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she ° GABRIEL GARCIA MARQUEZ , !* | CRONICA de una MUERTE ANUNCIADA | EDITORIAL SUDAMERICANA BUENOS AIRES 8CSL53 Segunda Eden ctitena bell de 1988 (Qeeda hecho o depSsito que previene ih Ley 11.723.0 198 Editor Sudamericana, S.A Humberto S31, ‘Bueno Ales ©1981, Gabriel Garcia Ménguer TSN 9s0-07.08285 Feibnautoriada por Editors ‘Sudamericana par slat nn IMPRESO EN CHILE. La cava de amor es de altaneria. GIL VICENTE El dia en que lo iban a matar, San- tiago Nasar se levanté a las 5.30 de la majiana para esperar el buque en que llegaba el obispo. Habia sofiado que atravesaba un bosque de higuerones donde caia una lovizna tierna, y por un instante fue feliz en el suefo, pero al despertar se sintié por completo salpi- cado de cagada de pajaros. “Siempre sofiaba con arboles”, me dijo Placida Linero, su madre, evocando 27 afios después los pormeniores de aquel lunes ingrato. “La semana anterior habia sofiado que iba solo en un avidn de pa- pel de estaiio que volaba sin wopezar por entre los almendros”, me dijo. 9 ‘Tenia una reputacién muy bien ganada de intérprete certera de los suefios aje- nos, siempre que se los contaran en ayunas, pero no habia advertido nin- giin augurio aciago en esos dos suefios de su hijo, ni en los otros suefios con Arboles que él le habia contado en las maiianas que precedieron a su muerte. Tampoco Santiago Nasar reconocié el presagio. Habia dormido poco y mal, sin quitarse la ropa, y desperté con dolor de cabeza y con un sedi- mento de estribo de cobre en el pala- dar, y los interpret como estragos na- turales de la parranda de bodas que se habia prolongado hasta después de la media noche. Mas atin: las muchas per- sonas que encontré desde que salié de su casa a las 6.05 hasta que fue desta- zado como un cerdo una hora después, lo recordaban un poco sofioliento pero de buen humor, y a todos les comenté de un modo casual que era un dia muy hermoso. Nadie estaba seguro de si se 10 referia al estado del tiempo. Muchos coincidian en el recuerdo de que era una majiana radiante con una brisa de mar que llegaba a través de los platana- les, como era de pensar que lo fuera en un buen febrero de aquella época. Pero la mayoria estaba de acuerdo en que era un tiempo fiinebre, con un cielo turbio y bajo y un denso olor de aguas dormidas, y que en el instante de la desgracia estaba cayendo una Hovizna menuda como la que habia visto San- tiago Nasar en el bosque de! suefio. Yo estaba reponiéndome de la parranda de la boda en el regazo apostdlico de Maria Alejandrina Cervantes, y apenas si desperté con el alboroto de las cam- panas tocando a rebato, porque pensé que las habian soltado en honor del obispo. Santiago Nasar se puso un pantalén y una camisa de lino blanco, ambas piezas sin almidén, iguales a las que se habia puesto el dia anterior para la ist boda. Era un atuendo de ocasién. De no haber sido por la llegada del obispo se habria puesto el vestido de caqui y las botas de montar con que se iba los lunes a El Divino Rostro, la hacienda de ganado que heredé de su padre, y que" él administraba con muy buen juicio aunque sin mucha fortuna. En el mon- te llevaba al cinto una 357 Magnum, cuyas balas blindadas, segin él decia, ir un caballo por la cintura. En época de perdices levaba tambi sus aperos de cetreria. En el armario tenia ademés un rifle $0.06 Malincher Schonauer, un rifle 300 Holland Mag- num, un 22 Hornet con mira telescopi ca de dos poderes, y una Winchester de repeticién. Siempre dormia como dur- mié su padre, con el arma escondida dentro de la funda de la almohada, pero antes de abandonar la casa aquel dia le sacé los proyectiles y la puso en la gaveta de la mesa de noche. “Nunca la dejaba cargada"", me dijo su madre. 