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(1library - Co) Rioja Ana y Ordoñez Javier Teorias Del Universo Vol II de Galileo A Newton PDF
(1library - Co) Rioja Ana y Ordoñez Javier Teorias Del Universo Vol II de Galileo A Newton PDF
F I L O O F í A
TEORÍAS
DEL UNIVERSO
Volumen II
DE GALILEO A NEWTON
Ana Rioja y Javier Ordóñez
proyecto editorial
F I L O S O F í A
( t k é m a t a J
á i re clore 5
M a n u e l M a c e ir a s F a f iá n
Ju a n M an u el N av arro C ord ón
R a m ó n R o d r íg u e z G a r c ía
TEORÍAS DEL UNIVERSO
Volum en ii
DE GALILEO A NEWTON
EDITORIAL
SINTESIS
Dueño gráfico
esther morcillo • femando cabrera
© E D IT O R IA L S Í N T E S I S , S . A .
Vallehermoso 3 4
2 8 0 1 5 Madrid
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IS B N General: 8 4 -7 7 3 8 -6 2 7 -7
IS B N Volumen 2: 8 4 -7 7 3 8 -6 2 9 -3
Depósito Legal: M. 3 1 .5 5 4 -1 9 9 9
A. R.
J.O .
índice
Prólogo ........................................................................................ 11
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Teorías del Universo II
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índice
6 Espacio
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y tiem po
.................................................................................
. . El sistema del mundo y el espacio vacío ................................
227
227
6.2. Henry More e Isaac Barrow ..................................................... 229
6.3. La concepción del espacio en el joven Newton: De Gravi-
tatione et aequipondio flu id oru m .............................................. 231
6.4. Espacio, tiempo y movimiento en los P rincipia.................... 238
6.5. Espacio, tiempo e inercia en Leonhard Euler ....................... 244
66
. . Aceleración y fuerza en los Principia ...................................... 248
6.7. La Tierra acelera: en defensa del realismo heliocéntrico...... 256
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. . Consideraciones finales cosmológico-teológicas ................... 262
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Prólogo
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tivo de los cielos, ya que permitió acceder a cuerpos hasta entonces inaccesibles
a la vista, pero en nada mejoró la astronomía de posición.
Para que el telescopio pudiera llegar a convertirse en instrumento mate
mático, algo que ocurrió en la segunda mitad de siglo, fue necesario su pro
gresivo perfeccionamiento gracias a un mejor conocimiento de las leyes ópti
cas que rigen el paso de la luz a través de las lentes, así como la eliminación de
las aberraciones o imperfecciones del sistema óptico que impiden la adecuada
correspondencia entre un objeto y su imagen. Sólo entonces pudo comenzar
a ser utilizado para determinar la posición de los astros con más precisión de
la que se alcanzaba con los instrumentos pretelescópicos.
En las páginas que siguen se expondrá el desarrollo del telescopio a lo lar
go del Barroco, desde su uso prioritariamente filosófico hasta su progresiva
transformación en aparato matemático. Pero también interesa considerar la
comunidad de astrónomos usuaria de este instrumento óptico, así como las
nuevas informaciones que permitió obtener de estrellas, planetas, satélites y
cometas. Para ello convendrá tomar como punto de partida el año 1610
, fecha
de su presentación pública, con la aparición de la mencionada obra de Gali-
leo, y a partir de ese momento iniciar una mirada retrospectiva antes de abor
dar de lleno el tema objeto de este capítulo.
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y que puso en práctica procedimientos para pulir lentes con especial perfec
ción. Por ello, Descartes le atribuye el invento del telescopio en la primera
página de su Dióptrica (Descartes, 1981: 59) y, aunque le denomina con cier
to desprecio “hombre sin estudios”, le atribuye el mérito de haber consegui
do “por fortuna” construir un artefacto para la visión lejana. Por su parte, Jans-
sen tuvo defensores entre sus descendientes, que reclamaron la autoría del
primer telescopio aduciendo como curioso argumento su heroico comporta
miento ante los ejércitos españoles y el sufrimiento que eso le acarreó. En todo
caso, parece que sus trabajos como óptico estuvieron más bien relacionados
con la construcción de los primeros microscopios que con la fabricación de
telescopios.
Com o puede comprenderse, era difícil combatir la autoridad de Descar
tes o el prestigio social de un comportamiento heroico en tiempos de guerra.
El tercero en la discordia, Hans Lipperhey, no podía ofrecer una biografía asen
tada en el prestigio familiar ni tampoco en una conducta patriótica. Sin embar
go, ya en el mismo siglo XVII, Huygens, quien no tenía demasiada pasión his
tórica, encontró pruebas documentales de que el propietario de la patente pata
. la fabricación de telescopios había sido precisamente este último. Efectiva
mente, en octubre de 1608 se otorgó en La Haya una patente a Hans Lipper
hey, fabricante de gafas, residente en Middelburg. Aunque eran éstas artilu-
gios muy apreciados en la época y con gran aceptación general, la posición
social de un fabricante de gafas era claramente inferior a la de un pulidor de
lentes. Este holandés, no obstante, debió experimentar con ellas y sus dife
rentes formas de asociación para conseguir no sólo una visión suficientemen
te clara, sino, además, un aumento de tamaño razonable. De hecho, se sirve
de la misma palabra que utiliza Galileo para referirse a su instrumento, ante
ojo, lo cual es sobre todo apropiado para describir unas gafas potentes aptas,
por ejemplo, para mejorar la visión del escenario de un teatro o para inspec
cionar el movimiento de las tropas. Es decir, el anteojo de Lipperhey era un
instrumento de observación terrestre. Por ello, su autor pudo vender su pro
ducto al Ejército de su país, de forma que la noticia de la capacidad del ante
ojo para ser usado como instrumento militar se difundió rápidamente hasta
llegar a oídos de Galileo.
El estudio de los orígenes del telescopio puede permitir reconocer otro
hecho todavía más interesante que una mera determinación de la identidad
de la persona a la que se refería el filósofo italiano. Cuando, en los años 1608-
1609, Jacob Matius intentó patentar un anteojo, supo que ya existía la paten
te de Lipperhey. Reconoció la prioridad de este último y con gran honradez
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Teorías del Universo II
admitió, además, que el de aquél era mejor que el suyo. Pero, además, advir
tió que su anteojo estaba inspirado en otro artefacto italiano construido al
menos en la década anterior. Es razonable suponer, por tanto, que en Italia, si
no había una industria muy desarrollada, al menos sí existían personas que
tenían curiosidad por el comportamiento de las lentes y una cierta habilidad
para la construcción de instrumentos semejantes a los de los holandeses.
Para entender mejor el asunto conviene regresar a Italia, uno de los ámbi
tos políticos, sociales e industriales más activos del Renacimiento. Allí se pue
de encontrar una gran cantidad de libros editados desde la segunda mitad del
siglo X V que estudiaban los dos defectos de la visión más llamativos, la presb-
yopia y la myopia, es decir, la presbicia o vista cansada y la miopía. Se ensaya
ron soluciones para corregirlas por medio de lentes cuyo uso se popularizó un
siglo después. No es difícil imaginar que quien lograba poseer unas gafas ade
cuadas no se las quitara para mirar el cielo. En general, se sabe que fueron úti
les de lectura que se vendieron por toda Europa, por lo que existen muchas
referencias de astrónomos y médicos que reflexionaron sobre el poder de estos
cristales no solamente en Italia, sino también en el resto del continente y en
Inglaterra. Pero es en Italia donde fueron objeto de una especial atención. •
La razón de esta proliferación de lentes y gafas en el mundo renacentista
se halla parcialmente en algo con lo que en apariencia no guarda ninguna rela
ción. En efecto, además de los estudios sobre la teoría de la visión de los medie
vales, tanto islámicos como cristianos, hay que referirse al papel jugado por
los magos naturales del Renacimiento, que constituyen un auténtico precedente
de los filósofos naturales, mecánicos y experimentales del Barroco. Según ellos,
era posible escrutar la naturaleza por procedimientos diferentes a los de las
causas finales de Aristóteles, que sólo aspiraban a una contemplación sin mani
pulación de los seres naturales. En el contexto de lo que podemos denominar
una filosofía de la transgresión para la mentalidad de la época, se atrevieron a
investigar los fenómenos naturales de una forma especialmente peligrosa, esto
es, mediante la experimentación. Se puede encontrar esta filosofía de la trans
gresión en ámbitos tan dispares como el religioso, con el insólito hecho de
que la Biblia fuera traducida a las lenguas vernáculas, o el político, donde
Maquiavelo ofrece a los súbditos la imagen de sus gobernantes en tanto que
príncipes-hombres llenos de pasiones y no como depositarios de la voluntad
divina.
La magia natural fue, por tanto, una construcción a medio camino entre
la teoría y la experiencia, interesada en tópicos que hoy pondríamos bajo la
rúbrica de química, física, metalurgia y óptica, entre otros. Es esta última la
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E l uso del telescopio en el siglo XVII
Por medio de cristales cóncavos se verán con mucha claridad objetos dis
tantes pequeños; con cristales convexos, se agrandan las cosas próximas aun
que se vean algo borrosas. Si se conociera cómo combinarlos exactamente se
verían tanto los objetos que están distantes como los próximos, a la vez de
mayor tamaño y con más claridad (citado por van Helden, 1977: 15).
Con las palabras “si se conociera” se estaría refiriendo al programa que pre
suntamente se intentó realizar entre la publicación de la mencionada obra de
Porta, en 1589, y la patente de Lipperhey de 1609- Parte de dicho programa
fue llevado a cabo por él mismo en su obra de 1593 denominada De refrac-
tione. Como prueba del importante papel jugado por Porta en cuestiones ópti
cas, cabe considerar muy probable que fuera esta obra sobre la refracción, la
que proporcionara a Gal ileo el soporte teórico con el que pudo abordar la difí
cil tarea de construir su anteojo.
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be los cuerpos celestes con un anteojo al que presta casi ninguna atención teó
rica, Kepler se comporta como un matemático que toma en consideración
muchos problemas ópticos que a su juicio se conectan precisamente en el teles
copio. Leyendo a Galileo parece que el problema de cómo lograr ver a través
de este aparato sea una cuestión puramente técnica, que afecta sólo al arte de
montar adecuadamente las lentes. Kepler, por el contrario, considera que la
óptica de un telescopio exige un conocimiento del comportamiento de la luz.
Su mejora depende de ello. Acude a la M agia naturalis de Gianbattista delta
Porta, obra en la que se estudia el efecto de las lentes. En concreto, menciona
extensamente los capítulos 10 y 11 del libro XVIII, donde se encuentran esas
reflexiones. Y fue Kepler quien al citar profusamente ese libro le dio para la
posteridad la importancia que merece.
En todo caso, en su Dissertatio de respuesta a la de Galileo, Kepler establece
una relación entre la obra de Porta y la suya propia publicada en 1604 Ad Vite-
llionem Paralipomena. Es éste un escrito poco conocido, que, sin embargo, ocu
pó un puesto relevante en uno de los temas que le preocuparon toda su vida: la
descripción geométrica de la luz y su relación con la teoría de la visión.
Así, la premura en la redacción de la Dissertatio no impidió a Kepler dar
se cuenta de que en la observación astronómica estaba involucrado un pro
blema relacionado con la teoría de la visión o de la percepción visual, profu
samente tratado por una tradición que llegaba hasta el Renacimiento. Por ello
se vio obligado a traer a colación su obra de 1604, que pretendía ser una con
tribución a esa discusión filosófica. Fue escrito como un “añadido” a las ideas
de Vitello, a quien Porta denominaba “mono de Alhazen”, para señalar, de una
forma bastante injusta, que era un mero repetidor de las ideas del filósofo ára
be. Pero Kepler tenía mejor opinión de él; y si lo menciona en el título de su
obra es porque lo consideraba uno de los discípulos más significativos de Roger
Bacon.
Recogía Kepler así en esta obra una tradición medieval a la que se suma
ba todo el interés renacentista por el estudio de la formación de imágenes
en el ojo. Fue con la lectura del Sidereus cuando probablemente percibió la
importancia que tenía el telescopio para comprender mejor estas cuestiones,
lo que explicaría su interés teórico, y no sólo práctico, por dicho instrumento.
Sería difícil aventurar qué le cautivó más, si las fascinantes descripciones de
los nuevos satélites de Júpiter descubiertos gracias al telescopio o la posibi
lidad de construir un artefacto semejante mediante el conocimiento de su
modo de funcionamiento, cuestión que remite a la óptica y a la teoría de la
visión.
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[...] como si las lentes aumentasen o procurasen la luz para permitir ver las
cosas, cuando en realidad ocurre más bien que ninguna lente podrá detec
tar nunca las cosas que no emitan por su parte alguna luz hacia nuestros
ojos y gracias a las cuales podamos ver (Galileo-Kepler, 1984: 110).
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Teorías del Universo ¡I
un poco más anchas, por más que el ojo se haya de poner en el límite de la
intersección de los rayos de intersección de todas las lentes [buscaría por lo
canto así una distancia focal a la que pudiera enfocar el ojo después de haber
se unido los rayos, pero conociendo la dificultad que entraña la superpo
sición de lentes procuraría una lente equivalentcjo bien, a fin de poder
corregir con mayor facilidad el error (si lo hubiere) en una única superfi
cie, tallaré una sola lente o pinjante, una de cuya superficies sea casi plana,
pues tendrá una curvatura esférica convexa de sólo medio grado o treinta
segundos mientras que la otra que está hacia el lado del ojo no será esféri
ca, no me vaya a ocurrir lo que muestra la figura 81, página 251 de mi
óptica, haciendo que las partes del objeto aparezcan distorsionadas y con
fusas (tema tratado en la proposición 18) (Galileo-Kepler, 1984: 113).
Para impedir la distorsión, según la opinión expresada por Kepler, era nece
sario que el ocular tuviera una geometría que guardara una cierta analogía con
la forma del ojo, de tal forma que los rayos,
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Teorías del Universo ¡I
mado de hilos de metal que sirvió para situar la posición de los cuerpos celes
tes. Según se comentará más adelante, éste fue el primer paso para convertir
el telescopio en un instrumento geométrico capaz de aumentar la precisión de
las observaciones celestes.
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Teorías del Universo ¡I
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sólo verbales, sino que van acompañadas de dibujos explicativos. Resulta, sin
embargo, que, al traducir una observación individual a un dibujo que, por su
misma naturaleza, es público, inevitablemente se realiza ya una opción inter
pretativa que condiciona lo que otros pueden ver. Ello quiere decir que, en el
proceso de observación, el instrumento no puede desligarse de la teoría, sino
que más bien forma parte de ella, lo cual representa toda una novedad propia
del Barroco, frente a lo ocurrido con anterioridad.
No es de extrañar, en consecuencia, que muchos reaccionaran con extre
ma suspicacia y recelo ante la mediación de aparatos de observación y medi
da, especialmente aquellos que estaban en disconformidad con la opción inter
pretativa elegida (tal es el caso del jesuíta Ch. Clavius y otros astrónomos del
Collegio Romano, por ejemplo, en relación a Galileo y su defensa del coper-
nicanismo). Además, ha de tenerse en cuenta que, aunque el telescopio se
difundió con cierta rapidez, durante mucho tiempo fue un aparato costoso y
poco normalizado.
Así, a lo largo de buena parte del siglo XVII, cada aparato era un ejemplar
único con sus peculiaridades propias, tal como sucede con los instrumentos
musicales de cuerda. Hasta la fundación de los grandes observatorios que logra
ron un estándar razonable, los buenos astrónomos se fabricaban los suyos pro
pios de forma análoga a como lo había hecho Galileo. También existieron cons
tructores famosos y acreditados, tal cual es el caso de Fontana, pero sus aparatos
no podían ser adquiridos si no se disponía de buenas sumas de dinero. Todo
ello quiere decir que sólo unos pocos tenían acceso a estos instrumentos, mien
tras que la mayoría había de fiarse de lo visto por otros. Evidentemente, ello
propiciaba el criterio de autoridad, de modo que las divergencias que pudie
ran surgir bien podían resolverse acudiendo a la persona con mayor crédito
como matemático o como astrónomo.
En resumen, el solipsismo de la observación y la singularidad del instru
mento fueron elementos que generaron gran desconfianza con respecto a las
afirmaciones que se realizaban sobre lo contemplado en el cielo. Según seña
la Van Helden (1994: 16), esta desconfianza sólo se combatió con el prestigio
de astrónomos acreditados y, sobre todo, con las ediciones de libros en los que
se contenían grabados gracias a los cuales la imagen individual de lo observa
do se hacía pública y podía circular entre una comunidad curiosa y ávida de
novedades. En definitiva, proporcionaban pistas para “ver” mejor lo que se
“debía ver”. Desde este punto de vista puede afirmarse que los mejores aliados
de los telescopios fueron precisamente los libros y las publicaciones en gene
ral (sin olvidar las cartas intercambiadas entre los interesados en el tema).
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Teorías del Universo II
Cada obra impresa relacionada con la astronomía solía tener al menos tres
partes. La primera estaba dedicada a la instrumentación y en ella se daba cuen
ta de la forma como se construían los aparatos y sus componentes. En la segun
da se hacía un balance de los descubrimientos realizados por los demás astró
nomos, con comentarios acerca de las cuestiones más discutidas. Finalmente,
se analizaba la aportación que justificaba su publicación.
A modo de puro ejemplo arquetípico de lo que se viene exponiendo, pueden
citarse los libros de un astrónomo del que se hablará en el capítulo siguiente, Johan-
nes Hevelius. Autor de obras como Selenographia: sive turne descriptio (1647), Come-
tographia (1668 ) y su gran obra en dos volúmenes de 1673 y 1679 respectivamen
te, Machina coelestis, pars prior y Machina coelestispan posterior, Hevelius ofrece en
ellas, junto a un esmerado estudio de la Luna, los cometas o la precisión en las obser
vaciones, una detallada información del instrumental empleado, que incluye la des
cripción de la maquinaria para pulir lentes o las partes constituyentes de los propios
instrumentos ópticos de observación. Además, presenta una interesante clasificación
de dichos instrumentos que va desde los telescopios a los microscopios, pasando por
los helioscopios (aparatos adaptables a los telescopios que permiten observar el Sol
sin daño para la vista al proyectar la imagen de éste sobre una pantalla) y los pole-
moscopios (aparatos para obtener imágenes de objetos que no se pueden ver direc
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tamente, a la manera como se obtienen imágenes en los periscopios; ver figura . ).
Y todo ello sin olvidar los excelentes dibujos y grabados, tanto de los instrumentos
ópticos y geométricos utilizados en su observatorio (situado en su propio domicilio
de la ciudad de Danzig), como de los cuerpos celestes observados.
Figura 1 .8 .
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E l uso del telescopio en el siglo XVII
En resumen, los libros fueron los aliados naturales de los telescopios al poner
a disposición de los astrónomos el imprescindible escaparate en el que hacer públi
cas e intersubjetivas observaciones que eran resultado de una actividad estricta
mente privada. Todo acto de ver es individual, pero, cuando se realiza a ojo des
nudo, en principio todo el mundo puede mirar a la vez. Por el contrario, cuando
se interpone un aparato ópticamente cada vez más complejo, esa sencilla acción
de percibir objetos con la vista se convierte en una sofisticada actividad científica
accesible a muy pocos. Ello permite conocer más y mejor lejanos objetos celestes.
A cambio, obliga a tomar en consideración el nuevo protagonismo adquirido por
el instrumento de observación, puesto que, en vez de ser un simple medio del que
el astrónomo se sirve para sus fines, pasa a incorporarse al marco teórico en el cual
y desde el cual ha de interpretarse lo que se ve. Es esta combinación de teoría y
experiencia en forma de “visión interpretada” la que llega al atento y curioso lec
tor de libros de astronomía, el cual “ve” lo que el experto en óptica y astronomía
ha elegido, según su mejor criterio, que “debe verse”. En pocos contextos es tan
aplicable como en éste la idea de la “carga teórica de la observación” barajada por
algunos filósofos actuales de la ciencia.
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Teorías del Universo ¡I
Figura 1.9.
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E l uso del telescopio en el siglo x v u
Nadie podía tener mayor interés que los propios astrónomos en solucio
nar las dificultades técnicas planteadas por un instrumento de observación
que, si bien por un lado les beneficiaba notablemente, por otro complicaba su
tarea escrutadora de los cielos. Los miembros de la generación intermedia inten
taron proveerse de esa nueva clase de grandes telescopios, al tiempo que ensa
yaron soluciones diferentes para dos clases de problemas: la alineación de las
lentes y el peso de los tubos.
En efecto, los escollos básicos para construir telescopios de gran tamaño eran
lograr que las lentes mantuvieran una alineación fija y simétrica y reducir el peso
de los tubos hechos de hierro. Así, por ejemplo, Hevelius optó por fragmentar
cada tubo en secciones hechas de madera que se ensamblaban para formar el
cuerpo total del aparato. A continuación lo colgó de un mástil y consiguió mal
que bien orientar dicho aparato hacia el cuerpo celeste elegido por medio de un
sistema de poleas y cuerdas que manejaban personas entrenadas en subirlo y
bajarlo (a modo de marineros de la investigación del cosmos).
Otro ejemplo de esta simbiosis entre ciencia y técnica es el del astrónomo,
filósofo mecánico y artesano-ingeniero holandés Christiaan Huygens (1629-
1695). que, junto con su hermano Constantin, logró construir un telescopio
sin tubo (llamado “telescopio aéreo”) que evitaba las complicaciones resultan
tes del movimiento de la estructura cilindrica. Se limitó a procurar alinear el
objetivo y el ocular, colocando el primero en una plataforma móvil en el extre
mo superior de un poste y el segundo en el suelo. El observador precisaba poner
en línea ambos por medio de una corredera para conseguir una imagen en una
noche suficientemente clara (figura 1.10). Por otro lado, ideó un micrómetro
en 1658 que, al emplearlo por primera vez de forma eficaz en un telescopio,
logró mejorar extraordinariamente la precisión del aparato, ya que podía esti
mar distancias angulares de segundos.
En conjunto, Huygens fue, según se ha indicado, astrónomo, además de
diestro e imaginativo artesano, que volverá a asomarse a las páginas de este
libro por su contribución en asuntos tan dispares como la concepción y cons
trucción de relojes mecánicos capaces de medir el tiempo con precisión (cap. , 2
epígrafe 2.4.2) o la introducción y matematización de la fuerza centrífuga,
tema que resultó fundamental en la resolución del problema del movimiento
planetario (cap. 4, epígrafe 4.6). Constituye así uno de los personajes que mejor
representa el espíritu filosófico, científico y técnico del Barroco.
En efecto, partidario de las tesis de Descartes en filosofía natural (al que
tuvo ocasión de tratar personalmente), profundamente interesado en cuestio
nes de mecánica teórica y de óptica, tanto geométrica como física (como se
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Teorías del Universo II
Figura 1.10.
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Teorías de! Universo II
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E l uso del telescopio en el siglo XVII
49
Teorías del Universo II
tual hasta entonces, lo que permitió que emergiera la figura de los ayudantes
(entre los que se encontraba su segunda mujer, Elisabeth).
