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El hombre que
El poder de
remov’a el azar
las palabras
T
E gusta Auster?,Ó me pregunt— un amigo. No, le dije. El verbo gustar implica algo voluntario,
una aceptaci—n, cuando en realidad sus libros me hechizan. Me van deglutiendo poco a poco,
despuŽs de haber sido capturado por los imperceptibles dientes de sus primeras p‡ginas. Eso
le dije.
Un libro puede satisfacer por su originalidad o su calidad literaria, pero Auster se presenta aparente-

S
IDNEY Orr se recupera de una enfermedad que casi mente desarmado al duelo autor-lector. Porque hay un duelo, un perverso intento de seducci—n. El pri-
acaba con Žl. Es novelista y, desde que cay— enfermo, no mero intenta cautivar al segundo, mientras que Žste intenta mostrar firmeza, una armadura de la que s—-
ha escrito una sola l’nea. Una ma–ana, mientras da uno lo se desprende si prevŽ que ser‡ part’cipe voluntario del encuentro, confidente, espectador deleitoso de
de sus paseos terapŽuticos por Nueva York, descubre primera l’nea, casi co-protagonista, en una especie de acompa–amiento ’ntimo de los personajes.
una peque–a tienda llamada El palacio de papel. Sin saber muy El engarza el estilo a los bastidores y las bambalinas. Relega el artificio verbal, con maestr’a de pres-
bien por quŽ, entra y compra un bonito cuaderno azul. Esa mis- tidigitador, a una falsa apariencia de sencillez. Su estilo genuino reside debajo de un minucioso entra-
ma ma–ana se encierra en su estudio y comienza a escribir en el mado, una estructura de hilos invisibles que sostienen las palabras por debajo, como si estuvieran escri-
nuevo cuaderno. Escribe la historia de Nick Bowen, un editor de tas con precisi—n de punto de cruz. El resultado son largos p‡rrafos que imantan. Sus armas son secre-
Žxito que una noche cualquiera est‡ a punto de morir aplastado tas, e intuyo que entre ellas est‡ esa sutil habilidad para situar a personas normales (cualquiera de noso-
por una g‡rgola que se desprende de un edificio. DespuŽs de su- tros podr’a ser un personaje suyo) en el l’mite circunstancial, en los vŽrtices de lo humano, en los bor-
frir ese accidente, Nick Bowen comprende lo fr‡gil que es la vida des de lo comprensible, lo imaginable o lo azaroso. Para ello no teje aparatosas ficciones. Simplemente
humana y lo abandona todo. Sin ni siquiera regresar a su casa, va deja que los personajes se adentren en esos senderos que en la vida real desechamos y nunca tomamos:
al aeropuerto y sube al primer avi—n. Durante el viaje, Nick saca por contenci—n, por miedo o por un supuesto c—digo del deber.
de su bolsa un manuscrito que esa ÀQuŽ hay en esos bordes de la realidad? Auster
misma ma–ana hab’a llegado a su ofi- nos sitœa en ellos para incitarnos a una pregunta que,
cina. Se trata de La noche del or‡culo, m‡s all‡ de la filosof’a, parece proscrita: quiŽnes so-
un texto inŽdito de Sylvia Maxwell, mos. Bajo una apariencia normal, dibuja escenarios
una escritora de los a–os veinte. El li- que se tornan desconcertantes. Logra que el temor
bro trata de Lemuel Flagg, un militar desdibuje todas nuestras inercias. Nos desnuda y de-
inglŽs que se queda ciego durante la ja nuestra entidad al descubierto. ÀQuŽ hay m‡s all‡
Primera Guerra Mundial. Al regresar de nuestra apariencia sumisa, bajo nuestra concien-
a Londres, descubre que la ceguera le cia amaestrada, bajo la rigurosa m‡scara de eso que
ha conferido el don de la profec’a... llamamos personalidad? Esa pregunta es la base que
Como otras veces, Paul Auster ha soporta todo su proyecto literario, proyecto que en
construido su œltimo libro a la mane- las dos œltimas dŽcadas, desde que en 1986 se publi-
ra de las mu–ecas rusas. En el interior c— La ciudad de cristal, se ha convertido en un refe-
de la novela hay al menos otras dos rente literario indiscutible.
novelas. Dos novelas que llegan a in-
terferir en la vida del protagonista
hasta el punto de que Žste se pregunta
si escribir no consistir‡ en proporcio- Las p‡ginas de Auster
narle argumentos a la realidad. consiguen hacer de nuestras
vidas posibles novelas,
Incidiendo en uno de sus porque nos enredan en una
temas recurrentes, Auster especie de lujuria de lo posible
se plantea si son capaces
las palabras de alterar el Vivimos en los estratos de la prosperidad y olvi-
damos que un efecto de embudo, de reloj de arena,
curso de las cosas nos hace vulnerables, susceptibles del terror. El m‡s
m’nimo desencadenante nos puede hacer caer en el
abismo. Las p‡ginas de Auster consiguen hacer de
Incidiendo una vez m‡s en uno de nuestras vidas posibles novelas, porque nos enredan
sus temas recurrentes (la relaci—n en- en una especie de lujuria de lo posible, la implacable
tre lo real y lo ficticio), Auster se plan- atracci—n de los abismos. Nos sitœa ante los bordes,
tea si son capaces las palabras de alte- nos obliga a sentir el aire y el vac’o, nos arrima a he-
rar el curso de las cosas, si puede la rrumbrosas barandillas de hierro. Sus historias im-
ficci—n inmiscuirse en el devenir de los acontecimientos. Alguien pactan, no por originales heroicidades o el artificio lingŸ’stico en s’, sino porque nos rozan la piel, son
le cuenta a Sidney Orr la historia de un poeta que escribi— sobre susceptibles de te–irnos o, simplemente, de suceder.