12 Yo lo sabia, y sabia ademas que guar- daba las armas en un lugar y escondia la muni jon en owo lugar muy apar- tado, de modo que nadie cediera ni por casualidad a la tentacién de cargarlas dentro de la casa, Era una costumbre sabia impuesta por su padre desde una mafiana en que una sirvienta sacudié la almohada para quitarle la funda, y la pistola se disparé al chocar contra el suelo, y la bala desbaraté el armario del cuarto, atravesé la pared de la sala, pasé con un estruendo de guerra por el comedor de la casa vecina y convirtié en polvo de yeso a un santo de tamafio natural en el altar mayor de la iglesia, al otro extremo de la plaza. Santiago Nasar, que entonces era muy nifio, no olvidd nunca la leccién de aquel per- cance. La titima imagen que su madre te- nia de él era la de su paso fugaz por el dormitorio. La habia despertado cuan- do trataba de encontrar a tientas una 18 aspirina en el botiquin del baiio, y ella encendié la luz y lo vio aparecer en la puerta con el vaso de agua en la ma- no, como habia de recordarlo para siempre. Santiago Nasar le conté en- tonces el suefio, pero ella no les puso atencién a los arboles. —Todbs los suefios con pajaros son de buena salud —dijo. Lo vio desde la misma hamaca y en la misma posicién.en que la encontré postrada por las tiltimas luces de la ve- jez, cuando volvi a este pueblo olvi- dado tratando de recomponer con tan- tas astillas dispersas el espejo roto de la memoria, Apenas si distinguia las for- mas a plena luz, y tenia hojas medici- nales en las sienes para el dolor de ca- beza eterno que le dejé su hijo la tl- ia vez que pas por el dormitorio. Estaba de costado, agarrada a las pitas del cabezal de la hamaca para tratar de incorporarse, y habia en la penumbra el olor de bautisterio que me habia 4 sorprendido la mafiana del crimen. Apenas apareci en el vano de la puerta me confundié con el recuerdo de Santiago Nasar. “Ahi estaba", me dijo. “Tenia el vestido de lino blanco lavado con agua sola, porque era de piel tan delicada que no soportaba el ruido del almidén.” Estuvo un largo rato sentada en la hamaca, masticando pepas de cardamina, hasta que se le pasé la ilusién de que el hijo habia vuelto. Entonces suspiré: “Fue el hombre de mi vida.” Yo lo vi en su cumplido 21 aio’ la tltima semana de enero, y era esbelto y palido, y tenia los parpados arabes y los cabellos rizados de su padre. Era el hijo nico de un matrimonio de conveniencia que no tuvo un solo instante de felicidad, pero I parecia feliz con su padre hasta que memoria. Habia éste murié de repente, tres afios antes, y siguié pareciéndolo con la madre so- litaria hasta el lunes de su muerte: 15 De ella hereds el instinto. De su padre aprendié desde muy nifio el dominio de las armas de fuego, el amor por los caballos.y la maestranza de las aves de presas altas, pero de él aprendié tam- bién las buenas artes del valor y la pru- dencia. Hablaban en arabe entre ellos, pero no delante-de Placida Linero para que no se sintiera excluida. Nunca se les vio armados en el pueblo, y la tnica ver que trajeron sus halcones amaestra- dos fue para hacer una demostracién de altaneria en un bazar de caridad. La muerte de su padre lo habia forzado a abandonar los estudios al término de la escuela secundaria, para hacerse cargo de la hacienda familiar. Por sus méritos propios, Santiago Nasar era alegre y pacifico, y de corazén facil. El dia en que lo iban a matar, su ma- dre creyd que él se habia equivocado de fecha cuando lo vio vestido de blanco, “Le recordé que era lunes”, me dijo. Pero él le explicd que se habia 16 vestido de pontifical por si tenia oca- sién de besarlé el anillo al obispo. Ella no dio ninguna muestra de in- terés. Ni siquiera se bajara del buque le dijo~. Echara una bendicién de com- promiso, como siempre, y se iré por donde vino. Odia a este pueblo. Santiago Nasar sabia que era cierto, pero los fastos de la iglesia lé causaban una fascinacién irresistible, “Es como él cine”, me habia dicho alguna ver. A su madre, en cambio, lo tinico que le interesaba de la legada del obispo era que el hijo no se fuera a mojar en la lluvia, pues lo habia oido estornudar mientras dormfa. Le aconsejé que lle- vara un paraguas, pero él le hizo un signo de adiés con la mano y salié del cuarto. Fue la tltima ver que lo vio. Victoria Guzman, la cocinera, estaba