Ya se ha mencionado con anterioridad el papel jugado por Hevelius como
constructor de telescopios y sus esfuerzos por lograr reducir el peso de estos
aparatos, al sustituir el tubo de hierro por otro de madera fraccionado en sec
ciones, con el fin de evitar que resultaran difícilmente manejables. Es impor
tante, sin embargo, destacar una característica del uso del telescopio por par
te del mencionado astrónomo. En el epígrafe 1.1 se señaló la diferencia entre
concebir este aparato como instrumento filosófico o geométrico. Dada la imper
fección del anteojo de Galileo, éste sólo pudo servirse de él como instrumen
to filosófico o cualitativo, lo que le permitió descubrir nuevos objetos celes
tes, pero no calcular mejor su posición. Pues bien, a pesar de que las
observaciones llevadas a cabo por Hevelius fueron realizadas décadas después
de modo que el aparato se había perfeccionado notablemente, siempre consi
deró el telescopio ante todo como un instrumento prioritariamente filosófi
co, y no geométrico, lo que quiere decir, en su opinión, que era una herra
mienta más adecuada para explorar la naturaleza de los astros que para mejorar
la precisión con la que se determine su posición. En ese sentido fue partida
rio de alinear el cuerpo celeste que se quisiera observar a ojo desnudo, auxi
liado por una regla que recorriera un limbo graduado. Reglas y cuadrantes
murales continuaron siendo, por tanto, los genuinos instrumentos de obser
vación astronómica cuantitativa en el observatorio de Hevelius.
En cuanto a los resultados obtenidos por este gran astrónomo observa-
cional, cabe mencionar su estudio de la Luna, logrando dibujar la orografía de
su cara visible con buena parte de las características con las que aún hoy se
conoce. Incluso puso nombre a sus accidentes, algunos de los cuales perviven,
como, por ejemplo, la denominación de “mares” a sus zonas más llanas. Publi
có sus resultados en una obra ya mencionada con anterioridad, Selenographia:
sive Lunae descriptio, de 1647. Asimismo escribió un importantísimo tratado
sobre los cometas, Cometographia, de 1668, en el que se contiene la más com
pleta información sobre los conocidos hasta entonces. Observó, además, las
fases de Venus e hizo un catálogo de estrellas en el que recogía más de mil.
Aun cuando podrían citarse otros muchos autores cuya actividad se desa
rrolló en el periodo indicado al comienzo de este epígrafe, baste lo dicho para
ofrecer una panorámica general sobre la variedad de intereses y puntos de vis
ta que barajó la astronomía del siglo XVII. El periodo barroco se manifiesta así
como una época dinámica de cambio y transformación, en la que artes libe
rales y artes mecánicas, astronomía y artesanía, teoría y práctica, ciencia y téc
E l uso del telescopio en el siglo x v il
1 .6 . i. L a L u n a y el S o l
Ya en la antigua cosmología estos dos astros fueron los más relevantes, qui
zá por el solo hecho de ser mucho mayores que el resto de cuantos pueden
contemplarse en la bóveda celeste. Recuérdese el importante papel jugado por
Teorías del Universo II
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Teorías del Universo II
1 .6 .2 . Estrellas fijas
Todavía en los libros del siglo XVII se habla de estrellas englobando las estre
llas fijas y las móviles, que no son otras que los planetas, lo que quiere decir
que sólo consideraron diferentes unas de otras por su movimiento. Dos son
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E l uso del telescopio en el siglo XVII
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Teorías del Universo II
A pesar del interés de los astrónomos por las lejanas estrellas fijas, no fue
en este campo, sino en el de las más próximas estrellas móviles o planetas don
de el uso del telescopio resultó más eficaz. Galileo inició su personal aventu
ra telescópica en los primeros años del siglo XVII, presentando al mundo sus
novedosas observaciones planetarias: los satélites de Júpiter, las fases de Venus,
el aspecto “tricorpóreo” que en ocasiones presenta Saturno y que no supo iden
tificar (como sabemos, se trata de sus célebres anillos). Convendrá ahora repa
sar la historia posterior de éstos y otros hallazgos a lo largo del mencionado
siglo.
Con respecto a los satélites de Júpiter, un cosa es descubrir cuatro “estrellas
errantes” (como las denominó Galileo) que presentan sus propios periodos en
torno a Júpiter, y otra determinar esos periodos. Ya en 1614 Simón Mayr publi
có una obra, Mundus Jovialis, en la que daba las primeras tablas, por otro lado
bastante exactas, de los movimientos periódicos de los cuatro satélites. Como
curiosidad cabe mencionar que fue este astrónomo el que les asignó los nom
bres por los que aún hoy son conocidos: lo, Europa, Ganimedes y Calisto,
mientras que aquéllos con los que los bautizó Cassini (Pallas, Juno, Themis y
Ceres) dejaron de emplearse a lo largo del siglo XVIII (servirían, no obstante,
para nombrar los primeros planetoides). En la mencionada obra, Mayr inclu
so reclamaba la prioridad de su descubierto, cosa que jamás admitió Galileo
no sin razón.
Sb
E l uso del telescopio en el siglo XVII
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Teorías del Universo II
sucede con el sistema local que forman los satélites y el planeta alrededor del
cual giran, Saturno en este caso. SÍ se mueven en torno a él es porque son igual
mente arrastrados por un remolino cuyas partes de materia se desplazarán a
mayor velocidad en las cercanías del planeta (que ahora es el centro) que en la
zona del satélite. Éste, por tanto, se moverá más lentamente, razón por la cual
a veces se observa acompañando al planeta y a veces no. Por otro lado, los “bra
zos” de Saturno (así es como llamaron a sus adherencias) sólo podían expli
carse matemáticamente si se trataba de materia distribuida con un eje de sime
tría cilindrica en torno al planeta, esto es, siendo el eje del vórtice perpendicular
al plano de la órbita del satélite y de sus “brazos”. En consecuencia, éstos debían
consistir en una distribución de materia en forma de anillo en torno al planeta.
A partir de todo lo anterior, Huygens concluyó en 1656 que Saturno está
rodeado por un único anillo. Casi veinte años más tarde, concretamente en 1675,
Cassini corrigió su deducción en el sentido de mostrar que el anillo es doble y
está partido por una franja oscura. Además, este último completó lo observado
por Huygens con respecto a Saturno también en otra dirección. En efecto, entre
1671 y 1684 descubrió, como ya se ha dicho, cuatro nuevos satélites de este pla
neta (Japeto, Rea, Dione y Tetis), que se añadieron a Titán, el satélite descu
bierto por el holandés. El número total de satélites del sistema solar ascendía así
a diez, uno de la Tierra, cuatro de Júpiter y cinco de Saturno.
Por lo que se refiere a Marte, cabe mencionar el cálculo de su periodo de
rotación por obra de Cassini, así como la determinación de su paralaje debi
da igualmente a este astrónomo. La información que el telescopio no lograba
proporcionar de las lejanas estrellas sí pudo obtenerse del planeta que se halla
inmediatamente por encima de la Tierra. Dicha información permitió a Cas
sini calcular la distancia que separa a ambos y, a partir de ahí, deducir a su vez
la distancia que media entre el Sol y la Tierra.
Por último, es obvio que Mercurio ha de ser el planeta más difícil de obser
var por ser el más próximo al Sol. Cabe mencionar, no obstante, el estudio de
sus fases por parte de Hevelius en 1644, corroborando lo que en Galileo no
pasó de ser una convicción basada únicamente en la observación de Venus:
tanto éste como Mercurio (los dos planetas inferiores, esto es, situados entre
la Tierra y el Sol) han de presentar las mismas variaciones de forma y tamaño
que presenta la Luna según los ilumine el Sol. Ello constituía un poderoso
argumento en contra de la disposición aristotélico-ptolemaica del mundo, pero
no permitía decidir entre el sistema tychónico y el copemicano.
Llegamos así al último tercio del siglo XVU, o sea, al final de la denomina
da generación intermedia, habiéndose mantenido constante el número de pla
58
E l uso del telescopio en el siglo XVII
1 . 6 .4 . Cometas
Desde la Antigüedad griega hasta el comienzo del siglo XVII transcurren más
de veinte siglos, durante los cuales el número de pobladores de la bóveda celes
te había permanecido invariable. De ahí que llegaran a considerar una de las
característica más notables del cielo su inmutabilidad, por oposición a la ines
table y cambiante Tierra en la que los seres (y especialmente los seres vivos) se
reemplazan unos a otros sin cesar. Únicamente se observaba un tipo de cuerpos
que aparecía de cuando en cuando para volver a desaparecer del campo visual
del observador. Son los cometas. Precisamente su presencia ocasional había lle
vado a considerarlos no cuerpos celestes, sino fenómenos de carácter atmosfé
rico que, como tales, tenían lugar en el espacio comprendido entre la Tierra y
la Luna. Así es como Aristóteles los describía en su obra Meteorológicos.
La observación del cometa de 1577 y la de otros cinco aparecidos entre 1577
y 1596 había llevado a Tycho Brahe a tratar de determinar sus paralajes, auxi
liado por los excelentes instrumentos pretelescópicos de que disponía. Su con
clusión fue tajante: no podían hallarse situados por debajo de la Luna, sino, al
menos, por encima de Venus (sobre este tema puede consultarse Teorías del Uni
verso, vol. I, cap. 3, epígrafe 3.2.2). Finalizando el siglo XVI, por tanto, comen
zaban a elevarse voces en contra de la doctrina tradicional de los cometas.
Con la llegada del nuevo siglo los telescopios iniciaron la incorporación
de nuevos actores al escenario celeste. Tal fue, por ejemplo, el caso de los saté
lites. No habría de resultar tan extraño, por tanto, que a ellos terminaran por
sumarse los esquivos cometas, cuyas esporádicas apariciones tanta inquietud
habían sembrado, desde tiempos inmemoriales, entre hombres y mujeres ávi
dos de indicaciones divinas que permitieran adivinar el destino. En efecto, fue
en el filo de la mitad de siglo cuando la observación telescópica estuvo sufi
cientemente avanzada como para abordar un tratamiento de la cuestión, en
parte cinemático y en parte físico, que permitió englobar los cometas en el
conjunto de los seres celestes. Ahora bien, en ese caso lo primero que había de
determinarse era algo ya resuelto por Kepler con respecto a planetas y satéli
tes: la forma de sus órbitas. ¿Recorren trayectorias abiertas o cerradas? En caso
59
Teorías del Universo II
6o
E l uso del telescopio en el siglo x v n
más convincentes, se debe a que, con arreglo a las mediciones, parecía inevi
table concluir que estos cuerpos atravesaban el sistema solar y lo abandonaban
para siempre no repitiendo su paso por el Sol. Concretamente, ésta es la tesis
que mantuvo Hevelius en su Cometographia, de 1668, obra en la que se con
tenía un impresionante catálogo de los cometas observados desde la Antigüe
dad hasta 1665, incluyendo mediciones de paralajes (recuérdese que esto últi
mo era lo que proporcionaba argumentos en favor de su localización fuera de
la órbita lunar). Com o era habitual en la época, el libro contenía asimismo
una gran cantidad de grabados en los que se ensayaba una posible clasificación
de estos cuerpos celestes (figura 1.11).
Figura 1.11.
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Teorías del Universo 11
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E l uso del telescopio en el siglo XV//
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Teorías del Universo II
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E l u so del telescopio en el siglo XVII
¿5
La Tierra es un planeta
y pertenece al rey:
cartografía y astronomía
2. 1. Geografía, cartografía y astronomía: cuestiones introductorias
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Teorías del Universo ¡ ¡
los reinos y repúblicas, y con ello adquirieron gran relevancia asuntos de orden
geográfico y cartográfico, sobre todo a partir del siglo XV.
En principio, parece que los mapas terrestres podrían ser levantados por
cualquier viajero, pero el hecho es que, en la Edad Moderna, se exigía ya algo
más que la pura descripción basada en la memoria y en la imaginación de quie
nes habían recorrido personalmente una parte de la superficie del planeta. Aho
ra se requería una precisión en las mediciones de los territorios que sólo podían
proporcionar dos ciencias: la geometría y la astronomía.
Los astrónomos pasaron a formar así una de las comunidades de sabios
más influyentes de la época. En rigor, hay que decir, sin embargo, que sus acti
vidades siempre habían sido muy apreciadas por los poderes políticos y reli
giosos, pues de ellos dependía la posibilidad de computar adecuadamente el
tiempo y de establecer calendarios. Además, el conocimiento de las posicio
nes de los astros era de interés por algo cuyo valor nos es difícil juzgar en la
actualidad. Se trata de los pronósticos astrológicos mediante los cuales se aspi
raba a conocer el destino tanto de los Estados como de personajes ilustres.
Puesto que para elaborar una carta astral era necesario calcular el desplaza
miento de los diferentes cuerpos celestes en cada momento del calendario, en
teoría sólo los buenos astrónomos podían ser buenos astrólogos. Y en la medi
da en que los poderosos siempre desearon conocer su horóscopo antes de ini
ciar una guerra, sellar una alianza o fundar una nueva ciudad, los astrónomos
resultaban tan imprescindibles como los médicos o los boticarios.
Con la progresiva implantación de la representación heliocéntrica del universo
la astrología cortesana fue decayendo, y ello a pesar de los esfuerzos de sabios tan ilus
tres como Kepler por adaptar los cálculos astrológicos a la nueva teoría copernicana.
Tal decadencia, sin embargp, no fue súbita, manteniéndose una cierta vigencia en la
cultura barroca, tal como muestra el trabajo de Derek Parker (1975). En todo caso,
lo cierto es que, junto a ese antiguo saber que acabaría desapareciendo de las cortes
europeas, comenzó a asentarse otro que permitiría mantener a los astrónomos su
influencia sobre el poder político. Ese otro saber es la cartografía o arte de trazar car
tas geográficas de una porción de la superficie terrestre, y concretamente de la parte
reclamada como propia por el soberano de turno.
Ahora bien, en la medida en que la elaboración de los mapas terrestres exi
gía una correcta determinación de la longitud y de la latitud, ello a su vez remi
tía a la confección de mapas celestes y, por tanto, a la astronomía. En conse
cuencia, la modernidad traerá consigo el establecimiento de fuertes vínculos
entre la geografía o ciencia que trata de la descripción de la Tierra, la carto
grafía o ciencia de las cartas geográficas y la astronomía.
68
L a Tierra es un planeta y pertenece a l rey: cartografía y astronom ía
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Teorías del Universo II
Figura 2.1.
bón, parece que concibió cómo dividir la esfera terrestre de modo que pudie
ra conocerse la posición de cualquiera de sus puntos. Para ello, habría pro
puesto por vez primera, aunque de forma muy rudimentaria, el uso de las dos
magnitudes que hoy se conocen como longitud y latitud.
Así, a partir de la iniciativa de Eratóstenes se aceptó como herramienta útil
la suposición de que la Tierra está recorrida por dos colecciones de círculos.
Para entender la importancia de su propuesta conviene analizar aquí, de for
ma elemental y en lenguaje geométrico contemporáneo, cómo se determina
la posición de un punto sobre una esfera por medio de dos magnitudes angu
lares. Para definirlas es necesario hacer un pequeño y fácil ejercicio de imagi
nación geométrica. Si la esfera representa la Tierra, se puede concebir un cír
culo máximo o ecuador que la divide en dos hemisferios, el norte y el sur.
Cualquier plano paralelo al del ecuador cortará la Tierra por un círculo que se
denominará paralelo (es decir, paralelo al ecuador). De toda esta colección de
círculos paralelos sólo el ecuador es un círculo máximo. Ahora bien, si se con
sidera la Tierra atravesada por un eje de simetría perpendicular al plano de
dicho círculo máximo, los puntos de intersección de ese eje con la superficie
esférica serán los polos Norte y Sur. Cualquier círculo que se imagine dibuja
do sobre la esfera terrestre que pase por ambos polos la dividirá en dos semies-
feras. Son líneas imaginarias que recorren la superficie de la Tierra de norte a
sur, o de sur a norte, y que se denominan meridianos. Todos los meridianos
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Teorías del Universo ¡l
de un reloj de sol no arroja ninguna sombra. Imaginaron que todos esos lugares
estaban situados en un mismo círculo imaginario de la superficie terrestre y le
dieron el nombre de trópico de Cáncer. Tal vez sea el primer testimonio que
habla de lugares con igual latitud, ya que se suponía que tal círculo era un para
lelo al ecuador terrestre. El trópico de Cáncer dividía la tierra habitada en dos
regiones, lo que podía ser utilizado para la elaboración de mapas geográficos.
Además y como consecuencia de lo anterior, si se observaba que el comporta
miento del Sol era idéntico en dos lugares diferentes del mismo hemisferio, se
infería que se estaba en el mismo paralelo, esto es, que tenían idéntica latitud.
Toda la actividad astronómica de la Antigüedad griega y romana se reali
zó en el hemisferio norte, y más concretamente en la cuenca mediterránea y
aledaños, con poca información acerca de lo que ocurría más allá de ese peque
ño mundo. No obstante, los astrónomos griegos dedujeron que en el hemis
ferios sur debía existir otra línea equivalente al trópico de Cáncer, a la que
denominaron trópico de Capricornio, con lo que completaron la geometría
de un posible mapa del mundo. Situaron también un círculo ecuatorial o ecua
dor que era tan inaccesible para ellos como el trópico del hemisferio sur. Para
entender su modo de localizar las partes del mundo es necesario hacer el esfuer
zo de pensarlo geocéntrico y ptolemaico. El Sol salía y se ponía en todos los
lugares, pero en cada uno de ellos parecía realizar a lo largo del año un movi
miento de vaivén norte-sur que era característico de ese lugar. Así y según lo
dicho, para hallar la latitud de las ciudades y accidentes geográficos era sufi-
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L a Tierra es un planeta y pertenece a l rey: cartografía y astronom ía
cíente poder medir la altura del Sol y compararla con la de lugares conocidos.
Si coincidía con alguna de ellas, ambas tenían la misma latitud, y si estaba
situada entre la latitud de dos lugares, se podía obtener el nuevo valor por
extrapolación. De esa forma se fue determinando esta magnitud con respecto
a un entramado suficientemente numeroso de lugares como para poder aven
turar qué forma tenía aquel mundo antiguo explorado. Así, se podía saber si
una ciudad estaba al norte, al sur o en la misma latitud que otra, aunque entre
ellas mediara una gran distancia. En efecto, bastaba conocer el comportamiento
del Sol en cada una de ellas durante los días de equinoccio y de solsticio.
Otro problema muy distinto era tener una idea acerca de cuál era la lon
gitud de un lugar. Se puede decir que durante la Antigüedad esa cuestión no
fue tan acuciante como la anterior. Efectivamente, la latitud está relacionada
con el clima de cada sitio, y de hecho los mapas antiguos hacen siempre refe
rencia a ese asunto; en cambio, se creía que la longitud se refería únicamente
a la determinación de las distancias. Así, más bien era concebido como un pro
blema vinculado con los viajes aventurados, ya que, para llegar a un lugar pre
ciso, era necesario saber adónde exactamente debía llevar el recorrido. Los via
jeros habitualmente realizaban la mayor parte de los trayectos siguiendo
itinerarios conocidos y prefijados por las caravanas que transportaban perso
nas y mercancías. Sin embargo, se sabía que si el Sol salía por el este quería
decir que nacía más tarde conforme se viajaba al oeste (“más tarde” desde el
punto de vista del lugar abandonado). De este modo, era posible afirmar que
en Alejandría salía el Sol antes que en Roma porque esta ciudad estaba situa
da en un meridiano más occidental que la primera. Téngase en cuenta que
para poder expresar esta diferencia en un mapa se requería decidir a partir de
qué meridiano se contaban las longitudes. Las propuestas más famosas de la
Antigüedad fueron la de Hiparco de Rodas (ca. 190-ca. 120 a. C.), quien sugi
rió que el círculo en cuestión pasara por Rodas, y la de Ptolomeo (ca. 100-ca.
170), que prefirió elegir un meridiano con criterios geográficos. Supuso que
el más adecuado era el que pasara por la parte más occidental de todas las tie
rras habitadas, la cual, a su juicio, era las islas Canarias o islas Afortunadas.
Este último astrónomo escribió junto al Almagesto, otra obra magna denomi
nada Geographia, en ocho volúmenes, en la que aparece una esmerada infor
mación acerca de lo que se conocía de Europa, África y Asia.
Ahora bien, en el caso de la longitud, a diferencia del de la latitud, el com
portamiento del Sol no aportaba ninguna indicación que permitiera distin
guir fácilmente unos lugares de otros. Parecía salir a su hora, estuviera el obser
vador en Roma, en Alejandría, en Rodas o en las islas Canarias. Únicamente
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Figura 2 .4 .
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L a Tierra es un planeta y pertenece a l rey: cartografía y astronom ía
mático en la península Ibérica, en el campo que nos ocupa se creó una “Cáte
dra de Cosmografía y del Arte de Navegar” en la Casa de la Contratación y
un puesto de “Cosmógrafo Mayor del Consejo de Indias”. Además, se fundó
la “Academia de Matemáticas de Madrid” a fin de disponer de matemáticos
de cierto nivel.
En todo caso, hay que reconocer que, pese a los esfuerzos, no se obtuvo el
resultado que hubiera cabido esperar de la corte entonces más poderosa de
Europa. De hecho, sorprende que los grandes proyectos cartográficos no fue
ran realizados por los numerosos cosmógrafos reales. Este proceso fue agudi
zándose con la llegada del siglo XVII, durante el cual se observa que muchos
de los que proporcionaron mapas a la corte de España eran flamencos, italia
nos y alemanes, en cuyos respectivos países se asentó una floreciente industria
del grabado y de la imprenta.
Dejando aparte las vicisitudes de la corona española, hay que decir en tér
minos generales que la ciencia general de la cartografía y la cosmografía cris
talizó en el mencionado siglo XVII, contribuyendo al nacimiento y auge del
movimiento astronómico barroco comentado en el capítulo anterior. En efec
to, los astrónomos no sólo desearon elaborar mapas celestes, sino que estuvie
ron prestos a levantar mapas terrestres y convertirse en cartógrafos cuando las
necesidades de sus mecenas así lo requerían. Si en un caso se trataba de poder
computar el tiempo del modo más exacto posible y de elaborar calendarios,
en el otro estaba en juego no sólo la posibilidad de los navegantes de alcanzar
sus lejanos destinos, sino, además y fundamentalmente, de determinar la exten
sión, forma y medida de los dominios de los señores de la Tierra.
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L a Tierra es un planeta y pertenece a l rey: cartografía y astronom ía
pias manos, al acabar el siglo la obtención de datos empíricos acerca del cielo
se había convertido en un fenómeno social, realizado en edificios destinados
a tal fin y con personal contratado para ello, al que, por ejemplo, un persona
je tan genial y tiránico como Isaac Newton (según se verá en el capítulo 5)
podía pedir insaciablemente datos empíricos que ya no precisaba obtener por
sí mismo.
