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EL AUTOBÚS

Era noche cerrada y hacía bastante frío, pues un viento moderadamente


fuerte había comenzado a soplar, con bastante fuerza, dos o tres horas
antes. Había bastantes nubes en el cielo y las copas de los árboles que
flanqueaban la carretera se doblaban marcando la dirección del viento, lo
que incrementaba todavía más, si cabe, esa sensación de frío y mal tiempo.
La carretera se encontraba desierta a esas horas de la madrugada.
Marta caminaba por el arcén en dirección a la marquesina de la parada del
autobús, con el cuello del abrigo subido, el gorro de lana encasquetado
hasta las orejas y el cuerpo encogido, tratando de combatir el frío nocturno
lo máximo posible.
Lo había pasado bien en la fiesta organizada por su amiga Alicia, pero no
podía quedarse hasta muy tarde pues al día siguiente tenía que trabajar. Se
despidió de sus amigos insistiendo en que no era necesario que alguno de
ellos se molestase en llevarla a casa, que podían seguir disfrutando de la
velada ya que ellos no tenían que madrugar, que ella tomaría el autobús en
la parada que había en las afueras de la urbanización, la cual, al fin y al cabo,
se encontraba cerca.
No llevaba mucho tiempo caminando cuando, después de una curva a la
derecha, encontró a pocos metros de distancia la parada del autobús. Sin
embargo, al final del tramo recto de carretera, justo antes de que ésta se
perdiera tras una nueva curva, pudo ver lo que sin duda eran las luces
traseras, por su tamaño y forma, del último autobús de la noche. Sabía que
se trataba del último por la hora que era. Se había estado informando antes
de acudir a la fiesta, ya que preveía que se produciría la situación de tener
que marcharse la primera sin querer molestar a sus amigos. Pero, sin darse
cuenta, no había calculado bien y se le había hecho un poco tarde. ¡Y tan
poco!, pensó Marta, por solo unos pocos minutos más podría haber cogido
el último autobús.
La fuerza del viento había disminuido notablemente, prácticamente no
soplaba, las copas de los árboles habían vuelto a su posición natural,
aunque el cielo seguía bastante cubierto de nubes. De repente Marta
comenzó a notar una sensación de inquietud, a ponerse un poco nerviosa,
quizás la idea de que ya no pasaría ningún autobús, y por lo que parecía
ningún otro vehículo, contribuía a ello. Tampoco ayudaba, a lo mejor se
trataba de que estaba sugestionándose, el hecho de darse cuenta de que
no se escuchaba ni un solo ruido en esa noche desapacible. Absolutamente
ninguno. ¿O se trataba de imaginaciones suyas?
Pensó entonces en llamar a alguno de los amigos para pedirles si podían
salir a la carretera a buscarla, no le hacía especial gracia tener que regresar
de nuevo a pie hasta la casa de Alicia, aunque tuviera que quedarse con
ellos hasta que finalizaran. Ya se las arreglaría al día siguiente, aunque
tuviera que acudir al trabajo destrozada.
Sacó el móvil de su bolso para, inmediatamente, descubrir que éste no
respondía. ¡Había vuelto a quedarse sin batería! No era la primera vez que
le ocurría, todos le repetían, una y otra vez, que era bastante despistada
con estas cosas. Pero ahora mismo era un momento de lo más inoportuno,
desde luego.
Ya se había resignado a tener que volver a realizar la caminata, esta vez en
sentido contrario, cuando escuchó un sonido que procedía de detrás de la
curva que había dejado hace un rato a su espalda. Se trataba de un ruido
sordo que iba aumentando gradualmente, poco a poco. Marta se giró para
mirar hacia el fondo del tramo recto de carretera, donde se encontraba la
curva desde la cual se podía escuchar lo que, en ese momento, ya parecía
el ruido de un motor. Un instante después un haz de luz comenzó a iluminar
la curva.
