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Rudolf Steiner El Cuento de La Serpiente Verde
Rudolf Steiner El Cuento de La Serpiente Verde
ePUB v1.0
celiapgt 07.03.13
Título original: Das Märchen von der grünen Schlange und der schönen Lilie von Goethe
Rudolf Steiner, 4 de abril y 27 de noviembre de 1904.
Traducción: Celia Palacios
Diseño/retoque portada: Celia Palacios
'En 1899 Rudolf Steiner publicó un artículo en su Magazin für Literatur, titulado «La
revelación secreta de Goethe», sobre la naturaleza esotérica del cuento de hadas de J.W. Goethe
«La serpiente verde y la hermosa azucena». Este artículo motivó una invitación por parte del
Conde y la Condesa Brockdorff, para hablar en una reunión de teósofos sobre Nietzsche. Steiner
continuó hablando regularmente a los miembros de la Sociedad Teosófica, convirtiéndose en
Secretario General de su recién formada sección alemana en 1902, sin unirse nunca formalmente a
la sociedad'[1]. Éste fue el inicio de muchas conferencias que daría el doctor Steiner a lo largo de
su vida. Pero este cuento, además de abrirle la puerta a un público entonado con lo que él deseaba
transmitir, representa el esfuerzo del poeta Goethe para revelar la mismísima Verdad, la cual se
mantendrá oculta sólo para el que no sabe leerla.
'Rudolf Steiner nos ha dicho que el cuento de hadas de Goethe "La Serpiente Verde y la
Hermosa Azucena" es una imagen en miniatura de los sucesos en el mundo espiritual de aquel
tiempo. La historia describe el descenso de las almas, el cruce del río de la pasión al encarnar.
Describe el deseo en el corazón del hombre, que debe darse cuenta durante la encarnación de que
el mundo espiritual está en la orilla lejana de este río, y que sólo a lo largo del sendero de la vida
antes del nacimiento, puede el alma humana que busca, estar unida con el Espíritu que le dio a luz.
Pero lo que Goethe legó a la humanidad de una manera tan espléndida se quedó en mera literatura
y ahora, después de la Gran Guerra (Primera Guerra Mundial), hay una tarea esperando que se
cumpla: la búsqueda, el recorrido del camino al mundo espiritual y la formación de la humanidad
en un cuerpo social verdadero y digno sobre la tierra entera'[2].
El cuento de hadas, en alemán llamado Das Märchen, fue traducido del alemán por Thomas
Carlyle en 1832. La versión en inglés que se encuentra en el Archivo Rudolf Steiner
(www.rsarchive.org) es un eText [en inglés], gracias a John Roland Penner (octubre de 2000):
http://wn.rsarchive.org/RelAuthors/GoetheJW/GreenSnake.html. La versión que se incluye en esta
edición electrónica, sin embargo, fue traducida del inglés por autor desconocido (versión de Free-
EBooks.net): http://espanol.free-ebooks.net/ebook/El-Cuento-de-la-Serpiente-Verde. La versión
original de J.W. Goethe se encuentra aquí: Das Märchen (el cuento) [alemán]:
http://wn.rsarchive.org/RelAuthors/GoetheJW/DasMar_index.html.
El traductor del alemán al inglés para las conferencias es desconocido. Las conferencias
fueron traducidas al español por Celia Palacios a partir de la versión en inglés que se encuentra en
el Archivo Rudolf Steiner (www.rsarchive.org). La versión en inglés de esta edición e.Text de las
conferencias impartidas por Steiner se proporciona a través de la maravillosa obra de varios
transcriptores e.Text. Gracias a una donación anónima, este ciclo de dos conferencias está
disponible ahora en RSARchive.org: The Story of the Green Serpent and the Beautiful Lily [La
Historia de la Serpiente Verde y la Hermosa Azucena].
La primer conferencia fue ofrecida el 4 de abril 1904 en Berlín y la segunda en Colonia el 27
de noviembre de 1904. Ambas recogen, muy probablemente, todo lo que fue vertido en el artículo
publicado en Magazin für Literatur; desafortunadamente no he podido encontrar la versión en
español del citado artículo de Steiner. La versión original [en inglés] de las conferencias, tituladas
«La historia de la serpiente verde y la hermosa azucena» se encuentra en
http://wn.rsarchive.org/Lectures/SerpLily/SerLil_index.html.
Para estas conferencias no se ha asignado un número GA aún en el Archivo Rudolf Steiner
(www.rsarchive.org).
La Serpiente Verde y la Hermosa Azucena
por Johann Wolfgang von Goethe
En su pequeña choza, ante el gran río cuya corriente habíase acaudalado por una fuerte lluvia y
que desbordaba sus riberas, estaba el viejo barquero descansando y durmiendo, rendido por las
labores del día. Le despertaron fuertes voces en medio de la noche; escuchó que unos viajeros
querían ser trasladados.
Al salir delante de la puerta vio dos grandes fuegos fatuos flotando encima del bote amarrado
y le aseguraron que se hallaban en los más grandes apuros y que estaban deseosos de verse ya en
la otra orilla. El anciano no se demoró en hacerse al agua y navegó con su destreza acostumbrada a
través del río mientras los forasteros siseaban entre sí en un lenguaje desconocido y sumamente
ágil, y estallaban, de vez en cuando, en fuertes carcajadas saltando por momentos en los bordes o
en el fondo de la barca.
—¡Se balancea el bote! —exclamó el viejo—. Si estáis tan inquietos puede volcarse. ¡Sentaos,
fuegos fatuos!
Estallaron en grandes carcajadas ante esta advertencia, se mofaron del anciano y se pusieron
más inquietos que antes. Este soportó con paciencia sus malas maneras y, en poco tiempo, arribó a
la otra orilla.
—¡Aquí tenéis! ¡Por vuestro esfuerzo! —exclamaron los viajeros y, al sacudirse, cayeron
muchas y resplandecientes piezas de oro dentro de la húmeda barca.
—¡Santo cielo! ¿Qué hacéis? —exclamó el viejo—. ¡Me exponéis al más grande apuro! Sí una
de estas piezas hubiera caído en el agua, el río, que no soporta este metal, se hubiera levantado en
terribles olas devorándonos al bote y a mí, ¡y quién sabe cómo os hubiera ido!
¡Tomad de nuevo vuestro dinero!
—No podemos tomar nada de lo que nos hemos desprendido —respondieron ellos.
—Entonces, encima me dais el trabajo de tener que recogerlas y llevarlas a enterrar bajo tierra
—dijo el viejo, inclinándose para recoger las piezas de oro dentro de su gorra.
Los fuegos fatuos habían saltado del bote cuando el viejo exclamo:
—¿Y dónde queda mi paga?
—¡Quien no acepta oro tal vez quiera trabajar gratis!
—exclamaron los fuegos fatuos.
—Tenéis que saber que a mí sólo se me puede pagar con frutos de la tierra.
—¿Con frutos de la tierra? Los detestamos y nunca los hemos disfrutado.
—Y sin embargo no os puedo soltar hasta que me hayáis prometido traerme tres coles, tres
alcachofas y tres grandes cebollas.
Los fuegos fatuos hicieron por escurrirse en medio de bromas pero se sintieron atados al suelo
de manera incomprensible; era la sensación más desagradable que jamás habían sentido.
Prometieron satisfacer en poco tiempo la demanda del anciano; éste los despachó y partió. Ya se
encontraba muy lejos cuando a sus espaldas le gritaron:
—¡Viejo! ¡Escuchad, viejo! ¡Hemos olvidado lo más importante!
Ya se había alejado y no los escuchaba. Se dejó llevar río abajo por el lado de esa misma
orilla, donde decidió enterrar el peligroso y bello metal; era una región montañosa donde el agua
nunca podía llegar. Allí, entre altos picachos, encontró un profundo abismo, donde arrojó el oro, y
se volvió a su choza.
En ese precipicio estaba la hermosa serpiente verde, que se despertó a causa del tintineo de las
monedas despeñadas. Apenas vio las doradas obleas, las devoró de inmediato con gran avidez y
buscó con mucho cuidado todas las piezas que se habían esparcido entre la maleza y las grietas
rocosas.
En cuanto las hubo devorado sintió, con el mayor agrado, fundirse el oro en sus intestinos y
expandirse a través de todo su cuerpo; notó, para su mayor alegría, que se había vuelto
transparente y luminosa. Desde mucho tiempo atrás le habían asegurado que era posible este
fenómeno; pero como ella recelaba de que esta luz perdurase mucho tiempo, la curiosidad y el
deseo de asegurarse para el futuro la impulsaron a salir de la caverna a fin de investigar quién
había arrojado en su interior el hermoso oro. No encontró a nadie. Tanto más agradable sentía de
admirarse ella misma y a su graciosa luz que diseminaba a través del verde fresco mientras se
arrastraba entre hierbas y matorrales. Todas las hojas parecían de esmeralda, todas las flores
aureoladas de la manera más esplendorosa. En vano recorrió la solitaria y yerma tierra; pero tanto
más creció su esperanza cuando llegó a una planicie y vio en lontananza un resplandor semejante
al suyo.
—¡Por fin encuentro a alguien igual a mí! —exclamó, apresurándose a llegar a ese sitio.
No reparó en las fatigas que el arrastrarse a través de pantanos y cañaverales le causaba, pues a
pesar de que prefería vivir en los prados secos de los montes y entre las altas grietas de las rocas,
en las que disfrutaba de las hierbas aromáticas y solía calmar la sed con tierno rocío y agua fresca
de las fuentes, habría hecho todo lo que uno le hubiera impuesto por el amado oro, así de
hechizada estaba por retener el hermoso resplandor.
Extenuada, llegó por fin a un húmedo juncal, donde nuestros dos fuegos fatuos se entretenían
en juegos. Se dirigió rápidamente hacia ambos, los saludó celebrando encontrar caballeros de su
parentela tan agradables. Los fuegos fatuos se aproximaron, saltaron por encima de ella y se rieron
a su modo.
—Señora Mume —dijeron ellos—, aunque vos séais de la línea horizontal, eso no significa
nada entre nosotros; se comprende que somos parientes por lo que toca al resplandor, pues vea
nada más —y en eso ambos fuegos se alargaron tanto como su volumen se lo permitió—: ¡qué
bien nos sienta a los caballeros de la línea vertical esta esbelta longitud! No se enfade con
nosotros, amiga mía, ¿qué familia puede vanagloriarse de esto?
Desde que existen fuegos fatuos, ninguno ha estado sentado o acostado.
La serpiente se sentía muy incómoda en presencia de estos parientes; pues por más esfuerzos
que hiciera al querer levantar la cabeza más alto, sentía sin embargo que tenía que bajarla de
nuevo hacia el suelo para poder impulsarse; y cuanto más se había complacido consigo misma
entre la oscura floresta, tanto más parecía disminuir a cada momento su resplandor en presencia
de estos parientes, e incluso temía que al final se extinguiera del todo.
En medio de tal turbación preguntó rápidamente si los caballeros no le podían dar noticia de
dónde venía el reluciente oro que hacía poco había caído dentro de la cueva; suponía que hubiese
sido una lluvia áurea que manara directamente del cielo. Los fuegos fatuos se sacudieron de risa y
una gran cantidad de monedas de oro saltó en torno suyo. La serpiente se abalanzó sobre ellas para
devorarlas.
—Que os aproveche, señora Mume —dijeron los gentiles caballeros—. Aun podemos servirla
con más.
Se sacudieron varias veces más con gran destreza, de manera que la serpiente no podía tragar
más rápido el preciado alimento. Comenzó a aumentar visiblemente su esplendor y, en verdad,
destellaba incomparablemente hermosa mientras los fuegos fatuos iban volviéndose magros y
pequeños aunque sin perder la más leve pizca de su buen humor.
—Os agradezco eternamente —dijo la serpiente, al haberse recobrado después de su comida
—. ¡Exigid de mí lo que queráis! Os concederé lo que esté a mi alcance.
—¡Muy bien! —exclamaron los fuegos fatuos—. Dinos dónde habita la bella Azucena.
¡Llévanos lo antes posible al palacio y a los jardines de la hermosa Azucena! Morimos de
impaciencia por postrarnos ante ella.
—Ese servicio —replicó la serpiente con un profundo suspiro— no os lo puedo conceder de
inmediato. Por desgracia, la bella Azucena vive más allá del agua.
—¿Más allá del agua? ¡Y nosotros que nos dejamos transportar en esta noche tan tormentosa!
¡Qué cruel es el río que ahora nos separa! ¿No sería posible llamar otra vez al viejo?
—Os esforzaríais en vano —dijo la serpiente—. Pues aunque vosotros lo encontrarais de este
lado del agua no os llevaría; puede traer a esta orilla a todo aquel que lo quiera, pero no le está
permitido llevar a nadie hacia allá.
—¡Mal estamos, pues! ¿No hay otro medio para trasponer el agua?
—Hay algunos otros más, sólo que no en este momento. Y yo misma puedo transportar a los
caballeros pero únicamente al mediodía.
—Esa es una hora en la que no nos gusta viajar.
—Entonces podréis transbordar al anochecer sobre la sombra del gigante.
—¿Cómo puede ser eso?
—El gran gigante, que vive no lejos de aquí, tiene impedido hacer nada con su cuerpo; sus
manos no levantan una sola paja, sus hombros no llevarían ningún leño. Por eso es más poderoso
al levantarse y ponerse el sol, y así, basta sólo con sentarse en la nuca de su sombra al caer la
noche: entonces el gigante se acerca suavemente a la orilla y su sombra conduce al viajero a través
del agua. Pero si queréis llegar a aquel rincón del bosque a la hora del mediodía, donde la maleza
se une con las aguas del río, entonces puedo yo transportaros y presentaros con la hermosa
Azucena; por el contrario, si teméis al calor del mediodía entonces sólo podréis recurrir al
gigante, quien, en aquel acantilado, hacia el anochecer, seguramente se mostrará muy obsequioso
de serviros.
Con leve inclinación, los jóvenes caballeros se alejaron y la serpiente estuvo contenta de
deshacerse de ellos, en parte por deleitarse con su propio resplandor, en parte por satisfacer su
curiosidad que desde hacía mucho tiempo la torturaba.