Este proceso de socialización de la observación celeste ha de situarse en el
marco de las nuevas sociedades científicas mencionadas anteriormente, que
tienen su origen en un movimiento asociativo de los estudiosos de la época y
al margen de los círculos universitarios. Aun cuando algunas academias se fun
daron a finales del siglo XVI y principios del XVII (véase epígrafe 4.4), aquí inte
resan las dos grandes instituciones de la segunda mitad de este último siglo
anteriormente mencionadas, que patrocinaron sendos observatorios astronó
micos: la Royal Society, de Londres, creada en 1662, y la Académie Royale des
Sciences, de París, que inició su andadura en 1666. Ellas se constituirán en
patrones de referencia para otras que fueron surgiendo por toda Europa con
posterioridad.
Tanto la sociedad londinense como la parisina nacieron al amparo del
poder real, si bien las relaciones de una y otra con las respectivas coronas fue
ron muy diferentes. En el caso de la Royal Society, fue puesta bajo la protec
ción del rey de Inglaterra, Carlos II, especialmente para defenderse de las influ
yentes universidades de Cambridge y Oxford. Su origen, sin embargo, está en
la iniciativa privada de un reducido número de estudiosos que solían reunir
se informalmente para tratar asuntos de índole científica y que, en 1662, deci
dieron constituirse formalmente en una sociedad “real”.
En cambio, la Académie Royale des Sciences nació por decisión expresa
del ministro de Luis XVI Jean Baptiste Colbert, de modo que aquí el califica
tivo “real” obedece a razones obvias. Para bien (financiación de la corona) y
para mal (excesivo intervencionismo en las decisiones de la academia), esta
sociedad francesa mantenía una relación de dependencia con el poder guber
namental mucho más acusada que en el caso inglés. De cualquier modo, con
figuró el desarrollo de la ciencia francesa durante los siglos posteriores, resul
tando que, cuando fue disuelta por la república en 1793, hubo de fundarse
otra en 1795 con el nombre de Institut de France, que perduró todo el perio
do imperial.
Lo que ahora, sin embargo, interesa profundizar no son aspectos funda
cionales de ambas academias, sino su nueva forma de concebir la tarea del
conocimiento. Para ello bastará con analizar el ejemplo más significativo, que
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L a Tierra es un planeta y pertenece a l rey: cartografía y astronom ía
(¡can las arres mecánicas y en las que se hacen materiales como el papel o la
seda, casas de sonidos, olores o sabores donde se obtienen armonías descono
cidas y se imitan olores y sabores. En relación a lo que aquí más interesa, los
cuerpos celestes y la luz y calor que de ellos proceden, nos dice Bacon:
El lector, sin embargo, no debe caer en la tentación de ver en ello una exce
siva modernidad, puesto que después añade:
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del rey se encontraba Jean Baptiste Colbert (1619-1683)* el cual no era vali
do al estilo de los existentes en la corte de Madrid, ni tampoco un fuerte pri
mer ministro como lo habían sido Richelieu o Mazarino. En todo caso, era el
hombre más poderoso de Francia después del rey. Organizador de las finanzas
del Estado, compartía la preocupación real por convertir este país en una gran
potencia militar en el continente y en los océanos, algo que consiguió. Sin
duda, él fue el propulsor en la sombra de la nueva académie, lo que explica que
ya en 1666 se mostrara interesado en que la recién creada institución tuviera
como tarea la mejora de los mapas terrestres y de las cartas de navegación.
For esas razones, el reconocimiento de la necesidad de un observatorio fiie
algo admitido sin demasiada dificultad por parte de Colbert. En 1665, Adrien
Auzout (1662-1691)» un matemático y astrónomo ligado a la corte, se lo había
reclamado a fin de poder desarrollar una astronomía de Estado. Se sabe que,
dos años después, Jacques Buot (m. ca. 1675), Jean Picard (1620-1682), Chris-
tiaan Huygens y él mismo comenzaron a realizar trabajos astronómicos para
la corona de Francia. Ese mismo año Colbert consiguió que el rey aprobara la
financiación de un observatorio real, capaz de superar en importancia a cual
quiera de los construidos hasta entonces “en Dinamarca, Inglaterra o China”
(Brown, 1977: 214). La magnificencia del rey debía “verse” en el edificio que
encargó a Claude Perrault (1613-1688), quien había diseñado el Palacio de
Versalles con anterioridad. Su proyecto, sin embargo, no resultó muy útil para
las observaciones astronómicas, a pesar de las modificaciones que lograron
introducir los astrónomos de la academia.
A mayor honra del rey, en el solsticio de verano de 1667 se reunió esta ins
titución y procedió a determinar el lugar desde donde se realizarían las obser
vaciones en el futuro. El edificio del observatorio debía incluir tanto salas de
trabajo como lugares de residencia para los astrónomos y sus familiares. Se tra
taba de un proyecto de gran envergadura que necesitaba como director un
buen astrónomo que realizara los trabajos con competencia, continuidad y
rigor. Pero, además, se exigía que fuera capaz de aclimatarse a la vida de la aca
demia y, por lo tanto, a la corte del rey.
Entre los principales astrónomos que trabajaban en Europa en aquellos
momentos, se buscaba a alguien que pudiera hacerse cargo del nuevo obser
vatorio real. La elección de Colbert recayó sobre el italiano Giovanni Dome-
nico Cassini (1625-1712), el cual, según se ha mencionado con anterioridad,
había publicado en 1668 sus famosas Ephemerides relativas a los eclipses de los
satélites de Júpiter. Tras las negociaciones diplomáticas pertinentes, Cassini
llegó a París en 1669 para lo que creía era una estancia provisional y, sin embar
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La Tierra es un planeta y pertenece al rey: cartografía y astronom ía
No obstante, el papel jugado por la monarquía en este tema fue muy dife
rente del caso francés. Mientras que Luis XIV, a través de Colbert, ofrecía a
matemáticos, astrónomos y filósofos pensiones muy substanciosas, las necesi
dades del Observatorio de Greenwich a duras penas fueron costeadas por Car
los II. Por otro lado, así como el observatorio francés guardaba estrecha depen
dencia de la academia, el inglés fue puesto por el rey bajo el amparo del
almirantazgo de Londres, y no de la Royal Society, institución con la que se
limitó a mantener buenas relaciones, especialmente a lo largo del siglo XVIII.
Tampoco en el sencillo diseño del edificio el Observatorio de Greenwich
se pareció al de París. Concebido por Christopher Wren (1632-1723), el arqui
tecto de confianza real encargado de reconstruir Londres después del gran
incendio y uno de los fundadores de la Royal Society, fue emplazado en una
colina al lado del Támesis, de nombre Greenwich. Además de levantar el edi
ficio, era preciso nombrar un director, cuyo perfil habría de ser el de un astró
nomo real capacitado para observar los cielos con el máximo rigor y poder así
establecer un mapa celeste fiable. Tal como se verá en el último epígrafe, en la
trastienda de este interés por los mencionados mapas hallamos la necesidad de
resolver el problema de la longitud, no tanto en tierra firme, como en el mar.
El elegido para el cargo fue John Flamsteed (1646-1719), quien durante cua
tro décadas trabajó en este tema hasta completar un impresionante catálogo
de estrellas.
El infatigable y meticuloso Flamsteed impuso una exigencia de rigor que
se transmitió a sus sucesores hasta convertir este observatorio en una de las ins
tituciones científicas británicas de mayor fama. Siendo Greenwich un lugar
cuya escasa vida social (y menos aún nocturna) en nada se parecía a la de París,
por sistema las noches claras se dedicaban a la observación, y las restantes a repa
sar las observaciones realizadas en las anteriores. Eran los días los que servían
para el descanso. Cuando dos siglos después, concretamente en 1884, con moti
vo de la reunión internacional que tuvo lugar en Washington, se decidió que
el meridiano que pasa por el centro del instrumento de tránsito del Observa
torio de Greenwich debía ser el meridiano inicial para medir la longitud y, por
lo tanto, la referencia del tiempo, no sólo se estaba reconociendo la hegemonía
de la talasocracia británica del siglo XIX, sino también el prestigio que con los
siglos había logrado aquel modesto observatorio fundado por Carlos 11.
En este contexto de interés europeo por los temas astronómicos, con pos
terioridad se fundaron observatorios en San Petersburgo, Bolonia, Berlín y
otras ciudades del continente. La difusión de estos lugares de observación liga
dos a las academias y sociedades de ciencias hizo que la astronomía se convir-
9*
L a Tierra es un planeta y pertenece a l rey: cartografía y astronom ía
riera en una de las actividades científicas más acreditadas del siglo XVIII. En
torno a ella confluyeron intereses políticos e intelectuales, hasta el punto de
que muchos saberes que después llegaron a ser ciencias autónomas se fragua
ron en el contexto de lo que podría denominarse “la perspectiva astronómica
del conocimiento”. La óptica y la mecánica, primero, y todas las ramas de la
física, después, estuvieron relacionadas en mayor o menor medida con la teo
ría del universo.
93
Teorías del Universo I¡
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L a Tierra es un planeta y pertenece a l rey: cartografía y astronom ía
la latitud de un punto por medio del Sol exigía emplear tablas que informa
ran de lugares que tuvieran la misma latitud y que permitieran realizar extra
polaciones posteriores, así como una serie de operaciones que requerían des
treza. Aparentemente, la nueva forma de medir esta magnitud era más sencilla
y lo hubiera sido efectivamente si la estrella Polar hubiera sido realmente polar.
El hecho es que está muy cerca del polo Norte celeste, pero no en él. En todo
caso, esa pequeña desviación ya llamó la atención a los marinos portugueses
que fabricaron tablas para corregir el error que supone medir la latitud miran
do a la Polar. Esas tablas se llamaron Regimientos del Norte y fueron de una
gran ayuda para mejorar su cálculo en las travesías marinas.
Finalmente, y respecto a los aparatos de observación, el astrolabio marino
fue sustituido por toda una generación de cuadrantes que se utilizaron tam
bién para medir ángulos. Posteriormente se transformaron en sextantes (un
sexto de un círculo) y en octantes (un octavo de círculo) hasta llegar a media
dos del siglo XVII, cuando aparecieron provistos de un sistema de espejos que
permitían ver el Sol y el horizonte de forma simultánea. Con estas nuevas téc
nicas el conocimiento de la latitud fue lo suficientemente preciso como para
poder considerar la cuestión resuelta. En cambio, no puede decirse lo mismo
respecto de la longitud, tal como se verá a continuación.
95
Teorías del Universo ll
dose únicamente de la hora local. Así, según propuso en 1530, era preciso dis
poner de dos relojes, uno (mecánico) que marcara la hora absoluta (esto es, la
del punto de referencia cero o meridiano origen) y otro que midiera la hora
del lugar. Dado que el desplazamiento aparente del Sol hacia el este es sufi
cientemente regular (recuérdese que nos hallamos en un contexto todavía pre-
copernicano) y que es posible medirlo mediante relojes solares (gracias, por
ejemplo, a la sombra que un gnomon proyecta sobre una superficie), a partir
del conocimiento de la diferencia horaria se podría establecer la localización
de un lugar hacia el este o hacia el oeste del meridiano de referencia.
Aun cuando los método de Finé y de Frisius fueron de dudosa eficacia en
su época, uno debido a la infrecuencia de los eclipses lunares y el otro a la
imperfección de los relojes mecánicos de que se disponía, en todo caso cons
tituyen un claro precedente de las dos clases de soluciones al problema de la
longitud que se iban a aportar a lo largo de los siglos XVII y XVIII. Una puede
denominarse la de los astrónomos en la medida en que se toma como instru
mento de cómputo del tiempo el comportamiento de los cuerpos celestes; otra,
la de los rehjeros debido a que supone la construcción de un ingenio mecáni
co que mantenga una hora de referencia o absoluta.
En principio, la primera de ellas parecía segura dada la aparente regulari
dad del reloj celeste. Sin embargo, el progresivo conocimiento de las pertur
baciones e irregularidades de las “manecillas" de ese reloj, que no son sino el
Sol y la Luna en tanto que cuerpos más visibles, hizo emerger las dificultades.
Así, por ejemplo, resultó una tarea ardua elaborar unas tablas lunares que per
mitieran establecer la longitud. En efecto, se requería un conjunto de predic
ciones muy completas durante un año en un observatorio situado en el lugar
de longitud cero a fin de poder compararlas con las observadas posteriormente
en el punto en el que se deseaba conocer esa magnitud.
La segunda solución era todavía más inasequible debido a la enorme impre
cisión de los relojes mecánicos construidos en el Renacimiento. Resultaba, en
efecto, que el reloj que sirviera de pauta no podría ser trasladado, a no ser que
el ritmo de sus atrasos y adelantos se hubiera analizado en el lugar de referen
cia y se pudiera ajustar en el de origen. Además, las fricciones de las piezas, su
desgaste, la acción de los climas diferentes, la variación del grado de humedad
y temperatura, etc., hacían prácticamente imposible prever cuál sería su com
portamiento a lo largo de un viaje. Si a ello se añade el movimiento de las carre
tas en tierra firme y el balanceo de los navios, especialmente en las tormentas,
se comprende la escasa confianza que los viajeros de la época depositaron en
los relojes como instrumentos útiles a la determinación de la longitud.
96
L a Tierra es un planeta y pertenece a l rey: cartografía y astronom ía
De esta manera, en el siglo XVI y, sobre todo, durante los siglos XVII y XVIII,
el tema involucró a astrónomos y relojeros. Dada su relevancia política ya seña
lada, el afán de las monarquías por contribuir a su resolución fue máximo. De
ahí que especialmente aquéllas con intereses en la navegación convocaran pre
mios para estimular a los estudiosos a abordarlo. Es el caso de la corte de
Madrid, primera potencia deseosa de atravesar el Pacífico y de localizar con
precisión tierras insulares. En 1567 Felipe II ofreció, en efecto, un premio, si
bien fue su hijo el que, al revalidarlo con una dotación de 2.000 ducados más
1.000 ducados suplementarios para gastos, provocó una avalancha de pro
puestas que desbordó la capacidad de analizarlas por parte de la corte real. El
propio Galileo remitió una de ellas, que tampoco fue tenida en cuenta, a pesar
de la insistencia de su autor en la bondad del método por él elegido.
En concreto, la solución galileana se enmarcaba dentro de las astronómi
cas, ya que en el fondo era una modificación de la de Híparco. La ¡dea estri
baba en tomar como referencia las lunas de Júpiter observadas por el propio
Galileo mediante telescopio y descritas en el Sidereus Nuncíus. Puesto que éstas
desaparecían y reaparecían con suficiente frecuencia, podían ser elegidas como
ese fenómeno astronómico independiente del movimiento terrestre que sir
viera de reloj astronómico absoluto, cosa que difícilmente eran los esporádi
cos eclipses de Luna. Se trataría entonces de observar con suficiente precisión
las mencionadas lunas o satélites de Júpiter a fin de elaborar unas efemérides
que pudieran ser usadas por los que desearan determinar la longitud de un
punto sin más que medir la diferencia que transcurría entre el tiempo local y
el que marcaban dichas efemérides.
Si se aceptaba que la hora de tiempo equivalía 15° de longitud (el cociente
que resulta de dividir los 360° de un giro completo de la Tierra entre las 24 h
de la duración de un día), la propuesta de Galileo podía ser considerada razo
nable con tal de que se dispusiera de un procedimiento que permitiera asegu
rar la adecuada observación de Júpiter y sus satélites. Se requería así, además
de estar adiestrado en el uso del telescopio, ser conocedor de una forma pre
cisa de medir el tiempo, y concretamente el tiempo local, por medio de un
reloj que hubiera sido ajustado en el lugar de la medición, no el tiempo ver
dadero del que daban razón las efemérides (consistentes, según las estimacio
nes de este autor, en unos mil eclipses anuales previsibles).
La contribución de Galileo era prometedora y, en caso de haberse estu
diado con atención, podía haber obtenido resultados adecuados a pesar de no
tener solucionado el problema de la medición de los intervalos temporales
entre los eclipses de los satélites jupiterinos. Sin embargo, la corte de Madrid
97
Teorías del Universo ¡ ¡
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L a Tierra es un planeta y pertenece a l rey: cartografía y astronomía
denominado tiempo verdadero. Por otro lado, también desde antiguo se buscó
la forma de construir artilugios que midieran lapsos de tiempo de la vida coti
diana o tiempo local. Los relojes de arena y las clepsidras fueron aparatos de
esta clase, que se ajustaban el día de los equinoccios. En tanto no se encon
traron fenómenos terrestres con una periodicidad conocida y manipulable, no
se pusieron ambos tiempos en una relación más estrecha. Pues bien, la cons
trucción de relojes en los siglos XVI y XVII tuvo como objetivo establecer un
puente entre uno y otro.
En el fondo medir el tiempo no es sino medir algún fenómeno que tenga
un ritmo regular. En la construcción de los primeros relojes mecánicos había
de estar presente el deseo de hallar esa regularidad. Los relojeros renacentistas
advirtieron la posibilidad de reproducir un orden rítmico y acompasado por
medio de las propiedades elásticas de un material. Pero en ese caso el proble
ma era hallar la forma de garantizar la permanencia de dicha elasticidad.
Fue Christiaan Huygens, en 1656, el que dio el impulso definitivo a la
construcción de relojes más precisos al basarse en una propiedad mecánica
conocida (gracias a Galileo): la oscilación del péndulo. Así, este físico holan
dés, del que se habló en el capítulo primero y que reaparecerá en el capítulo
cuarto por diferentes motivos, logró perfeccionar estos instrumentos ai con
jugar tradiciones artesanales con saber especulativo. El funcionamiento de un
reloj de péndulo es relativamente sencillo en la medida en que los periodos de
oscilación son independientes de la amplitud de oscilación (conforme ai prin
cipio establecido por Galileo). Ello quiere decir que el tiempo de vaivén del
péndulo sólo depende de la longitud de oscilación, y no del espacio recorrido
entre sus dos posiciones extremas. Puesto que únicamente se detendrá por cau
sas externas (rozamiento, resistencia del aire), este instrumento será el ade
cuado para medir el tiempo si se logran neutralizar dichas causas externas. De
ahí que el destino de un reloj de estas características fuera una caja hermética
en la que se pudiera hacer el vacío y conjurar así la fricción del aire.
En su obra Horologium Oscillatorium, de 1673, Huygens se propuso deter
minar qué tipo de curva debería realizar el péndulo físico en su oscilación a
fin de poder ser utilizado como base de un reloj. Puesto que es fundamental
el isocronismo de las oscilaciones, será preciso hallar el tipo de curva que garan
tice esa igualdad de los movimientos. Este físico puso de manifiesto que las
oscilaciones circulares no son isócronas y que los puntos han de describir, en
vez de un círculo, una curva denominada cicloide (trayectoria descrita por un
punto de una circunferencia al rodar a lo largo de una línea recta), y concre
tamente una cicloide tautocrona (curva por la cual un cuerpo llega a un punto
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La Tierra es un planeta y pertenece al rey: cartografía y astronomía
minaron estrella Polar (hoy se sabe que ese punto de corte no coincide geo
métricamente con dicha estrella, aunque está muy próximo a ella).
Por otro lado, es claro que la esfera del cielo tendrá su correspondiente cír
culo máximo perpendicular a dicho eje, que será el ecuador celeste, mientras
que los círculos máximos perpendiculares al ecuador y que pasan por la estre
lla Polar serán los meridianos celestes. Sobre el fondo de las estrellas es posible
trazar la eclíptica o círculo inclinado 23,5° con respecto al ecuador celeste, que
marca el recorrido aparente del Sol a lo largo de un año sobre el fondo de la
estrellas zodiacales. Ambos círculos máximos (el ecuador celeste y la eclíptica)
se cortan en dos puntos que se denominan equinoccios y que corresponden a
los lugares en los que el Sol pasa por el ecuador celeste (figura 2.8). Com o se
sabe, indican el comienzo de la primavera y del otoño.
Pues bien, el caso es que para situar una estrella en el cielo se requiere la
misma información que para localizar un punto en la superficie de la Tierra.
SÍ en el caso del globo terráqueo se necesitan dos magnitudes denominadas
longitud y latitud, cuando se trata de estrellas, también habrá que proporcio
nar dos coordenadas curvas a fin de poder determinar su posición. Las dos
magnitudes celestes, dadas por dos segmentos de círculos máximos, son las
Teorías del Universo II
toó
L a Tierra es un planeta y pertenece a l rey: cartografía y astronomía
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La gran maquinaria
del mundo
Tras haber considerado en los dos primeros capítulos de este volumen temas
de astronomía observacional referidos a un mejor conocimiento tanto del mun
do celeste como de la propia Tierra, se pretende abordar ahora una proble
mática diferente, si bien no desligada de la anterior. Se trata de la interpreta
ción realista copernicana que era posible hacer de los nuevos datos obtenidos
gracias a una más precisa observación de los cielos.
El asunto de la interpretación realista, y no meramente instrumentalista,
de las hipótesis astronómicas enlaza con un importante aspecto planteado en
el volumen primero de la presente obra, relativo a la necesidad de afrontar las
consecuencias físicas y cosmológicas de la nueva astronomía heliocéntrica.
Resultaba, en efecto, que, si verdaderamente el Sol ocupa la posición central,
mientras que a la Tierra hay que otorgarle movimiento, se hacía imprescindi
ble fundamentar una nueva física compatible con estos supuestos. Pues el hecho
cierto es que la teoría aristotélico-escolástica no lo era en modo alguno.
Al siglo XVII aguardaba la tarea de erigir un nuevo sistema en filosofía natural
capaz no sólo de ofrecer soluciones concretas a problemas específicos tal como ya
hicieran Kepler o Galileo, sino de abordar el conjunto de los fenómenos terrestres
y celestes desde premisas diferentes a las de Aristóteles. Esto nos conducirá a las dos
grandes concepciones mecánicas del Barroco, la cartesiana y la newtoniana. Para
comprender, sin embargo, el desarrollo de las ideas en este punto convendrá con
siderar previamente la confluencia de dos líneas de pensamiento que, en principio,
poca o ninguna relación tenían entre sí. Se trata del heliocentrismo, por un lado, y
de una teoría corpuscular de la materia, por otro, que en muchos casos (no en el
de Descartes) se presentó bajo la forma de un atomismo mecanicista. A la conexión
entre heliocentrismo, atomismo y mecanicismo se dedican las páginas siguientes.
109
Teorías del Universo II
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La gran maquinaria del mundo
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ll3
Teorías del Universo 11
En líneas generales, un autor o una escuela cuyo pensamiento pueda ser cali
ficado de animista defenderán que la capacidad de iniciar movimientos es pro
pia y exclusiva de los seres animados. Si acudimos a la etimología, éstos son seres
dotados de anima o alma, entendiendo por tal un principio de acción no mate
rial que les comunica la capacidad de realizar ciertas funciones. Así pues, un ser
animado es un ser automóvil, siendo el alma ese principio de movimiento espon
táneo. Además, puesto que con frecuencia se ha entendido que todo principio
de automovimienco es en último término un principio de vida, puede decirse
que una posición animista tiende a hacer borrosa la frontera entre lo que está
vivo y lo que no lo está. Todo lo natural está, animado. En el Renacimiento se
popularizará la ¡dea de Naturaleza como un Gran Animal, poniendo de mani
fiesto con ello que se trata de una forma muy extrema de animismo.
