿En qué estás trabajando?
—Nada —dijo el dios rápidamente.
A Hades no le sorprendió que Hefesto se mantuviera en silencio sobre
su trabajo. Nunca había sido hablador, y después del exilio y el escrutinio
que sufrió por parte de otros dioses debido a su rostro con cicatrices y
discapacidad, se había vuelto aún más callado.
—No puede ser nada —dijo Hades—. No parece nada.
Hefesto parpadeó al dios y luego respondió:
—Un proyecto. —Aclaró su garganta—. ¿Qué puedo hacer por ti?
Hades evitó sus ojos, mirando alrededor de la habitación mientras
hablaba:
—Necesito de tu experiencia. Necesito un arma. Una que someterá la
violencia y alentará la verdad.
Hefesto mostró el destello de una risa.
—Suena como un trabalenguas —dijo.
—No escuchaste la última parte —dijo Hades—. Es para un Olímpico.
Hefesto levantó una ceja, pero como Hades sospechaba, el Dios del 75
Fuego no hizo ninguna pregunta.
—Puedo crear algo —dijo—. Regresa en un día.
Hubo silencio por un minuto, y luego Hades dijo:
—Sabes que Afrodita te espía.
Hades se sintió como un chismoso. No estaba seguro de por qué le
estaba diciendo a Hefesto el secreto de Afrodita. Tal vez se sentía como una
venganza por su apuesta. Tal vez tenía la esperanza de provocar una
conversación entre ellos, excepto que Hefesto no reaccionó a la noticia, su
expresión pasiva, desinteresada.
—Está sospechando —dijo.
—O es curiosa —contrarrestó Hades, porque era verdad.
—Se supone que no puede ser ambos —respondió, dándole la espalda
a Hades y regresando a su trabajo. Hades esperó a pesar del silencio, y,
finalmente, Hefesto habló con voz tranquila y gruesa.
—Pidió nuestro divorcio a Zeus. Él no lo concedió.
—¿Eso es lo que quieres? —preguntó Hades—. ¿El divorcio?
Observó el perfil del dios, la forma en que su mandíbula se apretó y
sus dedos se enroscaron con el sonido de la palabra. El Dios del Fuego miró
a Hades, sus cejas juntas, y había una sinceridad en sus ojos que Hades no
había percibido antes.
—Quiero que sea feliz.
77
T
an pronto como los pies de Hades tocaron el suelo del
Inframundo, pudo sentir a Perséfone. Su presencia en su
reino era como una extensión de sí mismo. Pesaba en su
pecho tanto como el hilo que los conectaba.
Se teletransportó de nuevo y apareció en los Campos del Luto, donde
crecían brotes de gladiolos blancos y orquídeas. Los campos estuvieron
reservados una vez para aquellos que habían desperdiciado sus vidas en un
amor no correspondido. Había sido una de las decisiones que Hades había
tomado al principio de su reinado y nació de su ira hacia las Moiras. Si no
estaba destinado a amar, entonces castigaría a los que habían muerto por
eso. Desde entonces, había enviado a las almas que una vez residieron aquí
a otras partes del Inframundo, dejando que el campo permaneciera
bellamente ajardinado, ya que era la vista que las almas tenían en su camino
hacia el Campo del Juicio.
A pocos metros de donde había aparecido, tendida en la orilla del
Estigia, estaba Perséfone. Trató de absorber la escena a través de su rabia:
Perséfone estaba de espaldas, su cabello estaba mojado y estaba cubierta
con la capa dorada de Hermes, el material delgado y metálico adherido a su
cuerpo húmedo. Hermes se arrodilló sobre ella; sus labios curvados en una
sonrisa. Claramente estaba interesado en Perséfone, y vio cómo el dios se
tocaba los labios, hablaba y hacía reír a Perséfone.
Fue entonces cuando decidió separarlos.
78
Envió una ráfaga de poder hacia el dios, que salió volando por el
Inframundo. Aun así, frunció el ceño cuando Hermes no aterrizó tan lejos
como había esperado, pero el impacto de su cuerpo al golpear el suelo fue
lo suficientemente satisfactorio.
Se acercó a Perséfone, quien se levantó y se giró, estirando el cuello
para encontrarse con su mirada. Movió la capa de Hermes para que cayera
sobre sus hombros, revelando el vestido que había usado en su club: un
ejemplar delgado y plateado con un escote que jugueteaba con la curva de
sus senos. Ahora que estaba húmedo, se le pegaba, acentuando los picos de
sus duros pezones.
Malditas Moiras, pensó Hades mientras un fuego quemaba en un
camino por su pecho directo a su ingle.
—¿Por qué hiciste eso? —preguntó Perséfone.
El dios frunció el ceño y apretó la mandíbula. No sabía si era para
reprimir la reacción hacia su cuerpo o porque estaba enojada por lo de
Hermes.
—Pones a prueba mi paciencia, diosa, y mi favor —respondió.
—¡Así que eres una diosa! —gritó Hermes con entusiasmo, a pesar de
salir arrastrándose del foso que su cuerpo había hecho al impactar.
Perséfone entrecerró los ojos, y Hades se dio cuenta de que solo había
logrado frustrarla más.
—Guardará tu secreto, o se encontrará en el Tártaro —prometió
Hades, enfatizando su punto de vista al mirar al Dios de la Travesura, que
se acercaba ahora, sacudiendo la suciedad y la mugre de su persona. Hades
encontró divertido ver al dios en desorden, ya que, como muchos otros, se
enorgullecía de su apariencia.
—Sabes, Hades, no todo tiene que ser una amenaza. Podrías intentar
preguntar de vez en cuando, como me pudiste haber pedido que me alejara
de tu diosa en vez de arrojarme a través del Inframundo.
—¡No soy su diosa! ¡Y tú! —El tono de Perséfone estaba lleno de
desdén mientras se ponía de pie. Hades entrecerró los ojos, incapaz de
expresar con palabras cuánto odiaba que le hablaran de esa manera ante
otro Olímpico, especialmente Hermes—. Podrías ser más amable con él. ¡Me
salvó de tu río!
—¡No habrías tenido que ser salvada de mi río si me hubieras
esperado!
—Claro, porque estabas ocupado con otra cosa. Me pregunto qué
significa eso.
Ella puso los ojos en blanco. ¿Estaba… celosa? Se preguntó Hades.
—¿Te traigo un diccionario? 79
Cuando Hades escuchó la risa alegre de Hermes, se volvió hacia el
dios.
—¿Por qué sigues aquí?
Justo cuando las palabras salieron de su boca, Perséfone se
tambaleó. Sin pensarlo, la alcanzó, agarrándola por la cintura y
sorprendiéndose cuando un agudo gemido escapó de algún lugar profundo
de su garganta.
Siente dolor. Ella siente dolor.
—¿Qué pasa? —No estaba acostumbrado a la histeria que se alzaba
dentro de él; se sentía como una cosa extraña abriéndole la piel.
—Me caí en las escaleras. Creo que... —La vio tomar aire
deliberadamente, haciendo una mueca de dolor—. Creo que me lastimé las
costillas.
Hades podía decir que se sentía como enojado, pero era más que
eso. Odiaba que hubiera sido herida en su reino. Lo enfermaba, lo frustraba,
lo hacía sentir como si hubiera perdido el control. Se sorprendió al notar
que la mirada de Perséfone se suavizaba, y después de un momento,
susurró:
—Está bien. Estoy bien.
Excepto que no lo estaba. Se había desmayado en sus brazos.
—También tiene un corte bastante feo en el hombro —agregó Hermes.
Ese mismo sentimiento de perder el control lo consumió, y era pesado,
como si lo hubieran arrojado a un pozo de brea. Sintió que su mandíbula se
tensaba hasta el punto en que sus dientes podrían partirse, luego la levantó
en sus brazos tan suavemente como pudo, a pesar del caos dentro de él.
—¿Dónde vamos?
—A mi palacio —dijo.
Si podía curarla, al menos recuperaría algo de control sobre la
situación y ella estaría a salvo.
Los transportó a su dormitorio, y cuando la miró, ella abrió los
ojos. Por un momento, pareció desenfocada.
—¿Puedes sentarte? —preguntó, y ella lo miró a los ojos.
Cuando asintió, se acercó a su cama y la colocó en el borde,
arrodillándose en el suelo frente a ella.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó.
Él no respondió, sino que alargó la mano para quitarle la capa de
Hermes de los hombros. Ella se quedó inmóvil ante su toque y pensó en
decirle que respirara, pero decidió que tal vez estaba reaccionando al dolor
y no a su presencia. No estaba preparado para lo que ocultaba la capa: su 80
hombro estaba desgarrado hasta los huesos.
¿Corte bastante feo? Hermes había malinterpretado groseramente
esta herida.
Hades se sentó sobre sus talones, estudiando el daño. Tendría que
limpiarla antes de sanarla, o existía la posibilidad de que se produjera una
infección. Aunque era raro que un dios enfermara, no era imposible, y no se
arriesgaría. No con ella.
Dejó que su mirada vagara a lo largo de su cuerpo, buscando otras
heridas. Los muertos que habitaban el Estigia eran feroces, sus garras y
dientes afilados, y destrozaban a sus víctimas. Perséfone tenía suerte de
haber salido del río solo con una herida en el hombro.
Podría haber sido peor.
Su horror era real y doloroso, como golpearse contra una pared de
ladrillos. Había creado su reino para desalentar la exploración curiosa y, sin
embargo, aquí estaba Perséfone, inquisitiva e imperturbable.
No fue hasta que Perséfone colocó un brazo por su pecho que Hades
levantó la mirada hacia sus ojos; no se había dado cuenta de que había
estado mirando. Se regañó y se puso de rodillas, apoyando las manos a
ambos lados de sus muslos. El movimiento lo acercó a un par de
centímetros de su rostro. Incluso habiéndose casi ahogado en el Estigia,
todavía olía a vainilla, dulce y cálida.
—¿Qué lado? —preguntó en voz baja.
Ella sostuvo su mirada por un momento, y él notó cómo tragaba antes
de cubrir su mano con la suya y guiarla hacia su costado. Algo se le acumuló
en la parte posterior de su garganta y quiso aclararlo desesperadamente,
pero no pudo.
Ahora él tampoco respiraba.
En cambio, se centró en su costado, enviando una ola de poder desde
lo más profundo de su cuerpo a su mano, dejando que la magia penetrara
en su piel.
Ella gimió y se inclinó hacia él con la cabeza apoyada en su hombro,
y algo parecido al fuego se encendió en su estómago.
Mierda.
Respiró hondo por la nariz y exhaló por la boca, tratando de
concentrarse en su magia y no en su creciente erección.
Cuando estuvo seguro de que estaba sana, movió la cabeza un poco,
sus labios cerca mientras hablaba.
—¿Mejor?
—Sí —susurró, y notó cómo sus ojos se posaron en su boca.
—Tu hombro es el siguiente. —Se puso de pie y cuando ella empezó a 81
mirar, la detuvo con una mano en su mejilla.
—No. Es mejor si no miras.
El dolor sería peor si lo hiciera.
Hades entró al baño y mojó un paño. No se había ido por mucho
tiempo, pero cuando regresó, encontró que Perséfone se había movido y
estaba acostada en su cama con los ojos cerrados.
Frunció el ceño mientras la miraba.
Si bien entendía por qué estaría exhausta, no le gustó. Lo hacía
preocuparse por si había tardado demasiado en curarla, o tal vez estaba
más malherida de lo que pensaba.
Se acercó y se inclinó hacia ella.
—Despierta, querida.
Mientras ella se movía, él se arrodilló a su lado nuevamente, aliviado
al ver que sus ojos estaban claros y brillantes.
—Lo siento. —Su voz era un susurro silencioso y lo estremeció.
—No te disculpes.
Él debería disculparse. Tenía la intención de advertirle de los peligros
del Inframundo en su gira de esta noche, pero no había tenido la
oportunidad.
Comenzó a limpiarle el hombro, infundiendo su magia en el paño
húmedo para que sintiera menos dolor.
—Puedo hacer esto —ofreció, y comenzó a levantarse, pero Hades la
mantuvo en su lugar.
—Permíteme esto. —Quería esto: cuidar de ella, curarla, asegurarse
de que estuviera bien. No podía explicar por qué, pero la parte de él que
deseaba esto, era primitiva.
Ella asintió y él reanudó su trabajo. Después de un momento,
preguntó con voz somnolienta:
—¿Por qué hay gente muerta en tu río?
El fantasma de una sonrisa asomó a sus labios.
—Son las almas que no fueron enterradas con monedas.
Sintió su mirada sobre él cuando le preguntó horrorizada:
—¿Todavía haces eso?
Su sonrisa se ensanchó.
—No. Los muertos son antiguos.
—¿Y qué hacen? A parte de ahogar a los vivos.
82
—Eso es todo lo que hacen.
Sus vidas en el Estigia habían sido inicialmente un castigo, un lugar
donde las almas eran condenadas por no poseer monedas para cruzar el
río. La moneda era una señal de que un alma había sido enterrada
adecuadamente, y, en ese entonces, Hades no tenía tiempo para las almas
que no eran atendidas en la tierra.
Era un recuerdo doloroso, uno que había decidido rectificar hacía
mucho tiempo. Hizo que los jueces los evaluaran a todos, y aquellos que
merecían un respiro recibieron agua del Leteo y fueron enviados al Elíseo o
a los Asfódelos. Los que habrían sido enviados al Tártaro se quedaron en las
profundidades.
Hades no estaba seguro de qué pensaba Perséfone de su explicación,
pero guardó silencio después de eso y él se alegró. Las preguntas habían
traído recuerdos que prefería mantener aislados en el fondo de su mente
para siempre.
Esta era la segunda vez que su presencia sacaba algo doloroso de su
pasado. ¿Sería esto algo común? ¿Era esta la forma de tortura de las Moiras?
Una vez que terminó de limpiar su herida, se centró en la curación. Le
tomó más tiempo que sus costillas magulladas, ya que tuvo que curar los
tendones, los músculos y la piel, pero una vez que terminó, no hubo señales
de que hubiera resultado herida. Soltó un suspiro corto, aliviado, y luego
colocó su dedo en su barbilla para que lo mirara, en parte para asegurarse
de que estaba bien, y también porque quería ver su expresión.
—Cámbiate —aconsejó.
—Yo... no tengo nada para cambiarme.
—Tengo algo —dijo, y la ayudó a levantarse. No sabía si se sentía
mareada, pero prefería sujetar su mano con fuerza en caso de que eso
cambiara. Además, le gustaba sentir su calidez. Le recordaba que era real.
La dirigió detrás de una pantalla y le entregó una bata negra, notando
la expresión de sorpresa en su rostro cuando registró lo que estaba
sosteniendo.
Arqueó una ceja.
—¿Supongo que esto no es tuyo?
—El Inframundo está preparado para todo tipo de invitados —
respondió. Era la verdad, pero tampoco recordaba a quién pertenecía la
túnica.
—Gracias. —Su respuesta fue cortante—. Pero no creo que quiera
usar algo que una de tus amantes ha usado también.
Su comentario pudo haber sido divertido, pero, en cambio, descubrió
que él se sentía frustrado por su ira. ¿Se encontraría con esto cada vez que
hablaran de amores pasados? Si era así, la conversación envejecería muy 83
rápido.
—Es esto o nada en absoluto, Perséfone.
Su boca se abrió.
—No lo harías.
Entrecerró los ojos y una emoción lo atravesó por el desafío.
—¿Qué? ¿Desvestirte? Felizmente, y con mucho más entusiasmo del
que comprendes, miladi.
Ella usó su energía restante para mirarlo antes de que sus hombros
cayeran.
—Está bien.
Mientras se cambiaba, Hades se sirvió un vaso de whisky y se las
arregló para tomar un sorbo antes de que saliera de detrás del biombo. Casi
se atragantó con su bebida. Había pensado que el vestido plateado que
llevaba dejaba poco a la imaginación, pero estaba equivocado. La bata
acentuaba su pequeña cintura, lo ancho de sus caderas y sus bien formadas
piernas. Darle ese trozo de tela fue un error, pensó mientras se acercaba y
tomaba su vestido mojado, colgándolo sobre la pantalla.
—¿Ahora qué? —preguntó ella.
Por un momento, se preguntó si podía sentir sus pensamientos
pecaminosos.
—Descansas.
La levantó en sus brazos, esperando que protestara, pero se sintió
aliviado cuando no lo hizo. No sería capaz de explicar por qué necesitaba
esta cercanía, no lo entendía del todo él mismo, solo quería tocarla, saber
que estaba llena de vida y calor.
La bajó a la cama y la tapó con las mantas. Parecía pálida y frágil,
perdida en un mar de seda negra.
—Gracias —dijo en voz baja, mirándolo con los párpados
pesados. Frunció el ceño y tocó el espacio entre sus cejas con su dedo,
trazando su mejilla, terminando en la esquina de sus labios—. Estás
enojado.
Necesitó toda su fuerza para permanecer donde estaba, para no
apoyarse en su toque, para no presionar sus labios contra los de ella. Si la
besaba, no se detendría.
Después de un momento, su mano se apartó y cerró los ojos.
—Perséfone —dijo.
—¿Qué?
—Deseo ser llamada solo Perséfone. No “lady”.
84
Otra leve sonrisa asomó a sus labios. Lady era un título al que tendría
que acostumbrarse; había ordenado a su personal que se dirigiera a ella
como tal.
—Descansa —dijo en su lugar—. Estaré aquí cuando despiertes.
Sintió su respiración nivelándose, y cuando estuvo seguro de que
estaba dormida, se teletransportó de regreso al Estigia, apareciendo en la
orilla del río. Su magia estalló, una combinación de ira, lujuria y miedo.
—¡Tráiganme a los que huelen a sangre de Perséfone! —ordenó, y
mientras levantaba los brazos, cuatro de los muertos salieron del Estigia, el
agua corriendo tras ellos como la cola de un cometa. Los cadáveres
chillaron, sonando y pareciendo más monstruos que los cuerpos de los que
alguna vez fueron mortales de carne y hueso—. Han probado la sangre de
mi reina y, por tanto, dejarán de existir.
Mientras cerraba los puños los lamentos aumentaron hasta
convertirse en un estruendo casi insoportable, y los cadáveres se
convirtieron en polvo que fue arrastrado a las montañas del Tártaro.
Después, los oídos de Hades resonaban y su respiración era
entrecortada, pero la liberación fue eufórica.
Detrás de él, escuchó la familiar risa de Hermes. Se giró para encarar
al Dios de la Travesura.
—Sabía que volverías —dijo. Señaló con la cabeza hacia las montañas
del Tártaro—. ¿Te sientes mejor?
—No. ¿Por qué sigues aquí?
—Qué grosero. Aún tienes que agradecerme por salvar a tu… ¿cómo
deberíamos llamarla? ¿Amante?
—No es mi amante —espetó Hades.
Hermes no se rió y arqueó una ceja pálida.
—¿Así que me arrojaste volando por tu reino por nada?
—Es un deporte —respondió.
—Ten tu diversión y yo tendré la mía.
—¿Qué se supone que significa eso?
Hermes podía ser el mensajero de los dioses, pero también era
mentiroso y un travieso. Le gustaba el caos y había sido responsable de
muchas batallas entre dioses.
—Solo que disfrutaré viendo cómo tus bolas se vuelven más azules a
cada hora.
Hades le ofreció una pequeña sonrisa y, después de un segundo, miró
a Hermes.
—Gracias, Hermes, por salvar a Perséfone.
85
Desapareció antes que el dios pudiera sonreír.
H
ades se sentó en una silla frente a su chimenea, bebiendo y
viendo dormir a Perséfone. El lento ascenso y descenso de su
pecho mientras respiraba calmó sus nervios. Su cabeza
pululaba con los eventos de los últimos días, descubriendo su
conexión con la hermosa diosa, su posterior trato, su ira hacia él
simplemente por ser el Dios de los Muertos.
Podía odiarlo, pero había dejado que se acercara a ella hoy, y no
estaba seguro de si volvería a ser él mismo. Había esperado mantener un
mínimo de control sobre esta situación que el Destino había tejido para él,
pero sentía que estaba perdiendo esa batalla cada vez que miraba a la mujer
en su cama.
Había perdido la compostura dos veces en el lapso de una hora,
primero con Hermes y luego con los muertos en el río, porque esta diosa
tenía curiosidad, porque verla sangrar le había encendido una rabia tan
caliente que no había tenido otro lugar donde expulsarla excepto en quienes
la habían herido.
Quizás deberías meditar, escuchó la voz de Hécate resonando en su
cabeza.
—A la mierda la meditación —dijo en voz alta.
Entonces Perséfone se movió y él se quedó quieto. Se sentó
rápidamente y luego hizo una pausa para cerrar los ojos.
Mareada, pensó frunciendo el ceño.
86
Cuando volvió a abrir los ojos, eran de color verde botella y parecían
brillar como una luz pálida que entraba por una ventana silenciosa. Lo miró
con esos ojos por lo que pareció una eternidad. Su cuerpo se tensó bajo su
mirada, su agarre se apretó alrededor de su copa y los dedos de la otra mano
presionaron el suave cuero de su silla. Su polla se puso dura, inmovilizada
entre su pierna y pantalón.
—¿Por cuánto tiempo he estado aquí? —preguntó. Su voz era ronca y
él quiso gemir. En cambio, logró responder una palabra.
—Horas.
Sus ojos se agrandaron.
—¿Qué hora es?
Se encogió de hombros porque no lo sabía.
—Tarde.
—Tengo que irme.
Hades esperaba que se enojara o reaccionara con una sensación de
histeria, pero no lo hizo. Simplemente se sentó allí, en un charco de seda
negra luciendo hermosa, rosada y cálida.
—Has venido hasta aquí. Permíteme ofrecerte un recorrido por mi
mundo.
Se puso de pie y bebió lo último de su whisky. Sus ojos no se desviaron
de los de él cuando se acercó y le quitó las mantas, revelando un trozo de
piel entre sus pechos donde su bata se había separado mientras
dormía. Hizo falta todo lo que estaba en su poder para desviar la mirada
mientras ella abrochaba la bata. Después de un momento, extendió su
mano. Sus dedos se deslizaron dentro de los de él, y se encontró
preguntándose cuándo dejaría de sorprenderse por su disposición a
tocarlo. La guio para que se pusiera de pie y esperó a que lo mirara antes
de preguntarle:
—¿Estás bien?
—Mejor —respondió en voz baja.
Trazó la curva de su mejilla.
—Confía en que estoy devastado porque hayas sido herida en mi reino.
Su mirada le dijo que estaba sorprendida por sus palabras, o tal vez
por su sinceridad.
—Estoy bien —susurró, pero estar bien no era lo suficientemente
bueno.
—Nunca ocurrirá de nuevo. Ven.
La guio al balcón fuera de su habitación, donde el Bosque de Cenizas
se extendía por kilómetros, encontrándose con un muro de montañas de
87
obsidiana. Ella vagaba delante de él, sus dedos entrelazados con los suyos
mientras admiraba la vista.
—¿Te gusta? —preguntó.
—Es hermoso —suspiró mientras su mirada vagaba por el paisaje—.
¿Creaste todo esto?
Asintió.
—El Inframundo evoluciona igual que el mundo de arriba.
Tiró de su mano y lo siguió por las escaleras hasta el jardín de
abajo. Sintió un estremecimiento de emoción cuando la llevó al borde donde
lloraban las glicinias lavanda, donde florecían las rosas y las peonías
rosadas, y la salvia púrpura y roja se retorcía como serpientes en la
oscuridad. ¿Encontraría ella esto igual de asombroso?
Su respuesta llegó tan pronto como sus pies tocaron el camino de
piedra oscura que conducía al jardín. Apartó la mano de él y le enfrentó.
—¡Bastardo!
De repente se sintió completamente ridículo. Apretó la boca.
—Apodos, Perséfone.
—¡No te atrevas! Esto... esto es hermoso.
Así que estaba impresionada, pero ¿por qué la ira?
—Lo es —concordó.
—¿Por qué me pedirías crear vida aquí? —Sonaba... devastada, como
si ver su reino y la flora que crecía allí le quitara la esperanza. ¿Se lamentaba
por lo que creía que no tenía poder para crear?
Con un movimiento de su mano, desmanteló la ilusión. Revelar la
verdad de su reino se sintió como revelar la verdad de su alma. El
Inframundo estaba desolado, un páramo de cenizas.
—Es ilusión —explicó—. Si es un jardín lo que deseas crear, entonces
verdaderamente será la única vida aquí.
Hades llamó al glamour de vuelta y se adelantó. Perséfone lo siguió y
se preguntó qué estaría pensando. ¿Estaba horrorizada por lo que le había
mostrado? ¿Pensaba menos del Inframundo solo porque su belleza era una
creación de su propia magia? No había tenido la intención de darle un
recorrido por el Inframundo para hacerla sentir impotente, pero podía sentir
su duda y su ira estallar. Por mucho que odiara ser la razón de estos
sentimientos, sabía que era la única forma en que ella podría alcanzar su
potencial. Un día, Perséfone se cansaría de sentirse indefensa, y su reina
resucitaría de las cenizas. Una diosa.
Se detuvo cerca de un muro de contención en la parte trasera de su
jardín. En el otro lado estaban los campos Asfódelos. A sus pies, la tierra 88
era árida y gris.
—Puedes trabajar aquí —dijo Hades.
Si Perséfone quería cultivar un jardín, si esa era su forma de crear
vida, entonces tendría que hacerlo en el suelo ceniciento del Inframundo.
—Todavía no entiendo —dijo Perséfone—. Ilusión o no, tienes toda
esta belleza. ¿Por qué demandar esto de mí?
Porque es la voluntad de tu alma, pensó.
—Si no deseas completar los términos de nuestro contrato, solo tienes
que decirlo, lady Perséfone. Puedo tener una habitación preparada para ti
en menos de una hora.
—No nos llevamos lo suficientemente bien como para ser compañeros
de piso, Hades.
Su comentario inspiró algunas imágenes salaces: piel desnuda y
gemidos entrecortados.
Él no estuvo de acuerdo.
—¿Con qué frecuencia se me permite venir aquí y trabajar?
—Tan a menudo como quieras —dijo, porque después de hoy, se
aseguraría de que ella nunca volviera a tomar ese portal—. Sé que estás
ansiosa por completar tu tarea.
Su mirada cayó al suelo y se inclinó para recoger un puñado de
arena. No estaba destinada a nutrir la vida, la textura como hueso
molido. Se puso de pie de nuevo.
—Y... ¿cómo entraré al Inframundo? —preguntó ella—. Asumo que no
quieres que regrese por donde llegué.
—Hmm. —Era la pregunta que había estado esperando, y la respuesta
hizo que su cuerpo se tensara con anticipación. Inclinó la cabeza hacia un
lado y ella le devolvió la mirada, separando los labios.
Fue suficiente invitación.
La agarró por los hombros y la atrajo hacia él, acercando su boca a la
de ella. Podría haberle ofrecido su favor sin tocarla, pero era una excusa
para hacerlo. Por eso, debería haber sido amable, pero descubrió que era
todo menos dócil. Su cuerpo reaccionó como si estuviera en llamas y
desesperado por ser asfixiado. Se sintió ridículo; había besado y follado,
pero nunca había sentido esto… lo que fuera. Este ardiente deseo, este
desesperado deseo de reclamar y proteger, y amar.
Por otra parte, nunca había besado o follado a una mujer destinada a
ser su esposa. ¿Era el hilo la razón por la que se sentía tan… descontrolado?
La instó a abrir los labios, su lengua deslizándose contra la de ella,
sus dientes rozando sus labios. Sabía a vino y sal, y olía como un lecho de 89
dulces rosas. Su cuerpo temblaba, y la abrazó con más fuerza para que no
hubiera espacio entre ellos, sintiendo todas sus suaves curvas contra los
duros contornos de su propio cuerpo. Ella estaba igualmente entusiasmada,
besándolo con descarado abandono. Tuvo la sensación de que no le habría
gustado la dulzura, que ansiaba la pasión, áspera y cruda.
Ella rodeó su cuello con los brazos y él gimió, el sonido provenía de
algún lugar profundamente dormido. Se movió, dirigiéndola hasta que
estuvo presionada contra la piedra. Sus manos bajaron por su cintura y
sobre su trasero redondo, donde la agarró y la levantó del suelo. Con sus
piernas alrededor de su cintura, sus talones clavándose en su espalda y su
erección aplastando su lugar más sensible, dejó que sus labios vagaran,
arrastrando su mandíbula, mordiendo su oreja, besando su cuello. De vez
en cuando hacía una pausa y saboreaba su piel, salada del río. Ella se
arqueó, jadeando hasta que tomó el control, pasando sus manos por su
cabello, acariciando los mechones hasta que cayeron en capas alrededor de
su rostro. Era su cabello lo que usaba para controlarlo, porque cuando sus
manos se deslizaron bajo su bata, rozando la piel caliente y tierna entre sus
muslos, lo agarró con más fuerza, y fue ese fuerte tirón lo que lo trajo de
vuelta a la realidad.
Había ido demasiado lejos. Rompió el beso, respirando con dificultad,
luchando por contener su lujuria. Había tenido la intención de tentarla para
medir su deseo, pero se había convertido en algo más. Incluso ahora,
continuaba abrazándola, luchando contra el impulso de comenzar donde
terminaron. Todo lo que tenía que hacer era mover la mano ligeramente,
separar su carne húmeda con los dedos, y estaría dentro de ella.
Pero no era así como debería ser. Ella no tenía ninguna razón para
confiarle su cuerpo, ninguna razón para confiar en él en absoluto. No dejaría
que se arrepintiera del tiempo que pasaran juntos, y cuando le hiciera el
amor, no sería contra el muro de un jardín.
Eso vendría después.
La bajó al suelo, pero no la soltó.
—Cuando entres a Nevernight, solo tienes que chasquear tus dedos y
serás traída aquí.
Sabía que había dicho algo mal cuando el color desapareció de su
rostro e intentó apartarlo, exigiendo:
—¿No puedes ofrecer un favor de otra forma?
—No pareció importarte —señaló, y le gustó el rubor que tocó sus
mejillas y su elegante cuello. Quería decirle que no debería avergonzarse,
pero cuando se tocó los labios con dedos temblorosos, perdió el hilo de sus
pensamientos.