Marta se encontraba extrañada tratando de asimilar lo que ya no esperaba
en absoluto, que a esas horas de la noche apareciera cualquier tipo de
vehículo, cuando lo que parecía ser un autobús tomó la curva y se fue
acercando, a una velocidad muy lenta, hasta la marquesina de la parada. Se
detuvo junto a la misma y se abrió la puerta de acceso de pasajeros.
Igual que era bastante desastre, según le repetían constantemente amigos
y familiares, para asuntos como el de acordarse de cargar el móvil, también
era extremadamente observadora, además de usuaria frecuente de los
transportes públicos. Por ello, notó enseguida que ese autobús que
acababa de llegar tenía algo que, en principio, no encajaba.
En primer lugar, se trataba de un modelo bastante antiguo. Su hermano era
muy aficionado a los autobuses y camiones, a todos los vehículos que
tuvieran relación con el transporte de personas o mercancías por carretera,
y durante toda la vida le había estado dando la tabarra con esos temas, por
lo que, casi sin querer, algo había aprendido. Además, las flotas de
autobuses urbanos o interurbanos de las grandes ciudades, como era el
caso, solían renovar sus vehículos con mucha frecuencia, por lo que ya no
se utilizaban unidades tan antiguas. Por otro lado, tampoco llevaba,
luminoso o no, ningún cartel o letrero que indicara el número o el nombre
de la línea o servicio que estaba realizando, como solía ser también
habitual. Y, por si todo ello fuera poco, el conductor era una persona que,
calculó Marta, si no estaba ya jubilada debía de quedarle muy poco tiempo,
pues era un hombrecillo enjuto, con una cabellera y un gran bigote blancos
como la nieve, que parecía más un amable anciano que un trabajador en
activo.
—Buenas noches señorita, ¿sube usted? —preguntó con una sonrisa en el
rostro el conductor.
—Buenas noches. Pensaba que ya había pasado el último autobús del día
—respondió Marta.
—Oh, así es. Pero en ocasiones el ayuntamiento pone en servicio lo que se
conoce como “el búho”, para recoger a los pasajeros más rezagados. ¿Ha
oído hablar de este servicio? —le dijo el anciano sin modificar un ápice su
sonrisa de presentador de televisión.
—Sí, claro —dijo ella.
Marta volvió a echar un vistazo al casi desvencijado autobús, que se
encontraba totalmente vacío, sin dejar de pensar que algo estaba fuera de
lugar. Por un momento pensó que era una suerte que ese día estuviera
activo ese servicio extra por parte del ayuntamiento, podía tomar el
autobús y en escasos minutos se encontraría ya en la ciudad, en una de las
primeras paradas que, además, se encontraba muy próxima a su casa. Y
podría tomarse un reconfortante vaso de leche caliente, meterse en la
cama tapada hasta las orejas, y descansar hasta el día siguiente.
Pero, por otra parte, una cierta inquietud le seguía atenazando. No
terminaba de decidirse, no estaba del todo segura de que la situación fuera
totalmente normal, no estaba segura de que la mejor decisión que pudiera
tomar fuera la de subir al viejo autobús. Todo ello hacía que siguiera
plantada, como los árboles que flanqueaban la carretera, al pie de la
marquesina.
—Señorita, tengo un horario que cumplir —dijo el amable conductor.
—¿No es éste un autobús muy viejo para estar todavía en activo? —
preguntó Marta desconfiada.
—Así es, jovencita —contestó él—. Todos los vehículos nuevos de la
empresa ya se encuentran, a estas horas, preparados para iniciar mañana
temprano las rutas. La empresa conserva todavía algunos de estos, ya casi
fuera de servicio, para estos menesteres más extraordinarios.
Marta no estaba dispuesta a quedarse con las ganas de preguntar las dudas
que le asaltaban, con más motivo si éstas eran las causantes de su estado
de intranquilidad. Y si algo la caracterizaba no era precisamente no tener
valor o decisión para preguntar o decir algo.
