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AA - Vv. - Nuevo Diccionario de Catequética. Volúmenes I y II - San Pablo, Madrid 1990 - OCR
AA - Vv. - Nuevo Diccionario de Catequética. Volúmenes I y II - San Pablo, Madrid 1990 - OCR
Catequética
Vol. I y II
M. Pedrosa, M. Navarro, R. Lázaro y J. Sastre
San Pablo
Madrid, 1999
Nuevo Diccionario de Catequética
2368 páginas
Volumen I: A-I
i. Introducción
En los últimos 30 años se han producido tres grandes avances en la acción catequizadora en la
Iglesia, aunque algunos países habían comenzado la renovación catequética antes del Vaticano II:
1) El paso de ser contemplada fundamentalmente como una enseñanza doctrinal a ser vista como
un proceso iniciatorio, de estilo catecumenal, en especial a partir del MPD (1977) y CT (1979). 2)
De estar situada en la esfera pastoral a ser un elemento integrante de la acción evangelizadora,
«momento esencial del proceso de evangelización» (DGC 63). 3) De estar polarizada en los niños a
considerar la catequesis de los adultos como la forma principal de catequesis, punto de referencia
de toda experiencia catequizadora.
Cuando el concilio de Trento asume la ignorancia religiosa del pueblo cristiano y apuesta por una
catequización generalizada para todo el pueblo fiel, opta por aceptar el género catecismo, que
viene a ser un resumen de la teología de aquel momento eclesial, reforzada por las afirmaciones
conciliares; el resumen queda dividido en las cuatro grandes estructuras catequéticas, aunque
ordenadas originalmente: lo que hay que creer (el símbolo de los apóstoles), lo que hay que
recibir (los sacramentos), lo que hay que obrar (el decálogo) y lo que hay que orar (la oración
dominical). Han sido cuatro siglos de doctrina, presentados pedagógicamente también en
catecismos minores y breves, de forma que los destinatarios pudieran aprenderlos de memoria y
asegurar así la fe tradicional frente a la fe nueva protestante.
Por los años 1940-1950, especialmente en Alemania y Francia –más tarde en España–, la
catequesis recupera una de las formas más tradicionales de la catequesis –vigente en el
Catecumenado bautismal (siglos II-V)–: la narración de la historia de la salvación, que, al decir de
san Agustín, «comienza con la creación y llega hasta nuestros días».
Pocos años más tarde, a finales de los años 70, la acción catequística recupera otra de las
dimensiones más antiguas de la catequesis catecumenal, la dimensión comunitaria: la catequesis
nace de la comunidad, se realiza en la comunidad y prepara a los catequizandos para
incorporarlos a la comunidad (cf MPD 77, 13).
A lo largo de esta evolución, la Iglesia detecta uno de los riesgos de la catequesis: que se desvirtúe
la unidad doctrinal y que los catequizandos no logren una síntesis del mensaje cristiano. En casi
todas las Iglesias se publican catecismos nacionales incluso para los adultos. Por fin, en 1985, la
Iglesia decide elaborar el actual Catecismo de la Iglesia católica (CCE), que se aprobó y publicó en
1992 (FD 4).
Esta recuperación del carácter iniciatorio de la catequesis es uno de los aciertos más destacables
de la Iglesia. Con la catequesis iniciatoria posbautismal, no se trata de subsanar la insuficiencia
doctrinal de unos cristianos ya iniciados mediante la catequesis doctrinal. Con ella se trata de
abordar a los creyentes que han celebrado ya los sacramentos de la iniciación, e iniciarlos,
introducirlos vitalmente en los misterios que han celebrado. Con todo ello, la Iglesia les ofrece la
posibilidad de renovar, al término del proceso catequizador, la profesión de fe que en el comienzo
de su andadura bautismal no pudieron hacer personalmente.
— La finalidad de la catequesis, que es poner a los catequizandos «no sólo en contacto sino en
comunión, en intimidad con Jesucristo» (DGC 80). Es una vinculación vital que conlleva una
«vinculación fundamental a Dios (conversión, metanoia), llevada a cabo en la comunión eclesial
(koinonía), para el servicio del mundo (diakonía)» (CAd 134).
— Las tareas fundamentales de la catequesis, que son: «ayudar a conocer, celebrar, vivir y
contemplar el misterio de Cristo» así como «iniciar y educar para la vida comunitaria y para la
misión» (DGC 85-86). Así, esta catequesis integral intenta desarrollar todas las dimensiones de la
vida de fe. Estas tareas de la catequesis son: 1) La tarea noética, el conocer sapiencial (sapere:
saborear), gustando del mensaje cristiano. 2) La tarea celebrativo-litúrgica que impulsa el deseo
de vivir y gozar la salvación que Cristo nos ofrece, especialmente en los sacramentos. 3) La tarea
moral o la educación en las actitudes morales del evangelio. 4) La tarea orante, fruto de la
contemplación del amor y cercanía de Dios que vive el creyente. 5) La tarea comunitaria, pues la
catequesis prepara a los catequizandos para vivir su fe en comunidad. 6) La tarea misionera y
transformadora de quienes, como Pedro y Juan, no pueden callar «lo que hemos visto y oído» (He
4,20); anunciando el mensaje junto al testimonio de vida y estando activamente presentes como
cristianos en la sociedad, en la vida profesional, social, etc. (cf IC 42).
– Considerar la acción catequética como momento esencial del proceso evangelizador supone,
además, buscar entre los no iniciados o entre aquellos que no tienen suficientemente
fundamentada su fe, los destinatarios más idóneos para la catequización. En efecto, situada la
catequesis como eslabón entre la acción misionera y la acción comunitario-pastoral, y teniendo
como objetivo ayudar a madurar en la fe a aquellos en los que se ha despertado la fe inicial y
desean fundamentarla, queda claro que su destinatario más idóneo no debe ser el sujeto activo
de la comunidad. Ello no impide reconocer que en el interior de la vida de la comunidad se dé el
caso de muchos miembros cuya fe no está suficientemente fundamentada –en buena medida son
sujetos pasivos de la vida comunitaria–, y que requieren, por tanto, que su iniciación en la fe sea
terminada mediante una buena catequesis.
Este principio catequético no tiene aún visos de llevarse a la realidad en gran parte de la Iglesia.
Cuando se habla de catequesis se sigue pensando en los niños. No nos imaginamos una
comunidad parroquial sin catequesis de niños, pero no tenemos ningún sentimiento de
culpabilidad pastoral por no ofrecer de manera estable una catequesis sistemática para adultos.
Durante el tiempo de la cristiandad la catequesis se polarizó en la infancia –no fue así en la época
de los santos Padres– y no es fácil superar la influencia de tantos siglos. Hay obispos de regiones
pastorales que piden a todas las parroquias «una catequesis de adultos como oferta institucional
permanente»2.
La prioridad referida de la catequesis de adultos (cf CAd 53-56) no debe quedar en los papeles,
sino plasmarse en presupuestos, personal, convocatorias, ofertas, etc. No significa infravalorar la
catequesis de niños y jóvenes; es esta la que debe tener en cuenta las líneas de fondo de la
catequesis de adultos, lo cual no termina de hacerse realidad. La catequesis de adultos trata de
orientarse mirando a la tradición iniciatorio-catecumenal; la catequesis de niños y adolescentes lo
hace en un grado muchísimo menor.
Entre las importantes mejoras catequéticas, habría que potenciar la catequesis de adultos jóvenes,
muchos de ellos alejados o indiferentes. Esto llevaría a cambiar en algunos hogares el clima
religioso familiar; algunos adultos se transformarían en verdadera referencia testimonial, la
catequesis en el ámbito familiar se haría más viable etc...; lo cual aportaría un gran bien para la
vida de fe de las generaciones jóvenes.
1. VACÍO DE ACCIÓN CATEQUÉTICA. Parece innecesario –y hasta quizás una paradoja– hablar de
un vacío de catequesis o acción catequizadora, cuando muchos pastoralistas tienen la sensación
de una inflación de catequesis. Hay que reconocer que hay etapas de la vida cristiana muy
importantes, en las que falta una buena oferta de catequesis iniciatoria y, por tanto, orgánica y
sistemática. Esta se halla presente en la niñez y en la adolescencia, y en ellas con grandes
deficiencias. La catequesis de niños se reduce, en muchos casos, a lo que puede realizarse hasta la
primera eucaristía. A partir de ahí hay un descenso significativo de niños en la catequesis. Esto
trae como consecuencia un vacío de catequesis en el momento en que el niño llega a su adultez
infantil (11 años): no ha seguido el proceso catequético completo y no termina, por tanto,
haciendo la confesión bautismal de fe, propia de su edad, que es la meta de toda catequesis.
Por lo que respecta a la adolescencia, la catequesis está muy condicionada, por una parte, por el
cambio antropológico profundo por el que pasan los adolescentes, que exige, las más de las veces,
limitarse, en un largo primer momento, a una precatequesis, desbloqueo religioso, etc., y, por
otra, por el sacramento de la confirmación. Una buena parte de los catequistas que trabajan en
esta catequesis tienen la impresión de quedarse a mitad de camino de lo que debe ser una
iniciación cristiana, que termina en la comunidad parroquial con la confesión de la fe por parte de
los jóvenes, y la confirmación sacramental por parte de la Iglesia.
b) La resistencia interior de los catequizandos para ser catequizados. Para un catequista que trata
de ayudar con ilusión a unos hermanos a madurar en el camino de la fe, pocas cosas resultan más
gratificantes que encontrarse con hombres y mujeres o jóvenes y niños, que desean acercarse al
Señor y participar activamente de su discipulado. Pues bien, esta no es, desgraciadamente, la
realidad actual. La falta de experiencia cristiana en las familias jóvenes, la no fácil disponibilidad al
cambio que exige entrar generosamente en el discipulado de Jesús («Maestro, te seguiré
adondequiera que vayas» [Mt 8,191), el entorno que rodea a los destinatarios: de tensión, de
consumo y bienestar... todo esto provoca en ellos una especie de resistencia interior ante la
oferta catequizadora. Los que trabajan con adolescentes, jóvenes y adultos conocen muy bien la
dificultad que entraña convocarlos a la catequesis de confirmación, a los encuentros
prematrimoniales y a las reuniones con ocasión de la sacramentalización de sus hijos.
c) La complejidad de una buena dinámica del proceso. Nos fijamos en los siguientes aspectos:
— La experiencia de encuentro con Jesucristo. «El fin definitivo de la catequesis es poner a uno no
sólo en contacto, sino en comunión, en intimidad con Jesucristo» (DGC 80; cf CT 6). «La catequesis
trata de propiciar la vinculación básica del hombre con Jesucristo» (CAd 139). Es decir, la fe se
apoya básicamente en este encuentro con Jesús, el Señor, y cuando la catequesis no favorece esta
experiencia religiosa de comunión con él, se corre el peligro del doctrinalismo. «Para acceder, de
esa situación de fe heredada, poseída, inercial, a una fe personal, es indispensable que el sujeto se
despierte a la experiencia de la fe, escuche personalmente el testimonio de la presencia (de Dios)
en su interior y en su vida, y consienta a esa presencia, descentrándose en el movimiento de
confianza absoluta» (J. Martín Velasco, p. 45). Cuando en una persona no se ha producido esa
experiencia de encuentro que le ha seducido y que puede producir la conversión a Jesús, el Señor,
la incidencia vital de la catequesis en la persona es escasa y se evapora fácilmente. Si de algo
adolece la catequesis es de una falta de experiencia religiosa.
— La dificultad de una catequesis integral, en la que se intente desarrollar todas las dimensiones
de la vida cristiana como: el conocimiento sapiencial del contenido de la fe, las actitudes morales
cristianas, el gusto por la celebración y la oración, el cultivo de la vivencia comunitaria, el impulso
misionero militante... Es difícil promover equilibradamente todas las dimensiones de la fe, pero es
preciso intentarlo. Si en un grupo de catequesis se potencia en exceso una dimensión de la fe,
sobre las otras, se dará lugar, como consecuencia, a un tipo de creyentes desajustados en su vida
cristiana.
— La inculturación en el entorno cultural de su tiempo. Una catequesis que desee inculturarse hoy
en la sociedad moderna deberá ser: una catequesis atenta a la libertad y el desarrollo personal del
sujeto; una catequesis en la que los catequizandos puedan hacer una auténtica experiencia
eclesial de libertad de expresión, diálogo y corresponsabilidad (democracia); una catequesis con
un buen sentido crítico hacia dentro y hacia fuera; una catequesis abierta al diálogo y a la
comunicación (cf A. Fossion, p. 19-52). Los párrafos del nuevo Directorio dedicados a la
inculturación de la catequesis (DGC 109-110, 203-207) son una aportación muy actual para la
comunicación eficaz del mensaje cristiano al hombre de hoy.
La catequesis es una responsabilidad de toda la comunidad cristiana. Esta deberá enseñar a sus
miembros los aspectos constitutivos y vitales de la propia comunidad. De esta manera, en nuestro
caso, las comunidades cristianas podrán seguir de cerca «el desarrollo de los procesos
catequéticos... y acoger a los catequizados en un ambiente fraterno, donde puedan vivir, con la
mayor plenitud posible, lo que han aprendido (CT 24)» (DGC 220; cf IC 14-15).
Un proceso iniciatorio es demasiado importante para la Iglesia como para que el obispo no asuma
la «alta dirección de la catequesis» (CT 63). Toda la documentación catequética designa al obispo
como el primer responsable de la catequesis en la Iglesia particular.
La catequesis es «un servicio realizado, de modo conjunto, por sacerdotes, religiosos y seglares
catequistas, en comunión con el obispo» (CF 27). Desde quienes, a instancias del obispo y en su
nombre, elaboran el «proyecto global de catequesis, articulado y coherente..., convenientemente
ubicado en los planes pastorales diocesanos» (cf DGC 223, final), hasta el catequista que está en
relación directa con los catequizandos, hay toda una serie de mediaciones —responsables, a su
vez, de la catequesis—, como el presbítero que convoca, los padres que acompañan desde el
clima familiar de fe, el testimonio de la comunidad etc. que pueden ayudar o dificultar la
consecución de los objetivos propuestos.
Pero los catequistas seglares son el gran agente de la catequización. Por ello la comunidad debe
cuidar con esmero su designación. El hecho de contar con un amplio número de niños y
adolescentes catequizandos ha obligado, muchas veces, a solicitar la colaboración de laicos
creyentes, en los que no se ha discernido con suficiente diligencia la vocación o carisma
catequizador. No es este el camino idóneo para designar a los catequistas. El ministerio de la
catequesis ha de ser entregado a aquellos que, tras un discernimiento personal y comunitario, dan
muestras de haber recibido el carisma para catequizar y de haberse preparado para su ejercicio.
Los catequistas laicos no son los sustitutos del sacerdote, ni tampoco sus colaboradores, sino
quienes participan de uno de los ministerios más importantes de una Iglesia ministerial. Ellos van
a ayudar a iniciarse en la fe a niños, jóvenes y adultos —con la importancia que tiene la iniciación
en todo grupo humano—; en muchos casos, desgraciadamente, ellos van a ser los únicos
mediadores que acerquen a los catequizandos a la experiencia de la fe en el encuentro con Jesús,
el Señor. La Iglesia debe velar por su formación y capacitación en las dimensiones de la fe, en la
que ellos, a su vez, van a iniciar a otros. El catequista de un grupo, que actuó con talante
apostólico y misionero, con gran amor a la Iglesia y con una sólida espiritualidad —oración y
celebración— es un gran don del Espíritu a su Iglesia.
La importancia del catequista laico y religioso laical ha crecido en la medida en que ha ido
disminuyendo el número de presbíteros. Por eso el nuevo Directorio aconseja que «exista,
ordinariamente, un cierto número de religiosos y laicos, estable y generosamente dedicados a la
catequesis y reconocidos públicamente por la Iglesia» (DGC 231).
Una acción de tal importancia en la Iglesia deberá ser tomada con gran responsabilidad en todas
las comunidades cristianas. «En la Iglesia de Jesucristo nadie debería sentirse dispensado de
recibir la catequesis» (CT 45; cf IC 2). No sólo los niños y adolescentes; también los jóvenes, los
adultos y los mayores. ¿Qué puede decir de sí misma una comunidad que tenga que responder
negativamente ante una demanda de catequización por parte de algunos adultos? Una demanda
de catequesis desde las diversas edades no es una demanda más. Afecta a lo esencial, a la
identidad de la comunidad cristiana.
BIBL.: AA.VV., Pero ¿existe la catequesis de adultos?, Sinite 106 (1994) número monográfico; cf los
artículos de Lázaro R., Garitano F., Pedrosa V., Floristán C. y Gil M. A.; ALBERICHE., Catequesis y
praxis eclesial, CCS, Madrid 1983, 38-51, 87-120; COMISIÓN NACIONAL FRANCESA DE
CATEQUESIS, Formación cristiana de adultos, Desclée de Brouwer, Bilbao 1989, 11-18, 51-59, 237-
243; Catecumenado de adultos, Mensajero, Bilbao 1996, Prólogo, 5-15; CONFERENCIA EPISCOPAL
ESPAÑOLA, La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones, Edice, Madrid 1999; FoSSION A.,
Catéchése et modernité, Lumen vitae 51 (1996); GARITANO F., La catequesis de la comunidad
cristiana y en la Iglesia local, Teología y catequesis 4 (1983) 559-577; MARTÍN VELASCO J., La
experiencia cristiana de Dios, Trotta, Madrid 1995, 17-87; SEPE C., La catequesis a la luz del jubileo
del año 2000, Actualidad catequética 171 (1996).
ACCIÓN MISIONERA
SUMARIO: I. La acción misionera. Naturaleza y formas: 1. La acción misionera con los más
alejados: el primer anuncio; 2. La acción misionera con «otros alejados de la fe»: la precatequesis.
II. Vacío de acción misionera: 1. ¿Por qué este vacío de acción misionera cara al interior de la
Iglesia?; 2. Exigencias de la acción misionera en los cristianos agentes de esta acción; 3.
Dificultades para la acción misionera. III. Agentes de la acción misionera: 1. Todo cristiano puede y
debe comunicar su experiencia de fe; 2. Condiciones básicas para el anuncio misionero; 3.
Condiciones específicas en el momento actual. IV. Lugares para el anuncio misionero: 1. Fuera del
ámbito parroquial; 2. Dentro de los ámbitos parroquiales; 3. Elementos necesarios para el anuncio
misionero. V. El posanuncio misionero. Conclusión.
Muchos pastores y teólogos dejan entrever aún en sus escritos aquella trilogía de los años
sesenta: evangelización, catequesis y sacramentalización, identificando así la acción misionera con
la evangelización o, si se prefiere, reduciendo la evangelización a la acción misionera. Uno de los
aciertos de la catequesis española ha sido haberse dejado impregnar por el esquema
evangelizador del Vaticano II en su decreto Ad gentes, y de la exhortación apostólica de Pablo VI
Evangelii nuntiandi. Desde estos documentos, se entiende y define la evangelización como un
proceso dinámico, rico y complejo, que se desarrolla gradualmente, estructurado en tres etapas:
misionera, catequética y pastoral (cf CAd 36-38). El Directorio general para la catequesis asume y
desarrolla esta manera de entender la evangelización (DGC 47-49), que es la que recoge el
documento de la Conferencia episcopal española La iniciación cristiana. Reflexiones y
orientaciones, aprobado por su LXX asamblea plenaria el 27 de noviembre de 1998.
1. LA ACCIÓN MISIONERA CON LOS MÁS ALEJADOS: EL PRIMER ANUNCIO. Con los más alejados,
habrá que comenzar con un primer anuncio de Jesucristo y su evangelio. Quizá no sea la primera
vez que muchos de ellos lo oyen, ya que a menudo se trata de cristianos bautizados que pudieron
ser catequizados en su infancia. Sin embargo, los muchos años que han vivido al margen de la fe,
han desfigurado en ellos todo rasgo cristiano y es necesario situarse ante ellos como ante los no
creyentes. Es «un anuncio que el creyente hace al no creyente a través de su vida y su testimonio
de vida, en lenguaje vital y experiencial» (CAd 41) y que incluye el siguiente mensaje: «En
Jesucristo, Hijo de Dios, hecho hombre, muerto y resucitado, se ofrece la salvación a todos los
hombres como don de la gracia y de la misericordia de Dios» (EN 27).
Aunque el creyente no lo exprese en estos términos, con su vida y sus palabras deja ver que se
siente mejor emplazado en la vida desde que ha conocido a Jesucristo y lo ha acogido en su vida:
con otra luz y esperanza, con otra mirada hacia la vida, con la sensación de sentirse acompañado
gratuitamente por el Espíritu (el amor y la fuerza de Dios), con una mayor cercanía a las personas,
etc.; esto es, se siente salvado. No es fácil determinar cuándo y cómo un creyente puede hacer
este primer anuncio a un increyente: Hay veces que se requiere mucho tiempo de convivencia
mutua para que un increyente comience a preguntar al creyente: «¿qué es esto?» (Mc 1,27),
¿cómo lo has conseguido?, ¿qué sientes en tu interior'?, etc. Otras veces, sin embargo, un viaje,
una comida, un acontecimiento de cierta relevancia en la vida de una persona, pueden
transformarse en mediación válida para poder hacer este anuncio misionero.
El objetivo del primer anuncio es provocar en los alejados una actitud de búsqueda, el interés por
la fe, la simpatía por Jesucristo y su evangelio. El impacto que el encuentro con un verdadero
creyente ha podido producir en un alejado, requiere ser trabajado después a través de un sencillo
proceso de búsqueda, hasta que esta simpatía por Jesucristo vaya tomando cuerpo y se
transforme ya en una adhesión inicial a él. La Iglesia siempre ha cuidado –y cuida– este proceso de
búsqueda de la fe, tanto con los no bautizados (precatecumenado) como con los bautizados
alejados de la fe (precatequesis). El prefijo pre- está indicando que estas personas no están aún en
condiciones de participar en un catecumenado o una catequesis propiamente dicha, en tanto no
se dé en ellos una adhesión inicial a Jesucristo y su evangelio. «El hecho de que la catequesis, en
un primer momento, asuma estas tareas misioneras, no dispensa a una Iglesia particular de
promover una intervención institucionalizada del primer anuncio como la (actuación) más directa
del mandato misionero de Jesús» (DGC 62).
a) La precatequesis es una explicitación más reposada del primer anuncio del evangelio, dirigida a
aquellas personas en quienes se ha despertado algún interés por la persona de Jesús «en orden a
una opción sólida de la fe» (DGC 62). Es un proceso, no muy largo —depende siempre del
destinatario con el que se trabaje—, en el que el grupo afronta la buena noticia que aporta
Jesucristo a las vidas de sus miembros, desde los interrogantes que surgen de sus experiencias
nucleares. De esta forma el proceso facilita a las personas el hecho de escuchar la invitación
personal de Dios y de poder experimentar un primer encuentro salvador con Jesucristo. A lo largo
de los encuentros que abarca un proceso de precatequesis, se pretende transmitir lo fundamental
del mensaje, el kerigma sobre Jesucristo, que podríamos resumir así: Os anunciamos al Dios de la
misericordia que, en su deseo de salvarnos, se ha manifestado en la presencia de Jesucristo,
muerto y resucitado. Nosotros somos testigos de ello. En su nombre se nos perdonan todos los
pecados. No podemos, pues, esperar otro salvador fuera de él. Creed esta buena noticia.
Convertíos, poneos a vivir mirando a Dios, dejándoos conducir por el Espíritu Santo que hay en
vosotros y que recibiréis amplia y gratuitamente. Y uníos a nosotros, la Iglesia de Jesús.
La precatequesis busca que la persona ya interesada por Cristo se adhiera de forma inicial a él y a
su evangelio. El Ritual de la iniciación cristiana de adultos insiste fuertemente en este punto: no
cabe comenzar el catecumenado si no se ha dado esa adhesión inicial. «Espérese a que los
candidatos tengan el tiempo necesario para concebir la fe inicial» (RICA 50). «Sólo contando con la
actitud interior de el que crea, la catequesis propiamente dicha podrá desarrollar su tarea
específica de educación de la fe» (DGC 62).
b) Todo este planteamiento está revelando que la acción misionera comprende, propiamente, dos
tiempos o acciones progresivas, que responden al nivel de alejamiento de la fe de los
destinatarios: el primer anuncio, en función de aquellos que se encuentran en la increencia, y la
precatequesis para quienes viven una cierta religiosidad cristiana, o para quienes, religiosamente
inquietos, provienen de la lejanía de la fe. Ambos tiempos son, desde luego, tiempos de
«búsqueda de la fe» (cf CAd 206-210). Uno y otro constituyen los dos primeros momentos del
proceso de conversión permanente: el interés por el evangelio que persigue el primer anuncio, y la
conversión que persigue la precatequesis, seguidos de los otros dos momentos: la profesión de fe
que pretende la catequesis, y el camino hacia la perfección que pretende la acción pastoral (cf
DGC 56). La acción misionera no es una acción que se realiza únicamente en los llamados países
de misión; es necesario hacerla también al interior de la comunidad cristiana.
Dentro de la acción misionera, la precatequesis puede tomar dos acentos, según se lleve a cabo
con personas provenientes de un serio alejamiento de la fe o con otras personas alejadas, pero
todavía religiosas. Una cierta analogía de estas dos acentuaciones la encontramos en la misma
predicación apostólica. Es distinto el anuncio misionero dirigido a un público religiosamente
indiferente que hace Pablo en el areópago de Atenas (He 17,16-31), del que hace Pedro a judíos
religiosos (He 2,22-36).
1. ¿POR QUÉ ESTE VACÍO DE ACCIÓN MISIONERA CARA AL INTERIOR DE LA IGLESIA? Nos
encontramos inmersos en una sociedad afectada por una indiferencia y un agnosticismo
poscristianos y por un rechazo a lo institucional, todo lo cual hace que la oferta de la Iglesia no
tenga muchos adeptos. Si a esto añadimos el hecho de que los cristianos están poco motivados y
preparados para la misión, se comprende el actual vacío de acción misionera. Herederos de una
sociedad de cristiandad, tanto en los seminarios como en los institutos catequéticos y en escuelas
de catequistas se preparaba, y se prepara, con más o menos competencia, para realizar la acción
catequizadora o catequesis. En cambio, estaba totalmente ausente —y lo está casi hoy día– la
pedagogía misionera, o cómo ayudar a una persona a pasar de la no fe a la fe. Un dato
significativo de esta deficiencia misionera: casi en ninguna diócesis se cuenta con un
departamento de acción misionera en función de la propia diócesis. No se entendería que una
diócesis no tuviese un departamento de catequesis o acción catequizadora. Sin embargo, no se
palpa aún la necesidad de un organismo diocesano competente para llevar a cabo el anuncio
misionero y que canalice sus acciones, siendo así que la misión es algo esencial en la Iglesia de
Jesús.
El evangelio, para ser visto como plenitud de humanidad, ha de ser oído en el hombre y desde el
hombre. El evangelio es una vida concreta vivida a la luz de Dios. Por eso, debajo de todo mensaje
evangélico hay que buscar la situación humana que ilumina y transforma, y descubrir así en la fe
una manera nueva de vivir. Es importante en todo anuncio misionero ayudar a los destinatarios a
descubrir en ellos mismos signos, huellas de todo aquello que se les anuncia (semina Verbi).
b) Los obstáculos para una buena acción misionera se encuentran a veces en los propios
destinatarios. Situaciones de bienestar o consumo –y por el lado contrario, la angustia por
sobrevivir–, o bloqueos de tipo afectivo, sexual, psicológico, etc.., pueden impedir que el individuo
se sienta capaz de entrar dentro de sí y pueda captar, en realidad, cuáles son sus necesidades y
preguntas profundas. Ello obligaría a buscar medios para ayudarles a superar tales obstáculos,
empeño harto difícil para educadores sencillos. Además, «el esfuerzo misionero exige la
paciencia» (CCE 854).
Por lo insinuado aquí, se entiende lo dificultoso de la acción misionera. Se multiplican las llamadas
a la acción misionera, los intentos por clarificar la nueva evangelización que demandan los
tiempos actuales, pero las experiencias de acción misionera de cierta calidad son más bien
escasas.
1. TODO CRLSTIANO PUEDE Y DEBE COMUNICAR SU EXPERIENCIA DE FE. «La Iglesia entera es
misionera, la obra de la evangelización es un deber de todo el pueblo de Dios» (AG 35). Hoy se
habla más de misión que de misiones, refiriéndonos a la evangelización. El plural suele expresar
territorios particulares donde es necesario hacer el primer anuncio evangélico. La utilización del
singular misión, en cambio, descubre que la acción misionera es esencial a toda la Iglesia. Todo
hombre o mujer bautizado, según sus posibilidades, debe compartir su fe con los que no la viven.
La acción catequizadora —la catequesis— es un servicio que requiere unas condiciones que no
están al alcance de todos. Por eso precisamente el obispo encarga a determinados fieles la misión
de catequizar. La acción misionera, en cambio, es la consecuencia de aquella llamada que Jesús
lanza a todo su discipulado: «Id y haced discípulos míos, bautizándolos...». Dentro de la acción
misionera hay algún campo que requiere una mayor capacitación, como animar un grupo en
búsqueda mediante una precatequesis; en este caso la Iglesia escogerá a quien juzgue capacitado
como acompañante —padrino— en la búsqueda de la fe.
Pero ¿quién no puede comunicar a otro su propia vivencia de fe? Pablo VI llegó a preguntarse si
cabe otra forma de comunicar el evangelio que no sea esta comunicación interpersonal (cf EN 46).
No se trata sólo de comunicar la propia experiencia de fe, sino de hacerlo con la fuerza del testigo,
con convicción y coherencia personal. Ello supone interés por adquirir un alto nivel de vida de fe.
Pero convendrá comunicarla en el nivel que la vayamos teniendo, conscientes de que la hondura
de nuestra vivencia creyente podrá hacer nacer en el otro una vivencia religiosa más auténtica .
2. CONDICIONES BÁSICAS PARA EL ANUNCIO MISIONERO. Hay unas exigencias básicas, necesarias
en todo momento y lugar, para quien desee ser fecundo en el anuncio misionero a otros: 1) haber
experimentado que es bueno lo que pretende anunciar; por eso lo hace, porque ha
experimentado que al cambiar de rumbo su vida, ha ganado en ilusión y ganas de vivir; 2) una
comunión con todo ser humano. En realidad, la evangelización es un acto de amor; nosotros no
somos profesionales del anuncio misionero, sino creyentes que aman al ser humano y comparten
con él lo que ellos han gustado como bueno en sus vidas; 3) concienciarse de su responsabilidad
cara a la misión de Jesús, que esta no es algo que incumbe únicamente a los sacerdotes, religiosas,
etc.; 4) creer en su capacidad evangelizadora; todos podemos hacer algo —y lo hacemos— por
mejorar la convivencia; hoy hay muchas posibilidades en la sociedad para que un creyente pueda
canalizar su deseo de acercarse al mundo de los pobres y marginados; todos podemos comunicar
a otros nuestra vivencia personal; todos tenemos una familia donde podemos pretender hacer
nacer una pequeña experiencia de esa convivencia nueva del evangelio; todos tenemos unos
amigos que nos valoran y nos escuchan y a quienes podemos transmitir nuestra vivencia de fe; 5)
ser impulsado, acompañado y animado a ello por sus hermanos creyentes; a este respecto debe
darse en las comunidades una mutua interpelación evangelizadora.
a) Supuestos. El agente de la acción misionera: 1) debe haber experimentado que es bueno lo que
pretende anunciar; por eso lo hace, porque ha experimentado que al cambiar de rumbo su vida,
ha ganado en ilusión y ganas de vivir; 2) debe haberse concienciado cara a su responsabilidad en
la misión de Jesús; 3) debe creer en su capacidad evangelizadora; 4) debe ser impulsado y
animado a evangelizar por sus hermanos creyentes y concretamente por los dirigentes de la
comunidad.
b) Convicciones: 1) «La evangelización cuenta con los anhelos y esperanzas de los hombres, si bien
los trasciende, porque la oferta evangelizadora es mayor aún que la medida del corazón del
hombre» (Evangelización y hombre de hoy, 122). 2) Quien no conoce a Cristo, quien no ha hecho
la experiencia de la fe, pierde algo vital para su realización. «La evangelización va más allá de un
teísmo difuso, porque ofrece la misma relación de conocimiento, amor y vida de Jesús con el
Padre» (Ib, 172). 3) Difícilmente ganaremos a un increyente a base de razones. Nuestro reto
frente a él es demostrar que la fe humaniza más que la no fe. 4) La razón que nos mueve a ir al
increyente es nuestro amor hacia su persona; deseamos transmitirle algo que para nosotros ha
sido bueno. 5) Dios está siempre más allá... Es un misterio. No podemos pretender poseer a Dios,
sino ser poseídos por él. No hacemos más grande o más pequeño a Dios por afirmar o negar su
realidad. 6) Desde ese punto de vista, no olvidamos que para Dios todos somos sus hijos e hijas,
que en toda persona hay una semilla de Dios y que en la medida en que uno se abre al hermano,
esta semilla va creciendo, se manifieste creyente o no. 7) En estos momentos de indiferencia, más
que dar respuestas, debemos estar preocupados en suscitar preguntas. Tenemos más necesidad
de testigos que de predicadores. «Preferir la humildad de los signos al ruido de las palabras» (Ib,
140). 8) Ante el hombre y la mujer actuales, «sin pasión teológica, son insuficientes los caminos
habituales seguidos por la Iglesia para transmitir la fe» (Ib, 160). 9) Nuestro lugar es el mundo, no
la parroquia. Nuestra tarea es la de hacer el mundo nuevo de Dios, unidos a todos los que luchan
por mejorar este mundo. Es imposible que nos crean si no nos ven solidarios en la lucha. Ahí, en la
lucha, debemos ayudarles a descubrir que el mundo nuevo está más allá de nuestras posibilidades
como seres humanos. En realidad, las actitudes en la vida son la verificación o descalificación de lo
que valen todas nuestras afirmaciones y discursos. 10) Difícilmente el hombre moderno podrá
escuchar la invitación a la fe, mientras no nos comprometamos en la lucha por transformar las
estructuras de pecado que le rodean. 11) La calidad de una parroquia se mide por su capacidad en
transmitir la fe a un no creyente. 12) «La valentía misionera y la razón de ser de la existencia
apostólica se nutren y templan sin cesar en la oración» (Ib, 170). 13) «A la Iglesia le será imposible
excluir toda desfiguración del rostro de Cristo. Nunca será la Iglesia suficientemente santa para
acometer con garantía de éxito la misión evangelizadora» (Ib, 170).
c) Actitudes. Actitud del «ir»: No esperar a que un no creyente o alejado nos pida ayuda para
buscar la fe. Ir a ofrecerle, intercambiar, dar y recibir, siempre sin agobiar. Calidad antes que
cantidad. No estar preocupados por traer gente sino por ser nosotros auténticos seguidores de
Jesucristo. Actitud espiritual: no somos nosotros fundamentalmente, sino el Espíritu Santo, quien
hace mover en el sujeto el interés por la fe. Actitud de amor: lo que nos mueve a dirigirnos al
increyente es el amor; lo queremos y como consecuencia le ofrecemos lo mejor de nosotros. «Del
amor de Dios por todos los hombres la Iglesia ha sacado la fuerza de su impulso misionero» (CCE
851). Actitud de gratuidad: lo que hemos recibido gratis, lo damos gratis. Lo nuestro es compartir,
ofrecer, de ninguna manera invadir, querer convencer. Actitud de igualdad: todos somos
buscadores de Dios. El espíritu de Dios actúa también en ellos. Actitud de solidaridad con la gente
que nos rodea, en su lucha contra el mal, reflejo de que la fe nos ha humanizado. De esta forma,
la evangelización «prolonga la presencia de Cristo con una nueva encarnación» (Evangelización y
hombre de hoy, 146). Actitud de predilección hacia los alejados cuando los imaginamos en nuestra
celebración. Ello debe marcar el estilo de la celebración, los gestos y símbolos a utilizar. Actitud
serena ante la increencia: tenemos que aprender a cohabitar con ella. Tampoco sabemos si este
fenómeno servirá de purificación a la Iglesia, si hará nacer algo nuevo... Actitud de esperanza en lo
que llevamos entre manos, superando complejos de inferioridad y evitando caer en apoyos
mundanos, sabiendo que el «Espíritu Santo es, en verdad, el protagonista de toda la misión
eclesial» (CCE 852).
Pablo VI hablaba de «toda una muchedumbre muy numerosa de bautizados, que están
totalmente al margen del bautismo y no lo viven» (EN 56). A casi 25 años de esta exhortación
apostólica, hemos de reconocer que tal muchedumbre ha crecido considerablemente, como lo ha
hecho el secularismo ateo del que habla el documento papal. Es evidente que nuestros pueblos,
familias, universidades... se han convertido en lugar de misión. ¿Dónde y cómo conectar con todos
aquellos que pasan de la fe? Allá donde se encuentran, esto es, en la vida de todos los días, y
también en las comunidades cristianas, porque un buen número de ellos acuden a solicitar algún
servicio religioso para ellos mismos o bien para alguno de sus familiares.
1. FUERA DEL ÁMBITO PARROQUIAL. Desde el bautismo, todos los bautizados contamos con una
misión profética como es «el anuncio de Cristo comunicado con el testimonio de la vida y de la
palabra» (CCE 905). El anuncio misionero fuera de las fronteras parroquiales tiene un doble reto:
1) mostrar que una opción por Dios conlleva a una opción por el ser humano (la comunión
solidaria con todo ser humano), y 2) hacer ver que una vida iluminada e impulsada desde el
evangelio de Jesús humaniza más que una vida sin fe.
Ambos retos parecen necesarios para que los no creyentes o seriamente alejados de la fe puedan
quedar interpelados por una vida vivida desde la fe. Pero no basta el testimonio, el signo; es
necesario ayudar a la gente a interpretarlo: «¿Por qué vivís así?». Ahora bien, ¿cuál es el
momento idóneo para un anuncio verbal de Jesucristo? Hay movimientos religiosos que practican
el anuncio directo desde el primer momento. No es fácil decirlo. La pedagogía utilizada por Jesús
(predicar tras el signo) parece indicar que el anuncio debe estar precedido y acompañado por el
signo testimonial. En muchos casos el discernimiento pastoral exigirá la espera, «el esfuerzo
misionero exige la paciencia» (CCE 852); en otros puede que haga nacer la pregunta antes de lo
esperado; en otros, por fin, bien porque el signo no es suficientemente rico, bien porque los
destinatarios tienen los ojos y los oídos indispuestos para poder ver más allá de lo que ven y oyen,
no habrá espacio para que el anuncio verbal pueda ser escuchado.
Aun cuando todo bautizado es misionero y por tanto debe compartir su fe con los que no la
conocen, la Iglesia deberá favorecer aquellos movimientos que, por su carisma y organización,
pueden hacer mejor el anuncio misionero en la vida pública. Es de todos conocida la gran
aportación que a la misión evangelizadora de la Iglesia han hecho los movimientos especializados
de Acción Católica, los Cursillos de Cristiandad, las Misiones populares etc.
2. DENTRO DE LOS ÁMBITOS PARROQUIALES. Muchos de los que están seriamente alejados de la
fe acuden a las comunidades parroquiales, bien para solicitar un servicio religioso (un funeral),
bien para solicitar un sacramento para ellos mismos o para alguno de su familia. No es fácil saber
las motivaciones que les inducen a dar este paso, pues hay motivaciones que funcionan y dirigen
la demanda desde el inconsciente. En efecto: 1) hay resortes arcaicos que están más o menos
latentes y que son muy poderosos, como seguir con la tradición familiar, hacer lo que hacen todos
los demás, ofrecer al niño todas las posibilidades (de lo contrario puede aparecer un cierto
sentimiento de culpabilidad); 2) o es ese niño que llevamos todos dentro y que se despierta con
todos estos acontecimientos...; 3) tampoco podemos dejar de lado las presiones ambientales,
familiares...; 4) pero también es posible que en el fondo de mucha gente que solicita un
sacramento haya una disponibilidad fundante hacia Dios, una apertura hacia el Misterio, sin que
ellos sepan traducirlo en un acto de fe en Jesucristo, pues no en vano, desde la fe, creemos que la
«gracia obra de manera invisible en todos los hombres de buena voluntad», sean creyentes o no
(GS 23).
Ciertamente, no es fácil equilibrar la gratuidad con la exigencia requerida por la fe, como tampoco
lo es mantenerse acogedor cuando no coinciden la oferta y la demanda, cuando quien pide un
servicio religioso, acaso, más que un sacramento lo que solicita es un rito cristiano de paso,
movido en buena parte por una lógica de comunión (hacer lo que hacen los otros, lo que han
hecho siempre en mi casa...) y nosotros, en cambio, funcionamos con una lógica de la diferencia,
convencidos de que el sacramento produce una identidad que nos diferencia de otras personas.
Con todo, una buena parte de la efectividad del anuncio misionero se juega en este primer
encuentro acogedor, lo cual interpela el lugar, el talante y el lenguaje de la acogida.
b) El contenido evangelizador de los encuentros. El que es consciente de que una gran mayoría de
quienes acuden a solicitar un servicio religioso no están en el nivel sacramental, planteará el
contenido de dichos encuentros, no tanto desde la óptica teológica del sacramento en cuestión
cuanto desde el acontecimiento humano y el nivel de fe en que se encuentran los destinatarios
que tiene delante, tratando de ayudarles a abrirse a la llamada de Dios. Ciertamente, no es cosa
de caer en rigorismos legislativos o en ortodoxias doctrinales, pero tampoco de desembocar en un
laxismo o en una tertulia de café. Este es un momento idóneo –algo serio ha pasado en sus vidas
para acercarse a la comunidad cristiana– para interpelarles y ayudarles a descubrir la llamada que
Dios les dirige en este paso que pretenden dar.
c) Favorecer el encuentro en la familia. La visita a la familia entra dentro de la pedagogía del «id»,
a la que tanto nos invitó el Señor, «los envió a todos los pueblos y lugares» (Le 10,1). La visita
favorece la imagen de una Iglesia que se acerca a la gente, en lugar de hacerlos venir al despacho
parroquial, algo que puede ser bien apreciado, sobre todo por las clases populares. Aun
reconociendo las dificultades que supone hoy el presentarse en un hogar –individualismo
exacerbado, guardar la intimidad de cada familia, desconocimiento mutuo entre sacerdotes y
buena parte de los feligreses, etc.– el encuentro en familia en torno a un acontecimiento
importante, como puede ser un nacimiento, una muerte, unas bodas de plata..., es pastoralmente
recomendado en una visión de Iglesia misionera. Naturalmente, se trata de una presencia
ofertada, nunca impuesta; nadie debe sentirse violentado ni presionado a ello.
V. El posanuncio misionero
Una buena acción misionera pretende mínimamente suscitar el interés y la simpatía por la fe, y
allá donde este interés ha tomado cuerpo en una precatequesis, llegar hasta una adhesión inicial a
Jesucristo y su evangelio, por parte de los destinatarios. No cabe pensar, por tanto, que con esta
acción termina la iniciación en la fe de un creyente, aun cuando, ciertamente, muchos de los que
han escuchado nuestro anuncio misionero no tendrán ningún interés mayor en continuar
madurando ese pequeño despertar a la fe que se ha dado en ellos. Sería disparatado imaginar una
fe adulta en aquel que ha mostrado un interés por la fe y depositar en él responsabilidades
educativas de la comunidad cristiana. El despertar a la fe requiere ser fortalecido y alimentado por
sucesivas ofertas educativas de la fe: la precatequesis, la catequesis catecumenal, la vida
comunitaria, etc. Muchos de nuestros esfuerzos pastorales quedan a mitad de camino de sus
posibilidades porque no se ha cuidado la continuidad de dicha acción. Se cuida mucho más el pre
que el pos en las diversas acciones pastorales.
La efectividad de una buena acción misionera requiere estos tres pasos pastorales: 1) El
discernimiento. Estar muy atento para poder discernir en los destinatarios el interés por la fe. Esto
está pidiendo un cierto trato particular con las personas, saber abordar con tacto, pero a la vez
con audacia, la oferta de la fe; 2) El seguimiento. Muchas de nuestras posibilidades quedan cortas
porque no hemos sido capaces de plantear abiertamente la continuación, el después, en la
búsqueda de la fe a aquellas personas en las que hemos intuido un interés por la fe. Ello puede ser
debido, bien a la falta de tiempo, bien a que no contamos con la parresía o audacia evangélica
suficiente para ello. La efectividad de una buena acción misionera está pidiendo tanto el seguir de
cerca a esas personas como el contar con ofertas educativas que puedan continuar madurando
esa fe inicial; 3) Las ofertas educativas en la fe. Naturalmente no cabe seguir de cerca a nadie si
luego no contamos con los apoyos educativos suficientes. Una parroquia, una zona pastoral, debe
contar con ofertas de precatequesis y de catequesis iniciatoria-catecumenal, así como con
acompañantes o padrinos para la fase precatequética, y con catequistas capacitados para la fase
catecumenal, que puedan ayudar, a esos cristianos que vuelven a la comunidad, a madurar su fe
inicial.
Conclusión
Para acabar, recogemos una sugerencia operativa de la que se ha hablado en el apartado II. Es
necesario que los responsables diocesanos se planteen la urgencia de poner en marcha un servicio
o departamento o delegación diocesana para la acción misionera, muy relacionada con el servicio
o departamento o delegación diocesana de catequesis. El Directorio lo expresa así: «El hecho de
que la catequesis, en un primer momento, asuma estas tareas misioneras, no dispensa a una
Iglesia particular de promover una intervención institucionalizada del primer anuncio, como la
actuación más directa del mandato misionero de Jesús. La renovación catequética debe
cimentarse sobre esta evangelización misionera previa» (DGC 62).
BIBL.: CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, «Para que el mundo crea» (Jn 17,21). Plan pastoral de
la Conferencia episcopal española, 1994-97, Edice, Madrid 1994; Congreso Evangelización y
hombre de hoy, Edice, Madrid 1986; GARAUDY R., ¿Tenemos necesidad de Dios?, Desclée de
Brouwer, Bilbao 1993, 175-198; GONZÁLEZ-CARVAJAL L., Evangelizar en un mundo poscristiano,
Sal Terrae, Santander 1993, 115-154; MARTÍN VELASCO J., Increencia y evangelización, Sal Terrae,
Santander 1988, 145-249; La educación de la experiencia religiosa en una sociedad secularizada,
Actualidad catequética 141 (1989) 31-52; Propuestas para una Iglesia evangelizadora, Teología y
catequesis 1 (1985) 29-42; OBISPOS DE EUSKAL-HERRIA, Evangelizar en tiempos de increencia.
Carta pastoral Cuaresma-Pascua de Resurrección 1994, Idatz, San Sebastián 1994; RUIz DE LA
PEÑA J. L., Crisis y apología de la fe, Sal Terrae, Santander 1995, 291-302; SECRETARIADOS DE
CATEQUESIS DE EUSKAL-HERRIA, A la búsqueda del Dios vivo, Bilbao 1995, 9-16; SETIÉN J. M.,
Presencia misionera, Boletín diocesano, San Sebastián 1987, 698-703.
ACCIÓN PASTORAL
Por lo que se deduce de este texto, la acción pastoral sigue a la acción catequizadora y se refiere a
los jóvenes que han superado ya esa acción catequizadora –catequesis de iniciación– y a los
adultos que han recorrido el proceso de catequesis iniciatoria, para concluir su iniciación cristiana.
Unos y otros son ya sujetos activos de la etapa o acción pastoral en la comunidad cristiana.
La adultez o madurez en la fe es un objetivo cuyo alcance está más allá de la madurez que puede
proporcionar un proceso catequético. Los símbolos que utilizamos —y que utilizaron los santos
Padres– para describir los logros cristianos de la catequesis o acción catequizadora apuntan a los
«cimientos de un edificio», «al esqueleto humano», «a las raíces de una planta». Estas imágenes –
en los santos Padres– describen el catecumenado, ese período iniciatorio de catequesis básica en
los comienzos de la experiencia de fe; período de introducción a la lectura y comprensión de la
Palabra, de rodaje en la experiencia comunitaria. Pero, como dice el Directorio general para la
catequesis, «el proceso permanente de conversión va más allá de lo que proporciona la
catequesis de base. Para favorecer tal proceso se necesita una comunidad cristiana que acoja a los
iniciados para sostenerlos y formarlos en la fe» (DGC 59). «La experiencia religiosa se convertirá
en un fenómeno muy fugaz sin el apoyo de la institución. La institución –en nuestro caso la
comunidad creyente–será la que permita que dicha experiencia crezca y se transmita de
generación en generación»1.
Los cristianos que han superado la etapa catequética o acción catequizadora iniciatoria deberían
encontrar en la comunidad, por lo menos, el nivel de vida comunitaria, oracional, de lectura de la
Palabra comunitariamente comentada, el impulso misionero, etc., que han vivido en grupo a lo
largo del proceso catequético, de forma que vayan creciendo en todos esos aspectos. No es esa,
sin embargo, la realidad de nuestras parroquias. Muchísimos grupos que terminan el proceso
catequético o acción catequizadora suelen experimentar un gran desconcierto. Bastantes grupos
querrían continuar, pero ante la carencia de ofertas parroquiales que canalicen la experiencia de
fe vivida en ellos, unos terminan por continuar profundizando el evangelio dominical; otros, algún
libro de actualidad; otros grupos tratan de convertirse en una especie de movimiento apostólico,
incluso se dan grupos que abordan temas que han sido elaborados para la etapa del primer
anuncio y la precatequesis.
En realidad los catequizandos tendrían que ser informados y preparados para el después de la
etapa catequética, para la etapa comunitario-pastoral que después van a vivir en la comunidad
cristiana. Desgraciadamente, no es esa la realidad. Lo reconoce la Comisión internacional para la
catequesis: «Un criterio, entre los más valiosos del proceso de la catequesis de adultos,
desdichadamente descuidado con frecuencia, es el expresado por el compromiso de la comunidad
que acoge y sostiene al adulto» (CACC 28).
b) Nuestra praxis pastoral —lo decimos más arriba— está más pendiente del antes que del
después en todos sus trabajos pastorales. Ha sido inútil insistir en diseñar el perfil de unas
comunidades juveniles de referencia, antes de lanzarse a la catequesis preconfirmatoria situada en
la adolescencia. Por eso, la mayor parte de los esfuerzos en torno a la confirmación no han sido
más fecundos: han desembocado en el vacío comunitario. En esta incoherencia pastoral se sitúa
una catequesis iniciatoria de adultos o de adolescentes-jóvenes, no canalizada después
convenientemente en la vida de la comunidad.
La acción pastoral no se entiende en este trabajo «en su sentido amplio, como sinónimo de toda
la acción evangelizadora de la Iglesia, sino en su sentido estricto, como (tercera) etapa de la
evangelización dirigida a los fieles de las comunidades cristianas que han sido ya iniciados en la
fe» (CAd 38). Esta acción pastoral es requerida, bien porque la catequesis no busca más que una
iniciación básica en la vida cristiana y esta debe ir madurando y creciendo después,
progresivamente, en la vida de la comunidad, bien porque, a lo largo del proceso, se han
observado lagunas importantes en algunas de las tareas catequéticas, lagunas impropias de un
creyente adulto en la fe y que es preciso subsanar. Efectivamente «hay acciones que preparan a la
catequesis y acciones que emanan de ella» (DGC 63).
Esta oferta de acompañamiento a los iniciados por parte de la comunidad está en la línea de lo
que hacían los cristianos veteranos con los recién bautizados (los neófitos) en la época de los
santos Padres: organizaban unas eucaristías conjuntas –neófitos y cristianos adultos en la fe– en el
tiempo de pascua: bien para acogerlos en la comunidad, bien para profundizar y gustar los
sacramentos recibidos. Pablo era consciente de la débil madurez de fe de los bautizados de
Corinto que habían sido iniciados en el camino: «os di a beber leche, no alimento sólido, porque
no lo podíais soportar» (lCor 3,2).
Por lo que respecta a los adolescentes, los encuentros preconfirmatorios a lo más que llegan,
quizá, es a que comiencen a descubrir la simpatía por Jesús, que Jesús y su mensaje puede ser
interesante para sus vidas; pero no llegan, al menos en un largo período de su catequesis
preconfirmatoria, a la experiencia de encuentro con Dios, con Cristo, el Señor. Parte de nuestros
iniciados –recientes y menos recientes– se han marchado de nuestras comunidades parroquiales
acaso en busca de experiencias religiosas orientales, porque en la catequesis de iniciación hemos
destacado la vertiente del compromiso en el campo socio-político o exigencia transformadora de
la fe y no hemos favorecido suficientemente ni el encuentro vivo y personal con Jesús, el Señor (la
experiencia cristiana), ni les hemos ofrecido con el mismo interés cauces de interioridad, oración,
lectura cristiana de la vida, etc. «Los valores cristianos, a falta de la savia vital que los nutre (la
oración), con el tiempo se ven aquejados de una anemia progresiva que los va vaciando de
sustancia»3. «Es muy probable que, sin una asidua e intensa oración personal, resulte
extraordinariamente difícil hacer la experiencia de Dios en las celebraciones comunitarias y en el
desarrollo de la vida ordinaria» 4.
Jesús dio una importancia capital a la oración personal en su vida. Los catequizandos y los
catecúmenos se encargan de recordar a la Iglesia que las cuestiones eclesiales no son para ellos las
más importantes. Para ellos, la gran cuestión es Dios: «Habladnos de Dios. Con los catecúmenos,
la Iglesia siempre debe volver a empezar y a descubrir lo que constituye su fundamento, antes de
hablar de sí misma. Nuestra misión consiste en acoger a los catecúmenos y escuchar lo que Dios
dice a las Iglesias por medio de ellos. Si los ha llamado es con vistas a una novedad que queda por
descubrir»5.
b) Una vivencia de celebración adecuada al nivel de fe de estos iniciados. «La liturgia... es el lugar
privilegiado de la catequesis del pueblo de Dios» (CCE 1074) y «la homilía vuelve a recorrer el
itinerario de fe propuesto por la catequesis» (CT 48).
Con todo, parece obligado que las comunidades cristianas ofrezcan periódicamente a los
cristianos ya iniciados unas eucaristías distintas, más reposadas, en las que se pueda comentar en
común la Palabra, recitar salmos, cantar recogidamente, etc., como lo hacían durante el proceso
catequético. Esto es más necesario tratándose de jóvenes, ya que dicen no hallarse a gusto en el
marco de nuestras celebraciones parroquiales. Su mundo simbólico-cultural diferente, la calidez
de sus grupos de fe, etc., están pidiendo celebraciones periódicas pensadas para ellos. La
maduración de la fe y la experiencia de las celebraciones que han promovido las catequesis
preconfirmatorias no son, quizá, lo suficientemente fuertes como para impulsar a los
adolescentes recién entrados en la juventud a participar habitualmente en la celebración
dominical adulta. Por eso es importante estimular a estos jóvenes a no perder el contacto con
esta celebración dominical, pero ofreciéndoles en momentos oportunos celebraciones más
adaptadas a ellos, porque «la catequesis (y la misma educación permanente) se intelectualiza si
no cobra vida en la práctica sacramental» (CT 23).
No obstante, para potenciar esta dimensión comunitaria, Juan Pablo II recalca la conveniencia de
las pequeñas comunidades eclesiales en el marco de las parroquias y no como un movimiento
paralelo que absorba a sus propios miembros; estas «pueden ser una ayuda notable en la
formación de los cristianos, pudiendo hacer más capilar e incisiva la conciencia y la experiencia de
la comunidad y de la misión eclesial» (ChL 61; DGC 258c).
En este sentido, sería de desear y de esperar que los cristianos iniciados en la lectura de los
acontecimientos desde claves cristianas pudieran desembocar en grupos de revisión de vida o
movimientos apostólicos. «Es muy propio de los seglares, repletos del Espíritu Santo, convertirse
en constante fermento para animar y ordenar los asuntos temporales según el evangelio de
Cristo» (AG 15).
1. DESCONCIERTO PASTORAL Y MAL ENTENDIDOS. Hemos recordado que muchos de los grupos
de catequesis de jóvenes y adultos, una vez terminado su proceso catequético, han sufrido una
gran desorientación y, en algunos casos, una sensación de abandono, dado que la mayoría de las
parroquias no cuentan con un proyecto pastoral donde se contempla la catequesis de adultos ni
su salida hacia el futuro. Ante esto, y ante el deseo de no querer perder lo adquirido a lo largo del
proceso catequético, muchos grupos optan por seguir reuniéndose comentando algún libro,
preparando la liturgia dominical con los textos bíblicos... Otros optan por transformarse en una
pequeña comunidad cristiana, pero sin una perspectiva clara: hacia dónde va, cómo incorporar lo
específico del camino catequético recorrido, cuál es su diferencia con lo que hasta ahora han
vivido en el proceso de catequesis iniciatoria... Este hecho afecta más claramente a aquellos
miembros que se han visto obligados a ir a otra parroquia para realizar su proceso catequético.
Esta situación puede provocar malentendidos en los responsables parroquiales, que llegan a
pensar que el trabajo catequético con adultos desangra a las parroquias, porque se lleva a sus
mejores cristianos, o que, al final, desemboca en algo que la catequesis de adultos ha tratado
siempre de evitar: que la catequesis promueva «un movimiento comunitario paralelo, al margen
de nuestras parroquias, sin contribuir a renovarlas, lo que supondría que la catequesis no ejerce
su misión de incorporar a los cristianos a la comunidad» (CAd 54).
2. PREVER DE FORMA CONCRETA «EL DESPUÉS». Por lo que respecta a los adolescentes-jóvenes,
es claramente constatable que, una vez terminada la catequesis iniciatoria de la confirmación,
muchos abandonan la comunidad cristiana, salvo en contados casos en que determinados jóvenes
continúan porque, detrás de ellos, hay una comunidad de jóvenes mayores que los ha acogido.
Bastantes responsables parroquiales se preguntan: ¿qué aporta la catequesis a la vida parroquial,
si todos los esfuerzos catequéticos, sobre todo con adolescentes, no se ven compensados con una
posterior incorporación activa a la vida de la comunidad? Se les puede responder interpelando su
modelo de funcionamiento pastoral: hay que prever salidas, al catecumenado de confirmación,
por ejemplo, mediante grupos de fe en los que se realice la educación permanente de la fe, se
contrasten las acciones apostólicas llevadas a cabo en el entorno social, se celebre gozosamente la
fe y así se colabore al crecimiento de la comunidad parroquial. Esto supondría una preparación de
animadores de estos grupos o de otras posibles salidas pastorales.
La catequesis es sólo una forma peculiar de educar la fe; no se le debe atribuir, ni ella debe
apropiarse, más campos ni responsabilidades que los suyos propios (cf CC 59). «No es tarea
específica de la acción catequética el promocionar, crear y organizar la vida comunitaria de una
Iglesia local» (CC 288). Pero el movimiento catequético no puede abandonar a quienes, una vez
iniciados, buscan apoyos comunitarios. Son varios los secretariados diocesanos de catequesis que,
en labor de suplencia, han tratado de impulsar y coordinar ese movimiento comunitario plural de
jóvenes ya iniciados.
Las actuales parroquias ¿pueden organizar una acción pastoral de cara a los iniciados en la fe?
Este planteamiento de unas comunidades que siguen, acogen y planifican acciones para quienes
terminan su iniciación cristiana, o vuelven a la fe, está suponiendo unas auténticas comunidades
propias para tiempos de misión, y la parroquia, institución heredada de la cristiandad, difícilmente
puede responder a esa exigencia comunitaria, a no ser que se transforme mucho más de lo que se
ha transformado. En efecto, «la comunidad cristiana es germen y matriz de iniciación, cuando se
sitúa en estado de misión, y en continua referencia catecumenal» (C. Floristán).
¿No habrá que tomar más en serio que las parroquias que quieran convocar a los adultos a grupos
de catequesis han de contar con plataformas o cauces comunitarios adultos capaces de
acompañar y acoger a los que realicen el camino catequético? Ciertamente, cuando los grupos de
catequesis de adultos empiezan en una parroquia, hay que iniciarlos lo mejor que se pueda, pero
con la intención de que, más adelante, la parroquia cuente con estas plataformas comunitarias
que sean punto de referencia, de acogida y acompañamiento para otros grupos catequéticos de
adultos, de jóvenes y hasta de niños.
¿Habrá que reconocer que aquellos lugares pastorales en que existen comunidades juveniles
asentadas, sean parroquiales o de otro estilo (CVX, Fraternidades marianistas, franciscanas,
Juventudes marianas, vicencianas, comunidades Adsis, neocatecumenales...), son los lugares más
indicados desde donde se puede convocar a los adolescentes a la confirmación? Ciertamente,
para comenzar habrá que hacerlo lo mejor que se pueda, para que en el futuro se den esas
comunidades juveniles vivas. Otra cosa serán las relaciones que las comunidades no parroquiales
han de promover y cultivar con la diócesis y las estructuras de la Iglesia diocesana, con la ayuda de
la misma diócesis.
IV. Agentes de la acción pastoral y principios pastorales
El esquema todavía utilizado para hablar de los agentes-responsables —«la acción misionera es
obra de todos; la acción catequética es obra de los catequistas, y la acción pastoral pertenece a
los pastores»— no responde ya a una actual concepción de la Iglesia evangelizadora. Las tres
acciones implican a toda la comunidad cristiana, si bien los grados de responsabilidad en los
cristianos pueden variar de unos a otros. No cabe responsabilizar únicamente a los párrocos o a
los consejos pastorales parroquiales de la ausencia de una buena acción pastoral. Hay que
reconocer que los mismos iniciados en la fe no muestran con frecuencia verdadero interés por
poner en marcha o incorporarse a esas plataformas comunitarias: grupos de fe, escuelas bíblicas,
grupos de revisión de vida, comunidades eclesiales de base... ¿Será que no ha sido acertada la
catequesis de iniciación en la fe? ¿O tendremos que invocar, una vez más, a nuestra debilidad, a
nuestra condición de pecado: «llevamos este tesoro en vasijas de barro»? (2Cor 4,7). A la hora de
intentar poner en marcha la acción pastoral, parece obligado recordar tres principios pastorales:
a) No hay catequesis sin comunidad. Los catequistas no transmiten lo que se les ocurre. Disponen
del mandato de Jesús: «Enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,20). Esto
Jesús se lo dice a los apóstoles como Iglesia naciente. La comunidad cristiana es el origen de la
catequesis. Más aún, «el ámbito normal de la catequesis es la comunidad» (MPD 13). Más
todavía, «la catequesis es una acción educativa que se realiza desde la responsabilidad de toda la
comunidad, en un contexto o clima comunitario referencial, para que los que se catequizan se
incorporen activamente a la vida de dicha comunidad» (CAd 126).
b) No hay comunidad sin catequesis. Desde los comienzos de la Iglesia de Jesús observamos que la
predicación apostólica y la catequesis —la escucha de la enseñanza de los apóstoles (He 2,42)—
eran uno de los pilares de la comunidad. Esta iba creciendo porque los que se bautizaban —tras
haber escuchado y obedecido al evangelio (una vez iniciados) (cf He 2,37-40; 8,4-10)– se
agregaban a la comunidad (He 2,41; 8,11-13). La comunidad se reúne en torno a Jesús, y la meta
de la catequesis es vincular a los catequizandos con Jesús (cf He 9,5-6).
Reconocemos al Espíritu Santo, el Espíritu de Dios, como el gran agente de la acción pastoral. Sin
él, Dios queda lejos, Cristo queda en el pasado, el evangelio es letra muerta, la Iglesia es simple
organización, una dominación la autoridad, una propaganda la misión, una evocación mágica el
culto y una moral de esclavos el quehacer cristiano» 8.
NOTAS: 1. P. BERGER, Una gloria lejana, Herder, Barcelona 1994, 209. — 2.- K. RAHNER,
Elementos de espiritualidad para la Iglesia de mañana. Stuttgart 1989; cf Schriften 14, 180. — 3. J.
L. Ruiz DE LA PEÑA, Crisis y apología de la fe, Sal Terrae, Santander 1995, 338. – 4. J. MARTÍN
VELASCO, La experiencia cristiana de Dios, Trotta, Madrid 1995, 68. - 5. COMISIÓN NACIONAL
FRANCESA DE CATEQUESIS, Catecumenado de adultos, Mensaje-ro, Bilbao 1996, 14. – 6 Cf Ib, 7. —
7. E. ALBERICH, Catequesis y praxis eclesial, CCS, Madrid 1983, 194. –8. Congreso Evangelización y
hombre de hoy, Edice, Madrid 1986, 174; cf EN 74-80.
BIBL.: BOURGEOIS H., Los que vuelven a la fe, Mensajero, Bilbao 1995; GARITANO F., La catequesis
de la comunidad cristiana y en la Iglesia local, Teología y catequesis 4 (1983) 559-577; Una praxis
pastoral que estimule la pertenencia a la comunidad cristiana, Teología y catequesis 51 (1994) 85-
101; GONZÁLEZ FAUS J. I., Nueva evangelización, nueva Iglesia, Cristianisme i justicia, Barcelona
1992, 14-26; MOVILLA S., Del catecumenado a la comunidad, San Pablo, Madrid 1982, 141-183;
PAGOLA J. A., ¿Cómo renovar nuestras parroquias?, en Congreso: Parroquia evangelizadora, Edice,
Madrid 1988, 3' ponencia, 133-181: SECRETARIADO DIOCESANO DE CATEQUESIS DE MADRID, De
la cristiandad a la comunidad, San Pablo, Madrid 1978; XIII REUNIÓN DE VICARIOS DE PASTORAL,
Evangelización de la increencia. La renovación de la acción pastoral, Publicación ciclostilada,
Madrid 1987, 58-66.
ACOGIDA DE LA PALABRA
a) La Palabra se hizo carne. Dios Padre se nos ha manifestado en su Hijo Jesús. El es su Palabra. En
él Dios mismo se ha hecho carne, historia y aventura humanas para incorporarnos a su designio de
salvación. En la persona y en el acontecimiento de Jesús, Dios ha pronunciado toda su Palabra. En
Jesús, la Palabra es iniciativa, revelación, proyecto y vida. El es la Palabra. Nadie puede acoger la
palabra de Dios si no es en Jesús 1. El conocimiento, la adhesión y el seguimiento de Jesús
necesitan el testimonio del Espíritu y la experiencia de la comunidad eclesial.
b) La Palabra en el Espíritu. Toda atracción, testimonio y enseñanza es don del Padre (Jn 6,44-45).
El Espíritu es el maestro de la verdad completa (Jn 16,13), el intérprete y el testigo (Jn 14,26) 2. La
Palabra es instrumento del Espíritu y, como él mismo, es fuego, luz, fuerza e impulso. Es preciso
abrirse al Espíritu, pedir el don del Espíritu para poder acoger la Palabra, para poder ser acogidos
por la Palabra. Sólo en el Espíritu Santo podemos pronunciar la palabra: «Jesús es el Señor» (lCor
12,3).
2. PALABRA Y VIDA. En la Palabra, el Padre se nos manifiesta como tal, crea con nosotros
relaciones nuevas, nos propone un proyecto de vida nueva, se nos entrega por amor, nos
comunica su misma vida. Acoger la Palabra implica entrar en la dinámica de encuentro, alianza y
transformación de la propia vida personal y social.
a) La Palabra anuncia un acontecimiento de vida. Es una noticia nueva y buena. En Jesús hemos
encontrado al Padre, su amor, su reino, su herencia y su vida. En Jesús hemos recibido el Espíritu,
entrañas de Dios. En Jesús hemos formado comunidad de hermanos solidarios. En Jesús hemos
recuperado identidad, corazón y relaciones nuevas5. Desde estas, la Palabra ajusta nuestra vida a
los valores del Reino. La Palabra, pues, nos manifiesta lo que somos. Desde ahí, deberemos
discernir permanentemente lo que hemos de hacer. La acogida de la Palabra supera el ámbito de
la ética. Se enraíza en la nueva condición de nuestra identidad. En este sentido la acogida de la
Palabra hace referencia a la fidelidad al don recibido y, al mismo tiempo, a la tarea histórica de la
praxis cristiana. La Palabra ha de ser acogida en esta doble dimensión.
La comunidad, abierta al Espíritu, deberá vivir la Palabra en su radicalidad profética, sin reducirla a
mera doctrina moralizante o a ideologías interesadas6.
c) La Palabra pronuncia un mensaje de salvación. Jesús se presenta como el enviado del Padre.
Nos propone el reinado de Dios, anunciándolo e invitándonos a entrar en él. El Reino se realiza y
se manifiesta en la pascua. El Señor resucitado y exaltado es el reino de Dios. El Resucitado es el
gran testigo de la Palabra: el testimonio es que Dios nos ha dado la vida eterna en su Hijo (cf lJn
5,9-13). En la comunidad, la Palabra desvela la naturaleza peculiar de la salvación cristiana:
victoria sobre la muerte, vida nueva en Cristo, identidad de hijos y de hermanos, relaciones de
amor nuevo, herencia del Espíritu, transformación de la realidad según el plan de Dios, solidaridad
y esperanza para los perdidos, bienaventuranza y alegría en plenitud... Este mensaje lo acogemos
como acontecimiento y utopía al mismo tiempo.
d) La Palabra propone un proyecto de vida nueva. «La palabra de la predicación, propuesta con
poder y escuchada en la fe y en el Espíritu, es una palabra eficaz y reveladora que, en la
anámnesis, hace realmente presente la historia salvífica y promete ya realmente al hombre el
futuro salvífico absoluto»7. La Palabra se traduce en un proyecto de vida que responde a las
exigencias del seguimiento a Jesús. La referencia de la Palabra a la vida es omnicomprensiva y
globalizante. La acogida de la Palabra debe evitar reduccionismos. La Palabra no puede reducirse a
creencias o a preceptos. Es ante todo un acontecimiento y un proyecto de vida. Toda la existencia
personal y social del creyente está informada con la absoluta novedad de este acontecimiento.
Esta novedad del Espíritu se opone a los criterios e intereses de la carne (Rom 8,1-18). Para poder
hacer un proyecto de vida nueva, desde la Palabra, es necesario el discernimiento cristiano en la
oración y en la atención a las instancias de la historia. Sólo desde el Espíritu y desde los pobres,
podemos acoger la Palabra como vocación profética y samaritana. Sólo así la pobreza será
libertad, la justicia será misericordia y la cruz sabiduría y poder de Dios.
e) La Palabra promueve la salvación. La Palabra convoca a la comunidad (He 2,37-41; 1Jn 1,1-3).
La Palabra hace presente a Cristo entre los hermanos8. Los hermanos se reconocen como tales en
la medida en que oyen la Palabra y la cumplen (Lc 8,21). La Palabra hace posible el gesto
sacramental, su significación y eficacia salvífica.
La Palabra discierne, estimula y convierte el corazón del discípulo: la Palabra purifica (Jn 15,3) 9. La
permanencia en la Palabra da garantía a la oración (Jn 15,7). El Padre ama al que guarda su
Palabra: la fidelidad a la Palabra es signo del amor (Jn 14,23). Dios habita en quien ama y guarda
su Palabra; le da su Espíritu para que pueda entender y hacer memoria del Señor (Jn 14,23-27).
Nos detenemos a considerar la acogida de la Palabra en cada una de estas tres etapas.
Se trata, en fin, de abrir el corazón a la inteligencia de una propuesta que trasciende lo inmediato,
y nos urge a un sentido ulterior y definitivo de la existencia. Se trata de inducir desde la
experiencia, la inquietud y la búsqueda 10.
b) Testificar con la propia vida. Es en este proceso de búsqueda donde la comunidad debe aportar
su testimonio creyente. El testimonio, como todo signo, ha de ser relativo a la necesidad y
capacidad del destinatario. En primer lugar, el testimonio se ofrece en la participación e
integración de las experiencias de vida. Ahí es donde se manifiestan valores, actitudes y opciones
determinadas, vividas desde la solidaridad y la alegría. El testimonio de la alegría vivida en la
comunidad es fundamental para desvelar el amor y la unidad que nacen del Espíritu de Jesús (Jn
15,8-17; 17,20-23). Pero es el testimonio del servicio gratuito y permanente el que mejor es
percibido por quien busca un nuevo sentido a la vida desde la experiencia de la limitación.
La comunidad debe proyectar la Palabra sobre el telón del propio testimonio. También el
reconocimiento de la propia debilidad es humilde testimonio de la necesidad que todos tenemos
de ser salvados.
La Palabra es respuesta de sentido y salvación para quien se interroga sobre su propia identidad y
sobre la superación de la muerte y del pecado. El hombre busca respuesta al sentido de su finitud
y a sus aspiraciones de libertad, justicia y felicidad. La experiencia creyente de la comunidad será
el vehículo que una la pregunta del hombre a la respuesta de la Palabra12.
Orar desde la Palabra. Es otra tarea fundamental de aprendizaje catecumenal. Jesús es el maestro
de la oración. El nos ha dado ejemplo de oración y la palabra de su oración en el Padrenuestro. La
comunidad transmite al catecúmeno la oración de Jesús; le introduce en ella y le enseña a orar
desde ella. La oración de Jesús nos enseña a buscar la voluntad del Padre y a pedirle el Espíritu. Así
deseamos y buscamos el Reino manifestado en el pan, en el perdón solidario y en la libertad sobre
la injusticia y el pecado.
Orar desde la Palabra es sumergir en ella toda la aventura humana, discerniendo y asumiendo
nuevos compromisos. Orar desde la Palabra es también alabar y dar gracias a través de ella. Orar
desde la Palabra es encuentro fraterno en el Señor, haciendo comunión en su voluntad.
Desde la pluralidad de los dones del Espíritu, surge la comunicación en la comunidad. Todo
carisma es dado en función de la comunión y de la misión. La comunicación de vida es actitud y
actividad esencial en la comunidad. La diversidad de situaciones y acontecimientos encuentran
referencia común en la Palabra para un discernimiento y vivencia acordes con el Espíritu. A través
de la comunicación, la comunidad sirve a la Palabra y la Palabra sirve como instrumento del
Espíritu.
Por medio de la Palabra, la comunicación de vida se convierte en profecía entre los hermanos
(1Cor 14,1.3-5). Toda exhortación, consuelo y orientación, como respuesta a la comunicación de
los hermanos, es también ejercicio profético en la comunidad 15.
Enseñar a comunicar desde la Palabra en referencia a la vida concreta, es la gran tarea que la
comunidad tiene respecto a sus catecúmenos.
d) Discernir espiritualmente desde la Palabra. La Palabra, testificada y propuesta por la Iglesia, es
la referencia objetiva de todo discernimiento en el Espíritu. El discernimiento espiritual es
necesario, personal y comunitariamente, como camino de toda opción o decisión desde la fe. El
discernimiento es también tarea que afecta al proceso catecumenal en el seno de la comunidad.
e) Ajustar la vida a la Palabra. Buscamos la justicia del Reino (Mt 6,33) cuando ajustamos nuestra
conducta a las exigencias de la Palabra. Ciertamente la Palabra no es un código moral, pero nos
manifiesta el proyecto de Dios en Jesús y nos convoca a su seguimiento. El seguimiento de Jesús
nos impulsa a ir, venderlo todo, darlo a los pobres y seguirle (cf Mt 19,21). Desde Jesús y desde los
pobres, la Palabra nos propone un reajuste de nuestra vida 18. Tantas realidades que, en otras
referencias, se hacen imprescindibles, se convierten en añadiduras. La Palabra ajusta la vida
transformando el corazón. La mansedumbre y la humildad del corazón nos asemejan a Jesús y nos
capacitan para tomar su carga (Mt 11,29).
El nuevo mandamiento del amor (Jn 15,12-14) es el criterio para ajustar nuestra vida: un amor en
referencia al amor de Jesús, un amor hasta dar la vida, un amor vinculado a las necesidades y
situaciones del prójimo (Lc 10,33-38; Mt 25,35-37), un amor manifestado en la unidad de los
hermanos (Jn 17,20-25), un amor alimentado por la Palabra y el Pan, un amor enraizado y
estimulado por el Espíritu. Desde este amor ha de ser reinterpretada y vivida la ley, superada la
competencia, sustituido el poder por el servicio, ejercida la autoridad como ministerio,
significados la persona y sus derechos, etc.
El proceso catecumenal descubre los nuevos retos de la conversión desde una educación en y
desde la Palabra19.
La acogida permanente de la Palabra por parte de la comunidad, implica celebrarla como fuente y
estímulo de la comunión y del servicio cristianos 20.
Desde la Palabra aprendemos a orar con alabanzas, con acción de gracias, con intercesión.
Siempre hacemos memoria, proclamando el acontecimiento y el don de la salvación. Es
importante que la comunidad cuide los signos que manifiestan no sólo la proclamación de la
Palabra, sino también su aceptación humilde y gozosa.
La comunidad se identifica y se vincula a través del relato de la Palabra. Este relato es narrado y
celebrado de forma festiva, mediante los diversos signos que constituyen un subrayado de la
Palabra22.
c) La Palabra, impulso a la diaconía. «El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha ungido. Me
ha enviado a llevar la buena nueva a los pobres» (Is 61,1-3; Lc 4,18). La Palabra del Señor es
profecía y acontecimiento de liberación para los oprimidos. Por ello es impulso de toda diaconía
cristiana.
La Palabra se hace carne en el pan eucarístico haciéndose cuerpo unificado y reconciliado entre
todos los miembros, especialmente con aquellos que más necesitan amor y liberación. La koinonía
en el pan necesariamente reclama y exige la diaconía en el cuerpo. Partir el pan significa y realiza
la unión del cuerpo.
NOTAS: 1. E. SCHILLEBEECKX, Cristo y los cristianos, Cristiandad, Madrid 1983, 342-361. —2. DV 5, 7. —3. L. MALDONADO, La
comunidad cristiana, San Pablo, Madrid 1992, 13-17. —4. M. LEGIDO, Fraternidad en el mundo, Sígueme, Salamanca 1982, 250-
257. —5. DV 2. —6. VS 28-35. —7. K. RAHNER, Presencia del Señor en el culto, en La nueva comunidad, Sígueme, Salamanca
1970, 20. —8. AA.VV., De dos en dos, Sígueme, Salamanca 1981, 223-241. –9. J. L. PÉREZ ALVAREZ, Acercamiento a los jóvenes
10
desde la palabra de Dios, en Juventud y compromiso de la fe, CCS, Madrid 1975, 80-83. - ID, Dios me dio hermanos, CCS, Madrid
1994, 183-190. — 11. Ib, 194-198. —12. R. TONELLI, Pastoral juvenil, CCS, Madrid 1985, 91. —13. F. CGUDREAU, ¿Es posible
enseñar la fe?, Marova, Madrid 1976, 152. –14. B. CALATI, Pa-labra de Dios: Métodos y formas de la lectio divina, en S. DE
4 15
FIORES-T. GOFFI (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991 , 1478-1480. – L. MALDONADO, La
comunidad cristiana, San Pablo, Madrid 1992, 17-30. –16. EN 17. – 17. O. CulMANN, Cristo y el tiempo, Herder, Barcelona 1967,
202. –18. VS 88s. –19. E. ALBERICH, Catequesis y praxis eclesial, CCS, Madrid 1983, 94-97. –20. E. SCHILLEBEECKX, Cristo,
sacramento del encuentro con Dios, Dinor, San Sebastián 1968, 143-148. —21. E. ALBERICH, o.c., 69-71. –22. J. ALDAZÁBAL,
Celebración y vivencia de la fe: iniciación de los jóvenes en el lenguaje simbólico, Misión joven 227 (1995) 23-32. –23. EN 34. –
24. Y. M. CONGAR, Un pueblo mesiánico. La Iglesia, sacramento de la salvación. Salvación y liberación, Cristiandad, Madrid
1975, 207-222.
BIBL.: Además de la consignada en notas: AA.VV., Comentario al Nuevo Testamento, Casa de la Biblia, Madrid 1996; D'ARc J.,
Caminos a través de la Biblia, Desclée de Brouwer, Bilbao 1996; DUQUOC C., La palabra de Dios, en Iniciación a la práctica de la
teología, Cristiandad, Madrid 1984; FERRER F., Palabras hechas amistad, Narcea. Madrid 1996; FERNÁNDEZ RAMOS F.,
Interpelado por la Palabra, Narcea, Madrid 1980; GEVAERT J., La dimensión experiencial de la catequesis, CCS, Madrid 1985; Hu-
BAUT M., Orar las parábolas. Acoger el reino de Dios, Sal Tcrrae, Santander 1995; MARTINI C. M., ¿ Qué debemos hacer?, PPC,
Madrid 1995; WALGRAVE J. H., Palabra de Dios s~ existencia cristiana, Marova, Madrid 1971.
ACOMPAÑAMIENTO ESPIRITUAL
En la actualidad, cada día cobra más vigor la concepción de la persona como un todo dinámico,
formado por los componentes de la personalidad, los cambios psicológicos y las influencias del
entorno socio-cultural. El conjunto de la existencia humana se entiende como un proceso en el
que el éxito conlleva superar no pocas dificultades; además nadie puede suplantar a la persona en
la difícil y apasionante tarea de hacerse cargo de su vida. El acompañamiento espiritual puede
ayudar a tomar conciencia y a buscar salidas, pero sólo el interesado puede responder desde sí
mismo a su propia maduración, a la voluntad de Dios y a los retos que desde fuera le llegan. Este
cambio de enfoque en la dirección espiritual está avalado por múltiples estudios desde diferentes
puntos de vista y por la experiencia eclesial de muchas personas y grupos.
La maduración humana y cristiana tiene mucho que ver con las crisis y dificultades que se van
presentando, y con las decisiones que el interesado va tomando después de un discernimiento
apropiado. Por esta razón el acompañamiento espiritual es algo para toda la vida, configurado de
forma distinta en cada etapa, y que tiene que ver con los aspectos nucleares del catecumenado de
adolescentes, jóvenes y adultos.
En estos dinamismos propios de la persona que crece hay que situar los contenidos de la fe, pues
el paso de una fe sociológica o incipiente a una fe personal o madura no es únicamente un
proceso de interiorización, ya que importan los contenidos del mensaje cristiano en lo que tienen
de cosmovisión, valores, celebración y compromiso.
La meta de la madurez espiritual para el cristiano podría formularse con los siguientes rasgos: la
vivencia de la relación personal con Dios Padre, la superación del egoísmo, la docilidad al Espíritu
Santo, la distinción entre el bien y el mal, las relaciones fraternas y comprometidas, y la
centralización en Cristo y su evangelio en la vida cotidiana. Para alcanzar esta meta es necesaria la
cooperación de los elementos humanos y divinos y la superación de múltiples obstáculos, tales
como las heridas del pecado, las frustraciones y los miedos, la afectividad desordenada, el poco
conocimiento de sí mismo y la experiencia inadecuada de Dios.
La palabra de Dios es, en muchas ocasiones, una invitación del Padre a sus hijos débiles,
ignorantes y pecadores, para que recompongan su existencia y den una respuesta nueva; el
mismo Pablo es enviado a Ananías para que este le inicie en el camino del evangelio (He 9,6-19).
Los escritos paulinos refieren constantemente cómo el Espíritu Santo que habita en cada creyente
(lCor 3,16) guía su caminar (Rom 8,14); el seguidor de Jesús tiene que examinarse desde el interior
y comprobar en qué medida aparecen en su vida los «frutos del Espíritu» (Gál 5,22). Los
evangelizadores de las comunidades del Nuevo Testamento se preocupan de aquellos que
evangelizan como una madre se preocupa por sus hijos (He 20,30; 1Tes 2,7.11-12).
A partir de las enseñanzas de los apóstoles y de la vida de las primeras comunidades surgen
creyentes con fuerte interés por profundizar la vida cristiana junto a maestros experimentados en
la vida interior y en los caminos del Espíritu. En el cristianismo de Oriente esta relación de
maestro-discípulo se estructura alrededor del desierto como lugar geográfico y espiritual, y los
núcleos del aprendizaje cristiano son la penitencia, el combate contra el mal, la docilidad al
espíritu y la búsqueda incesante de la paz interior; la meta es el hombre espiritual.
En Occidente también se vive esta experiencia, matizada por dos elementos importantes: el
carácter apostólico de la vida cristiana y la respuesta a los retos que la evolución socio-histórica va
presentando. Innumerables figuras de santos fundadores se podrían aducir como iniciadores de
una determinada espiritualidad de vida religiosa, presbiteral y laical, que ha permanecido vigente
en las comunidades e instituciones por ellos fundadas 2.
Provenientes del mundo de la psicopedagogía han aparecido los términos consejero, orientador y
acompañante. También hoy es evidente que los caminos de Dios no resultan fáciles de descubrir
ni de aceptar; aquí aparece la figura del acompañante espiritual para ayudar a leer con fe la
realidad personal desde la confianza, la relación interpersonal de ayuda y la fidelidad a Dios ya la
persona a la que se acompaña. Únicamente creyentes con fe madura y experimentada, además de
apropiada formación teológica y espiritual, pueden realizar este ministerio dentro de la
comunidad cristiana. La formación psicopedagógica ayudará mucho al acompañante espiritual en
una mejor comprensión y realización de su misión. Ante todo, el que pretenda ayudar a otros en
los caminos del Espíritu necesita ser persona de evangelio, con gran confianza en las posibilidades
de la gracia y en las posibilidades de la persona como imago Dei, y con un saber hacer que permita
a las personas que orienta llegar a descubrir la voluntad de Dios para con ellos.
La iniciación cristiana trata de poner las bases del crecimiento permanente en la fe, que ha de
durar toda la vida; la madurez cristiana depende de la vida de oración cotidiana, de una fe
personalizada, de la identificación eclesial, del compromiso transformador de la sociedad y del
discernimiento espiritual del estilo y estado de vida, con todos sus componentes: profesión,
trabajo, uso del dinero, empleo del tiempo, militancia, etc.
La etapa siguiente en la vida espiritual se da cuando se siente a Dios como protagonista definitivo
de la propia vida y se asumen con amor las limitaciones o fracasos, poniendo en Dios la esperanza.
Se vive con gran libertad interior, no desorientan las experiencias de desierto (noches), la oración
es principalmente contemplativa y se siente gran paz interior, sin que falte el compromiso con la
justicia y la solidaridad.
3. APORTACIONES DE LOS DOCUMENTOS DEL MAGISTERIO. Dios mismo está presente y actuante
en el interior de cada creyente, y cada cristiano busca decidir su vida según la voluntad de Dios,
dentro de la Iglesia y al servicio de la única misión (LG 12, 31, 41; GS 14).
Pablo VI en la Evangelii nuntiandi se refiere a los «sacerdotes que, a través del sacramento de la
penitencia o a través del diálogo pastoral, se muestran dispuestos a guiar a las personas por los
caminos del evangelio, a confirmarlas en sus esfuerzos, a levantarlas si están caídas y a atenderlas
siempre con discernimiento y disponibilidad» (EN 46).
La catequesis está al servicio del progreso de la vida de fe. Afirma el Directorio general de pastoral
catequética (DCG), de 1971: «La fe, que es única, se encuentra con mayor o menor intensidad en
los fieles, según la gracia dada a cada uno por el Espíritu Santo e impetrada constantemente en la
oración (cf Mc 9,23), y según la respuesta que cada uno otorga a esta gracia. Además, la vida de fe
se encarna en diversas situaciones a medida que se desarrolla la existencia del hombre, mientras
este llega a la madurez y acepta las responsabilidades de su vida. Por tanto, la vida de fe admite
varios grados, ya sea en la aceptación global de toda la palabra de Dios, ya sea en su explicitación
y aplicación a las diversas tareas de la vida humana, según la madurez y las diferencias de cada
hombre. Tal aceptación, explicación y aplicación a la vida del hombre son distintas según se trate
de párvulos, de niños, de adolescentes, de jóvenes o de adultos. La catequesis tiene la función de
ayudar, en el decurso de la existencia humana, el despertar y el progreso de esta vida de fe hasta
la plena explicación de la verdad revelada y su aplicación a la vida del hombre» (DCG 30, 34; cf DV
8; CD 14).
La catequesis educa para que la totalidad del hombre responda a Dios. «Según esto, la catequesis,
educadora de esa fe, ha de cuidar –por igual–esas dos dimensiones: conversión y conocimiento,
entrega confiada y homenaje del entendimiento y voluntad, experiencia vital y verdad revelada,
fides qua (actitud con la que se cree) y fides quae (mensaje en el que se cree)» (CC 129). «La
catequesis ha de reconciliar desde el interior los dos aspectos, tratando de superar la dicotomía
(cf CT 22) que muchas veces nos afecta» (CC 130). «Se trata, por tanto, de que el hombre entero
(CT 20) se vea impregnado por la palabra de Dios, ya que la catequesis apunta a alcanzar el fondo
del hombre» (CT 52 y CC 131).
El proceso catequético y el acto catequético (CC c. V) exigen una personalización de la fe por parte
del catequista respecto de cada uno de los componentes de su grupo. «Al final de un proceso
catequético, los cristianos han de desembocar ordinariamente en una comunidad cristiana
inmediata e integrarse plenamente en ella. La comunidad irá manteniendo su vida de fe y en ella
vivirán el don de la comunión con los hermanos y serán impulsados a una vida cotidiana que sea
coherente con la fe que profesan y celebran» (CC 287; cf CC 248).
La espiritualidad propia del catequista tiene las siguientes referencias: «El catequista descubre la
acción del Espíritu Santo no sólo en el catequizando sino dentro de sí mismo, como fuente de la
espiritualidad exigida por su tarea» (CF 61). «En el fondo, ¿hay otra forma de comunicar el
evangelio que no sea la de transmitir a otro la propia experiencia de fe?» (EN 46).
Los textos que hemos citado a modo de ejemplo nos manifiestan claramente que la educación de
la fe supone una relación interpersonal en clave espiritual entre el catequista y cada uno de los
catequizandos. Las Orientaciones sobre pastoral de juventud (OPJ) de la Conferencia episcopal
española matizan aún más la necesidad del acompañamiento espiritual al diseñar la figura del
catequista de jóvenes, al subrayar la importancia del cultivo de la espiritualidad cristiana y al
situar lo vocacional dentro de la pastoral juvenil.
«Por pastoral juvenil entendemos toda aquella presencia y todo conjunto de acciones con las
cuales la Iglesia ayuda a los jóvenes a preguntarse y descubrir el sentido de su vida, a descubrir y
asimilar la dignidad y exigencia del ser cristianos; les propone las diversas posibilidades de vivir la
vocación cristiana en la Iglesia y en la sociedad, y les anima y acompaña en la construcción del
Reino» (n. 15).
El período de catequesis constituye la segunda etapa del proceso evangelizador de los jóvenes,
tiene un carácter de formación cristiana integral y fundamental y encamina a la meta de la
confesión de la fe. «La catequesis es como el noviciado de los cristianos, el período de maduración
de la conversión. La etapa en la que los convertidos se inician en todos los aspectos de la
comunidad, para poder integrarse en ella como sujetos activos de la misma» (Proyecto Marco,
75). «Al animar al compromiso por el reino de Dios, ha de presentar todas las vocaciones desde
donde se puede servir a este reino –laical, laical consagrada, ministerio sacerdotal, vida religiosa y
monacal– y ayudar en el discernimiento vocacional» (cf OPJ 32; ChL 58).
Todos los aspectos que aquí hemos seleccionado piden una evangelización de la juventud,
articulada en la relación catequista-catequizando y en el equilibrio entre vida-reflexión, acción y
celebración. Las cuestiones de fondo del itinerario de fe, la inserción en la comunidad cristiana y
el discernimiento vocacional no serán posibles sin el acompañamiento personal, como el
elemento que más puede potenciar la catequesis con jóvenes y dar unidad a los elementos
constitutivos del proceso de maduración de la fe.
No es fácil dar una definición de lo que se entiende por acompañamiento espiritual; intentaremos
decir en qué consiste el acompañamiento, a través de los distintos elementos que se ponen en
juego. Entendemos por acompañamiento la relación estable entre el acompañante y el
acompañado para discernir juntos la voluntad de Dios respecto del acompañado, y así este pueda
alcanzar la plenitud de la vida cristiana 5.
La ayuda como clarificación, motivación y orientación que un creyente puede recibir de otro se
entenderá como mediación del Espíritu Santo, que es el auténtico artífice de la vida interior. La
relación de acompañamiento puede presentarse de tres formas distintas según la situación de las
personas y el objetivo principal de la misma relación de ayuda.
Conviene que este diálogo espiritual se realice unas tres veces al año. En general, los
catequizandos valoran la atención personal que los animadores de grupo les prestan en estos
momentos.
2. ACOMPAÑAMIENTO SISTEMÁTICO. La sistematicidad de este tipo de acompañamiento viene
marcada por las etapas del seguimiento de Jesús y sus respectivas actitudes. Consiste en recorrer
en la propia historia el camino que Jesús hizo en obediencia a la voluntad del Padre y entrega a los
hermanos.
Se acompaña la comunión en la vida y misión de Jesús para llegar así al encuentro con el Padre y
con los hermanos. Los momentos significativos de este itinerario de fe son la conversión, el estar
con Cristo para conocer la voluntad del Padre y el compromiso con los más necesitados, la opción
por la comunidad de fe y el compromiso con el Reino.
Cada una de las etapas significativas del seguimiento van pidiendo actitudes nuevas que
únicamente se pueden dar desde el sentirse alcanzado por la persona, mensaje y causa de Jesús.
Esta identificación con la persona de Jesucristo lleva a la disponibilidad vocacional; un aspecto
constitutivo del acompañamiento sistemático es el discernimiento vocacional, desde la actitud de
disponibilidad a lo que Dios quiera, expresado a través de las urgencias de la comunidad eclesial y
de los más necesitados.
En el campo de la catequesis y de la pastoral estamos llamados a atender los dos primeros tipos
de acompañamiento. El primero de ellos, el acompañamiento ordinario, pertenece a los
catequistas; ahora bien, difícilmente un catequista puede acompañar a otros si a su vez no es
acompañado.
La vida cristiana se puede definir como encuentro con el Padre en el seguimiento de Cristo por la
docilidad al Espíritu Santo; de este modo Dios nos va haciendo semejantes a su Hijo, en medio de
las dificultades interiores y exteriores al creyente y con la ayuda de las mediaciones eclesiales (IPe
4,12; Rom 8,5-13; Gál 5,22-23). La meta personal y comunitaria al servicio de la cual está el
acompañamiento personal es la perfección cristiana como plenitud en Cristo (Ef 4,13).
1. ACTITUDES REQUERIDAS. a) Por parte del acompañante. El acompañante también es seguidor
de Jesús, pero con la misión de ayudar a otros en el mismo itinerario de fe que él ha recorrido y
recorre. Debe sentirse muy identificado con aquel a quien trata de servir en la comunidad eclesial.
Como dice el evangelista Juan, debe dar fe de lo que «ha visto y oído», es decir, debe tener
competencia experiencial. El mismo debe estar constantemente a la escucha de Dios y disponible
a la voluntad del Padre, para poder iniciar a otros en esta misma actitud.
b) Por parte del acompañado. En la base del acompañamiento espiritual está el que el
acompañado sepa básicamente de qué se trata, quiera esta relación de ayuda y tenga confianza
en el acompañante. Una persona únicamente se fía de otra si esta tiene autoridad moral por su
experiencia, formación y coherencia de vida. Esta confianza se da con facilidad al comienzo de la
relación, pero debe mantenerse a lo largo de ella cuando el conocimiento entre las personas sea
más completo y real.
El acompañado no puede nunca olvidar que es él quien tiene que responder y tomar las
decisiones oportunas; por ello debe evitar pasar al acompañante la responsabilidad que a él le
corresponde o hacer de este un mero confidente para recabar apoyo afectivo. De la adecuada
manera de situarse acompañante y acompañado dependerá el éxito de la relación de ayuda.
La persona acompañada también necesita fiarse de las orientaciones y propuestas que le pueda
hacer el acompañante; con creatividad y personalización tratará de llevarlas a la práctica.
Las actitudes requeridas en el acompañante son: coherencia entre lo que dice y hace, aceptación
incondicional de la persona que va a orientar y empatía para hacerse cargo del modo como la otra
persona vive desde dentro su situación.
La escucha atenta por parte del acompañante ayuda al acompañado a escucharse a sí mismo y a
Dios en las situaciones concretas que vive; esta experiencia da unidad a la vida personal, al tiempo
que la clarifica.
Durante la entrevista las intervenciones del acompañante tenderán a que la otra persona perciba
mejor en qué consiste su problema, reciba los datos oportunos para reestructurar la situación y
encuentre los medios para seguir avanzando en la maduración humana y cristiana.
Para facilitar la comunicación, sobre todo en las primeras entrevistas, es conveniente utilizar la
técnica de entrevistas semidirigidas; esta técnica consiste en facilitar a la persona que va a venir a
la entrevista algún tipo de instrumento (preguntas, texto, cuestionario, etc.) que le facilite la
comunicación hasta que vaya adquiriendo más confianza y facilidad en la comunicación de la vida
interior.
Al terminar una entrevista debe fijarse con flexibilidad la fecha de la siguiente y deben proponerse
las tareas concretas y prácticas como conclusión de la relación de ayuda. La siguiente entrevista
comenzará por el comentario del resultado conseguido en la práctica de lo propuesto.
3. FUNCIONES DEL ACOMPAÑANTE ESPIRITUAL. El objetivo último del acompañamiento espiritual
está en el descubrimiento del paso de Dios por la vida del creyente; el acompañante se siente
instrumento de una acción en la que el Espíritu Santo es el protagonista, y el acompañado busca
con la ayuda recibida la voluntad de Dios en su vida 8. Para que esto sea posible deben ponerse en
juego las siguientes funciones:
d) Ayudar al crecimiento interior. Estamos ante el tema común y nuclear del acompañamiento
espiritual; en la relación de ayuda, el acompañante cuidará especialmente la actitud de
conversión, el progreso en el seguimiento de Jesús, el camino de oración, la superación de los
defectos, la actitud de disponibilidad, la constancia en los compromisos y la veracidad del
discernimiento vocacional. Esta tarea pide al acompañante un gran equilibrio, percepción objetiva
de la situación y tacto pedagógico para no agobiar ni forzar los ritmos personales del
acompañado. Una vez más, la sinceridad y la confianza son la base para que el proceso vaya
adecuadamente.
a) El proyecto personal. Es un escrito personal que recoge los aspectos nucleares de la vida
personal: la fundamentación de la persona en Dios, los ámbitos por donde transcurre la vida
(familia, amigos, centro, calle, parroquia, trabajo, ocio, etc.), los medios que se van a poner para
dirigir la vida (horario, oración, vida sacramental, lecturas, defectos que se van a corregir,
actitudes que se van a potenciar, etc.) y las metas hacia las que se va. Para que los adolesc entes y
jóvenes elaboren el proyecto personal necesitan motivación, un guión y bastante asesoramiento.
Los proyectos de grupo se pueden hacer a partir de los proyectos personales. La entrevista puede
ser una buena ocasión para revisar el proyecto personal a fin de hacerlo más operativo.
b) Los temas que se tratan en el grupo de fe. En este caso la entrevista personal servirá para
personalizar los temas que se van desarrollando en el grupo. Cada persona tiene sus ritmos,
sensibilidad, motivación y posibilidades; según estos condicionamientos, se verá el mejor modo de
ir pasando temas por el corazón e ir incorporando a la vida lo que se va viendo comunitariamente.
Sin esta dimensión los diálogos en el grupo pueden resultar superficiales, impersonales y poco
comprometidos.
c) Las cuestiones personales. Estas son propias de cada persona según su historia, situación actual,
problemática y planteamientos de futuro. En ningún caso se perderá la visión de conjunto, pues
tanto la persona como el seguimiento de Jesús tienen un sentido unitario. Las cuestiones
principales son las que se refieren a la madurez personal, el seguimiento de Jesús, la experiencia
de Dios, el sentido eclesial, los compromisos, el estilo de vida y el discernimiento vocacional.
Conviene secuencializar de forma pedagógica cada uno de estos aspectos estructurantes en
indicadores que permitan ver los pequeños pasos que se pueden dar para ir avanzando, saber lo
que se ha recorrido y lo que falta para llegar a la meta.
d) Los contenidos del acompañamiento9. Por contenidos entendemos los núcleos del mensaje
cristiano referentes a la maduración personal del cristiano. Los principales son: la persona a partir
de una visión cristiana, la aceptación de los contenidos específicos de la fe, el sentido comunitario
de la fe (compartir la vida, la acción evangelizadora y celebración), la convergencia de la
existencia, las tareas y las convicciones del seguidor de Jesús, la maduración en la vida afectiva
(relaciones interpersonales, sexualidad, sentido comunitario y compromiso social), la actitud de
disponibilidad respecto a la voluntad de Dios y al servicio del Reino, el progreso en la vida de
oración (de la oración reflexiva a la contemplativa, y de esta a la oración afectiva y unitiva) y los
compromisos apostólicos intra y extra eclesiales.
El término madurez humana alude a la integración de los aspectos físicos, psíquicos, sociales,
morales y espirituales de la persona y a su plena vivencia en el contexto socio-cultural en que se
está. La madurez espiritual se da por la incorporación a Cristo y el ejercicio de las virtudes
teologales: fe, esperanza y caridad. La madurez humana y cristiana se integran perfectamente. La
ruptura interior de la persona en lo humano (la posmodernidad como cultura del fragmento) y la
separación entre lo humano y lo espiritual es lo que puede impedir en mayor medida la
realización personal como algo unitario y singular.
La madurez humana tiene mucho que ver con la integración interior de las inclinaciones, los
deseos, los criterios y los proyectos; cuando la intención, la afectividad y las actuaciones son
convergentes podemos hablar de persona madura y realizada. Este tipo de personas verán con
claridad qué decisiones tienen que tomar, y sentirán la alegría y fuerza necesarias para llevarlas a
la práctica. Si todo esto se percibe como expresión del proyecto de persona que uno es como
imagen de Dios, la energía interior para superarse, amar a los demás y transformar la realidad
será muy grande. Por el contrario, cuando la tarea de ser y hacerse persona crea perplejidad
interior, dudas permanentes, tensiones y desasosiego, algo importante necesita clarificación o
motivación; en muchos casos se debe a que por un lado se quiere crecer y ser cristiano, y por otro
se vive dominado por pasiones, egoísmos o intereses incompatibles con la fe. No hay que olvidar
que la madurez psicológica, la madurez moral y la madurez espiritual caminan paralelas, son
convergentes y repercuten directamente en el sentimiento de felicidad personal.
1. ACOMPAÑAR LA CONVERSIÓN. Cada persona tiene que elegir en su vida entre el camino del
bien y el camino del mal (Prov 2,19; Jer 21,8; Dt 30,15-16); en el Nuevo Testamento el camino es
Jesucristo mismo (Jn 14,6) como revelación definitiva de Dios como Padre y del hombre como hijo
de Dios (He 9,2; 19,9.23; 24,14.22). Cristo nos invita a todos a la conversión (Mc 1,15; Lc 13,1-5;
Mt 18,3) y a la renuncia al egoísmo (Mc 8, 34-35).
Una de las primeras consecuencias de la vida teologal es el sentimiento de que Dios existe y es
para nosotros un Padre misericordioso, atento y bondadoso (Rom 4,21; 14,5; 1Tes 1,5); la
experiencia de Dios conlleva la percepción nítida de lo que construye positivamente a la persona,
y de lo que deshumaniza a uno mismo y a los demás (lCor 14,20; Heb 5,14; Rom 12,2) 10.
La apertura a la novedad de Dios y a los valores éticos desde lo nuclear de la persona es el mejor
camino para que el Espíritu Santo pueda actuar en el corazón del creyente, ayude a conocer los
misterios de la vida de Cristo (Col 1,27; Ef 1,9) y vaya configurando al creyente con la persona de
Jesucristo (1Tes 5,23).
La madurez humana va apareciendo por la superación de elementos que parecen opuestos, pero
que se integran en una síntesis armónica; estos binomios son: los deseos y la adaptación de la
realidad, lo objetivo y lo subjetivo, la autonomía personal y la cooperación solidaria, la necesidad
de ser aceptado y las tareas que hay que desempeñar, los impulsos y el dominio de sí mismo, etc.
El hilo conductor que va ayudando a resolver adecuadamente estas antítesis es la maduración de
la afectividad; cuando el amor se entiende principalmente como don y amor oblativo se ha
madurado básicamente. La forma de entender y vivir la sexualidad y el grado de sensibilidad social
ante las injusticias que padecen los más desfavorecidos constituyen los mejores termómetros de
la madurez de la personalidad, pues difícilmente se puede ser responsable en las relaciones con
los demás si personalmente no se ha alcanzado esta madurez. El resultado final de este camino de
madurez es el sentimiento de felicidad, la confianza radical y la esperanza que ayudan a sentir la
vida y el futuro con optimismo existencial. Este sentimiento básico tiene capacidad estructurante
de la personalidad, y es generador de energías necesarias para superar adecuadamente los
problemas.
3. MADUREZ Y ASCESIS. Todos los seres humanos percibimos dentro de nosotros enfrentamientos
y rupturas entre los diferentes componentes (físico, psíquico, social, ético, religioso, etc.) de la
vida humana. La ascesis se orienta y sirve a la recomposición de la unidad interior de la persona y
a la necesidad de preparar el terreno para que el Espíritu Santo nos cambie por dentro y nos
santifique. La vocación cristiana consiste en descubrir y cumplir la voluntad de Dios; ahora bien, la
aceptación de la voluntad de Dios implica la superación de muchos egoísmos y limitaciones. Hay
enfoques, actitudes y comportamientos básicamente incompatibles con la voluntad de Dios, con
la dignidad humana o con el respeto a otras personas, y nuestro corazón se siente inclinado a
«hacer el mal que no quiere y no hacer el bien que quiere»; por esto se necesita la ascesis, para
recomponer la unidad interior y querer de corazón lo que Dios quiere.
Lo importante para un cristiano es la plena unión con Dios en lo que los místicos llaman los
desposorios espirituales; pero para ello se necesita un camino en verdad, bondad y amor oblativo.
Al servicio de estos requisitos está la ascesis.
La existencia cristiana se nos presenta con frecuencia como toma de decisiones en situaciones
poco claras y-conflictivas. La propia persona del creyente, la vida eclesial y lo que sucede a
nuestro alrededor son los tres ámbitos donde se ejerce el discernimiento11. La distancia entre la
realidad concreta que somos y vivimos y la plenitud del horizonte escatológico nos obliga a estar
en permanente discernimiento.
La persona de Jesús es la gran referencia para el discernimiento cristiano; por el sacramento del
bautismo, sus seguidores hemos recibido su Espíritu (Rom 8,9), que nos posibilita el vivir
conforme a lo que somos: hijos de Dios y hermanos entre nosotros. No hay posibilidad de
discernir adecuadamente si no se está convertido a la persona de Jesús y a su evangelio. La
conversión, la oración personal y la actitud de completa disponibilidad nos permiten distinguir las
mociones auténticas del Espíritu de las que no lo son.
a) Estado de libertad interior por dominio propio y el don del Espíritu (n. 21). Esta situación se
expresa por el deseo del más y mejor (n. 25) respecto de la voluntad de Dios, la disposición para
«sentir y gustar de las cosas interiormente» (n. 2), es decir, desde la afectividad.
b) Para avanzar en el camino del discernimiento hay que comenzar por pedir con la cabeza y el
corazón la gracia que se desea alcanzar (n. 91). La acogida de la palabra de Dios desde lo profundo
del corazón y la contemplación de los misterios de la vida del Señor son el contenido fundamental
de los Ejercicios espirituales. Al misterio cristiano se llega a través de la oración contemplativa y
afectiva, para ser transformados por aquello que contemplamos.
c) «Hacernos indiferentes» (n. 23) a todo lo que no es Dios y su reino; todo lo demás es relativo e
innecesario, y se asume si ayuda a hacer la voluntad de Dios y a construir su reino. Por lo mismo,
todo deseo, seguridad o decisión que no se confirme desde Dios debe revisarse.
d) Actitudes ante las elecciones. Se pueden tener dos actitudes, una adecuada y otra inadecuada.
La actitud cristiana se da cuando el cristiano se dispone «mirando para lo que soy creado, es a
saber, para alabanza de Dios nuestro Señor y salvación de mi alma» (n. 169). La actitud no
evangélica es la que elige primero los medios, y luego trata de acomodar la voluntad de Dios a los
propios intereses (n. 169).
e) Comprobar las consolaciones y desolaciones en el «conocimiento interior» del Señor y en el
compromiso con su proyecto. Se trata de ver qué cosas nos llenan de amor a Jesucristo, nos dan
paz y alegría y aumentan las virtudes teologales (n. 316). Las experiencias de consolación llevan a
amar todas las cosas en y desde Dios, y a buscar la salvación personal y de los demás, y a
confirmar las decisiones que se han tomado. Por el contrario, las experiencias de desolación se
manifiestan en ceguera, tristeza, frialdad para las cosas de Dios, y en falta de amor y esperanza;
en consecuencia, la persona se siente atraída por todo lo terreno (n. 317); la desolación es
manifestación de la acción del mal espíritu en nosotros.
A partir de las mociones interiores, del examen de razones y motivos a favor y en contra de una
elección y en un tiempo tranquilo se puede hacer una elección como voluntad de Dios. Después
debe llevarse la elección a la oración para que Dios la confirme (nn. 179-183).
Para Jesús lo último y definitivo fue hacer la voluntad del Padre, expresada como la llegada y
realización del reino de Dios; Jesús vivió desde su experiencia original y recorrió un camino
histórico para encontrar la expresión de la voluntad del Padre: la praxis del amor a los más pobres
como amor preferencial y conflictivo.
Jesús también animó el proceso vocacional de sus discípulos, desde la primera llamada hasta el
envío misionero poco antes de la ascensión (Mt 28,16-20). Jesús «eligió a los que quiso» y en el
grupo de los elegidos coincidieron personas muy distintas; él les invitó a la radicalidad evangélica
y a formar comunidad para la misión.
El seguimiento vocacional de Jesús, entonces y ahora, tiene unas notas muy específicas:
relativizarlo todo por el Reino, que sea para13 siempre, en favor de los más pobres y en gratuidad.
La dinámica del seguimiento no es la de conocer para seguir, sino la de seguirlo para mejor
conocerlo y amarlo. Sólo es posible permanecer en el seguimiento vocacional de Jesús si su
persona, vida, mensaje y causa enamoran nuestro corazón; únicamente así la renuncia y los
esfuerzos se viven en positivo y para dar cabida a la utopía del evangelio.
Sabemos que la vocación tiene estructura dialogal, llamada y respuesta; la vocación es la iniciativa
de Dios para una misión. Si la vocación es auténtica ayuda a vivir, a realizarse. No es posible llegar
a percibir la llamada de Dios sin un conocimiento interno de la persona de Jesús en la oración
contemplativa y en la praxis del seguimiento; elegir es ante todo ser elegido por el estilo de vida
de Jesús y su proyecto liberador.
b) La seducción de Cristo (Flp 3,8). Supone que la persona de Jesús aparece como lo más
importante, como la novedad que recrea y resitúa todas las cosas. Produce el efecto de
descentrar a la persona de sus egoísmos e intereses para abrirle un horizonte nuevo.
c) La vocación se vive en el mundo, sin ser del mundo, para transformar el mundo (Jn 17,15). La
vida cristiana se entiende como un estilo alternativo de vida, basado en los valores del evangelio:
ser, servir y compartir. La sociedad suele moverse, en gran parte, por los intereses del tener,
dominar y competir. La confrontación de uno y otro estilo lleva al conflicto y a la praxis
transformadora de la realidad. Las dificultades no se pueden superar sin la ayuda de la gracia, el
discernimiento de lo bueno y la toma de partido.
d) «Los gritos de los más pobres» (GS 1). Cuando lo que sucede a nuestro alrededor deja de
percibirse ingenuamente, algo importante ha ocurrido en la conciencia. La capacidad crítica
iluminada por la fe nos permite descubrir las causas del mal y hacer de la propia vida una
respuesta liberadora. Los sufrimientos y las penas de los marginados no nos dejan indiferentes,
pues a través de ellos percibimos la misma voz de Dios que llama y envía.
e) La llamada relativiza todo lo que no es Dios y la justicia de su reino (Mt 19,21). El seguimiento
de Jesús como llamada vocacional nos invita a quitar del corazón todo lo que nos impida
responder de forma pronta, libre y generosa. Cada vocacionado verá los autoengaños que le
acechan a la hora de discernir y de tomar opciones. Los principales autoengaños son: no vivir la fe
como llamamiento personal, entender la radicalidad del evangelio como algo optativo, no sentirse
urgido por las necesidades de los más pobres, querer tener plena claridad intelectual para tomar
decisiones, miedo a elegir por cerrar otros caminos y reservarse facetas de la vida al margen de
los planteamientos creyentes.
f) La vivencia de la vocación consiste en la identificación con Cristo (Gál 2,20). Cuando Pablo
exclama «y ya no vivo yo, pues es Cristo el que vive en mí», siente la seducción de Cristo y el
corazón inflamado por el amor a todos los hombres. La confianza absoluta en Dios Padre
misericordioso y la identificación gozosa con la cruz desde el servicio humilde es lo único que da
las fuerzas necesarias para responder a la llamada de Dios con constante fidelidad.
g) Con Cristo resucitado, cabeza y primogénito de la nueva humanidad. Cristo resucitado, cabeza
de la nueva humanidad y primogénito de los hermanos, va haciendo camino. ¿Cómo continuar su
misión? ¿Cómo servir más y mejor a su causa? La respuesta a estos interrogantes vocacionales son
posibles desde la experiencia de que el Resucitado está presente y actuante en medio de nosotros
como primicia.
h) «Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). La presencia del Señor es para que
nos animemos a vivir del amor, de la entrega y la gratuidad. Construir el reino de Dios en este
momento supone una forma nueva de ver y hacer. Ser testigos y enviados hasta el extremo del
orbe para construir la fraternidad. Las vocaciones cristianas son misioneras, pues son servicio
fraternal a todos los hombres y mujeres, empezando por los más pequeños y sencillos. El
vocacionado sabe que Dios nunca le fallará y que siempre será para él sostén y fuerza .
NOTAS: 1 J. SAHAGÚN LUCAS, El hombre, ¿quién es? Antropología cristiana, Atenas, Madrid 1988; J. A. GARCÍA-MONGE,
2
Estructura antropológica del discernimiento espiritual, Manresa 61 (1984) 137-145. - R. MERCIER, Aspectos históricos de la
dirección espiritual, Vida espiritual 65 (1979) 15-21. — 3 A. MERCATALI, Padre espiritual, en S. DE FIORES-T. GOFFI (dirs.), Nuevo
diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991', 1435-1454; J. D. GAITÁN, Dirección y guía espiritual. Purificación actual
de una praxis secular, Revista de espiritualidad 153 (1979) 615-633. — 4 J. SASTRE, Pastoral juvenil y acompañamiento, Misión
2
joven 204-205 (1994) 40-42; El acompañamiento espiritual, San Pablo, Madrid 1994 ; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA,
Orientaciones sobre pastoral de juventud, PPC, Madrid 1991, 20-21. — 5 J. F. VALDERRÁBANO, Planteamiento y justificación del
acompañamiento espiritual, Confer 80 (1982) 597-625. — 6 J. PUJOL, Formas de ayuda en el acompañamiento espiritual, Confer
80 (1982) 703-727. —7 E. ALBURQUERQUE, Ayuda del formador, adulto en la fe, mediante la entrevista pastoral, Confer 80
9 10
(1982) 661-683. — 8 J. SASTRE, El acompaña-miento espiritual, ose., 107-114. — Ib, 65-67 y 75-88. — R. ZAVALLONI, Madurez
espiritual, en S. DE FIORES-T. GOFFI (dirs.), o.c., 1123-1138. — 11 L. M. ROLLA, Discernimiento de espíritu y antropología
cristiana, Manresa 51 (1979) 41-64. –12 J. FONT, Discernimiento de espíritu. Ensayo de interpretación psicológica, Manresa 59
(1987) 127-144; M. NAVARRO, Claves y nuevos paradigmas de la experiencia de la vocación, Seminarios 39/129 (1993) 331-372;
13
J. SASTRE, El discernimiento vocacional. Apuntes para una pastoral juvenil, San Pablo, Madrid 1996, 82-92. — R. BERZOSA,
Cómo articular una teología de la vocación hoy, Seminarios 34/110 (1988) 441-449.
BIBL.: AA.VV., Acompañamiento espiritual de los jóvenes formandos, Confer 80 (1982) 591-821; AA.VV., El acompañamiento
espiritual de los jóvenes, CCS, Madrid 1985; AA.VV., Teología espiritual: reflexión cristiana sobre la praxis, Espiritualidad, Madrid
1980; ALBRECHT B., Seguir a Jesús en medio de este mundo, Desclée de Brouwer, Bilbao 1980; ARTAUD G., Conocerse a sí
mismo. La crisis de adulto, Herder, Barcelona 1981; Co-LOMB J., El crecimiento de la fe, Marova, Madrid 1980; DE FLORES S.-
4
GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991 , sobre todo: DE FLORES S., Itinerario espiritual,
999-1021; MERCANTILI A., Padre espiritual, 1435-1454, y ZAVALLONI R., Madurez espiritual, 1123-1138; GIORDANO B., Una
nueva metodología para la dirección espiritual, Seminarios 84 (1982) 151; GoNzÁLEZ FAUS J. 1., Este es el hombre. Estudio sobre
identidad cristiana y realización humana, Sal Terrae, Santander 1980; LACUEVA F., Principios básicos del arte de aconsejar, Clic,
Tarrasa 1977; MATEOS J., Los «doce» y otros seguidores de Jesús en el evangelio de Marcos, Cristiandad, Madrid 1982;
MENDIZÁBAL L., Dirección espiritual: teoría y práctica, Católica, Madrid 1978; Ruiz SALVADOR F., Caminos del Espíritu,
Espiritualidad, Madrid 1978; SICARI A., Llamados por su nombre. La vocación en la Escritura, San Pablo, Madrid 1981; SPICQ C.,
Vida cristiana y peregrinación en el Nuevo Testamento, Católica, Madrid 1977; TRESMONTANT C., La mística cristiana y el
porvenir del hombre, Herder, Barcelona 1980; VACA C., Psicoanálisis y dirección espiritual, Religión y Cultura, Madrid 1967;
VALDERRÁBANO J. F., Dirección espiritual, en A. APARICIO-J. CANALS (dirs.), Diccionario teológico de la vida consagrada,
Publicaciones Claretianas, Madrid 1989; Acompañamiento espiritual en la formación para la vida religiosa, Publicaciones
Claretianas, Madrid 1983, 8.
ACTO CATEQUÉTICO
SUMARIO: I. Concepto de acto catequético. II. Los elementos del acto catequético: 1. La
experiencia en la catequesis; 2. La palabra de Dios en la catequesis; 3. La expresión de fe en la
catequesis. III. La dinámica del acto catequético: 1. Experiencia; 2. Palabra de Dios; 3. Expresión de
fe.
«Se entiende por acto catequético la realización concreta de la acción catequizadora en cuanto
que integra –en mutua interacción– los diversos elementos que la componen: experiencia
humana, palabra de Dios, confesión de fe, oración y celebración, compromiso cristiano y vida
comunitaria» (CAd, anexo, 30).
Conviene destacar que la catequesis no sólo se interesa por las experiencias individuales, sino
también por las sociales, así como por los problemas más acuciantes que preocupan hoy a la
humanidad: la lucha por la paz, los derechos humanos, la abolición de la tortura, las nuevas
relaciones Norte-Sur, el feminismo, la ecología, etc. (cf DGC 17-21; 211).
Todo este material, una vez elaborado, llega a ser la experiencia humana de la que se habla en
catequesis: la propia vida reflexionada, interpretada, transformada. Para ello hace falta todo un
tratamiento pedagógico con distintos pasos: 1) la apropiación, la implicación personal, el contacto
directo y vivencial con la realidad; 2) la vivencia intensiva y totalizante, en la que participa toda la
persona (inteligencia, emotividad, operatividad, etc.); 3) la profundización mediante la reflexión y
el esfuerzo interpretativo; 4) la expresión de lo vivido mediante formas diversas de lenguaje
(palabra, gesto, rito, etc.); 5) el cambio, el crecimiento, la transformación de la persona. La
experiencia surge de la vida y retorna a la vida, pero no vuelve como fue: la persona es ya distinta,
ha cambiado2.
A partir de aquí, los distintos materiales catequéticos que se van produciendo suelen tener en
cuenta la experiencia humana con desigual fortuna. Así también, van apareciendo deficiencias y
errores en su utilización.
Unas afectan a la propia experiencia humana en sí, como: el uso restringido de la experiencia,
reduciéndola a ciertas zonas de lo humano (lo personal, lo psico-social, etc.); la falta de
profundidad o la interpretación insuficientemente fundada de la experiencia; la lectura ideológica,
instrumentalizada, de la experiencia, o hecha desde presupuestos hostiles a la fe...
A la luz de los documentos del magisterio de la Iglesia sobre la catequesis en los años 70 (Evangelii
nuntiandi, Sínodo de obispos sobre la catequesis y Catechesi tradendae), la reflexión catequética
ha ido consiguiendo una formulación más equilibrada y precisa de la experiencia en catequesis,
como aparece, entre otros, en los documentos de la Iglesia española: La catequesis de la
comunidad (1983), El catequista y su formación (1985) y La catequesis de adultos en la comunidad
cristiana (1990).
El nuevo Directorio general para la catequesis (DGC) de 1997 —con abundantes referencias al
tema— destaca explícitamente la importancia de la experiencia humana en catequesis, cuyo
fundamento es la pedagogía de la encarnación «por la que el evangelio se ha de proponer
siempre para la vida y en la vida de las personas» (DGC 143): es parte esencial de la catequesis.
«La relación del mensaje cristiano con la experiencia humana no es puramente metodológica, sino
que brota de la finalidad misma de la catequesis, que busca la comunión de la persona humana
con Jesucristo» (DGC 116); su iluminación e interpretación es tarea permanente de la pedagogía
catequética y no debe descuidarse, a pesar de las dificultades, «so pena de caer en
yuxtaposiciones artificiosas o en comprensiones reduccionistas de la verdad» (DGC 153); ha de ser
valorada debidamente, por la diversidad de funciones que desempeña: transformando la
existencia humana, favoreciendo la inteligibilidad del mensaje y, sobre todo, siendo espacio
donde se manifiesta y se realiza la salvación (cf DGC 152).
2. LA PALABRA DE DIOS EN LA CATEQUESIS. «La palabra de Dios ilumina todo el acto catequético y
es el elemento que da conexión a todos los demás» (CC 228). La catequesis hace resonar la
Palabra en el corazón de los catecúmenos y catequizandos «para dejarse interpelar, para
conocerla en profundidad y para orientar desde ella su experiencia» (CAd 266).
La Sagrada Escritura y el catecismo son los polos referenciales a los que acudir, en el proceso de
catequización, para entrar en contacto con la palabra de Dios (cf DGC 132; CAd 266). Por la
posición preeminente que la Sagrada Escritura tiene en todo el ministerio de la Palabra (cf DGC
127), nos referimos especialmente a ella, al plantearnos cómo se hace presente la palabra de Dios
en el acto catequético.
La constitución dogmática Dei Verbum (DV) del Vaticano II constituye para la catequesis «una
sólida base sobre la que apoyar la manera de entender el carácter propio de la catequesis» (CC
106). Todavía no se ha reflexionado suficientemente sobre este documento, para sacar todas sus
consecuencias catequéticas. Por ejemplo, de su concepción personalista de la Revelación, del
carácter histórico y sacramental de la misma, de las pistas que nos ofrece para superar las
dificultades de conciliación entre la fides qua y la fides quae, entre Escritura y Tradición, entre
integridad del Mensaje y adaptación pedagógica, etc.
La Revelación es el acontecimiento de Dios saliendo al encuentro del hombre para entablar con él
un diálogo de salvación. Así, «en los libros sagrados, el Padre, que está en el cielo, sale
amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos» (DV 21). La Biblia nos muestra
cómo Dios trata con el hombre por los caminos de la historia y de la encarnación:
– Durante siglos, Dios formó a su pueblo y preparó los caminos del evangelio. Israel conoció a
Dios, no en abstracto, sino por la experiencia de los caminos de Dios en su historia. Esta historia
de salvación se encuentra, hecha palabra de Dios, en los libros del Antiguo Testamento.
Si Dios se comunica con nosotros entrando en la historia y sometiéndose a ella (kénosis), hemos
de afirmar que no existe palabra de Dios, por así decirlo, químicamente pura. No hay palabra de
Dios sin palabra humana, sometida a las leyes y a las limitaciones de nuestro lenguaje. En la Biblia,
Dios se hace texto. Un texto alejado de nosotros por miles de años. Construido de acuerdo con
una cultura que no es la nuestra. ¿Cómo podrá ser ese texto palabra de Dios para nosotros hoy?
«La difícil tarea de la catequesis consiste justamente en hacer hablar hoy al lenguaje de una
tradición» (CC 145). El acto catequético es un acto hermenéutico, de actualización.
La hermenéutica moderna nos ha hecho comprender que «todo texto, y por tanto también el
bíblico, se dirige al lector con una pretensión, no se deja considerar pasivamente, se acerca a la
existencia del lector con una nueva posibilidad existencial. A su vez, el lector se acerca al texto con
una relación vital al tema... A esta íntima relación previa entre texto y lector, junto con la dinámica
que se desencadena cuando ambos se enfrentan, podemos llamarla círculo hermenéutico»6.
Se trata de una expresión ya clásica para diseñar las leyes de la interpretación y, por tanto, del
conocimiento y de la apropiación de sentido. La palabra círculo indica la dinámica que se establece
entre el comienzo y el final del proceso, que es el mismo sujeto que interpreta: partiendo de mí,
mediante el texto, vuelvo de nuevo a mí pero a un nivel distinto. Cuando tratamos de escuchar
hoy un texto del pasado (en nuestro caso, la Biblia), se ponen en funcionamiento los distintos
momentos del círculo hermenéutico: desde la precomprensión de nuestra situación de vida
concreta, llegamos por la exégesis al encuentro con el texto y su sentido vital; sentido que
podemos hacer contemporáneo nuestro mediante un proceso de actualización o transculturación;
para dejarnos interpelar por esa palabra y tomar una decisión concreta o actuación, a través del
discernimiento.
Aquí se cierra el círculo, encontrándonos con nuestra situación de vida iluminada, confrontada,
cambiada7... Analizamos más en detalle cada uno de estos momentos:
b) La escucha del texto. Para comprender un texto del pasado es necesario hacerse
contemporáneo del mismo. La Biblia tiene en sí una densidad existencial propia de los personajes
que la pueblan. «El sentido para mí, que brota de la Biblia, pasa necesariamente a través del
sentido para ellos; la actualidad de la Palabra es actualización, es decir, transferencia al presente
de un significado que apareció y que fue vivido en el pasado, prolongación de validez también
para hoy de un sentido manifestado ayer... La mayor convergencia eclesial suele darse en el gesto
de violentar el libro con el pretexto de hacerlo vivo. Cuando el primer servicio al libro, y a la Iglesia
a quien se le ha confiado, es el de restituirle su sentido propio, para activar en torno a él la
comunión real del consenso en vez de la convergencia formal del polisenso» 8. Esta es la misión de
la exégesis, realizada a través de una pluralidad de métodos, que no han de verse como
contrapuestos y creadores de confusión, sino como una opción convergente de instrumentos
diversos que, bien conjuntados, pueden ofrecernos el sentido del texto en toda su riqueza
sinfónica9.
c) La actualización. Pero no basta que la Biblia se diga a sí misma: ha de hablar con el hombre de
hoy. «La actualización es necesaria porque, aunque el mensaje de la Biblia tenga un valor
duradero, sus textos han sido elaborados en función de circunstancias pasadas y en un lenguaje
condicionado por diversas épocas. Para manifestar el alcance que ellos tienen para los hombres y
mujeres de hoy, es necesario aplicar su mensaje a las circunstancias presentes y expresarlo en un
lenguaje adaptado a la época actual» (La interpretación de la Biblia en la Iglesia, 112). Con H.
Gadamer, recordamos que para comprender un texto hay que interpretarlo siempre a través del
espesor u horizonte de las tradiciones que nos lo han transmitido. Actualizar consiste en hacer la
historia de las actualizaciones precedentes hasta la nuestra. «Cuando la catequesis transmite el
misterio de Cristo, en su mensaje resuena la fe de todo el pueblo de Dios a lo largo de la historia»
(DGC 105). Podemos distinguir en este caso un momento bíblico, un momento eclesial y un
momento antropológico:
— Momento bíblico. La Biblia lleva dentro de sí esta dinámica de actualización a través de las
llamadas relecturas, que de los acontecimientos salvadores se han ido haciendo durante su largo
proceso de elaboración. Así tenemos, por ejemplo, la relectura que el Nuevo Testamento hace del
Antiguo, o la que hacen las primeras comunidades de la historia terrena de Jesús... (DGC 84-90).
La actualización va precisando el mensaje del texto bíblico, siguiendo la dirección que señalan las
distintas relecturas del mismo dentro de la Biblia.
— Momento eclesial. Un salto desde el pasado de la Biblia a nuestro presente, poniendo entre
paréntesis veinte siglos de vida de la Iglesia, es un salto en el vacío que, por desgracia, se da en
muchas catequesis (cf DGC 30). Es necesario que el mensaje bíblico tenga en cuenta las distintas
actualizaciones que ha ido haciendo la tradición viva de la Iglesia «con su enseñanza, su vida, su
culto» (DV 8). Un proceso de tradición10 que no ha de ser visto como historia de la Iglesia, sino
como experiencia de una comunidad que vive su fe en la historia. Una tradición protegida —pero
no monopolizada— por el magisterio de la Iglesia, en la que participan todos los cristianos (cf DV
8; LG 12; DGC 95-96). En este contexto adquiere todo su significado la definición de la catequesis
como traditio Evangelii in symbolo, verdadero acto de tradición11, que no se puede limitar a una
repetición de los documentos de la fe, sino que ha de posibilitar su interpretación creativa (cf CC
146).
Cuando no se tiene en cuenta esta hermenéutica, es frecuente el mal uso de la palabra de Dios en
el acto catequético. Errores más frecuentes son: el fundamentalismo, como interpretación
literalista de la Biblia; la instrumentalización, que la utiliza para probar afirmaciones dogmáticas,
morales o ideológicas; el exegetismo, que se sirve de los métodos histórico-críticos, sin hacer ver
la vitalidad de la Palabra ni actualizarla a la situación de los destinatarios; el intuicionismo
carismático, que invita a cada uno a expresar lo que le sugiere el texto bíblico, sin preocuparse de
lo que realmente dice14.
La expresión de cualquier experiencia vivida por el hombre tiende a fijarse en el rito, como intento
de revivir aquella experiencia; a tipificarse en conductas o modos de proceder surgidos de la
actitud nacida en el acontecimiento original; a formularse en dogmas, que responden a la
necesidad del ser humano de determinar conceptualmente el contenido de su experiencia 15. En el
campo educativo, experiencia y expresión son momentos alternativos del dinamismo de
maduración del ser humano, en una cadena de mutuos refuerzos: la experiencia se desarrolla
expresándose y, a su vez, la expresión da lugar a una nueva experiencia.
La expresión de fe desborda los límites del acto catequético. Su lugar es toda la vida cristiana: el
creyente confiesa la fe en la comunidad cristiana, en medio de los hombres, en la vida y, de forma
suprema y excepcional, por el martirio (cf DGC 83); celebra la fe principalmente por medio de la
liturgia ordinaria de la Iglesia y por la práctica de la oración personal y comunitaria; compromete
su fe viviendo los valores evangélicos en medio del mundo y colaborando activamente en la
construcción del Reino. A la catequesis le corresponde, respecto a las distintas expresiones de la
fe, tan solo una función iniciadora.
— Como confesión explícita de esa misma fe. A través de distintos lenguajes (palabra hablada o
escrita, dibujo, expresión corporal, etc.), los catecúmenos y catequizandos expresan su vivencia
interior surgida en el encuentro con la Palabra: la intervención salvadora de Dios en sus vidas, la
transformación que están experimentando, lo que han contemplado y tocado con sus manos
acerca de la palabra de la vida (cf 1Jn 1,1).
— Como confrontación de las expresiones de fe propias con las expresiones acuñadas por la
Iglesia. A través de su propio lenguaje, los miembros del grupo hacen una aportación creativa a la
tradición viva de la Iglesia y, teniendo en cuenta los documentos de la fe, someten su expresión a
la necesaria revisión crítica para retener sólo lo que es conforme a la fe (cf DCG 75).
— Como memorización cordial (creer es recordar) o aprendizaje significativo de las fórmulas de fe,
tanto doctrinales como sapienciales, en toda su variedad: sentencias bíblicas, fórmulas litúrgicas,
plegarias comunes, expresiones de fe recogidas en los símbolos y en los principales documentos
de la Iglesia... (cf DGC 154).
— Como instrucción elemental orientada a que los catecúmenos y catequizandos puedan dar
razón de su esperanza (cf 1Pe 3,15) ante ellos mismos y ante el mundo. La catequesis favorece su
acceso a la inteligencia de la fe (una fe ilustrada y convencida de su racionalidad), para asegurar la
verdad y la , profundidad de su dimensión vivencial, superando el sentimentalismo inconsciente, y,
para practicar de forma razonable la obediencia a la fe (Rom 1,5).
La catequesis debe disponer de momentos celebrativos, en los que el grupo consiga que su fe
llegue a ser experiencia significativa y dimensión interpretativa de la existencia. Esta presencia no
puede ser marginal (cf DGC 30) y deberá evitar toda instrumentalización pedagógica de la
celebración: lo que se celebra es el paso de Dios por nuestra historia. Sin celebración no hay
comunicación ni maduración de la fe.
En el acto catequético tiene un lugar indiscutible la oración. No sólo la oración de petición, sino
también de alabanza, de adoración, de acción de gracias... Oración espontánea y con las fórmulas
de la tradición orante de la Iglesia. «Cuando la catequesis está penetrada por un clima de oración,
el aprendizaje de la vida cristiana cobra toda su profundidad» (DGC 85).
La estructura misma del acto catequético ha de llevar por sí sola al compromiso: al tomar
conciencia del contraste entre su realidad personal y social por una parte, y el proyecto de Dios
descubierto en la Palabra por otra, el catequizando deberá sentirse espontáneamente llamado al
compromiso. De no ser así, la acción catequética habría fracasado. El compromiso es, por tanto,
un buen indicador de calidad para la catequesis.
El grupo catequético es hoy uno de los puntos de convergencia en el pluralismo de los métodos: el
acto catequético se concibe normalmente para ser realizado en grupo. La vida de grupo,
pedagógicamente cuidada, es clima y lugar de experimentación del compromiso primordial de la
fe: la comunión. La catequesis inicia a la comunión eclesial ayudando a catecúmenos y
catequizandos a vivir como experiencia cristiana la experiencia de grupo (cf DGC 159).
En el acto catequético conviene disponer de momentos fuertes para discernir qué exigencias de
acción trae consigo la fidelidad a Jesucristo y a su evangelio. Básicamente, en su contenido más
inmediato, común y habitual de las obras de misericordia (cf ChL 41). Pero también en lo
referente a la participación activa en tareas eclesiales (catequista, animador litúrgico, cooperante
en obras asistenciales...), y en lo que atañe a una presencia activa en la sociedad (en la vida
profesional, cultural, sindical, ciudadana, política...).
El concepto teológico de correlación es el que mejor nos ayuda a entender la dinámica del acto
catequético. Se llama correlación a la relación y diálogo recíproco entre el mensaje de la fe
(palabra de Dios) y las aspiraciones del ser humano (experiencia humana). La correlación se
inspira en el método teológico introducido por H. Cohen (1915) y formulado con más precisión
por P. Tillich: sólo aquel Dios que se da a conocer en la Revelación puede ser respuesta a la
pregunta que es el hombre mismo y satisfacer aquello que, en último análisis, está buscando
(ultímate concern)17.
La dinámica del acto catequético es una tarea de profundización. Cuando no hay profundidad, se
malogra la catequesis. La experiencia humana no puede quedarse en la superficie de la
cotidianidad. A través de la reflexión del grupo y del contraste con las experiencias de otros, ha de
llegar hasta los grandes interrogantes de la existencia o de la condición humana, lugar común de
encuentro con los contenidos de la fe. La palabra de Dios tampoco llega a conectar con la vida de
los creyentes en la superficie de sus formulaciones objetivas (textos de la Escritura, fórmulas de la
Tradición). Es necesario interpretar esa Palabra para descubrir lo que estaba profundamente en
cuestión en la situación que le dio origen. Esa situación será el lugar común de encuentro con la
vida de los catequizandos.