—Debería irme —dijo.
sintió. Si ella no se marchaba ahora, se retractaría de su declaración 90
anterior.
A la mierda esperar amarla en otro lugar, el jardín es perfecto.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó mientras su brazo se apretaba
alrededor de su cintura.
Se quedó en silencio, chasqueó los dedos y se
teletransportaron. Cuando aparecieron en la habitación de Perséfone, ella
estaba agarrando sus brazos como un gato asustado. Esperó a que se
adaptara, su cabeza girando lentamente, y cuando reconoció lo que la
rodeaba, apartó los dedos de su piel uno por uno.
—Perséfone. —Había una cosa más que necesitaba saber antes que la
dejara por la noche—. Nunca traigas a un mortal a mi reino de nuevo,
especialmente a Adonis. Mantente alejada de él.
Sus ojos se entrecerraron, brillando con desafío.
—¿Cómo lo conoces?
—Eso no es relevante.
Sintió su intento de alejarse, pero la mantuvo en su lugar. Esto era
importante. No la había salvado de los monstruos del Inframundo solo para
que la lastimaran los mortales.
—Trabajo con él, Hades. —Ignoró el placer que sintió por el sonido de
su nombre en sus labios—. Además, no puedes darme órdenes.
—No te estoy dando órdenes. Estoy pidiendo.
—Pedir implica que hay una opción.
Su agarre aumentó y se inclinó sobre ella, casi inclinándola hacia
atrás para que sus rostros estuvieran a centímetros de distancia. Una vez
más, Hades pensó en sus labios, su sabor, su tacto, y supo que ella estaba
teniendo pensamientos similares porque cerró los ojos y tragó.
Habló en el silencio entre ellos.
—Tienes una opción. Pero si lo escoges, te tomaré y puede que no te
deje abandonar el Inframundo.
Sus ojos se abrieron de golpe.
—No lo harías —siseó.
Hades se rio entre dientes, su aliento acariciando sus labios mientras
hablaba.
—Oh, querida. No sabes de lo que soy capaz.
Luego se desapareció como el humo desvaneciéndose en el cielo.
91
—P
edí un arma, Hefesto.
Hades miró fijamente la pequeña caja en forma de
octágono que el Dios del Fuego le tendió. Era
hermosa, de obsidiana y con incrustaciones de jade
y oro, pero no parecía algo que pudiera contener a un
dios.
Cuando Hades se encontró con los ojos grises de Hefesto, supo que se
había perdido algo. La comisura de su boca se levantó y dejó caer la caja a
los pies de Hades. En el segundo siguiente, pesadas esposas le sujetaron las
muñecas, su peso mantenía sus brazos atados a los costados, y cuando
trató de levantarlos, descubrió que era imposible.
—Por eso te he dado cadenas —respondió el dios.
Hades intentó levantar los brazos de nuevo, y sus músculos se
tensaron, las venas subieron a la superficie de su piel, pero parecía que
cuanta más fuerza ejercía, más oprimían las cadenas.
—Dime lo que piensas de ellas —dijo Hefesto.
—Brillante —respondió, la palabra salió de su boca antes de tener la
oportunidad de pensar, y recordó lo que le había pedido al Dios del Fuego:
un arma que podía dominar la violencia y alentar la verdad. Hades sonrió a
pesar de sentirse como una rata de laboratorio. La capacidad de Hefesto
para crear e innovar nunca dejaba de impresionarle.
92
—Esta es un arma peligrosa —dijo Hades, pero cuando miró a Hefesto,
supo que algo más estaba en la mente del dios. Sus ojos eran acerados y
amenazantes. Hades se puso rígido; conocía esta mirada, la había visto en
los ojos de todos los mortales e inmortales que habían deseado la muerte
sobre él.
—¿Te has follado a mi esposa? —La pregunta no coincidía con la
serenidad fría o el tono desapasionado de Hefesto, pero se reconoció a sí
mismo en el Dios del Fuego y supo que bajo su exterior tranquilo, estaba
furioso.
—No.
—Eleftherose ton —dijo Hefesto, volviendo su cicatrizada espalda
hacia Hades mientras era liberado de las ataduras, las cadenas volviendo a
la caja negra. Se frotó las muñecas cuando todo el peso de la pregunta de
Hefesto se apoderó de él. Había pensado que Hades se estaba acostando con
Afrodita, y lo había creído tan profundamente que sintió que necesitaba
magia para obtener la verdad.
Recogió la caja y se enderezó, mirando la espalda de Hefesto.
—¿Por qué me preguntas sobre Afrodita? —No pudo evitar la
frustración en su voz. Sabía por qué Hefesto había preguntado, porque, a
pesar de su fingida indiferencia, se preocupaba por su esposa y con quién
elegía acostarse. La amaba y, sin embargo, elegía ser miserable, elegía ser
pasivo.
—¿No he revelado lo suficiente de mi vergüenza? —preguntó Hefesto.
—No es vergonzoso amar a tu esposa.
Hefesto no dijo nada.
»Si temías su infidelidad, ¿por qué la liberaste de los lazos del
matrimonio en primer lugar?
El dios se tensó. Claramente, no sabía lo que Afrodita había
compartido con él. Que, en la víspera de su matrimonio con la Diosa del
Amor, Hefesto la había liberado de todas las obligaciones de ese matrimonio.
—Se vio obligada a casarse conmigo —dijo Hefesto, como si eso lo
explicara todo. Aunque era cierto. Zeus había arreglado su matrimonio para
mantener la paz entre aquellos que querían a Afrodita por esposa.
—No tenías que estar de acuerdo —dijo Hades.
Los músculos de Hefesto se tensaron y el Dios de los Muertos supo
que lo había enojado. Sin embargo, cuando habló, su voz era tranquila, sin
emoción.
—¿Quién soy yo para rechazar un regalo de Zeus?
Era un comentario simple, pero decía mucho sobre cómo se veía
Hefesto a sí mismo: indigno de felicidad, favor y amor.
93
Hades suspiró. En verdad, no le correspondía involucrarse en la
relación de Hefesto y Afrodita. Ya tenía bastante de qué preocuparse, ya que
estaba con las Moiras, Sísifo y Perséfone.
—Gracias, Hefesto —dijo, levantando la caja—. Por tu tiempo.
Se teletransportó desde el laboratorio cavernoso, apareció en el cielo
sobre el océano y se dejó caer a través de nubes ondulantes. Aterrizó en la
tierra, en la isla de Atlántida. El impacto sacudió el suelo y estropeó el
mármol a sus pies. A su alrededor, la gente de Poseidón, mortales que se
llamaban a sí mismos Atlantes, gritaros. Su hermano tardó unos segundos
en aparecer, con el torso desnudo y vistiendo un pteruges, una falda
decorativa hecha de tiras de cuero. El oro le cubría los antebrazos, su
cabello rubio y ondulado estaba coronado con lanzas de oro, y
dos grandes cuernos de marjor en espiral sobresalían de la parte superior
de su cabeza.
El Dios del Mar parecía estar preparado para la batalla, lo cual era
justo. Hades solo lo visitaba cuando tenía una cuenta pendiente, y esta vez
no era diferente.
—Hermano. —Poseidón asintió brevemente.
—Poseidón —dijo Hades.
Hubo un momento de tenso silencio antes de que Hades preguntara:
—¿Dónde está Sísifo?
Poseidón sonrió.
—No te gustan las bromas, ¿verdad, Hades?
Hades inclinó la cabeza hacia un lado y, mientras lo hacía, una gran
estatua de mármol de Poseidón se agrietó y se partió. Cuando las piezas se
estrellaron contra el suelo, más miembros del culto de Poseidón, que se
habían detenido a mirar, corrieron a cubrirse, gritando.
—¡Deja de destruir mi isla! —ordenó Poseidón.
—¿Dónde está Sísifo? —exigió Hades de nuevo.
Los ojos de su hermano se entrecerraron y se rio entre dientes.
—¿Qué hizo? Dime que estuvo bien.
La ira de Hades era aguda y, por primera vez desde que le había pedido
a Hefesto un arma para contener la furia de Poseidón, se dio cuenta de que
estaba destinada tanto a él como a su hermano. Cansado de perder el
tiempo, Hades arrojó la caja a los pies de Poseidón. En el siguiente segundo,
el Dios del Mar se encontró atrapado en cadenas. Durante unos segundos,
Poseidón parpadeó sorprendido por el metal alrededor de sus muñecas. Tiró
de ellas, tratando de romperlas con su fuerza, los músculos se hincharon,
las venas estallaron, pero no importaba cuánto lo intentara, permanecieron.
—¿Qué diablos, Hades? —gruñó. 94
—¡Dime dónde se esconde Sísifo! —La voz de Hades era brutal y
áspera.
—No sé dónde está tu maldito mortal —escupió Poseidón—.
¡Libérame!
Hades podía sentir el poder de Poseidón aumentando con su rabia. El
mar alrededor de la isla se agitó violentamente, lamiendo los bordes de la
masa de tierra. Hades solo esperaba poder obtener las respuestas que
estaba buscando antes de que se desatara la violencia de su
hermano. Poseidón no lamentaría la pérdida de su pueblo si eso significara
vengarse de él.
—Cuidado, hermano. Tu rabia puede agregar adoradores a mi reino.
Era lo único que podía decir para que Poseidón se detuviera.
El dios lo fulminó con la mirada, su pecho subía y bajaba con ira, pero
Hades sintió que su magia menguaba. Dada su frustración, Hades había
olvidado que las cadenas sacaban la verdad de su captor, lo que significaba
que Poseidón realmente no sabía dónde estaba Sísifo.
Necesitaba hacer una pregunta diferente.
—¿Cómo conoces a Sísifo de Ephyra? —preguntó.
Poseidón rugió, claramente tratando de luchar contra las palabras
que la magia arrancó de su garganta.
—Salvó a mi nieta de Zeus.
¡Ah! Ahora estaban llegando a alguna parte.
—¿Y lo recompensaste?
—Sí —siseó Poseidón.
—¿Le concediste un favor?
—No.
—¿Qué le concediste?
—Un huso.
Un huso, una reliquia, tal como sospechaba. Explicaba cómo Sísifo
había podido robarle la vida a otro mortal.
—¿Le diste a un mortal un maldito huso? —gruñó Hades—. ¿Por qué?
Por primera vez desde que había comenzado a interrogar a Poseidón,
pareció hablar con facilidad cuando dijo:
—Para molestarte, Hades. ¿Por qué más?
Era una razón insignificante, pero una razón muy de Poseidón, no
obstante.
—Aunque te diré una cosa. Haré un trato contigo —dijo Poseidón—. 95
Un contrato, como lo llamas.
—Esas son palabras valientes que vienen de alguien que no tiene
poder para luchar contra la magia que le mantiene cautivo —observó Hades.
—Te ayudaré a encontrar a Sísifo. Demonios, lo atraeré yo mismo si…
Hades esperó, odiando lo lento que hablaba Poseidón,
cuánto tiempo desperdiciaba.
—Si liberas a mis monstruos del Tártaro.
—No.
Hades ni siquiera necesitaba pensar. No renunciaría a ninguna de las
criaturas que vivían en las profundidades del Tártaro. No tenían lugar en el
mundo moderno, y definitivamente no tenían lugar en las manos de
Poseidón.
El suelo comenzó a temblar y el océano se elevó en todos los lados de
la isla, brotando de las grietas que Hades había creado en el mármol de
Poseidón. Había presionado demasiado. Hades lanzó su magia como una
red, envolviendo la masa de tierra en la sombra para mantener a raya a su
hermano.
—Perdiste a tus monstruos porque trataste de derrocar a Zeus —dijo
Hades con los dientes apretados. La magia de Poseidón era pesada y sintió
como si lo estuvieran enterrando vivo mientras luchaba contra su muro de
sombra—. Ahora estás enojado porque hubo consecuencias por tus
acciones. Qué infantil.
El disgusto que sintió Hades por su hermano en este momento
alimentó la fuerza de su magia, aunque la demostración de Poseidón no era
sorprendente. Su vida había sido una secuencia de arrebatos infantiles que
tuvieron terribles consecuencias para los involucrados.
—Dices ser un rey y aún sigues las reglas de Zeus —escupió Poseidón.
—Sigo mis propias reglas —dijo Hades—. Simplemente no se alinean
con tu voluntad.
Hades no solía estar de acuerdo con Zeus, pero al menos el Dios del
Trueno creía en la existencia de una sociedad libre. Creía que todos los
dioses tenían su papel en el mundo, y que debían mantener el orden dentro
de su especialidad y nada más.
Poseidón no era de la misma opinión, y si pudiera gobernar todo, lo
haría.
El problema era que tenía dos hermanos igualmente poderosos que
podían, lo harían, y lo habían detenido.
Hades cerró los ojos y buscó en su oscuridad, en la parte de sí mismo
que había nacido para la guerra, el caos y la destrucción. La parte que
estaba desesperada por control, orden y poder. Se basó en esa
desesperación, esa voluntad, esa fuerza, haciéndola salir a la superficie 96
hasta que el poder que brotaba de lo profundo de su pecho explotó en una
corriente de sombras. Atravesó a Poseidón y su muro de agua, y el dios cayó
de rodillas, el suelo temblando debajo de él.
Los dos dioses respiraron con fuerza y se miraron el uno al otro, y
mientras el agua se asentaba a su alrededor, Hades habló:
—He salvado a tu gente y a tu isla. Se me debe un favor.
Existía la posibilidad de que Poseidón no estuviera de acuerdo, que
fuera al mismo lugar oscuro que Hades tenía para recuperar el poder, pero
esperaba que el Dios del Mar se diera cuenta de lo que estaba en juego, más
que simples monstruos. Si luchaba, significaría el fin de la Atlántida, su
gente, y quizás su libertad.
Zeus lo había tomado antes. Nada le impediría volver a hacerlo.
—Piensa, Poseidón. ¿De verdad quieres que tu imperio acabe por este
mortal?
Podía ver la indecisión en guerra en los ojos de Poseidón. En este
punto, ya no se trataba de un mortal, se trataba de Hades y el hecho de que
había desafiado, y dominado, a Poseidón frente a su propia gente.
—Poseidón. —Una voz femenina y musical pronunció el nombre del
dios.
La mirada de Hades se desvió hacia Anfitrite, la esposa de
Poseidón. Sus ojos eran grandes y redondos, y del color del peridoto. Eran
espeluznantes de contemplar puestos en un rostro delicado. El cabello largo
y pelirrojo envolvía su cuerpo curvilíneo como una capa. Era hermosa y
estaba profundamente enamorada de su esposo, a pesar de su infidelidad.
En su presencia, la ira de Poseidón se evaporó y su cuerpo se
desplomó. Hades vio como Anfitrite se apresuraba hacia él, y el Dios del Mar
la agarraba, las cadenas tintineaban mientras lo hacía. Se abrazaron el uno
al otro antes de separarse y mirarse a los ojos. Algo pasó entre ellos, una
comunicación sin palabras nacida de años de compañía. Después de un
momento, Poseidón miró a Hades.
—Un favor, entonces. —Estuvo de acuerdo.
—Me ayudarás a capturar a Sísifo —dijo Hades—. Ya que eres
responsable de esta plaga en el mundo.
Era como pedir ayuda a Poseidón y Hades lo odiaba, pero
probablemente era la forma más fácil de sacar a Sísifo de las calles y su
droga de circulación.
—Iniquity —dijo Hades—. Mañana a medianoche.
—Sísifo no se acercará a menos de un kilómetro de tu territorio —dijo
Poseidón—. Y no tan rápido, especialmente después de
tu… bruta demostración de poder. Serán unos días, y será en mi territorio. 97
A Hades no le gustó la idea de reunirse en el territorio de
Poseidón. Significaba que tenía más a su disposición, tanto en poder como
en gente, pero el Dios del Mar tenía razón. Lo mejor era reunirse en un lugar
que no levantara las sospechas de Sísifo.
—Bien —dijo Hades—. Eleftherose ton.
Cuando Hades pronunció las palabras, Poseidón fue liberado de sus
cadenas. Anfitrite ayudó al corpulento dios a ponerse de pie, lo cual fue casi
cómico, considerando que era la mitad de su tamaño. Poseidón la atrajo
hacia sí, sus grandes manos casi cubrieron su cintura, y la besó. Hades
desvió la mirada, confundido por su muestra de afecto. Si su hermano
amaba tanto a su esposa, ¿por qué perseguía a otras mujeres? Parecieron
perdidos el uno en el otro por un momento, la ira de Poseidón hacia su
hermano olvidada momentáneamente.
Hades usó su magia para recuperar la pequeña caja negra que Hefesto
le había dado. No había forma de dejar que algo tan útil y poderoso se le
escapara de las manos. Cuando aterrizó en la palma de Hades, Anfitrite lo
miró. Podría ser su cuñada, pero sabía muy poco sobre ella, salvo que podía
calmar los mares y a Poseidón.
Pero ahora mismo, Hades sintió su furia.
—Creo que es hora de que se vaya, lord Hades —dijo.
La comisura de su boca se inclinó y asintió antes de desaparecer.
98
H
ades regresó al Inframundo y convocó a Ilias. Estaba exhausto
después de gastar tanta energía para mantener a raya la magia
de Poseidón, pero tenía un plan para localizar a Sísifo. Era la
primera vez que sentía algún tipo de éxito desde el comienzo
de este terrible calvario.
Se sirvió un vaso de whisky y bebió rápidamente, acercándose a la
ventana para mirar hacia su reino y vio a Hécate caminando con
Perséfone. Las dos diosas hablaban, sonreían y reían, y Hades no pudo
evitar pensar en lo perfecta que se veía Perséfone en su reino, como si
perteneciera allí, como si siempre hubiera estado allí.
—¿Milord? —preguntó Ilias.
Hades volvió la cabeza y encontró al sátiro a su lado, con la ceja
levantada.
»¿Disfrutando de la vista? —preguntó, divertido.
A Hades le hubiera gustado darse cuenta de que Ilias había llegado.
—Tengo un trabajo para ti —dijo—. Poseidón le dio a Sísifo una
reliquia. Un huso, para ser exactos.
Los ojos del sátiro se agrandaron.
—¿Un huso? ¿De dónde sacó eso?
—Ese es tu trabajo —dijo Hades—. Rastréalo.
99
—¿Y qué le gustaría que hiciera cuando lo encuentre?
Por lo general, Hades daba rienda suelta a Ilias sobre cómo tratar con
los traficantes ilegales. El sátiro organizaría redadas, quemaría tiendas,
destruiría mercancías. En raras ocasiones encontró a alguien digno de
unirse a Iniquity.
—Quiero sus nombres —respondió. Los visitaría personalmente.
—Considérelo hecho. —Ilias se inclinó, pero no se apartó del lado de
Hades. Mirando hacia fuera, asintiendo con la cabeza hacia Perséfone y
Hécate, dijo—: Tiene curiosidad por usted.
—Está ansiosa por examinar mis defectos —corrigió Hades.
El sátiro se rio entre dientes.
—Me gusta.
—No estoy buscando tu aprobación, Ilias.
—Por supuesto que no, milord.
Con eso, el sátiro se fue, y Hades miró hasta que Perséfone ya no
estuvo a la vista, pero podía sentir su presencia en su reino, una antorcha
que quemaba un camino a través de su piel. Consideró buscarla, pero pensó
en contra de eso. Por mucho que esperaba cambiar la opinión de Perséfone
sobre él, también necesitaba que encontrara consuelo y amistad en su reino.
No necesitaba.
Quería.
Quería que encontrara consuelo en sus jardines, que recorriera los
caminos del Inframundo con Hécate, que celebrara con las almas. Quería
que ella, algún día, pensara en el Inframundo como su hogar.
Un sentimiento extraño lo invadió, uno con el que estaba familiarizado
y odiaba: vergüenza. Si alguien pudiera escuchar sus pensamientos, se
reirían. El Dios de los Muertos esperanzado por el amor, pero no podía
evitarlo. Cuando tomó a Perséfone en sus brazos en el jardín, cuando la
besó, de repente comprendió lo que podía ser su vida: apasionada y
poderosa. Quería eso desesperadamente.
Y, a pesar de su disgusto hacia él y sus tratos, no podía negar su
deseo. Lo había sentido en el tirón de sus dedos a través de su cabello, el
molde de su cuerpo suave al suyo y la desesperación en su beso.
Su cabeza comenzó a correr, y una calidez se extendió a través de él
que fue directa a su polla. Gimió, iba a tener que expulsar algo de esta
energía.
Se quitó la chaqueta y la camisa, y se dirigió a los Campos Asfódelos.
100
—Cerbero, Tifón, Ortro, ¡vengan! —llamó, y se volvió en dirección a los
dóberman que se acercaban. Trotaron a través de la hierba, decididos en su
paso.
»Alto —ordenó cuando se acercaron, y los tres obedecieron y se
sentaron. Cerbero se sentó en el medio, Tifón a la derecha y Ortro a la
izquierda. Eran perros hermosos con pelajes negros relucientes, orejas
puntiagudas y cabezas en forma de cuña.
Nunca estaban separados, siempre viajaban en manada, protegiendo
el Inframundo de intrusos o deidades no deseadas que vivían fuera de las
puertas de su reino. A veces, Hécate los reclutaba para varios castigos,
ordenándoles que se deleitaran con las entrañas o mutilaran un alma
merecedora.
Hades prefería el tiempo de juego.
—¿Cómo están mis chicos? —preguntó, rascando sus orejas. Sus
comportamientos cambiaron de feroz a juguetón. Las colas de los perros se
menearon y sus lenguas colgaron fuera de sus bocas—. ¿Castigaron a
muchas almas hoy?
Se tomó un tiempo para rascar detrás de las orejas.
—Buenos chicos, buenos, buenos chicos.
Convocó una pelota roja de la nada. Cuando los perros la vieron, se
sentaron derechos, jadeando con anticipación. Hades sonrió, lanzando la
pelota al aire, una, dos veces, los ojos de los perros siguiéndola con gran
atención.
—¿Cuál de ustedes es más rápido? ¿Cerbero? ¿Tifón? ¿Ortro?
Mientras pronunciaba el nombre de cada dóberman, ellos lanzaron
un gruñido, impacientes por la persecución.
Hades sonrió, sintiéndose un poco diabólico.
—Quietos —ordenó, y luego lanzó la pelota.
Buscar la pelota con Cerbero, Tifón y Ortro no era como buscar la
pelota con perros normales. La fuerza de Hades era grande, y cuando lanzó
la pelota, se extendió por kilómetros, pero sus dóberman eran
anormalmente rápidos, capaces de viajar a través del Inframundo en
minutos.
Esperó hasta que la pelota desapareció, antes de volverse hacia los
perros.
—Busquen.
A su orden, los perros despegaron, sus músculos trabajando
poderosamente. Hades se rio mientras los tres corrían para encontrar la
pelota. Regresaron en poco tiempo, corriendo en sincronía, la bola roja
aferrada en la boca de Cerbero, quien la llevó obedientemente a Hades y la
dejó caer a sus pies. Continuó jugando con sus perros, corriendo en círculos 101
por el prado, eliminando su frustración y lujuria hasta que se sintió sin
aliento y sudoroso.
Lanzó la pelota una vez más, libre de la carga de sus sentimientos,
cuando se volvió y encontró a Perséfone de pie en el claro, mirándolo con los
ojos muy abiertos.
Mierda.
Era hermosa, y sus ojos viajaron a lo largo de su cuerpo, sin
vergüenza. Tenía flores en el cabello, camelias, si tenía que adivinar, y
pasaban por largos mechones de rizos rubios. Llevaba una camiseta sin
mangas azul que se cortaba en una V baja en el cuello, lo que llamaba la
atención sobre sus senos. Su pantalón corto era blanco, revelando sus
largas piernas, piernas que él había sujetado alrededor de su cintura hace
apenas unos días. Cuando sus ojos viajaron de regreso a su cuerpo,
descubrió que su mirada había hecho el mismo descenso y sonrió con
suficiencia.
Podría haberla desafiado a negar su atracción hacia él, excepto que la
Diosa de la Brujería estaba allí y marchaba directamente hacia él.
—¡Sabes que nunca se comportan para mí después que los malcrías!
—estaba diciendo, extendiendo sus brazos en la dirección donde Cerbero,
Tifón y Ortro habían desaparecido. Su queja era divertida, principalmente
porque los tres eran rápidos para obedecer, especialmente si se les indicaba
que regresaran a su trabajo.
Sonrió.
—Se vuelven perezosos bajo tu cuidado, Hécate.
Y gordos. A ella le gustaba alimentarlos.
Los ojos de Hades se deslizaron hacia Perséfone.
—Veo que has conocido a la Diosa de la Primavera.
No se perdió de cómo ella se puso rígida ante el título.
—Sí, y tiene mucha suerte de que lo hiciera —dijo Hécate, con los ojos
brillantes—. ¡Cómo te atreves a no advertirle que se mantenga alejada del
Leteo!
Sus ojos se fijaron en Perséfone, que se esforzaba por no
sonreír. Parecía que disfrutaba escuchando a Hécate regañarlo, pero tenía
razón, debería haberle advertido que no se acercara a ninguno de los ríos
del Inframundo. El Leteo, en particular, era poderoso, extrayendo recuerdos
de las almas como el aire.
¿Qué habría hecho si lo hubiera tocado? ¿Bebido de él? Apartó los
pensamientos.
—Parece que le debo una disculpa, lady Perséfone.
Estaba sorprendida. Quizás no esperaba que se disculpara, pero lo 102
miró con esos ardientes ojos esmeralda y labios entreabiertos, y encontró
renovado su deseo por ella.
Entonces, el Cuerno del Tártaro sonó, y él y Hécate se volvieron en su
dirección.
—Me están convocando —dijo Hécate.
—¿Convocando? —preguntó Perséfone.
—Los jueces necesitan mi consejo.
Los Jueces, Minos, Radamantis y Éaco, a menudo convocaban a
Hécate para condenar a ciertas almas al castigo eterno, principalmente
aquellas que habían cometido crímenes contra mujeres.
—Querida —le dijo Hécate a Perséfone—. Llama la próxima vez que
estés en el Inframundo. Regresaremos a los Asfódelo.
—Me encantaría —dijo Perséfone con una sonrisa, y eso hizo que el
corazón de Hades latiera más fuerte.
Disfrutó de su tiempo con las almas. Bien.
Cuando estuvieron solos, Perséfone se volvió hacia Hades.
—¿Por qué los jueces necesitarían el consejo de Hécate?
Inclinó la cabeza hacia un lado, curioso por su tono exigente, y
respondió:
—Hécate es la Señora del Tártaro, y particularmente buena para
decidir los castigos para los malvados.
—¿Dónde está el Tártaro?
—Te lo diría si pensara que usarías el conocimiento para evitarlo.
Pero dada su historia, no confiaba en ella.
—¿Crees que quiero visitar tu cámara de tortura?
—Creo que eres curiosa, y estás ansiosa por demostrar que soy como
el mundo asume, una deidad a la que temer.
Todas las cosas que probablemente se confirmarían si encontraba el
camino hacia su eterna cámara de tortura.
Le lanzó una mirada desafiante.
—Temes que escriba sobre lo que vea.
Eso le hizo reír.
—Temer no es la palabra, querida.
Temía por su seguridad. Temía por sus suposiciones.
Puso los ojos en blanco.
—Por supuesto, tu no temes a nada. 103
Oh, querida, no sabes nada, pensó mientras se acercaba para tomar
una flor de su cabello. Giró el tallo entre sus dedos y preguntó:
—¿Te gustaron los Asfódelos?
Ella sonrió y la honestidad lo dejó sin aliento.
—Sí. Tus almas... parecen muy felices.
—¿Estás sorprendida?
—Bueno, no eres exactamente conocido por tu amabilidad.
Los labios de Hades se fruncieron.
—No soy conocido por mi amabilidad con los mortales. Hay una
diferencia.
—¿Es por eso que juegas con sus vidas?
La estudió, frustrado por su pregunta y la forma en que la hizo, como
si se hubiera olvidado de que los mortales acudían a él para negociar, no al
revés.
—Creo recordar que no respondería ninguna de tus preguntas.
Los seductores labios de Perséfone se abrieron.
—No puedes hablar en serio.
—Completamente.
—Pero... ¿cómo llegaré a conocerte?
La comisura de su boca se levantó.
—¿Quieres conocerme?
Ella apartó la mirada, fulminante.
—Estoy siendo forzada a pasar tiempo aquí, ¿correcto? ¿No debería
llegar a conocer mejor a mi carcelero?
—Qué dramática —murmuró, y se quedó en silencio,
considerando. Quería responder a sus preguntas porque quería que
entendiera su perspectiva, pero quería el control. Quería tener la capacidad
de limitar, de explicar hasta que lo entendiera, quería poder hacerle
preguntas también.
—Oh, no.
La voz de Perséfone llamó su atención y le arqueó una ceja.
—¿Qué?
—Conozco esa mirada.
—¿Qué mirada?
—Tienes esta... mirada —explicó, y se detuvo, como si no supiera muy
bien cómo explicarlo. Le gustaba verla buscar las palabras adecuadas,
104
fruncir el ceño sobre sus bonitos ojos—. Cuando sabes lo que quieres.
—¿Lo hago? —preguntó, y no pudo evitar burlarse de ella—. ¿Puedes
adivinar lo que quiero?
—¡No soy una lectora de mentes! —Su pregunta la puso nerviosa, sus
mejillas se volvieron carmesí. Podría ser más una lectora de mentes de lo
que pensaba.
—Lástima —dijo—. Si quieres hacer preguntas, entonces propongo un
juego.
—No —dijo rotundamente—. No voy a caer de nuevo.
—Sin contrato —prometió—. Sin deber favores, solo preguntas
respondidas, como tú quieras.
Ella levantó la barbilla y entrecerró esos hermosos ojos, y él tuvo el
fugaz pensamiento de que le gustaría que lo mirara así mientras montaba
su polla, fuerte y rápido.
Jódeme, pensó.
—Bien —estuvo de acuerdo al fin—. Pero yo escojo el juego.
Su instinto fue rechazar su oferta, y las palabras estaban en la punta
de su lengua. No, yo tengo las cartas. Pero al considerar las consecuencias,
pensó que podría ser una oportunidad para demostrarle que podía ser
flexible.
Finalmente, sonrió.
—Muy bien, diosa.