Históricamente, este modo de pensamiento ha adoptado maneras muy
diversas que hallamos en el alma del mundo de platónicos y neoplatónicos, en
las simpatías y antipatías entre los elementos materiales defendidas por los
alquimistas y tantos otros, en las inteligencias planetarias de los medievales,
en las almas motrices de Kepler o en los átomos animados de Bruno, por citar
algunos ejemplos. Todas ellas tienen en común atribuir la causa de los movi
mientos a agentes incorpóreos que, al estar presentes en los propios cuerpos,
les infunden algo de lo que éstos carecen (vigor, capacidad de acción, dina
mismo, vida). Por tanto, una explicación animista hace intervenir dos ámbi
tos de distinta naturaleza: por una parte, el de los cuerpos, cuyos procesos de
movimiento y cambio son observables; por otra, el de la causa incorpórea de
dichos movimientos, que permanece oculta e inaccesible a los sentidos.
El tema de fondo que todo lo anterior plantea es si por este camino pode
mos llegar a saber algo acerca de la materia, si es legítima esta confusión de
ámbitos entre lo empírico y la metaempírico. Pues acaso lo que se ha hecho es
introducir arbitrariamente la idea siguiente: puesto que, por definición, la
materia es pasiva, lo inmaterial es activo; basta pues con definirlo de esta mane
Teorías del Universo ¡I
"7
Teorías del Universo II
118
L a gran maquinaria del mundo
va según la cual cada hecho está determinado por los anteriores y deter
mina los siguientes en una cadena ininterrumpida de causas y efectos.
Hablar de intención, finalidad, designio o providencia no ha lugar.
120
La gran maquinaría del mundo
121
Teorías del Universo l ¡
ción de la que no es posible dar cuenta sumando o agregando partes (lo que
quiere decir que Descartes no tiene una concepción mecanicista de la mente).
El pensamiento es precisamente aquello que define al alma, de manera que ser
animado es sinónimo de ser racional.
Ahora bien, puesto que el pensamiento es atributo exclusivo de los hom
bres (y de las mujeres, aunque no siempre esto haya sido evidente para todos
los filósofos), resulta entonces que el resto de los seres vivos (animales y plan
tas) y, por supuesto, la materia inerte carecen de alma. Llegamos así a una
Naturaleza desalmada o privada de alma, única que puede ser estudiada des
de lo que en sí misma es, y no desde lo que los humanos proyectan sobre ella.
Toda física animista es una física antropomórfica, que da cuenta de la natu
raleza de los cuerpos incorporando en ellos algo que no les pertenece. Pero, si
allí donde se pretende conocer la materia, terrestre y celeste, se introducen
subrepticiamente propiedades que lo son de la mente, formularemos propo
siciones no sobre el objeto físico propiamente dicho, sino sobre una confusa
y oscura mezcla de objeto físico y psicológico. Consecuentemente, la teoría de
la materia y de los movimientos se verá profundamente trastocada. No es de
extrañar, por tanto, que se hable de elementos materiales, definidos por sus
cualidades y tendencias, y de movimientos naturales concebidos ideológica
mente, como si el agua, la tierra, el aire y el fuego fueran capaces de propo
nerse fin alguno.
En la Naturaleza hay movimiento y hay cambio, pero no cualidades, ten
dencias, fines o principios intrínsecos de movimiento (llámeseles alma o de
cualquier otra manera). Luego, el animismo ha de ser radicalmente desterra
do. El modo de comportamiento de lo material no es similar al de los seres
animados (que son los seres racionales), sino al de las máquinas. Dicho breve
y tajantemente, la disyuntiva sería ésta: o todo piensa (porque todo está ani
mado), o únicamente los hombres piensan (porque sólo ellos tienen “anima”).
En este segundo caso, lo que no es humano se reduce a cuerpo sin alma. Pero
justamente eso son las máquinas.
En consecuencia, lo natural es mecánico. Descartes afirma esto mismo en
los siguientes términos:
iz z
L a gran maquinaria del mundo
La distinción aristotélica entre ser natural (la materia y sus cinco elemen
tos, las plantas y los animales) y serfabricado se ha diluido hasta el punto de
que lo mecánico es natural y lo natural es mecánico. Las mismas reglas rigen
uno y otro ámbito; por eso afirma que la mecánica pertenece a la física. Más
aún, la física es mecánica. Ello pone de manifiesto el completo cambio de enfo
que que ahora se nos propone. En las antípodas de lo que ha representado la
obra de Aristóteles, una concepción radicalmente mecanicista de la Naturale
za se abre paso.
Ahora bien, es este ilustre filósofo griego el que ha proporcionado funda
mento físico y cosmológico al sistema astronómico geocéntrico. Luego al derri
bar el aristotelismo, se tambalean los cimientos del antiguo cosmos precoper-
nicano. La mejor contribución a la causa de Copérnico no es el hallazgo de
una solución a tales o cuales problemas parciales (al menos esto piensa Des
cartes y por ello criticará a Galileo), sino la construcción de un nuevo sistema
físico-mecánico que sea capaz de dar razón de los principales fenómenos celes
tes y terrestres. En dicho sistema la posición central del Sol resultará ser un ele
mento imprescindible, y es así como el heliocentrismo quedará finalmente
probado.
123
Teorías del Universo ll
1615 estuvo en el colegio de los jesuitas de La Fleche (en el valle del Loira).
Allí estudió latín, griego, matemáticas y filosofía (que, a su vez, abarcaba lógi
ca, física y metafísica). Por tanto, Descartes era todavía un estudiante cuando
Galileo publicó su Sidereus Nuntius (1610).
En 1616 obtiene el título de bachiller y la licenciatura en derecho por la Uni
versidad de Poitiers, si bien nunca hizo uso profesional de esta titulación. Desde
1618 y durante tres años se alista como soldado en el ejército protestante de Mau
ricio de Nassau y posteriormente en el del príncipe elector Maximiliano de Bavie-
ra. Ello le da la ocasión de viajar por Holanda, Alemania y diversos países cen-
troeuropeos. En 1621 deja las armas y regresa a Francia, en donde permanecerá,
con algunos paréntesis italianos, hasta 1629. A partir de entonces decide fijar su
residencia en Holanda, lugar en el que vivirá por espacio de veinte años.
En 1649 fue invitado por la reina Cristina de Suecia a trasladarse a Esto-
colmo. Su estancia, sin embargo, en esta fría ciudad no pudo prolongarse en
exceso, ya que en tan sólo cinco meses contrajo una neumonía de la que murió
el 11 de febrero de 1650. (Sobre la vida y obra de Descartes existe una obra
traducida al castellano particularmente recomendable: Shea, 1993.)
Según confesión propia, Descartes abandonó Francia cuando contaba
36 años, buscando la tranquilidad y el sosiego de un país del norte en el que
las ocasiones de distracción eran menores. Durante sus años holandeses tuvo
una hija con la criada que murió a los cinco años de edad, lo que produjo al
padre un profundo pesar. En líneas generales, puede afirmarse que este filó
sofo sacrificó prácticamente todo a su actividad investigadora, fruto de la cual
es la redacción de varias obras bien conocidas por todos los estudiosos de la
filosofía. Pero, puesto que aquí no se trata de exponer el conjunto de su pen
samiento, sino sólo su aportación a la física y a la cosmología, basta con refe
rirnos a dos de ellas: Le Monde ou le Traité de la Lumiere (E l Mundo o el Tra
tado de la Luz) y Principia philosophiae (1644), traducida al francés tres años
después de su aparición en latín (Les Principes de la Philosophie).
La redacción de la primera de ellas, El Mundo, corresponde a los años 1629-
1633, pero permaneció inédita hasta 1664 (catorce años después de la muer
te de su autor). Merece la pena conocer las circunstancias en las que se desa
rrolló dicha redacción y también las causas que motivaron ese retraso en su
publicación (sobre este tema puede consultarse: Descartes, 1991: 17-24). En
julio de 1629 Descartes conoció que en Italia habían observado un fenómeno
meteorológico denominado parhelios o falsos soles. Se trataba de la aparición
simultánea de varias imágenes del Sol (en concreto se vieron cuatro) reflejadas
en las nubes. Ello le hizo tomar la decisión de escribir un pequeño tratado
L a gran maquinaria del mundo
sobre este tema, evidentemente relacionado con la luz y la visión, así como
con el arco iris. Sin embargo, poco después manifestó lo siguiente a un con*
discípulo suyo de La Fléche: “ [...] en vez de explicar solamente un fenómeno,.
he decidido explicar todos losfenómenos de la Naturaleza, es decir, toda la fisicd'
(á Mersenne, Amsterdam, 13 noviembre 1629; citado por Ana Rioja en: Des
cartes, 1991: 20 ).
Se trata de una ambiciosa empresa consistente en poner de manifiesto que
el conjunto de los seres naturales tienen una estructura y un funcionamiento
que corresponden a los de una máquina. El primitivo proyecto abarcaba los
cuerpos inanimados en primer lugar, las plantas y los animales en segundo lugar
y el cuerpo humano en tercer lugar. Este proyecto, sin embargo, no llegó a com
pletarse. Redactó quince capítulos sobre la materia inerte, que constituyen el
contenido de E l Mundo, pero renunció, en cambio, a escribir sobre los ani
males y su generación. A lo que sí se refirió es a la máquina del cuerpo huma
no en el denominado Tratado del Hombre (publicado por primera vez en 677, 1
en una edición conjunta con E l Mundo o el Tratado de la Luz).
En 1633 decide no añadir nada más a su manuscrito sobre E l Mundo. En él
se contiene su reflexión sobre el conjunto de las cosas materiales celestes y terres
tres. La lectura de sus páginas revela a un autor decididamente antiaristotélico y
copernicano, de cuya concepción del mundo forma parte irrenunciable el movi
miento de la Tierra. Pero éste es justamente el problema. En noviembre de ese
año llegan a sus oídos noticias sobre el proceso y la condena de Galileo que han
tenido lugar en Roma cinco meses antes. Aún desconoce el motivo exacto de
esta condena, pero lo intuye. De ahí que afirme consternado:
Por obediencia a la Iglesia, por temor a las consecuencias que podría aca
rrearle o por otras razones que no vienen al caso, toma una decisión irrevoca
ble: jamás publicará ese “Tratado” , que no es otro que E l Mundo. Con ello
pone en práctica la máxima de Ovidio: “ Ha vivido bien quien se ha ocultado
bien" (hMersenne, avril 1634; citado por Ana Rioja en: Descartes, 1991: 24).
Cuando todo esto ocurre, Descartes todavía no ha tenido la menor opor
tunidad de tener entre sus manos un ejemplar del Diálogo sobre los dos máxi-
Teorías del Universo 11
mos sistemas del mundo de Galileo, ya que todos ellos habían sido quemados
en Roma. Únicamente en agosto de 1634 podrá disponer de uno en présta
mo durante un fin de semana. Tras una lectura necesariamente superficial, se
formó una opinión negativa de su autor, que expresó años después en estos
términos:
Jam ás le he visto ni he tenido com unicación alguna con él; por consi
guiente, nada he podido tom ar de él. A dem ás, no veo en sus libros nada
que m e produzca envidia, ni casi nada que quisiera yo tener com o m ío (a
Mersenne, 11 octobre 1638; citado por A na Rioja en: Descartes, 1 9 9 1 :2 9 ).
12 6
La gran maquinaria del mundo
3. 2. 2. Materia y movimiento
127
Teorías del Universo II
ii8
La gran maquinaria del mundo
siones consiste el ser de la materia. Luego el vacio es imposible. Esto nos con
duce a un mundo lleno, formado únicamente por partes de materia y no por
una mezcla de éstas y de vacío, tal como sucede en el planteamiento atomista.
Además de la negación del vacío, hay otra cuestión que separa a Descar
tes de los atomistas: el rechazo de los átomos. “Los cuerpos no contienen áto
mos o cuerpos indivisibles”, afirma en Los Principios de la Filosofía (Descartes,
1996c: II, art. 20). En efecto, toda parte de materia, por el mero hecho de ser
extensa, es siempre divisible en otras menores. Toda extensión es infinitamente
divisible, sin que quepa asignar un límite teórico a esa divisibilidad. Resulta
así que en los cuerpos sucede lo mismo que en la recta eudídea: por pequeña
que elijamos una distancia entre dos puntos cualesquiera, siempre será posi
ble la partición. Admitir la existencia de átomos implica hacer uso de una hipó
tesis sin fundamento alguno.
Lo anterior no quiere decir, sin embargo, que las partes de materia, divi
sibles hasta el infinito, estén, de hecho, así divididas. De lo que se trata única
mente es de explicar el conjunto de cuerpos que componen el universo como
constituidos por una reunión o suma de partes de diferente tamaño. Puesto
que no hay mínimos teóricos, dicho ramaño puede en todo momento verse
reducido (por choque). Descartes defiende, por tanto, una concepción corpus
cular de la materia, enteramente compatible con los postulados de la filosofía
mecánica. Si su mecanicismo no es atomista, se debe a que los corpúsculos
materiales no son elementales, esto es, admiten ser fraccionados.
En lo que sí coincide Descartes con los atomistas es en la negación de los
límites del universo. AJ igual que carece de sentido considerar que determina
dos extremos de una línea constituyen sus puntos últimos, es ilógico poner
barreras a la extensión del mundo. Muy al contrario, ésta carece de fronteras
y, en consecuencia, es infinita (Descartes prefiere decir indefinida, reservando
el anterior término para referirse a Dios) (Descartes, 1996c: II, art. 21). Por
motivos muy distintos a los de Digges, Gilbert o Bruno (véase: Teorías del Uni
verso, vol. I, cap. 3, epígrafe 3.1), la física cartesiana se opone a la existencia
de una esfera de las estrellas que contiene y encierra el cosmos en su interior.
En su lugar propone un universo abierto que se extiende más allá de donde
alcanza nuestra mirada.
Entre la filosofía natural de Descartes y la de Demócrito hay otro elemento
importante de afinidad: “ [...] la Tierra y los Cielos están hechos de una mis
ma materia” (Descartes, 1996c: II, art. 22). Es evidente que, si ésta consiste
sólo en ser algo extenso, pierde todo sentido distinguir la región que está por
debajo de la Luna de la que está por encima. Tanto el mundo sublunar como
Teorías del Universo II
^32
L a gran maquinaria del mundo
La fuerza con la que un cuerpo actúa contra otro o resiste su acción con
siste sólo en el hecho de que cada cosa persiste, en la medida de lo posible,
en el mismo estado en el que se encuentra, conforme a la primera ley que
ha sido establecida con anterioridad (Descartes, 1996c: II, art. 43. La cur
siva es nuestra).
*33
Teorías del Universo 11
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L a gran maquinaria del mundo
Figura 3.1.
136
La gran maquinaria del mundo
Descartes añade una ley más a las dos anteriores (en E l Mundo aparece
como segunda, mientras que en Los Principios de la Filosofía corresponde a la
tercera). Su enunciado es el siguiente.
*3 7
Teorías del Universo II
Según lo dicho hasta aquí, la materia de la que están hechas todas las cosas,
en el cielo y en la Tierra, se resuelve en un conjunto de partes, siempre divisi
bles, en movimiento. Puesto que, además de movimientos diferentes, dichas
partes pueden tener tamaños distintos, cabe agruparlas en tres grandes clases,
a las que Descartes llama elementos (utiliza así una terminología clásica; pero
no hay que confundir los elementos aristotélicos, cualitativamente diversos,
con los cartesianos, carentes de toda cualidad o tendencia). Denomina primer
elemento al conjunto de partes que son mucho menores y se mueven mucho
más deprisa que cualquiera de las de los demás cuerpos. Por el contrario, aque-
138
La gran maquinaria del mundo
lias que son de mayor tamaño y movimiento más lento integran el tercer ele
mento. Entre ambos extremos se sitúan las partes de tamaño y movimiento
intermedios, que forman el segundo elemento.
En vez de los cinco tipos de materia que postulaba Aristóteles (una en el
cielo y cuatro en la Tierra), ahora hay uno solo que viene definido por la exten
sión. Todo es res extensa o cosa extensa. El criterio de distinción que permite
hablar de elementos es meramente cuantitativo: partes de materia con más o
menos tamaño y más o menos movimiento. El conjunto de todas ellas cons
tituye la realidad primaria de la que están hechos todos los cuerpos.
La pregunta que a continuación se suscita es precisamente cómo han lle
gado a formarse estos últimos; de qué modo los corpúsculos materiales se han
ido reuniendo hasta constituir estrellas, planetas, satélites y cometas; qué tipo
de ordenación ha resultado de su combinación (geocéntrica o heliocéntrica);
en último término, por qué hay mundo, esto es, conjunto ordenado de cuer
pos, y no la mera colisión caótica de unas partículas con otras.
El mero hecho de plantear estas cuestiones supone toda una novedad. La
cosmología aristotélica describe un universo sin historia, sin principio y sin finaL
El mundo es eterno, sin que haya en él ningún tipo de creación divina. Tam
poco precisa de un demiurgo ordenador (a diferencia de Platón), ya que el caos
no precedió al cosmos. El universo, según Aristóteles, ha sido, es y será la estruc
tura ordenada que hoy conocemos, con una Tierra central y unas estrellas peri
1
féricas (sobre la cosmología de Aristóteles véase: Teorías del Universo, vol. I, cap. ,
epígrafe 1.6.3). Los europeos, desde la Baja Edad Media, habían combinado este
planteamiento con el que se narra en el Génesis. En él se da cuenta de un uni
verso sin historia, pero con principio y fin a l El mundo debe su existencia al acto
por el que Dios lo sacó de la nada. Tiene pues un origen creado. Ahora bien,
según el relato del Antiguo Testamento, el único proceso que tuvo lugar culmi
nó en seis días y consistió en la aparición sucesiva (podía haber sido simultánea)
de las distintas criaturas, desde la luz hasta el ser humano.
Descartes afirma no poner en duda el contenido de este libro sagrado, de
modo que las mencionadas criaturas habrían ido saliendo de la mano del Crea
dor “con tanta perfección como ahora poseen”. Es decir, excluye explícitamente
toda posibilidad de evolución, tanto de las especies, en el caso de los seres vivos,
como del propio universo material. En consecuencia, planetas y estrellas están
donde siempre estuvieron, son como siempre fueron y se mueven como siempre
se movieron, y así permanecerán hasta que la divina voluntad decida devolver el
conjunto de lo creado a la nada de la que fue rescatado. Y sin embargo, y esto es
lo novedoso, entiende que la explicación genética, aunque seafalsa, es útil
i 39
Teorías del Universo II
N o dudo que el mundo haya sido creado desde el comienzo con tanta per
fección como ahora tiene, de m odo que el Sol, la Tierra, la Luna y las estrellas
hayan existido desde entonces; y que la Tierra no sólo haya contenido las semi
llas de las plantas, sino que las plantas m ism as hayan cubierto una parte de
ella; y que Adán y Eva no hayan sido creados niños sino en la edad de hom
bres perfectos. La religión cristiana exige que lo creamos así. [...] Sin embar
go, lo mismo que conoceríamos mejor cuál ha sido la naturaleza de Adán y la
de los árboles del paraíso si se examinara cómo se forman los niños poco a poco
en el vientre de sus madres y cóm o salen las plantas de sus semillas, que si se
considerara únicamente cómo eran cuando Dios las creó, de igual modo enten
demos mejor cuál es la naturaleza de cuanto hay en el mundo si podemos ima
ginar algunos principios muy inteligibles y simples que nos permitan ver cla
ramente cómo los astros y la Tierra, y todo este mundo visible ha podido ser
producido. [...], que si lo describimos sólo tal cual es, o tal como creemos que
ha sido creado (Descartes, 1996c: 111, art. 45).
140
La gran maquinaria del mundo
mientos por completo arbitrarios. El más perfecto caos reinaba por doquier.
Puesto que no cabe concebir más extensión que la material, dichas partes de
materia no podían dejar el menor intersticio vacío. Luego, si no había espacio
vacío, los movimientos que empezaron a darse no tuvieron lugar nunca en
línea recta. Muy al contrario, debieron ser aproximadamente circulares, for
mando torbellinos o vórtices. Surgieron, por tanto, diferentes centros de rota
ción en torno a los cuales giraban partículas diversas.
Pronto, sin embargo, una cierta uniformidad sustituyó a esta caótica diver
sidad primigenia, debido a que los constantes choques de unas de esas partí
culas con otras produjeron el efecto de reducirlas a un tamaño medio seme
jante, con una figura redonda (efecto del desgaste de sus ángulos) y con una
fuerza de movimiento media (resultado de su distribución desde las que tenían
más en el principio a las que tenían menos). Partiendo de una heterogeneidad
inicial, la materia llegó a adoptar así la forma del segundo elemento. Pero la
nueva homogeneidad no era absoluta. En efecto, desde el principio algunas de
las partes de materia tuvieron un mayor tamaño o fueron más difícilmente
divisibles a causa de su peculiar figura. En consecuencia, su fuerza para resis
tir el movimiento fue también mayor (recuérdese que la fuerza pasiva es pro
porcional al tamaño), así como su tendencia a continuar moviéndose en línea
recta lejos de los centros de rotación. Estos corpúsculos de mayor tamaño y
menor movimiento constituyeron la forma del tercer elemento, que sirvió para
componer planetas, satélites y cometas.
Por último, el continuo desgaste de las partes del segundo elemento originó
partículas mucho menores procedentes de las limaduras de sus ángulos, que, por
tanto, tenían un veloz movimiento (materia y movimiento siempre están en rela
ción inversa). Debido a su menor tamaño y mayor movimiento, dieron lugar al
primer elemento. Al ser tan pequeñas, cumplieron con la función de rellenar los
intersticios vacíos que las partes del segundo elemento tendrían que dejar por
ser redondas y no encajar perfectamente unas con otras. Las partes sobrantes de
este primer elemento se precipitaron sobre los centros de los vórtices (por las
mismas razones que las del tercer elemento tenían que dirigirse hacia la perife
ria), en donde originaron el Sol y las restantes estrellas (obsérvese que Descartes
no concibe las estrellas adheridas a ninguna esfera última, sino que les concede
un papel semejante al de nuestro Sol). En cuanto a las partes del segundo ele
mento, compusieron la materia interestelar que, al desplazarse circularmente,
originó los vórtices capaces de arrastrar consigo a los planetas.
Procede ahora preguntarse cómo llegaron a formarse planetas y cometas.
Según se ha dicho, las partículas del tercer elemento tendían a alejarse del cen-
Teorías del Universo II
142
L a gran maquinaria del mundo
Figura 3.2.
i 43
Teorías del Universo 11
144
La gran maquinaria del mundo
de en línea recta desde el centro del movimiento circular hasta la periferia. Esa
presión transmitida por la materia del correspondiente vórtice y que tiene su
origen en el movimiento de las partes del Sol o de las estrellas, es reflejada cuan
do se encuentra con los planetas.