La dinámica del acto catequético es, sobre todo, una tarea de inculturación. El nuevo Directorio
describe las tareas de la catequesis respecto a la inculturación de la fe: conocer en profundidad la
cultura de las personas; reconocer la presencia de la dimensión cultural en el mismo evangelio;
discernir los valores evangélicos presentes en esa cultura y purificarla de todo lo que esté bajo el
signo del pecado; llamar a las personas a la conversión que la fuerza del evangelio opera en las
culturas; promover en cada cultura a evangelizar una nueva expresión del evangelio... (cf DGC
203-204). Todo esto «determina un proceso dinámico integrado por diversos elementos,
relacionados entre sí» (DGC 204). Lo que nos permite la construcción de un modelo teórico de
funcionamiento, que bien podemos llamar círculo catequético. Dicho modelo sintetiza de forma
operativa toda la reflexión hecha anteriormente, muestra la estructura del acto catequético y
permite representar los diferentes momentos que lo articulan. No es una guía para las sesiones de
catequesis, sino un modelo teórico porque, sólo con él, no se puede actuar directamente: ello será
más propio de una metodología de la catequesis.
El modelo presentado refleja un proceso lógico, no un proceso cronológico. Cada uno de los
momentos o pasos no ha de ser tratado con una temporalidad uniforme. Tampoco son pasos que
deban seguirse uno a otro, ni siquiera en el orden en que están señalados. Ni la experiencia ha de
estar solamente al principio del acto catequético, ni la expresión de fe únicamente al final, ni la
palabra de Dios ha de limitarse a hacer de puente entre experiencia y expresión. Los momentos,
más bien, tenderán a entrecruzarse en el desarrollo concreto de la catequesis. La imagen circular
del modelo nos está sugiriendo, por un lado, la flexibilidad con que deberán conjugarse todos sus
elementos y, por otro, la unidad y globalidad de todo el acto catequético. Los términos que
designan las distintas tareas pedagógicas, en el modelo aquí presentado, son meramente
orientativos, variables según situaciones y sensibilidades. Lo importante es el momento al que se
alude y el objetivo que se persigue, sea cual sea su denominación.
1. EXPERIENCIA: a) Evocación. Tomar conciencia de la experiencia básica que subyace al tema
catequético y que lo dinamiza de principio a fin. Apropiarse la experiencia, es decir, verse
implicado en ella, sentirse aludido.
b) Interiorización. Después de pasar por la ascesis de una lectura aten-ta y laboriosa, la catequesis
deberá hacer resonar la Palabra en el corazón de catecúmenos y catequizandos, ayudar a «hacer
el paso del signo al misterio» (DGC 108). El catequista ha de dar paso al Espíritu para que la
palabra se haga carne en los oyentes y experimenten personalmente cómo Dios se hace presente
en sus vidas. Es el momento de la proclamación de la Palabra, del silencio, de la plegaria y de la
meditación: como María, que «guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc
2,19).
NOTAS: 1M. RoMÁN-E. DÍEZ, Curriculum y enseñanza. Una didáctica centrada en procesos, EOS, Madrid 1994, 178-179 — 2 Cf E.
3
ALBERICH, La catequesis de la Iglesia, CCS, Madrid 1991, 78-79. – INSTITUTO SUPERIOR DE CATEQUESIS DE NIMEGA, Bases para
una nueva catequesis, Sígueme, Salamanca 1973; M. VAN CASTER, Pour une éclairage chrétien de 1'expérience, Lumen vitae 25
(1970) 241-252; J. LE DU, Realidad humana y reflexión cristiana, Comercial de publicaciones, Valencia 1970; A. EXELER, La
educación religiosa, CCS, Madrid 1992. — 4 Catequesis y promoción humana, Sígueme, Salamanca 1969, 18. Idea
5
posteriormente confirmada en Puebla, 803. – PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, PPC,
Madrid 1994. — 6 L. F. GARCÍA VIANA, La Biblia en la formación de catequistas, Teología y catequesis 3 (1983) 340. —7 Se sigue
aquí muy de cerca la exposición del profesor Cesare Bissoli en la Universidad pontificia salesiana de Roma. cf C. BISSOLI,
Attualizzare la Bibbia, ma come?, Note di pastorale giovanile 12 (1978) 5, 48-54; La Bibbia nella catechesi, Ldc, Turín 1973. — 8
A. RIZZI, Teologia della liberazione. Spunti correttivi, Rivista di teologia morale 5 (1973) 189. Una exposición más amplia sobre el
problema hermenéutico, del mismo autor: Bibbia e interpretazione. L'incidenza del problema ermeneutico negli studi biblici, en I
9
libri di Dio. Introduzione generale alla Sacra Scrittura, Turín 1975, 273-321. — Cf M. NAVARRO, Tendencias actuales de la
10
exégesis bíblica, Selecciones de teología 136 (1995) 261-267. - Cf W. KASPER, Escritura y Tradición: perspectiva
pneumatológica, Selecciones de teología 123 (1995) 260. — 11 Cf A. BRAVO, La catequesis acto de tradición, Teología y
—12
catequesis 3 (1984) 343-346; C. BissoLI, La Bibbia e la Tradizione come fonti della catechesi, Catechesi 49 (1980) 3-13. A.
RIZZI, a.c., 191. —13 Ib, 195. —14 Cf C. BISSOLI, La Bibbia nella catechesi, o.c., 10-13 y L. F. GARCÍA VIANA, a.c., 342. — 15 Cf H.
BISSONNIER, La ex-presión, valor cristiano, Marfil, Alicante 1967. —16 Cf W. KASPER, La fe que excede todo conocimiento, Sal
17
Terrae, Santander 1988, 61-65. - P. TILLICH, Teología sistemática I, Sígueme, Salamanca 1982, 86-93. – 18 Cf L. Rl-DEZ, La
' '
correlazione in catechesi: l esperienza della tradizione e 1 esperienza attuale, en A. FOSSION-L. RIDEZ, Adulti nella fede, Paoline,
Milán 1992, 118-119.
BIBL.: ALBERICH E., La catequesis en la Iglesia, CCS, Madrid 1991; DUBUISSON O., El acto catequético: su finalidad y su práctica,
CCS, Madrid 1989; FOSSION A.-RIDEZ L., Adulti nella fede, Paoline, Milán 1992; GEVAERT J., La dimensión experiencia) de la
catequesis, CCS, Madrid 1985; HUGUET, J., Hacia dónde va la catequesis I, CCS, Madrid 1983; LÓPEZ J.-PEDROSA V. M.,
Experiencia humana y experiencia de fe. La interacción catequética en el catecismo y en la catequesis, Actualidad catequética
81-82 (1977) 113-137; SECRETARIADO NACIONAL DE CATEQUESIS, Con vosotros está. Manual del educador 2. Orientaciones
fundamentales para la catequesis de los preadolescentes. 3. Orientaciones pedagógico-catequéticas, Edice, Madrid 1977.
ADOLESCENTES, Catequesis de
SUMARIO: I. Quiénes son los preadolescentes: 1. Cambio físico, cambio psicológico; 2. Un nuevo
contexto social; 3. Hacia criterios éticos propios; 4. Un Dios a imagen propia. II. Quiénes son los
adolescentes: 1. Cambios físicos y psicológicos; 2. Un nuevo contexto social; 3. Con criterios éticos
propios; 4. Un Dios a su imagen y necesidad. III. De cara a la evangelización y la catequesis: 1.
Reflexión y práctica de la catequesis de preadolescentes; 2. Situación y retos de la catequesis de
adolescentes. IV. Pistas específicas para una catequesis de preadolescentes. V. Pistas específicas
para una catequesis de adolescentes: 1. Un Cristo que busca, llama e interpela; 2. Una fe que se
encarna y proyecta; 3. Un método que es el camino para la meta de la fe. VI. Catequesis fuera del
grupo. VII. La comunidad evangelizadora y los catequistas.
Los niños son objeto de preferencia para Cristo: «Dejad que los niños se acerquen a mí» (cf Mc
10,13-16). Y además, son modelo para los adultos: «Si no os hacéis como niños...» (Mt 18,3). Y «al
que escandalice a uno de estos...» (Mc 9,42). Jesús sintió pena cuando aquel joven no le siguió (cf
Mc 10,17-24).
La Iglesia madre cuida de todos sus hijos, pero con preferencia de los más débiles (cf GE 1). Y
entre los más débiles están los niños y los jóvenes. Por la inmadurez propia, por lo desasistidos de
la familia y de la sociedad, por la falta de armazón humana y de fe, por el ambiente... Por otra
parte, cuidar a los niños, además de signo evangélico y modelo donde aprender la Iglesia adulta o
de adultos, es la mejor inversión. Si los niños de la más tierna edad no pueden sobrevivir sin los
padres o alguien que haga sus veces, tampoco el adolescente que se abre a una vida nueva puede
sobrevivir en su fe sin los padres en la fe —la Iglesia—.
Lo que se dice de los jóvenes: que no sólo son objeto, sino también sujetos de evangelización, se
debe decir de niños y adolescentes. Los niños y los jóvenes de hoy no son la Iglesia del mañana,
son ya la Iglesia, hoy.
Como afirma el Directorio general para la catequesis (DGC), «en términos generales, se ha de
observar que la crisis espiritual y cultural que está afectando al mundo tiene en las generaciones
jóvenes sus primeras víctimas. También es verdad que el esfuerzo por construir una sociedad
mejor encuentra en los jóvenes sus mejores esperanzas. Esto debe estimular cada vez más a la
Iglesia a realizar con decisión y creatividad el anuncio del Evangelio al mundo juvenil. A ese
respecto, la experiencia muestra que es útil para la catequesis distinguir en esas edades entre
preadolescencia, adolescencia y juventud, sirviéndose oportunamente de los resultados de la
investigación científica y de las condiciones de vida en los distintos países» (DGC 181).
La preadolescencia es una etapa de la vida —algunos dicen que la etapa ignorada u olvidada—
que se define por su relación con la etapa de la adolescencia. Y si se habla con precisión, la
preadolescencia no puede identificarse con una edad concreta: en el desarrollo de la persona
influyen múltiples factores fisiológicos, culturales, económicos, sociales... Con cierta
aproximación, se sitúa entre los 10 y los 14 años.
Está muy estudiado el papel del cuerpo en la psicología particular en esta etapa. Bastante menos
—aunque también es necesario— lo está el estudio de la influencia del cuerpo social, a través de
ideas, esquemas de valores, estructuras, redes de comunicación... sobre la personalidad. Un chico
o chica de la misma edad tiene a menudo enfoques, reacciones, actitudes muy diferentes en una
gran ciudad que en ambiente rural, en el centro de la ciudad que en un suburbio, en Europa que
en Africa, entre emigrantes que entre nativos, en ambiente hostil o en ambiente acogedor...
Edad de búsqueda de identidad, basculante, en dialéctica entre el pensar, sentir y querer como
niño y el pensar, sentir y querer como adulto. Con las debidas reservas, se habla de rasgos
comunes, nunca definitorios ni exclusivos, y menos aún exhaustivos.
Ante esta sensación de cambio y desarrollo, lo mismo siente orgullo y ganas de vivir por las
riquezas que descubre, que duda, miedo o culpabilidad... ¡Se siente extraño! Sufre la ambivalencia
de la satisfacción de entrar en el mundo de los adultos y la confusión o desagrado por ver perdido
el equilibrio de la infancia. Se puede exteriorizar en crisis con rasgos de apatía, indisciplina,
terquedad, timidez, cambios bruscos, etc., que le hacen inseguro y difícil de entender.
En la inteligencia, pasa del pensamiento intuitivo al pensamiento abstracto: define, analiza, busca
causas y atisba consecuencias. Esta dimensión racional le abre al mundo de los ideales, de las
ideas y de los valores, pero fácilmente conlleva crisis religiosas y morales. Progresivamente
adquiere sus propias ideas, contrasta con los otros, a veces desde la oposición, como exploración
unas veces y como defensa otras.
Para huir de este mundo duro y hostil fantasea con frecuencia, consiguiendo la realización de los
deseos frustrados por la realidad, aunque sus fantasías también van dirigidas a lo erótico-sexual y
la ambición, al afán de posesión material. El fantasear es más frecuente en las chicas; los chicos
recurren más a la acción.
2. UN NUEVO CONTEXTO SOCIAL. El preadolescente necesita crear nuevas relaciones: las
relaciones familiares no le satisfacen, se siente incomprendido por los mayores, se aleja de ellos
llegando incluso al rechazo. En el fondo de esta actitud está una gran inseguridad y el deseo de
llamar la atención para que se le considere persona.
3. HACIA CRITERIOS ÉTICOS PROPIOS. Este nuevo aprender a vivir, el desarrollo cognoscitivo, el
tipo de relaciones y su manera de situarse en el mundo, conllevan, evidentemente, un desarrollo
ético y moral muy cargado de subjetivismo; pero conforme madura la personalidad, su capacidad
de interiorización, sus relaciones de iguales y la confrontación pacífica o violenta con los adultos,
va creando criterios más objetivos.
4. UN Dios A IMAGEN PROPIA. El preadolescente busca y sintoniza con un Dios que le ayude a
comprenderse a sí mismo, a situar las causas de su ansiedad, contradicciones y conflictos internos.
Es la época del Dios cercano y amigo, que le ofrece la seguridad que le falta. Un Dios confidente,
en diálogo íntimo, comprensivo ante su dolor y consuelo en su soledad. Un Dios a quien rezar en
la dificultad y de quien esperar la fuerza necesaria. Existen, sin embargo, matices según sean los
preadolescentes: más próximos a la voluntad, a la norma o ley, a un Dios todopoderoso y
sancionador, o más atraídos por un Dios relacional, de bondad, proximidad y belleza.
Los adolescentes en ventaja cuentan todavía con tres sólidos pilares afectivos: padres, amigos y
grupo. Pero no son eternos. La relación con los padres sufre debido a la necesidad de nuevas
relaciones entre sus iguales, por la autoafirmación progresiva y la conquista de la propia
autonomía, y por el descubrimiento de las limitaciones de sus padres. La reacción llega a veces
hasta el malestar, el desprecio y el odio, con eternas discusiones, abandono del hogar,
taciturnidez y aislamiento.
Las amistades juegan un papel muy importante para reforzar el yo, abrir a la alteridad y socializar;
para intercambiar intimidad, problemas personales, la vida sentimental, crisis religiosa... La vida
social del adolescente está marcada por la pertenencia a un grupo: allí amplía el abanico de
relaciones, encuentra compensación afectiva, realiza actividades de su gusto y conquista
autonomía. A veces abandona el grupo, si se ha encontrado una relación afectiva con el otro sexo,
que llega a ser plenificadora, preferente si no exclusiva.
Los grupos surgen de manera organizada: los hay que le vienen impuestos, como la familia o la
escuela, y los hay expresamente buscados por el interés. Se siente mejor en los grupos que elige
que en los que le vienen impuestos. Las pandillas son otra forma de vivir la socialización. Surgen
espontáneamente y gustan de vivir al margen de la sociedad. El adolescente necesita ser aceptado
por los compañeros para aceptarse a sí mismo. Y las preferencias de los compañeros se hacen ley
para él.
3. CON CRITERIOS ÉTICOS PROPIOS. El adolescente se distancia cada vez más de la conciencia
moral recibida de los mayores, para guiarse por una conciencia más racionalmente suya. A veces,
el rechazo a los principios morales heredados reviste formas de rebeldía. La moral para el
adolescente es más coherencia con la imagen de sí mismo que adhesión a la acción de Dios.
Construir su vida requiere contar con modelos y normas. Su ética está marcada por la meta de
realizar su ideal, no forzosamente en clave de moral objetiva. Rechaza los legalismos de una
sociedad corrupta, pero es exigente consigo mismo y con los demás hasta crear a veces un orden
social rígido y con absolutizaciones. Si descubre metas que valen la pena, se decide
generosamente a seguirlas.
4. UN DIOS A SU IMAGEN Y NECESIDAD. La dimensión religiosa sigue también las leyes del cambio:
las creencias de la infancia han sido pensadas, sopesadas y contrastadas desde su propia
experiencia y se rigen por opciones personales. Pronto le surgirán conflictos entre religión, razón,
ciencia y pluralismo religioso. Es corriente considerar la religión como respuesta a los problemas
de la vida, y a Dios como la gran solución a los problemas (reza para que le aprueben y para
marcar un gol).
«En las regiones consideradas como desarrolladas, se plantea de modo especial el problema de la
preadolescencia: no se tienen suficientemente en cuenta las dificultades, necesidades y
capacidades humanas y espirituales de los preadolescentes, hasta el punto de poder afirmar, en
relación a ella, que es una etapa ignorada. Actualmente, con frecuencia, los catequizandos de esta
edad, al recibir el sacramento de la confirmación, concluyen también el proceso de iniciación
sacramental, pero a la vez tiene lugar su alejamiento casi total de la práctica de la fe. Es necesario
tomar en cuenta con seriedad este hecho y llevar a cabo una atención pastoral específica,
utilizando los medios formativos que proporciona el propio camino de iniciación cristiana» (DGC
181; cf IC 134-138).
Y el mundo tan diversificado de estos, según los contextos sociorreligiosos, obligan a diversificar
mucho más las ofertas de evangelización en razón de la cercanía o lejanía a la propuesta y vivencia
cristiana, y en razón de situaciones psicosociológicas generales, que exigen un tratamiento
específico. En el primer aspecto —cercanía o lejanía–, se mueven los preadolescentes de
ambientes creyentes (familiares, educativos y sociales); los de ambientes fríos o cansados en la
vivencia de la fe; los de ambientes claramente descreídos y ajenos a la fe; los simplemente
desinformados; los decididamente hostiles a la fe o a un tipo de Iglesia... En el segundo aspecto,
están los minusválidos, los emigrantes desenraizados, los hijos de una sociedad muy en diáspora,
las minorías étnicas, los que viven serios traumas familiares, y un largo etcétera.
a) Líneas generales comunes. Son muy distintas las situaciones, actitudes y niveles de los
adolescentes por cuanto se refiere a la fe, a su capacidad y posibilidades de aceptar procesos de
maduración. Hay adolescentes –cada vez más– no bautizados o bautizados sin el mínimo proceso
catequético; adolescentes con ciertas vivencias cristianas, pero sin suficiente información
religiosa; adolescentes con grandes ansias de clarificaciones, de maduración y de opciones
radicales, y otros desinformados y ajenos al mundo de la fe, pero no hostiles... La Iglesia cuida
bien que mal los procesos de formación en grupos de fe. Lo que no tiene debidamente
planificados son los procesos formativos de quienes no están en grupos de fe –la inmensa mayoría
de adolescentes creyentes–. Y, además, falla lamentablemente la conexión entre catequesis
específica y pastoral general de adolescentes. Así como la conexión y articulación entre catequesis
de niños, adolescentes, jóvenes y adultos; entre catequesis parroquial y catequesis de
congregaciones, comunidades y movimientos; entre catequesis y evangelización; entre catequesis
y clase de religión; entre actividades de tiempo libre, de voluntariado... y catequesis; entre
catequesis en grupo e integración en la vida parroquial; entre catequesis de confirmación y
proceso de formación juvenil...
¿Cómo no dar mayor relieve a las mediaciones útiles para una catequesis eficaz, como son la
acción de grupo bien orientada, la pertenencia a asociaciones juveniles de carácter educativo, y el
acompañamiento personal del joven, en el que destaca la dirección espiritual?» (cf Directorio
general de pastoral catequética, DCG 87).
La seriedad de la oferta debe contemplar la educación —en clave evangélica— para la verdad, la
justicia, la libertad, el amor y la sexualidad, la formación de la conciencia, el planteamiento
vocacional, el compromiso cristiano en la sociedad y la responsabilidad misionera en el mundo.
No pueden faltar la dimensión teológica, ética, histórica, social... La formación intelectual,
artística, cívica, religioso-misionera, deben ir parejas, en conexión y progresión, de forma que los
adolescentes sean misioneros entre sus compañeros y agentes de transformación de toda
estructura y colectivo. Empeñarse en catequizar en sentido estricto sin preparar previamente con
acciones humanizadoras tendentes a abrir a los valores humanos, a la trascendencia y a la fe, es
en buena parte desperdiciar recursos, sumar dificultades a la ya difícil aceptación de la fe, e
instalarse en la frustración o sensación de impotencia.
c) Responder a las necesidades. Resulta imprescindible conectar con los intereses de los
adolescentes y tratar de responder a sus necesidades: entre las más importantes, el sentido de la
vida y el sentido de Dios. Para ello resulta obligado llegar —id y anunciad— a los foros donde ellos
viven su vida —lugar geográfico—, a las actividades que más les llenan —lugar psicológico— y al
fondo de su esquema de valores, experiencias y expectativas —lugar vital—. Allí se entabla el
diálogo que aspira a ser encuentro, porque fácilmente ellos, al sentir que se les ama como son,
nos amarán a nosotros y amarán lo que nosotros amamos. O en el peor de los casos, con sus
opciones y actitudes, nos pondrán sobre las pistas de una buena catequesis.
La buena catequesis tiene como base una buena pedagogía, y esta nos dice que siempre, y más en
esta etapa, el ser humano busca seguridades (en valores, personas y cosas), busca nuevas
experiencias, sentirse útil en la vida y ser útil para los de su entorno, y amar y ser amado. Y lo
mejor: la fe en Cristo, vivida en Iglesia, responde a estas motivaciones-necesidades profundas.
La riqueza emotiva debe ser vista como tal, debidamente compensada, pero jamás despreciada,
manipulada o exaltada. La pasión es un componente de la vida normal; la pasión por la vida y por
los valores pertenece a la más pura esencia evangélica. El mundo del símbolo, del arte, el
sentimiento, la trascendencia y la religiosidad, son valores a desarrollar, educar y evangelizar,
nunca a eliminar ni a infravalorar.
d) La dimensión ético-moral. Si toda actitud y acción cuenta con un componente ético-moral, la
búsqueda de autenticidad, de autonomía y de actividad, en el adolescente, permite tomar
conciencia de lo complejo de cada situación, de los diferentes puntos de vista justificados, del
obligado pluralismo, de la importancia de la coherencia personal y de los riesgos de la vida moral.
Cristo aparece como modelo, ayuda, fuerza y garantía. El presenta una moral en buena medida
acorde con la radicalidad típica del adolescente. La Iglesia, por su parte, presenta innumerables
testigos de una vida moral intachable. La oración, la interiorización de la Palabra, la revisión de
vida y otros recursos a mano ayudarán al adolescente a asumir actitudes morales cristianas.
Además de la presencia institucional, está la del catequista, de categoría humana y cristiana, con
capacidad de ser modelo de identificación, o al menos de convicción, para indicar metas, ayudar a
encontrar o construir caminos, acompañar durante el trayecto y testimoniar la vida y los valores.
La catequesis ayuda al adolescente a encontrarse a sí mismo, a estructurar su personalidad y a
multiplicar y proyectar sus posibilidades de realización hacia lo que sueña y puede. Ayuda a
encontrar en la fe valores capaces de apasionarle y polarizar sus energías.
2. UNA FE QUE SE ENCARNA Y PROYECTA. Desde estas mismas claves, la fe cristiana se presenta
como novedad: buena nueva. En ambientes alejados, el evangelio tiene el encanto de conectar
con la vida, lo más real de la existencia, y conectar con los ideales de persona, familia, sociedad
fraterna y felicidad. Lo nuevo es lo que construye, lo que hace futuro. Y la fe se presenta como
realidad que hay que ir descubriendo y haciendo, lo mismo que la propia personalidad. Hay que
abarcarla e interiorizarla. El adolescente entiende fácilmente que la fe auténtica no
necesariamente forma parte del mundo adulto que él tiende a rechazar, es la fe que adhiere
vitalmente a Cristo en Iglesia. La fe tiene mucho de utopía, de elemento unificador e impulsor de
la personalidad. Tiene mucho de absoluto y de definitivo. De construcción personal y de
perspectivas de futuro.
3. UN MÉTODO QUE ES EL CAMINO PARA LA META DE LA FE. No basta enseñar, hay que mostrar,
atestiguar, hacer experiméntar. Para los adolescentes de hoy vale lo que es tangible,
experimentable, lo que grita, congrega y arrastra: lo que para ellos es coherencia, testimonio sin
equívocos. Esta pedagogía exige: 1) Un estilo, talante y manera nueva de percibir, vivir y expresar
la fe. Hoy no convence el fiel practicante, dócil a la doctrina y enseñanzas de la Iglesia. Se
requieren creyentes de fe personalizada, experimentada, de colores vivos y llamativos o de
servicio callado pero eficaz; 2) Un modo nuevo de vivir y participar en la comunidad cristiana. Será
necesario ofrecer experiencias concretas de comunidad, en el fondo tan evangélicas como
juveniles: acogedora y dialogante, profética y comprometida con la causa de los humanos; 3) Un
modo más cercano y vital de ser Iglesia. Más en la línea de la praxis que de la doctrina y de las
normas. Que ofrezca razones para vivir, para luchar y para celebrar. Con micro-experiencias de
una Iglesia alternativa, que supere la excesiva institucionalización. En comunidad sí, pero no una
Iglesia que a menudo les aparece como fin a sí misma. Están muy cerca del Concilio: una Iglesia de
comunión y servicio; 4) Una metodología que funcione no a ritmo de gustos e intereses, sino de
necesidades y posibilidades: la Iglesia no la hace cada generación ni depende del subjetivismo
personal, grupal o generacional. La actitud dialógica debe practicarse a todos los niveles.
Ciertamente no excluye ninguna idea ni experiencia, pero tampoco toda la verdad surge del
diálogo: hay una fe confesada por millones de creyentes, que antes fue propuesta por Cristo y sus
elegidos, los apóstoles.
Hay adolescentes que, por circunstancias personales, familiares, sociales, etc., no forman parte de
ningún grupo de catequesis con otros de su edad.
«Todo bautizado, por estar llamado por Dios a la madurez de la fe, tiene necesidad y, por lo
mismo, derecho a una catequesis adecuada. Por ello, la Iglesia tiene el deber primario de darle
respuesta de forma conveniente y satisfactoria» (DGC 167).
«La pedagogía catequética es eficaz en la medida en que la comunidad cristiana se convierte en
referencia concreta y ejemplar para el itinerario de la fe de cada uno... Junto al anuncio del
evangelio de forma pública y colectiva, será siempre indispensable la relación de persona a
persona, a ejemplo de Jesús y de los apóstoles. De este modo la conciencia personal se implica
más fácilmente, el don de la fe, como es propio de la acción del Espíritu Santo, llega de viviente a
viviente, y la fuerza de persuasión se hace más incisiva» (DGC 158).
Un caso particular es el de los adolescentes con minusvalías. Los adolescentes con cualquier clase
de minusvalía son objeto prioritario de atenciones y de evangelización. Además de todos los
medios ordinarios de evangelización, la comunidad cristiana se ingenia para darles la preparación
posible y adecuada, y por lo tanto cualificada y específica. Lo que es opción evangélica favorece la
imagen pedagógica de la Iglesia: las opciones son muy a menudo el lenguaje más claro.
Afirma el Directorio «Ningún método, por experimentado que sea, exime al catequista del trabajo
personal, en ninguna de las fases del proceso de la catequesis. El carisma recibido del Espíritu, una
sólida espiritualidad y un testimonio transparente de vida cristiana en el catequista constituyen el
alma de todo método, y sus cualidades humanas y cristianas son indispensables para garantizar el
uso correcto de los textos y de otros instrumentos de trabajo. El catequista es intrínsecamente un
mediador que facilita la comunicación entre las personas y el misterio de Dios, así como la de los
hombres entre sí y con la comunidad. Por ello ha de esforzarse para que su formación cultural, su
condición social y su estilo de vida no sean obstáculo al camino de la fe; aún más: ha de ser capaz
de crear condiciones favorables para que el mensaje cristiano recibido sea buscado, acogido y
profundizado. El catequista no debe olvidar que la adhesión de fe de los catequizandos es fruto de
la gracia y de la libertad, y por eso procura que su actividad catequética esté siempre sostenida
por la fe en el Espíritu Santo y por la oración. Finalmente, tiene una importancia esencial la
relación personal del catequista con el catecúmeno y el catequizando. Esa relación se nutre de
ardor educativo, de aguda creatividad, de adaptación, así como de respeto máximo a la libertad y
a la maduración de las personas. Gracias a una labor de sabio acompañamiento, el catequista
realiza uno de los más valiosos servicios a la catequesis: ayudar a los catequizandos a discernir la
vocación a la que Dios los llama» (DGC 156).
A lo que nos dice el Directorio añadimos, resaltamos o especificamos algunos aspectos del
catequista de preadolescentes y adolescentes: inexcusable cercanía física y psicológica;
radicalidad en la esperanza, optimismo y entusiasmo; testimonios inequívocos de la opción por
Cristo y los demás; coherencia y constancia en la vida, en la relación y en el método; cultivo de los
valores humanos hasta poder ser modelo de identificación, dejando claro que el protagonista,
modelo y amigo que no falla, es Cristo; claridad de mente y capacidad de hacer síntesis entre fe y
cultura, con lenguajes de hoy; valorar a la Iglesia, a la comunidad cristiana, al asociacionismo...
para trabajar en equipo y hacer Iglesia, no su Iglesia; espiritualidad de lo cotidiano, nunca
excluyente de las otras formas válidas de vivir la fe; dominio del método inductivo, de técnicas y
recursos, creativo y favorecedor de la creatividad; capaz de compaginar utopía y realismo; abierto
a lo global y a los detalles, a lo esencial y a lo secundario; respetuoso de las situaciones y procesos
de cada uno, también de su propio papel de adulto educador; preocupado de su tarea de
orientador vocacional a lo largo de todo el proceso (cada uno donde pueda ser más feliz
trabajando por el Reino).
BIBL.: COMISIÓN NACIONAL DE PASTORAL CATEQUÉTICA, Proyecto de formación humana 2. Preadolescentes, CCS, Madrid 1990;
Proyecto de formación humana 3. Adolescentes, CCS, Madrid 1990; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, La iniciación cristiana.
Reflexiones y orientaciones, Edice, Madrid 1999; GEVAERT J. (dir.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987; MARTÍN G., La
religiosidad del preadolescente, CCS, Madrid 1988; PETITCLERC J. M., Cómo hablar de Dios a los jóvenes, CCS, Madrid 1997;
OBISPOS FRANCESES, Proposer la foi dans la societé actuelle. III Lettre aux catholiques de France, Cerf, París 1997; MARTÍN
VELASCO J., Ser cristiano en una cultura posmoderna, PPC, Madrid 1996; MION R., Domanda di valori e di religione nei giovani
' '
dell Europa dell Est e dell'Ovest, Salesianum 57 (1995) 305-357.
ADULTOS, Catequesis de
SUMARIO: I. El adulto y la edad adulta. II. La catequesis de adultos en el actual momento pastoral.
III. Principales aspectos pedagógico-catequéticos. IV. Las metas de la catequesis de adultos: 1. La
madurez de la fe; 2. La creación y el crecimiento de comunidades cristianas adultas. V. Los lugares
de la catequesis de adultos: 1. El catecumenado de adultos; 2. Los grupos catequéticos de
inspiración catecumenal; 3. La parroquia; 4. Los movimientos y asociaciones de fieles. VI. Algunos
rasgos necesarios de la actual catequesis de adultos. VII. Problemas abiertos de la catequesis de
adultos: 1. La catequesis de adultos en un contexto poscristiano; 2. Los diversos «modelos» de
catequesis de adultos; 3. Crecimiento del número de niños y adolescentes no bautizados; 4. La
presencia de la catequesis de adultos en el proyecto pastoral de las diócesis.
Hace algunos años, casi no se consideraba la conexión entre estas dos palabras: catequesis y
adultos. La catequesis era vista y entendida como una acción dirigida a niños y adolescentes. Hoy,
sin embargo, los documentos de la Iglesia manifiestan cada vez más una prioridad y una urgencia
pastoral de la catequesis de adultos. La misma idea tradicional de catequesis estaba más cercana
al concepto de formación permanente del cristiano (supuesta ya la fundamentación de la fe). Hoy,
por el contrario, la catequesis tiene como objetivo primordial la fundamentación básica de la fe.
Durante mucho tiempo se ha concebido la catequesis de adultos al estilo de una presentación
sistemática y orgánica de la fe, más en la línea y el estilo de una enseñanza teológica; hoy se
cambia también el estilo y la metodología, acercándose más a la pedagogía propia de un proceso
iniciatorio (cf IC 11 lss).
Las razones de estos cambios de perspectiva y de modos de hacer hay que buscarlas: 1) en el
cambio de contexto socio-cultural en que se desenvuelve la Iglesia de hoy; 2) en los cambios
experimentados por las ciencias de la educación en referencia al mundo de los adultos; 3)
finalmente, en el cambio de la conciencia de la propia Iglesia sobre su función iniciadora y
educadora de la fe.
La renovación catequética de la Iglesia española, que recibió un fuerte impulso a raíz del Vaticano
II (abril 1966: primeras Jornadas nacionales de catequesis), intuyó casi desde el primer momento
la urgencia y la importancia de la catequesis de adultos. Es verdad que al principio fue una idea
compartida sólo por unos pocos, pero la historia reciente muestra cómo se ha ido abriendo
camino con fuerza hasta desembocar en espléndidos frutos.
La forma como ha ido creciendo esta acción pastoral de la catequesis de adultos, a partir, muchas
veces, del entusiasmo de alguna persona o de algún grupo reducido, ha hecho también que a
veces resulte difícil o problemática la integración eclesial de estas acciones. Hoy, sin embargo, se
dispone de suficientes documentos orientadores de la Santa Sede y de la Iglesia española, que
ofrecen pistas más que sobradas para poder hacer un buen discernimiento e indicar cauces hacia
la comunión1.
Tratar ahora de la catequesis de adultos supone situarse ante tres coordenadas que se
complementan: 1) la coordenada antropológica, que ofrece una visión de lo que es el adulto y la
edad adulta; 2) la coordenada pastoral, que sitúa la catequesis de adultos en el momento actual
de la cultura y de la vida de la Iglesia; 3) la coordenada pedagógico-catequética, que ofrece pistas
para el planteamiento y la puesta en práctica de la catequesis de adultos en la situación presente.
En el lenguaje común, se entiende por adultez el estado de desarrollo pleno al que puede llegar
una persona tras las varias etapas de su crecimiento. Hoy se admite que, dentro ya de la adultez,
se va pasando por sucesivas etapas de la vida adulta, mientras dura la vida de la persona.
En épocas pasadas, en que las formas de vida y la cultura mantenían una relación mucho más
estrecha, el desarrollo de la persona hacia la adultez resultaba bastante armónico, de forma que
quien crecía en edad, iba creciendo a la vez, sin excesivas dificultades, en las restantes
dimensiones de su personalidad. En la actualidad, por el contrario, la diversidad de elementos que
influyen en la persona y la van configurando desde la niñez hace que los niveles de desarrollo que
se alcanzan puedan ser muy variados, según el grado de eficacia con que cada agente educativo
haya podido influir sobre la persona: familia, barrio, escuela, televisión, grupo religioso de
pertenencia. La adultez alcanzada según la edad biológica puede no corresponderse en absoluto
con el desarrollo o la maduración de otros aspectos de la personalidad. Esta constatación tiene
repercusiones importantes en el planteamiento de una posible catequesis de adultos.
Por otra parte, los permanentes cambios y nuevas influencias que la persona experimenta a causa
de su inmersión en el ambiente y en la cultura, la van llevando a la necesidad de una continua
adaptación a las nuevas situaciones, con lo que la adultez no llega a ser percibida como un estado
adquirido, sino más bien como una capacidad de afrontar nuevos retos, de posicionarse ante ellos
y de superar las dificultades que presentan. Ser adulto lleva hoy consigo un permanente ejercicio
de aprendizaje. Esta faceta de la condición adulta tiene también implicaciones importantes para la
catequesis.
No es este el lugar para entrar en la descripción psicosociológica del adulto ni de la edad adulta en
nuestro contexto cultural. Baste decir que esta etapa de la vida está ampliamente estudiada y
analizada por las ciencias humanas desde sus diferentes perspectivas 2. Un planteamiento
responsable de la catequesis de adultos y de la pastoral con adultos exige a los agentes pastorales
un mínimo conocimiento de estas aportaciones de la moderna investigación, sin fiar a la propia
intuición o a la capacidad de improvisar el éxito de la empresa.
Junto a la conciencia que el movimiento catequético ha ido despertando en los pastores y en los
catequistas, otra serie de hechos constatados de forma muy generalizada han contribuido
también a que se vea cada vez con más claridad la necesidad y urgencia de una catequesis de
adultos: 1) El contacto con los niños en la catequesis infantil, sobre todo en la preeucarística, hace
descubrir la carencia cada vez mayor de una primera iniciación al mundo de lo religioso en el
ámbito familiar. Este hecho es signo del grado de secularización cada vez más alto en la
generación adulta, sobre todo entre los adultos jóvenes; 2) El esfuerzo que se hace en las
catequesis presacramentales con adultos —catequesis de padres con ocasión de la primera
eucaristía de los hijos, catequesis prebautismales y catequesis prematrimoniales— se percibe
como una intervención pastoral sin pasado ni futuro, sólo puntual, por falta de un trabajo
continuado y de unas comunidades o grupos adultos de referencia; 3) El mismo futuro del gran
esfuerzo catequético que se lleva a cabo en los niveles de la infancia y la adolescencia, queda
cuestionado cuando no existen comunidades adultas capaces de acoger e integrar a las nuevas
generaciones de creyentes; 4) Un aspecto de gran trascendencia es la escasez o carencia absoluta
de presencia cristiana pública y confesante en los ambientes en que se fragua y construye la vida
de la sociedad: la política, la economía, el trabajo, la cultura, el ocio, la comunicación, etc. Incluso
habiendo cristianos presentes en tales realidades, en muchas ocasiones la falta de adultez de fe
hace que esa presencia no consiga ser operante e influyente.
Todas estas constataciones, así como las graves carencias de formación cristiana que se están
señalando entre los bautizados, han llevado a tomar conciencia de la necesidad prioritaria de una
acción catequética sólida y bien estructurada con los adultos en la actividad pastoral de la Iglesia.
Sin bajar a planteamientos técnicos de pedagogía catequética, se plantean aquí algunos principios
y orientaciones de carácter global sobre lo que hoy requiere la catequesis de adultos.
a) La catequesis debe considerar al adulto en cuanto tal. Después de bastantes siglos de tradición
catequética casi exclusivamente infantil, existe ciertamente el riesgo de transferir a la catequesis
de adultos los métodos y los acentos de la catequesis infantil.
Será necesario, por ello, tener en cuenta que, en nuestro tiempo, la pedagogía de los adultos —la
andragogía— ha conocido un desarrollo que no puede ignorarse y cuyos avances deben ser
incorporados a la catequesis de adultos. Al mismo tiempo, la cultura actual es reflejo y expresión
de un mundo adulto y de un pensamiento que afirma fuertemente la racionalidad y la autonomía
de la persona; por ello, un acercamiento al mundo religioso y a la experiencia de la fe que sea
respetuoso con el destinatario debe saber tratar a este teniendo en consideración su estado y su
situación concreta.
b) La catequesis debe tener en cuenta las etapas del proceso de fe. En una catequesis de adultos,
sobre todo de inspiración catecumenal, no puede olvidarse que los destinatarios proceden de una
cultura secular y con mínimas referencias religiosas, por lo que los procesos de despertar religioso,
propios de la etapa evolutiva infantil pueden no haberse vivido en su momento y resultar, por
tanto, necesarios. Lo mismo ha de decirse de una cierta iniciación al lenguaje simbólico, necesario
para que sea posible la transmisión de la experiencia religiosa. Por supuesto, estos procesos
habrán de ser propuestos de forma adaptada al contexto de la edad y de la cultura de los
destinatarios, pero deben ser mantenidos, porque resultan imprescindibles en muchos casos.
La etapa de la conversión, que normalmente es un tiempo de transformación interior más que una
decisión fulminante, debe ser también muy tenida en cuenta, respetada en su ritmo y
acompañada con cariño e inteligencia por el catequista. Pasar por alto esta etapa por no creerla
necesaria o darla por supuesta, sin que quizá haya existido nunca, puede tener consecuencias
muy negativas para el proceso de fe. Por el contrario, si se asegura bien, en cuanto sea posible, la
actitud sincera de conversión, puede haberse ganado el camino hacia la madurez de la fe.
c) La catequesis debe estar atenta al desarrollo armónico de todas las dimensiones de la fe. Estas
dimensiones, que el Directorio general para la catequesis enumera como «conocimiento de la fe,
educación litúrgica, formación moral, enseñanza de la oración e iniciación a la vida comunitaria y a
la misión» (DGC 84-86), no se van educando de forma lineal y sucesiva, sino simultáneamente y en
un proceso equilibrado y armónico. El privilegiar sólo alguna, o algunas, de estas dimensiones en
menoscabo de las restantes puede dar como resultado una vivencia de la fe parcial, empobrecida
o sin el necesario equilibrio. En este sentido, la acción testimonial y orientadora del catequista,
adulto en la fe, podrá contribuir grandemente a la auténtica maduración cristiana del
catecúmeno.
e) La catequesis debe ser vivida y llevada a cabo en un contexto comunitario. No sólo el grupo de
catequesis de adultos debe ir constituyéndose progresivamente como una inicial comunidad de
creyentes, sino que su camino debe estar orientado a una futura integración en la comunidad
eclesial en cuyo ámbito tal grupo ha nacido como grupo catequético. La comunidad cristiana es el
origen, lugar y meta de la catequesis (cf DGC 254). Por ello la referencia activa a la comunidad
debe ser una dimensión presente en todo momento en la vida del grupo. Un lazo de unión
insustituible entre el grupo y la comunidad es el catequista. El es el adulto en la fe, testigo y
acompañante de los que van haciendo el itinerario hacia la fe. Su talante, su sencillez, su cercanía
y, sobre todo, su testimonio convencido de enviado de la comunidad, van dando al grupo
catequético el tono y la referencia comunitaria que le ayudarán a crecer en su identidad eclesial.
Quienes nacen a la fe adulta en este clima comunitario, serán después los que reclamarán a la
comunidad cristiana el apoyo y el sostenimiento continuo que les será necesario para seguir
viviendo su vida cristiana.
a) En primer lugar, la capacidad de situarse como criatura ante el Creador y como hijo ante Dios-
Padre; de reconocer a Jesucristo como el Salvador y al Espíritu Santo como el origen de la
santidad; de abrir la propia existencia al don de Dios en espíritu de oración confiada. Este situarse
del adulto creyente ante Dios no encierra aspectos alienantes, sino que procede de una actitud
religiosa radical, que confiere al sujeto una conciencia de plenitud difícil de imaginar en otros
contextos quizá mucho más presentes en la actual cultura.
e) En quinto lugar, el creyente adulto se capacita para estar presente en el mundo y en sus
variados ámbitos (familia, cultura, trabajo, economía, política, etc.), en cuanto seguidor de
Jesucristo, y para colaborar con otras personas de buena voluntad —creyentes o no— en la
búsqueda y construcción de una sociedad y de unas relaciones entre las personas, según el ideal
del evangelio y el proyecto del reino de Dios.
f) Por último, aunque no con menos importancia, no puede pensarse la adquisición de las
capacidades enumeradas sin la asimilación contemporánea de una estructura de conocimiento de
los contenidos de la fe, acorde a la realidad y al nivel cultural de cada sujeto, y que es la que da
consistencia a las actitudes y a los comportamientos 3.
Entre los diferentes lugares de catequesis que suelen considerarse, hay varios que son más
propios de la catequesis de adultos:
Sucede, sin embargo, que algunos planes de formación permanente de esos grupos dan por
supuesto que los miembros ya han hecho el proceso catequético hacia la madurez de fe, cuando,
en muchos casos, este itinerario no ha tenido lugar en absoluto.
Esto puede provocar una falta de correspondencia entre la oferta de formación y las necesidades
reales de las personas. En unos casos, los propios movimientos o asociaciones ofertan a sus
miembros estos procesos de inspiración catecumenal; en otros, les orientan hacia aquellos lugares
donde pueden llevarlos a cabo. Cuando la catequesis tiene lugar en el seno del propio grupo, se
tiene la ventaja de desenvolverse en un contexto cristiano y apostólico concreto, al que resulta
fácil integrarse una vez finalizado el proceso. En el otro caso, la catequesis deberá ser completada
en el grupo de pertenencia con otros elementos formativos específicos del mismo.
De una u otra forma, lo verdaderamente importante es que cualquier miembro de una asociación
o movimiento cristiano encuentre la oportunidad de hacer, si lo necesita, un camino básico hacia
la fe adulta, que le capacite para vivirla con plena madurez y de forma consecuente.
Las especiales connotaciones culturales de la época actual, en la que viven los destinatarios de la
catequesis de adultos, configuran sin duda la propia catequesis. He aquí algunos de los rasgos que
hoy parece más necesario lograr en la catequesis de adultos:
a) La catequesis de adultos debe ser una acción de marcado acento «misionero». Fueron primero
el Concilio y después los sínodos sobre la evangelización y sobre la catequesis los que resaltaron
con fuerza el carácter procesual del camino de la fe. La experiencia confirma también que, cuando
no se ha dado la primera adhesión a la fe, es decir, la conversión, no es posible esperar que
enraíce en la persona la enseñanza catequética. En nuestro país, de fuerte tradición de
cristianismo sociológico, muchos intentos de implantar una catequesis de adultos han fallado o
han encontrado graves dificultades por la carencia de acciones previas de carácter misionero, qu e
hayan llevado a las personas a una conversión inicial. Por esta razón, se ha ido abriendo camino el
planteamiento de una catequesis misionera que, teniendo en cuenta esta carencia, contenga una
carga importante de anuncio explícito y sea capaz de despertar la fe, al mismo tiempo que ofrece
los elementos que le dan contenido y la ilustran. La Iglesia de hoy experimenta una grave carencia
de acción directa e intencionalmente misionera. Esta catequesis misionera atiende especialmente
a esta dimensión de anuncio y suple lo que quizá debería haberse hecho previamente y en otros
ámbitos. Porque la conversión, que es base y cimiento de cualquier proceso de fe, no puede
nunca darse por supuesta.
acogida, gratuidad...); la conciencia de paso que debe significar el hecho del bautismo —tanto si
se recibe en el caso del catecumenado propiamente dicho como si se renueva y se actualiza en el
caso de la catequesis pos-bautismal— son elementos propios de la experiencia de la iniciación,
que tienen que formar parte hoy del proyecto de la catequesis de adultos. Ignorar esta dimensión
puede suponer dejar al margen un aspecto enraizado en la más antigua tradición cristiana y que
hoy, a causa de los condicionamientos culturales, difícilmente puede ser dado por supuesto, ni
puede ser suplido por la presencia de otras facetas de la catequesis.
c) Una catequesis con un fuerte protagonismo laical. La acción misionera se lleva a cabo
normalmente en las fronteras de la fe, que son los terrenos propios de los creyentes laicos. La vida
y la palabra testimonial de un laico tienen una fuerza de interpelación y de convicción que no
puede tener la palabra de un sacerdote, frecuentemente considerado desde fuera como un
profesional de lo religioso. La acción misionera y la catequesis de adultos tiene más eficacia cuanto
más se apoya en los creyentes laicos. El trabajo del sacerdote deberá centrarse más en la
formación y el acompañamiento de estos agentes. Este modelo de catequesis de adultos quizá
ponga en cuestión algunos proyectos pastorales de corte más clerical. Sin embargo, parece que el
futuro se abre camino a partir de estos planteamientos.
d) Una catequesis de fundamentación básica de la fe. La catequesis de adultos que hoy parece
necesaria debe poner el acento en la estructura ción de una personalidad creyente, más que en la
eventual transmisión de amplios conocimientos. No se olvide que esta fue, en su momento, la
tarea del catecumenado primitivo, que precedía al bautismo: la iniciación cristiana. La catequesis
de adultos adquiere este carácter cuando es fiel a la inspiración catecumenal. Este talante está
hoy presente en la mayoría de los procesos catequéticos con adultos, ya que estos, de una u otra
forma, están inspirados en el RICA (cf IC 11 lss). Aunque la catequesis con ya bautizados —y la
mayoría de las veces sacramentalizadostendrá unos elementos propios, diferentes del
catecumenado propiamente dicho, sin embargo, su estilo, sus acentos y casi todos sus objetivos
guardan una gran coincidencia con él.
El estilo misionero no se traduce hoy tanto en un afán conquistador cuanto en una capacitación
para la presencia testimonial en ámbitos marcados por el secularismo y la indiferencia, así como
para el diálogo con personas que quizá viven y practican otros credos religiosos. La inculturación
de la fe tendrá que realizarse hoy a través de estas difíciles mediaciones: la presencia como
levadura en la masa en medio de la cultura profana y secular; el encuentro franco, respetuoso y
tolerante con otros planteamientos filosóficos y religiosos; la propuesta valiente de los valores
evangélicos y de la fe cristiana como oferta de enriquecimiento capaz de humanizar el mundo
presente.
Precisamente porque la pastoral catequética con los adultos tiene lugar en una Iglesia viva y en
camino, no puede pensarse que todos los problemas estén resueltos. Los pastores y los agentes
de pastoral deben afrontar las nuevas situaciones buscando aquellas respuestas que, en los
momentos actuales, se vean más eficaces. Se presentan algunos de los problemas más urgentes
entre nosotros.
Junto a los signos, se hace también necesario capacitar a los agentes de la misión. La tarea de los
adultos cristianos, de los militantes de movimientos apostólicos es, en este ámbito, urgente e
imprescindible. Pero esa tarea demanda una formación específica. El diálogo misionero tiene unas
características que es necesario conocer y cuyo ejercicio es necesario también aprender. Esta
deficiencia de agentes formados para la misión en las fronteras de la fe es una carencia grave de
nuestra Iglesia. Recientemente, la Santa Sede ha ofrecido dos Instrucciones sobre el diálogo que,
aun teniendo objetivos diferentes a los que aquí se plantean, contienen orientaciones plenamente
válidas para entablar un diálogo, en cuyo punto de mira está la propuesta de la fe4. Puede
afirmarse que, en contextos poscristianos, el diálogo misionero del creyente con el alejado de la fe
ocupa un lugar por derecho propio.
2. Los DIVERSOS «MODELOS» DE CATEQUESIS DE ADULTOS. Así como en la Iglesia de los primeros
siglos el catecumenado bautismal estaba profundamente vinculado a la Iglesia local y a la persona
del obispo, en este último tercio del siglo XX, en el que se ha asistido a una gran expansión de la
catequesis de adultos —sobre todo según el modelo y la inspiración catecumenal— la pluralidad
de planteamientos hace más difícil la unidad eclesial que tanto resplandeció en la antigüedad.
Esta pluralidad nace de los diversos orígenes de las experiencias catequéticas; de los diferentes
contextos socioculturales en los que se han ido desarrollando; de las personas que las han
inspirado; de los diferentes métodos que se han utilizado y se siguen poniendo en práctica. Hay
que decir que esta pluralidad, siendo en sí un valor y un signo de los tiempos en la Iglesia, puede
contener el riesgo de una cerrazón, de un particularismo o de una exclusividad, que siempre son
negativos, si no se educa exquisitamente la actitud de comunión eclesial. Puede aceptarse sin
reservas una variedad de métodos catequéticos de inspiración catecumenal, siempre que sea
común la imagen de Iglesia hacia la que se camina, es decir, siempre que haya una confluencia
cordial y sincera en la eclesiología. Esta eclesiología no puede ser más que la ofrecida por la
Lumen gentium. Si en algún caso las divergencias se dan en este nivel, quizá se esté no ante un
pluralismo, sino ante un riesgo real de quiebra de la comunión.
Será entonces necesario hacer una reflexión desde la teología de la Iglesia local y desde el obispo,
como garante de la unidad, para comprender bien el sentido profundamente eclesial de la
institución del catecumenado y del lugar que deben ocupar los itinerarios de inspiración
catecumenal dentro de la vida de una diócesis. Si no se tienen en cuenta estas referencias, las
conclusiones pueden resultar distorsionadas.
NOTAS: 1. Disponemos, en primer lugar, del nuevo Directorio general para la catequesis (DGC), publicado el 15 de agosto 1997,
que debe ser considerado como la actualización y propuesta autorizada de toda la doctrina catequética elaborada por la Iglesia
desde la publicación del anterior Directorio general de pastoral catequética (Directoriurn Catechisticum Generale, DCG), de
1971. Se tiene en cuenta también el documento La catequesis de adultos en la comunidad cristiana, publicado por el Consejo
Internacional de Catequesis, en la pascua de 1990. Con referencia a la Iglesia española, hay que mencionar las Orientaciones
pastorales sobre la catequesis de adultos, de diciembre de 1990, y La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones, de
noviembre de 1998, donde la Conferencia episcopal aplica a la realidad española el contenido del Ritual de la iniciación cristiana
2
de adultos (RICA). — Pueden consultarse al respecto, con una orientación específica hacia la catequesis de adultos: CENTRO
NACIONAL DE ENSEÑANZA RELIGIOSA DE FRANCIA, Formación cristiana de adultos, Desclée de Brouwer, Bilbao 1989, II Parte; E.
ALBERICH-A. BINZ, Catequesis de adultos, CCS, Madrid 1994, cap. 4. — 3 En el Directorio general de pastoral catequética (DCG),
de 1971, puede encontrarse una descripción muy detallada de la madurez de fe, que continúa teniendo plena vigencia para
4
evaluar la eficacia de un proceso de catequesis de adultos (DCG 21-30). — Se trata de las orientaciones sobre «diálogo y
misión», del Secretariado para los no cristianos, de 1984 (traducción de los Secretariados de Catequesis del Sur, Málaga 1993 ), y
del documento «Diálogo y anuncio» del Pontificio Consejo para el diálogo interreligioso y la Congregación para la evangelización
de los pueblos (Ecclesia 2547 [28 septiembre 1991] 25-42).
BIBL.: ALBERICH E.-BINz A., Catequesis de adultos, CCS, Madrid 1994; Formas y modelos de catequesis con adultos, CCS, Madrid
1996; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones, Edice, Madrid 1999; CONSEJO
INTERNACIONAL PARA LA CATEQUESIS, La catequesis de adultos en la comunidad cristiana, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del
Vaticano 1990; FLORISTÁN C., Para comprender el catecumenado, Verbo Divino, Estella 1989; GIGUÉRE P., Una fe adulta. El
proceso de maduración en la fe, Sal Terrae, Santander 1995; SECRETARIADOS DE CATEQUESIS DE LAS DIÓCESIS DEL SUR,
Catequesis misionera en Andalucía. Criterios para una catequesis de inspiración catecumenal con adultos, en Actualidad
catequética 159 (1993) 131-143.
AGENTES DE LA CATEQUESIS
SUMARIO: I. El Agente divino: el Espíritu Santo. II. Los agentes eclesiales: 1. La comunidad
cristiana (la Iglesia); 2. El obispo. El papa; 3. Los presbíteros; 4. Los laicos: los padres; los
catequistas laicos; 5. Los religiosos; 6. Los responsables diocesanos; 7. Los catequetas.
(EN 75; CT 73; DV 58-60, ChL 61; DGC 42-45 y 288; CC 108 y 182-194; IC 11)
La catequesis, antes que tarea humano-eclesial, es obra del Espíritu Santo. El es «el agente
principal de la evangelización» (EN 75) y «el principio inspirador de toda obra catequética y de los
que la realizan» (CT 73).
Sin pretender desarrollar un esquema teológico completo de la acción del Espíritu Santo,
indicamos algunos de los aspectos más significativos para el tema que nos ocupa1:
a) Una lectura atenta de los evangelios nos hace descubrir la presencia constante del Espíritu
Santo en la vida y misión de Jesucristo, evangelio de Dios, primer evangelizador y modelo de
evangelizadores (cf EN 7): la encarnación del Verbo en las entrañas de María acontece «por obra
del Espíritu Santo» (símbolo apostólico [cf Lc 1,35]), el Espíritu unge a Jesús (cf Mc 1,9-11par.; Lc
4,18; He 10,38), lo impulsa al desierto (cf Mc 1,12par.) y lo acompaña a lo largo de su vida pública,
de modo que Jesús predica y actúa «impulsado por el Espíritu Santo» (Lc 4,14; cf Lc 10,21; Jn
3,34). Jesús promete que, después de su resurrección, enviará el Espíritu a los creyentes (cf Jn
7,37-39; 16,7) y lo da efectivamente a los apóstoles (cf Jn 20,22). Cf DV 15-24.
c) En la vida de la comunidad cristiana, el Espíritu Santo tiene la misión de enseñar y recordar a los
creyentes todo lo que ha dicho Jesús (cf Jn 14,26). «Las palabras enseñar y recordar significan no
sólo que el Espíritu, a su manera, seguirá inspirando la predicación del evangelio de salvación, sino
que también ayudará a comprender el justo significado del contenido del mensaje de Cristo,
asegurando su continuidad e identidad de comprensión en medio de las condiciones y
circunstancias mutables. El Espíritu Santo, pues, hará que en la Iglesia perdure siempre la misma
verdad que los apóstoles oyeron de su Maestro» (DV 4).
La revelación definitiva del Padre nos ha sido entregada en Jesucristo, Mesías, Señor y Redentor;
en este sentido, la obra de la redención, la evangelización y la fe serán siempre cristocéntricas.
Pero se trata de un «cristocentrismo trinitario» (DGC 99), siendo el Espíritu Santo el que, por un
lado, posibilita en la Iglesia la memoria viva de Jesús, fielmente conservada y transmitida y, por
otro, «vivifica esta enseñanza, haciendo que no se reduzca a simples y abstractas enunciaciones
de verdades, sino que sea espíritu y vida, revelación de un rostro, el de Cristo, imagen del Padre» 2.
El Espíritu actúa así en el creyente como «Maestro interior que, en la intimidad de la conciencia y
del corazón, hace comprender lo que se había entendido, pero que no se había sido capaz de
captar plenamente» (CT 72), de modo que el conocimiento de la fe se haga verdaderamente
sapiencial, íntimo, vital, comunión, confesión y testimonio. Este es el sentido profundo de la
afirmación paulina: «Nadie puede decir "Jesús es Señor", si no es movido por el Espíritu» (1Cor
12,3). «Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo» (CCE 154; cf
DV 5).
Como escribe L. González-Carvajal, «la tradición espiritual y teológica de Occidente –san Agustín,
san Gregorio Magno, la Imitación de Cristo...– ha cultivado un tema...: el del maestro interior.
Hace falta, desde luego, un maestro exterior que evangelice y enseñe; pero ello no serviría de
nada si un maestro interior no facilitara la comprensión de la palabra exterior. Este maestro
interior –no hace falta decirlo– es el Espíritu Santo. De ahí la antiquísima costumbre, practicada ya
por san Juan Crisóstomo, de invocar al Espíritu Santo antes de comenzar la predicación» 3. Como
maestro interior, el Espíritu Santo actúa tanto en el evangelizador-catequista como en el
evangelizado-catecúmeno:
d) El Espíritu hace testigos: «Él dará testimonio de mí. Y vosotros también lo daréis» (Jn 15,26ss; cf
He 1,8). Finalidad de la catequesis es hacer testigos del Resucitado, cristianos maduros en su fe y
en su responsabilidad apostólica. «La catequesis, que es crecimiento de la fe y maduración de la
vida cristiana hacia la plenitud, es por consiguiente una obra del Espíritu Santo, obra que sólo él
puede suscitar y alimentar en la Iglesia» (CT 72).
e) El Espíritu suscita los carismas y ministerios en la Iglesia, llamados «dones espirituales» (1Cor
12,1; cf Rom 12,6-8), entre los que están el de la predicación y la enseñanza de la fe y el
«ministerio de la catequesis» (CT 13; DGC 219; cf CCE 797-801). En este sentido, la Iglesia, agente
de la evangelización, es previamente obra del Espíritu, que la configura como comunidad
carismática y ministerial para poder vivir y ofrecer al mundo el evangelio de Jesucristo.
1. LA COMUNIDAD CRISTIANA (LA IGLESIA) (EN 59ss.; DGC 78ss., 105 y 219ss.; CC 266; CAd 107-
110; CCE 863ss). «La obra de la evangelización es deber fundamental del pueblo de Dios» (AG 35).
«Evangelizar no es para nadie un acto individual y aislado, sino profundamente eclesial... La Iglesia
es toda ella evangelizadora» (EN 60). «La iniciación cristiana en el catecumenado no deben
procurarla solamente los catequistas o sacerdotes, sino toda la comunidad de fieles...» (AG 14).
«La catequesis ha sido siempre y seguirá siendo una obra de la que la Iglesia entera debe sentirse
y querer ser responsable» (CT 16). «La catequesis es una responsabilidad de toda la comunidad
cristiana» (DGC 220).
Esta insistencia, reflejada en este puñado de textos significativos, nos hace mirar a la Iglesia
entera como el gran agente y responsable primero de la catequesis. Toda la Iglesia ha recibido la
misión de anunciar el evangelio a todos los hombres (cf EN 59, ChL 35) y de educar en la fe a sus
propios miembros (cf ChL 61). Esta doble tarea (anuncio del evangelio hacia fuera y dentro de la
comunidad, anuncio misionero, afianzamiento y desarrollo catequético) es compartida por la
comunidad entera, si bien «sus miembros tienen responsabilidades diferentes, derivadas de la
misión de cada uno» (CT 16).
a) Unidad de misión, variedad ministerial. «Hay en la Iglesia variedad de ministerios pero unidad
de misión» (AA 2). Esta frase lapidaria del Vaticano II, unida a otras afirmaciones similares sobre
todo de LG y AG además del propio AA, sienta las bases de la corresponsabilidad evangelizadora y
apostólica de todo el pueblo de Dios, partícipe de la misma tarea de Jesucristo. Jesucristo es el
Enviado del Padre. En multitud de textos evangélicos y de otros escritos neotestamentarios se
expresa la conciencia de que Jesús es enviado, mejor, el enviado definitivo y revelador pleno de
Dios, en continuidad con los demás enviados genuinos de la historia de la salvación (sobre todo,
los profetas), pero con una relevancia excepcional y única (cf Heb 1,1-4). La clave de envío-misión
es fundamental para entender la vida y la obra de Jesús (cf LG 3). Esta misión o envío engloba toda
la obra salvífica de Jesucristo: revelación del Padre, el Reino manifestado en hechos y palabras,
predicación, signos, liberación, redención, vida eterna...
De este envío de Jesucristo nace el envío de la Iglesia: «Como el Padre me envió a mí, así os envío
yo a vosotros» (Jn 20,21; cf LG 17). La misión de la Iglesia hemos de entenderla, ante todo, en
sentido global, como servicio a la obra salvífica de Jesucristo. Así la entiende el Concilio, como
tarea global y total de la Iglesia: «La Iglesia ha nacido con la finalidad de propagar el reino de
Cristo por toda la tierra para gloria de Dios Padre y, de esta forma, hacer partícipes a todos los
hombres de la redención salvadora» (AA 2). La misión es, pues, todo aquello para lo que la Iglesia
ha sido constituida y existe, su razón de ser y su tarea, en cuanto «sacramento universal de
salvación» en medio de la historia (cf LG 48).
En esta tarea-misión, que el Concilio llama también apostolado, participa todo cristiano por el
hecho de serlo: «Se impone a todos los cristianos la obligación gloriosa de colaborar para que
todos los hombres, en todo el mundo, conozcan y acepten el mensaje divino de la salvación» (AA
3; cf LG 17). Esta responsabilidad, compartida con los demás miembros del pueblo de Dios, nace
de los sacramentos de la iniciación (bautismo, confirmación y eucaristía [cf AA 3]), entendidos
como una unidad5.
Siendo fieles a la eclesiología conciliar, podemos hacer estas dos afirmaciones fundamentales: 1)
toda la Iglesia es portadora y responsable de la misión, que es su razón de ser y su tarea; 2) la
comunidad cristiana realiza esto mediante una variedad de carismas o dones (cf LG 12, 32; AA 3),
que se configuran como ministerios (en sentido amplio de servicios, tareas y funciones).
Esta apostolicidad de todo el cuerpo eclesial no se puede separar de la del ministerio apostólico
de los obispos (y, en su medida, de todo ministerio ordenado), ministerio que tiene en la Iglesia la
función de salvaguardar (velar por, épiskopein) la fidelidad de la Iglesia a su Señor y a la enseñanza
que de él nos viene por medio de los apóstoles 8.
El Vaticano II utiliza frecuentemente la palabra apostolado para referirse a la responsabilidad de
todos los miembros, especialmente de los fieles laicos, en la única misión eclesial: «La vocación
cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado» (AA 2).
c) Pueblo profético, sacerdotal y real. El triple oficio o munus de Cristo profeta, sacerdote y rey es
participado por el cristiano en virtud de su incorporación a Cristo por los sacramentos de la
iniciación (cf LG 10-13, 34-36)9. «Los tres oficios responden a las tres acciones fundamentales a
través de las cuales la Iglesia vive, se edifica y cumple su misión» 10. Esta participación en el triple
oficio no es meramente pasiva, sino que tiene que ser ejercida en la vida concreta cristiana11. El
Vaticano II habla de una triple tarea/exigencia, que primero es don y gracia, derivada de la triple
participación bautismal12:
— Tarea evangelizadora (oficio profético): Hacia fuera: todo cristiano está «obligado a confesar
delante de los hombres la fe recibida de Dios por medio de la Iglesia» (LG 11, cf AA 6) mediante el
testimonio de la vida y la palabra (cf LG 35); y al interior de la propia comunidad cristiana (se cita
concretamente el servicio de la catequesis [cf AA 10, 24]).
— Tarea santificadora: en los distintos ámbitos de la vida, a través del consejo, el servicio de la
reconciliación, la caridad, etc. (servicio mediador), mediante el «culto espiritual» (LG 11), por el
que todo cristiano ofrece su propia existencia «como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios,
como culto auténtico» (Rom 12,1; cf 1Pe 2,5), así como por su participación en la celebración
litúrgica de la Iglesia, especialmente de la eucaristía, en la que no sólo los ministros ordenados
sino todos pueden asumir servicios concretos y deben participar activamente (cf AA 6, 24; SC 14,
26ss).
— Tarea regia, de conducción de las realidades de la vida y de la historia «en la justicia, el amor y
la paz» (LG 36; cf AA 7), en sintonía con los valores del reino de Dios. Esta responsabilidad,
compartida por todos los cristianos (pues la Iglesia entera está en medio del mundo al servicio del
Reino, y en este sentido todo el pueblo de Dios es secular13), es especialmente propia de los fieles
laicos, que «tienen como vocación específica el buscar el reino de Dios ocupándose de las
realidades temporales y ordenándolas según Dios» (LG 31), ya que su vida se desarrolla
normalmente en medio de las profesiones y actividades del mundo, en la vida familiar y social.
d) La catequesis, ministerio eclesial. Dentro del ministerio profético de la Iglesia, pero referido en
realidad a todas sus dimensiones, destaca el de la catequesis 14. CT 13 utiliza la expresión
«ministerio de la catequesis», por su importancia y significación en y para la Iglesia. Es un
ministerio esencial, que tiene que ver con toda la vida de la Iglesia (anuncio de la palabra,
celebración sacramental y litúrgica, vida de caridad y testimonio...) y en él está implicada toda la
comunidad cristiana. «La catequesis ha de ponernos en contacto con todo el misterio de la
salvación, tal como la comunidad cristiana lo proclama, lo celebra y io vive» 15.
Ya hemos dicho cómo, según el Vaticano II, el anuncio misionero, mediante el testimonio de vida y
la confesión de la fe ante los demás, es responsabilidad de todo bautizado-confirmado, es decir,
de todo cristiano iniciado incorporado a Cristo: «Todos los discípulos de Cristo han recibido el
encargo de extender la fe según sus posibilidades» (LG 17, 33). «Se impone a todos los cristianos
la obligación gloriosa de colaborar para que todos los hombres, en todo el mundo, conozcan y
acepten el mensaje divino de la salvación» (AA 3). En lógica consecuencia, ningún miembro de la
comunidad cristiana debe sentirse ajeno a la tarea que continúa la obra de la evangelización
primera, en el seno de la comunidad: el catecumenado y la catequesis.
Por tanto, aunque no todos los miembros intervengan en la tarea catequética directamente, son
responsables, en cuanto miembros de la comunidad, de una acción que es «de toda la Iglesia» (CT
16) y que es, además, una de sus acciones esenciales. Lo hacen así mediante su testimonio
personal y comunitario, su contribución activa a la frescura y vigor evangélicos de la comunidad, la
oración por los catecúmenos y los catequistas, su disposición a ejercer el servicio de la catequesis
si tienen la capacitación adecuada y son requeridos para ello, el interés por los distintos servicios
eclesiales, etc.
Se pone así de manifiesto el carácter materno de toda la Iglesia que inicia y acoge, gesta para la fe,
da a luz a los nuevos cristianos y los acompaña en su crecimiento (cf DGC 79). Estos nacen y
crecen en la fe de la Iglesia: «la de los apóstoles, que la recibieron del mismo Cristo y de la acción
del Espíritu Santo; la de los mártires, que la confesaron y la confiesan con su sangre; la de los
santos, que la vivieron y viven en profundidad; la de los Padres y doctores de la Iglesia, que la
enseñaron luminosamente; la de los misioneros, que la anuncian sin cesar; la de los teólogos, que
ayudan a comprenderla mejor; la de los pastores, en fin, que la custodian con celo y amor y la
enseñan e interpretan auténticamente» (DGC 105).
Hablar de la fe de la Iglesia no significa negar que la fe es, ante todo, don de Dios y también
respuesta personal de cada creyente. Quiere decir que es en la Iglesia y por medio de ella,
iluminada y guiada constantemente por el Espíritu Santo, donde encontramos a Jesucristo
verazmente (auténticamente) y nos encontramos con él (fe como experiencia y encuentro
interpersonales, fe como conversión). La fe en Dios, en Jesucristo, en la Trinidad... es la fe de la
Iglesia, en el sentido de que es la fe que la convoca desde los tiempos de los apóstoles, que ella
profesa, de la que vive y para cuyo servicio y anuncio existe.
La Iglesia, salvando la acción primordial del Espíritu Santo, como hemos visto antes, es agente (no
en el sentido de creadora y dadora sino como pedagoga de la fe y servidora del encuentro
salvador, tanto del catecúmeno con Cristo como de Cristo con el catecúmeno) y lugar o ámbito
divino-humano del nacimiento, crecimiento y vivencia de la fe. Es agente y lugar de la catequesis.
e) La Iglesia particular (ChL 25ss.; DGC 217ss.; CC 290-295; CAd 115-124). No es uniforme el modo
de expresarse los teólogos a la hora de utilizar la terminología Iglesia particular e Iglesia local.
Aquí utilizamos la propuesta en el DGC (nota 1 al n. 217), donde Iglesia par
ticular significa diócesis, y evitamos el uso de Iglesia local, que unos aplican a las comunidades
cristianas dentro de la Iglesia particular 16 y otros, como el DGC, a la agrupación de Iglesias
particulares, realidad esta que otros llaman Iglesia regional17.
La Iglesia en su plenitud, en cuanto a los elementos constitutivos esenciales, solamente se realiza
en la Iglesia universal y en la Iglesia particular o diócesis. La Iglesia universal se entiende como
«cuerpo de las Iglesias» (LG 23) o «la comunión de las Iglesias particulares»18 y en cada una de
estas, a su vez, «está verdaderamente presente y actúa la Iglesia de Cristo, una, santa, católica y
apostólica» (CD 11). Existe, además, una pluralidad de comunidades de fieles que también son
llamadas Iglesias (cf LG 26), siempre que estén unidas a sus pastores y presididas por el ministerio
pastoral; sería lo que llamamos parroquias y otras comunidades cristianas con distintas
apelaciones (pequeñas comunidades, comunidades eclesiales de base, etc).
Los elementos constitutivos de la Iglesia particular, según la definición de CD 11, son: 1) el pueblo
de Dios (una porción del mismo, porque el pueblo de Dios entero es la Iglesia universal); 2) el
Espíritu Santo (creador y configurador de la ecclesía o convocación de los creyentes); 3) el
evangelio (la palabra de Dios cuyo culmen es Jesucristo); 4) la eucaristía (en cuanto sacramento
primordial de la koinonía o comunión eclesial), y 5) el ministerio apostólico del obispo junto con
su presbiterio19. (Cf CC 290ss).
Dentro de la Iglesia particular destacan, entre otras comunidades cristianas, las parroquias (cf SC
42); el destacan es del propio Concilio, lo que indica una cierta primacía de las parroquias sobre
otras comunidades cristianas en el seno de la Iglesia particular (cf ChL 26). Las parroquias han
tenido históricamente, y siguen teniendo, una relevancia grande en la configuración y
organización pastoral de la Iglesia, en general, y en lo que se refiere a la iniciación cristiana y, por
tanto, a la catequesis en particular (cf CT 67; DGC 257). La pila bautismal y el altar son los signos
visibles de este encargo que la Iglesia particular confía especialmente a la comunidad parroquial,
esto es, la tarea materna participada de la diócesis de gestar nuevos cristianos20. Aun en aquellos
casos en que la catequesis, por las razones válidas que sean, se desarrolla en otros ámbitos
comunitarios (colegios, movimientos, etc.), estos deben sentirse muy integrados en el ministerio
catequético de la Iglesia particular, normalmente a través de su inserción en la parroquia y/ o en
el arciprestazgo (cf CT 67; cf CC 268-271).
2. EL OBISPO. EL PAPA (EN 68; CT 63; DGC 222ss; CCE 874-896; CC 314; CAd 234; CF 43-46; IC 15-
16). En el ministerio de la catequesis en la Iglesia particular, tiene el obispo, en virtud de su
ministerio apostólico, un papel insustituible. El no puede realizar solo el ministerio de la
catequesis, pero este no puede ser realizado sin él.
a) Enseñanza y garantía de la verdad. Entre las funciones del obispo sobresale la de enseñar (cf CD
12), no una verdad abstracta, sino una «doctrina de vida» (CT 63), la Verdad de la salvación de
Jesucristo. Enseñar equivale a anunciar el mensaje de manera autorizada, con la autoridad que le
viene del ministerio apostólico. «La sucesión apostólica está constituida, como apostolicidad
formal, por la conservación de la doctrina transmitida desde los apóstoles» 21
Se trata, fundamentalmente, de la garantía de estar en comunión de vida y de fe con lo que la
Iglesia recibió de los apóstoles, su testimonio veraz acerca del Señor Jesús (cf He 16,32). El
«carisma cierto de la verdad» (charisma veritatis certum, san Ireneo22), recibido por el obispo, es
un don para toda la comunidad, no separable, ciertamente, del sensus fidei del conjunto de los
creyentes, sino a su servicio, como garantía de permanencia en la tradición viva de la Iglesia (cf LG
12). Este aspecto de garantía de eclesialidad es fundamental, puesto que el iniciado lo es, como
dijimos arriba, en la fe de la Iglesia, no en la fe de nadie en particular, para confesar la fe común:
«Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo y un solo Dios, padre de todos» (Ef 4,5). La
catequesis, sobre todo la de iniciación, por transmitir los fundamentos comunes de la fe y de la
vida cristiana, es la forma eclesial por excelencia de la educación de la fe, y hasta tiene cierto
carácter de oficialidad en la Iglesia que no revisten otras formas más opcionales y coyunturales de
educación permanente de la fe, que también son eclesiales.
b) Ministerio de comunión. Los obispos participan, en cuanto miembros del colegio episcopal, de
la solicitud por todas las Iglesias (cf CD 6) y ayudan con su ministerio a afianzar en los miembros
de sus Iglesias particulares la conciencia de pertenecer a un pueblo de Dios universal, enseñando
«a todos los fieles a amar a todo el Cuerpo místico de Cristo» (LG 23). A la vez, son vínculo de
comunión al interior de la propia diócesis, por su ministerio de presidencia de la entera
comunidad diocesana.
Al obispo se le pide, en relación con el ministerio de la catequesis (cf CD 14; CT 63; DGC 223):
— Ejercer él mismo este ministerio, en la medida de sus posibilidades, siguiendo el ejemplo de los
grandes Padres (Cirilo de Jerusalén, Juan Crisóstomo, Ambrosio, Agustín...), verdaderos
protagonistas del catecumenado en sus Iglesias (cf CT 12). En la situación actual, en que esto es
con frecuencia difícil, el obispo debe buscar oportunidades de estar en contacto directo con el
ministerio catequético, por ejemplo, impartiendo algunas catequesis a adultos que han de ser
bautizados o confirmados, relacionándose frecuentemente con los responsables de la actividad
catequética y los catequistas, compartiendo sus gozos y preocupaciones, realizando alguna
celebración significativa de la encomienda del servicio catequético y envío de catequistas, etc.
— Velar por la «autenticidad de la confesión de fe» (DGC 223), de modo que no falte ninguno de
los elementos que hacen que el acto de fe sea verdadero, como adhesión no sólo a una doctrina
sino también a la persona de Jesucristo. En relación con esto, CT 63 se refiere a la «tarea ingrata
de denunciar desviaciones y corregir errores»; también esto pertenece, si es necesario, a la tarea
de vigilancia del obispo (el verbo griego épiskopein, del que deriva obispo, tiene el sentido de
vigilar, cuidar de, estar atento a..., como lo expresan estas palabras de Ignacio de Antioquía a
Policarpo de Esmirna: «Vigila, ya que has recibido un espíritu [pneuma] que no duerme»23).
Conviene, no obstante, insistir en que no se trata de cuidar solamente de la integridad de•la
doctrina, sino también de la dinámica propia de la iniciación, que no transmite sólo contenidos
sino que educa creyentes. Y que, junto a la vigilancia, ha de estar presente el estímulo.
— Promover, con la ayuda de los expertos, textos y otros instrumentos didácticos (cf DGC 283),
cuidando que respondan al objetivo final de una verdadera iniciación en sentido completo. De
manera especial, la publicación de los catecismos es responsabilidad directa de los obispos (cf
DGC 284).
— Cuidar la formación integral de los catequistas, que son un elemento fundamental en la calidad
de la catequesis. Cuidar igualmente que los candidatos al presbiterado, y los propios presbíteros,
reciban una formación catequética adecuada.
— Establecer un plan coherente de catequesis, con etapas, como proceso progresivo de educación
y crecimiento en la fe, en sintonía con los planes pastorales de la diócesis (pastoral de conjunto) y
de las Iglesias particulares cercanas: provincia eclesiástica, región pastoral, Conferencia episcopal,
etc. Esta planificación comporta ejercer el discernimiento sobre las distintas ofertas
catequizadoras que puedan existir en la diócesis.
3. Los PRESBÍTEROS (EN 68; CT 64; DGC 224ss.; CAd 235; CF 40-42; IC 33). Los presbíteros son
colaboradores del obispo en el ministerio pastoral (cf CD 11; PO 7; CT 64). Comparten con el
obispo un mismo ministerio, el de Cristo Cabeza, «una unidad de consagración y misión» (PO 7), y
forman con él un único presbiterio (cf LG 28) 24.
Frente a una concepción del ministerio muy centrada en el culto, el Vaticano II acentúa el aspecto
evangelizador del ministerio del presbítero: evangelizar constituye su primer deber (PO 4)25. Este
subrayado es muy importante en una situación como la nuestra en que la llamada a la fe y la
educación en ella, pilares de una pastoral misionera, deben ser tarea prioritaria de las
comunidades cristianas y también de los presbíteros (cf PO 4).
La responsabilidad del presbítero en la catequesis deriva del sacramento del orden, por el que es
constituido pastor de la comunidad cristiana a él confiada, heraldo del evangelio y presidente del
culto divino, en comunión con el obispo y bajo su autoridad (cf LG 28). Por eso, «es el conjunto del
ministerio sacerdotal (y no sólo la dimensión profética) lo que reclama la responsabilidad del
presbítero en la catequesis»26:
c) como pastor, «descubre, reconoce y fomenta» los distintos carismas y servicios (PO 9) en la
armonía de la vida y acción de la comunidad. «El ministerio de los presbíteros es un servicio
configurador de la comunidad, que coordina y potencia los demás servicios y carismas» (DGC
224). En concreto, cuida que el ministerio catequético ocupe el lugar que le corresponde y sea
ejercido por catequistas (religiosos y laicos) competentes, de cuya formación él mismo se siente
responsable, y pone en contacto la catequesis con la vida y actividad de la comunidad,
fomentando el interés y el sentido de responsabilidad de la misma en la actividad catequética
(recordar lo dicho al hablar de la comunidad como agente primero de la catequesis) 27.
Como partícipe del ministerio pastoral de comunión, sus tareas son similares, en su grado, a las
descritas más arriba al hablar del obispo: cuidar la comunión eclesial, la vinculación de s u
comunidad concreta con la diócesis y la Iglesia universal, la pastoral de conjunto, la asunción y
puesta en práctica de los planes pastorales y catequéticos de la diócesis, velar por la verdad
(autenticidad) de la catequesis en su comunidad, etc. (cf DGC 225).
4. Los LAICOS: LOS PADRES; LOS CATEQUISTAS LAICOS (EN 70; CT 66; ChL 33ss; DGC 230ss; CAd
236; CF 35-37; IC 34-35). Ya hemos dicho que la responsabilidad de todo cristiano en el anuncio
del evangelio deriva de su bautismo, o mejor, de su incorporación a Cristo y a la misión de la
Iglesia por los sacramentos de la iniciación. Pero cabe destacar distintos modos y niveles en el
ejercicio de la misma:
a) Esta responsabilidad tiene una exigencia universal, para todos, y se realiza mediante el
testimonio y el anuncio personales del evangelio, que todo bautizado puede y debe hacer
espontáneamente en las más variadas circunstancias de la vida.
b) Además del bautismo, el sacramento del matrimonio habilita a los padres cristianos para ser
«los primeros e insustituibles catequistas de sus hijos» (ChL 34, 62; cf FC 38), propiciando el
despertar religioso y las primeras experiencias de fe en el seno de la familia, a través de la
educación humano-religiosa en el día a día de la vida familiar, pero también con la modalidad de
la catequesis familiar sistemática y, de todos modos, acompañando al hijo y colaborando de cerca
en la catequesis de la comunidad, ofreciéndose ellos mismos a veces como catequistas (cf CT 68;
DGC 226ss.)28. De hecho, en la situación actual esta capacidad de la familia como transmisora de
la fe ha entrado frecuentemente en crisis, lo cual exige una evangelización de la propia familia,
empezando por los padres.
El carácter secular de los catequistas laicos es un elemento a destacar, como «una especial
sensibilidad para encarnar el evangelio en la vida» a la hora de educar en la fe (DGC 230) y una
ayuda a la entera comunidad para permanecer atenta y sensible a las realidades de la vida y de la
sociedad (cf AA 10).
5. Los RELIGIOSOS (EN 69; CT 65; DGC 228ss.; VC 76ss.; CAd 237; CF 38ss). En la realización
diferenciada del ministerio común de la catequesis (cf CT 16), entra no sólo la diferencia de
responsabilidad ministerial (ministerio ordenado y no ordenado), sino también la diferencia de
estados de vida del cristiano y su mutua referencia y fecundación (cf VC 31) 30
La catequesis, sobre todo la de iniciación, tiene unas características propias que le vienen de su
finalidad como iniciación en lo común y básico de la fe y la vida cristiana, sea quien sea el agente
(catequista) de esta iniciación. Pero no cabe duda de que en la realización compartida del
ministerio catequético en una comunidad cristiana, la convergencia de los carismas (ministerio
presbiteral, vida consagrada —en el sentido usual de este término para la vida religiosa— y vida
laical) supone una riqueza para la misma acción catequética y pone de manifiesto esta riqueza de
la comunidad en cuanto seno materno de la fe. La comunidad cristiana es una comunidad
diferenciada, variada en carismas, sobre la base de una consagración y una dignidad comunes que
brotan del bautismo (cf LG 10, 32).
c) Tienen la posibilidad de una dedicación incondicional a las tareas del evangelio, con una
disponibilidad y entrega «a Dios y a los hermanos» (VC 76) que otros miembros de la comunidad
no pueden tener, no porque su amor sea menos intenso, sino por las condiciones de vida y su
dedicación a las tareas familiares, profesionales, etc.
e) También hay que señalar que la dedicación a la catequesis, sobre todo en el marco de la
parroquia, compartiendo la misma tarea con otros miembros laicos y presbíteros, es
enriquecedora para el propio religioso.
6. Los RESPONSABLES DIOCESANOS. Para poder ejercer la «alta dirección de la catequesis» (CT 63)
en sus Iglesias particulares, los obispos necesitan la ayuda más cercana de algunos colaboradores
del ministerio pastoral y expertos en las distintas ciencias que tienen que ver con la catequesis
(teología, pedagogía, etc). No se trata de agentes de la catequesis en sentido inmediato; sin
embargo, decimos aquí una palabra sobre ellos por su condición de estrechos colaboradores del
ministerio episcopal en la promoción y realización de la acción catequética.
Ya el año 1935 la Sagrada congregación del concilio mandó instituir en las diócesis el Officium
catecheticum, que generalmente se denomina Secretariado de catequesis, como instrumento de
cercana colaboración con el obispo en el ejercicio del ministerio catequético en la diócesis.
A este organismo compete: realizar los pertinentes análisis de situación y detectar las necesidades
de cara a la catequesis; elaborar, en estrecha relación con el obispo y los responsables jerárquicos
de la pastoral diocesana (vicarios, consejos, etc.), el proyecto diocesano de catequesis y los
programas concretos de acción; ofrecer a las parroquias y demás comunidades cristianas
instrumentos catequéticos a todos los niveles; promover y coordinar la formación de los
catequistas y, en general, la actividad catequética en las vicarías y arciprestazgos; colaborar con
otros Secretariados (especialmente el de liturgia, por la especial relación de esta con la iniciación
cristiana y el catecumenado) y con otros organismos supra e interdiocesanos de catequesis, etc.
(cf DGC 265, 279-285).
La catequesis tiene dos polos permanentes de atención: Dios y el hombre, la palabra de Dios y la
experiencia humana, y ha de estar al servicio del encuentro salvador entre ambos. Así también el
catequeta, en cuanto estudioso de la catequesis, ha de atender estos dos polos: Dios, que sale al
encuentro del hombre, la historia y la realización de la fe, por una parte, y, por otra, el sujeto
humano que es invitado a acoger a Dios y a creer. La teología y las ciencias humanas constituyen
el campo de trabajo de la ciencia catequética:
En suma, al catequeta (y esto vale también para todo catequista) se le pide atención a lo
permanente de la fe y del hombre, a la vez que a lo siempre nuevo y fluctuante de las situaciones
humanas; conocimiento de la tradición eclesial y sintonía con ella y apertura a la novedad de cada
persona y cada momento histórico.
NOTAS: 1 Para un mayor desarrollo, cf COMITÉ PARA EL JUBILEO DEL AÑO 2000..., sobre todo los
cc. IV: El Espíritu Santo y Cristo, V: El Espíritu Santo y la Iglesia y VIII: El Espíritu en la vida del
cristiano. — 2 Ib, 81. —3. Evangelizar en un mundo poscristiano, Sal Terrae, Santander 1993, 131.
— 4 Cf COMITÉ..., c. VII: El Espíritu Santo en la liturgia. — 5 Cf H. LEGRAND, La Iglesia local, en
Iniciación a la práctica de la teología III, Cristiandad, Madrid 1985, 217. — 6. Cf Ib, 207ss.; Y.
CoNGAR, La Iglesia es apostólica, en AA.VV., Mysterium Salutis IV/l, Cristiandad, Madrid 1973. — 7
Ib, 550. — 8. Cf Ib, 569. — 9 Acerca del uso del triple «munas» en la teología católica, cf R.
BLÁZQUEZ, La Iglesia del concilio Vaticano II, Sígueme, Salamanca 1988, 373ss. -10 Ib, 376. — 11 Cf
J. A. RAMOS, Teología pastoral, BAC, Madrid 1995, c. IX: Los agentes de la acción pastoral. Los
laicos. — 12 La exposición que sigue la he expuesto más detalladamente en mi artículo El
compromiso evangelizador de la comunidad cristiana, Surge 415-416 (1982) 200-222. — 13 La
reflexión sobre la secularidad y la laicidad de toda la Iglesia está presente en la teología
posconciliar; cf B. FORTE, Laicado y laicidad, Sígueme, Salamanca 1987. — 14 Cf A. BRAVO, sobre
todo pp. 340-345. — 15 Cf E. YANES, Los ministros y responsables de la catequización en la Iglesia,
en Por una formación religiosa para nuestro tiempo. Actas de las 1 Jornadas nacionales de
estudios catequéticos, Marova, Madrid 1967, 146. — 16 Cf R. BLÁZQUEZ, o.c., 110.—17Ib, 112.—18
lb, 111.— 19CfIb, 115-121; H. LEGRAND, o.c., 151-162. — 20 Cf L. TRUJILLO y equipo de ponencia,
Parroquia, comunidad y misión, en Congreso «Parroquia evangelizadora», Edice, Madrid 1989, 1
l9ss.; R. BLÁZQUEZ, o.c., 123-130; J. A. RAMOS, o.c., c. XVI: La pastoral parroquial. — 21 Y.
CONGAR, o.c., 569. — 22 Cf Ib, 571. — 23 L. LÉCOUYER, Episcopado, en RAHNER K., Sacramentum
Mundi, Herder, Barcelona 1972. — 24 Cf J. A. RAMOS, o.c., c. IX: Los agentes de la acción pastoral.
Los presbíteros. — 25 Cf J. EsPEJA, Ministerios, en C. FLORISTÁN-J. J. TAMAYO (eds.), Conceptos
fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993, 806. — 26 El sacerdote y la catequesis,
segunda ponencia: La catequesis en el ministerio sacerdotal, 129; para lo que sigue, cf apdo. C de
dicha ponencia. — 27 D. BoROBIO, Ministerios laicales, Atenas, Madrid 19862, c. 3: «Alguien tiene
que dirigir»: La identidad del presbítero. — 28 Cf L. ZUGAZAGA, El despertar religioso, Actualidad
catequética 173 (1997) 107-131; J. A. PAGOLA, La familia, «escuela de fe». Condiciones básicas, Sal
Terrae 1005 (1997) 743-754. — 29 Cf D. BOROBIO, o.c., c. 10: El ministerio y el servicio del
catequista; sobre el sentido de la «misión» del catequista, cf E. YANES, a.c., 160ss. (si bien se trata
de una reflexión anterior al nuevo CIC). — 30 J. A. RAMOS, o.c., c. IX: Los agentes de la acción
pastoral. Los religiosos. — 31 Cf en este sentido la reflexión de J. M. ESTEPA, La función y el
ministerio catequético en la pastoral diocesana, Teología y catequesis 35-36 (1990) 389-395.
BIBL.: Además de la citada en notas: ALBERICH E., La catequesis en la Iglesia, CCS, Madrid 19912,
147-151; El sacerdote y la catequesis, en XXV Jornadas nacionales de delegados diocesanos de
catequesis, Edice, Madrid 1992; ALCEDO A., Los agentes de la catequesis, SM, Madrid 1991;
BRAVO A., El ministerio catequético, Teología y catequesis 3 (1982) 337-352; COMISIÓN
EPISCOPAL DEL CLERO, Sacerdotes para evangelizar. Reflexiones sobre la vida apostólica de los
presbíteros (1987); DOMINGO Y URIARTE F., Los responsables de la catequesis, Teología y
catequesis 45-48 (1993) 523-542; FERRER F., El Espíritu Santo en la misión evangelizadora y
catequética de la Iglesia (ponencia presentada en las XXXI Jornadas nacionales de delegados
diocesanos de catequesis, Madrid 3-5 de febrero de 1998, en Actualidad catequética); GEVAERT J.
(dir.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987; LOMBAERTS H., El catequeta, Teología y
catequesis 45-48 (1993) 597-604; MADRIGAL S., Sentir eclesialmente la fe. La Iglesia, ámbito de
transmisión de la fe cristiana, Sal Terrae 1005 (1997) 729-742.
ALIANZA
b) Una alianza, cuanto más comprometida es, tanto más nace de un acuerdo prolongado entre las
partes, con concreción de cláusulas precisas y, normalmente, con un acto solemne y público final
de intercambio de los instrumentos propios de la alianza. Una alianza puede surgir también en
secreto, pero lo que ella produce no está carente de efectos visibles.
c) Una alianza no es moralmente indiferente; puede pretender objetivos buenos, bajo forma de
solidaridad y ayuda frente a injustos agresores o para combatir procesos de miseria y de hambre;
o puede buscar objetivos malvados, como, por ejemplo, acuerdos criminales, de mafia, de
colaboración para la guerra o el control egoísta de los recursos energéticos.
d) Es innegable que en este último siglo, las diferentes alianzas entre las naciones han dejado un
recuerdo triste de hostilidad, que ha desembocado a menudo en la guerra. De aquí que la misma
palabra usada en el lenguaje eclesiástico —no mucho menos de cuanto parece— puede resonar
como un eco desagradable o, al menos, puramente secularizada. Conviene tener en cuenta esto
en la comunicación de la fe.
En el corazón de la eucaristía, el acto cultual más alto de los cristianos, se proclama que la sangre
de Cristo es para «la alianza nueva y eterna».
El cristianismo se propone como original religión de alianza, cuyas partes son dos: Dios y el
hombre (pueblo); la Revelación hace de cuadro de referencia; documento primario es la Biblia,
cuyo contenido puede definirse como «historia de alianza», o mejor, historia de una única alianza
en diversas fases del tiempo.
1. DESDE LA BIBLIA. Recordando debidamente que la investigación científica señala más sus
resultados y deja a un lado los diversos puntos todavía inciertos, podemos afirmar que la lectura
de la Biblia, a través del prisma de la alianza, nos manifiesta un rico escenario lingüístico,
conceptual, ritual y existencial, hasta el punto de llegar a ser una de las categorías centrales de la
Revelación. Seguimos aquí una exposición lógica, que favorece el itinerario catequético.
a) Una elemental experiencia humana asumida por Dios. El mundo de la Biblia, como todo mundo
humano, conoce la experiencia del berit, principal término hebreo para decir alianza, relación de
solidaridad entre dos contrayentes: individuos (Gén 21,32), cónyuges (Ez 16,8), pueblos (Jos 9),
soberanos o súbditos (2Sam 5,3); para resolver disputas de propiedad, de vecindad, de proyect os
en contraste entre ellos (Gén 21,32; 31,44; 2Sam 3,12-19). Antes que categoría religiosa, la alianza
es una profunda experiencia humana de relación constructiva a muchísimos niveles privados y
públicos, individuales y colectivos, no por juego, sino para regir el peso de la vida.
Por este motivo tan existencialmente significativo y universal, la alianza no podía dejar de ser
asumida por Dios, según el principio de la pedagogía divina, como símbolo y paradigma de su
relación con el hombre, obviamente según las características específicas de tal proporción, única
en sí misma.
Como primera cualidad, se trata de una relación entre partes infinitamente desiguales (lo dicen
suficientemente la teofanía de la zarza ardiente [Ex 3,13-15], y el mismo relato de la alianza
sinaítica [Ex 24]); se trata de una relación totalmente no preestablecida, una relación querida con
libre elección por parte de Dios, según su lógica. Una lógica no caprichosa, sino motivada por una
elección de amor (Dt 4,37). En su base está sobre todo el hesed de Dios, su total benevolencia, a la
que acompaña su emet, su total fidelidad (Ex 20,6; 34,6). Es fundamental este tejido indisoluble de
amor, libertad, fidelidad en el proceder de Dios, para penetrar correctamente en el misterio de la
alianza bíblica. Desde esta óptica, el análisis de los textos lleva a especificar que berit, más que
contrato bilateral, es un juramento de Dios de elegirse el pueblo como aliado, por lo que es fácil el
paso de alianza a testimonio o testamento de Dios. Y es precisamente testamento, antiguo y
nuevo, como viene a llamarse la Biblia entera. En la misma línea se sitúa el término griego
diatheke en los evangelios y en las cartas de los apóstoles (Mt 26,28; Gál 3,15-18).
Un último e importante hecho: la alianza, que es exclusiva acción de Dios, no se lleva a cabo sin la
mediación de hombres, líderes del pueblo: Moisés en el Sinaí (Ex 19s.), Josué en Siquén (Jos 24),
hasta alcanzar el valor pleno con Jesús, el «mediador de una nueva alianza» (Heb 9,15). El
significado no carece de importancia en la comunicación de la fe: para realizarse, la alianza de
Dios se vale de sus servidores o ministros, los cuales, por su parte, se presentan como aliados por
excelencia con Dios y a la vez solidarios con el pueblo, testigos ejemplares y creíbles en primera
persona de cuanto anuncian a los demás.
b) Con una multiplicidad de signos. Siendo un acto unilateral de Dios, por designio del mismo Dios,
la alianza requiere, no obstante, el tú del hombre; o, más exactamente, el tú de un pueblo, porque
es un pueblo, una comunidad orgánica, lo que nace de la relación que se establece entre
individuos que viven juntos una relación inaudita con Dios. Tal vínculo trascendente se apoya en
algunos signos a modo de sacramento, esto es, en ciertas experiencias humanas que, mejor que
toda explicación lógica, revelan esa inefable relación de Dios con el hombre, entre Dios y el
hombre. Experiencias que, como es previsible, manifiestan de manera natural, más plenamente,
una relación orientada al amor, a la libertad y a la fidelidad.
En un proceso de comunicación de la fe, todas estas experiencias no sólo sirven para comprender
la alianza de Dios con su pueblo, sino que, asumidas por su Espíritu, llegan a ser signo
sacramental, como ocurre en el sacramento del matrimonio, en el ministerio ordenado, en la
relación entre padres e hijos.
— El segundo gran camino de respuesta al Dios de la alianza es el culto en cuanto memorial que
actualiza la relación divina. Las fiestas, con su liturgia de origen agrario y de inspiración mítica, que
gracias a la alianza se hacen historia, se convierten en fiestas de alianza en algún aspecto: la
pascua es la fiesta por excelencia que renueva la alianza primordial nacida en el Éxodo (Ex 12);
Pentecostés vendrá a recordar el mismo don de la ley sobre el Sinaí (Dt 16,9), etc. El sábado (Dt
5,12-15) y después el domingo se convierten en signos sacramentales semanales, donde se
expresa, se celebra y se vive la alianza de Dios con su pueblo. El acto cultual supera así la pura
interpretación ritualista, formal; no pertenece en primer lugar a la iniciativa del hombre, como
sucedía en el mundo cananeo, sino que es correspondencia moral a la acción de Dios (cf Jer 7).
Desde esta perspectiva, la afianza, con todo su séquito de ritualismo y de práctica, sin negar la
validez de estos signos, exige que sean practicados dentro de una relación que pertenece al
misterio del corazón, al corazón de Dios hacia el hombre y del hombre hacia Dios; corazón que
significa interioridad, participación afectiva, fidelidad y coherencia práctica, relación interpersonal
de intensa subjetividad que nace del amor.
d) Una alianza en la historia de ayer, de hoy y de mañana. La alianza de Dios penetra en las
vicisitudes de Israel y de la comunidad cristiana, atraviesa la historia de manera que esta llega a
ser, en cierto modo, historia de alianzas rotas y renovadas. Descubrimos que la descripción bíblica
de vez en cuando está condicionada al subyacente desarrollo teológico. Una es la concepción de
alianza durante el antiguo período del pueblo en el desierto, otra la que corresponde al tiempo
del maduro pensamiento profético, otra también la que tiene lugar en la revelación de Jesús y los
apóstoles. Dejando aquí a un lado el seguimiento de tál desarrollo, manifestamos que la Biblia nos
permite situar la alianza en tres ciclos: en el presente histórico de Israel y de la Iglesia, en el
momento originario de la creación y en el futuro escatológico de la conclusión.
Esta presencia vital y permanente de la alianza de Dios en el pueblo, en el angustioso tiempo del
exilio de Babilonia, agudizó la conciencia del pueblo por su infidelidad a Dios. A esto responde una
doble tradición, sacerdotal y profética. La primera se funda en el pasado, analizando las raíces del
designio de Dios; la segunda mira hacia el futuro, a los remedios innovadores de Dios.
Pero es cierto que la repetición constante de ritos de alianza, cuando esta por naturaleza tiene un
carácter inviolable y por tanto inmutable, es testimonio de un aspecto altamente dramático:
desde el principio, la historia de la alianza es también historia de transgresiones a ella por parte
del pueblo, que no pierde por ello sus beneficios y aboga sobre él la ira de Dios (Ex 32,10). Baste el
hecho de que al día siguiente de la solemne alianza sinaítica, Israel olvida al único Dios y adora el
becerro de oro (Ex 32-34), hecho que continúa en los becerros de oro de Jeroboán durante la
posesión de la tierra (1Re 12,28). La denuncia profética se hace vehemente (Jer 11,1-4) y el gran
teólogo que preside los libros que van del Dt al 2Re relaciona la tremenda desventura del exilio
con la alianza traicionada (cf 2Re 17,7-23). No es irrelevante, catequéticamente hablando, recoger
de esta historia de errores una sencilla advertencia para vivir la alianza con una vigilancia
responsable.
— Sin embargo, es cierto que Dios, libre en dar, se mantiene fiel al juramento de la alianza. Lo que
no se logra hoy, se alcanzará mañana: el amor de Dios por su pueblo da a la alianza una
posibilidad de futuro, en el reino mesiánico. Con una excelente pedagogía, como indican los
profetas, Dios hace de la alianza, enredada todavía en un lenguaje político militar, una alianza de
amor, grabada en el alma; un amor que va de Dios al pueblo para que pueda retornar a Dios. Este
es el sentido que nos ofrece Oseas (2,20), donde la relación entre las partes asume ante todo el
lenguaje de una profunda intimidad: «Pueblo mío-Dios mío» (2,25). Pero para que este actuar no
resulte falso, Dios reedifica el corazón mismo del hombre, dotándolo de un espíritu nuevo. Son
portavoces de ello Jer 31,31-34 y Ez 16,59-63; 36,24-28. A estos anuncios se refieren como
cumplimiento las afirmaciones de Heb 8,6-13.
e) Una alianza nueva y eterna. ¿Y la persona de Jesús? ¿Qué aporta el Nuevo Testamento? No hay
muchas cosas que decir respecto al pasado: se asiste más bien a una cierta merma en el uso de la
categoría, pero se llega a la raíz de su sentido y a una cláusula verdaderamente resolutoria. Por
medio está la muerte sacrificial y victoriosa de Jesús, en cuyo contexto, durante la última cena,
Jesús pronuncia por primera y última vez el término alianza: «Tomad y bebed... Este cáliz es la
nueva alianza sellada con mi sangre, que es derramada por vosotros» (Lc 22,20; cf Mt 26,27; Mc
14,24; 1Cor 11,25). La referencia está netamente relacionada con la sangre de la alianza sinaítica
(cf Ex 24,8). Pero con el matiz fundamental de que se trata de una alianza verdaderamente nueva,
o sea, correspondiente al designio de Dios. De tal novedad, en estrecha e iluminadora
confrontación con la antigua alianza, se mueve sobre todo la Carta a los hebreos, que usa el
término 17 veces. Jesús es la alianza personificada: en él se expresa la fidelidad de Dios y al mismo
tiempo la fidelidad del hombre, para siempre. Gracias a él el hombre recibe el corazón de una
nueva criatura y el don del Espíritu (cf Heb 8,10). También en la última cena Jesús afirma: «Os
aseguro que ya no beberé más de este fruto de la vid hasta el día en que beba un vino nuevo en el
reino de Dios» (Mc 14,25). Con estas palabras revela que la nueva alianza no es un acontecimiento
estático, sino que viene a ser una incesante oferta que interpela a toda persona, aun a aquellas
que no lo saben, hasta que el Reino llegue en plenitud. Entonces llegará a puerto esta singular
relación de Dios con el hombre, sembrada en la creación, hecha visible en el pueblo de Israel,
debilitada y rota por el pecado y finalmente, en Cristo, convertida en el gran proyecto realizado (cf
Ef 1,4-6).
Entonces, efectivamente, «Dios será todo en todas las cosas» (1Cor 15,28). Debemos tenerlo muy
presente en la comunicación de la fe: la novedad de la alianza neotestamentaria está en la
novedad de la persona de Jesucristo dentro de un único gran designio de alianza que va desde la
creación hasta la manifestación escatológica.
En síntesis: El hombre bíblico comprende su relación con Dios como un vínculo de unidad,
convenido libremente por Dios por amor hacia Israel, y acogido y suscrito por ellos en términos de
fe y de práctica de vida. Este vínculo no es fruto de una especulación abstracta, sino que nace de
convincentes y concretas intervenciones histórico-salvíficas de Dios, que se sitúan como signos de
la alianza. Esta sufre continuas renovaciones con relación a las múltiples situaciones de necesidad
del pueblo, motivadas por las muchas roturas debidas a la infidelidad. Hasta la venida última del
Señor Jesús.
Esto nos permite precisar una verdad, tomada de Juan Pablo II, de particular incidencia en la
catequesis: en verdad para Dios la alianza es siempre la misma, esto es, única y jamás revocada, ni
siquiera en los momentos más oscuros. La novedad está en el hecho de que con Jesús se
manifiesta el milagro de la fidelidad estable del hombre (Jesús y cuantos están en él) a Dios, que
siempre permanece fiel.
Y en verdad, más que otros catecismos existentes, el CCE llama la atención sobre la alianza
noventa veces. Y limitándose sobre todo, como es su estilo, a acumular datos más que a
profundizar sobre ellos, este catecismo nos ofrece una cierta sistematización teológica. En efecto,
podemos examinar seis núcleos de contenido:
a) Alianza como acontecimiento bíblico. Se recogen los puntos más importantes vistos arriba
sobre el binomio alianza y creación (alianza de Noé, alianza de Abrahán, alianza sinaítica, alianza
escatológica). Especial relieve adquiere la afirmación de valor perenne que mantiene el Antiguo
Testamento (121); el corazón creado a imagen de Dios es el lugar de la alianza (2563); las naciones
son invitadas a la alianza (58).
b) Alianza como acontecimiento cristológico y espiritual. Cristo representa la definitiva alianza con
Dios (73), gracias al sacrificio pascual (613) y al ejercicio de su sacerdocio (662; 1348). La respuesta
de la fe, sostenida por el Espíritu Santo, es vista como compromiso y adhesión a la alianza (1102).
d) Alianza como hecho ético. El decálogo y, más en general, la ley, se consideran vinculados y
reciben pleno significado dentro de la alianza (2060-2063).
e) La oración como alianza. «La plegaria cristiana es una relación de alianza entre Dios y el hombre
en Cristo. Es acción de Dios y del hombre; brota del Espíritu Santo y de nosotros, enteramente
dirigida al Padre, en unión con la voluntad humana del Hijo de Dios hecho hombre» (2564). En
particular, la súplica del perdón de los pecados («perdónanos y perdona nuestras ofensas») es una
crucial exigencia del misterio de la alianza a la que sólo Dios puede responder (2841).
f) Alianza como acontecimiento eclesial. Manifestándose Dios por ella como Padre del pueblo,
gracias a la alianza la Iglesia se constituye en pueblo de Dios. Necesita reconocer con claridad que
ha sido una elección que tuvo por objeto Israel, por lo cual se debe hablar de «alianza jamás
revocada» (121; 839-840). «Todo esto sucedió como preparación y figura de su alianza nueva y
perfecta, que iba a realizar en Cristo..., es decir, el Nuevo Testamento en su sangre convocando a
las gentes de entre los judíos y los gentiles, para que se unieran, no según la carne, sino en el
Espíritu» (781).
La densidad existencial de la alianza ha estado presente en todo lo tratado hasta aquí, y la hemos
explicitado frecuentemente. Ahora queremos hacer ver en síntesis la incidencia que la religión de
alianza ofrece sobre el misterio del hombre; o con otras palabras, iluminar sobre qué aspecto, qué
antropología subyace a la hora de asumir la alianza, para poder valorarla en el discurso
catequético.
c) Una tercera cualidad, que nace de la matriz del amor, consiste en el principio de libertad
conjugado con el principio de fidelidad y de responsabilidad. El aliado, por naturaleza, no es
esclavo ni siquiera de Dios. La Biblia en esto es inflexible. Resuena nítida la propuesta de Dios en la
víspera del encuentro en el Sinaí: «Si escucháis atentamente mi voz y guardáis mi alianza...» (Ex
19,5). Quien no pacta libremente con Dios o quien no logra hacer surgir de la alianza un estilo de
libertad, la capacidad de elegir aquello que vive, no se corresponde al hombre de la alianza.
Ciertamente se trata de una libertad que opta por el amor en fidelidad. Esta es la exigencia quizás
más fuerte, teniendo en cuenta la ininterrumpida secuencia de infidelidades de tantos sujetos
históricos con los que Dios hizo alianza. Hacía falta llegar a Jesús para recuperar la posibilidad real
de fidelidad. Solamente en él, para siempre.
La fidelidad siempre asume el gran compromiso de la responsabilidad, entendida en el sentido de
corresponder con hechos y palabras a los hechos y palabras de Dios. La religión de la alianza
bíblica jamás produce en el corazón del creyente una especie de narcótico sagrado, sino que
introduce en él un dinamismo operativo imparable.
En efecto, el estatuto de la alianza es altamente ético. Antes que de ritos, el hombre de la alianza
se nutre de obediencia a la ley de Dios, expresada todavía hoy en el decálogo, interpretado a la luz
del mandamiento del doble amor. Pero —es bueno reconocerlo— no se trata de imperativos
kantianos, autojustificándose, de cara a uno mismo, sino más bien de imperativos tanto más
rigurosos cuanto más motivados por los indicativos de gracia manifestados en el actuar salvífico
de Dios.
d) Esto conlleva comprender bien que la alianza de Dios, encuentro entre dos amores, el de Dios y
el nuestro, no es fruto de una especulación filosófica ni se propone como átomos fragmentados,
sino que se manifiesta entre los pliegues de la historia de un pueblo, en el que se advierte un
proyecto progresivo, avivado por una pedagogía de la sabiduría. Quien penetra en la alianza
bíblica entra en una alianza que se realiza continuamente, acepta formar parte de una humanidad
en construcción. Pero con una novedad de valor absoluto: dentro de la alianza-proyecto, una
mediación capital define y garantiza la verdad y el cumplimiento de la alianza. Es Jesucristo, por el
cual la alianza de Dios, nunca revocada, llega a ser nueva y eterna. La renovación del hombre que
aporta el hombre nuevo Jesús, gracias al don del Espíritu Santo, confiere naturalmente el modo de
pensar y de vivir la alianza. Nadie va a Dios y él no viene a nosotros, cristianos y no cristianos, sino
por la mediación de Jesús, en su modo de vivir la alianza. Quien acepta la religión de alianza
acepta situar su vida dentro de una triple correlación: el misterio de Dios, el misterio del hombre,
el misterio de Cristo, imagen perfecta de la perfecta relación o alianza entre Dios y el hombre.
e) Lo que impresiona en la alianza bíblica es el carácter social. El tú al que Dios dirige el diálogo de
alianza somos nosotros, un pueblo bien organizado, el pueblo de Dios. No existe en verdad
ninguna masificación, como en las alianzas humanas, donde se colocan en primer puesto los que
cuentan. Aquí ciertamente los últimos, «el pobre, la viuda, el forastero» se convierten en
centinelas de la alianza (cf Dt 24,17; 27,19). La ejemplaridad, la socialización, la solidaridad, e
incluso la apertura a los no correligionarios, son compromisos típicos de la alianza, consiguiendo
un estilo de comunión profunda donde Jesús sitúa a la Iglesia gracias a su sacrificio de la nueva
alianza (cf 1Cor 10,14-18).
El Directório general para la catequesis (DGC), de 1997, como el Directorio general de pastoral
catequética (DCG) de 1971, tras afirmar el clásico pensamiento de que «el Hijo de Dios penetra en
la historia de los hombres, asume la vida y la muerte humana y realiza la nueva y definitiva alianza
entre Dios y los hombres» (DGC 41), no hace ninguna otra indicación explícita de la alianza como
categoría organizadora de los contenidos catequéticos, salvo en el n. 135. Acusamos en esto
también a CT y EN. Se podría decir que los documentos del magisterio no subrayan la alianza; vale
como contenido para hablar de ella en su momento, pero no, sobre todo, como categoría
pedagógica para hablar de cualquier otro contenido. ¿No será acaso un déficit esta visión tan
marginal?
Por otra parte, si traducimos alianza por una relación religiosa significativa más universal, se
podría demostrar que en el DGC emergen muchas resonancias de la alianza: la catequesis, como
continuación de la pedagogía de Dios (139), debe llevarse a cabo como relación interpersonal y en
un proceso de diálogo (143), donde el catequista juega el papel de mediador (156)... Se legitima
así, a nuestro parecer, un doble riel en la comunicación de la fe: catequizar sobre la alianza es
catequizar según la alianza.
c) Catequizar sobre la fe según la alianza, esto es, tomándola como regla omnímoda. Sabemos
que ha sido un deseo surgido entre los estudiosos de la Biblia, antes que entre los catequetas. En
la investigación de lo que podría definirse el centro de la Escritura, W. Eichrodt construyó una
catedral de la fe, su teología del Antiguo Testamento, en torno al motivo generador de la alianza.
Ha quedado prácticamente solo, porque la categoría de la alianza en sentido técnico, usada por
ejemplo en el Pentateuco, no aparece expresamente en los profetas del siglo VIII a.C., aparece
ausente en los sapienciales, y en el mismo Nuevo Testamento viene suplantada por el tema del
reino de Dios (sinópticos), o la justificación por la gracia (Pablo). A esto se añade el innegable
cambio de sensibilidad frente a ese mismo concepto.
Creemos que se podría dar un paso adelante para no perder el valor relevante y extenso de la
alianza bíblica, tratando a la vez de enunciar su significado de un modo más adecuado a la cultura
del hombre de hoy y más en relación con la totalidad del discurso de la fe. Exponemos aquí
algunos puntos a título de ejemplo:
— Al presentar los datos de la fe, se subrayará, con la fuerza que dimana del misterio de la
alianza, que la fe es ante todo relación amorosa y responsable entre Dios y la persona, relación
entre personas vivas. Esto conlleva hablar de Dios (Jesucristo) subrayando las categorías de amor,
libertad, promesa, fidelidad, juicio... Pero requiere a la vez hablar del hombre en su intrínseca
estructura relacional hacia lo alto y hacia los demás, de su vocación al conocimiento de la verdad y
de la vida como don objetivo, el rechazo a toda referencia narcisista, la apertura a la socialización
y la solidaridad con los débiles.
— Desde la óptica de la alianza se hace un criterio hermenéutico estable que sirve de
confrontación con las diversas experiencias de relación que vive una persona: familiar, social,
económica... Surge un juicio cristiano de crítica (ciertas alianzas humanas serían denunciadas
como idólatras por los profetas), pero capaz de discernir también muchas analogías positivas (el
amor familiar sobre todo) que son anuncio, invocación, indicación de la alianza divina.
— Hablar de fe para quien participa en la alianza significa reconocer la dualidad dialogal entre
Dios y el hombre, dualidad a veces dialéctica, leal en aceptar las diferencias, pero decidida a
reconocer y hacer comunión.
— Siempre a partir de la alianza, don y tarea, el evangelio y la ley forman un binomio estructural
para enunciar y llevar a cabo el programa cristiano de vida.
— Un último elemento al que hay que prestar atención: la alianza bíblica requiere una precisión
de lenguaje y de actitud. En vez de Antiguo y Nuevo Testamento se debería hablar de primera y
segunda alianza, o de una única alianza en dos fases, antes de Jesús y con Jesús. El Antiguo
Testamento y el pueblo judío se reconocerán como factores constitutivos de la única alianza
jamás revocada.
2. MODELOS. Prestemos atención a dos catecismos que han elaborado muy a fondo la
comunicación de la fe según el esquema de la alianza:
a) L'Alleanza di Dio con gli uomini. Catechismo degli adulti, Conferencia episcopal francesa, EDB,
Bolonia 1991 (trad. italiana). El título quiere expresar claramente que la fe cristiana no se funda en
una idea vaga de Dios, sino en la intervención de Dios en la historia de los hombres. Por eso, en
todo el catecismo se habla de la alianza, como «el hilo conductor de todo el libro y siempre
posible de descubrir» (p. 6). En realidad, la alianza se convierte en una categoría evocadora, más
que fundante, sobre la que se agregan nominalmente seis grandes núcleos: Dios de la alianza, la
nueva alianza en Jesucristo, la Iglesia pueblo de la nueva alianza, los sacramentos de la nueva
alianza, la ley de vida de la nueva alianza y el cumplimiento de la alianza en el reino de Dios.
b) Con vosotros está. Catecismo para preadolescentes, Conferencia episcopal española. Comisión
episcopal de enseñanza y catequesis. Secretariado nacional de catequesis, Madrid 1976. Este
catecismo asume la alianza, y otras grandes experiencias bíblicas, como posibilidades privilegiadas
de encuentro con Cristo, porque encuentran en magnífica relación el mundo de la fe y el mundo
del preadolescente: «La alianza no es sólo una experiencia bíblica, sino que corresponde también
a la experiencia social... Expresa la necesidad que el hombre tiene de estar con otros» (Manual del
educador, 1. Guía doctrinal, 106). Específicamente, se considera a la alianza en su raíz semántica
de estar con, entendida globalmente como un compartir, de parte de Dios y del hombre, el mismo
proyecto, basado en amar fielmente a Dios y a los otros (106-111). En el volumen I del texto, se
desarrolla el contenido con notables estímulos didácticos (pp. 31-40) y orientado a la
programación de los distintos niveles escolares, para aquellos momentos en los que el es tudio
plantea la relación con los demás.
b) Es necesario elaborar también itinerarios para cada una de las edades. Un test al comienzo
puede ayudar a conocer dos cosas: el significado que la alianza bíblica tiene o no tiene para los
interlocutores y las experiencias de relación que pueden hacer de enganche.
Puede servir de ayuda el apoyarse en estudios que versen sobre datos psicológicos y sociales
relativos a la experiencia de la relación, necesidad de ayuda recíproca, respuesta moral... en la
evolución del sujeto. Es sugerente el esquema que propone E. Erikson sobre los ocho períodos del
desarrollo psicosocial, cada uno bajo el signo de la ambivalencia. En tales estadios se considera
importante el influjo del contexto social, vivido concretamente en las relaciones, en el bien o el
mal, con los otros: padres, profesores, otras figuras sociales entre las cuales podríamos colocar al
pastor, al catequista. Sería importante analizar cómo el motivo de la alianza con Dios se
manifiesta en el existencial primero de la confianza (o desconfianza) y, sucesivamente, en la
autonomía, la iniciativa, el compromiso, la identidad, la intimidad, la capacidad generativa, la
integridad. La aplicación pedagógico-didáctica no es automática ni resulta omnicomprensiva, pero
ofrece a la propuesta de fe una mejor incidencia educativa.
c) Nos parece oportuno como dinámica expositiva seguir en todas las edades tres órdenes de
consideración: histórico (los hechos narrados), intencional (el mensaje inmanente) y operativo (las
aplicaciones a la vida).
— Para los preadolescentes el tema debería incluir, desde el punto de vista histórico, la narración
tal como viene dada en la Biblia (la alianza en la historia de los hebreos y de Jesús); desde el punto
de vista intencional, se debería poner de relieve el significado de confianza positiva que Dios trata
de dar a la vida de cada uno, una confianza aún más aceptable por estar unida a un juramento de
fidelidad; en términos operativos, se anuncia que el mandato, la ley, radican sobre algo que los
precede y motiva, o sea, las grandes muestras de amor por parte de Dios.
— Para los jóvenes, la consideración histórica se enriquece a base de un análisis crítico respecto al
origen y evolución del concepto de alianza y de los textos que hablan de ella; en cuanto a la
intencionalidad, merece la pena profundizar en el núcleo teológico de la alianza, que podríamos
hoy traducir así: la religión bíblica es relación interpersonal en la que se entrecruzan dos
libertades, la de Dios y la del hombre, unidas por el vínculo de un amor fiel, de Dios que da y del
hombre que responde; desde el punto de vista operativo, conviene pararse a considerar la ética
como responsabilidad y solidaridad en el marco innovador y fascinante de la alianza.
— Para los adultos, el tema de la alianza se expone bajo el perfil propio del adulto, maduro. Puede
formar parte del contenido del itinerario todo cuanto se viene diciendo en estas páginas.
Especialmente, desde el punto de vista histórico, conviene tener en cuenta lo específico de la
alianza de Jesucristo («nueva y eterna») y, al mismo tiempo, la estrecha relación con la única
alianza de Dios a partir del pueblo hebreo (Antiguo Testamento); desde el punto de vista
intencional, el punto central debe ser el existencial divino y humano de la relación como amor y
del amor como relación. Luego se puede especificar el binomio señorío de Dios y promoción del
hombre, donde lo absoluto de Dios, parte fundante de la alianza, se manifiesta en el cuidado y
crecimiento del hombre, parte asociada; y viceversa, donde la promoción del hombre se inspira
radicalmente en el señorío de Dios y con él realiza; a nivel operativo, se profundiza en los
componentes sacramentales (alianza que se celebra) y en los éticos (alianza que se vive) y, a la
vez, en aquel estilo de vida que se deriva de la espiritualidad de la alianza.
BIBL.: BEAUCAMP E., Les grandes thémes de L' Aliance, Cerf, París 1988; COMISIÓN EPISCOPAL DE ENSEÑANZA Y CATEQUESIS,
Con vosotros está. Catecismo para preadolescentes, Secretariado nacional de catequesis, Madrid 1976; CROATTO J. S., Alianza y
experiencia salvífica en la Biblia, San Pablo, Buenos Aires 1964; GIUSSANI L., L'Alleanza, Jaca Book, Milán 1970; L'HOUR J., La
morale de 1'Alliance, Gabalda, París 1966; LOHFINK N., L' Alleanza mai revocata. Riflessioni esegetiche per il dialogo tra cristiani
ed ebrei, Queriniana, Brescia 1991; MACCARTHY, Treaty and Covenant, PIB, Roma 1978; MARTIMORT A. G., 1 segni della nuova
alleanza, San Paolo, Roma 1966; MESTERS C., Biblia. Livro da alianga, Paulus, Sáo Paulo 1986; PLASTARAS J., Creación y alianza,
Santander 1967; SALA A., Alianza, en FLORISTÁN C.-TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta,
Madrid 1993.
Cesare Bissoli
Además de los .lugares de catequesis en los que se hace cercana y se visibiliza la Iglesia y en los
que los cristianos nacen a la fe, se educan en ella y la viven, como son la familia, la parroquia, la
escuela católica y las comunidades eclesiales de base, también se señalan como lugares de
catequesis las asociaciones, los movimientos y grupos apostólicos (cf IC 32-38). No son lugares tan
específicos en sus fines y características como los otros; sin embargo, constituyen un auténtico
lugar de catequesis para muchos cristianos que se inician en la fe, o de formación permanente
catequética para los iniciados.
Todos estos lugares y ámbitos se han tenido tradicionalmente en cuenta en los documentos
magisteriales y pastorales relacionados con la catequesis, pero quizás es a partir del nuevo
Directorio cuando las orientaciones sobre ellos han quedado mejor estructuradas, gracias a la
experiencia eclesial de los últimos años, en los que se ha ido proporcionando en distintas Iglesias
particulares procesos de catequesis de iniciación cristiana para niños, adolescentes y jóvenes, en
los que intervienen distintos lugares y ámbitos educativos en un proceso único y coordinado.
Con respecto a los adultos, se ha ido clarificando la naturaleza de estos otros lugares o ámbitos en
relación a la catequesis, a medida que se ha ido abriendo paso una catequesis con fuerte talante
misionero y la importancia pastoral del grupo, de la comunicación y de la religiosidad popular.
Esta importancia fue señalada en el anterior Directorio (DCG) y subrayada por la exhortación
apostólica Catechesi tradendae. Se trata, pues, de unas concreciones eclesiales ya tradicionales en
su consideración pastoral con respecto a la catequesis, que quedan hoy mejor determinadas en su
naturaleza y en la relación con aquella.
Entendemos por ámbitos los medios y posibilidades para la catequesis de espacios, lugares y
situaciones distintas, como son los medios de comunicación social, los lugares de peregrinación o
las situaciones que originan las campañas de sensibilización acerca de algún tema humano.
«Toda asociación de fieles en la Iglesia debe ser, por definición, educadora de la fe» (CT 70). La
exhortación apostólica Catechesi tradendae señala las que se dedican a la práctica de la piedad, al
apostolado, a la caridad y la asistencia, a la presencia cristiana en las realidades temporales; es
decir, a las asociaciones y grupos que no nacen o se constituyen para la catequización de sus
miembros, sino para otras importantes acciones eclesiales y para ayudar a sus miembros a realizar
su misión laical en la Iglesia y en el mundo. A este tipo de asociaciones, movimientos y
agrupaciones les da el nuevo Directorio la consideración de lugar de catequesis, pues si bien no se
constituyen con la finalidad directa de la catequesis, esta es «siempre una dimensión fundamental
en la formación de todo laico. Por eso, estas asociaciones y movimientos tienen ordinariamente
unos tiempos catequéticos. La catequesis, en efecto, no es una alternativa a la formación cristiana
que en ellos se imparte, sino una dimensión esencial de la misma» (DGC 261).
Con todo, aunque pueda parecer clasificadora esta distinción, existen movimientos con estatutos
y organización jurídica, como los movimientos de Acción católica, y movimientos que no los
tienen, pero que poseen una sólida organización interna y externa muy superior a las más
estructuradas asociaciones, como las comunidades neocatecumenales.
El valor, pues, de los movimientos eclesiales como lugares de catequesis depende más de la
propia dinámica de cada grupo o célula que de la forma jurídica que tenga. Incluso, dentro de una
misma asociación, movimiento o agrupación, las posibilidades que ofrece cada grupo concreto
son muy distintas con respecto a otro de la misma asociación o movimiento, dado que los
programas de formación se determinan en gran medida a partir de la fuerte experiencia cristiana
que se vive en ellos.
El Directorio general para la catequesis, en concordancia con la Catechesi tradendae 70, trata en
el apartado de «asociaciones, movimientos y agrupaciones» sólo aquellas que no nacen
propiamente para constituirse en ámbitos de catequización; y así habrá de considerarse este lugar
de catequesis excluyendo a los movimientos propiamente catequéticos (comunidades
catecumenales, comunidades de la Palabra y catecumenados), o el propio catecumenado
bautismal de adultos, que es tratado también en el Directorio como lugar de catequesis (cf DGC
256).
a) En general, son tres los aspectos a tener en cuenta: 1) El movimiento eclesial, sea cual sea su
característica jurídica, formativa, pastoral o metodológica debe respetar la naturaleza propia de la
catequesis: «la catequesis, sea cual sea el lugar donde se realice, es, ante todo, formación
orgánica y básica de la fe. Ha de incluir, por tanto, un verdadero estudio de la doctrina cristiana y
constituir una seria formación religiosa, abierta a todas las esferas de la vida cristiana» (DGC 262a;
CT 47). Para ello es conveniente reseñar en los programas de formación de los distintos
movimientos unos tiempos específicamente catequéticos (CT 67; ChL 60). 2) El movimiento
eclesial puede expresar los contenidos catequéticos con sus propios recursos y con los elementos
de su metodología característica. Lo deseable es que la formación apostólica y la espiritualidad
específica de cada movimiento se desarrolle en un tiempo posterior a la formación básica inicial e
integral de la catequesis, pero «en realidad muchas veces no ocurre esto; habrá de aprovechar al
mismo tiempo sus propios cauces formativos, sus elementos propios para una educación
sistemática de la fe, o posibilitar que otras instituciones eclesiales creen cauces adecuados para su
logro» (CC 282). El Directorio subraya la meta deseable a fin de no difuminar la naturaleza propia
de la catequesis (DGC 262b). 3) La importancia del movimiento eclesial como lugar de catequesis
no puede suponer una alternativa a la parroquia. Esta es el lugar privilegiado de catequesis (CT 67;
DGC 257); por esto toda parroquia importante, entre otras obligaciones, debe «adoptar los
lugares de catequesis en la medida en que sea posible y útil, velar por la calidad de la formación
religiosa y por la integración de distintos grupos en el cuerpo eclesial» (CT 67). Las asociaciones,
movimientos y agrupaciones de fieles deben tener a la parroquia como comunidad educativa de
referencia. Pueden, pues, ser lugares de catequesis, pero en necesaria conjunción con la
parroquia, que es el lugar privilegiado, el «más significativo en que se forma y manifiesta la
comunidad cristiana» (DGC 257).
Por tanto, se valora realmente el movimiento eclesial como lugar de catequesis, ya que es un
refuerzo de notable eficacia para la catequesis y ayuda a concretar la experiencia eclesial en
relación con la vida del laico inmerso en el mundo. También se valora que en los planes
formativos de los movimientos haya tiempos o momentos de catequesis, pues lo requiere todo
programa de formación apostólica, y son más necesarios en la actualidad para personas no
iniciadas en la fe que se incorporan a los movimientos, atraídos por sus acciones o actividades, o
por la atractiva forma de vida en grupo o comunidad. Los documentos citados señalan las cautelas
indicadas para no diluir la naturaleza propia de la catequesis, que produciría un resultado
formativo no deseado, como es el construir sin cimientos o formar sólo para la actividad.
Asimismo es necesario señalar los criterios de eclesialidad como condición necesaria para que las
asociaciones y movimientos laicales sean lugares de catequesis. En la Christifideles laici se
enumeran y explican estos criterios: «El primado que se da a la vocación de cada cristiano a la
santidad, la responsabilidad de confesar la fe católica, el testimonio de una comunión firme y
convencida, la conformidad y la participación en el fin apostólico de la Iglesia, el comprometerse
en una presencia en la sociedad humana» (ChL 30).
b) Por edades: 1) Infancia. En los últimos años se han desarrollado asociaciones y movimientos
que, a modo de oratorio, son ámbitos educativos de niños para el tiempo posterior a la primera
comunión. El movimiento Scout en su sección educativa infantil (lobatos) o el movimiento Junior
recogen la rica experiencia del oratorio fundado por san Felipe Neri en 1500. Los colegios
católicos, especialmente los pertenecientes a las congregaciones fundadas por san José de
Calasanz y san Juan Bosco, incorporaron el oratorio en su propuesta formativa. Actualmente otras
asociaciones, grupos o movimientos parroquiales o de colegios han visto en esta experimentada
fórmula una posibilidad de ofrecer una formación de carácter ambiental, lúdico, de tiempo libre,
que sea al mismo tiempo formación religiosa que privilegia la experiencia de vida que produce el
juego y la convivencia.
La mayor carencia actual que tienen estos movimientos y grupos para la catequesis en estas
edades, es la organización de los contenidos noéticos a comunicar con su propia metodología.
Parece necesario un catecismo básico para estas edades y la elaboración diocesana de un proceso
de iniciación cristiana único y coherente para los niños, adolescentes y jóvenes, en íntima
conexión con los sacramentos de iniciación (DGC 274a). La integración de los grupos y
movimientos en un proceso único diocesano posibilita que estos asuman la preparación
sacramental de sus miembros para la recepción de los sacramentos de la confirmación y el
matrimonio, pues aquellos cristianos que han vivido una experiencia eclesial prolongada y se han
formado básica e integralmente en la fe, en sus distintas etapas, no necesitan el mismo tiempo ni
los mismos objetivos que aquellos que no lo han hecho.
De las dos modalidades básicas de catequesis de adultos (CC 240) los nuevos movimientos
eclesiales (Comunidades neocatecumenales, comunidades de la Palabra, Focolares...) han
desarrollado una metodología atenta a la fundamentación de la fe de bautizados no iniciados, en
situación cuasi-catecumenal (CT 44), mientras que los movimientos de Apostolado seglar y Acción
católica son lugares para la catequesis, incorporando a sus programas de formación los
fundamentos de la fe para anunciarlos misioneramente o consolidarlos, según se trate de
programas para militantes o para iniciación de los propios miembros.
Tanto en un caso como en el otro, la mayor dificultad para poder ser auténticos lugares de
catequesis es la falta de un proyecto diocesano de catequesis para adultos (DGC 274b) que
establezca lo común, básico y fundamental de los procesos de formación, que pretendan tanto la
fundamentación básica de la fe como despertarla o consolidarla.
A pesar de ello, es destacable el gran servicio que realizan a la catequesis los distintos
movimientos de adultos, tanto por el numero de personas que atienden como por la seriedad de
sus programas de formación. Es muy de alabar su actual disposición a revisar sus programas y
dejarse interpelar eclesialmente. Buena disposición que merece ser correspondida por un buen
proyecto diocesano.
Para completar la presentación de este ámbito, habrá que acudir, sin embargo, a documentos
referidos a la evangelización y a la catequesis, especialmente al DGC en los números 160/2 y 209,
que sintetiza lo señalado a este respecto en EN 45, CT 46 y RMi 37. En estos documentos se afirma
que los medios de comunicación social, primer «areópago del tiempo moderno», son para
muchos el principal instrumento informativo y formativo, y que la Iglesia se sentiría culpable ante
su Señor si no los empleara, pues gracias a ellos puede hablar a las masas.
b) Historia de los medios de comunicación social, como ámbito para la catequesis. Pío XII en la
encíclica Miranda prorsus (1957) acota el concepto de comunicación social, aplicándolo a «la
difusión de los bienes destinados a la comunidad y a cada uno de los individuos, entendida la
difusión en el sentido de comunicación realizada a gran escala» y apunta hacia la utilización de
estos en la misión evangelizadora adoptando una posición de «vigilante prudencia de madre...
cuidando de proteger a sus hijos en el maravilloso camino del progreso», e invita a educar al
receptor y espectador del cine, la radio y la televisión a comprender el lenguaje propio de cada
una de estas artes. El Vaticano II, en el decreto Inter mirifica da un paso más, y además de acoger
los nuevos medios de comunicación social propone fomentarlos principalmente por medio de los
laicos. Asimismo, invita a los seglares a no ser sólo receptores y espectadores formados, sino
también usuarios en las distintas tareas evangelizadoras de la Iglesia.
Aetatis novae (1992) centra su atención no sólo en los profesionales responsables y en el pueblo
católico que utilizan los medios de comunicación social, sino en la Iglesia, señalando que ha de
ponerse en actitud de servicio al hombre, portadora de su mensaje de salvación, que está llamada
a ser la voz de los sin voz y la voz de la verdad.
Desde 1967 la Jornada mundial para las comunicaciones sociales ha tratado a los medios de
comunicación social como ámbito para la evangelización y la catequesis de manera específica en
los siguientes enfoques: vehículo de la fe (1968), al servicio de la verdad (1972), al servicio de la
afirmación y promoción de los valores espirituales (1973) y al servicio de la evangelización en el
mundo (1974) e instrumento de encuentro entre fe y cultura (1984) y de la promoción cristiana de
la juventud (1985). Al servicio también de la formación cristiana de la opinión pública (1986), de la
religión (1989), del mensaje cristiano en la actual cultura informática (1990), de la proclamación
del mensaje de Cristo (1992) y los vídeos y casetes en la formación de la cultura y de la conciencia
(1993).
El lenguaje catequético que mayor eficacia tiene en los medios de comunicación social es el
testimonial. Los testimonios vivos y auténticos de creyentes logran, al divulgarse, un impacto
positivo incluso en la audiencia no creyente: testimonios de mártires actuales, la presentación de
actividades sociales, la confesión pública de católicos del mundo de la cultura, la política, las artes
o el espectáculo, etc.
2. OTROS ÁMBITOS OCASIONALES. a) Peregrinaciones. Un ámbito muy actual con gran experiencia
eclesial son las peregrinaciones. De las tres grandes peregrinaciones de la cristiandad, Jerusalén,
Roma y Santiago de Compostela, es esta última la que mejor conserva su ámbito para la
catequesis, pues, hecha a pie, en bicicleta o a caballo, utiliza el tiempo y los hitos del camino como
instrumento catequético.
La peregrinación es una imagen plástica de la propia vida cristiana, que se convierte en real en el
peregrino. Este peregrina movido por la fe y se encamina al lugar santo, para allí profesar
renovadamente su fe. Es la imagen del cristiano, peregrino de la fe recibida como don en el
bautismo hasta el encuentro definitivo con el Señor, cara a cara.
Roma, como centro católico de peregrinación, es meta a la que llevan todos los caminos.
Como ámbito de catequesis requiere reservar unos tiempos y visitar las basílicas de San
Pedro y de San Pablo, para afianzar al peregrino en su fe apostólica.
Jerusalén, centro cristiano de peregrinación, como ámbito para la catequesis tiene una
virtualidad eminentemente cristológica. El recorrido por los santos lugares exige ya un
tiempo dedicado a ello, que los distintos centros de peregrinación saben utilizar con esta
finalidad.
Además de estas tres grandes peregrinaciones, otras más locales o nacionales participan de
algunas de las posibilidades catequéticas indicadas.
El modelo de los encuentros con el Papa se ha extendido a otros similares con los obispos en sus
diócesis, propiciando una formación eclesial de los que participan en ellos.
c) Campañas. En aspectos más puntuales que se necesitan subrayar son también ámbitos para la
catequesis las campañas anuales de: Manos Unidas, Día mundial de oración por las vocaciones,
Domund, etc., que no se limitan a unas catequesis ocasionales formalmente ofrecidas, sino a un
conjunto de actividades celebrativas, reflexivas y de compromiso social y apostólico que
posibilitan las dimensiones catequéticas, algunas veces relegadas.
