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Las normas que se citan entre paréntesis van sucedidas, por regla general, de la abreviatura de la fuente
normativa de la que han sido tomadas, incluido el Código Civil (CC).
Para citar los artículos se sigue la práctica de la doctrina española que nos parece más simple que la
chilena, por ello se prescinde de la expresión o abreviatura de "inciso/inc."; "número/nº; letra/l. El número del
inciso se ubica inmediatamente después de la cifra del artículo separado por punto seguido (así, art. 2515.2
significa artículo 2515 inciso 2); si este número lleva el símbolo º, quiere decir que se está citando uno de los
numerales en los que está dividido el precepto (así, art. 19.24º debe leerse como artículo 19 número 24); si
tras el punto se coloca simplemente una letra, se alude a una norma que está dividida en literales y que debe
irse a la letra que se menciona (así, art. 16.f designa el artículo 16 letra f).
CC Código Civil
CP Código Penal
CS Código Sanitario
D. Digesto
TC Tribunal Constitucional
PRÓLOGO
Después de más de dos décadas enseñando el ciclo completo de Derecho Civil, primero en régimen anual
y más tarde en el semestral, se nos hizo casi un deber moral dejar por escrito los apuntes de nuestras clases,
y es así como, luego de largas jornadas de trabajo, interrumpidas por estudios más apremiantes, podemos
entregar a la imprenta este primer volumen que reúne todo lo que modernamente se ha dado en llamar la
"Parte general" de esta asignatura, y que contiene en primer lugar, la llamada "teoría de la ley", que es una
introducción al Derecho privado en general, mediante un sucinto análisis de sus fuentes, y de las normas
cuasiconstitucionales contenidas en el título preliminar de nuestro Código Civil referidas a la legislación y
principalmente a su interpretación. Enseguida, nos encontramos con la teoría de la persona, donde se estudia
primeramente la persona natural, con sus cualidades existenciales y sus atributos y derechos, y al final las
personas jurídicas sin fines de lucro. Una vez estudiada la persona, que es el protagonista y centro del
Derecho Civil contemporáneo, se contiene un análisis de la relación jurídica, el derecho subjetivo y la teoría
del acto o negocio jurídico. Para el final, se ha dejado un tratamiento de las normas y principios que sobre
prueba se contienen en el Código Civil y que conforman el núcleo sustantivo de esta esencial materia, ya que
como bien se ha señalado el derecho que no puede probarse no existe. No nos ha parecido conveniente
seguir la opción de otros textos de enseñanza que incluyen un apartado para el tratamiento general de las
cosas, los bienes y el patrimonio; pensamos que ese estudio encuentra un lugar más adecuado como primera
sección en el libro que se dedica a analizar el Derecho de bienes, dentro de la parte especial del Derecho
Civil.
Lo que el lector podrá encontrar en las páginas que siguen tiene la aspiración de ser un manual para el
estudio de los principios y normas fundamentales del Derecho Civil. No hay mayor afán de novedad o de
investigación en profundidad que merecerían tantos puntos. En general, se ha preferido exponer la materia
conforme al tratamiento que se le ha dado en la doctrina más autorizada, privilegiando aquella que versa
sobre el Derecho Civil chileno. No obstante, en temas en los que por una u otra razón hemos podido estudiar
con mayor intensidad, damos nuestra opinión. Así sucede, por ejemplo, con lo referido a los efectos de la
ignorancia de ley, al concepto de persona, y la tutela civil del ser humano concebido, a la muerte presunta
como sustituto probatorio de la muerte, a los requisitos del acto jurídico y a la introducción en nuestro Derecho
Civil de la nulidad de pleno derecho, que viene a sustituir la discutida institución de la inexistencia.
El fin didáctico del volumen nos ha inducido a evitar al máximo las citas en notas de pie de página, las que,
salvo algunas excepciones, se destinan a servir como remisiones a otras secciones que podrían interesar al
lector. Pero el alumno o lector que quiera profundizar podrá consultar la bibliografía que se contiene en dos
formas: se han ubicado bibliografías generales al comienzo de cada una de las cinco partes en las que se
divide el libro; pero también hay bibliografías especiales o específicas que se insertan al final de los números
romanos que conforman las secciones principales de cada capítulo. En estas bibliografías específicas hemos
tratado de incluir todos los libros monográficos sobre algún punto de la materia, además de todos los artículos
publicados en revistas de Derecho. Se han revisado revistas antiguas como la Revista de Derecho y
Jurisprudencia y la Revista Forense Chilena, pero también revistas más actuales como la Revista Chilena de
Derecho, la Revista Chilena de Derecho Privado y varias Revistas de Derecho que editan universidades,
como la Universidad de Concepción, la P. Universidad Católica de Valparaíso, la Universidad Austral y la
Universidad Católica del Norte. Se añaden otras que, aunque publicadas por Universidades, tienen un nombre
específico como la Revista Ius et Praxis (U. de Talca), Derecho y Humanidades (U. de Chile) y Revista Digital
de Derecho (U. de los Andes).
Nos nos queda más que desear y esperar que el texto que ahora se publica gracias a la Editorial Thomson
Reuters, sea útil, en primer lugar, para los jóvenes alumnos que se inician en el estudio del Derecho Civil en
las diversas Facultades de Derecho del país, luego para sus profesores como herramienta auxiliar docente, y
finalmente para cualquier persona que quiera informarse y reflexionar sobre los conceptos fundamentales de
esta más que bimilenaria disciplina jurídica.
1. ¿Qué es el Derecho?
Lo jurídico es un aspecto de lo humano. Es cierto que todos los seres se sujetan a ciertas
reglas o "leyes" que son estudiadas y descubiertas por las distintas ciencias: la astronomía
para los cuerpos celestes, la geología o mineralogía, la botánica y la zoología. En este
sentido, se dice que el universo creado está ordenado y es inteligible para la razón del ser
humano que lo estudia. De allí que Tomás de Aquino (1125-1274) hable de que existe una
"ley eterna", que conceptualiza como la eterna sabiduría de Dios (el Creador) en cuanto
gobierna o rige todas las cosas. Pero esta regulación no es propiamente Derecho, en cuanto
éste contempla siempre la posibilidad de cumplimiento voluntario, de transgresión y de
responsabilidad. Reclama por tanto una criatura que tenga posibilidad de autodeterminación,
esto es, de libertad. Y la libertad implica la posibilidad de conciencia y de conocimiento de lo
bueno y de lo malo, de lo que la perfecciona y lo que la degrada. Es decir, implica la facultad
que llamamos intelecto o razón.
En el mundo visible y conocido, sólo los seres humanos tienen, por naturaleza, racionalidad
y libertad, aunque algunos individuos por anomalía o enfermedad tengan limitado su ejercicio.
Luego, el Derecho se trata de una regulación que tiene por sujeto o protagonista al ser
humano. Pero no toda regla que tenga por objeto al ser humano es Derecho. Hay que
descartar por cierto aquellas regulaciones que afectan al hombre sin que pongan en juego su
razón y su libertad, sino nada más que como un ser físico o biológico (por ejemplo, las que
regulan su peso y su caída por la ley de gravedad, o el funcionamiento de su organismo
corporal). En estas materias, el hombre está sujeto a las leyes de la física y la biología al igual
que sus congéneres en la creación: las cosas inanimadas y los animales.
Para encontrar lo jurídico es necesario focalizar el estudio en aquellas reglas que rigen lo
propiamente humano, su comportamiento como ser consciente, racional y con libre albedrío.
Se trata, por tanto, de reglas que imponen un comportamiento, pero apelando a la capacidad
de autodeterminación del sujeto a ellas: se dice que son obligatorias, en el sentido de que la
conducta por ellas mandada resulta "debida", pero su cumplimiento es voluntario, lo mismo
que su transgresión. ¿Son todas estas reglas las que conforman lo que denominamos
Derecho? Pareciera que existen reglas cuya imperatividad y finalidad son diversas. No es lo
mismo la regla que manda amar al prójimo como a uno mismo, que la que establece que si
uno es invitado a un cumpleaños debe portar un regalo para el festejado. No es lo mismo el
precepto que dice que debo dar limosna al mendigo ciego que se coloca en las puertas de una
iglesia, que aquel que me prohíbe apropiarme de las monedas que ya tiene en su tarrito
aprovechándome de su ceguera. No es lo mismo faltar a la regla que dice que no debo
complacerme mirando películas de violencia extrema, que faltar a la norma que me ordena
respetar una velocidad máxima cuando conduzco un vehículo motorizado. No es igual la regla
que me señala que debo saludar si me presentan a alguien, que aquella que me impide darle
una bofetada.
De estos ejemplos, colocados un poco al azar, puede verse que hay normas que regulan la
vida en sociedad, pero cuya imperatividad no es intensa. Por tanto, la sanción de su
transgresión suele ser inocua o menos gravosa para el incumplidor. Se habla entonces de
normas de trato social, de cortesía, de buenas maneras, de buena educación. Quien no las
respeta deberá soportar un cierto malestar social en contra de su comportamiento y, a lo
mejor, una exclusión del círculo de personas que frecuentaba, pero nada más. En efecto, es
probable que quien no lleva un regalo a la fiesta de cumpleaños podrá entrar a la fiesta y
disfrutarla, pero no será nuevamente invitado. Y muchos lo tratarán, o de irresponsable o de
mal educado. Lo mismo respecto del que no saluda en una presentación y deja al otro con
la mano estirada. Las normas de trato o cortesía social son muy importantes, porque nos
hacen posible y amable la convivencia, pero no son Derecho.
Hay otras reglas que sí son imperativas, en el sentido de que no se trata de meros consejos
o recomendaciones para que seamos apreciados en la vida social, sino que dicen relación con
bienes que se estima deben ser perseguidos por un ser humano íntegro, humanamente
hablando. Son reglas que ordenan la conducta de un hombre no sólo en sus relaciones con la
comunidad en la que vive, sino incluso consigo mismo, en el sentido de que le ordenan
respetar también su propia conciencia o le impiden traicionar la propia humanidad que porta
interiormente. Una persona que por avaricia no da limosna al mendigo, o que no visita a su
amigo enfermo o que miente para no quedar mal y cuidar su reputación, o que se complace
pensando en cómo degollar a su vecino o mirando escenas de violencia extrema, está
perdiendo la humanidad más plena a la que podría aspirar. Estas normas que ayudan al ser
humano a ser más plenamente humano, el hombre o la mujer que todos admiraríamos por su
integridad y plenitud, son las normas que conforman lo que llamamos Moral o Ética. No se
hace aquí la distinción que a veces se usa entre Moral, referida sólo a las normas de carácter
individual o personal, y Ética, que se aplicaría a la vida social o a las conductas que
conciernen a otros. Para nuestro objeto, no tiene trascendencia esta división y parece mejor
usar indistintamente los apelativos de normas éticas o normas morales para todas aquellas
reglas que nos mandan obrar el bien que nos lleva a la mayor perfección como personas y
evitar el mal que nos podría conducir a una degradación o perversión como seres humanos.
Sin embargo, lo jurídico, el Derecho, no se identifica con la norma moral. Una sociedad en
la que toda regla moral estuviera revestida de carácter jurídico y fuera sancionada con los
instrumentos que usa el Derecho, sería una sociedad totalitaria e inhumana. Las normas
morales requieren que su cumplimiento no sea meramente exterior o bajo amenaza de
sanción corporal, pues el mérito moral se pierde si no hay una adhesión libre al bien que
exigen o representan. Por otro lado, hay reglas morales que son abiertas y que exigen que
sean precisadas y concretadas para que puedan ser requeridas jurídicamente. Así, por
ejemplo, la Moral nos dirá que debemos ser cuidadosos con nuestra vida y con la de las
demás cuando conduzcamos un vehículo, pero no nos aclarará qué significa esto en cuanto a
la velocidad a la que puede irse por una determinada carretera o si debe conducirse por la
derecha o por la izquierda. La Moral prohibirá tomar indebidamente la propiedad del otro, pero
no nos dirá qué pena debe imponerse si alguien procede de esa manera, ni si
debe distinguirse entre robo (con violencia) o hurto (sin violencia).
De esta forma, el Derecho no se identifica con la Moral, aunque se vincula con ella. En
primer lugar, se vincula con ella porque lo jurídico cubre sólo una parte de la conducta
humana que es universalmente regulada por las normas morales. El Derecho dice relación
con aquellos comportamientos que deben ser exigidos no sólo moralmente y por el bien
humano en general, sino por una razón más pedestre pero no menos necesaria: la
convivencia en la sociedad. El hombre es un ser social, no puede vivir o desarrollarse
plenamente sino en comunidad, de cara a otros. Si fuera una especie de Robinson Crusoe
(antes de la llegada de Viernes) podría prescindir del Derecho (aunque no de la Moral). Pero
esta es una situación hipotética. Todos estamos ligados a otros, desde nuestra concepción (el
niño en el seno materno ya tiene padre y madre). Y la sociedad es mejor si se viven
voluntariamente las normas morales, pero los seres humanos no son ángeles y muchas veces
no cumplen o no quieren cumplir los imperativos éticos. De allí, que la misma sociedad se
organice para que ciertos comportamientos sean exigidos y cumplidos, aunque no sea más
que exteriormente, a través de la concreción de las normas morales y la contemplación de
efectos avalados por un sistema social para el caso de incumplimiento.
Estos comportamientos, que son materia de la regulación jurídica, son aquellos que tienen
la exigibilidad de una de las virtudes a las que apunta la Moral. Esta virtud es la justicia,
definida desde los romanos como la voluntad constante y perpetua de dar a cada uno lo suyo.
Lo suyo es aquello que puede exigir de otro por un título jurídico (es su derecho, decimos).
Alteridad (relación con otro), exigibilidad (es concretamente requerible) e igualdad (aritmética
o de proporción) son los elementos que estructuran la virtud de la justicia, y que forman parte
también de lo jurídico (que viene de ius, que a su vez viene de iustitia). El Derecho no tiene
por objeto que los seres humanos sean caritativos, veraces, trabajadores, honestos, buenos
amigos, etc. (aunque indirectamente provee el ambiente social en el que pueden florecer
estas virtudes), sino busca más primariamente que haya una convivencia social donde se
respete lo mínimo: la justicia de unos con otros, y por ello pueda darse la debida coordinación
de los ciudadanos para el logro del mayor bien común.
La expresión Derecho viene del latín "directum", que quiere decir recto o directo. No era la
expresión que los romanos usaban para hablar de Derecho (ellos utilizaban la expresión "ius",
de "iustitia"). Pero "directum" fue la palabra que recogieron algunos idiomas romances que
derivan del latín: diritto (italiano), droit (francés), derecho (español).
En estos idiomas, la palabra derecho es usada en diversos sentidos, que dependen del
contexto en el que es utilizada. Así podemos distinguir a lo menos cuatro acepciones:
2º Derecho en sentido objetivo realista: El calificativo real aquí, como en muchas otras
menciones jurídicas, dice relación con la "cosa", la "res" de la que hablaban los romanos. Se
dice así que derecho es la cosa debida en justicia, o lo debido como justo. Aquí no es una
facultad del sujeto, sino más bien el objeto de esa facultad. No es el poder de la persona de
cobrar la cantidad de $ 100.000 que otro le adeuda, sino que derecho son esos "$ 100.000",
que le son debidos en una relación de justicia. Esta acepción es menos utilizada en la
actualidad, pero se entiende cuando se oye expresiones como "pido al juez que me reconozca
y me otorgue lo que es mi derecho", o cuando decimos "está en su derecho".
Todas estas acepciones, como no podría ser de otra manera, están intrínsecamente
relacionadas entre sí, y muestran diversas facetas de lo que es la entera realidad jurídica: la
facultad (derecho) tiene por objeto la cosa justa (derecho), está consagrada en la norma
(Derecho), y todo ello es estudiado por la ciencia (Derecho).
El Derecho, ahora en sentido objetivo normativista (como conjunto de normas), puede ser
clasificado de múltiples maneras. Algunas de estas clasificaciones más relevantes son las que
distinguen entre:
Por eso, la afirmación, que viene de San Agustín, de que la ley injusta no es ley, sino
violencia, no quiere decir que cuando la ley vulnera la justicia desaparece como ley positiva o
que deje de tener el respaldo coactivo de la autoridad que la promulgó. Esto sería ir contra el
más elemental realismo. Obviamente la teoría del Derecho natural reconoce que la ley positiva
es ley en este sentido, es decir, como ley que ha sido promulgada y puesta en vigor por la
autoridad competente. La ley positiva sigue siendo ley positiva, aunque transgreda la justicia.
Así, nadie afirma que las leyes nazis de discriminación de los judíos o las leyes que hoy día
autorizan el aborto o la eutanasia no son leyes positivas. Lo que se observa es que dichas
leyes, en cuanto van contra la justicia (o los principios de Derecho natural) dejan de obligar en
su carácter de Derecho y sólo tienen en su respaldo el poder de la violencia ilegítima. El
ciudadano, a veces, deberá acatarlas, ya sea porque no tiene medios para oponerse a ellas o
porque la injusticia que ellas consienten no es tan grave como sería el desorden social
provocado por un desacato masivo. Pero ya no es una obligación en cuanto Derecho, sino en
cuanto poder. Podríamos decir, de este modo, que la ley injusta no es Derecho.
2º Derecho divino y Derecho humano: Para las personas creyentes, es decir, que tienen fe
en un Dios que se ha revelado a la humanidad, y en especial para los cristianos y católicos,
tiene relevancia distinguir entre el Derecho divino y el Derecho humano, según quien sea el
autor, si Dios o la sociedad humana. El Derecho divino puede ser identificado con el Derecho
natural, si se estima que Dios es el creador del ser humano y, por tanto, de la naturaleza
humana, cuyas exigencias de justicia se contienen en lo que llamamos Derecho natural. Pero
también puede hablarse de Derecho divino, en cuanto Dios puede haber revelado a los
hombres algunos preceptos morales y jurídicos, para ayudarles en el esfuerzo por
descubrirlos por el mero ejercicio de la razón humana, oscurecida o limitada por el pecado. En
la fe católica, esta "promulgación" de Derecho divino se observa en el Antiguo Testamento,
cuando Dios entrega a Moisés su ley, y, en particular, el Decálogo o los Diez Mandamientos.
También en el Nuevo Testamento cuando Jesucristo, el Dios hecho hombre, anuncia y
promulga la nueva ley del Evangelio. En ambos casos, los preceptos son a veces de
contenido moral, de contenido jurídico o simplemente rituales, litúrgicos o eclesiásticos. Los
preceptos morales y jurídicos (de Derecho natural) son aplicables a todo ser humano, ya que
pueden ser conocidos por la simple razón (no se necesita fe para saber que matar o estafar a
otro son conductas jurídicamente indebidas). En cambio, los preceptos rituales, litúrgicos o
eclesiásticos sólo pueden obligar a los creyentes en cuanto tales (por ejemplo, el precepto
católico de santificar el día domingo asistiendo a Misa).
Cada vez hay una mayor influencia del Derecho internacional en el Derecho nacional, a
través de tratados o convenciones internacionales, por las cuales los Estados se obligan a
adaptar su legislación interna a las exigencias de los instrumentos internacionales y se
someten a la decisión de cortes o tribunales internacionales que pueden llegar a poner en
cuestión una ley o sentencia de carácter interno. Esto es muy notorio en el plano de los
derechos humanos, y también en materias de Derecho comercial internacional.
La distinción entre Derecho Público y Derecho Privado proviene del Derecho Romano. El
Digesto trae una cita de Ulpiano que enseña: "Dos son las posiciones en este estudio: el
público y el privado. Es Derecho Público el que respecta al estado de la República, privado el
que respecta a la utilidad de los particulares, pues hay cosas de utilidad pública y otras de
utilidad privada" (D. 1.1.1).
De esta manera, puede decirse que el Derecho Público es aquel que rige los aspectos
sociales que interesan más directamente al bien público, mientras que el Derecho Privado es
el que rige los aspectos sociales que interesan más directamente al bien de los particulares o
personas en cuanto ciudadanos privados.
Si el objeto del Derecho Privado es la utilidad de los particulares es lógico que se estime
que son ellos, siendo adultos y capaces, los que pueden determinar los contenidos de sus
relaciones, y si les convienen o no. Surge así el principio de libertad que impregna todo el
Derecho Privado, y que se suele expresar bajo el apotegma que reza "En Derecho Privado,
puede hacerse todo, salvo aquello que esté expresamente prohibido". El mismo principio,
ahora visto desde su cara normativa, explica que las leyes del Derecho Privado sean en su
mayoría de carácter supletorio, es decir, destinadas a ofrecer una regulación cuando los
privados nada han estipulado sobre una determinada relación. De este principio de libertad
general de las personas, emanarán el principio de libertad de contratación (autonomía
privada) y el de la libre adquisición y disposición de los bienes.
En Derecho Público, en cambio, la autoridad sólo puede ejercer su poder en los casos
expresamente señalados en la norma. Se entiende, al revés de lo que sucede en el Derecho
Privado, que aquello que no le ha sido expresamente autorizado, le está vedado. Es el
llamado principio de legalidad o, más ampliamente, de juridicidad (cfr. arts. 6º y 7º Const.).
Una de las funciones del Estado, que es tremendamente importante para el Derecho, es la
de administrar justicia a través del Poder Judicial, cuya regulación está contenida en el
Derecho Procesal, que también se dirige a regular los procedimientos a través de los cuales
los jueces juzgan los casos de los particulares. No hay duda de que el Derecho Procesal
Penal pertenece al Derecho Público, ya que por medio de él se ejerce la función punitiva que,
en los sistemas civilizados, pertenece a la comunidad y no a los particulares. Más discutible es
la adscripción al Derecho Público del Derecho Procesal Civil, que regula los procesos a través
de los cuales se resuelven judicialmente los conflictos que se generan entre privados o
particulares. Por la materia, este Derecho bien podría clasificarse en el Derecho Privado, pero
por el origen de las normas, y dado que regula el funcionamiento de un órgano del Estado (el
juez), suele incluirse en el Derecho Público.
El Derecho Penal es claramente una rama del Derecho Público. Por él, se establecen los
delitos que se castigarán en una determinada sociedad, y se contemplan las penas que
merecerá su comisión. Finalmente, el Derecho Internacional tiene por objeto el bien e interés
público y, esta vez, de la comunidad internacional, lo que resalta su pertenencia también a
esta clase de Derecho. Es usual que ella se incluya en la misma denominación Derecho
Internacional Público. Se quiere distinguir así del Derecho Internacional Privado, cuyo nombre
no puede ser más erróneo, ya que no es ni internacional ni privado. Se trata de la regulación
que se da cada Estado o un conjunto de Estados para determinar qué ley debe ser aplicable a
materias de Derecho Público o Privado que conciernen a particulares que, por distintas
razones, pueden pretender ser regidos por ordenamientos diversos. Por ejemplo, si puede
juzgarse en Argentina a una persona que cometió un delito, pero que es chilena; o si es válido
en Chile el matrimonio contraído por un mexicano y una colombiana, ambos residentes en
Nueva York, que se celebra en un barco de bandera costarricense, pero mientras está
atracado en un muelle de una playa dominicana. Se considera que el llamado Derecho
Internacional Privado es también una disciplina de Derecho Público, pues regula una cuestión
de utilidad pública como es la ley que debe aplicarse a las conductas particulares conectadas
con diversos ordenamientos territoriales.
El Derecho Privado está compuesto por el Derecho Civil, el Derecho Comercial, el Derecho
de Minas, el Derecho de Aguas, el Derecho Agrario y otros similares. A diferencia de lo que
sucede en el Derecho Público, aquí hay una relación de parte y especie entre estas distintas
ramas. Se reconoce que el Derecho Civil, es el Derecho Privado General, el que regula la vida
de las personas en cuanto tales, en su cotidianeidad y sus relaciones más comunes, desde el
comienzo de su existencia, su pertenencia a una familia, el alcance de su capacidad jurídica,
la forma de adquirir bienes y de llegar a acuerdos contractuales o asociativos con sus
semejantes, la manera de formar una familia y, finalmente, el modo en que se distribuyen sus
haberes una vez que fallecen. En cambio, las demás ramas del Derecho Privado son
especializaciones del Derecho Civil, en cuanto regulan a los particulares que realizan
determinadas actividades: el comercio, la minería, la agricultura, la industria, etc.
Debe dejarse constancia que algunas de estas ramas, como el Derecho de Minas y
el Derecho de Aguas, han sufrido una cierta publificación después de que el objeto del que
trataban (minas, aguas), ha sido elevado a la categoría de bien público, reservándose a los
particulares sólo una facultad de aprovechamiento o explotación, concedida por la autoridad
judicial o administrativa. Sin embargo, dado que esta facultad es considerada a su vez como
un objeto de propiedad y de disposición, pareciera que la índole de Derecho Privado sigue
marcando a la disciplina, por más que su parte administrativa se haya incrementado
notablemente.
En primer lugar, existen instituciones jurídicas que son parte tanto del Derecho Privado
como del Derecho Público. Así, por ejemplo, la propiedad es un derecho fundamental
regulado por el Derecho Constitucional, pero también un derecho real propio del Derecho
Civil; el proceso civil, es derecho privado en cuanto su materia es resolver un conflicto entre
particulares, pero pertenece también al Derecho Público en cuanto regula la forma de ejercicio
de un poder estatal: el de administrar justicia.
En segundo lugar, existen regulaciones que por su naturaleza son de Derecho Privado, es
decir, regulan relaciones entre particulares, pero que, por circunstancias históricas que
impelen a la protección de una cierta clase de personas, pasan a ser, circunstancial y
provisionalmente, de Derecho Público. Es lo que sucedió con el contrato civil de
arrendamiento de servicios que, junto a toda una normativa protectora, dio lugar a principios
del siglo XIX al Derecho del Trabajo. Al exigirse igualmente un seguro obligatorio contra las
inclemencias sufridas por los trabajadores en su vida laboral o en su ancianidad, se forjó otra
parte del Derecho Público: el Derecho de Seguridad Social, muy conectado a la regulación
laboral. Como decíamos, se trata de circunstancias históricas que pueden mudar: así sucedió
con la regulación de los arrendamientos de bienes raíces, especialmente urbanos, que
también reflejó la necesidad de una protección especial de los arrendatarios, pero que a fines
del siglo XX y principios del XXI ha ido progresivamente eliminándose. No se aprecia ya, o al
menos no con tanta fuerza, que los arrendatarios tengan que ser protegidos en los contratos
que celebren de una manera más intensa que los arrendadores. En cambio, en este mismo
tiempo se ha considerado que la relación entre los particulares y las grandes empresas
proveedoras de productos manufacturados o servicios, debe tener una regulación especial
que tutele los intereses de los primeros, ya que en un plano de igualdad estos no pueden
hacer frente eficazmente a los abusos o incumplimientos de los proveedores. Está naciendo
así sobre la contratación privada un nuevo Derecho, cual es el Derecho del Consumo.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: DEL VECCHIO, Giorgio, "Verdad y engaño en la Moral y en el Derecho", en RDJ, t. 54,
Derecho, pp. 11-33; IBÁÑEZ SANTA MARÍA, Gonzalo, Derecho y Justicia: Lo suyo de cada uno. Vigencia del
derecho natural, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 2010; WEINRIB, Ernest J., The idea of Private Law,
Harvard University Press, London, 1995; BARROS BOURIE, Enrique, "Justicia y eficiencia como fines del
Derecho privado patrimonial", Juan Varas Braun y Susan Turner Saelzer (edits.), Estudios de Derecho Civil:
Código y dogmática en el Sesquicentenario de la promulgación del Código Civil, LexisNexis, Santiago, pp. 9-
32; SQUELLA NARDUCCI, Agustín, ¿Qué es el derecho? Una descripción del fenómeno jurídico, Editorial
Jurídica de Chile, Santiago, 2007; COTTA, Sergio, ¿Qué es el derecho?, Rialp, Madrid, 1993; CORRAL
TALCIANI, Hernán, "Sobre la necesidad de los jueces y de las leyes. Una controversia entre Tomás Moro y
Martín Lutero", en Patricio Carvajal y Massimo Miglietta (edits.), Estudios Jurídicos en Homenaje al Profesor
Alejandro Guzmán Brito, Edizioni dell'Orso, Alessandria, 2011, t. II, pp. 69-126; VERGARA BLANCO, Alejandro.
"La summa divisio iuris público/privado de las disciplinas jurídicas", en Revista de Derecho (Universidad
Católica del Norte) 17, 2010, 1, pp. 115-128; COLOMBO CAMPBELL, Juan, "Derecho Público y Derecho Privado:
una dicotomía superada en el sistema contemporáneo", en Alex Zúñiga (coord.), Estudios de Derecho
Privado. Libro homenaje al jurista René Abeliuk Manasevich, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 2011,
pp. 35-50.
II. EVOLUCIÓN DEL CONCEPTO DE DERECHO CIVIL
La expresión "ius civile", de la cual procede el nombre de Derecho Civil proviene de los
juristas romanos. Este término viene de la palabra "civitas", que en latín quiere decir ciudad.
Por ello, en un primer momento los romanos incluyeron bajo el nombre de "ius civile" el
Derecho particular y específico de cada ciudad, pero principalmente el de su ciudad: Roma.
Se oponía así al Derecho general o común que regía a todos los hombres, llamados por
ellos ius gentium. Un párrafo del jurista Gayo, conservado en el Digesto, nos dice: "Todos los
pueblos que se gobiernan por leyes y costumbres usan en parte de su derecho peculiar, en
parte del común a todos los hombres. Pues, el Derecho que cada pueblo estableció para sí,
es propio de la ciudad y se llama Derecho civil, como Derecho propio que es de la misma
ciudad; en cambio, el derecho que la razón natural establece entre todos los hombres es
observado por todos los pueblos y se denomina derecho de gentes, como derecho que usan
todas las gentes" (Gayo, D. 1. 1. 9).
Con una acepción más especializada, la denominación ius civile fue también usada para
designar una parte del ordenamiento jurídico romano. El Derecho Romano es el producto de
varios siglos de evolución, forjado por la integración de varias fuentes. La más antigua es la
Ley de las Doce Tablas y los comentarios de los primeros juristas. Posteriormente, se vio la
necesidad de ir adaptando ese Derecho antiguo que, con el paso de los siglos, se volvía a
veces demasiado rígido e inflexible. Esta labor la llevaron a cabo los magistrados judiciales,
llamados pretores. El nuevo Derecho que surge de esta labor de adaptación y modernización
recibe el nombre de Derecho Pretoriano o Derecho Honorario. En cambio, el sistema clásico
que proviene de las fuentes antiguas es conocido como Derecho Civil. No hay propiamente
colisión entre ambas modalidades del Derecho Romano, sino más bien complementariedad.
Marciano dirá que el Derecho Honorario "es la voz viva del Derecho Civil" (D. 1.1.8).
El ius civile romano pasó así, paradójicamente, de ser el Derecho propio de una ciudad (la
de Roma) a ser el Derecho común de toda la cristiandad occidental. En este proceso, el
Derecho Civil va siendo progresivamente identificado con el Derecho privado, ya que las
instituciones públicas que contenía el Corpus Iuris (que regulaban cuestiones administrativas,
penales o procesales) ya no eran aplicables a la organización de los nuevos reinos. Sí lo eran,
en cambio, la mayor parte de las regulaciones de las relaciones jurídico-privadas.
Aunque ya había intentos anteriores, como el Código Prusiano (1794) y el inicio del Código
Austriaco (promulgado luego en 1811), que eran iniciativas de reyes ilustrados, el rompimiento
con el Derecho común medieval y la nueva formulación del Derecho Civil va a ser producto de
la Revolución Francesa. El movimiento revolucionario francés postula como una de sus
finalidades la de establecer nuevas leyes sencillas, claras e igualitarias para todos los
franceses, unidas en un libro en el que cualquier ciudadano pueda tomar fácil conocimiento de
ellas: el código de los ciudadanos, el Código Civil. Los primeros intentos se frustraron, quizás
porque pretendían hacer tabla rasa con todos los criterios acrisolados desde el Derecho
romano en adelante. La Revolución no sería capaz de forjar el Código Civil, el que finalmente
saldrá adelante gracias al empuje y también al realismo del Primer Cónsul, Napoleón
Bonaparte, en 1804. Era una nueva forma de exponer el Derecho privado, a través de
oraciones prescriptivas sin explicaciones ni fundamentaciones, colocadas con números
correlativos en artículos, y que derogaban totalmente el Derecho anterior (aunque no hubiera
incompatibilidad). No obstante, los juristas que finalmente redactaron el Código se dieron
cuenta que era una ilusión crear un Derecho desde cero, y vertieron en los diferentes artículos
del Código, los resultados más comunes de la ciencia jurídica romana y medieval. En gran
parte, el Code Civil es una recopilación de Derecho romano (sobre todo en materia de
contratos y obligaciones).
El Código Civil abordará las materias que serán propias, después, de la disciplina del
Derecho Civil: las personas y la familia, los bienes y los contratos, la herencia. Esta restricción
del Derecho Civil venía ya anunciada por los juristas que prepararon la labor de los
codificadores y que fueron los franceses Jean Domat (1625-1695) y Robert J. Pothier (1699-
1772). Domat tiene el mérito de ser el primero en identificar la expresión "Derecho civil" con el
Derecho Privado, en su famosa obra Les lois civiles dans leurs ordre naturel (Las leyes civiles
en su orden natural), publicada en 1689.
Será el siglo XX el que verá un nuevo cambio en la estructura del Derecho civil tradicional.
Hasta principios de ese siglo la relación entre un empleador y un trabajador era concebida
jurídicamente nada más que como un contrato de arrendamiento de servicios. El trabajador
arrendaba su fuerza por un precio (salario). Todo quedaba sujeto a la supuesta libre decisión
de las partes, en cuanto al monto del sueldo, jornada de trabajo, feriados y días libres,
terminación del contrato, etc. La sociedad industrial no podía resistir este modelo y los
trabajadores comienzan a reclamar la intervención de los poderes públicos para tutelar
algunos derechos mínimos. La Doctrina Social de la Iglesia, nacida también en esta época (la
Encíclica Renum Novarum de León XIII es de 1891), reclama el reconocimiento de la dignidad
personal del trabajo, que se diferencia de una mercancía, y la necesidad de un sueldo justo
para el trabajador y su familia. Las leyes laborales tipifican la relación entre un trabajador y su
empleador, a través del concepto de dependencia. Cuando la labor se realiza bajo la
dependencia de empleador (es decir, cumpliendo horario, instrucciones y mandatos del
empleador) ya no hay un contrato civil de arrendamiento de servicios sino un nuevo contrato
típico: el contrato de trabajo, que tiene cláusulas indisponibles que se imponen a la voluntad
de las partes, es decir, que son irrenunciables para el trabajador. Además, se regula la
asociación de los trabajadores en sindicatos y los procesos de negociación entre estos y los
directivos de la empresa, para dar lugar a contratos colectivos, que se aplican a todos los
trabajadores, incluso a veces a quienes no han intervenido en la negociación. Todas estas
leyes son finalmente recogidas en un código, el Código del Trabajo, que se ha segmentado
así del Derecho Civil.
La segmentación del Derecho Trabajo es la más sonada, pero no la única sufrida por el
Derecho Civil en los últimos tiempos. También han emigrado de él ramas como el Derecho
Minero y el Derecho de Aguas, que en Chile tienen sus propios códigos.
Vista la evolución de la expresión y contenido del Derecho Civil, podemos ahora estudiar el
actual concepto de nuestra disciplina.
1. Intento de definición
Si bien, modernamente, el Derecho Civil se identifica con el Derecho Privado, quedan aún
resabios de la época en que el Derecho Civil era considerado como todo el Derecho de la
ciudad, incluyendo materias que hoy caracterizamos como de Derecho Público.
En concreto, la llamada teoría de la ley, que contiene un estudio de las fuentes del Derecho,
forma aún parte del Derecho Civil, aunque se trata claramente de una materia que excede el
Derecho Privado, y tiene más de Derecho Constitucional. Nuestro Código Civil, siguiendo al
Código Civil francés, contiene un Título preliminar que se refiere a las fuentes del Derecho:
ley, costumbre, sentencia judicial, a la promulgación, publicación, entrada en vigencia y
eficacia de las leyes en cuanto a las personas, en el tiempo y en el territorio, así como una
regulación de la interpretación de las leyes. Este Título preliminar es aplicable a todas las
ramas del Derecho, por lo que se reconoce que desempeña una cierta función constitucional
(aunque su rango como norma es sólo el de una ley simple u ordinaria).
Por último, en el Código Civil se contienen preceptos y normas que se refieren a materias
de Derecho Público:
2º Se contiene todo un título dedicado a los bienes que pertenecen a la Nación, los bienes
nacionales (título III del libro I: arts. 589 y ss. CC).
3º Se establecen los límites del territorio marítimo (arts. 593, 594 y 596 CC)
El Derecho Civil cumple una función peculiar en el sistema jurídico, cual es la de ser el
Derecho Común, no sólo del Derecho Privado sino de todo el Derecho, incluidas aquellas
ramas que son pertenecientes al Derecho Público.
Siguiendo las enseñanzas de nuestro profesor José Joaquín Ugarte, podemos decir que el
Derecho Civil es el Derecho de la persona natural por oposición al Derecho Público que es el
Derecho de la persona colectiva y de la sociedad civil. La sociedad es metafísicamente un
accidente (relación) que subsiste en las personas naturales, que son las substancias. Los
accidentes tiene su causa material, eficiente, ejemplar y final en la substancia. La sociedad
sólo puede decirse persona por una cierta analogía.
El Derecho de la persona natural es por tanto causa ejemplar y final del Derecho de la
persona colectiva. El Derecho Público debe asemejarse al Derecho Civil en la medida en que
lo permita la naturaleza de la persona colectiva, y debe tener en cuenta que en última
instancia existe para el bien de los individuos.
Esta es la razón por la que el Derecho Civil es Derecho común también para el Derecho
Público, y que represente como la cantera fecunda o el núcleo esencial del cual se nutre el
entero ordenamiento jurídico. Aquí se forjan y estudian categorías conceptuales que serán
luego utilizadas por el resto de las ramas jurídicas: persona, persona jurídica, derecho
subjetivo, acto jurídico, propiedad, derecho real, crédito, servidumbre, usufructo, caución,
contrato, responsabilidad, patrimonio, y muchas otras.
Así, por ejemplo, si el Código Penal habla de propiedad o de bien mueble y no los define,
para determinar el sentido de esos preceptos habrá que acudir al Código Civil. Lo mismo
sucede con el Código del Trabajo, el Código Tributario y hasta la misma Constitución, como
acabamos de mencionar.
El art. 4º del Código Civil chileno manifiesta este rol del Derecho Civil, cuando se cuida de
advertir que las disposiciones especiales de códigos de Derecho Público, como el de Justicia
Militar se aplicarán con preferencia a las civiles. Esto manifiesta indirectamente que, en caso
de no haber disposición especial, es posible aplicar la normativa contenida en el Código Civil
incluso a materias reguladas por estos cuerpos legales que son pertenecientes al Derecho
Público.
Por cierto, el que el Derecho Civil sea el Derecho Común de todo el ordenamiento jurídico
no le concede ningún sitial de privilegio o de mayor jerarquía; es más bien un servicio que
presta a las demás ramas del Derecho que pueden dedicarse a su especialidad sin tener que
reproducir todos los conceptos, nociones, categorías y relaciones que ya han sido acuñadas
por el Derecho Civil, en su trayectoria más que bimilenaria.
Tampoco se pretende afirmar que cualquier vacío o duda en las leyes especiales autoriza
para aplicar sin más los criterios normativos civiles. Obviamente, en primer lugar se aplicarán
los principios propios de la disciplina especial, y sólo a falta de estos y siempre de una manera
adecuada a la naturaleza de la materia, podrá ser invocada alguna norma o principio de
carácter civil.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: VERGARA BLANCO, Alejandro, El Derecho Administrativo como sistema autónomo. El
mito del Código Civil como "Derecho Común", AbeledoPerrot, Santiago, 2010; BERMÚDEZ SOTO, Jorge, Las
relaciones entre el Derecho Administrativo y el Derecho Común, AbeledoPerrot, Santiago, 2012.
La división del Derecho Civil corresponde a una forma de exponer las materias que lo
integran para lograr una mejor sistematización y comprensión de sus contenidos. Una primera
gran estructuración del Derecho Civil fue concebida en tiempos romanos y expuesta por el
jurista Gayo (siglo II d.C.). Según Gayo, todo el Derecho Civil podía exponerse en tres
grandes capítulos: las personas (que incluye la familia), las cosas (que incluye sus formas de
adquisición y entre ellas los contratos y la sucesión por causa de muerte) y las acciones (la
forma de hacer valer los derechos en juicio).
Esta clasificación tradicional se mantuvo más o menos invariada hasta que apareció en
Alemania la escuela que trató de racionalizar y conceptualizar en nociones abstractas los
materiales casuísticos y fragmentarios del Derecho Romano justinianeo. Es el movimiento de
la jurisprudencia de conceptos o Pandectística cuyas bases serían sentadas por Federico von
Savigny (1779-1861). Aparece así la división del Derecho Civil en una Parte General y una
Parte Especial. La Parte General estará destinada a las categorías conceptuales más
omniabarcantes de la disciplina, como el acto jurídico, la persona y el patrimonio. La Parte
Especial se dividirá en las instituciones más específicas desarrolladas por el Derecho Privado.
Ni el Código Civil francés ni el Código Civil chileno adoptaron esta división. El Código Civil
francés, además del título preliminar dedicado a la ley, contiene tres libros destinados a las
Personas (incluida la regulación de la familia), los Bienes (donde se incluye la herencia) y las
Obligaciones y contratos. El Código Civil chileno, además del título preliminar, se divide en
cuatro libros, dedicados a las Personas, los Bienes, la Sucesión por causa de muerte y las
Obligaciones y contratos.
Pero la Pandectística alemana ejercería una influencia intelectual tan fuerte que a fines del
siglo XIX y principios del XX, la doctrina, incluso francesa y también la chilena, dejaron a un
lado la sistematización de sus propios códigos, y acogieron, para exponer y enseñar el
Derecho Civil, la estructura establecida por Von Savigny y sus seguidores.
De esta forma, el Derecho Civil se divide en Parte General y las instituciones especiales que
le siguen:
Parte General: En esta parte se incluye la llamada teoría de la ley (o de las fuentes del
Derecho), la persona, la relación jurídica o derecho subjetivo, el acto jurídico, y la prueba.
Bienes o derechos reales: Se estudia aquí el concepto y las clases de bienes que integran
el patrimonio de una persona, el dominio y los demás derechos reales, la posesión y los
modos de adquirir el dominio, así como la acciones que protegen estos derechos.
Obligaciones: Se incluye en esta parte el estudio de los derechos personales, sus clases,
efectos y extinción, así como los modos de tutela de los créditos.
Familia: Se incluye en esta parte la regulación del matrimonio como acto jurídicamente
privilegiado para formar una familia, su régimen de bienes, la filiación, la adopción y las
guardas, como instituciones de protección construidas de modo análogo a las relaciones
familiares.
Sucesión por causa de muerte: El último capítulo del Derecho Civil está destinado a la
muerte de la persona y a sus efectos en el plano patrimonial, determinando la forma en la que
se transmiten sus derechos y obligaciones, y la distribución de los bienes y deudas entre los
sucesores.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: FUEYO LANERI, Fernando, "Hacia la supresión de la llamada 'parte general' del
Derecho Civil y su reemplazo por una introducción adecuada", en RDJ, t. 66, Derecho, pp. 132-146.
Ya hemos señalado que el Derecho Natural no debe ser entendido como un código
normativo paralelo y superior al cual el Derecho Positivo tiene que ceñirse y copiar
dócilmente1. El Derecho Natural como tal es sólo una descripción de una parte del Derecho, el
Derecho es la vez natural y positivo. No existe el puro Derecho Natural ni tampoco el puro
Derecho Positivo. El Derecho es ley positiva, pero no sólo ley positiva, sino también exigencia
de justicia que proporciona razones para obedecer lo ordenado jurídicamente. A veces, la
razón de obedecer una determinada previsión legal no será que ésta sea exigida
concretamente por la justicia natural, sino sólo que el legislador humano precise una de las
posibles y la exija como parte del orden social. Por ejemplo, el Derecho Natural no dispone
que la prescripción adquisitiva de un bien se pueda declarar cuando se cumplan dos, cinco o
diez años. Pero sí dispondrá que la certeza jurídica aconseja la prescripción y que la ley debe
precisar el número de años de posesión que se necesita para gozar de ella.
En otras materias menos contingentes y más fundamentales la justicia natural exige que la
ley positiva se ciña a ella y no la contradiga, so pena de que se transforme sólo en un acto de
poder pero que no proporcione razones para su cumplimiento voluntario (obligación jurídica).
El Derecho Civil que regula a la persona en sus aspectos más vitales y esenciales, está
especialmente vinculado a las exigencias de lo que llamamos Derecho Natural. Una gran
parte de las reglas y principios que son propios de nuestra disciplina pueden decirse que son
propios del Derecho Natural. Así, por ejemplo, el respeto a la vida, la primacía ontológica de la
persona, la buena fe, la libertad y lealtad contractual, el matrimonio y las relaciones entre
padres e hijos, la solidaridad y socorro entre familiares (alimentos), el derecho de propiedad y
a disponer de ella incluso post mortem y la responsabilidad por daños causados injustamente
a otros.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: HERVADA, Javier, Introducción crítica al derecho natural, 7ª edic., Pamplona,
1993; HÜBNER GALLO, Jorge Iván, Introducción al Derecho, 7ª edic., Edit. Jurídica de Chile, Santiago,
2006; PEDRALS GARCÍA DE CORTÁZAR, Antonio, "El 'Código Civil' revistado por el generalista. Perfil
iusnaturalista del código", en Brito Guzmán, Alejandro (edit.), Estudios de Derecho Civil III, LegalPublishing,
Santiago, 2008, pp. 5-8; ORREGO SÁNCHEZ, Cristóbal, Analítica del derecho justo. La crisis del positivismo
jurídico y la crítica del derecho natural, Universidad Nacional Autónoma, México, 2005; "El lugar del derecho
natural en el sistema de fuentes del derecho en el siglo XX", en Interpretación, Integración y Razonamiento
Jurídicos, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1992, pp. 159-178.
El Derecho Civil no sólo está compuesto de normas o reglas legales, sino también de
principios que inspiran esas reglas y que les dan organicidad, coherencia y solidez. Pueden
identificarse como principios informadores (le dan forma), del Derecho Civil los que se
enumeran y describen a continuación.
Como la persona humana es un ser social, cuyo primer y necesario núcleo de socialidad es
la familia, ésta también merece un respeto que se deriva de la misma dignidad humana.
En el Código Civil estos principios no están declarados explícitamente pero impregnan toda
su regulación. Así, por ejemplo, se observa que existe una radical diferencia entre personas y
cosas, y que se protege la vida del ser humano desde la concepción (art. 75 CC) hasta la
muerte natural (art. 78 CC). La familia es también objeto de regulación y tutela especial en el
Código, aunque no como tal, sino a través de sus relaciones fundadoras que son el
matrimonio y la filiación.
Este es un principio que inspira el Derecho Civil moderno desde la Revolución francesa y
que se ha ido profundizando en los tiempos actuales. No estamos aquí frente a una pretensión
de que los seres humanos sean, en sus características personales, iguales unos de otros. Es
claro que toda persona es única, y en este sentido no es igual a ninguna otra. De lo que se
trata es que los seres humanos sean tratados del mismo modo, con el mismo respeto y con
los mismos derechos y deberes, si se encuentran en las mismas situaciones jurídicas. Por
eso, el principio es de igualdad ante la ley o igualdad ante el Derecho. La Constitución
asegura a todas las personas justamente "la igualdad ante la ley" (art. 19 Nº 2 Const.).
El Código Civil contiene también expresiones claras de este principio. El art. 55 dispone que
se considera persona natural a todo individuo de la especie humana "cualquiera que sea su
edad, sexo, estirpe o condición". Por su parte, y en una norma que para su tiempo era
vanguardista, el Código aplica el principio de igualdad entre chilenos y extranjeros: "La ley no
reconoce diferencias entre el chileno y el extranjero en cuanto a la adquisición y goce de los
derechos civiles que regla este Código" (art. 57 CC).
Pero el principio de igualdad no prescribe un uniformismo legal, es decir, que siempre todo
se trate del mismo modo. Ello sería contrario al mismo principio que prescribe que ante
situaciones desiguales el trato no debe ser igual, sino distinto. Así, por ejemplo, sería absurdo
tratar igual, para efectos de su validez, los contratos que realiza un niño y los que celebra un
adulto. Sería desvirtuar el Derecho que a un acreedor que goza de hipoteca se le tratara igual
que aquel que no la tiene, o que el arrendatario tuviera el mismo trato que el usufructuario o
propietario de la cosa.
El principio de igualdad no prohíbe toda diferencia jurídica, sino sólo aquellas que no estén
justificadas racionalmente. Como señala la Constitución, veda las "diferencias arbitrarias".
Estas son las que pueden llamarse propiamente (en el uso del lenguaje actual)
"discriminatorias". Abolir toda diferencia en el trato jurídico, es abolir el Derecho mismo, que
busca proporcionar una regulación igualitaria a lo que "debe" tener un igual tratamiento
jurídico.
3. La buena fe
La palabra latina "fides", de la que deriva "fe", quiere decir confianza. La buena fe alude
pues a la necesidad que toda sociedad tiene de que sus miembros actúen lealmente, como
personas de recto proceder y sin querer engañar o aprovecharse del error ajeno. Por eso, el
Derecho Civil asume que las personas intentan comportarse honradamente, de modo que la
buena fe se presume, salvo que se pruebe lo contrario (art. 707 CC).
El principio de buena fe tiene una dimensión protectora y otra prescriptiva. En el primer
aspecto, la buena fe es valorada por el Derecho Civil como un motivo para beneficiar a la
persona que, aunque equivocada, pensaba que procedía correctamente. La doctrina suele
hablar entonces de una buena fe subjetiva o creencia de obrar lícitamente. Es la buena fe que
se toma en cuenta para calificar la posesión del que recibe una cosa sin hacerse dueño, pero
pensando que sí ha devenido en propietario porque ha actuado correctamente e ignora, sin
culpa de su parte, que la persona que le transfirió el objeto no era el auténtico dueño (cfr. art.
706 CC). Se tratará de un poseedor que está de buena fe, y la ley en razón de ello lo protege
e incluso le permite llegar a ser propietario por medio de una prescripción adquisitiva de
menor tiempo.
Uno de los principios inspiradores del Derecho Civil junto con el de igualdad es el de
libertad. Las personas, para que puedan aspirar a su más plena realización como seres
humanos, necesitan un espacio para decidir autónomamente lo mejor para sus vidas, dentro
del marco de respeto a la dignidad personal de los demás y a las exigencias que impone el
bien común. En este sentido, el Derecho Civil es un Derecho que privilegia, como regla
general, la libertad, sobre todo en los aspectos patrimoniales, donde hay menos cuestiones de
interés público implicadas.
1º Libertad para adquirir toda clase de bienes: El Código Civil no contiene expresamente
este principio, pero él ha sido acogido por la Constitución (art. 19.23º Const.).
2º Libertad para enajenarlos y disponer de ellos: Una de las atribuciones del dominio, tal
como se define en el Código Civil, es la de disponer de la propiedad (art. 582 CC). El mismo
Código se ha encargado de prohibir las vinculaciones o mayorazgos, a través de fideicomisos
o usufructos sucesivos (arts. 745 y 768 CC). Aunque se discute si pueden las partes, por regla
general, establecer prohibiciones de enajenar contractuales, hay consenso en que, en todo
caso, no impiden la enajenación.
3º Libertad para pedir la partición de los bienes comunes: El Código mira con malos ojos el
estado de comunidad, justamente porque perturba la libre disposición de los bienes. Por ello
permite que se enajene libremente la cuota de cada comunero en la cosa común (art. 1812
CC), y les da el derecho a pedir siempre la división del haber común (art. 1317 CC).
4º Libertad para testar: El Código Civil permite disponer de los bienes para después de la
muerte de la persona por medio del testamento (arts. 999 y 1005 CC).
6. Responsabilidad
La libertad que se reconoce al ser humano le impone el deber de responder por las
consecuencias de sus actos. La responsabilidad en Derecho Civil no suele ser sancionatoria
como en el caso del Derecho Penal, sino más bien reparatoria, es decir, su existencia y
extensión se miden según el daño causado a otra persona injustamente. El principio de la
responsabilidad se deduce del principio neminem laedere, que según los romanos es uno de
los preceptos básicos de la justicia: no dañar a otro (injustamente).
Este principio tiene aplicación en el ámbito de un contrato, ya que las partes son
responsables respecto de la otra en caso de incumplimiento (responsabilidad contractual), o
fuera de contrato, cuando alguien daña a otra por un delito o cuasidelito (responsabilidad
extracontractual). El Código Civil regula los delitos o cuasidelitos civiles como fuentes de
obligaciones, en este caso, la de reparar el daño causado (arts. 1437 y 2284 CC) y contempla
un estatuto que regula esta obligación, cuyo principio general expresa el art. 2314: "El que ha
cometido un delito o cuasidelito que ha inferido daño a otro, es obligado a la indemnización"
(cfr. título XXXV del libro IV).
El principio de responsabilidad puede ser visualizado como una limitación del principio de
libertad y del adagio de que en Derecho Civil se puede hacer todo lo que no esté
expresamente prohibido. La libertad no autoriza a dañar injustamente a otro, de modo que
quien ejerce de esa manera su libre albedrío deberá responder por el perjuicio causado y
surgirá para él la obligación de reparar ese daño, ya sea en naturaleza (reponiendo la
situación original) o en equivalente (a través de una indemnización dineraria).
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: TAPIA RODRÍGUEZ, Mauricio, "Decadencia y resurgimiento de los principios originales
del Código Civil", en H. Corral y M. S. Rodríguez (Coords.), Estudios de Derecho Civil II, LexisNexis, Santiago,
2007, pp. 5-28; QUINTERO FUENTES, David, "Definiciones, principios y naturalezas jurídicas como técnicas de
justificación en Derecho Civil", en Departamento de Derecho Privado U. de Concepción (coord.), Estudios de
Derecho Civil V, AbeledoPerrot, Santiago, 2010, pp. 15-27; PÉREZ VILLAR, Carmen Gloria, "La igualdad de las
personas y el artículo 57 del Código Civil", en A. Guzmán Brito (editor), Estudios de Derecho Civil
III, LegalPublishing, Santiago, 2008, pp. 49-62; SEGURA RIVEIRO, Francisco, "Buena fe, un aspecto de tensión
entre los sistemas jurídicos", en Estudios de Derecho Civil V, LegalPublishing, Santiago, 2010,
p. 105, GUZMÁN BRITO, Alejandro, "La buena fe en el Código Civil de Chile", en Revista Chilena de
Derecho 29, 2002, 1, pp. 11-23; CARVAJAL RAMÍREZ, Patricio, "Artículo 706 del Código Civil chileno: crítica
como pretendido núcleo textual del principio de la buena fe", en Pizarro, Carlos (coord.), Estudios de Derecho
Civil IV, LegalPublishing, Santiago, 2009, pp. 31-45.
En 1978, el jurista italiano Natalino Irti planteó que la era de la codificación había terminado,
y que el Derecho Civil contemporáneo estaba recorriendo un camino inverso. Escribió que
estábamos viviendo la "età de la decodificazione". Esta descodificación consistiría en un
vaciamiento del sentido normativo del Código Civil y de su función como centro nuclear del
ordenamiento jurídico. El síntoma de este proceso sería la cantidad cada vez más abundante
de leyes especiales, que regulan materias importantes de la vida social y que, no sólo
permanecen formalmente fuera del Código, sino que se apartan de los principios y valores que
inspiran el Código Civil. De esta forma, estas leyes no son regulaciones especiales para las
cuales el Código sigue teniendo la función de Derecho común o supletorio, sino que se erigen
como verdaderos microsistemas legales que se autointegran con sus propias reglas y
principios. La relevancia normativa del Código Civil es suplantada por la de la Constitución,
que es la que proporciona ahora los valores y principios comunes al orden legal.
El Código Civil es arrumbado como una reliquia histórica, a la que se admira y reverencia
pero que tiene escasa utilidad práctica para resolver los conflictos entre los privados. Su
relevancia es ahora la de ser un Derecho residual, es decir, aplicable a unos pocos casos que
no han sido acogidos por las legislaciones especiales. El jurista debiera ver que ya no existe
un sistema jurídico centrado en el Código Civil, sino que la normativa jurídica es ahora más
bien un polisistema, en el que coexisten los microsistemas de las leyes especiales, bajo el eje
coordinador de la normativa constitucional. El Código Civil es rebajado a la categoría de uno
más de dichos minisistemas y calificado de "residual", es decir, llamado sólo a desempeñar
algún papel en los raros casos que no tengan regulación en las leyes especiales.
Si se observa la jurisprudencia civil, por otra parte, se verá que el Código Civil sigue siendo
un instrumento primordial (no residual) a la hora de resolver los conflictos que se presentan
entre particulares.
Irti mencionaba también la erosión de la vigencia del Código Civil por la progresiva
importancia normativa que estaba adquiriendo la Constitución. Necesitamos hablar entonces
de esta otra tendencia que puede denominarse "constitucionalización" del Derecho Civil.
De esta forma, la normativa del Código Civil y, en general, de todas las leyes que componen
el Derecho Civil, pasa a tener un referente en esa normativa civil constitucional que está en la
Carta Magna y que tiene la jerarquía que ésta posee. Esta constitucionalización se apreciará
sobre todo en la interpretación de las normas legales, que deberá hacerse bajo la luz de las
normas, valores y principios recogidos en la Constitución.
Junto con la Constitución, también los tratados internacionales han impactado en la actual
conformación del Derecho Civil, de modo de que puede hablarse de un proceso de
"internacionalización" de este Derecho.
Muchas de las últimas reformas realizadas al Código Civil en el último tiempo se sustentan,
entre otras razones, en el cumplimiento de Chile de los tratados internacionales, como el
Pacto de San José de Costa Rica, la Convención para la Eliminación de Todas las Formas de
Discriminación contra la Mujer o la Convención de Derechos del Niño. En materias
contractuales, tiene especial importancia la Convención sobre Compraventa Internacional de
Mercaderías.
Los mismos valores que sustentan el Derecho Civil parecen haberse modificado a partir de
la segunda mitad del siglo XX. El movimiento intelectual de afirmación de los derechos
humanos o de la persona contra los totalitarismos nazi y soviético, que tiene su mayor
expresión en el Derecho Internacional Humanitario y en las nuevas Constituciones, produjo
también un impacto fuerte en el modo de concebir el Derecho Civil. Se toma conciencia de
que el Derecho Civil hasta ese momento estaba centrado más en la idea de patrimonio que en
la de la persona humana; esta casi no era objeto de un mayor análisis, y rápidamente los
juristas del Derecho Civil abandonaban el tema de la persona, para recaer en los más
gravitantes como la propiedad, el contrato y la herencia, todas cuestiones en que lo
patrimonial, lo avaluable en dinero, era lo central.
Comienza entonces un proceso por revertir esa gravitación y poner lo patrimonial del
Derecho Civil al servicio de la institución que debería ser su fundamento y su fin último: la
persona humana. El Derecho Civil no es el Derecho del patrimonio ni el Derecho de los
propietarios, sino el Derecho de las personas. Las personas tienen y necesitan de los bienes
económicos, pero su tutela es parcial y restringida si sólo se contempla su dimensión
económica, y se hace caso omiso de aspectos tan importantes para el desarrollo personal
como los morales, los espirituales y los relacionales. Este proceso puede denominarse como
de "personalización" del Derecho Civil, ya que progresivamente se va poniendo a la persona
humana en el puesto central de la atención y contenido de esta disciplina jurídica.
Manifestaciones de este proceso son la relevancia civil que se da a ciertos derechos cuya
protección debe ser especialmente reforzada, y que toman el nombre de derechos de la
personalidad, entre ellos el derecho al honor, a la vida privada, a la propia imagen, a la
identidad, así como la ampliación del principio de reparación para que sean cubiertos los
perjuicios extrapatrimoniales, como los de afección, daños estéticos, psíquicos, a la vida de
relación (el llamado daño moral). La relevancia del principio de buena fe en materia de
ejecución e interpretación de los contratos es también una muestra de esta personalización
del Derecho Civil que opera incluso en sus instituciones patrimoniales.
Este proceso ha tenido indudables avances, pero también existen retrocesos y vacilaciones.
En ciertas leyes puede observarse más bien una infravaloración de la persona, para
transformarla en algo desechable e intercambiable incluso en sus funciones más íntimas,
como sucede con las leyes que consagran el divorcio, hasta considerarlas verdaderas cosas
(incluso con menos relevancia que los esclavos considerados como res por el primitivo
Derecho Romano) sujetas a disposición por parte de otras que buscan satisfacer sus propios
intereses (en sí a veces legítimos) como sucede con las leyes que autorizan el aborto y las
técnicas de reproducción asistida y sus modalidades de desecho, congelamiento o donación
de embriones humanos.
Se ve que queda mucho aún por hacer para humanizar el Derecho, y poner a la persona
como el centro real y nuclear de todo el Derecho Civil. Es la tarea que corresponde asumir a
esta y a las nuevas generaciones; hacer realidad aquello que ya los romanos preveían:
"Hominum causa omne ius constitutum est" (D. 1.5.2): el ser humano es la causa por la que se
constituye todo Derecho. Más aún este Derecho de la persona que es el Derecho Civil.
Durante la época del Derecho común los sujetos del Derecho estaban fuertemente
regulados según su estado en la sociedad. Para determinar sus derechos y obligaciones
había que precisar si se trataba de un noble o de un plebeyo, de un señor feudal o de sus
vasallos, de un clérigo o de un laico, de un comerciante, un artesano o un propietarios de
tierras, de un campesino o de un citadino, etc. Esta pluralidad de estatutos conforme a la
posición de cada individuo en la familia y en la sociedad fue uno de los enemigos contra los
cuales se erigió la Revolución francesa (1789), como lo demuestra ya el icónico lema de
"Liberté, egalité, fraternité" y la constitución de la Asamblea Nacional por parte de los sectores
populares como protesta frente a la dominación de las clases privilegiadas: nobleza y clero, en
los Estados Generales tradicionales. Surge así el ideal de que todos los individuos humanos
son iguales ante las leyes, bajo el estatuto universal y único del "ciudadano". Este sería uno
de los pilares del Código Civil de 1804, y se extendería a todos los demás códigos que se
elaboraron bajo su influencia.
La abstracción de la persona para el Derecho Civil fue recibida por el Código Civil chileno,
cuyo art. 55 dispone que se reconoce como persona a todo individuo de la especie humana,
"cualquiera que sea su edad, sexo, estirpe o condición". Incluso respecto de los nacionales y
extranjeros, se dispone la igualdad en la adquisición y goce de los derechos civiles (art. 57
CC).
Este ideal abstracto de "persona" bajo el criterio de una igualdad formal ha venido siendo
minado por el reconocimiento de estatutos diversos que tienden a proteger a diversas
personas que, aunque teniendo una igualdad formal respecto a sus semejantes, en los
hechos, por condiciones físicas, culturales o económicas, se encuentran en una posición de
debilidad que justifica que se dicten normas especiales para evitar que se abuse de ellas. El
primer gran cuestionamiento del ideal abstracto de persona fue la distinción entre trabajadores
y empresarios o empleadores, y la aparición de leyes protectoras de los primeros, que
finalmente determinaron la creación de toda una nueva rama del Derecho que se separó del
Derecho Civil: el Derecho del Trabajo.
Más recientemente hemos visto la aparición de otra categoría de personas que también han
reclamado leyes especiales de protección: los consumidores que esta vez se enfrentan en
desigualdad de condiciones con los proveedores.
Este proceso, si bien puede ser positivo y derivado de la personalización del Derecho Civil
que aspira a que la persona sea reconocida en concreto y conforme a sus circunstancias
existenciales, tiene también el aspecto negativo de la dispersión normativa, y la complejidad
de su aplicación. Por otro lado, estos estatutos pueden ser utilizados abusivamente por
aquellos que son beneficiados por ello, como a veces ocurre con consumidores que se
aprovechan de su condición para actuar incluso contra la buena fe.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: GUZMÁN BRITO, Alejandro, "Codificación, descodificación y recodificación del Derecho
Civil chileno", en RDJ t. 90, sec. Derecho, pp. 39-62; CORRAL TALCIANI, Hernán, "La descodificación del
Derecho Civil en Chile", en Guzmán Brito, Alejandro. (edit.), El Código Civil de Chile (1855-2005), LexisNexis,
Santiago, 2007, pp. 641-652; BARAONA GONZÁLEZ, Jorge, "En contra de una recodificación del Derecho Civil
en Chile", en Guzmán Brito, Alejandro (edit.), El Código Civil de Chile (1855-2005), LexisNexis, Santiago,
2007, pp. 653-658; DOMÍNGUEZ ÁGUILA, Ramón, "Por la mantención del 'Código Civil' modificado", en Guzmán
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Andrés Bello, LexisNexis, Santiago, 2005, t. II, pp. 1073-1100; NASH, Claudio, "La codificación de los
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Brito (edit.), Estudios de Derecho Civil III, LegalPublishing, Santiago, 2008, pp. 9-20.
Se da el nombre de fuentes del Derecho a las realidades de las cuales el Derecho emana y
a aquellas que lo expresan o contienen. La palabra fuentes se usa como una suerte de
metáfora con el agua: el Derecho es el agua y sus fuentes son los sitios o lugares donde ella
surge y en los cuales podemos encontrarlos.
La expresión "fuentes del Derecho" se usa, sin embargo, en dos formas: una para designar
los factores que influyen en la conformación de un particular ordenamiento jurídico y
determinan las características específicas que permiten diferenciarlo de otros; y otra para
señalar los tipos de elementos que deben ser tenidos como Derecho aplicable en un
determinado sistema jurídico. Así, se distinguen las fuentes materiales y las fuentes formales.
Las primeras tienden a fijarse en el contenido de lo que llamamos Derecho, mientras que las
segundas apuntan al continente (podríamos decir al "envase") donde se inserta o encuentra el
Derecho.
Las fuentes materiales son múltiples y poco caracterizadas por los juristas, ya que no
interesan tanto a los jueces y estudiosos del Derecho, sino más bien a los sociólogos
jurídicos. Se mencionan como posibles fuentes materiales el lenguaje, la cultura popular, la
moral social, la religión, el clima, la historia, el paisaje, la geografía, y muchos otros factores
similares. Así se puede comprender por qué el ordenamiento jurídico de un país difiere de
otro: por ejemplo, el Derecho chileno será diverso del que rige en un país como Suiza o
Noruega. Las diferencias pueden encontrarse en la operatividad de alguna fuente material: el
clima, la cultura, la presencia de la Cordillera de los Andes y las amplias costas que dan al
Pacífico.
A los juristas, les interesan más las fuentes formales, que reciben su nombre porque aluden
no al contenido mismo del Derecho, sino a las formas en las que se expresa o se manifiesta.
Más que a la pregunta de "¿cómo es el Derecho de un país y por qué es así?" a la que
intentan contestar las fuentes materiales, la fuentes formales nos responden la pregunta de
"¿dónde encontramos el Derecho de un país?".
Las fuentes formales varían no sólo respecto de cada ordenamiento jurídico, sino que
también de la historia. En los primeros ordenamientos la fuente primordial era la costumbre, la
que daba paso a los llamados sistemas de Derecho consuetudinario. Más tarde, la
organización de una judicatura permitió avanzar hacia la costumbre jurídica que conocemos
con el nombre de jurisprudencia. Las opiniones de los expertos en Derecho: los jurisconsultos,
también podían ser invocados como fuentes autorizadas, como sucedió en el Derecho
romano. Aunque en la antigüedad existían también normativas escritas, ordenadas cumplir por
las autoridades gubernamentales, estas, bajo el nombre de "leyes", comenzaron a tener su
apogeo gracias al movimiento ilustrado consumado por la Revolución francesa, que dio paso
al movimiento jurídico conocido como codificación. Aparece, aquí también, la idea de una Ley
mayor o fundamental, que toma el nombre de Constitución.
Esta evolución de las fuentes formales no es uniforme en todos los países, y debe
advertirse que junto a la formación de este sistema romano-continental en los países
europeos y latinoamericanos, se forja en Inglaterra, Estados Unidos y otros países de cultura
anglosajona, el llamado sistema de Common Law, donde la fuente formal por excelencia sigue
siendo la jurisprudencia (con el sistema del precedente) y las decisiones legislativas (acts,
estatutes) tienen menor relevancia para jueces y juristas. Existen países como Reino Unido
que no tienen, hasta hoy, Constitución escrita.
3. ¿Quién determina cuáles son las fuentes formales?
Los juristas suelen dar por descontadas cuáles son las fuentes formales de su propio
sistema e incluso las relaciones de primacía o subordinación que existen entre ellas, pero
pocas veces se hacen la pregunta de quién determina cuáles son las fuentes y su jerarquía.
Podría pensarse que es la Constitución, pero esta no suele contener preceptos especiales
sobre la materia y más bien parece dar por entendido de que se trata de un problema ya
resuelto. Además, si así fuera, quedaría todavía sin respuesta la pregunta de por qué se
acepta que la Constitución sea la fuente principal ordenante y reguladora de las demás. ¿Ella
tiene fuerza para darse a sí misma su propia autoridad suprema?
No pretendemos solucionar aquí este problema, que es uno de los más difíciles de la
filosofía jurídica. Sólo diremos que, a nuestro juicio, el sistema de fuentes formales de un
determinado país se basa en un consenso implícito de la comunidad jurídica, que tiene mucho
que ver con una costumbre organizativa y fundante de todo el ordenamiento jurídico, la que a
su vez obtiene su autoridad de necesidades de justicia natural, como el deber de respetar los
preceptos jurídicos, de sacrificar el interés propio por el de bien colectivo, de asegurar la
dignidad de las personas y su libertad, de la existencia de jueces que decidan los conflictos
entre los ciudadanos y entre estos y el poder público constituido. No es sólo este básico
derecho natural el que crea el sistema de fuentes, sino el que proporciona la necesidad de
que exista uno, cuyas características irá fijando la costumbre de cada sociedad conforme a su
historia y a la conciencia de su misión.
Esta base consuetudinaria del sistema de fuentes puede explicar por qué esta materia no se
encuentra, sino tangencialmente, en la Constitución, sino más bien en el Código Civil, que
asume en las normas del título preliminar, la función de una preceptiva materialmente
constitucional.
Son fuentes legisladas la Constitución (a veces se alude a ella como Ley Fundamental o
Código Político), la ley, en sus diversas facetas, los tratados internacionales aprobados y
ratificados, los decretos supremos y demás normas de la potestad reglamentaria del Poder
Ejecutivo. Son fuentes no legisladas la costumbre, la jurisprudencia, la doctrina, la equidad y
los principios generales del Derecho o principios jurídicos.
La Constitución ordena que se la respete como la norma superior (aunque esta norma es
fundada en el consenso consuetudinario al que aludimos, ya que lógicamente la Constitución
no puede autorizarse a sí misma). Se denomina principio de la supremacía constitucional a
este imperio, manifestado en el art. 6º de nuestra Constitución que señala que "Los órganos
del Estado deben someter su acción a la Constitución y a las normas dictadas conforme a
ella" y que "los preceptos de esta Constitución obligan tanto a los titulares o integrantes de
dichos órganos como a toda persona, institución o grupo" (art. 6.1º y 2º Const.).
La misma Constitución prevé mecanismos para asegurar que las leyes y demás normas
inferiores se ajusten a los preceptos constitucionales. El más importante de ellos es el control
de constitucionalidad que ejerce el Tribunal Constitucional. Este órgano, que no integra el
Poder judicial, puede ejercer un control preventivo antes de que las normas entren en vigor
(que puede ser obligatorio o a requerimiento de parte) y también un control represivo o a
posteriori, cuando la norma ya ha entrado en vigor, que siempre debe ser a petición de parte.
En ejercicio de este último el Tribunal Constitucional puede declarar inaplicable en un juicio o
gestión judicial un precepto legal cuya aplicación sea contraria a la Constitución, y después
con un quórum mayor puede llegar a derogar la norma inconstitucional (arts. 93 y 94 Const.)
Algunas de las definiciones tradicionales de ley adoptan este sentido lato, y enfatizan la
misión de la ley como fuente del Derecho, y por tanto como regla de la justicia. Es conocida la
definición que hace Santo Tomás de Aquino en su Suma Teológica, en la que intenta
comprender en la noción no sólo a la ley positiva, sino a la ley eterna y a la ley natural:
"ordenación de la razón dirigida al bien común, dada y promulgada por quien tiene a su cargo
el cuidado de la comunidad" (S. Th. I-II, q. 90, a. 4).
Una definición de ley también en sentido lato, pero que enfatiza su aspecto formal, y no su
finalidad, es la del jurista francés Marcel Planiol (1853-1931): "La ley es una regla social
obligatoria, establecida en forma permanente por la autoridad pública y sancionada por la
fuerza". Así se lee en el Nº 144 de su célebre Traité Élementaire.
En el Derecho actual, si bien a veces también se usa el sentido lato de ley (por ejemplo, se
habla de Ley Fundamental para designar a la Constitución, o se habla del estudio de las leyes,
o que la ley prohíbe tal conducta, etc.), se reserva el sentido estricto de ley a una norma
emanada del Estado, y más concretamente a la dictada por el Poder Legislativo de acuerdo a
los procedimientos determinados por la Constitución. Su origen es la doctrina de la separación
de los poderes y el constitucionalismo moderno.
De este tipo es la definición con la que Andrés Bello decidió abrir el Código Civil: "La ley es
una declaración de la voluntad soberana que, manifestada en la forma prescrita por la
Constitución, manda, prohíbe o permite" (art. 1º CC).
La definición no ha estado exenta de críticas. Algunas de las que se le dirigen son las
siguientes:
3º Que el poder legislativo humano no es soberano, sino que está subordinado a la ley
natural.
Las críticas no son del todo justas y pueden ser refutadas. Hay que decir primero, en
descargo de Bello, que no trataba de dar una definición filosófica o académica de ley (una
definición esencial), sino una noción de carácter didáctico y funcional a las demás
disposiciones del Código.
Es lógico, por consecuencia, que silenciara aspectos más de fondo, que pueden entenderse
implícitos en la noción de soberanía, voluntad y Constitución. Por ejemplo, que la ley positiva
debe adecuarse a los imperativos básicos de la justicia natural y que debe ordenarse hacia el
bien común. Recuérdese que el precepto se remite a la Constitución, y que ésta señala que el
Estado (y por tanto las leyes que dicte) está al servicio de la persona humana y su finalidad es
promover el bien común (art. 1º Const.), y que la soberanía debe entenderse limitada en su
ejercicio por el respeto a los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana (art.
5.2 Const.).
Nada impide tampoco entender que cuando el art. 1º del Código se refiere a la voluntad, ha
de entenderse la voluntad no guiada por la pasión o el capricho, sino aquella iluminada por la
inteligencia y la prudencia del soberano (el Poder Legislativo). El mismo Tomás de Aquino
señalaba que no había problemas para entender compatible con su definición la noción de la
ley que la identificaba con la voluntad del príncipe: "Sin embargo, para que la voluntad, al
apetecer esos medios, tenga fuerza de ley, es necesario que ella misma sea regulada por la
razón. Y así ha de entenderse el que la voluntad del príncipe se constituya en ley. De otro
modo, no sería ley, sino iniquidad" (S. Th., I-II, q. 90, a. 1 ad 3).
Por último, el que se explicite el carácter imperativo de la ley no debe juzgarse superfluo si
contribuye a la claridad y elegancia de la fórmula y en nada estorba, sino más bien ayuda, a la
comprensión de lo definido.
4. Clases de leyes
a) Según su forma y contenido: ley material y ley formal
Sin embargo, es común que haya normas que, si bien se aprueban con los trámites de una
ley, reciben el mismo ropaje exterior de la ley, disponen sobre situaciones o casos individuales
y no generales. Nuestra Constitución lo autoriza expresamente al señalar que son materias de
ley, por ejemplo, la autorización al Presidente para declarar la guerra (art. 63.15º) o la fijación
de la ciudad en que debe residir el Presidente, celebrar sus sesiones el Congreso y funcionar
la Corte Suprema y el Tribunal Constitucional (art. 63.17º). Estas leyes no son materialmente
leyes, pero sí lo son formalmente (pueden considerarse decretos supremos, pero para cuya
aprobación se exige el trámite y quórum de una ley).
El art. 1º del Código Civil distingue tres formas en la que las leyes pueden obligar:
ordenando, prohibiendo y permitiendo. Se pueden reconocer así tres formas de ley, a saber
1º) Leyes imperativas: Son aquellas que ordenan expresamente alguna cosa, por ejemplo,
las que obligan a pagar impuestos, realizar el servicio militar obligatorio o servir de vocal de
mesa en los procesos electorales.
2º) Leyes prohibitivas: Son aquellas que ordenan que los ciudadanos se abstengan de
realizar ciertos actos que se consideran negativos o perjudiciales. La mayoría de las leyes que
penan conductas son de este tipo prohíben, si bien indirectamente, su realización.
3º) Leyes autorizadoras o permisivas: Son aquellas que otorgan una facultad o regulan la
forma de realizar ciertos actos. Por ejemplo, son leyes autorizadoras las que facultan a las
personas para contraer matrimonio, para reconocer un hijo, para otorgar testamento y
designar a herederos.
Estamos ahora frente a una clasificación que interesa especialmente al Derecho Civil, y
corresponde a la función que pretende cumplir la ley en el contexto de libertad de las personas
que reina en el mundo privado. Así, es posible reconocer tres tipos de leyes o disposiciones:
1º) Leyes indisponibles: Son aquellas que se imponen a la voluntad de los particulares, por
cuanto buscan hacer prevalecer valores de bien público de contenido irrenunciable.
2º) Leyes declarativas o supletorias: Son aquellas leyes o disposiciones que imperan
cuando las personas no han manifestado su voluntad, pero que pueden ser excluidas por una
estipulación contraria o diferente de los ciudadanos. Por ejemplo, las disposiciones del Código
Civil sobre los contratos suelen ser supletorias, es decir, se aplican cuando las partes no han
establecido algo distinto.
3º) Leyes dispositivas: Son aquellas que tiene por objeto resolver un conflicto de intereses
que se suscita entre dos personas que no han contratado entre sí. Por ejemplo, la norma del
art. 1815 del Código Civil se pone en la situación de la venta de una cosa por una persona
distinta de su dueño, lo que genera un conflicto de intereses entre el propietario de la cosa
que fue vendida y el actual poseedor que la ha comprado: ¿qué interés debe prevalecer?
Como se verá, la norma da preferencia al propietario, salvo que el comprador haya adquirido
el dominio por la prescripción transcurrido el tiempo legal.
Las leyes excepcionales, por el contrario, son aquellas que están previstas para regir en
una situación particular que se estima excéntrica o extraordinaria. También a veces se les
denomina leyes de aplicación restringida.
Se entiende que son excepcionales o de aplicación restringida las normas que establecen
sanciones, las que determinan la invalidez de los actos jurídicos y las que consagran la
incapacidad o inhabilidad de ciertas personas para ejercer derechos.
2º) Leyes orgánica-constitucionales: Son leyes a las que la Constitución encarga regular de
manera orgánica toda una determinada materia o el funcionamiento de una institución. Por
ejemplo, son de esta clase las leyes que regulan la organización de la Administración Pública,
el Tribunal Constitucional, la organización y atribuciones de los Tribunales de Justicia, el
Banco Central, las Fuerzas Armadas. Su quórum de aprobación es también alto: se necesita
el voto de las 4/7 partes de diputados y senadores en ejercicio. También están sujetas a
control de constitucionalidad preventivo necesario (arts. 66 y 93.1º Const.).
3º) Leyes de quórum calificado: Son leyes que regulan asuntos de especial relevancia a los
ojos del constituyente, por lo que se exige un quórum un poco más alto que el de las leyes
ordinarias. Para su aprobación, modificación o derogación se requiere el voto conforme de la
mayoría absoluta de los diputados y senadores en ejercicio. Por ejemplo, exige ley de quórum
calificado para imponer la pena de muerte o para establecer limitaciones o requisitos para la
adquisición del dominio de ciertos bienes (arts. 19.1º y 23º Const.).
4º) Leyes ordinarias: Se suelen denominar leyes ordinarias a las que no caen en ninguna de
las categorías anteriores. Su quórum de aprobación es la mayoría absoluta de diputados y
senadores presentes. Pueden versar sobre cualesquiera de las materias que la Constitución
reserva a la ley (arts. 63 y 65 Const.). Estas leyes no están sujetas a control de
constitucionalidad preventivo necesario, pero pueden ser llevadas al Tribunal Constitucional
por un requerimiento presentado por el Presidente o por la cuarta parte de los diputados o
senadores (art. 93.3º Const.).
En la época moderna hay ciertas leyes cuyo objetivo es sistematizar y estructurar de modo
ordenado, orgánico y omnicomprensivo toda una determinada materia jurídica, y que, desde
principios del siglo XIX, se les da la denominación de códigos. Formalmente, son y tienen la
jerarquía de leyes, pero por su forma y por la función de núcleo central de un determinado
régimen jurídico, se les asigna el nombre de códigos.
En Chile, la Constitución determina que son materias de ley: "las que son objeto de
codificación, sea civil, comercial, procesal, penal u otra" (art. 63.3º Const.). El Tribunal
Constitucional ha señalado que esta disposición constitucional alude a codificación como la
técnica o forma de ejercicio de la función legislativa que produce leyes llamadas "códigos",
que se refieren a leyes que usualmente se citan por su nombre y no por su número, y que
corresponden a cuerpos jurídicos sistematizados a partir de principios generales (sentencia de
23 de diciembre de 2008, rol Nº 1144-08).
Los Códigos deben ser aprobados como leyes ordinarias, salvo que por su materia se exija
un quórum especial (como sucede con el Código Orgánico de Tribunales, de conformidad con
el art. 77 y Disp. 4ª transitoria Const.).
Las leyes no codificadas son todas las demás que no tienen la forma de códigos.
Son normas de valor equivalente al de ley, los decretos con fuerza de ley. En nuestro
sistema constitucional no siempre han estado autorizados, pero la actual Constitución los
regula expresamente.
El decreto con fuerza de ley es un decreto dictado por el Poder Ejecutivo sobre una materia
propia de ley, en virtud de una delegación expresa del Poder Legislativo. La delegación debe
hacerse por una ley y someterse a las restricciones establecidas en el art. 64 de la Const.:
Sólo es admisible en ciertas materias y debe fijarse un plazo que no puede exceder el año.
b) El decreto-ley
Se conoce como decreto-ley el decreto dictado por el Poder Ejecutivo, sobre materias
propias de ley, que, por una ruptura constitucional, ha asumido de hecho las potestades
legislativas. No están regulados ni en la Constitución ni en otra norma legislada, ya que son
propios de períodos de crisis política en los que el orden constitucional no ha podido
funcionar.
En Chile, se han dictado decretos-leyes en varias épocas. Para la crisis del gobierno
parlamentario de los años 1924-1925, se dictaron 816 decretos-leyes; en el período de la
llamada República socialista de 1932, fueron dictados 669 decretos-leyes. El mayor número
de ellos se dictó durante el período del gobierno militar que sucedió a la crisis institucional de
1973. Desde ese año a 1981, se dictaron 3.660 decretos-leyes. Desde 1981 a 1990, al
comenzar a regir la Constitución y entenderse separado el Poder Legislativo (radicado en la
llamada "Junta de Gobierno", integrada por los Comandantes en Jefe de las Fuerzas Armadas
y Director General de Carabineros) del Poder Ejecutivo radicado en el Comandante en Jefe
del Ejército, se comenzaron a dictar leyes, continuándose la numeración que se había
interrumpido en 1973.
c) El contrato-ley
Se denomina "contrato-ley" a una figura híbrida que se genera por la conjunción entre una
ley y un contrato entre el Estado, que aprueba la ley, y un particular que necesita especiales
garantías de seguridad de su estatuto jurídico contractual. En el fondo es un contrato que
proporciona una franquicia o beneficio al particular que acuerda con el Estado y que ve
reforzada su estabilidad a través de una ley, que puede dictarse antes o después de aquel.
Se menciona como ejemplo los beneficios tributarios para viviendas establecidos por el
decreto con fuerza de ley Nº 2, de 1959, art. 18, que ha suscitado la expresión "departamento
D.F.L. 2". Otro ejemplo se encontraba en el art. 7º del D.L. Nº 600, sobre Estatuto de la
Inversión Extranjera, que permitía congelar por diez años la carga impositiva total de las
rentas y, aunque fue derogado por la ley Nº 20.780, de 2014, mantiene vigencia para los
contratos suscritos con anterioridad al 1º de enero de 2016, e incluso en los cuatros años
siguientes, todo ello según la ley Nº 20.848, de 2015.
Sin embargo, se ha producido una intensa discusión sobre si el inc. 2º del art. 5º de la
Const. reconocería un valor superior al legal a los tratados internacionales ratificados por
Chile, que se encuentren vigentes y que establezcan derechos esenciales que emanan de la
naturaleza humana.
Algunos han llegado a sostener que este tipo de tratados tienen la misma jerarquía que la
Constitución, de modo que su aprobación constituiría una forma extraordinaria de reforma
constitucional. Por el contrario, otros sostienen que siguen teniendo valor de ley, y si otra ley
los deroga (aunque esto comprometa la responsabilidad internacional del Estado), en el
ámbito interno dejarán de "estar vigentes" y ya no se aplicará el art. 5º de la Constitución.
Según una posición intermedia, a nuestro juicio más razonable, los tratados internacionales
sobre derechos humanos tienen un valor superior a la ley pero inferior a la Constitución.
Más abajo de los decretos supremos, están los decretos o resoluciones de los Ministros y
demás autoridades de la Administración del Estado. La ley Nº 19.880, las conceptualiza
diciendo que "las resoluciones son los actos de análoga naturaleza que dictan las autoridades
administrativas dotadas de poder de decisión" (art. 3.5). El Tribunal Constitucional ha resuelto
que es inconstitucional una resolución ministerial si se comprueba que por su naturaleza es un
decreto que no ha sido firmado por el Presidente de la República (sentencia de 11 de enero
de 2007, rol Nº 591-2006).
Reciben el nombre de "instrucciones" las comunicaciones que los jefes de servicio imparten
a sus subordinados sobre la forma de aplicar una disposición legal o reglamentaria. Cuando
van dirigidas a un gran número de funcionarios, se les denomina: "circulares". Las circulares
del Servicio de Impuestos Internos que indican cómo deben entenderse las normas tributarias,
presentan especial interés no sólo para los funcionarios de ese servicio, sino para los
ciudadanos a quienes se aplicarán los criterios interpretativos al momento de la recaudación
de los impuestos.
Existe una multiplicidad de normas que no se ajustan a ninguna de las anteriores fuentes,
por ejemplo, las que provienen de las atribuciones que la Constitución y la ley otorgan a las
Municipalidades y a los Alcaldes como autoridades públicas. Se habla así de decretos
alcaldicios y de ordenanzas municipales.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: AMUNÁTEGUI REYES, Miguel Luis, "Definición de la ley", en RCF, t. VII (1891), N° 5,
pp. 273- 276; FABRES, Clemente, "La ley. Notas de don Clemente Fabres" [editadas por Santiago Lazo],
en RDJ, t. 39, sec. Derecho, pp. 108-116; OJEA, Julio R., "Misión del jurista en la elaboración de la ley. Los
institutos legislativos", en RDJ, t. 39, sec. Derecho, pp. 69-82; GONZÁLEZ ECHENIQUE, Javier, "Notas sobre
algunas definiciones legales de la ley", en Tomás P. Mac Hale y Jaime del Valle A. (compiladores), Estudios
en honor de Pedro Lira Urquieta, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1970, pp. 59-66; CLARO SOLAR, Luis,
"Los decretos leyes y el recurso de inaplicabilidad que establece el artículo 86 de la Constitución", en RDJ, t.
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encuentro (o el quiebre) de dos tradiciones en la modernidad temprana: anotaciones acerca del concepto de
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1. La costumbre
La costumbre es la fuente del Derecho más popular y democrática, ya que surge del actuar
de los mismos ciudadanos. Puede definírsela como la regla de Derecho que surge de la
reiteración, constante, continuada y uniforme de una determinada conducta por parte del todo
o parte de la comunidad con la convicción de estar obrando bajo un imperativo jurídico.
La costumbre, para que pueda ser fuente de Derecho, debe abandonar su estatus de mero
hecho o comportamiento fáctico, y elevarse a la categoría de regla jurídica, para lo cual
deberá cumplir, al igual que las demás normas, con el requisito de la racionalidad. La
racionalidad impedirá que reclame el estatus de costumbre como fuente un comportamiento
social contrario a la justicia natural o a la dignidad y derechos fundamentales de las personas,
por muy generalizado y continuado que sea.
Se observa que toda costumbre presenta dos elementos fundamentales, uno objetivo y otro
subjetivo. El elemento objetivo está constituido por la repetición de ciertos actos en la
sociedad por un largo espacio de tiempo. Si se da este elemento, se dice que estamos frente
a un uso social. Por ejemplo, las personas suelen saludarse cuando se conocen o hacer
regalos para el aniversario del nacimiento.
Pero con el solo uso social no puede decirse que haya una costumbre como fuente del
Derecho. Es necesario un elemento subjetivo que la equipare a las demás fuentes jurídicas: la
idea de que la realización de la conducta es debida en razones de justicia, es exigible e
imperativa no sólo por las modas o convencionalismos sociales, sino por el Derecho. Este
convencimiento de los que obran se le denomina la "opinio iuris". Se necesita acreditar que el
comportamiento social es reiterado, y seguido por la opinión compartida de estar obrando
conforme a Derecho.
Cuando concurre la opinio iuris, estamos ante un caso de costumbre; cuando ella falta,
podemos tener un uso social.
b) Clases
La costumbre, como fuente del Derecho, admite varias clasificaciones, según diversos
puntos de vista.
Desde antiguo se clasifica la costumbre en tres clases: 1º) Costumbre "secundum legem", si
la costumbre establece una regla compatible y complementaria a la de la fuente legal: 2º
Costumbre "praeter legem", si la costumbre establece una regla ante un vacío o ausencia de
normativa legal; y 3º) Costumbre "contra legem", si la costumbre establece una regla contraria
e incompatible con la disposición de la fuente legislada.
¿Qué tipo de costumbre acoge el sistema jurídico como fuente del Derecho? Esta respuesta
depende de cada sistema y de cómo se configura el sistema de fuentes.
La costumbre puede ser nacional o local. Es general aquella que se practica en todo el
territorio del Estado, mientras que es local la que es propia de una localidad o región. El art. 4º
del Código de Comercio hace expresamente la distinción. El Código Civil, en varios artículos,
menciona a la costumbre "del país", lo que debe entenderse como del lugar o localidad y no
de toda la nación.
La globalización puede dar lugar a costumbres que traspasen las fronteras de un Estado y a
que se configuren costumbres supranacionales. En el Derecho internacional, y sobre todo en
materia de comercio internacional, la costumbre es una de las fuentes más gravitantes.
De allí que desde la codificación se haya otorgado a los códigos, Civiles y de Comercio, el
cometido de establecer cuál es la fuerza obligatoria que se reconocerá a la costumbre. Pero
esto presupone ya, desde la partida, que la ley (el Código) tiene la potestad de conceder
fuerza a la costumbre, ya que ésta no la tendría por sí misma. Por eso, en estricta lógica no
puede decirse que la costumbre no es fuente del Derecho porque la ley no la reconoce, ya
que la ley no puede zanjar el problema de la prelación de fuentes, y bien podría uno señalar
que la costumbre prima y deroga ese desconocimiento legal de ella misma.
Incluso algunos autores, como Claro Solar, sostienen que la norma sólo se refiere a los
usos sociales, de modo que la costumbre propiamente tal nunca constituye derecho en
nuestro sistema. Esto no parece acertado. El codificador habla de costumbre, con plena
conciencia del contenido que la ciencia jurídica atribuye a esa noción. Además, la vacilación
de que dan cuenta los proyectos revela que no se trataba sólo de usos sociales sino de la
costumbre como fuente del Derecho. La misma colocación de los artículos: el primero para la
fuente privilegiada: la ley, el segundo para una fuente complementaria: la costumbre, y el
tercero: para una fuente relativa, la sentencia, es un signo manifiesto de que se refiere a la
costumbre como fuente del Derecho.
Entendemos que la costumbre tendrá valor jurídico, en nuestro sistema civil, toda vez que
se llegue a la conclusión de que la ley ha implícitamente consentido o tolerado que, sobre
alguna situación o realidad, sean los propios particulares a través de su comportamiento los
que regulen la materia. No es necesaria, por tanto, una remisión expresa y directa a la
costumbre o a algún tipo de costumbre.
El reconocimiento mezquino que tiene la costumbre en el art. 2º del Código Civil es sin
embargo compensando por la remisión amplia que el mismo Código Civil realiza a la
costumbre en materia de contratos. El art. 1546 del Código Civil dispone que los contratos
obligan a todas las cosas que "por la ley o la costumbre" pertenecen a la obligación. Es decir,
en materia contractual rige la costumbre "praeter legem" y no solo la "secundum legem",
gracias a esta remisión abierta que se contiene en esta norma.
Las normas que se suelen citar como aplicaciones del art. 2º del Código Civil, en realidad no
son más que ejemplos de la disposición del art. 1546 del mismo Código, es decir, supuestos
en los que la costumbre integra la regulación de un contrato. Así, en forma general, se
dispone que las cláusulas de uso común se presumen, aunque las partes no las hayan
expresado (art. 1563 CC). La costumbre puede ser utilizada para interpretar diversos aspectos
del contrato de arrendamiento, como las reparaciones locativas (las que debe hacer el
arrendatario: art. 1940 CC); el pago del precio o renta por parte del arrendatario (art. 1944 CC)
y el plazo de vigencia del contrato (arts. 1951 y 1954 CC). Se contempla también la costumbre
para determinar cuándo existe una venta al gusto o a prueba (art. 1823.2º CC) o para fijar la
remuneración del mandatario (art. 2117 CC).
Sólo un caso queda fuera de la órbita del contrato: es el del art. 1198 del Código Civil que,
para efectos de determinar las legítimas sucesorias, habla de "regalos de costumbre" como
los presentes hechos a un descendiente con motivo de su matrimonio. Pero aquí sí podemos
encontrarle razón a Claro Solar, que se usa la expresión costumbre más como uso social que
como fuente del Derecho.
f) Prueba de la costumbre
Se dice que la costumbre constituye una excepción al principio de que en juicio el Derecho
no se prueba, ya que el juez lo conoce: iura novit curia. En realidad, esto no es tan así, ya que
si se discute sobre si una ley ha sido o no promulgada y publicada, deberá probarse en el
respectivo juicio. Lo que sucede es que normalmente las partes no controvierten la existencia
de los hechos formadores de la ley y sólo disienten en cómo debe interpretarse y aplicarse al
caso. Ello es así por cuanto el Estado ha procurado medios de certificación pública de la
existencia y vigencia de las fuentes legisladas, los que no pueden aplicarse a fuentes como la
costumbre cuyas formas de constitución son desformalizadas y espontáneas. De allí que,
cuando se trate de la costumbre, haya que probar los hechos que la conforman, de los cuales
se extraerá la regla que se aplicará como fuente jurídica. Pero se reconoce que, si se trata de
hechos notorios, el juez puede considerarla aplicable de oficio.
Para el Derecho comercial, el Código de Comercio previó reglas especiales para probar
indirectamente la costumbre. La parte que invoca la costumbre debe probarla por uno de los
dos siguientes medios: 1º por un testimonio fehaciente de dos sentencias que, aseverando la
existencia de la costumbre, hayan sido pronunciadas conforme a ella, o 2º por tres escrituras
públicas anteriores a los hechos que motivan el juicio en que debe obrar la prueba (art. 5º
CCom). En materia de comercio marítimo, la reforma de la ley Nº 18.680, de 1988, flexibilizó la
prueba de la costumbre al aceptar que, además de las formas previstas en el art. 5º, pueda
probarse por informe de peritos (art. 825 CCom).
La carga de la prueba recaerá en la parte que quiera invocar la costumbre como fuente de
Derecho en apoyo a su pretensión, sin perjuicio de la facultad del juez de aplicarla de oficio si
consta de hechos notorios. Pensamos que a esto se refiere el art. 5º del Código de Comercio
cuando dispone que se deberá probar la costumbre por los medios ya señalados, "no
constando a los juzgados... la autenticidad de la costumbre".
La sentencia judicial es el acto por el cual un tribunal aplica el Derecho a un caso particular.
La esencia de la función judicial consiste en determinar la aplicación del Derecho a un caso
particular en que hay contienda entre partes o puede potencialmente haberla.
Las sentencias pueden ser definitivas o interlocutorias. Las definitivas son las que ponen fin
a la instancia decidiendo la cuestión controvertida. Las interlocutorias no ponen fin a la
instancia sino que deciden algún punto importante para la prosecución del juicio (cfr. art. 158
CPC).
3º) Resolutiva: Está constituida por la decisión del asunto controvertido (cfr. art. 170 CPC).
La eficacia negativa es la que evita que el pleito pueda ser revivido. No puede volver a
juzgarse nuevamente lo que ya ha sido objeto de una sentencia pasada en efecto de cosa
juzgada. Es una limitación de la justicia, en aras de la seguridad jurídica y de la paz social. La
eficacia negativa será invocada normalmente como excepción y se opondrá a la demanda que
pretenda volver a someter al juez el asunto ya fallado.
De acuerdo al efecto negativo, se distingue entre cosa juzgada material y cosa juzgada
formal. La verdadera cosa juzgada se produce cuando se da la llamada cosa juzgada material,
es decir, cuando la sentencia firme no puede ser revisada en ningún otro juicio, de cualquier
naturaleza.
En cambio, en la cosa juzgada formal la sentencia que se da en un tipo de proceso especial
no puede ser revocada por otra sentencia en el mismo proceso, pero sí por una sentencia en
juicio ordinario. El ejemplo típico es el de la sentencia que desecha la denuncia de obra
ruinosa (cfr. art. 576 CPC a contrario sensu).
Para que proceda el efecto negativo de la cosa juzgada, se requiere que ambos procesos:
el fallado por la sentencia firme, y el que se intenta reabrir, coincidan en tres elementos. De
allí que se hable de la triple identidad de la cosa juzgada. Estas identidades son:
1º Identidad legal de personas: Las partes deben ser "legalmente" (no físicamente) las
mismas. Habrá identidad entre un causante y su heredero, aunque sean personas físicamente
distintas; en cambio, no la habrá si una persona comparece primero como representante de
otra y luego a nombre propio (hay identidad física, pero no legal). Debe tenerse en cuenta
que, por excepción, hay sentencias que despliegan efectos erga omnes (por ejemplo, en
materia de estado civil).
2º Identidad de cosa pedida: Los autores dicen que se trata del "beneficio jurídico que se
persigue por el litigante". No es la identidad material de la cosa, sino el derecho o beneficio
que se reclama en ella. Así no hay identidad de cosa si en el primer juicio se juzgó si el
demandante era dueño de un fundo, y ahora se demanda que es usufructuario. La cosa es la
misma, pero el derecho o beneficio solicitado es diverso.
Se conoce como jurisprudencia la regla de derecho que puede extraerse de una serie de
sentencias que fallan en el mismo sentido casos similares. La jurisprudencia se conforma no
sólo con la decisión de ciertos casos en el mismo modo, sino con la razón jurídica o los
fundamentos de derecho en los que se apoya la decisión. Es una manera de interpretar las
otras fuentes del Derecho que produce una nueva regla jurídica.
No hay criterios fijos, en nuestro sistema, sobre cuántas sentencias y de qué tribunales
producen jurisprudencia.
A veces la regla no es clara, y se dice que la jurisprudencia no está afirmada, o incluso que
es contradictoria, o mayoritaria, pero con excepciones.
En el sistema del Common Law la jurisprudencia es entendida como una fuente formal de
Derecho. El precedente, es decir, la forma en que un tribunal falló un caso es considerada
vinculante para decidir un caso que presenta los mismos hechos jurídicamente relevantes.
Habiendo esa coincidencia de casos, no puede haber una decisión diversa. Por eso, en
cualquier juicio las partes invocan sentencias anteriores que alegan son precedentes de la
cuestión que se juzga actualmente. No obstante, no se trata de un procedimiento automático,
ya que los elementos jurídicamente relevantes de los casos son siempre interpretables y, de
este modo, un juez que desee impartir justicia de modo diferente a como lo hizo la sentencia
anterior, sólo debe justificar que el caso que él decide es de algún modo distinto de aquel en
que se basó el precedente.
En otros países del sistema codificado, se considera que las sentencias de casación del
Tribunal Supremo son obligatorias para los tribunales inferiores. Son fuentes de Derecho cuya
infracción es causal del recurso de casación en el fondo y permite anular la sentencia. Así
sucede en España.
Lo anterior debe matizarse con la observación de que si bien en teoría los fallos anteriores
no vinculan al juez, en la práctica, las sentencias de los tribunales superiores tienden a
uniformar el sentido de los fallos. En efecto, si un juez de primera instancia ve que su
sentencia ha sido revocada por la Corte de Apelaciones, porque ésta asume una
interpretación distinta de la ley, en los próximos casos tenderá a acoger ese criterio para evitar
que sus fallos sean revocados. Lo mismo sucederá con las Cortes de Apelaciones en relación
con la jurisprudencia que siente la Corte Suprema como tribunal de casación.
En todo caso, ambos sistemas, aunque en apariencia diferentes, se acomodan para obtener
resultados similares. El nuestro considera a la fuente legislada como la fuente primordial, y de
allí que se piense que dar fuerza obligatoria a los fallos, si bien puede ser más compatible con
el principio de igualdad, represente peligros para la certeza jurídica y la predictibilidad de las
decisiones judiciales. Por otro lado, la flexibilidad de los jueces para dar soluciones distintas a
casos parecidos puede ser también una fuente de dinamismo y de renovación de las doctrinas
judiciales.
Lo que sí parece cierto es que todo tribunal debiera tener muy claro cuál ha sido su línea
jurisprudencial, de manera de que si va a cambiar el fundamento de alguna decisión, lo
justifique debidamente en atención a las características del caso y las nuevas circunstancias
que puedan concurrir. Una mayor publicidad, difusión y crítica de los fallos judiciales,
especialmente de los tribunales superiores, sería un gran avance en la valoración de la
jurisprudencia, que, aunque no se constituya en fuente formal de Derecho, es claramente un
ingrediente esencial de todo sistema jurídico.
Por la antigua institución del "referimiento al legislador", se permitía que un juez ante la
duda de cómo resolver un caso, consultara directamente a quien tenía la autoridad legislativa
y fallara conforme a lo que ésta dispusiere para el caso concreto. Ya durante la República esta
posibilidad se eliminó, permitiendo al juez fallar, a falta de ley, conforme a la costumbre o la
equidad.
La importancia de esta misión, que debería ser entendida como una petición al Presidente
de la República para que, en su rol de colegislador, adopte las medidas para corregir la
legislación, ha sido reducida por el Código Orgánico de Tribunales, a un discurso del
Presidente de la Corte Suprema que debe emitirse el primer día hábil de marzo (art. 102. 4º
COT). Se convierte así en una parte de un discurso de inauguración del año judicial
pronunciado por una autoridad unipersonal, muchas veces omitida por razones de tiempo, y
relegada a un documento escrito que casi no se lee. No hay tampoco herramienta jurídica
alguna para obligar al Poder Ejecutivo que al menos responda las pocas observaciones que le
son formuladas año a año.
No es raro, entonces, que estos discursos hayan tenido poco o ninguna eficacia en el
mejoramiento del orden legal, frustrándose la encomiable finalidad que tenía la disposición
original del art. 5º del Código Civil.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: HERNÁNDEZ IGLESIAS, Fermín, "El derecho consuetudinario y la codificación", en RDJ t.
1, sec. Derecho, pp. 242-244, 268-276, 296-308; BUTRÓN FIRPO, Roberto, Fuentes de los artículos de los
párrafos 1º y 2º del Código Civil, en RDJ t. XV (1918), pp. 79-88; ILLANES BENÍTEZ, Osvaldo, "El Juez y la ley",
en RDJ, t. 28, Derecho, pp. 154-164; t. 29, Derecho, pp. 18-59; SILVA FERNÁNDEZ, Pedro, "El arbitrio judicial
ante el Código Civil", en RDJ, t. 38, Derecho, pp. 128-132; LEÓN HURTADO, Avelino, "Valor de la
jurisprudencia", en RDJ, t. 56, Derecho, pp. 164-168; CORRAL TALCIANI, Hernán, "Las notas a fallos judiciales
en los primeros veinte años de la Revista de Derecho y Jurisprudencia (1903-1923), en Revista Chilena de
Derecho, vol. 27 (4), 2000, pp. 635-638; TOLEDO TAPIA, Fernando, "La opinio juris como elemento psicológico
de la costumbre", en Revista Chilena de Derecho 17, 1990, pp. 438-508; GUZMÁN BRITO, Alejandro, "El
fundamento de validez de la costumbre como fuente de Derecho", en Revista Chilena de Derecho 22, 1995, 3,
pp. 623-638; GALAZ RAMÍREZ, Sergio, "Remisiones a la costumbre en el Código Civil chileno", en Pizarro,
Carlos (coord.), Estudios de Derecho Civil IV, LegalPublishing, Santiago, 2009, pp. 17-29; PEÑAILILLO
ARÉVALO, Daniel, "Sobre el artículo 5º del Código Civil", en Revista de Derecho (Universidad de Concepción),
171-172, 1982, pp. 93-102; ROMERO SEGUEL, Alejandro, La jurisprudencia de los tribunales como fuente del
Derecho. Una perspectiva procesal, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 2004.
1. La equidad
El concepto de equidad se relaciona con una forma más afinada y casuística de la justicia.
La teoría de la equidad proviene de Aristóteles, quien distingue la justicia según la ley (lo justo
legal) y la justicia según la equidad (epikeia, es el término griego que utiliza). La ley, por
tratarse de una norma general y anticipada, no puede tener en cuenta las particularidades de
los múltiples casos de la vida real que podrían caer bajo su normativa. El legislador
necesariamente debe disponer siguiendo un tipo abstracto de caso, fijando un mínimo de
características relevantes. El orden social exige que la ley se aplique a todos esos casos,
aunque ellos presenten particularidades y singularidades que el legislador no pudo ni debió
prever. La aplicación de esta ley a esos casos, es una forma de justicia según la ley: lo justo
legal.
Pero en ocasiones el juez puede encontrar que, de aplicarse la ley a un caso no previsto por
el legislador, se produciría un resultado injusto, que probablemente no hubiera sido querido
por el legislador si hubiera podido prever la ocurrencia de ese caso al disponer la ley general.
Por ejemplo, si el legislador dispone una prohibición bajo multa a todos los que ingresen con
animales a un medio de transporte público de personas, y el juez se pregunta si debe aplicar
dicha ley al ciego que ingresó al metro con su perro lazarillo. Aquí surge el concepto de
equidad, como una justicia más perfecta que la lograda a través de la aplicación general de la
ley. La equidad es una justicia que se adecua, se "ajusta" más a los rasgos del caso. La
solución más equitativa en el caso propuesto no es la condena por el hecho de que el
legislador no exceptuó a los perros lazarillos, sino la absolución porque, lo más probable, es
que si el legislador hubiera previsto el caso, lo hubiera exceptuado.
Por eso se define la equidad como la justicia aplicada al caso concreto, que supera la
simple justicia general de la ley.
Pero no debe confundirse la equidad con la sensación o intuición de justicia que pueda
tener el juez, ni tampoco con el capricho o la mera discrecionalidad. La equidad es una forma
de prudencia razonada y debe ser adecuadamente fundada. No puede el juez apelar a la
equidad para dar paso a decisiones basadas en la emotividad, la mayor o menor simpatía con
una posición, en sus gustos y preferencias personales (incluso éticas o morales). Esto
conduciría al decisionismo judicial y a una anarquía en el sistema de fuentes (a lo que Max
Weber llamaba "justicia del cadí", caracterizada por sentimientos subjetivos de equidad y
justicia que no son racionales).
La equidad debe ser una equidad culta e informada de los criterios y reglas de la ciencia y el
arte del Derecho. Debe ser una equidad jurídicamente sustentada, una equidad culta. Por ello,
difícilmente la solución equitativa podrá surgir de la nada o del intelecto creativo de algún juez,
sino más bien del estudio de las reglas, máximas, aforismos y soluciones de casos que
proporciona la cultura jurídica universal. Con razón, se ha sostenido que muchas veces la
equidad podrá encontrar su fundamento en el Derecho romano, que fue un sistema de
soluciones de casos particulares.
Por otro lado, hemos de advertir que la particularidad de la equidad, es decir, su adecuación
al caso singular que se pretende resolver, no debe descuidar la vocación de generalidad que
toda solución jurídica debe tener si pretende ser realmente justa. Es decir, el juez al diseñar su
sentencia basada en la equidad debe ser capaz de enunciar una regla que debiera servir no
sólo para dar respuesta al caso particular que está juzgando (y que ha caído fuera de la
generalidad de la ley), sino una que potencialmente sea adecuada para resolver en el futuro
otros casos que presenten las mismas características especiales. Así, por ejemplo, el juez que
absuelve al ciego por ingresar con su perro lazarillo a un transporte público de vulnerar la ley
que prohíbe a los animales, debe hacerlo a plena conciencia de que está enunciando una
regla de equidad que habrá de aplicar a otras situaciones en las que se presenten las mismas
características sustanciales: una persona ciega acompañada de su perro guía en un medio de
transporte público.
Muy relacionada con la equidad está la fuente de Derecho que suele denominarse principios
jurídicos, o también principios generales del Derecho (esta expresión proviene del Código
Albertino de 1842 y fue consagrada por el Código Civil italiano de 1865, desde la cual hizo
fortuna).
La idea de que en el ordenamiento jurídico no sólo existen normas legales sino también
reglas de mayor generalidad y flexibilidad, criterios o estándares normativos, que a pesar de
no poseer la forma de los preceptos legislados, son tenidos en cuenta por los jueces a la hora
de solucionar los casos particulares, fue una forma de superar el positivismo legalista del siglo
XIX, y hoy día es una cuestión casi incontrovertida.
Incluso algunos códigos reconocen expresamente a los principios como fuentes. Por
ejemplo, el Código Civil suizo, de 1907, acoge como fuente "les règles du droit", el Código
Civil español, reformado en esta parte en 1974, dispone que "las fuentes del ordenamiento
jurídico español son la ley, la costumbre y los principios generales del derecho" (art. 1º). El
Código Civil peruano, de 1984, dispone que los jueces en caso de defecto o deficiencia de la
ley, deben aplicar los principios generales del derecho y, preferentemente, los que inspiran el
Derecho peruano (art. VIII, título preliminar).
La teoría de los principios generales del Derecho ha tenido una nueva reformulación y
reforzamiento por la obra de destacados filósofos del Derecho que, aunque no siendo
partidarios explícitamente de la tradición del Derecho natural, intentan explicar más
auténticamente la realidad jurídica que las concepciones positivistas. Así se sostiene que junto
con las normas existen los principios jurídicos que sirven al juez para llegar a una respuesta
correcta a los llamados casos difíciles. Los principios se diferenciarían de las normas en que
su aplicación no se resuelve en términos extremos de sí o no, sino en grados de optimización.
Es el pensamiento de autores como Ronald Dworkin (1931-2013) y de Robert Alexis (1945- ).
La verdad es que los principios jurídicos han existido desde siempre como criterios diversos
de las formulaciones legales formales. En Derecho romano existían las llamadas reglas del
Derecho, que se expresaban en aforismos y adagios, que todo buen jurista sabía utilizar. El
Digesto contiene un título dedicado a ellas: "De diversis regulis iuris" (D. 50.17). Aquí se
encuentran reglas que todavía usamos como: el que puede lo más puede lo menos (D.
50.17.21), el consentimiento constituye las nupcias (D. 50.17.30), las cosas de deshacen
como se hacen (D. 50.17.35), nadie puede transferir más derechos que los que tenga (D.
50.17.54), nadie puede ir contra sus propios actos en perjuicio de otro (D. 50.17.75), lo
especial prevalece sobre lo general (D. 50.17.80), lo que abunda no daña (D. 50.17.94), en el
todo se contiene la parte (D. 50.17.113), en iguales condiciones se prefiere al poseedor (D.
50.17.128), no todo lo lícito (legal) es honesto (ético) (D. 50.17.144), el que ejerce su derecho
a nadie ofende (D. 50.17.155 § 1), a lo imposible nadie está obligado (D. 50.17.185), en
derecho toda definición es peligrosa (D. 50.17.202), nadie puede enriquecerse sin causa en
perjuicio de otro (D. 50.17.206).
De aquí surgen principios que están plenamente vigentes y que han sido recogidos por
nuestra doctrina y jurisprudencia, como el principio de buena fe, el principio de que nadie
puede aprovecharse de su propio dolo, el principio de que nadie puede actuar contra sus
propios actos, el principio de que no se admite el enriquecimiento sin causa.
No sólo en Derecho civil son importantes los principios sino en todas las ramas del Derecho.
Por ejemplo, en el Derecho penal moderno es esencial el principio de nullum crimen nulla
poena sine legem; en el Derecho Procesal, el principio de la bilateralidad de la audiencia y del
debido proceso, en el Derecho público, el principio de legalidad o de juridicidad.
Existen hoy muchos principios que son acogidos por mención expresa de las fuentes
legisladas. Por ejemplo, la Constitución es una gran cantera de principios que inspiran todo
nuestro orden jurídico, como la dignidad humana, la protección de la familia, la servicialidad
del Estado, la autonomía de los grupos intermedios, la libertad personal, la probidad y
transparencia, etc. También los tratados internacionales sobre derechos humanos son
pródigos a la hora de explicitar principios, más que indicar preceptos normativos; por ejemplo,
tenemos el principio de personalidad, según el cual debe reconocerse personalidad jurídica a
todo ser humano, el principio de no discriminación arbitraria contra la mujer o el principio del
interés superior del niño.
La equidad y los principios jurídicos están muy ligados entre sí, ya que muchas veces la
solución equitativa de un caso pasa por la aplicación a él de un principio general. Es decir, la
equidad puede fundamentarse, y ordinariamente así sucederá, en uno o más principios
jurídicos.
Lo corriente para determinar si la equidad o los principios jurídicos tienen el valor de fuente
del Derecho es ver en qué medida ellos son recogidos como tales por las fuentes legisladas,
es decir, por la ley. Pero, como hicimos ver respecto de la costumbre, esta solución presupone
la idea de que la ley prevalece sobre las demás fuentes, lo que no puede fundarse, a riesgo
de incurrir en un círculo vicioso, en la misma disposición de la ley.
El art. 24 del Código Civil no se refiere expresamente a los principios jurídicos, sino al
"espíritu general de la legislación", pero los autores y la jurisprudencia han entendido que en
esa expresión quedan perfectamente identificados, tanto los llamados principios
intrasistemáticos (que se derivan de las normas legisladas) como los extrasistemáticos (que
informan desde fuera ese espíritu y lo hacen general). La equidad es expresamente
denominada con el apellido de "natural", que se opone aquí a positivo. Por su parte, el art. 170
Nº 5 del Código de Procedimiento Civil alude a "los principios de equidad", con lo que parece
hacer una mención conjunta a los principios jurídicos y a la equidad que, como hemos dicho,
frecuentemente van enlazados.
El art. 24 del Código Civil podría estimarse impertinente, ya que no se dedica a mencionar
fuentes del Derecho, sino más bien a disponer reglas para el proceso interpretativo que debe
hacer el juez respecto de leyes defectuosas. En último lugar, cuando no pudieren aplicarse las
reglas de interpretación precedentes, el juez debe acudir al espíritu general de la legislación y
a la equidad natural. Pero la doctrina y la jurisprudencia, con razón, han ampliado el sentido
de la disposición para aplicarla también al proceso de integración de las leyes, es decir, a la
búsqueda de una solución cuando un caso no está comprendido en la disposición de las
leyes, y se produce un vacío o laguna legal. Digamos que su texto ayuda a darle este sentido,
ya que dispone que la equidad y el espíritu general se aplicarán justamente "en los casos a
que no pudieren aplicarse las reglas de interpretación precedentes" y para dilucidar la solución
en caso de "pasajes" de una ley no sólo obscuros sino "contradictorios". Habiendo una
contradicción de disposiciones legales, que no pueda ser resuelta por los criterios de
especialidad o temporalidad, se neutralizan entre sí y se produce un vacío legal.
Más claro para llegar a esta solución es el art. 170 Nº 5 del Código de Procedimiento Civil
que dispone que las sentencias judiciales deben contener: "La enunciación de las leyes, y en
su defecto de los principios de equidad con arreglo a los cuales se pronuncia el fallo". En el
mismo sentido, el Código del Trabajo señala que la sentencia del juez que resuelva un juicio
en este ámbito debe contener "los principios de derecho o de equidad en que el fallo se funda"
(art. 459.5º CT).
Los textos legales no permiten que los principios o la equidad sean invocados por el juez
para dejar sin aplicación una ley o corregir o enmendar la ley. Sólo pueden ayudar para
interpretar la ley o para suplirla. Existe una situación, sin embargo, en que es posible corregir
o desechar la ley para aplicar la equidad y los principios; se trata del juez árbitro arbitrador.
Cuando las partes han dado este carácter al árbitro, él está obligado a fallar "obedeciendo a lo
que su prudencia y la equidad le dictaren" (art. 223.3 COT), de modo que su fallo deberá
contener "las razones de prudencia o equidad que sirven de fundamento a la sentencia" (art.
640.4º CPC). A ella se puede añadir el supuesto del juez que liquida la sociedad conyugal
(normalmente también un árbitro, aunque puede ser de derecho), al que la misma ley ordena
aplicar "de acuerdo a la equidad natural" el precepto que obliga a reajustar las recompensas
que puedan deberse la sociedad y los cónyuges (art. 1734.2 CC; otras normas hablan de
actualización "prudencial" del valor de un bien: arts. 1185.1 y 1792-13.1 CC).
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: ALCALDE RODRÍGUEZ, Enrique, Los principios generales del Derecho. Su función de
garantía en el derecho público y privado chileno, 2ª edic., Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago,
2016; NIÑO TEJEDA, Eduardo, "Los principios generales del Derecho en el Código Civil chileno y en el Código
español", en Revista de Derecho (P. Universidad Católica de Valparaíso) 7, 1983, pp. 47-70; RÍOS ÁLVAREZ,
Lautaro, "Dos reflexiones acerca de los principios generales del Derecho" en Revista de Derecho (Universidad
de Concepción) 181, 1987, pp. 17-34; TERRAZAS PONCE, Juan David, "Algunas consideraciones sobre los
principios generales del Derecho y un breve análisis de su aplicación en el ordenamiento jurídico chileno",
en Revista de Derecho (Universidad Católica del Norte) 11, 2004, 1, pp. 133-159; QUINTERO FUENTES, David,
"Definiciones, principios y naturalezas jurídicas como técnicas de justificación en Derecho Civil", en
Departamento de Derecho Privado U. de Concepción (coord.), Estudios de Derecho Civil V, AbeledoPerrot,
Santiago, 2010, pp. 15-27.
La ciencia jurídica del Derecho Civil, como hemos visto, se inauguró con las opiniones y
textos de los juristas romanos, que no eran propiamente jueces (este papel lo desempeñaba
el pretor) ni tampoco abogados, sino expertos o peritos en jurisprudencia (la ciencia del
Derecho) que, al ser consultados, emitían una opinión autorizada. Era su prestigio profesional
el que avalaba la respuesta.
El Derecho común medieval fue en gran parte un Derecho de juristas, ya que los textos
romanos, conservados en el Corpus Iuris, se aplicaban a la realidad vigente por medio de la
interpretación de glosadores, comentadores, humanistas, etc. Por cierto, este fárrago de
opiniones, a veces muy alambicadas y retorcidas, suscitó en parte la reacción contraria contra
la doctrina de los autores, que desemboca en el movimiento de la codificación.
Los códigos, sin embargo, no pudieron evitar que la dogmática reviviera, ahora para
comentar los textos codificados. Se comenta la decepción que tuvo Napoleón cuando le
mostraron el primer comentario doctrinal del Code elaborado por Jacques de Maleville (1741-
1824): "Mon code est perdu!" (Mi código está perdido), habría expresado el Primer Cónsul.
La codificación no hizo prescindible y superflua la dogmática, sino que le dio una nueva
forma de expresarse.
En los tiempos actuales, la doctrina busca independizarse hasta cierto punto de los códigos,
reconociendo que estos son una fuente más, pero no la única ni la más importante. Las
exigencias de la Constitución, de los tratados internacionales, de las leyes especiales, de las
costumbres y de los principios jurídicos, deben ser tomadas en cuenta por una dogmática que
quiera ser fiel a su papel social de contribuir al continuo y progresivo perfeccionamiento y
renovación del orden jurídico.
La Dogmática constituye la doctrina civil que es generada por los estudiosos del Derecho,
los que muchas veces se dedican en forma total o parcial a la enseñanza y a la investigación
en las Facultades de Derecho. Sus opiniones e interpretaciones del Derecho vigente, se
reflejan en textos escritos de diverso género: tratados (donde analizan en profundidad y de
manera extensa toda una materia o disciplina), los cursos o manuales (libros dedicados
principalmente a la enseñanza), monografías jurídicas (libros dedicados a una institución o
figura particular que es analizada de manera completa) y artículos de revista (que de manera
breve proponen una interpretación o análisis de un aspecto particular de una institución o
realidad jurídica).
Tampoco existe un listado de autores que sean reconocidos como oficiales. El valor de sus
opiniones, como sucediera otrora en Roma, depende sólo de su prestigio y de la calidad y
sensatez con que son reconocidas por el mundo forense.
Por cierto, la doctrina tiene también incidencia en la redacción y modificación de las leyes,
ya que el legislador suele tomar en cuenta las críticas y comentarios que los autores hacen de
las normas aprobadas.
Un esbozo de la dogmática civil chilena, debe recordar el nombre del primer civilista del
Chile indiano, oidor de la Real Audiencia de Santiago, Juan del Corral Calvo de la Torre
(1665-1737), autor de un Comentario a la Recopilación de Indias.
La entrada en vigencia del Código Civil en 1857, pronto dio lugar a la primera literatura
jurídica chilena dedicada a su explicación. Las primeras obras fueron textos de enseñanza
que recogían de modo sistemático el texto de los artículos del Código. Así, José Victorino
Lastarria (1817-1888) escribió la Instituta del Derecho Civil chileno (1863) y José Clemente
Fabres (1826-1908) las Instituciones de Derecho Civil chileno, con un primer tomo publicado
en 1863 (reimpreso en 1893) y un segundo, en 1902.
Comenzaron más tarde a aparecer libros que contenían apuntes de las clases de los
profesores más destacados. De las clases de José Clemente Fabres, otro gran civilista,
Paulino Alfonso del Barrio, publicó en 1881 y 1884 unas Explicaciones de Código Civil.
También se publicaron obras tomadas de las clases de Leopoldo Urrutia, Tomás Ramírez
Frías y Luis Claro Solar.
Algunas obras antiguas que quedaron inconclusas son las de Jacinto Chacón (1820-
1893): Exposición Razonada del Código Civil (1880) y la del jurista ecuatoriano Luis Felipe
Borja (1845-1912): Estudios sobre el Código Civil chileno (1901).
En 1899 se publicó el primer tomo del gran tratado de Derecho Civil nacional,
las Explicaciones de Derecho Civil chileno y comparado, escrito por Luis Claro Solar (1857-
1943). Es una obra magna que consta de 17 volúmenes, en los que examina, ya con criterio
sistemático (aunque siguiendo los títulos del Código) el contenido del Derecho Civil. Pese a
los esfuerzos del autor, que mantuvo su labor prácticamente hasta la hora de su muerte, el
tratado sólo alcanza a cubrir el título preliminar, las personas y la familia, los bienes, la
sucesión por causa de muerte, y la parte general de las obligaciones. Quedaron fuera las
fuentes de las obligaciones y, en especial el examen de los contratos en particular. La Editorial
Jurídica ha reimpreso dos veces la obra en una edición reunida en ocho tomos, incluyendo
un estudio inconcluso de Claro Solar sobre la prescripción (Santiago-Bogotá, 1992; Santiago,
2013).
Durante el siglo XX, se desarrollarían esfuerzos para ofrecer textos de estudio del Derecho
Civil. Alfredo Barros Errázuriz (1875-1968), editó en cinco volúmenes un Curso de Derecho
Civil, siguiendo el plan de estudios vigente en la época. Fue objeto de múltiples ediciones: la
4ª es de Editorial Nascimento (1930-1931).
El manual más curioso de nuestra doctrina civil es el que comenzó a editar Antonio
Vodanovic Halicka (1916-2005) con el título de Curso de Derecho Civil, pero atribuyendo la
autoría a los profesores Arturo Alessandri Rodríguez y Manuel Somarriva Undurraga, ya que
Vodanovic declaraba que el contenido estaba elaborado sobre la base de las explicaciones
ofrecidas en sus clases: la primera edición es de 1939-1942 en Editorial Nascimento. Pero
debe dejarse constancia que ni Alessandri ni Somarriva prestaron aprobación al texto (aunque
al parecer tampoco lo objetaron, al menos públicamente), tampoco dictaron nunca un curso en
conjunto. Cada uno de ellos daba sus lecciones por separado. Ha sido obra de Vodanovic,
según su propia declaración, el reunir las clases separadas de ambos maestros y juntarlas en
un solo texto, en el que él se presenta al principio como mero apuntador. Pero no es así, ni
siquiera en las primeras ediciones, en las que se observa que el trabajo es de la autoría
exclusiva de Vodanovic. El libro tuvo tanto éxito que se reeditó numerosas veces y fue
conocido popularmente por el "Alessandri-Somarriva", aunque es prácticamente imposible
atribuir su doctrina a uno u otro de dichos autores, que nunca aprobaron esta versión conjunta
de sus lecciones. En ediciones modernas (la última relativa a la Parte general y preliminar es
de 2015; las de los bienes y de las obligaciones son de 2016), el nombre de Vodanovic
aparece ya incluido como el tercero de los "coautores" de esta singular obra, aunque
destacable por la claridad, profundidad y extensión de sus contenidos. Un resumen de la
primera parte de obra aparece en el libro titulado Manual de Derecho Civil: Parte general y
preliminar, que ahora sin la mención de Alessandri y Somarriva publicó Vodanovic en la
Editorial Conosur y luego en LexisNexis (Santiago, 2003).
Profesores de Valparaíso han dejado huella también en la manualística. Así, don Victorio
Pescio Vargas (1902-1968) escribió un Manual de Derecho Civil, que llegó a tener cuatro
volúmenes (la primera edición es de 1948) y trata de la teoría de la ley, personas, acto jurídico
y la primera parte de bienes. Otro catedrático de la Escuela de Derecho de Valparaíso, Ramón
Meza Barros (1912-1980), escribió cuatro manuales: uno dedicado a las obligaciones, otro a
las fuentes de las obligaciones, en dos volúmenes, un tercero dedicado al Derecho de familia
y un cuarto a la Sucesión por causa de muerte y donaciones entre vivos. Se trata de obras
muy valiosas que aúnan el poder de síntesis, con la claridad expositiva y la profundidad de
argumentación en algunos puntos de mayor controversia.
Un intento por redactar una obra más ambiciosa y cercana al Tratado lo debemos a
Fernando Fueyo Laneri (1920-1992), que publicó en 1958, un Curso de Derecho Civil
Profundizado y Comparado, en dos volúmenes dedicados al Derecho de obligaciones
(Universo, Valparaíso-Santiago, 1958), otros dos dedicados a los contratos en particular y las
demás fuentes de las obligaciones, que a pesar de su nombre sólo alcanzó a contener el
examen de los contratos preparatorios (con primera edición en 1958 y una segunda en 1964)
y, finalmente, tres volúmenes dedicados al Derecho de familia (Valparaíso, Universo, 1959).
A fines del siglo XX, escasean las nuevas obras generales de Derecho civil. Quizás la más
destacable sea otro texto destinado a los estudiantes, y que reúne de un modo elegante y
sucinto toda la parte general del Derecho civil chileno. Se trata de Derecho civil. Parte general,
de Carlos Ducci Claro (Editorial Jurídica de Chile, la primera edición es de 1980). Otros
manuales están dedicados a partes especiales, como Personas: dos monografías de Alberto
Lyon Puelma editadas por Ediciones UC; Bienes: el manual de Fernando Rozas, de 1998;
Acto Jurídico: manuales de Ramón Domínguez (Teoría general del negocio jurídico, 2ª edic.,
1977, 2014), Víctor Vial (Teoría general del acto jurídico, 5ª edic. 2013) y Raúl Lecaros (El
acto jurídico en el Código Civil chileno, Ediciones UC, 1997); Obligaciones: manuales de
Víctor Vial, René Ramos y Hernán Troncoso; Derecho de Familia: manuales de René Ramos
(con 7ª edición de 2010) y de Hernán Troncoso (15ª edic., Editorial Thomson Reuters, 2014), y
Sucesión por causa de muerte: manual también de René Ramos (2008). Una obra distinta es
el Curso de Derecho Civil de Gonzalo Figueroa Yánez, publicado en dos tomos, ya que se
trata de una reunión de materiales para clases activas (lecturas seleccionadas, sentencias,
casos, cuestionarios).
A todo ello debe unirse un gran número de monografías o tratados especiales célebres,
como las de Arturo Alessandri Rodríguez (De la compraventa y de la promesa de venta,
reeditada por la Editorial Jurídica de Chile en cuatro volúmenes en 2003; Tratado de las
capitulaciones matrimoniales, de la sociedad conyugal y de los bienes reservados de la mujer
casada, Universitaria, Santiago, 1935; De la responsabilidad extracontractual en el Derecho
civil chileno, editada en 1943, y reeditada por la Editorial Jurídica en 2005); las de Manuel
Somarriva Undurraga (Tratado de las cauciones, 1943; Derecho de Familia, 1946, Indivisión y
partición, 1950, Derecho sucesorio, actualizada por René Abeliuk, en sexta edición de 2003,
en dos tomos); la de don David Stitchkin (El mandato civil, reeditado por la Editorial Jurídica,
con actualización de Gonzalo Figueroa, en 2008), las de Avelino León Hurtado (La voluntad y
la capacidad en los actos jurídicos, El objeto y La causa) y la de Arturo Alessandri Besa, La
nulidad y la rescisión en el Derecho Civil chileno, con tercera edición actualizada por Jorge
Wahl (Editorial Jurídica, 2008).
A los autores contemporáneos debemos también una buena cantidad de obras
monográficas que resultan esenciales en el estudio de la dogmática chilena. Tenemos en
primer lugar la obra de Jorge López Santa María: Los contratos. Parte general, con sexta
edición (en coautoría con Fabián Elorriaga), Thomson Reuters, 2017; la de Gonzalo Figueroa
Yáñez: El patrimonio, con tercera edición de 2008; el tratado de sucesiones escrito por los
Domínguez, padre e hijo: Derecho sucesorio, con segunda edición en tres tomos de 1998; el
tratado sobre la misma materia de Fabián Elorriaga: Derecho sucesorio, Thomson Reuters, 3º
edic., 2015; las numerosas y originales monografías de Pablo Rodríguez: De las posesiones
inútiles (1991 y 1995), Inexistencia y nulidad en el Código Civil chileno (1995), Regímenes
matrimoniales (1996), El abuso del derecho y el abuso circunstancial (1997), Responsabilidad
extracontractual (1999 y 2009), Responsabilidad contractual (2003), Instituciones de Derecho
sucesorio, en dos volúmenes con 2ª edición de 2002, Extinción convencional y no
convencional de las obligaciones, en dos volúmenes, de 2006 y 2008, Derecho del
consumidor: estudio crítico (2015); los libros de René Abeliuk: Las obligaciones, con primera
edición de 1970, la 4ª edición es de 2001; La filiación y sus efectos, 2000; la obra de Carmen
Domínguez: El daño moral, en dos tomos editados en 2000; los libros de Daniel
Peñailillo: Obligaciones. Teoría general y clasificaciones, 2003; Los bienes. La propiedad y
otros derechos reales, 2006; y el tratado de Enrique Barros: Tratado de la responsabilidad
extracontractual, editado en un solo volumen de 1.230 páginas en 2006.
Finalmente, podemos destacar los esfuerzos de Rodrigo Barcia Lehman y de Gonzalo Ruz
Lártiga. El primero ha publicado, desde 2007, cuatro tomos de un manual titulado Lecciones
de Derecho Civil chileno, y que cubren el acto jurídico (t. I), las obligaciones (t. II), las fuentes
de las obligaciones (t. III) y los bienes (t. IV). Por su parte, Gonzalo Ruz ha publicado un
manual con el título de Explicaciones de Derecho Civil, y que se compone de cinco volúmenes
(Parte general y acto jurídico, obligaciones, bienes, sucesiones y familia), publicados entre los
años 2011 y 2012.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: "Fabres don José Clemente", en RDJ, t. 5, Derecho, pp. 109-114; ELIZALDE, Rafael H.,
"Estudios sobre el Código Civil Chileno. Juicio acerca de la obra del eminente jurisconsulto ecuatoriano,
doctor Luis Felipe Borja", en RDJ, t. 10, Derecho, pp. 1-12; LIRA URQUIETA, Pedro, "Bello, jurista", en RDJ, t.
48, Derecho, pp. 77-84; SILVA FERNÁNDEZ, Pedro, "Homenaje a don Andrés Bello", en RDJ, t. 62, Derecho,
pp. 177-180; GUZMÁN BRITO, Alejandro, "El Código Civil de Chile y sus primeros intérpretes", en Revista
Chilena de Derecho 19, 1992, 1, pp. 81-88; "Bibliografía sobre Andrés Bello considerado como jurista",
en Archivio Giuridico 195, 1978, pp. 145-158; "Nuevo ensayo de una bibliografía sobre Andrés Bello
considerado como jurista (1948-1988)", en Revista de Estudios Histórico-Jurídicos 12 (1987-1988), pp. 357-
362; JESTAZ, Philipe y JAMIN, Christophe, La doctrine, Dalloz, Paris, 2004; BERNASCONI RAMÍREZ, Andrés, "El
carácter científico de la dogmática jurídica", en Revista de Derecho (Universidad Austral de Chile) 20, 2007, 1,
pp. 9-37; AMUNÁTEGUI PERELLO, Carlos Felipe, "La doctrina jurídica en Chile: un breve estudio acerca del
surgimiento de la figura del jurista en Chile y la educación universitaria", en Revista de Derecho (Universidad
Austral de Chile) 29, 2016, 1, pp. 9-2.
Para que la ley entre en vigencia se necesita que se cumplan a lo menos tres requisitos:
que la ley sea aprobada, que sea promulgada y que sea publicada. A veces, se necesita
además el transcurso de un plazo desde la publicación.
1. Aprobación legislativa
En nuestro sistema político, la ley se aprueba conforme a las normas de formación de las
leyes de la Constitución Política de la República.
Ello ocurre cuando se completan las exigencias de votación de ambas Cámaras del
Congreso Nacional y se envía el texto al Presidente de la República, y éste no lo veta; o si lo
ha hecho, cuando se envía el texto que ha sido sometido a votación después del veto. Si es
necesario el control preventivo del Tribunal Constitucional, debe esperarse que este se
pronuncie.
2. Promulgación
3. Publicación
Debe hacerse en el plazo de 5 días hábiles desde que queda totalmente tramitado el
decreto promulgatorio (art. 75 Const.).
Las formas de publicación han variado a lo largo de la historia. Hasta hace poco el medio
ordinario de publicación era la impresión en papel de un diario editado el Estado para dar
publicidad a las normas y disposiciones jurídicas. Con las nuevas tecnologías, estos diarios o
boletines se están transformando en digitales o electrónicos.
En nuestro país el Diario Oficial de la República de Chile fue creado por el Decreto Supremo
de 15 de noviembre de 1876, estableciéndose por decreto de 26 de febrero de 1877, que las
leyes, los decretos y demás resoluciones del Gobierno que se publiquen en ese diario, se
tendrán como auténticas y oficialmente comunicadas, para que obliguen a las personas y
corporaciones a quienes correspondan (con anterioridad, por un decreto de 16 de septiembre
de 1830, se publicaban las leyes y decretos en el periódico El Araucano).
No se consideró necesario modificar el Código Civil, ya que el texto del art. 6º se aviene sin
problemas a una edición en soporte papel como en soporte digital, y dado que esta última
sigue siendo un diario que aparece con la fecha del día de su edición. Por cierto, se entiende
que la inserción en dicho diario —papel y digital— debe contener el texto completo de la ley
promulgada y no sólo un extracto o resumen de sus disposiciones.
Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que el Código Civil no impone de manera absoluta
esta forma de publicación y le otorga libertad al legislador para determinar una forma distinta
de hacer pública la ley: "Sin embargo, en cualquiera ley podrán establecerse reglas diferentes
sobre su publicación..." (art. 7.3 CC). Es posible así que se ordenen formas alternativas de
publicación, que puedan ocupar otros medios de comunicación si resultan más idóneos que el
Diario Oficial para hacer llegar la ley a conocimiento de ciertas personas.
La exigencia de publicidad de las leyes, que está recogida en la Constitución (art. 75
Const.), excluye la posibilidad de que se dicten leyes enteramente secretas. Pero sí pueden
existir leyes reservadas (por razones de seguridad interior o exterior de la República) cuya
publicación se hace por medios diferentes al Diario Oficial. Pero aun en estas debe haberse
cumplido con el requisito de que quienes sean obligados por ellas hayan tenido una
posibilidad real de enterarse de su existencia y de su texto.
En ocasiones, la ley señala que ella no entrará en vigencia sino a contar de un plazo desde
que se produce su publicación. Este plazo se denomina vacatio legis o vacación de la ley.
Por regla general, la fecha de entrada en vigencia de la ley es la del Diario Oficial en que se
publica (art. 71.1 CC). La entrada en vigencia de la ley significa que es obligatoria, incluso
para quienes no la conocen. Es lo que intenta expresar el Código cuando señala que desde la
fecha de publicación en el Diario Oficial la ley "se entenderá conocida de todos y será
obligatoria". Los obligados son todos los habitantes de la República conforme al art. 14 del
Código Civil.
La fecha posterior puede fijarse en un acontecimiento futuro e incierto: por ejemplo, que
entre en vigencia otra ley que determina un nuevo procedimiento o tribunal. La vigencia de la
ley dependerá entonces de una condición.
Lo más frecuente es, sin embargo, que se suspenda la vigencia de la ley hasta el transcurso
de un plazo, es decir, hasta la llegada cierta de una determinada fecha, que puede ser fijada
por la misma ley (por ejemplo, el 30 de abril de 2018) o a través de un plazo de días, meses o
años que se cuenta desde la publicación (por ejemplo, seis meses desde la publicación).
El plazo que media entre la publicación de la ley y su entrada en vigencia se
denomina vacatio legis o vacación de la ley. Durante ella, la ley existe pero no obliga pues su
vigencia está suspendida.
Es posible que la entrada en vigencia de la ley no sea única, y que algunas partes entren a
regir en la fecha de su publicación y otras lo hagan después al cumplirse cierto plazo de
vacación legal.
Pero si nada se dice, la ley entrará por entero a regir en la fecha misma del Diario Oficial en
la que se publica.
Los ordenamientos jurídicos tienen distintas normas para identificar y ordenar sus leyes. Si
bien es costumbre que las leyes tengan un título, la denominación legal de la ley incluye dos
elementos: la fecha y el número.
Además de un número, la ley tiene una fecha. Lo dice expresamente el Código Civil: "Para
todos los efectos legales, la fecha de la ley será la de su publicación en el Diario Oficial" (art.
7.2 CC). La fecha de la ley, como elemento de su denominación, no es la de su entrada en
vigencia, sino la de su publicación en el Diario Oficial.
Así, por ejemplo, la ley Nº 19.585, de 27 de octubre de 1998, se designa así, aunque
comenzara a regir el 28 de octubre de 1999.
La Editorial Jurídica de Chile, corporación de derecho público, creada por la ley Nº 8.737, de
1947, tiene encomendada legalmente la función exclusiva de preparar y publicar las ediciones
oficiales de los Códigos de la República (ley Nº 8.828, de 1947; cf. D.S. Nº 4.862, Justicia,
1959). El Tribunal Constitucional, en un recurso de inaplicabilidad, estimó que esta
exclusividad no era contraria a la Constitución y que se justifica por favorecer la certeza
jurídica sobre la oficialidad de los textos legales. No conculca la libertad de empresa ya que
los particulares pueden editar y comercializar ediciones de los códigos basadas en la oficial
(sentencia de 23 de diciembre de 2008, rol Nº 1144-08). Cada edición oficial es aprobada por
un decreto exento del Ministerio de Justicia.
3. Textos refundidos
Esta variedad de modalidades puede dar lugar a situaciones curiosas: por ejemplo, que el
texto refundido de la Constitución Política de la República, elaborado después de la reforma
de 2005, fue aprobado por decreto supremo (D.S. Nº 100, Ministerio Secretaría General de la
Presidencia, D. Of. 22 de septiembre de 2005); mientras que el texto refundido del Código
Civil fue fijado por un decreto con fuerza de ley dictado en virtud de lo autorizado por el art. 8º
de la ley Nº 19.585, de 1998, que reformó el estatuto de la filiación (D.F.L. Nº 1, Ministerio de
Justicia, D. Of. 30 de mayo de 2000).
Tampoco hay mucha claridad sobre cómo debe seguir designándose la ley refundida, si por
su número y fecha original o por el decreto o decreto con fuerza de ley que operó la
refundición. En los dos casos anteriores, se habla de Constitución y de Código Civil, sin hacer
referencia a los decretos en los que se contiene el texto refundido. Pero en otras ocasiones el
texto refundidor ha pasado a ocupar la denominación original del texto refundido. Así, por
ejemplo, la Ley General de Urbanismo y Construcciones suele ser denominada como D.F.L.
Nº 458, de 1976, porque por este decreto con fuerza de ley se fijó su texto.
La derogación es la forma principal por la cual una ley pierde su vigencia. Se la puede
conceptualizar como la extinción de la vigencia de una ley por obra de otra posterior.
Según su extensión, la derogación puede ser total o parcial (art. 52.4 CC). Es total si la ley
es derogada en todas sus partes no subsistiendo nada de ella. Es parcial cuando son
derogadas algunas de sus disposiciones, subsistiendo en vigor el resto.
Según la forma en que se produce, la derogación puede ser expresa o tácita. Es expresa
"cuando la nueva ley dice expresamente que deroga la antigua" (art. 52.2 CC) y es tácita
"cuando la nueva ley contiene disposiciones que no pueden conciliarse con las de la ley
anterior" (art. 52.3 CC), con lo cual deja vigente todo aquello que no pugna con las
disposiciones de la nueva ley (art. 53 CC). Esto quiere decir que, al menos en tendencia, la
derogación tácita es siempre parcial: sólo hace cesar aquellas disposiciones que no pueden
conciliarse con la nueva ley.
La doctrina añade una categoría intermedia: la derogación orgánica, que se caracteriza por
la pérdida de vigor de una ley por la entrada en vigencia de una nueva ley que pretende
regular de manera completa y orgánica la materia de la ley antigua. En realidad, es una forma
de derogación tácita que tiene como característica que es total, es decir, que deroga incluso
las disposiciones que en estricto rigor no serían incompatibles con las de la nueva ley. El
Código Civil italiano la reconoce expresamente (art. 15, de las disposiciones generales). No
así el nuestro, pero podría afirmarse que en este caso el juicio de incompatibilidad atiende no
sólo al tenor literal de las normas aisladamente consideradas sino a la funcionalidad en el
contexto del conjunto de la ley. Vista así, la derogación orgánica puede tener cabida dentro de
los supuestos de la derogación tácita.
Es usual que el legislador formule normas de derogación inespecíficas, que señalan que
quedan derogadas todas las normas que sean contrarias a lo que se previene en la nueva ley.
Se trata de declaraciones superfluas, ya que no opera la derogación expresa, que requiere
mención del precepto derogado, y deberá el intérprete determinar cuándo opera la derogación
tácita. Es decir, la expresión de la derogación tácita no convierte a esta en derogación
expresa.
1º) Derogación de la ley derogatoria: El supuesto puede graficarse así: ¿qué sucede si la ley
Nº 2 deroga la ley Nº 1, pero luego la ley Nº 3 deroga la ley Nº 2? ¿Revive la ley derogada por
el hecho de haberse derogado la ley derogatoria? La derogación es un acto de autoridad y no
una declaración de invalidez de la ley que se deroga. Por ello, se estima que el hecho de que
se derogue la ley derogatoria no suprime el acto de autoridad ya acaecido de la derogación.
De modo que las leyes Nº 1 y Nº 2 quedan ambas derogadas. Sólo si la nueva ley ordenara
en forma expresa la "resurrección" de la ley derogada, ésta podría entrar en vigor, pero ahora
desde la nueva fecha (en suma sería una nueva ley, con un contenido remitido al del texto
derogado).
2º) Derogación indirecta: El caso se representa de este modo: La ley Nº 1 se remite para
producir efectos a la ley Nº 2, y la ley Nº 3 deroga a la ley Nº 2, ¿queda por esto derogada la
ley Nº 1? La respuesta nuevamente debe ser negativa: el acto de autoridad sólo se ha
producido para la ley expresamente derogada y no para aquella que no ha sido objeto de
derogación. Esta seguirá vigente, aunque puede perder eficacia si sus disposiciones no
pueden ser aplicadas por falta del contenido que le suministraba, por referencia, la ley
derogada.
3. El desuso
Se habla de "desuetudo" o de desuso para significar la pérdida de vigencia de una ley por
haber pasado un largo espacio de tiempo sin que haya sido aplicada por los tribunales o las
autoridades administrativas. ¿Puede alguien reclamar que no se aplique una ley porque han
pasado muchos años sin que nadie la haya aplicado ni recordado?
Este es uno de los puntos donde se produce el conflicto de fuentes del Derecho legisladas y
no legisladas. Si se aplica el desuso como causal de pérdida de la vigencia de una ley, se
admitiría que sobre la ley prima la costumbre o el uso social.
Con todo, en casos extremos, es posible que el juez no aplique la ley obsoleta, ya sea por
considerarla contraria a la justicia (y la certeza jurídica es una de sus condiciones) o usando
de un concepto más amplio de derogación tácita.
Existen otras formas residuales por las cuales una ley puede perder su vigor. Se mencionan
las siguientes:
1º El plazo: Si la ley ha fijado un plazo extintivo de sus disposiciones, el solo vencimiento del
término producirá su expiración. Es lo que suele ocurrir con las llamadas "disposiciones o
artículos transitorios" de una ley.
2º El cumplimiento del fin de la ley: Si una ley se ha dictado con un propósito concreto y
determinado y éste se lleva a cabo, la ley deja de tener vigencia. Es lo que sucede con la ley
que autoriza a declarar la guerra, si esta ya se declaró, o con la que faculta para efectuar la
expropiación de un bien.
3º La desaparición de la realidad fáctica que era el presupuesto de la ley. Si una ley regula
una determinada realidad y ésta desaparece, también deja de tener vigencia la ley. Por
ejemplo, las leyes que se referían a la red de tranvías en Santiago, perdieron vigencia cuando
desapareció este sistema de transporte.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: ORTEGA NORIEGA, Leopoldo, "De la derogación de las leyes y especialmente de la
derogación orgánica", en RDJ, t. 35, sec. Derecho, pp. 5-12; LÓPEZ SANTA MARÍA, Jorge. "El supuesto
principio 'Legi speciali per generalem non derogatur'. Solo la interpretación permite dilucidar si una ley general
deroga tácitamente a otra ley especial", en RDJ, t. 80, sec. Derecho, pp.75-84; BASCUÑÁN RODRÍGUEZ,
Antonio, "Sobre la distinción entre derogación expresa y derogación tácita", en Anuario de Filosofía Jurídica y
Social, 18, 2000, pp. 227-261; SILVA IRARRÁZAVAL, Luis Alejandro, "La derogación tácita por
inconstitucionalidad: comentario a la sentencia de casación dictada por la Corte Suprema, Sociedad
Establecimiento Comercial Comarrico Ltda. con Héctor Enrique Alvear Villalobos, de 28 de septiembre de
2010, rol Nº 1018-09", en Revista de Derecho (Universidad Católica del Norte) 18, 2011, pp. 307-315.
Una vez en vigor, la ley despliega su fuerza obligatoria de manera general para todas las
personas que habitan en el territorio nacional. Así lo declara expresamente nuestro Código
Civil: "La ley es obligatoria para todos los habitantes de la República, inclusos los extranjeros"
(art. 14 CC).
Son habitantes de la República todos aquellos que moran o transitan por el territorio sujeto
a la jurisdicción del Estado, incluido el espacio aéreo y el territorio marítimo. No se necesita
que sean nacionales, ni que se hayan afincado o domiciliado civilmente en Chile. Basta que
tengan el llamado domicilio político, a que se refiere el art. 60 del Código Civil, esto es al
relativo al territorio del Estado y que concede al que lo tiene o adquiere la condición de
miembro de la sociedad chilena, aunque conserve su calidad de extranjero. Aún más, incluso
el que sólo transita por el territorio del Estado (como un pasajero de un barco que navega por
aguas territoriales, o si pasa unas horas en el aeropuerto de Santiago a la espera de un vuelo
de conexión) es alcanzado por la fuerza de las leyes chilenas, ya que en ese momento es
habitante de la República.
Por cierto, la norma tiene excepciones que se basan en las inmunidades que confiere el
Derecho Internacional Público a los embajadores, agentes diplomáticos o consulares y a las
naves o aeronaves de guerra.
Pero las leyes no sólo obligan a todos los habitantes, incluidos los extranjeros, sino que, en
materias civiles, otorgan iguales derechos y beneficios. El Código Civil, después de disponer
que son chilenos los que la Constitución declara tales y los demás son extranjeros (art. 56
CC), dispone que "La ley no reconoce diferencias entre el chileno y el extranjero en cuanto a
la adquisición y goce de los derechos civiles que regla este Código" (art. 57 CC). Aplica esta
regla a los derechos en la sucesión de un difunto el art. 997 del Código Civil.
Aunque la regla se refiere sólo al Código Civil, ella debe extenderse a todos los derechos
del ámbito privado (se exceptúa el Derecho Público, donde suelen hacerse diferencias entre
chilenos y extranjeros para el ejercicio del derecho a voto y para optar a cargos públicos).
Como ya lo hemos dicho, el deber de respetar las leyes no sólo incluye las leyes
propiamente tal, sino que parte con el deber de respeto y acatamiento de la Constitución
Política de la República. Esta es directamente obligatoria para los particulares, como lo
dispone expresamente el art. 6.2 de la Carta: "Los preceptos de esta Constitución obligan
tanto a los titulares o integrantes de dichos órganos como a toda persona, institución o grupo".
Esto no quiere decir que la Constitución pueda regir por sí sola la compleja y tupida red de
relaciones sociales, para lo cual precisa el apoyo, desarrollo y concreción que harán las leyes
y la potestad reglamentaria, como, por lo demás, lo ordena la propia normativa constitucional.
Pero con ley de desarrollo o sin ley, los preceptos constitucionales son obligatorios para los
particulares. Así, por ejemplo, aunque no exista por el momento una ley que regule el ejercicio
del derecho a la intimidad o vida privada, si una persona sufre una intromisión indebida en su
ámbito de reserva, podrá pedir indemnización de perjuicios por responsabilidad
extracontractual. Para ello argüirá que el demandado incurrió en una conducta ilícita al no
respetar el derecho constitucional de protección de la vida privada (art. 19.4º Const.).
La autonomía privada permite celebrar actos y contratos, entre dos o muchas personas,
asociarse para formar entes colectivos que operen como personas jurídicas, con sus propios
estatutos y reglamentos, modificar y extinguir dichos actos o contratos, fijar garantías o
sanciones privadas para asegurar su cumplimiento. Incluso se les reconoce la posibilidad de
pactar la competencia territorial del juez llamado a conocer de los conflictos que se produzcan
en la ejecución de un contrato, o más aún, sustraerse completamente de la jurisdicción estatal
para nombrar a un particular que sirva de árbitro entre ellos, el que puede, si así se lo otorgan
las partes, fallar contra o con prescindencia de las leyes, y basándose únicamente en su
prudencia y equidad.
Las leyes civiles tienden a favorecer y a hacer respetar este amplio margen de libertad que
se concede a la autonomía privada, interviniendo con normas imperativas o prohibitivas de
orden público sólo en casos excepcionales y necesarios para evitar abusos o conductas
gravemente lesivas contra la ética pública y el bien común.
La Constitución no contiene una norma que asegure en forma amplia la autonomía privada,
sino que se ha centrado en dos aspectos de ella que históricamente fueron amenazados en
nuestro país, particularmente por el proyecto socialista-marxista del Gobierno de la coalición
llamada Unidad Popular: se trata de la libre iniciativa en el ámbito económico o libertad de
empresa (art. 19 Nº 21 Const.) y la libertad para adquirir toda clase de bienes, salvo aquellos
que la naturaleza ha hecho comunes a todos los hombres o que deban, por ley, pertenecer a
la Nación toda (art. 19 Nº 23 Const.). La jurisprudencia, por su parte, al entender
comprendidos los derechos personales derivados de los contratos, en la expresión "bienes
incorporales" que utiliza la Constitución para asegurar el derecho de propiedad (art. 19 Nº 24
Const.), ha respaldado fuertemente la obligatoriedad e intangibilidad de las autorregulaciones
que disponen los particulares a través de sus acuerdos contractuales.
Una expresión de la autonomía privada es la que no sólo permite adquirir derechos, sino
también despojarse de ellos, por medio de un acto jurídico de carácter unilateral y extintivo
que se denomina "renuncia". La renuncia debe distinguirse del simple no ejercicio de un
derecho. Si alguien tiene un abono a la ópera y no va a una función, no por eso pierde su
derecho a acudir a la próxima. Pero si el mismo titular va al teatro y firma un acto de renuncia
al abono (por cualquier motivo), su derecho queda extinguido, y aunque después desee acudir
a la ópera y se arrepienta de la renuncia realizada, ya no podrá hacerlo. Su voluntad de
despojarse del derecho ha sido acatada. El derecho ya no le pertenece, se ha extinguido por
la renuncia. Lo mismo sucederá si se trata de un derecho asignado por la ley, por ejemplo, a
recibir un estipendio especial para reparar un inmueble declarado patrimonio cultural.
Esta es la regla general en Derecho Civil, ya que se trata de una manifestación del principio
de autonomía privada. El Código Civil reconoce la libertad de renunciar: "Podrán renunciarse
los derechos conferidos por las leyes..." (art. 12 CC). Si pueden renunciarse los derechos
legales, con mayor razón pueden renunciarse los derechos conferidos por los actos o
contratos privados.
Pero la facultad de renuncia, como también el principio de autonomía privada, no puede ser
absoluta, ya que ello podría constituir un perjuicio para terceros o lesionar valores
indisponibles o especialmente valiosos para el ordenamiento jurídico. Por ello, el art. 12,
plantea dos excepciones y dice que pueden renunciarse "con tal que sólo miren al interés
individual del renunciante, y que no esté prohibida su renuncia" (art. 12 CC).
En consecuencia, no procede la renuncia en dos casos:
1º Si el derecho (legal o contractual) no mira al interés individual del renunciante, sino que
mira también al interés de un tercero o al de toda la sociedad. Por ejemplo, el deudor no
puede renunciar al beneficio del plazo y pagar anticipadamente si se han pactado intereses,
ya que en este caso el plazo interesa también al acreedor (art. 1497 CC); el padre o madre no
puede renunciar a la titularidad de la patria potestad, ya que esta interesa más al hijo que al
padre, y también a toda la sociedad; por las mismas razones, no se permite, salvo causales
legales, que se renuncie a la guarda de un incapaz.
Un ámbito de protección especial del Derecho privado es el Derecho del consumidor Por
eso, la ley respectiva dispone que los derechos de los consumidores son irrenunciables
anticipadamente (art. 4º ley Nº 19.496). También son irrenunciables los derechos establecidos
en el Código del Trabajo a favor de los trabajadores mientras permanezca vigente el contrato
de trabajo (art. 5º CT).