En medio de los rocosos abismos, en los que a menudo se arrastraba de uno a otro lado, había
hecho un extraño descubrimiento. Pues aunque estaba obligada a moverse por estos abismos sin
luz alguna, podía distinguir a través de su piel los objetos. Estaba acostumbrada a encontrarse en
todas partes únicamente presencias irregulares de la naturaleza; ora enroscábase entre las aristas
de grandes cristales, ora sentíase sobre las puntas de macizos de plata y sacaba una u otra piedra
preciosa a la luz del día. Pero, para su grande asombro, percibió algunos objetos dentro de la
caverna cerrada que hacían ver la mano activa del hombre. Muros lisos por los cuales ella no era
capaz de trepar, regulares y agudas esquinas, columnas bien talladas y, lo que le pareció más
extraño de todo, figuras humanas por entre las cuales se había enroscado varias veces y que hubo
de definir como de cobre o de mármol extremadamente bien pulimentadas. Deseaba resumir todas
estas experiencias a través de la vista, y aquello que ella solamente suponía, quería comprobarlo.
Se creyó capaz de infundir luz por sí misma a esta maravillosa bóveda subterránea, y esperaba de
una vez poder hacerse del completo conocimiento de esos extraños objetos. Se apresuró y, sin
tardanza, halló en su acostumbrado camino la grieta por entre la cual ella solía introducirse al
sagrado recinto.
Al encontrarse en aquel sitio, se dio vuelta con curiosidad y, pese a que su resplandor no podía
iluminar todos los objetos de la rotonda, los más próximos se le destacaron suficientemente
claros. Con admiración y respeto, miró hacia lo alto de un brillante nicho en que se hallaba
colocada la imagen de un venerable rey del más puro oro. Según la medida, la imagen era de
humanas proporciones pero, según la figura, correspondía a la de una persona más bien pequeña.
Su bien formado cuerpo se hallaba cubierto con un sencillo manto y una corona de encinas
circundaba su cabello.
Apenas la serpiente hubo visto la imagen venerable cuando el rey empezó a hablar y preguntó:
—¿De dónde vienes?
—De los abismos en los que reposa el oro —respondió la serpiente.
—¿Qué es más precioso que el oro? —preguntó el rey.
—La luz —contestó la serpiente.
—¿Qué es más reconfortante que la luz? —preguntó aquél.
—La conversación —respondió ésta.
Durante estas palabras había mirado de reojo y visto en el nicho inmediato otra imagen
preciosa. Representaba, sentado, a un rey de plata cuya figura era alta y más bien esbelta; su
cuerpo estaba revestido por una adornada vestimenta: corona, cinturón y cetro guarnecidos con
piedras preciosas. Su rostro poseía la donosura del orgullo y parecía querer hablar cuando en el
muro marmóreo se dibujó una oscura veta que de pronto se aclaró y difundió una agradable luz
por todo el templo. Bajo esta luz, la serpiente distinguió al tercer rey, que, hecho de cobre, estaba
sentado con su imponente cuerpo, apoyado en su basto, ornado con una corona de laurel, con el
aspecto más de una roca que de un hombre. La serpiente quiso darse vuelta para encontrar al
cuarto rey, que estaba a mayor distancia, pero mientras tanto el muro se abrió y la veta iluminada
centelleó como un rayo y desapareció.
Se presentó un hombre de mediana estatura que atrajo la atención de la serpiente. Iba vestido
como un labriego y llevaba en su mano una pequeña lámpara ante cuyas llamas silenciosas uno
miraba con gusto; iluminaba de manera singular, sin sombra alguna, todo el cimborio.
—¿Por qué vienes si ya tenemos luz?
—Vuestra majestad: sabéis que no me es permitido alumbrar lo oscuro.
—¿Llega a su fin mi reinado? —preguntó el rey de plata.
—Tarde o nunca —replicó el viejo.
Con voz enérgica, el rey de cobre comenzó a preguntar:
—¿Cuándo me levantaré?
—Pronto —replicó el viejo.
—¿Con quién debo aliarme?
—Con tus hermanos mayores —dijo el viejo.
—¿Qué será del más joven? —preguntó el rey.
—Aquí se sentará —dijo el viejo.
—No estoy cansado —exclamó el cuarto rey con una voz ronca y tartamudeante.
Mientras aquéllos hablaban, la serpiente se había movido silenciosamente en el interior del
templo, había contemplado todo y en ese momento observaba de cerca al cuarto rey. Este estaba
erecto, apoyado en una columna, y su considerable corpulencia era más bien pesada que hermosa.
Mas el metal en que estaba fundido no podía distinguirse fácilmente. Bien considerado, era una
mezcla de los tres metales de que estaban hechos sus hermanos. Pero estas materias parecían no
haberse fusionado bien; vetas de oro y plata corrían irregularmente a través de una masa de cobre,
dando a la imagen un aspecto desagradable.
Mientras tanto, el rey de oro se dirigió al hombre:
—¿Cuántos secretos sabes?
—Tres —replicó el viejo.
—¿Cuál es el más importante? —preguntó el rey de plata.
—El que es revelado —replicó el viejo.
—¿Nos lo quieres también hacer saber? —preguntó el rey de cobre.
—En cuanto sepa el cuarto —dijo el viejo.
—¡Qué me importa! —murmuró para sí mismo el rey mixto.
—Yo sé el cuarto —dijo la serpiente, que se acercó al anciano y le siseó algo al oído.
—¡Ya es tiempo! —exclamó el anciano con poderosa voz.
El templo resonó, retemblaron las estatuas de metal y, en ese momento, el anciano se perdió
hacia el poniente y la sierpe hacia el oriente, cada uno recorriendo los abismos rocosos con gran
prisa.
Todos los pasillos que el viejo atravesó, en un instante se volvían de oro pues su lámpara tenía
la maravillosa propiedad de convertir en oro todas las piedras, toda la madera en plata, los
animales muertos en gemas, así como de aniquilar todos los metales. Para lograr este efecto, dicha
lámpara tenía que iluminar ella sola; si había otra luz a su lado sólo producía un bello y claro
resplandor, y todo lo vivo se recreaba a cada momento gracias a ella.
El viejo entró a su choza, que estaba construida al pie de la montaña, y halló a su mujer en la
más profunda aflicción. Estaba sentada junto al fuego y lloraba sin poder consolarse.
—¡Qué desdichada soy! —exclamó—. No te hubiera dejado salir este día.
—¿Qué pasa, pues?
—Apenas te fuiste —dijo la anciana entre sollozos— dos impetuosos viajeros llegaron a la
puerta; desprevenida, los dejé entrar, parecían ser dos atentas y honradas personas. Estaban
vestidos con ligeras llamas, podían haberse confundido con unos fuegos fatuos. Apenas estuvieron
en casa, comenzaron a adularme con palabras tan desvergonzadas y se volvieron tan impertinentes
que hasta me avergüenzo de pensar en ello.
—Bueno —replicó el hombre, sonriendo—, es probable que los señores habrán bromeado;
pues, mirando tu edad, seguramente todo habrá quedado en una elemental cortesía.
—¡Cuál edad! —exclamó la mujer—. ¿Debo siempre oír hablar de mi edad? ¿Qué edad tengo
yo? ¡Elemental cortesía! Pues yo sé lo que sé. Y sólo voltea a ver cómo están las paredes, sólo
mira las viejas piedras que no he visto desde hace cien años; lamieron todo el oro, no hubieras
dado crédito a su habilidad, y en todo momento aseguraban que sabía mucho mejor que el oro
corriente. En cuanto limpiaron todas las paredes, parecieron estar de muchos ánimos y,
ciertamente, en poco tiempo se pusieron mucho más grandes, anchos y relucientes. Entonces
empezaron otra vez con su petulancia, me acariciaron, me llamaron su reina, se sacudieron y una
gran cantidad de monedas de oro saltó alrededor suyo. Todavía puedes ver cómo relucen algunas
debajo del banco. ¡Pero qué desgracia! Nuestro perrito comió algunas de ellas y aquí lo tienes
muerto al pobre, debajo de la chimenea. ¡Pobrecillo mi animal! No puedo consolarme. Lo vi
después de que se habían ido, pues de lo contrario no les hubiera prometido pagar su deuda con el
barquero.
—¿Qué es lo que debes?
—Tres coles, tres alcachofas y tres cebollas. Les prometí llevar las cosas al río, al amanecer.
—Puedes hacerles el favor —dijo el anciano—, pues en algún momento ellos nos servirán a
nosotros.
—Si nos van a servir no lo sé, pero yo les hice la promesa.
Mientras tanto, el fuego de la chimenea se había apagado, el anciano cubrió con mucha ceniza
las brasas, apartó las relucientes piezas de oro y, al momento, su lamparita iluminaba otra vez con
el más hermoso esplendor, los muros de la casa se cubrieron de oro y el perrito se transformó en el
ónix más bello que podía uno imaginar. La variación entre el color marrón y negro de la piedra
preciosa hacía de ella una obra de arte rarísima.
—Toma tu cesto —dijo el viejo— y coloca dentro el ónix; toma después las tres coles, las tres
alcachofas y las tres cebollas, ponlas alrededor y llévalo todo al río. Hacia el mediodía hazte
transportar por la serpiente, visita a la hermosa Azucena y ¡llévale el ónix! Ella lo revivirá con su
tacto al igual que por lo mismo mata todo lo vivo. En él tendrá un fiel compañero. Dile que no
esté triste, que su salvación está cerca, que la desgracia más grande puede considerarla como la
más grande fortuna, pues ya es el tiempo.
La vieja preparó su cesto y se puso en camino al amanecer. El sol naciente brillaba con
claridad desde el otro lado del río, cuyas aguas resplandecían a lo lejos; la mujer caminó con paso
lento ya que el cesto le oprimía la cabeza y, sin embargo, no era el ónix lo que la fatigaba. Lo
muerto que sobre sí llevaba no lo sentía, pues le permitía levantar su cesto hacia lo alto y flotar
sobre su cabeza. Pero cargar una fresca legumbre o un pequeño animal vivo le era sumamente
pesado. Hubo de caminar malhumorada un trecho, cuando, asustada de pronto, se paró en seco
pues estuvo a punto de pisar la sombra del gigante, que se extendía a través del llano hacia donde
ella se encontraba. Y sólo hasta ese momento hubo de ver al descomunal gigante, que se había
bañado en el río, salido del agua, sin que ella supiera cómo apartarse. En cuanto él la advirtió,
comenzó entre bromas a saludarla y las manos de su sombra alcanzaron el cesto. Con desenvoltura
y agilidad tomaron una col, una alcachofa y una cebolla y las llevaron a su boca, después de lo
cual el gigante caminó río arriba dejando libre el camino a la mujer.
Pensó si no sería mejor regresar y sustituir con las de su jardín las piezas que faltaban, y
mientras tanto continuó su camino en medio de estas dudas de manera que pronto llegó al borde
del río. Estuvo largo tiempo en espera del barquero, a quien finalmente vio en compañía de un
extraño viajero. Un hombre joven, noble y hermoso al que no se cansaba de ver descendió de la
barca.
—¿Qué traéis? —clamó el anciano.
—Son las legumbres que los fuegos fatuos os deben —replicó la mujer, mostrándole su
mercancía. Cuando el viejo observó dos de cada uno de los géneros se puso de mal humor y
aseveró que no podía aceptarlos. La mujer le rogó encarecidamente que las aceptara, le contó que
en ese momento no le era posible volver a casa y que la carga le sería muy pesada en el camino
que tenía por delante. El barquero insistió en su desdeñosa respuesta asegurándole que ni siquiera
dependía de él.
—Lo que me corresponde a mí tengo que reunirlo durante nueve horas y no puedo aceptar
nada mientras no hayáis tributado al río la tercera parte.
Después de mucho discutir, respondió por fin el viejo:
—Hay todavía un medio. Si os ofrecéis como garante ante el río y os confesáis como deudora,
entonces acepto las seis piezas. Pero existe algún peligro.
—¿Pero si cumplo con mi palabra no corro ningún peligro?
—No, el más mínimo. Meted vuestra mano en el río —continuó el viejo— y prometed que
queréis pagar la deuda antes de que transcurran veinticuatro horas.
La anciana lo hizo así. ¡Pero cómo se asustó al sacar su mano del agua, negra como carbón!
Increpó vehementemente al anciano asegurando que sus manos habían sido siempre lo más
hermoso en ella y que, a pesar del trabajo duro, ella había sabido mantener estos nobles miembros
blancos y gráciles. Miró su mano con enorme disgusto y exclamó, con desesperación:
—¡Esto es aun peor! Yo veo que además se encoge, está mucho más pequeña que la otra.
—Ahora sólo lo parece —dijo el viejo—. Pero si vos no cumplís vuestra palabra, puede
volverse realidad. La mano encogerá poco a poco y finalmente desaparecerá del todo sin que os
véais impedida de su uso. Podréis realizar cualquier cosa con ella, sólo que nadie la podrá ver.
—Preferiría verme impedida de su utilidad con tal de que no desapareciese —dijo la vieja—.
Por ahora esto no significa nada. Mantendré mi palabra para verme librada de esta negra piel y de
mi preocupación.
Tomó el cesto con premura y lo sostuvo encima de su coronilla dejándolo flotar libremente en
el aire y, a la carrera, siguió detrás del joven, quien caminaba pensativo y sin prisa. Su apuesta
figura y su extraña vestimenta habían impresionado profundamente a la anciana.
Su pecho estaba cubierto con una reluciente coraza bajo la cual todas las partes de su hermoso
cuerpo se movían. De sus hombros colgaba un manto purpúreo, en su cabeza descubierta ondeaba
un cabello castaño de hermosos rizos; su rostro encantador estaba expuesto a los rayos del sol al
igual que sus bien proporcionados pies. Con desnuda planta caminó relajadamente sobre la
quemante arena y un profundo dolor parecía insensibilizarlo ante toda impresión externa. La
anciana intentó atraerlo locuazmente a su conversación, pero él tan sólo le respondió con escasas
palabras, de manera que finalmente, no obstante sus bellos ojos, ella se dio por vencida de
dirigirle siempre la palabra y se despidió de él diciendo:
—Vais demasiado lento, mi señor. No puedo entretenerme antes de cruzar el río con la ayuda
de la serpiente verde para llevarle a la hermosa Azucena el exquisito regalo que mi marido le
envía.
Con estas palabras se alejó presurosamente, y con la misma prisa el joven se animó a seguirla.
—¡Vais con la hermosa Azucena! —exclamó él—. Entonces llevamos el mismo camino.
¿Qué regalo es el que lleváis con vos?
—Señor mío —contestó la señora, algo cambiada—, no es justo que después de que vos
rechazárais mis preguntas tan secamente, interroguéis ahora con tanta vivacidad por mis secretos.
Si de otro modo queréis aceptar un intercambio y contarme vuestras aventuras, entonces no
ocultaré cuál es mi situación ni qué clase de regalo es el mío.