ANTIGUO TESTAMENTO
SUMARIO: I. Orígenes, raíces, historia: El pueblo de Israel es un pueblo elegido por Dios. El
Antiguo Testamento es la respuesta histórica narrativa a su conciencia vocacional. II. Cómo
transmite el Antiguo Testamento las historias de un pueblo y las etapas de la salvación de Dios: 1.
Orígenes, fundamentos y formación del pueblo; 2. Asentamiento del pueblo y nacimiento de las
instituciones políticas y religiosas; 3. La dimensión poética y sapiencial de Israel. III. Catequesis
sobre Antiguo Testamento: teología narrativa: 1. Presupuestos para una catequesis sobre Antiguo
Testamento; 2. Variables diferenciales en la catequesis bíblica del Antiguo Testamento.
Los seres humanos individuales y también los pueblos nos hacemos preguntas acerca de quiénes
somos, de dónde venimos y hacia dónde nos dirigimos. El ser humano, según los datos que
conocemos de su historia, siempre se ha interrogado sobre sus orígenes. La razón se debe a que,
por una parte, un•ser humano sin historia, y un pueblo sin raíces históricas, acaba perdiendo su
identidad. Y, por otra, se debe al estímulo activo que proporcionan tales interrogantes. No es
difícil constatar hasta qué punto estas preguntas por los orígenes propios han sido las que, en
muchos casos, han guiado los descubrimientos y avances de la historia humana. Es importante
centrarse en el presente, desde luego, pero sin dejar de tener la vida anclada en el pasado.
Tocamos, en este punto, una de las cuestiones que preocupan hoy, especialmente en relación con
las generaciones más jóvenes. El presentismo chato y pragmático, sin negar sus aspectos
positivos, obstaculiza el proceso por el cual el ser humano va construyendo el sentido de su vida.
La perspectiva de los orígenes, por el contrario, posibilita tener una historia a la que remitirse para
descubrir ese sentido.
El cristiano se hace también esta pregunta, que, lejos de ser abstracta, aunque se trate de una
cuestión existencial, es, por definición, un interrogante concreto que pide respuestas concretas.
Estas solemos encontrarlas y transmitirlas en forma histórica narrativa. La fe cristiana tiene una
historia, historia de salvación de Dios a la humanidad, que se narra a través de personajes
concretos con sus nombres, su tierra, sus costumbres, su familia. Esta historia, que vincula a
cristianas y cristianos con el judaísmo antiguo, se remonta hasta los inicios mismos de la
humanidad. Un pueblo con profundidad de sentido se hace preguntas universales sobre los
orígenes. Es decir, se interroga sobre su misma condición humana. El cristiano que se hace
preguntas acerca de sus fundamentos encuentra una línea de respuestas cuando lee el Antiguo
Testamento. Y, en la perspectiva del pueblo de Israel, las historias y los libros del Antiguo
Testamento constituyen la respuesta que el pueblo se dio cuando se interrogó, a su vez, por sus
orígenes y fundamentos. Y es que el interrogante sobre quiénes somos, de dónde venimos, por
qué estamos aquí y cuál es nuestro sentido en la vida, no es más que el interrogante vocacional.
EL PUEBLO DE ISRAEL ES UN PUEBLO ELEGIDO POR DIos. EL ANTIGUO TESTAMENTO ES LA
RESPUESTA HISTÓRICA NARRATIVA A SU CONCIENCIA VOCACIONAL. ¿Cuándo y con qué motivo se
hace Israel la pregunta sobre sus orígenes, sobre su procedencia? El punto de partida se
encuentra en su conciencia de elegido. Israel tiene una especial conciencia de ser un pueblo
llamado gratuitamente por Dios. La conciencia vocacional en la Biblia, sin embargo, incluye la
misión; por lo tanto, Israel se siente un pueblo en cuyos orígenes se encuentra una Palabra divina
que le dice que Dios se ha fijado en él y que, por ello, le envía en medio de las naciones, para que,
a través de él, sean benditos todos los pueblos de la tierra.
Las preguntas sobre el propio origen, si bien pueden surgir en cualquier momento de la vida d e un
individuo o de un pueblo, y pueden ser suscitadas por muy diversas circunstancias, tienen
momentos más propicios que otros. En el ser humano individual una época crítica e importante
es, por ejemplo, la adolescencia, cuando el sujeto debe integrar su infancia con los cambios que
experimenta y con el proyecto de futuro que su cuerpo y el resto de su persona parecen indicarle.
Pero Israel no ha tenido un momento único propicio para interrogarse sobre sí mismo, como
tampoco lo tiene el individuo humano. Israel se ha hecho esta pregunta muchas veces y, al
responderse, se ha asignado diferentes inicios de sí mismo en cuanto pueblo. Debemos destacar,
de entre todos esos momentos, el período en torno al siglo IV, cuando Israel, después de dos
deportaciones y en medio de experiencias difíciles de digerir, se encuentra en un tiempo de
incertidumbre y de dolor. Estas circunstancias de crisis piden a la fe religiosa de Israel una
respuesta. En esta época se considera que se redactó el Pentateuco, corpus literario de los
orígenes y fundamentos de Israel; una época que estaba caracterizada por una pluralidad social,
cultural y religiosa, que hacía necesario un pacto de unidad entre las distintas tendencias que
componían el mosaico del judaísmo. Israel nana sus orígenes étnicos y religiosos, integrando en su
historia diferentes orientaciones y tradiciones, diferentes teologías y concepciones de la historia,
ofreciendo, de este modo, una repuesta diversificada a las crisis por las que había pasado en
cuanto pueblo. Esta pluralidad de tendencias religiosas se refleja en los escritos del Antiguo
Testamento, especialmente en los libros del Pentateuco, narraciones y normativa, en los que
pueden apreciarse las llamadas cuatro fuentes o hipótesis documentaria: el J (yavista), E
(elohísta), P (sacerdotal) y D (deuteronomista).
Tal respuesta, decíamos, significa que Israel se ha hecho la pregunta por su origen muchas veces
y, cada vez, se ha asignado un comienzo. Pero si esto es así, ¿cómo se explica, sin embargo, su
unidad? Esta unidad le llega a través de acontecimientos históricos de gran valor simbólico y, en
gran medida, universal, junto con algunas figuras de referencia, que se integran en la historia
conjunta. Entre tales historias y figuras de referencia, tomadas en sentido cronológico-evolutivo,
sobresalen las siguientes: 1) orígenes y fundamentos, creación del mundo, de la vida y de la
humanidad por la palabra y mano de Dios; historia de la creación y maduración de la primera
pareja humana (Adán y Eva); comienzo de la historia humana, el mal como violencia contra la vida
(Caín y Abel, Noé y el diluvio); elección e historias familiares de los patriarcas y las matriarcas;
nacimiento del pueblo en el paso del mar e historias de su maduración a la libertad en el tiempo
de su estancia en el desierto (Moisés, Aarón y Miriam, Josué, los jueces y líderes como Débora,
Jael, Sansón...); 2) período monárquico o del nacimiento de las instituciones: la monarquía
davídica y salomónica, la división del reino, la profecía como instancia crítica religiosa y social (los
profetas anteriores y posteriores al destierro); 3) las crisis y la infidelidad a Yavé como motivación
de la catástrofe del destierro de Babilonia; las historias de las dificultades y el aprendizaje de la
convivencia con otros pueblos y culturas (tiempo del dominio persa) y el período helenista con la
pluralidad de tendencias del judaísmo.
II. Cómo transmite el Antiguo Testamento las historias de un pueblo y las etapas de la salvación
de Dios
¿Cómo se explica Israel a sí mismo? ¿Cómo entiende y vive su identidad? ¿De qué forma lo ha
dejado plasmado y cómo ha querido transmitirlo?
El Antiguo Testamento, en primer término, muestra que Israel no tiene una identidad separada de
su relación con Dios. Es decir, que cuando el pueblo se pregunta: «quién soy», su respuesta
siempre tiene que ver con Yavé. Su forma de interpretarse a sí mismo y de transmitirlo a las
siguientes generaciones, pasa por formas literarias que favorecen la comunicación y la
identificación. Por ejemplo, las narraciones del Exodo dicen que Israel es el primogénito de Yavé
(cf Ex 4,22); algunos profetas, como Oseas y Jeremías, prefieren decir que Israel es la novia o la
esposa amada de Yavé (cf Os 2). Y cuando, por el contrario, el pueblo pierde su norte, las razones
vuelven de nuevo a referirse a las relaciones con Yavé: Israel ha dejado de ser el hijo amado o la
esposa fiel (cf Jer 3,20), para convertirse en una prostituta o en un hijo desaprensivo. Toda la
historia que Israel se cuenta a sí mismo y transmite a sus generaciones futuras tiene un marcado
sello relacional con Dios. Y las dos expresiones literarias principales que utiliza son la narración y la
poesía. La normativa está incluida en contextos narrativos.
La creación está narrada en dos relatos unidos entre sí por algunas claves de interpretación, como
por ejemplo los procesos progresivos de perfeccionamiento en cada realidad creada, a medida
que avanza la vida, y los procesos de diferenciación, mayores cuanto más avanza. Así, el ser
humano en el relato primero (el P, Gén 1,27-28) se encuentra como el culmen de la creación, con
respecto al resto de la vida. Pero este ser humano es, a la vez, el ser más diferenciado y perfecto
de todos. Visto en relación con el segundo relato (el J, 2,4b-3,23), sin embargo, este ser humano
es tan solo un esbozo general que se va diferenciando y perfeccionando en la medida en que va
transcurriendo la narración de los procesos a través de los cuales se va haciendo humano: el acto
de nombrar y diferenciar (cf Gén 2,19), el reconocimiento de la igualdad y diferencia ante otro ser
humano (cf Gén 2,23), la adquisición del conocimiento, la palabra, la libertad, la decisión (cf Gén
3,1-8), la desobediencia y sus consecuencias (cf Gén 3,8-24)... Cuando se va leyendo este doble
relato con estas claves, se percibe la creación y la llamada a la vida por parte de Dios como un
proceso paciente y amoroso de maduración.
La mayoría de los exegetas y de los teólogos suelen interpretar el segundo relato, Gén 2,4b-3,24,
como una historia de trasfondo mítico según el esquema de caída, culpa y castigo. En la historia,
en este caso, estaría narrado el origen del mal, de acuerdo con Rom 5,12-21: los humanos son
responsables de la desobediencia, interpretada como pecado, es decir, como culpa moral ante
Dios; y Dios, a su vez, castiga el pecado marcando, de este modo, tanto la condición humana como
su historia posterior.
Sin embargo, en virtud de su misma forma narrativa, abierta y de talante mítico, otros exegetas y
teólogos creen ver en los dos relatos de la creación el proceso de maduración de los humanos
bajo la palabra y la mirada de Dios. Aquí no se podría hablar todavía de historia. En estas
narraciones, según tal interpretación, se muestran los humanos en sus estadios más inmaduros y
van creciendo en la medida en que Dios les brinda un ámbito de libertad, es decir, una posibilidad
de escoger y decidir. Para tomar la decisión de comer del árbol del conocer bien y mal, se requiere
esa curiosidad que impulsa al descubrimiento y al conocimiento y este, en efecto, sobreviene
cuando se toma conciencia y se abren los ojos. En este caso, la desobediencia no estaría marcada
tanto por una culpa moral cuanto por la misma dinámica de la maduración de los humanos a la
libertad.
Los orígenes del mal, así, no estarían tan vinculados a esta desobediencia de un estado anterior a
la historia humana cuanto al relato de la violenta historia de Caín y Abel, que tiene lugar fuera ya
del paraíso, y, por lo tanto, dentro de la historia. Este primer acto de violencia humana entre
iguales tiene su continuidad en otras historias violentas que culminan, en una primera gran etapa,
en el relato del diluvio, esa segunda oportunidad recreadora que Dios da a la humanidad. En este
caso, la acusación de pecado es explícita (cf Gén 6,11-13). La tierra estaba llena de violencia
(algunas traducciones hablan de maldad o perversidad) y se hace preciso un nuevo acto creador.
De este modo, por un lado se ofrece una imagen de Dios que confía, aunque castigue, y que da
segundas oportunidades a sus criaturas. Por otro, se indican los extremos a que puede conducir la
violencia humana, como raíz del mal que afecta a todo el ecosistema en el que los humanos se
desenvuelven. Es indudable la importancia pedagógica que siguen teniendo hoy tales relatos,
dado el lugar que la violencia parece ocupar en nuestro mundo y en nuestra época. Las cotas
destructivas del mal trato que los humanos se dan entre sí y que dan al ecosistema aparecen en el
centro de la educación divina del camino humano hacia la responsabilidad moral de sí mismo, de
los demás y del resto de la creación.
En estas historias de orígenes y fundamentos, se incluyen los orígenes remotos del pueblo en tres
grandes niveles: el de las historias familiares de Abrahán y Sara, y el resto de patriarcas y
matriarcas que se cuenta en la segunda parte del libro del Génesis (Gén 12-36) y la historia de
José (Gén 37-50); el de la historia del éxodo de Egipto y su estancia en el desierto, donde tiene
lugar la alianza de Dios con Israel y donde se establecen las leyes fundamentales para la
convivencia y regulación del pueblo, que se encuentra en los libros del Exodo, Números, Levítico y
Deuteronomio, y, por fin, el tercer nivel, el de la llamada conquista de la tierra prometida, Canaán,
que se narra en los libros de Josué y de los Jueces.
La primera palabra de confianza, alianza y amistad con el pueblo, tiene lugar mediante las
personas y la familia de Abrahán y Sara. Y, a partir de ellas, en las de sus generaciones futuras, que
constituirán las bases del árbol genealógico de Israel: Agar, la esclava, con su hijo Ismael; Isaac y
Rebeca; Jacob y sus mujeres Raquel y Lía, con sus respectivas esclavas, Bilhá y Zilpá, que dieron
origen a los 12 hijos y a Dina, la hija, de quienes saldrían las 12 tribus de Israel. En estas historias,
de un profundo y complejo talante humano, se manifiesta la cercanía y la fidelidad de Yavé,
dispuesto a llevar adelante su promesa de bendición a todas las naciones, aunque le fallen sus
amigos y amigas; se manifiesta, asimismo, el profundo respeto de Dios ante la libertad humana,
pero también su absoluta libertad para intervenir en la vida de los personajes, siempre, eso sí, sin
violentar aquellos dones que él mismo dio a sus criaturas.
En el Exodo, la Biblia cuenta otro de los inicios del pueblo, menos ancestrales en este caso, pero
de una importancia básica y única. Ya no se trata de los antepasados, sino de quienes fundaron el
pueblo. Israel comienza a ser un pueblo gracias a la desobediencia civil de unas mujeres, matronas
egipcias, que no dejan morir a los niños israelitas a pesar de la orden del faraón de asesinarlos (cf
Ex 1,1-22). Y, en seguida, gracias a otras tres mujeres, que salvan la vida de Moisés, el libertador, y
que le cuidan y educan (su madre biológica, su hermana y la princesa de Egipto, madre adoptiva),
el personaje puede convertirse en líder y elegido de Dios (cf Ex 2,1-10). Moisés, cuando ya ha
madurado y ha pasado por todo un proceso purificador de su vocación (cf Ex 2,11-15); cuando
llega a tener los mismos ojos de Dios para ver la realidad de su pueblo (cf Ex 3,1-10) como la ve
Dios mismo, saca a Israel de Egipto, como le ha ordenado Yavé, le hace pasar el Mar Rojo y lo
conduce por el desierto a lo largo de 40 duros años, a pesar de sus múltiples resistencias. El
pueblo, en toda esta etapa, va aprendiendo lentamente quién es: quién le ha dado la vida, quién
le ha ofrecido la libertad, el apoyo, la seguridad; quién le ha guiado, qué significa ser un pueblo
libre y cómo se llega a vivir todos estos dones. Israel aprende la verdadera libertad de pasar de la
servidumbre del pueblo, al servicio de Dios, en medio de protestas, nostalgias, resistencias y
pataletas infantiles con el agua y la comida. Y Dios, aunque se impacienta de vez en cuando, no se
desespera. Sigue a su lado mediante su presencia en los personajes mediadores y mediante sus
descensos a la tienda del encuentro. Pero el mismo Dios va pidiendo, cada vez más, una
responsabilidad moral a las acciones, y consecuencias de las acciones, de todo el pueblo y
también de sus líderes (Moisés, Aarón y Miriam).
En los libros que siguen al Pentateuco, Josué y Jueces se nana la continuación de esta historia de
comienzos. ¿Cómo llega Israel a Canaán? ¿Cómo consiguen establecerse las tribus? Aunque los
historiadores, apoyados en las evidencias arqueológicas y en los documentos extrabíblicos y de la
historia universal, intentan reconstruir la historia de los comienzos de Israel en Palestina, no existe
unanimidad en tal reconstrucción. Lo más probable es que se trate de una ocupación parcial, que
tuvo lugar nada más en las mesetas centrales de Palestina, donde se refugió el grupo que vino con
Moisés del desierto y con cuya llegada se produjo una revuelta de los campesinos y pastores que
habitaban tales mesetas. Lo cierto es que los relatos nos hablan de una larga y difícil convivencia
entre diferentes etnias, marcada por múltiples conflictos políticos y religiosos.
En resumen, los libros del Pentateuco y los de Josué y Jueces, narran la vocación de Israel y sus
primeros pasos en la historia. Grandes temas de estas narraciones son la imagen de Dios creador y
libertador; la institución de la pascua, el significado del paso del Mar Rojo, la alianza y el nombre
de Dios, el don de la ley en un contexto histórico, la idolatría como respuesta negativa del pueblo,
el credo histórico, la tierra que simboliza la identidad, el pan y la libertad.
El pueblo, obcecado en su pecado, acaba cayendo en las manos de otros pueblos que lo deportan,
lo someten y pretenden arrebatarle su identidad. La decadencia del sistema político y su correlato
social y religioso, injusto y excluyente, acaba siendo una trampa mortal para Israel. El lector
cristiano advierte, en las diferentes historias y reconstrucciones interpretativas de los hechos, de
qué forma se anudan entré sí lo privado y lo público y cómo unos niveles tienen consecuencias en
el otro. Aprenderá de la historia de David de qué forma se encadenan el abuso del poder, el sexo y
la violencia asesina (cf 2Sam 11) y advertirá cómo, en la actualidad, estos nudos siguen vigentes. O
cómo, según las profecías de Amós, Oseas y otros, la existencia de pobres es consecuencia del
injusto reparto de los bienes y de pactos políticos cuyo objetivo es el aumento del poder y la
riqueza de personas e instituciones determinadas. Del mismo modo que verá en el libro de Rut de
qué forma la misericordia de una mujer, extranjera y que no pertenece oficialmente a la fe
israelita, es signo de la misericordia de Dios, que restablece la justicia y prolonga la vida de los
pueblos. O cómo el compromiso de personajes individuales, como la reina Ester y Mardoqueo,
pueden evitar un genocidio.
En resumen, a través de la lectura de los libros históricos y proféticos (1 y 2Sam; 1 y 2Re; Crón,
Esd, Neh, Rut, Tob, Jdt, Est, 1 y 2Mac; Is, Jer, Ez, Dan, y profetas menores) el creyente accede,
entre otras cosas, a una imagen de Dios de múltiples rasgos, interpretación proyectiva, en muchos
casos, de las situaciones por las que pasan los individuos y los pueblos; una imagen de Dios
colérica, exigente y justiciera, en muchas ocasiones, pero también un Dios entendido y
experimentado como dialogante, paciente, de entrañas de misericordia y de perdón. El lector
creyente accede mediante la lectura de estos libros a la ambigüedad de la historia y del ser
humano, a sus contradicciones, a sus intentos de conversión y al dolor que experimenta ante las
consecuencias de sus pecados.
En los libros poéticos el lector creyente podrá respirar la frescura del mejor erotismo poético al
reconstruir los diálogos amorosos entre la amada y el amado del Cantar de los cantares,
integrando, de nuevo, la experiencia humana del amor apasionado con la experiencia religiosa del
amor de Dios por su pueblo y por cada uno de sus individuos. Porque, antes como ahora, sabemos
que hay experiencias desbordantes que prefieren la evocación y el lenguaje abierto, creativo y
poco sujeto a las normas, de la poesía.
En resumen, podemos decir que nada de lo que sea humano, tanto desde el punto de vista
individual como desde el punto de vista social y colectivo, escapa a la historia de Israel, que, como
pueblo creyente, la cuenta y la transmite como historia sagrada, como historia religiosa. El Dios
que se revela en los libros del Antiguo Testamento no tiene un rostro único, ni es homogéneo,
rígido, estereotipado y unívoco. Es un Dios de rostro múltiple, revelado en las diferentes épocas,
pedagógicamente adaptado a cada momento del pueblo y de su capacidad de comprensión. Un
Dios de una variada y rica expresividad, que cada creyente debe reconstruir a partir de diversos
fragmentos, pero desde la perspectiva que ofrece Jesús en los evangelios. Y el ser humano que
revelan las múltiples páginas del Antiguo Testamento se muestra, asimismo, en su enorme
diversidad, en su múltiple rostro y sus diversos contextos. Si el rostro de Dios, a partir de sus
grandes atributos y de sus múltiples fragmentos, se revela cercano y misterioso, íntimo e
inaprensible, el rostro humano que se deja mirar y llamar por Dios, se revela en la hondura de su
misterio. Por eso acercarse a ambos sigue siendo una forma de encuentro con uno mismo.
Aunque el corpus legal y los libros poéticos del Antiguo Testamento tienen enorme importancia,
me ha parecido más pedagógico centrarme en las narraciones, es decir, en las posibilidades
catequéticas que encierra la teología narrativa veterotestamentaria.
Cada contexto y cada situación requerirá unos determinados recursos. En unas ocasiones bastará
con evocar la historia del propio pueblo indígena que se acerca a las Escrituras, como es fácil que
ocurra en pueblos de América latina, por ejemplo. En otras podrá recurrirse a ciertos materiales
ya creados a propósito, unas veces, o como expresiones artísticas, en otras; por ejemplo, puede
ser útil tener a mano algunas películas y novelas que han intentado con éxito reconstruir los
entornos de épocas y personajes bíblicos.
c) El tercer supuesto es el respeto que requiere la forma en que se transmite el mensaje. Por
ejemplo, un poema, antes de ser explicado, debe ser adecuadamente leído o escuchado a fin de
que produzca el impacto que pretende en el oyente o lector. Si se comienza una catequesis con la
lectura de un poema del libro de la Sabiduría o de un poema del segundo Isaías con la explicación
directa, se mata el mensaje que conlleva la forma explícita, que es eso que llamamos poesía y
poema. Es preciso insistir en ello porque nuestras catequesis bíblicas se han caracterizado hasta
ahora, y todavía se siguen caracterizando, por un altanero desprecio y una tremenda falta de
respeto hacia la forma del mensaje de salvación de las Escrituras, como si se pudiera separar el
mensaje de la forma en que este se brinda. Catequistas y catequizandos deben aprender a
percibir el mensaje en sus formas concretas, como aprendizaje existencial para percibir la
revelación continuada del Señor en los diversos modos en que hoy se brinda. Es, por tanto, un
supuesto necesario para la actitud de discernimiento.
d) El cuarto supuesto se refiere a ciertos elementos que tienen que ver expresamente con la
sensibilidad de nuestro tiempo. Me refiero a los contextos culturales raciales, clasistas y sexistas
que se reflejan en las Escrituras. Y por ello, este supuesto se relaciona con la percepción de ciertas
imágenes de Dios y de las normas éticas. Si se ha tenido en cuenta el segundo supuesto, entonces
este será más sencillo de crear o de abordar, porque, evidentemente, están relacionados.
Así, por ejemplo, no se pueden abordar las historias de Jacob y de sus mujeres, Lía y Raquel, sin
tener en cuenta, entre otras muchas cosas, la condición de la esclavitud en aquellos tiempos, la
mentalidad sobre las posesiones y los rasgos del trato que se daba a esclavas y esclavos. Pero,
además, dado el papel que juegan en estas historias Zilpá y Bilhá, esclavas de Lía y Raquel, como
madres de algunos hijos de Jacob, pero pertenecientes a sus señoras, debe tenerse en cuenta no
sólo esta condición de esclavitud, sino el sesgo sexista y clasista que impregnaba la relación de
estas mujeres con Jacob, pero también con las señoras o esposas legales, y las consecuencias
relacionales que todo ello tenía en la convivencia y trato entre los hijos e hijas 1.
Esto evitaría que la catequesis y la transmisión de los textos bíblicos reforzara el clasismo, el
nacionalismo a ultranza y el sexismo en una sociedad que, como la nuestra, aunque sea en el nivel
de las aspiraciones, pretende la construcción de una sociedad más igualitaria, acorde con el
mensaje de Jesús y del conjunto del Nuevo Testamento.
e) El último supuesto que puede pedirse a la catequesis sobre el Antiguo Testamento tiene que
ver con dos tentaciones siempre presentes cuando se lee la Biblia. La primera se refiere a la
pregunta por la verdad de lo narrado en el Antiguo Testamento y que, generalmente, encubre la
pregunta sobre aquella forma de verdad que prevalece en la mentalidad occidental, la verdad
histórica, entendida como evidencia documental verificada y contrastada científicamente. La
segunda tiene que ver con la inmediatez de la aplicación. Suele formularse, más o menos, con una
pregunta así: ¿y esto qué me dice a mí hoy? O, más en concreto, ¿me vale esto para la vida? Si el
trasfondo de la primera cuestión es un reduccionismo acerca de la condición de la verdad de un
mensaje y las condiciones en las que solemos aceptarla, el trasfondo de la segunda se refiere a un
cierto utilitarismo inmediato en el plano de la fe. Si esto no me vale para este momento, en mis
circunstancias y de forma concreta, entonces es que no vale. Es decir, si no es útil para mí aquí y
ahora, entonces no me sirve. Es preciso salir al paso de cada una de estas tentaciones, creando
unos supuestos lo suficientemente asentados como para que interfieran lo menos posible en las
catequesis. Son cuestiones que suelen llevarse mucho tiempo y muchas energías en las sesiones,
clases, cursillos y, al final, no suelen dar mucho fruto.
La tentación del concepto empirista y periodístico de la verdad es típica de nuestro tiempo. Pero,
además, es irracional. Pretende que los hechos pueden separarse de su significado o que este
siempre se ajusta a una pretendida objetividad. En realidad, en esta cuestión laten problemas que
tienen que ver con los conceptos teológicos de inspiración y revelación. Si en ellos no se introduce
cuanto antes la categoría de encarnación y no se advierte la importancia que adquieren las
mediaciones históricas, culturales y subjetivas (de sujeto o de los sujetos), el catequista, el
educador, estará fomentando una concepción del mensaje cristiano desligado de la historia, o una
imagen de Dios que se manifiesta sin contar con la naturaleza (milagrismo), el ser humano y la
historia, e incluso contra ellas, por más criaturas que sean. Transmitirá la imagen de un Dios
bíblico caprichoso y poderoso, al que gusta dejar bien claro quién es el que detenta el poder y que
se muestra celoso de los humanos que pueden robarle prestigio y protagonismo. Este Dios, no lo
olvidemos, será muy difícil de conciliar con el Dios de Jesús que presentan los evangelios.
La primera cuestión que no debe obviarse es que la transmisión del Antiguo Testamento, ya sea
como historia sagrada, ya sea como lectura litúrgica continua en las eucaristías diarias o festivas, o
incluso en los estudios sistemáticos de teología, comporta un sesgo sexista, incluso cuando se dice
que no se hacen diferencias. Muchos miles de mujeres testimonian y denuncian este sesgo. En
primer término, no debe olvidarse que el Antiguo Testamento es un conjunto de libros de
mentalidad patriarcal 2. En segundo término, la catequesis no puede ignorar a las múltiples
mujeres que hay en todos los libros de la Escritura. En tercer lugar, hay que explicar el sesgo
sexista cultural e histórico de ciertos textos; tal vez de la mayoría. Y esto debe ser explícito. Y, en
último término, el punto de partida que guíe tanto las explicaciones sesgadas, como la
inadecuación de modelos, costumbres, etc. debe ser el de los evangelios, con expresa referencia a
la conducta de Jesús para con cada uno de los géneros.
Cuando los textos tengan varias alternativas válidas de interpretación, sería éticamente deseable
que se eligieran aquellas que fueran menos lesivas para la dignidad del 52% de la humanidad, las
mujeres, que, además, constituyen hoy la parte más victimizada por la pobreza (feminización de la
pobreza) y la violencia. Por ejemplo, habría que tenerlo en cuenta al narrar y explicar los textos de
la creación de la humanidad.
b) En la perspectiva de las edades. 1) Para los niños, teniendo en cuenta los diferentes momentos
evolutivos de la religiosidad, es fundamental privilegiar la modalidad narrativa de la catequesis
bíblica. Por una parte, se respeta la forma del mensaje y, por otra, se respeta y aprovecha la
capacidad imaginativa y fabuladora de los niños. No olvidemos que nuestra cultura es, en gran
medida, narrativa. Esto significa que el catequista debe vigilar su tendencia a ofrecer explicaciones
racionalistas, proyección de sus preocupaciones e intereses, más que adecuación a la mente
infantil y a los estadios psicoevolutivos de su religiosidad.
Es importante no separar la imagen de Dios de las historias en las que interviene. Habrá que
prestar atención a no hablar de Dios como de un elemento que hay que explicar aparte.
Los niños y las niñas tienen enorme facilidad para deducir cómo es Dios a partir de las historias en
las que aparece e interviene.
Es preciso, también, evitar las moralejas. Las historias ya son morales, y la moraleja que no es
pedida por niños indica que el catequista no confía en la moralidad de la historia que ha contado o
que ha explicado o leído para ellos. En otras ocasiones manifiesta dudas y problemas de
educadores, catequistas y orientadores, acerca de la moralidad de ciertas historias. Para ilustrar lo
que quiero decir, me remito a las actitudes confiadas que solemos tener ante narraciones de
dudosa moralidad como los cuentos clásicos infantiles. En la mayoría de ellos abunda la violencia,
se divide a los humanos de forma maniquea en buenos y malos, se realizan acciones que no son
generosas, se da cabida a venganzas, castigos durísimos, ausencia de piedad... Y, a pesar de todo,
la mayoría de los adultos no se hace problema sobre tan dudosa moralidad... En cambio, sienten
terribles reticencias y no confían en los niños al transmitirles ciertas historias bíblicas que, como
esas otras, suelen contener muchas ambigüedades y que, como esas otras, pueden cumplir un
objetivo religioso y de discernimiento moral, según la mentalidad de cada edad y las necesidades
psicológicas y evolutivas de cada momento.
No es necesario evitar o eliminar el mal, el sufrimiento o las tragedias en las historias del Antiguo
Testamento. No olvidemos, de nuevo, que los cuentos infantiles integran los elementos perversos
y trágicos de la vida. A este respecto es importante, siempre que sea posible, acabar las historias
con finales felices. De este modo, sin ocultarles la realidad, las historias del Antiguo Testamento
contribuyen a crear un esquema psicológico de referencia positivo, confiado y catártico. Se
prepara, así, el marco pascual de la fe y la confianza básica de que el bien y la luz vencen al mal y a
la tiniebla. Son interesantes, a este respecto, las historias del Exodo.
Por último, es preciso señalar que, sobre todo entre los 4 y los 8 años, no es necesario contar
muchas historias bíblicas a niños, sino contar muchas veces las mismas historias, animarles a que
las repitan y las narren entre sí y a otra gente, a que las interpreten, reproduzcan y representen
de diferentes maneras. Esta repetición es la que forma en ellos esquemas psicológicos, sociales y
religiosos de referencia. Esto advierte ya de la importancia que tiene saber seleccionarlas.
2) En relación con los adolescentes, contando con la dilatación de este período en nuestras
sociedades occidentales, sería bueno tener en cuenta algunas cosas como las siguientes. No
desestimar en ningún momento la importancia de la dimensión narrativa de la fe, a partir de las
historias del Antiguo Testamento, aunque es indudable que las mismas preguntas de chicas y
chicos irán orientando el tipo de explicaciones que sobre ellas necesitan. Por ejemplo, es
momento de ofrecerles una buena y seria introducción a las Escrituras, a medida que cada historia
vaya pidiendo contexto, análisis histórico y social y teología. Es un momento especialmente
oportuno para introducirles en la perspectiva de la antropología cultural aplicada a los textos
bíblicos. De este modo, el despertar de una nueva forma de pensamiento se une a la fuerza
narrativa del mensaje religioso.
Debe tenerse en cuenta que las narraciones y explicaciones bíblicas han de favorecer la
personalización de la fe en los chicos, debido a su tendencia a la abstracción, así como debe
favorecerse en ellos la integración del ideal en la realidad y en la vida, dada su propensión a
situarlo fuera. En las chicas, será preciso prestar atención a que los sentimientos y emociones, que
en un principio ayudan a personalizar la fe, no las cierren en una espiritualidad intimista de corte
espiritualista.
Es importante, también, tener en cuenta los momentos de dudas y crisis de fe. Abordarlos con
historias bíblicas, como las experiencias de Jeremías o de Job o del Qohélet, por ejemplo, es una
forma indirecta y eficaz de clarificación, ayuda y liberación. Del mismo modo, es interesante saber
situar adecuadamente la dimensión moral de las historias del Antiguo Testamento, evitando una
moral heterónoma y favoreciendo una moral teónoma y de actitudes, que ayude, positivamente,
a crear la propia capacidad de discernimiento y de libertad interior.
3) En lo que respecta a los jóvenes, así como a los adultos, creo que, además de dar continuidad a
la tarea catequética bíblica comenzada con la etapa adolescente, podría acentuarse y ampliarse la
formación para una lectura crítica y creyente del Antiguo Testamento. Existen diversos métodos
de praxis, entre los que destaco el de la lectio divina, de probada tradición eclesial, en sus
diferentes momentos de lectio, oratio, collatio, contemplatio y actio. Como criterios y cuestiones a
tener en cuenta señalo los que me parecen más relevantes.
Es importante para una persona creyente, sea joven o de más edad, prestar atención a la
complejidad y ambigüedad que caracterizan las historias, situaciones y personajes del Antiguo
Testamento. Con ello queda de manifiesto una imagen de Dios respetuosa con la libertad
humana, pero también confiada en la responsabilidad de las personas y de la dinámica histórica.
Sería de desear que se favoreciera un adecuado análisis social y político, de forma que la
intervención de Dios en la vida de la humanidad, tal y como aparece revelada en su Palabra, no
sea situada al margen de la historia misma y sus vicisitudes.
Muy importante, a mi modo de ver, sería que los creyentes, jóvenes y adultos, fueran madurando
en capacidad interpretativa. De hecho, las narraciones, como teología narrativa, se prestan a
diversas interpretaciones que, ciertamente, deben ser adecuadamente evaluadas en su contexto
literario, canónico e histórico. En este sentido, no está de más advertir del peligro que catequistas
y formadores en la palabra de Dios, suelen correr al precipitarse en dar las respuestas antes,
incluso, de que hayan sido formuladas las preguntas. Más pedagógico, si las preguntas no
surgieran, sería provocar interrogantes. Pero, además, considero que catequistas y animadores de
la Palabra no deben tener miedo a dejar abiertos algunos graves interrogantes, para los que las
Escrituras, el Antiguo Testamento en nuestro caso, no tiene respuestas, o que, incluso, ha dejado
dolorosamente abiertos. Piénsese, a modo de ejemplo, en el libro de Job, que abre unos
interrogantes que después no cierra. O, en un sentido distinto, en el libro de Jonás de final
abierto, provocación para el lector, lectora u oyente, que puede, si quiere, comprometerse a
poner un final concreto, o puede seguir eligiendo dejarlo abierto...
Concluyendo, la catequesis sobre el Antiguo Testamento, de eminente modalidad narrativa,
puede convertirse en verdadera escuela de fe y de humanidad, de compromiso social y liberador
para todo creyente. Precisa, quizás, buenos catequistas, que hayan realizado procesos serios de
formación bíblica.
NOTAS: 1. Puede verse al respecto E. ESTÉVEZ, Las esclavas, y M. NAVARRO, Las extrañas del Génesis, tan parecidas, tan
diferentes, en I. GÓMEZ ACEBO (ed.), Relectura del Génesis, Desclée de Brouwer, Bilbao 1997. — 2 Actualmente existe una
ingente cantidad de libros y de artículos en los que se pone de relieve, tanto el sesgo sexista de la transmisión de la Biblia en los
círculos cristianos y judíos, como las posibles alternativas a fin de ofrecer una perspectiva diferente y más igualitaria. En
español, entre otras, puede verse C. BERNABÉ, Biblia, en M. NAVARRO (ed.), 10 mujeres escriben teología, Verbo Divino, Estella
1995.
BIBL.: AA.VV., La Biblia en grupo. Doce itinerarios para una lectura creyente, Verbo Divino, Estella 1997; AA.VV., La nueva crítica
del Pentateuco, Estudios bíblicos 52 (1994); CHARPENTIER E., Para leer el Antiguo Testamento, Verbo Divino, Estella 1986;
GóMEZ ACEBO L (ed.), Relectura del Génesis, Desclée de Brouwer, Bilbao 1997; Los libros de Josué, Jueces y Rut, Herder-Ciudad
Nueva, Barcelona-Madrid 1995; MESTERS C., La formación del pueblo de Dios, Verbo Divino, Estella 1997; Lectura orante de la
Biblia, Verbo Divino, Estella 1997; NAVARRO M., Barro y aliento. Exégesis y antropología de Gén 2-3, San Pablo, Madrid 1993;
PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, Ciudad del Vaticano 1993; SICRE J. L., Introducción al
Antiguo Testamento, Verbo Divino, Estella 1992.
ANUNCIO MISIONERO
NDB
La etimología del término catequesis habla de hacer eco, hacer resonar. Es necesario suponer un
sonido, una voz previa, que haga posible el eco, la resonancia. Este significado originario nos sitúa
ante un aspecto de la acción catequética que suele olvidarse o ignorarse con frecuencia: la
necesidad de un anuncio, de una proclamación de Jesucristo, cuya resonancia en el interior de la
persona que está en camino hacia la fe es desarrollada por la catequesis. De tal forma que con
dificultad se podrá entender una catequesis que no haya sido precedida por una acción
kerigmática, de proclamación.
Toda reflexión sobre la acción pastoral ha de tener siempre presentes los condicionamientos
históricos en que se realiza dicha acción. No todas las acciones tienen igual validez en contextos
diferentes; más bien, cada contexto y cada circunstancia configuran la urgencia, la importancia y
el modo de llevar a cabo una acción pastoral.
Ciñéndonos al campo de la reflexión catequética, puede afirmarse que las condiciones de nuestra
cultura, en cuyo seno ha de realizarse la catequesis, han experimentado cambios profundos en el
último medio siglo. Si en épocas relativamente recientes la catequesis podía acentuar sin
dificultad su dimensión de instrucción sobre la fe (en particular sobre sus contenidos), dando por
supuesto que esta fe había sido ya despertada y educada inicialmente, hoy este planteamiento
resulta absolutamente inválido. La situación llamada de cristiandad ha dejado paso a otra que
puede llamarse de secularización radical, y que en nuestro contexto comienza a llamarse
poscristiana. En ella es posible encontrar muchos elementos que hacen referencia a lo cristiano en
la cultura y en la vida social, aunque las mismas personas que utilizan estas referencias pueden no
tener en absoluto una opción personal de fe. Puede oírse hablar de Jesucristo, pero no percibirse
que Jesucristo es anunciado. La tremenda presión mediática que se da en nuestra cultura hace
que cualquier anuncio o afirmación, por importante que pueda ser, corra el riesgo de ser
banalizada. Nuestra aldea global es un mercado plural de propuestas de sentido. Para muchas
gentes, el anuncio de Jesucristo resulta ser una oferta más entre otras: la dinámica publicitaria ha
acostumbrado al hombre de hoy a hacer caso sólo a las propuestas que le resultan atractivas y
convincentes. En este contexto debe situarse la Iglesia para plantearse la obligación ineludible de
hacer el anuncio misionero y de encontrar la forma y las condiciones para llevarlo a cabo.
Cuando Jesús, antes de subir a los cielos, envía a sus discípulos, les da el encargo de anunciar el
evangelio (Mt 28,19; Mc 16,15). La misma tarea que él había llevado a cabo durante su vida
pública, de anunciar actuando y enseñando la Buena Noticia del amor de Dios Padre, queda
después confiada a los discípulos, de forma que la condición evangelizadora se convierte en la
identidad de la Iglesia: «Ella existe para evangelizar» (EN 14). En esta tarea, nada ni nadie la puede
suplir, de modo que todo lo que hace la Iglesia, o lo que pueda hacer, o está al servicio de la
evangelización, o hay que decir que no tiene razón de ser en ella; hasta tal punto es central su
misión evangelizadora.
Es significativo que una de las llamadas más insistentes de los agentes de pastoral sensibles al
actual momento histórico sea la de pasar de una pastoral de cristiandad a una pastoral de misión.
Esta se entiende como una pastoral que tiene en cuenta el vacío de fe y de opción personal por
Jesucristo, incluso en personas practicantes al estilo tradicional, cuanto más en personas y grupos
sociales que viven al margen de la fe y de la pertenencia real a la Iglesia, aunque hayan sido
sacramentalizados. Sin olvidar el número creciente de no bautizados entre las generaciones más
jóvenes. A este vacío de fe, la Iglesia no puede responder más que planteándose como tarea
prioritaria la pastoral evangelizadora, en la que resulta central el anuncio misionero.
Hay que reconocer que, por la acción del Espíritu, han surgido en la Iglesia en los tiempos
recientes diversas fórmulas de acción misionera, promovidas por personas o grupos, que han
intentado dar respuesta a esta urgencia. Igualmente, los diferentes movimientos de orientación
catecumenal que se han desarrollado entre adultos y jóvenes tienen una componente importante
de acción misionera, ya que normalmente se dirigen a personas alejadas que necesitan hacer su
camino de fe completo. Junto a esta realidad consoladora, se constata, con preocupación, que
muchas de las acciones normales de la pastoral de nuestras parroquias, cuyos destinatarios son
personas alejadas y, en algunos casos increyentes, tienen un escaso o nulo talante evangelizador,
por lo que no llegan a ser ocasión de que Jesucristo sea anunciado.
El estudio que se hizo al respecto en las diócesis españolas con ocasión del Congreso Parroquia
evangelizadora en 1988, resulta revelador y preocupante al mismo tiempo. La razón puede estar
en que la mayoría de los presbíteros, agentes directos de esta acción pastoral, no fueron
preparados para esta nueva situación cultural y no se encuentran capacitados para afrontar sus
retos. Este deberá ser, por ello, un aspecto a tener muy en cuenta en el futuro en la formación de
los sacerdotes jóvenes y de los candidatos al sacerdocio. Otra explicación puede ser la dificultad
de encontrar formas válidas de comunicación significativa que lleguen al hombre de hoy, que vive
permanentemente aturdido por los impactos mediáticos. Estas constataciones nos hacen ver que
el cambio de sentido de la acción pastoral, que se considera deseable y necesario, no resulta fácil
en absoluto, aunque se tengan las mejores intenciones y deseos.
Sabemos que el anuncio misionero es anterior a la acción catequética. Sin embargo, en muchas
ocasiones no resulta posible o no hay oportunidad de hacer las cosas conforme a este modelo
teórico. Entonces se hace necesario que ambas acciones se den de modo simultáneo: el anuncio
se realiza en un contexto de catequesis y la catequesis no es sólo desarrollo de la proclamación,
sino proclamación al mismo tiempo (piénsese, por ejemplo, en las catequesis prebautismales y
preeucarísticas de muchas de nuestras parroquias). La misma necesidad puede darse en
circunstancias de religiosidad popular, quizás sincera,
pero mezclada con una profunda ignorancia religiosa. La catequesis, en estos casos, no sólo debe
pretender dar contenido a la fe, sino despertarla de forma inicial, mediante el anuncio misionero.
Esta es la modalidad que, en algunas 'regiones, se está llamando catequesis misionera (inspirada
en el Directorio general de pastoral catequética [DCG] 18, en EN 56 y en CT 19), que acentúa la
dimensión misionera, tratando de suscitar, en primer lugar, la conversión al evangelio. «La
situación concreta de muchos cristianos está pidiendo una carga fuerte de primera evangelización
en la actividad catequética propiamente dicha» (CC 49). El Directorio general para la catequesis de
1997 (DGC), al hablar de las diferentes situaciones socio-religiosas ante la evangelización, llama a
ésta situación intermedia, ya que en ella «grupos enteros de bautizados han perdido el sentido
vivo de la fe o incluso no se reconocen ya como miembros de la Iglesia, llevando una existencia
alejada de Cristo y de su evangelio» (RMi 33). Esta situación requiere una nueva evangelización.
Su peculiaridad consiste en que la acción misionera se dirige a bautizados de toda edad, que viven
en un contexto religioso de referencias cristianas, percibidas sólo exteriormente. En esta
situación, el primer anuncio y una catequesis fundante constituyen la opción prioritaria (DGC 58).
El anuncio misionero, que se orienta a la catequesis, debe entenderse como una acción en dos
tiempos: el primero, que es el anuncio propiamente dicho, propone a Jesucristo y su evangelio y
llama a la adhesión de fe; el segundo, que es llamado pre-catequesis, se concibe como un tiempo
de búsqueda, de clarificación y de decisión de seguir el proceso catequético (CAd 204-210). La
puesta en práctica de este anuncio misionero y del acompañamiento de las personas en el tiempo
de la precatequesis exige a la Iglesia la preparación cuidadosa de agentes capacitados para esta
delicada tarea pastoral.
En cuanto a la metodología, hay que tener en cuenta que la presencia simultánea del anuncio y de
la catequesis propiamente dicha puede demandar una cierta alternancia de los métodos. Mientras
la catequesis puede tener unos acentos más asertivos o expositivos, referidos a los contenidos de
la fe, el anuncio debe ser más interpelante y directo. A lo largo del itinerario catequético, ambos
deberán ser sabiamente utilizados y dosificados por el catequista, al servicio del acompañamiento
hacia la fe de las personas que tiene confiadas.
A pesar de que, como recuerda la EN, «la Iglesia existe para evangelizar», no siempre aparece
como patente e incuestionable que allí donde la Iglesia está presente está también la acción
misionera y el anuncio explícito de Jesucristo. En ocasiones, el peso de tradiciones añadidas, o la
rutina, o la instalación, puede acarrear el olvido de lo esencial y, en la práctica, la acción misionera
queda relegada y llega a no estar presente. Si tal situación, aunque no sea aceptable en principio,
ha podido tener una cierta explicación en tiempos pasados, de cristiandad, en las circunstancias
actuales se convierte en un grave pecado de omisión. Hoy no es posible suponer que el anuncio y
el conocimiento de Jesucristo pueda llegar a las personas y a los ambientes por otro cauce que no
sea la propia comunidad eclesial y el testimonio y la palabra de los cristianos.
2. Los CRISTIANOS PRESENTES EN EL MUNDO. En una cultura secularizada, se afirma cada vez más
la necesidad de que quienes lleven a cabo el anuncio misionero sean los mismos que viven
plenamente inmersos en esa cultura y en sus ámbitos normales de vida. Una Iglesia clerical o
clericalizada difícilmente puede ser hoy misionera. El testimonio ante los no creyentes y la
propuesta directa de la fe procede de la condición bautismal más que de la ordenación
sacramental. El problema se presenta muchas veces porque la'mayoría de los cristianos laicos no
tiene conciencia de este aspecto específico de su condición y vocación laical y porque, incluso
teniendo esta conciencia, les falta preparación para llevar a efecto la tarea misionera.
a) Los signos. Dentro de la dinámica de la evangelización, los signos son aquellas acciones,
conductas, gestos, que sólo encuentran explicación remitiendo a la verdad o realidad que
significan (Jesús, no sólo se manifiesta como «Luz del mundo», sino que devuelve a un ciego la
vista: Jn 8,12; 9,1-41). Es verdad que los signos que hizo Jesús eran los propios del Hijo de Dios y
no es posible pretender repetirlos. Sin embargo, él promete a sus discípulos que, en su tarea de
evangelizadores, «les acompañarán signos» (Mc 16,16-18). Estos signos han estado y continúan
estando presentes en la historia de la evangelización. Hoy los signos son, por lo general, formas de
conducta de los cristianos que, siendo comunes, resultan en cierto modo extrañas o interpelantes
en el contexto en que tienen lugar: por ejemplo, la pobreza asumida voluntariamente, el
compromiso desinteresado por los demás, la honradez en contextos donde es común la
corrupción, la forma esperanzada de afrontar el dolor, la enfermedad o la muerte. Y lo mismo que
en el nivel personal, puede decirse del testimonio de las comunidades cristianas: cuando son
lugares abiertos de acogida incondicionada, cuando se da una generosidad al compartir y al
ayudar a los necesitados, cuando se denuncian, incluso con riesgos, situaciones de injusticia. En un
caso o en otro, se trata de signos de liberación que actualizan aquello que Jesús anunció y
prometió a sus discípulos.
Esta variedad de signos que hoy pueden estar acompañando a la evangelización, son los que
preparan a la comprensión y a la aceptación del anuncio misionero, ya que permanentemente
están remitiendo a la realidad de la fe y de Jesucristo, a partir de la cual se van haciendo
comprensibles. Todo este proceso dinámico de la evangelización puede encontrarse bellamente
descrito en numerosos textos del reciente magisterio de la Iglesia (AG 11-12; EN 17-24; RMi 42-
43).
b) Las palabras. Recuerda el Concilio que «la revelación de Dios se realiza por obras y palabras
intrínsecamente ligadas» (DV 2). En la evangelización, que consiste en anunciar a los hombres la
revelación y la intervención salvadora de Dios por Jesucristo, también van unidos los signos y las
palabras: «estas proclaman las obras y explican su misterio» (DV 2).
Las palabras humanas que hacen posible el anuncio misionero son, en primer lugar, palabras para
un diálogo, que después tendrán que ser palabras para un anuncio. En cuanto palabras al servicio
del diálogo, deben pertenecer a la cultura, al pensamiento y a las experiencias de los
destinatarios. Sólo así pueden conformar un lenguaje significativo, es decir, cargado de sentido.
En el evangelizador, la condición para poseer este lenguaje es la encarnación, la inmersión en la
realidad del destinatario. Desde ella, podrá ir deshaciendo prejuicios, provocar una búsqueda y
acompañar los pasos del evangelizado que quizá anda aún en la oscuridad. En cuanto palabras al
servicio del anuncio, deberán ser, en primer lugar, fieles a la verdad revelada que se pretende
transmitir, y que la Iglesia entrega en fórmulas acuñadas, y, al mismo tiempo, ser capaces de
expresar su contenido profundo utilizando un lenguaje que tenga sentido para quien lo escucha.
En los tiempos y circunstancias actuales, no es pequeño el esfuerzo que deberán hacer los
evangelizadores para hallar este lenguaje válido que está reclamando el anuncio misionero. De
nuevo en EN 63 encontramos enunciadas las exigencias de adaptación y de fidelidad que requiere
el lenguaje de la evangelización.
El anuncio misionero resulta hoy irrenunciable como punto de partida para una catequesis que
debe desarrollar una fe inicial ya presente. En unas ocasiones este anuncio será previo a la
catequesis y, en otras, tendrá que ser simultáneo a ella. En cualquier caso está llamado a ser la
piedra de toque de toda la actividad que la Iglesia debe llevar a cabo al servicio de su misión y del
hombre de nuestros días.
BIBL.: Congreso «Evangelización y hombre de hoy», Edice, Madrid 1986; Congreso «Parroquia
evangelizadora», Edice, Madrid 1989; CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA, Para una pastoral de
la cultura, Ciudad del Vaticano (23 mayo 1999); GEVAERT J., Primera evangelización, CCS, Madrid
1992.
Antonio Mª. Alcedo Ternero
BAUTISMO Y CONFIRMACIÓN
El hecho de que Jesús fuera bautizado por Juan al iniciar su misión pública parece haber sido la
causa decisiva para que la Iglesia naciente adoptara un rito bautismal muy parecido al de Juan
Bautista y lo convirtiera en signo distintivo de todo aquel que confiesa que Jesús es Señor y
salvador.
b) Bautismo y vida nueva «en Cristo». Ya más positivamente el Nuevo Testamento designa el
bautismo como baño regenerador (Tit 3,4-7; 1Cor 6,10-11; Ef 5,26; Heb 10,19-25), que comporta
un nacimiento a la vida divina y hace al hombre, por tanto, verdadero hijo de Dios (Gál 3,26-28;
Rom 6,1-14; Col 2,11-15; 1Jn 3,9; 2Pe 1,4; cf Gál 4,4-7; 1Pe 1,3-9). En Rom 6,3-11 y en Col 2,10-15,
Pablo explica el proceso de salvación que se realiza en el bautismo mostrando un paralelismo
entre el bautismo y la muerte y resurrección de Cristo: Cristo, que murió, fue resucitado por Dios
para la vida eterna. El bautismo se asocia a esta muerte y resurrección de Cristo. Por una parte, el
bautismo significa una renuncia al pecado hasta la muerte. Así muere el hombre viejo. Pero, de la
misma forma que Cristo superó la muerte a través de la resurrección, el bautizado es
«incorporado a Cristo» en esta victoria sobre la muerte y el pecado. Esta nueva vida que recibe en
el bautismo es la vida de la filiación divina. Por eso el bautismo es designado con toda propiedad
como un «renacer de lo alto» (Jn 3,5) para vivir la vida de «los hijos de Dios» (Rom 8,12-17; Gál
4,6-7; 5,13-16; cf CCE 1215, 1243, 1263 y 1265).
Así se habla de «ser iluminados por Cristo». El bautizado ha pasado de las tinieblas a la luz (Ef 5,8-
14; Flp 2,15), ha sido iluminado por Cristo (Jn 1,9; Ef 1,18), es hijo de la luz (lTes 5,5), camina en la
luz (1Jn 1,5-7; 2,7-11), tiene que revestirse de las obras de la luz (Rom 13,11-14; cf CCE 1216).
El paso de la muerte a la vida se expresa con frecuencia como un despojarse del «hombre viejo»,
para revestirse del «hombre nuevo» (Ef 4,20-24; Col 3,8-11), revestirse del Señor Jesucristo (Rom
13,14; Gál 3,27).
Por el bautismo, el hombre ha sido injertado en Cristo (Col 2,6-7), para que de esta forma pueda
vivir su nueva existencia que proviene de Cristo (cf CCE 1269).
El bautizado ha sido marcado —sellado al fuego— con la impronta del «Espíritu como prenda de
salvación» (2Cor 1,22; Ef 1,13; 4,30; 2Tim 2,19). Este Espíritu ha sido derramado sobre el
bautizado (lCor 2,12; Un 2,20.24-27).
Los bautizados son transformados en «piedras vivientes» para la edificación espiritual (lPe 2,5)
que «es el templo de Dios» (lCor 3,10-17), o «templo del Espíritu Santo» (1Cor 6,19). Esta
edificación tiene a Cristo como único «fundamento» (1Cor 3,11) y como «piedra angular» (Ef 2,20;
cf CCE 1265 y 1268).
Por el bautismo el hombre recibe las arras del Espíritu, como primicia de lo que vendrá (Rom 8,22-
25; 2Cor 1,22; 5,5; Ef 1,14). Ha sido «derramado en nuestros corazones... el Espíritu Santo que nos
ha dado» (Rom 5,5; lCor 6,11; Tit 3,4-7), convirtiendo nuestros corazones en templo donde él
habita (Rom 8,9; lCor 3,16; 6,19; Ef 2,22; 2Tim 1,14), tal como Cristo había prometido a sus
apóstoles (Jn 14,17).
La unción del Espíritu dado por el bautismo nos convierte en «ciudadanos de los consagrados y
miembros de la familia de Dios» (Ef 2,19; Col 3,1-3), en ciudadanos del cielo (Flp 3,20), destinados
a ser herederos de la vida eterna (He 20,32; Rom 8,15-17; Ef 1,18; Col 3,24; lPe 1,3-5; cf CCE
1274).
La incorporación a la muerte y resurrección de Cristo por el bautismo hace al hombre miembro del
cuerpo de Cristo que es la Iglesia (Rom 4,4-5; ICor 12,12-30; Ef 4,11-16), donde, en armonía con
los demás miembros, está llamado a vivir sus propios carismas en bien de todos (Rom 12,2-8; Ef
4,1-13), superando todo tipo de división (Ef 2,14-18; lCor 12,4-11). De esta forma el bautismo es
incorporación a Cristo e incorporación a la Iglesia, comunidad sacramental de salvación: «puerta
de entrada a la Iglesia» (LG 14; cf CCE 1267).
Por el bautismo el hombre se convierte en verdadero hijo de Dios. Por haber recibido el mismo
Espíritu del Hijo, está llamado a dejarse llevar por este Espíritu (Rom 8,12-17; Gál 4,4-7; 1Jn 3,1-3),
viviendo de esta forma la más auténtica filiación divina que ha de llevarle a la posesión de la
plenitud que tiene el Hijo, Jesucristo, según el plan divino de salvación (Ef 1,3-14).
Así pues, el bautismo aparece como aquel gesto sacramental de la Iglesia a través del cual se
comunica al hombre aquella vida que Cristo posee en propiedad. De esta forma la existencia
cristiana se convierte en la ejercitación de esta nueva vida recibida. A semejanza de Cristo,
también el bautizado es constituido profeta, sacerdote y rey. Bajo estos tres aspectos, el cristiano
vive en el mundo proclamando su fe, ofreciendo su vida al Padre y configurando el mundo
histórico según las exigencias del Reino. Vivir esta nueva vida consecuentemente lleva a aquella
plenitud de vida abierta por la muerte y resurrección de Cristo (cf CCE 1241, 1268 y 1273).
La configuración a Cristo es incompatible con la presencia del pecado en el hombre. Nueva vida
comporta superación de la vieja. A una vida dominada por el pecado le sucede una vida animada
por el Espíritu. Por eso el bautismo es una muerte al pecado, paso del hombre viejo al hombre
nuevo. La configuración a la muerte de Cristo es el punto de partida para la progresiva
configuración a su resurrección (cf CCE 1262).
El bautismo abre al hombre una vida nueva, una vida no según la carne, sino según el Espíritu
(Rom 8,1-17; Gál 2,17-21). De esta forma la vida recibida en el bautismo se convierte en fermento
de transformación (1Cor 5,6-8) de toda la vida humana a semejanza de la vida de Cristo (2Cor
4,10), de tal manera que la vida humana ya no sea humana sino vida de Cristo en el hombre (Gál
2,20; cf CCE 1270).
A pesar de estos esfuerzos impulsados por todas las reformas emanadas del Vaticano II, el
bautismo ha perdido aquel significado central que tenía en las Iglesias primitivas. Junto a la
relevancia particular que revestía su celebración, la historia de la liturgia de los siglos II-IV nos
muestra el grado de exigencia con que se acompañaba su preparación. La institución del
catecumenado antiguo es una muestra fiel de esta exigencia inicial (cf CCE 1247-1249), pero
progresivamente se fue relajando a medida que se adelantaba la edad del bautismo. Paralelas a
estas reformas son constantes y muy variadas las tentativas actuales de devolver al bautismo toda
su importancia y significado. Como reconoce el Directorio general para la catequesis, en nuestros
ambientes secularizados y neopaganos se insiste cada vez más en la necesidad de una
evangelización misionera y una catequesis de la iniciación cristiana adecuada a todo aquel que
quiera ser bautizado (cf DGC 58-68; IC 69-84).
4. LITURGIA BAUTISMAL. a) El símbolo bautismal del agua. En la liturgia bautismal ocupa un lugar
destacado el elemento del agua. Al simbolismo natural que posee el agua (da vida, purifica,
destruye...) la Biblia ha cargado a este elemento natural de un fuerte simbolismo histórico-
salvífico, que reaparece en la ceremonia del bautismo. En el Antiguo Testamento Dios se sirve
frecuentemente del agua para llevar a cabo su designio salvador en bien de su pueblo escogido.
En el actual Ritual la bendición de la fuente bautismal recoge el lugar central del agua en
momentos cruciales de la historia de la salvación. Se hace memoria del inicio de la creación,
cuando «el Espíritu aleteaba sobre las aguas»; del arca de Noé que, deslizándose sobre las aguas
destructoras del diluvio, se posa suavemente sobre el monte Ararat; de las aguas del mar Rojo,
que se abren para dejar paso al pueblo elegido y se cierran para cubrir a sus perseguidores; de las
aguas del Jordán, donde Juan bautiza a Jesús de Nazaret; de la sangre y agua que se derraman del
costado abierto de Jesús en la cruz... (Cf CCE 1217-1222).
No están recogidas en esta bendición otras escenas donde el agua actúa también como medio
salvador: las aguas que transportan a Jonás hasta la playa salvándolo de la muerte a que le habían
destinado los marinos al echarlo al mar (Jon 1,15-2,11); las aguas de Massá y Meribá que,
brotando milagrosamente por mandato de Moisés, apaciguan la sed del pueblo errante por el
desierto (Ex 17,5-7); las aguas que salen del templo y convirtiéndose en gran río alcanzan el mar
Muerto, saneando sus aguas insalubres y volviendo productivas sus riberas saladas (Ez 47,1-12).
Rememorando estas gestas divinas a través del agua, se pide solemnemente que el poder
salvador de Dios transforme por el agua y el Espíritu la vida de aquel sobre quien va a ser
derramada. Gracias a la invocación de la Santísima Trinidad sobre el hombre, la vida de este
queda transformada en nueva vida según el Espíritu.
b) Otros símbolos importantes. Otros símbolos relevantes en el bautismo son la luz, el vestido y el
aceite. A semejanza de los atletas que se preparan para la lucha, el candidato es ungido con el
óleo de la salvación, pidiendo que Dios acreciente sus fuerzas para resistir los embates del
enemigo que intenta apartarlo de Cristo. Al final de la ceremonia, al bautizado se le entrega una
luz encendida en el cirio pascual «para que la luz de Cristo ilumine toda tu vida». Asimismo se le
reviste de una túnica blanca, significando que, a través del bautismo, el hombre se ha despojado
del hombre viejo, para ser revestido de Cristo.
c) Símbolos menores. A estos ritos fundamentales solían acompañar otros ritos de complemento o
culminación: la unción, la imposición de manos, la signación y el beso de paz. Después de estos
ritos, los recién bautizados eran acompañados solemnemente a la presencia de la comunidad
reunida, para participar con ella por primera vez de la celebración de la eucaristía. De esta forma
los neófitos –o recién bautizados– quedaban plenamente incorporados a la dinámica comunitaria
cristiana (cf CCE 1234-1245).
1. Dos PRÁCTICAS INICIATORIAS CRISTIANAS EN LA IGLESIA. Las Iglesias orientales han mantenido
hasta hoy día la unidad teológica interna en la celebración de los sacramentos de la iniciación
cristiana: bautismo, confirmación y eucaristía. En cambio, la práctica de las Iglesias occidentales
derivó en una separación temporal en la celebración de los tres sacramentos iniciáticos, llegando
a romper el orden interno según el cual estos tres sacramentos constituían los pasos progresivos
de la incorporación a Cristo. La práctica generalizada en el occidente cristiano es celebrar el
bautismo, la primera eucaristía y la confirmación con algunos años de separación. El Vaticano II ha
resaltado insistentemente la unidad interna de estos tres sacramentos. La misma preocupación
manifiestan también los rituales que surgieron de la reforma litúrgica que introdujo el mismo
Concilio (cf IC 91-98).
Este rito de la unción con el crisma se ha mantenido tanto en las iglesias de oriente como en las de
occidente. A pesar de las evoluciones históricas de las distintas Iglesias, el rito de la unción con el
crisma constituye el núcleo de este sacramento, que en occidente llamamos confirmación y en
oriente crismación.
Como decimos, el Vaticano II pidió: «Revísese el rito de la confirmación para que aparezca más
claramente la íntima relación de este sacramento con toda la iniciación cristiana; por tanto,
conviene que la renovación de las promesas del bautismo preceda a la celebración del
sacramento» (SC 71). De ahí que el Ritual de la iniciación cristiana de adultos recuerde que «los
tres sacramentos de la iniciación cristiana se ordenan entre sí para llevar a su pleno desarrollo a
los fieles» (Observaciones generales 1-2). Y el Catecismo de la Iglesia católica reitera también que:
«Con el bautismo y la eucaristía, el sacramento de la confirmación constituye el "conjunto de los
sacramentos de la iniciación cristiana", cuya unidad debe ser salvaguardada» (CCE 1285).
b) La praxis iniciatoria más común en el Occidente cristiano. No obstante estas advertencias, son
muchas las conferencias episcopales occidentales que han optado por mantener el orden del
bautismo, primera eucaristía y confirmación. Entre las razones que avalan esta praxis de muchos
episcopados, está la consideración de carácter pastoral de Pablo VI: «En la Iglesia latina la
confirmación suele diferirse hasta alrededor de los siete años. No obstante, si existen razones
pastorales, especialmente si se quiere inculcar con más fuerza en los fieles su plena adhesión a
Cristo, el Señor, y la necesidad de dar testimonio de él, las conferencias episcopales pueden
determinar una edad más idónea, de tal modo que el sacramento se confiera cuando los niños son
ya algo mayores y han recibido una conveniente formación» (Ritual de la confirmación.
Observaciones previas 11, 2°). El Código de Derecho canónico (1983) sancionó esta orientación (c
891). A partir de esto, muchas conferencias episcopales han fijado una edad prudencial; el
episcopado español determinó que la confirmación podía celebrarse «en torno a los catorce años,
salvo el derecho del obispo diocesano de seguir la edad de la discreción a que hace referencia el c.
891»2. En España muchas diócesis han asumido este criterio pastoral.
De esta forma se consigue la celebración de la confirmación en una edad más madura. Ello
permite al candidato manifestar su opción cristiana de forma más consciente y asumir
responsablemente el don gratuito de Dios, a la vez que ratifica el compromiso bautismal que en
otro tiempo adquirieron en su nombre los padres y padrinos.
En suma, en el momento actual existe en las Iglesias occidentales una doble praxis en la
celebración de este sacramento. En algunas Iglesias particulares se mantiene el orden del
bautismo, la confirmación y la primera eucaristía, concluyendo la iniciación cristiana en torno a los
8-10 años. En otras muchas el orden es: bautismo, primera eucaristía y confirmación,
concluyéndose la iniciación cristiana en torno a los 14-18 años con la eucaristía, en que se celebra
la confirmación y en que los confirmandos se incorporarán a la comunidad adulta.
En todo caso, dentro de esta separación temporal, es muy importante seguir la orientación del
Catecismo, que se acaba de recordar: «Con el bautismo y la eucaristía, el sacramento de la
confirmación constituye el conjunto de los sacramentos de la iniciación cristiana, cuya unidad
debe ser salvaguardada. Es preciso, pues, explicar a los fieles que la recepción de este sacramento
es necesaria para la plenitud de la gracia bautismal» (CCE 1285).
c) Una problemática con hondo calado eclesiológico. Las discusiones en torno al orden de la
celebración de los sacramentos del bautismo, de la confirmación y de la eucaristía tiene todavía
mucho camino que recorrer para conducir a una práctica común. En realidad serán las exigencias
de la participación en la sacramentalidad de la Iglesia las que determinen si la confirmación debe
seguir inmediatamente a la recepción del bautismo —expresando así más claramente el carácter
de complemento de aquel—, o ser administrada como colofón de una catequesis de adolescencia
y juventud, convirtiendo la confirmación en el complemento del don recibido en el bautismo, que
—siendo también don gratuito de Dios— se recibe ahora de forma responsable y personal. En el
fondo de esta discusión se deja entrever una problemática eclesiológica que abarca mucho más
que el orden de la celebración de los sacramentos iniciatorios.
Esta nueva práctica pastoral coexiste, a su vez, con la práctica tradicional, en dos sentidos: 1) con
el bautismo celebrado poco después del nacimiento de los niños, práctica que viene desde los
primeros tiempos cristianos, y especialmente una vez desaparecido el catecumenado bautismal
(siglos V-VI), y 2) con la petición de los sacramentos de la iniciación cristiana por parte de jóvenes
o adultos que han llegado a la fe en Jesucristo a través de un proceso catecumenal —inspirado en
el catecumenado primitivo— (cf CCE 1248; AG 14) y quieren incorporarse conscientemente a la
Iglesia de los discípulos de Jesús para vivir como testigos del evangelio. No es fácil responder,
pues, a la complejidad de situaciones que nos presenta la práctica pastoral en nuestros días.
A este carácter masivo y a su influjo cultural se refiere globalmente el Concilio cuando dice: «Por
otra parte, muchedumbres cada vez más numerosas se alejan prácticamente de la religión. La
negación de Dios o de la religión no constituye, como en épocas pasadas, un hecho insólito e
individual; hoy día, en efecto, se presenta, no rara vez, como exigencia del progreso científico, de
un cierto humanismo nuevo. En muchas regiones esa negación se encuentra expresada no sólo en
niveles filosóficos, sino que inspira ampliamente la literatura, el arte, la interpretación de las
ciencias humanas y de la historia, y la misma legislación civil» (GS 7c).
Consiguientemente, la mayor parte de las familias de bautizandos, así como la mayoría de los
confirmandos, han de ser sucesivamente objeto de una precatequesis y de una catequesis de
iniciación cristiana (cf DGC 62). Esta nunca será auténtica, si previamente no se asegura la
conversión a Cristo salvador mediante aquella. Cuando a continuación hablemos de adultos, este
término abarcará, además de los padres de los bautizandos, a otros muchos adultos.
Conforme al pensamiento actual de la Iglesia desde el Vaticano II, y en especial desde el año 1972,
la celebración de los sacramentos de la iniciación cristiana y su proceso catecumenal previo se
realizan según las orientaciones del Ritual de la iniciación cristiana de adultos (RICA), publicado en
esa fecha, que dedica al tema del bautismo sobre todo los nn. 54, 69-84, 134-138.
Para el RICA es tan trascendental el precatecumenado, que advierte que este tiempo no se acorte:
«espérese hasta que los candidatos, según su disposición y condición, tengan el tiempo necesario
para concebir la fe inicial y para dar los primeros indicios (suficientes) de su conversión» (RICA 50,
1).
Una interesante pista operativa precatequética consiste en practicar los pasos siguientes: 1)
Entrar en diálogo amistoso con el grupo sobre algunos valores o situaciones en que todos están
interesados: convivir, una necesidad y un problema; el anhelo de vivir en justicia y solidaridad;
vivir para ser o para tener; la llamada a vivir en libertad; el acoso del dolor o de las debilidades
morales ¿puede tener sentido?; la persona como misterio, etc. 2) Confrontar estos valores y
situaciones con testimonios concretos de personas que viven esos valores y situaciones desde la fe
cristiana. 3) Acercarse a Jesús viviendo y proclamando esos mismos valores y situaciones con el
sentido de Buena Noticia de salvación, como raíz y motivación de la vivencia y seguridad que
manifiestan los testigos recordados. 4) Estimular la llamada a la conversión al Señor Jesús: ¿Has
vivido algunos de estos valores o situaciones de forma parecida a los creyentes que se han
recordado? ¿Vislumbras que Jesús, con su vivencia y cercanía a ti, puede humanizarte más con
esos valores cultivados por ti? ¿Intuyes que puede hasta llevarte a sentirte vinculado a él en
adelante?
En el anuncio de Jesús (tercer paso) puede irse ofreciendo —a lo largo de los temas y sesiones—
lo nuclear del evangelio: Dios se nos ha revelado y Jesús es la culminación de esa revelación
amorosa; Jesús nos anuncia al Dios de la misericordia; la señal clara del deseo salvador de Dios es
Jesús, su Hijo encarnado, muerto y resucitado; Jesús solidario nos hermana a todos con él
enviándonos su Espíritu; ¡convertíos y bautizaos! ¡Uníos a nosotros, la comunidad de los
seguidores de Jesús, para continuar su reino, su obra de fraternidad con todos! Tras este período
que alumbra la fe inicial, se ingresa en el catecumenado.
a) Junto al mensaje bautismal expuesto, la catequesis bautismal no debe olvidar que el rito del
bautismo, en general, consta de cuatro partes: 1) Ritos de acogida: el diálogo con los padres y
padrinos —si se trata de niños— o con los mismos bautizandos, y la señal de la cruz. En el
bautismo de adultos, sin embargo, estos ritos tienen lugar al principio del proceso catecumenal. 2)
Liturgia de la Palabra: esta da el sentido a lo que se celebra; de ahí que se la proclame y se la
escuche con atención. El rito completo abarca las lecturas bíblicas, la homilía y la oración de los
fieles. 3) Celebración del sacramento: Comprende la bendición del agua y las promesas
bautismales (renuncia al mal y profesión de fe), el bautismo propiamente dicho (por inmersión en
el agua bautismal o por infusión sobre la cabeza) y los ritos complementarios: la unción de la
frente con el crisma o crismación, y la entrega de la vestidura blanca y del cirio encendido. 4) Los
ritos de despedida: la oración dominical y la bendición.
b) Los ritos y símbolos bautismales tienen significados muy relacionados con la historia humana
que, a su vez, es historia de la salvación de Dios. Es preciso desentrañar su significado revelado: en
parte antes y durante las catequesis preparatorias, en parte después de la celebración con la
catequesis mistagógica (del símbolo al misterio):
— El agua bautismal: el agua es un símbolo común con gran variedad de significados en torno a la
vida y la muerte. Signo de vida, porque hombres, animales y plantas no vivirían sin el agua, fuente
de vida. Pero es también signo de muerte, porque los ríos y los mares, cuando se desbordan,
siembran el pánico y la muerte. La plegaria bautismal de bendición del agua recuerda cómo Dios
se ha servido de ella para significar la gracia o vida resucitada del bautismo: el agua de la creación,
la del diluvio, en el paso del Mar Rojo, el agua del bautismo en el Jordán (CCE 1217-1222). El agua,
signo y fuente de vida, expresa por excelencia la vida nueva que brota del bautismo.
— La unción y la crismación: las unciones —o masajes— en la vida diaria pueden tener un sentido
terapéutico, reconfortante o embellecedor, si se trata de un aceite perfumado: son símbolo de
salud, bienestar, paz. Las unciones en la historia bíblica son signos de alegria y acogida; se ungía a
los reyes, sacerdotes y profetas. Jesús será llamado el Ungido o Mesías. La unción prebautismal
significa la liberación del poder del mal, y la posbautismal el sacerdocio real del bautizado (cf LG
26).
— La luz y la vestidura blanca: la luz, el sol, son calor y posibilidad de vida, son visión y posibilidad
de contemplar las maravillas de la naturaleza, son separación del día y de la noche. Cristo es «la
luz verdadera que con su venida a este mundo ilumina a todo hombre» (Jn 1,9). El cirio pascual es
símbolo de la resurrección. En la noche pascual la comunidad cristiana aclama la luz de este cirio
que iluminará el corazón y la vida del bautizado. Pablo recuerda que por el bautismo nos hemos
revestido de Cristo (Gál 3,27). La túnica o alba blanca con que se vestían los recién bautizados era
signo de la nueva vida recibida.
3. EL BAUTISMO DE LOS RECIÉN NACIDOS O DE MUY CORTA EDAD. La Iglesia, siguiendo una
práctica multisecular (CCE 1252), admite al bautismo a los recién nacidos o de muy corta edad,
porque son bautizados en la fe de la Iglesia, que se visibiliza especialmente en la comunidad
reunida, en donde destacan, concretamente, las personas de los padres y padrinos. A ellos afecta
directamente lo dicho más arriba sobre «sacramento e increencia». Muchas son familias de
deficiente experiencia religiosa y escasa conciencia de pertenencia a una comunidad. Según esto,
sugerimos dos modalidades de preparación:
a) Si la comunidad está marcada por un ambiente todavía cristiano, proponemos una catequesis
al menos en cuatro tiempos y con los siguientes contenidos, haciendo las oportunas adaptaciones:
— Encuentro individualizado con los padres y padrinos, en casa o en la parroquia, donde a través
del diálogo se pongan de relieve: la participación en el gozo del nacimiento del hijo, el interés por
conocer la vida de los miembros de la familia: sus alegrías y dificultades, sus inquietudes
religiosas, por qué bautizar a un hijo, que bautizar comporta la fe en Jesucristo y la incorporación
a una comunidad, etc.; y por fin, una breve presentación de la vida y de los servicios pastorales de
la comunidad parroquial y la disposición de ponerse al servicio de la familia del bautizando.
— Primer y segundo encuentro comunitario, en la parroquia, con los padres que desean el
bautismo de sus hijos. En ellos se exponen los aspectos fundamentales del mensaje sobre el
sacramento y la responsabilidad educativa de los padres: la comunidad eclesial y su aspecto
sacramental y el bautismo como adhesión a la persona y al mensaje de Jesús (la fe), como baño de
regeneración (purificación del pecado), como donación de la vida divina (la gracia de la filiación),
como comunión con el Padre y el Espíritu Santo, como incorporación a la Iglesia, comunidad de los
bautizados y como compromiso —para los padres— de educar a sus hijos en la fe.
— Tercer encuentro comunitario, en la parroquia, con las mismas personas, para explicarles
pedagógicamente el rito del bautismo, a partir de la simbología bautismal: la señal de la cruz, el
óleo de los catecúmenos, el agua como elemento natural y como signo y fuente de vida divina, la
unción con el sagrado crisma, el vestido blanco (si se va a revestir al niño) y la entrega del cirio
encendido.
Esta catequesis prebautismal para los padres habrá de complementarse con las dos acciones
siguientes:
— El período familiar desde el bautismo del niño hasta el comienzo de la catequesis parroquial.
Celebrado el bautismo, se motiva a las familias a favorecer el despertar religioso de sus hijos. Para
ello se les exhorta a acudir a los dos encuentros anuales que la parroquia –el equipo responsable
de pastoral bautismal– celebra con estas familias, previa convocatoria oportuna: la celebración de
la fiesta de la Presentación del Señor -2 de febrero–, en un tono de acción de gracias, y un mini
cursillo, que puede consistir en dos o tres reuniones sobre pedagogía religiosa familiar que ayude
al despertar religioso de los niños: el testimonio familiar y su repercusión en la imagen de Dios en
los hijos; sobre la formación religioso-moral; sobre la iniciación a la oración familiar y la oración
infantil; sobre el uso de los símbolos para la oración y la catequesis familiar, etc. Así la parroquia
acompañará a las familias jóvenes desde el bautismo de sus hijos hasta su entrada en la
catequesis parroquial.
b) Si los padres forman parte de los llamados «increyentes», esto es, creyentes alejados o
indiferentes:
— Podemos proporcionarles una precatequesis (cf DGC 62), que se ofrece ya en bastantes diócesis
de la Iglesia. Esta se puede desarrollar empezando con una entrevista individual de contenido
humano, a modo de acogida. Después podrán ofrecérseles cuatro, cinco o seis reuniones en las
que se comentan unos documentos u hojas muy sencillas que se dan a los padres con temas como
los siguientes: 1) la experiencia del nacimiento del hijo y el anuncio de Cristo; 2) la libertad del
niño y su educación progresiva para que asuma libremente su bautismo; 3) el bautismo,
compromiso religioso de los padres: testimonio de fe y educación de la fe de sus hijos; 4) el
bautismo don de Dios y nuestra condición de hijos de Dios; 5) la comunidad que acoge: aspecto
comunitario del bautismo, y, para los padres que han dejado renovarse en la fe, 6) el bautismo
como fiesta del nacimiento como hijos de Dios y miembros de la Iglesia, preparada con una
explicación de los ritos bautismales.
— Podría tenerse en cuenta también el bautismo como sacramento que se retrasa4, pero que, al
mismo tiempo, se comienza con un rito de presentación del niño a la comunidad, a la vez que se
incorporan los padres –al menos uno de ellos– a un proceso precatequético mensual (cf DGC 62),
hasta prepararse durante varios meses a celebrar el bautismo de su hijo. Si estos contact os con los
pastores y el equipo de laicos no son posibles, o no dan el fruto requerido; y si ni los padrinos y
madrinas ni la comunidad cristiana dan suficiente garantía de la educación de la fe del niño, «se
podrá proponer, como último recurso –dice la citada Instrucción– la inscripción del niño con miras
a un catecumenado en época escolar» 5.
a) Recordamos que el niño vive la acción de Dios en interacción con su propia psicología. De ahí
que la historia psicológica personal condiciona toda su vivencia cristiana. Dentro de la etapa de la
niñez (6-11 años), de 6 a 9 años el niño vive un período de socialización. En lo que se refiere a su
relación con Dios, su religiosidad es egocéntrica, antropomórfica y mágica. De 9 a 11 años
profundiza en esa socialización con una gran extroversión y vive el período de la niñez adulta; en
la relación del niño adulto con Dios, se produce ya una simbolización y socialización de la
experiencia religiosa.
b) Los pastores de las comunidades tendrán que discernir qué camino escoger: bien preparar y
celebrar primeramente el sacramento del bautismo y preparar después a los niños para la
eucaristía, o bien, en un verdadero proceso catecumenal más amplio, preparar a la vez al
bautismo y a la primera eucaristía.
– Si sólo se prepara a los niños para el bautismo, se han de abordar, en su lenguaje, temas como:
1) La Iglesia como comunidad de creyentes-seguidores de Jesucristo; 2) ¿Quién es Jesús? Su
persona, su historia y su mensaje (Jesús hombre e Hijo de Dios; bienaventuranzas, parábolas y
milagros; pasión, muerte y resurrección: misterio pascual); 3) La Iglesia celebra la obra de
salvación y liberación de Jesucristo; los sacramentos de la iniciación, signos de la presencia y de la
obra salvadora y liberadora de Jesús; 4) El agua como signo de vida y de muerte, y el bautismo
como baño regenerador, que purifica y da la vida nueva: hijos de Dios, a semejanza de Jesucristo;
5) Las promesas bautismales (renuncia al pecado y profesión de fe cristiana); 6) Por el bautismo
somos miembros de la comunidad de creyentes.
Siguiendo la pedagogía de Dios, las catequesis ayudarán a descubrir el mensaje expresado en los
símbolos bautismales, adaptados a la psicología religiosa de los niños y aptos para ahondar en la
adhesión o conversión a la persona de Cristo salvador.
2) Un criterio operativo importante. Sería muy provechoso que estos niños no bautizados se
incorporasen a la catequesis parroquial normal para hacer su itinerario catecumenal. Esto daría
lugar a mejorar el clima catecumenal de los grupos que acogen a estos niños. Efectivamente, los
niños bautizados de estos grupos —la mayoría— junto con sus catequistas y algunas familias
constituirían la comunidad acompañante de los no bautizados en nombre de la comunidad
parroquial. La catequesis de estos grupos estaría muy cuidada, de manera que para los niños
bautizados fuera un catecumenado posbautismal, mientras que para los no bautizados se
convertiría en un catecumenado prebautismal.
En diversos momentos, los no bautizados —con sus padres— tendrían algunas catequesis
intensivas sobre los criterios morales cristianos, sobre el sacramento del bautismo, sobre la
eucaristía —para su práctica después del bautismo y primera eucaristía—. Pero los niños
bautizados los acompañan con su testimonio, preparan juntos las celebraciones previas a los
pasos de una a otra etapa y, al fin, renuevan su profesión de fe y las promesas bautismales cuando
sus compañeros celebren el sacramento del bautismo. Quienes participan de esta manera se
renuevan cristianamente.
Esta crisis conlleva una especial inquietud por el sentido de la vida; es, por tanto, una crisis
religiosa. El apoyo en Dios o su abandono ante los vaivenes de la vida son fluctuantes en el
preadolescente. Dios parece fuera del alcance de su vida. Pero mediada la preadolescencia, Dios
es percibido ya como Alguien con quien establecer una relación personal, consuelo en los
conflictos internos; es Dios salvador y Padre. Más que conocer a Dios, el preadolescente quiere
sentirlo. Es muy sensible al Dios humanado en Jesús de Nazaret, que comprende, ama y con quien
se puede contar. Está abierto a descubrir su evangelio y vive sus valores.
Sin embargo, siente un rechazo hacia las instituciones eclesiásticas, como al mundo adulto
autoritario. Con frecuencia abandona las prácticas religiosas, pero suele seguir en relación
personal con el Dios paternal y con Jesús, su salvador, aunque con una religiosidad muy
individualista.
La primera adolescencia no se presta a hacer una catequesis de la iniciación cristiana tan orgánica,
sistemática e integral —aunque sí básica—(cf DGC 65-68 y 181) como en la niñez; es una edad
muy apta para estimular a una sincera conversión religiosa. En general, todos los preadolescentes
viven en situación de nueva evangelización (cf DGC 58c) y, por tanto, necesitan una precatequesis
o catequesis kerigmática (cf DGC 62), cuyo centro existencial es la persona de Jesús. No obstante,
es de suponer que los preadolescentes que piden bautizarse estén más dispuestos a realizar esta
catequesis de iniciación cristiana, aunque haya que ser algo flexible en razón de las características
de la edad.
Sus objetivos y los contenidos catequéticos prebautismales son semejantes —con la consiguiente
adaptación– a los de la iniciación cristiana de jóvenes o adultos, de que hemos hablado. Sin
embargo, la adaptación a los preadolescentes puede venir en buena parte desde la pedagogía que
se utilice. He aquí algunas orientaciones: 1) Tener muy presentes los objetivos de toda catequesis
de iniciación cristiana (DGC 63-68); 2) Ayudar a discernir a fondo —conforme a la edad— las
motivaciones de la petición de los sacramentos y a interiorizar las motivaciones evangélicamente
válidas; 3) Favorecer con técnicas apropiadas el hecho dé vivir en grupo la experiencia gozosa de
ser díscípulo de Jesús y descubrirla como don de Dios y celebración personal de cada uno; 4)
Ayudar a descubrir, a través de esta experiencia y de los símbolos sacramentales, el contenido de
fondo de los sacramentos de la iniciación (agua, unción, luz; imposición de manos, crismación;
palabra, pan y vino); 5) Acompañar individualmente a los preadolescentes en la búsqueda de
sentido de la propia existencia cristiana; 6) Preparar a conciencia y vivir comunitariamente (o en
pequeño grupo) los ritos de iniciación al catecumenado y otros ritos: entregas del credo, etc.; 7)
Ejercitarles en la experiencia de la plegaria personal, debidamente preparada y realizada; 8)
Entrenarles en la práctica de compromisos propios de la edad, dentro y fuera del grupo.
a) En la etapa de la niñez (6-11 años) y en la edad catequética y escolar (que puede prolongarse
hasta los 14 años) y en la preadolescencia (12-14 años). La celebración de la confirmación en estas
edades se realiza en aquellas diócesis en que la práctica pastoral consiste en celebrar la
confirmación entre el bautismo y la primera eucaristía. En esta praxis se seguirá el RICA, en su
capítulo IV (306-313). Será provechoso tener en cuenta, en cuanto se pueda, las orientaciones
expuestas más arriba para la catequesis del bautismo en la etapa de la niñez y de la
preadolescencia. Naturalmente, habrá que introducir el mensaje cristiano de la confirmación en
torno al Espíritu Santo y aprovechar la catequesis mistagógica sobre los ritos y símbolos del
sacramento, adaptado a los niños y preadolescentes.
b) En la etapa de la adolescencia adulta (15-18 años). Esta es la etapa que queda aún por abordar
en cuanto a la iniciación cristiana. Los escasos adolescentes que piden el bautismo lo hacen en
orden a celebrar en uno u otro momento la confirmación. La mayor parte de los adolescentes que
desean confirmarse fueron bautizados de niños. Pero también una mayoría de ellos están tocados
o por la ausencia de práctica religiosa o, incluso, a veces, por la indiferencia. ¿Cómo realizar la
catequesis iniciatoria para disponer a estos adolescentes a celebrar fructuosamente la
confirmación?
c) En la etapa adulta (30-65 años) y en la juventud (19-29 años). Bien se celebre ella sola, bien se
celebre con el bautismo y la eucaristía, como sacramentos de la iniciación cristiana completa, la
preparación siempre habrá de guiarse por el RICA en sus cuatro etapas: precatecumenado,
catecumenado, etapa de purificación e iluminación y mistagogia. Recomendamos poner en
práctica lo que en la catequesis del sacramento del bautismo se dijo sobre la importancia del
precatecumenado para la conversión - fe inicial, sobre la pista precatequética operativa y sobre el
catecumenado y su fidelidad al RICA (para la confirmación nn. 227-231). Aquí habrá que abundar
en el contenido teológico de la confirmación (CCE 1285-1289: la confirmación en el plan de
salvación; el don del Espíritu; 1302-1305: los efectos de la confirmación), muy en relación
mistagógica con los ritos y los símbolos sacramentales, que se expresan más abajo (cf CCE 1293-
1301; resumen: 1315-1321).
b) Lo que convendría hacer. Dada la importancia que tienen tanto los adolescentes adultos (15-18
años) como el sacramento de la confirmación para el futuro próximo de la Iglesia, sería
importante tener en cuenta los puntos siguientes:
– Que los catequistas del equipo responsable de confirmación estén confirmados una vez
experimentado el catecumenado preconfirmatorio y formen parte de algún grupo de fe o
comunidad de referencia de la comunidad cristiana. Que el equipo como tal se reúna
periódicamente –durante un curso previo– para estudiar el proceso catequético en su conjunto,
pero experimentando, como jóvenes o adultos-jóvenes, aquellos temas que parezcan más
trascendentales o delicados. Que al final se dediquen a programar el curso.
– Que, dada la situación religiosa de los adolescentes actuales, una gran parte del proceso
preconfirmatorio –por ejemplo, los dos primeros tercios– se dedique a la convocatoria o
precatecumenado y la última parte más breve –el último tercio– se destine al catecumenado o
catequesis de la iniciación cristiana. Porque «sólo a partir de la conversión y contando con la
actitud interior de quien crea, la catequesis propiamente dicha podrá desarrollar su tarea
específica de educación de la fe» (cf DGC 62).
– Que los responsables pastorales sean conscientes de que, debido a la brevedad de este
catecumenado preconfirmatorio, los adolescentes han adquirido tan solo una madurez en la fe
inicial y que la iniciación cristiana, una vez celebrada la confirmación, necesita de una cuarta
etapa, la mistagogia, más prolongada que la tradicional: unos meses o un curso. En ella se
afianzaría la vivencia de los sacramentos iniciatorios y se haría un buen rodaje de vida
comunitaria, pero también habría que tratar temas catequéticos no abordados en el breve
catecumenado y otros que habría que profundizar. Asimismo, se realizaría con paz el
discernimiento vocacional, en que cada uno descubra la llamada a la vida apostólica desde los
carismas detectados a la luz del Espíritu.
– Los responsables pastorales, por fin, habrán de tener presente el cauce o los cauces grupales de
continuidad para los que quieran seguir, terminada la cuarta etapa. Más aún, sería importante
que ese cauce o cauces grupales o comunitarios se fueran anunciando a lo largo del proceso
preconfirmatorio y con un acento más inmediato en la última etapa. Esto daría pie a que diversos
grupos juveniles de fe o pequeñas comunidades de referencia se entroncaran en la parroquia o
comunidad cristiana.
b) En segundo lugar, recordamos sucintamente las partes del rito del sacramento: 1) Rito inicial de
acogida. Palabras de bienvenida. 2) Liturgia de la Palabra. Después de la lectura del evangelio, los
confirmandos son presentados al obispo y este se dirige fundamentalmente a ellos. 3) Celebración
del sacramento. Se renuevan, en primer lugar, las promesas bautismales. Después el obispo y los
sacerdotes presentes imponen las manos sobre los confirmandos implorando el don del Espíritu.
A continuación tiene lugar la crismación —con la señal de la cruz— en la frente de los
confirmandos y el gesto de paz.
NOTAS: 1 Didajé VII, 3; JUSTINO, Apología I, 61. — 2 Decreto del 25.11.83, art. 10, D.O. de la CONFERENCIA EPISCOPAL
ESPAÑOLA 3 (1984) 102. — 3 Cf Informe de Foessa, Euramérica, Madrid 1982. — 4 Cf CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA
5
FE, Instrucción sobre el bautismo de niños, Roma 20.10.1980, 30, 4°. — Ib.
BIBL.: AMICH J. M., Quinze, setze, disset, SIC, Barcelona 1994; BARTH G., El bautismo el tiempo del cristianismo primitivo,
Sígueme, Salamanca 1986; BOROBIO D., Sacramentos en comunidad. (Para una catequesis a jóvenes y adultos), Desclée de
Brouwer, Bilbao 1984; Proyecto de iniciación cristiana. Cómo se hace un cristiano. Cómo se renueva una comunidad, Bilbao
1980; Confirmar hoy. De la teología a la praxis, Descleé de Brouwer, Bilbao 1979; CASTILLO J. M., Bautismo y Confirmación, en
FLORISTÁN C.-TAMAYO J. J. (dls.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1983, 78-89 y 217-227; CODINA V.-
IRARRÁZABAL D., Sacramentos de iniciación. Agua y Espíritu de libertad, San Pablo, Madrid 1988; CoMISIÓN EPISCOPAL DE
LITURGIA, Ritual de la iniciación cristiana de adultos (RICA), Madrid 1976; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, La iniciación
cristiana. Reflexiones y orientaciones, Edice, Madrid 1999; FRANQUESA A., El gran sacramento de la iniciación cristiana, Phase
177 (1990) 185-209; El rito de la iniciación cristiana y su repercusión ecuménica, Phase 131 (1982) 363-383; KÜNG H., La
s
confirmación como culminación del bautismo, Concilium 100 (1974) 99-126; LARRABE J. L., Los acramentos de la iniciación
cristiana, Madrid 1990; LLABRÉS P., La iniciación cristiana, el gran sacramento de la nueva creación, Phase 171 (1989) 183-202;
2
PAREDES J. C. R., Iniciación cristiana y eucaristía. Teología particular de los sacramentos, San Pablo, Madrid 1997 ;
SECRETARIADO NACIONAL DE LITURGIA, La iniciación cristiana hoy. Liturgia y catequesis. Ponencias de las jornadas nacionales
de liturgia 1988, PPC, Madrid 1989; TENA P.-BOROBIO D., Sacramentos de iniciación cristiana: bautismo y confirmación, dentro
de la celebración en la Iglesia II: Sacramentos, Sígueme, Salamanca 1990, 27-180; VELA J. A., Reiniciación cristiana, Verbo Divino,
Estella 1986; VORGRIMLER H., Teología de los sacramentos, Herder, Barcelona 1989, 138-172.
BIENAVENTURANZAS-DECÁLOGO
SUMARIO: I. Evangelio y catequesis de las bienaventuranzas: 1. La buena noticia de las
bienaventuranzas; 2. Las catequesis de Mateo y de Lucas; 3. Las bienaventuranzas en la historia de
la Iglesia. II. Las bienaventuranzas, camino hacia la plenitud humana: 1. Están sembradas en lo
humano, aunque amenazadas; 2. Cada bienaventuranza libera en nosotros la vida. III.
Bienaventuranzas y decálogo. IV. Educar las semillas de las bienaventuranzas. V. Pistas
pedagógicas y metodológicas: 1. Principios catequéticos entrañados en las bienaventuranzas; 2.
Algunas sugerencias metodológicas concretas.
Los entendidos en las ciencias humanas nos confirman que buscar la felicidad es el deseo más
hondo del corazón de cualquier hombre o mujer. Íntimamente relacionada con el amor que se da
y se recibe, parece que se logra al saberse amado tal cual uno es. Por alcanzarla, sacrificamos
dinero, tiempo y cuanto tenemos. La cultura consumista en que vivimos, que conoce bien esta
necesidad de nuestro corazón, persigue, incansable, seducirnos y nos hace caer en la trampa de
tener cada vez más, arrastrados por el invencible deseo de ser felices.
Precisamente porque la felicidad está siempre ante nosotros como meta inalcanzable, buscamos
con ahínco los caminos que a ella conducen. Algunos la relacionan con estar en armonía consigo
mismo, con la naturaleza, con los otros y con Dios, fuente de la existencia; y los rápidos momentos
de paz profunda que a veces experimentan se lo confirman. Pero pronto se mezclan en sus vidas
sombras y dudas que los desequilibran, hieren y rompen por dentro, o les impulsan a herir a los
demás en lugar de amarlos. La ruptura de su armonía les impide continuar buscando y hace surgir
en ellos la duda de si es realmente posible alcanzar la dicha que añoran y todo ser humano
anhela.
A este gran interrogante, responde el evangelio con la propuesta de las bienaventuranzas, que
invitan a encontrar la felicidad en la pobreza, las lágrimas, el hambre o la persecución; es decir, en
situaciones inconfortables en las que parece que no puede haber ninguna dicha. Por eso, podrían
parecer pura ilusión si no supiéramos que son la expresión de la vida de Jesús, que pasó por todo
eso y alcanzó la felicidad que, corno cualquiera de nosotros, buscaba. El ayuda a descubrir que la
felicidad se asienta en el núcleo más hondo de la persona, y que es posible mantener en paz a
pesar de todas las tribulaciones en que puede verse envuelta. Es Jesús, el hombre nuevo, quien
muestra con su existencia cómo lograr lo que todo ser humano anhela: ser feliz haciendo felices a
los demás.
a) Dios ama a los pobres. La buena noticia de que Dios nos quiere libres y felices recorre la
Escritura. Esta se abre con el reconocimiento de que la persona, ser en relación, está llamada a
lograrse viviendo en armonía consigo misma, con la naturaleza, con los otros y con Dios, la fuente
de la vida (Gén 1,1-4). Las conocidas imágenes del caos, del jardín y del árbol de la vida expresan
simbólicamente esa invitación a vivir en plenitud. Y la Biblia se cierra con la afirmación de la plena
realización del anhelo humano en la existencia de «un cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap 21,1),
en que «Dios enjugará las lágrimas de los ojos y ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni pena» (Ap
21,4). Entre este comienzo y este final, transcurre una historia de dolor y gozo, frustraciones y
esperanzas en la que se van narrando las dramáticas consecuencias de pobreza, muerte, hambre y
guerra (Ap 6,8) generadas por la seducción de querer ser como Dios; la quiebra del sueño de Dios
de una vida en comunión con él y con los demás, expresado en la Alianza; la manifestación de su
amor-dolor ante la suerte de los pobres y la ceguera de quienes la provocan, transmitida por los
profetas, con la imagen de la madre cuyas entrañas se estremecen ante la situación de su pueblo
(Os 11,8) y con las llamadas a volver al amor primero (Ap 2,4; Os 2,16-17), porque él es un Dios
fiel, siempre dispuesto a perdonar, a recrear a la persona en su integridad original. «Los amaré de
todo corazón» (Os 14,5).
Esta historia manifiesta el corazón de Dios, que escucha los gritos del pueblo y actúa liberándolo
por mediación de Moisés y los profetas. Y durante la dolorosa época del exilio en Babilonia, su
ternura se hace perceptible en la mediación del Siervo, misteriosa figura, cuyo perfil actualizó
Jesús y cuya experiencia del Dios de los pobres mantendrá viva la esperanza. A lo largo de esta
historia Dios, que es fiel, llama de continuo a conversión e invita a cada uno a ser feliz, para que
guste, en libertad, la vida recibida y la ponga al servicio de los demás. Siglos antes del nacimiento
de Jesús, en la imagen de un banquete, Isaías soñaba con un mundo feliz: «El Señor todopoderoso
brindará a todos los pueblos en esta montaña un festín de pingües manjares, un festín de vinos
excelentes... El Señor Dios secará las lágrimas de todos los rostros» (Is 25,6-8). La felicidad que
reclama la comunión con Dios y con los demás es una manifestación del reino de Dios: el que
Jesús nos révelará al manifestarnos que Dios es el Abbá, el Padre/Madre de todos, el Dios de los
más pequeños, desfavorecidos y pobres, que a todos quiere sentar a su mesa.
b) Jesús pobre y al servicio de los pobres. Leyendo las bienaventuranzas desde la existencia de
Jesús, que realmente las vivió, podremos ir descubriendo su trasfondo, pues reflejan sus actitudes
y comportamientos ante la vida. De la lectura de los evangelios se deduce inmediatamente que
sus primeros destinatarios fueron los pobres, los que sufren, los no violentos, los que pasan
hambre... Jesús de Nazaret, el que «se rebajó» (Flp 2,7), desde abajo y enviado por el Espíritu del
Señor (Lc 4,18), mostró a todos cuál es la calidad del amor de Dios y cómo evitar los sufrimientos
que impiden ser felices. La primera comunidad cristiana vio a Jesús como la actualización del
Siervo anunciado por Isaías. Desde esa clave leyeron su vida los evangelistas (Mt 12,18-21; Lc
4,16-21). Más en concreto, Lucas pone en boca del mismo Jesús el texto de Is 61, después de
haber eliminado la referencia a la violencia, para significar que este anuncio se cumplía en él 1. La
vida de Jesús se ajustó al perfil del Siervo. Consagrado como él para anunciar el derecho a las
naciones; solidario con los que sufren injusticias, mentiras, odios y violencias, no se apoyó en la
fuerza ni en el poder, sino en Dios, y sufrió sin defensa alguna. Hasta le mataron; pero su muerte
dio vida a una multitud.
Cabe preguntarse si anunció Jesús, directamente, todas las bienaventuranzas a los pobres de su
tiempo. Muy probablemente pronunciara dos: dichosos «los pobres», a secas, y dichosos «los
perseguidos» como antaño lo fueron los profetas 2. La primera explicita su deseo de mostrar que
Dios Abbá ama a todos, y de un modo preferencial a los pobres y pecadores, y les muestra su
amor, al querer cambiar, con su colaboración, las situaciones que generan pobreza, violencia y
marginación o se apoyan en una imagen falsa,de él. La segunda presenta las consecuencias de una
determinada opción. Tras la muerte y resurrección de Jesús, la comunidad cristiana se aplicó a sí
misma lo dicho por Jesús y llegó a expresarlo en una formulación cercana a la de Lucas, con objeto
de animar a los discípulos, que sufrían las consecuencias de la pobreza y la persecución al seguir a
Jesús.
2. LAS CATEQUESIS DE MATEO Y DE LUCAS. Las bienaventuranzas que Mateo y Lucas insertan en
su evangelio son como dos catequesis, ofrecidas a sus respectivas comunidades, teniendo en
cuenta la situación particular de cada una de ellas 3.
El segundo bloque se centra en las obras. Pero entre la misericordia y el trabajo por la paz aparece
la pureza de corazón, actitud de la que aquellas brotan desde dentro a fuera. Finalmente en la
bienaventuranza de los «perseguidos por la justicia» queda formulada la consecuencia de la
entrega amorosa a Dios 4.
Las tres primeras bienaventuranzas en Lucas, que sólo menciona cuatro, están referidas a
situaciones reales: ser pobre, pasar hambre, llorar. La última, semejante a la de Mateo, alude a la
persecución por causa de Jesús. Pero a continuación, el evangelista añade una serie de ayes o
lamentos, contrapuestos a los anuncios de dicha que acaba de mencionar y en los que advierte a
los ricos, a los que ríen y a los que están saciados, que su situación no proporciona la felicidad que
buscan, mientras que a los que ahora son pobres, a los que pasan hambre y a los que lloran y son
difamados se les anuncia dicha plenitud. Para entender el sentido de esta catequesis hay que
tener en cuenta la situación de la comunidad a la que va destinada. Una comunidad formada por
cristianos de origen griego que han abrazado la pobreza evangélica por seguir a Jesús y como él
están sufriendo las consecuencias del servicio a los pobres, cuyas expresiones son la pobreza y
sufrimiento real que está experimentando la comunidad. Es lo que subraya la cuarta de las
bienaventuranzas: «Dichosos seréis si os odian los hombres, si os expulsan, os insultan y
proscriben vuestro nombre como infame por causa del Hijo del hombre» (Lc 6,22), al describir una
situación contraria a la de los ricos que aparecen en el segundo bloque.
A la comunidad de Lucas le acecha la tentación del dinero que, contrariamente al amor que se
entrega y hace feliz, encierra en sí, bloquea y hace desgraciados a otros: «No podéis servir a Dios y
al dinero» (Lc 16,13). A la tentación de tener, tan habitual en nuestra búsqueda de felicidad, Lucas
ofrece la alternativa de ser, según el proyecto de persona soñada por Dios y que se realizó
plenamente en el hombre nuevo, Jesús.
b) El núcleo común. Las dos versiones de las bienaventuranzas tienen aspectos comunes. En
ambas, la primera se refiere a los pobres. Mateo precisa «pobres de espíritu». Son los anawin,
expresión que se aplicó tras el destierro de Babilonia a quienes, sintiendo agudamente su pobreza
existencial, se sabían amados por el Dios de los pobres y confiaban en él para existir y continuar
viviendo. Y consecuentemente, el que es pobre de espíritu se hace pobre de hecho, seducido por
ese Dios. Lucas se dirige a los discípulos pobres a secas, que pasan hambre, que lloran y son
perseguidos por su fidelidad a Jesús. Lo pasan tan mal que están tentados de recuperar lo que
dejaron al seguirle. Los dos evangelistas coinciden en la última bienaventuranza, la de la
persecución. Mateo la desdobla, subrayando de este modo las consecuencias del servicio al Reino
y la dicha del discípulo aun en medio de injurias y calumnias.
Los discípulos de Jesús son los primeros destinatarios de ambas catequesis 5. Es evidente en
Lucas; está menos claro en el texto de Mateo. Y, además, en este evangelista, los anuncios de
dicha se ofrecen a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Estos, incluso sin ser
discípulos, pueden participar de una dicha que está vinculada a actitudes y comportamientos,
cuya raíz son los mismos mandamientos. El sermón del monte, que explicita las bienaventuranzas,
enseña a vivirlas en plenitud: «No penséis que he venido a derogar la ley y los profetas; no he
venido a derogarla, sino a perfeccionarla» (Mt 5,17).
Por eso, únicamente desde la experiencia de la resurrección, con la que el Padre culminó la vida
de entrega de Jesús, es comprensible la felicidad de las bienaventuranzas. «El Padre me ama»,
dice Jesús (Jn 15,9); esa es la experiencia de los pobres de corazón, primera de las
bienaventuranzas y clave para interpretar las restantes. Ser pobre de corazón significa estar
reconciliado con su pobreza existencial y dejarse amar. Es la actitud del niño, que tanto cuesta al
adulto. La invitación de Jesús es clara: «Os aseguro que si no cambiáis y os hacéis como niños, no
entraréis en el reino de Dios» (Mt 18,3). Los que se saben indefensos se dejan amar por el Dios de
los pobres. Saberse amado de este modo aumenta la autoestima, al mismo tiempo que lanza a
compartir con los demás lo que gratuitamente ha recibido. Cuando uno lo hace, siente que está
en armonía consigo, con el cosmos, con los otros y con Dios. Es una experiencia de plenitud, que
coincide con el shalom bíblico o la paz.
El sermón del monte, que en Mateo se abre con las bienaventuranzas, explicita las actitudes y
comportamientos recogidos en estas, mostrando a los discípulos cómo se es «sal de la tierra y luz
del mundo» (Mt 5,13-14). Las acciones no brotarán por voluntarismo, sino de las actitudes, como
expresión de un amor que se ensancha y se entrega a los más necesitados de amor, a los más
atropellados en su dignidad humana: «Dichosos los misericordiosos, dichosos los que trabajan por
la paz». El compromiso por la misericordia y la paz con frecuencia encontrará oposición, e incluso
la muerte; pero también en ese caso es posible experimentar el gozo muy hondo de las
bienaventuranzas, porque se trata de la promesa del Señor cuya realización hace posible el
Espíritu del Resucitado.
Las bienaventuranzas están sembradas en el corazón humano en forma de bondad, de amor hasta
el perdón, de misericordia y de trabajo por la justicia. Estos y otros valores están brotando de
continuo en la humanidad y hacen que esta perdure a pesar de tanta guerra y violencia. Pero
requieren ser cultivados porque están amenazados y hay que contrarrestar las actitudes de la
violencia 8, que germinan en el caldo de cultivo de nuestra cultura. El evangelio, en frase de Pablo
VI, es la plenitud de lo humano, y las bienaventuranzas, corazón del evangelio, ofrecen la
posibilidad de vivir como Jesús al actualizar, por su Espíritu, sus actitudes y comportamientos en
un mundo que busca ser feliz (cf CT 9; GS 22). Las bienaventuranzas vienen, sobre todo, en
nuestra ayuda, porque invitan a desarrollar lo mejor que hay en cada persona y ofertan
alternativas a las trampas que nos tiende el mal y que nos impiden ser felices.
b) Dichosos los que sufren. Quien deja entrar en su corazón este anuncio escucha una invitación a
confiar en Jesús pobre y humillado, que lloró como un hombre cualquiera (cf Lc 19,41; Jn 11,35).
Se verá libre del miedo al dolor y a la muerte porque el espíritu del Señor le dará la fuerza
necesaria para aceptarse como es, para llorar ante su propia fragilidad y la de los demás, y
solidarizarse con los hombres y mujeres que sufren, con la esperanza puesta en el Dios de la vida
que resucitó a Jesús.
d) Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia. La cuarta bienaventuranza estimula a superar
una concepción de la justicia únicamente referida a proteger el yo de las amenazas ajenas, y
alienta a que los derechos de los demás pasen antes que los propios. Así obraba Jesús, que tenía
hambre y sed de ver cumplida la voluntad del Padre, el reino, la fraternidad 10 (cf Jn 4,34).
e) Dichosos los misericordiosos. Al ser humano le acecha el peligro de endurecer su corazón para
protegerse del dolor que le produce la vista de la miseria ajena. Esta bienaventuranza alienta a
cultivar el sentimiento humano de la compasión y de la solidaridad y a comprometerse con los
necesitados, como el samaritano de la parábola. También nos advierte del peligro que corre de
justificar una conducta egoísta con racionalizaciones que intentan ampararse en leyes,
reglamentos o normas.
f) Dichosos los puros de corazón. Ante una tentación, tan habitual en nuestra existencia, como la
de la hipocresía, la mentira, o la ceguera 11, la bienaventuranza de los que tienen el corazón
limpio anima a ser sinceros y a intentar vivir en la verdad que nos hace libres (Jn 8,32). La verdad
sobre uno mismo y sobre los demás es fuente de liberación y dicha. Jesús guía a la plenitud de esa
verdad cuando abre los ojos para confesar a Dios como amor, fuente de toda existencia, en quien
podemos confiar plenamente. Francisco de Asís veía el cumplimiento de está bienaventuranza,
que nos conduce a la adoración, en que Dios sea Dios.
g) Dichosos los que trabajan por la paz. Semejante proclamación descubre la trampa, tan
arraigada en nuestra cultura, de creer en el principio diferenciador de los otros, distintos e
inferiores: hay negros y blancos, pobres y ricos, payos y gitanos, hombres y mujeres, españoles y
marroquíes... La ideologización de este principio está en la base de muchos odios y guerras 12.
El verdadero trabajo por la paz pasa por el diálogo, en el que las dos partes aportan algo. El
sermón del monte sugiere formas concretas de no-violencia: somos hermanos, hijos de un mismo
Padre «que hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos» (Mt 5,45-
46). Sobre esta base se apoya también el amor a los enemigos. La formulación de esta
bienaventuranza es ya un recuerdo de que la paz se logra con trabajo y con esfuerzo, que supone
en sí mismo una fuente de dicha.
h) Dichosos los perseguidos por causa de la justicia. La última de las bienaventuranzas de Mateo,
libera de la trampa de creer que la vida se logra guardándola, en lugar de entregándola. Pone de
manifiesto la tentación de tener reservas personales en dinero, fama, prestigio, etc. El testimonio
de Jesús, que se entregó hasta dar la vida, es el gran motivo para entregarse sin miedo. El mensaje
pascual es el fundamento de la esperanza activa que hoy moviliza a hombres y mujeres hacia el
encuentro con el Resucitado en los crucificados de la historia, e invita a descubrir en ellos una vida
amenazada que pide ser liberada, y reclama una entrega que hace feliz.
¿Qué relación existe entre las bienaventuranzas y los mandamientos? El documento Libertad
cristiana y liberación, en el número 62, afirma que «Jesús, el nuevo Moisés, comenta en ellas [las
bienaventuranzas] el decálogo, dándole su sentido pleno y definitivo». Por su parte el Directorio
abunda en ello cuando manifiesta que «el amor a Dios y al prójimo, que resumen el decálogo, si
son vividos con el espíritu de las bienaventuranzas evangélicas, constituyen la carta magna de la
vida cristiana que Jesús proclamó en el sermón del monte» (DGC 115).
La misma expresión de carta magna la encontramos en Pablo VI (EN 8). Ya san Agustín presentaba
el sermón del monte como la «carta perfecta de la vida cristiana» (De sermone Domini in monte
1.1). «El sermón del monte, en el que Jesús, asumiendo el decálogo, le imprime el espíritu de las
bienaventuranzas, es una referencia indispensable en la formación moral, hoy tan necesaria»
(DGC 85).
Así pues, el cristiano habrá de tener en cuenta las consecuencias sociales de las exigencias
evangélicas (cf CT 29).
Parece obvio que el mensaje que la Iglesia comunica tiene que ser significativo de la persona
humana. Por tanto, la catequesis moral, cuando presente en qué consiste la vida digna del
evangelio y promueva las bienaventuranzas como espíritu que impregna el decálogo, intentará
enraizarlas en las virtudes humanas presentes en el corazón del hombre (cf DGC 117). No es de
extrañar entonces que el Catecismo de la Iglesia católica se refiera a la catequesis de la vida nueva
en Cristo señalando que esta, entre otras características «sea una catequesis de las
bienaventuranzas, porque el camino de Cristo resumido en ellas es el único camino hacia la dicha
eterna a la que aspira el corazón del hombre»; sea «una catequesis de las virtudes humanas que
haga captar la belleza y el atractivo de las rectas disposiciones para el bien», y sea una «catequesis
del desdoblamiento de la caridad desarrollada en el decálogo» (CCE 169), ya que, efectivamente,
los diez mandamientos enuncian las exigencias del amor a Dios y al prójimo.
El mismo Directorio no deja de notar cómo la tradición patrística y de los catecismos enriquece la
catequesis actual de la Iglesia. Y recuerda que el decálogo –una de las siete piezas maestras que la
configuran, articuladas de diferentes maneras– está en la base tanto del proceso de iniciación
como del proceso permanente de maduración cristiana (cf DGC 130). Los mandamientos son
como señales en el camino del cristiano, que le reenvían de continuo al Yo soy de Dios. El nos hace
firmes a la hora de seguir esas orientaciones, auténticamente humanas, que nos permiten amar y
ser felices. Adquieren todo su sentido cuando tratamos de vivir cada uno de ellos con el espíritu
de las bienaventuranzas y no cuando nos limitamos a cumplirlos de forma legalista. Situarnos en
este punto de vista es reconocer de lleno el mundo de la fe y de la gracia de Dios. A este mundo
estamos llamados en el seguimiento de Jesucristo.
Para que una semilla florezca hay que cultivarla (cf Mt 13,4ss). Educar es sacar lo mejor de uno
mismo. Las ciencias humanas afirman la necesidad de cultivar, antes de la adolescencia, las
semillas de la bondad, la compasión, la misericordia... 13. La catequesis es una de las acciones
privilegiadas para cultivarlas, progresivamente, en las diferentes edades mediante el proceso de
identificación con Jesús (DGC 72).
La vivencia de las bienaventuranzas supone la madurez humana necesaria para ser conscientes de
que la muerte, el dolor y el sufrimiento no son la última palabra y de que la vida se gana
entregándola. Ese es el eje de la dicha que anuncian. El espacio catequético más adecuado para
educar en esta madurez es el llamado catecumenado o catequesis de adultos de inspiración
catecumenal (cf DGC 64). No obstante, y hasta que llegue ese momento, no sólo es posible, sino
necesario, ir educando esos valores a partir de la primera infancia, conjugando integridad del
mensaje con adaptación del mismo (DGC 112).
a) Catequesis de infancia. A juicio de los psicólogos, a partir de las primeras edades y antes de los
14 años, es conveniente educar las actitudes en la línea que señala Mateo en la formulación de las
bienaventuranzas: pobreza de corazón o aceptación de sí mismo, tan asociada al sentirse querido
por el Dios Padre/Madre, o las personas que lo simbolizan, tal vez los propios catequistas.
Experimentar la dicha de saberse amado como uno es, anima a ser compasivo; sentirse invitado a
realizar gestos de bondad hacia los otros, ayuda a saborear el gozo que estos gestos producen en
uno mismo y en los demás. En estas primeras edades, la referencia a Jesús como modelo está muy
mediada por el testimonio de los educadores.
b) Infancia adulta. En la etapa que se inicia a partir de los 9-10 años predominan la norma y la
acción; la lógica supera a la afectividad. Es un momento favorable para presentar a Jesús en su
contexto histórico, realizando signos en favor de los demás, y para aproximarles a las
bienaventuranzas como orientaciones que brotan del amor. Por la curiosidad intelectual propia de
los niños y niñas de estas edades, es también un tiempo propicio para iniciarles en el
conocimiento de la configuración de los evangelios y de las mismas bienaventuranzas.
c) Preadolescencia-adolescencia. En esta etapa de claro predominio afectivo, es frecuente que los
chicos y chicas se sientan solos, desconectados. De ahí que la tarea más importante del catequista
sea la de acompañarles en la aceptación de la propia realidad personal, que tanto les desconcierta
por sus cambios notables y sus nuevas reacciones. Es buen momento para verificar si la imagen de
Dios que se está perfilando en ellos es la idealización del propio yo o la imagen del Dios de Jesús,
cuyas entrañas de Padre/Madre se describen en los relatos de Oseas (cf Os 11): el Dios que nos
quiere porque él es bueno, el Dios que perdona y no culpabiliza.
Hay que tener en cuenta que en esta etapa pueden aflorar sentimientos de culpa ante los
impulsos nuevos incontrolados. Por eso puede facilitar el crecimiento desde dentro, la
identificación con personajes bíblicos que se dejan encontrar por Jesús tal como son y se sienten
amados y reconocidos por él, como la samaritana, el paralítico, Zaqueo y otros. El catequista es el
testigo más inmediato para ayudar a crecer sin paternalismos, estimulando lo mejor de uno
mismo, desde las claves de las bienaventuranzas.
f) Tercera edad. Con frecuencia se olvida esta etapa, y es importante tenerla en cuenta. La
persona mayor lleva mucha carga de experiencia dolorosa en su existencia, y la perspectiva de
una muerte cercana la lleva a preguntarse por el logro o pérdida definitiva de su vida. Puede ser,
por lo tanto, un tiempo adecuado para reconocer toda la carga de bondad que ha ido acumulando
en su vida, para ir perdiendo miedo a la soledad y a la muerte, por la esperanza en un futuro que
será pleno, como el anunciado en las bienaventuranzas (DGC 188).
g) Los educadores, a lo largo del proceso catequético, siguiendo a Jesús, aprenderán de él a ver en
el corazón de toda persona la bondad y el deseo hondo de lograr la vida entregándola;
aprenderán a estar alerta ante el mal que tienen cerca y en cuyas trampas pueden caer sin darse
cuenta. Las bienaventuranzas ayudan a detectar estos males, a desenmascararlos y hacerles
frente con sus contrarios. Parece necesario que el catequista tenga asumidas, en cierta medida,
las bienaventuranzas o tienda a ello con pasión.
Relacionado con la búsqueda, es importante presentar las bienaventuranzas como proyecto que
dinamiza a muchas personas, hoy como ayer. Hay datos que confirman su veracidad. La oferta
responde a las aspiraciones humanas y permite gozar de una felicidad en medio de situaciones
aparentemente contrarias. Su formulación denota su realismo, invita hacia un futuro mejor. La
formulación de Mateo las abre al universalismo, sin limitación de credos religiosos o de otras
situaciones.
b) Verificar si las imágenes que cada persona tiene de Dios coinciden con las de Jesús, según
hemos aludido anteriormente. Con frecuencia se constata que una buena teoría no basta para
que las entrañas queden afectadas por el Dios de la misericordia, el Dios-con-nosotros que es
Jesús. A este respecto, y con la ayuda de una técnica proyectiva como, por ejemplo, la de intentar
que una persona haga de Dios para tratar de responder a los gritos de dolor de tantas personas
que sufren, es posible descubrir la gran distancia que existe entre lo que conocemos de Dios y la
experiencia personal que tenemos de él.
Favorecer un clima que propicie tales actitudes en la catequesis, requiere que el catequista crea
en la buena noticia de las bienaventuranzas y que estas ya están sembradas. Si es así podrá
comunicarlas por irradiación y ayudará a cada persona para que, al sacar y compartir lo mejor de
sí misma, se vaya logrando un mundo más feliz.
NOTAS: 1 J. DUPONT, El mensaje de las bienaventuranzas, Verbo Divino, Estella 1978. — 2 SECRETARIADO NACIONAL DE
CATEQUESIS, Evangelio y catequesis de las bienaventuranzas, Edice, Madrid 1981, 26. — 3 Ib, 34. — 4 El sentido de justicia en
Mateo incluye la justicia social, pero la desborda. Se refiere a la conducta que se ajusta al proyecto de Dios sobre la persona en
el mundo. — 5 G. LOHFINK, El sermón de la montaña, ¿para quién?, Herder, Barcelona 1989, 15-39. — 6 E. ROJAS, ¿Qué es la
8
felicidad?, Planeta, Barcelona, 55-57. — 7 J. MARÍAS, Las bienaventuranzas hoy, Planeta, Barcelona 1995, 9-15. — L. RoJAs
MARCOS, Semillas de violencia, Espasa, Madrid 1997, 203-221. — 9 En adelante seguimos la versión de Mateo por ser la más
10
explícita y conocida. — Ver lo dicho en nota 4 sobre la concepción de la justicia en Mateo y también SECRETARIADO
8 12
NACIONAL DE CATEQUESIS, o.c., 132-157. — 11 J. SARAMAGO, Ensayo sobre la ceguera, Alfaguara 1997 . — L. ROJAS
13 14 19
MARCOS, O.C., 188-205. — Ib, 208-221. — D. GOLEMAN, La inteligencia emocional, Kairos, Barcelona 1997 .
BIBL.: Además de la consignada en notas, CHÉRCOLES A., Las bienaventuranzas, «Jesús Cáritas», El Palmar 1994; LAMBERT B.,
2
Las bienaventuranzas y la cultura de hoy, Sígueme, Salamanca 1987; Six J. F., Las bienaventuranzas, San Pablo, Madrid 1989 .
CARISMAS Y MINISTERIOS
SUMARIO: I. Carismas: 1. Terminología y uso lingüístico; 2. Significado sociológico; 3. Utilización
teológica. II. Ministerios: 1. Terminología y contenido; 2. Ministerios ordenados; 3. Ministerios
laicales. III. Relación entre carismas y ministerios: 1. En una Iglesia comunión, guiada por el
Espíritu; 2. En el desempeño de las tareas catequéticas.
I. Carismas
d) Vaticano II. Aunque la acción del Espíritu Santo se menciona repetidamente en sus textos, no es
muy frecuente el uso del sustantivo carisma o del adjetivo carismático para designarla3 : LG 11
(cita de lCor 7,7), 12 (dones o gracias especiales, carismas excelsos o sencillos), 25 (carisma de
infalibilidad), 30 (carisma de los fieles laicos), 50 (carismas de los santos); DV 8 (carisma cierto de
la verdad); AA 3 (carismas también de los más sencillos), 30 (carismas para el bien común); AG 23
(cf lCor 12,1), 28 (carisma y ministerio, cf 1 Cor 12,11); PO 4 (carisma de los predicadores), 9
(carismas multiformes de los laicos); LG 4 (dones jerárquicos y carismáticos), 7 (apóstoles y
carismáticos, cf lCor 14); AG 4 (dones jerárquicos y carismas). Así, junto a textos en los que se
hacen observaciones que presuponen conocido su significado, hay otros que expresan la
valoración conciliar de los carismas en la Iglesia.
f) El Catecismo de la Iglesia católica (CCE 1992). También aquí el término carisma es objeto de un
uso más bien limitado. En ocasiones se trata de citas del Vaticano II o de otros documentos
magisteriales: el carisma de la verdad, propio de los obispos, (94, cf DV 8); múltiples gracias
especiales, llamadas carismas, abiertas a todos (798, cf LG 12; AA 3); según los carismas que el
Señor quiera conceder a los fieles (910, cf EN 73). Otras veces hace una aplicación del mismo a
realidades muy precisas: se trata del carisma de infalibilidad, otorgado a los pastores (890, 2035);
de los carismas ofrecidos a cada una de las vírgenes consagradas (924); del carisma de la vida
consagrada, propio de religiosos y religiosas (1175), del carisma especial de curación (1508), del
carisma personal de un testigo del amor de Dios hacia los hombres (2684). Pero el CCE ofrece
también como peculiaridad un tratamiento explícito de los carismas en los nn. 799-801: presenta
una definición de los mismos, diciendo que «son gracias del Espíritu Santo, que tienen, directa o
indirectamente, una utilidad eclesial; los carismas están ordenados a la edificación de la Iglesia, al
bien de los hombres y a las necesidades del mundo» (799; cf en este sentido los nn. 688, 951,
comunión de los carismas, y 2003, gracias especiales ordenadas a la gracia santificante); el CCE
indica también la actitud con la que han de ser acogidos («con reconocimiento, como maravillosa
riqueza de gracia) y ejercidos (según la caridad, verdadera medida de los carismas [800]), e insiste
en la necesidad del discernimiento (referencia al papel de los pastores y complementariedad de
los diversos carismas [801]).
g) El Directorio general para la catequesis (DGC 1997). Dentro de un uso reducido, se emplea en
distintos contextos de interés catequético: para indicar el carisma de la verdad, propio del
magisterio y de los obispos (44, 222; cf DV 10,8); para la diversidad de carismas en función de las
distintas responsabilidades (216); para poner en conexión los diversos métodos catequéticos con
los numerosos carismas de servicio a la palabra de Dios (148); como término aplicado con
propiedad a los fundadores de órdenes religiosas (229) o a las peculiaridades de asociaciones o
movimientos (262), a fin de distinguirlos del ministerio ordenado y de los servicios (224), y para
aplicarlo especialmente a la función del catequista (156).
2. SIGNIFICADO SOCIOLÓGICO. Enlazando con el uso paulino del término, e inspirándose también
en los trabajos de dos autores protestantes, los del jurista e historiador del derecho, R. Sohm,
sobre la organización social del cristianismo primitivo, y los del teólogo e historiador de la Iglesia,
K. Holl, sobre el monacato griego5, M. Weber introdujo el término carisma en la moderna
sociología de la religión, entendiéndolo así: «una cualidad... que se estima extraordinaria... de una
personalidad, por cuyo motivo a esta se la valora como dotada de fuerzas o propiedades
sobrenaturales o sobrehumanas, o al menos específicamente extracotidianas, no accesibles a
cualquier otra persona, o bien se la estima como enviado de Dios o como modelo y, por tanto,
como caudillo (Führer)»6. De esta manera, el concepto de carisma se formaliza (cualidad
extraordinaria), se generaliza (aplicable a diversos fenómenos religiosos) y permite hablar de un
poder o de una autoridad carismática (cualidades personales no comunes), al lado de la autoridad
legal (en razón del derecho) y tradicional (en virtud de la transmisión).
Los carismas han de recibirse de manera positiva, con agradecimiento; no justifican expectativas
temerarias ni presuntuosas; están sometidos al discernimiento de quienes presiden la Iglesia
(tarea peculiar suya es «no apagar el Espíritu» [LG 12; AA 31), y han de ser ejercitados para el bien
de los hombres, la renovación y la edificación de la Iglesia (LG 12; AA 3). Su utilidad constituye
otro punto de discusión intrateológica. El Vaticano II ha mantenido la comprensión de santo
Tomás (Sum. Theol. I II q 111 al), quien prolongaba el «para utilidad» de 1 Cor 12,7 con la
añadidura «es decir, de los demás» (scilicet aliorum), ausente del texto paulino. Sin embargo, no
puede excluirse que la utilidad de los carismas tenga también que ver con el aprovechamiento
personal de quien los posee (lo cual influirá sin duda positivamente en la comunidad), y no sólo
con su utilidad eclesial en favor de los demás. En este ámbito se ha de plantear la relación entre
carismas y ministerios, que será expuesta más adelante.
II. Ministerios
— El CIC (1983), que utiliza el término ministro (minister) en 71 ocasiones, para referirse bien al
titular de una función litúrgica, bien al que ha recibido la ordenación, bien a un ministro no
católico, hace un uso del término ministerio (ministerium) para designar el ministerio de Cristo
(canon 519), el de la Iglesia (618, 654, 1025.2), el de un laico instituido (230.1, 1035.1, 1050.3), el
de un clérigo ordenado (245.1, 252.1, 255, 324.2, 499, 506.1, 509.2, 545.2, 548.2, 553.2, 559,
899.1, 1041.1°, 1051.1, 1740) o para expresar el sentido general de servicio, función jurídica (41) o
judicial (1481.1, 1502, 1634.1).
— En el CCE (1992) se habla de ministerios a propósito de Jesús (574, 858) o de Cristo (2600), del
evangelio (2636), de la Iglesia (1684), del ministerio de los apóstoles (553, 858), de los ministerios
diversificados y plurales (873, 2004, 2039), del ministerio de la catequesis y de la palabra (9, 24,
132), de ciertos ministerios eclesiales que no requieren un sacramento específico (1668); pero se
aplica mayoritaria y especialmente al ministerio eclesial, ordenado, apostólico, pastoral o
sacerdotal, en sus diversos grados (episcopado, presbiterado, diaconado) y en sus distintas tareas
(830, 874-896, 1088, 1120, 1142, 1175, 1367, 1442, 1461, 1536-1589).
— El DGC (1997) usa el término aplicado a Jesús (163), a la tarea evangelizadora de la Iglesia (287),
a la acción educativa de los padres (227; cf FC 38; CT 68), al ministerio ordenado de obispos (222,
284) y presbíteros (224), al ministerio de Pedro (270); pero especialmente aplicado a la tarea
catequética (9, 13, 59, 216, 219, 222, 231, 233) y al ministerio de la Palabra (9, 35, 50-52, 57, 61,
64, 69, 71, 73, 77, 82, 93, 97, 108, 121, 127, 257, 260, 272, 280).
Al tratarse de una situación en gran parte nueva, se requerirá tiempo hasta lograr determinadas
clarificaciones. Las cuestiones terminológicas, por sí solas, no son las más importantes. Pero
pueden ser de ayuda para solventar algunas dificultades.
— La inserción secular. Esta se refiere no al simple ser en el mundo, que va parejo con el existir
humano y con la lógica cristiana de la encarnación, sino al modo específico en que este ser en el
mundo queda configurado por la ordenación sacramental. En una reciprocidad asimétrica, ya que
también la configuración concreta y cambiante del mundo incide en la inserción secular de quien
ha sido ordenado. Para ello Jesús de Nazaret constituye la referencia decisiva. En él la presencia
divina en el mundo se ha hecho tan radical que la carne de Dios ha devenido el quicio de la
salvación. Por ello, el ministerio ordenado en cuanto realidad sacramental aparecerá descentrado
de sí mismo y centrado sobre el mundo, siguiendo el dinamismo del Espíritu divino. Precisar en la
teología y en la praxis esta inserción secular sigue siendo, no obstante, una tarea en gran parte
pendiente 15.
b) Obispos, presbíteros y diáconos. Siendo uno, el ministerio ordenado se desglosa en tres grados:
— Episcopado. El Vaticano II promulgó un decreto (Christus Dominus [CD]) sobre el oficio pastoral
de los obispos y supuso, además, un avance doctrinal, al decantarse claramente por la
sacramentalidad del episcopado (LG 21) y recuperar la importancia de la colegialidad episcopal en
una eclesiología de comunión (LG 22s). La institución de las conferencias episcopales (CD 37s.),
que contaban ya con algunos antecedentes, pretendía traducir en la práctica los principios
conciliares. El motu proprio Ecclesiae sanctae (1966), de Pablo VI, prescribió que se constituyeran
donde aún no existían y en el Directorio de los obispos (1973) son valoradas como aplicación
concreta del afecto colegial 18. La normativa específica que regula su erección, composición y
funcionamiento, su finalidad y sus competencias, queda recogida en el CIC de 1983 (447-459). Por
su parte, en el sínodo extraordinario de los obispos de 1985, al mismo tiempo que se reconocía su
utilidad pastoral y su necesidad, se pedía que se explicitase con mayor amplitud y profundidad su
estatuto teológico y jurídico. La responsabilidad personal de cada obispo para con su Iglesia
particular, la participación en la responsabilidad común de todos los obispos y la autoridad
doctrinal de las conferencias episcopales eran los principales puntos necesitados de explicitación
respecto a una institución eclesiológica establecida prácticamente en toda la Iglesia 19
— Presbiterado. También la figura del presbítero encontró su lugar en el Vaticano II (cf LG 28, PO y
OT). Sin embargo, en el inmediato posconcilio se difundió la impresión de no haber recibido un
tratamiento adecuado, en comparación con el otorgado a obispos y laicos. El estallido de una
crisis de identidad, cuyos ecos y efectos no han desaparecido del todo, alcanzó no sólo a muchos
presbíteros en su existencia concreta, sino también a su comprensión teológica y eclesial. A la
crisis contribuyeron numerosos elementos: el deseo de superar una concepción retenida como
demasiado sacral y ontologizante, la aplicación de principios democráticos en su comprensión y
ejercicio, la contraposición entre evangelización y sacramentalización, las propuestas para
modificar la disciplina (celibato, actividades profesionales), el impacto de los profundos cambios
sociales y culturales. Esta problemática fue abordada en varios sínodos de obispos (1967, 1971,
1974), pero sobre todo en el de 1990, que dio como resultado la exhortación apostólica de Juan
Pablo II Pastores dabo vobis (1992), seguida por el Directorio (1994) para la vida y el ministerio de
los presbíteros21.
En el CIC (1983) se recogen los elementos esenciales de la normativa en vigor para los diáconos
permanentes en la Iglesia latina (236, 276, 281, 288, 1031, 1032, 1035, 1037, 1042, 1050).
Recientemente se ha publicado una Ratio fundamentalis y un Directorium (1998), en los que se
ofrecen las normas directrices, la legislación en vigor y los principios orientativos, relativos a los
diáconos permanentes24. La elaboración de una teología del diaconado menos fluctuante, el lugar
preciso de los diáconos en el interior de una eclesiología diocesana 25, las necesidades concretas
de su formación y de su existencia, la pregunta siempre planteada sobre la ordenación de mujeres
al diaconado, todo ello sigue constituyendo un conjunto de cuestiones pendientes, con
incidencias de relieve sobre un grupo eclesial, cuyo número ha aumentado significativamente a lo
largo de los últimos años 26.
Un paso adelante supuso el motu propio Ministeria quaedam (1972), de Pablo VI, sobre la
reforma de las hasta entonces denominadas órdenes menores, en el que, por una parte, se habla
del lectorado y acolitado como ministerios (ministeria) confiados a laicos y, por otra parte, se
autoriza a las conferencias episcopales para que instituyan nuevos ministerios como el de
catequista y el de la caridad29. La exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (1975) prosigue en
esta línea, hablando de ministerios (ministeria) no derivados del orden sagrado, y enumerando
algunos que pueden ser considerados como tales 30.
El CIC (1983) prefiere el uso de otros términos, como tareas, oficios, derechos, obligaciones o
actividades (munus, officium, ius, obligatio, opera) para precisar las distintas facetas de la
cooperación de los laicos, vinculando la condición laical masculina únicamente con los ministerios
estables de lector y acólito (230, 1035, 1050); pero introduce dos novedades importantes, al
admitir que los laicos puedan ser nombrados jueces de un tribunal diocesano (1421) y que puedan
participar en el ejercicio de la cura pastoral de una parroquia (517).
El sínodo de los obispos de 1985 se hizo eco de algunas críticas relativas al uso indiscriminado del
término ministerio, con la posible confusión entre sacerdocio común y ministerial, así como al
abuso de la suplencia, y a una posible clericalización de los laicos; tales críticas fueron recogidas
en la exhortación apostólica Christifideles laici (1988), de Juan Pablo II, donde se habla, no
obstante, de «ministerios, oficios y funciones de los fieles laicos», con fundamento sacramental en
el bautismo, confirmación o matrimonio 31. En Redemptoris missio (1990), Juan Pablo II recuerda el
incremento de los ministerios (ministeria) eclesiales y extraeclesiales, con posibilidades abiertas a
formas de ministerio (ministerium) bastante diversificadas32. Finalmente, el desarrollo posconciliar
culmina, por ahora, con una Instrucción (1997) firmada por ocho dicasterios de la curia romana y
aprobada en la forma específica por Juan Pablo II 33: tras una premisa introductoria, se recuerdan
algunos principios teológicos y se establecen una serie de disposiciones prácticas relativas a la
cooperación de los laicos con el ministerio de los sacerdotes.
