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SED SANTOS PORQUE YO SOY SANTO.

Por P. Raniero CANTALAMESSA, OFMCap

"Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios, y como a vosotros os he llevado sobre alas de águila y os he
traído a mí. Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad
personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación
santa" (Ex , 19,4-6).

Con estas palabras que Dios dirige a Moisés se abre el relato de la alianza del monte Sinaí. Estas palabras
presentan ante nuestra mirada una visión grandiosa. Todo lo que Dios ha hecho hasta ahora - creación del
mundo, Pascua, liberación de Egipto- todo tenía la finalidad precisa de establecer con el pueblo una alianza y
hacer de él una nación santa. La santidad del pueblo se nos presenta como la finalidad y el contenido de la
historia de la salvación. Al final de todo su peregrinar, Dios esperaba, por decirlo así, al pueblo de Israel sobre la
cima del monte Sinaí («Os he traído a mí») para comunicarle su santidad.

La santidad es el tema dominante del libro del Levítico, en el que leemos: «Sed santos, porque yo, Yahveh,
vuestro Dios, soy santo» (Lv 19,2).

En el Deuteronomio comienza a clarificarse qué significa ser santos. «T ú - se lee- eres un pueblo consagrado a
Yahveh tu Dios; él te ha elegido a ti para que seas el pueblo de su propiedad personal entre todos los pueblos
que hay sobre la haz de la tierra» (Dt 7,66). «Santo» significa, pues, «consagrado», es decir, elegido y separado
del resto del mundo y destinado al servicio y al culto de Dios. Santo es todo lo que entra en una relación
particular con Dios, después de haber sido separado de todo lo demás.

Pasamos ahora al Nuevo Testamento. San Pablo escribe: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por
ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela
resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada»
(Ef5,25-27). Se repite, no ya a nivel de símbolos y figuras, sino en la realidad, lo que hemos visto a propósito
del Sinaí. Todo lo que Jesús ha hecho - encarnación, pasión, resurrección- tiene esta finalidad precisa: formar un
pueblo santo, una Iglesia santa.

También la nueva creación y el nuevo éxodo tendían a la santificación del pueblo. San Pedro lo dice, aplicando
a los cristianos las palabras del Exodo que hemos escuchado antes: «Pero vosotros sois linaje elegido,
sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido» (1 P 2,9).

De aquí brota el gran mandato que leemos en la misma carta de Pedro y que constituye el tema de esta
asamblea: «Así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta,
como dice la Escritura: "Seréis santos, porque santo soy yo"» (1 P 15-16). El ideal de la santidad se transmite de
este modo de Israel a la Iglesia. Podemos hacer ya una observación importante. «Sed santos», más que un
mandato, es un privilegio, un don, una concesión inaudita, una gracia. No es, como podría parecer, una
obligación superior a nuestras fuerzas que Dios carga sobre nuestras espaldas, sino una herencia paterna que
quiere transmitirnos. El motivo fundamental por el cual debemos ser santos es que él, nuestro Dios, es santo. Es
una especie de herencia, que los hijos deben «asumir» de su padre. «Sed perfectos - dice Jesús- como es perfecto
vuestro Padre celestial» (Mt 5,48). Del mismo modo que cada padre desea transmitir a su hijo, junto con la vida,
lo mejor de él, así el Padre celeste, que es santo, quiere darnos su santidad. Pero mientras que un padre y una
madre terrenos transmiten lo que tienen, no lo que son, Dios, por el contrario, nos transmite también lo que es.
El es santo y nos hace santos; Jesús es Hijo de Dios y nos hace hijos de Dios como El. Nuestra primera tarea es,
pues, liberar la palabra «santidad» de todo lo que inspira miedo, presentándola como un ideal demasiado alto
para criaturas hechas de carne y sangre como nosotros, como si hacerse santos significase renunciar a ser
hombres o mujeres normales, plenamente realizados en la vida. Es éste un prejuicio difundido, debido quizá al
hecho de que, en el pasado, se ha unido frecuentemente la santidad a realizaciones particulares y fenómenos
extraordinarios. Hemos de empezar enamorándonos de Ja palabra «santidad», de tal modo que, al oírla, no
sintamos miedo, sino que vibren las cuerdas más profundas de nuestro ser y nos llene de santa nostalgia.

Nosotros estamos hechos para la santidad. Según la filosofía, el hombre está determinado por su naturaleza. Es
lo que es «por nacimiento": un «animal racional", o como queramos definir al hombre.

Todo lo que hace a lo largo de su vida no cambia esencialmente nada. Sigue siendo un verdadero y perfecto
hombre, tanto si vive bien como si vive mal. Para la Biblia no es así. El hombre no es solo naturaleza, sino
también vocación. No sólo es lo que "es" desde su nacimiento, sino también lo que "está llamado a Ser" con el
ejercicio de su libertad, en la obediencia a Dios. Ahora bien, según la Escritura, nosotros estamos "llamados a
ser santos" (1 Co 1,2); somos "santos por vocación" (Rm 1,7) . Hemos sido creados "a imagen de Dios" (ésta es,
según la Biblia, nuestra verdadera naturaleza) , y estamos destinados a ser "semejanza de Dios" (Gn 1,26), y ésta
es, para la Biblia, nuestra verdadera vocación. Por esto san Pedro podía decir: "Así como el que os ha llamado es
santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta".

Podemos sintetizar todo esto en una especie de silogismo, si es que esta palabra no nos da demasiado miedo. El
silogismo, o razonamiento, es el siguiente:

El hombre y la mujer son lo que están llamados a ser.


El hombre y la mujer están llamados a ser santos.
- Así pues, nosotros somos verdaderamente hombres o verdaderamente mujeres sólo si somos santos.

Ser santos significa, por la tanto, ser criaturas realizadas, logradas; no ser santos significa fracasar. El contrario
de "santo" no es "pecado", sino "fracasado". Sabemos que se puede fracasar en la vida de muchas maneras. Un
hombre puede fracasar como marido, como padre, como hombre de negocios, como político; una mujer puede
fracasar como esposa, como madre, como educadora...; también un sacerdote puede fracasar de varias formas.
Pero se trata de fracasos relativos. Uno puede ser un fracasado desde todos estos puntos de vista y, sin embargo,
continuar siendo una persona estimable, incluso un santo. Ha habido santos que, humanamente hablando, han
fracasado en todos los frentes, expulsados incluso de la orden religiosa que ellos mismos habían fundado. No es
así en nuestro caso. No hacerse santos es un fracaso radical, irremediable, porque se fracasa en cuanto criaturas,
sin posibilidad de recurso alguno. Tenía razón Ch. Péguy cuando decía que "la única desgracia irreparable en la
vida es la de no ser santos".

El filósofo BIas Pascal ha formulado el famoso principio de los tres diversos niveles u Órdenes de la realidad: el
orden de los cuerpos o de la materia, el orden del espíritu o de la inteligencia y el orden de la santidad. Una
distancia casi infinita separa el orden de la inteligencia y el espíritu del de la materia; pero una distancia
"infinitamente más infinita" separa el orden de la santidad del de la inteligencia, porque es un orden que está por
encima de la naturaleza. Los genios, que pertenecen al orden de la inteligencia, no tienen necesidad de las
grandezas carnales y materiales, que nada les añaden y nada les quitan. De igual modo los santos, que
pertenecen al orden de la caridad y de la gracia, no tienen necesidad ni de las grandezas carnales ni de las
intelectuales, que nada les añaden y nada les quitan. "A esos - dice el filósofo- los ve Dios y los ángeles, no los
cuerpos ni las mentes curiosas; les basta Dios". (B. Pascal, Pensamientos, 793).

Esto nos permite valorar adecuadamente la humanidad que nos circunda. La mayoría de la gente se queda en el
primer nivel y ni siquiera sospecha la existencia de un nivel superior de vida y de humanidad. Son los que se
pasan la vida acumulando riquezas materiales, cultivando la belleza física o el vigor y la salud del cuerpo. Según
santa Teresa de Jesús, son los que permanecen durante toda la vida en el primer piso del Castillo interior; o de
las Moradas, es decir, en los establos, sin subir nunca a los pisos superiores. Otros piensan que el valor supremo
y el vértice de la realidad es la inteligencia y el genio. Aspiran a realizarse en el ámbito de las letras, de las artes,
del pensamiento. Sólo unos pocos saben que existe un tercer nivel superior a todos, el de la santidad. Superior
porque afecta a la parte más noble del hombre y no acaba con esta vida, sino que tiene ante sí la eternidad. Los
que saben esto no se pueden quedar tranquilos en el primer o segundo nivel.
Hemos de superar otro prejuicio, a propósito de la santidad, además del que acabamos de examinar, según el
cual no nos podemos realizar plenamente. Se trata del prejuicio de que la santidad es un ideal reservado a una
élite que vive en condiciones especiales, como los religiosos, los sacerdotes, las religiosas. Todos conocemos el
texto del Concilio Vaticano II que habla de la "universal vocación del pueblo de Dios a la santidad". Entre otras
cosas, dice: "por ello, en la Iglesia, todos, lo mismo quienes pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por
ella, están llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: Porque ésta es la voluntad de, Dios, vuestra
santificación (1 Ts 43) (Lumen gentium 39). Un día, un periodista le preguntó a quemarropa a la Madre Teresa
de Calcuta qué se sentía al ser considerada por todo el mundo una santa.

Ella reflexionó un momento, y luego dijo: «Ser santos no es un lujo, es una necesidad». Es cierto. Ser santos no
es un opcional; es el deber primero y más grande que tenemos.

Después de esta introducción sobre el sentido y la importancia de la vocación a la santidad, pasamos a ilustrar
las tres actitudes fundamentales que hemos de cultivar con respecto a ella. En primer lugar, debemos contemplar
la santidad en su misma fuente; en segundo lugar, debemos beber, es decir, hacer nuestra, esa santidad, acogerla,
revestirnos de ella;

en tercer lugar, debemos modelar sobre ella nuestra vida, o, como decía san Pedro, «ser santos en toda nuestra
conducta». Tres palabras resumen todo este programa: contemplación, apropiación, imitación.

Nos servirán de títulos para las etapas de la reflexión que vamos a desarrollar.

I. Contemplación

Hablando de santidad, la primera cosa que hemos de aclarar es que es algo que ya existe. No es necesario, y no
sería tampoco posible inventarla o crearla por nosotros mismos. La santidad es un producto en el que nadie
puede escribir "producción propia". Esto sólo lo podemos escribir en el pecado.

La santidad es Dios mismo. El título predilecto de Dios en Isaías es "el Santo de Israel". También para María es
éste el nombre propio de Dios: "su nombre es Santo", exclama en el Magníficat. También la liturgia, en la
segunda Plegaria Eucarística, dice: «Santo eres en verdad, Señor, fuente de toda santidad».

Santo, Qadosh, es el título más numinoso que existe del Dios de la Biblia. Nada como la percepción de su
santidad puede damos el sentimiento vivo de Dios. La impresión más sobrecogedora del profeta Isaías en la
visión de la gloria de Dios fue la de su santidad, que los serafines proclamaban diciendo «santo, santo, santo es
el Señor Dios del universo» (Is 6,3).

El término bíblico qadosh contiene la idea de separación, de diversidad. Dios es santo porque es el «totalmente
otro» con respecto a todo lo que la criatura puede pensar y hacer. Es el absoluto, en el sentido original de
absolutus, desligado de todo lo demás y aparte. Es el trascendente, en el sentido de que está más allá de todas
nuestras categorías. La Biblia entiende todo esto no en sentido metafísico sino moral, es decir, referente no al ser
sino al actuar de Dios. Los juicios de Dios, sus obras y sus vías suelen ser llamados santos, o también rectos y
justos.