Pronto se entendieron; la mujer le confió su situación así como la historia del perro y le dejó
ver el hermoso regalo.
Al instante, extrajo del cesto la obra de arte natural y tomó al dogo, que parecía estar
durmiendo dulcemente entre sus brazos.
—¡Qué feliz animal! —exclamó—. Pronto serás tocado por sus manos, serás revivido por ella
mientras que los vivos huyen de ella para no sufrir un triste destino. ¡Pero ¿por qué digo
"triste"? ¿No es mucho más triste y angustioso ser paralizado ante su presencia que morir al
contacto de su mano? ¡Mírame! —dijo a la anciana—. ¡Cuán miserable es la condición que a mi
edad tengo que soportar! Esta coraza que llevé con honor durante la guerra, este manto purpúreo
que intenté merecer a través de un sabio gobierno me los otorgó el destino, aquélla como una
carga inútil y el otro como un adorno insignificante. Corona, cetro y espada están perdidos. Por lo
demás, estoy tan desnudo y menesteroso como cualquier hijo de la tierra, pues tan infelices se ven
sus hermosos ojos azules que a todos los seres vivos les quita sus fuerzas y todos aquellos a
quienes su mano no mata se sienten trasladados a un estado de errabundas sombras vivas.
Así continuó lamentándose y de ninguna manera satisfacía la curiosidad de la anciana, que no
solamente quería saber acerca de su estado interior, sino también de su circunstancia externa. No
supo ni el nombre de su padre ni el de su reino. Acarició al petrificado dogo, al que los rayos del
sol y el pecho tibio del joven habían dado color como si estuviera vivo. El joven no dejó de
preguntar por el hombre de la lámpara, por los efectos de la luz sagrada y, en su triste situación,
de esto parecía prometerse mucho para el porvenir.
Mientras avanzaban conversando vieron brillar bajo el resplandor del sol, a lo lejos y de la
forma más maravillosa, el majestuoso arco del puente, que se tendía de una orilla a otra.
Ambos quedaron admirados pues jamás habían visto esa construcción bajo un aspecto tan
hermoso.
—¡Cómo! —exclamó el príncipe—. ¿No era ya suficientemente hermoso ante nuestros ojos,
como el jaspe y el prasio, cuando estaba recién construido? ¿No tiene uno el temor de pisarlo pues
parece estar fundido en la variedad más animada de esmeralda, crisopasio y crisolito?
Ambos ignoraban el cambio que había adquirido gracias a la serpiente, pues era ésta la que
cada mediodía se elevaba sobre el río en esa audaz forma de puente. Los viajeros posaron su
planta con respeto y, en silencio, caminaron a través de ella.
Apenas hubieron llegado al otro lado, el puente empezó a balancearse y a moverse, en breve
tocó la superficie del agua y la serpiente verde acompañó en su extraña figura a los viajeros que ya
iban por tierra. Ninguno de los dos había apenas dado las gracias por pisar su torso cuando notaron
que, además de ellos tres, tenía que haber otras personas entre el grupo, las cuales, sin embargo,
no podían ver con sus propios ojos. A su lado oyeron un siseo al que la serpiente respondió
igualmente con otro siseo; aguzaron el oído y por fin pudieron entender lo siguiente:
—Investigaremos primero de incógnito en el jardín de la bella Azucena —dijeron distintas
voces— y os rogamos que al anochecer, cuando estemos presentables, nos llevéis ante la perfecta
beldad. Nos encontraréis en el borde del gran lago.
—Así lo haremos —respondió la serpiente y un siseante sonido se perdió en el aire.
Nuestros tres viajeros se consultaron entonces en qué orden querían presentarse ante la beldad;
pues aunque podía estar rodeada de varias personas. éstas sólo podían presentarse ante ella por
separado y retirarse ya que, de otro modo, se verían sometidas a intensos dolores.
La mujer, con el perro transformado dentro del cesto, se acercó primeramente al jardín y buscó
a su protectora, quien era fácil de encontrar pues en esos momentos cantaba acompañándose con
una lira. Los suaves tonos se manifestaron primero como anillos sobre la superficie del lago
silencioso, después como un ligero vientecillo que puso en movimiento abrojos y matorrales. En
una verdosa glorieta, a la sombra de un bello conjunto de variados árboles, a la primera vista
hechizó, como de costumbre, los ojos, el oído y el corazón de la mujer, que se acercó encantada
jurándose a ella misma que la beldad se había hecho más hermosa todavía durante su ausencia. Ya
desde lejos la buena mujer, saludándola y elogiándola, exclamó ante la más amable de todas las
doncellas:
—¡Qué dicha veros! ¡Qué celestial diafanidad esparce vuestra presencia en torno vuestro!
¡Qué grácil se ve vuestra lira apoyada en vuestro regazo! ¡Cuán delicadamente la ciñen
vuestros brazos, qué añoranza parece tener por vuestro pecho y qué tiernamente se escucha bajo el
tacto de vuestros finos dedos! ¡Tres veces dichoso el mancebo al que prometisteis tomar su lugar!
Se hubo acercado al pronunciar estas palabras; la hermosa Azucena abrió los ojos, dejó caer
sus manos y replicó:
—¡No me entristezcas con importunos elogios! Eso sólo me hace sentir más honda mi
desdicha. Mira, aquí a mis pies está el pobre canario muerto. Acostumbraba posarse sobre mi lira
y, gracias a mi esmero en su educación, evitaba tocarme. Hoy, después de haberme reconfortado
del sueño, al comenzar una serena canción matinal y al escucharle a mi pequeño cantarín, más
alegre que nunca, sus armoniosos trinos, un azor se lanzó por encima de mi cabeza. Mi pobre
animalillo, asustado, se refugió dentro de mi pecho y en ese instante sentí los últimos estertores de
la vida que lo abandonaba. Cierto que tocado por mi mirada, el criminal caminó desfalleciente al
borde del agua, pero ¡de qué pudo servirme su castigo!
Mi adorado está muerto y su tumba solamente hará crecer más los tristes abrojos de mi jardín.
—¡Animaos, hermosa Azucena! —exclamó la mujer, secándose una lágrima que el relato de la
infeliz doncella le había provocado—. ¡Esforzaos! Mi edad puede mostraros que debéis moderar
vuestra tristeza y considerar la desdicha más grande como un indicio de la más grande fortuna,
pues ya ha de ser el tiempo. Y en verdad —continuó la anciana— muy revuelto anda el mundo.
¡Ved tan sólo mi mano, qué negra se ha puesto! ¡En verdad que está mucho más pequeña y debo
darme prisa antes de que desaparezca completamente! ¿Por qué debería mostrarme tan
complaciente ante esos fuegos fatuos? ¿Por qué debía yo encontrarme con el gigante y por qué
debía de meter mi mano en el río? ¿No me podéis dar una col, una alcachofa y una cebolla? De ese
modo, se los llevaré al río y mi mano se pondrá blanca como antes, de manera que la podré poner
casi al lado de la vuestra.
—Coles y cebollas podríais aún encontrarlas en cualquier sitio, pero en vano buscaréis
alcachofas. Todas las plantas de mi jardín no tienen ni pétalos ni frutos pero cada ramita que
quiebro y planto en la tumba de un ser querido reverdece de inmediato y rápidamente crece.
Por desgracia, he visto crecer todos estos grupos de matorrales y florestas. Las umbelas de
estos pinos, los obeliscos de estos cipreses, los colosos de encinos y hayas, todos, fueron ramas
diminutas plantadas por mi mano como tristes monumentos en un suelo normalmente infértil.
La vieja había prestado poca atención a este discurso mientras sólo observaba su mano, la
cual, en presencia de la hermosa Azucena, se volvía más y más negra y parecía disminuir a cada
minuto. Quería tomar su cesto y estaba a punto de irse cuando sintió que había olvidado lo mejor.
En seguida extrajo al dogo convertido y lo colocó sobre el prado, no lejos de la hermosa mujer.
—Mi marido —dijo la vieja— os manda este presente. Sabéis que podéis revivir esta piedra
preciosa apenas la toquéis. Este bueno y fiel animalillo os dará con seguridad mucha alegría, y la
tristeza de que yo lo haya perdido puede aligerarse con la idea de que vos lo poseéis.
La hermosa Azucena miró con placer al manso animal y, según podía apreciarse, con
admiración.
—Coinciden muchos signos que me inspiran gran esperanza —dijo ella—. Pero ¡ay!, ¿no es
acaso una locura propia de nuestra naturaleza que cuando coinciden muchas desgracias nos
imaginemos que lo mejor está cerca? ¿Cómo han de ayudarme tantos buenos signos? ¿El ave
muerta, la negra mano de mi amiga? ¿El dogo convertido en joya tiene así su fiel imagen? ¿Acaso
no me lo ha enviado la lámpara? Alejada del dulce gozo humano, estoy por cierto hermanada a la
desdicha. ¡Ay! ¿Por qué no está el templo junto al río? ¿Por qué el puente no está todavía
construido?
Con cierta impaciencia había escuchado la mujer estos versos que la hermosa Azucena había
acompañado con los agradables sonidos de su lira y que a cualquier otro hubiera encantado.
Apenas quiso retirarse cuando de nuevo le fue impedido por la llegada de la serpiente verde. Ésta
había escuchado los últimos versos de la canción, por lo que al momento, llena de confianza, le
infundió coraje.
—¡La profecía del puente se ha cumplido! —exclamó—. Preguntad tan sólo a esta buena
mujer qué hermoso se muestra el arco en este momento. Lo que normalmente era jaspe opaco, lo
que sólo era prasio a través del cual la luz atravesaba cuando mucho sus bordes, se ha vuelto ahora
una transparente joya. Ningún berilo es tan claro y ninguna esmeralda tiene tan hermoso color.
—En tal caso os deseo suerte —dijo Azucena—, mas perdonadme si no creo cumplida aún la
profecía. Sobre el elevado arco de vuestro puente sólo pueden pasar peatones, y se nos ha
prometido que pasarán caballos y carros y viajeros de todas clases, yendo y viniendo al mismo
tiempo sobre el puente. ¿No se os ha profetizado acerca de los grandes pilares que se levantarán
desde el río mismo?
La vieja había clavado en todo momento su mirada sobre la mano; en ese instante interrumpió
la conversación y se despidió ceremoniosamente.
—Aguarda un momento más —dijo la hermosa Azucena— y lleva a mi pobre canario.
Ruega a la lámpara que lo convierta en un hermoso topacio. Yo lo quiero revivir con mis
manos y él, junto con vuestro buen Mops, serán mi mejor esparcimiento; pero ¡apresúrate lo más
que puedas!, pues con la puesta del sol una insoportable descomposición atacará al pobre animal y
desgarrará para siempre el conjunto de su hermosa figura.
La anciana colocó el diminuto cadáver entre tiernas hojas dentro del cesto y se retiró a toda
prisa.
—Sea lo que fuere —dijo la serpiente, continuando la conversación interrumpida—, el templo
está construido.
—Pero aún no está en el río —replicó la hermosa mujer.
—Aún reposa en las profundidades de la tierra —dijo la serpiente—. Yo he visto a los reyes y
he hablado con ellos.
Pero ¿cuándo se levantarán? —preguntó Azucena.
La serpiente replicó:
—Escuché las grandes palabras resonar dentro del templo: "El tiempo ha llegado".
Una agradable alegría se extendió por el rostro de la beldad:
—Pues hoy escuché —dijo ella— las venturosas palabras por segunda ocasión. ¿Cuándo
llegará el día que las escuche por tercera vez?
Se levantó y, de inmediato, detrás de un matorral, surgió una encantadora muchacha que
recibió de sus manos la lira. A ésta la siguió otra que plegó el catrecillo tallado en marfil, en el
cual había estado sentada Azucena, y bajo su brazo tomó el plateado almohadón. Una tercera, que
llevaba una gran sombrilla bordada con perlas, se presentó en espera de que Azucena llegara a
necesitarla en caso de hacer su paseo. Eran estas tres muchachas de una expresión
incomparablemente bella y encantadora y, sin embargo, tan sólo resaltaba la belleza de Azucena
de modo que cada una terminó por reconocer que no podían compararse con ella. Mientras tanto,
la hermosa Azucena había observado con placer al magnifico perro.
Se inclinó hacia él, lo tocó y, en ese instante, se levantó de un salto. Se volvió vivazmente,
corrió de un lado a otro y por último se arrojó sobre su bienhechora saludándola de la manera más
amable. Ella lo tomó en sus brazos y lo estrechó contra su pecho.
—¡Qué frío estás! Y aunque sólo anida en ti la mitad de la vida, eres bienvenido. Te quiero
amar tiernamente, jugar contigo, mimarte y estrecharte con todas mis fuerzas cerca de mi corazón.
En ese momento lo soltó, lo alejó de sí, volvió a llamarlo, jugó con él y corretearon inocente y
vivazmente sobre el prado, de tal manera que había que ver su alegría con nuevo encanto y
participar de ella, al igual que un momento después su tristeza había afluido a todos los corazones.
Esa alegría, esos graciosos juegos fueron interrumpidos por la llegada del joven triste. Se
aproximó de la manera como ya lo hemos visto; sólo que el calor del día parecía haberlo fatigado
todavía más, y ante la presencia de su amada empalidecía más a cada instante.
Llevaba el azor en su mano, posado tranquilamente, como una paloma, dejando caer sus alas.
—No es amable —exclamó Azucena, dirigiéndose a él—que traigas ante mi vista el odioso
animal, el monstruo que ha matado a mi pequeño cantarín.
—¡No riñas a la infeliz ave! —replicó el joven—. Acúsate más bien a ti misma y al destino, y
concédeme que permanezca en compañía de mi hermano de miserias.
Mientras tanto, el perro no cesaba de importunar a la beldad, a lo cual ella le correspondía con
las muestras más cariñosas. Palmeó sus manos a fin de apartarlo; después al punto se dirigió para
atraerlo de nuevo. Intentaba cogerlo cuando él huía y ahuyentarlo cuando intentaba acercarse a
ella. El joven observaba en silencio y con creciente disgusto. Pero finalmente, como ella tomara
en sus brazos al feo animalillo, que a él le parecía del todo horrible, lo apretara contra su blanco
regazo y besara su negro hocico con sus celestiales labios, se le agotó por completo la paciencia y
exclamó, lleno de desesperación:
—¿Es que debo yo, tal vez para siempre y por un triste destino, vivir privado de tu presencia,
de ti, por cuya causa he perdido todo, incluso a mí mismo, ver ante mis ojos que una criatura tan
antinatural te provoque alegría, que gane tu afecto y pueda disfrutar de tu abrazo? ¿Debo ir
vagando por más tiempo de un lado a otro y completar el triste círculo cruzando el río de una a
otra de sus orillas? No. Aún palpita una chispa del antiguo heroísmo en mi pecho. ¡Que en este
momento se levante crepitante por última vez! Si piedras pueden reposar en tu seno, entonces que
me convierta en piedra; si tu tacto mata, entonces quiero morir en tus manos.