Lo anterior permite dar una caracterización óptica de los elementos. Así,
podremos llamar luminoso al primer elemento que forma el cuerpo del Sol y
de las estrellas, puesto que es capaz de emitir luz; trasparente a la materia del
segundo elemento que constituye los vórtices, ya que la propaga; opaco al ter
cer elemento en la medida en que refleja sus rayos. Según esto, sólo los cuer
pos centrales de los remolinos son capaces de emitir luz. De ahí que al Sol haya
de corresponder necesariamente la posición central, a menos que se esté dis
puesto a negarle la categoría de cuerpo luminoso y concedérsela, en cambio,
a la Tierra.
*4 S
Teorías del Universo II
1. Todos los cuerpos que componen el mundo visible están hechos de una
misma materia. Sin embargo, atendiendo al tamaño y movimiento de
sus partes, puede hablarse de tres elementos. Las de menor tamaño y mayor
movimiento constituyen el primer elemento; por el contrario, las de mayor
tamaño y menor movimiento forman el tercer elemento; entre unas y
otras partículas se sitúan las del segundo elemento (al que autores poste
riores denominarán éter), de tamaño y movimiento intermedios.
2. Los tres elementos anteriores admiten también una caracterización
óptica. Así, puesto que el primer elemento emite luz, es luminoso; el
segundo la transmite, luego es transparente; el tercero la refleja, sien
do, en consecuencia, opaco.
3. Cada uno de estos tres elementos forma cuerpos distintos: las partes
del primer elemento constituyen el Sol y las estrellasfijas; las del segun
do elemento componen la materia interestelar que llena las regiones en
las que no hay cuerpos celestes; las del tercer elemento dan lugar a pla
netas, satélites y cometas.
4. Puesto que la diferencia entre un sólido y un fluido está únicamente
. en la mayor agitación y separabilidad de sus partes, hay que conside
rar que los elementos primero y segundo son fluidos, mientras que el
tercero es sólido.
5. Luego la materia de las regiones interplanetarias o cielos (además de
la que compone el Sol y las estrellas) es fluida. Ello quiere decir que
dichos cielos están compuestos de pequeñas partes que se mueven sepa
radamente unas de otras.
6 . Al igual que sucede en los torbellinos de agua o de aire, esa materia de
los cielos gira sin cesar describiendo círculos en forma de vórtices.
7. En su rápido movimiento giratorio los cielos arrastran a todos los cuer
pos que se encuentran en ellos (planetas y satélites), lo mismo que un
remolino de agua o de aire lleva consigo las hojas caídas de los árboles.
8. Las partes de materia del primer elemento que se precipitan sobre los
centros de los torbellinos forman el Sol y las estrellas. Allí originan un
peculiar modo de presión sobre las partes del segundo elemento que no
es otra cosa que la luz. En consecuencia, al Sol y las estrellas les corres
14 6
L a gran maquinaria del mundo
ponde ocupar la posición central; desde allí emiten la luz que los cielos
transmiten y que los planetas reflejan. (Adviértase que las estrellas se con
vierten en soles situados en el centro de otros tantos vórtices; no hay
pues un solo centro del mundo, sino un número ilimitado de ellos.)
9- Lo anterior supone que sólo el Sol y las estrellas brillan con luz pro
pia. Los demás, en cambio, reflejan la que reciben.
10. Tanto la Tierra como el resto de los planetas son transportados por el
gran remolino de cielo líquido en el que están contenidos. Se ven así
obligados a girar alrededor del Sol.
11. N o siempre en el centro de los torbellinos, remolinos o vórtices hay
una estrella. Por el contrario, hay vórtices de menor tamaño cuyo cen
tro está ocupado por un planeta (Júpiter o la Tierra, por ejemplo).
Ellos son los responsables del movimiento de los cuatro satélites de
Júpiter descubiertos por Galileo, así como del de la Luna.
12. Los cielos parecen hallarse divididos en un ilimitado número de gran
des torbellinos con su correspondiente estrella central. Esto quiete decir
que el número de estrellas es indefinido (recuérdese que por razones
teológicas Descartes elude el término infinito).
13. Los cometas son cuerpos cuyas órbitas abarcan más de uno de estos
grandes remolinos.
14. En conjunto, las estrellas alcanzan una distancia indefinida (infinita).
Carece de sentido situarlas a todas por encima de Saturno en una mis
ma superficie esférica. Luego la esfera estelar de los antiguos no existe.
15. Toda la materia del universo se halla en una constante disposición a
alejarse de los centros de rotación. Esa tendencia centrífuga, obstacu
lizada por el empuje de las partes de materia circundante, es lo que
explica fenómenos tan importantes como la luz o la gravedad (con res
pecto a la gravedad, véase epígrafe 4.3). Del resultado de ese juego de
fuerzas (fuerza de impulso-fuerza centrífuga) depende que un cuerpo
sea una estrella (si se mantiene en el centro del remolino), o que ascien
da hacia la periferia y se adentre en otros remolinos (en cuyo caso se
convertirá en cometa), o bien que se aleje del centro hasta ser reteni
da en un lugar dentro del torbellino, sin ascender ni descender más
(planeta). Los cuerpos celestes carecen, por tanto, de la inmutabilidad
que Aristóteles les había atribuido.
De todo lo dicho se deduce algo evidente. Así como la física aristotélica sólo
es aplicable a un mundo geocéntrico, la física cartesiana es exclusivamente com
*4 7
Teorías del Universo II
La Tierra reposa en su cielo, sin que por ello deje de ser arrastrada por
él (Descartes, 1996c: III, art. 26).
Sin pasarse en absoluto a las filas de los ptolemaicos, Descartes presenta una
sorprendente manera de conciliar el movimiento de la Tierra alrededor del Sol
con el reposo de ésta en el medio material en el que “flota” y en el que es arras
trada. ¿Se puede predicar de un cuerpo a la vez movimiento y reposo? Sí, depen
de de la elección del sistema de referencia. Una vez que se ha abandonado la
concepción aristotélica del movimiento (en la que éste se pensaba como un pro
ceso que afecta al interior del móvil) y se pasa a considerarlo como un cambio
de relación, si tal cambio se produce habrá movimiento, y si no, no. Ahora bien,
¿cambio respecto de qué? La elección del sistema de referencia parece perfecta
mente arbitraria; de ahí que pueda atribuirse simultáneamente a un mismo
cuerpo dos estados distintos como son movimiento y reposo. Resulta obvio,
14 8
La gran maquinaria del mundo
por ejemplo, que quien navegue sentado sobre la cubierta de un barco estará
en reposo respecto del barco y en movimiento respecto de la costa.
En el sistema cartesiano, si el término de referencia es el Sol, la Tierra se
mueve. Pero, si atendemos a las partes del segundo elemento que la circundan
(o sea, al medio fluido interestelar o éter), puesto que se ve llevada por ellas,
hay un desplazamiento conjunto. Pero sucede que, cuando un móvil se tras
lada sin modificar su posición relativa con respecto a otro, su estado es de repo
so relativo. Luego la Tierra está en reposo con respecto a su cielo líquido circun
dante, precisamente por seguir el curso del movimiento de éste. Y lo mismo
sucede con los demás planetas.
Según esto, parece que el tipo de cosmología que Descartes defiende, basa
da en la idea de movimiento de los cuerpos celestes en un medio fluido, le per
mitiría afirmar el reposo de la Tierra a partir de la relatividad de los movimientos
en general Sin embargo, si no dijera nada más, seguiría en pie el problema que
ha originado la condena de Galileo: la Tierra se mueve con respecto al Sol. Lo
inesperado es que sí añade algo en Los Principios de la Filosofía, que no había
mencionado en E l Mundo.
14 9
Teorías del Universo 11
ISO
L a gran maquinaria del mundo
en particular (Descartes, 1996c: II, art. 31). El atento lector de la física carte
siana que fue Newton rechazará por completo que cuerpo alguno pueda ser
vir de sistema objetivo de referencia. D e ahí su cerrada defensa del espacio
absoluto. El tema, no obstante, permanecerá abierto y será ampliamente deba
tido hasta que Einstein elimine toda esperanza de encontrar ese sistema úni
co y objetivo que permita decidir inequívocamente el movimiento o el repo
so de los cuerpos. O mejor, hasta que Einstein muestre que la búsqueda misma
de tal sistema carece de todo significado físico.
4
Inercia, gravedad
y fuerza centrífuga
1
Febrero de 650. Las frías madrugadas de Estocolmo han puesto fin a la
vida de Descartes (obligado por la reina Cristina de Suecia a impartirle clases
a intempestivas horas de la mañana). Ocho años antes había fallecido Galileo.
Kcpler, por su parte, había desaparecido en 1630 víctima, lo mismo que Des
cartes, de una neumonía. Nos hallamos, pues, exactamente en la mitad del
siglo XVII. Muchas cosas han variado en filosofía natural, pero, desde el pun
to de vista de la explicación de los movimientos planetarios, una en particu
lar interesa ahora destacar, ya aludida con anterioridad. Se trata del profundo
cambio que tiene lugar en la concepción del movimiento circular de los cuer
pos celestes, considerado desde la Antigüedad como naturaly simple.
En el marco aristotélico de la división del mundo en dos regiones, una
sublunar y otra supralunar, el movimiento que de modo “natural” , o no for
zado, realizan los cuerpos terrestres tiene lugar en línea recta. En cambio, los
cuerpos celestes se desplazan junto con sus esferas orbitales describiendo cír
culos perfectos alrededor del centro del mundo. Puestas así las cosas, dos con
secuencias se derivan de ello. En primer lugar, la gravedad no es un fenómeno
propio del mundo celeste, ya que, si consiste en la tendencia de los cuerpos a
ocupar el lugar más próximo a ese centro, es manifiesto que los astros no pesan
(su inclinación, por el contrario, los conduce a mantenerse equidistantes de
él). En segundo lugar, tampoco hay que atribuir a los pobladores de los cielos
el menor esfuerzo por alejarse de los centros de rotación en línea recta. Nada
permite suponer que el movimiento de estrellas y planetas engendre lo que
1 luygens denominó fuerzas centrifugas.
Una vez más, la Tierra es de naturaleza distinta al cielo. Las piedras no son
como los planetas. Si atamos una piedra con una cuerda y la hacemos girar en
i5 3
Teorías del Universo II
159
Teorías del Universo //
1. La gravedad es una ten d en cia que nace del cuerpo mismo, es una pro
piedad intrínseca de los cuerpos pesados, y no el efecto de la acción exter
na de unos sobre otros. Dicha tendencia a su vez puede estar orientada
al centro del mundo (únicamente en un sistema geocéntrico en el que el
centro del mundo y el de la Tierra coinciden) o al centro de la Tierra.
2. La gravedad es el resultado de una a tra cció n de naturaleza magnética
que vincula a algunos cuerpos (relacionados con la Tierra) entre sí, pero
que no se extiende a todos los seres celestes.
3. La gravedad es el resultado de la p resió n o em p u je que se ejerce desde el
exterior obligando a los cuerpos a caer.
160
Inercia, gravedad y fuerza centrifuga
pos y partes terrestres hacia el centro de la Tierra. Com o no podía ser menos,
la respuesta a dicha pregunta se encuadra en el conjunto de sus leyes de la
Naturaleza (epígrafe 3.2.3) y de su teoría de los elementos materiales (epígra
fe 3.2.4). Concretamente, en virtud del principio de inercia rectilínea o ter
cera ley de la Naturaleza (según E l M u n d o ; segunda ley en L os P rin cip io s d e la
F ilo so fía ), toda la materia del universo tiende a conservar la dirección de su
movimiento, esto es, trata de desplazarse en línea recta. Ahora bien, puesto
que, en un mundo lleno, inevitablemente los movimientos han de realizarse
en círculo, hay que concluir que las partes de materia en su conjunto se esfuer
zan por apartarse de los centros de los círculos que describen. Resulta pues
que, si nada lo impidiera, se alejarían progresivamente unas de otras, disper
sándose en todas direcciones las estrellas, planetas, satélites y cometas.
Esto, sin embargo, no ocurre. Muy al contrario, la inclinación al movi
miento inercial rectilíneo no puede convertirse nunca en movimiento efecti
vo porque “algo” lo impide al obligar continuamente a planetas y satélites a
“caer” sobre el centro de sus respectivos vórtices. Ese agente que presiona en
dirección central no es otro que la materia circundante del segundo elemen
to. En efecto, los planetas se forman y se mantienen en sus respectivas órbitas
gracias al permanente empuje y arrastre a que se ven sometidos por parte del
medio fluido en el que se hallan.
Pues bien, la gravedad responde al mismo tipo de mecanismo. En el entor
no del pequeño torbellino que rodea la Tierra, aquellas partes del segundo ele
mento que poseen una elevada velocidad tienen también una mayor tenden
cia a alejarse del centro que otras con menor velocidad, incluso aunque estas
últimas sean de mayor tamaño. Si el espacio que se extiende más allá del cie
lo estuviera vacío, esas partes primero y todas las demás después saldrían des
pedidas, del mismo modo que una piedra sale de la honda. Pero, puesto que
el vacío no es posible, las partes del segundo elemento o éter no podrán ascen
der, a m enos q u e otras descien da n y ocupen e l lu g a r dejado p o r ellas. Esas partes
que se ven empujadas a caer son aquellas del tercer elemento, que, al mover
se con menor velocidad, son expulsadas por la veloz materia circundante hacia
el centro de su movimiento. Al descenso de las partes del tercer elemento en
el entorno de la Tierra es a lo que Descartes denomina p e sa n te z o g raved ad .
La pesantez no es así ningún tipo de c u a lid a d in te rn a en los cuerpos que
consideramos pesados, en virtud de la cual éstos tiendan espontáneamente a
dirigirse al centro de la Tierra. Tal cosa resulta ininteligible y contraria al nue
vo concepto geométrico-mecánico de materia propuesto por Descartes. Del
mismo modo y por idéntico motivo, todo filósofo mecánico ha de rechazar
161
Teorías del Universo II
161
Inercia, gravedad y fuerza centrífuga
pios planetas e impide que éstos abandonen sus órbitas hacia regiones cada vez
más periféricas.
Resulta así que la tendencia de los cuerpos que giran a alejarse de los cen
tros correspondientes es neutralizada por un empuje en sentido contrario que,
en el caso cartesiano, no se identifica con la gravedad. De hecho, ésta sigue
siendo para el filósofo francés un fenómeno exclusivamente terrestre. En efec
to, limita la definición de pesantez únicamente a la acción de las partes de
materia sutil que, a l moverse en el entorno de la Tierra, presiona a todos los cuer
pos que son parte de ella hacia su centro (Descartes, 1996c: IV, art. 20).
A diferencia de lo que posteriormente establecerá Newton, constatamos,
en definitiva, tres características de la gravedad. Primero, tal como se ha dicho,
concierne sólo a la Tierra y sus partes. No hay pues una universalización de
este fenómeno. Segundo, no es una fuerza responsable de los movimientos pla
netarios. Tercero, es la materia etérea la que presiona y no los centros los que
atraen, de modo que en ningún caso es una fuerza de atracción que opere a
distancia. Cuarto, se trata de una acción constante que no decrece con la men
cionada distancia.
Los autores de los que se hablará en el resto de este capítulo tienen dos cosas
en común. La primera, haber contribuido directa o indirectamente a la resolu
ción del problema planetario que nos ocupa, a saber, qué mantiene a los plane
tas en una órbita curva cerrada alrededor del Sol, supuesta la aceptación de la
inercia rectilínea cartesiana. La segunda tiene que ver con su pertenencia a algu
na de las sociedades científicas del siglo XVII, lo que contribuyó a la difusión de
su pensamiento, a pesar de que no siempre desarrollaron en ellas su labor.
Éste es el caso del galileano Borelli, miembro de la Accademia del Cimen
to, del cartesiano Huygens, reclamado desde París para formar parte de la Aca-
démie Royale del Sciences, o de Hooke, secretario de la Royal Society desde
1677, el cual mantuvo una casi constante polémica con el también miembro
de la Royal Society Isaac Newton. Hasta la definitiva consolidación del siste
ma newtoniano del mundo en el siglo XVIII, tras la muerte de Descartes se
debatieron aspectos importantes de la cuestión planetaria que merecen algu
na atención.
El profesor de matemáticas y amigo de Galileo Giovanni Alfonso Borelli
(nacido en Nápoles en 1608 y muerto en Roma en 1679) publicó en 1666,
en Florencia, una obra titulada Theoricae Mediceorum Planetarum ex Causis
Physicis Deductae ( Teoría de los Planetas Medíceos Deducida de sus Causas Físi
cas). Como se sabe, los planetas medíceos son los cuatro satélites de Júpiter
descubiertos por el telescopio de Galileo. Pues bien, en el propio título de la
obra se refleja lo que constituye su programa de investigación en astronomía,
que recuerda el propuesto por Kepler en la Astronomía Nova. Se trata de cono
cer las causas físicas de los movimientos de los planetas mediceos en torno a
un cuerpo central, Júpiter. Pero lo mismo cabría plantear de la Luna con res
pecto a la Tierra, de Titán en relación con Saturno, o también de los planetas
alrededor del Sol.
En virtud de un principio de inercia cartesiano, los cuerpos celestes por sí
mismos, sin influencias externas, no conservan el estado de reposo (Kepler) o
de movimiento circular (Galileo), sino que se moverán en línea recta. Ahora
bien, ello implica que en su recorrido orbital engendrarán un "ímpetus para ale
jarse del centro”. Luego es claro que, si no actuara algún otro agente capaz de
neutralizar o equilibrar la acción de esa tendencia centrífuga, la permanencia
de planetas y satélites en sus órbitas no estaría garantizada. Borelli no recurre
a la presión del éter, como Descartes, sino que busca una explicación diferen
te a fin de justificar la estabilidad del sistema solar.
166
Inercia, gravedad y fuerza centrífuga
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Teorías del Universo 11
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Inercia, gravedad y fuerza centrífuga
esfuerzo es al que Huygens denomina por primera vez fuerza centrifuga, bien
entendido que no se trata propiamente de una fuerza que actúa sobre el cuer
po desde el exterio'r, sino de una tendencia adquirida por el propio cuerpo en
virtud de su desplazamiento circular. Ahora bien, lo que interesa no es sim
plemente describir cualitativamente el fenómeno, como ha hecho Descartes,
sino determinar la magnitud de la recién bautizada fuerza centrífuga.
Para ello consideremos el caso de un cuerpo grave atado con un cuerda a
una rueda que gira. La tirantez de la cuerda pone de relieve la presencia de una
tensión originada por la rotación, y es esa tensión la que puede tratar de medir
se. ¿Cómo? Mostrando la equivalencia entre el esfuerzo centrífugo de la piedra
en la rueda giratoria y la gravedad, esto es, señalando que idéntica tensión de
la cuerda aparece tanto cuando un cuerpo gira con la rueda a la que está ata
do con una cuerda, como cuando ese mismo cuerpo se suspende de ella ver
ticalmente. El hecho es que, según muestra Huygens, al principio (y sólo al
principio) la tendencia a descender hacia el centro (conatos descendendi) o gra
vedad, es igual a la tendencia centrífuga a apartarse del centro, puesto que en
ambos casos se produce un movimiento uniformemente acelerado.
Ésta es la novedad que introduce el científico holandés, ya que, en virtud
de la inercia rectilínea, un cuerpo que pudiera abandonar la curva y seguir la
dirección de la tangente, lo haría con movimiento no sólo rectilíneo, sino uni
forme. ¿Qué distancia es la que recorrería con aceleración constante? Supon
gamos que al cuerpo se le permitiera avanzar a lo largo de la línea BD (figura
4.1). Lo que interesa considerar es el tipo de movimiento que tendría lugar en
la dirección del radio AB (de la rueda en rotación), y en particular el modo
como se recorrerían las distancias E C , FD (dichas distancias representan la
divergencia entre la tangente y la trayectoria circular y van a emplearse como
medida de la fuerza). Para segmentos de arco muy pequeños, tanto que sólo
consideremos lo que sucede en el instante inicial, Huygens prueba que la dis
tancia crecería como el cuadrado de los tiempos (1,4,9,16...), es decir, con
forme a la ley galileana de caída de los graves. Con ello Huygens está hacien
do uso de un concepto fundamental, el de aceleración instantánea en relación
a un sistema de referencia móvil (acelerado).
Resulta así que el tipo de aceleración que engendra la gravedad es exacta
mente el mismo que el que origina la fuerza centrífuga en el instante en el que
el cuerpo comienza a avanzar por la tangente al ser liberado de la cuerda que
lo retenía. Cambiando de sistema de referencia ha sido posible atribuir al gra
ve simultáneamente movimiento inercial (por la recta tangente) y movimien
to uniformemente acelerado. Ahora bien, es este último el que va a permitir
170
Inercia, gravedad y fuerza centrífuga
hallar la ley matemática a la que obedece ese esfuerzo de alejamiento del cen
tro propugnado y no medido por Descartes.
17 z
Inercia, gravedad y fuerza centrífuga
Este polémico, difícil e insatisfecho físico inglés que fue Robert Hooke
(1635-1703) ocupó el cargo de secretario de la Royal Society entre 1677 y
1683, si bien desde 1663 pertenecía a ella como miembro. Además, un año
antes (o sea, en 1662) había sido nombrado supervisor de experimentos, tarea
que desempeñó durante toda la vida. Realizó sus estudios en la Universidad
de Oxford, pero desarrolló su carrera profesional en esa sociedad científica. En
1665 publicó una obra denominada Micrographia, en la que se reveló como
un excelente microscopista, y en 1678 enunció la ley que lleva su nombre sobre
la acción de los muelles. Pero aquí interesa otra clase de investigaciones lleva
da a cabo por él.
Partamos una vez más del fundamental principio de inercia rectilíneo for
mulado por Descartes. Atendiendo a este solo principio, los planetas deberían
desplazarse en línea recta. Es un hecho, no obstante, que describen órbitas cur
vas cerradas alrededor del Sol. Luego alguna otra razón o causa ha de interve
nir convirtiendo el movimiento inercial en circular o elíptico. En la misma
época en la que Hooke se plantea la cuestión, Huygens por su parte lo anali
za en términos de fuerza centrífuga y gravedad, entendiendo esta última al
modo cartesiano, esto es, a partir de la teoría del éter girando en vórtices. Bore-
lli asimismo ha considerado esfuerzo centrífugo y gravedad como tendencias
opuestas que se equilibran, s¡ bien manteniéndose dentro de una concepción
copernicana del fenómeno gravitatorio. Pero en lo que Descartes, Borelli y
Huygens han coincidido es en interpretar el movimiento planetario a partir
de estos dos factores: la inercia rectilínea en la dirección de la tangente, por un
lado, y la tendencia o impulso de los planetas a dirigirse hacia el centro ocu
pado por el Sol, por otro.
En Hooke, sin embargo, tal como se verá a continuación, se produce una
importante modificación cualitativa con respecto a este modo de abordar el
problema del movimiento circular. Dicha modificación comenzará a gestarse
en 1664 con ocasión de la observación de un cometa, cuya trayectoria inter
*73
Teorías del Universo II
pretó que se apartaba de la recta (inercial) en las proximidades del Sol debido
a la acción atractiva de este astro.