No obstante, santo no es un concepto principalmente negativo, que indica separación y ausencia de mal y de
mezcla en Dios, sino un concepto

sumamente positivo. Indica una pura plenitud. En nosotros, que somos criaturas, la plenitud nunca está unida
con la pureza. Una contradice a la otra. Nuestra pureza se obtiene siempre eliminando algo, purificándonos,
eliminando el mal que existe siempre en nuestras acciones. En Dios no ocurre así. En Él coexisten pureza y
plenitud, y constituyen la suma simplicidad o santidad de Dios. La Escritura expresa perfectamente este
concepto diciendo que a Dios «nada le ha sido añadido ni quitado» (Si 42,21). En cuanto que es suma pureza,
nada hay que quitarle; en cuanto que es suma plenitud, nada se le puede añadir. San Juan expresa la misma
verdad con la sugestiva imagen de la luz: «Dios -dice- es Luz, y en él no hay tiniebla alguna» (1 Jn 1,5).

Dios es, pues, la fuente de toda santidad. Pero esta santidad divina no está a nuestro alcance, es inaccesible para
nosotros. Él es espíritu, nosotros somos carne; hay un abismo entre nosotros y Él. «Soy Dios, no hombre; en
medio de ti yo soy el Santo», dice el Señor (Os 11,9). Pero la consoladora respuesta a esta realidad es que la
santidad de Dios se ha hecho carne y ha venido a habitar entre nosotros. Cuando, después del discurso en la
sinagoga de Cafarnaún sobre el pan de vida y la reacción escandalizada de algunos discípulos, Jesús pregunta a
los apóstoles si también ellos se quieren ir, Pedro responde: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de
vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,68-69).

Encontramos este mismo título en un contexto diametralmente opuesto, aunque también ambientado en la
sinagoga de Cafarnaún. Un hombre poseído por un espíritu inmundo se pone a gritar cuando aparece Jesús:
«¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: el Santo de
Dios» (Lc 4,34). La percepción de la absoluta santidad de Cristo se da aquí por contraste; los demonios no
pueden soportar la presencia de la santidad de Cristo, de tan fuerte que es. Nuestra contemplación de la santidad
de Dios se concentra ahora en la persona de Jesucristo; El es la fuente histórica de donde viene toda santidad. El
Evangelio es el nuevo «código de santidad» ¿Cómo se nos presenta la santidad de Jesús en los Evangelios? Se
trata en primer lugar de una santidad absoluta, tanto en su aspecto negativo, de ausencia de pecado, como en su
aspecto positivo de adhesión amorosa e ininterrumpida a la voluntad del Padre. En cuanto al primer aspecto,
Jesús puede decir: "¿Quién de vosotros puede probar que soy pecador?" (Jn 8,46); en cuanto al segundo, puede
decir: «Yo hago siempre la que le agrada a él» (Jn 8,29); «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha
enviado» (Jn 4,34). La santidad de Jesús representa el infinito en el orden ético. Ningún pecado, nunca un
momento de separación de la voluntad del Padre; ninguna tregua en el querer y obrar el bien, tanto en las
grandes cosas como en las pequeñas. Todo en Él es verdad, todo es amor, siempre. Nuestra mente se pierde, no
alcanza a pensar una perfección tan absoluta.

La de Cristo es también una santidad vivida. La lectura de los Evangelios nos muestra cómo la santidad de Jesús
no es un principio abstracto o una simple deducción teológica, sino que es una santidad real, vivida momento a
momento y en las situaciones más concretas de la vida. Las Bienaventuranzas, por dar un ejemplo, no son un
hermoso programa que Jesús traza a sus discípulos, sino que en ellas les entrega su misma vida y experiencia,
llamándolos a entrar en su esfera de santidad. Enseña lo que hace, por esto dice: «Aprended de mí» (Mt 11,29).
Dice que perdonemos a los enemigos (que es la exigencia ética más radical que podamos pensar), pero sabemos
que El mismo ha perdonado a quienes le clavaban en la cruz: "Padre, perdónales, porque no saben la que hacen".
(Lc 23,34).

Finalmente, la de Cristo es una santidad acrecida. En Jesús encontramos una santidad dada de una vez para
siempre, existente desde el principio de su vida y debida a su unión hipostática con el Verbo de Dios, y una
santidad adquirida en el curso de su vida. Él es aquel «a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo» (Jn
10,36), pero es también aquél que, como hombre, «se santifica a sí mismo» (cf. Jn 17,19), es decir, que crece en
santidad, al igual que crece en gracia (cf. Lc 2,52).

¿Y cómo crece Jesús en santidad? Crece mediante sus sucesivos actos de obediencia, sus fíat al Padre, cada vez
más exigentes, hasta el de Getsemaní y el de la cruz. El acto supremo de la santidad de Cristo, como hombre, se
da cuando, sobre la cruz, se abandona al Dios que lo abandona. Contemplando la santidad de Jesús, también la
liturgia se llena de estupor y exclama en el Gloria: « Tu solus sanctus, solo Tú eres Santo».

En Jesús vemos, pues, que ser santos significa ser hombres verdaderos, auténticos. La Iglesia, en el concilio de
Calcedonia, ha definido a Jesús como «hombre perfecto» (o «perfecto en humanidad») (DS 301). Esta expresión
fue interpretada en un primer momento en el sentido de hombre «completo», es decir, dotado de todos los
componentes esenciales que constituyen el ser humano. Y ello debido a que unos herejes negaban la realidad del
cuerpo de Jesús (Docetas), otros la de su alma (Apolinaristas) y otros la de su voluntad y libertad humanas
(Monoteletas). En la actualidad, este dogma está expuesto a un grave peligro y a una interpretación incluso
aberrante. Algunos muestran tanto celo en afirmar la plena humanidad de Jesús, que llegan a decir que, si Jesús
era «verdadero hombre», entonces también él debió de conocer nuestras tentaciones, rebeliones y debilidades
humanas. Todavía está vivo el rumor provocado hace algunos años por la película «La última tentación de
Cristo», en la que se representaba a un Jesús sobre la Cruz, hipnotizado ante la tentación de la carne, que era,
por lo demás, la más absurda e inverosímil en aquel momento.

Pero si volvemos a interrogar al Nuevo Testamento, descubrimos qué quiere decir que Jesús es «verdadero»
hombre, u hombre «perfecto». Significa que es el hombre "nuevo", el hombre sin pecado que finalmente realiza
plenamente la vocación del hombre, que consiste en ser imagen de Dios. Decir que Jesús es hombre verdadero,
significa, para la Biblia, decir que es santo. Jesús no es tanto el hombre que se asemeja a todos los demás,
cuanto el hombre al que todos los demás deben asemejarse. Es el modelo perfecto de humanidad, «el Adán
definitivo», como lo define san Pablo (1Co 15,45), y esto precisamente porque es el Santo de Dios. Es la prueba
más luminosa de lo que se decía al inicio. No es la santidad lo que nos hace menos hombres o menos mujeres,
sino el pecado. Tenía razón León Bloy: «una mujer, en cuanto que es más santa, es más mujer».

Hombre verdadero, auténtico, lo es sólo el santo. Lo vemos también en la historia. ¿Qué figura de hombre o de
mujer ha encontrado un asenso tan universal, incluso por parte de los no creyentes, como un san Francisco de
Asís o una santa Teresa de Jesús? .

2. Apropiación

Pasamos ahora al segundo momento del itinerario que nos está llevando a descubrir la santidad, y que hemos
llamado el momento de la apropiaci6n. A este respecto, tengo una buena noticia, un alegre anuncio para
vosotros. Y este alegre anuncio, no es tanto el hecho de que Jesús es el Santo de Dios, o que también nosotros
estamos llamados a la santidad, sino el hecho de que Jesús nos comunica, nos da, nos regala su misma santidad.
Su santidad es también la nuestra. Es más, Él es nuestra santidad. Está escrito, en efecto, que Dios lo hizo "para
nosotros sabiduría de origen divino, justicia, santificaci6n y redenci6n" ( 1 Co 1,30 ) . Para nosotros, no para sí
mismo, pues El ya era santo.

Pero para entender esto que quiero decir, es indispensable que tengamos claro en la mente el concepto o imagen
del golpe de mano. Podemos llamarlo también golpe de audacia, o golpe de genio. "Golpe de mano" (coup de
main) es una expresi6n típica de la lengua francesa, difícil de traducir en otras lenguas. Indica un movimiento
rápido, inteligente, hecho en el momento justo, mediante el cual se resuelve brillantemente una situaci6n difícil,
obteniendo un resultado desproporcionado con respecto a los medios y el tiempo empleados. Es como tomar un
atajo que en un instante te lleva a la meta.

Escuchemos la historia de uno de estos golpes de audacia de la fe, narrado por un gran creyente que era también
poeta. Nos ayudará a entender de qué se trata. Un hombre - dice- tenía tres hijos que, un desgraciado día,
enfermaron. (Sabemos que este hombre era él mismo, Ch. Péguy). Su mujer tenía tanto miedo que estaba
ensimismada, sin decir palabra y con la frente fruncida. Él, sin embargo, no; él era un hombre; no tenía miedo de
hablar. Había comprendido que las cosas no podían seguir así. Por eso, había hecho un gesto audaz. Al pensar
en ello, incluso se admira un poco y hay que decir la verdad: había sido un gesto atrevido. De la misma forma
que se cogen tres niños y se colocan los tres juntos, d mismo tiempo, como quien juega, en los brazos de su
madre o de su nodriza, que ríe y hace exclamaciones porque son demasiados para poder sostenerlos, así hizo él,
atrevido como un hombre: cogió - mediante la oración- a sus tres hijos enfermos y, tranquilamente, los puso en
los brazos de Quien carga con todos los dolores del mundo. (Alude a una peregrinación que hizo desde París
hasta Chartres para poner a sus niños bajo la protección de la Santísima Virgen). "Mira -decía- te los doy, doy la
vuelta y echo a correr, para que no puedas devolvérmelos. Ya no los quiero, ¡ahí los tienes!" ¡Cómo se alababa
por haber tenido el coraje de hacer ese gesto! A partir de aquel día, todo iba bien, naturalmente, porque era la
Virgen quien se ocupaba de todo. Resulta curioso que no todos los cristianos hagan lo mismo. Es así de fácil,
pero nunca se piensa en lo fácil. En resumidas cuentas, somos tontos, para decirlo con una palabra. (Cf. Ch.
Péguy, El pórtico del misterio de la segunda virtud}.
Con respecto a la santidad, estamos llamados a dar un golpe de mano semejante al de este hombre. Después de
contemplar la santidad de Cristo, nos la hemos de apropiar, hacerla nuestra, revestirnos de ella. ¿Acaso no ha
dicho Jesús que el Reino de los cielos sufre violencia y que los violentos, es decir, los decididos, los audaces, lo
arrebatan? .

Imaginad (en este caso hablo especialmente para las mujeres) que estáis ante un escaparate en el que está
expuesto un vestido maravilloso, con el que siempre habéis soñado, y que parece hecho a vuestra medida. Miras
los bolsillos, cuentas una y otra vez tu dinero y te das cuenta de que nunca podrás comprarlo. Estás a punto de
irte desconsolada, cuando sale el propietario de la tienda, se dirige a ti, y con la sonrisa en los labios te dice:
"Tómalo, es tuyo, lo he hecho especialmente para ti. Póntelo. Me basta saber que te gusta y que me lo
agradeces". ¿No lo consideraríais un inaudito golpe de fortuna? Y sin embargo, ¿qué es un vestido, aunque esté
cuajado de diamantes, en comparación de estas "ropas de salvación" y de este "manto de justicia", como lo
llama la Escritura (cf. Is 61,10)? Brillará y nos hará brillar por toda la eternidad. Con este "traje de boda" (Mt
22,12) entraremos en el trono celeste y nos sentaremos al banquete de bodas del Cordero.