Dijo estas palabras con ademanes vehementes; el azor voló de su mano, pero él se arrojó hacia
la hermosa muchacha cuando ella alzó sus manos para detenerlo y, con horror, sintió ella la
adorada carga en su seno. Con un grito retrocedió y el encantador mancebo se desplomó desde la
altura de sus brazos.
¡La desgracia había ya sucedido! La dulce Azucena estaba de pie, inmóvil, mirando absorta el
cadáver inánime. El corazón parecía paralizársele dentro del pecho y sus ojos estaban sin
lágrimas. En vano el doguillo intentaba atraerla con movimientos amistosos; para ella todo el
mundo había muerto con él. En su muda desesperación no buscó ayuda pues ya no esperaba
ninguna.
Por el contrario, la serpiente se movió con la mayor presteza; parecía tener en mente una
forma de salvarlo y, en efecto, sus extraños movimientos servían al menos para impedir de
momento las inminentes terribles consecuencias de la desgracia. Con su flexible cuerpo describió
un amplio circulo en torno al cadáver, tomó la punta de su cola con los colmillos y se mantuvo
inmóvil.
Poco después apareció una de las más hermosas doncellas de Azucena que traía consigo el
catrecillo de marfil e instó a la beldad, con gestos amables, a que se sentara; poco después llegó la
segunda de ellas, que llevaba un velo rojo que colocó sobre la cabeza de su señora,
ornamentándola más que cubriéndola; la tercera le dio la lira y, apenas había ella tomado el
precioso instrumento y arrancado algunos tonos a las cuerdas, cuando la primera regresó con un
redondo y claro espejo, se sentó ante la beldad, captó sus miradas y le presentó la imagen más
agradable que podía hallarse en la naturaleza. El dolor acrecentaba su hermosura, el velo, sus
encantos, la lira, su gracia; y cuanto más deseaba uno ver cambiar su triste situación, tanto más
deseaba uno mantener su imagen tal y como aparecía en esos momentos.
Con una muda mirada hacia el espejo, tan pronto como arrancaba sonidos melodiosos, su dolor
parecía aumentar y las cuerdas respondían vehementemente a su lamento. Varias veces hizo el
intento de cantar, pero la voz se le quebraba; pronto su dolor se disolvió en lágrimas, las doncellas
la tomaron del brazo en su ayuda, la lira cayó de su falda. Apenas tomó la solícita sierva el
instrumento, lo puso a su lado.
—¿Quién nos trae al hombre de la lámpara antes de que el sol desaparezca? —siseó suave pero
comprensiblemente la serpiente.
Las muchachas se miraron entre sí y las lágrimas de Azucena fueron en aumento. En ese
instante, la mujer del cesto regresó, desalentada.
—¡Estoy perdida e inválida! —exclamó ella—. ¡Mirad cómo mi mano casi ha desaparecido!
Ni el barquero ni el gigante me quieren transportar porque aún soy deudora del agua; en vano he
ofrecido cien coles y cien cebollas: no quieren más que tres piezas y ninguna alcachofa puede
encontrarse en esta región.
—Olvidad vuestra pena —dijo la serpiente— y tratad, de ayudar aquí. Tal vez al mismo
tiempo se os pueda ayudar. Apresuraos todo lo que podáis para encontrar a los fuegos fatuos; aún
queda suficiente luz para verlos pero tal vez podáis escuchar sus risas y su alboroto. Si ellos se
apresuran, el gigante os llevará todavía al otro lado del río y entonces podréis encontrar al hombre
de la lámpara y enviarlo aquí.
La mujer corrió tan aprisa como pudo y la serpiente parecía esperar el regreso de ambos con la
misma impaciencia que Azucena. El rayo del sol poniente doraba por desgracia ya tan sólo la
punta más alta de los árboles y de la maleza, y largas sombras se extendían sobre el lago y los
prados; la serpiente se movía con impaciencia y Azucena se deshacía en lágrimas.
En ese trance, la serpiente miraba en torno suyo pues temía a cada momento que el sol se
ocultase, que la podredumbre penetrase en el círculo mágico y atacara inconteniblemente al
apuesto mancebo. Por fin, vio en lo alto del cielo al azor con su purpúreo plumaje y cuyo pecho
reflejaba los últimos rayos del sol. Se estremeció de alegría ante la buena señal; y no se
equivocaba pues poco después vio al hombre de la lámpara deslizarse por encima del lago como si
patinara.
La serpiente no cambió de posición pero Azucena se puso de pie y le gritó:
—¿Qué buen espíritu te envía en este momento en que te deseamos y necesitamos tanto?
—El espíritu de mi lámpara me impulsa —replicó el viejo—, y el azor me condujo hasta aquí.
Mi lámpara chisporrotea cuando alguien me necesita y yo solamente busco la señal en el cielo;
cualquier ave o meteoro me señala la dirección o el sentido hacia donde debo dirigirme. ¡Estad
tranquila, bella doncella! Yo no sé si puedo ayudar, uno solo no ayuda sino el que se une en la
hora precisa con muchos. Dejadnos diferir y esperad. Mantén tu circulo cerrado —continuó,
dirigiéndose a la serpiente y sentándose al lado suyo, sobre un montículo de tierra y alumbrando el
cuerpo muerto.
—¡Traed también al buen canario y colocadlo dentro del círculo!
Las muchachas tomaron del cesto el pequeño cadáver que la vieja había dejado allí y
obedecieron a la voz del hombre.
Mientras tanto, el sol se había ocultado y, a medida que la oscuridad aumentaba, no sólo la
serpiente y la lámpara del hombre comenzaron a resplandecer, cada quien a su modo, sino que
también el velo de Azucena despedía una tenue luz que coloreaba sus pálidas mejillas y su vestido
blanco como una tierna aurora de una gracia infinita. Uno al otro se miraron intercambiando
miradas en una muda contemplación; preocupación y tristeza estaban apaciguadas por una firme
esperanza.
Por ello, no parecía menos gratificante mirar a la vieja en compañía de los vivaces fuegos,
quienes entre tanto debían haber gastado mucho pues se habían puesto extremadamente magros, a
pesar de lo cual se comportaban de lo más comedidos frente a la princesa y las demás doncellas.
Con entero aplomo y locuaz expresividad dijeron cosas bastante vulgares; se mostraron sobre todo
muy receptivos, especialmente ante el encanto que el reluciente velo expandía sobre Azucena y
sus acompañantes. Las mujeres bajaron modestamente sus miradas y el elogio de su belleza en
verdad las embellecía. Todo el mundo estaba contento, tranquilo, excepto la anciana. Pese a que su
marido afirmaba que su mano no podía disminuir más mientras estuviese expuesta a la luz de la
lámpara, ella aseguró más de una vez que, de continuar así, ese noble miembro desaparecería del
todo antes de la medianoche.
El viejo de la lámpara había escuchado atentamente la conversación de los fuegos fatuos y
estaba contento de que Azucena se hubiera distraído y alegrado con esa conversación. Y, en
efecto, llegó la medianoche, no se sabía cómo. El viejo miró las estrellas y entonces comenzó a
decir:
—Estamos reunidos en la feliz hora, desempeñe cada quien su trabajo, cada uno cumpla con su
obligación y una felicidad colectiva disolverá los pesares de cada quien al igual que la desgracia
de todos consume las alegrías de cada uno.
Después de dichas estas palabras, surgió un maravilloso barullo pues todos los presentes
hablaron por sí mismos y expresaron en voz alta lo que tenían que hacer; sólo las tres doncellas
permanecían en silencio, vencidas por el sueño; una al lado de la lira, la otra a la vera del parasol
y la tercera junto al catrecillo, y no se les podía tomar a mal pues era ya tarde. Los flamígeros
jóvenes, después de breves galanterías que también habían dedicado a las siervas, habían acabado
por referirse a Azucena como la más hermosa.
El anciano dijo al azor:
—Toma el espejo y con los primeros rayos del sol alumbra a las durmientes y despiértalas
desde la altura con el reflejo de la luz.
La serpiente comenzó a agitarse, deshizo el círculo y se movió en grandes ondulaciones hacia
el río. Los fuegos fatuos le siguieron con la mayor ceremonia de modo que podía uno
considerarlos como las llamas más serias. La anciana y su marido tomaron el cesto, cuya tenue luz
no se había advertido hasta ese momento, lo estiraron por ambos lados hasta hacerlo más y más
grande y resplandeciente; en seguida introdujeron el cadáver del mancebo y colocaron el canario
en su pecho. El cesto se elevó en el aire y flotó sobre la cabeza de la vieja, quien siguió el camino
de los fuegos fatuos. La bella Azucena tomó al perrillo entre sus brazos y siguió a la anciana; el
hombre de la lámpara cerraba el séquito mientras la región estaba iluminada de la más extraña
manera por estas diversas luces.
No sin escasa admiración, el grupo, al llegar al río, vio elevarse un arco precioso sobre el
mismo, encima del cual la serpiente bienhechora les preparó un camino esplendoroso. Si durante
el día uno había admirado las transparentes gemas de las que se apreciaba estar construido el
puente, entonces durante la noche se admiraba uno de su resplandeciente hermosura. En la parte
superior el claro círculo se destacaba del oscuro cielo, mientras que en la parte inferior refulgían
vivos destellos hacia el centro mostrando la cambiante solidez de la construcción. La comitiva
atravesó con lentitud y el barquero, que miraba a lo lejos desde su choza, contemplaba con
admiración el círculo resplandeciente y las extrañas luces que por encima del mismo se agitaban.
Apenas llegaron a la otra orilla cuando el arco comenzó a balancearse de un modo singular al
aproximarse el agua ondulante. Poco después la serpiente se arrastraba por tierra, el cesto se
asentó en el suelo y la serpiente volvió a cerrar su circulo; el anciano se inclinó ante ella y dijo:
—¿Qué has decidido?
—Sacrificarme antes de que me sacrifiquen —replicó la serpiente—. Prométeme que no vas a
dejar en tierra una sola piedra.
El anciano se lo prometió y dijo después a la bella Azucena:
—¡Posa tu mano izquierda sobre la serpiente y la derecha sobre tu amado!
Azucena se arrodilló y tocó de ese modo a la serpiente y al cadáver. En ese instante, éste
pareció retornar a la vida; se agitó dentro del cesto e incluso se incorporó para sentarse.
Azucena lo quiso abrazar pero el viejo la retuvo; así, ayudó al mancebo a levantarse
sosteniéndolo cuando salía del cesto y del círculo.
El joven estaba de pie, el canario revoloteaba en su hombro; había de nuevo vida en ambos
pero el espíritu aún no había retornado. El apuesto mancebo tenía los ojos abiertos pero no veía, al
menos parecía mirar todo sin interés alguno y, apenas se hubo moderado un tanto la admiración
ante este fenómeno, se hizo notar la extraña manera en que se había transformado la serpiente. Su
esbelto y hermoso cuerpo se había descompuesto en miles y miles de refulgentes piedras
preciosas; la vieja, que al descuido quiso tomar su cesto, había tropezado con ellas y no se vio más
la figura de la serpiente; tan sólo un hermoso círculo de resplandecientes gemas quedó sobre la
hierba.
El anciano dio indicios de meterlas en el cesto, a lo cual su esposa tuvo que ayudarle.
Ambos llevaron luego el cesto hacia la orilla, en un sitio elevado, y él arrojó toda la carga al
río no sin el disgusto de su mujer y de las demás doncellas, a quienes les hubiera gustado elegir
algunas para sí. Las gemas, como resplandecientes y fulgurantes estrellas, nadaron entre el oleaje
y no podía distinguirse si se perdían a lo lejos o se sumergían.
—Señores míos —dijo el anciano encarecidamente a los fuegos fatuos—, en adelante voy a
enseñaros el camino abriendo el paso; mas esperamos vuestra preciosa ayuda para franquearnos la
puerta del sagrado recinto, por la cual tenemos que entrar esta vez y que nadie más que vosotros
puede abrir.
Los fuegos fatuos se inclinaron cortésmente y se quedaron detrás. El anciano avanzó con la
lámpara al interior de la caverna, que se abrió delante suyo. El joven, casi mecánicamente, le
siguió; silenciosa e insegura, Azucena se mantuvo a cierta distancia detrás suyo, la vieja no quería
quedarse atrás y alargó su mano para que la luz de la lámpara de su marido pudiera alumbrarla sin
sombra alguna. Cerraron entonces los fuegos fatuos el séquito inclinando una hacia otra las puntas
de sus llamas como si conversaran.
No habían andado mucho tiempo cuando el cortejo se halló delante de un gran portal de bronce
cuyas hojas estaban cerradas con una cerradura de oro. Al momento, el anciano llamó a los fuegos
fatuos quienes no vacilaron en consumir con sus llamas más punzantes la cerradura.
El bronce crujió cuando el portón saltó de pronto y aparecieron en el interior del recinto
sagrado las dignas imágenes de los reyes, iluminadas por las luces que atravesaban desde el
exterior. Todos y cada uno se inclinaron ante los venerables monarcas y especialmente los fuegos
fatuos no escasearon en retorcidas genuflexiones.
Después de una pausa, el rey de oro preguntó:
—¿De donde venís?
—Del mundo —contestó el viejo.
—¿A dónde vais? —preguntó el rey de plata.
—Al mundo —dijo el viejo.
—¿Qué queréis de nosotros? —preguntó el rey de bronce.
—Os queremos acompañar —dijo el viejo.
El rey mixto estaba a punto de comenzar a hablar cuando el rey de oro dijo a los fuegos fatuos,
quienes se le habían acercado demasiado:
—¡Alejaos de mí; mi oro no es para vuestro paladar! en esto se dirigieron al de plata y se
estrecharon a él; su traje relucía hermoso bajo los destellos dorados.
—Vosotros sois bienvenidos —dijo él—, pero yo no os puedo alimentar: ¡llenaos afuera y
traedme vuestra luz! —se alejaron y caminaron en silencio pasando por donde estaba el rey de
cobre, que parecía no haberlos notado, y se dirigieron hacia el rey mixto.
—¿Quién dominará el mundo? —exclamó éste con voz tartamudeante.
—quien está en sus pies —contestó el viejo.