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: DOMÍNGUEZ ÁGUILA, Ramón, "La autonomía privada, decadencia y renacimiento",
en Revista de Derecho (Universidad de Concepción), 169, 1989, pp. 143-155; HINESTROSA, Fernando,
"Autonomía privada y tipicidad contractual", en Revista de Derecho (Universidad Católica de Valparaíso), 20,
1990, pp. 123-132.
Pero, dejando a un lado toda la zona prohibida del Derecho sancionador, y observando el
ámbito del Derecho privado, tampoco la autonomía y la libertad son ilimitadas y absolutas.
Podemos observar varios principios, reglas y conceptos jurídicos que operan como
delimitaciones o fronteras de dicha autonomía. Sin ánimo de ser exhaustivos, nos parece que
los principales son los que se exponen a continuación:
El Código Civil señala que hay objeto ilícito (y por tanto, el contrato es nulo) "en todo lo que
contraviene al derecho público chileno" (art. 1462 CC). Pone como ejemplo la promesa de
someterse en Chile a una jurisdicción (un tribunal) no reconocida por las leyes chilenas.
Deben agregarse ciertas leyes de Derecho Privado que son indisponibles, es decir, que, por
razones de bien público, no pueden ser soslayadas o transgredidas por la voluntad de los
interesados. Se les denomina leyes de orden público: de esta clase son las normas que se
refieren al matrimonio, la filiación y la familia. La autonomía privada tiene un espacio mucho
más acotado en estas materias (aunque en el último tiempo ha tenido una ampliación). Lo
mismo sucede en gran parte del Derecho sucesorio. Por eso, por ejemplo, se prohíben los
contratos sobre el derecho de sucesión de una persona mientras ésta permanezca viva (art.
1463 CC). Cuando las leyes privadas establecen prohibiciones, estas tampoco pueden
dejarse sin efecto o eludirse por la vía de actos o contratos. Por eso, se señala que tiene
objeto moralmente imposible el acto que recae sobre un hecho prohibido por las leyes (art.
1461.3 CC; cfr. para las condiciones: art. 1465 CC), y en general que hay objeto ilícito en todo
contrato prohibido por las leyes (art. 1466 CC), y que es causa ilícita la prohibida por la ley
(art. 1467 CC).
Así, por ejemplo, sería inválido el acuerdo por el cual una persona se obliga a servirme
como esclavo, renunciando a su libertad. Por lo mismo, la voluntad de un enfermo para que un
tercero lo prive de la vida (autorización para la eutanasia) no es lícito: la vida es un derecho
indisponible.
Con razón, los tribunales alemanes hace algún tiempo prohibieron un show de televisión
que consistía en competir por quien lanzaba más lejos a personas que padecían de enanismo.
Aunque hubiera un contrato por el cual los enanos consentían en ser lanzados por una
remuneración, la autonomía privada debía ser limitada por transgredir el valor esencial de la
dignidad humana.
3. El principio de no causar daño injusto a otro
Es un principio general del Derecho privado que la libertad individual y la autonomía privada
no pueden justificar que se causen daños a otra persona procediendo de un modo contrario al
ordenamiento jurídico. Es un viejo principio que se suele mencionar con un aforismo
latino: alterum nom laedere. Se le incluye en la famosa triada de reglas fundamentales del
Derecho enunciada por Ulpiano: honeste vivere, alterum non laedere, suum cuique
tribuere (vivir honestamente, no hacer daño a otro, dar a cada uno lo suyo. D. 1.1.10 § 1).
4. La moral
Es lógico, como sucede con todos los conceptos abiertos o jurídicamente indeterminados,
que se presenten dificultades a la hora de explicar su contenido y que, en definitiva, la labor
deba dejarse a la prudencia de los jueces. Pero pueden indicarse algunas líneas que permitan
evitar confusiones, a saber:
1º La moral que interesa al Derecho es fundamentalmente aquella que dice relación con la
convivencia y la justicia en las relaciones sociales y en sus exigencias más mínimas y básicas.
No puede pretender el Derecho imponer por sus mecanismos toscos e imperativos valores de
la moral más personales y exigentes, como la caridad, la comprensión, la veracidad, la
humildad, etc. Pero sí que no se ofenda al público con la exhibición de actos inmorales o
impúdicos, los que rebajan la dignidad humana y humillan y explotan a los más débiles.
3º La moral no se identifica con sentimientos o creencias subjetivas que pueda tener el juez
sobre determinadas conductas. Cuando el Derecho se remite a la moral, no lo hace a los
estándares morales que cada persona haya adoptado para ella. Se trata de una ética o
regulación moral que se presenta como universal, es decir, capaz de orientar el
comportamiento de toda persona y de toda sociedad. En este sentido, la moral se identifica
con lo que la tradición iusnaturalista reconoce como ley natural, que puede descubrirse por un
ejercicio de la razón y la prudencia, con independencia de creencias filosóficas, religiosas o
ideológicas. Si el juez dice que no es moral que se pague para que se torture a otro o para
que alguien preste favores sexuales, no está sosteniendo (ni debe hacerlo) que, para él (por
los motivos que sean), esos actos sean degradantes y contrarios al bien humano, sino que
ello debiera ser advertido por todos los que deseen conducirse rectamente, en Chile o en
Rusia, en este tiempo o en el siglo XXIV.
El concepto de buenas costumbres es utilizado por el Código Civil para limitar las
autonomía privada en la realización de actos jurídicos. El más importante de todos ellos, es el
precepto que señala que tiene causa ilícita (y por ende es nulo), el acto que es contrario a las
buenas costumbres (art. 1467.2 CC). Se menciona también a las buenas costumbres como
causa de que el objeto sea moralmente imposible si se trata de un hecho contrario a ellas (art.
1461.3 CC). Los arts. 1475 y 1717 del Código Civil aplican este criterio a las condiciones y a
las capitulaciones matrimoniales, respectivamente. Además, el Código ocupa el concepto para
limitar la erección de corporaciones o fundaciones (art. 548 CC).
La Constitución acude también al concepto de buenas costumbres para expresar los límites
de la libertad de conciencia y de culto (art. 19.6º Const.) y la libertad de enseñanza (art. 19.11º
Const.).
En el Código Civil, el concepto de buenas costumbres se identifica con la moral. En
realidad, la palabra moral (mores) significa costumbre. En la Constitución, al colocarse juntos
los términos buenas costumbres y moral, pareciera que se hace una distinción entre ellas.
Puede que el constituyente haya entendido por moral la ética más personal e individual
(aunque con proyección social), reservando al concepto de buenas costumbre la aplicación de
la moral a las relaciones sociales.
En todo caso, debe destacarse que el concepto de buenas costumbres no dice relación
únicamente con los principios morales aplicables a la familia y al ejercicio digno de la
sexualidad, como a veces se le quiere reducir. Las buenas costumbres se extienden a todos
los ámbitos del actuar humano, como sucede con la moral. Por eso, en la contratación y los
negocios, deberes de veracidad, lealtad, solidaridad con el más débil, pueden ser
comprendidos en el concepto de buenas costumbres.
En este sentido, es ejemplar la labor jurisprudencial del Tribunal Supremo alemán sobre el §
38 del BGB (Código Civil alemán), que declara nulo el acto jurídico que contraviene las
buenas costumbres. Así se han declarado nulos contratos que conllevan una limitación
excesiva de la libertad personal o de trabajo, contratos por los cuales las partes buscan
perjudicar a un tercero, o contratos que vulneran la ética profesional.
6. El orden público
El Código Civil también, junto a las buenas costumbres, menciona como límite de la libertad
y autonomía privada, el orden público. Nuevamente un acto contrario al orden público adolece
de causa ilícita (art. 1467.2 CC) y tiene objeto moralmente imposible si se trata de un hecho
(art. 1461.3 CC). Como aplicaciones particulares, encontramos la limitación de los estatutos
de las corporaciones y fundaciones (art. 548 CC), la constitución de servidumbres voluntarias
(art. 880) y las condiciones (art. 1475 CC).
La Constitución utiliza también esta noción para limitar la libertad de conciencia y de cultos
(art. 19.6º Const.), la libertad de asociación (art. 19.15º Const.) y el derecho a desarrollar
actividades económicas (art. 19.21º Const.).
El orden es la recta disposición de los medios al fin. Como se trata de un orden público,
será justamente la buena organización de los medios para el logro de los intereses colectivos
y de bienestar general. Debe distinguirse esta acepción, más axiológica, con aquella que
alude a la conservación de la tranquilidad de las vías y espacios públicos (de donde se dice
que algunas autoridades o la policía deben velar por la mantención del orden público).
El orden público se refiere también a valores morales o éticos, pero que han sido
expresamente recogidos por las normas del ordenamiento jurídico como fundamentos y
justificaciones de todo el sistema jurídico. Los preceptos constitucionales relativos a las bases
de la institucionalidad (arts. 1º a 9º Const.) y a los derechos y deberes constitucionales (arts.
19 a 23) tendrán especial relevancia para juzgar actos que puedan contravenir el orden
público.
Últimamente, se ha destacado que no existe sólo un orden público civil, sino también un
orden público económico, que estaría constituido por los principios jurídicos garantizadores de
la existencia de un sistema económico de mercado (derecho de propiedad, a la propiedad,
libertad de trabajo y de sindicalización, de libre empresa, de no discriminación en el trato
otorgado por el Estado, imposibilidad parlamentaria de presentar proyectos que generen
gasto, autonomía del Banco Central, etc.). Es claro que en el concepto general de orden
público invocado por el Código Civil, se incluirán estos aspectos de carácter socio-económico.
7. La seguridad
Es posible pensar que estas reglas están ya incluidas en el concepto de orden público, pero
lo mencionamos en párrafo separado para dar cuenta de las limitaciones que tiene la
autonomía privada en materia de respeto de la libre competencia y de competencia desleal.
Respecto de la libre competencia debe verse el D.L. Nº 211, de 1973, cuyo texto refundido,
coordinado y sistematizado está contenido en el D.F.L. Nº 1, Ministerio de Economía, de 2004
(D. Of. 7 de marzo del 2005). El texto somete a las sanciones del Tribunal de la Libre
Competencia a todo aquel "que ejecute o celebre, individual o colectivamente, cualquier
hecho, acto o convención que impida, restrinja o entorpezca la libre competencia, o que tienda
a producir dichos efectos" (art. 3º). Además de las sanciones, la sentencia puede "modificar o
poner término a los actos, contratos, convenios, sistemas o acuerdos que sean contrarios a
las disposiciones de la presente ley" (art. 26.a).
La ley Nº 20.169, de 2007, por su parte, tipifica y sanciona civilmente los actos calificados
de competencia de desleal. Según la definición genérica de la ley es acto de competencia
desleal toda conducta contraria a la buena fe o a las buenas costumbres que, por medios
ilegítimos, persiga desviar clientela de un agente del mercado (art. 3º). El art. 4º proporciona
un listado no taxativo de conductas que se estiman formas de competencia desleal. El
perjudicado puede accionar ya sea para que se prohíba el acto, para que se haga cesar sus
efectos o para pedir indemnización de los perjuicios.
La contravención de las leyes civiles no produce siempre los mismos efectos. En general,
las leyes civiles no contemplan penas o sanciones propiamente tales, al modo como lo hacen
las leyes penales (aunque existen también supuestos de penas privadas, incluso acordadas
convencionalmente). Los mecanismos que usan las leyes civiles para hacer respetar su
imperio son básicamente dos: la privación de los efectos de los actos realizados en contra de
dichas leyes, y la indemnización de los perjuicios por parte del que actúa con dolo o culpa al
infringir la ley y dañar así a otra persona.
Para determinar el tipo de sanción es menester analizar cada caso y sus circunstancias,
pero pueden darse algunos criterios dependiendo de la clase de ley que es infringida, a saber,
si se trata de una ley prohibitiva, de una ley imperativa o de una ley permisiva. Como la
infracción más seria es la que se realiza a una ley prohibitiva, comenzamos por el análisis de
estas últimas.
1. Leyes prohibitivas
La sanción al acto o contrato realizado contraviniendo una prohibición legal es una de las
más fuertes del Derecho Civil, y así ha sido desde la época romana. Los pactos realizados en
contra de una ley prohibitiva se mirarán como no celebrados "porque queremos que se
considere que no se celebró ningún pacto, ni ninguna convención, ni contrato alguno entre
aquellos que contratan, prohibiéndoles contratar la ley" (CJ. 1.14.5).
Nuestro Código, siguiendo este mismo predicamento dedicó, a diferencia del Código
francés, una norma del título preliminar para establecer la sanción de la ley prohibitiva: "Los
actos que prohíbe la ley son nulos y de ningún valor; salvo en cuanto designe expresamente
otro efecto que el de la nulidad para el caso de contravención" (art. 10 CC).
La expresión hace pensar en una nulidad radical, es decir, de pleno derecho. El acto
prohibido, como decían los romanos, es considerado como no celebrado. Si hay alguna
apariencia y discusión, se podrá pedir que el juez constate la contravención a la prohibición,
pero se trata de una declaración de mera certeza y no una sentencia constitutiva.
La construcción dogmática expuesta no resulta tan convincente, pues bien podría señalarse
que el Código reconoce las nulidades de pleno derecho (como cuando dice que cierta cláusula
se mirará como no puesta en un acto jurídico, o que un acto jurídico se mirará como no
celebrado), aunque no haya regulado un régimen jurídico propio para ella (otros códigos
tampoco lo tienen y la doctrina acepta la procedencia de las nulidades radicales o ipso iure).
Por lo demás, parece contradictorio señalar que el acto realizado en contravención a la
prohibición de la ley "es nulo", como dice el art. 10, y después decir que se reputa válido hasta
que no se declare nulo, como sucede en el caso de la nulidad absoluta. Incluso que si no se
declara nulo o si se sanea por el transcurso de diez años, produce la totalidad de sus efectos.
Algunos han intentado paliar esta posibilidad de prescripción, pretendiendo que el plazo de
diez años se cuenta desde que desaparece el vicio, lo que no sucedería en el caso de
haberse ejecutado en contravención a una ley prohibitiva. La falta de un ministerio público civil
que pueda pedir la nulidad absoluta en el interés de la moral o de la ley agrava esta
consecuencia, porque puede haber casos en los que no se pida al juez la nulidad. Es cierto
que la mención final del art. 1466 del Código Civil a los contratos prohibidos como adoleciendo
de objeto ilícito parece reconducir la norma del art. 10 a los supuestos de nulidad absoluta,
pero bien puede verse allí una norma especial en beneficio de la contratación. Con ello los
actos no contractuales ejecutados en contravención a la prohibición legal serán nulos de pleno
derecho, mientras que los contratos adolecerán sólo de nulidad absoluta. Se comprende esta
morigeración ya que en los contratos se suele tratar de intereses patrimoniales, que bien
pueden quedar entregados a su tutela a los particulares interesados que, en su caso, pedirán
la nulidad.
Pero la doctrina no sólo ha matizado la sanción del art. 10 del Código Civil, sino que
también ha restringido el ámbito de su aplicación por una comprensión muy restrictiva del
concepto de ley prohibitiva. Se estima que para que haya una ley prohibitiva el acto debe estar
absolutamente vedado o prohibido, sin que se establezcan excepciones. En verdad, se trata
más bien de distinguir una ley prohibitiva (que no siempre usará las mismas expresiones para
proscribir el acto) de una ley imperativa que ordena que, en la realización de ciertos actos,
deben cumplirse ciertos requisitos o condiciones (que a veces puede usar expresiones
análogas a la de las leyes prohibitivas). Así, habría una ley prohibitiva en el art. 402.1 del
Código Civil que prohíbe al guardador donar bienes raíces pertenecientes al pupilo, ya que no
existen excepciones. Pero, en cambio, no la habría en el mismo precepto, en su inciso 2º, que
dispone que sólo con previo decreto de juez podrán hacerse donaciones en dinero o bienes
muebles.
Como vemos, la regla general ha sido bastante morigerada y restringida por nuestra
doctrina. Como pensamos que el concepto de ley prohibitiva no requiere que se haya vedado
absolutamente el acto, a nuestro juicio el art. 10 se aplica también a aquellos actos que, aun
habiendo excepciones, prohíben su realización como principio general 3.
En todo caso, debe decirse que no es necesario que la ley prohibitiva declare que el acto es
nulo, sino que basta que ella lo prohíba para que la nulidad sea procedente.
La excepción requiere que la ley (sea la misma que establece la prohibición u otra) "designe
expresamente" otro efecto que excluya la nulidad. La mención del efecto sustitutivo debe ser
expresa (aunque no son necesarios términos sacramentales). Además, debe ser un efecto
que, en la intención de la ley, no sea complementario o adicional a la nulidad, sino que la
reemplace como sanción.
Se mencionan varios casos en los que la ley expresamente sanciona con un efecto
diferente que el de la nulidad la contravención a una prohibición suya. Así, si se constituyen
fideicomisos sucesivos y usufructos sucesivos o alternativos, no se invalidarán: sólo que el
primer beneficiado extinguirá el derecho de los demás (arts. 745 y 769 CC); si se pactan
intereses superiores al máximo legal la estipulación no es nula, sino que hay derecho a pedir
una reducción de los intereses al corriente (art. 2206 CC); si el guardador da en arriendo
predios del pupilo más allá del plazo legal los arriendos no son nulos, pero no obligan al pupilo
después del transcurso del referido plazo (art. 407 CC); algo similar sucede con los arriendos
que haga el marido, en el régimen de sociedad conyugal, de inmuebles sociales o de la mujer
por más del plazo legal, la sanción no es la nulidad sino la inoponibilidad en el exceso a la
mujer o sus herederos (art. 1757.1 CC).
Otros ejemplos pueden verse respecto de la fianza (art. 2344 CC), de la hipoteca (art. 2431
CC) y del usufructo (arts. 768.2 y 793.4º CC).
2. Leyes imperativas
Las leyes imperativas ordenan la realización de ciertas conductas, por ejemplo, la del
deudor de pagar la obligación, la del alimentante de cumplir con el deber alimenticio, la del
testador de respetar las asignaciones forzosas.
¿Cuál es la sanción de los actos que se realizan en infracción a este tipo de leyes? No
puede darse una regla general, como en el caso de las prohibitivas. Habrá que examinar cada
caso y sobre todo la finalidad del mandato legal. Se concuerda en que si la finalidad es de
orden público, la sanción será la nulidad, ya sea absoluta o relativa (según si la exigencia diga
relación con la naturaleza del acto o con el estado y calidad de las personas). Por cierto, la
misma ley puede precisar qué tipo de nulidad acarreará su transgresión o, también, como en
el caso de las leyes prohibitivas, imponer un efecto diferente (por ejemplo, que el acto será
sólo inoponible o que no podrá ser probado por testigos).
Si las leyes imperativas tienen sólo un interés particular, el acto en contravención no será
nulo, aunque podrá requerirse su destrucción o enmienda (si ello es posible) y la
indemnización de perjuicios.
Las leyes que establecen facultades o autorizaciones para realizar ciertos actos son
transgredidas cuando alguien se opone, perturba o impide el ejercicio de ese derecho o
facultad por parte de otro. En ese caso, el afectado podrá requerir al juez que se reconozca su
derecho y se remueva el obstáculo para realizar el acto. Por ejemplo, la nueva Ley de
Matrimonio Civil, que reconoce como un derecho esencial de la persona humana la facultad
de contraer matrimonio, dispone que "el juez tomará, a petición de cualquier persona, todas
las providencias que le parezcan convenientes para posibilitar el ejercicio legítimo de este
derecho cuando por acto de un particular o de una autoridad, sea negado o restringido
arbitrariamente" (art. 2.2 LMC).
Además, habiéndose hecho culpable de un acto ilícito, quien transgrede la ley permisiva se
hará responsable de la indemnización de los perjuicios, conforme a las reglas generales de la
responsabilidad extracontractual.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: CLARO SOLAR, Luis, "De la autoridad y efectos de la ley", en RCF, t. XIII, (1899), N°s. 1
y 2, pp. 26-87; N°s. 3 y 4, pp. 149-177.
1. El fraude de ley
Ya sabemos qué sucede en los casos en los que un acto contraviene una ley, sobre todo si
es prohibitiva. De allí que los que deseen transgredirla no lo hagan de manera manifiesta y
palmaria, y busquen mecanismos alternativos que les permitan evadir la sanción por la
infracción. Uno de ellos es simular que se realiza un acto distinto al real, de manera de
encubrir o disfrazar el acto sancionado sustituyéndolo por la apariencia de un acto legal. Por
ejemplo, si el tutor le dona un bien raíz del pupilo a su cónyuge, pero para evitar la nulidad,
previa autorización judicial, otorga una escritura de compraventa con un precio ficticio (que no
se paga). Este es un caso que presenta dificultades prácticas para probar la simulación, pero
que no plantea dudas sobre la aplicación de la ley al acto realmente querido por las partes:
ese es el que existe, lo demás es mera apariencia.
Hay otro mecanismo que es más sofisticado que el de la simulación, que queda siempre
expuesta al descubrimiento del acto real. Consiste en la realización de una serie de actos
relacionados, todos ellos reales y no simulados, y conformes a la ley si se les mira de manera
aislada, pero que permiten la obtención de un resultado prohibido o reprobado por otra ley o
por el entero ordenamiento jurídico. Se trata del "acto en fraude de ley", aunque es muy difícil,
si no imposible, que el fraude pueda ejecutarse a través de un solo acto: es más bien una
operación jurídica, compuesta de varios actos. De alguna forma, se utiliza la cobertura de la
ley para lograr un objetivo contrario a ella.
El ejemplo clásico lo proporcionaban los países que como Chile hasta el 2004 protegían el
derecho a contraer matrimonio indisoluble. Así, si un chileno contraía matrimonio en Chile y
luego quería divorciarse, al no poder hacerlo conforme a la ley chilena, podía viajar a otro
país, donde se autorizara el divorcio, nacionalizarse allí (para que no le fuera aplicable la ley
chilena), divorciarse conforme a la legislación de ese país y contraer nuevas nupcias, luego
regresar a Chile y obtener el reconocimiento del matrimonio celebrado en el extranjero, y en
definitiva renunciar a la nacionalidad extranjera y recuperar la chilena. Con una serie de actos,
todos reales y singularmente conformes a derecho, se obtenía un resultado prohibido por la
ley.
Otro caso de fraude puede concebirse para burlar la prohibición de compraventa entre
cónyuges del art. 1796 del Código Civil. Piénsese, por ejemplo, que, estando en régimen de
separación de bienes, el marido desea transferir un inmueble a la mujer para eludir la acción
de sus acreedores. Para ello, dejan de vivir juntos y piden la separación judicial al tribunal de
familia conforme a la Ley de Matrimonio Civil (que no requiere ni plazo ni prueba de un
conflicto, sino sólo que haya cesado la convivencia). Decretada la separación, se acogen al
mismo art. 1796 que exceptúa el caso de la separación judicial y realizan la compraventa (por
cierto a un precio reducido pero real). Hecha la transferencia, los cónyuges reanudan la
convivencia y piden que se revoque la separación. O, con el mismo propósito, el marido le
vende la propiedad a una sociedad cuyos socios son él mismo y su mujer, y luego la liquidan
adjudicándose la propiedad exclusiva o común la mujer. O, si el acreedor para eludir la
prohibición del pacto comisorio (que impide al acreedor quedarse con la cosa dada en
garantía en caso de incumplimiento de la deuda caucionada) en vez de recibir en prenda un
automóvil, hace que el deudor se lo venda con un pacto de retroventa, cuyo precio incluye los
intereses.
Tratamos de poner ejemplos puros, pero muchas veces se mezclan en estas operaciones
elusivas actos simulados con actos defraudatorios.
La Ley de Matrimonio Civil corrobora esta conclusión ya que establece una norma especial
para evitar el fraude de ley que intenta eludir el divorcio para buscar una legislación más
permisiva: "Tampoco se reconocerá valor a las sentencias obtenidas en fraude a la ley. Se
entenderá que se ha actuado en fraude a la ley cuando el divorcio ha sido declarado bajo una
jurisdicción distinta a la chilena, a pesar de que los cónyuges hubieren tenido domicilio en
Chile durante cualquiera de los tres años anteriores a la sentencia que se pretende ejecutar, si
ambos cónyuges aceptan que su convivencia ha cesado a lo menos ese lapso, o durante
cualquiera de los cinco años anteriores a la sentencia, si discrepan acerca del plazo de la
convivencia" (art. 83.4 LMC). La sanción no es la nulidad del divorcio, sino sólo su ineficacia
frente a ley chilena.
Algo similar dispuso la ley Nº 20.780, de 2014, que reformó el Código Tributario y estableció
varias disposiciones para combatir el fraude en materia de impuestos. Se dispone así que
"Los hechos imponibles contenidos en las leyes tributarias no podrán ser eludidos mediante el
abuso de las formas jurídicas" (art. 4º ter.1 CTrib), y se agrega que se entiende que hay abuso
cuando se evite la realización del hecho gravado, se disminuya la base imponible o la
obligación tributaria, o se postergue el nacimiento de esa obligación, "mediante actos o
negocios jurídicos que, individualmente considerados o en su conjunto, no produzcan
resultados o efectos jurídicos o económicos relevantes para el contribuyente o un tercero, que
sean distintos de los meramente tributarios..." (art. 4º ter.1 CTrib). La sanción del fraude de ley
tributaria no es la nulidad sino que la aplicación de la ley que se pretendió eludir: "En caso de
abuso se exigirá la obligación tributaria que emana de los hechos imponibles establecidos en
la ley" (art. 4º ter.3 CTrib), lo cual se entiende sin perjuicio de las multas que se apliquen a los
autores del fraude (art. 100 bis CTrib).
En todo caso, pensamos que, comprobada la existencia de dolo o culpa en cualquier caso
de fraude de ley, habrá derecho, además, para pedir indemnización de los perjuicios que se
hubieren causado por el acto fraudulento.
De allí que una segunda posición hable de que no se trata de una presunción sino más bien
de una ficción legal: la ley sabe que la masa de los ciudadanos desconoce la ley, pero
construye una verdad ficticia para efectos operativos: hacemos como si todos conocen la ley.
Esta nueva teoría no está exenta de las críticas de la anterior, que no puede eludir sólo por
cambiar el mecanismo técnico por otro que deja más patente lo absurdo de lo asumido: que
todos saben el Derecho, cuando es evidente que no es así.
Estas teorías no sólo son criticables por su falta de poder explicativo, sino además porque
transforman el principio de la inexcusabilidad en una regla absoluta que se aplica a diestra y
siniestra impidiendo que los particulares puedan hacer ver la realidad: que no sólo no saben el
contenido de ciertas leyes, sino que tampoco les es exigido que las sepan. De allí que se haya
considerado aplicable incluso a materias penales, con lo que se auspicia que se sancionen
con penas corporales personas que no tenían modo de saber la ilicitud de sus conductas
(analfabetos, indigentes, extranjeros transeúntes, etc.).
Pero esto no quiere decir que nunca pueda invocarse la ignorancia de la ley o el error sobre
materias de derecho, pues las leyes no sólo establecen efectos propios de su imperatividad
objetiva sino que modulan sanciones, beneficios y cargas sobre la base de la subjetividad de
los individuos que actúan. Así, las leyes penales exigen dolo o culpa, que supone una
conciencia de la ilicitud de la conducta; si se alega que el imputado no actuó con esa
conciencia, ni tampoco hubo culpa en su error, se le eximirá de la pena, no porque se deje
incumplida la ley, sino que por una forma de cumplimiento del requisito subjetivo de la norma.
Por eso, es equivocado sostener que el art. 8º no se aplica en Derecho penal; se aplica pero
no como presunción o ficción de conocimiento de las leyes que impide alegar el llamado error
de derecho o de prohibición excusable.
Lo mismo sucede en el Derecho Civil. En los casos en los que se contemplan presupuestos
como los de actuar con conocimiento o a sabiendas, podrá alegarse la ignorancia de la ley si
es excusable, sin que lo impida para nada el art. 8º, pues en tales casos no se trata de dejar
sin cumplimiento la ley, sino a la inversa, de darle una correcta ejecución. Lo mismo sucede si
la ley concede ciertos efectos a quien ha procedido por error; si nada se dice debe incluirse
tanto el error de hecho como el derecho. Así lo comprueban los arts. 2297 y 2299 del Código
Civil, que expresamente reconocen que procede la repetición del pago indebido, sea que se
haya pagado por error de hecho o por error de derecho. Lo mismo debe aplicarse en los
siguientes casos, en los que la ley se contenta con aludir a situaciones generales de error o de
conocimiento:
1º) El matrimonio nulo es considerado putativo si existe "justa causa de error" (art. 51.1
LMC), sin que se excluya el error de derecho.
2º) La nulidad absoluta puede pedirla el que ejecutó el acto o contrato sin que haya sabido o
debido saber el vicio que lo invalidaba (art. 1683 CC), que tampoco excluye la ignorancia de la
ley.
3º) Puede repetir lo que se haya dado por objeto o causa ilícita el que no lo hizo a
sabiendas (art. 1468 CC), lo que incluye el caso en que se actuó por error de derecho.
Se menciona también el caso de las obligaciones naturales (art. 1470 in fine CC) pero aquí
la expresión "voluntariamente" tiene sólo el significado de "espontáneamente". Si el deudor
actuando sin coacción paga la obligación, paga bien y no puede repetir, aunque por error de
derecho no haya sabido que se trataba de una obligación natural que no daba derecho al
acreedor a pedir su cumplimiento, sino sólo a retener lo pagado en virtud de ella (cfr. art. 2296
CC).
Por excepción, la ley en este tipo de situaciones, en los que se atribuyen efectos al
comportamiento y a la conciencia psicológica de los sujetos, impide que se alegue el error de
derecho. Estos casos son:
1º) El error sobre un punto de derecho no vicia el consentimiento (art. 1452 CC);
2º) El error de derecho constituye presunción de derecho de mala fe en la posesión (art. 706
CC);
3º) Se invalida sólo la asignación testamentaria motivada en un error de hecho (art. 1058
CC);
4º) La confesión sólo puede revocarse si ha sido el resultado de un error de hecho (art.
1713 CC).
Debe insistirse, sin embargo, que estos casos no son aplicaciones del art. 8º (si lo fueran
podría decirse que serían normas superfluas). Si ellas no existieran, el art. 8º no se opondría a
darle relevancia al error de derecho como vicio del consentimiento o como parte de la buena
fe en la posesión, porque en estos no se trata de alegar ignorancia de la ley para eludir su
cumplimiento, sino solo para establecer la conciencia subjetiva de los que son beneficiados
con ciertos efectos (pedir la nulidad del acto u obtener las ventajas de la posesión regular). De
allí, que no haya ningún impedimento (y debería ser hora de ir pensándolo) para que estas
normas sean modificadas para que los errores de derecho (hoy día más justificables que en el
pasado) tengan una mayor acogida.
3. La ineludibilidad de las leyes invalidatorias
Otro efecto de la obligatoriedad de las leyes se refiere a aquellas que declaran la nulidad de
ciertos actos o contratos. La finalidad que haya tenido en cuenta la ley para sancionar con la
privación de efectos jurídicos a ese acto, podría faltar en algún caso especial, y podría
entenderse que en ausencia de la finalidad en ese supuesto podría legítimamente dejar de
aplicarse la ley invalidante. Podría señalarse que se trataría de un caso en que la equidad del
caso particular prevalece por sobre la justicia de la ley, que dispone para la generalidad de las
situaciones. Pero, como ya vimos, el legislador teme que esta aplicación correctora de la
equidad merme la autoridad de la ley y que unos por un motivo, otros por otro, aleguen
siempre que en su caso el acto debe ser válido y no nulo. Se incrementaría enormemente la
litigiosidad. Por eso, el legislador establece que la nulidad es imperativa e ineludible, aunque
se pretendiera probar que en el caso en cuestión no se cumple la finalidad que el legislador
tuvo en vista para imponer esa extrema sanción civil.
La regla está recogida en el art. 11 del Código Civil, que reza: "Cuando la ley declara nulo
algún acto, con el fin expreso o tácito de precaver un fraude, o de proveer a algún objeto de
conveniencia pública o privada, no se dejará de aplicar la ley, aunque se pruebe que el acto
que ella anula no ha sido fraudulento o contrario al fin de la ley".
La norma se refiere a todo tipo de nulidad, tanto a la de pleno derecho como a las
judicialmente declaradas: absoluta o relativa. Toda nulidad es ineludible. No se opone esto,
empero, a que las nulidades judiciales puedan ser saneadas por los medios que dispone la ley
civil.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: FUEYO LANERI, Fernando, "El fraude a la ley", en RDJ, t. 88, Derecho, pp. 25-
49; DOMÍNGUEZ ÁGUILA, Ramón, "Fraus omnia corrumpit. Notas sobre el fraude en el derecho civil", en RDJ, t.
89, Derecho, pp. 73-96; CALDERÓN, Alfredo, "Efectos jurídicos de la ignorancia", en RFC, t. I (1885), N° 3,
pp. 90- 96; N° 5, pp. 121- 128; COSTA, Joaquín, La ignorancia del Derecho, Editorial Partenón, Buenos Aires,
1945; DEREUX, Georges, "Estudio crítico del adagio: La ley se presume conocida por todos", en RDJ, t. 5, sec.
Derecho, pp. 197-225; CORRAL TALCIANI, Hernán, De la ignorancia de la ley. El principio de su inexcusabilidad,
Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1987; RIQUELME BECERRA, Cristián, "Ignorantia legis non excusat: Frente
a las nuevas tendencias. ¿Está en crisis?", en H. Corral y M. S. Rodríguez (coords.), Estudios de Derecho
Civil II, LexisNexis, Santiago, 2007, pp. 227-232; PÉREZ VILLAR, Carmen Gloria, "¿Son aplicables las normas
civiles, vinculadas con el conocimiento de la ley a otras fuentes analogables a la ley?, en Pizarro, Carlos
(coord.), Estudios de Derecho Civil IV, LegalPublishing, Santiago, 2009, pp. 3-15.
La vida del hombre en el mundo que conocemos es temporal, está sujeta al paso del tiempo
y las dimensiones de pasado, presente y futuro son propias del conocimiento y del obrar
humano. También sucede con las fuentes del Derecho, y en especial con las fuentes
legisladas, que denominamos en forma genérica: leyes. Las leyes se aprueban y comienzan a
desplegar su vigor desde una fecha determinada y lo mantienen hasta otra fecha en la que
cesa su vigencia, por derogación u otra causa.
La respuesta más natural a este planteamiento es que la ley sólo puede regir para los
sucesos que ocurran dentro del espacio de tiempo en que está en vigencia, no antes ni
después. Si se pretendiera su aplicación a situaciones ocurridas antes de que la ley entrara en
vigor, se le estaría dando efecto retroactivo (retro=hacia atrás); si se la aplicara a hechos
ocurridos después de su derogación, se le estaría concediendo efecto ultractivo (ultra=más
adelante).
La cuestión, sin embargo, no es tan fácil de solucionar ya que los hechos pueden
componerse de partes o elementos que pueden ocurrir algunos fuera y otros dentro de la
vigencia de la ley. Por otro lado, muchas veces las situaciones son permanentes y despliegan
sus efectos por un período continuado de tiempo y algunos de ellos quedan fuera del ámbito
de aplicación de la ley y otros quedan dentro. En fin, puede haber situaciones en las que el
poder público necesita revisar desde el inicio una situación y para ello quisiera normar hechos
que han sucedido en el pasado. Piénsese, por ejemplo, que las leyes que abolieron la
esclavitud debieron aplicarse con efecto retroactivo, ya que era impensable que los que
tuvieran esclavos los mantuvieran bajo su poder, con el argumento de que su adquisición ya
se había consumado bajo una ley anterior que lo permitía.
Aunque hay precedentes en el Derecho antiguo: en el Derecho romano también hay textos
que afirman la necesidad de que las leyes prescriban sólo para lo futuro y no para lo pretérito:
D. 1.3.22; CJ. 1.14., la perentoriedad y la extensión de la regla francesa, hará nacer el
principio de la irretroactividad de la ley, que será recogido por las legislaciones modernas. No
ha sucedido lo mismo con la ultractividad, puesto que la práctica indica que estos casos no
son frecuentes y no tienen tampoco la gravedad de la pretensión retroactiva de la ley. Por eso
dejamos para el final el estudio de la ultractividad, y nos dedicamos ahora al análisis de la
irretroactividad.
Sólo se hace una excepción respecto de las leyes interpretativas, ya que como declaran el
sentido de leyes anteriores, su contenido debe entenderse comprendido en estas últimas. Con
todo, la eficacia retroactiva de la interpretación se detiene en el respeto de la cosa juzgada: si
existen sentencias judiciales que se han dictado asumiendo una interpretación distinta a la
efectuada con posterioridad por el legislador, ellas siguen firmes e inalteradas: "Sin embargo,
las leyes que se limiten a declarar el sentido de otras leyes, se entenderán incorporadas en
éstas; pero no afectarán en manera alguna los efectos de las sentencias judiciales
ejecutoriadas en el tiempo intermedio" (art. 9.2 CC). La excepción se aplica únicamente a las
leyes que "se limiten a declarar el sentido de otras leyes"; es decir, más allá de la calificación
que les pueda hacer el legislador, no tendrán efecto retroactivo las leyes que modifiquen,
corrijan o enmienden el sentido de leyes anteriores. El juez es quien debe determinar si una
ley es interpretativa o modificatoria, para otorgarle o denegarle eficacia retroactiva.
El Código Civil señala que la ley no tendrá "jamás" efecto retroactivo. Pero ¿qué sucede si
el legislador actual dicta una ley que expresamente señala que se aplicará a hechos ocurridos
con anterioridad a su entrada en vigencia? Se dirá que ha "violado" la disposición del art. 9º
del Código Civil, pero, ¿es que el legislador tiene el deber de respetar en sus leyes las
disposiciones de otra ley como es el Código Civil? Sólo si le diéramos al Código Civil la
jerarquía formal de la Constitución, podríamos decir que una ley retroactiva es impugnable por
contravenir la retroactividad prohibida por el art. 9º. Pero ello no es así: el Código, con toda su
autoridad como libro jurídico, no tiene más fuerza ni jerarquía que una ley común. Si otra ley
dispone que será retroactiva, se produce una derogación tácita o una ley especial que debe
prevalecer por sobre la general del Código.
De allí que deba preguntarse sobre la extensión de la obligatoriedad del principio y por su
acogida por el texto constitucional.
El principio de irretroactividad, tal como está contenido en el Código Civil, sólo obliga al juez
cuando interpreta las leyes que no han dado normas especiales sobre su vigencia temporal.
Por ejemplo, se dicta una ley que dice que la nueva edad para contraer matrimonio válido es
de 18 años, alguien demanda la nulidad de su matrimonio porque antes de entrar en vigencia
esa ley él contrajo nupcias con una mujer de 16 años. El juez debe decidir si la ley se aplica
sólo a los matrimonios que se celebren con posterioridad a su entrada en vigor, o si alcanza
también a los matrimonios anteriores. Ocupando el art. 9º, podrá llegar a la conclusión de que
la ley, al no decir nada en sus disposiciones, no puede aplicarse con efecto retroactivo y, por
tanto, el matrimonio anterior celebrado bajo la vigencia de una ley que permitía contraer a una
edad inferior sigue siendo perfectamente válido y despliega sus efectos bajo la nueva ley.
Pero, ¿qué sucede, ahora, si el legislador dicta expresamente una ley con efecto retroactivo
y, por ejemplo, señala que los contratos de arriendo no pueden tener una duración inferior a la
de quince años, y que ella se aplicará no sólo a los nuevos contratos sino a los que ya se
hayan celebrado? A la disposición de esta ley no se puede oponer el art. 9º del Código Civil,
ya que el legislador es libre para establecer reglas legales especiales frente a una ley general,
o para derogarlas tácitamente estableciendo disposiciones inconciliables.
1º) Responsabilidad penal: Se prohíbe que se dicten leyes retroactivas que perjudiquen al
afectado. Así, el texto constitucional dispone que "ningún delito se castigará con otra pena que
la que señale una ley promulgada con anterioridad a su perpetración, a menos que una nueva
ley favorezca al afectado" (art. 19.3º.7 Const.; cfr. art. 18 CP). La prohibición incluye también
al tribunal: "Nadie podrá ser juzgado por comisiones especiales, sino por el tribunal que
señalare la ley y que se hallare establecido por ésta con anterioridad a la perpetración del
hecho" (art. 19.3º.4 Const.).
3º) Cosa juzgada: Una ley, aunque pretenda tener efecto retroactivo, no puede alterar los
efectos de las sentencias ya ejecutoriadas. Así se desprende del art. 76.1 de la Constitución
que señala que "Ni el Presidente de la República ni el Congreso pueden, en caso
alguno, ...hacer revivir procesos fenecidos".
La ley puede pretender tener vigencia sobre el primero: por ejemplo, si señala que se
prohíbe bajo pena de nulidad prestar dinero en mutuo a un interés superior al vigente, y se
pretende dejar sin efecto los contratos de mutuos celebrados con anterioridad. La intervención
de la nueva ley puede en cambio respetar el hecho constituido, pero pretende regir sobre sus
efectos incluso los generados antes de su entrada en vigencia: por ejemplo, si la nueva ley
dispone que el máximo de interés en el mutuo es de un 6% anual y que debe reducirse si se
ha pactado uno superior, no se anula el contrato de mutuo celebrado, pero sí se ordenará
restituir al acreedor que haya recibido intereses superiores por todo el tiempo anterior a la
entrada en vigor de la nueva ley. Por último, la pretensión de la nueva ley puede ser más
limitada: en el mismo caso anterior, si deja subsistente el mutuo y la percepción de los
intereses anteriores a su entrada en vigencia, pero aplica la nueva tasa de interés máximo a
los que se devenguen después de que esta haya entrado en vigencia.
¿Cuándo debe considerarse retroactiva esta ley? ¿En los tres casos? ¿Sólo en el primero?
A estas situaciones habría que añadir el supuesto de constitución por etapas del hecho
jurídico, y en el que alguna de ellas se producen antes de la nueva ley y la última bajo su
vigencia. Si se entiende que todo el proceso de constitución del hecho debe regirse por la
nueva ley, ¿es porque se está aplicando con efecto retroactivo?
Como puede observarse, lo que parecía tan simple y evidente se complica muchísimo
cuando se observan las múltiples situaciones que pueden presentarse. De allí que se hayan
elaborado teorías que intentan iluminar el problema y establecer criterios para decidir cuándo
la ley es retroactiva y cuándo no. Una vez determinada la retroactividad, se le podrán aplicar
las normas previstas para ella (prohibición de irretroactividad, excepciones, etc.).
La teoría tradicional intenta resolver los problemas suscitados por la vigencia temporal
ocupando las categorías de "derecho adquirido" y "mera expectativa". Si la nueva ley suprime,
altera o modifica un derecho adquirido por una persona, tiene efecto retroactivo; si la nueva
ley suprime, altera o modifica una mera expectativa no tiene efecto retroactivo. El caso de la
sucesión por causa de muerte lo puede graficar muy bien: actualmente, en el Código Civil se
llama a los hermanos a suceder al difunto que no ha hecho testamento, si no tiene
descendientes, ascendientes ni cónyuge (art. 990 CC); si en un futuro hipotético se dicta una
ley que dispone que los hermanos no serán sucesores abintestato y que si sólo hay
hermanos, la herencia pasará al Fisco, para saber si la ley se aplica con efecto retroactivo
tenemos que ver si compromete derechos adquiridos o sólo meras expectativas. Si el difunto
ya había fallecido y la herencia se había deferido a sus hermanos, estos ya habían adquirido
su derecho y la nueva ley no puede afectarlo sin tener efecto retroactivo. En cambio, si el
difunto murió un día después de entrada en vigencia de la nueva ley, sus hermanos no podrán
evitar que la ley se les aplique ni podrán reclamar que en su caso operó con efecto retroactivo:
cuando la nueva ley comenzó a regir, ellos no tenían más que una mera expectativa de
adquirir el derecho (nadie puede saber cuándo va a morir una persona o si uno va a morir
antes, ni si dejará testamento o no, etc.).
La teoría tradicional ha sido criticada por no ser suficiente para explicar todas las posibles
realidades jurídicas que se presentan. De allí que Paul Roubier, un autor francés que escribió
una obra en dos volúmenes sobre el tema (Le conflicts des lois dans le temps, 1929), haya
propuesto sustituir el concepto de derecho adquirido por el de situación jurídica subjetiva
consumada. Así, se pueden incluir instituciones jurídicas como la personalidad, la capacidad,
el estado civil, las potestades familiares y otras que no son propiamente derechos. Más allá
del problema de terminología, pareciera que la solución propiciada marcha por los mismos
carriles: lo ya constituido no puede ser afectado sin que se genere efecto retroactivo, lo que
aún no se ha constituido puede ser regido por la nueva ley sin reproche de retroactividad.
Las dos formulaciones, pues, dejan a salvo la constitución de hechos que generan derechos
o situaciones jurídicas del influjo de la nueva ley, salvo que se acepte que tiene efecto
retroactivo. También salvaguardan los efectos jurídicos producidos antes de la vigencia de la
nueva ley. En cambio, respecto de los efectos que se despliegan después de la vigencia de la
nueva ley, consideran, por regla general, que ellos quedan sometidos a la nueva ley, sin que
por ello venga a ser considerada retroactiva. Así, por ejemplo, si una nueva ley cambia los
impuestos que deben pagar los propietarios de bienes raíces, rige también para los que
hubieran adquirido el dominio de los bienes con anterioridad a la ley, pero la nueva tasa sólo
se aplicará desde que entre en vigor la nueva ley. Igualmente, se señala que los modos de
ejercicio de un derecho deben regirse por la nueva ley, desde que ésta entra en vigencia.
La ley, por la época en la que se dictó y por su mismo texto, se basa en la teoría de los
derechos adquiridos. Así lo pone de manifiesto el art. 7º, que dispone: "las meras expectativas
no confieren derecho".
Los distintos preceptos de la ley pueden ser sistematizados del modo siguiente.
La regla del art. 7º es clara: no constituyen derechos, por lo que pueden ser alteradas por la
ley nueva, sin que haya efecto retroactivo.
El inc. 2º del art. 7º LERL coloca un ejemplo referido a la institución de legitimación por
subsiguiente matrimonio (hoy se la conoce más bien como una conversión de la filiación no
matrimonial en matrimonial si los padres se casan). Así, si no se han cumplido los requisitos
de la ley antigua, y viene una nueva y establece nuevos requisitos, estos serán exigibles a
dichos hijos.
También es considerada una mera expectativa el que un predio esté libre de servidumbres
naturales, de modo que si una nueva ley las establece el beneficiario tiene derecho a
constituirlas. El dueño no podría invocar violación de su derecho de propiedad por una ley
retroactiva. Pero la Ley sobre Efecto Retroactivo de las Leyes establece el derecho del dueño
a tener una justa compensación por el sacrificio que se le impone: para gozar de la
servidumbre el beneficiado "tendrá que abonar al dueño del predio sirviente los perjuicios que
la constitución de la servidumbre le irrogare, renunciando éste por su parte a las utilidades que
de la reciprocidad de la servidumbre pudieran resultarle; a las cuales podrá recobrar su
derecho siempre que restituya la indemnización antedicha" (art. 17 LERL).
b) Los hechos constitutivos y sus efectos se rigen por ley vigente a la época de su constitución
La regla es que los hechos que dan lugar a derechos o a situaciones jurídicas, como la
personalidad, la capacidad, el estado civil, las potestades familiares, se rigen en su
constitución por la ley durante la cual se han completado los requisitos de ellos. De esta
manera, aunque la nueva ley disponga nuevas exigencias para que tengan lugar, los
constituidos bajo la ley anterior subsistirán. Si la ley pretendiera suprimirlos o alterarlos tendría
efecto retroactivo.
1º) La capacidad: La ley establece que "el que bajo el imperio de una ley hubiese adquirido
el derecho de administrar sus bienes [la llamada capacidad de ejercicio], no lo perderá bajo el
de otra aunque la última exija nuevas condiciones para adquirirlo" (art. 8º LERL).
2º) El estado civil: Se dispone que "el estado civil adquirido conforme a la ley vigente a la
fecha de su constitución, subsistirá aunque ésta pierda después su fuerza" (art. 3.1. LERL), y
que, en consecuencia, las leyes que establecieren para la adquisición de un estado civil,
condiciones diferentes de las que exigía una ley anterior, prevalecerán sobre ésta desde la
fecha en que comiencen a regir (art. 2º LERL). Este principio se aplica a los estados de
filiación (arts. 5º y 6º LERL, que se refieren a los ya sustituidos estados de hijo natural e hijo
ilegítimo).
4º) Las potestades familiares: Se reconoce que la potestad de los padres sobre los hijos, y
la de los guardadores sobre los pupilos, adquirida en virtud de la ley vigente a la época de su
constitución, se mantiene aunque cambie la legislación, y que los actos ejecutados bajo el
imperio de la ley antigua son válidos bajo la nueva (art. 3.2 LERL). El mismo criterio se reitera
respecto de los requisitos para ser nombrado guardador (art. 9.1 LERL).
5º) Los derechos reales: La ley establece que "todo derecho real adquirido bajo una ley y en
conformidad a ella, subsiste bajo el imperio de otra" (art. 12 LERL). Como aplicación de este
criterio, se dispone que las servidumbres naturales y voluntarias constituidas válidamente bajo
el imperio de una antigua ley, se mantienen bajo la nueva (art. 16 LERL).
La ley no señala expresamente que los efectos desplegados en el tiempo que va desde la
constitución del hecho hasta el comienzo del vigor de la nueva ley, deben regirse por la ley
antigua, pero así se desprende de lo que en contrario dispone respecto de los efectos
producidos después de que la ley nueva entre en vigencia, como veremos en el siguiente
párrafo.
c) Los efectos jurídicos desarrollados durante la vigencia de la nueva ley se rigen por ésta
La Ley sobre Efecto Retroactivo de las Leyes entiende, en general, que la nueva ley debe
regir los efectos de los hechos o situaciones constituidas con anterioridad, y que se
desarrollan desde su entrada en vigor.
Así lo pone de manifiesto cada vez que señala que la situación constituida bajo la antigua
ley se mantiene. Para la capacidad, se dispone: "pero en el ejercicio y continuación de este
derecho, se sujetará a las reglas establecidas por la ley posterior" (art. 8º LERL). Para el
estado civil, se deja en claro que "los derechos y obligaciones anexos a él, se subordinarán a
la ley posterior, sea que ésta constituya nuevos derechos u obligaciones, sea que modifique o
derogue los antiguos" (art. 3.1 LERL). Por lo establecido en el inc. 2 de la norma se observa
que se entiende que los derechos y obligaciones se regulan por la nueva ley "desde que ella
empiece a regir", de manera que se mantienen los efectos desarrollados antes bajo el imperio
de la ley antigua, por ejemplo, los efectos de los "actos válidamente ejecutados bajo el imperio
de una ley anterior" (art. 3.2 LERL). Se reitera este criterio al tratar del estado filial en los arts.
5º y 6º de la Ley sobre Efecto Retroactivo.
También se aplica este criterio a las potestades familiares. El art. 4º de la Ley referido a la
patria potestad preceptúa que "los derechos de usufructo legal y de administración que el
padre de familia tuviere en los bienes del hijo, y que hubieren sido adquiridos bajo una ley
anterior, se sujetarán, en cuanto a su ejercicio y duración, a las reglas dictadas por una ley
posterior". Respecto de los guardadores, el art. 9.1 dispone que los guardadores constituidos
bajo una ley anterior, se rigen por la nueva "en cuanto a sus funciones, a su remuneración y a
las incapacidades o excusas supervinientes". Sólo en materia de sanciones, se establece que
si la infracción fue cometida bajo la antigua ley, y la nueva es más favorable, se le aplicará
esta última (art. 9.2 LERL).
Para los derechos reales, se mantiene la misma posición: "en cuanto a sus goces y cargas y
en lo tocante a su extinción, prevalecerán las disposiciones de la nueva ley" (art. 12 LERL).
Por su parte, se señala que las servidumbres constituidas bajo la ley anterior, "se sujetarán en
su ejercicio y conservación a las reglas que estableciere otra nueva" (art. 16 LERL).
Un problema complejo que se ha advertido en esta materia es que la Ley sobre Efecto
Retroactivo de las Leyes parece entender dentro de los efectos que se desarrollan desde la
vigencia de la nueva ley, y que quedan sometidos a ésta, las causales o formas de extinción
de los respectivos derechos o situaciones.
Es llamativo el art. 12 LERL, que respecto de los derechos reales, señala que "en lo tocante
a su extinción" prevalecerán las disposiciones de la nueva ley, lo que refrenda para las
servidumbres el art. 16 LERL, ya que señala que en su ejercicio "y conservación" se sujetará a
las reglas de la ley nueva. Algo similar se dispone para las otras situaciones: así para el
estado civil, la nueva ley puede derogar los derechos y obligaciones del estado civil (art. 3. 1
LERL); la capacidad se rige en su "continuación" a las reglas de la ley posterior (art. 8º LERL);
la patria potestad se somete en su "duración" a la nueva ley (art. 4º LERL), la potestad de los
guardadores puede extinguirse si sobrevienen incapacidades dispuestas por la nueva ley (art.
9.1 LERL).
Ya Fabres y Claro Solar criticaron sobre todo la norma del art. 12, por no conformarse a la
doctrina que inspira la misma ley, ya que no se respeta el derecho (o situación) adquirida si se
da a la ley nueva la posibilidad de establecer nuevas causales de expiración no contempladas
en la ley bajo cuyo imperio se constituyó el derecho real. De la historia del establecimiento de
la ley puede desprenderse que la frase "y en lo tocante a su extinción" sólo quería aducir a
casos singulares como la extinción de los fideicomisos perpetuos o los cambios en las reglas
de la prescripción, supuestos a los que expresamente se refieren los arts. 15 y 25 de la misma
ley.
Hay que advertir que si se llegara a la conclusión de que el art. 12 permitiera al legislador
imponer nuevas causas de extinción del derecho constituido en virtud de una ley anterior,
devendría, en esa parte, en un precepto contrario al art. 19 Nº 24 de la Constitución que
impide que las leyes afecten retroactivamente al derecho de propiedad.
d) Los efectos de los contratos se rigen por la ley vigente a la época del contrato
La idea de que los efectos desarrollados durante la vigencia de la nueva ley se rigen por
esta última, encuentra un límite en materia de actos jurídicos y contratos. Aquí se entiende
que la ley es retroactiva no sólo cuando altera el hecho constitutivo (la ejecución del acto o la
celebración del contrato) o modifica los efectos producidos con anterioridad a la entrada en
vigencia de la nueva ley, sino también cuando ésta intenta regir los efectos derivados de un
contrato anterior, aunque se verifiquen bajo su vigencia.
Es decir, el estatuto negocial o contractual completo se fija de una sola vez al momento de
la realización del acto o celebración del contrato. Es una nueva manifestación del principio de
la autonomía privada y, además, una garantía de estabilidad de las relaciones entre
particulares que quedan al resguardo de las variabilidades de la legislación.
La Ley sobre Efecto Retroactivo de las Leyes contiene este principio en su art. 22: "En todo
contrato se entenderán incorporadas las leyes vigentes al tiempo de su celebración". Aunque
la norma se refiere expresamente a los contratos se aplica también a los actos, como se ve en
la disposición siguiente que se refiere a la prueba de los "actos y contratos".
En aplicación de esta regla, el contenido de un acto o contrato no puede verse alterado por
una ley posterior a su perfeccionamiento (si lo hace es retroactiva). El contenido invariable del
contrato estará compuesto por: 1º) Las estipulaciones expresas de las partes; 2º) Las
disposiciones legales supletorias; 3º) Las leyes imperativas que se imponían a la voluntad de
las partes; 4º) Las costumbres supletorias vigentes en esa época (art. 1546 CC). Las leyes
que se incorporan al estatuto del acto o contrato son tanto las que versan sobre los requisitos
de su celebración (de forma y de fondo), como las que se refieren a los derechos y
obligaciones de las partes (cfr. art. 1546 CC).
El art. 22 establece dos excepciones, que son: 1º) las leyes concernientes al modo de
reclamar en juicio los derechos que resultaren de ellos y 2º) las que señalan penas para el
caso de infracción de lo estipulado en ellos. Las primeras son las leyes procesales, que no
son de derecho privado, y que se aplican a todas las acciones y procesos que se encontraran
vigentes (se dice que rigen in actum). Las segundas son leyes penales (no civiles) y es natural
que se juzgue el delito a la época de su comisión (por ejemplo, si se sanciona una estafa o
una apropiación indebida). Una tercera excepción, aunque muy menor, puede observarse en
el art. 14 LERL, que trata de los derechos deferidos bajo condición suspensiva; la norma se
pone en el caso de que la ley vigente a la época del contrato establezca un tiempo para
reputar fallida la condición, y que la ley cambie y establezca un nuevo plazo. El respeto del art.
22 debería haber llevado a mantener siempre el plazo de la primera ley, pero la solución del
art. 14 LERL señala que ello no ocurrirá si se vence el tiempo fijado por la nueva ley contado
desde que esta ha entrado en vigor, caso en el cual la condición se reputa fallida (aun cuando
no haya transcurrido el plazo de la ley vigente a la época del contrato). La norma ha sido
criticada por no encontrarse una justificación para la excepción.
Reiteramos que el art. 22 nos da la pauta para saber que una ley es retroactiva si interfiere
o modifica con el estatuto contractual fijado a la época de su celebración, y permite no
aplicarla sobre la base de la interpretación que hace el juez fundado en el principio general de
la irretroactividad. Pero no tutela al contrato una ley que expresamente pretenda intervenir aun
cuando se le califique de retroactiva, ya que nuevamente el art. 22 LERL sólo tiene jerarquía
de ley, y otra ley puede modificarlo o dejarlo sin aplicación para un caso particular. En este
último supuesto, habrá que recurrir a la Constitución para obtener la tutela del contrato, a
través de la garantía de la propiedad sobre bienes incorporales del art. 19 Nº 24.
e) Los hechos que se constituyen por etapas se rigen por la ley vigente al momento en que se
ejecuta la última de ellas
La Ley sobre Efecto Retroactivo de las Leyes se refiere a una de estas situaciones que,
presenta particular importancia en el Derecho Civil: la adquisición de derechos por el modo de
adquirir sucesión por causa de muerte. En la operatividad de este modo pueden distinguirse
varias etapas: la vocación sucesoria (que alguien tenga en potencia la calidad de heredero de
una persona), que puede provenir de la ley o del otorgamiento de un testamento; la apertura
de la sucesión (que se produce con la muerte del causante); la delación de la herencia o
legado (que también coincide con la muerte, salvo en caso de que se someta a condición
suspensiva) y la aceptación del asignatario.
Mientras transcurren todas estas etapas puede haber cambios de leyes e interesa saber
cuándo alguna tendrá efecto retroactivo.
Como regla general, la ley asume que la situación constituida por etapas debe regirse
enteramente por la ley vigente al momento en que se realiza la última de ellas. En el caso de
la sucesión, la última es la apertura de la sucesión. En efecto, la delación coincide o se deriva
de ella, y la aceptación opera con efecto retroactivo. El heredero ha adquirido el derecho
(sujeto a su aceptación) desde que el causante fallece (salvo el caso de asignación
testamentaria bajo condición suspensiva).
En esta regla se fundan los arts. 18, 19 y 20 de la Ley sobre Efecto Retroactivo. El art. 18
dispone que, si bien las solemnidades de los testamentos deben regirse por la ley coetánea a
su otorgamiento, las disposiciones contenidas en ellos estarán subordinadas a la ley vigente a
la época del fallecimiento del testador (así prevalece la ley nueva en todo lo referido a
incapacidades, indignidades, asignaciones forzosas y desheredaciones). Por lo mismo, si el
testamento contenía disposiciones que según la ley de su otorgamiento no podían llevarse a
efecto, estas se vuelven eficaces si no son opuestas a la ley vigente al tiempo de morir el
testador (art. 19 LERL). Igualmente, el derecho de representación (es decir, el que tiene un
descendiente para representar a su padre o madre, cuando éste no quiere o no puede
heredar, por ejemplo, si ha muerto antes que el causante) se regirá por la ley vigente a la
época de la apertura (art. 20 LERL). La ley, en un casuismo excesivo, dispone sin embargo
que si el testador ha usado como método para designar a un asignatario el de remitirse al
derecho de representación, al momento de interpretarlo deberá usarse la ley vigente al
momento de su otorgamiento (pues es la única que conoció el testador), pero en este caso se
trata de una asignación testamentaria y no de la aplicación del derecho de representación.
f) Las leyes procesales se aplican a todas las situaciones desde que comienzan a regir
Las leyes sobre procedimientos en los juicios no pueden invalidar lo que ya se ha hecho
conforme a las leyes anteriores, pero todas las nuevas gestiones que se realicen con
posterioridad a su entrada en vigencia se rigen por ellas. La ley nueva, en consecuencia, no
puede alterar el proceso ya iniciado y sus efectos desplegados antes de su inicio de vigor,
pero sí rige los trámites y gestiones que se producen con posterioridad a ello. Es lo que
dispone el art. 24 de la Ley: "Las leyes concernientes a la substanciación y ritualidad de los
juicios prevalecen sobre las anteriores desde el momento en que deben empezar a regir". De
esta manera, la forma en que debe rendirse la prueba se sujeta a ley vigente al tiempo en que
se rindiere y no a aquella bajo la cual se comenzó el pleito (art. 23 LERL).
A esta eficacia de la nueva ley, se exceptúan dos situaciones: los medios de prueba de un
acto o contrato y los plazos procesales pendientes. Se establece que los medios de prueba
previstos por la ley vigente al momento de celebrarse el acto o contrato mantienen su eficacia
acreditadora del negocio, aun cuando al tiempo en que deba rendirse la prueba una nueva ley
los haya eliminado o excluido como pruebas admisibles (art. 23 LERL). Por otro lado, los
plazos procesales que hubieren comenzado a transcurrir y las actuaciones o diligencias
iniciadas bajo la vigencia de una ley, se continuarán rigiendo por ésta y no por la nueva ley
que los modifique (art. 24 LERL).
A veces se dice que la ley penal tiene efectos ultractivos cuando se aplica a un delito
cometido bajo su vigencia, aun cuando al momento del juicio esa ley haya sido reemplazada
por otra que sin embargo impone una pena más gravosa. Es lo que procede de acuerdo con el
art. 19 Nº 3 de nuestra Constitución. Se dice así que la ley es aplicada después de su
derogación. Pero es discutible que éste sea un verdadero caso de ultractividad, ya que la ley
no rige hechos acaecidos después de su cese de vigencia, sino hechos delictivos cometidos
bajo su vigencia. Se trata más bien de una prohibición de retroactividad de la ley penal más
dura. A la inversa, si la ley bajo la que se cometió un delito conmina una pena superior a la
establecida por una ley derogada antes de la comisión, la ultractividad de ésta no se admite, y
el reo será sancionado con la pena establecida por la ley vigente al momento de cometer el
ilícito.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: ROMERO GIRÓN, Vicente, "De la irretroactividad de las leyes con relación al Código
Civil", en RCF, t. VII (1891), N° 7, pp. 427-446; AMUNÁTEGUI REYES, Miguel Luis, "Opinión de Don Andrés
Bello sobre efecto retroactivo de la ley", en RCF, t. VII (1891), N° 11, pp. 688-698; COO, Ramón, "Artículo 23
de la ley de 7 octubre de 1861 (efecto retroactivo)", en RCF, t. XIII, (1899), N°s. 3 y 4, pp. 178-180; VERGARA,
José Eugenio, "Efecto retroactivo de la ley", en Enrique Latorre (recopilador), Memorias y Discursos
Universitarios sobre el Código Civil chileno. Libros I, II, III y IV del Código, Imprenta de "Los Debates",
Santiago, 1889; YÁÑEZ, Eliodoro, "Una cuestión transitoria, breves apuntaciones sobre el efecto retroactivo de
las leyes" RDJ, t. 1, sec. Derecho, pp. 155-171, 193-201, 234-241.
La aparición del Estado nacional, con los conceptos de soberanía territorial y de legislación
propia y particular, determinó el surgimiento de los conflictos de aplicación de las leyes
pertenecientes a distintas jurisdicciones territoriales. Así, por ejemplo, si un ciudadano de
nacionalidad chilena viaja a Suiza, y contrae allí matrimonio con una mujer de nacionalidad
alemana, luego se trasladan a Alemania donde nacen sus dos hijos y adquieren una casa
habitación, y más tarde el marido regresa a Chile donde pide un crédito para financiar una
remodelación de la casa en Alemania, dándola en hipoteca al banco chileno. En un caso así
pueden surgir múltiples interrogantes sobre qué ley estatal es la que rige cada una de estas
relaciones: el matrimonio, su régimen de bienes, los derechos y deberes entre cónyuges, la
filiación y la patria potestad, el derecho de propiedad, el contrato de mutuo, los derechos del
acreedor, el contrato y derecho real de hipoteca.
No se trata aquí, pues, de resolver tal o cual problema legal específico: por ejemplo, qué
tasa de interés es la máxima que corresponde cobrar al acreedor o si puede quedarse con la
cosa hipotecada en caso de incumplimiento, sino algo previo: ¿qué ley es la que debe
consultarse para saber la respuesta legal a dicho problema? Se trata de un conflicto de leyes,
que es necesario resolver en forma previa a la búsqueda de la solución concreta del
problema. A esta problemática está hoy en día dedicada toda una disciplina jurídica: la del
llamado Derecho Internacional Privado y, por tanto, desborda el tratamiento que se hace
respecto del mero Derecho Civil. Pero corresponde al Derecho Civil el mérito de haber
acuñado las primeras disposiciones legales que intentan resolver estos conflictos de leyes, y
de hecho nuestro Código Civil contempla un buen número de preceptos consagrados a este
fin, aunque sólo respecto de materias propiamente civiles (no se tocan los problemas que se
producen en Derecho Penal, Procesal, Comercial, etc.).
Debe advertirse que las normas de Derecho Internacional Privado pueden ser de dos
clases: de eficacia internacional y de eficacia interna. Las más útiles, pero más difíciles de
lograr, son las de eficacia internacional, ya que resuelven el problema de manera común entre
una multiplicidad de Estados que reconocen todos la misma solución para un conflicto entre
sus legislaciones. En el ámbito americano existe el Código de Derecho Internacional, llamado
"Código Bustamante", que es en realidad un tratado internacional, suscrito y ratificado por
Chile (D.S. Nº 374, Ministerio de Relaciones Exteriores, D. Of. 25 de abril de 1934).
Lamentablemente, tiene poca utilidad, pues Chile lo ratificó con una reserva que privilegia
siempre la ley chilena.
El otro tipo de normas, las de eficacia interna, son las que cada Estado se da para resolver
esos conflictos de legislaciones, estableciendo cuál es, para él, el Derecho aplicable. El
problema que tienen estas normas es que dan solución a los problemas planteados pero sólo
de acuerdo al Estado que las dicta y con prescindencia de lo que considere la legislación de
los otros Estados involucrados. De esta forma, en el caso con el que comenzamos, la ley
chilena podría sostener que la ley aplicable a la validez del matrimonio es la suiza, pero a su
vez la ley suiza puede considerar que es la chilena o la alemana a elección de los cónyuges, y
la alemana la del domicilio conyugal. Mientras no haya una regulación internacional uniforme
estos problemas permanecerán inciertos, y los particulares para resolver una situación de
Derecho Internacional Privado deberán examinar respecto de qué Estado y qué legislación
quieren hacer valer dicha situación.
Las normas chilenas están inspiradas en la clásica teoría de los estatutos, creada por
Bártolo de Saxoferrato (1314-1357). Este jurista medieval distinguió, para conocer la
legislación aplicable, si se trataba de leyes que se referían a las personas, a su estado civil y a
sus relaciones de familia (estatuto personal) o si se trataba de leyes que se referían a las
cosas, sobre todo a los inmuebles, a sus formas de adquisición, administración y sucesión
(estatuto real, de res = cosa). El estatuto personal era extraterritorial (acompañaba a las
personas a donde quiera que fueran), mientras el estatuto real era territorial (se regía por la
ley del territorio donde estaban los bienes, aunque los dueños o poseedores no fueran
habitantes o ciudadanos de ese lugar). Más adelante otro jurista antiguo: D'Argentré (1519-
1590), añadió lo que llamó el estatuto mixto, referido a los actos y contratos, en los que se
mezclan aspectos personales (la capacidad de las partes) con reales (las cosas sobre las que
versan). Respecto del estatuto mixto, había que hacer más distinciones para saber qué ley era
la aplicable.
Aunque, sin seguirlo expresamente, nuestra ley conserva esta estructura. Primero establece
que la regla general es la aplicación territorial de la ley chilena. Esta se aplica a todas las
personas que habitan en el territorio, con prescindencia de su nacionalidad; y por lo mismo no
se aplica fuera del territorio, aun cuando se trate de nacionales chilenos.
Este principio de territorialidad, sin embargo, tiene excepciones, por una parte derivadas de
lo que podemos llamar el estatuto personal, pero sólo en beneficio de la extensión de la ley
chilena para regir a los nacionales chilenos fuera del territorio (en ciertos aspectos); por otra,
del estatuto mixto que permite la aplicación de la ley extranjera que corresponde al lugar del
acto. Examinaremos el principio general, y luego sus aplicaciones y excepciones de acuerdo
al tipo de estatuto.
El art. 5º del Código Penal a su vez dispone que "la ley penal chilena es obligatoria para
todos los habitantes de la República, inclusos los extranjeros. Los delitos cometidos dentro del
mar territorial o adyacente quedan sometidos a las prescripciones de este Código".
3. Aplicación de la ley chilena fuera del territorio. Estatuto personal de los chilenos
El art. 15 aplica la extraterritorialidad del estatuto personal, que seguirá al chileno como su
sombra en cualquier parte en que se encuentre: "A las leyes patrias que reglan las
obligaciones y derechos civiles permanecerán sujetos los chilenos, no obstante su residencia
o domicilio en país extranjero: 1º En lo relativo al estado de las personas y a su capacidad
para ejecutar ciertos actos, que hayan de tener efecto en Chile; y 2º En las obligaciones y
derechos que nacen de las relaciones de familia; pero sólo respecto de sus cónyuges y
parientes chilenos".
2º Obligaciones y derechos civiles relativos a la capacidad para ejecutar actos que hayan de
tener efecto en Chile: la expresión "hayan de tener efecto" se ha interpretado que se refiere a
actos en los que la parte pudo prever que iban a tener efectos en el país, puesto que
necesariamente los iban a tener.
3º Obligaciones y derechos civiles que nacen de las relaciones de familia respecto del
cónyuge o parientes chilenos: al parecer aquí el Código limitó el alcance de las obligaciones
del Nº 1, ya que lo restringió sólo a relaciones con el cónyuge o parientes chilenos.
Así como la ley chilena considera que se aplica extraterritorialmente en este caso a los
chilenos que residan en el extranjero, podría haber sido congruente que se reconociera que lo
mismo se aplicara respecto de los extranjeros residentes o domiciliados en Chile (es decir,
que se les aplicara su propio estatuto personal: la ley de su nacionalidad). No ha sido así, sin
embargo, ya que el Código Civil les aplica la ley chilena, en cuanto habitantes de la República.
Por eso, si un extranjero se casa en Chile su matrimonio se rige enteramente por la ley
chilena, incluidos sus efectos: "Los efectos de los matrimonios celebrados en Chile se regirán
por la ley chilena, aunque los contrayentes sean extranjeros y no residan en Chile" (art. 81
LMC).
Sólo por excepción pueden referirse algunos casos en los que se ha cambiado este criterio,
y esto por legislación posterior. Así, el actual art. 135.2 del Código Civil dispone que los
cónyuges de un matrimonio celebrado en el extranjero se entienden separados de bienes (no
en sociedad conyugal como se aplica a los chilenos) a menos que pacten sociedad conyugal o
participación en los gananciales al inscribir su matrimonio en el Registro Civil chileno. Aunque
se les da la opción, ninguna de ellas es aplicar su ley nacional o la del domicilio conyugal.
La misma Ley de Matrimonio Civil admite que las sentencias de divorcio o nulidad dictadas
por tribunales extranjeros puedan ser reconocidas en Chile si se aplica el trámite del
exequátur previsto en el Código de Procedimiento Civil, con algunas limitaciones (art. 83
LMC).
La norma se aplica a todos los bienes corporales, sean muebles o inmuebles. Los
incorporales no son objeto de la norma, ya que ellos no pueden "situarse" territorialmente,
salvo en el caso de derechos reales, que recaen directamente sobre cosas corporales, que sí
tienen un sitio localizado.
La regla tiene una excepción en la que la ley permite que se aplique la ley extranjera a
bienes situados en el territorio nacional: se trata de la aplicación de las reglas de la sucesión
por causa de muerte. Conforme al art. 955.2 del Código Civil la sucesión se regla por la ley del
domicilio en que se abre, salvas las excepciones legales, y el domicilio en que se abre es el
del último domicilio del causante. De este modo, aunque los bienes estén en Chile, si el
causante muere teniendo su último domicilio en Brasil, la sucesión se regirá por la ley
brasileña (aunque los asignatarios chilenos pueden hacer valer los derechos que les otorga la
ley chilena adjudicándose los bienes existentes en Chile: art. 998 CC). Si quien fallece con
domicilio en el extranjero es un chileno, el cónyuge y parientes chilenos podrán aplicar en su
beneficio la ley chilena, conforme al art. 15 Nº 2 del Código Civil.
El art. 16 del Código Civil tiene aplicación a todas las normas que se refieran directamente a
los bienes, y no al estado o la capacidad de las personas. Así se ha dicho que el usufructo
que tiene el padre que ejerce la patria potestad sobre los bienes del hijo y las normas de
administración de bienes de la sociedad conyugal por parte del marido no son leyes reales,
sino personales; pero sí lo sería el privilegio de la cuarta clase que tiene la mujer y el hijo por
la administración de sus bienes por el marido o padre, como se deduce del art. 2284 del
Código Civil. La distinción sólo tiene relevancia si los interesados no sólo no son chilenos, sino
si tampoco habitan en Chile, ya que aunque se trate de leyes personales, estando los
interesados residiendo en Chile se aplica también la ley chilena (ya que como hemos dicho,
no se reconoce el estatuto personal del extranjero en Chile).
Para determinar la ley aplicable a los actos o contratos deben distinguirse los siguientes
aspectos: los requisitos internos, las formalidades exigidas, la prueba con la que puede
acreditarse y los efectos que producirá.
a) Requisitos internos
Los requisitos internos del acto jurídico son la voluntad (sin vicios), la capacidad de las
partes, el objeto lícito y la causa lícita.
La ley chilena reconoce aquí la ley extranjera, al señalar que el acto debe regirse por la ley
vigente en el lugar de su celebración: locus regit actum. Así se establece en el art. 16.2 del
Código Civil: "Esta disposición [que los bienes situados en Chile se rigen por la ley chilena] se
entenderá sin perjuicio de las estipulaciones contenidas en los contratos otorgados
válidamente en país extraño". Aunque el art. 16.2 hable de contrato, la regla se extiende a
todos los actos jurídicos.
Nótese que deben ser válidos conforme a la ley extranjera, de modo que si existe un
requisito en ella que produzca su nulidad, el acto será también inválido en Chile, aunque la ley
chilena no consagre ese mismo requisito. Y al revés, el acto será válido en Chile aunque le
falte algún requisito exigido por la ley chilena, si éste no es contemplado por la ley del país
donde se realizó el acto.
Pensamos, además, que un límite a la eficacia en Chile del acto ejecutado en el extranjero
serán los casos de objeto o causa ilícitos, ya que sería contra el orden público que se
permitiera la validez en Chile de actos contrarios a ellos, por el hecho de estar autorizados en
una legislación extranjera (piénsese por ejemplo en contratos de suministro de drogas,
contratos de arriendo de úteros, contratos de lavado de dinero, préstamos usurarios, etc.).
b) Formalidades
Los requisitos de forma, es decir, las formalidades necesarias para la validez del acto o
contrato, son determinadas nuevamente por la ley del país en que se ejecuta o celebra. Así se
deduce de la regla general del art. 16.2 del Código Civil, que no distingue entre requisitos de
fondo y de forma para remitirse a lo que disponga la ley del país del contrato.
Una aplicación de esta norma la provee el art. 17 del Código Civil: "La forma de los
instrumentos públicos se determina por la ley del país en que hayan sido otorgados. Su
autenticidad se probará según las reglas establecidas en el Código de Enjuiciamiento. La
forma se refiere a las solemnidades externas, y la autenticidad al hecho de haber sido
realmente otorgados y autorizados por las personas y de la manera que en los tales
instrumentos se exprese" (art. 17 CC). Aunque la norma se refiere a los instrumentos públicos,
se ha fallado que el mismo criterio debe aplicarse en el caso de las escrituras privadas.
La regla tiene dos excepciones:
Debe señalarse que los chilenos pueden facultativamente acogerse a las formas
establecidas por la ley chilena para realizar ciertos actos, acudiendo a las agentes
diplomáticos o consulares, que tienen atribuciones notariales para ciertos actos.
c) Prueba
Así, una compraventa de bienes raíces o una hipoteca para las cuales la ley chilena exige
escritura pública, no podrían acreditarse en Chile por medio de una escritura privada suscrita
en un país en el que dichos actos pueden válidamente realizarse a través de ese tipo de
instrumentos.
La doctrina estima que no estamos aquí frente a una excepción al principio locus regit
actum, ya que no se exige el instrumento público como solemnidad del acto, sino como forma
de prueba de su celebración.
La expresión "que han de rendirse y producir efecto en Chile" se refiere en forma amplia a la
prueba judicial y a la extrajudicial (por ejemplo, para inscribir el acto en un registro público
chileno).
d) Efectos
Los efectos son los derechos y obligaciones que se crean, modifican o extinguen en virtud
del acto o contrato.
Si los efectos se van a reclamar en otro país, se aplicará la ley extranjera. Pero si se pide su
ejecución o cumplimiento en Chile, aunque el acto o contrato se rija por la ley externa, deben
sujetarse a la legislación nacional. Así lo dispone el art. 16.3 del Código Civil: "Los efectos de
los contratos otorgados en país extraño para cumplirse en Chile, se arreglarán a las leyes
chilenas" (art. 16.3).
La doctrina chilena ha querido ver en los efectos las cosas de la naturaleza y accidentales
de que habla el art. 1444 del Código Civil, para así evitar que puedan ejecutarse en Chile
contratos que vayan contra nuestro orden público o leyes imperativas chilenas. Pero quizás,
eso deba ser controlado a través de los requisitos internos (objeto ilícito o causa ilícita), o a
través de la noción de orden público que es clave en todo el Derecho Internacional Privado. El
art. 16.3 no controla el contenido de los efectos, sino únicamente la forma de cumplimiento de
ellos, es decir, su realización práctica o su reclamación en juicio.
Más fuerte es la norma que se refiere a los efectos del matrimonio, pues en este caso el
matrimonio válidamente celebrado en país extranjero "producirá en Chile los mismos efectos
que si se hubiere celebrado en territorio chileno" (art. 80.1 LMC).
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: URRUTIA, Leopoldo, "De la rescisión por lesión enorme de la venta de derechos
hereditarios y de la legislación que debe aplicarse en caso de haberse aplicado en el extranjero sobre bienes
situados en Chile", en RDJ, t. 33, sec. Derecho, pp. 5-36.
CAPÍTULO V INTERPRETACIÓN
1. Concepto de interpretación
Una noción preliminar y básica de interpretación jurídica es aquella que la concibe como la
labor de explicar o aclarar el sentido de una norma (ley) para aplicarla a un caso concreto. Se
observa, pues, que la interpretación es un proceso de carácter intelectual que implica una
comprensión de una proposición lingüística de carácter normativo o prescriptivo caracterizada
por su generalidad, con la finalidad de decidir su aplicación a una realidad fáctica concreta y
particular.
Pero la interpretación no tiene por objeto únicamente determinar el sentido de la ley en vista
de un juicio actual entre partes. Esta es muy importante, pero sería insuficiente ya que lo ideal
es que no se llegue a un juicio. Por eso, la interpretación se aplicará también a conflictos
potenciales o incluso hipotéticos. También tendrá lugar cuando la autoridad administrativa
ejecute una ley por medio de otras resoluciones, o para aplicar medidas o sanciones a los
particulares. Los abogados deben muchas veces interpretar para asesorar correctamente a
sus clientes y señalarles las consecuencias legales de sus comportamientos. Los profesores y
autores de Derecho interpretan las normas para insertarlas en un sistema coherente y
predictivo sobre cómo debe funcionar un orden legal en determinadas materias. Hasta los
simples ciudadanos deben interpretar las leyes para convertirlas en razones de su accionar
práctico (por ejemplo, las leyes del tránsito vehicular). Como se ve, la interpretación es una
tarea sin la cual el Derecho no podría funcionar y que compete a todos los miembros de la
comunidad, aunque sea distinto el valor obligatorio que tenga cada una de ellas.
2. Necesidad de la interpretación
Existe un antiguo adagio jurídico que reza "in claris, non fit interpretatio", es decir, que en lo
claro no se hace interpretación. De esta forma se sostiene que si la ley es clara no se requiere
ni se debe recurrir a la interpretación. La ley clara se aplica, no se interpreta. A veces, se
suele invocar el art. 19 del Código Civil como una expresión de esta idea, como si prescribiera
"cuando el sentido de la ley es claro, no se desatenderá su tenor literal a pretexto de necesitar
interpretarlo".
Por ejemplo, se sostiene que si la ley dice que "El que mata a otro debe ser sancionado por
homicidio", y el juez ha comprobado que un asaltante acuchilló a la víctima y esta expiró en el
lugar, no hay que interpretarlo sino que es claro que el asaltante mató a otro y debe ser
sancionado como homicida.
Esta idea es modernamente desacreditada ya que se señala que las normas, siendo
proposiciones que usan unidades de lenguaje que no son nunca unívocas en su significado,
nunca son perfectamente claras sino que siempre admiten diversos sentidos, por lo que su
aplicación jurídica requiere determinar, vía interpretación, cuál de esos sentidos es el más
razonable y justo (ajustado). Se ha hecho ver, por otra parte, que la aplicación de la ley es
imposible sin que haya ciertos presupuestos cognoscitivos o preconceptos que el intérprete
lleva consigo, y de los que no puede prescindir: por ejemplo, que se trata de un texto de una
ley, que fue aprobada válidamente, que existe un concepto de asaltante, de cuchillo, de
muerte, etc. Es un bagaje de conocimientos que a veces se utiliza implícita o
inconscientemente pero que no es menos real. En el caso del homicidio, el intérprete debe
tomar posición sobre qué significa "El que" de la norma: si debe ser una persona, si puede ser
un animal, un rayo que cayó sobre alguien; en seguida debe aclarar qué significa "mata": el
simple acuchillamiento, puede ser una operación terapéutica y no una acción de matar;
finalmente debe decidir qué sentido le atribuye a la expresión "a otro"; si a un animal, un
insecto, un niño por nacer.
Como se advierte, la interpretación es necesaria para toda aplicación de una norma general
a un caso particular y, en este sentido, toda ley debe ser interpretada. La interpretación es
insoslayable si se quiere aplicar el Derecho.
Con todo, el adagio "in claris, non fit interpretatio" puede ser correcto, cuando se entiende la
interpretación en un sentido más restringido, como la indagación del sentido del texto cuando
este no se desentraña con un proceso más simple de intelección fundado en el significado del
texto y los antecedentes más generales sobre la finalidad de la ley. Es posible, y en la mayoría
de los casos así sucederá, que para aplicar la ley baste una comprensión más inmediata y
breve. Si la ley dice que para contratar son mayores de edad los que cumplieron dieciocho
años, para muchos casos, bastará el significado convencional de las palabras, la intención
conocida del legislador y la experiencia de siglos distinguiendo entre mayores y menores de
edad, para afirmar que si se presenta un muchacho de 17 años debe ser calificado de menor
de edad. En este sentido, la ley es clara, y no necesita "interpretación", es decir, no requiere
una interpretación más elaborada y detenida. La misma ley, sin embargo, ante un caso
complejo y difícil puede requerir una interpretación de mayor aliento, de manera que la
claridad u oscuridad no depende del texto en sí mismo sino más bien de su confrontación con
la realidad particular a la que se debe aplicar.
3. Clases de interpretación
La interpretación, entendida como proceso elaborado y mediato, puede dar como resultado
un sentido que sea coincidente con la interpretación inicial e inmediata, caso en el cual se
habla de interpretación declarativa; que sea de menor extensión (es decir, que comprende
menos casos que los inicialmente considerados), evento en el que estaremos frente a una
interpretación restrictiva; o, por el contrario, que sea de mayor extensión (es decir, que incluya
más casos que los que inicialmente fueron considerados), y aquí hablaremos de interpretación
extensiva.
Hay ciertas clases de leyes en las que, en la duda, debe siempre preferirse la interpretación
restrictiva: las leyes de excepción, las leyes que imponen sanciones, las leyes que declaran la
invalidez de ciertos actos, y las leyes que establecen incapacidades o inhabilidades.
Sin embargo, bien puede sostenerse que sí hay interpretación, pero del ordenamiento como
un todo, para extraer el criterio normativo que deberá aplicarse al caso no regulado.
Como veremos, pareciera que no es recomendable dar primacía total a ninguno de estos
elementos y que todos deben ser tomados en cuenta en la tarea de descubrir el sentido
auténtico y genuino de la norma que se interpreta.
Hasta hace pocas décadas imperaba la idea de que el método de la aplicación de las
normas jurídicas era coincidente con el de la lógica. El juez no debía crear ni interpretar, sino
aplicar la ley del mismo modo que se resuelve un silogismo, en el que la norma constituye la
premisa mayor, la descripción del caso la premisa menor, y la sentencia la conclusión. Así:
Premisa mayor (la norma): La ley dice que es nula la enajenación de derechos que no son
transferibles.
Premisa menor (el caso): Juan enajenó a Pedro su derecho real de habitación, que es un
derecho intransferible.
La actual teoría jurídica ha desmentido que este modelo reproduzca fielmente el método
que usa el juez para aplicar la norma. De partida, se reconoce que muchas veces ocurre lo
inverso, es decir que primero el juez concibe la conclusión y después busca las premisas en
las que fundará su sentencia. Además, tanto para la construcción de la premisa mayor como
para la menor es necesario efectuar un proceso interpretativo que no es estrictamente lógico,
sino que emplea criterios de mayor plausibilidad, fuerza persuasiva, valoración moral o de
mayor o menor justicia, criterios de la experiencia o de los resultados sociales, etc. La misma
calificación jurídica de los hechos es una tarea que no está exenta de valoraciones y
apreciaciones que son superadas por el esquematismo lógico. En el ejemplo de arriba, la
proposición de "Juan enajenó a Pedro su derecho real de habitación, que es un derecho
intransferible", está plagada de conceptos que necesitan una apreciación del juez: concepto
de enajenación, si es realmente un derecho real de habitación, si éste es un derecho
intransferible, qué significa que sea intransferible, etc.
De allí que se hayan formulado otras teorías acerca de la estructura del razonamiento
jurídico y de su método. Se habla de razonamiento dialéctico, en el que se reconoce la
probabilidad de las premisas (no su verdad absoluta), en el cual tiene importancia especial el
método tópico descrito por Teodoro Viehweg (1907-1988), en su Tópica y Jurisprudencia.
Según este autor, los jueces y los juristas para resolver casos no usan el esquema del
silogismo lógico. Su trabajo es más bien tópico, porque usa puntos de vista preestablecidos
(topoi) que sirven de base al razonamiento. Es el método que originó el Derecho privado en la
discusión de los juristas romanos. De allí que fueran muy casuísticos y enemigos de los
conceptos o definiciones abstractas y generales.
Otros autores han puesto de relieve que el razonamiento jurídico es de tipo dialéctico o
retórico-argumentativo. No se trata de demostrar la verdad lógica de una proposición, sino de
lograr persuadir que una determinada solución jurídica es más prudente, mejor argumentada,
de mayor peso, más justa, que otra. Y esto se logra sobre la base de una confrontación de
pros y contras, de argumentos y refutaciones.
Con todo, no debemos desdeñar tampoco el papel de la lógica, porque los métodos tópicos
o retóricos tampoco pueden dar lugar a resultados que sean lógicamente absurdos. Se trata
más bien de no aplicar un tipo de lógica formal o matemática a una ciencia humana y social
como el Derecho. Se hará necesario pensar en una lógica prudencial y deontológica (que no
orienta las proposiciones descriptivas: del mundo del ser, sino las prescriptivas: del mundo del
deber ser). Además, la lógica juega un papel importante en la sistematización de los
resultados de la tópica y la argumentación. Las soluciones de los casos deben ser ordenadas
de manera lógica, en un sistema que procure garantizar que casos que sean iguales en sus
elementos relevantes, tengan la misma respuesta jurídica.
Aunque las concepciones sobre lo que es el Derecho son numerosísimas, creemos que
pueden agruparse en tres grandes tradiciones: el iusnaturalismo, el positivismo normativista y
el positivismo sociológico.
1º) El iusnaturalismo: La expresión "justo natural" como opuesta a "justo legal" proviene de
Aristóteles (384 a.C-322 a.C.) y aparece argumentada en su Ética a Nicómaco (V, 7). Se dice
allí que hay algunas conductas o relaciones que son justas por sí mismas y sin necesidad de
una norma legal, y otras que son justas porque se conforman a lo determinado por las leyes
del hombre. Entre los romanos se hablará ya de ius naturale, para indicar las exigencias que
la propia naturaleza del hombre impone a todos los pueblos. La filosofía estoica, con Cicerón,
señalará que el Derecho no sólo se compone de preceptos determinados por las leyes
humanas, sino también de principios de honestidad y justicia naturales. La teología cristiana,
primero con San Agustín (354 d.C.- 430 d.C.), y luego con Santo Tomás de Aquino (1225-
1274) harán compatibles los hallazgos de la filosofía griega y estoica con la fe cristiana,
haciendo ver que en la Revelación se contienen preceptos que son de orden natural,
aplicables a todos los hombres, si bien han sido revelados para facilitar su cognoscibilidad, no
siempre fácil de alcanzar porque las pasiones y el pecado nublan la inteligencia y la voluntad
para reconocerlos: los llamados diez mandamientos o Decálogo, son en este sentido
preceptos jurídico-naturales, como el respetar la vida humana o la veracidad. Fe y razón,
moral, derecho natural y ley humana (positiva) son entendidos de un modo armónico. La ley
humana es absolutamente necesaria para el bien común, y no se puede entender el Derecho
natural sino como incorporado por determinación o concreción de la ley humana. Es ésta la
que dice cómo se protege en concreto la vida humana, qué tipo de delito se comete cuando se
la lesiona, qué penas se aplican a ese delito, quién tiene la facultad de imponerla, cómo debe
ser el proceso en el que se juzga al infractor, en qué plazo prescribe la acción o la pena, etc.
Pero la ley humana se basa en la moral y en el Derecho natural, de manera que la orden del
soberano si es despótica o inicua puede coaccionar como poder, pero no es imperativa como
razón para actuar en miras al bien y a la justicia. En este sentido, se asienta el principio de
que la ley positiva injusta no es ley, sino violencia. No se intenta decir que no sea ley positiva
(el adagio lo reconoce desde el principio), sino que no es ley en cuanto a su obligatoriedad
moral (no obliga como ley), y a que obliga sólo como violencia (por el medio de la represión
del poder).
En Alemania, donde los códigos del Derecho Natural (como el prusiano) no tuvieron éxito,
se desarrolló un enorme esfuerzo por transformar las soluciones casuistas contenidas en el
Digesto y demás compilaciones del Derecho romano, en un sistema de conceptos, categorías
y relaciones abstractas y de aplicación general. Este esfuerzo es también positivista, pues no
mira tanto a la razonabilidad práctica de las reglas sino a su formalización como conceptos
genéricos sistemáticos y coherentes entre sí. Esta corriente es denominada Pandectística (por
hacerse sobre la base de los textos de las Pandectas o Digesto) o también jurisprudencia de
conceptos (jurisprudencia en el sentido de ciencia jurídica).
Finalmente, la teoría del positivismo se fragua en el ámbito inglés. Serán Bentham (1748-
1832) y Austin (1790-1859) los primeros autores que tratarán de separar los universos
normativos de la moral y, los del Derecho, sobre la base del poder coercitivo de que gozan las
normas jurídicas. Un mandato sujeto a la amenaza de una sanción es lo característico del
Derecho. El Derecho es norma, y además norma apoyada por el poder sancionador del
Estado.
La exposición más conseguida de la visión positivista normativa del Derecho se deberá al
profesor austriaco, luego emigrado a los Estados Unidos, Hans Kelsen (1881-1973), quien
pretenderá depurar el estudio del Derecho de la moral, la política y la filosofía. Por eso,
hablará de la necesidad de elaborar una teoría "pura" del Derecho, sin la contaminación de las
opiniones morales, religiosas, ideológicas, políticas de los jueces y los juristas. Para Kelsen, el
único Derecho que es tal, es el que nace de las normas positivas, aprobadas formalmente por
los poderes constituidos. La validez de la norma no depende de su contenido (que sea moral o
inmoral, justo o injusto), sino sólo de que fue elaborada por la autoridad competente según
otra norma, y que es compatible con la norma superior. Si se le pregunta cuál es la norma que
da competencia a las autoridades para dictar normas positivas, acudirá al concepto de
Constitución, como norma positiva superior, y si se le inquiere de qué norma deriva la validez
de la primera constitución, Kelsen responde que de una norma fundamental hipotética, es
decir, de una norma que debe suponerse como hipótesis para que pueda operar el sistema
(en realidad no existe, pero debemos suponerla existente para que haya teoría pura del
Derecho). Kelsen es consciente de que la interpretación de las normas no puede depender del
hallazgo del sentido del texto y de la intención del legislador, como quería el positivismo
exegético, ya que el lenguaje es de por sí polisémico y el legislador es una abstracción que no
tiene existencia real. Por eso, sostiene que el juez ante las diversas posibles lecturas de un
texto legal puede decidir libremente cuál es la que aplicará al caso. La decisión del juez deja
de estar en el plano jurídico y queda en el de la discrecionalidad. No hay una interpretación
correcta sino que son todas jurídicamente correctas si están dentro del marco lingüístico del
texto de la norma.
3º) El positivismo sociológico: Una tercera tradición que podemos reconocer en este elenco
de grandes concepciones sobre el Derecho, es la que pretende identificar lo jurídico, no sobre
la base de lo justo, ni sobre la base de la norma aprobada por el poder estatal, sino sobre la
idea de que el Derecho es un hecho social, no más ni menos que una costumbre practicada
por los operadores jurídicos y por los ciudadanos. Así como el positivismo normativista quiere
centrarse en el concepto de validez formal de las normas para descubrir el Derecho, el
positivismo sociológico construye el núcleo de su concepción jurídica sobre el concepto de
eficacia. No es la norma válida, sino la que es observada en la práctica, la que guía la
conducta de los jueces y de las personas, lo que constituye el Derecho vivo y real.
Esta corriente sociologista irá tomando fuerza y exagerando sus posturas, con la llamada
Escuela del Derecho Libre, que postula la libertad del juez para hacer justicia sin sujeción a la
norma, como postula Hermann Kantorowicz (1877-1940) en su libro La lucha por la ciencia del
derecho y como más tarde asumirá la llamada Escuela del Realismo jurídico norteamericano,
según la cual el Derecho no es más que la predicción de cómo actuarán los jueces sobre un
caso determinado, como postuló uno de sus autores más emblemáticos: el juez Oliver Wendell
Holmes Jr. (1841-1935).
La teoría marxista que considera al Derecho un fenómeno derivado del sistema económico
de propiedad privada y un instrumento de la burguesía para mantener sus intereses de
explotación del proletariado, dará lugar a fines del siglo XX a la llamada teoría del uso
alternativo del Derecho, propiciada por autores italianos como Pietro Barcellona (1936-2013),
según la cual un juez justo es el comprometido con la revolución y, por tanto, que empleará
las mismas leyes creadas por el sistema de explotación, para minarlo y favorecer a los más
débiles y marginados. El Derecho debe tener un uso alternativo, para precipitar la revolución
del proletariado.
En sus versiones más extremas, se niega que el valor superior de las leyes y de los juicios
sea la búsqueda de la justicia o de la paz y otros valores morales similares, y éste es
sustituido por el concepto de eficiencia económica (mayor utilidad al menor costo). Las
mejores leyes y las mejores sentencias son las que contribuyen a que el mercado de los
derechos de las personas funcione con la máxima eficiencia evitando los costos de
transacción y las externalidades. A esto deberá tender también la interpretación de las leyes.
El estado actual del pensamiento jurídico sugiere que existe una crisis fuerte tanto del
positivismo normativista al estilo kelseniano como del iusnaturalismo al estilo de la Escuela del
Derecho Natural Racionalista.
La tradición del Derecho Natural ha resurgido también de la mano del reconocimiento de los
derechos humanos y de la prohibición absoluta de ciertos actos que son considerados
indebidos, aunque se persigan fines loables (como por ejemplo la tortura o el ataque de
poblaciones civiles por una bomba atómica). En el ámbito anglosajón, y siguiendo la
metodología de la teoría analítica, John Finnis (1940- ), sucesor de la cátedra de Hart en la
Universidad de Oxford, con su obra Natural Law and Natural Rights, ha tratado de mostrar a
los juristas neopositivistas o pospositivistas que una correcta visión de lo "justo natural"
aristotélico no se opone a la idea de que el Derecho sea en su totalidad positivo, ya que las
exigencias de los principios de la razón práctica (los principios de justicia natural) sólo pueden
verse realizados a través de las normas positivas.
Es posible que en un tiempo próximo las teorías vayan convergiendo en esta dirección en la
que puede lograrse una nueva síntesis entre lo justo natural y lo justo legal en una sola
realidad que denominamos Derecho.
d) Escuelas de interpretación
Muy relacionadas con las concepciones sobre lo jurídico, se conocen como Escuelas de
interpretación, algunas teorías hermenéuticas que han conseguido agrupar bajo su influencia
a un número significativo de juristas. Aunque, por cierto, no todos ellos comparten totalmente
los métodos propiciados por la Escuela a la que pertenecen o a la que se les asigna.
Las principales Escuela de interpretación del Derecho son las siguientes:
En el mundo actual puede decirse que ninguna escuela predomina del todo, aunque en
Chile hay una larga tradición exegética. Con todo, la sobrevaloración del poder creador del
juez tiene también serios riesgos, y uno de ellos es el de mermar la fuerza jurídica de las
decisiones normativas adoptadas por los órganos establecidos para el ejercicio democrático
de la soberanía nacional. Así, decisiones que deben ser adoptadas por los órganos
competentes, cuyos integrantes han sido designados por el voto popular, y cuya misión es
cautelar el bien común y el interés general, pueden ser desconocidas por el juez, que no tiene
responsabilidad política, y mirando sólo un caso concreto y no los efectos que su sentencia
produce en el contexto social general. Debe recordarse que el iusnaturalismo clásico siempre
ha sostenido el deber de acatar las leyes positivas, incluso aquellas que puedan parecer
inconvenientes o poco afortunadas. Sólo en casos extremos, de injusticia notoria y manifiesta,
y cuando no haya posibilidad de encontrar la justicia por otros medios, se autoriza la rebelión
o resistencia frente a la norma inicua.
La labor de los jueces debe ser de lealtad y de cooperación con el Congreso, y los demás
órganos que emiten normas válidas. La interpretación debe ser una labor de armonización
entre el mensaje transmitido por las palabras del texto normativo, la intención de la autoridad
que lo dictó y la solución justa del caso concreto.
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M. (coords.), Estudios de Derecho Civil VI, AbeledoPerrot, Santiago, 2011, pp. 21-36; GUZMÁN BRITO,
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Llamamos interpretación reglada a aquella que está sujeta a normas positivas que
pretenden regular el proceder del intérprete. Le señalan los criterios que debe utilizar o
rechazar en la interpretación y el mérito o jerarquía que debe atribuirles.
En nuestro país, la interpretación de las leyes realizada por el juez tiene este carácter. Las
normas positivas que la regulan están en los arts. 19 a 24 del Código Civil, estatuto al que
debe incorporarse también el art. 3.1, el art. 9.2 y el art. 13.
Estas normas son imperativas para el juez, por lo que si no las respeta o las infringe y ello
influye directamente en la decisión de la sentencia, esta puede ser anulada a través del
recurso de casación en el fondo, de conocimiento de la Corte Suprema. Normalmente, el
recurso se interpondrá por la infracción de la norma interpretada (incorrectamente según el
recurrente) y la regla de interpretación que, al ser desconocida o infringida, determinó la
errónea intelección de la primera.
En el pasado, la teoría de que las reglas del Código Civil recogían la ideas de la Escuela de
la Exégesis, y la primacía absoluta del tenor literal por sobre otros elementos, ha llevado a los
autores de Derecho Público, a sostener la inaplicabilidad completa de estos preceptos a la
Constitución o a los tratados internacionales. Se propicia así, una aplicación restringida de
este estatuto sólo a las normas que formalmente son leyes.
Pero si se aclara la confusión que ha llevado a identificar los arts. 19 a 24 con lo más
extremo de la Escuela francesa de la Exégesis, se deshace el peligro de que su aplicación
pueda desnaturalizar textos de naturaleza más axiológica y declarativa de principios como las
normas constitucionales y los tratados internacionales. Y, por el contrario, se obtendría una
interpretación más uniforme e igualitaria de los textos normativos. En efecto, no se ve por qué
una ley interpretativa de la Constitución deba ser interpretada de acuerdo al estatuto
hermenéutico del Código Civil (ya que es formalmente una ley) y no deba serlo la Constitución
misma que es interpretada por ella. Lo mismo puede señalarse respecto de las Leyes
Orgánico-constitucionales.
En todo caso, los tribunales suelen acudir a estas reglas, aunque a veces las invoquen más
como criterios de autoridad, que como preceptos vinculantes. Esta práctica también se
observa en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional.
La doctrina civil chilena ha explicado los arts. 19 a 24 del Código Civil conforme a la teoría
de los "cuatro elementos de la interpretación" que supuestamente tendría su origen en Von
Savigny (1779-1861). Según esta teoría, tales elementos son: 1º El elemento gramatical, que
busca el sentido de la ley en sus palabras, en su tenor literal o gramatical; 2º El elemento
lógico, que pretende aclarar una norma de la ley por medio de la observación de todo el
conjunto normativo de dicha ley; 3º El elemento histórico, que intenta desentrañar el
significado de la ley a través de su origen y la historia de su aprobación; y 4º El elemento
sistemático, que obtiene el sentido de la ley oscura a través de su cotejo con otras leyes o con
todo el conjunto del sistema legal u ordenamiento jurídico en el que se inserta.
Nuestra doctrina más tradicional señala que estos cuatro elementos están recogidos en las
normas del Código Civil. Así, los arts. 19.1, 20 y 21 tratarían del elemento gramatical; los arts.
22.1, 13 y 23 aludirían al elemento lógico; el art. 19.2 recogería el elemento histórico; y,
finalmente, los arts. 22.2 y 24 tratarían del elemento sistemático. A ello se agrega que existe
una prelación entre estos elementos, de modo que en primer lugar el intérprete debe recurrir
al elemento gramatical. Si éste es claro, no será necesario acudir a los demás. Si, analizadas
las palabras de la ley, el texto continúa siendo oscuro, entonces se puede acudir al elemento
lógico y al elemento histórico. Finalmente, sólo si estos también resultan ineficaces para
aclarar el sentido de la norma, el intérprete podrá subsidiariamente recurrir al elemento
sistemático, donde se encontrará el análisis de la equidad natural.
Esta construcción teórica tuvo un gran éxito sobre todo en la enseñanza del Derecho, ya
que tiene a su favor la simplicidad y el esquematismo. Pero no puede aceptarse como
correcta en el estado actual de nuestra cultura jurídica. Primero, porque no es una fiel
interpretación de los textos de los artículos (paradójicamente han sido interpretados incluso
distorsionando su tenor literal). Segundo, porque resulta históricamente falsa: como ha
mostrado Alejandro Guzmán Brito, la teoría de los cuatro elementos no proviene de Bello, sino
de Savigny, y fue Claro Solar el que la aplicó para explicar las normas del Código Civil chileno,
tras lo cual hizo fortuna en nuestra doctrina 4. Antonio Bascuñán Rodríguez ha apuntado,
además, que los cuatro elementos son mencionados por Savigny como criterios para entender
leyes que él llama "saludables", mientras que para las "leyes defectuosas", ya sea porque
están redactadas de un modo indeterminado o porque llegan a resultados incorrectos, y que
son las que realmente necesitan una interpretación, recomienda otros criterios: el lingüístico,
el contexto y el resultado5.
No hay duda que la fuente de estas reglas de nuestro Código es el Código de la Louisiana,
que se basó a su vez en el Proyecto de Código Civil francés del año VIII (1800). En cambio,
es controvertido de dónde provienen las reglas de este último proyecto: Guzmán Brito ha
postulado que su fuente se encuentra en la obra de Domat (1625-1626); tesis que ha sido
refutada por Bascuñán Rodríguez, con persuasivos argumentos, que muestran que la mayoría
de las reglas de hermenéutica del Código Civil chileno provienen de Williams Blackstone
(1723-1780)6.
En tercer lugar, la teoría de los cuatro elementos debe descartarse, puesto que no es
plausible una interpretación que separe de manera tan radical el texto de la norma, de su
intención o espíritu. Una cosa es que el intérprete deba comenzar por el análisis gramatical de
la norma, ya que no hay forma de entender un texto sin que primero se le lea, pero algo muy
distinto es que se pueda comprender normativamente si se desconoce la finalidad, el
contexto, la intención del legislador, el caso al que se va aplicar, etc. Civilistas como Fueyo y
Ducci, ya pusieron de manifiesto que el art. 19 Código Civil, no contempla la primacía
excluyente del tenor literal, como tradicionalmente se lo ha querido entender 7.
En cuarto lugar, tampoco es efectivo que el espíritu general y la equidad deban usarse sólo
en último lugar y de manera subsidiaria a los demás criterios hermenéuticos. La expresión del
Código del art. 24: "En los casos a que no pudieren aplicarse las reglas de interpretación
precedentes...", quiere sólo significar que el juez no puede utilizar sólo la equidad sin tener en
cuenta el texto de la ley.
Esta conclusión es reafirmada por la segunda parte del art. 23 del Código Civil, que señala
que "La extensión que deba darse a toda ley, se determinará por su genuino sentido...".
El sentido de la norma surgirá, por cierto, del análisis del texto, de las palabras usadas en
su composición gramatical, pero también de su ratio, espíritu o finalidad, donde cabrá analizar
la analogía con otras leyes, la historia, la inserción de la ley en el conjunto del sistema
normativo y la equidad de su aplicación.
El análisis del texto de la ley, o sea, de las palabras que componen su redacción, no es el
criterio que deba primar incondicionadamente, ya que el texto muchas veces admite diversos
y posibles sentidos. La opción por alguno de ellos, vendrá facilitada por la utilización de los
demás criterios, que aunamos en el concepto de ratio o espíritu de la norma. Pero es evidente
que el texto debe tener una prioridad práctica o cronológica, en el sentido de que el intérprete
debe comenzar su labor por la lectura y la comprensión de las palabras empleadas por el
autor de la norma y construir algunas posibles versiones de significado.
Además, nos parece que el texto de la ley funge como marco para los posibles sentidos que
puedan resultar del examen de la ratio, la historia y otros elementos no gramaticales. De esta
manera, aunque la ratio permita construir un sentido de la norma que no coincide con ninguna
posible lectura de su tenor gramatical, ese sentido debe ser descartado como interpretación y
será tenido más bien como un criterio para urgir la reforma de la disposición legal. Así, por
ejemplo, si es claro que el legislador quiso castigar el maltrato de mascotas pero aprobó una
norma del siguiente tenor: "el que maltrate a un artefacto doméstico será sancionado con tal
pena". La ratio de la norma no nos puede autorizar para prescindir del hecho de que las
palabras "artefacto" y "animal" tienen significados semánticos muy distintos como para decir
que hay que interpretar la norma señalando que ella quiso referirse a los animales
domésticos. Lo cierto es que hay un error del legislador que corresponde a éste enmendar por
la correspondiente reforma legislativa.
Nuestro Código Civil ordena que las palabras de la ley se entenderán en su sentido natural
y obvio, según el uso general de las mismas palabras (art. 20 CC).
Son tres herramientas: en primer lugar, el sentido obvio, que será aquel que es manifiesto y
evidente a cualquier persona que lea el texto de la ley en el contexto de lenguaje que impera
en el caso. En segundo lugar, sentido natural, que será aquel significado que no siendo obvio,
es natural, es decir, no forzado ni extraño en el contexto lingüístico de que se trata.
Finalmente, y en tercer lugar, el juez acudirá al uso general de las palabras en el medio social
en el que la ley está llamada a desplegar su eficacia.
Nuestros jueces con frecuencia para precisar estos distintos significados de las palabras se
hacen ayudar por los diccionarios, y entre ellos por el que goza de más autoridad en la lengua
castellana: el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua. No obstante, tanto la
doctrina y la jurisprudencia, con razón han descartado que este sea un criterio vinculante para
el juez, pues bien puede darse que una palabra de una ley chilena haya sido tomada en un
sentido usual en el medio que no coincida exactamente con la significación que le otorga ese
autorizado diccionario.
No es raro que las leyes utilicen palabras que no son obvias, naturales o de uso común,
sino que corresponden a términos técnicos provenientes de una ciencia o de un arte. El
Código Civil, en tal caso, ordena que dichas palabras se tomen "en el sentido que les den los
que profesan la misma ciencia o arte; a menos que aparezca claramente que se han tomado
en sentido diverso" (art. 21 CC).
La regla general es que se acuda al significado que los miembros de la comunidad científica
o artística atribuyen a esa palabra técnica. Nos parece que también aquí caben los términos
técnicos que provienen de la ciencia del Derecho, y que deben ser interpretados conforme al
sentido que les atribuyen los juristas o expertos en dicha ciencia, si es que la ley no los ha
definido. En esta tesitura, podrá recurrirse al reciente Diccionario Panhispánico del Español
Jurídico, editado por la Real Academia de la Lengua en colaboración con el Consejo General
del Poder Judicial de España (Madrid, 2017).
El art. 21 del Código Civil dispone como excepción que el juez puede apartarse, en su
interpretación, del significado técnico, pero siempre que justifique que aparece claramente que
la palabra en cuestión ha sido tomada en sentido diverso, es decir, en su significado vulgar o
coloquial.
En todo ordenamiento jurídico existen normas cuyo objeto es definir ciertas palabras para
los efectos jurídicos. Se trata de términos técnicos de la ciencia jurídica, pero que además han
sido "normalizadas" por el legislador al recogerlas dentro de una norma obligatoria.
Siendo la definición una norma vinculante, no puede el juez prescindir de este concepto
cuando deba interpretar otra ley que utilice esa palabra. Por eso, el art. 20 del Código Civil
dispone que a las palabras de la ley que han sido definidas por el legislador para ciertas
materias, "se les dará en éstas su significado legal".
Nótese que la definición legal suele ser relativa a cierta materia. Por ejemplo, muchas leyes
modernas comienzan con un elenco de definiciones que se utilizan para los efectos de esa
ley. En tal caso, el juez debe ser cuidadoso para ver si está respetando el ámbito de
relevancia que el legislador le ha dado a ciertas definiciones legales, y no aplicarlas a materias
que le son extrañas.
Se entiende por ratio o espíritu de la ley la finalidad que ella pretende obtener por medio de
su aplicación a los casos concretos.
Se ha discutido si el fin de la ley coincide o no con el fin que tenía en mente el legislador al
aprobar la ley. Así lo entendieron los autores de la Escuela francesa de la Exégesis, para los
que la intención del legislador debía prevalecer siempre en la interpretación de la ley con texto
oscuro. En cambio, las teorías sociológicas, como las de Gény y Von Ihering, abogaron por
una desconexión total entre la voluntad de legislador y la voluntad o fin de la ley en sí misma.
Una vez en vigor, la ley se emancipaba totalmente de su autor y podría adoptar finalidades
que le eran desconocidas o incluso rechazadas por el legislador. La finalidad de la ley sería
descubierta mejor por el examen de las necesidades y circunstancias sociales del tiempo en el
que debe aplicarse, que por lo que se dijo o se dejó de decir en el proceso de discusión
legislativa.
A nuestro entender, esta dicotomía puede atenuarse si uno considera la historia de la ley no
sólo como la expresión de voluntad que consta en las actas del Congreso y los casos que se
tuvieron explícitamente en cuenta a la hora de dictar la ley. Es evidente que este concepto
estrecho no puede determinar la ratio o espíritu de la norma, y que ella va variando con la
aparición de nuevos conflictos y circunstancias diversas a las que el legislador tuvo en cuenta
expresamente. Pero no puede decirse que exista una desconexión total, porque la intención
del legislador fue querer una regla para los casos que contemplaba en ese momento, pero
también para los nuevos que se produjeran si se daban los mismos elementos fácticos y la
misma razón de existencia de la disposición. Por eso, las leyes se expresan en términos
genéricos. Aplicar la ley bajo nuevas circunstancias, no es contrariar por sí mismo la intención
del legislador, que puede haber estado implícita.
Por ejemplo, en el art. 574.2 del Código Civil se señala que en la expresión "muebles de
una casa" no se comprenderá "los carruajes o caballerías o sus arreos". Si un juez interpretara
que en la sociedad actual dicha norma debe aplicarse para excluir como muebles de una casa
al automóvil que sirve de transporte a la familia, no estaría contrariando la voluntad del
legislador (en este caso, de Andrés Bello), aunque éste no hubiera podido imaginar la
existencia de este tipo de vehículos motorizados.
b) Ratio y finalidad
El inc. 2º del art. 19 del Código Civil dispone: "Pero bien se puede, para interpretar una
expresión obscura de la ley, recurrir a su intención o espíritu, claramente manifestados en ella
misma...". Se observa que según el Código, la intención o espíritu de la ley, es decir, su ratio o
finalidad, puede descubrirse en el examen de conjunto de la misma ley cuyas expresiones se
intentan aclarar o interpretar.
Es lógico que este sea un primer paso en la búsqueda de la ratio legis; el intérprete deberá
buscar el sentido de la ley, no sólo en el tenor gramatical, sino en la ley en su conjunto, en el
fin que parece ella misma contener, en relación con las circunstancias sociales del medio en el
que se va a aplicar y las características de los casos concretos que pueden ser regulados por
ella.
c) Ratio y contexto
Es lo que plantea, el art. 22.1 del Código Civil: "El contexto de la ley servirá para ilustrar el
sentido de cada una de sus partes, de manera que haya entre todas ellas la debida
correspondencia y armonía".
Una aplicación particular del análisis contextual es la regla de la especialidad interna, que
aparece manifestada en el art. 13 del Código Civil: "Las disposiciones de una ley, relativas a
cosas o negocios particulares, prevalecerán sobre las disposiciones generales de la misma
ley, cuando entre las unas y las otras hubiere oposición".
La debida correspondencia y armonía exige que los preceptos especiales de una misma ley
se apliquen con preferencia a las disposiciones generales de la misma ley. Es el principio de
la especialidad, pero aplicado al interior de un mismo texto legal.
e) La analogía legal
Como se trata del uso de la analogía para interpretar una ley, se habla de analogia legis,
que se distingue de la analogia iuris, empleada para buscar reglas que colmen las lagunas del
ordenamiento jurídico como un todo, según luego veremos.
El recurso a la historia debe ser riguroso y comprobable. Por ello, el Código exige que se
trate de una historia "fidedigna". No bastan meras conjeturas o suposiciones sin respaldo.
El análisis histórico puede comprender dos formas: la historia próxima del establecimiento
de la ley, y su historia remota. La próxima es aquella que da cuenta del proceso de discusión,
aprobación y promulgación de la ley por medio de los órganos legislativos competentes. En
Chile, tienen especial importancia algunos documentos que contienen referencias a las
intenciones de los autores de las normas legisladas; por ejemplo: el Mensaje del Presidente
de la República con el cual se envía un proyecto de ley al Congreso o la Moción parlamentaria
que fundamenta el proyecto de iniciativa de los diputados o senadores, los informes de las
Comisiones de la Cámara de Diputados, del Senado o, en su caso, de Comisiones mixtas, las
discusiones en sala tanto en general como en particular de cada proyecto de ley; los textos de
los proyectos aprobados por la Cámara de Diputados o por el Senado, en primer, segundo o
incluso tercer trámite legislativo; la sentencia del Tribunal Constitucional que haya examinado
el proyecto para ejercer el control de constitucionalidad.
Pero no siempre es suficiente analizar la historia próxima de una disposición legal para
conocer su finalidad y muchas veces es necesario recurrir a su historia remota, es decir, a la
historia de la institución jurídica, ya sea en el ordenamiento jurídico de la República, o incluso
retrocediendo más atrás hasta buscar el origen más antiguo de la figura legal o disposición.
Por ejemplo, respecto del Código Civil es muy frecuente que deba rastrearse el origen de una
disposición pasando por el Código Civil francés, las Partidas, el Derecho medieval y llegando
a los juristas romanos. El Derecho es un producto histórico, por lo que sus soluciones sólo se
comprenden bien si se tiene en cuenta su tradición o trayectoria a través de las distintas
sociedades y culturas.
Otro medio idóneo para determinar el sentido de la ley a través de su ratio o espíritu es
escrutar la forma en la que se inserta el cuerpo legal en el conjunto del orden jurídico o
sistema normativo del que va a formar parte. Así, como el art. 22.1 del Código Civil manda
analizar las partes de una ley en su conjunto para que haya entre todas ellas la debida
correspondencia y armonía, lo propio debe señalarse respecto de las diversos cuerpos legales
que componen o estructuran todo el ordenamiento jurídico; justamente para que pueda
hablarse de "orden" o "sistema", es necesario que las leyes que lo componen se interpreten
componiendo un conjunto que ofrezca "la debida correspondencia y armonía".
La alusión a la necesidad de una interpretación que resulte armónica con el contexto global
del orden jurídico, se puede ver en el art. 24 del Código Civil, cuando dispone que "En los
casos a que no pudieren aplicarse las reglas de interpretación precedentes, se interpretarán
los pasajes obscuros o contradictorios del modo que más conforme parezca al espíritu general
de la legislación...". El Código Civil supone que así como cada ley tiene su ratio o espíritu,
también el orden jurídico completo: la legislación, tiene una ratio o espíritu de carácter general,
que será necesario tomar en cuenta para aclarar la ratio o finalidad particular de cada ley.
En esta ratio o espíritu general se encuentran también, como ya hemos señalado, los
principios jurídicos, también llamados principios generales del Derecho, que dan coherencia y
legitimidad al orden jurídico como un todo. Principios jurídicos como el de que nadie puede
aprovecharse de su propio dolo, que la buena fe se presume, que a lo imposible nadie está
obligado, que no debe admitirse el enriquecimiento sin causa, etc., serán elementos
importantes a la hora de buscar la interpretación que mejor se ajuste a una determinada
disposición legal.
Los valores y principios constitucionales podrán ser útiles también para determinar el
espíritu general de la "legislación", ya que esta última debe entenderse en un sentido amplio,
como sinónimo de ordenamiento jurídico, y que incluye por tanto la Carta Fundamental,
pródiga en la expresión de valores y principios.
h) La equidad natural
Finalmente, el mismo art. 24 del Código Civil señala que los pasajes oscuros o
contradictorios se interpretarán del modo que más conforme parezca "a la equidad natural".
Hemos ya señalado que el concepto de equidad natural es elusivo, pero que en general se lo
identifica con la solución más justa del caso concreto, mirando las características singulares
que pueden haber escapado a la evaluación del autor de la norma general.
La solución más justa del caso es algo que todos los jueces intentan identificar incluso antes
de determinar cómo debe leerse una determinada norma. Es lógico que se le considere un
elemento interpretativo que pueda elucidar la ratio o finalidad más radical de la norma. Por
principio, no puede aceptarse que la finalidad de la ley haya sido tratar un caso concreto de un
modo injusto, si cabe efectuar una interpretación que se adecue tanto al texto como a la
equidad natural.
Puede suceder, por cierto, que la equidad natural aconseje que la solución del caso sea
distinta a la que claramente prevé la ley. En tal evento, la equidad natural no podrá usarse
como elemento interpretativo, ya que se tratará de una ley que, interpretada correctamente,
ordena tratar ese caso de una manera no conforme con lo que recomienda la equidad. Podrán
proceder, entonces, otros remedios contra la ley injusta, como la reclamación de una reforma
legislativa, la objeción de conciencia, la resistencia o la desobediencia civil, pero ya estaremos
fuera del ámbito de la interpretación.
Cabe advertir, sin embargo, que no necesariamente una ley que contempla que uno o más
casos singulares puedan ser tratados de un modo distinto al que recomendaría la equidad
natural, debe por ello ser tratada de injusta. La ley, por su propia naturaleza, es general, por lo
que debe aplicarse a la generalidad de los casos, aunque algunos de ellos sufran algunas
consecuencias inadecuadas. Por ejemplo, la ley civil que declara que un acreedor pierde su
crédito si no lo cobra en cierto tiempo (prescripción extintiva) puede ser inequitativo en ciertos
casos en los que el acreedor estuvo en la imposibilidad de demandar el cobro (ausencia,
enfermedad), pero es preferible que esos casos sean tratados de un modo diferente a lo que
recomendaría la equidad a que la norma general no pueda aplicarse ante la multiplicidad de
pretextos y excusas que invocarían los acreedores remisos. Por eso, es que existe una
diferencia entre el juez que juzga en Derecho estricto, y el árbitro arbitrador que juzga según
la equidad.
Por ejemplo, si respecto de una ley que señala que el mandatario no puede dar en hipoteca
bienes del mandante, se llega a la conclusión de que, según la ratio, también deben incluirse
otros gravámenes, como una prenda o un usufructo, entonces, estaremos frente a una
interpretación extensiva. Por el contrario, si una ley señala que se prohíbe la enajenación de
una cosa embargada, y por la ratio de la disposición llegamos a la conclusión de que debe
entenderse sólo que se prohíbe el modo de transferencia (tradición), pero no el título (contrato
de compraventa), nos hallaremos frente a una interpretación restrictiva.
¿Por cuál optar? No hay reglas absolutas al respecto, pero pueden mencionarse algunos
criterios que pueden auxiliar al intérprete.
La primera regla que nos da el Código para solucionar estos conflictos es la prevista en el
art. 19.1 del Código Civil: "Cuando el sentido de la ley es claro, no se desatenderá su tenor
literal, a pretexto de consultar su espíritu", pero que debe ser bien entendida.
Ella no dispone, como se le ha interpretado por demasiado tiempo, que el intérprete debe
primero determinar si el texto es claro y que, en tal caso, debe dejar hasta ahí su tarea
interpretadora, desechando toda indagación sobre la finalidad o espíritu de la norma.
Tampoco señala que habiéndose efectuado la investigación sobre la ratio o espíritu de la
norma, esta deba ser descartada necesariamente si resulta en conflicto con el significado del
tenor literal.
En este juego entre texto y ratio deben aplicarse otros criterios como los que se enuncian a
continuación.
El art. 23 del Código Civil dispone que "Lo favorable u odioso de una disposición no se
tomará en cuenta para ampliar o restringir su interpretación". Agrega que la extensión de la ley
se determinará por su sentido genuino.
Esta disposición se explica porque entre las máximas de interpretación vigentes a la época
de la redacción del Código estaba aquella que preceptuaba que las disposiciones favorables
debían interpretarse extensivamente, mientras que las odiosas debían entenderse en un
sentido restringido (cuyo origen se remonta al Derecho Canónico).
El codificador quiso suprimir esta regla, que podía prestarse para muchas confusiones, ya
que no es sencillo determinar el carácter favorable u odioso de una disposición legal. A veces,
la norma que es beneficiosa para unos es perjudicial para otros, y viceversa.
Durante mucho tiempo nuestros autores tomaron a la letra lo que dispone el art. 24 que
ordena interpretar los pasajes oscuros o contradictorios conforme al espíritu general de la
legislación y la equidad natural, "En los casos a que no pudieren aplicarse las reglas de
interpretación precedentes...", por lo que se sostenía que sólo en caso de que no pudiera
desentrañarse el sentido de la ley con los criterios establecidos en los artículos anteriores (19
a 23), podía el intérprete invocar el espíritu general o la equidad. Por ello, también se
pretendía que estas herramientas se aplicaban a la integración en caso de vacíos legales y no
a la mera interpretación de textos normativos, lo que se apoyaba también en el art. 170.5º del
Código de Procedimiento Civil que autoriza al juez a fundar la sentencia en los principios de
equidad "en defecto" de disposiciones legales.
Pero esta supuesta relegación a criterios subsidiarios se opone a la integralidad que debe
tener la labor hermenéutica. No parece que sea posible realizar el análisis de la ratio de la
norma sin considerar si ella conduce a resultados de abierta inequidad o es contraria a
principios generales de la legislación (por ejemplo, principios constitucionales).
Además, la frase "en los casos a que no pudieren aplicarse la reglas de interpretación...",
bien puede leerse como un criterio de subsidiariedad relativa, esto es, como una exclusión de
que el intérprete ocupe única y exclusivamente la equidad y el espíritu general para
determinar el sentido de un texto legal prescindiendo de todas las demás reglas. De esta
manera, sólo en conjunto con la consideración del texto y de la ratio, puede recurrirse a la
equidad natural y al espíritu general de la legislación, y si estos criterios permiten discernir
mejor que los otros el sentido del texto legal, habrá de dárseles primacía.
Aunque ninguna disposición del Código Civil así lo disponga, la unanimidad de la doctrina y
también de la jurisprudencia, ha estimado que para ciertas normas debe rechazarse siempre
la opción por la interpretación extensiva, o incluso que debe preferirse la restrictiva.
La ratio puede, por el contrario, aconsejar restringir el significado del tenor literal,
excluyendo casos que este último parecía incluir.
Existen ciertas leyes sobre las cuales hay consenso en que, en caso de duda, debe optarse
por una interpretación restringida. Son las siguientes:
1º) Las leyes que establecen sanciones: Esto ocurre principalmente con las leyes penales o
infraccionales, pero también se aplica el criterio a las leyes que establecen sanciones civiles.
2º) Las leyes que establecen inhabilidades o incapacidades: Como la regla general es que
las personas tengan la libertad de realizar todo tipo de actuaciones jurídicas, cuando la ley
establece lo contrario para ciertos casos, la interpretación debe ser restrictiva.
3º) Las leyes que establecen causas de invalidez o ineficacia de ciertos actos: Las leyes
que establecen que determinados actos no pueden tener valor o eficacia jurídica deben ser
interpretadas en forma restringida, ya que lo normal es que se reconozca la validez y eficacia
d la actuación de los particulares.
4º) Las leyes que imponen que ciertos actos deben cumplir con algunas formalidades:
Como la regla general es que el consentimiento es capaz de producir efectos jurídicos, la
exigencia de formalidades a la expresión de la voluntad debe interpretarse en forma estricta.
5º) Las leyes que establecen limitaciones a las libertades o derechos constitucionales:
Justamente por tratarse de limitaciones o gravámenes a derechos y libertades que se
consideran fundamentales, y así está protegidas por el texto de la Constitución, se impone
una interpretación restringida.
6º) Las leyes que establecen cargas públicas: Así, las leyes que imponen tributos o cargas
como la de aceptar una guarda, al limitar la libertad o la libre disposición de los bienes, deben
ser interpretadas en forma restringida.
7º) Las leyes de excepción: Se trata de aquellas leyes que establecen regímenes o
regulaciones destinadas a regular de manera extraordinaria y excepcional una situación que,
por diversas razones, se aparta de la realidad cotidiana y común. Por ejemplo, si se trata de
una legislación destinada a regir en un período de guerra o de anormalidad constitucional, o
de una catástrofe natural o una emergencia económica.
7. Argumentos de interpretación
Junto con las reglas del Código Civil, en el proceso de interpretación se suelen emplear
argumentos que no han sido recogidos expresamente por normas jurídicas formales, pero que
gozan de la autoridad que les proporciona su intrínseca razonabilidad y su uso en la tradición
de nuestro Derecho. Algunos de estos argumentos hermenéuticos son los que mencionamos
en los párrafos siguientes.
a) Argumento de especialidad
Debe notarse que este argumento supone una operación interpretativa previa, cual es la de
determinar qué ley es especial y qué ley es general, tarea que no siempre es sencilla.
b) Argumento a simili
Este criterio se identifica con el recurso a la analogía, ya que construye una interpretación
adecuada de una disposición legal por medio de su semejanza con otra cuyo alcance ya ha
sido dilucidado.
c) Argumento a contrario
d) Argumento a fortiori
A la inversa, se colige que si la ley niega una facultad o poder de menor alcance, con mayor
razón debe negarse la facultad o poder de mayor amplitud: "quien no puede lo menos, no
puede lo más" (por ejemplo, si una ley señala que un mandatario no puede hipotecar, con
mayor razón se negará que pueda enajenar).
Se ocupa este argumento para evitar la restricción del tenor literal de la ley, con la idea de
que si la letra es amplia es porque el legislador ha querido incluir todos los supuestos o casos
en ella, sin hacer distinción. El adagio lo formula de esta forma: "donde la ley no distingue, no
es lícito al intérprete distinguir".
Este argumento no puede ser aplicado de manera absoluta, ya que en tal caso toda
interpretación sería imposible. En el fondo, toda interpretación consiste en distinguir donde la
letra de la ley parece no haber distinguido. Bello dejó escrita una reflexión sobre el cuidado
con que debe asumirse este argumento de no distinción: "Donde la ley no distingue, dice una
máxima vulgar, no debe distinguir el hombre. Entendida como suena, se hallará muchas veces
en conflicto con la que permite restringir el sentido literal de la ley, cuando así lo requiera la
intención del legislador, suficientemente conocida. Su legítima aplicación es a los casos en
que, para limitar la extensión de la ley no hay alguna razón poderosa deducida de los motivos
manifiestos que han obrado en el ánimo del legislador" 8.
f) Argumento a rubrica
Se utiliza ya sea para descartar o reforzar una interpretación de una norma, se recurre al
título del capítulo, párrafo o libro bajo el cual se contiene, en un determinado cuerpo jurídico.
Se sostiene en la idea tanto de cuál fue la intención del legislador al incluir bajo ese título la
disposición en comento como la de la intrínseca organización sistemática que debemos tratar
de reconocer en toda regulación normativa.
Este argumento proviene del carácter práctico y realista que tiene la ciencia jurídica. Si una
interpretación conduce a un resultado absurdo en la aplicación de la ley, ese mismo absurdo
prueba que se trata de una interpretación errada. Como se ve, este argumento opera de
manera negativa, para mostrar qué lecturas de la ley deben ser descartadas como
interpretaciones legítimas o correctas.
Dura lex, sed lex: la ley puede ser dura, pero es ley.
Hominum causa omne ius constitutum: todo Derecho ha sido constituido por causa de los
hombres.
Nemo auditur propriam turpitudinem allegans: no se oye a quien alega su propia torpeza.
Nemo plus iuris ad alium transferre potest quam ipse habet: nadie puede transferir a otro
más derechos que los que tiene.
Quod non est in actis non est in mundo: lo que no está en las actas (del proceso) no está en
el mundo.
Venire contra factum proprium non valet: no vale ir contra los propios actos.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: DUCCI CLARO, Carlos, Interpretación jurídica, 3ª edic., Editorial Jurídica de Chile,
Santiago, 1989; QUINTANA BRAVO, Fernando, Interpretación y argumentación jurídica, Editorial Jurídica de
Chile, Santiago, 2006; GUZMÁN BRITO, Alejandro, Las reglas del "Código Civil" de Chile sobre interpretación de
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título preliminar del Código Civil", en RCF, t. VIII, (1982), N° 1, pp. 9- 26; LEÓN HURTADO, Avelino y MUJICA
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interpretación permite dilucidar si una ley general deroga tácitamente a otra ley especial preexistente",
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factum proprium non valet'", en Hernán Corral Talciani (edit.), Venire contra factum proprium. Escritos sobre la
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de Domat", en Fernando Atria y otros (edits.), Una vida en la Universidad de Chile. Celebrando al profesor
Antonio Bascuñán Valdés, Thomson Reuters, 2013, pp. 263-349.
1. Interpretación auténtica
Como vimos, se llama interpretación auténtica la que realiza la misma autoridad que dictó la
norma interpretada, y paradigmáticamente aquella que hace el legislador por medio de una ley
que interpreta otra. La obligatoriedad de la interpretación auténtica es la misma que tiene la
norma que la contiene, de modo que si es una ley ella produce su eficacia general sobre todos
los ciudadanos sujetos a la potestad del legislador, es decir, todos los habitantes de la
República (art. 14 CC).
Resulta complejo determinar el alcance de las sentencias del Tribunal Constitucional que, al
ejercer el control de constitucionalidad de las leyes, declaran que una norma legal es
constitucional, pero siempre que se le entienda en un determinado sentido que se declara en
la sentencia. Pensamos que en ese caso la interpretación declarada por el Tribunal
Constitucional es obligatoria para todos los habitantes de la República, y también para los
jueces ordinarios. Debemos entender que esta competencia corresponde a una atribución
colegisladora que la Constitución reconoce al Tribunal Constitucional, a fin de evitar que las
leyes deban ser devueltas a las Cámaras para que se aclare su contenido a favor de su
compatibilidad con las normas y valores constitucionales.
Algo parecido debe señalarse respecto de la "toma de razón con alcance" que realiza la
Contraloría General de la República en ejercicio de sus atribuciones para controlar la legalidad
de los decretos y demás actos administrativos. La interpretación realizada por el órgano
contralor debe ser acatada como si fuera parte del decreto o acto administrativo de que se
trata, ya que de otro modo él no habría ingresado como norma válida al sistema jurídico.
2. Interpretación judicial
La interpretación que realiza el juez de una norma para aplicarla al caso judicial tiene, como
la sentencia que la contiene, una obligatoriedad relativa. Es decir, vale sólo para las partes del
proceso que se culmina con dicha sentencia. Es lo que dispone el art. 3.2 del Código Civil.
Nuestro sistema no reconoce la obligatoriedad del precedente, por lo que todo juez es libre
de entender una disposición jurídica de un modo diverso a como la han entendido otros
tribunales incluidos las Cortes superiores. Por cierto, las Cortes podrán revocar el fallo si se
ejercen los respectivos recursos para modificarlo.
Pero tampoco un tribunal está vinculado por sus propios fallos, de modo que él puede
cambiar de criterio interpretativo respecto de sus mismas sentencias anteriores.
Un mínimo de seguridad y de legitimidad del sistema exigiría, sí, que los magistrados
fundamenten expresamente los cambios de interpretación jurídica cuando ellos tengan lugar.
3. Interpretación administrativa
Esta interpretación es obligatoria únicamente a los funcionarios públicos que ejecutan las
leyes y que dependen del órgano que produce la interpretación. Sin embargo, como estos
funcionarios públicos aplicarán a los particulares las leyes de la manera como les ha indicado
el respectivo órgano, la interpretación administrativa, de modo indirecto pero no menos eficaz,
también afecta a los particulares.
4. Interpretación doctrinal
La interpretación doctrinal, sostenida por los profesores, juristas y autores que estudian el
Derecho, no tiene carácter vinculante. Su fuerza persuasiva radicará en la autoridad que le
confieran el prestigio y la plausibilidad de los argumentos de quienes la sostengan.
Nuestra legislación, a nivel constitucional o legal, reconoce explícitamente que puede haber
asuntos o casos concretos que no tengan una solución contemplada en la ley, y pese a ello
dispone la inexcusabilidad del juez de fallar cfr. (art. 73 Const. y art. 10 COT): el juez debe
dictar sentencia incluso a falta de ley que resuelva el asunto, es decir, aunque haya una
laguna jurídica.
2. El proceso integrador
La búsqueda de una solución para los casos no previstos en el ordenamiento y que deben
ser fallados por el juez, se denomina integración del Derecho. El Derecho se integra, se
completa, con criterios o recursos que provienen de fuentes que no son las legislativas, ya que
estas se muestran deficitarias.
Lógicamente, la integración es también una forma de interpretación, sólo que tiene por
objeto no una norma legislada, sino el conjunto de la legislación u orden normativo de una
sociedad.
Este proceso comienza con el reconocimiento de que realmente existe una laguna jurídica,
es decir, un caso que no cuenta con una solución en las normas y que debe tener una
respuesta distinta a la mera constatación de la ausencia de regulación legislativa. El hallazgo
de una laguna es de por sí una operación hermenéutica: requiere observar el ordenamiento,
mirar el caso, determinar la ratio del orden legal, considerar si esta no se contenta con remitir
el problema a la libertad general y que debe elaborarse una respuesta con una regla
específica para el caso. Constatada la presencia de la laguna, el juez debe pasar a la fase
siguiente y es la de indagar cuál debiera ser la solución del caso no previsto, y por medio de
qué elementos o fuentes no legisladas se puede arribar a una nueva regla, que sea justa para
el asunto concreto y además congruente con la ratio de todo el ordenamiento jurídico.
Los elementos más característicos de la integración son la costumbre, la analogía iuris, los
principios jurídicos y la equidad.
Como ya hemos visto9, la costumbre puede ser fuente de Derecho en el silencio de la ley,
en materias comerciales (arts. 4º y 5º CCom). Parece lógico, en consecuencia, que el juez
acuda a ellas cuando existe una laguna en materia comercial, siempre que la costumbre sea
probada de acuerdo con las normas que prevé el mismo Código de Comercio (art. 5º CCom).
b) La analogia iuris
La analogía de derecho (analogia iuris) se alinea con la analogia legis, de la que ya hemos
hablado al tratar de la interpretación. Se trata igualmente de usar el argumento de la
semejanza, pero ahora no para aclarar una ley que resulte obscura, sino para diseñar una
regla para un caso no previsto por ninguna ley.
La analogia iuris consiste en determinar qué casos previstos en alguna ley existente son
sustancialmente semejantes al que ha quedado fuera de la cobertura legal. Determinada la ley
que regula el caso semejante, daremos la misma regla para resolver el caso que no estaba
contemplado.
Puesto que ya hemos tratado de los principios jurídicos y de la equidad como fuentes del
Derecho, nos remitimos a lo dicho hasta ahora que los contemplamos como elementos para
resolver las lagunas jurídicas, es decir, para integrar el orden jurídico.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: MUJICA BEZANILLA, Fernando. "La integración de las lagunas legales", en RDJ, t. 56,
sec. Derecho, pp. 169-176; UGARTE GODOY, José Joaquín, "La integración de la ley con la equidad y la
retrocesión", en RDJ, t. 79, sec. Derecho, pp. 31-37.
CAPÍTULO VI FUENTES ESPECIALES DEL DERECHO CIVIL
De allí que, como ya hemos observado, la Constitución hoy en día sea una fuente
importante del Derecho Privado, y también del Derecho Civil.
Podemos decir que la Constitución es fuente del Derecho Civil de dos formas: De manera
directa y de manera refleja o indirecta.
Es fuente de modo directo en cuanto contiene normas, a veces de textura muy abierta, que
contienen regulaciones que son materia del Derecho Civil, sobre todo del Derecho de las
personas, pero también de los contratos, de los bienes, de la familia y de las sucesiones. Por
ejemplo, pueden señalarse disposiciones constitucionales como las del art. 1º, el art.
19, Nºs. 1, 2, 4, 5, 21, 23, 24 y 25, los arts. 20 y 21, el art. 38 inc. 2º y el art. 76 de la
Constitución.
De modo reflejo o indirecto, la Constitución es fuente del Derecho Civil, en cuanto sirve de
marco interpretativo bajo cuya luz debe realizarse la interpretación de las leyes civiles, y entre
ellas el mismo Código Civil. Esto, sin perjuicio, de que en ocasiones la misma Constitución
deba ser interpretada a través de la remisión a categorías del Derecho Civil, y a nociones o
conceptos contenidos en el Código Civil (nulidad, responsabilidad civil, caución, obligación
solidaria, etc.).
II. EL CÓDIGO CIVIL
1. El movimiento codificador
El movimiento codificador tuvo sus primeras manifestaciones, no del todo maduras, en los
países de raíz germánica. Se reconoce que el primer código en este sentido es el Código
prusiano (1794). En segundo lugar los Códigos Bávaro (1756) y Austriaco (que se empezó
antes del francés pero se culminó después en 1811).
El Código Civil francés ejercerá una gran influencia en los códigos de la primera época:
Código del Reino de las Dos Sicilias (1819), Código del Cantón de Vaud (1819), Código de la
Louisiana (1825), Código de la Cerdeña (Sardo) (1837), Código de Holanda (1838), Código
Civil italiano de 1865. También se adscribe en esta corriente el más tardío Código Civil de
España (1889)
La codificación cambia de estilo sólo a comienzos del siglo XX, cuando por fin la Alemania
se decide, después de un siglo de debates, por consumar su unificación con la aprobación de
un Código Civil. En 1900 comienza a regir el llamado BGB ( (Bürgerliches Gesetzbuch= Libro
de Leyes del Burgo o Ciudad). La sistemática es distinta, más abstracta y dependiente de la
Escuela de la Pandectística, pero el estilo de la codificación se mantiene. El Código Civil suizo
de 1905 (y su Código Federal de las Obligaciones de 1912) y el Código Civil italiano de 1942,
trataron de efectuar una síntesis entre la codificación francesa y la codificación alemana.
La codificación civil influyó decisivamente en la codificación del resto del Derecho Privado.
Así aparecieron códigos de Derecho Comercial, de Derecho de Aguas, de Derecho Minero, de
Derecho Agrario. También se expandió a otras ramas del Derecho Público, como el Derecho
Procesal y el Derecho Penal.
Pero no sólo el Derecho romano, tamizado por las explicaciones de Pothier, fue tenido en
cuenta para elaborar el Código. La tradición jurídica propiamente francesa también es fuente
de sus disposiciones: el derecho consuetudinario que algunas regiones francesas habían ido
forjando: las costumbres (coutumes), las ordenanzas reales prerrevolucionarias (con
contenido civil) y algunas leyes civiles de la revolución. Secundariamente influyeron también el
Derecho canónico y la jurisprudencia de los Parlamentos.
Así y todo, el Código preparado por la Comisión, tuvo sus dificultades en el Consejo de
Estado, pero salió adelante gracias al empuje de Napoleón, que lo consideraba una de sus
obras personales. En realidad, el Código no dejaba de tener un gran valor político en cuanto al
afianzamiento de la unidad nacional a través de un sistema jurídico único que regiría en toda
Francia (aboliendo la distinción de regiones de derecho romano y de derecho de costumbres).
Finalmente fue promulgado el 21 de marzo de 1804, con el nombre de Code Civil des
Français. Devenido el Primer Cónsul en Emperador, el Código cambió su denominación por el
de Code Napoleón, con el cual aún se lo recuerda.
Además del Código Civil se promulgarían en Francia otros cuatro códigos: Penal, de
Enjuiciamiento Civil, de Enjuiciamiento Penal y Comercial, completando los primeros cinco
códigos franceses.
La práctica, sin embargo, llevó a que el cuerpo jurídico que se aplicara por excelencia en
materias de Derecho Privado fuera el Código de las Siete Partidas.
En 1838, el gobierno decretó que las Leyes del Estilo debían aplicarse con preferencia al
Fuero Real, por ser posteriores a éste (decreto de 28 de abril de 1838).
También se dictaron algunas leyes con importancia en el plano civil pero de carácter
particular. Se pueden mencionar el bando de la Junta Ejecutiva que proclamó la libertad de
vientres de 15 de octubre de 1811 y la ley de 24 de julio de 1822 que suprime totalmente la
esclavitud en el territorio chileno; el decreto de 16 de septiembre de 1817 que abolió los títulos
de nobleza; la ley de 8 de noviembre de 1823 que derogó la disposición de las Partidas por la
cual el Gobierno podía conceder por gracia a un deudor un plazo para pagar a sus
acreedores; la ley de 14 de septiembre de 1832 que fijó en un 5% el interés legal; la ley de 24
de julio de 1834, sobre propiedad literaria; la ley de 25 de julio de 1834 por la cual se regula la
sucesión testada e intestada de los extranjeros; el decreto con fuerza de ley de 8 de febrero
de 1837, que reguló el juicio ejecutivo, la quiebra y la cesión de bienes; la ley relativa al
asenso para permitir el matrimonio de los menores de edad, de 9 de septiembre de 1820; la
ley de hipotecas de 31 de enero de 1829; la ley sobre matrimonio de no católicos de 6 de
septiembre de 1844; las leyes sobre prelación de créditos de 31 de octubre de 1845 y de 25
de octubre de 1854; la ley de 19 de diciembre de 1848, por la que se deroga el derecho de
retracto legal en la compraventa; la ley de 8 de agosto de 1949 que declara que las riberas del
mar son de uso público y la ley de 12 de septiembre de 1851, que dispone el modo de fundar
las sentencias.
Entre 1822-1825 surgen iniciativas tendientes a una recopilación de las leyes existentes
(proyecto de José Alejo Eyzaguirre de 1823 y decreto de Ramón Freire de 2 de julio de 1825).
Más tarde, entre 1825 y 1833, se piensa, no en recopilaciones, sino en alternativas de fijación
del Derecho. La primera sería la transcripción de códigos extranjeros (O'Higgins, en un
discurso de 1822, había propuesto adoptar los cinco códigos franceses). Una segunda
alternativa es la codificación: elaborar códigos absolutamente nuevos y diferentes de las leyes
españolas. Es la idea que propicia Juan Egaña, y que es secundada por su hijo Mariano. Se
discutirá en el Congreso sobre la base de un oficio del Gobierno de 8 de julio de 1831.
Finalmente, se sugiere efectuar una consolidación, esto es, cambiar la forma, pero no el
fondo de las leyes vigentes. Es la propuesta de Santiago Muñoz Bezanilla (proyecto de ley de
28 de junio de 1826), José Joaquín de Mora (artículo de 15 de junio de 1829) y Gabriel José
Tocornal (Informe de minoría para la Comisión de Legislación y Justicia de la Cámara de
Diputados de 14 de octubre de 1831).
Aunque todavía no existe una visión clara sobre lo que se persigue, al parecer va tomando
cuerpo la idea de que debe tratarse de un Código, y no de una mera recopilación, pero quizás
no un Código totalmente innovador sino basado en lo mejor de las leyes existentes.
El Gobierno en 1831 había pedido por oficio al Senado que estudiara un proyecto de ley
sobre la redacción de un nuevo Código y que se encomendara la labor a un jurista, y a una
comisión que luego revisara lo elaborado (el oficio reflejaba las ideas de Egaña). Por su parte,
Manuel Camilo Vial presentó en la Cámara de Diputados un proyecto de ley en la sesión de
14 de junio de 1833 que se titulaba "Recopilación del Código Civil" y que intentaba combinar
los dos criterios extremos: propone hacer códigos nuevos, pero basados en las leyes vigentes
expurgadas de errores y expresadas en lenguaje dispositivo, sencillo y conciso.
Ninguno de estos proyectos llegó a aprobarse. Frente a esta impotencia legislativa, Diego
Portales procedió a encargar directamente a Andrés Bello (1781-1865), el sabio venezolano
que había llegado a Chile en 1829 y trabajaba en ese entonces para el Gobierno chileno, que
comenzara los trabajos para redactar un Código. Bello fue un autodidacta en el Derecho, ya
que no recibió formación de abogado. Sólo en 1836, y probablemente para acallar las críticas
que se habían levantado en su contra, el gobierno hizo que la Universidad de San Felipe le
confiriera el grado de Bachiller en Leyes (15 de diciembre de 1836).
c) Codificación
En la etapa de codificación propiamente tal es posible distinguir cuatro etapas:
La Comisión no partió sus trabajos de la nada, sino que comenzó a examinar los proyectos
que Bello había elaborado entre 1833 o 1834 y 1840. Estos textos aparecieron posteriormente
(en 1950) en la Biblioteca de Mariano Egaña en un legajo con el rótulo "Proyecto de un código
civil para Chile escrito por el señor Dn. Mariano Egaña", pero la crítica histórica del profesor
Alejandro Guzmán Brito muestra que en realidad se trataba de una copia de los anteproyectos
preparados por Bello que recibió Egaña como miembro de la Comisión y que, al quedar entre
sus papeles, al morir en 1846, alguien confundió con un proyecto de su autoría.
Los textos que fueron siendo aprobados por la Comisión se enviaron a su publicación por
títulos en El Araucano. Desde el 21 de mayo de 1841 al 19 de agosto de 1842 se publicó el
título preliminar y el libro de la sucesión por causa de muerte. Desde el 26 de agosto de 1842
hasta el 18 de diciembre de 1845, se publicó el libro de los contratos y obligaciones
convencionales.
La idea de su publicación era difundir los trabajos y pedir observaciones a quienes quisieran
opinar sobre los textos. El principal cuestionador del proyecto de sucesiones fue el abogado
argentino Manuel María Güemes, al que Bello respondió por las mismas páginas de El
Araucano.
En su momento, el Congreso aprobó una Junta Revisora para que examinara los resultados
del trabajo de la Comisión (ley de 29 de octubre de 1841). Esta Junta revisora nunca pudo
funcionar normalmente, por lo que finalmente fue fusionada con la Comisión, que también
estaba presentando dificultades para seguir sus sesiones en forma regular (ley de 17 de julio
de 1845). La medida no tuvo mayor eficacia para reimpulsar el trabajo de la Comisión, ya que
esta dejó de reunirse probablemente a comienzos de 1846 (año de la muerte de Egaña).
Al dejar de funcionar la Comisión, Bello siguió trabajando en solitario en lo que faltaba del
Código, el libro de las personas y el de los bienes. Al parecer algo ya había hecho con
anterioridad en la materia (en el legajo conservado en la Biblioteca de Egaña también se
incluía un anteproyecto sobre bienes, si bien incompleto). A fines de 1852, Bello fue capaz de
presentar al gobierno un texto completo de un Proyecto de Código Civil. El Presidente Manuel
Montt dispuso la edición del Proyecto, lo que se concretó en cuatro cuadernillos publicados
entre enero y marzo de 1853 (Proyecto de 1853).
Por decreto de 26 de octubre de 1852, el Presidente Montt nombró una Comisión para que
hiciera la revisión del proyecto de Código Civil preparado por Andrés Bello.
La Comisión estuvo compuesta, además de por el mismo Bello, por Ramón Luis Irarrázabal,
Manuel José Cerda, Diego Arriarán, Antonio García Reyes, Manuel Antonio Tocornal, Gabriel
Ocampo y José Miguel Barriga. Fue presidida por el mismo Manuel Montt, aunque
oficialmente no la integraba. La primera revisión del Proyecto por la Comisión dio lugar a un
nuevo texto, configurado por las anotaciones que amanuenses escribieron al margen de las
ediciones del Proyecto de 1853, modificando numerosos artículos. Este texto fue editado en
1890, por Miguel Luis Amunátegui, dentro de las obras completas de Andrés Bello, por lo que
se le conoce como "Proyecto Inédito". Es probable que para esta revisión se tomaran en
cuenta las observaciones que, a pedido del Gobierno, enviaron varios tribunales del país (no
así de la Corte Suprema que se excusó por falta de tiempo).
La aprobación del Código se hizo a "libro cerrado", es decir, no se discutió artículo por
artículo, para no comprometer la unidad de estilo y de redacción de lo que era una obra
legislativa mayor. La ley aprobatoria fue promulgada el 14 de diciembre de 1855. La ley previó
que el Código entrara en vigencia el 1º de enero 1857 y que previamente se confeccionara
una edición "correcta y esmerada".
Hay constancia que la edición depurada fue encargada a Bello y a otro miembro de la
Comisión (probablemente Ocampo). La mayoría de las modificaciones realizadas en
cumplimiento de esta misión fueron de forma o redacción. Pero ha podido advertirse que
algunas alteraciones son de fondo o sustanciales, lo que se ha de atribuir a un irresistible
deseo de Bello de perfeccionar una obra que tantos desvelos le había costado. La edición
corregida se editó en 1856, bajo el título "Código Civil de la República de Chile" y fue la que el
Gobierno depositó en la secretaría de ambas Cámaras y en el archivo del Ministerio de
Justicia. Es pues la que se consideró el texto auténtico del Código Civil, al que debían
conformarse las ediciones o publicaciones que se hicieren posteriormente según la ley de 14
de diciembre de 1855.
v) Entrada en vigor
Para indagar sobre el proceso de formulación de una regla del Código son instrumentos
valiosos los distintos proyectos del Código así como las anotaciones que Andrés Bello hizo en
relación con ciertas disposiciones.
Pueden distinguirse como proyectos de Código, conforme a la historia que hemos expuesto,
los siete siguientes:
1º) "Primer Proyecto de Código Civil": Atribuido en un momento a Mariano Egaña (ya que se
encontró en su Biblioteca), se ha demostrado que se compone de anteproyectos preparados
por Andrés Bello y que fueron presentados a la Comisión de Legislación. Este conjunto de
textos (no todos conservados) fue editado por la Editorial Jurídica de Chile, en 1978, con un
estudio crítico de Alejandro Guzmán, con la denominación conjunta de "Primer Proyecto de
Código Civil".
3º) Proyecto de 1846-1847: Contiene una nueva versión de los libros de sucesiones y
contratos. Corresponde a los volúmenes editados en 1846 y 1847 sobre la base de las
revisiones de la Comisión a los textos publicados en El Araucano. Modernamente, fue editado
conjuntamente con el anterior en las Obras Completas de Bello (1ª edic., 1887, t. XI; 2ª edic.,
Nascimento, 1932, t. III).
4º) Proyecto de 1853: Contiene los anteriores, más los libros de personas y bienes y el título
preliminar, editado en cuatro cuadernillos fechados en 1853. Es el primer proyecto que
presenta el contenido completo del Código. Fue incluido en las Obras Completas de Bello (1ª
edic., 1888, t. XII; 2ª edic., Nascimento, 1932, t. III).
5º) "Proyecto Inédito": Es una nueva versión del Proyecto de 1853, con una serie de
modificaciones introducidas por la Comisión Revisora manuscritas al margen del texto de
1853. Fue editado por primera vez por Miguel Luis Amunátegui en la 1ª edición de las Obras
Completas de Bello (1890, t. XIII). En la segunda edición aparece en el tomo V (Nascimento,
1932).
6º) Proyecto de 1855 o definitivo: Corresponde a una segunda revisión del Proyecto de
1853 efectuado por la Comisión revisora. Se le considera el proyecto definitivo ya que fue el
texto presentado al Congreso y aprobado por éste. Fue publicado en cuatro cuadernillos que
podían reunirse en un solo volumen.
7º) Edición depurada del Proyecto de 1855: Esta edición depurada se publicó como
volumen en 1856. El 18 de julio de este año, en cumplimiento de la ley aprobatoria del Código
se hizo el depósito de los ejemplares auténticos en las secretarías del Congreso. Aunque los
cambios realizados por Bello fueron más que meramente formales, es esta la edición que se
considera auténtica, y la que entró en vigor el 1º de enero de 1857.
Además de los Proyectos, son utilizadas para conocer la historia y finalidad de los preceptos
originales del Código las llamadas "notas de Andrés Bello". Sin embargo, el estudioso debe
tener cuidado con el uso que hace de ellas puesto que son de distinta naturaleza. Pueden
distinguirse cuatro tipos de notas de Bello:
1º) Las notas de los Proyectos 1841-1842 y 1842-1845: Fueron preparadas por Bello y se
publicaron con el Proyecto de Libro de Sucesiones publicado primeramente en El
Araucano entre 1841 y 1842. Estas notas no tenían como objetivo indicar las fuentes de los
artículos sino más bien explicar las reglas y brindar ejemplos de su aplicación. El Proyecto de
obligaciones y contratos de 1842-1845, presenta sólo cuatro notas.
2º) Las notas del Proyecto de 1853: Bello redactó e insertó al pie de los artículos del
Proyecto de 1853 que fue publicado originalmente con estos comentarios. En una advertencia
al inicio de la edición explica el autor su objetivo: se trata de apuntar "a la ligera las fuentes de
que se han tomado o los motivos en que se fundan los artículos que pueden llamar
principalmente la atención".