Pero tratemos de ver dónde se basan unas afirmaciones tan atrevidas.

sabemos que lo que es de Cristo es más nuestro que lo que es nuestro. Por lo tanto, al igual que debido a nuestro
bautismo nosotros pertenecemos a Cristo más que a nosotros mismos (cf. 1 Co 6,19-20), también,
recíprocamente, Cristo nos pertenece y esta más íntimo a nosotros que nosotros mismos. ¿Te parece exagerado y
demasiado atrevido lo que estoy diciendo? Escucha entonces lo que dice san Bernardo, que es doctor de la
Iglesia:

"Yo tomo (usurpo) de las entrañas del Señor lo que me falta, pues sus entrañas rebosan misericordia. Luego mi
único mérito es la misericordia del Señor. No puedo ser pobre en méritos si él es rico en misericordia. Y si la
misericordia del Señor es grande (cf. Sal 119,156), muchos serán mis méritos. ¿Cantaré acaso mi justicia?
Señor, recordaré sólo tu justicia. Porque también es mía; a ti te ha constituido Dios fuente de justicia para mí"
(S. Bernardo, In Cant. 61,4-5; PL 183, 1072).

Pero mucho antes que san Bernardo, otro hizo este golpe de mano y habló de ello: el apóstol Pablo. En la carta a
los Filipenses describe su vida antes y después de su encuentro con Cristo: "Circuncidado el octavo día; del
linaje de Israel; de la tribu de Benjamín; hebreo e hijo de hebreos; en cuanto a al Ley, fariseo; en cuanto al celo,
perseguidor de la Iglesia; en cuanto a la justicia de la Ley, intachable" (Flp 3,5-6). (Aquí, como en el texto que
acabo de citar de san Bernardo, la palabra justicia es sinónimo de santidad).

Saulo era, pues, uno que trataba de hacerse santo con sus propias fuerzas, con la observancia de la ley; era
incluso un hombre "irreprensible". Pero un día encontró a Cristo resucitado; oigamos qué le ocurrió: "Pero lo
que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida
ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por
basura para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene
por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe" (Flp 3,7-9).

Pablo ha dado el golpe de mano; ha arrojado su pequeña santidad y se ha apresurado a apoderarse de la gran
santidad que viene de Cristo. Imaginemos un hombre que camina de noche a través de un bosque, a la débil luz
de una candela. Tiene cuidado de que no se apague, porque es todo lo que tiene para abrirse camino. Sigue
avanzando, y viene el alba, en el horizonte surge el sol; su candela palidece cada vez más, hasta que no se da
cuenta ni siquiera de que la lleva en la mano y la arroja. Así le ocurrió a Pablo. La candela, o el "pábilo
vacilante", era para él su justicia. Un buen día apareció, en el horizonte de la vida de Pablo, el sol, el "Sol de
justicia", e inmediatamente su justicia le pareció "pérdida", "basura". Desde aquel momento ya no quiso ser
hallado con su santidad, sino con la de Cristo. Dios le hizo experimentar, dramáticamente, lo que un día iba a
predicar al mundo entero.
Si nos hemos dado cuenta, el Apóstol nos ha desvelado también cómo se da este golpe de mano, dónde está el
secreto. Está en la fe. La santidad de Cristo se nos transmite por contacto, algo así como sucede con la energía
eléctrica. La fe, dice san Agustín, establece entre nosotros y Cristo una especie de "contacto espiritual" (S.
Agustín, Sermo 215,4; PL 38, 1074).

Un segundo medio, estrechamente ligado a la fe, son los sacramentos, especialmente la Eucaristía. En ella
entramos en un contacto no sólo espiritual, sino también real con Cristo, que es la fuente misma de la santidad.
"En la Eucaristía, Cristo se entrega a nosotros y se funde con nosotros, cambiándonos y transformándonos en sí,
como una gota de agua en un océano infinito de ungüento perfumado. Tales son los efectos que puede producir
este ungüento en quienes lo encuentran: no los perfuma simplemente, no sólo hace respirar dicho perfume, sino
que , transforma su misma sustancia en el perfume de aquel ungüento y nosotros nos convertimos en el buen
olor de Cristo" (N. Cabasilas, Vida en Cristo, 4,3; PG 150,593).

Pero debemos estar atentos para no quedarnos en vaguedades. La santidad que Cristo nos transmite no es una
cosa abstracta; es el Espíritu Santo. Decir que participamos en la santidad de Cristo es como decir que
participamos del Espíritu de Cristo.

En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros: en que nos ha dado su Espíritu" (1 Jn 4,13). Por
esto la santidad que está en nosotros no es una santidad diversa, sino que es la misma santidad de Cristo que se
nos concede mediante su Espíritu. Somos verdaderamente "santificados en Cristo Jesús" (1 Co 1,2). Mientras
que, en el bautismo, el cuerpo del hombre es sumergido y lavado en el agua, su alma es, por decirlo así,
bautizada, es decir, sumergida completamente en la santidad de Cristo. "Habéis sido lavados - escribe el apóstol,
habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro
Dios" (1 Co 6,11). La santidad no es sólo una cualidad, o una imputación extrínseca (como pensaba Lutero); es
una realidad e, incluso, una persona: el Espíritu Santo que habita en nosotros.

3. Imitación

Y ahora el tercer momento, que hemos llamado momento de la imitación. Fijémonos primeramente en un hecho
singular. La Biblia nos habla de santidad a veces en indicativo y a veces en imperativo. En ocasiones dice:
"Vosotros sois santos", o bien: "Habéis sido santificados"; ahora en cambio nos dice: "Sed santos". Nuestra
santificación se presenta en unas ocasiones como algo ya realizado, y en otras como algo que se ha de realizar;
unas veces como un don, y otras como un deber. Hay un texto en el que el Apóstol define a los cristianos como
"los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos" (1 Co 1,2). Al mismo tiempo, pues, santificados y
santificandos.

No se podía decir de modo más claro que, con respecto a la santidad, hay una parte que nos corresponde a
nosotros. Al igual que hemos visto que en Jesús hubo una santidad dada y una santidad adquirida, también en
nosotros existe una santidad que hemos recibido en el bautismo y que recibimos continua y gratuitamente
mediante la fe y los sacramentos, y hay una santidad que debemos adquirir y aumentar con nuestro esfuerzo.

Veamos en qué consiste este "deber" nuestro de hacernos santos y cómo se puede adquirir o aumentar la
santidad recibida. Se suele decir que la santificación del hombre consiste en hacer la voluntad de Dios; que la
voluntad de Dios es una especie de principio formal de la santidad, y que por ello el grado de santidad de una
persona se mide por el grado de conformidad con la voluntad de Dios. Esto es certísimo, pero sabemos qué
difícil es para nosotros conocer la voluntad de Dios y qué fácil es confundir nuestra voluntad con la de Dios.
Pero Dios ha salido a nuestro encuentro. Ha manifestado, de una vez para siempre, toda su voluntad en Jesús. Se
puede decir que la ha impreso ante nuestros ojos. Todo lo que tenemos que hacer es imitarlo. La imitación de
Cristo es ahora la regla fundamental y la vía para hacerse santos. Por eso he dicho que el tercer momento es el
momento de la imitación.

Después de haber contemplado la santidad de Cristo y después de habernos apropiado de ella en la fe, nos falta
imitarla. Un autor ha escrito: "Como la Edad Media se había desviado cada vez más al acentuar el lado de Cristo
como modelo, Lutero acentuó el otro lado, afirmando que él es don, y que sólo a la fe corresponde aceptar este
don" (S. Kierkegaard, Diario X, 1 A 154). Pero ha llegado ya el tiempo de superar esta vieja contraposición
entre fe y obras, para realizar finalmente la síntesis ecuménica. Jesús es, al mismo tiempo, el don que se ha de
recibir mediante la fe y el modelo que hay que imitar en la vida. Jesús mismo nos empuja a ello cuando dice:
"Aprended de mí", y el mismo san Pablo nos lo recuerda cuando escribe: "Sed, pues, imitadores de Dios, como
hijos queridos, y vivid en el amor" (Ef5,1-2).

Es importante, sin embargo, darnos cuenta desde el principio de una cosa. No se trata de añadir a la santidad
recibida en el bautismo una santidad diversa que proviene de nosotros. Con nuestros esfuerzos no producimos la
santidad; sólo conservamos y desarrollamos la santidad que hemos recibido. Permitimos que la semilla germine
y crezca. Es necesario que los cristianos - dice el texto del Concilio que hemos recordado- "con la ayuda de Dios
conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron" (Lumen gentium,40).

Nuestra aportación personal a la santidad es, sobre todo, de orden negativo. No consiste en añadir algo a la
santidad de Cristo, sino en eliminar los obstáculos que le impiden actuar en nosotros y manifestarse. Hemos de
disminuir y destruir el peso de la carne que, como una especie de pantalla, impide que la luz de Cristo brille a
través de nosotros.

La santidad es semejante a la escultura. Miguel Angel dijo que la escultura es el arte de quitar. Todas las otras
artes se practican añadiendo algo: el color sobre la tela, en la pintura; una piedra a otra, en la arquitectura; un
sonido a otro, en la música. Sólo la escultura se practica quitando, haciendo caer los pedazos inútiles, para que
surja la obra de arte. El escultor no añade nada, sólo quita. Se cuenta de Miguel Angel que un día, paseando por
un jardín de Florencia, vio un bloque de mármol informe, abandonado y semienterrado. Se paró de repente,
como si hubiese visto a alguien. "En ese bloque exclamó- está encerrado un ángel; quiero sacarlo". Y agarró el
cincel. También Dios nos mira tal como somos, semejantes a aquel bloque de piedra tosco y anguloso y dice:
"Ahí dentro hay escondida una criatura maravillosa; está la imagen de mi Hijo. Quiero sacarla a la luz".

El cincel que Dios suele utilizar para ello es la cruz. Así descubrimos el sentido positivo de la mortificación
cristiana. "Si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis" (Rm 8,13). La mortificación es también
obra del Espíritu Santo, no sólo fruto de nuestro esfuerzo. Pero desde luego aquí entra en juego más
directamente nuestra libertad. Estamos llegando a algo muy concreto. Se decide quién llegará y quién no llegará
a la santidad.

Las obras de la carne que hay que mortificar las encontramos en la carta de san Pablo a los Gálatas (cf. Gal 5,19-
21). La tradición las ha resumido en los famosos siete vicios capitales: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula,
envidia, pereza. Ahí tenemos nuestro campo de trabajo, los pedazos inútiles que hemos de eliminar, día tras día.
Hemos visto que, en su significado más antiguo, la palabra "santo" quiere decir separado, y nosotros debemos
separarnos de nosotros mismos, de la carne y del mundo. San Pablo escribe: "No os acomodéis al mundo
presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente" (Rm 12,2). Después de decir "no os
acomodéis al mundo presente", el Apóstol no añade "transformadlo", - refiriéndose al mundo -, sino más bien,
"transformaos". Antes de transformar el mundo, hemos de transformarnos nosotros, hemos de convertirnos.

La Escritura liga esta separación del mundo con la santidad: "Como hijos obedientes - dice -, no os amoldéis a
las apetencias de antes..., más bien, así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos en
toda vuestra conducta" (1 P 1,4-15). Una vez más el mandato no os "conforméis". Los santos son los verdaderos
no-conformistas de este mundo, los verdaderos revolucionarios.

Alguno podría decir: pero a este paso, ¿no caemos de nuevo en una visión tétrica de la santidad que da miedo?
No. Esta es una empresa de alegría y de amor. Pensemos en una situación puramente humana. Un joven y una
joven se enamoran, pero son de países diversos y hablan lenguas diferentes. Es necesario que uno de los dos
aprenda la lengua del otro, pues, de no ser así, como no pueden comunicarse entre ellos, su amor morirá pronto.
Así ocurre entre nosotros y Dios. Nos mortificamos porque queremos amar a Dios, y para amarlo debemos
aprender a hablar su lengua. Dios habla la lengua del espíritu, mientras que nosotros hablamos la de la carne.
Nosotros, espero, hemos acogido en el corazón la invitación de Dios: "Sed santos". Nuestro único deseo es
realizarlo. ¿Desde dónde comenzar? San Agustín sugiere que comencemos por el deseo: "Toda la vida del
hombre cristiano -dice- es un santo deseo" (S. Agustín, In Ep. Ioh. 4,6). No seremos santos sin el deseo ardiente
de llegar a serIo. El deseo es el motor secreto de la vida espiritual o, si lo preferimos, el viento que hincha las
velas de la barca y hace que se deslice ligera sobre las aguas. Pero nadie puede concebir un tal deseo si no está
inflamado por el Espíritu Santo: "Y esta es sabiduría mística y secretísima - escribe san Buenaventura- que nadie
la conoce, sino quien la recibe, ni nadie la recibe, sino quien la desea; ni nadie la desea, sino aquel a quien el
fuego del Espíritu Santo, mandado por Cristo sobre la tierra, lo inflama hasta la médula" (S. Buenaventura,
Itinerarium 7,4).