—¡Ese soy yo! —dijo el rey mixto.
—Eso se manifestará —dijo el viejo—, pues el tiempo ha llegado.
La hermosa Azucena se echó al cuello del anciano y lo besó muy cordialmente.
—Santo padre —dijo ella—, mil veces te agradezco pues por tercera vez escucho estas
palabras enteramente proféticas.
Apenas hubo exclamado lo anterior cuando se apoyó más fuertemente en el viejo pues el piso
comenzó a vacilar bajo sus pies; la vieja y el joven se tomaron también el uno al otro; sólo los
ágiles fuegos fatuos no se daban cuenta de nada.
Se podía sentir claramente que todo el templo se movia como un navío que se alejara
suavemente fuera del puerto después de levar anclas; las profundidades de la tierra parecían
abrirse ante él al momento en que cruzaba. No chocó contra nada, ninguna roca se interpuso en su
camino.
Durante unos instantes pareció caer una lluvia fina; el anciano sostuvo a la hermosa Azucena
más fuertemente y le dijo:
—Estamos debajo del río y pronto habremos llegado a nuestro destino.
No mucho después creyeron estar en calma pero se equivocaban: el templo se elevaba.
Entonces surgió un ruido extraño por encima de sus cabezas. Tablas y vigas, en relación
amorfa, comenzaron a oprimir hacia adentro ruidosamente y en dirección a la abertura de la
cúpula. Azucena y la anciana saltaron a un lado, el hombre de la lámpara sujetó al mancebo y lo
detuvo en su sitio. La pequeña choza del barquero —pues era ésta a la que el templo, al elevarse,
había separado de la tierra y había acogido— descendió lentamente cubriendo al joven y al viejo.
Las mujeres gritaban mientras el templo se sacudía como un navío que chocase
insospechadamente contra la costa. Angustiadas, las mujeres erraban bajo el crepúsculo en torno
de la choza. La puerta estaba cerrada y nadie escuchaba sus toquidos. Llamaron más fuerte y no
fue poco su asombro cuando al final la madera comenzó a resonar. Por la fuerza de la lámpara
encerrada, la choza se había convertido desde dentro en plata. No pasó mucho tiempo cuando
incluso cambió su figura, pues el noble metal abandonó las eventuales formas de las tablas, de los
pilares y de las vigas y se extendió hasta formar un precioso edificio de un refinado trabajo. Había
ahora un pequeño y hermoso templo en medio del grande o, más bien, un altar digno de un templo.
Por una escalera que ascendía desde el interior, el noble mancebo trepó hacia lo alto, el
hombre de la lámpara le alumbró y otro, que parecía apoyarlo, apareció vestido en un traje blanco
y corto con un ramo de plata en la mano; podía inmediatamente reconocerse en él al barquero, el
anterior habitante de la choza transformada.
La bella Azucena trepó por las escaleras exteriores que conducían del templo hacia el altar;
pero aún tenía que mantenerse alejada de su amado. La anciana, cuya mano se había vuelto más
pequeña mientras la lámpara se mantuvo oculta, exclamo:
—¿Debo finalmente ser infeliz? ¿No hay manera de salvar mi mano con tantos milagros que
suceden?
Su marido le señaló el portón abierto y le dijo:
—¡Mira, está amaneciendo! ¡Date prisa y báñate en el río!
—¡Vaya consejo! —exclamó ella—; ¡parece que debo ponerme toda negra y desaparecer del
todo pues no he pagado todavía mi deuda!
—Ve —dijo el anciano— y sígueme. Todas las deudas están pagadas.
Fue la vieja corriendo y, en ese momento, la luz del sol naciente apareció en la cúspide de la
cúpula. El anciano se colocó entre el joven y la doncella y exclamó en voz alta:
—Son tres los que dominan la tierra: la Sabiduría, el Esplendor y el Poder.
A la primera palabra se levantó el rey de oro, a la segunda el de plata y a la tercera,
lentamente, se puso en pie el de bronce al momento en que el rey mixto se sentó, aturdido de
pronto.
Quien lo vio no podía apenas contenerse de risa a pesar del solemne momento pues no se
sentaba ni se acostaba ni tampoco se apoyaba, sino que se había desplomado como una masa
amorfa.
Los fuegos fatuos, que hasta entonces se habían ocupado de él, se hicieron a un lado.
Parecían volver a estar, no obstante su palidez a la luz matinal, bien alimentados y de buenas
llamas; habían lamido diestramente con sus agudas lenguas las doradas vetas de la colosal
imagen. Los irregulares y vacíos espacios que se habían creado, permanecieron abiertos durante
algún tiempo y la figura se mantuvo en su posición anterior. Pero cuando, finalmente, las vetas
más tiernas fueron también consumidas la imagen se derrumbó y, por desgracia, precisamente en
aquellas partes que se mantienen enteras cuando el hombre se sienta. En cambio, las
articulaciones, que debían haberse doblado, se mantenían firmes.
Quien no fuera capaz de reírse tenía que apartar su mirada; la combinación entre forma y masa
resultaba repugnante a la vista.
El hombre de la lámpara condujo entonces al apuesto joven, aunque con la mirada aún fija
durante el descenso del altar, clavada directamente en el rey de bronce. A los pies del poderoso
príncipe se hallaba, dentro de su funda, una espada sobre el piso. El mancebo se la ciñó.
—¡La espada en la izquierda, la derecha libre! —exclamó el poderoso rey.
Entonces caminaron en dirección del rey de plata, quien inclinó su cetro hacia el joven.
Este lo tomó con la izquierda; con agradable voz, le dijo el rey:
—¡Pastoread las ovejas!
Cuando llegaron ante el rey de oro, éste le colocó al joven la corona de encinas con gesto
paternal, con el que le daba la bendición, y dijo:
—¡Reconoced lo más elevado!
El viejo había observado en todos sus detalles al joven durante esta celebración. Después de
ceñirse la espada elevó su pecho, sus brazos se movieron y sus pies pisaron con más firmeza;
tomando el cetro con la mano, la fuerza parecía suavizarse y volverse más poderosa en virtud de
un encanto indescriptible; pero cuando la corona de encinas engalanó sus rizos, los rasgos de su
rostro se avivaron, sus ojos brillaron con una indescriptible espiritualidad y la primera palabra en
su boca fue: "¡Azucena!"
—¡Querida Azucena! —exclamó él al correr a su lado subiendo las escaleras de plata, pues
ella había observado sus pasos desde el pináculo del altar—. ¡Querida Azucena! ¿Qué mejor cosa
puede desear un hombre dotado de todo que la inocencia y el callado afecto que tu pecho me
ofrece...? ¡Oh, mi amigo! —continuó, dirigiéndose hacia el viejo y mirando a las tres imagenes
sagradas—. Magnifico y seguro es el reino de nuestros padres pero has olvidado la cuarta fuerza
que domina al mundo desde sus orígenes del modo más general y seguro: el poder del Amor.
Con estas palabras se echó al cuello de la hermosa joven; había tirado el velo y sus mejillas se
coloreaban del más hermoso e imperecedero rubor.
Entonces el anciano dijo, sonriente:
—El amor no gobierna pero nos templa, que es mejor.
En medio de esta solemnidad, felicidad y encanto no se habían percatado de que el día había
nacido plenamente y, de golpe, les impresionaron aquellos objetos totalmente inesperados por
entre el portón abierto. Ante una gran plaza rodeada de columnas se hallaba el vestíbulo, en cuyos
confines se apreciaba un largo y hermoso puente que cruzaba el río sobre innumerables arcos;
estaban amplia y hermosamente instalados en ambos lados para sus viajeros, con pasillos
arqueados en los cuales ya se hallaban congregados muchos miles de ellos, que cruzaban
afanosamente de un lado a otro. El gran camino central se animaba con el paso de rebaños, mulas,
jinetes y carros que, en ambos lados, fluctuaban en corrientes sin estorbarse. Todos parecían
admirarse ante la comodidad y el lujo, y el nuevo rey y su esposa estaban encantados con el
movimiento y la vida de este gran pueblo, al igual que su mutuo amor los hacía felices.
—¡Honrad la memoria de la serpiente! —dijo el hombre de la lámpara—. Le debéis la vida, tu
pueblo le debe el puente por el cual las dos orillas se unen y se vivifican como pueblos. Aquellas
resplandecientes gemas que están en el agua, los restos de su cuerpo sacrificado, son los pilares de
este hermoso puente. Sobre ellos ella misma se edificó y sola se mantendrá.
Quisieron reclamarle la aclaración de este maravilloso secreto cuando cuatro hermosas
jóvenes entraron en el portón del templo. Por la lira, la sombrilla y el catrecillo podían
reconocerse en seguida a las acompañantes de Azucena, pero la cuarta, más bella que las otras
tres, era una desconocida que andaba corriendo con ellas a través del templo, bromeando como
entre hermanas y subiendo las escaleras de plata.
—¿En el futuro me vas a creer más, querida esposa? —dijo el hombre de la lámpara a esta
hermosa mujer—. ¡Que tú y toda criatura que se baña esta mañana en el río se llene de dicha y
prosperidad!
La rejuvenecida y embellecida anciana, de cuyas formas no quedaba ni rastro, abrazó con
revividos y juveniles brazos al hombre de la lámpara, que recibía complaciente sus caricias.
—Si te parezco demasiado viejo —dijo él, sonriendo— entonces puedes escoger a otro esposo.
Desde hoy, ningún matrimonio es válido si no se contrae de nuevo.
—Es que no sabes —replicó ella— que tú también te has vuelto más joven.
—Me alegra si a tus ojos parezco un gallardo mancebo. Yo acepto de nuevo tu mano y viviré
con gusto junto a ti durante el siguiente milenio.
La reina le dio la bienvenida a su nueva amiga y descendió con ella y sus demás compañeras
de juegos mientras el rey, en medio de los dos hombres, miraba hacia el puente y contemplaba con
atención el vívido gentío de su pueblo.
Pero no duró mucho su satisfacción; advirtió un objeto que durante un momento le provocó
disgusto. El gigante, que parecía aún no haberse reincorporado de su siesta matinal, se tambaleaba
a través del puente y causaba allí mismo gran desorden. Como siempre, se había levantado
somnoliento pensando en bañarse en la conocida bahía del río. En vez de ésta, se encontró con
tierra firme y caminó a tientas sobre el ancho empedrado del puente. Si bien entró entre personas
y animales de la más torpe manera, era sin embargo ciertamente admirada su presencia por todos
sin resentirse nadie de ella. Pero, cuando el sol le pegó en los ojos y él levantó las manos para
restregárselos, la sombra de sus inmensos puños pasó tan enérgica y torpemente detrás de él que
personas y animales se derrumbaron en grandes masas, sufriendo daños y corriendo peligro de ser
arrojados al río.
El rey, al ver este desaguisado, dirigió su mano instintivamente hacia su espada pero se
contuvo y miró con tranquilidad primero su cetro, después la lámpara y por último el remo de sus
acompañantes.
—Adivino tus pensamientos —dijo el hombre de la lámpara—, pero nosotros y nuestras
fuerzas somos impotentes contra este débil. ¡Estáte tranquilo! Está causando daño por última vez
y, por fortuna, se ha apartado de nosotros.
Mientras tanto, el gigante se había acercado más, había bajado sus manos admirado por lo que
veían sus asombrados ojos; no hizo más daño y, boquiabierto, entró en el vestíbulo.
Caminaba hacia la puerta del templo cuando fue atrapado en medio del vestíbulo. Estaba
erecto como un colosal e inmenso obelisco de piedra de un bermejo esplendor y su sombra
mostraba las horas hechas en marquetería en forma de un círculo trazado en torno suyo sobre el
piso, no con números sino en nobles y simbólicas imágenes.
No fue poca la alegría del rey al ver la utilidad de la sombra del gigante ni poca la sorpresa de
la reina al subir con sus doncellas desde el altar, ornamentado con exagerado lujo, cuando vio
hacia el puente.
Mientras tanto, el pueblo se había apretujado, detrás del gigante, siguiéndolo; y como éste se
mantuviese quieto, lo rodearon admirando su transformación. La multitud partió de aquí hacia el
templo, que hasta entonces parecieron advertir, y se multiplicaron junto a la puerta.
El azor volaba en ese momento en lo alto de la cúpula; con el espejo, captó la luz del sol y la
reflejó sobre el grupo, que estaba de pie en lo alto del altar. El rey, la reina y sus acompañantes
parecían iluminados por un celeste resplandor dentro de la bóveda crepuscular del templo y el
pueblo se arrodilló inclinando la cabeza. Cuando se hubo recuperado y reincorporado la
muchedumbre, el rey descendió con los suyos dentro del altar para caminar, a través de pasadizos
secretos, hacia su palacio. Y el pueblo se dispersó dentro del templo para satisfacer su curiosidad.
Contemplaba, con arrobo y respeto, a los tres reyes erguidos, pero estaba tanto más ávido de saber
qué bulto se ocultaba bajo el tapiz, dentro del cuarto nicho; pues quien haya sido, una modestia
benévola había extendido un precioso manto sobre el rey caído y que ningún ojo pudo traspasar
con la mirada ni mano alguna tiene permitido quitar.
El pueblo no hubiera encontrado fin a su admiración y contemplación y la masa que
continuaba entrando se hubiera aplastado dentro del templo si su atención no hubiera sido atraída
de nuevo hacia la gran plaza.
Inesperadamente, cayeron del aire monedas de oro, resonando sobre las baldosas de mármol;
los más cercanos se lanzaron a fin de apoderarse de ellas; aisladamente se repitió ese milagro, es
decir, aquí y allí. Se comprende que los fuegos fatuos se daban otra vez gusto y malgastaban de
manera alegre el oro de los miembros del rey caído. Ávidamente, el pueblo corrió durante algún
tiempo de un lado a otro, se desgarró e incluso se desmoralizó debido a que cesaron de caer más
monedas. Por último, poco a poco fue dispersándose, siguió su camino y, hasta hoy en día, el
puente pulula de viajeros y el templo es el mas visitado de toda la tierra.
Conferencia I
Impartida por Rudolf Steiner el 4 abril 1904 en Berlin, Alemania.
Si la Teosofía tuviera que afirmar que ha traído en las últimas décadas algo nuevo en el
mundo, podría ser contradicha con facilidad y de manera muy eficaz. Porque es fácil creer que
alguna verdad particular o el logro en una rama especial del conocimiento humano, en la
concepción del hombre sobre el mundo o en el mundo del pensamiento, pueden enriquecer el
avance de las edades, pero no aquello que se refiere a su ser más íntimo y más profundo –la fuente
y el origen de toda sabiduría humana– podría aparecer en cualquier momento en particular. Esto
por sí mismo no podría creerse; por lo tanto, es natural que la creencia de que la Teosofía puede
traer o quiere traer algo completamente nuevo, debe suscitar una cierta desconfianza en contra del
propio movimiento.
