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«LITTLE

ROCK» POR
PABLO AYENA
O Publicado el 22 noviembre, 2023por Revista elipsis

Poco refresca este viento, ya no derrama la arena ni eriza la piel.

Un desfile de furgones escolares espera su turno, niños en temible ceremonia.


Los disfraces se marchitan, los dulces se derriten. Rostros sudorosos iluminan el
indolente atardecer. Ningún castigo se vislumbra, ningún dolor palidece.

Irremediablemente descompuesto, el ducto de ventilación comunica un espejo


con otro espejo.

Pantys negras, pelo escarmenado, rosácea en esplendor. Sublime es la prótesis,


pequeños anteojos de lectura. La diferencia parece abismal, porosidades tan
exactas. Frente al aletargado doctor solo me equivoqué una vez.

Fui el personaje secundario de un falso documental, donde las imágenes son


cruces y uno solamente puede conjeturar lo innominado.
Eléctrica culebra abandona el humedal y se desliza por los venosos pies del
hombre. Luego regresa al agua nauseabunda, transparente pero no pútrida. En la
terraza, el cigarro se consume, el vaso de whisky cae en la madera.

A los seis años vi un vhs por primera vez, era principios de los noventa. Una
película recia, máquinas que viajan desde el futuro, el abuelo de Jhon Titor. Este
reverenciado apocalipsis es siempre trabajo pendiente. Hombre desnudo aparece
y desaparece, su pierna es más rápida que su voz. La película la vi en la casa de
mis amigos Cristian y Michael. Ellos eran hermanos y tenían tan solo 21 meses
de diferencia. Me comportaba como un animal fraterno en aquella
época. Cristian nació el mismo año que yo. No interesa ese detalle. Como
apuntaba, Cristian y Michael eran mis amigos casi íntimos. Nos reuníamos todas
las tardes a observar el humedal desde mi ventana. Los padres
de Michael y Cristian (a quien a veces apodábamos Cristian chico para
diferenciarlo de otro amigo, el Cristian grande que de grande tenía muy poco)
habían comprado dos reproductores vhs, que eran los primeros vhs del barrio.
Viviendas sociales, pequeñas palabras.

Un vhs para los niños y otro vhs para los adultos. Mejor no presumir de dónde
provenía el cullín.

Ocurrió un viernes, el único día en que podía regresar más tarde a casa, o
simplemente podía no regresar.

Arrebujados en el living quedaron los padres de Cristian y Michael y en el


sofocante dormitorio infantil nos tumbamos nosotros, los hermanos, los
inseparables amigos de fábula. Para todos era nuestra primera vez viendo un vhs
y nos aburríamos sobremanera. No juzgábamos la rebelión de las máquinas, nada
tenía sentido, maten al maldito programador. Entonces nos pusimos a jugar a los
estúpidos tazos, esas figuras redondas y planas que se escondían dentro de los
paquetes de papas fritas. Pero seguíamos igual de aburridos. De pronto, los
hermanos se pusieron a discutir por los inefables tazos, por el inefable juego de
tazos. Y demasiado pronto irrumpieron rotundos los puñetes. Yo decidí no me
inmiscuirme en la reyerta, solo bajé desesperado la escalera, pero alcancé a llegar
hasta la mitad de los peldaños. Y allí, en aquella sombría esfera escuchaba todo,
todo lo requerido y todo lo posible. Los agudos gritos y los formidables golpes de
los hermanos en el dormitorio; y los guturales aspavientos de los padres en el
living.
Estaba muy nervioso, llevaba tiempo suficiente en aquel escondrijo y no podía
subir la escalera e interrumpir la cada vez más extravagante pelea de los
hermanos, ni tampoco podía bajar y estorbar a los padres y su orquesta de
estertores.

¿De dónde provenían esos jadeos? ¿Del sillón? ¿De la pantalla? ¿De dónde
proviene el placer?