Pidamos, pues, al Espíritu Santo que sople sobre nosotros con potencia como hizo el día de Pentecostés; que sea
él mismo el viento que hincha las velas y que hace correr sin cansarse. Nuestra mayor confianza nace del hecho
de que no somos sólo nosotros los que deseamos ser santos. Dios lo desea más que nosotros. En el libro del
Levítico, la invitación "sed santos, porque yo, el Señor, soy santo", se presenta en una ocasión de esta otra
manera, más consoladora para nosotros: "Yo soy Yahveh, que quiero haceros santos" (Lv 20,8). .

(Nuevo Pentecostés n.27 y 28)

LA ORACIÓN PERSEVERANTE.

Por P. Raniero CANTALAMESSA, OFMCap

Estamos aquí haciendo un Retiro y nos parecemos a los apóstoles y a los discípulos que hicieron también ellos
un largo Retiro con María en preparación a la primera Asamblea Carismática de la Historia de la Iglesia, la de
Pentecostés. También nosotros estamos aquí «para ser revestidos del poder de lo Alto» y poder después ayudar a
los hermanos a ser revestidos también ellos de este Poder.

Los Hechos de los Apóstoles nos dicen cómo se prepararon ellos a la venida del Espíritu. «Todos ellos
perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres y con María, la madre de Jesús».

Su preparación fue, por tanto, con una oración unánime y perseverante. Quiero hablaros precisamente de la
oración perseverante, en qué consiste y cómo se practica.

¿Qué es oración perseverante?

El término "perseverantes en la oración" indica una acción tenaz e insistente. Significa estar ocupados con
asiduidad y constancia en alguna cosa. Se podría traducir también "tenazmente aferrados a la oración" o
"asiduos en la oración". Esta palabra es importante porque es la que aparece con mayor frecuencia cada vez que
en el N. T. se habla de la oración. En los Hechos de los Apóstoles vuelve a aparecer cuando se habla de los
primeros creyentes después de Pentecostés, que habían acogido la fe y que acudían "asiduamente" a la
enseñanza de los apóstoles, a la fracción del pan y a las oraciones.

También San Pablo comenta que hay que ser "perseverantes en la oración", en la carta a los Romanos. En un
pasaje de la carta a los Efesios se lee «Estad siempre en oración y súplica, orando en toda ocasión en el Espíritu,
velando juntos con perseverancia».
Lo esencial de esta enseñanza proviene de Jesús, el cual contó un día la parábola de la viuda importuna,
precisamente para decir que es necesario orar siempre sin desfallecer. La mujer cananea es una ilustración viva
en el Evangelio de esta oración insistente que no se deja desanimar por nada y que, al final, precisamente por
esto, obtiene aquello que desea. Ella pide una vez la curación de su hija y Jesús - está escrito- «ni siquiera le
dirigió la palabra». Insiste y Jesús le responde que "no ha sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa
de Israel". Se postra a sus pies y Jesús le responde que "no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los
perritos". Había suficiente razón como para desanimarse, pero la mujer cananea no se rinde y dice: «Sí, pero
también los perritos, Señor...». Y Jesús exclama feliz: «Mujer, grande es tu fe, que te suceda como deseas».

Pero, ¿por qué ha de ser perseverante la oración y por qué Dios no escucha enseguida? ¿Tal vez Dios ama
hacerse rogar, como los hombres? ¿No es él mismo quien en la Biblia promete escuchar de inmediato, apenas se
le invoca; aún más, todavía antes de haber acabado de orar? «Antes de que me llamen - dice en el profeta Isaías
-, Yo le responderé. Aún estarán hablando y los habré escuchado». y Dios confirma: «¿ y Dios no hará justicia a
sus elegidos que están clamando a El día y noche y les hará esperar? Os digo que les hará justicia pronto». ¿No
desmiente clamorosamente la experiencia estas palabras? No. Dios ha prometido escuchar siempre y escuchar
enseguida nuestras oraciones y esto es lo que hace. Somos nosotros los que debemos abrir los ojos. Es bien
cierto que El mantiene su palabra. Al retrasar la ayuda, El ya nos está socorriendo. Aún más, este retraso es ya
en sí mismo un venir en nuestro auxilio. Y esto es así para que no suceda que por escuchar demasiado aprisa a la
voluntad del orante, no pueda procurarle una perfecta salud. Hay que distinguir entre socorrer según la voluntad
del orante y socorrer según la necesidad del orante. Esta última es su verdadera salvación. Dios socorre siempre
y de inmediato según la salvación del orante, no siempre socorre según la voluntad del orante, ya que dicha
voluntad puede que no sea buena.

¿Cómo nos escucha Dios?

A veces, también nosotros decimos con los Salmos: «Escucha oh Dios, atiende, presta oído a mi súplica, Señor»,
y nos parece que Dios nunca escucha. Pero si te fijas bien, te darás cuenta de que te ha escuchado; si continúas
orando es porque te ha escuchado, si no fuera así no rezarías. Dios ha prometido dar siempre cosas buenas, el
Espíritu Santo, dice Lucas, a quien ora. Ha prometido hacer cualquier cosa que le pidamos según su Voluntad,
añade Juan. No nos da lo que no es según su Voluntad o lo que no es bueno para nosotros y que podría hacernos
daños. Si el hijo pidiera a su padre pan ¿le daría acaso una serpiente? No, ciertamente. Pero si el hijo le pidiese
al padre una serpiente quizá sin darse cuenta de lo que le está pidiendo ¿acaso se la daría el padre, aunque el
niño llorase, patalease o le acusara de no amarle? No. Preferirá ser injustamente acusado antes que darle lo que
sería venenoso para él. ¿No es así? Así pues, Dios escucha hasta cuando no escucha. Su demora en conceder las
cosas buenas es también eso un escuchar y un acudir un nuestro auxilio. El, en efecto, al retrasar su auxilio, hace
crecer nuestra fe y nos ayuda a pedir mejor. Nosotros, normalmente, al principio nos presentamos ante Dios para
pedir pequeñas cosas, para las pequeñas necesidades de la vida presente. No conocemos las cosas que son
verdaderamente importantes. Retrasando la escucha, surgen poco a poco en nosotros las verdaderas necesidades.
Surge la necesidad de Dios, la necesidad de tener fe, paciencia, caridad, humildad... antes que cualquier otra
cosa material. y así, al final, Dios habiendo dilatado nuestro corazón, lo puede llenar con una medida digna de sí
mismo.

A este propósito, un antiguo Padre del desierto decía esta anécdota: Un campesino recibió la noticia de que el
Rey quería darle una audiencia. Era la ocasión de su vida, ¡podía presentar su petición directamente al Rey! El
se preparó bien y cuando llegó la hora de la audiencia se presentó al Rey y ¿qué pidió? Pidió cien kilos de
estiércol para sus campos. Había perdido la ocasión. Podía haber pedido cosas mucho más dignas... Sí, dice, así
somos nosotros. Tenemos una audiencia con el Rey y la gastamos pidiendo cien kilos de estiércol para los
campos.
Veamos el ejemplo de la cananea. Si Jesús la hubiera escuchado en seguida a su primera petición, ¿qué hubiera
sucedido? Su hija hubiera sido liberada del demonio, pero lo demás hubiera continuado igual que antes y madre
e hija hubieran concluido sus vidas como todos. En cambio, al retrasar su escucha, Jesús permitió que su fe y su
humildad crecieran y crecieran hasta arrancarle aquel grito de alegría: «¡Mujer, grande es tu fe!». Cuando ella
regresa a su casa, no solo encuentra curada su hija, sino que ella misma ha sido transformada, se ha convertido
en una mujer que cree en Cristo. Ella,

que es una mujer siro-fenicia, es decir, pagana, se convierte en una de las primeras creyentes en el Evangelio. y
esto permanece así por toda la eternidad. Esto es lo que ocurre cuando no se es escuchado «en seguida, a
condición de que se continúe orando».

A veces, cuando se persevera en al oración, especialmente si la persona tiene una vida espiritual seria y
profunda, como tendrían que tenerla los servidores, los animadores de los grupos de oración, sucede algo
extraño que es importante conocer para no perder una valiosa ocasión. Las partes se invierten. Dios se convierte
en Aquél que ora y tú en aquél a quien se ora. Me explico: Te pones en oración para pedirle algo a Dios y una
vez en la oración poco a poco te das cuenta de que es Dios quien te tiende la mano a ti pidiéndote algo. Fuiste a
pedirle que te quitara la espina que tienes clavada en tu carne, esa cruz, esa prueba, la liberación de determinada
carga, de una determinada situación, el alejamiento de alguna persona concreta con la cual no estás de acuerdo...
y he aquí que Dios te pide precisamente que aceptes esa cruz, esa situación, esa carga, a esa persona...

Hay una poesía de Tagore que me parece puede ayudarnos a comprender esto que estoy diciendo. Se trata de un
mendigo que cuenta su experiencia. Dice más o menos así: «Iba yo pidiendo de puerta en puerta por el camino
de la aldea, cuando a lo lejos apareció un carro de oro. Era el carro del hijo del Rey y pensé que mis días malos
se habían acabado y me quedé aguardando a que me fuera ofrecida una limosna sin ni siquiera pedirla, es más,
esperando que los tesoros fueran derramados a mi alrededor... Pero cuál fue mi sorpresa, cuando al llegar cerca
la carroza se paró, el hijo del Rey se bajó y extendiéndome su mano me dijo: «¿Puedes darme alguna cosa?»
¡Ah, qué ocurrencia la de Su Realeza, pedirle algo a un mendigo!. Confuso y sin saber qué hacer, saqué
despacio de mi saco un granito de trigo, el más pequeño, y se lo di. ¡Qué tristeza por la noche cuando, buscando
en mi saco, encontré un pequeño grano de oro, uno sólo. Lloré amargamente por no haber tenido el valor de
darle todo!». Que no nos suceda también a nosotros en el atardecer de nuestra vida, tener que llorar por no haber
dado todo aquello que Dios nos pedía. ¡Qué gesto tan divino por parte de Dios! El se hace mendigo para
permitir que nosotros seamos de esos que tienen algo que darle. El caso más sublime de esta inversión de
papeles lo encontramos en Jesús. Jesús en Getsemaní ora para que el Padre separe de El su cáliz. El Padre le
pide a Jesús, en cambio, que lo beba. El Padre mendiga. Es necesario que lo haga para recuperar, a todos los
demás hijos. Jesús dice: «Que no se haga mi voluntad, sino la tuya», y da al Padre lo que esperaba: le da no una,
sino hasta la última gota de su Sangre. Y, ¿qué encuentra Jesús después de haber vaciado su cáliz? Encuentra al
Padre, que también en cuanto Hombre, ¡lo constituye en Señor, le da el Nombre que está por encima de
cualquier otro nombre, lo glorifica eternamente!