3º) Las notas del Proyecto Inédito: No son propiamente notas del Proyecto. En realidad se
trata de trozos de comentarios o anotaciones, de muy diversa índole y diferentes fechas, que
don Miguel Luis Amunátegui encontró entre los papeles y escritos sueltos de don Andrés
después de la muerte de éste y que al preparar la edición del Proyecto en 1890, él añadió
como si fueran notas preparadas por el mismo Bello. La idea de Amunátegui ha sido
justamente criticada ya que ha inducido a confundir comentarios ajenos de Bello con las
fuentes o sentidos de ciertas disposiciones del Código (por ejemplo, al art. 19 Amunátegui
hizo poner como nota un comentario de Bello sobre prevalencia del tenor gramatical que él
manifestó en una polémica por el diario en una fecha muy anterior: en 1842, lo que ha
alimentado la mala inteligencia del referido artículo).
4º) Las notas al Código Civil aprobado: En algún momento Bello pensó en componer, con
ayuda de otros juristas, un comentario del Código aprobado, pero renunció a ello por falta de
recursos, y se avino a la labor de redactar, sobre la base de las notas del Proyecto de 1853,
una notas para el Código Civil definitivo. Su salud y ocupaciones le impidieron culminar la
labor, por lo que las notas sólo abarcan hasta el art. 78. Se publicaron después de su muerte
en el libro de Miguel Luis Amunátegui, Don Andrés Bello y el Código Civil, Cervantes,
Santiago, 1885, pp. 13-14.
Como vemos, las más seguras son estas últimas, pero resultan muy insuficientes. Las del
Proyecto Inédito deben ser tomadas como lo que son y no como notas que intentan identificar
la fuente de los artículos de ese Proyecto. Finalmente, las del Proyecto de 1853 tienen más
fuerza, pero hay que tener en cuenta que muchos de sus preceptos se modificaron en el texto
final y que incluso el mismo Bello dice que "se han tomado a la ligera", es decir, no siempre
pueden considerarse determinantes para aclarar la fuente o sentido de la norma.
Las fuentes del Código Civil chileno fueron múltiples, y pueden clasificarse en normativas y
doctrinarias.
a) Fuentes normativas
Por el grado de importancia, pueden mencionarse las siguientes fuentes de nuestro Código
Civil:
1º El Derecho Romano, a través del Corpus Iuris Civilis (especialmente, el Digesto y las
Instituciones de Justiniano) y a través de las Siete Partidas (que era el cuerpo de Derecho
castellano que más fielmente seguía la jurisprudencia romana). La misma división del Código
en título preliminar y libros de personas, bienes, sucesiones y obligaciones está tomada, no
del Código francés, sino de las Instituciones de Justiniano (Bello fue un eximio maestro del
Derecho Romano y publicó un texto para su enseñanza).
4º Los Códigos Civiles de la época: los más utilizados son el Código austriaco (1811), que
sigue la línea germánica de la codificación, y el Código Civil de la Luisiana (1825), que sigue
la línea francesa. También se citan, aunque más esporádicamente, el Codex Maximilianeus
Babaricus Civilis o Código Bávaro (1756), el Código prusiano (1794), El Código para el Reino
de las Dos Sicilias (1819), el Código del Cantón de Vaud (1819), el Código Civil para los
estados del Rey de Cerdeña o Código Sardo (1837), el Código Civil holandés (1838) y el
Código Civil peruano (1852). Es bastante seguro que Bello usó la edición compendiada de
Antoine de Saint Joseph (Concordance entre les codes civils étrangers et le Code Napoleón,
Paris, 1840), que había sido traducida al español por F. Verlanga y J. Muñiz (Concordancias
entre el Código Civil Francés y los Códigos Civiles extranjeros, Madrid, 1843).
5º El Derecho canónico, a través del Corpus Iuris Canonici, sobre todo en materia
matrimonial.
6º La leyes civiles patrias dictadas después de la Independencia: en 1846, en pleno proceso
de codificación apareció la obra "Colección de leyes y decretos del gobierno desde 1810 hasta
1823", que Bello elogió en El Araucano. Por ejemplo, la abolición de los mayorazgos por la ley
de exvinculación de bienes, de 14 de julio de 1852, influyó en las disposiciones pertinentes del
Código. Fueron tomadas en cuenta también la ley sobre abusos de la libertad de imprenta de
16 de septiembre de 1846 (cfr. art. 1466), la ley de 8 de agosto de 1949 que declara que las
riberas del mar son de uso público hasta donde llegan las más altas mareas (cfr. art. 594 CC)
y la Ley de Pesos y Medidas de 29 de enero de 1848, a la que hace referencia el art. 51
Código Civil, y que continúa vigente.
En suma, la fuente más influyente no fue, como se cree, el Código Civil francés. En primer
lugar, el Código chileno se basa en el Derecho romano, luego en las leyes castellanas que el
Código no quiso despreciar en aquello que parecía razonable mantener, y en tercer lugar,
puede ponerse al Código francés y los demás de la época.
b) Fuentes doctrinales
Existen autores que Bello cita con frecuencia y que influyeron decisivamente en
disposiciones del Código. Claramente, uno de los más gravitantes, sobre todo en materia de
obligaciones, es Robert Joseph Pothier (1699-1772), a quien a veces sigue más de cerca que
el mismo Código Civil francés. Otro jurista muy recurrido es Florencio García Goyena (1783-
1855), autor de la obra Concordancias, motivos y comentarios del Código Civil español de
1852 (que contiene un proyecto que curiosamente nunca sería aprobado en España).
Finalmente, en algunas materias de gran relevancia, como en personas jurídicas y en el
intento de esbozar una teoría general de los actos o declaraciones de voluntad, puede
apreciarse la influencia del jurista alemán Federico von Savigny (1779-1861), a través de
su Sistema de Derecho Romano Actual, que seguramente Bello consultó en la traducción
francesa de Guenoux aparecida en 1840.
A todos ellos, hay que agregar una variada serie de jurisconsultos que se ven citados más
de alguna vez. Por ejemplo, tenemos los comentadores castellanos, partiendo por el gran
glosador de las Siete Partidas, Gregorio López Tobar: Las Siete Partidas del Sabio Rey
Alfonso et Nono nuevamente glosadas por Gregorio López (1555), y siguiendo por Antonio
Gómez: Ad Leges Tauri commentarius (1552) y Variae resoluciones iuris civilis communis et
regii libri tres (1552), Alfonso de Acevedo, Commentariorum iuris civilis in Hispaniae Regias
Constitutiones (1583-1598); Juan Matienzo: Commentaria in librum quintum Recollectionis
Legum Hispaniae (1580); Juan Gutiérrez: Tractatus de tutelis et curis minorum (1602); Juan de
Hevia Bolaños: Curia filipica (1603). También se cita el tratado más filosófico de Luis de
Molina: De iustitia et iure (1593-1597). Del siglo XIX, se menciona a Eugenio de
Tapia: Febrero Novísimo (1828) y Febrero novísimamente redactado (1845); Juan
Sala: Ilustración del derecho real de España (1803); Sancho Llamas, Comentario crítico,
jurídico literal a las ochenta y tres Leyes de Toro (1827); y Joaquín Escriche: Diccionario
razonado de la legislación civil, penal, comercial y forense (1831).
También son fuentes doctrinarias los comentadores del Código Civil francés, que Bello
consulta de primera mano. El más influyente parece ser Delvincourt (Cours de Code
Civil, Paris, 1834), y en segundo lugar puede ubicarse a Rogron (Les Code français expliqué,
Paris, 1836). Con menor influencia, tuvo en cuenta a Portalis, Maleville, Merlin, Troplong,
Toullier, Duranton, Duvergier, Delangle y Favard de l'Anglade.
Finalmente, en ocasiones son mencionados los humanistas holandeses Arnoldo Vinnio (In
quattuor libros Institutionum imperialum commentarius academicus et forensis, 1642) y Juan
Heinecio (Elementa Iuris civilis secundum ordinem Institutionum, 1725) y el estadounidense
James Kent (Commentaries on the American Law, 1824-1826).
La literatura civil nacional era prácticamente inexistente, por lo que no sorprende que no sea
ocupada. No obstante, hay constancia que Bello usó la obra de Justo Donoso, Instituciones de
Derecho Canónico Americano (1848-1849), que aparece como fuente del art. 74 del Código
Civil que no exige el bautismo para la existencia legal del recién nacido.
Libro II: De los bienes, y de su dominio, posesión, uso y goce (arts. 565 a 950)
Libro III: De la sucesión por causa de muerte y de las donaciones entre vivos (arts. 951 a
1436)
Libro IV: De las obligaciones en general y de los contratos (arts. 1437 a 2524).
Los méritos del Código Civil chileno han sido puestos de relieve no sólo por juristas
nacionales sino también por extranjeros. Su misma duración como ley vigente por más de 150
años pone de manifiesto la calidad de su composición. El Código Civil chileno es un verdadero
monumento de sabiduría jurídica y un logro histórico de la cultura nacional.
Es encomiable la obra llevada a cabo por Bello y las autoridades públicas que lo apoyaron
desde cuatro perspectivas: la dogmático-jurídica, la político-sociológica, la estético-literaria y la
didáctico-divulgativa.
En la perspectiva político-sociológica fue una obra que supo integrar la concepción liberal,
que portaba consigo la idea de la codificación y que inspiraba toda la época, con el respeto de
las tradiciones, la cultura y la realidad social del país que se pretendía regir con el nuevo
Código. Así, existen innovaciones que proceden de la ideología liberal igualitaria, como por
ejemplo la proclamación de igualdad entre chilenos y extranjeros en el goce y adquisición de
los derechos civiles (materia en la que fue más allá que el Código Civil francés), y en la
prohibición de fideicomisos o usufructos sucesivos (para evitar las vinculaciones o
mayorazgos). Pero en otras materias, el Código tradujo en reglas simples lo que ya era vivido
como lo correcto y lo justo por la sociedad de la época. De esta forma, se respetó el régimen
de unidad del Estado con la Iglesia Católica, se mantuvo la sociedad conyugal castellana
como régimen de bienes del matrimonio así como la autoridad del marido y la incapacidad de
la mujer casada. En materia de sucesiones, aunque Andrés Bello era personalmente partidario
de la libertad absoluta de testar (como en el régimen inglés), el Código siguió el sistema de
legítimas y mejoras establecido por la legislación castellana, con modernizaciones y
simplificaciones. La sabia y prudente combinación entre innovaciones y adaptaciones
permitió que el Código rápidamente fuera acogido por la cultura jurídica nacional y por la
jurisprudencia de los tribunales, y ha garantizado su pervivencia durante todo este tiempo, con
las naturales modificaciones que el mismo codificador previó en el Mensaje: "La práctica
descubrirá sin duda defectos en la ejecución de tan ardua empresa; pero la legislatura podrá
fácilmente corregirlos con conocimiento de causa...".
Desde la perspectiva estético-literaria debe considerarse que Andrés Bello fue un eximio
lingüista, autor de una gramática castellana de mucha difusión en Latinoamérica. Fue también
un cultivador de la literatura y algunos de sus poemas son considerados de valor. No
extrañará, en consecuencia, que el Código Civil haya sido elogiado por la elegancia del
lenguaje, por la belleza de su redacción y lo correcto de su sintaxis. Preceptos como el art.
594 que define playa del mar, son destacados como ejemplo no sólo de concisión jurídica,
sino de belleza literaria. Lo mismo puede predicarse de los arts. 120 (original) y 649.
Para otros códigos, el Código Civil chileno constituyó una valiosa fuente. Así respecto del
Código Civil mexicano (1871), el Código Civil del Uruguay (1868), el Código Civil de
Guatemala (1877), el Código Civil de Costa Rica (1886) y el Código Civil argentino (1869).
Dalmacio Vélez Sarsfield, el redactor de este último, dejó escrito que había utilizado el Código
de Chile "que tanto aventaja a los Códigos europeos".
Las principales reformas que ha sufrido el Código en estos años son las que se refieren a la
familia. De esta forma, pueden mencionarse las siguientes leyes en orden cronológico:
1º) La Ley de Matrimonio Civil de 1884 (sin número porque es anterior al decreto que
ordenó la numeración de las leyes) derogó tácitamente las normas que hacían referencia al
matrimonio canónico y estableció el régimen de matrimonio civil obligatorio indisoluble. Esta
ley fue sustituida por la ley Nº 19.947, de 2004, que junto con introducir el divorcio vincular
permitió un reconocimiento de los efectos civiles de los matrimonios celebrados ante
confesiones religiosas con personalidad jurídica de derecho público.
2º) El D.L. Nº 328, 12 de marzo y 29 de abril de 1925, amplió los derechos de la mujer
casada y estableció un estatuto especial para los bienes obtenidos por su trabajo (patrimonio
reservado). La ley Nº 5.521, de 19 de diciembre de 1934, consolidó esta reforma incorporando
las modificaciones al Código y corrigiendo errores y vacíos de los que adolecía el D.L. 328.
4º) La ley Nº 7.612, de 21 de octubre de 1943, facultó a los cónyuges para separarse de
bienes durante el matrimonio.
1º) La ley Nº 6.162, de 28 de enero de 1938, redujo la extensión de algunos plazos, sobre
todo los relativos a la prescripción.
2º) La ley Nº 7.612, de 21 de octubre de 1943, derogó la institución de la muerte civil por
profesión religiosa, suprimió la incapacidad de los religiosos y de las personas jurídicas, rebajó
la mayoría de edad de 25 a 21 años y eliminó la institución de la habilitación de edad.
3º) La ley Nº 7.825, de 30 de agosto de 1944, modificó las normas sobre pago por
consignación.
4º) La ley Nº 9.400, de 6 de octubre de 1949, reformó las disposiciones sobre promulgación
y publicación de la ley.
8º) La ley Nº 20.190, de 5 de junio de 2007, modificó las normas de prelación de créditos
para introducir la categoría de créditos convencionalmente subordinados.
9º) La ley Nº 20.500, de 2011, reformó el título XXXIII del libro I sobre corporaciones y
fundaciones sin fines de lucro.
Además, el Código ha sido objeto dos veces de la fijación mediante decreto con fuerza de
ley de su texto refundido, coordinado y sistematizado. La primera de ellas se realizó por
mandato de la ley Nº 19.335, y se llevó a cabo por el D.F.L. Nº 2-95 (Justicia), de 21
septiembre 1995 (D. Of. 26 de diciembre de 1996, rectificado en D. Of. 17 de febrero de
1997). La segunda se realizó en virtud de la ley Nº 19.585, y se llevó a efecto en virtud del
D.F.L. Nº 1 (Justicia), de 16 de mayo del 2000 (D. Of. 30 de mayo de 2000).
8. ¿Es necesario un nuevo Código Civil chileno?
Nuestro Código Civil ha cumplido más de ciento sesenta años, y desde hace ya bastante
tiempo algunos juristas han señalado que ya no basta con reformar el Código como hasta
ahora se ha hecho, sino que habría que sustituirlo por uno nuevo que sea reflejo de la realidad
social, política y económica actual del país. Incluso en la década de los noventa del siglo
pasado la Fundación Fueyo, siguiendo un ideal de su inspirador, el profesor Fernando Fueyo
Laneri, realizó seminarios y publicaciones tendientes a preparar los materiales de base que
pudieran servir para una nueva codificación del Derecho Civil. Antes de su muerte en 2011, el
profesor Gonzalo Figueroa Yáñez había impulsado la sustitución del Código de Bello. No
obstante, la mayor parte de los autores se han inclinado por mantener el Código Civil, sin
perjuicio de efectuar las reformas que los tiempos vayan exigiendo.
Los países han tomado diversas vías. Mientras algunos como Perú (1984), Brasil (2002) y
Argentina (2014) han redactado nuevos códigos civiles, otros como Francia, Alemania y
Austria han optado por mantener sus antiguos códigos pero introduciéndoles reformas,
algunas de gran envergadura.
Evidentemente, ambas opciones tienen ventajas y debilidades, que hay que considerar
tomando en cuenta la cultura jurídica local y sus circunstancias. Un problema complejo que
ocurre si se desecha sin más un Código que es reconocido por sus muchos méritos, y que ha
tenido una trayectoria más que secular, es la de suprimir junto con el Código todo un trabajo
jurisprudencial y doctrinal que se ha hecho sobre la base de sus preceptos. De alguna
manera, es arrojar al canasto de la basura todo un entramado dogmático y conceptual que se
ha ido construyendo a lo largo de años de reflexión, docencia, investigación y aplicación por
parte de abogados, jueces, notarios y conservadores. Por ello, no hemos sido partidarios de
reemplazar el Código Civil por otro, del cual nadie nos dice que mantendrá la calidad de un
cuerpo jurídico de tanto nivel como el de Bello. En cambio, nos parece que sí podría
redactarse cuidadosamente una Ley de modernización del Código Civil, que realice algunas
reformas en todos sus libros con los siguientes objetivos: 1º) Consagrar expresamente
aquellas interpretaciones de los artículos que ya se han impuesto en doctrina y jurisprudencia;
2º) Zanjar aquellas controversias sobre las cuales no se ha llegado aún a un consenso; 3º)
Actualizar artículos que hayan quedado evidentemente obsoletos (por ejemplo, los que aluden
a unidades monetarias desvalorizadas), y 4º) Introducir algunos artículos bien estudiados que
puedan incorporar algunos de los avances de la dogmática civil extranjera.
Con un remozamiento como el que proponemos, el Código Civil de Bello podría seguir
alumbrando el trabajo de los profesionales del Derecho en Chile y Latinoamérica por mucho
tiempo más.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: AA.VV., El Código Civil francés de 1804 y el Código Civil chileno de 1855. Influencias,
confluencias y divergencias, Cuadernos de Extensión Jurídica Universidad de los Andes, 9,
2004; SOLEIL, Sylvain, "El Código Civil de los franceses como modelo jurídico", en Martinic, María Dora
y Tapia R., Mauricio (dirs.), Sesquicentenario del Código Civil de Andrés Bello, LexisNexis, Santiago, 2005. t.
I, pp. 45-68; CABRILAC, Rémy, "La génesis de un código entre ruptura y continuidad. Código Civil 1804", en
Martinic, María Dora y Tapia R., Mauricio (dirs.), Sesquicentenario del Código Civil de Andrés
Bello, LexisNexis, Santiago, 2005, t. I, pp. 35-44; LATORRE, Enrique C., Reseña histórica de la formación del
Código Civil, Imprenta Cervantes, Santiago, 1882; AMUNÁTEGUI, Miguel Luis, "Las notas del proyecto del
Código Civil, a propósito de un artículo publicado en esta revista", en RCF, t. II (1886), N° 7, pp. 405-410; "Los
primeros proyectos del Código Civil", en RCF, t. VII (1891), N° 6, pp. 338-342; Don Andrés Bello y el Código
Civil, Imprenta Cervantes, Santiago, 1885; Imperfecciones y erratas del Código Civil, Imprenta Cervantes,
Santiago, 1894; DÁVILA IZQUIERDO, Oscar, "Un proyecto inédito de Código Civil", en RDJ, t. 38, Derecho,
pp. 53-70; PALACIOS Z., Carlos A., "Dificultad que nace de una de las correcciones hechas por el Presidente
de la República al proyecto del Código Civil aprobado por la ley de 14 de diciembre de 1885", en RCF, t. VI
(1890), N° 9, pp. 545- 563; YÁÑEZ PONCE DE LEÓN, Eliodoro, "El centenario del Código Napoleón", en RDJ, t.
2, sec. Derecho, pp. 5-13; BUTRÓN, Roberto, "Fuentes de los artículos de los párrafos 1° y 2° del Código Civil",
en RDJ, t. 15, Derecho, pp. 79-88; LETELIER, Valentín, "Proceso evolutivo de la codificación en Chile",
en RDJ, t. 4, Derecho, pp. 277-287; CLARO SOLAR, Luis, "Proyecto de reforma del Código Civil", en RDJ, t. 12,
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Chile, 2ª edic., Santiago, 1883; Santiago, 1958; LIRA URQUIETA, Pedro, La influencia de Bello y su clasicismo
en el Código Civil, Imprenta Walter Gnadt, Santiago, 1933; El Código Civil y el nuevo derecho, Nascimento,
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HART, Leslie, El código civil chileno en el prisma del tiempo, Valparaíso, Edeval, 1981; FUEYO
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codificador. Historia de la fijación y consolidación del derecho civil en Chile, Santiago, 1982; Vida y obra de
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facsimilar de la edición príncipe del Código Civil con motivo de su centésimo quincuagésimo aniversario ,
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en Chile y la formación de su Código Civil", en Guzmán Brito, Alejandro (edit.), El Código Civil de Chile (1855-
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Europa y América", en Guzmán Brito, Alejandro (editor), El Código Civil de Chile (1855-2005), LexisNexis,
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(1797-1855) Tres grandes modelos: Von Martini en Austria, Portalis en Francia y Bello en Chile" en Guzmán
Brito, Alejandro (edit.), El Código Civil de Chile (1855-2005); LexisNexis, Santiago, 2007, pp. 101-134; "Dos
codificadores: García Goyena y Bello", en RDJ, Derecho, t. 80, pp. 81-84. WACKE, Andreas, "La codificación
del "Burgerliches Gesetzbuch" alemán después de un siglo", en Guzmán Brito, Alejandro (edit.), El Código
Civil de Chile (1855-2005), LexisNexis, Santiago, 2007, pp. 683-700; DONATO BUSNELLI, Francesco, "Métodos
de codificación: Código Civil y leyes sectoriales", en Martinic, María Dora y Tapia R, Mauricio
(dirs.), Sesquicentenario del Código Civil de Andrés Bello LexisNexis, Santiago, 2005, t. II, pp. 957-
966; MERELLO ARECCO, Italo, "Los aportes de Jean Domat al proceso de codificación del derecho", en Brito
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RODRÍGUEZ, Antonio, "La codificación civil en Chile y la formación de su Código Civil", en Guzmán Brito,
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RODRÍGUEZ, Arturo, "El Código Civil chileno y sus reformas", en RDJ, t. 45, Derecho, pp. 37-67; SOMARRIVA
UNDURRAGA, Manuel, Evolución del Código Civil chileno, Nascimento, Santiago, 1955; TAPIA
RODRÍGUEZ, Mauricio, Código Civil 1855-2005: Evolución y perspectivas, Editorial Jurídica de Chile, Santiago,
2005; "Decadencia y resurgimiento de los principios originales del Código Civil", en H. Corral y M. S.
Rodríguez (coords.), Estudios de Derecho Civil II, LexisNexis, Santiago, 2007, pp. 5-28; "El Código Civil de
Andrés Bello y su influencia para América Latina", en Fábrega Vega, Hugo (editor), Estudios jurídicos en
homenaje a los profesores Fernando Fueyo Laneri, Avelino León Hurtado, Francisco Merino Scheihing,
Fernando Mujica Bezanilla y Hugo Rosende Subiabre, Ediciones Universidad del Desarrollo, Santiago, 2007,
pp. 265-278; ALCALDE RODRÍGUEZ, Enrique, "Vigencia del Código Civil en los inicios del nuevo siglo",
en Revista Chilena de Derecho 29, 2002, 1, pp. 139-145; ROSENDE ÁLVAREZ, Hugo, "¿Subsisten los principios
del Código Civil de Bello?", en Actualidad Jurídica 10, 2004, pp. 55-67; BÁEZ REYES, Danilo y LÓPEZ DÍAZ,
Carlos, De los principios inspiradores del Código Civil chileno, Universidad Central de Chile, Santiago,
2003; SEPÚLVEDA LARROUCAU, Marco Antonio, "Los grandes principios que inspiran al Código Civil chileno", en
Marco A. Sepúlveda y Juan A. Orrego, Estudios de Derecho Civil, Universidad Central, Santiago, 2007,
pp. 75-145; FIGUEROA YÁÑEZ, Gonzalo, "Chile en 1850: leyendo el Código Civil (homenaje del autor en el
bicentenario de la república)", en Figueroa, G., Barros, E. y Tapia, M. (coords.), Estudios de Derecho Civil VI,
AbeledoPerrot, Santiago, 2011, pp. 5-20; CORRAL TALCIANI, Hernán, "Ideas para una reforma modernizadora
del Código Civil de Chile" [Discurso de incorporación en la Academia Chilena de Ciencias Sociales, Políticas y
Morales] en Societas Nº 16, 2014, pp. 17-27.
Los tratados internacionales son actualmente una fuente del Derecho Civil, sobre todo en lo
referido al Derecho de las personas. En esta materia pueden mencionarse: el Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos (ONU, 1966; D. Of. 29 de abril de 1989), el Pacto
Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (ONU, 1966; D. Of. 27 de mayo
de 1989), la Convención Internacional sobre la Eliminación de Todas las Formas de
Discriminación contra la Mujer (ONU 1979, D. Of. 9 de diciembre de 1989), la Convención
Americana sobre Derechos Humanos o Pacto de San José de Costa Rica (1969; D. Of. 5 de
enero de 1991), la Convención sobre Derechos del Niño (ONU, 1989; D. Of. 27 de septiembre
de 1990), la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (ONU, 2006;
D. Of. 17 de septiembre de 2008), la Convención Interamericana sobre Protección de los
Derechos de las Personas Mayores (OEA, 2015; D. Of. 7 de octubre de 2017).
Hay que analizar con cuidado la naturaleza tanto del tratado como de la disposición que se
pretende aplicar, ya que muchos de ellos no son ejecutables directamente en el Derecho
interno, sino que son compromisos del Estado en orden a modificar la normativa interna de
acuerdo con los principios, directivas y orientaciones contenidas en los textos de las
convenciones.
La legislación civil no se agota en el Código, sino que existen materias que tienen una
regulación especial. Las podemos mencionar siguiendo la clasificación tradicional del Derecho
Civil
En lo que se refiere a parte general y personas, pueden destacarse las siguientes leyes:
1º La ley sobre efecto retroactivo de las leyes de 1861 (sin número porque es anterior al
decreto que ordenó la numeración de las leyes).
Sobre bienes y derechos reales hay que mencionar las siguientes leyes especiales:
1º) El D.L. 993, de 24 de abril de 1975, sobre arrendamientos de predios rústicos, medierías
o aparcerías.
4º) La ley Nº 19.496, de 7 de marzo de 1997, sobre protección a los derechos del
consumidor.
En lo referido a la regulación de la familia, no son pocas las leyes que se mantienen fuera
del Código. Así pueden mencionarse:
1º) La ley Nº 4.808, de 1930, sobre Registro Civil (con texto refundido por D.F.L. Nº 1,
Ministerio de Justicia, de 30 de mayo de 2000).
6º) La ley Nº 20.830, de 21 de abril de 2015, que crea el acuerdo de unión civil.
Para ciertas materias son importantes algunos reglamentos dictados por el Poder Ejecutivo.
Así por ejemplo:
3º) El reglamento de la ley Nº 19.537 sobre copropiedad inmobiliaria (D.S. Nº 46, Vivienda,
D. Of. 17 de junio de 1998).
4º) El reglamento sobre matrimonio civil y registro de mediadores (D.S. Nº 673, Justicia, D.
Of. 30 de octubre de 2004).
PARTE II DERECHO CIVIL DE LA PERSONA
BIBLIOGRAFÍA GENERAL : CLARO SOLAR, Luis, Explicaciones de Derecho Civil chileno y comparado, Editorial
Jurídica de Chile, reimp. de la 2ª edic., Santiago, 1992, t. I, pp. 169-267; VODANOVIC, Antonio, Tratado de
Derecho Civil. Partes preliminar y general, explicaciones basadas en las versiones de clases de Arturo
Alessandri y Manuel Somarriva, 6ª edic., Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1998, t. I, pp. 353-618; PESCIO
VARGAS, Victorio, Manual de Derecho Civil, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1978, t. III, pp. 9-164;
LARRAÍN RÍOS, Hernán, Lecciones de Derecho Civil, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1994, pp. 131-
231; DUCCI CLARO, Carlos, Derecho Civil. Parte general, 4ª edic., Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 2002,
pp. 111-171; RUZ LÁRTIGA, Gonzalo, Explicaciones de Derecho Civil. Parte general y acto jurídico,
AbeledoPerrot, Santiago, 2011, t. I, pp. 145-236; FIGUEROA YÁÑEZ, Gonzalo, Derecho Civil de la persona. Del
genoma al nacimiento, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 2001; CORRAL TALCIANI, Hernán, Derecho civil y
persona humana. Cuestiones debatidas, LexisNexis, Santiago, 2007.
Un redescubrimiento de la antigua máxima latina que reza: Hominus causa omne ius
constitutum est (D.1.5.2) (Los hombres son la causa por la que se constituye todo
derecho) fue lograda trágicamente después de que los totalitarismos nacionalsocialistas,
fascistas y marxistas aplastaran, no sólo los derechos económicos, sino la vida y la dignidad
de masas enteras de personas, con la pasividad o incluso la cooperación de las leyes
positivas y de los jueces del sistema judicial. La centralidad de la persona, como categoría
institucional irrenunciable para todo sistema normativo, es puesta de relieve por el Derecho
Internacional, a través de las Declaraciones y Convenciones de Derechos Humanos y también
por el Derecho Constitucional, a través de catálogos de derechos esenciales que van más allá
de lo patrimonial y que son protegidos como elementos fundamentales de un Estado de
Derecho.
El Derecho Civil ha sido más lento en recibir esta renovada concepción personalista, pero
finalmente ha venido a plasmar una nueva forma de reordenar el sentido y las funciones de
las instituciones del Derecho Privado. Puede así hablarse de un proceso de personalización (o
despatrimonialización) del Derecho Civil. No se trata de que se dejen de lado las categorías y
nociones tradicionales de esta disciplina (contrato, propiedad, obligación, responsabilidad,
herencia), sino de configurarlas teniendo en cuenta que todo el sistema debe servir para una
mayor realización de la persona humana y de sus dimensiones, no sólo patrimoniales, sino
morales, espirituales, emocionales, etc. Es toda la persona, en su mayor integridad (y no sólo
en su papel de propietario o consumidor), la que debe ser protegida por el ordenamiento civil.
El término persona, según la opinión más aceptada, viene del griego prosopon, que
originalmente designaba la máscara que usaban los actores en el teatro, y que les permitía
caracterizar un papel y además aumentar el volumen de la voz (a modo de altoparlante). De
designar la máscara, pasó a denominar al papel que representaba el actor (hasta hoy se habla
de "personaje" para aludir a esa realidad), y más tarde al mismo hombre que la portaba. Con
esta significación, el término griego vino a usarse entre los romanos con el término
latino persona. No tenía connotación jurídica: persona era un sinónimo de ser humano,
hombre, individuo. Por ejemplo, no es raro que las leyes romanas califiquen de persona a los
esclavos, porque eran hombres (aunque objeto de propiedad).
Con esta concepción formal y funcionalista del concepto de persona, se formulan varias
teorías que buscan desentrañar cuál es el núcleo esencial del concepto. Las principales
teorías sobre la persona y la personalidad en este contexto son las siguientes:
1º) La persona como el hombre en su estado: El elemento para definir y determinar si los
hombres son plenamente personas es el estado, entendido como la posición concreta del
individuo en la sociedad. Aunque los romanos no usaron el término persona, puede decirse
que atribuían los derechos de la personalidad según el estado de libertad, de familia y de
ciudadanía: el verdadero protagonista de la escena jurídica era el ciudadano romano, libre
y sui juris. El humanismo jurídico posteriormente volvería a esta concepción y definiría a la
persona como el hombre considerado en su estado. Con razón se ha dicho que este concepto
sería el que ocuparía el régimen nacionalsocialista para conceder la propia personalidad: sólo
son personas los "miembros del pueblo", es decir, los pertenecientes a la raza aria. Algo
similar sucede con los totalitarismos marxistas, en los que los únicos que tienen derechos son
los comprometidos con la revolución y la estructura del partido único (los demás son enemigos
del pueblo).
2º) La persona como la entidad que es jurídicamente capaz: La capacidad es la aptitud para
adquirir derechos y contraer obligaciones. La persona sería aquella realidad física o intelectual
que cuenta con este atributo otorgado por la ley. Esta concepción facilita la explicación de la
persona jurídica, ya que ésta se caracteriza por tener la posibilidad de contar con un
patrimonio autónomo con derechos y obligaciones que se atribuyen al ente colectivo y no a los
individuos humanos que lo conforman o administran. Pero la explicación reduce la dimensión
de la persona al aspecto patrimonial, ya que la capacidad se relaciona sólo con derechos de
contenido económico.
3º) La persona como sujeto o titular de derechos o relaciones jurídicas: Cuando la doctrina
civil descubre y desarrolla la noción de derecho subjetivo (y, más adelante, la de relación
jurídica subjetiva), la persona es comprendida como uno de los elementos de dicho derecho o
relación. La persona es quien puede ser titular de derechos subjetivos. Las personas son
sujetos de derechos subjetivos, mientras las cosas son objetos de dichos derechos. Cuando el
derecho subjetivo salga del paradigma del derecho de crédito, sobre el cual se forjó, podrá
comprender también relaciones de familia o extrapatrimoniales, y con ello también podrá
comprenderse a la persona de un modo más integral y no solamente reducida a su aspecto
patrimonial. En todo caso, persona no parece ser la noción principal, sino una categoría
secundaria y anexa al concepto central de derecho subjetivo o relación jurídica subjetiva.
4º) La persona como centro de imputación normativa: En las teorías en las que el Derecho
es concebido solamente como normas cuya validez no se juzga conforme a valores morales
como la justicia, el bien común, sino únicamente por la comprobación de que se han cumplido
los procedimientos formales para su aprobación, la persona viene a ser entendida como un
concepto también meramente normativo. Se tratará, en el positivismo normativista de Hans
Kelsen (1881-1973), no más que un centro de imputación de normas. Son las leyes positivas
las que determinan qué realidades pueden ser aglutinadoras de derechos y deberes atribuidos
por las normas: que sean o no seres humanos, no tiene ninguna trascendencia para el jurista.
Estas doctrinas no han desaparecido del todo en la actualidad, y de alguna manera siguen
presentes en muchos textos y manuales, que siguen afirmando que no todos los hombres son
personas (al menos históricamente hubo esclavos), ni todas las personas son hombres (por
ejemplo, las personas jurídicas).
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: CORRAL TALCIANI, Hernán, "El concepto jurídico de persona. Una propuesta de
reconstrucción unitaria", en Revista Chilena de Derecho, XVII, Santiago, 1990, pp. 301-321; LYON PUELMA,
Alberto, Personas naturales, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago, 2007; FERNÁNDEZ
SESSAREGO, Carlos, Derecho de las Personas, 7ª edic., Grijley, Lima, 1999; HOYOS CASTAÑEDA, Ilva
Myriam, El concepto de persona y los derechos humanos, Universidad de la Sabana, Bogotá, 1991; GUZMÁN
BRITO, Alejandro. "Los orígenes de la noción de sujeto de derecho", en Revista de Estudios Histórico-
Jurídicos, 24, 2002, pp. 151-247; GUZMÁN BRITO, Alejandro, Los orígenes de la noción de sujeto de
derecho, Temis, Bogotá, 2012; ALCALDE RODRÍGUEZ, Enrique, "Persona humana, autonomía privada y orden
público económico", en Actualidad Jurídica año II, 4, pp. 77-106; PEDRALS GARCÍA DE CORTÁZAR, Antonio "La
idea de 'personalidad' en el umbral del Siglo XXI", en Enrique Barros (coord.), Familia y Personas. Editorial
Jurídica de Chile, Santiago, 1991, pp. 167-173 ; "La categoría de 'sujeto de derecho'. Tres temas actuales", en
Figueroa, G., Barros, E. y Tapia, M. (coords.), Estudios de Derecho Civil VI, AbeledoPerrot, Santiago, 2011,
pp. 45-52; FORTUNAT STAGL, Jakob, "De cómo el hombre llegó a ser persona: Los orígenes de un concepto
jurídico-filosófico en el derecho romano", en Revista de Derecho (P. Universidad Católica de Valparaíso) 45,
2015, pp. 373-401; CORNEJO PLAZA, María Isabel, "El concepto de dignidad y su importancia en el Derecho
Civil de la persona", en Mauricio Tapia, María Paz Gatica y Javiera Verdugo (coords.), Estudios de Derecho
Civil en homenaje a Gonzalo Figueroa Yáñez, LegalPublishing Thomson Reuters, Santiago, 2014, pp. 89-97.
De esta manera, es necesario descubrir qué seres o entes tienen esa condición de persona,
con independencia de las leyes positivas. La filosofía clásica nos da una noción de la cual
puede partirse: es una sustancia individual de naturaleza racional. Es sustancia, y por tanto
existe por sí misma y no en otro ser (como los accidentes: color, estatura, relación), es
individual (no universal) y se distingue por que su naturaleza comprende la razón, las facultad
de pensar, de descubrir la verdad y lo bueno de las cosas y de autodeterminarse conforme a
ese conocimiento (libertad). En la realidad creada (prescindiendo de la dimensión
sobrenatural), los únicos seres que cumplen esta definición son los pertenecientes a la
especie humana: los hombres, tanto varones como mujeres, en todas sus etapas de
desarrollo: desde la concepción hasta su muerte, cualesquiera sean sus circunstancias de
salud, destreza física, estado de conciencia, o patrimoniales. Todos los seres humanos son
personas en este sentido fuerte, ontológico.
La filosofía moderna agregará otros elementos a esta definición clásica pero no la negará.
Así, Kant (1724-1804) se preocupará del contenido ético del concepto de persona y acuñará el
término "dignidad" como lo que merece ser reconocido en toda persona. Las personas tienen
dignidad, las cosas tienen precio, dirá el filósofo alemán. De allí su axioma de que ninguna
persona puede ser tratada sólo como medio, sino siempre como fin en sí misma.
El Derecho, por tanto, no puede inventar o construir un concepto de persona que ignore o
anule esta realidad previa que es la persona en sí misma considerada. Es más, el ser
humano, toda persona, por el hecho de ser tal, tiene una dimensión jurídica que nace de su
intrínseca sociabilidad. No hay personas aisladas, sino todas coexistentes y relacionadas con
otras. Al estar relacionadas y al configurar nuevas relaciones se establecen vínculos de
justicia: derechos, deberes, que son ya jurídicos, aunque no hayan sido aún objeto de una
sanción expresa de una norma jurídica. En suma, la persona es ya una realidad jurídica, que
las leyes positivas deben reconocer y proteger. Por eso, podemos decir, que la persona en el
Derecho es el ser humano en cuanto protagonista y centro de todo lo jurídico.
Nuestro sistema jurídico positivo asume claramente esta posición frente a la persona. Por
de pronto, nuestro Código Civil, en una norma verdaderamente vanguardista para la época en
que se dictó, define la persona natural (por oposición a la jurídica), como todo individuo de la
especie humana. Textualmente nos dice que "Son personas todos los individuos de la especie
humana, cualquiera que sea su edad, sexo, estirpe o condición" (art. 55 CC). Basta que haya
un individuo que pertenezca a la especie humana para que, según el Código, sea considerado
persona. Para atribuir el estatuto de persona, no se tiene en cuenta la edad (esto es, el
desarrollo cronológico del individuo), el sexo (hombres y mujeres son personas); la estirpe (la
ascendencia familiar o de nobleza) ni la condición (su posición social o económica).
La misma contraposición entre el art. 55 y el 545 del Código Civil, que define la persona
jurídica, nos pone de manifiesto que para el Código el concepto de persona no es construido o
determinado por la ley positiva. Para la persona jurídica, el art. 545 del Código Civil utiliza la
expresión "persona ficticia", con lo cual nos sugiere que cuando se habla de persona natural,
se está hablando de una persona real y metafísicamente existente, no de una noción técnico-
formal.
Esta concepción sustancial de persona del Código Civil puede hoy verse reforzada por el
concepto constitucional de persona, que se deduce de los preceptos constitucionales,
especialmente los arts. 1º y 19 de la Constitución. Se reconoce a las personas con libertad y
dignidad, y se establece que el Estado, y por lo tanto el Derecho que de él emana, debe estar
al servicio de la persona humana (art. 1.3 Const.).
Aquí sí estamos ante una noción funcional, de un concepto analógico: la persona jurídica no
es propiamente persona, pero en algunos aspectos se le asemeja a ella, por un fin o una
función que se estima relevante y útil.
Pero es conveniente tener en cuenta la diferencia esencial que existe entre persona natural
y persona jurídica. Las personas jurídicas no tienen todos los atributos ni los derechos que las
personas naturales (por ejemplo, no tienen estado civil, ni derecho a la vida o a la integridad
psíquica, etc.). También se explica mejor así que, en ciertas circunstancias, se autorice la
prescindencia del estatuto de la persona jurídica para indagar quiénes son las personas
naturales que actúan a través de ella (doctrina del levantamiento del velo o del abuso de la
personalidad jurídica).
a) Según la edad
Las personas pueden clasificarse en personas naturales (que son las propiamente
personas, como lo destaca el art. 55 CC) y persona jurídicas (art. 54 CC).
1º) Infante o niño: Todo el que no ha cumplido siete años. Entendemos que queda incluida
aquí la persona concebida. Es también un niño que está por nacer (art. 75 CC).
2º) Impúber: Es el varón que no ha cumplido catorce años y la mujer que no ha cumplido
doce.
3º) Adulto: Es el que ha dejado de ser impúber, es decir, el varón de catorce años o más y
la mujer de doce años o más.
Por eso, todos los infantes o niños y los impúberes son siempre menores o menores de
edad; mientras que en el adulto se debe distinguir entre menor adulto y mayor adulto. Es
"menor adulto", el varón que ha cumplido los 14 años pero que no ha alcanzado aún los 18
años, y la mujer que no ha cumplido los 12 años y que tampoco ha llegado a los 18 años.
Mayor adulto es todo el que ha pasado los 18 años, por lo que en la práctica se identifica con
el concepto general de mayor de edad.
Esta clasificación se modifica respecto de leyes especiales. Así, por ejemplo, la Convención
de Derechos del Niño entiende por tal a todo aquel que no cumplido los 18 años. Por su parte,
la ley Nº 19.968, Ley de Tribunales de Familia, dispone que para sus efectos se considera
niño o niña a todo ser humano que no ha cumplido los catorce años, e introduce la
denominación de "adolescente" para el que ha cumplido catorce años pero es menor de 18
(art. 16.3, LTF).
b) Según el sexo
En relación con el sexo, las personas se clasifican en varones y mujeres. Para evitar
problemas de interpretación por el uso de palabras que pueden a la vez identificar a varones o
a personas de ambos sexos, el Código, siguiendo el uso común del lenguaje, dispone que las
palabras "hombre", "persona", "niño", "adulto" y otras semejantes que en su sentido general se
aplican a individuos de la especie humana, sin distinción de sexo, se entenderán comprender
ambos sexos en las disposiciones de las leyes, a menos que por la naturaleza de la
disposición o el contexto se limiten manifiestamente a uno solo (art. 25.1 CC). En cambio, las
palabras "mujer", "niña", "viuda" y otras semejantes, que designan el sexo femenino, no se
aplicarán al otro sexo, a menos que expresamente las extienda la ley a él (art. 25.2 CC).
Aunque la disposición se refiere sólo a las expresiones legales, pensamos que igualmente se
debe aplicar a los contratos y actos jurídicos.
El radicalismo feminista y las teorías de género han cuestionado esta disposición, porque
sería sexista el que la palabra hombre pueda designar también a la mujer. De hecho, la
Constitución fue reformada en su art. 1º para cambiar la expresión "Los hombres" por "Las
personas" (ley de reforma constitucional Nº 19.611, de 1999). La Ley de Tribunales de Familia,
ley Nº 19.968, ha tendido también a no emplear el genérico niño, y agregarle en todas las
ocasiones el vocablo niña, con lo que complica los textos normativos, y no queda exento de
discriminación, ya que en todos ellos las niñas van después de los niños.
La norma del art. 25 del Código Civil sólo traduce un uso común del lenguaje. Si se quiere
cambiar el lenguaje, hay que hacerlo por otros medios y no a través del cambio de las
expresiones jurídicas que deben ser técnicas y en general sintéticas y ahorrativas de palabras.
De lo contrario, habría que pensar en cambiar todas las expresiones en género masculino:
propietario, heredero, acreedor, usufructuario, deudor, etc.
Otra clasificación de las personas es la que las divide en chilenos y extranjeros (art. 55 CC).
El Código Civil se remite a la Constitución para determinar quiénes tienen la nacionalidad
chilena (cfr. arts. 10 y 11 Const.). Todos los demás, incluidos los que han perdido la
nacionalidad chilena o los que no tienen nacionalidad alguna (apátridas), son extranjeros (art.
56 CC).
La persona humana es un ser corpóreo espiritual. Superando las teorías dualistas que veían
una oposición o neta separación entre el elemento vital o espiritual (el alma) y el componente
material y biológico, el cuerpo, es necesario concluir que, si bien ambos principios: el corporal
y el espiritual, son intelectualmente distinguibles, en la persona viva se integran en una
inescindible unidad. El hombre no es un cuerpo que, cual máquina o robot, es dirigida por el
alma, donde radicaría realmente la persona. Tampoco es un conjunto de material biológico,
organizado azarosamente, y que depende del funcionamiento de los elementos neuronales
del cerebro, donde radicaría la conciencia y la psique. Si todo en el hombre fuera materia
(incluidas las conexiones neuronales y sus fluidos y relaciones mecánicas) sería imposible
que produjera ideas puramente espirituales, conceptos, creaciones del intelecto y del arte, o
que se sintiera un "yo" permanente, a pesar de las mutaciones que experimenta el cuerpo a lo
largo de toda su vida.
En consecuencia, no es correcto estimar, como quiere cierta tendencia moderna que se
remonta al "pienso, luego existo" de Descartes (1596-1650), que el cuerpo es meramente una
realidad material sobre el cual existe un poder de dominio para el "yo pensante" o la persona.
El cuerpo no es "de" la persona, sino que es "la" persona viviente.
Por ello, es ilícito el suicidio (aunque, por razones de política criminal no sea objeto de una
sanción penal) y también la automutilación o la mutilación consentida por el afectado. Esta
sólo se justifica cuando existe una razón terapéutica, y siempre que la persona otorgue su
consentimiento informado.
Existen partes del cuerpo humano que son separables sin incurrir en ningún ilícito ni daño a
la persona. Así, las piezas dentales extraídas, las uñas cortadas, el cabello, la placenta
expulsada después del parto, el cordón umbilical, la sangre que puede ser extraída, los
espermios u óvulos separados del cuerpo que los produjo, etc.
¿Qué son estos elementos biológicos y quién puede disponer de ellos? Parece claro que,
una vez ocurrida la separación, ya no integran el cuerpo de la persona, y por tanto son cosas,
respecto de las cuales procede, en principio, la propiedad y la facultad de disposición o
enajenación.
No obstante, el que sean consideradas cosas no significa que pueda hacerse cualquier uso
de ellas. Las cosas pueden ser también consideradas absoluta o relativamente incomerciables
y pueden estar restringidas en cuanto a su disposición, considerando su peligrosidad o su
especial valor para los sentimientos de la comunidad (por ejemplo, cosas dedicadas al culto
divino).
Si las cosas que fueron parte del cuerpo humano no presentan ningún peligro para la
persona de la que proceden o terceros, ni tampoco existen razones para controlar o limitar su
disposición, como sucede con las piezas dentales, el cabello o las uñas, no se ven problemas
para considerar que la persona de la que proceden estos elementos es dueña de ellos y
puede disponer libremente, ya sea a título gratuito u oneroso, aunque únicamente después de
su separación.
No sucede lo mismo respecto de la sangre, los tejidos y órganos humanos, las líneas
celulares, la médula, espermios y óvulos, y elementos biológicos similares. Estas cosas son
incomerciables, por proceder del cuerpo humano, por los riesgos que puede suponer su
extracción y los peligros que supondría un tráfico de este tipo de elementos que redundaría en
una posible explotación de los más desposeídos. Por ello, la ley, si bien reconoce la propiedad
de ellos por parte de la persona de la que proceden, restringe la disposición y su utilización en
el tráfico jurídico.
Así, el Código Sanitario establece que la disposición de tejidos humanos para injertos se
admite sólo como donación, es decir, a título gratuito (art. 152 CS). El Reglamento del Título
IX de dicho Código dispone igualmente que si se trata de placentas o tejidos resultantes de
operaciones quirúrgicas, los directores de establecimientos hospitalarios pueden destinarlos a
la investigación científica o a la elaboración de productos terapéuticos o reactivos (art. 16 D.S.
Nº 240, de 1983). Debe entenderse que ello se hará con el consentimiento del titular, o ante el
abandono que éste haga de ellos.
Para la sangre, se exige que la disposición sea a título de donación que se perfecciona por
la sola voluntad del donante sin formalidad alguna. La misma regla se aplica a espermios,
óvulos, sangre, médula ósea, huesos, piel y fanéreos (art. 17 D.S. Nº 240, de 1983).
Si se trata de órganos humanos que serán extraídos para fines de trasplante, la disposición
está especialmente reglada por una ley especial, la ley Nº 19.451, y su reglamento, que
veremos más abajo.
No obstante, se admite que la persona en vida pueda destinar sus restos mortales mediante
un acto que producirá efectos después de su muerte. Sólo puede ser a título gratuito, como
donación, la que se otorgará por escrito. Pero los destinos a los que puede dejarse el cadáver
son sólo algunos específicamente mencionados en la ley: utilización en investigación
científica, docencia universitaria, elaboración de productos terapéuticos o realización de
injertos (art. 146 CS). El cónyuge o a falta de éste los parientes en el orden previsto en el art.
42 del Código Civil o el conviviente civil pueden autorizar en acta suscrita ante el director del
establecimiento hospitalario, el injerto de tejidos de un cadáver (art. 148 CS).
Los cadáveres no reclamados dentro del plazo legal pueden ser utilizados para los mismos
fines (art. 147 CS). El cadáver del niño que no ha llegado a nacer (nonatos o mortinatos),
debe merecer el mismo respeto que los restos de una persona nacida, y la ley ordena también
su inhumación, previo pase de sepultación del Oficial de Registro Civil (art. 49 LRC). Cuando
se trata de disponer de órganos del cadáver para trasplantes, nuevamente se aplica la
legislación especial referida a esta materia.
Una vez efectuada la cremación, las cenizas son entregadas a los deudos. Estos restos
también deben considerarse cosas sacrae y extra commercium, sobre las cuales no cabe el
ejercicio de un derecho de propiedad absoluto que permita usar y gozar arbitrariamente de
ellas. Así se desprende del Reglamento, que dispone que los cementerios que incluyan
crematorios deberán contemplar como función "la conservación de cenizas provenientes de
incineraciones" (art. 2.a, D.S. Nº 357), para lo cual deberán contar con columbarios y
cinerarios.
Los columbarios fueron usados por los romanos, los que les dieron ese nombre por la
semejanza con los nidos de palomas o palomares (columba en latín significa paloma). Se trata
de un edificio construido con pequeños nichos donde se pueden depositar las cenizas de los
difuntos con individualización de cada uno de ellos. Los cinerarios son lugares para el
depósito de cenizas en común (cfr. arts. 29.j y k y 72, D.S. Nº 357).
En relación con el transporte de las cenizas de un difunto cuyo cadáver ha sido cremado, se
exige que éstas sean ser transportadas en cofres o ánforas, debidamente cerrados (art. 76
D.S. Nº 357).
No encontramos disposiciones sobre la mantención de las cenizas en las casas o su
dispersión en el aire, tierra o agua, por lo que pareciera que ello no está vedado por la
legislación chilena, al menos en la medida en que ese destino no sea indecoroso para la
dignidad que se debe a los restos mortales de una persona.
Para los creyentes, y específicamente, para los fieles de la Iglesia Católica se ha dictado
recientemente la Instrucción de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Ad
resurgendum cum Christo (Para resucitar con Cristo), sobre la sepultura de los difuntos y la
conservación de las cenizas en caso de cremación (15 de agosto de 2016). Esta instrucción
permite la cremación, aunque señala que debe preferirse la inhumación por sepultura. Si se
opta por la cremación, se aconseja depositar las cenizas en un lugar sagrado, sea cementerio,
iglesia u otro lugar idóneo.
Se permite que se extraigan órganos de una persona viva, si ésta no sufre un daño
desproporcionado, con el objeto de disponer de ellos para ser implantados en un enfermo que
lo requiere para recuperar su salud o mantener la vida.
Estas donaciones por regla general sólo pueden hacerse a favor de ciertos parientes o el
cónyuge o conviviente del donante (art. 4º bis ley Nº 19.451). La ley Nº 20.988, de 2017,
incorporó dos nuevas figuras a la ley Nº 19.451, la del llamado "donante altruista" y la
"donación cruzada".
La "donación cruzada" intenta solucionar el problema que se da cuando entre dos personas
que son parientes no puede realizarse el trasplante por razones de incompatibilidad. Según la
ley, es donación cruzada "aquella que se realiza entre parejas donante-receptor que se
encuentren en la situación descrita y estén inscritas en un registro nacional de parejas
donante-receptor, en el Instituto de Salud Pública, como responsable del listado nacional de
potenciales receptores de órganos" (art. 4º ter ley Nº 19.451).
Por ejemplo, Juan necesita un riñón y su hermano Pedro está dispuesto a donarle uno, pero
los estudios determinan que no son compatibles. En ese caso, puede que haya otra "pareja"
de potencial donante y receptor que también sean incompatibles entre sí, pero no con otra
pareja del sistema. Así, Diego necesita un riñón pero su hermana María no puede donárselo
por incompatibilidad. En tal caso, se estudian los antecedentes de manera cruzada entre
potenciales donantes y potenciales receptores: si Juan es compatible con María, y a su vez
Diego es compatible con Pedro, se puede producir la donación de María hacia Juan y de
Pedro hacia Diego.
Se permite también que se disponga de órganos para trasplante cuando el donante haya
fallecido. Se trata de donaciones de cadáver a vivo.
Según la ley, "en caso de duda fundada respecto de la calidad de donante" debe
consultarse la voluntad de los familiares previstos en un listado contenido en el art. 2º bis de la
ley Nº 19.451, listado que además constituye un orden de prelación. En la práctica, y es muy
comprensible que sea así, los médicos no extraen órganos sin contar con la anuencia del
cónyuge o parientes más cercanos del difunto.
La distinción entre sexo y género (sex and gender) nació como una forma de aspirar a una
mayor igualdad de derechos entre el hombre y la mujer. De esta manera, se sostuvo que la
minusvaloración de la mujer provenía de prejuicios y estereotipos culturales que venían a
añadirse al sexo biológico y que daban lugar a una construcción cultural que se sobreponía a
la conformación corporal. Esta especie de sexo "social" recibió el nombre de género. De allí
surgieron expresiones como "paridad de género", "estudios de género", "perspectiva de
género", siempre entendidos bajo el prisma de que habiendo dos sexos biológicos: masculino
y femenino, era necesario evitar que la cultura social impusiera discriminaciones en perjuicio
de la mujer.
Pero como por esencia el concepto de género es subjetivo parece imposible que los
géneros puedan acotarse a los dos sexos biológicos, y de allí que constantemente están
apareciendo nuevas formas de identidad de género, como los que se autodenominan
"queers", que se oponen a ser encasillados en los esquemas de hombre y mujer, los gender
benders, que combinan diversos géneros, los pangénero, que abrazan todos los posibles
géneros, la agenders o asexuales, que no se identifican con ningún género, los fluid genders,
que sostienen que mantienen identidades de género múltiples y variables en el tiempo, etc.
Por ello la sigla del movimiento que promueve la consagración de la ideología de género en la
cultura y en el derecho ha ido creciendo: al principio, era sólo LGB
(lesbians, gays and bisexuals), luego pasó a LGBT, al incorporarse a los transexuals; en el
momento en que se escriben estas líneas va en LGBTIQ, ya que se adicionan
los intersexuals y los queers. Por eso, ya son muchos que a la sigla añaden un signo + (más),
o sea, LGBTIQ+, que indica que podría haber más géneros u orientaciones sexuales no
señalados por las referidas letras.
Una concepción realista e integral de la persona humana debe tener en cuenta que
espíritu, psique y cuerpo no son escindibles de manera que uno de los elementos se
transforme en el que domina y controla a los demás. La persona es una unidad en la que lo
espiritual, lo psicológico y lo corpóreo se encuentran esencialmente integrados y en comunión
para construir la identidad del individuo. Por ello, lo corpóreo, y con ello el sexo biológico, no
es un accidente sino un constitutivo esencial de la personalidad humana, que presenta dos
modalidades de existencia que se traducen en todas las áreas: el espíritu, la mente y el
cuerpo. Esas dos modalidades son la persona femenina y la persona masculina, ambas a su
vez llamadas a interactuar y complementarse en todos los ámbitos de la sociedad, pero
especialmente en una unión por la que, junto con alcanzar su plenitud de donación personal,
se abren a la fecundidad por medio de la procreación y la crianza de los hijos, dando lugar a
las relaciones de maternidad y paternidad. No estamos ante construcciones culturales e
históricas que pueden ir mutando según los tiempos y las costumbres de cada sociedad, sino
que ante la realidad que nos entrega la constitución esencial de lo humano.
Por ello también la atracción entre sexos opuestos es la orientación que deriva de dicha
realidad esencial. La heterosexualidad no es por tanto una mera opción o una característica
propia de algunos individuos, pero que sería equiparable a otras orientaciones como la
homosexualidad, el lesbianismo y la bisexualidad. Estas orientaciones objetivamente, y sin
pretender juzgar la intención de la persona que por diversas razones se siente identificada con
ellas, contradicen el justo orden de la sexualidad humana que, repetimos, está fundada en la
diferencia y la complementariedad entre la persona femenina y la persona masculina. Esto,
por cierto, no puede servir de excusa para un trato discriminatorio y abusivo de personas con
orientaciones sexuales diversas de la heterosexualidad, porque siempre deberán respetarse
su dignidad y sus derechos fundamentales.
Pero no hay discriminación cuando esa orientación se toma en cuenta para la conformación
jurídica de instituciones que se fundan en la misma diferencia sexual, como el matrimonio, la
familia, la paternidad y la maternidad.
c) Transexualismo o transgenerismo
Uno de los problemas más complejos que se presentan en materia de identidad sexual es el
caso del transexualismo, que puede ser caracterizado como una discordancia entre el sexo
corporal y la identificación sexual psicológica de la persona. Una gran parte de los supuestos
se produce ante varones que manifiestan que en su psique se sienten mujeres, por lo que
aprecian sus genitales y demás caracteres sexuales secundarios, como una equivocación de
la naturaleza (se sienten mujeres "prisioneras" en un cuerpo de varón). También hay casos,
aunque menos, de mujeres que se autoperciben como varones, y rechazan las características
femeninas de su cuerpo.
Se trata de un verdadero síndrome psicológico que sin duda causa mucho dolor en los
afectados y en sus familias. La seriedad de su problema se manifiesta cuando muchos de
ellos consienten en cirugías ablativas de sus órganos sexuales masculinos y reconstructivas
para simular la presencia de órganos sexuales femeninos (externos), o a la inversa construir
artificialmente un pene sobre lo que era una vagina. Además, deben ingerir hormonas y otros
productos de por vida para conseguir una apariencia femenina o masculina de su cuerpo. En
el fondo, deben enfrentar de por vida una lucha contra los caracteres morfológicos de su
corporalidad que mantienen su natural tendencia a manifestar el sexo biológico.
Se advertirá que si se siguen estos postulados pierde todo sentido la constancia del sexo en
el Registro Civil y no sólo para los transexuales sino para todas las personas, ya que nadie
podrá decir si el sexo que el registro asigna a una persona es realmente su sexo biológico o
sólo su sexo psicológico o social.
d) Intersexualismo
La "intersexualidad" no es en verdad una sola condición, sino que el término comprende una
gran variedad de trastornos del desarrollo sexual que pueden darse en un número,
afortunadamente muy menor, de los niños que nacen. Su característica común es que por
razones genéticas, fisiológicas o anatómicas existe una cierta ambigüedad que impide o al
menos dificulta determinar si se trata de individuos pertenecientes al sexo masculino o al sexo
femenino. Así, por ejemplo, la criatura nacida puede tener un sexo genético masculino (con
cromosomas XY), pero que no desarrolla claramente testículos (que parecen ovarios) y tiene
una abertura parecida una vagina con un micropene que puede llegar a confundirse con un
clítoris. Se ha descubierto que una de las causas de estas anomalías proviene de la
insensibilidad a los andrógenos por la mutación del gen responsable de esta recepción. Los
casos son variadísimos por lo que las asociaciones científicas los suelen agrupar bajo el
nombre de Disorders of Sexual Development (DSD).
Estos casos son conocidos desde muy antiguo, y la medicina, junto a la psicología, han ido
buscando diversas formas de tratamientos, incluyendo intervenciones quirúrgicas, pero
siempre con el propósito de definir al nacido ya sea como niño o como niña. Para un resultado
satisfactorio de estos tratamientos es vital el diagnóstico precoz y el acompañamiento de la
familia.
No obstante, desde hace algunos años los activistas de la ideología de género vieron que la
intersexualidad podría ser funcional a su lucha por reemplazar la diferencia entre varón y
mujer por una pluralidad de géneros, construidos sobre la base de la autopercepción.
Comenzaron a abogar así, al igual que en el caso de los transexuales, que la intersexualidad
no debería verse como una patología médica, sino como una expresión más de la identidad
de género de esas personas. Por ello, rechazan que se realicen intervenciones irreversibles
en niños e incluso reivindican el derecho de los intersexuales a no identificarse ni como varón
ni como mujer.
En este contexto, en algunos Estados se ha legislado para permitir que el niño recién nacido
no sea calificado inmediatamente como varón o mujer. Pero las reivindicaciones de activistas
de la ideología de género han comenzado a propiciar que se añada una casilla en el Registro
Civil para incluir a intersexuales que no se sienten ni varones ni mujeres. Recursos ante
Tribunales superiores han tenido resultados diversos, así mientras el Tribunal Constitucional
Federal alemán accedió a la solicitud de un intersexual a que se le clasifique como "diverso" u
otra denominación equivalente, cuya determinación se encargó al legislador (10 de octubre de
2017, 1 BvR 2019/16), la Corte de Casación francesa negó una petición semejante por
entender que la dualidad del sexo en las actas de estado civil persigue un objetivo legítimo en
el sentido de que es necesario para la organización social y jurídica, de la que constituye un
elemento fundador (C. Cas. Arrêt N° 531 du 4 de mayo de 2017, 16-17.189).
¿Podría presentarse un caso parecido en nuestro país? La Ley de Registro Civil dispone
que en toda inscripción de nacimiento se debe indicar "el sexo del recién nacido" y que incluso
el Oficial de Registro Civil tiene facultad para oponerse a la solicitud de ponerle un nombre
"equívoco respecto del sexo" (art. 31.21 LRC). Esta mención del sexo es considerada un
requisito esencial de la inscripción de nacimiento (art. 33 LRC). Aunque no se especifica, se
entiende que sólo se refiere al sexo biológico y binario de varón y mujer, ya que bajo esa
estructura está basado todo nuestro ordenamiento jurídico e incluso aparece en la misma
Constitución en el art. 19 Nº 2: "Hombres y mujeres son iguales ante la ley". Es cierto que si
se ha asignado erróneamente el sexo en el nacimiento a una persona, ésta puede pedir una
rectificación de la partida ante el juez, y éste deberá proceder a corroborar lo afirmado por el
reclamante mediante informe de peritos médicos. Pero en tal caso, el dictamen sólo permitirá
pasar de hombre a mujer o viceversa y no será posible que se deje constancia de una tercera
categoría. ¿Podría pedirse la inaplicabilidad por inconstitucionalidad ante el Tribunal
Constitucional como sucedió en el caso alemán? Por cierto, el recurso podría deducirse, pero
estimamos que debería ser desechado ya que, como vimos, es la misma Constitución la que
consagra el sexo binario, de modo que no puede ser inconstitucional una ley que así también
lo establece.
Yendo un poco más al fondo, parece haber razones más que fundadas para considerar
incorrecta la decisión del Tribunal Constitucional alemán. Algunas dicen relación con el
bienestar de las mismas personas intersexuales, y otras conciernen a intereses de carácter
colectivo o social. En cuanto a lo primero, es muy dudoso que una persona que haya nacido
con estos trastornos del desarrollo sexual desee ser considerada un "tercer sexo". La inmensa
mayoría aspira a tener un sexo lo más definido posible, ya sea femenino o masculino. Por lo
mismo, la mayor parte de los especialistas médicos aconsejan realizar un programa de
intervenciones durante la infancia para lograr los mejores resultados posibles en la
identificación de la persona como varón o como mujer, todo por cierto con el previo acuerdo
de los padres. No parece que el que estas personas tengan una categoría legal diversa a la
del sexo femenino o masculino, les vaya a ayudar a superar sus problemas físicos y
psicosociales.
Desde el punto de vista social o colectivo, es claro que la cultura universal, así como los
ordenamientos jurídicos, están fundados en la estructura dual y complementaria de la
identidad sexual de hombres y mujeres. Por ello, la solución de sencillamente calificar a estas
personas como un "tercer género" en el Registro Civil pone en jaque no sólo las instituciones
del Derecho de Familia sino todo el orden social que se encuentra articulado por la diferencia
entre varón y mujer (edades de jubilación, permisos y fuero laboral por maternidad o
amamantamiento, distinciones en la práctica de deportes, cuotas de discriminación positiva,
etc.).
En esta tendencia se puede encontrar una campaña para que los animales dejen de ser
considerados como "cosas muebles" como tradicionalmente son categorizados por los códigos
civiles. Nuestro Código dispone que los animales son muebles porque pueden transportarse
de un lugar a otro, y dentro de ellos son muebles semovientes, porque pueden moverse por sí
mismos (art. 567 CC). No se trata de que los animales sean muebles en el sentido coloquial
de la palabra, como sinónimo de sillas, mesas, camas, veladores, etc. Son muebles como
opuestos a inmuebles, que son las cosas que no pueden transportarse de un lugar a otro,
básicamente las tierras, las minas, las casas e edificios. Se trata de una calificación técnica
jurídica que se ha utilizado por siglos, y tiene su origen en el Derecho romano. En este
sentido, no son muebles sólo los animales, sino también los vehículos motorizados, una nave,
un avión, un billete, y tantas cosas más.
La presión "animalista" ha sido tan fuerte que en algunos países se han reformado los
Códigos Civiles para que los animales no sean legalmente considerados muebles
semovientes. Así, el Código Civil francés reformado por la ley 177 de 2015 dispone que "Los
animales son seres vivos dotados de sensibilidad", pero a continuación declara que "sin
perjuicio de las leyes que los protegen, los animales están sometidos al régimen de los
bienes" (art. 515-14). Otras reformas han seguido el criterio del legislador alemán que por una
ley de 1990 estableció en el BGB la siguiente norma: "Los animales no son cosas. Están
protegidos por leyes especiales. Las disposiciones acerca de las cosas se les aplicarán de
forma análoga siempre y cuando no esté establecido de otro modo" (§ 90).
Como se ve, no se trata más que de una declaración retórica sin repercusiones prácticas:
es lo mismo decir que los animales son cosas, a decir que son seres vivos o seres no cosas
pero que se les aplicará el régimen jurídico de las cosas.
No parece que para que se proteja convenientemente a los animales sea necesario
convertirlos en sujetos de derechos equiparables a la persona humana. Los seres humanos
tienen esa cualidad inviolable y esencial que llamamos "dignidad", mientras que los objetos,
incluidos los más valiosos y a los que por razones muy entendibles amamos profundamente,
como nuestras mascotas, no dejan de ser cosas, que tienen un valor siempre relativo. Como
afirmara Kant (1724-1804), la persona es un fin en sí misma, de modo que nunca puede ser
tratada sólo como un medio para obtener un fin diverso a ella misma. Las cosas, por muy
valiosas y amadas que sean, no son un fin en sí, por lo que pueden ser medios para el logro
de fines ajenos a ellas. Las primeras tienen "dignidad", mientras las segundas, "precio". La
filosofía cristiana afirma esa esencial dignidad de todo ser humano en su cualidad de haber
sido creados a imagen y semejanza de Dios, es decir, con libertad y responsabilidad.
No quiere decir que las cosas u objetos de derechos, y entre ellas los animales, puedan ser
utilizadas para cualquier fin y que no deban ser protegidas por las leyes para que no se abuse
de ellas. Concretamente, con los animales ha ido creciendo la conciencia de que muchos de
los usos que habitualmente estaban legitimados o tolerados hoy deben ser considerados
inadmisibles. Merece discutirse en serio sobre la participación de animales en ciertos juegos o
deportes, su utilización en espectáculos circenses o en shows acuáticos, su misma puesta en
cautiverio en zoológicos y otro tipo de instalaciones semejantes, su uso en investigaciones
científicas o de ensayos médicos, y su crianza industrializada para fines alimenticios.
Pero la protección que da o pueda brindar la ley a los animales, no puede cambiar su
estatuto jurídico ni transformarlos en sujetos de derechos como los seres humanos. Serán
siempre cosas muebles semovientes, sobre los cuales podrá ejercerse el derecho de
propiedad, si bien ese derecho deberá ejercitarse conforme a las leyes que imponen deberes
de buen trato y prohibiciones de ejercicio abusivo o cruel. Igualmente para procurarles un
buen trato después de fallecido el amo, es perfectamente posible hacerlos beneficiarios de
una fundación o asignar bienes por testamento a una persona, pero con el encargo modal de
cuidar a determinados animales hasta su fallecimiento natural.
Parece claro que si debe elegirse entre el respeto de los derechos fundamentales de las
personas y la preservación de una cosa, por muy valiosa que ésta sea, ha de prevalecer lo
primero. Nadie pensará que si se produce un incendio en un edificio y alguien se ve en la
disyuntiva de salvar a un bebé recién nacido o un cuadro que contiene una pintura reconocida
como obra maestra, podría dejar morir al niño pretextando que su vida es menos importante
para la humanidad que la obra de arte. La persona humana es inconmensurable, y por ello no
resiste un juicio de comparación o ponderación ni con otras personas ni menos con simples
cosas, por valiosísimas o queridas que ellas pueden ser.
b) Sobrevivencia de la personalidad de los difuntos
En el Derecho antiguo se pensaba que, para ciertos efectos, la persona fallecida podría
seguir siendo sujeto de derechos y de responsabilidades. Así, por ejemplo, se aplicaban
castigos o penas incluso después de la muerte, para lo cual se exhumaba el cadáver del
culpable y se le quemaba o se le sometía a otros tratos degradantes.
Desde el ámbito del Derecho Civil, muchas veces el respeto de la voluntad de un difunto en
el testamento, la posibilidad de designar un albacea o de dar instrucciones sobre sus
funerales, se explicaban como una cierta supervivencia de la personalidad del difunto. En
nuestro Código Civil se contempla la posibilidad de que el testador deje alguna asignación a
favor de su alma (art. 1056.4 CC). De manera más general, en Derecho sucesorio se señala la
vigencia del principio de continuidad de la personalidad del difunto, para explicar que los
herederos sucedan al difunto en sus bienes y también en sus deudas. Nuestro Código Civil
dispone, por ejemplo, que los herederos "representan a la persona del testador" (art. 1097.1
CC). Igualmente, en el mismo Código se admite que los herederos de una persona fallecida
ejerzan la acción de revocación por ingratitud de una donación hecha en vida, si la ofensa se
ha ejecutado por el donatario después de su muerte (art. 1430 CC). Hay también
disposiciones semejantes en otros cuerpos jurídicos: por ejemplo, el Reglamento General de
Cementerios dispone que toda persona mayor de edad tiene derecho a disponer por
anticipado acerca del lugar y forma en que habrá de procederse para la inhumación de sus
restos, al producirse su fallecimiento (art. 61, D.S. Nº 357, Salud, de 1970).
Por ejemplo, ya existen avanzados estudios en el Parlamento Europeo en relación con una
regulación de la tecnología robótica, y concretamente la Comisión de Asuntos Jurídicos ha
redactado un proyecto de Resolución del Parlamento Europeo que contiene la sugerencia de
"crear una personalidad jurídica específica para los robots, de modo que al menos los robots
autónomos más complejos puedan ser considerados personas electrónicas con derechos y
obligaciones específicos..." (párr. 31, letra f, informe de 31 de mayo de 2016, 2015/2103
[INL]). No hay sin embargo consenso en este punto, como se verifica del estudio del Policy
Department for Citizens' Rights and Constitutional Affairs del mismo Parlamento Europeo, que
critica fuertemente esta propuesta y la califica de inútil e inapropiada, ya que no es posible
asimilar a una máquina a un ser humano consciente y con posibilidad de actuar de acuerdo a
criterios morales. Si lo que se pretende es que el robot pueda responder por los daños que
causa a terceros, y no hay una persona que pueda responder por él, es mucho mejor solución
la de un seguro obligatorio o un fondo de garantía ("European civil law rules in Robotics",
Study for the Juri Committee, octubre de 2016).
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: BRAVO LIRA, Bernardino. "Del Código carolino al Código Civil chileno: La definición de
persona", en Revista de Estudios Histórico-Jurídicos 13, 1989, pp. 81-83; CORRAL TALCIANI, Hernán. "El
concepto jurídico de persona y su relevancia para la protección del derecho a la vida", en Ius et Praxis, U. de
Talca, año 11, 1 (2005), pp. 37-53; SOTO KLOSS, Eduardo, "El derecho a la vida y la noción de persona en la
Constitución", en RDJ, t.88, sec. Derecho, pp. 55-60; COFRÉ LAGOS, Juan Omar, "Sobre la fundamentación
radical de la naturaleza (humana) y de los derechos humanos", en Revista de Derecho (Universidad Austral
de Chile) 19, 2006, 1, pp. 9-32; MAZEAUD, M. León, "Contratos sobre el cuerpo humano", en RDJ, t. 47,
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Tapia, Mauricio (dirs.), Sesquicentenario del Código Civil de Andrés Bello LexisNexis, Santiago, 2005, t. II,
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65, Derecho, pp. 102-108; ECHEVERRÍA MONTES, Guillermo, "Derechos civiles de la mujer", en RCF, t. IX,
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Derecho de la Persona y de la Familia", en Revista de Derecho y Ciencias Penales (U. San Sebastián), 9,
2007, pp. 79-85; también en CORRAL TALCIANI, Hernán, Derecho Civil y persona humana. Cuestiones
debatidas, LexisNexis, Santiago, 2009, pp. 53-62; "Mujer e igualdad jurídica: el derecho a los ¿mismos?
derechos", en Temas de Derecho, Universidad Gabriela Mistral, vol. IX, Nº 2, 1994, pp. 77-88, ahora
en Derecho Civil y persona humana. Cuestiones debatidas, LexisNexis, Santiago, 2009, pp. 37-51; FIGUEROA
YÁÑEZ, Gonzalo, "Los animales: ¿en trayecto desde el estado de cosa hasta el estado de persona?, en H.
Corral y M. S. Rodríguez (coords.), Estudios de Derecho Civil II, LexisNexis, Santiago, 2007, pp. 67-
88; ALEXY, Robert y GARCÍA FIGUEROA, Alfonso, Star Trek y los derechos humanos, Tirant lo Blanch, Valencia,
2007.
En el inicio de toda persona dos momentos son importantes: la concepción, entendida como
la fecundación del óvulo por parte del espermio y la conformación de una nueva célula
llamada cigoto, y el nacimiento, entendido como la expulsión de la criatura del seno femenino
donde se ha gestado.
La doctrina chilena, siguiendo el pensamiento jurídico europeo del siglo XIX, interpretó los
textos del Código Civil de Bello como si la persona legal sólo existiera después del nacimiento.
Con anterioridad no había persona sino una situación de pendencia de derechos y de
protección de la vida de algo que se denominada "el que está por nacer", traducción
castellana de la expresión del latín medieval "nasciturus". Sin embargo, autores más
modernos tienden a poner en cuestión esta formulación, ya que abandonadas las tesis
patrimonialistas y asumidas las personalistas para comprender el Derecho Civil, no parece
que no pueda reconocerse personalidad al ser humano antes del nacimiento. Es la tesis que
hemos defendido desde hace mucho tiempo y que, de una u otra manera, ha comenzado a
ser asumida por juristas como Hernán Larraín, Alberto Lyon y Gonzalo Figueroa 11.
El art. 55 del Código Civil nos dice que son personas todos los individuos de la especie
humana, cualquiera sea su edad. De este modo, para saber desde cuándo hay persona para
el Derecho Civil chileno tenemos que preguntarnos desde cuándo existe un nuevo individuo
humano, sin importar el grado de desarrollo cronológico que haya alcanzado. Los nuevos
conocimientos de embriología y genética nos ponen de relieve que ese instante es el de la
fertilización del óvulo por parte del espermio: desde que la cabeza del espermatozoide, con
sus 23 cromosomas, penetra en la membrana del ovocito (con sus 23 cromosomas), existe un
nuevo sistema orgánico y autónomo, individual y perteneciente a la especie humana (no es
vegetal ni animal). Aunque no tenga forma o apariencia del individuo adulto, su información
genética contiene todos sus caracteres, incluido su sexo. Es el mismo organismo el que
determina su propio desarrollo y si se dan las condiciones apropiadas y no hay interferencias
externas llegará a nacer y luego a desenvolverse como niño, adulto y anciano. Todos estos
cambios son por tanto accidentales, puesto que en todos ellos existe una unidad de
continuidad: la persona, que es idéntica a sí misma y distinta de cualquier otra, pese a sus
cambios corporales.
Nuestro Código Civil reconoce la personalidad de la criatura humana concebida, si bien, por
razones de certeza jurídica, suspende la consolidación de su capacidad para adquirir
derechos patrimoniales hasta que se produzca el nacimiento.
Debe tenerse en cuenta que el título II del libro I, trata del principio y fin de la existencia de
las personas, y su párrafo 1º lleva por título "Del principio de la existencia de las personas".
Entre estos preceptos hay algunos que se refieren a los derechos patrimoniales, con
contenido económico, y otros que se refieren a la dignidad y derechos de la personalidad,
vida, integridad física, salud. Para efectos didácticos, el codificador distingue entre la
existencia jurídica (o natural) de la persona para aludir a los derechos de la personalidad, y
"existencia legal" para la capacidad de adquirir derechos patrimoniales.
Confirma el inicio de la personalidad desde la concepción el actual texto del art. 181
del Código Civil, que señala que la filiación legalmente determinada se retrotrae a la época de
la concepción del hijo. Por tanto, el concebido es hijo, e incluso puede ser objeto de un
reconocimiento antes del nacimiento (cfr. los arts. 485 y 486 que también llaman hijo al
concebido).
Aunque algunos preceptos del Código llaman al concebido "criatura", por disposición del art.
26, cae en la clasificación de "infante o niño", ya que no ha cumplido siete años. Es claro que
esta expresión no se aplica sólo a los individuos nacidos, puesto que el art. 25 del Código
Civil considera que la palabra niño se aplica "a individuos de la especie humana, sin distinción
de sexo".
Siendo niño debe ser considerado una persona absolutamente incapaz para ejercer sus
derechos, conforme al art. 1447 del Código Civil. Por ello, se le asigna un representante legal,
que de acuerdo con los arts. 43 y 243.2, es el padre o madre que ejerce la patria potestad.
Nótese que esta última norma aclara que "la patria potestad se ejercerá también sobre los
derechos eventuales del hijo que está por nacer", donde se señala claramente que el
concebido es "hijo" (expresión sólo compatible con la categoría de persona). Esta norma no
debe interpretarse restrictivamente en el sentido de que la patria potestad sólo se aplica a los
"derechos eventuales", es decir patrimoniales, del hijo por nacer. Lo que sucede es que la
patria potestad en principio está concebida para administrar los bienes patrimoniales del hijo,
pero la representación legal, por el art. 43 y los arts. 263 y ss., se extienden también a otras
relaciones jurídicas.
A falta de un padre o madre que ejerza la patria potestad, el niño por nacer debe ser
representado, para efectos patrimoniales, por un curador de bienes (arts. 485 y 486 CC). Para
proteger la vida o salud del nasciturus, el art. 75.1 del Código Civil concede acción a cualquier
persona para requerir la intervención del juez. Con todo, el juez podría nombrarle un curador
especial o un curador ad litem (arts. 345 y 494 CC y 19 ley Nº 19.698, de 1999).
Todo lo anterior debe reafirmarse si se lee el Código a la luz de los principios y normas de la
Constitución y de los tratados internacionales de derechos humanos. La Constitución dispone
que las personas nacen con igual dignidad y derechos, de lo que se deducen que son
personas y que tienen esa dignidad y derechos desde antes del nacimiento. Por su parte, la
vida es protegida al concebido desde la concepción (art. 19.1º Const.), norma que especifica
una tutela especial del derecho general a la vida que se asegura a todas "las personas" (art.
19.1º Const.).
El Pacto de San José de Costa Rica dispone expresamente que el derecho a la vida se
protege en general (es decir, para todos), desde la concepción (art. 4.1), y la Convención de
Derechos de Niño señala que se entiende por niño a todo "ser humano" menor de 18 años
(art. 1º), aclarando su preámbulo que se debe proteger, incluso legalmente, al niño tanto antes
como después del nacimiento.
El art. 74 del Código Civil dispone expresamente que "La existencia legal de toda persona
principia al nacer...". La doctrina tradicional, sin advertir que la norma se refiere a una
categoría específica: "existencia legal", ha interpretado incorrectamente este artículo, como si
dijera "la persona principia al nacer", con lo cual se siente obligada a negar la personalidad al
concebido. Al hacerlo se ve en serios problemas para explicar su estatuto jurídico: no sería
persona, pero tampoco cosa, sería una "esperanza" de persona, una persona "en potencia".
Todas estas explicaciones son insatisfactorias, ya que si no es persona, en el sentido actual
que se da a esta palabra (como titular de derechos fundamentales), debe caer en la categoría
de cosa: cosa que puede llegar a ser persona, pero no lo es.
Pero el art. 74 no dice, ni nunca ha dicho, que la existencia de la persona principia al nacer.
Se refiere a la "existencia legal". Es esta noción la que depende no de la concepción sino del
nacimiento. ¿En qué consiste esta "existencia legal"? La respuesta surge claramente al
conectar el art. 74 con el art. 77. Ambas normas se autoimplican, lo que queda de manifiesto
puesto que el art. 77 se remite expresamente a la norma del art. 74.
Pues bien, el art. 77 se refiere a "los derechos que se deferirían a la criatura que está en el
vientre materno si hubiese nacido y viviese". Por oposición al art. 75 que se preocupa de la
vida y demás derechos de la existencia personal del concebido, se concluye que el art. 77 se
refiere únicamente a los derechos de carácter patrimonial. Esto se reafirma por lo dispuesto
en los arts. 243 y 485 del Código Civil.
Por estas razones, la ley prefiere mantener en suspenso esos derechos y sólo consolidarlos
cuando el concebido adquiera "existencia legal", esto, es capacidad patrimonial definitiva, lo
que sucede con el nacimiento.
La ley ha fijado los requisitos para que se tenga por acaecido el nacimiento de la criatura
concebida. Estos requisitos son:
1º) Parto: Es necesario que el niño haya sido expulsado o extraído del vientre materno, por
medio del parto, sea éste vaginal o quirúrgico (cesárea). No se considera nacido el concebido
que muere en el vientre materno (art. 74.2 CC).
2º) Separación completa de la madre: Es menester que el niño haya sido separado
completamente de la mujer que lo alumbró. El art. 74 exige que esta separación sea completa.
De este modo, si el niño es expulsado pero "perece antes de estar completamente separado
de su madre" no adquiere existencia legal.
La doctrina chilena ha discutido sobre el problema del niño que, habiendo sido
completamente expulsado del vientre materno, muere antes de que se corte el cordón
umbilical. Algunos autores estiman que en tal caso no habría separación completa ya que el
niño seguiría unido a su madre a través del cordón. La solución puede ser cuestionada, por
cuanto pone el principio de la capacidad patrimonial en dependencia de una decisión de las
personas que atienden el parto y que pueden decidir no cortar el cordón esperando un
fallecimiento de una criatura que nace enferma. No parece ser esta la intención del codificador
(que incluso suprimió el requisito existente en la legislación castellana de que el niño hubiera
sido bautizado). Además, se ha hecho ver que el cordón umbilical no une al niño con el cuerpo
de la madre, sino con la placenta, órgano que es expulsado después del parto. Por ello, debe
concluirse que hay separación completa desde que todos los miembros corporales del niño
han salido del vientre materno, aun cuando no se haya cortado el cordón umbilical.
3º) Sobrevivencia por un momento siquiera: Nuestro codificador descartó la teoría francesa
de la viabilidad, que sólo concede existencia legal al niño que nace viable (es decir, con
posibilidades de sobrevivir). Adoptó en cambio la teoría de la vitalidad: basta que viva un
momento, aunque esté tan enfermo y tenga tales carencias que es cierto que no sobreviviría
más de unos días u horas después del parto. Por eso, señaló que la criatura que "no haya
sobrevivido a la separación un momento siquiera" (art. 74.2 CC), no comienza a existir
legalmente.
Para subrayar esta consecuencia, el Código utiliza una expresión que ha parecido dura e
irrespetuosa contra la dignidad del niño concebido que no llega a nacer. Señala que si no se
cumplen los requisitos del nacimiento, la criatura "se reputará no haber existido jamás" (art.
74.2 CC), lo que se reitera al señalar que los derechos patrimoniales que se le pudieren haber
deferido mientras se gestaba pasarán a otras personas "como si la criatura no hubiese jamás
existido". La expresión pierde gran parte de su dureza si se entiende, como pensamos es la
lógica del Código, que se está refiriendo no a la existencia real de la persona no nacida, sino
sólo a la "existencia legal", es decir, a la capacidad patrimonial. Lo que se quiere decir es nada
más que el niño cuyo nacimiento se frustra, por medio de una ficción legal, se le tiene como
incapaz para adquirir derechos patrimoniales.
Si surge disputa sobre si la criatura murió después o antes del nacimiento, deberá resolver
el juez, con la prueba que se presente. Quien alegue que la criatura murió antes del
nacimiento, debe acreditarlo. Para ello se utilizarán pericias forenses, y pruebas que
determinen si la criatura alcanzó a respirar después de haber sido separada de la madre.
Tradicionalmente se habla de la "docimasia pulmonar hidrostática", que consiste en extraer los
pulmones del niño y sumergirlos en un contenedor con agua. Su capacidad de flotación revela
presencia de oxígeno y que, por tanto, la criatura alcanzó a respirar, lo que deja de manifiesto
que vivió al menos un momento después de su separación de la madre.
En el caso de partos múltiples, para cada una de las criaturas se aplicarán los requisitos del
nacimiento. Si existiera algún beneficio convencional que estuviera destinado al hijo mayor de
una persona, y nacen varios en el mismo parto, debe ser reputado mayor el que nació
primero. Si no es posible determinar esto, el beneficio debe ser compartido por todos los
nacidos en el mismo parto por partes iguales. Esta solución la propicia la doctrina aplicando
por analogía el precepto del art. 2051 CC referido al censo: "cuando nacieren de un mismo
parto dos o más hijos llamados a suceder [en el censo], sin que pueda saberse la prioridad de
nacimiento, se dividirá entre ellos el censo por partes iguales...".
Esta nueva interpretación se ha visto confrontada por autores que piensan que el
reconocimiento como persona del que está por nacer, mermaría los derechos de la mujer
embarazada para disponer del embrión en gestación por medio del aborto, o para su
manipulación para efectos de técnicas de reproducción asistida. Así, ha resurgido la tesis
tradicional que señala que el que está por nacer es un bien o cosa, de gran valor, por cierto,
pero no una persona como un ser humano ya nacido, y que fue el partido que tomó el voto de
mayoría de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el proyecto de ley de
despenalización del aborto (sentencia de 28 de agosto de 2017, rol N° 3729(3751)-17; cons.
40, 77, 78, 104 y 108), si bien si se examina la prevención del Ministro Hernández, se constata
que hubo en esta materia un empate de cinco votos que consideraron que el embrión no era
persona, contra cinco votos que sí asumieron la dignidad personal del ser humano concebido.
Frente a la definición del art. 55, se ha sostenido que ella sólo se refiere a los individuos de
la especie humana ya nacidos, porque se menciona como cualidad la "edad" que se cuenta
desde el nacimiento. Además, se ha dicho que el artículo continúa con una frase, tras punto
seguido, que clasifica a las personas en chilenos y extranjeros: "Divídense en chilenos y
extranjeros", y la nacionalidad se regula en la Constitución conforme al nacimiento en el
territorio nacional.
Por nuestra parte, pensamos que se trata simplemente de interpretar dos partes que
claramente son diferentes de un mismo precepto. Obviamente, la primera parte es una
definición, mientras la segunda es una de las clasificaciones de las personas que se contienen
en este y en los artículos siguientes: nacionales y extranjeros, domiciliados y transeúntes. Es
claro que una mera clasificación no puede desvirtuar lo que es una definición de un término
legal, máxime si ella pone un especial énfasis en desvirtuar la antigua idea de que la
personalidad viene dada por el estado o posición que se ocupa en la sociedad y la familia:
"cualquiera sea su edad, sexo, estirpe o condición".
En todo caso, no parece lógico partir de la premisa de que debe haber un derecho de la
mujer al aborto, para luego rechazar que el niño en gestación no sea persona. Lo primero y
fundamental es determinar si ese ser humano tiene la dignidad o derechos fundamentales de
las personas, y enseguida, ya con su estatus determinado y fundado, preguntarse si la madre
puede, al menos en algunos casos, interrumpir el embarazo. Lo otro es condicionar
el reconocimiento de persona de un ser humano a los intereses de otros seres humanos que
podrían disponer como cosa o propiedad del primero.
Una metáfora histórica puede ayudar a comprender esto: imaginemos que para evitar la
abolición de la esclavitud de los afroamericanos en Estados Unidos se hubiera dicho que,
como hay propietarios de plantaciones de algodón que tienen interés en mantener su familia
con la explotación de los campos a través del trabajo esclavo, debe estimarse que estos
individuos no son personas sino objetos de propiedad del dueño de la plantación. Fácilmente
se comprenderá que lo primero es determinar si el esclavo es o no un ser humano, y, por
tanto, una persona, y luego habrá que ver qué se hace con las necesidades de los dueños de
plantaciones.
En el Derecho romano se consideraba que el nacido no podía ser reconocido como sujeto
de derechos si carecía de forma humana y se trataba de un ser "monstruoso", pudiendo los
padres darle muerte (D. 50.16.38; D. 50.16.135). La idea de los niños monstruos persistió
hasta casi nuestros días: el Código Civil español establecía hasta hace poco en que fue
reformado (2011) la exigencia de que el nacido presentara "forma humana". Con el avance de
las ciencias y de la cultura, se ha reconocido que los "monstruos" no existen y que todos los
nacidos de mujer son seres humanos, aunque puedan padecer de alguna patología que
determine que su cuerpo se distancie de la forma normal, como sucede con el enanismo, la
anancefalia o microcefalia, la espina bífida, el labio leporino o paladar hendido y otros defectos
anatómicos, más o menos graves.
Entre estos, uno que puede causar problemas jurídicos es el caso del nacimiento de
gemelos, pero que permanecen unidos corporalmente compartiendo uno o más órganos. Se
les denomina "siameses", porque así fueron conocidos los hermanos Chang y Eng Bunker,
que estaban unidos por el esternón y que se hicieron célebres en Estados Unidos
presentándose como curiosidad circense con el nombre de "Siamese Twins", porque habían
nacido en 1811 en el reino de Siam (hoy Tailandia).
Uno de los primeros problemas ético-jurídicos que se presentan en el caso de nacimiento
de siameses es sobre cómo obtener su separación sin causar la muerte o lesión de ambos o
de uno de los dos.
El problema supone admitir que, aunque compartiendo ciertos órganos corporales, los
siameses son individuos de la especie humana y por tanto tienen la condición de personas
con dignidad y derechos fundamentales, entre ellos el derecho a la vida, aun antes de la
separación. En los siameses no hay propiamente un solo cuerpo, sino dos cuerpos unidos y
con algunos órganos compartidos y otros exclusivos de cada uno de ellos. Por eso no es
posible negar la individualidad, incluso corporal, de cada gemelo. Podría decirse que cada uno
de los siameses está en una situación análoga a la de un paciente conectado a un ventilador
mecánico o a otras máquinas de soporte vital. Esta situación de dependencia respecto de
ciertas funciones vitales no hace desaparecer la individualidad corporal del enfermo.
Admitida la personalidad de ambos siameses, no es posible tratar a uno sólo como medio y
no como un fin en sí mismo, de modo que no será lícito disponer de su vida como un medio
para salvar a su gemelo. Distinta sería la respuesta, si la acción no es directamente homicida,
sino más bien terapéutica pero con dos consecuencias, una positiva: la sobrevivencia de uno
de los siameses, y otra negativa: la muerte del otro. En tal caso, podría sostenerse la licitud de
la operación de separación corporal por aplicación del principio del "doble efecto" o voluntario
indirecto, ya que la muerte de uno de los niños sería sólo el efecto colateral y no deseado de
un acto en sí mismo moralmente admisible y que es aceptado por razones proporcionalmente
graves (salvar la vida del otro).
Si se logra la separación no parece haber más problemas jurídicos ya que se tratará de dos
individuos con cuerpos independientes. Más dudas suscitan los siameses que no han sido
separados y, no obstante, han sobrevivido.
En principio, como ya hemos determinado que se trata de dos personas individuales, deben
ser tratados como tales los siameses en todas las materias de Derecho civil aunque se
encuentren unidos físicamente. En este sentido, deberán practicarse dos inscripciones de
nacimiento con nombres diferentes para cada uno y serán considerados para todos los
efectos como personas naturales jurídicamente autónomas y relacionadas por un vínculo de
parentesco (hermanos). Se ha sabido de casos, por cierto muy extraordinarios, en que
siameses han podido contraer matrimonio con terceros y engendrar hijos propios.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: BANDA VERGARA, Alfonso. "Dignidad de la persona y reproducción humana asistida",
en Revista de Derecho U. Austral de Chile, 9, 1998, pp. 7-41; FIGUEROA YÁÑEZ, Gonzalo, Derecho civil de la
persona. Del genoma al nacimiento, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 2001; ZAPATA LARRAÍN, Patricio,
"Persona y embrión humano. Nuevos problemas legales y su solución en el Derecho chileno", en Revista
Chilena de Derecho, 15, 1988, 2-3, pp. 375; CORRAL TALCIANI, Hernán, "El embrión humano: del estatuto
antropológico al estatuto jurídico", en Revista de Derecho (Universidad Católica del Norte), 1997, pp. 47-62,
también en Derecho Civil y persona humana. Cuestiones debatidas, LexisNexis, Santiago, 2009, pp. 63-103;
"La existencia legal de la persona principia al nacer: una nueva lectura para una vieja norma", en Revista de
Ciencias Sociales, Universidad de Valparaíso, 56, 2010, pp. 311-326; "El proyecto de ley de aborto y los
derechos humanos del concebido no nacido", en Anuario de Derecho Público (Universidad Diego Portales),
2016, pp. 23-62; SIERRA, Lucas, "El nasciturus como persona. Lectura incompleta, doctrina distorsionada"
en Puntos de Referencia (Centro de Estudios Públicos) Nº 462, 2017, pp. 1-12.
El derecho a la vida es el más fundamental de los derechos de todas las personas, sobre
todo de las más débiles y vulnerables, como sucede con la persona concebida. No extraña, en
consecuencia, que nuestro Código Civil tempranamente declarara que la ley protege la vida
del que está por nacer (art. 75 CC, lo que en el lenguaje de los textos legales debe entenderse
en imperativo: la ley debe proteger la vida del niño que está por nacer).
Nos parece que esta interpretación es incorrecta no sólo porque vulnera el tenor y contexto
de las disposiciones, sino todo el espíritu personalista de la Carta Constitucional. Además,
conduce al absurdo de que la inclusión especial de la norma sobre el concebido habría tenido
el efecto de desprotegerlo y no de tutelarlo. Más aún si las normas constitucionales se
interpretan a la luz de la Convención Americana de Derechos Humanos que expresamente
reconoce el derecho de todo ser humano a que le sea reconocida su personalidad jurídica
(arts. 1.2 y 3).
El Código Civil, por su parte, establece una acción procesal autónoma. Después de señalar
en su art. 75 que "la ley protege la vida del que está por nacer", dispone que "El juez, en
consecuencia, tomará, a petición de cualquiera persona o de oficio, todas las providencias que
le parezcan convenientes para proteger la existencia del no nacido, siempre que crea que de
algún modo peligra". Se trata de una acción de tutela aun más abierta que la de protección, ya
que se autoriza a cualquier persona a interponerla e incluso que el juez proceda de oficio.
Entendemos que el juez competente es el juez de familia (cfr. art. 8º Nº 7 y 11 LTF). En
protección a la vida del concebido el Código Civil ordena también que "todo castigo de la
madre, por el cual pudiera peligrar la vida o la salud de la criatura que tiene en su seno,
deberá diferirse hasta después del nacimiento" (art. 75.2 CC). El Código Penal dispone que la
pena de muerte (en los casos en los que aún está vigente en Chile) no puede aplicarse a la
mujer que está embarazada hasta que dé a luz (art. 85 CP).
Esta regulación plantea fundamentalmente dos interrogantes: la primera es si por ella debe
entenderse que el nasciturus ya no tiene el estatuto de persona y ha sido reducido a una cosa,
bien o interés protegido pero no con dignidad humana inviolable. La segunda es si la ley ha
consagrado en estos casos un derecho de la mujer a interrumpir su embarazo, es decir, a
abortar, si bien limitado a estas tres causales.
Respecto de lo primero, el voto de mayoría del Tribunal Constitucional da pie para contestar
afirmativamente, ya que se juzga categóricamente que la Constitución sólo otorga protección
a la vida del que está por nacer como un bien o interés valioso, pero no le confiere el estatuto
de persona ni un derecho a la vida propiamente tal (sentencia de 28 de agosto de 2017, rol N°
3729(3751)-17; cons. 40, 77, 78, 104 y 108). Sin embargo, hay que advertir que uno de los
seis ministros que adhirieron al voto de mayoría, el ministro Domingo Hernández, hizo
prevención de que no compartía esa conclusión y estimaba que el concebido no era sólo un
bien o interés, sino un ser humano distinto de la madre y con titularidad de derechos
fundamentales, entre ellos el de la vida. Esta prevención debe unirse, entonces, al voto
disidente de cuatro ministros (Aróstica, Peña, Letelier y Romero) que afirma con variados
argumentos la tesis de la personalidad jurídica del embrión humano. De esta guisa, puede
verse que en este punto hubo un empate de votos de cinco ministros que sostuvieron que
el nasciturus no es persona, y cinco que afirmaron lo contrario y que, por ello, debe
considerarse que en este punto no hubo pronunciamiento del Tribunal Constitucional,
manteniéndose el precedente de la sentencia de 18 de abril de 2008 (rol Nº 740-2007) que
afirmó claramente la personalidad del ser humano concebido y no nacido.
Sobre la segunda cuestión, habrá que decir que la misma ley se plantea como una de
"despenalización" de la conducta abortiva en estos tres supuestos extremos, y no como la
concesión de un derecho para la mujer a abortar a su hijo, que vulneraría el estatuto de
persona que se le reconoce jurídicamente. Un análisis de la sentencia del Tribunal
Constitucional que determina los criterios bajo los cuales se entiende que la ley de aborto en
tres causales es compatible con la Constitución debe llevar a la conclusión de que se le ha
considerado constitucional sólo en la medida en que no se establece un derecho al aborto ni
tampoco una despenalización por atipicidad o exclusión de la antijuridicidad, sino como una
excepción de pena por considerarse que el Estado no puede exigir a la mujer que mantenga el
embarazo en casos tan dramáticos como los referidos (sentencia de 28 de agosto de 2017, rol
N° 3729(3751)-17, cons. 32, 47, 84, 85, 104, 105, 106 y 120). Se trata, en consecuencia, de
una causal de exculpación a la mujer, y una excusa legal absolutoria de los médicos que
practican la interrupción del embarazo (cfr. prevención de Ministro Hernández), que sigue
siendo considerado en abstracto un atentado ilícito contra el derecho a la vida de la persona
por nacer.
Lo que se ha dicho sobre la vida del concebido debe extenderse a su integridad física y
psíquica, aun cuando no se pusiera en peligro su vida. El art. 19 Nº 1 lo incluye como titular de
este derecho en el inciso primero ya que se reconoce para toda persona.
Por ello procede la acción constitucional de protección (art. 20 Const.) para defender este
derecho respecto del nasciturus. También la acción de tutela específica del Código Civil, dado
que el art. 75 inc. 1º encomienda al juez proteger "la existencia" del no nacido, siempre que
crea que de algún modo peligra. En la existencia se entiende incluida la vida pero también la
salud o integridad corporal y síquica del ser humano. Lo anterior se ratifica por lo que dispone
el inc. 2º del mismo precepto, al establecer que debe deferirse hasta después del nacimiento
todo castigo de la madre "por el cual pudiera peligrar [...] la salud de la criatura que tiene en su
seno" (art. 75.2 CC).
La Ley de Genoma Humano, ley 20.120, de 2006, aunque destinada a la tutela de los
derechos de las personas frente a los riesgos de los abusos de la manipulación genética y
biomédica, parte con una declaración general que comprende también la vida y la integridad
corporal del nasciturus: "Esta ley tiene por finalidad proteger la vida de los seres humanos,
desde el momento de la concepción, su integridad física y psíquica, así como su diversidad e
identidad genética, en relación con la investigación científica biomédica y sus aplicaciones
clínicas" (art. 1º). Si bien no se emplea la expresión personas, sino la de seres humanos, es
obvio que se refiere a la personalidad y derechos de toda persona natural, es decir, los
individuos de la especie humana.
Para permitir la indagación del genoma del concebido o para ser sometido a investigaciones
científicas, se deberá contar con el consentimiento informado de su representante legal (arts.
9º y 11). Pero ni aun con ese consentimiento se permite el procedimiento si "hay antecedentes
que permitan suponer que existe un riesgo de destrucción, muerte o lesión corporal grave y
duradera para un ser humano" (art. 10.2).
La ley protege la maternidad y con esto existe una tutela indirecta del bienestar del niño que
está en gestación. Así, se protege la maternidad en el trabajo mediante las instituciones del
descanso maternal (arts. 195-197 CT), subsidio maternal (art. 198 CT), fuero durante el
embarazo y hasta un año después de expirado el descanso maternal (art. 201 CT) y derecho
de traslado a funciones que no sean perjudiciales para la salud de la mujer embarazada (art.
202 CT).
Para evitar discriminaciones injustas se dispone que ningún empleador puede condicionar la
contratación, permanencia, renovación o promoción o movilidad de un empleo a la ausencia o
existencia de embarazo, y exigir certificados con tales fines (art. 194 inc. final CT).
Con estas medidas se intenta cumplir los imperativos que la Convención sobre la
Eliminación de Todas las Formas de Discriminación de la Mujer formula a los Estados Partes.
El art. 11, 1, letra f) y 2, letras a) a d) se refiere a las previsiones laborales, y el art. 12, al
deber de garantizar a la mujer servicios apropiados en relación con el embarazo, el parto y el
período posterior al parto, proporcionando servicios gratuitos cuando fuere necesario,
asegurando una nutrición adecuada durante el embarazo y la lactancia.
La obtención en 1978 del primer nacimiento de una niña que fuera concebida por medio de
una fertilización ocurrida in vitro, es decir, fuera del seno materno, ha producido el surgimiento
de toda una tecnología biomédica que, con diferentes fines: superar la infertilidad, permitir la
procreación a mujeres solas, parejas homosexuales, o mujeres que no desean sufrir la carga
del embarazo, investigar, utilizar tejidos y líneas celulares extraídas del concebido, manipulan
embriones humanos en distintas fases de su desarrollo
Para legitimar algunas de estas prácticas se han defendido distinciones según la etapa
cronológica de existencia del concebido y se han acuñado términos capciosos que intentan
insinuar que no se está todavía ante un ser humano: células en estado de pronúcleo (que
sería el cigoto antes del apareamiento de los cromosomas y la primera división gemelar);
embrión preimplantatorio (para el concebido que aún no se ha implantado en el útero),
preembrión (para el concebido de menos de 14 días), etc. Por nuestra parte, utilizamos la
expresión embrión humano para designar a la criatura que pertenece a la especie humana
desde que tiene carácter como tal, es decir, desde que el espermio fecunda al óvulo, por
medio de la penetración de su cabeza en la membrana del ovocito. Lo demás son cambios
meramente accidentales (de lugar, de desarrollo corporal, de organización, pero no hay un
cambio cualitativo: no se pasa de un estado vegetal o animal a uno humano, como creía
Aristóteles y, después siguiéndole y sin manejar los conocimientos de genética y embriología,
Tomás de Aquino). En realidad, la misma fecundación in vitro demuestra que una vez
producida la fecundación, el huevo fecundado es ya un ser que se organiza por sí mismo, sin
que sea el cuerpo de la madre el que lo dirija o controle.
Si eso es así, el embrión es persona humana y merece que se le trate con la dignidad de
tal. Aplicando la regla kantiana se puede decir que no puede tratarse al embrión sólo como un
medio, por muy importante y valioso que sea el fin al cual se lo pretende sacrificar: el deseo
de los padres de tener un hijo, el desarrollo de la ciencia, la obtención de líneas celulares
necesarias para desarrollar órganos que no produzcan rechazo al ser trasplantados. Así,
como ninguno de estos fines permitiría que se destruyera o maltratara a niños ya nacidos,
tampoco cabe hacerlo con embriones, por el solo hecho de que apenas se ven o todavía no
tienen la apariencia de un individuo humano adulto.
No puede considerarse lícita tampoco la extracción de células o tejidos del embrión humano
que le provoquen la muerte o una lesión a la integridad corporal o genética. La clonación en
todas sus formas se encuentra prohibida. No se permite tampoco la llamada clonación
terapéutica, que consiste en construir cigotos mediante la previa extirpación del núcleo de un
óvulo para trasplantarle un núcleo de una célula somática de un individuo adulto, de modo
que, estimulada esta célula, se reprograme e inicie un desarrollo embrionario, y se puedan
así, previa destrucción de la criatura resultante, extraer líneas celulares (células madres o
troncales) totipotenciales que pueden después diferenciarse en tejidos u órganos, que
presentan el mismo genotipo que el individuo del cual se extrajo el núcleo (con lo cual se
obtendrían órganos para trasplantes que superarían el problema de la incompatibilidad).
Nuevamente, un fin valioso y útil, se logra a través de avasallar los derechos y la dignidad de
criaturas diminutas, que además han sido producidas ("fabricadas") para ser destruidas.
Nuestra ley Nº 20.120, de 2006, prohíbe absolutamente la clonación en seres humanos,
cualquiera sea su finalidad y la técnica utilizada (art. 5º). Dispone, además, que el cultivo de
tejidos y órganos sólo procederá con fines de diagnósticos terapéuticos o de investigación
científica, pero precisa que "En ningún caso, podrán destruirse embriones humanos para
obtener las células troncales que dan origen a dichos tejidos y órganos" (art. 6º). Por lo
demás, la investigación científica ha comprobado que es posible obtener células madres o
troncales sin destruir embriones, utilizando células adultas.
Tampoco puede justificarse una técnica de reproducción asistida si implica la destrucción
deliberada o previamente aceptada como un elemento necesario de dicho procedimiento. Es
lo que suele suceder con la fecundación in vitro con transferencia de embriones. La práctica
común es maximizar el rendimiento de la técnica (cuyos resultados son aún muy bajos)
mediante la obtención de varios óvulos y su fecundación simultánea con esperma del varón.
Surgen así varios embriones, y el equipo médico debe decidir si implantará aquellos
embriones que, sometidos a un examen genético, presentan alguna anomalía o defecto. El
control eugenésico aquí es inevitable. Ya por esto esta técnica podría ser considerada ilícita:
la ley Nº 20.120, de 2006, prohíbe toda discriminación arbitraria en razón del patrimonio
genético (art. 4º). La siguiente decisión es qué número de embriones implantará y qué hará
con los restantes. Una solución es implantar la mayor cantidad posible para tener más
opciones de que alguno se implante. El riesgo es que haya una implantación masiva que
ponga en riesgo la salud de la madre. En algunas partes, se señala que en este caso podría
acudirse a la "reducción selectiva de embriones", es decir, a la eliminación de los embriones
que se estiman sobrantes mediante técnicas abortivas. Sin duda esta solución es contraria al
derecho a la vida del embrión concebido. Para evitar esta alternativa, los equipos médicos
resuelven simplemente no implantar todos los embriones, sino sólo tres o cuatro. La pregunta
entonces es qué hacer con los "sobrantes". A veces simplemente se desechan, lo que
nuevamente es un atentado a la vida del ser humano concebido. En otras ocasiones, se les
somete a un procedimiento llamado criopreservación en frío (se les congela en pequeños
contenedores de nitrógeno líquido a menos 196 grados Celsius). Esta última alternativa tiene
la ventaja, para los que practican estas técnicas, que si la primera implantación no resulta, se
puede repetir el procedimiento más fácilmente recurriendo a los embriones congelados y
asumiendo que algunos se perderán en el proceso de descongelamiento. Pero surge el
problema de qué sucede si la pareja logra el hijo y quedan embriones depositados en frío. Se
señala entonces que la alternativa es la "donación" del embrión para que otra pareja lo asuma
como hijo. Y si esto no resulta, y los padres no lo reclaman, deberán ser desechados en un
tiempo que fijan las leyes o las mismas clínicas que operan este tipo de tratamientos.
Debe decirse, en todo caso, que no es sencillo buscar una solución razonable para el caso
de embriones que ya han sido puestos en proceso de congelamiento. El ofrecerlos en
adopción, que puede parecer una solución más humanitaria para las víctimas, tampoco
resuelve todos los problemas y puede producir un incentivo a seguir congelando embriones
con la confianza de que después otros se harán cargo de ellos. La solución más clara es la de
prohibir absolutamente el congelamiento de embriones, así como su desecho o puesta en
peligro a través de las técnicas de reproducción asistida.
a) Estado civil
El niño concebido cuenta desde ya con un estado civil: el de hijo. Puede tratarse de un
estado civil de hijo respecto de una persona cuya filiación está determinada (art. 33 CC) o de
hijo de filiación no determinada respecto de padre, madre o ambos (art. 37 CC). Si bien este
estado civil no puede probarse con las partidas o inscripciones del Registro Civil, ya que no se
admite la inscripción antes del nacimiento, es posible acudir a la prueba supletoria del art.
309.2 del Código Civil y probarse por instrumentos auténticos que sirvan para determinarla
(reconocimiento) o por sentencia judicial en juicio de filiación.
El niño concebido puede tener filiación determinada respecto de la madre o del padre
mediante un acto de reconocimiento otorgado conforme al art. 187 del Código Civil.
Entendemos también, aunque la ley no lo dice, que la maternidad queda determinada por el
solo hecho de la gestación del niño, si son identificables (por analogía con el art. 183 del
Código). Si esto es así, y la mujer que gesta es casada, la paternidad queda atribuida al
marido aun antes del nacimiento por la presunción dispuesta en el art. 184 del Código Civil
que se aplica a todos los concebidos y nacidos durante el matrimonio.
Los hijos concebidos tienen derechos respecto de sus padres. Por de pronto, rige la regla
general del art. 222 que dispone que "la preocupación fundamental de los padres es el interés
superior del hijo, para lo cual procurarán su mayor realización espiritual y material posible".
Tienen derecho al cuidado personal ambos padres, aunque por las circunstancias biológicas,
haya una dependencia y conexión directa con el cuerpo de la madre. Con todo, parece posible
aplicar al padre, al menos analógicamente, el art. 229 del Código Civil que establece que si no
tiene el cuidado personal del hijo está facultado y tiene el deber de mantener con él una
relación directa y regular.
Los gastos del embarazo y de posibles tratamientos médicos a favor del nasciturus o de la
madre, serán de cargo de sus padres, en conformidad con los arts. 230 y ss. del Código Civil.
Finalmente, el niño tiene derecho a no ser maltratado por sus padres, conforme al art. 234 del
mismo Código.
c) Patria potestad y representación legal
La patria potestad se ejerce también sobre el concebido que tiene padres determinados. El
art. 243 del Código Civil dispone expresamente que "La patria potestad se ejercerá sobre los
derechos eventuales del hijo que está por nacer". Si bien, la patria potestad, en nuestro
sistema, dice relación fundamental con los bienes del hijo, y por tanto corresponde tratarla
junto con los derechos patrimoniales, es menester constatar que se extiende a la
representación legal de los hijos, incluso para efectos no patrimoniales.
Así queda de manifiesto por lo dispuesto en el art. 43 del Código Civil que dice que son
representantes legales de una persona el padre o la madre, y además por lo señalado en los
arts. 264 a 266 que determinan que el hijo debe ser representado o autorizado por el padre o
madre que ejerce la patria potestad en todo tipo de litigios, patrimoniales o no patrimoniales.
d) Adopción
e) Alimentos
El niño concebido tiene derecho a alimentos legales, ya que de conformidad al art. 321 el
ascendiente debe alimentos a los descendientes, y el hijo por nacer lo es.
La ley Nº 14.908, sobre abandono de familia y pago de pensiones alimenticias, dispone que
la madre, cualquiera sea su edad, puede solicitar alimentos para el hijo ya nacido o que está
por nacer (art. 1.4). La acción se tramitará ante los tribunales de familia y supondrá la
determinación de la paternidad.
La tradición del Derecho Civil se preocupó fundamentalmente del problema de los derechos
patrimoniales de la criatura que estaba por nacer. La protección de la vida era objeto de
previsiones penales que castigaban el aborto procurado, aunque sin cuestionarse si la criatura
en gestación era o no persona (expresión que tampoco se utilizaba como lo hacemos hoy).
Los romanos fueron los primeros que se plantearon el problema de qué sucedía con los
derechos que se deferían o entregaban a una criatura que estaba en el vientre materno. La
cuestión más delicada se planteaba en el caso de los hijos póstumos y su consideración o no
como herederos del padre fallecido antes del nacimiento. Haciendo uso de su método
casuístico, los juristas romanos, sin formular una teoría general, solucionaban estos
problemas típicos considerando para esos efectos que el niño ya había nacido a la época en
que se le conferían los derechos, siempre que el nacimiento hubiere tenido lugar.
De estos pasajes, los glosadores construyeron una regla general que pasó al Derecho
común con el aforismo: "nasciturus pro iam nato habetur si de eius comodo agitur", es decir,
que al que está por nacer se le considera ya nacido para todo aquello que le sea conveniente
("cómodo"), siempre bajo el supuesto de que el niño llegue a nacer.
De uno u otro modo, esta regla ha sido recepcionada por las legislaciones civiles modernas,
que siguen tutelando los derechos patrimoniales que se defieren a la criatura concebida
mientras está en el vientre materno, con diversas formulaciones.
El Código Civil chileno recepciona también la regla "nasciturus pro iam nato" de un modo
general en el art. 77 del Código Civil. La norma dispone que "los derechos que se deferirían a
la criatura que está en el vientre materno, si hubiese nacido y viviese, estarán suspensos
hasta que el nacimiento se efectúe. Y si el nacimiento constituye un principio de existencia
[legal], entrará el recién nacido en el goce de dichos derechos, como si hubiese existido
[legalmente] al tiempo en que se defirieron. En el caso del art. 74.2, pasarán estos derechos a
otras personas, como si la criatura no hubiese jamás existido [legalmente]".
Hemos colocado entre corchetes la expresión legal, porque muchas veces se olvida que
este precepto está directamente relacionado con el art. 74 que se refiere no a la existencia
natural o jurídica de la persona del concebido, sino a lo que el codificador llama "existencia
legal" y que, como hemos, visto, se refiere sólo a la capacidad para adquirir derechos
patrimoniales.
La presunción está en el art. 76 del Código Civil y parte del hecho conocido del nacimiento:
"De la época del nacimiento se colige la de la concepción según la regla siguiente: Se
presume de derecho que la concepción ha precedido al nacimiento no menos que ciento
ochenta días cabales, y no más que trescientos días, contados hacia atrás, desde la
medianoche en que principie el día del nacimiento".
Para aplicar la presunción es necesario que la criatura haya nacido y que se sepa el día del
nacimiento. Lógicamente, la concepción ha debido ser anterior al nacimiento, por eso los
plazos legales se cuentan "hacia atrás". El momento de inicio del cómputo es "la medianoche
en que principie el día del nacimiento", por tanto no es la medianoche del día del nacimiento,
sino la del anterior. Así, si el nacimiento se produjo a las 10:30 horas del día 20 de
septiembre, los plazos se contarán desde las 24 horas del día 19 de septiembre (esta es la
medianoche en la que principió o comenzó el día en que se produjo el nacimiento).
Los días son cabales, es decir, completos (de 24 horas), y tienen una extensión mínima: no
menos de 180 días (aproximadamente 6 meses) ni más de 300 días (más o menos 10
meses), que delimitan la duración más breve y más extensa de una gestación.
Entre esos 180 y 300 días, hay 120 días en los cuales pudo producirse la concepción. Esta
es la época de la concepción que la ley fija como presunción de derecho. No puede probarse
que el niño no había sido concebido en cualquiera de los días que componen ese período.
Por ello, si los derechos se defieren en cualquiera de esos días se entiende que han sido
deferidos a una criatura ya concebida, de modo que si llega a nacer se reputará haberlos
adquirido en ese mismo día.
Son múltiples los bienes o derechos patrimoniales que pueden ser deferidos a la criatura
concebida. Los más notorios son los derechos hereditarios. En efecto, el hijo concebido es
considerado heredero intestado de su padre o de su madre (si es posible que esta muera sin
que ello cause la muerte del niño que gesta: casos de fecundación in vitro o de muerte
encefálica); también es considerado legitimario o heredero forzoso o asignatario de cuarta de
mejoras no sólo respecto de sus padres sino de sus abuelos. Además, es también capaz de
recibir asignaciones hereditarias o legados por medio de una sucesión testada. El art. 962
del Código Civil señala que para ser capaz de suceder, en todas estas modalidades, "es
necesario existir al tiempo de abrirse la sucesión". Se habla de la existencia natural, aunque la
adquisición hereditaria sólo se consolidará si el concebido llega a existir legalmente, es decir,
si nace (art. 77 CC).
También el concebido puede recibir una donación: el art. 1390 del Código Civil que dispone
que no puede hacerse una donación entre vivos a persona que no existe al momento de la
donación, no se aplica porque el concebido ya tiene existencia. La adquisición de la cosa
donada se confirmará una vez que el concebido nazca y con ello tenga la "existencia legal".
Si se le causa un daño, por ejemplo por una mala praxis médica durante la gestación, tiene
derecho a pedir la reparación en su equivalente económico, conforme a las reglas de los
delitos y cuasidelitos civiles (arts. 2314 y ss. CC).
El art. 77 del Código Civil dispone que los derechos que se deferirían a la criatura si hubiese
ya nacido, "estarán suspensos" hasta que el nacimiento se efectúe. La expresión es didáctica,
pero no es fácilmente justificable desde el punto de vista dogmático: ¿qué significa que estén
"suspensos"? En el tráfico jurídico los bienes y los derechos no pueden congelarse, producen
frutos, intereses, implican gravámenes, cargas. Por lo tanto requieren que alguien los
administre, y que esa administración sea en beneficio de otro.
Si el hijo por nacer tiene padre o madre que ejerce la patria potestad, el Código señala
expresamente que los encargados de administrar estos bienes patrimoniales son los titulares
de la patria potestad, que lógicamente lo harán en beneficio del hijo (art. 243.2 CC).
A falta de padre o madre que ejerza la patria potestad, deberá nombrarse a la criatura, un
curador de bienes (arts. 343 y 485 y ss.).
Consideramos que estos representantes administran los derechos del nasciturus a nombre
y en beneficio de éste. Por lo que no puede decirse que el concebido no ha adquirido dichos
derechos y que se trate de "derechos sin sujeto" (categoría muy poco entendible).
La expresión "suspensos" quiere dar a entender que la adquisición es provisoria y que está
sujeta a una extinción para el caso de que el niño no llegue a nacer. Los administradores
deben tener en cuenta esta circunstancia y, por tanto, se limitarán a realizar actos de mera
administración (cfr art. 488 a 490 CC).
En suma, por razones de certeza jurídica, la ley opta por fingir que el concebido no ha
podido nunca adquirir derechos patrimoniales, si es que no llega a nacer.
¿Qué sucede entonces con los derechos que se le han deferido? O bien se extinguen o no
pueden ser eficaces al no haber tenido titular para su adquisición o, en caso de que existan
beneficiarios que están llamados a adquirirlos a falta del concebido, los derechos pasarán a
estas personas. Es lo que dice el art. 77 en su parte final: "en el caso del art. 74, inciso 2º,
[cuando el niño no llega a nacer], pasarán estos derechos a otras personas...". El caso más
típico es el de los derechos hereditarios: si el hijo póstumo no llega a nacer no habrá adquirido
la herencia de su padre muerto, y su porción pasará a sus hermanos, y a falta de ellos, a la
cónyuge de su padre, etc. También en la sucesión testada puede haberse dejado un legado al
hijo que está esperando María, y a falta de éste, al hijo que ya tiene Carlos. Si el hijo de María
no llega a nacer, el legado pasa al hijo de Carlos.
Por ejemplo, si se trata de la herencia del padre, el póstumo una vez nacido es considerado
heredero y se estima que adquirió la herencia no desde la fecha en que nació sino desde que
el padre murió mientras estaba él en gestación. Lo dispone expresamente el art. 77: "Y si el
nacimiento constituye un principio de existencia [legal], entrará el recién nacido en el goce de
dichos derechos, como si hubiese existido [legalmente] al tiempo en que se defirieron". Aquí
tiene plena aplicación la regla nasciturus pro iam nato habetur si de eius comodo agitur, ya
que se considera que el concebido ya estaba nacido a la fecha en que se le entregaron los
derechos patrimoniales. Es el efecto propio de la condición resolutoria fallida: el derecho se
consolida y se le tiene por adquirido desde que se produjo el hecho idóneo para ello.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: FERNÁNDEZ SESSAREGO, Carlos, "Tratamiento jurídico del concebido", en RDJ, t. 84,
Derecho, pp. 29-50; SOTO KLOSS, Eduardo, "El derecho a la vida y la noción de persona en la Constitución",
en RDJ, t. 88, Derecho, pp.55-60; TRABUCCHI, Alberto, "El hijo, nacido o por nacer, inaestimabilis res, y no solo
res extra comercium", en RDJ, t. 90, Derecho, pp. 29-37, HENRÍQUEZ HERRERA, Ian, La regla de la ventaja
para el concebido en el Derecho Civil chileno, Thomson Reuters, Santiago, 2011; CORRAL TALCIANI, Hernán,
"Comienzo de la existencia y personalidad del que está por nacer", en Revista de Derecho, (P. Universidad
Católica de Valparaíso), XIII (1989-1990), pp. 33-50; "La existencia legal de la persona principia al nacer: una
nueva lectura para una vieja norma", en Revista de Ciencias Sociales, Universidad de Valparaíso, 56, 2010,
pp. 311-326; "El proyecto de ley de aborto y los derechos humanos del concebido no nacido", en Anuario de
Derecho Público (Universidad Diego Portales), 2016, pp. 23-62; PAUL DÍAZ, Álvaro, "Estatus del no nacido en
la convención americana: un ejercicio de interpretación", en Ius et Praxis 18, 2012, 1, pp. 61-112.
¿Pero qué es la muerte del ser humano? Se puede responder esta pregunta de un modo
circular diciendo que es la privación de la vida, pero el problema se mantiene ya que implica
definir qué es la vida personalizada. Parece claro que la muerte de la persona no se identifica
con la muerte de órganos o células que conforman su cuerpo (estas pueden morir y la
persona seguir existiendo; o al revés, la persona puede estar muerta y algunas de sus células
seguir por un tiempo viviendo: se sostiene que a los cadáveres les crecen las uñas, el cabello,
etc.). Desde un punto de vista antropológico, se ha dicho que la muerte sobreviene cuando se
produce una separación entre el elemento animante (alma, de ánima) y la materia corporal
que resultaba organizada por dicho elemento. El cadáver, a los pocos segundos después de
la muerte, puede tener todos los órganos y tejidos que materialmente conformaban la
persona, pero han dejado de responder a un principio vital unificador, que les permitía
reconocerse a sí mismo como un todo organizado, único y distinto de otros individuos.
El problema es que como ese principio animante (el alma) no es material, sino espiritual, no
resulta posible examinar directamente cuándo se ha producido la separación. Sólo podemos
conocerla por las consecuencias que se producen en el cuerpo, como la desorganización,
desintegración o corrupción. Pero estos procesos tardan en producirse y se necesita tener una
seguridad de la muerte con más prontitud. En definitiva, es la ciencia médica, sobre la base de
los presupuestos antropológicos, la que nos puede indicar qué signos o pruebas pueden
estimarse como muestras seguras de que la muerte ha sobrevenido.
La medicina por largo tiempo ha estimado que un signo que permite diagnosticar el
acaecimiento de la muerte es la paralización irreversible de las funciones cardiaco-
respiratorias. Si el ser humano ha dejado de respirar y su corazón ha dejado de latir, es
prueba suficiente de que la muerte se ha producido (no es que eso sea la muerte, sino que es
la manifestación corporal de que la persona ha dejado de ser tal, y se está en presencia de un
cadáver).
La muerte, como todo hecho jurídico, para que despliegue su eficacia no sólo es necesario
que ocurra sino que se pruebe su acaecimiento. Debe, pues, distinguirse el hecho mismo y la
forma en que el Derecho permite que se tenga por probado.
Como la muerte es un elemento que influye en el estado civil de las personas (el muerto
deja de tenerlo y produce la viudez de su cónyuge) y tiene mucha influencia en las relaciones
jurídicas, los sistemas civiles construyen una prueba de ella que pueda funcionar de manera
general en el tráfico, y sin que haya que demostrar la defunción respecto de cualquier efecto
jurídico en el que pueda tener impacto.
Esta prueba preconstituida y general se produce mediante la inscripción del hecho en las
partidas de un registro público: el Registro Civil. Una vez ingresada la defunción al registro,
bastará la copia de la partida o un certificado que sobre su base otorgue el Oficial del Registro
Civil para acreditar, en el tráfico, la muerte de la persona. Incluso ella puede servir de prueba
judicial en un proceso en el que se necesite comprobar el fallecimiento (gestión de petición de
posesión efectiva de la herencia, pleito por un seguro de vida, acción de petición de herencia).
Pero, a su vez, para que pueda ingresar al registro la ley establece las formas en las que se
entenderá que la muerte ha sido suficientemente probada. Esta prueba normalmente no tiene
muchas dificultades ya que es manifiesta su ocurrencia por el cese de las funciones
cardiorrespiratorias, para lo cual basta un examen del cuerpo. Por eso, la prueba ordinaria de
la muerte requerirá un certificado de un médico o, a falta de éste, la declaración de dos
testigos, como luego veremos.
En ciertos casos, la ley establece una manera de probar la muerte con formas distintas a la
ordinaria. Es lo que sucede cuando no es posible examinar el cadáver, pero hay certeza, a lo
menos moral, de que la persona ha fallecido o, cuando para poder extraer órganos para
trasplante, es necesario anticipar el diagnóstico de la defunción mediante la observación del
cese total e irreversible de las funciones encefálicas. La primera corresponde a la regulación
incorporada en el Código Civil en los arts. 95 a 97 por la ley Nº 20.577, de 2012, y que lleva
por nombre "comprobación judicial de la muerte". La segunda está regulada en la ley
Nº 19.451, de 1996, sobre donación de órganos con fines de trasplante.
Nos parece incorrecto plantear estas instituciones, sobre todo como se hace con la muerte
presunta por desaparición, como formas alternativas de muerte o de extinción de la
personalidad. Nos oponemos a la enseñanza tradicional que sostiene que existen dos causas
de extinción de la personalidad: la muerte natural y la muerte presunta (excluida la muerte civil
que fue derogada). La personalidad no puede extinguirse sino por la muerte natural. La
presunción de muerte, como la regla de la comoriencia, no pueden como tales constituirse en
causas de extinción "legal" de la persona. Si lo fueran serían inconstitucionales.
No es así. Las dos figuras aludidas no se equiparan en sus efectos a la muerte natural, que
puede o no haberse producido, sino que operan en el plano de la prueba de la muerte. Son
equivalentes funcionales de esta prueba. Y así como la prueba de la defunción puede fallar
por errores en la inscripción de defunción (y la personalidad del afectado no puede haberse
extinguido), lo mismo puede acaecer en la presunción de muerte por desaparecimiento.
1. Prueba ordinaria
La ley establece la necesidad de que dicha muerte acceda al Registro Civil por medio de la
práctica de una inscripción en el Registro de Defunciones, de manera que luego baste
presentar copia o un certificado extraído de la información registral para acreditar la defunción
en el tráfico jurídico o judicialmente. El art. 305.3 del Código Civil dispone que la muerte puede
acreditarse o probarse por las respectivas partidas de muerte.
a) Antecedentes
En la prueba ordinaria, la ley supone que tanto el médico como los testigos han
comprobado la muerte por el examen del cadáver. Pero, ¿qué sucede si el cadáver ha
desaparecido, pero la muerte se puede probar con certeza, a lo menos moral? Un caso
clarísimo sucedió cuando se produjo la explosión del trasbordador espacial Challenger ante
los ojos horrorizados de millones de personas que veían el despegue por televisión (1986).
Nadie dudó de la triste muerte de sus tripulantes, aunque era imposible examinar sus
cadáveres, que se desintegraron y no pudieron ser identificados.
Pero con las desapariciones producidas por el terremoto y tsunami de 2010, a lo que se
unió la caída de un avión, en septiembre de 2011, que llevaba ayuda a los habitantes de la
isla Juan Fernández y que capotó con personas muy conocidas, cuyos restos morales no
siempre pudieron ser recobrados, se aprobó la ley Nº 20.577, de 2012. Esta ley, junto con
abreviar algunos plazos de la regulación de la muerte presunta, introdujo en los arts. 95 a 97
del Código Civil una institución que denominó "comprobación judicial de la muerte", con lo que
se ha venido a colmar la laguna que presentaba nuestro ordenamiento civil respecto de los
casos de muerte cierta, pero con desaparición o no identificación del cadáver.
b) Concepto
Conforme con lo que dispone el nuevo texto del art. 95 del Código Civil, puede señalarse
que la comprobación judicial de la muerte es una forma extraordinaria de probar la muerte de
una persona, mediante sentencia judicial, cuando se ha producido la desaparición de aquélla
en circunstancias tales que la muerte pueda ser tenida como cierta, a pesar de que el cadáver
no ha sido hallado o no es posible su identificación.
La exigencia de que se forme un juicio de certeza sobre la muerte, diferencia esta institución
de la declaración de presunción de muerte, puesto que en ésta no existe dicha certeza, sino
más bien incertidumbre sobre si la persona está viva o ha fallecido, aunque existen
probabilidades de que pueda estar muerta al no retornar dentro de ciertos plazos que la
misma ley señala. La presunción de muerte es una institución que no pretende probar
directamente la muerte, sino más bien servir de sustituto a la prueba ordinaria, por razones de
seguridad jurídica y de oportunidad.
c) Requisitos
Los requisitos para que proceda esta comprobación judicial de la muerte pueden
sintetizarse como sigue:
1º) Desaparición de una persona: Se habla aquí de "la desaparición de una persona" (art.
95 CC), con lo que se moderniza el término que usan los artículos originales del Código al
tratar de la muerte presunta: desaparecimiento. El cambio no tiene mayor relevancia, porque
en ambos casos estamos ante el supuesto de que una persona ha dejado de estar en
comunicación con los suyos y hay incertidumbre sobre su vida o muerte.
3º) Certeza de la muerte: La muerte de la persona "ha de ser tenida por cierta" (art. 95 CC).
La expresión legal sugiere que no se trata de la creencia subjetiva y personal del juez, sino de
una constatación objetiva, fundada en antecedentes categóricos, y que el juzgador debe
ponderar razonadamente. Se trata, sin embargo, no de una certeza absoluta o física, sino de
una certeza moral, a la que puede arribarse con el criterio probatorio de la convicción más allá
de toda duda razonable que se emplea en nuestro procedimiento penal para declarar la
culpabilidad (art. 340 CPP).
Aunque nada se haya dicho, parece claro que no estamos ante un proceso contencioso, ya
que sólo hay un solicitante y no un demandado. Por ello, habrá que aplicar las reglas comunes
de los actos voluntarios previstas en los arts. 817 a 828 del Código de Procedimiento Civil.
e) Efectos
El art. 95 del Código Civil contiene una calificación de los efectos que merece ser
destacada: habla de que se podrá tener por comprobada la muerte "para efectos civiles". Por
la historia del establecimiento de la ley, hemos de entender que la expresión alude a todos los
efectos jurídicos con exclusión de los penales y sobre todo al temor de que por este medio se
pudiera impedir la investigación sobre los casos de desapariciones forzadas. Así lo manifiesta
el art. 3º de la ley Nº 20.577, de 2012, que dispone que no podrá tenerse por comprobada la
muerte de una persona mediante este procedimiento "en los casos regulados por la ley
Nº 20.377, sobre declaración de ausencia por desaparición forzada de personas". Según el
art. 1º de esta ley se considera desaparición forzada "el arresto, la detención, el secuestro o
cualquiera otra forma de privación de libertad que sea obra de agentes del Estado o por
personas o grupos de personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del
Estado, seguida de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o del ocultamiento de la
suerte o el paradero de la persona desaparecida, ocurrida entre el 11 de septiembre de 1973 y
el 10 de marzo de 1990".
Nos parece que la aprensión no era justificada, ya que en estos casos no hay certeza de la
muerte derivada de las circunstancias de la desaparición y, por el contrario, éstas sugieren
que estas personas fueron privadas de libertad, pero no asesinadas en ese mismo momento.
Con ello, no podría aplicarse el procedimiento de la comprobación judicial de la muerte, ni aun
cuando la ley nada hubiera dicho al respecto.
f) Revocación
Esta forma de acreditar la muerte de la persona surgió como una respuesta médica al
descubrimiento de la viabilidad del trasplante de órganos vitales, como el corazón, el hígado y
otros. En estos casos, la necrosis o deterioro del órgano es casi inmediata si dejan de
funcionar, de manera que esperar a que se produzca el cese de la función cardiaco-
respiratoria, para respetar el criterio tradicional de muerte, hace imposible la utilización del
órgano en el paciente receptor. Es necesario extraer el órgano antes de que se hubiere
detenido su funcionamiento biológico. Se observó entonces que existían personas que
estaban en un estado que primero fue llamado "coma sobrepasado" y luego derechamente
muerte cerebral, y que se mantenían con latidos cardíacos y con respiración gracias a
máquinas que sostenían dichas funciones de manera externa. Comenzó toda una discusión
médica y ética si estos enfermos estaban ya muertos o no, antes de que su corazón se
paralizara.
La controversia sirvió para afinar los criterios que pueden permitir que se estime muerta a
una persona en estas condiciones. Se descartó que ello fuera posible sólo por un estado de
inconsciencia o de ausencia de las funciones de la corteza cerebral, como sucede en los
pacientes que sufren estados vegetativos persistentes. Ellos son enfermos, pero no han
muerto, y en muchos casos pueden respirar espontáneamente. Para que se considere que
hay auténtica muerte debe comprobarse que se han eliminado plena y totalmente las
funciones del encéfalo o tronco encefálico, que es el órgano que dirige y maneja las funciones
vegetativas del individuo, es decir, la circulación de la sangre y la respiración. Sin el encéfalo,
el individuo no puede respirar ni su corazón latir; es similar a un decapitado. Acreditada la
destrucción del encéfalo, puede decirse que el movimiento del corazón y de los pulmones no
son atribuibles a la persona, sino a las máquinas de soporte. Se habría producido ya la
separación del principio vital espiritual, y como prueba de ello el cuerpo habría dejado de
funcionar como un todo (si bien en apariencia se mantiene como un sistema, pero es un
sistema no autónomo, sino organizado ahora por la fuerza de un mecanismo externo).
Se dice igualmente que este es el meollo del problema, ya que la desconexión de personas
que están en estados de inconsciencia que no parecen reversibles es moral y legalmente
lícita, por el criterio que prohíbe el encarnizamiento médico y permite que se prescinda de
procedimientos médicos extraordinarios o desproporcionados. En estos casos, no es
necesario declarar que esas personas ya están muertas, sino que basta con considerar que
no se prolongará artificialmente su vida y se dejará que el proceso de muerte se desencadene
naturalmente.
Los opositores a la "muerte encefálica" señalan que por mucha relevancia que pueda tener
el encéfalo, es sólo uno de los órganos del cuerpo, y no puede considerarse que la falta o
privación de un órgano sea la causa de muerte de la persona, si el resto sigue funcionando
como un todo integrado, aunque con ayuda externa. Alegan que no es cierto que el cuerpo
haya dejado de funcionar como un todo, ya que, pese a su inconsciencia y falta de reacción a
estímulos, el individuo tiene circulación, pulso, temperatura, nutrición celular e incluso, si es
mujer embarazada, puede seguir gestando al niño y darlo a luz. Finalmente, llaman a tener
precaución pues hay casos certificados en los que, después de un diagnóstico de muerte
encefálica, la persona se ha recuperado, lo que revela lo difícil que es considerar que se trate
de un estado irreversible y que algunas de las funciones encefálicas no puedan regenerarse.
Los partidarios de este criterio de muerte replican que la ciencia avanza con los
requerimientos que se le formulan, y es natural que haya descubierto esta forma de acreditar
la muerte cuando ella fuera útil para superar enfermedades. La ciencia progresa y no hay que
quedarse con la opinión de que la vida reside sólo en el corazón, cuando el corazón es el que
depende del encéfalo. Reconocen que puede haber abusos, pero piensan que ello no puede
ser motivo para que se suprima esta posibilidad que tantas vidas puede salvar. Respecto de
los casos de personas que se habrían recuperado aducen que lo más probable es que hubiera
un mal diagnóstico de la muerte encefálica.
c) La controversia en Chile
El Tribunal Constitucional, por sentencia de 13 de agosto de 1995 (rol Nº 220), por mayoría
de votos, se pronunció por considerar constitucional el proyecto (sólo eliminó la referencia al
reglamento respecto de otras pruebas por vulnerar el dominio legal). Para ello hizo una
interpretación de la ley que rechazaba la existencia de un tipo de muerte especial o de
personas "en estado de muerte" que sólo lo estaban para efectos de trasplante, pero no para
otros efectos. Dijo el Tribunal que "la abolición total e irreversible de las funciones encefálicas
constituye la muerte real, definitiva, unívoca e inequívoca del ser humano" (cons. 15º). La
expresión "para los efectos previstos en esta ley" de los arts. 7º y 11 de la ley no tiene otro
significado que consagrar exigencias más estrictas para poder realizar un trasplante de
órganos. Por lo tanto, no puede deducirse de aquellos términos que la muerte así declarada
no produzca todos los efectos a que pueda dar lugar de acuerdo con la legislación común
(cons. 16).
Señala la ley, que la muerte se puede acreditar "para los efectos previstos en esta ley" (arts.
7º y 11), mediante la comprobación de "la abolición total e irreversible de todas las funciones
encefálicas, lo que se acreditará con la certeza diagnóstica de la causa del mal, según
parámetros clínicos corroborados por las pruebas o exámenes calificados" (art. 11.3). Este es
el síntoma que se considera relevante para diagnosticar la muerte: debe ser una abolición (es
decir, el encéfalo debe haber dejado de funcionar; no se aplica a embriones humanos que
todavía no han desarrollado ese órgano); la abolición debe ser total y de todas las funciones;
la abolición debe ser irreversible, y finalmente, debe tratarse de las funciones encefálicas.
Como este concepto no es de fácil precisión, la ley dispone que la certificación debe
hacerse en forma unánime e inequívoca por un equipo de médicos, uno de los cuales debe
desempeñarse en el campo de la neurología o neurocirugía. Estos médicos no pueden formar
parte del equipo que va a efectuar el trasplante (para evitar un conflicto de intereses).
El equipo médico debe realizar un examen acucioso para llegar a la conclusión de que se
ha producido la abolición encefálica requerida por la ley. Como no es posible una observación
directa del órgano, es necesario realizar un batería de pruebas clínicas.
La ley dispone que el reglamento debe exigir como mínimo que se presenten las siguientes
condiciones:
Una vez que el equipo médico llegue a la conclusión de que el individuo se encuentra
muerto por destrucción total del encéfalo debe firmar un acta adjuntando constancia de los
exámenes. Para que esta prueba de la muerte ingrese al registro, se necesita que otro médico
expida un certificado de defunción, al cual debe agregar constancia de los antecedentes que
permitieron acreditar la muerte (art. 11). Entendemos que el certificado debe dejar constancia
de la fecha en la que la muerte se considera acaecida.
No cabe, en cambio, que se aplique esta prueba extraordinaria para otros fines, como por
ejemplo para desconectar a un paciente del ventilador mecánico, ni menos para asegurar
derechos hereditarios o seguros de vida que amenazan caducar, u otros.
No obstante, la ley Nº 20.584, de 2012, sobre Derechos de los Pacientes, contempla una
norma que parece autorizar el diagnóstico de muerte encefálica para fines diversos al uso de
órganos para trasplantes. El art. 19 dispone que "Tratándose de personas en estado de
muerte cerebral, la defunción se certificará una vez que ésta se haya acreditado de acuerdo
con las prescripciones que al respecto contiene el art. 11 de la ley Nº 19.451, con
prescindencia de la calidad de donante de órganos que pueda tener la persona". Nos parece
que al hacerse referencia al art. 11 de la ley Nº 19.451, necesariamente se tratará de
personas que estén conectadas a un ventilador artificial y no se ven razones para proceder al
diagnóstico de la muerte, cuando de acuerdo con la misma ley Nº 20.584, tratándose de
enfermos terminales, se autoriza la desconexión como una renuncia a tratamientos excesivos
o desproporcionados que prolongan artificialmente la vida (art. 16).
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: RÍOS LLANEZA, Jaime, "Comentarios sobre la comprobación judicial de la muerte
establecida por la ley N° 20.577", en C. Domínguez, J. González, M. Barrientos, J. Goldenberg
(coords.), Estudios de Derecho Civil VIII, Thomson Reuters, Santiago, 2013, pp. 135-152; CORRAL TALCIANI,
Hernán, "Comprobación judicial de la muerte. Notas sobre su naturaleza específica en relación con la
extinción de la personalidad, la muerte presunta y la llamada 'muerte encefálica'", en C. Domínguez, J.
González, M. Barrientos, J. Goldenberg (coords.), Estudios de Derecho Civil VIII LegalPublishing, Santiago,
2013, pp. 37-50; "Comprobación judicial de la muerte. Notas sobre la reforma de la ley Nº 20.577, de 2012",
en Mauricio Tapia, María Paz Gatica y Javiera Verdugo (coords.), Estudios de Derecho Civil en homenaje a
Gonzalo Figueroa Yáñez, LegalPublishing Thomson Reuters, Santiago, 2014, pp. 89-97; "El artículo 78 del
Código Civil y la "Muerte Encefálica" de la ley Nº 19.451", en Varas, Juan Andrés y Turner, Susan
(Coords.), Estudios de Derecho Civil, 2005, LexisNexis, Santiago, 2005. pp. 407-422; "Desconexión de
enfermos terminales, muerte 'encefálica' y responsabilidad civil en la Ley de Derechos y Deberes de los
Pacientes", en Milos, Paulina y Corral, Hernán (edits.), Derechos y deberes de los pacientes. Estudios y textos
legales y reglamentarios, Cuadernos de Extensión Jurídica 25, Universidad de los Andes, Santiago, 2014,
pp. 51-58; "La 'muerte encefálica' ante el derecho natural", en Sebastián Contreras y Alejandro Miranda
(edits.), Problemas de derecho natural, Thomson Reuters, Santiago, 2015, pp. 161-192.
1. Concepto y fundamento
Con estas precisiones, y a falta de una definición legal, podemos intentar conceptualizar la
presunción de muerte como una declaración judicial que, ante la desaparición de una persona
y la probabilidad de que se encuentre muerta, después de ciertos plazos, constituye un
equivalente sustitutivo de la prueba ordinaria de la muerte, que despliega sus efectos en forma
gradual y progresiva y es susceptible de revocación en caso de reaparición o prueba de la
muerte real del desaparecido.
Cuando una persona simplemente se ausenta y deja de estar en comunicación con los
suyos, la ley adopta diversas medidas dependiendo de los efectos jurídicos de que se trate. La
principal, en el plano patrimonial, es el nombramiento de un curador de bienes que administre
el patrimonio abandonado (arts. 473 y ss. CC).
Para que haya muerte presunta, no basta que exista ausencia, sino que es menester que se
dé una situación de "desaparecimiento". El desaparecimiento se constituye cuando a la
ausencia, mera incomunicación o falta de conocimiento del paradero, se une la duda o incluso
la probabilidad de que el ausente ha muerto. El art. 80 del Código Civil exige expresamente
esta duda sobre la existencia actual del ausente: "ha desaparecido, ignorándose si vive".
Con todo, el Código ha establecido que mientras no se cumplan los plazos para declarar la
muerte, se mirará ese período como mera ausencia y cuidarán del patrimonio los
representantes legales del ausente o el curador de bienes que se le hubiere nombrado (art. 83
CC).
3. Presupuestos. Subsidiariedad de la muerte presunta
Según el art. 80 del Código Civil se presume muerto el individuo que ha desaparecido,
ignorándose si vive, y verificándose las demás condiciones legales. Luego los presupuestos
sobre los cuales se puede pedir la declaración judicial de muerte presunta son dos:
2º) La imposibilidad de probar la muerte: Si es posible demostrar la muerte, por ejemplo, por
la identificación de los restos en un accidente aéreo por medio de placas dentales o exámenes
de A.D.N., no procede la declaración de muerte presunta. Tampoco procede si, a pesar de no
ubicarse los restos o el cadáver, de las circunstancias de la desaparición puede emitirse un
juicio de certeza sobre la ocurrencia de la muerte (comprobación judicial de la muerte).
2º) Desaparecimiento calificado: Las situaciones de riesgo tipificadas por la ley son tres:
ii) Pérdida de nave o aeronave: La nave o aeronave se reputa perdida a los tres meses de
la fecha de las últimas noticias que de ella se tuvieron y desde entonces puede pedirse la
declaración. Si la nave o aeronave perdida, o sus restos, son encontrados, igualmente
procederá la declaración siempre que los cuerpos de sus ocupantes no sean ubicados o
identificados (art. 81.8º.1 y 2 CC).
La declaración no puede ser hecha de oficio por el juez ni tampoco puede solicitarla una
autoridad pública o cualquier persona del pueblo. Es necesario que se trate de una persona
que tenga interés en que se declare la muerte presunta: "La declaración podrá ser provocada
por cualquiera persona que tenga interés en ella" (art. 81.3º; cfr. en el mismo sentido los Nº 8
y Nº 9 del art. 81).
b) Competencia y tramitación
Dado que no existe contienda entre partes, se aplicará el procedimiento para los actos
voluntarios o no contenciosos. Al no existir un procedimiento especial serán aplicables la
reglas generales de este tipo de procesos (arts. 817 a 828 CPC). Podría transformarse en
contencioso por la oposición de un tercero que, por ejemplo, alega la muerte real del
desaparecido en cierta fecha, o su actual existencia.
c) Citaciones
El Código dice que la declaración puede ser provocada con tal que hayan transcurridos tres
meses desde la última citación (art. 81.3º CC). En la práctica se suele solicitar en un solo
escrito la declaración de muerte presunta, y en un otrosí que se ordenen las tres citaciones.
Estas exigencias no rigen para los casos de pérdida de nave o aeronave o caída al mar o a
tierra de un pasajero o tripulante (art. 81.8º CC), en los que no es necesario citación alguna.
Para el caso de sismo o catástrofe se prevé que la citación pueda incluir a dos o más
desaparecidos (a contrario sensu, en los demás casos la citación debe ser individual). Se
hace por un aviso en el Diario Oficial, del día primero o quince, o día siguiente hábil, del mes,
junto a dos avisos en un diario de la comuna o de la capital de provincia o región, habiendo al
menos 15 días entre cada uno.
El juez no está obligado a contentarse con las pruebas suministradas y de oficio puede
ordenar otras pruebas que según las circunstancias convengan. Igualmente, pueden pedir
medidas probatorias, el defensor público e incluso cualquier persona interesada (art. 81.4º
CC).
Esta audiencia del defensor se concreta en la presentación por parte de éste de un informe
escrito en el que da su parecer sobre si procede o no que se declare la presunción de muerte.
La sentencia debe cumplir las normas de los asuntos no contenciosos y está sujeta a los
recursos propios de estos procedimientos (apelación y casación) (art. 822 CPC).
La sentencia que declara la muerte presunta debe fijar la fecha presuntiva de la muerte y
conceder la posesión provisoria o definitiva, según corresponda, de los bienes del
desaparecido a sus herederos presuntivos.
La sentencia que declara la muerte presunta produce cosa juzgada (sin perjuicio de su
posible revocación) y tiene efectos generales (por excepción al art. 3º CC), ya que se trata de
un hecho relacionado con el estado civil. No se puede estar muerto para ciertas personas y
vivo para otras.
Si la sentencia deniega la muerte presunta, no produce cosa juzgada y la solicitud puede
presentarse nuevamente, con mayores pruebas o subsanando las omisiones que frustraron la
presentación anterior.
Por el contrario, "todo el que reclama un derecho para cuya existencia se requiera que el
desaparecido haya muerto antes o después de esa fecha, estará obligado a probarlo, y sin
esa prueba no podrá impedir que el derecho reclamado pase a otros, ni exigirles
responsabilidad alguna" (art. 92.2 CC). Entendemos que esta prueba contraria supone,
previamente, la revocación de la sentencia que declara la muerte presunta por los medios que
la misma ley establece para ello.
Debe advertirse, sin embargo, que no todos los efectos de la muerte se conectan a la fecha
presuntiva de la muerte, ya que la ley dispone que su eficacia se vaya desplegando
progresivamente en el tiempo (por ejemplo, facultades de representantes y curador del
ausente, sociedad conyugal, disolución del matrimonio).
Para el caso de desaparecimiento simple, a falta de cualquier antecedente que pueda hacer
suponer cuándo ha muerto el desaparecido, el Código opta por una regla fija y obligatoria: "El
juez fijará como día presuntivo de la muerte el último del primer bienio contado desde la fecha
de las últimas noticias..." (art. 81.6º). Por tanto, determinado el día de las últimas noticias, por
ejemplo, el 4 de febrero de 1990, el día de la muerte presunta debe ser fijado en el último día
del plazo de dos años contados desde dicha fecha. El plazo de dos años corre hasta la
medianoche del 4 de febrero de 1992, y ese es su último día. La fecha de la muerte presunta
será justamente dicho día.
i) Situación ordinaria
La situación en la que se pone el diseño normativo del Código (aunque no suele ser la más
frecuente en la práctica), es que primero se pide la declaración de muerte presunta y el
decreto de posesión provisoria de los bienes del desaparecido, y más tarde, cuando el
desaparecimiento se ha consolidado, se solicita y obtiene, mediante una nueva resolución
judicial, la posesión definitiva de dichos bienes.
La posesión provisoria puede obtenerse a los cinco años desde la fecha de las últimas
noticias, es decir, en el mismo plazo en que se puede declarar la muerte presunta en casos de
desaparecimiento simple (art. 81.6º CC).
La posesión definitiva sólo puede pedirse y otorgarse cuando hayan transcurrido otros cinco
años, es decir, transcurridos diez años desde la fecha de las últimas noticias (art. 82 CC).
Finalmente, si han transcurrido diez o más años desde las últimas noticias puede pedirse
inmediatamente la posesión definitiva, sin pasar por la posesión provisoria (art. 82 CC).
7. Efectos patrimoniales
Una vez ejecutoriada la sentencia que declara la muerte presunta, terminan los poderes de
administración que tenían los mandatarios del ausente o, si se le hubiere nombrado, del
curador de bienes, ya que con ella se habrá decretado al menos la posesión provisoria de los
bienes que concederá la administración a los herederos presuntivos. Por eso, el art. 491 del
Código Civil dispone que la curaduría de los derechos del ausente expira, entre otras causas,
"por el decreto que en el caso de desaparecimiento conceda la posesión provisoria". Por tanto,
conservan su validez todos los actos realizados sobre bienes del desaparecido por los
mandatarios o el curador, salvo que hayan infringido las leyes o sus atribuciones. Nótese que
estos actos pueden ser posteriores al día presuntivo de la muerte fijado por la sentencia. Para
estos efectos, el desaparecido sólo se considera fallecido desde la fecha en que quede firme
la sentencia que lo declara tal.
Los mandatarios o el curador de bienes deberán hacer entrega del patrimonio del
desaparecido a los poseedores provisorios (o definitivos).
Dispone el Código que el patrimonio en que suceden los herederos del desaparecido
"comprenderá los bienes, derechos y acciones del desaparecido, cuales eran a la fecha de la
muerte presunta" (art. 85.2 CC).
La regla no debe aceptarse sin matices, ya que el patrimonio del difunto a la fecha
presuntiva de la muerte podría haberse afectado positiva o negativamente por los actos de
administración del representante o curador de bienes del desaparecido (cuya gestión sólo
termina cuando queda ejecutoriada la sentencia de muerte presunta) o por la aplicación del
régimen de sociedad conyugal o participación en los gananciales que sólo se disuelve al
momento en que se dicta el decreto de posesión provisoria o definitiva (cfr. art. 84 CC).
d) Herederos presuntivos
Según el art. 85.1 del Código Civil, "se entienden por herederos presuntivos del
desaparecido los testamentarios o legítimos que lo eran a la fecha de la muerte presunta".
Su capacidad para adquirir la sucesión se fija en el día presuntivo de la muerte, fijado por la
sentencia (cfr. art. 962 CC).
De esta manera muchos autores han pensado que el Código, de manera poco coherente,
otorga derechos a los herederos sólo con la posesión provisoria, mientras que a los legatarios
(y demás personas con derechos subordinados) los hace esperar hasta la posesión definitiva.
Un intento de interpretación que atenúa esta incoherencia puede ser entender que, si bien
el derecho nace, al momento de la posesión definitiva (y con efecto retroactivo a la fecha
presuntiva de la muerte), la exigibilidad del legado (o derecho) queda suspendida en tanto no
se decrete la posesión definitiva. Por eso el art. 91 del Código Civil emplea la expresión
"podrán hacerlos valer", que equivale a que "podrán ejercerlos o exigirlos".
La denominación la tomó Bello del Código Civil francés que era más coherente porque sólo
permitía una declaración de ausencia, que no constituía propiamente una apertura de la
sucesión. Bello, al parecer influenciado por los códigos prusiano y austriaco, considera que
debe hablarse de declaración de muerte y que esta produce la apertura de la sucesión, pero
quiso que su eficacia fuera escalonada y para denominar las dos etapas utilizó la expresión
francesa de "posesión".
Esto ha hecho que nuestra doctrina discuta sobre la naturaleza del derecho que tienen los
"poseedores provisorios", concluyendo muchos que no se trata de dominio, sino sólo de un
usufructo de fuente legal (ya que el art. 89 CC les otorga los frutos e intereses de los bienes
aunque se revoque la posesión por reaparición del ausente). Por nuestra parte, pensamos que
la expresión "posesión" sólo tiene la explicación histórica que acabamos de referir y que, en
todo caso, tampoco favorece la tesis del usufructo legal (el usufructuario no es poseedor de la
cosa dada en usufructo, sino mero tenedor puesto que reconoce el dominio ajeno). De esta
manera, la conclusión más segura es sostener que estos llamados "poseedores" son
verdaderos herederos y, por tanto, propietarios de los bienes que les son entregados, pero
con limitaciones al dominio que hacen que se conforme una situación transitoria llamada a
consolidarse después de transcurrido el tiempo legal para la "posesión definitiva".
ii) Obligaciones previas
Los herederos que reciben los bienes en "posesión provisoria" están sujetos a dos
obligaciones previas:
1º) Inventario: Los herederos presuntivos deben formar "ante todo" inventario solemne de
los bienes del desaparecido. Si les ha precedido en la administración un curador de bienes del
ausente que, para ejercer el cargo, ha debido también inventariar los bienes, revisarán y
rectificarán con la misma solemnidad el inventario que exista (art. 86 CC). El inventario
solemne es aquel que se hace ante ministro de fe y previa autorización judicial y medidas de
publicidad (arts. 858 y ss. CPC).
2º) Caución: Cada uno de los poseedores debe prestar caución de conservación y
restitución de los bienes, para el caso en que deban restituirlo sea al desaparecido que
regresa o a sus reales herederos (si se prueba su muerte en otra fecha) (art. 89 CC). De
acuerdo con el art. 46 CC son especies de caución la fianza, la hipoteca y la prenda. Será el
juez que otorgue la posesión provisoria el llamado a evaluar la consistencia y seguridad de la
caución ofrecida.