Condujo a Perséfone a su oficina, donde la había visto dirigirse con
Hécate antes. La dejó sola durante unos minutos, el tiempo suficiente para
cambiarse, y cuando regresó, estaba parada cerca de las ventanas. Ante su
aparición, lo miró por encima del hombro.
Sus pasos vacilaron y se detuvo en la puerta, mirando.
Era hermosa enmarcada en el paisaje del Inframundo.
—Es una vista hermosa—dijo.
—Mucho —suspiró, y luego se aclaró la garganta—. Háblame de este
juego.
Ella sonrió y se volvió completamente hacia él.
—Se llama piedra, papel o tijeras.
Explicó el juego, demostrando las distintas formas (piedra, papel y
tijeras) con las manos. A pesar de su entusiasmo, Hades no quedó
impresionado.
—Este juego suena horrible.
—Solo estás enojado porque no has jugado —respondió—. ¿Qué
pasa? ¿Tienes miedo de perder?
105
Hades se rió de la pregunta.
—No. Suena demasiado simple: piedra vence tijeras, tijeras vence
papel, y papel vence piedra, ¿cómo exactamente el papel vence a la piedra?
—Papel cubre la piedra —dijo Perséfone.
—Eso no tiene sentido. La piedra es claramente más fuerte.
Perséfone se encogió de hombros.
—¿Por qué el As es un comodín?
—Porque son las reglas.
—Bueno, es una regla que el papel cubra la piedra —dijo.
Hades sonrió ante su réplica. Había sonreído más en la última hora
que en su vida.
—¿Listo? —preguntó, levantando la mano y formando un puño. Hades
imitó sus movimientos y ella se rio. Claramente esto era divertido para ella,
y gimió internamente. Las cosas que ya hacía por ella.
—¡Piedra, papel o tijeras! —dijo con fervor. Definitivamente se estaba
divirtiendo, y por eso, Hades se alegró.
—¡Sí! —chilló, con los brazos volando en el aire—. ¡La piedra gana a
las tijeras!
Hades frunció el ceño.
—Demonios. Pensé que escogerías el papel.
—¿Por qué?
—Porque acabas de cantar alabanzas del papel —explicó él.
Ella rio un poco más.
—Solo porque preguntaste por qué el papel cubre la piedra. Esto no
es póker, Hades, no es sobre engaño.
—¿No lo es? —No estaba de acuerdo. Estaba seguro de que, si jugaba
a este juego el tiempo suficiente, aprendería su tendencia a elegir una de las
tres opciones sobre las demás. Era un algoritmo y la mayoría de la gente
tenía un patrón, incluso si no se daban cuenta.
El silencio se extendió entre ellos por un momento, la emoción
anterior de Perséfone disminuyó. La atmósfera estaba cambiando y a Hades
no le gustó. Quería recuperar su ensoñación anterior, no explorar secretos
más oscuros.
De repente, se preguntó si podría distraerla, acortar la distancia entre
ellos y presionar sus labios, pero ella miró hacia otro lado, tomó aire y
preguntó:
—Dijiste que tuviste éxito antes con tus contratos. Dime sobre ellos.
Hades apretó los labios antes de retirarse a la barra al otro lado de la 106
habitación para servirse una bebida. El alcohol lo ayudaría a relajarse y,
con suerte, evitaría que dijera algo de lo que arrepentirse.
Quería una oportunidad para explicarme, se recordó.
Se sentó en su sofá de cuero negro antes de contestar.
—¿Qué hay que decir? He ofrecido a muchos mortales el mismo
contrato a lo largo de los años, a cambio de dinero, fama, amor, deben
renunciar a su vicio. Algunos mortales son más fuertes que otros y
conquistan sus hábitos.
Era un poco más complicado que eso, y mientras hablaba, podía
sentir los hilos que cubrían su piel quemar por cada trato fallido que había
hecho con las Moiras.
—Conquistar una enfermedad no es sobre fuerza, Hades —dijo
mientras se sentaba frente a él, doblando la pierna debajo de ella.
—Nadie dijo nada sobre enfermedad.
—La adicción es una enfermedad —dijo—. No puede ser curada. Debe
ser manejada.
—Es manejada —argumentó.
Lo lograba haciendo que los mortales cumplieran sus acuerdos,
recordándoles lo que perderían si fracasaban: su vida.
—¿Cómo? ¿Con más contratos?
—Esa es otra pregunta —espetó, pero ella no pareció inmutarse y
levantó las manos, indicando que estaba lista para otra ronda. Hades dejó
su bebida a un lado y reflejó su postura. Cuando sacó piedra y él tijeras,
preguntó:
—¿Cómo, Hades?
—No les pido que renuncien a todo de una vez. Es un proceso lento.
No quería admitir que no les había dado forma de manejaran sus
adicciones. Dependía de ellos encontrar la manera de limpiarse. Cuando no
dio más detalles, jugaron otra ronda.
Esta vez, para alivio de Hades, ganó.
—¿Qué harías? —preguntó, porque tenía curiosidad y no tenía
respuestas.
Ella parpadeó, frunciendo el ceño.
—¿Qué?
—¿Qué cambiarías? ¿Para ayudarlos?
Una vez más, sintió una punzada de frustración cuando su boca se
abrió sorprendida por su pregunta, pero su expresión cambió rápidamente,
volviéndose determinada.
107
—Primero, no permitiría que un mortal apostase su alma. —Se quejó
de su crítica, pero continuó—: En segundo lugar, si vas a solicitar un trato,
desafíalos a que vayan a rehabilitación si son adictos, y hazlo mejor, paga
por ello. Si tuviera todo el dinero que tienes, lo gastaría ayudando a la gente.
No tenía idea de su influencia ni de cómo mantenía el equilibrio
negociando con los peores del mundo para alimentar a los más necesitados.
—¿Y si recaen?
—¿Qué? —preguntó, como si no fuera nada—. La vida es dura ahí
fuera, Hades, y a veces vivirla es suficiente penitencia. Los mortales
necesitan esperanza, no la amenaza del castigo.
Hades consideró sus palabras. Sabía que la vida era dura, pero lo
sabía porque podía ver la carga sobre las almas cuando llegaban a su
puerta, no porque realmente entendiera lo que era ser mortal y existir en el
Mundo Superior.
Después de un momento, levantó las manos como había hecho antes
para señalar otro juego. Cuando ganó, tomó su muñeca y le dio la vuelta a
la mano, colocando su palma plana, los dedos rozando el vendaje allí.
—¿Qué pasó?
Su risa fue entrecortada, como si pensara que era una tontería por
preguntar.
—Solo un rasguño. No es nada comparado a las costillas magulladas,
lo prometo.
La mandíbula de Hades se apretó. Quizás no había comparación, pero
no le gustaba no poder evitar que fuera herida en su reino. En realidad, esto
era una pequeña parte de su mayor miedo, no poder protegerla de aquellos
que deseaban hacerle daño a él.
Después de un momento, le dio un beso en la palma, enviando una
descarga de magia a su piel para curar la herida. Cuando se apartó, se
encontró con su mirada acalorada.
—¿Por qué te molesta tanto? —susurró ella.
Porque eres mía, quiso decir, pero esas palabras se congelaron en su
garganta. No podía decirlas. Se conocían desde hacía una semana, y ella no
era consciente del hilo que los unía, solo del trato que la obligaba a estar
aquí. Entonces, en cambio, le tocó el rostro. Quería besarla, comunicar de
alguna manera esta necesidad desesperada que tenía de mantenerla a salvo
en todos los sentidos, pero justo cuando comenzaba a inclinarse hacia
delante, la puerta de su estudio se abrió y Menta entró en la habitación. Se
detuvo en seco, sus ojos se estrecharon en rendijas.
¿No le había ordenado que llamara?
108
—¿Sí, Menta? —preguntó, con la mandíbula apretada. Será mejor que
tenga una buena razón para esta interrupción... pero dudaba que ese fuera
el caso.
—Milord —dijo con fuerza—. Caronte ha solicitado tu presencia en la
sala del trono.
—¿Ha dicho por qué? —No trató de ocultar la irritación en su voz.
—Ha atrapado a un intruso.
—¿Un intruso? —preguntó Perséfone, sus ojos curiosos se posaron en
los de Hades—. ¿Cómo? ¿No se ahogarían en el Estigia?
—Si Caronte atrapó a un intruso, es probable que hayan intentado
colarse en su bote —respondió, poniéndose de pie y extendiendo su mano
para que la tomara—. Ven, te unirás a mí.
Si tenía curiosidad por él y su reino, querría estar presente de todos
modos. Quizás vería la demanda que le imponían los mortales.
Presionó sus dedos en su palma, y la condujo por los pasillos de su
palacio hasta su cavernosa sala del trono, con Menta a la cabeza.
Al comienzo de su reinado, Hades había usado esta habitación con
más frecuencia que cualquier otra parte de su palacio. Había sido el único
lugar al que las almas temían más que el Tártaro, porque era un lugar de
juicio. Se sentaba en su trono de obsidiana, flanqueado por banderas negras
con narcisos dorados, y arrojaba almas a una eternidad sombría sin
pensarlo dos veces. Entonces, había sido despiadado, enojado y amargado,
pero ahora, este era su lugar menos favorito del reino.
Caronte los esperaba, su piel morena resaltaba contra su túnica
blanca. Era un daimon, una criatura divina que transportaba almas a través
del río Estigia. Se encontró con la mirada de Hades antes de deslizarla hacia
Perséfone, sus ojos oscuros brillando con curiosidad. Debajo de su mirada,
Perséfone comenzó a retirar su mano, pero Hades la apretó. La guio hacia
su trono, manifestando uno más pequeño a su lado, compuesto por los
mismos bordes dentados pero en marfil y oro.
Le hizo un gesto para que se sentara y supo que estaba a punto de
protestar.
—Eres una diosa. Te sentarás en un trono.
Esas palabras eran similares a lo que realmente estaba
pensando. Serás mi esposa y mi reina. Te sentarás en un trono.
No protestó. Después de que ella tomó asiento, Hades también lo hizo,
volviendo su atención al daimon.
—Caronte, ¿a qué debo la interrupción? —preguntó.
—¿Tú eres Caronte? 109
La mandíbula de Hades se tensó, no solo por la interrupción de la
diosa, sino por la evidente admiración en su expresión y tono. Era cierto que
Caronte no se veía como el Mundo Superior lo representaba. Era regio, un
hijo de dioses, no un esqueleto o un anciano, y estaba a punto de enfrentarse
a una temporada en el Tártaro si no borraba esa sonrisa de su rostro.
—Lo soy, de hecho, miladi.
—Por favor, llámame Perséfone —ofreció, su sonrisa coincidiendo con
la de él.
—Miladi está bien —interrumpió Hades. Su gente no la llamaría por
su nombre de pila—. Me estoy impacientando, Caronte.
El barquero inclinó la cabeza, probablemente para ocultar su risa y
no por respeto, pero cuando volvió a mirar a Hades, su expresión era seria.
—Milord, un hombre llamado Orfeo fue sorprendido entrando a
escondidas en mi bote. Quiere una audiencia contigo.
Por supuesto, pensó. Otra alma ansiosa por suplicar por la vida, si no
por la suya, entonces la de otro.
—Hazle pasar. Estoy ansioso por volver a mi conversación con lady
Perséfone.
Caronte convocó al mortal con un chasquido de dedos. Orfeo apareció
de rodillas ante el trono, con las manos atadas a la espalda. Hades nunca
había visto al hombre antes, y no había nada particularmente notable en
él. Tenía el cabello rizado pegado al rostro y goteaba agua del Estigia. Sus
ojos estaban apagados, grises y sin vida. No era su apariencia lo que a Hades
le interesaba de todos modos, era su alma, cargada de culpa. Eso le
interesaba, pero antes de mirar más profundamente, escuchó la inhalación
audible de Perséfone.
—¿Es peligroso? —preguntó ella.
Le había hecho la pregunta a Caronte, pero el daimon lo miró en busca
de una respuesta.
—Puedes ver su alma. ¿Es peligroso? —preguntó Perséfone, mirando
a Hades ahora. No estaba seguro de qué lo había frustrado tanto en su
pregunta. ¿Quizás era su compasión?
—No.
—Entonces libéralo de esas ataduras.
Su instinto era luchar contra ella, regañarla por desafiarlo frente a un
alma, Caronte y Menta. Pero mirándola a los ojos, viendo su alma, lo
desesperada que estaba por ver compasión de él, cedió y liberó al hombre
de sus ataduras. El mortal no estaba preparado y cayó al suelo con lo que
Hades sintió fue un aplauso gratificante. Mientras se levantaba del suelo,
agradeció a Perséfone. 110
Hades rechinó los dientes. ¿Dónde está mi agradecimiento?
—¿Por qué has venido al inframundo? —La pregunta fue más un
gruñido. Le resultaba difícil contener su impaciencia.
El mortal miró fijamente a los ojos de Hades, sin
miedo. Impresionante... o arrogante. Hades no pudo decidir.
—He venido por mi esposa. Deseo proponer un contrato, mi alma a
cambio de la suya.
—No comercio con almas, mortal —respondió Hades.
El hecho de que su esposa hubiera muerto fue un acto de las
Moiras. Las tres habían considerado necesaria su muerte y Hades no
interferiría.
—Milord, por favor…
Levantó la mano para silenciar las súplicas del hombre. Ninguna
cantidad de explicación del equilibrio divino ayudaría, por lo que Hades no
lo intentaría. El mortal miró a Perséfone.
—No la mires a ella en busca de ayuda, mortal. No puede ayudarte.
Podría haberle dado rienda suelta a su mundo, pero no podía tomar
esas decisiones.
—Háblame de tu esposa —dijo Perséfone.
Las cejas de Hades se fruncieron ante su pregunta. Sabía que lo
estaba desafiando, pero ¿cuál era su objetivo?
»¿Cómo se llamaba?
—Eurídice —dijo—. Murió al día siguiente de casarnos.
—Lo siento. ¿Cómo murió?
Hades debería desalentar esta línea de conversación. Solo daría
esperanza al hombre.
—Simplemente se fue a dormir y nunca se despertó.
Hades tragó. Podía sentir el dolor del hombre y, sin embargo, la culpa
seguía pesando sobre su alma. ¿Qué le había hecho a su esposa? ¿Por qué
sentía tanta culpa por su muerte?
—La perdiste repentinamente. —Perséfone sonaba tan triste, tan
desamparada por el hombre.
—Las Moiras cortaron el hilo de su vida —intervino Hades—. No puedo
devolverla a los vivos, y no negociaré intercambiar almas.
Notó la curvatura de los delicados dedos de Perséfone en un
puño. ¿Intentaría golpearlo? El pensamiento le divirtió.
—Lord Hades, por favor... —Orfeo se atragantó—. La amo.
Entrecerró los ojos y se rio. La amaba, sí, podía sentir eso, pero la 111
culpa le decía que el mortal estaba escondiendo algo.
—Puede que la hayas amado, mortal, pero no viniste aquí por
ella. Viniste por ti. No concederé tu solicitud. Caronte.
Hades se reclinó en su trono mientras Caronte obedecía su orden,
desapareciendo con Orfeo. Devolvería al hombre al Mundo Superior al que
pertenecía, donde lloraría como otros mortales su pérdida.
En el silencio, Perséfone hervía. Sintió su ira, ondeando. Después de
un momento, habló:
—Deseas decirme que haga una excepción.
—Deseas decirme por qué no es posible —espetó, y los labios de Hades
se crisparon.
—No puedo hacer una excepción para una persona, Perséfone. ¿Sabes
con cuánta frecuencia me piden que devuelva almas del Inframundo?
Constantemente.
—Apenas le ofreciste una voz. Solo estuvieron casados por un día,
Hades.
—Trágico —dijo, y lo era, pero Orfeo no era el único con este tipo de
historia. No podía pasar tiempo sintiendo por cada mortal cuya vida no
resultó como esperaban.
—¿Eres tan desalmado?
La pregunta lo frustró.
—No son los primeros en tener una triste historia de amor, Perséfone,
ni serán los últimos, me imagino.
—Has traído de vuelta a mortales por menos.
Su declaración lo tomó por sorpresa. ¿A qué se refería?
—El amor es una razón egoísta para traer de vuelta a los muertos —
respondió. Todavía no había aprendido que los muertos eran
verdaderamente favorecidos.
—¿Y la guerra no lo es?
Hades sintió que su mirada se oscurecía. La ira que inspiraban sus
palabras lo atravesó.
—Hablas de lo que no sabes, diosa.
Los pactos que había hecho para devolver a los héroes de la guerra
pesaban mucho sobre él, pero la decisión no se tomó a la ligera y no se dejó
influir por dioses o diosas. Había mirado hacia el futuro y vio lo que le
esperaba si no estaba de acuerdo. El sacrificio era el mismo: alma por alma,
cargas que llevaría para siempre. Cargas que quedaron grabadas en su piel.
—Dime cómo elegiste bando, Hades —dijo.
112
—No lo hice —dijo entre dientes.
—Al igual que no le ofreciste a Orfeo otra opción. ¿Habría sido
renunciar a tu control el ofrecerle siquiera un vistazo a su esposa, a salvo y
feliz en el Inframundo?
No había pensado en eso, y tampoco tuvo mucho tiempo para hacerlo
en ese momento, porque Menta habló:
Había olvidado que la ninfa todavía estaba en la habitación.
—Cómo te atreves a hablar a lord Hades…
—¡Suficiente! —Hades la interrumpió y se puso de pie. Perséfone lo
siguió—. Hemos terminado aquí.
—¿Debo mostrarle la salida a Perséfone? —preguntó Menta.
—Puedes llamarla lady Perséfone —espetó—. Y no. Nosotros no hemos
terminado.
Registró su sorpresa por un momento antes de volverse hacia
Perséfone. No lo miraba a él, si no que veía a Menta irse. Llamó su atención
y le tocó la barbilla con los dedos.
—Parece que tienes muchas opiniones sobre cómo administro mi
reino.
—No le mostraste compasión —dijo, y su voz tembló.
¿Compasión? ¿No recordaba su tiempo en el jardín? ¿Cuándo le había
mostrado la verdad del Inframundo? ¿No era compasivo usar su magia para
que sus almas puedan vivir una existencia más pacífica?
»Peor aún, te burlaste del amor que tenía por su esposa.
—Cuestioné su amor. No me burlé de eso.
—¿Quién eres tú para cuestionar el amor?
—Un dios, Perséfone.
La culpa de ese hombre no era en vano.
Entrecerró los ojos.
—Todo tu poder, y no haces nada con él más que herir.
Hades se estremeció. No pudo evitarlo, sus palabras eran como
cuchillos.
»¿Cómo puedes ser tan apasionado y no creer en el amor?
Se rio amargamente y dijo:
—Porque la pasión no requiere amor, querida.
Había dicho algo incorrecto. Lo supo antes que las palabras salieran
de su boca, pero estaba enojado y sus suposiciones hicieron que quisiera
lastimarla de la única manera que podía: con palabras, y funcionó. Sus ojos
se agrandaron y dio un paso atrás, como si no pudiera soportar estar tan 113
cerca.
—¡Eres un dios despiadado!
Desapareció y la dejó ir. Si no lo hubiera acusado de lastimar a otros,
podría haber intentado ayudarla a entender su versión de las cosas, incluso
podría haberle dicho sobre la culpa que percibió en el alma de Orfeo, pero
no pudo convencerse a hacerlo.
Déjala pensar lo peor.
H
ades se paró ante el terreno desolado que le había regalado a
Perséfone. No había cambios en el suelo, todavía seco como un
hueso, todavía sin señales de vida.
Ella no había estado aquí en cuatro días. No había regresado
para visitar a Hécate o a los Asfódelos ni regar su jardín.
No había regresado a él.
Eres un dios despiadado.
Sus palabras resonaron en su cabeza, amargas, enojadas y…
veraces. Tenía razón.
Era despiadado.
La evidencia estaba a su alrededor, y ahora la vio, de pie en el jardín
de su palacio, rodeado de hermosas flores y frondosos árboles. Estaba en la
ilusión de belleza que mantenía, en las organizaciones benéficas que
apoyaba, en los tratos que hacía. Era su intento de borrar la vergüenza que
había sentido por lo que una vez fue: despiadado, sin corazón, juicioso.
—¿Por qué estás deprimido? —La voz de Hécate vino desde atrás.
—No estoy deprimido —dijo, volviéndose hacia la diosa. Cerbero, Tifón
y Ortro se sentaron obedientemente a sus pies. Llevaba una túnica sin
mangas, de color carmesí, y había recogido su largo y espeso cabello en una
trenza.
114
Hécate arqueó la ceja.
—Parece que estás deprimido.
—Estoy pensando —dijo.
—¿Sobre Perséfone?
Hades no respondió de inmediato. Finalmente, dijo:
—Piensa que soy cruel.
Explicó lo que había ocurrido en la sala del trono, reconociendo su
tendencia a regatear, esto por aquello, no a comprometerse. Perséfone tenía
razón, podría haberle ofrecido a Orfeo un vistazo de Eurídice en el
Inframundo. Quizás hubiera aprendido, entonces, por qué el mortal se
sentía tan culpable por su muerte.
—No dijo que eras despiadado por las razones que crees —dijo Hécate.
El dios encontró su mirada de ojos oscuros.
—¿Qué quieres decir?
—Perséfone tiene esperanzas de amor, al igual que tú, Hades, y en
lugar de confirmar eso, te burlaste de ella. ¿La pasión no requiere
amor? ¿En qué estabas pensando?
El rostro de Hades se sintió cálido y frunció el ceño. Odiaba sentir,
especialmente, la vergüenza.
—¡Ella es... frustrante!
—Tampoco eres un paseo por el parque. —Hécate niveló su mirada.
—Dice la bruja que usa veneno para resolver todos sus problemas —
refunfuñó Hades.
—Es mucho más efectivo que deprimirse.
—¡No estoy deprimido! —espetó y luego suspiró, pellizcando el puente
de su nariz—. Lo siento, Hécate.
Le ofreció una media sonrisa.
—Dime qué temes, Hades.
Le tomó un momento encontrar las palabras, porque realmente no lo
sabía.
—Que tenga razón —dijo—. Que no vea más dentro de mí que su
madre.
—Bueno, por suerte para ti, Perséfone no es su madre. Una verdad
que es importante que recuerdes.
Supuso que era muy injusto seguir comparándola con Deméter como
lo era para Perséfone compararlo con las palabras de Deméter, pero había
una parte de él que se preguntaba por qué agonizaba. Era solo cuestión de
tiempo antes de que las Moiras llevaran sus tijeras a estos hilos que los
mantenían entrelazados.
115
—Si quieres que entienda, debes compartir más.
—¿Y darle más forraje para los artículos que quiere escribir? Creo que
no.
Todavía estaba frustrado por su visita a Nevernight, descubrir que
estaba allí para acusarlo de destruir vidas mortales.
Hécate arqueó una ceja.
—No sabía que te importaba lo que piensen los demás, Hades.
Y ahora sabía por qué nunca le había molestado, porque preocuparse
era una molestia.
—Será mi esposa —dijo.
—¿Y eso no le da el derecho a conocerte de manera diferente a
cualquier otra persona? —preguntó Hécate—. Con el tiempo, aprenderá
cómo piensas, cómo te sientes, cómo amas, pero no puede si no te
comunicas. Empieza con Orfeo.
124
M
ientras Hades se dirigía al Inframundo, la culpa le oprimía el
pecho. Era parecido a tener piedras apiladas sobre su cuerpo,
y pensó en las palabras de Hermes. Podrías haber manejado
eso mejor. Pero al considerar sus acciones, no veía otro
camino. Le estaba pidiendo a Hermes que robara, y preferiría no dar
explicaciones a Perséfone, incluso si creía que tenía buenas razones.
Pero agonizaba. ¿Era este un momento en el que debería haberse
comunicado? ¿Debería haberle contado toda la historia detrás de la misión
que le había asignado a Hermes? ¿Que quería que el Dios de la Travesura
interceptara todos los envíos de Sísifo? En efecto, Hades estaba
desmantelando su imperio. ¿O simplemente habría bastado con pedirle que
les diera un momento de privacidad?
Y ante ese pensamiento, de repente comprendió por qué no le había
hecho esa oferta: esencialmente, lo había espiado, y él había reaccionado
con ira en lugar de calma racional.
Gimió.
Era un puto desastre en esto.
Aun así, fue a buscarla y la encontró en la biblioteca. Estaba de
puntillas, con las manos apoyadas en el costado de una pileta en la que
estaba un mapa del Inframundo. Se inclinó más y más cerca de la superficie
acuosa, y el movimiento hizo que Hades se sintiera ansioso porque la pileta
se doblaba como un portal. Un toque y sería transportada a otro lugar en el 125
Inframundo. Normalmente no le preocuparía porque podría recuperarla
rápidamente, excepto que sabía cómo funcionaba su mente, y lo más
probable era que terminara cayéndose en las llamas de las aguas del
Flegetonte.
Eligió ese momento para darse a conocer.
—La curiosidad es una cualidad peligrosa, miladi.
Peligrosa. Exasperante. Emocionante. Era multifacético y tenía su
lugar, pero preferiría que sintiera curiosidad por otras cosas, como él.
Ella se giró para mirarlo, sus bonitos ojos verdes se agrandaron. Su
mano fue a su corazón y los ojos de Hades se posaron en sus pechos
perfectos. Por un momento, todo en lo que pudo concentrarse fue en el
endurecimiento de sus pezones, presionando contra su camisa blanca.
—No me llames miladi —espetó, y luego miró hacia la pileta—. Yo...
Este mapa de tu mundo no está completo.
Hades avanzó. Le gustaba la forma en que ella tenía que inclinar la
cabeza hacia atrás para mantener su mirada. Se detuvo a centímetros de
ella, deseando acortar la distancia aún más, deseando levantarla en sus
brazos y hacerle el amor contra esta pileta. Quizás caerían y se encontrarían
entre la flora del Inframundo. Dioses, cómo ansiaba llevarla bajo su cielo.
Su fuerte exhalación lo sacó de sus pensamientos carnales, y su
mirada se movió hacia el agua. Ella se volvió para mirar, de espaldas a él
ahora. Esta posición no era mejor. Desde aquí, podía pasar su brazo
alrededor de su cintura y sellar su espalda contra su pecho, presionar besos
en su cuello mientras su otra mano exploraba, recorriendo sus pechos,
bajando por su estómago y entre sus muslos.
Sacudió esos pensamientos de su cabeza.
—¿Qué ves?
—Tu palacio, los Asfódelos, el río Estigia y el Leteo… Eso es
todo. ¿Dónde están los Elíseos? ¿Tártaro?
Sonrió ante su entusiasmo por comprender el Inframundo, incluso si
una parte de él se sentía incómoda. Si se salía con la suya, ella nunca
exploraría las montañas y cavernas del Tártaro. Esa parte de su reino era
una manifestación de su alma, oscura y desgarradora.
—El mapa los revelará cuando te hayas ganado el derecho a saberlo.
—¿Qué quieres decir con ganado?
—Solo aquellos en quienes más confío pueden ver este mapa en su
totalidad. —El mapa era una verdadera arma, y Hades permitía que pocos
tuvieran acceso a él, entre ellos, Tánatos y Hécate.
—¿Quién puede ver el mapa completo? —Luego su voz se tensó y sus
ojos se entrecerraron con sospecha—. ¿Puede verlo Menta? 126
Sus celos le interesaban y no pudo evitar incitarla.
—¿Eso le molestaría, lady Perséfone?
—No —dijo rápidamente, y dejó que sus ojos cayeran hacia donde sus
manos descansaban sobre la pileta.
Estaba mintiendo. Podía oírlo en la inflexión de su voz, verlo en el
lenguaje de su cuerpo, saborearlo en el aire entre ellos. Debería desafiarla,
como hizo el día que vino a Nevernight para exigir respuestas a sus
tratos. Podrías hablar de cómo te ruborizas desde la cabeza a los pies en mi
presencia, cómo te hago perder el aliento… Podía señalar que ella no había
dejado espacio entre ellos desde que se acercó, que se había inclinado más
cerca de él cuanto más hablaban, arqueando la espalda de una manera que
llamaba la atención sobre sus curvas.
Hacía que la deseara aún más, y sabía que, si la besaba ahora, ella
dejaría que la tomara. Su acoplamiento sería duro, rápido y desesperado, y
estaría lleno de pesar.
No podía amarla y hacer que se arrepintiera, así que se volvió,
necesitando distancia, y se retiró a las estanterías, pero lo siguió,
asfixiándolo con su calor y su olor.
Ella luchó por igualar su paso, jadeando.
—¿Por qué revocaste mi favor?
—Para darte una lección —respondió, sin mirarla.
—¿De no traer mortales a tu reino? —Pensó que era extraño que
pensara en Adonis y no en Orfeo. No estaba seguro de qué hacer con eso.
—De que no te vayas cuando estés enojada conmigo —dijo.
—¿Disculpa?
Ella se detuvo dejando a un lado los libros que llevaba y Hades se
volvió hacia ella. Su corazón se aceleró y se preguntó si podría tener esta
conversación.
—Me pareces alguien que tiene muchas emociones y nunca se le ha
enseñado a lidiar con todo, pero puedo asegurarte que huir no es la solución.
Realmente soy alguien para hablar, pensó. Él estaba dando este
discurso tanto por su propio bien como por el de ella.
—No tenía nada más que decirte.
—No se trata de palabras —dijo, frustrado, y luego hizo una pausa
para respirar un poco antes de explicar—: Prefiero ayudarte a entender mis
motivaciones a que me espíes.
—No era mi intención espiar —dijo—. Hermes…
—Sé que fue Hermes quien te empujó hacia ese espejo —dijo con
suavidad. No se trataba del espejo en absoluto. Se trataba de cambiar su 127
opinión sobre él—. No deseo que te vayas y te enojes conmigo.
Ella negó ligeramente, frunció el ceño y preguntó:
—¿Por qué?
—Porque... —Se sintió estúpido. En toda su vida, nunca había tenido
que explicarse—. Es importante para mí. Prefiero explorar tu
ira. Escucharía tu consejo. Deseo comprender tu perspectiva.
Comenzó a hablar de nuevo y él sabía lo que iba a preguntar. ¿Por
qué? Entonces, respondió:
»Porque has vivido entre los mortales. Tú los entiendes mejor que yo
porque eres compasiva.