Aunque la mayor parte de los ministerios confiados a laicos se ejercen sin problemas, con
aceptación creciente y con resultados positivos para la vida cristiana y para la evangelización, hay
un caso límite de las tareas ministeriales reconocidas hasta ahora a laicos no ordenados. Se trata
de las posibilidades abiertas por el CIC (1983) en su canon 517.2: el obispo diocesano tiene
competencia para conceder una «participación en el ejercicio de la cura pastoral» a diáconos y a
personas que no hayan recibido previamente el orden sacerdotal. Se trata de una posibilidad
impensable y no integrable en el CIC de 1917; va, por tanto, más allá del derecho hasta entonces
vigente. Pensado en un principio para Iglesias del tercer mundo, donde la escasez de sacerdotes
era un problema habitual, el carisma ha encontrado aplicación también en Iglesias europeas y
occidentales, si bien en una medida por ahora relativa 36. En sí es el desarrollo ulterior de otros
carismas, en los que a los no ordenados se les reconoce la posibilidad de administrar el bautismo y
de asistir a los matrimonios (861.2, 1112). Y es también una de las posibilidades para remediar la
penuria de sacerdotes, junto al caso de un sacerdote que tiene la cura pastoral de varias
parroquias (526) o a un grupo de sacerdotes que tienen la encomienda in solidum de una o varias
parroquias (517.1). La innovación del canon 517.2 respecto al pasado es valorada de manera
desigual por quienes lo hacen desde una perspectiva canónica (en general bastante críticos con
los nuevos desarrollos) y por quienes lo hacen desde una perspectiva pastoral, en sintonía con las
nuevas situaciones de la misión y de la evangelización (oportunidad para revitalizar y renovar el
estilo de dirigir las comunidades cristianas) 37.
Permanece, en cualquier caso, como una solución de emergencia, impuesta por las necesidades.
Pero si esta situación se convirtiera en normal, entonces habría que plantearse una nueva
configuración de la estructura ministerial, que afectaría tanto al ministro ordenado como al laico.
Por una parte, estamos ante la figura de un sacerdote, que de hecho no es párroco, que tampoco
es el moderador del canon 517.1, que ejerce su ministerio en varias parroquias sin las obligaciones
y derechos de un párroco, y que puede terminar apareciendo a la comunidad respectiva y a la
persona o grupo que de hecho llevan la responsabilidad pastoral como un cuerpo más bien
extraño; se desgaja así el tipo de unidad tradicional entre las diversas tareas sacerdotales
(palabra, sacramentos, celebración eucarística, vida comunitaria, conocimiénto recíproco). Por
otra parte, el laico no ordenado (o el grupo a quien se le encarga) aparece como un cuasi-párroco,
que de hecho lleva la responsabilidad de la cura pastoral, pero que no puede hacerlo en su
globalidad, porque carece de la ordenación sacramental necesaria para el desempeño de ciertas
funciones (celebración eucarística, sacramento de la penitencia). Su ministerio tiene, además, un
carácter de suplencia (aunque la situación de excepcionalidad se convierta en algo estable) y se ve
afectado por una cierta provisionalidad (mientras dure la penuria de sacerdotes).
El canon 517.2 representa un caso límite, aún poco frecuente, que lleva a que algunos se
pregunten por la conveniencia de ordenar sacerdotes a estos laicos. Pero los problemas que
afloran en torno a él resuenan de alguna manera en los demás ministerios laicales; se trata de la
identidad teológica del laico y su ubicación en el conjunto de la eclesiología. Las dificultades son
objetivas. Y requieren respuestas, teóricas y prácticas, que constituyan un camino teológica,
eclesial y pastoralmente acertado.
1. EN UNA IGLESIA COMUNIÓN, GUIADA POR EL ESPÍRITU. La idea de Iglesia comunión se ha ido
convirtiendo en hilo conductor y en concepto clave de la eclesiología posconciliar 38. Nos remite al
Dios comunión, Padre, Hijo y Espíritu, como la fuente y como el modelo de la realidad eclesial; de
este Dios dimana el dinamismo que hace surgir en el pueblo de Dios relaciones de reciprocidad.
Todos somos radicalmente iguales en un pueblo convocado por Dios, diferentes en los dones y
responsabilidades dentro del único Cuerpo de Cristo, unidos vitalmente en el interior de esta
Iglesia, que es también acontecimiento del Espíritu Santo. Para que esta idea clave de comunión
no se transforme en fórmula vacía o en invocación mágica, debe mostrar su eficacia al afrontar
con realismo las tensiones, las dificultades y los desafíos existentes. Entre ellos, la necesidad de
superar teórica y prácticamente una comprensión piramidal de la Iglesia (descenso progresivo
desde la cúspide hasta el último cristiano) y una contraposición dualista clérigos-laicos (en la que
se identifica a los segundos por lo que no son), a favor de una Iglesia caracterizada por la
participación y por la corresponsabilidad. En esta Iglesia comunión no hay lugar para una
contraposición alternativa entre carismas y ministerios. Primero, porque no se corresponde con la
realidad histórica un supuesto modelo bíblico, que hoy se trataría de reproducir; como si en las
comunidades paulinas se hubiera dado una sustitución progresiva de una organización inicial,
totalmente carismática, más auténtica cuanto más primitiva, por otra organización más tardía,
menos originaria en razón de su posterioridad, en la cual el ministerio ordenado habría terminado
absorbiendo y domesticando, es decir, anulando todos los carismas 39.
En segundo lugar, porque tampoco puede sostenerse que el ministerio ordenado nada tenga que
ver con la realidad del Espíritu40. Es también un don suyo y, por tanto, una realidad
pneumatológica: en este sentido un carisma (1 Tim 4,14). Esto no significa identificar carismas y
ministerios, ya que la distinción es correcta (cf LG 4; AG 4). Pero tampoco se les puede
contraponer de manera excluyente. Precisamente en los textos litúrgicos de ordenación
ministerial es donde mejor se expresa la conciencia eclesial de estar ante un don gratuito del
Espíritu, que se acoge agradecidamente.
¿Podremos hablar, entonces, de una estructura fundamental carismática de la Iglesia? Si con ello
quiere decirse que los carismas son esenciales en ella, que una Iglesia sin carismas es una Iglesia
empobrecida, que también el ministerio ha de valorarse como don de Dios y de su Espíritu,
entonces sí podría emplearse la expresión. Pero la respuesta es negativa en el caso de que con ella
se pretendieran excluir los elementos ministeriales como algo no querido ni previsto por Cristo. El
ministerio apostólico es una estructura fundamental y un elemento irrenunciable, transmitido en
la Iglesia por la imposición de manos, en el poder del Espíritu. Parte muy importante de su tarea
consiste precisamente en ayudar a discernir los carismas y a que sean aceptados gozosamente;
conformarse con afirmar que no puede apagarlos es demasiado poco.
Pero al ser una responsabilidad diferenciada, cabe distinguir niveles. Destaca el papel del obispo
como primer responsable de la catequesis (222s., 136), en cuanto anunciador y maestro de la fe
(LG 25), dotado con el carisma cierto de la verdad (DV 8), catequista por excelencia (CT 63), que
ha de ejercer su solicitud en comunión eclesial y colegial (76, 131, 270, 282). Los presbíteros, en
cuanto educadores en la fe (PO 6), han de animar la catequesis de la comunidad cristiana,
cuidando especialmente el cultivo de vocaciones para esta tarea y la formación catequética
(224s.), en una doble dirección: la relacionada con los catequistas (246) y la relacionada con él
mismo (11, 246). Sobre los diáconos, el DGC se limita a enumerarlos en la lista de los que
participan de la responsabilidad común (216, 219); pero en el DGC se les recomienda que
aprendan el arte de comunicar la fe al hombre moderno de manera eficaz e integral, y que
presten atención solícita a la catequesis de los fieles erí las diversas etapas de la existencia
cristiana (23s). Los padres de familia son (deberían ser) los primeros educadores de la fe y los que
introdujeran progresivamente a sus hijos en los misterios de la vida cristiana (226ss). Especial
invitación reciben los religiosos y religiosas para dedicar a la catequesis el máximo de sus
capacidades, como una aportación que brota de su condición específica, y que con frecuencia
responde a los carismas fundacionales, de gran impacto y vitalidad en la historia de la catequesis
(228s).
También los laicos ejercen la catequesis desde el carácter peculiar de su inserción en el mundo,
pero como una tarea que brota del bautismo y de la confirmación (230s). En resumen, todos los
carismas y ministerios, en su diversidad de gamas y de acentos, están llamados a tener su lugar
propio en la tarea global de la evangelización y en la óptica de una catequesis decididamente
misionera.
'
NOTAS: 1. Cf O. CULLMANN, La notion biblique du charisme et l oecumenisme; W. N. WAMBACQ, Le mot «charisme», NRTh 97
2
(1975) 345-355; A. VANHOYE, l carismi nel Nuovo Testamento, Roma 1986. – Cf los trabajos de N. BAUMERT, Charisma und bei
Paulus, en A. VANHOYE, L'Apótre Paul, Leuven 1986, 60-78; Zur Semantik von «charisme» bei den frühen Vütern, ThPh 63 (1988)
60-78; Zur Begriffsgeschichte von «charisme„ im griechischen Sprachraum, ThPh 65 (1990) 79-100; para la teología de santo
Tomás, cf P. FERNÁNDEZ, Teología de los carismas en la «Summa Theologiae» de santo Tomás, Ciencia tomista 105 (1978) 177-
3
223. – Cf G. RAMBALDI, Uso e significato di «Carisma» nel Vaticano JI, Greg. 56 (1975) 141-162; Carismi e laicato nella Chiesa,
Greg. 68 (1987) 57-111; V. GARCÍA MANZANEDO, Carisma-ministerio en el concilio Vaticano II, PS, Madrid 1982; A. VANHOYE, El
problema bíblico de los carismas a partir del concilio Vaticano II, en R. LATOURELLE (ed.), Vaticano II. Balances y perspectivas,
Sígueme, Salamanca 1989, 295-312. — 4. Así E. CORECCO, Istituzione e carisma in riferimento alle strutture associative, en W.
AYMANS (ed.), Das konsoziative Element in der Kirche; sobre el tema, cf más ampliamente L. GEROSSA, Charisma und Recht,
5
Einsiedeln 1989. — Sobre historia y recepción del concepto, cf M. N. EBERTZ, Das Charisma des Gekreuzigten, Tubinga 1987,
—6
15-51. M. WEBER, Wirtschaft und Gesellschaft, Tubinga 1922, 140. — 7. Cf A. ZINGERLE, Institution des Ausserallt/iglichen.
Das Konzil aus der Sicht soziologischer Charisma-Theorie, en F. X. KAUFMANN-A. ZINGERLE (eds.), Vatikanum II und
Modernisierung, Paderborn 1996, 189-208. — 8. Cf N. BAUMERT, Charisma, 20-28, quien constata hasta treinta connotaciones
distintas en su evolución semántica, se muestra partidario de una regulación lingüística y hace una propuesta: «Carisma es una
capacitación procedente de la gracia de Dios, otorgada por Dios especialmente en cada caso (es decir, individuell und
9 10
ereignishaf), para la vida y el servicio en la Iglesia y en el mundo», 46 (trad. propia). — Cf G. RAMBALDI, Carismi, 79-92. - Cf
A. BORRAS, Petite grammaire canonique des nouveaux ministéres, NRT 117 (1995) 240-261. — 11. Cf ASAMBLEA PLENARIA DEL
EPISCOPADO FRANCÉS, ¿Todos responsables en la Iglesia? El ministerio presbiteral en la Iglesia enteramente ministerial,
12
Santander 1975. — Cf A. BORRAS, Les ministéres laics: fondements tholégiques et figures canoniques, en ID (dir.), Des largues
13
en responsabilité pastorales?, París 1998, 95-120. - Cf S. DEL CURA ELENA, La sacramentalidad del sacerdote y su espiritualidad,
14
en COMISIÓN EPISCOPAL DEL CLERO, Congreso de espiritualidad sacerdotal, Madrid 1989, 73-119. — Cf G. GRESHAKE, Ser
15
sacerdote, Sígueme, Salamanca 1995, 89-120; S. DIANICH, Teología del ministerio ordenado, San Pablo, Madrid 1988. — Cf F.
VALERA SÁNCHEZ, En medio del mundo, Atenas, Madrid 1997; S. DEL CURA ELENA, La secularidad del presbítero desde su
16
sacramentalidad, en COMISIÓN EPISCOPAL DEL CLERO, Simposio presbiterado y secularidad, Madrid 1998. — Cf A. GONZÁLEZ
MONTES (ed.), Enchiridion Oecumenicum, 2 vols., Sígueme, Salamanca 1986, 1993. — 17 Cf A. MAFFEIS, Il ministeoo nella
Chiesa. Uno studio del dialogo cattolico-luterano (1967-1984) Brescia 1991 (bibl. 315-361). — 18. Cf para sus antecedentes la
19
instrucción del 24.8.1889 en Leonis XIII Acta IX (1890); el motu proprio Ecclesiae sanctae, en AAS 58 (1966) 773s. - Según el
Annuario Pontificio de 1998, en la actualidad hay 106 conferencias episcopales jurídicamente constituidas; sobre el conjunto de
cuestiones, cf H. LEGRAND-J. MANZANARES-A. GARCÍA (eds.), Naturaleza y futuro de las conferencias episcopales, Sígueme,
Salamanca 1988. — 20. Carta apostólica en forma de motu proprio sobre la naturaleza teológica y jurídica de las Conferencias
21
de obispos: texto orig. latino en L'Osservatore Romano (24.7.1998), trad. española en Ecclesia 2904 (1.8.98) 17-24. — Cf JUAN
PABLO II, Adhortatio apostolica postsynodalis «Pastores dabo vobis», AAS 84 (1992) 657-804; CONGREGACIÓN PARA EL CLERO,
22
Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, Ciudad del Vaticano 1994. — Sobre esta temática, cf la colección que
23
publica la Facultad de teología del Norte de España, Burgos, sobre Teología del Sacerdocio, 22 vols., desde 1969ss. — Cf AAS
24
59 (1967) 697-704; 60 (1968) 369-373; 64 (1972) 534-540. - CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA Y PARA EL CLERO,
Normas básicas de la formación de los diáconos permanentes. Directorio para el ministerio y la vida de los diáconos
25
permanentes, Ciudad del Vaticano 1998. — En la redacción anterior del CCE 875 no quedaba claro si la facultad de actuar in
persona Christi Capitis era válida también para los diáconos. En la reciente edición oficial en latín, dicha potestad se atribuye a
obispos y presbíteros, reservando para los diáconos la capacidad de servir al pueblo de Dios en la diaconía; igualmente se aplica
el término sacerdocio sólo al obispo y al presbítero, pero con ello no se pretende cuestionar la sacramentalidad del diaconado
26
(CCE 875). — Cerca de 23.000 diáconos permanentes hay en estos momentos (cf Annuarium Statisticum Ecclesiae); para las
cuestiones pendientes, cf A. G. MARTIMORT, Les diaconesses. Essai historique, Roma 1982; M. J. AUBERT, Des femmes diacres,
un nouveau chemin pour 1'Eglise, París 1987; A. BoRRAS-B. POTTIER, La grace du diaconat. Questions actuelles autour du
diaconat latin, Bruselas 1998. — 27 Siendo posibles y legítimas otras denominaciones, usamos esta. A pesar de las discusiones
recientes, el mismo Juan Pablo II habla de ministerios ordenados y ministerios laicales, cf L'Osservatore Romano (6.8.1998) 4,
Ecclesia 2907/8 (1998) 1257. La razón de ello está en «la constante referencia al único y fontal ministerio de Cristo», tal como
había dicho en su alocución al simposio sobre Colaboración de los fieles laicos al ministerio presbiteral nn. 3s. (L'Osservatore
Romano [23.4.1991] 4), no obstante las advertencias hechas sobre su posible ambigüedad, recogidas por el DGC 1997 (54-55) y
28
por la reciente Instrucción (1998) art. 1. — Así S. PIÉ, Los ministerios confiados a los laicos, Phase 224 (1998) 133-153 (144),
donde resume las etapas del desarrollo posconciliar. «La Iglesia de Dios no se construye solamente por los actos del ministerio
oficial del presbiterado, sino por una multitud de servicios diversos más o menos estables u ocasionales, más o menos
espontáneos o reconocidos...; hasta ahora ni se les había llamado por su verdadero nombre, el de ministerios, ni se les había
29
reconocido su puesto, su estatuto en la eclesiología» (Y. CONGAR, Ministerios y comunión eclesial, Fax, Madrid 1973). — Cf
30
AAS 54 (1972) 529-534. — «Catequistas, animadores de la oración y del canto, cristianos dedicados al servicio de la palabra de
Dios o a la asistencia de los hermanos necesitados y los jefes de pequeñas comunidades responsables de movimientos
apostólicos o de otros responsables», EN 73. — 31. «Los pastores, por tanto, han de reconocer y promover los ministerios,
oficios y funciones de los fieles laicos, que tienen su fundamento sacramental en el bautismo y en la confirmación, y para
muchos de ellos, además en el matrimonio... Sin embargo, el ejercicio de estas tareas no hace del fiel laico un pastor. En
realidad, no es la tarea lo que constituye el ministerio, sino la ordenación sacramental... Ha sido constituida una comisión... para
estudiar en profundidad los diversos problemas... surgidos a partir del florecimiento actual de los ministerios confiados a laicos»
32
[ChL 23]. — RMi 73 habla de munus a propósito de la tarea de los catequistas y RMi 74 de otras formas de ministerio
33
(ministerii) y de otros ministros (ministri), además de la catequesis. — CONGREGATIO PRO CLERICIS ET ALIAE, Instructio de
quibusdam quaestionibus circa fidelium laicorum cooperationem sacerdotum ministerium spectantem, AAS 89 (1997) 852-877;
trad. esp. en Ecclesia 2876 (17.1.1998) 78-87 — 34 Cf A. CATTANEO, Die Institutionalisierung pastoraler Dienste der Laien.
Kritische Bemerkungen zu gegenwdrtigen Entwicklung, AKKR 165 (1996) 56-79; A. BORRAS (dir.), Des latcs en responsabilité
pastorales?, o.c.; los artículos de P. TENA, D. BOROBIO, S. PIÉ, en Phase 224 (1998) 95-153; B. SESBOÜE, ¡No tengáis miedo! Los
35
ministerios en la Iglesia hoy, Sal Terrae, Santander 1998 (orig. francés 1996). — Cf K. RAHNER, Pastorale Dienste und
2
Gemeindeleitung; SdZ 195 (1977) 733-743; D. BOROBIO, Ministerios laicales, Atenas, Madrid 1986 ; L. RUBIO (ed.) Los
36
ministerios en la Iglesia, Sígueme, Salamanca 1985. — Según SECRETARIA STATUS, Annuarium Statisticum Ecclesiae, Ciudad
del Vaticano 1998, 61-63, los datos correspondientes al 31.12.96 son los siguientes: parroquias con párroco propio del clero
diocesano, total 134.239, Europa 77.433, España 10.511; con párroco del clero religioso, total 25.087, Europa 9.257, España
1.108; parroquias sin párroco: administradas por otro sacerdote o vicario, total 55.644, Europa 47.042, España 10.419; confiadas
a diáconos permanentes, total 609, Europa 204, España 3; a religiosos no sacerdotes, total 132, Europa 59, España 0; a religiosas
mujeres, total 1.133, Europa 141, España 13; a laicos, total 1.669, Europa 995, España 1; vacantes, total 2.070, Europa 1.363,
37
España 6. — Cf ST. HAERING, Die Ausübung pfarrlicher Hirtensorge durch Diakone und Laien, AKKR 165 (1996) 353-372; R.
TORFS, La position délicate des animateurs pastoraux dans le cadre du canon 517.2, en A. BORRAS (dir.), Des laUs en
38
responsabilité pastorales?, o.c., 147-154. — Cf J. ZIZIOULAS, La Iglesia como comunión, Diálogo ecuménico 94-95 (1994) 305-
318; M. KEHL, La Iglesia, Sígueme, Salamanca 1996, 55-72, 133-144; J. RIGAL, L'ecclésiologie de communion. Son evolution
historique et ses fondements, París 1997. — 39 La contraposición entre carismas y ministerios es hilo conductor del trabajo de E.
KÁSEMANN, Amt und Gemeinde im NT, en Exegetische Versuche und Bestimmungen 1, Gotinga 1960, 109-134, cuyos resultados
fueron asumidos por H. HÜNG, La estructura carismática de la Iglesia, Concilium 4 (1965) 44-65; para su discusión crítica, cf A.
40
VANHOYE, a.c., 300-308. — Cf G. CANNOBIO, Lo Spirito e 1'istituzione: senso e non senso di una contrapposizione, Riv. Sc. Rel.
41 '
12 (1998) 5-14. - Tomo la expresión del libro de G. LAFONT, Imaginer l Eglise catholique, París 1996. — 42 Cf V. M. PEDROSA, La
catequesis en la Iglesia local, Sinite 117 (1998) 121-152.
I. El contexto
El Catecismo de la Iglesia católica (CCE), cuya elaboración concluyó con la aprobación pontificia el
25 de junio de 1992, fue promulgado por la constitución apostólica Fidei depositum, de Juan Pablo
II, dada el 11 de octubre de 1992, en el trigésimo aniversario de la apertura del concilio Vaticano
II, y fue presentado a la Iglesia y al mundo en Roma, los días 7, 8 y 9 de diciembre de 1992, un
triduo dotado de especial solemnidad. Casi cinco años más tarde, el 8 de septiembre de 1997, fue
presentada también en Roma la edición típica, en lengua latina, promulgada por la carta
apostólica Laetamur magnopere, que firmaba el mismo Papa el 15 de agosto de 1997.
Entretanto habían ido apareciendo las diversas traducciones: la versión francesa, que había sido la
lengua común de los redactores, estuvo en la calle en París ya antes de la presentación romana; la
española y la italiana salían en diciembre de 1992; la alemana en 1993 y la inglesa en 1994. Desde
entonces el CCE ha sido traducido a treinta lenguas y se cuentan por millones los ejemplares
vendidos. La traducción española ha superado ya el millón de ejemplares.
Esa necesidad es la que movió también a los Padres de Trento a pedir la redacción de un
catecismo. La obra doctrinal y reformadora del concilio exigía por sí misma la instrucción de los
creyentes en la fe católica. Pero además, la exigía también el enorme desafío suscitado por la
Reforma protestante. Había que poner en manos de los pastores un cuerpo doctrinal que
recogiera de modo sintético la fe cristiana tal y como acababa de ser expresada de nuevo por el
mismo concilio. El catecismo había de ser un instrumento pedagógico al servicio de la identidad de
la fe católica en un momento de grave crisis de la misma. El logro del cardenal san Carlos
Borromeo y del equipo de cuatro teólogos que, bajo su dirección, redactó el Catecismo romano
fue conseguir, en aquellas circunstancias, un texto sin tono polémico, armonioso y elegante.
Volveremos sobre la disposición adoptada por este influyente catecismo.
El concilio Vaticano II, a diferencia del de Trento, no sólo no pidió la redacción de ningún
catecismo, sino que, cuando se planteó esta posibilidad, no deseó tomarla en consideración. La
opinión contraria a la redacción de un catecismo oficial para toda la Iglesia predominó hasta
comienzos de los años ochenta, y no sería abandonada hasta el sínodo extraordinario de los
obispos que tuvo lugar en 1985 para celebrar y actualizar el Vaticano II, a los veinte años de su
clausura.
¿Qué había sucedido en este lapso de tiempo? ¿Por qué pide el sínodo lo que el concilio había
obviado?
Una de las tareas fundamentales que el concilio había recibido de Juan XXIII era la de hacer de
nuevo accesible la doctriría de la Iglesia, «con toda su fuerza y belleza» a todos los hombres y
mujeres de nuestro tiempo. La Iglesia se sentía con energías suficientes para tomar esta iniciativa
misionera. Se veía más impulsada a hacerse entender por el mundo que necesitada de aclararse
ella misma en su propio interior; ni las carencias de formación del clero, ni las amenazas a la
identidad de la fe católica podían compararse con las experimentadas cuatrocientos años antes,
en el momento del concilio de Trento. No parece, pues, extraño que no se sintiera la necesidad de
un instrumento como un catecismo universal. Es más: no se veía ni siquiera conveniente, pues de
lo que se trataba no era tanto de definir y consolidar la fe cuanto de buscar fórmulas nuevas para
su proposición al mundo, en diálogo abierto con la cultura contemporánea. Los trabajos y
documentos conciliares fueron el primer gran exponente autorizado de este empeño. Ellos
constituyen, en este sentido, «el gran catecismo de nuestros tiempos», según expresión de Pablo
VI, repetida por Juan Pablo II. Aunque no son propiamente un catecismo, ponen las bases de una
reformulación de la comprensión de la fe y echan a andar o relanzan un proceso de tanteos y
fermentaciones que iban a necesitar su tiempo.
b) El posconcilio y el sínodo de 1985. Sin embargo, empezaron bien pronto los intentos de elaborar
exposiciones sintéticas de la fe adaptadas a la mentalidad de nuestros días, a las que se dio el
nombre de catecismos. En 1966, al año siguiente de la clausura del concilio, aparecía el llamado
Catecismo holandés, promovido y publicado por los obispos de aquel país. La gran difusión que
alcanzó en toda la Iglesia y los problemas que planteaba exigieron una intervención de la Santa
Sede. Algunos pensaron que, si no se quería dejar el campo totalmente libre a nuevos problemas,
había llegado ya la hora de un catecismo universal. Pero justamente las dificultades encontradas
por aquel primer intento particular parecían poner de manifiesto que no se tenían todavía claves
suficientemente maduras para una empresa así. La propuesta de un catecismo para toda la Iglesia,
planteada de nuevo por algunos obispos en el sínodo de 1967, tampoco prosperó.
Todas las cosas tienen su kairós, su tiempo. Hay quien ha dicho que el CCE ha llegado con
veinticinco años de retraso. Otros piensan que siempre es demasiado pronto para lo que no
debería darse nunca, y menos aún en un momento que llaman de involución. El caso es que,
además del Directorio general de pastoral catequética, pedido por el Concilio y publicado en 1971,
los catecismos fueron haciendo su aparición en la Iglesia posconciliar. Hay que recordar en
particular los redactados por las conferencias episcopales para los catecúmenos de diversas
edades, incluso para los adultos. Además, en el ámbito de la teología también se fueron viendo
como posibles y necesarias algunas síntesis de la fe o cursos básicos, que pusieran al alcance de
diversos círculos de personas instruidas una comprensión de conjunto de la fe cristiana en el
contexto de la cultura actual. Estos y otros intentos de síntesis bíblicas, ecuménicas, etc. hicieron
que desde principios de los años ochenta pareciera llegado el tiempo de la sedimentación y de la
recolección de todo lo sembrado y puesto en movimiento desde el concilio.
El tiempo había llegado porque la obra parecía ya posible. Pero además, porque se iba revelando
como cada vez más necesaria. La razón de esta necesidad aparece claramente detectada por el
sínodo extraordinario de 1985, cuando hace el balance de los veinte años transcurridos desde la
clausura del concilio. La relación final habla de frutos muy grandes y de defectos y dificultades (I,
3). Las dificultades, especialmente en el llamado primer mundo, parecen resumirlas los sinodales
en la desafección a la Iglesia. La causa fundamental de esta situación, localizable en el interior de
la Iglesia (además del secularismo, procedente más bien del exterior) la ve el sínodo en «la lectura
parcial y selectiva del concilio y en la interpretación superficial de su doctrina en uno u otro
sentido» (I, 4). La relación se detiene a continuación en diversos aspectos de la vida de la Iglesia,
en los que se aprecia en concreto ese estado de cosas. Pues bien, bajo el epígrafe «Fuentes de las
que vive la Iglesia», se hace el siguiente grave diagnóstico sobre la evangelización y la catequesis:
«Por todas partes en el mundo, la transmisión de la fe y de los valores morales que proceden del
evangelio a la generación próxima (a los jóvenes) está hoy en peligro. El conocimiento de la fe y el
reconocimiento del orden moral se reducen frecuentemente a un mínimo. Se requiere, por tanto,
un nuevo esfuerzo en la evangelización y en la catequesis integral y sistemática» (II, B, 2).
Con el fin de salir al paso de esta nueva necesidad, el sínodo hace en este mismo epígrafe la
famosa sugerencia que iba a acabar siendo llevada a la práctica siete años después con el CCE:
«De modo muy común se desea que se escriba un catecismo o compendio de toda la doctrina
católica, tanto sobre la fe como sobre la moral, que sea como el punto de referencia para los
catecismos y compendios que se redacten en las diversas regiones. La presentación de la doctrina
debe ser tal que sea bíblica y litúrgica, que ofrezca la doctrina sana y sea, a la vez, acomodada a la
vida actual de los cristianos» (II, B, 4).
Al hacer esta propuesta, el sínodo está queriendo responder a la situación nueva creada en los
años transcurridos desde el Concilio por las lecturas selectivas y superficiales de la doctrina
conciliar. Aquí, en concreto, se trata, sobre todo, de la deficiente recepción de la constitución Dei
Verbum que ha conducido, con frecuencia, a una interpretación de la Sagrada Escritura «separada
de la tradición viva de la Iglesia» y de «la interpretación auténtica del Magisterio» (II, B, 1).
Casi tres años antes, en una relevante conferencia sobre la catequesis, dictada en París y Lyon en
1983, el cardenal Ratzinger había apuntado ya al mismo diagnóstico y a la misma necesidad. En su
opinión iba resultando urgente la síntesis de los contenidos nucleares de la fe, en particular para la
catequesis, pues la «hipertrofia de los métodos» —en expresión del cardenal- está poniendo en
peligro la transmisión de la fe. Lo ilustraba con un ejemplo: «una madre alemana me contaba un
día que un hijo suyo, que iba a la escuela primaria, se estaba ya iniciando en la cristología de los
logia del Señor (un problema de exégesis), pero que no había oído todavía ni una palabra sobre
los siete sacramentos ni sobre los artículos del credo».
Ratzinger detectaba la misma necesidad que el sínodo iba a confirmar: hay que arbitrar
instrumentos para proponer de modo articulado los contenidos de la fe de la Iglesia. Esta ha sido
parcelada y disgregada por diversos intentos de reconstrucción, más o menos históricos o
subjetivos. Pero «cada vez que se estima que es posible relegar en la catequesis la fe de la Iglesia,
aunque sólo sea un poco, bajo el pretexto de extraer de la Escritura un conocimiento más directo
y preciso, se entra en el dominio de la abstracción (...). En estas condiciones [la catequesis] se
reduce a no ser más que una teoría entre otras, un poder semejante a los demás; ya no puede ser
estudio y recepción de la verdadera vida, de la vida eterna».
Pues bien, esos instrumentos doctrinales integradores no había que inventarlos: son aquellos que
reflejan en la catequesis la dinámica misma de la vida de la fe, que es profesada, celebrada,
traducida en obras y ejercitada en la oración. He ahí, en general, lo que aportan los catecismos,
tanto protestantes como católicos. Esa era, precisamente, la estructuración del Catecismo
romano, que ve en esas cuatro grandes piezas de la catequesis auténticos lugares teológicos,
desde los que acoger y transmitir la revelación de Dios en Jesucristo.
a) Organos de trabajo. Juan Pablo II hizo suya esta sugerencia ya al concluir la asamblea sinodal y,
a los seis meses, el 10 de junio de 1986, nombraba una comisión pontificia encargada de presidir
la elaboración de dicho libro. Los miembros de la comisión eran doce: cinco cardenales de la curia
romana y seis arzobispos y un obispo de todas las partes del mundo. El cardenal J. Ratzinger,
prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, a quien se encargaba la presidencia de la
comisión y los cardenales prefectos W. W. Baum (Educación cristiana); S. Lourdusamy (Iglesias
orientales); J. Tomko (Evangelización de los pueblos), y A. Inocenti (Clero); además, el card. B.
Law, arzobispo de Boston (USA); J. Stroba, arzobispo de Poznan (Polonia); N. Edelby, arzobispo
greco-melquita de Alepo (Siria); H. S. D'Souza, arzobispo de Calcuta (India); I. de Souza, arzobispo
coad. de Cotonou (Benin); J. Schotte, arzobispo secretario general del sínodo, y F. S. Benítez
Avalos, obispo de Villarica (Paraguay).
La comisión pontificia se reúne por primera vez el 15 de noviembre de 1986. El Papa les recuerda
el encargo del sínodo y, remitiendo a la conferencia del card. Ratzinger de 1983 en Lyon y París,
les habla de que el género catecismo es algo irrenunciable ciable en la labor catequética, ya que su
«estructura fundamental» es tan antigua como el catecumenado, es decir, como la Iglesia misma.
Para llevar adelante el trabajo que se le ha encomendado, la comisión se dota de un secretariado,
de un comité de redacción y de un colegio de consultores. Este último estará compuesto por
cuarenta teólogos elegidos en función de sus especialidades y de su pertenencia a culturas y
lenguas diversas. El comité de redacción, cuyo nombramiento se hará oficial en julio de 1987,
quedó integrado por los siguientes siete prelados residenciales: J. M. Estepa, arzobispo castrense
de España; J. Honoré, arzobispo de Tours (Francia); D. Konstant, obispo de Leeds (Gran Bretaña);
E. E. Karlic, obispo de Paraná (Argentina); W. Levada, arzobispo de Portland (EE.UU.); A.
Maggiolini, obispo de Carpi (Italia) y J. Medina Estévez, auxiliar de Rancagua (Chile). El
secretariado fue encomendado a colaboradores de la Congregación para la doctrina de la fe y a su
frente se puso al dominico, profesor de Friburgo, Christoph von Schánborn.
b) Fases de elaboración. El trabajo de elaboración del CCE se prolongó algo más de cinco años: de
enero de 1987 a febrero de 1992. En este tiempo se pueden distinguir tres fases principales:
Fase inicial (de enero de 1987 a noviembre de 1989): desde la primera reunión del comité de
redacción, hasta que se consigue un texto que parece suficientemente maduro como para ser
sometido a consulta de todos los obispos del mundo, el llamado Proyecto revisado. El texto fue
presentado tres veces a la comisión pontificia (mayo de 1987; mayo 1988 y febrero de 1989). A los
cuarenta teólogos consultores se les envió después de la revisión de mayo de 1988. En este
tiempo se toman dos decisiones importantes: la división cuatripartita del conjunto: credo,
sacramentos, preceptos y, además, un epílogo sobre el padrenuestro, no previsto en las líneas
básicas dadas en noviembre de 1986 por la comisión pontificia, y la opción por el credo de los
apóstoles como base de la primera parte.
Fase central (de noviembre de 1989 a noviembre de 1990): se consulta al episcopado mundial y,
sobre la base de las observaciones recibidas, la comisión da las últimas orientaciones para el
trabajo. Del Proyecto revisado se imprimen unos cinco mil ejemplares, en francés, inglés, español
y alemán y se envían, a primeros de diciembre de 1989, a todos los obispos. Las respuestas
recibidas son elaboradas por el secretariado y estudiadas luego por el comité de redacción en la
reunión celebrada en Frascati del 1 al 14 de julio de 1990. En el sínodo de los obispos de octubre
de 1990, el cardenal Ratzinger da cuenta de los resultados de la consulta: desde el punto de vista
cuantitativo, el conjunto de las respuestas (obispos particulares, 798; grupos, 25=1092 obispos;
Conferencias episcopales, 28) cubre alrededor de un tercio del episcopado y representan
globalmente las grandes áreas geográficas. Cualitativamente el juicio global expresado en esas
respuestas se distribuye como sigue: el 18,6% estiman el Proyecto revisado como «muy bueno»; el
54,7% lo consideran «bueno»; el 18,2% lo ven «satisfactorio con reservas»; el 5,8% lo juzga de
manera «algo negativa» y el 2,7% lo descarta como «inaceptable».
Los juicios negativos no llegaban, en conjunto, al 10%. Se podía considerar, por tanto, que el
episcopado confirmaba la idea lanzada por el sínodo de 1985 y que, además, aceptaba el texto
que se le había presentado, al menos tomo base para seguir trabajando sobre él hacia la
consecución de un texto definitivo.
Las cuestiones más recurrentes, entre los 24.000 modi que se catalogaron, fueron las siguientes:
1) La finalidad misma del libro y su título; 2) La articulación del texto de acuerdo con la jerarquía
de verdades; 3) El uso de la Sagrada Escritura; 4) Las referencias al Vaticano II; 5) Sobre las
formulaciones «en breve»; 6) Sobre las religiones no cristianas; 7) La exposición de la moral
cristiana; 8) Sobre el epílogo acerca del padrenuestro; 9) Diversas lagunas concretas que rellenar.
Fase final (de noviembre de 1990 a febrero de 1992): sobre la base de las anteriores indicaciones
de la comisión, se va perfilando el texto en cuatro borradores sucesivos a lo largo del año de 1991:
marzo, mayo, agosto y diciembre. La comisión lo evalúa en octubre de 1991 y, por fin, el 14 de
febrero de 1992, aprueba por unanimidad el Proyecto definitivo, que es sometido al juicio del
Papa. Juan Pablo II hace algunas observaciones, incorporadas a la décima redacción del
Catecismo, que es puesto de nuevo en manos del Santo Padre el 30 de abril de 1992, fiesta de san
Pío V, el papa del Catecismo romano. El 25 de junio de 1992 tiene lugar la aprobación oficial
pontificia del CCE.
II. El texto
La mirada que acabamos de echar al contexto en el que surge, se impone y se lleva a la práctica la
idea del Catecismo, nos ayuda ahora a entender de qué texto se trata: cuáles son sus
características formales y los rasgos principales de su contenido.
A diferencia del otro catecismo publicado por un papa, el Catecismo romano, el CCE, por razón de
su autor, no es romano; su autor es el episcopado mundial, en varios sentidos: 1) porque la idea
de su publicación partió del sínodo extraordinario de los obispos de 1985; 2) porque la
responsabilidad de su elaboración fue llevada por una comisión de doce prelados de todo el
mundo; 3) porque la materialidad de su redacción estuvo a cargo de los siete obispos miembros
del comité de redacción, que la llevaron a cabo en sus respectivas sedes residenciales3; 4) porque
cada uno de los obispos del orbe fue consultado y la voz de una tercera parte de ellos se dejó oír.
Jurídicamente el CCE es una obra pontificia; materialmente es una obra del colegio de los obispos
con su cabeza. «No hay ningún otro texto posconciliar que repose sobre una base tan amplia» 4.
Esta complejidad y peculiaridad de su autoría avala la autoridad que le atribuye el Papa en los
textos ya citados de la constitución Fidei depositum y lo presenta realmente como lo que su título
señala: el catecismo «de la Iglesia católica». Por tanto, dentro de sus límites propios, el CCE
«refleja lo que es la enseñanza de la Iglesia; rechazarlo en su conjunto significa separarse
inequívocamente de la fe y de la enseñanza de la Iglesia» 5.
En el mismo discurso de 1997 el Papa deja bien claro que, aunque los obispos sean los principales
destinatarios del Catecismo, ninguno de los fieles ha de sentirse excluido: presbíteros, catequistas,
familias, teólogos, incluso «cuantos no creen en absoluto o ya no creen», todos pueden encontrar
en el Catecismo una valiosa ilustración de «lo que la Iglesia católica cree y procura vivir».
Parece, pues, clara una doble finalidad principal del CCE. Por un lado, y en general, ofrecer a todos
una síntesis armónica de la fe católica en su conjunto; en este sentido su utilidad es amplísima:
desde instrumento para la formación permanente de sacerdotes, catequistas, etc., hasta libro de
consulta esporádica para la familia o el interesado por las cuestiones de la Iglesia, sin excluir su
utilización para la oración personal o para la predicación. Por otro lado, y en particular, el CCE está
destinado a promocionar el género catecismo. Se espera que, bajo su inspiración, se relance la
confección de buenos catecismos, tanto por el rigor doctrinal de sus contenidos como por su
adaptación a lugares y personas.
La finalidad más genérica, de ayuda para el ministerio de la Palabra, así como la más específica, de
dinamización catequética, vienen sustentadas por la confianza en la inteligibilidad universal de la
única fe de la Iglesia a la que se quiere servir. Algunos piensan que un catecismo para toda la
Iglesia no podrá ser nunca bueno porque no estará inculturado; o, mejor, porque no podrá evitar
una determinada inculturación (romana, por ejemplo) que, más o menos inconscientemente,
tenderá a imponerse en otros ámbitos culturales. Los redactores manifiestan haber sido
conscientes de este problema. La gran cantidad y multiplicidad de voces que han intervenido en la
elaboración del CCE ha pretendido justamente ser reflejo, más que de una pluralidad de puntos
de vista, de la sinfonía de la fe, es decir, de su sonido unísono, que no monotono, en la Iglesia
extendida por todo el mundo. La sinfonía pide y exige ser interpretada siempre de nuevo en cada
lugar. Y no sonará nunca exactamente de la misma manera. Pero será identificable como la
misma: la única fe de la Iglesia. Esta es la finalidad última del CCE, en su doble aspecto genérico y
catequético: ser instrumento de la unidad y comunión en la misma fe.
En la inevitable y fructífera tensión entre los dos polos de la unidad y verdad de la fe anunciada,
por un lado, y de la pluralidad de situaciones y de métodos, por otro, el Catecismo está al servicio
del primer polo en este momento de la historia posconciliar de la Iglesia. De modo análogo, por
cierto, a como sirven también a la unidad en la verdad la misma Sagrada Escritura o los
documentos del Vaticano II. En su nivel de catecismo de la Iglesia, el CCE, se presenta hoy como
instrumento auténtico de la comunión en la diversidad. Esa es su finalidad, apoyada en la certeza
de que sólo de un cierto lenguaje común puede surgir la comunión, y sustentada en la confianza
de que ese lenguaje común sobre los contenidos de la fe es posible.
2. VISIÓN DE CONJUNTO. Será útil tener a la vista el armazón fundamental del CCE y comentar lo
que en él pertenece a la tradición de los catecismos y lo que significa innovación. El esquema
general es el siguiente: I. La profesión de la fe (228 páginas): 1° Sección: «Creo-creemos»: C. 1: El
hombre es «capaz» de Dios; C. 2: Dios al encuentro del hombre; C. 3: La respuesta del hombre a
Dios; 2° Sección: Los símbolos de la fe: C. 1: Creo en Dios Padre; C. 2: Creo en Jesucristo, Hijo único
de Dios; C. 3: Creo en el Espíritu Santo. II. La celebración del misterio cristiano (138 páginas): 1 °
Sección: La economía sacramental: C. 1: El misterio pascual en el tiempo de la Iglesia; C. 2: La
celebración sacramental del misterio pascual; 2° Sección: Los siete sacramentos de la Iglesia; C. 1:
Los sacramentos de la iniciación cristiana; C. 2: Los sacramentos de curación; C. 3: Los
sacramentos al servicio de la comunidad. III. La vida en Cristo (168 páginas): 1 ° Sección: La
vocación del hombre: la vida en el Espíritu; C. 1: La dignidad de la persona humana; C. 2: La
comunidad humana; C. 3: La salvación de Dios: la ley y la gracia; 2° Sección: Los diez
mandamientos: C. 1: «Amarás al Señor, tu Dios,...»; C. 2: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo».
IV. La oración cristiana (74 páginas): 1 ° Sección: La oración en la vida cristiana: C. 1: La revelación
de la oración; C. 2: La tradición de la oración; C. 3: La vida de oración; 2° Sección: La oración del
Señor: el «Padrenuestro».
En efecto, la división cuatripartita remite a los elementos más universales de la vida de la Iglesia,
como son el símbolo de la fe, los sacramentos, los mandamientos y la oración dominical. Son
cuatro columnas de la doctrina cristiana que podrán ser abordadas de una o de otra manera por
las diversas teologías, pero que no podrán faltar en ninguna: son obligados lugares teológicos, en
cuanto a que remiten inmediatamente a las mismas fuentes reveladas de la fe, que es, a un
tiempo, creída, celebrada, vivida y orada.
Además de universales, estos cuatro lugares son prácticos, es decir, vienen ligados a la práctica
eclesial de la fe: el símbolo no es un mero compendio doctrinal; es, ante todo, la expresión de la fe
en la que el catecúmeno es bautizado; los sacramentos son la fuente de la que brota día a día la
vida pascual de la Iglesia y de cada fiel; los mandamientos señalan los caminos de la caridad; la
oración expresa la confiada esperanza de la transformación escatológica de este mundo.
La estructura cuatripartita del Catecismo no es, tal vez, la más propia de un tratado sistemático,
pero es muy apropiada para una comprensión global del conjunto de la fe en clave práctica, es
decir, no sólo para ser entendida en su coherencia y organicidad, sino también para ser asumida
como vida propia. Las cuatro partes del Catecismo enseñan la doctrina de la fe mostrando, al
mismo tiempo, sus implicaciones en sus cuatro realizaciones vitales fundamentales. De ahí que la
estructura del CCE no sea tan estática como pudiera parecer a primera vista. Sus cuatro partes no
son cuatro compartimentos estancos; desde dentro de cada una de ellas hay una llamada
permanente a las otras tres. Lo ponen pedagógicamente de relieve la multitud de referencias
cruzadas que se han puesto en los márgenes del texto.
b) Las novedosas «primeras secciones». Mientras que las cuatro piezas fundamentales de la
catequesis han dado lugar a una estructuración cuatripartita tradicional, el CCE aporta como
nuevo a la articulación del texto la división de cada una de sus partes en dos secciones. En nuestra
opinión, esta novedad pone muy significativamente de relieve cómo el CCE es —según pidieron
los Padres del sínodo de 1985— un catecismo «adaptado a la vida actual de los cristianos».
En efecto, la situación actual de los cristianos es tenida en cuenta a lo largo del texto en múltiples
lugares: no sólo donde se habla expresamente de cuestiones o contextos nuevos, como son los
que plantean a la vida moral las nuevas coyunturas sociopolíticas o las nuevas posibilidades
ofrecidas por la ciencia y la técnica. A esto responden la reflexión sobre idolatrías actuales y sobre
el ateísmo y el agnosticismo (2113-2128), los nuevos planteamientos de la ética de la vida y de la
paz (2263-2317), de la familia (2360-2391) y de la doctrina social de la Iglesia (2419-2449), etc.
Además, la atención a la situación actual se extiende también a la comunidad eclesial, con sus
nuevos puntos de vista teológicos, exegéticos y ecuménicos, a los que el Vaticano II ha dado cauce
y reconocimiento. Así, por ejemplo, el CCE plantea de modo renovado la cuestión del hombre
sobre la base de su único fin sobrenatural (356, 367, 618), el sentido sacrificial de la muerte de
Cristo a la luz de toda la vida de Jesús como ofrenda al Padre (574-655), la comprensión inclusiva
de la catolicidad de la Iglesia en su relación con los no católicos y los creyentes no cristianos (836-
848), el matrimonio como comunión de vida y amor (1603ss.), etc.
Pero más allá de estos y otros muchos importantes temas en los que la novedad de la situación de
la Iglesia y del mundo ha exigido nuevas formulaciones y planteamientos, es el mismo ritmo
binario de la estructura de cada parte del CCE en dos secciones el que marca una notable novedad
en la estructura del libro. Estas primeras secciones son una especie de amplias introducciones en
las que se da cuenta del modo en el que la temática de cada una de las partes viene referida al ser
humano en cuanto sujeto de la fe. El Catecismo romano no vio necesaria esta referencia inicial al
sujeto. Hoy, después del llamado giro antropológico de nuestra cultura moderna, se comprende
que el CCE haya introducido esta innovación. Este es el rasgo más marcado de inculturación del
Catecismo. Los redactores sopesaron las razones que hablaban en favor de hacer partir la
exposición desde abajo, es decir, desde una descripción de la situación en la que se hallan el
hombre y la mujer a quienes se dirige hoy la palabra del evangelio. La tarea se mostraba imposible
si se quería escribir un catecismo para toda la Iglesia, pues las situaciones concretas son, en
realidad, muy diversas en las distintas áreas geográficas y/o culturales del planeta. La
inculturación más concreta debía quedar para los catecismos locales. Con todo, el CCE, al
introducir las secciones de las que hablamos, muestra haber asumido el rasgo moderno de
referencia al sujeto como elemento de un nuevo modo de ver las cosas: es, en este sentido, un
catecismo inculturado.
– La primera sección de la primera parte recoge temas de la llamada teología fundamental que,
como es sabido, se han desarrollado en la Edad moderna como capítulos amplios de la teología: la
revelación y sus fuentes, la fe y su análisis. Es decir, desarrollos en torno al modo como
accedemos al credo —objeto de esta primera parte del CCE—, cómo nos llega, cómo lo hacemos
propio. No será fácil determinar qué ha sido antes: si el desenvolvimiento teológico de estos
temas en el contexto de las disputas confesionales consiguientes a la Reforma protestante o el
desarrollo de la conciencia moderna de la subjetividad; porque se trata de factores que se
potenciaron mutuamente.
– La sección primera de la segunda parte, sobre la «economía sacramental», recoge la más
reciente teología sobre la Iglesia como «sacramento de la acción de Jesucristo» (1118). Con ella se
da razón del ámbito en el que el hombre de hoy vive aquello que cree como revelado en
Jesucristo (frente al individualismo) y se pone en su lugar la dimensión histórica de la liturgia de la
Iglesia, vinculada al acontecimiento pascual (frente al naturalismo). Sólo después de esta
explicación de la economía sacramental, que hace presente hoy para cada hombre el misterio
revelado en Jesucristo, se pasa a hablar de cada uno de los sacramentos.
— La referencia al sujeto es más evidente aún en la sección primera de la parte tercera. Bajo el
título de «La vocación del hombre: la vida en el Espíritu», se pone de manifiesto que los
mandamientos —de los que tratará la sección segunda— hay que entenderlos desde y para la
persona humana (c. 1); y que la persona, por su parte, no se entiende si no es en relación a la
comunidad humana (c. 2) y, ante todo, si no es bajo la acción del Dios de la gracia (c. 3). La parte
moral del CCE no se reduce, pues, como en el caso del Catecismo romano, a un comentario de los
mandamientos, sino que se abre con una explicación de las condiciones subjetivas que posibilitan
tanto el cumplimiento cabal como la intelección adecuada de ellos.
— Incluso la sección primera de la parte cuarta tiene un tono muy distinto de las consideraciones
del Catecismo romano acerca del qué, el porqué y el cómo de la oración. No sólo porque al hablar
del combate de la oración se aluda a las dificultades propias de nuestro tiempo en este campo
(2727), sino, sobre todo, porque se habla con amplitud de la revelación de la oración (c. 1), es
decir, de nuevo de las condiciones de posibilidad, en este caso, de la vida de oración.
a) La primera parte es la más amplia: casi el 40% de la obra. Es una proporción adecuada al interés
doctrinal del Catecismo, ya que es aquí donde se presenta el corazón de la fe en cuanto
autorrevelación del mismo Dios. Para ello se adopta, siguiendo el credo, una estructura trinitaria:
no en vano es reconocida la doctrina de la Trinidad Santa como «la enseñanza más fundamental y
esencial en la jerarquía de las verdades de la fe» (234). La visión trinitaria será también, por eso,
determinante de las otras tres partes del Catecismo: la liturgia es obra de la Trinidad (1077-1083);
la vida cristiana es una vida desde el Dios trino (1693-1695); la oración es también en y al mismo
Dios, Padre, Hijo y Espíritu (2664-2672). Pero es al explicar el credo cuando se ponen las bases de
esa visión de Dios que informa toda la vida cristiana y que ha sido posibilitada por Dios mismo en
su revelación en Jesucristo y por el Espíritu Santo.
Conviene subrayar algunos temas particulares de la primera parte: la «importancia capital» (282)
de la catequesis sobre la creación, que es presentada como «fundamento de todos los designios
salvíficos de Dios» (280) y, por tanto, como «obra de la Santísima Trinidad» (290ss.); la
presentación de la resurrección como «la verdad culminante de nuestra fe en Cristo» (638), pero
no como punto de llegada de una cristología puramente desde abajo ni como punto de partida de
una cristología meramente desde arriba, sino como supremo y sin par punto de conexión de la
historia humana con el Dios trascendente; la explicación de la realidad de la Iglesia en íntima
conexión con los artículos sobre Cristo y sobre el Espíritu «para no confundir a Dios con sus obras»
(750) y para poder entender bien en qué sentido no hay salvación fuera de ella (846).
b) La segunda parte aparece muy estrechamente ligada a la primera, pues en ella se presenta la
liturgia de la Iglesia como la obra actual del Dios trino en cuanto encaminada a la salvación y
santificación de cada uno de los hombres. Las dos primeras partes del CCE, que suman ellas solas
dos tercios de la extensión de la obra, ponen de manifiesto, en conjunto, algo de fundamental
importancia, que debería quedar claro en la catequesis: es Dios quien sale al encuentro de los
hombres en su Palabra y en los sacramentos. La vida moral y la vida de oración serán respuesta a
la iniciativa divina.
c) La tercera parte articula las diversas cuestiones concretas de la vida moral en el marco
tradicional del decálogo. Pero el decálogo, por su parte, no es presentado como el marco último
de la vida moral cristiana. Esto hubiera dado lugar a una moral del precepto y la obligación. El
marco viene dado, más bien, por la ley nueva, es decir, por la ley interior de la gracia, del amor, de
la libertad y del Espíritu Santo (1972). Por eso, antes que de los mandamientos se habla, en la
sección primera, del deseo de felicidad y de la bienaventuranza cristiana, de la libertad, de la
pasión natural y de las virtudes que la orientan al amor. Es decir, que el marco más abarcante de
la moral cristiana es «la pertenencia a Dios instituida por la alianza» (2062) o, como ya hemos
dicho, el seguimiento de Cristo (2053). El decálogo, por tanto, es interpretado a la luz del «doble y
único mandamiento de la caridad» (2055).
Pero la moral cristiana no es sólo para los cristianos, no es una moral de gueto; su fundamento no
se halla en las disposiciones más o menos sabias de un profeta inspirado a quien siguen los suyos.
El Espíritu Santo, más bien, conduce a los seguidores de Jesucristo a la verdad del propio ser del
hombre en la que radican las pautas del hacer verdaderamente humano, que no permanecen
nunca del todo ignoradas por ningún ser racional. La moral cristiana es, por eso, tan específica
como universal. Porque la ley nueva asume y perfecciona la Ley natural. El CCE sale al paso de la
posible confusión de ley moral natural con ley de la naturaleza: aquella «se llama natural no por
referencia a la naturaleza de los seres irracionales, sino porque la razón que la proclama
pertenece propiamente a la naturaleza humana» (1995).
En cuanto a los contenidos concretos de la moral, el CCE no hace sino referir sintéticamente la
doctrina de la Iglesia. Sobre la cuestión de la pena de muerte, que resultó tan controvertida, véase
lo que decimos más abajo al hablar de la edición típica.
d) La cuarta parte está planteada como una introducción práctica a la vida de oración, sin perder
de vista el adecuado enfoque doctrinal que ha de suponer. Porque «el misterio de la fe exige que
los fieles crean en él, lo celebren y vivan de él en una relación viviente y personal con Dios vivo y
verdadero. Esta relación es la oración» (2558). Dicho objetivo se logra, ante todo, mediante la
introducción en la revelación trinitaria de la oración, pero también recurriendo a la experiencia
orante de los santos y de la tradición espiritual, tanto de oriente como de occidente. El
padrenuestro es meditado como «resumen de todo el evangelio» (2761). Y la oración a María es
presentada, en una perspectiva hondamente ecuménica, como comunión (2673) con aquella que
es pura transparencia de Cristo, la que «nos muestra el camino (Hodoghitria) (2674).
El párrafo titulado «La legítima defensa» ha sido organizado de una manera nueva y más clara,
con el fin de evitar ciertos malentendidos surgidos en torno a la doctrina sobre la pena de muerte.
Queda mejor diferenciado lo que es, por un lado, el derecho a la legítima defensa en general
(2263-2264) y, por otro, el deber de la misma que incumbe a la autoridad (2265-2267). A la
autoridad no se le niega absolutamente la posibilidad de recurrir a la pena de muerte: 1) si esta
fuera la única posibilidad de salvar vidas humanas y 2) supuesta la definición plena de la identidad
y la responsabilidad del culpable. A continuación se exhorta al uso de otros medios «más
conformes con la dignidad de la persona humana» y se afirma, citando la encíclica Evangelium
vitae, publicada en 1995, que casos en los que fuera «absolutamente necesaria la supresión del
reo» —es decir, que cumplan la primera condición para la legitimidad de la pena de muerte— en
nuestros días «son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes». Como se puede ver, el
CCE casi descalifica en la práctica la pena de muerte. Ya era así en la edición de 1992; la edición
típica lo hace con más claridad tanto por la nueva disposición general del texto como gracias a la
expresión más categórica tomada de la Evangelium vitae.
A modo de conclusión ofrecemos algunos criterios que ayudarán a hacer un uso adecuado del
CCE. Son observaciones que se derivan de la naturaleza misma de la obra que hemos descrito.
1. VER LOS LÍMITES. Por las razones ya explicadas, el CCE no es un catecismo más, pero es un
catecismo; en concreto, un catecismo maior. No hay que perder de vista este género propio del
libro tanto para no abusar de él como para no decepcionarse ante él. Abusarían del Catecismo
quienes lo emplearan indiscriminadamente como catecismo para ponerlo en manos de los
catecúmenos en toda ocasión y sean cuales fueran las personas. Nadie está excluido en principio
como lector del CCE, que podrá ser útil siempre. Pero si se trata de catequesis propiamente dicha,
en muchos casos será necesario acudir a esos otros instrumentos más adaptados que son los
diversos catecismos locales y menores. En todo caso, un síntoma positivo de la buena formación
de los catequistas sería que ellos sí pudieran acudir al CCE como texto permanente de consulta.
Por otro lado, para evitar decepciones conviene no esperar del Catecismo lo que no pretende ni
puede dar. El CCE no es ni un manual de teología o de exégesis, ni una monografía sobre un
asunto determinado ni, mucho menos, un ensayo sobre una o varias cuestiones discutidas. Quien
busque explicaciones teológicas o exegéticas desarrolladas, en las que necesariamente entran las
diversas opiniones de escuela o los planteamientos personales e hipotéticos de los autores, no las
encontrará aquí. El Catecismo propone la doctrina que la Iglesia puede presentar como propia y
común. Y eso de modo sintético y más enunciativo o narrativo que argumentativo. El CCE, por
ejemplo, no ofrece análisis exegéticos, pero no porque —en contra de lo que él mismo dice y
aconseja (110, 126)— no hubiera tenido en cuenta los géneros literarios y la exégesis crítica, sino
porque su género de catecismo no lo permite. Algo semejante a lo que sucede con una buena
homilía: supone la exégesis crítica, pero no aburre ni desorienta a los oyentes con digresiones
técnicas, sino que les ayuda a hacer vida, sencilla y gozosa, la fe de la Iglesia.
2. VER LA TOTALIDAD. Para que el uso del Catecismo sea fructífero es necesario atender al todo
en un doble sentido: al todo del texto y al todo del contexto. No resultará buena una lectura del
CCE, ni una catequesis hecha con su ayuda, si la atención se centra unilateralmente en un capítulo
o una parte del mismo. Se trata, como hemos puesto de relieve, de un libro que presenta la
doctrina cristiana como un organismo vivo. La organicidad del texto catequético es —nos
atrevemos a decir— su valor fundamental. Cuando es troceado, es despojado de su valor más
original. El Catecismo, por ejemplo, no es un prontuario de soluciones a problemas morales. Si
fuera leído como tal, separando su parte tercera de las demás, no podría ser bien entendido el
conjunto de la vida cristiana y se correría el riesgo de caer en un moralismo de uno u otro signo.
Una concentración excesiva en la primera parte, por el contrario, conduciría a un doctrinarismo
contrario al espíritu cristiano y al del CCE. El propio Catecismo remite continuamente al todo, al
conjunto, no sólo por medio de las referencias marginales, sino desde su mismo contenido y
redacción. En su utilización debe seguirse ese impulso de integralidad. En particular, quisiera
subrayar la necesidad de que los temas de teología fundamental que se tratan en las primeras
secciones no queden marginados de la catequesis. Dado el contexto cultural de nuestro mundo,
tendente al subjetivismo, la catequesis se juega mucho en el abordaje correcto e integrado de
esas cuestiones.
Ver el todo significará también atender al contexto en el que el libro se incardina. Es el contexto
analizado por el sínodo de 1985: un momento de especial dificultad para la transmisión de la fe a
las generaciones nuevas que reclama de los responsables de la catequesis no sólo una
metodología pedagógica adecuada, sino, ante todo, la familiaridad viva con el contenido de la fe.
El Catecismo es un gran instrumento para conseguir esa familiaridad. Esa es su razón de ser. Pero
en cuanto instrumento, él mismo pide ser puesto en el contexto de la vida de la Iglesia, que es el
lugar propio de la catequesis. Es evidente que el testimonio oral de la fe, su celebración litúrgica y
su alimentación sacramental, la vida en Cristo de la comunidad y, en especial, de los catequistas,
todo ello constituye el ámbito vivo de la catequesis en el que el libro tiene su lugar propio. El
Directorio general para la catequesis dedica un capítulo al CCE, insertándolo en el marco global de
la tarea catequética de la Iglesia. Es una buena ayuda para percibir esta totalidad de la que
hablamos.
BIBL.: DULLES A., The Hierarchy of Truths in the Catechism, The Thomist 58 (1994) 369-388; GONZÁLEZ DE CARDEDAL 0.-
MARTÍNEZ CAMINO J. A. (eds.), El Catecismo posconciliar. Contexto y contenidos, San Pablo, Madrid 1993: en este libro se
encontrará una amplia bibliografía, que incluye también los documentos pertinentes de la Santa Sede. Otros escritos
importantes, de fecha posterior, son: HONORÉ J., L'enjeu doctrinal du Catéchisme de 1'Eglise catholique, Nouvelle Révue
Théologique 115 (1993) 870-876; PINCKAERS S., The Use of Scripture and the Renewal of Moral Theology: The «Catechism» and
«Ueritatis splendor», The Thomist 59 (1995) 1-19; RATZINGER J.-SCHÓNBORN C., Introducción al Catecismo de la Iglesia católica,
Ciudad Nueva, Madrid 1994; RODRÍGUEZ P., El Catecismo de la Iglesia católica. Interpretación histórico-teológica, en
FERNÁNDEZ E (ed.), Estudios sobre el Catecismo de la Iglesia Católica, Unión Editorial, Madrid 1996, 1-45; SUBCOMISIÓN
EPISCOPAL DE CATEQUESIS, Catecismo de la Iglesia católica: Guía para su lectura litúrgica y la predicación, Coeditores litúrgicos,
Madrid, 3 vols.: Año C (1994), Año A (1995), Año B (1996).
CATECISMOS Y CATECISMO
El término catecismo proviene del latín eclesiástico catechismus, emparentado con el verbo latino
catechizare –catequizar– que, a su vez, tiene sus raíces etimológicas en el verbo griego Katejeo.
Este, en su sentido profano original, viene del efecto de voz producido por las máscaras que los
actores se ponían ante el rostro en el teatro para hacer eco, resonar, de modo que la audición
llegara nítida a los espectadores. En el Nuevo Testamento, usado en diversas formas verbales,
adquiere el significado en su sentido estricto de dar una instrucción cristiana.
En la época patrística, en que florece la institución catecumenal previa al bautismo (siglos II al V),
el vocablo catechizare se hace más preciso en su contenido y señala la instrucción fundamental
cristiana dada de palabra a los catecúmenos o candidatos al bautismo (catequesis prebautismal)
durante todo el catecumenado hasta su culminación en los sacramentos de iniciación, incluida la
instrucción oral cristiana ofrecida a los neófitos o recién bautizados (catequesis mistagógica). En la
Edad media, el verbo catechizare seguirá designando solamente la instrucción anterior al
bautismo. A partir de los siglos XV-XVI el término catechizare equivaldrá a proporcionar el
catechismus –el catecismo–, esto es, la enseñanza oral de los fundamentos de la fe a los ya
bautizados. De manera que, como diremos a continuación, el sustantivo catechismus designará,
por una parte, la institución para enseñar la doctrina cristiana, orientada principalmente a los
niños y, por otra, será el nombre común del libro destinado a realizar esa enseñanza.
1. PRIMER SIGNIFICADO: ENSEÑANZA O INSTITUCIÓN DE LA ENSEÑANZA CRISTIANA. Desaparecido
el catecumenado prebautismal para adultos, en los siglos VI al IX el término catechizare siguió
significando catechemenus fieri, convertirse en catecúmeno. El niño era catequizado antes de ser
bautizado. Esta acción equivalía a los escrutinios que, en forma de preguntas-coloquio, el ministro
hacía (al niño) a los padrinos para comprobar su situación de fe; las respuestas positivas que estos
daban, eran la garantía de la catequesis futura posterior al bautismo que el niño iba a recibir. Así
la palabra catechizare irá adquiriendo el sentido de dar una enseñanza cristiana inicial en forma
de preguntas y respuestas.
Más adelante catechizare será lo mismo que dar el catechismus –el catecismo–, es decir, dar esa
enseñanza cristiana elemental que los padres y padrinos ofrecían a los niños bautizados. Las
familias recibían este encargo de los pastores: enseñaban a los hijos el padrenuestro, el símbolo
apostólico y el avemaría, y les iniciaban en la piedad (oración) y la vida honesta (moral
evangélica).
A partir del desarrollo del humanismo renacentista (siglos XV-XVI) se multiplicarán en toda la
Iglesia las escuelas dominicales del catecismo o doctrina cristiana para los niños, en los locales
parroquiales o de las cofradías. Después del concilio de Trento se crearán también escuelas para
los jóvenes.
La institución del catecismo infantil llega hasta el Vaticano II, asumiendo después de este las
aportaciones del movimiento catequético, en especial las que la renovación pedagógica había
producido en el ámbito escolar. El catecismo se organizará o dentro de la misma escuela, como
parte de la enseñanza general, o como institución parroquial.
En resumen: el catecismo, sobre todo desde el Renacimiento, se entiende como una forma de
educar la fe, un sistema de enseñanza religiosa elemental, destinado preferentemente a niños,
inserto bien en la institución escolar, bien en la parroquia y, de ordinario, marcado por la
centralidad pedagógica y doctrinal del libro del catecismo.
Hoy se tiende a considerar que los catecismos son libros de fe que los obispos ofrecen a las
comunidades cristianas de manera autorizada y auténtica y constituyen, por tanto, regla de fe.
Recogen el anuncio cristiano y la experiencia de fe vivida y traducida por la Iglesia y tienen como
finalidad ser leídos significativamente por los catequizandos de distintas edades y medios
culturales.
1. EL SÍMBOLO DE LOS APÓSTOLES. A la luz de esta definición del catecismo como libro de fe, se
podría considerar, de algún modo, como primer catecismo el Símbolo de los apóstoles, ya que en
él se halla «la suma de la catequesis dogmática del cristianismo primitivo, [como] fundamento y
norma de la vida cristiana» (J. A. Jungmann); también porque la Iglesia lo ha considerado siempre
en su tradición como «un compendio de las Escrituras» (san Jerónimo; CT 28; MPD 8), «expresión
eclesial» de las mismas y transmisión de la «íntegra sustancia vital del evangelio» (MPD 8). Y
también porque el Símbolo no quedaba encerrado en el corazón de los catecúmenos tras la
entrega oral y explicada del mismo (Traditio evangelii in symbolo) en el catecumenado
prebautismal, sino que, aprendido de memoria, los catecúmenos lo pronunciaban en su momento
(Redditio symboli) en forma de profesión de fe bautismal (MPD 8), en medio de la asamblea
cristiana. Así pues, el Símbolo de los apóstoles, como resumen de la doctrina revelada, fijada como
fórmula breve de fe y memorizada, tiene bastante que ver con el catecismo-compendio de fe.
El Símbolo de los apóstoles, dentro de su género de profesión de fe, es una visión global y sintética
de la fe, que no se presta a parcialidades ni ambigüedades como compendio de la Sagrada
Escritura —summa Scripturarum lo llamaba san Jerónimo— y es producto del afán pastoral de los
santos Padres por proponer la regula fidei, de modo que la revelación tomara contacto real con
los creyentes de la comunidad viva y concreta.
2. EL CATECISMO EN LOS SIGLOS VII AL XV. Entre los siglos VII al IX decrecen notablemente los
bautismos de adultos, en parte por la extensión del bautismo de niños, fruto de la penetración de
la Iglesia en la familia; en parte, por la dilación cada vez mayor del bautismo de muchos adultos
hasta la hora de la muerte, consecuencia del rigor penitencial de la época, y en parte, también,
por el bautismo masivo de los pueblos nórdicos invasores del Imperio romano. En estas
circunstancias, el catecumenado prebautismal de adultos, como proceso institucionalizado de la
iniciación cristiana, desapareció.
Con el catecumenado desaparece también esa forma original de educar la fe llamada catequesis.
La organización catecumenal no es sustituida por una institución nueva y específica más adaptada
a los nuevos tiempos, sino que la instrucción e iniciación cristiana recae —durante toda la Edad
media— en otras instituciones ya existentes: la familia cristiana y el padrinazgo, por una parte, y
la predicación dominical y ocasional, por otra.
Los obispos y los sínodos episcopales establecen normas frecuentes para los padres y padrinos
como responsables directos de la educación religiosa de los niños. A esta forma informal de
enseñanza religiosa se la llamará, ya entrada la Edad media, catechismus y catechizare —
catecismo y catequizar— y, al que la recibe, catechizatus —catequizado—1. A partir del siglo XVI
el catechismus se convertirá en institución oficial de la enseñanza cristiana.
Las iniciativas jerárquicas repercuten en los sacerdotes, como maestros del pueblo cristiano. Estos
predicarán todos los domingos y fiestas de precepto no sólo inspirándose en los textos bíblicos de
la misa, según las homilías de los Padres de la Iglesia —esto quedará para las iglesias principales—
sino, sobre todo, exponiendo varias veces al año el padrenuestro, el símbolo, las virtudes y vicios
más frecuentes, la doctrina de los sacramentos y, en particular, el modo de confesar los pecados y
otras fórmulas doctrinales. Es decir, desde la Alta Edad media se fue estableciendo esta nueva
forma de predicar de género catequético.
Los Septenarios exponen toda la doctrina cristiana a partir de estructuras septenarias: siete
peticiones del Padrenuestro, siete obras de misericordia corporales y siete espirituales, siete
sacramentos, siete dones del Espíritu Santo, siete vicios capitales y sus virtudes contrarias, etc. El
hallazgo mnemotécnico alcanzó un gran éxito e influyó en santo Tomás y aun en los primeros
catecismos del siglo XVI.
En general, muchas obras de los siglos XIII al XV recogen las aportaciones de contenido y
pedagogía de estos Septenarios, y otras completan el contenido con los doce artículos del credo,
los diez mandamientos, las ocho bienaventuranzas, etc.
Para orientar a los pastores en la predicación catequética al pueblo cristiano, nacen pronto los
manuales de predicación o artes predicandi. El más clásico y difundido en la Europa occidental de
cultura latina fue el Manipulus curatorum, compuesto hacia 1330 por Guy de Montrochier. En
este manual se justifica, por primera vez, la distribución de la materia de la enseñanza, que
marcará los catecismos posteriores: Quid credendum (credo), quid petendum (padrenuestro), quid
faciendum (mandamientos) y quid sperandum (gloria del paraíso y postrimerías del hombre).
En los siglos XIV y XV, aquella centralidad de la predicación catequética de los siglos VII al XII, en
torno al Símbolo y al padrenuestro, se diluye en otras múltiples estructuras doctrinales:
septenarias, quinarias, ternarias, nonarias, etc., quedando todo el contenido casi en pie de
igualdad y con fuerte acento moralizador. No son ajenos a este talante homologador y moralista
el decaimiento general de las costumbres cristianas y la irrupción en la pastoral de la teología
escolástica, con su prurito de definir, distinguir, dividir y subdividir conceptualmente la realidad.
Pero el siglo XVI presentará un cambio radical. Por causas complejas se multiplican las escuelas de
la doctrina cristiana, organizadas por primera vez a finales del siglo XV. Serían «la forma oficial de
la enseñanza religiosa para todos los niños de determinado territorio eclesiástico... una especie de
catecumenado organizado para una enseñanza colectiva con personas oficialmente designadas;
intentaban además una iniciación a la conducta moral y a la vida eclesial en colaboración con las
familias» (L. Csonka). El concilio de Trento prescribe el catecismo dominical y festivo para niños y
jóvenes, mediante la exacta imitación de las escuelas de la doctrina cristiana. «De este modo el
catecismo parroquial festivo perdía su carácter de iniciativa privada y venía a ser la nueva forma
oficial de catequesis juvenil» (L. Csonka).
Este catecismo-institución, lo mismo que la predicación dominical y festiva al pueblo, giró cada vez
más en torno al catecismo libro-doctrinal.
El género literario catechismus –catecismo– se extiende, sobre todo, a partir del siglo XVI. Los
catecismos tendrán como telón de fondo la urgencia de una auténtica cristianización mental y
vital y, por consiguiente, la de una sincera y honda conversión, y la de un cultivo serio, aunque
inicial, de los fundamentos de la fe cristiana en relación a niños, jóvenes y adultos.
a) El «Katechismus» de Lutero. Aunque hacía mucho tiempo que la Iglesia intentaba establecer un
buen sistema de formación para los jóvenes y el pueblo sencillo, y hacía en-sayos con pequeños
manuales o epítomes de la doctrina cristiana, fue, sin embargo, Lutero quien, inspirándose
probablemente en la obrita de A. Althamer, abrió la era de los catecismos entre protestantes y
católicos, publicando su célebre Katechismus en dos ediciones o modalidades (1529). Se había
dado con un instrumento educativo eficaz de largo alcance para el crecimiento en la fe del pueblo
cristiano. Por eso Lutero es considerado como «el padre de los catecismos modernos y el iniciador
de la enseñanza religiosa popular» (L. Csonka). Contribuyó a su éxito la gran calidad de lenguaje –
alemán– y el progreso de la difusión escrita por medio de la imprenta.
Lutero se mantiene fiel a las estructuras doctrinales tradicionales. Pero la nueva fe aparece en el
ordenamiento de la materia doctrinal. Comienza por los mandamientos, que el hombre no puede
guardar; añade después el Símbolo y la doctrina de la fe fiducial como único medio de salvación;
por fin, la oración dominical y los sacramentos. Las respuestas –a las preguntas– están tomadas
fundamentalmente de la Sagrada Escritura. Destaca sobre todo el carácter pastoral de los
catecismos de Lutero, por centrarse en las estructuras doctrinales sustanciales –dejando otras de
tono menor y excluyendo sutilezas teológicas– y por la redacción en lenguaje sencillo, cercano al
pueblo.
Una observación importante: los catecismos de Lutero llegaron a ser tan imprescindibles en la
educación de la fe popular, que se convirtieron en norma de fe, disminuyendo así de hecho no
sólo la importancia del catequista y de la misma Iglesia, sino incluso de la Sagrada Escritura.
No obstante, en todas estas acciones, se resalta la fe como «puerta de nuestra salvación». «La
obra de Canisio tiene más próximo parentesco con la labor de los Padres de los primeros siglos
que con la escolástica medieval y la corriente polemista» (C. Csonka). Con un lenguaje concreto,
muy cercano a la Sagrada Escritura, abundante en comparaciones y textos bíblicos, los catecismos
se difundieron ampliamente.
c) El catecismo del concilio de Trento. En 1566, tres años después de clausurado Trento, se publica
el catecismo pedido por el Concilio y llamado Catecismo romano o de san Pío V o Catechismus ad
parochos. En su momento fue una obra maestra por su contenido y por su didáctica, por haber
seleccionado —como otros lo habían hecho— y por haber ordenado sabiamente —como nadie las
había ordenado– las fórmulas o estructuras catequísticas más importantes: el símbolo, los
sacramentos, los mandamientos y la oración dominical.
Con esta estructuración, en efecto, se articulan el pensamiento central del cristianismo (principio
de tradición eclesial) y las aportaciones del humanismo renacentista (principio de historicidad).
Inspirándose en los tiempos apostólicos y patrísticos, el catecismo pone de relieve la iniciativa de
Dios, exponiendo en la primera y segunda parte –símbolo y sacramentos– las intervenciones
salvíficas de Dios en la historia de la salvación. Por el contrario, en la tercera y cuarta parte –
mandamientos y oración–presenta preferentemente la respuesta del hombre al amor de Dios,
resaltando la libertad y el protagonismo en su salvación y tareas temporales, según el espíritu del
tiempo. Los textos bíblicos y patrísticos dan riqueza y cercanía al catecismo. Los catecismos de san
Pedro Canisio y del concilio de Trento son un esfuerzo lúcido de síntesis entre la fe tradicional
(fides quae) y la cultura humanista y buscan promover la fe personal (fides qua) de los creyentes3.
d) Los catecismos de san Roberto Belarmino. El peligro de aquella situación religiosa era evidente y
se cayó en él. «Cuando las escisiones religiosas, que provocaron la Reforma protestante,
sembraron la división y el desconcierto en el pueblo, los catecismos asumieron la finalidad de fijar
posiciones, adquiriendo con ello clara investidura confesional» (J. J. Tellechea). En efecto, por
reacción antirreformista y aceptando la concepción de la fe personal de Trento como
«fundamento y raíz de la justificación» (perdón y renovación interior del hombre), los teólogos y
pastores dan por supuesta esta fe en los fieles, es decir, dejan de insistir en la educación de esta
actitud de fe (la virtud teologal de la fe, la fides qua) y ponen el acento en transmitir las verdades
de la fe íntegramente profesadas (la profesión de fe, de las verdades de la fe, de la fides quae). El
mensaje de la fe prevaleció sobre la opción personal de fe, apoyada en la ayuda gratuita de Dios.
Así, la doctrina cristiana se presenta al creyente bajo el aspecto de deber y la iniciativa divina
queda bastante desvirtuada por un peligroso antropocentrismo.
«El portavoz más notable de esta teología y de la catequesis controversista fue nada menos que el
cardenal Belarmino» (F. X. Arnold), quien publicó sus catecismos en 1597 y 1598. Estos
catecismos, tras la recomendación de los papas, fueron acogidos como oficiales en toda Italia y en
no pocos países, hasta la publicación del Catecismo de san Pío X, en 1905.
e) Los catecismos católicos en España. También en las postrimerías del siglo XVI hay que nombrar
a dos jesuitas españoles: Gaspar Astete y Jerónimo de Ripalda, célebres por sus respectivos
catecismos (escritos en 1576 y 1586) (cf Luis Resines, 1995). Ambos se adelantaron a Belarmino en
la objetivación de la fe sobre la valoración del acto de fe, y en la estructura antropocéntrica.
Menos polemista el catecismo de Astete y más antiprotestante el de Ripalda, ninguno de los dos
se inspira en el Catecismo romano, ni en la ordenación doctrinal ni en su impregnación bíblica.
Ambos han sido los más utilizados en las diócesis de España y en las de origen hispánico hasta la
década de 1960 4.
4. EL CATECISMO EN LOS SIGLOS XVII-XX. a) Catecismo: libro e institución. En este período el
contenido de los catecismos sigue cercano a la teología de la controversia o apologética y está
lejano de las fuentes vivas de la Sagrada Escritura y de la liturgia: su lenguaje es abstracto; el
método con que son utilizados es deductivo y la pedagogía magisterial y depositaria.
b) El catecismo insuficiente. Con el paso del tiempo, y especialmente con los cambios
socioculturales de los siglos XIX y XX, «la institución catequética (el catecismo) y el estudio del
libro (el manual) se revelarán insuficientes para mantener vivo el anuncio de la Palabra en la
comunidad cristiana» (J. Audinet). El manual se fue quedando estrecho y descolgado de las
preguntas del hombre moderno. Los catecismos antiguos respondían, desde la fe, a preguntas
sobre la familia, las autoridades civiles, la vida social, como correspondía a la cultura de la época.
Pero de mediados del siglo XIX a mediados del siglo XX y aun hasta el Vaticano II (1965), hay
muchas preguntas nuevas: «¿Qué catecismo (de entonces) tiene un capítulo sobre el racismo, la
revolución, la demografía, la pobreza, el subdesarrollo, la educación...?» (J. Audinet).
La cuestión vuelve a surgir en el Vaticano II, pero, ante las condiciones tan diferentes de cada país,
se adoptó la idea de elaborar un Directorio catequético para orientar la confección de los
catecismos locales, bajo la autoridad de las conferencias episcopales. Esta recomendación quedó
incorporada en el decreto sobre los obispos Christus Dominus (n 44).
Será el sínodo episcopal extraordinario de 1985, convocado para evaluar los veinte años del
posconcilio, el que, en su Relación final, recupere —en alguna medida, aunque con importantes
matices nuevos— el tema del catecismo universal: «De modo común se desea que se escriba un
catecismo o compendio de toda la doctrina católica, tanto sobre fe como sobre moral, que sea
como un punto de referencia para los catecismos y compendios que se redacten en las diversas
regiones. La presentación debe ser tal que sea bíblica y litúrgica, que ofrezca la doctrina sana y
sea, a la vez, acomodada a la vida actual de los cristianos» (Relación final, II, B, a, 4, Documentos
del sínodo 1985, PPC, Madrid 1985).
Entre los años 1965 y 1992, sólo en Europa, aparecen catecismos oficiales tan renovadamente
variados como (sólo algunos de ellos): el prologado por los obispos holandeses: Nuevo catecismo
de adultos, con el suplemento de Roma (1966); el del episcopado alemán: Nuevo catecismo
católico: Creer-Vivir-Obrar (10-14 años, 1971); el del episcopado español: Con vosotros está
(12=15 años, 1976); el del episcopado italiano: No sólo de pan (Jóvenes, 1979); el del episcopado
francés: Pierres vivantes (9-11 años, 1980); el de la conferencia episcopal española: Esta es
nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia (adultos relacionados con niños de 9-11 años, 1986); el de la
conferencia episcopal alemana: Catecismo católico para adultos. La fe de la Iglesia (1988); el de la
conferencia episcopal francesa: Catecismo para adultos (1993), y el de la conferencia episcopal
belga: Libro de la fe (1987). Lo mismo sucede en las Iglesias latinoamericanas y en muchas de las
Iglesias nacionales de la Iglesia universal.
De una manera más o menos aproximada, de los numerosos catecismos oficialmente publicados
después del Vaticano II, en las numerosas diócesis o Iglesias nacionales, se puede decir lo que el
nuevo Directorio general para la catequesis dice de los catecismos locales: «Por medio de los
catecismos locales, la Iglesia actualiza la pedagogía divina (DV 15) que Dios utilizó en la revelación,
al adaptar su lenguaje a nuestra naturaleza con su providencia solícita (cf DV 13). En los
catecismos locales, la Iglesia comunica el evangelio de una manera muy accesible a la persona
humana, para que esta pueda realmente percibirlo como Buena Noticia de salvación. Los
catecismos locales se convierten, así, en expresión palpable de la admirable condescendencia (DV
13) de Dios y de su amor inefable (cf DV 13) al mundo» (DGC 131).
Aunque este debiera ser el último apartado del epígrafe anterior, lo situamos como un nuevo
epígrafe por la relevancia de su contenido, pues se trata del último catecismo posconciliar, punto
de referencia de los nuevos catecismos locales inculturados (cf FD 4).
El Directorio general de pastoral catequética de 1971, que marcaba las orientaciones para la
catequesis, emanadas del Vaticano II, fue sustituido en 1997, una vez publicada la edición típica
del Catecismo de la Iglesia católica (CCE), por el Directorio general para la catequesis. El CCE se
ofrece a todos los fieles y a todos los hombres que quieran conocer la fe de la Iglesia como «regla
segura para la enseñanza de la fe» y «se destina a alentar y facilitar la redacción de nuevos
catecismos locales que tengan en cuenta las diversas situaciones y culturas, pero que guarden
cuidadosamente la unidad de la fe y la fidelidad a la doctrina católica» (FD 4).
Los catecismos oficiales, es decir, aquellos que el obispo diocesano para su diócesis o la
conferencia episcopal para un conjunto de diócesis asumen como propios, se considera que
deben formar una unidad con el CCE (cf DGC 136). Deben ser la expresión honda, de mutua
interioridad, que se da entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares (cf EN 62). Así como la
Iglesia universal vive y se expresa en cada una de las Iglesias particulares, así el CCE debe informar
interiormente los catecismos locales.
Un catecismo local no es sólo de un obispo o de una conferencia episcopal sino que es también de
la Iglesia universal, destinado a un pueblo y a una cultura determinada. Es la Iglesia universal la
que, dirigiéndose a ese pueblo, expresa la fe de toda la Iglesia. La aprobación por la Sede
apostólica de un catecismo local «es el reconocimiento del hecho de que es un texto de la Iglesia
universal para una situación y cultura determinadas» (DGC 285), expresándose así la catolicidad
de la Iglesia. El anuncio de la Palabra en las múltiples lenguas, situaciones y culturas de los
cristianos son la expresión concreta de la misma fe apostólica y, al mismo tiempo, de la rica
diversidad de la formulación de esa misma fe. Muestran en su armonía la sinfonía de la fe, de la
catolicidad de la Iglesia, de la comunión eclesial y de la realidad de la colegialidad episcopal en la
profesión de fe (DGC 136).
Los catecismos locales son necesarios al actualizar la pedagogía divina de condescendencia con la
situación de los hombres (cf DGC 131). Son textos oficiales de la Iglesia, expresión de un acto de
tradición; presentan de manera orgánica, atendiendo a la jerarquía de verdades, la síntesis de la
fe de la Iglesia; son punto de referencia inspirador de la catequesis, junto con la Sagrada Escritura,
y de su pedagogía (cf DGC 132). El DGC indica los aspectos que deben tenerse en cuenta a la hora
de adaptar o contextualizar la síntesis orgánica de la fe a las diferentes culturas, edades,
situaciones de los destinatarios (cf DGC 133-135).
«Los catecismos son libros de fe que recogen el anuncio cristiano y la experiencia de fe vivida por
la Iglesia, la cual traduce esta riqueza a fin de que sea legible y significativa para los que caminan
hacia la maduración cristiana. Al proponer a los creyentes esta riqueza de manera autorizada y
auténtica, los obispos ofrecen a sus comunidades un conjunto que constituye regla de fe y
orientación básica de la catequesis» (CC 223).
Situándonos más en el plano de lo que un catecismo debe ser que en el análisis de sus
realizaciones históricas en la Iglesia universal o en las Iglesias particulares, el libro del catecismo
es, en la intención profunda de la Iglesia, un compendio orgánico y elemental del misterio
cristiano. En el catecismo, la Iglesia, por medio de los obispos como pastores responsables de la
acción catequética en su diócesis, recoge, de modo autorizado y auténtico, los documentos o
fuentes de fe que considera esenciales para la fundamentación y maduración de la vida cristiana
de los creyentes en una situación y tiempo determinados.
Así pues, el catecismo, como texto oficial de la Iglesia, comprende, al menos, las cinco
dimensiones teológicas siguientes:
Es, a su vez, un manual de documentos de la fe, que los pastores ofrecen a los cristianos de unas
edades y lugares concretos para iniciarles en la fundamentación de la fe común de la Iglesia: las
verdades medulares del credo, la celebración de la fe en la liturgia y los sacramentos, la oración
del Señor —el padrenuestro— y de la Iglesia, y las orientaciones básicas de la vida cristiana según
el evangelio —decálogo y bienaventuranzas—.
El catecismo es, por tanto, un documento doctrinal, a modo de regla de fe, heredero y deudor de
las profesiones de fe bautismales de los primeros siglos y, en especial, del símbolo de los apóstoles
(siglos III-IV). Estas profesiones de fe, desde el concilio de Nicea (325), son consideradas como
vinculantes para todo cristiano, como expresión de fidelidad a la tradición apostólica que ha
formulado y transmitido la fe de la Iglesia. Por esta razón, el catecismo, que debe compendiar las
fórmulas breves, siempre preferibles en la catequesis, de los contenidos de la fe y vida cristiana,
viene a considerarse, desde los siglos XVI-XVII, como criterio de doctrina eclesial y distintivo de la
ortodoxia, siendo así fuente de discernimiento (cf DGC 121 y 132).
2. EL CATECISMO, SERVICIO A LA TRANSMISIÓN DE LA FE. Desde el siglo XVII el libro del catecismo
se constituyó en criterio de validez de la enseñanza cristiana y ha tenido una excesiva valoración
en la transmisión de la fe, prevaleciendo de hecho sobre la lectura de la Sagrada Escritura, el
testimonio vivo de los catequistas y la fuerza educadora de la comunidad cristiana, como
acertadamente señala J. A. Jungmann. «El catecismo (la catequización) tiene éxito cuando el texto
es bueno, la explicación ha sido comprendida y la memorización es impecable» (J. Audinet).
Esta función hermenéutica y midrásica del catecismo cobra especial relieve desde 1960 y,
posiblemente, tendrá aún mayor relieve en el futuro5. Los catecismos modernos no pueden
aspirar sólo a poner al alcance de los cristianos, de manera sencilla y en las coordenadas
culturales de una época, el contenido de la revelación. Si quieren ser reales y eficaces servidores
de la transmisión de la fe, contribuirán en la catequesis a iniciar a los cristianos a leer la Sagrada
Escritura como palabra viva hoy en la Iglesia, sacramento de salvación del mundo, es decir, les
iniciarán a detectar significativamente el sentido que su contenido 'revelado tiene hoy en nuestra
cultura, y a prestarles, dada la erosión continua del lenguaje, expresiones elocuentes, tomadas de
ayer o forjadas hoy, bajo el discernimiento eclesial.
Entre todas las acciones de la Iglesia, la catequesis es la que tiene la misión de asegurar la
identidad del cristiano, sentando la fundamentación de la fe o consolidándola (cf DGC 194; CC 97).
Desde la inspiración catecumenal (cf DGC 67-68; CC 83-92), la catequesis ejerce cuatro funciones
para afianzar la nueva existencia creyente como don bautismal y, a la vez, como opción libre del
cristiano: 1) la función kerigmática, de transmisión fiel de la revelación-fe cristianas; 2) la función
litúrgica y contemplativa, de iniciación a la celebración de la fe en los sacramentos y a la oración
de Cristo; 3) la función moral y comunitaria de iniciación a la vida evangélica en Cristo como estilo
de vida de los seguidores de Jesús, y 4) la función apostólica y misionera, de testimonio,
corresponsabilidad y presencia pública de los cristianos en la sociedad y anuncio misionero a los
no-creyentes.
En este servicio comunitario a la primera madurez teologal, el catecismo presenta la explanación
del símbolo de la fe, como expresión privilegiada de la fe eclesial (cf DGC 82-83; CC 168); de los
sacramentos, como lugar de encuentro con Cristo en la comunidad, de fiesta, de liberación y
compromiso solidario; del padrenuestro, como modelo de toda oración cristiana, y de las diez
palabras o decálogo, el mandamiento nuevo de Cristo y las bienaventuranzas como estilo de vida
según el evangelio del seguidor de Cristo (cf DGC 122; CC 230-232). Y todo ello en el ámbito de la
comunidad cristiana. Estos desarrollos están modulados en los catecismos de cada época con los
acentos que requiere el momento histórico para salvaguardar la identidad de los cristianos (cf
DGC 133-136; CC 169-198).
Sin embargo, el catecismo es letra muerta hasta que los creyentes, en encuentros personales
ocasionales, en la catequesis y en la vida de comunidad, escuchan y acogen en su existencia las
realidades de fe y moral, aprendidas en el catecismo, y así se adhieren de verdad a la persona de
Cristo, objetivo final de la catequesis, y manifiestan —en obras y palabras–esa adhesión a él,
confesando la fe, en la comunidad y en su vida en el mundo. Entonces la identidad cristiana se
hace realidad vital, auténtica profesión de fe en los labios, en el corazón y en la vida (cf DGC 82-
83; CC 166ss. y 174). En este sentido el catecismo es estímulo y test de la identidad real de los
creyentes.
Los modos o géneros en que se ha expresado la fe son varios desde sus orígenes: relatos
históricos, himnos, mandamientos, exhortaciones, confesiones de fe, doxologías, promesas, etc.
(CC 149). Este es uno de los aspectos en que la fe se diferencia de una ideología: como palabra
viva puede expresarse fácilmente de muchas formas, sin perder su unidad. El catecismo permite
mantener ese lenguaje común mínimo que necesita toda comunidad de fe para comunicarse sin
equívocos entre sí y entablar diálogo con otros creyentes o personas no creyentes de la misma
área cultural (cf CC 143). El catecismo, por tanto, no está en contra ni del pluralismo ni del
progreso teológico legítimo; sólo asume la decantación de la fe común de la Iglesia, es decir, de lo
que la Iglesia considera ya como patrimonio común de la fe viva de la comunidad eclesial (cf DGC
124 y 125; CC 70-76) en el momento actual de su historia, dejando las quaestiones disputatae a la
clarificación de la discusión teológica y, en último término, del magisterio eclesial.
Sin embargo, el hecho de la publicación del CCE y de los catecismos locales elaborados en
referencia a aquel, ha dado pie a explicitar lo que la Iglesia siempre ha vivido, pero no había
expresado con tanta claridad y profundidad como ahora: «El CCE y los catecismos locales, cada
uno con su autoridad específica, forman una unidad». De tal manera que los catecismos locales en
comunión con el CCE «son la expresión concreta de la unidad en la misma fe apostólica, y al
mismo tiempo, de la rica diversidad de la formulación de esa misma fe» (DGC 136).
Esta conjunción armónica que, a primera vista, parece contradictoria, contempla la fe como un
mensaje sinfónico —la sinfonía de la fe—, como un mensaje a voces mixtas —la polifonía de la
fe—. «Un catecismo local de un episcopado concreto no es un texto sólo de una parte de la
Iglesia: es un texto de la Iglesia universal destinado a un pueblo y cultura determinados. Es la
Iglesia entera la que dirigiéndose a ese pueblo expresa la fe de esa manera» 6.
Así, los catecismos locales inculturados, en comunión con el CCE, expresan y favorecen la unidad
polícroma –inculturada– de la fe, haciendo posible que se repita «la estupenda experiencia de los
tiempos apostólicos, cuando cada creyente oía anunciar en su propia lengua las maravillas de Dios
(cf He 2,11)» (Juan Pablo II, 8.9.1997).
V. Conclusiones
Los catecismos, tal y como hoy los entendemos, son, en buena medida, fruto de las posibilidades
que abrió la invención de la imprenta. La Iglesia del Renacimiento supo, en este aspecto, acoger la
modernidad para la transmisión de la fe y la evangelización.
Con ocasión de la Reforma del siglo XVI hubo catecismos oficiales que cumplieron mejor que
otros, también oficiales, la intención profunda de la Iglesia: ser síntesis lúcidas de la fe eclesial y
de la cultura renacentista. Entre ellos están los de san Pedro Canisio y el Catecismo romano de san
Pío V.
La Iglesia está hoy, tal vez, en mejores condiciones para elaborar catecismos que hagan «hablar»
a la tradición viva de forma interpeladora a nuestros contemporáneos: ha actualizado la
experiencia y el conocimiento del mensaje de Jesús; puede analizar y conocer mejor la cultura y
los problemas de nuestro mundo con métodos de análisis fiables; puede disponer de lenguajes
bien conocidos y experimentados por los cristianos. Pero los catecismos resultantes tendrán
vocación de ser no expresión definitiva de la revelación, sino servidores humildes de la misma a la
hora de evangelizar-catequizar nuestra cultura en nuestro momento histórico.
En los últimos lustros, los catecismos han tenido, más que en otros tiempos, un carácter oficial, al
estar elaborados por quienes ejercen el magisterio en la Iglesia o bajo su dirección y
responsabilidad pastoral, en el ámbito de su jurisdicción. Este hecho, en algún modo nuevo,
quiere asegurar que los contenidos del catecismo respondan a la recta doctrina, garante de la
identidad cristiana, sin que falte en ellos la necesaria renovación que piden tanto la pedagogía
religiosa como la sintonía cultural con nuestro tiempo.
2
NOTAS: 1. Cf Sum. Theol. III q. 71, ad 1 et 4. — Al monje inglés Alcuino de York (t 804), que presidía y alentaba las escuelas
carolingias, se atribuye la Disputatio puerorum, en forma de preguntas y respuestas, como un diálogo en que el discípulo
pregunta y el maestro responde. Aborda la historia sagrada y la doctrina de los sacramentos, el símbolo y el padrenuestro. Fue
3
el libro de religión de los siglos XI al XIII e inspiró muchas iniciativas semejantes. — A. GARCÍA SUÁREZ, tras una investigación
realizada en 1970, afirma que el Catechismo de Carranza es una fuente principal —básica— del Catecismo romano y anima a los
especialistas en historia de la Iglesia a estudiar su hipótesis de trabajo. En caso de confirmarse esta, el Catechismo christiano
pasaría de sospechoso de herejía a ser un documento de valor incalculable. Cf ¿El «Catecismo» de Bartolomé de Carranza,
fuente principal del Catecismo romano de san Pío V?, Scripta Theologica II-Fas 2 (1970) 341-423. «La feliz pista señalada..., añade
una nueva paradoja a esta historia: el Catecismo oficial del concilio siguió de cerca en muchos pasajes al catecismo católico más
discutido del siglo» (J. J. TELLECHEA, Bartolomé de Carranza, Catechismo christiano. Edición crítica y estudio histórico, BAC,
4
Madrid 1972, Introducción general, 88-89). — Es interesante la investigación de L. RESINES en Teología y Catequesis 58 (1996)
89-138, con el título: Astete frente a Ripalda: dos autores para una obra, donde prueba que «Gaspar Astete escribió el Astete y
5
el Ripalda» (p. 138). — Cf W. LANGER, Catecismo, en J. GEVAERT (dir.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987, pár. 7. En
la Biblia, el midras es un género literario, que hace una reconsideración de las Sagradas Escrituras del pasado reinterpretándolas
en función de las circunstancias del presente: una actualización de los datos tradicionales; cf P. GRELOT, Historia del problema
de la hermenéutica bíblica, en La Biblia, palabra de Dios, Herder, Barcelona 1968, 243ss.; G. AUZOU, La tradición bíblica, Fax,
Madrid 1961, 277, 284-286. Un catecismo de este género sería una aportación valiosa al vasto problema de la inculturación de la
fe o evangelización de las culturas: cf EN 20; P. ARRUPE, Catequesis e inculturación. Sínodo 1977, Actualidad Catequética 86
(1978) 76-80. La catequesis es un lugar privilegiado para desarrollar la creatividad del pueblo de Dios en la comprensión,
6
vivencia y formulación de la fe; cf también el DGC 109-110 y 203-207. — J. MANUEL ESTEPA, Congreso internacional de
catequesis, Roma, octubre 1997, Actualidad catequética 176 (1997) 90-92.
BIBL.: ALBERICH E., Catequesis y praxis eclesial, CCS, Madrid 1983; ARNOLD F. X., Al servicio de la fe, Herder, Barcelona 1960;
AuDINET J., Catéchése action d'Eglise et culture, Catéchése 62 (1975) 66-83; Catequesis, Catecismo, Catequética, en RAHNER K.,
Sacramentum mundi I, Herder, Barcelona 1976; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Con vosotros está. Manual del educador
2. Orientaciones. Fascículo 1, Secretariado nacional de catequesis, Madrid 1977; CSONKA L., Historia de la catequesis, en
PONTIFICIO ATENEO SALESIANO, Educar 3. Metodología de la catequesis, Sígueme, Salamanca 1966; ESTEPA J. M., La acción
catequética en la pü : ral general de la Iglesia, en AA.VV., Por una formación religiosa para nuestro tiempo, Actas de las 1
Jornadas nacionales de Estudios catequéticos, abril 1966, Marova, Madrid 1967; ExELER A., Esencia y misión de la catequesis, Ed.
J. Flors, Barcelona 1968; FERRER F., Estructura y dimensión pedagógica del catecismo «Esta es nuestra fe», Actualidad
catequética 132 (1987) 215s.; GARCÍA SUÁREZ A., Algunas reflexiones sobre el sentido y la evolución histórica de los catecismos
en la Iglesia, Actualidad catequética 76 (1976) 159s.; JUNGMANN J. A., Catequética, Herder, Barcelona 1957; LUBAC H. DE, La
profesión de fe apostólica, Communio 2 (1979) 20-29; MARTHALER B., El sínodo y el catecismo, Concilium 208 (1986) 423-431;
MISSER S., La catequesis a través de los tiempos (Texto policopiado), Barcelona 1966; PEDROSA V. M., Ochenta años de
catequesis en la Iglesia de España, Actualidad catequética 100 (1980) 52s.; PIKAZA X., Las confesiones de fe en la Biblia. Sus
formas y significados, Communio 2 (1979) 7-19; RATZINGER J., Transmisión de la fe y fuentes de fe, Actualidad catequética 112-
113 (1983) 197-218; RESINES L., Los catecismos de Lutero, Actualidad catequética 117-118 (1984) 87s.; TELLECHEA J. J.,
Bartolomé de Carranza. Catechismo Christiano. Edición crítica y estudio histórico, BAC, Madrid 1972.
I. Catecumenado
La palabra catecumenado procede del verbo griego katechéin, que significa resonar, hacer sonar
en los oídos y, por extensión, instruir, catequizar. Así, catecúmeno es el que está siendo instruido,
catequizado; más en concreto, el que está siendo iniciado en la escucha de la palabra de Dios. La
definición más antigua de catequista tiene también el mismo significado. Catequista es el qu e
instruye en la Palabra (cf Gál 6,6; CF 31) al discípulo o catecúmeno.
El catecumenado conecta con esta experiencia fundamental: Dios habla hoy. Y se pone al servicio
de ella. En la Biblia, el mayor problema religioso del hombre no está en si Dios existe o no existe,
sino en si Dios habla o no habla. Para quien le busca, quizás a tientas (cf He 17,27), la respuesta no
está en las nubes de los razonamientos teóricos. La respuesta es la experiencia de fe (cf EN 46),
como escucha de la palabra de Dios en el fondo de la historia.
En sentido estricto, el catecumenado «es la institución de la Iglesia al servicio de la iniciación
cristiana de los adultos recién convertidos que se preparan para recibir el bautismo» (CC Anexo
17; cf CAd Anexo 11; CCE 1230).
El catecumenado cristaliza como institución eclesial en la Iglesia del siglo III, pero recoge la
herencia de un proceso de evangelización que se remonta a la misión apostólica y a la misión del
mismo Jesús (Jn 20,21). En función de esta evangelización originaria ha de ser entendido el
catecumenado posterior. Por ello, más que la institución catecumenal como tal, interesa el
proceso de evangelización que la institución pretende desarrollar. Esta evangelización tiene unas
constantes que aparecen, de una u otra forma, en cualquier experiencia de fe (cf IC 121).
Cuando evangeliza, Jesús anuncia (con palabras y con obras) que el reino de Dios está en acción.
Anuncia una Palabra que se cumple, una Palabra acompañada de señales y signos: enseña y cura,
dice y hace. A la pregunta de los discípulos de Juan, responde con el lenguaje de los hechos (cf Mt
11,5; Lc 7,22; DGC 38). Evangelizar es sembrar la Palabra en el campo de la historia (cf Mt 13,3; He
8,4; Tes 2,13).
Junto a la acción de Dios, Jesús anuncia la necesaria conversión del hombre (cf Mc 1,15; He 2,38; y
DGC 53 y 85). Su programa aparece proclamado en el sermón de la montaña. Es la carta magna de
la comunidad cristiana. El evangelio es anunciado como gracia a quienes, por sí mismos, ni
siquiera pueden cumplir la ley.
Jesús evangeliza con la fuerza del Espíritu (cf Lc 4,14). Y la acción del Espíritu es una realidad que
brota a raudales como fruto de su Pascua, según su promesa (cf Jn 15,26-27; 16,7-15; He 2,38). La
experiencia de fe se hace posible en la dinámica del Espíritu. La evangelización apostólica apela a
la experiencia del Espíritu como a un hecho al que se puede remitir: «lo que estáis viendo y
oyendo» (He 2,33). Si el mensaje parece increíble, lo cierto es que es anunciado en medio de un
reto: «somos testigos» (2,32), y, además, cualquiera puede serlo (cf DGC 43).
El perdón, la amnistía, la justificación es parte esencial de la buena noticia del evangelio. Quien
comienza a creer y comienza a cambiar, ya está juzgado favorablemente por Dios (Jn 3,18). Es el
caso del paralítico (Mc 2,5). Lo proclama Pedro el día de Pentecostés (He 2,38). Lo proclama
también Pablo (Rom 8,21).
A petición de uno de sus discípulos, Jesús les enseña a orar (cf Lc 11,1-13; DGC 85). El discípulo
dialoga con Dios, con un Dios vivo que dialoga con el hombre. La oración culmina en la celebración
de las maravillas de Dios: «Jamás hemos visto cosa igual» (Mc 2,12).
Para llevar adelante su misión, Jesús no se identifica con ninguno de los grupos sociales y religiosos
de su tiempo: saduceos, fariseos, esenios, escribas. Jesús anuncia el evangelio a los pobres, la
muchedumbre sometida por los poderosos. Su enseñanza no es abstracta: donde hay opresión,
hay Palabra de liberación. Como aquel día, en la sinagoga de Nazaret (cf Lc 4,18-19; DGC 103).
Cuando evangeliza, Jesús no está solo, comparte su misión. Ahí están los doce (Mt 10,1) y, más allá
de este círculo íntimo, está el grupo que sigue a Jesús (Mt 8,22), están los setenta y dos (Lc 10,1),
están las mujeres que acompañan a Jesús (Lc 8,1-3). La comunidad es la nueva familia del
discípulo, el lugar donde recibe la enseñanza especial del evangelio, el centro de operaciones
desde donde se difunde el evangelio recibido. En los Hechos de los apóstoles, quien se convierte a
Cristo se incorpora a la comunidad (cf He 2,47; DGC 84 y 86).
Jesús comienza a evangelizar en la periferia del mundo judío, en Galilea, pero su destino final es
Judea, Jerusalén, el templo. El templo está manchado y debe ser purificado; más aún, debe ser
sustituido (cf Jn 2,13.22; 4,24). La denuncia del templo determina el proceso contra Jesús. Se le
condena como blasfemo (Mt 26,65), como subversivo (Mt 27,37). Evangelizar significa también
participar del proceso que a Cristo le lleva a la cruz (cf lCor 1,23).
Lo que pasó después es proclamado por Pedro el día de Pentecostés como el centro del mensaje
cristiano: «Tenga, pues, todo Israel la certeza de que Dios ha' constituido señor y mesías a este
Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (He 2,36; cf DGC 41). El reino de Dios se manifiesta
ahora en la persona de Jesús, constituido Señor de la historia. ¡Lo mismo que Dios!
La Iglesia naciente recibe del Señor resucitado la misión de hacer discípulos de todos los pueblos.
Los discípulos son enviados a evangelizar. No se trata sólo de una evangelización primera, sino, al
menos, de una evangelización básica, fundamental (cf DGC 67). Han de hacer discípulos
«bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar
todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,19-20; cf DGC 34 y 82). He aquí, de forma concisa y
lapidaria, una síntesis de la iniciación cristiana primitiva y, por tanto, de la catequesis
correspondiente (originariamente, posbautismal).
El proceso de evangelización tiene unas etapas que es preciso identificar. Comienza con el anuncio
primero del evangelio (siembra de la Palabra) y se cumple de forma básica y fundamental en la
catequesis (crecimiento y maduración que produce fruto). La relación que se da entre anuncio
misionero y catequesis es profunda. Son como el grano y la espiga (cf Mc 4,1-20; DGC 15, 17 y 31).
La catequesis, para bautizados o para quienes se preparan a recibir el bautismo, implica una
entrega viva del evangelio, y de todo el evangelio, a los hombres: «La catequesis no es otra cosa
que el proceso de transmisión del evangelio tal como la comunidad cristiana lo ha recibido, lo
comprende, lo celebra, lo vive y lo comunica de múltiples formas» (DGC 105; cf 30, 66, 78 y 111).
En la Iglesia naciente, se distingue entre el anuncio del evangelio a los no cristianos (kerigma) y la
enseñanza dada a los nuevos convertidos, en la que se explican las Escrituras a la luz de los hechos
cristianos (didajé): «Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles» (He 2,42)
aquellos que previamente habían acogido el anuncio del evangelio. Ciertamente, la iniciación
cristiana es entonces algo más que enseñanza. Es también comunión, fracción del pan, oración,
temor ante los prodigios y señales, comunicación de bienes, agregación a la comunidad (cf 2,42-
47). Es decir, iniciación a la vida cristiana total (cf DGC 63).
Desde los orígenes se distinguen dos clases de creyentes: los niños (los que no hablan) y los
adultos (los cristianos maduros). Por ello puede decir Pedro: «Como niños recién nacidos
apeteced la leche espiritual no adulterada, para que alimentados con ella crezcáis en orden a la
salvación» (lPe 2,2; cf Heb 5,12). Hay clara conciencia de que la evangelización se realiza en un
proceso de crecimiento y de maduración, ya fuera antes o después del bautismo.
Entre los testimonios más antiguos de la catequesis cristiana primitiva (fuera del Nuevo
Testamento) es preciso citar, entre otros, la Didajé o Doctrina de los apóstoles (siglo I); la Apología
1, de Justino (siglo II); la Demostración de la predicación apostólica, de san Ireneo (hacia 115-203);
finalmente, el Pastor de Hermas (hacia el 140, en Roma), que —sin utilizar todavía la palabra
catecumenado— manifiesta la existencia de un tiempo de preparación al bautismo: los candidatos
son iniciados en la Palabra y han de dar pruebas de conversión.
3. LA INSTITUCIÓN DEL CATECUMENADO. Los trabajos de Clemente (en Alejandría, a finales del
siglo II) testimonian claramente el uso de la palabra catecúmeno y la práctica catecumenal. La
estructura es muy flexible. Hay mezcla de paganos y neófitos. El proceso dura unos tres años. En
El pedagogo, cada detalle concreto de la vida diaria es puesto en confrontación con el evangelio.
En el norte de Africa, Tertuliano (hacia el 160-220) escribe su Tratado del bautismo. La iniciación
bautismal es la única entrada en la única fe por sucesivas etapas: paganos, catecúmenos y fieles.
Se requiere, por tanto, un tiempo en el que se consolide y verifique la conversión.
La Tradición apostólica, de Hipólito de Roma, una obra escrita hacia el 215, presenta una
organización del catecumenado caracterizada por una fuerte estructura. Se distinguen dos etapas:
la preparación remota al bautismo (durante unos tres años) y la preparación próxima (que
coincide con la cuaresma). En esta etapa, los candidatos al bautismo, hasta ahora oyentes
(audientes), se llaman elegidos (electi). Orígenes (hacia el 185-254) es el primer catequista que
conocemos con precisión. Principalmente en su obra Contra Celso encontramos detalles sobre la
estructura de la catequesis y la organización del catecumenado. Distingue claramente tres etapas
catecumenales: la probación precatecumenal, la probación catecumenal y la probación
penitencial posbautismal. Distingue también entre oyentes y elegidos.
Desde comienzos del siglo III, la estructura del catecumenado ya está determinada en sus líneas
esenciales. El siglo IV, fecundo en obras catequéticas de gran envergadura, no hará más que
llevarlas a su plena expansión. En Oriente contamos con Cirilo de Jerusalén (18 Catequesis
pronunciadas a lo largo de la cuaresma y de la semana de pascua del año 348), Teodoro de
Mdpsuestia (16 Homilías catequéticas pronunciadas en Antioquía hacia el 392), Juan Crisóstomo
(8 Catequesis escritas probablemente hacia el 390) y el Itinerario de Egeria (información preciosa
sobre la preparación al bautismo en Jerusalén, a finales del siglo IV).
En Occidente contamos con Ambrosio (De Mysteriis, catequesis sobre los sacramentos en función
de una tipología bíblica, escritas en Milán hacia el 390-391; también el tratado De sacramentis,
escrito con notas tomadas de catequesis habladas) y con Agustín (algunos sermones
prebautismales y, sobre todo, De Catechizandis Rudibus, librito capital sobre el modo de
catequizar, enviado hacia el 400 al diácono Deogracias, que lleva la catequesis en Cartago y se
encuentra muy desalentado). El texto de san Agustín sigue la historia de la salvación, cuya
narración (más breve o más larga) siempre ha de ser completa: «Mas no por eso debemos
exponer detenidamente todo el Pentateuco, los libros de los Jueces y de los Reyes, los de Esdras y
todo el Evangelio y los Hechos de los apóstoles, pues ni hay tiempo para ello ni es necesario. Más
bien hay que recorrer por encima las cosas principales y destacar lo más admirable y lo que se oye
con más gusto; que esto no conviene mostrarlo para quitarlo en seguida de la vista, sino que hay
que detenerse en ello, y darle vueltas para que haga impresión en el ánimo de los oyentes. Las
otras cosas pueden recorrerse rápidamente. De este modo no fatigaremos al oyente queriendo
moverle, ni le confundiremos queriendo instruirle» (De Catechizandis Rudibus, III, 5).
Durante los siglos IV y V, las circunstancias cambian con la conversión de los emperadores. Se
constituye una cristiandad. Se desarrolla el período cuaresmal, en detrimento del catecumenado
propiamente dicho. Finalmente, el siglo VI sólo conserva ritos más o menos condensados, y el
bautismo de niños se impone sobre el catecumenado.
A partir de 1878 el cardenal Lavigerie, fundador de los Padres Blancos, introduce en África el
catecumenado en sentido estricto. A ejemplo suyo, por aproximaciones sucesivas y con fortuna
diversa, la primera mitad de nuestro siglo conoce una expansión del catecumenado en algunas
Iglesias jóvenes de África y de Asia. Dentro de Europa es en Francia donde revive primero el
redescubrimiento del catecumenado, vinculado a la urgencia de la misión. Más concretamente,
las primeras iniciativas surgen en los años cincuenta en Lyon; después en París, bajo el impulso de
testigos como F. Coudreau. De esta manera, una red catecumenal se extiende primero en Francia
y después en Bélgica (Bruselas y Amberes) y en Suiza (Ginebra). A través de Estrasburgo se tejen
vínculos con Alemania Federal y desde Lyon se establecen relaciones con la comunidad anglicana,
y posteriormente con la Iglesia católica inglesa. Después, París conecta con Lisboa y se establecen
intercambios con Madrid (Secretariado nacional de catequesis). Finalmente, a través del
secretariado de la Conferencia episcopal holandesa se establecen relaciones de cara a la
implantación en los Países Bajos. Más recientemente, se incorporan a la tarea catecumenal Italia
(Roma, Milán, Nápoles) y Albania (Tirana).
Asimismo, el Vaticano II prescribió la revisión del Ritual del bautismo de adultos, teniendo en
cuenta la restauración del catecumenado. En cumplimiento de esta orientación conciliar, la
Congregación para el culto divino publicó en 1972 el Ritual de la iniciación cristiana de adultos
(RICA), una aportación decisiva a la restauración actual del catecumenado (sobre lo previsto al
respecto en el Código de Derecho canónico, cf cc. 206, 788, 851 y 865).
5. ETAPAS DEL CATECUMENADO. Recogiendo la tradición viva de la Iglesia, el Ritual señala las
distintas etapas que se suceden en el proceso catecumenal:
Desde la antigüedad, las entregas del credo y del padrenuestro pertenecen a la fase final del
catecumenado (cf RICA 53 y 181). La entrega del símbolo es un acto fundamental que contiene
todo el significado de la catequesis: se celebra la transmisión de la fe (cf 1Cor 15,3), de toda la fe
de la Iglesia, resumida en el credo. Su formulación puede variar, pero el símbolo constituye
siempre un conjunto elemental y completo del mensaje cristiano. La entrega del credo es un
momento apropiado para hacer una catequesis intensiva sobre el mismo. Al entregar el
padrenuestro, la Iglesia celebra la iniciación a la oración de los nuevos creyentes. El padrenuestro
es la oración modelo de los cristianos, que ponen su confianza en el Padre, porque son hijos (cf
Rom 8,14-27 y Gál 4,4-7). La entrega del padrenuestro es un momento apropiado para hacer una
catequesis intensiva sobre la oración cristiana.
Como dice el Catecismo de la Iglesia católica, «hoy, en todos los ritos latinos y orientales, la
iniciación cristiana de adultos comienza con su entrada en el catecumenado, para alcanzar su
punto culminante en una sola celebración de los tres sacramentos del bautismo, de la
confirmación y de la eucaristía. En los ritos orientales la iniciación cristiana de los niños comienza
con el bautismo, seguido inmediatamente por la confirmación y la eucaristía, mientras que en el
rito romano se continúa durante unos años de catequesis, para acabar más tarde con la
confirmación y la eucaristía, cima de su iniciación cristiana» (CCE 1233).
La dinámica catecumenal supone una iniciación en la palabra de Dios, viva y actual, escuchada en
las circunstancias ordinarias de la vida. Esta escucha de la palabra de Dios, dicha hoy, se realiza a
la luz de la palabra de Dios dicha ya, recogida en la Escritura y en la tradición viva de la Iglesia.
Si Dios habla (de la forma que sea), el creyente ha de escuchar. Ello supone un discernimiento
realizado a distintos niveles (personal, pastoral, comunitario) y también la acogida de algo que,
por encima de todo, es don de Dios, no producto del hombre. Ciertamente, toda Escritura es
inspirada por Dios y útil para educar en la fe (2Tim 3,16-17), pero hay situaciones cuyo contexto
manifiesta significativamente que Dios sigue hablando, o que Cristo se mete en la conversación,
como sucedió a los caminantes de Emaús (cf Lc 24,32). Frente a la alucinación (individual y
enfermiza), la experiencia de fe puede ser percibida y discernida por muchos hermanos a la vez (cf
1Cor 15,6). La comunidad ayuda a objetivar y a verificar qué relación se da entre la escucha de la
palabra de Dios y la realidad.
La palabra de Dios trasciende todo método: se cumple en la dinámica del Espíritu. Se requiere una
actitud de escucha y un fiel discernimiento, que respete la iniciativa de Dios y acoja en cada caso
el don de Dios, más allá de todo racionalismo (que considerara imposible qúe Dios hable hoy),
más allá de todo iluminismo (que ofreciera una falsa iluminación o una nueva revelación) y más
allá de toda manipulación (que pretendiera falsamente hacerle hablar a Dios).
La catequesis ha de ayudar a discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales
participa el creyente junto con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o de los
planes de Dios (cf GS 11 y DGC 32).
Es fundamental discernir la propia vocación. Dios llama a cada persona con una vocación
particular. Lo que es bueno para uno no es bueno para otro y lo que es mejor para uno no siempre
lo es para otro. Cada cual tiene su gracia (1Cor 7,7). La vocación supone un cambio en el rumbo de
la vida: la llamada de Dios sorprende al hombre en su tarea habitual y le orienta hacia un destino
que sólo Dios conoce (cf Gén 22,1). La vocación es la llamada que hace Jesús para reunir a sus
discípulos: «Venid conmigo» (Mc 1,17), les dice. Ciertamente, muchos no responden: «muchos
son los llamados, pero pocos los escogidos» (Mt 22,14). Seguir a Jesús no es sólo asumir su
doctrina, sino compartir su misión y su destino (cf Mc 10,21; Mt 16,24). Una de las tareas de la
catequesis es iniciar en el estilo de vida de Jesús.
La Iglesia naciente vive la condición cristiana como una vocación. San Pablo llama a los cristianos
«santos por vocación» (Rom 1,7). Dado que la vocación cristiana nace del Espíritu, que es uno, hay
en medio de esta única vocación diversidad de dones, de servicios y de operaciones, pero en esta
variedad no hay, en definitiva, más que un solo cuerpo y un solo espíritu (lCor 12,4-13). A los
pastores de la Iglesia corresponde especialmente el discernimiento de carismas. A ellos compete
sobre todo no apagar el Espíritu, sino examinarlo todo y quedarse con lo bueno (lTes 5,21), a fin
de que todos los carismas cooperen, en su diversidad y complementariedad, al bien común (cf
lCor 12,7; CCE 801).
No todos los elementos se dan en todas las reuniones, ni tampoco se dan necesariamente todos
desde el principio. Así, por ejemplo, en un momento dado, a petición de uno de sus discípulos,
Jesús les enseña a orar (cf Lc 11,1). Es fundamental la participación, la comunicación, realizada
libremente al nivel que cada uno quiera expresarse. Recordemos aquí que, originariamente,
homilía significa conversación; no es un monólogo, sino un diálogo. Si hay silencio, hay que ver lo
que significa. Puede significar bloqueo, tensión, falta de comunicación; pero también reflexión,
escucha, contemplación. En muchos casos, en el silencio se gesta la Palabra.
Es muy importante el papel de quien lleva el grupo, de quien instruye en la Palabra. Su función es
la de ser guía. Cuando Felipe oye al eunuco leer ál profeta Isaías, le dice: «¿Entiendes lo que estás
leyendo?». Y él le responde: «¿Cómo lo voy a entender si alguien no me lo explica?». Felipe le guía
no sólo en el sentido de las Escrituras, sino también en el sentido de los acontecimientos. Todo lo
que ha sucedido ese día tiene una clave: la buena nueva de Jesús (cf He 8,30-35).
La catequesis renovada, que ahora y siempre necesita la Iglesia, implica la promoción del sentido
pleno: «La catequesis no consiste únicamente en enseñar la doctrina, sino en iniciar a toda la vida
cristiana» (CT 33). Según esto, la catequesis debe tener una inspiración catecumenal. El nuevo
Directorio general para la catequesis constata (y acoge) la evolución posconciliar del concepto de
catequesis (DGC 35).
Entre el catecumenado bautismal y la catequesis de inspiración catecumenal hay una diferencia
esencial: haber recibido (o no) los sacramentos de la iniciación. Supuesta esta diferencia, he aquí
algunos elementos del catecumenado bautismal que deben ser fuente de inspiración para la
catequesis posbautismal.
La catequesis inicia en la palabra viva de Dios, «la palabra del reino» (Mt 13,19), palabra
sembrada en el campo de la historia: «el campo es el mundo» (13,38). Es una enseñanza especial.
El discípulo entra dentro del misterio anunciado a la muchedumbre por medio de parábolas:
«Dios, que habló en otro tiempo, sigue hablando» (DV 8). Más aún, y es fundamental: quien
escucha la Palabra se encuentra con Cristo. Toda la Escritura da testimonio de él (Jn 5,39). Por
ello, «desconocer la Escritura es desconocer a Cristo» (DV 25). En el proceso catecumenal, los
catecúmenos reciben el evangelio (Sagrada Escritura) y su expresión eclesial que es el símbolo de
la fe (credo).
La catequesis inicia en la justicia nueva del evangelio (cf Mt 5,1-48), es decir, promueve un proceso
de conversión. Para empezar, basta la conversión inicial. Con la gracia de Dios, el nuevo convertido
emprende un camino espiritual, por el que pasa del hombre viejo al hombre nuevo: «Trayendo
consigo este tránsito un cambio progresivo de sentimientos y de costumbres, debe manifestarse
con sus consecuencias sociales y desarrollarse paulatinamente durante el catecumenado» (AG
13).
Si la catequesis inicia en la Palabra (diálogo de Dios con el hombre), inicia también en la oración
(diálogo del hombre con Dios). El discípulo ora como Jesús: en secreto (Mt 6,6), en grupo o
comunidad (Mt 11,25), con pocas palabras (Mt 6,7), desde situaciones concretas (Lc 6,12), con
palabras tomadas de los salmos (cf Mt 27,46; Lc 23,46; Jn 11,41), según el modelo que nos enseñó
Jesús, es decir, según el espíritu del padrenuestro (cf Lc 11,2-4). Asimismo, la catequesis inicia en
la celebración viva de la fe. La Palabra anunciada y escuchada es también celebrada
(sacramentos).
La catequesis es iniciación cristiana integral, abierta a todas las esferas de la vida cristiana. Esto no
excluye que «razones de método o de pedagogía» aconsejen organizar la comunicación del
mensaje «de un modo más bien que de otro» (CT 31). Por lo demás, «la variedad en los métodos
es un signo de vida y de riqueza» (CT 51). Los métodos han de ser abiertos y flexibles: Dios habla
de muchas maneras.
a) Adultos. En España, las orientaciones pastorales sobre la catequesis han sido concebidas desde
el modelo de la catequesis de adultos, «el proceso paradigmático en el que los demás deben
inspirarse» (CC 237). En nuestra situación se hace «más necesario que nunca el que los niños y
jóvenes, para poder afirmarse en su fe, puedan referirse a los adultos, a comunidades cristianas
vivas que den testimonio de la misma» (CC 237).
La catequesis de adultos, para ser fiel al hombre de hoy, «ha de tener muy en cuenta las
experiencias vividas, los condicionamientos y los desafíos con que tales adultos se encuentran, así
como sus múltiples interrogantes y necesidades de cara a la fe» (DGC 172). Se deben tener en
cuenta las diversas situaciones religiosas de los hombres y las mujeres de hoy: «En (consecuencia,
cabe distinguir entre: 1) adultos creyentes, que viven con coherencia su opción de fe y desean
sinceramente profundizar en ella; 2) adultos bautizados que no recibieron una catequesis
adecuada; o que no han culminado realmente la iniciación cristiana; o que se han alejado de la fe,
hasta el punto de que han de ser considerados cuasi-catecúmenos; 3) adultos no bautizados que
necesitan, en sentido propio, un verdadero catecumenado. 4) También debe hacerse mención de
aquellos adultos que provienen de confesiones cristianas no en plena comunión con la Iglesia
católica» (DGC 172).
b) En cuanto a los jóvenes, hay que considerar las luces y sombras de su condición de vida, tal y
como se dan en las distintas regiones y ambientes: el cambio cultural y social que viven, el
alargamiento de la etapa antes de tomar parte en las responsabilidades de los adultos, el tiempo
de espera, a veces de desencanto y de insatisfacción, incluso de angustia y de marginación; en
muchos se descubre una fuerte tendencia a la búsqueda de sentido de la vida, a la solidaridad, al
compromiso social, e incluso a la misma experiencia religiosa. Hay que considerar las diferentes
situaciones religiosas: jóvenes no bautizados;jóyenes bautizados que no han realizado el proceso
catequético ni completado la iniciación cristiana; jóvenes que atraviesan crisis de fe; otros con
posibilidades de hacer una opción de fe o que la han hecho y esperan ser ayudados (cf DGC 182-
184).
c) En la adolescencia, etapa vital que conduce a la pubertad, en muchos casos «no se tienen
suficientemente en cuenta las dificultades, necesidades, capacidades humanas y espirituales de
los preadolescentes». Además, muchos «al recibir el sacramento de la confirmación, concluyen
también el proceso de iniciación sacramental, y suele producirse un alejamiento casi total de la
práctica de la fe. Es necesario tomar en cuenta con seriedad este hecho» (DGC 181).
d) Por lo que se refiere a la infancia, aparecen en muchos casos «niños con graves carencias, en la
medida en que les falta un apoyo religioso familiar adecuado, o por no tener una verdadera
familia, o por no frecuentar la escuela, o por condiciones de inestabilidad social o de inadaptación,
o por otras causas ambientales. Muchos no están siquiera bautizados; otros no realizan el camino
de iniciación. Corresponde a la comunidad cristiana suplir, con generosidad y de modo realista,
estas carencias, tratando de dialogar con las familias, proponiendo formas apropiadas de
educación escolar y llevando a cabo una catequesis proporcionada a las posibilidades y
necesidades concretas de esos niños» (DGC 180; sobre el ritual de la iniciación de los niños en
edad catequética, cf RICA 306-313; IC 134-138).
El problema fue asumido con carácter de urgencia y con tratamiento catecumenal por Pablo VI (cf
EN 44 y 52). Con el título de cuasi-catecúmenos, Juan Pablo II recoge el problema de la reiniciación
de los bautizados, insuficientemente evangelizados; asimismo, asume la necesidad de una nueva
evangelización (cf CT 44 y ChL 34).
Haciendo balance del tiempo posconciliar, el sínodo extraordinario (1985), en su relación final,
dice aún más: «La evangelización de los no creyentes presupone la autoevangelización de los
bautizados y también de los mismos diáconos, presbíteros y obispos».
BIBL.: CONFERENCIA EUROPEA DE CATECUMENADO, Los comienzos de la fe, San Pablo, Madrid 1990; II CONFERENCIA GENERAL
DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO, La Iglesia en la actual transformación de América latina a la luz del Concilio.
Conclusiones, San Pablo, Bogotá 1970; 11I CONFERENCIA GENERAL DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO, La evangelización en
el presente y en el futuro de América latina, BAC, Madrid 1979; IV CONFERENCIA GENERAL DEL EPISCOPADO
LATINOAMERICANO, Nueva evangelización, promoción humana, cultura cristiana, PPC, Madrid 1993; CONGREGACIÓN PARA EL
CULTO DIVINO, Ritual de la iniciación cristiana de adultos, Roma 1972; DANIELOU J.-DE CHARLAT R., La catequesis en los
primeros siglos, Studium, Madrid 1975; DODD C. H., La predicación apostólica y sus desarrollos, Apostolado Prensa, Madrid
1974; FLORISTÁN C., El catecumenado, PPC, Madrid 1972; LÓPEZ J., Catecumenado, en DE FLORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo
diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991°.
CATEQUESIS
Introducción
Desde mediados de los años sesenta se hizo clásica la expresión: «Todo acto de Iglesia es portador
de catequesis 1. Se quería decir que todas las acciones eclesiales: proféticas, litúrgicas,
testimoniales, etc. contribuyen a madurar la vida cristiana, son educadoras de la fe. El mismo Juan
Pablo II (Catechesi tradendae [CTI, 49a) lo indica también cuando dice que «toda actividad de la
Iglesia tiene una dimensión catequética», una capacidad para educar en la fe. Esta virtualidad, no
obstante, se ha atribuido siempre de manera especial a las acciones vinculadas al ministerio de la
Palabra, las cuales se designan con términos como: predicación, anuncio misionero, catequesis,
homilía y enseñanza teológica.
Supuestas estas consideraciones e intentando entrar en materia, ¿es bueno llamar catequesis
indistintamente a toda forma de educación en la fe mediante el ministerio de la Palabra? Si no se
precisan la naturaleza y la finalidad de la catequesis se corre el riesgo de llamar catequesis a
cualquier acción de este ministerio y no lograr eficazmente aquella maduración de la fe que se
espera de la genuina acción catequética. Es preciso, por tanto, precisar el concepto teológico de
catequesis.
Siendo la catequesis una «experiencia tan antigua como la Iglesia» (CT, título del cap. 2), el repaso
de la historia ayudará a clarificar, en alguna medida, las acciones genuinamente catequéticas y los
componentes específicos de su identidad teológica.
En sentido derivado, el verbo katecheo, en el griego bíblico, quiere decir informar, contar,
comunicar una noticia (por ejemplo He 21,21-24; Lc 1,4). En sentido estricto significa dar una
instrucción cristiana (He 18,25; Rom 2,18; Gál 6,6) 2.
No obstante, en medio de esta multiplicidad terminológica del Nuevo Testamento «cabe destacar
una cierta distinción de base entre un primer momento de lanzamiento (anuncio) del mensaje, a
través de verbos como gritar (krasein), anunciar (keryssein), evangelizar (euanguelizein),
testimoniar (martyrein) y un segundo momento de explicitación y profundización expresado por
los verbos enseñar (didaskein), catequizar (katechein), predicar (homilein), transmitir
(paradidonai) y otros semejantes» 4.
Como se ve, el verbo catequizar es uno más de este mismo momento en que se explicita el
mensaje. En la Iglesia primitiva, la expresión catequizar no ha adquirido todavía la importancia
central que adquirirá más tarde con los santos Padres.
En cuanto a su contenido, esta explicitación y profundización del mensaje, este alimento sólido,
abarca toda la Sagrada Escritura, en especial el Nuevo Testamento. Más aún, según el sentir
común de la exégesis actual, la gestación de muchos de los relatos evangéli cos y otros escritos
neotestamentarios ha tenido lugar dentro de ese proceso de instrucción o explicitación del
mensaje al nuevo discípulo de Cristo.
b) En la época patrística (siglos II-V). A partir del siglo II se perfila el contenido del término
catequesis. Este es empleado por primera vez por san Clemente de Roma (siglo II)
preferentemente para designar la instrucción fundamental dada a los candidatos al bautismo. Y
para san Hipólito (siglo III) el vocablo tiene ya ese significado como específico y exclusivo. En
efecto, el contenido preciso de catequesis brota en una época en que la Iglesia está ya extendida y
bien organizada en sus instituciones, entre las cuales sobresale el catecumenado.
En su interior, el nombre de catequesis se aplica a una acción concreta, cuyos rasgos van a ser de
alguna manera paradigmáticos en el futuro eclesial. Es la edad de oro del catecumenado para la
iniciación cristiana, y la catequesis, juntamente con los sacramentos de la iniciación, «es elemento
central de la iniciación cristiana» (C. Floristán).
Por tanto, en la época patrística, katejein indica la instrucción dada a los catecúmenos y didaskein
se refiere a la instrucción de los ya bautizados. No obstante, todos los componentes de la
catequesis: La enseñanza, la oración, los elementos litúrgicos, las consecuencias morales, todo ello
recibido y vivido en la comunidad catecumenal hacen de la catequesis, en este tiempo de los
santos Padres, una iniciación cristiana integral6.
c) En la época medieval (siglos VI-XV). Tras el reconocimiento del cristianismo como religión oficial
y las conversiones y bautismos multitudinarios, el catecumenado, como matriz de la Iglesia y
desarrollo de la conversión, desaparece, y con él desaparece hasta el mismo término de
catequesis7. Se mantiene, no obstante, el término catequizar y aparece un término nuevo:
catechismus, catecismo, para designar la institución catequizadora, pero todavía no el libro con el
que se catequiza, cosa que no ocurrirá hasta la época moderna.
La voz más autorizada de este tiempo, santo Tomás de Aquino, confirma lo que decimos. El santo
distingue cuatro formas de instrucción cristiana: 1) Instrucción para convertirse a la fe; 2)
Instrucción sobre los fundamentos de la fe para recibir los (primeros) sacramentos; 3) Instrucción
para alimentar la vida cristiana; 4) Instrucción sobre los misterios profundos de la fe y de la
perfección de la vida cristiana9.
Traduciendo estas categorías de santo Tomás a nuestro lenguaje, hoy a la primera instrucción la
llamaríamos primer anuncio; la segunda coincide con la catequesis de la iniciación cristiana; la
tercera (instructio de conversatione christianae vitae) es nuestra educación permanente en la fe; y
la cuarta, la enseñanza teológica (cf DGC 51-52; 61-72). Como vemos; a los tres primeros
momentos del ministerio de la Palabra (anuncio misionero, catequesis de iniciación y educación
permanente de la fe), santo Tomás añade un cuarto momento o forma de este ministerio: la
enseñanza de la teología.
En el campo protestante, «el catecismo es una enseñanza para instruir a los paganos que quieren
ser cristianos» (M. Lutero en 1526). Sin embargo, los protestantes implantaron pronto la práctica
de dar el catecismo a los niños bautizados para que, «tengan por verdadero el bautismo recibido
con serio temor de Dios y sepan a tiempo lo acontecido con ellos en presencia de la Iglesia»10
Según Zezshwitz, los protestantes no entendieron por catecismo simplemente un libro doctrinal
—que también lo era—, «sino una forma actual —aunque literariamente fijada— de enseñanza o
de preguntas y respuestas al servicio del examen sobre la fe» que los catequizandos tenían que
rendir a los visitadores de las comunidades.
Con ello los protestantes tomaron nuevamente en serio la relación mutua entre bautismo y fe,
pero transformando el catecumenado prebautismal en catecumenado posbautismal para
preparar a celebrar la cena del Señor. Por tanto, el catecismo —como institución— entre los
protestantes pasó a ser una preparación para una buena comunión. La aportación original de la
Reforma fue trasladar la enseñanza prebautismal al tiempo posterior al bautismo, pero sigue
siendo una enseñanza iniciatoria, pues se hace en función de un rito de la iniciación cristiana.
Junto a este sentido de la catequesis dirigida a niños, esta empezó a adquirir también un sentido
de formación generalizada para todo el pueblo cristiano. En efecto, en el tiempo de la Reforma, la
preocupación catequética de católicos y protestantes no era fundamentalmente la infancia y la
adolescencia, sino, más en general, la formación cristiana del hombre corriente. Se puede, pues,
dar por supuesto que unos y otros entendían por catequesis la instrucción a todo el pueblo
cristiano. En este caso la catequesis habría extendido su carga iniciatoria a la instrucción general
de todos los fieles, para dar una fundamentación a su fe (una catequesis o educación generalizada
y básica de la fe)13.
– La instrucción religiosa del pueblo cristiano tenía su legislación ya desde la Edad media. Pero el
concilio de Trento la vigoriza y la extiende a toda la Iglesia. Trento determina elaborar el
Catecismo romano para ayudar a los párrocos a cumplir su deber de instruir al pueblo fiel. Para
ello prescribe que, además de la predicación dominical y festiva, instruyan al pueblo cristiano
(adulto) en el catecismo festivo (institución) durante todo el año, y todos los días o tres veces por
semana en adviento y cuaresma (Ses. 24, de ref. C 4; ib 337). Así se fue organizando este
catecismo para el pueblo fiel, en general, en sínodos diocesanos y mediante prescripciones
episcopales, hasta el siglo XX14.