. Los modos de la oración perseverante

Después que los apóstoles con María hubieran recibido el Espíritu Santo, se lee de nuevo que «perseveraban en
la oración», esto después de Pentecostés. Sin embargo, algo parece haber cambiado ahora, ha cambiado el objeto
y la calidad de la oración. Ellos ahora ya no hacen más que anunciar las grandes obras de Dios. Al sentarse a la
mesa para compartir la comida, lo hacían - está escrito - «con alegría y alabando a Dios». Su oración se había
convertido en una oración de alabanza, ya no es solamente de petición, se repite así en la Iglesia lo que había
sucedido anteriormente en María. También Ella, después de recibir el Espíritu Santo en su Anunciación,
glorificaba al Señor, se alegraba en su Dios y proclamaba las maravillas que en Ella había realizado.
La venida del Espíritu Santo, por tanto, no pone fin a la oración asidua, sino que la enriquece y amplía su
horizonte, eleva la oración a sus formas más altas y dignas de Dios, que son la alabanza, la adoración y la
proclamación de su grandeza y de su santidad. El Nuevo Testamento no habla de perseverancia sólo cuando se
trata de pedir algo, sino también y sobre todo cuando se trata de alabar y de dar gracias y de bendecir al Señor.
En el mismo contexto recordado más arriba, se lee en la carta a los Efesios: «No os embriaguéis con vino, que es
causa de libertinaje. Llenáos, más bien, del Espíritu. Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos
inspirados, cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor, dando gracias continuamente y por todo a Dios
Padre en nombre de nuestro Señor Jesucristo». Esta es una oración perseverante, pero de alabanza, de bendición.
Se diría que éste es el verdadero fin por el que somos impulsados a invocar y a esperar el Espíritu Santo. Para
poder después, llenos de El, adorar a Dios en Espíritu y Verdad, como decía Jesús.

Pensando en esta «oración en el Espíritu» hecha de invocación y sobre todo de alabanza, como Pablo ha
formulado; el principio de la oración continua o incesante, destinada a tener una gran resonancia en la historia
de la espiritualidad cristiana, dice: «Estad siempre alegres, orad constantemente y en todo dad gracias»: «Orad
constantemente y en todo dad gracias». Orad «constantemente» o se puede traducir también por
«incesantemente», en la 1ª carta a los Tesalonicenses.

Esta oración es el eco de aquel dicho de Jesús, según el cual «es preciso orar siempre sin desfallecer». Con este
principio se supera una cierta concepción ritualista y legalista de la oración, ligada a tiempos y a lugares
determinados. Hay cristianos todavía que se acusan en la Confesión de no haber recitado las oraciones de la
mañana y de la noche, como si, fuera de estos dos tiempos, no hubiera otra posibilidad de orar al Señor.

¿Cuántas veces hay que perdonar? Jesús responde: siempre. Preguntarse cuántas veces hay que orar sería como
preguntarse cuántas veces al día hay que amar a Dios. La oración, como el amor, no soporta el cálculo de las
veces. Se puede ser más o menos conscientes del grado de amor con el que se ama, pero no se puede amar a
intervalos más o menos regulares. Imaginaos una esposa que ama a su esposo a intervalos, según tiempos
precisos del día; así nosotros tenemos que amar y adorar y alabar a Dios siempre. De diferentes maneras, pero
siempre. Algunos lo hacen a intervalos regulares.

. «La oración de Jesús»

Este ideal sublime de la oración continua se ha realizado de diversas formas en Oriente en la Iglesia Ortodoxa y
en Occidente, en la Iglesia Latina. La espiritualidad oriental ha practicado la así llamada «Oración de Jesús»,
escrita y explicada en un libro famoso «La Filocalía». También Occidente ha formulado con San Agustín el
principio de una oración continua, pero de un modo más flexible que el del Oriente, de forma que pueda ser
propuesta no a todos, sino sólo a aquellos que hacen profesión de vida monástica. San Agustín dice que la
esencia de la oración es el deseo. «Si continuo es el deseo de Dios, continua es también la oración»: Sin éste,
aunque se grite todo lo que se quiera, para Dios es como si se estuviera mudo. Ahora bien, este deseo secreto de
Dios, hecho de recuerdo, de atención constante hacia su Reino, y de nostalgia de Dios, puede permanecer vivo
también mientras se está obligado a hacer otras cosas. «No puede considerarse inútil, dice San Agustín, y
vituperable entregarse largamente a la oración, siempre y cuando no nos lo impidan otras obligaciones buenas y
necesarias, ni hay que decir, como algunos piensan, que orar largamente sea lo mismo que orar con vana
palabrería. Una cosa, en efecto, son las muchas palabras y otra cosa el afecto perseverante y continuado del
corazón. Orar, en cambio, prolongadamente, es llamar con corazón perseverante y lleno de afecto a la puerta de
Aquel que nos escucha. Un autor medieval, anónimo, ha escrito un libro muy famoso, que se titula «La nube del
no saber» se inserta en esta misma línea de San Agustín y dice: «No debes, pues, descuidar esta obra de
contemplación. Procura también apreciar sus maravillosos efectos en tu propio espíritu. Cuando es genuina, es
un simple y espontáneo deseo que salta de repente de tu corazón hacia Dios, como la chispa del fuego. Es
asombroso ver cuántos bellos deseos surgen del espíritu de una persona que está acostumbrada a esta actividad
en el breve espacio de una hora. Ese impulso no es otra cosa que un puro anhelo de Dios»: Puro o desnudo,
porque no desea otra cosa más que a Dios en sí mismo. Anhelo o impulso porque es el acto mediante el cual la
voluntad tiende hacia Dios. Del mismo modo que el mar no se cansa de empujar sus olas grandes o pequeñas
hacia la orilla, así también el alma en esta oración no se cansa de empujar sus pensamientos y los impulsos de su
corazón hacia Dios. El cuerpo participa de ello repitiendo ininterrumpidamente una palabra como «Dios mío»,
Dios, Dios, Jesús, Jesús, o como dicen nuestros hermanos orientales «Jesús, hijo de Dios vivo, ten piedad de mí»
o cualquier otra brevísima invocación, una frase de un salmo, por ejemplo, «mi alma tiene sed de Ti, mi alma
está sedienta de Ti».

El cuerpo participa repitiendo ininterrumpidamente una palabra o una frase que sirve sólo para mantener la
mente centrada, dándole tan sólo lo indispensable para mantenerla inmóvil. No hay nada que ver ni nada que
sentir en esta oración. Esta es una oración que podemos definir con un término que me viene de una experiencia
de Italia. Vosotros conocéis que en Italia hay una región que se llama «el Carso», está muy cerca de la
Eslovenia, y en esta región hay un fenómeno geofísico muy interesante. Los ríos, tan pronto salen a la superficie
como se hunden y no se ven más y recorren el subsuelo. Cuando encuentran un cierto tipo de terreno liso salen a
la superficie y si encuentran un tipo de terreno distinto, poroso, descienden y continúan su curso invisible hasta
que emergen de nuevo. Nuestra oración puede imitar estos ríos y ser una oración cársica. A veces, cuando cesa
la actividad y estamos libres para orar, esta plegaria aflora a la superficie, se hace oración consciente de
alabanza, de adoración, de petición. Otras veces, cuando la actividad nos absorbe, la oración desciende hasta el
fondo de nuestro corazón y allí continúa en secreto, como una inclinación invisible, inconsciente, de amor a
Dios, dispuesta a reavivarse apenas sea posible. De este modo, ésta puede continuar durante el sueño, como dice
la Esposa en el Cantar: «Yo dormía, pero mi corazón velaba». He conocido personalmente personas, incluso
obreros, obreros metalúrgicos, con un trabajo bastante duro, que tenían el don de esta oración durante largos
períodos, incluso de la noche. Por lo tanto, ella, con la gracia de Dios, no despertaba por la noche y tenía la
impresión de que su alma estuviese orando porque no hacía más que continuar rezando. Una vez despierto,
quería volver a dormirse pensando en lo que le esperaba al día siguiente por la mañana, pero no era capaz de
interrumpir una experiencia tan dulce, decía. y por la mañana, al levantarse se daba cuenta de que estaba fresco
y descansado como si hubiese dormido toda la noche.

. Los tiempos de sequedad

Sería un grave error cultivar la llamada «oración continua» y descuidar la dedicación de tiempos concretos y
específicos a la oración. Es una ilusión cultivar una oración llamada «continua, del Corazón» si no damos
tiempos regulares y específicos a la oración. Jesús pasaba noches enteras en oración, pero después se sabe que
subía al templo, iba a la sinagoga, para orar junto con los demás, y esto tres veces al día: al amanecer, por la
tarde durante los sacrificios vespertinos y al ponerse el sol.

Debemos guardarnos, hermanos, de simplificar demasiado el discurso sobre la oración, hay siempre este peligro
de reducir la oración a algo establecido, mecánico. No. No se puede pensar que una vez descubierto un cierto
tipo de oración o una cierta técnica o método podemos continuar con él hasta la muerte. No. La oración es como
la vida y por lo tanto está sujeta a altibajos. Sin embargo, hay una estación determinada que, tarde o temprano,
siempre llega, es el invierno. No nos hagamos ilusiones, se acerca el tiempo en que la oración, como la
naturaleza en invierno, se queda desnuda, aparentemente muerta.

Ponerse a orar en estas condiciones de aridez es como salir a mar abierto con una pequeña barca que hace agua,
se emplea todo el tiempo en tratar de achicar el agua de la barca que amenaza hundirse. Así, pues, no puedes
cruzarte de brazos y contemplar el cielo; cuando llegue el momento de regresar a la orilla te das cuenta de que ni
siquiera has podido observar con tranquilidad el azul del cielo y la grandeza del mar que habías venido a
contemplar. y que no has pescado ni un sólo pez, sino que lo único que has hecho ha sido achicar agua de 1a
barca. Explico el sentido de esta parábola. Nos ponemos en oración para gozar de Dios, para contemplar sus
maravillas, escucharlo, descubrir cosas nuevas de El y de nosotros, pero nuestra mente se desvanece y no hace
más que llenarse de distracciones, como la barca de agua. Así toda la oración se transforma en una lucha
extenuante contra los pensamientos vanos y no hay salida. Es necesario esforzarse fatigosamente. Cuando la
lucha es contra las distracciones hay que armarse de paciencia y valor y no caer en el error de creer que entonces
es inútil estar allí orando. Es necesario adaptarse humildemente, como hacían los santos, incluso Santa Teresa.
Hacer oraciones más breves, tratando de decir aprisa, casi de carrerilla, todo lo que nos urge decirle a Dios. Por
ejemplo, «Jesús te amo. Señor, creo y espero en ti. Me arrepiento de mis pecados, perdona todo. Gracias por el
don del Espíritu Santo. Gracias porque estás aquí y me escuchas». ¿Cuánto tiempo pensáis que he empleado?
Tan sólo unos pocos segundos, ¿verdad? y sin embargo, he dicho lo esencial y Dios ha escuchado. Es necesario
redescubrir la hermosura de las así llamadas «oraciones jaculatorias», que ligeramente significan «oraciones
breves arrojadas con rapidez como dardos».

Otros, sin embargo, encuentran útil en estas circunstancias repetir lentamente las palabras de oraciones
particularmente queridas. «Alguna vez - escribe Santa Teresita del Niño Jesús - si mi espíritu se encuentra en un
estado de aridez tan grande que me resulta imposible obtener un sólo pensamiento para unirme al buen Dios,
recito muy lentamente un Padrenuestro y después el Angelus. Entonces, estas oraciones raptan y alimentan mi
alma mucho más que si las hubiera recitado precipitadamente un centenar de veces».

¿Veis que hay métodos muy diferentes, según las diferentes almas? Cada uno tiene en esto su propio método,
que nunca será perfecto y bueno, precisamente porque este es el tiempo del desafío, el tiempo en que debemos
tomar conciencia de nuestra radical impotencia para orar y reconocer que, si a veces hemos conocido la oración
fervorosa del pasado, ésta era solamente obra de Dios y de su Espíritu.

