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¡Miserable!
¡Miserable!
En una casita de palma y bahareque, con solo una gatita y tres gallinitas que le
hacían compañía, vivía una muy anciana y pobre abuelita que, sentada y con la
cabeza recostada en la improvisada puerta de zinc que estaba hacia la calle,
esperaba con ansias y en medio de su soledad, un platito de comida.
La abuelita, sudorosa del calor infernal que trae consigo el inclemente verano y
con esfuerzo por su ya deteriorada vista, miraba hacia el final de la calle
esperanzada de poder ver a lo lejos a alguno de sus hijos o alguno de sus muchos
nietos acercase a su vieja casa. Pero, cansada de esperar y esperar, decide
ponerse de pie para ver si encuentra algo de comer, pues ya sabía que nadie ni
nada llegaría.
Sentada nuevamente allí, al lado de esa vieja puerta de zinc, ¡su esperanza
renació! Vio salir de la esquina de la calle a la esposa de uno de sus hijos, quien
traía en sus manos un caldero quizás, pensó la abuela, con algo de comida para
ella. Pero no, no fue así. La mujer derechita, con paso firme y veloz y sin siquiera
mirar hacia la casa de la abuelita, pasó de largo. La anciana, entristecida y con
lágrimas en sus ojos, solo observó cómo se alejaba y allí, en ese mismo instante,
solo acompañada por el aullido de su gato, el cacareo de sus gallinas y el silencio
de la calle, comenzó a pedirle a Dios a través de sus pensamientos que la muerte
le llegase, porque más allá del hambre la estaba matando la indiferencia de
quienes un día ella misma les dio la vida y con mucho esfuerzo también alimentó:
sus hijos.
Mientras la agonía del hambre y la tristeza del alma carcomían su vida, y sus
pensamientos se la llevaban por un momento de la realidad, llegó su vecina, quien
después de llamarla por su nombre más de una vez, logró despertar a la abuela
de la profunda crisis de ausencia en la que se encontraba, para informarle que
ese mismo día le pagarían “los viejitos”, un subsidio de unos pocos pesos que el
estado mensualmente le regalaba a los adultos mayores. Al escuchar esas
palabras, sus ojos brillaron, la esperanza renació, pronto su hambre cesaría. Por
lo que, en un parpadeo, se bañó, se alistó y se fue a cobrar feliz su platica.
FIN.