Como puede verse, en esta época moderna la catequesis, manteniendo su carácter iniciatorio
para las edades más jóvenes, extiende su acción al conjunto del pueblo de Dios mediante una
enseñanza generalizada que quiere establecer una buena fundamentación de la fe del conjunto
de los fieles cristianos.
e) En la época contemporánea (finales del siglo XIX y siglo XX). San Pío X, en su célebre encíclica
Acerbo nimis (1905), trata de forma muy completa la urgencia de mejorar el catecismo. Ante la
gran difusión de la ignorancia religiosa y la corrupción moral, señala como primer remedio el
catecismo para niños, adolescentes y jóvenes, y «restablece la práctica de la instrucción religiosa
dominical para adultos, separada y distinta de la homilía» 15. Respecto de los niños apremia a
establecer en cada parroquia el catecismo dominical y festivo durante una hora. Y además, una
instrucción durante un determinado período como preparación a la confesión y confirmación, y
otro período en cuaresma o después de pascua, que prepare a la comunión.
El Código de Derecho canónico (CIC 1917) sigue en la misma dirección que san Pío X: sus
disposiciones principales (cc. 1329-1336) se refieren a la instrucción catequística, es decir, al
catecismo parroquial dominical y a la preparación a los sacramentos. Reitera las preocupaciones
de san Pío X sobre la penitencia, la confirmación y la comunión (c. 1330). Incluso insiste sobre la
continuidad de este catecismo (c. 1331). Y pone especial énfasis en el destinatario adulto: «Los
domingos y demás días de precepto (a la hora más oportuna) el párroco debe explicar el
catecismo a los fieles adultos, empleando un lenguaje que esté al alcance de los mismos» (c.
1332).
Considerados estos tres momentos catequéticos (Trento, Acerbo nimis y CIC) como una cata
hecha en los últimos siglos, observamos que el término catecismo y su contenido se aplican a la
instrucción cristiana dada después del bautismo a todo el pueblo cristiano para todas las edades,
en una especie de enseñanza generalizada, a causa de la necesidad de una fundamentación sólida
de la fe y de la moral.
Este catecismo, como institución catequética, solamente adquiere una dimensión presacramental
cuando, a partir de san Pío X, reivindicador de la comunión para los niños, se prescriben tanto en
Acerbo nimis, como en el CIC, «además, y durante un determinado período», una preparación a la
confirmación y otro período para la comunión. Sin embargo, la forma doctrinal y memorista como
se hace esta instrucción presacramental, el escaso tiempo dedicado a la preparación de la
confirmación en la niñez, antes o después de la primera comunión, así como la celebración
multitudinaria y escasamente preparada de la confirmación, desdibujan mucho la calidad
iniciatorio-sacramental tanto de la preparación como de las celebraciones.
Así se explica que el término catechismus, catecismo, haya adquirido durante siglos el sentido de
catequesis generalizada para todas las edades de la vida, en orden a una fundamentación básica
de todo el pueblo fiel. Y el catecismo, con este significado amplio, ha llegado hasta los aledaños
del Vaticano II en toda la Iglesia.
Y la expresión catequesis permanente, ¿cuándo y cómo aparece en la Iglesia? Para consolidar la fe,
e incluso para suscitarla donde se había deteriorado notablemente, surgió en 1925 (Munich) del
Movimiento catequético y se reforzó a partir de 1950 (etapa kerigmática en adelante).
En la década de 1950, la Unesco establece dos categorías de enseñanza: la formación básica (de
estudios reglados en las instituciones docentes) y la formación permanente, para el resto de la
vida. A finales de la década de 1950 o comienzos de la década de 1960, cuando en la Iglesia de
Francia se está revalorizando el término y el significado primitivo de catequesis, P. A. Liégé,
inspirándose en la Unesco, habla de dos grados de catequesis: 1) el de la catequesis de la
iniciación, para los adultos que se preparan al bautismo y para los niños que se preparan a su
primera comunión; y 2) el de la catequesis permanente, para los jóvenes y adultos ya iniciados en
la fe16. De esta manera se recupera para hoy, con otros nombres, la didaskalia de la época de los
santos Padres (siglos II-V) y la tercera instrucción de santo Tomás, «para alimentar la vida
cristiana» (siglo XIII).
a) En la época apostólica, y dentro del Nuevo Testamento, aparecen muchos términos para
designar la realización concreta del ministerio de la Palabra. Sin embargo, dentro de esa
multiplicidad terminológica, unos términos tienden a expresar el anuncio del evangelio a los no
creyentes, mientras que otros se refieren, más bien, a la enseñanza dirigida a los ya convertidos.
Dentro de este segundo momento de enseñanza, incluso se habla de una primera enseñanza
elemental (leche espiritual, rudimentos de la fe...) y de una enseñanza más honda (alimento
sólido, enseñanzas más profundas...). En esta época apostólica, el término catequesis, catequizar,
catecúmeno es uno más entre otros y apunta a la enseñanza de los convertidos.
e) En la época contemporánea se mantiene viva esta misma problemática y la Iglesia tiene la clara
conciencia de que ha de catequizar a todo el pueblo cristiano. El propio Código de Derecho
canónico (1917) reclama esta catequesis básica generalizada, dirigida no sólo a los niños y
jóvenes, sino también a los adultos.
A partir de 1960, más o menos, se toma conciencia, incluso, de que la catequesis de adultos debe
tener un doble nivel. Siguiendo las indicaciones de la pedagogía profana se introduce en la
catequética la distinción entre formación básica y formación permanente, es decir, entre
catequesis básica y catequesis permanente. Sería injusto, ciertamente, que una catequesis básica
generalizada tratase a todos los adultos por igual, como si todos estuviesen a ese nivel de fe que
requiere una formación elemental. La catequesis permanente se dirige a los ya iniciados y supone
la formación básica.
El DGC recoge estas diferentes formas del ministerio de la Palabra que se han ido consolidando a
lo largo de la historia de la Iglesia y acentuando de modo diverso según las circunstancias
históricas. El Directorio habla, en concreto, del primer anuncio (a los no creyentes), del
catecumenado bautismal (para no bautizados), de una catequesis de iniciación (para niños y
jóvenes como proceso unitario, y también para los adultos bautizados que necesiten fundamentar
la fe) y de una catequesis permanente (para los adultos realmente iniciados, y con una fe madura,
por tanto). El Directorio habla, incluso, de una catequesis perfectiva, es decir, de la enseñanza de
la teología impartida a los candidatos al sacerdocio, a los agentes de pastoral y a miembros del
pueblo de Dios especialmente cualificados.
1. EVOLUCIÓN DE LA CATEQUESIS EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XX. En los cinco últimos
siglos, la catequesis toma conciencia de que la educación cristiana no puede dirigirse sólo a la
niñez, sino, de manera generalizada, a todo cristiano que necesite fundamentar su fe. A su vez,
dentro ya del siglo XX, también se ha tomado con-ciencia clara de que la catequesis no puede
reducirse a una mera enseñanza, sino que ha de prestar atención a todo el sujeto mediante tareas
que son, a la vez, de iniciación, de educación y de instrucción.
En la Iglesia, especialmente en las cinco últimas décadas, hay una doble inquietud: 1) la mirada a
los primeros siglos, a las fuentes de la vida cristiana: Sagrada Escritura y Tradición, y
especialmente a la catequesis primitiva, en un intento por volver a la riqueza de los orígenes
apostólicos y patrísticos, y 2) la mirada al sujeto y al clima sociocultural en que él está inmerso,
para incorporar –por fidelidad al hombre– todas las aportaciones científicas propicias al servicio
de la fe. Con esta doble fidelidad al mensaje y al hombre, el término catequesis se carga de un
sentido nuevo y se recupera el catecumenado17.
Son, sobre todo, Alemania (J. A. Jungmann 1936 y E. X. Arnold 1948) y Francia (J. Colomb y M.
Fargues 1946, F. Coudreau 1948 y P. A. Liégé) las que, con sus movimientos bíblico, litúrgico,
teológico, catequético, pastoral, pedagógico... fueron acuñando, en aproximaciones sucesivas, el
concepto de catequesis, contrastándolo con una praxis catequética muy creativa. A esta
clarificación de la identidad de la catequesis contribuyeron notablemente el Vaticano II (1965),
Medellín (1968), el Directorio general de pastoral catequética (DCG, 1971), el Ritual de la
iniciación cristiana de adultos (RICA, 1972), las III y IV Asambleas del sínodo de los obispos
(Evangelización, 1974, y Catequesis, 1977) y sus respectivos documentos y exhortaciones
apostólicas: Evangelii nuntiandi (EN, 1975), Mensaje al pueblo de Dios (MPD, 1977) y Catechesi
tradendae (CT, 1979); también Puebla (1979), y últimamente el nuevo Directorio general para la
catequesis (DGC, 1997)
2. DEFINICIONES MÁS SIGNIFICATIVAS A PARTIR DEL VATICANO II. Desde el comienzo del
movimiento catequético, a finales del siglo XIX (Munich), pero especialmente desde su
intensificación a mediados del XX (etapa kerigmática, 1950, y Vaticano II, 1965 en adelante), en
cada definición de catequesis que va emergiendo, se percibe el reajuste que el concepto de
catequesis —naturaleza, finalidad, tareas y contenidos— va asumiendo, aunque permaneciendo
siempre fiel al núcleo fundamental de los primeros siglos, que ha considerado constantemente la
catequesis como educación de la fe del convertido.
La segunda definición describe la catequesis por sus tareas u objetivos inmediatos: consolidar el
conocimiento de la fe; alimentar las actitudes morales cristianas con el espíritu de Cristo; ejercitar
en la participación de la liturgia e impulsar a la vida apostólica. Esta definición se inspira en el
decreto AG (11-15; cf CIC c. 788.2) donde se trata del catecumenado y la formación de los
catecúmenos en él. A pesar de esto, la definición mencionada de catequesis no se polariza
tampoco en el sentido iniciatorio, ya que en el tiempo del Vaticano II una era la actividad
catecumenal (iniciatoria) en el mundo misionero (missio ad gentes) y otra la función educadora-
catequética de los centros educativos cristianos en las Iglesias ya constituidas. Son como dos
acciones paralelas.
Consecuentemente, las dos definiciones de catequesis del Vaticano II manifiestan una concepción
amplia de catequesis, es decir, de constante educación en la fe.
Esta definición también expone la catequesis por sus tareas: desarrollo sistemático del primer
anuncio, educación conectada con la liturgia bautismal, iniciación al testimonio en el mundo e
iniciación a la vivencia comunitaria. La definición, sin embargo, tiene abundantes resonancias
iniciatorias o reiniciatorias: organicidad del mensaje en torno a la persona de Cristo, preparación
al bautismo o a su renovación, iniciación a la comunidad... Que son elementos catecumenales. No
extraña, por tanto, que luego se aluda expresamente, en el 30c, a la definición de GE 4, inspirada
en el catecumenado descrito en AG (11-15, cf supra).
d) En 1972, los teólogos catequetas del Instituto superior de catequética de Nimega ofrecen una
nueva definición de catequesis, fruto de su investigación: «Entendemos por catequesis la
iluminación de la existencia humana total, como acción salvífica de Dios, en cuanto testimonio del
misterio de Cristo, por medio de la palabra, con el fin de despertar y alimentar la fe y traducirla en
acciones plenamente coherentes en la vida diaria» 19.
e) En 1975, Pablo VI, en su Evangelii nuntiandi, sin dar una definición de catequesis, la presenta,
en primer lugar, como un medio inherente a la evangelización (EN 44) en el sentido totalizador
que él da a la evangelización (cf EN 14, 24c: la evangelización proceso complejo), subrayándola
como «enseñanza religiosa sistemática de los datos fundamentales» de la revelación y como
educadora de las costumbres o criterios morales del evangelio. Asimismo, la catequesis, sin
confundirse con el primer anuncio, ha de tener siempre un carácter misionero y mantener viva la
conversión a Jesucristo (cf EN 54).
En segundo lugar, EN subraya la necesidad de una catequesis de talante catecumenal: «Cada día
[es] más urgente la formación catequética (institutio) bajo la modalidad de un catecumenado para
un gran número de jóvenes y adultos» (44, final). Es decir, urge una catequesis iniciatoria,
fundamentadora, concebida como un aprendizaje en activo de la vida cristiana. A esta acción
fundamentadora parece reservar Pablo VI el término catequesis (EN 45; cf DV 24).
f) El sínodo de los obispos de 1977 en su Mensaje al pueblo de Dios, ofrece este modelo referencial
para la catequesis: «El modelo de toda catequesis es el catecumenado bautismal, que es
formación específica, que conduce al adulto convertido a la profesión de su fe bautismal en la
noche pascual» (8, la cursiva es nuestra).
El sínodo hace así una de sus aportaciones más notables, en continuidad con EN (44, final): el
talante catecumenal que ha de adquirir la catequesis. El sínodo no excluye la necesidad de una
educación permanente de la fe, pero la Iglesia, cada vez con más claridad, parece querer asegurar
el papel fundamentador de la catequesis.
La catequesis es «una iniciación cristiana integral, abierta a todas las esferas de la vida cristiana»
(CT 18; cf CCE 5). «La auténtica catequesis es siempre una iniciación ordenada y sistemática a la
revelación que Dios mismo ha hecho al hombre en Jesucristo; revelación conservada en la
memoria profunda de la Iglesia y en las Sagradas Escrituras, y comunicada constantemente
mediante una traditio viva y activa, de generación en generación» (CT 22c).
Para CT existen dos formas de catequesis, la de iniciación y la permanente y las dos son
específicamente distintas, pero complementarias. Por eso dice: «Es importante que la catequesis
de niños y de jóvenes, la catequesis permanente y la catequesis de adultos no sean
compartimentos estancos e incomunicados... Es menester propiciar su perfecta
complementariedad» (CT 45b).
Este texto sería ininteligible si no se admite en CT la distinción entre catequesis de iniciación con
niños, jóvenes y adultos y la catequesis permanente con los ya iniciados.
A seis años del sínodo episcopal sobre la catequesis y del MPD (1977) y a cuatro de CT (1979),
pero inspirándose en ellos, la catequesis española: 1) sitúa la acción catequética en el interior del
proceso total de evangelización, como una etapa de la misma; inspirándose en CT 18, afirma que
hay acciones evangelizadoras que «preparan a la catequesis» (testimonio, promoción humana de
los pueblos, primer anuncio...) y acciones evangelizadoras que emanan de ella y la siguen (la
acción pastoral comunitaria: educación permanente, sacramentos...); 2) expresa su naturaleza
como iniciación o capacitación básica, integral y fundamental de los cristianos; 3) señala su
finalidad: conocer, celebrar, vivir el evangelio del reino (Cristo revelado como reino de Dios), al
que se han convertido y siguen; 4) explicita intencionadamente la finalidad de construir la
comunidad cristiana y de difundir el evangelio (para la transformación de los hombres y del
mundo); 5) sintetiza la finalidad en llegar a la profesión de fe, confesándola con el corazón, los
labios y las obras en medio de la comunidad y del mundo.
1. LA IGLESIA REFLEXIONA SOBRE LA ACCIÓN CATEQUÉTICA. Después del recorrido histórico sobre
el término catequesis y su contenido, y después de analizar diversas definiciones históricas de
catequesis a partir del Vaticano II (1965), la Iglesia se topa con varias realidades que, desde hace
dos décadas largas, la han inducido a reflexionar sobre la acción catequética: 1) Desde Pablo VI,
hay una nueva concepción de evangelización, como proceso integrador de todo cuanto la Iglesia
hace y vive para realizar la salvación de nuestro mundo (cf EN 14, 17, 21; AG 11-18). Comprende
tres etapas o momentos esenciales (CT 18): la evangelización misionera o etapa misionera, la
evangelización catequética o etapa catequético-iniciatoria (catecumenal) y la evangelización
pastoral o etapa comunitario-pastoral (cf DGC 47-49); 2) La fe es un don (iniciativa gratuita de
Dios) destinado a crecer en el corazón de los creyentes (colaboración personal). La adhesión en fe
a Jesucristo da origen a un proceso de conversión permanente que dura toda la vida (cf DGC 56);
3) El ministerio de la Palabra, elemento esencial de la evangelización (EN 22, 51-53), tiene diversas
funciones básicas (de convocatoria, de iniciación, de educación permanente... [cf DGC 51-52]); 4)
En la Iglesia se están dando, de hecho, dos concepciones diferentes de catequesis: la de los que
conciben la catequesis como acción meramente iniciatoria (catequesis de iniciación) y la de los
que la identifican con todo el proceso cristiano de educación en la fe (catequesis permanente) (cf
DGC 35e, comienzo).
La catequesis, por tanto, es la que realiza la función iniciatoria del ministerio de la Palabra y así
pone los cimientos del edificio de la fe (san Cirilo de Jerusalén). Así pues, la catequesis de
iniciación no es una acción facultativa, sino básica, en la construcción de la personalidad del
discípulo de Cristo. El crecimiento interior de la Iglesia y su fidelidad al plan de Dios dependen
esencialmente de la catequesis de iniciación. Esta es, pues, un momento prioritario en la
evangelización (cf DGC 64). Todo esto es así, porque esta catequesis recupera la capacidad
forjadora de cristianos —iniciación cristiana— que tenía el catecumenado bautismal de los
primeros siglos, y en él, el elemento fundamental de la iniciación cristiana era la catequesis,
vinculada a los sacramentos de la iniciación, especialmente al bautismo (cf DGC 66).
— Es una formación orgánica y sistemática de la fe. Orgánica, porque procura una síntesis viva de
todo el mensaje evangélico, dando unidad a sus diversos elementos en torno al misterio de Cristo.
Sistemática, porque sigue un programa articulado. Esta es la característica principal de la
catequesis.
— Es una iniciación cristiana integral (CT 21), de manera que educa —desarrolla— todas las
dimensiones existenciales de la fe en relación con todas las dimensiones de la personalidad
humana, y así propicia un auténtico seguimiento de Cristo. Lleva a profesar la fe desde el corazón
(san Agustín), desbordando, aunque la incluya, la mera doctrina. Es un aprendizaje de toda la vida
cristiana, en aquello que es común a todos los cristianos. La iniciación cristiana integral no
promueve especializaciones ni en el mensaje ni en el método. Estas especializaciones quedan para
la catequesis permanente.
— Es una formación básica, esencial (CT 21b), centrada en lo nuclear de la experiencia cristiana,
en las certezas más básicas de la fe y en los valores evangélicos más fundamentales. Es decir,
enraíza o consolida aspectos de la fe como: la experiencia de encuentro con Dios, la adhesión a él,
la vivencia comunitaria, los criterios morales, el aprendizaje de la oración y la celebración litúrgica,
la sensibilidad misionera y las primeras experiencias de transformación del mundo según el
evangelio (cf CT 36, 42, 44; DGC 90).
Como se ve, esta catequesis iniciatoria se inspira en el catecumenado bautismal (cf MPD 8; DGC
90). Pues bien, «esta riqueza, inherente al catecumenado de adultos no bautizados ha de inspirar
a las demás formas de catequesis» (DGC 68 final). Este es el primer nivel de catequesis.
— Este primer nivel de catequesis o catequesis iniciatoria se realiza, al menos, según tres
modalidades diversas: «con los jóvenes y adultos no bautizados, con los jóvenes y adultos
bautizados necesitados de fundamentar su fe, y con los niños, adolescentes y jóvenes, en íntima
conexión con los sacramentos de la iniciación ya recibidos o por recibir, y en relación con la
pastoral educativa» (DGC 274). También podría promoverse con los mayores (65 años en
adelante).
En efecto, el catecumenado primitivo es un hecho mayor para la catequesis de todos los tiempos.
Un acontecimiento que imprime carácter, que da a la catequesis iniciatoria una marca de buena
solera para hacer cristianos y comunidades cristianas vivas. De ahí que la catequesis de la edad de
oro del catecumenado sea el paradigma de toda catequesis (cf MPD 8). Por eso, la Iglesia hoy,
ante una situación sociorreligiosa con muchos rasgos parecidos a la de los primeros siglos y
necesitada de una nueva evangelización (DGC 58c), quiere recuperar los dinamismos
evangelizadores sobre los que pivotan la catequesis y los sacramentos de la iniciación en el
catecumenado.
El Mensaje al pueblo de Dios, impregnado, en buena parte, de acentos catecumenales (7-15), da
nombre a esos dinamismos evangelizadores que fecundan la educación catecumenal: la
catequesis es palabra, memoria y testimonio (7-11), tres categorías dinámicas que ponen de
relieve otras tantas dimensiones de la catequesis y su mutua articulación. En la tercera parte
(MPD 13) aparece una cuarta categoría dinamizadora de la catequesis: «El lugar o ámbito normal
de la catequesis es la comunidad cristiana». «La comunidad –dirá la proposición 25 del sínodo–
[es] origen, lugar y meta de la catequesis». Estos cuatro elementos, concentrados en el
catecumenado bautismal y que dinamizan su catequesis iniciatoria, se identifican con las cuatro
grandes mediaciones por las que la Iglesia realiza su tarea evangelizadora en el mundo: la palabra
= martyria; la celebración litúrgica = leiturgia; el servicio-testimonio = diakonía, y la comunión en
la comunidad cristiana = koinonía.
Hablando de jóvenes y adultos que han culminado su iniciación cristiana tras algún proceso
catecumenal o catequesis de inspiración catecumenal:
— Algunos alimentarán su vida cristiana con una catequesis permanente, que insista en la
Palabra: con el estudio y profundización de la Sagrada Escritura; con la lectio divina; con la
profundización sistemática del mensaje cristiano mediante una enseñanza teológica de nivel
medio o superior, que les capacite para dar razón de la propia fe, hoy; etc.
– Otros, en fin, se formarán en una catequesis permanente que insista en la comunión eclesial:
una catequesis que acentúe la renovación de la comunidad parroquial como comunión de
comunidades, o de la propia comunidad eclesial de base; una formación espiritual que fortalezca
la vivencia del propio carisma comunitario...26.
a) La catequesis kerigmática o precatequesis, o de carácter misionero (cf DGC 62), siempre será
una tarea de suplencia, quizá frecuentemente necesaria aún en el futuro. Se trata de la relación
entre el primer anuncio y la catequesis dentro de la etapa propiamente misionera respecto de los
no creyentes o de los religiosamente indiferentes. Son dos formas básicas —mejor, dos
funciones— del ministerio de la Palabra, distintas pero complementarias (cf DGC 6la).
c) Un lenguaje apto para una catequesis de primer nivel. Según esto, tanto el lenguaje
kerigmático, el lenguaje narrativo bíblico-histórico, el sobrio discurso doctrinal de la explanatio o
doctrina sistemática del símbolo de los apóstoles y el padrenuestro, así como también el lenguaje
simbólico utilizado en la catequesis mistagógica para penetrar —mediante los signos— en el
misterio salvador presente en los sacramentos, todos ellos son lenguajes primarios, más
adecuados para una catequesis de iniciación, de primer nivel, que una catequesis más
conceptualizada, que tiene su punto de referencia en un documento de fe doctrinalmente
estructurado, como suele ser un catecismo.
Conclusión
Los treinta años largos transcurridos desde el Vaticano II hasta las puertas del tercer milenio han
dado a luz orientaciones muy certeras para la promoción de la catequesis, que no estaban
recogidas en el DCG de 1971. En este momento se han recogido en el nuevo Directorio de 1997.
En el fondo, una de las graves cuestiones que ha reajustado el DGC ha sido el concepto teológico
de catequesis, y el criterio que ha elegido, ha sido el criterio de convergencia: cómo colaborar a la
nueva etapa que se abre al movimiento catequético en la Iglesia (cf DGC, Presentación de la
edición española de Mons. J. M. Estepa, 10), evitando la confrontación de la catequesis de la
iniciación y la catequesis permanente.
Creemos haber clarificado este criterio de convergencia, que nos lleve a todos los implicados en
esta tarea fundamental de la Iglesia a una mayor armonía y fraternidad en favor del reino de Dios
en el mundo.
NOTAS: 1. Directorio de pastoral catequética para las diócesis de Francia, Desclée de Brouwer, Bilbao 1968, 44. -2 Para la
reflexión que sigue, de carácter histórico, cf A. EXELER, Esencia y misión de la catequesis, Juan Flors, Barcelona 1968, 172-181. –
3. Cf B. MAGGIONI, citado por E. ALBERICH, La catequesis en la Iglesia, CCS, Madrid 1991, 46-47; DGC 50c. – 4. Cf E. ALBERICH,
o.c., 47. – 5. Cf J. DANIÉLOU-R. DU CHARLAT, La catéchése aux premiers siécles, Fayard-Mame, París 1968, 44ss., 64ss., 89ss.,
6
125ss., 249ss. – Cf ib 52, 55-56, conclusión; D. GRASSO, Teología de la predicación, Sígueme, Salamanca 1966, 317-318 y 341-
342; A. EXELER, o.c., 174. — 7. Cf J. AUDINET, Catequesis, Catecismo, Catequética, en RAHNER K. (ed.), Sacramentum Mundi,
Herder, Barcelona 1976, 684. – 8. V. ZEZSCHWITZ en A. EXELER, o.c., 175. – 9. Cf SANTO TOMÁS DE AQUINO, Sum. Theol., III q 71
10
a 4; q 71 a 1 ad 2. – G. WICELIUS, en A. EXELER, o.c., 176, nota 28. – 11. Cf J. AUDINET, a.c. –12. Cf ib, 683-692. – 13. Para esta
14
reflexión, cf A. EXELER, o.c., 176-181. – Cf L. CSONKA, Historia de la catequesis, en BRAIDO P. (ed.), Educar III: Metodología de
16
la catequesis, Sígueme, Salamanca 1966, 140-142. – 15. Cf ib, 197-198. – Cf P. LIÉGÉ, ¿Qué quiere decir «catequesis»? Ensayo
de aclaración, Catéchése 1 (1960) 35-42.– 17. Cf E. ALBERICH, Catequesis, en J. GEVAERT (dir.), Diccionario de catequética, CCS,
Madrid 1987, 154-159. – 18. Cf La renovación de la catequesis, en Catequesis y promoción humana, Medellín 1968, Sígueme,
19
Salamanca 1969, 34-35; 18 y 20, y Orientaciones generales 11 y 15. – Bases para una nueva catequesis, Sígueme, Salamanca
1972, 77-78 (traducción retocada). – 20. P. LIÉGÉ, o.c., 19-21. – 21. Ib, 21 final. – 22 J. M. ESTEPA, Conferencia en el Congreso
23
Internacional de Catequesis (Roma, octubre 1997), Actualidad catequética 176 (1997) 88, nota 1 I. – Cf ib. — 24 Cf A. FOSSION,,
25 26
La catéchése dans le champ de la communication, Du Cerf, París 1990, 197-204. – Cf ib, 275-287 y 302. – Cf DGC 71; otras
pistas operativas de catequesis permanente, en E. ALBERICH-A. BINZ, Formas y modelos de catequesis de adultos. Una
panorámica internacional, CCS, Madrid 1996.
BIBL.: AA.VV., ¿Qué es la catequesis? 2, Marova, Madrid 1968 (Artículos de Liégé, Ayel, Daniélou, Van Caster, Loewe, Saudreau,
Girault); AA.VV., Catequesis: educación de la fe 3, Marova, Madrid 1968 (Liégé, Arnold, Van Caster, Le Du); AA.VV., III Encuentro
nacional de estudios catequéticos: «La catequesis de la comunidad», Teología y catequesis 4 (1983) 529-576; ALBERICH E.,
Catequesis, en GEVAERT J., Diccionario de Catequética, CCS, Madrid 1987, 154-159; ALCEDO A., La catequesis en la Iglesia.
Carpeta 6, SM, Madrid 1990; APARISI A., Invitación a la fe, ICCE, Madrid 1972; AUDINET J., La renovación de la catequesis, en
Semana internacional de catequesis: Catequesis y promoción humana, Sígueme, Salamanca 1969; BOROBIO D., Catecumenado,
en FLORISTÁN C.-TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993, 131-150; Catecumenado
para la evangelización, San Pablo, Madrid 1997; CAÑIZARES A., ¿Qué catequesis? Claves para un perfil de su identidad,
Communio 2 (1983) 109-134; COLOMB J., Manual de catequética 1, Herder, Barcelona 1971, 25-82; CONGREGACIÓN PARA LA
DOCTRINA DE LA FE, Libertad cristiana y liberación, PPC, Madrid 1986; Directorio de pastoral catequética para las diócesis de
Francia. Notas y comentarios de Jean Honoré, Descleé de Brouwer, Bilbao 1967, 30-68; FLORISTÁN C., Para comprender el
catecumenado, Verbo Divino, Estella 1989; GINEL A., Un período de clarificación en la catequesis española (1976-1983), Teología
y catequesis 35-36 (1990) 347-372; GONZÁLEZ DORADO A., La buena noticia hoy. Hacia una evangelización nueva, PPC, Madrid
1995; JUNGMANN J. A., Catequética, Herder, Barcelona 1966; LÓPEZ J., El problema de la reiniciación en España, en Iniciación al
catecumenado de adultos, CEEC, Madrid 1979, DOC 1; MARTÍN VELASCO J., El malestar religioso de nuestra cultura, San Pablo,
Madrid 1993; MATOS M., La catequesis como «Traditio evangelii in symbolo», Actualidad catequética 106 (1982) 95-107;
MAYMÍ P., Pedagogía religiosa, San Pío X, Madrid 1980; MOVILLA S., Catequesis, en FLORISTÁN C. Y TAMAYO J. J. (eds.),
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catequesis española. La catequesis en España, hoy, ayer y mañana, en Jornadas «Amigos de Proyecto Catequista», CCS, Madrid
1996, 30-50; RODRÍGUEZ MEDINA J. J., Pedagogía de la fe, Bruño-Sígueme, Madrid-Salamanca 1972.
En los países que decimos más desarrollados se da una lucha sin freno por el tener. Para algunos
es la lucha sin fin por la propia subsistencia y por crearse un pequeño espacio dentro de la
sociedad. Para otros es la carrera desmedida hacia el éxito y el confort. Sin éxito social no hay
sitio, ni trabajo, ni casi identidad personal. Parecería ser que en nuestra actual cultura occidental
el gran baremo para poder presentar una digna identidad personal se centrara en la eficacia, en la
fuerza, en la belleza, en la especialización a ultranza, en la máxima rentabilidad.
La misma educación orienta, no pocas veces, sus esfuerzos hacia la consecución de tales objetivos
y hacia la integración masiva en un tal dinamismo, olvidando peligrosamente valores esenciales e
imprescindibles para un mínimo desarrollo global del hombre.
Miles de seres humanos, entre ellos especialmente los discapacitados, contemplan atónitos esta
carrera vertiginosa donde la concreta realidad personal queda olvidada, si no despreciada, en
aspectos esenciales de su desarrollo humano y espiritual.
Las personas que, por múltiples razones, no pueden seguir esta vertiginosa carrera corren el
peligro de sentirse inútiles, desvalorizadas, no queribles, con la sensación de ser un peso para el
resto de la sociedad. Este es el doloroso sentimiento y la experiencia diaria de muchos seres que
se sienten débiles y frágiles dentro de nuestros grupos sociales. La huida y el refugio en la droga,
el alcohol, la delincuencia, la prostitución, la marginación, ponen en evidencia, a su vez, la propia
impotencia de una sociedad que se vive autosuficiente.
En una lucha tan dura el corazón se endurece y apenas hay sitio para la compasión, la ternura, la
comunión y otros valores trascendentales para la verdadera felicidad del hombre.
En un mundo así, fascinado por tales valores, atrapado en estos afanes, ¿cuál es el sitio, el
espacio, para todos los seres que sufren algún tipo de discapacidad? ¿Quiénes son hoy los
discapacitados? ¿Dónde integrarlos, con qué criterios y cómo? Lo que de ordinario llamamos
normalidad y normalización ¿es de verdad lo más humano?
1. LA VIDA HUMANA TIENE UN VALOR ÚNICO. La vida de cada ser humano tiene en el proyecto
amoroso de Dios un valor único, original, misterioso. El Dios que se revela a través de la historia
de la salvación, es un Dios de vida, se goza en ella, la sustenta, la recrea sin cesar, la ama. Desde
las primeras páginas del Génesis, la vida aparece como el máximo don, como lo bueno por
excelencia, como algo a gozar y a saborear en la gratitud. La creación misma es una experiencia y
una manifestación de esta explosión de vida: «Y vio Dios que era bueno...», se repite de forma
reiterada en el primer capítulo del Génesis en esa gozosa contemplación de las maravillas que van
surgiendo en la creación.
La vida adquiere un tono original cuando se trata del hombre: «Hagamos al hombre a nuestra
imagen y semejanza... a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó... Y vio Dios todo lo que
había hecho y todo era muy bueno» (Gén 1,26-27.31).
En este proyecto de Dios, la vida de cada ser humano tiene un valor único, original, misterioso,
vida a su imagen. El hombre, cualquiera que sea, puede experimentar que su vida es deseada
particularmente por Dios, que está marcada con su sello más personal; puede sentir que Dios se
goza de su existencia, de su respiración, de cada latir de su corazón; puede, en fin, verse
personalmente reconocido por este Dios que le llama sin cesar a la vida.
Nadie como un ser discapacitado necesita esta vivencia profunda de sentir su vida deseada,
reconocida, acogida. Nadie como él necesita experimentar que su vida es, de verdad, un gozo para
alguien, para personas muy concretas, un gozo para Dios mismo.
Para posibilitar este descubrimiento de la presencia amorosa de Dios Padre, la persona que por
alguna razón esté herida en su corazón necesita de alguien con quien pueda entablar una relación
real, profunda, personal, que acepte ser intermediario en este crecimiento suyo, en este proceso
de su despertar.
Jesús en su encarnación está gritando que todo hombre, sea cual fuere su color, su raza, su
familia, su capacidad, tiene su valor, su dignidad, su belleza, su importancia.
Es cierto que todo ello supone un proceso, a veces largo, en el que no faltan la frustración, la
rabia, el escándalo, la protesta, hasta llegar a esa aceptación pacífica y sencilla de la realidad.
Toda persona que sienta en su propia carne o en su espíritu la debilidad, cualquiera que sea, tiene
un derecho radical a descubrir en su vida esta mirada original de Jesús, a sentirse reconocido en
ella, a saborearla y percibir su calor. Descubrir la misteriosa presencia de Jesús resucitado es vivir
en esperanza la restauración definitiva de toda nuestra humanidad: «Sabemos que toda la
creación gime y está en dolores de parto hasta el momento presente. No sólo ella, sino también
nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, esperando
la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo» (Rom 8,22-23).
3. LA IGLESIA, COMUNIDAD FRATERNAL PARA TODA PERSONA DÉBIL. La Iglesia realiza, al estilo de
Jesús, su labor evangelizadora con palabras y con obras, proclamando el evangelio y con el
testimonio de su vida: «Evangelizar significa para la Iglesia llevar la buena nueva a todos los
ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma
humanidad» (EN 18; cf CCE 763-764).
Los seres afectados por alguna discapacidad tienen necesidad de encontrar en la vivencia de la
comunidad una mirada de comprensión, de bondad, de gozo; la experiencia confiada de sentirse
queridos por sí mismos, por lo que sencillamente son. Necesitan una vivencia comunitaria que sea
restauradora, reparadora, que les permita encontrar el gozo de ser, de existir, de compartir. Juan
Pablo II lo recuerda con precisión refiriéndose a la importancia de su vida afectiva: «La vida
afectiva de las personas discapacitadas deberá recibir especial atención... Que puedan encontrar
una comunidad llena de calor humano, donde su necesidad de amistad y de afecto sea respetada
y satisfecha en conformidad con su inalienable dignidad moral...» (Roma, abril, 1984).
Hoy más que nunca, ante los numerosos problemas de marginación en todas sus facetas, nuestras
comunidades cristianas están urgidas por este estilo tan novedoso de Jesús de hacerse presentes
en medio de la debilidad humana.
Frente a los valores de la eficacia, del hiperactivismo, del poder de las ideas, los discapacitados
nos revelan el valor de la relación, la riqueza del corazón, el valor de la humildad y de la debilidad
aceptada y acogida. Son profetas silenciosos. Es fácil dejarlos de lado, considerarlos inútiles y
pasar de largo. Sin embargo, su silencio es una llamada a la vivencia comunitaria, una invitación a
la comunión. Es el gran signo del Reino en todos los tiempos: «En esto reconocerán todos que sois
mis discípulos, en que os amáis unos a otros» (Jn 13,35).
Con frecuencia la voz de la Iglesia ha resonado con alegría y con fuerza para afirmar el lugar
escogido que tienen dentro de la misma Iglesia los discapacitados y todas las personas e
instituciones que les acompañan1. Así lo expresan en concreto los documentos de los últimos
papas. Pablo VI, que «se ha constituido abogado de esta parte tan desfavorecida de la humanidad
doliente», con diversos motivos y en diversas ocasiones quiso atraer la atención de todos los
cristianos sobre la presencia en nuestra sociedad y en nuestra Iglesia de un número creciente de
niños, jóvenes y adultos, discapacitados o inadaptados. Juan Pablo II ha subrayado también la
importancia que tiene para la Iglesia ver en los discapacitados la imagen viva de Cristo redentor de
los hombres y la necesidad de una acogida plena en la comunidad cristiana: «Las comunidades
cristianas deben ofrecer señales evidentes de credibilidad, a fin de que los hermanos afectados
por una discapacidad no se sientan extraños en la casa común que es la Iglesia» (En el jubileo de
comunidades con personas discapacitadas; Roma, 1 de abril de 1984).
De igual modo lo expresan las conferencias episcopales de los distintos países. La Conferencia
episcopal española, desde su XVIII asamblea plenaria, viene insistiendo explícitamente en la
necesidad de que la pastoral de la Iglesia tome en consideración las exigencias y necesidades de
los niños, jóvenes y adultos discapacitados o marginados, dedicando personas y medios para su
atención. Insiste en la importancia de integrarlos en la comunidad cristiana, ayudándoles a
evolucionar religiosamente. Su vida, aunque limitada, merece todo el respeto de la comunidad de
los creyentes. Considera pastoralmente urgente organizar la educación religiosa en este ámbito,
preparar a catequistas y sacerdotes especializados y nombrar delegados diocesanos que se
ocupen de toda esta realidad (cf Orientaciones pastorales y pedagógicas de la Comisión episcopal
de enseñanza y catequesis, Atención a los minusválidos en la Iglesia y en la escuela 1986).
También en otros países latinoamericanos, los documentos eclesiales han ido reflejando este
camino, manifestado ya por la experiencia de las comunidades parroquiales, diocesanas y
nacionales sobre la catequesis de las personas con discapacidad y de sus familias, así como de la
formación de sus catequistas y demás agentes pastorales. Las intuiciones, deliberaciones y
propuestas de algunos encuentros catequísticos (entre los que se destaca el I Congreso
catequístico nacional, celebrado en Buenos Aires del 14 al 17 de agosto de 1962), fueron como el
inicio de una serie inagotable de profundización, maduración y consolidación de una pedagogía
catequística cada día más cercana a la pedagogía de la revelación, de la celebración litúrgica, de la
experiencia de lo cotidiano, de la expresión simbólica (cf Conferencia episcopal argentina, Buenos
Aires, 30 de agosto de 1967).
Todo cristiano, sean cuales fueren sus posibilidades o limitaciones, tiene derecho pleno a
encontrar en la comunidad cristiana la posibilidad de poder vivir este período intenso, más o
menos largo, durante el cual pueda gozosamente descubrir, experimentar, celebrar y vivir este
mensaje de Jesús (cf DGC 167-170).
Se trata de una experiencia vital en la que las capacidades intelectuales van a jugar, para el que las
posea, un papel importante, pero no el único. De ninguna forma en la catequesis puede ponerse
el acento exclusivamente en los aspectos del entender, destinándola únicamente a los
capacitados intelectuales. Si la comunidad cristiana, aunque sólo sea de forma inconsciente,
pusiera determinados límites a este nivel, no tendrían cabida en ella los más sencillos de nuestra
sociedad, los más limitados a nivel intelectual, sobre todo los discapacitados más profundos. Bien
es verdad que los modos y formas de hacer a niveles metodológicos habrán de ser en algunos
casos muy especiales y nos van a exigir gran creatividad e imaginación, a la vez que un profundo
conocimiento de su personalidad y de sus dificultades concretas.
«La catequesis especial se propone llevar a cada hermano diferente la alegría de vivir la
preferencia de Dios; de vivir el espíritu de las bienaventuranzas de las que están tan cerca. Se
propone integrar de verdad a los pobres en el seno de la comunidad eclesial, tal como son,
pequeños y limitados, mostrando silenciosamente que la iniciativa es siempre de Dios; que sin él
nada somos ni podemos, para que también ellos ejerzan su misión profética, frente a un mundo
cada vez más lleno de sí mismo, autosuficiente y altanero, acostumbrado a los éxitos, y que juzga
inútil lo que no es eficiente» 2 (DCG 91; cf DGC 189).
El hombre es no sólo un ser racional, sino también un ser en relación. Es decir, crece, se
desarrolla, se estructura como identidad personal en la relación. El complejo proceso de la
identificación, incluida la identificación cristiana, se realiza dentro de significativas relaciones
interpersonales necesarias e insustituibles. Se trata de un crecimiento progresivo que apunta
hacia una cierta madurez, pero cada uno a su paso, a su ritmo, sintiendo un profundo respeto
hacia las posibilidades de la persona, que es, en definitiva, la máxima responsable en el recorrido
de su camino: «Se precisa, en primer lugar, una gran estima por la vida humana, en sí misma, una
arraigada convicción de la dignidad trascendental de la persona, aun cuando su inteligencia esté
tan poco desarrollada que parezca a veces inexistente. Se precisa también una compasión y una
paciencia ilimitadas, un arte y una técnica terapéutica y pedagógica muy avanzados»3.
La catequesis especial se dirigirá a todos aquellos cuya realidad existencial se caracteriza por la
presencia de dificultades extraordinarias, y su modo de ser, de existir o de relacionarse se
encuentra particularmente afectado. Se dirigirá a los más débiles que no pueden, por sí mismos,
seguir el ritmo normalizado de la comunidad.
Para entendernos, podríamos llamar discapacitada a cualquier persona que, dada su especial
condición física, psíquica o social, necesita modos particulares de presencia, de relación, de
apoyo, de asistencia, de educación, de atención pastoral. Las clases de inadaptación pueden ser
muy variadas. Las causas pueden ser múltiples. Podemos distinguir diversos tipos de discapacidad:
a) Los enfermos graves a niveles físicos, los discapacitados sensoriales, y todos los que padecen
minusvalías severas en el estado psicomotor. En todos ellos van a tener gran importancia los
trastornos psíquicos asociados a dichas discapacidades.
A este amplio grupo de personalidades psicopáticas habría que añadir también muchos
drogadictos, alcohólicos, y muchas personas que manifiestan graves dificultades en la vivencia de
su sexualidad. Personalidades todas ellas, desde el punto de vista psíquico, complejas, y por lo
general muy carenciales y desestructuradas en su mundo interno. Nadie ignora que se trata de un
gravísimo problema de nuestro tiempo, ante el que la sociedad y en especial sus responsables
sienten una enorme impotencia, dada la poca eficacia de sus esfuerzos. Las consecuencias son
enormemente destructivas, su recuperación es difícil y costosa; en algunos casos, imposible. La
prevención se plantea como el camino de la máxima urgencia.
Dentro de este amplio grupo de discapacidades psíquicas tampoco podemos olvidar los
numerosos casos de inadaptación, fruto de esta contradictoria sociedad en la que vivimos: niños y
jóvenes marcados muy severamente por la marginación social, por el abandono, por los castigos
familiares (es creciente el número de niños maltratados en sus propios ambientes), por los graves
traumas que padecen en sus propios contextos sociales. Luego se les llamará niños o jóvenes
caracteriales.
Merece una especial atención dentro de las discapacidades psíquicas la discapacidad mental. Sin
duda, la catequesis deberá dedicarle un lugar privilegiado. La enorme complejidad de factores
involucrados en este tipo de discapacidades nos obliga a rechazar todo concepto estereotipado de
las mismas y a huir de una definición exhaustiva y unitaria. Teniendo en cuenta la originalidad
individual de cada caso podríamos decir que existen tantas discapacidades como discapacitados.
Cada uno tiene su peculiar modo de ser.
Esto nos sitúa ante personas que padecen desde una discapacidad profunda, con imposibilidad de
llegar a la palabra escrita o hablada y, en muchos casos, con la apariencia de ser incapaces de
establecer cualquier tipo de relación con los demás, hasta la discapacidad mental ligera que
algunos identifican con la dificultad de acceder a la abstracción, al pensamiento formal y al
razonamiento.
Sin embargo, la discapacidad mental no se reduce a una edad mental, ni siquiera a un Cociente
intelectual. La experiencia y el contacto con los discapacitados mentales nos lleva a considerarlos
como unos seres humanos con sus inagotables riquezas, sus recursos imprevisibles y sus
desconcertantes contradicciones. De ahí su forma peculiar de aproximarse a sí mismo, al mundo,
a sus semejantes y a su experiencia de Dios.
Se le escapa también la estructura del tiempo; vive el presente. La noción de antes y después la
percibirá como una enorme globalidad.
El discapacitado se mostrará siempre muy dependiente de los demás, indefenso y con gran
necesidad de relaciones interpersonales espontáneas, serias y sinceras, donde se sienta acogido,
valorado e integrado y donde pueda expresar sus capacidades de relación y comunicación.
Sin embargo, en los ambientes más especiales vamos a tener la urgencia constante de
preguntarnos qué es lo básico y nuclear del mensaje de Jesús. Siguiendo el criterio pastoral que se
suele emplear en los ambientes más sencillos, debemos saber distinguir claramente lo esencial del
mensaje de Jesús de lo más accidental, lo más importante de lo que es sencillamente relativo, lo
imprescindible de aquello que podemos dejar por ser secundario (cf DGC 114-115).
En el mensaje de Jesús no todo tiene la misma importancia, la misma fuerza, la misma urgencia.
Hay realidades fundamentales de las que progresivamente y en forma de espiral se va
desprendiendo todo el resto. De ahí la necesidad constante de sintetizar, de globalizar en torno a
estos núcleos fundamentales, tanto cuanto la realidad concreta de las personas lo exija. Esto sólo
será posible si el catequista tiene una visión clara y sencilla de las realidades esenciales y básicas
de la revelación que el Padre nos ha hecho a través de Jesús.
Ser fieles a lo esencial sería ir promoviendo un proceso catequético que nos lleve lentamente al
reconocimiento amoroso de los acontecimientos fundamentales a través de los cuales Dios Padre
se hace especialmente presente:
a) Descubrimiento gozoso de Dios como Padre, que nos quiere, nos cuida y nos invita a
experimentar la alegría de sentirnos hijos. La creación y la vida son el gran regalo de Dios.
b) Encuentro con Jesús: está vivo entre nosotros, pasó por la vida haciendo el bien, dio la vida en
la cruz y resucitó por todos los hombres. María es la madre de Jesús y madre nuestra.
c) Experiencia gozosa de la presencia del Espíritu de Jesús, que nos ilumina y fortalece, a la vez que
anima a la creación entera.
f) Vivencia gozosa de esa espera de Jesús, cuya presencia se nos manifestará más allá de la
muerte.
Estas realidades esenciales, que podemos vivir y recrear como el centro de nuestra fe, cada uno
puede descubrirlas segun su ritmo evolutivo, según sus propias posibilidades, a la vez que pueden
expresarse de un modo personal, sin caer de ninguna forma en la complejidad y en la abstracción
difícil.
Dicho proceso puede realizarse en varias fases o etapas, que se irán desarrollando de forma
concéntrica e integradora, como en una suave espiral, sin estar apremiados por edades
cronológicas cumplidas o por contenidos que se exijan para ser aprendidos. Se trataría de un
auténtico proceso catequético, entendido como un período intensivo de formación cristiana
integral y fundamental (cf CC 34), desarrollado a lo largo de un tiempo determinado, y a través de
diversas etapas vitales (cf CC 236; CCE 53).
Dicha catequesis exige un cuidado especial donde se respete la ley fundamental de la fidelidad a
cada hombre y a todo el hombre, a su situación, a su historia, a sus heridas y cicatrices, a sus
lenguajes, a sus dialectos siempre personalísimos y originales. Esta necesaria fidelidad a cada
hombre, a sus diversas etapas y situaciones de la vida, torna a la catequesis en fuente de riqueza e
inspiración para todo tipo de resonancias en el corazón de todos, y especialmente en el corazón
de los sencillos. La catequesis de personas con discapacidad, lejos de ser lugar de limitaciones y
dificultades, experimenta con más fuerza esta riqueza y nos permite afirmar que sería más
apropiado hablar de la originalidad de esta catequesis que de su especialidad.
Estas etapas o fases, tal como aparecen en las orientaciones pastorales y pedagógicas de la
Comisión episcopal española de enseñanza y catequesis, en Atención a los minusválidos en la
Iglesia y en la escuela (1986), pueden reducirse a las siguientes: despertar religioso, iniciación
sacramental y síntesis de la fe cristiana.
Nos referiremos especialmente a las dos primeras, ya que la etapa correspondiente a la síntesis de
fe, cuando puede darse, sigue las orientaciones propias de un ambiente normalizado.
a) El despertar religioso. Esta básica iniciación cristiana reviste los sencillos caracteres de un
despertar, de un abrir los ojos y el corazón a todo el mundo de lo religioso, un despertar a ese
sentimiento o presentimiento de Alguien misterioso, pero real y presente, distinto de los padres.
Incluso los discapacitados más severos pueden vivir de alguna forma este misterioso proceso de
identificación, en el que van a llegar a un conocimiento vivencial de realidades esenciales de
nuestra fe, más allá de toda comprensión intelectual.
Cuando esta atmósfera no se da, el despertar religioso en este contexto, va a quedar seriamente
deteriorado y surgirán enormes dificultades para poder suplirlo. Todo trabajo pastoral en estos
ambientes especiales, centrado únicamente en los hijos, al margen del ambiente familiar, será un
trabajo con garantías de muy poca solidez. Es necesario encontrar modos, cada vez más
imaginativos, de integración de las familias con miembros discapacitados en diversos movimientos
y asociaciones, a fin de que su apertura ayude a acoger, evangelizar y acompañar procesos de fe
de otras familias (cf CC 245-246).
La mediación simbólica, con su peculiaridad de conectar con los espacios más inconscientes y
profundos del hombre, ofrece al discapacitado mental, incluso profundo, esta posibilidad de
relación y de conocimiento, que hará posible una participación peculiar y original en el seno de
una comunidad que ella misma viva y exprese esta experiencia de comunicación.
En este contexto las pequeñas comunidades de fe, alentadas por la propia parroquia, son de un
gran valor para estimular y hacer posible esta experiencia de fe y de fraternidad, aun en los más
sencillos de la comunidad. Ahí será posible una cuidadosa preparación, empleando espacios de
tiempo más largos y acentuando la atención personal.
Es una cuestión antigua que ha sido objeto de una cierta regulación jurídica en la historia de la
Iglesia. Durante los primeros siglos no se habla de incapacidad para comulgar sino de indignidad
para recibir al Señor (1Cor 11,28). A partir de los siglos XII y XIII se va haciendo unánime el criterio
de la necesidad de uso de razón para acceder a la comunión. El decreto Quam singulari, de Pío X,
iría orientado en esta misma línea al exigir el comienzo de la edad de razón para la primera
recepción de la eucaristía.
Sin duda, estos criterios han de tenerse en cuenta en todo lo que se refiere a los discapacitados
mentales, incluso profundos, y de forma general para todas aquellas personas con algún tipo de
inadaptación. Sin olvidar, sin embargo, que la palabra conocimiento no se refiere solamente a una
comprensión mental o un saber razonado, sino que tiene un sentido más amplio y profundo.
Podemos conocer por medio de la inteligencia y sus finos procesos de abstracción, pero también
por medio de los sentidos, de la sensibilidad, de los afectos, de la intuición.
¿En qué signos podemos reconocer la aptitud para este conocimiento tan original, cuando se trata
de personas con discapacidades mentales, incluso a niveles profundos? En primer lugar, en su
deseo. Deseo que puede ser expresado de múltiples formas y maneras; a veces con un sencillo
gesto, entendido en esa relación estrecha con las personas a quienes ama y con quienes vive su
experiencia de fe. El proceso de identificación es aquí de suma importancia.
Puede ser reconocido también en su sentido de lo sagrado, manifestado en su postura, en sus
gestos, en su comportamiento, en la calidad de su relación. Frecuentemente el deficiente mental
no tiene palabras para expresar la diferencia entre el pan ordinario y el pan de Dios, pero puede
manifestar que conoce esta diferencia por su actitud, por su mirada, por la calidad de su silencio,
por su empatía en la vivencia de la celebración comunitaria.
Cuando el discapacitado mental forma parte de una comunidad de fe, que celebra festivamente la
eucaristía y se siente acogido y valorado en su seno, es normal que surja en él el deseo de
comulgar. La familia, los catequistas, el sacerdote, la comunidad en la que está integrado, deben
alimentar este deseo y preparar con sumo cuidado esta iniciación cuando el deseo existe. Toda
persona que sea capaz de una mínima relación interpersonal tiene abierta esta vía de un
conocimiento profundo y original, que puede suscitar ese sentimiento interior, que va más allá de
toda comprensión puramente racional.
La importancia de la asamblea de creyentes que rodea al sujeto del sacramento es tan grande,
que en ocasiones sólo ella, y no el sujeto, es consciente del acto que realiza. Así sucede en el
bautismo del recién nacido, o en la unción de un agonizante ya inconsciente. Este carácter
comunitario no deja de tener su sentido profundo en el caso de la comunión de los discapacitados
profundos, en cuanto que tal acto sacramental manifiesta que los hombres son llamados y
salvados por Dios en comunidad. La eucaristía es el sacramento por excelencia de la fraternidad y
del amor.
Son los padres y el sacerdote, convenientemente asesorados por las personas que atienden al
discapacitado (catequistas, educadores, médicos, psicólogos, la comunidad en la que participa)
quienes han de juzgar sobre el momento oportuno de recibir la primera comunión y la frecuencia
de las comuniones sucesivas.
Todo ello sitúa a la pedagogía catequética bajo el signo de la pedagogía del encuentro, de la
relación, de la experiencia interpersonal, del don, de la gratuidad, de la valoración, de la oración
confiada, de la presencia del Espíritu, de la permanente creatividad.
La catequesis especial ha de ser fiel a este modo de hacer de la pedagogía divina. Pedagogía que
trasciende de modo radical el lenguaje exclusivamente racional y se abre a una visión más amplia
y global de todo el hombre en su proceso personal e histórico. Sin esta fidelidad al modo de hacer
de Dios la catequesis especial se queda sin perspectiva, sin camino, sin salida. No es posible.
El discapacitado mental, en concreto, necesita la presencia real de alguien que está, a quien
puede ver, tocar, escuchar, saborear, de quien puede percibir su contacto, su calor, su fe sencilla
pero vigorosa. Los padres, los catequistas, los educadores, conocen bien la fuerza de tal relación.
Sin dicho clima difícilmente se acogerá ningún tipo de mensaje; con él, será posible la
comprensión experiencial, incluso de contenidos profundos.
Se requiere; pues, en los ambientes especiales una calidad de presencia que, privilegiando los
aspectos afectivos, facilite un clima de oración, de silencio, de contemplación, donde se desarrolle
con cuidado el oído interior de cada persona para hacerse sensible a la palabra y a la acción de
Dios en lo más profundo de su corazón. Todo este contexto de vivencia relacional, afectiva y
amistosa, proporcionará a la catequesis un clima de calma, de paz, de bondad, de belleza, de
alegría espontánea. Toda la metodología, en definitiva, quedará impregnada de esta original
actitud.
En la catequesis especial las actitudes del catequista, los materiales que se empleen, el ritmo que
se imponga, las exigencias que se manifiesten, han de estar impregnadas de esta amorosa
condescendencia de Dios Padre con el hombre, en especial con las posibilidades de los débiles y
los sencillos (cf DGC 146).
No se trata de hacer más complicada la catequesis especial. Dios habla desde lo ordinario y se
revela al hombre con sumo respeto, con sencillez (cf CC 215). El lenguaje ha de ser, pues, sencillo,
claro y contundente, como en toda buena noticia. El clima, de silencio y oración, que permita
«desarrollar el encuentro catequético en fraterna alegría». Que el material didáctico no sea
excesivo ni rebuscado. La amistad sincera y profunda con las personas discapacitadas, la cercanía
cordial, la escucha atenta a cada una de sus palabras, sus gestos y actitudes, será, en definitiva, la
condición para una genuina relación catequética.
La verdadera expresión simbólica está mucho más cerca del hombre sencillo de lo que podemos
imaginar. Le es más accesible que el camino del lenguaje abstracto, tan habitual en nuestra
cultura occidental. A medida que el lenguaje se ha ido conceptualizando y ha ido adquiriendo la
riqueza de la precisión y de la síntesis, ha ido perdiendo parte de su primitiva riqueza, de su fuerza
emocional, del vigor de sus componentes afectivos.
Es preciso que los ambientes especiales den suma preponderancia a esta pedagogía de las
mediaciones y de los signos, que conectan más directamente con el inconsciente personal y
colectivo, y con las experiencias afectivas más profundas y universales del hombre y de su cultura.
La liturgia cristiana ha sabido recogerlas e iluminarlas con enorme sabiduría a través de toda su
tradición.
Los discapacitados mentales van a estar especialmente abiertos a este lenguaje del signo, del
gesto, del símbolo, para expresar toda la riqueza de su mundo interno. Su forma de razonar irá
más por una vía de asociación afectiva y de intuición que por el camino del discurso y del
silogismo. Su expresión estará mucho más ligada a lo concreto, a lo espontáneo, a lo afectivo, a lo
corporal, a lo gestual, a la imagen sencilla y cercana.
Para algunos discapacitados, el hecho de hablar puede suponer, incluso, una enorme dificultad.
Sin embargo, no son indiferentes al gesto, al tacto, a los sonidos, a la mirada, a la música. El
cuerpo en su totalidad es un magnífico instrumento de expresión.
El lenguaje simbólico8 va a estar muy dependiente de la expresión corporal. Las actitudes más
interiores de apertura o de cerrazón, de seguridad o de miedo, de tristeza o de alegría, se
manifiestan en todo el cuerpo, especialmente en las zonas más expresivas: el rostro, la mirada, el
gesto.
En la catequesis con discapacitados es necesario conocer más a fondo las enormes posibilidades
de la expresión corporal. Liberar esta expresión, encauzarla, abandonar las actitudes
estereotipadas y fijas, buscar el entendimiento entre el sentimiento y la expresión del cuerpo o
del gesto, es disponerse al encuentro, a la acogida, a la comunicación, con todas las posibilidades
que ofrece el ser humano.
El cuerpo, los gestos, los movimientos, el juego, el canto y la danza, posibilitan que el niño o el
joven con discapacidad vivencie con mayor profundidad y claridad su religiosidad.
Siguiendo esta fidelidad a la pedagogía de los signos, se utilizará con especial interés en los
ambientes especiales el método inductivo que, a la vez que da gran importancia a lo concreto y a
lo experiencial, lleva del hecho al misterio, de lo visible a lo invisible, del signo a lo trascendente,
«ofrece grandes ventajas y es conforme con la economía de la revelación» (DCG 72; DGC 150).
La pedagogía de los signos es la pedagogía por excelencia para toda catequesis en donde las
capacidades intelectuales han quedado dañadas o disminuidas por diversas razones, encontrando
la riqueza interior y misteriosa del hombre otras vías de expresión que le permitan ver las cosas
con una mirada nueva, con unos ojos nuevos: con la luz de la fe (cf CC 219).
4. PEDAGOGÍA DE LA EXPERIENCIA. En el acto catequético se integran varios elementos que se
reclaman mutuamente sin que puedan prescindir los unos de los otros: la experiencia cristiana, la
palabra de Dios, la expresión de la fe (cf CC 221).
La catequesis especial ha de saber conjugar, con suma creatividad, dichos elementos dentro de su
proceso, sin perder de vista la flexibilidad de su presentación y la particularidad de su ritmo. En
dichos ambientes se ha de privilegiar la experiencia como medio extraordinario de conocimiento y
de expresión. En la medida en que mejor se conecte con esa experiencia, ya sea personal, familiar,
religiosa o social, mejor se abrirá a ser fecundada e iluminada por la palabra de Dios.
La experiencia humana no está en contradicción con el evangelio. Al contrario, entre ellos hay un
lazo indisoluble, ya que el evangelio se refiere al sentido último de la existencia para iluminarla,
juzgarla y transfigurarla: «No hay que oponer una catequesis que arranque de la vida a una
catequesis tradicional, doctrinal y sistemática. La auténtica catequesis es siempre una iniciación
ordenada y sistemática a la revelación... Pero esta revelación no está aislada de la vida, ni
yuxtapuesta artificialmente a ella. Se refiere al sentido último de la existencia y la ilumina, ya para
inspirarla, ya para juzgarla, a la luz del evangelio» (CT 22).
Si queremos que la palabra de Jesús llegue al corazón del hombre sencillo, es necesario llegar a su
ser más profundo, donde su existencia puede recobrar sentido y esperanza, donde se plantean a
su experiencia vital los interrogantes de su reconocimiento, de su valoración, de su desamparo,
donde vive la extrañeza de sentirse distinto, donde experimenta las dudas de si merece sentirse
querido y del valor de su propio cariño.
Sin llegar a esas experiencias básicas y nucleares, sin esa actitud de admiración que permita llegar
a ese diálogo experiencial, difícilmente podremos llevar a la persona herida en su cuerpo o en su
psique al diálogo con Dios, para ser alcanzada por su Palabra y por su salvación generosa y
gratuita.
En definitiva, allí donde la comprensión intelectual se hace más dificultosa, es necesario que la
palabra de Dios se encarne en lo concreto, en lo visible, en lo palpable, en lo sensible, en lo
básicamente experienciable. Todo ello, evitando el infantilismo y la artificialidad, sabiendo
conjugar lo nuclear y esencial del evangelio con las experiencias más nucleares del hombre
sencillo. Sin duda, están aquí en juego la creatividad y la audacia del movimiento catequético para
mirar con enorme seriedad al hombre herido por algún tipo de discapacidad y a la vez profundizar
con no menos fidelidad en la palabra de Dios que, en definitiva, ilumina dicho proceso y es el
elemento que da cohesión a todo lo demás. Respetando el tiempo y la capacidad receptiva de
cada uno, todo encuentro catequético será oportunidad de proclamar, saborear, celebrar y
convidar a la experiencia de una buena noticia.
La catequesis con discapacitados está llamada a ser más creativa que cualquier otra, porque
nuestro sujeto limitado nos exige una mayor adaptación. Esa creatividad deberá llegar a los
programas, los métodos, los recursos didácticos y la pastoral familiar, utilizando su lenguaje, sus
signos y símbolos para llegar mejor a su vida concreta11.
Todos los creyentes tienen aquí su sitio, su derecho, su clima idóneo para crecer en la fe y
madurar en ella. Todos, sin excepciones, sin preferencias. Si hay alguna preferencia será para los
más sencillos y pobres de la comunidad, para los más discapacitados, para los más inhibidos.
En todas las comunidades hay niños, jóvenes o adultos, afectados por múltiples discapacidades
que no les permiten seguir el ritmo normal de la comunidad. Podemos tener la tentación de
considerar un lujo el ocuparnos de las personas más discapacitadas cuando carecemos de medios
para hacer frente a las demás tareas pastorales que nos urgen desde los distintos ambientes. En
nuestra vida pastoral corremos el riesgo, tan propio de nuestra cultura occidental, de dejarnos
fascinar por la rentabilidad y la eficacia, de considerar una pérdida de tiempo el esfuerzo cuando
no vemos resultados espectaculares. Catequizar en los ambientes especiales, sobre todo más
severos, es aceptar la pobreza aparente de los resultados con respecto a la suma de los esfuerzos
desplegados. Es vivir la paciencia y el desinterés a largo plazo. Es aceptar la palabra del evangelio:
«Uno es el que siembra, otro el que siega».
Con frecuencia falta un auténtico compromiso, tanto de los pastores como de la comunidad
eclesial, para una cordial acogida de la persona discapacitada, para su integración plena y activa
en la vida comunitaria, así como también una vinculación orgánica en la pastoral de la comunidad
eclesial de sus catequistas, de sus familiares y amigos sensibilizados. Se requiere que toda la
comunidad acoja y acompañe su crecimiento y maduración en la fe y en la vida comunitaria (cf
DCG 91; CT 41; DGC 189).
Se requiere que los obispos, primeros catequistas en sus comunidades diocesanas, pongan todo
su empeño en la catequesis especial, que alienten y acompañen los procesos de integración de
esta catequesis en la pastoral orgánica de la diócesis, en la sólida formación de los catequistas y
demás agentes pastorales que asisten a las personas con discapacidad (CCE 888). Muchas diócesis,
incluso regiones y países, cuentan con equipos interdisciplinares que planifican y llevan adelante
planes y proyectos catequéticos y pastorales de alto valor testimonial para otras actividades
eclesiales (cf DGC 222, 223). No se concibe una catequesis dirigida a las personas con discapacidad
que no esté integrada en la vida de la comunidad y en la pastoral orgánica parroquial, diocesana y
nacional.
La comunidad eclesial velará para que toda ella, especialmente los catequistas y pastores, estén a
la escucha de las riquezas, potencialidades y originalidades de cada persona, y no sólo de sus
necesidades y dificultades. Todo catequista y agente pastoral estará cada día más obligado a su
formación y actualización permanente, para asegurar que el mensaje evangélico ilumine y
contribuya a la promoción integral del hombre lastimado y portador de discapacidades y
achaques 13.
La catequesis de los discapacitados presenta dificultades especiales y, por ello, exige una
específica preparación en los catequistas (cf Plan de acción de la Comisión episcopal de enseñanza
y catequesis para el trienio 1984-1987).
El catequista especializado deberá ser fiel, como todo catequista, a Dios, a la Iglesia y al hombre.
La fidelidad al hombre enfermo o discapacitado implica una esmerada formación religiosa y
científica, constantemente actualizada, que le permita adecuar mejor el mensaje salvífico del
Señor, utilizando los recursos más indicados para cada situación14.
Entre los rasgos del catequista de personas con discapacidad, podemos destacar los siguientes: 1)
El catequista ejerce la diaconía servicial a los más pequeños, y su nota distintiva es la ternura
entrañable y abundante al hermano solo y desamparado; 2) Como todo catequista, será fiel al
Señor que lo envía, a la Iglesia de la que es intérprete (cf DCG 35), y a los latidos del corazón de
cada hombre al que es enviado. La fidelidad a estos latidos implica una esmerada formación
antropológica y científica, permanentemente actualizada, que le permita proclamar mejor el
mensaje del Señor, utilizando los recursos más indicados para cada situación; 3) Con todo, el
catequista evitará convertirse en un mero técnico que sabe y maneja hábilmente la palabra de
Dios en el ejercicio de su profesión. El centro de su acción estará puesto en la transmisión, con un
lenguaje catequético, de la palabra de Dios al corazón de su hermano con discapacidad; 4)
Apertura a los nuevos aportes metodológicos y pedagógicos. Amplia formación psicopedagógica
desde una visión cristiana de las ciencias y la pedagogía catequética, la psicología religiosa y las
didácticas especiales. Porque Dios obra siempre en la novedad de la vida y dona su espíritu de
creatividad y constante renovación, sobre todo en lo que se refiere a la metodología catequética
(cf DGC 243); 5) Pobreza y desprendimiento evangélico y disponibilidad para asumir las
dificultades derivadas de su misión; 6) Responsabilidad y perseverancia en la tarea catequética,
signo del cuidado providencial con el que Dios asiste y dialoga con sus hijos, y especialmente con
aquellos a los que hizo primeros destinatarios de su revelación («Te alabo Padre, por haber
revelado estas cosas a los pequeños...»); 7) Promover una actitud de profunda y sincera amistad
pastoral de los catequistas con las personas con discapacidad, en una relación que, como tal, está
llamada a intensificarse en la oración común, en la vida litúrgica y comunitaria.
En el plano diocesano, dicha acción catequética está animada y coordinada por el Secretariado de
catequesis, responsable de toda la organización catequética en la diócesis. El esfuerzo
desarrollado por las diócesis en pro de la catequesis especial ha sido grande, pero no tanto como
el que se necesita para una verdadera promoción y profundización de la catequesis especializada.
A veces faltan los mínimos recursos, sobre todo algunas personas más especializadas que
promuevan, coordinen y alienten todos los esfuerzos que exige dicho movimiento.
NOTAS: 1. PABLO VI, Vaticano, 25 de octubre de 1975. — 2. M. RASPANTI, Intervención en el aula sinodal, Roma, 6 de octubre
de 1977. — 3. PABLO VI, Al Consejo directivo de la Liga internacional de asociaciones protectoras de deficientes mentales, Roma,
4
5 de julio de 1971. - R. LUCKASSON Y OTROS, Mental retardations: definition, classification, and systems of supports, AAMR,
6
Washington 1992. — 5. Medellín, Cat. VIII, 6. — PP 20. - 7. L. ZuGAZAGA, El despertar religioso, Actualidad catequética 173
8
(1997) 107-131. - M. ARROYO, La función simbólica en la experiencia religiosa de los sencillos, Teología y catequesis 57 (1996).
10
— 9. M. RASPANTI, Homilía de Pentecostés, Catedral de Morón, 21 de mayo de 1972. — Ib. — 11. IV Jornadas nacionales de
12
catequesis especial, San Miguel (Argentina) 1978. — MPD 13; JEP 67-70, 1978. — 13. O. NAPOLI, ¿Una catequesis diferencial?,
14
Morón 1969. - M. RASPANTI, Aula sinodal, Roma 1977.
BIBL.: BISSONNIER H., Catequesis para niños y jóvenes deficientes mentales, Boletín de orientación catequística 35, Secretariado
nacional de catequesis, Madrid 1966; CONGAR 1. M. J.-SAUDREAU M.-BISSONNIER H.-DESCOLEURS B. (CELAM CLAF), La
catequesis de los más pobres, Marova, Madrid 1974; ESTEPA J. M., La función y el ministerio catequético en la pastoral
diocesana, Teología y catequesis 35-36 (1990); PAULHUS E., Enfants á risque, Fleurus, París 1990; PAULHUS E.-MESNY J., La
catequización de los inadaptados, Marova, Madrid 1971; ROUQUES D., Initiation chrétiénne des débiles profonds, Fleurus, París
1969; VANIER J., Comunidad: lugar de perdón y fiesta, Narcea, Madrid 1980.
El Directorio general para la catequesis (1997) ve el momento presente como un tiempo de misión
(DGC 241) y destaca «el carácter misionero de la catequesis actual y su tendencia a asegurar la
adhesión en la fe por parte de los catecúmenos y los catequizandos en medio de un mundo donde
el sentido religioso se oscurece» (DGC 29). Recoge así el sentir del movimiento catequético de los
últimos tiempos que, a través de formulaciones diversas, ha tratado de describir y dar respuesta a
esta honda inquietud. Haremos memoria de todo ese proceso. Pero el Directorio no se limita a
constatar un hecho. Darle a la catequesis «un acentuado carácter misionero» (DGC 33) es, sobre
todo, un reto para el futuro. De ahora en adelante, la catequesis, «junto a su función de iniciación,
debe asumir frecuentemente tareas misioneras» (DGC 52), especialmente en la evangelización de
los jóvenes y de los adultos (cf DGC 185 y 276).
A partir de la década de 1950, grandes pastoralistas, sobre todo franceses (A. Rétif, P. A. Liégé, A.
M. Henry...), tienen la aguda conciencia de encontrarse ante nuevas situaciones que exigen
respuestas de estilo misionero. Se piensa que una de ellas puede ser una catequesis renovada.
Así, Liégé sugiere un tipo de catequesis que no se separe jamás de la evangelización primera y J.
Dimnet afirma que hay que hacer un esfuerzo misionero en el mismo corazón de la catequesis1.
Esta impregnación misionera de la catequesis se concretará en Francia (París y Lyon) con la
instauración del catecumenado para los adultos no suficientemente evangelizados.
La renovación catequética europea, que se inició con la llamada catequesis kerigmática, suscita el
acercamiento del mundo de las misiones a la catequesis. Las revistas misioneras se abren a las
cuestiones catequéticas, se organizan centros de formación catequética en los países de misión,
se dedican semanas de misionología a la catequesis...
Mención especial merecen algunos catequetas misioneros, como J. Hofinger, organizador del
Congreso internacional de Eichstátt (1960), en el que se valoran las posibilidades misioneras de la
renovación kerigmática, pero se reconoce que, a pesar de sus ventajas sobre los catecismos
neoescolásticos, no responde a las necesidades de los territorios de misión; o como A. Nebreda,
promotor del Congreso internacional de Bangkok (1962), donde se intentan bosquejar las etapas
que un adulto tendría que recorrer para acceder a la fe y al bautismo: se habla de
preevangelización, evangelización y catequesis.
Gran importancia tuvo para este tema la publicación en 1972 del Ritual para la iniciación cristiana
de adultos (RICA) por parte de la Congregación para el culto divino. En los Praenotanda del
capítulo IV, se dan pistas para la catequización de aquellos adultos que, aunque bautizados de
niños, no han tenido una conveniente iniciación cristiana. Una catequesis especial, puesto que la
conversión se funda en el bautismo ya recibido (RICA 295). El sínodo de obispos de 1974 se d edica
a la evangelización. Pablo VI recoge admirablemente la reflexión sinodal en la exhortación
apostólica Evangelii nuntiandi, en la que la evangelización se entiende como la totalidad de la
misión de la Iglesia. En este documento se nos invita a prestar atención a «toda una gran
muchedumbre, hoy día muy numerosa, de bautizados, que en gran medida no han renegado de su
bautismo, pero están totalmente al margen del mismo y no lo viven» (EN 56).
La respuesta catequética a este problema fue recogida en el sínodo de obispos de 1977, donde se
declara misionera toda catequesis (cf MPD 17). Juan Pablo II, en la exhortación Catechesi
tradendae, fruto de este sínodo, tras analizar aquellas situaciones de nuestra catequesis que
detectan «el hecho de que a veces la primera evangelización no ha tenido lugar», indica cómo «la
catequesis debe -a menudo preocuparse no sólo de alimentar y enseñar la fe, sino de suscitarla
continuamente con la ayuda de la gracia, de abrir el corazón, de preparar una adhesión global a
Jesucristo en aquellos que están aún en el umbral de la fe» (CT 19).
Entre un documento episcopal y otro, se da en la Iglesia española una amplia reflexión sobre el
tema a lo largo de la década de 1980. La dimensión misionera de la catequesis estuvo
especialmente presente en el Congreso de evangelización (1985) y en el de Parroquia
evangelizadora (1988). Planes de acción de la comisión episcopal de enseñanza y catequesis,
como los del trienio 1984-87, 1987-90 y 1990-93, han incorporado esta preocupación a sus
objetivos y líneas de acción. A ello se han dedicado jornadas nacionales de directores diocesanos
de catequesis: La catequesis en una situación misionera (1988), La catequesis de talante misionero
con cristianos bautizados pero alejados de la fe y vida cristiana (1989), Una formación de
catequistas que eduque el sentido misionero (1990). En 1999 se publicó el documento La iniciación
cristiana. Reflexiones y orientaciones (IC), aprobado en asamblea plenaria el 27 de noviembre de
1998, con el que la Conferencia episcopal ha querido adaptar el RICA a la realidad española. Lo
misionero en catequesis ha sido, también, objeto especial de estudio por parte de teólogos y
catequetas3.
En 1979 se reúne en Puebla (México) la III Conferencia de obispos de América latina. El discurso
de Puebla es más integrador que el de Medellín: en el centro no está ya el hombre-en-situación,
sino la Fe del hombre-en-situación. Puebla no fue una asamblea para la catequesis, sino para la
evangelización. Pero es en ese contexto donde se propugna una catequesis de nueva
evangelización para las nuevas situaciones (Puebla 252); un proceso de reinformación catequética
(Puebla 329) para aquellos bautizados que viven un catolicismo popular debilitado (Puebla 333);
una catequesis, en fin, profética (Puebla 803).
El acento misionero está muy presente en la catequesis de América latina: aparece en distintos
documentos, como las Líneas comunes de orientación para la catequesis en América latina (1985),
y es lenguaje bastante común entre los catequetas del continente 5.
Juan Pablo II hace, precisamente en América latina, su llamada a la nueva evangelización: «nueva
en su ardor, en sus métodos, en su expresión» (Haití 1983). En 1992, la IV Conferencia episcopal
latinoamericana, reunida en Santo Domingo, traza su plan pastoral de futuro sobre estos tres
objetivos: nueva evangelización, promoción humana y cultura cristiana: la nueva evangelización
ha de ser el elemento englobante para entender en su verdadera dimensión la promoción
humana, e impregnar con la luz del evangelio las culturas de los pueblos latinoamericanos. El plan
tiene en cuenta una catequesis de acento misionero: «Kerigma y catequesis. Desde la situación
generalizada de muchos bautizados de América latina, que no dieron su adhesión personal a
Jesucristo por la conversión primera, se impone, en el ministerio profético de la Iglesia, de modo
prioritario y fundamental, la proclamación vigorosa del anuncio de Jesús muerto y resucitado, raíz
de toda evangelización, fundamento de toda promoción humana y principio de toda auténtica
cultura cristiana» (Santo Domingo 33).
La nueva evangelización aparece hoy como un proyecto pastoral tan necesario como ambiguo. No
faltan voces críticas que advierten la posibilidad de que sea entendida en sentido restauracionista
por algunos sectores eclesiales6. En este caso, una catequesis de carácter misionero no tendría
cabida.
Pero no es así como debe entenderse: «Esta pastoral evangelizadora responde a una nueva
situación: crisis de fe, abandono de la Iglesia, indiferencia religiosa. Requiere actitudes nuevas:
recuperar la conciencia misionera. Tiene objetivos nuevos: anuncio primero del evangelio, llamada
a la conversión a Jesucristo, despertar de la fe. Se dirige a nuevas personas: las que han
abandonado la comunidad cristiana. Obliga a revisar los contenidos de nuestra pastoral: todas las
actividades han de adquirir un tono evangelizador y centrarse en lo fundamental del anuncio de
fe. Obliga a revisar la vida y los comportamientos de las comunidades cristianas: revitalización de
la comunidad, del testimonio y del compromiso transformador. Obliga a incorporar nuevos
métodos: encuentro con personas alejadas y propuesta cordial de la fe. Parte de una experiencia
eclesial nueva: una Iglesia que trata de recuperar el espíritu de sus orígenes y lo que es esencial a
su ser, el anuncio de Jesucristo»7. La nueva evangelización, vista así, puede ser el horizonte
pastoral desde el que plantear hoy una catequesis de talante misionero.
La historia recorrida nos ofrece los materiales suficientes como para reconducir el tema de la
catequesis de carácter misionero hacia sus posibilidades operativas de cara al futuro.
La evangelización constituye la misión esencial de la Iglesia (cf EN 14). Esta misión «es única e
idéntica en todas partes y bajo cualquier condición, aunque no se ejerza del mismo modo según
las circunstancias» (AG 6). De ahí que, en la misma evangelización, se den modalidades y grados
diferentes:
a) Las modalidades de la evangelización «no nacen de razones intrínsecas a la misión misma, sino
de las diversas circunstancias en las que esta se desarrolla» (RMi 33). Estas circunstancias son las
«diferentes situaciones socio-religiosas» (DGC 58) con las que ha de enfrentarse: Primera
situación: pueblos, grupos humanos y contextos socioculturales donde se desconoce a Cristo y su
evangelio (cf RMi 33); la evangelización se realiza aquí según la modalidad de la misión ad gentes.
Segunda situación: comunidades cristianas sólidamente asentadas, fervientes en la fe y en la vida,
testigos del evangelio en su ambiente y comprometidas en la misión universal (cf RMi 33); la
evangelización se realiza aquí a través de la acción pastoral de la Iglesia. Tercera situación: se trata
de una situación intermedia, en la que «grupos enteros de bautizados han perdido el sentido vivo
de su fe, o incluso no se consideran ya como miembros de la Iglesia, llevando una existencia
alejada de Cristo y de su evangelio» (RMi 33); esta situación requiere una nueva evangelización (cf
DGC 25-26).
En la situación que postula la acción pastoral de la Iglesia, tienen lugar procesos de iniciación
cristiana para niños, adolescentes y jóvenes, así como diversas modalidades de formación
cristiana para los adultos (cf DGC 58).
En la situación que postula una nueva evangelización, «el primer anuncio y una catequesis
fundante constituyen la opción prioritaria» (DGC 58).
Esta estructuración nos permite precisar mejor el uso del calificativo misionero aplicado al campo
de la catequesis:
En primer lugar, parece lo más adecuado reservar la expresión catequesis misionera para aquella
que se realiza en la misión ad gentes, por ser el paradigma de todas las demás (cf DGC 90).
Por último, de acuerdo con el Directorio, sugerimos la expresión catequesis de carácter misionero
para referirnos a las distintas modalidades catequéticas propias de aquella situación en la que se
requiere una nueva evangelización. Dentro de esta situación destaca especialmente la acción de
primer anuncio a bautizados faltos de una verdadera conversión, pero con un cierto interés o
inquietud hacia el evangelio. El nuevo Directorio general para la catequesis prefiere llamar a esta
acción catequesis kerigmática (DGC 62), aunque reconoce que puede ser también designada
como precatequesis (cf DGC 62, 117).
La catequesis kerigmática, como «propuesta de la buena nueva en orden a una opción sólida de
fe» (DGC 62), se define por su contenido. Comprende una explanación del evangelio (RICA 11) a
quienes, ya tocados por el anuncio inicial, muestran interés por conocerlo mejor con vistas a su
opción creyente. Se trata de una catequesis que, por ir dirigida a personas que no viven el
evangelio, debe presentar con toda su fuerza el anuncio de Jesucristo y la invitación a la
conversión: anuncio de lo nuclear cristiano y, al mismo tiempo, respuesta a las dudas, problemas y
cuestiones que plantea una reorientación global de la vida.
Con algunas variantes, e inspirados en el kerigma primitivo, se han propuesto síntesis diversas de
aquellos contenidos que no deberían faltar en esta catequesis. He aquí un ejemplo:
Todo lo que a continuación se sugiere sobre los acentos, los destinatarios, el catequista y los
proyectos de una catequesis de talante misionero, tiene su aplicación más inmediata y directa en
la llamada catequesis kerigmática.
4. EL CATEQUISTA PARA UNA CATEQUESIS DE CARÁCTER MISIONERO. El catequista ideal para este
tipo de catequesis deberá ser, como en los países de misión, un apóstol laico de frontera. He aquí
algunas actitudes específicas: 1) Ardor misionero: nacido de la compasión evangélica del buen
Pastor que, dejando las noventa y nueve, sale a buscar la oveja perdida (cf Lc 15,4). ¡Tal vez hoy
con las proporciones invertidas!; 2) Madurez de fe y testimonio: si no hay otra forma de
evangelizar más que transmitiendo a otros «la propia experiencia de fe» (EN 46); si el hombre de
hoy «escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan» (EN 41), el catequista
deberá introducir la narración de la propia fe y el testimonio de la propia vida en el interior de su
acción misionera; 3) Presencia e integración: el catequista deberá hacerse presente en su mundo
concreto e integrarse en su cultura; tener sentido de Iglesia y tomar parte en la vida de su
comunidad; saberse situar en el momento actual de la catequesis; 4) Capacidad comunicadora:
desde la convicción de que «el lugar misionero por excelencia es aquel en el que se practica una
buena comunicación humana lo más próxima posible al encuentro» 12; 5) Acompañamiento
espiritual: para poder hacer una lectura sapiencial de la existencia, y no sólo explicar una doctrina;
para ir dando respuesta a las cuestiones vitales y de actualidad; para ayudar a discernir los signos
de los tiempos e interpretar críticamente los acontecimientos.
BIBL.: CAÑIZARES A., Catequesis misionera, Teología y catequesis 1 (1985) 57-71; CAVALLOTTO G.. Catechesi a dimensione
missionaria, Via, veritá e vira 124 (1989) 36-46; Catechesi missionaria, en Dizionario di missiologia, EDB, Bolonia 1993, 81-88;
DIANICH S., Iglesia en misión, Sígueme, Salamanca 1988; GEVAERT J., Primera evangelización, CCS, Madrid 1992; MONTERO M.,
p
La catequesis en una pastoral misionera, PPC, Madrid 1988; VELA J. A., Reiniciación cristiana, Verbo Divino, Este a 1986.
SUMARIO: I. Desde hace quinientos años. II. Hasta nuestros días: 1. De Medellín a Puebla; 2. Santo
Domingo y la catequesis kerigmática, inculturada y misionera. III. Las Semanas latinoamericanas
de catequesis: 1. Quito: la comunidad catequizadora en el presente y futuro de América latina; 2.
Hacia una catequesis inculturada: la Semana de Caracas.
a) El esfuerzo de De Acosta. José De Acosta era misionero jesuita. En 1576, De Acosta elaboró un
tratado sobre la evangelización y conversión de los indígenas titulado De procuranda 1ndorum
Salute, que sirvió de base a su propuesta de reforma de los métodos de evangelización
presentada en el III Concilio limense, esforzándose por imponer la charitas como principio del
encuentro misionero con los indígenas.
b) El III Concilio limense recogió las inquietudes de De Acosta, que también las tenían la mayoría
de los misioneros. Produjo un material catequético de una riqueza incalculable, recogido en la
obra Catecismo para indios, como instrumento de evangelización y medio de cristianización. En
ella se pueden encontrar, junto a principios de pedagogía catequética, información sobre las
costumbres y ritos de los indígenas, sermonario para la predicación, guía para la confesión y
estudios filológicos sobre reforma de lenguas indígenas. Salvando las distancias, podemos
considerar este Catecismo limense como un incipiente compendio de pastoral catequética
inculturada.
1. DE MEDELLÍN A PUEBLA. Son estos dos acontecimientos de la vida eclesial de América latina los
que han marcado, sin duda, el pensamiento teológico y la praxis pastoral de la Iglesia católica en
nuestros países y, de forma particular, la inculturación de la catequesis.
En este sentido, la catequesis debe asumir, como contenido, «las situaciones históricas y las
aspiraciones auténticamente humanas del hombre y de la mujer de Latinoamérica, interpretadas
a la luz de las experiencias vivenciales del pueblo de Israel, de Cristo y de la comunidad eclesial»
(Ib).
La catequesis no puede desconocer la necesidad de cambio social que exige el momento histórico
actual, marcado por una situación de necesidad e injusticias. Por ello, será tarea de la catequesis
ayudar a la evolución integral del hombre y la mujer latino-americanos, orientándolos para que
sean fieles al evangelio (Ib 8, 7).
Finalmente, las conclusiones de este apartado recogen algunas propuestas que marcan las líneas
para una catequesis inculturada, sobre todo en los siguientes puntos: «b) evitar toda dicotomía o
dualismo entre lo natural y lo sobrenatural; c) guardar fidelidad al mensaje revelado, encarnado
en los hechos actuales; d) orientar y promover, a través de la catequesis, la evolución integral del
hombre y los cambios sociales; e) respetar, en la unidad, el pluralismo de situaciones, y k) adaptar
el lenguaje eclesial al hombre de hoy, salvando la integridad del mensaje» (Ib 8, 17).
Analizando el desarrollo de la catequesis desde Medellín, apunta algunos aspectos positivos que
son signos de una mayor inculturación: el esfuerzo por integrar vida y fe, historia humana e
historia de la salvación, situación humana y doctrina revelada (Ib 979); una educación sobre el
sentido crítico constructivo de la persona y de la comunidad en una visión cristiana (Ib 982); el
redescubrimiento de su dimensión comunitaria (Ib 983); una progresiva toma de conciencia de
que la catequesis es un proceso dinámico, gradual y permanente de la educación en la fe (Ib 984).
En definitiva, a la catequesis le toca la tarea de «iluminar con la palabra de Dios las situaciones
humanas y los acontecimientos de la vida, para hacer descubrir en ellos la presencia o ausencia de
Dios» (Ib 997).
«La nueva evangelización debe acentuar una catequesis kerigmática y misionera. Se requieren,
para la vitalidad de la comunidad eclesial, más catequistas y agentes pastorales dotados de un
sólido conocimiento de la Biblia que los capacite para leerla, a la luz de la Tradición y del
magisterio de la Iglesia, y para iluminar, desde la palabra de Dios, su propia realidad personal,
comunitaria y social. Ellos serán instrumentos especialmente eficaces de la inculturación del
evangelio. Nuestra catequesis ha de tener un itinerario continuado que abarque desde la infancia
a la edad adulta, utilizando los medios más adecuados para cada edad y situación. Los catecismos
son subsidios muy importantes para la catequesis; son a la vez camino y fruto de un proceso de
inculturación de la fe» (Santo Domingo 49).
Esta inculturación del evangelio se refiere no sólo al mensaje, sino a toda la vida comunitaria de la
Iglesia; por ello es necesario «realizar una pastoral urbanamente inculturada en relación a la
catequesis, a la liturgia y a la organización de la Iglesia. La Iglesia deberá inculturar el evangelio en
la ciudad y en el hombre urbano. Discernir sus valores y antivalores; captar su lenguaje y sus
símbolos. El proceso de inculturación abarca el anuncio, la asimilación y la re-expresión de la fe»
(Ib 256).
En el apartado cuarto, Acción catequística de la comunidad, aun sin usar el término, desarrolla
algunos rasgos de una catequesis inculturada.
En este sentido, expone que la comunidad catequizadora debe asumir las culturas y la religiosidad
popular hasta el punto de considerar que no puede haber una educación de la fe auténtica,
profunda y seria, mientras que la catequesis no estudie, discierna y asuma las culturas de los
pueblos latinoamericanos. Por ello, la comunidad catequizadora debe estar en una permanente
escucha, admiración y contemplación de todo lo justo, lo noble y lo bueno que existe en las
culturas indígenas y afroamericanas, así como en las subculturas campesinas, urbanas, obreras,
juveniles y de la civilización tecnológica. En todos estos espacios hay una palabra de Dios con la
que la catequesis debe sintonizar (cf Quito 4,2).
Asimismo la catequesis debe asumir el lenguaje del pueblo latinoamericano, su manera propia de
expresarse, sencilla, directa, festiva, espontánea, centrada en la propia experiencia.
Para llevar a cabo esta tarea, es necesario que la comunidad catequizadora se preocupe por
escoger y formar como catequistas a sus mejores miembros, pues ser catequista exige vivir la fe,
participando en la vida de nuestros pueblos, en profunda comunión con la comunidad cristiana.
Su formación debe enfatizar el servicio fiel a la palabra de Dios, capacitándolos para leer, en
atenta escucha, la intervención de Dios dentro de la compleja historia del pueblo latinoamericano
(cf Ib 5).
Es una realidad que, a lo largo de todos estos años, de forma progresiva aunque lenta, la
catequesis en América latina ha sufrido una profunda renovación, hasta adquirir el papel de
protagonista que hoy tiene en la evangelización del continente.
Los rasgos de esta renovación, que lo son, a su vez, de la inculturación, se recogen en las
conclusiones, publicadas con el título de Hacia una catequesis inculturada, que se conoce también
como Documento de Caracas.
Así, la catequesis tiene como objetivo llevar a un encuentro vital con la persona de Jesús (Ib 41) a
través de un itinerario permanente que desembocará, de forma integrada, en la adhesión
personal a Jesucristo y al compromiso de inculturar a Cristo en todos los ambientes de la vida
cotidiana (Ib 42).
«A través de ese itinerario, se va realizando el proceso de inculturación del evangelio como Jesús
lo realizó con sus oyentes: itinerario que parte del anuncio de la buena noticia del Reino, se
promueve con el testimonio alegre, y termina con la transformación de la realidad, en el horizonte
de la plenitud del Reino anunciado» (Ib 43).
Para ello la catequesis debe tener en cuenta las imágenes de Jesús inculturadas en nuestro
pueblo. Entre todas ellas resalta la del Cristo sufriente. «El Cristo sufriente resalta como respuesta
al sufrimiento del pueblo latinoamericano, lo que hace que la religiosidad popular tenga
predilección por imágenes como el Nazareno, el Crucificado, el Cristo de los azotes...» (Ib 50).
«Más recientemente, como resultado del desarrollo de las teologías de la liberación, ha aparecido
una imagen de Cristo liberador, que manifiesta la solidaridad de Dios con el pobre» (Ib 54).
b) Principios de inculturación utilizados por Jesús. A partir de aquí, el documento presenta algunos
principios de inculturación usados por Jesús como modélicos para nuestra actividad catequética:
«El reto que tenemos por delante es grande: presentar a Jesús y su buena noticia a través de una
catequesis inculturada, es decir, optando por el respeto y aceptación de la gente de nuestro
pueblo y su cultura, como hizo el mismo Jesús, asumiendo su religiosidad para, desde ahí, hacer
posible el encuentro personal de cada uno con Jesucristo» (Ib 57).
También nuestro lenguaje debe ser como el de Jesús, que hablaba «no con palabras rebuscadas ni
en lenguaje sublime; lo hacía con el lenguaje popular y las palabras aprendidas de sus padres, y
con gestos concretos de acogida, atención y servicio» (Ib 60).
Como Jesús, tenemos que aprender el uso y el significado de los utensilios y elementos comunes
que el pueblo maneja, y hacerlos parte de la presentación del mensaje: «Jesús conocía para qué
sirve la sal, la levadura y el aceite, el vino y la harina, la red y las barcas de pescadores, la lámpara
que se enciende a la caída del sol; y son estos los signos y los recursos que él usó para dar a
entender que las cosas tienen que cambiar si realmente queremos hacer las cosas como Dios
manda» (Ib 63).
Entrar en comunión con los sentimientos del pueblo o del grupo que se catequiza es otro de los
principios clave de la inculturación que Jesús nos ofrece: «Se alegró con la fiesta de las bodas de
Caná, ofreció el mejor vino, gozó la fragancia del perfume que derramó en sus pies María,
compartió la comida y el descanso con sus doce amigos, a los que enseñó a lavar los pies. Abrazó a
los niños, tocó a los leprosos y se compadeció de todos. Lloró por la muerte de su amigo Lázaro,
se entristeció por el joven que fue vencido por su egoísmo y no fue capaz de dejar sus riquezas
para seguirlo» (Ib 64).
Y es que, para poder inculturar el evangelio, es necesario estar encarnado en el grupo o en el
pueblo que se evangeliza. Y no podremos encarnarnos en el grupo o en el pueblo si no somos
capaces de encarnarnos en Jesús, como él se encarnó en nosotros. En este sentido se expresa el
Documento de Caracas cuando propone: «Los catequistas debemos aprender de Jesús, que tan
bien nos habló de las cosas de su Padre con su vida y con su palabra, a transformarnos en él, para
poder llevarlo al corazón y a la cultura de nuestro pueblo» (Ib 68).
Para ello propone «formar a los catequistas en mentalidad de proceso: nada empieza ahora, ni
conmigo... Nuestra Iglesia latinoamericana tiene un largo recorrido; y la fe llega hasta nosotros a
través de una cadena de testigos. Asimismo exige del catequista estar ubicado históricamente en
su pueblo y su cultura» (Ib 80).
Es importante recordar cómo «los grandes evangelizadores defendieron los derechos y la dignidad
de los aborígenes y censuraron los atropellos cometidos contra los indios en la época de la
conquista» (Ib 73).
Ellos deben ser, para nosotros, ejemplo a seguir: «En cuanto a la inculturación del evangelio
destacamos el esfuerzo hecho por los misioneros, que apreciaron las culturas indígenas y
estudiaron sus lenguas frente a la mentalidad común de la época. Formaron misioneros indígenas
que propagaron el evangelio en sus propios pueblos» (Ib 74).
Por otra parte, la base para extraer los criterios teológicos para la catequesis inculturada, nos la
ofrece el número 53 de Catechesi tradendae, que dice: «De la catequesis podemos decir que está
llamada a llevar la fuerza del evangelio al corazón de la cultura y de las culturas».
e) Propuestas concretas para la incultu ración de la catequesis en América latina. La última parte
del Documento presenta una serie de propuestas para la inculturación de la catequesis en cada
uno de los elementos que intervienen en el proceso: los instrumentos (catecismos, manuales,
subsidios...), los catequistas y su formación, los contenidos, métodos, procesos, etapas y
evaluación.
Así, en cuanto a los catecismos e instrumentos para la catequesis, propone «estudiar en las
Iglesias particulares pluriétnicas la conveniencia de formular un catecismo básico para cada etnia
o para cada cultura interétnica, con los contenidos fundamentales para incorporar a sus
bautizados en la plena vida eclesial, tomando en cuenta los temas clave de su cultura» (Ib 119).
Por otra parte, la Biblia debe pasar a ser «el libro por excelencia de la educación de la fe» (Ib 123),
ya que la catequesis es, ante todo y sobre todo, parte del ministerio de la Palabra.
También los medios de comunicación social deben ser utilizados adecuadamente en la catequesis,
ya que ellos son vehículos de inculturación (cf Ib 134).
Pero el principal medio para hacer posible la catequesis inculturada será prestar una atención
especialísima a la formación de los catequistas (cf Ib 136). Con este fin, se propone, como primer
paso, «educar a los catequistas en la renuncia de sí mismos y en el afán de servicio, a ejemplo de
nuestros mártires, para conocer críticamente, amar, vivir y transformar por el evangelio la
realidad del pueblo o grupo sociocultural en que han de actuar» (Ib 137). La austeridad de vida, la
sencillez del lenguaje y la profundidad cuestionadora en el testimonio de vida, todo ello
entroncado en las bienaventuranzas evangélicas, debe ser tarjeta de presentación del catequista
(cf Ib 138). Pero, sobre todo, el catequista debe «dejarse cuestionar por Jesucristo, quien actúa
desde dentro del pueblo, parte de las realidades de vida sentidas por la gente y está atento a los
pequeños acontecimientos» (Ib 141).
Por otra parte, para equilibrar la imagen sufriente y muriente de Cristo, tan arraigada en nuestros
pueblos, es necesario «reexpresar en forma adecuada la imagen de Jesucristo resucitado, cercano,
viviente, comprometedor al enviarnos a cooperar en la salvación del mundo» (Ib 151).
También debe incluirse como contenido de la catequesis inculturada el «discernir desde la fe las
situaciones humanas, para detectar la presencia o ausencia de Dios en ellas y así asimilarlas en la
catequesis» (Ib 155), con el fin de «presentar el paso de situaciones menos humanas a más
humanas, como manifestaciones de la acción de Dios con nuestra participación en la historia» (Ib
158).
A la hora de presentar a los testigos de la fe, la catequesis debe hacerlo desde los modelos
autóctonos. Por ello se propone: «incorporar el testimonio de los mártires, apóstoles, santos y
beatos de América latina y el Caribe en nuestra catequesis, para tender a una espiritualidad
encamada en nuestra historia y realidad» (Ib 160).
En cuanto a la metodología, la catequesis debe asumir la pedagogía de Jesús. «Jesús parte de las
realidades sentidas por la gente, utiliza el lenguaje de los pequeños y va a lo esencial, siendo
modelo de pedagogía para la catequesis inculturada» (Ib 91; cf Ib 163).
Para ello, debemos «apoyar los procedimientos dialogales que reconocen todo lo verdadero y
bueno que hay en el otro y desechar los impositivos, al compartir la riqueza del evangelio y de las
culturas con que entramos en contacto» (Ib 173).
Ante la realidad de la fuerza que tienen en América latina y el Caribe las sectas religiosas y cultos
ancestrales, así como la presencia de la New Age, lo que ha originado situaciones de sincretismo
entre la religión católica y esas otras creencias, el documento propone, como tarea de la
catequesis inculturada, «acompañar procesos que ayuden a rescatar todo lo compatible con el
evangelio y a redimir o superar lo que esté marcado por el pecado y la ignorancia» (Ib 177).
Debe ser criterio fundamental de la catequesis inculturada asumir, tanto en sus objetivos como en
sus contenidos y metodología, la promoción humana, como lo propuso la Conferencia de Santo
Domingo.
Para ello se plantea, entre otras cosas, «promover, mediante la catequesis, de acuerdo a la
doctrina social de la Iglesia, la dignidad de la persona humana, su igualdad, solidaridad y
subsidiaridad, su obligación y derecho a la educación y al trabajo, su responsabilidad ante Dios,
ante sí misma y ante la sociedad, la función y rectas formas de propiedad de los bienes de la
tierra...» (Ib 186). Asimismo, sin dejar de lado a otros grupos y situaciones, es conveniente
«priorizar la catequesis de jóvenes y adultos orientándolos a participar en las decisiones
transformadoras de la familia, de la sociedad y de la cultura según el evangelio» (Ib 187). Y en este
mismo sentido, «privilegiar en la catequesis a la familia y a las pequeñas comunidades, en las
cuales la interacción personalizante favorece la encarnación de la fe en la vida cotidiana» (DC
202).
Es lo que se puede recoger aquí; pero el Documento de Caracas toca otros muchos aspectos,
también interesantes, para el avance de la catequesis. Por eso se recomienda su lectura.
BIBL.: CANSI B., Inculturagdo, endoculturacáo da Igreja e catequese, Medellín 79 (1994) 397-412; CASTRO QUIROGA L. A.,
América latina: inculturazione e catechesi, Catechesi missionaria 1 (1992) 31-37; DE ACOSTA J., De procuranda indorum salute.
Educación y evangelización, CSIC, Madrid 1987; DECATCELAM, Hacia una catequesis inculturada. Memorias de la II Semana
latinoamericana de catequesis, Caracas-Venezuela, septiembre 1994, CELAM, Bogotá 1995; Líneas comunes de catequesis para
América latina, CELAM, Bogotá 1986; La comunidad catequizadora en el presente y futuro de América latina, CELAM, Bogotá
1983; Hacia una catequesis inculturada, CELAM, Bogotá 1995; Fos5ION A., Catequesis y cultura: el proceso de inculturación,
Medellín 72 (1992) 819-824; GARCÍA AHUMADA E., Inculturación de la catequesis, Didascalia 1 (1994) 4-12; IRARRÁZAVAL D.,
Inculturación latinoamericana de la catequesis, Teología y vida 4 (1989) 270-298; MERLOS F., La catequesis latinoamericana de
cara a las culturas amerindias, a la religiosidad popular y a la teología de la liberación, Medellín 72 (1992) 787-794; Lectura
catequética del Documento de Santo Domingo, Medellín 76 (1993) 557-578; VIOLA R., Inculturación y métodos catequísticos,
Medellín 61 (1990) 97-104.
Juan Manuel Benítez Hernández
CATEQUESIS E INCULTURACIÓN DE LA FE
EN EL MUNDO OCCIDENTAL
La fe cristiana se expresa siempre en las culturas humanas. El mensaje de Cristo mismo, desde el
principio, estuvo vinculado al mundo bíblico y, en concreto, a la civilización palestina, aunque
nunca se ligó con ninguna cultura específica. Con el paso del tiempo, las civilizaciones se
transforman, y lo mismo ocurre con las expresiones de la fe. «Independientes con respecto a las
culturas, evangelio y evangelización no son necesariamente incompatibles con ellas, sino capaces
de impregnarlas a todas sin someterse a ninguna»1. Esta tradición viviente del evangelio, a través
de las distintas culturas, no es algo que resulte obvio; en períodos de cambio, exige una gran
iniciativa para superar las rupturas que aparecen entre expresiones de fe heredadas y la cultura
que está surgiendo. Es el caso que vivimos: «La ruptura entre evangelio y cultura es, sin duda
alguna, el drama de nuestro tiempo, como lo fue también en otras épocas» 2, decía Pablo VI.
Antes de concretar los desafíos que nuestra época plantea a la catequesis, describiremos
someramente el desarrollo de la inculturación. Es decir, el proceso por medio del cual el cristiano
vive, se expresa y se comunica en distintos contextos culturales, a la vez que incide en ellos y se
enriquece por su contacto.
1. TRABAJO EN COMÚN. Los catequistas no son los únicos agentes de la inculturación. Con los
catequizandos participan en la inculturación de la fe, creando así la tradición viviente. Por su
parte, en una cultura dada, los catequistas deben discernir, con prudencia, el lenguaje, los valores,
las riquezas y aspiraciones en que se pueden apoyar para anunciar el evangelio sin alterarlo. Los
catequistas, por su parte, también reciben el mensaje, del que están llamados a apropiarse, que
tienen que expresar y vivir de un modo nuevo y personal. «Así, la catequesis ayuda a las culturas a
hacer surgir de su tradición viva expresiones originales de vida, de celebración y de pensamiento
cristianos»4.
2. DAR Y RECIBIR. La relación entre fe y cultura no se establece ni se realiza en una única dirección:
«La verdadera encarnación de la fe, por la catequesis, implica dar y recibir» 5. El espíritu de Dios no
actúa únicamente en la Iglesia, también lo hace en las culturas, que, al recibir el mensaje
evangélico, lo viven, expresan y celebran con sus propios recursos. Esto «enriquece por igual tanto
a la Iglesia como a las diversas culturas» 6. «Fe y cultura se estimulan mutuamente; la fe purifica y
enriquece la cultura y esta, a su vez, enriquece y purifica la fe, porque el diálogo libera la fe y la
capacita para expresarse con mayor plenitud al trascender los límites que le ha impuesto una
cultura específica»7. Tenemos que pensar en lo mucho que han aportado a esta apertura los
conocimientos científicos sobre los orígenes de las especies, el psicoanálisis o los nuevos métodos
de análisis de textos que fecundan la reflexión teológica contemporánea. Este dar y recibir
favorece el discernimiento sobre lo que, en una cultura concreta, tiene que encauzarse a partir del
evangelio, y también lo que esa misma cultura puede aportar de novedad a la comprensión de la
fe, al modo de expresarla, vivirla y celebrarla.
La importancia que hoy se da a la libertad del individuo modifica profundamente su relación con
el fenómeno religioso; la religión se percibe como el espacio de libertad por excelencia. En el
pasado, y casi de manera automática, la familia y el ambiente cultural comunicaban la fe; se vivía
normalmente bajo el régimen de la obligación; los catecismos se elaboraban con un triple «hay
que»: verdades que hay que creer, mandamientos que hay que observar, sacramentos que hay
que recibir. Nuestros contemporáneos han abandonado masivamente la relación con lo religioso.
Para ellos, la fe sólo tiene un sentido: vivirla como libre adhesión y experimentarla como un bien.
Culturalmente fe y libertad están hoy intrínsecamente unidas. Podemos afirmar que, en este
contexto, el futuro del cristianismo depende de su capacidad de aliarse con la capacidad de libre
decisión de las personas. El Vaticano II asumió plenamente la libertad religiosa, no sólo por
razones de oportunismo cultural, sino por la naturaleza de la misma fe y por la dignidad del
hombre: en materia religiosa no se puede forzar a nadie para que actúe contra su conciencia 9.
La primacía en que nuestra cultura sitúa el desarrollo del hombre, tiene implicaciones inmediatas
en la catequesis:
a) Ante todo, la catequesis ha de optar por la libertad de los catequizandos, tiene que apoyarse en
sus aspiraciones, y estimularlos para que vivan la libertad de adultos en la fe; con respeto y
discreción, la catequesis valorará la singularidad de cada persona, sus gustos, sus
cuestionamientos, sus talentos, velando para que la dinámica de grupos –siempre necesaria– no
obstaculice la apertura de cada uno a su propia subjetividad y autonomía en la fe 10. Pero, en
cualquier caso, lo que importa es que los catequizandos puedan realizar, en la misma catequesis,
una experiencia de libertad en nombre del evangelio.
2. ASUMIR LOS VALORES DE LA CULTURA DEMOCRÁTICA. Aunque el ideal quede todavía lejano,
las democracias modernas significan un notable progreso en la historia de la humanidad. La
democracia reconoce la soberanía del pueblo y los derechos del hombre. Distingue los poderes,
garantiza y protege los derechos de cada persona, a la vez que exige el respeto hacia los derechos
de los demás. Confiere derechos civiles y políticos. Ha organizado derechos sociales para que se
respete la riqueza producida socialmente y se asegure a todos los ciudadanos condiciones de vida
dignas de su ciudadanía. La democracia no suprime las relaciones conflictivas, pero obliga a todos
al diálogo y a dirimir los conflictos bajo los auspicios de la ley de la negociación y no por la
violencia. La democracia no es solamente un cúmulo de instituciones y leyes; es un espíritu, una
suma de valores, una manera de situarse en sociedad; en resumidas cuentas, una cultura. «La
democracia es una cultura y no sólo un conjunto de garantías institucionales» 12.
En su relación con la fe cristiana, la cultura democrática, como cualquier otra, puede dar y recibir.
Evidentemente, la Iglesia no es una democracia en el sentido político del término: es una
comunidad que se elige y que vive en nombre del evangelio; pero, situándonos bajo el enfoque de
la inculturación, la Iglesia también tiene que dejarse fecundar por la cultura democrática. Es este
un gran desafio: hay que superar el contencioso, todavía muy vivo, entre la Iglesia y el espíritu
democrático. Efectivamente, en los países más adelantados democráticamente, el cristianismo
encuentra mayor dificultad, sobre todo, en cuanto al modo de ejercer la autoridad. ¿Qué puede
aportar la catequesis a la inculturación de la fe en una cultura democrática?
Puede ayudar a los catequizandos a descubrir que la vida cristiana es un modo de ser ciudadano,
un estilo de asumir la relación social, reconociendo en ella, gracias a la fe en Jesucristo, el don,
misteriosamente presente, de una común fraternidad en el nombre de un Dios al que podemos
dirigirnos diciendo: «Padre nuestro». En nombre de esta fraternidad humana y de la filiación
divina, comunica un compromiso apasionado contra la exclusión, a favor de la justicia social, en
pro de la igualdad de los hombres en su diversidad. Se esforzará por manifestar que el Dios
Trinidad que habita en el mundo, infunde en la existencia social un espíritu de alianza que reúne a
los hombres en una misma dignidad, a la vez que diferencia y personaliza a cada uno de ellos.
En una cultura en la que es muy importante el debate, la catequesis debe ser para los
catequizandos una experiencia de diálogo en el respeto de las reglas éticas de la comunicación
humana. Ha de preocuparse por la verdad, en el compartir equitativo de la palabra y en la
constante posibilidad de evaluación crítica del mismo proceso de comunicación. En otros
términos: es conveniente que los catequizandos sean reconocidos como verdaderos compañeros
y que en la catequesis puedan vivir el diálogo fraterno que el Concilio deseaba: «La verdad se ha
de buscar... con una libre investigación, con auxilio del magisterio o de la enseñanza, por medio de
la comunicación y el diálogo, de suerte que unos expongan a otros la verdad que ya han
encontrado...» 13.
Con estas orientaciones queremos llegar a crear una generación de cristianos capaz de vivir los
valores democráticos en nombre del evangelio. Deseamos aportarles un «suplemento» de sentido
y de exigencia. Ellos, en la misma Iglesia y por su dignidad de bautizados, contribuirán a suscitar
exigencias de debate, crearán un modo participativo de actuar, ofrecerán el poder de su libertad y
transmitirán la calidad de su saber y de sus competencias.
En una cultura científica, la catequesis se esforzará, ante todo, por respetar la inteligencia de los
catequizandos. Esto exige proceder con seriedad, con un plan reflexionado, documentado, con
rigurosos métodos de trabajo de investigación. Asumir el reto de la inteligencia en la catequesis
no quiere decir que haya que moverse en terrenos de elucubraciones intrépidas, ni que esté
reservada a «inteligentes»; es apelar al ejercicio de la razón del catequizando, sea cual fuere y
sean cuales fueren su edad, sus aptitudes o su formación humana. Lo que importa es que la fe,
aunque supere la razón, pueda apoyarse en ella y que el catequizando tenga la experiencia de que
la fe es razonable. Si la catequesis renunciara al reto de la inteligencia sería un drama para la fe.
La catequesis tiene que formar para una reflexión crítica en doble sentido: primero, los
catequizandos han de establecer cierta distancia crítica frente a sus representaciones religiosas
para verificarlas, y eventualmente transformarlas, confrontándolas, con rigor, con el mensaje
cristiano, con los textos básicos, con la tradición y con su historia. El segundo aspecto es en
sentido inverso: adoptar una actitud crítica con relación a la fe cristiana, confrontándola con los
datos de la experiencia, con las ciencias humanas y los derechos del hombre. Asumiendo este
derecho a la vigilancia crítica de la fe cristiana, podrán comprobar su carácter salvífico para la
existencia humana y apropiárselo con toda libertad.
La cuestión del pluralismo de las religiones está muy presente entre los jóvenes. La catequesis no
puede ignorarlo. Por eso tiene que informar con claridad sobre las diferentes religiones y ha de
emprender estudios comparativos para llegar a captar sus especificidades. Pero, sobre todo, tiene
que proporcionar a los catequizandos un método teológicamente apropiado para comprender y
vivir, a la luz de la fe, el diálogo entre religiones. También destacará el convencimiento cristiano
que podemos resumir en cuatro puntos: 1) confesión y anuncio de Jesucristo como salvador de la
humanidad; 2) reconocimiento de las religiones como camino de salvación 14; 3) posibilidad —sin
sincretismo— de enriquecimiento mutuo de las tradiciones religiosas y, por último, en el diálogo
recíproco; 4) mediación crítica de las ciencias humanas y de los derechos del hombre.
El objetivo es que nazca una nueva generación de cristianos seguros en la fe y, a la vez, abiertos al
diálogo interreligioso, con vistas a un enriquecimiento mutuo y a la espera de una humanidad más
fraterna.
NOTAS: 1. EN 20. — 2 Ib. — 3. MPD 5. — 4 CT 53. — 5. MPD 5. — 6. GS 58. -7. P. ARRUPE, Catequesis e inculturación.
9 10
Intervención en el sínodo de 1977 sobre catequesis, Lumen Vitae 4(1977)449.— 8. CT 53.— CfDH2.— La catequesis en la Iglesia
hoy es sobre todo grupal. Por el grupo se puede hacer una experiencia comunitaria. Sin embargo, hay que recordar que la
dinámica de grupos, en catequesis, puede ser una fuente de ilusiones y llevar a compromisos de fe efímeros cuando la
dimensión personal se ahoga, en cierto modo, por los efectos del grupo. — 11 Si Dios me ama, soy amable y puedo amarme a mí
mismo. Si soy amado y amable, puedo devolver a los demás el amor con el que soy amado. Comprendo, de este modo, que el
amor a sí mismo no es egoísmo. El egoísmo es un «sin-amor» a sí y a los demás. Quien no ha sido amado, tiene dificultad para
12 13
amarse a sí mismo y para amar a los demás. — A. TOURAINE, Qu'est-ce que la démocratie?, Fayard, París 1994, 181. — DH 3.
14
— Los cristianos anuncian la salvación en Jesucristo, pero no limitan esta salvación a los miembros de la Iglesia únicamente.
Anuncian una salvación que desborda las fronteras de la Iglesia.
André Fossion
SUMARIO: I. Los Padres apostólicos (siglos I-II); II. Los Padres apologistas: diversos modos de
presentación de los contenidos. III. La iniciación cristiana en la gran Iglesia. IV. La catequesis en las
distintas iglesias: las escuelas catequéticas. V. La catequesis en el período posniceno. VI. A la
búsqueda de la historia catequética en Hispania.
La transmisión de viva voz, la instrucción oral (1Cor 14,19; Gál 6,6), fue la forma (método
catequético) que la Iglesia dio a su enseñanza religiosa1. La enseñanza catequética producía un
eco o resonancia de la palabra de Dios (la persona de Jesús) en aquel que la escuchaba. La
catequesis apostólica muy pronto se fijó por escrito; en su estructura original conservó un estilo
familiar y directo propio de la enseñanza oral y se atenía más a la educación práctica de la vida
cristiana que a una presentación especulativa de la verdad revelada. La literatura patrística
evolucionará a partir de los modelos catequéticos neotestamentarios, que tienen como fin la
invitación del Señor a sus discípulos a cumplir el mandato del «id y enseñad» lo que de él habían
recibido, tanto a los judíos, como a los de la diáspora y a los gentiles. La enseñanza del Señor
abrazaba los contenidos dogmáticos (que Jesús era el Mesías anunciado, que era Dios) y las
afirmaciones morales (la vida nueva).
Clemente Romano (95/98), con una forma epistolar, propone en la Carta a los corintios una
catequesis eclesiológica centrada en la armonía eclesial. La obra clementina aporta un abundante
espectro de simbolismos y variedad de formas, enriquecidos con elementos judíos (homilías
sinagogales) y griegos (diatribas cínico-estoicas) para exponer la imagen de la Iglesia universal y
peregrina y su concreción en la Iglesia particular.
Ignacio de Antioquía (años 100-120), expone en sus cartas la doctrina cristológica y eclesiológica,
en polémica con el docetismo, proponiendo una auténtica catequesis sobre el martirio y una
iniciación a la vida espiritual cristiana, mientras que Policarpo de Esmirna (118-120) exhorta a una
vida coherente con el evangelio. Uno y otro son testigos de la valoración de la creación visible, de
la realidad objetiva e histórica de la persona de Jesucristo y de la carne como lugar en el que se da
el testimonio cristiano frente a la tentación gnóstica, frente a la apariencia o desprecio de lo
creado.
La Epístola del Pseudobernabé (año 100?), con las secciones exegético-dogmática y moral, y el
Pastor de Hermas (130-140), con la presentación de la Iglesia preexistente, histórica y
escatológica, completan el panorama de la llamada literatura apostólica, caracterizada por una
catequesis plural, según el destinatario y el ambiente cultural al que se dirige, sirviéndose de
múltiples tradiciones orales y literarias, y escogiendo aquellos aspectos que más interesan al
destinatario según sea judío, de la diáspora o pagano. La pluriformidad de los escritos obedece a
la pluralidad geográfica y religiosa, tanto del catequista como del catequizado. Es notable su
similitud con los escritos neotestamentarios. El perfil catequético del período inmediatamente
posterior a los apóstoles viene dado por el objetivo misionero, por la necesidad de seguir
completando la iniciación cristiana, por la urgencia de un cambio de vida, o conversión, y por una
insistencia en la necesaria preparación de los que iban a ser bautizados. El esquema subyacente
en estos escritos mira a la conversión y a mantener al convertido en la nueva vida.
Entre los eclesiásticos merece ser citado, entre otros, san Justino (+ 165). Originario de Samaría,
peregrino por todos los centros del saber y maestro en Roma, escribe las Apologías y el Diálogo
con Trifón, donde recoge datos sobre la iniciación cristiana, como el camino que conduce al
bautismo y a la eucaristía, y ofrece una exposición de los principales artículos de la fe cristiana, las
partes del símbolo: la unicidad de Dios, la existencia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, el
dogma de la creación, el nacimiento, muerte y resurrección del Señor y la salvación eterna;
además de la condenación de la idolatría y el paganismo. La catequesis propone, fundándose en la
enseñanza de los apóstoles, la verdad para ser creída. El que se adhiere a la instrucción recibida
promete vivir según la Palabra acogida, y desea convertirse mediante el arrepentimiento de sus
pecados y contando con el acompañamiento de la comunidad. La iniciación culmina con el
bautismo y la eucaristía.
Los escritos de san Justino señalan el proceso, las etapas de la iniciación cristiana o catecumenado
(encuentro, instrucción y recepción eclesial plena), al mismo tiempo que dan a conocer los
principales contenidos que abraza el iniciado cristiano. San Justino es un convertido, después de
una prolongada búsqueda, del paganismo al cristianismo, que atiende y tiene presentes las
diferencias y similitudes del mensaje cristiano –el de la persona de Jesucristo– y el mensaje
humano, aquel mensaje al que han tenido acceso la filosofía y las religiones. Su catequesis está
atenta a servir de puente entre la especificidad y originalidad cristiana y las positivas aportaciones
paganas. Justino –testigo de la singular antropología cristiana–defiende las aportaciones del
cristianismo a todo hombre y, valiéndose de la doctrina del logos spermatikos hace ver cómo la
enseñanza y vida evangélica llevan a plenitud el deseo religioso latente en el corazón de todas las
religiones.
En esta misma tradición eclesiástica sobresale la tradición asiática, en la que se enmarca san
Justino, y que tiene sus orígenes en san Policarpo, discípulo de san Juan y modelo de catequistas
que, entre otros, catequizó a san Ireneo3. San Ireneo (t 202/ 203), oriundo de Esmirna y que se
trasladó a Lyon, representa el amplio espectro de la geografía católica; es uno de los ejemplos
más significativos de cómo las tradiciones teológicas no se agotan en los rígidos límites
geográficos. En la persona de san Ireneo, la tradición oriental (griega) está presente en el
occidente (la Galia). Con él el género catequético forma ya parte de un determinado y orgánico
género literario; E. Peretto calificó la Demostración de la predicación apostólica (Epideixis)
ireneana como el primer catecismo para adultos de la historia; en él se exponen, a modo de
catecismo, los diversos momentos de la historia de la salvación; se hace ver la necesidad de la
presentación de la predicación apostólica en su integridad y pureza en orden a la salvación; en la
sección de la catequesis apostólica de la Epideixis se prima la afirmación trinitaria, la creación del
hombre y el nuevo nacimiento por el bautismo; en la sección profética se hace ver el mensaje
salvífico del Verbo, anunciado por los profetas, manifestado en Jesucristo y que llega a nosotros
por y en la Iglesia.
En África las actas y pasiones de los mártires —un ejemplo es la anónima Pasión de Perpetua y
Felicidad (siglo III): arresto, prisión y ejecución de un grupo de catecúmenos que se preparaban,
bajo la dirección del catequista Saturo, para ser bautizados— pueden ser tenidas como un modo
de catequesis testimonial en la que se resalta la importancia del martirio y la concepción cristiana
del mundo; los relatos martiriales se impusieron como un valioso género catequético para acercar
a los fieles la vida de Jesucristo, reflejada en el mártir, y para invitar a su seguimiento. Las actas y
pasiones de los mártires pueden ser consideradas como los catecismos que mejor aproximan la
verdad cristiana al gran público4. Algunas pasiones fueron tan reconocidas por la Iglesia, que
incluso eran tenidas por escritos canónicos.
En la Iglesia de Cartago sobresalen, entre los prenicenos, Tertuliano (160-240) y Cipriano (200-
258). Al primero debemos la expresión «el cristiano no nace, se hace» (Apol. 18, 4), que esconde
todo un programa catequético de carácter tipológico, en el que propugna una escuela de vida
cristiana, el crecimiento espiritual y moral, junto a la instrucción orgánica de la que formaba parte
la oración, es decir: acercarse a la fe, entrar en la fe y sigilar la fe (bautismo). Sus escritos,
apologéticos y doctrinales, en lo que a la iniciación cristiana se refiere, siguen los pasos de la
Tradición seudohipolitiana, aunque son menos precisos en cuanto a referencias concretas como el
tiempo de la preparación remota y próxima. Tertuliano muestra una preferencia por situar la
iniciación cristiana en el marco festivo y celebrativo de la pascua. San Cipriano, en el marco de la
herencia tertulianea, de la que no toma distancia alguna, ayuda a fijar una terminología en la que
destaca el uso de catechumeni, audientes y doctores audientium (catequistas). Cipriano llama a su
catequista-guía, de nombre Ceciliano, «padre de su nueva vida» (PL 3,1545). La catequesis
ciprianea no queda reducida a los títulos de carácter exegético o doctrinal; los escritos de sesgo
autobiográfico (por ejemplo a Donato) o la memoria de su conversión, tienen una intención
catequética. En este mismo contexto es de señalar que el Epistolario de Cipriano es una fuente
todavía no agotada para el conocimiento de la iniciación cristiana del Africa de su tiempo.
En Alejandría5, Panteno (t 200) puso los cimientos de una escuela catequética, el didaskaleion,
continuación cristiana de una preexistente escuela judía. Se puede, aunque con pequeñas
variantes, elencar la sucesión de maestros en la escuela alejandrina: Atenágoras (+ 178), con una
escuela privada de filosofía cristiana; Panteno, con un pequeño círculo de discípulos; Clemente,
con una escuela privada de filosofía cristiana; Orígenes, el fundador de la escuela propiamente
catequética; Heraclas; Dionisio (siglo III); Teognoto, Serapión, Pedro (siglo IV), Aquilas, Macario y
Rodón. La catequesis era de impronta exegética, dirigida principalmente a los ya bautizados y
abierta al diálogo con herejes y filósofos. Clemente Alejandrino (siglos II/III), discípulo de Panteno,
y Orígenes (siglo III) continuarían la labor catequética como grandes maestros del didaskaleion. La
catequesis alejandrina se caracterizaba por la presentación doctrinal mediante la exégesis bíblica
y por la refutación de la herejía, y tiene como fin primordial conducir a la fe (cf Ped. I, 6; PG 8,
285). A Clemente se debe la distinción entre kerigma (anuncio) y catequesis; considera el
catecumenado como un tiempo de conversión y de formación moral. La catequesis clementina —
que trae a la memoria el método catequético (que a Dios se le reconoce de un modo especial en
sus obras y en su providencia) de Teófilo de Antioquía (siglo II), ejemplo singular de teología
negativa, en sus libros a Autólicoinvita a los paganos a abandonar sus errores y a escuchar y
abrazar las enseñanzas salvíficas del Verbo.
En la Iglesia sirio-palestinense es de destacar la Didascalia de los apóstoles (primera mitad del siglo
III), un documento canónico-litúrgico, en el que se resaltan los derechos y deberes del obispo en la
comunidad cristiana y se refleja la forma catequética, la estructura y el intenso proceso de la
iniciación cristiana. Es de señalar que, además de no ofrecer datos precisos sobre el tiempo de la
iniciación, da por supuesta la catequesis.
La catequesis prenicena busca ser transmisora del mensaje cristiano, presentado en su globalidad
y, en cuanto a formas, deja traslucir las distintas tradiciones teológicas en las que se desarrolla, a
saber: la catequesis eclesiástica asiática, alejandrina y africana; a la par de estas formas
catequéticas, otro capítulo importantísimo sería el reconstruir la catequesis y catecumenado
gnóstico en sus más diversas variaciones. El período preniceno es, con mucho, el más rico en
exégesis y teología, y por esto mismo es el más rico en los contenidos y formas catequéticas. El
mal llamado siglo de oro patrístico —siglo IV— es un tiempo de mayor producción teológica en
cantidad, pero no en creatividad y calidad; lo mismo se puede afirmar de la producción
catequética. Erasmo escribía a Eck, en 1518, que «prefería una página de Orígenes a diez de san
Agustín»; esta frase erasmiana se puede aplicar también a la literatura catequética.
En el período posniceno, a partir del siglo IV, los testimonios catequéticos encuentran su sustento:
1) en la riqueza conciliar: Nicea (325), Constantinopla (381), Efeso (431) y Calcedonia (451); 2) en
la organización litúrgica: la estructuración del año, con la Pascua como centro y preparada con la
cuaresma; 3) en las circunscripciones eclesiásticas: patriarcados de Antioquía, Alejandría y
Constantinopla, y 4) en el fuerte impulso misionero favorecido por obispos, monjes y laicos. De
ahí el florecimiento catequético de este tiempo en todas las Iglesias, tanto de Oriente como de
Aafrates, Efrén (t 373), con sus escritos didáctico-catequéticos y los madrasche (instrucciones), y
el nestoriano Narsai (t 502) notifican la catequesis de Siria oriental. La enseñanza de san Gregorio
es el título de un antiguo catecismo armenio, redactado en el siglo V por intelectuales que no
ocultan su proximidad a Cirilo de Jerusalén, Juan Crisóstomo, Gregorio de Nisa y Gregorio de
Nacianzo.
La más primitiva tradición catequética en España se encuentra en las actas del Concilio de Elvira
(año 300/ 302?), inicio de la amplia lista de concilios, en los que sobresale el interés por la
catequesis. En los concilios hispánicos se deja ver un acentuado interés por una catequesis atenta
a la circunstancia histórica que se vive; sobresale asimismo la diversidad de intereses catequéticos
según las diferencias geográficas. Es notable la distancia entre el norte (la Tarraconense y la
Gallaecia) y el sur (Illiberris). Indicaciones precisas, anteriores al concilio de Elvira, llegaron a
nosotros en la Epístola 67 de san Cipriano (mitad del siglo III), el testimonio literario más antiguo
de la cristianización hispánica.
La praxis conciliar y las primeras noticias sobre el cristianismo en la Península, sumados a la más
temprana teología, ofrecen elementos para reconstruir el itinerario y los primeros pasos de la
catequesis en España. En el siglo IV Paciano de Barcelona, en la Tarraconense, es el representante
más antiguo de las letras hispano-latinas que intenta una catequesis adaptada a su Iglesia (Sobre
el bautismo); es patente el influjo africano y ambrosiano (?).
Prudencio (siglos IV-V), también en la Tarraconense, con el género poético traduce la más rica
teología cristiana (cristología y antropología), para que llegue a los distintos estamentos del
pueblo. Habría que rescatar el perfil catequético de los escritos prudencianos que repristinan la
teología asiática (Ireneo) y sirven de correctivo a las desviaciones priscilianistas y constatar su
parca influencia. Es muy probable que la obra de Ireneo (Adv. Haer.) haya llegado a nosotros en la
versión latina gracias al ambiente antipriscilianista presente en la obra prudenciana. Egeria (siglo
IV), en la Gallaecia, con las noticias litúrgicas de Oriente, hizo posible que el monacato fuese, en
gran parte, referencia catequética para todo el noroeste hispánico. Todavía está por estudiar el
alcance del texto egeriano en la iniciación catequético-litúrgica de Occidente. Sería de interés
buscar la influencia oriental en las diversas manifestaciones eclesiales de esta época (concilios,
monacato, toponimia, etc.) para incorporarlas a una historia de la catequesis que no se ciñese
únicamente a los textos explícitamente catequísticos.
Gregorio de Elvira (siglo IV), en la Bética, es el ejemplo más señero del predicador-catequeta de la
Hispania romana; es digna de reseñar la forma como presenta los contenidos doctrinales
cristianos y la exégesis bíblica a los paganos y judíos. Se caracteriza por la sencillez del lenguaje y
exhorta al estudio y oración para la exposición del mensaje cristiano; exposición que tiene como
finalidad principal encontrar y explicar el sentido de las Escrituras. La tarea expositiva es un deber
y un acto de caridad arduo y trabajoso que requiere investigación, estudio y cuidadosa solicitud. A
Gregorio de Elvira hay que añadir el nombre de Potamio, en la Lusitania.
Prisciliano, una de las figuras más notables del siglo IV occidental y que más enraizamiento ha
tenido a lo largo de dos siglos, logró con sus Tratados llevar a cabo el programa catequético
heterodoxo más importante de su época. Si útil es para la historia del cristianismo universal
conocer el método catequético de los grandes teólogos gnósticos, no menos lo es para la primera
catequesis hispánica el tener presente las formas del catecismo priscilianista. No hay que olvidar
que el movimiento originado por Prisciliano conmocionó la cristiandad, interesó a todas las
Iglesias, y duró dos largos siglos en la península Ibérica. La catequización hispánica de los siglos IV-
VI está marcada por la presencia de la versión priscilianista en la sociedad peninsular. En la
Gallaecia bracarense, Martín de Dumio (siglo VI) es un modelo de catequeta en la sociedad sueva,
que se adelanta a las formas eclesiales y catequísticas del proyecto toledano o visigótico. El abad y
obispo dumiense escribió el De correctione rusticorum, siguiendo a san Agustín, como gran
programa catequético para el noroeste hispánico; refleja el modelo que más éxito tendría en
buena parte de Occidente en la Alta Edad media y testifica cuánto condicionó la forma de
catequesis el mundo rural en contraposición al urbano. Isidoro de Sevilla, en el De ecclesiasticis
officiis, confirma que en el siglo VII, en España, permanecen trazas de la catequesis patrística,
pero sin el vigor, la amplitud de tiempo y la apertura hacia un catecumenado prolongado que tuvo
aquella.
NOTAS: 1. Lampe, en KITTEL, Grande Lessico del Nuovo Testamento, Brescia 1965ss., 5,271. — 2. Cf A. ORBE, Ideas sobre la
Tradición en la lucha antignóstica, Augustinianum 12/1 (1972) 19-35; Sobre los inicios de la Teología, Estudios eclesiásticos 56/2
(1981) 689-704. — 3. Cf EUSEBIO DE CESAREA, Historia eclesiástica V, 20, 4-8. — 4. Cf E. ROMERO POSE, A propósito de las actas
y pasiones donatistas, Studi Storico Religiosi IV/1 (1980) 59-76. — 5. Cf EUSEBIO DE CESÁREA, o.c., V, 9 y el Codex Baroccianus
142; cf B. POUDERON, D'Athénes á Alexandrie, Quebec-Lovaina-París 1997, 1-70.
BIBL.: Es notoria la ausencia de bibliografía en español sobre catequesis y catecumenado en la época patrística. Véanse las obras
publicadas en la Biblioteca de autores cristianos (Madrid) y en la editorial Sígueme (Salamanca), y en Biblioteca patrística y
Fuentes patrísticas, en la editorial Ciudad Nueva (Madrid). Abundantes referencias bibliográficas en: Biblioteca di scienze
religiose de la Universidad pontificia salesiana (Roma), que ha publicado los siguientes títulos: Valori attuali della catechesi
patristica (BSR 25); Cristologia e catechesi patristica (BSR 31.42); Eclesiologia e catechesi patristica (BSR 46); Spirito Santo e
catechesi patristica (BSR 54); Morte e inmortalitá nella catechesi dei Padri del III-1V secolo (BSR 66); Spiritualitá del lavoro nella
catechesi dei Padri del 111-1V secolo (BSR 75); Crescita del uomo nella catechesi dei Padri (BSR 78.80); La mariologia nella
catechesi dei Padri (BSR 88.95); La formazione al sacerdozio ministeriale nella catechesi e nella testimonianza di vita dei Padri
(BSR 99); Esegesi e catechesi nei Padri (secc. II-IV) (BSR 106). AA.VV., 1 simboli dell'iniziazione cristiana, Analecta liturgica 7, P. A.
San Anselmo, Roma 1983; BARDY G., La conversión al cristianismo durante los primeros siglos, Encuentro, Madrid 1990;
BAREILLE G., Catéchése y Catéchuménat, en DThC II, París 1905, 1877-1895; 1968-1987; CAVALLOTTO, Catecumenato antico.
Diventare cristiani secondo i Padri, EDB, Bolonia 1996 (con amplia bibliografía y útiles cuadros sinópticos que sintetizan las
principales aportaciones patrísticas sobre el catecumenado); DANIÉL0U J.-DU CHARLAT R., La catéchése aux premiers siécles,
París 1968; DUJARIER M., Le parrainage des adultes aux trois premiers siécles de l'Eglise, París 1962; GROSSI V., La catechesi
battesimale agli inizi del secolo V. Le fonti agostiniane, Studia Ephemeridis Augustinianum 39, I. P. A., Roma 1993; HAMMAN A.
G., La vida cotidiana de los primeros cristianos, Ediciones Palabra, Madrid 1985; ORBE A., 11 catecumeno ideale secondo Ireneo,
en: Cristologia e catechesi patristica, Roma 1981, 15-24; RILEY H. M., Christian Initiation, Washington 1974; SAUVAGNE M.,
Catéchése et larcat. Participations des lafcs au ministére de la Parole, París 1962; SAXER V., Les rites de 1'initiation chrétienne du
Ile au Vle siécle. Esquisse historique et signification d'aprés leurs principaux témoins (Centro italiano di studi sull'Alto Medioevo,
7), Spoleto 1992; SIMONETTI M., Catechesi de esegesi dal I al 111 secolo, en Esegesi e Catechesi nei Padri, a cura di S. Felici, LAS,
Roma 1992; L'initiation chrétienne du Ile au Vie siécle: Esquisse bistorique des rites et de leur signification, en Segni e riti nella
Chiesa altomedievale occidentale I (Settimane di studio del Centro italiano di Studi sull'Alto Medioevo, XXXIII), Spoleto 1987,
173-205; VAN DEN EYNDE D., Les normes de 1'enseignement chrétien dans la littérature patristique des trois premiers siécles,
Gembloux-París 1933; VENTURI G., Problemi dell'iniziazione cristiana. Nota bibliografica, Ephem. Liturg. 88 (1974) 241-270.
La doctrina conciliar (LG 11 b, 35c; AA 11, 30; GE 3; GS 48, 52) respaldó el paso, iniciado ya hacia
1960 en algunas diócesis de Chile, de una catequesis parroquial de niños —que, en general,
llegaba hasta los preadolescentes– a una evangelización y catequesis de adultos, sobre todo con
ocasión de la iniciación eucarística de los hijos.
En octubre de 1979, Juan Pablo II profundizó estas opciones, comenzando por el primado de la
catequesis de adultos (CT 43), destacando el rol de los padres como educadores de la fe desde la
primera infancia (CT 36) y dando primacía a la catequesis familiar en sus diversas formas (CT 68).