—Perdone si le molesta la pregunta —dijo ella—. ¿No es usted demasiado
mayor para seguir conduciendo?
El anciano ni se inmutó. Ni un parpadeo, ni un movimiento de sus ojos, ni
una mínima variación en su perenne sonrisa.
—Hija mía. Llevo toda la vida en este oficio. Me he llevado muchísimas
personas, muchísimas generaciones. Me gusta decirlo así, me he llevado,
en lugar de decir he transportado o he recogido. Todas las personas que
han subido conmigo han tenido un significado especial. Si dejara de hacer
esto no se en que podría ocupar el tiempo —contestó el conductor—. De
modo que la empresa todavía me permite realizar estos servicios
especiales.
En ese momento ella pensó que quizás todo lo que ocurría era que se
encontraba un poco paranoica, seguramente debido al cansancio
acumulado durante todo el día. Lo que tenía que hacer era subir al autobús,
que ya iba siendo muy tarde, y llegar cuanto antes a casa, que era lo que
verdaderamente deseaba, cada vez con más ganas. Que más daba si el
autobús era viejo, al fin y al cabo, no iba a realizar un viaje de larga distancia,
iban a resultar solo unos minutos hasta llegar a su destino. Que más daba
si el conductor parecía un abuelo, mientras hiciera bien su trabajo, además
el hombre era verdaderamente amable.
Cuando llevaban apenas unos minutos de viaje, Marta, que se encontraba
sentada en la parte delantera, a la derecha del conductor, se percató de
que éste había cambiado el rictus de su rostro. Ya no se encontraba
sonriendo, como cuando conversaban al pie de la marquesina, sino que
ahora el anciano tenía un aspecto extremadamente serio, con el ceño muy
fruncido, mirando fijamente hacia delante, hacia la negrura que se extendía
más allá de la luz que proyectaban los faros del autobús.
Será la actitud que adopta cuando se encuentra conduciendo, pensó ella.
Concentrado en la carretera, sobre todo cuando es tan de noche. No
volvamos con la paranoia. Después del tramo donde hay un pequeño túnel
en una de las curvas llegaremos enseguida a la ciudad, pensaba mientras
iba adormilándose un poco.
Sergio conducía en dirección a la urbanización. Había tenido una cena de
trabajo en el centro de la ciudad la cual se había alargado más de lo que a
él le hubiera gustado, pero las obligaciones están antes que las devociones,
eso decían. Tenía ganas de llegar a casa, por suerte el trayecto no era muy
largo y a esas horas no solía haber tráfico, lo que le permitía conducir con
las luces largas encendidas, las cuales le ofrecían una visión más amplia y
clara de la carretera.
Cuando se estaba acercando a la curva donde se encontraba el pequeño
túnel pudo apreciar que, en sentido contrario, se acercaba lo que parecía
ser un autobús. Como era su obligación, quitó las luces largas con el fin de
no deslumbrar al otro conductor cuando se cruzara con él, situación que,
según calculó Sergio, se produciría prácticamente en el túnel.
Efectivamente, tal y como había previsto, ambos vehículos llegaron a sus
respectivas entradas al túnel al unísono. De hecho, podía ver un leve reflejo
de las luces del autobús en la curva que hacía el pequeño túnel. Se
concentró un poco más en la conducción, ya que el túnel no era muy ancho
precisamente, y al cabo de unos cuantos segundos ya había salido del
mismo.
Fue entonces cuando, de repente, se dio cuenta de algo que, por sí mismo,
no tenía explicación alguna. Comenzó a ponerse tan inquieto, tan nervioso,
tan angustiado, que tuvo que detenerse en el arcén. Hasta hace un
momento se encontraba perfectamente, algo cansado, pero nada más, por
lo que no podía tratarse de una alucinación, de algo que se hubiera
imaginado, en absoluto.
El caso era, el caso era…que dentro del túnel… ¿cómo podía ser?...
¡No se había cruzado con ningún autobús!

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