Ella miró hacia otro lado, con un leve rubor en sus mejillas. Después
de un momento, preguntó en voz baja:
—¿Por qué ayudaste a la madre esta noche?
—Porque quería —dijo, y prácticamente podía sentir los ojos de Hécate
rodando. Puedes hacerlo mejor que eso. ¡Dije: comunícate!
—¿Y Orfeo?
Hades ofreció un suspiro ronco, frotándose los ojos con el índice y el
pulgar. Hécate tenía razón: tenía que hacerlo mejor con sus explicaciones.
—No es tan simple. Sí, tengo la capacidad de resucitar a los muertos,
pero no funciona con todos, especialmente cuando están involucradas las
Moiras. La vida de Eurídice fue interrumpida por las Moiras por una
razón. No puedo tocarla.
—¿Y la chica?
—No estaba muerta, solo en el limbo. Puedo negociar con las Moiras
por vidas en el limbo.
—¿Qué quieres decir con negociar con las Moiras?
—Es sencillo —dijo—. Si le pido a las Moiras que perdonen un alma,
no tengo voz en la vida de otra.
Significaba que quitarían otra vida del limbo, algo en lo que Hades se
esforzó por no pensar en este momento.
—Pero... ¡eres el Dios del Inframundo!
Lo era, pero eso no significaba que rebatiera las decisiones. Incluso si
pudiera, había aprendido hace mucho tiempo que tales acciones tienen
consecuencias y algunas cargas que no estaba dispuesto a
soportar. Siempre había un propósito mayor en el trabajo, y para él interferir
significaría la ruina.
—Y las Moiras son Divinas —dijo—. Debo respetar su existencia como
ellas respetan la mía.
—Eso no parece justo. 128
—¿De verdad? ¿O es que no suena justo para los mortales?
Los ojos de Perséfone brillaron, una pizca de su glamour se tambaleó
bajo su piel.
—¿Entonces los mortales tienen que sufrir por el bien de tu juego?
—No es un juego, Perséfone. Y menos aún mío —respondió,
frustrado. ¿No había hecho un buen trabajo explicando el equilibrio del
Inframundo? ¿O era que ella realmente quería pensar lo peor de él?
—Entonces, has ofrecido una explicación por una parte de tu
comportamiento, pero, ¿qué hay de los otros tratos?
Hades inclinó la cabeza, sus cejas se fruncieron sobre sus ojos y dio
un paso adelante. No le gustó su pregunta. Él había respondido a esto,
¿todavía no estaba satisfecha? ¿O estaba enojada por su propio
trato? Esperaba que retrocediera ante su aproximación, pero no lo hizo,
permaneciendo donde estaba y levantando la barbilla en desafío.
—¿Estás preguntando por ti, o por los mortales que afirmas defender?
—¿Afirmo? —Una vez más, esa luz en sus ojos se agitó, y Hades quiso
sonreír.
Sí, mi reina. Déjame alimentar ese fuego, despertar tu poder.
—Solo te interesaste en mis proyectos comerciales después de entrar
en un contrato conmigo —señaló Hades. Eso era cierto. ¿Habría comenzado
esta caza de brujas si la hubiera dejado abandonar su club sin ataduras?
—¿Proyectos comerciales? ¿Es así como llamas a engañarme
deliberadamente?
—Así que esto es sobre ti.
—Lo que has hecho es injusto. No solo para mí, sino para todos los
mortales.
—No quiero hablar de mortales. Me gustaría hablar de ti. —Hades se
inclinó más cerca, guiando a Perséfone hacia la estantería. Sus manos la
enjaularon, una a cada lado de su rostro—. ¿Por qué me invitaste a tu mesa?
Perséfone miró hacia otro lado, y los ojos de Hades bajaron a su cuello
mientras tragaba.
—Dijiste que me enseñarías.
Susurró las palabras, y se deslizaron por su columna vertebral,
haciéndolo temblar, haciéndole querer presionarla, acunar su suavidad
entre sus muslos.
—¿Enseñarte qué, diosa? —Sus labios cayeron sobre su piel y rozó la
columna de su cuello. La sintió temblar mientras susurraba palabras contra
su piel—. ¿Qué es lo que realmente deseabas aprender entonces?
129
—Cartas.
La palabra era entrecortada y el aire entre ellos denso, un peso
tangible lleno de pensamientos eróticos y fantasías. Su cabeza cayó hacia
atrás, apoyada en la estantería, y sus manos se agarraron a los estantes
como si estuviera luchando contra sus propios instintos y la voz en su
cabeza que le ordenaba tocarlo también.
Sus labios exploraron, y mientras presionaba un beso contra su
esternón, miró hacia arriba.
—¿Qué más?
Entonces se encontró con su mirada, ojos brillantes e
inquisitivos. Sus labios rozaron los suyos mientras compartían el aliento.
—Dime —suplicó Hades.
Dime que me quieres, pensó, y te tomaré ahora. La levantaría en sus
brazos, le separaría las piernas y se acomodaría entre ellas. La fricción
liberaría su pasión, sacudiría la tierra y revertiría los ríos. Terminaría con
mundos y los comenzaría.
Cambiaría todo.
Esperó, y ella cerró los ojos mientras sus labios se abrían, invitando
a los suyos. Respiró hondo, su pecho subía y bajaba contra el suyo. Se
inclinó, listo para capturar su boca cuando admitiera la verdad. Dime que
me deseas.
—Solo cartas.
Se apartó a la velocidad del rayo, a pesar de su deseo furioso, e intentó
enmascarar su frustración ante su respuesta. Le tomó un poco de esfuerzo,
y sus dedos se curvaron en puños, las uñas perforando sus palmas. El dolor
lo hizo más fácil, lo ayudó a concentrarse en algo más que su polla dura
como el acero.
Maldita sea, pensó.
Si ella no admitía su lujuria, él no seguiría haciendo el ridículo.
—Debes desear volver a casa —dijo, dándose la vuelta y dejando los
estantes, haciendo una pausa para mirar hacia atrás añadió—: Puedes
tomar prestados esos libros, si lo deseas.
Ella parpadeó, como si estuviera bajo algún tipo de hechizo, antes de
recoger los libros y seguirlo a la parte principal de la biblioteca.
—¿Cómo? Retiraste mi favor.
—Créeme, lady Perséfone —dijo, manteniendo su tono vacío de
emoción—. Si te despojara de mi favor, lo sabrías.
Sería doloroso, como la piel desgarrada de los huesos.
—Entonces, ¿soy lady Perséfone otra vez? —Su voz contenía desprecio
y él se preguntó por su reacción. ¿Estaba enojada con él? 130
—Siempre has sido lady Perséfone, ya sea que elijas abrazar tu sangre
o no.
—¿Qué hay que abrazar? —preguntó y no lo miró a los ojos—. Soy
una diosa desconocida en el mejor de los casos... y una menor en el otro
Hades frunció el ceño; esas creencias eran los barrotes que mantenían
enjaulada su verdadera naturaleza.
—Si así es como piensas, entonces nunca conocerás el poder.
Hades no tenía nada más que decir. Tenía una ninfa que interrogar,
energía que gastar, y Perséfone le había dejado claro que deseaba
irse. Comenzó a reunir su magia y a teletransportarse a Nevernight, cuando
su brusca orden lo detuvo.
—No. Me pediste que no me fuera cuando estoy enojada y te pido que
no me eches cuando estás enfadado.
Dejó caer su mano.
—No estoy enfadado.
—Entonces, ¿por qué me dejaste en el Inframundo antes? —preguntó
ella—. ¿Por qué enviarme lejos?
—Necesitaba hablar con Hermes —dijo.
—¿Y no podías decir eso?
Él dudó.
—No me pidas cosas que no puedas entregar tú mismo, Hades.
La miró fijamente. Su línea de preguntas lo ayudó a comprender
algunas cosas sobre ella. Había herido sus sentimientos cuando la dejó en
el Inframundo antes. Se sintió ignorada y descartada.
Somos iguales, había dicho en su segundo encuentro. Cuando había
venido a pedir que le quitaran la marca. Ella estaba haciendo la misma
súplica ahora.
Después de un momento, asintió.
—Te concederé esa cortesía.
Exhaló y Hades se preguntó si había esperado que dijera que no. El
pensamiento hizo que su pecho se contrajera.
—Gracias.
Sus palabras lo relajaron y extendió la mano.
—Ven, podemos volver juntos a Nevernight. Tengo... asuntos
pendientes allí.
Ella movió los libros en sus brazos y tomó su mano, y regresaron a su
oficina. Su mirada se posó en el espejo sobre la chimenea y luego se dirigió 131
a él.
—¿Cómo supiste que estábamos ahí? Hermes dijo que no nos podían
ver.
—Sabía que estabas aquí porque podía sentirte.
Se estremeció visiblemente y retiró la mano. Hades lamentó la
ausencia de su calidez. Ella recogió su mochila de donde la había dejado y
se la echó al hombro. Al salir por la puerta, se detuvo y miró hacia atrás. Se
veía tan joven, tan hermosa, enmarcada por sus puertas doradas, y se
preguntó qué mierda estaba haciendo.
—Dijiste que el mapa solo es visible para aquellos en los que confías.
¿Qué se necesita para ganarse la confianza del Dios de los Muertos?
—Tiempo.
Hades vio salir a Perséfone a pesar de sus protestas. Sabía que temía
que la vieran con él y, en realidad, no podía culparla. Los medios de
comunicación eran despiadados y obsesivos, y rastreaban a los dioses como
presas con la esperanza de una foto que perpetuaría el sensacionalismo y
los chismes. A algunos de sus compañeros Olímpicos les encantaba la
atención, pero Hades se había propuesto evitarlos por completo, yendo tan
lejos como para colocar guardias arriba y abajo de su calle, techos y edificios
alrededor de su club para mantener su privacidad.
—Antoni te llevará a casa —dijo Hades después de haber convocado
al cíclope. Se quedó fuera del Lexus negro. Esperaba que Perséfone
protestara, pero lo miró con una expresión amable en el rostro.
—Gracias.
Subió a la parte trasera del auto y lo miró a través de la ventana
mientras Antoni cerraba la puerta.
Verla partir se sintió diferente esta vez, como si hubieran encontrado
un terreno en común. Como si estuvieran más cerca de entenderse el uno
al otro… y se sentía esperanzado.
Tan pronto como su auto se perdió de vista, Ilias se acercó y le entregó
un archivo que había creado sobre la dríada que había seguido a Perséfone
hasta su club. Echó un vistazo al contenido y se lo devolvió al sátiro.
—Gracias, Ilias —dijo, y desapareció, apareciendo en la pequeña
habitación donde había estado detenida la dríada. Ella gritó cuando vio a
Hades y se encogió contra la pared, temblando. 132
—Rosalva Lykaios. Asistente de Deméter. Es curioso que tu
currículum no incluya también espía.
Habló en voz baja, con la voz temblorosa.
—P-por favor, milord…
—Seré breve —dijo, interrumpiéndola—. Tienes dos opciones ante
ti. O le mientes a tu señora y le dices que Perséfone no estuvo aquí esta
noche, o le dices la verdad.
Se movió hacia ella mientras hablaba, y la chica se encogió de miedo.
—Si es lo primero, te arriesgas a la ira de Deméter —dijo—. Si es lo
segundo, te arriesgas a la mía.
—Me está pidiendo que haga lo imposible.
—No —dijo—. Te estoy preguntando, ¿a cuál de nosotros temes más?
133
E
ra temprano cuando Hades se dirigió a los establos del
Inframundo. Estaban ubicados en la parte trasera de su
finca y eran tan grandes como su castillo. Los suelos de
mármol se alineaban en un amplio pasillo flanqueado por
casetas con puertas negras brillantes. Hades tenía cuatro caballos de color
azabache, Orphnaeus, Aethon, Nycteus y Alastor, que ocupaban cada
caseta, y cuando apareció a la vista, relincharon, pateando el suelo con sus
patas con cascos.
—Sí, sí, lo sé. Se están consumiendo en estos establos y quieren salir
a correr —dijo mientras se quejaban ruidosamente—. Negociaré con todos
ustedes. Sean amables mientras les cepillo sus pelajes y recorto sus
pezuñas, y dejaré que vaguen por el reino.
Bufaron en respuesta, un acuerdo.
—¿Quién quiere ir primero?
Se quedaron en silencio.
Eran fuego y azufre, y habían visto tantas batallas como Hades. A
pesar de cómo trataba de cuidarlos, sus espíritus eran salvajes, sus sueños
afligidos. Fueron torturados como él.
—Vengan ahora. Cuanto más esperen, más lejos estarán de la
libertad.
Eso llamó su atención y todos respondieron a la vez, golpeando contra 134
las puertas de sus casetas.
Hades sonrió y soltó una carcajada.
—Uno de ustedes tendrá que encantarme.
Se deslizó por la pasarela de mármol, deteniéndose en cada caseta.
—¿Alastor? —preguntó y el caballo gimoteó. De todos sus caballos,
Alastor era el más gentil, una ironía considerando que, en la batalla, era
conocido como el atormentador. Su memoria era extensa y nunca olvidaba
a un enemigo.
—¿Orphnaeus? —La bestia gimió.
—¿Aethon? —El semental soltó un fuerte resoplido por la nariz y
golpeó contra su puerta, el más agresivo de los cuatro.
—¿Nycteus? —El más joven resopló.
Hades se rio entre dientes y luego se acercó al puesto de Aethon.
—Muy bien, ya que eras tan vocal.
Abrió la puerta y condujo a la bestia a la estación de lavado en los
establos. No necesitaba asegurarlo para evitar que se escapara. A pesar de
su deseo de vagar, no desobedecerían a su amo. Hades comenzó el proceso
limpiando los cascos de Aethon, quitando la suciedad y el barro de las
plantas de las patas. Después, almohazó el pelaje, aflojando el barro, la
arenilla y la suciedad. Mientras trabajaba, habló.
—Hécate me cuenta que ustedes cuatro pastaron en su bosque de
hongos nuevamente.
Resoplaron en negación ante la acusación.
—¿Están seguros?
Negaron, relinchando.
—Porque Hécate dijo que llamó a cada uno de ustedes, y huyeron
como una sombra, con los ojos en llamas.
Todos estaban callados.
Entonces, Alastor rebuznó y Hades se rio.
—¿Estás sugiriendo que Hécate imaginó todo el asunto?
Los cuatro resoplaron de acuerdo.
—Si bien no dudo del uso de hongos alucinógenos por parte de Hécate,
tampoco dudo de su uso —dijo.
Hades siguió, liberando los nudos de la crin y cola de Aethon. Cepilló
su pelaje dos veces más, con un cepillo más rígido y un cepillo de acabado.
Por último, usó un paño húmedo para limpiar alrededor de los ojos, el hocico
y las orejas de Aethon.
—Ve —dijo, y Aethon se apresuró a salir del establo a primera hora de 135
la mañana en el Inframundo.
Hades pasó a Orphnaeus, luego Nycteus y el último Alastor, repitiendo
los mismos pasos de limpieza de cascos, pelaje y crin.
Mientras limpiaba alrededor de los ojos de Alastor, preguntó en voz
baja.
—¿Estás bien, mi amigo?
El caballo miró a Hades con ojos oscuros y, dentro de ellos, vio la
profundidad de su tortura. De los cuatro, Alastor era el más afligido. A
menudo se separaba de los demás para vagar solo, necesitando el
aislamiento para luchar contra sus propios demonios.
Hades lo entendía.
El caballo exhaló silenciosamente y Hades le rozó el hocico.
—Lamentaría tu pérdida —dijo—. Pero si necesitas beber del Lethe…
te concederé tu deseo.
Alastor soltó un bufido y sacudió la cabeza, rechazando la oferta.
Hades sonrió.
—Es solo una oferta —dijo—. Tómala… si alguna vez te cansas
demasiado.
Terminó de limpiarle los oídos a Alastor y se alejó.
—Está bien, mi amigo. Ve.
Mientras Alastor salía corriendo de los establos, pasó junto a Menta,
quien se acercó a Hades con una expresión de suficiencia en el rostro. No
estaba seguro de por qué, pero el temor se acumuló en su estómago cuando
se acercó.
—Milord —dijo—. Tengo noticias.
Hades se centró en limpiar, sin mirarla a los ojos.
—¿Y qué noticia es esa, Menta?
—Es algo que querrá ver, milord.
Colgó el último de los cepillos en un poste cerca de la estación de
lavado antes de volverse para mirarla. La ninfa levantó un periódico, una
copia de Noticias Nueva Atenas. Sus ojos fueron inmediatamente atraídos
por la historia de la portada, que incluía su nombre.
Hades, Dios del Juego, por Perséfone Rosi.
Hades le arrebató el periódico de las manos y se quedó mirando esas
letras negras hasta que se volvieron borrosas en la página.
—Parece que tu preciosa Perséfone te ha traicionado —estaba
diciendo Menta, pero su voz sonaba lejana. Estaba demasiado concentrado
en las palabras que su diosa había escrito como para prestar atención. 136
La mejor manera de describir mi primer encuentro con el Dios del
Inframundo sería, tenso. Es frío y grosero, sus ojos, incoloros abismos de
juicio dentro de un rostro desalmado. Acecha en las sombras de su club,
cazando a los vulnerables.
Hades sintió una oleada de bochorno, vergüenza e ira, y por un
momento, todo lo que pudo pensar fue: Así que, ¿esto es lo que realmente
piensa de mí? Y, sin embargo, no podía conciliar cómo se había comportado
en la biblioteca la noche anterior, la forma en que se había inclinado hacia
él, la forma en que había abierto los labios, lista para los suyos. Había
sentido su pasión tan intensamente como la propia.
¿Podrían estos realmente ser sus pensamientos? ¿Sus palabras?
¿Estaba tratando de encarcelar su corazón?
Continuó leyendo.
Hades dice que las reglas de Nevernight son claras. Pierde contra él y
estás obligado a cumplir un contrato, uno que expone a sus deudores a la
vergüenza, y aunque ha reclamado éxito, todavía tiene que nombrar una sola
alma que se haya beneficiado de su supuesta caridad.
Supuesta caridad.
Apretó los dientes; eso era muy caritativo.
¿Cómo se supone que lo sepa? No le he dicho nada, se respondió.
—Visitaré a Demetri hoy. Perséfone nunca volverá a escribir —dijo
Menta.
Era el camino habitual. Cualquiera que fotografiara o escribiera sobre
Hades generalmente se encontraba despedido y no podía ser contratado.
Nadie quería incurrir en la ira de Hades y, a pesar de cómo lo hizo sentir
este artículo, no podía arrebatarle su sueño a Perséfone.
—No —dijo Hades, y la palabra fue dura, una mezcla de alarma y
frustración.
Los ojos de Menta se abrieron de par en par.
—Pero… ¡esto es difamación!
—Perséfone es mía para castigar, Menta.
Las cejas de la ninfa se fruncieron con dureza sobre sus ojos
ardientes.
—¿Y cuál es tu idea de castigo? ¿Follarla hasta que ruegue por la
liberación?
—Vete al diablo, Menta.
—Este no eres tú —discutió—. ¡Si fuera cualquier otro mortal, me
dejarías hacer mi trabajo!
137
—Ella no es mortal —espetó Hades—. Ella será mi esposa y la tratarás
como tal.
Siguió un silencio y, después de un momento, Menta habló con voz
temblorosa.
—¿Tu esposa?
—Tu reina —dijo Hades.
La mandíbula de Menta se tensó.
—¿Cuándo me lo ibas a decir?
—Actúas como si te debiera una explicación.
—¿No me la debes? ¡Fuimos amantes!
—Por una noche, Menta, nada más.
Lo miró fijamente, con los ojos brillantes.
—¿Es porque se trata de una diosa?
—Si lo que me estás preguntando es por qué no tú, nunca fuiste tú,
Menta.
Las palabras fueron duras pero ciertas, y esperaba que dieran en el
blanco. Vería que respetaba a Perséfone como su reina, o la despediría.
La ninfa se demoró unos segundos más antes de dar media vuelta y
salir corriendo de los establos.
152
H
ades observó a Perséfone dormir mientras intentaba
reconciliar la contradicción de sus palabras y acciones. Se
recordó que había estado bajo la influencia, no solo del
alcohol, sino de algún tipo de droga. Lo había probado en su
lengua: metálico, salado, incorrecto. No había sido ella misma,
ni en la limusina ni en su oficina, ni en su dormitorio, lo que significaba que
sus palabras, las que había escrito en su artículo, se habían ganado sus
pensamientos, y él les daba vueltas una y otra vez en su cabeza hasta que
se enfureció.
Sintió cuando se despertó porque su respiración cambió. Se incorporó
de golpe, sosteniendo sus sábanas de seda contra su pecho, los ojos
brillantes y las mejillas enrojecidas. Le hubiera gustado verla así después
de una noche de hacer el amor. En cambio, la estaba mirando después de
una noche de rechazar sus avances borrachos. Tomó un sorbo de su vaso,
sosteniendo su mirada, ojos brillantes fijos en él, cautelosa.
—¿Por qué estoy desnuda? —preguntó.
—Porque insististe en ello —dijo, manteniendo su voz lo más
desprovista de emoción posible. Tomó esfuerzo, porque cada pensamiento
era un recuerdo de la noche anterior, un recuerdo de su desesperación por
escucharlo decir que la deseaba, la presión fantasma de su cuerpo contra el
suyo, el calor de sus labios instando a que se separara—. Estabas muy
decidida a seducirme.
153
Sus mejillas ya enrojecidas se volvieron carmesí.
—¿Hicimos…?
Su risa sonó más como un ladrido. No estaba seguro de a qué estaba
reaccionando, tal vez era el hecho de que supondría que se aprovecharía de
ella en su estado de ebriedad, o que había pasado la mayor parte de su
sueño agonizando por las palabras que había usado para describirlo.
—No, lady Perséfone. Créeme, cuando follemos, lo recordarás.
Sus rasgos se endurecieron y sus labios se apretaron en una delgada
línea.
—Tu arrogancia es alarmante.
—¿Eso es un desafío?
—¡Dime qué pasó, Hades! —gritó ella.
Él enfrentó su mirada feroz con el mismo veneno antes de responder:
—Te drogaron en La Rose. Tienes suerte de ser inmortal. Tu cuerpo
quemó rápidamente el veneno.
Ella se quedó callada por un momento, procesando la información que
él había compartido. Su mirada dejó la de él, como si buscara en la distancia
media respuestas a sus preguntas.
—Adonis —dijo de repente, entrecerrando los ojos en acusación—.
¿Qué le hiciste?
Hades apretó los dientes y se centró en el licor que quedaba en su
vaso en lugar de en su mirada. Bebió el último trago antes de dejarlo a un
lado.
—Está vivo, pero eso es solo porque estaba en el territorio de su diosa.
—¡Lo sabías! —Se apartó de la cama y las sábanas se movieron a su
alrededor. Quería quitárselas, desafiarla a permanecer desnuda y confiada
ante él como lo había hecho anoche—. ¿Es por eso que me advertiste que
me alejara de él?
—Te aseguro que hay más razones para mantenerte alejada de ese
mortal que el favor que Afrodita le ha otorgado.
—¿Como qué? —preguntó, dando un paso hacia él—. No puedes
esperar que lo entienda si no explicas nada.
¿Qué tengo que explicar? Te besó cuando tú no querías que lo hiciera,
quiso decir Hades, pero era posible que no lo recordara.
—Espero que confíes en mí. —Se puso de pie, quitó el vaso de la mesa
y volvió a llenarlo en la barra—. Y si no en mí, entonces en mi poder.
Era más que consciente de que conocía su capacidad para ver lo que
los mortales intentaban ocultar con hechizos y mentiras. Era un poder que 154
condenaba en su artículo, alegando que lo usaba para aprovecharse de sus
secretos más oscuros.
—¡Pensé que estabas celoso!
La risa que brotó del fondo de la garganta de Hades sonó dura, incluso
para sus oídos. Tampoco estaba seguro de por qué se burlaba de ella, pero
tal vez era porque acababa de darse cuenta de sus celos, ahora que estaba
más allá de la ira y el desafío que la noche anterior había planteado para su
sentido de control.
—No finjas que no te pones celoso, Hades. Adonis me besó anoche.
Hades golpeó su vaso contra la mesa, traicionándose a sí mismo, y se
volvió hacia ella.
—Sigue recordándomelo, diosa, y lo reduciré a cenizas.
—¡Entonces, estás celoso! —gritó ella.
—¿Celoso? —siseó, acechando hacia ella. Vio cómo la emoción de su
triunfo desaparecía de su rostro, reemplazada por una expresión que no
podía discernir. Solo sabía que no era miedo—. Esa... sanguijuela te tocó
después de que le dijeras que no lo hiciera. He enviado almas al Tártaro por
menos.
Se detuvo a unos centímetros de ella, su ira se agudizaba, irradiando
de él como el calor del sol de Helios.
Hasta que pronunció una disculpa.
Las palabras salieron de su boca, silenciosas y entrecortadas.
—Lo… siento.
No estaba seguro de por qué se estaba disculpando, pero esas
palabras parecían fuera de lugar después de su discurso sobre Adonis.
Frunció el ceño y ahuecó su rostro, acercándose, sellando el espacio
entre ellos.
—No te atrevas a disculparte. No por él. Nunca por él.
Le cubrió las manos con las suyas, y mientras él buscaba sus ojos,
llenos de bondad y compasión, sintió que un poco de esa furia se disipaba
y no pudo evitar preguntar:
—¿Por qué estás tan desesperada por odiarme?
—No te odio —dijo en voz baja.
No podía sentir la mentira, pero no podía conciliar por qué escribiría
ese artículo sobre él, no cuando no lo odiaba. Se apartó de ella.
—¿No? ¿Te lo recuerdo? Hades, Señor del Inframundo, rico y
posiblemente el dios más odiado entre los mortales, muestra un claro
desprecio por la vida mortal.
155
Mientras hablaba, ella pareció encogerse, los hombros se levantaron,
haciéndose más y más pequeños bajo sus propias palabras viscosas.
—¿Eso es lo que piensas de mí? —desafió él.
—Estaba enojada…
—Oh, eso es más que evidente —gruño.
—¡No sabía que lo iban a publicar!
—¿Una carta mordaz que ilustra todos mis defectos? —Hizo una
pausa para reír amargamente—. ¿No pensaste que los medios lo
publicarían?
Ella había usado el artículo como una amenaza, sabiendo que Hades
valoraba su privacidad. Ella era muy consciente de que sería un artículo
codiciado para los medios y, sin embargo, había algo preocupante en su
defensa, y era que él no sentía mentiras. Aun así, si realmente quería que
no se publicara, ¿por qué lo escribió? ¿Y cómo se había publicado?
Su sarcasmo no le ganó la compasión de la diosa. Sus ojos brillaron y
sus palabras se deslizaron entre los dientes.
—Te lo advertí.
—¿Me advertiste? —Hades arqueó las cejas y soltó una risa
entrecortada—. ¿Me advertiste sobre qué, diosa?
—Te advertí que te arrepentirías de nuestro contrato.
Eran palabras que recordaba, dichas mientras ella enderezaba las
solapas de su chaqueta y mataba la flor en el bolsillo del pecho. No tenía
ninguna duda entonces, y no tenía ninguna duda ahora.
—Y te advertí que no escribieras sobre mí. —Se atrevió a acortar la
distancia entre ellos nuevamente, sabiendo que era lo incorrecto, sabiendo
que su ira solo tenía una salida.
—Quizás en mi próximo artículo, escribiré sobre lo mandón que eres
—amenazó.
—¿Próximo artículo?
—¿No lo sabías? —preguntó con aire de suficiencia—. Me han pedido
que escriba una serie sobre ti.
—No.
—No puedes decir que no. No tienes el control aquí.
Él le demostraría el control, pensó, inclinándose sobre su cuerpo,
sintiendo la forma en que ella se arqueaba con él. Era una víbora
respondiendo a su llamado, y cuando golpeara, sería venenoso.
—¿Y crees que lo eres? 156
—¡Escribiré los artículos, Hades, y la única forma en que me detendré
es si me dejas salir de este maldito contrato!
¿Entonces ese era su juego?
—¿Piensas negociar conmigo, diosa? —preguntó—. Has olvidado una
cosa importante, lady Perséfone. Para negociar, necesitas tener algo que yo
quiera.
Sus ojos brillaron y sus mejillas se volvieron rosadas de nuevo.
—¡Me preguntaste si creía lo que escribí! —argumentó ella—. ¡Te
importa!
—Se llama engaño, querida.
—Bastardo —siseó.
Fue la palabra que rompió su moderación. La arrastró contra él,
enterrando su mano en su cabello, y sus labios se cerraron sobre los de
ella. Era suave y dulce, y olía como él. La deseaba por completo y, sin
embargo, se apartó, separándose por meros centímetros.
—Déjame ser claro —dijo con fiereza—. Regateaste y perdiste. No hay
forma de salir de nuestro contrato a menos que cumplas con sus
términos. De lo contrario, te quedas aquí. Conmigo.
Lo miró fijamente, ojos furiosos, labios en carne viva.
—Si me haces tu prisionera, pasaré el resto de mi vida odiándote.
—Ya lo haces.
Notó cómo parecía retroceder ante sus palabras, mirándolo como si
su comentario doliera.
—¿Realmente crees eso?
No respondió, solo ofreció una risa burlona y luego presionó un beso
caliente en su boca antes de apartarse con saña.
—Voy a borrar el recuerdo de él de tu piel.
Le quitó la sábana de las manos y ella estaba desnuda ante él como
anoche, con los ojos llenos de deseo, y todo lo que podía pensar era que
quería esto, su pasión, su cuerpo y su alma.
Agarró su trasero, levantándola del suelo, y su cuerpo se amoldó al
suyo sin su guía. Fue una rendición silenciosa, una señal de que quería esto
tanto como él. Sus labios aplastaron los de ella, y el calor floreció bajo en su
vientre, llenando su ingle hasta que estuvo duro y desesperado por estar
dentro de ella. Se sintió frenético y su cuerpo vibró de necesidad, impulsado
por las manos viciosas de Perséfone, raspándose el cuero cabelludo y tirando
de su cabello. Gruñó bajo en su garganta, presionándola contra el poste de
la cama, moliendo su longitud en su suavidad. Se deleitó en la forma en que
su boca se separó de la de él para jadear mientras se movía contra ella, 157
presionando besos por su cuello y hombros, saboreando la lengua. Él no
tenía sentido, y ella era un hechizo, un contrato que cumpliría sin cesar si
eso significaba tenerla así todos los días por el resto de su vida.