Como regla general, puede decirse que los herederos presuntivos que reciben los bienes en
"posesión provisoria", tienen todas las facultades que se reconocen a los herederos comunes
y a los propietarios de bienes, salvo aquellas que estén expresamente negadas o restringidas.
También las cargas y deberes que corresponden a los "poseedores provisorios" son las
mismas que se imponen en general a los herederos y a los propietarios. Debe mencionarse en
especial la de responder de las deudas hereditarias y testamentarias, sin perjuicio de su
derecho a aceptar la herencia con beneficio de inventario.
iv) Restricciones
Los herederos que han recibido los bienes en "posesión provisoria" están sujetos a ciertas
restricciones en el ejercicio de sus derechos, que se refieren básicamente a las facultades de
disposición de los bienes.
2ª) No pueden enajenar o hipotecar inmuebles, salvo autorización judicial por causa
necesaria o de utilidad evidente, conocimiento de causa y audiencia del defensor público (art.
88.2 CC). Nuevamente hemos de entender en forma amplia la expresión "hipotecarse" del
artículo como representativa de todo gravamen (usufructo, censo, servidumbre).
3ª) La venta de los bienes, muebles o raíces, aunque haya sido autorizada, se hará en
pública subasta (art. 88.3 CC).
La declaración de muerte presunta produce todos los efectos patrimoniales que la muerte
probada, sin mayores adaptaciones que la de determinar la fecha desde la cual es posible
tener en cuenta esa eficacia. Así, por ejemplo, se extinguen los contratos intuitu personae de
los que era parte el desaparecido (sociedad, mandato), se extinguen los derechos
considerados intransmisibles (por ejemplo, el derecho de alimentos o los derechos reales de
usufructo y habitación), se extinguen las obligaciones intransmisibles, etc.
El Código sólo da una regla especial para los casos en los que la muerte de una persona
genera un derecho patrimonial a favor de otra por estar este derecho subordinado a la
condición de su muerte. Según el art. 91 del Código Civil: "Decretada la posesión definitiva,
los propietarios y los fideicomisarios de bienes usufructuados o poseídos fiduciariamente por
el desaparecido,..., y en general todos aquellos que tengan derechos subordinados a la
condición de muerte del desaparecido, podrán hacerlos valer como en el caso de verdadera
muerte". Se exige, por tanto, que se haya decretado posesión definitiva de los bienes a favor
de los herederos presuntivos (o que hayan transcurrido los plazos para reclamarla).
Es conveniente recordar que la regla no se refiere sólo a estos dos casos sino que se
extiende a "todos aquellos que tengan derechos subordinados a la condición de muerte del
desaparecido". Por ejemplo, se aplica a los beneficiarios de pensiones de viudez o de seguros
de vida que dependen de la muerte del desaparecido.
8. Efectos familiares
La Ley de Matrimonio Civil de 1884, por primera vez, estableció plazos para considerar
disuelto el vínculo matrimonial del desaparecido con el cónyuge presente y permitirle contraer
nuevas nupcias civiles.
La Ley de Matrimonio Civil de 2004, actualmente, vigente, modificó levemente estas reglas.
Dispuso que el matrimonio puede terminarse por la sentencia que declara la muerte presunta,
pero siempre que se cumplan ciertos plazos según las circunstancias del desaparecimiento y
la edad del desaparecido (art. 43 LMC):
1º El plazo general es de diez años contados desde la fecha de las últimas noticias.
2º El plazo se abrevia a cinco años desde la fecha de las últimas noticias, si se prueba que
desde esa misma fecha han transcurrido setenta años desde el nacimiento del desaparecido.
3º También se necesitan cinco años de espera desde la fecha de las últimas noticias, si se
declara la muerte presunta por herida grave en guerra o peligro semejante (art. 81.7º CC).
Con tal que se haya dictado sentencia ejecutoriada de presunción de muerte del cónyuge
desaparecido y hayan transcurrido los plazos mencionados, el matrimonio civil termina ipso
iure, y sin necesidad de ninguna declaración judicial o de otra autoridad. Si el cónyuge
presente desea contraer un nuevo vínculo, acreditará su estado civil de viudez mediante la
inscripción de defunción en el Registro Civil de la sentencia de muerte presunta y el cómputo
de los plazos legales desde la fecha de las últimas noticias o el día presuntivo de la muerte
según los casos.
¿Cuándo se produce la disolución del régimen? El art. 84 del Código Civil señala que "En
virtud del decreto de posesión provisoria, quedará disuelta la sociedad conyugal o terminará la
participación en los gananciales, según cual hubiera habido con el desaparecido...". Los arts.
1764.2º y 1792-27.2º del Código Civil, confirman que esta es una causa de extinción de
ambos regímenes.
Es claro que se necesita el decreto de posesión provisoria (o, a falta de éste, el de posesión
definitiva), pero en doctrina se ha señalado que la liquidación del régimen debe hacerse
retroactivamente a la fecha presuntiva de la muerte fijada en la sentencia. Estimamos que no
es así. La intención del legislador es la gradualidad de los efectos de la muerte presunta, por
lo que para estos efectos el desaparecido se considera muerto sólo desde que se dicta el
decreto de posesión provisoria (o definitiva).
Como es posible que el vínculo matrimonial no se disuelva al mismo tiempo (por ejemplo,
porque es aplicable el plazo de 10 años), se entenderá que el matrimonio muta su régimen de
sociedad o participación al de separación de bienes. La liquidación del régimen la hará el
cónyuge presente con los herederos presuntivos que han recibido los bienes en posesión
provisoria.
Si el desaparecido tiene hijos se aplican las reglas generales para el caso en que es
declarado muerto en lo referido a los derechos de la autoridad paterna, es decir, el cuidado
personal del hijo y demás derechos corresponderán al sobreviviente.
En cuanto a la patria potestad, existe una regla especial que declara que se produce la
emancipación del hijo "por el decreto que da la posesión provisoria, o la posesión definitiva en
su caso, de los bienes del padre o madre desaparecido, salvo que corresponda al otro la
patria potestad" (art. 270.2º CC).
Basta, pues, que se haya concedido el decreto de posesión provisoria para que se produzca
la emancipación. Pero si existe el otro padre, este ejercerá la patria potestad. A falta del otro
progenitor, deberá nombrarse al hijo un tutor o curador general para que administre sus
bienes, entre los cuales probablemente estarán los derechos hereditarios en el patrimonio del
padre declarado presuntivamente muerto.
La restitución se regirá en todo por las reglas generales del régimen restitutorio que el
Código establece a propósito de la acción reivindicatoria (arts. 904 y ss. CC). Los poseedores
provisorios, ahora sí son poseedores realmente, pero tienen derecho a conservar los frutos e
intereses pues se les reputa de buena fe (art. 89 CC). En cambio, los actos de administración
y enajenación que hubieren realizado de acuerdo con la ley, permanecen válidos y no pueden
ser impugnados. Pero si se han transgredido las formalidades establecidas en la ley se podrá
demandar la nulidad relativa de dichos actos en el plazo de cuatro años, que se contará desde
que el reaparecido o sus herederos pudieron ejercer este derecho (debe aplicarse la norma
del art. 1691 del Código Civil que señala que en caso de incapacidad legal se contará el
cuadrienio desde el día en que haya cesado esta incapacidad). En caso de no poder
responder de las restituciones, se harán efectivas las cauciones que hayan rendido al
momento de recibir los bienes en posesión provisoria.
La doctrina chilena, por una sobrevaloración de la norma del art. 1682.3 que dispone que la
nulidad relativa "da derecho a la rescisión del acto o contrato", ha tendido a identificar en el
lenguaje del Código "rescisión" con "nulidad relativa". Por ello cuando los autores leen los arts.
93 y 94 del Código Civil entienden que el codificador quiso aludir a que en caso de reaparición
o muerte real lo que se producía era una nulidad de la declaración y, enseguida, critican esta
supuesta intención de Bello por considerar que no existe aquí un verdadero supuesto de
nulidad, ya que no hay un vicio coetáneo al momento en que se perfecciona el acto (en este
caso, el acto procesal de declaración de muerte presunta).
Tienen razón los autores al señalar que no hay en este caso una propia nulidad. Pero la
crítica a Bello no es certera, pues si se mira el contexto general de la normativa del Código se
verá que el vocablo rescisión no se usa como sinónimo de nulidad relativa. Más bien significa
una pérdida de eficacia del acto que produce efectos restitutorios y que el codificador no ha
querido identificar más precisamente: a veces es una nulidad, en otras es una inoponibilidad,
a veces se trata de resolución o caducidad; en suma, es un término amplio que quiere
significar únicamente que el acto queda privado de efectos.
Debe pedirse judicialmente al mismo juez que otorgó el decreto. Procederá el procedimiento
para actos voluntarios, pero si hay oposición puede convertirse en contencioso.
Las causales por las cuales puede pedirse la revocación son las mismas que para la
posesión provisoria: la reaparición del ausente (la prueba de su existencia) o la muerte
verdadera que produce un cambio en la distribución de la herencia. Así se deduce del art. 93
del Código Civil.
En consecuencia, y tomando en cuenta que según el art. 1182 del Código Civil son
legitimarios del causante los descendientes, los ascendientes y el cónyuge, podrán pedir la
revocación del decreto de posesión definitiva el cónyuge del desaparecido (casado con él
válidamente durante la ausencia) y los hijos y nietos que hayan nacido durante la misma
época. Difícilmente puede considerarse que el desaparecido pueda haber adquirido
ascendientes durante el desaparecimiento, salvo que haya sido reconocido como hijo no
matrimonial por un padre que antes no estaba determinado, pero se trata de un supuesto muy
extraordinario.
La acción de los legitimarios no necesita ser conjunta. Por eso la sentencia que decreta la
revocación tiene efectos relativos a los que pidieron el beneficio: "Este beneficio aprovechará
solamente a las personas que por sentencia judicial lo obtuvieren" (art. 94.3º CC).
iii) Oportunidad
Ante esta ambigüedad de la norma, ha surgido disputa doctrinal sobre el plazo aplicable. A
nuestro juicio, debe descartarse el plazo de 4 años que corresponde a la nulidad relativa, ya
que no es este un supuesto de nulidad. Tratándose de una prescripción extintiva y no
habiendo una norma especial debe aplicarse la regla general del art. 2515 del Código Civil
que dispone que el tiempo de prescripción para las acciones ordinarias es de cinco años. Pero
nótese que en este caso, por imperativo del art. 94 Nº 2, los cinco años se cuentan desde la
fecha de la verdadera muerte. Si esto es así, puede bien suceder que los herederos
presuntivos puedan alegar como excepción o reconvención la prescripción adquisitiva de la
herencia porque la posesión de los bienes les fue entregada mucho antes. De esta manera,
aunque los legitimarios puedan pedir la revocación en el plazo de cinco años desde la fecha
de la muerte real, su pretensión puede ser rechazada si los herederos presuntivos a la fecha
de la demanda llevan más de diez años en posesión de la herencia (art. 2512.1º CC), o al
menos cinco años si han obtenido el decreto de posesión efectiva (arts. 704 y 1269 CC).
La acción de revocación conlleva por sí misma la restitución, sin que sea necesario intentar
otras acciones como la reivindicatoria o la de petición de herencia. El Código dice que "en
virtud de este beneficio [la revocación del decreto de posesión definitiva] se recobrarán los
bienes...".
La protección a los terceros es absoluta si han procedido de buena fe, aunque no lo hayan
estado los herederos presuntivos.
Pero si los herederos presuntivos estaban de mala fe, recuperarán vigor las normas
generales y deberán indemnizar las pérdidas, deterioros o enajenaciones. Por cierto, la buena
fe se presume y así lo declara expresamente en este caso el Código: "Para toda restitución
serán considerados los demandados como poseedores de buena fe, a menos de prueba
contraria" (art. 94 Nº 5). Pero si han sabido y ocultado la verdadera muerte del desaparecido o
su existencia, es claro que hay mala fe de su parte: "constituye mala fe" dice el art. 94 Nº 6,
expresión que para algunos es una presunción de derecho de mala fe, pero más parece la
descripción de un supuesto particular de dicho estado aplicable a la materia de la muerte
presunta.
Los efectos familiares de la muerte presunta se extinguen si esta es revocada, sin que
tenga importancia distinguir si los herederos gozaban de la posesión provisoria o definitiva.
Una excepción a las reglas generales contiene el art. 43.4 de la Ley de Matrimonio Civil: "El
posterior matrimonio que haya contraído el cónyuge del desaparecido con un tercero,
conservará su validez aun cuando llegare a probarse que el desaparecido murió realmente
después de la fecha en que dicho matrimonio se contrajo". En estricto rigor, este matrimonio
también estaba afectado por el impedimento de vínculo matrimonial no disuelto, pero dado
que el desaparecido igualmente ha muerto, la ley estima inconveniente dar pábulo para que
se invalide el segundo matrimonio. De modo que los herederos del desaparecido no pueden
impugnar este nuevo vínculo.
La norma es una novedad introducida por la ley Nº 19.947, cuya fuente parece estar en el
Código Civil italiano (art. 68.3). Viene, en todo caso, a reafirmar que si el desaparecido no ha
muerto y prueba su existencia, recupera también su estado civil de casado.
También existe una norma expresa respecto de los efectos de la revocación de la sentencia
de muerte presunta del padre que ha sido privado de la patria potestad. La ley exceptúa de la
irrevocabilidad general de la emancipación el caso de muerte presunta, por lo que el padre
que reaparece, si el hijo aún no es mayor de edad, puede recuperar el ejercicio de la patria
potestad. Pero para ello es menester que lo pida judicialmente y acredite fehacientemente su
existencia. El juez la concederá si consta que la recuperación conviene a los intereses del hijo.
La resolución judicial que da lugar a la revocación produce efectos desde que se subinscribe
al margen de la inscripción de nacimiento del hijo (art. 272.2).
Otra institución que hace frente a las dificultades probatorias de la muerte no dice relación
con el acaecimiento de la defunción, sino con el momento exacto en que ella ocurrió.
Determinar este momento puede ser importante cuando mueren dos o más personas que
tienen relaciones jurídicas entre sí. El ejemplo más característico es el de dos personas que
están llamadas a sucederse por causa de muerte una a favor de la otra. Así, si Juan es el
padre de Pedro y de otros dos hijos, y Pedro es casado pero sin hijos, y ambos fallecen, es
necesario determinar el momento de las muertes para saber cómo opera la sucesión. Si Juan
falleció primero que Pedro, su herencia se deferirá a sus tres hijos; al morir Pedro en segundo
lugar, la parte de éste en la herencia de Juan (1/3) pasará a su mujer. Pero si al revés es
Pedro quien fallece primero, entonces su herencia se deferirá primero a su propia mujer y a su
padre Juan (2/3 para la mujer y 1/3 para el padre); fallecido luego Juan, su parte en la
herencia de Pedro (1/3) se deferirá a sus propios herederos: los otros dos hijos de Juan,
hermanos de Pedro.
La cuestión no suscita dificultades si hay claridad y certeza sobre la fecha y el orden en que
sucedieron los fallecimientos. Pero bien puede suceder que no exista dicha certidumbre, y
entonces se presenta el problema de cómo resolver esta dificultad probatoria.
La regla está contenida en el art. 79 del Código Civil, que reza: "Si por haber perecido dos o
más personas en un mismo acontecimiento, como un naufragio, incendio, ruina o batalla, o
por otra causa cualquiera, no pudiere saberse el orden en que han ocurrido sus fallecimientos,
se procederá en todos los casos como si dichas personas hubiesen perecido en un mismo
momento, y ninguna de ellas hubiese sobrevivido a las otras".
Se trata de una regla general que se aplica "en todos los casos". Como el más común es el
sucesorio, el art. 958 del Código Civil establece que "si dos o más personas llamadas a
sucederse una a otra se hallan en el caso del art. 79, ninguna de ellas sucederá en los bienes
de las otras".
La primera parte del art. 79 así parece indicarlo ya que señala que "si por haber perecido
dos o más personas en un mismo acontecimiento...", pero la conclusión debe ser la contraria
porque el mismo precepto se abre a la posibilidad de que la muerte no haya ocurrido como
consecuencia del mismo hecho: "o por otra causa cualquiera, no pudiese saberse el orden en
que han ocurrido sus fallecimientos".
Lo relevante, por tanto, es la incertidumbre que se produce sobre el orden de las muertes, y
no que hayan ocurrido a raíz del mismo hecho, aunque muchas veces esto será lo habitual (y
por eso el Código pone ejemplos de estos casos).
Se suele decir que el Código ha establecido en el art. 79 una presunción simplemente legal
relativa al momento de la muerte: se presume que las personas han muerto al mismo tiempo
pero se admite que se presente prueba en contrario.
Nuevamente, estimamos que no hay propiamente una presunción legal, en el sentido del
art. 47 del Código Civil, ya que no existe un hecho conocido del cual se presuma por juicio de
probabilidad o normalidad un hecho desconocido.
Por otro lado, no es que se admita prueba en contrario para descartar la presunción, sino
que la falta de prueba del orden de los fallecimientos es un presupuesto de aplicación de la
norma: si existe esa prueba no se aplica la regla.
Entendemos, por tanto, que estamos frente, no a una presunción de comoriencia, sino a
una regla que establece un equivalente sustitutorio de la prueba de la muerte referido
específicamente al momento de su ocurrencia.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: CRUZ, F., "De la presunción de muerte por desaparecimiento", en RCF, t. V (1889), N°
11, pp. 655-666; N° 12, pp. 712- 723; CORRAL TALCIANI, Hernán, Desaparición de personas y presunción de
muerte en el Derecho Civil chileno, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 2000; "Extinción de la personalidad y
significación jurídica de la muerte", en AA.VV., Instituciones Modernas de Derecho Civil, Conosur, Santiago,
1996, pp. 67-95; "Muerte presunta del cónyuge [proceso de declaración de la]", en Diccionario General de
Derecho Canónico, Javier Otaduy, Joaquín Sedano y Antonio Viana (dir.), Aranzadi, Cizur Menor, 2012, t. V,
pp. 493-496; "La disolución del matrimonio por muerte presunta de uno de los cónyuges", en Revista de
Derecho (Universidad Católica de Valparaíso), 19, 1998, pp. 89-101; "Ausencia y muerte presunta. Un intento
de explicación sistemática del régimen jurídico de la incertidumbre sobre la existencia de las personas
naturales", en Revista Chilena de Derecho, vol. 25, 1998, Nº 1, pp. 9 a 26; "¿Es la ausencia civil la misma que
rige para efectos procesales?", en Gaceta Jurídica, 1997 (1998), diciembre, Nº 210, pp. 7-12; ULLOA
MARTÍNEZ, Luis, "La muerte civil en el Código Civil chileno", en Revista de Derecho (Universidad Católica de la
Santísima Concepción) 10, 2002, pp. 457-463; FIGUEROA YÁÑEZ, Gonzalo "Algunas consideraciones sobre la
vejez y la muerte ante del Derecho Civil", en A. Guzmán Brito (edit.), Estudios de Derecho Civil
III, LegalPublishing, Santiago, 2008, pp. 23-47.
La doctrina civil chilena suele distinguir los atributos de la personalidad de los derechos.
Estima que los atributos de la personalidad son cualidades de relevancia jurídica que
corresponden a toda persona por el hecho de ser tal, de manera que son inherentes o
esenciales en el concepto de personalidad. De ellos pueden surgir derechos, cargas y
obligaciones, pero son la fuente de esos derechos y no los derechos mismos.
Los atributos de la personalidad que se reconocen como tales en el sistema chileno son los
siguientes:
1º) La nacionalidad
2º) El nombre
3º) La capacidad
5º) El domicilio
6º) El patrimonio.
Sin perjuicio de su valor didáctico, esta teoría no surge ni de la normativa del Código (que
nunca habla de atributos de la persona ni sistematiza estas características) ni tampoco se
corresponde con los desarrollos del Derecho comparado.
Por otro lado, no está exenta de críticas. Por ejemplo, se enuncia la nacionalidad como
atributo de la personalidad, pero no se tiene en cuenta que existe el estatuto de apátrida
regulado por el Derecho Internacional. Además, la nacionalidad no es materia propia del
Derecho civil chileno, ya que ella se regula en la Constitución (arts. 10 y ss.). Lo único que el
Código Civil señala es que las personas se dividen en chilenos y extranjeros (art. 55 CC), que
son chilenos los que la Constitución de Estado declara tales y los demás son extranjeros (art.
56 CC), y que existe igualdad en el goce y adquisición de los derechos civiles entre chilenos y
extranjeros (art. 57 CC).
Otros atributos no son tampoco inherentes y esenciales a todas las personas. Por ejemplo,
las personas jurídicas carecen de estado civil. El nombre no es asignado a la persona por
nacer. La capacidad sólo se entiende atributo si se la restringe a la capacidad de goce en su
aspecto más general (la aptitud de adquirir derechos en general), pero aquí se identifica con el
concepto jurídico de persona.
Por estas falencias, preferimos sustituir esta manera de ordenar la materia y tratar del
nombre y del domicilio como factores de identificación de la persona. La capacidad la
revisaremos al estudiar la protección de los incapaces, que son en verdad incapaces de
ejercicio. El estado civil lo veremos como un capítulo autónomo. Finalmente, el patrimonio
encabezará el tratamiento del Derecho de bienes, al que esperamos dedicar el siguiente
volumen de este curso.
II. LOS DERECHOS DE LA PERSONALIDAD
1. Concepto y caracteres
Los tribunales los han ido forjando, principalmente, determinando situaciones que dan
derecho a pedir indemnizaciones de perjuicios por daños causados a la persona.
1º) Originarios: Se adquieren desde el origen de la persona y por el solo hecho tener esa
calidad. A veces se habla de derechos "innatos" porque se conectarían con el nacimiento del
individuo, pero, como vimos, la personalidad se reconoce desde la concepción 13, de modo que
la expresión no es exacta.
2º) Universales: Los tienen todas las personas y éstas no pueden ser privadas de ellos
mientras dure su existencia y no se extinga por la muerte.
3º) De eficacia general o erga omnes: Se ejercen de manera general frente a todas las
demás personas. Todo el resto de los ciudadanos deben respetarlos. No tienen un deudor
determinado.
4º) Extrapatrimoniales: Son derechos que no integran el patrimonio, porque no pueden ser
medidos económicamente. Respecto de ellos puede decirse lo que Kant afirmaba respecto de
la persona: esta no tiene precio (como lo tienen las cosas), si no dignidad.
5º) Personalísimos: Son derechos que están estrictamente unidos a la persona que es su
titular, por lo que no pueden existir sin ella. De aquí se extraen los tres caracteres siguientes.
6º) Imprescriptibles: No se extinguen por su no ejercicio aunque este dure un largo espacio
de tiempo.
7º) Intransferibles e intransmisibles: No se pueden ceder a otra persona por acto entre vivos
(transferibilidad) ni tampoco pueden dejarse a sucesores por causa de muerte
(transmisibilidad).
2. Discusiones relevantes
a) ¿Unidad o pluralidad?
Algunos autores, como Larenz, trataron de armonizar ambas tendencias sosteniendo que el
"derecho general de la personalidad" sería la fuente u fundamento de la cual emanarían los
derechos singulares de la personalidad.
Pensamos, por nuestra parte y con la doctrina dominante, que puede reconocerse que
existen "bienes de la personalidad" (intereses dignos de protección) que son delineados y
tutelados a través de la configuración de un propio derecho subjetivo, que por ello reciben
acertadamente el nombre de "derechos" de la personalidad. Son sí derechos subjetivos de
carácter extrapatrimonial, a diferencia de los derechos reales o personales de los que trata la
regulación civil patrimonial.
c) ¿Tienen por objeto a la persona?
En favor de la tesis de que son bienes jurídicos, se arguye que no pueden ser derechos
porque la persona no puede ser objeto de derechos ni aunque ella misma sea su titular.
¿Cómo pueden ser la vida y la salud de una persona objetos de un derecho, si la vida y la
salud son la misma persona? Aceptar esto, se arguye, significaría "cosificar" a la misma
persona.
Esta objeción se ha superado al distinguir entre la persona como tal, que efectivamente no
puede ser objeto de un derecho, y las áreas o aspectos de desarrollo y realización de la
personalidad: vivir, tener una reputación respetada, expresar el pensamiento, manifestar
convicciones religiosas, etc. Estas áreas o aspectos concretos en los que se desenvuelve la
realización de la persona pueden ser objeto de un derecho que busca tutelarlas y
promoverlas.
En los códigos civiles del siglo XIX no aparecen tratados directamente, porque la doctrina y
la jurisprudencia que forjaron la categoría dogmática de los "derechos de la personalidad" es
muy posterior. Sólo en algunos códigos más modernos (por ejemplo, el peruano de 1984 o el
argentino de 2014) aparecen algunos de estos derechos.
Sin embargo, debe notarse que los códigos civiles anteriores han podido ser interpretados
por la doctrina y la jurisprudencia de una manera muy favorable a la admisión de los derechos
de la personalidad, por aplicación de cláusulas o normas abiertas en materia de
responsabilidad civil y de nulidad de los actos jurídicos.
Llamamos "catálogo" de derechos al listado con los nombres de aquellos derechos que se
reconocen como de la personalidad. Surge así la pregunta de si este listado debe ser
definitivo (cerrado), de manera de no admitir más que los derechos que allí aparecen, o si
debe permanecer abierto, para permitir que se añadan nuevos derechos que en un primer
momento no fueron contemplados.
a) Derecho a la vida
La ley Nº 21.030, de 2017 sobre despenalización del aborto en tres causales, incorporó al
Código Sanitario una norma por la cual se reconoce el derecho del médico cirujano requerido
para practicar un aborto, como del resto del personal llamado a cumplir funciones al interior
del pabellón quirúrgico, de negarse a realizarlo invocando una objeción de conciencia (art. 119
ter CS). El Tribunal Constitucional en su sentencia de 21 de agosto de 2017, rol N°
3729(3751)-17, declaró contrario a la Constitución la parte del precepto que señalaba que esta
objeción no podía ser invocado por instituciones, por lo que debe entenderse que la libertad
de conciencia corresponde no sólo a las personas naturales sino también a las personas
jurídicas.
d) Derecho al honor
Se entiende por derecho al honor o a la honra la facultad de toda persona a que se le trate
con el respeto y la consideración que deriva de su dignidad esencial. La reputación y el
prestigio pueden variar de persona o persona, según su comportamiento y trayectoria en la
vida social, pero nadie, incluido el peor criminal, pierde su derecho esencial a la honra, que
impedirá que se le denoste, difame, injurie u ofenda de un modo gratuito y sin que haya una
causa que justifique la imputación.
Hay que tener en cuenta que la afectación de la honra puede provocarse tanto con
afirmaciones falsas como verdaderas. Obviamente, habrá mayor facilidad de establecer que el
derecho al honor ha sido lesionado cuando la aseveración se revela falsa, pero incluso
aunque se trate de algo verdadero que se imputa a alguien sin que haya una causa que
justifique la imputación pública, también podrá ser considerada una lesión a la honra. Así por
ejemplo si alguien en una fiesta comienza a mofarse de una persona que fue arrestada en su
momento por andar ebrio en la vía pública; aunque el hecho sea efectivo y de naturaleza
pública, no hay razón para que alguien lo utilice con el único propósito de dañar la fama y la
reputación de un semejante.
Este derecho está consagrado en el art. 19 Nº 4 de la Constitución, que asegura a todas las
personas "el respeto y protección [...] a la honra de la persona y su familia".
El derecho a la vida privada se distingue del derecho al honor en que lo protegido por el
primero no es la reputación de la persona si no la reserva de sus actuaciones. Es cierto que
muchas veces se lesionan la vida privada y la honra conjuntamente, como cuando se revela
algo privado que es también ofensivo; pero bien puede darse una violación de la intimidad que
no afecte el honor, e incluso que resulte favorable al prestigio del lesionado en su vida
privada: por ejemplo, si se graba y se difunde una conversación privada en la que alguien
relata las limosnas que hace privadamente a establecimientos de beneficencia pública.
La vida privada puede ser afectada de dos maneras: por intrusión y por difusión. La
intrusión se produce cuando terceros excluidos de la zona de intimidad de la persona invaden
dicha esfera para conocer detalles de esa intimidad (espiando tras una puerta, o grabando con
micrófonos o cámaras ocultas). Ya esta sola acción vulnera la intimidad. Pero normalmente,
luego de la intrusión, viene una segunda conducta que puede ser desarrollada por el mismo
autor de la intrusión o por alguien a quien éste entregó la información recogida ilícitamente: la
difusión (por ejemplo, si se entrega a los medios de comunicación la grabación subrepticia, y
ésta es difundida públicamente).
En los Estados Unidos, y luego en otras naciones que han seguido el ejemplo, se ha
pensado en una tercera conducta que podría vulnerar la vida privada y que consistiría en
impedir que una persona adopte las decisiones que crea más correctas para su estilo de vida,
según sus propias convicciones éticas o morales. Es paradigmático el caso de Roe v. Wade
(1973) fallado por la Corte Suprema estadounidense que estimó que el derecho a la "privacy"
de la mujer incluía su decisión de abortar. Para ello, la Corte tuvo que negar que el feto fuera
persona o sujeto de derechos. Pero en todo caso, nos parece que extender a estos supuestos
el derecho a la vida privada es desnaturalizar su sentido y función. Todos los casos que se
han judicializado en esta materia son problemas de los alcances de la autonomía o libertad
personal versus las necesidades del respeto de los derechos ajenos y el bien común, pero no
son cuestiones que tengan que ver con la necesidad de evitar que información personal sea
ventilada más allá de los círculos de confianza del sujeto afectado.
Por cierto, puede haber causas que justifiquen la intromisión en la vida privada. Por
ejemplo, en ciertos procesos penales, y bajo garantías procesales, se puede autorizar a
intervenir un teléfono o allanar un recinto privado. Respecto de la difusión, la causa más usual
que legitima el comportamiento es el interés público de los hechos revelados, que hace que
entre en juego la libertad de información.
Agrupamos en este apartado varios derechos que dicen relación con la identidad de la
persona, ya sea en su dimensión estática o en su dimensión dinámica. El elemento más
antiguo de la identidad es el nombre, que son las palabras con las que se individualiza a la
persona y se la distingue de sus semejantes. Resulta tan determinante para el reconocimiento
de alguien como un ser humano con dignidad y derechos el que pueda utilizar y ser conocido
por un nombre determinado, que se ha visto que esta facultad debe ser considerada y
protegida como un derecho de la personalidad.
También el derecho a la identidad puede ser vulnerado cuando un medio de prensa difunde
una característica ideológica o política de la persona que no es concorde con o distorsiona lo
que ella en realidad ha asumido ante la sociedad. Por ejemplo, si se asocia la fotografía de
una persona a la defensa escrita por un tercero de ideas o convicciones morales, políticas o
filosóficas que no son compartidas por la primera.
Estimamos que estamos ante un derecho en proceso de formación que, como el de control
de los datos personales, deriva del derecho al respeto y protección de la vida privada, y que
requiere una regulación normativa especial, ya sea por una extensión de la ley Nº 19.628 o un
cuerpo normativo distinto. En todo caso, es necesario llegar a un justo equilibrio entre el
derecho del interesado a que se le "olvide" con el derecho a la memoria que tiene la sociedad
y el resto de los ciudadanos, que puede incluir también el interés histórico.
h) Derecho moral de autor sobre la propiedad intelectual
La persona es creadora por excelencia. Cuando esas creaciones son obras intelectuales,
como una novela, una película, una pintura, una escultura, etc., el ordenamiento jurídico la
reconoce como "propietaria" o "dueña" de esa obra intelectual, que se distingue de su soporte
material. Así se garantiza en el art. 19 Nº 25 de la Constitución. Sin embargo, la mayor parte
de los derechos derivados de la propiedad intelectual son de carácter patrimonial y no pueden
calificarse de derechos de la personalidad.
En cambio, el derecho del autor a reclamar la paternidad de la obra (llamado derecho moral
de autor), es decir, a que no se desconozca que él fue su creador y respetar su integridad, es
un derecho no patrimonial que no puede renunciarse ni transferirse. Por ello la doctrina suele
incluirlo dentro de la categoría de los derechos de la personalidad. Entre nosotros, está
reconocido por la ley Nº 17.336, de 1970, en sus arts. 14 a 16, con la particularidad de que
puede transmitirse por causa de muerte al cónyuge y a los sucesores abintestato.
Esta acción cautelar y de urgencia no permite, sin embargo, pedir indemnización de daños y
perjuicios por la vulneración del derecho. Para ello es necesario acudir a las acciones del
Derecho civil.
b) La responsabilidad civil
Se admite que el consentimiento del afectado pueda inhibir su posterior reclamación, como
sucede en el caso del derecho a la imagen o de la intimidad. Pero ello sólo cuando se trate de
consentimiento expreso, de persona capaz y sobre aspectos o imágenes específicas. No
procedería "vender" toda la vida privada de una persona, ni aunque sea en un periodo de
tiempo determinado (como ocurre por ejemplo en los llamados reality shows televisivos).
La ley Nº 19.628, de 1999, sobre protección de datos de carácter personal estableció varios
derechos de las personas sobre la información recogida en bancos de datos, sean o no
automatizados.
En principio, los datos necesitan de la autorización del titular, a menos que sean de fuentes
accesibles al público en general. Existe el derecho de acceso, derecho de modificación, de
cancelación de bloqueo y de copia. Si el responsable del banco de datos no se pronuncia en
los dos días hábiles siguientes o deniega la solicitud del titular de los datos, este puede ejercer
la acción de amparo (habeas data) ante el juez civil del domicilio del demandado. La sentencia
puede ordenar que se acceda a la petición del titular, imponer una multa y dar lugar a una
indemnización de los perjuicios (arts. 16 y 23 ley Nº 19.628).
Los derechos de la personalidad tienen límites internos y externos. Los límites internos son
los que determinan el alcance del respectivo derecho, las zonas de protección que alcanzan
según los bienes de la personalidad que intentan tutelar. Así, el derecho a la vida privada se
refiere a las intromisiones a los ámbitos de reserva de la persona, pero no a los hechos que
son públicos y sobre los que no hay ninguna expectativa razonable de intimidad. Los límites
externos son limitaciones que se colocan para que el ejercicio del derecho pueda conciliarse
con una buena organización de la vida en comunidad. De este modo, la libertad de cultos está
limitada por la moral, las buenas costumbres y el orden público (art. 19.6º Const.).
Una de las limitaciones externas puede provenir del ejercicio de otro derecho que le
corresponde a otra persona. Por ejemplo, el derecho a que se respete la honra que tiene una
persona podría estar limitado si otra entiende que opinar o informar un hecho que afecta su
reputación es parte del ejercicio de su propio derecho a la libre expresión. Se producen, así,
casos en los que, al menos provisionalmente y hasta que una decisión judicial se pronuncie
sobre el conflicto, existe una colisión de derechos de la personalidad.
Diversos métodos se han propuesto para solucionar estas colisiones de Derechos como la
ponderación de los intereses protegidos por cada derecho según las circunstancias de cada
caso, la primacía de algunos derechos por sobre otros por su mayor vinculación con la
realización de la persona, la proporción entre la lesión de un derecho en relación con la lesión
del otro. En todo caso, debe considerarse que métodos como la ponderación, el balancing
test y la proporcionalidad no pueden autorizar que se termine por vulnerar bienes humanos
básicos. El art. 19 Nº 26 de la Constitución, aunque hablando de las limitaciones que puede
imponer el legislador, reconoce que existe un núcleo esencial en los derechos fundamentales
que no puede ser afectado.
Así, el derecho a la salud de una persona no puede autorizar a que se dé muerte a otra
para extraer un órgano que necesite la primera. Tampoco el derecho a la salud de la madre (o
a su vida privada) puede justificar un acto por el cual se priva directamente de la vida al niño
que está en gestación.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: PERREAU, E. H., "De los derechos de la personalidad", en RDJ, t. 8, Derecho, pp. 57-
68; NOVOA MONREAL, Eduardo, Derecho a la vida privada y libertad de información. Un conflicto de derechos,
4ª edic., Siglo veintiuno editores, México, 1989; LÓPEZ SANTA MARÍA, Jorge, "Consideraciones sobre el
derecho a la privacidad o al secreto de la vida privada", en RDJ, t. 79, Derecho, pp. 65-78; FIGUEROA YÁÑEZ,
Gonzalo, "Los derechos de la personalidad en general: concepción tradicional" en Revista de Derecho (P.
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libertad de conciencia como derecho de la persona", en Elorriaga, Fabián (coord.), Estudios de Derecho Civil
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protección jurídica de la vida humana. El 'valor sagrado' de la vida en Dworkin y la encíclica Evangelium
Vitae", en AA.VV., "Evangelium vitae" e Diritto. "Evangelium vitae" and Law, Libreria Editrice Vaticana, Città
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de Derecho Privado. Libro homenaje al profesor Gonzalo Figueroa Yánez, Fundación Fernando Fueyo Laneri-
Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 2008, pp. 617-627; "Configuración jurídica del derecho a la privacidad I:
Origen, desarrollo y fundamentos", en Revista Chilena de Derecho vol. 27 (1), 2000, pp. 51-79; "Configuración
jurídica del derecho a la privacidad II: concepto y delimitación", en Revista Chilena de Derecho vol. 27 (2),
2000, pp. 331-355; "Vida familiar y derecho a la privacidad", en Revista Chilena de Derecho 26, 1999, 1,
pp. 63-86; "De los derechos de las personas sobre los responsables de los bancos de datos. El hábeas data
chileno", en Jorge Wahl Silva (edit.), Tratamiento de datos personales y protección de la vida privada.
Estudios sobre la ley Nº 19.628 sobre Protección de datos de carácter personal, Cuadernos de Extensión
Jurídica 5, Universidad de los Andes, Santiago, 2001, pp. 39-59; "El respeto y protección de la vida privada en
la Constitución de 1980", en AA.VV., 20 años de la Constitución chilena 1981-2001, Navarro, Enrique (edit.),
ConoSur, Santiago, 2001, pp. 199-224; "La vida privada y la propia imagen como objetos de disposición
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pp. 573-583; "Algunos problemas prácticos relacionados con la disposición del derecho a la propia imagen, en
la jurisprudencia nacional", en A. Vidal, G. Severin y C. Mejías (edits.), Estudios de Derecho Civil X, Thomson
Reuters, Santiago, 2015, pp. 25-36; "Responsabilidad civil por vulneración del derecho a la imagen: análisis
comparado y propuestas para el Derecho chileno", en Revista Chilena de Derecho Privado 26, 2016, pp. 119-
185; "Actos y contratos sobre el derecho a la imagen en el ordenamiento chileno (con referencia al derecho
comparado)", en Revista de Derecho (Universidad Austral de Chile), 30, 2017, 1, pp. 53-76; DOMÍNGUEZ
HIDALGO, Carmen, "La tutela al honor: una mirada presente y hacia futuro", en Elorriaga, Fabián
(coord.), Estudios de Derecho Civil VII, Thomson Reuters, Santiago, 2012, pp. 797-810; ROSTION, Ignacio,
"Sobre la Ley de Protección de la Vida Privada: La importancia de una 'fuente legal' y su aplicación en las
personas jurídicas", en Ius et Praxis 21, 2015, 2, pp. 499-522; PANOS PÉREZ, Alba, "Conflicto entre las
libertades de expresión e información y el derecho al honor, la intimidad y la propia imagen del menor",
en Revista de Derecho (Universidad Austral de Chile) 25, 2012, 2, pp. 111-130.
Podemos definir el nombre como el conjunto de palabras que se utilizan para individualizar
y distinguir una persona de las otras en la vida familiar y social.
El nombre se forma mediante unas palabras libremente elegidas por quien lo atribuye y
otras que vienen ya determinadas por el nombre de sus padres. A las primeras se denomina
"nombre propio" o "nombre de pila", mientras que a las segundas se les designa como
"apellidos" o "nombre patronímico".
Hay tradiciones diversas sobre el número y el orden de los apellidos. En los países
anglosajones se suele utilizar un solo apellido, normalmente el del padre. En otros se utilizan
los primeros apellidos del padre y de la madre, pero el orden no siempre es el mismo. En
algunos ordenamientos, se coloca primero el apellido materno (Portugal, Brasil), mientras que
en otros el orden parte por el apellido del padre. Esta última, como veremos, es la opción que
se impone en el ordenamiento chileno, que proviene de la costumbre hispánica.
Existen figuras afines al nombre que tienen cierta relevancia desde el punto de vista
jurídico: el seudónimo, el nombre comercial, el apodo y el nombre hipocorístico.
El seudónimo es un nombre diferente del legal que la persona adopta, ya sea para
mantener oculta su identidad o para indicar que está actuando en algún ámbito especial de su
actividad que no quiere que se confunda con otros. El patriota Camilo Henríquez, por ejemplo,
escribía bajo el seudónimo de Quirino Lemáchez, para ocultar su verdadera identidad. Neftalí
Reyes usaba el seudónimo de Pablo Neruda para indicar su condición de poeta.
El nombre comercial es aquel que una persona, natural o jurídica, utiliza para ser conocida
en el desarrollo de actividades empresariales o de comercio. En las sociedades se llama
"razón social". Una especie de esta clase de denominación, es el nombre artístico que utilizan
cantantes para una mejor difusión de su música y de su figura (gran parte de los cantantes
utilizan el seudónimo o el llamado nombre artístico (por ejemplo, Mon Laferte es el nombre
artístico de la cantante chilena Monserrat Bustamante Laferte y Bruno Mars es el del cantante
estadounidense Peter Gene Hernández).
Los nombres artísticos, de fantasía o publicidad pueden ser registrados como marcas y
gozan de la protección de la ley Nº 19.039, de 1991, de propiedad industrial.
Sobre el orden de los apellidos hay diversas tradiciones jurídicas. En los países
anglosajones, por ejemplo, se usa únicamente el apellido paterno. En los de lengua
portuguesa, por el contrario, el apellido identificatorio es el materno. La tradición española
prefiere dos apellidos, primero el del padre y segundo el de la madre. Esta es la opción de la
legislación chilena.
En el último tiempo, esta última opción ha sido cuestionada porque, se sostiene, sería
contraria a la igualdad entre hombres y mujeres y favorecería un lenguaje machista y más
propio de una cultura patriarcal, y se han presentado proyectos de ley para dar derecho a los
padres para determinar el orden de los apellidos del hijo (Boletín Nº 2662-18, Boletín N°
10396-18).
El problema de esta tendencia que, en principio está rectamente inspirada, es que descuida
la función pública del nombre como atributo de la personalidad y al mismo tiempo como
instrumento lingüístico que contribuye a una mejor individualización de la persona en la familia
y la comunidad a la que pertenece. El orden de los apellidos es algo claramente convencional.
Lo importante, sin embargo, es que debe tratarse de una regla que se siga uniformemente,
porque si se la deja al arbitrio de la voluntad de las personas interesadas ya no podrá cumplir
con la función por la cual es legalmente consagrada y protegida.
Pareciera que aquí no hay más que dos opciones: o, establecer una regla uniforme respecto
de qué apellidos y en qué orden deberán componer el nombre de un niño, o, hacer que todo
dependa libremente de la voluntad de los padres o de la persona interesada. Pero si se sigue
esta última vía, habría que descartar cualquier limitación como la de que todos los hermanos
lleven los mismos apellidos o, incluso más, que deban ser los apellidos del padre y de la
madre los que necesariamente se deban atribuir a sus hijos. Si se privilegia la autonomía de la
voluntad por sobre la función pública del nombre, no hay razones para que los padres
nominen a sus hijos con apellidos de otras personas, como los de alguno de los abuelos o de
otra persona por la que sienten admiración o afecto. Pero si se opta por esta solución, el
nombre perderá gran parte de la importancia jurídica y social que actualmente posee, y ello
favorecerá la tendencia hacia que las personas sean identificadas por un número en vez de
por un conjunto de palabras (Nº de cédula de identidad, Nº de pasaporte, Rol Único Tributario,
etc.).
En suma, pensamos que existen muchos otros problemas que debieran ser abordados para
equiparar la situación de la mujer con la del varón en nuestra sociedad y que son mucho más
relevantes que el orden de los apellidos de los hijos, que puede explicarse sencillamente por
una tradición histórica que no minusvalora para nada el valor de la mujer ni de la maternidad.
Con todo, si se insistiera en que el orden actual revela una discriminación contra la mujer,
preferimos que la ley establezca como regla uniforme que el primer apellido sea el materno,
antes de que se desvirtúe la función pública del nombre concediendo a los padres o al
interesado una facultad discrecional para elegir uno u otro orden.
La regla general es la inmutabilidad del nombre, pero existen excepciones en las que un
nombre, en alguno o todos sus elementos, puede ser modificado, ya sea por cambios en la
filiación o por propia solicitud del interesado.
No existe en nuestra legislación el reemplazo del apellido de soltera de la mujer por el del
marido, como se da en los países de tradición anglosajona. En Chile, la mujer que se casa
mantiene sus dos apellidos originales. La práctica que a veces se observa, aunque cada vez
menos, de que la mujer agregue al de ella el de su marido (por ejemplo, Norma Contreras de
Monarde), es un uso que no tiene sustento legal.
Sí se contemplan cambios en los apellidos cuando la filiación del hijo pasa a ser matrimonial
después del nacimiento del hijo. En tal caso podrá pedirse que se rectifique la inscripción de
nacimiento para imponer los apellidos del padre y de la madre que han sido determinados. Lo
mismo, nos parece, debiera proceder en caso de reconocimiento posterior de un hijo no
matrimonial, siempre que lo requiera éste o su representante legal. En los supuestos de
adopción, el o los adoptantes determinarán el nuevo nombre del adoptado al momento de
practicar la nueva inscripción de nacimiento a que da lugar la adopción, y si es adoptado por
un matrimonio deberá llevar el apellido del padre y de la madre.
También puede pedirse el cambio de nombre haciendo uso del derecho concedido por la ley
Nº 17.344, de 1970. Este cuerpo legal autoriza el cambio de nombres y apellidos, por una sola
vez, por resolución judicial, cuando se acredite alguna de las siguientes causales: a) si el
nombre o apellidos son ridículos, risibles o menoscaban moral o materialmente a la persona;
b) cuando el solicitante haya sido conocido durante más de 5 años, por motivos plausibles,
con nombres o apellidos diferentes de los propios; c) en caso de filiación no matrimonial o de
filiación no determinada, para agregar un apellido cuando la persona hubiere sido inscrita con
uno solo o para cambiar uno de los que se le hubieren impuesto, cuando fueren iguales; d) en
el caso de personas con nombres o apellidos que no son de origen español para traducirlos al
castellano o para cambiarlos si son de pronunciación o escritura manifiestamente difícil en un
medio de habla castellana como es nuestro país.
Debe destacarse que la ley sólo autoriza el cambio de nombre y no el sexo de la persona,
como lo han entendido incorrectamente algunos jueces. Por ello, aunque el juez autorice que
una persona cambie su nombre de pila que correspondía a un sexo por palabras que denotan
el otro sexo (por haberse usado por más de cinco años), no podrá ordenar que se altere el
sexo con el que la persona ha sido inscrita y que corresponde al sexo genético y biológico.
La relación jurídica entre una persona y el nombre que le ha sido impuesto ha suscitado
diversas opiniones: para algunos, existe un derecho de propiedad, para otros es una
institución de policía civil necesaria para ordenar la sociedad, finalmente hay quienes se
conforman con afirmar que es un derecho de la personalidad. Entendemos que hay que
distinguir el nombre, el derecho a tener un nombre y el derecho sobre el nombre asignado. El
nombre es un bien intelectual (un conjunto de palabras ordenadas de determinada manera)
que tiene naturaleza incomerciable y extrapatrimonial. El derecho al nombre es claramente un
derecho de la personalidad que se ejercerá en casos de ausencia o negativa a asignar un
nombre a una persona (generalmente un niño). Finalmente, el derecho sobre el nombre es un
derecho sobre una cosa intelectual que también forma parte, del derecho de la personalidad y
que tiene su tutela través de la ley.
Existen diversas disposiciones que otorgan protección al nombre de una persona. El art.
548-3, inc. 2º, del Código Civil dispone que el nombre de una persona jurídica no puede
coincidir o tener similitud susceptible de provocar confusión con el nombre de una persona
natural, salvo con el consentimiento expreso del interesado o sus sucesores. No es necesario
este consentimiento si han transcurrido veinte años desde su muerte.
Por su parte, el Código Penal sanciona como delito la usurpación del nombre de otro (art.
214 CP).
Lo normal será que una persona tenga el mismo lugar como domicilio, residencia y
habitación. Pero en ocasiones es posible distinguirlos: por ejemplo, una persona que tiene su
familia y su trabajo habitual en Curicó, debe trasladarse por seis meses a Puerto Varas para
efectuar un trabajo, y un fin de semana va de paseo a Bariloche. Podríamos decir que esta
persona tiene domicilio en Curicó, residencia en Puerto Varas y su habitación o morada en
Bariloche en el fin de semana que pasó en esta última ciudad.
El Código Civil define el domicilio como "la residencia, acompañada, real o presuntivamente,
del ánimo de permanecer en ella" (art. 59.1 CC).
Se parte, entonces, del concepto de residencia que, como hemos dicho, es el lugar en
donde una persona mora habitualmente, pero a ella se agrega un ánimo especial: el de
permanencia. La persona tiene la intención de mantenerse allí de manera indefinida o al
menos por un largo tiempo. Ahora bien, este ánimo de permanencia puede ser real o
presunto. Será real cuando la misma persona así lo ha declarado ante sus familiares y
vecinos, y ello se prueba conforme a las reglas del proceso donde se pretende acreditar el
domicilio. Como esto podría ser discutido o difícil de acreditar, la ley establece varias
presunciones, algunas positivas y otras negativas, que indican que existe o no dicho ánimo de
permanencia.
Determinar el domicilio de una persona tiene importancia para efectos procesales y civiles.
Para efectos procesales es uno de los elementos que la ley considera para indicar cuál es al
tribunal competente para conocer un asunto voluntario o contencioso (cfr. art. 134 COT).
En materias civiles, debe apuntarse que la sucesión de una persona que fallece se abre en
el lugar de su último domicilio, y este determina la ley que la regirá (art. 955 CC). En caso de
sucesión testada, la apertura y publicación del testamento se deben hacer ante el juez del
último domicilio del testador (art. 1009 CC). El domicilio del deudor sirve para determinar el
lugar del pago (art. 1588.2 CC).
c) Clases de domicilio
1º Según al territorio al que se extienda, se distingue entre domicilio político y domicilio civil.
Se habla de domicilio político para designar el lugar de asiento de una persona, pero
tomando en cuenta el territorio del Estado en general. Este domicilio, en su constitución y
efectos, se rigen por el Derecho Internacional. El Código Civil, sin embargo, señala que la
persona que lo tiene respecto del Estado de Chile "es o se hace miembro de la sociedad
chilena, aunque conserve la calidad de extranjero" (art. 60.1 CC). El D.L. Nº 1.094, de 1975,
que establece normas sobre extranjeros en Chile regula diversas situaciones que puede tener
un extranjero en Chile: residente oficial, otros residentes, residentes con permanencia
definitiva, turistas. Nos parece que los que pueden considerarse con domicilio político en
Chile, son los extranjeros que gozan de permanencia definitiva (art. 41). Sin embargo, la
Constitución otorga el derecho de sufragio, en los casos que señale la ley, a los extranjeros
avecindados (residentes) en Chile por más de cinco años (art. 14 Const.).
Según este tipo de domicilio, las personas se dividen en domiciliadas y transeúntes (art. 58
CC). Son transeúntes las personas que no tienen domicilio político en Chile: turistas,
tripulantes de naves o aeronaves de paso, residentes sin permanencia definitiva, etc.
2º Según las relaciones jurídicas a las que se aplica, se puede dividir el domicilio en general
y especial.
Así, el art. 70 del Código Civil contempla la posibilidad de que existan domicilios específicos
en relación con algunas circunscripciones territoriales, entre las que se menciona la parroquia
(determinada por el Derecho canónico), la municipalidad y la provincia. Podría añadirse,
atendida la actual división administrativa del país, la región. Este domicilio se determina por
las leyes y ordenanzas que constituyen derechos y obligaciones especiales para objetos
particulares de gobierno, policía y administración en las respectivas parroquias, comunidades,
provincias, etc. y se adquiere o pierde conforme a dichas leyes u ordenanzas. Al falta de
disposiciones especiales, se aplican supletoriamente las reglas del domicilio en general (art.
70 CC).
El domicilio legal es aquel que impone la ley para determinadas personas y que se aplica
aunque la persona no tenga ubicación real en ese lugar. Es convencional el que se fija de
común acuerdo en un contrato. Es real, aquel domicilio que se determina por las
circunstancias de hecho y el ánimo que establece la definición.
d) Domicilio real
i) Elementos
El domicilio real es el que reúne los elementos que exige la definición legal de domicilio,
esto es, la residencia en una parte específica del territorio de la República (elemento fáctico o
material), y el ánimo, real o presuntivo, de permanecer en tal lugar (elemento intencional).
El ánimo puede ser de difícil prueba, por tratarse de un elemento interno de la persona. Por
eso la ley ha permitido que se determine por medio de presunciones, que pueden ser
positivas: de los hechos se deduce que la persona tiene en ese lugar el domicilio, o negativas:
de los hechos se concluye que ese lugar no es el domicilio de la persona.
Entendemos que estas presunciones son simplemente legales, es decir, que admiten
prueba en contrario.
Se presume como domicilio el lugar donde la persona está de asiento o donde ejerce
habitualmente su profesión u oficio (art. 62 CC); el lugar donde una persona ha abierto un
establecimiento durable, para administrarlo en persona: el Código ofrece ejemplos: tienda,
botica (farmacia), fábrica, taller, posada (hotel) y escuela (art. 64 CC), y el lugar donde debe
ejercerse un cargo concejil (oficios que corresponden a los vecinos) o empleo fijo de los que
se confieren regularmente por largo tiempo (art. 64 CC). El Código abre las posibilidades
señalando que el domicilio puede presumirse también "por otras circunstancias análogas" (art.
64 CC).
El Código Civil dispone, por el contrario, que no se presume ánimo ni se adquiere domicilio
por el solo hecho de habitar por algún tiempo casa propia o ajena en un lugar, si la persona
tiene en otra parte el hogar doméstico o aparece por otras circunstancias que la residencia es
accidental (art. 63 CC).
Igualmente, establece que el domicilio no se muda por el hecho de residir el individuo largo
tiempo en otra parte, voluntaria o forzadamente, si conserva su familia y el asiento principal de
sus negocios en el domicilio anterior. Se pone como ejemplo el condenado a una pena que lo
obligue a residir en un punto del territorio o fuera de él, pero que conserva su familia y
principal asiento de sus negocios en su anterior domicilio (art. 65 CC). Debe advertirse que la
terminología penal del Código no coincide con la del actual Código Penal (arts. 33-36 CP).
iv) Pluralidad de domicilios reales
Apartándose del Código Civil francés, el nuestro acepta la pluralidad de domicilios, si se dan
respecto de varios lugares en el territorio de la República, los elementos que constituyen el
domicilio civil. Así se dispone que "cuando concurran en varias secciones territoriales, con
respecto a un mismo individuo, circunstancias constitutivas del domicilio civil, se entenderá
que en todas ellas lo tiene" (art. 66 CC).
Pero esta regla tiene una excepción: si se trata de cosas que dicen relación especial a una
de dichas secciones exclusivamente, "ella sola será para tales casos el domicilio civil del
individuo" (art. 67 CC).
e) Domicilio legal
1º Los sujetos a patria potestad, tutela o curaduría tienen como domicilio legal el del padre o
madre que ejerce la patria potestad o el del tutor o curador, según los casos (art. 72 CC). En
caso de pluralidad de personas que ejerzan la patria potestad o la guarda, se entenderá que la
persona tiene también distintos domicilios según las personas que ejercen la patria potestad o
la guarda.
2º Los "criados o dependientes" de una persona que residan en la misma casa que ella,
tienen como domicilio legal el domicilio de esta última, salvo que se aplique la regla del
número anterior (art. 73 CC). La denominación de "criados y dependientes" debe ser
actualizada por la de "trabajadores de casa particular" que se encuentran regulados en el
Código del Trabajo (art. 146 CT).
3º Los obispos, curas y otros eclesiásticos obligados a una residencia determinada, tienen
su domicilio en ella (art. 66 CC). El Código hace aquí una remisión al ordenamiento jurídico
canónico que puede establecer residencias obligatorias a algunos eclesiásticos encargados
de la orientación pastoral de los fieles de una diócesis, parroquia u otra circunscripción
territorial.
4º Para los que no tienen domicilio (o éste no puede probarse), la ley les atribuye como
domicilio el lugar de su residencia (art. 68 CC).
f) Domicilio convencional
Las partes de un contrato pueden establecer de común acuerdo un domicilio civil especial
para los actos judiciales o extrajudiciales a que diere lugar el mismo contrato (art. 69 CC).
Este domicilio suele pactarse en relación con la ciudad o comuna en general, y seguida de
una atribución expresa de competencia a los tribunales de dicho territorio para conocer de
todas las incidencias que resulten de la validez, interpretación, cumplimiento y terminación del
respectivo contrato. También puede fijarse para remitir avisos o notificaciones y hacer
entregas o pagos.
El Rol Único Nacional, RUN, es un número único que el Servicio de Registro Civil e
Identificación asigna a cada persona natural, nacional o extranjero residente. Fue creado por
el D.S. Nº 18, de 1973 (D. Of. 13 de marzo de 1973) con el objetivo de unificar los distintos
números que existían para diversas actividades de las personas. Se compone de un número
correlativo y un dígito verificador, obtenido mediante un algoritmo matemático. Como se trata
de un número correlativo, los números mayores indican que se trata de una persona de menor
edad.
El Rol Único Tributario, RUT, es un número que pretende individualizar a las personas en
cuanto contribuyentes de los diversos impuestos, y principalmente para el impuesto a la renta.
Fue creado por el decreto con fuerza de ley Nº 3, de 1969 (D. Of. 15 de febrero de 1969).
Como son contribuyentes las personas naturales y las jurídicas, a diferencia del RUN, el RUT
se asigna también a personas jurídicas. El RUT es asignado por el Servicio de Impuestos
Internos.
Para simplificar las operaciones, desde hace algún tiempo se determinó que el RUT de las
personas naturales debía ser el mismo número del RUN. De esta forma, la misma serie de
números, tratándose de personas naturales, sirve como RUN y como RUT.
c) La cédula de identidad
Las cédulas no son indefinidas y tienen fecha de caducidad, tras la cual deben ser
renovadas. El vencimiento está regulado por el D.S. Nº 773, de 1997 (D. Of. 17 de enero de
1998).
d) El pasaporte
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: PERREAU, E. H., "El derecho de cada uno de los cónyuges a su nombre patronímico y
al de su consorte", en RDJ, t. 1, Derecho, pp. 31-48; ANÓNIMO, "¿Domicilio o residencia?, en RCF, t. III (1887),
N° 2, pp. 108- 110; PESCIO VARGAS, Victorio, La vecindad, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1952; PÉREZ
VILLAR, Carmen Gloria, "El Código Civil y proyección en materias de derecho internacional privado. El caso del
domicilio y la nacionalidad", en Departamento de Derecho Privado U. de Concepción (coord.), Estudios de
Derecho Civil V, AbeledoPerrot, Santiago, 2010, pp. 29-45; ESCANDÓN ORELLANA, Pedro, Del cambio de
nombres y apellidos y de las rectificaciones de las Partidas del Registro Civil, Editorial Jurídica de Chile,
Santiago, 1988; NOVALES ALQUÉZAR, María de Aránzazu, "Orden de apellidos de la persona nacida.
Observaciones a propósito de un proyecto de ley", en Revista Chilena de Derecho 30 (2003) 2, pp. 321-330.
1. La capacidad jurídica
a) Concepto
En la misma definición, acuñada por la doctrina, ya que en el Código sólo hay elementos
para construirla (cfr. arts. 545, 1445.2 CC), se distingue la capacidad para adquirir derechos y
la capacidad para ejercerlos de manera independiente, que dará lugar a la clasificación entre
capacidad de goce y de ejercicio.
Son capaces de goce, es decir, tienen la posibilidad de ser titulares de derechos, todas las
personas. Por ejemplo, un niño recién nacido puede adquirir un derecho de herencia o una
indemnización por seguro de vida, aunque no tenga conciencia de ello, y puede también
resultar obligado si debe pagar impuestos por esas atribuciones patrimoniales. Lo que no tiene
este niño es la capacidad de ejercicio, puesto que ésta supone la aptitud para ejercer
derechos y contraer obligaciones sin el ministerio de otras personas, es decir, un
representante legal. El Código define esta última en términos obligacionales, diciendo que "La
capacidad legal de una persona consiste en poderse obligar por sí misma, y sin el ministerio o
la autorización de otra" (art. 1445.2 CC).
La regla general en ambos tipos de capacidades es que toda persona es capaz (cfr. art.
1446 CC), de manera que lo relevante desde el punto de vista jurídico es el estudio de las
incapacidades que constituyen una excepción a esa regla.
En cambio, existen personas que pueden adolecer de una incapacidad de goce especial,
relativa a ciertos tipos de derechos. Así, por ejemplo, ciertos extranjeros no pueden adquirir el
dominio de inmuebles fronterizos. También hay personas que son incapaces o indignas para
suceder por causa de muerte (cfr. arts. 961 y ss. CC).
Esta necesidad está recogida en el art. 1º de la Constitución que señala que es deber del
Estado dar protección a la población y asegurar la igualdad de oportunidades. Si nadie
protegiera y administrara los bienes de las personas incapaces, éstas no tendrían las mismas
oportunidades que aquellos que sí cuentan con facultades para desenvolverse con seguridad
en la vida social. La incapacidad del menor puede considerarse consagrada por la necesidad
de otorgar la protección y el cuidado debidos al niño y la responsabilidad y derechos de los
padres contemplados en la Convención de Derechos del Niño (art. 3.2).
Por eso, la regla general es la capacidad y las excepciones deben ser establecidas por la
ley. El Código Civil lo señala explícitamente: "Toda persona es legalmente capaz, excepto
aquellas que la ley declara incapaces" (art. 1446 CC).
Los incapaces absolutos sólo pueden actuar por medio de su representante legal y nunca
por sí mismos. Si actúan por sí mismos, sus actos adolecen de nulidad absoluta, no generan
obligaciones (ni aun obligaciones naturales) y no pueden ser caucionados (que un tercero
garantice el cumplimiento de la obligación del incapaz) (art. 1447.2 CC).
3º) Los sordos o sordomudos que no pueden dar a entenderse claramente (art. 1447.1 CC).
A diferencia de los incapaces absolutos, los incapaces relativos tienen cierta independencia.
Pueden actuar legalmente ya sea representados o por sí mismos y con la autorización del
representante legal. Además, en algunas ocasiones pueden administrar incluso por sí mismos
un peculio o patrimonio separado. Por eso, el art. 1447 del Código Civil dice que "sus actos
pueden tener valor en ciertas circunstancias y bajo ciertos respectos, determinados por las
leyes".
2º) Los disipadores que se hallen en interdicción de administrar lo suyo (art. 1447.3 CC).
Nótese que los disipadores sólo pasan a ser incapaces una vez declarada su interdicción
mediante resolución judicial.
Se les da tutor a los impúberes. A los menores adultos, interdictos por disipación, dementes
y sordos o sordomudos incapaces, se les da curador general.
i) El juicio de interdicción
Los actos del demente son nulos aunque no haya sido declarado interdicto, pero en tal caso
el que pretende la nulidad debe probar que al momento de celebrarse el acto el sujeto no
estaba en su sano juicio. Si no lo prueba el acto es válido.
Por el contrario, los actos y contratos ejecutados o celebrados por el demente después del
decreto de interdicción son nulos (de nulidad absoluta) y no es necesaria ninguna prueba
adicional. Es más no se admite que el demandado alegue que en el momento de celebrar el
acto el interdicto obró en intervalo lúcido (es decir, que había recuperado en ese momento la
cordura). Hasta hace poco se decía que estos intervalos no eran posibles porque la
enfermedad estaba siempre subyacente, pero con enfermedades como el alzhéimer o la
demencia senil progresiva parece factible que el enfermo obre en ocasiones con uso de razón.
En todo caso, decretada la interdicción del demente, todos sus actos son nulos sin importar si
había o no recuperado momentáneamente la cordura (art. 465 CC).
ii) Personas que pueden ser declaradas en interdicción
1º) El demente: El Código Civil utiliza esta expresión de un modo no técnico y se refiere de
manera general a todas las personas que por alguna razón patológica se encuentran privadas
del uso de razón de manera permanente. Caben todas las enfermedades mentales que
impidan que una persona pueda dirigirse a sí mismo. Si hay discusión sobre si concurre en
una determinada persona esta circunstancia, el juez deberá acreditarlo recurriendo al informe
de peritos (médicos psiquiatras).
2º) Sordo o sordomudo que no puede darse a entender claramente: debe tratarse de un
sordo no mudo (sabe hablar) o de un sordo que no puede hablar ni tampoco comunicarse a
través de un lenguaje de señas o gestual. No se incluye la persona que no puede hablar pero
sí oír, porque normalmente estas personas pueden comunicarse por escrito.
3º) Disipador o pródigo: Se trata de la persona que, por una falta total de prudencia, incurre
en reiterados actos de notable mala administración de sus bienes.
Para los casos del demente y del disipador se aplican las reglas de los arts. 443 y 459 del
Código Civil, y pueden pedir la interdicción:
Si se trata de un menor de edad el padre o madre que goza de la patria potestad puede
seguir ejerciendo su administración hasta la mayor edad, llegada la cual debe pedir la
interdicción (art. 457 CC). Si el impúber demente tenía tutor, al llegar a la pubertad, el tutor
debe pedir la interdicción para que se le nombre un curador (art. 458 CC). Si el menor tenía ya
un curador en razón de su menor edad, éste debe pedir la interdicción cuando sobrevenga la
demencia (art. 459.2 CC).
Para el sordo o sordomudo la ley no dice nada. La doctrina entiende que son las mismas
personas que pueden pedir la interdicción del demente, que ya hemos mencionado.
Es juez competente para conocer del juicio de interdicción el juez de letras con competencia
en materias civiles. La competencia territorial se fija según las reglas generales, por lo que
será competente el juez del domicilio del demandado. No existe un procedimiento especial, de
modo que deben aplicarse las reglas del juicio ordinario (art. 3º CPC). El demandante será
quien pide la interdicción, mientras que el demandado será el supuesto demente, disipador o
sordo o sordomudo. Si la incapacidad es manifiesta, el juez deberá nombrarle un curador ad
litem (curador especial) para que lo represente en el juicio.
La disipación se prueba por hechos repetidos de dilapidación que manifiesten una falta total
de prudencia. La ley pone ejemplos: el juego habitual en que se arriesguen porciones
considerables del patrimonio, donaciones cuantiosas sin causa adecuada, gastos ruinosos,
etc. (art. 445 CC). La demencia debe probarse observando la conducta habitual del supuesto
demente y sobre todo oyendo el dictamen de facultativos (médicos) (art. 460 CC).
En todo juicio de interdicción procede que se escuche el parecer del defensor público,
aunque la ley lo dispone sólo para el caso del disipador (art. 443 CC).
Las personas llamadas a ejercer la guarda pueden ser designadas por un testamento, por la
ley o por el juez (cfr. arts. 354 a 470 CC, pero con reglas especiales para el disipador: art. 448
CC, para el demente: art. 462 CC, y para el sordo o sordomudo: art. 470 CC).
Así, en caso del disipador bastará que el juez considere que puede ejercer administración
de su patrimonio sin inconveniente. Deben aplicarse las mismas medidas de publicidad que
para la interdicción (arts. 454 CC).
Por último, cesa la incapacidad del sordo o sordomudo desde que se haya hecho capaz de
entender y ser entendido claramente y tuviere suficiente inteligencia para la administración de
sus bienes, sobre lo cual el juez debe oír informe de peritos (art. 472 CC).
La sentencia que declare la rehabilitación del disipador y del demente debe ser objeto de las
mismas publicaciones e inscripción que la interdicción. Estas medidas de publicidad se
limitarán a expresar que tal individuo, designado por su nombre, apellido y domicilio, tiene la
libre administración de sus bienes. Si el rehabilitado volviere a recaer en la causal de
incapacidad, no hay obstáculo para que se pida nuevamente la interdicción (arts. 454, 455 y
468.2 CC).
Los padres pueden acordar cuál de ellos ejercerá la patria potestad del hijo, y si no hay
acuerdo se entiende que la ejercen conjuntamente (art. 244 CC). Si viven separados, la patria
potestad corresponderá al padre o madre que tenga el cuidado personal del hijo (art. 245 CC).
A falta de ambos (por ejemplo, si el niño es huérfano), se le debe nombrar un tutor (si es
impúber, esto es, varón menor de 14 y mujer menor de 12 años) o curador (si es menor
adulto: varón de 14 y mujer de 12 o más, pero menores de 18 años).
Si el impúber actúa por sí solo sobre sus bienes, sus actos son nulos absolutamente.
Si se trata de un menor adulto que actúa sin autorización o ratificación del titular de la patria
potestad habrá que distinguir: a) Si actuó en el ejercicio de su peculio profesional, sus actos
son válidos y eficaces en su contra (salvo enajenación o gravamen de bienes raíces sin
autorización judicial); b) Si lo hizo fuera del peculio, los actos son válidos pero no generan
obligaciones para él salvo que tenga peculio profesional o industrial y sólo respecto de estos
bienes (art. 260.1 CC). Pero los préstamos de dinero a interés que tomara o las compras al
fiado que hiciere sin autorización escrita del padre o madre, si bien son válidos, no lo obligan
sino hasta concurrencia del beneficio que haya reportado del acto (art. 260.2 CC).
Cuando el titular de la patria potestad representa, autoriza o ratifica los actos del menor
sujeto a patria potestad, se obliga el patrimonio del padre o madre que intervino primeramente
(si hay sociedad conyugal es una deuda de la sociedad), y sólo en subsidio (o sea si el padre
no tiene bienes), obliga al menor, pero sólo hasta concurrencia del beneficio que hubiere
reportado el hijo del acto o contrato (art. 261).
Debe tenerse en cuenta que en caso de patria potestad conjunta, que es la regla supletoria,
los padres pueden actuar indistintamente en los actos de mera conservación. Si se trata de un
acto dispositivo, que no es de mera conservación, será necesaria la voluntad conjunta, salvo
autorización judicial (arts. 244.3 y 245.3 CC).
Los pupilos sujetos a guarda son el menor no sujeto a patria potestad y las personas que
hayan sido declaradas interdictas por demencia, disipación o sordomudez. Al impúber se le da
tutor, a los demás curador general. Los tutores y curadores generales velan sobre la persona
y los bienes de sus pupilos.
Los derechos y deberes del guardador sobre la persona del pupilo están muy
detalladamente regulados respecto de impúber (arts. 428 a 430 CC), y menos para el menor
adulto (art. 438 CC), el disipador (art. 453) y el demente (arts. 466 y 467 CC).
Los actos de los incapaces absolutos sólo son válidos si se ejecutan por su representante
legal. Para el menor adulto, si el pupilo ejecuta un acto sin la autorización o ratificación del
curador, se aplican las mismas reglas que para la patria potestad (art. 439.2 en relación con
art. 260 CC).
En toda esta evolución ha tenido especial relevancia la conciencia que se ha ido tomando
de un adecuado tratamiento jurídico de las personas discapacitadas o con capacidades
diferentes.
3. Las personas discapacitadas
a) La discapacidad y su regulación
Buscando una terminología que evite la estigmatización de las personas con problemas
físicos o psíquicos de carácter permanente se ha transitado por términos como incapaces,
inválidos, minusválidos y se ha llegado actualmente al término de discapacidad o de
capacidades diferentes. Desde un punto de vista jurídico, se ha evolucionado también desde
un enfoque puramente médico hacia uno psicosocial y de derechos humanos.
En materia de legislación interna, en 1994 se dictó la ley Nº 19.284, cuyo propósito fue
establecer normas para obtener la plena integración de las personas discapacitadas.
En el ámbito internacional, el 2006 fue suscrita la Convención sobre los Derechos de las
Personas con Discapacidad, promovida por las Naciones Unidas. Dicha Convención señala
que "las personas con discapacidad incluyen a aquellas que tengan deficiencias físicas,
mentales, intelectuales o sensoriales a largo plazo que, al interactuar con diversas barreras,
puedan impedir su participación plena y efectiva en la sociedad, en igualdad de condiciones
con las demás" (art. 1.2). El objetivo de este texto internacional es promover, proteger y
asegurar el goce pleno y en condiciones de igualdad de todos los derechos humanos y
libertades fundamentales por todas las personas con discapacidad, y promover el respeto de
su dignidad inherente (art. 1.1).
El Estado de Chile suscribió y luego ratificó dicha Convención (D.S. Nº 201, Ministerio de
Relaciones Exteriores, de 2008, D. Of. 17 de septiembre de 2008).
Como una forma específica de ayuda a la discapacidad debe considerarse la ley Nº 20.183,
de 2007, que modificó el art. 61 de la ley Nº 18.700, Orgánica Constitucional sobre Votaciones
Populares y Escrutinios, para permitir que personas discapacitadas pudieran ejercer el
derecho de sufragio mediante la asistencia de terceras personas. Cabe también mencionar la
ley Nº 20.957, de 2016, que modificó el Código Orgánico de Tribunales para permitir a
personas ciegas, sordas o mudas acceder a las funciones de juez y de notario.
b) Discapacidad e incapacidad
No toda discapacidad produce una incapacidad jurídica, sino únicamente aquellas que
impiden o dificultan sustancialmente a la persona dirigirse a sí misma o administrar
competentemente su patrimonio. Así una persona con discapacidad visual (no vidente) es
plenamente capaz, porque a pesar de su problema, puede autogobernarse y administrar sus
bienes. Hay también incapaces que no son personas discapacitadas, como por ejemplo los
menores de edad y, probablemente, los que son interdictos por disipación.
Así, tenemos una curaduría provisoria de bienes que se otorga por el solo ministerio de la
ley cuando una persona natural o jurídica, que está inscrita en el Registro Nacional de la
Discapacidad, tengan bajo su cuidado permanente a una persona con discapacidad mental,
cualquiera sea la edad de ésta (art. 18 bis ley Nº 18.600). Otra curaduría, esta vez general
pero con un procedimiento judicial simplificado, se concede a los padres de la persona que
haya sido inscrita como discapacitada mental. El juez, con el mérito de la certificación y previa
audiencia de la persona con discapacidad (es decir, en un procedimiento voluntario), puede
decretar la interdicción definitiva por demencia del discapacitado y nombrar como curador al
padre o madre que lo tenga bajo su cuidado. Si está bajo el cuidado permanente de ambos
padres, puede otorgar la curaduría a ambos conjuntamente. A falta de padres, la curaduría
puede ser solicitada por otros parientes cercanos. Esta interdicción por demencia es menos
absoluta que la ordinaria ya que se permite que el discapacitado, con autorización de su
curador, pueda celebrar contratos de trabajo e incluso administrar una suma de dinero para
gastos personales (art. 4º ley Nº 18.600).
4. Las personas pertenecientes a etnias indígenas
La ley Nº 19.253, de 1993, establece normas sobre protección de los indígenas. Esta ley
establece el reconocimiento como principales etnias indígenas de Chile a la Mapuche, Aimara,
Rapa Nui o Pascuenses, las de las comunidades Atacameñas, Quechuas, Collas y Diaguitas
del norte del país, las comunidades Kawashkar o Alacalufe y Yámana o Yagán de los canales
australes (art. 1º).
Para los efectos de esta ley, se consideran indígenas las personas de nacionalidad chilena
que se encuentren en los siguientes casos:
1º) Que sean hijos de padre o madre indígena. Se entiende por hijos de padre o madre
indígena los descendientes de los habitantes originarios de las tierras indígenas.
2º) Los descendientes de las etnias indígenas que habitan el territorio nacional, siempre que
posean a lo menos un apellido indígena.
3º) Los que mantengan rasgos culturales de alguna etnia indígena, entendiéndose por tales
la práctica de formas de vida, costumbres o religión de estas etnias de un modo habitual, o
cuyo cónyuge sea indígena. En estos casos es necesario que se autoidentifiquen como
indígenas (art. 2º).
La sucesión de tierras indígenas individuales se sujeta a las normas del derecho común y
las de tierras indígenas comunitarias a la costumbre que cada etnia tenga en materia de
herencia, y en subsidio por la ley común (art. 18). Es de notar que se reconozca la costumbre
como fuente de derecho prevalente a la ley civil.
Igualmente, la posesión notoria se considera título suficiente para establecer el estado civil
de hijo o padre o madre o de cónyuge en favor de una persona indígena (art. 4º).
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: FERNÁNDEZ SESSAREGO, Carlos, "La capacidad de goce ¿admite excepciones?", en
Martinic, María Dora (coord.), Nuevas tendencias del Derecho, LexisNexis, Santiago, 2004, pp. 129-
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en Revista de Derecho (Universidad Austral de Chile), 30, 2017, 1, pp. 205-23.
El art. 304 del Código Civil define el estado civil como "la calidad de un individuo en cuanto
le habilita para ejercer ciertos derechos o contraer ciertas obligaciones civiles". Se critica esta
definición por cuanto parece confundirse con la capacidad.
1º) Universal: Toda persona natural tiene estado civil. No lo tienen, en cambio, las personas
jurídicas.
2º) Único: No puede tenerse a la vez diversos estados civiles conforme a una misma
relación de familia. Por ejemplo, no se puede ser casado y soltero a la vez.
3º) Permanente: Su duración es indefinida y puede cambiar si se dan los hechos necesarios
para adquirir un nuevo estado civil, pero tendencialmente es permanente.
4º) Personalísimo e incomerciable: Es una cualidad que pertenece a la estructura esencial
de la persona, por lo que no está en el comercio humano. El estado civil no se puede enajenar
ni transmitir por causa de muerte. Tampoco se puede transigir sobre el estado civil (art. 2450
CC).
5º) Imprescriptible: El estado civil, siendo una cosa que no está en el comercio, no puede
adquirirse por prescripción (art. 2498 CC).
6º) De orden público e irrenunciable: El estado civil es una institución de orden público, que
se sustrae de la voluntad de los privados. Por lo mismo no puede ser renunciado (art. 12 CC).
La ley Nº 20.830, de 2015, creó una especie de estado civil que correspondería a los que
celebran el contrato de acuerdo de unión civil y que se nomina como estado de "conviviente
civil" (art. 1º). Sin embargo, es discutible que sea realmente un estado civil, porque no siempre
el acuerdo de unión civil es producto de una relación familiar y, además, se trata de una
situación que no asegura permanencia, ya que el acuerdo puede terminarse sin necesidad de
un proceso judicial y por mera voluntad de uno de los contrayentes. En ese caso, según la ley,
el conviviente civil recobra el estado civil que tenía al momento de celebrar el acuerdo, salvo
que éste termine por el matrimonio de los convivientes.
2. Fuentes y prueba
Se denominan fuentes del estado civil a los hechos o actos que pueden dar lugar a un
estado civil. Puede tratarse de hechos jurídicos, actos jurídicos y sentencias judiciales.
El nacimiento y la muerte son hechos que generan efectos jurídicos: el nacimiento produce
el estado civil de hijo cuando la filiación se determina por el hecho del parto (art. 183 CC) o la
presunción de paternidad del marido (art. 184 CC). El niño nacido, no siendo casado, tiene el
estado civil de soltero. La muerte de uno de los cónyuges produce el estado civil de viudo para
el sobreviviente.
El estado civil puede tener también su fuente en un acto jurídico como el matrimonio, que da
origen al estado civil de casado (o el acuerdo de unión civil que da origen al especial estado
de conviviente civil), y el reconocimiento de un hijo, que da lugar al estado de padre o madre e
hijo no matrimonial.
Finalmente, el estado civil puede originarse en una sentencia judicial. Así ocurre con el
estado civil de soltero que emana de la sentencia que declara la nulidad del matrimonio; el
estado civil de padre, madre o hijo que surge de la sentencia que determina la filiación o de la
sentencia que declara la adopción de un niño (art. 37 ley Nº 19.620, de 1999).
El estado civil produce efectos generales o erga omnes, de modo que interesa
especialmente la forma en que se acredita ante terceros o se prueba en juicio. El Código Civil
regula esta materia en el título XVII del libro I (arts. 304 a 320 CC), que examinaremos más
adelante14. Como sería demasiado dificultoso acreditar judicialmente cada vez que sea
necesario un determinado estado civil, la ley ha organizado un registro público donde se
inscriben los principales hechos y actos jurídicos que constituyen o influyen en el estado civil
de las personas. De esta forma, mediante una copia de la inscripción o de un certificado que
el funcionario encargado del registro realiza sobre los datos incorporados en la inscripción,
toda persona interesada puede proveerse de una prueba que, en principio, acredita un estado
civil.
3. El Registro Civil
a) Estructura y normativa
La organización del Registro Civil en Chile data del 17 de febrero de 1884, cuando se dicta
la primera ley de registro civil (una de las tres "leyes laicas" del gobierno del Presidente
Domingo Santa María). Esta ley se basó en los registros de bautismo, matrimonio y defunción
que llevaban las parroquias católicas. La ley fue sustituida por la Nº 4.808, de 10 de febrero de
1930, que, con diversas modificaciones, sigue rigiendo hasta hoy (texto refundido por D.F.L.
Nº 1, Ministerio de Justicia, de 2000, D. Of. 30 de mayo de 2000). Junto con la ley se dictó el
Reglamento orgánico del Registro mediante el D.F.L. Nº 2.128, Ministerio de Justicia, de 1930,
D. Of. 28 de agosto de 1930, cuyo texto, con modificaciones, también sigue vigente.
Además, diversas leyes han ido incrementando los registros que debe llevar el Registro Civil
que, hasta cierto punto, han desvirtuado las finalidades originales de la institución: por
ejemplo, el Registro Civil mantiene el Registro Nacional de Vehículos Motorizados, que nada
tiene que ver con el estado civil o la identificación de las personas.
Actualmente, la institución se denomina Servicio del Registro Civil e Identificación, cuya ley
orgánica es la ley Nº 19.477, de 1996. El Servicio, que tiene personalidad jurídica y patrimonio
propio, cuenta con una Dirección Nacional, Direcciones Regionales y Oficinas del Registro
Civil.
Las Oficinas del Registro Civil se organizan en circunscripciones. En principio, debe haber
una circunscripción por cada comuna en que se divide el país, pero el Director Nacional puede
subdividir o fusionar comunas para la creación de circunscripciones. El funcionario público
encargado de todas las funciones o actuaciones del servicio dentro de la circunscripción se
denomina Oficial Civil.
b) Funciones de los Oficiales Civiles
El Oficial Civil es el Jefe de la Oficina de Registro Civil e Identificación y en esa calidad tiene
la responsabilidad por la custodia de los registros y archivos de ella (art. 31 ley Nº 19.477, de
1996).
1º) Inscribir los nacimientos, defunciones y matrimonios, e inscribir o anotar los actos y
contratos relativos al estado civil de las personas, que complementen o modifiquen las
inscripciones.
La ley dispone que los Oficiales Civiles son ministros de fe en todas las actuaciones que la
ley les encomienden y que se efectúen dentro de su territorio jurisdiccional (art. 32 ley
Nº 19.477, de 1996).
Otra función importante para el Derecho Civil consiste en que los Oficiales Civiles pueden
cumplir funciones notariales en las comunas donde no haya notario. En estas comunas,
pueden intervenir como ministros de fe en la autorización de firmas que se estampen en su
presencia, en documentos privados, siempre que conste en ellos la identidad de los
comparecientes y la fecha en que se firman (art. 35 ley Nº 19.477, de 1996).
Las personas facultadas u obligadas para requerir una inscripción pueden hacerlo
personalmente o haciéndose representar por mandatario (art. 15 LRC).
La inscripción es un asiento escrito sobre un determinado hecho (nacimiento, matrimonio,
defunción) que realiza el Oficial Civil, a solicitud del o los requirentes. Toda inscripción debe
contener a lo menos las menciones siguientes:
Las inscripciones se estampan en un ejemplar del libro respectivo del Registro. Para cada
inscripción se debe destinar una página completa. En su margen derecho se anotarán las
subinscripciones que digan relación con ella (art. 10.2 LRC). Las inscripciones se hacen por
orden numérico, una en pos de otra (art. 9º LRC).
d) Libro de nacimientos
La inscripción debe efectuarse dentro de los 60 días después del parto. Después de ese
plazo es necesario decreto judicial (art. 28 LRC). En los primeros treinta días sólo pueden
pedirla el padre o la madre, por sí o mandatario (art. 30 LRC). Hay personas obligadas a
requerir la inscripción, entre las cuales se encuentra el médico que haya asistido al parto o
cualquier persona mayor de edad (art. 29.3º LRC).
Las menciones de la inscripción son las que señala el art. 31 de la ley. Menciones
esenciales son la fecha y el nombre, apellidos y sexo del recién nacido (art. 33 LRC). A
petición del padre o madre, deberá consignarse como lugar de origen del niño la comuna o
localidad en que estuviere avecindada la madre (arts. 3.1º y 31.5º LRC).
Además, deben inscribirse en el Libro de nacimientos, los que ocurran en viaje dentro del
territorio de la República o en el mar. Estos nacimientos deben inscribirse en la comuna de
término del viaje o en el primer puerto de arribo (art. 3.2º LRC) También se inscriben
nacimientos ocurridos fuera del territorio de la República, cuando se trate de hijos de chilenos
en actual servicio de la República. Estos nacimientos deben inscribirse a través del Cónsul,
quien enviará los antecedentes al Ministerio de Relaciones Exteriores, el que a su vez los
remitirá al Registro Civil. Concretamente se inscribirán en la primera sección de la comuna de
Santiago (art. 3.3º LRC; cfr. art. 24 ley Nº 19.477, de 1996).
e) Libro de matrimonios
Las menciones que debe contener la inscripción se señalan en el art. 39 LRC. De ellas, son
esenciales: lugar y fecha de la inscripción, identidad de los contrayentes y lugar de
celebración, identificación y juramento de los testigos y la firma de los contrayentes, los
testigos y el Oficial Civil (art. 40 LRC). La ley faculta para pactar separación total de bienes o
participación en los gananciales en el acto del matrimonio y para reconocer hijos comunes
nacidos con anterioridad (art. 38 LRC). También debe inscribirse el acta del matrimonio
religioso celebrado en conformidad al art. 20 de la LMC (art. 40 ter LRC).
f) Libro de defunciones
5º) Las sentencias ejecutoriadas que declaren la muerte presunta en la comuna del tribunal
que hizo la declaración (art. 5º LRC). La misma regla deberá aplicarse en el caso de que se
declare la comprobación judicial de la muerte (art. 95 CC).
En general, la inscripción de una defunción debe hacerse en el plazo de tres días. Pasado
este plazo, se necesitará decreto judicial (art. 26 LRC).
Deben requerir la inscripción los parientes del difunto, los habitantes de la casa en la que
ocurrió el deceso o, en su defecto, los vecinos (art. 44 LRC). Para requerir la inscripción debe
presentarse un certificado médico. Si no hubiere facultativo en el lugar, las circunstancias de
la muerte pueden ser acreditadas mediante la declaración de dos o más testigos ante el
Oficial Civil o el juez del lugar donde haya tenido lugar el fallecimiento (art. 45 LRC).
El Oficial Civil que practique la inscripción debe expedir la licencia o pase para la
inhumación, e indicará en ella la hora desde la cual puede hacerse, que no deberá ser sino
pasadas las veinticuatro horas después de la defunción (art. 46 LRC).
En principio, toda rectificación de una inscripción debe hacerse por sentencia judicial que
así lo ordene, a petición de las personas a que ella se refiera, sus representantes legales o
sus herederos. El juez conoce según las reglas de los actos voluntarios con conocimiento de
causa y, a falta de instrumentos públicos que comprueben el error, previa información sumaria
y audiencia de parientes. En caso de que un legítimo contradictor se oponga a la solicitud de
rectificación, se hará contencioso el asunto (art. 18 LRC).
Por excepción, procede una rectificación por vía administrativa, mediante resolución del
Director Nacional del Registro Civil, cuando la inscripción contiene omisiones o errores que
sean manifiestos. La ley señala que se entienden como manifiestos todos los que se
desprendan de la sola lectura de la respectiva inscripción o de los antecedentes que le dieron
origen o que la complementan. Como caso particular, se dispone que el Director puede
ordenar, de oficio o a petición de parte, la rectificación de una inscripción en la que se ha
subinscrito el reconocimiento de un hijo o la sentencia que determina su filiación. Esta
rectificación tiene por objeto asignar al inscrito el o los apellidos que le correspondan y los
nombres y apellidos del padre, madre o ambos, según los casos (art. 17 LRC).
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: TRONCOSO LARRONDE, Álvaro, "Prueba supletoria del estado civil", en Revista de
Derecho (Universidad de Concepción) 118, 1961, pp. 73-92; SEGURA RIVEIRO, Francisco, "La prueba del
estado civil", en Revista de Derecho (Universidad de Concepción) 204, 1998, pp. 97-104; CABALLERO ZANZO,
Francisco, "La posesión notoria del estado civil y los sistemas de información", en Revista de Derecho (P.
Universidad Católica de Valparaíso) 19, 1998, pp. 135-144; GOLDENBERG SERRANO, Juan Luis, "Una
propuesta de reconstrucción del sentido original del estado civil en el Código Civil chileno", en Revista de
Estudios Histórico Jurídicos 39, 2017, pp. 299-328.
1. Origen histórico
La idea sería retomada por los autores de la escuela del iusnaturalismo racionalista, como
Grocio (1583-1645) y Pufendorf (1632-1694) pero con la denominación de "personas
morales". La calificación de "moral" no dice relación con la ética, sino con una realidad
inmaterial que se opone a lo físico o material.
El concepto no alcanzó a ser utilizado por el Código Civil francés de 1804. En cambio,
nuestro Código Civil lo emplea y le destina una regulación especial al final del Libro de las
Personas (título XXXIII del libro I). En esta parte Andrés Bello siguió muy de cerca el
pensamiento de Savigny.
La primera se atribuye a Savigny y postula que la persona jurídica es una concesión que
hace el Estado en favor de ciertos entes por la cual finge que tienen una voluntad y un
patrimonio propio como si fueran una persona natural. Por el contrario, la teoría de la realidad,
cuyo principal exponente es el alemán Otto von Gierke (1841-1921), sostiene que la persona
jurídica no obedece a una mera concesión estatal, sino al reconocimiento de que ciertos entes
colectivos son tan reales como las personas naturales; podría decirse que son organismos
sociales tan vivos como los individuos humanos compuestos de células: tienen un fin propio,
un espíritu corporativo, una permanencia en el tiempo, que de ningún modo admite que se les
califique de seres ficticios, creados sólo por el favor de la ley.
Como puede observarse, detrás de las formulaciones jurídicas existe una controversia de
carácter político, que dice relación con las potestades del Estado y las libertades de los
ciudadanos en cuanto a la creación y dirección de asociaciones o instituciones propias de lo
que hoy llamaríamos la sociedad civil. Para la teoría de la ficción, corresponde al Estado
otorgar la personalidad jurídica, denegarla o cancelarla conforme a los criterios propios de la
autoridad. A la inversa, para los partidarios de la teoría de la realidad, son los ciudadanos los
que, al agruparse en torno a fines colectivos, dan vida a una nueva persona, y el Estado no
debe hacer otra cosa que reconocer lo que ya existe en la realidad social.
Entre los dos extremos se han formulado diversas teorías que intentan elaborar una síntesis
virtuosa. Se habla así de la teoría de la realidad técnica, según la cual la persona jurídica, no
sería obra graciosa del Estado, sino que surgiría de la necesidad técnica de afectar un
patrimonio a un determinado fin (Alois von Brinz, 1820-1887), o de la realidad abstracta, tesis
para la que la persona jurídica sería el reconocimiento como sujeto de derecho de una
asociación o institución formada por personas naturales para la consecución de un fin lícito
(Francesco Ferrara, 1877-1941).
Sin embargo, esta concepción autoritaria de las personas jurídicas sin fines de lucro ha
evolucionado fuertemente en el tiempo. Las restricciones a la capacidad fueron suprimidas por
las leyes Nºs. 5.020, de 1931 y 7.612, de 1943. La Constitución de 1980, al conectar la
constitución de personas jurídicas con el derecho de asociación (art. 19.15º Const.), fortaleció
la autonomía de estas instituciones, tanto que la Corte Suprema llegó en su momento a
declarar inaplicable por inconstitucional el precepto del Código Civil que permitía al Presidente
de la República cancelar la personalidad jurídica de una corporación por decreto supremo
(sentencia de C. Sup. de 16 de septiembre de 1992).
Finalmente, el título XXXIII del libro I del Código Civil sería fuertemente modificado por obra
de la ley Nº 20.500, de 2011. Esta ley regula en general las asociaciones y la participación
ciudadana en la gestión pública, y este objetivo muestra la concepción que preside la nueva
normativa y que consiste substancialmente en consagrar la posibilidad de erigir personas
jurídicas sin fines de lucro como una libertad de todos los ciudadanos para desarrollar
actividades y perseguir fines en el ámbito social que necesiten del instrumento técnico de la
personalidad jurídica.
4. Concepto de persona jurídica
El Código Civil mantiene la definición legal de persona jurídica que reza así: "persona
ficticia, capaz de ejercer derechos y contraer obligaciones civiles, y de ser representada
judicial y extrajudicialmente" (art. 545 CC). Es una persona "ficticia" en el sentido de que no es
una persona natural, pero que goza de capacidad jurídica, para ejercer la cual debe ser
representada en el tráfico jurídico en general (extrajudicialmente) o ante los tribunales
(judicialmente).
Se trata de una noción aproximativa y que tienes fines didácticos. Si quisiéramos ir un poco
más allá deberíamos partir por constatar que las dos teorías extremas: de la ficción y de la
realidad, han ganado posiciones en el Derecho contemporáneo pero por senderos
inesperados.
Sin embargo, la doctrina de la ficción, sin las exageraciones con las que a veces se la pinta,
tiene también una aplicación en la actual comprensión de la personalidad jurídica. Primero
porque es necesario, para fines de certeza y seguridad jurídica, que el ente colectivo recurra a
ciertas formalidades legales para constituirse como tal. De esta manera, las personas
naturales tienen también la libertad de asociarse sin necesidad de erigir una persona jurídica.
Los terceros también deben poder distinguir si un ente colectivo tiene o no personalidad
jurídica. Por otro lado, la autoridad estatal, aunque despojada de la facultad de conceder o de
cancelar la personalidad jurídica, sigue teniendo la potestad de fiscalizar el funcionamiento de
las personas jurídicas de derecho privado.
a) Distinción
Una primera clasificación de las personas jurídicas, que aparece en el Código Civil, es la
que distingue entre personas jurídicas de derecho público y personas jurídicas de derecho
privado.
Puede decirse que las personas jurídicas de derecho público se distinguen de las de
derecho privado, al menos en tres aspectos relevantes: su forma de creación o
reconocimiento, sus fines y su financiamiento. Las personas jurídicas de derecho público son
creadas o reconocidas, o por disposición de la Constitución o de la ley, no por la voluntad de
los particulares; tienen una finalidad de interés público o general y, por regla general, su
financiamiento se realiza con fondos públicos y no con recursos privados.
i) Nación y fisco
El Código Civil menciona como personas jurídicas diversas la nación y el fisco (art. 547.2
CC). Al indicar a la nación se está refiriendo a lo que hoy día llamamos el Estado, en cuanto
expresión de la nación organizada jurídicamente. Se trata de la personalidad internacional del
Estado de Chile, por la cual puede tener relaciones internacionales, suscribir tratados, ser
demandante o demandado ante Cortes o Tribunales internacionales, etc.
El fisco, en cambio, es la personalidad jurídica del Estado en sus aspectos internos
patrimoniales. La representación judicial del fisco la tiene el Consejo de Defensa del Estado
(cfr. D.F.L. Nº 1, Ministerio de Hacienda, de 1993).
ii) Municipalidades
Las municipalidades son también mencionadas por el Código Civil como personas jurídicas
de derecho público. Esa calidad les es reconocida también por la Constitución que establece
que ellas "son corporaciones autónomas de derecho público, con personalidad jurídica y
patrimonio propio" (art. 118.4 Const.). Su representante legal es el Alcalde. Están reguladas
por la ley Nº 18.695, Orgánica Constitucional de Municipalidades (texto refundido D.F.L. Nº 1,
de 2006).
Este era el marco normativo que regía a la época en la que se redactó y entró en vigencia el
Código Civil. Por ello, cuando éste menciona como personas jurídicas de derecho público a
las iglesias y a las comunidades religiosas, se refería a instituciones regidas por el Derecho
canónico, básicamente las iglesias diocesanas y parroquiales y las congregaciones u órdenes
religiosas (carmelitas, jesuitas, benedictinos, dominicos) presentes en el territorio del país.
En 1925, el presidente Arturo Alessandri llegó a un acuerdo con la Santa Sede, en lo que
podría denominarse un concordato consensual, para que el Estado de Chile se separara de la
Iglesia Católica, pero respetando el estatuto jurídico de que esta gozaba en cuanto a su
autonomía, patrimonio y capacidades jurídicas. Sobre la base de este acuerdo, se redactó el
art. 10 de la Constitución de 1925, según el cual "Las iglesias, las confesiones e instituciones
religiosas de cualquier culto, tendrán los derechos que otorgan y reconocen, con respecto a
los bienes, las leyes actualmente en vigor; pero quedarán sometidas, dentro de las garantías
de esta Constitución, al derecho común para el ejercicio del dominio de sus bienes
futuros". De un modo implícito, se reconocía y se conservaba la calidad de persona jurídica de
derecho público de fuente constitucional a la Iglesia Católica y sus instituciones.
En 1972, mediante ley Nº 17.725, se reconoció como persona jurídica de derecho público a
la Iglesia Ortodoxa de Chile.
De esta manera, son personas jurídicas de derecho público la Iglesia Católica (y sus
instituciones), la Iglesia Ortodoxa de Chile y las iglesias de otros cultos que se hayan
constituido conforme a la ley Nº 19.638, de 1999.
El Código Civil alude también a los "establecimientos que se costean con fondos del erario"
(art. 547.2 CC) como ejemplos de personas jurídicas de derecho público. En esta expresión
amplia, caben todas las instituciones, organismos y servicios públicos cuyo financiamiento se
efectúa con cargo al presupuesto de la nación y que, por ley, gozan de personalidad jurídica
autónoma diversa de la del fisco.
Hay algunos que derivan su personalidad jurídica de la misma Constitución, como el
Consejo Nacional de Televisión (art. 19.12º Const.) y el Banco Central (art. 108 Const.).
Existen otras instituciones que deben ser consideradas personas jurídicas de derecho
público porque son reguladas especialmente por la Constitución o las leyes y tienen un
manifiesto rol público en su quehacer. Es lo que sucede con los partidos políticos (cfr. art.
19.15º Const. y art. 1º de la ley Nº 18.603, de 1987, modificada por ley Nº 20.915, de 2016).
Lo mismo debiera afirmarse, aunque no haya una disposición legal expresa en este sentido,
respecto de los sindicatos que aparecen reconocidos como personas jurídicas por la misma
Constitución (art. 19.19º Const.), y que en el Código del Trabajo se ven expandidos al
concepto más general de organizaciones sindicales, que incluyen distintas formas de
sindicatos, federaciones, confederaciones y centrales sindicales (arts. 212 y ss. CT).
A este variado elenco deben agregarse instituciones que se han creado originalmente bajo
la forma de una corporación pero a las que se ha dado un régimen legal especial. Es lo que
sucede con las llamadas asociaciones mutuales (antes, sociedades de socorros mutuos) que
se organizan como corporaciones mediante un estatuto tipo proporcionado por el Ministerio de
Justicia y que se entienden agrupadas en la Confederación Mutualista de Chile (ley Nº 15.177,
de 1963). También se constituyeron como corporaciones privadas instituciones que se
encargan de proporcionar seguros de vida para el personal de las Fuerzas Armadas y
Carabineros, y así nacieron la Mutual de Seguros de Chile (para la Armada), la Mutual del
Ejército y la Mutual de la Fuerza Aérea, que son reconocidas expresamente como entidades
aseguradoras (cfr. D.L. Nº 1.092, de 1975).
Sin duda cumplen también una función pública los cuerpos de bomberos, cada uno con
personalidad jurídica como corporaciones de derecho privado, y que se coordinan también a
través de una corporación que se denomina Junta Nacional de Cuerpos de Bomberos de
Chile. La ley Nº 20.564, de 2012, reguló el marco legal del sistema de bomberos de Chile,
declarándolos servicios de utilidad pública, pero manteniendo su naturaleza jurídica
como entidades de derecho privado sin fines de lucro regidas por el título XXXIII del libro I del
Código Civil.
Aparte de estas instituciones que han sido creadas como corporaciones conforme al Código
Civil, el legislador ha creado otras categorías de personas jurídicas que, aunque son de
iniciativa privada, cumplen también funciones públicas o al menos funciones de interés
público. Incluso algunas de ellas por el solo ministerio de la ley gozan de la calidad de
instituciones de interés público, conforme con el art. 15.2 de la ley Nº 20.500, de 2011: las
juntas de vecinos, organizaciones comunitarias funcionales y uniones comunales, a las que se
refiere la ley Nº 19.418 (texto refundido por D.S. Nº 58, Ministerio del Interior, de 1997) y las
comunidades y asociaciones indígenas reguladas por la ley Nº 19.253, de 1993.
Pero estas no son las únicas ya que el mismo art. 15 de la ley Nº 20.500, de 2011 dispone
que "son organizaciones de interés público [...] aquellas personas jurídicas sin fines de lucro
cuya finalidad es la promoción del interés general, en materia de derechos ciudadanos,
asistencia social, educación, salud, medio ambiente, o cualquiera otra de bien común...".
Cabría incluir en esta categoría las asociaciones gremiales, y entre ellas los colegios
profesionales (D.L. Nº 2.757, de 1979 y D.L. Nº 3.621, de 1981), las asociaciones de
funcionarios públicos (ley Nº 19.226, de 1994) y las organizaciones para la defensa de los
intereses de los consumidores (arts. 5º y ss. ley Nº 19.496, de 1997).
En materia laboral y de seguridad social habrá que agregar las mutuales de empleadores
(arts. 11 y 12 ley Nº 16.744, de 1968), las cajas de compensación de la asignación familiar (ley
Nº 18.833, de 1989) y los organismos técnicos intermedios para capacitación de trabajadores
(arts. 23 a 28 ley Nº 19.518, de 1997).
Se distingue entre personas jurídicas de derecho privado con fines de lucro y personas
jurídicas de derecho privado sin fines de lucro. La denominación, que no aparecía en la
normativa del Código Civil antes de la reforma de la ley Nº 20.500, de 2011 (cfr. art. 548 CC),
puede inducir a confusión, porque en realidad el fin de lucro, o sea la posibilidad de obtener
ganancias o incrementos patrimoniales, no se atribuye a la persona jurídica como tal. Una
fundación, por ejemplo, puede reportar utilidades en el ejercicio de sus actividades propias, y
ello no la convierte en una persona jurídica con fines de lucro (cfr. art. 557-2 CC).
La distinción dice relación con la aspiración que mueve a las personas naturales que
organizan o componen la persona jurídica. De esta forma, la corporación o fundación que
tiene excedentes deberá reinvertirlos en sus propios objetivos y no podrá distribuir esas
ganancias entre las personas naturales que son sus miembros o controladores, ni aun en caso
de disolución (art. 556.3 CC). En cambio, una sociedad, si tiene beneficios gracias a los
negocios que realiza, debe distribuir esas utilidades entre las personas naturales que son sus
socios. Por eso, el art. 2053 del Código Civil, al definir el contrato de sociedad, señala que es
aquel en que dos o más partes estipulan poner algo en común "con la mira de repartir entre sí
los beneficios que de ello provengan": aquí está el fin de lucro, pero, reiteramos, lo importante
para la distinción, no es la persona jurídica en cuanto tal sino la ganancia que pueden esperar
recibir sus organizadores. También es necesario precisar que el lucro que sirve para esta
caracterización debe estar constituido por beneficios o utilidades de carácter pecuniario, es
decir, que consistan o puedan expresarse en su equivalencia en dinero (cfr. art. 2055.3 CC).
Si el beneficio es de carácter moral, intelectual, espiritual o no patrimonial (por ejemplo, un
club social en que se hacen actividades de convivencia, amistad o en el que se cultiva
un hobby o se fomenta la lectura), estaremos ante una entidad sin fines de lucro.
En el título XXXIII del libro I, el Código Civil sólo contempla el estatuto común de las
personas jurídicas de derecho privado sin fines de lucro, que básicamente pueden adoptar las
formas de corporación o fundación. El art. 547 dispone que "las sociedades industriales no
están comprendidas en las disposiciones de este título; sus derechos y obligaciones son
reglados, según su naturaleza por otros títulos de este Código y por el Código de Comercio".
Así, la sociedad civil está regulada en el título XXVIII del libro IV y las sociedades comerciales
en el título VII del libro II del Código de Comercio. Algunas sociedades tienen leyes
especiales, como la sociedad de responsabilidad limitada (ley Nº 3.918, de 1923) y la
sociedad anónima (ley Nº 18.046, de 1981). A las sociedades debe añadirse como persona
jurídica de derecho privado con fines de lucro la Empresa Individual de Responsabilidad
Limitada, regulada por la ley Nº 19.857, de 2003; como su nombre lo indica se trata de una
empresa constituida por una sola persona natural pero que adquiere personalidad jurídica
separada para los negocios que son parte de su objeto o giro.
Las normas del título XXXIII del libro I del Código Civil componen lo que, podríamos decir,
es el derecho común o supletorio de las personas jurídicas sin fines de lucro, y que se refiere
básicamente a dos modalidades: la modalidad asociativa (corporaciones) y la modalidad de
destinación patrimonial (fundaciones). Una característica fundamental de estas entidades
personificadas es que las rentas, utilidades, beneficios o excedentes que puedan producirse
deben ser reinvertidos en los fines de la entidad, sin que puedan distribuirse entre sus
miembros o administradores (cfr. art. 556.3 CC).
Tanto las corporaciones como las fundaciones son, por tanto, personas jurídicas de derecho
privado sin fines de lucro.
Pero hay que constatar que estas no son las únicas personas jurídicas sin fines de lucro
reconocidas en nuestro ordenamiento jurídico. Existen otras modalidades de personas
jurídicas reguladas especialmente que también tiene esa característica, ya sea porque así lo
establece expresamente el estatuto legal que las rige, o porque sencillamente se prohíbe
distribuir los excedentes entre sus miembros. En este sentido, pueden mencionarse las
universidades (art. 53, D.F.L. Nº 2, Ministerio de Educación, de 2010), las organizaciones
comunitarias, tanto territoriales (juntas de vecinos), como funcionales (ley Nº 19.418, con texto
refundido por D.S. Nº 58, Ministerio del Interior, de 1997), las asociaciones gremiales y los
colegios profesionales (art. 11 D.L. Nº 2.757, de 1979 y D.L. Nº 3.621, de 1981), las
asociaciones de funcionarios públicos (art. 7º ley Nº 19.226, de 1994), las mutuales de
empleadores (arts. 11 y 12 ley Nº 16.744, de 1968), las cajas de compensación de la
asignación familiar (art. 1º ley Nº 18.833, de 1989), los organismos técnicos intermedios para
capacitación de trabajadores (art. 23 ley Nº 19.518, de 1997), las organizaciones para la
defensa de los intereses de los consumidores (arts. 5º y ss. ley Nº 19.496, de 1997), las
comunidades y asociaciones indígenas (excluidas las formadas para el desarrollo de
actividades económicas) (arts. 9º y ss. y 36 y ss. ley Nº 19.253, de 1993), las comunidades y
asociaciones de canalistas (arts. 196, 257 y 258 Código de Aguas) y las organizaciones
deportivas (arts. 32 y ss. ley Nº 19.712, de 2001).
A todas ellas deben agregarse ahora las llamadas "corporaciones educacionales" y las
"entidades educacionales" incorporadas por la ley Nº 20.845, de 2015, para favorecer la
transformación de los sostenedores de colegios subvencionados en instituciones sin fines de
lucro (cfr. arts. 58 A a 58 H del D.F.L. Nº 2, de 1998, Ley de subvención del Estado a
establecimientos educacionales).
Estas personas jurídicas sin fines de lucro de carácter especial se regularán por sus
estatutos, las leyes especiales que las rigen y, en lo no previsto en éstas, por las normas del
título XXXIII del libro I del Código Civil en cuanto derecho supletorio.
Algo más complejo resulta calificar a las cooperativas, las que según la ley son
"asociaciones que de conformidad con el principio de la ayuda mutua tienen por objeto
mejorar las condiciones de vida de sus socios" con características entre las que se incluye que
"deben distribuir el excedente correspondiente a operaciones con sus socios, a prorrata de
aquéllas" (art. 1º Ley General de Cooperativas, texto refundido por D.F.L. Nº 5, Ministerio de
Economía de 2004).
Algo similar sucede con las asociaciones indígenas constituidas para desarrollar actividades
económicas (art. 37.c ley Nº 19.253, de 1993).
Probablemente habrá que ver cómo funciona cada una de estas entidades para determinar
si estamos ante una persona jurídica con o sin fines de lucro.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: BALMACEDA LAZCANO, Carlos, El estatuto de las personas jurídicas, Nascimento,
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después de la Constitución de 1925 en los informes del nuncio Ettore Felici al cardenal secretario de estado
del Vaticano: 1928-1932: entre la adaptación y la inadaptación de Chile a la libertad de cultos", en Revista de
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PROVOSTE, Mario, "Naturaleza jurídica de las personas jurídicas creadas por leyes especiales", en RDJ, t. 37,
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que persiguen beneficios económicos indirectos de carácter colectivo", en RDJ t. 39, sec. Derecho, pp. 117-
123; CORREA FUENZALIDA, Guillermo, "¿Procede otorgar personalidad jurídica a las Asociaciones destinadas a
proporcionar a los asociados beneficios económicos indirectos de carácter colectivo?", en RDJ, t. 39,
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Bello, LexisNexis, Santiago, 2005, t. I, pp. 463-478; "Los fines en las personas jurídicas no lucrativas", en
Pizarro, Carlos (coord.), Estudios de Derecho Civil IV, LegalPublishing, Santiago, 2009, pp. 75-85; "Anatomía
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"El lucro en las personas jurídicas: Comentario a la sentencia de la Excelentísima Corte Suprema, en los
autos caratulados: Fundación Solidaridad con Servicio de Impuestos Internos, rol Nº 991-2015", en Revista
Chilena de Derecho 44, 2017, 1, pp. 305-316.
1. Conceptos y distinción
Las personas jurídicas de derecho privado sin fines de lucro pueden ser de tres clases:
corporaciones o asociaciones, fundaciones de beneficencia pública y mixtas. La corporación
es una persona jurídica que "se forma por una reunión de personas en torno a objetivos de
interés común a los asociados", mientras que la fundación es una persona jurídica que se
forma "mediante la afectación de bienes a un fin determinado de interés general" (art. 545.2
CC). Finalmente, el Código dispone que puede haber personas jurídicas "que participan de
uno y otro carácter" (art. 545.4 CC), por lo que las denominamos mixtas.
La corporaciones se caracterizan por estar constituidas por dos o más personas, naturales y
jurídicas, que son miembros de la institución y por su destinación a fines que son de interés
común de dichos miembros. Este interés no debe ser el de obtener una ganancia patrimonial o
económica porque entonces entraríamos en el ámbito de las personas jurídicas con fines de
lucro (una sociedad). Pero hay otros fines comunes que, no siendo una utilidad económica,
pueden constituir el objeto de una corporación: por ejemplo, el cultivo de un arte o de un
deporte, la simpatía por un cantante de moda, el interés por coleccionar determinados objetos,
etc.
Las fundaciones se caracterizan porque no tienen miembros o asociados, sino que están
conformadas por un conjunto de bienes, un patrimonio, destinado o afectado a la realización
de un fin que debe ser de interés general. La expresión "interés general" debe interpretarse de
manera amplia, incluyendo no sólo lo que estrictamente puede considerarse beneficencia
pública: ayuda a los menesterosos, sino también a otros objetivos que también repercuten en
el bienestar de una sociedad: la educación, las artes escénicas, la cultura popular, el folclore,
la salud, el medio ambiente, una alimentación sana, la recreación, el ejercicio físico, etc. Por
cierto, la fundación necesita una persona que la funde, que puede ser natural o jurídica, y
luego unos órganos de administración compuestos también por personas naturales. Pero
debe reiterarse que tanto los fundadores como quienes integran estos órganos de
administración no son miembros o socios de la fundación.
No señala el Código en qué consisten las personas jurídicas mixtas y se limita a señalar que
participan tanto del carácter de fundación como de corporación. Así, puede darse una
corporación, con socios o miembros, que se dedican no a un interés común sino a un fin de
interés general. También podría considerarse una fundación que integra una reunión de
personas que mediante sus aportes contribuyen a la realización del objeto de la institución (al
estilo de la asociación de amigos con el que cuentan ciertas organizaciones culturales).
2. Formas de constitución
a) Por ley
El art. 546 del Código Civil dispone que "No son personas jurídicas las fundaciones o
corporaciones que no se hayan establecido en virtud de una ley, o que no se hayan
constituido conforme a las reglas de este Título" (el XXXIII del libro I). De esta manera, la
constitución de las personas jurídicas de derecho privado sin fines de lucro puede realizarse
de dos formas: por disposición de la ley o por el procedimiento previsto en el título XXXIII del
libro I, el que, después de la reforma de la ley Nº 20.500, de 2011, es un mecanismo de
reconocimiento de carácter administrativo, que ya no incluye la aprobación del Presidente de
la República mediante decreto supremo, como se establecía en la normativa original del
Código Civil.
La ley que constituya una corporación o fundación deberá disponer los elementos
fundamentales de la persona jurídica: su nombre, domicilio, órganos de administración, etc.
Por cierto, la persona jurídica creada por ley sólo podrá ser extinguida por otra ley que así lo
declare.
i) Acto constitutivo
En primer lugar, para que se pueda constituir una corporación o fundación debe otorgarse
un acto constitutivo. Se trata de un acto jurídico en el que deben concurrir los miembros que
integrarán la corporación o el fundador que instituye la fundación atribuyéndole los bienes que
quedarán afectados a su fin. Este acto de atribución patrimonial es un acto jurídico gratuito
que se denomina "dotación".
ii) Estatutos
Los estatutos de la persona jurídica constituyen una especie de ordenamiento jurídico o ley
privada interna de la institución, que deben ser respetados por sus integrantes, incluso bajo
pena de sanciones disciplinarias.
El contenido mínimo de los estatutos, previsto en el art. 548-2 del Código Civil, es el
siguiente:
2º) Domicilio: se trata de un domicilio convencional, pero que debiera coincidir con el lugar
donde se encontrará la sede principal de la corporación o fundación.
3º) Fines: el estatuto debe indicar los fines de interés común o de interés general que se
propone realizar la persona jurídica.
4º) Patrimonio: se indicarán los bienes que conforman el patrimonio inicial y la forma en que
se aportan. Esto no es indispensable para las corporaciones que pueden constituirse sin
ningún patrimonio, pero sí lo es para las fundaciones que no pueden existir si no tienen
bienes. Por ello, el Código Civil establece que los estatutos de una fundación deben precisar
los bienes o derechos que aporte el fundador a su patrimonio, además de las reglas básicas
para la aplicación de los recursos al cumplimiento de los fines fundacionales y para la
determinación de los beneficiarios (art. 548-2.3 CC).
5º) Gobierno y administración: el estatuto debe contener las disposiciones que establezcan
los órganos de administración de la persona jurídica, así como sus atribuciones e integrantes.
6º) Reforma: deben incluirse en los estatutos disposiciones que regulen el modo en que se
podrá proceder a reformar o modificar dichos estatutos en caso necesario.
7º) Extinción: los estatutos deben considerar las disposiciones referentes al caso de
extinción de la persona jurídica y, más concretamente, la institución sin fines de lucro a la que
pasarán sus bienes.
El secretario municipal dispone del plazo de treinta días a contar del depósito para verificar
si se han cumplido los requisitos legales o reglamentarios. Si los aprueba o si nada dice en el
plazo indicado, dentro del 5º día y de oficio debe proceder a archivar copia de los
antecedentes y a remitir los originales al Servicio de Registro Civil. Se permite que la
inscripción la tramite directamente el interesado, para lo cual deberá solicitarlo formalmente al
secretario municipal (art. 548.5 CC).
Si el secretario municipal en el plazo legal formula objeciones, éstas se deben notificar por
carta certificada al solicitante. La ley previene, sin embargo, que no podrán objetarse las
cláusulas de los estatutos que reproduzcan los modelos aprobados por el Ministerio de
Justicia (art. 548.3 CC).
Si se rechazan las observaciones, el Código se limita a señalar que se podrá hacer uso de
"las reclamaciones administrativas y judiciales procedentes" (art. 548.4 CC). Entendemos, que
procederá la acción de protección en caso de que se esté vulnerando alguno de los derechos
fundamentales tutelados por ella (igualdad ante la ley, derecho de asociación), y el reclamo de
ilegalidad ante el Alcalde, y luego ante la Corte de Apelaciones, conforme al art. 151 de la ley
Nº 18.575 (texto refundido por D.F.L. Nº 1, de 2006).
iv) Inscripción
Recibidos los antecedentes por el Servicio de Registro Civil, éste procederá a inscribir el
acto de constitución en el Registro Nacional de Personas Jurídicas sin Fines de Lucro. Esta
inscripción, así como las subinscripciones a que den lugar las modificaciones, integración de
los órganos directivos y otros incidentes en el desarrollo de la persona jurídica, se regulan en
el Reglamento del Registro de Personas Jurídicas sin Fines de Lucro, aprobado por D.S.
Nº 84, Ministerio de Justicia, publicado en el Diario Oficial de 18 de julio de 2013.
Como en las fundaciones no hay asociados que constituyan una asamblea, el órgano
competente para aprobar la reforma del estatuto será el directorio. Para evitar que los
directores puedan abusar de este derecho y transgredir la voluntad del fundador, la ley exige
que, antes de proceder a la aprobación, se emita un informe del Ministerio de Justicia que sea
favorable a la reforma por ser conveniente al interés fundacional (art. 558.2 CC). El Ministerio
deberá fijarse principalmente en el objeto de la fundación y en la generación, integración y
atribuciones del directorio (art. 558.3 CC). En cualquier caso, la reforma de estatutos de una
fundación sólo será posible si el fundador no lo hubiere prohibido (art. 558.2 CC). Esta
prohibición deberá estar contenida en los mismos estatutos.
Una vez aprobada la reforma de los estatutos deberán seguirse los mismos trámites de la
constitución, es decir, deberá hacerse constar la reforma en escritura pública o privada
suscrita ante ministro de fe y ésta se depositará en la secretaría municipal correspondiente al
domicilio de la persona jurídica. Si no hay objeciones del secretario municipal, o subsanadas
éstas, se procederá a dejar constancia de la reforma en el Registro Nacional de Personas
Jurídicas sin Fines de Lucro. Pensamos que la modificación estatutaria no debiera dar origen
a una nueva inscripción, sino a una subinscripción o anotación al margen de la inscripción por
la cual la institución obtuvo su personalidad jurídica.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: LIRA URQUIETA, Pedro, "Los antecedentes históricos del Título XXXIII del Libro I del
Código Civil", en RDJ t. 37, sec. Derecho, pp. 23-40; VARAS BRAUN, Juan Andrés, "La suficiencia patrimonial
en las fundaciones civiles", en Revista de Derecho (Universidad Austral de Chile) 13, 2002, pp. 89-
100; FIGUEROA YÁÑEZ, Gonzalo "La concesión de personalidad jurídica: incoherencias entre sociedades y
corporaciones. El caso de las comunidades", en Departamento de Derecho Privado U. de Concepción
(coord.), Estudios de Derecho Civil V, AbeledoPerrot, Santiago, 2010, pp. 103-109; CÉSPEDES MUÑOZ, Carlos,
"Reflexiones y comentarios iniciales a la ley Nº 20.500, sobre asociaciones y participación ciudadana en la
gestión pública", en Revista de Derecho y Ciencias Penales 16, 2011, pp. 41-55; DEL PICÓ RUBIO, Jorge,
"Modificación del régimen civil de las personas jurídicas sin fines de lucro a partir de la vigencia de las leyes
Nº 19.638 y Nº 20.500", en Elorriaga, Fabián (coord.), Estudios de Derecho Civil VII, Thomson Reuters,
Santiago, 2012, pp. 17-27.
1. Estructura y administración
Los órganos esenciales que deben funcionar en una corporación son cuatro: 1º) La
asamblea de asociados; 2º) El presidente; 3º) El directorio y 4º) El órgano disciplinario.
Los directores no podrán ser personas que hayan sido condenadas a pena aflictiva (art.
551.2 CC). El Reglamento impone al Servicio de Registro Civil verificar este hecho antes de
proceder a la inscripción de la persona jurídica o de la subinscripción del acto de
nombramiento (art. 5.6 D.S. Nº 84, de 2013). Si durante el ejercicio del cargo un director es
condenado por crimen o simple delito cesará en sus funciones (art. 551.3 CC).
En caso de cese de un director en su cargo, ya sea por condena penal o por cualquier otro
impedimento o causa de inhabilidad o incompatibilidad establecida en la ley o en los estatutos,
el directorio (los directores restantes) nombrará a un reemplazante que durará en sus
funciones el tiempo que restaba al reemplazado para completar su período (art. 551.3).
El directorio debe nombrar un presidente, y quien sea elegido presidente del directorio
ocupará por ese mismo hecho el cargo de presidente de la corporación, con las atribuciones
que le confieren la ley y los estatutos (art. 551.4 CC).
El Código Civil dispone, para que quede constancia de las decisiones adoptadas en el seno
de la persona jurídica, que de las deliberaciones y acuerdos del directorio, y en el caso de las
corporaciones, de la asamblea, se dejará constancia en un libro o registro que asegure la
fidelidad de las actas (art. 557-3.2 CC). Además, las corporaciones o fundaciones deben
mantener registros actualizados de sus miembros (en el caso de las corporaciones), directores
y demás autoridades que prevean sus estatutos (art. 557-3.2 CC). Los actos que determinen o
modifiquen la integración de los órganos de dirección o administración deben subinscribirse en
el Registro de Personas Jurídicas sin Fines de Lucro, de manera que el Registro Civil podrá
certificar la vigencia de la respectiva persona jurídica y la composición de sus órganos
directivos (arts. 3.b y 15 D.S. Nº 84, de 2013).
b) Representación judicial y extrajudicial
Esto no quiere decir que los demás órganos no puedan representar a la entidad, conforme a
lo que dispongan los estatutos. También el presidente, el directorio o la asamblea podrán
conferir mandatos generales o especiales para que se ejerzan actos de administración o
disposición a nombre de la corporación o fundación. Se aplicarán, entonces, las reglas
generales del contrato de mandato y de la representación voluntaria.
En todos estos casos la representación sólo operará dentro de los límites de los poderes
que se han entregado a los órganos o apoderados. Por ello, el Código Civil dispone que "los
actos del representante de la corporación, en cuanto no excedan de los límites del ministerio
que se le ha confiado, son actos de la corporación; en cuanto excedan de estos límites, sólo
obligan personalmente al representante" (art. 552 CC). La regla se aplica también a las
fundaciones (art. 563 CC).
c) Dirección y administración
Esta función no es remunerada. Según el Código Civil "los directores ejercerán su cargo
gratuitamente" (art. 551-1.1 CC). Se trata nuevamente de un mandato legal imperativo que los
estatutos no podrían alterar, pero que nos parece criticable porque no se condice con la
necesidad de profesionalización ni con las responsabilidades que se imponen a estas
autoridades.
Sin embargo, la gratuidad del cargo tiene una excepción si el director presta a la institución
servicios distintos de sus funciones como director (art. 551-1.2 CC). Se entiende, en
consecuencia, que un director podría tener un contrato de trabajo o un contrato de
arrendamiento de servicios para con la persona jurídica y percibir una remuneración u
honorario en razón de ellos. Pero en tal caso se requiere que los estatutos no dispongan lo
contrario y que la retribución adecuada sea fijada por el directorio (art. 551-1.2 CC).
Velando por la calidad de personas jurídicas sin fines de lucro de las corporaciones y
fundaciones, la ley advierte que "las rentas que se perciban de esas actividades sólo deberán
destinarse a los fines de la asociación o fundación o a incrementar su patrimonio" (art. 557-
2.2). Esto quiere decir que no pueden distribuirse como ganancias entre sus miembros: "las
rentas, utilidades, beneficios o excedentes de la asociación no podrán distribuirse entre los
asociados ni aún en caso de disolución" (art. 556.3 CC). Con menos razón, podrán destinarse
a los miembros del directorio, al fundador o controlador de una fundación.
Entre los deberes del directorio estará el ordenar y supervisar que se lleve la contabilidad
que el Código Civil ordena para todas las personas jurídicas sin fines de lucro, así como la
confección anual de una memoria explicativa de sus actividades y un balance. El balance
debe ser aprobado por la asamblea en las corporaciones y por el directorio en las
fundaciones. Además, las personas jurídicas cuyo patrimonio o ingresos totales anuales
superen los límites definidos por una resolución del Ministerio de Justicia deberán someter su
contabilidad, balance general y estados financieros al examen de auditores externos
independientes. Estos auditores serán designados por la asamblea (corporaciones) o por el
directorio (fundaciones) eligiéndolos entre aquellos inscritos en el Registro de Auditores
Externos de la Comisión para el Mercado Financiero (art. 557.1 CC, Ley Nº 21.000, de 2017).
Los directores en el ejercicio de sus funciones responden solidariamente por los perjuicios
que causaren a la corporación o fundación y esta responsabilidad se extiende hasta la culpa
leve (arts. 551-2.1 y 563 CC). Si un director quiere salvar su responsabilidad por un acto o
acuerdo del directorio, debe hacer constar su oposición en el acta respectiva y, tratándose de
una corporación, debe darse cuenta de ella en la próxima asamblea (arts. 551-2.2 y 563 CC).
Se han elaborado diversas teorías para explicar la forma en la que se relacionan las
personas naturales que obran a nombre de la persona jurídica con la institución colectiva. Las
principales son la teoría de la representación y la teoría del órgano.
Más modernamente se tiende a negar que exista una relación de representación entre los
individuos que manifiestan la voluntad del ente colectivo y la persona jurídica. No hay dos
voluntades, sino una sola y que es la que se forja colectivamente a través de los órganos que
conforman la persona jurídica. La relación es orgánica y directa. La persona jurídica se
entiende y se obliga con terceros a través de sus propios órganos, no por representantes.
2. Régimen interno
El Código Civil entiende que las personas jurídicas constituyen una especie de comunidad o
sociedad que está regida por su propia ley interna, que son los estatutos y los reglamentos
que se dicten en conformidad con ellos. Sus miembros deben acatar esas reglas y su
violación podrá ser sancionada en el marco interno de esa misma institución. De este modo,
se dispone que "los estatutos de una corporación tienen fuerza obligatoria sobre toda ella, y
sus miembros están obligados a obedecerlos bajo las sanciones que los mismos estatutos
dispongan" (art. 553.1 CC).
La reforma de la ley Nº 20.500, de 2011, consagró expresamente estos criterios forjados por
la jurisprudencia. Se estableció que la potestad disciplinaria debe ser ejercida por un órgano
como una comisión de ética, tribunal de honor u otro organismo de similar naturaleza. Los
integrantes de este órgano no pueden tener un cargo en el directorio u órgano de
administración, para garantizar así su independencia. Además, se exige que el órgano
disciplinario proceda a aplicar sanciones disciplinarias "mediante un procedimiento racional y
justo, con respeto de los derechos que la Constitución, las leyes y los estatutos confieran a
sus asociados" (art. 553.2 CC). No teniendo la fundación asociados o miembros, nos parece
que esta potestad disciplinaria sólo se aplica a las corporaciones.
Las sanciones disciplinarias que suelen contemplar los estatutos son amonestación verbal,
amonestación por escrito, suspensión de los derechos como asociado y terminan con la
expulsión de la institución.
Por cierto, la conducta del asociado puede dar lugar no sólo a responsabilidad disciplinaria,
sino a responsabilidad civil o incluso penal. Por ello, el Código Civil, como ejemplo, dispone
que los delitos de fraude, dilapidación, y malversación de los fondos de la corporación, se
castigarán con arreglo a sus estatutos (mediante una sanción disciplinaria), sin perjuicio de lo
que dispongan las leyes comunes sobre los mismos delitos (art. 555 CC). O sea, se pueden
aplicar ambas sanciones: por ejemplo, la expulsión de la corporación y la pena que merezca el
delito penal cometido. También procederá acción civil de la corporación para reclamar la
indemnización de los perjuicios sufridos por el hecho ilícito.
3. Capacidad patrimonial
El patrimonio de la persona jurídica puede ser inicial o adquirido con posterioridad. Las
fundaciones deben tener un patrimonio inicial. En su desarrollo, pueden adquirir, conservar y
enajenar toda clase de bienes, a título gratuito u oneroso, por actos entre vivos o por causa de
muerte (art. 556.1 CC). Como excepción, se estima que no pueden adquirir derechos
personalísimos como los derechos de uso y habitación. Sí pueden gozar del derecho de
usufructo, pero se limita su duración a no más de treinta años (art. 770.3 CC; cfr. art. 1087.3
CC).
En el caso de las corporaciones, el patrimonio puede integrarse por los aportes que la
asamblea imponga a los asociados, con arreglo a los estatutos. Estos aportes pueden ser
ordinarios (cuotas regulares) o extraordinarios (art. 556.2 CC).
Además, el patrimonio se incrementará con las rentas o utilidades que provengan de las
inversiones de los recursos de la institución, ya que éstas sólo pueden destinarse a los fines
de la corporación o fundación o a incrementar su patrimonio (art. 557-2.2 CC).
Normalmente quedan fuera del ámbito de la capacidad de la persona jurídica derechos que
son propios del estado civil o de las relaciones de familia. Por excepción, sin embargo algunas
personas jurídicas, concretamente los bancos, son autorizadas a desempeñar cargos de tutor
o curador (art. 86.4º LGB).
A falta de normas expresas, se ha discutido qué capacidad tienen las personas jurídicas
constituidas en el extranjero para adquirir y ejercer derechos conforme a la legislación chilena.
Para las personas jurídicas de derecho público se piensa que requerirá que el Estado
extranjero al que pertenecen haya sido reconocido por Chile según el Derecho Internacional
Público.
Luis Claro Solar, por su parte, piensa que el art. 546 se refiere sólo a las personas jurídicas
que se pretendan constituir en Chile y conforme a las leyes chilenas, y no pretende
desconocer la personalidad jurídica de las corporaciones o fundaciones que hayan sido
reconocidas como tales en países extranjeros. Sólo necesitarían autorización de las
autoridades chilenas en caso de querer desarrollar actividades de modo permanente en el
país, pero no para la adquisición aislada de derechos, como a los que se refiere el art. 963.
Esta última es la posición que ha prevalecido, sobre todo luego que el Reglamento de
Concesión de Personalidad Jurídica, aprobado por el D.S. Nº 110, de 1979, dispusiera que las
corporaciones o fundaciones que hayan obtenido personalidad jurídica en el extranjero podrán
desarrollar actividades en el país previa autorización del Presidente de la República (art. 34
D.S. Nº 110). No habiéndose dictado el nuevo reglamento, exigido por la reforma de la ley
Nº 20.500, de 2011, debe considerarse vigente en esta parte el referido decreto.
Téngase en cuenta que para personas jurídicas con fines de lucro también hay normas
especiales para permitir que entidades extranjeras operen en Chile. Así, para las sociedades
anónimas se regula expresamente la constitución en Chile de agencias de sociedades
anónimas extranjeras (arts. 121 y ss. ley Nº 18.046, de 1981). Algo similar sucede para los
bancos extranjeros que quieran abrir sucursales en Chile (art. 32 D.F.L. Nº 3, de 1997 LGB) y
para las compañías de seguros (art. 4º bis D.F.L. Nº 251, de 1931).
4. Atributos y derechos de la personalidad
a) Nacionalidad
Siguiendo el principio de territorialidad que inspira la aplicación de la ley chilena, parece que
deben considerarse personas de nacionalidad chilena las que han sido constituidas en Chile.
Las demás serán extranjeras. Este criterio se aplicará tanto a las personas jurídicas de
derecho público como a las de derecho privado. En todo caso, la cuestión de la nacionalidad
de las personas jurídicas no tiene la relevancia que posee para las personas naturales, y lo
que importa es si se reconoce la capacidad patrimonial de dichas personas en un país diverso
al de su constitución.
b) Nombre y domicilio
Las personas jurídicas de derecho privado sin fines de lucro deben tener un nombre que
debe contemplarse en el estatuto (art. 548-2.a CC). El Código Civil agrega como exigencia
que el nombre haga referencia a la naturaleza, objeto o finalidad de la institución (art. 548-3
CC). Nos parece que bastará con que se indique la naturaleza mediante las denominaciones
legales de fundación, corporación o asociación.
También en los estatutos debe fijarse un domicilio (art. 548-2.a CC). Este domicilio aunque
es convencional debiera coincidir con el lugar donde la institución tenga la sede principal de
sus operaciones y actividades.
Desde antiguo se ha discutido si las personas jurídicas en cuanto tales son titulares de un
derecho al honor o a la honra. Una opinión negativa afirmaba que cuando se insulta o lesiona
el honor de la persona jurídica lo que en realidad se está haciendo es atentando contra el
derecho a la honra de las personas naturales que integran o dirigen la persona jurídica. En
cambio, según la tesis contraria la persona jurídica tiene un propio derecho al honor, de modo
que si se ofende la persona jurídica podría, a través de sus representantes legales,
querellarse por los delitos de injuria y calumnia.
Por otro lado, hay derechos que claramente sólo pueden aplicarse a las personas naturales
como el derecho a la vida y a la integridad física y psíquica (art. 19.1º Const.), el derecho a la
libertad personal (art. 19.7º Const.), el derecho a la salud (art. 19.9º Const.) o el derecho a la
educación (art. 19.10º Const.).
La cuestión se reduce por tanto a ciertos derechos en los que puede dudarse si
corresponden sólo a la persona natural o también a las personas jurídicas, o al menos a
ciertas personas jurídicas. Entre ellos está el de la honra, la vida privada, la imagen y la
libertad de conciencia.
Parece ya haber consenso en que las personas jurídicas tienen derecho a la honra, aunque
en las personas jurídicas con fines de lucro (sociedades) dicho derecho se suele traducir en
su "reputación o prestigio comercial". El art. 19 Nº 4 no distingue cuando señala que se
protege el respeto y protección de la honra "de la persona". Es cierto que agrega "y de su
familia" que sólo puede referirse a la persona natural, pero la frase puede entenderse no como
exigencia de que se tenga familia sino de que, en caso de haberla, también se protege la
honra de la familia de la persona natural. Por lo demás, la Constitución al tratar del derecho de
rectificación o aclaración por la publicación de alguna expresión ofensiva afirma en forma
expresa que la persona "ofendida" puede ser una persona natural o jurídica (art. 19.12º.3
Const.).
Más discusiones existen sobre la aplicación a las personas jurídicas de los derechos a la
vida privada y a la imagen. Por ejemplo, en cuanto a la vida privada, la ley Nº 19.628, de 1999,
sobre protección de datos personales, se entiende, sobre la base de la historia de su
aprobación, sólo aplicable a las personas naturales y no a las jurídicas. Sin embargo, el texto
de dicha ley no distingue y además tampoco lo hace la Constitución al asegurar a todos "el
respeto y protección a la vida privada [...] de la persona y su familia" (art. 19.4º Const.).
Nuevamente el agregado y "su familia" se aplicará cuando se trate de una persona natural que
tenga familia, pero no excluye que se proteja el derecho a la vida privada de las personas que
no la tengan, entre ellas las personas jurídicas. Por cierto, la intimidad o vida privada de este
tipo de personas será de una naturaleza diversa a la de las personas naturales y normalmente
se referirá a asuntos internos de la institución sobre los cuales existe una razonable
expectativa de que no sean conocidos por terceros. En este sentido, parece indudable que lo
referido a la inviolabilidad de las comunicaciones privadas asegurado por la Constitución (art.
19.5º Const.) se aplicará también a aquellas enviadas o recibidas por personas jurídicas.
También puede considerarse que las personas jurídicas tienen un cierto derecho a la
imagen, en lo referido a aquellos aspectos perceptibles por los sentidos que sean claramente
asociados con la identidad de la institución. Por ejemplo, la imagen del edificio de la casa
central de la Universidad Católica de Chile con el Sagrado Corazón de brazos abiertos no
podría ser utilizada para fines publicitarios o de otra índole sin la autorización de la persona
jurídica titular. Es cierto, sin embargo, que normalmente en cuanto a escudos, banderas, logos
corporativos las personas jurídicas tienen una más segura protección si las registran como
marcas y acceden a la propiedad industrial sobre ellas.
Una concepción restrictiva del daño moral que lo identifica con el dolor, la angustia y el
sufrimiento emocional padecido por la víctima (el "pretium doloris") llevó en su momento a
negar que las personas jurídicas pudieran reclamar el resarcimiento del daño moral por la vía
de la responsabilidad civil. Como las personas jurídicas no pueden sentir dolor, no pueden
tampoco reclamar la reparación de un daño que no se ha sufrido.
Sin embargo, la doctrina y jurisprudencia moderna han evolucionado para admitir que el
daño moral es más que el pretium doloris y que caben en él otras categorías de perjuicios no
patrimoniales, como la merma o menoscabo significativo de un derecho de la personalidad.
Por ello, si se admite que las personas jurídicas tienen titularidad al menos sobre algunos
derechos de la personalidad no cabe negarse a que puedan reclamar reparación por el daño
que se les cause cuando se les vulneran dichos derechos.
A nuestro juicio, no basta con reconocer que la persona jurídica tenga un derecho de la
personalidad para concluir que tiene también titularidad para demandar resarcimiento del daño
moral. La infracción del derecho por sí misma no es constitutiva de daño, es sólo el hecho
ilícito que si causa perjuicio genera el derecho a reclamar su reparación. Es cierto que la
noción de daño moral se ha extendido para incluir otros menoscabos a los intereses
extrapatrimoniales de la persona y en este sentido no cabe negar, en principio, que las
personas jurídicas puedan sufrir un daño moral en la medida en que se hayan menoscabado
tales intereses. Esto puede ser más fácil de configurar respecto de las personas jurídicas sin
fines de lucro, como las corporaciones y fundaciones del Código Civil, que pueden verse
afectadas por una imputación que les perjudica en su posición en la sociedad y en la estima
de la ciudadanía, que les impedirá o dificultará conseguir sus fines estatutarios.
En cambio, respecto de las personas con fines de lucro (sociedades) resulta más complejo
configurar lesiones a intereses extrapatrimoniales, porque el fin de lucro de la entidad de
alguna manera patrimonializa todos sus intereses. Por ello, la jurisprudencia que acude a la
merma del prestigio o reputación comercial para indemnizar el daño moral, en realidad está
resarciendo lo que es un daño a intereses patrimoniales, y por lo tanto debiera considerarse
una especie de lucro cesante y medirse por la pérdida de ingresos que el menoscabo
reputacional económico genera. Es, por tanto, en último término un perjuicio patrimonial.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: PHILIPPI IZQUIERDO, Julio, "Naturaleza de los derechos y obligaciones de los miembros
de una corporación con personalidad jurídica (Sentencia arbitral de única instancia)", en RDJ, t. 24, sec.
Derecho, pp. 67-79; NAST, Marcel, "De la naturaleza jurídica de las convenciones celebradas por una
colectividad en interés de sus miembros", en RDJ, t. 7, sec. Derecho, pp. 67-79; DUNKER BIGGS, Federico,
"Nacionalidad de las personas jurídicas", en RDJ, t. 42, Derecho, pp. 50-64; ALBÓNICO VALENZUELA, Fernando,
"El domicilio internacional de las personas jurídicas", en RDJ, t. 64, Derecho, pp. 31-38; MAZEAUD, León, "La
nacionalidad de las sociedades", en RDJ, t. 25, Derecho, pp. 52-68; TAPIA RODRÍGUEZ, Mauricio, "Daño moral
de las personas jurídicas en el Derecho chileno", en C. Domínguez, J. González, M. Barrientos, J. Goldenberg
(coords.), Estudios de Derecho Civil VIII, Thomson Reuters, Santiago, 2013, pp. 621-640; LARRAÍN
PÁEZ, Cristián, "Daño moral a personas jurídicas: prevenciones teóricas y propuesta de solución", en S.
Turner y J. A. Varas (coords.), Estudios de Derecho Civil IX, Thomson Reuters, Santiago, 2014, pp. 593-
604; DE CASAS, C. Ignacio y TOLLER M., Fernando, Los derechos humanos de las personas jurídicas.
Titularidad de derechos y legitimación en el sistema interamericano, Porrúa, México D.F., 2015.
1. Responsabilidad contractual
La persona jurídica debe responder con su propio patrimonio para cumplir las obligaciones
contractuales que asuma y no responden por ellas los individuos que la componen: "las
deudas de una corporación, no dan a nadie derecho para demandarlas, en todo o en parte, a
ninguno de los individuos que componen la corporación, ni dan acción sobre los bienes
propios de ellos, sino sobre los bienes de la corporación" (art. 549.1 CC).
En cambio, cuando se obliga un ente colectivo que no goza de personalidad jurídica (por
ejemplo, una mera asociación), los que resultan obligados son cada uno de sus integrantes en
sus propios bienes. La ley además dispone que esta responsabilidad será solidaria (art. 549.4
CC). La ley Nº 20.500, de 2011, dispone que, sin perjuicio de esta responsabilidad, para
procurar los fines de las agrupaciones sin personalidad jurídica podrán actuar otras personas,
jurídicas o naturales, y que ellas responderán ante terceros de las obligaciones contraídas en
interés de los fines de la agrupación (art. 7º).
2. Responsabilidad extracontractual
Desde que se abandonó la noción de culpa psicológica y fue sustituida por un criterio
normativo fundado en la infracción de deberes de cuidado, no ha habido dificultades en admitir
que la persona jurídica puede cometer culposamente hechos ilícitos extracontractuales que
causan daño a otras personas naturales o jurídicas y quedar obligada a reparar dichos
perjuicios.
La persona jurídica puede responder por culpa propia cuando la negligencia puede ser
atribuida a los órganos de la persona jurídica. En suma, se atiende a la teoría del órgano, pero
siempre que el órgano haya actuado dentro del ámbito de sus funciones (arts. 2314 y 2329
CC).
Si el hecho ilícito lo causa una persona natural que está bajo el cuidado de la persona
jurídica, como por ejemplo si ésta es una empresa y quien causa un daño es un trabajador
dependiente de ella, entonces responderá por el hecho ajeno conforme a las disposiciones de
los arts. 2320 y 2322 del Código Civil.
b) Acción especial por perjuicios irrogados por el estatuto
El Código Civil dispone que si los estatutos de una corporación irrogan perjuicio a una
tercera persona, ésta podrá recurrir a la justicia, en "procedimiento breve y sumario", para que
los estatutos se corrijan o se repare toda lesión o perjuicio que de la aplicación de dichos
estatutos le haya resultado o pueda resultarle (art. 548-4 CC).
Es curioso que la norma se aplique sólo a las corporaciones: el art. 563 del Código Civil no
menciona al art. 548 dentro de las normas de las corporaciones que se aplican a las
fundaciones. No vemos las razones de esta diferencia, que proviene del texto original del
Código.
Por regla general, las personas jurídicas no tiene responsabilidad penal, y si se comete un
delito de carácter penal responden las personas naturales que intervinieron en el hecho como
autores, cómplices o encubridores. La persona jurídica, en tales casos, sólo responderá
civilmente por los perjuicios causados. El Código Procesal Penal dispone que "La
responsabilidad penal sólo puede hacerse efectiva en las personas naturales. Por las
personas jurídicas responden los que hubieren intervenido en el acto punible, sin perjuicio de
la responsabilidad civil que las afectare" (art. 58.2 CPP).
Por excepción, y en virtud de la ley Nº 20.393, de 2009, las personas jurídicas responden
penalmente en casos de delitos de lavado de activos, financiamiento del terrorismo y cohecho.
Esta ley se aplica a todas las personas jurídicas de derecho privado (con y sin fines de lucro) y
a las empresas del Estado (art. 2º ley Nº 20.393). Las penas que pueden imponerse son
adecuadas a la naturaleza de la persona sancionada: multas, pérdida de beneficios,
prohibición de celebrar actos y contratos y disolución de la persona o cancelación de su
personalidad jurídica (art. 8º ley Nº 20.393).
En todo caso, desde antiguo se ha reconocido que las personas jurídicas son responsables
por contravenciones o infracciones de carácter no penal, sino administrativos. Así, una
persona jurídica puede ser sancionada por alguna infracción a las leyes laborales o de
protección al consumidor.
4. Fiscalización
El hecho de que las personas jurídicas de derecho privado puedan constituirse y desarrollar
sus actividades libremente no las exime de un poder de vigilancia y fiscalización del Estado
que pretende evitar que se cometan ilícitos mediante su funcionamiento. Esta labor de
fiscalización está radicada en el Ministerio de Justicia (art. 557.1 CC).
Si como resultado la autoridad observa que se han producido irregularidades puede asumir
varias vías de actuación: pedir a la persona jurídica que las subsane, pedir a la persona
jurídica que persiga las responsabilidades que hubieren surgido con motivo de ellas y,
finalmente, requerir al juez la adopción de las medidas que fueren necesarias para proteger de
manera urgente y provisional los intereses de la persona jurídica o de terceros (art. 557.3 CC).
Entendemos, sin embargo, que si la persona jurídica no está de acuerdo con la legalidad de
las instrucciones que le imparta el Ministerio, podrá recurrir contra ellas ante los tribunales de
justicia.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: SILVA FERNÁNDEZ, Pedro, "La responsabilidad penal de las personas jurídicas",
en RDJ, t. 35, Derecho, pp. 94-104; NEIRA PENA, Ana María, "La persona jurídica como nuevo sujeto pasivo
del proceso penal en los ordenamientos chileno y español", en Revista de Derecho (Universidad Católica del
Norte) 21, 2014, 1, pp. 157-201; ZELAYA ETCHEGARAY, Pedro, "Sobre la responsabilidad de las personas
jurídicas en el Código Civil chileno", en Revista Chilena de Derecho 13, 1986, 3, pp. 525-540; GUTIÉRREZ
SILVA, José Ramón, "El presupuesto procesal de la capacidad en las personas jurídicas, en especial las de
derecho público", en Revista Chilena de Derecho 36, 2009, 2, pp. 245-279.
V. DISOLUCIÓN
1. Causales
1º) Vencimiento del plazo de duración, si así se hubiere establecido en sus estatutos.
Salvo la primera que opera por el solo hecho del vencimiento del plazo, las restantes deben
ser establecidas por sentencia judicial ejecutoriada, dictada en un procedimiento especial de
disolución, al que nos referiremos enseguida.
A las causales anteriores que son comunes a todas las personas jurídicas de derecho
privado sin fines de lucro, deben agregarse una que se aplica sólo a las corporaciones y otra
que se aplica únicamente a las fundaciones: las corporaciones se disuelven por acuerdo de la
asamblea general extraordinaria, citada especialmente para este propósito, y que debe contar
con el voto conforme de los dos tercios de los asociados que asistan (arts. 559.b y 558.1 CC).
Las fundaciones, por su parte, se disuelven por la destrucción de los bienes destinados a su
manutención (art. 564 CC).
Cuando la causal necesite de una sentencia judicial que la declare deberá seguirse un juicio
especial. Para iniciar este proceso el único legitimado activo es el Consejo de Defensa del
Estado, el que procederá a ejercer la acción, previa petición fundada del Ministerio de Justicia.
Esto tiene una excepción: si se trata de la causal relativa a la realización íntegra del fin o
imposibilidad de obtenerlo, se permite que la institución llamada a recibir los bienes de la
corporación o fundación en caso de extinción de ésta, ejerza la acción (art. 559.2 CC).
La demanda deberá presentarse ante el juez de letras con jurisdicción civil correspondiente
al domicilio de la corporación o fundación cuya disolución se pretende. El art. 559 del Código
Civil dispone que se tramitará en "procedimiento breve y sumario", lo cual quiere decir que se
aplicará el procedimiento sumario (art. 680.1º CPC).
Sin embargo, el tribunal puede decidir que no se aplicará esta pena cuando se trate de
personas jurídicas de derecho privado que presten un servicio de utilidad pública cuya
interrupción pudiere causar graves consecuencias sociales y económicas o daños serios a la
comunidad, como resultado de la aplicación de dicha pena (art. 8.1º ley Nº 20.393, de 2009).
4. Destino de los bienes
Una vez disuelta la corporación pueden quedar bienes que han perdido su propietario. La
ley establece quién debe adquirirlos. En primer lugar, se deben aplicar los estatutos que, en
principio, deben indicar una institución sin fines de lucro para este efecto (art. 548-2 letra f
CC). Si no se ha cumplido con esta previsión, los bienes pertenecerán al Estado, pero con la
obligación de emplearlos en objetos análogos a los de la corporación extinguida. El Presidente
de la República señalará estos objetos (art. 561 CC). Esta regla se aplica también a las
fundaciones cuando se disuelven por causales diversas a la destrucción completa de sus
bienes (art. 563 CC).
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: GUZMÁN BRITO, Alejandro, "El destino de los bienes pertenecientes a una persona
jurídica sin fin de lucro en el evento de su disolución", en Elorriaga, Fabián (coord.), Estudios de Derecho Civil
VII, Thomson Reuters, Santiago, 2012, pp. 223-248.
VI. LA DOCTRINA DEL "ABUSO DE LA PERSONALIDAD JURÍDICA" Y DEL "LEVANTAMIENTO DEL VELO"
Así, por ejemplo, si una ley prohíbe a un funcionario público venderse a sí mismo un bien
fiscal, formalmente la ley no se trasgredirá por el hecho de que se lo venda a una sociedad
aunque el 99% de los derechos sociales los tenga el mismo funcionario.
Se trata de una teoría creada por la doctrina y que ha sido aceptada por la jurisprudencia,
en ciertos casos donde se pone de manifiesto la instrumentalización de la persona jurídica
para fines desviados de los normales y ordinarios.
1º Fraude de ley: En estos casos el fraude de ley, que ya hemos explicado, se obtiene
mediante la creación y posterior disolución de una persona jurídica. Por ejemplo, si alguien
controla una persona jurídica que se sabe va a ser demandada para cobrar perjuicios y, para
evitar la demanda, la divide en distintas sociedades con domicilio en múltiples ciudades del
país.
3º Lesión de derechos de terceros: Pueden darse muchos casos. Uno de los más
frecuentes es el del deudor que previendo que no va a poder hacer frente a su acreedor
constituye una persona jurídica y le traspasa todos sus bienes realizables.
Este último ejemplo nos da pie para advertir que no son casos de abuso de la personalidad
jurídica aquellos en los que hay mera simulación de un contrato o acto jurídico. Si hay
simulación, no es necesario alegar la doctrina del abuso de la personalidad jurídica porque
bastará acreditar que no hubo voluntad real de crear una persona jurídica, por lo que ésta
tampoco tiene valor legal. Los supuestos de abuso son aquellos en los que no hay simulación
y la creación de la persona jurídica es real, sólo que se la manipula para obtener un fin no
autorizado por el ordenamiento jurídico.
Según la teoría del abuso de la personalidad jurídica el perjudicado puede accionar ante los
tribunales de justicia para que el juez pueda "levantar el velo" que cubre a las personas
naturales y analizar la situación con prescindencia de la "pantalla legal" en que se ha
transformado la personalidad jurídica. Se rompe así el principio de separación entre la
persona jurídica y las personas naturales que la integran o controlan. La expresión
"levantamiento del velo" es de origen anglosajón (lifting of the corporate veil).
Nos parece que la doctrina del abuso de la personalidad jurídica y las facultades del juez
para "levantar el velo" debe aplicarse muy excepcionalmente y con cautela. De lo contrario, se
corre el riesgo de inutilizar las ventajas que la misma ley ha otorgado a la persona jurídica.
Téngase en cuenta, por ejemplo, que para ciertas sociedades la ley misma ha previsto que se
limite la responsabilidad de sus socios. Si se pretendiera "levantar el velo" de una de esas
personas jurídicas para hacer responder a sus socios por la totalidad de las deudas sociales
con su propio patrimonio, sencillamente se estaría dejando sin efecto el estatuto legal de
dichas sociedades y se estaría declarando ilícito (abuso) lo que es un uso legítimo y
propiciado por la ley del instrumento de la personalidad jurídica.
La ley de manera anticipada puede prevenir los abusos de la personalidad jurídica y cada
vez hay más casos en los que una inhabilidad o incompatibilidad se dispone no sólo respecto
de una persona natural sino también de las personas jurídicas que le están relacionadas. Sin
ir más lejos, en el mismo título XXXIII del libro I del Código Civil la ley Nº 20.500, de 2011
introdujo una norma de este estilo, para evitar que los directores eludieran la prohibición de
percibir retribución por el ejercicio de su cargo, disponiendo que se dará cuenta a la asamblea
o al directorio sobre cualquier remuneración o retribución que reciban "las personas jurídicas
que les son relacionadas" (art. 551-1 CC).
El mismo fin se observa en el art. 146 del Código Civil al disponer que si el inmueble que
sirve de residencia principal de la familia pertenece no a uno de los cónyuges sino a una
sociedad en que cualquiera de ellos tengan derechos o acciones, se aplicarán las reglas
previstas para la protección de los bienes familiares sobre dichos derechos o acciones.
El Código del Trabajo (modificado por la ley Nº 20.760, de 2014), establece herramientas
para combatir un típico caso de abuso de la personalidad jurídica que se dio en llamar
"empresas multirut". Autoriza expresamente al juez para determinar, para efectos laborales y
previsionales, que dos o más empresas (personas naturales o jurídicas) son, en realidad, un
solo empleador. El efecto de esta declaración no es la cancelación de la personalidad jurídica
de cada empresa, sino la responsabilidad solidaria de todas ellas en el cumplimiento de las
obligaciones laborales y previsionales emanadas de la ley, de contratos individuales o de
instrumentos colectivos (art. 3º CT).
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: LÓPEZ DÍAZ, Patricia, La doctrina del levantamiento del velo y la instrumentalización de
la personalidad jurídica, LexisNexis, Santiago, 2003, LYON PUELMA, Alberto, "El abuso de la forma de la
persona jurídica", en Guzmán Brito, Alejandro (editor), El Código Civil de Chile (1855-2005), LexisNexis,
Santiago, 2007, pp. 379-408; URBINA MOLFINO, Ignacio, "Levantamiento del velo corporativo: sentencia de la
Corte Suprema de 2 de junio de 2009 (rol N° 1527-2008)", en Revista Chilena de Derecho 38, 2011, 1,
pp. 163-171; UGARTE VIAL, Jorge, "Fundamentos y acciones para la aplicación del levantamiento del velo en
Chile" en Revista Chilena de Derecho 39, 2012, 3, pp. 699-723.
Pero no sólo las agrupaciones de personas naturales pueden tener una subjetividad sin
personalidad jurídica sino también las colecciones de bienes que forman lo que podemos
llamar un patrimonio. El caso más clásico de patrimonio que no es persona jurídica pero tiene
una individualidad como tal y un administrador que puede recibir, cobrar, contratar y hasta
demandar en su nombre es la llamada herencia yacente, es decir, aquella que no ha sido
aceptada por los herederos, frente a lo cual la ley permite que se le nombre un curador de
bienes (art. 1240 CC).