Este sistema favorece una preparación profunda y amistosa y encamina a las jóvenes parejas a
integrarse en una comunidad eclesial que les resulta grata, fraterna y personalizante. El ser
catequista de novios puede constituir uno de los compromisos apostólicos más abundantemente
ofrecido a los miembros activos de las parroquias que surgen en las misiones y en otras
actividades evangelizadoras.
La alta tasa actual de fracasos matrimoniales y algunas encuestas a divorciados han sugerido
incluir en estos encuentros la motivación para contestarse mutuamente algunas preguntas en
privado: «¿Nos sentimos ambos respetados? ¿Qué garantía de vida correcta ofrece cada uno al
otro en las maneras de actuar? ¿Cuántos y qué aspectos de la vida tenemos y ponemos en
común? ¿Qué haremos si nos nace un hijo deforme o discapacitado? ¿Cómo pensamos educar a
los hijos en diferentes aspectos? ¿Tenemos acuerdos claros sobre la administración del dinero?
¿Estamos dispuestos a compartir tareas domésticas de forma equitativa? ¿Hemos tenido tiempo
suficiente para conocernos como para un compromiso total? ¿Hemos tomado en serio las
opiniones de nuestras respectivas familias? ¿Qué muestras de estabilidad, capacidad conciliadora
y madurez de trato ofrece cada uno? ¿Estamos dispuestos a un compromiso definitivo ante
Dios?». Las conversaciones después de los encuentros inducen a un número significativo de
novios a postergar su matrimonio y en algunos casos a desistir de él, lo cual es buen logro de la
catequesis prematrimonial. Los que resisten bien el proceso dan más garantía de estabilidad.
Se sugieren textos motivadores para la reflexión de los esposos en diferentes días en ambiente de
oración: ISam 1,1-20, la mujer que anhela un hijo lo ofrece a Dios con tal de gozar de ese don; Job
10,8-12, Job invoca a Dios que lo gestó en el vientre materno; Job 33,4.6, Elihú alega que Dios lo
modeló tal como a Job; Sab 7,1-6, Salomón declara haber sido gestado en diez meses lunares
como todo hijo de Adán; Sal 139,13-18, el salmista alaba el misterio prodigioso de su gestación;
Qo 11,5-6, Qohélet admira el misterio del embarazo; 2Mac 7,20-29, la madre de siete niños
hebreos mártires reconoce la obra de Dios en su gestación; Gál 4,4-5, una mujer engendra a Jesús,
que nos hará hermanos; Lc 1,5-17, Juan Bautista recibe el Espíritu Santo antes de nacer; Lc 1,23-
25, Isabel reconoce a Dios como autor primero de su embarazo; Lc 1,41-45, un niño no nacido
puede recibir a Dios; Lc 1,57s., el pueblo creyente reconoce que un hijo es don de Dios; Lc 1,59-66,
los creyentes se preguntan por la vocación del niño; Lc 1,26-38, la concepción de un hijo es un don
de Dios; Lc 1,39-40.56, María encinta no deja de servir al prójimo; Lc 1,46-55, María embarazada
proclama la grandeza del Señor; lSam 2,1-10, Ana alaba a Dios al dar a luz al profeta Samuel.
Muchas personas y parejas solteras piden el bautismo para los hijos. Estas parejas requieren una
atención muy comprensiva y serena por parte de los representantes de la Iglesia: secretaria
parroquial, sacerdote o diácono, catequistas prebautismales. Con tino, encaminan al sacramento
del matrimonio a quienes puedan realizarlo. Hay que preparar al bautismo de los niños sin uso de
razón no sólo a los padres, sino además a los padrinos, explicándoles amablemente su rol (CIC 872
y 874).
Esta catequesis también se realiza en visitas a modo de entrevista estructurada, con apoyo en
algún manual sencillo. En sucesivos encuentros se revisa el conocimiento que tienen de Jesucristo
y de su evangelio el o los progenitores que piden el bautismo (CIC 868) y los padrinos,
despertando el interés por su lectura asidua, ya que generalmente traen muy poca formación
cristiana.
Para continuar el crecimiento cristiano después del bautismo y para ayudarles a iniciar en la fe a
los hijos desde muy pequeños, se suele entregar a padres y padrinos algún material impreso o
grabado, y se les recomiendan temas de reflexión familiar que suelen publicar determinados
periódicos, revistas, programas de radio o televisión.
A través de diversos sistemas, tales como la escuela para padres en los centros educativos, o los
encuentros de generaciones en las parroquias y movimientos laicales (días de campo familiar,
vacaciones familiares), se intenta alimentar con recursos creativos el diálogo de los padres con los
hijos mientras dura la adolescencia, hoy tan prolongada, con la mira puesta en la evangelización
de cada miembro de la familia. Los padres de adolescentes agradecen la ayuda que se les brinda
para educarlos en esta etapa difícil, lo cual da ocasión para motivar sus actitudes a la luz del
evangelio y del magisterio eclesial sobre educación.
a) Las características básicas de este sistema catequético: 1) Los destinatarios principales son los
padres de familia, para asegurar a los niños un apoyo permanente en su crecimiento cristiano. 2)
Los padres de familia se reúnen cada semana en pequeños grupos de unas diez personas con un
matrimonio que les sirve de guía de catequesis familiar. 3) La evangelización de los padres de
familia pretende integrarlos, al término del proceso, en una comunidad cristiana de base con su
propia creatividad social y apostólica, por lo cual las reuniones no deben ser muy distantes en el
tiempo, ni el proceso debe durar menos de dos años. 4) Con ayuda de su reunión y de un
Cuaderno del niño, los padres comparten la reflexión evangélica y la oración en casa con su hijo
para prepararle a participar en la eucaristía. 5) El niño trabaja en su Cuaderno, que le motiva a
dialogar con sus padres sobre la fe y la vida de la Iglesia. 6) Cada sábado o domingo el niño celebra
lo aprendido en la semana y se habitúa a celebrar el día del Señor, en una reunión a cargo de un
animador de celebraciones para niños o auxiliar de catequesis familiar. 7) La diócesis forma a
ambos agentes para asegurar la calidad del proceso.
b) Las personas: El sistema de catequesis familiar de iniciación eucarística tiene tres clases de
personas: 1) Los destinatarios son los niños que se preparan a la vida eucarística, y principalmente
sus padres. 2) Los agentes apostólicos son los guías de catequesis familiar, con preferencia
matrimonios, para los grupos de padres que han de acudir, posiblemente en pareja, y los
auxiliares de catequesis familiar para los grupos de niños (en cada grupo de niños se intenta
contar con un auxiliar y un ayudante que se inicia en este apostolado, lo cual facilita la disciplina
de los niños y asegura el funcionamiento cuando el auxiliar se ve impedido de concurrir). 3) Los
formadores (generalmente miembros del equipo diocesano o del equipo nacional) son quienes
dan cursos sistemáticos iniciales a los agentes apostólicos; también los coordinadores locales de
guías y de auxiliares, que han ejercido estos apostolados por más tiempo, dan formación
permanente a los más nuevos, mediante reuniones semanales de evaluación y de preparación de
las reuniones. El éxito de la catequesis descansa en la selección, formación y acompañamiento del
personal apostólico que la realiza, lo cual depende del párroco o del coordinador pastoral de la
escuela donde este sistema catequético se establece.
c) Los objetivos. Los objetivos permanentes son tres: 1) Evangelizar a los padres con ocasión de la
preparación de los hijos a la vida eucarística. 1) Encaminar a las familias a integrarse activam ente
en la parroquia, con preferencia en pequeñas comunidades cristianas que se unen en
comunidades eclesiales de base más amplias, por ejemplo, hasta tener su propia capilla. 3)
Despertar en los padres y en los hijos el compromiso social como fruto de su adhesión a
Jesucristo. El primer objetivo es imperioso en el primer año, también llamado primer nivel (ya que
en algunos lugares se asustan si se les anuncia una duración de dos años). El segundo y tercer
objetivos se persiguen sistemáticamente en el segundo año o segundo nivel.
Cada sesión semanal, a su vez, tiene un objetivo simple y explícito, coherente con el objetivo de
nivel o año, y comprensible por parte de los participantes, para que colaboren en su logro y en su
evaluación.
d) Etapas. Cada uno de los dos años tiene varias etapas. Se han mantenido más estables las del
primer año, que son: 1) Arar, o preparar a los padres y a los hijos para acoger la palabra de Dios y
transmitirla, mediante un mejoramiento de su comunicación mutua. Culmina con la celebración
de entrega de la Biblia o del Nuevo Testamento. 2) Sembrar la Palabra, mediante la presentación
de Jesucristo en su vida y en su pascua. Termina con una celebración de Jesús como Señor. Sólo
hacia el final de esta etapa una parte significativa de los padres comienzan a vivir una relación
personal con Jesucristo y a transmitir esta vivencia a sus hijos. 3) Cosechar una adhesión libre al
Señor. Termina con una celebración del sacramento del perdón.
Las etapas del segundo año, con algunas variantes en las diferentes ediciones, son principalmente:
1) Presentación del pueblo de Israel y de la Iglesia. Culmina con una renovación de las promesas
bautismales. 2) Presentación de la alianza y de la pascua de Israel y de Jesucristo. Incluye una
celebración de la pascua judía y posteriormente una eucaristía, en la que los niños más maduros,
a juicio de sus padres y animadores, comienzan a comulgar. 3) Presentación de la Iglesia como
signo del reino de Dios, de las cinco vocaciones de especial consagración (presbítero, diácono
permanente, religioso, consagrado en instituto secular, misionero ad gentes), de la misión del
laico y de la contribución económica a la Iglesia. Termina con una celebración de envío al mundo.
e) Las sesiones. Cada sesión tiene también etapas. Las de los padres se basan en el método activo
de ver, juzgar, actuar y orar tomado de José Cardijn. 1) Ver consiste en que alguno de los
participantes relate algún hecho sucedido, relacionado con el objetivo de la reunión, procurando
elegir alguna experiencia de fe y no una simple anécdota; se puede suscitar esta clase de relatos a
partir de un dibujo, de una foto, o incluso de un pasaje evangélico. 2) Juzgar consiste en
reflexionar ese hecho de vida y otros similares, luego de iluminarlos con un texto bíblico
propuesto en el manual o con otro sugerido por los guías. 3) Actuar es el compromiso libre que se
toma de comunicar esta experiencia de fe a los hijos, y de procurar seguir a Jesús creativamente
según lo descubierto de él en la reunión. 4) Orar es un rato de oración compartida al final de la
sesión, y también el clima de atención a Dios y al prójimo, mantenido por los guías durante todo
su transcurso.
Las reuniones de los niños también tienen etapas: a partir de un juego o dramatización, con el
intervalo de un canto para serenarse como grupo, se llega al momento de la reflexión bíblica
aplicada a la vida mediante numerosas preguntas del auxiliar de catequesis familiar, procurando
incorporar a todos los niños, y se logra una oración compartida espontánea en forma verbal, y
también silenciosa y después coral, terminando con nuevos cantos, aplausos rítmicos, gritos
dialogados, cantos con gestos y despedida personal, tal como la acogida inicial.
Los materiales oficiales son cinco: 1) El Libro de los padres, diseñado para una reunión
interfamiliar a cargo de un matrimonio-guía, es el material más importante de esta catequesis. En
su diagramación destaca: la revisión del diálogo realizado en la semana anterior con el niño; el
texto bíblico central; las preguntas acerca del texto bíblico principal o acerca de alguna ilustración
motivadora; las sugerencias para comunicar vivencias e informaciones al niño y al resto de la
familia durante la semana; las pistas para la oración; las preguntas o propuestas para el propósito
libre de la semana, y algún pensamiento motivador para recordar. 2) El Libro de los guías orienta
al buen uso del Libro de los padres y prócura resolver las dificultades más corrientes con que
tropiezan los guías: cómo mejorar la integración de varones, cómo crear acogida mutua y alegría
desde la primera reunión, cómo animar a los padres a llevar a la reunión el Cuaderno del niño para
comentar el diálogo realizado con él, cómo promover la participación evitando el monopolio de la
palabra, cómo favorecer gradualmente la vida sacramental, cómo detectar posibles matrimonios-
guías, cómo fomentar la integración a comunidades cristianas, a la comunidad parroquial, a la
preocupación por la justicia y la solidaridad en el trabajo y en la sociedad. 3) El Libro del auxiliar de
catequesis familiar incluye las orientaciones generales sobre el rol de este animador, que debe
dejar el protagonismo a los padres de familia o a quienes hacen sus veces, y pautas pedagógicas
para cada celebración de la Palabra. 4) El Cuaderno del niño despierta la curiosidad, creatividad e
iniciativa del niño, animándolo a conversar con sus padres sobre los temas, vinculados uno a uno a
los del Libro de los padres y al de la reunión o celebración infantil correspondiente. 5) La
Metodología ofrece contenidos globales para los cursos de iniciación de este personal apostólico.
BIBL.: ALBERICH E.-BINz A., Formas y modelos de catequesis con adultos. Una panorámica internacional, CCS, Madrid 1996, 90-
94; BIESINGER A., Erstkommunion als Familienkatechese. Zur Relevanz von «catequesis familiar», Theologische Quartalschrift
174-2 (1994) 120-135; DECAT, Catequesis familiar, CELAM, Bogotá 1987; DECKER C., Catequesis familiar. Historia y descripción
4
del método, Instituto arquidiocesano de catequesis, Santiago de Chile 1996 ; DÍAZ J.-VALENZUELA E., La eucaristía. Jesús nos
invita a su fiesta (CD-Rom). Diakom Ltda, Santiago de Chile 1997; GAMBINO V., Caminos hacia Dios. Educación cristiana en
familia y en el parvulario, 2 a 6 años, San Pablo, Santiago de Chile 1979; GARCÍA AHUMADA E., Qué es la catequesis familiar, San
Pío X, Madrid 1998; PUGA J., Hacia una plena participación del pueblo de Dios en la eucaristía. Esfuerzos catequísticos y
litúrgicos en parroquias, Centro de investigaciones socioculturales CISOC-Bellarmino, Santiago de Chile 1997; VAN DORP, Estudio
evaluativo de la catequesis familiar, Centro Bellarmino, Santiago de Chile 1978.
Por diferentes razones no resulta fácil hacer una exposición exhaustiva, detallada y plausible de la
catequesis familiar en España, aceptando incluso que el concepto de catequesis familiar no se ha
utilizado en sentido unívoco, dada la variedad de matices y contenidos que encierra o se le
atribuyen. En primer lugar, es el hecho mismo de su existencia, pues más que de catequesis
familiar, cabría hablar de transmisión de la fe, o de la cultura religiosa o de la conciencia cristiana
en la familia. En segundo lugar, porque no existen (y no sólo en España) estudios específicos sobre
la misma. Ni las diferentes Historias de la Iglesia española1 que hemos consultado, ni la obra de L.
Resines sobre la catequesis en España 2, ni los escasos artículos dedicados a la historia de la
catequesis española contemporánea 3 o a la catequesis familiar4 que hemos encontrado en las
revistas especializadas se detienen en su estudio. Sólo tangencialmente hacen referencia a ella. En
tercer lugar, hasta no hace mucho tiempo tampoco eran muchos los autores que consideran a los
padres como los primeros catequistas de sus hijos. Finalmente, la Iglesia española no hace una
propuesta concreta de catequesis familiar hasta la renovación de los catecismos españoles en la
década de los 80.
Por otro lado, quizá pueda decirse que la primera catequesis familiar contemporánea que entró
en España, pero de cuya implantación, repercusión y uso no tenemos datos, fue la traducción y
publicación de una excelente catequesis familiar belga, de gran repercusión e implantación en
aquel país5.
Dadas estas limitaciones, nos ceñimos a poner de manifiesto solamente los datos de la catequesis
familiar en España que son conocidos y de los que tenemos fuentes documentales. Referiremos
los aspectos generales de la catequesis familiar en España que creemos consolidados, tendremos
en cuenta los catequetas que recuerdan a los padres su obligación de ser los primeros educadores
de la fe de sus hijos y les ofrecen materiales catequísticos para que puedan realizar su misión y,
finalmente, presentaremos la oferta de catequesis familiar por parte de la Iglesia española.
Acabaremos haciendo una breve reseña de materiales catequéticos publicados que son
considerados por sus autores como catequesis familiar o tienen indicaciones de contenido y
método para que los padres transmitan y eduquen la fe en familia.
Sin embargo, a pesar de sus luces y sombras, la primera evangelización a través de la familia
cristiana ha sido un pilar y un factor determinante en la transmisión y educación de la fe de los
hijos. A pesar de la delegación de los padres, la catequesis parroquial y la enseñanza religiosa en la
escuela estatal y en los colegios de la Iglesia y de las congregaciones religiosas, con todos los
avatares históricos, políticos y sociales que ha tenido en España, era seguida por la casi totalidad
de la población escolar española, y garantizaba, de algún modo, su formación cristiana.
Uno de ellos es Francesc Matheu y Smandía que, a finales del siglo XVIII, publicó un Compendi o
breu explicació de la doctrina cristiana en forma de diálogo entre pare i fill. Es un catecismo breve,
simple, con preguntas y respuestas en un diálogo entre padre e hijo, bastante directo, que parece
reflejar el mandato de algunos sínodos diocesanos de redactar catecismos en forma de diálogo.
Por la propuesta que hace a los padres y por los catecismos que publicó con este fin, hay que
referirse también a san Antonio María Claret. Tanto en sus Avisos muy útiles a los padres de
familia6 como en Catecisme de la doctrina cristiana explicat y adaptat a la capacitat deis noys y
noyas y adornat ab moltas estampas, recuerda a los padres su misión educadora, les ofrece
materiales catequísticos y les indica el sencillo método a seguir. En el Catecisme7 dice que es
«también para los mayores, y con especialidad para vosotros, padres de familia... para que cuando
vuestros hijos os preguntaren... les respondáis explicándoles por medio de ellas la religión
cristiana, que tenéis obligación vosotros de enseñarles y ellos de aprenderla... Y a vosotros, padres
de familia, os suplico por las entrañas de Jesucristo, que procuréis que así se lo aprendan vuestros
hijos y domésticos, con lo que además de cumplir un deber, podréis ganar las muchas
indulgencias... y finalmente la gloria eterna, que a todos deseo. Así sea».
Andrés Manjón, fundador de las Escuelas del Ave María, recogiendo la defensa que hace de este
derecho la encíclica Divini illius magistri, está totalmente persuadido de que la educación de los
hijos es un derecho y un deber natural de los padres. Y para que puedan ejercer y realizar este
derecho-deber, se preocupa de ayudar a los padres a cumplir esta tarea y obligación publicando
las Hojas paterno-escolares del Ave María. Resulta curioso observar que el P. Manjón sitúa este
derecho-deber de los padres en la virtud de la justicia, explicándoles cómo deben asegurar en sus
hijos los principios religiosos que iluminen siempre su conciencia; cómo deben aprovechar
cualquier circunstancia para hablar de Dios y cómo han de contagiar la religión a través de la
misma vida religiosa familiar.
Y Juan Tusquets, en su Pedagogía de la religión9 insiste, sobre todo, en que los padres han de
cooperar necesariamente con la catequesis parroquial.
Si estos autores que hemos citado anteriormente se refieren a la catequesis familiar recordando a
los padres su obligación de educar a sus hijos en la fe, pero sin exponer ni hacer referencia
explícita a sus fundamentos teológicos y sacramentales, hay otros autores que no se contentan
con recordar tal obligación, sino que claramente se refieren a la catequesis familiar o a la
formación cristiana en la familia a partir de su fundamento teológico y sacramental, es decir, al
sacramento del matrimonio y al ministerio profético de los padres, recogiendo con ello las
aportaciones de la teología del sacramento del matrimonio y del laicado, ampliamente expuestos
por los documentos conciliares.
Uno de estos autores es S. Misser, que afirma: «la educación de unos padres cristianos sólo puede
ser fruto de un cristianismo eficazmente vivido... En el orden sobrenatural la misión de los padres
es excelsa. Ellos son los primeros y definitivos catequistas. Es más, en el sacramento conyugal y
paterno-maternal radica ya todo el misterio cristiano... Así que la catequesis familiar no es una
simple cuestión deontológica o de moral profesional del matrimonio, sino cuestión que afecta a su
propia esencia... La acción cristiana de los padres debe verterse cuidadosa y delicadamente en el
cauce natural del curso vital de sus hijos, a través de sus edades psicológicas... Deberán cuidar de
grabar profundamente la idea de Dios en el alma de los hijitos a través de lo que estos mismos
presienten, a través del concepto que van formando de lo trascendente, mediante el concebir un
sentido y actitud profundamente religiosos hacia sus propios hijos... Ya el despertar de los hijos a
las realidades del mundo debe permitirles sorprender a sus padres en una reverencial y vital
actitud de oración... Así deben afianzar el hábito de la oración matutina y vespertina. El marco de
religiosidad familiar debe concentrarse en torno a la lectura de la sagrada Biblia y de la oración en
familia. Así deben irse fijando en los hijos las consideraciones de las grandes etapas de la obra
salvadora de Dios. Pero a ello debe acompañar una actitud sinceramente cristiana ante todas las
realidades de la vida... Consigue una importancia nuclear en esta educación la asistencia al culto
en compañía de los padres»10.
J. J. Rodríguez Medina es quien más directa y explícitamente habla del ministerio profético de los
padres, en el que sitúa la educación de la fe de los hijos en la familia. En efecto, al hablar de la
Iglesia como pueblo de Dios y del testimonio de todo cristiano como ministerio profético, se
refiere a la misión educadora de los padres y afirma: «la misión profética de los padres participa, a
nuestro entender, de las dos formas de misión: por constituir el hogar una comunidad cristiana
natural, en virtud del matrimonio –que antes de ser sacramento es contrato natural–, los padres,
por el hecho de serlo, son ministros naturales de la palabra respecto de sus hijos. Tienen
responsabilidad directa en la formación religiosa de estos. Son sus catequistas por antonomasia,
incluso con preferencia sobre los sacerdotes y educadores. En este sentido, el ministerio profético
de los padres no es derivado de la jerarquía. Cristo y la Iglesia respetan, asumen y
sobrenaturalizan la sociedad matrimonial, convirtiéndola en sociedad eclesial, mediante la
aceptación del contrato matrimonial realizado ante el sacerdote, testigo de la Iglesia como
institución visible. Por lo mismo, y en virtud de este segundo título, los padres cooperan a la
misión profética del obispo del cual dependen, y participan de ella aceptando, por ejemplo,
algunas modalidades concretas que el obispo señale para la mejor educación cristiana de los
hijos»11.
¿Cómo se presenta y articula esta propuesta en las guías pedagógicas de los dos catecismos
mencionados? Ambas guías, habida cuenta de la diferencia que implica la educación del despertar
religioso (Padre nuestro) y la catequesis de iniciación sacramental (Jesús es el Señor), pretenden
ser una ayuda a padres y catequistas para que, en su vida cotidiana y en la catequesis, actúen de
una manera acorde con lo que el niño experimenta vitalmente, para ayudarle, desde esa misma
realidad, a descubrir la presencia de Dios Padre en su vida. Consecuentemente con ello, la guía del
catecismo Padre nuestro parte de que la catequesis familiar «precede, acompaña y enriquece
toda otra forma de catequesis» (CT 68), hace un breve comentario a los padres como elemento
previo a la breve descripción del despertar religioso del niño y les presenta las tres series de t emas
que lo componen. A los padres se les ofrecen unas sencillas notas para el diálogo con los niños,
siempre a partir de la propia realidad experimentada por los niños y en coordinación con los
contenidos que va a recibir (o puede haber recibido con anterioridad) en la catequesis
comunitaria.
Hay que tener en cuenta que la propuesta catequética que se hace a los padres tiene las mismas
características que la catequesis comunitaria; es decir, es una catequesis orgánica y articulada,
algunas de cuyas características son: una enseñanza sistemática, elemental pero bastante
completa, una iniciación cristiana integral, abierta a todas las esferas de la vida, una presentación
de los textos fundamentales de la fe a través de los principales lenguajes (bíblico, litúrgico,
formulación doctrinal...) mediante los cuales la Iglesia comunica la fe. Junto a esto, se presentan
elementos para preparar las celebraciones de las fiestas de la Virgen María, la navidad y la semana
santa.
Este mismo esquema de propuesta se sigue en la guía pedagógica del catecismo Jesús es el Señor,
pero de manera mucho más rica y completa, ya que ofrece a los padres más elementos
pedagógico-didácticos para la catequesis familiar. Estos elementos son los siguientes: hablamos a
partir de la realidad de la vida del niño que guarda relación con el tema catequético; nos
comprometemos, que quiere ayudar a los niños a traducir en su vida lo que han escuchado en la
catequesis (podría llamarse perfectamente seguimiento de Jesús o formación de la personalidad
cristiana) y vivimos juntos, que ayuda a descubrir al niño la alegría de ser cristiano, además de
ayudarle a comprender y memorizar ciertas fórmulas del catecismo. Ofrece también elementos
para celebraciones, tales como el recuerdo del bautismo y de la semana santa.
— Sus objetivos: recordando que la catequesis familiar «precede, acompaña y enriquece toda otra
forma de catequesis» (CT 68), señala que sus objetivos son: «el despertar religioso, la iniciación en
la oración personal y comunitaria, la educación de la conciencia moral, la iniciación en el sentido
del amor humano, del trabajo, de la convivencia y del compromiso en el mundo, dentro de la
perspectiva cristiana» (CC 273).
— Su pedagogía: como la catequesis familiar asume las características propias de la vida familiar
(cf FC 53), es «una catequesis más del testimonio que de la enseñanza, más ocasional que
sistemática, más permanente que estructurada en períodos» (CC 273).
Lógicamente, este documento reconoce que implantar la catequesis familiar «reclama cambiar de
mentalidad a las familias y a la educación de la fe en su seno... Los padres cristianos deben
convencerse de que no necesitan especiales conocimientos teológicos, sino asumir sencilla y
confiadamente los dones sacramentales y de la gracia que derivan de su matrimonio» (CC 274).
Recuerda, además, que los padres cristianos también están llamados a ser catequistas fuera del
hogar, y que la catequesis familiar puede ser un instrumento valiosísimo de renovación de la
comunidad cristiana familiar (cf CC,276).
De un tiempo a esta parte, tanto por motivos teológicos (sacramentalidad del matrimonio, la
familia como iglesia doméstica y ministerialidad de los padres en su tarea educativa, como hace
constar expresamente la Familiaris consortio) como específicamente catequéticos y pastorales (la
traducción práctica de la eclesialidad y ministerialidad de la familia cristiana en la responsabilidad
educadora de los padres), no sólo la catequesis familiar está recibiendo mayor preocupación y
atención, sino que también se están elaborando materiales catequéticos que faciliten y ayuden a
los padres en la tarea de la educación de sus hijos en la fe. A la vista de estos materiales se
observa que unos están dedicados a la educación en familia del despertar religioso (5-7 años);
otros abarcan todo el arco de la iniciación sacramental (7-9 años); otros, quizá la mayoría, ofrecen
sugerencias prácticas y recursos catequéticos a los padres.
Como no es posible hacer una presentación completa de estos materiales, nos vemos abocados a
hacer una sencilla reseña de los mismos. Comenzamos por los destinados exclusivamente a la
educación del despertar religioso; a continuación, los que abarcan tanto el despertar religioso
como la iniciación sacramental; finalmente, los que ofrecen indicaciones catequéticas para los
padres y la catequesis en familia. No pudiendo reseñarlos todos, optámos por presentar los que
parece que están teniendo mayor aceptación, difusión y uso.
1. PROPUESTAS PARA LA EDUCACIÓN DEL DESPERTAR RELIGIOSO EN FAMILIA. a) Despertar
religioso de los niños, Claret, Barcelona 1981. Consta de un folleto para los padres, que describe el
despertar religioso del niño, sus grandes orientaciones y algunos consejos metodológicos para
llevarlo a cabo. Lo complementan un conjunto de veinticuatro cuadernillos ilustrados, sencillos,
con riqueza de lenguaje bíblico, distribuidos en tres núcleos: La vida de Jesús. La vida de cada día.
La vida en mí.
b) Al encuentro con Dios en compañía del niño pequeño, del que son autores H. Busslinger-
Simmen y otros, publicado por Ediciones San Pío X, Madrid 1997. Se trata de un sencillo material a
base de diálogos, ejemplos y sugerencias, destinado a la educación cristiana de los niños entre los
3 y los 6 años. Al decir de los autores, no es un programa ni un manual de obligaciones religiosas,
sino una ayuda para que los padres y los más pequeños descubran al Señor en las diferentes
actividades del ambiente hogareño. Para conseguirlo, ofrece un total de dieciséis temas.
e) Talleres de catequesis, CCS, Madrid 1998. Dos mamás son sus autoras: Victoria Delquié,
animadora de un taller de niños, y Anne Gravier, catequista e ilustradora de libros infantiles.
Consta de libro del animador y cuaderno del niño. Está dirigido al despertar de la fe de niños de 3
a 7 años, invitándoles a entrar con gusto en el maravilloso mundo de Dios. Presenta doce talleres,
cada uno de los cuales se desarrolla en cuatro tiempos: Cuéntanos la Biblia, Tiempo de explicación
y de diálogo, Actividades, y Cantamos y rezamos. Este material refleja la experiencia directa de las
autoras en la catequesis de los más pequeños.
c) Catequesis familiar: Es un extenso plan de catequesis familiar cuyos autores son J. Muñoz Ferrer
y M. Martí, publicado por CCS, Madrid 1998, que comprende la educación del despertar religioso
en familia y la catequesis de iniciación sacramental. Abarca, por tanto, el ciclo de 0 a 8 años. Los
contenidos están distribuidos en cuatro series, cada una de las cuales —excepto la primera, de un
solo cuaderno— ofrece un cuaderno de los niños, el libro de los padres, el libro del guía de los
catequistas de los padres y el libro de las celebraciones o de los catequistas de niños. La secuencia
de las series es la siguiente: 1) Alba. El despertar religioso en familia, de tres núcleos de catequesis
destinados a hacer germinar la fe del niño en el seno de la familia; 2) Brisa, que consta de 22
temas distribuidos en tres bloques: Dios nuestro Padre, Jesús nos llama y El Espíritu nos ayuda a
crecer en el amor al Padre; 3) Luz, de 19 temas distribuidos en tres bloques: Unidos, Queremos
conocer a Jesús y Jesús está con nosotros; 4) Vida, que presenta 18 temas distribuidos en dos
bloques: Queremos conocer a Jesús y Jesús está con nosotros. El folleto Metodología de la
catequesis familiar explica el planteamiento, desarrollo y metodología de este modelo de
catequesis. Claramente inspirada en su concepción y estructura en la catequesis familiar chilena,
los autores afirman que se inspira en el catecismo Jesús es el Señor. Está prevista la edición de una
casete, Nueva creación, con las canciones que aparecen en los materiales de la colección. En cada
serie se coordina la reunión de los guías, la de estos con los padres, la catequesis en la familia y las
celebraciones.
b) Semilla. Son sus autores E. Pérez Landáburu, A. Pérez Urroz y C. Bueno. Publicados por San Pío
X, Madrid 1994-95, lo componen cinco cuadernos destinados a niños de 7 a 12 años y una guía
única para los cinco cursos. Cada cuaderno consta de nueve temas, al final de cada cual se ofrecen
unas propuestas de actividades en familia que acaban con una oración. Los dos primeros
cuadernos (7-9 años) están dedicados prácticamente a la educación del despertar religioso; el
tercero (9-10 años) se dedica a la Iglesia y a los sacramentos del bautismo, la reconciliación y la
eucaristía; el cuarto (10-11 años) está destinado a la oración y a la formación moral desde el
encuentro con Jesús en la Palabra, en la eucaristía y en la comunidad; el quinto (11-12 años), que
culmina el proceso, ofrece una especie de síntesis de fe.
Conclusión
La catequesis familiar, tanto en su sentido más concreto como en su sentido más amplio, es una
realidad en la que, poco a poco, va volviéndose a hacer camino en la praxis eclesial y en la tarea
educadora de la familia. Son muchos los esfuerzos, los materiales y los programas educativos en la
fe que se publican o están en vías de publicación. Una cosa parece cierta: que la catequesis
familiar irá arraigándose, tomando cuerpo y dando sus frutos, en la medida en que los
planteamientos y acciones pastorales, con y para la familia, comiencen por descubrir a los padres
su ministerialidad educativa, que arranca de la sacramentalidad de su bautismo, confirmación y
matrimonio, así como prestándoles toda la ayuda necesaria para que asuman su condición de
primeros catequistas de sus hijos, así como que ellos son el primer evangelio que ven, leen y
aprenden sus hijos. En este sentido, la catequesis familiar no ha de descuidar que es, en primer
lugar, catequesis para los padres. Conjuntando esfuerzos, coordinando y complementando
ámbitos educativos, especialmente la familia, la comunidad cristiana, se puede augurar a la
catequesis familiar un gran futuro. Hay aspectos importantes de la educación en la fe que
difícilmente puede alcanzar la catequesis comunitaria, y que sólo pueden conseguirse en la
catequesis familiar.
NOTAS: 1. R. GARCIA-VILLOSLADA (dir.), Historia de la Iglesia en España, III 2: La Iglesia en la España de los siglos XV y XVI; IV: La
Iglesia en la España de los siglos XVII-XVIII; V: La Iglesia en la España contemporánea, BAC, Madrid 1980; B. BARTOLOMÉ
MARTINEZ (dir.), Historia de la acción educadora de la Iglesia en España, L• Edades antigua, media y moderna, BAC, Madrid
1995; II: Edad contemporánea, BAC, Madrid 1997. – 2. L. RESINES, La catequesis en España. Historia y textos, BAC, Madrid 1997;
y anteriormente Historia de la catequesis en España, CCS, Madrid 1995. – 3. Cf V. M. PEDROSA, Ochenta años de catequesis en la
Iglesia de España, Actualidad catequética 20 (1980) 617-658; J. M. ESTEPA, La catequesis en España en los últimos veinte años,
Actualidad catequética 26 (1986) 19-43. – 4. A. MATESANZ RODRIGO, La catequesis familiar a lo largo de la historia, Teología y
catequesis 20 (1986) 541-562. – 5. P. RANWEZ-J. DEFOSSA-J. GÉRARD-LIBOIS, Unidos hacia el Señor. La formación religiosa en
familia, Atenas, Madrid 1958; y posteriormente P. RANWEZ, ¿Educan los padres? El amanecer de la vida cristiana. Sugerencias,
6 8
Sígueme, Salamanca 1968. – Librería religiosa, Barcelona 1845. – 7. Pla, Barcelona 1848, en catalán y en castellano. – Gráficas
1 9 10
Andrés Martín, Valladolid 1965 °, 436. – Barcelona 1935, 273-288. - S. MisSER, Catequizar. Problema de renovación en el
contexto de la Iglesia y el mundo de hoy, Estela, Barcelona 1965, 316-319. – 11. J. J. RODRÍGUEZ MEDINA, Pedagogía de la fe.
— 12
Situación y contenidos de la catequética hoy, Bruño-Sígueme, Madrid-Salamanca 1972, 447-448. P. MAYMÍ PONS, Pedagogía
de la fe, San Pío X, Madrid 1998, 382-383. – 13. COMISIÓN EPISCOPAL DE ENSEÑANZA Y CATEQUESIS, Documentos colectivos del
episcopado español sobre formación religiosa y educación 1969-1980, Edice, Madrid 1981, 21-114, especialmente el n. 23, pp.
14
39-40.– Cf La elaboración de nuevos catecismos. Informe de la Comisión episcopal de enseñanza y catequesis a la XXXII
Asamblea plenaria de la Conferencia episcopal española. Noviembre 1979, Actualidad catequética 110 (1982) 21-27 — 15.
COMISIÓN EPISCOPAL DE ENSEÑANZA Y CATEQUESIS, Padre nuestro. Primer catecismo de la comunidad cristiana. Introducción
pastoral y guía pedagógica. Para la catequesis de la iniciación de los niños, Edice, Madrid 1983; SECRETARIADO NACIONAL DE
CATEQUESIS, Jesús es el Señor. Segundo catecismo de la comunidad cristiana. Guía pedagógica. Para la catequesis de la
16
iniciación de los niños, Edice, Madrid 1988. – COMISIÓN EPISCOPAL DE ENSEÑANZA Y CATEQUESIS, La catequesis de la
comunidad. Orientaciones pastorales para la catequesis en España hoy, Edice, Madrid 1983. – 17 Puede verse una sucinta
presentación de MARÍA NAVARRO, Despertar religioso en familia. Material para los padres, Teología y catequesis 66 (1998) 107-
116. – 18. Puede verse de la misma autora, El més petit de tots. El compromis d'educar l'infant en la fe 1. De 0 a 3 anys, la
familia creix. El compromis d'educar I'infant en la fe 2. De 3 a 5 anys; de cara enfora. El compromis d'educar 1'infant en la fe 3.
De 5 a 7 anys, Edicions Secretariat interdiocesá de catequesi de Catalunya i les Illes, 1994.
BIBL.: BARRENA F., Con los padres, San Pablo, Madrid 1985; CARBONELL E., Principales constantes históricas de la familia como
ámbito de transmisión y educación de la fe. Algunas propuestas consecuentes para hoy, Actualidad catequética 161 (1994) 135-
161; CASABLANCA R. M., El niño capaz de Dios. Desarrollo psicológico, despertar espiritual antes de los tres años, Mensajero,
Bilbao 1990; COLOMB J., Manual de catequética. Al servicio del evangelio, II, Herder, Barcelona 1971, 708-730; COMISIÓN
EPISCOPAL DE APOSTOLADO SEGLAR, Vivencia y transmisión de la fe en familia, El Escorial 24-27 julio de 1997. Curso de verano
para agentes de pastoral familiar; DUPERRAY G. Y OTROS, Familia, Iglesia y fe, Marova, Madrid 1978; GATTI G., II ministero
catechistico della famiglia nella Chiesa, EDB, Bolonia 1978; GATTI T., Primeros educadores de la fe, padres y formadores de la
infancia, Bruño-San Pío X, Madrid-Salamanca 1970; HELLER D., Cómo hablarle a su hijo de Dios, Norma, 1990; MARTINI C. M.,
Familia y vida laical, PPC, Madrid 1993; NAVARRO M.-SORAZU E., Familia y catequesis, CPC 12, CCS, Madrid 1994; OSER F., El
origen de Dios en el niño, San Pío X, Madrid 1996; VILCHEZ L. F., La familia educadora de la fe, Narcea, Madrid 1984; WILBERTZ
A., Pequeña escuela de padres para la educación religiosa, PPC, Madrid 1991.
En continuidad con el Vaticano II, desde hace años se vive el criterio de que toda acción pastoral,
antes de ser un problema práctico, es un problema teológico. Lo cual implica revisar las
mentalidades y hacer nuevos planteamientos e interpretaciones del misterio cristiano, antes de
querer dar respuesta pastoral a las situaciones históricas concretas. En efecto, no parece posible
renovar nada significativo a través de la acción pastoral, si primeramente no se cuestiona la
teología que inspira, nutre y sirve de sustento a la praxis. El Concilio, que fue llamado Concilio
pastoral, estableció claramente este principio inspirador.
La Iglesia latinoamericana recogió esta herencia con seriedad y compromiso. Se dio a la ardua
tarea no sólo de revisar su mentalidad teológica sino de iniciar «un nuevo modo de hacer
teología»1, reconociéndose sujeto del quehacer teológico y propiciando así iniciativas,
experiencias, rupturas, formas de organización; en una palabra, otros modelos de pastoral,
surgidos de los nuevos planteamientos que se hacían.
La catequesis, por su parte, en cuanto expresión privilegiada de la pastoral profética de la Iglesia,
se benefició enormemente de este despertar teológico. Tuvo que nutrirse de él para ser fiel al
misterio de Dios proclamado en el interior del misterio del hombre latinoamericano. Dado que
existe una correlación entre teología y catequesis y que toda conmoción en el campo de la
teología tiene repercusiones igualmente en el terreno de la catequesis2, las Iglesias de América
latina comprendieron pronto que no sólo este ministerio, sino el conjunto de su pastoral, iba a
sufrir una sacudida que cambiaría radicalmente su rostro.
A América latina se la viene llamando desde hace algunos años continente de la esperanza. Y no se
sabe si ello se refiere a un sueño inalcanzable, si es convicción de los que siguen creyendo en ella,
o simplemente es la expresión de una cruel ironía que la deja siempre en el umbral de la historia.
¿Será que más bien habría que llamarla continente de la desesperanza?
Es espacio donde resplandece la injusticia en sus formas más perversas. Continente de la riqueza,
que genera pobreza como un absurdo de la historia. Realidad geográfica que se define cultural y
religiosamente como identidad común, pero que se revela demasiado inconsistente en la praxis
social y en el concierto de los pueblos del planeta. Lugar donde convergen todas las formas de la
dependencia y la desigualdad, cuyos efectos más inmediatos son: la conciencia colectiva de
nacidos para perder, de ser espectadores de la historia, zona periférica y conjunto de sociedades
reflejo, cuyo mejor destino es la imitación acrítica.
El continente está marcado por un pluralismo cultural, reconocido hace apenas unos años. Se
despejó la idea romántica del monolitismo cultural, producto de una interpretación miope de la
historia y de la realidad. América latina, ¿existe como realidad objetiva o sólo como concepto
académico o ideológico? –se preguntan algunos–. Por lo demás, experimenta una transición
global en lo geopolítico, en lo socioeconómico y lo cultural, sin poder alcanzar las condiciones ni la
madurez necesarias para enfrentar los desafíos inéditos que se le plantean. Su vulnerabilidad salta
a la vista.
Hay que subrayar también el progresivo deterioro de los niveles económicos de vida, a causa de la
creciente e inmoral dependencia financiera y tecnológica, la deuda exterior y las corruptas
administraciones públicas que flagelan a los más débiles. Una situación donde la participación
democrática carece de sustento y de un proyecto político que busque el bienestar de los menos
favorecidos.
La educación básica del pueblo no logra ser reconocida efectivamente como un derecho
fundamental de todo hombre y de toda mujer, ni como elemento esencial de la dignidad humana,
ni clave necesaria de humanización. Por un lado se dice que la educación es el eje central del
desarrollo integral de los pueblos; que es un proceso que habilita para ejercitar la capacidad de
decisiones y propiciar una amplia participación social; que forma parte de las culturas y están a su
servicio para promoverlas. Por el otro disminuyen los presupuestos económicos para tareas
educativas en favor, por ejemplo, del armamentismo. Hay un reforzamiento de los modelos
economicistas de educación, fundados en el lucro, la producción salvaje, el consumo y la
acumulación desenfrenada. Hay una perversa politización de la educación, que se pone al servicio
de los sistemas ideológicos, populistas y demagógicos, ignorando la dimensión humanista de la
existencia. La educación es vista a menudo como una parcela de poder que se adquiere para
consolidar la situación establecida o ingresar en ella sin apenas cuestionarla.
Es bien sabido que entre las causas más relevantes de esta situación habrá que señalar el
desprecio a la persona humana como filosofía de la vida, la insuficiente educación básica que está
muy lejos de llegar a todos y la injusticia institucionalizada como sustento del andamiaje social3.
La divina revelación se va gestando a través del empeño de Dios por crear al hombre espacios de
libertad y senderos de liberación. Que el hombre sea libre es la máxima aspiración de Dios. Toda
forma de esclavitud es su aflicción suprema. Se diría que la pedagogía de la revelación es una
escuela para aprender a ser libres bajo la sabiduría del Dios liberador.
Temas tan importantes como la experiencia del éxodo, del exilio y de los profetas, pasando por los
múltiples clamores de liberación expresados en los salmos y en los libros sapienciales, hasta llegar
al anuncio y la praxis liberadora de Jesús, que nos dejó como mandato supremo el amor fraterno,
como espíritu las bienaventuranzas y como tarea su seguimiento radical, resumen lo que sus
discípulos llamarán la libertad cristiana5.
El quehacer teológico en particular, saldrá beneficiado con este cambio de actitud, pues terminará
una era de importación y dependencia, para dar paso a otra, marcada por la creatividad
teológica7.
El encuentro de la fe con el mundo de los empobrecidos, típico de los países del sur, es
considerado como el verdadero detonante de una reflexión que buscará siempre la gloria de Dios
en el hombre viviente. Por eso el tratamiento teológico de la liberación va a suponer, por una
parte, una experiencia solidaria de inserción entre los excluidos, a fin de reconocer en ellos el
rostro sufriente de Jesús, y por la otra, una praxis de compromiso liberador con los pobres para
restituir a todo hombre y a toda mujer su inalienable dignidad. «Antes de hacer teología es
preciso hacer liberación», si no queremos deslizarnos hacia idealismos irrealizables8.
3. UNA TRAYECTORIA SINUOSA. Existen muchos estudios que pretenden hacer un balance
histórico de esta forma de hacer teología9. Los inicios provienen de diversas intuiciones,
pensamientos e iniciativas de personas y de épocas que vivieron y anunciaron la fe en su
dimensión liberadora. Así, la tradición profética de evangelizadores y misioneros que, desde los
comienzos, cuestionaron el modo de presencia de la Iglesia y su comportamiento hacia las
poblaciones nativas de América latina. Más recientemente la aparición de inquietudes en el
campo social, el redescubrimiento de la dimensión social de la fe y la proclamación del evangelio
como fuerza de cambio. Todo ello, unido a la reflexión teológica acerca de cuestiones que por
mucho tiempo parecieron no tener vínculo alguno con la praxis cristiana: las realidades terrenas,
la política, el trabajo, la historia, el mundo, el compromiso temporal, la construcción de la ciudad
secular, la justicia social como tarea esencialmente cristiana 10.
Por su parte, el magisterio de la Iglesia, desde los inicios de esta teología y durante su mayor
desarrollo y evolución, no dejó de acompañarla, ya inspirándola y alentándola, ya invitándola a
rectificar y clarificar, ya previniéndola contra los excesos que ponen en entredicho aspectos
sustanciales de la fe: En este contexto se debe destacar el papel determinante que jugó la II
Conferencia del episcopado latinoamericano celebrada en Medellín (1968), así como otros
diversos pronunciamientos emanados del magisterio12.
Cabe señalar que este debate universal dio pie a ciertos radicalismos conocidos por todos: el de
los que aceptaron, a veces acríticamente, todo lo que provenía del discurso liberador y el de los
que rechazaron emocionalmente todo lo que tuviese alguna relación con esta teología, sin
tomarse la molestia de analizarla para conocerla de cerca.
Es de notar, igualmente, que una consecuencia inmediata de esta situación fue la diversificación
de las corrientes teológicas inspiradas en la liberación, de tal forma que no puede hablarse de
una, sino de varias teologías de la liberación 14.
Hoy puede decirse que el quehacer teológico de la liberación y los resultados del mismo han
conseguido un espacio en la vida de la Iglesia. Han obligado a mirar la teología de otra manera.
Han rescatado la tradición de que el quehacer teológico no es patrimonio de grupos privilegiados,
sino tarea de la comunidad entera, no importa cuáles sean sus circunstancias históricas o
socioculturales. Ella es el sujeto colectivo y primordial de la teología.
4. Sus GRANDES EJES. La teología de la liberación descansa en unos postulados que le permiten
expresarse como un cuerpo internamente trabado, capaz de reflejarse en la catequesis y en toda
la actividad pastoral de la comunidad cristiana. Estos son algunos de los más importantes:
b) Desde la realidad y desde la óptica de los pobres, como lugar teológico, se desencadena un
proceso de reinterpretación del misterio cristiano en su conjunto. La liberación no es un tema más
que la teología va a tratar (como podría ser la teología del trabajo, de la historia, de la ecología...),
sino un nuevo modo de hacer teología, una hermenéutica diferente de la fe, un estilo de
repensarla a partir de lo concreto de la praxis y desde la perspectiva de los pobres.
c) La palabra de Dios y la tradición viva de la Iglesia se leen a la luz del magisterio de la Iglesia, de
la fe de todo el pueblo de Dios y de las situaciones de pecado social, derivado de las estructuras de
injusticia. El Dios de la vida es el Dios de la liberación que tiene una conducta y una clara
preferencia por las víctimas, por los débiles, los sencillos y los excluidos del poder, del dinero y del
prestigio.
d) Los discípulos del Dios de la vida se congregan en la comunidad de los creyentes que viven su
existencia cristiana en el seguimiento de Jesús, paradigma de pobreza, que, con su anuncio, sus
gestos, sus obras y el estilo de su vida entera, pone de manifiesto su opción clara y preferente por
los pobres, destinatarios privilegiados del Reino, y por eso mismo fuerza liberadora de la historia.
Ellos son signo mesiánico de la presencia del Reino cumplido en Jesús.
e) La teología de la liberación recoge la tradición profética que desenmascara todas las formas de
idolatría que pretenden sustituir al Dios vivo. Denuncia todas las opresiones y esclavitudes que
desfiguran al hombre y a la mujer, negándoles su dignidad de personas, de hijos y de hermanos.
Anuncia la utopía de Dios revelada en Jesús, el pobre, que propone el camino liberador de las
bienaventuranzas, el de la fuerza en la debilidad, el de la muerte como condición de vida, el de la
persecución y el martirio como certezas para llegar al señorío. Su muerte y su resurrección
representan el cumplimiento perfecto y absoluto de la liberación irreversible de Dios para con su
pueblo. Es el sacramento definitivo de la liberación del Padre, realizada por el Espíritu en la
historia, para salvarla de sus múltiples esclavitudes.
Muchos creyentes han redescubierto allí la novedad y la energía transformadora de su fe. Se han
reconciliado con su Iglesia, a la que contemplan como signo de esperanza. Otros también han
adoptado posturas de condena, de angustia o de alarma, como reacción ante los riesgos que
supone ir por caminos no andados. Por su parte, muchos pastores, catequistas y demás agentes
pastorales han llegado a una conciencia nueva. Son protagonistas y testigos de que, en muchos
casos, se actúa bajo la inspiración de las corrientes liberadoras al estilo de América latina. De ahí
surgen unas exigencias que se asumen como desafíos y presupuestos de su quehacer, a saber:
clarificar su pensamiento en torno a las cuestiones vinculadas a la liberación; determinar sus
posturas y opciones; realizar una praxis pastoral coherente.
La catequesis sólo puede entenderse dentro de una comunidad cuya única tarea es la de
evangelizar. Su lugar propio está dentro del anuncio de la buena nueva. Se pone a su servicio
como uno de sus ministerios más cercanos. Ciertamente la catequesis tiene su estilo propio, sus
tiempos, lugares, pedagogía y métodos, pero siempre en el marco de la obra evangelizadora de la
Iglesia. La catequesis sólo existe para ser un ministerio evangelizador. Es una forma de
evangelizar18.
3. Su MENSAJE. Anuncia un mensaje cuya fuerza promueve la dignidad integral de las personas,
invitándolas a liberarse de sus esclavitudes. La catequesis liberadora sólo tiene un mensaje que
ofrecer, en fidelidad total y en relación a la vida concreta de los hombres. Manifiesta
pedagógicamente que en la persona de Jesús, en su vida, en sus obras y en sus palabras reside el
proyecto del Padre y la clave para comprendernos a nosotros mismos, para relacionarnos con él y
con los hermanos, para juzgar la realidad y para interpretar en la fe los acontecimientos de
nuestra historia personal y colectiva.
En el centro de la catequesis encontramos esencialmente a Jesucristo, Verbo encarnado, Hijo de
Dios, muerto y resucitado, Mesías liberador y Señor de la historia, Maestro que enseña con
autoridad los caminos del reino de Dios. Escudriñar el misterio de Cristo en toda su hondura es la
tarea más alta de la catequesis19.
La fe en Jesucristo, que la catequesis propicia, sólo es madura cuando logra penetrar en la vida y
en las realidades humanas donde se vive concretamente el seguimiento de Jesús. Cambiar las
estructuras de pecado y las situaciones de injusticia no es una añadidura de la fe. Llegar a los
hombres en la integridad de su persona, construir el Reino en las realidades humanas, es parte
esencial de la fe en Jesucristo, que debe expresarse como experiencia de encarnación
transformadora.
Por eso la catequesis liberadora busca iluminar a los creyentes sobre su llamada a luchar y romper
con toda situación de pecado personal y social. Pone en manos de todos el evangelio de la
liberación cristiana, promoviendo la conciencia de solidaridad efectiva, sobre todo con aquellos
que son víctimas de las fuerzas que están al servicio de la opresión. Descubre la necesidad de
formar la conciencia moral del cristiano en orden a la transformación de lo temporal según los
criterios del evangelio.
4. Su MEDIACIÓN. Desde una Iglesia, sacramento del Reino, solidaria con las causas de la
justicia20. El Reino ha sido el centro de la predicación de Jesús, quien lo entrega a la comunidad de
sus discípulos para hacer de ella germen, signo, mediación e instrumento del mismo en la historia.
Ella se sabe heredera del Reino. Es consciente de que en su interior «se concentra al máximo la
acción del Padre» para que realice su proyecto salvador, que abarca la liberación del mal,
expresado en el pecado personal que reside en lo profundo del corazón, como también en el
pecado social que ofende a Dios y destruye la dignidad de sus hijos. Una liberación que, por lo
demás, no puede aplazarse indefinidamente, para más allá de la historia humana, sino que ha de
reflejarse aquí en signos concretos de justicia y de fraternidad.
La Iglesia con vocación liberadora no pretende, sin embargo, acaparar el Reino como si el Padre
no pudiese actuar eficazmente más allá de sus fronteras visibles. Por el contrario, allí donde los
hombres luchan honestamente y crean condiciones de dignificación recíproca, el Reino se hace
presente con toda su fuerza transformadora. El Reino se concentra en la Iglesia, pero se amplifica
en el mundo en una interacción continua 21.
Por eso, esta Iglesia se sabe profundamente solidaria con «los gozos y las esperanzas, las tristezas
y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos
sufren» 22. Por su ministerio catequético se da a la tarea de cuestionar las múltiples idolatrías del
dinero y del poder, del sexo, del estado, de la razón, de la cultura, de la ideología, de la raza y del
uso privilegiado de los bienes de todos. Todo ello con el fin de revelar a todo hombre y a toda
mujer su radical vocación a la libertad como presupuesto de comunión con el Creador, con el
cosmos, consigo mismos y con los hermanos.
La Iglesia comprometida con la catequesis liberadora será capaz de realizar semejante empresa si
logra llegar a sus interlocutores con una palabra persuasiva, con acciones eficaces de promoción
integral, con un vigoroso testimonio de liberación en su interior y con una evangélica convicción
acerca de la persona, especialmente pobre, asumida como el valor supremo de la creación.
Una pedagogía del amor, que libera de las esclavitudes y de los miedos que frenan la
transformación de las realidades marcadas por el misterio de la iniquidad. Amar a la manera de
Jesús es ser libre para dar la vida por los hermanos 23.
6. Sus PROPÓSITOS. Para edificar al hombre nuevo y a la nueva humanidad según el designio
liberador de Dios. En el marco de una visión integral de la persona, la catequesis liberadora no
deja de impulsar todas las dimensiones, fases evolutivas, experiencias, situaciones y
acontecimientos que son parte constitutiva de la existencia humana: la materia intrínsecamente
asociada al espíritu, la inmanencia unida a la trascendencia, la historia junto a la escatología, la
espiritualidad vinculada a la exigencia social, el orden de la justicia en estrecha relación con el de
la caridad; en una palabra, todo lo que constituye el ser, el vivir y el actuar del hombre y de la
mujer24. Por eso nada que pertenezca a lo humano o tenga relación con ello puede permanecer al
margen de la catequesis liberadora.
BIBL.: Además de la citada en notas: 1. AA.VV., Espiritualidad de la liberación, CEP, Lima 1980; BoFF L., Y la Iglesia se hizo
pueblo, San Pablo, Bogotá 1989; Teología del cautiverio y de la liberación, San Pablo, Madrid 1985; Jesucristo el liberador, Indo-
American Press Service, Bogotá 1977; FREIRE P., Pedagogía del oprimido, Siglo XXI, México 1988; GALILEA S., Teología de la
liberación. Ensayo de síntesis, Indo-American Press Service, Bogotá 1976; El reino de Dios y la liberación del hombre, San Pablo,
Bogotá 1992; GUTIÉRREZ G., Teología de la liberación. Perspectivas, Sígueme, Salamanca 1973; MARTÍNEZ F., Teología
latinoamericana y teología europea, San Pablo, Madrid 1989; MONDIN B., Teologías de la praxis, BAC, Madrid 1974; SOBRINO
J., Jesucristo liberador, Trotta, Madrid 1991; TAMAYO J. J. (ed.), Para comprender la teología de la liberación, Verbo Divino,
Estella 1991. II. Principales documentos del magisterio de la Iglesia en relación al tema: 1) SECRETARIADO NACIONAL DE
PASTORAL SOCIAL DE COLOMBIA, 12 trascendentales mensajes sociales, Bogotá 1992; 2) 10 documentos eclesiales sobre
evangelización y catequesis con índice analítico, Progreso, México 1987; 3) CELAM, Documentos finales de las Conferencias
generales del episcopado latinoamericano: Río de Janeiro, Medellín, Puebla y Santo Domingo, CELAM, Bogotá 1992; 4)
CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instrucciones Libertatis nuntius (1984) y Libertatis conscientiae (1986), escritas
para clarificar varios aspectos de la teología de la liberación. Además, la Carta de Juan Pablo II a los obispos de Brasil (1986); 5)
COMISIÓN EPISCOPAL DE EVANGELIZACIÓN Y CATEQUESIS, Guía pastoral para la catequesis de México, México 1992.
CATEQUÉTICA
SUMARIO: I. La catequética: origen y divisiones. II. La catequética, reflexión científica sobre la
catequesis. III. La catequética: disciplina teológica y pedagógica. IV. El equilibrio de las tensiones.
De esta doble pertenencia y continua fluctuación dan fe las vicisitudes y alternancias de los dos
términos, pedagogía religiosa y catequética para designar nuestra disciplina, junto con otras
variadas expresiones de igual o semejante significado: pedagogía catequética, pastoral
catequética, pedagogía del catecismo, pedagogía cristiana, metodología catequética, metódica de
la enseñanza religiosa, catequética pastoral, etc. Esta fluctuación constituye de por sí un signo de
la riqueza y complejidad del acto catequético, pero al mismo tiempo revela la existencia de una
fuente constante de tensión y de posible discrepancia en el desarrollo de la disciplina.
A partir del Vaticano II, la catequética ha conocido un período de relativa fecundidad y expansión,
determinado por el nuevo clima de repensamiento global de la praxis eclesial y por el desarrollo
de la reflexión epistemológica. La existencia de diversos centros e institutos de catequética, la
multiplicación de publicaciones e investigaciones en el campo catequético y la presencia
institucionalizada de la catequética (o de la pedagogía religiosa) en el ámbito académico aseguran
la consolidación y el crecimiento de la joven disciplina.
La identidad de la catequética queda propiamente determinada ante todo por el objeto mismo de
que se ocupa, es decir, la catequesis, con toda la riqueza de sus dimensiones y en la variedad de
sus realizaciones, ya sea en forma de enseñanza, de expresión simbólica, de reflexión comunitaria,
de iniciación sacramental, de itinerario organizado de fe, etc. La catequética es concretamente la
reflexión sistemática y científica sobre la catequesis con vistas a definir, comprender, orientar y
valorar el ejercicio de esta importante acción educativa y pastoral.
Dada la complejidad y riqueza del objeto estudiado, se explica que la catequética admita en su
seno divisiones y especificaciones. La forma concreta de hacerlo ha variado a lo largo de la historia
y resulta condicionada también por los distintos contextos teológicos y culturales en que se
realiza. Así, por ejemplo, algunos autores suelen distinguir entre catequética fundamental,
material y formal. Por catequética fundamental se entiende el estudio de las condiciones y
presupuestos básicos de la acción catequética y la determinación de su identidad y dimensiones
fundamentales. La catequética material tiene como objeto los contenidos de la comunicación
catequética: estructura y articulación del mensaje, temas a tratar, criterios de selección y de
inculturación, fuentes del contenido, etc. Finalmente, la catequética formal se ocupa de los
aspectos propiamente metodológicos y pedagógicos de la transmisión o mediación catequética:
métodos, estructuras, agentes, lenguajes, programación1. Otros prefieren adoptar la distinción
entre catequética fundamental y/o general y catequética especial o diferencial, esta última
relativa a los diferentes destinatarios de la acción catequética, según la edad o la condición: niños,
jóvenes, adultos, minusválidos, intelectuales, etc.; o a los distintos ámbitos o lugares de la
catequesis: familia, escuela, parroquia, asociación2.
Ahora bien, si la catequética se califica como ciencia de la acción catequética, significa que deberá
configurarse, en su momento más específico, como disciplina metodológica, es decir como teoría
del método o camino a seguir (métodos) para proyectar y llevar a cabo el proceso y el acto
catequéticos. Y desde este punto de vista, la catequética se presenta sustancialmente como
metodología sistemática y científica de la catequesis, como reflexión orgánica sobre el proceso y
acto catequéticos, a fin de analizarlos, interpretarlos y orientarlos.
Toda ciencia queda definida, además, por el método utilizado en su desarrollo. Ahora bien, el
método de la investigación catequética debe corresponder a la variedad de dimensiones y
aspectos que presenta la catequesis, como proceso y como acto. De aquí se puede colegir una
gran multiplicidad de métodos: técnicas de conocimiento y análisis de la realidad (psicológicas,
sociológicas, históricas); instrumentos hermenéuticos de interpretación y discernimiento (sobre
todo teológicos y filosóficos); métodos de proyectación y organización catequética (metodología
pastoral, pedagógica, didáctica); técnicas de expresión, comunicación, interacción, animación de
grupos; sistemas de evaluación y reproyectación operativa, etc.
Cabe concluir, por lo tanto, que la disciplina catequética se configura como un saber
necesariamente pluridisciplinar, ya que recurre a una multiplicidad de métodos y procedimientos
científicos. Es más: hoy se considera necesario orientarse hacia una auténtica interdisciplinaridad,
como intento de hacer dialogar entre sí y llevar a una recíproca interacción los distintos procesos
disciplinares involucrados en la reflexión catequética.
Situada en el marco de la teología pastoral o práctica, es evidente que la catequética debe definir
su identidad en relación con otras disciplinas o sectores afines, como son la homilética o ciencia
de la predicación, la pastoral litúrgica, la pastoral juvenil, la pastoral escolar; etc. No siempre
resulta fácil deslindar los confines, pues con frecuencia la catequesis se desarrolla, y con pleno
derecho, en el interior mismo de otras actividades pastorales, como son la liturgia, la pastoral de
juventud, la religiosidad popular, las actividades escolares, etc. Se impone, por lo tanto, un criterio
de distinción bastante dúctil y, sobre todo, la necesidad de diálogo e interacción entre estos
diversos ámbitos de acción y de reflexión disciplinar.
2) Por otra parte, la catequética responde también a las características de una verdadera
disciplina pedagógica y, como tál, encuentra su colocación en el conjunto de las ciencias de la
educación. Sabemos que hoy reviste una importancia particular para la reflexión pastoral el
conjunto, enormemente desarrollado, de las ciencias humanas en general, y en especial de las
ciencias de la educación. El giro antropológico propio de nuestra cultura obliga a una renovada
atención al sujeto, al hombre en situación, a la dimensión histórica y cultural de toda acción y toda
reflexión. De ahí el interés por todas las ciencias humanas capaces de iluminar el quehacer
pastoral: antropología cultural, sociología, psicología, ciencias de la religión, ciencias de la
comunicación, etc.
Se puede decir que el mundo en general, con sus problemas y aspiraciones, asume el significado
de un verdadero «lugar teológico», por lo que cobran relevancia especial, en orden a la reflexión
operativa cristiana, todas las aproximaciones y disciplinas que nos abren el acceso al conocimiento
e interpretación de esta realidad. Y la catequética como disciplina debe mantener relaciones muy
estrechas, sobre todo con el ámbito de la reflexión pedagógica. De hecho, la vinculación de la
catequética al campo de la educación es un hecho tradicional, así como son tradicionales las
denominaciones pedagogía religiosa, pedagogía catequética3, y otras semejantes, para designar
nuestra disciplina.
El carácter pedagógico de la investigación catequética puede ser destacado desde una doble
vertiente: en cuanto proceso educativo de maduración en la fe y en cuanto actividad que se
inserta necesariamente en el dinamismo global del crecimiento y maduración de la persona. En
este sentido la catequética puede y debe ser llamada con propiedad ciencia pedagógica, sin
perjuicio de su vinculación al ámbito de la teología, en su vertiente pastoral o práctica.
El mundo de las ciencias de la educación es muy rico y complejo, y abarca sustancialmente tres
sectores o niveles disciplinares: el de las ciencias prevalentemente descriptivas del hecho
educativo (biología, psicología, sociología de la educación, historia de la educación y de la
pedagogía); el de los saberes interpretativos (como la filosofía y teología de la educación), y el de
las ciencias proyectativas u operativas (metodología pedagógica, didáctica, etc.). Es fácil
comprender la complejidad y la riqueza que, desde este punto de vista, recibe el desarrollo del
discurso catequético.
A la luz de las reflexiones hechas sobre la naturaleza y tarea de la catequética, es posible detectar
ciertos rasgos característicos de una disciplina joven que, en cierto sentido, vive y se desarrolla al
filo de diversas antinomias o, si se quiere, tensiones dialécticas: 1) Tensión entre fidelidad a Dios y
fidelidad al hombre. Es la conocida ley estructural del método catequético que, difundida sobre
todo por J. Colomb, ha entrado ya oficialmente en la conciencia catequética de la Iglesia4. Pero el
principio de la doble fidelidad se traduce con frecuencia en fuente de exigencias contrapuestas y
en campo de batalla entre defensores de la fidelidad a Dios y abogados de la fidelidad al hombre.
2) Tensión entre pedagogía divina y pedagogía humana. No pocas veces el componente
pedagógico de la catequesis viene identificado con los dictámenes de una real o supuesta
pedagogía divina, en términos tales que parecen vanificar concretamente cualquier recurso a la
pedagogía profana o a las ciencias de la educación. 3) Tensión entre madurez cristiana y madurez
humana. En el horizonte de los objetivos de la acción catequética se halla la clásica discusión
sobre el ideal de madurez que debe ser perseguido, y por lo tanto sobre las relaciones existentes
entre madurez cristiana y madurez humana. Ahora bien, la necesaria implicación del crecimiento
en humanidad en todo proceso integral de maduración de la fe trae consigo evidentes
repercusiones para la tarea catequética. 4) Tensión entre contenido y método. Es esta quizá la
forma más clásica y continuamente emergente de la tensión derivada de la complejidad
epistemológica de la ciencia catequética. El campo de la catequesis está tradicionalmente
expuesto al juego dialéctico de la contraposición entre contenido y método, entre la competencia
teológica, que fija los contenidos, y las exigencias pedagógicas relativas a la mediación
metodológica. Todo esto sobre el trasfondo, explícito o inconsciente, de la primacía del contenido
sobre el método. En realidad, una correcta inteligencia de la relación contenido-método permite
superar tales conflictos. 5) Tensión entre las dimensiones teológica y pedagógica de la catequesis,
que sitúa la disciplina catequética en el punto de encuentro de estos dos grandes ámbitos
disciplinares. La pertenencia al ámbito teológico garantiza la fidelidad de la catequesis a su
identidad eclesial de praxis pastoral para la educación de la fe. En cuanto ciencia pedagógica,
posee los criterios y elementos necesarios para responder a las exigencias propias de todo
proceso educativo. Esta doble pertenencia constituye para la catequética una indiscutible riqueza,
pero también, como atestigua la historia, una fuente continua de tensión y de incomprensión. 6)
Tensión entre el carácter científico y el talante sapiencial de la catequética, entre ciencia y arte de
la catequesis. Ninguno de los dos aspectos puede ser ignorado o menospreciado: se trata de
conjugar la doble exigencia, llevando paulatinamente el arte de la catequesis al mayor nivel
posible de racionalidad científica. 7) Tensión entre teoría y praxis, entre reflexión y acción, entre
nivel empírico y científico de la proyectación y realización catequética. También aquí se impone el
equilibrio: un proceso metodológico correctamente entendido debe asegurar la dialéctica siempre
fecunda entre una práctica controlada y guiada por la teoría, y una teoría continuamente
confrontada con la verificación y estímulo procedente de la práctica.
NOTAS: 1. Cf por ejemplo H. HALEFAS, Catequética fundamental, Desclée de Brouwer, Bilbao 1974; W. NASTAINCZYK,
Formalkatechetik, Seelsorge Verlag, Friburgo 1969. – 2 De este tenor es, por ejemplo, la división propuesta por J. J. RODRÍGUEZ
MEDINA, Pedagogía de la fe, Sígueme, Salamanca 1972, 32-34. – 3. Cf la obra clásica de D. LLORENTE, Tratado elemental de
pedagogía catequística, Valladolid 1928. – 4. SAGRADA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, Directorio general de pastoral
catequética (DCG) 1971, 34.
BIBL.: ADLER G. y OTROS, La compétence catéchétique, Desclée, París 1989; ALBERICH E., La catequesis en la Iglesia, CCS, Madrid
1991; Catequética, en FLORISTÁN C.-TAMAYo J. J. (eds.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993, 151-
164; AUDINET J. y OTROS, Théologie et catéchése, Chalet, Lyon 1982; COUDREAU F., ¿Es posible enseñar la fe?, Marova, Madrid
1976; GROPPO G., Teologia dell'educazione, LAS, Roma 1991; GRUPPO ITALIANO CATECHETI, La catechetica: identitá e compiti,
Udine 1977; GEVAERT J. (dir.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987, especialmente las voces: G. STACHEL, Catequética,
167s. y Pedagogía de la religión (Religionspddagogik), 650-653, U. GIANETTO, Catequética, Manuales de, 168-171, G. GROPPO,
Teología pastoral y catequética, 781-783; MAYMÍ P., Pedagogía religiosa, San Pío X, Madrid 1980; RODRÍGUEZ MEDINA J. J.,
Pedagogía de la fe, Sígueme, Salamanca 1972.
CATEQUISTA, El
SUMARIO: I. Tipo de catequista que hoy necesita la Iglesia: 1. Catequistas con una fe profunda; 2.
Catequistas firmes en su identidad cristiana; 3. Catequistas con fina sensibilidad misionera; 4.
Catequistas con honda preocupación social. II. El ministerio de la catequesis y sus agentes: 1.
Diversidad de ministerios en la Iglesia; 2. Características del ministerio de la catequesis; 3. Un
ministerio que se ejerce colegialmente; 4. Presbíteros, religiosos y laicos en el ministerio
catequético; 5. Los laicos que asumen este ministerio. III. La tarea del catequista: 1. Identificación
del catequista con el carácter propio de la catequesis; 2. Una tarea de fundamentación y de
formación integral; 3. Cómo realiza el catequista su tarea. IV. La pastoral de catequistas.
Dimensiones más importantes.
1. Tipo de catequista que hoy necesita la Iglesia
No es fácil delinear la figura del catequista que hoy necesita la Iglesia. Su tarea, si bien es
fundamentalmente la misma a lo largo de la historia de la Iglesia, cobra acentos peculiares según
las diversas coyunturas históricas y culturales. La función del catequista y la manera de realizar su
misión, en efecto, no son exactamente las mismas en un país de misión, con su cultura propia, y
con unos destinatarios cristianos, que en una Iglesia de antigua cristiandad, con una cultura en
rápida evolución y con unos destinatarios ya bautizados, aunque muchas veces alejados de la fe.
Por otra parte, el tipo de catequista que hoy necesita la Iglesia hay que determinarlo,
particularmente, en función del horizonte cultural de un siglo que termina y de otro que se abre;
horizonte que está reclamando una nueva evangelización. Como afirma el Directorio general para
la catequesis, se necesitan catequistas que sepan actuar en el marco religioso cultural de esta
nueva evangelización de los bautizados. Hay que tener, por eso, muy en cuenta las necesidades
evangelizadoras de este momento histórico, con sus valores, sus desafíos y sus sombras. Para
responder a este momento se requieren catequistas dotados de una fe profunda, de una clara
identidad cristiana y eclesial, de una fina preocupación misionera y de una honda sensibilidad
social (cf DGC 237; cf IC 44).
1. CATEQUISTAS CON UNA FE PROFUNDA. Vivimos hoy en día en un modelo cultural dominado
por el consumo, por la búsqueda de satisfacciones inmediatas. Este modelo, entre otras cosas, nos
polariza por el disfrute de lo presente. Las perspectivas a largo plazo y la esperanza de un más allá
no agobian tanto al hombre. Por eso se constata que los hombres y mujeres de hoy van perdiendo
la capacidad de preguntarse con hondura por el sentido profundo de la vida. Fácilmente nos
convertimos, entonces, en seres superficiales, sin profundidad, viviendo de manera insignificante
e intrascendente. La pregunta sobre Dios y sobre el más allá queda cada vez más lejana y, como
dijo con acierto el teólogo Paul Tillich, «esta dimensión trascendente se va convirtiendo en una
dimensión perdida».
En este contexto, la Iglesia necesita catequistas imbuidos de un hondo sentido religioso, con una
experiencia madura de fe y un fuerte sentido de Dios. Dado que «la misión primordial de la Iglesia
es anunciar a Dios y ser testimonio de él ante el mundo» (DGC 23), el catequista ha de ser capaz
de dar testimonio de su fe en Dios y de responder a la inquietud más honda del corazón humano,
muchas veces no consciente: la sed de absoluto anida en él. Sólo un catequista así devolverá al ser
humano el hondo sentido de la vida y le hará gustar el camino de la verdadera felicidad.
Esta situación exige de la Iglesia un nuevo modo de presencia, no fácil de conseguir. Para muchos
ciudadanos de una sociedad democrática los criterios de la Iglesia ya no son el último referente en
el que inspirarse. En este contexto, los cristianos han de acostumbrarse a vivir como una
comunidad concreta y bien definida, en medio de grupos humanos que tienen otros valores y otra
forma de concebir la vida. En muchos sitios, incluso, la concepción cristiana de la vida es juzgada
como cosa trasnochada y del pasado.
En medio de tal pluralismo ideológico y axiológico, la Iglesia necesita catequistas que se sientan
firmes en sus convicciones cristianas, y que sean capaces de educar a los niños, jóvenes y adultos
para que sepan confesar su fe y dar razón de su esperanza, por estar anclados en las verdades
esenciales de la fe, en convicciones serias y en los valores evangélicos fundamentales. Hoy se pide
a los catequistas, ante todo, que sepan educar testigos en medio de un mundo donde el
relativismo ético ha ganado terreno.
Esta situación responde a un contexto sociorreligioso que requiere una nueva evangelización. En
ella, para lograr la recuperación de la fe perdida u olvidada, es necesario, pero no basta, el
testimonio cristiano; hace falta también el anuncio de una palabra que interprete este testimonio
y llame a las puertas del corazón de los religiosamente indiferentes. «En esta nueva situación... el
anuncio misionero y la catequesis, sobre todo de jóvenes y adultos, constituyen una clara
prioridad» (DGC 26).
Para realizar esta nueva evangelización, la Iglesia necesita catequistas con una mirada de fe sobre
nuestro mundo, para detectar las señales de la acción del Espíritu y leerlas como llamadas de
salvación; catequistas que crean en los increyentes e indiferentes, sabedores de que, trabajados
por el Espíritu, pueden ser recuperados para la fe viva; catequistas capaces de ponerse en diálogo
afectivo y lleno de humanidad con las personas ante las que irradiar la luminosidad y bondad de
ese Alguien presente en medio de ellas; catequistas de esperanza, paciencia y alegría interior,
como frutos del Espíritu que los habita; catequistas, en fin, comprometidos con lo humano, como
expresión de la condescendencia divina, anunciadores de la salvación en medio de unos hermanos
alejados de la fe.
4. CATEQUISTAS CON HONDA PREOCUPACIÓN SOCIAL. Junto a ese oscurecimiento del sentido de
Dios en nuestra sociedad y a un cierto relativismo ético, el momento cultural que vivimos ha
quedado a merced de un neoliberalismo económico que todo lo invade. La antigua tensión de las
sociedades entre colectivismo y liberalismo ha pasado. Una clara constatación se abre camino: hoy
somos víctimas de estructuras económicas deshumanizadoras, con profundas contradicciones
internas y mecanismos económicos y financieros rígidos y ciegos (cf SRS 16). El resultado es un
inmenso sufrimiento en muchos hermanos nuestros y en muchas naciones, un paro masivo que
no termina de remontar, el retorno de muchos a la pobreza, aun en medio de las sociedades más
avanzadas, y un deterioro social generalizado.
En este contexto, en el que los valores humanos más hondos tienden a oscurecerse, la Iglesia
necesita unos catequistas dotados de un hondo sentido social, capaces de formar unos cristianos
que sepan inocular el fermento dinamizador del evangelio en medio de una problemática
socioeconómica que crea insolidaridad.
La obra evangelizadora de la Iglesia, en este vasto campo de la relación entre los pueblos y entre
las diferentes capas sociales, tiene una tarea irrenunciable: manifestar la dignidad inviolable de
toda persona humana. «En cierto sentido es la tarea central y unificante del servicio que la Iglesia,
y en ella los fieles laicos, están llamados a prestar a la familia humana» (DGC 19).
1. DIVERSIDAD DE MINISTERIOS EN LA IGLESIA. Sabido es que hay en la Iglesia una gran diversidad
de ministerios en la unidad de la misión. El Nuevo Testamento describe, en efecto, diversas
formas según las cuales el cristiano ejerce su responsabilidad eclesial: «Así, el Espíritu a uno le
concede hablar con sabiduría; a otro, por el mismo Espíritu, hablar con conocimiento profundo; el
mismo Espíritu a uno le concede el don de la fe; a otro el poder de curar a los enfermos; a otro el
don de hacer milagros; a otro el decir profecías; a otro el saber distinguir entre los espíritus falsos
y el Espíritu verdadero; a otro hablar lenguas extrañas, y a otros saber interpretarlas. Todo esto lo
lleva a cabo el único y mismo Espíritu, repartiendo a cada uno sus dones como quiere» (lCor 12,8-
11). Los catequistas, en concreto, reciben el carisma de educar en la fe a otros, realizando ellos
también su tarea, movidos por el Espíritu.
Este ministerio catequético está configurado por estas características: 1) Es un servicio único,
realizado de modo conjunto por sacerdotes, religiosos y laicos, en comunión con el obispo; 2) Es
un servicio oficial, que se realiza en nombre de la Iglesia. No es una acción que pueda realizarse a
título privado o por pura iniciativa personal; 3) Tiene un carácter propio, que se distingue de otros
ministerios también fundamentales (anuncio misionero, ministerio litúrgico, enseñanza de la
teología, ministerio de la caridad...). Los agentes de la catequesis no se confunden con los otros
agentes pastorales, ya que su acción se circunscribe a un modo particular de educar en la fe.
Esto quiere decir que el sujeto activo de las grandes acciones evangelizadoras es la Iglesia
particular. Es ella la que anuncia, la que catequiza, la que bautiza, la que celebra la eucaristía... Los
agentes de la catequesis sirven (se ponen al servicio) a ese ministerio y actúan en nombre de la
Iglesia. Las implicaciones teológicas, espirituales y pastorales de esta eclesialidad de la catequesis
son grandes (cf DGC 21).
El hecho de que el ministerio catequético sea único, pero realizado de manera diferenciada,
afecta mucho a la naturaleza de la catequesis, ya que esta transmite la fe apoyándose en la
palabra y el testimonio de toda la comunidad cristiana. Es la conjunción de la palabra y el
testimonio sacerdotal, religioso y laical la que presenta el rostro completo de la realidad eclesial a
la que los catecúmenos y los catequizandos se adhieren. «Si faltase alguna de estas formas de
presencia, la catequesis perdería parte de su riqueza y significación» (DGC 219).
4. PRESBÍTEROS, RELIGIOSOS Y LAICOS EN EL MINISTERIO CATEQUÉTICO. En este cuerpo colectivo,
que sirve al ministerio de la catequesis, los presbíteros, los religiosos y los laicos tienen cada uno,
por tanto, su puesto propio: 1) Los presbíteros reciben la misión de catequizar. Al recibir el
ministerio sacerdotal mediante el sacramento del orden, se les confiere, entre otras cosas, el
ministerio de la Palabra, por el que han de realizar a un tiempo la misión de anunciar el evangelio
a los no creyentes y la misión de educar en la fe a los creyentes. «Tratan, por ello, de que los fieles
de la comunidad se formen adecuadamente y alcancen la madurez cristiana» (DGC 224). 2) Los
religiosos, al ser llamados al servicio catequético, ofrecen una aportación peculiar valiosísima, la
que deriva de su condición específica de personas consagradas a Dios mediante la profesión de los
consejos evangélicos. La radicalidad de su entrega es signo viviente de una Iglesia llamada a vivir
los valores de las bienaventuranzas. Es más, los diversos carismas fundacionales «enriquecen una
tarea común con unos acentos propios, muchas veces de gran hondura religiosa, social y
pedagógica» (DGC 229). 3)Los laicos colaboran en el servicio catequético desde su condición
peculiar: «el carácter secular es propio de los laicos» (LG 31). Lo característico de su aportación
consiste, en efecto, en que viven plenamente insertos en las tareas seculares: vida familiar,
profesional, sindical, política, cultural; es decir, viven la misma forma de vida que aquellos a
quienes catequizan. De este modo, «los propios catecúmenos y catequizandos pueden encontrar
en ellos un modelo cristiano cercano en el que proyectar su futuro como creyentes» (DGC 230).
5. Los LAICOS QUE ASUMEN ESTE MINISTERIO. «La vocación del laico para la catequesis brota del
sacramento del bautismo y es robustecida por el sacramento de la confirmación, gracias a los
cuales participa de la misión sacerdotal, profética y real de Cristo» (DGC 231).
Esta es la vocación común al apostolado. Todos los creyentes tienen, en efecto, el deber de
confesar su fe con la palabra y el testimonio. Pero además de esta vocación común, algunos laicos
se sienten interiormente llamados por Dios para asumir la tarea de transmitir a otros la fe de una
manera más orgánica. Es una vocación específica para asumir el servicio oficial de la catequesis. La
Iglesia discierne esta llamada divina y confiere a los que considera aptos la misión de catequizar.
Los documentos de la Iglesia distinguen dos tipos de catequistas: los catequistas a tiempo pleno y
los catequistas a tiempo parcial (DGC 233; cf AG 17). Es decir, se dan entre los catequistas grados
diversos de dedicación.
Muchos catequistas, en efecto, sólo pueden dedicar a la catequesis un corto espacio de tiempo
(una sesión semanal, por ejemplo) y lo hacen durante un período limitado de su vida (tres o
cuatro años). Se trata de una aportación muy valiosa. La mayor parte de los catequistas colaboran,
normalmente, de esta manera.
Pero, junto a ellos, es necesario avanzar hacia una forma de colaboración más intensa y estable.
Por colaboración intensa puede entenderse, por ejemplo, el equivalente a una media jornada
laboral. Por colaboración estable hay que entender un compromiso suficientemente dilatado en el
tiempo (de diez a quince años, por ejemplo).
El nuevo Directorio da mucha importancia a este compromiso más intenso y estable: «la
importancia del ministerio de la catequesis aconseja que en la diócesis exista, ordinariamente, un
cierto número de religiosos y laicos estables y generosamente dedicados a la catequesis,
reconocidos públicamente por la Iglesia y que, en comunión con los sacerdotes y el obispo,
contribuyan a dar a este servicio diocesano la configuración eclesial que le es propia» (DGC 231).
Esta aportación del Directorio es riquísima y tiene un gran alcance. Apunta a una
institucionalización del compromiso religioso y laical para el servicio de la catequesis, de acuerdo a
las prescripciones del Código de Derecho canónico: «Los laicos que sean considerados idóneos
tienen capacidad de ser llamados por los sagrados Pastores para aquellos oficios eclesiales
(officia) y encargos (munera) que puedan cumplir según las prescripciones del derecho» (CIC 228).
No es necesario ni conveniente que esta nueva figura, la del catequista estable, irrumpa
artificialmente en nuestra escena pastoral, sino sólo en la medida en que las necesidades
catequizadoras de una diócesis lo reclamen. Pero qué duda cabe que muchas diócesis pueden ir
dotándose de estos cuadros de religiosos y seglares que, en unión de algunos presbíteros más
directamente responsabilizados de la catequesis, van a visibilizar el ministerio de la catequesis en
una Iglesia particular.
Ser catequista, en efecto, es distinto de ser misionero del primer anuncio entre los no creyentes.
Tampoco hay que confundirlo con el animador permanente de una comunidad cristiana. Ser
catequista no es lo mismo que ser profesor de religión en un colegio o dirigente de un grupo
apostólico. La tarea del catequista en la Iglesia tiene su propia especificidad (cf IC 44).
¿Cuál es, entonces, el carácter propio de la tarea que realiza el catequista? 1) «La auténtica
catequesis es siempre una iniciación ordenada y sistemática a la revelación que Dios mismo ha
hecho al hombre en Jesucristo, revelación conservada en la memoria profunda de la Iglesia y en
las Sagradas Escrituras, y comunicada conjuntamente, mediante una traditio viva y activa, de
generación en generación (CT 22, recogido en DGC 66). 2) Dentro del proceso evangelizador, «el
momento de la catequesis es el que corresponde al período en que se estructura la conversión a
Jesucristo, dando una fundamentación a esa primera adhesión» (DGC 63).
Lo más peculiar de la catequesis es, por tanto, la realización de esta función iniciadora,
fundamentadora, del ministerio de la Palabra. Pero es tal su riqueza interna, que colabora
también en la función misionera y en la función de educación permanente de la fe de ese
ministerio.
En efecto, en la situación de nueva evangelización, muy extendida en toda la Iglesia, la tarea del
catequista deberá atender a la necesidad de conversión que tienen muchos bautizados que
acceden a la catequesis (cf CT 19). Es la tarea que corresponde al precatecumenado o a la
precatequesis y se realiza por medio de una catequesis kerigmática, que es la propuesta de la
buena nueva con vistas a una opción de vida sólida de fe (cf DGC 62).
La catequesis ejerce también, junto a la homilía, la función de educar permanentemente la fe. Hoy
día, una educación básica de la fe no basta; hay que continuar alimentándola continuamente. La
catequesis dispone de formas apropiadas para hacerlo, fundamentalmente por medio de la
llamada catequesis ocasional.
Tres son, por tanto, las formas básicas de catequesis: catequesis kerigmática, catequesis de
iniciación y catequesis ocasional. Su función más propia y peculiar es la de iniciación, es decir, la
que tiene por objeto fundamentar la fe.
El catequista es, por tanto, un formador de base que facilita la educación de los fundamentos de la
fe. Se trata de una tarea paciente, sorda, humilde, tenaz... No tiene la espectacularidad del
conferenciante brillante o la del profesor erudito, pero sí la gratificación de saberse formador
integral de cristianos. Su talante es el de ser un educador de personas, un formador de testigos
del Reino. No trata de impactar comunicando las últimas adquisiciones de la ciencia teológica: a
otros les corresponderá esa tarea. El catequista se centra, más bien, en la transmisión de aquellas
certezas sencillas pero sólidas de la fe, en la educación de los valores evangélicos más
fundamentales.
Esta formación básica y fundamental es, sin embargo, integral, y está, por tanto, «abierta a todas
las esferas de la vida cristiana» (CT 21). Ha de enseñar a conocer la fe, a vivirla, a celebrarla y a
anunciarla. El catequista, en consecuencia, no es un especialista en un determinado aspecto del
cristianismo, sino un iniciador en todas las dimensiones o aspectos de la fe. Es como un maestro
básico de la fe que proporciona la primera educación integral, la más elemental, pero
seguramente la más duradera.
Sólo cuando esta base está bien asegurada entra en juego la educación permanente, a través de
formas muy variadas. «En diversas regiones es llamada también catequesis permanente» (DGC 51;
cf IC 21). Pero en su sentido más propio, la catequesis, como dice CT 21, «es siempre iniciación».
Aquí reside toda la grandeza del catequista. Otros agentes educativos vendrán después a construir
sobre su labor. El se limita a poner los fundamentos de nuestro edificio espiritual. Pero todo el
mundo sabe que la solidez de una casa depende de la calidad de sus cimientos.
3. CÓMO REALIZA EL CATEQUISTA SU TAREA. Para realizar esta tarea, el catequista debe inspirarse
en el propio Jesús, formador de sus discípulos. Los evangelios lo presentan anunciando,
ciertamente, la buena noticia a las muchedumbres, pero dedicando igualmente a los discípulos
una formación especial, una educación más honda. Esta preparación de los discípulos fue una
verdadera catequesis.
Jesús educa a sus discípulos de una forma nueva, distinta a la que utilizaban los maestros de su
época. Y es, precisamente, esa nueva manera de educar la que ha de inspirar al catequista en su
tarea.
Lo más importante es saber catequizar desde una hondura religiosa. Cuando Jesús educaba,
siempre se producía el mismo fenómeno: las personas se acercaban a Dios. Esta forma de hacer
catequesis sólo es posible mediante un cierto desbordamiento de la propia vivencia religiosa del
catequista hacia el catecúmeno.
Jesús tenía una preocupación misionera constante. Su contacto con las gentes buscaba siempre la
conversión. Nunca se contentó con cuidar sólo a las ovejas del redil. Su obsesión era siempre la
oveja que estaba fuera. Igualmente, la palabra del catequista, imitador de Jesús, será siempre una
palabra misionera, de interés por los que viven al margen de la fe.
Otra característica de la manera de educar de Jesús es que su mensaje nunca era aséptico, sino
interpelador. Catequizar es siempre invitar a definirse, a optar, a comprometerse. Jesús sabía
dirigirse a aquella zona de las personas, el corazón, de donde brotan las decisiones, las tomas de
postura, los compromisos más existenciales.
El catequista, siguiendo a Jesús, ha de saber presentar el evangelio en relación con la vida diaria,
con las experiencias humanas más hondas, con los interrogantes más acuciantes del hombre.
Recuérdese, por ejemplo, el diálogo de Jesús con la samaritana y su verdadera sed. En la
conversación con ella, vemos cómo Jesús supo captar la fibra más sensible de aquella mujer,
aquello que realmente le estaba afectando más.
Junto a su hondura religiosa, Jesús hablaba desde una sensibilidad especial hacia los más pobres.
Incluso en sus conversaciones con los ricos, la referencia a los que más sufrían era constante. Es
muy importante, por eso, que el catequista deje transparentar esa misma sensibilidad, fruto de
una opción preferencial por los más pobres. La problemática de los que más sufren ha de estar
constantemente presente en la boca de todo catequista.
Es fundamental, finalmente, que la palabra del catequista esté respaldada por el testimonio de su
vida. Jesús así lo hacía: «Aunque no me creáis a mí, creed en las obras». Sin ese respaldo
testimonial, la palabra del catequista sonará a hueca, será una palabra abstracta.
Dentro de la catequética, sin embargo, el concepto de pastoral de catequistas (con esta u otra
formulación afín) ha sido poco elaborado, seguramente porque en la realidad pastoral el interés
se ha polarizado, sobre todo, en la formación de los mismos (aspecto, sin duda, vital y decisivo),
pero se descuidan otras dimensiones muy importantes de la necesaria atención a los catequistas
en una Iglesia concreta. El número elevado de los mismos —en España se calculan unos 270.000—
puede estar planteando importantes problemas pastorales para la evangelización (cf DGC 33).
Una adecuada pastoral de catequistas ha de cuidar, ante todo, el problema de la vocación de los
catequistas. La experiencia dice que los criterios de adhesión de un candidato para ser catequista
son, muchas veces, improvisados y poco rigurosos. La misma promoción de vocaciones para la
catequesis se suele realizar con vistas a atender a necesidades urgentes e inmediatas más que,
con perspectivas de más largo plazo, para ir configurando una catequesis que sea realmente
renovadora de la Iglesia.
También es importante —dentro de una pastoral de catequistas— la atención personal al
catequista, como miembro cualificado de la comunidad cristiana. Los presbíteros tienen aquí un
importante papel a realizar. A veces se ha definido la misión de estos en la catequesis como la de
un catequista de catequistas.
Una cuestión vital para una acción evangelizadora eficaz es la de la coordinación de los agentes de
pastoral. Cuando sobre unos mismos destinatarios inciden diversas acciones pastorales —por
ejemplo sobre la juventud esa coordinación es algo insoslayable. Profesores de religión,
animadores de movimientos apostólicos, responsables de comunidades eclesiales de base,
catequistas... este conjunto de agentes ha de trabajar de modo coordinado. Una adecuada
pastoral de catequistas ha de saber vincularlos a esos otros agentes para plantear la educación en
la fe de modo conjunto.
El reconocimiento de los catequistas por parte de la comunidad cristiana es algo que debe
procurarse con todo cuidado. Muchas veces el grupo de catequistas es una pieza aislada,
desconocida para la comunidad. Si aquellos actúan en nombre de esta, la comunidad debe
conocerlos, apoyarlos y valorarlos.
En medio de este conjunto de acciones interesantes de una pastoral de catequistas, qué duda
cabe que la formación de los mismos constituye el aspecto más importante y realmente decisivo
para toda la obra catequizadora. Esta formación ha de referirse tanto al ser como al saber y al
saber hacer del catequista, tratando que madure como persona y como creyente, que adquiera el
conocimiento necesario del mensaje cristiano y la manera más adecuada para su comunicación.
BIBL.: AA.VV., El sacerdote y la catequesis, Edice, Madrid 1992; AA.VV., Formar catequistas en los años ochenta, CCS, Madrid
2
1984; BOROBIO D., Ministerios laicales, Atenas, Madrid 1986 ; FOSSION A., La spiritualité du catechiste aujourd'hui, Dieu
toujours recommencé, Lumen vitae, Bruselas 1997; GATTI G., Ser catequista hoy, Sal Terrae, Santander 1981; HASTINGS A., El
ministerio del catequista, Seminarios 56, v. 21; INSTITUTO SUPERIOR DE CIENCIAS CATEQUÉTICAS SAN Pío X, Los educadores de
la fe en el momento actual, San Pío X, Madrid 1978; SECRETARIADO DE LA COMISIÓN EPISCOPAL DE PASTORAL, Los ministerios
laicales como cauce de corresponsabilidad en la pastoral de la Iglesia local, Madrid 1988; SECRETARIADO DIOCESANO DE
CATEQUESIS DE MADRID, Manual para el catequista de adultos, San Pablo, Madrid 1983; SORAVITO L., Catequista, en GEVAERT
J. (dir), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987; WYLER A., El educador al servicio de la fe, Sígueme, Salamanca 1985.
I. Mutua relación
¿De dónde vienen los problemas de la relación entre iniciación a la celebración y a la oración y la
catequesis? Creo que una de las fuentes del problema radica en el concepto que se tiene de
catequesis y de iniciación.
Finalmente, reconociendo que la liturgia, considerada en su globalidad, tiene una dimensión clara
de educación de la fe, la catequesis ha olvidado su función de iniciar en la celebración. Ha salido
así perdiendo la celebración, dado que lo que en ella se hacía y decía resultaba (y resulta)
incomprensible para los participantes. En algunos casos, la constatación de esta realida d ha
llevado a un número reducido de pastores a hacer de la celebración un espacio catequético, cosa
que no le es propia1. Algunos liturgistas han defendido siempre el papel de la liturgia sobre la
catequesis2. En realidad, «catequesis y liturgia constituyen visiblemente dos dimensiones de una
misma realidad» (IC 39).
En nuestros días, la iniciación cristiana ha vuelto a tomar importancia. Aunque son muchos los
factores que han contribuido a ello, señalamos aquí dos: la pérdida del ambiente de cristiandad en
la sociedad y el aumento de peticiones de bautismo en las etapas de adolescencia y vida adulta.
La respuesta oficial a este problema la dio la Iglesia con la publicación del Ritual de la iniciación
cristiana de adultos (1972) y la adaptación a la realidad particular española, llevada a cabo por la
Conferencia episcopal en La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones4 (IC). Sin embargo,
hay que reconocer que es una tarea pendiente. El Directorio general para la catequesis (1997)
aborda de nuevo el problema y describe la catequesis como «elemento fundamental de la
iniciación cristiana, estrechamente vinculada a los sacramentos de la iniciación, especialmente al
bautismo, sacramento de la fe. El eslabón que une la catequesis con el bautismo es la profesión de
fe, que es, a un tiempo, elemento interior de este sacramento y meta de la catequesis. La
finalidad de la acción catequética consiste precisamente en esto: propiciar una viva, explícita y
operante profesión de fe. Para lograrlo, la Iglesia transmite a los catecúmenos y a los
catequizandos la experiencia viva que ella misma tiene del evangelio, su fe, para que aquellos la
hagan suya al profesarla. Por eso, la auténtica catequesis es siempre una iniciación ordenada y
sistemática a la revelación que Dios mismo ha hecho al hombre en Jesucristo, revelación
conservada en la memoria profunda de la Iglesia y en las Sagradas Escrituras, y comunicada
constantemente, mediante una traditio viva y activa, de generación en generación» (DGC 66).
1. LO ESPECÍFICO DE LA CELEBRACIÓN. «La santa madre Iglesia desea ardientemente que se lleve
a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas
que exige la naturaleza de la liturgia misma» (SC 14).
Uno de los criterios de presentación del mensaje evangélico que la catequesis ha de tener
presente es el carácter histórico de la salvación (cf DGC 107-108). Al proponer la salvación como
historia, la catequesis se ve obligada a acudir a la Biblia para conocer las obras y palabras con las
que Dios se ha revelado tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. La catequesis no inicia
en una historia que pasó y ya no pasa, sino que inicia en unas acciones de Dios en la historia que
siguen siendo historia de salvación hoy para todos los hombres y para la persona concreta. «El
misterio de la Palabra no sólo recuerda la revelación de las maravillas de Dios hechas en el
pasado..., sino que, al mismo tiempo, interpreta, a la luz de esta revelación, la vida de los hombres
de nuestra época, los signos de los tiempos y las realidades de este mundo, ya que en ellos se
realiza el designio de Dios para la salvación de los hombres» (DCG 11). Es el aspecto bíblico y
doctrinal de la catequesis.
El mandato de Jesús «Haced esto en recuerdo mío» (Lc 22,19; lCor 11,24) lleva a la comunidad
cristiana a recordar continuamente las intervenciones fundantes de la historia de la salvación.
Recordando, celebrando los acontecimientos del Dios salvador, nos fundamos como comunidad
salvada, inserta en la corriente de salvación que Dios inició al principio de la creación. La
celebración no podrá ser nunca una aburrida repetición de algo ajeno a nuestra propia historia y
destino salvífico. «La referencia al hoy histórico-salvífico es esencial en la catequesis. Se ayuda,
así, a catecúmenos y catequizandos a abrirse a la inteligencia espiritual de la economía de la
salvación» (DGC 108).
La catequesis tiene que conjugar a la vez las dimensiones bíblica, doctrinal y mistagógica que le
son propias, para que la persona comprenda y celebre la acción de Dios como acción que llega a la
comunidad y a la persona en el momento mismo de la celebración. Al celebrar los hechos de
salvación, la comunidad y la persona entran en diálogo con Dios a través de la Palabra proclamada
y de los signos realizados. La única forma que tenemos de participar en los hechos que
celebramos y actualizamos es por medio de signos; desde lo material y visible, desde los gestos y
los símbolos se facilita la participación en la realidad salvífica, que de otra manera no podríamos
ni siquiera atisbar.
Si bien es cierto que la celebración posee en sí misma elementos que inician en la comprensión de
lo que se realiza, es imprescindible la complementariedad de la acción catequética. Sólo así el
celebrante podrá percibir la profundidad de los signos y de las palabras dentro de la celebración:
la inmersión en el agua, la fracción del pan, la unción con el aceite, la imposición de manos... el
misterio que está detrás de las cosas visibles que realizamos (ritos) y utilizamos (pan, vino, agua,
óleo santo...).
2. LA VIDA COMO CELEBRACIÓN. «En la liturgia; toda la vida personal es ofrenda espiritual» (DGC
87). La tarea de la catequesis no se detiene en la iniciación en la celebración, considerada esta
como una acción litúrgica de la comunidad. La catequesis inicia también al catecúmeno en la
comprensión de su vida como celebración5. Lo podemos resumir diciendo que la catequesis inicia
a una manera de vivir en la que vivir es celebrar.
La novedad del culto cristiano consiste, siguiendo el relato de la samaritana, en poder celebrar sin
necesidad de estar sujetos a lugares determinados (Jn 4,20-24). Entender la propia vida como
liturgia conlleva entender qué es la liturgia y el ritmo de la liturgia. Desde esa base, la catequesis
podrá ayudar a la persona a descubrir en los acontecimientos ordinarios de su vida el misterio
pascual de Jesús presente en su existencia.
Hay que reconocer hoy, por una parte, el malestar y la dificultad de muchos creyentes ante la
oración; al mismo tiempo, hay que reconocer las diversas iniciativas de oración y escuelas de
oración que están surgiendo en las comunidades cristianas, impulsadas, en no pocos casos, por la
actividad catequética.
2. INICIACIÓN EN LA ORACIÓN. Iniciar en la oración es algo más que enseñar a rezar. Igual que
iniciar en los sacramentos es algo más que llevar a los catequizandos a los sacramentos. En
ocasiones nos llevamos las manos a la cabeza y nos preguntamos: ¿pero cómo es posible que
estos catecúmenos abandonen los sacramentos con la insistencia y esfuerzo que hemos puesto
para que los practiquen?
Hay que señalar que no hablamos ahora de una oración con adjetivación: oración infantil, joven o
adulta. Estas expresiones son, cuando menos, ambiguas y pueden dar origen a confusión. Existen
niños, adolescentes, jóvenes, adultos y ancianos que oran. El núcleo de la oración es siempre el
mismo: la relación de intimidad que se establece entre dos personas. Unicamente la situación
existencial de la persona que reza es la que varía, o, si se prefiere, es concreta, es decir, está
determinada por un desarrollo y maduración personal que depende de muchos factores, entre
otros, de la edad biológica. Entender bien esta diferenciación es importante para una correcta
iniciación en la oración. Hay personas metidas en la acción pastoral que hablan, por ejemplo, de
una oración joven, cuya originalidad consiste en la variedad constante de fórmulas, para evitar —
dicen—el cansancio, y en la búsqueda externa de modos de hacer llamadas jóvenes: lenguaje
juvenil, creatividad juvenil, estilo juvenil, etc. Así se consumen esquemas y fórmulas que quedan
envejecidos y sin atractivo nada más usarlos. Lo nuevo en este tipo de entrenamiento en la
oración radica en la novedad de la forma externa, sin importar mucho el corazón mismo de la
oración. Creemos que este no es un camino consistente de iniciación en la oración.
3. JESÚS, PEDAGOGO DE LA ORACIÓN. Jesús mismo se nos presenta en los evangelios no sólo
como orante, sino como pedagogo que enseña a orar6.
El primer paso para iniciar en la oración es tomar a la persona donde está para conducirla,
progresivamente, hacia la relación que es posible entablar con el Padre. El primer encuentro de
toda relación madura es encontrarse la persona consigo misma, con su realidad concreta.
Difícilmente se entablará un diálogo de verdadera oración si la persona prescinde, para orar, de su
propia realidad. El Dios revelado en la Biblia busca dialogantes reales, capaces de mantenerse en
su presencia. Aceptar permanecer en presencia del otro trae como consecuencia una conversión
al otro, en este caso una conversión a Dios, una apertura a lo que el interlocutor divino es y desea
que seamos. Esto es lo que hace Jesús con sus discípulos: acepta su situación, su lento caminar
hacia la verdad que él es, sus dificultades para entrar en diálogo con él sin confundirlo con un
fantasma.
Iniciar en la oración implica entrenamiento en el silencio que es capaz de escuchar y de percibir los
signos de su presencia hasta en la oscuridad de la noche. Jesús se retira al silencio a orar e invita a
los discípulos a entrar en el silencio (Mt 6,6). Hay realidades de la vida humana que sólo pueden
existir en el silencio. Hay grados de relación interpersonal que precisan silencio para llegar a ellos.
El silencio no es ausencia de presencia, sino profundidad del misterio personal que nos deja sin
palabras para contemplar la espesura de la realidad del Otro. La catequesis tiene que llevar al
catecúmeno del ruido al silencio, y del silencio a la contemplación del misterio, que es donde el
corazón prorrumpirá las palabras más suyas y más densas. Iniciar en el verdadero silencio, en
nuestro mundo de ruidos físicos y mediáticos, es una de las tareas de la catequesis. Esta, luego,
tendrá que dejarse ayudar de otras ciencias del hombre para alcanzar la finalidad perseguida.
Iniciar en la oración exige cultivar en la persona actitudes de humildad (Lc 18,9-13), de confianza
(Mt 6,7-9), de perseverancia (Lc 21,34-36). Estas actitudes centran a la persona en su sitio
verdadero: creatura frente al Creador. La actitud de la primera ruptura entre el hombre y Dios que
nana la Biblia en Génesis 3,5 es una actitud de orgullo, de querer «ser como dioses». Querer ser
como dioses es lo que más nos distancia de Dios. En el cristianismo, no es cuestión de querer
escalar hasta donde Dios está, sino aceptar que Dios baja donde nosotros estamos y nos toma de
la mano. La oración del creyente no es cuestión de muchas palabras ni de abrumar a Dios con
obsequios. Todo lo relacional es cuestión del corazón, es cuestión de amor y de confianza filial. La
relación con Dios no es inteligible desde los cálculos comerciales, sino desde el amor de Padre a
hijo y de hijo a Padre.
Orar bien requiere orar mucho. De la misma manera que necesitamos muchas horas de nuestra
vida para intimar con los amigos o con la persona de nuestra vida, y siempre hay palabras nuevas
que nos sorprenden; de la misma manera que dedicamos muchas horas a dominar bien un oficio o
una profesión, debemos dedicar un tiempo diario y continuado para lograr una buena oración. A
orar se aprende orando, como a amar, amando, o a andar, andando.
Y todo esto sin olvidar que no somos nosotros los interlocutores más importantes en el diálogo.
Dios siempre es Dios. Y en la oración, Dios es el principal interlocutor. El impone su tiempo, su
ritmo, que nosotros no sabemos. El es a la vez interlocutor y contenido mismo de la oración. El se
irá comunicando conforme quiera y le parezca. La oración es un misterio de relación entre dos
personas vivas que quieren intimar. Dios es el protagonista principal.
NOTAS: 1. A. M. TRIACCA, Homilía, en J. GEVAERT (dir.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987, 434-436. — 2. E.
ALBERICH, La catequesis en la Iglesia, CCS, Madrid 1997, 218. — 3. S. PINTOR, Celebración, en J. GEVAERT (dir.), o.c., 180-182. —
4 Este documento, aprobado por la LXX asamblea de la Conferencia episcopal española el 27 de noviembre de 1998, publicado
por Edice, Madrid 1999, dedica a la liturgia de la iniciación cristiana todo el apartado B del n° 2 de la segunda parte (nn. 45-59), y
otros números sueltos de la tercera (82, 99, 104, 109, 123, 132 y 135-138). — 5 M. SODI, Celebrare, en Dizionario di pastorale
giovanile, Ldc, Leumann-Turín 1992, 160-165. — 6. CCE 2607-2615.
BIBL.: AA.VV., Educar a los jóvenes en la fe. Itinerario de evangelización para la comunidad cristiana, CCS, Madrid 1991;
2
ALBERICH E., La catequesis en la Iglesia, CCS, Madrid 1997 ; ALDAZÁBAL J., Vocabulario básico de liturgia, CPL, Barcelona 1994;
BoROBIO D., La iniciación cristiana, Sígueme, Salamanca 1996; La celebración en la Iglesia 1. Liturgia y sacramentología
fundamental, Sígueme, Salamanca 1991; LARRAÑAGA L, Itinerario hacia Dios, PPC, Madrid 1997; MORENO A., Orar, tiempo del
Espíritu, PPC, Madrid 1998.
SUMARIO: L Compromiso desde las exigencias de la historia: 1. Sentido del mundo y de la historia;
2. Estructura de un proceso de encarnación. II. Compromiso desde las exigencias del amor
cristiano. III. Coordenadas del compromiso abierto a la adultez: 1. Educar en las dimensiones de la
adultez; 2. Compromiso en diversas situaciones. IV. Comunidad cristiana y educación al
compromiso: 1. Presupuestos; 2. Retos para las comunidades. V. Por los caminos samaritanos. VI.
Compromiso, interioridad y celebración: 1. Compromiso y apertura al Espíritu; 2. Compromiso y
oración, formación, discernimiento y celebración. VII. El compromiso evangelizador: 1. Qué
supone evangelizar; 2. El testimonio y el anuncio evangelizador. VIII. Compromiso y vocaciones
específicas.
1. SENTIDO DEL MUNDO Y DE LA HISTORIA. Entendemos por mundo el ámbito del acontecer
humano, la estructura cultural en que se enmarca la conducta de los hombres, el producto de la
ciencia y de la técnica, el destino y el sentido global de lo creado.
del Padre propuesto y actuado por Jesús. El Reino implica un nuevo corazón, unas nuevas
relaciones, un nuevo sentido de las realidades, una nueva prospectiva escatológica. El Reino se
manifiesta en la comunión de los hijos y hermanos, y en la solidaridad de estos con los pobres y
perdidos1. El Reino es búsqueda y compromiso de la comunidad de Jesús entre los pobres. El
compromiso cristiano se enmarca en la justicia del Reino: la fraternidad solidaria.
El discernimiento de la presencia del Reino pasa por la liberación de los pobres. Todo compromiso
cristiano hace referencia al Reino2.
b) El seguimiento de Jesús como compromiso. Seguir a Jesús y entrar en el Reino supone asumir
nuestra condición de hijos y hermanos, siervos del proyecto del Padre, que es recuperar a los hijos
perdidos. Nuestra condición de seguidores nos hace asumir la pobreza evangélica como
buenaventura, la oración como tarea permanente, el servicio como distintivo. Educar, pues, al
compromiso requiere recorrer los caminos del Reino: la purificación de Damasco, la solidaridad de
Jericó, la experiencia de Emaús, etc. Desde estos caminos será preciso ir haciendo, en la realidad
concreta, proyecto de vida5.
Desde Jesús, el amor cristiano debe recuperar la referencia al amor del Padre y al proyecto del
Padre sobre los hombres. De aquí surge la gratuidad y la entrega hasta dar la vida.
Desde las necesidades y situaciones de los hombres, el amor cristiano ha de ser universal (a todos
los hombres, sin exclusiones), total (a todo lo que constituye una persona, sin reduccionismos),
histórico (a partir de las necesidades y situaciones más condicionantes), trascendente (desde la
visión cristiana sobre la dignidad y el destino del hombre).
Será preciso, al mismo tiempo, extender las exigencias del amor a las dimensiones antropológicas
del hombre: al ser individual, a las relaciones que lo constituyen como sujeto, a las estructuras
que enmarcan su existencia, al sistema que mantiene unas determinadas estructuras. Desde aquí,
el amor adquiere dimensiones interpersonales, comunitarias, sociales y políticas.
Es necesario que la fe cristiana se viva como un proyecto que redime y salva la existencia histórica
del hombre, dando sentido nuevo a las relaciones y a los compromisos. Las relaciones y los
compromisos que constituyen la trama de un proyecto adulto son: la profesión y el trabajo, las
relaciones afectivas y el estado de vida, y la inserción social.
El compromiso debe hacer referencia primordial a estas necesidades, desde los valores, relaciones
y ambientes correspondientes. Desde aquí se irán descubriendo implicaciones estructurales,
sociales y políticas más amplias7.
El trabajo profesional ha de ser vivido desde las diversas dimensiones: vocacional, social,
económica y estructural. Ciertamente será preciso asumir, en el discernimiento, las
contradicciones y la ambigüedad propias de lo posible y las urgencias económicas que tanto
condicionan. A este respecto la relación trabajo-familia ayuda a discernir.
Para quienes puedan, ofrecer trabajo a otros será uno de los compromisos más significativos de la
solidaridad exigida en el juicio definitivo (Mt 25,31ss).
Todo creyente se debe sentir comprometido a vivir una afectividad integrada: integrar las
pulsiones en el amor y el amor en el proyecto vocacional de vida.
El compromiso del amor matrimonial depende de la integración de cada uno de los cónyuges en
un proyecto integrador compartido. La fe cristiana, desde la referencia a Jesús, hace que este
amor sea sacramento del amor de Dios a los hombres. De este se alimenta y crece. La relación fe-
proyecto de vida es el fundamento de la sacramentalidad del matrimonio. Hacer del matrimonio
un sacramento permanente y creciente es el compromiso fundamental de los esposos. Desde aquí
adquiere dimensión y prospectiva la familia cristiana.
El compromiso del celibato cristiano no consiste en la fidelidad a una renuncia, sino en la entrega
a un amor referencial y de servicio al Reino. El celibato es una opción de pobreza y de diaconía
evangélicas, que han de ser educadas desde la experiencia de solidaridad por el amor universal a
los más necesitados, desde la pertenencia comunitaria, desde la disponibilidad ministerial, desde
la praxis de los caminos extramuros, desde la itinerancia espiritual.
Educar e implicar la afectividad es un compromiso fundamental para todo cristiano. Será preciso
advertir que la integración afectiva ha de ser consolidada por la acción del Espíritu. La oración y la
vida comunitaria son medios imprescindibles, junto al compromiso de la misericordia8.
c) Inserción social. Las tentaciones del desierto (poseer, dominar, gozar como objetivos
primordiales) son propias de la adultez. La sociedad fácilmente tiende a configurar desde ellas el
proyecto adulto. Por otra parte, debemos insertarnos en los ambientes, en las relaciones y en la
participación de la sociedad a la que pertenecemos. En el contexto social debemos aportar el
testimonio, la acogida, el diálogo, la manifestación de los valores propios. Hemos de evitar tanto
intentar imponer nuestra identidad como camuflarla u ocultarla. El testimonio cristiano ha de ser
interpelante, especialmente desde la significatividad comunitaria y samaritana.
d) Compromiso político. Es necesario implicarse también, desde las exigencias de la fe, en los
problemas y en los ámbitos estructurales, sociales y políticos, para poder servir con eficacia, influir
desde los valores evangélicos de la libertad y la justicia, procurar que realmente se sirva a los fines
adecuados, defender los derechos de los más débiles, efectuar con resonancia las instancias
críticas, y trabajar por mejorar las mediaciones estructurales que traman las relaciones sociales.
Defender la libertad de todos a partir de los oprimidos, procurar la justicia desde la igualdad de
oportunidades, empeñarse en una más justa distribución de bienes, promover el respeto de los
derechos humanos, estimular un cambio más justo en las relaciones laborales, favorecer una
educación asequible y liberadora, proteger a las minorías desfavorecidas, etc., supone insertarse
políticamente en los ámbitos y en las relaciones donde todo esto sea factible.
El absentismo, por principio, supone un falso análisis de la realidad, una concepción reduccionista
y privatizada del proyecto cristiano, una ausencia de encarnación y de pascua liberadoras y
supone, eventualmente, una colaboración implícita con la injusticia dominante, en base a la
defensa de intereses particulares.
2. RETOS PARA LAS COMUNIDADES. Las comunidades cristianas han de ser ámbitos de educación
al compromiso. Para ello, en primer lugar, ellas mismas han de proyectarse como continuadoras
de la diaconía evangélica. Esto implica asumir los retos de la renovación: volver a la radicalidad del
evangelio e informar toda actividad desde la dimensión evangelizadora. Será preciso acrecentar la
vivencia y el signo de la fraternidad, anteponiendo la relación a la estructura, volviendo a los
caminos evangélicos y relativizando las mediaciones para poder ser fermento y signo del Reino13.
Especialmente las comunidades religiosas han de acentuar, sobre todo, su específico compromiso:
la profecía cristiana14.
La iniciación cristiana, especialmente entre los jóvenes, exige un proyecto pastoral de continuidad
y de crecimiento, tanto en la línea comunitaria como en el compromiso. Sólo desde un proyecto
adulto se podrán consolidar vocaciones adultas.
Los cristianos adultos necesitan poder encontrar, en el seno de las comunidades, ámbitos de
reflexión creyente sobre determinados aspectos del mundo de la cultura, de la profesión y del
trabajo, etc.; renovarse en los valores, en las actitudes y opciones del evangelio y una educación
adecuada en la solidaridad y el compromiso18.
V. Por los caminos samaritanos
a) La diaconía samaritana. «El hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba
perdido» (Lc 19,10; cf Mt 9,13). El compromiso cristiano ha de referirse a los signos de identidad
de la misión de Jesús. La misericordia, como talante del corazón y como praxis del amor, es el
signo de la proximidad cristiana. Jesús, en la parábola del buen samaritano (Lc 10,25-37), nos
describe las actitudes y la praxis de la diaconía cristiana. Desde estas podremos discernir quién es
nuestro prójimo.
El criterio del compromiso cristiano está en la proximidad solidaria. ¿Quién fue prójimo del
hombre caído en manos de los ladrones?
b) Educar en las actitudes y opciones samaritanas. Supone descubrir las situaciones de necesidad,
aprender a asumirlas sin dar rodeos, acercándose y contemplando de cerca para que las entrañas
se muevan a compasión. Implica «bajarse del propio burro», vendar y curar, vinculando la propia
vida al proceso de liberación del prójimo. Esto nos llevará a enderezar nuestro camino, a
solidarizarnos en la curación del hermano, a implicar a otros en esta tarea comunitaria y social, a
apostar con nuevos medios. Educar al compromiso cristiano requiere descubrir y recorrer los
caminos samaritanos en el entorno social en que vive la comunidad y cada uno de los cristianos.
El ejercicio de la revisión de vida (ver, juzgar y actuar) debe ayudar a realizar el recorrido
samaritano. A través de este camino de proximidad misericordioso, descubriremos el verdadero
rostro de Dios. La diaconía samaritana es la verdadera propedéutica de la fe.
El trabajo social se entiende como trabajo comunitario. Promueve servicios de carácter global y
polivalente, y su finalidad es la atención a los problemas de la comunidad residente en la zona.
Esto supone información, promoción y orientación de recursos, coordinación de actividades y
desarrollo de programas específicos. Este trabajo está especialmente orientado hacia los
adolescentes y jóvenes marginados, hacia minorías étnicas desprotegidas, hacia enfermos
marginales, ancianos en soledad, parados, drogodependientes, etc. En el trabajo social los
cristianos estamos solicitados a vivir y ejercer la interpelación samaritana 20. Sólo quien pone su
tienda entre los necesitados podrá convocar a otros a compartir el compromiso solidario,
citándolos al «cuida de él...» (Lc 10,35).
Los patrones del desarrollo, en los países pobres, son totalmente injustos, tanto en términos de
distribución como en materia de recursos. El objetivo último no puede seguir siendo el desarrollo
económico de los países ricos, sino un desarrollo compartido, orientado a la promoción del
hombre como centro. Es preciso recuperar el verdadero concepto de desarrollo integral humano,
e implicar en ello a quienes a nivel cultural, social y político puedan influir en decisiones y
programas que promuevan la redistribución de bienes y la racionalización de los mismos. Todo
ello supone un proceso de políticas económicas, fiscales, comerciales, energéticas, agrícolas e
industriales cara a un desarrollo sostenible 21.
Por otra parte, las gentes sencillas de estos pueblos son instrumentos divinos para enganchar el
corazón, recuperar la conciencia, adquirir palabra nueva, relaciones gratuitas, valoración de lo
elemental y de lo sencillo. Nos comprometen convirtiéndonos.
La oración es, en sí misma, fundamental compromiso para el seguidor de Jesús; nos devuelve a
nuestra radical condición de buscadores de la voluntad del Padre, que es el Reino para los hijos
perdidos. En la oración asumimos el compromiso de entregamos a los hermanos perdidos. En el
padrenuestro, oración de Jesús, el clamor por el Reino está vinculado al pan de cada día, al perdón
solidario, a la libertad verdadera.
La formación teológica y la social son dos pilares en los que apoyar la educación al compromiso
cristiano. Palabra-historia son realidades a conocer, valorar y relacionar desde el corazón y desde
la praxis. Por ello, la comunidad cristiana ha de procurar una adecuada formación para sus
miembros. Hemos de asumir con convencimiento pleno que el tiempo dedicado a la formación es
tiempo de compromiso y de servicio23.
Necesitamos educar al compromiso cristiano desde la vivencia de la liturgia. A través del año
litúrgico, el creyente va renovando su existencia, incorporándose al acontecimiento del Señor
progresivamente, desde las instancias y solicitudes de su propia vida. Especialmente en la
eucaristía asumimos el compromiso de la comunión y del servicio, mientras en la reconciliación
sacramental somos convertidos a la coherencia del amor. La celebración litúrgica ha de ser
escuela de compromiso cristiano 24.
Ser portadores del evangelio es encomienda que todos los cristianos recibimos del Señor Jesús.
Testificar y anunciar la buena noticia es el compromiso específico que asumimos en el
seguimiento de Jesús.
La buena noticia necesita signos que la verifiquen. Estas son condiciones de toda evangelización:
una comunidad fraterna y solidaria que transmite lo que vive, una presencia de proximidad y
cercanía abierta al diálogo y al servicio, el testimonio de la unidad y del amor entre los creyentes.
El principal compromiso evangelizador de un cristiano consiste en construir y potenciar su
comunidad como fraternidad solidaria.
El testigo está realmente comprometido cuando con su vida es capaz de crear instancias,
interrogantes e inquietudes que llevan a Jesús. Para ello, es preciso que, a través de las relaciones
y de la solidaridad, seamos capaces de abrir la veta de lo trascendente: ir más allá de lo inmediato,
entrar en el diálogo del corazón, asumir el reto del propio destino, sentirse necesitado de
salvación, percibir en el otro una experiencia nueva a compartir. El testigo hace referencia a la
comunidad. En esta se verifica todo testimonio cristiano.
Descubrir la realidad como invitación a la propuesta del Reino es la fuente del anuncio
evangelizador. Hemos de iniciar a ello.
a) El mundo de los jóvenes. La tarea evangelizadora entre los jóvenes necesita hoy especial
dedicación y creatividad. Tanto los jóvenes alejados bienestantes, como los adolescentes y
jóvenes desfavorecidos socialmente, presentan retos ineludibles. La presencia eclesial en su
mundo necesita agentes pastorales especialmente comprometidos y comunidades significativas,
capaces de crear relaciones y actividades de solidaridad y promoción.
Para ello, los jóvenes creyentes deben asumir el compromiso de ser testigos, portadores de un
proyecto de vida interesante, abierto a la solidaridad y al diálogo. Será preciso entender que la
pastoral de juventud necesita apuestas nuevas y ofertas comprometedoras, especialmente para
los jóvenes mayores26.
c) Educar desde un proceso específico. La pastoral vocacional es, para toda comunidad, un
compromiso inherente a su propia naturaleza y existencia. Quien vive coherentemente como
convocado, actúa generosamente como convocante. Cada comunidad se ofrece en la Iglesia como
una oferta abierta a los demás. La pastoral vocacional es compromiso de la comunidad cristiana.
Por ello, desde su propia vida, proyecta un proceso formativo coherente a su propio carisma.
Las instancias principales, que han de inspirar todo proyecto que eduque al compromiso de una
vocación específica, han de tener en cuenta, en primer lugar, el descubrimiento y la vivencia de
los valores que especifican esa vocación. Esto será posible si progresivamente incorporamos a los
convocados a la experiencia de comunión y de servicio de la comunidad. No basta una valoración
teórica, es preciso que surja el interés y la atracción. A este respecto es imprescindible el
compromiso recíproco del acompañamiento personal y del discernimiento comunitario.
e) La definitividad del compromiso vocacional. La definitividad es una opción amorosa del corazón.
La definitividad no nace de la actividad, sino de la relación. La vocación es una llamada de Dios
dinámica, creciente y transformante que Dios nos hace, desde el seguimiento a Jesús, por medio
de los dones de su Espíritu. La definitividad de la respuesta vocacional depende de la apertura
creciente a la llamada mediante el discernimiento de los caminos del Espíritu. Sólo el
discernimiento espiritual y la oración nos ayudan a descubrir, como mediaciones de la llamada, los
que nos pudieran parecer obstáculos. Al margen de la sabiduría de la cruz, no es fácil entender y
asumir la definitividad de la pascua. Sólo desde esta se puede educar al compromiso definitivo en
el Amor.
NOTAS: 1. G. GUTIÉRREZ, La opción preferencial por los pobres, Forum Deusto, en La religión en los albores del siglo XXI, Univ.
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Deusto, Bilbao 1994, 105-123. — J. L. PÉREZ ÁLVAREZ, Dios me dio hermanos, CCS, Madrid 1993, 94-98. — COMUNIDADES
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ALVAREZ, Iniciación al compromiso en el catecumenado juvenil, San Pío X, Madrid 1985, 19-22. — ID, Dios me dio hermanos,
o.c., 243-253. — 8. Ib, 254-265. — 9. M. J. NAVARRO, Diálogo entre la fe cristiana y la sociedad moderna, Iglesia viva 139 (1989)
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cristiana, San Pablo, Madrid 1992, 112-129. J. J. TAMAYO, Hacia la comunidad, Trotta, Madrid 1994, 90-102. — J. L. PÉREZ
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familia en la «Familiaris consortio», San Pablo, Madrid 1984, 214-256. J. M. MARDONES, El mundo religioso-cultural del
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cristianismo español actual, Iglesia viva 139 (1989) 33-52. AMALORPAVADASS, Evangelización y cultura, Concilium 134
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(1978) 80-86. — R. ECHARREN, La Iglesia y la acción social, Iglesia viva 119 (1985) 454-464. - El abismo de la desigualdad.
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contemplación, Narcea, Madrid 1971, 33-34. — 23. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, O.C., 56-68. — L. MALDONADO, o.c.,
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60-68. — A. CAÑIZARES, La evangelización hoy, Marova, Madrid 1977, 127-132. — COMUNIDADES ADSIS, O.C., 11-31.
BIBL.: AA.VV., Iniciación al compromiso cristiano en el catecumenado juvenil, San Pío X, Madrid 1985; ALBERICH E., Catequesis y
praxis eclesial, CCS, Madrid 1983; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Testigos del Dios vivo, Edice, Madrid 1985; Los católicos
en la vida pública, Edice, Madrid 1986; Anunciar a Jesucristo con obras y palabras, Edice, Madrid 1987; MOUNIER M., El
afrontamiento cristiano, Estela, Barcelona 1968.
I. Un poco de historia
El término compromiso tiene, entre otras acepciones, la de obligación contraída, palabra dada, fe
empeñada. En este sentido se usa la palabra compromiso referida a las exigencias sociales y
públicas de la vida de los creyentes, preferentemente de los laicos, y a su presencia en la
sociedad. Se habla así de compromiso temporal, o también de compromiso social o socio-político,
y de compromiso por la justicia. El término se inserta en el sentido más amplio de compromiso
evangelizador y misionero, o de acción apostólica y misionera; la palabra compromiso se aplica
también a las responsabilidades intraeclesiales, que los laicos asumen dentro de la comunidad
cristiana.
2. EL COMPROMISO ENTRA EN LA IGLESIA. La idea del compromiso cristiano entró en los ámbitos
eclesiales a través del apostolado seglar, particularmente de los movimientos apostólicos obreros,
tales como la JOC y la HOAC, manteniendo su significado socio-político de intento de la
transformación de la sociedad desde las plataformas políticas y sindicales. Se comenzaba así a
superar los límites individualistas y asistenciales de la caridad cristiana, buscando la promoción
integral de las personas y la transformación de las estructuras sociales.
La catequesis, una de las etapas de la evangelización, tiene como objetivo iniciar al creyente en la
vida cristiana y, en consecuencia, en las diferentes dimensiones de la fe. La iniciación al
compromiso transformador y misionero afecta a contenidos, tareas, pedagogía y destinatarios de
la catequesis. Ante el imperativo del Vaticano II de que los catecúmenos necesitan aprender a
cooperar eficazmente en la evangelización (cf AG 14), Catechesi tradendae insiste en que «la
catequesis está abierta igualmente al dinamismo misionero» (CT 24; cf DCG 28; DGC 86). Según el
mandato conciliar —recogido por el Ritual de la iniciación cristiana de adultos y el Código de
Derecho canónico— «la formación catequética ilumina y robustece la fe, alimenta la vida cristiana
según el espíritu de Cristo, lleva a una consciente y activa participación del misterio de Cristo y
alienta la acción apostólica» (GE 4; cf RICA 19; CIC 788,2). La adhesión inicial al Señor, para
alcanzar la madurez de la vida cristiana en un proceso de conversión, debe desarrollar, a través de
la catequesis, todos los niveles de la vida —también la dimensión pública y social—, porque «la fe
lleva consigo un cambio de vida, una metanoia... Y este cambio de vida se manifiesta en todos los
niveles de la existencia del cristiano: en su vida interior de adoración y acogida de la voluntad
divina; en su participación activa en la misión de la Iglesia; en su vida matrimonial y familiar; en el
ejercicio de la vida profesional; en el desempeño de las actividades económicas y sociales» (DGC
55; IC 26).
El compromiso cristiano no sólo entra a formar parte de los contenidos de la catequesis, sino
también de la misma entraña del acto catequético, como uno de sus principales pasos:
experiencia humana, palabra de Dios, y expresión de fe, concretada en confesión de fe,
celebración y compromiso (cf CC 221). También una de las tareas centrales de la catequesis es
fomentar la acción apostólica y misionera (cf CAd 191-195). El Directorio general para la
catequesis sitúa, después de las tareas fundamentales de la catequesis —ayudar a conocer,
celebrar, vivir y contemplar el misterio de Cristo (DGC 85)—, otras dos tareas relevantes: «la
iniciación y educación para la vida comunitaria y para la misión» (DGC 86). Para que los bautizados
puedan cumplir esta última tarea, corresponde a la catequesis iniciarles en el compromiso
transformador y misionero, para que sean testigos del evangelio colaborando en la
transformación de las realidades temporales según Dios y anunciando a Jesucristo a los hombres.
Y para ser testigos del evangelio, la primera condición es la coherencia de la vida con la fe: «La
fidelidad de los bautizados es una condición primordial para el anuncio del evangelio y para la
misión de la Iglesia en el mundo. Para manifestar ante los hombres su fuerza de verdad y de
irradiación, el mensaje de la salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los
cristianos» (CCE 2044).
Por último, el Directorio constata cómo en la catequesis actual está creciendo una nueva
sensibilidad en la formación de los catequizandos en el testimonio cristiano y el compromiso en el
mundo (cf DGC 30); sin embargo, para muchos la iniciación al compromiso es más teórica que
real, y la consecuencia más negativa es el repliegue de los cristianos. Es significativo, al respecto,
buscar en el Catecismo de la Iglesia católica la voz compromiso —referida a la misión—, para
confirmar esta carencia (CCE 1072, 1913).
Este enunciado fundamental de la evangelización genera, según Redemptoris missio (cf CCE 849-
856), dinamismos concretos para la misión. El primer anuncio tiene una función central e
insustituible, pues nace la fe y en él tiene su origen la comunidad eclesial (RMi 44). El contenido
del primer anuncio —proclamación hecha en el contexto histórico concreto y desde la acción del
Espíritu— es Cristo muerto y resucitado, plena liberación del hombre y de la historia de la
humanidad (RMi 44). El anuncio no es algo meramente individual; por el contrario, está vinculado
a la acción misionera de toda la Iglesia; está animado por la fe; es respuesta a la búsqueda de la
verdad para quienes, sin ser cristianos, son movidos por la acción del Espíritu; su verificación más
plena es el testimonio martirial de la propia vida (RMi 45). La catequesis tiene como meta
fundamentar y hacer madurar la fe inicial, surgida del primer anuncio del evangelio. Esta finalidad,
expresada en la confesión de fe, se realiza a través de diversas tareas, en virtud de cuya dinámica
«la fe pide ser conocida, celebrada, vivida y hecha oración... Pero la fe se vive en la comunidad
cristiana y se anuncia en la misión: es una fe compartida y anunciada. Y estas dimensiones deben
ser también cultivadas en la catequesis» (DGC 84). En el proceso de la iniciación cristiana, los que
recibieron el anuncio de Jesucristo se convierten en sus testigos y misioneros.
En una Iglesia ministerial y corresponsable, todos sus miembros están llamados a la construcción
de la comunidad desde la vocación propia de cada uno. También los laicos tienen su puesto
dentro de la Iglesia como miembros activos; por eso «los pastores han de reconocer y promover
los ministerios, oficios y funciones de los fieles laicos» (ChL 23). Sin embargo, una intensa
participación de los laicos dentro de la Iglesia no debe hacerse a costa de su presencia activa en el
mundo. De aquí la queja del Papa cuando recuerda que los seglares pueden caer en «la tentación
de reservar un interés tan marcado por los servicios y las tareas eclesiales, que frecuentemente se
ha llegado a una práctica dejación de sus responsabilidades específicas en el mundo profesional,
social, económico, cultural y político» (ChL 2). En la Iglesia, como misterio de comunión y misión,
las acciones temporales y eclesiales tienen una mutua relación, y la catequesis debe educar para
participar en ambas de forma armónica y equilibrada. La catequesis —dentro de la iniciación a la
misión— educa también en las tareas de índole intraeclesial, ya que a los discípulos «se les
preparará, igualmente, para cooperar en los diferentes servicios eclesiales, según la vocación de
cada uno» (DGC 86; IC 21).
3. DIMENSIÓN TEOLOGAL. El compromiso cristiano tiene una fuerte inspiración teologal y hunde
sus raíces en las virtudes teologales. Nace de la fe, se alimenta de una caridad activa, y tiene su
horizonte en el Dios de la esperanza. El compromiso nace de la fe: la presencia de los cristianos en
el mundo es prolongación de la encarnación del Verbo; la lectura cristiana de la realidad es
escucha atenta y obediente al Espíritu, que habla a través de los signos de los tiempos y del
clamor de los débiles. El compromiso se alimenta de la caridad: la solidaridad es actualización de
una caridad operante; el servicio a los hombres, especialmente a los pobres, se inspira en la
actitud del Siervo de Dios; la diaconía cristiana es forma privilegiada de la relación de la Iglesia con
el mundo. El horizonte del compromiso es la esperanza: la promoción humana y la lucha por la
justicia son parte integrante de la evangelización y, por tanto, anuncio y preparación del reino
futuro; la esperanza teologal ayuda a conservar una distancia crítica frente a toda liberación
humana, relativizando mediaciones e ideologías.
4. OTRAS DIMENSIONES. Hay que afirmar también del compromiso la dinámica de la encarnación,
su motivación cristiana, su carácter eclesial, la actitud de diálogo y respeto y su categoría como
acción pastoral. 1) La dinámica de la encarnación hace descubrir que también en las realidades
terrenas se está jugando la salvación, y la historia humana está llamada a ser historia de salvación.
2) El compromiso debe tener una clara motivación evangélica; los cristianos son llamados a la
misión desde la experiencia gozosa de la fe, superadora de planteamientos meramente
voluntaristas o motivaciones de pura eficacia; una vocación apostólica, que no nace de una
vivencia profunda de fe, está llamada al fracaso de tantos cristianos quemados por el activismo o
la acción sin hondura cristiana. 3) El dinamismo apostólico, misionero y transformador es de toda
la Iglesia; hay una auténtica corresponsabilidad eclesial en orden a la presencia evangelizadora en
el mundo, si bien los laicos, por su vocación específica, están llamados a tener la iniciativa en la
presencia en la sociedad y en la transformación del orden social. 4) Tampoco es indiferente al
dinamismo misionero una actitud de respeto, espíritu de diálogo y colaboración, que alcanzan a la
colaboración con los no cristianos, al reconocimiento de la autonomía de lo temporal y al diálogo
interreligioso. 5) El compromiso también forma parte de las más cualificadas acciones eclesiales;
junto a otras funciones pastorales —catequesis, liturgia—, el compromiso cristiano goza de la
misma dignidad, y, en cierta manera, es criterio de la autenticidad evangelizadora de las otras
tareas.
5. RELACIÓN CON LAS OTRAS TAREAS DE LA CATEQUESIS. Las distintas tareas de la catequesis
contienen un conjunto rico y variado de aspectos, cuya finalidad es la iniciación a la globalidad de
la vida cristiana. Cada tarea, a su modo, realiza la finalidad de la catequesis: la formación moral
está abierta a su dimensión social, la educación litúrgica es muy exigente en su compromiso
evangelizador. Las tareas se implican y desarrollan mutuamente, llamándose la una a la otra: el
conocimiento de la fe capacita para la misión. Cada dimensión de la fe debe enraizarse en la
experiencia humana: la oración está abierta a todos los problemas personales y sociales (DGC 87).
Todas las tareas son necesarias, también el compromiso transformador y misionero (cf IC 42).