segura de que no habia Hovido aquel dia, ni en todo el mes de febrero. “Al contrario", me dijo cuando vine a 7 verla, poco antes de su muerte, “El sol calenté mas temprano que en agosto.” Estaba descuartizando tres conejos para el almuerzo, rodeada de perros acezantes, cuando Santiago Nasar en- tré en la cocina. “Siempre se levantaba con cara de mala noche”, recordaba sin amor Victoria Guzman. Divina Flor, su hija, que apenas empezaba a florecer, le sirvié a Santiago Nasar un tazén de café cerrero con un chorro de alcohol de cata, como todos los lunes, para ayudarlo a sobrellevar la carga de la noche anterior. La cocina enorme, con el cuchicheo de la lumbre y las gallinas dormidas en las perchas, tenia una respiracién sigilosa. Santiago Nasar masticé otra aspirina y se senté a beber a sorbos lentos el tazén de café, pensanido despacio, sin apartar la vista de las dos mujeres que destripaban los conejos en la hornilla. A pesar de la edad, Victoria Guzman se conservaba entera. La nifia, todavia un poco mon- 18, taraz, parecia sofocada por el impetu de sus glindulas. Santiago Nasar la agarré por la mufteca cuando ella iba a recibirle el tazén vacto. =Ya estés en tiempo de desbravar —le dijo. Victoria Guzman le mostré el cuchi- Mo ensangrentado ~Suéltala, blanco —le ordené en se- rio—. De esa agua no beberas mientras yo esté viva. Habia sido seducida por Ibrahim Nasar en la plenitud de la adolescencia. La habia amado en secreto varios afios en los establos de la hacienda, y la llev6 a servir en su casa cuando se le acabé el afecto. Divina Flor, que era hija de un marido mis reciente, se sabia destinada a la cama furtiva de Santiago Nasar, y esa idea le causaba una ansiedad pre- matura. “No ha vuelto a nacer otro hombre como ese”, me dijo, gorda y mustia, y rodeada por los hijos de otros amores. “Era idéntico a su padre”, 19 le replicé Victoria. Guzman. “Un mierda.” Pero no pudo eludir una ré- faga de espanto al recordar el. horror de Santiago Nasar cuando ella arrancé de cuajo las entrafias de un conejo y les tir6 a los perros el tripajo humeante. =No seas barbara —le dijo él. Ima- ginate que fuera un ser humano. Victoria Guzman necesit6 casi 20 afios para entender que un hombre acostumbrado a matar animales iner- mes expresara de pronto semejante ho- rror. “;Dios Santo —exclamé asus- tada~ de modo que todo aquello fue una revelacién!” Sin embargo, tenia tantas rabias atrasadas la mafana del crimen, que siguié cebando a los pe- rros Con las visceras de los otros cone- jos, solo por amargarle el desayuno a Santiago Nasar. En esas cuando el pueblo entero desperté con estaban el bramido estremecedor del buque de vapor en que llegaba el obispo. La casa era un antiguo depésito de 20 dos pisos, con paredes de tablones bas- os y un techo de cine de dos aguas, so- bre el cual velaban los gallinazos por los desperdicios del puerto. Habia sido construido en los tiempos en que el rio era tan servicial que muchas barcazas de mar, ¢ inclusive algunos barcos de altura, se aventuraban hasta aqui a tra- vés de las ciénagas del estuario. Cuan- do vino Ibrahim Nasar con los dltimos rabes, al término de las guerras civiles, ya no Hegaban los barcos de mar debi do a las mudanzas del rio, y el depésito estaba en desuso. Ibrahim Nasar lo compro a cualquier precio para poner una tienda de importacién que nunca puso, y solo cuando se iba a casar lo convir 6 en una casa para vivir. En la planta baja abrié un salén que servia para todo, y construyé en el fondo una caballeriza para cuatro aniniales, los cuartos de servicio, y una cocina de ha- cienda con ventanas hacia el puerto por donde entraba a toda hora la pes- 21 tilencia de las aguas. Lo tinico que dejé intacto en el sal6n fue la escalera en es- piral rescatada de algiin naufragio. En la planta alta, donde antes estuvieron las oficinas de aduana, hizo dos dormi- torios amplios y cinco camarotes para Jos muchos hijos que pensaba tener, y construyé un balcén de madera sobre los almendros de la plaza, donde Placida Linero se sentaba en las tardes de marzo