un ni–o ahogado y que, a–os despuŽs, vio c—mo su hijo se ahoga- Nos recuerda que aœn somos capaces de so–ar, tras poner una marca en uno de sus libros, con sucesos
ba en el Canal de la Mancha. Quiz‡ Auster no llegue a creer en hi- que nos cambiar’an la vida. Disfrutamos, desde la seguridad de nuestras butacas, leves aventuras que de
p—tesis tan delirantes sobre el poder de las palabras, pero s’ se di- pronto se truncan, convertidas en v—rtices de inercia incontenible. Al d’a siguiente todo sigue igual. El
r’a que cree en su capacidad para conjurar los peligros de la vida mundo continœa girando al ritmo de un progreso tecnol—gico abrasivo, y nuestra vida es la misma que
real. En la novela aparece un personaje que casi pasa desaperci- ayer. Pero al menos podemos coger de nuevo su libro, abrirlo por la p‡gina donde lo dejamos, y zambu-
bido y que termina jugando un papel de gran importancia. Se tra- llirnos en la inquietante realidad de cualquiera de sus personajes, alguien que nos recuerda, vagamente,
ta del hijo de un amigo de Sidney Orr, un joven inteligente y re- a nosotros, o a una remota semilla de valent’a que llevamos dentro... Ese l’mite humano se dibuja as’ con
belde que est‡ metido en asuntos de drogas. Los que conozcan la una escalofriante nitidez ante nosotros, mientras nos sentimos a salvo de un error nefasto, una desgracia
biograf’a de Auster no tardar‡n demasiado en identificar al per- irreparable, una miseria voraz...
sonaje. Se trata de Daniel, el hijo mayor del novelista, que fue Paul Auster nos reconstruye a cada p‡gina. Convierte nuestra monoton’a en una cortina, que corre su-
condenado en 1998 por robarle trescientos d—lares a un trafican- tilmente para que vivamos momentos inciertos: un hecho fortuito; un error que desencadena una tumul-
te de drogas que hab’a sido asesinado. La sombra de ese hijo, por tuosa sucesi—n de acontecimientos; una bœsqueda que se torna obsesiva; una respuesta contenida en la
cierto, tambiŽn aparece en Todo cuanto amŽ, una de las novelas de mente de alguien que, inesperadamente, formula casi de modo involuntario y le cambia la vida... En
Siri Hustvedt, la segunda mujer del escritor neoyorquino. nuestro mundo todo esto lo evitamos por prudencia o ignorancia, pero de sus p‡ginas emerge con una
La noche del or‡culo es tambiŽn una reflexi—n fantasmag—rica fuerza inesperada que nos atrapa de forma irremisible. Tanta que, a veces, yo dudo de que Paul Auster
sobre el arte de escribir. Sidney Orr es el prototipo del literato sea real. Podr’a ser una ficci—n, un personaje ideado por alguna mente prodigiosa y oculta que ha des-
austeriano: obsesivo, inseguro y disciplinado. El cuarto en el que doblado su identidad tal y como hac’a Daniel Quinn. Podr’a ser parte de un juego de espejos ante la re-
trabaja es uno de esos estudios m’nimos y despojados de cual- alidad, el resultado de un experimento, un ser imaginario al que se le ha atribuido una apariencia y una
quier adorno que abundan en los relatos del autor. Hasta su inte- biograf’a, pero que oculta una entidad pensante, alguien que est‡ m‡s all‡ de los par‡metros normales
rŽs por los cuadernos de espiral le asemeja a Quinn, el protago- con los que medimos a las personas que aparecen en las solapas de un libro.
nista de Ciudad de cristal. Cuando Orr comienza a escribir se in- Por todo esto no puedo hablar de que sus novelas me gusten. Eso implica una voluntad que, ante sus
troduce tanto en su trabajo que llega a abolir el mundo exterior. armas, yo descubro no tener. Simplemente obedezco. Tomo aire, abro su libro y me dejo caer, confian-
Lo complicado, parece querer decirnos Auster (que ha reconoci- do en su habilidad como quien conf’a en la prudencia de un gu’a, o en el piloto de un avi—n a 9.000 me-
do escribir siete horas diarias en un estado de absoluta concen- tros de altitud, en sus conocimientos, en su pericia. Sabe que posar‡ el aparato en tierra. Uno sabe, quie-
traci—n), es lograr recomponer ese mundo sin que se produzcan re saber, que todo volver‡ a la normalidad... A no ser, claro est‡, que el azar se filtre por alguna fisura,
demasiados desperfectos. por un poro de iron’a, y todo se desencadene, como en los fascinantes libros de Auster, y nos arrastre
m‡s all‡ de nosotros mismos.
P. M. Z.
Fernando Palazuelos

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