Es importante, decía, no rendirse, abandonando poco a poco la oración pensando que "se saca bien poco con
ello» y empleando el tiempo en el trabajo. Cuando Dios ,"no está" es importante que, al menos, su lugar
permanezca vacío y no sea ocupado por ningún ídolo, por ejemplo, por el ídolo del trabajo. Para impedir que
esto suceda, es bueno interrumpir de vez en cuando el trabajo para elevar, al menos, un pensamiento a Dios o,
sencillamente, por lo menos para ofrecerle algo de nuestro tiempo. Para Dios esta es la flor de la oración, aunque
para nosotros sea un comer el pan de nuestros sudores.

En la vida de los Padres del desierto se lee la siguiente anécdota de Antonio el Grande, un maestro de la oración.
El santo abad Antonio estando en el desierto, cayó en la acedía (tristeza espiritual, pereza también), ya la vez
sufría una gran oscuridad en su alma. y decía a Dios: «Dios, quiero salvarme y no me lo permiten mis
pensamientos, ¿qué debo hacer con esta tribulación, cómo me salvaré?». y salió fuera y vio a otro monje que se
le parecía mucho, que estaba sentado trabajando, luego se levantaba de su trabajo y oraba. Oraba al modo de los
monjes haciendo grandes inclinaciones. y de nuevo se sentaba, tejía una estera de palmas y se levantaba otra vez
a orar. Era un ángel del Señor que había sido enviado a Antonio para corrección y salvaguarda y oyó la voz del
ángel que le decía: «Antonio, haz esto y te salvarás». y con estas palabras le llenó de alegría y de confianza y
obrando así encontró la salvación que buscaba. Antonio había comprendido que no pudiendo rezar largamente
sin distracciones debía, al menos de vez en cuando, interrumpir el trabajo para hacer pequeñas oraciones. Quizá
aquel ángel nos dice también a nosotros en este momento lo que le dijo a Antonio aquel día: «Haz esto y te
salvarás».

Todo esto, decía, no es inútil. ¿Acaso tiene necesidad el Señor de nuestro fervor o de nuestros éxtasis o recibe,
tal vez, consuelo de ellos? ¿Qué añaden a Dios nuestros éxtasis? Nada. El necesita y ama nuestra sumisión,
humildad y fidelidad. y todo esto lo hace posible precisamente la oración cuando ésta se convierte en una lucha
extenuante.

. La lucha con Dios

Existe otro tipo de oración de lucha mucho más delicado y difícil y es la lucha con Dios. No con la propia
mente, sino con Dios. Esto sucede cuando Dios te pide algo que tu naturaleza, tu voluntad humana no está
preparada para darle y cuando el obrar de Dios se hace incomprensible y desconcertante. Conoció Jesús esta
lucha en Getsemaní. "Él - está escrito sumido en angustia, en agonía, insistía más en la oración". Atrapado por la
angustia, Jesús no deja de orar, sino que ora con más insistencia. Se convierte en el más sublime ejemplo de la
oración perseverante.

En esta situación de aridez y de lucha, es necesario descubrir un tipo especial de oración que podemos llamar
«oración violenta». Leo un pasaje de una mística, Angela de Foligno. Dice: «Es algo bueno y muy agradable a
Dios que tú ores con el fervor de la gracia divina, que veles y te afanes en el cumplimiento de toda acción buena.
Pero es más agradable y satisfactorio para el Señor si, faltándote la gracia, no reduces tus oraciones, tus vigilias,
tus buenas obras. Actúa sin la gracia (es decir, sin el fervor) como lo harías cuando la poseías. Haz tu parte, hija
mía, y Dios hará la suya. La oración forzada, violenta, es muy grata para Dios», dice. La oración de Jesús en
Getsemaní fue una oración violenta. «El - está escrito - se postró rostro en tierra, se levantó, fue adonde estaban
los discípulos, se arrodilló nuevamente y sudó sangre». A este momento se refiere la afirmación según la cual
Jesús durante los días de su vida mortal ,"ofreció ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas".

Esta es una oración que se puede hacer más con el cuerpo que con la mente. A menudo, la voluntad manda sobre
la mente y no es obedecida. Por ejemplo, la voluntad manda a la mente perdonar, olvidar una ofensa, y no es
obedecida. En cambio, la voluntad manda sobre el cuerpo y el hermano cuerpo tal vez es más dócil que la
hermana mente. Hay una secreta alianza entre la voluntad y el cuerpo y es necesario usarla para reducir la mente
a la razón. A menudo, cuando nuestra voluntad no puede mandar sobre la mente para que tenga o no ciertos
pensamientos, puede mandar sobre el cuerpo. Puede ordenar que las rodillas se doblen, que las manos se unan,
que los labios se abran y digan ciertas palabras, como por ejemplo ,"Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo".
No hay que despreciar esta oración corporal que a veces es la única que queda. Hay en ella un secreto. Cuando
dentro de ti, por ejemplo, todo es un grito de rebeldía o una multitud de pensamientos o de sentimientos hostiles
hacia los hermanos, tú vas ante el Sagrario o ante el crucifijo y te pones de rodillas sencillamente delante de El.
¿Qué has hecho? Has puesto a todos los enemigos de Cristo por escabel de sus pies. Simplemente poniéndote de
rodillas. Levántate, ya has vencido.

Hay un dicho de Isaac el Sirio, un gran maestro del espíritu, de la antigüedad, que me parece muy hermoso,
dice: «Cuando el corazón está muerto y ya no tenemos la más mínima oración ni súplica alguna, ojalá el Señor
cuando venga pueda encontrarnos postrados rostro en tierra por siempre». El simple estar con el cuerpo en la
Iglesia o en el lugar que has elegido para tu oración, el simple "estar en oración" es entonces el único modo que
nos queda para continuar perseverando en la oración.

Dios sabe que podríamos irnos y hacer cientos de cosas más útiles y que serían más gratificantes para nosotros,
pero si permanecemos allí "malgastando el tiempo" destinado a El por nuestro propósito, esto es para El
perfume de oración.

A un discípulo que se lamentaba de no poder orar a causa de los pensamientos y las distracciones, un monje
anciano al cual se había dirigido para pedir consejo, le respondió: «Que tu pensamiento vaya donde quiera si no
alcanzas a detenerlo; bien, pero que tu cuerpo no salga de la celda». Es un consejo que sirve también para
nosotros. Cuando nos encontramos en una situación de distracciones crónicas, que ya no depende de nosotros el
poder controlar, que nuestro pensamiento vaya donde quiera, pero que nuestro cuerpo permanezca en oración. y
si no puedes hacer otra cosa, pon de rodillas a tu pobre hermano cuerpo y alzando los ojos al cielo di a Dios:
«Señor, mi cuerpo te reza».

. Orando con María

Con todo este esfuerzo aparentemente inútil se obtiene en realidad el Espíritu Santo más que en la oración
fervorosa, porque aquí no hay otra cosa más que fe, pura fe. En estos casos debemos recordar que tenemos una
Madre que es maestra de oración, María. Hace unos años pasé un tiempo en un pequeño convento de capuchinos
en Suiza. Había una niña en el lugar de cinco años, era hija de una mujer que ayudaba en la casa, que venía a
menudo a ponerse de rodillas junto a alguno de los frailes que veía orando en el coro, unía sus manitas y
mirándole a los ojos decía con toda seriedad: "Venga, hazme rezar". Nosotros podemos imitar a aquella niña
pequeña, ponernos en espíritu junto a María y decirle: «Por favor, hazme rezar».

Pidamos a María que sea para nosotros la madrina fuerte y amable que nos prepara al Bautismo del Espíritu
(como lo hizo con los apóstoles) y a un nuevo Pentecostés, porque todos necesitamos de un nuevo Pentecostés.
Si leemos los Hechos de los Apóstoles, veremos muchos Pentecostés. Ojalá, por su intercesión, pueda ser
realidad también para nosotros aquella promesa de Jesús: «Vosotros seréis bautizados dentro de pocos días».
Amén. .

EL BAUTISMO EN EL ESPÍRITU.
"ESE ES EL QUE BAUTIZA CON ESPÍRITU SANTO" (Jn 1, 33)

P. RANIERO Cantalamesa

A través de los evangelios sinópticos y en particular del evangelio de Lucas, vemos como a partir del bautismo
de Jesús, inmediatamente después, Jesús desarrolla todo su ministerio público "en el Espíritu Santo". Pero
también el cuarto evangelio habla de este tema. Juan describe indirectamente el bautismo de Cristo, a través del
testimonio que da Juan el Bautista. "Y Juan dio testimonio diciendo: He visto al Espíritu que bajaba como una
paloma del cielo y se quedaba sobre él. Y yo no le conocía pero el que me envió a bautizar con agua, me dijo:
Aquél sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo" (Jn
1,32-33).

Apenas unos versículos antes Juan el Bautista presenta a Jesús ante el mundo diciendo: "He ahí el Cordero de
Dios, que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29). Nosotros muy a menudo nos detenemos únicamente en este
aspecto de la obra de Cristo. Dos veces resuena esta frase del Bautista en la misa: en la aclamación "Cordero de
Dios..." y antes de la comunión. Pero el Precursor no se detiene allí. Junto a este aspecto, por así decirlo,
negativo, de liberación del pecado, agrega inmediatamente el aspecto positivo de su obra, que es dar el Espíritu,
la vida nueva. Casi siempre, cuando se describe la salvación escatológica, vienen resaltados estos dos elementos:
la liberación del pecado y el don de la vida nueva. Así, por ejemplo, en Ezequiel 36, 25-27, en Hechos 2, 38
"Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros
pecados; y recibiréis el Espíritu Santo".

El Evangelio de Cristo es principalmente el anuncio positivo de una nueva relación con Dios. Jesús no ha venido
a "quitar" algo, sino a "dar": a dar la vida en abundancia. La primera cosa es solamente una condición para la
segunda, porque, como decía el mismo Jesús, no se puede meter vino nuevo en odres viejos, es decir el Espíritu
Santo en un corazón que aún está lleno de pecados.

El mundo tiene necesidad y sed de este anuncio en positivo que habla de vida, de plenitud, de alegría. La Iglesia
católica es la mejor preparada para llevar tal anuncio al mundo, gracias a la concepción más positiva que tiene
de la redención y de la gracia. La gracia no es, en la visión católica, sólo una "imputación externa de la justicia"
que deja al hombre, en su interior, como antes, es decir pecador, sino que es el don de una vida nueva, la
presencia misma de Dios en nosotros mediante su Espíritu.
"Aquél sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo". Jesús
en el Jordán, recibe el Espíritu para luego darlo; es bautizado en el Espíritu Santo, para bautizar en el Espíritu
Santo. El Espíritu que nos confiere a nosotros es el mismo que el Padre le ha conferido a Él. Un mismo Espíritu
por lo tanto es el que habita en nosotros y en él, en la cabeza y en los miembros, como una misma es la sangre
que tienen los hijos de un mismo padre.
¿Pero qué significa que Jesús es aquel que "bautiza en Espíritu Santo"? Sirve para distinguir el bautismo de
Cristo respecto al de Juan, que bautiza solamente "con agua". Pero no todo se agota ahí. La expresión sirve para
distinguir también la entera persona y la obra de Cristo de la del Precursor. En otras palabras: en toda su obra
Jesús es "aquel que bautiza en Espíritu santo". Bautizar tiene aquí un significado metafórico que quiere decir
inundar, recubrir, como hace el agua con los cuerpos. Jesús "bautiza" en Espíritu Santo en el sentido que "da el
Espíritu sin medida" e "infunde" su Espíritu (Hch 2, 33) sobre toda la humanidad redimida. La expresión se
refiere más al acontecimiento de Pentecostés que al sacramento del bautismo, como se deduce del texto de los
Hechos: "Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis santificados en el Espíritu Santo dentro de pocos días"
(Hch 1,5).

La expresión "bautizar en el Espíritu Santo" define por lo tanto la obra esencial del Mesías que ya en el Antiguo
Testamento aparece dirigida a regenerar la humanidad en el Espíritu Santo. Aplicando todo esto a la vida de la
Iglesia, debemos decir que Jesús resucitado no bautiza en Espíritu Santo únicamente en el sacramento del
bautismo, sino que también en la Eucaristía, también cuando escuchamos su palabra, siempre.