2. Entes colectivos sin personalidad jurídica
La posibilidad de que existan entes colectivos que no tengan personalidad jurídica fue
prevista por el mismo Andrés Bello en el articulado original de nuestro Código Civil. El inciso
final del art. 549 dispone que "si una corporación no tiene existencia legal [...] sus actos
colectivos obligan a todos y cada uno de sus miembros solidariamente". Téngase en cuenta
que, aunque no tenga "existencia legal" como persona jurídica, el Código reconoce que hay un
ente colectivo, una corporación, que ha podido actuar en cuanto tal. Al no tener patrimonio
propio, la ley hace responsables por las obligaciones que se asuman a su nombre a los
miembros que componen la entidad, y esa responsabilidad es solidaria, es decir, el tercero
puede cobrar el total de lo debido a cualquiera de los miembros. Además, la ley Nº 20.500
estableció que "Sin perjuicio de lo dispuesto en el inciso final del art. 549 del Código Civil, en
procura de los fines de tales agrupaciones podrán actuar otras personas, jurídicas o naturales,
quienes responderán ante terceros de las obligaciones contraídas en interés de los fines de la
agrupación" (art. 7º ley Nº 20.500). La norma se refiere a personas que siendo o no miembros
de la asociación se han encargado de la administración o de la realización de actos jurídicos
en interés del ente colectivo.
Algo similar a lo preceptuado por el art. 549 para las corporaciones se preceptúa para el
caso de una sociedad que, por la nulidad del contrato, no puede dar lugar a una persona
jurídica. El Código dispone que los terceros de buena fe que hayan contratado con la
sociedad, que ha funcionado de hecho, pueden ejercer las acciones que tengan contra ella en
contra de todos y cada uno de los asociados (art. 2058 CC).
Otras formas de entidades que, aunque no sean reconocidas como personas jurídicas,
gozan de una cierta subjetividad, tienen más semejanza con las fundaciones, en el sentido de
que están conformadas por bienes y obligaciones, es decir, por masas patrimoniales que, por
alguna razón, presentan una autonomía en cuanto a su identificación y gestión. Es lo que
sucede, como veíamos, con el patrimonio de una persona difunta cuya herencia no ha sido
aceptada por nadie y que conforma lo que se denomina "herencia yacente". Su administración
corresponde a un curador de bienes (arts. 481, 1240 y 2509.3º CC). También se admite que
se deje por testamento una asignación por causa de muerte (herencia o legado) a una entidad
que no goza de personalidad jurídica, si dicha asignación tiene por objeto la fundación de una
persona jurídica cuyo reconocimiento se solicita con posterioridad a la apertura de la sucesión
(art. 963 CC).
Las copropiedad inmobiliaria determina igualmente que un conjunto de bienes, los llamados
bienes comunes, necesiten ser administrados por un órgano que represente no el interés
particular de los copropietarios, sino el interés colectivo de la comunidad indivisible que se
genera entre ellos. Según la ley vigente este órgano es el administrador designado por la
asamblea de copropietarios, y entre sus atribuciones está el de representar en juicio activa o
pasivamente a los copropietarios en las causas concernientes a la administración y
conservación del condominio (art. 23 ley Nº 19.537, de 1997).
Supuestos distintos en los que se otorga cierta subjetividad a masas patrimoniales sin que
tengan personalidad jurídica, son los fondos de inversión, de los cuales los más relevantes
son los Fondos de Pensiones. Estos Fondos se componen de las cotizaciones legales y
voluntarias de los trabajadores y son administrados por instituciones privadas de giro especial:
las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP). La ley separa muy cuidadosamente el
patrimonio propio de la AFP del Fondo de Pensiones que ella sólo administra y del que
deduce las comisiones que correspondan (cfr. arts. 33 y 34 D.L. Nº 3.500, de 1980). Algo
similar sucede con los fondos mutuos y de inversión administrados por sociedades anónimas
que son calificados como "patrimonios de afectación" por la ley Nº 20.712, de 2014. Se
reconoce así que el fondo, a pesar de no gozar de personalidad jurídica, pueda contratar
(incluso constituir sociedades), adquirir bienes y asumir obligaciones con cargo a sus propias
fuerzas patrimoniales y con independencia de los bienes que pertenezcan a la sociedad
administradora, la que sin embargo deberá indemnización al fondo por los daños que le
causen por la ejecución de conductas prohibidas por la ley (cfr. arts. 17, 52 y 64 ley Nº 20.712,
de 2014).
PARTE III LA RELACIÓN JURÍDICA
BIBLIOGRAFÍA GENERAL: VODANOVIC, Antonio, Tratado de Derecho Civil. Partes preliminar y general,
explicaciones basadas en las versiones de clases de Arturo Alessandri y Manuel Somarriva, 6ª edic., Editorial
Jurídica de Chile, Santiago, 1998, t. I, pp. 293-351; PESCIO VARGAS, Victorio, Manual de Derecho Civil,
Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1978, t. II, pp. 9-21; LARRAÍN RÍOS, Hernán, Lecciones de Derecho Civil,
Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1994, pp. 121-130; DUCCI CLARO, Carlos, Derecho Civil. Parte general, 4ª
edic., Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 2002, pp. 201-234; RUZ LÁRTIGA, Gonzalo, Explicaciones de
Derecho Civil. Parte general y acto jurídico, AbeledoPerrot, Santiago, 2011, pp. 241-274.
I. RELACIÓN JURÍDICA
Según la metafísica aristotélica, la relación es una de las posibles "categorías" del ser, junto
con la entidad, la cantidad, la cualidad, el lugar, el tiempo, la posición y otras similares. Quería
aludir a modalidades o predicamentos que se pueden hacer respecto de un ser. La categoría
llamada "relación" describe la forma de un ser comparado con otro, por ejemplo, que Laura es
más joven que Catalina, o que Catalina es más morena que Julia. Este concepto por un
sorprendente itinerario terminó siendo recogido para describir el contenido u objeto del
Derecho, y se comienza a hablar así de "relación jurídica" o "relación de derecho", pero para
hacer alusión a la forma en que los diversos seres se vinculan o se conectan desde una
perspectiva jurídica.
En principio, la relación jurídica puede describir el nexo entre personas, pero también entre
personas y cosas e incluso entre cosas. Así, por ejemplo, en un derecho real de servidumbre
puede encontrarse una relación entre dos bienes inmuebles: el predio dominante y el predio
sirviente; las cosas inmuebles por destinación se califican justamente por su relación con el
inmueble principal, el modo de adquirir la propiedad denominada accesión relaciona dos
cosas muebles o inmuebles. También existen relaciones de una persona con una cosa: la más
característica es la de propiedad y que se produce en todos los derechos reales. En tercer
lugar, tenemos las relaciones entre personas, de la cual la más típica es el derecho personal u
obligación.
Debemos advertir que el adjetivo calificativo de "subjetiva" no significa acá algo interno, que
depende de la subjetividad de cada persona, sino lo que pertenece a un sujeto en cuanto
opuesto al mundo de los objetos o cosas. La expresión "relación jurídica subjetiva" quiere
decir, por tanto, relación jurídica interpersonal (entre personas).
Las relaciones entre personas y cosas, como el derecho de propiedad y los demás
derechos reales, serían relaciones jurídicas subjetivas porque, si bien directamente relacionan
una persona con una cosa, indirectamente relacionan al titular del derecho sobre la cosa con
todas las demás personas que se verán obligadas a respetar y no perturbar el derecho real.
Las relaciones jurídicas entre cosas son reconducidas a relaciones entre personas: así la
servidumbre predial termina por relacionar al dueño del predio dominante con el dueño del
predio sirviente, o se señala que interesan al Derecho únicamente en cuanto sirven para
determinar relaciones jurídicas interpersonales, es decir, subjetivas. Por ejemplo, en la
accesión no interesa directamente que dos cosas se junten, sino que la persona que es
propietaria de una, pase a ser dueña de la otra.
La principal relación jurídica es el derecho subjetivo, que tiene una historia más larga que la
de relación jurídica subjetiva.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: GUZMÁN BRITO, Alejandro, Los orígenes de la noción de sujeto de derecho, Temis,
Bogotá, 2012; "Los orígenes del concepto de 'Relación Jurídica': ('Rechtliches Verhältnis'-'Rechtsverhältnis')",
en Revista de Estudios histórico jurídicos 28, 2006, pp. 187-226.
El derecho subjetivo es una relación jurídica por la cual una persona tiene la facultad para
obrar de una determinada manera. No siempre la palabra derecho fue entendida como
facultad de hacer algo. En el Derecho Romano el ius era concebido no como facultad sino
más bien como lo debido en justicia. Los juristas de la Edad Media y luego los humanistas y
los autores de la Escuela del Derecho Natural Racionalista instalaron la noción de derecho,
como la facultad de un sujeto de realizar un comportamiento. Así se comenzó a hablar de que
una persona tenía el derecho de cobrar un crédito o de caminar libremente por la ciudad.
Para distinguirlo de otras acepciones de la palabra derecho (derecho como norma, como
ciencia jurídica o como la cosa justa debida), cuando se habla de derecho/facultad se utiliza el
calificativo de "subjetivo" que nuevamente quiere significar que es atribuido a una persona o
sujeto de derechos.
El derecho subjetivo es la relación jurídica más estudiada, pero es sólo una especie dentro
del gran género de las relaciones jurídicas subjetivas.
Las expectativas, los derechos bajo condición suspensiva o los derechos eventuales son
relaciones jurídicas que corresponden a lo que podría decirse es la gestación de los derechos
subjetivos.
A diferencia de la mera expectativa que no suele ser tutelada por el ordenamiento jurídico,
el derecho sujeto a condición suspensiva sí es reconocido y tutelado. Así, el acreedor
condicional tiene derecho a pedir medidas conservativas para evitar que durante la pendencia
se malogre el bien sobre el que recae el derecho sujeto a condición (art. 1492.3 CC).
3. Potestades
Las potestades son similares al derecho subjetivo pero con una gran diferencia: son
atribuidas y deben ser ejercidas no en beneficio del titular sino en favor de la persona que está
sujeta a ella. Es lo característico de la patria potestad que tienen los padres sobre los hijos no
emancipados. También son potestades las poderes y facultades que tienen los tutores y
curadores sobre los respectivos pupilos.
En ellas deben incluirse los derechos que conforman la llamada autoridad paterna o
materna, en las que se comprenden el derecho al cuidado personal, la crianza y la dirección
de la educación de los hijos.
4. Deberes jurídicos
Algunos deberes jurídicos pueden identificarse con la cara pasiva de un derecho subjetivo.
Así sucede con los derechos personales o créditos en los que una persona tiene el derecho
de exigir el cumplimiento de una prestación que debe otra; en tal supuesto quien debe, tiene
un deber jurídico específico que denominamos obligación.
Pero existen otros deberes jurídicos que no constituyen obligaciones y que por tanto
configuran formas de relaciones jurídicas subjetivas diversas a la del derecho subjetivo.
Así pueden mencionarse los llamados deberes jurídicos generales, que son aquellos que
los integrantes de la sociedad deben cumplir para procurar una mejor convivencia entre todos
ellos. Un deber jurídico general muy importante es el de no causar daño injustamente a otro
(principio de neminem laedere). También puede calificarse de deber jurídico general el de
respetar la dignidad y los derechos de la personalidad de los demás. Lo mismo sucede con el
deber de no entorpecer indebidamente el goce de los derechos reales que los demás tengan
sobre sus cosas. Podría también calificarse de deber jurídico general el deber de comportarse
lealmente y de buena fe (principio de buena fe).
Otros deberes jurídicos son las cargas. La carga se distingue por una característica
fundamental: su ejecución o cumplimiento va en beneficio del mismo gravado con el deber.
Así, por ejemplo, en un contrato de seguro el asegurado tiene el deber de dar aviso a la
compañía de seguros de la ocurrencia del siniestro dentro de cierto tiempo. Si no lo hace, su
derecho a la indemnización caduca o se extingue. Se trata de un deber pero en beneficio del
mismo asegurado: si quiere cobrar la indemnización debe cumplir con la carga. Nadie lo
puede obligar a avisar y si no lo hace el único perjudicado es él mismo. Algo similar sucede
con la carga de la prueba: si la parte que tiene la carga no presenta prueba, nadie le va a
exigir que lo haga, pero perderá el juicio.
5. Instituciones jurídicas
Las relaciones jurídicas pueden reunirse y a su vez relacionarse o conectarse con ocasión
de una realidad jurídica de trascendencia mayor. Así, por ejemplo, la persona, el matrimonio,
el contrato, la filiación, el patrimonio, la propiedad, la sucesión por causa de muerte, dan
origen a un buen número de relaciones jurídicas que se interconectan.
La doctrina les da el nombre de "instituciones", con lo cual quiere dar a entender que se
trata de realidades fundamentales en la construcción del entramado de relaciones jurídicas
que conforman el Derecho.
Hay instituciones propias para cada rama del Derecho, pero en este curso nos ocupamos
sólo de las que corresponden al Derecho Privado y, más concretamente, al Derecho Civil.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: GALECIO GÓMEZ, Rubén, Ensayo de una teoría de los derechos eventuales,
Valparaíso, 1943; DEMOGUE, René, "De la naturaleza y de los efectos del derecho eventual", en RDJ t. 4, sec.
Derecho, pp. 5-32; 47-64 y 65-77.
1. Origen histórico
La noción de derecho subjetivo, esto es, del derecho comprendido como la facultad para
obrar de una persona, no surgió en el Derecho Romano. Al parecer, fue en la Edad Media,
donde del lenguaje más bien coloquial recogieron ese sentido de la palabra derecho (aunque
sin el añadido de subjetivo), los canonistas del siglo XII. Un respaldo fuerte a esta acepción
del "ius" como "facultas" lo daría el teólogo y filósofo Guillermo de Ockham (c. 1298 - c. 1349).
La noción se impondría en los siglos XVI y XVII con la aceptación del derecho como facultad
por los juristas teólogos de la nueva escolástica, los humanistas y los autores del derecho
natural racionalista.
Pero se trataba de una acepción de la palabra derecho ("ius") y no de una noción técnico-
jurídica calificada con el apellido de "subjetivo". Fue en el siglo XVIII que un autor, el jurista
alemán Georg Darjes (1714-1791), distinguió entre "derecho considerado subjetivamente" y
"derecho considerado objetivamente", para referirse al derecho como facultad y al derecho
como norma, respectivamente. La dogmática alemana del siglo XIX con oscilaciones fue
empleando cada vez más las expresiones sintéticas de "derecho subjetivo" y "derecho
objetivo", hasta que esta fórmula se hizo general, y se extendió por toda Europa y América 17.
2. Teorías
Para conceptualizar el derecho subjetivo se han elaborado básicamente dos teorías, ambas
de procedencia alemana. La primera señala que el derecho subjetivo es un "poder de la
voluntad" otorgado a la persona por el ordenamiento jurídico (Bernhard Windscheid, 1817-
1892), mientras que la segunda prefiere decir que el derecho subjetivo no es más que un
"interés jurídicamente protegido" (Rudolf von Ihering, 1818-1892).
Existe también una posición en la Filosofía del Derecho que postula que la teoría del
derecho subjetivo es falsa ya que el derecho no puede ser comprendido sobre la base de
facultades que tienden a absolutizarse y a mirar sólo el interés individual. El derecho debería
ser comprendido de una manera objetiva, pero no como norma, sino como la "cosa justa
debida" o la "posición justa" (Michel Villey, 1914-1988; Álvaro D'Ors, 1915-2004).
3. Noción
Por nuestra parte, pensamos que el Derecho es una realidad compleja que admite ser
analizada desde diversas perspectivas, todas ellas complementarias. Por ello, el admitir que
derecho es la cosa debida según un criterio de justicia ("dar a cada uno lo suyo"), no impide
señalar que también es derecho la norma que determina y concretiza lo justo y que asimismo
lo es la facultad para exigir aquello que se le debe a persona en razón de esa norma y esa
justicia.
Una buena armonización entre estos aspectos del Derecho debiera evitar que se absolutice
la noción del derecho subjetivo y se caiga en un individualismo que dañe el carácter social y
cooperativo del sistema jurídico.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: GUZMÁN BRITO, Alejandro, "Historia de la denominación del derecho-facultad como
'subjetivo'", en Revista de Estudios Histórico-Jurídicos, 25, 2003, pp. 407-443; VILLEY, Michel, Estudios en
torno a la noción de derecho subjetivo, Ediciones Universitarias de Valparaíso, Valparaíso, 1976; LA TORRE,
Massimo, Disavventure del diritto soggetivo. Una vicenda teorica, Giuffrè, Milano, 1996.
II. CLASIFICACIÓN
Los derechos subjetivos pueden clasificarse, según el ámbito jurídico en el cual deben
ejercerse, en derechos subjetivos públicos y derechos subjetivos privados. Los derechos
subjetivos públicos son facultades que se reconocen a la persona en el ámbito del Derecho
Público, como por ejemplo el derecho a votar, el derecho a ser elegido, el derecho a un cargo
público para el que ha sido nombrada, etc. En cambio, los derechos subjetivos privados se
refieren al ámbito del Derecho Privado, como el derecho de propiedad o los derechos
personales o créditos.
Según la forma en los que la persona adquiere los derechos, estos pueden ser originarios o
adquiridos. Son originarios aquellos derechos que son propios de la personalidad de manera
que se adquieren sólo por el hecho de que la persona exista y desde ese mismo momento.
Son originarios los derechos de la personalidad, como el derecho a la vida.
Por el contrario, son derechos adquiridos aquellos que suponen un acto o hecho distinto al
solo existir de la persona para que ésta puede ser titular de ellos. Los derechos patrimoniales
son derechos que se van adquiriendo durante la vida de la persona según si ocurren los
hechos o actos a los que la ley les da la virtualidad para su adquisición.
Los derechos subjetivos puros y simples son aquellos que despliegan sus efectos de
manera normal y sin alteraciones. Los derechos subjetivos sujetos a modalidad, por el
contrario, poseen una eficacia que está alterada o modificada por un elemento destinado a
producir dicha alteración o modificación. Estos elementos son las llamadas modalidades.
La condición consiste en un hecho futuro incierto del cual depende la adquisición o extinción
de un derecho. El plazo es un hecho futuro y cierto del cual depende el ejercicio o la extinción
de un derecho. El modo es un gravamen que se impone al beneficiario de una liberalidad.
Los derechos sujetos a condición, plazo o modo son derechos subjetivos sujetos a
modalidad. Hacemos la excepción del derecho sujeto a condición suspensiva que, como no ha
nacido, no puede ser propiamente un derecho subjetivo. Por ello lo hemos calificado como
una relación jurídica subjetiva diversa del derecho subjetivo.
5. Derechos subjetivos de eficacia general y de eficacia relativa
Existen derechos cuyos efectos se producen de manera general, es decir, son oponibles a
cualquiera de los miembros de la sociedad. Todos ellos están obligados a reconocerlos y a no
perturbar su libre ejercicio. De esta clase son los derechos de la personalidad y, dentro de los
derechos patrimoniales, los derechos reales, que se ejercen directamente sobre una cosa "sin
respecto a determinada persona" (art. 577.1 CC). Usualmente se les califica de derechos con
efectos "erga omnes".
Los derechos de eficacia relativa también deben ser respetados por la generalidad de las
personas, pero tienen una prestación que sólo es exigible a una persona determinada y no al
resto de los integrantes de la sociedad. Los derechos personales o de crédito son los típicos
derechos de eficacia relativa (art. 578 CC).
2. Derechos de opción
Como la opción es un acto unilateral, algunos autores piensan que los derechos de opción
son una forma o especie de derechos potestativos.
Los derechos subjetivos procesales son aquellos cuya finalidad es proteger los intereses de
las partes en un proceso judicial. El más importante de ellos es el que permite recurrir a la
intervención de los tribunales para reclamar la tutela de un derecho subjetivo sustantivo. Este
derecho es denominado "acción".
La concepción clásica de la acción la hace dependiente del derecho subjetivo al que tiende
a proteger por la vía judicial. En el fondo, la acción sería el mismo derecho en cuanto el titular
pide que le sea reconocido y tutelado por los tribunales de justicia. De esta manera, la acción
reivindicatoria no sería más que el derecho de dominio ejercido en juicio.
La doctrina procesal moderna impugna esta identificación entre derecho sustantivo y acción,
porque hay casos en los que existen derechos pero no acción y, al revés, supuestos en los
que hay acción pero no derecho. Entre los primeros están las obligaciones naturales que no
dan acción para exigir el cumplimiento (art. 1470 CC). Como ejemplos de acciones sin
derechos se mencionan todos los casos en los que se deduce una acción pero el juez
desecha la demanda por no haberse acreditado la existencia del derecho invocado por el
demandante.
IV. ELEMENTOS
1. Los sujetos
Un derecho puede corresponder a una o varias personas. En este último caso se tratará de
cotitularidad, como sucede cuando dos personas adquieren en conjunto un inmueble.
Se ha discutido si es posible que haya derechos subjetivos sin titular. En principio, esto es
inconcebible ya que no puede haber una facultad o poder de actuación que no corresponda a
una o más personas. Sin embargo, a veces se dan situaciones en los que el titular no está
determinado pero se espera que ello suceda. Así ocurre con la herencia yacente, que es
aquella que no ha sido aceptada por ninguno de los herederos llamados a hacerlo. Si tampoco
existe albacea con tenencia de bienes, se le nombra un curador que administre los bienes en
espera de que exista un heredero que acepte (art. 1240 CC).
En ocasiones el titular está expuesto a ser sustituido por otro si ocurre algún acontecimiento
futuro. Es lo que sucede con los derechos eventuales del que está por nacer, que pasan a
otras personas si la criatura no nace (art. 77 CC) y con el propietario fiduciario que debe
restituir el fideicomiso al fideicomisario si se cumple una condición (art. 733 CC).
2. El objeto
El objeto del derecho subjetivo es el bien al cual tiende la facultad reconocida por el
ordenamiento jurídico.
Puede ser un bien material o inmaterial. Los derechos de la personalidad tienen como
objeto, no la misma persona, sino un aspecto o ámbito de desarrollo de la personalidad, como
la vida, la integridad corporal, la vida privada, la honra o la imagen.
También puede tratarse de una cosa intelectual, como una obra creativa o inventiva. Así los
derechos subjetivos relacionados con la llamada propiedad intelectual o industrial tienen por
objeto la obra creada o inventada.
Finalmente, las cosas materiales pueden ser objeto de derechos subjetivos, salvo que estén
fuera del comercio humano o no sean apropiables.
Se discute si un derecho puede ser a su vez objeto de otro derecho. En nuestro Código esa
posibilidad está expresamente permitida puesto que se estima que los derechos reales o
personales son cosas incorporales (art. 576 CC), sobre las cuales existe una especie de
propiedad (art. 583 CC).
Algunas de las facultades de ciertos derechos adquieren una caracterización o tipicidad por
la importancia que presentan en su conformación. El ejemplo clásico son las facultades del
derecho de propiedad: facultad de uso, de goce y de disposición. La facultad de disposición o
de enajenación es propia de todos los derechos que son transferibles por acto entre vivos.
V. LÍMITES
1. Internos
Todo derecho subjetivo tiene límites definidos por su propio contenido, por lo que se dice
que son "internos". Así el derecho de usufructo sobre una cosa no permite enajenarla y
además está sujeto a la extinción por la muerte del titular. Un derecho personal o de crédito
está limitado a la prestación a la que el deudor se ha obligado: el acreedor no puede pedir
algo adicional a ella.
2. Externos
Son límites externos al derecho aquellos que no provienen de su propia configuración sino
de factores externos a ella. Así, por ejemplo, el Código Civil plantea como límites al derecho
de propiedad, la ley y el derecho ajeno (art. 582 CC). Por ello, la propiedad fiduciaria y los
derechos de usufructo, uso y habitación son considerados "limitaciones" del dominio (art. 732
y título VIII del libro II CC). La Constitución establece que la propiedad debe cumplir una
función social de la cual pueden emanar limitaciones (art. 19 Nº 24 Const.).
I. TITULARIDAD Y EJERCICIO
Por regla general, cabe distinguir la simple titularidad de un derecho, el hecho de que
pertenezca o corresponda a una determinada persona, de su ejercicio, es decir de la
realización de las conductas para las que el derecho autoriza. Así el dueño de una cosa tiene
la titularidad del dominio, pero sólo lo ejercitará cuando use la cosa, perciba sus frutos, la
grave con un derecho real en favor de tercero o incluso la transfiera o transmita por causa de
muerte. El titular de un derecho personal o crédito lo ejercitará si lo cobra o recibe su pago.
La falta de ejercicio no implica una renuncia al derecho pero podría posibilitar que se
extinga, ya sea por el simple lapso del tiempo mediante una prescripción extintiva o por la
posesión de otra persona de la cosa durante cierto plazo mediante la prescripción adquisitiva.
Hay derechos en los que se confunde la titularidad con el ejercicio, porque se ejercen por el
solo hecho de tenerlos, como sucede con los derechos de la personalidad. La titularidad del
derecho a la vida no puede separarse de su ejercicio: la persona tiene derecho a la vida
porque vive. Lo mismo puede decirse de la vida privada, la honra, la imagen, etc.
La forma más propia de ejercer un derecho es realizar las conductas a las que ese derecho
autoriza o faculta. Pero también puede calificarse como un acto de ejercicio las actuaciones
dirigidas a hacer valer ese derecho o a reclamar su respeto mediante los medios de tutela
autorizados por el ordenamiento jurídico.
En ciertos casos, se permite que el titular realice por su propia cuenta actos en protección
de su derecho. Es lo que se denomina la "autotutela". Así sucede cuando para proteger el
derecho a la vida se emplea la legítima defensa. En algunos casos es permitida por el mismo
Código Civil (cfr. art. 942 CC).
Pero lo normal es que el ejercicio del derecho que busca su realización forzada o que no se
le perturbe por acciones ilícitas de terceros se canalice a través del uso del sistema
institucional de administración de justicia. El derecho a instaurar esta tutela es conocido como
acción procesal, y se traducirá en la correspondiente demanda contra las personas que deban
cumplir la prestación debida o que deban abstenerse de lesionar o perturbar el ejercicio
legítimo del derecho.
La buena fe se constituye así en un gran agente de moralización del Derecho y nos libra de
que los derechos subjetivos se conviertan en poderes que miran sólo a la satisfacción de
intereses individuales sin atención ni consideración por la dignidad y los derechos de los
demás miembros de la sociedad, y del mismo interés común.
Nuestro Código Civil aplica explícitamente este correctivo al ejercicio de los derechos
subjetivos nacidos de un contrato: "Los contratos deben ejecutarse de buena fe..." (art. 1546
CC), pero la doctrina y la jurisprudencia están de acuerdo en que se trata de un criterio
aplicable a todos los derechos subjetivos.
Dos instituciones se han ideado para reprimir o neutralizar un ejercicio de un derecho que
vaya contra la buena fe: la teoría del abuso del derecho y la doctrina de los actos propios.
Sin embargo, la doctrina del abuso del derecho se ha impuesto más allá de estas críticas,
porque desde un punto de vista práctico designa actos que, en principio y sin atender a las
circunstancias concretas del caso, cabrían dentro del contenido del derecho y, en este
sentido, puede decirse que son actos de ejercicio del mismo. Pero una vez analizado el caso
en todo su contexto, incluida la intención del titular del derecho, puede llegarse a la conclusión
de que, en consideración a los fines del derecho, el acto en cuestión es excesivo y cae fuera
de lo que ha sido realmente autorizado por el poder de actuación del derecho subjetivo. Es
precisamente un ejercicio pero desviado, abusivo, porque alguien de buena fe no usaría el
derecho subjetivo de esa manera en esas precisas circunstancias.
El propietario de un predio tiene derecho a construir una muralla en él y, por ello, diríamos
que al edificar no está más que ejerciendo su derecho de propiedad. Pero si observamos que
el único propósito de esa construcción es echar sombra sobre una plantación del predio
vecino que necesita mucho sol, vemos que se está abusando de dicho derecho, porque el
dueño no está satisfaciendo ninguna necesidad propia sino que lo único que busca con su
edificación es perjudicar al propietario del fundo colindante.
Nuestro Código Civil acoge esta doctrina al tratar de la renuncia a una sociedad. Dispone
que se entiende que renuncia de mala fe el socio que lo hace para apropiarse una ganancia
que debía pertenecer a la sociedad (art. 2111 CC). El Código de Aguas contiene ahora una
norma que estaba originalmente en el Código Civil y que dispone que si bien cualquiera puede
cavar pozos en suelo propio para las bebidas y usos domésticos, "si de ello no reportare
utilidad alguna, o no tanta que pueda compararse con el perjuicio ajeno, será obligado a
cegarlo" (art. 56.1 Código de Aguas).
Así por ejemplo el derecho de revocar un testamento (cfr. art. 999 CC) es un derecho
absoluto, que no podría ser controlado judicialmente por el hecho de alegarse que hubo un
ejercicio abusivo del mismo. Aunque el único propósito de la revocación hubiera sido el de
perjudicar a los herederos instituidos en él, es válida y eficaz.
La doctrina y la jurisprudencia han ido estableciendo los efectos que se producen cuando se
declara que un acto se ha realizado mediando un ejercicio abusivo del derecho.
Finalmente, si se han producido perjuicios que no pueden repararse con los efectos
anteriores se ordenará al autor del abuso que indemnice los daños causados. En este caso, el
abuso del derecho asume la naturaleza de un hecho ilícito (delito o cuasidelito) que genera
responsabilidad civil extracontractual (arts. 2314 y 2329 CC).
Se ha extendido la teoría del abuso del derecho al ejercicio del derecho a la acción judicial,
de modo que si se interpone una acción manifiestamente temeraria o infundada ello puede
constituir un ejercicio abusivo del derecho que origine responsabilidad civil. Este principio
puede verse reflejado en el Código de Procedimiento Civil que hace responder por los
perjuicios causados a quien obtiene una medida prejudicial precautoria y luego no deduce
oportunamente la demanda o no pide la mantención de esa medida o el juez decide no
mantenerla (art. 280 CPC).
Por regla general, salvo que una persona se haya obligado jurídicamente a realizar una
determinada conducta, ella es libre para cambiar de opinión y ejecutar actos que resulten en
contradicción con comportamientos anteriores.
Se trata de una doctrina que opera en casos excepcionales, y de modo supletorio, es decir,
siempre que no haya otro instrumento legal que proteja al tercero de la actuación incoherente
de una persona.
Para que pueda aplicarse esta doctrina se requiere el cumplimiento de varios requisitos, a
saber: 1º) La primera conducta debe ser voluntaria, relevante y válida; 2º) La primera conducta
debe generar un estado de hecho que permita abrigar expectativas legítimas a otra persona;
3º) La segunda conducta debe ser contradictoria con la primera; 4º) Por la segunda conducta
se pretende ejercer un derecho, facultad o pretensión; 5º) Identidad entre quien desarrolló la
primera conducta y quien ahora pretende desconocerla. Cumplidos estos requisitos, entonces
el juez debe desestimar el derecho, facultad o pretensión y restarle efectos en perjuicio del
tercero que confió en la primera conducta.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: RODRÍGUEZ GREZ, Pablo, El abuso del derecho y el abuso circunstancial, Editorial
Jurídica de Chile, Santiago, 1998; TERRAZAS PONCE, Juan David, "Abuso del Derecho: definiciones en torno a
su origen", en Alex Zúñiga (coord.), Estudios de Derecho Privado. Libro homenaje al jurista René Abeliuk
Manasevich, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 2011, pp. 279-317; CORRAL TALCIANI, Hernán (edit.), Venire
contra factum proprium. Escritos sobre la fundamentación, alcance y límites de la doctrina de los actos
propios, Cuadernos de Extensión Jurídica 18, Universidad de los Andes, Santiago, 2010.
I. MEDIDAS DE TIEMPO
1. El plazo y su cómputo
El tiempo tiene influencia sobre las relaciones jurídicas. La medida de un determinado lapso
de tiempo se denomina generalmente plazo o término.
Para el cómputo de los plazos nuestras leyes utilizan las unidades usuales de cómputo del
tiempo: días, meses y años. Se calculan según el calendario gregoriano, llamado así porque
fue establecido en 1582 por el Papa Gregorio XIII, en aplicación de uno de los acuerdos del
Concilio de Trento (Bula Inter Gravissimas).
Dentro de cada día, se divide el tiempo en horas, minutos y segundos. En general, la unidad
menor en la que se cuenta un plazo es el día, pero por excepción puede haber plazos de
horas como sucede con el plazo del llamado pacto comisorio calificado (art. 1879 CC). El
plazo más breve contenido en el Código es el necesario para la existencia legal del nacido:
"un momento" (art. 74 CC).
2. Clases de plazos
1º) Plazos de días corridos y plazos de días útiles: Los plazos de días corridos son aquellos
en que se cuentan todos los días que componen el plazo incluyendo los feriados. El plazo de
días útiles o hábiles es aquél que se suspende durante los feriados, es decir, éstos no se
cuentan para computar los días de que se compone el plazo. Esta distinción se aplica
únicamente a los plazos de días: los plazos de meses o años incluyen tanto los días hábiles
como los feriados o inhábiles.
2º) Plazos legales, judiciales y convencionales: Los plazos legales son aquellos que
determina la ley. Los plazos judiciales son aquellos en que, por excepción señalada en la
misma ley, son fijados por un juez. Finalmente, tenemos los plazos convencionales que son
aquellos que se estipulan en los contratos o convenciones que celebran los particulares.
3º) Fatales y no fatales: Son fatales los que por su solo transcurso extinguen el derecho que
debía ejercerse en el plazo. Son no fatales los plazos por cuyo mero transcurso no se
extingue el derecho, sino que necesitan una manifestación de voluntad de una de las partes
de querer aprovecharse de dicha extinción.
En Derecho Civil lo común es que los plazos sean no fatales, salvo que se exprese lo
contrario. Sin embargo, las expresiones "en" o "dentro de" son indicaciones de la fatalidad del
plazo (art. 49 CC). En cambio, en materias procesales, los plazos establecidos en el Código
de Procedimiento Civil son todos fatales, salvo aquellos establecidos para la realización de
actuaciones propias del tribunal (art. 64 CPC).
El Código Civil contiene algunas reglas sobre la forma en que se computan los plazos que
tienen gran importancia porque no sólo se aplican a los plazos contenidos en este Código sino
que a cualquier plazo, salvo que la ley o la convención hayan dispuesto algo diverso.
Como en nuestro calendario los meses y los años no tienen el mismo número de días, se
hizo necesario dar reglas especiales para el cómputo de estos plazos. De esta manera, se
pone como día de término del plazo el mismo día en que comenzó a computarse pero del mes
o año en que vence y si ese día no existe en el mes o año de término, el plazo termina en el
último de éste (art. 48.2 CC). Así, el plazo de un año contado desde el 10 de abril de 2017
vence el 10 de abril de 2018, pero el plazo de dos meses contados desde el 31 de diciembre
de 2019 expira el 29 de febrero del 2020 (año bisiesto).
4. Limitación temporal de los derechos: prescripción y caducidad
Dos instituciones jurídicas dicen relación con el paso del tiempo en las relaciones jurídicas:
la prescripción extintiva y la caducidad. En ambas se produce la extinción del derecho pero
sus finalidades y alcances son diversos.
La caducidad no afecta a todos los derechos, sino sólo a algunos que como elemento de su
estructura interna tienen limitada su duración a un determinado lapso de tiempo, generalmente
más breve que el de la prescripción. Aquí sí el derecho se extingue por el solo hecho de haber
transcurrido el plazo: caduca, deja de ser eficaz, de modo que no necesita ser alegado por
quien se aprovecha de ello y el juez puede declararlo de oficio. El plazo para apelar de una
sentencia, por ejemplo, es un plazo de caducidad (art. 189 CPC). También lo es el plazo para
impugnar la filiación matrimonial de un hijo (art. 212 CC).
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: LIRA URQUIETA, Pedro, "El concepto jurídico de la caducidad y la prescripción
extintiva", en RDJ, t. 24, sec. Derecho, pp. 144-168; PRADO PUGA, Arturo, "Algunos aspectos sobre la
caducidad y su distinción con figuras afines", en GJ 274, 2003, pp. 7-15; BARCIA LEHMANNN, Rodrigo, "Estudio
sobre la prescripción y caducidad en el derecho del consumo", en Revista Chilena de Derecho Privado 19,
2012, pp. 115-163.
Según el texto original del Código Civil, que sigue vigente, "las medidas de extensión, peso,
duración y cualesquiera otras de que se haga mención en las leyes, o en los decretos del
Presidente de la República, o de los tribunales o juzgados, se entenderán siempre según las
definiciones legales, y a falta de éstas, en el sentido general y popular, a menos de
expresarse otra cosa" (art. 51 CC).
I. LA AUTONOMÍA PRIVADA
La autonomía privada puede ser entendido como un principio general que fundamenta todo
nuestro ordenamiento jurídico y que emana de la libertad que es propia de la dignidad
humana. La libertad incluye justamente la posibilidad del compromiso: de prometer una
conducta futura. Libertad supone también responsabilidad: los demás pueden confiar en que
se cumplirán las promesas realizadas y que, en caso contrario, se responderá por su
incumplimiento.
Por eso puede decirse que la autonomía privada no es una mera concesión de la ley o del
Estado, sino una exigencia de justicia natural. Si no se reconociera esta facultad de los
particulares de regular por sí mismos sus propias relaciones, se incurriría en un totalitarismo
injusto y despótico.
Nuestra Constitución no contiene una norma que de manera directa consagre el principio de
la autonomía privada, pero de varios de sus preceptos podemos ver que ella inspira todo el
texto constitucional. De partida porque se reconoce la libertad de todas las personas (art. 1.1 y
art. 19.7º Const.) y luego porque declara que el Estado debe estar al servicio de la persona
humana y que debe contribuir a crear las condiciones sociales que permitan a todos y cada
uno de los integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual y material
posible (art. 1.4 Const.). En cuanto a las relaciones económicas la autonomía privada puede
verse recogida en el precepto constitucional que asegura a todas las personas "el derecho a
desarrollar cualquier actividad económica que no sea contraria a la moral, al orden público o a
la seguridad nacional, respetando las normas legales que la regulen" (art. 19.21º Const.).
Otras normas protegen algunos aspectos de la autonomía privada, como la facultad de
disposición por medio de actos entre vivos o por causa de muerte: se protegen las "facultades
esenciales del dominio" (art. 19.24º Const.) y el derecho a adquirir la propiedad sobre toda
clase de bienes (art. 19.23º Const.).
A nivel legal, el Código Civil consagra la autonomía privada poniendo énfasis en el carácter
vinculante u obligatorio que tienen las normas o reglas que los particulares pueden crear en
ejercicio de aquélla. El art. 1545 dispone expresamente que "Todo contrato legalmente
celebrado es una ley para los contratantes, y no puede ser invalidado sino por su
consentimiento mutuo o por causas legales". Lógicamente, el Código no quiere decir que el
contrato sea realmente una ley como las aprobadas por el Congreso, ocupa un recurso
analógico: la regla contractual es obligatoria como lo es una norma legal.
Otros preceptos suponen también el reconocimiento de la autonomía privada: así el art. 578
al hablar de los derechos personales o créditos dicen que se crean o por la ley o por "un
hecho" de la persona; el art. 880 dispone que "cada cual podrá sujetar su predio a las
servidumbres que quiera y adquirirlas sobre los predios vecinos con la voluntad de sus
dueños", y el art. 1437 declara que las obligaciones pueden nacer "del concurso real de las
voluntades de dos o más personas, como en los contratos o convenciones".
Fuera del Código Civil un importante reconocimiento de la autonomía privada se encuentra
en la Ley sobre Efectos Retroactivo de las Leyes, que dispone que en todo contrato (lo que
debe extenderse a todo acto o negocio jurídico) se entienden incorporadas las leyes vigentes
al tiempo de su celebración (art. 22 LERL).
2. Contenido
2º) Constituir, transferir o transmitir derechos reales: Por medio de la autonomía privada se
pueden constituir derechos reales como por ejemplo un usufructo, una servidumbre, una
prenda o una hipoteca; se pueden transferir por acto entre vivos esos derechos, salvo
aquellos que sean personalísimos como los derechos reales de uso y habitación. También con
algunas excepciones (por ejemplo, los derechos de usufructo, uso y habitación) se pueden
transmitir cuando muera su titular por un acto jurídico por causa de muerte (testamento,
donación mortis causa). Respecto de la servidumbres voluntarias la ley civil admite un poder
amplio de configuración (art. 880 CC).
3º) Renunciar los derechos: Como ya hemos visto19, también salvo excepciones, cualquier
persona puede, en uso de su autonomía privada, renunciar a un derecho, con lo cual se
produce la extinción de éste (art. 12 CC).
4º) Alterar los efectos normales de una relación jurídica: La autonomía privada autoriza
igualmente a que la o las partes inserten modalidades en un acto o negocio jurídico que
alteren sus efectos normales. Así podrá estipularse una condición, un plazo o un modo.
6º) Interpretar las reglas de un acto jurídico: Las partes son las que mejor pueden aclarar las
dudas que se susciten frente a lo que se quiso decir en un determinado acto o negocio
jurídico. Por ello, el juez cuando deba interpretar un contrato deberá tener como criterio
prioritario en esa labor "la intención de los contratantes" (art. 1560 CC) y lo mismo se
establece respecto de la voluntad del testador para efectos de la interpretación del testamento
(art. 1069 CC).
3. Límites
La autonomía privada reconoce, por cierto, limitaciones, algunas de ellas son relativamente
permanentes en el tiempo, y son recogidas por conceptos jurídicos indeterminados (cuyo
contenido corresponde llenar al juez) y por instituciones que buscan proteger la libertad real
de las personas, mientras que otras dependen de las circunstancias contingentes de una
determinada sociedad en una época determinada.
Dentro de los conceptos indeterminados que sirven para limitar la autonomía privada
cuando ella puede ejercerse en perjuicio del bien común, están la moral, las buenas
costumbres y el orden público, que muchas veces se expresan en la invalidez del acto o
negocio jurídico por ilicitud de la causa o del objeto. Ya hemos estudiado estos conceptos y
nos remitimos aquí a ese lugar 20.
Otras instituciones que limitan la autonomía privada provienen del deseo de proteger la real
voluntad de las personas y evitar que ellas se vean constreñidas a consentir en un acto
jurídico que no desean. Esta es la razón por la que, excepcionalmente, ciertos actos que
tienen una mayor trascendencia personal o patrimonial no pueden conformarse por el mero
consentimiento y deben someterse a ciertas formalidades externas, como ponerse por escrito
u otorgarse ante notario o funcionario público.
En general, la ley deja libertad a las partes para establecer el valor de las prestaciones que
se entregan recíprocamente, pero en ocasiones en las que el desequilibrio entre ellas es tan
fuerte que es de presumir que una de ellas se está aprovechando de alguna debilidad o
vulnerabilidad de la otra, la ley puede intervenir y dar una acción a la parte perjudicada para
corregir ese acto. Es la institución de la lesión enorme que, en nuestro Derecho, se acepta
sólo excepcionalmente.
Otras limitaciones provienen de las circunstancias históricas de una sociedad. Fue lo que
sucedió con el contrato de trabajo que, en un principio, era considerado un contrato de
arrendamiento de servicios que se regía completamente por la autonomía privada y las reglas
supletorias del Código Civil. Sin embargo, la revolución industrial produjo una forma de trabajo
colectivo en el que se hacía imposible la negociación libre del contenido del contrato entre
trabajador y empleador. El Estado tuvo que intervenir y regular de manera imperativa el
contenido básico del contrato y de las relaciones laborales. Surgió así el Derecho del Trabajo
y el concepto de "contrato dirigido", es decir, de un contrato cuyas cláusulas principales están
predeterminadas por la ley y no son disponibles para las partes.
Algo similar ocurrió a mediados del siglo XX cuando se estimó la necesidad de proteger a
los arrendatarios frente a los arrendadores de viviendas o de predios rurales. El legislador
intervino para dirigir estos contratos y establecer cláusulas imperativas, incluyendo el valor
máximo de la renta. Posteriormente, esta reglamentación se ha ido flexibilizando, aunque aún
permanece como especial.
Hay que indicar que aunque normalmente se limita la autonomía privada negando eficacia a
los actos o negocios jurídicos pese a que han sido queridos por las personas que los ejecutan
o celebran, en algunas ocasiones dicho principio se ve afectado por la situación inversa, vale
decir que, sin quererlo las partes, la ley les impone la celebración de un determinado acto o
negocio jurídico o, incluso más, lo tiene por realizado. Se habla así de actos jurídicos
(contratos) forzosos, como por ejemplo cuando la ley establece que los tutores o curadores
deben constituir fianza o caución para entrar en el ejercicio de su cargo (art. 374 CC) o
cuando la ley considera que por las circunstancias las personas deben entenderse vinculadas
como si hubieran celebrado determinado negocio jurídico, por ejemplo, que si los socios no
han designado administrador se entiende que se han conferido un mandato recíproco para
administrar (art. 2081 CC).
Una de las críticas que a veces se dirige al principio de autonomía privada es que habría
quedado, al menos parcialmente, obsoleta por la proliferación en el tráfico jurídico de los
llamados contratos por adhesión o predispuestos.
Pero habría que profundizar un poco más sobre si esta proliferación de los contratos por
adhesión ha ido en contra de la libertad de las personas, ya que un análisis más a fondo debe
llegar a la conclusión opuesta, de que más bien ha ampliado las posibilidades de las personas
de escoger y elegir productos y servicios de una gama más amplia. La estandarización de los
contratos va de la mano de la oferta de múltiples productos y servicios también
estandarizados y, por ello, con múltiples características en calidad, funciones, presentación,
durabilidad, etc.
Por cierto, la ley tendrá que preocuparse para que la contratación masiva a través de
contratos predispuestos no perjudique a los consumidores cuando se introduzcan cláusulas
que son contrarias a la buena fe o abusivas. Es lo que en nuestro país intenta hacer la ley
Nº 19.496, de 1997, sobre Protección de los Derechos de los Consumidores, con un servicio
público dedicado a supervisar su cumplimiento (Sernac).
II. ORIGEN HISTÓRICO Y VIGENCIA ACTUAL DE LA DOCTRINA DEL ACTO O NEGOCIO JURÍDICO
1. Origen histórico
El acto o negocio jurídico como concepto clave para expresar el contenido y funcionamiento
del principio de la autonomía privada tiene un origen más bien reciente en la historia de las
instituciones jurídicas.
El concepto no se conoció entre los juristas romanos, muy pocos dados a forjar conceptos
teóricos y abstractos. En el derecho romano existían diversas clases de lo que ahora
llamamos actos jurídicos pero sin que se sintiera la necesidad de generalizar sus
características comunes. Estaban los contratos, algunos de ellos nominados: compraventa,
sociedad, mandato; existían actos traslativos, como la tradición, promisorios como la
estipulación y unilaterales como el testamento.
El deseo de buscar una unificación de todas estas manifestaciones del poder vinculante de
la voluntad de las personas, apareció en la Escuela del Derecho Natural Racionalista, pero
ella vino a cristalizar en dos tradiciones diferentes: la francesa y la alemana.
La tradición francesa, inaugurada por las obras Domat (1625-1696) y Pothier (1699-1772) y
recogida por el Código Civil francés de 1804, puso como concepto unificador clave al contrato,
entendido como el acto por el cual dos o más personas transfieren una cosa o crean
relaciones jurídicas obligatorias.
No sucedió lo mismo entre los juristas germanos. Desde Savigny (1779-1861) los autores
de la llamada Pandestística, utilizando el método generalizador de la jurisprudencia de
conceptos, quisieron ir hacia una categoría más amplia que la del contrato, que pudiera incluir
también los actos unilaterales y los de Derecho de Familia. Savigny propuso el concepto de
"declaración de voluntad", pero luego la doctrina acuñó el de Rechtsgeschäft (de Recht=
derecho y geschäft= negocio, trabajo, transacción) y que en castellano se traduciría como
"negocio jurídico". El concepto y la expresión serían recepcionados por el BGB, el Código Civil
alemán de 1900.
Pero incluso terminó por penetrar en el mismo corazón de su rival: el derecho francés. Al
parecer, ello fue gracias al Cours de Droit Civil de los profesores Charles Aubry (1803-1883) y
Charles Rau (1803-1877), que se basaron, al menos en las primeras ediciones, en el
comentario al Código de Napoleón que había hecho el jurista alemán Karl Zachariae (1769-
1843). Pero la recepción francesa fue una adaptación, puesto que se debía aplicar a un
Código cuyos artículos no conocían la expresión "negocio jurídico". Se eligió entonces la
denominación "acto jurídico" para indicar lo que la doctrina alemana conocía como "negocio".
Entre los países que recibieron la doctrina del negocio jurídico en su versión francesa
estuvo el nuestro. Los autores tuvieron más allanado el camino porque nuestro Código Civil
era más fácilmente adaptable a esta nueva concepción que otros y ello se debe a que Andrés
Bello había sido ya influido directamente por el pensamiento germano en esta materia por su
lectura del Tratado de Von Savigny (1779-1861), como puede apreciarse en la terminología
usada en el título II del libro IV. Se habla aquí de "actos" y de "declaraciones de voluntad" (el
mismo término propuesto por Savigny). Se observa, sin embargo, que la recepción no ha sido
cuidadosa porque en varios preceptos se vuelve a hablar de contrato, en otros sólo de acto
(arts. 10, 11, 735 1447 CC) y finalmente en algunos de "actos o contratos" (arts. 1453, 1469
CC).
Con todo, no nos parece erróneo decir que la teoría del negocio jurídico estaba ya
recepcionada al menos parcialmente en el Código Civil, lo que luego vendría a consolidarse
cuando la doctrina recibiera lo que se suponía era la doctrina francesa más moderna del "acto
jurídico".
Se estimó que se trataba de una creación demasiado abstracta y, por lo mismo, artificiosa e
inútil. Según estos autores era imposible extraer elementos comunes de actos tan disímiles
como una compraventa, un testamento o un matrimonio. Al hacerlo se llegaba a una categoría
que era tan abstracta y conceptual que perdía toda virtualidad para comprender la realidad
concreta de los actos que se pretendía englobar en ella.
Además, se hacía ver que la doctrina alemana no se ajustaba a las normas de los Códigos
Civiles que, salvo el BGB, disponían sobre la base de los contratos de carácter patrimonial, y
no sobre una categoría más general que comprendiera los actos unilaterales ni los
extrapatrimoniales.
Con la caída del muro de Berlín y el fracaso de los socialismos reales, volvieron a campear
las ideas de libertad económica y de asignación de los recursos por el mercado, si bien con
diversas regulaciones principalmente en materia de libre competencia. Con ello la autonomía
privada experimentó un resurgimiento y la teoría del acto o negocio jurídico ha logrado
mantener su vigencia.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: GUZMÁN BRITO, Alejandro, "Los orígenes históricos de la noción general de acto o
negocios jurídicos", en Acto, Negocio, Contrato y Causa en la tradición del Derecho europeo e
iberoamericano, Thomson-Aranzadi, Navarra, 2005, pp. 97-177; GALGANO, Francesco, El negocio jurídico,
trad. Francisco Blasco y Lorenzo Prats, Tirant lo Blanch, Valencia, 1992; FERRI, Giovanni B., Il negocio
giuridico: tra libertà e norma, 3ª edic., Maggioli editore, Rimini, 1991; CORRAL TALCIANI, Hernán, "El negocio
jurídico, ¿Un concepto en crisis? A propósito de una obra de G. B. Ferri" en Revista de Derecho Privado,
(España), 1991, pp. 26-32; "La definición de contrato en el Código Civil chileno y su recepción doctrinal.
Comparación con el sistema francés", en Contratos y daños por incumplimiento, AbeledoPerrot, Santiago,
2010, pp. 1-45.
1. Concepto
La adición que se propone en la definición más extensa no nos parece adecuada ya que
parece indicar que la verdadera fuente de los efectos jurídicos no estaría en el mismo acto
privado, sino en el Derecho o ley positiva que sanciona dichos efectos. Esta idea se ajusta a
una concepción normativista del Derecho que sostiene que los particulares pueden crear,
modificar o extinguir derechos y obligaciones no en cuanto tales, sino en cuanto delegados
por el ordenamiento jurídico estatal que les autoriza en determinados casos producir normas o
reglas jurídicas. De esta forma las estipulaciones contenidas en los actos o negocios jurídicos
particulares forman parte de la "pirámide normativa" que tiene en su vértice la Constitución y
en su base los contratos y demás negocios jurídicos. Se transforma al acto o negocio jurídico
en un mero supuesto de hecho para que la ley del Estado atribuya los efectos jurídicos que
ella le concede.
Por ello, nos parece que una definición más clara en este sentido podría ser "manifestación
de voluntad destinada a crear, modificar o extinguir derechos y obligaciones y que produce
estos efectos gracias al reconocimiento de la autonomía privada".
La doctrina italiana ha cuestionado que las partes en un acto o negocio jurídico tengan la
intención de generar los efectos jurídicos que surgen de él, porque claramente no son
abogados ni expertos en Derecho. Nadie piensa al momento de entregar el dinero que
corresponde al precio de un chocolate adquirido en una tienda, que está haciendo una
tradición cuyo efecto jurídico es transferir el dominio de esas monedas y extinguiendo la
obligación que asumió como comprador. En realidad, lo que quería esa persona era comer un
chocolate que pertenecía a otro y que lo ofrecía por cierta suma de dinero. Se sostiene,
entonces, que el objeto de la voluntad no son los efectos jurídicos sino más bien un propósito
práctico que satisface una necesidad común: el comprador quería un chocolate y el vendedor
desea hacer una ganancia vendiendo dulces y caramelos.
Para delimitar el ámbito de operatividad del acto o negocio jurídico se parte de la categoría
más general de "hecho" para ir distinguiendo y precisando hasta arribar a la más específica
que constituye el objeto de este estudio.
Observamos que en nuestro mundo ocurren diversas cosas: sale el sol por la mañana,
alguien barre la vereda, una persona lleva a sus hijos al colegio en un auto, otra toma un bus,
comienza a llover, por una ráfaga de viento se desprende una rama de un árbol y cae sobre
un auto estacionado, dos personas asaltan un supermercado y disparan sobre un guardia que
por no ser atendido con urgencia fallece, en el hospital una mujer da a luz un hijo, alguien
entra a un restaurant y pide el almuerzo del día, etc.
Todas estas incidencias reciben el nombre genérico de "hechos", por lo que se dice que
hecho es todo lo que ocurre en el mundo, ya provenga de la voluntad de los seres humanos o
de un acontecimiento meramente natural. Aquí tenemos la primera división entre hechos
humanos y hechos de la naturaleza. Los primeros son aquellos que pueden ser atribuidos a la
voluntad humana; los segundos son aquellos que son propios de la naturaleza (que salga el
sol, que llueva). Hay que aclarar que sólo son hechos humanos aquellos que pueden
atribuirse a su voluntad. Movimientos meramente mecánicos y automáticos de un ser humano
no son hechos humanos sino más bien hechos de la naturaleza, porque en tal caso el ser
humano obedece a las fuerzas de la naturaleza como cualquier otro cuerpo animado o
inanimado (por ejemplo, si alguien es empujado y cae sobre una vitrina de vidrio que se
rompe).
Pero lo que nos interesa son los hechos que producen efectos jurídicos, es decir, que son
capaces por su ocurrencia de crear, modificar o extinguir derechos y obligaciones. Entonces,
podemos dividir los hechos, tanto los humanos como los naturales, en hechos
jurídicos y hechos no jurídicos, según si tienen virtualidad para producir efectos jurídicos.
Hay hechos naturales que son jurídicos, como sucede con el nacimiento de una persona, el
transcurso del tiempo, la muerte de alguien, etc.
Pero la mayoría de los hechos jurídicos son hechos de un ser humano, son hechos
humanos, incluso aunque directamente los efectos jurídicos se produzcan por el acaecimiento
de un hecho natural. Por ejemplo, en el relato con el que comenzamos este párrafo poníamos
el caso de una rama de un árbol que se desprendía y caía sobre un auto; pues bien, si éste
estaba asegurado por su dueño contra ese daño se originará la obligación de la compañía
aseguradora de indemnizar. Pero el efecto jurídico, si bien directamente procede de un hecho
de la naturaleza, surge en realidad de un hecho humano: el contrato de seguro que
convinieron el dueño del auto y la compañía de seguros.
Nos centramos entonces en los hechos jurídicos humanos. Entre estos podemos observar
algunos que producen sus efectos jurídicos porque el o los autores han querido esos efectos,
y en cuanto los han querido; y otros en los que los efectos jurídicos se producen con
independencia de si las partes los han previsto y querido: puede que sí, puede que no.
Los hechos jurídicos humanos no voluntarios pueden ser lícitos o ilícitos según si están
permitidos o prohibidos por el ordenamiento jurídico. Son ilícitos los hechos que, ya sea con
dolo o con culpa, causan daño injusto a otra persona. Son los delitos o cuasidelitos civiles (art.
2284 CC). También son ilícitos, aunque no causen daños, los hechos que por ser gravemente
atentatorios a bienes sociales relevantes son sancionados por la ley penal. Estos hechos son
considerados, a estos propósitos, como no voluntarios porque los efectos jurídicos que se
producen por su ocurrencia (la obligación de indemnizar el daño o de someterse a la pena que
sea establecida por el juez) no dependen de la voluntad de su autor: normalmente, quien
conduce un auto a exceso de velocidad o en estado de ebriedad, no quiere pagar
indemnización al dueño del auto que chocó o cumplir la pena por haber atropellado a un niño.
Pero incluso aunque en un rarísimo caso cometiera el hecho con la conciencia y la voluntad
de que se produzca el efecto jurídico: quedar obligado o ser condenado a una pena, esa
conciencia y voluntad son totalmente prescindibles para juzgar si se produce o no el efecto
jurídico. Este proviene de la ley, cualquiera sea la voluntad, intención o deseo del autor
respecto a su producción.
También hay hechos jurídicos no voluntarios que son lícitos. Así, por ejemplo, si alguien
paga lo que no debe o gestiona un negocio ajeno sin autorización de su titular, produce
efectos jurídicos con independencia de que los haya querido o no. En el primer caso, el que
paga lo que no debe tendrá derecho a que se le restituya lo indebidamente pagado (art. 2295
CC), mientras que el que gestiona el negocio tendrá derecho a que se le reembolsen los
gastos (art. 2290 CC). Se trata de los llamados "cuasicontratos" que están considerados como
"hechos voluntarios" que generan obligaciones (art. 1437 CC).
Dejando los hechos humanos no voluntarios hemos de venir al análisis de los hechos
jurídicos humanos voluntarios, es decir, de aquellos hechos de un ser humano que producen
efectos jurídicos en cuanto y en la medida en que esos efectos han sido queridos explícita o
implícitamente por la voluntad de su autor. Los efectos no provienen de la disposición de la
ley, sino del reconocimiento del principio de autonomía privada como ámbito de libertad de las
personas para autorregular sus propias relaciones jurídicas. Hemos llegado así al concepto de
acto o negocio jurídico.
No sucedió así con la doctrina francesa que, como hemos visto, si bien adoptó la doctrina
alemana sustituyó la denominación de "negocio jurídico" por la de "acto jurídico", con lo cual el
género quedó con el nombre de "hecho jurídico".
En primer lugar, porque la voz "negocio" tiene en castellano una connotación más
restringida que en la lengua alemana. Se la relaciona, al menos primariamente, con alguna
operación de carácter económico o comercial. De allí que nos resulta más dificultoso decir
que, para el Derecho, el matrimonio o el reconocimiento de un hijo sea un "negocio".
En un segundo término, debe tenerse en cuenta que nuestro Código Civil no emplea la
expresión "negocio jurídico" en ninguna de sus normas. En cambio, la palabra "acto" sí tiene
acogida en varios preceptos. De esta manera, parece más ajustada a nuestra normativa la
denominación "acto jurídico" que la de negocio.
En nuestra obra, como se habrá podido ver, usamos indistintamente las dos expresiones,
pero con preferencia por la de acto jurídico.
IV. ELEMENTOS
1. Clases de elementos
2. Elementos de la esencia
Los elementos de la esencia de un acto jurídico son "aquellas cosas sin las cuales o no
produce efecto alguno, o degenera en otro contrato [acto jurídico] diferente" (art. 1444 CC).
Los elementos cuya ausencia provoca la ineficacia del acto jurídico son los que suelen
denominarse requisitos del acto jurídico y que estudiaremos en seguida: la voluntad o
consentimiento, la capacidad de las partes, el objeto lícito, la causa lícita y las solemnidades.
Pero si se trata de actos jurídicos tipificados por la ley, más allá de los requisitos generales,
se exigen elementos específicos que caracterizan y distinguen ese tipo de acto jurídico, de
manera que si faltan el acto se transforma, "degenera" en otro diferente. Así, por ejemplo, es
requisito específico de una compraventa el que haya precio y que éste sea en dinero. Si no
hay precio, lo que se ha llamado compraventa por las partes en realidad ha devenido en
donación. Si el precio se hace consistir en otra cosa que se entrega a cambio de aquella que
se compra, entonces la compraventa habrá "degenerado" en permuta.
3. Elementos de la naturaleza
Los elementos de la naturaleza de un acto jurídico son aquellas cosas que "no siendo
esenciales en él, se entienden pertenecerse sin necesidad de una cláusula especial" (art.
1444 CC). Los elementos de la naturaleza son muy importantes en nuestro sistema jurídico
porque evitan que nuestros contratos o actos jurídicos tengan que ser excesivamente
reglamentados, como sucede en el Common Law. Así una compraventa de un inmueble
puede otorgarse en un escrito de unas cuantas páginas, porque en caso de no haberse
regulado alguna eventualidad lo más probable es que se acudirá a la regulación supletoria del
Código Civil con estipulaciones que se entenderán integradas en el acto jurídico.
Se mencionan como elementos de la naturaleza algunos que son generales a una clase
completa de actos jurídicos y otros que son específicos y aplicables sólo a un tipo de acto
jurídico. Entre los primeros, está la resolución por incumplimiento por obra de la llamada
"condición resolutoria tácita", que según el Código Civil se entiende "envuelta en todo contrato
bilateral" (art. 1489 CC). En cambio, sería un elemento de la naturaleza específico la
responsabilidad por el saneamiento de la evicción y de los vicios ocultos que compete al
vendedor en el contrato de compraventa (art. 1837 CC).
Pero recuérdese que estos elementos de la naturaleza no son esenciales, por lo que las
partes pueden excluirlos por una cláusula expresa, sin que el acto pierda su eficacia ni se
transforme en otro distinto.
4. Elementos accidentales
En tercer lugar, tenemos los elementos que no son esenciales ni tampoco de la naturaleza.
Se les denomina accidentales, porque pueden estar o no en un acto jurídico y para estar
deben haber sido expresamente considerados por las partes.
Según el texto del Código Civil, son elementos accidentales de un acto jurídico aquellas
cosas que "ni esencial ni naturalmente le pertenecen, y que se le agregan por medio de
cláusulas especiales" (art. 1444 CC).
No hay que confundir los elementos accidentales con otros actos jurídicos que se convienen
en la misma escritura y que están de alguna manera ligados al principal. Por ejemplo, es
corriente que en una escritura pública de compraventa de un inmueble se agregue la clásica
cláusula "se faculta al portador" por el que se permite que cualquiera persona que lleve la
escritura pública al Conservador de Bienes Raíces pueda solicitar la inscripción de la
propiedad raíz. Esta cláusula no contiene un mero elemento accidental que se añade a la
compraventa sino un nuevo acto jurídico que podría ser un mandato a persona por determinar.
V. CLASIFICACIÓN
1. Unilaterales y bilaterales
La distinción entre actos jurídico unilaterales y bilaterales dice relación con el número de
partes que son necesarias para su formación. Debe considerarse que lateral, proviene del
latín lateralis que significa perteneciente a un lado o flanco, de manera que "unilateral" viene a
significar que para la formación de ese acto jurídico sólo se necesita una parte que manifieste
su voluntad de un "solo lado".
Se apreciará que hemos dicho una parte y no una persona. Esto porque, según nos advierte
el mismo Código Civil, "cada parte puede ser una o muchas personas" (art. 1438 CC). La
parte es el sujeto del acto jurídico que se conforma por la o las personas que manifiestan un
interés único o encaminado en la misma dirección y con idéntico propósito. Tratándose de
actos unilaterales, la parte se denomina "autor".
Los actos jurídicos unilaterales admiten clasificaciones. Se distingue así entre acto
unilateral subjetivamente simple y subjetivamente complejo. El subjetivamente simple es el
que no sólo requiere de la manifestación de voluntad de una sola parte, sino además que esa
parte esté conformada por una única persona. El caso insigne de acto jurídico unilateral
subjetivamente simple es el del testamento (art. 1003.1 CC). Nos parece que también cae en
esta categoría el reconocimiento de un hijo, pues aunque se admita que los dos padres
reconozcan a un hijo por el mismo instrumento, ellos no conforman una parte de un mismo
acto jurídico, sino dos actos jurídicos distintos cada uno con un autor unipersonal (cfr. art. 187
CC).
La mayoría de los actos unilaterales son subjetivamente complejos, es decir admiten que
dos o más personas constituyan una sola parte: así sucede con la oferta de celebrar un
contrato, con la renuncia de un derecho, etc.
Los actos jurídicos unilaterales pueden ser también recepticios o no recepticios. Son
recepticios aquellos que, si bien se perfeccionan con la voluntad manifestada de una sola
parte, están destinadas a la aceptación de otra para que produzcan la plenitud de sus efectos
y por tanto deben ser comunicados o notificados al destinatario. Es lo que sucede con la oferta
de celebrar un contrato o con la revocación de un mandato. La oferta va dirigida al aceptante y
busca que se otorgue la aceptación para que se conforme un nuevo acto jurídico, esta vez de
carácter bilateral; la revocación del mandato si bien es un acto unilateral del mandante está
destinada a ser conocida por el mandatario para que no siga ejecutando el encargo (art. 2165
CC).
No son recepticios aquellos actos jurídicos unilaterales que surten la plenitud de sus efectos
con independencia de la voluntad o conocimiento de otras personas diversas del autor, como,
por ejemplo, la renuncia a un derecho, la interrupción de la prescripción, la confirmación de un
acto relativamente nulo.
Los actos jurídicos bilaterales son todos aquellos que para su formación necesitan de la
manifestación de voluntad de dos o más partes.
De nuevo hemos de advertir que las partes pueden estar constituidas por varias personas.
Así dos personas pueden vender un automóvil a otras tres. A pesar de que en el acto jurídico
intervendrán cinco personas, sólo habrá dos partes: un vendedor (las dos primeras) y un
comprador (las tres segundas).
La mayoría de los actos jurídicos requieren sólo la manifestación de voluntad de dos partes,
cuyos intereses se enfrentan y se complementan. Sin embargo existen actos jurídicos en que
las partes son más de dos y pueden ser múltiples. Se habla entonces de actos jurídicos
colectivos o plurilaterales. El caso más típico es el del contrato de sociedad. También suele
mencionarse el acuerdo de una asamblea o de un directorio en una corporación o fundación.
Nuevamente podemos distinguir entre actos plurilaterales subjetivamente simples o
subjetivamente complejos. La sociedad colectiva del Código Civil supone que cada parte sea
una sola persona. Por eso se la define como un contrato entre "dos o más personas" (art.
2053 CC, cfr. art. 2088 CC). El acuerdo de directorio de una persona jurídica de derecho
privado sin fines de lucro también requerirá que cada parte sea una sola persona, ya que sólo
pueden integrar el directorio personas naturales.
De esta forma, se denomina convención a todo acto jurídico bilateral (incluidos los
plurilaterales). De esta manera, combinando el concepto de acto jurídico con el de acto
jurídico bilateral puede decirse que la convención es todo acto jurídico formado por la
manifestación de voluntad dos o más partes que crea, modifica o extingue derechos y
obligaciones. Resumidamente puede señalarse que la convención es un acto jurídico bilateral
que produce efectos jurídicos.
El contrato es una especie de convención. Está definido en el Código Civil como "un acto
por el cual una parte se obliga para con otra a dar, hacer o no hacer alguna cosa" (art. 1438
CC). Al señalar que hay dos partes, estamos en el ámbito de la convención (acto jurídico
bilateral) pero se añade que debe haber al menos una obligación a dar, hacer o no hacer algo
que nace de esa convención, y al haber una obligación hay también un derecho que es la
contracara de esa obligación. Con ello se restringe el campo de las convenciones a aquellas
que crean derechos y obligaciones, y se deja fuera las convenciones que modifican o
extinguen derechos u obligaciones.
Por ello, doctrinalmente, puede decirse que un contrato es una convención que crea
obligaciones o, también, un acto jurídico bilateral que genera obligaciones. Lo específico del
contrato de entre todas las convenciones es la creación de derechos y obligaciones.
El género de las convenciones comprende también actos bilaterales que no son contratos
porque no crean obligaciones, sino que las modifican, como sucede con el pacto que prolonga
el plazo de cumplimiento de una obligación (art. 1649 CC), o las extinguen como sucede con
el pago (art. 1569 CC).
Los contratos de donación, comodato, mutuo, prenda son todos unilaterales porque en ellos
sólo una de las partes resulta obligada: el donante a entregar la cosa donada, el comodatario,
el mutuario y el acreedor prendario a restituir la cosa que se les entregó en comodato, mutuo
o prenda.
Hay que tener en cuenta que los contratos unilaterales son calificados como tales al
momento de su perfección, pero algunos de ellos, en su ejecución, pueden producir
obligaciones para la parte que en principio no resultaba obligada. Así, por ejemplo, si el
comodatario sufre perjuicios por la mala calidad del objeto prestado el comodante quedará
obligado a indemnizarle ese daño (art. 2192 CC). Para distinguir esta categoría de contratos
unilaterales que eventualmente pueden hacer nacer obligaciones recíprocas entre las partes
se usa la denominación de contrato sinalagmático imperfecto. La expresión se opone a la
de contrato sinalagmático perfecto que serían los contratos bilaterales. La palabra sinalagma
proviene del griego synallagma, que significa intercambio o compromiso mutuo.
2. Gratuitos y onerosos
El Código Civil menciona la clasificación de los contratos como gratuitos u onerosos, pero la
doctrina extiende esos conceptos a todos los actos jurídicos bilaterales. Puede decirse así,
adaptando la terminología del Código, que es acto jurídico gratuito o de beneficencia aquel
que "sólo tiene por objeto la utilidad de una de las partes, sufriendo la otra el gravamen (art.
1440 CC). El típico ejemplo de acto jurídico gratuito es la donación, porque sólo una de las
partes recibe la utilidad (el donatario) mientras la otra sólo tiene un gravamen (el donante).
Es un acto jurídico oneroso, por el contrario, el que tiene por objeto la utilidad de ambos
contratantes, gravándose cada uno en beneficio del otro. Así sucede en la mayor parte de los
contratos: la compraventa, el arrendamiento, la sociedad.
Es principal el acto jurídico que subsiste por sí mismo sin necesidad de otra convención (art.
1442 CC). En cambio, se llama accesorio al acto jurídico que "tiene por objeto asegurar el
cumplimiento de una obligación principal, de manera que no pueda subsistir sin ella" (art. 1442
CC).
Vemos que para que haya accesoriedad deben cumplirse dos requisitos: el acto debe tener
por finalidad asegurar, en el sentido de otorgar garantía de su cumplimiento, una obligación
principal y, además, se extingue si se extingue la obligación principal. Téngase en cuenta que
lo que la ley exige es que el acto jurídico accesorio no pueda "subsistir" sin la obligación
principal, de donde se deduce que sí podría existir en forma previa a la creación de la
obligación principal.
Los actos jurídicos accesorios son aquellos que funcionan como cauciones o garantías (cfr.
art. 46 CC): la cláusula penal, la fianza, la prenda, la anticresis, la hipoteca.
A esta clasificación entre actos principales y accesorios, la doctrina suele añadir la categoría
de actos dependientes para aquellos que, al igual que los accesorios, no pueden producir
efectos si se extingue el acto principal, pero cuya función no es la de asegurar su
cumplimiento. El típico ejemplo es el de las capitulaciones matrimoniales que sólo pueden
tener efecto si se celebra el matrimonio en vista del cual se han pactado (cfr. arts. 1715 y ss.
CC).
La regla general es que los actos jurídicos sean consensuales, en el sentido de que se
perfeccionan nada más que con la manifestación de voluntad del autor en los actos
unilaterales o con el acuerdo de voluntades, el consentimiento, en los actos bilaterales.
La excepción es que un acto jurídico sea real o solemne. Es real cuando el acto jurídico
queda perfecto por la tradición (entrega) de la cosa a que se refiere (art. 1443 CC). En nuestro
Derecho, son reales los contratos de comodato, mutuo, depósito y prenda.
Los actos jurídicos solemnes son aquellos que están sujetos a la observancia de ciertas
formalidades especiales, "de manera que sin ellas no produce[n] ningún efecto civil" (art. 1443
CC). Como veremos, no todas las formalidades que puede exigir la ley para realizar un acto
jurídico son solemnidades, lo son sólo aquellas sin las cuales el acto no produce sus efectos
jurídicos. Así sucede con el testamento, el matrimonio, el reconocimiento de un hijo, la
promesa de contrato, la compraventa de bienes raíces y la hipoteca.
No se trata, obviamente, de que en estos actos jurídicos sólo se requiera la solemnidad y no
la manifestación de voluntad o el consentimiento. Lo que sucede es que la voluntad o
consentimiento sólo pueden expresarse a través de estas formalidades especiales que la ley
exige por diversas razones de protección de la libertad de las personas o de interés público.
Por ello se dice que el acto jurídico consensual es aquel que "se perfecciona por
el solo consentimiento" (art. 1443 CC). Es decir, los reales y los solemnes suponen también la
voluntad o consentimiento, pero en estos no basta la presencia de esa voluntad o
consentimiento sino que es necesario que ellos se expresen por medio de la entrega de la
cosa o las solemnidades establecidas.
De este modo, se habla de acto jurídico puro y simple cuando el acto produce sus efectos
normalmente y sin alteraciones que provengan de una estipulación especial de las partes.
Por el contrario, el acto jurídico sujeto a modalidad es aquel que por una estipulación
especial del autor o de las partes, ve alterados sus efectos normales por la operatividad de
una modalidad. Son modalidades la condición, el plazo y el modo. A ellas suele agregarse la
solidaridad y la representación.
La clasificación de actos jurídico entre actos entre vivos y por causa de muerte dice relación
con el modo en que se producen sus efectos, aunque el acto esté ya perfecto.
Si el acto no requiere de la muerte de ninguna persona para que sus efectos puedan
desplegarse, estaremos frente a un acto entre vivos.
Por el contrario, si el acto para producir la plenitud de sus efectos requiere que una persona
haya fallecido, estaremos ante un acto mortis causa o por causa de muerte. El acto jurídico
por causa de muerte por excelencia es el testamento (art. 999 CC). La donación revocable es
también un acto jurídico por causa de muerte (art. 1136 CC).
7. Otras clasificaciones
Entre los actos jurídicos patrimoniales se suele distinguir entre actos de disposición o
de simple administración o conservación: los de disposición son los que implican la merma o
disminución de un patrimonio (normalmente a través de la enajenación total o parcial de los
bienes); los de administración tienden a la buena conservación de un patrimonio sin
disminuirlo o mermarlo. Esta distinción tiene importancia para determinar, en los casos de
patria potestad conjunta, si los padres deben actuar conjuntamente o pueden hacerlo en forma
indistinta (cfr. art. 244.3 CC).
Se habla también de actos jurídicos nominados y actos jurídicos innominados. Son actos
jurídicos nominados aquellos que, por su importancia en el tráfico, tienen un nombre y una
regulación legal (normalmente supletoria de la voluntad de las partes). Los actos jurídicos
innominados no tienen una denominación legal (aunque sí una convencional o usual) ni
tampoco presentan una regulación de su contenido esencial. A veces se emplean las
expresiones de acto jurídico típico y acto jurídico atípico en vez de nominados e innominados.
Los actos jurídicos innominados provienen de la autonomía privada que puede crear todo tipo
de acuerdos dentro de los límites de dicha libertad. Muchos de estos actos jurídicos
innominados proceden de los usos comerciales y de la influencia del Derecho extranjero,
especialmente del common law y de allí toman una denominación y una cierta "tipicidad social
o usual": contratos de leasing, franchising, factoring, forward, etc.
I. CLASIFICACIÓN
1. Clasificación tradicional. Crítica
El Código Civil enumera los requisitos del acto jurídico en el art. 1445 que, retomando la
teoría francesa del contrato, dice que "para que una persona se obligue a otra por un acto o
declaración de voluntad es necesario: 1º que sea legalmente capaz; 2º que consienta en dicho
acto o declaración y su consentimiento no adolezca de vicio; 3º que recaiga sobre un objeto
lícito; 4º que tenga una causa lícita". A estos requisitos: capacidad, voluntad, consentimiento
sin vicios, objeto lícito y causa lícita, se agrega, para aquellos actos jurídicos solemnes, la
solemnidad.
La doctrina tradicional clasifica estos requisitos que la ley enumera sin mayor distinción, en
requisitos de existencia y requisitos de validez.
Los requisitos de existencia serían aquellos sin los cuales el acto no llega ni siquiera a
existir en el mundo del derecho, mientras que los requisitos de validez son aquellos que se
necesitan, no para que el acto exista, pero sí para que sea válido y eficaz. De esta forma, se
señala que los requisitos de existencia son la voluntad (o consentimiento), el objeto, la causa y
las solemnidades de existencia. Requisitos de validez, en cambio, son la capacidad de la o las
partes, la voluntad o consentimiento exento de vicios, el objeto lícito, la causa lícita y las
solemnidades de validez.
El problema que presenta esta clasificación tiene que ver con los efectos que la falta de
ellos puede producir. En estricta lógica, si falla algún requisito de la existencia, el efecto que
debiera producirse es la inexistencia jurídica del acto, mientras que si se omite algún requisito
de validez, lo que procedería sería la declaración de nulidad del mismo. Pero no existe
consenso en la doctrina, y tampoco en la jurisprudencia, sobre si se admite la situación
jurídica de inexistencia de un acto jurídico, que no sea en verdad una forma de nulidad.
En suma, la falta de un requisito constitutivo produce la nulidad del acto, mientras que la
omisión de un requisito validatorio produce la anulabilidad del acto.
2. Requisitos constitutivos y validatorios
a) Requisitos constitutivos
Como decíamos, consideramos que son requisitos constitutivos aquellos que forman parte
de la estructura fundamental del acto o negocio jurídico. Le dan su constitución esencial; sin
ellos puede haber apariencia de acto, pero en realidad no es más que un acto nulo, cuya
ineficacia puede considerarse un hecho que no necesita una declaración judicial previa que la
afirme formalmente.
El requisito constitutivo por excelencia del acto jurídico es la voluntad de la o las partes. Si
se trata de un acto jurídico bilateral lo que se requiere es el acuerdo de las voluntades de las
partes, que denominamos consentimiento. En los actos solemnes, la voluntad o
consentimiento debe manifestarse a través de las solemnidades determinadas por la ley. En la
mayor parte de los actos solemnes la solemnidad es exigida como un requisito constitutivo, de
modo que su ausencia produce la nulidad de pleno derecho del acto. Pero en ocasiones, la ley
exige solemnidades no para que se manifieste el consentimiento a través de ellas, sino con
alguna otra finalidad y por ello su omisión produce sólo la anulabilidad. En todo caso, debe
notarse que la solemnidad no es un requisito de todos los actos jurídicos, sino sólo de
aquellos que deben calificarse como solemnes.
Son también requisitos constitutivos el objeto sobre el que versa el acto y la causa que es
su fin o motivo jurídico.
b) Requisitos validatorios
Los requisitos validatorios son aquellos que, no siendo constitutivos, son exigidos por la ley
para que el acto pueda desplegar sus efectos sin que sea impugnado por una declaración
judicial de nulidad. Los requisitos validatorios consolidan la validez del acto e impiden su
anulabilidad.
II. VOLUNTAD
1. Exigencia y requisitos de la voluntad
La exigencia legal de este requisito está contemplada en el art. 1445.2º del Código Civil que
señala que para que una persona resulte vinculada por un acto o declaración de voluntad es
necesario "que consienta en dicho acto o declaración".
Cuando se trata de un acto unilateral, hablamos de voluntad del o los autores. Si se trata de
un acto jurídico bilateral (incluido el plurilateral) no basta la voluntad aislada de cada una de
las partes sino la concordancia entre sus voluntades, que llamamos consentimiento.
1º) Real: Quiere decir que debe corresponder a aquello que efectivamente la persona desea
realizar. La voluntad real se opone a la voluntad simulada, que se presenta cuando se
exterioriza una voluntad que no es la que interiormente se ha querido. Si las partes declaran
que celebran una compraventa para evitar que un bien sea embargado si se encuentra en el
patrimonio del supuesto vendedor, faltará la voluntad real, ya que la exteriorizada no
corresponde con lo que efectivamente se quiso hacer.
2º) Seria: Que la voluntad sea seria significa que haya intención de generar efectos jurídicos
que afectarán a la persona hacia el futuro. No hay voluntad seria cuando se manifiesta una
voluntad pero como parte de un broma o de una escenificación teatral.
3º) Vinculante: La voluntad debe ser jurídicamente eficaz, es decir, que genere "vínculos
jurídicos". Si se promete algo que, por el contexto social, la forma en que se expresa u otras
circunstancias no aparece como algo destinado a producir propios efectos jurídicos, sino que
se inspira más bien en los buenos deseos, en la cortesía o reglas de decoro social, estaremos
ante una voluntad no vinculante. Por ejemplo, si un tío le dice a un sobrino que le hará un muy
buen regalo de matrimonio cuando se case, no está manifestando voluntad de celebrar un
contrato de promesa de donación. Si un amigo le dice al otro que al día siguiente lo llevará a
Valparaíso en su auto para hacer una gestión profesional, no hay un contrato de
arrendamiento ni de servicios personales. Los usos sociales o comerciales pueden ir dando
alguna eficacia jurídica a actos que originalmente no la tenían, como ha ido sucediendo con
las llamadas cartas de patrocinio o letter of comfort.
4º) Manifestada: La voluntad debe ser exteriorizada o comunicada a los demás, ya que, de
no ser así, sólo se quedará en el fuero de la conciencia y no podrá tener efectos jurídicos.
Este requisito de la voluntad merece un tratamiento aparte, así como los casos en los que, por
excepción, se da valor de manifestación de voluntad a una conducta pasiva.
La manifestación expresa, la realizada a través del lenguaje, puede ser verbal, escrita o
gestual. Es verbal si se utiliza el lenguaje oral; es escrita si la voluntad de una o ambas partes
se expresa mediante la escritura en formato papel o digital. También debe considerarse una
forma de manifestación expresa aquella que se manifiesta a través de un lenguaje gestual,
como es la lengua de señas que utiliza la comunidad sorda (cfr. art. 26, ley Nº 20.422).
Se habla también de voluntad presunta pero o bien se trata de casos de voluntad tácita o de
efectos que la ley da al silencio.
Sin embargo, tanto la ley como la voluntad de las partes pueden atribuir al silencio un
determinado significado como expresión de voluntad. Además, a veces el silencio se da en un
contexto social que llega a constituir una manifestación tácita de voluntad, porque se genera la
expectativa razonable de que la persona si no dice nada es porque ha aceptado una
determinada propuesta jurídica. Tenemos, entonces, tres supuestos en los que el silencio
constituye manifestación de voluntad.
1º) Silencio legal: En estos supuestos es la ley la que ha otorgado un valor de expresión de
voluntad a la conducta pasiva o mero silencio. Así, el asignatario por causa de muerte que,
después del plazo otorgado por el juez para pronunciarse, nada dice sobre si repudia o acepta
se entiende que repudia (art. 1233 CC) y las personas que por su profesión u oficio se
encargan de negocios ajenos si ante una oferta de mandato no dicen nada en un tiempo
razonable se entiende que aceptan (art. 2125 CC).
2º) Silencio convencional: Las partes pueden estipular en un contrato alguna cláusula en la
que se otorga valor de manifestación de voluntad en un determinado sentido si una de ellas no
dice nada en el plazo que se establezca. Una cláusula que se suele contemplar en ciertos
contratos de tracto sucesivo es la que establece que el acuerdo se renovará automáticamente
por un nuevo período de tiempo, si ninguna de las partes manifiesta voluntad contraria antes
del vencimiento.
3º) Silencio circunstanciado: En estos casos son las circunstancias que rodean la situación
en que se encuentre el que mantiene silencio las que "hablan" por él y confieren un significado
a su propio silencio. Así por ejemplo si por largo tiempo entre dos partes se ha celebrado un
determinado contrato de suministro de una mercadería en una determinada fecha, el
proveedor puede entender que si no se ha dicho nada en contrario antes del día de la entrega
es porque se ha aceptado nuevamente la celebración de dicho contrato.
a) Aplicabilidad y regulación
Las reglas sobre la formación del consentimiento no están contenidas en el Código Civil.
Bello siguió en esto al Código Civil francés. Por eso cuando se redactó el Código de Comercio
se contempló regular expresamente este tema, con la expresa intención de que se aplicara en
forma general y no sólo a los actos mercantiles. Así queda de manifiesto en el Mensaje del
Código de Comercio, aprobado en 1865, que dice que con estas normas se viene a llenar "un
sensible vacío de nuestra legislación comercial y civil". Esta es la opinión común en la
doctrina.
b) La oferta
Para que se forme el consentimiento, una de las partes del futuro acto jurídico debe
formular una oferta o policitación a otra. Esta oferta es a su vez un acto jurídico, pero
unilateral, por el cual se propone a otra parte la celebración de un acto jurídico bilateral.
La oferta debe ser manifestada, firme, determinada y completa.
La manifestación de la oferta puede ser expresa o tácita. La expresa podrá ser verbal o
escrita.
La oferta será firme cuando el oferente manifiesta una voluntad segura y decidida de
celebrar un acto jurídico.
La oferta es completa cuando comprende todos los elementos del negocio, de manera que
la aceptación pueda ser pura y simple. Si la oferta no es completa, entonces es un acto por el
cual se invita a efectuar negociaciones preliminares. Si el primitivo aceptante emite una
contraoferta, que sí es completa, y el primitivo oferente la acepta sin poner nuevas
condiciones, entonces se formará el consentimiento, pero será la contraoferta la que
desempeñará el papel jurídico de oferta.
c) La aceptación
La aceptación es el acto jurídico unilateral por el cual la parte a quien se dirige la oferta
expresa su plena conformidad con ella.
Los requisitos de la aceptación son cinco: debe ser manifestada, pura y simple, tempestiva
y oportuna. Veamos en qué consiste cada uno de ellos.
La aceptación debe manifestarse por algún medio que exteriorice la voluntad de asentir del
aceptante. Si es el lenguaje, oral o escrito, la manifestación será expresa. Si son gestos o
conductas, la manifestación será tácita.
La aceptación debe ser pura y simple, en el sentido de que debe asentir completa y
llanamente a lo señalado en la oferta sin quitar ni añadir elementos o contenidos que la
alteren. Si hay aceptación condicionada, esto es, con modificaciones que alteran la oferta,
aunque sean muy menores, esta aceptación se convierte en una contraoferta (art. 102
CCom.). En este sentido, se ha discutido lo que sucede cuando la oferta comprende varias
cosas; la doctrina sostiene que, en principio, la aceptación debe comprenderlas todas, ya que
si no estaría alterando la oferta. Sólo en el caso de que la intención del oferente haya sido
ofertar cada cosa por separado, la aceptación podría ser parcial. La excepción es sólo
aparente porque en ese caso lo que sucede es que se han formulado varias ofertas aunque
simultáneamente.
En tercer lugar, el acto de aceptación debe ser tempestivo, es decir, debe ejecutarse
mientras la oferta está vigente. Como ya veremos la oferta puede extinguirse por caducidad o
retractación. Si la aceptación se produce después de alguno de estos hechos que extinguen la
oferta, no se habrá formado el consentimiento.
Por último, la aceptación debe ser oportuna, esto es, debe producirse dentro de un cierto
plazo desde que fue recibida la oferta. ¿Cuál es este plazo? En primer lugar, habrá que
atenerse al término que haya fijado el mismo oferente al momento de hacer la oferta.
Por ello, en ese momento deberá determinarse la capacidad de las partes, si el objeto existe
y es lícito, las leyes que se entenderán formar parte del acto según la Ley sobre Efecto
Retroactivo de las Leyes. Además, desde ese instante el oferente ya no tendrá derecho a
retractarse de su oferta.
En Derecho Comparado se configuran varios sistemas de determinación del momento de
formación del consentimiento, a saber: 1º) El sistema de la declaración o emisión, en el cual el
consentimiento se forma desde que se manifiesta o emite legalmente la aceptación; 2º) El
sistema de la expedición, en el que hay consentimiento desde el momento en que la
aceptación es enviada o expedida al oferente; 3º) El sistema de la recepción en el que el
consentimiento se produce cuando el oferente recibe la respuesta del aceptante; y 4º) El
sistema de la información o conocimiento, en el cual existirá consentimiento sólo cuando el
oferente haya tomado efectivo conocimiento del contenido de la aceptación.
Nuestra doctrina está conteste en que el Código de Comercio acoge claramente el primer
modelo o sistema, esto es, que el consentimiento queda formado desde que se declara o
emite la aceptación, aunque ésta no haya sido aún enviada o no haya llegado a su
conocimiento. Es lo que se deduce de lo que dispone el art. 101 de dicho Código: "Dada la
contestación... el contrato queda en el acto perfeccionado y produce todos sus efectos
legales...".
Como excepción se suele mencionar el contrato de donación, respecto del cual pareciera
acogerse el sistema de la información o conocimiento, ya que el Código Civil establece que el
donante podrá revocar la donación mientras no ha sido aceptada y notificada la aceptación al
donante (art. 1412 CC). La cuestión es dudosa porque lo que se retracta aquí no es la oferta,
sino el mismo contrato de donación, que ya se ha formado, al darse la aceptación. De modo
que este caso parece ser un supuesto de desistimiento unilateral del contrato más que uno de
falta de formación del consentimiento necesario para su perfeccionamiento.
También puede tener relevancia el lugar donde se forma el consentimiento, dado que dicho
lugar será el de la formación del acto o contrato. Así, para efectos de Derecho Internacional
Privado, el acto se regirá por la ley del lugar donde fue celebrado (art. 16 CC); la localidad de
la celebración puede determinar la costumbre que se aplique para suplir sus reglas (cfr. arts.
1940 y 1944 CC); en ciertos casos, puede determinar la competencia de los tribunales
llamados a conocer alguna controversia en relación con sus estipulaciones (art. 135.1º COT).
La regla que sobre este tema contiene el Código de Comercio señala que "residiendo los
interesados en distintos lugares, se entiende celebrado el contrato en el de la residencia del
que hubiera aceptado la propuesta primitiva o modificada" (art. 104 CCom). De ella, puede
deducirse en consecuencia que para determinar el lugar de formación del consentimiento
habrá que atenerse a la residencia de las partes. Si ambas partes tienen residencia en el
mismo lugar, no hay mayor problema: ese lugar es también el de formación del
consentimiento. A la inversa, si residen en distintos lugares, el consentimiento se entenderá
formado en el lugar de residencia del aceptante.
f) Caducidad y retractación de la oferta antes de la aceptación
La oferta caduca por muerte o incapacidad sobreviniente del oferente (art. 101 CCom). Si la
aceptación es posterior no se formará el consentimiento.
La retractación es el acto jurídico del oferente por el cual manifiesta su voluntad de retirar la
oferta realizada antes de que se haya dado la aceptación.
El acto por el cual se retracta la oferta debe ser probado, ya que la ley dispone que la
retractación no se presume (art. 99 CCom).
El oferente puede retractarse salvo que, al hacer la oferta, se haya comprometido a esperar
contestación o a no disponer del objeto del contrato sino después de desechada o de
transcurrido un determinado plazo (art. 99 CCom). Aquí podría verse un caso de declaración
unilateral de voluntad que genera obligación: si el oferente se ha comprometido a esperar, y
se otorga la aceptación, el acto jurídico se forma, aunque haya habido retractación de la
oferta.
Pero el oferente que se retracta legítimamente, es decir, sin que se haya comprometido a
esperar, debe indemnizar los gastos que haya hecho y los daños y perjuicios que haya
sufrido, la persona a quien fue dirigida la oferta. No obstante, puede exonerarse de esta
obligación si se aviene a tener por celebrado y cumplir el acto propuesto (art. 100 CCom).
Sin embargo, la doctrina y jurisprudencia han ido reconociendo que, en ciertos casos
excepcionales, el retiro de una de las partes de la negociación o los actos por los cuales ella
se frustra pueden dar lugar al deber de reparar los daños causados. Ello sucederá, por
ejemplo, cuando se advierta que una parte nunca ha querido en verdad celebrar un contrato
con otra y la ha usado simplemente para poder celebrar un contrato más ventajoso con un
competidor o con la mira de conocer la estructura organizativa de la parte con la que negocia.
Se habla así de que el principio de la buena fe rige no sólo en la celebración o ejecución del
contrato (art. 1546 CC) sino también en el período previo de formación del negocio jurídico.
Este principio impone a las partes que negocian no llegar necesariamente a un acuerdo pero
sí proceder con lealtad, rectitud y veracidad cuando se realizan los tratos preliminares.
En todo caso, se concuerda que la indemnización cubre sólo el llamado interés negativo, es
decir, debe tratar de ponerse a la parte perjudicada en el mismo estado en que estaría si no
se hubiera celebrado el acto o contrato, y no el interés positivo, que significaría poner a la
parte en el mismo estado en que se encontraría si se hubiere celebrado y cumplido el acto o
contrato.
Las normas generales que hemos revisado sobre la formación del consentimiento sufren
excepciones en el Derecho del Consumo, campo en el cual la ley intenta proteger al
consumidor como la parte más débil en la relación con el proveedor.
La principal excepción tiene que ver con las ofertas a personas indeterminadas que, como
hemos visto, en el régimen general o no son obligatorias o están condicionadas. En cambio,
en el Derecho del Consumo las ofertas a personas indeterminadas son obligatorias. Así lo
dispone el art. 12 de la ley Nº 19.496, de 1997, según el cual "Todo proveedor de bienes o
servicios estará obligado a respetar los términos, condiciones y modalidades conforme a las
cuales se hubiere ofrecido o convenido con el consumidor la entrega del bien o la prestación
del servicio". No parece, sin embargo, que el incumplimiento de la oferta lleve aparejada la
acción para pedir el cumplimiento del contrato en las condiciones ofrecidas si el proveedor se
niega a tenerlo por celebrado y retracta la oferta. Pero su incumplimiento podrá constituir una
infracción que será castigada con pena de multa (art. 24) y el consumidor afectado podrá
deducir acción civil para que le indemnicen los daños causados por dicha infracción (art. 3.e).
Sólo en el caso de "promociones" u "ofertas", en el sentido específico que les da esta ley:
ofrecimiento al público de bienes y servicios en condiciones más favorables, y ofrecimiento al
público de bienes o servicios a precios rebajados en forma transitoria, respectivamente, se
permite al consumidor reclamar el cumplimiento forzado del contrato: "En caso de rehusarse el
proveedor al cumplimiento de lo ofrecido en la promoción u oferta, el consumidor podrá
requerir del juez competente que ordene su cumplimiento forzado, pudiendo éste disponer una
prestación equivalente en caso de no ser posible el cumplimiento en especie de lo ofrecido"
(art. 35.2).
Una vez formado el consentimiento del contrato electrónico, el proveedor queda obligado a
enviar "confirmación escrita" del mismo (art. 12 A inc. 3º), la que puede ser hecha por medios
electrónicos y debe contener copia del contrato celebrado. Pensamos que el incumplimiento
de este deber del proveedor no implica que el consentimiento no se haya formado y que el
contrato sea inválido. Sólo dará lugar a una infracción de la ley sancionable con multa y a una
acción de indemnización de perjuicios por parte del consumidor afectado.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: MATUS VALENCIA, Juan Guillermo, "Formación del consentimiento en un mundo global",
en Revista de Derecho (P. Universidad Católica de Valparaíso) 19, 1998, pp. 153-158; DE LA MAZA, Íñigo, "El
retiro unilateral como un caso de responsabilidad precontractual", en Temas de Contratos, Cuadernos de
Análisis Jurídicos, Colección Derecho Privado III, U. Diego Portales, Santiago, 2006, pp. 131-158; DE LA MAZA
GAZMURI, Íñigo, "Ofertas sujetas a reserva: a propósito de los términos y condiciones en los contratos
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Chile, 1996 pp. 337-348; VARAS BRAUN, Juan Andrés y MOMBERG URIBE, Rodrigo, "La oferta en Chile: un
ordenamiento, tres regímenes", en Temas de Contratos, Cuadernos de Análisis Jurídicos, Colección Derecho
Privado III, U. Diego Portales, Santiago, 2006, pp. 61-94; ARIAS DE RINCÓN, María Inés, "La formación y
perfección del contrato por internet", en Revista Chilena de Derecho 29, 2002, 1, pp. 111-126; PINOCHET
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Cuadernos de Análisis Jurídicos, Colección Derecho Privado III, U. Diego Portales, Santiago, 2006, pp. 95-
113; "La voluntad y el silencio en los contratos de adhesión: el que calla no otorga. Una revisión a propósito
de la sentencia de la Excma. Corte Suprema de 24 de abril de 2013 recaída en el caso Sernac con
Cencosud", en S. Turner y J. A. Varas (coords.), Estudios de Derecho Civil IX, Thomson Reuters, Santiago,
2014, pp. 427-442; CORRAL TALCIANI, Hernán, "Los contratos de formación electrónica en el Derecho Civil
chileno", en Contratos y daños por incumplimiento, AbeledoPerrot, Santiago, 2010, pp. 47-65; WAHL
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Cuadernos de Extensión Jurídica 6, Universidad de los Andes, Santiago, 2002, pp. 131-166; TAPIA
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Derecho Civil IX, Thomson Reuters, Santiago, 2014, pp. 443-462.
Para que la voluntad pueda producir efectos mediante la formación de un acto jurídico no
sólo debe existir, sino que debe haber obrado con conocimiento y una razonable libertad. Si
ha sido presionada o inducida por ciertos elementos que le restan autonomía a la decisión, se
habla de que existe una voluntad viciada, que puede dar lugar a la ineficacia (nulidad) del acto
jurídico.
La teoría de los vicios de la voluntad no es romana, ya que aunque sus textos hablen de
error, de violencia y de dolo, ellos no aparecen unificados en una construcción dogmática
común. Esta será configurada por los iusnaturalistas franceses Jean Domat (1625-1696) y
Robert Joseph Pothier (1699-1772), y por medio de ellos llegará al Code Civil de 1804.
Nuestro Código Civil la acogerá con una regulación más detallada que la francesa en los
arts. 1451 a 1459. Por su inspiración francesa, estas reglas parecen estar pensadas para los
contratos, y no para los actos jurídicos unilaterales. Sin embargo, la doctrina señala que se
aplican a todo tipo de actos jurídicos, si bien con adaptaciones cuando se trate de actos
unilaterales, como el testamento, o negocios jurídicos propios del Derecho de Familia.
Respecto del matrimonio, existen una regulación especial que debe prevalecer por sobre la
del Código Civil (art. 8º LMC).
Los vicios reconocidos y regulados por el Código Civil son tres: el error, la fuerza y el dolo
(art. 1451). Se discute sobre si deben agregarse otros como la lesión y el estado de
necesidad.
2. El error
a) Concepto
Se suele distinguir de manera teórica entre ignorancia y error. La primera sería la ausencia
de conocimiento sobre algo, mientras que el segundo consistiría en un conocimiento
distorsionado o equivocado del mismo. De esta distinción, podría obtenerse la conclusión de
que sólo el error puede ser vicio de la voluntad, ya que la ignorancia nunca puede impulsar a
alguien a realizar un acto jurídico.
A nuestro juicio, no tiene mucha utilidad hacer la distinción entre ignorancia y error, porque,
dado que no es posible una ignorancia total y completa sobre todo, siempre que hay
ignorancia de algo hay también un error sobre ese algo, y a la inversa cada vez que se yerra
es porque algo es ignorado parcialmente. Por ejemplo, si contrato con un joven de 16 años
pero que representa 20, estoy errando sobre su edad (tengo una falsa percepción sobre esa
realidad), pero también padezco de ignorancia sobre la fecha de su nacimiento.
b) Requisitos generales
La regla general es que cada uno debe hacerse responsable de sus propios errores y no
perjudicar a los demás por la falta de diligencia en informarse correctamente de las
circunstancias en que se celebra un acto jurídico. Sólo excepcionalmente se admite que
alguien pueda invocar su propia equivocación para pedir la ineficacia de un acto jurídico, lo
que probablemente perjudicará a su contraparte.
Por ello, se consideran como requisitos para que el error opere como vicio de la voluntad los
siguientes:
1º) Reconocimiento legal: Sólo en los casos en los que la ley ha reconocido que el error
puede viciar la voluntad se producirá ese efecto, y no en otros, por mucha semejanza que
pueda existir entre ellos.
2º) Excusabilidad: Aunque la ley no lo señala en forma explícita la excusabilidad del error se
impone por el principio general de que nadie puede aprovecharse de su propia torpeza. El
error, en consecuencia, sólo viciará la voluntad cuando se trate de una equivocación
excusable, es decir, que cualquier persona en las mismas circunstancias hubiera incurrido en
ella actuando con mediana diligencia. En muchas ocasiones, se exige a las partes que se
informen y que se asesoren para evitar errores. En otras el umbral de la diligencia debe ser
más bajo, como sucede en los actos de consumo, ya que el consumidor puede confiar en que
el proveedor está proporcionando una información exacta y fiel del producto o servicio que
ofrece.
3º) Determinación: Para que el error vicie la voluntad es necesario que sea determinante, lo
que quiere significar que de no haberse producido el error no habría celebrado el contrato o
ejecutado el acto. Si el error influye pero no determina la voluntad, no se podrá invalidar el
acto, aunque, por analogía con lo que se establece para el dolo (art. 1458.2 CC) procederá
acción de perjuicios contra la otra parte o un tercero por cuya culpa se haya causado el error.
No es requisito del error que haya sido conocido o advertido por la otra parte, salvo en el
caso del error accidental como luego veremos (art. 1454.2 CC). Tampoco es necesario que
genere perjuicios al que incurre en él, ya que la ley no lo exige.
Para negar la excusabilidad no se puede invocar el art. 8º del Código Civil que, como ya
hemos afirmado, no establece la obligación de conocer todo el Derecho para cualquier
ciudadano ni menos una presunción de conocimiento de la ley. El art. 8º sólo afirma que nadie
puede alegar ignorancia de la ley para excusarse de cumplirla 24. Pero cuando alguien celebra
un contrato con su voluntad viciada por un error de derecho excusable no está pretendiendo
dejar sin cumplimiento la ley, sino, al revés, estaría intentando que se cumpla la ley que
protege a las personas de realizar actos jurídicos sin su libre voluntad.
Por ello, la sola existencia del art. 8º en el Código Civil no sería óbice para reconocer que el
error de derecho vicia el consentimiento. No obstante, ello debe excluirse en virtud de la
disposición especial del art. 1452 del mismo Código, según el cual "el error sobre un punto de
derecho no vicia el consentimiento".
El codificador ha decidido, como política legislativa, evitar las discusiones sobre la validez
de los actos jurídicos fundadas en la alegación de que alguna de las partes obró motivada por
un error sobre una materia jurídica. Seguramente, entendió, que ello mermaría en exceso la
seguridad jurídica en el tráfico de los negocios.
En la realidad actual pensamos que esta decisión debería revertirse, dada la complejidad
que ha adquirido el sistema jurídico en el que ni siquiera los más expertos abogados dominan
completamente todas las innumerables reglas y disposiciones que lo conforman. Para evitar
los riesgos sobre la seguridad del tráfico, bastaría con aplicar el requisito de la excusabilidad.
No todo error de derecho viciaría el consentimiento sino sólo el que, según las circunstancias
del individuo que lo padeció, puede ser considerado como razonable y comprensible.
La doctrina tradicional suele añadir algunos casos que constituirían excepciones al art. 1452
y en los que el error de derecho sí sería admitido como vicio de la voluntad. El más importante
de ellos es el referido al pago de lo no debido. El Código Civil señala que "se podrá repetir aun
lo que se ha pagado por error de derecho, cuando el pago no tenía por fundamento ni aun una
obligación natural" (art. 2297 CC), lo que se reitera más adelante (art. 2299 CC). Discrepamos
de este criterio por cuanto en este caso el error es un presupuesto para la procedencia de una
acción de repetición que se autoriza en virtud de un cuasicontrato. No se trata por tanto de
una acción de nulidad del pago fundada en que la voluntad hubiera estado viciada por error.
Tampoco son excepciones a la regla del art. 1452 otras normas en que, para efectos
diversos, admiten la eficacia del error sobre un punto de derecho: arts. 1683, 1468 y 2454 del
Código Civil y art. 51 de la Ley de Matrimonio Civil.
En cambio, el art. 1058 del Código Civil ratifica el criterio del art. 1452 en cuanto a la
exclusión del error de derecho como vicio de la voluntad testamentaria. Dispone dicha norma
que "La asignación que pareciere motivada por un error de hecho, de manera que sea claro
que sin este error no hubiera tenido lugar, se tendrá por no escrita". Parece claro que si la
motivación se funda en un error de derecho la asignación testamentaria no podría dejarse sin
efecto.
Excluido el error de derecho en todas sus formas, los errores que vician la voluntad son
todos errores de hecho, pero para tener ese efecto deben cumplir las exigencias que
establece el Código Civil, y que dan lugar a lo que en doctrina se ha denominado: error
esencial, error sustancial, error accidental y error en la persona.
d) Error esencial
Se denomina error esencial a aquel error de hecho que recae sobre la especie del acto
jurídico que se ejecuta o celebra o sobre la identidad de la cosa específica que constituye su
objeto. Se advierte que se admiten dos formas de error esencial, que se suelen denominar
con expresiones en latín: error in negotio (sobre la especie del acto) y error in corpore (sobre
la identidad de la cosa).
Este error esencial está contemplado en el art. 1453 del Código Civil que, siguiendo el afán
pedagógico de Bello, ilustra el concepto de cada error con un ejemplo: así el error in
negotio es ilustrado con el caso en que una de las partes entendiese que se trata de celebrar
un contrato de empréstito (comodato), mientras la otra asume que se trata de una donación.
La cuestión tiene importancia porque la parte que entregó la cosa piensa que mantiene el
dominio y que puede pedir su restitución, mientras que su contraparte cree que se ha hecho
dueña de la cosa al habérsele donando y que no tiene obligación alguna de devolver lo
entregado.
De acuerdo con el art. 1453 del Código Civil el error esencial "vicia el consentimiento", por lo
que cabría sostener que la sanción a que da lugar es la nulidad relativa, al igual que los
demás casos de vicios de la voluntad. Se advierte que el artículo siguiente, esto es, el art.
1454, que trata del error en la sustancia, comienza diciendo que este error vicia "asimismo" el
consentimiento, y hay unanimidad en que la sanción del error sustancial es la nulidad relativa.
Es la posición defendida por Avelino León (1913-1984) 25.
En contra se ha hecho ver que el error esencial en estricto rigor no vicia el consentimiento,
sino que su efecto es aún más grave ya que impide que se produzca la concordancia de
voluntades que se requiere para que pueda hablarse de consentimiento. Por eso, en doctrina,
se le suele atribuir el nombre de error obstáculo, obstativo o impediente, porque obstaculiza o
impide que se forme el consentimiento.
Siguiendo este razonamiento, en los casos de error esencial estaremos ante supuestos en
los que falta el consentimiento como requisito constitutivo del acto jurídico, por lo que su
sanción debe ser la nulidad de pleno derecho (inexistencia). Para quienes no aceptan la teoría
de la nulidad de pleno derecho, el error esencial provocará la nulidad absoluta del negocio.
Por nuestra parte, pensamos que el error esencial es, por sobre todo, un error y no una falta
de consentimiento. Es cierto que se produce una discordancia entre la voluntad de una parte y
la voluntad de otra, pero esto ocurre en todos los supuestos de error. Lo que importa es que
aquí hay una apariencia de acto o negocio jurídico que requiere una declaración judicial de
invalidez, por lo que debe descartarse que estemos frente a un caso de nulidad de pleno
derecho (inexistencia). Tampoco cabe aplicar la nulidad absoluta, porque, además de ser
incoherente con el tratamiento que se hace de los demás errores de hecho que vician la
voluntad, impide el saneamiento del acto por ratificación o confirmación, lo que no parece
justificado. Debe considerarse, además, que la regla general en materia de nulidades en
nuestro sistema es la nulidad relativa, como se deduce claramente de lo que dispone el inciso
final del art. 1682.
e) Error sustancial
El inciso primero del art. 1454 del Código Civil señala que el error de hecho vicia el
consentimiento "cuando la sustancia o calidad esencial del objeto sobre que versa el acto o
contrato, es diversa de lo que se cree". El ejemplo con que se ilustra la regla se refiere a un
contrato sobre una barra, que una de las partes piensa que es de plata cuando en realidad es
de otro metal menos valioso, pero que resulta semejante en su apariencia.
Es evidente que el ejemplo busca ilustrar la regla, pero no la agota. De allí que la doctrina y
la jurisprudencia hayan determinado que la sustancia o calidad esencial no se refiere
únicamente a la materialidad de la cosa contenida en una obligación de dar. El precepto habla
de sustancia del "objeto" y no de una cosa material, de modo que cabe todo tipo de contenido
sobre el que puede versar un acto jurídico, también cosas inmateriales, hechos u omisiones.
Incluso si se admitiera que el vocablo "sustancia" alude a la materialidad de la cosa, el error
sustancial se extendería en otros supuestos en los que no hay error sobre la materia, pero sí
sobre alguna "calidad esencial" del objeto.
f) Error accidental
El error accidental se refiere a la equivocación en la que incurre una parte respecto de una
calidad que no es esencial, en el sentido objetivo y generalizable con la que se determina el
error sustancial. Así, por ejemplo, si alguien compra un cuadro en una tienda de antigüedades
pensando que está recuperando una vieja pintura que pertenecía a la casa de su abuelo, y
después descubre que se trataba de otra pintura que no tiene ninguna relación afectiva con él.
Se entiende que, por razones de seguridad jurídica, el error accidental no vicie el
consentimiento y que los efectos perjudiciales del error deban recaer en quien lo padece. Pero
esto debe tener una excepción en los casos en los que de seguirse esta regla se estaría
protegiendo o alentando una posible mala de fe de la otra parte.
Por ello el inciso segundo del art. 1454 dispone que "El error acerca de otra cualquiera
calidad de la cosa no vicia el consentimiento de los que contratan, sino cuando esa calidad es
el principal motivo de una de ellas para contratar, y este motivo ha sido conocido de la otra
parte".
Vemos, entonces, que la norma sólo admite que el error sobre una calidad no esencial
pueda viciar el consentimiento cumpla con dos requisitos: 1º que la calidad haya sido el motivo
principal de la parte que incurrió en el error, y 2º que ese motivo haya sido conocido de la otra
parte. Como ya hemos dicho que un requisito general del error es que haya determinado la
voluntad, la verdadera exigencia específica es que el motivo haya sido conocido de la
contraparte.
Debe notarse que no se exige que la parte que yerra haya informado a la otra parte de la
calidad accidental que la motiva a ejecutar el acto jurídico, aunque probablemente ello sea lo
más común. Basta que la otra parte haya tomado conocimiento de dicha motivación por
cualquiera otra fuente. Tampoco es necesario que la contraparte haya estado consciente de
que se trataba de un error. Basta que haya sabido que la parte que incurre en la equivocación
tenía como motivo determinante una calidad accidental que después se descubre no
correspondía a la realidad.
El inc. 2º del art. 1454 se pone en el caso de un acto jurídico bilateral ya que habla de que el
motivo haya sido conocido de la otra parte. Esto no quiere decir que este error no pueda viciar
la voluntad en los actos jurídicos unilaterales, sólo que en tales casos bastará con probar la
determinación del error, es decir, que fue el motivo principal para ejecutar el acto (cfr. art.
1058 CC).
En caso de que el error accidental cumpla con los requisitos señalados, la parte que incurre
en él tiene derecho a demandar la nulidad relativa.
g) Error en la persona
Por regla general, el error en la identidad de la persona con la cual se celebra un acto
jurídico no tiene relevancia y no constituye vicio del consentimiento. Así lo dispone
expresamente el art. 1455 del Código Civil: "El error acerca de la persona con quien se tiene
la intención de contratar no vicia el consentimiento...". De este modo, si alguien pensaba que
estaba comprando un auto a Pedro, y en realidad lo hacía a Mario, que es su hermano
gemelo, ese error no autorizará a Pedro a pedir la nulidad del contrato. Su error es irrelevante
ya que, sea a Pedro o a Mario, lo importante es que él haya podido adquirir el automóvil que
quería comprar.
Esta regla tiene una excepción en los casos en los que la consideración de la persona con
quien se tiene la intención de contratar "sea la causa principal del contrato" (art. 1455.1 CC).
No se trata aquí de que el error haya sido determinante sino que, conforme a la naturaleza y
circunstancias del contrato, la consideración de la persona con la que se contrata es un
elemento relevante para decidir si celebrar o no dicho contrato.
Es lo que sucede con los contratos llamados intuitu personae, en los que, por su misma
función y naturaleza, la consideración de la persona con la que se celebra resulta
determinante. Entre ellos, aparte del contrato de matrimonio y otros negocios del Derecho de
Familia, tenemos el contrato de sociedad, de mandato y arrendamiento de servicios. En
ocasiones la misma ley da eficacia al error en la persona, como sucede en la tradición (art.
676 CC), en el pago (art. 1576 CC), en el testamento (art. 1057 CC) y en el contrato de
transacción (art. 2456 CC).
Nada impide que las partes incluyan en un contrato que no tiene la calidad de intuitu
personae la consideración de la persona de uno o más contratantes como un elemento
esencial. A la inversa, puede ser que un contrato que, en principio, es intuitu personae deje de
serlo por una estipulación expresa de las partes, como por ejemplo si se concede un mandato
a una persona por determinar (por ejemplo, al portador del poder).
Hay consenso que un simple error en el nombre de la persona no es suficiente para viciar el
consentimiento si no se yerra sobre su identidad (cfr. arts. 676 y 1057 CC). Pero se discute
sobre si el error sobre alguna cualidad de la persona puede equipararse al error sobre su
identidad física. Respecto del matrimonio, la Ley de Matrimonio Civil expresamente ha
introducido como vicio del consentimiento matrimonial, junto al error acerca de la identidad, el
error sobre "alguna de sus cualidades personales, que atendida la naturaleza o los fines del
matrimonio, ha de ser estimada como determinante para otorgar el consentimiento" (art. 8.2º
LMC).
El art. 1455 del Código no distingue entre error sobre la identidad y sobre las cualidades, y
se refiere de manera general a "error acerca de la persona", pero parece claro que, en
principio, se refiere sólo a la identidad física. No obstante, si conforme a la naturaleza del
contrato fue alguna cualidad específica la que lleva a elegir al otro contratante, sin la cual no
se habría contratado con este (por ejemplo, si se encarga un retrato a quien se cree un
prestigiado pintor), un error sobre la cualidad podría redundar en la identidad de la persona y
viciar el consentimiento.
En los casos en que el error en la persona vicia el consentimiento se producen dos efectos.
Primero, el afectado por el error podrá demandar la nulidad relativa del acto o contrato.
Segundo, la persona con la quien erróneamente se contrató tendrá derecho a demandar la
indemnización de los perjuicios que se le hubieren causado, siempre que haya estado de
buena fe (art. 1455.2 CC). La indemnización supone que el contrato haya sido declarado nulo,
por lo que la parte afectada por el error podrá elegir entre pedir la nulidad y pagar la
indemnización o conformarse con el contrato y liberarse de pagar perjuicios.
A nuestro juicio, esta indemnización debe regirse por las normas de la responsabilidad
extracontractual (arts. 2314 y ss. CC) ya que al declararse la nulidad del contrato se estima
que este nunca ha sido celebrado.
Salvo en algunas legislaciones que lo contemplan (§§ 119 y 120 BGB alemán y art. 1433
del CC italiano), la mayoría de los ordenamientos guarda silencio sobre esta forma de error.
Tampoco nuestro Código se pronuncia al respecto. Las alternativas que ofrece la doctrina
extranjera van desde estimar que el acto jurídico es nulo de pleno derecho por falta de
consentimiento, que el acto pueda ser declarado nulo conforme a los supuestos más próximos
al error vicio (error esencial, sustancial o accidental), o que incluso debe tener plena validez si
el error ha sido causado por negligencia inexcusable de la misma parte que incurre en él. Por
nuestra parte, pensamos que el error en la declaración debe producir la nulidad de pleno
derecho, porque es evidente que o no hubo voluntad o hubo una voluntad defectuosa que
impidió la concordancia con la de la otra parte. Como sabemos el consentimiento es un
requisito constitutivo del acto (art. 1445.2º CC), a falta del cual el acto no puede producir
efecto jurídico alguno. Sin embargo, si el error se ha debido a negligencia del que yerra, éste
incurrirá en responsabilidad civil (precontractual) y deberá indemnizar los perjuicios que haya
sufrido el que ha sido engañado por la errónea declaración, a menos que este último haya
podido, con la diligencia debida, advertir que estaba frente a una inexistencia de declaración o
una declaración defectuosa (como normalmente sucede con los compradores en línea que
observan que el servidor web presenta unos precios ridículos por ciertos productos y
comienzan a correr la voz para aprovecharse de ese error de sistema).
El error sobre la causa no vicia el consentimiento, pero el contrato podría ser invalidado por
carecer del requisito de la causa. Así si alguien se obliga a dar una cantidad de dinero a otro,
pensando que existía un testamento que le imponía un legado, y luego se demuestra que tal
testamento fue revocado, su error sobre la causa no podrá ser alegado en cuanto tal, pero sí
procederá demandar la nulidad del acto jurídico por falta de causa real (art. 1467.1 CC).
El error sobre los motivos consiste en la falsa representación de las razones internas y
psicológicas que llevan a una persona a ejecutar un acto o contrato. Así, por ejemplo, si
alguien compra un televisor porque cree que el que estaba usando se había descompuesto
definitivamente, y luego comprueba que en realidad sólo estaba desenchufado. Como regla
general, este error debe ser soportado por el que lo padece y no viciará el consentimiento.
Sólo si el motivo no sólo ha sido conocido de la otra parte, sino que ha sido incorporado como
contenido del contrato, podría justificarse que viciara el consentimiento y determinara la
nulidad relativa del acto jurídico. En tal caso, las mismas partes, en ejercicio del principio de
autonomía privada, han dado el carácter de error sustancial al que podría recaer sobre el
referido motivo.
Otro error que podría padecer una persona al ejecutar un acto jurídico es el error sobre el
valor de la cosa que es su objeto. Es cierto que, tratándose de un contrato oneroso
conmutativo, el afectado podría recurrir a la ineficacia por lesión enorme. Pero hay que
recordar que en nuestra legislación ella sólo procede, no de modo general, sino solamente en
algunos casos que han sido explícitamente previstos. Además, deben cumplirse los requisitos
de desproporción entre las prestaciones que ella establece. Por ello, no siempre el afectado
por el error en el valor tendrá la posibilidad de invocar la lesión, ¿podría demandar la nulidad
relativa fundado en su consentimiento viciado por este error? Aunque nuestra doctrina está
dividida al respecto, nos parece que no debería haber inconveniente en admitir el error sobre
el valor como un tipo de error sustancial, es decir, cuando el valor de la cosa puede ser
considerado una calidad esencial. Los peligros de abuso de esta posibilidad pueden ser
neutralizados con la exigencia de que el error sea excusable y determinante.
i) Error común
La llamada doctrina del error común, basada en el aforismo: error communis facit ius, se
suele mencionar aquí más por una semejanza de nombre que por su naturaleza o función
jurídica. El error vicio permite invalidar ciertos actos que, sin su influencia habrían sido válidos.
La función de la teoría del error común es justamente la opuesta: asegurar la validez de un
acto que, sin su influencia, debiera ser declarado nulo.
La doctrina tiene un antecedente romano en la historia del esclavo Barbarius Philippus que,
después de haberse fugado, fue nombrado pretor creyéndole ciudadano romano. Descubierta
su inhabilidad para el cargo, las sentencias dictadas por él debían haberse considerado nulas.
Sin embargo, atendida la legítima apariencia, se llegó a la conclusión de que debían
considerarse válidas (Ulpiano, D. 1.14.3).
La doctrina y la jurisprudencia francesas, seguidas por las chilenas, han acuñado los
requisitos que se exigirían al error para atribuir validez a actos que deberían ser nulos. Tales
son:
1º) Debe haber un error común, ya sea porque efectivamente la comunidad en general
incurrió en la equivocación o, de hecho, el error tenía potencialidad para ser compartido por
ella, aunque no se haya dado tiempo para que así sucediera.
2º) El error debe ser excusable, en el sentido de que cualquiera persona de inteligencia y
cultura media hubiera incurrido en el error. Normalmente, el primer requisito asegura este
segundo: ya que si la comunidad incurrió en el error era porque no podía ser evitado con la
diligencia exigida. Se habla también de que debe haber un título putativo (título colorado,
dicen los canonistas) que justifique la apariencia errónea.
3º) El que pretende la validez del acto debe haber actuado de buena fe. No se aplicaría la
doctrina si, por ejemplo, existe un notario cuyo nombramiento fue ilegal y ello es desconocido
por la población pero quien alega la validez de la escritura pública autorizada por dicho
funcionario sí sabía la inhabilidad que afectaba a éste.
Sin perjuicio de que la aplicación del error común proceda cuando se verifican los requisitos
mencionados, existen casos específicos en los que la misma ley parece haberse inspirado en
esta teoría. Así se mencionan especialmente los casos del guardador de hecho (art. 426 CC),
la habilidad putativa de un testigo del testamento (art. 1013 CC), la posibilidad de que el
heredero aparente tenga justo título si obtiene la posesión efectiva de la herencia (art. 704.4º
CC), el pago al poseedor del crédito (art. 1576.2 CC) y la sociedad de hecho (art. 2058).
Algunos agregan el matrimonio putativo que hoy se regula en el art. 51 de la Ley de
Matrimonio Civil.
3. La fuerza
a) Concepto y clases
Se denomina fuerza toda coacción, presión o amenaza que se dirige a una persona con el
fin de que consienta en la celebración de un acto o negocio jurídico.
Se suele distinguir entre fuerza absoluta y fuerza relativa, así como entre fuerza física y
fuerza moral.
Es fuerza absoluta aquella que suprime totalmente la voluntad de la persona sobre la que
se ejerce, mientras que es fuerza relativa aquella que no produce dicha supresión pero limita o
restringe la libertad de dicha persona en cuanto se siente obligada a celebrar el acto jurídico
para evitar el mal o dolor con que se le conmina violentamente.
La fuerza física es aquella que se ejerce sobre el cuerpo de la persona afectada, mediante
golpes que le causan dolor físico. En cambio, se llama fuerza moral aquella que consiste
simplemente en una amenaza de un mal propio o ajeno. Por cierto, ambos tipos de violencia
pueden darse conjuntamente, e incluso es posible pensar que la fuerza física también es
moral ya que lo que impulsa a la víctima a consentir es evitar que sigan maltratándola
físicamente.
A nuestro juicio no debe confundirse fuerza física con fuerza absoluta. No toda fuerza física
produce la eliminación completa de la voluntad. Sólo en contados casos, de muy difícil
ocurrencia, puede darse esa fuerza física absoluta. Los autores suelen poner el caso de quien
firma un escrito porque el agresor le conduce la mano para firmar. Pero lo más probable es
que si no hay voluntad de la víctima la firma que se obtenga no coincidirá con la auténtica y no
servirá para el propósito de quien ejerció la violencia.
Los requisitos para que la fuerza vicie el consentimiento han sido acuñados por la doctrina,
sobre la base de los arts. 1456 y 1457 del Código Civil. Se pueden sistematizar diciendo que
es necesario que la fuerza padecida por una de las partes sea grave, injusta y determinante.
La gravedad de la fuerza se mide por el impacto que es capaz de causar en la voluntad del
afectado, lo que también dependerá de la situación personal de éste. No es lo mismo la
amenaza de un golpe de puño que se dirige a un boxeador profesional que a una abuelita de
80 años. Por eso, el Código Civil señala que la fuerza vicia el consentimiento "cuando es
capaz de producir una impresión fuerte en una persona de sano juicio tomando en cuenta su
edad, sexo y condición" (art. 1456.1 CC).
Se añaden dos reglas destinadas a aclarar cuando hay y cuando no hay una fuerza grave
capaz de viciar la voluntad.
Según el Código, es una especie de fuerza grave "todo acto que infunde a una persona un
justo temor de verse expuesta ella, su consorte o alguno de sus ascendientes o descendientes
a un mal irreparable y grave" (art. 1456.1 CC). Con la expresión "consorte" la norma se refiere
al cónyuge del amenazado. Se trata de una presunción simplemente legal, que admitirá
prueba en contrario. A la inversa, si alguien alega fuerza por la amenaza de un mal a una
persona distinta de las mencionadas, por ejemplo, a un conviviente o a un sobrino, no contará
con la presunción pero podrá acreditar que, atendidas sus circunstancias, la fuerza debe ser
considerada grave, conforme a la regla general.
En cambio, no hay fuerza grave cuando se trata de alguien que ha actuado impulsado sólo
por el llamado "temor reverencial". El Código Civil define el temor reverencial como "el solo
temor de desagradar a las personas a quienes se debe sumisión y respeto" (art. 1456.2 CC).
Es el miedo a provocar un disgusto a alguien que tiene algún tipo de autoridad sobre la
persona: un hijo frente a su padre o madre, un empleado frente a su jefe, un alumno frente a
su profesor. Este temor no tiene la suficiente gravedad para considerarse por sí mismo vicio
de fuerza. Otra cosa es que a él, se añada alguna otra forma de presión: por ejemplo, si el jefe
amenaza al empleado con despedirlo si no consiente en ejecutar cierto acto.
Sin embargo, si la amenaza de ejercer un derecho se utiliza para obtener un acto jurídico
que nada tiene que ver con dicho derecho, habrá fuerza injusta. De este modo, si un acreedor
amenaza con embargar bienes de su deudor por el no pago de una deuda y le exige para
evitar esa acción que el deudor le venda su casa, el contrato de compraventa podrá anularse
por vicio de fuerza. La presión ha sido injusta porque los medios que le proporciona la ley al
acreedor tienen por finalidad que obtenga el cumplimiento de la obligación y no presionar al
deudor para que consienta en otro tipo de actos. En el fondo se trata de un ejercicio abusivo
de un derecho, que por ser tal se convierte en una actuación ilícita o injusta.
Sobre la procedencia de la fuerza, el Código Civil señala que "no es necesario que la ejerza
aquel que es beneficiado por ella", sino que "basta que se haya empleado la fuerza por
cualquiera persona con el objeto de obtener el consentimiento" (art. 1457 CC).
Queda claro que, a diferencia de lo que sucede con el dolo, como veremos más adelante,
no es necesario que la fuerza sea ejercida por la otra parte del acto jurídico. Puede tratarse de
un tercero que coacciona a alguien para que ejecute o celebre una convención o contrato que
no va en beneficio propio. La contraparte de la víctima de la fuerza puede no estar en
conocimiento de que la primera está celebrando el acto porque un tercero lo ha coaccionado
gravemente para ello, y aun así la ley consentirá en que el acto sea declarado nulo por vicio
de la fuerza ejercida sobre la voluntad de una de las partes.
Por las mismas razones, no hay problemas en que la fuerza vicie la voluntad en un acto
unilateral, ya que en estos siempre será un tercero quien presione al autor del acto, al no
existir una contraparte. Así se dispone expresamente para el testamento (art. 1007 CC).
Más discutido es si la fuerza debe proceder de una persona en particular que amenaza a
alguien o puede surgir de las circunstancias que ponen a alguien en una situación de temor,
sobre la base de la cual consiente en un acto jurídico del que la otra parte se aprovecha para
obtener una ventaja que se consideraría excesiva en circunstancias normales. Es lo que los
autores nacionales suelen mencionar como "estado de necesidad" y que en el Derecho
extranjero suele conocerse como la lesión del acto jurídico. Por ejemplo, ¿qué sucede si
alguien que ha caído en una fosa profunda promete pagar una gran cantidad a quien lo
rescate?; o ¿si una persona debe vender su casa a un precio bajísimo porque debe
marcharse apresuradamente del país en el que vive para no sucumbir en una represión
política que se ha desatado? Lo mismo podría aplicarse a los casos de catástrofes cuando
escasean bienes de primera necesidad y proveedores alzan los precios desmedidamente para
aprovecharse de la situación de vulnerabilidad de sus urgidos compradores.
Una primera solución a la que cabría recurrir es a la lesión por grave desequilibrio de las
prestaciones, pero en nuestro Código Civil esta forma de lesión sólo está autorizada para la
compraventa de inmuebles y algunos pocos casos más, especialmente previstos por la ley. En
otras legislaciones se admite la lesión en caso de que una parte se aproveche de la necesidad
apremiante de otro: el Código Civil alemán sanciona como contrario a las buenas costumbres
el acto por el cual una persona explota la desgracia, ligereza o inexperiencia de otro (art.
138 BGB); el Código Civil italiano permite la rescisión del acto cuando la desproporción entre
las prestaciones se debe al aprovechamiento que una parte ha hecho del estado de necesidad
de la otra (art. 1448 CC); en el mismo sentido, el Código Civil de Perú, cuando la
desproporción resulte del aprovechamiento por una de las partes de la necesidad apremiante
del otro (art. 1447). El Código Civil argentino señala, por su parte, que puede demandarse la
nulidad o la modificación de un acto jurídico cuando una de las partes, explotando la
necesidad, debilidad psíquica o inexperiencia de la otra, obtuviera una ventaja patrimonial
evidentemente desproporcionada y sin justificación (art. 332).
A falta de disposiciones como las citadas, pareciera que debe descartarse que la presión en
la voluntad, no por el acto de una persona sino por las circunstancias externas, pueda
invocarse para pedir la ineficacia del acto. No constituiría fuerza por cuanto para que ésta
exista es necesario que ella sea imputable a una persona determinada, sea o no la que se
beneficia con el acto (art. 1457 CC).
Sin embargo, algunos autores han destacado que lo importante en el vicio de fuerza no es
quién la ejerza, sino la limitación de la voluntad del que la padece. Lo que vicia el
consentimiento no es la violencia en cuanto tal, sino el temor que es capaz de infundir a la
persona afectada. Si esto es así, no deben hacerse diferencias entre si el temor es causado
por un acto de una persona o simplemente por un estado de cosas que configura una
situación de necesidad o peligro. No cabría argumentar en contra con el texto del art. 1457, ya
que éste no excluye que la fuerza no provenga de una persona, sino que aclara que no es
necesario que ella provenga de la otra parte, lo que se hace para distinguir lo que ocurre con
el dolo que sí requiere que sea imputable al otro contratante. Según estas opiniones, en
consecuencia, la lesión del acto por estado de necesidad tiene cabida en nuestro Derecho por
medio de una interpretación amplia del vicio de fuerza y con los requisitos del art. 1456, es
decir, que sea grave, determinante e injusta. Lo injusto aquí es el aprovechamiento o
explotación de las necesidades de otro en que incurre la parte beneficiada con el acto jurídico.
Aunque resulta atractiva esta posición porque viene a colmar una verdadera laguna jurídica,
hay que constatar que al dictarse la Ley de Matrimonio Civil, ley Nº 19.947, en el año 2004, se
introdujo un precepto que puede invocarse a favor de la tesis restringida sobre la fuerza, que
es la que ha predominado en nuestra doctrina. Se trata del art. 8º Nº 3 de dicha ley, por la cual
se dispone que el consentimiento matrimonial resulta viciado "3º Si ha habido fuerza, en los
términos de los arts. 1456 y 1457 del Código Civil, ocasionada por una persona o por una
circunstancia externa, que hubiere sido determinante para contraer el vínculo" (art. 8.3º LMC).
Como puede verse, el legislador se sintió en la necesidad de agregar que la fuerza podía
ser provocada por una circunstancia externa, lo que no hubiere sido necesario si ello pudiera
colegirse de los mismos arts. 1456 y 1457. De esta manera, pareciera que se impone la
interpretación a contrario sensu de que, salvo para el matrimonio, la fuerza no vicia el
consentimiento si no proviene de una persona determinada.
d) Sanción
4. El dolo
a) Delimitación
El dolo es un concepto general no sólo del Derecho Civil sino de todo el ordenamiento
jurídico. Por ello nuestro Código Civil contiene una definición de dolo en su Título Preliminar,
entre las "definiciones de varias palabras de uso frecuente en las leyes".
El dolo es definido como "la intención positiva de inferir injuria a la persona o propiedad de
otro" (art. 44.6).
Para que haya dolo, entonces, es necesario, en primer lugar, un acto intencionado, es decir,
voluntario o con conciencia de lo que se está llevando a cabo. La exigencia de que la
intención sea "positiva" no se refiere a que no haya omisiones dolosas, sino a que debe
tratarse de una conducta, activa u omisiva, querida como tal por la persona que actúa. Por
ello, tanto un dolo directo: buscar el resultado ilícito, como un dolo indirecto o eventual: buscar
un beneficio pero aceptar que pueda producirse el resultado injusto, incluso esperando que no
se produzca, son clases de dolo conforme a esta definición. Por ello, no es exigible para que
haya dolo el llamado "animus nocendi", es decir, la precisa y exclusiva intención de dañar.
También actúa con dolo el que lo hace para conseguir una utilidad pero que consiente o
acepta positivamente en que, a la vez, otra persona resulte perjudicada injustamente.
Este concepto general de dolo debe ser adaptado según las materias en las que tiene
eficacia operativa. Estas son básicamente tres:
1º) Como elemento del delito civil (responsabilidad extracontractual): arts. 2284, 2314 y
2329.
2º) Como factor de imputabilidad del incumplimiento contractual (responsabilidad
contractual): el deudor que incumple debe responder si actuó con dolo o culpa.
Nos corresponde ahora estudiar el dolo en esta última forma de aparición: como vicio de la
voluntad o del consentimiento.
b) Concepto de dolo-vicio
No existe una definición legal de dolo en cuanto vicio del consentimiento, pero en general se
le conceptualiza como la conducta realizada por una persona para engañar a otra e inducirla,
mediante ese engaño, a celebrar o ejecutar un acto o contrato.
En estricto rigor el dolo no es un vicio de la voluntad distinto del error, ya que cuando hay
engaño lo que padece la persona engañada es un error, una falsa representación de la
realidad. Podría postularse, en consecuencia, que no es necesario que la ley contemple al
dolo como vicio diferente del error, ya que éste, sea o no provocado por el engaño de otro,
podría ser invocado para acreditar que el consentimiento no fue idóneo para generar un acto
válido. De hecho, tratándose del matrimonio la ley no contempla el dolo como un vicio
diferente y se contenta con el error (art. 8º LMC).
¿Cuál es la razón, entonces, por la cual se da cabida al dolo como vicio autónomo del
consentimiento tratándose de la generalidad de los actos jurídicos? La explicación se
encuentra en la ampliación de la relevancia del error cuando se prueba que ha sido causado
por el fraude de la otra parte. Debe recordarse que no cualquier error es admisible como vicio
del consentimiento, sino sólo algunas clases y con determinados requisitos. Además, todos
ellos suponen que se trata de un error excusable, de modo que no vicia el consentimiento una
equivocación en la que no habría incurrido un hombre medianamente diligente y razonable.
Nada de esto se exige, en cambio, cuando el error ha sido provocado por el engaño de quien
actúa dolosamente. En tales casos, bastará acreditar que se actuó inducido por el dolo para
reclamar la nulidad del acto —cumpliéndose los requisitos que la ley exige para este vicio— ,
sin que tenga relevancia la magnitud, la calificación o la excusabilidad del error.
c) Clases de dolo
La primera clasificación pretende dejar fuera de los efectos invalidatorios del dolo aquellas
conductas o estrategias de publicidad o promoción con las que se ponderan, exaltan o
exageran las cualidades de un bien o servicio para estimular así a las personas para que los
adquieran o contraten (dolo bueno). Se trata de conductas que son toleradas porque se
entiende que nadie, medianamente diligente, puede ser engañado seriamente con este tipo de
exageraciones o ponderaciones que forman parte del comercio e incluso de todo el tráfico
jurídico.
Para que haya dolo malo, que podrá viciar el consentimiento, las maniobras destinadas a
engañar deben superar los niveles de tolerancia del dolo bueno, para configurar un verdadero
fraude, en el que podría caer cualquier persona medianamente diligente. Por cierto, las
fronteras entre lo tolerable (dolo bueno) y lo ilícito (dolo malo) dependen de las prácticas y
costumbres sociales y, en caso de disputa, deberá determinarlas el juez.
También deben considerarse las circunstancias de las partes y el rol que tienen en la
contratación. Si se trata de consumidores frente a proveedores la ley es mucho más exigente
sobre la publicidad, de manera de considerar una infracción ciertas conductas que califica de
"publicidad engañosa" (cfr. arts. 28 y ss. ley Nº 19.496). Es más, las llamadas "condiciones
objetivas" contenidas en la publicidad, se entienden incorporadas al contrato (art. 1º Nº 4 ley
Nº 19.496).
Normalmente el dolo se producirá por una serie de actos a través de los cuales se monta un
escenario ficticio que induce al engaño. Se trata de un dolo por acción, también llamado dolo
positivo. Más difícil de configurar, pero no imposible, es un fraude por una mera abstención:
el dolo negativo o por omisión, también llamado reticencia dolosa. Esta reticencia se produce
cuando una de las partes tiene el deber de informar a la otra algo relativo al acto jurídico o su
objeto y, conscientemente, no lo hace para que lo siga ignorando y no se desista del negocio
o no pida modificar sus términos. Por ejemplo, si una persona cree que un cuadro es de un
pintor famoso porque tiene la firma con su nombre y por eso ofrece una suma considerable
para comprarlo, y el vendedor no le revela que en realidad es una imitación con una firma
falsificada. Por cierto, la cuestión delicada en la reticencia dolosa es determinar cuándo una
persona está obligada a proporcionar la información que posee a la otra parte y cuando, en
cambio, puede mantenerla reservada. En todo caso no es suficiente con que una parte
incumpla con su deber de informar; es menester que el error que provoca esa reticencia haya
impulsado a su contraparte a ejecutar o celebrar el acto jurídico.
La distinción entre dolo pasado y dolo futuro tiene relevancia para las estipulaciones que
tengan por objeto perdonar o condonar sus efectos. Si se trata de un dolo anterior, la
condonación es válida pero siempre que sea expresa. En cambio, si se trata de un dolo futuro,
esto es, un dolo que eventualmente podría suceder en lo venidero, la condonación adolece de
objeto ilícito y, por tanto, es nula de nulidad absoluta (art. 1465).
Los requisitos para que el dolo vicie el consentimiento son diferentes si se trata de actos
unilaterales o de actos bilaterales.
Para los actos bilaterales la regla nos la presenta el mismo Código Civil: "El dolo no vicia el
consentimiento sino cuando es obra de una de las partes, y cuando además aparece
claramente que sin él no hubieran contratado" (art. 1458 CC).
Tenemos así que se precisan dos requisitos para que el dolo pueda llegar a viciar el
consentimiento en un contrato o, más en general, en un acto jurídico bilateral:
1º) Que sea obra de una de las partes: se excluye por tanto el dolo que ha sido causado por
un tercero. Entendemos que el requisito se cumple cuando el engaño doloso es llevado a
cabo conjuntamente entre una parte y un tercero.
2º Que se trate de un dolo principal, esto es, que haya sido determinante para que la parte
engañada haya consentido en la celebración del acto o contrato.
La regla del Código no dice nada sobre qué sucede si quien actúa engañado por dolo es el
autor de un acto unilateral. De lo que se dispone respecto de ciertos actos unilaterales puede
concluirse que se acepta el dolo como vicio de la voluntad: así, por ejemplo, el art. 968 Nº 4 lo
menciona para el testamento, los arts. 1234 y 1237 lo aplican a la nulidad de la aceptación y
repudiación de una asignación por causa de muerte, y el art. 1782 lo considera vicio de la
renuncia a los gananciales en el régimen de sociedad conyugal.
Por ello se llega a la conclusión de que el dolo puede viciar la voluntad del autor de un acto
unilateral y que para ello sólo se exige que se trate de dolo principal o determinante. En estos
casos, el dolo siempre será causado por un tercero, ya que, por definición, no hay otra parte
en los actos unilaterales.
e) Sanción y efectos
Penalmente la conducta dolosa podrá llegar a constituir alguna forma de estafa, pero aquí
nos interesan los efectos civiles.
En primer lugar, debe señalarse que si el dolo cumple los requisitos para viciar la voluntad o
consentimiento, la parte que ha incurrido en el engaño tiene derecho a reclamar la nulidad
relativa del acto o contrato.
La víctima del dolo en estos casos puede demandar el total de los perjuicios, a el o los que
fraguaron el dolo, es decir, los autores del delito civil (art. 1458.2 CC). Si son varios los
autores del dolo, responderán solidariamente (art. 2317 CC).
Además, el Código Civil le concede a la víctima una acción para demandar los perjuicios de
quienes, sin haber sido autores, ha recibido provecho del dolo, pero en este supuesto sólo
podrá demandarse el monto de los perjuicios hasta concurrencia del valor del provecho que
han reportado del dolo (art. 1458.2 CC). La norma es aplicación de lo previsto de manera
general para la responsabilidad civil extracontractual por el inc. 2º del art. 2316, que señala
que "El que recibe provecho del dolo ajeno, sin ser cómplice en él, sólo es obligado hasta
concurrencia de lo que valga el provecho".
Debe aclararse que cuando el dolo vicia el consentimiento también da derecho a reclamar
los perjuicios causados, en aplicación de las reglas generales de la responsabilidad
extracontractual: el dolo es también un delito civil. Obviamente, se resarcirán los perjuicios
que no hayan sido reparados mediante las restituciones mutuas a que dará lugar la
declaración de invalidez del acto.
f) Prueba
Quien alega que ha sido engañado por dolo debe probarlo en el juicio respectivo: de nulidad
relativa del acto jurídico o de indemnización de perjuicios por responsabilidad extracontractual.
Es lo que dispone el art. 1459 del Código Civil: "El dolo no se presume sino en los casos
especialmente previstos por la ley. En los demás debe probarse".
La disposición se refiere a una presunción legal de dolo que sólo operará cuando la ley
expresamente la establezca. Algunas de estas excepciones se encuentran en el mismo
Código Civil: así respecto de la detención u ocultación de un testamento se presume dolo por
el mero hecho de la detención u ocultación (art. 968.5º CC); al albacea se le prohíbe llevar a
efecto disposiciones del testador que fueren contrarias a las leyes, so pena de considerársele
culpable de dolo (art. 1301 CC) y en el contrato de apuesta se señala que "hay dolo" si el
apostante sabe de cierto que se ha de verificar o se ha verificado el hecho sobre el que se
apostó (art. 2261 CC). Como se observará, en ninguno de estos casos el dolo es presumido
por la ley para considerarlo vicio del consentimiento de un acto jurídico, por lo que en esta
materia la regla de que quien alega el dolo debe probarse, es absoluta.
Para probar el dolo podrán emplearse todos los medios de prueba, incluidas las
presunciones judiciales. Procede también, sin limitaciones, la prueba testimonial.
Se entiende por lesión enorme el perjuicio que sufre alguna de las partes de un acto jurídico
oneroso cuando se produce un desequilibrio grave entre las prestaciones recíprocas. El
Código Civil la regula especialmente para el contrato de compraventa de bienes raíces,
disponiendo la posibilidad de la parte perjudicada de pedir la rescisión del contrato, cuando el
vendedor recibe como precio un valor que es inferior a la mitad del justo precio o cuando el
comprador paga una cantidad respecto de la cual el justo es precio es inferior a la mitad (o
sea, que el precio pagado es más del doble del justo precio): cfr. arts. 1888 y siguientes. Lo
mismo se aplica a la permuta que se rige por las reglas de la compraventa (art. 1900 CC).
También se consideran casos de lesión enorme los previstos respecto la cláusula penal
desproporcionada (art. 1544 CC) y los intereses excesivos en el mutuo (art. 2206 CC) y en la
anticresis (art. 2443.2 CC). Igualmente pueden rescindirse por lesión enorme la partición de
una comunidad (art. 1348.2 CC) y la aceptación de la asignación por causa de muerte (art.
1234 CC).
Esto no sucede en la aceptación de una asignación por causa de muerte, ya que en este
caso el art. 1234 no sólo exige una lesión grave (que disminuya el valor total de la asignación
en más de la mitad), sino que además que el autor del acto de aceptación haya actuado así "a
virtud de disposiciones testamentarias de que no se tenía noticia al tiempo de aceptarla". Se
observa, en consecuencia, que la rescisión no sólo depende de la lesión objetiva sino de un
estado subjetivo de ignorancia o error del perjudicado. En este caso debe admitirse que
estamos frente a una nulidad por vicio de la voluntad. Pero no será un nuevo vicio sino un
supuesto especial de error que se combina con la lesión.
Si se trata de una lesión sobreviniente, es decir, si el desequilibrio se presenta durante el
desarrollo de un acto o contrato de larga duración, surge el problema de si puede solicitarse la
resolución o la adecuación de las estipulaciones que hacen excesivamente onerosa la
prestación de una de las partes. En nuestro sistema, la aceptación de esta posibilidad (teoría
de la imprevisión, de la excesiva onerosidad sobreviniente, revisión judicial del contrato) ha
sido cuestionada por no reconocerla expresamente la ley. Pero incluso, aunque se acogiera
por vía interpretativa o de reforma legal, es claro que no estaríamos frente a un vicio del
consentimiento, ya que al momento de celebrar el contrato la relación contractual no sufre
ningún desequilibrio importante, y éste se produce luego por la variación de circunstancias
externas a lo pactado.
Tal como está regulada la lesión enorme en nuestro ordenamiento, de manera restringida y
sólo para determinados actos jurídicos, se plantea el problema de lo que sucede cuando una
parte celebra un acto jurídico que le perjudica en virtud de la necesidad apremiante o de la
situación de vulnerabilidad en que por las circunstancias se encuentra, y de las que la otra
parte se aprovecha. Se pregunta, entonces, si cabe admitir, como han hecho de manera
expresa otras legislaciones, como un vicio del consentimiento el estado de necesidad.
A falta de norma expresa, la conclusión debe ser negativa, a menos que las circunstancias
constitutivas de dicho estado de necesidad o vulnerabilidad sean consideradas como vicio de
fuerza, para lo cual habría que reinterpretar el art. 1456 del Código Civil negando que éste
haya exigido que la fuerza sea ejercida por una persona determinada, sea la contraparte o un
tercero. Nos remitimos a lo que ya se señaló cuando tratamos de este requisito de la fuerza
como vicio del consentimiento26.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: LEÓN HURTADO, Avelino, La voluntad y la capacidad en los actos jurídicos, 4ª edic.,
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legislación comparada y Código Civil chileno", en Temas de Derecho, 2004, Nº 1-2, pp. 147-174; MOMBERG
URIBE, Rodrigo, "Teoría de la imprevisión: la necesidad de su regulación legal en Chile", en Revista Chilena
de Derecho Privado 15, 2010, pp. 29-64.
IV. OBJETO
1. Concepto
Señala el art. 1460 del Código Civil que "toda declaración de voluntad debe tener por objeto
una o más cosas que se trata de dar, hacer o no hacer", tras lo cual agrega que "el mero uso
de la cosa o su tenencia puede ser objeto de la declaración".
Puede concluirse así que nuestro Código entiende por objeto del acto jurídico "la cosa que
se trata de dar, hacer o no hacer". La palabra cosa está aquí tomada en un sentido amplísimo
que incluye no sólo las cosas que pueden ser objeto de transferencia, sino también un hecho
(pintar un cuadro) y una abstención (no revelar información confidencial).
Más aun: respecto de la cosa que se trata de dar, se observa que no es necesario que la
cosa corporal sea objeto de una transferencia o constitución de un derecho real. El uso o la
mera tenencia de una cosa material puede ser también objeto del acto jurídico: "El mero uso
de la cosa o su tenencia puede ser objeto de la declaración [de voluntad]" (art. 1460 CC).
La doctrina ha cuestionado este concepto de objeto del acto puesto que confundiría el
objeto del acto jurídico con el objeto de la prestación que a su vez es objeto de la obligación
que es creada, modificada o extinguida por éste. Se llega a decir que el acto jurídico, en
realidad, no tiene objeto sino efectos: las relaciones jurídicas sobre las que versa, que son su
materia. Según otras opiniones, el objeto del acto estaría constituido por los intereses de las
partes que son regulados o más bien por el propósito práctico que intentan conseguir a través
de él.
Los requisitos para que exista objeto en el acto jurídico son diversos, según se trate de una
cosa o de un hecho (conducta activa u omisiva).
Si se trata de una cosa corporal o incorporal es necesario que exista o se espere que exista,
que esté en el comercio humano y que sea determinada o determinable.
1º) Que exista o se espere que exista: El art. 1461 del Código Civil dispone que "no sólo las
cosas que existen pueden ser objetos de una declaración de voluntad, sino las que se espera
que existan". Las cosas cuya existencia se espera se denominan cosas futuras. Así puede ser
objeto de compraventa la próxima cosecha de lo sembrado en un campo o un departamento
que se compra "en verde" antes de que se construya. Conforme a lo dispuesto para la
compraventa en el art. 1813 se deduce que el acto jurídico que tiene por objeto una cosa
futura se entiende sujeto a la condición suspensiva de que la cosa llegue a existir, salvo que
haya estipulación en contrario de las partes o que estas hayan querido que el acto sea
aleatorio, es decir, que dependa de la suerte o contingencia incierta de ganancia o pérdida de
una de ellas. Si se trata de legado de cosa futura se entiende que el legado está sujeto a la
condición que la cosa llegue a existir (art. 1113 CC).
Si la cosa se supone existente pero no existe, el acto jurídico no producirá efectos por falta
de objeto. Así lo establece expresamente el Código Civil para la compraventa de cosas que no
existen (art. 1814 CC).
2º) Que sea comerciable: El art. 1461 determina que tanto las cosas presentes como las
cosas futuras pueden constituir objeto del acto, pero agrega que "es menester que las unas y
las otras sean comerciables". El Código no contiene una definición de que significa la
comerciabilidad de las cosas, y en doctrina se oscila entre una concepción estricta que
restringe la incomerciabilidad a la imposibilidad de que la cosa sea objeto de propiedad por
parte de los particulares (se incluirían así las cosas que la naturaleza ha hecho comunes a
todos los hombres: art. 585 CC, así como los bienes nacionales de uso público: art. 589 CC) y
una concepción amplia que incluye todas las cosas cuya enajenación está sometida a
requisitos o normas especiales, como productos farmacéuticos, drogas, armas, combustibles,
explosivos, etc.
Por nuestra parte, preferimos una tesis intermedia que incluye las cosas no susceptibles de
propiedad de particulares y agrega aquellas cosas que, pudiendo ser objeto de propiedad, no
sólo tienen reglas especiales para su enajenación sino que en principio esa enajenación está
prohibida de manera permanente con la exclusión de ciertos y determinados actos jurídicos.
Es lo que sucede, por ejemplo, con las cosas destinadas al culto divino (art. 586 CC), los
órganos del cuerpo humano, el cadáver y atributos de la personalidad como el nombre, el
estado civil y la capacidad.
3º) Que sea determinado o determinable: El art. 1461 del Código Civil exige que las cosas
que sean objeto del acto jurídico estén determinadas a lo menos en cuanto a su género.
Agrega que "la cantidad puede ser incierta con tal que el acto o contrato fije reglas o contenga
datos que sirvan para determinarla".
Como se verá, cuando la determinación es genérica se debe añadir la cantidad de las cosas
del género que se incluyen en el acto jurídico. Pero esta cantidad puede quedar indeterminada
si es posible determinarla mediante reglas o datos que proporcione el mismo acto jurídico. Así
sucede cuando se pacta que una prestación en dinero se medirá conforme a una unidad
variable en el tiempo que determina un organismo oficial: la Unidad de Fomento, la Unidad
Tributaria.
Esta regla que el Código contempla para la cantidad puede utilizarse en general para la
determinación del objeto del acto jurídico, de manera que será válido el acto aunque el objeto
no esté determinado si la cosa sobre la que versa puede determinarse con las reglas o datos
que el mismo acto proporcione. Incluso tratándose de la compraventa se admite que el precio
pueda quedar entregado a la decisión de un tercero (art. 1809 CC).
b) Si el objeto es un hecho
Si el objeto es una conducta o un hecho (sea activo u omisivo) se requiere que sea
determinado, físicamente posible y moralmente posible.
1º) Determinado o determinable: La conducta que se trata de hacer o no hacer debe estar
señalada precisamente en el acto jurídico: no cabe aquí la distinción entre determinación
genérica o específica, o más bien puede decirse que en estos casos la determinación siempre
deberá ser específica. Por cierto, también será posible que el hecho no esté determinado en el
mismo acto pero que éste contenga reglas o fije datos que sirvan para determinarlo, caso en
el cual el objeto será determinable.
2º) Físicamente posible: Lo exige expresamente el inc. 3º del art. 1461, el que además
consigna que el hecho es físicamente imposible cuando "es contrario a la naturaleza". La ley
no puede respaldar actos jurídicos que no van a poder ser ejecutados porque las prestaciones
debidas, conforme a las reglas de la física natural, no son viables. Así, por ejemplo, si alguien
se compromete a construir una casa habitable utilizando sólo agua líquida a 20 grados
Celsius, el acto jurídico carecerá de objeto por ser éste físicamente imposible. La imposibilidad
debe ser absoluta y permanente.
3º) Moralmente posible: En este caso el objeto es posible conforme a las leyes de la
naturaleza física, pero en cambio las normas de la moral, en un sentido amplio, lo consideran
improcedente. Por eso, el Código Civil considera que es moralmente imposible el hecho que
es "prohibido por las leyes, o contrario a las buenas costumbres o al orden público" (art.
1461.3). Sobre el concepto de buenas costumbres y orden público nos remitimos a lo que
señalamos al tratar de la eficacia de las leyes 27. Debe advertirse que en esta materia el Código
parece confundir la falta de objeto por imposibilidad moral con el objeto ilícito, del que
trataremos luego.
Algunos autores agregan como un supuesto distinto la imposibilidad jurídica, como por
ejemplo si se intentara constituir una hipoteca sobre un bien mueble o si se nombrara
heredero a un animal de compañía.
1. Intento de conceptualización
Si ya el concepto mismo de objeto del acto jurídico es escurridizo y difícil de precisar, ello
sucede más aún con la necesidad de definir qué considera la ley cuando exige que para que
el acto jurídico produzca efectos es necesario: "que recaiga sobre un objeto lícito" (art. 1445.3º
CC). Generalmente se forjan conceptos genéricos y vagos que poco sirven a la hora de
ponerlos en práctica en casos concretos. Se dice así que la licitud del objeto es la idoneidad
de las cosas o intereses para recibir la regulación que se contiene en el acto jurídico.
Ante la dificultad para precisar con contornos definidos lo que significa la licitud del objeto,
se prefiere asumir que, por regla general, todo objeto es lícito, salvo aquellos que la ley ha
declarado expresamente como ilícitos.
Es la posición que adopta el Código Civil, que no define el objeto lícito, y se limita a indicar
casos concretos y particulares en los que se constata una ilicitud del objeto (arts. 1462 a 1466
CC).
El art. 1466 del Código Civil da la regla general sobre objeto ilícito, al señalar en su último
párrafo que hay ilicitud del objeto "generalmente en todo contrato prohibido por las leyes".
Aunque la norma mencione sólo a los contratos la sanción puede ampliarse a todos los actos
jurídicos conforme a lo previsto en el art. 10 del Código, aun cuando la sanción será distinta:
para los contratos prohibidos se aplicará la nulidad absoluta por lo que dispone el art. 1682;
para los actos jurídicos que no son contratos se aplicará la nulidad de pleno derecho conforme
al texto del art. 10 que señala que los actos prohibidos "son nulos y de ningún valor".
Aplicando también esta norma, deberá agregarse que si la ley establece expresamente otro
efecto que el de la nulidad para el caso de que se contravenga la prohibición, el acto será
válido. Nos remitimos a lo que señalamos al estudiar los efectos de la transgresión de las
leyes prohibitivas28.