Al fin decidí volver al dormitorio, volver a la rebelión de las máquinas y volver a


ese hombre desnudo que me sobresaltaba tanto. Creo que justamente por eso hui.
La pelea de los hermanos no era algo inusual, no había nada que temer.

Siempre he sido ligero en las escalinatas.

Cuando la película terminó, nuestra transpiración era tan espesa que tuvimos que
ducharnos y cambiarnos de ropa. Solo entonces nos quedamos dormidos,
profundamente dormidos. En mi delirio atisbé una quebrada encadenada a otra
quebrada. La pelea no aconteció por los famosos tazos, los golpes fueron solo
anémicas escaramuzas.

Hombre desnudo nos sobresaltó a los todos.

Los golpes escondían la ingenuidad, los golpes escondían la sentencia.

Un par de días después días fui al cine por vez primera. Es cierto. Cine y vhs,
todo en la misma semana. Sentía una inmensa curiosidad por la pantalla gigante,
que según escuchaba por boca de mamá, era algo místico. El cine de Temuko era
rotativo. Presentaban dos películas familiares durante un mes exacto y luego se
cambiaba la cartelera. Fuimos toda la familia, menos mi hermano que a esa altura
ya había desaparecido de la faz de la tierra. Fuimos un miércoles, el único día
cuando el cine se repletaba, porque la entrada era ostensiblemente más barata.
Recuerdo que proyectaban Un perro llamado Beethoven y otra película cuyo
nombre se me escabulle, pero es la película más dulce que hayas visto. Aún hoy,
cada vez que aparecen en el cable aquellas cintas me quedo absorto
contemplándolas, como si la niñez volviera de pronto y perdurara aquellos
precisos ciento veinte minutos. Y, por supuesto, hubiera sido fabuloso si las
cosas sucedieran tan fáciles como en el magnífico celuloide.
Lo confieso, yo quería actuar y salir en la flamante pantalla, tan solo un
momento.

Años, muchos años después vi al chico del perro Beethoven, uno de los chicos
que intentaban domesticar al perro llamado Beethoven. En aquella ocasión el
muchacho simulaba un secuestro extraterrestre, todo para olvidar toda una
perversa noche.
Tu honestidad nunca ha sido una delicadeza.

Siempre he odiado a los dinosaurios y siempre he amado las películas de


dinosaurios. Solo esquila, nada de curtiembre. Se supone que los niños adoran los
dinosaurios y repiten de memoria sus nombres científicos. Ese nunca fue mi caso.
Solo cosecha, nada de siembra. Odiaba también las revistas y los álbumes de
dinosaurios. Amaba las revistas y los álbumes de fútbol.

Unos cuantos siglos después arribé al mismo cine. Pero era otra la premura. Cine
Central de Temuko se llamaba aquel edificio. Les explico. Existían dos salas en
ese cine, la sala familiar y la sala para adultos.
A ratos soy encantador.

Antes del perfecto diluvio, yo pensaba que existía solo una sala, porque al
esfumarse los dinosaurios y los perros fui a ver otras películas infantiles.
Tampoco tantas, unas tres o cuatro. Pero nada es inocente, siempre algo se
esconde irreparable. Sí, existía otra sala que era inexplorada por los niños y por
las familias felices. Esa sala la conocí un día martes solo por azar, de puro torpe,
de puro desesperado. Y desde que invadí aquella precisa oscuridad nunca me
pude despegar de ella.

Aún no había visto la película de la abducción extraterrestre, pero


indudablemente aquella era mi recóndita película. Ese chico y yo vivíamos en
pueblos pequeños, aquel chico tuvo un horrible halloween y yo viví algo
parecido, pero en una bodega polvorienta; y los dos, siendo casi adultos
oficiamos el mismo rencor y la misma solemnidad.

Protagonista de una película cuyo rodaje aún no comienza, protagonista de una


película cuyo guion aún no se escribe.