1. EL BAUTISMO EN EL ESPÍRITU

Hoy él lo está llevando a cabo con el modo nuevo y especial llamado "el bautismo en el Espíritu", o "la efusión
del Espíritu", que ha hecho su aparición entre los cristianos a principios de nuestro siglo, entre las iglesias
protestantes, y que luego, con la llamada Renovación carismática, se ha difundido en casi todas las iglesias
cristianas, comprendida la Iglesia católica.

El bautismo en el Espíritu está ciertamente relacionado con el sacramento del bautismo, como indica el mismo
nombre. Sobre esto se ha insistido mucho y justamente. En su libro "lniciación cristiana y bautismo en el
Espíritu Santo" y, de una manera más breve, en el opúsculo "Reavivar la llama" (Fanning the Flame), K.
McDonnell y G. Montague se han esforzado por demostrar que el "bautismo en el Espíritu" es un momento y un
aspecto integrante de la iniciación cristiana y que como tal fue conocido y practicado en la Iglesia primitiva.

Para entender cómo un sacramento recibido al inicio de la vida, en la infancia, pueda improvisadamente
encenderse de nuevo y volver a irradiar tanta energía espiritual, nos ayudará el recordar algunos principios de
teología sacramental. La teología tradicional conoce el concepto del sacramento "ligado", o "impedido". Se dice
ligado un sacramento que, aún siendo válido, no puede producir sus frutos a causa de un impedimento. Un caso
extremo de esto es por ejemplo el sacramento del matrimonio o del orden sagrado recibido en estado de pecado
mortal. Éste no produce ninguna gracia de estado. Pero si, con la penitencia, se quita el obstáculo, se dice que el
sacramento "revive" (reviviscit) y confiere su gracia propia, sin necesidad de que sea repetido el rito
sacramental.

Podemos aplicar analógicamente este concepto al bautismo. El bautismo es en muchos casos un sacramento
"ligado", no a causa del pecado, sino a causa de la falta o de la debilidad de la fe, que constituye un requisito
esencial. Fe y bautismo siempre han sido presentado juntos en el Nuevo Testamento: "Quien crea y se bautice
será salvo". Cuando el bautismo era administrado a los adultos, después de una conversión y la aceptación
explícita de Jesús como Señor, los dos factores actuaban juntamente, se realizaba una sincronización que
encendía una gran luz en la vida de las personas, como cuando los dos polos, negativo y positivo, de la corriente
eléctrica se ponen juntos. Más tarde se difundió la práctica de bautizar a los niños. Pero por muchos siglos esto
no implicaba un problema tan grave, porque viviendo en una sociedad y en una cultura inmersa en la fe
cristiana, la Iglesia anticipaba la fe del niño, se hacía garante, en espera de que él mismo pudiera hacer su formal
acto de fe personal. Familia, escuela, sociedad lo educaban - se entiende más o menos bien, según los tiempos y
los lugares- en la fe. Pero desde hace un tiempo se sabe que la situación ha cambiado y que son siempre más
numerosos los casos de personas bautizadas que no llegan jamás a completar el propio bautismo con el
necesario acto de fe. El bautismo continúa siendo un sacramento "ligado". Es una especie de don envuelto en
una caja de regalo recibido al inicio de la vida, en el cual están encerrados los títulos más nobles (hijo de Dios,
hermano de Cristo, miembro del cuerpo místico, templo del Espíritu Santo...), pero que no ha sido abierto jamás,
y por lo tanto permanece en gran parte inactivado.
El bautismo en el Espíritu es la ocasión en la cual la persona se convierte, elige libre y personalmente a Cristo
como su Señor, confirma su bautismo. Es como cuando el cable se enchufa en el tomacorriente, se provoca el
contacto, y la luz se enciende.

Por estos motivos es justo, repito, ver el bautismo en el Espíritu en relación con el bautismo sacramento, como
su complemento o renovación. Pero no es suficiente.

La frase "bautizar con Espíritu Santo" no se refiere únicamente a aquello que hace Jesús en el sacramento del
bautismo, sino que abarca toda su obra y especialmente Pentecostés. Nosotros no podemos explicar el actual
bautismo en el Espíritu únicamente como un efecto retardado de nuestro bautismo sacramental. No es sólo
nuestro bautismo lo que "revive" con éste, sino la confirmación, la primera comunión, la ordenación sacerdotal,
la ordenación episcopal, la profesión religiosa, el matrimonio, todo. Es verdaderamente la gracia de "un nuevo
Pentecostés". Una iniciativa nueva, libre y soberana de la gracia de Dios que se funda, como todo el resto, en el
bautismo, pero que no se acaba allí. No dice referencia sólo a la iniciación, sino también al desarrollo y a la
perfección de la vida cristiana.

Sólo de este modo, se explica la presencia del bautismo en el Espíritu entre los Pentecostales, para los cuales la
iniciación es un concepto extraño y el mismo sacramento del bautismo no tiene la importancia que tiene para
nosotros los católicos. El bautismo en el Espíritu tiene en su raíz misma una dimensión ecuménica que es
necesario preservar a toda costa.

2. LA SOBRIA EMBRIAGUEZ DEL ESPÍRITU

Aquello por lo tanto que llamamos bautismo en el Espíritu no es otra cosa que un modo con el cual se cumple
también hoy, en medio de nosotros, la palabra de Juan Bautista: "Él es el que bautiza con Espíritu Santo".

Para ilustrar lo que sucedió a los apóstoles el día de Pentecostés, los Padres usan una expresión que se ha
difundido mucho en la espiritualidad cristiana: "la sobria embriaguez del Espíritu", que es como decir una
"moderada inmoderación". Aquel día los apóstoles ante la gente de Jerusalén daban la impresión de estar
borrachos. ¡Y lo estaban!, exclama san Cirilo de Jerusalén. Sólo que se trataba de una embriaguez especial: no
de vino, sino del Espíritu Santo. San Pablo mismo parece aludir a esta paradoja de la sobria embriaguez, cuando
escribe a los Efesios: "No os embriaguéis con vino...; llenaos más bien del Espíritu" (Ef5, 18).

El día que el Papa Pablo VI recibió por primera vez a los representantes de la Renovación carismática católica,
en el 1975, en el himno de laúdes del breviario, había una frase de san Ambrosio:"laeti bibamus sobriam
profusionem Spiritus", es decir, "Bebamos con alegría de la abundancia sobria del Espíritu". Recordándolo, el
Papa dijo a los presentes que estas palabras podían ser el programa de la Renovación carismática: hacer revivir
en la Iglesia aquella época de entusiasmo y de fervor espiritual que hizo tan vibrante y fuerte la fe de los
primeros cristianos.

El bautismo en el Espíritu se ha revelado, en realidad un medio simple pero eficaz para realizar este programa.
Son infinitos los testimonios de las personas que han hecho la experiencia. Es una gracia que cambia la vida. En
el congreso internacional de Pneumatología, celebrado en el Vaticano con ocasión del XVI centenario del
concilio ecuménico de Constantinopla, en 1981, hablando de la Renovación carismática y del bautismo en el
Espíritu, el teólogo Y. Congar dijo: "Una cosa es cierta: es una realidad que cambia la vida de las personas".

¿Cuál es el efecto principal de la embriaguez material, de vino, de droga y otras cosas similares? La persona
embriagada sale fuera de sí, sobrepasa sus límites y horizontes ordinarios. También la embriaguez espiritual
provoca lo mismo: hace salir de sí. Pero no para vivir y actuar a un nivel por debajo de la razón, sino para entrar
en el horizonte mismo de Dios...
Nuestra actividad puede ser de dos tipos: acciones hechas por nosotros mismos, teniendo en cuenta el Evangelio,
la moral, el buen sentido, la experiencia; o acciones hechas "en el Espíritu", es decir no solamente humanas, sino
divinas, con el sello de la potencia del Espíritu. Es de esta distinción de la que habla san Pablo cuando escribe:
"y mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron
una demostración del Espíritu y del poder" (1 Cor 2, 4). El mundo ha vuelto a ser de tal manera impermeable al
mensaje, tan orgulloso y seguro de sus descubrimientos, que no se le puede vencer ni convencer con el primer
tipo de acciones, sino sólo con el segundo. Ésta es la razón por la cual tenemos necesidad "de la potencia de lo
alto", de la sobria embriaguez del Espíritu...

Es necesario recorrer el camino de la santidad en dos direcciones. Es cierto que es necesario practicar la
mortificación, la ascesis, es decir la sobriedad, para llegar a la experiencia de Dios, es decir a la embriaguez,
pero también es cierto que es necesario haber experimentado la potencia de Dios para abrazar el camino de la
renuncia. "Si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis" (Rm 8, 13). Esta segunda es la vía que
Jesús hizo seguir a los apóstoles. Antes de Pentecostés ellos no fueron capaces de poner en práctica casi nada de
lo que habían escuchado de Jesús mismo. Después en cambio... No recibieron el Espíritu en Pentecostés porque
se habían purificado, sino que se purificaron porque habían recibido el Espíritu.

A esta fundamental necesidad responde el bautismo en el Espíritu. El concilio ha recordado la llamada universal
a la santidad de todos los cristianos y el bautismo en el Espíritu impulsa a la santidad, no a uno o dos cristianos,
sino a una muchedumbre de hombres y de mujeres. El bautismo en el Espíritu no es por lo tanto el fin o el "non
plus ultra" de la santidad; al contrario, entra en el ámbito de lo que los doctores han llamado "las gracias
iniciales". Ayuda a ser "fervorosos en el Espíritu" (Rm 12, 11), es decir a entrar en aquel estado en el cual se
cumplen las acciones el servicio de Dios "con solicitud, constancia y con alegría" (así san Basilio define el
fervor espiritual).

3. UN TESTIMONIO PERSONAL

¿Pero el bautismo en el Espíritu es posiblemente el único medio para obtener este fervor y esta sobria
embriaguez del Espíritu? ¿No bastan los medios ordinarios de la gracia: los sacramentos, la palabra de Dios?
Ciertamente, sólo que debemos estar atentos a no caer en el mismo error en el cual cayeron los escribas y los
fariseos. Ellos decían a Jesús: Hay seis días en la semana para trabajar, ¿por qué sanas en sábado? Sería extraño
que, sin darnos cuenta, viniéramos también nosotros a decirle a Jesús: Hay siete sacramentos con los cuales
obrar y santificar a la gente: ¿Por qué actuar de este modo desconocido? La Iglesia ha superado esta mentalidad
cuando en la Lumen Gentium 12 ha incluido la conocida declaración: "El Espíritu Santo no sólo santifica y
dirige el Pueblo de Dios mediante los sacramentos, sino que también distribuye gracias especiales entre los
fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno, según quiere, sus dones". De esta manera se ha
afirmado que existen dos direcciones desde las cuales sopla el Espíritu: desde lo alto a través de las vías
institucionales y jerárquicas y, desde debajo, por así decirlo, de todo el cuerpo, con los dones que suscita
libremente cuando y donde quiere.

Pero no quisiera ser yo mismo quien limitase la libertad del Espíritu, exactamente cuando trato de defenderla. Si
por "bautismo en el Espíritu" entendemos un cierto rito, hecho de una cierta forma, en un cierto contexto y con
ciertas connotaciones, no; ni siquiera ése es el único medio para tener la experiencia de Pentecostés hoy. Ha
habido y hay cristianos que han tenido la experiencia de Dios, de la visita fuerte del Espíritu, sin saber qué es el
bautismo en el Espíritu.