El art. 1462 dispone de modo general que "Hay un objeto ilícito en todo lo que contraviene
al derecho público chileno". Se entiende que debe tratarse de actos jurídicos que vayan contra
normas imperativas o principios indisponibles del ordenamiento jurídico propios del derecho
público. Así contratos que tiendan a burlar los mecanismos dispuestos para el funcionamiento
del sistema democrático, por ejemplo, compra de votos, cohecho, extorsiones para obtener
mayorías parlamentarias, etc., además de la probable sanción penal, serían nulos por ilicitud
del objeto. Lo mismo puede decirse respecto de actos jurídicos que lesionan los derechos
fundamentales protegidos por la Constitución o los tratados internacionales sobre derechos
humanos, por ejemplo, si se pacta que una persona se compromete a no salir de una
determinada localidad del país.
El Código Civil pone como ejemplo de esta norma, "la promesa de someterse en Chile a
una jurisdicción no reconocida por las leyes chilenas" (art. 1462 CC).
La internacionalización que vivimos en nuestra época ha dejado este ejemplo sin mayor
aplicación. Por de pronto, hay varias leyes que autorizan la suscripción de contratos
internacionales que quedan sometidos a tribunales o cortes supranacionales. Además, las
empresas chilenas muchas veces deben aceptar estipulaciones de contratos internacionales
por las que las partes se someten a una jurisdicción de un tribunal extranjero, sea arbitral u
ordinario. Por si fuera poco, la ley Nº 19.971, de 2004, reguló expresamente el arbitraje
comercial internacional, si bien estableció la posibilidad de pedir la nulidad del laudo que se
dicte cuando sea contrario al orden público de Chile (art. 34).
Esta pluralidad de excepciones se suele justificar haciendo notar que la norma exige que la
jurisdicción no sea reconocida por las leyes chilenas, de modo que bastaría este
reconocimiento, aunque sea indirecto o implícito, para que el pacto por el cual las partes se
someten a una jurisdicción distinta de la nacional sea válido y no adolezca de ilicitud del
objeto.
Por lo demás, el art. 318 del Código de Derecho Internacional Privado (Código Bustamante)
establece que será juez competente para conocer de los pleitos a que dé origen el ejercicio de
las acciones civiles y mercantiles de toda clase, aquel a quien los litigantes se sometan
expresa o tácitamente, siempre que uno de ellos por lo menos sea nacional del Estado
contratante a que el juez pertenezca o tenga en él su domicilio, todo ello siempre que no se
oponga el derecho local o, tratándose de acciones sobre inmuebles, lo prohíba la ley de
situación.
c) Pactos sobre sucesión futura
Cuando se habla de "pactos sobre sucesión futura" se alude a todo tipo de acuerdos
relativos a una sucesión por causa de muerte que todavía no se ha abierto porque la persona
aún no ha fallecido. Por ejemplo, si una persona acuerda con su cónyuge que ambos se
dejarán recíprocamente todos sus bienes, incluida la parte de libre disposición, o si un hijo
compromete a su padre para que le deje a él exclusivamente la cuarta de mejoras. Del mismo
modo, un posible heredero de alguien que está vivo no puede ceder ese derecho a un tercero,
ni aunque así lo consienta el futuro causante.
Nuestra ley ha limitado la autonomía privada en estos casos por varias razones, pero la
principal es la de velar por la libertad del causante de disponer sobre sus bienes del modo que
mejor le parezca. Por ello, el acto jurídico por el cual puede realizarse esta destinación, el
testamento, es siempre revocable (art. 999 CC), además de ser un acto subjetivamente
simple, es decir, de una sola persona (art. 1003 CC). Cuando se trata de actos entre personas
distintas del eventual causante, se quieren evitar las especulaciones sobre derechos inciertos
y que dependen además de una circunstancia tan delicada como la muerte.
De esta manera, se señala que "El derecho de suceder por causa de muerte a una persona
viva, no puede ser objeto de una donación o contrato, aun cuando intervenga el
consentimiento de la misma persona" (art. 1463 CC). Aunque la norma dispone que este
derecho "no puede ser objeto" de una donación o contrato, por su ubicación existe consenso
en que se refiere en realidad a un caso de ilicitud del objeto; se le interpreta como si dijera "no
puede ser objeto lícito".
Como única excepción, la ley acepta el llamado "pacto de no mejorar". El art. 1463 parece
ser más amplio cuando indica que "las convenciones entre la persona que debe una legítima y
el legitimario, relativas a la misma legítima o a mejoras están sujetas a las reglas especiales
contenidas en el Título De las asignaciones forzosas". En realidad, en dicho título, el V del
libro III del Código, sólo contiene un precepto que se refiere a un especial pacto. Se trata del
art. 1204 que permite que el futuro difunto prometa a su cónyuge o a alguno de sus
descendientes o ascendientes, que en ese momento tengan la calidad de legitimarios, no
disponer de la cuarta de mejoras. Este pacto favorece a los legitimarios, ya que si el testador
no asigna la cuarta de mejoras, ésta acrece a la mitad legitimaria y se incrementa la porción
que le tocará a cada uno de ellos. Es un contrato solemne, ya que la norma precisa que debe
otorgarse por escritura pública.
El Código Civil habla de condonación del dolo para referirse a una especie de perdón para
quien ha sido perjudicado por la conducta dolosa de otra persona, la que renuncia así a su
derecho a pedir la indemnización de perjuicios por el delito civil o el incumplimiento contractual
doloso del que ha sido víctima.
Pero se distingue entre la condonación de una actuación dolosa que ya ha ocurrido (dolo
pasado) y la condonación de una actuación dolosa que podría suceder en el porvenir (dolo
futuro).
Respecto del dolo pasado, se establece que la condonación es posible, pero se exige que
sea manifestada expresamente. Así se deduce de lo que se dispone en la primera parte del
art. 1465: "El pacto de no pedir más en razón de una cuenta aprobada, no vale en cuanto al
dolo contenido en ella, si no se ha condonado expresamente". Este pacto es una especie de
finiquito para concluir una relación jurídica en que una de las partes ha debido rendir cuentas
sobre su actuación (por ejemplo, un mandato). En tal acuerdo, las partes dan por concluida su
relación y normalmente renuncian a cualquiera otra pretensión que pudiere corresponderles:
pactan, como dice el Código, que ninguna de ellas podrá "pedir más" que lo que se ha
concordado al aprobar la cuenta. Pero, en principio, ese pacto no tiene efectos respecto de las
indemnizaciones que pudieren surgir de una actuación dolosa de la parte encargada de
realizar alguna gestión por cuenta de otra. Es decir, el pacto de no pedir más no incluye, por sí
mismo, la renuncia a los perjuicios por un posible dolo que se descubre posteriormente. Sólo
podrá tener ese efecto si se hiciera mención expresa a que se condonan incluso los derechos
que puedan surgir de una conducta dolosa de la parte que rinde cuentas. En ese caso, la
condonación del dolo (pasado) es válida. Pero debe referirse a un dolo determinado y
conocido por el afectado. No valdría la cláusula si se hace una alusión genérica a todos los
actos en los que se haya eventualmente actuado con dolo.
No ocurre lo mismo con la condonación del dolo futuro: "La condonación del dolo futuro no
vale" (art. 1465 CC). Aunque la condonación se refiera expresamente a las actuaciones
dolosas o fraudulentas sobrevinientes, esta estipulación será nula por objeto ilícito. Por
ejemplo, si quien encarga a otro la administración de sus negocios acuerda expresamente que
cuando finalice el mandato no le pedirá indemnización de perjuicios ni siquiera en los casos en
los que actúe dolosamente, ese perdón anticipado no tiene validez y si efectivamente se
incurre en una administración dolosa podrá pedir indemnización de los perjuicios. Si el
demandado invoca la cláusula en la que se exime el dolo, el demandante alegará su nulidad
absoluta por objeto ilícito. Incluso esta podrá ser declarada de oficio por el juez al ser
manifiesto el vicio en el acto o contrato (art. 1683 CC).
Por la asimilación que realiza el art. 44 del Código Civil de la culpa grave al dolo, se llega a
la conclusión de que tampoco es válida la condonación anticipada de dicha culpa.
e) Juegos de azar
Por cierto, los juegos pueden ser usados con finalidades puramente recreacionales y con
premios más bien simbólicos. En estos casos no estamos frente a verdaderos contratos
porque no existe real intención de obligarse jurídicamente, no hay voluntad vinculante. No
sucede así cuando se trata de juegos organizados en los que existen premios de un valor
económico significativo: en ello pueden verse todas las características de un contrato: acuerdo
de voluntades que genera obligaciones.
Los contratos de juego pueden distinguirse según el factor que predomina para determinar
al o los ganadores: puede ser la destreza corporal, la habilidad intelectual o la suerte. Estos
últimos son los llamados juegos de azar, que pueden definirse como aquellos en los que el
resultado del juego, es decir, quien gana y quien pierde, depende exclusiva o principalmente
de la suerte.
La participación en un juego de azar no es, por sí misma, inmoral o contraria a la ética, pero
sin duda puede generar riesgos para los jugadores y para el entorno social. Desde antiguo se
señala que, como el juego puede despertar fuertes pasiones, es necesaria una especial
moderación para practicarlo sin que se produzcan resultados nocivos. Aristóteles habló
incluso de una virtud especial que debía cultivarse para que los juegos no propiciaran
estragos: la eutrapelia, entendida como la justa moderación que evita los excesos en las
diversiones o entretenimientos. El juego de azar es especialmente adictivo, y la psiquiatría
moderna ha acuñado el término de "ludopatía" para el trastorno mental que impulsa a jugar sin
control, llevando a las personas que la padecen a gastar todo lo que tienen o incluso a
endeudarse, tras la esperanza de un "golpe de suerte" que nunca llega. Antes de que se
hablara de adicción al juego, se le consideraba un vicio moral. El art. 113 del Código Civil
equipara la "pasión inmoderada al juego" con la vida licenciosa y la embriaguez habitual.
Se critica también a los juegos de azar de desincentivar el trabajo del día a día y fomentar la
ilusión de grandes y fáciles ganancias, así como la de provocar un ambiente en el que se
facilitan las defraudaciones, extorsiones, riñas y otras conductas delictuales.
No es raro que desde los tiempos romanos el legislador haya tratado de prohibir o al menos
restringir los juegos de azar, limitando la libertad individual en pro del bien de la comunidad.
Esta previsión llegó al art. 1466 del Código Civil que dispone: "hay asimismo un objeto ilícito
en las deudas contraídas en juego de azar". Aunque la norma se refiera a las "deudas
contraídas", es obvio que el objeto ilícito afecta al mismo contrato de juego que genera esas
obligaciones. Así lo confirma el art. 2259 que dispone que "sobre los juegos de azar se estará
a lo dicho en el art. 1466". Lo que se señala del juego se extiende también a las apuestas que
se hacen sobre la ocurrencia o no de un determinado acontecimiento, que puede ser quien
gana el juego (cfr. art. 2259.2 CC).
El contrato de juego de azar está así civilmente sancionado con nulidad absoluta por objeto
ilícito. Pero la organización y participación en juegos de azar está también sancionada
penalmente (cfr. arts. 275-279, 470.7º, 495.14º y 499.6º CP).
Existe también la ley Nº 10.262, de 1952, que facultó al Presidente de la República para
autorizar rifas y sorteos, sin premios en dinero, a favor de ciertas instituciones o causas
benéficas.
Sin embargo, la costumbre llevó a que se organizaran bingos, rifas y otros juegos de azar
para diversas causas de utilidad común, contando incluso con la colaboración de iglesias o
municipalidades. Al objetar la Contraloría General de la República la legalidad de estos juegos
de azar no autorizados, se dictó rápidamente la ley Nº 20.851, de 2015, por la que se autoriza
y regula la realización de bingos, loterías u otros sorteos similares con finalidades benéficas o
solidarias.
Sobre las máquinas tragamonedas existe una discusión, porque mientras los fabricantes y
dueños de establecimientos comerciales alegan que no son juegos de azar, sino de destreza,
las autoridades municipales y los empresarios que sustentan casinos de juego señalan que,
siendo claramente juegos de azar, sólo pueden instalarse en los casinos autorizados y no
fuera de ellos. Nos parece que la razón la tiene esta segunda posición.
Cuando comenzaron las autorizaciones para ciertos juegos de azar, se dudó sobre si se
trataba sólo de una despenalización o de una legitimación completa de la conducta. Algún
autor sostuvo que la ley sólo levantaba la sanción penal al juego de azar autorizado, pero no
la sanción civil, con lo que, incluso en esos juegos legalmente autorizados, el contrato
adolecía de objeto ilícito y podía ser declarado nulo. Esta opinión no ha prevalecido, y hoy hay
consenso de que las autorizaciones legales excluyen tanto la punibilidad de la conducta como
la ilicitud del objeto del contrato para efectos civiles.
El art. 1466 contempla como casos específicos de objeto ilícito la venta de libros cuya
circulación es prohibida por autoridad competente, de láminas, pinturas y estatuas obscenas y
de impresos condenados como abusivos de la libertad de prensa.
Hemos de ver que en los tres supuestos se trata de contratos de compraventa que pasan a
ser nulos por tener por objeto ciertas publicaciones y cosas que son consideradas ilícitas por
abusar del derecho a la libre expresión.
Sin embargo, las formas de prohibición han variado desde los tiempos en que entró a regir
el Código y la actualidad. Ya no existe la censura previa y administrativa de libros y la libertad
de prensa se ha ampliado fuertemente. Sin embargo, la norma puede seguir siendo aplicable,
aunque más restringidamente.
Respecto de los libros prohibidos e impresos abusivos, cabe aplicar la ley Nº 19.733, de
2001, sobre libertades de opinión e información y ejercicio del periodismo. Esta ley establece
penas cuando se cometen delitos como los de injuria y calumnia, promoción del odio u
hostilidad en razón de raza, sexo, religión o nacionalidad o divulgación de la identidad de
menores de edad involucrados en un proceso penal, a través de un medio de comunicación
social. En estos casos, el juez que condene deberá aplicar el comiso respecto de los libros,
diarios, revistas, películas, videos, etc. en cuanto instrumentos con que se ejecutó el delito
(art. 31 CP), y podrá decirse que se trata de libros cuya circulación es prohibida por autoridad
competente y de impresos condenados como abusivos de la libertad de prensa, de modo que
su venta adolecerá de objeto ilícito. Al respecto deben considerarse prohibidos los diarios,
revistas, folletos e impresos cuya circulación sea suspendida en conformidad a la Ley de
Seguridad Interior del Estado (ley Nº 12.927, texto refundido por D.S. Nº 890, de 1975, art.
34.n). Igualmente, debe señalarse que en algunas ocasiones las Cortes han prohibido la
difusión y distribución de libros en virtud de un recurso de protección por amenaza de
vulneración del derecho constitucional al honor (art. 19.4º Const.). También en estos casos la
venta de dichos impresos adolecerá de objeto ilícito, por tratarse de libros de circulación
prohibida por la autoridad competente.
Sobre las películas de cine y los videojuegos, puede verse la ley Nº 19.846, de 2003 (en
especial arts. 21 y 22).
El tenor literal de la regla del art. 1466 llevaría a restringir su aplicación a un solo contrato: la
compraventa, y cuando más a la permuta que se rige por las reglas de la compraventa (art.
1900 CC) y al contrato de promesa de compraventa que exige que el contrato prometido no
sea de aquellos que las leyes declaran ineficaces (art. 1554.2º CC). Pero si se observa la
historia del establecimiento del precepto, se constatará que la mención de la "venta" no es
más que un lapsus del codificador que se explica porque originalmente se había previsto que
la norma se incluyera en la regulación del contrato de compraventa (Proyecto de 1853), pero
luego la Comisión revisora acordó trasladarla a los requisitos generales de los actos o
declaraciones de voluntad, con el obvio objetivo de hacerla aplicable a todos los actos
jurídicos, pero olvidando sustituir la palabra "venta". Por ello, la donación, el aporte en
sociedad, el arrendamiento de obra y otros contratos también tendrán objeto ilícito si versan
sobre objetos calificables de obscenos o abusivos.
Estudiamos de manera especial la previsión del art. 1464 que contiene cuatro casos en los
cuales se califica como de objeto ilícito la enajenación de ciertas cosas, por su importancia
tanto teórica como práctica.
Se trata de una norma que impone limitaciones a la facultad de disponer que se considera
esencial en el dominio, como se deduce de la definición contenida en el art. 582 del Código y,
por ello, constituyen también excepciones al principio informador del Derecho Civil conocido
como el principio de libre circulación de los bienes.
Por ello, la norma en principio debe ser interpretada de manera restrictiva, aunque ello no
siempre ha sido tenido en cuenta por la doctrina y la jurisprudencia.
Veremos, en primer lugar, cuáles son las cosas cuya enajenación adolece de objeto ilícito,
para posteriormente centrarnos en los actos que deben considerarse enajenaciones y las
posibles repercusiones que pueda tener el art. 1464 sobre la compraventa y la promesa de
compraventa.
Según en Nº 1 del art. 1464, "Hay un objeto ilícito en la enajenación: 1º De las cosas que no
están en el comercio". La norma resulta contradictoria con la del art. 1461 que exige como
requisito del objeto su comerciabilidad. Al tratar de este requisito hemos visto lo que debe
entenderse por cosa incomerciable o que no está en el comercio.
La cuestión que se plantea es qué sucede con la enajenación de cosas incomerciables: ¿se
aplica el Nº 1 del art. 1464 y se considera que dicho acto tiene objeto, pero su objeto es ilícito?
¿o se aplica la norma del art. 1461 y se concluye que el acto carece, en rigor, de objeto y no
es necesario calificar su licitud o ilicitud?
Conforme a lo previsto en el Nº 2 del art. 1464, la enajenación tiene objeto ilícito cuando se
trata de "los derechos o privilegios que no pueden transferirse a otra persona".
Hay que advertir que la norma no se refiere a cosas corporales que no puedan ser
transferidas, porque ellas están fuera del comercio y, por tanto, quedan comprendidas en el
Nº 1 del art. 1464. Ahora el Código se refiere a "derechos" y a "privilegios". Los derechos son
cosas incorporales que pueden ser reales o personales (art. 576 CC) y, por regla general,
pueden ser transferidos por acto entre vivos y transmitidos por causa de muerte. Sin embargo,
por excepción existen ciertos derechos que son inalienables o intransferibles. Así, no puede
transferirse el derecho real de uso (art. 819 CC), el derecho de habitación (art. 819 CC) y el
derecho a pedir alimentos (art. 334 CC).
La regla señala que también tiene objeto ilícito la enajenación de "privilegios" que no sean
transferibles. Parece claro que la norma no se refiere a los privilegios como causa de
preferencia de ciertos créditos (cfr. art. 2470 CC), ya que estos privilegios son inherentes al
crédito y se transfieren junto con él. Más bien, se refiere a ciertos derechos que por ser
exorbitantes del derecho común se confieren a ciertas personas por su calidad de tal. Así por
ejemplo, el derecho a que la prescripción se suspenda (art. 2509 CC), el derecho a invocar el
beneficio de competencia (art. 1625 CC) o el derecho del cónyuge sobreviviente a la
adjudicación preferente de la vivienda familiar (art. 1337.10º CC).
Para que se aplique la norma es necesario que la cosa haya sido judicialmente embargada,
lo cual se producirá desde que se haga la entrega real o simbólica al depositario, según lo
dispone el art. 450 del Código de Procedimiento Civil.
¿Podrá afectar esta nulidad al tercero que contrata con el deudor? El Código de
Procedimiento Civil ha señalado que si se trata de una cosa inmueble el embargo no producirá
efectos respecto de terceros sino desde la fecha en que se inscriba en el registro
conservatorio (Registro de Interdicciones y Prohibiciones de Enajenar) del lugar en donde esté
situado el inmueble (art. 453 CPC). De esta previsión se deduce que tratándose de bienes
muebles el embargo sólo será oponible a un tercero desde que haya tomado conocimiento de
esa gestión judicial, es decir, desde que está de mala fe. Así se concluye, además, de lo que
dispone el art. 297 del Código de Procedimiento Civil respecto de las medidas precautorias.
En estos casos, en los que el tercero ha procedido de buena fe, la cosa enajenada no se
entenderá embargada por lo que no habrá objeto ilícito en la enajenación y no podrá el
acreedor obtener la nulidad. Por cierto, podrá hacer valer la responsabilidad penal y civil que
corresponderá al deudor que, a sabiendas del embargo, ha enajenado la cosa.
Las excepciones al objeto ilícito que deriva del embargo son dos: 1º que el juez autorice la
enajenación; 2º que el acreedor consienta en la enajenación. Respecto del primer caso, puede
decirse que el juez puede autorizar la enajenación, aunque el acreedor se oponga, siempre
que éste sea oído. En cambio, el acreedor puede consentir en la enajenación sin consultar ni
obtener la venia del juez que conoce del proceso ejecutivo donde se ha embargado la cosa. El
consentimiento del acreedor podrá otorgarse en el mismo acto de enajenación o en acto
separado. La manifestación de voluntad puede ser tácita, como cuando es el mismo acreedor
el que adquiere la cosa que se le enajena.
Pero ni la autorización del juez ni el consentimiento del acreedor pueden ser posteriores al
acto de enajenación, ya que la nulidad por objeto ilícito es absoluta y no puede sanearse.
Digamos, finalmente, que todas las consideraciones anteriores han sido extendidas por la
doctrina y jurisprudencia a las cosas que no han sido propiamente embargadas en un juicio
ejecutivo, sino que han sido objeto de una medida precautoria que impide su enajenación,
como la del Nº 4 del art. 290 del Código de Procedimiento Civil: la medida por la cual se
prohíbe celebrar actos y contratos sobre una cosa. En nuestra opinión, esta extensión del
concepto de embargo es dudosa, porque estando ante una norma de excepción y limitativa
del principio de libre circulación de los bienes, se impone una interpretación de carácter
restrictiva. Debiera propiciarse una reforma legal que la establezca de modo expreso.
Según la letra del Nº 4 del art. 1464 del Código Civil, hay objeto ilícito en la enajenación "De
las especies cuya propiedad se litiga, sin permiso del juez que conoce en el litigio". Se trata de
"especies", es decir, de cosas determinadas específicamente y no genéricas. Puede tratarse
de especies muebles o inmuebles, corporales o incorporales.
Para que se aplique el objeto ilícito según el Código Civil basta que haya un juicio en que se
discuta sobre la propiedad de la cosa. Sin embargo, el Código de Procedimiento Civil ha
añadido un nuevo requisito: que el juez haya decretado una medida precautoria de prohibición
de celebrar actos y contratos sobre ella (art. 296.2 CPC). Debe advertirse que la enajenación
tiene objeto ilícito cuando se enajena la misma cosa cuyo dominio es discutido, pero no lo hay
en la enajenación (cesión) del derecho litigioso, porque en tal caso el objeto de la disposición
no es la cosa en concreto sino el evento incierto de la litis (art. 1911 CC), es decir, la
posibilidad de ganar o perder el juicio.
El precepto del Código Civil sólo contempla una excepción en este caso: que el juez otorgue
permiso para la enajenación. Lógicamente, se tratará de una resolución judicial que deberá
dictarse en un incidente en el que se oirá la opinión de ambas partes. Frente al silencio de la
ley, parece que no cabe que sea la otra parte la que autorice la enajenación, aunque si hay
consentimiento entre las dos bien podrían llegar a una transacción o conciliación que ponga
término al pleito y en ella contemplar la enajenación de la cosa por parte de alguna de ellas.
No existe en el Código ninguna definición legal de lo que debe entenderse por enajenación,
de modo que, conforme al criterio del art. 20, debemos interpretar el vocablo según su uso
natural. Enajenación consiste nada más ni nada menos que en hacer ajena una cosa que
antes era propia. En su núcleo más esencial, por tanto, enajenar significa transferir el dominio
o propiedad sobre una cosa a otra persona.
La enajenación debe producirse por acto entre vivos, ya que no parece que la haya cuando
la propiedad se transmite a los sucesores por el modo sucesión por causa de muerte. En
estricto rigor, no puede decirse en este último caso que la cosa se haya hecho ajena al
causante, porque éste al morir ha dejado de existir como persona.
También hay enajenación cuando no se trasfiere el dominio de la cosa a otra persona, pero
sí se la favorece con algún otro derecho real de goce (usufructo, uso, habitación,
servidumbres) o de garantía (prenda, hipoteca, censo) que se constituye sobre la cosa.
Tratándose de derechos reales de goce, hay una cierta enajenación ya que se está haciendo
ajena una facultad del dominio (aunque sea temporalmente). En los derechos reales de
garantía, la enajenación es potencial, ya que, eventualmente, si no se cumple la obligación
garantizada, se ejecutará la cosa y se venderá en pública subasta.
En nuestro sistema de transferencia de derechos reales por actos entre vivos se distingue
entre el título traslaticio de dominio y el modo de adquirir. Título traslaticio es aquel que por su
naturaleza sirve para transferir la propiedad, como los contratos de compraventa, permuta o
donación (art. 703 CC). Una vez perfeccionado el título por el acuerdo de las partes o la
solemnidad en su caso, surge la obligación de una de las partes (vendedor, permutante,
donante) de hacer entrega de la cosa y de transferir el dominio, pero éste aún permanece en
el dueño original. Sólo cuando se realice otro acto al que la ley le otorgue la calidad de modo
de adquirir el dominio (cfr. art. 588 CC), entonces se producirá efectivamente el traspaso de
dicho derecho de propietario anterior al nuevo. El modo que se usa para los actos entre vivos
es el que llamamos "tradición", y que se efectúa mediante la entrega de la cosa, ya sea
material, simbólica o ficta. La entrega ficta es la que se realiza, respecto de cosas inmuebles,
por medio de la inscripción del título en el Registro de Propiedad del Conservador de Bienes
Raíces del lugar donde estuviere situado el bien raíz.
Este mismo esquema se repite para la constitución de derechos reales de uso o de garantía
distintos del dominio: hay un título que sirve para constituirlo y un modo (tradición) por el cual
se realiza la constitución.
De esta forma, por ejemplo, el contrato por el cual se vende una cosa embargada, al no ser
enajenación, no adolecerá de objeto ilícito y será plenamente válido. Otra cosa es que el
vendedor no va a poder cumplirlo mientras subsista el embargo, ya que si procede a la
tradición (modo de adquirir) ese acto sí es una enajenación que adolecerá de objeto ilícito y
será nula.
Sin embargo, por la combinación entre el art. 1464 y los arts. 1810 y 1554 se ha planteado
que, aunque no sean enajenación, los contratos de compraventa o de promesa de contrato
deberían considerarse nulos. También se ha discutido si hay enajenación con objeto ilícito
cuando ella es impuesta por una decisión judicial en una llamada "venta forzada". Veremos a
continuación estos problemas interpretativos.
d) El problema de la compraventa
Esta conclusión debe ser contrastada con lo que se dispone en el art. 1810, según el cual
"pueden venderse todas las cosas corporales o incorporales, cuya enajenación no esté
prohibida por ley". De esta manera, el Código nos dice que no pueden ser objeto de
compraventa las cosas cuya enajenación esté prohibida por ley. Si consideramos que el art.
1464 lo que hace es justamente prohibir la enajenación válida de ciertas cosas, debemos
concluir en consecuencia que también será nulo el contrato de compraventa que se refiera a
esas cosas, no por aplicación directa del art. 1464 sino por mandato del art. 1810, en relación
con el art. 1464.
Sin embargo, para algunos autores es necesario hacer una distinción sobre la base del
concepto de leyes prohibitivas. Como ya vimos, se suele entender por leyes que prohíben un
acto aquellas que lo vedan absolutamente, sin excepciones. En cambio, cuando una ley se
expresa en términos prohibitivos pero hace excepciones a ella, se trataría de una ley
imperativa de requisitos: ordenaría cumplir con esos requisitos para llevar a efecto el acto que
aparentemente prohíbe. Si consideramos que el art. 1810 cuando habla de cosas "cuya
enajenación está prohibida por ley" se ha referido a leyes propiamente prohibitivas, entonces
sólo podría aplicarse a los números 1 y 2 del art. 1464, que son aquellos en los que la
enajenación tiene objeto ilícito de manera absoluta y sin excepciones. A la inversa, tratándose
de los supuestos de los números 3 y 4 (cosas embargadas y especies litigiosas), al
contemplarse expresamente excepciones que permiten bajo ciertas condiciones la
enajenación, no se trataría de cosas cuya enajenación esté realmente prohibida, sino más
bien de cosas cuya enajenación está sujeta al cumplimiento de ciertos requisitos. Siendo así,
no cabría aplicar el art. 1810 a los números 3 y 4 del art. 1464 y, por tanto, la compraventa de
cosas embargadas o de especies litigiosas es plenamente válida.
Esta interpretación nos parece dudosa, ya que discrepamos de que sólo sean leyes
prohibitivas las que vedan absolutamente la conducta 29. También lo son aquellas que prohíben
un acto con ciertas excepciones. Estas son excepciones a la prohibición y no requisitos de
una ley imperativa. Por ello, nos parece que los cuatro números del art. 1464 son normas que
prohíben la enajenación de cosas. No obstante, una interpretación del art. 1810 restringiendo
la prohibición legal de enajenación a aquellas que consten en leyes especiales, que ha sido
también sostenida en nuestra doctrina, podría permitir no aplicar la invalidez del precepto a la
compraventa de cosas embargadas, por cierto entendido de que el embargo haya sido alzado
al momento de la tradición.
e) El problema de la promesa de compraventa
El contrato de promesa es aquel por el cual las partes se obligan a celebrar un contrato en
el futuro sujeto a un plazo o a una condición. Está regulado en el art. 1554 del Código Civil,
que establece como uno de sus requisitos esenciales que "el contrato prometido no sea de
aquellos que las leyes declaran ineficaces" (art. 1554.2º CC).
Por ello, y aunque la promesa de contrato de compraventa está muy lejos de constituir
enajenación para ser alcanzada por la norma del art. 1464, sin embargo, dado lo que
acabamos de señalar respecto del art. 1810, se presentan dificultades para admitir que la
promesa de venta que se refiere a una de las cosas enumeradas en el art. 1464 cumpla con la
exigencia del art. 1554 Nº 2.
Esto trae problemas en la práctica, ya que justamente la razón para celebrar una promesa y
no una compraventa puede ser el impedimento constituido por un embargo o por una medida
precautoria, que se espera levantar para luego proceder a la compraventa y la tradición.
No sucede lo mismo con las cosas de los números 3 y 4 del art. 1464: cosas embargadas o
especies litigiosas. En ambos supuestos el impedimento de la enajenación puede ser
removido y la promesa tiene una clara funcionalidad. Por ello, se sostiene que el contrato de
compraventa de dichas cosas no puede ser considerado "ineficaz" en los términos del art.
1554 Nº 2.
Para la opinión que estima que, no tratándose de normas prohibitivas, el mismo contrato de
compraventa es válido aunque se trate de una cosa que está embargada o es objeto de litigio,
la conclusión anterior es más evidente aún. Si el contrato prometido es válido, no se ve por
qué no lo sería también la promesa de celebrar dicho contrato.
Una cuestión que se ha presentado en la práctica respecto de las cosas sujetas a embargo
es la de si la enajenación contemplada en el art. 1464 comprende también a las ventas
forzadas realizadas por el ministerio de la justicia.
La cuestión supone que una cosa haya sido objeto de dos embargos en dos procesos
diferentes. Por ejemplo, si Juan persigue la deuda de Pedro y le embarga su automóvil en un
juicio ejecutivo ante un tribunal, y luego María que también es acreedora de Pedro lo demanda
ejecutivamente ante otro tribunal y le embarga el mismo automóvil. Si el juicio de esta última
avanza más rápidamente y el auto es rematado y adjudicado a Renato, habrá habido una
enajenación de una cosa de Pedro, representado por el juez que interviene en la subasta (art.
671.3 CC), en favor de Renato. Pero el auto estaba previamente embargado por otro
acreedor, Juan: ¿podría este pedir la nulidad de la subasta (venta forzada) entre Pedro y
Renato alegando que la enajenación adoleció de objeto ilícito en virtud de lo dispuesto en el
art. 1464 Nº 3 del Código Civil?
La opinión contraria se funda en que la norma del art. 1463 Nº 3 no distingue entre
enajenaciones forzadas o voluntarias, por lo que debe entenderse que también la enajenación
forzada es nula por objeto ilícito si recae sobre una cosa embargada en otro juicio. Se señala
que el espíritu de la norma es proteger el interés del acreedor en realizar el bien embargado y
que éste se frustra tanto si la cosa la enajena el deudor voluntariamente o si lo hace el juez en
su representación en una venta forzada. Por último, se agrega que el art. 106 de la Ley
General de Bancos (texto refundido en D.F.L. Nº 3, de 1997) dispone que en las
enajenaciones que se efectúen en los juicios especiales que esa ley regula no tendrá
aplicación lo dispuesto en los números 3 y 4 del art. 1464 del Código Civil, lo que revela que la
regla general en los juicios ejecutivos es que esas normas son plenamente aplicables. Si no,
no tendría sentido la excepción.
A nuestro juicio, en principio el art. 1464 es aplicable a todas las enajenaciones, incluidas
las forzadas, pero esto ha venido a modificarse parcialmente con lo dispuesto en el art. 528
del CPC, aunque no en el sentido de que ahora sean válidas todas las enajenaciones
forzadas de cosas previamente embargadas. Dicha norma establece una prioridad para el
primer acreedor que ha embargado la cosa, de modo que el segundo acreedor que deduce
una acción ante otro tribunal no tiene derecho a instar por la ejecución forzada de la cosa en
virtud de un segundo embargo y si lo hace la enajenación será nula por objeto ilícito. Lo que
puede hacer es, como señala la norma, pedir que se dirija oficio al juez que esté conociendo
de la primera ejecución para que retenga de los bienes realizados la cuota que
proporcionalmente corresponda a dicho acreedor. Implícita, pero claramente, el precepto
autoriza que el primer acreedor saque a remate el bien embargado, por lo que aquí sí la
enajenación no se ve afectada por el art. 1464 Nº 3 y es plenamente válida.
A esta sanción, la ley añade una adicional para el que celebró el acto con pleno
conocimiento de que tenía objeto ilícito. En tal caso, según el art. 1468 del Código Civil, no
podrá pedir que se les restituya lo que haya dado o pagado en virtud del acto jurídico.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: LEÓN HURTADO, Avelino, El objeto en los actos jurídicos, Editorial Jurídica de Chile,
Santiago, 1983; COOD, Enrique, "Reforma del artículo 1464 del Código Civil", en RCF, t. II (1886), N° 5,
pp. 258-265; VILA, A. B., "De los pactos de "quota litis" y de "victoria litis". Algunas observaciones sobre el
artículo 1462 del Código Civil correspondiente al artículo 1646 del proyecto del Código Civil", en RCF, t. IV
(1888), N° 6, pp. 355- 361; DEL CANTO TAGLE, Enrique, "¿Es nula la venta de cosas sobre la cuales ha recaído
un decreto judicial prohibiendo su enajenación?, en RCF, t. XIII, (1899), N° 5 y 6, pp. 275 295; MEZA
RIVERA, Heraclio, "El número 3° del artículo 1464 del Código Civil", en RCF, t. XII, (1898), N° 9 y 10, pp. 513-
523; LINAZASORO CAMPOS, Gonzalo, Convenciones sucesorias. Pactos sobre sucesiones futuras, Editorial
Jurídica de Chile, Santiago, 1981; TAVOLARI OLIVEROS, Marcela, "Algunas reflexiones sobre el artículo 1464
Nº 3 del Código Civil", en Instituciones Modernas de Derecho Civil. Homenaje al Profesor Fernando Fueyo
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cuerpo humano", en RDJ, t. 47, sec. Derecho, pp. 33-44; CONCHA MACHUCA, Ricardo, "El objeto ilícito
contrario al derecho público (artículo 1462 del Código Civil)", en Departamento de Derecho Privado U. de
Concepción (coord.), Estudios de Derecho Civil V, AbeledoPerrot, Santiago, 2010, pp. 79-90; ELORRIAGA DE
BONIS, Fabián, "Las dos hipótesis de objeto ilícito contenidas en el artículo 1465 del Código Civil", en Revista
Chilena de Derecho Privado 12, 2009, pp.135-166; MARÍN GONZÁLEZ, Juan Carlos y GARCÍA MIRÓN, Rolando,
"El concepto de orden público como causal de nulidad de un laudo tratándose de un arbitraje comercial
internacional", en Revista de Derecho (Universidad Austral de Chile) 24, 2011, 1, pp. 117-131.
La norma del art. 1445 según la cual para que una persona se obligue por un acto o
declaración de voluntad es necesario "que tenga una causa lícita", tiene una larga y
enrevesada historia que aquí solo podemos mencionar muy sintéticamente, siguiendo a
quienes mejor la han estudiado y en especial a Alejandro Guzmán Brito 31.
La palabra "causa" fue la traducción latina del término griego que usó Aristóteles para
explicar el por qué existe un ser, en la clásica cuatripartición entre causa eficiente, causa
material, causa formal y causa final. De la filosofía estoica, el término pasó a ser utilizado por
los juristas romanos pero en muy diferentes significados y sin discurrir una teoría o concepto
general. Los sentidos más próximos a la noción moderna de causa son los que se ocuparon
para la estipulación que, entendida sólo como una promesa oral y formal de obligarse a algo,
debía depender de una operación subyacente que le diera un fundamento razonable (un
mutuo, una compraventa, una permuta), la que se designaba como "causa stipulationis" y la
que se aplicaba para las convenciones que explicaban una datio ob rem (dar algo para que
otro también se obligue a dar o hacer otra cosa): según un texto de Aristón la convención era
obligatoria "si subest causa" (si subyace una causa): D. 2, 14, 7, 1. Si luego de que una parte
hiciera la dación de una cosa, la otra no realizaba la dación o hecho convenido, entonces la
primera tenía derecho a reclamar lo dado mediante la condictio causa data causa non secuta.
Los juristas medievales dieron un paso hacia la construcción del concepto de causa como
requisito del contrato o acto jurídico. Para ellos, la noción más omnicomprensiva fue la de
pacto, que expresaba cualquier tipo de convención. Pero no todos los pactos generaban
obligaciones exigibles por medio de una acción. Para que ello sucediera era necesario que el
consentimiento de las partes fuera de alguna manera recubierto de una protección jurídica
específica. De manera metafórica, los juristas hablaban de que los pactos necesitaban una
"vestimenta" para que fueran obligatorios y ejecutables. Se distinguía, entonces, entre pactos
desnudos, que no producían obligación, y pactos vestidos, que sí lo hacían. Entre los pactos
vestidos se incluía sin dudar a aquellos denominados pactos o contratos nominados, es decir,
los que según las fuentes romanas tenían un nombre propio (compraventa, arrendamiento,
sociedad, mandato, etc.). Los demás eran innominados y quedaba el problema de si podían
recibir algún "vestido" para evitar que quedaran como pactos desnudos. Usando el texto de D.
2, 14, 7, 1, que hablaba de las convenciones que tenían una "causa subyacente", se sostuvo
que dicha causa (la dación o el hecho ejecutado para que otro cumpliera algo) era el "vestido"
que convertía en obligatorio dicho pacto.
La intervención del Derecho canónico que favorece la obligatoriedad de las promesas sin
necesidad de mayores formalidades, ampliará el funcionamiento de la causa. Los canonistas,
liderados por Baldo di Ubaldi (1327-1400) tratarán de conciliar la exigencia de los civilistas de
que los pactos tengan una "vestimenta" para obligar con la regla forjada en el ámbito
eclesiástico de que también los pactos desnudos otorgan acción (ex pacto nudo oritur actio).
Para ello se señaló que la sola existencia de causa era suficiente "vestido" para que el pacto
pudiera obligar. Pero la causa es entendida de manera más amplia, ya que no se exige que la
dación o hecho original hayan sido ejecutados, sino que bastaba que se hubiera convenido en
relación con un fin (causa finalis) o motivo (causa impulsiva), que al parecer debían ser
expresados o, al menos, probados. Respecto de los contratos nominados, que no necesitaban
otra "vestimenta", se entiende que no requerían de otra causa, porque eran causa de sí
mismos. Los civilistas del derecho común medieval terminaron por aceptar esta construcción
canónica.
De aquí surgieron dos corrientes en relación a la causa: la primera, liderada por Hugo
Grocio (1583-1645), consideró que con el triunfo del consensualismo el concepto de causa era
inútil. La causa desaparece como requisito o elemento del contrato, como se verá en el
Código Civil austriaco (1811), el Código Civil alemán (1900) y el Código suizo de las
obligaciones (1911).
La segunda corriente optará por mantener el concepto de causa haciéndolo aplicable a todo
tipo de contratos pero integrándola como un elemento interno de su estructura y no como un
elemento extrínseco. Es la doctrina que inaugurará Jean Domat (1625-1696) y consolidará
luego Robert Joseph Pothier (1699-1772). Domat ocupará para ello la figura paradigmática del
contrato recíprocamente obligatorio y señalará que la causa de cada obligación es la
obligación recíproca. De este modo, según su opinión, en las convenciones donde alguien se
pretende obligar sin una causa, la obligación será nula.
Pothier afinará más el criterio de la causa como requisito interno de lo que es el compromiso
(engagement) que constituye el núcleo del contrato. En los contratos onerosos, la causa del
compromiso que contrae una de las partes es lo que la otra parte le da, o se obliga a darle o el
riesgo que ella asume. Añade Pothier que en los contratos gratuitos la liberalidad que una de
las partes quiere ejercer en favor de la otra es causa suficiente del compromiso contraído para
con ella. Cuando el compromiso carece de causa o, lo que es lo mismo, tiene una causa falsa,
es nulo y con ello es nulo también el contrato que lo contiene.
Esta fue la concepción de la causa que se consagró en el Código Civil francés de 1804
(arts. 1108 y 1131 CC) y de allí a todos los códigos civiles que siguieron su ejemplo, entre
ellos el chileno de 1855.
Siguiendo al Código Civil francés, el Código Civil chileno enumeró dentro de los requisitos
para que un acto o declaración de voluntad fuera obligatorio para una persona, el que "tenga
una causa lícita" (art. 1445.4º).
Como se ve, el requisito se exige para el acto jurídico, pero curiosamente cuando se regula
específicamente la causa se señala que "No puede haber obligación sin una causa real y
lícita" (art. 1467.1 CC). Pero más adelante se vuelve a predicar la causa del acto jurídico: "Se
entiende por causa el motivo que induce al acto o contrato" (art. 1467.2 CC).
Un ejemplo pone el Código de falta de causa: "Así la promesa de dar algo en pago de una
deuda que no existe, carece de causa..." (art. 1467.3 CC).
Estas normas, así como las equivalentes del Código Civil francés y de otros Códigos que
adoptaron este modelo, han sido interpretadas de muy diverso modo por la doctrina y la
jurisprudencia, y existen múltiples teorías sobre el concepto de causa y su relevancia para la
validez y eficacia del acto jurídico.
Según Pothier la causa es la causa final en el sentido de fin inmediato y directo que se
deriva de la misma naturaleza del acto. Por ello, es necesario distinguir entre los contratos
onerosos, los contratos gratuitos y los contratos reales.
En los contratos onerosos, es decir, aquellos que miran a la utilidad de ambas partes, la
obligación de una de ellas tiene por causa lo que la otra parte da, se obliga a dar o el riesgo
que asume. Así, entonces, cada obligación hace de causa de la obligación recíproca.
En los contratos gratuitos, en que sólo una parte recibe utilidad y la otra no, la causa de la
obligación no puede ser otra que la liberalidad que una de las partes (la que se obliga) desea
hacer a la otra.
Faltó a Pothier aclarar lo que sucede en los reales, como el mutuo, el comodato o el
depósito. Siguiendo sus criterios, los autores posteriores llegaron a la conclusión de que en
tales casos la causa de la obligación de restituir (del mutuario, comodatario o depositario)
tenía por causa la entrega de la cosa que había hecho la otra parte.
La doctrina clásica de la causa intenta explicar el requisito desde un punto de vista objetivo,
para distanciarse de lo que podrían ser los motivos personales, mediatos y variables de las
partes para celebrar un determinado acto jurídico. Esto último se suele denominar causa
impulsiva u ocasional, como contrapuesta a la causa final. Así, por ejemplo, la causa final del
comprador para obligarse a pagar el precio en la compraventa es la obligación que asume el
vendedor de entregarle la cosa. Ahora, el motivo por el que quiere adquirir la cosa dependerá
de cada vendedor: puede ser que necesite una casa para habitarla con su familia, o porque
desea arrendarla para tener una segunda renta, o porque quiere poner allí un despacho
profesional, etc. La verdadera causa es la causa final, y no esta otra que sería la causa
ocasional o impulsiva. Por ello, si alguna de estas causas secundarias y mediatas resultara
errónea, por ejemplo, que por una ordenanza urbanística el comprador no puede poner el
despacho o negocio que deseaba en el inmueble comprado no podrá alegar que el contrato es
nulo por falta de causa. Sólo si el vendedor, por alguna razón, no resultara obligado a entregar
la propiedad, podría el comprador alegar que su obligación de pagar el precio carece de causa
y no tiene validez.
La doctrina clásica de la causa ha recibido fuertes críticas, tanto que se ha podido hablar de
un movimiento o tendencia doctrinal "anticausalista", surgido en la misma dogmática francesa
de la que proviene toda la concepción decimonónica de la causa. Juristas destacados como
François Laurent (1810-1887) y Marcel Planiol (1853-1931) asumieron la tarea de refutar la
teoría de la causa, a la que acusan de ser históricamente falsa, lógicamente incoherente y
prácticamente inútil.
Sostienen que es falsa históricamente porque el concepto de causa no habría existido entre
los juristas romanos. La acusan de ser lógicamente incoherente por asumir criterios distintos
para determinar la causa según la forma de contrato: así, mientras para los contratos
onerosos se trataría de la causa final, para los gratuitos se acudiría a la causa ocasional o
impulsiva (motivos) y para los reales se aludiría a la causa eficiente. Finalmente, el concepto
de causa sería inútil en la realidad práctica, porque termina confundiéndose con otros
requisitos del acto o contrato: así en los contratos onerosos la causa se confunde con el
objeto de las obligaciones; en los gratuitos, con la voluntad o consentimiento y en los reales
con la fuente de la obligación o la forma de perfección del contrato.
En un primer momento, frente a la crítica del anticausalismo, los autores trataron de superar
la doctrina clásica de la causa enfatizando un poco más su aspecto subjetivo, es decir, lo que
quería realmente el sujeto. Esta moderación parece oscilar entre un subjetivismo moderado,
como el propiciado por Capitant, y otro más extremo, como el sostenido por Josserand (1868-
1941). Para Capitant, autor de la monografía De la cause des Obligations (1923) debe
aceptarse la distinción clásica entre motivos (causa impulsiva) y causa (causa final), pero
siempre que se reconozca que ciertos motivos pueden llegar a integrar la causa. En su
parecer, la causa no es la obligación de la contraparte, pero sí la voluntad de obtener el
cumplimiento de la obligación correlativa. Si los motivos individuales han sido considerados
por las partes y en función de ellos han celebrado el acto, quedan incorporados en la causa.
Por eso los actos pueden ser anulados por una causa inmoral si la causa impulsiva no es
admitida por el Derecho.
Josserand va más lejos: no desdeña la causa según la teoría clásica, pero agrega la
necesidad de considerar en todo caso los motivos personales. De esta manera se ofrece al
juez una herramienta para que pueda controlar el fin concreto y particular del acto, así como la
moralidad del propósito de las partes. Parte de la doctrina italiana también se ha acercado a
esta formulación al señalar que la causa es el fin del negocio singular.
Estas teorías subjetivistas no han estado exentas de crítica. Se señala que introducen
inseguridad en el tráfico jurídico y amplían excesivamente la discrecionalidad de los jueces.
Se agrega que pueden explicar bien la causa ilícita, pero no así los supuestos de ausencia de
causa, la que se limitaría a los casos de falsa causa o error sobre la causa.
Se ve un retorno a los criterios objetivos. Entre las muchas variantes, pueden mencionarse
dos que sobresalen. Una es la teoría del doble rol de la causa desarrollada por Jacques Maury
(1889-1981): según este jurista, la causa cumple dos funciones: primero, es un elemento de la
obligación y, segundo, es un medio para controlar la licitud del contrato. En el primer rol, la
causa mezcla criterios subjetivos y objetivos: se trata de encontrar la intención de la partes
pero a través de los elementos objetivos del acto. En los negocios onerosos, la causa se
encontrará en la equivalencia de las prestaciones intentada, pero deberán considerarse los
motivos si se reflejan en este propósito. En los actos gratuitos, la causa es la ausencia querida
de un equivalente. Para el segundo rol, puede ocuparse un criterio subjetivo: se buscan
motivos más lejanos que la mera equivalencia, y la intensidad de la búsqueda es variable
según la protección que se desea.
Por los antecedentes históricos de los preceptos del Código Civil chileno, no es raro que la
doctrina chilena haya interpretado esas normas conforme a la doctrina clásica de la causa. No
obstante, en el siglo XX comenzaron a sentirse en Chile las repercusiones de las teorías
anticausalistas y las reformulaciones del neocausalismo. Esto produjo que algunos autores se
inclinaran hacia una posición más subjetivista incorporando los motivos de las partes a la
causa final de la teoría clásica, si bien con algunos matices.
Así, algunos dirán que la causa final de la doctrina clásica debe seguir operando para
establecer la existencia o no de la causa, pero, en cambio, cuando se trata de analizar la
licitud o ilicitud de la misma habría que ir hacia la causa impulsiva u ocasional (motivos).
Otros piensan que también la existencia de causa debe involucrar una investigación sobre
los motivos, pero siempre que ellos se hayan manifestado claramente (Manuel Somarriva,
1905-1988; Ricardo Hevia, Carlos Ducci, 1913-1986).
En otra posición, se distingue entre causa de la obligación y causa del acto jurídico. La
causa de la obligación se determina siguiendo el criterio clásico (causa final), pero la causa
del acto jurídico, como indicaría el art. 1467, se refiere al motivo o causal impulsiva u
ocasional, en la medida que sea determinante32.
Según otra opinión, más centrada en la función de la causa, ésta desempeñaría dos roles,
primero, como procedimiento técnico para proteger la voluntad negocial (no puede haber una
voluntad jurídicamente relevante si no tiene causa) y, segundo, como herramienta para que el
juez pueda controlar la licitud del fin del acto jurídico 33. También se ha sostenido que si se
entiende la causa como el interés económico del acto o contrato se permite construir un
concepto unitario que pueda servir de parámetro objetivo para justificar la obligación y también
para que el juez pueda controlar los motivos del acto jurídico 34.
Una primera cuestión que debe resolverse es si nuestro Código exige causa para la
obligación o para el acto jurídico. La cuestión se presenta porque el art. 1467 comienza
diciendo que "no puede haber obligación" sin causa, mientras que el art. 1445 exige la causa
como requisito del "acto o declaración de voluntad". Esta diferente terminología tiene su
explicación en el origen histórico del concepto. Como vimos, el concepto de causa surge para
tratar de explicar la obligatoriedad de los llamados "pactos desnudos" o contratos innominados
que no generaban obligaciones ni acción para hacerlos cumplir forzadamente. De manera que
la causa es predicada primariamente de las obligaciones, pero más tarde con la construcción
moderna del contrato y del acto jurídico como un acuerdo de voluntades (y no como dos
promesas unilaterales paralelas), la causa de la obligación emigró para ser la causa del acto
que creaba obligaciones. Más modernamente, al ampliarse la categoría de contrato a la de
acto jurídico, la causa pasó a la calidad de elemento de todo acto jurídico en cuanto vinculante
para las partes y ejecutable judicialmente (aunque su objetivo no fuera crear obligaciones,
sino sólo modificarlas o extinguirlas).
El mismo art. 1467 que parece restringir la causa a la obligación en su inciso primero, luego
señala que se entiende por causa el motivo que induce "al acto o contrato", con lo que queda
claro que se está refiriendo a la causa del acto jurídico, que por ese mismo hecho es también
causa de los efectos obligacionales que produzca.
La causa es un requisito constitutivo que debe concurrir en todo acto jurídico, si bien no es
menester dejar constancia de ella. Por ello, el art. 1467 dispone que "no es necesario
expresarla". De aquí se puede colegir que la existencia de causa se presume, de modo que
quien alegue que un acto carece de causa deberá probarlo.
Para intentar delimitar el concepto de causa hay que tener en cuenta las razones por las
cuales apareció este elemento en la teoría del contrato o del negocio jurídico. En la transición
de un sistema formalista de creación de obligaciones, como era el romano, hacia un sistema
en que impera el principio de autonomía privada y la doctrina de que basta el consentimiento
para producir pactos que sean amparables judicialmente, pareció que era necesario encontrar
algún otro elemento, distinto de la forma solemne, que permitiera atribuir una suficiente
razonabilidad a la voluntad de las partes que el consensualismo pretendía erigir en omnímoda
y libre de todo control. Se trató de evitar que tuviera el respaldo del ordenamiento jurídico una
voluntad que pretendía obligarse sin un fundamento mínimamente razonable. De esta manera,
la causa a la vez que protegía la voluntad de las personas, la controlaba para evitar que un
consensualismo exagerado pudiera terminar por perjudicarlas.
Este fin inmediato y objetivo en los contratos nominados, que tienen una conformación
preconfigurada por el texto de la ley, está ya considerada en la misma regulación. Por eso
puede coincidirse con la doctrina clásica en que en los contratos onerosos la causa estará
constituida por el intercambio de prestaciones. Este es el "motivo" que induce a las partes a
otorgar o celebrar el acto o contrato.
En los actos gratuitos la causa final es la mera liberalidad, en un sentido objetivo, es decir la
de entregar una cosa o servicio sin recibir nada a cambio. Es diferente de los motivos
subjetivos, esto es, del porqué se quiere realizar ese acto: si por captarse el favor del
beneficiario, si por hacer ostentación, si por caridad o compasión, si por deducir impuestos,
etc. El art. 1467 dice que la mera liberalidad puede ser "causa suficiente", lo que se explica
porque el acto gratuito puede tener otra causa si ha sido explicitada e incorporada al
contenido del negocio. Es lo que sucede en las donaciones, entre las que se admite la
donación por causa de matrimonio, la donación remuneratoria y la donación con causa
onerosa.
En los contratos reales onerosos, hay que reconocer que la crítica del anticausalismo es
certera: no puede ser la entrega la causa porque cuanto es el elemento que perfecciona el
contrato (funcionaría como causa eficiente). Pensamos que en estos casos, cabría aceptar la
teoría italiana, de modo de identificar la causa final, con la operación económica que subyace
en el contrato: por ejemplo, en el mutuo se trata de que alguien goce de una cantidad de
dinero (u otras cosas fungibles) durante cierto tiempo y lo restituya con o sin intereses.
De más compleja indagación es la causa en los contratos atípicos o innominados que las
partes tienen derecho a configurar con arreglo al principio de autonomía privada. En estos
casos, pareciera que la causa debe identificarse con el motivo determinante y común de las
partes. Es lo que se deduce del ejemplo que nos da el Código Civil en el mismo art. 1467: la
promesa de dar algo en pago de una deuda que no existe. Se trata de un contrato innominado
que consiste en obligarse a dar algo para pagar una deuda preexistente (se acerca a la dación
en pago y a la novación, pero no coincide con ninguna de ellas): por ejemplo, si el heredero se
obliga a dar un terreno para pagar un legado de cierta cantidad de dinero que aparece en un
primer testamento, que más tarde se descubre que fue revocado. En tal caso, el fin inmediato
y objetivo de este acto jurídico, compartido por ambas partes, era satisfacer una deuda; si esta
deuda no existía, tampoco puede subsistir dicho fin.
Los requisitos que se señalan a la causa es que sea real y lícita. De la ilicitud trataremos
luego. Respecto de la realidad de la causa, sólo cabe sostener que no es más que una
enfatización de la necesidad de que exista el requisito de la causa, ya que si la causa es
solamente aparente el acto jurídico no podrá producir efectos.
Se suele decir que la falta de causa puede traducirse en dos situaciones: la causa errónea y
la causa simulada. La causa errónea es aquella que las partes suponen equivocadamente que
existe. En cambio, la causa simulada es aquella que las partes aparentan perseguir con un
acto jurídico que en realidad oculta o encubre la realidad (que puede ser que no han
celebrado ningún acto jurídico o que han celebrado un acto jurídico con causa diferente). En
ambos casos, el acto jurídico carecerá de causa, aunque en la simulación ello proviene de una
ausencia de consentimiento respecto del acto simulado.
Los llamados "actos jurídicos abstractos" son aquellos que, por excepción, pueden tener
valor jurídico sin que concurra una causa que justifique la voluntad manifestada en ellos.
Serían actos incausados, de modo que podrían ejecutarse ante los tribunales de justicia
incluso probando que carecen de causa.
No hay que olvidar que el título de crédito tiene causa, de modo que si en el caso anterior
no es un tercero el que cobra la letra de cambio sino el mismo vendedor, entonces el
comprador sí podrá excepcionarse alegando el incumplimiento del deber de entrega de la
cosa comprada.
8. Ilicitud de la causa
La exigencia de que la causa sea ilícita proviene del Derecho romano, donde se distinguía
si las llamadas daciones ob rem se hacían para obtener una cosa honesta o torpe (D. 12. 5. 3;
12. 5. 4 pr.). Los juristas medievales, como ya se vio al tratar del origen de la noción de causa,
transformaron lo que era una cosa, en una causa finalis, y de allí lo tomó Pothier, luego el
Código Civil francés y finalmente Bello en nuestro Código Civil.
El art. 1467 define la causa ilícita como "la prohibida por ley o contraria a las buenas
costumbres o al orden público", y proporciona el siguiente ejemplo: "la promesa de dar algo en
recompensa de un crimen o de un hecho inmoral, tiene causa ilícita".
El ejemplo que nos proporciona el Código hace presente que es el mismo acto que, en sí
mismo y para ambas partes, es contrario a la ley, las buenas costumbres y el orden público.
Por ello, pensamos que la licitud de la causa dice relación con el mismo fin objetivo del acto o,
al menos, con un motivo que ha sido integrado por las partes a la estructura o contenido del
acto. Por ejemplo, el contrato por el cual se establece un cohecho en favor de una autoridad
pública o por el que alguien se obliga a pagar algo como precio del silencio de otra persona
que lo extorsiona con revelar algún secreto. También tendrán causa ilícita los actos jurídicos
por los cuales se transgrede un derecho fundamental de las personas que es indisponible,
como el contrato por el cual alguien se compromete a salir del país y no volver a él. Los
llamados "contratos de arriendo de útero" o de maternidad subrogada, a nuestro juicio,
adolecen también de causa ilícita.
Es efectivo, sí, que en la mayor parte de los casos de ilicitud de la causa se da también
ilicitud del objeto. No es raro, en consecuencia, que las demandas de nulidad de un acto
jurídico invoquen a la vez la ilicitud del objeto y de la causa.
La causa es un requisito constitutivo del acto jurídico. Por ello, ante su ausencia el acto no
llegará a formarse plenamente y será nulo de pleno derecho.
A esta sanción, la ley agrega una adicional, cual es que, aunque se declare la nulidad, el
que haya obrado a sabiendas de la ilicitud de la causa pierde el derecho a recobrar lo que
haya dado o pagado en virtud del acto: "No podrá repetirse lo que se haya dado o pagado por
un objeto o causa ilícita a sabiendas" (art. 1468 CC).
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: MERA MOLINA, Jorge, Exposición de la doctrina de la causa, Santiago, 1940; LEÓN
HURTADO, Avelino, La causa, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1990; MORALES ÁLVAREZ, Jorge Rubén, "En
defensa del concepto de causa", en RDJ, t. 34, sec. Derecho, pp. 18-36; DOMÍNGUEZ ÁGUILA, Ramón,
"Consideraciones en torno a los negocios jurídicos con causa abstracta", en Revista de Derecho (U. de
Concepción), 170, 1981, pp. 93-107; LÓPEZ SANTA MARÍA, Jorge, "Causa y consideración en los contratos",
en RDJ, t. 78, sec. Derecho, pp. 71-81; NIÑO TEJEDA, Eduardo, "Estudio sobre la causa", en Revista de
Derecho (P. Universidad Católica de Valparaíso), 15, 1993-1994, pp. 165-190; GUZMÁN BRITO, Alejandro,
"Causa del contrato y causa de la obligación en la dogmática de los juristas romanos, medievales y modernos
y la codificación europea y americana", en Acto, Negocio, Contrato y Causa en la tradición del Derecho
europeo e iberoamericano, Thomson-Aranzadi, Navarra, 2005, pp. 197-406; "Tipo, función y causa en la
negocialidad", en Revista de Derecho (P. Universidad Católica de Valparaíso) 41, 2013, pp. 39-67; LYON
PUELMA, Alberto, "La voluntad virtual derivada de la 'naturaleza' del contrato determinada por su causa", en H.
Corral y M. S. Rodríguez (coords.), Estudios de Derecho Civil II, LexisNexis, Santiago, 2007, pp. 753-
792; ALCALDE SILVA, Jaime, "La causa de la relación obligatoria", en A. Guzmán Brito (edit.), Estudios de
Derecho Civil III, LegalPublishing, Santiago, 2008, pp. 339-394; SELMAN NAHUM, Arturo, "La cláusula penal en
el contrato de leasing y su nulidad por falta de causa: una evolución en la jurisprudencia", en Revista Chilena
de Derecho 38, 2011, 3, pp. 611-622; BARAONA GONZÁLEZ, Jorge, "La doctrina de la causa y su eficacia
práctica", en Revista Chilena de Derecho 39, 2012, 2, pp. 523-527; HEVIA CALDERÓN, Ricardo, Concepto y
función de la causa en el Código Civil chileno, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1981; RIVERA RESTREPO,
José, La causa en Derecho chileno, Thomson Reuters, Santiago, 2012.
A lo largo de la historia, el Derecho ha oscilado entre dos grandes extremos que podríamos
denominar formalismo y consensualismo. En épocas en la que ha imperado el formalismo,
como sucedió en el Derecho Romano clásico, los actos jurídicos no podían obligar sólo por la
expresión de voluntad de las personas, sino que se requería que ella se manifestara con
ciertas palabras a las que se añadían gestos o ritos especiales. Los actos para ser obligatorios
y vinculantes en Derecho debían sujetarse a una determinada "forma", entendida como un
cierto ropaje externo que, junto con garantizar la libertad de contratación, le daba publicidad y
contribuía a la certeza jurídica.
Sin embargo, más adelante, por mor del Derecho Canónico primero y luego por la Escuela
del Iusnaturalismo Racionalista, se fue imponiendo la visión contraria: el consensualismo,
según el cual para que un acto jurídico tenga el respaldo del Derecho no se necesita más que
el libre consentimiento de las personas que lo celebran, cuya voluntad sea manifestada por
cualquier medio y de cualquier manera. Basta el acuerdo de voluntades (consentir) para que
el acto jurídico realizado vincule de manera obligatoria.
Sin embargo, sólo una clase de formalidades son en realidad requisitos de validez del acto
jurídico, puesto que respecto de otras la ley les otorga otra función y por lo mismo otro efecto
que el de nulidad para el caso de que no se cumpla con ellas. Las formalidades que son
requisitos del acto jurídico se denominan solemnidades, por lo que los actos que están sujetos
a ellas se denominan actos jurídicos solemnes. El Código Civil establece que el contrato (lo
que podemos extender a todo acto jurídico), "es solemne cuando está sujeto a la observancia
de ciertas formalidades especiales, de manera que sin ellas no produce ningún efecto civil"
(art. 1443 CC).
Por ello a continuación estudiaremos las solemnidades, sin perjuicio de reseñar también
brevemente las otras especies de formalidades que se requieren con fines diversos a la
constitución o validez del acto, para así obtener una mejor definición de las solemnidades al
distinguirlas de las simples formalidades.
2. Las solemnidades
a) Concepto y clases
Siguiendo al Código Civil pueden definirse las solemnidades como ciertas formalidades
especiales a las que está sujeto un acto jurídico de manera que sin ellas no produce ningún
efecto civil (art. 1443 CC). No obstante, pensamos que esta definición calza mejor con las
solemnidades constitutivas que con las de validez, de modo que si quisiéramos comprender
ambas clases de solemnidades deberíamos reformular la definición: ciertas formalidades
especiales a las que está sujeto un acto jurídico de manera que sin ellas o no produce ningún
efecto civil o puede ser declarado nulo judicialmente.
Veamos en qué se distinguen las solemnidades constitutivas de aquellas que son sólo
validatorias. En principio, las solemnidades constitutivas son requisitos esenciales de la
estructura del acto jurídico, mientras que la solemnidades exigidas para la validez son
aquellas que la ley le agrega a dicha estructura bajo la pena de declararse la nulidad del
mismo si no se cumple con ellas.
b) Solemnidades constitutivas
Las solemnidades constitutivas, también llamadas "de existencia", son aquellas que en sí
mismas contienen la manifestación de la voluntad de las partes, de manera que si se omiten
desaparece también dicha manifestación.
Es lo que sucede, por ejemplo, con la escritura pública en el caso del contrato de
compraventa de bienes raíces (art. 1801 CC) o el de hipoteca (art. 2409 CC), o con la
escritura a lo menos privada que se exige para el contrato de promesa de celebrar un contrato
(art. 1554.1º CC). En el testamento abierto se exige, además de que esté escrito (que puede
ser escritura privada o pública), que se lea en alta voz en presencia del testador y de los
testigos, por el notario (cuando se hace ante este y tres testigos) o por uno de los testigos
(cuando se otorga ante cinco testigos), acto que debe terminar con las firmas del testador, los
testigos y el notario (arts. 1017 y 1018 CC). En el matrimonio son muchas las formalidades
que prescribe la ley pero sólo puede ser considerada solemnidad constitutiva la expresión de
la voluntad de los contrayentes ante el Oficial del Registro Civil (art. 18.2 LMC) o ante un
ministro de culto de una confesión religiosa con personalidad jurídica de derecho público (art.
20 LMC).
c) Solemnidades validatorias
Los ejemplos que se suelen dar en la doctrina son los testigos hábiles que se exigen para el
otorgamiento de un testamento abierto (art. 1014 CC) o cerrado (art. 1021 CC), y la
insinuación de las donaciones (art. 1401 CC). Lo mismo debe señalarse respecto de la
presencia de dos testigos hábiles en el acto de celebración del matrimonio (arts. 17 y 45
LMC).
d) Solemnidades convencionales
El Código Civil prevé que las partes puedan acordar el cumplimiento de ciertas
solemnidades para actos que, según la ley, no la necesitan. Así, se dispone que para la
compraventa las partes pueden estipular que el contrato no se repute perfecto hasta el
otorgamiento de una escritura pública o privada (art. 1802 CC). Lo mismo se prescribe para el
contrato de arrendamiento (art. 1921 CC).
De estas disposiciones, la doctrina ha entendido que no hay impedimentos para que las
partes acuerden solemnidades que son meramente convencionales y que son atribuibles al
principio de libertad de contratación o de autonomía privada.
No obstante, así como las partes pueden estipular una solemnidad convencional también
pueden eximirse de ella si lo hacen de común acuerdo. Esta voluntad puede manifestarse
tácitamente. Por ello, en los casos de la compraventa y del arrendamiento la ley dispone que
si se procede a la entrega de la cosa vendida o arrendada el contrato se perfecciona aunque
las partes hayan estipulado la necesidad de una escritura (arts. 1802 y 1921 CC).
e) Sanción por la omisión de solemnidades
La sanción que procede aplicar en caso de que se omitan las solemnidades dispuestas por
la ley es la nulidad, pero debe distinguirse. Si se trata de las solemnidades constitutivas, su
omisión producirá la nulidad de pleno derecho del acto. Así, por ejemplo, si se celebra una
compraventa de un bien raíz por medio de una escritura privada (en una hoja de cuaderno)
esa compraventa es nula de pleno derecho sin que sea necesario pedir que la nulidad sea
declarada judicialmente.
En todo caso, como ya dijimos, las partes también pueden renunciar a la exigencia de la
solemnidad convencional incluso tácitamente, lo que se entiende si proceden, de común
acuerdo, a la ejecución de los efectos jurídicos del acto: por ejemplo, si se procede a entregar
la cosa comprada o la arrendada.
3. Las formalidades
a) Formalidades habilitantes
También es posible observar este tipo de formalidades para la actuación de los encargados
de administrar un patrimonio ajeno sujeto a protección especial, como son los derechos
eventuales del que está por nacer, los bienes del ausente y la herencia yacente.
La sanción por la omisión de este tipo de formalidades es la nulidad judicial, pero relativa,
ya que se trata de requisitos que la ley exige en consideración a la calidad o estado de las
personas y no de la especie o naturaleza del acto.
Sin embargo, a veces la ley dispone otro efecto que el de la nulidad para el caso de no
cumplirse una formalidad habilitante. Es lo que ocurre con la exigencia de autorización o
ratificación de los actos del hijo sujeto a patria potestad; si éste realiza un acto sin aquella
autorización o ratificación, la sanción no es la nulidad del acto sino la limitación de sus efectos:
sólo obliga al hijo en el peculio profesional o industrial si es que lo tiene (art. 260 CC).
Tampoco produce nulidad la exigencia de que el tutor o curador declare expresamente y por
escrito que está celebrando un acto o contrato en representación del pupilo; si no lo hace, la
sanción es la inoponibilidad del acto para este último, salvo que le fuere útil (art. 411 CC).
b) Formalidades probatorias
Las formalidades probatorias son aquellas que se imponen para establecer, de forma
previa, medios de prueba que puedan servir para evitar los litigios sobre la celebración o el
contenido del acto jurídico. Estas pruebas se suelen denominar "preconstituidas" porque se
constituyen con anticipación y en previsión del eventual juicio en que deberán rendirse.
La formalidad probatoria más importante en sistema del Código Civil dice relación con la
desconfianza hacia la prueba testimonial, como queda ya asentado en el Mensaje y consiste
en que los actos jurídicos de cierta cuantía (más de dos unidades tributarias mensuales)
deben ponerse por escrito, bajo pena de no poder probarse por testigos (art. 1708 CC).
La sanción por la omisión de las formalidades probatorias no es la nulidad del acto jurídico,
sino la pérdida de ciertos derechos en relación con la prueba de dicho acto. Así, la exigencia
de que se pongan por escrito los actos o contratos que contienen la entrega o promesa de una
cosa que valga más de dos unidades tributarias, es la imposibilidad de presentar testigos para
acreditar la existencia o el contenido de dicho acto o contrato (art. 1710 CC). Pero bien podría
acreditarse en juicio por otros medios probatorios, por ejemplo, por confesión del
demandado35.
c) Formalidades de publicidad
Una nueva modalidad de formalidad es aquella que busca dar noticia o hacer público un
determinado acto jurídico que puede ser relevante para intereses de terceros. Estas
formalidades reciben el nombre de formalidades de publicidad, y pueden ser de dos clases:
sustanciales o de simple noticia. Las sustanciales son las que se exigen respecto de ciertas
personas que podrían tener un interés en el acto, al estar relacionadas con alguna de las
partes. Las de simple noticia, en cambio, son aquellas que no tienen un destinatario
determinado sino que dan información del acto al público en general de modo que cualquiera
pueda tomar noticia de él.
Por último, la ley puede disponer que el acto no produzca efectos ni siquiera entre las
partes, como sucede con la exigencia de subinscribir en el Registro Civil el pacto de
separación de bienes o de participación en los gananciales (art. 1723 CC). En tal caso, puede
decirse que la formalidad de publicidad ha pasado a ser una solemnidad, cuya omisión
provocará la nulidad del acto.
Entre nosotros, la ley Nº 19.799, de 2002, sobre firma electrónica, establece el llamado
principio de equivalencia, esto es, que los actos y contratos suscritos por medio de firma
electrónica serán válidos de la misma manera y producirán los mismos efectos que los
celebrados por escrito y en soporte de papel. De esta manera, dichos actos se reputan como
escritos en los casos en que la ley exija la escrituración. Por ejemplo, para efectos de
preconstituir la prueba en casos de exigencia de que un acto se ponga por escrito por referirse
a una cosa de más de dos unidades tributarias. A su vez, la firma electrónica se mira como
firma manuscrita para todos los efectos legales, pero la ley distingue entre firma electrónica
simple (que puede ser cualquier modo de identificación, como claves de acceso, pinpass,
clave única) y la firma electrónica avanzada, que requiere de prestadores de servicios de
autentificación.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: ROZAS VIAL, Fernando, "Las solemnidades, ¿Son siempre requisitos de existencia de
los actos jurídicos?", en Revista Chilena de Derecho 5, 1978, 1-6, pp. 228-243; LÓPEZ SANTA MARÍA, Jorge,
"Formalidades en los contratos", en RDJ, t. 78, sec. Derecho, pp. 27-38; PINOCHET OLAVE, Ruperto, "La
realidad documental electrónica y los actos jurídicos solemnes", en Revista de Derecho (Universidad Finis
Terrae) 7, 2003, pp. 233-248.
Los actos jurídicos producen efectos, es decir, crean, modifican y extinguen derechos y
obligaciones, respecto del autor del acto unilateral o de las partes que han intervenido, en el
bilateral.
El principio, manifestado en cuanto a los contratos en el art. 1545 del Código Civil, el de la
relatividad de la eficacia de los actos jurídicos, dispone que los actos solo producen efectos
entre quienes los otorgaron o celebraron (las partes) y no para los que no participaron en su
otorgamiento o celebración, que por ello se denominan "terceros". Otra forma de expresar el
principio ahora desde el punto de vista de estos últimos es la fórmula: el acto jurídico es, para
terceros, una res inter alios acta, es decir, algo que les es ajeno.
Si el acto jurídico sólo tiene efectos para las partes, es necesario precisar qué se entiende
por tal. El art. 1438.2 del Código Civil nos aclara que no hay que identificar parte con persona,
ya que cada parte puede ser una o muchas personas.
De este modo, puede señalarse que son partes de un acto jurídico la o las personas que
manifestaron su voluntad en orden a la creación, modificación o extinción de los derechos y
obligaciones que se producen mediante dicho acto y, sin las cuales, el acto jurídico no habría
tenido lugar. En el acto jurídico unilateral la parte es una sola, por lo que se suele llamar autor.
En cambio en el acto jurídico bilateral las partes son la o las personas cuya voluntad permitió
la formación de dicho acto. Tratándose de actos bilaterales simples (con dos partes), las
partes se identifican por los intereses contrapuestos y recíprocos que existen entre ellas (por
ejemplo, comprador y vendedor, arrendador y arrendatario, mandante y mandatario, etc.). Más
complejo es dilucidar quiénes forman las partes en un acto jurídico plurilateral, en el que
participan más de dos partes. En este caso cada parte estará conformada por las personas
que asumen intereses propios y contrapuestos a todas las demás partes (así, por ejemplo,
cada socio es una parte del contrato de sociedad).
Debe tenerse en cuenta que pueden haber personas que intervengan en el acto y que no
sean propiamente partes, porque su voluntad no está dirigida a la producción de los efectos
jurídicos del acto sino que intervienen en él por otras razones: así, por ejemplo, el notario o el
Oficial del Registro Civil que obra como ministro de fe en el documento en que costa el acto,
los testigos que concurren a él en ciertos actos que lo exige la ley (por ejemplo, el testamento
o el matrimonio).
A la inversa pueden existir personas que no hayan concurrido a la formación del acto y
tengan la calidad de partes. Es lo que sucede cuando se da el fenómeno de la representación,
ya sea legal o voluntaria: el representante es quien concurre a la formación del acto, pero no
lo hace a su propio nombre sino a nombre del representado, por lo que los efectos jurídicos
del acto se radicarán en este último, aunque no haya concurrido a su celebración. La parte, en
este evento, es el representado y no el representante.
2. Terceros absolutos y terceros relativos
La doctrina suele clasificar a los terceros entre absolutos y relativos para indicar que existen
ciertos terceros, los relativos, que son afectados por un acto jurídico aunque no hayan sido
partes de él.
Por cierto, la regla general es que los terceros sean absolutos, es decir, que el acto les sea
del todo inoponible.
Se mencionan como terceros relativos los sucesores a título universal, los sucesores o
causahabientes a título singular y los acreedores. En verdad, sólo son terceros relativos los
sucesores o causahabientes a título singular y los acreedores, puesto que los sucesores a
título universal, esto es, los herederos de alguna de las partes que fallecen, al aceptar la
herencia, dejan de ser terceros y pasan a ser partes del acto como continuadores de la
personalidad del causante. Esto sucederá en la medida en que la muerte de una de las partes
no ponga fin al contrato.
Los sucesores o causahabientes a título singular son las personas que adquieren el dominio
de una cosa por una sucesión mortis causa o entre vivos pero relativa a esa cosa singular y
no a la universalidad de un patrimonio. Los sucesores a título singular por causa de muerte se
denominan legatarios. Los sucesores entre vivos son llamados también causahabientes y son
los que reciben el dominio de la cosa por un acto de transferencia de su dueño anterior.
Estos sucesores o causahabientes son terceros pero sólo relativamente respecto de los
actos jurídicos anteriores a la adquisición de la cosa y que hayan constituido un gravamen real
que se mantenga en ella aunque se transfiera el dominio. Así por el ejemplo si el testador
después hacer el legado de un bien raíz en su testamento lo grava con una servidumbre, el
legatario, al abrirse la sucesión, lo recibirá con esa carga predial (cfr. art. 1125 CC). Lo mismo
sucederá si alguien compra un automóvil que está dado en prenda: el comprador puede
hacerse dueño pero con ese gravamen prendario.
Los acreedores son afectados por los actos del deudor que disminuyan o incrementen su
patrimonio, ya que cuentan con el llamado "derecho de prenda general" para cobrar sus
créditos con los bienes que mantenga el deudor: una modificación que éste haga de esos
bienes los perjudicará (si disminuyen) o los beneficiará (si aumentan). Por eso en ciertos
casos, la ley otorga a los acreedores una acción para revocar los actos realizados por el
deudor con fraude de sus derechos (cfr. art. 2468 CC).
Finalmente, debemos decir que los actos jurídicos unilaterales llamados recepticios siempre
tienen efectos respecto del tercero al cual están destinados. Pero este tercero tendrá el
derecho de aceptar o no los efectos jurídicos que se derivan para él de ese acto. Así, el
testamento requiere de la aceptación del heredero o legatario, la oferta requiere la aceptación
del aceptante y el reconocimiento de paternidad o maternidad opera sus efectos en la medida
en que no sea repudiado por el hijo (art. 191 CC).
3. Efectos absolutos o reflejos de los actos jurídicos
En el último tiempo se ha puesto en cuestión el principio del efecto relativo de los contratos,
por cuanto —se señala— la realidad social y jurídica de la relación contractual existe tanto
para las partes como para terceros. El contrato no sería inoponible contra terceros, de manera
que éstos podrían desenvolverse siempre como si éste no existiera. Por ello, queriendo
extremar la situación, se habla de que los contratos no tienen efecto relativo (sólo para las
partes) sino absoluto (para todos o erga omnes).
Frente a esta posición se hace ver, a nuestro juicio con razón, primero que el principio de
relatividad de los contratos es una regla general pero que admite excepciones, las cuales sin
embargo son casos particulares, como los que ya hemos visto en el párrafo anterior, de modo
que no habría mayor problema en considerar otros casos de afectación de terceros por un
contrato en la medida en que se trate de situaciones excepcionales. En segundo lugar, y con
mayor profundidad, se deben diferenciar dos planos en este análisis: uno es el de los
derechos, deberes y obligaciones que surgen del contrato, y el otro es el del contrato como
relación jurídica objetiva. El principio de relatividad de los efectos contractuales opera sólo en
el primer plano, es decir, sólo las partes pueden ser afectadas por los derechos, deberes y
obligaciones de un contrato, salvo excepciones. En cambio, cuando se trata del llamado
efecto absoluto, reflejo o expansivo de los contratos el análisis tiene en cuenta la relación
jurídica contractual la que, como realidad, no puede no existir para terceros y debe ser tomada
en cuenta, a veces en beneficio del tercero y en otras en su perjuicio.
De esta manera, se mencionan como efectos beneficiosos que puede tener la relación
contractual para un tercero la institución de la llamada acción directa. Este tipo de acción
procede, en algunos casos especialmente legislados, para que un tercero ejerza el derecho
que para una de las partes produce el contrato, en consideración a que el cumplimiento por la
otra parte le permitirá obtener un beneficio por una relación jurídica que tiene el tercero con la
parte acreedora del contrato. Por ejemplo, el art. 2003 regla 5ª del Código dispone que si en
un contrato de construcción de un edificio celebrado entre quien encarga la obra (dueño de la
obra) y el empresario constructor, los trabajadores han sido contratados sólo por este último,
aunque sean terceros respecto del contrato de construcción, tienen acción directa, aunque
subsidiaria, contra el dueño de la obra para cobrar sus remuneraciones no pagadas hasta
concurrencia de lo que éste le deba al constructor. Como se ve, aquí un tercero (el trabajador)
se beneficia de la existencia del contrato entre el dueño de la obra y el constructor, para
cobrar lo que el dueño de la obra le debe en virtud de ese contrato al constructor, y así
pagarse de lo que este último le debía a él por remuneraciones. Otras formas de acción
directa pueden encontrarse en los arts. 2138 y 1973, así como en leyes especiales.
También se ha reconocido que un tercero puede invocar la falta de diligencia de una de las
partes de un contrato si ella ha sido la causa de un daño, por ejemplo, si el mecánico que
arregla el auto lo deja con los frenos malos y por ello el conductor que contrató con él atropella
al tercero. No se trata de un caso de acción directa, porque no requiere texto legal expreso y
además la responsabilidad se hace valer por la vía extracontractual.
Pero, además de los efectos provechosos que puede surtir un contrato para terceros,
también puede significar algunos gravosos, que derivan del deber de respeto del vínculo
contractual que se deriva del principio general del neminem laedere (no dañar injustamente a
otro). De esta manera, si un tercero ayuda a una de las partes a incumplir la obligación
derivada de un contrato en perjuicio de la otra parte, esta última podrá perseguir la
responsabilidad por los daños causados, no sólo respecto del contratante incumplidor sino
también del tercero que cooperó con él. La acción de perjuicios contra el tercero se regirá por
el estatuto de la responsabilidad extracontractual. Así sucederá, por ejemplo, si la parte
obligada a transportar a la otra en un cierto vehículo, incumple este deber al arrendarlo a un
tercero que le ofreció un precio mayor, sabiendo que así podía convencer al deudor de violar
su compromiso contractual.
La estipulación en favor de un tercero permite que alguien pueda contratar con otra persona
pero no en su propio beneficio sino en utilidad de un tercero, sin obrar como representante de
éste. Por ejemplo, si alguien dona un campo a su sobrino con la carga modal de pagar una
pensión vitalicia a una tía ya anciana. Aquí las partes son el tío donante y el sobrino donatario
y el tercero beneficiario, la tía anciana. Lo mismo sucede tratándose de un seguro de vida
cuyo beneficiario es un tercero designado en el contrato, o un contrato de transporte en que el
transportista se obliga a entregar la carga a un tercero consignatario. En el análisis de la
figura, las partes del contrato toman el nombre de estipulante: la persona que paga para que
la otra parte se obligue para con el tercero; y prometiente: la persona que asume la obligación
con el tercero, por acuerdo con el estipulante.
Históricamente el derecho romano prohibió que alguien pudiera estipular en favor de otra
persona que no fuera ella misma. Sólo tardíamente y de manera excepcional se admitió bajo
la figura de la donación modal. El Código Civil francés de 1804, si bien determinó como regla
general que no se puede estipular, a nombre propio, sino para sí mismo (art. 1119 CC),
permitió aunque con limitaciones la estipulación en favor de tercero (art. 1121 CC).
Nuestro Código Civil se adelantó a la corriente que más tarde lideraría el Código Civil
alemán de 1900 al aceptar como regla general la procedencia de la estipulación a favor de
otro. El art. 1449 señala que "Cualquiera puede estipular a favor de una tercera persona,
aunque no tenga derecho de representarla". De esta manera se admite el contrato que
produce un derecho o beneficio para alguien que no es parte. Decimos que es contrato porque
supone la concurrencia de la voluntad de dos partes (estipulante y prometiente) y produce
obligaciones: el prometiente se obliga para con el tercero beneficiario. La obligación podrá ser
de dar, hacer o no hacer. El tercero beneficiario, por tanto, adquiere un crédito o derecho
personal que puede ser ejecutado en contra del prometiente. Es más, el Código señala que
sólo el tercero puede demandar lo estipulado, con lo que se observa que el estipulante no
tiene derecho de pedir el cumplimiento del contrato, aunque la doctrina señala que, si se ha
tratado de un contrato bilateral, podría pedir la resolución por incumplimiento (art. 1489 CC).
Igualmente, el estipulante puede cobrar la cláusula penal que se haya impuesto para el caso
de incumplimiento del prometiente (art. 1536.3 CC).
Ahora bien, como nadie puede adquirir derechos sin su consentimiento, el Código establece
que, mientras no intervenga la aceptación expresa o tácita del tercero beneficiario, "es
revocable el contrato por la sola voluntad de las partes que concurrieron a él" (art. 1449.1 CC).
De esta manera, la estipulación puede ser dejada sin efecto por la voluntad conjunta del
estipulante y del prometiente sin que el tercero pueda entonces reclamar nada (por ejemplo, si
el asegurado conviene con el asegurador en cambiar la persona beneficiaria del seguro de
vida). Pero hay que señalar que dicha revocabilidad ya no será posible cuando el tercero
beneficiario haya aceptado incluso tácitamente el derecho conferido por la estipulación
celebrada en su favor. El Código Civil precisa que "constituyen aceptación tácita los actos que
sólo hubieran podido ejecutarse en virtud del contrato" (art. 1449.2 CC).
Esta última posición es la que parece tener mayor aceptación en la doctrina civil moderna,
pero tiene en su contra que fuerza a aceptar la tesis de que una persona puede adquirir
derechos sin su aceptación, lo que implicaría una interferencia indebida en su patrimonio. Esta
falencia puede salvarse si pensamos que si bien el derecho se adquiere desde que se
produce la estipulación, éste queda suspendido a la espera de la aceptación y sólo se
consolida y queda irrevocable cuando se produce este acto por parte del beneficiario.
Sucedería algo similar a lo que ocurre con el derecho de los herederos que se adquiere desde
la delación, pero si no se acepta (o si se repudia) se entiende que nunca ha tenido dicho
derecho. En el caso de contrato a favor de tercero lo que se crea directamente, aunque quede
suspendido hasta la aceptación del beneficiario, es una posición de parte contratante, con
todos sus derechos y obligaciones.
Según esta formulación, habría que reconocer que la estipulación a favor de otro constituye
una excepción al principio del efecto relativo del acto jurídico.
b) Promesa del hecho ajeno
El Código Civil regula expresamente esta figura en el art. 1450, según el cual: "Siempre que
uno de los contratantes se compromete a que por una tercera persona, de quien no es
legítimo representante, ha de darse, hacerse o no hacerse alguna cosa, esta persona no
contraerá obligación alguna, sino en virtud de su ratificación; y si ella no ratifica, el otro
contratante tendrá acción de perjuicios contra el que hizo la promesa".
Vemos, entonces, que es posible que alguien se obligue por un contrato a que un tercero
asuma una obligación. Este contrato, sin embargo, no es oponible al tercero, salvo que se
produzca su ratificación, pues en tal caso quedará obligado a ejecutar la prestación prometida
y el aceptante podrá pedir su ejecución incluso forzada. ¿Qué sucede si el tercero no ratifica?
El aceptante, entonces, tendrá acción de indemnización de perjuicios por incumplimiento
contractual del prometiente, ya que este faltó a su obligación de conseguir el compromiso del
tercero (obligación de hacer). Además, si se ha estipulado una cláusula penal para este caso,
también podrá ser exigida (art. 1536.2 CC).
¿Es la promesa del hecho ajeno una excepción al principio del efecto relativo de los
contratos? En general, la doctrina señala que no lo es, ya que en primer lugar el contrato entre
promitente y aceptante sólo produce derechos y obligaciones entre ellos, que son las partes, y
no obliga al tercero. La obligación de éste surge de su consentimiento.
Sobre la fuente de esta obligación no hay consenso: para algunos se trataría de una
declaración unilateral de voluntad que obliga a quien ratifica; para otros, estaríamos en
presencia de una gestión de negocios ajenos, en la que ahora es el prometiente el gestor y el
gestionado, el tercero. Finalmente, hay quienes piensan que la fuente de la obligación es la
ley.
Por nuestra parte, pensamos que la fuente de la obligación es el contrato celebrado entre
prometiente y el aceptante, ya que el tercero, al aceptar la obligación, entra a formar parte del
acuerdo y de alguna manera sustituye en su calidad de parte al prometiente. De esta manera,
el aceptante tiene todas las acciones derivadas del contrato para obtener la satisfacción de su
interés, y si se ha tratado de un contrato bilateral también podrá pedir la resolución por
incumplimiento.
Hemos visto que el Código Civil parece referirse sólo al caso en que el prometiente se
obliga a que un tercero a su vez se obligue para con el aceptante. Pensamos, sin embargo,
que la figura también comprende el supuesto en el cual el prometiente se obliga, no a que un
tercero se obligue sino directamente a que un tercero ejecute una determinada prestación
(dar, hacer o no hacer). Si el tercero no la ejecuta procederá también indemnización de
perjuicios a favor del aceptante. Si el tercero, en cambio, realiza la prestación prometida
estaremos frente a un caso de ratificación tácita con lo que el tercero habrá pasado también a
ser parte del contrato en sustitución del prometiente. Así, por ejemplo, si entrega una cosa
ajena o con vicios ocultos, será él quien responderá por la evicción.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: RAMOS PAZOS, René, "De la estipulación a favor de otro", en Revista de
Derecho (Universidad de Concepción) 193, 1993, pp. 7-35; "Algunas consideraciones en relación con la
estipulación en favor de otro", en H. Corral y M. S. Rodríguez (coords.), Estudios de Derecho Civil
II, LexisNexis, Santiago, 2007, pp. 683-694; TOSAR-ESTADES, Héctor, "Estipulación para otro", en RDJ, t. 16,
sec. Derecho, pp. 162-172; COFRÉ MEZA, Carlos, "La estipulación por otro", en RDJ, t. 23, sec. Derecho,
pp. 7-25; DEMOGUE, René, "Actos jurídicos en provecho de las generaciones futuras", en RDJ, t. 23, sec.
Derecho, pp. 41-46; FRÍAS MOLINA, R., GAY SCHIFFERLI, A. y MOLINA PEZOA, M., "La estipulación por otro:
comentarios y aportes a una discusión", en Revista de Derecho (U. Austral de Chile) 6, 1995, pp. 123-
135; SALAS NEUMANN, Héctor, "Estipulaciones a favor de personas indeterminadas y de personas futuras",
en Revista de Derecho (Universidad de Concepción) 35-36, 1941, pp. 2833-2856; DOMÍNGUEZ ÁGUILA, Ramón,
"Los terceros y el contrato", en Revista de Derecho (Universidad de Concepción) 174, 1983, pp. 151-165.
II. MODALIDADES
1. Concepto
Se conocen como modalidades del acto jurídico aquellas estipulaciones a través de las
cuales el autor o las partes alteran la forma en la que se despliegan sus efectos. Así, por
ejemplo, lo normal en una compraventa es que el precio se pague de inmediato; pero las
partes pueden pactar que ese efecto quede diferido en el tiempo y se pague un mes después
de la fecha del contrato. Del mismo modo, un testador puede dejar un legado a un sobrino
siempre que al momento de morir ya esté titulado como abogado. En estos ejemplos, vemos
las dos principales modalidades: el plazo y la condición. A ellas se agrega el modo y algunas
otras sobre las cuales existe más discusión.
Las modalidades son elementos accidentales del acto jurídico, ya que si no se le agregan
mediante cláusula expresa, no se entienden incluidas en él, al no pertenecerle ni esencial ni
naturalmente (art. 1444 CC). Sin embargo, pueden señalarse algunos casos en los que las
modalidades pasan a ser elementos de la naturaleza del acto e incluso esenciales.
Son de la naturaleza la llamada condición resolutoria tácita (art. 1489 CC) y el plazo tácito
(art. 1494.1 CC), porque aunque no se hayan pactado se entienden incluidos en el acto
jurídico respectivo. No son, empero, esenciales ya que las partes podrían excluirlo del acto y
este seguiría produciendo sus efectos. Advertimos sí que la tendencia actual es considerar
que la condición resolutoria tácita no es realmente una condición (y por tanto no sería una
modalidad de los contratos bilaterales).
En la institución de la propiedad fiduciaria o fideicomiso la estipulación de una condición es
necesaria para que pueda constituirse. El Código establece que "El fideicomiso supone
siempre la condición expresa o tácita de existir el fideicomisario, o su substituto, a la época de
la restitución" (art. 738.1 CC). En este caso, estaremos frente a un elemento esencial ya que
si las partes excluyeran esta condición básica, el acto o no tendría efecto alguno o
degeneraría en otro diferente, y no sería fideicomiso. También estos casos de condicio iuris,
es decir de aquellas que son impuestas por la misma ley y forman parte de la estructura de un
acto o relación jurídica, modernamente son excluidos del campo de la condición propiamente
tal, que, como elemento accidental, requiere estipulación.
Digamos finalmente que hay actos jurídicos que no admiten modalidades, como el
matrimonio (art. 102 CC), el reconocimiento de un hijo (art. 189.2 CC), el testamento en lo que
se refiere a la legítima rigorosa (art. 1192 CC) y la aceptación de una asignación por causa de
muerte (art. 1227 CC).
2. La condición
a) Definición y elementos
Los elementos de toda condición son: la futureidad y la incertidumbre. Por eso, el art. 1473
señala que condición es "un acontecimiento futuro que puede suceder o no" y, por su parte, el
art. 1070 señala que es condición un "suceso futuro e incierto".
b) Clasificación
Las clasificaciones anteriores prestan utilidad para determinar la validez o eficacia de las
condiciones.
De esta forma, si la condición suspensiva es o se hace imposible, por regla general se tiene
por fallida o, lo que es lo mismo, vicia la estipulación (arts. 1480 y 1476), es decir, no opera la
adquisición del derecho. Por excepción, si se trata de una condición negativa físicamente
imposible, nace el derecho como si la estipulación fuera pura y simple (art. 1476 CC).
Por último, todas las condiciones potestativas, casuales y mixtas valen, con una sola
excepción: aquella que consiste en la mera voluntad de la persona que se obliga (el deudor).
En este caso no sólo se invalida la condición sino toda la estipulación (art. 1478 CC).
Hay que distinguir, sin embargo, entre lo que es simplemente potestativo de lo meramente
potestativo. La condición vale si se refiere a un hecho voluntario (por ejemplo, te pagaré 100 si
mañana viajo a Valparaíso). La condición que la ley no admite es la meramente potestativa, es
decir, la que depende de la sola voluntad del deudor (por ejemplo, te pagaré 100 mañana si
ese es mi deseo, o si te portas bien según mi propio y exclusivo criterio).
Como se ve, la ley sólo declara la nulidad de la estipulación con una condición meramente
potestativa que depende de la mera voluntad del deudor, por lo que si la condición es
meramente potestativa pero del acreedor la estipulación será válida y eficaz (por ejemplo, me
obligo a pagarte 100 siempre que tú quieras que te los dé mañana). Además, aunque el art.
1478 no distingue, la doctrina ha estrechado más el margen de aplicación de la sanción de
invalidez precisando que debe tratarse de una condición suspensiva, por lo que es válida la
estipulación que contiene una condición resolutoria meramente potestativa que consiste en la
mera voluntad del deudor (por ejemplo, si alguien dona una cosa bajo condición resolutoria de
que se extinguirá el derecho del donatario si él así lo estima conveniente).
Para determinar los efectos de la condición suspensiva tenemos que distinguir en qué
estado se encuentra la estipulación condicional. Estos estados son los de pendiente, cumplida
o fallida. Estará pendiente cuando aún no se ha cumplido pero tampoco ha fallado.
Si la condición está pendiente el derecho del acreedor condicional no ha nacido. Por eso, no
puede exigir el cumplimiento y si el deudor paga, puede repetir el pago (art. 1485 CC). Pero
como podría nacer, se dice que hay un germen de derecho que permitirá al acreedor impetrar
providencias conservativas (art. 1492.3 CC). Además, si el acreedor fallece mientras pende la
condición, transmite ese germen de derecho a sus herederos, a menos que la condición esté
establecida en una asignación testamentaria o donación entre vivos ya que en estos casos si
fallece el acreedor, nada transmite (art. 1492.1 y 2 CC).
En cambio, si la condición falla, porque siendo positiva no ocurre el hecho del cual dependía
o siendo negativa sí acontece dicho hecho, el derecho se frustra y no llega a nacer. Caducan
las medidas conservativas si se hubieren adoptado en el estado de pendencia.
Para saber cuándo la condición se debe considerar fallida habrá que estar a lo que se ha
establecido en la estipulación condicional. El problema es si no se dice nada. Aunque en el
mensaje del Código se habla de que se ha fijado el plazo de 30 años para el cumplimiento de
las condiciones, ningún precepto lo ha dispuesto de manera expresa. Por ello, los autores
sugieren aplicar el plazo de 5 años del art. 739 (fideicomiso) o el de 10 años del art. 962
(incapacidad sucesoria). Nos inclinamos por esta última opinión, ya que es más concordante
con la intención del codificador de fijar como plazo de cumplimiento de las condiciones el
plazo máximo para la prescripción, que en ese entonces era de 30 años, y que hoy se
extiende a los 10 años.
Mientras está pendiente la condición resolutoria, quien tiene la cosa (el deudor condicional)
puede ejercer el derecho condicional con todos sus atributos.
El cumplimiento de la condición resolutoria opera también con efecto retroactivo pero con
algunas excepciones. Así los frutos percibidos antes del cumplimiento de la condición no
deben restituirse, salvo que la ley, el autor o las partes así lo hayan dispuesto (art. 1488 CC).
Igualmente los terceros adquirentes son protegidos de la acción reivindicatoria del acreedor
condicional, cuando estén de buena fe (bienes muebles) o se reputa que lo están, por no
constar la condición resolutoria en el título otorgado por escritura pública o inscrito en el
Registro de la Propiedad del Conservador de Bienes Raíces (bienes inmuebles) (arts. 1490 y
1491 CC).
3. El plazo
a) Definición y elementos
Se define el plazo como un hecho futuro y cierto del cual depende el ejercicio o la extinción
de un derecho. El Código Civil, restringiendo el concepto para las obligaciones, lo define como
la época que se fija para su cumplimiento (art. 1494 CC).
Los elementos del plazo son la futureidad y la certidumbre. Al igual que la condición, el
plazo debe ser un hecho futuro que ha de realizarse en el porvenir, pero, a la inversa de la
condición, el hecho en que consiste el plazo es cierto, es decir, se sabe que necesariamente
sucederá, aunque a veces no se sepa en qué fecha precisa (por ejemplo, la muerte de una
persona natural).
b) Clasificación
Según la fuente de la que emana, el plazo puede ser legal, judicial o voluntario. Es legal
aquel que se establece en una norma jurídica; es judicial aquel que fija el juez en una
resolución judicial; finalmente es voluntario el plazo que fija el autor de un acto unilateral o las
partes de un acto bilateral. Este último suele denominarse también plazo convencional.
Debe señalarse que en nuestro sistema jurídico los plazos judiciales son excepcionales. El
Código Civil señala que el juez sólo puede fijar un plazo cuando la ley lo faculte especialmente
para ello, si bien puede interpretar los plazos legales o voluntarios cuando estén concebidos
en términos vagos u oscuros (art. 1494 CC). Un ejemplo de plazo judicial expresamente
autorizado por la ley es el que el juez puede fijar para que el poseedor vencido restituya la
cosa al reivindicante (art. 904 CC).
Finalmente, según los efectos, el plazo puede ser suspensivo o extintivo. El plazo
suspensivo es aquel que suspende el ejercicio del derecho, mientras que el plazo extintivo es
aquel por cuyo cumplimiento se extingue un derecho.
c) Efectos
Para determinar los efectos del plazo es necesario distinguir entre plazo suspensivo y
extintivo y además considerar que el estado del plazo que puede ser pendiente o cumplido.
No existe lógicamente el plazo fallido.
Una vez que el plazo suspensivo se cumple, el titular del derecho puede ejercerlo sin trabas
y, si se trata de un acreedor, podrá reclamar el pago del crédito al deudor. En todo caso, a
diferencia de la condición, la exigibilidad del derecho se entiende comenzada en el momento
de cumplimiento del plazo y no opera con efecto retroactivo.
Veamos ahora los efectos del plazo extintivo. Mientras está pendiente de cumplirse el plazo,
el titular del derecho lo adquiere y lo ejerce sin restricciones. Cuando el plazo se cumple el
derecho se extingue, y si recae sobre una cosa procederá la restitución de ella. Nuevamente
este efecto no opera de manera retroactiva, lo que lo diferencia del efecto de la condición
resolutoria.
El plazo se extingue por tres causales: por vencimiento, por renuncia y por caducidad.
El vencimiento del plazo no es más que la llegada del hecho futuro y cierto en que consiste.
También puede decirse que en este caso el plazo se ha cumplido. Para los cómputos del
plazo nos remitimos a lo que ya señalamos en materia de relaciones jurídicas subjetivas 36.
El plazo puede extinguirse antes de su vencimiento por las otras dos causales. En primer
lugar por la renuncia del beneficiado por el plazo. Se aplica aquí la regla general de
renunciabilidad de los derechos contenida en el art. 12 del Código Civil. De esta manera la
facultad de renuncia se encuentra ligada a quien es el beneficiado por el plazo: si el único
beneficiado es, por ejemplo, quien debe algo a plazo, no hay duda que podrá renunciarlo y
pagar de manera anticipada. Esto no procederá si se ha dispuesto o estipulado lo contrario y,
aun sin previsión expresa, si el plazo beneficia también al acreedor, de modo que la
anticipación del pago le causaría un perjuicio que por medio del plazo se propuso
manifiestamente evitar. Por ejemplo, si el deudor se obligó a pagar intereses por el transcurso
del plazo. En tales casos, no será válida la renuncia que haga el deudor ni será admisible su
pretensión de pagar antes sin el consentimiento del acreedor. Estas conclusiones se derivan
de lo previsto en los arts. 1497 y 2204 del Código Civil.
El plazo se extingue por caducidad cuando la mantención del plazo produciría un fuerte
riesgo de que el acreedor no podrá satisfacer su crédito. La caducidad puede ser legal, si la
establece la ley, o convencional, si la acuerdan las partes de manera anticipada.
Los casos de caducidad legal están previstas en el art. 1496, y son las siguientes:
1º) Notoria insolvencia del deudor: El Código dispone que el pago de una obligación a plazo
puede exigirse antes de su vencimiento si se trata de un deudor que "se encuentre en notoria
insolvencia y no tenga la calidad de deudor en un procedimiento concursal de reorganización"
(art. 1496.1º CC). La excepción se refiere a la posibilidad de que para evitar la liquidación la
"empresa deudora" solicite y obtenga una resolución que ordene la reorganización de sus
pasivos según los arts. 54 y ss. de la ley Nº 20.720, de 2014. El texto del art. 1496.1º no
menciona el procedimiento equivalente al que puede someterse el "deudor persona natural" y
que la ley denomina "renegociación"; sin embargo, parece que la caducidad tampoco operará
en aplicación de lo que dispone el art. 264.4º de la ley Nº 20.720, de 2014.
4. El modo
a) Regulación
No obstante, el art. 1493 señala que esas disposiciones se aplican también a "las
convenciones".
b) Concepto
Según el art. 1089, "Si se asigna algo a una persona para que lo tenga por suyo con la
obligación de aplicarlo a un fin especial, como el de hacer ciertas obras o sujetarse a ciertas
cargas, esta aplicación es un modo...".
Tomando pie de esta norma, podemos definir el modo como aquella modalidad que consiste
en el deber que pesa sobre quien ha sido beneficiado por una atribución patrimonial de aplicar
esos bienes, total o parcialmente, a un fin especial determinado por el autor de la atribución.
Debe advertirse que el modo no es una modalidad de la obligación, sino del acto jurídico
que da lugar a la atribución patrimonial. Es el modo el que hace surgir una obligación: la de
aplicar dicha atribución a un fin especial, y esa es la obligación que suele denominarse
"modal".
c) Ámbito de aplicación
Por ello, la mayoría de la doctrina piensa que la extensión del modo a las convenciones
debe limitarse a los actos jurídicos bilaterales de carácter gratuito, que no sean donaciones,
como por ejemplo el comodato.
d) Efectos
Desde antiguo se ha tratado de distinguir el modo de la condición suspensiva. Como clave
de interpretación se diferenciaban las expresiones latinas "ut" (para) y "si" (si), de tal manera
que si el testador había dispuesto que dejaba la asignación "para" que se hiciera cargo de dar
una cantidad de dinero a una tía anciana hasta el final de sus días, estábamos en presencia
de un modo. En cambio, si el testador había dispuesto que le dejaba la asignación "si" le daba
una cantidad de dinero a la tía, estábamos en presencia de una condición suspensiva.
Esta diferencia de efectos con la condición aparece reflejada en el art. 1089, que señala que
la aplicación a un fin especial de lo atribuido a alguien "es un modo y no una condición
suspensiva", tras lo cual se concluye: "El modo, por consiguiente, no suspende la adquisición
de la cosa asignada".
De esta manera, en principio, la obligación modal que grava al beneficiario sólo da derecho
a pedir el cumplimiento forzado, pero no la resolución de la atribución. Sólo sin el beneficiario
del modo es el mismo asignatario obviamente no procederá la ejecución forzada: en ese caso
en verdad se trata de un simple consejo o sugerencia, pero no de una obligación propiamente
tal (art. 1092 CC).
5. Otras modalidades
La doctrina suele agregar otras modalidades a estas típicas. Dos son las que más
menciones reciben: en primer lugar, la estipulación de una solidaridad (activa o pasiva) y la
representación voluntaria.
Debe advertirse, sin embargo, que tanto la solidaridad como la representación son
conceptos más amplios ya que su fuente no sólo puede estar en un acto o negocio jurídico,
sino en la misma ley. Si la solidaridad es legal, no operará como modalidad ya que su origen
no estará en la voluntad de las partes. Por el contrario, la representación actuará como
modalidad del acto jurídico en el que actúa el representante por cuenta de otra persona, sea
que la representación tenga como fuente la voluntad (representación voluntaria) o la ley
(representación legal).
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: LAZO FERNÁNDEZ, René, "Teoría general de las modalidades", en Revista de
Derecho (Universidad de Concepción) 58, pp. 547-633; LIRA URQUIETA, Pedro, "Algunas consideraciones
sobre la condición y el modo", en RDJ, t. 38, sec. Derecho, pp. 43-52; TORRALBA SORIANO, Vicente, El modo
en el Derecho Civil, 2ª edic., Editorial Montecorvo, Madrid, 1967; PEÑAILILLO ARÉVALO, Daniel, "El
cumplimiento ficto de la condición" en Revista de Derecho (Universidad de Concepción) 178, 1985, pp. 7-
36; LELOUTRE, Amedée, "Estudio sobre la retroactividad de la condición", en RDJ, t. 5, sec. Derecho, pp. 161-
175; CLARO SOLAR, Luis, "Ligeras observaciones sobre la condición resolutoria y el pacto comisorio",
en RDJ, t. 8, sec. Derecho, pp. 175-204; GESCHE MÜLLER, Bernardo, "Del plazo suspensivo y extintivo",
en Revista de Derecho (Universidad de Concepción) 35-36, 1941, pp. 2857-2871; SEVERIN FUSTER, Gonzalo,
"Los supuestos de 'caducidad legal' del plazo contenidos en el numeral primero del artículo 1496 del Código
Civil. Una lectura tras la modificación hecha por la ley Nº 20.720 (nueva ley concursal)", en A. Vidal, G.
Severin y C. Mejías (edits.), Estudios de Derecho Civil X, Thomson Reuters, Santiago, 2015, pp. 505-526.
III. LA REPRESENTACIÓN
1. Nociones generales
Nuestro Código Civil consagró expresamente esta institución en el art. 1448, según el cual:
"Lo que una persona ejecuta a nombre de otra, estando facultada por ella o por la ley para
representarla, produce respecto del representado iguales efectos que si hubiese contratado él
mismo".
La cuestión de por qué los efectos jurídicos de un acto se atribuyen a una persona diversa
de aquella que intervino con su voluntad en la celebración ha complicado a los juristas, sobre
todo a la pandectística alemana. Las teorías que intentan explicar su naturaleza jurídica son
variadas.
En primer lugar, encontramos la teoría de la ficción, según la cual la ley finge, sabiendo que
no es real, que quien concurrió al acto y emitió su voluntad para celebrarlo es el representado
y no el representante. Aunque ha gozado de apoyo durante mucho tiempo, se la critica por ser
demasiado facilista: todo se puede explicar echando mano de la ficción legal, de modo que en
realidad deja el problema sin solución. Se dice que esta teoría se acomoda a todos los
sistemas porque no explica ninguno.
Una segunda teoría se atribuye a Von Savigny (1779-1861), y se la denomina teoría del
"nuntius" o mensajero. Según esta opinión el representante se limita a ser un portavoz que
transmite la voluntad del representado. Se le critica porque en la representación la voluntad
que se declara es la del representante, si bien a nombre del representado. Se añade que esta
explicación sólo funcionaría para la representación voluntaria, pero no para la representación
legal de incapaces ni para los casos en los que el representante legal puede actuar contra la
voluntad del representado (por ejemplo, cuando en una ejecución forzada de un bien el juez
representa la voluntad del dueño deudor).
Tratando de superar los defectos de la teoría del nuncio, se forja la teoría de la cooperación,
que señala que la representación se produce gracias a una coordinación colaborativa entre
dos voluntades: la del representado y la del representante. Tampoco ha tenido éxito esta
explicación, porque sigue sin explicar los casos de representación legal.
Finalmente, es la teoría de la modalidad del acto jurídico, propuesta por el profesor francés
Henry Levy-Ullman (1870-1947) la que parece obtener el mayor consenso. Se trataría de una
estipulación en un acto jurídico por la cual se alterarían los efectos que este produce. La
alteración consistiría justamente en que ellos se radicarían en el representado y no en el
representante. Debe señalarse que la modalidad representativa se da en el acto jurídico que
celebra el representante en nombre del representado, y no en el que deriva el poder de
representación, que podrá ser un acto jurídico puro y simple (por ejemplo, un mandato).
c) Ámbitos de aplicación
Para los actos patrimoniales, la regla es que la representación procede a menos que haya
una regla expresa que la excluya. Es lo que sucede, por ejemplo, con el testamento, puesto
que la facultad de testar "es indelegable" (art. 1004 CC).
Por el contrario, para los actos de familia o, en general, de carácter extrapatrimonial, la regla
general es la necesidad de la comparencia personal del interesado y la improcedencia de la
representación, salvo que así esté expresamente autorizado por la ley. Los casos en los que
la representación está autorizada son mayores tratándose de representación legal en favor de
incapaces: así el padre o madre que ejerza la patria potestad, o el tutor o curador, tienen
facultades para representar al hijo o pupilo en ciertos actos relativos a la familia o a su
persona; por ejemplo, en lo referido a tratamientos médicos que necesite el representado;
algunos curadores tienen derecho a repudiar el reconocimiento como hijo de su pupilo (art.
191 CC); los representantes legales tienen derecho a ejercer, en interés del hijo, la acciones
de filiación de reclamación o impugnación (arts. 205.2 y 214 CC). Pero en la mayor parte de
los casos la representación legal resulta improcedente tratándose de actos extrapatrimoniales:
así, no se permite que el representante legal contraiga matrimonio por su representado, ni que
otorgue testamento o reconozca un hijo a su nombre. Incluso tratándose de capitulaciones
matrimoniales de un hijo sujeto a patria potestad, no se permite la representación por el padre
o madre, sino la autorización de la persona o personas llamadas a asentir en su matrimonio
(art. 1721 CC).
2. Clases
a) Representación legal
La representación legal es la que procede de la ley. La ley determina tanto quién necesita
ser representado, cómo se designa al representante y cuáles son sus atribuciones.
La representación legal general orgánica es la que se asigna a las personas jurídicas que
por su misma conformación no pueden actuar sino a través de ciertas personas naturales a
las que se atribuye el poder de representación. Según el art. 545 del Código Civil, la
capacidad de ser representada judicial y extrajudicialmente es una característica esencial de
toda persona jurídica. Podría discutirse si, en los casos de personas jurídicas de derecho
privado, no estamos más bien frente a una representación voluntaria o convencional, ya que
los representantes son nominados por un acto jurídico en el que rige el principio de autonomía
de la voluntad. Así se debería concluir, sobre todo respecto de las sociedades, si se estima
que la relación jurídica entre representantes y persona jurídica se identifica con un contrato de
mandato. Hoy en cambio prevalece la idea de que los representantes no actúan como
mandatarios de la persona jurídica, sino como órganos a través de los cuales se forma la
voluntad colectiva, y esto debe ser atribuido a la ley, a pesar de que la elección concreta de la
persona determinada que integra el órgano se deba a un acto o negocio jurídico.
b) Representación voluntaria
El art. 1448 del Código Civil que define el funcionamiento de la representación señala que la
facultad del representante puede venir de la ley o de la misma persona representada:
"estando facultada por ella o por la ley para representarla". La que proviene de la voluntad de
la persona representada suele denominarse representación voluntaria.
La representación voluntaria puede, a su vez, distinguirse en aquella cuya fuente es un acto
jurídico bilateral o convención y la que podría resultar de un acto jurídico unilateral.
Pero no parece que la tesis del acto unilateral de apoderamiento sea necesaria en nuestro
sistema, ya que siempre se puede entender que dicho "poder" no es más que una oferta de
mandato con representación, la que es aceptada tácitamente por el apoderado cuando ejecuta
la gestión encomendada, con lo cual se perfecciona un contrato entre ambos, que obliga
también al apoderado-mandatario, por ejemplo, a proseguir la gestión y a rendir cuentas.
También tendría derecho a reembolso de gastos y remuneración: si nada se ha dicho, se debe
la remuneración usual (art. 2158.3º CC).
Por otro lado, la doctrina nacional no tiene en cuenta que la doctrina extranjera no sostiene
que al lado del mandato se encuentre el poder unilateral como fuente de la representación
voluntaria, sino que sostiene que este último es el único acto jurídico que permite la
representación. De esta manera, el mandato autorizará al mandatario para representar al
mandante no por sí mismo sino en la medida en que vaya acompañado del acto unilateral por
el que se concede la facultad de representación.
c) ¿Representación testamentaria?
Algunos se han preguntado si la institución del albaceazgo por la cual el testador designa
una o más personas a las que otorga el encargo de hacer ejecutar sus disposiciones (art.
1270 CC), no podría ser considerado un mandato que permitiría una
representación posmortem.
La respuesta no puede ser sino negativa ya que no es posible que haya representación si el
representado no tiene existencia y capacidad como persona. El mandato posmortem es
aceptado pero sólo para asuntos muy específicos y en ese caso los herederos toman el lugar
del mandante o representado (art. 2169 CC).
Del mismo modo, lo que podría haber en el albaceazgo es una especie de representación
legal, mediada por la designación testamentaria, pero respecto de los herederos que son los
continuadores de la personalidad del causante.
Se trataría de una representación indirecta porque los efectos del acto jurídico no se radican
directamente en el patrimonio del representado, sino que surgen primeramente para el gestor
y luego son transferidos por éste a aquel. Siguiendo el ejemplo anterior, quien se presenta a
comprar el predio ofertado es una persona desconocida para el vendedor y éste le transferirá
a él los derechos sobre el inmueble. En la escritura se dirá que es una compraventa entre
estas dos personas, sin que se mencione para nada al dueño del predio vecino, por cuya
cuenta obró el comprador. Una vez finalizada la operación, quien fue comisionado para
comprar, debe transferir los derechos adquiridos en virtud del contrato al auténtico interesado.
Obviamente esta "representación indirecta" sólo es posible en aquellos casos en los que para
una de las partes es indiferente quién sea la otra, es decir, se excluye en los actos
jurídicos intuitu personae.
No hay duda de que esta modalidad de acto jurídico es admitida en el sistema jurídico
chileno. Por ello, el Código Civil señala que el mandatario en el ejercicio de su cargo puede
contratar a su propio nombre o al del mandante, y que si contrata a su propio nombre no
obliga al mandante respecto de terceros (art. 2151 CC). Si no lo obliga, tampoco le conferirá
derechos únicamente por su actuación, como cuando actúa a nombre del mandante y opera la
representación.
Pero no parece que pueda hablarse de que estamos ante una clase de auténtica
representación, ya que nuestro Código Civil al definir esta institución exige expresamente que
el acto se ejecute a nombre de otra y que los efectos se produzcan para el representado de la
misma manera que si lo hubiera celebrado él mismo (art. 1448 CC).
3. Requisitos
Para que la representación surta los efectos que le son propios, deben cumplirse los
requisitos que se mencionan:
3º El representante debe estar autorizado para actuar por cuenta y en nombre del
representado: La autorización puede provenir de la ley o de la voluntad del representado. Se
ha discutido si el acto o contrato que concede el poder de representación debe estar sujeto a
la misma solemnidad del acto jurídico que se encarga ejecutar al representante. De esta
manera, el mandato para vender un inmueble debiera otorgarse por escritura pública, ya que
la compraventa de bienes raíces está sujeta a esa misma solemnidad. Esta opinión ha sido
desechada, más allá de su conveniencia, ya que nuestra ley no exige solemnidad alguna para
el mandato y las solemnidades son excepcionales y de derecho estricto.
4º El representante debe obrar dentro de las facultades: Deben respetarse los límites de las
facultades que se hayan otorgado en virtud del poder de representación, ya sea legal o
voluntario.
Estos requisitos deben concurrir al momento en que se realiza el acto jurídico por parte del
representante. Pero si falta la autorización del representante para actuar por el representado o
actúa fuera de las facultades que se le han concedido, igualmente puede darse la
representación si el representado ratifica el acto jurídico ejecutado a su nombre. La ratificación
es un acto jurídico unilateral que requiere capacidad del ratificante y, según la opinión más
común, las mismas solemnidades que el acto que se confirma. Por la ratificación, los efectos
del acto jurídico realizado por el falso representante o por el representante fuera de sus
facultades, se radican retroactivamente en el ratificante a la fecha de su celebración. En el
fondo, se hace como (ficción jurídica) si se hubieran cumplido los requisitos de la
representación. Los efectos de la ratificación están contemplados en el Código Civil respecto
del contrato de mandato (art. 2160.2 CC). Por analogía pueden también tenerse en cuenta los
arts. 672 y 1818, aunque se trata más bien de supuestos en los que alguien contrata respecto
de una cosa sobre la que no tiene derecho y no de quien se arroga una representación de la
que carece.
4. Efectos
En cuanto a los vicios del consentimiento, existe consenso en que el error, la fuerza o el
dolo padecidos por el representante permiten al representado pedir la nulidad del acto. Así se
deduce de los dispuesto en los arts. 678 y 712, que se refieren al error y a la fuerza. No hay
razón para no sacar la misma conclusión respecto del dolo con el que ha sido engañado el
representante. Si el error, la fuerza o el dolo la padece el representado ello sólo sería
relevante para el caso de que dichos vicios hayan concurrido para el otorgamiento del poder
de representación, con lo que si el representado puede obtener la declaración de nulidad del
mandato, ello devendrá en la ineficacia del acto celebrado por el representante por haber
carecido éste de las facultades para representar.
Por otro lado, si es el representante quien ejerce la fuerza o ejecuta el dolo, esto afectará al
representado en cuanto que el tercero que contrató con el primero podrá demandar la nulidad
del acto. Lo mismo sucederá si quien ejerce la fuerza o ejecuta el dolo es el mismo
representado. Debe tenerse en cuenta que el representado es "parte" del acto o contrato, de
manera que si el dolo es principal, se cumple la exigencia de que dicho vicio sea obra de una
de las partes y no de un tercero (art. 1458 CC).
En cuanto a la buena o mala fe, que puede ser relevante en varias situaciones: para ver si
se adquiere posesión regular o irregular (art. 702 CC), para la procedencia de la acción
revocatoria por fraude a acreedores (acción pauliana) (art. 2468 CC), para validar un pago
hecho a quien estaba en posesión de un crédito (art. 1576.2 CC), nuevamente tenemos que
distinguir entre representante y representado. Si es el representante quien está de mala fe,
esa mala fe afectará también al representado, aunque este último haya estado de buena fe.
Por el contrario, si el representante actúa de buena fe, pero el representado está de mala fe,
este último no podrá beneficiarse de la buena fe de su representante, y para todos los efectos
se le considerará de mala fe.
Esto tiene una excepción para los casos en los que la ley conmina una sanción a quien ha
cometido un acto ilícito, como sucede cuando se priva de la acción de nulidad absoluta a
quien ejecuta el acto o celebra el contrato "sabiendo o debiendo saber el vicio que lo
invalidaba" (art. 1683 CC) o cuando se impide la repetición de lo que alguien da o paga por un
objeto o causa ilícita a sabiendas (art. 1468 CC). Aunque la jurisprudencia ha estado dividida,
en general hoy se piensa que si el representante incurre en la ilicitud, la sanción no debe ser
soportada por el representado si éste no ha obrado también ilícitamente. Siendo toda sanción
personalísima, no cabe extrapolar sus efectos más allá de quien incurre en la conducta
reprochable.
El problema que se suscita cuando alguien actúa a nombre de otro sin tener su
representación legal o voluntaria, es qué sucede con dicho acto y en qué situación quedan los
terceros que contrataron con el falso representante. La falta de poder puede ser absoluta o
relativa: es absoluta cuando quien actúa a nombre de otro carece de toda facultad para
representarlo ya sea porque nunca lo tuvo o porque expiró (no es representante legal ni
voluntario). Pero también puede darse una falta de poder relativa, cuando se trata de una
persona que tiene un poder de representación (legal o voluntario) pero actúa fuera de sus
atribuciones o facultades. Los efectos de esta falta de poder relativa son los mismos que los
de la absoluta, ya que para el acto que se realizó quien obró a nombre ajeno no tenía
facultades, y es lo mismo que no hubiera sido representante en absoluto.
Según una primera opinión doctrinal, la sanción de este acto es la nulidad (de pleno
derecho o absoluta) por falta de voluntad, ya que dicho acto no puede atribuirse a la voluntad
del representado al no operar el mecanismo de la representación. Contra esta teoría se ha
objetado que de ser así no se entendería que el acto pueda ser ratificado por el representado
y con ello producir todos sus efectos. Por esta razón, la opinión más extendida actualmente es
que la sanción para los actos realizados a nombre de otro por un falso representante es la
inoponibilidad respecto del seudo representado, es decir, leyendo a contrario sensu el art.
1448 el acto no produce efectos como si el representado lo hubiera celebrado él mismo; le es
absolutamente ajeno, inoponible. El supuesto representado es un tercero en relación con
dicho acto y no puede verse vinculado por el mismo. Como veremos, nuestra opinión es que
más que inoponibilidad en estos casos debe reconocerse un supuesto de acto incompleto que
es nulo de pleno derecho, si bien puede producir efectos si se añade el elemento faltante, cual
es la voluntad del representado a través del acto de ratificación.
¿Y qué sucede entre el falso representante y el tercero que contrató con él? Tampoco
puede haber un acto jurídico válido entre ellos, ya que el representante no manifestó una
voluntad propia de vincularse él mismo, sino que lo hizo a nombre de otro. Entre ellos, por
tanto, el acto jurídico es nulo de pleno derecho por falta de consentimiento. No obstante, si el
tercero fue engañado por el falso representante, por ejemplo, porque éste falsificó un mandato
que no era auténtico o no fue diligente para hacerle saber los límites de sus poderes, podrá
pedir indemnización de perjuicios por el delito o cuasidelito civil (responsabilidad
extracontractual), lo que se deduce de lo dispuesto para el mandato en el art. 2154.
Sin embargo, existen casos excepcionales en los que la ley, en atención a la buena fe del
tercero, impone los efectos de la representación a pesar de la falta de poder del representante
y sin que el representado haya ratificado el acto. Así, si el mandato se ha extinguido (por
ejemplo, por revocación del mandante) y el tercero procede de buena fe, resulta obligado el
mandante (art. 2173 CC) y el falso tutor o curador puede obligar al pupilo en los actos que
realice a su nombre y que le reporten positiva ventaja (art. 426 CC).
Distinto es el caso en que una persona obra a nombre de otra, pero sabiendo que no tiene
facultades para representarla y sin aparentar que las posee. Por ejemplo, si alguien, viendo
que un amigo que reside en el extranjero ha tenido un accidente, asume la administración de
un local comercial que tiene este último, para evitar que se produzca un perjuicio a sus
negocios y mientras recupera su salud y pueda él mismo nombrar un mandatario o
representante. Es un supuesto de gestión de negocios ajenos, llamada también agencia
oficiosa, y que el Código Civil regula como un cuasicontrato. Los actos que se realizan en esta
gestión pueden obligar al titular del negocio gestionado, siempre que el negocio haya sido
bien administrado (art. 2290 CC). Como en este caso se dan los efectos de la representación
pero sin la voluntad del representado, pensamos que se trata de un caso de representación
legal especial.
CAPÍTULO IV INEFICACIA
1. Ineficacias originarias
La privación de los efectos propios de un acto pueden deberse a un defecto que concurre al
momento de su celebración o a un acontecimiento que sucede con posterioridad a su
perfeccionamiento. En el primer caso, hablaremos de ineficacias originarias, mientras que, en
el segundo, nos referiremos a ineficacias sobrevinientes. Por ejemplo, si un acto tiene objeto
ilícito y es declarado nulo, su ineficacia es originaria, aunque la nulidad se declare con
posterioridad, porque la razón de la nulidad es un defecto que estaba presente en el momento
en que se originó dicho acto. En cambio, si el comprador no cumple con su obligación de
pagar el precio y se declara la resolución del contrato, estaremos frente a una ineficacia
sobreviniente, porque al perfeccionarse el acto jurídico este no sufría de ningún defecto, y la
razón de la eficacia es el incumplimiento de la obligación de pagar el precio, que se produce
después de haberse perfeccionado el contrato.
Las ineficacias originarias más importantes son las nulidades, en sus diversos tipos: de
pleno derecho, absoluta o relativa. También existen algunas ineficacias originarias que no son
ocasionadas por un vicio o defecto que entraña la nulidad, como sucede con la "rescisión por
lesión enorme" o también con la revocación de actos realizados en perjuicio de terceros (art.
2468 CC).
2. Ineficacias sobrevinientes
El acuerdo por el que se rescilia un contrato es una convención que extingue efectos
jurídicos. En general, todos los contratos pueden ser resciliados, salvo aquellos en los que la
autonomía privada está limitada, como sucede, por ejemplo, con el matrimonio.
Aunque se hable de "divorcio de común acuerdo", nuestra ley no lo contempla como tal,
puesto que se requiere una sentencia judicial dictada conforme a una causal legal, entre las
cuales está un plazo de cese de la convivencia, que puede ser de uno o tres años, según si
haya acuerdo o no en el divorcio (art. 53 LMC).
2º) Revocación: La revocación es el acto por el cual una de las partes, de manera unilateral
y sin necesidad de causa legal, pone fin a un acto o contrato. La revocación procede, como
regla general, en los actos jurídicos unilaterales, como el testamento (art. 1212 CC) o la oferta
(art. 99 CCom). No obstante, la revocación unilateral no procederá cuando por ella se
constituya una situación jurídica favorable y definitiva para un tercero, como ocurre con el
reconocimiento de hijo no matrimonial (art. 189.2 CC) o con la remisión de una deuda (arts.
1653 y 1386 CC).
En cambio, respecto de los actos jurídicos bilaterales, la regla es que sólo pueden dejarse
sin efecto por mutuo acuerdo de las partes (resciliación). Rige la regla de que las cosas se
deshacen del mismo modo en que se hacen. Por excepción, y dada la naturaleza de la
relación jurídica nacida del acto, la ley puede atribuir a una parte la facultad para dejar sin
efecto por su propia voluntad dicho acto jurídico. Un caso típico es el contrato de mandato, en
el que, al tratarse de un contrato intuitu personae y de confianza, se admite que el mandante
pueda ponerle término por su sola voluntad, esto es, por revocación (art. 2163.3º CC). Las
donaciones revocables sólo se confirman por la muerte del donante, por lo que, mientras viva
éste, puede revocarlas a su arbitrio (art. 1136 CC). Las donaciones entre vivos, aunque en
principio irrevocables, pueden ser objeto de revocación, pero no al arbitrio del donante, sino
previa acreditación de una causal legal de ingratitud por parte del donatario (art. 1428 CC).
En ocasiones es la misma ley la que determina que ciertos hechos pueden poner fin a un
acto o contrato, ya sea con la intervención de la voluntad de alguna de las partes o incluso sin
ella. Tales formas de ineficacia son las siguientes:
3º) Rescisión: El término rescisión es polisémico en nuestro Código Civil. En principio, ella
alude a la ineficacia causada por un tipo de nulidad: la nulidad relativa (arts. 1682.3, 1351 y
1567.8 CC). Pero muchas veces es utilizada para designar otras ineficacias que no son
nulidades, pero que el codificador estimó que no le correspondía discernir su exacta
naturaleza. En algunas es posible advertir que se trata de supuestos de resolución por
incumplimiento, como en la donación (art. 1426 CC) o en la renta vitalicia (art. 2271 CC). Es
más discutible la calificación de la rescisión de la compraventa por evicción o vicios ocultos
(arts. 1852 y 1857 CC), así como la rescisión por lesión enorme (arts. 1888, 1234 y 1348 CC).
En otras ocasiones, se piensa que la rescisión designa una especie de inoponibilidad
judicialmente declarada, como la rescisión por perjuicio a acreedores (arts. 1384 y 2468 CC) o
la rescisión por donaciones excesivas del causante (arts. 1187 y 1425 CC). Algo similar
sucede con la rescisión del decreto de posesión definitiva de los bienes del declarado
presuntivamente muerto (arts. 93 y 94 CC).
4º) Disolución: Se usa este término para designar la pérdida de eficacia del contrato de
sociedad (arts. 2098 y ss. CC), probablemente porque ella conlleva la extinción no sólo de un
acto sino de una persona jurídica. Por su analogía con este contrato, también se habla de
disolución respecto del régimen de bienes del matrimonio denominado sociedad conyugal (art.
1764 CC).
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: ROSENDE ÁLVAREZ, Hugo, "La ineficacia jurídica de derecho privado", en Curso de
Actualización Jurídica. Nuevas tendencias en el Derecho Civil, U. del Desarrollo, Santiago, 2004, pp. 135-
174; HINESTROSA, Fernando. "Eficacia e ineficacia del contrato", en Revista de Derecho (PUCV), XX, N° 1999,
pp. 143-161; NAUDON DELL'ORO, María José, "La resciliación en los contratos cumplidos", en Revista Chilena
de Derecho 25, 1998, 4, pp. 897-913; CAPRILE BIERMANN, Bruno, "El desistimiento unilateral o renuncia: una
especial forma de extinción de los contratos", en Figueroa, G., Barros, E. y Tapia, M. (coords.), Estudios de
Derecho Civil VI, AbeledoPerrot, Santiago, 2011, pp. 271-296; ALCALDE SILVA, Jaime, "La rescisión en el
Código Civil chileno", en Departamento de Derecho Privado U. de Concepción (coord.), Estudios de Derecho
Civil V, AbeledoPerrot, Santiago, 2010, pp. 47-77; RODRÍGUEZ GREZ, Pablo, "La caducidad en el Derecho Civil
chileno", en Alex Zúñiga (coord.), Estudios de Derecho Privado. Libro homenaje al jurista René Abeliuk
Manasevich, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 2011, pp. 231-250.
II. LA INOPONIBILIDAD COMO FORMA DE INEFICACIA RELATIVA
La inoponibilidad ha sido una forma de ineficacia construida por la doctrina y seguida por la
jurisprudencia básicamente para proteger a quienes no son parte de un acto jurídico. Se trata
de una ineficacia relativa, ya que el acto es válido y produce sus efectos normalmente entre
las partes, pero en relación con determinados terceros la ley lo hace "inoponible", es decir,
para esos terceros el acto no produce efecto alguno y es como si no hubiese sido celebrado.
La regla general es que todo acto es inoponible a los terceros, ya que, como sabemos, el
principio de relatividad de la eficacia de los actos jurídicos manda que sólo las partes puedan
tener beneficios o gravámenes provenientes de ellos. En este sentido, la inoponibilidad no
sería más que otra forma de plantear dicho principio de la relatividad del acto jurídico. Pero
sucede, como hemos visto más atrás, que este principio no es absoluto y admite excepciones
por las cuales ciertos terceros sí pueden verse afectados positiva o negativamente por los
actos jurídicos de otros. Así, por ejemplo, si el acreedor transfiere su derecho de crédito a
otro, las partes son el acreedor cedente y el cesionario que pasa a ser el nuevo acreedor; el
deudor del crédito no es parte del acto jurídico de la cesión, pero evidentemente tiene interés
en él, ya que sólo extinguirá el crédito si paga al auténtico acreedor.
Es un tercero, pero resulta afectado por el acto jurídico que realizan otros. Para proteger a
estos terceros, se ha construido la figura de la inoponibilidad, bajo la cual se reúnen diversas
disposiciones del Código Civil que, aunque sin usar esa terminología, tienen esta finalidad.
2. Casos de inoponibilidades
Aparte de éstas, existen inoponibilidades que, según la doctrina común, se producen por la
falta de requisitos de fondo, como serían la falta de concurrencia o de voluntad. Se mencionan
los casos de la venta de cosa ajena que no sería oponible al dueño (art. 1815 CC) y del
mandatario que al exceder sus poderes no obliga al mandante (art. 2160 CC). También se
habla de inoponibilidad por lesión de las asignaciones forzosas, como en el caso del
testamento que desconoce las legítimas (art. 1167 CC) o en la acción de rescisión de
donaciones excesivas (art. 1187 CC), y por fraude, como en el caso de los actos realizados
por el deudor en perjuicio de sus acreedores (art. 2468 CC).
Los supuestos de venta de cosa ajena y de exceso de poderes del mandatario no son casos
reales de inoponibilidad, sino supuestos en los que el legislador ha querido reafirmar el
principio de relatividad de los actos jurídicos. La posible ratificación posterior del dueño o del
mandante no los hace "oponibles" a ellos, sino que los convierte en partes y, en razón de ello,
quedan vinculados.
Por regla general, las inoponibilidades son totales, es decir, todos los efectos del acto
jurídico no son oponibles al tercero. Por excepción, en algunos casos la inoponibilidad es
parcial. Es lo que sucede en los casos de contratos de arrendamientos celebrados por el tutor
o curador o por el marido que exceden el plazo máximo legal. En ese caso, la ley no sanciona
con la nulidad el arrendamiento ni tampoco con la inoponibilidad total, sino con una
inoponibilidad parcial: el contrato será inoponible al pupilo o a la mujer sólo en el exceso del
plazo (arts. 407, 1749, 1756 y 1757 CC). Lo mismo puede señalarse si se pacta una indivisión
por más tiempo que el plazo máximo legal (art. 1317 CC).
Aunque no sea una forma de ineficacia, se suele estudiar en esta sede también la
inoponibilidad como forma de eficacia de un acto jurídico ineficaz. En estos casos, los terceros
son protegidos de los perjuicios que podría reportarles la extinción de los efectos de un acto
jurídico. El caso más citado es el de la nulidad del contrato de sociedad que no perjudica a los
terceros de buena fe que hayan contratado con la sociedad (art. 2058 CC).
La inoponibilidad de la ineficacia no sólo se da ante la nulidad de un acto jurídico, sino en
otras formas de privación de sus efectos. Así ocurre con la rescisión del decreto de posesión
definitiva de los bienes del desaparecido en relación con los terceros que hayan contratado
con los herederos presuntivos (art. 94.4 CC), con la resolución de un contrato que no da
acción contra terceros de buena fe (arts. 1490 y 1491 CC), con la terminación del mandato
respecto de terceros de buena fe que contratan con el mandatario (art. 2173 CC) o con los
efectos de la nulidad para las personas que, siendo partes, no han participado en el juicio (art.
1690 CC).
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: CASTELLÓN MUNITA, Juan Agustín, "Nuevas consideraciones acerca de la teoría de la
inoponibilidad", en GJ 129, 1991, pp. 7-13; ROMERO SEGUEL, Alejandro, "La acción para la declaración de
inoponibilidad de un acto o contrato", en Alex Zúñiga (coord.), Estudios de Derecho Privado. Libro homenaje
al jurista René Abeliuk Manasevich, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 2011, pp. 251-264.
Toda la teoría de la nulidad tiene sus antecedentes más remotos en el sistema jurídico
romano, en el cual se distinguió el acto que por ser contrario a la ley no podía tener ningún
efecto: era "nullus", es decir, nada jurídicamente relevante, del acto que en principio era
eficaz, pero que el pretor podía privar de efectos en razón de que una de las partes sufría un
perjuicio que no era razonable (era un incapaz o había padecido error, violencia o dolo). En el
derecho medieval se siguió más o menos el mismo esquema, aunque algunos autores
propiciaron que si la nulidad no era evidente o manifiesta, debería ser constatada
judicialmente. En el derecho francés antiguo, se entendió que las causales propias del
derecho pretoriano sólo podían ser aplicadas por los jueces, previa emisión para el caso de
autorizaciones provenientes de la Cancillería Real, que se conocieron como "lettres
de rescision".
Con el Código Civil francés de 1804 desaparecieron las lettres de rescision, pero la palabra
rescisión fue incluida como una forma de nulidad que se otorgaba para proteger a menores e
incapaces o a los que padecieren un vicio de voluntad (arts. 1304 y ss.). La doctrina posterior
fue llamando a esta rescisión nulidad relativa, ya que sólo podía ser pedida por las personas
protegidas, mientras que a lo que el código denomina "nulidad" se le dio el calificativo de
"nulidad absoluta", puesto que la ineficacia podía ser declarada a petición de cualquier
interesado e incluso de oficio por el juez.
Aunque ningún precepto del código así lo dispusiera, la doctrina heredó del antiguo derecho
francés la máxima "pas nullité sans texte", para asentar que, dada su naturaleza de sanción,
sólo podía declararse nulo algún acto cuando la ley expresamente así lo dispusiera. Fue
entonces que se propuso añadir a la nulidad absoluta y relativa una nueva ineficacia, más
radical, que fue denominada "inexistencia". Se atribuye esta propuesta a Karl Salomo
Zachariae (1769-1843), profesor alemán que escribió un manual comentando el Código Civil
francés para utilidad de la doctrina alemana, y donde distinguió la inexistencia, la nulidad ipso
iure y la rescisión.
Gracias a la obra de los profesores Charles Aubry (1803-1883) y Charles Fréderic Rau
(1803-1877), que partió como una traducción al manual de Zachariae al francés, para llegar a
convertirse en un voluminoso tratado de doce tomos, muy influyente en el Derecho Civil, la
inexistencia fue consagrada como una tercera forma de ineficacia, junto a la nulidad absoluta
y la relativa.
Esta distinción fue útil a la doctrina francesa para contestar la pregunta por el matrimonio
entre personas del mismo sexo, ya que el código no preveía expresamente que un consorcio
entre dos hombres o dos mujeres fuere un matrimonio nulo, pero a la vez se hacía evidente, al
menos en esa época, que tal acto jurídico en caso de suceder no podía tener efecto alguno.
Se solucionó el problema diciendo que tal unión no era un matrimonio nulo, sino que no era
matrimonio, es decir, que el matrimonio en ese caso era inexistente. Pero no se quedó allí,
sino que se señaló que la inexistencia no debía entenderse como sanción, sino como una
consecuencia de la omisión de requisitos constitutivos esenciales o estructurales de cada acto
jurídico, como por ejemplo la voluntad o el consentimiento.
La teoría de la inexistencia ha sido discutida desde sus orígenes, pero cuenta con buena
recepción doctrinal en Italia, España y Alemania.
El Código Civil chileno siguió de cerca al código francés, pero fue mucho más nutrido y
sistemático. Contempló un título denominado "De la nulidad y la rescisión", en la regulación de
los modos de extinción de las obligaciones (título XX del libro IV). Distinguió entre nulidad
absoluta y relativa, e identificó esta última con la rescisión, al señalar que la nulidad relativa
"da derecho a la rescisión del acto o contrato" (art. 1682.3 CC).
No tardarían en reproducirse entre nuestros juristas las divergencias que dividían a los
doctrinadores europeos y principalmente a los franceses. En primer lugar, se discutió si la
nulidad absoluta era una forma de nulidad de pleno derecho que no requería declaración
judicial, como sostuvo José Clemente Fabres (1826-1908). Se opuso don Luis Claro Solar
(1857-1945), haciendo ver que el art. 1683 del Código dispone que la nulidad absoluta "debe
ser declarada por el juez" y el art. 1567 Nº 8 señala que las obligaciones se extinguen "por la
declaración de nulidad o por la rescisión", donde nulidad claramente debe entenderse como
nulidad absoluta. En esto lo siguieron los dos Arturo Alessandri, Rodríguez (1895-1970) y
Besa (1923- ).
Pero el enfrentamiento mayor se daría sobre la cuestión de si está admitida por nuestro
Código una tercera forma de ineficacia, además de la nulidad absoluta y relativa, y que sería
la inexistencia del acto o contrato.
Claro Solar aboga por la afirmativa. Sus principales argumentos son que no es lo mismo un
acto que no llega siquiera a constituirse como tal que el acto que, aunque teniendo una
estructura mínima, presenta defectos que pueden conducir a la declaración de su invalidez.
Sostiene que la "nada" es diversa de la "nulidad". Agrega que es manifiesto que el Código
Civil distingue entre el acto nulo y el acto inexistente, como puede verse en varios preceptos:
así, el art. 1444 dice que si faltan las "cosas" (elementos) esenciales, el contrato "no produce
efecto alguno"; el art. 1701 señala que los actos solemnes se mirarán como "no ejecutados o
celebrados" si les falta la solemnidad del instrumento público y que la cláusula penal impuesta
para asegurar la promesa de que se los reducirá a instrumento público "no tendrá efecto
alguno"; el art. 1809 dispone que en caso de no convenirse el precio "no habrá venta"; el art.
1814, respecto de la venta de cosa que no existe, señala que "no produce efecto alguno"; el
art. 2025 dice que si el capital no consiste o no se estima en dinero, "no habrá constitución de
censo"; el art. 2055 señala que "no hay sociedad" sin aporte de los socios y que "tampoco hay
sociedad" sin participación en los beneficios 37.
La réplica no se hizo esperar: frente a la regulación del título XX del libro IV se hace ver que
el legislador hizo esa regulación de la nulidad en cuanto causa de extinción de obligaciones.
La inexistencia no es causa de extinción, sino más bien la constatación de que la obligación
nunca nació. En relación a que la inexistencia estaría comprendida en el art. 1682, que se
refiere a los requisitos o formalidades prescritas por la ley en consideración a la naturaleza del
acto o contrato, se hace ver que la misma norma circunscribe su aplicación a requisitos o
formalidades prescritos por la ley "para el valor", esto es, para la validez, de ciertos actos o
contratos. Finalmente, se señala que es comprensible que el legislador haya hecho una
excepción con los actos de las personas absolutamente incapaces, ya que ellas pueden
expresar un consentimiento al menos aparente.
La polémica sigue hasta el día de hoy entre los partidarios de la inexistencia y los
detractores de esa teoría. La división también llega a la jurisprudencia, aunque ésta
mayoritariamente parece inclinarse por la idea de que los casos de inexistencia deben ser
resueltos por las normas propias de la nulidad absoluta.
La discusión ha sido reabierta en los últimos años por la aparición de la teoría de la llamada
"nulidad de derecho público", que se produciría cuando los actos de los órganos del Estado
vulneran la Constitución y las leyes dictadas conforme a ella y cuya fuente no estaría en los
preceptos del Código Civil sino en la misma Constitución. Se invocan los arts. 6º y 7º de la
Carta Fundamental. El inciso final de esta última disposición indica que "todo acto en
contravención a este artículo es nulo...". La nulidad de derecho público sería una nulidad de
pleno derecho, ya que no requeriría declaración judicial y no podría sanearse. La acción para
invocarla no prescribiría, ya que la Constitución no señala plazo alguno en tal sentido.
Se observa que las características que se atribuyen a esta especial "nulidad" son las
mismas que las que de antiguo se han reconocido como propias de la inexistencia en la
doctrina civil.
Pero la verdad es que la distinción tiene un alcance práctico indudable, ya que el régimen
jurídico de la nulidad es diverso del que regularía la inexistencia. Sus principales diferencias
son manifiestas: la inexistencia no requiere declaración judicial, como sí lo requiere la nulidad;
el acto nulo se reputa válido mientras no sea declarado nulo, mientras que el inexistente no
genera presunción alguna de eficacia o validez; la acción para pedir la constatación de la
inexistencia no prescribe por el lapso del tiempo, mientras que la de la nulidad sí lo hace, en
diez o cuatro años, según sea absoluta o relativa; el acto relativamente nulo puede sanearse
por la confirmación de la persona que tenía derecho a alegar la nulidad, el acto inexistente no
admite saneamiento alguno.
Nos parece que gran parte de las discusiones entre partidarios y detractores de la teoría de
la inexistencia provienen de un malentendido sobre la naturaleza de las categorías jurídicas
de nulidad e inexistencia. Esta última denominación parece aludir a un concepto metafísico u
ontológico, como si el acto inexistente fuera la mera nada. Pero claramente no es así, porque
la nada no tiene efecto jurídico alguno y sería absurdo que alguien planteara tener derechos
sobre lo que no existe en el mundo de lo real. El mismo concepto de "acto inexistente" es
contradictorio, ya que si es un acto no puede no existir. Por otro lado, el acto nulo, e incluso el
válido, no tienen existencia material, sino que se trata de construcciones o realidades
intelectuales.
La cuestión fundamental es si esa nulidad debe requerir una declaración judicial o puede
operar de automáticamente, es decir, si deben reconocerse supuestos en los que la nulidad es
de pleno derecho. Si la nulidad opera de pleno derecho, al menos en ciertos casos se
aplicarán al acto afectado todos los atributos que la doctrina ha forjado para la mal llamada
"inexistencia": no produce efecto alguno, es insanable, imprescriptible, etc.
Parece claro que el título XX del libro IV del Código Civil se refiere sólo a las nulidades que
necesitan declaración judicial, como se desprende de los arts. 1683 a 1690, que hablan de
una u otra forma de una declaración de nulidad que, obviamente, corresponde al juez. La
nulidad judicialmente declarada, conforme a lo establecido en los arts. 1681 y 1682, puede ser
absoluta o relativa.
Aunque sin una regulación sistemática como ésta, resulta manifiesto que el Código Civil
reconoce también casos de nulidad de pleno derecho. Primero porque deja sin sancionar con
la nulidad absoluta los actos a los que faltan requisitos esenciales o constitutivos, como la
voluntad o consentimiento, el objeto y la causa. Es significativo que el art. 1682 sólo mencione
como causas específicas de nulidad absoluta el objeto y la causa ilícita. No parece que la
frase genérica de "omisión de algún requisito o formalidad que las leyes prescriban para el
valor de ciertos actos y contratos..." haya querido referirse a requisitos tan esenciales como el
consentimiento, el objeto y la causa, que son mencionados expresamente por el art. 1445. Por
lo demás, el art. 1444 determina que la omisión de cosas esenciales implica que el acto "o no
produce efecto alguno o degenera en otro contrato diferente", lo que debe ser entendido como
que es nulo de pleno derecho y sin necesidad de declaración judicial previa.
Esta regla es confirmada por varios preceptos que aplican la nulidad de pleno derecho a la
falta de requisitos constitutivos esenciales: arts. 1701, 1809, 1814, 2025 y 2055. La nulidad de
pleno derecho es expresamente considerada por la Ley Nº 18.045, sobre Sociedades
Anónimas, para los casos en que una sociedad de este tipo se pacte sin solemnidades
constitutivas esenciales: escritura pública, instrumento reducido a escritura pública o
instrumento protocolizado (art. 6º A, introducido por la ley Nº 19.499, de 1997).
Como ya hemos visto, la falta de uno o más de los requisitos constitutivos esenciales en un
acto jurídico producirá su nulidad de pleno derecho. Así, la falta de voluntad o consentimiento
(en los que para algunos debe incluirse el error obstáculo o esencial y la fuerza absoluta), la
falta de objeto, la ausencia de causa y la omisión de solemnidades constitutivas. Varias
normas del Código reafirman esta nulidad de pleno derecho con diversas expresiones: arts.
1701, 1716, 1723 (falta de solemnidades constitutivas), 1809, 1814 y 2055 (falta de objeto y
causa).
No obstante, ello puede tener excepciones cuando la misma ley, por razones de seguridad
jurídica y ante la apariencia de regularidad del acto, requiera una previa declaración judicial.
Es lo que sucede, a nuestro juicio, con los actos de las personas absolutamente incapaces. La
falta de voluntad debería llevar a considerarlos nulos de pleno derecho, pero el Código Civil
prefiere convertir esa omisión en una causal de nulidad absoluta, por lo que se necesitará
declaración judicial (art. 1682.2 CC).
El art. 10 del Código Civil, como ya hemos visto, dispone que "los actos que prohíbe la ley
son nulos y de ningún valor". La doctrina predominante, relacionando este precepto con la
parte final del art. 1466 y lo dispuesto por el art. 1682, llega a la conclusión de que el acto
prohibido es nulo absolutamente, de modo que requiere declaración judicial y puede sanearse
por el lapso de tiempo.
Pensamos, sin embargo, que el texto de la norma y su ubicación sugieren que se trata de
una sanción más radical que la mera nulidad absoluta: si los actos realizados contra la
prohibición legal no sólo son nulos sino que no tienen "ningún valor", es claro que son nulos
de pleno derecho.
Esto tiene una excepción que, por lo demás, está anunciada por el mismo art. 10 —"salvo
en cuanto designe expresamente otro efecto que el de nulidad [de pleno derecho] para el caso
de contravención"— y que está prevista en el art. 1466, cuando señala que si se trata de un
contrato, la sanción será la nulidad absoluta por objeto ilícito. La excepción puede justificarse
por la necesidad de favorecer el tráfico jurídico y la libre contratación.
Deben considerarse como actos prohibidos sancionados con la nulidad de pleno derecho
aquellos que la misma ley indica que se mirarán como no celebrados o no puestos en un
determinado acto jurídico de mayor contenido. Así, por ejemplo, la cláusula testamentaria por
la que se dispone que no valga la revocación si no se hace con ciertas palabras o señales "se
mirará esta disposición como no escrita" (art. 1001 CC); la condición resolutoria imposible
naturalmente o inintelegible o inductiva a un hecho ilegal o inmoral "se tendrá por no puesta"
(art. 1480.4 CC); la condición impuesta al heredero o legatario de no contraer matrimonio "se
tendrá por no escrita" (art. 1074 CC), y la de permanecer viudo se tiene por no puesta (art.
1075 CC). Otros ejemplos similares pueden encontrarse en los arts. 415.2, 1056, 1058, 1066,
1126, 1132, 1892, 2030, 2031.1. Lo mismo sucede con la cláusula de renuncia a la acción de
nulidad, que simplemente no impide su ejercicio (art. 1469 CC).
También la prohibición del acto puede hacerse de manera implícita, como por ejemplo
cuando se señala que el albaceazgo es indelegable (art. 1280 CC).
Finalmente, pensamos que deben considerarse como actos prohibidos aquellos que la ley
declara enfáticamente que son nulos para privarlos de todo efecto jurídico. Debe hacerse aquí
una labor de interpretación para discernir cuándo el legislador está sólo reafirmando las reglas
de la nulidad judicial y cuándo, por el contrario, pretende que el acto sea nulo
automáticamente y sin declaración judicial previa. En este sentido, por ejemplo, pensamos
que es un acto nulo de pleno derecho aquel por el cual se contrae una obligación bajo
condición potestativa que consiste en la mera voluntad del que se obliga (art. 1478 CC) y la
venta del patrimonio como universalidad (art. 1811 CC).
c) Actos simulados
Cuando se trata de una simulación absoluta, es decir, cuando las partes aparentan realizar
un acto jurídico que no ha tenido lugar realmente, el acto "simulado" es nulo de pleno derecho,
ya que carece de todos los requisitos constitutivos esenciales, partiendo por el
consentimiento. De este modo, si un deudor simula vender un bien raíz a un amigo para
intentar escapar de la acción del acreedor, dicho contrato no es sino aparente, y no puede
producir efecto alguno: es nulo de pleno derecho.
d) Actos incompletos
Son nulos de pleno derecho aquellos actos que quedaron en sus etapas de preparación y
no llegaron a culminarse con todos los requisitos necesarios para constituirse como tales. En
este sentido, aquellos actos sobre los cuales hubo tratativas preliminares, negociaciones,
cartas de intención, pero que finalmente no lograron el acuerdo o la solemnidad requerida,
también pueden considerarse nulos de pleno derecho. Esto, por cierto, en la medida en que
alguna de las partes o un tercero quiera afirmar que el acto produce algún efecto jurídico. En
esta categoría pueden quedar aquellos contratos que, siendo legalmente no solemnes, han
sido sujetos a solemnidades convencionales, si éstas no se ejecutan, como sucede con la
compraventa (art. 1802 CC) y el arrendamiento (art. 1921 CC).
Igualmente, pueden considerarse actos nulos de pleno derecho aquellos que una persona
ejecuta a nombre de otra sin facultades para representarla. Se trata, en realidad, de actos que
carecen del consentimiento tanto del representado como del representante.
Las diferencias entre la nulidad de pleno derecho y la que requiere declaración judicial, ya
sea absoluta o relativa, son abundantes y de envergadura.
Así, por ejemplo, si alguien aparece vendiendo un inmueble al precio de 1 peso, aunque se
haga por escritura pública, es manifiesto que esa venta no es tal y no se necesita que se
declare judicialmente, por ejemplo, para que el supuesto vendedor lo aporte luego a una
sociedad.
2º) Causales: Las causales de nulidad judicial deben estar expresamente establecidas en la
ley, ya que se trata de una sanción que debe ser impuesta por el mismo legislador y no por el
juez o el intérprete. Las causales de nulidad de pleno derecho, en cambio, provienen de la
falta de elementos constitutivos o estructurantes del acto jurídico que impiden su configuración
social, aunque la ley no haya dispuesto que su ausencia producirá la nulidad ipso iure del
acto.
3º) Legitimación activa: La nulidad judicial puede ser solicitada por ciertas personas a las
que la ley considera expresamente legitimadas para deducir la acción de nulidad absoluta o
relativa. La constatación de la nulidad de pleno derecho, en cambio, puede ser solicitada por
cualquiera persona que acredite algún interés de carácter procesal en el asentamiento de la
realidad jurídica y la remoción de la aparente producida por el acto inexistente.
En este sentido, la nulidad absoluta no puede ser solicitada por el que ejecutó el acto o
celebró el contrato sabiendo o debiendo saber el vicio que lo invalidaba (art. 1683 CC),
inhabilidad que no opera en caso de que el acto sea nulo de pleno derecho.
4º) Facultad del juez para proceder de oficio: La nulidad judicial puede —e incluso debe—
ser declarada de oficio por el juez, siempre que sea absoluta y que aparezca de manifiesto en
el acto o contrato (art. 1683 CC). La nulidad de pleno derecho, en cambio, podrá ser
constatada por el juez de oficio aun cuando no aparezca del mismo acto o contrato y se
desprenda de otros antecedentes probatorios aportados por las partes en el juicio.
5º) Efectos: La sentencia judicial que declara la nulidad lleva implícita las restituciones
mutuas que deben hacerse las partes para volver al estado en que se encontraban antes de
haber celebrado el acto o contrato. El acto nulo de pleno derecho no produce efecto alguno
desde el inicio, y si se han entregado cosas por la apariencia de acto, puede ejercerse la
pertinente acción restitutoria (reivindicatoria u otra). Si se pide que se constate la nulidad de
pleno derecho, es necesario que al mismo tiempo se accione de restitución, ya que la
sentencia que se pronuncie sobre la nulidad ipso iure del acto no tiene por sí misma la
virtualidad de generar restituciones mutuas como la nulidad.
El acto nulo puede servir de título de posesión de la cosa entregada en su virtud, aunque se
tratará de un título injusto que dará lugar a la posesión irregular (art. 704.3º CC). El acto nulo
de pleno derecho no podrá ser invocado como título de posesión ni siquiera injusto. Lo cual no
quiere decir que no pueda haber posesión, aunque sin título, y que ella también pueda dar
lugar a la prescripción extraordinaria, la que se admite incluso si no hay título (art. 2510.1º
CC).