Mi amante, pensó. Mi esposa, mi reina.
Se quedó paralizado, casi diciendo esas palabras en voz alta, y luego
se movió, dejándola caer sobre la cama. Se colocó junto a ella, respirando
con dificultad, y ella lo miró, sorprendida pero tan hermosa y sensual como
siempre, con las piernas abiertas, los pechos firmes y llenos. Tenía dos
opciones ante él, podía tomarla o dejarla, y en lo profundo de su alma, sintió
que era mejor irse porque lo único que los esperaría al otro lado de esto era
la tristeza.
Después de un momento, logró una sonrisa salvaje.
—Bueno, probablemente disfrutarías follándome, pero
definitivamente no te gusto.
Apenas registró el horror en su rostro antes de desaparecer.
Ella tenía razón, era un bastardo.
158
H
ades se encontraba fuera de una tienda de ocultismo conocida
como Las Tres Lunas. Era donde Hécate había rastreado el
aroma de la magia utilizada en el astillero de Poseidón. A su
lado estaba Hécate, que parecía un miembro de un culto,
vestida con una capa y capucha de seda negra. Ambos estaban
contemplando las imágenes del escaparate: una luna llena enmarcada por
dos medias lunas. Era el símbolo de Hécate y tenía múltiples significados,
ninguno de los cuales era representado por el hombre que dirigía la tienda:
Vasilis Remes, un mago.
Los magos eran mortales que tendían a practicar magia negra
pésimamente, a menudo creando un caos que Hécate tenía que sofocar.
—Dime que me has traído aquí para maldecir a este mortal —dijo
Hécate, esperanzada, mirando a Hades.
Los labios de Hades se curvaron.
—Solo si eres muy buena.
Pasó junto a ella y entró en la tienda. Mientras lo hacía, una campana
sonó en lo alto y una voz gritó en algún lugar de la oscuridad:
—¡Estaré contigo en un minuto!
Hades y Hécate intercambiaron una mirada.
—Excelente servicio al cliente —comentó, y comenzó a explorar la
tienda, arrugando la nariz a medida que avanzaba—. Este lugar apesta a 159
magia negra.
Hades también podía olerlo. Apestaba a carne quemada y algo…
metálico. La tienda estaba a oscuras. La gran ventana que llevaba el símbolo
de Hécate había sido cubierta con pintura oscura. La única fuente de luz
provenía de velas negras, todas de diferentes alturas. Hades no sabía mucho
sobre brujería, pero sabía que esas velas se usaban típicamente para
protección, lo que le hizo preguntarse exactamente de qué necesitaba
protección Vasilis Remes… Bueno, aparte de ellos.
Por otra parte, quizás el mago mantenía la tienda a oscuras para
ocultar el caos. Era un desastre, lleno de cajas de piedras y cristales de
todas las formas y tamaños, libros que estaban desorganizados y metidos
en cada rincón disponible. Había muñecos y athames para maleficios,
frascos de aceite y polvo, y…
—Sangre de paloma —dijo Hécate.
Hades miró a la diosa, que había llegado al otro lado de la habitación
hace unos momentos. Tenían una competencia desde hace algunos años. El
primero en tomar por sorpresa al otro gana, el premio se reclamará el día de
la victoria.
Arqueó una ceja.
—Sé que estabas tratando de asustarme.
—¿Funcionó? —preguntó.
Hades se inclinó un poco más, ofreciendo un “no” deliberado antes de
volver a la fila de viales, asintiendo hacia el que tenía la sangre.
—¿Para qué se usa esto?
—Sobre todo hechizos de amor —respondió.
Hades debería haberlo adivinado. La paloma era el símbolo de Afrodita
y amaba su pericia. Este era un ejemplo de por qué los magos eran tan
peligrosos: intentaban obtener el poder de los dioses, generalmente con
propósitos nefastos e implicaciones desastrosas.
—También se usa para sellar pactos y promesas —dijo—. Lástima que
no puedan extraer favores.
—Hmm —concordó Hades cuando notó que Hécate se puso rígida.
Algo había llamado su atención.
—¿Qué pasa?
La diosa cruzó la habitación y se acercó al mostrador del
recepcionista. Hades la siguió, curioso al principio y luego horrorizado por
lo que vio. Había un juego de estantes en la pared detrás del mostrador y,
exhibidos como posesiones preciadas, había un par de manos arrugadas.
Cada una tenía una vela entre los dedos.
160
—Hécate. —Hades dijo su nombre en voz baja—. ¿Qué son?
—Manos de Gloria —dijo—. Tradicionalmente, son las manos de las
víctimas colgadas.
Los dos intercambiaron una mirada; ya no se ahorcaba a la gente en
Nueva Grecia. Si Hades tenía que adivinar, esas manos procedían de
tumbas.
—Se dice que aquellos en posesión de una pueden inmovilizar a
cualquier otro.
Era un arma blasfema que podía hacer mucho daño en poder de la
persona equivocada.
En ese momento, un hombre corpulento salió a trompicones de una
puerta cubierta detrás del mostrador del empleado. No miró en su dirección
mientras frotaba las palmas sobre su túnica negra, lo que a Hades le pareció
inquietante.
—¿Puedo ayudarte? —Su voz fue un gemido agudo y Hades pensó que
sería molesto torturarlo.
—Puedes empezar diciéndonos dónde se esconde Sísifo de Ephyra —
dijo Hades.
La cabeza del mago se volvió hacia ellos, ojos pequeños agrandándose
en su rostro regordete y cetrino. Tropezó con torpeza y cayó sobre algo
escondido en las sombras tras su escritorio. Después de un momento, volvió
a levantarse, luchando por alcanzar una de las manos colocadas en la pared.
Cuando finalmente la sacó de su lugar, la sostuvo en alto, temblando.
—¡Quédense atrás!
Hades y Hécate intercambiaron una mirada.
—¡Poseo el poder de los dioses! —Su voz vaciló y escupió mientras
hablaba—. ¡Pagoma!
Hubo un silencio por un momento mientras el mago se daba cuenta
de que no era tan poderoso como los dos dioses frente a él.
—Oh, preciosa mortal —dijo Hécate, y el tono dulce de su voz
contradijo que entrecerrara los ojos. La mano arrugada que sostenía en alto
se desintegró, luego las otras en su estante la siguieron—. ¿Me amenazarías
cuando es mi símbolo el que llevas en tu tienda?
La voz de Hécate cambió en ese momento, adquiriendo un tono
distorsionado, y Vasilis se acobardó, encogiéndose contra la pared y
temblando. No era frecuente que Hades presenciara la ira de Hécate, y tenía
que decir que disfrutó viendo el fuego en sus ojos.
—Nunca conocerás el poder de los dioses.
El aire se agitó con la magia de Hécate, apagando las velas
encendidas, y, aunque a Hades le hubiera gustado ver el clímax de la rabia 161
de la diosa, también necesitaba al mago vivo y capaz de hablar.
—¿Has terminado de asustar al mortal? —preguntó.
—Espera tu turno —dijo.
—Es mi turno. —Hades le dio una mirada significativa que decía,
recuerda por qué vinimos aquí.
—Si están discutiendo sobre mi inminente castigo —dijo el Mago—.
Entonces prefiero quedarme con lady Hécate.
—No puedes elegir quién te castiga, mortal —espetó Hades—. Tienes
mucho valor, amenazando a los dioses. Sin mencionar este negocio blasfemo
que manejas.
—Entré en pánico —dijo.
Los labios de Hades se juntaron.
—Sísifo de Éfire. ¿Dónde se encuentra?
Hades vio reconocimiento en los ojos del mortal.
—¡Dime! —ordenó Hades.
—¿Sís-Sísifo de Ephyra, dices? —tartamudeó Vasilis—. N-no. Creo
que está equivocado, milord. No conozco a nadie con ese nombre.
Hades odiaba las mentiras. Tenían un sabor y un olor amargo y acre.
Sus cejas se fruncieron sobre sus ojos, y mientras avanzaba hacia el mago,
cambió su tono.
—Quiero decir, ¿dijiste Sísifo de Ephyra? Pensé que habías dicho
Sisphus de Phyra —continuó, con una risa incómoda mientras se deslizaba
por la pared, lejos de los dos dioses—. Sí, sí… Sísifo estuvo aquí ayer.
Hubo un momento de silencio, y luego Hades habló, las palabras se le
escaparon entre los dientes.
—¿Dónde está ahora?
—No lo sé.
La paciencia de Hades era un hilo fino y se rompió. Él se rompió.
Garras sobresalieron de la punta de sus dedos. Mientras caminaba hacia el
hombre, se escuchó un estruendo que provenía de la habitación trasera
donde había estado el mortal. Hades miró al mortal antes de cambiar de
rumbo y dirigirse hacia la trastienda.
—Espere…
—¿Estás pidiendo que Hades, Dios del Inframundo, te haga pedazos?
—preguntó Hécate—. Porque con mucho gusto miraré.
—¿Estás buscando a Sísifo? ¡Te diré dónde está! ¡Ven… regresa! —
gritó mientras Hades desaparecía detrás de la cortina.
Se encontró en un pasillo oscuro que desembocaba en una habitación 162
más grande. El aire era frío y viciado, con un leve olor a putrefacción, cera,
y algo parecido a cabello quemado. Estaba más limpio que la fachada y lleno
de elegantes vitrinas, debajo de las cuales había una variedad de artículos
cuidadosamente exhibidos. Estaba claro por qué Vasilis no había querido
que Hades se aventurara aquí. Vendía reliquias: telas hechas jirones y
piezas de joyería, puntas de lanzas rotas y astillas de escudos, huesos y
cerámica rota. Estas eran cosas que habían sido robadas de los campos de
batalla después de la Gran Guerra. No estaba seguro por qué, pero ver los
restos de la guerra nunca era fácil para él. Le recordaba el trauma de
Titanomaquia, los campos de batalla ensangrentados y los cadáveres.
Aun así, Hades buscó en la oscuridad la fuente del ruido y la encontró.
Un juego de libros había caído de un estante. Se inclinó para recogerlos y,
mientras se enderezaba, su mirada se encontró con la de un gato negro con
ojos amarillos. La criatura siseó y él le siseó en respuesta. El gato aulló y
saltó de su lugar, desapareciendo en la oscuridad.
—Tenemos un traficante del mercado negro —le dijo a Hécate.
Vasilis entró en la habitación primero, con la mano estirada en el aire
como si se estuviera rindiendo. Fue entonces que Hades notó una imagen
familiar grabada en la piel pálida de su muñeca: un triángulo. Los ojos de
Hades se entrecerraron.
—Entonces, ¿eres miembro de la Tríada?
El mago se quedó inmóvil.
—No por elección.
Era la respuesta más rápida que había dado y sonaba a verdad.
—Entonces, ¿por qué está su marca en tu piel?
La pregunta dejó a Hades sintiéndose incómodo. No pudo evitar
pensar en Perséfone y la marca en su muñeca. La que había colocado allí
contra su voluntad.
—¿Qué hicieron? —Fue Hécate quien hizo la pregunta, su tono gentil,
al ver algo dentro del mortal que Hades, al parecer, no.
—La quemaron —respondió Vasilis, bajando las manos.
—¿A quién? —preguntó Hades.
—Mi gata.
—¿Tu gata? —Hades no quedó impresionado.
—La quemaron justo frente a mí —dijo, su voz llena de emoción—.
Pensé que se había ido para siempre, pero su líder… se quedó con su collar.
Dijo que lo devolvería si me unía a ellos. Ellos… necesitaban magia.
—¿Un golem? —preguntó Hades.
163
Vasilis asintió.
Hades lo entendió ahora. El mago había acordado servir a la Tríada a
cambio del collar. Era el único artículo que le quedaba que pertenecía a su
gata, pero no lo había querido porque era sentimental. Lo había querido con
un propósito: el collar podía usarse para resucitarla, lo que, al parecer,
había funcionado.
—Entonces, ¿cambiaste tu libertad por un collar?
—¿Qué cambiarías por algo que amas? —contrarrestó el mago.
El mundo, pensó Hades.
—¡Oh! —exclamó Hécate de repente, inclinándose para levantar al
gato que había siseado a Hades antes—. ¿Es ella? ¡Qué dulce bebé! ¿Cuál
es su nombre?
—S-Serena.
—Serena —dijo Hécate, levantando al gato como si fuera un niño—.
Tengo un turón llamado Gale…
Hades suspiró.
—Hécate, ¿puedes no hacer eso?
—Esto es ser humano, Hades —dijo la diosa—. Deberías estar
tomando notas. ¿No quieres impresionar a Perséfone?
—¿Quién es Perséfone? —preguntó el mago.
—No es de tu incumbencia —espetó Hades, luego miró con enfado a
Hécate y se odió por su siguiente pregunta—. ¿Qué tiene que ver un gato
con ser humano?
—Tiene todo que ver con el gato —dijo Hécate, luego suspiró—. El gato
es humanidad. Es lo que hace que valga la pena salvar a este —señaló al
mago—, mortal desafortunado, triste y lamentable.
—No has visto su alma —murmuró Hades.
Hécate lo fulminó con la mirada.
—¡Te estoy enseñando una lección, Hades! Apréndela.
Hades estaba a punto de decir que era una maestra horrible, cuando
sintió que el aire se movía tras él. Se giró y las sombras se separaron de su
esencia, corriendo hacia la forma en retirada del mago, que intentaba
escapar por el pasillo.
Las sombras lo envolvieron y lo enviaron volando hacia atrás. El mago
se estrelló contra una de sus inmaculadas pantallas de cristal y se quedó
quieto.
Hécate hizo una mueca.
—No tenías que arrojarlo tan fuerte. No es un dios.
164
—Quería actuar como uno.
Hécate arqueó una ceja.
—¿Es esa la respuesta de un dios compasivo?
—¿Es eso lo que estabas tratando de enseñar?
Hades dio un paso hacia el mortal y agitó su mano. El mago abrió los
ojos, parpadeó, y luego gimió cuando sintió el dolor de su aterrizaje.
—Escucha, mortal, y escucha bien. Me dirás quién solicitó tus
servicios, o pasaré la eternidad cortándote la lengua y dándola de comer a
tu gato. ¿Lo entiendes?
El hombre asintió, respirando con dificultad y respondió:
—Su nombre es Teseo.
Teseo.
Era un nombre que Hades conocía bien, ya que era el del hijo de
Poseidón, su sobrino.
—El golem fue idea de Sísifo —explicó Vasilis—. Era cliente mío. Fue
después de su visita que llegó Teseo, exigiendo conocer los planes de Sísifo.
Me hizo convocar un portal al almacén. Se fue de aquí con Sísifo. No sé
dónde.
Así que Sísifo había sido engañado tanto como Hades. La pregunta
era, ¿qué quería Teseo de Sísifo? ¿Buscaba venganza por el asesinato de
Aeolus Galani, o había algo más en sus acciones?
Después de un momento, el mago habló:
—Por favor… por favor, no te lleves a mi gata.
—Hécate —dijo Hades a la diosa, que se había dirigido hacia el pasillo
oscuro con el gato todavía en sus brazos—. Trae al gato.
—E-espera. ¡Dije por favor!
—Oh, tú también vienes, mortal —dijo, y los ojos de Vasilis se
agrandaron como platos.
—¡Pero te dije la verdad! Yo…
El mago fue silenciado, desapareciendo con un movimiento de la mano
de Hades. Pasaría un tiempo encarcelado, pero no en el Tártaro, iría a un
Sitio Fantasma, una prisión que solo podían ver los favorecidos. Era un
lugar especial para mortales como él, magos que infringían la ley o
guardaban secretos, y en raras ocasiones, podía usarse como cebo.
Hades se volvió hacia Hécate.
—¿Ves? Puedo ser compasivo.
165
Antes de dejar Las Tres Lunas, Hades convocó a Ilias en la tienda para
que el sátiro pudiera deshacerse del contenido, lo que significaba quemarlo
hasta los cimientos. Hécate y él se separaron, Hades tenía negocios con
Afrodita, mientras que Hécate tenía la intención de regresar al Inframundo.
—Las almas van a celebrarte esta noche —le recordó—. Estarían
encantadas de verte.
La culpa lo golpeó, como siempre ocurría cuando su gente reservaba
tiempo para adorarlo.
—Perséfone estará allí. Creo que también planean honrarla.
Eso no era inesperado. Ella merecía su adoración. Era más dios de lo
que él había sido para ellos. Además, tendrían que acostumbrarse a
celebrarla. Iba a ser su reina.
—Quizás lo consigan esta vez —dijo antes de partir, pero dudó de sus
palabras.
La diosa de la brujería tenía buenas intenciones, pero había algunos
demonios que Hades no deseaba enfrentar, y su gente, el trato que les había
dado en el pasado, era uno.
Encontró a Afrodita en su mansión junto al mar, reclinada en una
tumbona en su casa de mármol, ventanas del suelo al techo con vista al
océano y la isla de Hefesto. Cuando apareció, ella bostezó y se tapó la boca
con el dorso de la mano.
—Esperaba que volvieras anoche —dijo, abanicándose con lo que
parecía un manojo de plumas—. Debes haber tenido una gran distracción
en tus manos.
—Tu mortal drogó a Perséfone —dijo, llegando al punto de su visita.
Normalmente no le importaba el acoso de Afrodita, pero hoy no estaba de
humor para eso.
La diosa no reaccionó, pero su mano continuó moviéndose, el abanico
de plumas batiendo a un ritmo constante.
—¿Dónde está tu prueba? —preguntó, aburrida.
—Probé el veneno en su lengua, Afrodita —dijo Hades con fuerza.
—¿Probaste? —Afrodita se sentó, sus ojos se agrandaron un poco
mientras dejaba el abanico a un lado—. Entonces, ¿la besaste?
166
La mandíbula de Hades se apretó y no respondió.
—¿Estás enamorado? —preguntó, y había una nota de alarma en su
voz que Hades no entendió. ¿Afrodita temía que él ganara el trato y ella
perdiera la oportunidad de ver a Basil regresar del Inframundo? ¿O siquiera
se preocupaba por Basil? ¿Temía más no volver a verlo como se veía a sí
misma, sola?
La miró con enfado, y sus ojos brillaron, una sonrisa curvó sus labios.
—¡Lo estás! Oh, esto es noticia, efectivamente.
—Basta, Afrodita.
Lo miró con enojo, cruzando los brazos sobre su pecho.
—¿Supongo que has venido aquí para amenazar a Adonis?
—Vine a preguntar por qué dejaste que sucediera.
Los ojos de Afrodita se agrandaron y parpadeó, claramente sin esperar
que Hades hiciera esa pregunta. Luego entrecerró los ojos.
—¿De qué me acusas, Hades?
—Mantienes a tus amantes a raya y, sin embargo, dejaste libre a
Adonis y me convocaste cuando las cosas se salieron de control. ¿Esperabas
verme enfurecer?
—Creo que me estás acusando de organizar la debacle de anoche.
Afrodita podía ser la diosa del amor, pero no creía en éste y, a menudo,
dificultaba que los mortales lo consiguieran. Lo veía como un juego y los
usaba como peones, introduciendo distracciones, desafiando el vínculo que
ella nunca podría establecer con otro.
Sabía lo que estaba haciendo y estaba allí para detenerlo.
—Perséfone no es un juguete, Afrodita. No puedes joder con esto.
Sus labios se tensaron y sus ojos verde mar se oscurecieron.
—No hay reglas para el trato, Hades. Puedo desafiar tu elección tanto
como desee.
—Déjame ser claro, Afrodita. Este trato no tiene nada que ver con si
Perséfone será mi reina o no, ya que ese es un futuro tejido por las Moiras.
Si te metes con ella, te metes conmigo.
—Si ella no te ama, no puedes evitar que sus ojos se desvíen.
—¿Es eso lo que estabas intentando demostrar anoche? Porque todo
lo que vi fue a mi futura esposa en apuros. Un crimen que no quedará
impune.
—¿A no ser qué?
Su pregunta hizo reír a Hades y el sonido robó la expresión engreída
de Afrodita. 167
—Oh, no hay negociación cuando se trata de mi reina —respondió
Hades—. La existencia de Adonis en el Inframundo será un horror.
Mientras hablaba, los ojos de la Diosa del Amor se agrandaron y la ira
nubló su rostro.
—Hades… —Su nombre se deslizó de entre sus labios como una
advertencia.
—Nada me impedirá destrozar el alma de Adonis. Descansa sabiendo
que has decidido su destino, Afrodita.
Lo último que escuchó antes de irse fue a Afrodita gritando su nombre.
176
H
ades se teletransportó a su habitación, desnudo, con el pene
tenso, y desesperado por liberarse.
Ella me dejó, pensó mientras tomaba un largo trago
directamente de la botella de whisky que había robado de su
barra. Caminó de un lado a otro, con el cuerpo rígido. Cuanto más se movía,
más recordaba su necesidad.
Malditas Moiras. Maldita Menta.
Es una muestra de mi propia medicina, pensó. Yo también la dejé. ¿Es
así como se sintió?
La idea era placentera y angustiosa al mismo tiempo.
Se detuvo, bebió una vez más de la botella y la arrojó al fuego rugiente.
Se hizo añicos y, por un momento, las llamas rugieron, la representación
perfecta de cómo se sentía por dentro. Cuando el fuego se apagó, se apoyó
contra la mesa y envolvió sus dedos alrededor de su hinchada longitud,
apretando los dientes y cerrando los ojos.
En la oscuridad de su mente, se teletransportó a Perséfone y la
encontró tendida en la cama, con las piernas separadas, los dedos
enterrados en su interior, dándose placer tal como le había enseñado en los
baños. Sus talones se hundieron en la cama, su espalda se arqueó, su
respiración se hizo más entrecortada. Era hermosa, con la piel expuesta
bañada por la luz de la luna, una diosa plateada en medio de la pasión.
177
Luego se puso de rodillas y se balanceó hacia delante y hacia atrás,
moviendo las caderas mientras montaba su mano.
—Dime que estás pensando en mí —dijo Hades, y su mano agarró su
pene, acariciando ligeramente, saboreando el placer que se precipitó a su
cabeza.
Perséfone se giró y sus grandes ojos verdes se encontraron con los de
él en la oscuridad. Incluso a esta luz, pudo ver que sus mejillas estaban
sonrojadas. Su cabello caía en un desorden alrededor de su rostro y sus
pezones se tensaban contra su camisón.
—¿Y bien? —preguntó.
—Sí —susurró—. Estaba pensando en ti.
Gruñó bajo en su garganta.
—No te detengas por mí.
Se puso de rodillas y se sacó la camisa por la cabeza. Sus ojos
recorrieron su hermoso cuerpo, senos llenos y pezones oscuros. Una cintura
pequeña que quería sostener mientras ella lo montaba hasta la liberación,
y caderas anchas que se aferrarían a él mientras la penetraba.
La diosa comenzó de nuevo, separando su carne para darse placer.
Durante un tiempo, mantuvieron contacto visual, y mientras ella se movía
hacia arriba y hacia abajo, Hades se acariciaba a sí mismo, aumentando la
urgencia cuanto más era testigo de su pasión, la cabeza rodando hacia
atrás, senos rebotando, dientes mordiendo su labio inferior. Pronto sus
caderas se movieron, empujando en su mano.
—Córrete para mí —ordenó—. Córrete, querida.
Los gritos de ella dieron paso al suyo cuando su cuerpo se sacudió,
su mano llenándose de una liberación caliente. Se derrumbó contra la mesa,
respirando con dificultad. A pesar de su necesidad de recuperar el aliento,
se rio.
Se rio porque acababa de tener uno de los encuentros sexuales más
calientes de su larga vida. Porque su diosa, su futura esposa, se había
complacido a sí misma y había pensado en él.
187
H
ades apareció en su oficina, su mano todavía entrelazada con
la de Perséfone. Su cuerpo estaba tenso por la anticipación y
su mente giraba con las posibilidades de esta noche. ¿Por qué
había estado tan ansiosa por saber sobre su relación con
Menta? Si respondía, ¿sucumbiría a él?
Se miraron el uno al otro por un momento, y Hades soltó su mano,
sus dedos arrastrándose por su palma. Alargó la mano para desatarle su
máscara. El movimiento se sintió íntimo pero correcto, y nunca había
sentido tanto anhelo. Se enroscó en la parte inferior de su estómago y le hizo
sentir la garganta apretada.
—¿Vino? —preguntó mientras se acercaba al bar, quitándose su
propia máscara incómoda.
—Por favor. —Ella habló en voz baja, y su pecho se sintió pesado al
imaginarse esa palabra en su lengua mientras le rogaba que la llenara.
Le sirvió un vaso y lo deslizó hacia ella. Ella lo tomó, sus gráciles dedos
se curvaron alrededor del tallo mientras bebía. Hades la miró un momento,
distraído por su boca y la forma en que su lengua se asomaba para
humedecer sus labios. Su mirada quemó su piel, ojos hambrientos.
—¿Hambrienta? —preguntó—. Apenas comiste en la gala.
Entrecerró los ojos.
—¿Me estabas mirando? 188
—Querida, no finjas que no me estabas mirando. Reconozco tu mirada
sobre mí como conozco el peso de mis cuernos.
Desvió la mirada, sonrojándose.
—No, no tengo hambre.
Lástima, pensó, sirviéndose un vaso de whisky.
Se encontraron en los extremos opuestos de una mesa frente a la
chimenea, con una baraja de cartas en el centro.
—¿El juego? —preguntó mientras Hades alcanzaba las cartas.
—Póquer —respondió, abriendo la caja y barajando las cartas.
Ella tomó aliento.
—¿Las apuestas?
Ante su pregunta, el aire se espesó y Hades le ofreció una sonrisa.
—Mi parte favorita. Dime qué deseas.
—Si gano, respondes a mis preguntas.
Sabía que era la apuesta que haría.
—Trato —dijo mientras terminaba de barajar las cartas—. Si gano,
quiero tu ropa.
Si estaba sorprendida, no lo demostró.
—¿Quieres desnudarme?
—Querida, eso es solo el comienzo de lo que quiero hacerte.
¿Había imaginado la curva de sus labios?
—¿Una victoria es igual a una prenda de vestir?
—Sí —dijo, mirando su vestido, esa gloriosa pieza de tela de satén.
Esperaba que fuera lo único que usaba. Entonces su mano llamó su
atención, rozando la cadena de su collar donde se hundía entre sus pechos.
—Y… ¿qué pasa con las joyas? ¿Consideras que eso es desvestirse?
Dio un sorbo a su bebida.
—Eso depende.
—¿De qué?
—Podría decidir que quiero follarte con esa corona puesta.
Ahora no había conjeturas sobre su sonrisa; se curvaba a través de
su hermoso rostro, llena de picardía.
—Nadie dijo nada sobre follar, lord Hades.
—¿No? Lástima.
Ella se inclinó sobre la mesa y le ofreció una vista completa de sus 189
senos. Él gimió por dentro.
—Aceptaré tu trato.
Sus cejas se levantaron.
—¿Confías en tu habilidad para ganar?
—No te tengo miedo, Hades.
Nunca, pensó. Nunca querría que ella le temiera, incluso en sus
momentos más oscuros. El problema era que ella nunca lo había visto de
esa manera: enojado, agresivo y violento. La verdad de esa declaración
estaba por verse.
Perséfone se estremeció.
—¿Frío? —preguntó, repartiendo la primera mano.
—Caliente —dijo con voz ronca y sonrió, ojos llenos de pasión.
Hades mostró sus cartas, un par de reyes.
Fue la expresión de sus labios lo que le dijo que había perdido, y tuvo
la confirmación cuando ella dejó sus cartas. Él sonrió y la lujuria corrió por
sus venas directamente a su pene. La evaluó, tomándose su tiempo para
recorrer su cuerpo, decidiendo qué tomaría.
—Supongo que tendré el collar.
Cuando ella extendió la mano para desabrocharlo, él la detuvo.
—No, déjame.
Dejó caer las manos en su regazo cuando Hades se acercó. Sus dedos
hormiguearon cuando tomó su espeso cabello en sus manos y lo pasó por
encima de su hombro. Soltó la cadena, dejando que el metal cayera entre
sus senos y le gustó la forma en que inhaló mientras besaba su clavícula.
—¿Todavía caliente? —preguntó contra su piel.
—Un infierno.
Prácticamente podía oler su sexo.
—Podría liberarte de este infierno. —Sus labios se arrastraron por la
columna de su cuello.
—Recién estamos comenzando —susurró.
Su decepción fue grande, pero no tan pesada como la presión que se
acumulaba en su miembro. Consiguió reír y se apartó, listo para otra mano,
pensando ya en lo que pediría a continuación.
Excepto que Perséfone ganó.
Sonrió mientras colocaba las cartas sobre la mesa.
Hades no estaba complacido, más impaciente que cualquier otra cosa.
La quería desnuda, extendida ante él. Quería estar profundamente dentro 190
de ella.
—Haz tu pregunta, diosa. Estoy ansioso por jugar otra mano.
Sabía lo que diría y quería quitárselo de encima.
—¿Te has acostado con ella?
Odiaba esta pregunta porque le recordaba una versión diferente de sí
mismo. Una que se sintió desesperada y desapasionada. Una que buscó
reavivar cualquier sentido de pertenencia y necesidad, y había recurrido a
Menta. No estaba orgulloso, pero sabía que ella estaría dispuesta.
Fue una decisión de la que se arrepintió, no solo por su falta de
sinceridad, sino porque había sido injusto con ella. Él le había dado
esperanzas cuando no tenía la intención de establecer una relación con ella,
y eso era exactamente lo que había esperado después de su acoplamiento,
entonces le había dicho que nunca se sentaría a su lado como reina.
Así que respondió a la pregunta, con un sabor amargo en la lengua.
—Una vez.
Ella palideció visiblemente y Hades comprendió de repente la emoción
que Perséfone había invertido en esta pregunta. Significaba algo para ella
que él hubiera estado con esta mujer, pero, ¿significaría que lo rechazaría?
—¿Hace cuánto tiempo?
—Hace mucho tiempo, Perséfone.
No podía pedirle que esperara otra ronda para la respuesta. No parecía
justo cuando era tan importante para ella.
Al escuchar esto, apartó la mirada.