a consolarse de su soledad. En la fachada conservé la puerta prin- cipal y le hizo dos ventanas de cuerpo entero con bolillos torneados, Con- servé también la puerta posterior, s6lo que un poco més alzada para pasarva caballo, y mantuvo en servicio una parte del antiguo muelle, Esa fue siempre la puerta de mas uso, no slo porque era el acceso natural a las pese- breras y la cocina, sino porque daba a Ja calle del puerto nuevo sin pasar por la plaza. La puerta del frente, sal- vo en ocasiones festivas, permanecia 22 cerrada y con tranca. Sin embargo, fue por alli, y no por la puerta posterior, por donde esperaban a Santiago Nasar los hombres que lo iban a matar, y fue por alli por donde él salié a recibir al obispo, a pesar de que debia darle una vuelta completa a la casa para llegar al puerto, Nadie podia entender tantas’coinci- dencias funestas. El juez instructor que vino de Riohacha debié sentirlas sin atreverse a admitirlas, pues su interés de darles una explicacién racional era evidente en el sumario. La puerta de la plaza estaba citada varias veces con un nombre de folletin: La puerta fatal. En realidad, la parecia ser la de Plicida Linero, que contesté a la pregunta con su raz6n de madre: “Mi hijo no salia nunca por la puerta de atrés cuando estaba bien ves- ica explicacion valida tido.” Parecia una verdad tan facil, que el instructor la registré en una nota mar- ginal, pero no la sent6 en el sumario. 28 Victoria Guzman, por su parte, fue terminante en la respuesta de que ni ella ni su hija sabian que a Santiago Nasar lo estaban esperando para ma- tarlo, Pero en el curso de sus afios ad- mitié que ambas lo sabian cuando él entré en la cocina a tomar el café. Se lo habia dicho una mujer que pas des- pués de las cinco a pedir un poco de te- che por caridad, y les revelé ademas los motivos y el lugar donde lo estaban es- perando. “No lo previne porque pensé que eran habladas de borracho”, me dijo. No obstante, Divina Flor me con- fesd en una visita posterior, cuando ya su madre habia muerto, que ésta no le habia dicho nada a Santiago Nasar porque en el fondo de su alma queria que lo mataran. En cambio ella no lo previno porque entonces no era mas que una nifia asustada, incapaz de una decision propia, y se habia asustado mucho mas cuando él la agarré por la mufieca con una mano que sintié 24 helada y pétrea, como una mano de muerto. Santiago Nasar atraves6 a pasos lar- gos la casa en penumbra, perseguido por los bramidos de jaibilo del buque a Flor se le adelante para abrirle la puerta, tratando de no dejarse alcanzar por entre las jaulas de pajaros dormidos del comedor, por entre los muebles de r bre y las ma- cetas de helechos colgados de la sala, pero cuando quité la tranca de la puerta no pudo evitar otra ver la mano de gavikin carnicero. “Me agarré toda la panocha”, me dijo Divina Flor. “Era lo que hacia siempre cuando me en- contraba sola por los rincones de la I susto de bles de llorar.” Se apart6 para dejarlo salir, ya casa, pero aquel dia no sen siempre sino unas ganas hor través de la puerta entreabierta vio los almendros de la plaza, nevados por el resplandor del amanecer, pero no tvo valor para ver nada mas. “Entonces se 25 acabé el pito del buque y empezaron a cantar los gallos”, me dijo. “Era un alboroto tan grande, que no podia creerse que hubiera tantos gallos en el pueblo, y pensé que venian en el buque del obispo.” Lo tinico que ella pudo hacer por el hombre que nunca habia de ser suyo, fue dejar la puerta sin tranca, contra las érdenes de Placida Linero, para que él pudiera entrar otra vez en caso de urgencia. Alguien que nunca fue identificado habia metido por debajo de la puerta un papel dentro de un sobre, en el cual le avisa- ban a Santiago Nasar que Io estaban esperando para matarlo, y le revelaban ademis el lugar y los motivos, y otros detalles muy precisos de la confabula- cién. El mensaje estaba en el suelo cuando Santiago Nasar salié de su casa, pero él no lo vio, ni lo vio Divina Flor ni lo vio nadie hasta mucho después de que el crimen fue