Pero desde que la Teosofía se propuso obtener una influencia sobre la civilización moderna,
siempre se ha calificado a sí misma como la poseedora de la antigua sabiduría primigenia, la que
el hombre siempre ha buscado y procurado adquirir en muchas formas diferentes en las distintas
edades. Es la tarea del movimiento teosófico el buscar estas formas en las distintas religiones y
concepciones del mundo a través de las cuales los pueblos se han esforzado a lo largo de los siglos
para penetrar hasta la fuente de la verdad. La Teosofía ha sacado a la luz el hecho de que en las
distintas edades, incluso en los tiempos más primitivos, esa sabiduría con que la que el hombre
trataba de alcanzar su meta, ha sido siempre en su real y más profunda esencia, una y la misma.
Eso es una verdad, la Teosofía nos enseña a ser modestos sobre las adquisiciones de nuestros
tiempos.
La bien famosa declaración, que sin restos de humildad, se jacta de los progresos realizados en
el siglo XIX, se siente particularmente limitada cuando observamos la vida en un sentido más
profundo, que se extiende a través de cientos de miles de años. Pero no quiero llevarles hacia esas
edades primitivas.
Quisiera preguntarles, mediante el ejemplo de una gran personalidad de los tiempos modernos,
cómo es que él intenta llevar a cabo la sabiduría docente inscrita en los templos griegos: «Conócete
a ti mismo ». Él, que hizo suya esta frase, estuvo en completa armonía con las enseñanzas y puntos de
vista de la Teosofía. Esta personalidad no es otro que Johann Wolfgang von Goethe. Desde luego,
no sólo pertenece a la nación alemana, sino a los muchos otros hombres civilizados de la época
actual y pertenece, de hecho más o menos, a todos nosotros. Goethe es un espíritu que nos afecta
de una manera muy especial. No importa a qué parte de su vida nos volquemos a su estudio;
encontramos no sólo el gran poeta muy preeminentemente allí, sino que si vamos más a fondo en
el tema, pronto descubrimos en él al sabio, a cuya sabiduría volvemos otra vez después de muchos
años, siempre para descubrir algo nuevo.
Nos encontramos con que Goethe fue uno de esos espíritus que tenían en su interior un fondo
inagotable de grandeza. Y si hemos aprendido a añadir a nuestra pequeña reserva de sabiduría,
volteando de nuevo a Goethe y otra vez, constantemente estamos asombrados de nuevo y estamos
en admiración ante lo que antes estaba oculto a nosotros, porque no había en nosotros mismos el
eco que respondiera al reino que se expresaba a través de Goethe. No importa cuán brillante puede
ser un hombre, no importa la cantidad de sabiduría que puede haber descubierto en Goethe, si
después de algunos años se vuelve hacia él de nuevo, va a convencerse a sí mismo de nuevo que
todavía hay un fondo infinito de lo que es bello y bueno en las obras de Goethe. Esta experiencia
puede llegar, en particular, a los que creen profundamente en la evolución del alma humana. A
menudo se ha dicho que con su Fausto, Goethe produjo una especie de evangelio. Si esto es así,
entonces, además de su evangelio, Goethe también produjo una especie de revelación secreta, una
especie de Apocalipsis. Este apocalipsis está oculto dentro de su obra, y constituye la conclusión
de su Unterhaltung deutscher Ausgewanderten [Conversaciones de emigrantes alemanes], y es
sólo lectura para pocos. ¡Siempre me preguntan dónde se encuentra en las obras de Goethe este
" " [cuento de hadas]! Sin embargo, está en todas las ediciones y todos las formas, como
acabo de decir, la conclusión de lo anterior. En este cuento de hadas, Goethe creó una obra de arte
de belleza eterna. La impresión simbólica y directa de la obra de arte no será interferida, si ahora
trato de dar una interpretación a este cuento de hadas; Goethe puso en esta historia sus más
íntimos pensamientos y concepciones.
En los últimos años de su vida, dijo a Eckermann: "Mi querido amigo, le diré algo que le
puede ser útil cuando usted vaya a través de mis obras. Ellos nunca van a ser populares; sólo habrá
algunos individuos que entiendan lo que quiero decir, pero no habrá ninguna duda de la
popularidad de mis escritos." Esto se refiere principalmente a la segunda parte de Fausto, y lo que
quería decir era que un hombre que gozaba del Fausto podría tener una impresión artística directa,
pero el que pudiera llegar a los secretos ocultos del Fausto vería lo que se esconde detrás de las
imágenes. Pero yo no estoy hablando de la segunda parte de Fausto, sino del cuento de hadas "La
Serpiente Verde y la Hermosa Azucena", en la que Goethe habló de un modo aún más íntimo que
en el primero. Voy a tratar de revelar en el transcurso de esta conferencia los misterios ocultos en
estos notables retratos, y explicaré por qué Goethe hizo uso de estas imágenes simbólicas para
expresar sus pensamientos más íntimos.
Cualquier persona que esté en condiciones de comprender el cuento de hadas sabe que Goethe
era un teósofo y místico. Goethe estaba familiarizado con la sabiduría y la concepción del mundo
que tratamos de dar a luz en una forma popular en la Teosofía, y el cuento de hadas en sí es una
prueba de ello, sólo que en el momento en que Goethe estaba escribiendo, la empresa aún no había
estado preparada para vestir las más altas verdades con las palabras y ser ofrecidas en ponencias
abiertas a través del poder de la razón; estas verdades psíquicas humanas más íntimas no podían
ser pronunciadas abiertamente. Aquellos que las insinuaron sutilmente las pusieron en forma
simbólica y las expresaron mediante símbolos. Esta era una vieja costumbre que data de la Edad
Media, cuando se creía que sería imposible poner la más alta idea en forma abstracta, puesto que
un tipo de experiencia o iniciación era necesario. Esto hizo imposible que la gente hablese de estas
verdades, pues creían que era necesario un tipo particular de estado de ánimo, una especie de
estado del alma especial con el fin de entender estas verdades, puesto que no podían ser captados
sólo por el intelecto. Un estado de ánimo determinado era necesario, una cierta disposición del
alma, a la que voy a llamar atmósfera psíquica. El lenguaje de la razón les parecía ser demasiado
árido, muy seco y frío para expresar las verdades más elevadas. Además de lo cual todavía
conservaban un tipo de convicción de que los que iban a aprender estas verdades primero debían
hacerse dignos de ellas. Esta convicción forzó a pasar en los tiempos antiguos, allá por el siglo III
dC que la verdad sobre el alma humana y el espíritu humano no se diera al público como ahora,
sino que los que querían alcanzar este conocimiento primero tenían que estar preparados para
recibir lo que les iba a ser dado en los santuarios de los Misterios. Ahí todo lo que había sido
preservado de los secretos de la naturaleza y de las leyes de los ciclos, era dado como algo que,
por decirlo de forma concisa, no podía ser aprendido y reconocido como verdades secas, sino que
los estudiantes tenían que reconocer como verdades vivas y tenían que aprender a vivirlas. No era
entonces una cuestión de sabiduría, de pensamiento, sino de vivencias; no era meramente una
cuestión de sabiduría que permea con el resplandor de la inteligencia, sino que era la causa
principal de la vida, por lo que un hombre se transforma de este modo. Una cierta timidez debía
tener un hombre ante el Santo de los Santos; él tenía que entender que la verdad es divina, que está
impregnada de la Sangre Divina Cósmica, que se dibuja en la personalidad para que el mundo
divino viva de nuevo en su interior. El reconocimiento de todo esto estaba incluido en la palabra
'desarrollo'. Esto tenía que quedar bien claro para el místico, y esto era lo que iba a alcanzar a
través de las etapas de purificación, en el camino a los Misterios, que era adquirir la timidez
delante del santuario de la Verdad, y ser apartado de la nostalgia por las cosas de los sentidos, de
las penas y alegrías de la vida, de todo lo que nos rodea en la vida cotidiana. La 'luz del espíritu',
que es necesaria para nosotros cuando nos retiramos de la vida profana, la recibiremos cuando
renunciemos a ésta. Cuando seamos dignos de recibir la 'luz del espíritu' nos habremos convertido
en personas diferentes; entonces amaremos con verdadera y sincera empatía y con devoción
aquello a lo cual estamos acostumbrados a considerar como una existencia sombría, una vida en
abstracto. A continuación, viviremos la vida espiritual que para el hombre ordinario es un mero
pensamiento. Pero el místico aprende a sacrificar el Yo que se aferra a la vida cotidiana, aprende
no sólo a penetrar la verdad con su pensamiento, sino tiene que vivirlo de principio a fin, y para
concebirla dentro de él tiene la verdad divina, como la Teosofía. Goethe ha expresado esta
convicción en su West-östlicher Divan [Diván de Oriente y Occidente]:
Esto es por lo que los místicos de todas las edades se han esforzado –dejar que la naturaleza
inferior se extinga y permitir que brote lo que habita en el espíritu; la extinción de la realidad de
los sentidos, que el hombre pueda ascender al reino de los 'Propósitos Divinos'. «Morir para llegar
a ser». Si no poseemos este poder no sabemos de las fuerzas que vibran en nuestro mundo, y no
somos más que un " " (huésped sombrío) en nuestra Tierra. Goethe dio expresión a
esto en su West-östlicher Divan [Diván de Oriente y Occidente] y esto es lo que trata de
representar en todas las diferentes partes del cuento de hadas La Serpiente Verde y la Hermosa
Azucena: la transición del hombre de una etapa de la existencia a una superior. Ese fue el acertijo
que quería resolver, el enigma de cómo un hombre que vive en el mundo cotidiano –y que sólo
puede ver con los ojos y oir con los oídos– puede echar mano de este 'morir y llegar a ser'.
Esta fue la pregunta de los místicos de todas las edades; la gran pregunta siempre fue llamada
'alquimia espiritual'. La transmutación del hombre del alma cotidiana al hombre del 'alma-
espíritu', un hombre a quien las cosas del espíritu son tan reales como las cosas de esta Tierra, así
como las mesas y las sillas lo son para el hombre común y corriente. Cuando la transmutación
alquímica se había producido en un hombre, entonces él era considerado digno de que las verdades
más altas le fueran comunicadas, y luego él era llevado al Santo de los Santos. Luego era
'iniciado', y le eran suministradas las enseñanzas que lo instruirían en cuanto a los efectos de la
naturaleza, los propósitos que se ejecutan a través del plan del mundo. Es una iniciación de este
tipo la que describe Goethe, la iniciación en los Misterios, de alguien que se ha hecho digno de
recibirla.
Hay dos pruebas de esto – en primer lugar, el propio Goethe tuvo una gran cantidad de
problemas para familiarizarse con el secreto que puede ser llamado el Secreto de la Alquimia.
Entre los estudios que hizo en Leipzig y Estrasburgo ya había descubierto que la alquimia tenía un
lado espiritual, y sabía que la alquimia ordinaria no era más que un reflejo de la espiritual, y que
todo lo que se sabe de la alquimia consistía sólo en la expresión de realidades simbólicas. Es
decir, él se refería a la alquimia que tiene que ver con las fuerzas de la vida interior.
Los alquimistas también han dejado indicios de cómo podría ser esto resuelto. Como sólo eran
capaces de describir la transmutación de las fuerzas humanas mediante símbolos, ellos por tanto
hablaban de una sustancia que se transmuta en otra. Todo lo relacionado acerca de la
transmutación de la materia se refiere a lo que la vida del alma humana desarrollaría en su seno en
una etapa superior, cuando llegara a ser transmutada espiritualmente. Todo lo que los grandes
espíritus han dado a conocer acerca de los reinos espirituales a los hombres que aún están atados a
la vida de todos los días, fue tomada por ellos en referencia a la transmutación de sustancias y
metales en las retortas, y ellos han tenido grandes dificultades para tratar de descubrir con qué
métodos misteriosos la transmutación de sustancias podría llevarse a cabo.
Goethe, en una parte de su Fausto, nos muestra lo que él mismo entiende por este tipo de
cosas. En la primera parte del Fausto, en el paseo frente al jardín, él apunta claramente a las
concepciones materialistas, falsas, malas y mezquinas que se tienen como 'alquimia'. Él se burla
de aquellos que luchan haciendo esfuerzos febriles para descubrir estos secretos, y que derraman
las sustancias más bajas, de acuerdo a innumerables recetas, en compañía de los adeptos.
La unión con la Azucena, que es lo que ridiculizaba Goethe, es lo que quería ilustrar en su
cuento de hadas, La Serpiente Verde y la Hermosa Azucena.
La máxima transmutación que el hombre puede lograr está ilustrada por Goethe en el símbolo
de la «Azucena». Es de igual importancia que aquello que llamamos la libertad más alta. Cuando
un hombre se ajusta a las leyes primarias y eternas, de acuerdo con lo cual tenemos que completar
el circuito primario y eterno de nuestra existencia, y si él también reconoce la evolución
primigenia y eterna de su libertad, entonces él se encontrará a sí mismo en un determinado
momento de su desarrollo, el cual se lleva a cabo por una disposición del alma, la cual puede ser
descrita por el símbolo de la «Azucena». Las fuerzas más elevadas del alma, el estado más
elevado de conciencia, en el que un hombre puede ser libre porque entonces no abusará de su
libertad y nunca creará una perturbación en el círculo de la libertad – este estado de ánimo, que se
comunicó a los místicos en los Misterios, en los que fueron transmutados colectivamente – esto
era lo que en todos los tiempos fue descrito como la «Azucena»[1].
Lo que Spinoza expresa al final de su Ética (con su estilo seco y matemático, como también lo
fue en sus otros escritos) – cuando dice que el hombre subía a las altas esferas de la existencia y
las penetraba a través de las leyes de la naturaleza – este estado de ánimo también puede ser
descrito como la «Azucena»; Spinoza lo describe como el reino del 'Amor Divino' en el alma
humana, el ámbito en el que el hombre no hace nada por obligación, sino en el que todo lo que
pertenece al ámbito del desarrollo humano tiene lugar en la libertad, la devoción y el amor
absoluto, donde todo lo arbitrario se transmuta por esa alquimia espiritual en la que toda actividad
desemboca en el arroyo de la libertad.