—¿Estás… enojada? —preguntó.
—Sí. —Estuvo sorprendido por su honestidad, sorprendido cuando lo
miró a los ojos y expresó su confusión—. Pero… no sé exactamente por qué.
Trató de imaginar lo que debía estar pasando por su cabeza, pero
cuando se encontró pensando en ella follando con otro hombre, decidió que
era el curso de acción equivocado. El pensamiento solo sirvió para evocar
su violencia. Así que se centró en las cartas y repartió otra mano.
Esta vez, ganó y se reclinó en su silla, considerando a la diosa que
tenía ante él. No había mucho que incautar, pero el quitar no era tanto lo
que disfrutaba. Era la tensión que encendió el aire entre ellos mientras él
consideraba y ella esperaba. Finalmente, se puso de pie y Perséfone se
enderezó mientras se acercaba, estirando el cuello para sostener su mirada.
—Me llevaré los pendientes, querida.
Ella no respiraba. Lo sabía porque cuando se inclinó, su pecho no se
movió, así que cuando sus labios rozaron su oreja, susurró:
—Respira. 191
Y fue recompensado con su fuerte exhalación. Procedió a envolver sus
labios alrededor de sus aretes y sacarlos de sus orejas, agarrando las partes
traseras en su mano. Una vez que estuvieron fuera, pasó la lengua por el
lugar y la rozó con los dientes, notando que sus manos se agarraron al borde
de la mesa.
Mientras regresaba a su asiento para la siguiente ronda, rezó a las
Moiras que le habían regalado a esta mujer, y podían llevársela, que esta
fuera la última partida. Déjenme tenerla. Aquí, ahora, en la misma mesa
donde habían acordado negociar ropa y respuestas y el resto de sus vidas.
Excepto que las Moiras no concedieron tal plegaria, o alivio para la
furiosa erección de Hades, porque Perséfone ganó.
—Tu poder de invisibilidad —comenzó, mirándolo como si esperara
que él se sorprendiera de saberlo—. ¿Lo has usado alguna vez… para
espiarme?
Hades consideró su pregunta cuidadosamente, particularmente la
palabra espiarla. Era una palabra que, en este contexto, sonaba como una
acusación, y tenía la sensación de que no se trataba de esta noche cuando
se había quedado a su lado mientras ella exploraba la exhibición. Era un
tipo diferente de intimidad.
Esta pregunta tenía sus raíces en la noche en que Hades había visto
a Perséfone masturbarse, cuando él también se había complacido al verlo.
A decir verdad, no había estado usando la invisibilidad, sino un poder
diferente que implicaba proyectar el alma. Además, ¿podría realmente
llamarse espiar si ella sabía que él estaba allí?
—No —respondió finalmente.
—¿Y prometes nunca usar la invisibilidad para espiarme?
No era el único método que podía usar para vigilarla, y si tenía que
renunciar a uno, bien podría ser la invisibilidad. Esperaba que pronto,
dondequiera que fuera, quisiera su presencia.
—Lo prometo.
Sus manos se flexionaron sobre las cartas mientras Perséfone hacía
otra pregunta.
—¿Por qué dejas que la gente piense cosas tan horribles sobre ti?
Mientras barajaba las cartas, consideró no responder, pero decidió
entretenerla… y distraerse de la fuente de su malestar que crecía entre sus
piernas.
—No controlo lo que la gente piensa sobre mí.
—Pero no haces nada para contradecir lo que dicen. —Parecía irritada
por esto, lo que intrigó a Hades.
Arqueó una ceja. 192
—¿Crees que las palabras tienen significado? —Una línea apareció
entre sus cejas y él repartió otra mano—. Son solo eso, palabras. Las
palabras se utilizan para inventar historias y elaborar mentiras y, en
ocasiones, se combinan para decir la verdad.
El mundo se construía basado en palabras: las palabras de los dioses,
las palabras de los enemigos, las palabras de los amantes.
—Si las palabras no tienen peso para ti, ¿qué lo tiene?
Cuando se encontró con su mirada, sintió que todo el mundo
cambiaba y se acercó a ella. Le sostuvo la mirada, el aire entre ellos
transformándose en algo caliente y pesado. Hades dejó que sus ojos se
posaran en sus cartas mientras las extendía sobre la mesa ante ella, una
escalera real.
—Acciones, lady Perséfone. —Su voz ronca, una cerilla
encendiéndose—. Las acciones tienen peso para mí.
Ella se levantó para encontrarse con él, sus labios chocando, brazos
y lenguas entrelazadas. Sus movimientos eran frenéticos, como si no
pudieran unirse lo suficientemente rápido o lo suficientemente fuerte.
Finalmente, Hades la agarró por las caderas y la giró para sentarse,
arrastrándola a su regazo para que se colocara a horcajadas sobre él. Tuvo
el pensamiento fugaz de que este vestido que usaba estaba hecho para el
sexo a medida que bajaba las correas por sus brazos, exponiendo sus senos,
masajeándolos hasta que sus pezones estaban tensos. Perséfone jadeó,
mordiéndose el labio, provocando un gruñido desde el fondo de su garganta.
Sus caderas rodaron contra las de él, y por un breve momento, la ayudó a
moverse, disfrutando de la fricción que provocó el movimiento. Pero sus
senos se apretaron contra él, y se encontró atraído allí, tomando cada globo
perfecto en su mano y devorándolos con su boca. Perséfone ofreció un
gemido satisfactorio, su cabeza colgando hacia delante y hacia atrás, sus
dedos recorriendo imprudentemente su cabello hasta que colgó suelto
alrededor de su rostro. Pronto, lo único que pudo escuchar fue su
respiración agitada, sus preciosos gemidos, sus gruñidos frustrados, y se
movió, arrastrándola sobre la mesa, con las manos en sus rodillas
separándolas tanto como fuera posible.
Se miraron el uno al otro, Perséfone apoyada sobre sus codos, Hades
inclinado sobre ella.
—He pensado en ti todas las noches desde que me dejaste en los baños
—dijo, presionando su erección en su calor, y su voz bajó, nublada por el
deseo que sentía—. Me dejaste desesperado, hinchado de necesidad solo de
ti. —Hizo una pausa y le dio un beso en la rodilla—. Pero seré un amante
generoso.
Dejó un sendero de besos por la parte interna de su muslo, siguiendo
193
con su lengua hasta llegar a su centro. Allí, la separó, exponiendo su
sensible carne rosada y su doloroso clítoris, y lo tocó con su lengua,
rodeándolo, antes de lamer su raja. Ella se retorció y extendió sus manos,
pero la agarró por las muñecas y las sostuvo a sus costados, mirándola
desde su lugar entre sus piernas.
—Dije que sería un amante generoso, no amable.
Regresó a su sexo, rozando con su lengua, lamiendo su calor,
hundiéndose dentro de ella mientras mantenía sus caderas en su lugar,
presionándola, estimulado por sus perversos gemidos. Pronto, sus dedos se
unieron a su lengua, hundiéndose profundamente en su calor. Ella era un
horno, y sus músculos se apretaron alrededor de él mientras trabajaba,
moviéndose dentro y fuera a la vez que tomaba su clítoris en su boca hasta
que se deshizo, gritando su nombre.
No perdió el tiempo en ir a su boca. Quería que probara su necesidad
en sus labios. Cuando sus bocas chocaron, sus manos fueron a los botones
de su camisa, pero antes de que pudiera liberarlos, él la detuvo, apartándose
y arreglando su vestido.
—¿Qué estás haciendo?
Por un momento, vio el miedo destellar en sus ojos, como si pensara
que podría irse.
Era demasiado egoísta.
—Paciencia, querida.
La tomó en sus brazos y salió de su estudio a los pasillos del palacio.
—¿Dónde vamos? —preguntó.
—A mis aposentos —dijo.
—¿Y no puedes teletransportarte?
—Preferiría que todo el palacio supiera que no queremos ser
molestados.
Era una demostración ridícula de masculinidad, una muestra
primordial de su reclamo, pero quería que todo el castillo estuviera en un
alboroto durante esta noche, no quería dejar ninguna duda en la mente de
su gente de que Perséfone era intocable.
Una vez que estuvieron dentro de su habitación, la bajó al suelo,
manteniéndola cerca. La estudió, buscando con sus ojos cualquier signo de
vacilación. Su mayor temor era el arrepentimiento, así que le dio una salida.
—No tenemos que hacer esto —dijo.
Sus manos se posaron sobre su pecho, acariciando su hombro hasta
que su chaqueta se deslizó por su brazo. Tuvo que maniobrar para pasarla
por sus bíceps. Una vez que salió, lo miró a los ojos.
—Te deseo. Sé mi primero, sé mi todo. 194
La besó, dulcemente al principio, deleitándose con la sensación de sus
labios, pero las manos de Perséfone vagaron sobre su estómago y
directamente a su pene. Lo abrazó y la besó con más fuerza, agarrando con
su mano la parte posterior de su cabeza, abriéndole la boca todo lo que
pudo, hasta que ya no pudo soportar estar vestido.
Se apartó y la hizo girar, le desabrochó el vestido y lo bajó por sus
bien formadas caderas hasta que se quedó desnuda frente a él, usando solo
la corona y los tacones.
No estaba seguro de que fuera posible, pero su miembro se hizo más
grueso y su gemido fue audible. Caminó en círculo a su alrededor, con los
músculos tensos y los dedos flexionados. No podía esperar a estar dentro de
ella.
—Eres hermosa, querida.
Su mano ahuecó su cuello y la besó mientras sus dedos jugueteaban
con los botones de su camisa. Se hizo cargo cuando ella dio un grito de
frustración y tiró de la tela, riendo mientras él se quitaba la camisa.
Un hambre profunda estalló en la boca de su estómago, y la alcanzó,
pero ella se apartó. Hades se detuvo, apretó la mandíbula, mentalmente
sacando conclusiones. ¿Había decidido que no quería esto? Pero, ¿cómo
podía mirarlo así y seguir negándolo?
—Deja caer tu glamour —dijo.
Inclinó la cabeza, curioso.
Ella se encogió de hombros.
—Quieres follarme con esta corona, quiero follarme a un dios.
¿Quién era él para negarse a una reina?
—Como desees.
Su glamour se desvaneció como una sombra, revelando su forma
Divina, una forma que no solía tomar. No era que le disgustara su verdadera
naturaleza, era que parecía incomodar a los demás. No ignoraba su tamaño,
y con sus cuernos en espiral, parecía aún más grande. Sus ojos pasaron del
negro a un azul eléctrico que había sido descrito como extraño e inquietante,
pero no fue así como se sintió cuando Perséfone lo miró. Cuando lo miró, se
sintió poderoso.
La levantó del suelo y la dejó en la cama, cubriendo su cuerpo con el
suyo. La besó, sus labios recorrieron su cuello, sus senos, lamiendo cada
pico duro mientras Perséfone se movía debajo de él, con las manos buscando
el botón de su pantalón. Él se rio entre dientes.
—¿Ansiosa por mí, diosa? —preguntó mientras besaba su estómago y
sus muslos hasta que se puso de pie, quitándose cada uno de sus zapatos
y el resto de su ropa. 195
Cuando estuvo desnudo ante ella, el aire de la habitación cambió,
volviéndose denso y caliente. Los ojos de Perséfone parecían brasas
encendidas entre las cenizas, y le quemaron la piel al pasar por su cuerpo,
deteniéndose en su pene hinchado. Se puso de rodillas, sus dedos
envolviendo su eje. Inhaló bruscamente entre dientes y ella lo miró como si
le preguntara ¿está bien?
Su mano se enredó en su cabello mientras lo acariciaba, su pulgar
jugaba con la humedad que se acumulaba en la punta. Luego lo besó allí y
se lo llevó a la boca. Sus dedos se apretaron en su cabello.
—Maldición.
Su pene estaba envuelto en un calor que envió una ráfaga a su cabeza.
Su lengua se deslizó contra su eje, provocando y saboreando, ejerciendo
presión en los lugares correctos. Por un tiempo, prestó mucha atención a la
punta, rodando su lengua allí, y él le agarró la cabeza con más fuerza, la
otra apoyada contra su hombro. Tuvo el fugaz pensamiento de que esperaba
tener buen sabor para ella, pero no dio ninguna indicación de lo contrario
mientras lo llevaba dentro y fuera de su boca, sus dientes rozando levemente
su circunferencia. Pronto, sus caderas se movieron, y estaba bombeando en
su boca, agarrando su cabeza y sosteniendo su mirada hasta que no pudo
soportarlo más y la apartó, manteniéndola sujeta por el cuello.
—¿Hice algo mal? —preguntó.
Se rio oscuramente, mirándola a los ojos.
—No.
Era perfecta. Lo era todo, y la besó de nuevo, con la lengua llegando
profundamente antes de apartarse.
—Dime que me deseas.
Necesitaba escucharla decirlo, porque no había dicho completamente
la verdad. Las palabras importaban, y las únicas que había oído desde la
noche anterior eran las que había dicho en los escalones de los baños. No te
deseo.
—Te deseo.
La guio para ponerla de espaldas y se estiró sobre ella, acunado en
sus muslos, su erección presionando contra su estómago. Buscó sus ojos,
sus dedos rozando sus labios mientras susurraba.
—Dime que mentiste.
—Pensé que las palabras no significaban nada.
Su boca cayó sobre la de ella y, mientras la besaba, la presionó hasta
que le dolió el eje, hasta que sintió los labios en carne viva e hinchados
contra los suyos.
—Tus palabras importan —dijo, rozando su nariz—. Solo las tuyas.
196
Su respuesta fue envolver sus piernas alrededor de su cintura y
atraerlo contra su calor.
—¿Quieres que te folle?
Sus ojos brillaron, desesperados, y asintió.
—Dime. Usaste palabras para decirme que no me querías, ahora usa
palabras para decir que lo haces.
Habló, con voz baja y ronca, y fue la cosa más erótica que jamás había
escuchado.
—Quiero que me folles.
La besó de nuevo, su mano yendo a su miembro mientras provocaba
su apertura. Debajo de él, Perséfone se arqueó y sus talones se clavaron en
su trasero.
—Paciencia, querida. Tuve que esperarte —le recordó.
Hizo una pausa, la presión de sus talones disminuyó mientras ofrecía
una disculpa en voz baja.
—Lo siento.
Luego embistió, llenándola completamente. Gimió cuando su cuerpo
se apretó alrededor de él, y se detuvo un momento, completamente
enfundado, con la cabeza apoyada en el hueco de su cuello. Cuando se
levantó, encontró la mano de Perséfone cubriéndose la boca y se la quitó.
—No, déjame escuchar esto —dijo, sujetándole las muñecas sobre la
cabeza.
Estaba tensa, pero después de un momento, se relajó, aunque la
presión en su pene permaneció. Su sexo lo sujetaba como una prensa, y
cuando comenzó a moverse, no quiso detenerse jamás. Ella abrió más las
piernas y él empujó más profundo, como si sus almas pudieran encontrarse.
—Me dejaste desesperado —dijo, saliendo hasta que solo quedó la
punta de su sexo. Ella lo miró con enfado, sus dientes apretados hasta que
empujó dentro, las crestas de su pene enviando placer directamente a su
cerebro. Esto es dicha, pensó.
—He pensado en ti todas las noches desde entonces.
Pudo sentir su corazón latir, oler la vainilla en su cabello, saborear su
sudor en su lengua mientras lograba succionar uno de sus senos.
—Y cada vez que dijiste que no me deseabas, probé tus mentiras.
Eso es ser un dios.
—Eres mía.
Esto es aleccionador. Lo dejó entrar en su cuerpo.
—Mía.
Pudo sentirla correrse alrededor de su pene, un chorro de calor, una 197
convulsión de músculos. Sujetó sus muñecas con fuerza, moviéndose más
rápido, embistiéndola con más fuerza, hasta que comenzó a palpitar. Se
retiró, terminando en su muslo antes de desplomarse sobre ella, respirando
con dificultad. Durante un tiempo, estuvo perdido en la euforia del
momento. Sus pensamientos enredados con los recuerdos de cómo habían
llegado aquí: sus bromas y caricias, cuerpos uniéndose, los sonidos de sus
orgasmos. Luego comenzó a sentirse cansado, la mente adormecida por la
euforia.
Se encontró con la mirada de Perséfone y la besó en los ojos, las
mejillas y los labios.
—Eres una prueba, diosa. Una prueba que me ofrecieron las Moiras.
Se movió para salir de la cama y se sorprendió cuando Perséfone le
tomó la mano.
Una línea apareció entre sus cejas, y se inclinó para besarla,
prometiendo:
—Volveré, querida.
Desapareció en el baño contiguo, se limpió y luego mojó un paño para
Perséfone. Una vez lavada, se acostó a su lado de nuevo, tirando de su cálido
cuerpo contra el suyo y cayeron en un profundo sueño.
213
H
ades no estaba ansioso por el consejo. Odiaba a sus
compañeros Olímpicos, y odiaba la pompa y el drama.
Preferiría pasar la noche con Perséfone, enterrado dentro de
ella, explorando su cuerpo de nuevo, descubriendo nuevas
formas de follarla que complacieran a ambos. En cambio, se
vería obligado a sentarse en el consejo, escuchar a sus hermanos discutir,
escuchar a Atenea intentar pacificar, escuchar a Ares exigir la guerra, y
tendría que enfrentar a Deméter, sabiendo que se había follado a su hija.
Suspiró y se materializó en el Jardín de los Dioses en el campus de la
Universidad de Nueva Atenas, usando su magia para localizar a Perséfone.
La encontró más rápido esta vez, y pensó que podría tener algo que
ver con el débil eco de poder dentro de ella. Su oscuridad se veía atraída
hacia esa luz, queriendo abrazarla y alentarla.
La teletransportó hacia él. En cuanto apareció, la agarró por el cuello
y la besó. Hizo un sonido en el fondo de su garganta que lo animó a abrir
sus labios y enterrar la lengua en su boca. Quería el sabor de ella en sus
labios cuando llegara a Olimpia, sería un secreto perverso que se llevaría
consigo.
Se apartó de mala gana, mordiéndole su labio inferior.
—¿Estás bien?
—Sí —respondió, sin aliento—. ¿Qué estás haciendo aquí?
214
Sonrió, casi triste, sus ojos cayendo a sus labios de nuevo. Debería
responder con toda la verdad, incluso la parte en la que había estado
pensando en follarla en este jardín.
—Vine a despedirme.
—¿Qué? —Su voz fue aguda. Claramente no esperaba eso, pero su
sorpresa lo hizo reír. Le gustaba la idea de que se sintiera decepcionada por
su ausencia. Quizás eso significaría un reencuentro apasionado.
—Debo ir a Olimpia por una reunión del consejo.
—Oh. —Frunció el ceño—. ¿Por cuánto tiempo?
—Si dependiera de mí, un día y nada más.
No era como los otros Olímpicos, que se quedaban para fiestas y
juergas.
—¿Por qué no dependería de ti? —preguntó.
—Depende de cuánto discutan Zeus y Poseidón —respondió Hades,
poniendo los ojos en blanco. Mientras lo hacía, vio lo que sostenía. Una copia
del Delphi Divine con un título en letras gruesas y negras que decía: “El dios
del Inframundo Acredita a Periodista por el Proyecto Halcyon”. Hades se lo
arrebató de las manos, donde estaba apilado sobre sus libros, leyendo por
encima las primeras líneas.
Hades, Dios de los Muertos, sorprendió a todos el sábado por la noche
cuando anunció una nueva iniciativa, El Proyecto Halcyon, una instalación de
rehabilitación para mortales que se completará el próximo año. La instalación
de última generación estará ubicada en diez acres de tierra y atenderá una
variedad de necesidades de salud mental. Lord Hades continuó diciendo que
su generosidad se inspiró en una mortal, Perséfone Rosi, la periodista
responsable de escribir y publicar un artículo escandaloso sobre el Rey del
Inframundo. Ahora la gente se pregunta si son legítimas las afirmaciones de
Rosi o simplemente el Dios del Inframundo está enamorado.
La mandíbula de Hades se apretó. Por eso odiaba a los medios de
comunicación: nunca podían ceñirse a los hechos. Tenían que incluir
especulaciones y comentarios, y peor aún, sabía que estas palabras estaban
llegando a Perséfone debido a su pregunta.
—¿Es por eso que anunciaste El Proyecto Halcyon en la gala? ¿Para
que la gente se enfocara en algo más que en mi opinión de tu carácter?
—¿Crees que creé el Proyecto Halcyon por mi reputación? —Intentó
evitar que la decepción y la ira entraran en su voz, pero fue un desafío.
Debería saber que no le importaba nada lo que los demás pensaran de él,
excepto ella.
Ella se encogió de hombros.
—No querías que siguiera escribiendo sobre ti. Lo dijiste ayer.
215
Le tomó un momento hablar, un momento para relajar la mandíbula
para que las palabras pudieran formarse en sus labios.
—No empecé el Proyecto Halcyon con la esperanza de que el mundo
me admirara. Lo empecé gracias a ti.
—¿Por qué?
—Porque vi la verdad en lo que dijiste —espetó—. ¿Es realmente tan
difícil de creer?
Ella no respondió, y Hades odió la forma en que esto lo hizo sentir.
Como si algo pesado estuviera apoyado en su pecho. Quizás se había
equivocado al venir aquí para despedirse o pensar que su reunión sería
dulce.
—Mi ausencia no afectará tu habilidad para entrar al Inframundo —
dijo, preparándose para irse—. Puedes entrar y salir como te plazca.
Algo cambió en la expresión ella, y pensó que de repente se sintió tan
desolada como él. Dio un paso hacia él, alcanzando las solapas de su
chaqueta, presionando sus caderas contra las de él. Quiso gemir, pero se
conformó con envolver sus manos alrededor de sus muñecas.
—Antes de que te vayas, estaba pensando que me gustaría hacer una
fiesta en el Inframundo… para las almas.
Arqueó una ceja, buscando con los ojos los de ella.
—¿Qué clase de fiesta?
—Thanatos dice que algunas almas se reencarnarán al final de la
semana y que Asfódelos ya está planeando una celebración. Creo que
nosotros deberíamos moverla al palacio.
Se refería a la Ascensión. Era un evento que tenía lugar cada tres
meses, un momento en que las almas que estaban listas renacerían. Los
residentes de Asfódelo siempre celebraban, ya que simbolizaba una nueva
vida, una segunda oportunidad.
—¿Nosotros? —preguntó Hades.
Le gustó la forma en que Perséfone se mordió el labio.
—Te estoy preguntando si puedo planear una fiesta en el Inframundo.
Parpadeó, un poco confundido. ¿Cómo habían llegado hasta aquí? Ella
acababa de cuestionar sus motivos para El Proyecto Halcyon, pero ahora
planeaba celebrar con su gente en su reino.
—Hécate ya ha aceptado ayudar —agregó, como si eso fuera a influir
en él, con las palmas de sus manos sobre su pecho.
Eso le divirtió y enarcó las cejas.
—¿Aceptó? 216
—Sí. Está pensando que deberíamos hacer un baile.
No estaba haciendo un buen trabajo al concentrarse en las palabras
que salían de su boca. La única que realmente escuchó fue nosotros, y ella
siguió usándola. También quería usarlo. Deberíamos irnos a la cama.
Deberíamos hacer el amor durante horas. Deberíamos bañarnos juntos y
follar un poco más.
—¿Estás tratando de seducirme para que acepte tu baile? —preguntó.
—¿Está funcionando?
Sonrió y envolvió sus brazos alrededor de su cintura, atrayéndola
contra él, presionando su dura longitud contra su estómago.
—Está funcionando —susurró contra su oído, labios rozaron el
costado de su cuello antes de cerrarse sobre su boca. Sus manos se
movieron sobre su trasero y lo ahuecó, presionándose contra ella. Cuando
la soltó, sus ojos estaban iluminados por el deseo, y se preguntó si se
complacería esta noche pensando en él. Sabía que lo haría.
—Planea tu baile, lady Perséfone.
—Vuelve a casa pronto, lord Hades.
Sonrió ante sus palabras antes de desaparecer y se aferró a ellas
mientras aparecía en las sombras de la Cámara del Consejo de suelo dorado,
donde estaban reunidos los dioses. Las columnas flanqueaban la habitación
en forma de óvalo, y dentro de esas columnas, había doce tronos, uno para
cada Olímpico. Todos eran distintos en la creación, compuestos de símbolos
exclusivos del dios.
Zeus se sentaba a la cabeza del óvalo sobre un trono hecho de roble,
un rayo y un cetro de oro cruzados en el respaldo. Su águila, un pájaro
dorado, estaba posada sobre el cetro, su nombre Aetos Dios. Era un espía
que Hades preferiría cocinar en un asador, pero le gustaría más no ser la
causa del drama en el consejo, así que se abstuvo. Zeus era el que más se
parecía a su padre, un hombre corpulento con cabello ondulado y barba
abundante. Sobre su cabeza llevaba una corona de hojas de roble, uno de
sus muchos símbolos.
A su lado estaba sentada Hera. Era hermosa pero rígida, y Hades
siempre pensó que se veía incómoda al lado de su esposo, algo por lo que
Hades no podía culparla. El Dios de los Cielos era conocido por fornicar a lo
largo de la eternidad y descender al mundo moderno no había hecho
ninguna diferencia. La Diosa de las Mujeres estaba sentada en un trono de
oro, excepto por el respaldo, que se parecía a las coloridas plumas de un
pavo real: azul iridiscente brillante, turquesa y verde.
Luego estaba Poseidón, cuyo trono se parecía a su arma, el tridente,
hecho para él antes de la Batalla de Titanomaquia por los tres Cíclopes
Mayores. A su lado estaba Afrodita, cuyo trono imitaba una concha, de color
rosa y adornada con perlas y flores de color del rubor. Luego Hermes, cuyo 217
trono era de oro, el respaldo parecido a la varita de su heraldo: un bastón
alado con dos serpientes entrelazadas.
Después, estaba Hestia, Diosa del Hogar, cuyo trono era rojo rubí y
estaba hecho en forma de llamas. Ares la flanqueaba, sentado sobre un
montón de calaveras, algunas blancas y otras amarillentas por la edad.
Todas eran de personas, mortales e inmortales, y monstruos que había
matado.
Junto a él estaba Artemis, para su gran consternación, ya que ella, o
nadie, se llevaba bien con Ares. Su trono era simple, una media luna dorada.
A su lado estaba sentado Apolo, cuyo asiento imitaba los rayos del sol en
forma de una aureola resplandeciente detrás de él. La siguiente era Deméter,
cuyo asiento se parecía más a un árbol cubierto de musgo, rico en flores
blancas y rosadas, y hiedra que se derramaba por el suelo. A su lado,
Atenea, cuyo trono era un conjunto de alas de plata y oro. Se sentaba,
hermosa y serena, con el rostro inexpresivo, coronada con un aro de oro con
zafiros azules engastados. Por último, entre el trono de Atenea y Zeus,
estaba el de Hades, un asiento de obsidiana negra hecho de bordes letales
y dentados, muy parecido al suyo en el Inframundo.
El único dios que hablaba era Zeus, y todos los demás parecían
enojados o aburridos, excepto Hermes. Hermes parecía divertido.
Probablemente todavía se ríe de su broma, pensó Hades.
Hades no estaba seguro de qué estaba hablando Zeus, pero pensó que
debía estar contando una historia porque decía:
—Quiero decir, no soy un dios irracional, así que dije…
Hades salió de su escondite y caminó por el centro del óvalo. La voz
de Zeus retumbó, resonando por todas partes.
—¡Hades! Veo que llegas tarde, como siempre.
Ignoró el juicio de su hermano y tomó asiento a su lado.
—¿Conoces las acusaciones en tu contra? —preguntó el Dios de los
Cielos.
Hades se limitó a mirar. No se lo iba a poner fácil. Sabía que sus
acciones tendrían repercusiones, y podía admitir que su decisión de robar
el ganado de Helios era insignificante, pero Helios había impedido que Hades
recibiera el Juicio Divino. ¿No estaba el titán aquí por la gracia del propio
Zeus?
—Dice que le robaste su ganado —continuó Zeus—. Y está
amenazando con sumergir al mundo en la oscuridad eterna si no los
devuelves.
—Entonces tendremos que lanzar a Apolo al cielo —dijo Hades. 218
El Dios de la Música y el Sol lo fulminó con la mirada.
—O puedes devolver el ganado de Helios. De todos modos, ¿por qué
tomarlos? ¿No nos condenas al resto de nosotros por un comportamiento
tan… trivial?
—No seas demasiado duro con Hades. Así es como siente que debe
actuar, dado que es el más temido entre nosotros. —Esas fueron las
palabras de Hera e hicieron que Hades apretara la mandíbula.
—¡Ya no! —dijo Zeus en voz resonante—. Nuestro residente gruñón se
ha enamorado de una mortal. Tiene al mundo entero embelesado.
Zeus se rio, pero nadie más lo hizo. Hades se sentó, sus dedos
curvados sobre los bordes de su trono, la obsidiana clavada en su piel. Podía
sentir la ira irradiando de Deméter. Ninguno de estos dioses, salvo Hermes,
conocía los verdaderos orígenes de Perséfone. Se preguntó si el Dios del Rayo
se reiría, sabiendo que Hades se había enamorado de una diosa. Había
mayores implicaciones cuando los dioses se unían, porque significaba
compartir poder.
—Sé amable, padre. —Fue Afrodita quien habló, su voz goteaba
sarcasmo, su ira por Adonis aún era evidente—. Hades no conoce la
diferencia entre atención y amor.
—¿Hablas por experiencia, Afrodita? —desafió Hades.
Su expresión se volvió hosca y cruzó los brazos sobre su pecho,
hundiéndose en su asiento.
Su respuesta silenció al resto, porque por mucho que les gustara
burlarse, sabían que Hades era peligroso. Robar el ganado de Helios había
sido una bondad, una venganza en su forma más básica. Si hubiera querido,
podría haber sumido al mundo en la oscuridad él mismo. Sin necesidad de
que Helios amenazara con hacerlo.
—Devolverás el ganado, Hades —dijo Zeus.
Una vez más, Hades no dijo nada. No discutiría con Zeus frente a los
otros dioses.
—Ya que estamos reunidos. ¿Hay algún otro asunto que deseen
plantear?