Sin embargo el bautismo en el Espíritu se ha revelado como un medio potente para reavivar la vida espiritual de
millones de personas, una auténtica "corriente de gracia", como amaba definirla el cardenal Suenens. Tendremos
por lo tanto que pensar bien antes de llegar a la conclusión de que esto no es para nosotros, o que podemos
dejarlo de lado. Yo estaba a punto de ser uno de éstos y por ello quisiera contar brevemente mi experiencia.
También porque todas las objeciones que por lo general detienen a los sacerdotes a abrirse a esta realidad, creo
que yo me las he planteado antes. Creo que mi pobre experiencia podría ayudar a alguno, si no a otra cosa, por
lo menos a no cometer los mismos errores.
Yo soy un sacerdote capuchino. Hasta hace algunos años, era profesor ordinario de Historia de los orígenes
cristianos y Director del Departamento de ciencias religiosas en la Universidad Católica del Sagrado Corazón de
Milán. Se trataba de un servicio bueno para la Iglesia y la investigación; así al menos me aseguraban mis
superiores. Yo no obstante no me sentía satisfecho y sentía vagamente la necesidad de un cambio radical. Jesús
quería contar más en mi vida; no le bastaba "aquel conocimiento impersonal", del cual ya les he hablado alguna
vez. Pero sentía, al mismo tiempo, que no tendría jamás la fuerza para realizar un cambio tal.

En 1974 comencé a oír hablar de la Renovación carismática y a la persona que me habló le dije que no fuera
más a aquel lugar. Después me acerqué un poco más a esta realidad, especialmente porque las personas, en vez
de ofenderse de mis críticas, parecían amarme ahora aún más y me invitaban a impartirles enseñanzas. Algunas
cosas que veía me fascinaban porque, en base a mi especialización, reconocía sin dificultad que eran idénticas a
aquellas que sucedían en las primeras comunidades cristianas. Otras cosas (hablar en lenguas, profetizar) me
molestaban y las rechazaba.

Finalmente, en 1977, una persona de Milán ofreció algunos billetes para ir a los Estados Unidos a participar en
una gran reunión carismática ecuménica en Kansas City. Y yo que por aquel tiempo debía ir a los Estados
Unidos acepté uno. Aquello que veía en Kansas City era claramente una profecía para la Iglesia. Cuarenta mil
cristianos -la mitad católicos y la otra mitad de otras confesiones- reunidos a la tarde en el estadio a orar juntos y
a escuchar la palabra de Dios. Una tarde hubo una profecía, decía: "¡Llorad, haced lamento, porque el cuerpo de
mi Hijo está destrozado! Vosotros laicos, vosotros sacerdotes, vosotros obispos: ¡llorad y haced lamento porque
el cuerpo de mi Hijo está destrozado!" Uno después del otro, todos en el estadio cayeron de rodillas sollozando
y esto sucedía mientras un mensaje luminoso se proyectaba contra el cielo oscuro de una parte a la otra del
estadio: "JESUS IS LORD!: JESÚS ES EL SEÑOR!" Parecía una profecía de la Iglesia del futuro, la Iglesia que
todos esperamos, en donde los creyentes estén reunidos en el arrepentimiento, bajo el soberano señorío de
Cristo.

¿ Y, me pueden creer? , todo esto no bastó. Yo continuaba observando todo esto como desde el exterior,
diciendo dentro de mí: esto sí, esto no. Una palabra de Jesús aún continuaba resonando en mi corazón y no podía
quitármela de la mente: "¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis; dichosos los oídos que escuchan lo
que vosotros escucháis!" Una vez se cantaba el canto que narra la historia de Jericó que cae, con el estribillo que
repetía: Jerico must fall, Jericó debe caer. Los compañeros que habían venido conmigo desde Italia, entonces,
me daban codazos, diciéndome: ¡Escucha bien, porque tú eres Jericó!

De Kansas City nos dirigimos a una comunidad carismática de New Jersey en donde se tenía una semana de
retiro sobre la Trinidad. Buscaba separarme del grupo para ir a mi convento de capuchinos. Pero un sacerdote
lleno de caridad me repetía: quédate aún esta semana con nosotros. Recuerdo que al final me dije a mí mismo:
"Pero ésta no es una casa de perdición, es una casa de retiros: si permanezco, ciertamente que no me puede hacer
mal. ¡Pues bien, me quedo!" Era esto lo que el Señor quería (Es conmovedor ver cómo se contenta con poco).

y aquí se situaron aquellas objeciones de las cuales hablaba antes, que tuve que superar una por una. Me decía a
mí mismo: pero si yo soy hijo de san Francisco, poseo una magnífica espiritualidad, tantos santos... ¿Qué es lo
que busco entre estos hermanos, qué me pueden dar de nuevo? Mientras me hacía estos razonamientos, en el
fondo de la sala (era un encuentro de oración) una hermana abrió la Biblia y comenzó a leer. ¿Y qué fue lo que
leyó? Era el pasaje donde Juan el Bautista dice a los fariseos: "¡No digáis en vuestros corazones: Somos hijos de
Abraham, somos hijos de Abraham!" Entendí que estaba dirigido a mí y cambié mi oración al Señor, ahora
decía: Señor no digo más que soy hijo de san Francisco, sino que te pido a ti que me hagas con tu Espíritu
realmente hijo de san Francisco, porque hasta ahora no lo he sido.

Pero no todo terminaba allí ( os he dicho que me he defendido con todas las fuerzas). Pero si yo -me decía a mí
mismo- soy un sacerdote ordenado por el obispo, he recibido el Espíritu Santo. ¿Por qué debo arrodillarme ante
los hermanos, incluso laicos, y aceptar que oren por mí? Esta vez la respuesta me vino directamente con una
simple reflexión teológica. Me pareció oír la voz misma de Jesús que me decía: " ¿ y yo entonces? ¿ Viniendo al
mundo, no había sido consagrado por el mismo Padre? ¿Acaso no poseía yo la plenitud del Espíritu desde mi
encarnación? y no obstante acepté ser bautizado por Juan Bautista -¡que también era un laico!- y el Padre me dio
una nueva plenitud de Espíritu para mi misión, por vosotros". Entonces dije como Job: He hablado una vez, y no
lo repetiré. Cierro la boca. Bautízame, Señor, con tu Espíritu... Mientras me preparaba a recibir el bautismo en el
Espíritu con una buena confesión general, recordando toda mi vida me veía como un cochero que, con las
riendas en mano, había buscado dirigir la carreta como quería: algunas veces lento, otras veloz, ahora a la
derecha, luego a la izquierda. Pero sin resultado. En ese momento fue como si Jesús se sentara junto a mí (no
piensen en nada extraordinario, visiones, o cosas similares; eran como simples flashs, imágenes interiores
corrientísimas) y me dijera: " ¿Quieres darme las riendas de tu vida?"

Muchos de los que han tenido la experiencia del bautismo en el Espíritu resaltan este hecho: lo que decide todo
es un acto total de abandono a la voluntad de Dios, un rendirse y entregarse a él sin reservas, dejarle las riendas
de nuestra vida. Uno de los que participaron en el primer retiro carismático en 1967, resume así el
acontecimiento: "Nosotros nos entregamos completamente a Jesús y Jesús nos entregó su Espíritu".

Durante la oración de los hermanos por la efusión del Espíritu, en el momento en que me invitaban a elegir de
nuevo a Jesús como Señor de mi vida, recuerdo que alcé los ojos que fueron a posarse sobre el crucifijo que
estaba sobre el altar. Era como si esperara mi mirada para decirme: Atento, no te engañes, Raniero, éste es el
Jesús que eliges como tu Señor, no otro, no un Jesús fácil o de color de rosa. Comprendí que la Renovación en
el Espíritu es una cosa distinta a un acontecimiento formado de emociones o de entusiasmos superficiales; lleva
directamente al corazón del Evangelio.

No se dio nada de espectacular. Sólo que una vez llegado al convento al cual había sido destinado, me di cuenta
de que algo estaba cambiando: mi oración. De regreso a Italia, pueden imaginar la felicidad de los hermanos.
Decían: hemos enviado a América a Saulo y nos han devuelto a Pablo! Después de poco tiempo, sucedió el
hecho que cambió mi vida y que yo atribuyo a la gracia del bautismo en el Espíritu. Un día, mientras estaba
orando en mi habitación, tuve otra de aquellas imágenes interiores, posiblemente sugerida por el versículo
bíblico que estaba reflexionando. Era como si Jesús pasara delante de mí con la misma actitud que tenía cuando
regresando del Jordán se disponía a dar inicio a su predicación. Decía: Si quieres venir a ayudarme a proclamar
el reino de Dios, ¡deja todo y ven!
"Deja todo", quería decir la enseñanza en la universidad, todo aquello que has hecho hasta ahora. Por un
momento tuve miedo de no estar preparado, porque aquel Jesús parecía que estaba decidido y tenía prisa;
invitaba pero no se detenía.

Pero me di cuenta de que en mi corazón existía ya un sí pacífico, seguro, puesto allí, estoy convencido, por la
gracia de Dios. Me levanté siendo un hombre diverso del que había comenzado a orar. Me dirigí a mi superior
general a comunicarle mi inspiración y fue allí donde descubrí qué gran don es para nosotros los católicos y para
nosotros los religiosos y sacerdotes el tener una autoridad, el tener a tales representantes de Dios sobre la tierra.
Sólo así pude estar seguro de que era realmente la voluntad de Dios, y no una presunta inspiración mía. Mi
superior me dijo que esperase un año, después del cual estuvo de acuerdo en que se trataba realmente de una
llamada de Dios y me dio su bendición para comenzar a ser predicador itinerante del Evangelio, al estilo de san
Francisco de Asís.

No habían pasado tres meses, cuando me llegó de Roma la noticia de que el Papa me había nombrado
Predicador de la Casa Pontificia, cargo que cubro desde hace 12 años. A decir verdad, es él, el Santo Padre,
quien me predica a mí, con su humildad, encontrando el tiempo cada viernes por la mañana, en Adviento y en
Cuaresma, para venir a escuchar la palabra de un simple sacerdote de la Iglesia.

Así es como yo he querido, al igual que san Pablo, "dar testimonio de la gracia de Dios", porque es cierto que
todo es pura gracia de Dios. Lo he hecho para que así mi "gracias" suba a Dios, multiplicado por el gracias de
todos vosotros. Hemos llegado así al final de nuestro retiro. Deseo compartir con vosotros, un recuerdo personal,
una última palabra de Dios. El día que mi superior general me dio el permiso para abandonar la enseñanza
universitaria para dedicarme totalmente a la predicación del reino, había, en el oficio de lectura un pasaje del
profeta Ageo: Dios dijo al sumo sacerdote y a todo el pueblo una vez que éstos habían comenzado a reconstruir
el templo: "¡Mas ahora, ten ánimo, Zorobabel, oráculo de Yahvé; ánimo, Josué, hijo de Yehosadaq, sumo
sacerdote, ánimo, pueblo todo de la tierra!, oráculo de Yahvé. ¡A la obra, que estoy yo con vosotros... y en
medio de vosotros se mantiene mi Espíritu!" (Ag 2, 4-5). Era un lluvioso día de otoño y la plaza de San Pedro,
en donde me había retirado a orar al Apóstol, estaba desierta. Sentí de improviso el impulso de alzar la vista
hacia la ventana del Santo Padre y me puse a decir fuerte (no había nadie en los alrededores): "Ánimo, Juan
Pablo II, sumo sacerdote, ánimo pueblo todo de la tierra, y a trabajar porque yo estoy con vosotros, dice el
Señor!"

Pero no todo terminó allí. Tres meses después, como he dicho, fui nombrado Predicador de la Casa Pontificia y
cuando me encontré por primera vez en la presencia del Papa no pude por menos que recordar aquel
acontecimiento. Lo compartí con todos y repetí de nuevo aquellas palabras. Desde aquel día he repetido muy a
menudo las palabras del profeta, en mis giras por el mundo. "¡Animo pueblo todo de esta tierra, y al trabajo,
porque yo estoy con vosotros, dice el Señor. Mi Espíritu está con vosotros!" .

(Publicado en: UNGIDOS POR EL ESPIRITU (Edicep,1993).)

Nuevo Pentecostés, n. 44-45

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