Goethe ha descrito ese amor como el más alto estado de la libertad, como el ser libre de todos
los apetitos y los deseos de nuestra vida cotidiana. Él dice que "el egoísmo y la voluntad propia no
son permanentes, se dejan llevar por el ego. Aquí debemos ser buenos." El 'Amor Divino', al que
se refiere Spinoza y al que desea alcanzar a través de la alquimia espiritual –aquél con el que el
hombre debe unirse a sí mismo, aquel con el hombre debe unir su voluntad. La voluntad humana
activa es lo que en todas las épocas se conoce como el «León», la criatura en la que la voluntad
está más fuertemente desarrollada, y es por eso que los místicos han llamado siempre a la
voluntad del hombre como el «León».
En los Misterios persas había siete iniciaciones; fueron las siguientes: en primer lugar el
Cuervo, el Ocultista, el Luchador; en el cuarto grado el alumno ya era capaz de mirar hacia su vida
pasada desde el otro lado pues se había convertido en un verdadero Hombre; por lo tanto, los
persas, a quien hubiera superado el grado de León, le llamaban Persa. Esa fue la quinta etapa, y un
hombre que había llegado tan lejos de tal manera que sus acciones avanzaban sin tropiezos, al
igual que el Sol sigue su curso en los cielos, era llamado Seguidor-del-Sol. Pero aquel que lograba
que todas sus acciones procedieran del amor absoluto e incesante, era considerado por los persas
como pertenecientes a la categoría del Padre. En el cuarto grado, un hombre se situaba en la
bifurcación de los caminos; el tenía entonces, además de su cuerpo físico, su doble etérico y un
tercer cuerpo que está sujeto a las leyes de las pasiones y los deseos, los apetitos y los instintos;
ese hombre ahora estaba organizado para una vida superior. Estos tres cuerpos forman, de acuerdo
con la Teosofía, la parte inferior del hombre. De ellos, nace el hombre inferior. Cuando un hombre
se iniciaba en este grado y podía ver esta conexión, los persas lo llamaban «León». Entonces él se
para ante la bifurcación de los caminos, y aquello que lo obliga a actuar de acuerdo con las leyes
de la naturaleza se transmuta en un libre don del Amor. Cuando llega al octavo grado de la
iniciación, cuando se ha convertido en un hombre libre que se puede permitir a sí mismo hacer,
procedente del amor libre, lo que estab anteriormente encauzado a hacer por su propia naturaleza,
esta conexión entre el «León» y el ser amoroso libre, se describe en la alquimia como el 'misterio
del desarrollo humano'. Este es el misterio que Goethe ha representado en su cuento de hadas.
En primer lugar nos muestra cómo este hombre de voluntad está ahí, atraído al mundo físico
desde las esferas más altas, esferas de las cuales él mismo no sabe nada. Goethe es consciente del
hecho de que el hombre, en lo que concierne a su naturaleza espiritual, viene originalmente desde
las esferas superiores y que fue conducido a lo que Goethe representa como el mundo de la
materia, al mundo de la existencia de los sentidos: ésta es la la «Tierra» en la orilla del «Río».
Pero en el cuento de La Serpiente Verde y la Hermosa Azucena, hay dos tierras, una a este lado
del «Río» y la otra más allá. El «Barquero» desconocido conduce al hombre desde el lado más allá
hacia la tierra del mundo sensible; –y entre la tierra de la existencia espiritual y el mundo sensible
fluye el «Río», las aguas que las separan. Por el agua misma, Goethe describe lo que los místicos
de todas las épocas han simbolizado como el 'Agua'. Incluso en el Génesis se aplica el mismo
significado a esta palabra, tal como lo encontramos en Goethe. En el Nuevo Testamento también
encontramos esta expresión en la conversación entre Jesús y Nicodemo: "El que no nazca de
nuevo del agua y del espíritu, no puede entrar en el Reino de los Cielos." Goethe entendía
perfectamente lo que estaba representado por la expresión "nacer de nuevo del agua." Y podemos
ver en qué sentido se entiende por medio de su Canción del Espíritu.
Tenemos que hacer hincapié una y otra vez en el hecho de que la Antroposofía no es nada
nuevo traído a la humanidad sólo en nuestros propios tiempos. Es particularmente interesante que
algunas personas no muy lejanas a nosotros en el tiempo pueden ser contados entre los que se
pueden describir como antropósofos. Además de Herder, Jean Paul, Novalis y Lessing –Goethe da
un paso adelante como uno de los más destacados. Muchos se opondrán a esta declaración, ya que
no mucha Antroposofía se puede rastrear en sus obras conocidas. En los tiempos de Goethe no era
posible dar a conocer las verdades esotéricas a todo el mundo. Sólo en círculos pequeños, como
por ejemplo el de los Rosacruces, podrían ser promulgadas las verdades superiores. Nadie fue
admitido en tales sociedades sin la preparación adecuada: pero los que pertenecían a las mismas
dieron varias sugerencias en cuanto a su existencia, y esto mismo hizo Goethe en muchas partes
diferentes de su obra. Sólo un hombre lleno de la sabiduría de la Antroposofía puede leer a Goethe
correctamente. Es imposible, por ejemplo, con razón, entender el Fausto sin esta ayuda. El cuento
de hadas ["La Serpiente Verde y la Hermosa Azucena"] es el apocalipsis de Goethe: en sus
revelaciones y su presentación simbólica se ocultan los secretos más profundos. Sólo podemos
entenderlos cuando tenemos la llave a los mismos. En este cuento de hadas, Goethe reveló su
concepción antroposófica del mundo. Schiller le pidió a Goethe que trabajara con él en una revista
llamada Die Horen, a la que Schiller ya había contribuido con un artículo, "Sobre la educación
estética de la raza humana". En éste se planteó la cuestión: «¿Cómo puede un hombre, que vive en
el mundo todos los días, predicar los más altos ideales y establecer la comunión entre lo
suprasensible y lo que pertenece al mundo de los sentidos?» De una manera maravillosamente
impresionante encontró las palabras para señalar lo que lo que le parecía el puente que va desde el
mundo sensible al mundo suprasensible.
Goethe, sin embargo, declaró que le sería imposible a él hablar de los mayores interrogantes
de la existencia en términos filosóficos, sino que lo haría en un gran cuadro. Luego aportó el
cuento de hadas, en el que trató de responder a la pregunta, a su manera, y lo envió a la revista Die
Horen.
En otros lugares también Goethe se expresó en un sentido absolutamente antroposófico. En su
temprana juventud ya había ocultado sus concepciones en Fausto. Durante sus años de estudiante
en Leipzig y su estancia en Estrasburgo, Goethe recibió una iniciación a manos de un hombre que
había sido profundamente iniciado en los secretos de los rosacruces. A partir de entonces, Goethe
habló en un lenguaje antroposófico místico.
En la primera parte del Fausto hay una frase notable que viene con los avisos de iniciación.
Es: «El Sabio habla». En este momento Goethe ya tenía la idea antroposófica de que hay seres
entre nosotros en nuestros días que están más adelantados en la evolución del hombre, y forman
una escalera entre éste y las esferas supraterrenales, aunque también se encarnan en cuerpos. Han
llegado a un conocimiento que va más allá lo que puede ser entendido con los sentidos. El pasaje
va de la siguiente manera:
(traducción aproximada)
Cuando usted se familiarice con Jacob Boehme se encontrará con una de las fuentes
(Amanecer de lo rojo en movimiento, el mundo astral) de la cual Goethe creó su mundo de
Teosofía. Hay mucho en Goethe que sólo podemos entender cuando lo tomamos en este sentido.
En el poema "La divina", Goethe habla de la ley que nosotros llamamos 'Karma' y también habla
de los seres exaltados:
(traducción aproximada, volumen 2, páginas 67-68.)
Cualquier persona que quiera una prueba verbal de la línea de pensamiento antroposófica de
Goethe, sólo necesita leer el poema en el que, bajo el título Dios y el mundo, se denomina
"Memoria de Howard".
Cuando Goethe habló íntimamente a los que estaban en la misma logia, habló de los seres
divinos ideales, que está adelantados al hombre y brillan ante él como un prototipo. Lo que
escribió en el poema "Symbolum", por ejemplo, fue destinado a un pequeño círculo:
Él aquí habla abiertamente de los Maestros, porque él está hablando íntimamente con sus
hermanos de la logia. Pero él nos lleva más lejos de todo en su cuento de hadas "La Serpiente
Verde y la Hermosa Azucena". Ahí encontramos representados los tres reinos en los que el
hombre vive: el físico, el mundo del alma o el mundo astral y el mundo espiritual. El símbolo del
astral o el mundo del alma es el agua . Para Goethe, el agua siempre simboliza el alma, como en
su poema "El destino y el alma", libro 11, página 46.
El también estaba familiarizado con los reinos espirituales en los cuales el hombre vive entre
reencarnaciones, entre la muerte y el nacimiento, es decir, el 'Devachán', el 'Reino de los Dioses'.
El hombre se esfuerza sin cesar para llegar a este reino. Los alquimistas tomaron los procesos
químicos como el afán por alcanzar este reino espiritual. Lo llamaron el «Lirio» o la «Azucena»,
el reino de la azucena. Y al hombre le llamaban el «León», pues lucha por el reino, y la «Azucena»
es la novia del «León». Goethe indicó esto en su Fausto, cuando dice:
Ahí Goethe habla de la unión del hombre con el espíritu ("En el baño tibio", el baño del alma;
el alma, el agua; el león rojo, el hombre). En el cuento de hadas de Goethe también representa los
tres reinos. El reino de los sentidos –como una de las orillas; el reino del alma –como el «Río»; y
el Devachan (el mundo espiritual) como la tierra en la que se encuentra el jardín de la «Hermosa
Azucena», la cual para los alquimistas es el símbolo del Devachán. Toda la relación del hombre
con los tres reinos se simboliza en esta hermosa historia. Nosotros venimos desde el reino del
Espíritu y estamos esforzándonos para llegar a él de nuevo.
Goethe hizo que los «Fuegos Fatuos» cruzaran gracias al «Barquero» desde el reino del
espíritu hacia el mundo de los sentidos. El «Barquero» puede traer a cualquiera desde allá, pero no
puede llevarlo de vuelta. Cruzamos no por nuestra propia voluntad, pero no podemos volver de
nuevo de esa manera. Nosotros tenemos que encontrar el camino de regreso al reino espiritual.
Los «Fuegos Fatuos» toman el «Oro» como alimento, se lo comen y éste permea sus cuerpos.
Pero, al mismo tiempo, ellos lo echan fuera de sí por todos lados. Ellos quieren dárselo al
«Barquero» como pago; sin embargo él les dice que el «Río» no soporta el «Oro», pues provoca
que se agite salvajemente. El «Oro» siempre significa sabiduría. Los «Fuegos Fatuos» son los que
buscan la sabiduría; sin embargo, no la mezclan con su naturaleza, sino que la regalan otra vez sin
digerir. El «Río» es la vida del alma, la totalidad de los instintos humanos, los deseos y las
pasiones. Cuando la sabiduría se introduce en ella, el alma se coloca en un estado de conmoción.
Goethe siempre señaló que un hombre debe primero someterse a la catarsis (purificación) antes de
que poder disfrutar de la sabiduría, ya que si la sabiduría se pone en alguien con pasiones sin
limpiar, se convierte en un fanático, y el hombre entonces sigue siendo el esclavo de su ego
inferior. El ascenso de 'Kama' a 'Mana' es peligroso, a menos que al mismo tiempo se sacrifique el
yo inferior. Con referencia a esto, Goethe dice en su West-östlicher Divan [Diván de Oriente y
Occidente], libro 4, página 17:
Un hombre debe estar dispuesto a sacrificarse. Los «Fuegos Fatuos» siguen en 'Ahamkara', los
esclavos del ego inferior. Esta sabiduría no puede durar. La vida del alma debe ser purificada
lentamente y debe ascender lentamente.
Los «Fuegos Fatuos» desparraman su «Oro» sobre el prado. Allí se encuentran con la
«Serpiente» quien lo devora y lo integra en sí de la misma. La «Serpiente» tiene la fuerza para no
llenar su ego con soberbia, para no permitir que se vuelva egoísta, para no para elevarse con
orgullo a una posición vertical, sino para continuar su camino en una posición horizontal y
avanzar hacia las hendiduras de la Tierra y ahí alcanzar la perfección gradualmente.
Un «Templo» es representado, el cual se encuentra en las hendiduras de la Tierra.
La «Serpiente» ya había pasado dentro y fuera de éste, y había percibido que seres misteriosos
se encontrarían en el mismo. Y ahora viene el «Anciano de la Lámpara». La «Serpiente», por el
«Oro» que había ingerido, se ha convertido en un ser luminoso, y el «Templo» se había iluminado
con su resplandor. La lámpara del «Anciano» tiene la propiedad de sólo brillar donde ya hay luz, y
entonces brilla con una luz muy peculiar. Así, por un lado, está la «Serpiente», luminosa a través
del «Oro», y por el otro lado está el «Anciano de la Lámpara», que es también es una una luz. A
través de esta doble iluminación cada cosa en el templo se vuelve visible. En las cuatro esquinas
hay «Cuatro Reyes», uno «de Oro», uno «de Plata», un «Rey de Bronce» y el «Cuarto Rey»,
compuesto por una mezcla de los tres metales anteriores. Hasta ahora no podían ser vistos por la
«Serpiente», quien sólo podía encontrarlos mediante el sentido del tacto, pero ahora se han hecho
visibles a través de su propia luz. Ellos son los tres principios superiores del hombre, y los cuatro
principios inferiores. El «Rey de Bronce» es 'Atma' –el Ego divino; el «Rey de Plata» es 'Buddhi'
–el amor por lo que todos los hombres pueden entenderse entre sí, y el «Rey de Oro» es 'Manas', la
sabiduría que se irradia hacia el mundo y se puede disfrutar de la sabiduría que irradia. Cuando el
hombre ha adquirido la sabiduría de una manera desinteresada, entonces puede ver las cosas en su
verdadera naturaleza, sin el velo de 'Maya'. Los tres principios superiores del hombre ahora se
hacen visibles a la Serpiente. El «Rey de Oro» es 'Manas', el «Oro» siempre significa 'Manas'. Los
cuatro principios inferiores del hombre están representados simbólicamente por el «Cuarto Rey»,
que se compone de mezclas. 'Atma', 'Buddhi' y 'Manas' se dibujan en el ámbito de los fenómenos,
pero en un estado de discordia. Sólo cuando esto se purifica puede desarrollar algo que no podía
vivir donde había una falta de armonía.