Siguiendo esta línea de pensamiento, el 23 de mayo de 1666 Hooke pre
sentó una memoria a la Royal Society denominada On the Inflection o fa Direct
Motion into a Curve by a SuperveningAttractive Principie. Tal como el propio
título indica, se trataba de analizar la inflexión de un movimiento rectilíneo en
curvo atribuyéndose su causa a un principio de atracción. Resultaría así que la
trayectoria inercial de los cuerpos celestes se curvaría debido a una extraña pro
piedad atractiva proveniente del cuerpo que ocupa la posición central. Con
secuentemente, en el caso de los planetas sería el Sol el que los atraería hacia
sí desviándolos de su camino en línea recta (y en el de los satélites sería su pla
neta principal). Ello explicaría por qué giran alrededor suyo, pese a no ser trans
portados por esferas materiales ni tampoco estar “atados” a él por ningún tipo
de cuerda invisible.
Para mostrar cómo podría tener lugar esa inflexión del movimiento iner
cial que diera como resultado una órbita circular o elíptica, Hooke utilizó un
péndulo cónico, el cual no consiste sino en un pequeño peso suspendido de
una cuerda que se fija, por ejemplo, al techo de una estancia. En vez de per
mitirle que oscile con el típico movimiento de vaivén propio de los péndulos,
se trata de impulsarle de modo que la cuerda actúe como generatriz de un cono
de base circular o elíptica, describiendo así círculos o elipses. Lo interesante es
poner de manifiesto que su movimiento será circular si se combina el esfuerzo
en la dirección de la tangente con otro esfuerzo igual hacia el centro (que en
este caso es el punto en el que el peso se hallaría en una posición de equilibrio).
En cambio, en el caso de que el esfuerzo en la dirección de la tangente sea mayor
o menor que el esfuerzo hacia el centro, entonces se engendrarán sendos movi
mientos elípticos, si bien con los ejes orientados en sentidos diferentes.
El mismo esquema, piensa Hooke, puede aplicarse a los movimientos pla
netarios, de modo que éstos bien pueden concebirse como resultado de una
tendencia inercial tangencial y de una fuerza orientada hacia el centro (a la que
Newton llamará centrlpetd). Los planetas se mueven como los péndulos, de
modo que en ambos casos se trata de un puro problema mecánico. Pero la
novedad con respecto a los planteamientos de Borelli o de Huygens estriba en
atribuir la causa de la inflexión del movimiento rectilíneo en una curva a cier
ta capacidad de un cuerpo central de atraer lo que se mueve en su entorno. Es decir,
en vez de considerar el movimiento circular como resultado de un equilibrio
entre fuerza centrífuga y gravedad, se sirve de los conceptos de inercia rectilí
nea y de fuerza atractiva de dirección central.
*7 4
Inercia, gravedad y fuerza centrífuga
I 75
Teorías del Universo II
Hooke disponía de todos los elementos necesarios para llevar a cabo la empre
sa que realizará Newton, dejándose así arrebatar el honor y la gloria de que este
último disfrutó en vida. ¿Qué le faltaba? El problema de los planetas es, lo mis
mo que el péndulo cónico, un problema mecánico. Ahora bien, según el fecun
do significado que el término mecánica tendrá en Newton, ello significa ser capaz
de derivar cuantitativamente, a partir de una trayectoria curva, la fuerza respon
sable de ella (problema directo), o bien, a partir de la fuerza, la correspondien
te trayectoria (problema inverso). Esto es lo que Hooke no logró hacer, entre
otras razones por carecer de la pericia matemática necesaria. De ahí que New
ton reaccionara airado cuando aquél le exigió que admitiera públicamente la
prioridad del propio Hooke en el descubrimiento de una ley de fuerzas inver
samente proporcional al cuadrado de las distancias. Jamás reconoció tal priori
dad argumentando, no sin parte de razón, que una cosa es vislumbrar algo, y
otra muy distinta probarlo mediante la observación y el cálculo.
Y sin embargo, no puede negarse que fue Hooke quien sugirió a Newton
no tanto esta ley inversa del cuadrado, como la conveniencia de descomponer
los movimientos orbitales de los planetas en un movimiento ¡nercial tangen
cial y en un movimiento hacia el cuerpo central causado por un poder atracti
vo de éste. En efecto, el 24 de noviembre de 1679, en su calidad de secretario
de la Royal Society y no sin vencer ciertas reticencias, Hooke escribió a New
ton pidiéndole que le hiciera saber cuáles eran sus objeciones a esta hipótesis
por él formulada. El hecho es que sus relaciones anteriores habían sido franca
mente hostiles a causa de una disputa sobre la naturaleza de la luz. Pocos días
después recibió una respuesta no muy alentadora, ya que aquél afirmaba no
haber oído hablar jamás de tal hipótesis relativa a la descomposición de los movi
mientos orbitales. Hooke insistió en conocer la opinión de Newton en relación
con la suposición de una fuerza atractiva central, e incluso le proponía que cal
culara el tipo de curva que resultaría de la actuación de una tal fuerza que decre
ce con el cuadrado de la distancia. Esta carta no recibió contestación.
Durante aquellos años se siguió debatiendo en el entorno de la Royal Society
el difícil problema matemático que suponía probar que la órbita elíptica de los
planetas era consecuencia de la actuación sobre su movimiento inercíal de una
fuerza inversamente proporcional al cuadrado de la distancia. Casi todo el mun
do estaba persuadido de que Newton era la persona más indicada para resol
verlo. De ahí que, en 1684, este último recibiera la visita del astrónomo inglés
Edmund Halley, el cual le solicitaba que abordara tan espinosa cuestión. Como
se verá en páginas siguientes, Newton afirmó tajantemente conocer la respues
ta, que posteriormente pondría por escrito en el Libro I de los Principia.
176
Inercia, gravedad y fuerza centrifuga
177
Teorías del Universo II
sa de modo muy diferente. Al igual que el filósofo francés, rechazará las expli
caciones aristotélicas de los movimientos en función de principios internos a
la naturaleza de los móviles. Por sí mismo ningún cuerpo modifica su estado,
de manera que todo cambio ha de deberse a una fuerza o causa de origen extrín
seco. Ello quiere decir que los movimientos acelerados terrestres (Gaiileo) y
celestes (Kepler) que observamos han tenido que ser generados por fuerzas.
Pero, a diferencia de Descartes, para Newton la mecánica no es otra cosa que
el hallazgo de las relaciones matemáticas entre movimientos y fuerzas, a partir
de las cuales ha de ser posible deducir unos de otras o a la inversa.
Como resultado, construirá una mecánica racional o teórica (mediante el
empleo de la geometría, no del análisis), capaz de dar razón de modo riguro
so y preciso del sistema del mundo que habitamos, compuesto por el Sol, pla
netas, satélites y cometas. Para ello hay que insistir en el carácter matemático
de las demostraciones, frente a las descripciones pictóricas cartesianas. De ahí
que, frente a Los Principios de la Filosofía de Descartes, Newton proponga sus
Principios Matemáticos de la Filosofía N atural
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La filosofía natural
de Isaac Newton
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Teorías del Universo l l
y comentadas por los estudiantes, cosa que Newton parecía hacer con cierta
desgana. Escritos escolares llegados hasta nosotros muestran que su interés se
orientaba hacia los modernos, y muy en especial hacia el antiaristotélico René
Descartes.
No es de extrañar que la enorme curiosidad intelectual del joven Newton
le llevara a volcarse en la lectura de nuevos planteamientos muy alejados de la
caduca filosofía escolástica. Así, pese al celo de las conservadoras universida
des por mantener el antiguo orden cósmico geocéntrico, las obras de autores
como Kepler, Galileo, Descartes, Borelli, Hobbes, Gassendi, Hooke o Boyle
no dejaban de circular de mano en mano. Se tiene constancia de que en la
década de los sesenta Newton leyó parcialmente a todos ellos, siendo espe
cialmente relevante la atención que prestó al Diálogo galileano y a los escritos
matemáticos, metafísicos y mecánicos de Descartes. Obras de este último,
como la Geometría, las Meditaciones Metafísicas y Los Principios de la Fibsofía,
fueron estudiadas con atención; no en vano el filósofo francés ofrecía el pri
mer intento de fundamentación de una física nueva sobre bases corpuscula-
ristas y mecanicistas que armonizaba bien con la astronomía copernicana.
Ello no quiere decir, sin embargo, que Newton se convirtiera en un carte
siano. De hecho, ya a finales de los años sesenta redactó un opúsculo en latín,
De Gravitatione et aequipondio fluidorum (Sobre la Gravitación y el equilibrio
de los fluidos [en: Newton, 1978: 89-121, trad. inglesa: 121-156]) en el que
criticaba severamente la concepción cartesiana del espacio, la materia y el movi
miento. Pero lo que sí puede afirmarse es que el punto de partida de sus inves
tigaciones celestes no fue, desde luego, la teoría de los movimientos naturales,
sino los nuevos planteamientos inerciales. En consecuencia, la pregunta por la
causa de los movimientos planetarios curvos no podía dejar de suscitarse. Tal
como se analizará en páginas posteriores, Newton evolucionó desde la noción
de fuerza centrífuga a la de fuerza centrípeta, y de ahí a la teoría de la gravita
ción universal, la cual constituyó la mayor contribución del siglo a la resolución
del problema planetario. Pero eso será ya a mediados de 1680.
En 1665 finalizó sus estudios en artes (recuérdese que era en las facultades
de artes donde tradicionalmente se enseñaba filosofía natural, cosmología, astro
nomía o geometría) y en 1669 tomó posesión, siempre en el Trinity College de
Cambridge, de la “cátedra lucasiana” de matemáticas (denominada así en honor
de H. Lucas, el cual había fundado y garantizado con su fortuna personal la
financiación de esa cátedra). En el mismo año de 1665 la propagación de una
temible peste obligó a cerrar la universidad. Newton se retiró a su casa de Woolst-
horpe durante varios meses, dedicando al menos parte de ese tiempo a la refle-
r 8o
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Teorías del Universo ¡1
to. De hecho, lo que en noviembre de 1684 Newton remitió a Londres fue algo
más; concretamente envió un pequeño tratado de unas diez páginas, De Motu
corporum o Sobre el Movimiento de los cuerpos (del que conservamos redaccio
nes diferentes, contenidas en: Newton, 1978a: 239 y ss.). En realidad estas pági
nas representaban una anticipación muy simplificada de lo que poco después iba
a ser la gran obra: Philosophiae Naturalis Principia Mathematica (Principios Mate
1686
máticos de la Filosofía Natural). En abril de el manuscrito del Libro I (de los
tres de que consta esta última obra) ya estaba presentado ante la Royal Sociery.
Ésta dio de inmediato el visto bueno a su publicación, pero sin comprometerse
a sufragar los correspondientes gastos. Halley se ofreció a pagar la impresión, ade
más de supervisarla.
Pero, como si de una novela de suspense se tratara, lo que Halley había con
seguido no sin habilidad, esfuerzo y dinero estuvo a punto de truncarse debido a
la amenaza de una nueva acusación de plagio contra Newton por parte de Hoo-
ke. En efecto, éste exigía que se reconociera públicamente, en el prefacio de los
Principia, su prioridad en el descubrimiento de la ley inversa del cuadrado. Deso
lado, Halley escribió a Newton haciéndole saber las exigencias de Hooke. Huel
ga decir la respuesta que obtuvo. Totalmente indignado por lo que consideraba
una injusta reivindicación de su eterno rival, Newton amenazó por su parte con
suprimir el Libro III, en el que se ofrecía lo que todos esperaban, esto es, un nue
vo sistema del mundo a partir de la ley de gravitación universal. Finalmente, fue
convencido por Halley para que no dejara el trabajo incompleto, de manera que
en marzo de 1687 remitió el Libro II y en abril el Libro III. Después de tantos
sobresaltos, el primer ejemplar salía de la imprenta el 5 de julio de 1687 con un
prefacio en el que se vertían comentarios elogiosos hacia Halley y en el que no se
citaba el nombre de Hooke. Lo único que éste obtuvo fue una irrelevante men
ción de su contribución a la observación de los cielos en la Sección II del Libro I.
A la primera edición de los Principia seguirían otras dos con algunas modi
ficaciones, una en 1713 y otra en 1726, un año antes de la muerte de su autor.
La obra reportó a éste un indiscutible reconocimiento, permitiéndole disfru
tar en vida de los honores y de la gloria que sólo suele concederse a los muer
tos. Sin embargo, la consecución de un importante logro no siempre reporta
bienestar al protagonista de la historia. El hecho es que, después de la publi
cación de los Principia, Newton entró en un periodo de mayor irritabilidad y
paranoia de lo que era habitual en él, llegando a acusar injustamente a ami
gos, como Locke o Nicholas Fatio de Duillier, de tramar a sus espaldas. La
situación hizo crisis entre los años 1692 y 1693, cayendo así en una profun
da depresión que le mantuvo totalmente inactivo durante más de un año.
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y la inmortalidad a los seres humanos. Visto con ojos del siglo X X , se trata de
dos empresas antitéticas; situado en la segunda mitad del siglo X V I I , podría
decirse que el planteamiento tiene un pie en el mágico Renacimiento y otro
en la racionalista Ilustración. En todo caso, Newton parece haber convivido
con este cuerpo de dos cabezas sin que ello haya perjudicado o estorbado lo
más mínimo sus progresos en el campo de la ciencia natural.
La Naturaleza, en definitiva, muestra su secreto al mecánico y al alqui
mista; o, mejor, Dios hace partícipe al hombre de su infinita sabiduría por esos
cauces, entre otros. Al menos ésta parece ser la opinión de Newton desde media
dos de la década de los sesenta hasta finales del siglo XVII. Tras la depresión
nerviosa de 1693 , gradualmente fue perdiendo interés por los estudios alquí-
micos hasta abandonarlos por completo hacia 1699, tres años después de que
se hubiera instalado en Londres. A lo que no dejó de dedicar tiempo fue a la
Biblia, como gran y más importante fuente de revelación divina. Concedía
una relevancia especial a lo allí narrado frente a lo afirmado en otras fuentes,
ya fueran griegas, egipcias, caldeas o de cualquier otro pueblo de la Antigüe
dad. Ello le llevó a abordar una tarea tan peculiar como pretender mostrar no
sólo la primacía moral de Israel, sino la prioridad temporal de los hechos histó
ricos referidos en el Antiguo Testamento, de modo que las restantes civilizacio
nes, incluida la griega, habrían derivado de la hebrea. De ahí que escribiera una
obra sobre el orden y las fechas de los antiguos reyes, que se publicó al año siguien
te de su muerte con el título The Chronology ofAncient Kingdoms AmendecL
En el marco de este interés de Newton por culturas y religiones del más
remoto pasado, su atención recayó en los lugares en los que se había rendido
culto a la divinidad, esto es, los templos. Y como no podía ser por menos, entre
todos ellos destacó el de Salomón. En efecto, en su opinión, la forma, dimen
siones y demás características del templo de Jerusalén permitían obtener infor
mación privilegiada sobre los ritos y ceremonias de los israelitas, lo cual a su
vez tenía un valor simbólico que habría de contribuir a desentrañar el signifi
cado de las profecías bíblicas. Como fruto de estas investigaciones, redactó en
latín un escrito, los Prolegómenos a la parte segunda del LÉXICO D E PROFE
TAS en donde se trata de la form a del santuario judío (de este manuscrito existe
una edición castellana bilingüe con el nombre de El Tempb de Salomón: New
ton, 1995. Véase Introducción de Sánchez Ron, especialmente pp. XIX-XX
sobre la cronología de Newton y pp. LVII y ss. sobre el Templo de Salomón).
Desde el punto de vista personal y académico, probablemente lo que más
influencia tuvo en él fue la conclusión a la que le llevaron sus estudios bíbli
cos relacionados con el Nuevo Testamento. En contra de lo defendido por la
L a filoso fía natural de Isaac Newton
de modo que este tema teológico era uno de los que estaban en el centro de
las disputas. Aun cuando no consta la influencia de éstos sobre Newton, el
hecho es que unos y otros mantenían la misma posición polémica en relación
al dogma de la Trinidad. El gran científico inglés optó por no dar ninguna
batalla en un asunto que, entre otra cosas, le habría hecho perder su cátedra
lucasiana de Matemáticas. Bastante es que lograra no ser ordenado clérigo de
la Iglesia anglicana, algo que en principio se le exigía al ocupante de dicha cáte
dra (la norma era habitual no sólo en este caso). La incuestionable honestidad
de Newton no le habría permitido jurar en falso, de modo que su expulsión
por hereje habría sido inmediata. De todas maneras, por este mismo motivo
no pudo acceder al cargo de director del Trinity College (paradojas de la vida:
pasó veintiséis años en una institución en la que la Trinidad figuraba hasta en
el nombre).
A Carlos II le sucedió en el trono el católico jacobo II, cuyos deseos de res
taurar los viejos poderes reales dieron lugar a la Gloriosa Revolución de 1688,
tras la cual perdió su trono. El problema de la aceptación o no del debatido
dogma debía resultar cuestión tan polémica como para que el Acta de Tole
rancia que se firmó en 1689, durante el reinado de Guillermo y Ana, a pesar
de marcar el principio del fln de las persecuciones religiosas, excluyera a los
unitaristas negándoles el derecho a mantener sus propias opiniones.
Newton guardó silencio toda su vida en relación con esta herejía, que, sin
embargo, jugó un importante papel en su forma de ver el mundo y la ciencia.
En contra de toda posición escéptica, defendió la capacidad de la razón huma
na para alcanzar la verdad. Según se ha dicho ya, ésta es única, pero se logra
por caminos diversos y heterogéneos. Ahora bien, no cabe pensar en la posibi
lidad de sostener a la vez ideas falsas con respecto al Creador e ideas verdaderas
en relación a lo creado. De ahí que la restauración del antiguo monoteísmo uni
tario debiera contribuir a la instauración de la auténtica ciencia capaz de desve
lar el enigma del universo.
En este sentido, Newton concibe sus propios hallazgos en filosofía natu
ral como su personal contribución al conocimiento del que el ser humano es
capaz por voluntad divina. Puesto que no ha podido o no ha querido difun
dir su verdad religiosa antitrinitaria, sí quiere y puede publicar su verdad cien
tífica. Los Phibsophiae Naturalis Principia Mathematica exponen el sistema del
mundo que resulta de su consideración mecánica, sin que haya en esa obra
más referencia al Dios Todopoderoso único y unitario que la que se permite
en las brevísimas páginas del Escolio General añadido a la segunda edición.
Pero teología y filosofía natural son al anverso y el reverso de la misma mone
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da, que a su vez se corresponden con esas dos formas de revelación divina que
son la Biblia y la Naturaleza.
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de Kepler, había establecido que esta fuerza de alejamiento del centro, que se
genera en los desplazamientos circulares, era inversamente proporcional al cua
drado de la distancia al centro de la correspondiente órbita. Incluso había con
siderado la posibilidad de extender la acción de la gravedad terrestre a la Luna
(¿quizá tras la observación de la caída de una manzana en el jardín de su casa?).
Pero, hasta entonces, Newton se había desenvuelto dentro del esquema carte
siano básico de un equilibrio entre la presión hacia el centro de la materia eté
rea que rodea a los planetas y el esfuerzo de alejamiento de éstos orientado en
la dirección contraria.
Pese a la escasa predisposición de Newton a conceder el menor mérito a
Hooke, su eterno adversario, apenas puede ponerse en duda el papel que éste
jugó en la sustitución de la fuerza centrífuga por la fuerza centrípeta (bautiza
da así por Newton debido a que era contraria a la de Huygens). Como se verá
en las páginas que siguen, sin dicha sustitución hubiera sido imposible el trán
sito hacia la noción de atracción gravitatoria universal, en virtud de la cual todos
los cuerpos del universo interactúan unos con otros. Aun cuando el desarro
llo de la hipótesis hasta sus últimas consecuencias fue obra de Newton, el pis
toletazo de salida lo dio Hooke.
A principios de la década de los ochenta, Hooke, Wren, Halley y otros
barajaban también la fórmula de la inversa del cuadrado de la distancia apli
cada a la fuerza planetaria. Pero lo que no se lograba hallar era la conexión
entre esta ley de fuerza y la ley de las órbitas elípticas de Kepler. Éste fue el
problema que llevó a Halley, en agosto de 1684, a emprender viaje desde Lon
dres a Cambridge para entrevistarse con Newton (epígrafe 5.1). Al plantearle
la cuestión del tipo de órbita que resultaría matemáticamente de la aplicación
sobre el planeta de una fuerza orientada hacia el Sol que decreciese con el cua
drado de la distancia, obtuvo una respuesta inmediata: la órbita será una elip
se. Sin embargo, la demostración de la relación entre trayectorias elípticas y
fuerzas centrípetas fue remitida por Newton meses después en un opúsculo
del que hizo diversas redacciones y que llevaba por título De Motu corporum
(en realidad, la solución aportada por Newton no partía de la consideración
de la fuerza para hallar la trayectoria, sino, a la inversa, comenzaba por la tra
yectoria elíptica y a partir de ella calculaba la fuerza).
A pesar de tratarse de un obrita de muy pocas páginas, en ella encontra
mos ya los elementos dinámicos principales de los que se va servir en los Prin
cipia para describir el movimiento no inercial de planetas, satélites y cometas.
Abandonando definitivamente las explicaciones del movimiento curvilíneo
basadas en fuerzas centrífugas, el De Motu se abre con la definición de la fuer
L a filosofía natural de Isaac Newton
za centrípeta (aquí es donde aparece así denominada por vez primera), a la que
se añade un fuerza inherente a los cuerpos que les hace perseverar en su movi
miento en línea recta. En virtud de la primera de ellas, los cuerpos se ven obli
gados a caer continuamente hacia el centro; debido a la segunda, oponen resis
tencia a ser apartados de la trayectoria tangencial inercial. De la combinación
de ambas (esto es, de la fuerza centrípeta y de la fuerza de inercia) derivan los
movimientos planetarios tal y como son descritos en las leyes de Kepler. A estas
alturas Newton ha prescindido ya del éter cartesiano basando su estudio, por
el contrario, en la ausencia de toda resistencia a los desplazamientos celestes
derivada del medio. Aun cuando nada se diga aquí acerca del espacio, ello abre
las puertas a la introducción de un espacio vacío absoluto que le aproximará
a posiciones atomistas y le alejará cada vez más del tipo de mecanicismo defen
dido por el filósofo francés.
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Tercera ley: “Con toda acción ocurre siempre una reacción igual y contra
ria: O sea, las acciones mutuas de dos cuerpos siempre son iguales y dirigidas
en direcciones opuestas” (Newton, 1987: 136).