BIBL.: AA.VV., Educación en la fe y compromiso cristiano, San Pío X, Madrid 1976; ALBERICH E., La catequesis en la Iglesia, CCS,
Madrid 1991, 162-182; DiAz C., Vocabulario de acción social, EDIM, Valencia 1995; FLORISTÁN C., Compromiso, en FLORISTÁN C.-
TAMAVO J. J. (dirs.), Diccionario abreviado de pastoral, Verbo Divino, Estella 1988, 87ss.; GATTI G., Ética cristiana y educación
moral, CCS, Madrid 1988; MACCISE C., Solidaridad, en DE FLORES S.-GOFFI T. (dirs.), Diccionario de espiritualidad, San Pablo,
Madrid 1991^, 1329-1337; MARTÍN VELASCO J., Presencia evangelizadora y compromiso de los cristianos, Teología y catequesis
23-24 (1987) 524-544; MATESANZ A.-VIDEL V., Catequesis y compromiso cristiano, Teología y catequesis 23-24 (1987) 545-559;
RESINES L., Compromiso, en GEVAERT J. (dir.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987, 201-202.
COMUNICACIÓN Y CATEQUESIS
El ser humano es como una ventana abierta al exterior; por ella se asoma, sale al encuentro de los
demás y, a la inversa, permite que los demás entren de alguna manera en su interioridad.
Esta ventana abierta es la facultad de comunicación, una facultad casi ilimitada, que ejercemos de
diversas formas: palabra hablada o escrita, gestos, imágenes, sonidos, movimientos, etc. Lo que
decimos o hacemos, incluso lo que callamos u omitimos, son formas de manifestarnos a los
demás. A estas formas las llamamos lenguaje, entendido, por su función simbólica, como «el
poder de encontrar a un objeto su representación, y a su representación un signo»1. El lenguaje
es, pues, el medio que permite ejercer la facultad de comunicar y, por ello, la forma más
manifiesta de comunicación.
Esto que identifica al ser humano se aplica a la Iglesia y a su misión. ¿Cómo evangelizar sin ejercer
la facultad de comunicar? ¿Cómo anunciar el evangelio sin adoptar los sistemas que lo hacen
posible? La catequesis «desempeña un papel esencial dentro de la misión evangelizadora» y
encuentra en la comunidad eclesial «su origen, su lugar propio y su meta» (CC 22, 253). En este
contexto, desarrolla un proceso comunicativo que consiste, esencialmente, «en la transmisión de
la fe eclesial» (CC 135).
1. LAS NUEVAS TECNOLOGÍAS. La imagen que se ofrece a todo análisis es la de un mundo cada vez
más complejo, donde se multiplican las fuentes de fricción, a la vez que se fortalecen las razones
para cooperar y los medios para comunicarse. La universalización de las tecnologías de
producción, organización y gestión, la circulación intensa de productos e individuos, el auge de las
telecomunicaciones y de la informática, la proliferación de mensajes que se difunden por el
planeta, contribuyen a transformar la sociedad y a establecer un nuevo tipo de relación entre los
individuos y los pueblos.
Sometidos a su impacto, sentimos que nuestra sensibilidad entra en campos difíciles de controlar
y con fuerza suficiente para transformar actitudes y conductas. Las nuevas tecnologías van
minando los sistemas tradicionales de comunicación, a la par que hacen surgir las líneas maestras
de un nuevo estilo de comunicarse.
En este sentido, la comunicación audiovisual (que se aplica tanto a los canales que difunden los
mensajes como al lenguaje en que se expresan) goza de todos los parabienes. «Una imagen vale
más que mil palabras», dice un antiguo refrán; lo cual es un indicador de la eficacia comunicativa
que se atribuye, de entrada, a la expresión icónica sobre la verbal. Esto no quiere decir que, en la
práctica, esté exento de problemas. Veamos algunos datos que se dan en nuestra realidad actual.
a) Un nuevo modelo cultural. Los estudios sociológicos ofrecen datos elocuentes. Respecto a los
niños, las estadísticas hablan, por ejemplo, de un promedio de veintitrés horas semanales ante el
televisor. ¿Cuántas pasan en la escuela? En cuanto a los jóvenes, la influencia de los medios de
comunicación en su vida personal y social es creciente: la prensa, el cine, la radio y la televisión
ocupan el tercer lugar, después de la familia y de los amigos, por encima de los libros y centros de
enseñanza, y a mucha distancia de los partidos políticos y de la Iglesia.
Ciertamente, la imagen y el sonido son los principales elementos constitutivos del lenguaje
audiovisual. Pero también se amplía a otros lenguajes que, por su origen y naturaleza, se
diferencian del lenguaje verbal o escrito, como es el caso del lenguaje del cuerpo, que se expresa
con gestos o movimientos potencialmente comunicativos. Lo audiovisual abarca, por tanto, todo
lenguaje no verbal.
Ahora bien, por su carácter de audio no puede dejarse de lado la palabra hablada. Está en la
televisión, en el cine, en el vídeo, y es el lenguaje básico de la radio. Pero es un estilo de palabra
que pone en escena y dramatiza una realidad y que se hace imagen verbal, como sucede en el
poema y en el teatro, o que se hace música, como en el caso de la canción.
De ahí que lo audiovisual se entienda como una mezcla de lenguajes que actúan conjuntamente y
se complementan: «una forma particular de comunicación, regida por reglas originales, que
resulta de la utilización simultánea y combinada de documentos sonoros y visuales variados» 3.
Añádase a esto la existencia de un proceso que va del lenguaje a los medios, y que estos le
otorgan cierto carácter específico, de forma que no es igual el lenguaje de la televisión que el del
cine o el del montaje audiovisual.
3. AMBIVALENCIA DE LOS MEDIOS. a) Los medios tienen dueño. La cultura actual, apoyada en los
medios de comunicación, pone en manos de la humanidad nuevas posibilidades para vivir más y
mejor, para dominar el medio en que vive y para establecer unas relaciones humanas libres,
respetuosas y democráticas. Nunca ha tenido la humanidad tantos medios para vencer el hambre,
la ignorancia y la soledad, ni tan eficaces para acortar distancias, eliminar fronteras y estimular la
participación, el diálogo y la libertad de todos los hombres.
Ahora bien, esta referencia no es absoluta. Por una parte, esa relación, más que con lo real, es con
la imagen previa que cada cual tiene de la realidad; es una relación de imagen a imagen. Por otra
parte, la imagen que vemos, en cuanto signo, no es una representación pura y simple: su autor ha
proyectado en ella su manera de ver la realidad, lo cual constituye cierta reconstrucción e
interpretación de la misma (subjetividad). Igual sucede con el sonido: la música se define como un
lenguaje de sensaciones que activa la sensibilidad, la emoción, la vibración; en suma, la
afectividad.
Cuando se ha llegado a identificar la cultura con el libro, no es fácil comprender el masaje con que
el lenguaje audiovisual ofrece sus mensajes. Este articula la información mediante signos
diferentes a los de la expresión escrita, y desencadena un tipo de comunicación que no se
restringe al campo de la racionalidad, sino que engloba todas las instancias de la personalidad
humana. Por ello se hace necesario el aprendizaje de sus códigos lingüísticos, igual que se aprende
a leer y a escribir.
Por otra parte, la abundancia de canales de difusión, potenciada aún más por la llamada
revolución digital, posibilitan una diversificación de mensajes alternativos que evitan el riesgo de
uniformidad comunicativa y prestan atención al pluralismo y a las particularidades individuales. El
usuario puede escoger sus programas e, incluso, adaptarlos a sus preferencias del momento.
Las conclusiones, pues, están muy matizadas y son poco generalizables. La televisión no parece
modificar, por ejemplo, los resultados de los escolares ni predisponerlos a la delincuencia. Puede,
si se ve con exceso, producir fatiga psíquica y desencadenar trastornos molestos. En la mayoría de
los casos, su eficacia consiste en reforzar opiniones o actitudes ya tomadas. Además,
generalmente llega al público en una situación de ocio, de ahí que su eficacia haya que enjuiciarla
desde esta perspectiva y conjugarla con otra serie de factores concurrentes.
En todo caso, la comunicación no es el efecto necesario de la técnica para la comunicación, ya que
esta no se rige por las leyes de causa-efecto; pero sí es su razón de ser. Sólo la comunicación
puede dar validez y justificar éticamente el uso de unos medios formidables en sí mismos, pero
ambivalentes en sus efectos e intenciones.
Primera convicción: La comunicación no está en los medios sino en las personas. Propiamente
hablando, nadie se comunica con un televisor o con un ordenador. Este es una máquina que
memoriza y controla informaciones, pero no siente ni padece; es sólo un instrumento que se
interpone entre una persona o grupo que está delante y otra persona o grupo que está detrás. La
comunicación sólo es posible entre personas; los medios son sólo medios.
Segunda convicción: El término comunicación conjuga dos palabras: común y acción. Hablamos,
pues, de una acción común. No hay comunicación cuando actúa solamente una de las partes
mientras la otra permanece pasiva, cuando una es la que da y otra se limita a recibir, cuando sólo
uno de los interlocutores tiene derecho a la palabra. La comunicación —acción común— requiere
diálogo, respeto mutuo, libertad de opinión, igualdad entre las partes... Comunicarse es participar
y compartir.
1. EL PROCESO DE LA COMUNICACIÓN.
Medios de grupos: 1) Comunicación entre dos o más personas, en grupo o en una organización.
Los protagonistas son tanto los emisores como los receptores. La información se pone al servicio
de individuos que están unidos o conjuntados. Es una comunicación ad intra en la que todos,
aunque en distinto grado, son emisores y receptores a la vez. Hay cercanía física y relación
personal. 2) Mensaje bidireccional: de emisor a receptor y de receptor a emisor. Todos participan
activamente, lo que suscita el interés, la conciencia crítica y la responsabilidad activa. 3) Hay
feedback inmediato, vivo, espontáneo y controlable. El diálogo suscita la valoración crítica y el
desarrollo progresivo y veraz del mensaje. Esto influye de tal forma que puede hacer variar el
sentido y contenido de la comunicación. 4) Tendencia a expresarse abiertamente y a dilucidar lo
indirecto o poco claro. Conocimiento de la realidad más personalizado y educativo. Se asegura la
descodificación correcta del lenguaje mediante la relación y el diálogo. 5) Los principales canales
son los fisiológicos. Los tecnológicos intervienen en la medida en que son de fácil acceso y
favorecen la expresión y el diálogo. Están al servicio del grupo y de su libertad: ejercen una
función concientizadora y refuerzan la autonomía personal y las particularidades culturales.
Suscitan la conciencia de grupo y la solidaridad con personas concretas.
Hay características que se dan en un sitio y no en otro o, al menos, no se dan en todos de la
misma manera. Una de ellas, quizá la más significativa, afecta al feedback. Este es uno de los
criterios que determinan el grado de comunicación que existe e, incluso, su validez; es como el
termómetro de la comunicación, ya que hace que los sujetos de la misma puedan asumir la
palabra, establecer relaciones mutuas, desarrollar su conciencia de pertenencia a un grupo y
valorar el carácter de su interacción en función de la finalidad que les ha unido o reunido.
También es clave lo que se refiere al qué se comunica. Hay gran diferencia entre comunicar lo que
se sabe y comunicar lo que se vive. La forma en que se implican las personas no es igual en cada
caso. Por eso se habla de distintos niveles de comunicación.
La plena comunicación requiere, pues, la implicación personal de los que participan y un grado de
relación cercano al de la experiencia comunitaria. Jakobson, célebre lingüista, afirmaba: «Quien
comunica el mensaje de otro, no comunica; para que haya comunicación debe ser un mensaje que
traduzca la implicación personal en aquello que se dice, que revele algo de uno mismo».
De esta manera, y aunque lo uno sea previo a lo otro, el hombre entero se ve envuelto en un
proceso comunicativo total, que no sólo activa su sensibilidad, sino también su mente, a fin de
conducirse hacia más allá de la realidad expresada y valorar con objetividad su percepción de la
misma. Esto es lo que se entiende por lenguaje total, un lenguaje que despierta el subconsciente y
suscita la subjetividad; pero no para que el individuo se quede ahí, sino para que, consciente de
ella, se sienta motivado a analizarla, a contrastarla, a controlar sus efectos y, en definitiva, a
objetivarla y a tomar opciones personales.
Este proceso comunicativo es una de las aportaciones más valiosas del lenguaje audiovisual a la
catequesis. No sólo porque asume las diferentes formas de expresión que tenemos a nuestra
disposición, sino porque activa todas las fibras de la personalidad humana, tanto las emotivas
como las racionales.
El misterio de la encarnación revela, pues, el más alto grado de comunicación que pueda darse en
la historia. Por una parte, desborda los límites del espacio y del tiempo impuestos a la condición
humana; por otra, se adapta al lenguaje que los hombres podemos entender y a los medios con
que nos comunicamos. Desde ese momento, por iniciativa de Dios, el ser humano tiene vía libre
para acceder al misterio insondable de Dios y a su acción salvadora. Sólo necesita tener «ojos para
ver y oídos para oír».
También el hombre, en cuanto imagen y templo vivo de Dios (Gén 1,27; 2Cor 6,14), es un ser-
para-la-comunicación. A ello le impulsa el Espíritu en una triple vertiente: comunicación con Dios,
con la humanidad entera, con los creyentes. Esta comunicación se fundamenta y encuentra su
sentido en la comunicación divina y, por ello, «depende de una Instancia distinta que lo colorea
todo y constituye un a priori fundamental, que se encuentra en la base de todo... Es de Dios de
quien el cristiano recibe un cierto don de comunicar que es, a la vez, una revelación y un impulso
originario»4.
a) La experiencia primitiva. Jesús, «el primero y más grande evangelizador» (EN 7), anunció la
buena nueva de la salvación con toda su persona: con sus palabras, con sus signos y con sus
propias opciones. Jesús no habló de comunicación, pero comunicó y, sobre todo, se comunicó a sí
mismo. Transmitió lo que había recibido del Padre, compartió con sus discípulos su intimidad más
profunda y culminó su misión salvadora mediante un acto sublime de comunicación: la entrega de
la propia vida. Esta entrega la inmortalizó en la eucaristía y la donación del Espíritu.
Jesús no dejó nada escrito. Predicó, pidió a los suyos que hicieran lo mismo y les otorgó el don,
que se hizo mandato, de la comunicación: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda
criatura» (Mc 16,15). Los discípulos, movidos y guiados por el Espíritu del Señor, anunciaron sin
descanso la buena noticia de Jesús.
Entre los primeros discípulos, igual que en Jesús, la comunicación transciende las palabras para
hacerse experiencia de vida, compromiso misionero y donación de sí mismo. Palabra, testimonio y
comunidad no son vías independientes entre sí ni circulan en paralelo; son vertientes que se
apoyan mutuamente y se funden en una única realidad: el amor. «Amaos unos a otros como yo os
he amado» (Jn 13,34). Tal es la clave de la verdadera y auténtica comunicación. Esta hunde sus
raíces en el amor. Por ello, los primeros cristianos, perseverando en las enseñanzas de los
apóstoles y en la fracción del pan (He 2,42), extendieron el reino de Dios y convivieron como
hermanos; había comunicación de bienes, unidad, solidaridad, diálogo y paz, signos todos ellos de
la más plena y auténtica comunicación ad intra y ad extra.
La misma redacción de los evangelios y demás escritos del Nuevo Testamento es una muestra
peculiar y significativa de un sistema de comunicación que integra la palabra viva, el testimonio
apostólico y la experiencia comunitaria. Estas tres vías son el lenguaje que hace visible y audible el
mensaje y, por tanto, comunicable.
b) A lo largo de la historia. Durante muchos siglos, y antes de que Gutenberg inventara la
imprenta, el modo más natural de comunicación estaba constituido por el lenguaje oral y por la
imagen. Desde los alfabetos ideográficos, pasando por la pintura, la vidriera, la escultura y la
arquitectura, la imagen fue uno de los principales vehículos de comunicación y de cultura. Baste
recordar, por ejemplo, los símbolos icónicos utilizados en las catequesis primitivas, las grandes
catedrales medievales con su ordenación, imágenes pintadas o esculpidas, juegos de luz y de
sonido, o las mismas representaciones populares de escenas evangélicas. Todo esto es un
lenguaje que recuerda las principales afirmaciones de la fe, evoca la naturaleza y suscita la oración
y la contemplación; en una palabra, sitúa al pueblo ante la experiencia de lo trascendente.
Con la invención de la imprenta, la letra impresa empezó a destacar como medio privilegiado de
comunicación. El libro se impuso poco a poco como el más idóneo y genuino sistema portador de
cultura. No era un obstáculo que el pueblo no supiera leer; siempre habría alguien que pudiera
leérselo. No obstante, saber leer llegó a ser necesario para acceder a la cultura, hasta el punto de
que ser analfabeto suponía marginación y pobreza. Aún hoy consideramos una lacra social la
existencia de analfabetos. Lo cual es una muestra de la importancia de un sistema de
comunicación, como el libro y otros medios impresos, que ha llegado a imponerse como un
símbolo de progreso y de cultura.
Esta situación no fue ajena a la Iglesia ni a sus sistemas de comunicación. Baste recordar, a título
de ejemplo, los catecismos de Astete y de Ripalda, que durante más de tres siglos han configurado
un estilo de catequesis y alimentado la fe de los católicos de habla hispana.
Estas breves pinceladas manifiestan la importancia que han desempeñado los medios de
comunicación en la tarea catequizadora de la Iglesia. Hoy, igual que ayer, la Iglesia se encuentra
ante un reto evangelizador que afecta de lleno a sus sistemas de comunicación. La transformación
que se ha operado en nuestra sociedad, de la mano de las nuevas tecnologías, impone la
necesidad de encontrar nuevos cauces de evangelización, adaptados al momento histórico y
social, a fin de conseguir superar la ruptura entre evangelio y cultura, calificada por Pablo VI como
«el drama de nuestro tiempo» (EN 20). «El hecho de que vivimos en una civilización de la imagen
debería impulsarnos a utilizar, en la transmisión del mensaje evangélico, los medios modernos
puestos a disposición por esta civilización» (EN 42).
Este audiovisual no puede menos de ser el lenguaje original y fundante de los diversos lenguajes
eclesiales. ¿Cómo no recuperar esta audiovisualidad del mensaje cristiano en la catequesis? Jesús
ya no está físicamente entre nosotros; pero está presente y se hace audiovisual en la vida y en la
experiencia de la comunidad cristiana que, como Jesús, anuncia con su palabra, con su testimonio
y con su compromiso «lo que hemos visto y oído»; comunidad que, depositaria de la salvación de
Jesús, es ahora, y como él, el audiovisual de Dios en el mundo actual.
Sobre esta base se asienta el valor de los medios en la catequesis. El lenguaje audiovisual en el
que se expresan esos medios hunde sus raíces en la misma pedagogía de Dios, una pedagogía de
signos, el más excelente de los cuales es «la Palabra hecha carne». ¿Cómo hacer hoy visible y
audible esa Palabra? La primera condición se encuentra en esa audiovisualidad básica y original de
la comunidad eclesial, fundamental para que el mensaje que proclama no suene como «una
campana que toca o unos platillos que aturden» (1Cor 13,1). La segunda condición, consecuencia
de la anterior, pasa por la renovación de los llamados lenguajes eclesiales. Estos forman parte del
patrimonio eclesial y son ingredientes necesarios de todo proceso catequético.
Ahora bien, ¿cómo hacer hablar hoy de forma significativa el lenguaje de una tradición? Esta tarea
de adaptar, reformular o traducir los lenguajes eclesiales encuentra en los medios audiovisuales
una de sus posibilidades más genuinas y eficaces.
a) La audiovisualidad de la Biblia. Sus formas expresivas (la narración, el relato, el himno, la acción
de gracias, la aclamación, el acontecimiento, la experiencia de fe) son netamente audiovisuales. La
Biblia se expresa en un lenguaje básicamente narrativo que muestra y evoca la realidad de un
encuentro, la acción que salva, la experiencia que subyace, el acontecimiento que se celebra, la
situación que compromete y el compromiso al que conduce. Su lenguaje se sitúa en un horizonte
de evocación; lo importante no es el vocablo en sí, en su sentido fonético, sino su condición de
palabra que evoca un pasado que se vive en el presente y proyecta hacia el futuro. Por eso el
lenguaje bíblico es un fiel aliado del lenguaje audiovisual.
b) El valor simbólico de la liturgia. La liturgia está plagada de elementos cuyo valor expresivo
(sensible, emocional, corporal, imaginativo, icónico y sonoro) es patente. La lógica de la liturgia y
la del audiovisual son coincidentes. Es la lógica del simbolismo, de ese conjunto de elementos
sensibles y visibles en el cual los creyentes, siguiendo el dinamismo analógico de las imágenes
(tales como el pan, el fuego, el agua, el aceite), captan significados que trascienden las realidades
materiales. Estos significados no son meros objetos de pensamiento; el símbolo es acción,
emoción, experiencia que impulsa a una transformación o, en otras palabras, a hacer vivir de otro
modo. Más que en el plano del conocimiento, la liturgia nos sitúa en el plano de la emoción, de la
analogía y de la experiencia.
c) El credo, expresión de la acción salvadora de Dios en la historia, nos sitúa en una doble
perspectiva: una perspectiva vivencial de proclamación o confesión de la fe, y otra, más racional,
que se refiere a la inteligencia de la fe o a la forma como la Iglesia sistematiza y formula los
contenidos de la misma.
Por otra parte, la experiencia constituye el contenido fundamental del lenguaje de los medios. El
carácter emotivo y vivencial de estos activa todos los resquicios de la persona humana, tanto los
que hemos atribuido al hemisferio cerebral derecho como los que hemos atribuido al izquierdo.
Por ello, el medio audiovisual instaura un camino inductivo que impulsa a la persona a crecer
desde dentro, desde su propia interioridad, y a descubrir el mensaje cristiano en relación con sus
propias experiencias y en el diálogo grupal.
Por eso, por este carácter experiencia) de los medios, estos actúan como núcleo generador del
proceso catequético y como lenguaje que aglutina a todos los lenguajes. De ahí el valor del
testimonio (EN 21), un valor inherente a la Iglesia, cuya clave reside en el amor, más visible y veraz
que las palabras. No hay nada tan sincero y profundamente comunicativo como el amor. La Iglesia
aparece ante el mundo como el audiovisual de Dios en la medida en que transparenta el amor
mismo de Dios. Lo cual afecta, ¡y de qué manera!, al catequista. Este es el primero que, a los ojos
de los catequizandos, encarna la experiencia del amor y el mejor lenguaje; en sus obras, en su
manera de ser y de vivir pone a prueba la autenticidad del mensaje que proclama; un mensaje
que no le pertenece, porque viene de Dios, pero que se expresa y se manifiesta en su testimonio
personal y comunitario.
Esta prioridad del lenguaje experiencial y testimonial lleva a subrayar que, aunque todos los
lenguajes eclesiales pueden tener un lugar propio en la expresión audiovisual, no todos lo tienen
de la misma manera ni con la misma propiedad. En otras palabras, todo mensaje requiere un
lenguaje, pero no todo lenguaje es capaz de transmitir el mismo mensaje. De ahí que la catequesis
requiera el concurso de los diferentes lenguajes y medios, a fin de conseguir una acción
integradora. De hecho, un único medio o un único lenguaje, por sublime que sea, es incapaz de
desarrollar por sí solo todo lo que requiere la comunicación catequética, igual que es incapaz de
expresar todo lo que constituye la comunicación humana. Por tanto, lejos de establecer
disyuntivas entre los lenguajes y los medios, de situar a unos por encima o en contra de otros, de
separar o sustituir, la cuestión está en sumar, unir y conseguir la complementariedad de los
mismos.
2. LA OPCIÓN POR LOS MEDIOS GRUPALES. La validez pastoral de un medio depende del grado de
comunicación que favorezca. Un grupo humano se mantiene y se desarrolla en la medida en que
existen relaciones profundas entre sus miembros. ¿Cómo hablar de comunicación (acción común,
común unión) sin que los implicados en ella (emisores y receptores) lleguen a percibirse y sentirse
mutuamente como personas que tienen algo que decir y necesitan compartir sus experiencias
concretas únicas y originales? El ser humano no sólo necesita escuchar; también ser escuchado.
Los medios grupales ofrecen esta posibilidad, ya que integran los sistemas actuales de
comunicación en dos perspectivas: una de tipo complementario, que consiste en poner al servicio
de los grupos informaciones, mensajes o programas que circulan en los medios de masas; otra de
tipo creativo, que consiste en la posibilidad de que los grupos accedan activamente, de manera
sencilla, al lenguaje de los medios y puedan expresarse en ellos.
La Iglesia debe abarcar todos los campos que le permita la tecnología actual para desarrollar su
acción evangelizadora, incluidos los medios de masas. Sin embargo, es en la comunicación grupal
donde verdaderamente se desarrolla la catequesis. Primero, porque esta no pretende la
conversión de las masas, sino la maduración de la fe de los creyentes; segundo, porque es en el
seno de los pequeños grupos, en la relación dialogal, donde se garantiza una comunicación veraz y
auténtica; tercero, porque la fe se vive, se expresa y se celebra en el ámbito comunitario. Se
podrían añadir más razones. Permítase esta última: porque también los pobres tienen derecho a
acceder, de forma sencilla, a las nuevas tecnologías y beneficiarse de sus ventajas comunicativas.
Recordemos que la comunicación —y la catequesis— no está en los medios, sino en las personas.
El lenguaje de los medios, en manos de un grupo, le dan a este todo el protagonismo para
pertrecharse de defensas críticas frente al lenguaje camuflado y totalitario que a veces aparece en
los mismos medios y, sobre todo, para suscitar la comunicación interpersonal, ayudar a la
búsqueda, estimular la interiorización, situar ante la propia experiencia de vida y de fe. El medio,
en suma, más que hablar por sí mismo, hace que el grupo hable, reflexione e investigue. Es la
forma de que el medio esté al servicio de la comunicación.
Jesús, el audiovisual de Dios, sigue acampando entre nosotros. Su lenguaje es el de los pobres, sus
preferidos. Estos no hablan con la fuerza de sus palabras; no hablan desde la altura de la ciencia ni
en los estrados de la televisión, sino desde la debilidad que emerge de la pobreza. Su palabra es
de tú a tú, directa, concisa, interpeladora. No es dominadora ni orgullosa. Es confiada, humilde,
esperanzada. Si hay grito, es contra su injusticia; si hay dolor y amargura, es para solicitar
misericordia. Si hay rebeldía, es para exigir justicia.
Jesús nos habla en el lenguaje de los pobres. Tal es el lenguaje propio del cristiano en su
comunicación con Dios, la cual impregna —o ha de impregnar— todas las comunicaciones
humanas. Estas, en sus actitudes y en sus palabras, en sus medios y en sus objetivos, son
portadoras, por así decir, del lenguaje humano de Dios, un lenguaje que sólo manifiesta su fuerza
y su poder en la debilidad. Porque ni siquiera el lenguaje nos pertenece. Como el profeta
Jeremías, el creyente reconoce que no sabe hablar y que ese vacío lo llena el único que lo puede
llenar: «Yo pongo mis palabras en tu boca» (Jer 1,4-10). Y son palabras que emergen, cual
surtidor, del corazón de quien ama la verdad, se deja penetrar por ella y, en consecuencia, se
siente impulsado a hacer audible y visible la acción y la palabra de Jesús que vive en medio de
nosotros.
En palabras de E. Babin, «si hemos nacido de Dios, siempre habrá en nuestro interior una voz que
nos diga: ¿estás seguro de comunicar como los pobres? Cuando hablas en la televisión o en el
púlpito, desde el olimpo de tu ciencia, ¿hablas como un rico o hablas como un pobre? ¿Hablas
dominando o recibiendo? ¿Buscas tu ideal de comunicación en los altos ejecutivos o en los niños?
¿Haces que en tu trabajo y en tu casa reine el lenguaje del corazón o el de la razón? Cuando
hablas de Dios, ¿qué es lo que comunicas: tus ideas sobre él o tu contacto personal con él?» 5.
2
NOTAS: 1. H. WALLON, De lacte á la pensée. París 1942. – Jornadas sobre juventud y modelos culturales. Conclusiones, Madrid
1981. – 3. P. BABIN, Nuevos modos de comprender, SM, Madrid 1986, 32. – 4. ID, La era de la comunicación, Sal Terrae,
Santander 1990, 40. – 5. Ib, 88.
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criteriología común, Actualidad catequética 91 (1979) 51-56; ESCALERA M., Audiovisuales y catequesis, Misión Joven 16-17
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COMUNIDAD CRISTIANA
A lo largo de toda la etapa posconciliar pocos acontecimientos han sido tan trascendentales para
la Iglesia como la recuperación de la comunidad en cuanto eje central de toda su pastoral y núcleo
de la vida eclesial. Hablamos de acontecimiento en un sentido dinámico; no nos referimos, pues,
al establecimiento de una serie de estructuras externas, sino a la transformación que se va
produciendo lentamente, a menudo de manera imperceptible. Es, sobre todo, una toma de
conciencia que va calando en las diferentes instancias eclesiales, y que se expresa ya a gritos
desde muchos foros: «Tanto en las diócesis como en las parroquias o en los movimientos
apostólicos o en las congregaciones y órdenes religiosas, debe darse siempre ese núcleo llamado
comunidad. Es, debe ser, su raíz última; como su corazón entrañable, su venero y manantial, que
vivifica al conjunto de todos sus miembros»1.
El desarrollo de esta conciencia comunitaria ha ido de la mano con la profundización que la propia
Iglesia ha realizado de sus dos dimensiones esenciales: comunión y misión. Para ambas la
comunidad cristiana es el lugar necesario de verificación y encarnación.
«La eclesiología de comunión es la idea central y fundamental de los documentos del Concilio».
Esta afirmación del sínodo extraordinario de 1985, asumida por Juan Pablo II (ChL 19), nos señala
el dinamismo que ha impulsado la realidad actual de la comunidad cristiana. El misterio de la
Iglesia-comunión es la clave que nos permite sobrepasar la estructura sociológica de la comunidad
cristiana para descubrir el origen de su vida y sentido. «La comunión expresa el núcleo profundo
de la Iglesia universal y de las Iglesias particulares, que constituyen la comunidad cristiana
referencial» (DGC 253).
Sin embargo, esta comunión no se traduce nunca en una relación intimista, verticalista, del
individuo con su Creador al margen dedos demás hombres. Desde el comienzo, Dios plantea al
hombre la pregunta: «¿Dónde está tu hermano?» (Gén 4,9). Y esa pregunta se hace más
implacable cuando el hermano es el débil, el explotado, el indefenso. A través de ellos,
especialmente, pasa la comunión, dé tal forma que no habrá comunión con Dios sin comunión
humana, y que la ruptura de esta última quebranta igualmente la comunión con Dios.
La ruptura de la comunión es lo que constituye el contrapunto de la historia de la alianza. Se trata
de una historia de pecado que protagoniza el hombre. Con el pecado, queda frustrada la
comunión, y con ella las posibilidades de realización humana.
La historia de la alianza se convierte, pues, en historia de salvación. Dios asume como misión suya
salvar al hombre: conducirlo de nuevo a la comunión. «La comunión y la misión están
profundamente unidas entre sí, se compenetran y se implican mutuamente» (ChL 32).
2. LA FUENTE ESTÁ EN LA TRINIDAD. Jesús nos revela la fuente de la alianza; es el único que podía
conocerla. Con él nos asomamos a la Trinidad de Dios y descubrimos que la comunión define el
ser mismo de Dios: Dios es comunión. Entre el Padre y el Hijo existe la comunicación más plena y
el don total de sí en el Espíritu Santo. La comunión de la Trinidad es propuesta por Jesús como
modelo e ideal de la comunión humana: «Que todos sean una sola cosa... como nosotros somos
uno» (Jn 17,21-22). Esta comunión, personalizada en el Espíritu Santo, se desborda entre el Padre
y el Hijo y se exterioriza en misión que alcanza a toda la humanidad; de tal forma que el modelo e
ideal de toda misión será también la Trinidad: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único»
(Jn 3,16). Así es la tensión dinámica comunión-misión que brota de la Trinidad: «La comunión es
misionera y la misión es para la comunión» (ChL 32).
3. REUNIDA Y ENVIADA POR EL ESPÍRITU. En el signo de la eucaristía encuentra la Iglesia las claves
fundamentales para comprenderse a sí misma. En ella se descubre nacida de la comunión para la
comunión, y con esa conciencia se presenta ante el mundo como sacramento de salvación, es
decir, «signo e instrumento de la íntima unión del hombre con Dios y de la unidad de todo el
género humano» (LG 1).
La comunión con el cuerpo de Cristo introduce a los creyentes en el misterio de Cristo: misterio de
comunión y salvación de la humanidad, según el plan proyectado por el Padre para realizar por la
fuerza del Espíritu (cf Ef 1,3-14). Pero la comunión en el cuerpo de Cristo tiene su verificación en el
cuerpo de la Iglesia, en las relaciones de solidaridad y de comunión fraterna establecidas en su
interior y proyectadas luego hacia la renovación de la sociedad. Los creyentes «se reúnen, pues,
en el nombre de Jesús para buscar juntos el Reino, construirlo, vivirlo. Ellos constituyen una
comunidad que es a la vez evangelizadora» (EN 13).
El Espíritu Santo es quien reúne a los creyentes en esta comunión. El mismo que personifica la
comunión en la Trinidad, el Amor entre el Padre y el Hijo, es el dinamizador de la comunión en la
Iglesia; «aquel mismo e idéntico Espíritu es, a lo largo de todas las generaciones cristianas, el
inagotable manantial del que brota sin cesar la comunión en la Iglesia y de la Iglesia» (ChL 19).
Lucas narra en el libro de los Hechos de los apóstoles los comienzos de la comunidad cristiana, a la
que llama ekklesía, sin hacer distinción en su magnitud local o universal. La narración, una lectura
en clave teológica, resalta vivamente el protagonismo del Espíritu en todo el desarrollo de la
comunidad, que se proyecta en dos dimensiones complementarias: una dirigida hacia el interior
de la comunidad: es la comunión o koinonía; la otra proyecta la comunidad hacia fuera, hacia su
misión: es el anuncio de la Palabra o evangelización.
La propuesta que hacía la II Conferencia del episcopado latinoamericano (1968) sigue siendo el
reto que cada comunidad inmediata ha de proponerse en su interior: «La vivencia de la comunión,
a la que ha sido llamado, debe encontrarla el cristiano en su comunidad de base, es decir, una
comunidad local o ambiental, que corresponda a la realidad de un grupo homogéneo, y que tenga
una dimensión tal que permita el trato personal fraterno entre sus miembros... La comunidad
cristiana de base es así el primero y fundamental núcleo eclesial, que debe, en su propio nivel,
responsabilizarse de la riqueza y expansión de la fe, como también del culto que es su expresión.
Ella es, pues, célula inicial de estructuración eclesial y foco de evangelización, y actualmente factor
primordial de promoción humana y desarrollo» (Medellín 15, 10).
La descripción que ofrecemos a continuación está hecha con una perspectiva intencionadamente
catequética, pensando en aquellos que, tras haber hecho un proceso de profundización en la fe,
se preguntan cómo ha de ser la comunidad en que deben insertarse, o cómo construirla, o en qué
se diferencia del grupo catecumenal que les ha acompañado en el proceso...
Desde la convicción cada vez más arraigada de que «la catequesis está íntimamente unida a toda
la vida de la Iglesia» (CT 13), se ha desarrolla-do en las décadas posteriores al Vaticano II un
considerable trabajo con vistas a: 1) «dar la prioridad a la catequesis, por encima de otras
iniciativas cuyos resultados pueden ser más espectaculares» (CT 15), y 2) hacer de ella «una
iniciación cristiana integral, abierta a todas las esferas de la vida cristiana» (CT 21). Al subrayar
este carácter iniciático, se pone en primer plano la finalidad comunitaria de la catequesis y, por lo
mismo, su referencia a la Iglesia comunidad, como reconoce el nuevo Directorio: «Por ser
iniciación, incorpora a la comunidad que vive, celebra y testimonia la fe» (DGC 68). Algunos pasos
históricos señalan esta recuperación:
Por parte de la Iglesia universal, ya en 1971 el Directorio general de pastoral catequética señalaba
la relación intrínseca entre catequesis, testimonio y comunidad, y la dependencia entre el
catequista y la comunidad: «La catequesis debe apoyarse en el testimonio de la comunidad
eclesial». «El catequista es, en cierta manera, intérprete de la Iglesia ante los catequizan-dos»
(DCG 35).
Pablo VI recoge las aportaciones del sínodo de 1974 sobre la evangelización en su exhortación
Evangelii nuntiandi. La catequesis queda englobada en el complejo proceso de la evangelización;
en cuanto tal, «no es para nadie un acto individual y aislado, sino pr ofundamente eclesial» (EN
60).
El sínodo de 1977, dedicado todo él a la catequesis en nuestro tiempo, avanza en la misma línea y
define claramente las nuevas posiciones: El «lugar o ámbito normal de la catequesis es la
comunidad cristiana. La catequesis no es una tarea meramente individual, sino que se realiza
siempre en la comunidad cristiana». Simultáneamente subraya la importancia de las nuevas
formas de comunidad: pequeñas comunidades eclesiales, asociaciones, grupos juveniles (MPD
13).
Asumiendo el mensaje del sínodo anterior, Juan Pablo II afirma en CT la necesidad de que la
catequesis tenga una orientación comunitaria, y no de una manera vaga, sino en referencia a la
comunidad concreta: «Todo el que se ha adherido a Jesucristo por la fe, y se esfuerza por
consolidar esta fe mediante la catequesis, tiene necesidad de vivirla en comunión con aquellos
que han dado el mismo paso. La catequesis corre el riesgo de esterilizarse, si una comunidad de fe
y de vida cristiana no acoge al catecúmeno en cierta fase de su catequesis» (CT 24; cf DGC 69).
Por su parte, la Iglesia latinoamericana había proclamado ya en Medellín (1968) su opción por la
catequesis, entendida como proceso comunitario de crecimiento en la fe. En la Iglesia española, el
primer impulso oficial para situar la catequesis en clave comunitaria lo encontramos en 1978, en
un documento del episcopado español, de carácter programático y de largo alcance: Una nueva
etapa en el movimiento catequético; en él se señala como objetivo prioritario de acción pastoral el
tratar de conseguir una catequesis desde y para la comunidad cristiana. Desde esa fecha, los
sucesivos planes trienales de la Conferencia episcopal española confirman y desarrollan dicho
objetivo.
Para orientar y sostener este esfuerzo, aparece en 1983 el principal documento catequético de la
Iglesia española en las últimas décadas, La catequesis de la comunidad. Entre los criterios que
proporciona para potenciar, discernir y dar coherencia a la acción catequética española, resaltan
los referidos a la inspiración catecumenal de la catequesis, a la formación de la identidad cristiana
a partir de la iniciación eclesial, a su carácter comunitario y al papel de la comunidad en la acción
catequética.
a) Origen. Es todo un juego de relaciones o vínculos que forman el en-tramado sobre el que se
cimienta la catequesis eclesial. En este entrama-do apuntamos primeramente a la Iglesia local, a
quien corresponde la misión de educar en la fe (DGC 217; CC 266); ella es la comunidad inicia-dora
por excelencia. Siempre en la referencia trazada por este marco, que a su vez se sitúa en la
perspectiva de la Iglesia universal (EN 61-62), precisamos ahora el origen de la catequesis en la
comunidad cristiana inmediata, insertada en la Iglesia lo-cal: «es el punto de partida ordinario y el
clima nutricio en que el creyente se inicia y madura en la fe» (CC 266). Consciente de su
responsabilidad como mediadora en la entrega de la fe, la comunidad cristiana inmediata se
esfuerza para «que la acción catequética ponga en marcha un dina-mismo comunitario que
eduque en el sentido eclesial propio de la vida cristiana» (CC 266).
b) Lugar. «El anuncio, transmisión y vivencia del evangelio se realizan en el seno de una Iglesia
particular. Sólo en comunión con ella se vive la experiencia cristiana» (CAd 115). No se trata, pues,
de una alusión geográfica, un espacio material para la re-unión; hay que entenderlo en el sentido
de seno materno, es decir, allí donde se transmite la vida, el alimento y los medios necesarios para
alumbrar y desarrollar la vida nueva del cristiano. De fondo está la imagen de la Iglesia en cuanto
madre (cf LG 64), tan apreciada por los santos Padres. De esa maternidad de la Iglesia participa la
comunidad cristiana in-mediata a través de la catequesis: «Ella acompaña a los catecúmenos y
catequizandos en su itinerario catequético y, con solicitud maternal, les hace partícipes de su
propia experiencia de fe y los incorpora a su seno» (DGC 254; cf CAd 110, 126).
Entre los ámbitos comunitarios de la catequesis sobresale la comunidad parroquial, que «debe
seguir siendo la animadora de la catequesis y su lugar privilegiado» (CT 67). Sin embargo, en
palabras de Juan Pablo II, debe realizar esta función «sin monopolizar y sin uniformar; por el
contrario, tiene el deber de multiplicar y adaptar los lugares de catequesis en la medida en que
sea posible y útil» (CT 67; cf DGC 257).
Pero todos ellos quedarían desprovistos de fuerza sin la necesaria mediación del grupo de
catequesis; se puede decir que este es el último eslabón, el más cercano al destinatario, como lo
es también la familia cristiana, en la transmisión de la vida materna de la Iglesia. El grupo
catequético, como expresión e iniciación en la comunidad, es una exigencia de la catequesis (CC
283), es método obligado para un contenido de fe esencialmente comunitario, «mediación
privilegiada de experiencia de Iglesia» (OPJ 44; cf CAd 132) que con-duce, como de forma natural,
a la meta de la catequesis, que es la propia comunidad cristiana (DGC 159).
c) Meta., La comunidad es el fruto del proceso catecumenal: en cuanto dimensión de la fe que el
cristiano ha debido asumir durante el proceso; en cuanto Iglesia universal que crece en sus
miembros; pero también, en cuanto comunidad eclesial inmediata, don-de el creyente concreto
vive y madura en la fe. «La catequesis capacita al cristiano para vivir en comunidad y para
participar activamente en la vida y misión de la Iglesia» (DGC 86). «Al final de un proceso
catequético, los cristianos han de desembocar ordinariamente en una comunidad cristiana
inmediata e integrarse plenamente en ella. La comunidad irá manteniendo su vida de fe y en ella
vivirán el don de la comunión con los hermanos...» (CC 287; cf EN 23; DGC 220). Muchos procesos
catequéticos de jóvenes y de adultos se resienten precisamente en esta capacidad de conseguir la
meta final, y esta es la piedra de toque para juzgar su validez.
La anterior afirmación pone en evidencia el desafío que está implícito en esta propuesta de meta
y que, hoy por hoy, se acusa como un déficit en la pastoral de juventud: nos referimos a la
necesidad de encontrar comunidades cristianas que sean realmente convocantes, es decir, que
por los valores que viven, tanto ad intra como ad extra de la comunidad, ofrecen un proyecto al
servicio del Reino, capaz de entusiasmar a jóvenes como a adultos. Estas comunidades no se
presentan ellas mismas como el objeto de la convocatoria, sino el Reino que en ellas acontece;
por tanto, los signos que de-jan ver son aquellos que acompañan la presencia del Reino: la opción
por Dios como primer valor, y la relación fraterna, la solidaridad con los pobres y marginados;
pero sin olvidar que estos signos se hacen creíbles a los hombres y mujeres de hoy cuando se
presentan en orden inverso del que aquí hemos escrito.
NOTAS: 1. L. MALDONADO, La comunidad cristiana, San Pablo, Madrid 1992, 5. — 2 Cf P. A. LIÉGÉ, Comunidad y comunidades en
la Iglesia. Narcea, Madrid 1978, 23-24. — 3. Cf COMISIÓN EPISCOPAL DE PASTORAL, Servicio pastoral a las pequeñas
comunidades cristianas, Madrid 1982, 46.
BIBL.: BOTANA A., Iniciación a la comunidad, C. V. La Salle, Valladolid 1990; DE PABLO V., Juventud, Iglesia y comunidad, CCS,
Madrid 1985; ESTEPA J. M., La comunidad cristiana: origen, meta, ámbitos y agentes de la catequesis, Actualidad catequética 92
y 93 (1979); FLORISTÁN C., Comunidad y Comunión, en FLORISTÁN C.-TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos fundamentales del
cristianismo, Trotta, Madrid 1993; LIÉGÉ P. A., Comunidad y comunidades en la Iglesia, Narcea, Madrid 1978; MALDONADO L.,
La comunidad cristiana, San Pablo, Madrid 1992; MERCATALI A., Comunidad de vida, en DE FLORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo
diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991°; MOVILLA S., Del catecumenado a la comunidad, San Pablo, Madrid 1982;
2
PERALES E., Vivir el don de la comunidad, San Pablo, Madrid 1995 ; PÉREZ J. L., Dios me dio hermanos. Comunidad cristiana y
pastoral de juventud, CCS, Madrid 1993; PUJOL 1 BARDOLET J., El ministerio de animación comunitaria, San Pablo, Madrid 1998;
RAMOS GUERREIRA J. A., Comunión y comunidad, en INSTITUTO SUPERIOR DE PASTORAL, Ser cristianos en comunidad. III
Semana de estudios de teología pastoral, Verbo Divino, Estella 1993; ROMERO P., Comunicación y vida comunitaria, San Pablo,
Madrid 1997; SILANES N., Comunión, en X. PIKAZA-N. SILANES (dirs.), Diccionario teológico. El Dios cristiano, Secretariado
Trinitario, Salamanca 1992.
Para una aproximación a la realidad de las Comunidades eclesiales de base, tal vez conviene, ante
todo, tomar nota de lo que en ellas se hace. En las comunidades eclesiales de base: 1) El pueblo se
reúne para hacer posible el reino que Jesús inauguró (Lc 4,16-22; Mt 11,1-6; 25-26); son
experiencia del Reino. 2) Los miembros se organizan para vivir relaciones de hermanos y
hermanas como anuncia Jesús (Gén 3,1-7; 11,1-9. Mt 22,15-16; 10,15-16; 26,3-5; ICor 11,17-34;
12,12-31; Sant 1,2-10. Mt 5,23-24). 3) Se pretende vivir la dignidad de hijos e hijas de Dios que
rechazan toda dependencia injusta (Gén 9,5-6; Col 3,9-17; Ef 4,20; Gál 5,1-2). Se quiere tener
identidad como persona, como pueblo y como Iglesia. 4) Se escucha y comparte la palabra de Dios
(Mt 5,12-17; 22,23; Lc 11,27-28; Sant 2,12). 5) Se discierne la realidad en que se está a la luz de la
palabra de Dios y de los documentos de la Iglesia, con la ayuda de las ciencias humanas; se
motiva, a partir de la fe cristiana, la participación en las luchas liberadoras del pueblo (Mt 7,15-23;
16,1-6; 23,2-13; 24,32; Lc 7,22; Jue 6,11-40; 7,1-22; Sant 2,14-26). 6) Se ora con el pueblo, se
celebran los sacramentos del Señor y también se celebra la vida (Mt 7,12; He 2,42-47; 4,24-31) y
lo que se va realizando como comunidad. 7) Se descubre que todos podemos y debemos servir y
así se van creando los servicios que el pueblo necesita. La comunidad propone ministerios de
acuerdo a las necesidades de ese pueblo y los pastores los aprueban oficialmente (He 6,1-7; lCor
12,4-11). Se crean estructuras y equipos donde se vive la experiencia de corresponsabilidad. 8) Se
aprende a practicar el amor solidario con las personas, pueblos, culturas y realidades que sufren
(Lc 10,29-37; Mt 25,31-46; Rom 9,6-16; 12,15-16); abren el corazón para valorar la diversidad de
culturas. 9) Se mantiene la comunión de fe con los pastores —obispos, sacerdotes y otros
ministros— (Flp 2,5-11; Lc 1,46-55). 10) Se procura construir una sociedad más justa como
anuncio del Reino que ya comienza (Lc 7; 18,8-23; 11,20; He 4,32-35); se apoyan estructuras que
defienden las causas justas del pueblo.
I. Rasgos de identificación
Existen unos rasgos que han ido identificando la eclesialidad de las pequeñas comunidades. Hay
que tener en cuenta que las comunidades eclesiales de base son, a la vez, un termómetro y un
fermento eclesial. Revelan la situación concreta de la Iglesia. Son principio de transformación del
conjunto, una vez que no se desligan de la comunidad eclesial más grande, parroquia y diócesis. El
proceso de las comunidades de base no puede ser tomado aisladamente.
Para Medellín, la comunidad eclesial de base es el «primero y fundamental núcleo eclesial, que
debe, en su propio nivel, responsabilizarse de la riqueza y expansión de la fe, como también del
culto, que es su expresión. Ella es, pues, célula inicial de estructura eclesial y foco de
evangelización y, actualmente, factor primordial de promoción humana y desarrollo» (Medellín
15,10).
Según Puebla, las comunidades eclesiales de base constituyen «un motivo de alegría y de
esperanza para la Iglesia» (Puebla 96); están dando frutos (Puebla 97, 629, 641-642). «Son
expresión del amor preferente de la Iglesia por el pueblo sencillo» y le da posibilidad concreta de
participación en la tarea eclesial y en el compromiso de transformar el mundo (Puebla 643).
Las comunidades de base, en el corazón de la historia actual, viven como células de la Iglesia de
Medellín, de Puebla, de Santo Domingo. Son una esperanza y una responsabilidad de la Iglesia.
Como se dijo, no son un fenómeno uniforme1. Algunas están en una fase embrionaria, otras
todavía no alcanzan a expresar claramente toda su eclesialidad. Otras desaparecieron. Muchas
otras han perseverado y reflejan una consistencia pastoral de un nuevo modelo de Iglesia.
Entre los rasgos que identifican actualmente la eclesialidad de las comunidades eclesiales de base,
anotamos: 1) la dimensión comunitaria; 2) las estructuras de coordinación, animación y
asesoramiento; 3) el compromiso liberador; 4) el descubrimiento vital de la palabra de Dios: la
Biblia; 5) una nueva vivencia de los sacramentos en la perspectiva central de la Iglesia como
sacramento; 6) los ministerios; 7) la comunidad misionera; 8) el ecumenismo; 9) la espiritualidad;
10) el método; 11) La orientación fundamental de la eclesialidad.
Las comunidades de base, por razones de urgencia y de exigencias históricas, acentúan ciertos
aspectos de su dimensión eclesial y otros no tanto.
Esos aspectos se estructuran de tal forma que originan un nuevo modelo eclesial. Por eso se
afirma que las comunidades de base son un acontecimiento cualitativo: «Las comunidades
eclesiales de base son una nueva estructura eclesial y no una subdivisión de la parroquia. Ellas son
un nivel fundamental de la Iglesia, en el cual los bautizados viven su fe de modo comunitario,
profético, solidario y misionero, optando prioritariamente por los pobres, denunciando el
proyecto social existente y animando a la construcción de una sociedad nueva, orientándose a la
utopía del Reino».
Las personas, motivadas principal y primariamente por su fe, se reúnen en las comunidades de
base, donde asumen la radicalidad del evangelio como referencia insustituible para la vida y la
acción comunitarias.
Esto permite que las comunidades eclesiales de base y los distintos movimientos, asociaciones
religiosas y comisiones pastorales no se desconozcan, ni se enfrenten, sino que se complementen
como organismos de naturaleza distinta, pero que están integrados todos en el mismo cuerpo
eclesial, cuyas células básicas son las comunidades de base.
Así pues, queda claro que el elemento clave para esta integración —actualmente un deseo, más
que una realidad— es el marco teológico-pastoral y el método desarrollado por los equipos, arriba
citados, de asesoramiento y apoyo a la comunión y a la formación permanente. Es de justicia
reconocer, en esta perspectiva de comunión y coordinación, el esfuerzo de las comunidades de
base en buscar insistentemente la comunión con los pastores, invitándolos continuamente
(independientemente de los resultados) a que se acerquen a las comunidades de base para
escuchar, valorar y entender y, sólo después, si es necesario, orientar, complementar y enseñar o
corregir.
Estas Organizaciones populares surgen, con frecuencia, como inspiración de las propias
comunidades de base y como prolongación de su práctica. Ellas, poco a poco, ganan identidad y
autonomía. Las Organizaciones populares intentan solucionar los problemas comunes, reivindicar
derechos y construir una sociedad diferente. No surgen para dar solución a un problema o para
afrontar un momento de lucha, sino para encontrar soluciones colectivas a largo plazo. Casi
siempre son iniciadas por pequeños grupos más conscientes y activos, que crean un nuevo
espacio de acción para las mayorías pobres.
Estas Organizaciones populares pueden ser manipuladas por los propios dirigentes o por los
grupos y partidos políticos. Pueden desviarse y convertirse en piezas del sistema imperante (como
por ejemplo, cooperativas de consumo y crédito, que se convierten en empresas con espíritu y
métodos capitalistas). Muchas Organizaciones populares fracasaron porque se preocuparon más
de cuidar las estructuras y los instrumentos colectivos, las técnicas y el trabajo, que de tomar en
consideración el desarrollo humano de sus agentes.
La acción popular, una vez iniciada, tiende a convertirse en movimiento popular, con un proyecto
común definido y con incidencia política, porque solucionando los problemas más urgentes,
descubren el factor generador estructural e ideológico de los mismos. Entonces suelen pasar dos
cosas: 1) Las personas y las comunidades utilizan un nuevo instrumento de análisis de la realidad,
valiéndose de las ciencias sociales. 2) Por medio de las Organizaciones populares y la militancia en
los partidos políticos, los miembros de las comunidades de base pasan a tener conciencia y
militancia política en el propio ambiente. Algunos llegan a conquistar cargos públicos de
representación política a nivel local e incluso nacional. En momentos de crisis nacional, existió la
tentación de identificar las comunidades eclesiales de base con un partido o proyecto político
específico, que parecía estar más en sintonía con las necesidades del pueblo. Algunos de ellos
intentaron prácticamente hacer de las comunidades de base, meras instancias de concienciación y
movilización del pueblo.
Sin embargo, las comunidades eclesiales de base no son el sector político de la Iglesia. Ellas son
Iglesia y por ello no pueden desinteresarse de lo político. La experiencia enseña también que los
pronunciamientos episcopales son más directos y repercuten mucho más en el pueblo, cuando
son hechos previa consulta a las bases.
Debe existir un espacio de libertad para la actuación de las comunidades eclesiales de base, en lo
referente: 1) al compartir tanto los propios bienes materiales (servicios, colectas, cajas comunes,
etc.) como el tiempo (estar al lado de los enfermos, de los que están solos, participar en reuniones
de estudio, planificación, evaluación, etc.); 2) a las obras de misericordia, a los esfuerzos
asistenciales, promocionales y liberadores. En la experiencia de las comunidades de base fueron
puntos fuertes: la visita a los encarcelados; el servicio a los ancianos; la ayuda a los desempleados,
emigrantes y personas sin documentación; el esfuerzo para reconciliar personas y grupos; la
presencia consoladora junto a familias destruidas por el dolor; 3) a la responsabilidad socio-
política, promoviendo el bien común, iniciando o apoyando organizaciones populares existentes,
dando y recibiendo colaboración a cristianos y no cristianos.
La misión histórica del pobre no es sólo en beneficio de los propios pobres, sino de todos, porque
apunta hacia un nuevo orden social, como exigencia del reino de Dios (Puebla 1158). Los pobres y
los que asumen su causa, están llamados a ser protagonistas en la búsqueda de un nuevo
proyecto de humanidad. El pueblo, en la medida en que se va uniendo, va formando sus propias
organizaciones (aunque sean de naturaleza, contenido y proporciones distintas).
La Iglesia siempre hizo algo por los pobres. Motivó a los ricos para que ayudaran a los necesitados.
Lo que ella pretendía en aquel tiempo era una acción asistencial y promocional. En ambas, los
agentes principales continuaban siendo los privilegiados de los bienes materiales y de la cultura
(dado que para la obtención y desarrollo de esta se requieren también los bienes materiales).
La diferencia cualitativa actual, respecto de aquel tiempo, es la con-ciencia social de que la causa
de la pobreza son las injusticias y no siempre los fenómenos incontrolables. Los pobres, en la
mayoría del tercer mundo, de hecho, fueron empobrecidos. Para este tipo de pobreza la
respuesta asistencial puede ofrecer algo; pero las soluciones asistenciales, que buscan sólo
remediar los efectos de la pobreza, y no sus causas, son también responsables de la situación de
esa pobreza generalizada.
Ante todo esto, los cristianos no pueden asumir una postura de neutralidad. Hay diferencias
lógicas y conflictos inevitables entre los que se empeñan en mantener los esquemas dominantes y
los que creen que, en nombre de Dios y de los hermanos/as, deben cambiarse las reglas sociales
que oprimen y explotan a esas mayorías humanas, que piden la intercesión de la Iglesia (cf Puebla
87-89).
No se trata de actuar por y para los pobres, sino de actuar con ellos y como ellos. Esto significa
convertirse a las exigencias de la primera bienaventuranza evangélica. A partir de la perspectiva
de la fe, la comunidad eclesial de base apoya al pueblo en su lucha por la justicia, sin asumir sus
planes y programas de modo paternalista. Las acciones políticas y otras responsabilidades
sociales, incluso inspiradas en el evangelio, son decididas y realizadas por los ciudadanos
(cristianos o no), que en nombre y con responsabilidad propia, establecen sus proyectos y forman
sus organismos sociopolíticos.
En las comunidades de base existen tres referencias centrales que se interrelacionan: la realidad,
la palabra de Dios y la comunidad. Las comunidades eclesiales de base entienden la realidad a la
luz de la Palabra. Procuran colaborar con la presencia del Reino, que el Espíritu ha empezado ya a
manifestar en cada persona, cultura, situación o acontecimiento de la historia. De esta forma, la
Biblia, ayudando a entender el sentido global de la historia de la humanidad y de la vocación del
pueblo de Dios: manifiesta quién es Dios; da sentido al mundo, a toda la creación y a los bienes
materiales, y coloca la Iglesia en el proyecto, en la acción y en la perspectiva del Reino.
Las comunidades eclesiales de base descubren la Biblia como palabra de Dios en la historia,
uniendo fe y vida, relacionando la religión con los problemas comunes del pueblo, y no
simplemente con las necesidades individuales de cada uno. De aquí aparece: la necesidad y
oportunidad de enraizar la experiencia comunitaria de participar, compartir y actuar como familia
humano-divina, y la responsabilidad ante la creación (herencia de todos), la humanidad y la
historia.
Las personas retoman la palabra de Dios y también su propia palabra. Descubren que saben,
pueden y deben hablar para vivir y sobrevivir.
Así, la palabra de Dios da luz a un nuevo estilo de gente que entiende que su Dios es el Dios de la
vida abundante y solidaria. La Biblia en las comunidades de base: 1) es un paso cualitativo de
madurez comunitaria; 2) es fuente de inspiración evangélica, de fuerza comunitaria y de
conversión personal; 3) es liberadora, programadora, reivindicadora y celebrante, y 4) es más un
espejo para ver lo de hoy, que una ventana para considerar el pasado lejano.
Las comunidades eclesiales de base promueven, entre sus miembros, celebraciones devocionales,
principalmente en las fiestas más populares. En los lugares cercanos a los templos parroquiales,
algunas fiestas litúrgicas se inician simultáneamente en cada comunidad eclesial de base.
Seguidamente, se unen y se dirigen al templo parroquial para la culminación del acto religioso
comunitario.
7. COMUNIDAD MISIONERA. La comu nidad eclesial de base es una comunidad misionera y una
misión comunitaria. La responsabilidad misionera es de la comunidad eclesial de base como tal, y
no compromiso particular de algunos de sus miembros. Toda y cualquier misión es ejercida en
nombre y con el apoyo conjunto. La calidad misionera de las comunidades de base se manifiesta
de modo distinto: 1) identificando, recogiendo y desarrollando valores presentes en cada realidad
cultural y social; 2) abriendo la comunidad al contacto ecuménico y a otras expresiones religiosas.
En realidad, las experiencias ecuménicas están siendo más espontáneas entre los agentes de
pastoral y asesores. En las bases hay todavía grandes dificultades, porque los católicos se
resienten de los continuos ataques y del proselitismo de los grupos evangélicos, pentecostales y
otros. También existe un prejuicio por parte de los católicos contra los protestantes.
Las raíces evangélicas del ser y actuar de las comunidades de base son: 1) sensibilidad por el
Reino, descubriéndolo en una realidad más amplia que la Iglesia; 2) la radicalidad profética que
une fe y vida, desinstalándose del modelo de sociedad individualista y materialista, que denuncia
lo que es anti-Reino; 3) la insistencia comunitaria vivida y buscada en las relaciones, en el trabajo
conjunto y en la solidaridad, y 4) la responsabilidad misionera.
Los pasos del método, más que etapas separadas, son un estilo de vida comunitaria: 1) ver es
captar y analizar los hechos y las situaciones en sus causas, efectos y estructuras, ideologías,
sistemas, proyectos y utopías; 2) juzgar es pronunciar un juicio científico y de fe sobre lo que se ha
visto; 3) actuar es decidirse con una visión global y una acción local concreta, articulada,
organizada con estrategias y tácticas oportunas. Es asumir un proyecto; 4) evaluar es confirmar la
meta, reorientar las acciones y aprender de lo ya vivido. Ayuda a asumir los propios fracasos y
corregir las incoherencias respecto a: un lenguaje liberador y una práctica opresora; propuestas
generosas y realizaciones discretas; inicios entusiasmados y perseverancia inconsistente; objetivos
buenos y pasos pobres; 5) celebrar comprende dos momentos: el de la fiesta comunitaria y el de
la celebración de la fe, retomando, con sus propios signos, la vida y el compromiso.
a) Tensión provocada por considerar las comunidades eclesiales de base como comunidades de un
determinado movimiento o como un movimiento más en la Iglesia y no como células básicas de
una nueva estructura eclesial. En la Iglesia existen iniciativas con eclesiologías y metodologías
distintas, que quieren reconstruir lo comunitario. La diferencia entre estas iniciativas y las
pequeñas comunidades está en que las comunidades de base, sin ser grupos elitistas, nacieron
para ser células básicas de la Iglesia particular. Ellas integran a los bautizados de la zona y son para
ellos el nivel de referencia eclesial inmediato y dinámico. Las comunidades de base viven lo
fundamental de la Iglesia en el contexto de las bases, con una metodología, teología y
espiritualidad coherentes con el Vaticano II, Medellín, Puebla y Santo Domingo. Las comunidades
de base empezaron de modos distintos, como círculos bíblicos, grupos de oración, reuniones de
amigos con actividades culturales, sociales y de caridad. Estas experiencias, cuando evolucionaron
asumiendo las demás dimensiones de la eclesialidad, llegaron a ser comunidades de base.
Comunidades eclesiales de base y movimientos, son expresiones eclesiales de naturaleza
diferente. No se trata de decidir que una es mejor que la otra, sino de asignarles su propia
identidad y función específica, para el bien común.
b) Tensión provocada por el nacimiento y desarrollo de las pequeñas comunidades en las Iglesias
parroquiales y diocesanas, que son incoherentes con el proceso pastoral iniciado en Medellín. Las
comunidades eclesiales de base inauguran un modelo de Iglesia que implica una revisión de
estructuras pastorales. Así, originan conflictos con las comunidades mayores y con otros grupos
de la misma Iglesia, que no van al mismo ritmo fundamental. La comunidad eclesial de base
necesita, como correlativo, una pastoral integradora que cubra toda la misión de la Iglesia y que la
comprometa de lleno con el nuevo camino. Por falta de una referencia eclesial que recoja,
identifique, corrija e integre los éxitos del caminar de las comunidades de base, se minimiza o se
desvirtúa su proceso. En la práctica existen dos modelos eclesiales vigentes, caminando paralelos
o en oposición: el de las parroquias actuales, modelo dominante, que por su peso estructural,
tiende a asimilar las comunidades de base o a dejarlas de lado; y el modelo de las comunidades de
base que, siendo minoritario, promete.
c) Tensiones provocadas por querer estructurar las pequeñas comunidades como base
sociopolítica, unida únicamente a una clase social. Cuando se tiene una óptica limitada de la
liberación, se corre el riesgo de dejar a un lado los que no son materialmente pobres. La
comunidad eclesial de base no es una especie de elite de los pobres, lejana del propio pueblo.
e) Tensiones provocadas por apoyar a las pequeñas comunidades como algo transitorio, como
instrumento de un proyecto, organización o partido. Las comunidades eclesiales de base no
surgen para responder a un servicio parroquial específico, como catequesis, liturgia, o acción
social. Tampoco son una estructura de movilización popular, descartable una vez que haya
cumplido con su objetivo. No son, pues, una etapa transitoria de pastoral.
f) Tensión provocada por el reto de reconocer oficialmente la comunidad eclesial de base como
lugar eclesial. Reto de no quedarse únicamente en la aceptación teórica de lo que ha sido dicho
por el magisterio de la Iglesia sobre las comunidades de base, «célula inicial de estructuración
eclesial», sino en dar pasos concretos, para reconocer eso precisamente en las comunidades de
base existentes. Las Iglesias particulares deben llegar a un acuerdo pastoral, que establezca
progresivamente la comunidad eclesial de base como referencia eclesial oficial, en la cual los
bautizados vivan su experiencia de comunión y misión, y por ella, se unan a todo el cuerpo
eclesial, signo y sacramento del Reino en el mundo. Algunos de los sínodos diocesanos, en
proceso, intentaron legislar, por vez primera en América latina, teniendo en cuenta las
comunidades de base como referencia inicial de la estructura y vida de la Iglesia local.
h) Tensión «provocada» por la Biblia, por reducir la Biblia a algunos textos con la intención de
confirmar lo que se dice antes. La tentación es doble: 1) pretender reducir el horizonte bíblico-
teológico de la opción por los pobres a un único modelo histórico, como por ejemplo el de la
liberación y organización del pueblo de Israel, sin una incursión rigurosa en la perspectiva del
Reino y del pueblo de Dios en el Nuevo Testamento; 2) aplicar el concepto teológico de pueblo de
Dios, pura y simplemente, a los habitantes pobres del país, sin precisiones ni exigencias.
k) Tensiones provocadas por la urgencia de relacionar las comunidades de base con las grandes
masas de bautizados. El gran reto de la Iglesia para las comunidades de base es relacionarse, de
forma efectiva y constante, con las grandes masas de los bautizados: cómo concienciarlos y
organizarlos eclesialmente, de modo que su fe sea eficaz en la vida y en el contexto social donde
se encuentran.
l) Tensión provocada por mantener la propuesta global de las comunidades de base, apoyando las
que ya han caminado y, a la vez, respetando el ritmo de los distintos procesos de otras
comunidades de base. Reto de llegar a las zonas del país que no se abrieron todavía a este
proceso eclesial de base, respetando su caminar, sin imponerles el ritmo de los que ya tienen una
experiencia de muchos años y, a la vez, ayudándoles a dar nuevos y urgentes pasos adelante. Reto
de no instalarse teológica y pastoralmente, repitiendo de manera mediocre la reflexión y los
programas de las comunidades de base que surgieron antaño, como respuesta a los problemas de
décadas anteriores o de otras Iglesias locales.
m) Tensión y crisis en las comunidades eclesiales de base y en sus agentes ante los cambios
actuales de la sociedad y de la actual coyuntura eclesial. De modo general, en la presente
coyuntura, las estructuras y el estilo de la pastoral tienden a ser más abiertos a las
responsabilidades sociales y más centralizados y rígidos en lo que se refiere a la vida interna de la
comunidad eclesial. En relación a las comunidades de base, directamente no existe ni euforia ni
rechazo, sino indiferencia; postura que evidentemente afecta a las comunidades de base. Hay un
ambiente menos favorable al proceso de descentralización teológico-pastoral, que las
comunidades de base, necesariamente, deben provocar. Esto implica cansancio, rutina y dudas
sobre la propuesta global de inaugurar —desde las comunidades de base— un nuevo modelo de
Iglesia. Las iniciativas que, con el ritmo de Medellín y de Puebla, venían privilegiando la
articulación latinoamericana, hoy se descentralizan hacia el nivel regional, diocesano y de base,
dando la sensación de que se entra en una especie de diversidad desarticulada o de
fragmentación.
n) Tensión provocada por el desgaste del lenguaje y de la novedad de las comunidades eclesiales
de base. Las comunidades de base no se reducen solamente a América latina, ni son propiedad de
la Iglesia católica. En las últimas décadas, ha habido una cierta socialización y universalización de
las experiencias y del lenguaje de las comunidades de base, que fueron surgiendo en todos los
continentes y en varias tradiciones evangélicas. La tensión aparece precisamente porque se coloca
el rótulo de «comunidad eclesial de base» a cualquier esfuerzo comunitario, sin que sea
realmente una célula del nuevo modelo de Iglesia.
Conclusión
Acontece con las comunidades eclesiales de base algo semejante a las estaciones: son primavera y
prometen mucho. «A veces son calientes como el verano (por su profetismo, por sus luchas en
favor de la justicia); muchas llegan a dar frutos sabrosos como en tiempo de otoño; no faltan en
las comunidades de base los tiempos de invierno —de profundización, de espera— cuando se
mueren los insectos malignos y todo lo que es accidental se cae, para que lo fundamental se
afirme y resista, conservando la vida»7. Esta es la razón por la que se dice que, en muchas partes,
las comunidades de base son una realidad significativa que anuncia una nueva primavera y
promete una cosecha abundante.
Las comunidades de base son frecuentemente un desafío a las viejas instituciones y provocan
conflictos sociales y eclesiales. Aun cuando parecen perderse entre los que forman el reverso de la
historia, ellas permiten a las personas abrir las ventanas a horizontes más amplios y alimentan la
increíble esperanza de que habrá un día en que todos, al levantar la vista, verán qué reina sobre la
tierra la libertad, la comunión, la paz y el amor (cf J. A. Labordeta).
La comunidad eclesial de base es propuesta, lucha y comienzo del proyecto del Señor: 1) para el
renacer del día de la paz, cuando las mesas queden repletas de pan; 2) para conseguir la
fraternidad y derrumbar las barreras de las divisiones y de las fronteras injustas y exclusivistas, y
3) para lograr el triunfo del tiempo de la verdad y de la justicia, donde no exista ni el odio, ni la
sangre, ni la miseria. Los rosales florecerán, los jazmines inundarán el mundo con la fragancia de
su perfume. La acción de gracias y la fiesta no dejarán sitio a las lágrimas. Cuando finalmente
todos los caminos converjan en él... y «Dios lo será todo en todas las cosas» (lCor 15,28).
NOTAS: 1. Las comunidades eclesiales de base, siendo numerosas en toda América latina, tienen,
sin embargo, una historia y un camino bien distintos en cada país. Las comunidades de base de
Brasil, México y Chile, con una tradición de largos años, son distintas de las del Caribe inglés y
francés, con pocos años de existencia. La práctica comunitaria de Brasil no es semejante a la del
Perú. Las comunidades eclesiales de base de Nicaragua, de Guatemala y El Salvador, que pasaron
por una situación de guerra, poseen una fuerte experiencia martirial. Las de Honduras están
unidas a la importante experiencia de los Delegados de la palabra de Dios. Las de la Guayana
inglesa surgen en un país de mayoría hinduista. Las de Belice nacieron recientemente. Las de
Jamaica se abren camino en un país donde los católicos son menos del 10% de la población. Las de
Bolivia (Amara, Quechua, Minas, la región amazónica y las periferias urbanas) son marcadamente
distintas. Las de Argentina, en general, están más concienciadas; en Colombia, el conflicto con la
jerarquía es más frecuente. Hay también diferencias entre las comunidades de base de cultura
moderna, las de cultura indígena y las afroamericanas. — 2 Puebla 1147 habla del pobre como
sujeto activo de evangelización y, en el 1146, dice que los que han sido ayudados, se sienten
capaces de asumir por sí mismos su propio proceso de liberación evangélica. — 3. «Los ministerios
eclesiales de los hijos/as del pueblo en el corazón de la Iglesia, significan el rescate de las
dimensiones, acciones, funciones y vitalidad del cuerpo total. El cuerpo también actúa, en
funciones ciertamente propias, intransferibles y no asumibles por la cabeza. En un sentido más
exacto, la cabeza no confía funciones al cuerpo, ni ministerios a los laicos. Ella dirige y dinamiza la
ministerialidad total de un cuerpo integralmente animado por el Espíritu de Jesús» (cf A. PARRA,
Los ministerios en la Iglesia de los pobres, Vozes SP, 1991, 186). — 4. Cf UUS 77, 99. — 5 A pesar de
las dificultades originadas por el fundamentalismo de algunos grupos evangélicos y pentecostales,
en varios lugares de Europa y Estados Unidos, existen las comunidades de base denominadas
ecuménicas, que representan un nuevo tipo de expresión eclesial. — 6. «La comunicación
instantánea con cualquier parte del mundo, la inducción a decisiones inmediatas y emocionales,
no reflexionadas ni maduradas, lleva a considerar provisionales y pasajeras todas las actitudes y a
dar como imposible un compromiso estable y definitivo». -7. D. Julio Labayén, obispo en Filipinas,
citado por Margaret Hebletheite, en una serie de trabajos en la revista The Tablet, Londres, 16 de
abril, 435-436; 23 de abril, 465-467; 30 de abril, 498-499; 7 de mayo, 527-530.
BIBL.: AA.VV., Comunidades de base y expresión de la fe, Estela, Barcelona 1970; AA.VV.,
Comunidad de base y prospectiva pastoral en América latina, IPLA, Bogotá 1972; AA.VV.,
Comunidades de base, Marova, Madrid 1971; AA.VV., Comunidades de base, Concilium 104
(1975); ALONSO A., Comunidades eclesiales de base, Sígueme, Salamanca 1970; BARBÉ D., En el
futuro, las comunidades de base, Studium, Madrid 1974; BOFE L., Eclesiogénesis. Las comunidades
de base reinventan la Iglesia, Studium, Madrid 1980; DELESPESSE M.-TANGE A., El resurgimiento
de las experiencias comunitarias, Mensajero, Bilbao 1971; LEPAGE L., Las comunidades, ¿sectas o
fermentos?, Mensajero, Bilbao 1972; WESS P., ¿Cómo se llega a la fe? Comunidades de base
eclesiales, Herder, Barcelona 1986.
José E Marins
Conciencia traduce el término griego syneidesis y el latino conscientia (cum-scientia), que evocan
la idea de conocer con'. Significa, ya en su etimología, la disposición de la persona para conocerse
a sí misma en confrontación con Dios y con el prójimo. Es decir, la primera percepción de la
conciencia es que nos hace conscientes de nuestro propio ser más íntimo y profundo.
El Antiguo Testamento emplea, sobre todo, la categoría del corazón para expresar lo que más
tarde la reflexión filosófica llamaría conciencia moral. El término es muy frecuente en los escritos
veterotestamentarios, utilizándose más que en su sentido propio de órgano vital, en un sentido
figurado, como asiento de la vida física y psíquica, volitiva e intelectual, y también de la vida moral
y religiosa. Es, pues, la sede de sentimientos diversos y, en este sentido, representa la interioridad
de la persona. Más que a las distintas funciones, designa al hombre en su totalidad; es el centro
de su vida interior.
San Pablo recoge la enseñanza evangélica y la traduce al contexto de las categorías culturales
populares del mundo helenista, de las que toma el término conciencia para introducirlo en el
vocabulario cristiano. Aunque no lo define ni explica en ninguno de los pasajes en que aparece, su
utilización resulta familiar a sus oyentes y lectores.
Los textos más significativos son los que abordan el problema suscitado por la comida inmolada a
los ídolos (1 Cor 8 y Rom 14). Se trata de un problema práctico, presente en las primeras
comunidades y causa de división entre los creyentes. Pablo comienza haciendo ver la insuficiencia
del conocimiento y afirmando que es indispensable el amor, para defender enseguida el valor de
la conciencia, la necesidad de seguir su dictamen y el deber de respetar la conciencia ajena, aun
cuando esté equivocada. A ella corresponde el juicio último sobre la acción concreta,
independientemente de que uno sea débil o fuerte.
Es importante resaltar, en el pensamiento paulino, la relación entre conciencia y caridad (1Cor 8).
Aun siendo necesarios el conocimiento y la libertad, es preciso que estas dimensiones humanas
estén impregnadas y actúen según la caridad. Pero además, san Pablo destaca también la relación
entre la conciencia y la fe (Rom 14). En virtud de la fe, la conciencia es voz del nuevo ser en Cristo,
de la nueva existencia del bautizado.
Esta misma perspectiva se encuentra también en otros textos de las cartas paulinas. Para Pablo, la
conciencia es patrimonio de todos los hombres; y en cada uno es el testigo que acusa o defiende
(Rom 2,14-15). Es posible, pues, apelar a la propia conciencia para proponer la verdad (2Cor 4,2).
Y es necesario vigilar para conservarla limpia e incontaminada (Tit 1,15; ITim 3,9). Porque la
conciencia expresa la interioridad del hombre y proyecta el conjunto de su conducta (1Tim 1,5;
1,19).
En resumen, se puede decir que los datos bíblicos sitúan la conciencia en un doble plano: como
sede de la interioridad cristiana por la que el hombre se compromete en una nueva existencia en
Cristo, y como función concreta de discernimiento y de juicio moral sobre lo que se debe hacer o
evitar. Desde esta doble perspectiva se comprende también su relación fundamental a la fe y a la
caridad, y su carácter de instancia juzgadora que acompaña a las acciones humanas.
La Edad media realiza una aportación de gran interés, especialmente en la clarificación de los
conceptos y en la sistematización de los problemas. La teología monástica mantiene la reflexión
sobre la conciencia en ámbito de la fe y de la preocupación pastoral; la escolástica la reviste de un
carácter más especulativo e intelectual.
El problema planteado por san Pablo en torno a la conciencia errónea alcanza una resonancia muy
amplia en la controversia sostenida entre Abelardo y san Bernardo. Mientras este defiende la
pecaminosidad de la conciencia falsa, aunque actúe de buena fe, para Abelardo, lo que cuenta es
la intención, de manera que la ignorancia excusaría por completo de pecado. Esta tensión
dialéctica se mantiene en la escolástica. La concepción antropológica de santo Tomás queda
abierta a la dimensión personal, pero en la reflexión posterior prevalece muy pronto la dimensión
objetiva, exigiendo que el juicio de la conciencia se ajuste a la ley.
Para santo Tomás, la conciencia no consiste en aplicar de una manera mecánica los principios
abstractos a las situaciones concretas, sino en hacerlo de una forma personal, buscando la verdad
y la realización de la voluntad de Dios. Pero, sobre todo, santo Tomás distingue con claridad entre
sindéresis, entendida como conciencia originaria, fundamental, habitual, que capacita a la persona
para abrirse a los principios universales y a los valores morales, y la conscientia, entendida como
acto que los aplica a las situaciones concretas (conciencia actual). Y, además, en la doctrina
tomasiana, la conciencia, precisamente en cuanto juicio y norma subjetiva de la acción moral, es,
esencialmente, un saber racional práctico. Esta racionalidad de la conciencia le permite resolver el
problema de la relación entre conciencia y ley, integrando las dos instancias éticas a la luz de la
razón.
El Vaticano II (GS y DH) reivindica la consistencia de la conciencia, no sólo como juicio práctico
sino como centro de la interioridad de la persona; reconoce la profundidad y complejidad de su
dinamismo y su función indispensable en la vida de la persona y de la sociedad. Siguiendo s us
orientaciones, Juan Pablo II desarrolla una amplia enseñanza sobre la conciencia. Recuerda que
«de los pastores de la Iglesia se espera una catequesis sobre la conciencia y su formación» (RP
26); pone de relieve su dignidad y señala su carácter normativo (DeV 43-45); enseña la relación
esencial entre conciencia y verdad, y la necesidad de discernir algunas teorías modernas que la
exaltan desmesuradamente, llegando a una interpretación creativa de la conciencia, desgajada de
la verdad y de la ley (VS 54-64).
3. CULTURA Y FILOSOFÍA MODERNA. Mientras en los siglos XVI y XVII la teología moral se
anquilosaba cerrándose en controversias estériles, el pensamiento moderno se lanza al
descubrimiento del sujeto, abriendo nuevos horizontes a la filosofía y a la reflexión sobre la
conciencia moral.
Descartes centra sus meditaciones filosóficas en el sujeto que piensa, concibiendo la conciencia
como una realidad esencialmente cognoscitiva. Se realiza así la separación entre conciencia
psicológica y moral. Si durante mucho tiempo la palabra conciencia se había referido
exclusivamente a la conciencia moral, desde ahora la conciencia psicológica se emancipa y
comienza el proceso de crisis de la conciencia moral. Empieza, en efecto, a abrirse paso el
subjetivismo, que puede llegar a la negación de la moral o a la afirmación radical de una moral
autónoma, como sucede en Kant. Kant hace de la autonomía el pivote ético central. De ahí la
reivindicación de la conciencia, considerada como el tribunal interno del hombre.
La concepción de Descartes culmina en la filosofía hegeliana. Con Hegel, la conciencia llega a ser el
todo, el absoluto. Es decir, se llega a la negación del Absoluto y a la afirmación consiguiente de la
inmanencia total. Así, Hegel niega toda relación de la conciencia con cualquier cosa que esté fuera
de ella; la única relación posible está en ella misma, en la autoconciencia. Este endiosamiento de
la conciencia es muy pronto rechazado: en nombre de la individualidad (Kierkegaard), de la
historia (Marx), o de la libertad (Nietzsche, Sartre).
A lo largo de los siglos XIX y XX se han sucedido las críticas contra la conciencia moral. Las
principales provienen de la llamada filosofía de la sospecha (Marx, Nietzsche, Freud) y del
estructuralismo (Foucault, Lévi-Strauss). Desde planteamientos diferentes desconfían de la
conciencia y tienden a reducirla a una infraestructura.
El axioma fundamental de la psicología de Freud es la negación del mal moral. Según Freud, no
existe; se reduce al mal físico. Por lo tanto el sentido de la culpa es fruto de la ignorancia. En este
contexto, entiende la conciencia como el superyo; es autoridad opresiva que no permite la
realización de las fuerzas instintivas. Por ello, el empeño moral se realiza no en la formación de la
conciencia, sino en la supresión del superyo.
Pero, a pesar de la crítica profunda a la que ha sido sometida, la conciencia recobra hoy su
importancia primordial. Desde el análisis existencial, Heidegger sostenía ya una interpretación de
la conciencia como llamada de la preocupación, por la que el hombre es llamado desde la
postración de la existencia a su más alta posibilidad de ser. Después, Jaspers ve en la conciencia
una voz que soy yo mismo, que hace posible y exige como respuesta la decisión existencial.
También desde la psicología (Jung, Erikson, Fromm) se afirma su valor. Pero ha sido especialmente
en la filosofía personalista (Scheler, Steinbüchel, Buber, Guardini, Mounier, Lévinas) donde mejor
se percibe el cambio de perspectiva. Se retoma la reflexión sobre la relación entre conciencia y
realidad. Y, sobre todo, se retorna el problema capital de la conjugación de los grandes pilares de
la ética kantiana: la autonomía del individuo y la universalidad de la ley moral (Apel, Habermas).
Desde la luz del pensamiento bíblico y del posterior desarrollo de la tradición cristiana, pero
teniendo también presentes la aportación y los interrogantes planteados por la reflexión humana,
intentarnos ahora llegar a una elaboración sistemática, al menos sobre algunas de las cuestiones
que los datos de la evolución histórica plantean. Esta visión histórica manifiesta, ante todo, la
necesidad de renovar la concepción de la conciencia, rehabilitando tanto lo que hemos llamado
conciencia fundamental como su carácter normativo y su función de juicio moral. Pero, además,
es necesario detenerse en una cuestión previa, que adquiere una importancia particular para la
catequesis. Nos referimos a la génesis y al desarrollo de la conciencia moral. Es importante la
confrontación de la persona con la conciencia, así como el discernimiento moral; pero, antes de
pensar en la conciencia adulta capaz de expresar la identidad de la persona y discernir el bien y el
mal, es necesario plantearse su origen y las etapas de su desarrollo, aspecto decisivo para poder
discurrir sobre su formación.
1. GÉNESIS Y DESARROLLO DE LA CONCIENCIA MORAL. Son muchas las teorías que intentan
explicar la génesis de la conciencia moral. En general, frente al innatismo del pasado, que sostenía
que el individuo nace con una especie de facultad moral, defienden, más bien, que el niño nace
sin conciencia moral. No es que nazca sin una capacidad moral potencial, sino que de la misma
manera que al llegar al mundo no tiene ni una mente ni un cuerpo maduros, tampoco viene con
un conjunto de conceptos morales. Será necesario el desarrollo; el ser humano tiene que crecer
física, intelectual y moralmente. Pero, en estas diversas teorías referentes a la génesis, vamos a
considerar simplemente las dos que nos parecen más relevantes y actuales: el psicoanálisis
freudiano y la psicología cognitiva de Piaget y Kohlberg.
En una perspectiva muy diferente se sitúa el análisis psicológico de Piaget y Kohlberg, que se
centran en las estructuras cognitivas que posibilitan el desarrollo moral. Piaget estudia el juicio
moral del niño, analizando el respeto por las reglas desde su propio punto de vista. Parte del
análisis de las reglas del juego, para pasar después a las reglas específicamente morales prescritas
por los adultos, buscando la idea que el niño se hace de estos deberes concretos.
Esta teoría piagetiana ofrece elementos válidos para explicar la psicología de la moralidad y para
orientar la formación moral de la conciencia. Dichos elementos se han visto enriquecidos con los
trabajos de L. Kohlberg, que amplía el análisis a todo el arco del desarrollo moral, describiendo
con precisión las etapas morales por las que atraviesa la persona. Según Kohlberg, el desarrollo
moral se realiza en una secuencia de seis estadios, divididos en tres niveles.
La conciencia no es, pues, algo que proviene de fuera del hombre. No es voz, ni eco de la
sociedad. No es tampoco una deducción científica, ni la simple aplicación de una norma. No es
una estructura o una facultad que se le añada. Es la misma persona en su dimensión hacia la
plenitud de su ser. Es «el núcleo más secreto y sagrado del hombre, en el que este se siente a
solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquella» (GS 16).
Afirmar el carácter normativo de la conciencia significa afirmar que ella es la norma por donde
pasan todas las valoraciones morales de los actos humanos. Ninguna acción humana puede
considerarse buena o mala si no es en relación a la conciencia. Y no es que la conciencia cree la
bondad o maldad; no crea la moralidad, sino que la manifiesta. Manifiesta lo bueno y lo malo, en
virtud de su función de mediación entre Dios y el obrar libre del hombre.
El objeto del juicio de la conciencia es, sobre todo, el sentido y la orientación de la vida. No se
trata de un juicio teórico, sino práctico, vital. Procede de la sintonía de la vida con los valores
morales. Por eso resulta tanto más auténtico cuanto más veraz y profundamente bueno es el
hombre; cuanto mayor es su inclinación a la verdad y al bien. Y puesto que durante la vida el
hombre no es total y definitivamente bueno, la deformación del juicio de la conciencia no
constituye una abstracción o una excepción. De hecho, sucede con frecuencia que se parte de
presupuestos falsos, se aplican mal los principios, estamos mal informados, somos precipitados o
negligentes en la valoración, víctimas de prejuicios, de presiones sociales, etc. Todos estos
condicionamientos constituyen una fuente de errores morales considerables. Por ello, el juicio de
la conciencia, para ser auténtica norma de moralidad, debe ser verdadero. El hombre debe
eliminar, o al menos reducir, las posibilidades de error.
Esta enseñanza ha sido recientemente clarificada por Juan Pablo II ante algunas posturas
teológicas. El Papa explica la relación ley-conciencia como juicio práctico que ordena lo que el
hombre debe hacer o evitar: «Es un juicio que aplica a una situación concreta la convicción
racional de que se debe amar, hacer el bien y evitar el mal. Este primer principio de la razón
práctica pertenece a la ley natural, más aún, constituye su mismo fundamento... Sin embargo,
mientras la ley natural ilumina sobre todo las exigencias objetivas y universales del bien moral, la
conciencia es la aplicación de la ley a cada caso particular, la cual se convierte así para el hombre
en un dictamen interior, una llamada a realizar el bien en una situación concreta. La conciencia
formula así la obligación moral a la luz de la ley natural: es la obligación de hacer lo que el
hombre, mediante el acto de su conciencia, conoce como un bien que le es señalado aquí y
ahora» (VS 59).
Esta tarea formativa supone, por una parte, el reconocimiento de la importancia de la conciencia
moral. Frente a los riesgos y dificultades que suponen el orden científico y técnico y el orden
político, la conciencia reivindica la soberanía del hombre, el riesgo de la libertad, la asunción de la
propia historia, la percepción de la autonomía y responsabilidad como quehacer ético. Por otra
parte, supone también la convicción de que la conciencia es educable, de que está llamada y
«tiene necesidad de crecer, de ser formada, de ejercitarse en un proceso que avance
gradualmente en búsqueda de la verdad y en la progresiva interacción e interiorización de valores
y normas morales» (VhL 39).
La conciencia heterónoma se caracteriza porque sitúa el centro de referencia del obrar moral
(principio, normas, costumbres) en los otros. El individuo actúa según las reglas sociales que se le
imponen desde fuera. No decide de su vida; en realidad, otros deciden por él. Vive una moral
preferentemente colectiva. Infringir las normas sociales provoca sentimientos de inseguridad,
miedo e inquietud. La formación de la conciencia implica superación de la heteronomía para llegar
a hacer de la conciencia voz del propio ser en crecimiento, una reacción de nosotros ante
nosotros; la voz de nuestro verdadero yo. Se trata de ser capaces de percibir la voz de la propia
conciencia en lo profundo de su ser, de preguntarse: ¿qué es para mí el bien en la situación en
que vivo? ¿Qué decisión debo tomar en estos momentos para ser fiel?
Este tipo de conciencia es fruto del ser profundo de cada individuo, original y único, y de los
valores elegidos como propios. Para llegar a ella es necesaria la aceptación de sí mismo, el
reconocimiento y aceptación de Dios y el reconocimiento de los otros. Sólo la referencia y
fidelidad a esta conciencia profunda asegura el crecimiento y consistencia de la persona.
Pero esta responsabilidad ha de ser compartida también por la familia, la escuela y la comunidad
cristiana. El derecho-deber educativo de los padres es calificado por Juan Pablo II como esencial,
original, primario, insustituible e inalienable (FC 36). Los padres deben formar a los hijos en los
valores esenciales de la vida humana y, especialmente, deben cuidar la formación de la conciencia
moral. Junto a ellos, también la escuela tiene su competencia y función específica. Pero, de
manera particular, debe sentirse comprometida la comunidad cristiana.
En concreto, desde esta perspectiva, el grupo de catequesis, como grupo eclesial, signo de la
Iglesia, debe llegar a ser lugar de acogida donde se reflexiona y revisa la experiencia vivida, donde
catequistas y miembros del grupo testimonian la fe y la caridad. Desde él, cada uno sigue y hace
su camino en compañía de los otros, compartiendo el proyecto moral del evangelio y
comprometiéndose en una sociedad más humana y más justa. En este sentido, el grupo es
también lugar ético y ámbito privilegiado para formar la conciencia cristiana.
Para la conciencia, la relación a la verdad es una condición esencial. Si no se da, queda vacía y
pierde su autenticidad. Entre verdad y conciencia existe una reciprocidad que no es posible
romper. No se puede hablar de formación de la conciencia sin una tensión sincera de búsqueda de
la verdad. Porque la conciencia no es un absoluto; por su misma naturaleza implica la relación a la
verdad objetiva. En esta relación con la verdad encuentra su justificación. En efecto, la verdad
asegura la dignidad de la conciencia, incluso en aquellas situaciones en que no consigue llegar a la
verdad objetiva.
En la vida cristiana, el tema del discernimiento tiene una tradición y una resonancia muy rica.
Hunde sus raíces en la misma revelación bíblica, que relaciona expresamente discernimiento y
búsqueda de la voluntad de Dios. Para san Pablo, el discernimiento constituye lo que tiene que
ser, en concreto, la conducta del hombre de fe: «Hermanos, os ruego, por la misericordia de Dios,
que ofrezcáis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios; este es el culto
que debéis ofrecer. Y no os acomodéis a este mundo; al contrario, transformaos y renovad
vuestro interior para que sepáis distinguir cuál es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada,
lo perfecto» (Rom 12,1-2).
Según san Pablo, el culto auténtico que los creyentes deben ofrecer a Dios implica inconformismo
e intransigencia, y, además, una transformación interior que debe afectar a toda la persona del
creyente, capacitándola para discernir cuál es la voluntad de Dios. Es decir, la existencia cristiana
se traduce y expresa en el discernimiento. Lo que de verdad especifica y define al hombre
cristiano es la capacidad de discernir personalmente lo que Dios quiere. Por eso, los cristianos han
de vivir como hijos de la luz, en contraposición a los hijos de las tinieblas, y esto lleva consigo la
práctica del discernimiento, para ver lo que agrada al Señor (cf Ef 5,8-10).
La primera dificultad que encuentra tanto la teología como la praxis catequística en su reflexión
sobre el pecado es hacerlo inteligible a los hombres y lograr que lleguen a captar su sentido. Entre
los cristianos se percibe un profundo malestar ante el concepto de pecado. Hablar de él les parece
a algunos una provocación. Y, sin embargo, el mal no puede ignorarse y las diferentes ideologías
hablan de algo que está muy emparentado con lo que llamamos pecado. Las ciencias psicológicas
elaboran conceptos para explicarlo: inadaptación, regresión, inmadurez; la cultura moderna habla
del mal que sufre el hombre y del mal que hace. Pero la teología, la pastoral, la catequesis saben
que su mensaje no es escuchado. Parece, pues, que el hombre moderno, sensible al mal, no lo es
tanto al problema del pecado. Sin embargo, el pecado es una realidad central en la Sagrada
Escritura y en la tradición eclesial. Reviste una importancia capital en la historia de la salvación:
«Cristo murió por nuestros pecados» (lCor 15,3). Por ello ocupa también un papel relevante en la
reflexión teológica, y ha de ocuparlo en la catequesis. Redescubrir su significado constituye
actualmente una tarea importante en la Iglesia.
En estos últimos años ha existido una amplia reflexión en torno al pecado y se ha producido una
evolución significativa. Durante mucho tiempo ha estado presente una concepción del pecado
excesivamente jurídica, cosificada e individualista. Hoy se tiende a una concepción más relaciona)
y comunitaria. Juan Pablo II se ha referido al misterio del pecado (RP 13-18), resaltando su
dimensión humana y religiosa, personal, comunitaria y social, y augurando que florezca de nuevo
un sentido saludable del pecado: «Ayudará a ello una buena catequesis, iluminada por la teología
bíblica de la alianza; una escucha atenta y una acogida fiel al magisterio de la Iglesia, que no cesa
de iluminar las conciencias, y una praxis cada vez más cuidada del sacramento de la penitencia»
(RP 18).
Hubo un tiempo en el que, en la vida cristiana, se dio una importancia muy grande a la dirección
espiritual, identificándola incluso con la dirección de conciencia. Esta concepción de dirección
espiritual, entendida prevalentemente como dependencia, obediencia y tutela ha estado en crisis.
La superación de la crisis pasa por recobrar su sentido auténtico, que se sitúa en la perspectiva de
orientación y ayuda a las personas en vistas al reconocimiento de la voluntad de Dios y de la
apropiación personal de la vida en el Espíritu. Hoy se prefiere hablar de acompañamiento porque
es encuentro y relación personal. Implica una tarea común que tiende a la progresiva realización y
madurez de las personas.
BIBL.: AA.VV., La coscienza morale oggi, Accademia Alphonsiana, Roma 1987; AA.VV., Conciencia y libertad humana, Cete,
Toledo 1988; AUBERT J. M., Conciencia y ley, en LAURET B.-REFÓULÉ F., Iniciación a la práctica de la teología IV, Cristiandad,
Madrid 1985; DELHAYE PH., La conciencia moral del cristiano, Herder, Barcelona 1969; EY H., La conciencia, Gredos, Madrid
1976; GÓMEZ C., Conciencia, en GAFO J. (ed.), 10 palabras clave en bioética, Verbo Divino, Estella 1993; HORTELANO A.,
Problemas actuales de moral I. Introducción a la teología moral. La conciencia moral, Sígueme, Salamanca 1979; LEONARD A., Le
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Presses Universitaires de France, París 1954; MAJORANO S., La coscienza. Per una lettura cristiana, San Paolo, Milán 1994;
MIETH D., Conciencia, en BOCKLE F. Y OTROS, Fe cristiana y sociedad moderna XII, SM, Madrid 1986; MIRANDA V., Conciencia
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Bolonia 1986; VALADIER P., Elogio de la conciencia, PPC, Madrid 1995.
CONFESIÓN DE FE
El Directorio general para la catequesis (DGC) de 1997 asegura que «la catequesis tiene su origen
en la confesión de fe y conduce a la confesión de fe»1, indicando de esta manera cuál es el lugar
originario y la meta de la catequesis. Pero la fe no se confiesa sólo con palabras, enunciados
doctrinales o formulaciones precisas, sino que tiene un sentido más amplio e integral, que
desborda el marco estricto de la recitación del credo. Confesar la fe implica compromisos. Se
confiesa con la vida, con los hechos, mediante la praxis, a través del testimonio. Por ello, los
confesores son siempre testigos que, al proponer la fe, se exponen a sí mismos, arriesgando la
propia vida si fuera preciso; los mártires constituyeron desde siempre el testimonio confesante
por excelencia2.
Toda la acción catequética se orienta hacia el logro de una confesión de fe viva, explícita y
operante (DGC 56, 66), hacia una adhesión global a Jesucristo desde la sincera conversión del
corazón (RMi 20). En este sentido, la confesión de fe es meta de la catequesis (DGC 218). Si bien
con frecuencia las expresiones confesión y profesión de fe se usan como intercambiables, a
continuación el tratamiento se restringe a los credos o símbolos3, los cuales, sin embargo, están
estrechamente relacionados con el testimonio integral de la fe y desempeñan un papel
importante en la acción catequética.
Algunos de estos significados son recogidos por el Catecismo de la Iglesia católica (CCE 188). Por
su parte, varios investigadores modernos, apoyándose en testimonios antiguos (CSEL 4, 198),
opinan que la asunción del término símbolo para designar a los credos cristianos proviene de las
religiones mistéricas, en las que symbola equivalía a las fórmulas estereotipadas, conocidas por
los iniciados, que servían de signos identificativos. Kelly, después de atender a las distintas
hipótesis, da por seguro que «primitivamente el symbolum significó las tres preguntas
bautismales»5, lo cual estaría confirmado por el concilio de Aries (314) que en su c. 9 ordena
interrogar sobre el símbolo a los que provienen de la herejía para comprobar si responden con la
Trinidad, en cuyo caso no han de ser nuevamente bautizados (CCL 148, 10s).
A pesar de su influencia recíproca y de su semejanza con otras fórmulas doctrinales, como las
reglas de fe (regula fidei, regula veritatis), estas no son intercambiables sin más con el símbolo
bautismal, pues la regla de fe es un compendio de la fe cristiana propio de la tradición doctrinal de
una iglesia concreta, resumen flexible en su extensión y tenor literal, pero coincidente en el
contenido nuclear de la doctrina (CCL 1, 197s; 2, 1160, 1209; Adv. Haer. 1,101); por otra parte, la
regla de fe se configuró en un ambiente de polémica antignóstica y antiherética, por lo que en la
primera antigüedad cristiana era valorada como garantía y prueba de ortodoxia doctrinal.
1. FUNCIONES DE LOS CREDOS. Para el Catecismo los credos son resumen y expresión de la fe
(CCE 186), formulados en un lenguaje común y normativo (CCE 185), que sirven a la unidad entre
los creyentes y alimentan la comunión intraeclesial (CCE 197). Por su parte, el Directorio general
para la catequesis los valora como pilares de la exposición catequética (DGC 130), que en su
explicitación están llamados a ser fuente de vida y de luz para el ser humano (DGC 117), y que
constituyen un elemento inherente a todo proceso orgánico de catequesis (DGC 89, 154, 240).
Son algunas de sus numerosas funciones. Esta diversidad se halla relacionada con la circunstancia
vital (Sitz im Leben) en la que fueron surgiendo6. Algunos, como Cullmann, intentaron poner en
relación el origen de las profesiones de fe con una gran diversidad de situaciones propias de las
comunidades cristianas, tales como el bautismo y catecumenado, los exorcismos, las diversas
celebraciones litúrgicas, la catequesis, las persecuciones, las controversias con la herejía. Pero,
ante la ausencia de testimonios documentales que prueben esta pluralidad de situaciones, como
momentos originarios, antes del siglo III, sigue prevaleciendo la tesis tradicional que relaciona
originariamente la profesión de fe con el bautismo, su preparación y su celebración (la
introducción del símbolo en la celebración eucarística no parece haber tenido lugar antes del siglo
VI).
Kelly sostiene que «la verdadera y original finalidad de los credos, su primaria raison d'étre, fue su
papel de afirmaciones solemnes de fe en el contexto de la iniciación bautismal»7. A este respecto
es usual distinguir entre credos declaratorios y credos en forma de pregunta-respuesta. Los credos
declaratorios, o recitación (pública, solemne) en primera persona de fórmulas fijas, no pueden
datarse antes del siglo IV, al menos no hay ningún testimonio explícito a su favor. Explicar este
silencio recurriendo a la disciplina del arcano (el símbolo se transmitía oralmente, se aprendía de
memoria y solamente era conocido por los iniciados en la fe), no parece convincente, pues nada
indica que tal disciplina, de la que hay testimonios en el siglo IV (PG 33, 852ss; PL 14, 335; CCL 20,
2), tuviera también vigencia en los siglos anteriores, en los que se citan las reglas de fe, se
describe la constitución de la Iglesia y se expone públicamente la celebración litúrgica (Ireneo,
Hipólito, Justino). De ahí que investigadores recientes8 hagan de este argumento e silentio —de
falta de pruebas escritas— motivo suficiente para no hablar de credos declaratorios antes del siglo
IV. ¿Se dieron, entonces, desde los comienzos las fórmulas interrogatorias, acompañadas de las
respuestas respectivas y relacionadas con la celebración litúrgica del bautismo? Kelly ha hecho un
esfuerzo detallado y encomiable por descubrir sus huellas y sus antecedentes en los siglos
anteriores (Tertuliano, Justino, Hipólito), incluso en los mismos textos del Nuevo Testamento (He
8,36-38; 16,14s.; lPe 3,21; 1Tim 6,12; Heb 4,14).
Pero también en este punto otros autores se muestran menos optimistas en la valoración de sus
resultados, reteniendo como no demostrado irrefutablemente el uso del credo en la liturgia
bautismal de los dos primeros siglos y considerando algunas reconstrucciones de fórmulas
interrogatorias hechas por Kelly (por ejemplo a propósito de Ireneo y Justino) como una
combinación hipotética9.
Puede retenerse, no obstante, como elemento seguro una estrecha relación entre estructura
trinitaria del bautismo (Mt 28,19) y estructura de los símbolos de fe. Estos tienen también una
función de alabanza y de adoración, son doxología confesante; hacia ello apuntan las distintas
formulaciones, desde las más simples hasta las más complejas, densas, elegantes y elaboradas. Así
se explica la recitación de los símbolos en las celebraciones litúrgicas (lex orandi, lex credendi), en
las que el reconocimiento adorante de Dios es presupuesto, acompañante y meta.
El bautismo es uno de los momentos más decisivos en la vida de un cristiano y es normal que en
estas circunstancias se haga la confesión de fe. También poseen una función identificativa y
comunitaria. En ellos se pone de manifiesto la propia identidad creyente (el símbolo como señal
acreditativa y testificativa) y se expresan e intensifican los lazos de pertenencia y las vinculaciones
comunitarias; ellos son expresión pública de la fe compartida y fortalecimiento múltiple de la
comunión. Por esto el rechazo global o parcial de las confesiones de fe lleva de por sí a la
excomunión. Así se explica el carácter delimitativo de las mismas, pues sirven para diferenciarse
frente a otros grupos religiosos y no religiosos. Así se entiende también el carácter defensivo 10 o
polémico, en contra de las interpretaciones equivocadas o heterodoxas, que algunos credos han
adquirido a veces en su decurso histórico. Pero sería incorrecto interpretar esta función como
autoafirmación excluyente o enclaustramiento complacido en el propio gueto; sólo desde la
propia identidad creyente es posible el diálogo riguroso y la apertura para con los otros.
Esta fe cristiana ofrece, ya a finales del siglo I, un perfil bastante preciso y delimitado, no
solamente como cuerpo doctrinal transmitido, sino también como conjunto de sumarios más o
menos convencionales, diversos en estilo, frecuencia, trasfondo vital y estructura. Hay
formulaciones que tienen una sola cláusula de carácter cristológico, otras que ofrecen una
estructura bimembre al referirse a Dios Padre y a su Hijo Jesucristo, y otras que amplían
triádicamente su estructura, al incluir también al Espíritu Santo.
Al hablar de Dios como el Padre no solamente se recoge una tradición veterotestamentaria sobre
Yavé como Padre de Israel, sino también el eco de la invocación de Dios como Abba por parte de
Jesús; se trata del Padre de Jesucristo. Y su Hijo es el único Señor, que ha tenido también su papel
en la creación de todas las cosas, en referencia clara a la mediación creadora y a la preexistencia
de Cristo. Se trata, pues, de una unidad inescindible e irrenunciable entre el reconocimiento
confesante de Dios y el de Jesucristo (cf 1Cor 8,6); en esta confesión se expresa la continuidad de
la fe cristiana con la del Antiguo Testamento (monoteísmo) y, al mismo tiempo, lo distintivo
cristiano frente a ella (pertenencia de Jesucristo, el Hijo de Dios, a la realidad divina del Dios
único).
c) Finalmente, también se dan en el Nuevo Testamento fórmulas triádicas, donde junto al Padre y
al Hijo es mencionado el Espíritu (1Cor 6,11; 12,4s; 2Cor 1,21s; 1Tes 5,18s; Gál 3,11-14; 2Cor
13,14; Mt 28,19). Pero las explícitas son muy escasas y no pueden considerarse, sin más,
aclamaciones homológicas o confesiones de fe; más bien son fórmulas de saludo o bendición
litúrgica (2Cor 13,14) o simplemente la fórmula bautismal en el nombre del Padre, y del Hijo, y del
Espíritu Santo (Mt 28,19). Su escasez no significa que la fe trinitaria se halle ausente del Nuevo
Testamento o que no tenga fundamentación alguna en sus textos. Si es cierto que las
formulaciones de la teología trinitaria posterior son, en gran parte, elaboración de la reflexión
creyente, también lo es que la revelación salvífica de Dios Padre en Jesucristo y en el Espíritu tiene
una estructura trinitaria. Este contenido cristológico-trinitario es el que reflejan, incluso en su
misma estructura, todos los símbolos de fe posteriores, desde los comienzos hasta nuestros días.
guno de los símbolos surgidos en la vida de la Iglesia pueda considerarse superado e inútil 12, el
Catecismo otorga especial relieve al llamado símbolo de los apóstoles y al símbolo de Nicea-
Constantinopla o nicenoconstantinopolitano (CCE 193-196). Por su parte, el Directorio considera el
símbolo apostólico como síntesis vital del misterio cristiano (DGC 115), recuerda su importancia al
afirmar que «la catequesis es transmisión de los documentos de la fe» (DGC 149), y aboga por la
memorización de sus principales fórmulas (DGC 154).
a) Símbolo apostólico: En una carta enviada por el sínodo de Milán del 390 al papa Siricio, aparece
por vez primera la expresión símbolo de los apóstoles (symbolum apostolorum, PL 16, 1174) para
designar el sumario de la fe, propio de la tradición romana. Nada extraño, pues, que en el extenso
y detallado tratamiento científico de que ha sido objeto toda la temática desde finales del siglo
pasado13, sea usual distinguir entre el antiguo credo romano (designado normalmente como R) y
el llamado símbolo apostólico (designado normalmente como T o TR=textus receptus). Del credo
romano nos han llegado dos versiones lingüísticas diversas, una en griego (lengua de la Iglesia
romana hasta finales del siglo II o comienzos del III), que sería la más antigua y originaria, y otra
versión en latín (lengua que se fue imponiendo desde mediados del siglo III), que sería casi
contemporánea con el original griego, es decir, de finales del siglo II o comienzos del III. Tanto de
una como de otra hay gran cantidad de variaciones, con divergencias estilísticas y terminológicas.
El texto actual del símbolo apostólico aparece por vez primera en su configuración completa en la
obra Scarapsus, del autor Pirminio, de origen probablemente español, escrito entre el 710 y el 724
(DS 28; cf PL 89, 1034s., 1046). Fue aceptado por Roma entre los siglos IX-XI, gozó de alta estima
entre los teólogos medievales, fue integrado en el catecismo de Trento y en el Breviario romano, y
en la liturgia actual tiene su lugar propio junto al credo de Nicea-Constantinopla. También es
altamente estimado por las iglesias surgidas de la Reforma protestante, las cuales hicieron del
mismo una recepción positiva y han recurrido a su peso y autoridad en momentos conflictivos y
en situaciones difíciles.
Por lo que se refiere a su composición directa por los mismos apóstoles, la tradición piadosa que
se admitía como cierta hasta el siglo XV constituye solamente una leyenda bien intencionada.
Rufino de Aquileia indica en su comentario (404 ca.) que el símbolo fue obra común de los
apóstoles (CCL 20,134s), pero todavía no distribuye los artículos respectivos entre los doce. El
primer ejemplo de esta distribución individual se halla en la Explanatio symboli (CSEL 73,3-12),
que puede atribuirse probablemente a san Ambrosio. Más desarrollada aparece la idea en los
Sermones De Symbolo, falsamente atribuidos a san Agustín (PL 39, 2189), donde la distribución
respectiva de una frase a cada apóstol concreto va unida con la idea de que solamente los doce
habían recibido el Espíritu Santo.
La leyenda alcanzó una gran difusión en la Edad media, donde se convirtió en motivo de
ilustración para salterios, breviarios, vidrieras, e incluso en tema de composiciones poéticas. En el
concilio de Florencia (1438) el metropolita Marcos Eugenikós aseguró no saber nada de este
símbolo apostólico, del que habría quedado algún testimonio en los Hechos si realmente los
apóstoles lo hubieran compuesto. Más tarde, la leyenda fue sometida a una fuerte crítica por el
humanista Lorenzo Valla y, desde entonces, todos los estudiosos del tema hasta nuestros días
comparten el carácter ficticio de su composición por parte de los mismos apóstoles. Lo cual no
impide sostener que «el convencimiento del siglo II en el sentido de que la regla de fe creída y
enseñada en la Iglesia católica era herencia de los apóstoles, encierra mucho de verdad» 14. De
esta herencia doctrinal apostólica forma parte el núcleo y la estructura trinitaria de la fórmula
bautismal, lo cual determinó la enunciación simétrica de la fe en el Padre, en el Hijo y en el
Espíritu Santo, si bien la formulación teológica sobre la divinidad del Espíritu Santo se introducirá
en los credos una vez garantizada la divinidad de Jesucristo.
En este sentido, al dar Nicea carta de ciudadanía eclesial a un lenguaje dogmático nutrido de
categorías filosóficas, no se está produciendo tanto una helenización del Dios cristiano cuanto una
deshelenización de la concepción de Dios. Por un camino ciertamente paradójico. La insuficiencia
del lenguaje bíblico por sí solo para despejar todas las ambigüedades hace que se recurra a una
terminología filosófica ya existente, problemática, pero utilizada conjuntamente por Arrio y por
Nicea. En el primer caso, para hacer de una filosofía religiosa la instancia última que dictamine
sobre la relación existente entre Dios y Jesús (la de un simple intermediario). En el caso de Nicea
para reconocer a Jesucristo como Hijo de Dios y como Señor, cuestionando la comprensión de
Dios vigente en el helenismo.
Con una conceptualidad filosófica prestada, Nicea no se mueve en el plano de la especulación,
sino en el de la confesión de fe. Su preocupación es primordialmente salvífica: si Jesucristo no es
verdaderamente el Hijo, si el mismo Dios no se halla en juego en él, entonces los hombres no son
en verdad hijos de Dios ni han sido realmente salvados por él. La de Nicea fue una apuesta
arriesgada, con consecuencias históricas (un tipo de pensamiento que impondrá su propia
dinámica y dificultará comprender la radicalidad divina de la encarnación). Pero Nicea constituye
una expresión auténtica de la fe en el Dios del evangelio. El camino que va desde entonces hasta
el concilio de Constantinopla (381) iba a suponer un desarrollo decisivo para la pneumatología y,
con ello, para la configuración final de la doctrina y de la fe trinitaria. Partiendo de uno de los
muchos credos nicenos entonces existentes, el de Constantinopla 16 completa la laguna
pneumatológica para responder así a los que negaban la divinidad del Espíritu Santo. Estos eran
grupos de cristianos diseminados por distintas regiones del imperio de Oriente (Egipto, Asia
Menor), partidarios de un esquema binitario en el que no había lugar más que para el Padre
ingénito y para el Hijo único engendrado. Hablaban del Espíritu como una criatura, un ángel, un
ser intermedio entre Dios y los hombres, de naturaleza ministerial, al que, por tanto, no se le
había de otorgar el mismo honor y gloria que al Padre y al Hijo.
Esta deficiencia la quieren remediar las cinco afirmaciones sobre el Espíritu Santo, que
Constantinopla introduce para precisar la fe pneumatológica de la Iglesia: «creemos en el Espíritu,
el Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo es adorado y
glorificado, que habló por los profetas» (DS 150). El lenguaje empleado es muy distinto del que
escogió Nicea para definir la divinidad de Jesucristo. Constantinopla reúne un material tradicional,
no especulativo, donde prevalece el carácter bíblico de las expresiones y el recurso a la praxis de
las celebraciones litúrgicas. Esta praxis oracional y litúrgica (adoración y glorificación conjunta de
Padre, Hijo y Espíritu), de uso comunitario, desempeñó un papel importante en las
confrontaciones populares, y se convirtió en la prueba más elocuente de la divinidad del Espíritu
Santo (lex orandi, lex credendi). El símbolo nicenoconstantinopolitano sigue siendo hoy día el
vínculo dogmáticamente más decisivo entre las grandes iglesias cristianas de Oriente y de
Occidente y se convierte, al ser profesado por millones de cristianos, en una oportunidad
ecuménica de primer orden. Es lo que quiere aprovechar la Comisión Fe y Constitución del
Consejo ecuménico de las Iglesias en la publicación de un documento que lleva por título:
Creemos en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; y por subtítulo: «Una explicación ecuménica de la fe
apostólica expresada en el símbolo de Constantinopla»17.
I. Conocimiento...
logía se distingue la fides quae creditur, es decir, lo que se cree, el contenido objetivo de la fe, de
la revelación y del mensaje, la doctrina..., y la fides qua creditur, o sea, la fe como virtud inserta en
el corazón del creyente y acto personal, que es adhesión a Dios, acogida de su don, opción
consciente y libre y seguimiento del Señor, que comporta conversión, configuración de la
existencia según el modelo de Cristo y que es vivida comunitariamente en la Iglesia (cf IC 9).
San Cirilo de Jerusalén hablaba ya de estas dos dimensiones de la fe: «Por su nombre la fe es
única, pero es, en realidad, de dos clases. Hay una clase de fe que se refiere a los dogmas, que
incluye la elevación y la aprobación del alma con respecto a algún asunto... Pero hay otra clase de
fe, que es dada por Cristo al conceder ciertos dones... Esta fe, dada como una gracia por el
Espíritu, no es sólo dogmática, sino que crea posibilidades que exceden las fuerzas humanas»
(Catequesis V, l0ss.)1.
Dicho esto de entrada, para que sea como el horizonte de referencia de las reflexiones que
siguen, nos toca ahora resaltar la importancia del elemento noético, cognoscitivo en la catequesis.
En efecto, es el hombre entero el que cree, sin dicotomías ni divisiones. «Por la fe el hombre
entero se entrega libremente a Dios» (DV 5). Memoria, entendimiento, voluntad, inteligencia,
razón, corazón, sentimientos, actitudes..., todas estas dimensiones y facultades de la persona han
de ser integradas y educadas en la catequesis en cuanto «iniciación cristiana integral, abierta a
todas las esferas de la vida cristiana» (CT 21; DGC 84; cf CCE 154ss). «La entrega de sí mismo
afecta a la inteligencia, al corazón, al comportamiento y al gesto: nos afecta en todas las
dimensiones. A nuestra época, que ha descubierto de nuevo los valores afectivos, le cuesta
aceptar el papel de la inteligencia en la fe»2.
Por tanto, creer es también conocer y comprender, en la medida en que podemos llegar a ello,
tratándose del misterio de Dios. La Iglesia afirma en su enseñanza la capacidad del hombre para
acceder, con su razón, a partir de las cosas creadas y de su propia experiencia, a un cierto grado
de conocimiento de Dios (cf DV 6; CCE 31ss., 286).
El amor a una persona lleva a querer conocerla cada vez más y mejor. Así, afirma el Directorio
general para la catequesis: «El que se ha encontrado con Cristo desea conocerle lo más posible y
conocer el designio del Padre que él reveló. El conocimiento de los contenidos de la fe (fides quae)
viene pedido por la adhesión a la fe (fides qua)» (DGC 85; cf CCE 158; CAd 175). Y a la inversa,
difícilmente podemos apetecer y amar aquello que desconocemos, de lo que no tenemos noticia y
no sabemos. Por eso, «la fe proviene de la predicación» (Rom 10,17), que es anuncio (dar a
conocer e invitación a acoger), y «¿cómo van a creer en él si no han oído hablar de él?» (Rom
10,14).
2. No DESPRECIAR LA INTELIGENCIA. Sin duda como reacción ante una catequesis excesivamente
doctrinal, hasta el punto de haber sido llamada, sin más, doctrina («ir a la doctrina»), se llega a
veces al extremo opuesto de minusvalorar, cuando no despreciar, el componente noético de la
transmisión de la fe. Sin embargo, «la reacción contra este defecto (de reducir la catequesis al
aprendizaje de verdades religiosas) no debe llevar a un empobrecimiento cultural que infravalore
el papel insustituible del conocimiento en todo proceso de maduración humana» 3. L. González
Carvajal señala cómo, frente al racionalismo excesivo de la modernidad, el hombre posmoderno
exalta el sentimiento, las emociones, la experiencia subjetiva. Y afirma: «No parece que la
solución esté en sustituir la tiranía de la razón por una tiranía del sentimiento...
Lamentablemente, hoy es posible percibir en algunos creyentes un marcado antiintelectualismo,
que a veces llega al desprecio puro y simple de la teología. Cuando la fe renuncia a la crítica y se
guía sólo por el sentimiento puede desembocar en las mayores aberraciones» 4.
No se trata de equiparar catequesis y teología, ni de confundir la una con la otra, ya que cada una
de ellas tiene su identidad y cometido propios (cf CT 61; DGC 51; CC 72-76), sino de apreciar la
justa función de la catequesis también al servicio de la intelligentia fidei, si no queremos
exponerla al riesgo de un cierto fundamentalismo y de «un fideísmo invertebrado que no honra
las exigencias de la inteligencia» 5.
3. ¿LA FE SE TRANSMITE? A esta pregunta hay que responder que no, si hablamos de la fe que es
don de Dios y decisión personal de creer, en respuesta y obediencia a Dios. «Esta fe se despierta,
brota inédita cada vez que una persona o un grupo humano dice sí al evangelio. La fe, en este
sentido, es una decisión estrictamente personal y libre; original, en consecuencia, de cada uno» 6.
En su sentido subjetivo (virtud, decisión y acto personal de creer), la fe, si no se transmite como
un objeto que se da, puede, no obstante, suscitarse, hacerse admirable y apetecible por medio de
la palabra y el testimonio de un creyente y de la comunidad creyente.
La Iglesia, por tanto, en su acción catequizadora, transmite y educa la fe. Transmite, como
herencia viva, lo que ella ha recibido, cree y vive (cf lCor 11,23), y educa la capacidad del
catecúmeno para conocer y acoger esa tradición viva y, en definitiva, a Dios que le sale al
encuentro, de modo que el catecúmeno pueda responderle con la entrega de sí u obediencia de la
fe (cf Rom 16,26).
a) Que la fe no es creación subjetiva de la persona («no es un arcano propio de cada uno» [CC
166]) ni de un colectivo de personas. Cada creyente formamos parte de una comunidad, la Iglesia,
que recibe y no inventa el contenido de su fe, que es revelación, desvelamiento,
automanifestación y don de Dios a su pueblo. Por eso, «la inteligencia y formulación de la fe
preserva la realidad del misterio salvador de Dios en Cristo» (CC 166). Una fe que fuese pura
subjetividad terminaría por difuminar y falsear la «realidad del misterio salvador». Como afirma J.
Audinet, «el niño, el adolescente y el adulto fijan en expresiones las ideas claras que se hacen de
la realidad. Tienen necesidad de decirse a sí mismos cómo perciben la coherencia, la unidad, del
designio de salvación. Para responder a este deseo, la Iglesia, a lo largo de su historia, se ha
esforzado en buscar reflexiones teológicas y fórmulas del lenguaje que no se presten a
equívocos»8.
Y en cuanto enseñanza orgánica y sistemática, la catequesis parte del misterio de Cristo, plenitud
de la salvación de Dios, para, desde este centro-Cristo, especialmente de su misterio pascual
(kerigma apostólico), ofrecer la síntesis de la fe: Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo y Padre
nuestro, la vida y enseñanza del Señor, el Espíritu Santo, la historia de la salvación, la Iglesia, la
vida cristiana (incluyendo la dimensión moral, la eclesial-comunitaria, la testimonial-apostólica y
misionera, el compromiso transformador...) y la esperanza de la vida eterna. La organicidad le
viene a la catequesis de su referencia a Cristo, cuya persona y misterio unifica y vertebra el
contenido y la vivencia de la fe. Acerca del cristocentrismo de la catequesis, cf CT 5-9; DGC 41, 98;
CCE 426s.; CC 123; CAd 140.
5. DAR RAZÓN DE LA ESPERANZA QUE NOS ANIMA. Aun cuando este «dar razón de la esperanza»
(1Pe 3,15) haya que entenderlo fundamentalmente en clave existencial-testimonial, no excluye la
exposición de las razones de la fe y de la esperanza cristianas y hasta una sana dimensión
apologética.
«Si un cometido importante de la teología es la interpretación de las fuentes —afirma Juan Pablo
II en su encíclica Fides et ratio—, un paso ulterior e incluso más delicado y exigente es la
comprensión de la verdad revelada, o sea, la elaboración del intellectus fidei» (FR 97). La
catequesis debe propiciar el conocimiento de la fe (lo hemos visto en la primera parte). Pero no se
trata de un conocimiento pura ni primordialmente intelectual, racional o filosófico. En la
catequesis, el conocimiento de la fe está en orden a la vida de fe. Es verdad que «el conocimiento
de los contenidos de la fe viene pedido por la adhesión a la fe» (DGC 85), pero aquel está al
servicio de esta. Se trata ahora de poner de manifiesto algunas características de este
conocimiento, que ha de ser adquirido «en una relación personal y sapiencial» (CC 85).
Según J. Vílchez, el término sabio evoluciona en la literatura bíblica: expresa «aquel individuo que
es experto (que posee pericia) en algo útil en la vida...; con el paso del tiempo se advierten
matices nuevos en los que el calificativo de sabio se va aplicando también al ámbito de lo
moralmente bueno...; al término de la evolución conceptual..., el sabio por excelencia... es el
hombre justo. La justicia del justo se manifiesta ante Dios por el reconocimiento incondicional de
su soberanía...»14. En síntesis, podemos decir que el sabio, en sentido bíblico, no es tanto el que
está lleno de saberes, sino aquel que configura su vida de acuerdo con la palabra de Dios,
dejándose guiar por ella; no es el que sabe mucho sobre Dios, en un nivel racional o conceptual,
sino el que tiene experiencia de Dios, se deja educar por su Palabra, que él medita y acoge dentro
de sí asiduamente, y vive de acuerdo con lo que esta Palabra le indica.
Para estar en consonancia con la palabra de Dios es necesario, ante todo, que la filosofía
encuentre de nuevo su dimensión sapiencial de búsqueda del sentido último y global de la vida
(FR 81).
La sabiduría es un gustar (sapere) de Dios y de las cosas divinas, y adquirir la sabiduría implica, en
consecuencia, un ejercicio permanente de escucha, diálogo, relación interpersonal y obediencia
respecto de Dios, para llegar a conocer y saber las cosas, el mundo y a sí mismo desde Dios y
según Dios: «Señor, instrúyeme con tus palabras..., tu voluntad es mi delicia» (Sal 119,169.174).
Podemos hablar de una sabiduría de la vida o un saber vivir (un arte de vivir, también) desde Dios
y según Dios.
En un momento de la evolución, «la identificación de la sabiduría con Dios llega a ser casi total» 15.
En realidad, es Dios mismo el que educa a su pueblo a través de la Ley y de las enseñanzas de los
maestros. Y «cuando se cumplió el tiempo» (Gál 4,4), la persona de Jesucristo se convirtió en la
Sabiduría personificada de Dios: «Cristo... de parte de Dios se ha hecho para nosotros sabiduría»
(lCor 1,30). El es también la palabra de Dios encarnada (cf In 1,14) 16. A la misma conclusión
llegamos analizando el término conocimiento en la tradición bíblica. «Para el Antiguo Testamento
no se trata, como para los griegos, de un conocimiento ya hecho y cortado y que establece
distancias, ni de una contemplación, cuyo interés primario se orienta hacia una sistematización de
lo conocido; el conocimiento veterotestamentario procede, de una forma siempre nueva, de un
contacto familiar y constante con su interlocutor... A través de un continuo seguir la pista de la
revelación de Dios en el pasado, el presente y el futuro, adquiere Israel el conocimiento de cómo
comportarse con su Dios y de lo que Dios le exige en concreto»17.
El conocimiento de Dios implica escucha, acogida, diálogo, relación personal con Dios y sólo desde
estos se accede a aquel; y apunta siempre hacia la praxis, hacia la obediencia de la voluntad de
Dios en la vida. El conocimiento se hace «reconocimiento obediente, que afecta a la persona, de la
voluntad de Dios»18. En definitiva, el objeto del conocimiento salvífico no es una doctrina, sino
una persona: Dios y, en el Nuevo Testamento, Jesucristo, su enviado, que nos da a conocer al
Padre (cf Jn 17,3). «Lo que se comunica en la catequesis no es un conjunto de verdades
conceptuales, sino el misterio del Dios vivo» (FR 99). Este conocimiento se verifica en la praxis del
cumplimiento de sus mandamientos, que se resumen en el del amor (cf 1Jn 2,3-5; 4,8). Conocer,
pues, a Dios y a su enviado Jesucristo no es acoger un sistema de pensamiento sino entrar en una
relación interpersonal de salvación, esto es, de transformación, de vida nueva, por la fuerza de su
Espíritu (cf Col 1,9s.), que se verifica hacia fuera en la praxis del amor.
Y lo mismo cabría decir del término verdad. Ante todo, Dios mismo es la Verdad y conocemos la
verdad conociéndolo a él. Mejor, estamos en la verdad si estamos en él. Esta verdad de Dios se ha
hecho personal en Jesucristo (cf Jn 1,17; 14,6). «El es la Palabra eterna, en quien todo ha sido
creado, y a la vez es la Palabra encarnada, que en toda su persona revela al Padre (cf Jn 1,14.18).
Lo que la razón humana busca sin conocerlo (He 17,23), puede ser encontrado sólo por medio de
Cristo: lo que en él se revela, en efecto, es la plena verdad (cf Jn 1,14-16) de todo ser que en él y
por él ha sido creado y después encuentra en él su plenitud (cf Col 1,17)» (FR 34).
En resumen, todos estos conceptos, en su uso bíblico, nos hablan de una relación interpersonal,
sólo desde la cual es posible saber, conocer y apreciar la verdad de Dios, que se ha manifestado
plenamente en la persona de Jesús. Es fundamental, en este sentido, la aportación de la
constitución Dei Verbum del Vaticano II sobre el sentido de la revelación como automanifestación
de Dios y encuentro personal (ver especialmente el n. 2), frente a una concepción
«prevalentemente intelectualista, dominada por el modelo de la transmisión magisterial de la
verdad» 19.
El discípulo-seguidor, cuando dice lo que ha visto y oído, transmite ante todo una experiencia (cf
IJn 1,1-4), es un testigo (cf He 1,8).
Edades como la preadolescencia y la adolescencia, por el contrario, están pidiendo una catequesis
más centrada en sus experiencias vitales, de acompañamiento e iluminación de su especial
momento evolutivo, pero siempre para el fortalecimiento de la identidad cristiana. No está de
más recordar que la exposición de los contenidos de la fe ha de ser progresiva y acomodada al
ritmo de crecimiento y a las posibilidades del catecúmeno en cada momento de su evolución (cf
CT 31, 45; DGC 169, 171; CC 214).
c) Acción compleja (pues incluye distintos aspectos y elementos) y armónica (que educa
integradoramente las distintas dimensiones y capacidades de la persona: inteligencia, memoria,
voluntad, sentimientos, afectos, actitudes, etc.), la catequesis tiene el objetivo último de
conseguir la adhesión de la fe teologal a Jesucristo como Señor y Salvador. Esto es lo que
entendemos por confesión de fe que, más que decir unas verdades o unas fórmulas, aunque lo
incluya, es una adhesión personal y vital, en la comunidad de la Iglesia, a la persona de Jesucristo y
a la revelación del evangelio, haciéndose un seguidor del Señor (cf CT 20; DGC 80s.; CC 96, 164;
CAd 133-171).
Para ello, la pedagogía del acto catequético debe ayudar a un encuentro sapiencial con la Sagrada
Escritura y con los contenidos nucleares de la fe (fides quae o doctrina de la fe), mediante: 1) la
educación de la capacidad de interiorización del catecúmeno, ya desde la infancia: pedagogía del
silencio, para saber entrar dentro de sí y profundizar en el sentido de la propia existencia, de las
cosas y los acontecimientos, frente al peligro de la superficialidad y de ser engullidos por el ruido y
la sucesión incesante de palabras e imágenes meramente externas; 2) la educación del sentido
simbólico, más allá de lo meramente realista y racional, que posibilite la apertura a la dimensión
religiosa y trascendente y, en definitiva, a Dios, que nos sale al paso siempre más allá de nuestros
conceptos y esquemas, sin olvidar que el lenguaje de la Escritura, de la liturgia y de la tradición
espiritual y mística es profundamente simbólico; 3) la pedagogía de la oración, de modo que todo
en la catequesis sea un ejercicio de escucha y diálogo con Dios; la oración no es cuestión sólo de
unos momentos (rezar puntualmente) sino más bien del clima en que debe realizarse toda la
catequesis, y que posibilita las actitudes de escucha interior y encuentro personal con Dios; 4) la
centralidad de la Biblia como palabra viva de Dios, debiendo la catequesis ayudar, con pedagogía
progresiva, a conocer y entender la Biblia en su historia, contexto, etc. (exégesis), y a acogerla
como comunicación actual de Dios, en una lectura sapiencial y orante de la misma (lectio divina),
en sintonía con la experiencia personal y colectiva, y desde la situación histórica presente.
e) Si la sabiduría bíblica dice relación a la vida, al modo o arte de vivir, guiado por la palabra de
Dios, el conocimiento sapiencial de la fe debe ir siempre unido a la dimensión actitudinal, moral y
práxica (actitudes evangélicas, vida nueva en Cristo, compromiso...) y reflejarse en ella. La
conversión cristiana, que la catequesis debe propiciar, es, ante todo, conversión teologal a la
persona de Jesucristo (experiencia de su cercanía, amor y compasión..., apertura de la propia vida
al Señor para dejarse transformar por su Espíritu), pero debe llegar a la conversión moral, de las
actitudes profundas, que se traducen y se realizan en actos concretos. Ya dijimos más arriba que
el conocimiento de Dios y de Cristo, según la Biblia, conduce necesariamente al cumplimiento de
su voluntad y de sus mandamientos y, en el cristiano, a la praxis del amor, mandamiento por
excelencia, que se verifica en ella (cf DGC 53-57). La pedagogía catequética, por tanto, debe
procurar que el conocimiento sapiencial de la palabra de Dios y de las verdades de la fe incida en
la vida, lleve al cambio y a la adquisición de las actitudes evangélicas y esté en permanente
diálogo con la experiencia vital (personal, social e histórica) del catecúmeno, haciendo una lectura
encarnada de la Sagrada Escritura y de los grandes documentos de la fe. Es decir, que sea la
transmisión de «un mensaje significativo para la persona humana» (DGC 116). Una pedagogía
progresiva del compromiso apostólico y transformador debe estar presente en el proceso
catequético.
f) En resumen: el secreto está en realizar bien el acto catequético, con sus diversos elementos (que
ya el Vaticano II señalaba, y que constituyen a la vez las 'tareas permanentes de la catequesis:
«iluminar y fortalecer la fe, alimentar la vida según el espíritu de Cristo, conducir a una
participación consciente y activa del misterio litúrgico y estimular a la acción apostólica» [GE 4]),
de modo que el conocimiento del mensaje, la experiencia humana y la expresión de la fe en la
oración-celebración y en el compromiso de vida sean partes de un todo, que se exigen,
condicionan y fecundan mutuamente (cf DGC 87; cf IC 42).
Dicho de otro modo: el conocimiento del mensaje en la catequesis ha de realizarse en sintonía con
la experiencia vital, en clima de oración como escucha y diálogo con Dios, y ha de llevar a la
transformación de la existencia en Cristo, para dar testimonio y ser agente de evangelización y
transformación del mundo. Es así como el conocimiento de la fe, salvando sus justas pretensiones
intelectuales, defendidas más arriba, será conocimiento salvífico de la Verdad que es Dios mismo,
para vivir en ella y comunicarla a los demás.
NOTAS: 1. En C. ELORRIAGA, San Cirilo de Jerusalén. Catequesis, Desclée de Brouwer, Bilbao 1991,
133s.; cf DGC 85; CC 166; E. ALBERICH, La catequesis en la Iglesia, CCS, Madrid 19912, 99. — 2 G.
LANGENIN, Fe, en R. LATOURELLE-R. FISICHELLA (dirs.), Diccionario de teología fundamental, San
Pablo, Madrid 1992, 476. — 3. E. ALBERICH, o.c., 112; cf CC 86. –4. L. GONZALEZ CARVAJAL,
Rehabilitación del sentimiento en la cultura actual, Teología y catequesis 60 (1996) 21-24. — 5 V.
AYER, Desplazamiento de una catequesis: 1950-1980, Sinite 64 (1980) 150; cf E. ALBERICH, o.c.,
106; J. COLOMB escribe: «El catequista deberá evitar el intelectualismo, que no sitúa en su lugar
ni todo el pensamiento, ni la profundidad afectiva y activa del mismo; pero deberá evitar también
el fideísmo que, rebajando la parte de la luz humana en la fe, no respeta al hombre y exagera
frecuentemente la parte de la afectividad» (Manual de catequética I, Herder, Barcelona 1971,
659). – 6. J. M. OCHOA, La transmisión de la fe, hoy: algunos criterios teológicos, Teología y
catequesis 30 (1989) 119. —7. Ib, 120. – 8 J. AUDINET, Los lenguajes de transmisión de la palabra
de Dios, en Por una formación religiosa para nuestro tiempo. Actas de las I Jornadas nacionales de
estudios catequéticos, Marova, Madrid 1967, 72. – 9 M. MATOS, Sinopsis para un estudio
comparativo de la «Catechesi tradendae» con sus fuentes, Actualidad catequética 96 (1980) 97-
144; cf A. GARCÍA SUÁREZ, En torno a la integridad extensiva e intensiva del mensaje cristiano,
Actualidad catequética 81-82 (1977). – 10 J. AUDINET, o.c., 72. Una exposición más detallada, en A.
GARCÍA SUÁREZ, o.c., 208-221; cf E. ALBERICH, o.c., 76; CT 31; DGC 114ss.; CCE 90, 234. – 11. Cf V.
PEDROSA, Sínodo 1977: La catequesis en el mundo actual y su prospectiva, Actualidad catequética
83-84 (1977) 107-114; G. GROPPO, Contenidos (criterios), en J. GEVAERT (dir.), Diccionario de
catequética, CCS, Madrid 1987, 221-224. –12 Cf P. A. GIGUÉRE, Una fe adulta. El proceso de
maduración en la fe, Sal Terrae, Santander 1995, 136-140; V. PEDROSA, a.c., 95-97. – 13 Por
ejemplo, V. MORLA ASENSIO, Libros sapienciales y otros escritos, Verbo Divino, Estella 1994; J.
VÍLCHEZ LINDEZ, Sabiduría y sabios en Israel, Verbo Divino, Estella 1995. – 14 J. VÍLCHEZ LINDEZ,
o.c., 76. – 15 V. MORLA, o.c., 45. –16 Cf S. FUSTER PERELLÓ, Misterio trinitaria. Dios desde el
silencio y la cercanía, San Esteban-Edibesa, Salamanca 1997, 75-84. – 17. E. D. SCHSMITZ,
Conocimiento, experiencia, en L. COENEN-E. BEYREUTHER-H. BIETENHARD, Diccionario teológico
del Nuevo Testamento 1, Sígueme, Salamanca 1980, 301; cf J. A. GARCÍA MONGE, Unificarse como
persona creyente, Teología y catequesis 60 (1996) 35. – 18. Ib, 304. – 19 E. ALBERICH, o.c., 60. – 20
Cf DGC 154; V. PEDROSA, La memoria en la catequesis, Actualidad catequética 99 (1980); J.