consumado. Habian dado las seis y atin seguian 26 encendidas las luces piblicas. En las ra- mas de los almendros, y en algunos balcones, estaban todavia las guirnal- das de colores de la boda, y hubiera podido pensarse que acababan de col- garlas en honor del obispo. Pero la plaza cubierta de baldosas hasta el atrio de la iglesia, donde estaba el tablado de los mtisicos, parecia un muladar de bo- tellas vacias y toda clase de desperdicios de la parranda piblica. Cuando San- tiago Nasar salié de su casa, varias per- sonas corrian hacia el puerto, apremia- das por los bramidos del buque. El Gnico lugar abierto en la plaza era una tienda de leche a un costado de la iglesia, donde estaban los dos hombres que esperaban a Santiago Nasar para matarlo. Clotilde Armenta, la duefa del negocio, fue la primera que lo vio en el resplandor del alba, y tuvo la impresién de que estaba vestido de alu- minio. “Ya parecia un fantasma”, me dijo. Los hombres que lo iban a matar 27 se habian dormido en los asientos, apre- tando en el regazo los cuchillos envuel- tos en periddicos, y Clotilde Armenta reprimié el aliento para no despertarlos. Eran gemelos: Pedro y Pablo Vica- rio. Tenian 24 ajios, y se parecian tan- to que costaba trabajo distinguirlos. “Eran de catadura espesa pero de bue- na indole”, decia el sumario. Yo, que los conocia desde la escuela primaria, hubiera escrito lo mismo. Esa mafiana Ilevaban todavia los vestidos de paiio oscuro de la boda, demasiado gruesos y formales para el Caribe, y tenian el aspecto devastado por tantas horas de mala vida, pero habian cumplido con el deber de afeitarse. Aunque no ha- bian dejado de beber desde la vispera de la parranda, ya no estaban borra- chos al cabo de tres dias, sino que pare- cian sondmbulos desvelados. Se habian dormido con las primeras auras del amanecer, después de casi tres horas de espera en la tienda de Clotilde 28 Armenta, y aquel era su primer sucio desde el viernes. Apenas si habian des- pertado con el primer bramido del bu- que, pero el instinto los desperté por completo cuando Santiago Nasar salié de su casa. Ambos agarraron entonces el rollo de periddicos, y Pedro Vicario empez6 a levantarse. —Por el amor de Dios —murmuré Clotilde Armenta—. Déjenlo para des- pués, aunque sea por respeto al sefior obispo. “Fue un soplo del Espiritu Santo”, repetia ella a menudo. En efecto, habia sido una ocurrencia providencial, pero de una virtud momentanea. Al oirla, los gemelos Vicario reflexionaron, y el que se habia levantado volvié a sen- arse. Ambos siguieron con la mirada a Santiago Nasar cuando empez6 a cru: zar la plaza. “Lo miraban mas bien con lastima”, decia Clotilde Armenta. Las nifias de la escuela de monjas atravesa- ron la plaza en ese momento trotan- 29 do en desorden con sus uniformes, de huérfanas. Placida Linero tuvo raz6n: el obispo no se bajé del buque. Habia mucha gente en el puerto ademés de las auto- ridades y los nifios de las escuelas, y por todas partes se veian los huacales de gallos bien cebados que le llevaban de regalo al obispo, porque la sopa de crestas era su plato predilecto. En el muelle de carga habia tanta leita arru- mada, que el buque habria necesitado por lo menos dos horas para cargarla. Pero no se detuvo. Aparecié en la vuelta, del rio, rezongando como un dragéii, y entonces la’banda de miisi- cos empez6 a tocar el himno del obispo, y los gallos se pusieron a cantar en los huacales y alborotaron a los otros gallos del pueblo, Por aquella época, los legendarios buques de rueda alimentados con lefia estaban a punto de acabarse, y los po- cos que quedaban en servicio ya no 30 tenian pianola ni camarotes para la luna de miel, y apenas si lograban na- vegar contra la corriente. Pero éste era nuevo, y tenia dos chimeneas en vez de una con la bandera pintada como un brazal, y la rueda de tablones de la popa le daba un impetu de barco de mar. En la baranda superior, junto al camarote del capitin, iba el obispo de sotana blanca con su séquito de espa- oles. “Estaba haciendo un tiempo de Navidad”, ha dicho mi hermana Mar- got. Lo que pasé, segiin ella, fue que el silbato del buque solt6 un chorro de vapor a presién al pasar frente al puerto, y dejé ensopados a los que es- taban mds cerca de la orilla. Fue una ilusién fugaz: el obispo empezd a hacer Ia sefial de la cruz en el aire frente ala muchedumbre del muelle, y después si- guié haciéndola de memoria, sin mali- cia ni inspiracién, hasta que el buque se perdié de vista y slo quedé el albo- roto de los gallos. 