La primera no es sino la ley de inercia expresada en los términos que son fami
liares a todos. Recoge en una sola dos leyes cartesianas, a saber, la de la conserva
ción del estado y la de la conservación de la dirección en línea recta (primera y
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defendido por Descartes, los planetas no podrían ser transportados por vórti
ces de materia sutil por la sencilla razón de que no cumplirían ni la primera
ni la segunda ley de Kepler. En consecuencia, la hipótesis de los remolinos,
torbellinos o vórtices no es compatible con los fenómenos celestes. Los movi
mientos deben ser descritos en espacios libres, esto es, vacíos (Libro II, Sec
ción XI, Proposición LUI, Escolio). No es preciso exponer el detalle de la rigu
rosa argumentación newtoniana en contra del modelo cosmológico cartesiano;
lo importante es la conclusión misma. Los desplazamientos de los astros han
de ser descritos mecánicamente, pero sin acudir al arrastre o empuje de una
supuesta materia interestelar circundante. Planetas y satélites no se mueven
alrededor de su cuerpo central como corchos llevados por la corriente de un
río. Si no se alejan inercialmente unos de otros apartándose del centro es debi
do no a la presión del éter, sino a la actuación de fuerzas centrípetas.
Prescindiendo por tanto del Libro II, lo que interesa conocer es el cami
no que conduce del tratamiento puramente matemático de las fuerzas centrí
petas a su consideración física en términos, primero, de fuerzas de atracción y,
después, de fuerzas de atracción gravitatoria. Cuando se llegue a este último
punto en el Libro III, la fuerza que aparta a los planetas de su movimiento rec
tilíneo (que tan afanosamente se busca desde la introducción de la inercia rec
tilínea en la primera mitad del siglo XVII) y la fuerza de la gravedad (que hace
descender los cuerpos en la superficie de la Tierra) habrán quedado sorpren
dentemente reducidas a una sola. En las antípodas de la explicación aristoté-
lico-escolástica del mundo, Tierra y cielo se unificarán de modo definitivo gra
cias a la fuerza centrípeta única que opera en cualquier lugar del espacio en el
que se encuentren cuerpos (masas), con total independencia del lugar que éstos
ocupen. El comportamiento no inercial de los cuerpos celestes y terrestres tie
ne una causa común.
En resumen, para comprender la aportación newtoniana a la construcción
de la mecánica celeste es preciso recorrer, a grandes rasgos, el camino que con
duce de la fuerza centrípeta (en vez de la centrífuga de Descartes, Huygens,
etc.) a la gravitación universal pasando por la noción de atracción. A ello se
dedicará éste y el próximo epígrafe. Cohén ha analizado con detalle este pro
ceso en varias obras; en lo que sigue se tendrá en cuenta su exposición del tema
(véase: Cohén, 1982 y 1983: en especial el capítulo 5.°. O también: Cohén,
1987 y 1989: 151-161).
En el Libro I Newton parte de un limitado sistema de elementos integra
do por un cuerpo reducido a una masa puntual (carente, por tanto, de tama
ño o figura) y un centro de fuerza alrededor del cual gira. Lo que desea deci
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seguía teniendo a muchos en el siglo XVII, a saber, qué impide a los planetas y
demás cuerpos celestes salirse por la tangente en línea recta con velocidad uni
forme. Y el descubrimiento de ese camino ha venido propiciado por la susti
tución de la fuerza centrífuga por la centrípeta.
En tercer lugar, Newton da entrada a su tercera ley del movimiento o ley
de la acción y la reacción. Ello trae consigo la necesidad de considerar el cen
tro de fuerzas no como un mero punto geométrico, sino como un segundo
punto-masa que no puede atraer al que gira a su alrededor sin ser atraído por
él. Tenemos así un sistema de dos cuerpos en interacción recíproca (que, cuando,
en el Libro III, se aplique en particular a nuestro sistema del mundo, corres
ponderá a un planeta y el Sol, o a un satélite y su planeta). Al comienzo de la
Sección XI del Libro I explícitamente afirma su intención de no seguir hablan
do de la fuerza centrípeta por la que un cuerpo tiende hacia un centro inmó
vil (ya que nada semejante existe en la Naturaleza), sino del p ar defuerzas cen
trípetas mutuas y opuestas por las que dos cuerpos tienden mutuamente el uno
hacia al otro. Y a continuación añade lo siguiente:
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y. . . Mecánica celeste (Libro III). De la atracción a la gravitación universal
La exposición newtoniana del sistema del mundo, tema del Libro III de
los Principia, parte de los resultados obtenidos en el Libro 1. Todo cuerpo que
se aparta del movimiento uniforme y rectilíneo y gira conforme estipulan las
leyes de Kepler, indica que sobre él se ejerce la acción de una fuerza centrípe
ta inversamente proporcional al cuadrado de la distancia. Ahora bien, un repa
so de los principales hechos establecidos por los astrónomos (que Newton rea
liza en el apartado titulado “ Fenómenos”) pone de manifiesto que los cinco
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Al afirmar que rodos los cuerpos gravitan unos hacia otros quiere decirse
que todos sin excepción “caen” , y no sólo los cuerpos pesados en la Tierra. En
efecto, ahora el movimiento orbital curvilíneo se va a explicar a partir de la
composición de uno inercial, orientado en la dirección de la tangente (trayec
toria AB de la figura 5.2), y otro descendente acelerado (trayectoria BC). Por
sí mismos los cuerpos celestes abandonarían su órbita siguiendo la línea AB;
s¡ esto no sucede es por la fuerza de la gravedad que produce una aceleración
centrípeta constante o, lo que es lo mismo, por el peso. El orden de los movi
mientos del mundo depende de la combinación de inercia y peso, convertido
este último en una fuerza variable universal, y no en una propiedad constan
te aplicable únicamente a los cuerpos terrestres. En definitiva, es posible com
poner los movimientos celestes de la misma manera que Galileo compuso los
movimientos de proyectiles; después de todo, la Luna o cualquier cuerpo que
gira alrededor de otro se asemejan a proyectiles que hubieran sido lanzados
con la velocidad adecuada, lo que les impide precipitarse sobre el centro.
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L a filosofía natural de Isaac Newton
tro en caso de que no actuara la fuerza de gravitación. Basta pues con la iner
cia y la gravedad, concebida como una fuerza centrípeta de atracción, sin que
haya, además, que hacer uso de fuerzas centrífugas.
En virtud de esta fuerza de gravitación universal, el sistema solar es un con
junto ordenado de cuerpos en interacción que se mantienen en órbitas estables
cumpliendo las leyes de Kepler. Ha de tenerse presente, sin embargo, que su gra
do de cumplimiento no será total a causa de las perturbaciones que producen
esas interacciones mutuas; tal como se dijo en el epígrafe anterior a propósito de
las masas puntuales, las órbitas tendrán una forma muy próxima a la elipse y las
áreas serán casi proporcionales a los tiempos. Lejos del Sol soberano de Kepler
del que dependían los desplazamientos planetarios, Newton nos propone un
mundo (limitado al sistema solar) en el que cada cuerpo determina, en propor
ción a su cantidad de materia, el movimiento de los demás. Si el Sol mantiene
algún privilegio no es debido a su naturaleza, sino sólo a su mayor masa, pero
su influencia no es en modo alguno única. Cada planeta, cada satélite, cada par
te de materia es ahora un centro de fuerza capaz de atraer y ser atraído.
No obstante, para poder decir con propiedad que se trata de una fuerza de
alcance universal, es preciso preguntarse si se aplica a esos esporádicos visitantes
de nuestra región de cielo visible que son los cometas. Según se recordará, desde la
Antigüedad y durante muchos siglos, los cometas habían sido considerados fenó
menos que acontecen en el mundo sublunar, razón por la cual su estudio corres
pondía al meteorólogo, no al astrónomo. Ya en la segunda mitad del siglo XVI,
autores como Tycho Brahe habían concluido, a partir del cálculo de la paralaje,
que la localización que necesariamente les correspondía se situaba por encima de
la Luna. Ello tenía como consecuencia inmediata la conversión de los cometas en
cuerpos celestes cuyo tamaño y forma de la órbita era preciso determinar.
1 1
Tal como se ha visto en el capítulo (epígrafe .6.4), a lo largo del siglo
XVII se discutió la posibilidad de establecer alguna analogía entre cometas, por
un lado, y satélites y planetas, por otro, a pesar de que algunas mediciones
indicaban que los primeros eran cuerpos que atravesaban el sistema solar. En
concreto, en lo que a la forma de la trayectoria se refiere, la cuestión era si
podía concebirse que giraran en una órbita cerrada, circular o elíptica, en tor
no a un cuerpo central (que debía ser especificado, puesto que podía tratarse
de nuestro Sol o de otra estrella), o bien si su trayectoria era más bien aproxi
madamente rectilínea, tal como, por ejemplo, pensaba Kepler, o incluso si des
cribían una cónica abierta (parábola), cosa que fue defendida por el astróno
mo alemán johann Hevelius. En ese caso los cometas serían cuerpos celestes
transitorios que no repetirían su paso por el Sol.
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L a filosofía natural de Isaac Newton
vitación al comienzo de este Libro III. El ciclo se cierra mostrando ahora que
de esa fuerza cabe a su vez inferir otros fenómenos, los cuales permiten poner
a prueba la teoría de Newton.
En concreto, estos nuevos fenómenos se referirán a temas tan fundamen
tales como los cometas (a los que se acaba de hacer referencia en el epígrafe
anterior), las mareas (debidas a la atracción gravitatoria conjunta del Sol y de
la Luna), el achatamiento en los polos de las esferas en rotación (lo que plan
teará el problema de la figu ra de la Tierra, tan debatido a lo largo del siglo
XVIII), o ciertas irregularidades del movimiento lunar (atendiendo a las pertur
baciones originadas por la presencia del Sol, y no sólo de la Tierra). Las pre
dicciones de Newton, hechas a partir de la ley de gravitación universal, se vie
ron confirmadas, afianzándose con ello la idea de que la fuerza de gravitación
era algo más que un invento artificial destinado a facilitar los cálculos.
Al explicar los movimientos planetarios no a partir de fuerzas centrífugas,
sino de fuerzas centrípetas, Newton ha dejado de atender al aparente esfuer
zo de los cuerpos en rotación por apartarse del centro para tomar en conside
ración una fuerza de dirección central que se ejerce sobre ellos desde el exte
rior. Lo que interesa, por tanto, es estudiar las fuerzas centrípetas en tanto que
fuerzas impresas. Cuando se busca la causa por la que un cuerpo cualquiera
abandona su estado inercia), la mirada no ha de recaer en la propia naturale
za del móvil (que en virtud de la fuerza de inercia tiende a perseverar en ese
estado), sino en una fuerza que se imprime desde el exterior.
Conforme a la ortodoxia mecanicista, sólidamente establecida por Des
cartes, un cuerpo sólo puede ser obligado a apartarse del movimiento unifor
me en línea recta cuando entra en contacto con otro, es decir, cuando éste segun
do lo empuja o arrastra. Así, la presión o el choque son las únicas causas
inteligibles de modificación del estado de los cuerpos, no concibiéndose en
modo alguno que puedan actuar a distancia. Pocas cuestiones suscitaban tan
to consenso como ésta: “nada actúa allí donde no está”. Y Newton no es la
excepción.
De hecho, tal como se ha visto, la fuerza centrípeta newtoniana es en prin
cipio entendida como fuerza de impulso, es decir, resultado de la sucesión inin
terrumpida de impactos orientados hacia el centro en el límite cuando At tien
de a cero, lo cual permite hablar de una acción continua sobre el cuerpo en
cuestión. De entrada, por tanto, la fuerza centrípeta es compatible con el mode
lo de descripción mecanicista. Pero el tema se complica cuando Newton gra
dualmente nos conduce de la noción de fuerza centrípeta a la de atracción y, a
su vez, de ésta a la de gravitación universal Pues, aunque cautamente se esfuer-
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netismo. Así, según el ponderado punto de vista de Westfall (que Cohén b Rup^t
Hall no comparten), la alquimia proporcionó a Newton el estímulo para Jómar
en consideración conceptos de los que jamás un filósofo mecanicísta'ordinario
se habría servido. Pero con ello se rebasaba la ontología de la filosofía mecani-
cista, de manera que inevitablemente la polémica con los cartesianos estaba ser
vida, a pesar de los esfuerzos del autor de los Principia por evitar la confronta
ción afirmando que impulso y atracción en el fondo significan lo mismo.
Hay, sin embargo, una diferencia fundamental entre Newton y los alqui
mistas que también señala Westfall. Aun cuando la inspiración para introducir
el concepto de fuerza de atracción se la hubiera proporcionado el principio alquí-
mico activo, en sus manos experimentó una transformación básica: fue cuanti-
ficada. Llegamos así al punto en el que finaliza el Escolio General de los Princi
pia: lo verdaderamente importante es haber hallado la ley de gravitación universal,
a pesar de tener que asumir las dificultades insolubles que esta noción plantea
ba y para las que no encontró una respuesta razonable. Es por ello que Newton
en modo alguno abandonó un programa mecánico de descripción de la Natu
raleza. Muy al contrario, desarrolló la más completa mecánica celeste que podía
concebirse en la época, sustentada en una mecánica racional. Pero esto no sig
nificaba otra cosa que mostrar la relación cuantificable que existe entre las fuer
zas que realmente operan en la Naturaleza y los movimientos celestes que obser
vamos. La filosofía natural, por tanto, ha de estar basada en principios matemáticos,
y son éstos los que la convierten en ciencia natural.
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Espacio y tiempo
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Teorías del Universo 11
esfera de las estrellas no había nada, esto es, n¡ cuerpos ni espacio vacío; sólo
era concebible un mundo, constituido por una sola Tierra, cinco planetas, el
Sol y la Luna, y dicho mundo no se aloja en un espacio y en un tiempo pre
vios e independientes.
En la Edad Media, en cambio, la aceptación de la Filosofía natural aristo
télica suscitó a los cristianos el problema (en el fondo más teológico que cos
mológico) consistente en determinar hasta qué punto las tesis del filósofo grie
go no suponían una limitación del poder divino. ¿Acaso Dios no podía haber
creado una pluralidad de mundos, sin conexión entre sí, separados por un vacio
imaginario infinito, si ésta hubiera sido su voluntad? Así, reflexiones teológi
cas condujeron a tomar una posición contraria a las tesis aristotélicas de la uni
cidad y finitud del cosmos, y con ello a adoptar un punto de vista distinto con
respecto a la mencionada posibilidad del espacio vacío.
Cuatro siglos después volvemos a encontrar este mismo asunto. Pero lo
que en la Baja Edad Media no pasaba de ser una disputa sobre todo acerca de
Dios y la creación, en la época de Newton tendrá importantes consecuencias
en el modo de pensar el propio espacio. Y es que en el siglo XVII lo que está
en juego es la ubicación de las estrellas en un hipotético espacio vacío infini
to. A favor se pronunciarán los pensadores atomistas que comienzan a proli-
ferar en la época; en contra se situarán Descartes y sus seguidores. En efecto,
este último comparte con los atomistas la defensa de un universo sin esfera
estelar, abierto, que se extiende por doquier sin límite alguno, en el que las
incontables estrellas pudieran a su vez ser soles en torno a los cuales giraran
planetas. Sin embargo, al ser toda extensión de carácter material, no puede
desdoblarse en extensión material o corpórea (cuerpo) y extensión vacía (espa
cio); en consecuencia, la filosofía natural cartesiana excluye toda posibilidad
de un espacio vacío interestelar.
Éste es el estado de cosas al que ha de enfrentarse Newton en lo que al
tema del espacio se refiere. Sus juveniles lecturas de autores como el atomista
Gassendi o Descartes (al margen de la enseñanza escolástica que recibía en las
aulas universitarias) le llevarán a tener que decantarse, bien por la identifica
ción cartesiana entre materia y extensión, cerrando la posibilidad a la existen
cia de un espacio vacío independiente de los cuerpos, bien por la defensa del
espacio y también del tiempo como “continentes absolutos” de los movimientos,
según palabras de Gassendi, que existen por sí mismos y continuarían exis
tiendo incluso en el caso de que Dios aniquilara el universo.
A juzgar por el escrito redactado en los años inmediatamente anteriores a
1670 y titulado De Gravitatione et aequipondio fluidorum (Sobre la Gmvita-
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Espacio y tiempo
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Teorías del Universo II
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Espacio y tiempo
aprecian en este último. Newton pudo así escuchar de los labios de Barrow
ideas referidas a un espacio absoluto al margen de la materia, vacío, penetra
ble e inmóvil, en el que están localizados los cuerpos de nuestro mundo y cua
lesquiera otros mundos que pudieran existir. Asimismo se refirió a un tiempo
absoluto, el cual transcurre con total independencia de los movimientos que
nos permiten medirlo. El movimiento, en consecuencia, será la traslación en
el espacio y en el tiempo, en contraste con lo defendido por Descartes. Lo que
no hallamos en Barrow es el “espíritu de la naturaleza” de More llenando el
espacio. Simplemente apuesta por una posición inequívocamente realista, que
le llevará a atribuir realidad física a una extensión geométrica que no se iden
tifica con la extensión de los cuerpos. El espacio existe antes de la creación del
mundo y se extiende hasta el infinito, siempre más allá de los confines de cua
lesquiera mundos creados por Dios, a modo de receptáculo universal de todas
las cosas.
El hecho es que, a mediados de la década de los setenta, Newton parece
haber adoptado ya ciertas decisiones importantes con respecto al espacio (y
secundariamente al tiempo) que le aproximan a More y a Barrow y le alejan
de Descartes. Así, en el escrito anteriormente citado, De Gravitatione, se indi
na de manera explícita en favor de una concepción no relacional de espacio y
tiempo. Veinte años después retomará y desarrollará ideas muy similares en
los Principia, concretamente en el famoso Escolio a la Definición VIH. En dicho
Escolio se diría que únicamente mantiene su filiación con las ideas del mate
mático Barrow y no del metafísico More, ya que en él no hace la menor alu
sión a cuestiones que no sean de pura y estricta filosofía natural. Pero el Esco
lio General, añadido a la segunda edición de los Principia, y ciertas “Cuestiones”
de la óptica ponen de manifiesto que Newton nunca dejó de compartir algu
nas de las opiniones metafísico-teológicas de More en relación con el espacio
y la omnipresencia divina, así como sobre el tiempo y la eternidad de Dios
(epígrafe 6.8 de este capítulo).
cidiendo con los años de formación en Cambridge, durante los cuales tuvo
ocasión de asistir a las clases de matemáticas impartidas por Isaac Barrow. Hay
que destacar la prioridad que la noción de espacio tenía en la época sobre la
de tiempo, entre otras cosas por la importancia que el tema de un posible espa
cio vacío interestelar tenía para la descripción de los movimientos planetarios.
El anticartesianismo de Newton, que le llevará a decantarse por un espa
cio vacío absoluto, se pone de manifiesto en el manuscrito de veinticinco pági
nas ya mencionado, De Gravitatione et aequipondio fluidorum (Sobre la Gra
vitación y el equilibrio de los fluidos), no publicado por Newton y que no ha
visto la luz hasta este siglo (Newton, 1978a: 89-121, trad. inglesa: 121-156).
Pese a que estaba destinado a ser un tratado de hidrostática, de hecho se con
virtió casi exclusivamente en una reflexión crítica acerca del modo cartesiano
de concebir el espacio, el movimiento y la materia.
Según ha sido expuesto en páginas anteriores, Descartes había distingui
do entre el movimiento propiamente dicho definido filosóficamente y el movi
miento en el sentido en el que lo emplea el vulgo. Lo que diferencia uno de
otro es la determinación del sistema de referencia. En términos generales, movi
miento es cambio de relación entre un cuerpo y un referente extrínseco a él,
al que puede denominarse lugar. Luego movimiento es cambio de lugar (y no
un proceso interno que afecte a la naturaleza del móvil, como ocurría en Aris
tóteles). Ahora bien, caben dos posibilidades.
La primera consiste en suponer que se puede determinar el estado de un
cuerpo en relación a un ilimitado número de lugares (las paredes del camarote
de un barco, el puerto del que salió, la Tierra, el Sol, etc.). En ese caso, a dicho
cuerpo le corresponderá simultáneamente una multitud de estados distintos sin
que entre ellos se dé incompatibilidad alguna. Y puesto que la elección entre
uno u otro lugar corresponde al observador, en realidad el movimiento no será
una propiedad de los seres corpóreos (como lo es la extensión), sino algo que
dependa de nuestro “pensamiento”. Así, el estado de reposo o de movimiento
de un cuerpo vendrá definido por el cambio de lugar, esto es, por la modifica
ción de la posición en relación a otro cuerpo que queramos elegir arbitraria
mente como término de referencia al margen de la distancia que los separe. En
consecuencia, para Descartes, movimiento en sentido vulgares el cambio de
posición con respecto a cuerpos cualesquiera, próximos o alejados.
Sin embargo, esto no resulta enteramente satisfactorio. En efecto, intere
sa poder definir aquel estado de movimiento que es propio del cuerpo en un
momento dado prescindiendo del factor de convencionalidad y arbitrariedad
que introduce el observador. Propiamente, un cuerpo se halla en un único esta
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Espacio y tiempo
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Teorías del Universo l ¡
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Teorías del Universo II
to, el espacio va a ser concebido como una estructura continua de puntos, líneas
y superficies, un entramado de partes de extensión yuxtapuestas e inseparables
entre sí, ya que un hipotético alejamiento unas de otras daría lugar a impen
sables “huecos” o “agujeros” dentro de esa fina red espacial. En dicha estruc
tura continua se hallan contenidas todas las figuras geométricas (esferas, cubos,
triángulos, rectas, etc.), hasta el punto de que “el trazo material de una figura
cualquiera no supone la nueva producción de esa figura en el espacio, sino sólo
su representación corpórea de manera que lo que antes era imperceptible en
el espacio, ahora aparece como existiendo para los sentidos” (Newton, 1978a:
100, trad.: 132 y 133). La extensión continua tridimensional del geómetra tie
ne ahora realidad física. En ella están, aunque no perceptiblemente, las figu
ras geométricas estudiadas por Euclides y sus sucesores, ya que dichas figuras
no son sino el conjunto de puntos, líneas y superficies que constituyen esa rea
lidad del espacio absoluto.
Según esto, moverse en términos verdaderos y absolutos significa atravesar, en
un tiempo dado, una parte o región de este continuo espacial que preexiste a todo
móvil. Sólo de esta manera será posible definir la velocidad uniforme y la trayec
toria rectilínea, lo que quiere decir que el espacio absoluto permite otorgar un sen
tido definido a la ley de inercia. Además, al igual que pensaban More y Barrow,
el espacio “se extiende hasta el infinito por todos sus lados”, “sus partes son inmó
viles” y “posee una duración eterna y una naturaleza inmutable”. Pero donde se
más claramente se pone de manifiesto la afinidad de Newton con las tesis meta
físicas del platónico de Cambridge es en textos como el que sigue:
El espacio es una afección del ser en tanto que ser. Ningún ser existe o
puede existir sin estar relacionado de alguna manera con el espacio. Dios
está en todas partes; los espíritus creados están en alguna parte; el cuerpo
está en el espacio que llena; y todo aquello que ni está en todas partes ni
está en alguna parte, carece de ser (Newton, 1978a: 103, trad.: 136).