Esta era la parte que temía Hades. Se suponía que el consejo solo
sería cuatro veces al año y, sin embargo, Zeus lo convocaría por razones
triviales y luego pediría escuchar quejas, como si no tuviera nada mejor que
hacer que mediar en las discusiones entre Poseidón y Ares, los únicos dos
que hablaban.
Excepto esta vez.
—La Tríada está siendo dirigida por semidioses —dijo Hades y miró a 219
Poseidón mientras hablaba—. Tengo razones para creer que están
planeando una rebelión.
Esta vez, Zeus no fue el único que se rio. Poseidón, Ares, Apolo e
incluso Artemisa lo hicieron.
—Si desean batalla, adelante —dijo Ares, siempre ansioso por
derramar sangre. Hades lo odiaba, odiaba su ansia de muerte y destrucción.
No conocía a ningún otro dios que deseara deleitarse con el horror de la
guerra.
—Supongo que te ríes porque piensas que es imposible. Pero nuestro
padre creía lo mismo de nosotros y mira dónde nos sentamos —dijo Hades.
—¿Escucho miedo en tu voz? —lo desafió Ares.
—Soy el Dios de los Muertos —dijo Hades—. ¿Quién soy yo para temer
la batalla? Cuando todos mueran, vendrán a mí y se enfrentarán a mis
jueces, como cualquier mortal.
El silencio siguió a su declaración.
—Se necesitaría un gran poder para que estos semidioses nos
derroten —dijo Artemisa—. ¿Dónde lo conseguirían?
Del favor Divino, pensó Hades, pero no lo dijo.
—Ya no vivimos en el mundo antiguo —dijo Atenea—. Hay otras armas
además de la magia a su disposición.
Era cierto, y cuanto más estudiaban los mortales la magia de los
dioses, más entendían cómo aprovecharla y potencialmente usarla contra
ellos.
—Simplemente estoy diciendo que sería de nuestro mejor interés
observar —dijo Hades—. La Tríada crecerá en número y fuerza si sus
grandes señores son tan predecibles como creo.
—¿Y quiénes son estos grandes señores? —preguntó Zeus.
Hades miró a Poseidón y la mirada de Zeus lo siguió, entrecerrando
los ojos.
—¿Es esto algún plan tuyo, hermano?
—¡Cómo te atreves! —El puño de Poseidón apretó los brazos de su
trono, rompiendo el caparazón del que estaba hecho.
—¡Has intentado tomar mi trono antes, idiota entrometido!
—¿Idiota? ¿A quién llamas idiota? ¿Necesito recordarte, hermano, que
solo porque te sientas en el trono como Rey de los Dioses no significa que
sea menos poderoso?
De repente, todos lo estaban mirando, excepto Zeus y Poseidón, que
estaban enzarzados en una batalla verbal. Hades se rio entre dientes.
—Imaginen esto como su tortura en el Tártaro —dijo—. Porque es la 220
sentencia que todos recibirán por hacerme pasar por esta mierda.
Horas más tarde, Hades se encontró en la oficina de Zeus. Era un
espacio tradicional, amueblado con un gran escritorio de roble que se
encontraba frente a un conjunto de estanterías forradas con volúmenes
encuadernados en cuero que definitivamente usaba para mostrar. Grandes
ventanales daban a la vasta finca de Zeus, donde guardaba una manada de
toros, vacas, ovejas y cisnes. Allí era donde miraba Hades mientras Zeus les
servía un trago.
—Así que robaste el ganado de Helios —dijo Zeus.
—Me impidió llevar a cabo el Juicio Divino —dijo Hades—. Tenía que
ser castigado.
—Pero estás de acuerdo en que su castigo ha durado bastante, ¿no?
—Si estás pidiendo confirmación de que le devolveré su ganado, sí. —
Hades hizo una pausa—. A su debido tiempo.
Zeus suspiró.
—Helios puede amenazar con la oscuridad todo lo que quiera, pero
olvida que yo soy la oscuridad. Responde a mi mandato.
Zeus no tuvo nada que decir al respecto. Tomó un trago y agitó el
alcohol en su boca antes de decir:
—Está bien, pero si las cosas se complican, no voy a intervenir.
—Me ofendería si lo hicieras —respondió Hades.
Apuró la bebida que Zeus le había ofrecido y dejó el vaso con un clic,
preparándose para irse.
—Háblame de la mujer que ha dado vuelta tu cabeza.
Hades se quedó inmóvil.
—Es como dije en la gala y nada más.
—No creo que ese sea el caso —dijo—. Si hubiera sido cualquier otra
mortal, habrías buscado venganza por las cosas que dijo. En cambio, la
entretienes, le dedicas un maldito edificio.
—Tenía puntos válidos —dijo Hades, listo para irse.
—Y te ha llamado la atención. ¡Admítelo, hermano!
Hades no lo admitió.
—¡Bah! No debería esperar que seas vulnerable, aunque te deseo
felicidad.
Hades arqueó las cejas.
—Recuerda esas palabras, hermano.
No pensarás igual por mucho tiempo, pensó. 221
—Como tal, siento que es mi deber advertirte del engaño de las
mujeres, en particular de las mortales.
—Dice el dios que seduce a las mujeres en forma de animal.
—Eso no fue un engaño. No podía acercarme a ellas en mi forma
Divina, ya que es una forma que los simples mortales no pueden captar
realmente.
Y, sin embargo, ninguno de nosotros tiene el mismo problema, pensó
Hades.
—Te disfrazaste porque ya te habían rechazado —respondió Hades—.
No intentes mentirme, hermanito. Ambos sabemos que es inútil.
Los labios de Zeus se juntaron, sus ojos se entrecerraron.
—Las mujeres solo quieren una cosa, Hades, y es poder.
Hades no tenía ninguna duda de que era una de las muchas cosas
que querían las mujeres, y entre ellas, la libertad de existir sin preocuparse
por depredadores como Zeus.
—Quizás temes el poder de las mujeres por la forma en que usas el
tuyo: para violar, abusar y torturar.
Esta conversación no había salido como Zeus esperaba, pero Hades
no oiría a su hermano hablar mal de las mujeres.
Se apartó y salió de su oficina. Fuera, se encontró en un patio que
estaba abierto al cielo. Un camino atravesaba el centro, flanqueado por
estatuas de mármol de ninfas. En el centro había una fuente sencilla en
forma de hexágono. Cuando comenzó a bajar por el sendero, Deméter lo
detuvo saliendo de detrás de una de las columnas que bordeaban los límites
del patio.
Estaba llena de odio. Se acumulaba en sus ojos, haciéndolos de un
color turbio, como el agua en un pantano. Hades sabía que esta
confrontación llegaría. Aunque Deméter había ignorado la presencia de su
hija en la gala, sabía que Hades habló de ella cuando pronunció su discurso
y ahora eso la perseguía. Probablemente lo había revivido en cada periódico,
en cada revista, en cada estación de noticias. Ni siquiera pudo escapar del
conocimiento en el consejo. Posiblemente fue la mejor tortura que Hades
había repartido jamás.
—Aléjate de mi hija, Hades. —Su voz fue serena pero amenazadora.
Era la voz que usaba para infundir miedo en los corazones de sus ninfas y
para maldecir a los mortales.
Pero a Hades solo le provocó placer.
—¿Qué sucede, Deméter? —desafió—. ¿Miedo a las Moiras?
Sus palabras fueron un reconocimiento. Sé de la profecía, decían.
—Si realmente te preocupas por ella como afirmas públicamente, 222
entonces aléjate de ella —dijo Deméter—. Puede perderlo todo si no lo haces.
—¿Y esas son las acciones de alguien que se preocupa por ella? —
preguntó Hades.
Deméter dio un paso hacia él, su voz temblorosa.
—¡Estoy haciendo esto porque me importa! No eres adecuado para mi
hija.
—Creo que ella no estaría de acuerdo.
Deméter lo miró con odio y, después de un momento, dio un paso
atrás, riendo.
—Mi hija nunca me traicionaría. —Hades tuvo la sensación de que
Deméter solo estaba tratando de convencerse a sí misma de eso—. Nunca te
elegiría a ti antes que a mí.
—Entonces no tienes nada que temer —dijo Hades.
Excepto que tenía todo que temer, porque Perséfone ya había
traicionado a Deméter. La traicionó cada vez que vino a Nevernight, cada
vez que sus labios se unieron, cada vez que puso su boca en su miembro,
separó sus piernas y dejó que él la probara. Perséfone había traicionado a
Deméter cada vez que llegaron al clímax juntos, gritando el nombre del otro,
y fue ese pensamiento lo que lo hizo sonreír cuando desapareció de los
terrenos de Olimpia.
223
H
ades se teletransportó al Inframundo. Su primera parada fue
la cabaña de Hécate, donde encontró a la diosa preparándose
para la noche. Se parecía a la luna, vestida de plata, sus
lámpades entretejían estrellas a juego en su cabello oscuro.
—Hades —dijo Hécate—. ¿Cómo estuvo el consejo?
No hablaba a menudo, pero sintió la necesidad de contar su tiempo
en Olimpia.
—Zeus pagará muy caro su comentario sobre las mujeres —dijo
Hécate cuando Hades terminó.
No tenía ninguna duda. Hécate no tenía miedo de castigar a los dioses.
Lo había hecho muchas veces y de muchas maneras, desde poner trampas
y maldiciones, a revocar la victoria de un héroe preciado. Su ira era real y
mortal cuando era presionada.
—Me preocupa que su atención se dirija a Perséfone —dijo Hades.
Los ojos de Hécate brillaron como carbones.
—Si lo hace, ella podrá defenderse.
Hades miró a la diosa inquisitivamente.
—¿Cómo?
—¿No te lo dijo? La noche que tuvieron… eh… —Hizo una pausa y
Hades la fulminó con la mirada. Sabía lo que iba a decir. La noche después 224
de haber tenido relaciones sexuales—. El día después de la Gala Olímpica,
sintió vida por primera vez. Pudo sentir su magia.
Hades dejó que las palabras de Hécate calaran. Perséfone sintió su
magia. Sabía que era posible que sus poderes comenzaran a despertar, pero
no esperaba que sucediera tan rápido. Significaba que Perséfone había
aceptado su adoración, que se había sentido poderosa y digna mientras
habían hecho el amor.
Significaba que confiaba en él.
La comprensión hizo que su pecho se ensanchara, e hizo que las
palabras de Deméter se sintieran aún más amenazadoras, pero cuando
Hades le expresó esto a Hécate, la diosa solo sonrió.
—Ten esperanza en tu diosa, Hades. ¿No te ha elegido ya a ti?
233
H
ades estaba en lo alto del precipicio en su sala del trono,
vestido con túnicas, sin glamour, plena forma en exhibición.
Su ira era aguda; vibraba a lo largo de sus miembros, ansioso
por una liberación violenta. Era medianoche y había llamado a
Hécate y Hermes a su lado. Los dos tenían expresiones diferentes, Hécate
lucía alegre mientras que Hermes parecía somnoliento.
—¿Tu venganza no podría esperar hasta la mañana? —preguntó él.
Hades lo ignoró y habló con Hécate.
—Convoca a Menta —dijo.
—Con mucho gusto —respondió la diosa.
La magia de Hécate surgió y Menta apareció de la nada, cayendo al
suelo con un grito, agitando los brazos y las piernas. Golpeó el mármol con
fuerza.
—Hécate, la ninfa es frágil —recordó Hermes.
—Lo sé —respondió con picardía.
Menta gimió y se puso sobre sus manos y rodillas, frunciendo el ceño
mientras miraba a los tres dioses ante ella. Su nariz sangraba y cubría sus
labios de carmesí, derramándose en el suelo.
Su expresión asesina pronto se convirtió en miedo cuando miró a
Hades.
234
—Ayudaste a Sísifo en su escape del Inframundo —dijo. Apenas pudo
evitar que su voz temblara mientras hablaba, la rabia era muy aguda —.
¿Tienes idea de lo que sacrifiqué para encadenarlo?
Le había concedido un favor a Teseo. Había cedido su control, y la
idea hizo que su pecho se sintiera como un abismo, abierto y supurando.
Era un sacrificio que había hecho y que ahora no tenía valor.
—Hades, yo…
—¡No pronuncies mi nombre! —rugió, dando un paso hacia ella. Toda
la habitación se estremeció.
Menta se alejó arrastrando los pies, con los ojos muy abiertos.
Tenía razón al temerle. Por lo general, cuando traía personas ante él
para castigar, tenía una idea de cómo llevaría a cabo la ejecución, pero no
en este momento. En este momento, todo era posible. Esta ninfa pensó que
había conocido todas las emociones asociadas con la ira, la pérdida y el
dolor. Hades le mostraría lo contrario.
—Puedo explicarlo…
—¿Fueron tus celos tan severos que te cegaron de tu lealtad?
—¡Solo te he sido leal a ti! —Los ojos de Menta se encendieron como
un fuego etéreo.
—¡Mentira! —El sabor fue amargo y escupió antes de hablar—.
Solamente te eres leal a ti misma.
—¡Te amaba! —Su grito fue gutural, real y cruel—. ¡Te amaba y todo
lo que te importó fue tu reina impostora!
Hades gruñó. Perséfone no era una impostora. El verdadero fraude
estaba ante él, porque si alguna vez lo hubiera amado, nunca habría
ayudado a Sísifo a escapar.
—La hiciste desfilar frente a mí, socavándome, reprendiéndome,
provocándome. Mereces ver cómo se desmorona tu destino. Espero que
Sísifo tire del hilo.
Hubo silencio.
De modo que ella había entendido la mitad de la ecuación, la parte en
la que las Moiras habían amenazado con deshacer su futuro con Perséfone
si no capturaban a Sísifo. Era información que probablemente había
obtenido mientras espiaba. Bueno, ya no espiaría más. No para él.
—Si así es realmente como te sientes, entonces no tienes lugar en el
Inframundo.
La boca de Menta se abrió.
—Pero esta es mi casa —dijo, sus labios temblando.
—Ya no. —Sus palabras fueron frías.
La ninfa tragó saliva. 235
—¿Ad-dónde voy a ir?
No lo sabía, ella nunca había existido fuera de los límites del reino de
Hades, ni siquiera en el Mundo Superior. Sus únicas conexiones eran suyas,
y se evaporarían en el momento en que se filtrara su exilio. Nadie la
ayudaría, porque no desearían desafiarlo.
—Eso no es de mi incumbencia. Menta, estás desterrada
inmediatamente de mi reino. Si intentas poner un pie aquí de nuevo, no
mostraré piedad.
La magia de Hades se cerró a su alrededor y desapareció de su vista.
Hubo un momento de silencio y luego habló:
—Hermes, haz correr la voz de que estoy dispuesto a negociar con
Sísifo. Si lo que quiere es la eternidad, solo tiene que venir a Nevernight y
solicitar un contrato.
La vida eterna no era algo que Hades pudiera otorgar sin sacrificio y
requería el mismo pago: un alma por un alma. Significaba que si perdía, las
Moiras le quitarían la vida a un dios.
Estaba jugando a un juego… un juego del destino.
—¿Supongo que esto no puede esperar hasta la mañana? —preguntó
Hermes, y cuando Hades lo miró, el dios ofreció una risa nerviosa—. Quiero
decir, estoy en ello, milord.
Desapareció.
—No…
—¿Digas que te lo dije? —preguntó Hécate—. He esperado demasiado
por este momento. Te dije que me dejaras envenenarla y antes de eso, te dije
que la degradaras, y antes de eso, te dije que nunca te acostaras con ella.
Hades se hundió en su trono. De repente, estaba agotado y, mientras
hablaba, su voz era tentativa y tranquila.
—Ya me arrepiento bastante, Hécate —dijo.
La diosa no dijo nada, y después de unos segundos, desapareció
silenciosamente.
No estuvo solo mucho tiempo, Perséfone entró en la sala del trono
apoyada contra la puerta que se cerraba detrás de ella.
Se veía soñolienta y hermosa, vestida con un camisón blanco y una
túnica transparente a juego. Su cabello estaba salvaje y despeinado,
cayendo en ondas doradas por su espalda. Su presencia le dio la fuerza para
enderezarse.
—¿Por qué estás despierta, querida? —preguntó.
—Te habías ido —dijo, acercándose. Se acomodó en su regazo, sus
piernas cubrieron las de él, sus manos se enredaron en su túnica. Ella 236
respiró hondo y se hundió contra su pecho—. ¿Por qué estás levantado? —
preguntó, su voz un susurro.
Consideró contarle sobre la fuga de Sísifo, cómo había engañado a la
muerte dos veces y robado la vida de dos mortales, destrozando sus almas
para siempre, pero esa explicación también requeriría divulgar la amenaza
de las Moiras, y con Sísifo huyendo de nuevo, prefería guardárselo para sí.
En cambio, respondió:
—Yo… no podía dormir.
Ella se echó hacia atrás y lo miró con ojos entrecerrados.
—Podrías haberme despertado. —Su voz fue un susurro erótico.
Prometía cosas como labios palpitantes, corazones acelerados y suave calor.
Alzó una ceja y preguntó:
—¿Para qué serviría eso?
Sus manos cayeron sobre su sexo hinchado, apenas acariciándolo a
través de su túnica.
—¿Te gustaría una demostración?
Hades sonrió y la abrazó, teletransportándose al Inframundo.
241
—¿P
or qué le pedí una cita? No sé nada sobre citas —
dijo Hades, frustrado consigo mismo. Había sido
una decisión espontánea, un momento en el que se
había sentido entusiasmado, feliz e indulgente.
Había querido darle a Perséfone todo, incluso un toque de normalidad.
—Porque quieres pasar tiempo con ella, llegar a conocerla —dijo
Hécate—. Fuera del dormitorio.
Hades la miró, molesto.
—La conozco.
—¿Cuál es su color favorito? —desafió Hécate.
—Rosa —dijo Hades.
Hécate frunció los labios.
—¿Flor favorita?
—No tiene una flor favorita —respondió Hades—. Las prefiere a todas.
—¿Qué hace en su tiempo libre?
—¿Qué tiempo libre? —preguntó. Estaba muy ocupada, iba de clases
al trabajo y a él. La había sorprendido en la biblioteca varias veces,
acurrucada en una de las sillas, dormida, con un libro en su regazo.
—¿Qué es lo que más odia?
242
Hades ofreció una pequeña sonrisa.
—Nuestro trato.
—¿La amas?
—Sí —dijo sin dudarlo. Lo había sabido desde la noche después de los
baños.
—¿Se lo has dicho?
—No.
—Hades. —Hécate cruzó los brazos sobre su pecho—. Debes decírselo.
Hades se tensó de inmediato.
—¿Por qué? —No veía la necesidad. ¿Por qué exponerse a su rechazo
admitiendo sus sentimientos? Preferiría guardárselos para él por el
momento.
—Necesita saberlo, Hades. Puede que esté luchando con sus
sentimientos. Tu admisión podría ayudarla a… ¡definirlos!
—O me ama o no, Hécate —dijo Hades.
La expresión de la diosa se ensombreció.
—No hay nada blanco y negro en amarte, Hades, y si crees que lo hay,
especialmente para Perséfone, eres un idiota.
—Hécate…
—Le han dicho que te odie toda su vida, su existencia en el Mundo
Superior se ve amenazada todos los días que viene a tu cama. Ella lo sabe
y, sin embargo, aun así lo hace. Te está diciendo que te ama con sus
acciones. ¿Por qué necesitas palabras para admitirle lo mismo?
—Le das la opción de decirme que me ama con acciones. ¿No puedo
hacer lo mismo?
—¡No! Porque ella entenderá, como tú no entiendes. Conozco la
naturaleza humana. Y antes de que digas que eres inmortal, te diré que el
amor: enamorarse, estar enamorado, el desamor, es lo mismo sin importar
tu sangre.
Hubo una breve pausa y Hades apartó la mirada, frustrado. Trató de
imaginar cómo le diría a Perséfone que la amaba, pero cuando pensó en
decir las palabras, pudo escuchar el silencio que seguiría, la pausa horrible
mientras ella buscaba algo que decir para aliviar su vergüenza.
Estaba seguro de que lo rechazaría. Si bien Hécate había intentado
interrogarlo sobre su conocimiento de Perséfone, la conocía mejor de lo que
la diosa pensaba, porque conocía su alma. Era muy consciente de sus
pensamientos cuando se trataba de cómo manejaba a los mortales y sus
vidas, cómo negociaba para aniquilar sus mayores pecados. Incluso su
trabajo en el Proyecto Halcyon no borraría el hecho de que la había atado a
uno de esos tratos, y fue por esa razón que incluso si Perséfone lo amaba, 243
no lo diría.
Aun así, ¿por qué importaba escuchar esas palabras? ¿No le había
dicho que las acciones significaban más?
Porque todo es diferente con ella, pensó. Sus palabras importan.
—Ahora —dijo Hécate—. Si terminaste de enfurruñarte, planeemos
esta cita.
Hades llegó al apartamento de Perséfone con el estómago hecho un
nudo. Se sentía ridículo. Se había follado a esta mujer, le había hecho el
amor en el suelo de su oficina y, sin embargo, estaba nervioso ante la idea
de llevarla a cenar.
Culpó a Hécate. Si no fuera por su conversación anterior, no se
sentiría tan inseguro o tan dividido sobre expresar sus sentimientos. Su
malestar empeoró cuando notó la expresión de Perséfone cuando salía de su
apartamento, con el ceño fruncido y la mirada distante. Estaba distraída.
—¿Está todo bien? —preguntó cuando se acercó.
—Sí —dijo con una pequeña sonrisa—. Solo fue un día ajetreado.
No estuvo satisfecho con su respuesta, pero no quiso arruinar su
noche desafiándola al comienzo de su cita, así que imitó su sonrisa y dijo:
—Entonces, vamos a relajarte.
Abrió la puerta trasera y tomó su mano mientras entraba en la cabina
de la limusina. Hades la siguió de cerca mientras Antoni hacía sus
presentaciones.
—Miladi. —Inclinó su cabeza, sonriéndole a Perséfone.
—Es bueno verte, Antoni —respondió con una sinceridad que hizo que
el corazón de Hades doliera. No era de extrañar que su gente la amara. Era
muy genuina en su expresión.
—Solo presione el comunicador si necesita algo.
Subió la ventana de privacidad y, de repente, se quedaron solos y la
cabina se llenó de aire espeso y eléctrico y de todas las cosas no dichas que
debería estar diciéndole. Era como si lo supiera, como si tampoco pudiera
ponerse cómoda, porque empezó a inquietarse, cruzando y descruzando las
piernas.
244
Los ojos de Hades se posaron en sus muslos desnudos, mirando su
vestido levantarse. Preferiría tener sus dedos, su rostro, su pene entre esas
piernas que tener todos estos pensamientos agonizantes sobre admitir su
amor por ella.
Puso su mano sobre su muslo y Perséfone inhaló, mirándolo
lentamente.
—Deseo adorarte.
Eso, pensó Hades. Aceptaré eso.
—¿Y cómo me adorarías, diosa?
Su voz retumbó entre ellos, y observó, sus ojos se oscurecieron
cuando se arrodilló frente a él, separando sus muslos mientras se encajaba
entre sus piernas.
—¿Te lo demuestro?
¿Cómo diablos tuvo tanta suerte?
Tragó saliva, logrando contener la excitación de su voz. No podía decir
lo mismo por su pene, que se había puesto erecto y grueso.
—Una demostración sería apreciada.
Liberó su sexo y lo sujetó con ambas manos, acariciándolo una vez
mientras lo miraba a los ojos. Apretó los puños contra sus piernas para
evitar colocarlos detrás de su cabeza y tomar el control. Ella se inclinó hacia
él, asomando la lengua, probando la cabeza y el semen que se acumulaba
allí. Gimió al ver su boca llena de él. Todo su cuerpo se tensó y, cuando echó
la cabeza hacia atrás, el auto se detuvo.
—¡Maldición! —Hades alcanzó el intercomunicador, errándole al
botón, distraído por la boca de Perséfone mientras lo tomaba
profundamente, golpeando el fondo de su garganta.
—Antoni —dijo entre dientes—. Conduce hasta que te diga lo
contrario.
—Sí, milord.
Se recostó, inhalando a través de los dientes, sus manos se enredaron
en su cabello, sus dedos clavándose en su cuero cabelludo. La sostuvo allí
mientras trabajaba, y todo lo que podía pensar era que su corazón se sentía
en carne viva y latía fuerte y rápido. Su pecho se sentía como el universo,
extenso y lleno de amor por esta mujer, esta diosa, esta reina. ¿Quién
necesitaba un reino de almas devotas cuando ella lo adoraba así?
Su lengua se deslizó de nuevo por su longitud, sus labios se cerraron
sobre la cabeza de su pene y sus manos jugaron con sus bolas.
—Perséfone —siseó su nombre, empujando dentro de ella. Golpeó la
parte superior de su boca y el fondo de su garganta, sus manos apretando
su cabello hasta que se corrió, gruñendo su nombre. Cuando lo soltó, la 245
arrastró por su cuerpo y la besó. Él se apartó, sus labios atrapados entre
sus dientes.
—Te deseo —dijo él, como si fuera un pecado que estaba confesando.
Una sonrisa apareció en sus labios, todavía brillantes por su trabajo
y su beso.
—¿Cómo me deseas?
—Para empezar —dijo, sus manos subiendo por sus muslos, sus
pulgares rozando los rizos húmedos en su centro. Ella se enderezó y puso
las manos sobre sus hombros—. Te tomaré por detrás sobre tus manos y
rodillas.
Se quedó sin aliento y se estremeció.
—¿Y luego?
Sus labios se arquearon. Era una provocadora, pero él podía jugar su
juego, separando su carne y haciéndole cosquillas en el clítoris. Ella se
derritió contra él.
—Te pondré encima y te enseñaré a montarme hasta que te
desmorones.
—Hmm, eso me gusta.
Sus manos cayeron sobre su carne hinchada, y mientras se levantaba,
Hades la ayudó a bajar sobre su eje. Estaba caliente, húmeda y apretada;
era diferente de cómo se sentía su boca porque sus músculos se apretaron
alrededor de él, poniendo presión en cada parte de su miembro.
Al principio, la ayudó a moverse, asegurándose de que estuviera
sentada completamente antes de que se levantara de nuevo, pero después
de algunas embestidas, la dejó tomar el control, encontrando su ritmo y su
placer. Lentamente, sus respiraciones se aceleraron y la cabina de la
limusina se calentó, el aire espesándose con el acto sexual.
Sus labios se cerraron sobre los de él y trazaron su mandíbula, sus
dientes rozaron su piel mientras susurraba:
—Dime cómo me siento.
—Como vida.
Ella era vida, su vida.
Su mano se deslizó entre ellos, provocando esa protuberancia sensible
y erecta hasta que ella se corrió con un grito gutural. El brazo de Hades se
apretó alrededor de su cintura y la penetró un par de veces más antes de
que él también se corriera. La abrazó durante mucho tiempo, descansando
dentro de ella, disfrutando de este momento, aturdido con la intensidad que
habían compartido.
Cuando se apartó, le hizo saber a Antoni que estaban listos para llegar
a El Huerto, uno de sus restaurantes. Entrarían desde el estacionamiento, 246
desde un nivel al que solo Hades y su personal tenían acceso. Por mucho
que cuestionara cuánto tiempo seguiría siendo el secreto de Perséfone, no
quería que Deméter se enterara de su relación a través de los medios.
Una vez llegaron, Hades ayudó a Perséfone a salir de la limusina y la
llevó a un ascensor.
—¿Dónde estamos? —preguntó mientras las puertas se abrían. La
condujo al interior y apretó el botón del decimocuarto piso, que conducía a
la azotea. Las puertas se cerraron, atrapando su aroma. Miró el botón de
parada de emergencia, preguntándose cuántas veces podría hacerla
alcanzar el clímax antes de que alguien acudiera a su innecesario y no
deseado rescate.
—El Huerto. Mi restaurante —agregó, porque no era de conocimiento
común que fuera dueño de un negocio fuera de Nevernight.
—¿Posees El Huerto? ¿Cómo es que nadie lo sabe?
Se encogió de hombros.
—Dejo que Ilias lo dirija y prefiero que la gente piense que es el dueño.
Eligió mantener sus activos en secreto. Así era mejor. Nadie sabía
realmente cuán poderoso era o qué parte de Nueva Grecia poseía realmente.
El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron para revelar la azotea.
Se hizo para parecerse a uno de los jardines del Inframundo, con macizos
de rosas y peonías, hiedras trepadoras y árboles cargados de frutas y flora.
—Esto es hermoso, Hades —dijo mientras la guiaba por un camino de
piedra oscura. Las luces cruzaban sobre sus cabezas, conduciendo a un
bosquecillo abierto donde esperaba su mesa. Sacó su silla y sirvió el vino.
—Dijiste que tu día fue ajetreado —comenzó Hades, sorbiendo el vino.
No a menudo tomaba algo que no fuera whisky, y tenía que admitir que
extrañaba el sabor ahumado de su licor favorito tanto como extrañaba la
boca de Perséfone en la suya.
Ella vaciló, y Hades se dio cuenta de que tal vez esa no era la pregunta
que debía hacer. Sus conversaciones sobre su trabajo nunca resultaban
bien. Se dio cuenta de que estaba ocultando algo, incluso cuando respondió:
—Sí. Tuve mucho… que investigar.
—Hmm. —Tomó otro sorbo de vino. Era amargo y le quemaba la
garganta, pero lo ayudó a concentrarse en algo más que su irritación por su
trabajo. ¿Qué estaba investigando? ¿Su pasado? ¿Sus tratos? ¿Había creado
una lista de preguntas para hacerle esta noche? ¿O trajo otra lista de
nombres?
—Pensé que Cerbero era un perro de tres cabezas —dijo de repente.
Hades fue tomado por sorpresa y se rio entre dientes, arqueando una ceja.
—¿Es esa la investigación a la que te refieres? 247
—Todos los textos dicen que tiene tres cabezas —dijo a la defensiva.
—Las tiene —respondió Hades, divertido—. Cuando quiere.
—¿Qué quieres decir con cuando él quiere?
—Cerbero, Tifón y Ortro pueden cambiar. A veces, prefieren existir
como uno, otras veces, prefieren tener sus propios cuerpos. —Se encogió de
hombros—. Les dejo hacer lo que deseen, siempre que protejan las fronteras
de mi reino.
—¿Cómo llegaste a ser dueño de él? —Hizo una pausa y luego se
corrigió—. Ellos.