31 Santiago Nasar tenia motivos para sentirse defraudado. Habia contribui- do con varias cargas de lefia a las sol citudes ptiblicas del padre Carmen Amador, y ademds habia escogido él mismo. los’ gallos de crestas_ mds apetitosas. Pero fue una contrariedad momenténea. Mi hermana Margot, que estaba con él en el muelle, lo en- contré de muy buen humor y con ani mos de seguir la fiesta, a pesar de que las aspirinas no le habian causado nin- gin alivio. “No parecia resfriado, y s6lo estaba pensando en lo que habia costado la boda", me dijo. Cristo Be- doya, que estaba con ellos, revelé cifras que aumentaron el asombro. Habia es- tado de parranda con Santiago Nasar y conmigo hasta un poco antes de. las cuatro, pero no habia ido a dormir donde sus padres, sino que se quedd conversando en casa de sus abuelos. Alli obtuvo muchos datos que le fal- taban para calcular los costos de la parranda, Conté que se habian 32 sacrilicado cuarenta pavos y once cer- dos para los invitados, y cuatro terne- ras que cl novio puso a asar para el pucblo en la plaza piiblica. Conte que se consumicron 205 cajas de alcoholes de contrabando y casi 2.000 botellas de ron de cafia que fueron repartidas entre la muchedumbre. No hubo una sola persona, ni pobre ni rica, que no hubiera participado de algiin modo en la parranda de mayor escindalo que se habia visto jamas en el pueblo. San- tiago Nasar sofié en voz alta. Asi serd mi matrimonio —dijo-. No les alcanzara la vida para contarlo. Mi hermana sintié pasar el Angel. Pensé una vez mas en la buena suerte dé Flora Miguel, que tenia tantas cosas en la vida, y que iba a tener ademas a Santiago Nasar en la Navidad de ese afio. “Me di cuenta de pronto de que no podia haber un partido mejor que a”, me dijo. “Imaginate: bello, for- mal, y con una fortuna propia a los 21 33 aos.” Ella sol en nuestra casa cuando habia cariba- fiolas de yuca, y mi madre las estaba haciendo aquellamaiiana. Santiago Nasar acepté entusiasmado. invitarlo a desayunar —Me cambio de ropa y te alcanzo ~dijo, y cayé en la cuenta de que habia olvidado el reloj en la mesa de noche-. éQué hora es? Eran las 6.25. Santiago Nasar tomé del brazo a Cristo Bedoya y se lo llevé hacia la plaza Dentro de un cuarto de hora estoy en tu casa —le dijo a mithermana, Ella insistid en que se fueran juntos de inmediato porque el desayuno es- taba servido. “Era una_insistencia tara”, me dijo Cristo Bedoya. “Tanto, que a veces he pensado que Margot ya sabia que lo iban a matar y queria es- conderlo en tu casa.” Sin embargo, Santiago Nasar la convencié dé que se adelantara mientras él se ponia la ropa de montar, pues tenia que estar tem- 34 prano en El Divino Rostro para castrar terneros. Se despidié de ella con la mis- ma sefial de la mano con que se habia despedido de su madre, y se alejé hacia la plaza llevando del brazo a Cristo Be- doya, Fue la tltima vez que Io vio, Muchos de los que estaban en el puerto sabian que a Santiago Nasar lo iban a matar. Don Lazaro Aponte, co- ronel de academia en uso de buen re- tiro y alcalde municipal desde hacia once afios, le hizo un saludo con los dedos. “Yo tenia mis razones muy rea les para cree que ya no corria ningin peligro”, me dijo. El padre Carmen Amador tampoco se preocupé. “Cuan- do lo vi sano y salvo pensé que todo habia sido un infundio”, me dijo. Nadie se pregunté siquiera si Santiago Nasar estaba prevenido, porque a todos les parecié imposible que no lo estuviera. En realidad, mi hermana Margot era una de las pocas personas que todavia ignoraban que lo iban a matar. “De 35 haberlo sabido, me lo hubiera levado para