6º) Confirmación: El acto relativamente nulo puede sanearse por confirmación, es decir, por
otro acto de quien tenía derecho a alegar la nulidad por el cual valida retroactivamente el acto
inicialmente nulo. La nulidad de pleno derecho —al igual que la nulidad absoluta— no puede
ser convalidada ni siquiera por acuerdo de ambas partes. Lo que pueden hacer las partes es
reiterar el acto cumpliendo ahora con los requisitos constitutivos o esenciales. Pero esto no
hará revivir el primer acto plenamente nulo, de modo que los efectos del acto nuevo no podrán
retrotraerse a la fecha en que aparentemente se celebró el primero.
7º) Prescripción: La acción de nulidad judicial, tanto absoluta como relativa, se extingue por
prescripción extintiva, por lo que en caso de no ejercerse el acto se sanea y se reputa
definitivamente válido.
La nulidad de pleno derecho, en cambio, no puede sanearse por ningún medio, tampoco por
el lapso del tiempo. Cosa distinta es que puedan operar las prescripciones adquisitiva o
extintiva en los plazos que correspondan y sobre la base de los hechos analizados con
prescindencia del acto aparente.
8º) Conversión: Como veremos más adelante, es posible que un acto nulo pueda subsistir
(convertirse) en un acto válido aunque de otra naturaleza. Esta posibilidad sólo puede operar
cuando se trata de nulidad judicial: absoluta o relativa, y no cuando el acto es inexistente, ya
que en este caso no hay base jurídica ninguna que pueda soportar otro acto jurídico, aunque
sea diverso del aparente.
Hemos dicho que una de las características del acto nulo de pleno derecho es la
imposibilidad de su convalidación o saneamiento. Sin embargo, esto debe ser matizado con la
posibilidad de que, aunque nulo de pleno derecho, el acto pueda producir efectos como válido
si se producen algunos supuestos excepcionales previstos en la ley.
Es lo que sucede con los llamados actos incompletos, que son nulos de pleno derecho
justamente mientras se mantengan incompletos, pero que producirán efectos jurídicos si se
añade oportunamente aquello que les falta. El caso más típico es el de los actos realizados
por un falso representante o por un representante que se excede de sus poderes. En tal caso,
lo que falta para que el acto produzca efectos es la voluntad del supuesto representado, de
manera que si ésta se añade, por medio de la ratificación, el acto producirá todos sus efectos
como válido.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: COHENDY, Georges, "Interés en la distinción entre la inexistencia y la nulidad de orden
público", en RDJ, t. 11, sec. Derecho, pp. 191-214; PHILIPPI, Julio "Notas sobre nulidad e inexistencia en
nuestro Código Civil", en Anales Jurídico-Sociales, Nº 4, 1999, pp. 15-23; BARAONA GONZÁLEZ, Jorge, "La
inexistencia de los actos jurídicos. Algunas consideraciones dogmáticas", en Varas Braun, Juan Andrés y
Turner Saelzer, Susan (coord.), Estudios de Derecho Civil, LegalPublishing, Santiago, 2005, pp. 61-
70; RODRÍGUEZ GREZ, Pablo, Inexistencia y nulidad en el Código Civil chileno. Teoría bimembre de la nulidad,
Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1995; SOTO KLOSS, Eduardo, "La nulidad de derecho público en la
jurisprudencia reciente", en Ius Publicum, Nº 30, 2013, pp. 107-123; BOCKSANG HOLA, Gabriel, "La inexistencia
jurídica de los actos jurisdiccionales", en Revista Chilena de Derecho 40, 2013, 2, pp. 577-608; WALKER SILVA,
Nathalie, "Sobre la posibilidad de alegar la inexistencia de un acto por vía de acción (Corte de Apelaciones de
Chillán)", en Revista de Derecho (Universidad Austral de Chile) 28, 2015, 2, pp. 259-262; UGARTE GODOY,
José Joaquín, "La inexistencia jurídica", en Departamento de Derecho Privado Universidad de Concepción
(edit.), Estudios de Derecho Civil XI, Thomson Reuters, Santiago, 2016, pp. 817-840; SAN MARTÍN, Lilian, "La
teoría de la inexistencia y su falta de cabida en el Código Civil chileno", en Revista Chilena de Derecho 42,
2015, 3, pp. 745-784.
Aunque algunos han querido distanciar la nulidad absoluta de la relativa, haciendo ver que
sólo la primera sería una nulidad, mientras que la segunda tendría las características propias
de una rescisión de acto válido o anulabilidad, lo cierto es que el Código reguló ambos tipos
de nulidades conjuntamente. Incluso ofrece una definición conjunta de la nulidad: "Es nulo
todo acto o contrato a que falta alguno de los requisitos que la ley prescribe para el valor del
mismo acto o contrato, según su especie y la calidad o estado de las partes" (art. 1681).
No debe sorprender, entonces, que muchos de los principios rectores se apliquen tanto a la
nulidad absoluta como a la relativa y que los efectos de la nulidad sean prácticamente los
mismos cuando se declara una y cuando se declara otra, como veremos más adelante. Ahora
nos fijaremos en los principios que son comunes a ambas formas de nulidad judicialmente
declarada.
Las nulidades absoluta y relativa son nulidades que exigen declaración judicial, lo que
significa que no operan de pleno derecho, sino que es necesario alegarlas por quien tenga
legitimación para ello. Excepcionalmente, la nulidad absoluta puede y debe ser declarada de
oficio por el juez cuando aparece de manifiesto en el acto o contrato (art. 1683 CC). De esto
se suele sostener que el acto se reputa válido mientras no sea declarado judicialmente como
nulo, absoluta o relativamente.
En los últimos años, algunos autores han retomado la antigua idea de Fabres (1826-1908) y
Barros Errázuriz (1875-1968) en el sentido de que la nulidad absoluta sí operaría de pleno
derecho, y que la declaración judicial sólo sería necesaria para obtener el derecho a las
restituciones mutuas del art. 1687 39. Por nuestra parte, no observamos la utilidad de hacer
esta distinción, que no aparece respaldada por los textos legales ni tampoco parece tener
mayor alcance práctico, ya que es efectivo que si alguien se ha obligado por un contrato nulo
de nulidad absoluta y no quiere cumplirlo, podrá no hacerlo mientras no se le demande a ello,
y si se le demanda podrá interponer la respectiva excepción de nulidad, que destruirá la
aparente validez del acto.
A veces se suele señalar que sólo la nulidad absoluta responde a intereses generales de
bien público, mientras que la nulidad relativa dice relación con intereses particulares de
personas vulnerables a las que la ley desea otorgar una protección para que no sean
perjudicadas injustamente por actos o contratos lesivos para sus intereses. Por ello, se
sostiene, aquí la voluntad privada puede prevalecer, por ejemplo, a través de la figura de la
convalidación del acto como forma de saneamiento.
A nuestro juicio, esta finalidad de protección de personas que han sido injustamente
perjudicadas no descansa en un mero interés particular, sino nuevamente en un interés
general de bien público. La convalidación sólo sanea el acto porque la ley entiende que el
beneficiado por la nulidad ha decidido que es más conveniente a sus intereses mantener su
eficacia.
Las disposiciones legales que regulan la nulidad son calificadas como de derecho estricto,
en el sentido de que se trata de normas excepcionales que imponen una sanción, al menos en
sentido genérico.
Por ello, quedará excluida la posibilidad de crear nuevas formas de nulidad por la vía de la
interpretación analógica. La interpretación de las causales de nulidad deberá hacerse siempre
de modo restrictivo.
A su vez, las causales de nulidad son taxativas: no son más que aquellas contenidas
expresamente por la ley. En este sentido, se mantiene el antiguo adagio de que no hay
nulidad sin texto legal. No obstante, hay que advertir que el codificador ha tipificado como
causales de nulidad absoluta y relativa unas cláusulas abiertas que dejan bastante juego a la
interpretación. Así, el art. 1682 dice que es causal de nulidad absoluta, además de las
especialmente mencionadas, "la omisión de algún requisito o formalidad que las leyes
prescriben para el valor de ciertos actos o contratos en consideración a la naturaleza de ellos",
y deja como causal de nulidad relativa "la omisión de algún requisito o formalidad que las
leyes prescriben para el valor de ciertos actos o contratos en consideración... a la calidad o
estado de las personas que los ejecutan o acuerdan".
De este modo, habrá que estudiar respecto de cada acto jurídico, primero, si se trata de un
requisito o formalidad exigido por la ley para el valor del acto. Contestada positivamente esta
pregunta, habrá que determinar la razón de dicha exigencia: la naturaleza del acto o la calidad
o estado de las personas que los ejecutan o acuerdan.
d) Son ineludibles
En el título preliminar, el Código Civil destaca la fuerza imperativa de las leyes, y, como
consecuencia, expresa la necesidad de que las nulidades, de pleno derecho o judiciales, se
apliquen incluso cuando haya antecedentes de que en el caso concreto no había fraude ni
actos contrarios a la finalidad que llevó al legislador a imponer la nulidad. Teme el legislador
que, a pretexto de equidad del caso concreto, se puedan eludir las disposiciones que
establecen la nulidad de los actos jurídicos.
Para evitarlo dispone tajantemente que "Cuando la ley declara nulo algún acto, con el fin
expreso o tácito de precaver un fraude, o de proveer a algún objeto de conveniencia pública o
privada, no se dejará de aplicar la ley, aunque se pruebe que el acto que ella anula no ha sido
fraudulento o contrario al fin de la ley" (art. 11 CC).
Por cierto, esto no quiere decir que las nulidades judiciales no puedan sanearse en
conformidad con las mismas disposiciones de la ley.
e) Son irrenunciables
Siendo de orden público las normas que rigen la nulidad judicialmente declarada, se
entiende que el derecho a reclamar la nulidad absoluta o relativa sea irrenunciable. Así queda
de manifiesto de la regla contenida en el art. 1469: "Los actos o contratos que la ley declara
inválidos no dejarán de serlo por las cláusulas que en ellos se introduzcan y en que se
renuncie la acción de nulidad". Se ha hecho ver que si no existiera esta regla, en todos los
contratos se insertaría una cláusula como ésta y la regulación de la nulidad devendría en
inútil.
Más discutible es la renuncia posterior de la acción de nulidad absoluta. Nos parece que ella
no debe ser admitida, ya que de lo contrario se estaría consintiendo en una especie de
saneamiento por convalidación, lo que está expresamente vedado (art. 1683 CC). Este
problema dice relación con la oportunidad del pago de una obligación natural (cfr. art. 1470
CC). A nuestro juicio, el pago podría hacerse antes de la declaración de nulidad absoluta o
relativa del acto, pero ésta no sería una forma de saneamiento del acto, que podría, pese a
ello, ser declarado nulo, por ejemplo, respecto de otros efectos generados por el mismo.
Tratándose de un acto o contrato celebrado por partes que están compuestas por dos o
más personas, surge la cuestión de si la acción de nulidad absoluta o relativa es indivisible. Si
lo fuera, habría un litisconsorcio necesario, ya sea activo o pasivo. Así, si los vendedores son
tres y se alega un vicio de nulidad, los tres deberían concurrir al proceso ya sea como
demandantes o como demandados. No es ésta la solución que ofrece el Código Civil, que
prefiere disponer la divisibilidad de la acción de nulidad, pero dividiendo también los efectos
de la nulidad: "Cuando dos o más personas han contratado con un tercero, la nulidad
declarada a favor de una de ellas no aprovechará a las otras" (art. 1690 CC).
Esto conduce a la compleja situación de que un contrato pueda ser nulo respecto de una
persona y válido respecto de otra. Para evitar este escenario, lo mejor será en la práctica
demandar conjuntamente si son varios los titulares de la acción de nulidad.
Debe advertirse que el art. 1690 sólo se refiere a la legitimación activa de nulidad, ya que
señala que se pone en el caso de que la nulidad "sea declarada a favor" de una de las
personas contratantes y sólo puede haber declaración a favor de la nulidad cuando se da
lugar a la petición de nulidad, ya sea por vía de acción o de excepción. Nada dice respecto de
la legitimación pasiva: es decir, si son varios contra los cuales se interpone la demanda o
excepción de nulidad. Si se considera la regla del art. 1690 como una norma excepcional,
habrá que concluir que en este último caso deberá distinguirse: si la nulidad se deduce como
acción, habrá que emplazar a todas las personas que forman parte del contrato. Si se trata de
excepción, por necesidades del proceso, la nulidad podrá deducirse sólo contra el
demandante, pero su efecto será también relativo a las partes del juicio.
Para determinar cuándo procede la nulidad absoluta y cuándo la nulidad relativa, habrá que
estar a lo que señale la ley en forma expresa, teniendo en cuenta que muchas veces usa el
vocablo "rescisión" para indicar la nulidad relativa (por ejemplo, arts. 143, 1691, 1567.8º,
1792-4 CC).
Si eso no ocurre, habrá que determinar la razón por la cual la ley exige el requisito de
validez: si es por la naturaleza o especie del acto o contrato, estaremos frente a una nulidad
absoluta; si es en consideración del estado o calidad de alguna de sus partes, se tratará de
nulidad relativa.
Esta última determinación puede ser dudosa, de manera que resulta útil considerar cuál de
las dos nulidades es la regla general en materia de nulidades, y que deberá aplicarse toda vez
que no resulte claramente tipificado el caso como perteneciente a la otra. De lo dispuesto por
el inc. 3º del art. 1682, la doctrina llega a la conclusión de que la regla general en materia de
nulidad judicialmente declarada es la nulidad relativa. En efecto, dicha norma, después de
mencionar las causales que dan lugar a la nulidad absoluta, señala "Cualquier otra especie de
vicio produce nulidad relativa y da derecho a la rescisión del acto o contrato" (art. 1682.3 CC).
No hay duda de que la nulidad judicial, tanto absoluta como relativa, puede alegarse en
juicio por medio de una acción que se traducirá en una demanda, normalmente en un juicio
civil sustanciado según el procedimiento ordinario. Pensamos que también procedería como
demanda civil de la víctima en un proceso penal, ya que la nulidad puede ser una de las
formas de reparación de las consecuencias civiles del hecho punible (art. 59 CPP).
La opinión predominante, sin embargo, estima que sí es posible alegar la nulidad como una
excepción, como sucede con todos los modos de extinción de las obligaciones. Recuérdese
que el Código Civil trata de la nulidad absoluta y relativa en esta faceta extintiva. Se agrega
como argumento que expresamente se admite la excepción de nulidad en el juicio ejecutivo
(art. 464.14º CPC). Si consideramos que este tipo de procedimiento es restrictivo frente a las
excepciones que cabe deducir en él, con mayor razón se admitirá la excepción de nulidad en
un procedimiento ordinario que no tiene tales limitaciones. Por último, el art. 2354 señala
expresamente que el fiador puede oponer como excepción las de dolo o violencia, que son
vicios de nulidad relativa.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: FABRES, José Clemente. Examen crítico-jurídico de la nulidad y la rescisión según el
Código Civil, Imprenta Nacional, 1868; O. S., "De la nulidad de los actos y contratos. Estudio sobre el título 20,
Libro IV del Código Civil", en RFC, t. I (1885), N° 5, pp. 201-214; N° 7, pp. 268-276; N° 8, pp. 325-
344.; ALESSANDRI BESA, Arturo. De la nulidad y la rescisión en el Derecho Civil chileno, 3ª edic., Editorial
Jurídica de Chile, Santiago, 2008; BARAONA GONZÁLEZ, Jorge, La nulidad de los actos jurídicos, Pontificia
Universidad Javeriana-Ibáñez, Bogotá, 2012; CORRAL TALCIANI, Hernán, "El ejercicio de la acción de nulidad
por un tercero no contratante", en Alejandro Guzmán Brito (edit.), Estudios de Derecho Civil
III, LegalPublishing, Santiago, 2008, pp. 671-689.
V. LA NULIDAD ABSOLUTA
1. Concepto
2. Causales
Son causales específicas de nulidad absoluta: 1º) la incapacidad absoluta (art. 1682.2 CC);
2º) el objeto ilícito (art. 1682.1 CC), y 3º) la causa ilícita (art. 1682.1 CC).
Las causales genéricas de la nulidad absoluta son todas aquellas que consistan en la
omisión de un requisito o formalidad que las leyes prescriban para el valor del acto jurídico en
consideración a su naturaleza o especie (art. 1682.1 CC). Aquí debe comprenderse la omisión
de las llamadas solemnidades de validez.
3. Legitimación activa
Aunque el art. 1683 no las menciona sino indirectamente, es claro que entiende que la o las
personas que han ejecutado el acto o celebrado el contrato tienen la facultad de demandar la
nulidad absoluta. Por su misma condición, se entiende que tienen un interés legítimo en que
se declare la ineficacia.
En este punto, el Código acoge la doctrina conocida por el adagio nemo auditur propriam
turpitudem allegans (nadie puede alegar su propia torpeza) y señala que no puede pedir la
nulidad absoluta aquel que ha ejecutado el acto o celebrado el contrato "sabiendo o debiendo
saber el vicio que lo invalidaba" (art. 1683 CC).
La excepción, como se ve, sólo se aplica a las partes ya sea de un acto unilateral o bilateral.
Ella puede derivar de un conocimiento doloso: se sabe que el acto está viciado, o al menos de
un comportamiento negligente: no se conocía el vicio, pero se debió haberlo conocido si se
hubiera actuado con la diligencia exigible. Todo ello debe ser considerado a la época del
perfeccionamiento del acto jurídico. Así, si una persona contrata con un demente sabiendo
que está interdicto, no podrá luego pedir la nulidad absoluta de ese contrato. Lo mismo
sucederá si alguien contrata con un niño menor de 14 años pensando que es mayor de edad,
pero sin haber tenido la mínima diligencia de haberle pedido la cédula de identidad. En este
caso, si bien la parte celebró el contrato sin saber el vicio, debía haberlo conocido. Esta culpa
constituye también una "torpeza" que merece ser sancionada.
Otro punto que se discute en relación con esta norma es si ella se transmite a los herederos
de la parte que ejecutó el acto o celebró el contrato "sabiendo o debiendo saber" el vicio de
nulidad. Algunos sostienen que como los herederos suceden a su causante en los derechos
transmisibles, no podrían demandar la nulidad porque, aunque ellos no hayan actuado con la
torpeza sancionada, al no haber adquirido su causante el derecho a pedir la nulidad, tampoco
podría haberlo transmitido a sus sucesores por causa de muerte. Para tratar de salvar la
opción de los herederos, que, de acogerse esta interpretación estarían siendo castigados por
una culpa ajena, se sostiene que ellos deben ser admitidos a demandar la nulidad, pero no en
cuanto sucesores del derecho del causante (que no existía), sino en cuanto terceros
interesados en la nulidad del acto jurídico. Esta solución no deja de ser ingeniosa, pero tiene
algo de artificial, porque si se pregunta cuál es la razón del interés de estos "terceros", se
tendrá que conceder que no es otra que su calidad de herederos o sucesores de la parte que
ejecutó el acto o celebró el contrato. Por ello, estimamos más razonable entender que la
sanción, como pena civil, es personalísima y no puede alcanzar a otras personas que no han
cometido la conducta reprochada. Los herederos del que ejecutó el acto o celebró el contrato
sabiendo o debiendo saber el vicio podrán pedir la nulidad como sucesores de dicha parte, sin
que se vean afectados por una sanción que sería injusto imponerles.
Aunque en una época fue controvertido, hoy existe consenso que la excepción del art. 1683
no se aplica a la nulidad del matrimonio, porque prima el interés público comprometido en la
conformación regular de la familia y por la especialidad del estatuto de invalidez del contrato
matrimonial.
b) Terceros interesados
No sólo las partes pueden pedir la nulidad absoluta, sino también terceros siempre que
acrediten un interés específico en ella. El Código Civil lo admite expresamente: la nulidad
absoluta "puede alegarse por todo el que tenga interés en ello" (art. 1683 CC). Nótese que el
interés debe incidir en la alegación de la nulidad ("en ello") y no basta con que se trate de un
interesado en el acto mismo.
La jurisprudencia y la doctrina mayoritaria han precisado que el interés debe cumplir ciertos
requisitos, a saber: tiene que ser de carácter patrimonial, avaluable en dinero, debe tratarse
de un interés actual y no meramente hipotético, debe ser coetáneo a la celebración del acto
cuya nulidad se pide y debe mantener actualidad al momento de interponerse la demanda.
Por ello, por ejemplo, un acreedor cuyo crédito sea posterior al acto de disposición de bienes
del deudor no podría demandar la nulidad porque su interés (en reintegrar los bienes
enajenados) nació con posterioridad a la celebración del acto. A la inversa, el acreedor que
tiene un crédito cuya causa es anterior al acto de disposición afectado del vicio de nulidad, no
podría pedir la nulidad si ya su crédito se ha extinguido (por pago u otros medios
equivalentes), ya que su interés, aunque coetáneo a la celebración del acto, no tiene
actualidad al momento en que se interpone la acción.
Hay autores que piensan que bastaría un interés moral por las finalidades que cumple la
nulidad absoluta. A nuestro juicio, ello sería lo mismo que no exigir un interés propio del
tercero e identificaría las razones de la legitimación de éste con las del ministerio público, que
sí puede proceder "en el interés de la moral o de la ley" (art. 1683 CC). Por regla general,
debe exigirse que el interés sea patrimonial (aunque no incumba al juez entrar a evaluar si le
conviene al tercero la nulidad solicitada), pero puede haber casos en los que basta un interés
extrapatrimonial, siempre que sea personal, jurídico (no meramente moral) y cierto.
No concordamos con ninguna de estas dos soluciones, y pensamos que las legítimas
deberán defenderse mediante los instrumentos que la ley da para ello. En último caso,
procedería la acción de simulación o de nulidad de pleno derecho que no exige un interés
personal, sino meramente procesal.
c) Ministerio público
El art. 1683 dispone que la declaración de nulidad absoluta puede pedirse "por el ministerio
público en el interés de la moral o de la ley". Esta norma es razonable, ya que hay casos,
sobre todo actos nulos por objeto o causa ilícita, en los que ni las partes ni terceros estarán
interesados en pedir la declaración de nulidad y se hace necesario que un órgano estatal
represente los intereses de la sociedad y demande la nulidad.
Para que se aplique esta facultad deben darse los siguientes requisitos:
1º Proceso judicial: No puede el juez iniciar un proceso con el fin de declarar la nulidad de
un acto jurídico del que ha tomado conocimiento previamente. Debe haber un proceso judicial
provocado por iniciativa de parte y que ya esté trabada la litis. No es necesario que el proceso
haya sido iniciado para conocer la validez, cumplimiento o resolución del contrato. Tampoco
importa la naturaleza del procedimiento: ordinario, sumario, ejecutivo, ya sea en primera o en
segunda instancia. No parece, sin embargo, que proceda en juicios que por ser de urgencia o
cautelares pueden ser revisados en otro proceso: como los juicios posesorios o los originados
por el llamado recurso de protección. Discutible es si procede en los procesos no
contenciosos: por ejemplo, en una gestión judicial de concesión de posesión efectiva de una
herencia testada, ¿podría el juez declarar de oficio la nulidad del testamento? Nos parece que
la gravedad de la sanción recomienda un juicio contradictorio.
2º Acto jurídico: Entre los antecedentes del proceso debe figurar un acto o contrato. No es
necesario que conste en un instrumento y podría también, aunque es más difícil, tratarse de
un contrato consensual (si se prueba por los medios pertinentes). Tampoco es requerido que
el acto o contrato haya sido invocado por alguna de las partes como fundamento de sus
pretensiones. Basta que se trate de un acto jurídico que integre los antecedentes del proceso
judicial a la luz de los cuales el juez deberá dictar sentencia.
3º Notoriedad del vicio: La nulidad absoluta debe ser "manifiesta", es decir, que no requiera
ninguna prueba y quede patente con solo examinar el acto o contrato.
4º Autosuficiencia: La nulidad debe ser manifiesta por el solo examen del acto o contrato y
no con relación a otros antecedentes o pruebas externas a dicho acto. Así, por ejemplo, un
contrato por el que un marido vende un bien raíz a su mujer en cuya escritura consta que no
están separados judicialmente podrá ser declarado nulo por aparecer manifiesta en el acto la
nulidad absoluta (cfr. art. 1796 CC). En cambio, si en la escritura de venta sólo aparece el
nombre del varón que vende y el de la mujer que compra y nada se dice sobre que haya
matrimonio entre ellos, el juez no podrá declarar la nulidad absoluta del contrato aunque en el
proceso esté acreditado que ambos son cónyuges, por ejemplo, mediante un certificado de
matrimonio acompañado a los autos.
4. Legitimación pasiva
Si quien ejerce la acción de nulidad absoluta es una de las partes del acto o contrato,
deberá demandar a la otra parte. Si esta parte está compuesta por varias personas, debiera
emplazarse a todas, es decir, estaremos ante un litisconsorcio pasivo necesario. Esto por
cuanto no se aplica la norma del art. 1690, que permite la divisibilidad de la acción, pero sólo
cuando se trata de pluralidad de demandantes, no de demandados.
b) Si el demandante es un tercero
Si quien demanda es un tercero que no ha sido parte del acto, también deberá demandar a
todas las personas que sí lo han sido y no podrá accionar contra unas y no contra otras.
Nuevamente, hemos de interpretar a contrario sensu la regla excepcional del art. 1690 para
concluir que estaremos frente a un litisconsorcio pasivo necesario.
El art. 1683 dispone que la nulidad absoluta "no puede sanearse por la ratificación de las
partes". No se admite así la confirmación del acto absolutamente nulo, ni aunque se remedien
sus defectos originarios: por ejemplo, si se levanta el embargo de la cosa enajenada o si
recupera la razón el demente. Necesariamente, si las partes quieren perseverar en el acto,
deberán realizarlo nuevamente, pero sus efectos no podrán retrotraerse a la fecha del acto
que se declaró nulo.
Pero la nulidad absoluta puede sanearse por el transcurso de un tiempo: el mismo art. 1683
señala que "no puede sanearse... ni por un lapso de tiempo que no pase de diez años".
Originalmente este plazo era de treinta años, pero la ley Nº 16.952, de 1968 lo redujo a diez.
Sin embargo, esta conclusión es contraria al mandato legal que claramente señala que el
plazo, tanto para la nulidad absoluta como para la nulidad relativa, es una forma de
saneamiento del acto (arts. 1683 y 1684 CC). No parece posible, entonces, limitar su función a
una mera extinción de la acción de nulidad que dejaría en vigor la excepción. Para remediar la
situación de un posible demandado por un acto cuya nulidad se ha saneado por el transcurso
de diez años, pueden utilizarse otras defensas, como la prescripción extintiva de la acción de
cumplimiento (o resolutoria), o la prescripción adquisitiva de las cosas entregadas en virtud del
título nulo. Igualmente debe tenerse en cuenta que si, como hacemos nosotros, se acepta la
nulidad de pleno derecho, en los casos en los que ésta se da no habrá problemas en que el
demandado se excepcione alegando esa nulidad en cualquier tiempo, ya que ella no puede
sanearse.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: BARAONA GONZÁLEZ, Jorge, "La nulidad absoluta: ¿opera de pleno derecho?" en
Martinic Galetovic, M. D. y Tapia Rodríguez, M. (coordinadores), Sesquicentenario del Código Civil de Andrés
Bello. Presente pasado y futuro de la codificación, LexisNexis, Santiago, 2005, t. I, pp. 789-802; BRAIN
RIOJA, Héctor, "¿El heredero del que ejecutó el acto o celebró el contrato sabiendo o debiendo saber el vicio
que lo invalidaba, puede alegar la nulidad absoluta de ese acto o contrato?", en Revista de
Derecho (Universidad de Concepción) 39-40, 1942, pp. 461-467; LÓPEZ SANTA MARÍA, Jorge, "¿Tiene interés
para alegar la nulidad absoluta de unas compraventas el hijo mayor que, basado en la demencia del
vendedor, acciona contra sus padres y hermanas?", en RDJ, t. 86, sec. Derecho, pp. 7-16; LARRAÍN RÍOS,
Hernán, "Excepción del artículo 1683 del C. Civil relativa a personas que pueden solicitar la nulidad absoluta",
en Revista de Derecho (Universidad Austral de Chile) 4, 1993, pp. 67-72; VARAS BRAUN, Juan Andrés, "El
interés exigido para impetrar la nulidad absoluta en el Código Civil", en Actualidad Jurídica 9, 2004, pp. 197-
206; CONCHA MACHUCA, Ricardo, "El juez puede declarar de oficio la nulidad absoluta aun transcurridos diez
años desde la celebración del contrato", Departamento de Derecho Privado Universidad de Concepción
(edit.), Estudios de Derecho Civil XI, Thomson Reuters, Santiago, 2016, pp. 527-539.
1. Concepto
Podemos definir la nulidad relativa diciendo que es aquella ineficacia originaria, declarable
judicialmente, que tiene lugar cuando en el acto o contrato se ha omitido algún requisito que la
ley prescribe para su valor, en consideración a la calidad o estado de las personas que los
ejecutan o celebran (arts. 1681 y 1682 CC).
En la nulidad relativa, la ley busca proteger a ciertas personas que están en estado o
calidad que podríamos llamar de vulnerabilidad y por lo cual es posible que sean lesionadas
en sus intereses por un acto, que por ello se torna abusivo.
2. Causales
Las causales de nulidad relativa se obtienen por exclusión de las causales de nulidad
absoluta y por la regla general sobre la omisión de requisitos o formalidades exigidos en
atención al estado o calidad de las personas.
1º) Los vicios de la voluntad o consentimiento, con exclusión de la fuerza absoluta, pero con
inclusión del caso de error esencial y de lesión del art. 1234, que hemos asimilado al error.
2º) La incapacidad relativa cuando no ha sido subsanada por las formalidades habilitantes
que establece la ley para ello.
3º) Toda otra omisión de requisitos o formalidades exigidos en atención al estado o calidad
de las partes. En esta categoría queda la nulidad relativa que afecta a los actos realizados por
un cónyuge sin la autorización del otro o sin autorización judicial en relación a los bienes
sociales o propios de la mujer en el régimen de sociedad conyugal (art. 1757 CC).
Respecto de los actos realizados por personas relativamente incapaces (menores adultos e
interdictos por disipación), es necesario precisar que si el incapaz actúa mediante la
representación o autorización de su representante legal (padre o madre que ejerce la patria
potestad, tutor o curador) y se cumple con las exigencias específicas que se hacen para
ciertos actos más importantes, el acto es plenamente válido, sin que se pueda alegar que aun
así el incapaz resultó lesionado o perjudicado en sus intereses. Tomando en cuenta que
desde el derecho romano existía una acción que el pretor podía conceder para anular un acto
en principio válido que podía perjudicar injustamente a una persona, por ejemplo, por su
inexperiencia o inmadurez y que, por su efecto restitutorio, se le llamaba restitutio in integrum,
el Código Civil prefirió dejar una norma expresa para denegar su procedencia: "Los actos y
contratos de los incapaces en que no se ha faltado a las formalidades y requisitos necesarios,
no podrán declararse nulos ni rescindirse, sino por las causas en que gozarán de este
beneficio las personas que administran libremente sus bienes" (art. 1686 CC). Es decir, no
pueden alegar la incapacidad relativa, sino las demás causas que proceden para todas las
personas: por ejemplo, el error o el dolo. Bello estimó esto un cambio tan importante como
para justificar su adopción en el Mensaje del Código Civil, donde se sostiene que "La novedad
de mayor bulto que en esta parte hallaréis, es la abolición del privilegio de los menores y de
otras personas naturales y jurídicas, asimiladas a ellos, para ser restituidos in integrum contra
sus actos y contratos. Se ha mirado semejante privilegio no sólo como perniciosísimo al
crédito sino como contrario al verdadero interés de los mismos privilegiados".
Otra acotación cabe hacer en relación con los actos de los relativamente incapaces, y es
que no siempre la falta de las formalidades requeridas da lugar a la nulidad relativa, ya que en
ocasiones la ley declara procedente una sanción diversa. Así, tratándose de un menor adulto
sujeto a patria potestad, los actos que ejecute sin la autorización del padre o madre son
válidos, pero sólo le obligan si cuenta con un peculio profesional o industrial, y si se trata de
contraer préstamos de dinero a interés o comprar al fiado y no hay autorización escrita de su
padre o madre, le obligan en sus bienes, aunque no sean del peculio profesional o industrial,
pero sólo hasta concurrencia del beneficio que haya reportado del acto (art. 260 CC). En
ambos casos, la sanción no es la nulidad, sino la inoponibilidad total o parcial del acto en favor
del menor.
3. Legitimación activa
a) Beneficiados. Excepción
En principio, los únicos que pueden alegar la nulidad relativa son aquellas personas para
cuya protección se estableció dicha invalidez, sean o no parte del acto jurídico. El art. 1684 del
Código Civil indica que "la nulidad relativa no puede ser declarada por el juez sino a
pedimento de parte; ni puede pedirse su declaración por el ministerio público en el solo interés
de la ley; ni puede alegarse sino por aquellos en cuyo beneficio la han establecido las
leyes...".
La locución del Código suele dar problemas a los alumnos, que tienden a responder que
son titulares de la acción los "beneficiados por las leyes" o los "beneficiados por la nulidad
establecida por las leyes", todas ellas formulaciones incorrectas. La expresión se hace más
clara si se explicita a quién alude el pronombre "la" que usó Bello para evitar la reiteración de
la palabra "nulidad". Tenemos, entonces, que la frase puede leerse así: la nulidad relativa
puede alegarse "por aquellos en cuyo beneficio las leyes han establecido dicha nulidad".
De esta manera, tratándose de vicios del consentimiento, la persona que padeció el error, la
fuerza o el dolo, es la legitimada para pedir la nulidad relativa del acto. En caso de
incapacidad, serán los incapaces relativos, cuando alcancen la capacidad o actúen con las
formalidades exigidas, los únicos que pueden alegar la nulidad relativa. Tratándose de estas
causales, la legitimación corresponderá siempre a una de las partes del acto o contrato.
El principio nemo auditur vuelve a tener aplicación para impedir la invocación de la nulidad
relativa, esta vez en contra del incapaz que actuó con dolo para inducir al acto o contrato. En
este caso, la sanción se extiende a los herederos y cesionarios, porque así lo establece
expresamente el Código: "Si de parte del incapaz ha habido dolo para inducir al acto o
contrato, ni él ni sus herederos o cesionarios podrán alegar nulidad" (art. 1685 CC).
Sin embargo, se aclara que la simple aserción de mayor edad o de no existir la interdicción
u otra causa de incapacidad, no se entiende dolo para estos efectos y por tanto no inhabilita al
incapaz para obtener el pronunciamiento de nulidad (art. 1685 CC). De este modo, si un
menor adulto sujeto a guarda dice que ya cumplió la mayoría de edad, cuando en realidad
tiene 17 años, esa simple mentira no es considerada un acto doloso que lo inhabilite para
pedir la nulidad. Se estima que quien contrató con él no fue diligente para cerciorarse sobre la
edad del menor mediante la exhibición de algún documento, como la cédula de identidad.
Pero si el menor no sólo afirma que ya cumplió la mayoría de edad, sino que exhibe una
cédula de identidad con la fecha de nacimiento adulterada, ya habrá dolo que le impedirá
alegar la nulidad como sanción a su comportamiento, ya no sólo mentiroso, sino fraudulento.
b) Herederos
El art. 1684 menciona expresamente como legitimados para pedir la nulidad relativa a los
herederos de la persona en cuyo beneficio la han establecido por las leyes. Es decir, si esta
última ha fallecido, podrán pedir la nulidad sus herederos, ya sea testamentarios o abintestato.
La mención expresa en el precepto ha llevado a estimar que en este caso los herederos no
adquieren este derecho por transmisión del derecho que había tenido el causante, como
sucede en el caso de la nulidad absoluta, sino que son llamados directamente por la ley y
gozan, por tanto, de una legitimación propia y personal, no derivada. Con lo cual, los
herederos tendrían una doble legitimación: la del derecho a pedir la nulidad de su causante,
que les ha sido transmitido, y la que emana directamente de la ley. No vemos la utilidad de
hacer esta distinción.
Pensamos, por nuestra parte, que los herederos están habilitados para pedir la nulidad
relativa por ser los sucesores de los derechos y las obligaciones de su causante y no por un
llamado directo de la ley. La alusión expresa que se hace a ellos en el art. 1684 se explica por
cuanto podría haberse dudado si el derecho a pedir la nulidad relativa era o no transmisible
por causa de muerte, puesto que, estando ligado a la calidad o estado de la persona, podría
haberse entendido que por ser personalísimo no se transmitía. La ley zanjó la posible
discusión disponiendo expresamente la transmisibilidad del derecho y colocando entre los
legitimados activos a los herederos.
c) Cesionarios
Los cesionarios son aquellos que han adquirido los derechos de quien fue parte del contrato
afectado por nulidad absoluta por un acto de transferencia entre vivos, al que se le da el
nombre de cesión. En este caso, el cedente es la parte del acto o contrato que tenía derecho
a alegar la nulidad y el cesionario la persona a la que se transfieren sus derechos derivados
del contrato. Entendemos que lo cedido debe ser o el contrato mismo (en caso de aceptarse la
cesión de contrato) o los derechos derivados de él (se tratará de un caso de cesión de
créditos o derechos personales).
No parece posible que se ceda el solo derecho a pedir la nulidad, ya que ello se confundiría
con un mandato por el cual la parte legitimada le encarga a otro reclamar la nulidad a su
nombre. El cesionario en este caso no tendría interés alguno en reclamar la nulidad, de la cual
no resultará beneficiado.
Por ello, pensamos que, cuando la legitimación para pedir la nulidad corresponde a un
tercero, no es posible que actúen cesionarios, ya que el tercero no puede ceder ni el contrato
ni los derechos derivados de él. El art. 1757, cuando da derecho a la mujer, sus herederos o
cesionarios a pedir la nulidad relativa de un acto jurídico celebrado por el marido con otra
persona, incurre en error al mencionar a cesionarios de la mujer, ya que ésta no es parte del
acto o contrato y nada puede ceder.
4. Legitimación pasiva
Si la nulidad relativa se ejerce por la vía de acción, los legitimados pasivos deberán ser
todas las personas que han sido partes del acto o contrato. Se produce nuevamente un
litisconsorcio pasivo necesario. Esto se impondrá tanto si la acción la interpone una de las
partes del acto anulable como si lo hace un tercero legitimado para pedir la nulidad relativa.
En caso de que la nulidad se alegue por vía de excepción, el legitimado pasivo no puede
ser otro que el demandante que ha ejercido la acción que se intenta neutralizar con la
excepción de nulidad.
El plazo se cuenta, por regla general, desde la celebración del acto o contrato. Pero esto
tiene dos excepciones: si se trata de fuerza o de incapacidad, el plazo se cuenta desde que
haya cesado la fuerza o la incapacidad (art. 1691.2 y 3 CC).
Este plazo puede variar si fallece la persona que estaba legitimada para pedir la nulidad y
transmite ese derecho a sus herederos. Si el cuadrienio no había empezado a correr, el plazo
será de cuatro años desde la muerte del causante; si ya había empezado a correr cuando
murió el causante, entonces los herederos gozan del "residuo", es decir, del tiempo que
faltaba para completar los cuatro años (art. 1692.1 CC).
Si entre los herederos hay menores de edad, el Código los favorece y suspende el plazo
hasta que lleguen a la mayoría de edad: "A los herederos menores empieza a correr el
cuadrienio o su residuo, desde que hubieren llegado a edad mayor" (art. 1692.2 CC). Como
esto podría alargar en demasía el plazo —supóngase que el heredero es un hijo que a la
muerte del padre tiene apenas un año: habría que esperar 17 años para que comenzara a
correr el plazo para pedir la nulidad, con lo cual quedaría en riesgo la seguridad jurídica y la
estabilidad de los negocios— el Código señala que en este caso "no se podrá pedir la
declaración de nulidad pasados diez años desde la celebración del acto o contrato" (art.
1692.3 CC).
Para algunos, la limitación de los diez años sólo se aplica a los herederos menores y
siempre que no sea más beneficioso para ellos acogerse a la regla de los herederos mayores
de edad. Para otros, la limitación de los diez años se da tanto para los herederos mayores
como para los menores. Finalmente, hay quienes sostienen que debe aplicarse a todos los
casos de nulidad relativa, porque sería absurdo que la acción de nulidad relativa durara más
tiempo (por ejemplo, en caso de incapacidad) que la de acción de nulidad absoluta que se
extingue a los diez años desde la celebración del acto. Esta tercera posición es la que nos
parece más razonable, aunque concedemos que el tenor literal del inciso tercero del art. 1692
no la favorece.
El art. 1684 dispone que la nulidad relativa "puede sanearse... por la ratificación de las
partes". La doctrina ha querido distinguir este acto jurídico de la ratificación del mandante
respecto de actos realizados por un falso mandatario o un mandatario que se excede de sus
facultades, así como de aquellos que tienen por fin aprobar actos que han sido realizados sin
poder de disposición de una cosa. Para ello denomina esta especial ratificación como
"confirmación" del acto nulo relativamente.
b) Caracteres
3º Puede ser subjetivamente simple o complejo: El autor de la confirmación puede ser una
sola persona (acto subjetivamente simple) o varias personas (subjetivamente complejo). Así,
por ejemplo, si los compradores que incurrieron en error son tres, la confirmación podrá
hacerse con intervención de esas tres personas, que podían alegar la nulidad relativa de la
compraventa.
c) Clases
i) Expresa y tácita
El art. 1693 nos señala que la confirmación "puede ser expresa o tácita". La
confirmación expresa es aquella que se hace mediante el uso del lenguaje, ya sea verbal,
escrito o gestual (señas). Respecto de la confirmación tácita, el Código afirma que "es la
ejecución voluntaria de la obligación contratada" (art. 1695 CC). Como se observará, el
Código se pone en el caso de un contrato que ha producido obligaciones para la parte que
tiene derecho a alegar la nulidad relativa, por ejemplo, alguien que ha padecido del vicio de
fuerza o dolo. En principio, esta persona podría negarse a cumplir la obligación y si fuera
demandada de cumplimiento, podría oponer la excepción de nulidad relativa. Pero si, en vez
de resistirse a cumplir, ejecuta la obligación voluntariamente, aunque no diga nada ni
verbalmente ni por escrito, el Código entiende que ha manifestado su voluntad de sanear el
acto por medio de una confirmación tácita. Como el texto de la norma no distingue, puede
haber confirmación tácita ya sea que la ejecución sea total o solamente parcial.
Pero ¿qué sucede si quien cumple la obligación no sabía que se trataba de un acto nulo y
pensaba que estaba en el deber jurídico de cumplir? La respuesta a esta cuestión dice
relación con cómo se debe entender la expresión "voluntaria". Si quiere decir que procedió sin
coacción, con voluntad de cumplir con lo que creía era su obligación, entonces en el caso
habría confirmación y saneamiento del acto. En cambio, si "voluntaria" se entiende en el
sentido específico de "con conocimiento de causa", "a sabiendas", "conscientemente", es
decir, sabiendo que podía no cumplir por tratarse de un acto con un vicio de nulidad, entonces
la respuesta debe ser negativa. La mayor parte de la doctrina piensa que esta última es la
interpretación correcta y, por nuestra parte, nos adherimos a ella, ya que sin conocimiento de
la nulidad no podría haber manifestación de voluntad (expresa o tácita) de convalidar el acto, y
si no existe esta voluntad, tampoco puede haber confirmación. No es necesario, sin embargo,
que se conozca con detalle el vicio de nulidad y qué tipo de nulidad es la que padece el acto;
la voluntad de confirmar se satisface con una conciencia básica de que el acto tiene alguna
irregularidad que podría significar su ineficacia.
Ahora bien, si la ejecución se realizó sin coacción, debe presumirse que se hizo con
conciencia de la nulidad y la carga de probar lo contrario recaerá en quien alega que lo hizo
sin conocer la irregularidad del acto.
También se pregunta si la disposición del art. 1695 es taxativa o a título ejemplar, es decir,
si el Código Civil sólo admite como confirmación tácita la ejecución voluntaria de la obligación
de modo que quedarían excluidas otras formas de manifestación tácita de la voluntad de
confirmar, o, si por el contrario, sólo se pretendió mencionar uno de los posibles casos en los
que puede tener lugar la confirmación tácita sin excluir la posibilidad de que otras conductas
puedan revelar también la voluntad de sanear el acto. La doctrina nacional, en general, se ha
alineado con esta última posición y, en verdad, no se ve cómo podría el Código haberse
cerrado a la posibilidad de otras formas de ratificación tácita si el caso que pone en el art.
1695 se refiere sólo a un tipo de acto jurídico: el contrato.
La confirmación tácita, por el contrario, por su misma naturaleza nunca estará sujeta a
solemnidades.
Respecto del vicio de nulidad relativa, la confirmación sólo puede ser total. No podría
confirmarse el acto sólo en cuanto a un aspecto u otro del mismo. Pero si la nulidad es parcial,
la confirmación, aunque total en sí misma, sólo tendrá efectos sobre la parte del acto que
sufría de nulidad relativa.
Más problemas puede suscitar el caso en que la persona que confirma lo hace sólo
respecto de uno de los vicios que afectan al acto, pero no de otros. Por ejemplo, si se
confirma por el vicio del error, pero después se alega que es nulo por dolo proveniente de la
otra parte, ¿debe entenderse saneado el acto de toda nulidad o sólo respecto del vicio que se
mencionó en la confirmación? La cuestión es compleja, ya que si se señala que la
confirmación sólo afecta al vicio mencionado en ella y no a otros que podían alegarse en favor
del confirmante, la confirmación no habrá producido su efecto típico, que es el de sanear el
acto.
1º Nulidad relativa del acto confirmado: La confirmación debe referirse a un acto que sufre
de nulidad relativa. No es procedente la confirmación de una nulidad de pleno derecho ni de
una nulidad absoluta.
2º Autoría: La confirmación debe emanar de quien tenga el derecho de alegar la nulidad: "Ni
la ratificación expresa ni la tácita serán válidas, si no emanan de la parte o partes que tienen
derecho de alegar la nulidad" (art. 1696 CC).
e) Efectos
Se afirma que la confirmación tiene eficacia retroactiva, porque el acto confirmado produce
todos sus efectos desde la fecha en que se celebró y no sólo desde que fue confirmado en
adelante. Frente a ello, se ha hecho ver que, en realidad, lo que hace la confirmación es
consolidar la situación de validez de que ya gozaba el acto relativamente nulo. Nos parece
que ambas formas de entender la cuestión son legítimas, y no advertimos que haya
diferencias desde el punto de vista práctico entre asumir una u otra.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: GUIÑEZ C., Miguel Luis, "De la prescripción de la acción rescisoria", en Revista de
Derecho (Universidad de Concepción) 3, 1933, pp. 25-37; CARMONA PERALTA, Juan de Dios, La confirmación y
la ratificación de los actos jurídicos, Nascimento, Santiago, 1943; BARAONA GONZÁLEZ, Jorge, "Nulidad; ¿por
qué relativa?", en Corral Talciani, Hernán y Rodríguez Pinto, María Sara (coords.), Estudios de Derecho
Civil II, LexisNexis, 2007 pp. 539-548.
VII. EFECTOS DE LA NULIDAD DE PLENO DERECHO
1. Regla general
La nulidad de pleno derecho produce sus efectos sin necesidad de una declaración judicial.
El acto no goza de una presunción de regularidad o validez, sin perjuicio de que puedan
configurarse los supuestos de protección de la apariencia, según las circunstancias fácticas
que rodean el acto plenamente nulo.
De esta manera, tanto las partes como los terceros están autorizados para obrar como
prescindiendo totalmente del acto plenamente nulo.
A pesar de que el acto plenamente nulo no requiere declaración judicial, puede ser útil
recurrir a la justicia para que constante esa nulidad. Esto puede ser necesario por razones de
seguridad o certeza jurídica o porque en virtud del acto plenamente nulo se han realizado
prestaciones de una parte en favor de la otra, que ahora se desean reclamar, o porque se han
causado perjuicios cuya indemnización se pretende obtener.
En el primer supuesto, es decir, cuando se requiere al juez que constate la nulidad de pleno
derecho de un acto sólo por razones de seguridad jurídica, la sentencia será de aquellas
llamadas "declarativas de mera certeza".
3. Restituciones e indemnizaciones
Si se han ejecutado prestaciones, ya sea de una parte en favor de la otra o de ambas entre
sí (recíprocas), se deberá solicitar expresamente su restitución, mediante la acción real
respectiva (reivindicatoria, publiciana o posesoria). No bastará la mera declaración de la
nulidad de pleno derecho, porque esta nulidad no lleva aparejadas las restituciones mutuas
como sucede con la nulidad absoluta y relativa.
En verdad, lo que debiera solicitarse en primer lugar es la restitución de lo entregado, y sólo
como fundamento debiera alegarse que se trata de un pago no debido, ya que el acto que
justificó la entrega es nulo de pleno derecho.
En relación con frutos, mejoras y deterioros, se aplicarán las normas de las prestaciones
mutuas de la acción reivindicatoria (arts. 904-915 CC), ya que ellas son el derecho común en
materia de restituciones.
No procederán las limitaciones a las restituciones fundadas en el objeto o causa ilícita (art.
1468 CC) ni en la incapacidad (art. 1688 CC), ya que ellas están claramente concebidas para
la nulidad judicialmente declarada. Sí procede, en cambio, el derecho del poseedor de buena
fe a retener los frutos (art. 907 CC), en atención a que se trata de una regla del derecho
común de las restituciones.
Si una de las partes alega que la otra le causó perjuicios podrá pedirse su reparación, pero
en tal caso la demanda deberá fundarse en un delito o cuasidelito civil, para el cual el acto
nulo de pleno derecho ha servido de medio o instrumento. También aquí la nulidad de pleno
derecho es más el fundamento que la petición principal de la demanda, la que deberá
ajustarse a las reglas de la responsabilidad extracontractual.
4. Prescripción
La parte que ha recibido alguna cosa en virtud del acto plenamente nulo podrá alegar la
prescripción adquisitiva siempre que se cumplan los requisitos propios de esta institución. Es
cierto que no se aplicará la posesión irregular fundada en un título que adolece de un vicio de
nulidad como prevé el art. 704 Nº 3, pero esto no obstará a que se invoque la prescripción
extraordinaria, porque el art. 2510 Nº 1 señala que para que ésta opere "no es necesario título
alguno".
La nulidad de pleno derecho produce respecto de terceros los mismos efectos que para las
partes, es decir, no se necesita declaración judicial para hacer oponible la ineficacia plena del
acto ante terceros que aleguen derechos o beneficios jurídicos derivados del mismo. El caso
más frecuente será el de un tercero adquirente de una cosa entregada a una de las partes en
virtud de un acto plenamente nulo. El propietario podrá reivindicar la cosa y pedir que se
constate la nulidad de pleno derecho del acto por el cual entregó la cosa a la otra parte. No
necesita demandar previa o simultáneamente a la contraparte, pudiendo dirigir su acción
directamente contra el tercero.
Este tercer adquirente podrá defenderse haciendo valer la prescripción adquisitiva, la que
en estos casos podrá ser ordinaria, ya que ahora el título que se tendrá en cuenta no será el
acto nulo de pleno derecho, sino el contrato celebrado entre la parte de aquél y el tercero. Ese
título puede ser justo y el tercero estar de buena fe, requisitos que le permitirán adquirir por
prescripción ordinaria (dos y cinco años según la naturaleza de los bienes).
Los efectos de la nulidad que necesita declaración judicial, esto es, la absoluta y relativa,
son los mismos. La regla general está prevista en el art. 1687, según el cual "La nulidad
pronunciada en sentencia judicial que tiene la fuerza de cosa juzgada, da a las partes derecho
para ser restituidas al mismo estado en que se hallarían si no hubiese existido el acto o
contrato nulo".
Se habla así del efecto retroactivo de la sentencia de nulidad, por el cual se intenta reponer
la situación de las partes tal como era antes de que se celebrara el acto que se declara nulo.
Sin embargo, este mecanismo sólo se aplica cuando realmente interesa a las partes volver
a ese estado, ya que, de otro modo, saldrían menoscabados sus intereses. Pero cuando esto
no es necesario, la nulidad producirá efectos ex nunc, es decir, desde el momento en que se
dicta la sentencia.
Es lo que sucede cuando las obligaciones que derivan del acto o contrato nulo no se han
ejecutado y se encuentran pendientes. En tal supuesto, la nulidad no necesita tener efecto
retroactivo, por lo que el Código Civil estima que la sentencia de nulidad opera como un modo
de extinción de las obligaciones. El art. 1567 señala que las obligaciones se extinguen en todo
o en parte: "8º. Por la declaración de nulidad...". Pero hay que tener en cuenta que la
obligación civil extinguida por la nulidad puede valer como natural en casos de incapacidad y
de falta de solemnidades (art. 1470.1 y 3 CC).
Otro caso en el que la nulidad no opera con efecto retroactivo es el de los contratos de
tracto sucesivo, como el arrendamiento. No es que no pueda "restituirse" el valor del goce de
la cosa arrendada, sino que es innecesario hacerlo, porque ese valor se compensa con las
rentas ya pagadas.
Pero si en un acto que no es de tracto sucesivo las obligaciones han sido ejecutadas, al
menos parcialmente, por ambas o alguna de las partes, entonces será necesario para cumplir
con la regla del art. 1687 del Código Civil proceder a las restituciones que correspondan, que
están inspiradas en la eficacia retroactiva de la nulidad.
2. Restituciones y excepciones
En las restituciones mutuas que se deban hacer las partes por efecto de la declaración
judicial de la nulidad, se aplicarán lo que el art. 1687.2 llama "las reglas generales": "En las
restituciones mutuas... será cada cual responsable de la pérdida de las especies o de su
deterioro, de los intereses y frutos, y del abono de las mejoras necesarias, útiles o
voluptuarias, tomándose en consideración los casos fortuitos y la posesión de buena o mala fe
de las partes; todo ello según las reglas generales..." (art. 1687.2 CC).
La doctrina y la jurisprudencia son unánimes en cuanto a que las "reglas generales" a que
alude el precepto citado son aquellas que se contienen en el § 4 del título XII del libro II, arts.
904 a 915, y que se refieren a las "prestaciones mutuas" que deben hacerse entre sí el
reivindicante vencedor y el poseedor vencido. Éste es el derecho común en materia de
restituciones.
Las restituciones que deben hacerse las partes tienen tres limitaciones:
1º Caso de objeto o causa ilícita: El que a sabiendas (con conocimiento tanto de los hechos
como del derecho) ha dado o pagado alguna cosa por un contrato que es absolutamente nulo
por objeto o causa ilícita, es sancionado con la privación del derecho a reclamar la repetición
de esa cosa (art. 1468 CC). Si ambas partes incurrieron en esta conducta reprochable, la
nulidad no producirá sus efectos restitutorios.
2º Caso de contratación con un incapaz: Como una forma de proteger a la persona incapaz,
el Código Civil limita su obligación de restituir lo que haya recibido por el acto o contrato nulo.
Por eso, se dispone que si se declara nulo (de nulidad absoluta o relativa) un contrato
celebrado por un incapaz sin los requisitos exigidos por la ley, el que contrató éste no podrá
pedir restitución o reembolso de lo que gastó o pagó en virtud del contrato, "sino en cuanto
probare haberse hecho más rica con ello la persona incapaz" (art. 1688.1 CC).
Enseguida, el Código Civil nos aclara cuándo se entiende que el incapaz se ha hecho más
rico y ofrece dos alternativas: si las cosas pagadas o adquiridas por medio de ellas le han sido
necesarias o si no le han sido necesarias. Si le han sido necesarias (por ejemplo, con ellas
adquirió alimentos o medicinas), se entenderá que sí se ha hecho más rico en el valor en que
le hubieren sido necesarias. Si las cosas no le han sido necesarias, se entiende que se ha
hecho más rico sólo si las cosas subsisten y se quisiere retenerlas (art. 1688.2 CC). En
realidad, bastará que las cosas (originales o adquiridas) subsistan en su patrimonio, porque se
da por supuesto que quiere retenerlas si ha tenido que demandarse la restitución
judicialmente. En suma, no tiene que restituir el incapaz que ya no tiene las cosas, porque se
destruyeron, se consumieron o se gastaron para satisfacer gustos o lujos y no para cubrir
necesidades reales del incapaz. Por ejemplo, si el incapaz vendió el auto que se le entregó en
virtud del contrato nulo y el precio lo gastó en viajes al Caribe.
3º Caso del poseedor de buena fe: Por aplicación de las reglas generales de las
restituciones, si la parte que recibió una cosa en virtud del acto o contrato declarado nulo
estaba de buena fe al momento de percibir los frutos, en homenaje a esa buena fe la ley le
permite quedarse con dichos frutos y no restituirlos a la otra parte (arts. 907.3 y 913 CC).
Algunos autores añaden como excepción a la obligación de restituir el supuesto por el cual
la parte que recibe la cosa cumple con los requisitos para adquirir su dominio por prescripción
adquisitiva. Se razona sobre la base de que la eficacia restitutoria de la nulidad se identifica
con una acción reivindicatoria contra la cual el poseedor puede defenderse alegando la
prescripción adquisitiva, si bien siempre deberá tratarse de la prescripción adquisitiva
extraordinaria, ya que la posesión será irregular al fundarse en un título injusto por sufrir de un
vicio de nulidad. Podría pensarse que la cuestión no tiene interés práctico, ya que si se
necesitan diez años continuos de posesión para que el demandado pueda alegar la
prescripción extraordinaria, estará ya cumplido el plazo mayor para alegar la nulidad judicial,
que es justamente de diez años, máxime si la entrega de la cosa se hizo con posterioridad al
acto o contrato. Por lo tanto, el demandado no necesitará alegar la prescripción, ya que el acto
se habrá saneado por el lapso del tiempo.
Sin embargo, puede haber supuestos en los que el plazo para pedir la nulidad sea mayor
que el de la prescripción extraordinaria, que pueden darse cuando el inicio del plazo para
pedir la nulidad no comienza a correr desde la fecha del acto o contrato, como sucede para la
nulidad relativa por vicio de fuerza o por incapacidad. De esta forma, si un incapaz tarda siete
años desde el acto en salir de su incapacidad, tiene cuatro años para pedir la nulidad. Pero si
la pide al undécimo año, la contraparte podría alegar prescripción adquisitiva extraordinaria
probando que desde que adquirió la posesión han transcurrido diez años. Lo mismo podría
suceder si el vicio de fuerza cesa después de varios años. Esto sobre la base de no aplicarse
el art. 1692, inciso final, que señala un plazo máximo de 10 años.
Se trata en todo caso de supuestos que raramente pueden suceder. Aun así, pensamos que
no puede alegarse la prescripción adquisitiva entre las partes de un contrato que se declara
nulo. El efecto restitutorio es inherente a la nulidad y no una acción reivindicatoria contra la
cual podría proceder la defensa de la prescripción. Cosa diferente sucede, en cambio, cuando
la cosa ha sido entregada por una de las partes de un contrato nulo a un tercero. Allí la ley sí
concede acción reivindicatoria al dueño para demandar al tercer adquirente, y claramente éste
podrá alegar la prescripción y, esta vez, incluso la prescripción ordinaria si cumple con sus
requisitos.
Aunque el art. 1687 se pone en el caso en el que la nulidad haya sido demandada por una
de las partes, no parece haber dificultades para que el efecto restitutorio sea reclamado por el
tercero legitimado para reclamar dicha nulidad, aunque la respectiva parte no se interese por
él. Así, el acreedor que obtiene la nulidad del acto de enajenación de la cosa embargada
podrá solicitar que la cosa regrese al patrimonio del deudor enajenante, aunque éste no desee
beneficiarse de ese efecto restitutorio.
3. Indemnización de perjuicios
Si las partes han padecido perjuicios que no son reparados con las restituciones mutuas, es
lógico que sean indemnizados adicionalmente. Para ello se aplicarán las reglas de la
responsabilidad civil por delito o cuasidelito (responsabilidad extracontractual) y, por lo tanto,
habrá que acreditar, además del daño causado por la nulidad, que la otra parte actuó con dolo
o culpa, mientras la parte perjudicada obró de buena fe, confiando en la validez del acto o
contrato.
El Código contiene una norma que confirma esta afirmación. Se trata del art. 1455, que,
después de señalar que el error en la persona de la otra parte vicia el consentimiento cuando
la consideración de la persona es la causa principal del contrato, agrega que "la persona con
quien erradamente se ha contratado, tendrá derecho a ser indemnizada de los perjuicios en
que de buena fe haya incurrido por la nulidad del contrato".
Nos parece que estos supuestos de indemnización de los perjuicios sufridos por la nulidad
de un contrato no deben confundirse con el supuesto de daños provocados en las
negociaciones o tratativas previas a la celebración del contrato, lo que normalmente se
conoce como responsabilidad precontractual. En estos casos, no hay nulidad judicial del
contrato, sino más bien una inexistencia o nulidad de pleno derecho (acto incompleto). En
todo caso, las reglas de esta responsabilidad también deben ser las de la responsabilidad
extracontractual.
Se ha dicho que la indemnización de los perjuicios debe ser considerada en estos casos
como una acción autónoma e independiente de la nulidad, y que no sería otra que la de
responsabilidad extracontractual conforme con los arts. 2314 y ss. del Código Civil. Por
nuestra parte, estimamos que la indemnización de los perjuicios bien puede ser considerada
un efecto propio de la declaración de nulidad, que quedará comprendido en la regla general
del art. 1687, según la cual las partes tienen derecho a recuperar el estado que tendrían de no
haberse celebrado el acto o contrato nulo. Si esto no se logra con las restituciones mutuas,
podrán reclamarse los perjuicios, como efecto de la nulidad, aunque aplicando las reglas de la
responsabilidad extracontractual.
Esto nos indica igualmente que no se puede pretender que se indemnice lo que la parte
contratante hubiere ganado si el contrato hubiera sido válido y se hubiere cumplido
regularmente. Sólo se indemnizarán los gastos en que se ha incurrido con motivo de la
nulidad, para dejarlo en el mismo estado en que estaría si no hubiera celebrado el contrato
nulo. La doctrina diferencia, así, entre indemnización del interés positivo (la posible ganancia)
y del interés negativo (la recuperación del estado inicial previo a la celebración del contrato).
La opinión común, y que a nuestro juicio se confirma por la regla del art. 1687.1 del Código
Civil es que, en caso de nulidad, sólo se indemniza el interés negativo.
Es posible que entre el tiempo en que se celebra el acto o contrato y aquel en que queda
firme la sentencia de nulidad y se ordenan las restituciones mutuas, alguna o ambas partes
hayan enajenado la cosa o cosas en favor de un tercero, que suele llamarse adquirente,
porque adquiere el dominio o algún otro derecho real sobre esa cosa.
Así, por ejemplo, si Juan le vende su casa a Pedro, y éste se la transfiere a Diego, cuando
se declare nulo el primer contrato, Juan tendrá derecho a que la cosa le sea restituida, pero
¿tiene derecho a reclamarla de Diego o tendrá que contentarse con que Pedro le dé su valor
en dinero?
La respuesta nos la da el art. 1689 del Código, que reza: "La nulidad judicialmente
pronunciada da acción reivindicatoria contra terceros poseedores...". Esto quiere decir que,
declarada nula la venta de Juan a Pedro, cae también la transferencia del dominio por
tradición, de modo que se entiende que el propietario siempre ha sido Juan. Por tanto, cuando
Pedro entregó la casa a Diego, estaba disponiendo de una cosa ajena. Diego, por tanto, tiene
la posesión, pero no el dominio. Juan, como dueño de la cosa, puede reivindicarla de manos
de este tercer poseedor, que es Diego.
Nótese que el tercero queda sujeto a las consecuencias de la nulidad, aunque por su parte
haya habido buena fe e incluso no haya tenido ninguna noticia de la posible nulidad del
contrato por el cual Pedro habría adquirido el inmueble. Como veremos, es una solución
mucho más dura que la que el mismo Código da para el caso en que el contrato termine por
resolución, en el que se protegen los terceros de buena fe (arts. 1490 y 1491 CC).
El art. 1689, en su parte final, aclara que esta regla admite excepciones: "... sin perjuicio de
las excepciones legales".
Por tanto, la única excepción auténtica a la regla consiste en que el tercer poseedor pueda
alegar que ha adquirido el dominio por la prescripción ordinaria o extraordinaria, según los
casos. Si el tercero ha adquirido el dominio, lo habrá perdido el demandante y no podrá
reivindicar. El art. 1815, se pone en este caso al hablar de la venta de una cosa ajena, la que
declara válida sin perjuicio de los derechos del dueño de la cosa vendida (a reivindicarla),
"mientras no se extingan por el lapso de tiempo".
En principio, la parte que desea alegar la nulidad, y que sabe que la cosa cuya restitución
pretende se encuentra en manos de un tercer poseedor, debería primero demandar a la
contraparte de nulidad, y luego, con la sentencia ejecutoriada que pronuncia la nulidad, hacer
un nuevo juicio, ahora de reivindicación en contra del tercero poseedor. Pero esto, aparte de
engorroso, encierra el riesgo de que el tercero alegue que la sentencia que declaró la nulidad
no le es oponible, dado que él no fue parte del juicio en el que se dictó. Por ello, se
recomienda que en estos supuestos el demandante ejerza las dos acciones: de nulidad contra
la otra parte y de reivindicación contra el tercero, en un mismo proceso judicial, lo que resulta
admisible conforme con el art. 18 del Código de Procedimiento Civil, ya que se trata de
acciones compatibles que emanan de un mismo hecho.
El Código, en el art. 1689, sólo se refiere al derecho real de dominio, pero parece lógico que
la regla se aplique también a otras formas de enajenación, como la constitución de derechos
reales en favor de terceros, ya sea de goce (usufructo, uso, habitación, servidumbre) o de
garantía (prenda o hipoteca). En estos casos, pronunciada la nulidad, se restaura el derecho
de dominio en la persona que la tenía antes de que se celebrara el acto o contrato nulo, por lo
que lo que haya obrado la parte que tenía la cosa en virtud de dicho acto o contrato debe ser
tratado como un acto sobre cosa ajena, que no perjudica los derechos del dueño, nuevamente
sin perjuicio de que el tercero pueda alegar la prescripción adquisitiva del respectivo derecho
cuando ello sea procedente.
Debemos resaltar que este efecto de la nulidad en contra de terceros es lo que ha generado
en nuestro sistema lo que usualmente se denomina "estudio de títulos". Cuando alguien desea
adquirir una propiedad no sólo debe cerciorarse de que quien le está vendiendo la cosa la ha
adquirido de su antecesor mediante un acto o contrato válido, sino también de que éste, a su
vez, la adquirió legalmente y sin vicio, y así sucesivamente hacia atrás. La prescripción
adquisitiva, cuyo mayor plazo es de diez años, permite limitar el estudio a las transferencias
que se hayan realizado en los diez años anteriores a la que ahora se pretende. Esto
incrementa los costos de las transferencias y las garantías, y podría evitarse si la nulidad no
afectara a terceros que procedan de buena fe. Pero para ello se necesitaría una reforma legal.
En el caso anterior, la nulidad es demandada por una de las partes del acto o contrato nulo,
pero, como ya hemos visto, hay casos, tanto de nulidad absoluta como de nulidad relativa, en
que la legitimación para pedir la nulidad puede corresponder a un tercero que no fue parte del
acto o contrato. Por ejemplo, un acreedor que pide la nulidad absoluta de la enajenación
realizada por el deudor de una cosa embargada (objeto ilícito) o la mujer casada que desea
pedir la nulidad relativa de la enajenación de un bien raíz de la sociedad conyugal realizada
sin su autorización.
En estos casos, puede suceder también que la parte que recibió la cosa en virtud del
contrato que se declara nulo la haya a su vez enajenado a un tercer adquirente. En tal evento,
quien debería ejercer la acción reivindicatoria debería ser la parte que recupera el dominio en
virtud de la declaración de nulidad: por ejemplo, el deudor en el caso de la cosa embargada o
el marido en el caso de enajenación de bienes de la sociedad conyugal, pero, como fácilmente
se comprenderá, ninguno de ellos estará muy interesado en ejercer la acción reivindicatoria
contra el tercero poseedor. Así, por ejemplo, el deudor considerará que no le resulta útil dicha
reivindicación en la medida en que, si recupera la posesión del bien, le será embargado para
satisfacer sus deudas.
Atendido lo anterior, podría suceder que el tercero legitimado para pedir la nulidad viera
frustrado el objetivo práctico por el cual puede pedir la nulidad. No puede ser ésta la intención
del legislador. Por ello, se ha propuesto que, como el art. 1689 dice en forma genérica que la
nulidad "da acción reivindicatoria contra terceros poseedores", debe entenderse que no es
necesario que ejerza dicha acción la parte que recupera el dominio, sino también el tercero
que ha pedido la nulidad obrando en subrogación de la primera. Se trataría de un caso de
subrogación legal cuyo sustento normativo está dado por el art. 1689 del Código Civil.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: ALCALDE RODRÍGUEZ, Enrique, "La resolución y la nulidad y el ejercicio de la acción
reivindicatoria por terceros: dos hipótesis de subrogación", en Revista Chilena de Derecho 27, 2000, 3,
pp. 461-467; CORRAL TALCIANI, Hernán, "El ejercicio de la acción de nulidad por un tercero no contratante", en
Alejandro Guzmán Brito (edit.), Estudios de Derecho Civil III, LegalPublishing, Santiago, 2008, pp. 671-
689; RÍOS LABBÉ, Sebastián, "Nulidad por objeto o causa ilícita y restituciones. Otra vez sobre el art. 1468 del
Código Civil", Departamento de Derecho Privado Universidad de Concepción (edit.), Estudios de Derecho
Civil XI, Thomson Reuters, Santiago, 2016, pp. 787-801.
IX. NULIDAD PARCIAL Y NULIDAD INDIRECTA
1. Nulidad parcial
La nulidad parcial es aquella por la cual sólo se invalida una parte del acto o contrato,
subsistiendo la validez del resto. La regla general, nos parece, es que la nulidad de un acto
sea total, pero hay casos en los que puede admitirse la nulidad parcial.
Digamos sí que no debe confundirse la nulidad parcial con la nulidad de un acto jurídico que
consta en un mismo instrumento que otros actos jurídicos. Así, por ejemplo, si en una misma
escritura pública se convienen una compraventa y un mandato, si el vicio de nulidad afecta
sólo al mandato, lógicamente la compraventa será válida, pero estaremos ante un caso de
nulidad total, porque todo el acto jurídico (mandato) será nulo.
Tampoco hay nulidad parcial cuando la nulidad produce efectos relativos, porque sólo una
parte tiene legitimación para pedirla o porque de hecho sólo se ha solicitado respecto de
alguna de las partes y no de las demás. Como hemos señalado, en estos casos el acto o
contrato será nulo respecto de la parte que intervino en el juicio de nulidad y seguirá siendo
válido para los demás (art. 1690 CC). Pero nuevamente aquí la nulidad que se declara es
total, es decir, afecta a todo el acto jurídico, aunque su eficacia sea limitada a algunas de sus
partes.
Para que haya nulidad parcial, en consecuencia, debe tratarse de que la invalidez afecte a
una o más estipulaciones del acto, pero manteniendo éste, en cuanto tal, su eficacia.
El Código Civil reconoce la posibilidad de nulidad parcial, sobre todo en el caso del
testamento. Por ejemplo, si se lega una cosa que no es del testador, ese legado puede ser
nulo (art. 1107 CC), pero esa nulidad no obstará a la validez de las demás disposiciones del
testamento, relativas a asignaciones hereditarias u otros legados. Otros casos se mencionan
de nulidad parcial del acto testamentario: arts. 1059, 1060, 1061, 1093, 1112 y 1132. Incluso
de la disposición del art. 1007, que señala que el testamento en que hubiere intervenido
fuerza "es nulo en todas sus partes", puede deducirse, a contrario sensu, que la regla general
en la nulidad testamentaria es la nulidad parcial. Se entiende esta opción del legislador, por
cuanto el testamento contiene la última voluntad del causante, la que, ya ocurrida su muerte,
no podemos volver a consultar. La nulidad total del testamento implica prescindir totalmente
de la voluntad testamentaria. El principio de conservación del acto jurídico parece tomar más
fuerza aún en este caso.
Fuera del testamento, el Código Civil reconoce la nulidad parcial de las donaciones que no
cumplan con el trámite de la insinuación, ya que se dispone que sólo serán nulas en lo que
excedan al valor que se ha fijado para exigir dicha gestión (art. 1401 CC).
Estos casos son supuestos de nulidad parcial judicialmente declarada, pero hay casos de
nulidad parcial de pleno derecho. Así, por ejemplo, el art. 1001 señala que las cláusulas que
prohíban la derogación del testamento "se tendrán por no escritas". Algo similar sucede en los
casos previstos en los arts. 770, 1409 y 2344.
La doctrina está conteste en que, fuera de los casos especialmente regulados, también
puede darse la posibilidad de la nulidad parcial, que, en nuestra opinión, sólo serían casos de
nulidad judicialmente declarada y no nulidades de pleno derecho.
La nulidad parcial, absoluta o relativa, tendrá lugar cuando el vicio de nulidad afecte sólo a
una parte de las estipulaciones contenidas en el acto, y siempre que el resto del contenido
pueda seguir regulando las relaciones entre las partes. Esta cuestión debe dirimirse usando
criterios objetivos y subjetivos. En primer lugar, si la estipulación viciada es esencial o
necesaria para que el acto mantenga su función, analizado en consideración a su naturaleza y
con prescindencia de lo que hayan pensado las partes, la nulidad de la estipulación provocará
la nulidad total del acto o contrato. Además, pensamos que si eso mismo no se deduce de la
naturaleza del acto, pero sí se comprueba que en la intención de las partes la estipulación
nula era considerada esencial para la subsistencia del acto, también la nulidad deberá afectar
al contenido completo de dicho acto.
En los contratos de adhesión regidos por la Ley Nº 19.496, de Protección de Derechos del
Consumidor, se aplica un criterio inverso al del derecho común: la regla general es la nulidad
parcial que afectará únicamente a la cláusula o cláusulas consideradas abusivas. Sólo por
excepción podrá declararse la nulidad total, cuando el resto del contenido no puede subsistir
por la naturaleza misma del contrato, o atendida la intención original de los contratantes (art.
16-A).
2. Nulidad indirecta
Hay dos supuestos en los que suele hablarse de nulidad consecuencial, indirecta o refleja.
Una es la nulidad que se produciría en un acto accesorio por el hecho de declararse nulo el
acto principal. Así, si el contrato de mutuo es declarado nulo, también será nulo el contrato de
fianza que lo garantizaba. El segundo supuesto se refiere a actos para los que la ley exige una
solemnidad que a su vez es una especie de acto jurídico formal; si se declara inválida la
solemnidad, perderá validez el acto jurídico que contenía.
A nuestro juicio, sólo en el segundo supuesto estamos realmente ante un caso de nulidad
indirecta o refleja. La nulidad del acto principal no produce la nulidad del acto accesorio o
dependiente, sino simplemente una ineficacia sobreviniente, ya que no puede subsistir o
producir efectos sin el acto principal. De allí que no parezca exacto lo que señala el Código
Civil tratándose del contrato de cláusula penal: "La nulidad de la obligación principal acarrea la
de la cláusula penal..." (art. 1536 CC). Debe entenderse que la nulidad del contrato principal
hará ineficaz la cláusula penal, porque carecerá de la obligación cuya seguridad se pretendía
con esa caución.
En cambio, efectivamente hay nulidad indirecta cuando el "soporte" formal del acto jurídico
es a su vez un acto jurídico que resulta viciado de nulidad. Por ejemplo, si se declara nula la
escritura pública que contiene un contrato de compraventa de inmuebles, por algún defecto
formal invalidante, también será nula la compraventa, y esto porque, al quedar sin efecto la
escritura pública, el contrato que contiene carece de la solemnidad que exige la ley. Si la
nulidad del acto de fondo es de pleno derecho o judicial (absoluta o relativa) dependerá de la
función por la cual es exigida la solemnidad.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: ELORRIAGA DE BONIS, Fabián, "La nulidad parcial", en RDJ, t. 95, Derecho, pp. 77-95.
Varias son las manifestaciones que tiene el principio en nuestro ordenamiento civil, de las
cuales destacamos las siguientes:
1º) El art. 1683, inc. final, señala que la regla general en materia de nulidad es la nulidad
relativa, que es la menos drástica, ya que sólo procede si la pide el beneficiado por ella y
puede ser saneada por confirmación.
2º) El art. 1562, que dispone, en materia de interpretación contractual, que debe preferirse
el sentido en el que una cláusula pueda producir algún efecto sobre el que implicaría que la
cláusula no produzca efecto alguno.
3º) El art. 1890, que faculta al comprador o vendedor de un inmueble para evitar la rescisión
de la compraventa por lesión enorme subiendo o reduciendo el precio.
4º) El art. 1350, que permite enervar la acción rescisoria de una partición aumentando la
cuota del partícipe que ha sido afectado por lesión.
Una de las instituciones que se explican también sobre la base del principio de
conservación del acto jurídico es la que se conoce con el nombre de "conversión" del acto
nulo, a la que dedicamos el apartado que sigue.
Hay algunos preceptos en el Código Civil que parecen respaldar esta teoría. Se menciona el
supuesto del instrumento público defectuoso por incompetencia del funcionario autorizante o
por otra falta en la forma que, por disposición del art. 1701.2, "valdrá como instrumento
privado si estuviere firmado por las partes". De esta manera, el acto es nulo como instrumento
público pero válido como instrumento privado.
Igualmente, se señala que existe otro supuesto de conversión ordenado por la ley en el
caso de la donación entre cónyuges, que la ley prohíbe en cuanto donación irrevocable, pero
cambia su naturaleza a donación revocable o por causa de muerte (arts. 1137.3 y 1138.2 CC).
A ellos podría añadirse el caso de los actos de la corporación que no tiene existencia legal,
que, en principio, son nulos de pleno derecho y, sin embargo, la ley considera que se deben
considerar actos realizados por los miembros como personas naturales y que los obligan
solidariamente (art. 549.4 CC).
Otro supuesto, aunque de interés histórico, fue la conversión por imperativo legal de los
fideicomisos perpetuos, los mayorazgos o vinculaciones en capitales acensuados (censos), de
lo que da cuenta el art. 747.
Según otras opiniones, la conversión del acto nulo se funda en el principio de conservación
del acto jurídico. Pero hay división sobre las exigencias que deben hacerse para que pueda
considerarse eficaz el nuevo acto jurídico. Según una tendencia subjetivista, lo relevante es la
voluntad de las partes, es decir, la conversión se produciría si puede presumirse que las
partes, en caso de nulidad del acto celebrado, habrían querido quedar ligadas por el nuevo
acto resultante de la conversión. En contra, y alegando que la postura anterior incurre en una
ficción, ya que lo más probable es que las partes no hayan previsto la nulidad, otra tendencia
postula que la conversión debe basarse en elementos objetivos, deducidos del fin o propósito
práctico que tuvieron las partes al celebrar el acto original; si este fin o propósito puede
conseguirse con el nuevo acto, aunque sea parcialmente, y concurren los requisitos
esenciales de este último, deberá afirmarse la conversión.
Por cierto, también es posible combinar la mirada subjetiva con el análisis objetivo, que es
lo que parece predominar en la jurisprudencia comparada.
Por nuestra parte, adherimos a la posición que observa que, fuera de los casos
expresamente legislados, no hay propiamente una conversión de un acto nulo en otro nuevo
que resulta válido, sino más bien un problema de interpretación o calificación jurídica del acto.
Será el intérprete el que ante un sentido según el cual el acto sería nulo y otro en virtud del
cual sería válido, ha de preferir este último. Así se deduce de lo que se dispone en materia de
interpretación contractual: "El sentido en que una cláusula puede producir algún efecto,
deberá preferirse a aquel en que no sea capaz de producir efecto alguno" (art. 1562).
Ampliando la regla, podemos entenderla como si dijera que el sentido en que un acto jurídico
pueda producir efectos como si fuera válido debe preferirse a aquel en que no sea capaz de
producir efecto alguno, porque sería nulo.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: SILVA FERNÁNDEZ, Pedro, "Conversión de los negocios jurídicos", en RDJ, t. 58, sec.
Derecho, pp. 103-110; ELORRIAGA DE BONIS, Fabián. "La conversión de los actos nulos", en Instituciones
Modernas de Derecho Civil, ConoSur, Santiago, 1996, pp. 395-413.
1. La nulidad matrimonial
Respecto de la nulidad, ella debe ser judicialmente declarada por el juez de familia
competente (art. 8.15º LTF) y sólo por las causales que expresamente se contemplan en la ley
(arts. 44 y 45 LMC). Por regla general, sólo los cónyuges pueden demandar la nulidad y esta
demanda sólo se dirige contra el otro (art. 46 LMC). La acción, también con algunas
excepciones, no prescribe por lapso de tiempo, pero se extingue por la muerte de uno de los
cónyuges, salvo matrimonio en artículo de muerte o de nulidad por vínculo matrimonial
anterior (arts. 47 y 48 LMC). El matrimonio nulo no puede sanearse por confirmación, aunque
en caso de vicio del consentimiento, la acción del cónyuge afectado prescribe en tres años
(art. 48.c LMC).
Los efectos de la nulidad del matrimonio son mitigados por la figura del "matrimonio
putativo", según la cual el matrimonio nulo celebrado o ratificado ante el Registro Civil produce
los mismos efectos que el válido respecto del cónyuge que de buena fe y con justa causa de
error lo contrajo. Esta eficacia permanece mientras dure la buena fe (art. 51 LMC). Es más,
incluso aunque no haya habido buena fe o error excusable, la nulidad de matrimonio no
cambia la filiación matrimonial de los hijos (art. 51 inc. final LMC).
Además, el cónyuge que, por haberse dedicado al cuidado de los hijos o del hogar común
no ha podido desarrollar una actividad remunerada o lucrativa durante el matrimonio, o lo hizo
en menor medida de lo que podía o quería, tiene derecho a que el otro cónyuge, cuando se
declare la nulidad, le conceda una compensación por el menoscabo económico causado (art.
61 LMC).
Se señala, en todo caso, que este estatuto especial no impide que pueda tener aplicación el
estatuto general del Código Civil, como derecho supletorio, en la medida en que la regla no
contradiga el interés público que contiene la regulación matrimonial. Antes de la ley que
admitió el divorcio, se discutió frente a casos de nulidad por incompetencia del oficial del
Registro Civil si era aplicable a la nulidad matrimonial el art. 1683 del Código Civil, en la parte
en que negaba el derecho a pedir la nulidad a la parte que había celebrado el contrato
sabiendo o debiendo saber el vicio que lo invalidaba. La opinión mayoritaria se inclinaba por la
negativa, fundándose en que primaba el interés público de las normas que regulaban la
constitución legal de la familia.
La nulidad del contrato de acuerdo de unión civil sigue más o menos las mismas líneas que
la nulidad matrimonial, aunque no se contempla una previsión semejante al matrimonio
putativo (art. 26 ley Nº 20.830, de 2015).
La ley Nº 19.496, de 1997, contiene una regulación especial de la nulidad de las llamadas
"cláusulas abusivas" que se insertan en los contratos de adhesión en general (art. 16). Se
trata claramente de una nulidad que requiere declaración judicial, como queda de manifiesto
en los arts. 16 A y 16 B. Para los contratos de adhesión de servicios o productos financieros,
se contemplan menciones mínimas cuya infracción es de igual modo sancionada con la
nulidad, que también debe ser objeto de una declaración judicial (arts. 17 B y 17 E). El
proyecto de ley de reforma del Sernac preveía la posibilidad de que este servicio pudiera
exigir los efectos de la nulidad de cláusulas previstas en la letra g) del art. 16 si hubiera una
declaración judicial previa en ese sentido (art. 50 M), pero el Tribunal Constitucional, por
sentencia de 18 de enero de 2018 (rol Nº 4012-17) suprimió los efectos a los que se refería la
norma.
No es posible calificar esta nulidad como absoluta o relativa, aunque tenga semejanzas con
una y otra. Nuevamente estamos ante un régimen especial de nulidad que tiene sus propias y
singulares características. En primer lugar, sus causales son típicas y señaladas
expresamente por la ley. En segundo lugar, la legitimación en procesos individuales está
limitada al consumidor afectado (cfr. art. 17 E), sin que pueda el proveedor invocar la invalidez
del acto de consumo. En tercer lugar, el juez no tiene la facultad de declararla de oficio.
Finalmente, la nulidad no se sanea por confirmación, pero sí por prescripción, ya que el art.
26, después de la reforma de la ley aprobada en 2017, dispone que "las acciones civiles
prescribirán conforme a las normas establecidas en el Código Civil o leyes especiales".
Pareciera que, a falta de ley especial, debería aplicarse el plazo de prescripción de la acción
de nulidad absoluta de diez años. Pero el plazo deberá contarse, no desde la fecha de
celebración del acto, sino desde que haya cesado la aplicación de la cláusula abusiva, ya que
éste es el criterio general de la prescripción en materia infraccional: dos años desde que "se
haya cesado" en la infracción respectiva (art. 26).
Por regla general, la nulidad será siempre parcial, es decir, sólo afectará a la cláusula del
contrato que sea abusiva, pero no al resto de su contenido. Por excepción, si el contrato no
pudiere subsistir, atendida la naturaleza del contrato o la intención original de las partes, el
juez puede declarar la nulidad completa del acto (art. 16-A).
Finalmente, otra peculiaridad de este régimen es que es posible que se ejerza una acción
de nulidad respecto de una serie indeterminada de consumidores, haciendo uso del
procedimiento establecido para acciones en protección de un interés colectivo o difuso. La
legitimación para demandar la nulidad corresponde al Servicio Nacional del Consumidor, a
una asociación de consumidores o a un grupo de consumidores afectados (art. 16-B y arts. 51
y ss.).
Con todo, pensamos que es demasiado radical sancionar con ese tipo de nulidad cualquier
irregularidad del acto administrativo por vulnerar de cualquiera forma los arts. 6º y 7º de la
Constitución. Se trata de preceptos de naturaleza constitucional, es decir, muy abiertos y más
declarativos de principios o de criterios generales que estructurantes de un régimen jurídico
concreto. En ambos, por lo demás, la misma Constitución señala que los actos que
contravengan dichos preceptos originarán las responsabilidades y sanciones que determine la
ley.
Por ello, las irregularidades de que pueda sufrir un acto administrativo deben ser corregidas
mediante los procedimientos de invalidación o revisión que establece la ley pertinente. En este
sentido, debe tenerse en cuenta la Ley Nº 19.988, de 2003, que establece las Bases de los
Procedimientos Administrativos (arts. 53 y ss.).
La nulidad de pleno derecho debiera reservarse para actos administrativos con un vicio
particularmente grave, como sucedería si faltan requisitos constitutivos esenciales, dentro de
los cuales está el ámbito de atribuciones que la ley concede a las distintas autoridades. Por
ejemplo, si un alcalde dicta sentencia en un caso sujeto a la jurisdicción del juez de policía
local.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: SOTO KLOSS, Eduardo. "La nulidad de derecho público de los actos estatales y su
imprescriptibilidad en el derecho chileno", en Ius Publicum N° 4, Santiago, 2000, pp 55-62; SOTO KLOSS,
Eduardo, Derecho Administrativo. Temas fundamentales, AbeledoPerrot, 2ª edic., Santiago, 2010, pp. 443-
483.
1. Concepto
El acto jurídico simulado puede definirse como aquel que las partes aparentan haber
celebrado, mientras que en la realidad no han celebrado acto jurídico alguno o han celebrado
un acto jurídico total o parcialmente diferente.
Se habla de simulación para designar la actividad por la cual las partes aparentan realizar
un acto jurídico que no se corresponde con la realidad.
Como se verá, la simulación implica que haya un concierto entre las partes para aparentar
un acto jurídico irreal. No hay, por tanto, simulación, cuando una de las partes expresa una
voluntad no conforme con su verdadera intención, sin que la otra pueda saberlo. Se habla en
estos casos de "reserva mental". La reserva mental no es considerada relevante en el ámbito
del derecho patrimonial. Sí es considerada, y puede llevar a la declaración de nulidad, en el
caso del matrimonio.
2. Clases de simulación
La simulación puede ser absoluta o relativa. Es simulación absoluta la celebración aparente
de un acto jurídico sin que se haya celebrado ningún acto real. En la simulación absoluta todo
es apariencia, engaño: las partes no han celebrado ningún acto jurídico real que pretendan
ocultar mediante el aparente. Por ejemplo, un deudor que se ve apremiado por sus
acreedores puede fingir que le vende su casa a un amigo, con la intención de que, pasado el
peligro, se deshaga la operación y se restablezca su dominio sobre el inmueble. El acto
simulado es un contrato de compraventa, seguido de una tradición mediante inscripción
conservatoria. La realidad, en cambio, es que no se celebró nada: el deudor sigue siendo
dueño de la casa y el vecino no ha comprado ni ha adquirido la propiedad.
La simulación relativa se presenta cuando las partes celebran un acto jurídico aparente,
pero ese acto tiene por objeto ocultar otro acto jurídico, parcial o totalmente diferente, que sí
se celebra realmente entre ellas. En toda simulación parcial es posible, entonces, distinguir
dos actos jurídicos: el simulado y el disimulado. El simulado es el aparente, que no es real, y
el disimulado, el acto oculto pero real.
La simulación relativa puede ser total o parcial. Es total en los casos en que el acto
disimulado es completamente diferente del acto simulado. Así, por ejemplo, si una abuela, que
desea beneficiar a uno de sus nietos, pero sin que se enojen los demás, celebra una venta de
unas acciones de sociedad anónima con el nieto regalón pactando un precio que en realidad
no se pagará. En este caso, el acto simulado: la compraventa, es enteramente diverso del
acto disimulado o real: una donación.
Una forma específica de simulación parcial es aquella que se produce por interposición de
personas. Es decir, el acto jurídico simulado es igual al real, salvo en cuanto a una o más
partes: aparecen personas que no son realmente las que celebran dicho acto. Esto debe
distinguirse de los supuestos en los que un mandatario actúa a nombre propio. En estos
últimos casos, no hay intención de simular, ya que el mandatario deberá dar cuenta y ceder
sus derechos al mandante y además no exige que la otra parte esté también consciente de la
diversidad de personas, como sí sucede en la simulación.
Finalmente, se distingue entre simulación lícita y simulación ilícita, a la cual nos referimos en
el siguiente apartado.
Podría pensarse que toda simulación es contraria a derecho y, por tanto, ilícita, pero no es
así, porque el derecho no sanciona la mera mentira, aunque ella pueda ser contraria a la
moral. Recordemos que el derecho tiene un ámbito de acción mucho más reducido que la
moral, y sólo se preocupa cuando hay una infracción a una de las muchas virtudes morales: la
justicia, que es aquella que tiene una repercusión social. Por ello, mientras el acto engañoso
no sea injusto, es considerado jurídicamente lícito.
Ahora, ¿en qué circunstancia un acto jurídico simulado pasa de ser una mera falsedad a
constituir un acto injusto? Pensamos que ello sucede en dos casos: en primer lugar, cuando
las partes, mediante la simulación, intentan eludir una norma prohibitiva; en segundo lugar,
cuando la simulación produce un perjuicio patrimonial para terceros.
Un ejemplo de simulación lícita es aquella que no infringe una prohibición legal ni perjudica
los derechos de terceros. Por ejemplo, si un ganador de la lotería que no quiere que vengan
parientes y amigos a pedirle dinero o proponerle negocios compra una casa, pero simula que
la está arrendando.
La situación es muy diversa si esa misma simulación tiene por objeto eludir la acción de un
acreedor o pagar menos impuestos. En estos casos, hay un perjudicado: el acreedor que
quedará sin posibilidad de cobrar su crédito o el fisco que no recaudará los tributos que
corresponderían.
Esta simulación ilícita puede ser también un delito penal. Conforme al art. 471 Nº 2 del
Código Penal se sanciona penalmente al "que otorgare en perjuicio de otro un contrato
simulado".
En todo caso, en lo que sigue nos atendremos a los efectos civiles de la simulación, y para
ello debemos distinguir entre las partes y los terceros interesados.
De lo dispuesto por el art. 1707 se deduce que entre las partes debe primar siempre lo real,
ya sea que no se celebró ningún acto (simulación absoluta) o que se ocultó un acto diverso
del aparente (simulación relativa).
La norma se pone en el caso en que las partes otorgan por escritura pública el acto
simulado y luego por una escritura privada dejan constancia de lo que realmente han querido.
Para tal caso señala: "Las escrituras privadas hechas por los contratantes para alterar lo
pactado en escritura pública, no producirán efecto contra terceros" (art. 1707.1 CC).
De esta manera, si las partes han simulado un mutuo para así aumentar el pasivo del
mutuario, pero luego el aparente acreedor pretende cobrar el dinero, el supuesto deudor podrá
excepcionarse alegando que el mutuo era una simulación absoluta, por lo que él nada le debe
al demandante.
Los efectos entre las partes deben aplicarse para los terceros relativos que son sucesores
universales o singulares en los derechos de las partes. Así, por ejemplo, si el comprador
aparente de una casa fallece y luego el supuesto vendedor reclama la restitución porque el
acto real no era una compraventa, sino un comodato, podrá demandar a los herederos del
primero, aunque éstos no hayan sabido que la compra de su causante era meramente
aparente.
Por cierto, la simulación deberá ser probada, ya sea por una contraescritura o por otros
medios de prueba, como los testigos, la confesión o las presunciones. La carga de la prueba
la tendrá el que alega la simulación, ya que en general debe presumirse que cuando las
partes realizan un acto jurídico son sinceras.
Igualmente, si el acto disimulado no ha cumplido con los requisitos legales, podrá ser nulo
de pleno derecho o nulo absoluta o relativamente, por ejemplo, si se trató de encubrir una
compraventa de un bien raíz, pero no se otorgó la escritura pública que la ley exige como
solemnidad.
Cuando se produce una simulación, pueden existir terceros a quienes interese el acto
aparente o simulado, y que serían perjudicados si las partes hacen prevalecer el acto
disimulado o real. Por ejemplo, si una persona simula haber adquirido acciones en una
sociedad anónima, cuando en realidad el verdadero comprador es otro, los acreedores del
primero estarán interesados en prevalecerse de la adquisición simulada porque ella
incrementa el patrimonio de su deudor.
Ahora podemos aplicar directamente la regla del art. 1707.1, que dispone que "Las
escrituras privadas hechas por los contratantes para alterar lo pactado en escritura pública, no
producirán efectos contra terceros". Es decir, los terceros pueden actuar invocando la eficacia
del acto aparente, sin que las partes puedan alegar, incluso probándolo por escrito, que la
voluntad declarada no era su intención real.
La única forma en que lo que se altere o rectifique en una escritura pública sea oponible a
terceros es que la modificación (contraescritura) sea otorgada también por escritura pública,
que de ésta se haya tomado razón al margen de la escritura original, y que el tercero haya
obrado en virtud de una copia de esta última escritura en la que conste dicha anotación
marginal. Así, se dispone que producirán efectos contra terceros "las contraescrituras públicas
cuando [...] se ha tomado razón de su contenido al margen de la escritura matriz cuyas
disposiciones se alteran en la contraescritura, y del traslado en cuya virtud ha obrado el
tercero" (art. 1707.2 CC).
Pero bien puede suceder que respecto de una simulación absoluta o relativa existan
simultáneamente terceros a quienes interesa prevalerse del acto simulado y otros a los que
interesa acreditar el acto disimulado o que no hubo acto alguno (simulación absoluta).
Supongamos que Juan ha vendido simuladamente su casa a Pedro, pero en realidad lo que
hay es un contrato de comodato en favor de Pedro. Los acreedores de Pedro querrán que se
mantenga el acto simulado, ya que gracias a él Pedro sería dueño de la casa y ellos podrían
embargarla para cobrar sus créditos. Pero si Juan vendió simuladamente la casa justamente
para eludir a sus propios acreedores, éstos tendrán interés en acreditar que la venta es falsa y
que Pedro sigue siendo dueño del inmueble para así embargarla ahora en favor de sus
créditos.
Estamos ante una colisión de intereses que no aparece resuelta expresamente en el Código
Civil. La doctrina, sin embargo, ha señalado que en estos casos debiera prevalecer el interés
de los terceros que alegan el acto aparente o simulado por sobre aquellos que desean
acreditar que la realidad es diferente a lo declarado por las partes, bajo la condición de que
hayan estado de buena fe, es decir, que no hayan sabido ni debido saber que la voluntad
declarada no coincidía con la real. Se fundamenta esta posición en el principio de protección
de los terceros de buena fe, que puede deducirse de varios preceptos dispersos en el Código
(arts. 94.4º, 976, 1432 1490, 1491, 2173 y 2468 CC).
La fundamentación no convence del todo, ya que aquí se supone que están de buena fe
tanto los terceros interesados en la voluntad real como aquellos interesados en el acto
declarado. Pensamos que la solución podría apoyarse con mayor plausibilidad en la
presunción de veracidad de la que gozan los actos jurídicos que aparecen declarados por las
partes y en la necesidad de favorecer la seguridad en el tráfico jurídico.
En principio, y según la doctrina más clásica, los perjudicados por un acto simulado deben
ejercer una acción de nulidad del mismo fundada en la ausencia de consentimiento y, por
tanto, también de objeto y de causa. Se trataría de nulidad absoluta, por lo que la acción se
extinguirá en el plazo de diez años contados desde la fecha del acto aparente.
Según otra tendencia, hay que distinguir: si la acción (o excepción) de simulación la
interpone una de las partes o un tercero. Si se trata de una de las partes, la acción (o
excepción) que corresponde es la de nulidad, pero si se trata de un tercero, la acción será una
acción autónoma, diferente de la de nulidad, y que se ha dado en llamar "acción de
simulación". Para algunos, esta acción sería imprescriptible, ya que no existe ninguna norma
en el Código Civil que establezca un plazo para su extinción. Para otros, por esa misma razón,
debe aplicarse la regla general del art. 2515, que establece el plazo de cinco años para la
expiración de las acciones ordinarias, contado desde la fecha de la simulación o desde que
las partes pretendieron imponer al tercero los efectos del acto simulado.
Por nuestra parte, pensamos que no es necesario forjar una nueva acción para proteger a
las partes o a los terceros de la simulación. Es claro que el acto simulado no es tal, es un acto
aparente, que no tiene ninguno de los requisitos constitutivos, partiendo por la voluntad, el
objeto y la causa. Estamos, en consecuencia, frente a una nulidad de pleno derecho que no
necesita declaración judicial y no puede sanearse por el transcurso del tiempo. Sin embargo,
para efectos de seguridad jurídica o para defenderse de alguna acción que se pretenda fundar
en el acto simulado, el perjudicado podrá interponer una acción judicial o excepción dirigida a
constatar la nulidad de pleno derecho y dejar al descubierto el acto disimulado o la falta de
acto jurídico.
En este juicio, se admitirán todos los medios de prueba, incluidos los testigos. La limitación
del art. 1708 sólo se aplicará a la parte que desee acreditar el acto disimulado o real que ha
debido ponerse por escrito y no se ha hecho. La escrituración del acto simulado no sirve por sí
sola para tener por escriturado el acto disimulado.
Hace excepción a lo anterior la simulación que tiene por fin eludir el pago de impuestos. El
Código Tributario dispone que "Se entenderá que existe simulación, para efectos tributarios,
cuando los actos y negocios jurídicos de que se trate disimulen la configuración del hecho
gravado del impuesto o la naturaleza de los elementos constitutivos de la obligación tributaria,
o su verdadero monto o data de nacimiento" (art. 4º quáter.1 CTrib). En tal caso, el director del
Servicio de Impuestos Internos debe requerir la declaración de la simulación al Tribunal
Tributario y Aduanero competente (art. 4º quinquies CTrib).
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: DÍEZ DUARTE, Raúl, Contrato simulado. Estructura civil y penal, teoría jurídica y
práctica forense, 3ª edic., Editorial ConoSur, Santiago, 1995; PAILLAS PEÑA, Enrique, La simulación. Doctrina y
jurisprudencia, 2ª edic., Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1984; NIÑO TEJEDA, Eduardo, "La simulación",
en Revista de Derecho (P. Universidad Católica de Valparaíso) 14, 1991-1992, pp. 71-95; PEÑAILILLO
ARÉVALO, Daniel, "Cuestiones teórico-prácticas de la simulación", en Revista de Derecho (Universidad de
Concepción) 1991, 1992, pp. 7-28; ACUÑA ANZORENA, Arturo, "Imprescriptibilidad de la acción de simulación
absoluta", en Revista de Derecho (Universidad de Concepción) 37-38, 1941, pp. 3059-3080; CARDINI, Eugenio
Osvaldo, "El llamado 'vicio de simulación'", en RDJ, t. 59, sec. Derecho, pp. 162-171; ALCAÍNO TORRES,
Rodrigo, "Prueba de la simulación de los actos jurídicos", en Temas de Derecho, 18, 1 y 2, pp. 63-
72; ALCALDE RODRÍGUEZ, Enrique, "La simulación y los terceros: consideraciones civiles y penales", en Revista
Chilena de Derecho 27, 2000, pp. 265-289; LECAROS SÁNCHEZ, José Miguel, "La acción de simulación",
en Revista de Derecho (Universidad Católica de la Santísima Concepción) 6, 1998, pp. 91-107; "Simulación y
contraescrituras en la justificación de inversiones", en Ius Publicum 4, 2000, pp. 79-90; ROSENDE
ÁLVAREZ, Hugo, "La simulación y la jurisprudencia", en Actualidad Jurídica 11, 2005, pp. 53-85; FUEYO
LANERI, Fernando. "La simulación de los negocios jurídicos (o la falta de sinceridad contractual)",
en Instituciones de Derecho Civil Moderno, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1990, pp. 535-570.
Los ejemplos que suelen darse son la sociedad en la que una persona ejerce de socio,
mientras los otros integrantes se han comprometido a no ejercer sus derechos sociales; la
venta de una cosa por un precio insignificante, el nombramiento de un mandatario con
exoneración de rendir cuentas, el pago de una deuda ajena con la renuncia al derecho de
subrogación y reembolso. Como se ve, lo más frecuente es que el fin práctico sea el que se
consigue por una donación, pero las partes logran ese propósito mediante un acto jurídico
cuyo tipo legal tiene una finalidad diversa.
¿Son admisibles los actos indirectos en nuestro Derecho? El principio de autonomía privada
y una cierta flexibilidad en el concepto de causa llevan a contestar afirmativamente esta
pregunta, aunque debe reconocerse que con mucha frecuencia se utilizan los actos indirectos
para eludir alguna norma imperativa, con lo que fácilmente pueden ser calificados como actos
en fraude de ley y son sancionados con la ineficacia.
Sin embargo, una subespecie de acto indirecto goza de una aceptación mayor: se trata
del acto fiduciario, por el cual las partes convienen en un acto que tiene un efecto excesivo
para el propósito perseguido, pero pactando al mismo tiempo un acuerdo de confianza
(fiducia) que salvaguarda los derechos de la parte que soporta el exceso de efectos en favor
de la otra. Normalmente, el efecto excesivo es la transferencia de la propiedad de una cosa
(efecto real y erga omnes) y el acuerdo de confianza un compromiso de que el adquirente
restituirá la propiedad una vez conseguido el objeto que se persigue (efecto obligacional
e inter pares).
Son casos típicos de actos fiduciarios la venta y tradición de un inmueble para garantizar un
crédito que ha dado el comprador al vendedor; la transferencia de una propiedad para que el
adquirente la administre como si fuera dueño por un tiempo, tras el cual deberá restituirla; la
cesión en propiedad de un crédito, pero sólo con el objeto de que el cesionario lo cobre y
transfiera el dinero al cedente. En ambos casos, tenemos una parte, el fiduciante, que realiza
el acto traslativo de la propiedad confiando en que el fiduciario que asume la posición de
dueño se limitará a ejecutar el encargo sin abusar del poder formal del que se le ha revestido.
El acto fiduciario no es un acto simulado, porque el acto o actos por los que se transfiere la
propiedad son queridos por las partes y producen todos sus efectos, lo que sucede es que,
como en los demás actos indirectos, se busca producir los efectos de un acto jurídico diferente
que, por diversas razones, se considera inconveniente utilizar.
La doctrina clásica es la que propicia que el acto fiduciario produce dos efectos: la
transferencia de la propiedad, que opera erga omnes (para todos), y la obligación del fiduciario
de cumplir el encargo otorgado por el fiduciante, que tiene efecto relativo sólo entre fiduciario y
fiduciante. Se critica esta construcción por no respetar el verdadero supuesto de hecho de la
figura y permitir que el fiduciante sufra abusos cuando no puede recobrar la propiedad, por
ejemplo, si el fiduciario la enajena, incluso a alguien que conocía la fiducia, o si cae en
insolvencia y sus acreedores embargan la propiedad. Por ello, se propone considerar esta
figura en su real funcionamiento, distinguiendo dos formas de titularidad: el dominio formal,
que se radica en el fiduciario, y el dominio real, que se mantiene en el fiduciante. Por cierto, el
dominio real no sería oponible a los terceros de buena fe que contraten con el propietario
formal, pero sí tendría eficacia para que el fiduciante pudiera hacer valer su derecho frente a
las conductas desviadas o abusivas del fiduciario.
Lo ideal sería que se legislara sobre estas formas de dación de la propiedad con encargos
de confianza, siguiendo la institución de los trusts del sistema inglés. Así lo han hecho otros
países de tradición latino-continental, como México o Argentina. En Chile, aparte de las figuras
de la propiedad fiduciaria (arts. 733 y ss.) y la del albacea fiduciario (arts. 1311 y ss.), que
tienen alguna afinidad con el acto fiduciario, no se encuentran normas que lo acojan en el
Código Civil.
En leyes extracodiciales pueden encontrarse algunas figuras más próximas, como lo son las
comisiones de confianza que pueden dejarse a los bancos (arts. 86 y ss. LGB) o los contratos
de depósito de valores ante empresas autorizadas para ello, en que la misma ley señala que,
en las relaciones entre el depositante y la empresa, el primero sigue siendo el dueño de los
valores depositados, pero para terceros la empresa se reputará propietaria de ellos (art. 5º ley
Nº 18.876, de 1989). Sin embargo, al legislar sobre el llamado "fideicomiso ciego" para que
una persona que va a ejercer un cargo público se desentienda de la gestión de su patrimonio,
la ley optó por la figura del mandato, en que el mandatario debe ser una persona jurídica
especializada en la administración de valores y que debe actuar por cuenta del mandante,
pero a nombre propio (arts. 23 y ss. ley Nº 20.880, de 2016).
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: FUEYO LANERI, Fernando, "Algunos aspectos del negocio fiduciario", en RDJ, t. 56,
sec. Derecho, pp. 49-64; "Fideicomiso anglosajón y su aplicación en la legislación chilena", en Revista de
Derecho (Universidad de Concepción) 118, 1961, pp. 3-36; WEGMANN STOCKEBRAND, Adolfo, "Fiducia cum
creditore y simulación. La validez de la venta en garantía", en Alejandro Guzmán Brito (edit.), Estudios de
Derecho Civil III, LegalPublishing, Santiago, 2008, pp. 599-636.
Una tercera figura anómala de acto o negocio jurídico que suele mencionarse es la del acto
en fraude de ley, que ya tuvimos oportunidad de analizar cuando estudiamos la eficacia de la
leyes42.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: FUEYO LANERI, Fernando. "El fraude a la ley", en RDJ, t. 88, sec. Derecho, pp. 25-
50; DOMÍNGUEZ ÁGUILA, Ramón, "Fraus omnia corrumpit. Notas sobre el fraude en el derecho civil", en RDJ, t.
89, Derecho, pp. 73-96.
PARTE V REGLAS CIVILES SOBRE LA PRUEBA
BIBLIOGRAFÍA GENERAL: CLARO SOLAR, Luis, Explicaciones de Derecho Civil chileno y comparado, Editorial
Jurídica de Chile, reimp. de la 2ª edic., Santiago, 1992, t. XII, pp. 7-466, t. XII, pp. 656-780; VODANOVIC,
Antonio, Tratado de Derecho Civil. Partes preliminar y general, explicaciones basadas en las versiones de
clases de Arturo Alessandri y Manuel Somarriva, 6ª edic., Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1998, t. II,
pp. 409-510; PESCIO VARGAS, Victorio, Manual de Derecho Civil, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1978, t.
II, pp. 315-417; LARRAÍN RÍOS, Hernán, Lecciones de Derecho Civil, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1994,
pp. 416-492; DUCCI CLARO, Carlos, Derecho Civil. Parte general, 4ª edic., Editorial Jurídica de Chile, Santiago,
2002, pp. 389-437; PEÑAILILLO ARÉVALO, Daniel, La prueba en materia sustantiva civil, 2ª edic., Editorial
Jurídica de Chile, Santiago, 1989; RIOSECO ENRÍQUEZ, Emilio, La prueba ante la jurisprudencia: ante el
derecho civil y el derecho procesal civil, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1995; ROZAS VIAL, Fernando, "La
prueba", en Revista Chilena de Derecho 9, 1982, 1, pp. 91-109; PAILLAS, Enrique, Estudios de derecho
probatorio, 2ª edic., Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 2002; CRUZ ARENHART, Sergio y MARINONI, Luiz
Guilherme, La prueba, Thomson Reuters, Santiago, 2015.
La palabra prueba sirve, en general, para designar el proceso por el cual se justifica la
verdad de la afirmación sobre un hecho. Así, el Diccionario de la Real Academia de la Lengua
Española indica que puede entenderse por "prueba" la "razón, argumento, instrumento u otro
medio con que se pretende mostrar y hacer patente la verdad o falsedad de algo".
Aplicando esta locución al derecho, podemos decir que la prueba es la forma por la cual los
interesados en reclamar beneficios o posiciones jurídicas favorables demuestran, mediante
ciertos medios señalados por la ley, la veracidad de los hechos en los que se fundamentan
dichas pretensiones.
La prueba puede ser así judicial y extrajudicial, según la autoridad llamada a recibirla y
valorarla. Será judicial cuando la prueba debe ser presentada ante un juez, ya sea en un
proceso contencioso o voluntario, civil, penal o especial. En cambio, será extrajudicial cuando
deba presentarse ante una autoridad administrativa, como el director del Servicio de
Impuestos Internos o la Contraloría General de la República. Este tipo de constatación puede
llamarse "acreditación", siguiendo la terminología que se encuentra en el art. 307 del Código
Civil, para así reservar la palabra "prueba" para el ámbito judicial.
La acreditación también se ocupará entre particulares, cuando sea necesario dar certeza de
algo para realizar actos y contratos.
Como hemos visto en la primera parte43, el Derecho Procesal Civil fue originalmente una
materia integrante del llamado ius civilis, y entre los romanos las acciones y los
procedimientos tenían una importancia fundamental para la defensa de los derechos y las
diversas posiciones jurídicas. Esto se mantuvo inalterado en toda la Edad Media y fue sólo
durante la codificación donde se segregó todo lo referido a procedimientos de lo que se llamó
el Código Civil y se elaboraron Códigos de Procedimiento Civil y Penal.
Sin embargo, esa escisión no fue completa y, con razón, se mantuvieron en el Código Civil
francés las normas fundamentales que regulan la prueba. Como era complejo encontrarles
una zona propia dentro de los libros del Código, se optó por incluirlas en la regulación de las
obligaciones. Este ejemplo fue seguido por muchos códigos civiles, entre ellos el nuestro.
Esto, que podría haber sido nada más que un accidente histórico, ha, sin embargo,
perdurado en el tiempo. Así, el Código Civil italiano (1942) mantuvo la regulación de la prueba
ahora incluida en el libro relativo a la tutela de los derechos. El nuevo Código Civil argentino
(2015) mantiene la regulación de la prueba en relación con los actos jurídicos (arts. 284 y ss.).
Por último, la reforma al derecho de los contratos y obligaciones al Código Civil francés (2016)
ha cambiado su lugar, pero ha mantenido las normas sobre prueba de las obligaciones (ahora
en los arts. 1353 y ss.).
Esto revela que existe una necesidad de que las normas fundamentales de la prueba
residan en el Derecho Civil, y se reserven para los códigos procesales aquellas reglas que
regulan la presentación práctica y efectiva de las pruebas en el proceso judicial. Esto se
explica por la estrecha ligazón que se observa entre un derecho y la forma en que puede éste
ser probado en juicio. Por eso, se suele decir que un derecho que no pueda ser probado en
realidad no es derecho. Esto lleva a que las personas en el tráfico jurídico se preocupen
anticipadamente de procurarse pruebas idóneas y de conocer su valor ante la eventualidad,
siquiera remota, de un pleito.
Por cierto, la frontera entre la regulación civil (sustantiva) y la procesal (adjetiva) no siempre
es fácil de demarcar, pero en general se considera que son normas propias del Derecho Civil
las que determinan la carga de la prueba, la admisibilidad de los diversos medios de pruebas
y el valor probatorio de cada uno, en especial el de los instrumentos públicos y privados.
Nuestro Código Civil, tributario en esta parte del Code francés, reguló la prueba en el título
XXI del libro IV, que lleva por nombre "De la prueba de las obligaciones" y se compone de los
arts. 1698 a 1714. Sin embargo, hay consenso en doctrina y jurisprudencia en que dichas
normas no sólo se aplican a las obligaciones, sino también a los derechos reales, a los actos y
contratos y en general a toda relación jurídica que requiera ser acreditada en el tráfico o en un
procedimiento judicial.
A esta regulación general de la prueba, hay que añadir algunas de carácter especial, que
también aparecen en el Código Civil. Así, tenemos el título XVII del libro I, arts. 304 a 320, que
contiene un estatuto bastante completo sobre la prueba del estado civil de las personas.
Finalmente, en materia de juicios de filiación, las reformas de las leyes Nºs. 19.585, de 1998, y
20.030, de 2005, introdujeron en el Código Civil varias normas probatorias, como los arts. 198,
199, 199 bis, 200 y 201.
El recurso de casación en el fondo tiene como objetivo invalidar una sentencia de definitiva
inapelable en razón de que se ha pronunciado con infracción de ley y que esta infracción ha
influido sustancialmente en lo dispositivo de dicha sentencia (art. 767 CPC). Se trata por tanto
de un vicio jurídico que no afecta a los hechos que han sido establecidos en el pleito por la
sentencia impugnada y que ya no pueden ser alterados. Lo que el recurrente dice es que a
esos hechos se les ha aplicado la ley de manera incorrecta. Por ello, se señala que el tribunal
de casación (Corte Suprema) no vuelve a examinar los hechos que fueron considerados
probados y se limita a verificar si la ley ha sido correctamente aplicada.
Sin embargo, la jurisprudencia ha ido creando una excepción a esta imposibilidad del
tribunal de casación de modificar o alterar los hechos y que consiste en la infracción de ciertas
leyes que se refieren a la prueba y cuya incorrecta aplicación puede llevar a admitir ciertos
hechos o rechazar otros que son fundamentales para las pretensiones de alguna de las
partes. Se forma así el concepto de "leyes reguladoras de la prueba", cuya infracción
autorizaría a la Corte Suprema a reexaminar los hechos que fueron fijados en la sentencia
impugnada. Se consideran, en general, leyes reguladoras de la prueba aquellas que se
refieren a la carga de la prueba, a la admisibilidad de los medios de prueba y al valor que
tenga cada uno de ellos por sí solo y en contraste con otros medios de prueba presentados en
el proceso. De esta manera, la mayor parte de las reglas del Código Civil tienen esta calidad,
pero no son las únicas, ya que existen también normas relativas a dichas materias en el
Código de Procedimiento Civil, como por ejemplo el art. 384, que regula el valor de la prueba
testimonial, o el art. 408, que hace lo propio respecto de la inspección personal del juez.
De esta manera, si una sentencia susceptible del recurso de casación en el fondo establece
un hecho favorable al demandado, por ejemplo, que pagó la deuda que se le reclama, sobre la
base de que el demandante debió acreditar que la deuda no fue pagada y no lo hizo, habrá
infringido la carga de la prueba que determina el art. 1698. La Corte Suprema, conociendo del
recurso, casará la sentencia y en la sentencia de reemplazo podrá determinar que la deuda no
se ha pagado, ya que el demandado no ha probado su excepción, es decir, alterará los
hechos que había establecido la sentencia casada.
1. Diversidad de sistemas
Por oposición, tenemos el sistema inquisitivo, que concibe al juez como un interviniente
activo en el proceso, que debe buscar la verdad por su propia cuenta, a pesar de la inactividad
de una o más de las partes. De esta manera, el juez puede ordenar de oficio en cualquier
momento las medidas probatorias que estime necesarias para conseguir una mejor decisión
del asunto sometido a su discernimiento.
Ambos sistemas han recibido críticas; el dispositivo, por relegar al juez a un rol meramente
pasivo, por una mala concepción de la imparcialidad. No necesariamente un juez más
proactivo va a ser menos justo o imparcial. Por otro lado, el sistema inquisitivo empodera
demasiado al juez, con lo que las partes podrían descuidar la labor de aportar elementos
probatorios por su propia cuenta, cuando lo normal es que sean ellas las que tengan más
acceso a las pruebas de sus alegaciones. El peligro de la discrecionalidad y de la inclinación
del juez por la posición de una de las partes también plantea el riesgo de que el sistema
inquisitivo no cumpla con los modernos estándares del debido proceso en cuanto a la igualdad
de las partes y a la bilateralidad de la audiencia.
Frente a esto, la mayoría de las legislaciones conforma sistemas que mezclan elementos
del sistema dispositivo con algunos del sistema inquisitivo, de modo que la pregunta es por
cuál sistema es el que predomina en cada ordenamiento jurídico, aunque contemplando
excepciones que derivan de la adopción de criterios del otro. En un mismo ordenamiento
pueden existir procedimientos que se basan más en el modelo dispositivo, mientras que otros
se acercan más al sistema inquisitivo.
Como suele suceder, los ordenamientos jurídicos no adoptan ninguno de los dos sistemas
en toda su pureza, y más bien diseñan sistemas mixtos en los que se mezclan o combinan
elementos de uno y de otro. Sobre todo se trata de evitar la inflexibilidad o rigidez del sistema
de prueba tasada, pero también el riesgo de arbitrariedad judicial del sistema de prueba libre.
Dentro de los modelos que se han propiciado para superar este antagonismo, uno de los más
famosos es el llamado sistema de persuasión racional del juez, que más modernamente se ha
dado en llamar sistema de la sana crítica. Este sistema propicia también la libertad del juez,
pero, a diferencia del sistema de prueba libre, le exige que en la ponderación de los medios de
prueba proceda conforme a las reglas de la lógica, las máximas de experiencia, los
conocimientos científicos consolidados y otros criterios similares que permitan verificar que no
se ha tratado de una conducta caprichosa o meramente instintiva, sino que su conclusión está
racionalmente fundamentada.
En cuanto a la opción entre sistema dispositivo o inquisitivo, el proceso civil chileno vigente
se presenta, en general, como un sistema dispositivo o de aportación de parte, aunque con
algunas excepciones, la mayor de las cuales está en la posibilidad del juez de conseguir
pruebas a través de las medidas para mejor resolver que puede decretar durante el plazo para
dictar sentencia (art. 159 CPC).
Respecto de la alternativa entre prueba legal tasada o prueba libre, el proceso civil chileno
ha adoptado un sistema mixto, en el que predomina el sistema de la prueba legal o tasada,
pero con fuertes concesiones al sistema de la sana crítica o persuasión racional del juez. En
cuanto a la admisibilidad de los medios probatorios, rige sin excepciones el sistema de la
prueba legal o tasada, ya que dichos medios están taxativamente previstos en el Código Civil
(arts. 1699 y ss.) y en el Código de Procedimiento Civil (art. 341 CPC). Pero en lo que se
refiere a la apreciación o valoración de los medios de prueba, predomina la concesión de
facultades para la ponderación del juez, como sucede respecto de la prueba pericial (art. 425
CPC), la prueba de testigos (384.4º CPC) y la prueba de presunciones (art. 426 CPC).
Además, respecto de la apreciación de pruebas contradictorias, a falta de ley que dirima, el
juez puede preferir las que crea más conforme con la verdad (art. 428 CPC). En el caso
particular de testigos contra escritura pública, se dispone expresamente que la prueba
testimonial, cumpliendo los requisitos que se dispone, quedará sujeta a la calificación del
tribunal, el que la apreciará conforme a las reglas de la sana crítica (art. 429 CPC).
3. Tendencias actuales
Del mismo modo, en los nuevos procedimientos el legislador tiende a permitir al juez la
admisibilidad de todo tipo de elementos probatorios y a sujetarse para su ponderación a las
reglas de la sana crítica, lo que a veces se designa como apreciación de la prueba en
conciencia. Por ejemplo, la Ley de Tribunales de Familia dispone que "los jueces apreciarán la
prueba de acuerdo a las reglas de la sana crítica. En consecuencia, no podrán contradecir los
principios de la lógica, las máximas de la experiencia y los conocimientos científicamente
afianzados" (art. 32 ley Nº 19.968); en similar sentido, el Código del Trabajo dispone que el
tribunal apreciará la prueba conforme a las reglas de la sana crítica y que al hacerlo deberá
exponer "las razones jurídicas y las simplemente lógicas, científicas, técnicas o de
experiencia, en cuya virtud les asigne valor o las desestime" (art. 456 CT); casi textualmente
repite esta regla la Ley Nº 20.600, de 2012, que Crea los Tribunales Ambientales, en relación
con el procedimiento por daño ambiental (art. 35).
Por su parte, el Código Procesal Penal, cuyas reglas se aplican a las acciones civiles que
pueden interponerse en el procedimiento criminal, se establece la libre admisión de todo
medio de prueba (art. 295 CPP) y una apreciación "con libertad", pero limitada por la
necesidad de no contradecir los principios de la lógica, las máximas de experiencia y los
conocimientos científicamente afianzados (art. 297 CPP).
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: FONTECILLA VARAS, Mariano, "'Poder': imperativo y facultativo, apreciación de la prueba
en conciencia", en RDJ, t. 57, sec. Derecho, pp. 153-157; ZAPATA DÍAZ, Hernán, "La conciencia como
elemento de la valoración de la prueba", en RDJ, t. 65, pp. 53-63.; GONZÁLEZ SAAVEDRA, Miguel Luis, "De la
labor del juez en la apreciación de la prueba de acuerdo con las reglas de la sana crítica", en GJ 132, 1991,
pp. 21-25; GONZÁLEZ CASTILLO, Joel, "La fundamentación de las sentencias y la sana crítica", en Revista
Chilena de Derecho 33, 2006, 1, pp. 93-107; BENFELD, Johann, "Los orígenes del concepto de 'sana crítica'",
en Revista de Estudios Histórico-Jurídicos 35, 2013, pp. 569-858; "Una concepción no tradicional de la sana
crítica", en Revista de Derecho (P. Universidad Católica de Valparaíso) 45, 2015, pp. 153-176; STEIN, Alex,
"Contra la 'prueba libre'", en Revista de Derecho (Universidad Austral de Chile) 26, 2013, 2, pp. 245-
261; COLOMA CORREA, Rodrigo, "¿Realmente importa la sana crítica?", en Revista Chilena de Derecho 39,
2012, 3, pp. 753-781; "El derecho probatorio y su Torre de Babel: Sobre citas en revistas indexadas",
en Revista de Derecho (Universidad Austral de Chile) 29, 2016, 2, pp. 35-58; COLOMA CORREA, Rodrigo
y AGÜERO SAN JUAN, Claudio, "Fragmentos de un imaginario judicial de la sana crítica", en Ius et Praxis 20,
2014, 2, pp. 375-414; FUENTES MAUREIRA, Claudio, "La persistencia de la prueba legal en la judicatura de
familia", en Revista de Derecho (Universidad Católica del Norte) 18, 2011, 1, pp. 119-145.
1. Concepto
Se conoce como carga de la prueba el deber jurídico que tiene un litigante de probar los
hechos en los que se fundamenta su pretensión, bajo la amenaza de que, en caso de no
hacerlo, dicha pretensión será desestimada por el juez.
El art. 1698 del Código Civil contiene la regla fundamental en materia de distribución de la
carga de la prueba. Su texto señala lo siguiente: "Incumbe probar las obligaciones o su
extinción al que alega aquéllas o ésta". Desglosando la norma podemos obtener dos reglas:
"incumbe probar las obligaciones al que las alega", "incumbe probar la extinción de las
obligaciones al que la alega".
Así, por ejemplo, si alguien demanda a otro aduciendo que le debe un millón de pesos, y el
demandado no contesta ni comparece en el proceso, el demandante deberá presentar prueba
para acreditar la existencia de la obligación y si no lo hace, por mucho que el demandado no
haya realizado conducta alguna destinada a oponerse a la demanda, el juez deberá dictar
sentencia rechazando la demanda. En este caso, la carga de la prueba pesaba sobre el
demandante. Si, en cambio, en el mismo caso, el demandado comparece y aduce que la
deuda existió pero que fue pagada (alega la extinción), mas luego no logra acreditar el pago,
el juez deberá rechazar esta excepción y dar lugar a la demanda. La carga de la prueba esta
vez recaía en el demandado.
Debe advertirse que no cualquiera defensa del demandado constituye una excepción. Si no
dice nada o si se limita a negar los hechos invocados por el demandante, hay una defensa
negativa, pero no una excepción (la carga seguirá residiendo en el demandante). Se entiende
que hay una excepción cuando el demandado alega algo que se opone directamente a la
demanda, sea porque se invoca un hecho que la impide (nulidad), la extingue (pago,
compensación, prescripción) o la altera sustancialmente (recalificación de un contrato). En
estos casos, el demandado tendrá la carga de la prueba sobre los hechos en los que se funda
dicha excepción.
Hay que recordar, igualmente, que con ciertos requisitos el demandado, además de
contestar la demanda, puede deducir otra acción en contra del demandante, mediante una
reconvención. En tales casos, el demandado-reconviniente soportará la carga de la prueba de
los hechos en los que se funde la reconvención.
En ocasiones, la ley establece una inversión de la carga de la prueba ya sea para premiar o
sancionar la rectitud de los litigantes. Por ejemplo, en el pago de lo no debido se establece
que si el demandado reconoce haber recibido el pago, deberá el demandante probar que es
indebido; pero, a la inversa, si el demandado niega haberlo recibido y el demandante logra
acreditar que sí lo hizo, entonces se presume indebido (art. 2298 CC), es decir, se le descarga
de la prueba de este hecho para hacerla recaer en el demandado como sanción a su
deshonestidad.
¿Y podría darse una inversión de la carga de la prueba que sea decidida no por la ley, ni
por las partes, sino por el juez que conoce del litigio? Esto nos lleva a comentar brevemente la
teoría que se ha dado en llamar "carga dinámica de la prueba".
En algunas jurisdicciones extranjeras se ha ido acuñando una teoría por la cual el juez
puede cambiar las reglas legales de la carga de la prueba, conforme a lo que aprecie en el
litigio sobre la mayor o menor posibilidad de las partes de aportar pruebas en favor de su
pretensión. Se trataría de una forma más de otorgar mayores poderes al juez para evitar que
demandas deban ser rechazadas básicamente porque el demandante no tenía los medios
para comprobar los hechos en los que se basaba su acción. El caso más dramático que se
coloca es el de los procesos civiles por responsabilidad médica, en los cuales muchas veces
el paciente o sus familiares se encuentran en desventaja manifiesta para presentar pruebas
que acrediten la negligencia sanitaria, mientras toda la información al respecto es manejada
por la clínica, hospital o centro público de salud. Ciertos autores defienden que en tales casos
el juez debe quedar facultado para invertir el peso de la prueba, de modo de liberar a las
víctimas y en cambio imponer al demandado que pruebe que no se produjo la negligencia
alegada. De esta forma, se pasaría de un sistema de cargas de la prueba estáticas o
irrevocablemente fijas a un sistema dinámico en el que las cargas pueden cambiar según las
circunstancias del proceso y previa decisión del juez.
En nuestro país, esta doctrina ha calado en ciertos ambientes del Derecho Procesal, de
modo que el proyecto original de nuevo Código Procesal Civil tenía una norma que acogía la
teoría: "El tribunal podrá distribuir la carga de la prueba conforme a la disponibilidad y facilidad
probatoria que posea cada una de las partes..." (art. 294.2). Ante la crítica que recibió esta
propuesta, sobre todo de parte de los académicos de Derecho Civil, ella fue eliminada y ya no
aparece en el Proyecto que aprobó la Cámara de Diputados.
La verdad es que, a primera vista, la teoría de las cargas dinámicas se presenta como
atractiva, porque le permitiría al juez hacer una justicia más completa, protegiendo a los
litigantes débiles. Pero si se analiza con un poco de mayor profundidad, se puede apreciar
que con una norma así se están dando poderes discrecionales al juez, que serán difícilmente
controlables por los tribunales superiores, y que existe un gran riesgo de vulnerar el principio
de igualdad y del debido proceso. Por otro lado, se menoscaba la seguridad jurídica en el
tráfico, que toma en cuenta las reglas de distribución de la prueba como factor relevante,
sobre todo a la hora de preconstituir ciertas pruebas, ante el evento de una litis futura, se
desnaturaliza la función de las presunciones legales y se fomenta la litigiosidad excesiva.
La situación de las víctimas que carecen de medios probatorios puede subsanarse con
medidas mucho menos radicales e igualmente útiles, como la medida de exhibición de
documentos (art. 349 CPC), la absolución de posiciones de la parte contraria (art. 385 CPC) o
los informes periciales decretados de oficio por el juez (art. 411.1º CPC).
No obstante, la ley aprobada en 2017, que reformó la Ley Nº 19.496, de 1997, sobre
Protección de los Derechos del Consumidor, introdujo el criterio de las cargas dinámicas en el
procedimiento judicial ante el juez de policía local. Se dispone que, en la audiencia de
contestación y prueba, el tribunal "podrá distribuir la carga de la prueba conforme a la
disponibilidad y facilidad probatoria que posea cada una de las partes en el litigio". En tal caso,
el juez debe comunicar a las partes esa nueva distribución y citará a una nueva audiencia
para que las partes puedan rendir la prueba según ella (art. 50-Ñ.5 ley Nº 19.496).
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: YÁÑEZ, Eleodoro, "Onus probandi", en RDJ, t. 1, Derecho, pp. 71-76; CORRAL
TALCIANI, Hernán, "Sobre la carga de la prueba en el Proyecto de Código Procesal Civil", en Maite
Aguirrezabal (ed.), Justicia civil: Perspectivas para una reforma en la legislación chilena, Cuadernos de
Extensión Jurídica (U. de los Andes) 23, 2012, pp. 107-117; PALOMO VÉLEZ, Diego, "Las cargas probatorias
dinámicas: ¿es indispensable darse toda esta vuelta?", en Ius et Praxis 19, 2013, 2, pp. 447-466; CARVAJAL,
Patricio, "El artículo 1698 del Código Civil frente a la carga dinámica de la prueba del Proyecto de Nuevo
Código Procesal Civil", en S. Turner y J. A. Varas (coords.), Estudios de Derecho Civil IX, Thomson Reuters,
Santiago, 2014, pp. 315-33; DOMÍNGUEZ HIDALGO, Carmen, "La introducción de las cargas probatorias
dinámicas en el Derecho chileno: análisis crítico de una reforma innecesaria", en S. Turner y J. A. Varas
(coords.), Estudios de Derecho Civil IX, Thomson Reuters, Santiago, 2014, pp. 787-798; HUNTER AMPUERO,
Iván, "La carga de la prueba en el contencioso administrativo ambiental chileno: notas a propósito de la ley de
tribunales ambientales", en Revista Chilena de Derecho 42, 2015, 2, pp. 649-669; LORENZINI BARRÍA, Jaime,
"La carga dinámica de la prueba en materias de consumo: un desafío pendiente para asegurar la igualdad
procesal del consumidor y proveedor", en Mauricio Tapia, María Paz Gatica y Javiera Verdugo
(coords.), Estudios de Derecho Civil en homenaje a Gonzalo Figueroa Yáñez, LegalPublishing Thomson
Reuters, Santiago, 2014, pp. 387-405, NAVARRETE VILLEGAS, Luis Gonzalo, "Las normas sobre carga de la
prueba son procesales", en Carlos Céspedes (coord.), Estudios de Derecho Patrimonial. En homenaje a los
35 años de la Facultad de Derecho de la UCSC, Thomson Reuters, Santiago, 2013, pp. 305-315.
IV. EL OBJETO DE LA PRUEBA
El objeto sobre el cual debe recaer la prueba son los hechos en los que se fundan las
pretensiones jurídicas de las partes, ya que el derecho se supone conocido por el juez, según
el principio iura novit curia.
Se trata, por tanto, de acreditar realidades o circunstancias de carácter fáctico, en las que
pueda apoyarse un determinado derecho o relación jurídica. Por ejemplo, que se produjo un
incendio, que se entregó una cosa, que falleció una persona, que una persona es mayor de
edad, que venció un determinado plazo, etc.
Si se trata de un juicio contencioso, la ley dispone que sólo deben probarse los hechos que
cumplan con tres requisitos fundamentales; que sean controvertidos, sustanciales y
pertinentes (art. 318 CPC). Si un determinado hecho es reconocido por el demandado y no
hay disputa sobre su acaecimiento, entonces debe estimarse probado sin que sea necesario
presentar pruebas en el litigio. De este modo, si el demandante señala que el demandado
debe restituirle una cosa que es suya porque la tiene por habérsela comprado a un tercero
que no era el dueño, y el demandado señala que ello es cierto, pero alega que ha adquirido la
cosa por prescripción, no será necesario presentar pruebas sobre los hechos en que
convienen demandante y demandado: la celebración de una venta de cosa ajena, sino sólo
sobre si se han cumplido los requisitos de la prescripción alegada por el demandado. Pero hay
que recordar que el solo silencio del demandado, o su no comparecencia, no significan
aceptación de los hechos de la demanda, sino justamente lo contrario: su negación. Con esta
defensa negativa, todos los hechos afirmados por el demandante tendrán la calidad de
controvertidos.
Pero no basta que un hecho sea controvertido para que pueda ser objeto de prueba, es
menester que además sea sustancial y pertinente. Pensamos que primero es necesario
despejar la pertinencia del hecho, ya que si se trata de hechos no pertinentes, es decir, que no
tienen ninguna relevancia para la resolución del asunto en disputa, sería, además de
dispendioso, totalmente inútil admitir su prueba. Por ejemplo, en un juicio de nulidad de un
contrato sería un hecho impertinente si una de las partes tiene el cabello natural o teñido o si
el día en que aquél se celebró estaba lloviendo o no, etc.
Pero tampoco basta que el hecho sea pertinente, sino que debe tratarse de un hecho
sustancial, es decir, un hecho sin el cual no puede decidirse el juicio a favor de la parte que lo
alega. No son objeto de prueba aquellos hechos que, siendo controvertidos e incluso
pertinentes, son meramente incidentales o insustanciales para dirimir la cuestión sometida a la
resolución del juez. Por ejemplo, si el demandante pide la restitución de un pago indebido,
debe acreditar el pago, pero no será necesario que se incluya en la prueba el hecho de que el
pago se hizo personalmente o por medio de mandatario. Se trata, sin duda, de un hecho
pertinente (relacionado con las circunstancias de la causa), pero no sustancial o esencial para
la resolución de la acción interpuesta.
Corresponde al juez determinar en cada juicio cuáles hechos cumplen los tres requisitos
señalados en la sentencia que recibe la causa a prueba. Como se comprenderá, esta
resolución judicial es fundamental para el curso del pleito, ya que fija la materia fáctica de la
controversia. Por ello, si las partes están en desacuerdo, tienen derecho a reposición y
apelación subsidiaria (art. 319 CPC).
Por excepción, existen hechos que no necesitan prueba para tenerse por acreditados. Los
veremos en el párrafo siguiente.
a) El hecho presunto
La presunción, tanto legal como judicial, opera sobre la idea de que un hecho que es
desconocido se tiene como real y, por tanto, acreditado en juicio, si se prueban otros hechos
(indiciarios) de los cuales se deduce, mediante una operación lógica (hecha por el legislador o
por el juez), el hecho que se buscaba establecer. Por ello, entonces se sostiene que el hecho
presunto no requiere prueba. Aunque en realidad podría decirse que el hecho presunto es
probado, pero a través de las presunciones, que como veremos es uno de los medios de
prueba considerados admisibles en nuestro sistema procesal civil.
b) El hecho notorio
No hay que confundir este tipo de hechos notorios con la exigencia de notoriedad que se
establece como un requisito para establecer un hecho. El Código Civil, por ejemplo, señala
que son incapaces de guarda "los de mala conducta notoria" (art. 497.8º CC), que el plazo
caduca por "notoria insolvencia" (art. 1496.1º CC), que puede probarse la filiación por la
posesión notoria del estado de hijo (art. 200 CC) y el estado civil de casado puede probarse,
supletoriamente, por la posesión notoria del estado de matrimonio (arts. 309 y 310 CC). En
todos estos casos, la prueba es requerida, pero una de las exigencias del hecho es que sea
notorio, es decir, manifestado exteriormente y no oculto o clandestino.
Diferente es la norma del Código de Procedimiento Civil que permite que el juez pueda
dictar sentencia de plano, es decir, sin necesidad de escuchar a la otra parte ni de recibir
prueba, en un incidente cuya petición se funda en hechos que "sean de pública notoriedad"
(art. 89 CPC). La doctrina procesal considera que el principio que se refleja en esta norma
puede aplicarse también a la sentencia con la que se falla el pleito.
Es necesario, sin embargo, advertir que, por muy notorio que sea un hecho, igualmente
procedería la prueba en contrario, porque no siempre la notoriedad es sinónimo de exactitud o
veracidad. Por otro lado, no cabe confundir la categoría de hecho notorio con la de hecho
conocido por la persona del juez. Si el juez, por ejemplo, presenció el accidente
automovilístico y sabe que uno de los autos cruzó con luz roja, pero ello no se acredita por las
pruebas pertinentes en el proceso, no podrá hacer uso de ese conocimiento privado y deberá
dictar sentencia prescindiendo de él. Por eso los procesalistas suelen acudir al adagio
latino: Quod non est in actis nos est in mundo (lo que no está en las actas [del juicio] no está
en el mundo).
El hecho notorio es aquel que es conocido y aceptado como real por la generalidad de la
comunidad, o al menos por el ámbito social en el que se desenvuelven las partes del juicio.
Las máximas del conocimiento científico son hechos que han sido establecidos sólidamente
por las diversas ciencias y que forman parte del acervo cultural común. Por ejemplo, no es
necesario probar que un caballo es un animal herbívoro o que el agua hierve a los 100 grados
Celsius a nivel del mar.
d) Hechos negativos
Se sostiene que los hechos negativos no se prueban, porque a lo imposible nadie está
obligado. En realidad, no existen hechos negativos, sino más bien negaciones de la veracidad
de hechos que se alegan por una de las partes. Como hemos señalado, la negativa general
de todos los hechos en que se funda la demanda, por parte del demandado, no impone a éste
el deber de probar la falsedad de dichos hechos, sino que mantiene la carga de la prueba en
el actor. Si la cuestión recae sobre la afirmación de hechos singulares alegados tanto por el
demandante como por el demandado en sus respectivos escritos, en general la prueba debe
recaer sobre quien alega la ocurrencia del hecho y no sobre el que sostiene su falsedad. En
este sentido, no parece prudente imponer a una de las partes la carga de probar que algo no
ha sucedido o no ha tenido lugar.
Sin embargo, como excepción se reconoce que, cuando se niega la existencia de un hecho
que necesariamente implica la afirmación indirecta de otro, procede la prueba justamente
sobre la veracidad de esta última. Así, si una parte alega que no estuvo en determinado país
en cierta época, no será necesario que pruebe la inexistencia del hecho, pero sí podría probar
esa negación acreditando que en ese tiempo se encontraba en otro país.
El principio iura novit curia, por el cual se asume que el juez conoce el Derecho, implica que
las partes no tienen la carga de probar la existencia o contenido de las fuentes formales
legisladas del Derecho que invocan para apoyar sus pretensiones.
Así, por ejemplo, si una parte invoca los preceptos del Código Civil, bastará con que los
mencione y no es necesario que pruebe que el Código Civil fue efectivamente aprobado por el
Congreso en 1855, que fue promulgado y publicado conforme a la Constitución vigente en la
época, que entró en vigencia el 1 de enero de 1857, que los preceptos invocados no han sido
derogados y cuál es su contenido. Si se invoca una ley más reciente, como la ley Nº 20.720,
de 2014, no será necesario que se presente copia auténtica de la edición del Diario Oficial
donde dicha ley fue publicada, ni del decreto promulgatorio, etc.
Puede decirse, entonces, que las fuentes formales legisladas no forman parte del objeto de
la prueba. Por ello, también el juez puede fundamentar su sentencia en normas que no han
sido invocadas por ninguna de las partes del pleito, por cierto, siempre que ello no implique
modificar las acciones que ellas han deducido, porque de lo contrario podría incurrir en ultra
petita.
El principio iura novit curia, sin embargo, no se aplicará tan estrictamente cuando se discute
justamente si una ley ha sido o no publicada o cuál es el texto vigente, caso en el cual se
admite que las partes puedan presentar prueba sobre estos hechos.
En todo caso, dicho principio se aplica sólo a las fuentes formales del Derecho legisladas de
carácter nacional, por tanto se excluyen las fuentes formales no legisladas, aquellas que son
propias de un ordenamiento diverso del chileno y las reglas jurídicas que emanan de la
autonomía privada (actos o negocios jurídicos).
b) La costumbre
La principal fuente formal no legislada que puede requerir prueba es la costumbre. Como ya
vimos, y ahora a ello nos remitimos 45, emanando la costumbre de hechos, es necesario que
éstos sean acreditados para que de allí pueda extraerse la regla jurídica en la que consiste la
costumbre. Recuérdese que el Código de Comercio explicita los medios probatorios con los
que se puede probar la costumbre mercantil y que son: 1º) un testimonio fehaciente de dos
sentencias que, aseverando la existencia de la costumbre, hayan sido pronunciadas conforme
a ella, o 2º) tres escrituras públicas anteriores a los hechos que motivan el juicio en que debe
obrar la prueba (art. 5º CCom).
En cambio, no habiendo norma expresa en el Código Civil, se entiende que para acreditar la
costumbre en materias puramente civiles podrán usarse todos los medios de prueba
admisibles.
En todo caso, para que pueda presentarse prueba de la costumbre será necesario que los
hechos constitutivos formen parte de la sentencia interlocutoria que recibe la causa a prueba.
c) El Derecho extranjero
No es posible aplicar el principio iura novit curia respecto de sistemas jurídicos diversos de
aquel del cual deriva su jurisdicción el juez que conoce del asunto. Por ello, si es necesario
aplicar una legislación extranjera o no estatal (por ejemplo, el Derecho canónico), la parte
interesada debe rendir prueba sobre la vigencia de la respectiva fuente y su contenido
preceptivo.
El medio probatorio más idóneo es el informe pericial, en que el perito es una persona
conocedora de las normas jurídicas extranjeras que se pretende aplicar en un proceso
chileno. Así lo reconoce el Código de Procedimiento Civil al indicar que puede oírse informe
de peritos "sobre puntos de derecho referentes a alguna legislación extranjera" (art. 411.2º
CPC). No se refiere esta prueba a la interpretación de las normas extranjeras, sino a
cuestiones de hecho como la existencia y vigor de una determinada legislación o
jurisprudencia.
Los tratados y convenciones internacionales ratificados por Chile, en cambio, son fuentes
de Derecho interno, por lo que no se requerirá prueba de ellos.
d) Actos o negocios jurídicos
Los actos y negocios jurídicos no son fuentes formales del Derecho en la medida en que no
emanan de la comunidad o de la autoridad pública que ésta se ha dado, sino que de la
autonomía privada de que gozan todas las personas. Pero es claro que la mayor parte de las
veces los actos no se invocan como hechos, sino en cuanto reglas jurídicas que deben
aplicarse entre las partes del juicio. Aun así, al no constar de manera oficial, los actos y
contratos, en su existencia, celebración y contenido, deben ser objeto de prueba.
En principio, son admisibles todos los medios de prueba para acreditar la existencia y
contenido de los actos jurídicos, pero existen algunas limitaciones. En primer lugar, si se trata
de actos solemnes, la única prueba admisible es la de la solemnidad. Así se deduce del art.
1701 del Código Civil que, tratándose del instrumento público en cuanto solemnidad, señala
que su falta "no puede suplirse por otra prueba". Respecto de los actos jurídicos no solemnes
no procederá la prueba de testigos si dichos actos contienen la entrega o promesa de una
cosa de más de dos unidades tributarias y no se han celebrado por escrito (arts. 1708 y 1709
Código Civil).
Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que no se admitirán las escrituras privadas
extranjeras en los casos en que las leyes chilenas exigieren instrumentos públicos para
pruebas que deben presentarse en Chile (art. 18 CC).
1. Enumeración
Tanto el Código Civil como el Código de Procedimiento Civil mencionan los medios de
prueba que son admisibles en nuestro sistema procesal civil. Pero ambas listas no son del
todo coincidentes, ya que el art. 1698 del Código Civil, en su inc. 2º, menciona el juramento
deferido, y esta prueba no aparece en el art. 341 del Código de Procedimiento Civil, en el que
a su vez se contempla el informe de peritos que no se incluye en la lista del Código Civil.
La omisión del juramento deferido en el Código de Procedimiento Civil se explica por su
derogación como medio de prueba en virtud de la ley Nº 7.760, de 5 de febrero de 1944 (art.
4.1º). La prueba, regulada en los arts. 393 a 404 originales del referido Código, consistía en
que una parte se ofrecía a pasar, es decir, a aceptar como verdadero, lo que la otra declarara
bajo juramento ante el juez. Para su eliminación se tuvo en cuenta el riesgo que su aplicación
podía implicar para la parte que confiaba en la rectitud de conciencia de la otra, así como la
pérdida de la fuerza moral del juramento. Una cierta reminiscencia de esta institución
permanece en el art. 423 del Código Civil, que, como sanción al guardador que no da cuenta
de su administración o que se ha hecho culpable de dolo o culpa grave, otorga al pupilo el
derecho a jurar la cuantía del perjuicio, cantidad en la que será condenado el guardador, a
menos que el juez tenga a bien moderarla.
La adición del informe de peritos se debe a que el Código de Procedimiento Civil consideró
que era necesario regularlo no dentro de la prueba testimonial (en la cual se entendía
comprendido en el Código Civil), sino como una prueba autónoma.
De este modo, los medios de prueba admisible en juicio civil en Chile son: instrumentos
(públicos o privados), testigos, presunciones, confesión de parte, informe de peritos e
inspección personal del juez.
2. Clasificación
Según la manera en que la que los jueces pueden apreciar la prueba, los medios
probatorios pueden dividirse en aquellos en los que el juez mismo aprecia inmediata y
directamente los hechos que la constituyen, y aquellos que se producen en juicio para que el
juez los valore a posterioridad en el momento de dictar sentencia. Son medios de prueba de
apreciación directa del juez la inspección personal del juez y las presunciones judiciales. En la
primera es el mismo juez quien constata los hechos que se ofrecen ante sus sentidos; en las
segundas, es el juez el que, tomando pie de otros hechos acreditados, deduce un hecho
desconocido mediante la correspondiente inferencia lógica.
Todo el resto son pruebas de apreciación mediata, ya que el juez las valorará al dictar
sentencia, algunas por el registro escrito o de audio que quede de ellas (testigos y confesión).
Según el formato en el que se plasman se suele hablar de pruebas orales y escritas. Las
pruebas orales son aquellas que se producen por declaraciones que se hacen por medio del
lenguaje oral, al que habría que equiparar el lenguaje gestual o de señas, ya que la ley
Nº 19.904, de 2003, restringió la inhabilidad de los testigos por discapacidad a los sordos o
sordomudos que no puedan darse a entender claramente (art. 357.5º CPC) y posibilitó la
declaración de los testigos con discapacidad verbal o auditiva mediante un intérprete del
lenguaje gestual (art. 382.4 CPC). De este tipo son las pruebas testimonial y confesional. Son
orales aunque del testimonio se deje una constancia escrita, porque ésta refiere lo que se dijo
verbalmente (o por señas).
Son pruebas escritas los instrumentos públicos y privados, así como el informe pericial, que
normalmente se contiene en un informe escrito emanado del o los peritos. Debe tenerse en
cuenta que son también pruebas escritas aquellas que se contienen en documentos de
carácter digital o electrónico (e-mail, páginas web, documentos en formato doc o pdf, etc.),
conforme con lo dispuesto por el art. 348 bis del Código de Procedimiento Civil, que regla la
forma en que debe procederse para incorporar al juicio un documento electrónico.
Nos parece que también deben considerarse, además de las pruebas orales y escritas, las
pruebas audiovisuales, es decir, aquellas que constan en registros de audio o de imágenes
(podcast, fotografías, videos, etc.). Aparte de estas pruebas que puede proporcionar la
moderna tecnología, hemos de señalar que también es una prueba audiovisual la inspección
personal del juez, ya que, si bien debe levantarse acta escrita de lo observado, la prueba
consiste justamente en aquello que ha podido percibir la persona del magistrado en el lugar
donde se ha realizado la inspección (apreciación visual, auditiva e incluso olfativa).
Se habla de que una prueba es plena cuando por sí sola es idónea para que el juez tenga
por acreditado el hecho de que se trata. En cambio, se llama prueba semiplena aquella que no
tiene fuerza persuasiva suficiente para que el juez estime acreditado el hecho por su sola
concurrencia en el proceso, pero que, unida y complementada por otra u otras pruebas
semiplenas, puede llevar al juez a la convicción sobre la veracidad del hecho.
Pareciera que son también pruebas semiplenas aquellas que la ley declara que pueden
servir de base para una presunción judicial (cfr. arts. 354, 383, 398, 427 CPC).
La mayoría de las pruebas son controvertibles en el sentido de que, aun teniendo el valor de
plena prueba, pueden ser desvirtuadas por otra u otras pruebas que siendo también plenas,
prevalecen sobre las primeras conforme a las reglas sobre valoración de pruebas
contradictorias.
Sin embargo, hay pruebas que son incontrovertibles, es decir, que no pueden dejarse sin
efecto ni aun presentando plena prueba en contrario. Es lo que sucede con las presunciones
de derecho y con la confesión judicial de hechos personales (art. 402 CPC). Aunque la ley no
lo señala expresamente, nos parece que la inspección personal del tribunal es también una
prueba que no puede controvertirse en cuanto a las circunstancias o hechos materiales que el
tribunal establezca en el acta como resultado de su propia observación (cfr. art. 408 CPC).
Un típico caso de prueba ilícita es la obtenida violando la intimidad de las personas o sus
comunicaciones sin una previa autorización judicial.
Concluida esta exposición de las nociones generales sobre la prueba, en los capítulos
siguientes nos ocuparemos de los diversos medios de prueba regulados en nuestro sistema,
aunque centrados en los aspectos sustantivos, dejando de lado las materias procedimentales
de cómo se presentan en juicio.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: MENESES PACHECO, Claudio, "Fuentes de prueba y medios de prueba en el proceso
civil", en Ius et Praxis, 14, 2008, 2, pp. 43-86; JEQUIER LEHUEDÉ, Eduardo, "La obtención ilícita de la fuente de
la prueba en el proceso civil: Análisis comparativo del ordenamiento jurídico español y chileno", en Revista
Chilena de Derecho 34, 2007, 3, pp. 457-494.
I. CONCEPTO Y CONTENIDO
1. Instrumentos y documentos
Sin embargo, desde antiguo se ha señalado que puede haber documentos que no sean
instrumentos en ese sentido estricto, como por ejemplo un dibujo tallado en una piedra o en
cuero. Con los avances de la tecnología se han agregado otras formas documentales en las
que no hay expresiones escritas, como los planos, las fotografías, las películas, los videos o
los registros de audio en sus diversos soportes.
Hoy, tanto estos documentos no escritos como también los escritos pueden registrarse no
en un formato material (papel u otro similar), sino en un formato electrónico o digital.
El contenido del instrumento estará conformado por los hechos que se constatan o las
voluntades que se expresan, comunicados a través del lenguaje escrito. La forma que
adoptará esa comunicación escrita estará determinada por la naturaleza de cada instrumento:
puede ser muy extensa, como en una larga escritura pública en la que se convienen uno o
más contratos, o puede ser muy breve, como en el cheque o en un certificado de nacimiento.
El contenido del instrumento es aquel que aparece en el formato papel en que se encuentra,
por lo que no formarán parte de él otros escritos como borradores, apuntes, minutas, anexos,
planos o instrucciones, aunque se refieran a él. Esto no quiere decir que estos instrumentos
accesorios no puedan utilizarse como prueba para aclarar el sentido de lo que se dejó
constancia en el instrumento principal.
También es posible, y usual, que el autor o las partes expresen que un determinado
instrumento separado del principal forma parte del contenido de éste, como sucede muchas
veces con anexos de contratos que regulan más detalladamente algunos aspectos de la
relación contractual. Esta inclusión expresa de otros documentos en el contenido de un
instrumento no está permitida en el testamento: "Las cédulas o papeles a que se refiera el
testador en el testamento, no se mirarán como partes de éste, aunque el testador lo ordene; ni
valdrán más de lo que sin esta circunstancia valdrían" (art. 1002 CC).
3. La firma
Originariamente estaba compuesta por la firma propiamente tal, que eran el nombre y los
apellidos de la persona escritos de propia mano por ésta, más una rúbrica, esto es, líneas,
puntos o trazos que rodean la firma y que tienen por objeto evitar la falsificación. La
costumbre, al menos en nuestro país, ha sido la de que la rúbrica se mezcle o incluso
sustituya totalmente al nombre del suscriptor de un documento. Para que cumpla su función,
la firma debe ser usada de manera uniforme en todos los documentos que se suscriban.
Podrá cambiarse, porque nada lo prohíbe, pero la que se adopte en sustitución deberá ser
usada de manera estable por un largo tiempo. La firma no soportaría que los individuos la
modificaran cada vez que se les ocurriera.
En los instrumentos públicos en los que comparecen particulares debe estar la firma de los
otorgantes y también la del funcionario público que actúa como ministro de fe. Respecto de los
otorgantes se permite que la suscripción de propia mano sea sustituida por la llamada "firma a
ruego", que consiste en que un tercero o uno de los otorgantes que no tenga interés contrario
firma por aquel que no puede o no sabe firmar, exigiéndose además que se registre la huella
dactilar de este último (art. 408 COT). La firma a ruego se emplea también en el otorgamiento
de un testamento cuando un testigo no supiere o no pudiere firmar; pero si se trata del
testador, bastará que se deje constancia en el testamento expresándose la causa que le
impide firmar (art. 1018 CC).
Para los instrumentos privados se ha discutido si la firma del o los autores es necesaria
como elemento esencial para que sirvan de medio probatorio. La opinión mayoritaria está por
la afirmativa, atendido lo que disponen los arts. 1701.2, 1702, 1703 y 1705 del Código Civil. La
primera norma señala que el instrumento público defectuoso puede valer como instrumento
privado, pero agrega "si estuviere firmado por las partes". A continuación, el art. 1702 señala
que el instrumento privado reconocido o mandado tener por reconocido tiene el valor de
escritura pública, "respecto de los que aparecen o se reputan haberlo suscrito", es decir,
aquellos que lo han firmado. Por su parte, el art. 1703 dispone que la fecha de un instrumento
privado no se cuenta respecto de terceros sino desde el fallecimiento de alguno de los que "le
han firmado". Finalmente, el art. 1705 habla de ciertos instrumentos privados especiales que,
por su características más informales, no se exige que estén firmados si han sido escritos por
el acreedor. Se trata, por tanto, de una excepción que viene a confirmar que la regla general
es que los instrumentos privados deben estar firmados por los otorgantes.
Cabe tener presente que, con la aparición del documento electrónico, también ha debutado
la firma digital o electrónica. En nuestro país, está regulada por la ley Nº 19.799, de 2002, que
distingue entre firma electrónica simple y firma electrónica avanzada. La primera es definida
como "cualquier sonido, símbolo o proceso electrónico, que permite al receptor de un
documento electrónico identificar al menos formalmente a
su autor" (art. 2º.f). Las claves identificatorias para el uso de tarjetas de crédito o débito, o
incluso el mismo nombre colocado en un correo electrónico, pueden ser consideradas firmas
electrónicas simples.