El «Templo» se encuentra el santuario de la iniciación, la escuela de Misterios a la que sólo se
puede entrar aquéllos que ya traen su luz, cuando también son desinteresados como la
«Serpiente». El «Templo» será algún día revelado y se alzará por encima del «Río». Ese es el
reino del futuro, hacia el que estamos luchando, los lugares secretos de aprendizaje deberán ser
llevados a la luz del día. Todo lo que el hombre es debe empujar hacia arriba, debe llegar a ser
armonioso, debe esforzarse por alcanzar los principios superiores. Lo que antes se enseñaba en los
Misterios debe convertirse en un secreto a voces. Los peregrinos van a cruzar el Río, deben pasar
del mundo de los sentidos al mundo suprasensible, y viceversa. Toda la humanidad se unirá en
armonía. El «Anciano de la Lámpara» representa al hombre que puede alcanzar hoy el
conocimiento sin subir a la cúspide de la sabiduría, es decir, a las fuerzas de la piedad, de la mente
y de la fe. La fe no requiere iluminarse desde afuera, si es que realmente guiará a los misterios
mayores. La «Serpiente» y el «Anciano de la Lámpara» tienen la fuerza del Espíritu, que ya brilla
en los que van a guiar en el futuro. Incluso alguien en estos días que sienta estas fuerzas es
consciente de ello, a través de ciertos secretos. El «Anciano» dice que conoce tres secretos. Pero
lo más extraño es lo que se dice del cuarto secreto. La «Serpiente» susurra algo al oído del
«Anciano», con lo cual éste grita: "Ha llegado el momento en que un gran número de personas
entienda cuál es el camino correcto. La Serpiente ha anunciado que está dispuesta a sacrificarse.
Se ha llegado al punto de reconocer que el hombre tiene que morir, con el fin de llegar a ser.
(" " ["Mientras no has conseguido este
‘morir y devenir’").
‘Llegar a ser’, con el fin en el más amplio sentido de la palabra ‘ser’, es algo que el hombre
sólo puede alcanzar a través del amor, la devoción y el sacrificio. La «Serpiente» está lista para
ello. Esto se hará manifiesto cuando el hombre esté listo para el sacrificio, cuando el «Templo» se
levante sobre el «Río».
Los «Fuegos Fatuos» no eran capaces de pagar su deuda; tuvieron que prometer al «Barquero»
que lo resolverían más tarde. El «Río» recibe tres de los «Frutos de la Tierra»: tres coles, tres
cebollas y tres alcachofas. Los «Fuegos Fatuos» fueron con la «Esposa» del «Anciano», con quien
se comportaron de una manera muy curiosa: lamieron el «Oro» en las paredes. Querían atiborrarse
de sabiduría, a fin de ser capaces de devolverla otra vez. El «Perro Faldero» come el «Oro» y
muere, porque todo lo que vive debe morir por ella; el «Perro Faldero» no puede disfrutar de la
verdad y transmutarla al igual que la «Serpiente», por lo que muere, dando. La «Anciana Esposa»
tuvo que prometer a los «Fuegos Fatuos» resolver sus deudas con el «Barquero». Cuando el
«Anciano de la Lámpara» llega a casa ve lo que ha ocurrido. Él le dice a su «Esposa», una mujer
mayor, que ella no sólo debe cumplir su promesa, sino que también debe llevar al «Perro Faldero»
muerto ante la «Hermosa Azucena», porque ella puede traer todas las cosas muertas a la vida. La
«Anciana» va con su cesta con el «Barquero»: –en su camino ella tuvo dos experiencias notables.
Ella se encuentra con el gran «Gigante», cuya peculiaridad es que en la noche arroja su sombra a
través del «Río» para que el caminante puede pasar por encima de él. Además de esto, el camino
también es aceptable a la hora del mediodía gracias a las rampas que tiende la «Serpiente» a
través del «Río». El «Gigante» puede hacer un puente sobre el «Río», pero cuando el sol está en su
punto más alto la «Serpiente» puede hacer lo mismo, cuando a través del sol radiante del
conocimiento el hombre eleva su ego hacia lo divino. En los momentos más sagrados de la vida,
en los momentos del anulamiento total de sí mismo, el hombre se une a sí mismo con la divinidad.
El «Gigante» es el desarrollo físico grosero a lo largo del cual el hombre debe pasar
necesariamente. Al hacerlo, también llega al reino más allá, pero sólo en el crepúsculo, cuando su
conciencia se ha borrado. Eso, sin embargo es un camino peligroso, que es seguido por aquellos
que desarrollan fuerzas psíquicas y entran en estados de trance. Este cruce del puente se lleva a
cabo en el ocaso del trance. Schiller también escribió en una ocasión acerca de la sombra del
«Gigante»: "Estos son los poderes oscuros que conducen al hombre al otro lado del umbral."
Cuando la «Anciana» atraviesa, el «Gigante» le quita de su cesta una col, una cebolla y una
alcachofa, por lo que sólo le resta una parte de aquello con lo que iba a pagar la deuda de los
«Fuegos Fatuos». El número tres exigido ya no está completo. Lo que necesitamos y lo que
tenemos que tejer en la vida del alma es tomado de nosotros por las fuerzas del crepúsculo. Existe
peligro en rendirse uno mismo a tales fuerzas. Las fuerzas inferiores deben ser purificados por las
fuerzas del alma; el propio cuerpo sólo puede elevarse cuando el alma lo absorbe por completo.
Todo lo que encierra un núcleo interno, como una concha, es un símbolo de las envolturas del
hombre. La alegoría hindú describe estas envolturas como los pétalos de la flor de loto. La
naturaleza física del hombre debe ser purificada en su concha. Debemos pagar nuestras deudas y
rendir nuestro principio inferior ante la vida del alma. Hemos expresado el pago de esta deuda,
diciendo que el pago debe hacerse al «Río». Ese es todo el curso del 'Karma'. Como el pago de la
«Anciana» era insuficiente, tuvo que hundir su mano en el «Río»; después de esto, ella sólo era
capaz de sentir su mano, pero ya no podía verla. Lo que es apariencia externa y física del hombre,
lo que es visible en él, es el cuerpo. Eso debe ser purificada por la vida del alma. Esto significa
que lo que el hombre no pueda pagar con naturaleza planta, permanece en deuda. Entonces, la
propia naturaleza física del hombre se vuelve invisible; ya que la «Anciana» no pudo pagar su
deuda se volvió invisible. El ego sólo puede ser visto a plena luz del día, cuando se ha purificado
por la vida del alma; –"Oh, mi mano, la parte más hermosa de mí", la misma parte del hombre que
lo distingue de los animales. Lo que como espíritu, brilla a través de él –se vuelve invisible si no
es purificada por su 'Karma'.
El hermoso «Joven» que se esforzaba por alcanzar el reino de la «Azucena» (espiritualidad)
había sido invalidado por ella.
Goethe con esto quiso decir que la antigua sabiduría, para la cual el hombre debía estar
preparado y purificado y haber sido objeto de catarsis, entonces ya no debe alcanzar la sabiduría a
través del pecado, sino que puede tener en sí mismo la espiritualidad superior. El «Joven» no
había sido preparado mediante la catarsis. Todo ser vivo que aún no está maduro, es muerto por la
«Azucena». Todos los muertos que han pasado por ‘ ’ [‘morir y devenir’], son
traídos a la vida por la «Azucena». Ahora Goethe dice que aquel que ha alcanzado la libertad
dentro de sí mismo es propicio para la libertad. Jacob Boehme también dice que el hombre debe
desarrollarse fuera de su principio inferior. El que no haga esto antes de morir será destruido por
la muerte. El hombre debe madurar primero y ser purificado, antes de poder entrar en el reino del
Espíritu (la «Azucena»). En los antiguos Misterios un hombre tenía que pasar por varias etapas de
purificación antes de que pudiera convertirse en un místico. El «Joven» también tuvo primero que
pasar por estas etapas, y fue guiado a través de ellas por la «Azucena». La «Serpiente» representa
el desarrollo. Vemos a la «Azucena» reunir a los que buscan la nueva forma, todos aquellos que se
esfuerzan por alcanzar lo espiritual. Pero el «Templo» debe primero ser elevado sobre el «Río».
Todos ellos se mueven hacia el «Río». Los «Fuegos Fatuos» van al frente y abren la puerta. La
sabiduría egoísta es el puente hacia la sabiduría desinteresada. La sabiduría lleva a un hombre
desde su yo hacia la abnegación. La «Serpiente» se sacrificó. Y ahora entendemos el significado
del amor, es el sacrificio del yo inferior por el bien de la humanidad, de la hermandad completa.
Toda la compañía se mueve hacia el «Templo», que se eleva por encima del «Río». El «Joven»
vuelve a la vida. Ha sido equipado con 'Atma', 'Buddhi' y 'Manas'. 'Atma', en la forma del «Rey de
Bronce», se le aparece y le da una espada. Esto representa la voluntad superior, y no está
conectado con la voluntad inferior; 'Atma' es así lo que debe trabajarse en el hombre para que la
espada esté a su izquierda y la mano derecha quede libre; hasta entonces el hombre trabaja por
separado –la guerra de todos contra todos. Pero cuando el hombre se purifica, llega la paz y no la
guerra. Sólo cuando se purifica el hombre, la paz ocupará el lugar de la guerra; la espada entonces
se usará en el lado izquierdo, únicamente como defensa, dejando la mano derecha libre para hacer
el bien.
El «Segundo Rey» significa lo que en un tiempo fue conocido como el segundo principio.
'Budhi' (la piedad, el estado de ánimo en el que un hombre se convierte a la más alta fe). La plata
es el símbolo de la piedad. El «Segundo Rey» dice: "Apacienta mis ovejas", ya que aquí nos
interesa la fuerza del espíritu. Su resplandor es el de la belleza. Goethe conectó con el arte un
sentimiento de reverencia religiosa. Veía en él la manifestación de la divinidad del reino, el
hermoso resplandor, el reino de la piedad. El «Rey de Bronce» significa fuerza sin los principios
inferiores; el «Rey de Plata» significa paz, y el «Rey de Oro», la sabiduría. Él dice: "Reconoce lo
máximo". El «Joven» es el hombre con los cuatro principios, que está desarrollando sus principios
superiores. Los cuatro principios inferiores han sido tullidos por el espíritu hasta que hayan
superado el desarrollo gracias a la purificación; después, los tres principios superiores trabajan
juntos armoniosamente en el hombre. A continuación, el hombre se hace fuerte y capaz, y puede
unirse con la «Azucena». Esa es la unión entre el alma y el espíritu del hombre. El alma siempre
se representa como algo femenino en el hombre. El misterio de lo eterno e inmortal está aquí
representado: "El eterno femenino nos atrae a lo largo". Goethe hace uso de la misma imagen en
su historia, en la unión del «Joven» con la «Hermosa Azucena». Ahora el ser humano sacrificado y
todos los que viven pasan sobre el puente que se arquea a través del «Río». Los viajantes van de
aquí para allá y todos los reinos ahora se unen en bella armonía. La «Anciana» se vuelve joven y
el «Anciano de la Lámpara» rejuvenece; la vieja edad ha pasado y todo se ha convertido en nuevo.
La «Cabaña» del «Barquero» ha sido cubierta de oro y ahora se conserva como una especie de
altar en el «Templo». Lo que el hombre que antes asumía de forma inconsciente, ahora lo asume
con plena conciencia. El «Rey Mixto» se ha derrumbado. Los «Fuegos Fatuos» lamen el oro que
queda de él, que aún está conectado con lo inferior. El «Gigante» ahora indica la hora. Lo que
antes eran los principios de los sentidos (que sólo conducen a la sombra), los cuales conducen al
hombre al otro lado en la hora del crepúsculo y pertenecen a las cosas de los sentidos, a la
naturaleza, ahora apuntan al curso constante y regular de tiempo. Mientras el hombre no ha
desarrollado los tres principios superiores, el pasado y el futuro están en conflicto. Entonces el
«Gigante» trabaja inarmónicamente. Ahora, a través de estas condiciones ideales, el tiempo está
en armonía. El pensamiento fortalece permanentemente lo que se tambalea y hace que sea
constante.
Fausto, prólogo en "Cielo":
Lo que en las escuelas pitagóricas se llamó el 'ritmo del universo', la 'música de las esferas',
'de los planetas', rítmicamente, que gira en torno al Sol, es provocada por la realización del
Pensamiento Divino. Para el místico un planeta era un ser de un orden superior. Así también dice
Goethe;
(traducción aproximada:)
El hombre realmente tiene la capacidad de desarrollarse al máximo divino, Goethe lo dice con
las palabras: "
"
RUDOLF STEINER, (Donji Kraljevec, Imperio austríaco [hoy Croacia], 25 de febrero de 18611 –
Dornach, Suiza, 30 de marzo de 1925) fue un filósofo austriaco, erudito literario, educador, artista,
autor teatral, pensador social y esoterista.
Steiner propuso una forma de individualismo ético, al que luego añadió un componente más
explícitamente espiritual. Derivó su epistemología de la visión del mundo de Johann Wolfgang
Goethe, según la cual «El pensamiento es un órgano de percepción al igual que el ojo o el oído.
Del mismo modo que el ojo percibe colores y el oído sonidos, así el pensamiento percibe ideas».
Introducción
[1] Colaboradores de Wikipedia. Rudolf Steiner [en línea]. Wikipedia, La enciclopedia libre, 2013
[fecha de consulta: 22 de junio del 2013]. Disponible en <http://es.wikipedia.org/w/index.php?
title=Rudolf_Steiner&oldid=67467727>. <<
[2]Wegman, Ita. «Metafísica jerárquica. Sobre el trabajo del arcángel Miguel». Artículo en la
Revista Biosophia [en línea], núm. 11, 2006 [fecha de consulta: 22 de junio de 2013]. Disponible
en <http://www.revistabiosofia.com/index.php?
option=com_content&task=view&id=227&Itemid=47>. <<
Conferencia I
[1] La flor de lis, muy común entre templarios, masones y otros grupos esotéricos, es una
estilización de la azucena. [N.del T.] <<
[2]En la traducción al inglés de esta conferencia de Rudolf Steiner, que es la fuente para esta
versión en español, se emplea la expresión Will-o-Wisp en singular, mientras que en la presente
versión he usado la expresión Fuegos Fatuos, y en plural. La traducción se eligió de esta manera
de acuerdo a la Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Fuego_fatuo. [N.del T.] <<
[3]
Los puntos suspensivos están en la traducción al inglés de esta conferencia de Rudolf Steiner,
que es la fuente para esta versión en español. [N.del T.] <<
Table of Contents
Título 3
Capítulo 1 7
Autor 53
Notas 54