la casa aunque fuera amarrado”, declaré al instructor. Era extrafio que no lo supiera, pero lo era mucho mas que tampoco lo supiera mi madre, pues se enteraba de todo antes que na- die en la casa, a pesar de que hacia afios que no salia a la calle, ni siquiera para ir a misa. Yo apreciaba esa virtud suya desde que empecé a levantarme tem- prano para ira la escuela. La encon- traba como era en aquellos tiempos, livida_y sigilosa, barriendo el patio con una escoba de ramas en el resplan- dor ceniciento del amanecer, y entre cada sorbo de café me iba contando lo que habia ocurrido en el mundo mien- tras nosotros dormiamos. Parecia tener hilos de comunicacién secreta con la otra gente del pueblo, sobre todo con la de su edad, y a veces nos sorprendia con noticias anticipadas que no hu- biera podido conocer sino por artes de adivinacién. Aquella mafana, sin 36 embargo, no sintié el palpito de la tra- gedia que se estaba gestando desde las tres de la madrugada. Habia termi- nado de barrer el patio, y cuando mi hermana Margot salia a recibir al obispo la encontré moliendo la yuca para las caribafiolas. “Se ofan gallos”, suele decir mi madre recordando aquel dia. Pero nunca relacioné el alboroto distante con la llegada del obispo, sino con los thtimos rezagos de la boda. Nuestra casa estaba lejos de la plaza grande, en un bosque de mangos frente al rio. Mi hermana Margot habia ido hasta el puerto caminando por la ori- lla, y la gente estaba demasiado exci- tada con la visita del obispo para ocu- parse de otras novedades. Habian puesto a los enfermos acostados en los portales para que recibieran la me- dicina de Dios, y las mujeres salian corriendo de los patios con pavos y lechones y toda clase de cosas de co- mer, y desde la orilla opuesta llega- 37 ban canoas adornadas de flores. Pero después de que el obispo pasé sin dejar su huella en la tierra, la otra noticia re- primida alcanz6 su tamaiio de escén- dalo. Entonces fue cuando mi hermana Margot la conocié completa y de un modo brutal: Angela Vicario, la her- mosa muchacha que se habia casado el dia anterior, habia sido devuelta a la casa de Sus padres, porque el esposo encontré que no era virgen. ‘“Senti que era yo la que me iba a morir”, dijo mi hermana. “Pero por més que voltea- ban el cuento al derecho y al revés, na- die podia explicarme cémo fue que el pobre Santiago Nasar termind com- prometido en semejante enredo.” Lo nico que sabian con seguridad era que los hermanos de Angela Vicario lo estaban esperando para matarlo. Mi hermana volvié a casa mordién- dose por dentro para no llorar. Encon- 6 a mi madre en el comedor, con un traje dominical de flores azules que se 38 habia puesto por si el obispo pasaba a saludarnos, y estaba cantando el fado del amor invisible mientras arreglaba la mesa. Mi hermana noté que habia un puesto mas que de costumbre, —Es para Santiago Nasar —le dijo mi madre—. Me dijeron que lo habias invi- tado a desayunar. —Quitalo —dijo mi hermana. Entonces le conté, “Pero fue como si ya lo supiera”, me dijo. “Fue lo mismo de siempre, que uno empieza a contarle algo, y antes de que el cuento llegue a la mitad ya ella sabe cémo termina.” Aquella mala noticia era un nudo ci- frado para mi madre. A Santiago Nasar le habian puesio ese nombre por el nombre de ella, y era ademas su ma- drina de bautismo, pero también tenia un parentesco de sangre con. Pura Vica- tio, la madre de la novia devuelta. Sin embargo, no habia acabado de escu- char la noticia cuando ya se habia puesto los zapatos de tacones y la man- 39 tilla de iglesia que sélo usaba entonces para las visitas de pésame. Mi padre, que habia oido todo desde la cama, aparecio en piyama en el comedor.y le pregunto alarmado para dénde iba. =A prevenir a mi-comadre Placida —contesté ella—, No es justo que todo el mundo sepa que le van a matar el hijo, y que clla sea la tinica que no lo sabe. Tenemos tantos vinculos con ella como con los Vicario ~dijo mi padre. —Hiay que estar siempre de parte del muerto —

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