La firma electrónica avanzada, en cambio, involucra a una empresa que presta el servicio
de certificar la autoría de la firma y la integridad del documento. La ley la define como "aquella
certificada por un prestador acreditado, que ha sido creada usando medios que el titular
mantiene bajo su exclusivo control, de manera que se vincule únicamente al mismo y a los
datos a los que se refiere, permitiendo la detección posterior de cualquier modificación,
verificando la identidad del titular e impidiendo que desconozca la integridad del documento y
su autoría" (art. 2º.g). Se exige que los documentos electrónicos que sean instrumentos
públicos sean suscritos a través de la firma electrónica avanzada (art. 4º). Pero la regla
general que inspira la ley es la equivalencia entre firma electrónica y firma manuscrita (art. 3º).
II. CLASIFICACIÓN
1. Instrumentos voluntarios e instrumentos legalmente exigidos
Los instrumentos pueden emplearse por las personas cuando ellas lo deseen. Así no hay
obstáculos para que, aunque la ley sólo requiera el consentimiento para perfeccionar una
compraventa de un bien mueble, las partes decidan otorgarla por escritura pública. Lo mismo
sucede con los instrumentos privados, que pueden usarse libremente por las personas para
dejar constancia de su voluntad.
En otras ocasiones, sin embargo, es la ley la que determina la necesidad de que un acto
jurídico se otorgue mediante un específico tipo de instrumento. Esta exigencia puede tener
dos modalidades: se requiere el instrumento por vía de solemnidad o por vía de prueba.
Si la exigencia dice relación con el perfeccionamiento del acto, de modo que éste no puede
producir efectos si no consta en el instrumento requerido, estaremos frente a un instrumento
exigido por vía de solemnidad. Es lo que sucede con la compraventa de bienes raíces, que
debe constar por escritura pública (art. 1801.2 CC), o con la promesa de celebrar un contrato,
que debe constar por escrito (instrumento privado) (art. 1554.1º CC).
En otras ocasiones, la ley exige un instrumento pero no como solemnidad que permite la
perfección del acto, sino como una forma de preconstituir una prueba que evite, o al menos
simplifique, los posibles conflictos judiciales entre las partes. Se habla entonces de
instrumento exigido por vía de prueba. El ejemplo más claro consiste en la exigencia del
Código Civil de que los actos o contratos que contengan la entrega o promesa de una cosa de
más de dos unidades tributarias consten por escrito (instrumento privado) (art. 1709 CC). La
diferencia con el instrumento exigido por vía de solemnidad es que la omisión no produce la
nulidad del acto jurídico, sino que impide a las partes presentar prueba testimonial para
acreditarlo (art. 1710 CC).
Por cierto, no habrá problema si las partes deciden hacer por instrumento público (escritura
pública) el acto al que la ley le impone sólo la celebración por escrito (es decir, por un
instrumento privado); por ejemplo, si una promesa de celebrar un contrato se otorga por
escritura pública.
La principal división entre instrumentos es la que los clasifica en públicos y privados, según
la intervención en ellos de un funcionario público y la exigencia de formalidades establecidas
en la ley.
Son públicos los instrumentos autorizados por un funcionario competente con las
solemnidades legales (art. 1699.1 CC). Basta que el funcionario público autorice el
instrumento, esto es, dé fe de su otorgamiento (como sucede con el notario y la escritura
pública), pero también puede ser otorgado por el mismo funcionario y con autorización de
algún otro ministro de fe. Así, es también un instrumento público la sentencia que falla un
juicio, y que es otorgada por el juez y autorizada por el secretario del tribunal.
Son instrumentos privados los que no han sido autorizados por un funcionario público en el
ámbito de su competencia, así como aquellos que no han cumplido con las solemnidades
prescritas para ellos. Por eso, el Código Civil dispone que, salvo que el instrumento público
sea requerido como solemnidad para un acto o contrato, el instrumento público defectuoso, ya
sea por incompetencia del funcionario o por otra falta en la forma, "valdrá como instrumento
privado si estuviere firmado" (art. 1701.2 CC).
Los instrumentos nacionales son todos aquellos que se producen dentro del territorio
nacional, o al menos son autorizados por un funcionario público chileno al servicio de la
República en un país extranjero (por ejemplo, un cónsul). Son en cambio instrumentos
extranjeros los producidos fuera de Chile y otorgados o autorizados por las autoridades
propias de una jurisdicción extranjera.
La importancia que tiene la distinción reside en la posibilidad de que puedan usarse como
medios probatorios en Chile los instrumentos de origen extranjero. El Código Civil se refiere,
en el título preliminar, a los instrumentos públicos y permite que tengan valor en Chile si en
cuanto a la forma (solemnidades externas) se atienen a lo previsto en la ley del país donde
hubieren sido otorgados y siempre que su autenticidad se pruebe según las reglas del Código
de Procedimiento Civil (art. 17.1 CC). El mismo Código Civil aclara que la autenticidad se
refiere "al hecho de haber sido realmente otorgados y autorizados por las personas y de la
manera que en los tales instrumentos se expresa" (art. 17.2 CC).
El art. 345 del Código de Procedimiento Civil regula la forma en que debe probarse esta
autenticidad, que comúnmente es llamada "legalización". El trámite funciona de este modo: los
funcionarios extranjeros, que según las leyes o las prácticas de su país están facultados para
ello, deben atestiguar el carácter público y la autenticidad de las firmas de las personas que
los han autorizado. A su vez, la firma de este funcionario debe ser atestada por dos medios:
por un agente diplomático o consular chileno acreditado en el país extranjero o por un agente
diplomático acreditado en Chile por el gobierno del país del que procede el instrumento.
Finalmente, la firma del agente chileno o del agente extranjero acreditado en Chile debe ser
comprobada por un certificado del Ministerio de Relaciones Exteriores chileno.
a) Títulos valores
Los más tradicionales son la letra de cambio, el pagaré y el cheque, pero pueden añadirse
muchos otros, como las acciones de sociedades anónimas o por acciones, bonos, debentures,
cuotas en fondos mutuos y en general todo título de crédito o inversión (cfr. art. 3º, ley
Nº 18.045, Ley de Mercado de Valores).
En principio, estos instrumentos son privados, ya que no son autorizados por ningún
funcionario público, pero claramente tienen un estatus particular, porque están diseñados
justamente para circular y no podrían hacerlo si no tuvieran una presunción de veracidad
mayor que la del simple instrumento privado.
b) Instrumentos oficiales
Pero no sólo los documentos emitidos por organismos públicos son considerados
instrumentos oficiales. También lo son aquellos documentos que, si bien son emitidos por
personas del mundo privado, tienen una regulación especial que determina la forma de
generarlos, su contenido y sus efectos. En este sentido, los títulos valores pueden ser
considerados instrumentos oficiales, aunque sean creados por personas naturales o jurídicas
de carácter privado. En otro orden de materias, son también documentos oficiales los
certificados, recetas y licencias otorgadas por un médico, lo mismo que los planos y otros
documentos que deben ser firmados por un arquitecto responsable para obtener permisos de
edificación o construcción, o las certificaciones y diplomas otorgados por instituciones de
educación reconocidas por el Estado.
Estos instrumentos oficiales, aunque no sean propiamente instrumentos públicos, para fines
probatorios debieran regirse por las reglas de estos últimos.
En general, los instrumentos con mérito ejecutivo son también instrumentos públicos; así, la
sentencia firme y la copia autorizada de una escritura pública. Pero la ley también concede
esa fuerza a instrumentos privados, como los que se han reconocido judicialmente o han sido
mandados tener por reconocidos. Muchos títulos valores pueden alcanzar este mérito
ejecutivo, por ejemplo, cheques, letras de cambio o pagarés que son protestados y de los que
no se alegare tacha de falsedad. Esta gestión no será necesaria si la firma del obligado en el
cheque, letra de cambio o pagaré ha sido autorizada por notario (cfr. art. 434 CPC).
En todo caso, hay que advertir que para utilizar el procedimiento del juicio ejecutivo no
basta con que el demandante presente un instrumento con mérito ejecutivo, sino que además
es necesario que la deuda sea líquida y actualmente exigible (arts. 437 y 438 CPC).
d) Contraescrituras
No hay dudas sobre que estas contraescrituras tienen pleno efecto entre las partes que las
convienen, en virtud del principio de la autonomía privada. Puede haber problemas si se trata
de una contraescritura privada que altera lo convenido en una pública. Si se trata de un acto
que exige como solemnidad que se otorgue por escritura pública, no procederá que se
modifique luego por escritura privada (cfr. art. 1722 CC). En los demás casos, la escritura
privada tendrá el valor probatorio de un instrumento público en la medida en que haya sido
reconocida o mandado tener por reconocida por la otra parte en el litigio en el que se haga
valer.
El problema mayor se presenta con la protección de los terceros que pueden estar
interesados en el acto otorgado por la escritura inicial y que desconozcan que ha sido alterado
por una contraescritura. A resolver este problema se dedica el art. 1707 del Código Civil, para
lo cual distingue entre contraescrituras privadas y contraescrituras públicas. Las primeras —
las privadas— no producen efecto contra terceros cuando pretendan alterar lo pactado en una
escritura pública (art. 1707.1 CC). En cambio, la contraescritura pública sí puede afectar a
terceros, pero con tal que se cumplan dos requisitos: 1º) que se haya tomado razón de su
contenido al margen de la escritura matriz cuyas disposiciones se alteran en la
contraescritura, y 2º) que se haya tomado razón de su contenido al margen del "traslado en
cuya virtud ha obrado el tercero" (art. 1707.2 CC). La expresión "traslado" es el nombre
técnico que recibe la copia auténtica que se ha obtenido sobre la base de la escritura matriz,
cuyo original se encuentra en el registro o protocolo notarial.
Respecto a la posibilidad de que existan terceros con intereses encontrados: unos que
reclaman que se mantenga el contenido de la escritura original y otros que pretenden que
prevalezca la contraescritura, debemos reiterar la solución que dimos para el caso de
simulación, esto es, que debe preferirse a los terceros que invocan la situación aparente o
formal, y no la alterada por la contraescritura. Esto se entiende, por cierto, tratándose de
contraescrituras que no produzcan efectos contra terceros por no cumplir con los requisitos
consignados en el art. 1707 del Código Civil.
Como se puede apreciar, aunque el art. 1707 está insertado dentro de la regulación de la
prueba, en verdad se refiere a los efectos de los actos jurídicos respecto de terceros y no a su
valor probatorio. En cuanto a este último, habrá que estarse a la fuerza probatoria que la ley
reconoce a los instrumentos públicos y a los instrumentos privados.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: POMES ANDRADE, Juan, "Reflexiones sobre la prueba documental", en GJ 51, 1984,
pp. 2-18; SAMBRIZZI, Eduardo, Instrumentos privados, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1993.
1. Concepto y requisitos
El Código Civil nos da una definición legal del instrumento público, según la cual el
"Instrumento público o auténtico es el autorizado con las solemnidades legales por el
competente funcionario" (art. 1699.1).
Según esta definición, los requisitos de todo instrumento público son cuatro:
4º) Deben cumplirse las solemnidades establecidas en la ley, según el tipo de instrumento.
El requisito que merece una explicación más profunda es el tercero, ya que puede
interpretarse de una manera restringida o amplia. Para algunos, la palabra "autorizar" tiene un
significado amplio de revestir de autoridad pública un documento.
Según otra opinión, "autorizar" tiene un sentido específico, cual es el de dar "autenticidad" a
un documento por medio de la intervención de un funcionario al que se le ha concedido la
facultad de ejercer la fe pública.
En este último sentido, se sostiene que el ministro de fe pública se limita a "autorizar", esto
es, a dar su certificación, mientras que son otras personas las que expresan su voluntad en el
documento y que, por ello, son llamadas por el Código Civil "otorgantes".
Si se sigue la tesis amplia, no sólo son instrumentos públicos los que se otorguen ante un
notario, sino otros documentos realizados en virtud de una función pública, ya sea en el
ámbito legislativo, administrativo o judicial. Así, las actas de las sesiones de las Cámaras, un
decreto supremo o alcaldicio, un auto acordado de la Corte Suprema, una certificación de un
receptor judicial, todos quedarían incluidos en la categoría de instrumentos públicos.
La mayoría de la doctrina civil se pronuncia por la tesis amplia. Por nuestra parte,
preferimos la más restringida, ya que concuerda mejor con el texto del art. 1699 y con sus
antecedentes históricos.
En todo caso, los otros documentos públicos, en cuanto instrumentos oficiales, pueden
tener una fuerza probatoria similar o análoga a los instrumentos públicos propiamente tales.
El instrumento público está llamado, al menos en este ámbito, a desempeñar dos grandes
funciones: en primer lugar, la de servir de solemnidad por la cual se expresa el consentimiento
de las partes de un acto jurídico solemne. Se trata de una función constitutiva, ya que el
instrumento pasa a formar parte de la constitución del negocio jurídico. En segundo lugar, el
instrumento público desempeña una importante función probatoria, como prueba
preconstituida, es decir, producida con anterioridad a cualquier litigio y sólo por la eventualidad
de que luego surja una discrepancia sobre lo pactado o aseverado.
Ambas funciones se dan juntas cuando el instrumento público es requerido por vía de
solemnidad. El acto se constituye mediante el instrumento, pero además debe probarse a
través del mismo documento en caso de que más adelante se inicie un pleito sobre su
existencia o contenido. De allí el adagio "los actos solemnes se prueban a sí mismos".
En cambio, en aquellos casos en los que la ley no exige que un determinado acto se
otorgue mediante instrumento público, pero las partes han querido ocuparlo como vía para
manifestar su voluntad, por ejemplo, si se realiza por escritura pública una compraventa de un
automóvil, el instrumento desempeñará únicamente su función probatoria.
Ahora, si se omite el instrumento público que es exigido como solemnidad, de manera que
éste no puede cumplir su función constitutiva ni probatoria, ¿podría probarse el acto por otros
medios, por ejemplo, por confesión de una de las partes? La respuesta es negativa. El art.
1701 es perentorio al disponer que "la falta de instrumento público no puede suplirse por otra
prueba en los actos y contratos en que la ley requiere esa solemnidad". Se agrega que tales
actos se mirarán como no ejecutados o celebrados aun cuando se prometa reducirlos a
instrumento público dentro de cierto plazo, bajo una cláusula penal. Más aún, esta misma
cláusula "no tendrá efecto alguno" (es decir, es nula de pleno derecho).
El rigor en este aspecto del legislador es tal que incluso alcanza a los actos realizados en el
extranjero bajo una normativa que no exige el instrumento público como solemnidad:
tratándose de pruebas que han de rendirse en Chile, no valen las escrituras privadas
"cualquiera sea la fuerza de éstas en el país en que hubieren sido otorgadas" (art. 18 CC).
La escritura pública es una especie dentro del género de los instrumentos públicos. El art.
1699, en su inciso segundo, después de definir al instrumento público, nos dice que si éste es
"otorgado ante escribano e incorporado en un protocolo o registro público, se llama 'escritura
pública'" (art. 1699.2 CC; cfr. art. 403 COT).
Pero no todo instrumento otorgado ante notario es una escritura pública, porque, además de
esta exigencia, el original suscrito por las partes ante ese ministro de fe debe incorporarse en
el Registro Público que se compone de las escrituras públicas otorgadas en cierto período de
tiempo por estricto orden de presentación. Este registro recibe el nombre de Protocolo (cfr. art.
429 COT). Estos documentos deben ser empastados a lo menos cada dos meses y forman
diversos volúmenes donde van quedando las escrituras otorgadas. Después de un año del
cierre de cada volumen, los notarios deben enviarlos al archivero judicial (art. 433 COT).
Además de esos dos requisitos esenciales: otorgarse ante notario y ser incorporada en su
Protocolo, la escritura pública debe cumplir con varias solemnidades formales que se detallan
en el Código Orgánico de Tribunales (arts. 403-414 y 426 COT).
Las copias autorizadas de la escritura pública son consideradas instrumentos públicos para
su valor probatorio en juicio. Si se trata de copias simples o no autorizadas para obtener ese
valor, deben ser reconocidas por la otra parte; si ésta no las reconoce y por el contrario las
objeta, tendrán el valor probatorio de instrumentos públicos, si tras el trámite de cotejo de
documentos, el juez las estima fieles al original (art. 342 CPC).
Para determinar el valor probatorio habrá que distinguir entre lo que es una plena fe y lo que
es simplemente una presunción de veracidad. Se suele identificar la plena fe con la plena
prueba, de modo que se señala que cuando el Código Civil indica que los instrumentos
públicos hacen plena fe, estaría indicando que constituyen plena prueba, es decir, como ya
vimos, una prueba que por sí sola es suficiente para tener por acreditado el hecho sobre que
versa. Nos parece que la plena fe va más allá que la plena prueba y con esta expresión el
legislador, si bien permite que la prueba sea controvertida, señala un medio a través del cual
debe realizarse esa contradicción: la impugnación del instrumento público.
Si la parte que pretende descartar la eficacia de plena fe del instrumento público no recurre
a este procedimiento, por la vía incidental u ordinaria, entonces la autoridad probatoria del
instrumento público no podrá ser desvirtuada, aunque se presenten pruebas en contrario que
tengan el valor de plena prueba.
Tratándose de aspectos del instrumento público en los que éste no da plena fe, será plena
prueba, pero en el sentido de una presunción de veracidad simplemente legal, que invierte la
carga de la prueba. Es decir, la parte que pretende probar lo contrario deberá presentar una
prueba plena en contra, conforme a las reglas de aportación probatoria del procedimiento,
pero sin necesidad de instruir un formal procedimiento de impugnación del instrumento.
Con todas estas distinciones podemos examinar el valor probatorio del instrumento público.
Respecto de las declaraciones de las partes, es claro que también el instrumento público
hace plena fe de que ellas han sido formuladas por las personas que aparecen en el
instrumento como autores de ellas. Sin embargo, acá la ley distingue entre las dispositivas, las
meramente enunciativas y las enunciativas relacionadas con las dispositivas. La plena fe
alcanza sólo a las dispositivas y a las enunciativas que tengan relación directa con lo
dispositivo (art. 1706 CC). Este valor probatorio tendrá también eficacia general o erga omnes,
es decir, tanto para alguna de las partes como para terceros.
Debe considerarse que el texto de la norma no dice que en lo referido a la verdad de las
declaraciones el instrumento público haga plena fe "entre los declarantes", sino "contra los
declarantes". Por ello, tanto si la invocación de la veracidad la hace una de las partes como si
la alega un tercero, el instrumento tendrá valor de plena fe en la medida en que ella se oponga
a uno de los declarantes u otorgantes.
Recordemos que el valor de "plena fe" significa algo más que plena prueba, y quiere decir
que, si bien estas declaraciones del instrumento público son controvertibles, ello debe hacerse
mediante la objeción del documento por vía incidental o principal, mediante las vías de
impugnación que más adelante examinamos. Si no son objetadas, ellas prevalecerán contra
toda otra prueba que pueda presentarse en el contexto del proceso. Las únicas excepciones a
este valor absoluto del instrumento público no objetado serán la confesión y otro instrumento
público tampoco objetado que sea contradictorio. Para la confesión, el art. 1713 del Código
Civil señala que ella también tiene el valor de "plena fe", y el art. 402 del Código de
Procedimiento Civil dispone que contra los hechos personales de los litigantes confesados en
el juicio no se recibirá prueba alguna. Para los instrumentos públicos contradictorios, la norma
de excepción la encontramos en el art. 1707 del Código Civil, que regula el problema de las
contraescrituras y que, implícitamente, permite que se opongan entre las partes. En este caso,
la confrontación de dos instrumentos públicos contradictorios, el juez deberá preferir el que
crea más conforme con la verdad, de acuerdo a la regla del art. 428 del Código de
Procedimiento Civil.
Tratándose de declaraciones del funcionario y ministro de fe, no hacen plena fe las meras
apreciaciones de aspectos externos que hace el funcionario (que el testador está en su sano
juicio) o aquellas que menciona confiando en la veracidad de los otorgantes: el estado civil, el
domicilio o la nacionalidad de éstos. No obstante, se concuerda en que gozan de una
presunción de veracidad, por lo que si alguien quiere controvertirlas, deberá presentar prueba
en contrario.
En lo que se refiere a las declaraciones de las partes, ellas no hacen plena fe en cuanto a
su veracidad si se oponen contra alguien que no es una de las partes otorgantes, es decir, si
se pretende que hagan prueba contra terceros (ya sea que las invoque en su favor una parte o
un tercero). No obstante, tanto la doctrina como la jurisprudencia concuerdan en que, como lo
normal es que las personas digan la verdad, máxime si hacen declaraciones ante un ministro
de fe, esas declaraciones deben gozar de una presunción de veracidad, por lo que si el
tercero contra el cual se oponen pretende alegar que no son concordes con la realidad,
deberá presentar prueba en contrario, que deberá tener el carácter de plena prueba. Es cierto
que el art. 1706, que da valor probatorio a las declaraciones enunciativas relacionadas con lo
dispositivo, se refiere únicamente a las partes, pero la doctrina estima que frente a terceros
deben presumirse sinceras, al igual que las declaraciones dispositivas.
Esto debe tener una excepción en lo referido al caso en que los otorgantes pretendan
alegar la falsedad de sus propias declaraciones contra terceros, ya que, por analogía con lo
que el art. 1707 dispone sobre las contraescrituras, debe concluirse que las partes no pueden
desconocer lo que han expresamente señalado perjudicando la buena fe de los terceros.
Las declaraciones de las partes que son meramente enunciativas y que no tienen relación
directa con lo dispositivo del instrumento no gozan ni siquiera de presunción de veracidad, ya
que no es posible entender que las partes hayan puesto toda la atención debida en ese tipo
de afirmaciones incidentales y bien podría ser que ellas no se ajustaran a la realidad. De este
modo, si alguien quiere invocar la veracidad de esas declaraciones, deberá presentar prueba
que las acredite sin que baste alegar el instrumento público en que accidentalmente se
mencionan. No obstante, debe hacerse notar que es posible que esa declaración pueda ser
alegada en contra de aquel que aparece efectuándola como una confesión extrajudicial que
puede servir de base a una presunción judicial (art. 398 CPC).
a) Por nulidad
Una primera forma de impugnar un instrumento público es alegando su nulidad. Hay que
hacer notar que aquí lo que el objetante del instrumento alega no es directamente la nulidad
del acto jurídico contenido en el instrumento, si no la nulidad de este último, por no haberse
cumplido los requisitos que la ley fija para el otorgamiento de un instrumento público, ya sea
en cuanto a la competencia del funcionario o a las demás formalidades legales.
Hay que tener en cuenta que la nulidad de un instrumento público por no ser otorgado por
un funcionario público legalmente nombrado o por haber obrado fuera de su competencia,
puede ser validada si la apariencia lleva a engaño y se configuran los requisitos de la doctrina
del error común47.
Para probar la nulidad, serán procedentes todos los medios de prueba admisible en materia
civil, incluidos los testigos.
Pero hay que recordar que si el instrumento público no exigido como solemnidad es nulo
por incompetencia del funcionario o por otra falta de forma, vale como instrumento privado si
estuviere firmado por las partes (art. 1701.2 CC).
Como hemos ya señalado, la autenticidad del instrumento se refiere a que haya sido
otorgado y autorizado por las personas y de la manera que se expresa en él (art. 17 CC). En
este caso, no hay propiamente nulidad sino falsificación, es decir, el instrumento se ha
otorgado por funcionario competente y se cumplieron todas las formalidades, pero, por
ejemplo, el notario que autorizó no es realmente el que se dice que actuó en el instrumento, o
las partes que concurren han suplantado la identidad de otras personas y no son realmente
las que aparecen compareciendo. Lo mismo se dará si se añade o se altera subrepticiamente
una declaración que fue realmente hecha por una o más partes.
Para acreditar la falsificación pueden utilizarse todos los medios de prueba, entre los cuales
uno muy relevante es el llamado cotejo de letras (art. 355 CPC). Sin embargo, en virtud de
una regla especial del Código de Procedimiento Civil se restringe la prueba de testigos cuando
se intenta acreditar la falta de autenticidad de una escritura pública. Para ello se requiere el
testimonio de cinco testigos que acrediten que la parte que se dice haber asistido
personalmente al otorgamiento, o el escribano, ha fallecido con anterioridad o ha permanecido
fuera del lugar en el día del otorgamiento y en los setenta días subsiguientes (art. 429 CPC).
En cuanto a las aseveraciones del funcionario, hay que hacer notar que si se pretende
impugnar las declaraciones sobre el hecho de haberse otorgado, su fecha o las aseveraciones
sobre la identidad y comparecencia de las partes, la impugnación, más que por insinceridad
de las declaraciones, se producirá por falta de autenticidad.
En el incidente o juicio por falta de veracidad de las declaraciones podrán presentarse todos
los medios de prueba admisibles, y el tribunal preferirá el que crea más conforme con la
verdad (art. 428 CPC).
Una excepción contempla el art. 1876 del Código Civil, según el cual si en la escritura de
venta se expresa que se ha pagado el precio, no se admitirá prueba alguna en contrario, salvo
la de nulidad o falsificación (art. 1876.2 CC). Con ello se intenta proteger a los terceros que,
confiando en la expresión de la escritura, han adquirido el bien del comprador sin el riesgo de
que les afecte una resolución por no pago del precio. Pero se ha suscitado la duda de si la
norma es aplicable también entre las partes, de modo que el vendedor no podría objetar por
falta de veracidad la declaración de que el comprador ha pagado el precio, ni siquiera
mediante confesión de este último de que en realidad no lo ha pagado. La jurisprudencia se
ha inclinado por esta última teoría, pero en nuestra opinión hay buenas razones para restringir
su aplicación a los terceros, puesto que es claro que en ellos estaba pensando el codificador,
como lo demuestra el párrafo final del inciso, en que veda la prueba en contrario: "sólo en
virtud de esta prueba [nulidad o falsificación] habrá acción contra terceros poseedores" (art.
1876.2 CC).
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: MENESES PACHECO, Claudio, El documento público como medio de prueba en el
proceso civil chileno, Thomson Reuters, Santiago, 2017; SANTA CRUZ SERRANO, Víctor, "El instrumento
público", en RDJ, t. 38, Derecho, pp. 142-164; ORREGO ACUÑA, Juan Andrés, "Impugnación de los
instrumentos públicos por falsedad de las declaraciones de las partes", en Revista de Derecho (Universidad
Finis Terrae) 6, 2002, pp. 119-139.
IV. INSTRUMENTOS PRIVADOS
1. Concepto y funciones
El instrumento privado se define por su oposición al público, de modo que se suele decir
que es instrumento privado todo aquel documento que no tiene las características de público,
ya sea porque no ha sido autorizado por un funcionario público o porque no se han cumplido
las solemnidades que la ley requiere para el otorgamiento de este último. Si el instrumento
público, que no es exigido como solemnidad de un acto jurídico, es nulo por incompetencia del
funcionario u otra falta formal, vale como instrumento privado siempre que esté firmado (art.
1701.2 CC).
Debemos recordar que no son instrumentos privados los llamados documentos oficiales,
que, aunque tampoco son propiamente instrumentos públicos, debieran ser asimilados a éstos
para fines probatorios.
Como hemos ya señalado, para que pueda tener valor probatorio el instrumento privado
debe estar firmado por las partes (aunque hay algunas excepciones reconocidas por la ley).
En cambio, no es necesario que esté datado, es decir, que contenga alguna mención sobre la
fecha de su otorgamiento. Tampoco es menester que se haya mencionado el lugar donde se
suscribió.
El instrumento privado puede cumplir varias funciones, pero desde el punto de vista jurídico
cuatro de ellas son las más relevantes:
En estos casos, la falta del instrumento privado producirá la nulidad de pleno derecho del
acto jurídico, y deberá aplicarse, por analogía, lo que se prescribe para la omisión de un
instrumento público exigido como solemnidad (art. 1701.1 CC).
2ª) Formalidad por vía de prueba: Con mucha mayor frecuencia que como solemnidad, el
instrumento privado es exigido como formalidad probatoria o ad probationem49. En estos
casos, la ley exige el instrumento privado, pero su omisión no produce la nulidad sino alguna
consecuencia probatoria adversa para alguna de las partes o para ambas.
3ª) Prueba preconstituida: Aunque la ley no lo exija ni como solemnidad ni como formalidad,
en la práctica una gran mayoría de actos jurídicos se realiza por instrumento privado, algunos
de manera estandarizada, a los cuales una de las partes simplemente adhiere con su firma.
En estos casos, igualmente el instrumento privado da certeza jurídica y permite probar las
estipulaciones realizadas por las partes con ocasión de una convención o acto unilateral
cuando se produzca algún conflicto con motivo de la ejecución de dicho negocio jurídico.
4ª) Mérito ejecutivo: Finalmente, debemos recordar que ciertos instrumentos privados tienen
también mérito ejecutivo, por lo cual el juez les da crédito en cuanto al contenido de una
obligación, a menos que se objete el documento con algunas excepciones taxativamente
enumeradas, entre las cuales no está la falta de veracidad de las declaraciones (cfr. art. 464
CPC).
2. Valor probatorio
El Código Civil dispone que el instrumento privado que ha sido reconocido por la parte a
quien se opone o que el juez ha mandado tener por reconocido en los casos y con los
requisitos prevenidos por la ley, "tiene el valor de escritura pública, respecto de los que
aparecen o se reputan haberlo suscrito y de las personas a quienes se han transferido las
obligaciones y derechos de éstos" (art. 1702 CC).
La eficacia probatoria del instrumento privado reconocido se extiende a las personas "que
aparecen haberlo suscrito", esto es, los que lo firmaron; las "que se reputan haberlo suscrito",
por ejemplo, si alguien firmó a ruego de otro o si opera la representación legal o voluntaria, y
de las personas "a quienes se han transferido las obligaciones o derechos" de los anteriores,
esto es, las personas que sean sucesores a título universal o singular de las personas que
aparece o se reputan haberlo suscrito (art. 1702 CC). Se ha preguntado si el valor probatorio
del instrumento privado se extiende también a los terceros que no formaron parte del acto.
Concordamos con aquellos que piensan que, aunque el texto del art. 1702 pareciera excluir a
los terceros, lo cierto es que la equiparación al instrumento público permitirá que la fuerza
probatoria opere también respecto de los terceros, salvo en lo que se refiere a la fecha de
emisión, para la cual existe una regla especial (art. 1703 CC).
La protocolización es una gestión notarial que consiste en agregar un documento al final del
registro, a pedido de quien lo solicita (art. 415 COT). Hay que distinguir entonces las escrituras
públicas que son extendidas una tras otra según su fecha en el registro, y los papeles o
documentos que se agregan materialmente al final del volumen antes de que éste sea
cerrado. Estos documentos no son escrituras públicas, sino documentos "protocolizados", es
decir, añadidos a un "protocolo" notarial. Esta gestión tiene importancia para los instrumentos
privados, ya que, por una parte y como luego veremos, los provee de una fecha cierta (ya que
desde que han sido presentados al notario y desde su ingreso al protocolo puede confiarse en
que no han sido alterados en su contenido), e incluso en algunos casos les concede el mismo
valor probatorio que el de los instrumentos públicos.
La mayor parte de los casos en los que la ley otorga el valor de instrumento público a un
instrumento privado protocolizado tienen que ver con testamentos que se han otorgado por
instrumento privado: los testamentos cerrados, una vez que se abran legalmente; los
testamentos abiertos otorgados en hoja suelta ante cinco testigos si la protocolización se hace
dentro del primer día siguiente hábil al de su otorgamiento, y los testamentos privilegiados
(verbal, militar y marítimo) que no hayan sido autorizados ante notario, previo decreto del juez
competente (cfr. art. 420 COT). Para algunos autores, en realidad todos estos eran ya
instrumentos públicos, de modo que la protocolización no es más que un nuevo requisito
exigido por la ley para que produzcan sus efectos. Nos parece que no es así: los testamentos
mencionados son instrumentos privados, ya que no han sido autorizados por un funcionario
público. El decreto del juez en el caso de los testamentos privilegiados no convierte a los
documentos que contienen la voluntad testamentaria en instrumentos públicos. Ahora, no es
que estos instrumentos muden de naturaleza por la protocolización, siguen siendo privados,
pero tienen el valor probatorio de los instrumentos públicos.
c) Fecha cierta
Una forma en la que las partes de un instrumento privado pueden perjudicar a terceros es
falseando la fecha en que se otorga el instrumento, ya sea antedatándolo (poniéndole una
fecha anterior a la real) o posdatándolo (poniéndole una fecha posterior a la real). Esto ocurre
en los casos en los que la ley tiene en cuenta la fecha en que se otorga un acto jurídico para
aplicarle ciertos efectos y ese acto jurídico consta de un instrumento privado. Por ejemplo, si
se embarga un bien mueble que era del deudor, pero que por instrumento privado aparece
vendido y entregado a un tercero, con fecha anterior al embargo. También para determinar si
los bienes que se han prometido antes del matrimonio ingresan o no a la sociedad conyugal
(cfr. art. 1736.7º CC).
Para evitar estos abusos, el Código determina que la fecha de un instrumento privado no
será aquella que se declara por las partes en él, sino la fecha de un hecho que otorga cierta
seguridad de que en ese momento el documento existía como tal.
Estos hechos están indicados en el art. 1703 del Código Civil, que dispone que la fecha de
un instrumento privado no se cuenta respecto de terceros sino desde: 1º) el fallecimiento de
alguno de los que lo han firmado; 2º) el día en que ha sido copiado en un registro público; 3º)
el día en que conste haberse presentado en juicio, y 4º) el día en que haya tomado razón de él
o lo haya inventariado un funcionario competente, en el carácter de tal. A ellos debe agregarse
todavía: 5º) el día en que el instrumento ha sido anotado en el repertorio de un notario (art.
419 COT).
Es necesario precisar el ámbito de aplicación de estas reglas. En primer lugar, habrá que
decir que debe tratarse de un instrumento privado reconocido o mandado tener por
reconocido. En segundo término, deberá excluirse a las partes, ya que entre ellas el
instrumento vale como instrumento público, de modo que la fecha del mismo vale como
prueba, salvo que se objete y se presente plena prueba en contrario. De esta manera, la fecha
cierta determinada legalmente sólo operará para los instrumentos privados con valor
probatorio de instrumento público, pero únicamente en lo referido a los terceros que puedan
verse perjudicados por una posible antedatación o posdatación. Por ello, en lo que se refiere a
la fecha el instrumento privado que equivale al público en su valor probatorio no producirá la
presunción de veracidad que se entiende se aplica a los terceros, y la fecha sólo se contará
desde que el instrumento tenga fecha cierta según el art. 1703 del Código Civil y el art. 419
del Código Orgánico de Tribunales.
El Código Civil dispone que "los asientos, registros y papeles domésticos únicamente hacen
fe contra el que los ha escrito o firmado, pero sólo en aquello que aparezca con toda claridad,
y con tal que el que quiera aprovecharse de ellos no los rechace en la parte que le fuere
desfavorable" (art. 1704 CC).
En todo caso, estos documentos domésticos deben ser reconocidos o mandados tener por
reconocidos, de modo que tendrán el valor probatorio de un instrumento público. También se
aplicará la necesidad de fecha cierta prevista en el art. 1703, ya que, tratándose de
documentos elaborados por una sola persona, todas las demás deberán reputarse terceros.
La diferencia estará en que sólo tendrá ese efecto contra y no a favor de la parte que los ha
producido.
Con todo, la prueba será indivisible, de modo que el que la invoca debe estar a lo que ella
acredita tanto en lo que le favorezca como en lo que le fuere desfavorable. Así, por ejemplo, si
el deudor pretende utilizar un registro doméstico del acreedor que apunta que recibió el pago
de la mitad de la deuda, no podrá rechazar el valor probatorio de la nota agregada por el
mismo acreedor sobre la tasa de interés. Por esta indivisibilidad, este documento doméstico
puede llegar a favorecer a su mismo autor. Por cierto, la parte afectada por esta indivisibilidad
puede desvirtuar el valor de plena prueba de lo que le desfavorezca mediante presentación de
otros medios de prueba plena en contrario.
Debe señalarse que esta norma no se aplicará a los libros o registros que deben llevar los
comerciantes, puesto que el valor probatorio de ellos lo determina un estatuto legal especial
(arts. 35 a 40 CCom).
Otra regla especial da el Código Civil para notas que se agregan por el acreedor a un
instrumento público o privado del cual consta un crédito. Basta que la nota sea escrita por el
acreedor (o por su orden), sin que sea necesario que sea firmada, y puede ser añadida a
continuación, al margen o al dorso (por el lado de atrás del documento) del título en que
consta el crédito que ha estado siempre en su poder o de una copia del título (duplicado, dice
el Código Civil) que se encuentra en poder del deudor (art. 1705 CC).
Una vez reconocida o mandada a tener por reconocida esta anotación, su contenido hace fe
contra el acreedor en todo lo que favorezca al deudor. Pero nuevamente la prueba es
indivisible, de manera que "el deudor que quisiera aprovecharse de lo que en la nota le
favorezca, deberá aceptar también lo que en ella le fuere desfavorable" (art. 1705 CC).
Así, por ejemplo, si la nota del acreedor afirma que se concedió plazo al deudor para pagar,
pero con un incremento del interés, el deudor no podrá alegar la prórroga y desconocer el
aumento del interés.
Nuevamente, hemos de advertir que es posible desvirtuar lo perjudicial para el que invoca la
prueba por medios de otras plenas pruebas que indiquen lo contrario.
Debe advertirse que esta regla especial sólo se aplica entre las partes de la obligación que
aparece en el título anotado, de modo que si se trata de terceros, a este instrumento privado
se le aplicarán las reglas generales, sobre todo en cuanto a la fecha cierta (art. 1703 CC).
No parece necesario, sin embargo, entrar en esta cuestión sino más bien en cómo se ha
accedido a estas comunicaciones y sobre el derecho a la intimidad que puede tener la
persona que escribió la carta o comunicación. Recuérdese que la Constitución consagra como
un derecho fundamental la inviolabilidad de "toda forma de comunicación privada" (art. 19 Nº 5
Const.). El Código Penal, por su parte, tipifica como delito la violación de correspondencia (art.
146 CP).
Si la carta o mensaje no constituye una prueba ilícita, tendrá el valor probatorio que le
corresponda según las reglas aplicables a los instrumentos privados en general y según haya
sido firmado por la otra parte o por un tercero.
Surge aquí la pregunta por la naturaleza como medio probatorio de este tipo de
instrumentos. Según algunos, el que la firma sea autorizada ante notario convierte el
instrumento privado en instrumento público. Para otros, en cambio, el instrumento sigue
siendo privado, por lo que para que tenga el valor de instrumento público debe ser reconocido
o mandado tener por reconocido, conforme a las reglas generales. Sólo la autenticidad de las
firmas gozaría de una fuerza probatoria especial, que podría asimilarse a la declaración de un
testigo calificado.
Por nuestra parte, pensamos que no hay conversión de la naturaleza del instrumento; éste
sigue siendo privado, y por tanto deberá ser reconocido o mandado tener por reconocido para
que valga como público. Sin embargo, es claro que, dándole estas funciones al notario, e
incluso sancionando penalmente el dolo o la negligencia en su ejecución, la ley está
distinguiendo este tipo de instrumentos privados de otros en los que no se ha cumplido con
esta gestión. Por otra parte, es evidente que el notario en este caso actúa "autorizando", es
decir, cumpliendo la misma función que en el instrumento público.
No obstante, pensamos que caben dos modalidades que están expresadas en el art. 401
Nº 10 del Código Orgánico de Tribunales: una es aquella en que las partes del instrumento
privado lo firman en presencia del notario (en este caso, el ministro de fe suele colocar una
leyenda como "firmó o firmaron ante mí"); otra es aquella en la que las partes ya han firmado
previamente el documento y se le lleva al notario para que autorice las firmas cuya
autenticidad le conste (en tal evento, el notario estampa la leyenda "autorizo las firmas...").
La práctica ha introducido un tipo especial de instrumento por el cual una o más personas
declaran que ciertos hechos o calidades son efectivos poniendo por testigo a la divinidad
mediante un juramento.
La institución está lejos de ser algo del folklore jurídico chileno, ya que este tipo de
declaraciones existe en muchos otros ordenamientos jurídicos. Es más, no sólo opera en el
sistema latino-continental, sino también en los países del Common Law, en los que la
declaración bajo juramento recibe el nombre de "affidavit", expresión que proviene de una
contracción del latín medieval y que significa literalmente "Él ha declarado bajo juramento" (del
latín ad-fidare, de fidus: confianza, fe).
También entre nosotros son numerosas las leyes, reglamentos y ordenanzas que, para
realizar ciertos trámites, acceder a ciertos cargos u obtener determinados beneficios, obligan a
una persona a presentar una declaración jurada de los más diversos hechos. Quizás la más
curiosa sea aquella en que una persona tiene que jurar su sobrevivencia, es decir, jura que
está viva y no ha muerto.
Estas declaraciones son instrumentos privados por lo que su valor probatorio se regirá por
las reglas que rigen este tipo de documentos. El hecho de que se haya refrendado con
juramento (es decir, poniendo de testigo a Dios de la verdad de lo que se afirma o promete) da
mayor verosimilitud en el tráfico jurídico, porque el autor de la declaración que miente podría
incurrir en el delito de perjurio sancionado en el art. 210 del CP, al menos cuando presenta la
declaración ante una autoridad por disposición legal o reglamentaria.
La declaración jurada ante notario se regirá por las reglas de los instrumentos privados
firmados ante notario.
V. INSTRUMENTOS ELECTRÓNICOS
Uno de los principios que orientan esta legislación es la equivalencia entre el soporte
electrónico y el soporte papel (art. 1º), de lo cual se deriva la equivalencia entre la firma
electrónica y la firma manuscrita (art. 3º). No obstante, se distingue entre firma electrónica
simple y firma electrónica avanzada: la primera se define como "cualquier sonido, símbolo o
proceso electrónico, que permite al receptor de un documento electrónico identificar al menos
formalmente a su autor" (art. 1º.f); por ejemplo, es una firma electrónica simple la clave
o password para efectuar operaciones mediante tarjetas de débito o crédito. En cambio, la
firma electrónica avanzada es aquella certificada por un prestador de servicios acreditado, que
es creada por medios que el titular mantiene bajo su exclusivo control y que permite que se
vincule únicamente a dicho titular y a los datos a los que se refiere. Esta firma debe permitir la
detección de cualquier modificación posterior del contenido y la verificación de la identidad del
titular, de modo de impedir que éste desconozca no sólo su autoría, sino la integridad del
documento (art. 1º.g).
El Código de Procedimiento Civil, modificado por la ley Nº 20.217, de 2007, regula la forma
de presentación de este tipo de instrumentos en el proceso civil mediante una "audiencia de
percepción documental". Si se trata de instrumentos privados, el plazo para objetar el
documento se cuenta sólo desde esta audiencia. En caso de que los instrumentos, públicos o
privados, sean objetados por la parte contraria, el juez puede ordenar una "prueba
complementaria de autenticidad", a costa de la parte que lo impugna. Esta especie de "prueba
sobre prueba" tendrá el carácter de informe pericial y, según su resultado, el juez decidirá si
tener el documento como reconocido o como objetado (art. 348 bis CPC).
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: PINOCHET OLAVE, Ruperto, "El documento electrónico y la prueba literal", en Ius et
Praxis 8, 2002, 2, pp. 377-412; FERNÁNDEZ ACEVEDO, Fernando, "El documento electrónico en el Derecho Civil
chileno. Análisis de la ley Nº 19.799", en Ius et Praxis 10, 2004, 2, pp. 137-167; RUIZ ASTETE, Fernando, "El
documento electrónico y sus implicancias en materia probatoria, con especial relación a la audiencia de
percepción documental", en Departamento de Derecho Privado U. de Concepción (coord.), Estudios de
Derecho Civil V, AbeledoPerrot, Santiago, 2010, pp. 91-101.
1. Concepto
Los testigos se diferencian de los peritos en cuanto los primeros sólo declararan sobre
hechos, pero no dan la apreciación de ellos que corresponde a una ciencia o arte.
El testimonio no es una prueba preconstituida, sino que debe producirse en el mismo juicio.
Por lo general, el testigo depondrá verbalmente bajo juramento ante el juez y un ministro de fe
(receptor judicial) sobre los puntos de prueba, pero sus declaraciones deben registrarse en un
acta escrita que se incorporará al proceso. Por excepción, se permite tomar declaración a
testigos previamente a cualquier litigo mediante la gestión voluntaria denominada "información
para perpetua memoria", regulada en los arts. 909 y ss. del Código de Procedimiento Civil.
Hay que distinguir si se trata de testigos presenciales, es decir, que dan cuenta de un hecho
que pudieron percibir directamente por sus sentidos, o de testigos de oídas, los que saben del
hecho por el dicho de otra persona, que fue la que presenció el hecho.
Por cierto, la fuerza probatoria de los testigos de oídas es menor a la de los testigos
presenciales, pero son un medio de prueba que la ley considera. En general, la declaración de
uno o más testigos de oídas no es considerada plena prueba, pero sí puede servir de base
para una presunción judicial (art. 383.1 CPC). Si se trata de un testigo de oídas que declara lo
que supo a través de una de las partes del juicio, su fuerza probatoria se eleva y se considera
que su testimonio puede más persuasivo (art. 383.2 CPC).
Los testigos presenciales pueden llegar a ser plena prueba si cumplen los siguientes
requisitos: que se trate de al menos dos, que estén contestes en el hecho y sus circunstancias
esenciales, que hayan sido legalmente examinados y que den razón de sus dichos (art. 384.2º
CPC). La norma parece no ser imperativa, ya que habla, en estos casos, de que el testimonio
"podrá" constituir plena prueba, por lo que su valoración quedará a la prudencia del juez.
Este objetivo debe complementarse con otro y que consiste en precaver los litigios
incentivando a las partes a constituir prueba anticipada de sus actos, de manera que luego no
se generen discusiones sobre cuáles fueron sus términos. En este sentido, cabe señalar que
la prueba testimonial nunca es del todo segura, porque la memoria es frágil y además las
percepciones de los hechos cambian de persona a persona. Por ello, si muchos testigos
afirman el hecho del mismo modo, sin ninguna diferencia, casi con las mismas palabras, lo
más probable es que hayan sido instruidos previamente para deponer de ese modo.
Se entiende, entonces, que se exija que en general los actos jurídicos, incluso los no
solemnes, deban ponerse por escrito, bajo la sanción de no poderse probar por testigos en
caso de que se omita esa exigencia: "No se admitirá prueba de testigos respecto de una
obligación, que haya debido consignarse por escrito" (art. 1708 CC).
Aunque el texto parece circunscribirse sólo a las obligaciones, el artículo siguiente amplía el
ámbito de aplicación a todos los "actos o contratos" (art. 1709 CC). Debe entenderse, en
consecuencia, que se refiere a todos los actos o negocios jurídicos, sea que creen, modifiquen
o extingan obligaciones.
No se aplica en cambio a los hechos materiales (un árbol amenaza con caerse) ni tampoco
a los hechos jurídicos, en cuya categoría se encuentran los cuasicontratos, los delitos y los
cuasidelitos. Tampoco se aplicará a supuestos de hecho de ciertas relaciones jurídicas, como
sucede con los derechos que surgen de la posesión. El derecho real de dominio también
quedará excluido, ya que en la mayor parte de los casos la prueba provendrá de un hecho: la
posesión (art. 700.2 CC).
Concluimos, pues, que la exigencia de poner por escrito se refiere sólo a los actos jurídicos
de carácter privado. Sin embargo, la exigencia no se refiere a todos ellos, sino únicamente a
algunos.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: CONTRERAS ROJAS, Cristián, "La valoración de la prueba testimonial en el proyecto de
Código Procesal Civil: Una tarea inconclusa", en Revista de Derecho (Universidad Austral de Chile) 30, 2017,
1, pp. 287-310.
II. ACTOS QUE DEBEN CONSTAR POR ESCRITO
Los actos que deben otorgarse por escrito deben tener un contenido especial, que el Código
Civil describe en los siguientes términos: deben ser actos que "contienen la entrega o
promesa de una cosa que valga más de dos unidades tributarias" (art. 1709.1 CC).
La tesis amplia —y que ha prevalecido— entiende que cuando el Código habla de promesa
de una cosa no se refiere únicamente a una obligación de dar, sino también a una obligación
de hacer o de no hacer, ya que una parte puede prometer, además de la entrega, un hecho o
una abstención (ambas conductas puede calificarse como promesa de una cosa).
La norma fija también un mínimo de valor. Originalmente, el Código Civil disponía que ese
valor mínimo era de "doscientos pesos" de la época. En 1975, se consideró que era mejor
establecer este mínimo en alguna unidad que se fuera reajustando automáticamente para no
tener que estar constantemente modificando el Código (D.L. Nº 1.123, de 1975). El valor fue
fijado en dos unidades tributarias. La unidad tributaria es una unidad de cuenta en dinero que
se va reajustando cada mes según el Índice de Precios al Consumidor informado por el
Instituto Nacional de Estadísticas, creada por el D.L. Nº 830, de 1974 (art. 8º Nº 10). La unidad
tributaria puede ser mensual (UTM) o anual (UTA), pero esta última es una derivada de la
primera, por lo que, como en el caso del art. 1709 la ley habla de unidad tributaria, sin otro
calificativo, debe entenderse que se refiere a la mensual.
Debe precisarse que, para que rija la exigencia de que el acto conste por escrito, el valor de
la cosa entregada o prometida debe ser superior a las dos unidades tributarias. Si es menor o
igual, no existirá el deber de ponerlo por escrito. Si la cuestión se discute en juicio, deberá
hacerse una tasación por peritos.
Por cierto, el valor de la cosa debe considerarse a la fecha de celebración del respectivo
acto.
Para determinar el valor de la cosa cuya entrega se hace o promete en el acto o contrato
puede surgir la duda sobre si deben incorporarse elementos que son accesorios a ella, como
pueden ser los intereses de un crédito o los frutos naturales de una cosa corporal. El Código
Civil nos da una norma que se aparta del principio de que lo accesorio sigue la suerte de lo
principal, ya que esta vez ordena excluir del cómputo estos bienes accesorios: "no se incluirán
en esta suma [las dos UTM] los frutos, intereses u otros accesorios de la especie o cantidad
debida" (art. 1709.3 CC).
Queda claro que la mención de los intereses y frutos no agota los supuestos de
"accesorios", que no deben contabilizarse. Si existe duda sobre su accesoriedad, deberá
resolver el juez.
c) Adiciones o alteraciones
Una vez que el acto o contrato está puesto por escrito, no por eso es posible a las partes
probar por testigos que dicha escritura fue adicionada o alterada de alguna forma, incluso
aunque la modificación verse sobre algo de menos de dos unidades tributarias. Lo dispone
expresamente el Código Civil, al señalar que: "No será admisible la prueba de testigos en
cuanto adicione o altere de modo alguno lo que se exprese en el acto o contrato, ni sobre lo
que se alegue haberse dicho antes, o al tiempo o después de su otorgamiento, aun cuando en
algunas de estas adiciones o modificaciones se trate de una cosa cuyo valor no alcance a la
referida suma" (art. 1709.2).
Así, por ejemplo, si se arrendó una casa y se firmó un contrato en el que se expresa que la
renta mensual sería de $ 300.000, no cabría ofrecer prueba de testigos para aducir que
después de otorgado el contrato se llegó a acuerdo en subir dicha renta a $ 350.000. Es cierto
que la modificación no alcanza a los dos unidades tributarias ($ 50.000), pero se entiende que
el legislador se niegue a recibir esta prueba, ya que de lo contrario podría frustrarse toda la
exigencia por el hecho de alegar modificaciones de menor valor al acto que consta por escrito.
Se ha sostenido que, en todo caso, esta restricción operaría únicamente para las partes del
acto o contrato, pero no para los terceros, los que podrían estar interesados en acreditar
judicialmente el acto en caso de simulación.
El Código Civil señala que los actos de más de dos unidades tributarias deben "consignarse
por escrito" (arts. 1708 y 1710.2 CC) o que "deberán constar por escrito" (art. 1709.1 CC).
Obviamente se trata de la utilización de un lenguaje escrito, cualquiera sea su idioma y su
soporte.
Esto último no se cuestionaba, porque, hasta que apareció el lenguaje digital, el único
soporte para consignar o hacer constar algo por escrito era el papel. El Código Civil no lo dijo
porque se trataba de algo evidente y entendido por todos.
Esta misma disposición nos sugiere que la constancia por escrito del acto o contrato no
debe ser realizada a mano por las mismas partes, y basta que el escrito haya sido firmado o
suscrito por ellas. La ausencia de firma producirá que el acto se tenga por no escrito y que sea
inadmisible la prueba de testigos.
3. Limitaciones de la demanda
Podría tratar de eludirse la exigencia de prueba escrita en los actos que versen sobre cosa
de más de dos unidades tributarias, a través del expediente de limitar el monto de lo
demandado justo a esa cantidad. Por ello, el codificador dispuso expresamente: "Al que
demanda una cosa de más de dos unidades tributarias de valor no se le admitirá la prueba de
testigos, aunque limite a ese valor la demanda" (art. 1710.1 CC). Se debe entender que la
demanda de la cosa se funda en un acto jurídico que debió consignarse por escrito.
Aunque nada se diga por parte del demandante si declara que en realidad lo que está
demandando por una cantidad inferior a las dos unidades tributarias es parte o resto de un
crédito nacido de un acto que debió ser puesto por escrito, tampoco será admitido a probar
por testigos lo pedido en la demanda (art. 1710.2 CC).
III. EXCEPCIONES
1. Excepciones a actos civiles
Para moderar el rigor de la exigencia de que los actos y contratos que versan sobre una
cosa de más de dos unidades tributarias, el Código Civil admite algunas excepciones. La
primera de ellas se refiere a la existencia, si bien no de un escrito donde consta el acto, sí de
un indicio escrito de que fue otorgado. Este indicio es denominado "principio de prueba" y
quiere decir un "comienzo" de prueba que no alcanza a formar una prueba completa. Pero
este principio de prueba debe ser escrito (puede constar en un instrumento público o privado)
y debe hacer verosímil el hecho litigio. El Código lo define como "un acto escrito del
demandado o de su representante, que haga verosímil el hecho litigioso" (art. 1711.1 CC).
El caso no parece fácil de comprender, puesto que, en nuestra actual visión, el pagaré es
suficiente prueba escrita de la deuda, y no un mero principio de prueba. Para esclarecer el
sentido del caso propuesto para iluminar la regla, hay que acudir a la fuente, que, conforme a
las notas de Bello, fueron los comentarios de García Goyena al Proyecto de Código Civil
español de 1851. Se observa que Bello tomó el ejemplo de uno de los casos que propone el
jurista español como principio de prueba por escrito y que consiste en un contrato de
compraventa en el cual el vendedor ha entregado la cosa y pretende cobrar el precio, pero no
tiene constancia escrita del contrato, sino únicamente un "vale" en el que el comprador dice:
"me obligo a dar a F. tal cantidad de dinero por tal cosa que me entregará". Goyena señala
que ese vale no es prueba del crédito sobre el precio, puesto que no prueba la entrega de la
cosa, pero sería un principio de prueba por escrito que hace admisible la prueba testimonial
sobre la entrega.
El legislador también incluyó como excepción a la exigencia de que se pongan por escrito
los actos sobre cosas de más de dos unidades tributarias, el caso "en que haya sido imposible
obtener una prueba escrita" (art. 1711.3 CC).
Es la aplicación del antiguo adagio que reza ad impossibilia nemo tenertur (nadie está
obligado a lo imposible). La imposibilidad vendrá dada por unas circunstancias de urgencia
que impidan materialmente que las partes pongan un acto por escrito, como por ejemplo si
frente a la amenaza inminente de un temporal un agricultor contrata a varios trabajadores para
que cosechen la fruta antes de que se arruine. La admisión de un testamento verbal en caso
de peligro inminente de muerte es otro caso en que la ley no exige escrituración (ni las demás
solemnidades testamentarias) por estas mismas razones (art. 1035 CC).
Pero la doctrina ha ampliado la excepción para aquellos casos en los que no hay una
imposibilidad física o material, sino una imposibilidad moral constituida por el hecho de que las
costumbres sociales reprueban que ciertos actos jurídicos tengan que ser formalizados y no
quedar entregados a la palabra de las personas que los celebraron. Esto sucede muchas
veces con los honorarios de los servicios profesionales que son más bien esporádicos, como
una visita del médico a domicilio.
En tales casos, no habrá problemas para presentar prueba testimonial tendiente a acreditar
primero la imposibilidad, y declarada ésta por el juez, se admitirán los testigos para probar el
acto jurídico que no fue puesto por escrito.
Finalmente, quedan excepcionados aquellos actos jurídicos para los cuales la misma ley ha
determinado que no es necesario que consten por escrito sin importar el valor de la cosa
sobre la que versen. El Código Civil señala que se exceptúan de esta exigencia "los demás
[casos] expresamente exceptuados en este Código y en los Códigos especiales" (art. 1711.3
CC).
Los casos exceptuados por el Código Civil en realidad son supuestos de imposibilidad física
o moral que, para mayor claridad, el legislador estimó conveniente consagrar expresamente.
Así, por ejemplo, se exime de la exigencia de prueba escrita al llamado "depósito necesario"
que se da cuando alguien da en depósito una cosa sin poder elegir la persona del depositario
porque se ve apremiado a encargar el cuidado de ella para salvarla en caso de incendio,
ruina, saqueo u otra calamidad semejante. Se dispone, entonces, que "acerca del depósito
necesario es admisible toda especie de prueba" (art. 2237 CC). Estamos, en realidad, frente a
una imposibilidad física o material. Nadie pensaría en esos casos de urgencia ponerse a
escriturar el contrato de depósito.
A todos estos casos deben añadirse todos los supuestos del contrato de comodato (art.
2175 CC).
2. Actos comerciales
Como hemos visto, el Código Civil menciona también casos exceptuados en "Códigos
especiales" (art. 1711.3). El principal de ellos es el Código de Comercio, que dispone en forma
general que pueden probarse por testigos todos los "negocios mercantiles" cualquiera que sea
la cantidad que importe la obligación que se trata de probar, salvo aquellos casos en los que
la ley exija escritura pública (art. 128 CCom).
3. Actos de consumo
Sin embargo, conforme al art. 21 inciso final de la ley, el consumidor debe acreditar el acto o
contrato "con la documentación respectiva". Con esta expresión, la ley no parece aludir a que
el acto o contrato conste por escrito, sino más bien a los documentos que por exigencias
legales o tributarias se deben entregar al consumidor y que, si bien no dan cuenta de todo el
contenido del acto, permiten comprobar su celebración: así, por ejemplo, las boletas o
facturas. En el fondo, parece aplicarse aquí la idea de que basta un principio de prueba por
escrito para que luego por testigos pueda acreditarse el contenido del acto (cfr. art. 1711.1
CC).
Con todo, el mismo inciso final del art. 21 dispone que si se trata de un proveedor que
tributa bajo el régimen de renta presunta, el acto podrá ser acreditado mediante todos los
medios de prueba que sean conducentes. Es decir, en estos casos podrán presentarse
testigos para su prueba, sin necesidad de exhibir documentos que hagan verosímil su
celebración.
Aunque estas normas están dispuestas sólo para ejercer las acciones de la llamada
"garantía legal" del consumidor en caso de productos que presenten defectos de idoneidad,
nos parece que bien pueden extenderse de manera general a todos los actos o contratos de
consumo.
Hay que notar, sin embargo, que, cuando se trata de contratos de adhesión y sus posibles
cláusulas abusivas, se parte de la base de que dicho contrato está puesto por escrito, ya que
la ley realiza diversas exigencias sobre su redacción, tamaño de letra, idioma, firma,
ejemplares, etc. (arts. 17, 17 B y 17 C ley Nº 19.496). Del mismo modo, en la contratación
electrónica o en línea, se exige al proveedor que a la confirmación que envíe al consumidor se
adjunte una "copia íntegra, clara y legible del contrato" (art. 12 A). Si el proveedor no
cumpliera con esa obligación, el acto podrá probarse conforme a las reglas generales
contenidas en el art. 21, inciso final.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: COURT, Fernando G., "Principio de prueba por escrito: Comentario de los artículos
1702, y 1708 y siguientes del Código Civil", en RCF, t. IX, (1893), N°s. 7 y 8, pp. 385-411.
I. CONFESIÓN
La confesión de parte aparece regulada en el art. 1713 del Código Civil y en los arts. 385 y
ss. del Código de Procedimiento Civil. Conforme a estas disposiciones, se la define como el
acto por el cual una de las partes del litigio reconoce hechos que perjudican sus pretensiones
a la vez que favorecen las de su contradictor. Es lógico pensar que si alguien declara que
determinados hechos que le son perjudiciales son efectivos, es porque está diciendo la
verdad, ya que no es razonable que una persona se perjudique a sí misma declarando
falsedades.
Hay que distinguir la confesión de la admisión que un litigante hace de ciertos hechos
afirmados por la contraparte, ya que en tal caso estaremos frente a hechos no controvertidos,
que no necesitarán prueba.
También debe distinguirse la confesión como medio probatorio de la diligencia procesal
denominada absolución de posiciones. Las "posiciones" son preguntas preparadas
previamente por una de las partes, para que le sean efectuadas a la otra parte en presencia
del juez. Esta última debe "absolver" (en el sentido de contestar) dichas preguntas. Se señala
que la absolución de posiciones es una forma de confesión judicial provocada, pero en
realidad sólo lo será en la medida en que al responder las posiciones el absolvente reconozca
hechos que le son perjudiciales. De esta forma, la absolución de posiciones puede contener o
no una confesión.
2. Clasificación
a) Judicial y extrajudicial
Por cierto, para acreditar la confesión extrajudicial deberán aportarse los antecedentes
probatorios que den cuenta de ella, ya sea instrumentos o testimonios orales, los que deberán
ser apreciados conforme a las reglas propias de estas pruebas, para luego establecer la
confesión, que más tarde deberá ser considerada como medio de prueba independiente.
b) Espontánea y provocada
La confesión puede ser espontánea cuando una de las partes declara en juicio algo que la
perjudica, sin que nadie haya solicitado formalmente dicha declaración. Hay que distinguir
esta confesión de la admisión de hechos en la contestación de la demanda, ya que, como se
ha señalado, en tal caso se tratará de hechos no controvertidos, que no serán objeto de
prueba.
La confesión provocada es aquella que solicita la contraparte y que se desarrolla por medio
de la gestión judicial denominada "absolución de posiciones", regulada por el art. 385 del
Código de Procedimiento Civil. Advirtamos que también puede ser ordenada por el juez
mediante una medida para mejor resolver (art. 159.2º CPC).
c) Real y ficta
Normalmente, y siguiendo la terminología del Código de Procedimiento Civil (cfr. art. 400
CPC), se distingue entre confesión expresa y tácita (o presunta). Pero en realidad la doctrina
procesal moderna, en vez de confesión tácita o presunta, prefiere hablar de confesión ficta.
Siendo así, su contraposición no puede ser la confesión expresa, sino una confesión real, que
es la cualidad que se opone a algo ficticio.
La confesión es real cuando efectivamente una de las partes declara sobre hechos que
perjudican su pretensión. En cambio, es ficta cuando es la ley la que, a partir de ciertos
hechos, tiene a una parte por confesa de determinados hechos, aunque ella nada haya dicho
al respecto. El Código de Procedimiento Civil establece los requisitos para que se produzca
esta singular forma de confesión: el litigante debe ser llamado a absolver posiciones por dos
veces, no comparecer a una segunda citación o comparecer y negarse a declarar o dar
respuestas evasivas, y pedirla la contraparte. En tal caso, "se le dará por confeso" acerca de
todos los hechos categóricamente afirmados en el escrito en que se pidió la confesión (art.
394 CPC).
La confesión por representante será necesaria siempre que una de las partes no esté
capacitada para confesar. Al no ser acto jurídico, no será necesaria la capacidad negocial y
bastará con que se trate de una persona que tenga la suficiente madurez de juicio y de
voluntad, aunque no sea legalmente capaz (por ejemplo, un menor adulto o un interdicto por
disipación). En el fondo se aplicarán las mismas causales de inhabilidad para declarar como
testigos (art. 357.1º a 4º CPC). Si se trata de una persona que no es capaz de discernimiento,
como un impúber o un demente, necesariamente debería absolver posiciones en su nombre el
padre o madre, tutor o curador, que tenga la representación legal.
3. Caracteres
a) Delegabilidad
En principio, la facultad de declarar en confesión puede ser delegada por medio de mandato
conferido al efecto. De allí que el Código Civil indique que la confesión puede prestarse "por
sí, o por medio de apoderado especial" (art. 1713.1 CC). Si se trata del mandatario judicial,
dicha facultad debe haber sido concedida expresamente al constituirse el poder (art. 7º.2
CPC).
Sin embargo, el solicitante puede requerir que, aun cuando exista mandatario con
facultades para absolver posiciones, la parte sea citada personalmente, petición que
normalmente es aceptada por los jueces.
Tratándose de personas jurídicas, se aplican las mismas reglas, es decir, los representantes
legales de la entidad pueden otorgar mandatos judiciales que faculten al mandatario a
absolver posiciones por la persona jurídica.
No obstante, a veces los solicitantes requieren que concurran a la gestión los mismos
representantes legales de la institución en persona, a pesar de haber mandatario con facultad
para confesar. Los jueces han sido demasiado permisivos al acceder a esta petición, sin que
se advierta la utilidad que la comparecencia de esos representantes pueda tener para el
esclarecimiento la verdad de los hechos discutidos. En la mayor parte de los casos, lo que el
solicitante busca es importunar o molestar a los más altos directivos de la persona jurídica que
es su contraparte.
b) Indivisibilidad
Según la opinión más común, tanto la confesión simple como la calificada son indivisibles.
En cambio, la compleja de primer grado es divisible sin necesidad de que se pruebe la
falsedad del nuevo hecho. La compleja de segundo grado es indivisible, pero se permite a la
contraparte presentar prueba aduciendo la falsedad del nuevo hecho.
De esta manera, el art. 401 del Código de Procedimiento Civil se ajustaría a esta
construcción doctrinal, ya que las excepciones a la divisibilidad que contiene corresponden a
la divisibilidad absoluta de la confesión compleja de primer grado (art. 401.1º CPC) y a la
divisibilidad relativa de la confesión compleja de segundo grado (art. 401.2º CPC).
Esta irrevocabilidad sólo tiene una excepción: "... a no probarse que ha sido el resultado de
un error de hecho" (art. 1713.2 CC). Se advierte que no podría el confesante alegar error de
derecho para pedir que se deje sin efecto lo confesado, como si pretendiera revocar la
declaración por no saber el valor probatorio que la ley le asigna a la absolución de posiciones.
Como hemos señalado que la confesión no es un acto jurídico, el error de hecho que se
alega en este caso no opera como vicio de la voluntad, de modo que sin él la persona no
habría declarado lo que confesó, por ejemplo, porque pensaba que el otro litigante era un
familiar y en realidad no lo era. El error de hecho que permitirá revocar la confesión debe
consistir en la falsedad o inexactitud de los hechos que se han declarado como ciertos en la
declaración del confesante (por ej., si quien ha declarado que iba a exceso de velocidad en su
vehículo después se da cuenta que no era así porque se equivocó al pensar que el límite de
velocidad en esa vía era menor o porque descubrió que el marcador de velocidad estaba
alterado).
En todo caso, la revocabilidad supone que se pruebe el error de hecho, y esto conecta este
problema con el de la incontrovertibilidad del valor probatorio de la confesión, que veremos a
continuación.
4. Valor probatorio
La confesión es considerada la reina de las pruebas, puesto que es de sentido común que
si una de las partes reconoce un hecho que la perjudica, no será necesario rendir prueba para
acreditar ese hecho. De allí el popular adagio: a confesión de parte, relevo de prueba. Tiene
por tanto valor de plena prueba. Así lo confirma el art. 1713 del Código Civil, que dispone que
"la confesión que alguno hiciere en juicio... y relativa a un hecho personal de la misma parte,
producirá plena fe contra ella..." (art. 1713.1 CC).
El Código de Procedimiento Civil agrega que si los hechos no son personales de la parte,
"producirá también prueba la confesión" (art. 399.2 CPC).
Pareciera, en consecuencia, que tanto para hechos personales como no personales el valor
probatorio sería el mismo: plena prueba. Pero no es así, por cuanto la plena prueba de los
hechos personales es incontrovertible, mientras que no lo es la de los hechos no personales.
5. Inadmisibilidad
En algunos casos, la confesión no procederá como medio de prueba. El mismo Código Civil
dispone que la confesión no producirá plena prueba en "los casos comprendidos en el art.
1701, inciso 1º y los demás que las leyes exceptúen" (art. 1713.1 CC).
El resto de los casos, en los que, por excepción, la confesión no posee efectos probatorios
o no los posee por sí sola, tienen por objeto evitar la colusión de las partes en juicio
tratándose de materias de orden público o cuando se teme que perjudicarán a terceros. Así,
por ejemplo, no hace prueba la confesión en el juicio de separación judicial de bienes (art. 157
CC); no es suficiente prueba para acreditar la propiedad exclusiva de algunos de los cónyuges
de un bien en el régimen de sociedad conyugal (art. 1739.2 CC), y no es prueba "por sí sola"
la confesión del deudor de un crédito de la cuarta clase en perjuicio de los acreedores (art.
2485 CC).
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: VALDÉS, Miguel Luis, "La indivisibilidad de la confesión en materia civil" en RDJ, t. 8,
Derecho, pp. 1-22; MARÍN VERDUGO, Felipe, "Declaración de la parte como medio de prueba", en Ius et
Praxis 16, 2010, 1, pp. 125-170.
II. PRESUNCIONES
1. Concepto, estructura y delimitación
El Código Civil, en el § 5 del título preliminar, destinado a definir palabras de uso frecuente
en las leyes, incluye la presunción entre ellas, y la define señalando que "se dice presumirse
el hecho que se deduce de ciertos antecedentes o circunstancias conocidas" (art. 47.1 CC).
Doctrinalmente, se señala que la presunción es una operación intelectual por la cual a partir
de un hecho conocido se llega a establecer, por las máximas de experiencia y los juicios de
probabilidad, la verdad de un hecho desconocido.
2. Clases
Las presunciones legales pueden ser de dos clases, según la posibilidad para
controvertirlas con una prueba contraria. Las llamadas presunciones simplemente
legales o iuris tantum permiten que se rinda prueba en su contra. Así, por ejemplo, se
presume legalmente que quien tiene la posesión de una cosa tiene también el derecho de
propiedad sobre ella porque normalmente el dueño tiene también la posesión. Pero bien
puede suceder que no sea así, de modo que el dueño que no es poseedor puede probar
contra la presunción que favorece al poseedor no dueño que es él el legítimo propietario (art.
700.2 CC).
Para facilitar la tarea al legislador, y de paso también al intérprete, el Código dispone que si
la ley usa la expresión "se presume de derecho" se entiende que la prueba en contrario es
inadmisible, supuestos los antecedentes o circunstancias (art. 47.4 CC).
Esta distinción no es aplicable a las presunciones judiciales, porque estas sólo se expresan
en la sentencia de modo que ya no será posible presentar prueba en contrario porque no hay
oportunidad para hacerlo en dicho juicio, lo que, por cierto, no empece a que la parte
perjudicada pueda impugnar la sentencia por medio de los recursos que sean procedentes.
3. Naturaleza jurídica
Mucho se ha discutido sobre la naturaleza de las presunciones y sobre si pueden con rigor
ser calificadas como pruebas o medios de prueba. Por una parte, se señala que no
estaríamos frente a una prueba propiamente tal, sino más bien ante una forma de
razonamiento jurídico empleado ora por el legislador, ora por el juez. Según otra posición, no
tendrían carácter probatorio las presunciones legales, que serían más bien reglas de inversión
de la carga de la prueba, pero que sí podrían calificarse como pruebas las presunciones
judiciales en cuanto contribuyen al esclarecimiento de hechos que resultan útiles para decidir
el asunto litigioso.
Por otra parte, no hay duda de que nuestra ley considera a las presunciones, tanto legales
como judiciales, como medios de prueba. El art. 1698.2 del Código Civil enumera a las
"presunciones" entre las "pruebas" que pueden presentarse para probar las obligaciones,
mientras que el art. 1712 regula su valor probatorio. Igualmente, el Código de Procedimiento
Civil incluye a las "presunciones" en el listado de los medios de prueba de que puede hacerse
uso en juicio (art. 341 CPC) y da algunas reglas sobre las presunciones judiciales (arts. 426 y
427 CPC).
Quizás lo más sensato sería incluir a las presunciones dentro de los medios de prueba,
aunque concediendo que estamos ante una forma probatoria que presenta singularidades
respecto de los demás medios probatorios. Así, las presunciones legales podrán usarse en
juicio para acreditar un hecho, pero su función es más amplia, ya que operan como reglas
jurídicas que son aplicables incluso fuera del contexto judicial y son útiles para facilitar la
acreditación de hechos en el tráfico jurídico. Por ejemplo, la presunción de paternidad del
marido tiene una importancia mayor fuera de juicio que en un pleito de reclamación o
impugnación de la paternidad. De partida, ella permite que el oficial de Registro Civil inscriba
al niño como hijo del marido sin requerir ninguna otra diligencia o antecedente.
Por otra parte, las presunciones no son pruebas que se presenten o que se ofrezca rendir
en un juicio, sino que se invocarán por parte de los que se beneficien por ellas, y se ofrecerá y
rendirá prueba sobre el hecho base o contra éste en el caso de las presunciones simplemente
legales.
Finalmente, las presunciones judiciales pueden ser elaboradas por iniciativa propia del juez
y sin necesidad de que las partes hayan solicitado su construcción.
4. Valor probatorio
a) Presunciones legales
Nada nos dice el Código Civil ni tampoco el Código de Procedimiento Civil sobre el valor
probatorio de las presunciones legales. Pero de su propia regulación parece manifiesto que
operan en juicio como pruebas plenas.
Digamos, en primer lugar, que todas las presunciones legales, tanto las simplemente
legales como las de derecho, pueden ser controvertidas indirectamente, es decir, no probando
la falsedad del hecho presumido, sino destruyendo la eficacia de éste demostrando la
falsedad del hecho base sobre el cual se asienta la presunción. Así, por ejemplo, en la
presunción de paternidad del marido se podrá acreditar que en realidad el supuesto padre no
es el marido de la mujer; en la presunción de derecho de la época de la concepción, se podrá
rendir prueba para demostrar que el nacimiento del niño se produjo en otra fecha.
El Código Civil dispone que las presunciones "que deduce el juez deberán ser graves,
precisas y concordantes" (art. 1712.3 CC). Interpretando esta norma, se ha concluido que
estos tres requisitos son exigencias para que la presunción judicial pueda ser considerada
plena prueba del hecho presumido: la gravedad, la precisión y la concordancia.
Conforme con la regla del Código Civil, para que un juez pudiera aplicar la presunción
judicial como plena prueba era necesario que hubiera más de una, ya que el requisito de la
concordancia supone la pluralidad de presunciones.
El Código de Procedimiento Civil vino a modificar este criterio, pues estableció que "una
sola presunción puede constituir plena prueba cuando, a juicio del tribunal, tenga caracteres
de gravedad y precisión suficientes para formar su convencimiento" (art. 426.2. CPC).
Entendemos que estamos ante una regla de excepción por lo que, aunque queda a criterio
del juez ponderar la gravedad y precisión de la presunción, esa conclusión debiera estar
fundada especialmente en la sentencia.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: LARROUCAU TORRES, Jorge, "Res ipsa loquitur: quien habla es el juez, no la cosa", en
Figueroa, G.; Barros, E., y Tapia, M. (coords.), Estudios de Derecho Civil VI, AbeledoPerrot, Santiago, 2011,
pp. 491-519.
1. Informe de peritos
A pesar de que en varias de sus disposiciones el Código Civil dispone que sobre ciertas
materias las partes o el juez deben proceder a pedir informe de peritos o de facultativos (por
ej., arts. 130, 314, 460, 848, 1325, 1335, 1943, 1997, 1998, 2002, 2397 CC), al tratar de la
prueba de las obligaciones no menciona el informe pericial dentro de los medios de prueba.
Esta ausencia vino a subsanarse por el Código de Procedimiento Civil, que mencionó en
forma expresa en el listado de pruebas admisibles en el proceso civil "el informe de peritos"
(art. 341 CPC) y además reguló la producción de esta prueba en juicio y su fuerza probatoria
(arts. 409-425 CPC).
El perito es una persona, o a veces una entidad con personalidad jurídica, que expone
sobre una materia que necesita de una especial experticia en un determinado campo de la
ciencia o de las artes. Así se desprende de lo dispuesto en los arts. 411 y 413 del Código de
Procedimiento Civil.
A nuestro juicio, con todas las singularidades que efectivamente presenta el informe pericial,
es claro que, al menos en nuestro ordenamiento jurídico, se trata de un medio probatorio
autónomo (que no se identifica con la prueba testimonial). Es prueba porque tiende a aclarar
cómo son o se han producido los hechos que forman parte de la controversia, mediante el
empleo de conocimientos o destrezas especializadas.
El informe de peritos puede ser una prueba obligatoria o facultativa. Es obligatoria en todos
los casos en los que la ley lo disponga (art. 409 CPC), incluyendo aquellas leyes que disponen
que un asunto se resuelva en "juicio práctico" o "previo informe de peritos" (art. 410 CPC).
En los demás casos es facultativa, pero el juez puede decretarla cuando se trate de puntos
de hecho para cuya apreciación se necesiten conocimientos especiales de alguna ciencia o
arte (art. 411.1º CPC). El Código de Procedimiento Civil agrega que también puede pedirse
informe de peritos "sobre puntos de derecho referentes a alguna legislación extranjera" (art.
411.2º CPC). Aunque a veces se señala esta norma como ejemplo de que en algunos casos
el derecho debe probarse, y hay que reconocer que la norma del Código de Procedimiento
Civil da pábulo para ello, lo cierto es que lo que se encargará al perito será que informe sobre
existencia, contenido, vigencia de las normas extranjeras, pero no sobre su interpretación ni
menos su aplicación al caso, que es una labor propiamente jurisdiccional y exclusiva, por
tanto, del juez50.
No entraremos aquí en la forma en que se decreta el informe peritos, cómo éstos son
nombrados y la manera en que se lleva a cabo su informe, ya que se trata de materias propias
del Derecho Procesal Civil. Sí interesa, en cambio, para la perspectiva sustantiva, la fuerza
probatoria que se atribuye al informe pericial.
Conviene decir algo sobre una práctica que se encuentra extendida desde hace mucho
tiempo y que consiste en que las partes acompañen al proceso un "informe en derecho" en el
cual se entrega la opinión de un jurista con prestigio profesional o académico que discurre
sobre cómo debe interpretarse el derecho en el caso. Por cierto, la parte los presenta en la
medida en que coincide con sus pretensiones en el pleito. Nos parece que los "informes en
derecho" no son informes periciales ni tampoco medios probatorios, justamente porque no se
refieren a cuestiones de hecho. En la mayoría de los casos, el informante se basa en los
hechos tal como se los ha planteado el requirente. El objetivo de este tipo de informes es
aportar argumentos y antecedentes sobre cómo debiera interpretarse y aplicarse la norma
jurídica al caso. En este sentido, los informes en derecho deben ser considerados extensiones
de las argumentaciones dadas por cada parte en sus propios escritos. El art. 805 del Código
de Procedimiento Civil permite a cada parte presentar un informe en derecho respecto de
recurso de casación. En materia de apelación, se permite que las cortes puedan solicitar
informes en derecho, cuando así lo pidan las partes (arts. 228-230 CPC).
El Código Civil contempló entre los medios probatorios la inspección personal del juez (art.
1698.2 CC), pero no dio normas sobre su producción y valoración, remitiéndose a lo que
dispusiera el "Código de Enjuiciamiento Civil" (art. 1714 CC), esto es, el Código de
Procedimiento Civil. Cuando se dictó este último se cumplió el encargo y se reguló la
"inspección personal del tribunal" en los arts. 403 a 408.
Como su mismo nombre lo indica, la inspección personal es una diligencia probatoria por la
cual el mismo juez percibe por sus propios sentidos uno o más hechos que forman parte de la
controversia, incluso trasladándose físicamente a un lugar fuera de su despacho o de su
mismo territorio jurisdiccional (art. 403.2 CPC). De la diligencia debe levantarse un acta en la
que deben expresarse las circunstancias o hechos materiales que el juez observe (art. 407
CPC), y será esta acta la que se incorporará al proceso.
La inspección personal debe decretarse en los casos en los que las leyes dispongan esta
medida. Fuera de ellos, el juez puede decretarla siempre que la estime necesaria (art. 403
CPC). Existen varios casos en los que la ley ha ordenado que el juez haga una inspección
personal: así sucede con el cotejo de letras (art. 353 CPC) y con la denuncia de obra ruinosa
(art. 571 CPC).
El juez puede decretar la inspección personal como medida prejudicial (art. 281 CPC) o
como medida para mejor resolver (art. 159.3 CPC).
El valor probatorio que la ley le asigna es alto, ya que justamente estamos ante
circunstancias fácticas que han sido apreciadas directamente por la persona del juzgador. Por
eso se dispone que la inspección personal "constituye plena prueba". Pero esto se
circunscribe a "las circunstancias o hechos materiales que el tribunal establezca en el acta
como resultado de su propia observación" (art. 408 CPC). De esta manera, el juez no podría
aludir en la sentencia a una circunstancia que aduce haber observado, pero de la que no
quedó constancia en el acta que se levantó durante la diligencia.
No dispone la ley si este valor de plena prueba de los hechos establecidos en el acta de la
inspección puede ser o no controvertido por otra prueba. No se piense que es ilusorio que un
juez vaya a fallar en contra de lo que él mismo observó. Recuérdese que no necesariamente
el juez que hizo la diligencia será el que tenga que dictar sentencia y, más aún, que en ningún
caso lo será si la causa es apelada y debe ser conocida por una Corte de Apelaciones.
La falta de disposición en contrario nos debe llevar a la conclusión de que la plena prueba
de la inspección del tribunal puede ser contradicha por otra plena prueba, como puede ser un
informe de peritos que desmienta que lo que aparece en el acta como observado por el juez
sea exacto y real. Las mismas inconsistencias del acta pueden hacer más fácil esta refutación,
como por ejemplo si el juez dice que vio claramente una abertura en una muralla, pero antes
había señalado que se trataba de una habitación muy oscura, donde no entraba luz externa.
En nuestro sistema procesal civil tenemos una regla general, y luego varios casos
especialmente previstos en la ley.
2. Regla general
El Código de Procedimiento Civil advierte que la regla general se aplica "a falta de ley que
resuelva el conflicto" (art. 428 CPC). En estos casos, el juez no tendrá libertad para escoger el
medio que le parezca más conforme a la verdad y deberá cumplir la norma que dé la ley en
cuanto a la prevalencia de un medio sobre otro.
3. Excepciones
Las excepciones, como acabamos de ver, deben estar expresamente señaladas en la ley.
Apuntamos ahora aquellas que parecen más relevantes para el proceso civil.
En primer lugar, en relación con la prueba testimonial se señala que, cuando las
declaraciones de testigos son contradictorias, el juez más que al número deberá atender a los
que parezca que dicen la verdad, pero si reúnen iguales condiciones de ciencia, imparcialidad
y veracidad, el juez debe tener por probado lo que declare el mayor número (art. 384.4º CPC).
Otro caso de excepción es el que confronta una escritura pública con la prueba testimonial.
En este caso, el juez debe optar por la escritura pública, a menos que se impugne la
autenticidad por cinco testigos que acrediten que la parte que se dice haber asistido
personalmente al otorgamiento o el notario, había fallecido con anterioridad o ha permanecido
fuera del lugar en el día del otorgamiento y en los sesenta días siguientes. Pero aun en este
caso el juez podría decidir a favor de la escritura, ya que según la ley la prueba contradictoria
debe ser apreciada según las reglas de la sana crítica (art. 429 CPC).
Un tercer supuesto excepcional puede encontrarse en el Código Civil: se trata de la regla
según la cual si en la escritura de la compraventa se expresa que se ha pagado el precio, no
se admitirá prueba alguna en contrario (art. 1876.2 CC), aunque se discute si la norma se
aplica también a los juicios entre las mismas partes del contrato.
Los dos medios probatorios especiales de estos procesos son la prueba pericial biológica y
la posesión notoria de la calidad de hijo.
La prueba pericial biológica es un informe de peritos, pero relativo a técnicas biológicas que
permiten afirmar o excluir el vínculo filial (los más usados se refieren al análisis comparado del
ADN del hijo con el del supuesto padre o madre). En principio, esta prueba pericial se rige por
las reglas generales, con algunas modificaciones contempladas en el art. 199 del Código Civil.
Así, la prueba debe practicarse por el Servicio Médico Legal o laboratorios idóneos que el juez
designa; las partes tienen derecho a pedir un informe pericial adicional al primero y la negativa
injustificada a practicarse el examen hará presumir la paternidad o maternidad o la ausencia
de ella, según corresponda. El art. 199 indica igualmente que "el juez podrá dar a estas
pruebas periciales, por sí solas, valor suficiente para establecer la paternidad o maternidad, o
para excluirla" (art. 199.2 CC). En realidad, si se lee bien, la norma no hace otra cosa que
reproducir la regla general, que señala que el informe de peritos se apreciará por el juez
conforme a las reglas de la sana crítica (art. 425 CPC), ya que, como vimos, ésta supone la
facultad del juez de valorar el informe como plena prueba. Estamos nuevamente ante una
facultad de apreciación del juez ("podrá dar") que deberá fundarse en las reglas de la sana
crítica.
La posesión notoria del estado de hijo consiste en una prueba deducida del comportamiento
de los supuestos progenitores y el hijo. La ley señala, así, que "consiste en que su padre,
madre o ambos le hayan tratado como hijo, proveyendo a su educación y establecimiento de
un modo competente, y presentándolo en ese carácter a sus deudos y amigos; y que éstos y
el vecindario de su domicilio, en general, le hayan reputado y reconocido como tal" (art. 200.2
CC). Se exige que esta posesión haya durado al menos cinco años continuos y que se pruebe
por un conjunto de testimonios y antecedentes o circunstancias fidedignos que la establezcan
de un modo irrefragable (art. 200.1 CC), es decir, sin posibilidad de contradicción.
Debe señalarse que se trata de la prueba de una filiación que es auténtica. No se trata de
que alguien que no es el padre o madre de un niño pueda reclamar el estado civil fundado en
el hecho de que se ha comportado como si fuera el padre o la madre durante cinco años.
Tampoco una persona puede invocar que ha "llegado a ser hijo" de alguien, porque éste lo ha
criado y tratado como si lo fuera. No se trata de "adquirir" el estado civil de padre, madre o
hijo, sino de probar uno que ya se ha adquirido por la procreación. Lo contrario significaría
incurrir en una contradicción con todo el sistema legal de adopción.
Puede suceder, sin embargo, que la posesión notoria indique un padre o madre mientras
que la prueba pericial biológica señale otro. El Código Civil ha debido hacerse cargo de esta
contradicción de pruebas y ha dado una norma especial para que el juez la resuelva. En
principio, prima la posesión notoria por sobre las pruebas periciales biológicas, a menos que
existan graves razones que demuestren la inconveniencia para el hijo, caso en el cual el juez
puede dar primacía a las pruebas biológicas (art. 201 CC). En suma, parece que la
contradicción debe resolverse por el juez en atención al mejor interés del hijo.
Por ello, en estas normas se suele distinguir entre el concepto de "acreditar" y de "probar".
La acreditación es la prueba del estado civil en el tráfico jurídico, mientras que la palabra
"prueba" se reserva para la operación de constatar el estado civil en un juicio o proceso
judicial.
De esta manera, hechos como la edad (que requiere acreditar la fecha del nacimiento) o la
muerte se acreditarán por las partidas (inscripciones) de nacimiento y de defunción (art. 305.3
CC). Estados civiles como los de padre o madre e hijo matrimonial o no matrimonial se
acreditarán con la partida de nacimiento del hijo y, en su caso, la inscripción del matrimonio de
sus padres (art. 305.1 CC). Si se trata de un hijo no matrimonial, el estado civil puede
acreditarse también por la inscripción o subinscripción del acto de reconocimiento del padre o
madre o del fallo judicial que determinó la filiación (art. 305.2 CC).
Nótese que no puede acreditarse por las inscripciones del Registro Civil el estado civil de
soltero. El Registro Civil se niega a dar certificaciones de hechos negativos (o sea, de que
alguien no se ha casado). Por ello, en la práctica para diversos trámites en que se necesita
acreditar la soltería se recurre a las declaraciones juradas del interesado sobre el hecho de
que no ha contraído matrimonio.
Como las inscripciones o partidas del Registro Civil no pueden sacarse fuera del oficio en el
que se encuentran, normalmente lo que se utiliza es la copia autorizada de la partida o
simplemente un certificado de nacimiento, matrimonio o defunción que elabora el oficial del
Registro Civil sobre la base de los hechos consignados en las partidas. Estas copias o
certificados tienen el carácter de instrumentos públicos y se entiende que poseen el valor de
las partidas para todos los efectos previstos en el Código Civil (art. 24 LRC).
En procesos civiles en los que no se discute el estado civil bastará también la presentación
de estos documentos para que se tenga por probada esa calidad personal.
Cuando faltan las partidas o éstas son impugnadas como nulas o falsas, se hace necesario
acudir a otras pruebas que, por esta razón, son denominadas supletorias (suplen la falta de
las partidas).
El Código Civil se pone en los casos en que se necesite probar sin partidas el estado de
hijo, el estado de casado y la edad de una persona. Por nuestra parte, podemos añadir el
hecho de la muerte.
El estado de hijo, a falta de partidas, sólo podrá probarse o acreditarse por los instrumentos
auténticos mediante los cuales se haya determinado legalmente (básicamente, serán el acto
de reconocimiento y la sentencia firme que determina la filiación, a la que podrá añadirse
aquella que constituye la adopción). A falta de estos instrumentos, será necesario promover el
correspondiente juicio de filiación, donde procederán las pruebas que hemos estudiado en el
apartado anterior (art. 309.2 CC).
El Código Civil regla con detalle lo que se considera posesión notoria y los requisitos que
ésta debe cumplir para que pueda suplir la prueba del estado civil de casado a falta de partida.
Cuando se habla de posesión notoria del estado matrimonial, la ley se refiere al hecho de que
las personas implicadas han sido consideradas como casadas en el medio en el que vivían:
"consiste principalmente en haberse tratado los supuestos cónyuges como marido y mujer en
sus relaciones domésticas y sociales; y en haber sido la mujer recibida en ese carácter por los
deudos y amigos de su marido, y por el vecindario de su domicilio en general" (art. 310 CC).
Se exige que este tratamiento haya durado al menos diez años continuos (art. 312 CC) y que
se pruebe por un conjunto de testimonios fidedignos que lo establezcan de un modo
irrefragable (art. 313 CC), es decir, que no se pueda contradecir o refutar.
Debe dejarse claro que no se trata de que, por la convivencia more uxorio, es decir, como
marido y mujer, pero sin haberse casado, se pueda convertir esa unión de hecho en un
matrimonio legal, por medio de la acreditación de la "posesión notoria" de diez años. La
convivencia, siendo un hecho, no puede devenir en un estado jurídico, porque el matrimonio
debe ser consentido expresamente y la voluntad de casarse no puede presumirse. La
posesión notoria a que se refiere la ley es la prueba del comportamiento social de los
presuntos cónyuges, que indirectamente nos lleva a la conclusión de que sí manifestaron en
su momento el consentimiento matrimonial del modo solemne exigido, pero que ese acto no
puede ser probado porque la inscripción de matrimonio o no se otorgó o se extravió o se
destruyó.
En suma, la posesión notoria es una prueba de un estado civil que preexiste a ella, y no la
forma por la cual se puede acceder a un matrimonio que no ha sido celebrado.
Aunque el título XVII del libro I del Código Civil no se refiere a la prueba de la muerte en
caso de que no se haya otorgado, o no puede otorgarse, la correspondiente partida de
defunción, esto ha venido a solucionarse con la institución de la comprobación judicial de la
muerte, introducida en el Código por la ley Nº 20.577, de 2012. De esta manera, cuando la
desaparición de la persona se ha producido en circunstancias tales que la muerte puede ser
tenida por cierta o no es posible identificar el cadáver, cualquier interesado puede pedir al juez
que tenga por comprobada la muerte y disponga su inscripción en el Registro Civil (art. 95
CC). Lamentablemente, la reforma no explicitó los medios de prueba que debe utilizar el juez
para llegar a esta conclusión tan delicada, pero lo más usual será el informe pericial y los
testigos presenciales del accidente que determinó la desaparición 51.
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL: TURNER SAELZER, Susan, "El establecimiento de la filiación. Aspectos de la prueba",
en GJ 236, 2000, pp. 114-124; "Sobre las repercusiones de la inclusión de las pruebas biológicas en los
juicios de determinación de la paternidad y maternidad", en Revista de Derecho (Universidad Austral de Chile)
9, 1998, pp. 191-200; TRONCOSO LARRONDE, Álvaro, "Prueba supletoria del estado civil", en Revista de
Derecho (Universidad de Concepción) 118, 1961, pp. 73-92; SEGURA RIVEIRO, Francisco, "La prueba del
estado civil", en Revista de Derecho (Universidad de Concepción) 204, 1998, pp. 97-104; CABALLERO ZANZO,
Francisco, "La posesión notoria del estado civil y los sistemas de información", en Revista de Derecho (P.
Universidad Católica de Valparaíso) 19, 1998, pp. 135-144.
1. Proceso penal
El Código Procesal Penal contiene una regulación especial de la prueba en los juicios
orales, de la que sólo podemos dar algunas noticias mínimas para apreciar la diferencia
actualmente existente entre este procedimiento y el civil.
En primer lugar, los medios de prueba ofrecidos por las partes deben ser analizados antes
del juicio oral, en la audiencia preparatoria que se sostiene ante un juez de garantía, el que
tiene la facultad de excluir algunos de ellos por ciertas causales legales: que sean
manifiestamente impertinentes, que se refieran a hechos públicos y notorios, que provengan
de actuaciones o diligencias que hayan sido declaradas nulas o que se hubieran obtenido con
inobservancia de garantías fundamentales (art. 276 CPP).
En todo caso, no pueden excluirse pruebas por el hecho de que no hayan sido
consideradas expresamente admisibles por la ley, ya que se asume el principio de libertad de
prueba, que se traduce en que los hechos pueden ser probados por cualquier medio
producido e incorporado al proceso (art. 295 CPP).
El Código sólo regula específicamente dos medios probatorios: la prueba testimonial (arts.
298-313 CPP) y el informe de peritos (arts. 314-322 CPP). Para los otros, señala en forma
general que "podrán admitirse como pruebas películas cinematográficas, fotografías,
fonografías, videograbaciones y otros sistemas de reproducción de la imagen o del sonido,
versiones taquigráficas y, en general, cualquier medio apto para producir fe" (art. 323 CPP).
Para la prueba de la acción civil en el proceso penal, se dispone que, salvo en lo referido a
la carga de la prueba, ella se rige por el Código Procesal Penal y no por el Código de
Procedimiento Civil (art. 324 CPP). Esto nos parece criticable, porque no se entiende la razón
de que operen diversas normas sobre la admisibilidad de los medios probatorios y su
valoración según si la acción se deduzca en sede penal o en sede civil.
2. Proceso de familia
La Ley Nº 19.968, de 2004, que Crea los Tribunales de Familia, reglamenta también los
procedimientos que se aplican en las causas de que conocen y contiene una minuciosa
regulación de la prueba que se aplica en general a todos ellos (párrafo 3º del título III, arts. 28
a 54-2). A continuación destacamos aquellos aspectos que nos parecen más relevantes para
el Derecho Civil.
En primer lugar, se acoge el principio de libertad de prueba, de modo que los hechos
pueden ser acreditados por cualquier medio con la única condición de que sean "producidos"
en conformidad a la ley (art. 28 LTF). La prueba puede ser ofrecida por las partes, solicitada
para que el juez la decrete u ordenada de oficio por éste (art. 29 LTF). Siguiendo el Código
Procesal Penal, la ley prevé la presentación de medios probatorios que no cuenten con una
regulación específica: películas cinematográficas, fotografías, fonografías, videograbaciones y
otros sistemas de reproducción de la imagen o del sonido, versiones taquigráficas "y, en
general, cualquier medio apto para producir fe" (art. 54.1 LTF). Se encarga al juez determinar
cómo se incorporarán al proceso, para lo cual se adecuarán en lo posible "al medio de prueba
más análogo" (art. 54.2 LTF).
Esta libertad de medios de prueba se limita por las facultades que se otorgan al juez para
excluir las pruebas que considere "manifiestamente impertinentes, tuvieren por objeto
acreditar hechos públicos y notorios, resulten sobreabundantes o hayan sido obtenidas con
infracción de garantías fundamentales" (art. 31 LTF).
La valoración de la prueba se sujeta a las reglas de la sana crítica. Pero la ley considera
oportuno explicitar que los jueces en esa apreciación "no podrán contradecir los principios de
la lógica, las máximas de la experiencia y los conocimientos científicamente afianzados" (art.
32.1 LTF). Se impone el deber de fundamentar en la sentencia tanto la acogida como la
desestimación de los medios de prueba, y de precisar con qué medios de prueba se da por
acreditado cada uno de los hechos (art. 32.2 LTF).
En relación con los medios de prueba en concreto, existen algunas singularidades entre las
que podemos destacar las "convenciones probatorias" y la sustitución de la absolución de
posiciones por lo que la ley llama "declaración de parte".
Las convenciones probatorias son acuerdos por los cuales las partes piden al juez que
tenga por acreditados ciertos hechos, de modo que ellos no se someterán a prueba en la
audiencia de juicio. La convención puede ser adoptada por iniciativa de las partes en la
audiencia preparatoria o a sugerencia del mismo juez. En todo caso, las convenciones deben
ser aprobadas por el juez, lo que sólo será posible cuando "no sean contrarias a derecho",
teniendo en especial consideración el interés del niño, niña o adolescente (art. 30 LTF). Nos
parece que deben ser tenidas como contrarias a derecho las convenciones que pretendan que
se den por acreditados hechos que corresponden a procedimientos sobre materias no
disponibles o de orden público, como los de estado civil de las personas (así, no procedería
una convención probatoria sobre una causal de divorcio o sobre la existencia o no del estado
civil de hijo).
3. Proceso laboral
Los procedimientos ante los tribunales del trabajo están regulados en el libro V del Código
del Trabajo. El procedimiento de aplicación general contempla una regulación especial de la
actividad probatoria. En primer lugar, sobre la admisibilidad de prueba se contempla un
sistema de prueba legal, pero con excepciones: así, se señala que las partes pueden valerse
de todas aquellas pruebas "reguladas en la ley", pero que también podrán ofrecer "cualquier
otro elemento de convicción que, a juicio del tribunal, fuese pertinente" (art. 453.4º CT). En
este último caso, el juez debe determinar la forma de su incorporación al proceso, para lo cual
debe adecuarla en lo posible "al medio de prueba más análogo" (art. 454.8º CT).
El juez posee amplias facultades para excluir las pruebas superfluas, no pertinentes o
ilícitas (art. 453.4º CT).
La valoración de la prueba se realiza conforme a las reglas de la sana crítica (art. 456.1
CT). El código exige al juez que explicite las razones jurídicas, lógicas, científicas, técnicas o
de experiencia por las cuales le asigna valor o la desestima (art. 456.2 CT). Además, se
precisa que el análisis de la prueba no debe ser aislado, sino de alguna manera global o
sistémico: el juez "tomará en especial consideración la multiplicidad, gravedad, precisión,
concordancia y conexión de las pruebas o antecedentes del proceso que utilice, de manera
que el examen conduzca lógicamente a la conclusión que convence al sentenciador" (art.
456.2 CT).
Accesorio: 195, 513, 514, 519, 520, 663, 721, 770, 810
Accidental: 153, 272, 291, 300, 381, 512, ss, 631, 788
Acción: 12, 40, 46, 69, 71, 82, 83, 106, 114, 118 ss, 138, 140, 157, 163 ss, 189, 212 ss, 306, 315, 319, 329, 340 ss,
432 ss, 503, 505, 518, 526, 538 ss, 605, 608, 623, 624, 625, 629, 630, 634, 636, 640, 655, 665, 666, 670, 671, 674,
675, 677, 678, 679, 683, 684, 685, 689, 690, 691, 692, 693, 694, 695, 696, 698, 700 ss, 801, 816, 846, 847
Aceptación: 83, 141, 471, 515, 516, 530, 532, 533, 534, 535, 536, 537, 540, 564, 567, 568, 623 ss, 703, 737, 757
Acreedor: 31, 105 ss, 186, 210, 247, 449 ss, 518, 556, 585, 586, 587, 589, 593, 594, 595, 618 ss, 717, 730 ss, 813,
825
— y contrato: 516 ss
— clases: 514 ss
— requisitos del: 150, 512, 525 ss
— simulado: 729 ss
— indirecto: 736
— fiduciario: 736 ss
— electrónico: 619
Adagio: 35, 77, 126, 133 ss, 681, 687, 759, 782, 814, 823, 830
Adhesión: 5, 500, 501, 502, 540, 720, 726, 754, 770, 816
Administración: 54, 58, 59, 102, 138, 146, 149, 225, 299 ss, 401, 410, 429, 430, 431, 434, 436, 437, 438, 460, 461,
462, 482, 522, 578, 649, 657, 727, 764
— de bienes de incapaces: 326, 385, 387, 388, 394, 616, 646, 647, 654, 696, 706
Adopción: 28, 233, 294, 295, 296, 363, 375, 404, 452, 648, 697, 748, 775, 840, 843
Analogía: 24, 53, 178, 183, 192, 197, 201, 202, 278, 294, 542, 654, 663, 769, 788, 792
— legal: 183
— iuris: 201
Aprobación: 50, 53, 54, 57, 85, 89, 158, 175, 184, 207 ss, 429, 433, 447
Argumento: 127, 162 ss, 194, 200 ss, 286, 669, 685, 743, 833
— de interpretación: 192
Atributos: 242 ss, 351 ss, 443, 572, 636, 672, 841
Ausencia: 62, 79, 125, 186, 201, 289, 311 ss, 512, 527, 541, 602 ss, 725, 735, 811, 812, 831, 840
Autonomía: 13, 32, 33, 77, 103 ss, 241, 373 ss, 415 ss, 500 ss, 606, 607, 614, 615, 641, 648, 660, 681, 732, 737,
754, 761, 763, 779
Autor: 32, 33, 103 ss, 140, 241, 495 ss, 552, 576, 606, 607, 614, 615, 641, 660, 681, 732, 737, 761 ss
Azar: 4, 74, 75, 119, 174, 190 ss, 208, 228, 247, 261, 280, 432, 500, 579 ss, 684, 692, 746 ss
Bienes: 5, 12 ss, 33 ss, 52 ss, 84 ss, 102 ss, 130 ss, 187 ss, 191, 205, 210 ss, 262 ss, 288, 295 ss, 312, 321, 322,
327, 329, 330 ss, 367 ss, 409, 410, 419, 428 ss, 505 ss, 509, 514, 521, 522, 538 ss, 556 ss, 613 ss, 662 ss, 710,
717, 773, 795, 810, 825
Buena (s):
— fe: 29, 31 ss, 77, 125, 185, 340, 345, 461, 470, 482 ss, 501, 537, 553, 569, 586, 636, 655 ss, 708 ss, 738, 779,
788
— costumbres: 33, 109 ss, 366 ss, 498, 558, 573, 582, 609, 633
Cadáver: 250 ss, 289, 290, 304 ss, 411, 572, 844
Caducidad: 342, 384, 392, 491 ss, 533 ss, 639 ss
Capacidad: 4, 15, 29, 41, 53, 87, 133 ss, 191, 223 ss, 240, 242, 249, 250, 272 ss, 273, 301, 332, 341, 351 ss, 385
ss, 415 ss, 439 ss, 492, 495, 512, 525 ss, 568 ss, 636, 648 ss, 677, 686, 696 ss, 766, 820
— de ejercicio: 386 ss
Carga: 57, 66, 123, 138, 191, 238, 299, 334, 351, 362, 382, 389, 397, 470, 623 ss, 641, 704, 732, 745, 751 ss, 785,
794, 821, 827, 829, 846 ss
— concepto: 470
— de la prueba: 66, 470, 732, 746 ss, 785, 794, 827, 829, 846, 849
Carta: 3, 37 ss, 63, 103, 155, 177 ss, 284, 343 ss, 374, 417, 432, 445, 528 ss, 670, 675, 777, 785, 798 ss
— ilícita: 107 ss, 153, 366, 595, 605 ss, 655, 672, 686, 690, 708, 711, 718, 740
— aparente: 603
Ciencia: 3 ss,17, 21, 39, 45, 64, 75 ss, 109 ss, 162 ss, 230, 243, 247, 264 ss, 302, 304, 313 ss, 359, 366 ss, 386,
397 ss, 412, 419, 434, 446 ss, 467, 502, 508 ss, 528, 560, 567 ss, 688, 692, 704, 749 ss, 806, 826, 831 ss
Citación: 49, 325, 393, 399, 423, 426, 531, 804, 819
Codificación: 206 ss
Código:
— civil francés: 26, 36, 127, 164, 170 ss, 184, 207, 219, 222 ss, 264, 333, 381, 414, 503, 531, 599 ss, 626, 667
ss, 744
— de Procedimiento Civil: 66, 70, 79, 151, 202, 311, 485, 586, 587, 594, 716, 746, 749, 759, 763, 764, 769, 774,
775, 787, 799, 803, 806, 817 ss, 846
Código Civil (chileno): 25 ss, 40, 74, 80, 84, 86, 87, 88, 128, 144, 176 ss, 196, 209, 218 ss, 297, 349, 412 ss, 427,
453, 502, 506, 569, 599, 603, 611, 663, 668, 679
— notas: 216
— fuentes: 218
Competencia: 33, 58, 60, 64, 67, 104, 113, 165, 198, 324, 382, 392, 500, 505, 535, 585, 726, 774, 789, 791
Compraventa: 38, 70, 116 ss, 152, 187, 210, 231, 387, 476, 502 ss, 535, 543 ss, 583 ss, 590 ss, 613 ss, 627, 631,
634, 642, 653, 662, 676, 695, 703, 716 ss, 772 ss, 782, 789, 813, 837
— forzada: 593
Comunidad: 5, 6, 9, 11, 14, 24, 34, 38, 45, 48, 61, 113, 156, 180, 205, 248 ss, 360 ss, 373 ss, 399 ss, 415 ss, 434,
440, 454, 461, 484, 496, 529, 553, 567, 580 ss, 649, 758, 759 ss, 763, 841
Comurientes: 346 ss
Confesión: 66, 125, 613 ss,, 732, 765 ss, 783, 787 ss, 812 ss, 847 ss
Confirmación: 515, 539, 546, 671, 678, 683, 693, 702 ss, 722 ss, 816
Conflictos: 14, 36 ss, 45, 98, 104, 134, 144 ss, 156, 166, 181, 187, 480, 773
Consentimiento: 77, 107, 125, 150, 191, 248 ss, 288, 366, 371 ss, 496, 499, 512, 520 ss, 601, 606, 608, 611, 615,
627, 629, 639, 654, 657, 660, 668, 670 ss, 703, 714, 725, 735, 772, 782, 809, 844
— concepto: 527
Constitución: 13, 25, 30 ss, 31, 89 ss, 103 ss, 129 ss, 158, 165, 174 ss, 191 ss, 205 ss, 244 ss, 266 ss, 302, 316,
352 ss, 387, 402, 411 ss, 459, 480, 496, 526, 575, 580, 588, 590, 612, 619, 669 ss, 716, 726 ss, 761, 782, 799
— supremacía de la: 60
Contrato: 16 ss, 52 ss, 84 ss, 103 ss, 123 ss, 139 ss, 174, 187, 196, 202, 212 ss, 231, 233, 238, 246, 269, 293, 335
ss, 366, 380 ss, 400 ss, 424, 437, 445, 451 ss, 470 ss, 490 ss, 500, 600 ss, 701 ss, 808, 837, 842
Contrato-ley: 56, 57
Convención: 9, 30, 38, 41, 113 ss, 230 ss, 274, 284, 289, 302, 344, 358, 363, 376, 383, 387, 398, 490, 516 ss, 535,
547, 557, 597 ss, 612, 627, 649 ss, 685, 695, 753, 775, 793, 847
Cosas: 3 ss, 12, 26, 30, 40, 64, 77, 116, 146, 149, 153, 183, 193 ss, 208, 240 ss, 263 ss, 353, 381, 465 ss, 508 ss,
533, 541 ss, 58, 570 ss, 571 ss, 607, 661, 669, 673, 677, 688, 694, 708 ss, 723, 813 ss, 830
Costumbre: 9, 17 ss, 33, 44 ss, 56, 60 ss, 109 ss, 140, 166, 170, 201 ss, 257, 366 ss, 401, 498, 535, 558, 562, 573,
581, 582, 609, 633, 761 ss, 771, 814
Crédito: 25, 27, 186, 210, 227, 233, 240, 467 ss, 554, 585 ss, 608 ss, 618, 623, 626, 638, 640, 641, 649, 655, 664,
689, 697, 700, 731, 734, 738, 772 ss, 803, 810 ss
Cuerpo: 3, 19, 25, 51 ss, 95, 170 ss, 209 ss, 228, 247 ss, 281 ss, 304 ss, 362, 365, 375, 416, 422, 508, 554, 572,
580, 596
Curador: 52, 200, 274, 300 ss, 340, 382 ss, 410, 442, 460 ss, 478, 500, 616, 647 ss, 657, 666, 696, 820
Curatela: 396
Deber: 4, 10, 29, 31 ss, 96 ss, 125 ss, 137 ss, 171 ss, 193, 231, 241 ss, 277 ss, 300 ss, 340 ss, 373 ss, 408 ss, 424,
430 ss, 445, 450 ss, 461 ss, 498, 505, 534 ss, 573 ss, 603 ss, 624 ss, 667 ss, 700, 750 ss, 792 ss, 800 ss, 829 ss
Declaración: 47 ss, 97, 115, 187, 260, 264, 283 ss, 308 ss, 390, 410, 458, 477, 484, 503, 507, 525 ss, 550 ss, 565,
570 ss, 589, 596 ss, 629, 655, 665 ss, 700 ss, 766 ss, 800 ss, 847 ss
Decreto: 46 ss, 90 ss, 103, 116, 158, 174, 198, 210 ss, 251, 284 ss, 312, 327 ss, 390 ss, 408, 410, 415, 422, 429,
443, 492, 586, 595, 618, 662, 666, 716, 759, 761, 771, 777, 781, 784, 795, 802
— supremo: 46, 90, 95, 98, 234, 251, 284, 385, 415, 422, 759, 781
— clasificación de: 8, 12
— Civil: 1, 15 ss, 63, 74, 77, 81 ss, 103 ss, 114, 124 ss, 141 ss173, 197, 205 ss, 227 ss, 266 ss, 302, 307, 319 ss,
349 ss, 366 ss, 407, 427, 428, 434, 449, 455, 463, 470 ss,490 ss, 501 ss, 540, 559, 569, 583, 594 ss, 630, 644, 657,
663, 668, 670, 679, 685 ss, 695, 707, 718, 724 ss, 804, 821, 830, 846
— Común: 19 ss, 36, 40, 82, 192, 208, 297, 401, 419, 425, 585, 598, 708, 711
— Natural: 9 ss, 28 ss, 76 ss, 163 ss, 206, 208, 320, 467, 471, 503
— Transitorio: 134
— Internacional Privado: 14 ss, 144 ss, 153, 443 ss, 535, 576
Derecho (s):
— a la vida: 38, 245, 269, 282 ss, 316, 354 ss, 417, 446 ss, 474, 481 ss
— humanos: 11, 30 ss, 164 ss, 231 ss, 302, 355 ss, 398, 449
— fundamentales: 13, 37 ss, 61 ss, 258, 265, 272 ss, 355 ss, 417, 432, 575, 695, 799, 849
— clases: 472
— límites: 479
— Concepto de: 95
— Clases de: 95
Desuso: 98 ss
Diario: 36, 90 ss, 122, 190, 218, 311, 325 ss, 393, 433, 582, 618, 761, 777, 802
— Oficial: 90 ss, 122, 311, 325 ss, 433, 618, 761, 777
Difunto: 17, 102, 132, 251 ss, 310, 410 ss, 468, 577
Dignidad: 22 ss, 45, 61, 77 ss, 107 ss, 142, 164, 237, 241 ss, 352 ss, 398, 470, 482, 495, 716
Disolución: 453 ss
Doctrina: 13, 22 ss, 72 ss, 115 ss, 152 ss, 200, 207, 218 ss, 240 ss, 271 ss, 333 ss, 392, 403, 415 ss, 455 ss, 502 ss,
531 ss, 600 ss, 702 ss, 711, 715, 720 ss, 814, 819, 821 ss
— de la causa: 602 ss
Documento (s):
— domésticos: 796
Dogmática: 17, 37, 47, 81, 82, 84, 87, 88, 115, 173, 176, 196, 200, 222, 223, 228, 355, 471, 503, 541, 596, 601, 610,
679
Dolo: 559 ss
Domicilio: 22, 101 ss, 145 ss, 310, 324 ss, 351 ss, 407 ss, 430 ss, 532, 576, 787, 814, 840 ss
— concepto: 377 ss
Dominio: 27, 34, 52 ss, 103, 133 ss, 222, 248, 316, 333, 344, 387 ss, 419, 462, 474 ss, 507 ss, 543 ss, 617, 623,
647, 712 ss, 808
Donación: 40, 52, 222, 249 ss, 266, 290 ss, 306, 316, 497, 512 ss, 535, 545, 563, 607, 626, 635, 662 ss, 722 ss, 822
Edad: 3 ss, 20 ss, 51, 61, 80, 87, 95, 99, 101 ss, 130 ss,157, 162 ss, 201 ss, 202, 210, 223 ss, 272, 279 ss, 304,
315, 320 ss, 357, 360 ss, 400 ss, 434 ss, 456 ss, 500 ss, 518 ss, 549, 554 ss, 580 ss, 601 ss, 617 ss, 618, 648 ss,
673 ss, 701, 717, 730 ss, 770 ss, 800, 805, 810 ss, 836, 842 ss
Efecto: 27 ss, 51 ss, 70 ss, 101, 107, 113 ss, 172 ss, 202, 223 ss, 246, 250, 259, 265, 273 ss, 302 ss, 330 ss, 371,
378, 379, 400 ss, 427, 442 ss, 470 ss, 506 ss, 559 ss, 605 ss, 702 ss, 731 ss, 753, 767, 773 ss, 816 ss
Efectos: 6, 43, 60 ss, 93, 110, 127, 160 ss, 201 ss, 237 ss, 374 ss, 430, 468, 474, 504 ss, 532, 540, 603, 613, 631
ss, 669, 676, 722 ss, 810, 825
Ejercicio: 3, 10, 16, 47 ss, 103 ss, 133 ss, 172, 196 ss, 251, 260 ss, 302, 335 ss, 386 ss, 419 ss, 500, 552, 556, 569,
576, 637 ss, 675, 685, 718
Elementos: 6, 43, 60 ss, 93, 110, 127, 160 ss, 201 ss, 237 ss, 374 ss, 430, 468, 474, 504 ss, 532, 540, 603, 613, 631
ss, 669, 676, 722 ss, 810, 825
— de interpretación: 175
Embargo: 5, 8, 11 ss43, 50, 57, 64, 72, 80 ss, 115, 125 ss, 142 ss, 186 ss, 210, 217, 268, 271, 286, 306, 310, 324
ss, 336, 356, 365 ss, 373 ss, 404, 415 ss, 437, 442 ss, 504, 511, 516, 530 ss, 551 ss, 581 ss, 601, 608, 611 ss, 657,
674 ss, 704, 710 ss, 805 ss, 841
Enajenación: 34, 160 ss, 187, 248, 335 ss, 395 ss, 479, 522, 572, 583 ss, 687 ss, 713 ss
Entes:
Error: 31, 70, 90, 122 ss, 179, 195, 212, 225, 307, 345, 356, 411 ss, 451 ss, 540 ss, 602, 654 ss, 700 ss, 725, 753,
789, 790, 823 ss
— Concepto: 541
— Clases: 543 ss
Escritura: 11, 66, 119, 151 ss, 430 ss, 461, 500, 514, 529, 533, 553, 577, 613 ss, 637, 650 ss, 692, 705, 718, 721,
732 ss, 762 ss, 805, 810 ss, 836 ss
— pública: 152, 430 ss, 514, 553, 577, 613, 637, 653, 673 ss, 718, 721, 732 ss, 770 ss, 812 ss, 836
Esencia: 8, 9, 25, 29, 44 ss, 87, 108 ss, 171, 201 ss, 237 ss, 277, 300, 305, 318, 351 ss, 403 ss, 434, 477, 496, 505,
512 ss, 545 ss, 569, 583, 584, 588, 592, 613 ss, 668 ss, 720, 723 ss, 58, 771, 784, 792, 800 ss, 831, 843 ss
Espacio: 32, 61 ss, 95, 98, 101, 107, 112, 127, 267, 353, 360, 580, 619, 638
Espíritu: 33, 79 ss, 160, 170 ss, 231, 257, 284, 414, 594
— de la ley: 178 ss
Estado: 8 ss, 20 ss, 24, 40 ss, 77, 89, 90, 101 ss, 133 ss, 165 ss, 206 ss, 219 ss, 305, 311 ss, 332 ss, 401 ss, 442
ss, 451 ss, 468, 486, 495 ss, 507, 510, 518, 529, 538, 541 ss, 566 ss, 602, 612 ss, 631 ss, 704, 710, 714 ss, 745,
759, 764, 770 ss, 798, 803, 809, 825, 840 ss
— civil: 68, 69, 133 ss, 245, 261, 294, 305, 327, 338, 346, 351 ss, 401 ss, 442, 572, 648, 745, 759, 787, 825, 840
ss
Estatuto (s):
Etnias:
Existencia: 8 ss, 34, 41 ss, 78, 87, 90, 92, 112 ss, 122, 137, 165, 181 ss, 200 ss, 238, 257, 267, 271 ss, 301 ss, 316,
321 ss, 340 ss, 477, 489, 525 ss571, 580, 584, 597, 604 ss, 613, 617, 620, 625, 651, 653, 667 ss, 686, 714, 723 ss,
752, 758, 760 ss, 777, 782, 807, 812 ss
— legal: 221, 271 ss, 283, 297 ss, 460, 469, 489, 723
Expectativa: 132 ss, 367, 447, 467 ss, 486, 530, 690
— y derecho: 467
— mera: 134
Extinción: 27, 33, 87, 95, 115, 138 ss, 267, 300 ss, 339, 343, 349, 454, 474, 479, 490, 491, 497, 621, 632 ss, 666 ss,
710, 735, 752
Extranjero: 31, 41, 57, 101 ss, 120 ss, 146 ss, 193, 210, 211, 219 ss, 247, 279 ss, 324, 352, 379, 383 ss, 409 ss, 442
ss, 557, 569, 575, 657, 688, 762, 763, 774 ss, 783
Facultades: 82, 118 ss, 193, 199, 288, 328, 334 ss, 387s ss, 457, 469, 472 ss, 647, 653 ss, 702, 749, 820, 835, 846
ss
Familia: 15 ss, 77, 83 ss, 107 ss, 120, 133 ss, 182, 205 ss, 225 ss, 233, 240 ss, 241 ss, 261 ss, 294, 296, 314, 337,
345, 360 ss, 403 ss, 417, 423 ss, 442 ss, 474 ss, 498, 503, 522, 541, 549, 585, 601, 620, 647, 651, 688 ss, 725 ss,
749, 751 ss, 823, 846
Fe:
— buena: 31 ss, 77, 125, 185, 340, 345, 461, 470, 482 ss, 537, 553, 569, 586, 636, 655 ss, 666, 708 ss, 734, 738,
779, 788
Fecha: 91 ss, 122, 127, 136, 216, 218, 277, 301 ss, 384, 407 ss, 420, 433, 458, 530, 542, 586, 608, 631 ss, 654,
664, 678, 693, 695, 699, 706 ss, 727, 735, 760, 771, 784 ss, 800 ss, 829, 842
— de la ley: 94
— cierta: 795 ss
Ficción: 122 ss, 268, 277, 414 ss, 455, 645, 654, 723, 826
Firma: 9, 10, 26, 39, 47, 58, 59, 91 ss, 128, 135, 151 ss, 163, 178, 192 ss, 215, 238, 241, 253, 262 ss, 304, 317, 333
ss, 384, 407 ss, 445 ss, 515, 539, 543 ss, 580, 613 ss, 650 ss, 702 ss, 757 ss, 800 ss, 830 ss, 840 ss
— y rúbrica: 771
Formalidades: 149 ss, 191, 335, 394, 416, 498 ss, 520 ss, 597, 611 ss, 664, 670, 696 ss, 773, 789, 792
— clases: 612
— y solemnidades: 612
— convencionales: 614
Fraude: 119 ss, 195, 326, 440, 456 ss, 485, 561 ss, 655, 665, 682, 737 ss, 807
— clases: 43
Fuerza: 16, 20 ss, 37, 45 ss, 101, 123, 129, 136, 152, 158, 161, 166, 172, 174, 200, 210, 218, 227, 234, 314, 347,
383, 422, 440, 462, 502 ss, 541, 554 ss, 598, 628, 654 ss, 673, 682, 686, 696 ss, 701 ss, 748, 764 ss, 794, 800 ss,
831 ss
— concepto: 554
— clases: 554
— requisitos: 555 ss
— y lesión: 566 ss
Fundaciones: 111 ss, 227, 234 ss, 420 ss, 441 ss, 461
Género: 82, 195, 246 ss, 467, 511, 517, 572, 783
— del concebido: 238, 276 ss, 280 ss, 294 ss, 301, 368
Goce: 31, 41, 102, 137, 138, 222 ss, 280, 297, 301, 352, 386 ss, 401 ss, 420, 441, 460, 470, 479, 588, 589, 607,
710, 716
Gratuito: 249 ss, 275, 289, 335, 360, 430, 441, 519, 599, 600 ss, 642
Guardador: 102, 109, 116 ss, 137 ss, 389, 393 ss, 553, 764
Habitación: 123, 135, 144, 161, 336, 377 ss, 441, 476, 480, 497, 585, 589, 716, 826, 835
— derecho real de: 161
— y domicilio: 377
Hábeas:
Hecho: 9, 10, 29, 36, 41, 56, 61 ss, 102 ss, 179, 195, 214, 227 ss, 243 ss, 272 ss, 301 ss, 321 ss, 348 ss, 380 ss,
392 ss, 403 ss, 435, 441 ss, 481 ss, 503 ss, 533 ss, 600 ss, 625 ss, 702 ss, 801 ss
— presunto: 758
— negativo: 760
Herederos: 23 ss, 51, 117, 266, 296, 299, 327, 330 ss, 377, 411, 444, 450, 460, 478, 515, 623, 628, 635, 643, 651,
666, 688 ss, 700 ss, 732
Herencia: 18, 21, 27, 29, 39, 65, 132, 141, 142, 185, 238, 275, 301, 306, 331, 332, 335, 336, 340, 341, 342, 344,
346, 347, 386, 401, 434, 443, 460, 461, 468, 478, 554, 616, 623, 692
Historia: 43 ss, 90, 139, 166, 170 ss, 196, 209, 216 ss, 229, 284, 311, 356, 447, 466, 471 ss, 502, 553, 583, 596, 611
Honor: 18 ss, 39, 60, 107, 266, 354 ss, 436, 437, 440, 445 ss, 560, 582, 814
Identidad: 39, 69, 70, 254 ss, 362 ss, 406 ss, 447, 486, 545 ss, 582, 687, 699, 770 ss, 786 ss, 800 ss
— genética: 288
Identificación: 255 ss, 309, 311, 322, 352, 370 ss, 383 ss, 405 ss, 461, 477, 619, 654, 770
Igualdad: 6, 16, 30 ss, 41, 68, 72, 78, 102, 206, 223, 238, 255 ss, 269, 280, 316, 352, 371, 373, 388, 398, 399, 432,
500, 505, 747, 755 ss
— principio de la: 31 ss
Ilicitud: 123, 293, 498, 574 ss, 604 ss, 655, 731, 768
— de la causa: 609, 61
Imagen: 29, 39, 155, 169, 264, 362 ss, 446 ss, 478, 481, 802, 845 ss
Incapacidad: 53, 138, 139, 142, 150, 159, 191, 223 ss, 341, 386 ss, 402, 439, 536, 636, 677, 686, 696 ss, 701, 708
ss
— de goce: 386
— de ejercicio: 387 ss
Incausados:
Incompletos:
Indemnización: 35, 103, 113 ss, 136, 354, 366 ss, 386, 441 ss, 462, 470, 510, 537 ss, 609, 618, 629, 633, 657, 708,
713 ss
Ineficacia: 25, 121, 191, 512, 526, 540, 542, 552 ss, 567, 655 ss, 660 ss, 695, 704, 709, 716, 721, 737, 789, 825
Inexistencia: 87, 115, 526, 546, 551, 584, 667 ss, 714, 725, 758, 760
Informe: 66, 184, 211, 262 ss, 326, 391, 394, 427, 433, 542, 755, 762, 764 ss, 804, 831 ss
— en derecho: 833
Inoponibilidad: 117, 327, 342, 393, 616 ss, 656, 662 ss, 697
— de la nulidad: 666
Inscripción: 251, 262, 277, 289, 294, 305 ss, 338 ss, 372 ss, 405 ss, 432 ss, 514, 590, 617, 730, 781, 842 ss
Instrumento (s):
— concepto: 769
— clases: 772
— público: 152, 384 ss, 669, 722, 763, 771 ss, 800, 812 ss, 824
— oficial: 776
— electrónico: 802
Instituciones: 16 ss, 26 ss, 39, 84 ss, 133, 170, 205, 219 ss, 237 ss, 258, 263 ss, 288, 306 ss, 349, 359, 398, 414 ss,
432, 446, 462, 470, 483, 491 ss, 540, 580, 595, 603, 722 ss, 736, 777
— jurídicas: 16, 133, 470, 491, 502
Integración: 18, 29, 79, 113, 159, 173 ss, 190, 196, 197, 200 ss, 304, 398, 433 ss, 480
— e interpretación: 159
Integridad: 5, 38, 238, 245, 273, 283 ss, 354 ss, 365, 417, 446, 478, 772, 793, 803
— genética: 358
— concepto: 155
— clases: 158
Intersexualismo: 260
— de la ley: 128
Ius: 6 ss, 29, 40, 110, 162 ss, 195 ss, 208, 220 ss, 237, 242, 269, 279 ss, 302, 369, 370, 402, 413, 427, 467, 471,
541, 552 ss, 573, 598, 611, 646, 679, 728, 736, 744, 751, 756, 760, 768, 804, 825
— civile: 17 ss
— commune: 18 ss
Iusnaturalismo: 162 ss, 413, 611
Jurisprudencia: 9, 18, 25 ss, 44 ss, 70 ss, 104, 111 ss, 159 ss, 189 ss, 190, 197, 207 ss, 228, 287, 354, 600 ss, 655,
663, 679, 689, 711, 724, 736, 741 ss, 752, 763, 788, 791, 825
— de documentos: 151
Legislación: 11, 36, 73, 79, 120 ss, 135 ss, 144 ss, 185, 190 ss, 200 ss, 231 ss, 251 ss, 276, 316, 373 ss, 398, 442
ss, 500, 531, 536, 552, 569, 688, 723, 739, 756, 762, 763, 769, 803, 832
Legitimación: 135, 226, 311, 324, 369, 449, 581, 677, 680 ss, 700, 717 ss, 727, 734
— en la interdicción: 392
Lesión: 153, 281, 288, 291, 360, 368 ss, 451, 456, 499, 541, 552, 556 ss, 695 ss, 716, 722
— originaria: 659
— enorme: 153, 499, 552, 566 ss, 659, 662, 716, 722
Ley:
— y costumbre: 60 ss
— y jurisprudencia: 70 ss
— y doctrina: 81 ss
— ineludibilidad: 119
— indisponible: 106
— supletoria: 52
Libertad: 3, 13, 29 ss, 77, 91 ss, 103 ss, 164 ss, 171, 191, 200 ss, 220 ss, 240 ss, 264 ss, 311 ss, 359 ss, 398, 414
ss, 446, 484, 495 ss, 501 ss, 540, 554 ss, 580 ss, 611 ss, 748 ss, 833, 845 ss
— contractual: 32, 33
— de circulación de la propiedad: 33
Licitud: 123, 261 ss, 282, 293, 327, 367, 374, 407, 411, 498, 527, 574 ss, 603 ss, 655, 731, 768, 784, 819
— de la simulación: 731
Litigiosa:
— cosas: 587 ss
Litisconsorcio: 683, 692 ss
Manifestación: 20, 140, 251, 305, 359, 369, 490, 505 ss, 520 ss, 569, 587, 613, 638, 653, 702 ss
Maternidad: 257, 263, 288, 294, 363, 372, 374, 610, 624, 839, 840, 845
— subrogada: 610
Matrimonio: 14 ss, 27 ss, 51, 65, 102, 106, 118 ss, 135, 144 ss, 210, 223 ss, 249, 258, 282, 294, 319, 324, 328, 337
ss, 375, 403 ss, 470, 484, 504, 520 ss, 541 ss, 607, 613 ss, 622, 631, 647 ss, 660 ss, 692, 724 ss, 753, 759, 796,
825, 841 ss
Medidas: 73, 108, 156, 220, 284, 289, 321 ss, 394 ss, 452, 468, 489, 492, 586, 636, 747 ss, 775, 849
— de tiempo: 489 ss
Menor: 134 ss, 157 ss, 200, 233, 245 ss, 274, 286, 295, 317, 372, 383, 391 ss, 474, 582, 616, 654, 667, 687, 696 ss,
820
Método: 42, 142, 159 ss, 211, 229, 296, 318, 368, 503
Modo: 641 ss
Morada: 7, 10 ss, 27 ss, 97, 108, 114 ss, 130 ss, 174 ss, 193, 198, 199, 202 ss, 222, 239 ss, 256 ss, 272 ss, 302 ss,
333 ss, 346, 353, 360 ss, 372, 390 ss, 401 ss, 482 ss, 500, 513 ss, 533 ss, 582 ss, 605 ss, 704, 710, 715, 726, 747
ss, 802 ss
Moral: 22, 101 ss, 145 ss, 247, 310, 324 ss, 351 ss, 367, 377 ss, 407, 410, 430 ss, 532, 576, 787, 814, 840, 843
— y derecho: 5 ss, 33, 39, 43, 75, 83, 87, 107 ss, 161 ss, 230, 238, 241, 268, 282, 306 ss, 324, 338, 361 ss, 413,
424 ss, 445 ss, 482, 496 ss, 554, 573 ss, 602, 609, 633 ss, 674, 689, 690, 731, 764, 814 ss
— daño: 39, 83, 87, 238, 369, 445 ss
Muerte: 23 ss, 54, 84, 86, 132, 141, 149, 157, 213 ss, 281 ss, 303 ss, 387, 395, 403 ss, 430, 441 ss, 450, 461, 468,
470 ss, 496, 497, 509, 521 ss, 564 ss, 618, 623, 632, 637, 638, 661, 688, 699, 701, 719 ss, 814, 842 ss
— y persona: 303
Nacimiento: 20, 61, 106, 122, 235, 259 ss, 300 ss, 330, 338, 346, 353, 372 ss, 404 ss, 469, 501, 509, 542, 632, 699,
736, 770, 781, 827 ss, 841 ss
Nación: 3 ss, 34 ss, 62, 67, 77, 93 ss, 104, 112 ss, 125, 135, 141, 142, 160, 161, 163, 164, 165, 182, 187, 206, 209,
216, 222 ss, 306 ss, 320 ss, 354, 363, 370 ss, 403, 409, 413 ss, 461, 465, 471, 473, 479, 495, 497, 503 ss, 563 ss,
607, 618, 626, 632 ss, 684 ss, 713 ss, 753 ss, 764, 781 ss, 811, 822, 828, 845, 847
Nacionalidad: 102, 120, 144 ss, 247, 279 ss, 351 ss, 384 ss, 400, 443 ss, 582, 787
Naturaleza:
Nombre: 9 ss, 39, 43 ss, 84 ss, 160, 171, 209, 232, 241, 252 ss, 300 ss, 321, 351 ss, 392, 393, 394, 407 ss, 425, 430
ss, 460, 470, 476, 495, 508, 511, 522, 546, 549, 552, 563, 572, 597, 598, 608, 617, 622 ss, 645 ss, 700, 722 ss, 730,
736, 739, 745, 765, 770 ss, 801, 807, 820, 834 ss
— concepto: 370
— elementos: 370
Norma (s):
— morales: 5, 6
— sociales: 4
Notario: 228, 254, 331, 399, 407, 430, 499, 553, 613, 622, 650, 774 ss, 800 ss, 836
Nulidad: 25, 70, 87, 114 ss, 148, 150, 206, 293, 335, 341 ss, 390, 401 ss, 461, 526 ss, 540, 544, 545 ss, 610 ss, 634
ss, 655 ss, 700 ss, 752 ss, 773, 788 ss, 825
— de pleno derecho: 115, 526 ss, 546, 555 ss, 575, 634, 667 ss, 706 ss, 724 ss, 735
— absoluta: 115 ss, 124, 366, 388, 401, 546, 559, 563, 575 ss584, 595, 615, 655, 667 ss, 706 ss, 727, 735
— relativa: 335, 341 ss, 545 ss, 662, 667, 681 ss, 700 ss, 713, 717, 722
— parcial: 718 ss
Número: 93
— concepto: 570
— requisitos: 571
— ilícito: 107 ss, 153, 563, 574 ss, 659, 674, 686, 688, 695, 717
Obsceno: 583
Oferta: 501, 515, 530 ss, 623, 627, 650 ss, 660
Olvido: 363 ss
Opción: 28, 134 ss, 178, 190, 233, 257, 294 ss, 363, 370 ss, 404, 452, 476, 605, 633, 648, 688, 697, 719 ss, 748,
775, 840, 843
Orden: 8, 33 ss, 104, 163 ss, 175, 180 ss, 200 ss, 305 ss, 347, 403 ss, 482, 495 ss, 505 ss, 530, 551, 559, 566 ss,
615, 633, 671, 679, 681, 682, 702 ss, 740 ss, 761, 771, 783, 797 ss, 801, 808, 819, 825 ss, 832
— público: 15, 17, 33, 104 ss, 151 ss, 241, 367, 403, 496 ss, 573, 596, 609, 615, 679, 681 ss, 825, 847
Órgano (s):
— de la persona jurídica: 434 ss
Pacto: 30 ss, 114, 120, 202, 225 ss, 274, 305, 363, 376, 489, 513, 517, 538, 555, 576 ss, 605 ss, 618, 633 644, 665,
695
Parte:
Participación: 37, 148, 226, 264, 331, 339, 398, 415, 434, 460, 579 ss, 618, 669
Partición: 34, 87, 142, 336, 446, 484, 567, 589, 722
Patria potestad: 105, 138 ss, 274, 293 ss, 324, 339, 340, 346, 375, 382, 387, 389, 394 ss, 409, 469, 522, 616, 647,
664, 696
Patrimonio: 18, 23 ss, 105, 134, 225, 237, 240, 244, 267, 288, 292, 321 ss, 331, 340, 351 ss, 389, 392 ss, 406, 414
ss, 429, 431, 438, 441 ss, 522, 528, 586, 612 ss, 623 ss, 643 ss, 652, 675, 712 ss, 733, 739
Pena: 5, 11 ss, 21 ss, 34, 51 ss, 83, 106 ss, 123 ss, 163, 179, 191, 207, 209, 221, 248, 250, 265, 266 ss, 283 ss, 303
ss, 357 ss, 377, 381 ss, 401 ss, 430 ss, 509 ss, 520, 538, 559, 564, 566 ss, 575, 580 ss, 605 ss, 627 ss, 669, 685 ss,
701, 721, 731 ss, 799, 800, 845 ss
Perito: 66, 81, 262, 391 ss, 762 ss, 794, 806 ss, 831 ss
Perjuicios: 39, 103 ss, 113 ss, 136, 238, 293, 320, 344, 353, 366 ss, 439, 441, 448 ss, 485, 499, 518, 536 ss, 609,
618, 625, 629 ss, 657, 666, 708 ss
Persona:
— clases: 417
— régimen: 440
— responsabilidad: 449 ss
— disolución: 453 ss
Personalidad: 39, 77, 133 ss, 225, 234 ss, 263 ss, 302 ss, 318 ss, 343, 349, 351 ss, 386, 406, 414 ss, 498, 613, 623,
651, 831
— derechos de la: 39, 238 ss, 273, 351 ss, 443 ss, 470 ss
— jurídica: 77, 225, 234, 244 ss, 284 ss, 386, 406, 414 ss, 433 ss, 613, 831
— derechos: 475
Plazo: 28, 55, 65, 89 ss, 105, 116 ss, 135, 140 ss, 163, 210, 226, 251, 290, 296 ss, 309 ss, 320 ss, 374, 392, 398,
408 ss, 432, 453, 474 ss, 513, 517, 521, 530 ss, 592, 608, 631 ss, 660 ss, 694, 701, 712 ss, 727, 730, 735, 746 ss,
757 ss, 783, 798, 804, 822 ss
— concepto: 489
— clases: 489
— de vacatio legis: 92
Plena: 5, 32, 64, 75 ss, 188, 302, 313, 337, 398, 417, 420, 532, 551, 567, 654, 709, 767, 784 ss, 801 ss, 813, 823 ss
Poder: 7 ss, 13 ss, 45 ss, 67, 73, 86, 97, 120 ss, 158, 163 ss, 205, 234, 248, 250, 306, 316, 330, 341, 354, 362, 386,
412 ss, 435 ss, 452, 456, 469, 472 ss, 495 ss, 502 ss, 537 ss, 573, 590, 617, 627, 646 ss, 702, 738, 747, 750 ss,
798, 807, 814, 820
— de representación: 653 ss
— y mandato: 650 ss
— Ejecutivo: 13, 46, 55 ss, 73, 128, 158, 234
Posesión: 27 ss, 78, 125, 135, 222, 223, 232, 306, 312, 327 ss, 401, 412, 481, 554, 647, 653 ss, 662 ss, 678,
692,709 ss, 753, 759, 808, 826, 839 ss
Posibilidad: 3, 73, 92, 104, 112 ss, 135, 139, 172, 186 ss, 240, 260 ss, 277, 295, 310, 315, 321 ss, 348, 354, 358,
379, 381 ss, 408, 415, 424, 453 ss, 501, 539, 552 ss, 566 ss, 617, 633 ss, 678 ss, 679, 691, 704, 719 ss, 746 ss,
802, 813 ss, 826 ss, 840
— de la condición: 691
Positivismo (jurídico):
— clases: 162 ss
Potestad: 46, 56 ss, 63, 103 ss, 128 ss, 198, 200, 274, 293 ss, 300, 324, 339 ss, 375, 382 ss, 409, 414, 417, 435 ss,
440, 452, 469, 522, 616, 647, 664, 696 ss
— concepto: 469
— patria: 105, 138 ss, 274, 293 ss, 300, 324, 339 ss, 375, 382 ss, 409, 469, 522, 616, 647, 664, 696
Potestativos:
— derechos: 476
— responsabilidad: 537 ss
Prescripción: 24 ss, 52, 84, 105, 116, 135 ss, 186, 226, 341 ss, 376, 401 ss, 481, 491 ss, 515, 585, 618, 636, 666,
678, 693 ss, 707 ss, 724 ss, 752 ss
— y caducidad: 491 ss
Prestaciones: 22, 476, 499, 552 ss, 566 ss, 573, 603 ss, 708, 711, 810
Presunción: 122 ss, 273, 294, 298, 307 ss, 320 ss, 338 ss, 404, 442, 491, 543, 555, 565, 617, 671, 707, 735, 753,
758, 767, 776, 784 ss, 806 ss, 824 ss
— concepto: 825
Principal: 45, 62, 95, 106, 169 ss, 195, 213, 225, 237, 240 ss, 321, 366, 381, 431, 445, 458, 465, 514, 519 ss, 548
ss, 562 ss, 663, 709, 714, 720 ss, 770, 787, 810 ss, 822
— dolo: 562
Principio: 10, 13 ss, 21 ss, 66 ss, 9, 103 ss, 122 ss, 162 ss, 201 ss, 230 ss, 247 ss, 256, 266, 273 ss, 293, 297, 301
ss, 314, 367, 373, 384,399, 405 ss, 411, 426, 436, 442 ss, 500, 533 ss, 572 ss, 606 ss, 643, 648 ss, 702 ss, 716 ss,
803, 810 ss, 840, 841 ss
— (s) jurídicos: 46, 74 ss, 82, 112, 172, 184 ss, 201 ss
Procedimiento: 14, 21, 49, 58, 63 ss, 128, 134, 142, 151, 171, 190 ss, 202, 259, 288, 292 ss, 308 ss, 365, 392, 400
ss, 422, 429, 437, 440, 451 ss, 485, 490, 586, 587, 594, 604, 640, 649, 685, 691, 716, 727, 728, 744 ss, 803 ss, 845
ss
Prohibición: 74, 105, 114 ss, 124 ss, 143, 169, 223, 238, 253, 284, 358, 387, 434, 451, 458, 575, 581, 587 ss, 674
ss, 683, 731
Promesa: 86, 107 ss, 495, 502, 521, 528, 538, 569, 575, 583, 584, 590 ss, 605 ss, 625 ss, 669, 705, 763, ss, 773,
792, 808 ss
— contrato de: 116, 187, 387, 513 ss, 556, 566, 583, 591 ss, 613, 634, 721, 730, 789, 813
Propiedad: 5, 15, 16, 25, 29, 33 ss, 87, 112, 120, 130 ss, 167, 210, 223, 231 ss, 251, 265 ss, 280 ss, 334 ss, 388,
393, 402, 438, 446, 461 ss, 514, 560, 571 ss, 601, 617, 631, 637, 717, 730 ss, 799, 825 ss
Protección: 16 ss, 28, 37, 39, 41, 77, 103, 119, 200, 231 ss, 263 ss, 345, 352 ss, 385 ss, 400 ss, 432, 445 ss, 482,
500 ss, 521, 582, 597, 603, 616, 645, 681, 692 ss, 720 ss, 734, 754 ss, 779, 815
— de incapaces: 385
— de la maternidad: 288
Protocolización: 794 ss
Prueba: 27, 50 ss, 89, 95, 120 ss, 140 ss, 194, 276 ss, 294, 304 ss, 378, 380, 390 ss, 404 ss, 412, 432 ss, 470, 505,
539, 552 ss, 561 ss, 616 ss, 692, 720, 732 ss, 801 ss
— carga de la: 66, 470, 732, 746, 751 ss, 785, 794, 827 ss, 846 ss
— de la filiación: 839
— medios de: 66, 143, 152, 566, 616, 732, 735, 744, 745, 746, 758, 762, 763, 764, 765, 768, 789, 790, 816, 824,
827, 828, 831, 835, 836, 844, 845, 846, 847
Publicación: 23, 55, 89 ss, 213, 226, 331, 393, 420, 446
Publicidad: 72, 90 ss, 327, 334, 362, 371, 394, 532, 562, 611 ss, 664
— engañosa: 562
Pupilo: 52, 116 ss, 137, 396 ss, 469, 616, 647, 657, 666, 764
Quórum: 47, 50, 53, 54, 55, 103, 158, 358, 433, 435
Ratificación: 3395, 397, 546, 616, 629 ss, 653 ss, 693, 702 ss, 725, 775
— de la ley: 181
Razonamiento: 29, 160 ss, 173, 176, 192 ss, 546, 764, 827
— y argumentación jurídicas: 161, 162
Real: 7 ss, 40 ss, 102 ss, 201 ss, 300 ss, 402 ss, 500 ss, 600 ss, 702 ss, 801, 848
Recepticio:
Reconocimiento: 22, 38, 41, 62 ss, 91, 120, 137, 150, 169, 201, 225 ss, 239, 244, 266, 273, 278, 280, 294, 353, 362,
372, 375, 400, 409 ss, 459, 461, 496, 507, 510 ss, 522, 542, 576, 624, 631, 647 ss, 660, 775, 781, 793 ss, 842 ss
Reconstitución:
Registro: 148, 152, 223, 233 ss, 251 ss, 289, 294, 305 ss, 338, 340 ss, 362, 372, 383 ss, 398, 400, 405 ss, 430 ss,
586 ss, 613 ss, 622, 637, 664, 666, 725 ss, 765 ss, 828, 841 ss
— Civil: 233, 251 ss, 294, 305 ss, 319, 321, 327, 338, 340, 342, 372, 383 ss, 405 ss, 430 ss, 613, 617 ss, 725 ss,
781, 785, 828, 841 ss
— de Propiedad: 590
Regla: 3 ss, 29 ss, 58 ss, 70, 75 ss, 91 ss, 102 ss, 123 ss, 201 ss, 216 ss, 231 ss, 277, 284, 289, 290 ss, 302 ss, 320
ss, 405, 410 ss, 431 ss, 480 ss, 506 ss, 530 ss, 612 ss, 660 ss, 701 ss, 745 ss, 800 ss
— y aforismo: 194 ss
Reglamento: 58, 60, 91, 94, 98, 104, 174, 234, 249, 250 ss, 316 ss, 393, 405 ss, 801
Rehabilitación:
Relación: 5 ss, 12 ss, 21, 22, 24, 27, 39, 61, 71, 109 ss, 133, 144, 182, 192, 240 ss, 310 ss, 346 ss, 403 ss, 439 ss,
491 ss, 502 ss, 535, 538, 547 ss, 609, 611, 617, 624, 630 ss, 704 ss, 737 ss, 803 ss, 830 ss
— jurídica: 27, 240, 241, 376, 463, 465, 466, 467, 475, 497, 578, 624, 631, 648, 661, 663, 745, 776
— de las sentencias: 71
Renuncia: 22, 52, 104 ss, 120, 136, 237, 242, 319, 353, 365, 376, 403, 481, 483, 491, 497, 515, 564, 577 ss, 615,
639, 661 ss, 702 ss, 737
— de derechos: 104
Representación: 142, 274, 295, 389, 395, 402, 418, 436 ss, 521, 541, 552, 561, 594, 616 ss, 644 ss, 696, 794, 802,
820
— concepto: 645
— clases: 648
— fuentes: 648 ss
Representante: 69, 200, 273, 288, 295, 300 ss, 322 ss, 386 ss, 411, 418, 437, 439, 445, 452, 458, 478, 622 ss, 706,
813, 819 ss
— legal: 200, 273, 288, 375, 386 ss, 418, 478, 646 ss, 706, 819
Rescisión: 87, 153, 312, 341 ss, 558 ss, 659 ss, 716, 722
— del decreto de posesión definitiva de los bienes del desaparecido: 312, 341, 666
Resolución: 59, 91, 268, 311 ss, 327 ss, 340 ss, 375 ss, 411, 412, 438, 476, 484, 513, 568, 585 ss, 627 ss, 671, 691,
715 ss, 757 ss, 791 ss
Responsabilidad: 3, 25 ss, 57, 87, 103, 119, 130, 164, 172, 206, 231, 238, 264 ss, 308, 314, 320, 328, 356 ss, 406,
412, 425 ss, 485, 495, 513, 534 ss, 619, 625, 657, 709, 714, 728
— civil: 231, 320, 356, 366, 369, 370, 440, 451, 485, 551, 559, 565, 714
— precontractual: 537 ss
— principio de: 35
Retractación: 661
— de la condición: 644
Robots: 267 ss
Salud: 41, 218, 243, 251 ss, 287, 293, 355, 368, 398, 417, 423, 429, 446, 657, 755, 777
Sanción: 51, 114 ss, 165, 168, 243, 248, 357, 393, 441, 454, 545 ss, 610, 614 ss, 635, 655 ss, 740, 754, 764, 768,
807
Seguridad: 16, 33, 56, 57, 60, 69, 92, 112, 113, 127, 199, 263, 304, 309, 318, 334, 387, 416, 417, 423, 496, 544,
547, 582, 602, 608, 673, 701, 708, 721, 735, 755, 796
Semiplena:
— prueba: 767
Sentencia: 9, 11, 23, 50, 55 ss, 113 ss, 156 ss, 201, 210, 238, 279 ss, 309 ss, 404 ss, 428 ss, 492, 540, 553, 582,
589, 618, 660 ss, 706 ss, 745 ss, 826 ss
Separación: 49, 105, 106, 116, 120, 163, 168, 247, 248, 249, 304, 314, 339, 409, 410, 455, 457, 618, 665, 825, 842
Sexo: 31, 40, 243, 246 ss, 372, 375, 384, 408, 411, 555, 582, 668, 725
— y género: 255
Siameses: 281 ss
Silencio: 65, 201, 393, 529, 530, 540, 551, 569, 588, 610, 757
Simulación: 119, 456, 550, 608, 675, 690, 729 ss, 778, 779, 790, 811
— concepto: 729
— clases: 729
Sistema (s):
— jurídico: 19, 24, 36, 42, 62, 72, 78, 81, 112, 145, 198, 200, 209, 243, 472, 512, 544, 608, 612, 637, 652, 667,
695
— probatorios: 747
Sociedad: 4 ss, 22, 24, 30, 31, 40, 45, 61, 80, 87, 99, 101 ss, 120, 148 ss, 162, 167, 168, 182 ss, 196, 201, 223 ss,
240, 244, 257, 259, 266, 268, 279, 299, 320 ss, 331 ss, 357 ss, 403, 410 ss, 440 ss, 455 ss, 469, 475, 482, 483, 498,
500 ss, 516 ss, 549, 554, 564, 580, 583, 597, 618, 619, 622, 648, 649, 653, 717, 733, 737, 760, 776, 796, 825
— conyugal: 80, 87, 117, 148 ss, 223 ss, 328 ss, 396, 410, 564, 663, 696 ss, 717, 796, 825
Solemne: 102, 128, 304, 334, 430, 498, 520 ss, 540, 577, 606, 612, 620, 669, 676, 705 ss, 725, 750, 763, 782, 789,
807, 844
— acto jurídico: 520 ss, 782
Solemnidades: 142, 151, 461, 498, 512, 520 ss, 612 ss, 653, 673 ss, 686, 705 ss, 774, 780, 784, 791, 809, 812 ss
Subjetivo (s):
— de la equidad: 190
Sucesión: 26 ss, 84, 86, 102, 107, 132, 141, 149, 210 ss, 222 ss, 275, 299, 301, 331 ss, 342, 346, 378, 401, 461 ss,
576, 588, 623, 690 ss
Sujeto: 3 ss, 22, 40, 101, 124, 141 ss, 165 ss, 198, 200, 237 ss, 250, 264 ss, 300, 317, 334 ss, 382, 387, 390 ss, 415
ss, 453, 465 ss, 514, 520 ss, 571, 592, 602, 612 ss, 647, 653, 662, 676, 688, 697, 699, 705, 715, 728, 776
Supletoria: 23, 38, 52, 140, 202, 294, 380, 396, 412, 418, 425, 499, 513, 522, 726, 759, 843, 845
Teoría (s):
Tercero: 64, 85, 86, 105, 108, 111, 122, 129, 249, 268, 282, 299, 325 ss, 344 ss, 360 ss, 383 ss, 393, 401 ss, 439,
445 ss, 450 ss, 481 ss, 523, 543, 557 ss, 586 ss, 608 ss, 651 ss, 700 ss, 751 ss, 780 ss, 801 ss, 811, 825
— en la sentencia judicial: 68
Terminación: 3, 22, 163, 182, 261, 296, 337, 345, 363, 372 ss, 382, 393, 403, 431, 534, 542 ss, 572 ss, 618, 633,
661 ss, 684, 754, 845
Término (s):
Territorialidad:
Territorio: 23 ss, 62, 101 ss, 144 ss, 193, 210, 216, 247, 279, 379 ss, 401 ss, 774, 783, 834
Testamento: 10, 34, 51, 102, 132, 133, 141, 142, 151, 222, 265, 266, 331, 342, 378, 393, 430, 432, 461, 468, 484,
497, 498, 502 ss, 541 ss, 564, 566, 576, 607, 614, 622 ss, 632 ss, 660 ss, 692 ss, 719, 770 ss, 814
Testigos: 66, 102, 118, 277, 306 ss, 331, 409 ss, 613 ss, 732 ss, 749, 763 ss, 89, 790 ss, 805 ss, 831 ss
Textos: 19, 20, 45, 47, 56, 80 ss, 94 ss, 128, 160 ss, 184 ss, 190, 213 ss, 231, 241, 246, 267, 271, 283, 320, 356,
540, 602, 680
— refundidos: 95
Tiempo: 16, 22 ss, 30 ss, 52, 61, 65 ss, 107 ss, 126 ss, 164, 169, 181 ss, 205, 208, 215, 222, 223 ss, 244, 256 ss,
271 ss, 293, 297, 299, 301 ss, 320, 328, 333, 339, 343 ss, 381, 384, 414 ss, 435, 465, 470, 474, 481 ss, 509, 530,
551, 553, 567, 572, 580 ss, 593, 605 ss, 624, 631, 638, 645, 661 ss, 671 ss, 694 ss,700, 701, 713 ss, 725, 735 ss,
744, 760, 771, 775, 783, 810, 821, 833
— y prescripción: 491
Título: 23 ss, 35, 45, 69 ss, 84 ss, 93, 114, ss, 187, 194 ss, 210 ss, 249 ss, 304, 312, 332 ss, 385, 399, 401, 404, 414
ss, 423 ss, 441 ss,491 ss, 553 ss, 560 ss, 605 ss, 636 ss, 704 ss, 745, 774 ss, 825 ss
Trabajo: 17, 22, 27, 30, 39, 116, 141, 166 ss, 267, ss, 322, 354 ss, 370 ss, 432, 467 ss, 616, 744, 849
Tradición: 19, 20, 76, 110, 164 ss, 207 ss, 296, 373 ss, 428, 502 ss, 549, 590 ss, 611, 617, 715, 730 ss
Transexualismo: 258 ss
— y transgenerismo: 258
Trasplante (s):
— de órganos: 252 ss
Tutela: 17, 22, 27, 30, 39, 116, 141, 166 ss, 267 ss, 283 ss, 322, 354 ss, 432, 467 ss, 616, 744, 849
Ultractividad:
Unilateral: 104, 383, 476, 501 ss, 557, 563, 564, 569, 605, 621 ss, 637, 649 aa, 653, 660 ss, 702 ss, 793, 797
— acto jurídico: 383, 515, 519, 532, 621, 649, 653, 702
— contrato: 517 ss
Uso: 9 ss, 61 ss, 167, 246 ss, 264 ss, 362, 375 ss, 384, 401, 441, 476, 479 ss, 497, 522, 528, 570 ss, 585, 589 ss
Vacación (vacatio):
— de la ley: 92
Validatorios:
— requisitos del acto jurídico: 526 ss, 527
Valoración: 39, 72, 161, 172, 205, 255, 341, 387, 473, 748, ss, 807 ss, 833, 835, 846 ss
Vicios: 150, 513, 525 ss, 540 ss, 630, 654, 655, 662, 685, 696, 698, 705, 706
— de la voluntad o consentimiento: 150, 540, 545, 566, 569, 654, 696, 698
Vida: 4, 5, 29 ss, 44, 48, 68, 71 ss, 94, 103, 108, 123, 163, 171, 176, 197, 229, 232, 237, 245, 247, 250 ss, 302 ss,
354 ss, 401, 414, 417, 481, 482, 484, 508, 513, 521, 538, 569, 579, 583, 591, 609, 621 ss, 664, 665, 690, 826, 841
— derecho a la: 38, 245, 269, 282 ss, 316, 354 ss, 417, 446 ss
Vigencia: 17, 23, 37, 55, 57, 60, 63, 65, 66, 81, 84 ss, 102 ss, 211, 215, 222, 230, 266, 340, 419, 434, 436, 502 ss,
761, 762, 832
Voluntad: 48 ss, 63, 87, 105 ss, 140, 150, 163 ss, 181 ss, 206, 220, 249 ss, 373 ss, 403 ss, 433, 439, 456, 468 ss,
501 ss, 601 ss, 702 ss, 818 ss
— y consentimiento: 531