Espalda tan trémula, tan débil, marcada para la eternidad con cuerdas que
estragaban la piel lechosa. Piel del Willy, mi querido y viejo Willy. Siempre
descarnado es el sortilegio.
Otra vez la pantalla grande, otra vez tan soporífero. Ya no existía el cine Central,
ya no existía el rotativo Temuko. Entonces, sin más opción, me dirigí a una sala
universitaria que quedaba en Gran Avenida, al final de Gran Avenida. Sí,
donde Gran Avenida cambia de nombre. Sábado en la tierna noche. Poco sabía,
poco revelaba. Absurda parábola. Uno entiende, uno en la infancia siempre sabe
mucho, quizás de forma excesiva; porque los días son solo bienaventurada
sobrevivencia. Recuerdo esto porque aquella fue la primera vez que me animé a
entrar a un cine sin compañía, ni las buenas del Cine Central sala uno, ni las
mejores del Cine Central sala dos. Pantalla catedrática, mucho aire snob. Lo
sentencio: no existe nada peor que los universitarios, no existe nada peor que los
que se creen universitarios. Retomo el indicio. La película consistía en
coreografías estroboscópicas y preciosas cazadoras de cuero. Demasiado éxito
gozó aquella cinta, demasiado maná del cielo. Tiempo después irrumpieron
secuelas y precuelas; y un montón de basura que es mejor no ver.
Sucedieron otros impasibles siglos, puro plomo en las pupilas. A esa misma sala
universitaria fui a ver un cortometraje mexicano que se llamaba Benjamín. Pero
esa es otra historia, más hermosa, más brillante. Una mínima y titilante
confesión.
Ahora las películas son un espejismo y duermo todo el santo día. Ahora amo la
soledad y no la siento tan despiadada como en aquellos infalibles años.

Mi pueblo no es Little Rock, mi pueblo no se enclava en Kansas. Yo pude, yo


logré escalar las enormes copas de agua y respirar el humo cancerígeno. No pido
más, no ansío más en este futuro. Solo quiero comer un plato de cerezas
agusanadas.
Y por cierto, a pesar de esta vida que duele tanto, a pesar de la apatía y el
menosprecio, a pesar de todo, sigo amando desmedidamente estas calles
convexas, estos sauces llorones que sobrepasan el río ponzoñoso. Amo los
ultrajes que me anestesiaron en las esquinas, y les confiero un indulto vengativo;
amo las devociones me prodigaron en los túneles, y también les confiero un
indulto vengativo.

Yo no me voy a ninguna parte, porque de allá vengo y nunca he creído en los


círculos polares.

Un cementerio de autos, mi cara sudorosa estampada en terciopelo rojo.

Yo no me voy aunque la escasez me astille el pescuezo.

Estepa congelada: voz contenida al fondo del hielo. Eres una larva espléndida.

Me bajo de la micro y camino vertical. Un niño sonrojado me interpela. Vecino,


ayúdeme a sacar mi pollito que está escondido debajo de la rueda del
auto. Vienen cosas excepcionales. El niño sonrojado me entrega una vara de
coligue. Yo me agacho y observa al pequeño animal que tirita sin control. Vecino
diga pio pio y péguele al pollito con el palo, pero despacito, despacito. Acato las
órdenes en completo silencio. La minúscula avecilla abandona su escondite y el
niño la acaricia entre sus manos. Luego, salen arrancando, disparados los dos.
Gracias vecino, se escucha a lo lejos.
Tuve un mal sueño y allí estabas tú, igual que antes. Igual que ayer.

Gracias a ti, murmuro sosteniendo la vara de coligue.


¿Cuántos años de vida le quedan a ese niño? ¿Cuántos? ¿Me podrías decir
cuántos?

Es sólo un ruego, tal vez un amuleto.

Pablo Ayenao Lagos (Pitrufquén, 1983). Profesor de Castellano y Magíster en


Ciencias de la Comunicación. Ha publicado los poemarios Fluor (2013), Antes
que el Alba te Sacuda en el Pavimento (colib2015), la novela Memoria de la
Carne (2015), y los cuentos Animales Muertos (2021).

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