Resulta así que la ubicuidades una propiedad de los seres, tanto materia
les como espirituales, e incluso del propio Dios. Todo cuanto existe ha de estar
en alguna parte, con la sola diferencia de que, mientras que los seres creados
están en algún lugar del espacio, Dios está presente simultáneamente en todos
los lugares a la vez. La omnipresencia se revela como un atributo exclusivo de
la divinidad. Su presencia se extiende infinitamente, sin que por ello deba supo
nerse que está constituido por partes divisibles como los cuerpos. Y lo mismo
podría decirse de la duración: Dios existe eternamente, de modo que la eter
nidad es otro de sus atributos.
E sp ad o y tiempo
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Teorías del Universo II
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Espacio y tiempo
sar que los lugares primeros se muevan. Por tanro, éstos son lugares abso
lutos y únicamente las traslaciones desde estos lugares son movimientos
absolutos.
Mas como estas partes del espacio no pueden verse y distinguirse unas
de. otras por medio de nuestros sentidos, en su lugar utilizamos medidas
sensibles. Por las posiciones y distancias de las cosas a un cierto cuerpo que
consideramos inmóvil, definimos todos los lugares; posteriormente inter
pretamos todos los movimientos por respecto a los antedichos lugares, en
tanto que los concebimos como pasos de los cuerpos por estos lugares. Así,
usamos de los lugares y movimientos relativos en lugar de los absolutos y
con toda tranquilidad en las cosas humanas: para la Filosofía, en cambio,
es preciso abstraer de los sentidos. Pues es posible que en la realidad no
exista ningún cuerpo que esté en total reposo, al que referir lugar y movi
miento (Newron, 1987: 127-130).
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E sp ad o y tiempo
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Teorías del Universo II
tos, poniendo en juego argumentos que preludian los que a finales del siglo
XIX empleará E. Mach (Berkeley, 1993 y Mach, 1949).
Sin embargo, tanto el propio Newton como sus seguidores creían disponer
de importantes argumentos a su favor, que, simplificando la cosas, podrían redu
cirse a dos clases. Unos se refieren al espacio y tiempo verdaderos en cuanto
prerrequisitos de la ley de inercia. Otros tienen que ver con la imposibilidad
de relativizar aquellos estados mecánicos en los que intervienen fuerzas (ace
leraciones), de modo que, al menos para dichos estados, se hace necesario defi
nir marcos absolutos de referencia.
Quien expuso con más claridad la primera clase de argumentos no fue el
propio Newton, sino Leonhard Euler, del que nos ocuparemos en el próximo
epígrafe. En cambio, la segunda clase de ellos se contiene en los Principia, y
concretamente en las páginas del “Escolio a la Definición VIH” que venimos
comentando y al que regresaremos en el epígrafe 6.6.
144
Espacio y tiempo
ció y el tiempo. En: Euler, 1985: 39-51). En dicha memoria, Euler manifiesta
explícitamente que, si el principio de inercia puede considerarse como una
“verdad indiscutible” bien establecida por la mecánica, entonces no cabe sino
admitir la realidad del espacio y del tiempo absolutos (sobre la noción de espa
cio en Euler, véase Euler, 1985: 19-28 y Rioja, 1984: 298-313).
Analizando en primer lugar la noción de reposo, Euler criticará (cuando
había transcurrido ya un siglo desde la muerte de Descartes) que dicha noción
pueda ser adecuadamente definida si se toman como término de referencia los
cuerpos circundantes de aquél cuya posición se trata de determinar. Pues, tal
como planteó Newton con todo acierto, un cuerpo puede mantener su posi
ción con respecto a los que lo rodean, bien porque unos y otros permanezcan
en reposo (por ejemplo, en un agua estancada), bien porque todos ellos se mue
van conjuntamente, no modificando sus distancias relativas (debido a que el
agua hubiera empezado a correr; ése sería el caso de la Tierra cartesiana en el
éter). Ahora bien, en este último supuesto sería necesario que una fuerza actua
ra sobre el cuerpo, ya que, de lo contrario, debido a la propiedad de la mate
ria que llamamos inercia, el mencionado cuerpo permanecería en reposo tan
to en un agua estancada como en un agua que fluye (aquí la propia corriente
sería la que ejercería una fuerza de empuje sobre el cuerpo en cuestión).
La inercia no se rige por los cuerpos vecinos, y también hay que excluir
que sean cuerpos alejados, como las estrellas fijas, los que dirijan esa inercia de
la materia. La conservación del estado de los cuerpos no puede estar goberna
da por la relación de unos cuerpos por otros.
Si en vez de atender al reposo, consideramos ahora el movimiento unifor
me en la misma dirección, Euler extrae idéntica conclusión en lo que al espa
cio y al tiempo se refiere. “Pues, si el espacio y el tiempo no fueran más que la
24S
Teorías del Universo ¡I
relación entre cuerpos coexistentes, ¿qué sería la misma dirección!" (Euler, 1985:
48). No sería posible determinar ésta mediante cuerpos que a su vez se mue
ven y cambian de dirección entre sí.
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Espacio y tiempo
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Teorías del Universo II
Las causas, por las que los movimientos verdaderos y los relativos se
distinguen mutuamente, son fuerzas impresas en los cuerpos para produ
cir movimientos. El movimiento verdadero ni se engendra ni se cambia, a
no ser por fuerzas impresas en el mismo cuerpo movido; en cambio, el
movimiento relativo puede generarse y cambiarse sin fuerzas impresas en
tal cuerpo (Newton, 1987: 131).
Los efectos por los que los movimientos absolutos y los relativos se dis
tinguen mutuamente son las fuerzas de separación del eje de los movi
mientos circulares. Pues en el movimiento circular meramente relativo esas
fuerzas son nulas, pero en el verdadero y absoluto son mayores o menores
según la cantidad de movimiento (Newton, 1987: 131).
z jo
Espacio y tiempo
Los efectos por los que los movimientos absolutos y los relativos se dis
tinguen mutuamente son las fuerzas de separación del eje de los movi
mientos circulares. Pues en el movimiento circular meramente relativo estas
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Espacio y tiempo
por tanto, de partir del reposo tanto del agua (móvil a estudiar) como del cubo
(sistema de referencia elegido para determinar el estado del móvil). A partir
de aquí interesa analizar el proceso en dos etapas diferentes.
En la primera de ellas, la cuerda comienza a soltarse y, por tanto, el cubo
a girar, sin que la superficie del agua muestre la típica superficie cóncava pro
pia de los fluidos en rotación. Por el contrario, se mantiene plana, exactamente
igual que ocurría cuando cubo y agua no habían empezado a girar. Ello se debe
a que el cubo no ha comunicado todavía su movimiento al agua, razón por la
cual ésta no muestra tendencia alguna a apartarse del centro de rotación ni se
derrama fuera de los bordes del recipiente. ¿Cuál es el estado mecánico del
agua en esta primera etapa? Puesto que el movimiento del cubo no se ha trans
mitido al agua, habrá que concluir el reposo de ésta, lo que explica la carencia
de fuerzas centrífugas. Pero, si nos atenemos al cambio de relación como cri
terio de movimiento, agua y cubo no comparten una misma velocidad angu
lar, lo que quiere decir que no se desplazan conjuntamente. Luego el agua, con
respecto al cubo, está en movimiento. Ahora bien, el estado real del agua ven
drá definido por lo que no es convencional, por lo que no depende de la elec
ción arbitraria del sistema de referencia. La ausencia de fuerzas centrífugas es
indicio de una rotación puramente relativa y aparente; sólo cuando dichas fuer
zas comiencen a hacer acto de presencia nos hallaremos ante una rotación ver
dadera y absoluta. En conclusión, por tanto, al comienzo de nuestro experi
mento el agua se halla en un estado de movimiento relativo (con respecto al
cubo) y de reposo absoluto.
Si continuamos observando el fenómeno, advertiremos que, poco después,
el agua empieza a rebasar las paredes del cubo, al tiempo que la forma de su
superficie se hace cóncava. Ello quiere decir que el movimiento del cubo ya
ha sido comunicado al agua, o sea, que ésta ha abandonado su reposo inicial
y ha emprendido un movimiento de giro acompañando al cubo en su rota
ción. Cuando las velocidades angulares de agua y cubo sean las mismas, no
habrá el menor cambio de posición relativa. Luego, en esta segunda etapa, el
agua se hallará en estado de reposo relativo con respecto al cubo (lo mismo que
la Tierra cartesiana en el éter). Pero ahora la aparición de fuerzas centrífugas
será el signo inequívoco de que nos encontramos ante un movimiento circular
absoluto.
El paralelismo entre el ejemplo de Newton y el caso de la Tierra (o el res
to de los planetas) en el sistema cosmológico de Descartes es manifiesto. De
ahí que, tras el largo texto anteriormente citado, concluya lo siguiente.
Espacio y tiempo
*57
Teorías del Universo II
(Newton, 1987: 646 y 647). Luego la Tierra (y el resto de los cuerpos celes
tes) ha de tener un diámetro más corto entre el polo Norte y el polo Sur que
en la dirección este-oeste. Es decir, no será una esfera perfecta, sino un esfe
roide achatado con un paralelo máximo en el ecuador. Mirada desde fuera,
parecerá estar achatada por los polos.
El asunto era del mayor interés, entre otras razones porque de los presu
puestos de la física cartesiana se deducía lo contrario. La Tierra, en reposo rela
tivo en el éter y en movimiento relativo en torno al Sol, debería más bien adop
tar la forma de un esferoide alargado con la distancia entre los polos mayor
que el diámetro del ecuador, a consecuencia del impulso proporcionado por
el mencionado éter. Luego la cuestión de la forma de la Tierra se situaría, por
razones obvias, en el centro de las disputas entre cartesianos y newtonianos a
lo largo del siglo XVIII (de este tema se dará cumplida cuenta en el volumen
tercero de la presente obra).
La confirmación de una u otra hipótesis exigía trasladarse a lugares de lati
tudes muy alejadas (ecuador y polo), para lo cual se organizaron las corres
pondientes expediciones. Autores como el matemático francés Pierre Louis
Moreau de Maupertuis (1698-1759) y el también matemático de igual nacio
nalidad Alexis Claude Clairaut (1713-1765), entre otros, trataron de contrastar
empíricamente la hipótesis de Newton acerca de la forma de la Tierra. Para
ello emprendieron en 1736 viaje a Laponia, a fin de medir un grado de meri
diano cerca del polo Norte. Charles Marie de La Condamine haría lo propio
en el ecuador, en concreto en el virreinato del Perú. Los resultados obtenidos
confirmaron la predicción newtoniana, pero eso corresponde ya a un capítu
lo de la historia posterior a la muerte de Newton.
La rotación de la Tierra no afecta de modo sensible a la caída de los gra
ves o a los movimientos de los proyectiles, de modo que los argumentos de
Galileo en contra de los escolásticos son correctos, si bien sólo por aproxima
ción (véase Teorías del Universo, vol. I, epígrafe 4.1.6). Es cierto que todo com
parte el movimiento de la Tierra, lo que implica la necesidad de hacer inter
venir una componente horizontal de los movimientos en la dirección oeste-este,
componente que Galileo consideró inercial. Pero, sí se trata del movimiento
que los móviles terrestres comparten con la Tierra, éste ni es uniforme ni es
rectilíneo. Bien es verdad, sin embargo, que a efectos prácticos puede consi
derarse como tal, dada la escasa longitud de los desplazamientos de dichos
móviles en relación con el diámetro terrestre.
Aun cuando Newton no lo diga explícitamente, a lo anterior no tiene nada
que objetar. Pero sí quiere dejar claro que la Tierra, por ser una esfera en rota
158
Espacio y tiempo
2 J9
Teorías del Universo 11
Y, sin embargo, visto desde el siglo XX, hoy menos que nunca podemos
considerar más “verdadera” una descripción que otra. La razón de esto des
borda los límites de este libro, pero quizá sea oportuno mencionar siquiera el
tema en tan sólo algunas líneas. Según se ha indicado con anterioridad, en
el contexto de la mecánica newtoniana, al no ser equivalentes aceleración y
reposo, tampoco lo serán las dos astronomías que se basan, una, en el reposo
de la Tierra y otra, en el movimiento acelerado de ésta. Se trata de estados
mecánicos discernibles que permiten decantarnos en favor, bien de la teoría
que defiende el reposo de la Tierra, bien de la que defiende la aceleración de
ésta. La teoría de la relatividad general de Einstein, sin embargo, al ampliar la
validez del principio de relatividad para sistemas tanto inerciales como no iner-
ciales, establecerá la equivalencia entre un sistema en reposo (en un campo
gravitatorio) y un sistema acelerado (en un campo carente de gravedad). Lo
cual quiere decir que los mismos fenómenos mecánicos han de tener lugar en
uno y otro sistema, de manera que ningún observador podrá decidir el estado
de su sistema a partir de la observación de los fenómenos que acontecen en él.
Al igual que le sucedía al observador galileano, de la contemplación de la caí
da de un grave o del movimiento de un proyectil, por ejemplo, no podrá con
cluir si su sistema se mueve o no. La importante diferencia con respecto al caso
clásico consiste en que, si entonces no se podía diferenciar el movimiento iner-
cial del reposo, ahora lo que habrá perdido todo significado físico es la distin
ción entre aceleración y reposo.
De esto deriva algo fundamental para el tema que nos ocupa. A partir de
la teoría de la relatividad, no será posible establecer el carácter absoluto de nin
gún tipo de movimiento, ni inercia! ni acelerado. Todos los estados son relativos
y, en consecuencia, los sistemas de referencia también. Ello supone algo que aquí
no es posible analizar: las propias fuerzas de gravitación han de ser relativiza-
das, para lo cual será necesario abandonar la métrica euclídea del espacio o,
mejor, del espacio-tiempo. Y si esto ocurre con las fuerzas centrípetas, otro
tanto cabe esperar de las centrífugas (la relativización de las fuerzas centrífu
gas ya había sido planteada por el físico austríaco Ernst Mach a finales del siglo
X I X [Mach, 1949]). Pero, dejando esta cuestión de lado, únicamente interesa
subrayar esa relativización de todos los movimientos llevada a cabo por Eins-
tein, en virtud de la cual cabe afirmar tanto el movimiento de A con respecto
a B, como el de B respecto de A, incluso en el caso de que el movimiento en
cuestión sea acelerado.
Aplicado lo anterior a la Tierra y al Sol, evidentemente supone que ya no
tendrá sentido afirmar que es la Tierra la que “verdaderamente” acelera en rela-
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Espacio y tiempo
z6i
Teorías del Universo l¡
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Espacio y tiempo
Einstein pondría fin al utópico sueño de plantear una visión absoluta del uni
verso, ligada a un sistema de referencia inmóvil. Pero Newton nunca dejó de
perseguir esa fantástica meta que a los antiguos geocéntricos no hubiera resul
tado ajena. Después de todo, los paraísos perdidos nunca dejan de añorarse, y
una estática Tierra reposando eternamente en el centro del mundo es sin duda
uno de ellos.
267
Epílogo
Y así este libro finaliza con el análisis de la teoría mecánica del universo
formulada por Newton en 1687. Atrás queda para siempre el cosmos esférico
y geocéntrico concebido por los griegos y heredado por medievales y rena
centistas. Desde la publicación del De Revolutionibus de Copérnico, a media
dos del siglo XVI, la sustitución del viejo mundo por otro de características
enteramente diferentes resultó una tarea tan necesaria e inevitable como difí
cil y compleja. Al siglo del Barroco correspondería protagonizar la aventura
de alumbrar un nuevo universo en el marco de una concepción mecanicista
de los procesos y operaciones que acontecen en la Naturaleza.
La antigua división del cosmos en dos regiones bien definidas y cualitati
vamente distintas, el Cielo y la Tierra, tuvo que ceder el paso a una radical
homogeneización de ambas. Si es el Sol el que ocupa la posición central y la
Tierra, en cambio, resulta ser un planeta más, ya no había razón para seguir
manteniendo dos planteamientos físicos diferentes, uno celeste y otro terres
tre, tal como propugnaban la física y la cosmología aristotélico-escolásticas,
todavía presentes en la universidad del siglo XVII. Nada impedía pensar en una
sola clase de materia, ya fuera ésta la extensión cartesiana o la masa newtonia-
na. Asimismo, los movimientos celestes o terrestres deberían estar regidos por
las mismas leyes generales, cuya validez sería independiente de la parte del
mundo a la que se aplicaran o del orden de magnitud de los cuerpos.
Todo ello constituyó un ambicioso programa a desarrollar en filosofía natu
ral, capaz de integrar hallazgos parciales debidos a Kepler, Galileo, Descartes
o Huygens, entre otros. Dicho programa es el que Newton aborda en sus Phi-
losophiae Naturalis Principia Mathematica, de modo que cabe hablar de una
auténtica síntesis newtoniana basada en su famosa ley de gravitación univer
sa l Frente al antiguo cosmos jerárquicamente organizado desde la periferia
hasta el centro, los hombres y mujeres de finales del siglo XVII tuvieron que
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Teorías del Universo II
270
Epilogo
Damos así por concluido el volumen segundo de la presente obra con la filo
sofía natural de Newton. Le seguirá un tercero que, por la naturaleza misma de
los hechos, ha de presentar un perfil diferente. El sistema newtoniano supone un
punto final en relación a la destrucción del antiguo cosmos vigente durante más
de veinte siglos (con el largo paréntesis de la Alta Edad Media), pero también el
inicio de nuevas y más precisas investigaciones. Si lo narrado hasta aquí ha cul
minado en la construcción de un marco teórico general de carácter mecánico, pro
cede ahora descender al detalle de los datos que permitieron poner a prueba ese
marco general verificando alguna de sus predicciones y afianzando la validez de
una teoría que, en vida de Newton, no había hecho sino dar sus primeros pasos.
Por tanto, el volumen tercero se inicia en el siglo XVIII. El ilustre inglés
murió en 1727, si bien su fecundidad intelectual se había extinguido bastan
tes años antes. A otros aguardaba la tarea de escudriñar los secretos del uni
verso teniendo como herramienta la teoría de la gravitación newtoniana. Atrás
quedaba la construcción de grandes sistemas físico-filosóficos propia del siglo
XVII (como ha sido el caso de Descartes o del propio Newton), para atender a
partir de este momento a algo no menos importante: la resolución de gran
cantidad de problemas concretos, dispersos y fragmentarios, tanto de índole
matemática como empírica, que facilitaron un conocimiento más preciso de
los fenómenos celestes y condujeron a hallazgos de carácter astronómico y cos
mológico absolutamente novedosos. En concreto, contar lo acontecido a lo
largo de los dos siglos siguientes a la desaparición de Newton es el objetivo del
volumen tercero. En él se pretende evitar un tratamiento bastante habitual en
las obras de este estilo, consistente en transitar con una velocidad ciertamen
te sospechosa por el periodo que abarca desde la obra de este autor hasta la
cosmología de comienzos del siglo XX. Parecería que la investigación del uni
verso hubiera sido casi inexistente durante los siglos XVIII y XIX, pero ni los
ilustrados fueron meros epígonos de Newton, ni los decimonónicos única
mente el precedente de la gran macrofísica del siglo XX.
Con respecto al siglo de la Ilustración, conviene decir que, en efecto, esa
época no se caracterizó por erigir una nueva teoría global acerca del universo,
sino por tratar de poner a prueba el newtonianismo en aspectos diversos rela
cionados con los astros pertenecientes e, incluso, no pertenecientes al sistema
solar. Por otro lado, si bien es cierto que la ciencia ilustrada estuvo bajo la
influencia de la figura de Newton, el mecanicismo cartesiano no murió súbi
tamente. Su abandono gradual, no sin resistencia, fue consecuencia de la fal
ta de confirmación que tuvieron sus pronósticos; exactamente lo contrario de
lo que sucedió con el sistema mecánico de su contrincante británico.
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Epilogo
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Epílogo
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Epílogo
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Teorías del Universo 11
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clepsidra, 7 3 ,9 9
aberración, 2 7 ,3 3 ,3 5 ,4 4 cometas, 59- 6 2 ,1 4 1 ,1 4 2 , 217,218
Académie Montmort, 164 Copérnico, N., 42, 55, 145, 14 8 ,1 5 5 ,1 5 6 ,
Acadímie Royale des Sciences, 43,84,85,89,164 262,264
Accademia dei Lincei, 164 Cotes, R., 223
Accademia del Cimento, 164, 166
Ad ViteUionemparalipomena (Kepler), 25,30,
35 D
Aristóteles, 59.62, 111, 112, 113, 119, 232
ascensión recta, 106 De Gravitatione (Newton), 180, 228, 231-238
astrolabio, 7 6 ,7 7 ,9 4 ,9 5 declinación, 106
Auzout, A., 60,91 Descartes, R., 121-152, 173, 193. 202, 228
Véase Dioptrique
Véase El Mundo
B Véase Los Principios de la Filosofía
cantidad de movimiento, 137
Bacon, F., 86-89 cosmología, 138-145
Véase Nueva Atlántida el movimiento y sus leyes, 132-138
Barrow, I., 230, 231, 234, 236 gravedad y fuerza centrifuga, 160-163
Bartbolin, E., 49 inercia (rectilínea), 132-136, 154
Beeckman, I., 113 luz, 144,145
Berkeley, G., 241, 243 relatividad del movimiento, 148-152,232,233
Brahe, T., 4 2 ,4 7 ,4 9 , 59, 63, 110, 163 teoría de la materia, 127-130, 144, 145
Borelli, G. A., 166-168,173, 177,193. 218 vórtice, 131, 134
Boyle, R., 160 Dioptrice (Kepler), 33, 34
Bruno, G., 113,115, 257 Dioptrique (Descartes), 23, 35, 36
Buot, J., 90 Disssertario cum Nuncio Sidéreo (Kepler), 29-33
Divini, E., 47,91
C
E
Campan!, G., 47
Cassini, G. D., 47,48,57,58,60,90,103,218 eclíptica, 105
Clairaut, A. C., 258 El Mundo o el Tratado de la Luz (Descartes),
Clarke, S., 240, 241 123-126
Teorías del Universo II
Eratóstenes, 6 9 ,7 6 ,7 9 K
estereografía, 80
Estrabón, 69 Kepler, J „ 60, 183
Euler, L „ 244-248 Véase Ad Vitellionem paralipomena
Véase Dioptrice
Véase Disssertatio cum Nuncio Sidéreo
F gravedad, 159, 160
Newton y las leyes de Kepler, 207-217
Finé, O., 9 5,96 perfeccionamiento del telescopio, 29-34
Flamsteed, J., 92, 106, 186, 187
Fontana, F., 48
Frisius, R. G., 9 5,96 L
286
índice de autores y m aterias
O T
paralaje, 55,58, 6 1 ,6 3 ,6 4
U
paralelo, 70
Petit, P., 60
unitarismo, 191
Philosophiae Naturalis Principia Mathematica
(Newton), 197-199
Picard, J., 90,91
V
Porta, G. della, 2 5 ,3 0 , 86
portulanos, 7 8 ,7 9
proyección azimutal, 81 Venus (fases), 57, 5 8 ,6 3
Vinci, L. da, 52
proyección cilindrica, 81
Ptolomeo, 75, 76
W
R
Wallis, C. G., 202
Rheita, A. M., 48 Wren, Ch., 92, 183, 196, 202
Riccioli, G. B., 4 6 ,4 7 Wright, E., 82
287
sín te sis
O O J