—Es hijo de los monstruos, Echidna y Tifón, que vinieron a residir en
mi reino —dijo Hades.
—¿Amas a los animales?
Se rio de eso.
—Cerbero es un monstruo, no un animal.
Una línea apareció entre las cejas de Perséfone.
—Pero… ¿lo amas?
La miró fijamente por un momento, y sintió que esta pregunta, y el
motivo de ella para hacerla, significaba más de lo que pensaba.
—Sí —dijo al fin—. Lo amo.
Hades se sintió aliviado cuando pasó de esa línea de preguntas para
contar historias sobre las almas con las que había pasado la noche el día
anterior. Había comenzado a ponerle empeño en caminar con ella, visitar
Asfódelo y saludar a las almas. Incluso lo había convencido de que jugara
con los niños, algo que él era demasiado competitivo para tomarse a la
ligera. Mientras hablaban, comieron, y cuando terminaron, caminaron de la
mano por el jardín de la azotea.
—¿Qué haces para divertirte? —preguntó, mirándolo tímidamente.
—¿A qué te refieres? —Tenía una respuesta, y la involucraba a ella y
a su cama. En realidad, solo la involucraba a ella. Podía follar en cualquier
lugar.
Se rio.
—El hecho de que hayas preguntado eso lo dice todo. ¿Cuáles son tus
pasatiempos?
—Cartas. Montar. —Hizo una pausa y alargó la mano. Maldita sea,
esto era más difícil de lo que pensaba—. Beber.
—¿Qué tal cosas que no estén relacionadas con ser el Dios de los
Muertos?
—Beber no está relacionado con ser el Dios de los Muertos. 248
—Tampoco es un pasatiempo. A menos que seas un alcohólico. —
Probablemente era un alcohólico.
—Entonces, ¿cuáles son tus pasatiempos?
—Hornear —respondió ella automáticamente, y pudo decir por su
expresión que realmente le encantaba.
—¿Hornear? Siento que debería haber sabido de esto antes.
—Bueno, nunca preguntaste.
Se encontró deseando experimentar este pasatiempo con ella. Quería
saber por qué le traía tanta alegría. ¿Qué respecto a eso la calmaba y
suavizaba la preocupación de su rostro? Frunció el ceño mientras
continuaban su caminata, haciendo una pausa para que ella se volviera a
mirarlo.
—Enséñame.
Sus ojos se agrandaron.
—¿Qué?
—Enséñame —dijo—. A hornear algo.
Se rio y el puchero de Hades se hizo más pronunciado, hablaba en
serio. Ella pareció darse cuenta de esto y su expresión se suavizó.
—Lo siento. Solo te estoy imaginando en mi cocina.
—¿Y eso es difícil?
—Bueno… sí. Eres el Dios del Inframundo.
—Y tú eres la Diosa de la Primavera —señaló—. Te paras en tu cocina
y haces galletas. ¿Por qué no puedo?
Lo miró fijamente y él se preguntó por un momento si la habría roto.
Extendió la mano para tocar el borde de sus labios, que se habían convertido
en una mueca.
—¿Estás bien?
Su pregunta trajo una sonrisa a su rostro y, sin embargo, algo parecía
estar mal. Notó que sus ojos brillaban, como si estuviera a punto de llorar.
—Muy bien —concordó, y lo sorprendió presionando un beso en su
boca y alejándose demasiado pronto—. Te enseñaré.
—Bien, entonces —dijo, con las manos en su cintura—. Empecemos.
—Espera. ¿Quieres aprender ahora?
—Ahora es un momento tan bueno como cualquier otro —dijo—.
Pensé que tal vez… podríamos pasar tiempo en tu apartamento. —Una vez
más, pareció aturdida y él se encogió de hombros y le explicó—: Siempre
estás en el Inframundo.
249
—¿Tú… quieres pasar tiempo en el Mundo Superior? ¿En mi
apartamento?
Tendría que sugerir esto más a menudo. Le estaba tomando
demasiado tiempo entender el punto.
—Yo… tengo que preparar a Lexa para tu llegada —dijo.
—Me parece bien. Haré que Antoni te lleve. —Miró su traje—. Necesito
cambiarme.
H
ades dejó a Perséfone en la limusina y se teletransportó al
Inframundo, apareciendo en sus aposentos. Se tomó un
momento para beber un vaso de whisky. Se odió a sí mismo
por lo que estaba a punto de hacer.
—¡Hermes!
Convocó al dios con una sola orden y apareció, vestido con un top
corto de malla y un diminuto pantalón corto de cuero.
¿Qué diablos había interrumpido?
—Sí, Rey de la Muerte y la Oscuridad… —La voz de Hermes se
desvaneció mientras sus ojos recorrían la habitación. Cuando volvió a
encontrar la mirada de Hades, parecía aturdido—. ¿Estoy soñando?
—Necesito tu… ayuda —dijo Hades.
—Estoy soñando. —Hermes se dio una bofetada.
—Hermes —dijo Hades con los dientes apretados.
—No, no —dijo, levantando las manos como para silenciarlo. Respiró
hondo—. No me arruines esto. Puede que esté soñando, pero estoy a punto
de vivir una de mis cinco fantasías principales…
Hades abofeteó al dios, que pareció sorprendido. 250
—Esto no es un sueño, Hermes.
Se miraron el uno al otro, y, en el silencio, Hades arqueó una ceja.
—Las cinco principales, ¿eh?
Hermes levantó la barbilla y se aclaró la garganta.
—¿Qué necesitabas?
—Primero, creo que podemos estar de acuerdo en que ninguno de
nosotros revelará lo que suceda aquí esta noche.
Los ojos del dios se agrandaron y se quedó boquiabierto.
—Dios mío, realmente estoy soñando.
—¡Hermes! —espetó Hades—. ¡Necesito… consejos de moda!
—Oh. —Parpadeó y luego sonrió—. ¿Por qué no lo dijiste?
Hades miró con enfado al dios. Debería haberse bebido una botella
antes de convocarle. Después de un momento, explicó:
—Perséfone me va a enseñar a hornear. ¿Qué me pongo?
—¿Te va a enseñar a hornear? —La sorpresa marcó la voz de Hermes—
. ¿Y vas a participar? ¿De buena gana? —Hades lo fulminó con la mirada—
. Realmente debes amarla.
—Hermes —advirtió Hades. Si tenía que decir el nombre del dios una
vez más, lo enviaría al Tártaro toda la noche.
Pareció captar la indirecta y se enderezó.
—Correcto. Casual, cita para hornear.
Corrió al armario de Hades.
—¿Por qué solo usas trajes? —se quejó Hermes—. ¿Con qué duermes?
—Con nada —respondió Hades—. ¿Qué sentido tiene?
La ropa era calurosa y significaba más capas para llegar a lo que
quería, incluso cuando Perséfone no estaba durmiendo a su lado.
Hermes suspiró.
—Eres imposible. Espera.
Desapareció por un momento y regresó con una camiseta negra y un
pantalón deportivo gris.
—¿Qué son esos? —preguntó Hades, con la voz llena de juicio.
—Ropas —dijo Hermes—. Ropa casual. No es que espere que conozca
la definición de casual, señor de traje y corbata. —La empujó contra el pecho
de Hades—. Cámbiate.
Miró con enfado a Hermes mientras se dirigía al baño. Cuando
regresó, Hermes aplaudió.
251
—¡Perfecto! ¡Estás listo para hornear! —Entonces el dios negó—.
Nunca pensé que esas palabras saldrían de mi boca.
Hades tiró de la camiseta y Hermes le apartó las manos.
—¡Para! No quieres que Sefi sepa que te vestí, ¿verdad?
—¿Sefi?
—¿Qué? Es su apodo.
Hades no estaba seguro de cómo se sentía por el hecho de que Hermes
tenía un apodo para su amante.
—¡Vete antes de que Perséfone crea que has cambiado de idea! —dijo
Hermes—. ¡Ah, y aceptaré el pago en galletas!
Cantó la última palabra antes de desaparecer, y Hades nunca se había
sentido tan feliz de deshacerse de un dios en su vida.
261
H
ades salió del apartamento de Perséfone y se teletransportó a
Olimpia. Odiaba tener que regresar, odiaba tener que ir ante
Zeus, pero era necesario y, tal como sospechaba, Deméter ya
había llegado. Podía escuchar su voz desde fuera de la oficina
de Zeus.
—¡No puede tener a mi hija, Zeus! —gritó—. ¡Mataré de hambre a tu
gente si dejas que se quede con ella!
Cuando Hades entró, se giró para enfrentarlo. El rostro de Deméter
cambiaba cuando estaba furiosa. Hades imaginó que Perséfone lo había
visto una y otra vez. Sus ojos parecían hundirse en su rostro y oscurecerse.
Se inclinaba hacia delante, con los hombros encorvados, como si el peso de
su furia fuera demasiado para manejar.
—¡Tú!
—Mata a todo el mundo, Deméter, solo me hace más poderoso.
—Hades —dijo Zeus, sentado detrás de su escritorio de roble—. ¿Es
verdad lo que dice Deméter? ¿Has seducido a su hija?
—No la seduje —dijo Hades—. Ella vino a mí de buena gana en más
de una ocasión.
Miró con enfado a la Diosa de la Cosecha y ella le devolvió la mirada.
—¡Mentiroso! La marca en su muñeca me dice lo contrario.
262
Zeus miró a Hades, esperando su respuesta.
—Ella me invitó a su mesa. La marca fue colocada con todas las de la
ley.
—Parece que Perséfone ha tomado sus propias decisiones, Deméter —
dijo Zeus.
—¡Es mi hija, Hades! ¡Tengo derecho a decidir su destino!
Hades no miró a la diosa, si no a su hermano.
—Es la hija de Deméter —dijo Hades—. Pero está destinada a ser mi
esposa. Las Moiras la han entretejido en mi futuro y Deméter ha interferido.
Había pocas cosas que asustaran a Zeus, las Moiras eran una de ellas.
—¿Es esto cierto, Deméter? —Miró a la diosa en busca de su
respuesta, pero Hades respondió en su lugar. Estaba listo para que esto
terminara.
—Fue lo que exigieron las Moiras a cambio de darle una hija.
—¡Nunca creeré que fue a ti voluntariamente! —dijo Deméter con
odio—. Al diablo con las Moiras.
—Estoy seguro de que Hécate estaría feliz de testificar en mi nombre
—agregó Hades.
—Eso no será necesario —dijo Zeus, y supo que su hermano no quería
que pareciera que cuestionaba a la Diosa de la Brujería. La suya era una
vieja y extraña amistad, y así como Hades confiaba en ella para pedirle
consejo, también lo hacía Zeus—. Deméter, no concederé tu petición. Parece
que tus deseos no están de acuerdo con la voluntad de las Moiras.
La furia de Deméter se acumuló y enormes raíces atravesaron el suelo
de mármol de Zeus. Hades lanzó su magia como una red, envolviendo todo
el lugar en sombras, cegando a la diosa y Zeus. Sin embargo, su batalla
duró poco, ya que un rayo de Zeus los separó a los dos. Con la concentración
de ambos perdida, sus magias se desvanecieron.
—No mediaré en peleas infantiles entre ustedes dos —dijo Zeus—. Mi
palabra es ley y los dos la cumplirán.
Hades lo fulminó con la mirada. ¿Peleas infantiles? No había nada
infantil en su amor por Perséfone, nada infantil en la ira de Deméter. Aun
así, estaba agradecido de que Zeus se hubiera puesto de su lado, no es que
al final significara mucho. Perséfone era su propia persona, tenía libre
albedrío. Si quería, podía dejarlo.
—Hay otro asunto que debemos discutir —dijo Zeus. Hades no pensó
que fuera posible, pero el ambiente de la habitación se oscureció—. No ha
nacido una diosa en siglos. ¿Tiene algún poder?
—No hay nada de lo que hablar —respondió Deméter. Hades la 263
fulminó con la mirada. Respondió demasiado rápido.
Zeus miró a Hades. Tendría que contestar con sinceridad.
—Su poder está dormido. No ha mostrado habilidad para manejarlo.
—Hmm. —Zeus se quedó callado, siempre sospechaba de los nuevos
dioses. Era justo que temiera una rebelión como la que había liderado contra
su padre—. Deseo conocerla.
—No —dijeron los dos al instante.
Los ojos de Zeus brillaron.
—Perséfone no tiene ningún deseo de abrazar su Divinidad por ahora
—explicó Hades—. Presentarla a Olimpia demasiado pronto puede
asustarla. Nunca sabríamos cuán poderosa es realmente.
Su hermano lo estudió.
—Que permanezca donde está —dijo Hades—. Hécate la entrenará, y
cuando sus poderes comiencen a aflorar… te la traeré yo mismo.
Era la única forma en que permitiría que tuviera lugar la reunión. Era
inevitable, pero sería inevitable con él a su lado.
Los ojos de Zeus se entrecerraron y luego se rio entre dientes.
—Siempre el protector, hermano. Muy bien, en cuanto muestre su
poder, me la traerás. —Se detuvo por un momento, su mano descansando
sobre su estómago y negó—. Una diosa disfrazada de periodista mortal. No
es de extrañar que te hayas enamorado, Hades.
Una vez fuera de la oficina de Zeus, Deméter se volvió hacia él.
—Tu vida puede estar entretejida con la de mi hija, pero eso no
significa que estuvieran destinados a amarse el uno al otro.
—Siempre la amaré —dijo Hades. Era lo único que podía prometer—.
Y me preocupo por lo que amo.
—Si te importara, nunca la habrías tocado. ¡Es una Hija de la
Primavera!
—Y una Reina de las Tinieblas —respondió Hades—. Si deseas
enojarte con alguien, hazlo contigo misma. Fuiste tú quien plantó la semilla
de su traición, quien la apartó con tu tiranía, quien la dejó impotente y
asustada. Merece lealtad, libertad y poder.
—¿Y crees que puedes darle eso? ¿Rey de la Muerte y la Oscuridad?
—Creo que puede tomarlo por sí misma —respondió y desapareció,
dejando a Deméter sola con su furia.
264
268
F
ue una semana después cuando Afrodita le visitó
inesperadamente. Por supuesto, siempre llegaba sin
avisar, pero Hades pensó que vendría al final de su plazo
de seis meses, que ahora estaba a semanas.
Hades estaba sentado detrás de su escritorio en La Fundación Ciprés,
finalizando algunos pequeños detalles para el Proyecto Halcyon antes de
entregárselo a Katerina. Le estaba costando concentrarse, pensando que la
última vez que estuvo detrás de un escritorio, había preferido dedicarse a
Perséfone.
Le hubiera gustado tenerla aquí ahora, y se rio entre dientes ante la
idea de teletransportarla a él. ¿Estaría escribiendo una historia o en una
reunión importante? ¿Estaría enojada si tomaba su boca en un beso
abrasador? Cuando sus manos subieran por sus muslos, cuando sus dedos
provocaran su apertura y finalmente le diera lo que ella rogaba, liberación.
—Tú ganas —dijo Afrodita. Parecía más seria de lo normal. Incluso
cuando estaba enojada, no tenía esta… mirada. Fue difícil para Hades
ubicarla al principio, pero pronto la reconoció por lo que era, porque había
sentido lo mismo varias veces en los últimos seis meses.
Histeria. 269
—Ella te ama.
Las cejas de Hades se fruncieron.
—¿De qué estás hablando?
—La visité hoy, a tu pequeño amor —explicó la diosa.
Su estómago de repente se sintió sin fondo. Se levantó de su silla, su
ira se enroscó como una serpiente.
—¿Qué hiciste, Afrodita? —Su voz tembló cuando el terror descendió,
cubriendo su cuerpo. Sintió como si estuviera tratando de respirar sin aire.
—Solo deseaba medir su afecto por ti. Yo…
—¿Qué hiciste? —gruñó.
—Le hablé del trato.
—¡Mierda!
Hades golpeó con los puños su mesa impecable. Esta vez, se hizo
añicos. Los ojos de Afrodita se agrandaron, pero se mantuvo firme y no se
inmutó ante su arrebato.
—¿Por qué? —exigió—. ¿Es esto una venganza por Adonis?
—Comenzó de esa manera —admitió, luciendo sorprendentemente
devastada.
—¿Y cómo terminó, Afrodita?
—Le rompí el corazón.
278
U
n día después, Hades se paró ante Tántalo, bidente en mano.
Desde que Hades había aparecido en su oficina, el alma lo había
mirado con odio. No mostró ningún remordimiento por el trato
que le concedió a Perséfone, aunque Hades no se sorprendió.
Después de años de lidiar con el mal verdadero, había llegado a comprender
que no todos los que experimentaban la tortura eterna cambiarían.
A veces, solo los empeoraba.
—Querías que me sintiera desesperado, hambriento y solo —dijo,
girando el bidente en su mano—. ¿Quieres que te cuente cómo me siento en
este mismo momento?
Hades apuntó con los extremos puntiagudos al alma, uno dirigido a
su esternón y el otro a su ombligo.
—Me siento entumecido —siseó—. ¿Sabes lo que es sentirse así, rey
mortal?
Hubo un brillo en los ojos de Tántalo y un tic en su boca cuando
comenzó a sonreír.
Sí, pensó Hades. Sonríe ante mi dolor. Tu tortura será dulce.
—En la última semana he sentido cosas que nunca antes había
sentido. Yo, un dios eterno. Le supliqué al amor de mi vida que se quedara.
Me vi forzado a dormir sin ella a mi lado. Estoy solo. Siento lo que dices,
Tántalo. 279
El mortal empezó a reír, y fue una carcajada aterradora, ronca y rota.
Hades empujó el bidente y los bordes afilados se hundieron en su piel.
El hombre todavía se reía cuando comenzó a gorjear y toser, salpicando
sangre sobre el rostro de Hades.
El Dios de los Muertos no parpadeó.
—¿Sabes cómo sé que nunca te has sentido así? —continuó Hades—
. Porque ningún hombre se reiría ante este dolor, ni siquiera tú, tan bastardo
que eres.
Hades empujó el bidente a través del cuerpo de Tántalo y éste se alojó
en la pared detrás de él.
—Milord.
Hades se giró para encontrar a Ilias de pie en la puerta. El sátiro miró
pasivamente al mortal muerto clavado en la pared de Hades. Esta no era
una exhibición inusual para ninguno de los dos.
—Sísifo ha llegado. Te espera en la suite Diamante.
Había tardado semanas, pero la promesa de Hades de un trato
finalmente había atraído al mortal a Nevernight.
—¿Llamo a un equipo? —preguntó, mirando a Tántalo de nuevo.
Hades frunció el ceño. Había hecho un lío.
—No —dijo—. Lo traeré de vuelta cuando se pudra y lo torturaré de
nuevo.
Hades comenzó a moverse cuando Ilias lo detuvo nuevamente.
—Tal vez sea la apariencia que buscas —dijo—, pero parece que
acabas de asesinar a alguien.
Hades se quedó mirando su ropa, salpicada de sangre fresca. Podía
dejarlo, tal vez le serviría de advertencia a Sísifo, excepto que sabía que
había poco que pudiera asustar al mortal ahora. Después de todo, había
huido de Hades dos veces. El dios chasqueó los dedos, restaurando su
apariencia impecable, antes de teletransportarse a la suite Diamante.
Como las otras suites, presumía de lujo. Las paredes sin ventanas
estaban decoradas con arte monocromático moderno. Una araña de la que
pendían cristales brillantes colgaba en el centro de la habitación, y debajo
de ella, un conjunto de sofás de cuero negro se encontraban uno frente al
otro, una losa de mármol convertida en una mesa los separaba.
Un hombre ocupaba uno de los sofás. Tenía una apariencia un poco
tosca, su barba no era tan pulcra, su traje no estaba tan entallado, el oro
que había pesado en sus dedos había desaparecido, y el olor a pescado y sal
se aferraba a su piel.
En semanas anteriores, Hades había imaginado este momento
sintiéndose bastante diferente. Había más impulso detrás de su deseo de 280
ver al mortal encarcelado en su reino, porque estaba en peligro de perder a
Perséfone. Se había sentido desesperado y decidido, y vio capturar a Sísifo
como reclamar su futuro.
Y supuso, en cierto modo, que todavía era cierto.
Este era su futuro. Era el Dios de los Muertos, un castigador.
—Dime, mortal —dijo Hades. La cabeza de Sísifo se volvió hacia él y
se puso en pie de un salto—. ¿Qué te convenció de venir?
—Milord, no sabía que había llegado.
Hades se acercó a la barra y se sirvió una copa. Se volvió hacia Sísifo,
cuyos ojos no se habían apartado de él.
—¿Y bien? —preguntó.
El hombre soltó una risa entrecortada.
—Bueno, ofreciste inmortalidad.
Hades tomó su bebida y se sirvió otra, sin decir nada más.
Se sentó frente a Sísifo, que se hundió en los cojines. Hades manifestó
una baraja de cartas. Todas las cartas utilizadas aquí eran las mismas,
negras y doradas, la imagen del reverso de las Moiras, girando, midiendo y
cortando el Hilo del Destino.
Era adecuada para los dos.
Sísifo se sentó en el borde del sofá, las rodillas extendidas y las manos
colgando entre ellas.
—Blackjack —dijo mientras cortaba la baraja y barajaba las cartas.
Podía notar que el sonido de las cartas moviéndose ponía nervioso al mortal.
Sus dedos temblaban—. Una mano, Sísifo. Ya has perdido bastante de mi
tiempo.
—Una probabilidad del cincuenta por ciento —respondió el mortal—.
¿Tienes tanta confianza?
Hades no respondió mientras repartía dos cartas a cada uno. Sísifo
las arrastró con sus dedos regordetes, pero justo cuando comenzaba a
levantar el borde, Hades lo detuvo.
—Antes de que reveles tu mano —dijo—. Me gustaría saber por qué.
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué huías de la muerte?
—Difícilmente puedes culparme cuando se presenta la oportunidad —
dijo.
Hades sabía que se refería al huso que Poseidón le había dado.
—Esa no es una respuesta, Sísifo —dijo Hades—. ¿Qué esperanza
tenías al extender tu patética vida?
281
—¿Patética? —El rostro de Sísifo se puso rojo—. Estaba en la cúspide
de un imperio, y luego viniste y me lo quitaste todo. ¿Por qué no desafiarte?
¿Qué podría significar en mi otra vida? Ya me habías sentenciado al Tártaro.
—Hmm. —Los ojos de Hades se posaron en las cartas que tenía ante
él, con los dedos preparados para voltear.
—¿Por qué preguntaste? —preguntó Sísifo, con una nota de histeria
en su voz—. ¿Por qué exigir una respuesta?
Hades consideró permanecer en silencio, pero el miedo pasivo de
Sísifo al Tártaro lo enfureció, así que respondió.
—Porque, Sísifo, tu existencia en el Tártaro será todo lo que alguna
vez has temido, todo lo que alguna vez te enfureció. Obtendrás tu imperio y
luego lo perderás, una y otra y otra vez.
Hades dio vuelta a sus cartas: un rey y un as, veintiuno. Una mano
perfecta.
Sus ojos se alzaron hacia los de Sísifo.
—Dale la vuelta a tus cartas, mortal.
Hubo un momento de silencio, y el mortal se movió, no para voltear
sus cartas, sino para sacar un arma, una pistola.
Normalmente, Hades encontraba divertidas estas exhibiciones, pero
viniendo de Sísifo, lo enfureció. Sus ojos se oscurecieron y el arma se derritió
en la mano del mortal, cubriendo su piel con metal ardiente. Sus gritos
llenaron la habitación, penetrantes y agonizantes. Cayó de rodillas,
sosteniendo su mano en alto, los ojos saliendo de sus órbitas.
Hades suspiró y se inclinó, girando las cartas del mortal.
Un cinco de tréboles y un nueve de corazones: catorce.
Hades se puso en pie, apuró su copa y se enderezó la chaqueta. Sísifo
se acunó el brazo contra el pecho, sudoroso y respirando con dificultad. Miró
a Hades con odio en sus ojos.
—Tramposo —acusó.
Hades sonrió.
—Requiere de uno para conocer a otro.
Chasqueó los dedos, envió a Sísifo al Tártaro y salió de la suite.
283
H
ades observó desde la distancia mientras Perséfone cruzaba
el gran escenario en su graduación. Se veía hermosa, su
cabello color miel brillaba bajo el sol, su piel brillaba como el
oro y una sonrisa curvaba sus labios perfectos.
—Se ve tan… feliz —dijo Hades, más para sí que para nadie, pero
Hécate estaba allí para responder.
—Por supuesto que está feliz. Acaba de pasar cuatro años en el
purgatorio.
—Universidad, Hécate —corrigió Hermes—. Creo que te refieres a la
universidad.
—Es lo mismo —respondió ella.
—Me invitó a la fiesta posterior —dijo Hermes con una sonrisa, y
Hades trató de no sonreír cuando Hécate le dio un codazo en las costillas.
—¡Auch! ¡Para!
Siguió a Perséfone con la mirada a medida que abandonaba el
escenario, sujetando su sombrero mientras soplaba el viento. Éste recogió
su aroma y lo llevó hacia él, dejándolo vacío. Fue entonces cuando hizo una
pausa y miró en su dirección.
—¡Oh, oh! ¡Creo que nos ve! —Hermes saludó.
—¡No puede vernos, somos invisibles! —dijo Hécate, dándole un
284
codazo en las costillas de nuevo.
—¡Cuidado, Hécate! ¡Te convertiré en una cabra!
—¡Inténtalo, pies de plumas!
Hades suspiró y puso los ojos en blanco, pero rápidamente se centró
en Perséfone de nuevo. Parecía preocupada, una línea formándose entre sus
cejas y las comisuras de su boca cayendo. Fue en ese momento que pensó
que vio la verdad de su corazón: estaba tan devastada como él. Fue casi
insoportable, y el hilo que todavía los unía palpitó en su pecho.
La ansiaba, la deseaba, la amaba.
—Ve con ella —alentó Hécate.
—Me rechazaría —dijo Hades.
—Quizás —respondió Hermes.
Hécate volvió a levantar el brazo y el dios se estremeció, alejándose
unos metros. Se volvió hacia Hades y discutió.
—Te daría la bienvenida. Te ama.
—Me amaba —dijo Hades.
—¿Quieres que te llame idiota de nuevo?
Hades la miró con resentimiento.
—Al menos te dijo que te amaba —dijo Hécate, con las manos en sus
caderas—. Todavía no ha escuchado esas palabras de ti.
Frunció el ceño y se sintió avergonzado. Hécate tenía razón, debió
haberle dicho que la amaba en cuanto se dio cuenta. Todo este tiempo, había
hablado de cómo era su diosa y reina, y ni siquiera había logrado decir las
dos palabras que ilustrarían la verdad de cómo se sentía porque temió su
rechazo.
La atención de Perséfone se apartó de ellos cuando dijeron el nombre
de Lexa. Vitoreó a su mejor amiga mientras caminaba por el escenario y las
dos se abrazaron antes de regresar a sus asientos. A pesar de sus
pensamientos dolorosos, Hades se encontró sonriendo mientras la veía
seguir viviendo.
Tenía pocos arrepentimientos en su larga vida, pero uno de ellos
siempre sería no haberle dicho lo mucho que la amaba.
285
Hécate abrió la puerta de los aposentos de Hades. Era mediodía y
todavía estaba en la cama, exhausto por una noche de amargas
negociaciones en Nevernight.
—¡Levántate! —dijo, y abrió las cortinas, dejando entrar la luz del día.
Hades gimió y rodó, cubriéndose la cabeza.
—Vete, Hécate.
Pasó un momento y luego le fue arrancada la manta.
—¡Hécate! —Hades se sentó, frustrado.
—¿Por qué estás desnudo? —exigió, como si acabara de ver algo
espantoso.
—Porque —dijo, señalando su habitación—. ¡Estoy en la cama!
Ella le arrojó la manta.
—¿Qué estás haciendo? —exigió.
—Vamos a buscar a Perséfone —dijo—. Bueno, tú vas a buscarla. Yo
ayudaré.
—Hemos pasado por esto, Hécate…
—Cállate —espetó—. La extraño, las almas la extrañan, tú la extrañas.
¿Por qué pasamos todo este tiempo extrañándola cuando podemos…
recuperarla?
Hades se rio, principalmente por incredulidad.
—Si fuera tan fácil…
—¡Es así de fácil! —Hécate levantó sus manos, frustrada—. Has
pasado todo este tiempo esperando que las Moiras te la quiten, pero no lo
hicieron. Tú lo hiciste.
—Se fue, Hécate. No yo.
—¿Y? No significa que no puedas ir a buscarla. No significa que aún
no puedas decirle que la amas. No significa que todavía no puedas luchar
por ella. Eres el que siempre habla de acciones. ¿Por qué no vives de acuerdo
con tus palabras?
—Bien —dijo Hades con los dientes apretados—. Iremos, y entonces
verás de una vez por todas que ella no me quiere.
Se quitó la manta que Hécate le había arrojado.
—¡Por el amor a las Moiras, ponte algo de ropa! —espetó.
—Si no querías verme desnudo, Hécate, entonces no deberías haber
venido a verme cuando estaba en la cama.
—Perdóname por suponer que estarías vestido —espetó, poniendo los
ojos en blanco.
Hades suspiró frustrado mientras desaparecía en el baño, salpicando 286
agua en su rostro. Estaba cansado. No había dormido bien desde que
Perséfone se fue, y su estado de ánimo había cambiado. Estaba de mal genio,
se peleaba más con todo el mundo, incluso con Hécate. Tenía que parar, y
quizás esto le pondría fin o empeoraría todo.
Se vistió con glamour y regresó a su habitación, donde esperaba
Hécate.
—He estado pensando —dijo, frotándose las manos—. Deberíamos
hacer de esto una apuesta. Si corre a tus brazos como creo que hará,
entonces necesito más espacio para mis venen… plantas. Para mis plantas.
Hades arqueó una ceja.
—Está bien. ¿Quieres un trato? —dijo—. Si gano, no quiero volver a
oír una palabra más sobre Perséfone.
Hécate puso los ojos en blanco.
—Trato —dijo y luego agregó—: Para alguien que puede saborear las
mentiras, dices muchas de ellas. Será mejor que te prepares para renunciar
a una cuarta parte de tu reino, chico enamorado.
289
&
Perséfone Hades
290
291
292