CoLOMB, o.c., 1, 499-535; E. ALBERICH, o.c., 113ss; A. ALCEDO, Dimensión cognoscitiva de la
catequesis, Formación de catequistas 6, SM, Madrid 1990, 13; U. GIANETrO, Memorización, en J.
GEVAERT, o.c., 549s; V. PEDROSA, Sínodo 1977: La catequesis en el mundo actual y su prospectiva,
a.c., 214ss.
BIBL.: Además de la citada en notas: MALHERBE J. F., El conocimiento de la fe, en LAURET B.-
REFOULÉ F., Iniciación a la práctica de la teología, Cristiandad, Madrid 1985, vol I, 92-120;
PEDROSA V., La catequesis, hoy, PPC, Madrid 1983; RESINES L., Cuando la catequesis pierde la
cabeza, Teología y catequesis 60 (1996) 41-87; WESTERHOFF J., Estructura bifocal del
conocimiento, Concilium 194 (1984) 101-110.
I. La esperanza amenazada
Hasta los umbrales de la Edad moderna apenas se oponía a la esperanza cristiana ninguna otra
alternativa en el orden religioso o filosófico. El mismo Kant, cristiano de la Ilustración, de la que se
constituyó el gran pensador, proponía en su universo del saber tres preguntas razonables y
trascendentales para el hombre: 1) ¿Qué puedo saber? En ella iba involucrada toda la capacidad
de la ciencia de su tiempo que él diseñó dentro de la crítica de la razón pura. 2) ¿ Qué debo hacer?
Con ella se proponía trazar el campo de la moral humana. 3) ¿Qué puedo esperar? Pretendía
señalar las posibilidades y los límites de la religión o de la fe cristiana. Después añadió una cuarta
pregunta que resumía las otras tres: ¿Qué es el hombre?
Los pensadores de la modernidad, después de Kant, han seguido la vía de la sospecha poniendo
en jaque a la fe cristiana y a la esperanza en Dios desde los principios estrictos del secularismo
(Feuerbach) y del ateísmo militante: materialismo dialéctico (Marx, Engels), espiritualismo
decadente por la falta de porvenir o por el malestar de una ilusión perdida como es la religión
cristiana (Freud), ateísmo de la muerte de Dios, humanismo del superhombre, eterno retorno y
nihilismo (Nietzsche).
En primer lugar ha estrechado cada vez más indisolublemente la fe en el Dios vivo, padre y
creador, y la esperanza en la vida eterna. Si hay Dios, y por la fe, oración, amor de los hermanos y
testimonio de vida en favor del evangelio, tenemos, gracias a Jesús, experiencia de ese Dios
viviente, tiene que haber promesa de vida eterna. Es algo evidente que dimana para el hombre
que cree en el Dios vivo.
De ahí la incoherencia de algunos cristianos de hoy, que, como aparece en algunas encuestas
contemporáneas, dicen creer en Dios y después –sin ninguna lógica de fe– dudan o niegan la vida
eterna que nos viene del Dios vivo que resucitó a Jesús. «Esta vida es lo único que tenemos, y si
morimos, morimos para siempre» parece escuchárseles. No se preguntan con hondura de quién
hemos recibido la vida y para qué destino. Otra forma escéptica de decir este desencanto es
acudir al refrán «el muerto al hoyo y el vivo al bollo», o a la metáfora floral «el muerto va al
cementerio a criar malvas». La muerte pare-ce un hecho natural, y la autodestrucción por la
muerte el vertedero final del hombre y de la historia.
Pero en medio de los dos pilares de este arco de fe-esperanza se alza la piedra clave de la fe en
Jesús, el Señor muerto y resucitado. El era uno de nosotros, pero tenía un espíritu de
comunicación con Dios y una participación con nosotros que rompía toda medida. Por eso llegaba
a tal profundidad en su comunicación con Dios y de Dios con él, que sólo se puede vislumbrar en
su invocación única, personal, de una profundidad filial insospechable: Abbá. En ella revelaba, a la
vez, su posición única y personal de Hijo. En cuanto a su solidaridad con nosotros, podríamos
definirlo como redentor, salvador; pero podemos entendernos de igual manera señalando que es
«un hombre-para-todo-hombre» (Bonhöffer). De ahí que su función siempre es mediática, pero
de una calidad única, para su tiempo y para siempre. Por eso su persona y su historia son decisivas
en cuanto a marcar nuestra fe en Dios y nuestra comunión entre los hombres. El niceno-
constantinopolitano, como el símbolo apostólico, le dedica la centralidad a su persona y misterio:
«por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato; padeció y fue sepultado, y
resucitó al tercer día, según las Escrituras». Pero también es él a quien aguardamos al final de la
historia como «Juez de vivos y muertos, y su reino no tendrá fin». Tal juicio será triunfante y
liberador en el éschaton, desvelando la ambigüedad de la historia; pero mantiene en su carácter
salvífico el interpelante permanente contra el pecado y la in-justicia, la violencia y la opresión en
vida y, definitivamente, en muerte de cada uno y de todos.
2. HORIZONTE ESCATOLÓGICO. «La verdad —recuerda Juan Pablo II en su encíclica Fides et ratio—
se presenta inicialmente al hombre como un interrogante: ¿tiene sentido la vida?, ¿hacia dónde se
dirige? A primera vista, la existencia personal podría presentarse como radicalmente carente de
sentido» (FR 26). «Por lo de-más, una simple mirada a la historia antigua muestra con claridad
cómo en distintas partes de la tierra, marca-das por culturas diferentes, brotan al mismo tiempo
las preguntas de fondo que caracterizan el recorrido de la existencia humana: ¿quién soy?, ¿de
dónde vengo y adónde voy?, ¿por qué existe el mal?, ¿qué hay después de esta vida? Estas mismas
preguntas las encontramos en los escritos sagrados de Israel...» (FR 1).
Job (19,25), los salmos místicos (16, 49 y 73), el Cantar de los cantares (8,6-7), o los profetas Oseas
(6,1-3) y, sobre todo, Ezequiel (37,1-14) e Isaías (25,6-9 y 26,19), van perfilando esta esperanza
ascendente. El apocalíptico Daniel 7 pronostica al final del mundo un reino del Hijo del hombre
con carácter de humanidad divina frente a los reinos de las bestias imperantes en la historia. Y en
el capítulo 12 augura la resurrección final de todos, aunque con distinta valoración para los justos
perseguidos y los injustos perseguidores. Eso mismo aparece en la esperanza diáfana en el Dios de
la resurrección de los muertos de los textos martiriales de 2 Macabeos 7 y 12, y sapienciales del
justo perseguido, torturado y muerto, pero cuya persona y valor inmortal e incorruptible son
garantizados por
Dios como don divino (Sab 1-5). En el vértice de este horizonte escatológico viene a alzarse
históricamente Jesús. Y lo que era en Israel una iluminación escatológica, poco a poco alumbrada
hasta vislumbrar la promesa de vida más allá de la muerte que se esconde en Dios, se ha
convertido de repente —«de una vez para siempre»—, por Jesús de Nazaret, en cumplimiento
anticipado con consecuencias imprevisibles.
Este Dios que resucita a los muertos por su Hijo Jesús —el resucitado según el vigor del Espíritu—
y el hombre recreado a esta imagen no se pueden avenir con la doctrina de la reencarnación. Este
viejo mito redescubierto en Occidente –ahora que ha perdido su esperanza cristiana— por la
influencia fascinante del Oriente, no deja de ser un múltiple esfuerzo de salvación del hombre con
sus avatares y purificaciones, pero nunca expresará el don escatológico de Dios.
Esta teología de la esperanza, cuyas «promesas de Dios se cumplieron en él [Cristo]» (2Cor 1,20),
no supone algo impuesto desde fuera o desde arriba, sino que conecta con las aspiraciones más
radicales del hombre —persona, vocación y destino—, e incluso sobrepasa sus mismas
capacidades y, sobre todo, sus realizaciones, y le sorprende como don gratuito de Dios. Así le hace
decir a Pablo: «Lo que el ojo no vio, lo que el oído no oyó, lo que ningún hombre imaginó, eso
preparó Dios para los que le aman» (1Cor 2,9). Aquí es donde se encuentra la superación y la
respuesta razonable frente a las objeciones de la filosofía del secularismo (Feuerbach), del
ateísmo y las filosofías de la sospecha (Marx, Freud y Nietzsche) y del agnosticismo y
posmodernismo increyente en su base intelectual.
Este hombre, vocacionado por Dios, que tiene como futuro escatológico la vida y la felicidad
eternas, que desea, busca, espera y ama con pasión aquí y ahora, y que ya disfruta, en parte como
don y en parte como tarea, es a su vez un ser menesteroso, contingente, dependiente, sometido
al fracaso, a la enfermedad, al dolor y, finalmente, a la muerte. Está igualmente propenso a la
desesperación, a la injusticia, a la corrupción, al desamor, al odio y a la guerra. Siempre le acosa,
vallando su existencia, el misterio de la iniquidad y del mal. A estas situaciones, realidades y
negatividades humanas, que los humanismos laicistas del siglo pasado y del presente descuidan
por amenazantes de sus ideologías salvadoras, responde la esperanza cristiana como salvación de
Dios en Cristo.
Esto supone el desarrollo de la paciencia escatológica que Dios tiene con los hombres, que es una
especie de amor y de humor salvíficos, que el hombre debe estimar y valorar en su
comportamiento con los demás, e incluso consigo mismo, para no caer en la desesperación
personal y colectiva. Es la paciencia victoriosa de la cruz amorosa de Jesús, enormemente pasiva y
activa al mismo tiempo. Sin lo primero no moriría por nosotros y sin lo segundo no resucitaría
para nuestra liberación (cf Rom 4,25).
La pascua de resurrección de Jesús ha dado un vuelco: «Antes Jesús predicaba el reino de Dios
entre los hombres, y ahora —a partir de la pascua—él mismo es el Predicado» (Bultmann). Ya con
antelación había señalado este cambio Orígenes, cuando dijo que Jesucristo era «el mismo reino
de Dios» (autobasileia). Y es que Jesús se reveló —y así lo ha dado a conocer Dios, su Padre, a
través del Espíritu— no sólo como el mensajero escatológico, el último profeta, sino mucho más:
él es parte personal e integral del mismo reino de Dios; es el Dios Hijo, junto con el Padre y el
Espíritu. Pero esto no invalida para nada el mensaje y acción escatológicos de Jesús sobre el reino
de Dios culminado en su misterio pascual. De hecho, Dios y el mismo Jesús lo avalan para siempre,
precisamente por su resurrección, como el único camino de implantación auténtica del Reino
hasta que él venga glorioso en su parusía.
A partir de la pascua, pues, el único camino de la esperanza cristiana es vivir el reino de Dios como
mensaje y acción evangélicas entre los hombres, tal como Jesús de Nazaret vivió entre nosotros y
consta en el evangelio; eso sí: partiendo de su presencia resucitada entre nosotros, y desde la
esperanza activa de su venida gloriosa (la parusía).
1. EL CENTRO: EL MISTERIO PASCUAL DE JESÚS. Tanto el anuncio apostólico como las confesiones
de fe más primitivas, el bautismo cristiano, los himnos y la liturgia eucarística de la Iglesia,
coinciden en manifestar que la pascua de Jesús, su muerte con su resurrección gloriosa, es el
acontecimiento decisivo de la revelación de Dios y de la salvación del hombre soteriológica y
escatológicamente. A partir de la resurrección, Dios se ha revelado como Abbá, el Padre «que
resucitó a Jesús de entre los muertos» (Rom 4,24; 10,9; etc.), y lo ha constituido «Señor»,
«Salvador» y «Juez de vivos y muertos».
Por eso, una antigua confesión cristiana recogida por Pablo dice: «Porque si confiesas con tu boca
que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás»
(Rom 10,9). Que en Juan se formula: «El que cree en el Hijo tiene vida eterna» (Jn 3,36). El mismo
dice de sí: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11,25). Juan, en su evangelio, habla menos que los
sinópticos de reino de Dios y más de vida eterna; pero ambos conceptos simbólicos,
omnicomprensivos de vida y de amor, son idénticos. Pablo sacará inmediatamente la conclusión
para sí y para todo cristiano: «No vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). A partir de aquí
tiene sentido todo el dinamismo de la vida bautismal y eclesial.
De ahí no sólo el papel tan gozoso que la pascua imprimió a la vida y misión evangelizadora de la
Iglesia, sino también la expectación jubilosa de la parusía. Así se explica la alegría con la que
partían el pan (eucaristía) por las casas los primeros cristianos; el grito jubiloso con el que
invocaban a Jesús dentro de la eucaristía: Maranathá —«Ven Señor Jesús» lCor 16,16; Ap 22,21;
Didajé 10, 6—y la valentía —parresía— con la que predicaban el evangelio los apóstoles,
dispuestos a sufrir cárceles y la misma muerte a causa del Señor Jesús resucitado.
Esta parusía, así de jubilosa y liberadora, que siempre pareció tan cercana a los creyentes de las
primeras generaciones y tan lejana a las siguientes generaciones de la historia, es igualmente
cercana y lejana para todos. Es la refracción de la cercanía y lejanía de lo eterno de Dios en la
resurrección de Jesús, su Hijo, que se revela así en nuestra historia.
Nosotros, y toda la historia de los hombres y del cosmos, recorremos un camino que está entre la
pascua y la parusía. Podemos decir que el reino de Dios, en Jesús, ya está entre nosotros, pero
todavía no se ha consumado. En medio está el camino del evangelio de Jesús, que media en la
historia con todas sus tareas y sus dones, como fermento en la masa, desde la pascua del Espíritu
hasta la consumación final. Entre el gozo y el dolor, entre la gracia y el pecado, entre la vida y la
muerte, la Iglesia sabe que la tarea de evangelizar la hace más grave y dramática la libertad
pecadora de sus propios miembros, y después de todos los hombres y los pueblos en un cosmos
todavía no redimido. Pero también sabe que «Cristo ha vencido al mundo» y que está con ella
hasta el fin de los tiempos. A esta historia liberadora del evangelio en el mundo hay que sumar la
labor positiva de las otras religiones y de tantos hombres de buena voluntad. A todos estos
esfuerzos Dios les dará el plus inmerecido, remecido, magnánimo de su consumación y plenitud
en su vida divina, por medio de su Hijo.
Para leer hoy teológica y catequéticamente los novísimos, tenemos que insertarlos en el centro de
la gran esperanza cristiana que, en Cristo, abarca al hombre, a la historia y al cosmos, y que está
magníficamente desarrollada por las cuatro constituciones del Vaticano II. Con esas dimensiones
universales, comunitaria y cósmica, podemos dar por buena la propuesta de H. Urs von Balthasar
que, allá por los años cincuenta, recogiendo el aire renovador de la escatología cristiana y bíblica
del tiempo, con carácter más personalista y menos cosista, definía los novísimos centrándolos en
Dios y en Cristo: «Dios mismo después de esta vida es nuestro lugar (Agustín). Dios es el fin último
de la creación. El es el cielo para quien lo gane; el infierno para quien lo pierda; el juicio para
quien él examine; el purgatorio para quien purifique. Es Aquel por quien muere todo mortal y por
quien resucita en él y para él. Pero lo es precisamente en el modo como él se vuelve al mundo, en
su Hijo Jesucristo, el rostro revelado de Dios y, por lo tanto, la personificación de los últimos
fines».
Sabiendo, además, como lo indica uno de los más bellos y directos documentos de la Comisión
episcopal para la doctrina de la fe: «De esa comunión goza plenamente ya quien muere en
amistad con Dios, aunque a la espera misteriosa del "último día" (Jn 6,40)» (Esperamos la
resurrección y la vida eterna II, 12 [26.11.1995]). Esta anticipación plena para la persona después
de la muerte, es una marca de la fe cristiana y eclesial, que revela la calidad escatológica de
nuestra inserción pascual en la muerte y resurrección de Jesús, no sólo en esta vida sino, sobre
todo, en la muerte. Como dice Pablo: «Si con él morimos, también viviremos con él».
En la doctrina del purgatorio no debemos olvidar que el cristiano, por su condición bautismal, está
justificado en gracia, pero mantiene todavía una propensión al pecado, y peca en realidad, y a
veces hasta de modo diabólico —simul iustus et peccator—. De ahí que deba mantener
permanentemente la purificación de todo pecado por medio de la conversión al amor. A medida
que crece su maduración e integración en el amor a Dios y al prójimo, más cerca está del amor
puro. Para aquellos que no han logrado en vida la plena purificación en este amor de gracia, el
purgatorio, lejos de ser un infierno atenuado y pasajero, resulta ser esa maduración e integración
en el amor, un paso —no medido por el espacio y el tiempo—para llegar a la plena comunión
beatífica con Dios. Una aproximación para comprender lo que significa el purgatorio, sería el papel
que juegan en vida el dolor, los sufrimientos, para la formación-maduración de la persona y hasta,
en el fondo, el diálogo con la doctrina hinduista de la reencarnación.
Al final uno se puede preguntar: ¿cómo están unidas y cohesionadas estas dos dimensiones de la
única escatología cristiana: la personal y la universal? No sabemos ni el cómo ni el cuándo. Pero
es, sin duda, en la eternidad del misterio del Dios uno y trino, que supera el ser y el tiempo, y en la
resurrección de Jesucristo, verdadera «medida de todas las cosas» —hombre, historia universal,
cosmos, vida, muerte, resurrección—, que tiene la clave de la consumación final. Por eso
confiamos plenamente en él.
b) Aprender a orar y celebrar la fe. «Ven, Señor Jesús» —grito de la asamblea en el centro de la
plegaria eucarística— es la oración cristológica más antigua. La expectación escatológica ocupaba
un lugar privilegiado en la espiritualidad y en el culto de los primeros cristianos. Hoy debemos
recuperar la dimensión escatológica de la liturgia, bastante oscurecida incluso después de la
reforma conciliar. Si celebramos la actualización de los hechos salvíficos del pasado es para
anunciar y anticipar el futuro definitivo: la liturgia como anticipo de la liturgia celestial (cf CCE
1090, 1130). La catequesis litúrgica debe educar —con la misma fuerza que la dimensión
pascual— la dimensión escatológica, sobre todo, en la eucaristía como anticipo eminente del
Reino (cf GS 38; CCE 1326, 1402-1405). Momentos —poscomunión, aclamación posconsecratoria,
etc.— y tiempos privilegiados para acentuar la dimensión escatológica son el adviento, la vigilia
pascual, la Ascensión, la solemnidad de Todos los Santos, la conmemoración de los Difuntos, los
últimos domingos del año litúrgico, la Asunción y las exequias. La preparación al último tránsito se
expresa sacramentalmente en la unción de los enfermos y, particularmente, en el viático (cf CCE
1523-1524).
En el desarrollo de la vida moral del creyente, la esperanza genera diversas actitudes cristianas:
con la vigilancia como actitud básica, descubre que en su vida de fe vive ya de modo anticipado
aquello mismo que en el último día logrará ser en plenitud; la esperanza adquiere sentido de
paciencia, como expresión típica de la tensión escatológica; la catequesis educa en la lectura
creyente de los signos de los tiempos, para capacitar al cristiano a ver los gestos salvadores de
Dios en la historia, como anuncio de la salvación definitiva; la invitación a la conversión nace de
las palabras de Jesús acerca del fin del mundo y de la posibilidad de cerrarse definitivamente a
Dios; el juicio definitivo de Dios debe crear en el creyente la capacidad de juzgar con verdad su
propia vida y la de los demás hombres, sabiendo que, en definitiva, sólo Dios puede desvelar la
verdad del corazón —insondable y ambiguo— del hombre; el conocimiento del tema del juicio
educa en la responsabilidad con los otros, identificando la causa de Jesús con la causa de los
pobres.
d) Formar la acción apostólica y misionera. Frente al escapismo espiritualista —salvación sólo del
alma— y a la escatología inmanente —el paraíso en la tierra— se alza la esperanza escatológica.
La catequesis, pues, debe educar en estas actitudes: la transfiguración de este mundo será, sobre
todo, don de Dios, pero también tarea nuestra; la esperanza final debe potenciar el compromiso
con el hoy y el aquí; la catequesis descubre la necesidad de comprometerse, desde la fe, en la
construcción de un mundo nuevo y mejor, más humano, más fraterno y más de Dios. Con su
compromiso, el cristiano está preparando la venida del Señor y la consiguiente consumación de
todas las cosas en el reino de Dios. Por otro lado, el todavía no escatológico libera —crítica y
proféticamente— al creyente de identificar el reino con cualquier conquista intrahistórica del
hombre. Así, el cristiano relaciona y distingue el crecimiento del Reino y el progreso social (cf CCE
2820).
b) Resurrección de la carne. A partir del pensamiento paulino (cf 1Cor 15), se debe superar el
lenguaje dualista, subrayando el carácter escatológico, somático, corporal y cristocéntrico de la
resurrección. La catequesis ha de vincular causal y formalmente la resurrección de los muertos a
la de Cristo, triunfador de la muerte y artífice de nuestra resurrección: hay resurrección de los
muertos porque Cristo ha resucitado. Resucitamos a imagen de Cristo resucitado y como
miembros de su cuerpo, lo que significa subrayar la dimensión corporativa, social, eclesial,
sacramental y comunitaria de la resurrección. En consecuencia, la catequesis destacará la
esperanza de resucitar en la totalidad de la persona y comunitariamente, superando una
concepción de la vida eterna desencarnada —sólo del alma—, privatizada —sólo del individuo—,
no cósmica —sólo de los humanos—. Se manifiesta así la riqueza del mensaje cristiano sobre la
resurrección de la carne —el hombre en su dimensión corporal pero no meramente material o
corpuscular, como expresión diáfana del auténtico ser del hombre: resurrección del cuerpo
espiritual.
c) Juicio. Entre los objetivos catequéticos a alcanzar en la presentación del tema del juicio, ha de
destacarse la vinculación del juicio a la parusía, para que la realidad tremenda del juicio no
produzca miedo, sino respeto y consuelo, pues el juez manifestado en gloria es el mismo que se
entregó por nosotros: Jesucristo es juez de misericordia y salvación. Desde esta perspectiva hay
que situar el argumento central del juicio: el reconocimiento de Jesús en los más humildes. Así, el
juicio de Dios debe ser anunciado como el día esperado por el creyente y temido por quien vive de
espaldas a Dios y al hermano.
d) Vida nueva o cielo. Tanto en la predicación como en la catequesis, una presentación actualizada
del cielo debe acentuar sus aspectos personalistas y comunitarios. En este campo es capital la
importancia del lenguaje con expresiones como visión de Dios, vida eterna, divinización, ser con
Cristo, estar con Cristo y con los hermanos. Frente a una catequesis que se preocupaba de
describir fantasiosamente el cómo de la vida eterna, se ha de destacar la dimensión personal,
social y cósmica de la vida nueva: comunión en el ser de Dios, fraternidad de todos con todos —
communio sanctorum—, relación armónica con el cosmos; es decir, la persona es divinizada; la
sociedad humana deviene comunión de los santos; el mundo, nueva creación.
Frente a viejas disociaciones, la catequesis actual debe explicitar cómo el Reino, ya comenzado,
camina hacia su plenitud en Cristo, y cómo dicha plenitud coincide con la de la humanidad y la del
mundo: el cosmos actual y la nueva creación se identifican básicamente. La línea de continuidad
entre creación y consumación se hace más patente desde la energía del amor divino, que es
común a ambas. Consecuencia catequética de esto deberá ser descubrir los signos del Reino ya
presente en medio de este mundo, y vivirlos como anticipación y garantía del mundo futuro.
Sobre la situación de los redimidos antes de la resurrección universal, la catequesis debe afirmar
con decisión y austeridad que los justos contemplan a Dios cara a cara; la antropología dualista
alma-cuerpo tenía la ventaja de ser fácilmente catequizable por partir de una hipótesis simplista
(el alma con Dios, el cuerpo en espera de la resurrección); superada esta visión espacio-temporal,
hay que buscar nuevas mediaciones catequéticas para expresar sobriamente la situación de los
difuntos: muerte y resurrección son acontecimientos distintos y sucesivos, pero no
cualitativamente distantes.
e) Muerte eterna o infierno. Entre los objetivos catequéticos de una presentación actualizada del
infierno hay que afirmar que la condenación eterna es una posibilidad real del futuro del hombre
como ser libre. Esta ha de presentarse como obra de seres totalmente autosuficientes, cerrazón
libre y empecinada frente a Dios, resaltando con énfasis que Dios tiene un único proyecto sobre el
hombre: la salvación. El infierno —como el mal— no es creación de Dios, sino resultado de la
libertad y del pecado del hombre; el infierno, pues, no es obra de Dios. Las palabras de la Escritura
sobre el infierno deben explicarse como aviso amoroso de Dios, que quiere evitarnos ese estado
definitivo de condena; son una invitación a la conversión; la posible condenación se concreta en el
rechazo a Dios, a Jesús, a su Iglesia, a los pobres, a la persona humana.
f) Muerte. Entre las experiencias humanas la realidad insoslayable de la muerte sigue siendo un
capítulo privilegiado a la hora de plantear interrogantes y, por tanto, puede generar actitudes de
rebeldía o apertura frente a nuestra cultura cerrada en lo inmanente, que ignora la muerte o la
presenta sólo como un dato biológico. La muerte puede ser evocada —sobre todo en la
precatequesis como una de las preguntas privilegiadas, que están pidiendo sentido: la muerte
necesaria por vía de hecho, pero absurda por vía de razón; frente a todos los empirismos, los
interrogantes abiertos por la muerte inspiran una visión esperanzada de apertura a alguna forma
de trascendencia, que está operando una reflexión, en cierta medida, religiosa. La pregunta sobre
la muerte cuestiona la pregunta sobre el sentido de la vida y de la historia, sobre la validez de los
imperativos éticos absolutos. Frente al tabú de nuestra cultura ante la muerte, hay que tomar
conciencia de que la realidad de la muerte es el mayor enigma de la vida humana: la muerte no
sólo como realidad natural sino —desde la fe— como salario del pecado. A su vez, la muerte —
algo a lo que progresivamente nos acercamos— relativiza la existencia, revalorizando, a su vez, el
tiempo presente y lo inaplazable de esta vida. Por tanto, el hecho de la muerte es algo irreversible
—fin de la vida terrena— y fija definitivamente —frente a toda ensoñación reencarnacionista— al
hombre en su opción ante Dios.
Un itinerario catequético sobre el tema de la muerte debe seguir estos pasos: el hombre, que
forma parte de la humanidad pecadora, es esclavo de la muerte; Jesucristo experimentó la muerte
humana no como acto de necesidad, sino de suprema libertad; así, cambiado el sentido de la
muerte, el morir cristiano es con-morir con Cristo. El núcleo del mensaje debe centrarse en el
anuncio del resucitado como única realidad por la que esperamos salvarnos: él significa y es para
nosotros la victoria sobre la muerte –el último enemigo del hombre y del mundo–; sufriéndola
voluntaria y obedientemente, Cristo transformó la maldición de la muerte y la situó en tránsito a
la vida plena.
g) Purgatorio. La catequesis sobre el purgatorio debe presentar la eventual purificación del justo
después de la muerte, relacionando esta situación con la imperfección e inmadurez presente del
hombre: el purgatorio se presenta así como proceso de madurez después de la muerte. Debe
evitarse absolutamente presentar este estado como un infierno temporal o en pequeño, y
hacerlo, más bien, como proceso necesario para que el justo –manchado, inmaduro– pueda
entrar en el gozo de la plena comunión de vida con Dios y acceder al misterio de su plenitud
humana. La metáfora del fuego puede aprovecharse catequéticamente como fuerza purificadora y
unitiva, dolorosa y costosa, semejante a la ruptura con la situación de pecado. En este contexto,
se ha de destacar la dimensión pascual de la comunión definitiva con el Señor, subrayando que la
pascua no sólo es resurrección, sino también muerte y sepultura.
Superada la imagen local-temporal del purgatorio, el encuentro definitivo con el Señor puede ser
presentado como algo traumático y revolucionario, que supone la maduración instantánea de
todo el ser del hombre. Con la dimensión personalista de encuentro con Cristo, se ha de destacar
la solidaridad en la comunión de los santos, en cuanto que nadie se salva solo; de aquí la
fundamentación catequética y litúrgica de los sufragios por los fieles difuntos, que siguen viviendo
en comunión orgánica con los miembros —todavía peregrinos— del mismo cuerpo de Cristo.
Esta catequesis tiene un buen punto de partida en la expectativa del niño a una vida mejor, sin
penas, sin sustos ni dolor; él es consciente de sus limitaciones, se siente atraído por el bien,
necesitado de confianza y deseoso de colaborar. La clave afectiva –amistad y cariño hacia Jesús–
desarrolla los grandes contenidos catequéticos: estar definitivamente con Jesús; dejarnos amar
por su Padre; ser capaces de amar del todo a todos; los difuntos ya están con el Señor y con él
velan por nosotros. La catequesis sobre la consumación busca que el niño se sienta invitado a vivir
una vida mejor y para siempre, comenzada con su colaboración aquí y ahora. La respuesta
cristiana se expresa en el agradecimiento por la llamada a una vida mejor y definitiva, en la súplica
para que los hombres acepten esta invitación, en el compromiso por hacer un mundo más bonito.
b) Adolescentes y jóvenes. El adolescente y el joven tienen los ojos puestos en el futuro, siendo
esta proyección una dimensión clave de su identidad personal. Junto a los riesgos del cambio, se
desarrolla en ellos un ansia ilimitada de felicidad, de plenitud, de realización. Esta mirada confiada
en el futuro, en la que el muchacho desea crecer, rechaza instintivamente todo lo que pueda
suponer limitación. El joven, a su vez, se da cuenta de su incoherencia e incapacidad para resolver
los problemas que le rodean. Esta ambivalencia adquiere su máximo exponente ante el enigma de
la muerte: la muerte de la vida, del cosmos, del hombre es la más seria amenaza a las ansias de
vivir que en este momento bullen en su corazón. El adolescente vive la contradicción del ansia de
vida, de felicidad y de futuro, frente al desconcierto de lo desconocido, de lo extraño. Esta es su
doble lectura de los valores ante el futuro. A este respecto, son altamente sugerentes las
preguntas con que el Catecismo para preadolescentes. Con vosotros está, sintetiza los
interrogantes juveniles: «Siento gran curiosidad por todo lo que se refiere al fin del mundo ¿Qué
pasará? Algún día desaparecerá todo. ¿Por qué morir? ¿Será verdad eso de un mundo nuevo?
Nada colma mis deseos. ¿Dónde está esa felicidad que tanto anhelo?».
En la catequesis juvenil, el anuncio cristiano de la esperanza definitiva tiene como objetivo educar
en la espera confiada de una plena realización personal, comunitaria y cósmica, basada en la
seguridad del amor y la acción de Dios en la vida y en la historia, superadora de los temores y
desconfianzas que sugiere el futuro. Este objetivo global se diversifica en dos: vivir con esperanza
cara al futuro y trabajar por el bien de los hombres aquí en la tierra. Ansia de plenitud y
autenticidad moral definen las claves de esta etapa.
c) Adultos. El adulto percibe la vida y la historia con una mirada realista, experimentando cómo es
dueño de su vida y, a su vez, cómo esta se le escapa. El valor del realismo y la adecuación a la
realidad pueden llevar a la resignación o a la pérdida de horizontes utópicos. El adulto joven, al
aparecer las primeras decepciones, puede evadirse de las grandes preguntas, cayendo en la
preocupación por lo inmediato, el acomodarse o escabullirse, hasta el cinismo ético. El adulto
mayor siente la vida no sólo como plenitud y autorrealización, sino también como
desmoronamiento y límite, y es proclive a la desilusión y hasta a la desesperanza. Esta experiencia
no queda reducida al ámbito de lo íntimo y de lo privado, sino que alcanza al sentido de la historia
y a la posibilidad de un más allá distinto.
BIBL.: BREUNNING W.-RAHNER K.-SCHÜTZ CH. Y OTROS, Consumación escatológica, en FEINER J.-LÓHRER M. (eds.), Misterium
Salutis V, Cristiandad, Madrid 1984; COMISIÓN EPISCOPAL PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Esperamos la resurrección y la vida
eterna, Ecclesia 2766 (1995) 1847-1855; CONFERENCIA EPISCOPAL ALEMANA, Catecismo católico para los adultos, BAC, Madrid
1990, 439-475; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Con vosotros está. Catecismo para preadolescentes IV, Secretariado
nacional de catequesis, Madrid 1976, 601-663 [también Manual del educador 1. Guía doctrinal 377-429; 2. Orientaciones 316-
336]; Padre Nuestro. Primer catecismo de la comunidad cristiana, Edice, Madrid 1982 [también Guía pedagógica 52-55]; Jesús es
el Señor. Segundo catecismo para la comunidad cristiana, Edice, Madrid 1982 [también Guía pedagógica 150-164]; Esta es
nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia, Edice, Madrid 1986, 201-216 [también Guía pedagógica 148-207]; CONGREGACIÓN PARA
LA DOCTRINA DE LA FE, Carta Recentiores episcoporum Synodi (17.5.1979); GEVAERT J., La dimensión experiencial de la
catequesis, CCS, Madrid 1986, 156-163; KEHL M., Escatología, Sígueme, Salamanca 1992; INSTITUTO SUPERIOR DE CATEQUÉTICA
DE NIMEGA, Nuevo catecismo para adultos, Herder, Barcelona 1969; NOCKE F. J. Escatología, Herder, Barcelona 1980; PEDROSA
V., El cristocentrismo escatológico, clave de una catequesis para nuestro tiempo, Teología y catequesis 49 (1994) 83-110; Pozo
C., Teología del más allá, BAC, Madrid 1991; RAHNER K., Curso fundamental de la fe, Herder, Barcelona 1979; RATZINGER J.,
Escatología, Herder, Barcelona 1980; Ruiz DE LA PEÑA J. L., La otra dimensión. Escatología cristiana, Sal Terrae, Santander
5
1986 ; TGURÓN E., Escatología cristiana. Aproximación catequética, San Pío X, Madrid 1990.
Según el Catecismo de la Iglesia católica «la catequesis (y la teología sobre la creación) reviste una
importancia capital. Se refiere a los fundamentos mismos de la vida humana y cristiana, y explicita
la respuesta de la fe cristiana a la pregunta básica que los hombres de todos los tiempos se han
formulado: «¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Cuál es nuestro origen? ¿Cuál es nuestro fin?
¿De dónde viene y adónde va todo lo que existe? Las dos cuestiones del origen y del fin son
inseparables. Son decisivas para el sentido y orientación de nuestra vida y de nuestro obrar» (CCE
182).
1. DATOS BÍBLICOS4. Aun cuando hoy las hipótesis astrofísicas sobre el origen del universo se
presenten al creyente como los problemas más relevantes y como retos de plausibilidad, con los
que hay que dialogar, no pueden ser, sin embargo, el punto de partida de nuestro concepto
cristiano de creación5. Tampoco las nuevas discusiones sobre el concepto de materia que, en su
límite, parecen estar muy cerca de un concepto holonímico-espiritual, o un materialismo
emergente. El misterio de la creación hunde sus raíces en la experiencia de un pueblo, cuya
narración se plasma en diversos relatos bíblicos. Relatos, por lo demás deudores , en su forma
literaria, de los pueblos circundantes, pero que difieren sustancialmente, en sus contenidos, de
esos mismos mitos y leyendas. Como acertadamente subraya J. L. Ruiz de la Peña6, la fe bíblica en
la creación no está ligada, como en las culturas circundantes, a la naturaleza, sino a la historia. La
experiencia de Israel es la de un Dios que actúa como Señor de la historia (Dt 26,5-10; Jos 10,5-13;
Éx 15,1-18). Por eso, en Israel, la experiencia de la alianza es anterior a la reflexión sobre la
creación. Litúrgicamente, la fiesta principal del pueblo de Dios no es la del día de la creación, sino
la Pascua (Ex 12,14)7.
Los relatos explícitos, por excelencia, de la creación son los dos primeros capítulos del Génesis 9.
Gén 1,1-24 es un texto de tradición sacerdotal y contemporáneo de los textos proféticos. Se nana
el relato no con interés por la creación en sí misma, sino como inicio de una historia de salvación
que, tras el paréntesis de los once capítulos primeros, empalma con la llamada de Abrahán (Gén
12). La creación, en este relato, se concibe como una gran arquitectura litúrgica, basada en el
número 710. La persona humana, bisexual, es creada a imagen y semejanza de Dios. A partir de lo
cual, la vía privilegiada para conocer a Dios es el hombre, por ser su más parecida representación.
Gén 2,4-25, es de tradición yavista, unos tres siglos anterior a Gén 1. No es propiamente un relato
de creación, sino más bien un relato etiológico para explicar el origen del mal en el mundo. Se
aporta un detalle importante: Dios ha insuflado en el hombre su «aliento de vida» (nesamah), es
decir, la autoconciencia para conocer el bien y el mal, la capacidad para discernir, la libertad
creativa o destructora.
En cualquier caso, de los textos aludidos se deducen estas consecuencias: 1) la identidad entre el
Dios salvador de Israel y el Dios creador del universo; 2) el monoteísmo sin concesiones del
texto11; 3) el cosmos, creado en el tiempo, encerrando un principio y un final; 4) la
desacralización de la naturaleza (sólo Dios es santo y sólo él merece adoración); 5) la bondad de
todo lo creado (Dios no es el origen del mal ni hay un principio dual maligno); 6) la
interdependencia e interrelación de todo lo creado, y 7) el encumbramiento de la persona
humana, hombre y mujer complementándose, como la obra maestra de la creación12, y
lugarteniente o administrador de la misma 13. Sólo la persona humana es imagen de Dios, porque
posee el mismo espíritu de Dios. Y Dios colocó, desde el principio, a la persona humana en una
dimensión privilegiada de gracia original.
En cuanto a los datos neotestamentarios de la creación, debemos remitirnos sobre todo a la rica
literatura paulina14, para quien el mundo es cristocéntrico: ha sido creado por, en y para Cristo.
Cristo es el Señor y artífice de la creación como lo es de la salvación (Rom 1,3-4; lCor 8,5-6; Col
1,15-20). Jesucristo preexistía a la obra creadora, su presencia fue decisiva en la creación, y en él
hemos sido predestinados, elegidos y llamados (Ef 1,4-10). La creación se consuma en la obra de
la redención y salvación (Ef 2,15; 4,24; Col 3,10). Aunque, por ejemplo, en lCor 11,12 y 1Tim 6,13
se resume la fe tradicional («todo viene de Dios» y «Dios da vida a todas las cosas»), sin embargo
lo realmente decisivo es que toda la creación tiene un fin cristológico (Ef 1,3-14). En Cristo, la
creación entera ha entrado en su última fase. El éschaton ha irrumpido en el mundo en una
especie de nueva creación (2Cor 5,17; Gál 6,15). Los cristianos deben vivir una vida nueva, en la
libertad de los hijos de Dios, para favorecer la recapitulación de todo en Cristo (Gál 5,1-13).
Porque con él, el Adán escatológico (lCor 15,44), ha llegado la nueva creación y es posible la nueva
criatura (Ef 4,24; Col 3,9).
Antes de pasar a los datos dogmáticos que encierra el misterio de la creación, dejamos constancia
de la riqueza de matices que presenta la persona humana, como cumbre de la creación e imagen
de Dios. La Biblia no aporta una definición ontológica, al estilo griego, de persona, sino una
descripción funcional, operativa y axiológica en sus tres dimensiones esenciales: en su relación
con lo creado (basar-sarx-soma), con los vivientes (nefesh-psiché) y con Dios (ruah-pneuma)15. O,
en otras palabras, por su corazón-ojos la persona es intelectual, volitiva y emotiva. Por su lengua-
oído, la persona es capaz de acoger, dialogar y relacionarse. Por sus manos-pies, es creativa y
puede ayudar a los demás en la construcción de un mundo fraterno 16.
Lo decisivo, lo subrayamos una vez más, es el hecho de ser la persona humana, imagen (eikon) y
gloria (doxa) de Dios (lCor 11,7), insertado en Cristo, primogénito de toda la creación, y en quien
todo se sustenta (Col 1,15-18). El destino del hombre es ser imagen de Dios en Cristo (2Cor 3,18).
La creación primera y la nueva creación en Cristo manifiestan que el hombre, y con él todo lo
creado, es una «dependencia para la libertad», es decir, su sentido y su razón de ser hay que
buscarlos en el creador-redentor.
Los Padres apologistas, en diálogo con el mundo griego, subrayan el papel de Cristo, el Verbo, en
la creación (Justino, Atenágoras), y afirman que la materia no es eterna, sino «creada de la nada»
(Teófilo). Posteriormente, Ireneo de Lyon acentúa la soberanía de Dios sobre todo lo creado, la
bondad de lo creado, la unidad entre el Dios creador y salvador y la recapitulación final de todas
las cosas en Cristo.
En san Agustín confluyeron todas las tradiciones orientales y occidentales sobre la creación. Su
reflexión se desdobla en dos niveles: uno natural-ontológico y otro religioso y ético. Acentúa la
creación de todo «en el tiempo» y «de la nada»; la soberanía y libertad del Creador; la
participación de todas las criaturas en la perfección de Dios y la degradación de lo creado después
del pecado del primer hombre.
Abelardo representa una doctrina optimista: la creación es óptima y este es el mejor de los
posibles mundos creados. Dios hace siempre lo mejor y no puede hacer otra cosa sino lo que
realmente sucede; y en este sentido, Dios no puede ni debe impedir el mal, porque de otra
manera se impediría en esta creación, la mejor posible, el bien mayor.
Importancia destacada merece el IV concilio de Letrán (DS 800), saliendo al paso de las herejías
cátaras y albigenses, en el que se define la unidad del principio creador, pese a la diversidad de
personas divinas que intervienen; la creación de la nada frente a la concepción de una materia
preexistente; la temporalidad o principio del acto creador; la creación de todo lo existente: seres
espirituales y materiales, y el origen de un mal causado por un acto moral, y no por algo de orden
ontológico (materia o entidad mala). Después de este concilio, el magisterio no volverá a tratar
ampliamente el tema hasta el Vaticano I.
San Buenaventura trata de unir los tres momentos clave de la historia de la salvación: creación-
encarnación-redención. Todo ha salido de Dios y, en Cristo, volverá a él. Alberto Magno
contempla al Creador como el «primer motor» de todo movimiento creado, cuya fuerza también
conduce a todas las criaturas a su fin último, que es Dios mismo.
La doctrina tomista18, en rica síntesis del agustinismo y del aristotelismo, señala a Dios como
causa ejemplar, eficiente y final de la creación; se insiste en la libertad de Dios al crear, y en la
«propia bondad» de Dios y la felicidad del hombre como fin de la creación; se señala que la
creación puede ser conocida por la razón, pero no por la «sola razón»: no podremos saber si el
mundo ha existido desde siempre. Podemos conocer a Dios a través de las criaturas y la
contemplación de lo creado. Para santo Tomás, en clave cristiano-aristotélica, el creado es ens a
se, acto puro, motor inmóvil, ser necesario; la criatura es ens ab alio, potencia, ser contingente.
El nominalismo posterior (Duns Escoto) separará al Creador del mundo creado y acentuará la
lejanía de ese mismo Dios. Un fuerte movimiento místico posterior (Eckart) recobrará el
movimiento dialéctico en cuanto se señala la diferencia de las criaturas con relación al Creador,
pero al mismo tiempo su total dependencia y su íntima vinculación a él. En este mishío sentido,
Nicolás de Cusa refuerza la idea agustiniana y tomista de la participación de las criaturas en Dios.
Entre los dos grandes concilios Vaticanos, se suscita la polémica sobre el origen del hombre y la
compatibilidad o no del concepto de creación cristiana con las teorías evolucionista y poligenista.
La polémica, a nivel teológico, se resuelve apelando a no renunciar al principio de creación para
todo lo existente, y a una intervención personal de Dios en cada persona humana que viene a este
mundo.
A la hora de desarrollar el tema catequético sobre Dios creador y su creación, debemos caminar
en direcciones referidas al mensaje revelado. A saber: 1) la realidad revelada en su originalidad y
en lo que afecta a la vida cristiana; 2) las tareas propias de toda catequesis en el tema de Dios
creador y la creación; 3) algunas orientaciones de la pedagogía de Dios en función de esta
catequesis, y, finalmente, 4) 'el desarrollo de esta realidad revelada en función de las edades,
tema que, por su amplitud, trataremos en el apartado III.
a) Sin el dato creacional no se puede llegar a captar la verdadera imagen de Dios mismo: desde la
creación, Dios se nos revela como Ser personal y trinitario, trascendente y diferente a todo lo
creado, aunque envolviendo y dándole sentido a todo. Presente en la creación y, al mismo
tiempo, trascendiéndola. Un Dios lleno de amor y ternura gratuitas. Un Dios de la historia de la
salvación.
La creación ha sido obra de la Trinidad y el mundo ha sido creado para la gloria de Dios. Todo ha
sido creado «con sabiduría y amor» (Plegaria eucarística IV).
b) Sin el dato creacional no se puede entender la verdadera imagen y sentido del mundo: las
ciencias solas no pueden explicar todos los enigmas del mundo en que vivimos. Es necesaria una
lectura simbólico-religiosa y, sobre todo, revelada y cristiana. A la luz de la creación, descubrimos
que el mundo no es eterno ni un inevitable retorno cíclico, sino creatura de Dios.
Dios creó el mundo de la nada y está llamado a consumarse y alcanzar su plenitud. El mundo está
orientado hacia una meta concreta: la cristificación, es decir, a alcanzar la plenitud de su unidad
bajo la influencia de Cristo, su cabeza (Ef 1,10). Un mundo creado que debe «perfeccionarse», en
la historia, según el plan de Dios. Por eso, el hombre mismo, y su mundo, son una mezcla de
«dado» y de «proyecto por hacerse». «Nunca hay nada logrado para el hombre» (V. Ayel).
c) Sin el dato creacional no puede entenderse la verdadera identidad y sentido del hombre, de la
humanidad, y de su puesto en el cosmos: Dios creador ha hecho al hombre como su administrador
y su lugarteniente. El hombre es persona, imagen y semejanza de las Personas divinas; rico en
dimensiones plurales; creado para recrear la creación; responsable ante su Señor de todos sus
proyectos históricos, personales y comunitarios. El hombre es libertad creadora y, al mismo
tiempo, ámbito de riesgo y conflictividad permanentes.
d) Sin el tema de la creación no puede entenderse el porqué de la misión del hombre en el mundo:
el mundo es para el hombre; él tiene la responsabilidad de mejorarlo. Es cierto que el Creador ha
hecho al hombre recreados, pero este puede huir de su cometido, renunciar a su responsabilidad
o, lo que es peor, destruir lo creado. Es preciso insistir en la dimensión de la responsabilidad
personal y comunitaria y en el sentido de la providencia como sinergia o unión de fuerzas
conjuntas, desde diversos planos, entre Dios creador y su criatura, en la dinamicidad de la historia.
Lo dice el himno litúrgico: «Y estáis de cuerpo entero los dos así creando, los dos así velando por
las cosas».
b) Aprender a orar y celebrar la fe. Debemos educar para contemplar y admirar lo creado,
desarrollando en la persona la dimensión estética y de belleza y, en consecuencia, el sentimiento
religioso que provocan la hermosura, la grandeza y el misterio de lo contemplado.
En este mismo sentido, deberíamos educar para alabar al Creador y manifestarle nuestro
agradecimiento por habernos regalado, con amor paterno, la gran casa o templo que es la
creación misma: «Bendice, alma mía, al Señor. ¡Dios mío, qué grande eres!... Despliegas los cielos
lo mismo que una tienda... Afincaste la tierra sobre sus cimientos... La cubriste del océano como
de un vestido» (Sal 104, 1-6). «Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterno su amor...
El hizo los cielos con sabiduría... El afirmó la tierra sobre las aguas...» (Sal 136,1-9; cf Salmos 8, 33,
148).
c) Ejercitar las actitudes morales evangélicas. Ya hemos subrayado más arriba cómo la creación es,
al mismo tiempo, don y tarea. Dios nos ha regalado lo creado, pero nos pide que perfeccionemos
su obra. El mundo no es tarea concluida. Ese perfeccionamiento del mundo pide un respeto y un
talante constructivo. No tiene sentido el abuso de las criaturas de Dios. Hoy hablamos, con razón,
de un discernimiento y obrar ecológicos. Las criaturas, aunque no son divinas, reflejan la belleza y
grandeza del Creador. El mundo es nuestra casa (oikía, de donde viene ecología) y tenemos el
deber ético de conservarla y de mejorarla. Pero, de modo especial, hemos de desarrollar esa
ecología moral referente a nuestra tierra, que se traduce en términos de justicia: la tierra, y todo
lo creado, es de todos; no es de unos pocos. Los latifundios, esas grandes propiedades de tierra
sin cultivar, mientras millones de personas mueren materialmente de hambre, son una grave
ofensa al Creador y a sus planes para con todos los hombres.
d) Iniciar a la acción apostólica y misionera. La práctica de estas actitudes morales será el mejor
camino para despertar o iniciar a la acción apostólica y misionera. La credibilidad y autenticidad
de la fe del creyente en Jesucristo pasan por tener las mismas actitudes de Jesús hacia lo creado y
hacia la humanidad. En resumen, se debe unir lo ecológico-natural con lo ecológico-moral, el
respeto y transformación positiva de lo creado y de la humanidad misma.
e) Iniciar a la vida comunitaria. (Esta tarea ha sido explicitada en el DGC 86). El pensamiento y la
ciencia contemporánea han redescubierto la clave de fusión de todo lo creado: todo está en todo;
y todo parte del todo. Se denomina visión holística de la realidad. Cada elemento creado no forma
en sí mismo algo cerrado; unas cosas remiten a otras y las inferiores a las superiores o más
perfectas. Se habla de ecosistemas, de impacto ambiental, de repercusiones universales de unos
efectos en otros, etc. El Creador ha dispuesto que todo lo creado sea una interconexión profunda
para crecer, subsistir y formar una armonía.
Lo que vemos reflejado en la naturaleza se repite en la humanidad: estamos hechos los unos para
los otros (sinergismos). «Dios no creó al hombre solo: desde el principio los creó hombre y mujer
(Gén 1,27). Esta asociación constituye la primera forma de comunión entre personas. Pues el
hombre es, por su íntima naturaleza, un ser social, y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin
relacionarse con los demás» (GS 12). Todos somos responsables de todos. No podemos escapar a
la pregunta que Dios mismo hizo a Caín en el libro del Génesis: «¿Dónde está tu hermano?». El
Vaticano II nos recordó que esta unidad o comunitariedad querida por Dios puede romperse por
el abuso de la libertad o la creación de estructuras de pecado (cf GS 13).
A la luz del Nuevo Testamento (Rom 12,9-21; 1Cor 13,1-13; Gál 5,13-25; 6,1-10), descubrimos con
mayor claridad y profundidad este mismo sentido comunitario o social: Dios nos ha querido salvar
como pueblo; somos hijos de un mismo Padre; todos somos «hermanos e hijos en el Hijo»; el
reino es don y tarea comunitaria para toda la humanidad, pero especialmente para los
convocados como Iglesia. Estas claves catequéticas, relacionadas con las tareas de toda
catequesis, sirven de brújula a la hora de desarrollar el proceso catequético según las diversas
edades evolutivas.
Con relación a la catequesis sobre Dios creador y sobre su creación, los catequistas deberán tener
presentes, al menos, tres orientaciones de la pedagogía divina:
a) La pedagogía divina como «pedagogía de los signos» o como paso de lo visible a lo invisible
(misterio). Dios suscita en los hombres actitudes de búsqueda, se va dando a conocer poco a poco.
Según las edades, las mentalidades y los contextos, el catequizando será llevado a descubrir cómo
el Creador ha dejado su huella profunda y, a la vez, visible en su obra creada. Los hombres de
culturas y religiones diversas, desde siempre, han sabido descubrir los signos del Creador en su
obra. Ciertamente, sólo las religiones reveladas (judaísmo, cristianismo, islamismo), y de ellas,
sólo el cristianismo en plenitud, han llegado a descubrir el sentido de la creación: es un regalo de
Dios para los hombres y además, según el cristianismo, un regalo de la Trinidad a la segunda
persona: el Hijo.
Esta forma de ser de Dios y de su pedagogía nos habla de una doble labor para los catequistas: 1)
el continuo y necesario esfuerzo de adaptación y búsqueda de lenguajes apropiados y adecuados
a las distintas condiciones del oyente (cf DGC 146); 2) todo ello, desde unos medios y unas
actitudes aprendidas del Dios de la revelación29: a través de los libros de texto en que se expresa
lo divino, y que son los acontecimientos de cada día y las obras mismas de la creación; sin prisas,
sabiendo ejercer la humildad, el humor, el amor y la paciencia; con capacidad de escucha,
admiración y sorpresa; con respeto hacia todo lo natural y viviente, pero sobre todo hacia lo
humano. La sensibilidad de los profetas les llevó a aprender a releer, desde la presencia misteriosa
de Dios y su plan de salvación, todo lo que es cotidiano y aparentemente natural y normal. Como
catequistas, aprendemos a ser, en lenguaje de Pablo VI, «expertos en humanidad», para saber
después leer sus realidades con sensibilidad bíblica. La viña, por ejemplo, es símbolo del pueblo y
de la fecundidad; el jardín, lo es de felicidad y abundancia; el monte es símbolo de la presencia de
Dios y de lugar sagrado; el fuego, de purificación y manifestación de Dios; el agua simboliza
limpieza y el nuevo nacimiento; el vino, evoca la alegria y el compartir, etc. A veces, esta
sensibilidad simbólica muere por exceso de conocimiento racional y de sus especializaciones, y el
conocimiento, cualquier conocimiento, se desvirtúa por el abuso de la información (Elliot). Aquí,
de nuevo, debemos subrayar lo apuntado en el punto b) del apartado 2: orar y celebrar lo creado,
alabando al Dios de la creación y expresando festivamente la belleza y la utilidad de sus obras.
Esto sucede también, y sobre todo, en la catequesis de Dios creador y su creación. A la hora de
valorar los contenidos y pedagogía utilizados, el test de autenticidad deberá caminar por estas
líneas maestras30: la catequesis ofrece una imagen correcta del Dios creador y revelador si evita el
dualismo Dios-mundo; si es realista el análisis de la realidad cósmica y humana; si aparece claro el
poder del Creador depositado en la criatura humana como capacidad de construir –o de destruir–
según su libertad personal; si se explicitan las tareas pendientes de la creación para mejorarla, en
el orden personal, comunitario y cósmico.
La gran lección de Dios como creador es la implicación de él mismo en su obra: desde la primera
creación a la nueva creación en Jesucristo, pasando por la elección y acompañamiento de su
pueblo.
a) Una gran parte de las personas del período 30-49 años –casi todas bautizadas– o no fueron
debidamente catequizadas, al menos de jóvenes, o se alejaron de la Iglesia. Ahora se necesita una
nueva evangelización para adherirse a la persona de Cristo poniendo su confianza —su fe— en él
(cf DGC 172 y 62). Es decir, necesitan una catequesis kerigmática o precatequesis (de llamada a la
conversión a Cristo) (cf DGC 58c), pues se les puede considerar como cuasi-catecúmenos (DGC
172). Su indiferencia religiosa a veces es conmovida por algún acontecimiento especial (cierto
interés por bautizar a un hijo, o su preparación para la primera eucaristía; el impacto por la
muerte de algún ser muy querido...) y se ponen en actitud de búsqueda religiosa. Esta catequesis
kerigmática puede llevar a buen puerto esa búsqueda de Dios. Esta catequesis tratará de
sintonizar con la experiencia humano-religiosa de esta búsqueda de Dios, pero su contenido
(kerigma) no será directamente la persona de Jesús; anunciará la existencia del Dios vivo, que ha
creado el mundo (cf He 14,15) y a los hombres, que habla con estos (revelación), que actúa en su
historia... Sólo si se acoge a este Dios creador del mundo —en general— será posible la
conversión cristiana a su enviado Jesucristo y su proyecto salvador. Importa más dirigir la atención
de los interesados al Dios de la creación que a la creación de Dios. Para favorecer la credibilidad de
la fe en Dios creador, se podrá salir respetuosamente al paso de las dificultades sobre el mal, con
algunas de las reflexiones que se proponen más abajo.
La catequesis sobre Dios creador suele ser más fácil con las personas de 50 a 65 años. El sentido
religioso de su vida es más habitual y suele evocar las grandes preguntas sobre el origen y el fin de
la vida, y el sentido mismo de la vida terrena, no como problemas abstractos o teóricos que les
atormenten, sino para obtener respuestas más cristianamente adultas y realistas, que unan
doctrina y vida. Pero antes de pasar a la catequesis de adultos propiamente dicha, se dedicarán
algunas sesiones a la catequesis kerigmática o precatequesis, para asegurar la conversión religiosa
al Dios vivo, creador de todo y Padre de Jesús, el Cristo salvador.
b) Es propio para esta edad —segunda pista catequética— descubrir con mayor lucidez la oración
como fuente de gracia para cumplir los deberes éticos. Cada persona asume la responsabilidad de
realizar el mandato de ser y de vivir como imagen de Dios, pero con la ayuda que el Espíritu
concede y cada persona recaba en mayor abundancia con la oración personal y comunitaria. Estas
responsabilidades éticas se resumen en vivir en comunión con el cosmos y, en concreto, con
nuestra Tierra, respetándola y desarrollándola; con las personas, en particular, en la relación
hombre-mujer, para afianzarla, y con Dios mismo, para alabarlo y darle gracias, como fuente de
toda realidad amorosamente creada.
Una catequesis familiar sobre Dios creador y las cosas de la naturaleza, ¿podrá suscitar este
despertar religioso? Podrá ayudar mucho. Los ojos abiertos de un niño, su concentración intensiva
y sucesiva en algunas cosas y sus gestos y palabras breves para que su madre u otros miren lo que
él ve entusiasmado, son signo de su capacidad de contemplación y de admiración ante la belleza
de unas flores, una planta, una piedra, un árbol con hojas y frutos..., ante el sol poniéndose o
saliendo, la luna, las estrellas..., ante un perro, un gato, una mariposa... Para el niño estas
realidades son signo de algo que está en ellas pero que las desborda; en concreto, son un signo de
Dios cariñosamente presente en esas realidades y más allá de ellas. La madre, especialmente,
ayudará al niño a discernir, como por intuición, la presencia misteriosa de Dios mediante estas
realidades visibles y bellas.
Tres pasos se precisan para que el niño descubra, en una fe muy incipiente pero real, a Dios
presente en la creación: 1) favorecer la contemplación de estas realidades-signo y acompañarle en
esa contemplación; 2) expresar delicadamente ante el niño sentimientos de admiración y...
preguntar: «¿quién habrá hecho todo esto?»; 3) dar nombre al Autor de forma cariñosa: «¡Es
Dios. Esto lo ha hecho para ti... porque te quiere mucho... Es tu papá del Cielo...! ¡Dios mío, qué
grande eres!». En otros momentos se puede sugerir el respeto y el cuidado que hay que tener con
las cosas que Dios nos ha dado en la naturaleza, que él ha creado para nosotros 33. Este es un
camino seguro para el despertar religioso infantil.
b) La catequesis de la creación en el período de 6-11 años. El niño, a medida que crece y es más
consciente del mundo en que vive, se pregunta cada vez más interesadamente por las maravillas
que lo envuelven.
En la primera niñez adulta (6-9 años) no sólo se interesa por quién ha hecho estas cosas hermosas,
sino también cómo es ese Dios. Conviene seguir recorriendo los tres momentos metodológicos,
con alguna variante: 1) conducir al niño de lo contemplado al Creador, en actitud de oración
agradecida; 2) ayudarle a ver que lo creado nos lleva a descubrir las cualidades –los atributos– de
Dios mismo; 3) seguir comunicándose con él –orando– según el atributo descubierto: grandeza,
poder, bondad, belleza, comprensión... a la luz del evangelio.
En la segunda niñez adulta (10-11 años) el niño es menos contemplativo y más activo; tiene gran
deseo de saber y de hacer cosas. En lo religioso, el niño (varón) acepta que Dios tiene los atributos
indicados, pero su relación afectiva con él disminuye; para él es el Señor del universo. La niña, en
cambio, sigue con su buena relación afectiva con Dios, viendo en él al Dios creador y padre.
Es importante, en toda la niñez adulta, suscitar los valores morales del respeto hacia las cosas de
la naturaleza y de la responsabilidad de cuidarlas como creadas por Dios para todos. Así los niños
comprenderán que las exigencias de la ecología, en vez de ser ajenas a las preocupaciones
cristianas, nacen precisamente como consecuencia del mensaje cristiano de la creación. Asimismo
convendrá explicar correctamente el sentido de la providencia de Dios, como expresión de que
Dios no se desentiende del mundo creado, sino que lo sigue conservando y cuidando
amorosamente. Una forma amorosa de la providencia que Dios practica habitualmente es la de
cuidar de las cosas creadas y de nosotros por medio de nosotros mismos, como corresponsables
con él de la creación. Cuando nos preocupamos de la naturaleza o de las personas, hacemos más
palpable la providencia paternal de Dios, lo hacemos más presente a él mismo entre nosotros
como creador y padre.
En todo caso, el mal, globalmente considerado, seguirá siendo un misterio. Después de luchar
contra él todo cuanto podamos con la ayuda de Dios, creador y padre, al fin habremos de poner
nuestra confianza en él, como Padre común, y fiarnos de que «todo se transforma en bien para
quienes le amamos» (CCE 323-324) y aun para todos. Dios se revela en el fracaso; también este –
quién lo diría–es lugar de revelación del Dios de Jesús.
b) En el período de la adolescencia (15-18 años). Teniendo como trasfondo los rasgos humanos y
religiosos de los adolescentes, expuestos en otros lugares de esta obra, muchos se encuentran
humanamente desencantados e insatisfechos ante el futuro laboral, y religiosamente alejados de
la Iglesia y con una fe llena de interrogantes. Buscan el sentido de su vida y un ser trascendente
que los consuele y dé confianza. Paradójicamente, bastantes sienten la inquietud de la solidaridad
y se abren a una cierta experiencia religiosa existencial, es decir, no institucional.
En estas coordenadas, Dios, en cuanto creador, permanece oculto o se manifiesta muy velado.
Centrado todo él en sí mismo, el adolescente ha perdido la seguridad y la capacidad para
contemplar la positividad y la armonía del mundo. Le va bien la acción, la transformación de las
cosas, el poder humano para sentirse uno mismo; pero en su interior da vueltas al drama y al
problema del mal, del sufrimiento, de las gentes, de la desarmonía del mundo: las catástrofes
naturales, los problemas sociales, el sufrimiento humano en sus varias dimensiones: físico,
psíquico, moral, etc. Con frecuencia toda esta problemática del mal les lleva a dudar de que todo
lo creado (el cosmos, nuestra tierra y la humanidad) tenga un sentido positivo. Sobre todo, les
lleva a poner en cuarentena que un Dios creador, familia trinitaria que actúa por amor, esté detrás
de todo aquello que ellos perciben con tanto dramatismo y negatividad.
Dado que una buena parte de adolescentes están en época de prepararse a la confirmación y, por
su situación religiosa, necesitan un primer tiempo de catequesis kerigmática, de llamada a la
conversión a Jesús, el Señor, vendrá bien una reflexión apologética sobre Dios creador y padre:
– En ella se les ayudará a descubrir la compatibilidad del mensaje cristiano de la creación, con los
nuevos datos de la ciencia, particularmente con la cosmovisión científica de las teorías unitarias
del universo (en lo macrocósmico y en lo microcósmico) y las teorías evolucionistas de las especies
animales, incluido el mismo hombre. Todo ello sin dualismos, ni monismos, desde la genuina
visión unitaria del misterio cristiano de la creación.
– Esto supone que en la reflexión se recordará la naturaleza de los géneros literarios en que están
escritos los primeros capítulos del Génesis, claves para nuestro mensaje de la creación. ¡Ojalá en
la parroquia se pudieran proporcionar algunas sesiones de estudio de interpretación de la Biblia,
según posibilidades! Se ejercitaría a los participantes a releerla, no sólo en clave de exegética
histórico-crítica, sino sobre todo en clave sapiencial, de experiencia religiosa cristiana, con
incidencia en la vida personal y social. Este estudio serviría para hacer la nueva lectura de la
palabra de Dios en función del resto del catecumenado preconfirmatorio.
– En estas reflexiones irán surgiendo las pistas que arriba se indicaron para dar algunas
explicaciones razonables sobre el problema del mal que vela el rostro paternal del Creador. Pero
se podría reflexionar de una manera más profunda y actual. Todo cuanto crea Dios es
necesariamente limitado. Y en un mundo creado –que no es Dios– que tiene los límites de toda
criatura, es inevitable que haya males, males físicos y males morales. En efecto, un mundo
inacabado y en evolución no puede realizarse sin choques y catástrofes; una vida limitada no
puede escapar al conflicto, al dolor y a la muerte; una libertad humana finita no puede evitar
siempre, por sí misma, la limitación del fallo moral, el pecado, cuyos efectos hacen sufrir a los
demás. Y este clima moral se enrarece más cuando las personas vamos tejiendo con nuestros
desatinos morales –pecados– esa red de males que llamamos estructuras de pecado, que nos
incitan a obrar el mal.
Pero las personas contamos con Dios que está a nuestro lado: 1) para evitar nuestros propios
pecados, aunque fallemos de vez en cuando; 2) para luchar contra los males físicos y contra las
consecuencias malas de nuestros fallos morales. Por tanto, Dios creador tiene corazón de padre y
se solidariza con nosotros, hasta soportar la muerte de su Hijo; es «el gran amigo que sufre con
nosotros y nos comprende» y nos ayuda a soportar los males. Más aún, nos llama a colaborar con
él en esta lucha contra los males con solidaridad fraterna 34.
Habiendo luchado a su lado contra el mal y construido aquí algo de su reino de fraternidad, Dios
nos asegura el reino definitivo y fraterno allí, cuando los límites de este mundo hayan quedado
superados por la muerte.
5. EN LA ETAPA DE LOS MAYORES (65 AÑOS EN ADELANTE). Las personas mayores pueden llegar a
esta etapa, desde el punto de vista religioso, o «con una fe sólida y rica» (DGC 187), o «con una fe
más o menos oscurecida y una débil práctica cristiana» (DGC 187), o «con profundas heridas en el
alma y en el cuerpo» (DGC 187), añorando sentirse acogidas y queridas con una ternura no
experimentada hace muchos años.
a) Esta catequesis debe ofrecerse a las personas mayores en cualquier situación religiosa en que
se encuentren, y en los lugares en que se suele llevar a cabo una catequesis sistemática, que
complete la iniciación cristiana que quizá nunca se logró. La tónica cristiana de toda catequesis
con los mayores es el clima de esperanza (cf DGC 187), tanto en lo que les resta de vida –hoy esta
puede prolongarse bastante, incluso con cierta calidad– como por la certeza de ser acogidos en el
encuentro definitivo con Dios.
b) La catequesis sobre Dios creador y padre, y sobre la creación en clave de esperanza, podría
realizarse incluyéndola como primer eslabón de la historia de la salvación. La narración de la
historia salvífica —pasajes más importantes del Antiguo y del Nuevo Testamento— se presta a
hacer una especie de síntesis del mensaje cristiano, a recordar el amor de Dios al hacer la
maravilla del cosmos y la casa de la tierra para sus hijos, pero una casa que todos hemos de
completar y mejorar con la ayuda paternal de Dios; a contemplar el amor entrañable de Dios para
con nosotros, hijos e hijas suyos; a recordar la cercanía de Jesús, Hijo de Dios, a nuestra
humanidad, para regenerarnos y salvarnos, ayudándonos a vivir como hijos del Padre y hermanos
suyos; a descubrir la acción del Espíritu del Padre y de Jesús a lo largo de esta historia de la
salvación que llega hasta nuestros días y nos afecta a nosotros. Pero una narración que lleve a
realizar oraciones y celebraciones comunitarias, y a mejorar la vida moral de los participantes.
NOTAS: 1. La palabra misterio en nuestro contexto teológico viene a significar lo definido por Pablo VI: «Una realidad
íntimamente penetrada por la divina presencia y por ello es de tal naturaleza que admite siempre nuevas y más profundas
2
investigaciones» (cf Discurso de apertura de la segunda sesión del concilio Vaticano II [22.9.1963]: AAS 55, 1963, 848). — Esta
afirmación implica, en un nivel profundo teológico, que todo estaba predestinado en Cristo, y que encarnación-redención son
dos caras de la misma moneda, no dos realidades radicalmente distintas en dos momentos de la historia de salvación. Cf G.
3
COLZANI, Predestinación en L. PACOMIO, Diccionario teológico interdisciplinar II, Sígueme, Salamanca 1982, 153-158. — Cf R.
BERZOSA MARTINEZ, Los postulados de una teología del sobrenatural en clave cristocéntrica, Burgense 29/2 (1988) 417-435; Del
4
problema del sobrenatural a su integración en la antropología cristiana, Burgense 34/1 (1993) 189-196. — Para una visión del
misterio de la creación en la Biblia, remitimos a las voces: Creación, Relato de la creación, Dios creador, en BoGART P. M. Y
OTROS, Diccionario enciclopédico de la Biblia, Herder, Barcelona 1993, 366-372. — 5 Hoy los cuatro modelos de explicación del
origen del universo son: 1) universo en expansión limitada (big-bang y contracción); 2) universo en expansión ilimitada (bigbang
y universo abierto); 3) universo pulsante (no hay ni comienzo ni final, sino sucesión ilimitada de cosmos eternos), y 4) universo
estacionario (eterno y cerrado). Cf J. L. Ruiz DE LA PEÑA, Teología de la creación, Sal Terrae, Santander 1986, 220-225; P. JULG,
6
Big-Bang y creación, Communio 10 (1988) 244-255. — J. L. Ruiz DE LA PEÑA, o.c., 21-60. — 7 Es cierto que la literatura
sapiencial tardía (Prov 3,19-21; 8,22; 29,13; Si 1,1-6; Sab 13,1-5), por influjo helenista, no sólo contempla el aspecto de la
8
relación creación-alianza, sino creación-contemplación de las maravillas de Dios. — Al parecer, el tema de la creación, en sus
textos más primitivos, se encuentra en los profetas: Jer 32,17; 33,25-26; Is 43,16-19; Am 4,13; 5,8-9; 9,5-6. —9. Cf J. L. Ruiz DE LA
10
PEÑA, o.c., 31-50; G. RAVASI, Guía espiritual del Antiguo Testamento, Herder-Ciudad Nueva, Barcelona-Madrid 1992. — Ocho
obras diferentes distribuidas en dos relatos paralelos: los tres primeros días Dios separa y los otros tres ornamenta. Separar y
ornamentar es un modo semítico para evocar la victoria sobre el caos y la nada y la irrupción del acto creador. El número 7
indica la belleza del cosmos: además de siete días, son siete las fórmulas litánicas creacionistas: 35 veces (7x5) se repite el
nombre de Dios; cielo y tierra aparecen 21 veces (7x3). El primer versículo bíblico tiene 7 palabras y el segundo 14 (7x2); cf G.
RAVASi, o.c., 33-42. — 11. El verbo bíblico bará literalmente no significa creación de la nada en sí mismo, pero la fuerza del
mismo y su reserva al obrar de Dios lo dan a entender. El concepto de creado ex nihilo aparece en la Biblia tardíamente, en Mc
12
7,28. — Aquí hunden sus raíces las reflexiones sobre ecología y ecología moral cristiana (cf I. BRADLEY, Dios es verde:
cristianismo y medioambiente, Sal Terrae, Santander 1993; J. MOLTMANN, Dios en la creación. Doctrina ecológica de la
13
creación, Sígueme, Salamanca 1987). — Para complementar estas afirmaciones, cf J. RATZiNGER, Creación y pecado, Eunsa,
Pamplona 1992. Y para una visión clásica y actual de la creación, explicada por la literatura judía, remitimos a: E. ROMERO, La
14
ley de la leyenda. Relatos de temas bíblicos en las fuentes hebreas, CSIC, Madrid 1989, 127-135. - Cf J. L. Ruiz DE LA PEÑA, o.c.,
63-83. Otros pasajes interesantes serían en los sinópticos: Mt 11,25; Lc 11,50; Mc 7,14-20 y, en Juan, su Prólogo (1,1-14), que
también manifiesta el cristocentrismo de la creación (cf A. GANOCzY, Doctrina de la creación, Herder, Barcelona 1986, 93-94). —
16
15. Cf J. L. Ruiz DE LA PEÑA, Imagen de Dios, Sal Terrae, Santander 1988, 21-26; 48-52; 61-81. — Cf R. MoURLON, El hombre en
17
el lenguaje bíblico, Verbo Divino, Estella 1984. — Remitimos a J. L. RUIZ DE LA PEÑA, Teología de la creación, o.c., 88-115; L.
SCHEFFCzYX, Creación y providencia, en Historia de los dogmas II, Católica, Madrid 1974; Creación en H. FRIES, Conceptos
fundamentales de la teología, Cristiandad, Madrid 1979, 272-280; A. GANOCZY, Creación en W. BEINERT, Diccionario de teología
dogmática, Herder, Barcelona 1990, 150-152; Creación en G. BARBAGLIO-S. DIENICH, Nuevo diccionario de teología, Cristiandad,
18
Madrid 1982, 186-212; G. COLZANI, Creación en L. PACOMIO, o.c., 140-157. — Cf por ejemplo I, q.13; 19; 44; 46. —19 En
relación al alcance del cristocentrismo, cf G. MOIOLI, Cristocentrismo, en G. BARBAGLIOS. DIENICH, o.c., 213-224; L. LADARIA, El
20
hombre a la luz de Cristo en el concilio Vaticano 11. Balance y perspectivas, Sígueme, Salamanca 1990, 705-714. – Cf por
22
ejemplo J. L. Ruiz DE LA PEÑA, Creación y gracia, Sal Terrae, Santander 1988. –21. Cf ID, Imagen de Dios, o.c.,. — Cf A. GESCHE,
23
Dios para pensar. El mal-el hombre, Sígueme, Salamanca 1995. — Cf 1. BRADLEY, o.c. —24. Cf S. VERGES, Dios y el hombre. La
creación, BAC, Madrid 1980; cf A. GESCHE, o.c., 251-268. Habla del hombre creado «creador», respecto al cosmos, a sí mismo y a
25 26
Dios. — Cf AA.VV., Angeli e demoni, Dehoniane, Bolonia 1991. — Cf G. GOZZELINO, Vocazione e destino delluomo in Cristo,
27
Ldc, Leumann-Turín 1985, 418s. — Cf R. BERZOSA, Nueva era y cristianismo. Entre el diálogo y la ruptura, BAC, Madrid 1995.
29
—28. Cf F. BARRENA, Pedagogía de la catequesis, SM, Madrid 1990. — Cf ib, 7-9. — 30. Puede ser útil leer J. R. GUERRERO,
31
Experiencia de Dios y catequesis, PPC, Madrid 1974, 201-235. — Cf CONFERENCIA EPISCOPAL FRANCESA, Catecismo para
32
adultos, Descleé de Brouwer, Bilbao 1993, 105-106.— - Cf CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Con vosotros está. Catecismo
33
para preadolescentes, Secretariado nacional de catequesis, Madrid 1976. — Cf P. RANWEZ, ¿Educan los padres? El amanecer
de la vida cristiana. Sugerencias, Sígueme, Salamanca 1968, 15-33. — 34. Cf A. TORRES QUEIRUGA, Un Dios para hoy, Sal Terrae,
Santander 1997, 11-15.
BIBL.: Además de la citada en notas: AA. V V., Pedagogía y didáctica de la formación religiosa. Grandes temas del misterio
cristiano y su presentación catequgtica, Secretariado nacional de catequesis, Madrid 1969: La creación, 59-69; ALBERICH E: BINz
A., Catequesis de los adultos. Elementos de metodología, CCS, Madrid 1994, 64-96; BERZOSA R., Como era en el principio, San
Pablo, Madrid 1996; CENTRO NACIONAL SALESIANO DE PASTORAL JUVENIL, Itinerario de educación en la fe V-VII (14-18 años),
CCS, Madrid 1995-1997; CHIco P., ¿A quién catequizamos?, Centro vocacional La Salle, Madrid 1995; CONFERENCIA EPISCOPAL
ALEMANA, Catecismo católico para adultos, BAC, Madrid 1988, 95-152; ERIKSON E. H., Infancia y sociedad, Horme, Buenos Aires
1976, 222-257; GANNE P., La creación. Una dependencia para la libertad, Sal Terrae, Santander 1990; GUERRERO J. R.,
Experiencia de Dios y catequesis, PPC, Madrid 1974, 201-235; IBÁÑEZ J.-MENDOZA F., Dios creador y enaltecedor, Palabra,
Madrid 1985; MONTERO J., Psicología y catequesis: 0-18 años, en Proyecto catequista 30-37 (1988) y 8-45 (1989); MORALES J., El
misterio de la creación, Eunsa, Pamplona 1994; SATTLER D.-SCHNEIDER TH., Doctrina de la creación, en OTT L., Manual de
teología dogmática, Herder, Barcelona 1986', 176-222; SESBOOE B. Y OTROS, Historia de los dogmas II: El hombre y su salvación,
Secretariado Trinitario, Salamanca 1996; ZUGAZAGA L., El despertar religioso, Actualidad catequética 173 (1997) 107-131.
CREATIVIDAD Y CATEQUESIS
Cada momento histórico viene determinado por un contexto socio-cultural que lo motiva y urge.
El momento que llamamos creatividad aparece como respuesta a la sociedad de posguerra, pero
su repercusión es superior al primer impacto tecnológico; se hace cultural y educativo; y por
extensión catequético.
En medio de esta realidad universal afloran nuevos caminos en educación, nuevos métodos y
nuevas leyes. Entre sus afirmaciones figuran la formación humana integral, la formación de
hábitos de observación, imaginación, reflexión, así como el fomento de la iniciativa, la originalidad
y la actitud creadora. En su entraña se albergan choques, a veces violentos, entre creencias y
estructuras, con recelos y desconfianzas, entre métodos y procesos; de aquí la necesidad de
profundizar en el estudio del tema y en la promoción de experiencias y métodos de incremento de
la creatividad.
Se habla, pues, de una dinámica estructural interna que no es cerrada, ni se deja dominar por la
anatomía de las formas. Es dinámica, por tanto, «actitud, voluntad de enfrentarse directamente
con los problemas, y resolución de profundizarlos con intrepidez y sinceridad» 3.
A partir de Maslow se establece una relación entre la percepción objetiva y la percepción que
forma la imagen de sí mismo (self). Los comportamientos se organizan desde la imagen de sí
mismo como respuesta a las llamadas de la realidad y su oferta de convertirse en experiencias
positivas. Pero esto ocurre en personas de autoconcepto positivo, mientras que en las de
autoimagen negativa el resultado es la inhibición por búsqueda de seguridad.
De ahí la distinción tan importante entre la doble tendencia: 1) a la fijación funcional, propia de la
tendencia al cierre y a la percepción estereotipada, y 2) a la bisociación funcional, propia de
personas con un rico auto-concepto, dispuestas para la ruptura de estructuras de percepción y
para nuevos encuentros con la experiencia. «El verdadero secreto de la percepción creadora —
afirma O. V. Oñatibia— está en que crea la posibilidad y los hábitos de abrir nuevas puertas al
encuentro con el mundo y mostrar de este un hecho singular, concreto, pero diferentemente
iluminado a través del sentido de la existencia originaria» 4.
El enfoque filogenético de Erich Fromm, por ejemplo, contempla la historia de los hombres como
un proceso creciente de individuación y libertad, equivalente al proyecto de ser plenamente sí
mismo. En este recorrido, el individuo se encuentra con el mundo, pero sólo conseguirá sus metas
si ese encuentro es transformador y creativo: «Lo nuestro es solamente aquello con lo que
estamos genuinamente relacionados por medio de nuestra actividad creadora, sea el objeto de la
relación una persona o una cosa inanimada» 5; es la «felicidad experimentada en la creación» la
que convierte los objetos en experiencias integradoras de personalidad (son las peak experiences
o experiencias cumbre, de Maslow). Persona creativa es equivalente, para el autor, a personalidad
integrada.
Las vivencias creadoras llevan anejas ciertas ventajas para el futuro de la persona: mayor
integración, vivencia más profunda de sí mismo y del mundo, sensación de libertad por la
reducción de limitaciones, espontaneidad y expresividad, crecimiento del dinamismo desde
dentro. En estos mismos criterios incide Carl Rogers: «La persona que se embarca en el proceso
direccional que he denominado vida plena es una persona creativa», y en el contexto del autor,
esto significa abierta a la experiencia y relacionada con su mundo en una tónica de existencia
creadora6. El requisito es doble, ya que hay un planteamiento teórico y otro de generación de
realizaciones concretas, observables en todas las posibilidades de crear.
La psicología humanista, que bebe en las fuentes del existencialismo, remite continuamente a la
experiencia desde la razón dialéctica (Kierkegaard) o proceso que facilita el diálogo interno con
ella —reflexión sobre los hechos— para encontrar la síntesis y el equilibrio entre lo cognitivo, lo
conativo y lo afectivo.
Hay cuatro criterios-factor señalados por Torrance, y que pueden servir de normativa para
detectar la creatividad: fluidez, o cantidad de respuestas ante los estímulos; flexibilidad, o
variedad de respuestas; originalidad, o infrecuencia de las respuestas; y elaboración, o detalle y
acabado de las realizaciones. Estos indicadores son de tipo cuantitativo, de originalidad, de
funcionalidad por su aplicación o utilidad del objeto creado.
En un intento de síntesis de los rasgos propios de quienes poseen una personalidad creativa, se
nos ofrecen los siguientes: 1) Son sujetos activos, que se resisten al exceso de quietud y disciplina;
2) capaces de percibir las situaciones-problema por su disposición a captar los huecos de cualquier
tarea aparentemente acabada; 3) oscilan entre la introversión y la extroversión, entre la calma
aparente y la audacia de la acción; 4) sus centros de interés son variados, con resistencia a las
fijaciones funcionales en un solo objeto; 5) les caracteriza la fluidez de ideas, imágenes y formas
de expresión, así como la flexibilidad y originalidad de las mismas; 6) son sociables, alocéntricos y
preocupados del ascendiente ante quienes les rodean8.
Junto a los rasgos intelectuales, cabe conceder gran importancia a la personalidad, regulada por
motivaciones tanto internas como originadas por el medio y la educación. Ya que los intereses, las
actitudes intelectuales y la fuerza impulsiva son rasgos de los sujetos de alta creatividad, resulta
fácil deducir el influjo que pueden tener las formas de presentar los conocimientos, la
preocupación por la divergencia y la creación de problemas, así como el aprendizaje de dominio
de las conductas impulsivas en beneficio de la orientación dinámica de dicha impulsividad.
El medio cultural puede ser estimulante de la creatividad. La cultura transmite sus propios
universales: ideas, principios, costumbres... que le pertenecen; sus particulares de grupo cultural
concreto, y los elementos alternativos, accesibles a diversidad de opciones, de ideas, de
realizaciones, con amplios márgenes de creatividad. Ninguna cultura auténtica sacrifica su propio
devenir creador; por el contrario, satisface los deseos creativos de sus individuos, va más allá del
pragmatismo y de la eficacia.
La cultura actual, en cuyo seno se gestan las grandes aventuras de dominio y transformación de la
tierra, presentan un amplio abanico de realizaciones creadoras que son la simbolización de su
propia conciencia de capacidad: simbolizaciones racionales (filosofía), culturales, científicas,
religiosas (teología), rituales (liturgia) y éticas (moral). Es como si nuestra cultura encontrara en la
creación la razón de su existir y la grandeza de su realidad dinámica.
3. LA EDUCACIÓN COMO ÁMBITO DE CREATIVIDAD. Quienes piensan en la creatividad asocian
este término al de educación. En ella se dan los elementos necesarios para su consideración e
incremento. Es un sistema abierto (o ha de serlo), pues se basa en toda una red de interacciones
que constituyen lo que A. López Quintás llama ámbito: se da entre educador, educando, y medio:
un campo de libertad expresiva que favorece el encuentro creador con los contenidos del
aprendizaje. Todo acto educativo –relación, explicación, orientación– es un acto ambiental si lleva
consigo «cierta interferencia fecunda de realidades dotadas de cierto poder de iniciativa» 10.
Los impulsos a la creatividad suponen al educador con ciertos rasgos propios, un estilo peculiar,
expectativas internas sobre los alumnos, que provocan, como transferencia no específica, la
respuesta de los mismos: expectativas, percepciones, formas de operatividad mental, respuestas
divergentes y un tono general creativo en sintonía con el de sus educadores.
– Donde hay proyectos con índices de refuerzo de la creatividad, se consiguen más altos niveles
de aspiración. La formulación de objetivos y de estrategias de conducta son los índices principales.
– La personalidad de los educadores es una variable significativa. Son personas menos sujetas a
estereotipos, más flexibles en métodos y criterios.
– Existe correlación positiva entre educadores que estimulan la creatividad y las respuestas
divergentes de los educandos11.
El arte de la educación no consiste en conocer las variables de modo teórico –aunque resulte
imprescindible– sino en controlarlas por medio de proyectos: situación de partida, objetivos de
creatividad, métodos, sistemas de control y autoalimentación (feedback) del sistema.
Dicha educación no puede darse sino en la realidad que se vive. Esa realidad, trascendida por la
creación simbólica de que es capaz toda persona y toda comunidad. En la expresión simbólica es
donde ponemos de manifiesto la vibración de la fe, donde le damos su extensión comunitaria y
donde encontramos –como respuesta–la continua configuración de la misma. La Palabra la
recreamos; creamos el símbolo; creamos el estilo de nuestra fe en lo que tiene de respuesta a la
acción de Dios como don; creamos al otro Jesús que somos nosotros, por identificación con el
Jesús Señor de la historia. «De él hemos aprendido que el hombre ha nacido creador», en
expresión de Roger Garaudy.
El atributo principal del cristiano –como del hombre– es su propia capacidad creadora; por eso la
catequesis respeta ese don y trata de activarlo en respuesta a sus mensajes. «Se trata, dirá J. P.
Bagot, de permitir a los cristianos, niños, adolescentes o adultos, inventar la manera como su vida
cristiana, su testimonio de fe y su palabra puedan dar sentido a una situación humana, haciendo,
por esto mismo, nacer la Iglesia».
2. EL CATEQUISTA ESTÁ DOTADO DEL CARISMA DE MAESTRO. Una de las afirmaciones básicas de
nuestra Conferencia episcopal relativa al catequista es esta: «El catequista, dotado del carisma de
maestro, aparece como el educador básico de la fe»; su tarea propia del ministerio catequístico
consiste en: 1) iniciar orgánicamente en el conocimiento del misterio de Cristo, con toda su
profunda significación para la vida del hombre; 2) introducir en el estilo de vida del evangelio
«que no es más que la vida en el mundo, pero una vida según las bienaventuranzas» (CT 29); 3)
iniciar en la experiencia religiosa genuina, en la oración y en la vida litúrgica; 4) introducir en el
compromiso evangelizador, tanto en su dimensión eclesial como social.
Con estos presupuestos podemos afirmar que la condición de maestro hace al catequista partícipe
de responsabilidad didáctica que, al igual que toda didáctica, obliga a optar por un estilo peculiar.
Sin hacer divisiones excluyentes, la opción catequética es kerigmática (propuesta de contenidos,
tradiciones, coherencia teológica) y es experiencial (con mayores márgenes de interpretación,
intuición, menor lógica aparente). El equilibrio pide la síntesis de ambas opciones en el respeto a
la doctrina y en la cálida relación personalizadora con la experiencia.
Los momentos del método creativo, respetando los ya tradicionales de una catequesis
actualizada, aportan matices de especial interés: 1) Momento de la experiencia. El catequista
centra la atención sobre la vida y la historia de los catecúmenos: hechos, datos, reacciones, fluir
de lo emocional y lo sensitivo, tomar conciencia de lo que pasa, juegos, canciones... todo ello en
un clima de libertad y fluencia creativa. 2) Profundización de la experiencia. Los datos de
percepción han de llegar a la conciencia para que constituyan experiencia; reflexión,
cuestionamientos, simbolización, llegar a la generalización (¿qué hay de común en los hechos?),
relaciones de causa-efecto, comunión y responsabilidad de las personas ante ciertos hechos...; la
lectura de la vida es el camino expedito para la lectura de la Palabra con significados profundos. 3)
Momento de la Palabra. La catequesis «ha de estar totalmente impregnada» (CT 27) de la palabra
de Dios. Una Palabra objetiva, expresada en los textos; subjetiva, por lo que permite «decirnos», y
transactiva, pues nos facilita el decirnos mutuamente. 4) Momento de la expresión celebrativa. En
catequesis, como en la vida cristiana, la expresión es forma integrante de la maduración de la fe;
en ella, contenidos y vivencias se hacen uno por la persona, que es «la forma de expresión, la
traducción válida y auténtica del misterio divino» (Von Balthasar). La celebración catequística se
centra en los símbolos según este proceso: a) necesidad expresiva (¿qué queremos expresar?); b)
signos elegidos (objetos dotados de significación para el grupo); c) simbolización o referencia
arquetípica (sentido natural, evocación, sentimientos, significados); d) correspondencia analógica
(lugares bíblicos, sentido cristiano, vivencia en la vida de Jesús, oración). 5) Momento del
compromiso. Cada hecho catequístico lleva a una transformación de actitudes y
comportamientos: sentido de la vida y compromiso social (CC 92), apertura progresiva del
cristiano a «las consecuencias sociales de las exigencias evangélicas» (CT 29). Aquí, las formas de
creatividad personal-social son tan variadas como las personas y los grupos.
NOTAS: 1. G. CALVI, La creatividad en L. ANCONA, Enciclopedia temática de psicología I, Herder, Barcelona 1980, 633; S. FREUD,
3
Freud: Obras completas, 9 vols., Biblioteca Nueva, Madrid 1973 : Teoría general de la neurosis VI, 2357; El método de la
2
interpretación onírica II, 410; El delirio y los sueños en la Gradivia de Jensen IV, 1335. – E. KRIS, Psicoanálisis del arte y del
artista, Paidós, Buenos Aires 1964; L. S. KUBIE, Neurotic distorsion of the creative process, Lawrence, Kansas 1958. –3. M.
WERTHEIMER, Productive thinking, v. it., II pensiero produttivo, Ed. Universitaria, Florencia 1965, 260. – 4. O. V. OÑATIBIA,
Percepción y creatividad, Humanitas, Buenos Aires 1977, 36; A. KOESTLER, The act of creation, McMillan Co, Nueva York 1966. –
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E. FROMM, El miedo a la libertad, Paidós, Buenos Aires 1974, 306. – 6. C. R. Ro-OERS, El proceso de convertirse en persona,
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Paidós, Buenos Aires 1981, 173; Libertad y creatividad en educación, Paidós, Buenos Aires 1978, 214. – E. P. TORRANCE,
Guiding creative talent, Prentice Hall, Nueva York 1963, 65. – 8. J. P. GUILFORD, Personality, Univ. of Southern California 1959,
183-184; C. W. TAYLOR, Creativity: progress and potential, McGraw-Hill 1964, 27-28; F. BARRON-C. W. TAYLOR, Scientific
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creativity: its recognition and development, J. Wiley, Nueva York 1964, 146-149. – T. TENTORI, Antropología cultural, Herde r,
10
Barcelona 1981. – A. LóPEZ QUINTÁS, Estética de la creatividad, Cátedra, Madrid 1977, 169. –11. W. J. WALKER, Creatividad y
2
«clima» en la escuela secundaria, en GOWAN J. C., Implicaciones educativas de la creatividad, Anaya, Madrid 1978 , 314-316.
BIBL.: Además de la citada en notas: DAYTON G. C., Perceptual creativity: where inner and outer reality come together, Journal
of creative behavior 10 (1978); MARTÍNEZ BELTRÁN J. M., Creatividad, ¿la inteligencia perdida?, San Pío X, Madrid 1985;
Creatividad y pedagogía de la fe, San Pío X, Madrid 1976.
SUMARIO: I. Significado y campo de investigación. II. Los términos del debate: 1. El acento sobre
el cristocentrismo; 2. El método adecuado; 3. Las nuevas instancias religiosas. III. Indicaciones del
magisterio: 1. El Vaticano II; 2. Documentos catequéticos; 3. Líneas de tendencia; 4. El Catecismo
de la Iglesia católica. IV. Consecuencias operativas: 1. En los contenidos; 2. En el método; 3. En los
agentes de pastoral.
Interesarse por estas categorías desde el punto de vista catequético significa ponerse ante un
estimulante debate sobre las ideas, cotejar importantes orientaciones del magisterio,
comprometerse no tanto por un contenido de la catequesis, cuanto por el eje que porta.
En sus obras, Jungmann reivindica fuertemente la centralización de Jesucristo para toda forma de
comunicación de la fe, reaccionando de esta manera ante una esclerosis del anuncio, oculta bajo
fórmulas doctrinales abstractas, ajenas a la corriente bíblica, incapaces de suscitar la experiencia
viva de la escucha, de la celebración y de la vida.
Haciendo esto, Jungmann ponía sobre la mesa una cuestión teológica de gran resonancia
catequética, que se ha ido manifestando compleja por los factores en juego, necesitada de un
equilibrio siempre nuevo y, por tanto, nunca definitivamente resuelta. Manifestamos aquí los
elementos principales en una rápida lectura histórica desde 1930 hasta hoy.
Lo hace como reacción vivaz a un arduo trabajo del pensamiento teológico y filosófico de finales
del siglo XIX, que proviene de un desleído liberalismo teológico entre protestantes y un árido
escolasticismo entre católicos, capaces de vaciar a Cristo de su misterio y deformar
irreparablemente el verdadero sentido del Dios de la revelación. Esta voluntad suya de reafirmar
el kerigma, propugnada ya intensamente por la teología dialéctica de K. Barth y la kerigmática de
los católicos, giraba inevitablemente el acento más sobre el cristocentrismo que sobre el
teocentrismo trinitario, que, de hecho, como fórmula, ha sido muy poco utilizada en la historia de
la catequesis. Pero no sin consecuencias y, sobre todo, no en términos definitivos.
De hecho, entre los años 1950 y 1960, el cristocentrismo es aplicado por sus partidarios al llamado
método kerigmático (catequesis kerigmática), quedando así expuesto al contrapeso de los
contenidos y de los lenguajes bíblicos y de la tradición, según los procedimientos deductivos. En
efecto, la vuelta antropológica o hermenéutica de los años 70, si no podía marginar el
cristocentrismo, estaba obligada a repensarlo y a ponerlo más a la medida del hombre, de sus
condicionamientos humanos, espirituales, sociales... De ahí el reto: ¿cómo mantener el
cristocentrismo, como eje portador del anuncio, superando, por una parte, el peso insoportable
del exegetismo y de la extrañeza vital, y realizando, por otra parte, una real y eficaz correlación
entre el dato de fe y la condición de los sujetos?
No se puede decir que las producciones catequéticas hayan permanecido en un justo equilibrio.
Antropologismo, lectura ideológica y otras reducciones han caído y caen en la trampa. Tener en
cuenta este cuidado antropológico, atento a la vitalidad de la fe, está más en consonancia con el
cristocentrismo de cuanto se pueda pensar. Porque, ¿qué es Jesucristo, sino el encuentro de Dios
con el hombre y del hombre con Dios?
3. LAS NUEVAS INSTANCIAS RELIGIOSAS. De hecho, hoy, la cuestión del cristocentrismo y del
teocentrismo trinitario está adquiriendo un perfil nuevo acompañado de diversos factores que
resumimos, apenas señalándolos, en tres tipos: 1) La presentación de las grandes religiones y, a la
vez, la consistencia relevante de la pregunta religiosa (aún no de fe) de muchos, pone en debate la
misma relación entre Cristo y Dios, y, por tanto, pide que se repiense de manera adecuada la
relación entre el cristocentrismo y el teocentrismo trinitario, sobre todo a nivel teológico y, en
conexión con él, dentro de los procesos de comunicación de la fe. 2) La fragilidad de las formas
tradicionales del anuncio y de la catequesis exige una contextualidad catecumenal, dentro de la
misma comunidad creyente, para quien el discurso sobre Cristo y sobre Dios no puede llevarse a
cabo convenientemente si no es en un contexto de iniciación. 3) En cuanto al ámbito
estrictamente catequético, la renovación cristocéntrica ha podido degenerar en formas de
cristomonismo, olvidando la globalidad de la revelación, en especial el papel del Espíritu Santo;
otras veces, por reacción, en círculos integristas existe una serie de rechazos a la renovación
conciliar, desconociendo el valor del cristocentrismo y del mismo teocentrismo trinitario,
refugiándose en las fórmulas doctrinales de un pasado preconciliar, poco inspiradas en la fuente
de la Escritura y de la gran tradición de los Padres; sin hablar de un cierto vaciamiento del mismo
componente teológico y cristológico, cuando se concibe la catequesis y la enseñanza religiosa
escolar como formación principalmente ética o de sensibilización religiosa de la experiencia.
A estos excesos y, más ampliamente, al resurgir de las nuevas instancias religiosas ha tratado de
hacer frente con autoridad el magisterio de la Iglesia católica.
1. EL VATICANO II. Jungmann no podía conocer el Vaticano II, pero este recoge ciertamente los
efectos de la renovación cristocéntrica y trinitaria, madurada durante los primeros 50 años del
siglo XX. Sin ser catequético y no usando jamás las categorías de cristocentrismo y teocentrismo
trinitario, el Concilio afirma su legitimidad plena, dando al misterio de Cristo, sobre todo por la
insistencia ardiente de Pablo VI, la absoluta centralidad en la revelación y, por tanto, en el servicio
de la Iglesia (cf LG 1; SC 7; DV 2; GS 10 y, especialmente, 22). La aportación del Concilio es de
fundamental importancia para el anuncio de la fe, sobre todo como principio general. En realidad,
apenas se indica el gran problema de la relación del cristocentrismo con el misterio de la Creación
(LG 48; GS 38-39) y con las grandes religiones.
El Directorio general para la catequesis (1997) propone una actualizada síntesis del significado que
debe darse al cristocentrismo, bien integrado con el teocentrismo trinitario, inventando la fórmula
cristocentrismo trinitario (DGC 41, 80, 97-100, 123, 135). «El hecho de que Jesucristo sea la
plenitud de la revelación es el fundamento del cristocentrismo de la catequesis» (DGC 41).
Aparecen diversas acepciones de cristocentrismo: 1) Cristocentrismo objetivo. «En el centro de la
catequesis nos encontramos esencialmente una persona, la de Jesús de Nazaret... En realidad, la
tarea fundamental de la catequesis es mostrar a Cristo: todo lo demás, en referencia a él» (DGC
98; cf 80; CT 5; CCE 426). 2) Cristocentrismo hermenéutico o interpretativo. «El misterio de Cristo,
en el mensaje revelado, no es un elemento más junto a otros, sino el centro a partir del cual los
restantes elementos se jerarquizan y se iluminan» (DGC 41). «El cristocentrismo obliga a la
catequesis a transmitir lo que Jesús enseña acerca de Dios, del hombre, de la felicidad, de la vida
moral, de la muerte... sin permitirse cambiar en nada su pensamiento» (DGC 98). Todavía más
ampliamente, Cristo «venido en la plenitud de los tiempos, es la clave, el centro y el fin de toda la
historia humana..., el sentido último de esta historia» (DGC 98). 3) Cristocentrismo total. «El
cristocentrismo de la catequesis, en virtud de su propia dinámica interna, conduce a la confesión
de fe en Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es un cristocentrismo esencialmente trinitario» (DGC
99). Se afirma que la estructura interna de la catequesis, toda modalidad de presentación será
siempre cristocéntricotrinitaria: «por Cristo al Padre en el Espíritu». Y también: «Siguiendo la
misma pedagogía de Jesús, en su revelación del Padre, de sí mismo como Hijo y del Espíritu Santo,
la catequesis mostrará la vida íntima de Dios, a partir de sus obras salvíficas en favor de la
humanidad»; como también, «mostrará las implicaciones vitales para la vida de los seres
humanos» (DGC 100). 4) Cristocentrismo espiritual y formativo. «La finalidad cristocéntrica de la
catequesis, que trata de favorecer la comunión del convertido con Jesucristo, impregna toda la
formación de los catequistas» (DGC 235). Y en la nota 6 del mismo n. 2355, el DGC evidencia a
este propósito la unidad que existe entre «el cristocentrismo de la respuesta del destinatario, el
"sí" a Jesucristo, y el cristocentrismo de la espiritualidad del catequista y de su formación». Los
inolvidables pasajes de CT 5-9, llevan al DGC a sintetizar eficazmente (con una cita tomada de la
Congregación para la Evangelización de los Pueblos): «La unidad y armonía del catequista se
deben leer desde esta perspectiva cristocéntrica y han de construirse en base a una familiaridad
profunda con Cristo y con el Padre en el Espíritu» (DGC 235).
3. LÍNEAS DE TENDENCIA. Indudablemente el reciente magisterio nos ofrece una tipología rica y
articulada de lo que se entiende por cristocentrismo (y teocentrismo trinitario). Observamos que
hace de criterio decisivo la revelación, a la escucha de la palabra de Dios; más que en el pasado se
afirma el necesario destino trinitario del cristocentrismo, pero sin que en ningún modo se pierda
la concentración cristológica como medida del contenido; emerge con especial relieve la cualidad
inspirativa del cristocentrismo, por lo cual lo que cuenta no es tanto la acumulación material de
contenidos cristológicos, cuanto el efectivo relieve del hecho del centralismo de Cristo conseguido
en la vida, en la reflexión y comunicación de la fe y en la formación de los catequistas. Tal vez nos
lanza una queja: ¿No aparece muy en la sombra la acción del Espíritu Santo para comprender el
mismo centralismo de Cristo y participar en la divina economía trinitaria?
No conviene ilusionarse con la facilidad del cómputo. La catequesis no es teología divulgativa, sino
una verdadera y propia comunicación educativa de la fe, donde se encuentran exigencias
teológicas, pero también antropológicas, pedagógicas y didácticas. El cristocentrismo y el
teocentrismo trinitario, que de ahora en adelante conviene llamar cristocentrismo trinitario, se
sitúan, pues, en un cruce complejo donde confluyen a la vez contenido, método y agente.
Debemos admitir que respecto a Jungmann, el cristocentrismo y el teocentrismo han adquirido
significado y relevancia mucho más amplios e inéditos. Diremos que algunos aspectos han sido
muy mejorados.
b) En segundo lugar, debemos aceptar el cariz antropocéntrico del cristocentrismo, adoptado por
Juan Pablo II, que tiene su origen en el Concilio: «Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del
misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le
descubre la sublimidad de su vocación» (GS 22; cf RH 10; DGC 116). Lo que suponga decir Dios,
según Jesús, y decir hombre, según Jesús, es cruz y gloria de toda catequesis y catecismo
renovado. Esto constituye un campo de formidable amplitud, inexploradas riquezas e infinitos
caminos.
c) El cristocentrismo entendido como hermenéutica de Jesús sobre la realidad (cf Mc 4,34), hoy
base común de toda catequesis, se considera cada vez más necesario para ciertos puntos
neurálgicos. Recordamos dos tipos: 1) Para aquellos temas cristianos que más contrastan con las
concepciones modernas y, por tanto, más expuestas a deformaciones y adaptaciones (pérdida de
lo específico cristiano): piénsese en la manera de concebir la escatología y los novísimos; en el
concepto de moral, autónomamente elaborado; en los campos de la bioética...; 2) Para temas
prácticamente ignorados en la catequesis tradicional y, sin embargo, afirmados en el Nuevo
Testamento y nunca más actuales que ahora. Destacamos tres, entre otros: Cristo y el destino del
universo (cf Col 1,15; Rom 8,19-25), a lo que se une la creciente capacidad del hombre para
explorar el cosmos; el misterio de Cristo en la comprensión de las grandes religiones, por lo que se
obtiene una delicada, apasionada e inédita relación entre el cristo-centrismo y el misterio de Dios,
a fin de hacer frente al hecho del pluralismo cultural y religioso; el cristocentrismo (y el
teocentrismo trinitario) en relación a la pregunta sobre el sentido y la religiosidad en general, para
lo que el cristocentrismo y el teocentrismo trinitario se enlazan necesariamente con los sistemas
de pensamiento (filosofía) y las propuestas esotéricas.
Sabemos que uno de los límites del cristocentrismo practicado por la catequesis kerigmática ha
sido su estancamiento en las fórmulas bíblicas y en un esquema muy rígido de la historia de la
salvación. Hoy el cristo-centrismo (y el teocentrismo trinitario) debe afrontar los interrogantes del
hombre, ponerse en relación teológica y didáctica con las grandes experiencias de la vida. No tiene
eficacia aquella catequesis que no consigue expresar el sentido existencial de la verdad cristiana
que anuncia. Por lo cual, no se trata sólo de averiguar quién es Cristo (Dios) y el hombre con
respecto a él, sino qué puede hacer Cristo (Dios) por el hombre y viceversa.
Sería un error entender la centralidad de Cristo como inmediato anuncio del evangelio, sin una
adecuada preparación e inteligente proceso de formación. Cristocentrismo no equivale a consumo
de Jesucristo (cristo-monismo), como podría aparecer en ciertas formas entusiásticas y
carismáticas. Ante todo, un cristocentrismo bien regulado, exige hoy una catequesis de inspiración
catecumenal, un camino de iniciación. Es, en el fondo, la mejor fidelidad a los orígenes, a aquellos
encuentros con Jesús de que hablan los evangelios (especialmente el cuarto), que encierran en sí
toda la fuerza de un camino de madurez de la fe en Jesús y, a través de él, en el Padre.
3. EN LOS AGENTES DE PASTORAL. Aquí vale sobre todo la insistencia de la Catechesi tradendae
que, del clásico sentido del cristocentrismo, entresaca la incidencia subjetiva para quienes se
hacen ministros del anuncio. Lo afirma con vigor tanto el magisterio de la Iglesia universal (cf CT 6-
9) como el de la española (CF 63-64). Concretamente, se pide al catequista una espiritualidad
cristocéntrica plena, de manera que los catequistas sean testigos en primera persona de Aquel a
quien han «oído, visto, contemplado y tocado» (cf 1Jn 1,1) y, a la vez, sean capaces de «dar razón
de la esperanza», que es «Cristo en vuestros corazones» (cf 1Pe 3,15). Por eso, los catequistas
están llamados a recorrer los caminos de la espiritualidad bíblica y la de las grandes figuras de
ayer y de hoy, que han hecho de la experiencia de Jesucristo el centro de su vida y misión (cf IC
44).
BIBL.: BIssoLI C., Cristocentrismo, en Dizionario di catechetica, Ldc, Leumann-Turín 1987; DUPUIS J., Gesú Cristo incontro alle
religioni, Cittadella, Asís 1989; JUNGMANN A. J., Catechetica, Paoline, Alba 1955; La predicazione olla luce del Vangelo, Paoline,
Roma 1965; MOIOLI G., Cristocentrismo, en BARBAGLIO G.-DIENICH S. (dirs.), Nuevo diccionario de teología I, Cristiandad,
Madrid 1982, 213-224; Cristocentrismo, en DE FLORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid
4
1991 , 398-409; PEDROSA V. M., Catequesis trinitaria, en PIKAZA X.-SILANES N. (dirs.), Diccionario teológico. El Dios cristiano,
Secretariado Trinitario, Salamanca 1992, 222-244; El cristocentrismo escatológico, clave de una catequesis para nuestro tiempo,
Teología y catequesis 13 (1994) 49, 83-110; SASTRE J., El cristocentrismo en el magisterio catequético de Juan Pablo 11, Sinite 30
(1989) 29, 81-89.
Cesare Bissoli
CULTURA CONTEMPORÁNEA
«Las culturas —afirma Juan Pablo II en su encíclica Fides et ratio—, estando en estrecha relación
con los hombres y con su historia, comparten el dinamismo propio del tiempo humano... Cada
hombre está inmerso en una cultura, de ella depende y sobre ella influye. El es al mismo tiempo
hijo y padre de la cultura a la que pertenece» (FR 71). Toda acción pastoral y catequética se realiza
en un contexto sociocultural, es una transmisión y educación de la fe situada. No es necesario caer
en ningún determinismo social para reconocer la profunda influencia del contexto social y cultural
a la hora de la transmisión de la fe. «La forma en la que los cristianos viven la fe está también
impregnada por la cultura del ambiente circundante» (FR 71). Olvidar o desconocer este
condicionamiento es exponerse a sufrir sus influjos sin tener capacidad reflexiva para
reconocerlos. La catequesis actual cada día es más consciente de estos condicionamientos, y se
remite a las aportaciones de las ciencias sociales para discernir el momento sociocultural en el
que tiene que ejercer su función pedagógica.
Vamos a indicar, de la mano de algunos estudiosos, los rasgos más llamativos de nuestra situación
cultural. Subrayaremos algunas de las consecuencias que se derivan para la presentación de la fe.
Veremos cómo son muchas e importantes.
Pero antes, indiquemos a manera de explicación de términos qué entendemos por cultura.
Cultura es un vocablo empleado con cierta flexibilidad, que adquiere la connotación generalísima
de todo lo producido por el hombre, o del mundo significativo del ser humano. Desde este punto
de vista, la sociedad humana es contemplada desde la perspectiva del sentido. El concepto
adquiere una determinación mayor cuando entendemos por cultura esas grandes matrices donde
se fragua el sentido social y personal. A su luz se esclarecen los interrogantes fundamentales del
ser humano, considerado individual y colectivamente: de dónde venimos, adónde vamos, por qué
existimos. Esta es la noción que más nos interesa cuando indagamos las características culturales
de la sociedad moderna o contemporánea.
Tampoco será ocioso decir que, al calificar a la cultura de contemporánea, estamos poniendo el
acento en los rasgos que actualmente vivimos. La contemporaneidad, sin embargo, es un
concepto fluido que se desplaza con el tiempo y no puede ser fijado de una vez por todas. La
contemporaneidad de la que hablaremos será la de este final de siglo y milenio que nos toca vivir
y tratamos de auscultar.
Lo importante es darse cuenta de que estas prácticas sociales derivadas del sistema tecno-
económico van tejiendo un mundo cultural lleno de artilugios mecánicos o electrónicos. Un
mundo artificial, alejado profundamente de la naturaleza y marcado a fuego por la lógica
funcional. De ahí que se vaya configurando una cultura, es decir, unos modos de ver la realidad,
de valorarla y darle sentido.
Se suele denominar objetivismo al tipo de visión de la realidad que acompaña a este mundo
tecnologizado. Un mundo que aparece como una cosa u objeto echado ahí. La realidad está así
formada por un conjunto de cosas y funciones, más o menos compleja o hipercomplejamente
entrelazadas, pero que no poseen otras dimensiones más allá de las que determinan los análisis
objetivos de las ciencias llamadas naturales y técnicas o aplicadas.
Si observamos este modo objetivista e instrumental de ver la realidad desde el punto de vista de
los valores —tan importantes para el sentido— nos damos cuenta de que la racionalidad funcional
lleva adscrito un determinado tipo de valores: aquellos que se inclinan hacia el lado de lo
funcional e instrumental, pragmático, utilitario, eficaz, rentable, controlable y mensurable.
Lo más grave de estas prácticas sociales funcionales y del estilo de vida y de cultura que están
configurando es su dinamismo. Tienden a colonizar más y más espacios, en una suerte de lógica
funcional imperialista. Bajo el influjo de este modo objetivista y funcional de percibir la realidad y
la vida, van cayendo las relaciones interpersonales y actividades tan profundamente humanas
como la educación o la política. Hay una especie de contaminación funcional generalizada, que no
se detiene ante ningún ámbito de la vida humana. Asimismo este dinamismo funcionalista tiende
a mundializarse: no hay cultura que lo detenga. Y ya hemos indicado que su penetración no es
neutra: lleva consigo un modo causalista, mecanicista y mensurador de ver y tratar con la
realidad. De ahí el enorme impacto de esta cultura tecnológica sobre las sociedades y culturas
preindustriales o pretecnológicas.
Si tras esta breve caracterización de este rasgo fundamental de nuestra sociedad y cultura de la
modernidad contemporánea, quisiéramos apuntar algunas consecuencias para la religión en
general y para la fe cristiana en particular, a tener muy en cuenta por el catequista y pastor,
tendríamos que recordar fenómenos tales como los siguientes:
En primer lugar, el estrechamiento objetivista de la realidad que hemos indicado. Lleva consigo
una ceguera práctica para ver las dimensiones de profundidad de la realidad. Dicho de otra
manera: la mentalidad y la visión de la realidad funcionalista sólo ven la superficie mensurable de
la realidad. No advierten que la realidad está dotada de varias capas de profundidad y sentido. De
esta manera, la actitud funcionalista que expanden las prácticas sociales dominantes en nuestro
mundo tienden a eliminar el misterio de la realidad: sólo existe lo desconocido provisionalmente,
hasta que la ciencia lo descubra o desvele. De aquí que se pueda decir que el objetivismo
funcionalista actúa, en la práctica como un secularizador de nuestra cultura, en el sentido de un
eliminador del misterio y de las predisposiciones mentales para lo religioso.
De esta racionalidad funcional se deriva una cierta incapacidad para la captación de los símbolos.
Estos se reducen a signos utilitarios con referentes controlables físicamente de alguna manera. La
dimensión de evocación y significación de la trascendencia queda fuertemente dañada.
Los valores que impulsa la lógica funcionalista, con su énfasis en lo pragmático y utilitario,
presenta también contradicciones para la aceptación de la gratuidad de la fe, su aparente
inutilidad, la exigencia de donación e incluso de entrega más allá de cualquier aparente ineficacia
o no rentabilidad, por no citar el choque frontal con temas tan centrales de la fe cristiana como la
cruz o el amor incondicional de Dios.
Se comprende que en este clima de pluralismo y de relativismo florezcan las tendencias religiosas
sincretistas o, al menos, se tienda a una flexibilidad doctrinal, que si bien sirve para afinar
rigideces dogmáticas, puede conducir a un eclecticismo fácil. Así, asistimos, como reacción
comprensible, a la aparición de corrientes de afirmación de la tradición, de lo propio, a la vuelta a
cierta seguridad y pureza que puede desembocar en actitudes tradicionalistas o fundamentalistas.
Cuando estas afirmaciones –que no sólo recorren lo religioso, sino lo político, lo étnico, lo
ideológico, etc., pero que se mezclan fácilmente con ello– se vuelven compulsivas, estamos ante
procesos de enfebrecimiento peligrosos.
La catequesis debiera ayudar a aceptar una fe cristiana con convicción, pero sin rigidez, en una
situación pluralista y relativista. En el fondo late el serio problema personal y social de la identidad
en nuestra sociedad. La fe tiene que colaborar a la constitución de una identidad con contornos
definidos, pero abierta al ancho mundo de hoy. Una tarea difícil, pues, como estamos viendo a
través de los conflictos de nuestro tiempo, quizá el desgarro cultural de nuestro mundo actual
pase por esta doble confrontación que ha quedado brevemente caracterizada a través de los dos
rasgos –más bien un conjunto de rasgos– que representan la homogeneización funcional, por un
lado, y la globalización multicultural y relativista, por otro. A decir de bastantes analistas sociales,
aquí está la ruptura cultural de nuestro tiempo y la gran tarea de hoy: conjugar la funcionalidad
homogeneizadora en lo instrumental, científico-técnico y productivo, con la diferenciación cultural
y el relativismo. La religión cristiana está llamada a colaborar para suturar este desgarro.
El riesgo ha pasado a ser un componente cultural de nuestras sociedades. Conviene darse cuenta
de la novedad de esta vulnerabilidad: es una amenaza generalizada, y que no se puede concretar
ni aislar, ya que está clavada en la dinámica de la modernidad misma. Tampoco podemos
protegernos frente a ella desplazando los riesgos hacia una parte del globo o hacia una clase social
o un continente; estas estrategias sirvieron durante la industrialización, pero no hoy. No existen
instituciones o protecciones frente a los riesgos derivados del mismo proceso de la modernidad.
Sólo cabe la autorregulación, el autocontrol y la restricción inteligente. Advertimos que debemos
cambiar de dinámica social. Pero esta demanda quiere decir que debemos cambiar de estilo de
vida, lo cual exige un cambio de valores y una elevación moral generalizada.
Fácilmente se ve que, en esta situación, la religión puede ser un elemento moral motivador muy
importante para el cambio de sociedad y cultura de un menor riesgo y una mayor humanización.
La fe cristiana está llamada a aportar su contribución a una responsabilidad, una cooperación y
una solidaridad mayores, si es que se quieren conjurar los riesgos de esta sociedad. Una fe de
raigambre profética, como la cristiana, tiene una especial tarea en esta situación. Pero también
puede servir de falso controlador de las contingencias: brindar, como hacen algunos nuevos c ultos
actuales, ofertas evasivas frente al no-control de los riesgos. Fomentarán un cierto re-
encantamiento esotérico del mundo, que actuará como encubridor o analgésico de una realidad
que permanecerá intocada.
Esta misma indecisión se capta mediante las diversas explicaciones que se dan de la crisis al hilo
de las tendencias actuales. Las teorías socioculturales de la crisis son ellas mismas análisis y
posturas frente al problema; de ahí que nos sirvan como muestras de las diversas visiones
actuales sobre la situación social y cultural. La pluralidad de visiones concuerda en un punto: la
crisis cultural de nuestro tiempo; pero las causas a las que atribuyen el diagnóstico difieren mucho
entre sí, lo mismo que las soluciones entrevistas. Aquí prima una visión estructural del problema,
que muy bien puede verse como complementaria de la anterior.
Las soluciones avistadas por los neoconservadores son consecuentes con su diagnóstico: controlar
la cultura y devolverla a la situación sometida anterior. Para ello ven en la religión un gran aliado.
La religión judeocristiana podría ayudar a crear un tipo de moral social que apoye la disciplina,
cierto ascetismo de vida y sacrificio, condiciones tanto para la producción capitalista como para el
funcionamiento democrático. Incluso, algunos autores (M. Novak) han llegado a proponer una
cierta legitimación religiosa del sistema capitalista democrático, bajo la égida de un cristianismo
que ayude al equilibrio de la sociedad capitalista.
2. LA INVERSIÓN DE LAS CAUSAS DE LOS TEÓRICOS CRÍTICOS. LOS teóricos críticos (A. Touraine, J.
Habermas, C. Offe, A. Giddens...) aceptan que estamos viviendo momentos de desorientación
cultural. Pero no ponen el acento en la cultura como el lugar del tumor social de la modernidad
actual, sino en los otros dos subsistemas de la modernidad, es decir, la economía y la política. Los
neoconservadores señalarían bien los efectos, pero mal las causas. Especialmente los
neoconservadores parecen ciegos a las consecuencias culturales inducidas por un sistema tecno-
económico que desarrolla unas prácticas sociales centradas en la lógica funcional y en los valores
adecuados a su funcionamiento, como son la eficacia, el utilitarismo, la rentabilidad, etc. Aquí está
la raíz del mal de la cultura moderna, que queda seca y agostada por este funcionalismo y por las
relaciones comerciales que se expanden desde la mundialización del mercado. En estas
condiciones no crecen ni las tradiciones ni las actitudes proclives a la solidaridad, la generosidad,
la preocupación por los demás, la responsabilidad por el bien común. Se desatan más bien
actitudes consumistas, competitivas, individualistas e insolidarias.
La salida avistada corre por el camino de los muchos y pequeños relatos o proyectos de sentido: la
aceptación de un relativismo cultural y de valores que, prácticamente, declara temporales,
coyunturales y rescindibles todos los sentidos de la vida. El desafío de este relativismo para la fe
cristiana es muy serio. Puede aportar la recuperación de una dimensión más estética y menos
logicista y funcionalista de la vida, con lo que se abre al símbolo y a la profundidad inagotable de
la realidad; pero puede desembocar fácilmente en un consumismo de sensaciones y un
relativismo propicio para los sincretismos religiosos del tipo de los nuevos cultos. La tarea con la
que se enfrenta el educador es la de aprovechar el potencial crítico frente a los malestares y
miserias de la modernidad, sin vender a bajo precio los valores transmitidos por esta. La
contaminación posmoderna tenderá a acentuar las dimensiones experienciales, afectivas,
estéticas de la fe cristiana, con olvido o alergia hacia las crítico-intelectuales y político-
estructurales.
4. Los NUEVOS MOVIMIENTOS SOCIALES. Otra visión de la sociedad y la cultura actuales, hecha
corriente social de nuestro tiempo, es la que se ha agrupado bajo el denominador de nuevos
movimientos sociales. Una pluralidad de tendencias que reaccionan contra las contradicciones de
la modernidad. Para esta sensibilidad, que agrupa en su seno tendencias tanto emancipadoras
como puramente de resistencia y aun evasivas, el malestar de la modernidad es cultural. El
conflicto, dirá su diagnóstico, no es tanto económico y de justicia distributiva –aunque sigue
existiendo–, cuanto cultural o de estilo de vida. Se trata de cambiar de gramática de la vida, de
comportamientos, de valores, de expectativas. En vez de estar centrados en el desarrollismo, la
productividad, la competitividad, la superación del otro (nación, ideología, sexo, raza...) por la
fuerza, opta por ofrecerle nuestro reconocimiento y cooperación. Es decir, para los nuevos
movimientos sociales hay tres dinamismos malsanos en la modernidad: 1) el productivismo que
amenaza el equilibrio ecológico; 2) el militarismo que está en la base de la proliferación de los
conflictos armados y su solución violenta, y 3) el patriarcalismo con su minusvaloración y el
sometimiento de la mujer.
El problema es cultural y la solución propuesta camina por un cambio de valores y actitudes que
produzcan un nuevo tipo de hacer política, de relaciones con la naturaleza y de confianza
recíproca entre los sexos, razas, culturas, etc. Estos nuevos movimientos han desarrollado formas
de actuación social donde la fluidez de la organización, la espontaneidad y la fantasía, tienen un
gran puesto. Se discute si precisamente estas formas de actuación social, opuestas a las
procedentes de la razón funcional y la burocracia modernas, pueden aportar un cambio real o son
sólo formas de expansión de una sensibilidad.
El influjo de los nuevos movimientos sociales en los creyentes —jóvenes y cultos de mediana
edad— y la inspiración cristiana de algunos de los movimientos eco-pacifistas, está fuera de toda
duda. Estamos ante una corriente social donde se dan cita las generosidades mayores en pro de
un servicio y una solidaridad en favor de los pobres de este mundo y de un cambio de vida más
humano. El movimiento de voluntariado social no está ajeno a esta sensibilidad. Por estas
razones, el educador y catequista cristiano debiera ser muy sensible a este tipo de
manifestaciones y aprovechar su atractivo para una educación en la solidaridad, el compromiso
social y político y la vivencia encarnada de la fe; en realidad, deberá acompañar un caminar no
exento de frustraciones, ambigüedades y huidas.
La fe cristiana está desafiada a ofrecer su valiosa colaboración para una humanización de esta
sociedad y cultura (cf FR 92ss). «En este contexto se comprende bien por qué tiene también un
notable interés la referencia a la catequesis, pues conlleva implicaciones filosóficas que deben
estudiarse a la luz de la fe. La enseñanza dada en la catequesis tiene un efecto formativo para la
persona. La catequesis, que es también comunicación lingüística, debe presentar la doctrina de la
Iglesia en su integridad, mostrando su relación con la vida de los creyentes. Se da así una unión
especial entre enseñanza y vida, que es imposible alcanzar de otro modo. En efecto, lo que se
comunica en la catequesis no es un conjunto de verdades conceptuales, sino el misterio del Dios
vivo» (FR 99). No será fácil esta tarea, en un momento en el que predominan las teorías de la
modernidad, que tienden a ver las tradiciones religiosas como premodernas, autoritarias y
caducas. El catequista deberá hacer valer las aportaciones de la tradición bíblica, concretamente
cristiana, a este hoy en reconocida crisis cultural: una•tradición religiosa que se niega a mitificar el
sufrimiento y la injusticia, y emplaza al hombre con su responsabilidad frente al dolor del prójimo;
una sensibilidad inclinada al reconocimiento del otro, pobre, víctima, como presencia de Dios; el
recuerdo del sufrimiento de los vencidos en la lucha en pro de la libertad y la justicia, que claman
por una solidaridad que tenga futuro; el no estar solos, sino caminar en la presencia amorosae
incondicional de Quien nos acompaña siempre en el sendero de la vida, son algunos de los
fermentos que pueden contrarrestar el individualismo competitivo o escapista, la carencia de
sentido e identidad, así como las relaciones mercantiles, la compulsión fundamentalista o el
evasionismo de los nuevos cultos.
BIBL.: BELLAH R. y OTROS, Hábitos del corazón, Alianza, Madrid 1992; BELL D., Las contradicciones culturales del capitalismo,
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DEPÓSITO DE LA FE
SUMARIO: I. Enseguida llegaron las preguntas. II. El evangelio bajo la figura de un depósito. III. El
contenido del depósito de la fe. IV. El sujeto que recibe y conserva el depósito. V. Creciendo como
un grano de mostaza.
Al principio, las cosas resultaban sencillas. Transfigurados por la experiencia pascual, los apóstoles
se limitaban a contar a todos lo que les había sucedido a partir de su primer encuentro con Jesús
(cf He 2,1-36; 9,1-22). Lo contaban con su vida y con sus palabras (cf DV 2, 8). Estaban llenos del
Espíritu Santo y llegaron a entender por qué Jesús les había dicho que él era el camino, la verdad,
la luz, la vida... Iluminados por el don de la fe (cf Ef 3,18; Heb 10,32), se sabían perdonados,
amados y acogidos tal como eran. Ahora les resultaban elocuentes las palabras y las promesas de
los antiguos profetas (cf He 2,17-28).
Para ellos, evangelizar se resumía en dar testimonio de lo que habían visto y oído, a fin de que
también otros hombres y mujeres vivieran experiencias de pascua semejantes a las suyas. Su
credo era sencillo: a Jesús de Nazaret, crucificado, Dios lo resucitó, constituyéndolo Señor y Cristo
(cf He 2,23-24.36). Y su conciencia de ser Iglesia, asamblea del Señor, era muy viva y muy
concreta, pues los bautizados «eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la
unión fraterna, en partir el pan y en las oraciones... Todos los creyentes vivían unidos y lo tenían
todo en común» (He 2,42-44). Parecía sencillo.
Cuando la comunidad empezó a crecer y a dispersarse, comenzaron también las preguntas: ¿Por
qué algunos creyentes no dan signos de haber recibido el Espíritu? ¿Cómo se recibe el Espíritu
Santo? (cf He 8,14-17). ¿Se debe predicar el evangelio a los paganos? (cf He 10). Cuando los
paganos se convierten, ¿deben someterse a la ley? (cf He 15). ¿Qué va a pasar con los hermanos
que han muerto, cuando vuelva el Señor? (cf lTes 4,1-17). ¿En qué consiste la resurrección de
Jesucristo? (cf ICor 15)... Eran preguntas muy existenciales y vivas. Y con las preguntas llegaron
también las extravagantes respuestas del gnosticismo judío y de los falsos maestros (cf lTim 1,4-7;
4,1-7; 6,4-5).
Por otra parte, el paso de los años sin que se llegara a vislumbrar la esperada vuelta del Señor y el
crecimiento rápido de las comunidades provoc rpn la pérdida del amor primero (cf Áp 2,4).
Podemos ver cómo, en alguna áamblea, la eucaristía se había disociado de la caridad (cf ICor
11,17-34); en otras, parece que existían divisiones y enfrentamientos (cf Flp 2,2); y en diversas
partes habían surgido grupos que, con el pretexto de estar ya salvados, rechazaban la cruz de
Cristo (cf Flp 3,18). Más tarde se llegará incluso a negar «la venida en la carne» (cf 1Jn 2,22-23;
4,2) y que el Señor nos haya redimido (cf 2Pe 2,1).
La vida de las primeras comunidades no fue fácil. Y san Pablo, hombre realista y perspicaz, era
muy consciente de todos estos problemas. Por ello, cuando presiente que se acerca el final de su
ministerio (cf He 20,24-25), reúne a los presbíteros de Efeso para decirles: «Cuidad de vosotros y
de todo el rebaño del que el Espíritu Santo os ha constituido como guardianes para apacentar la
Iglesia de Dios, que ha adquirido con su propia sangre» (He 20,28).
Este es el contexto en que se escribieron las cartas pastorales. Si no son escritos de san Pablo,
parece indudable que recogen su legado y defienden que la tradición paulina ha de mantenerse
intacta frente a cualquier amenaza de falsificación. Pues la fe subjetiva, la fe entendida como
confianza y entrega confiada a Dios, tiene su base en la fe objetiva: en el acontecimiento histórico-
salvífico de Jesucristo. Si la intervención salvadora de Dios en y por Jesucristo no es real en sí,
tampoco lo será para nosotros.
El término depósito (paratheke), aplicado al legado paulino, aparece tres veces en las cartas a
Timoteo: «guarda el depósito» (1Tim 6,20); «sé en quién he puesto mi confianza, y estoy seguro
de que él puede guardar hasta el último día [el depósito] que me ha encomendado» (2Tim 1,12);
«guarda este preciado depósito, con la ayuda del Espíritu Santo, que habita en nosotros» (2Tim
1,14).
En este contexto se presenta la tradición paulina como un depósito. Los códigos antiguos conocían
la figura jurídica de recibir algo en depósito, y establecieron leyes estrictas sobre su custodia fiel y
su devolución. También en la Biblia aparecen tales normas como parte integrante del código de la
alianza (cf Éx 22,1-12; Lev 5,21-26).
Por consiguiente, al presentar el legado de Pablo como un depósito, que se debe custodiar y pasar
a otros, el autor emplea un lenguaje conocido. E implícitamente nos viene a decir tres cosas: 1)
que la fe no la inventamos cada uno, sino que se nos ha confiado, 2) y que tiene que entregarla a
otros, 3) para que la sigan proclamando con fidelidad hasta que el Señor vuelva. Cuando las
pastorales se refieren al patrimonio de Pablo, sabemos que se trata de un patrimonio que Pablo
mismo ha recibido del Señor por mediación de la comunidad (cf 1Cor 11,23; 15,3). Y vemos cómo
el apóstol, consciente de que también él es un mero depositario, acude a Jerusalén a contrastar
con la Iglesia madre el evangelio que predica, no sea que todos sus afanes y trabajos resulten
vanos (cf Gál 2,1-2). Pues el depósito que hay que conservar fielmente es propiedad del Señor.
Consiste básicamente en «la fe, que de una vez para siempre ha sido transmitida a los creyentes»
(cf Jds 3). Por eso vamos a examinar cuál es su contenido: qué abarca o encierra ese depósito.
Esta concepción unilateral no es, sin embargo, la que aparece en las cartas pastorales. Aunque el
autor no explica en qué consiste el depósito, por las pautas que deben guiar la conducta de
Timoteo y de Tito, deducimos que el depósito abarca: el misterio de Jesucristo, por quien Dios nos
ha manifestado su bondad, que nos ha salvado y nos ha renovado por el Espíritu Santo (cf Tit 3,4-
7); la certeza de que la Escritura, inspirada por Dios, lleva a la salvación (cf 2Tim 3,14-17); la
estructura ministerial de la comunidad y las condiciones de los candidatos a los diversos
ministerios (cf 1Tim 3,1-13; 5,17-22); la vida de oración de la comunidad (cf 1Tim 2,1-8); el perdón
de Dios, para «obtener la vida eterna» (cf ITim 1,16)... El depósito no es un conjunto de verdades,
sino un todo coherente, que abarca el kerigma, las pautas de conducta de los creyentes, la vida de
fe de la comunidad, sus estructuras básicas, la vida de oración, el valor de la Escritura...
Se trata, pues, de una comprensión muy rica y compleja de la fe, que debe orientar también la
catequesis. Una catequesis que no descuide los contenidos, pero que los integre en la visión
personalista e integradora de la educación cristiana.
La fe de la Iglesia —el evangelio— no está en los libros, sino en el pueblo de Dios. Como dice el
Vaticano II, «la Tradición y la Escritura constituyen el depósito sagrado de la palabra de Dios,
confiado a la Iglesia. Fiel a dicho depósito, el pueblo cristiano entero, unido a sus pastores,
persevera siempre en la doctrina apostólica y en la unión, en la eucaristía y la oración..., y así se
realiza una maravillosa concordia de pastores y fieles en conservar, practicar y profesar la fe
recibida» (DV 10).
En las cartas pastorales, escritas en circunstancias muy concretas, se presta atención especial a la
jerarquía y a su cometido en el cuidado y en la defensa del depósito. Pero ya san Ireneo resitúa la
cuestión en una perspectiva diferente, cuando escribe a propósito del patrimonio que nos legaron
los apóstoles: «como en un rico almacén, dejaron en la Iglesia copiosísimamente todo lo que
pertenece a la fe, de modo que todo el que lo desee pueda inspirarse en esta fuente y beber el
agua de la vida» (Adv. Haer. III, 4, 1). Es decir, hay que conservar el depósito, pero de forma
dinámica y creativa, puesto que «guardamos y protegemos la fe recibida de la Iglesia; pero ella
actúa continuamente, por el Espíritu de Dios, como un valioso depósito en una preciosa vasija,
para rejuvenecerse a sí misma y a la vasija que contiene» (Adv. Haer. III, 24, 1). Y es tarea esta que
corresponde a todo el pueblo de Dios.
Tal planteamiento no pretende restar importancia al magisterio jerárquico, pues es claro que «los
obispos son los predicadores del evangelio..., los maestros auténticos, que están dotados de la
autoridad de Cristo», y por ello les debemos una religiosa obediencia. Y es claro también que
«esta obediencia religiosa de la voluntad y de la inteligencia hay que prestarla de modo particular
al magisterio auténtico del romano Pontífice» (LG 25). Pero se debe insistir, con igual vigor, en el
protagonismo de todo el pueblo de Dios, puesto que el Espíritu Santo «guía a la Iglesia a la verdad
total..., la unifica en la comunión y el servicio, la construye y dirige con diversos dones jerárquicos
y carismáticos... Con la fuerza del evangelio, el Espíritu rejuvenece a la Iglesia, la renueva
incesantemente y la conduce a la unión perfecta con su esposo» (LG 4). Y sin el protagonismo de
todo el pueblo de Dios, en estrecho contacto con los desafíos de la historia humana, la Iglesia
pierde creatividad y envejece.
Si, por una parte, el Espíritu Santo que habita en nosotros constituye la ayuda necesaria para
guardar el depósito en su integridad (cf 1 Tim 1,14), por otra, el mismo Espíritu que conduce a la
Iglesia a la verdad plena (cf Jn 16,13), renovándola y rejuveneciéndola sin cesar (cf LG 4), nos
enseña a sacar de las arcas del Reino lo nuevo y lo añejo (cf Mt 13,52). Y así podemos ayudar al
hombre de hoy a descubrir que el evangelio habla de nosotros y de nuestra vida.
Como dijo Juan XXIII, en el discurso de inauguración del Vaticano II, se trata de transmitir la
doctrina católica en su integridad, puesto que es verdadera e inmutable, pero exponiéndola
«según las exigencias de nuestro tiempo», pues una cosa es el depósito de la fe «y otra distinta el
modo como se enuncian estas verdades» (Discurso del 11 de octubre de 1962). Es decir, la
fidelidad que nos está pidiendo el mundo moderno y la manera eficaz de defender el depósito
consiste en presentar el mensaje de tal forma que interpele al oyente de hoy.
Pero, ¿por dónde empezar? El Vaticano II nos ha recordado que existe una jerarquía de verdades
(cf UR 11). Y en una situación también de crisis, san Ireneo señaló el núcleo más profundo y
central del evangelio mediante la Regla de fe: confesar con los labios y con el corazón a Dios
creador; al Hijo de Dios, que llevó a cabo la obra de salvación en nuestra carne y al Espíritu Santo,
enviado a los creyentes como «prenda de incorrupción» (Adv. Haer. III, 24, 1).
Pienso que el hombre moderno necesita que le hablemos de Dios con la autoridad del testigo y
que le enseñemos a hablar con Dios: con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. Es el núcleo
central y vitalizador, que no puede ser descuidado por ningún creyente y que el Vaticano II, un
concilio con pretensión clara de ser pastoral, ha situado al comienzo de la Lumen gentium (cf 2-4).
Porque si el cristiano quiere decir algo original y provocador al hombre moderno, tiene que
hablarle de Dios con un nuevo lenguaje, compatible con nuestra experiencia científica y secular
del mundo en que vivimos, como nos recordó Pablo VI en el discurso de clausura del mismo
Concilio (7 de diciembre de 1965).
Pero la novedad del lenguaje no se refiere sólo a la presentación de la doctrina, sino que requiere
también nuevas formas de vivir y de expresar la caridad, la esperanza activa, la vida de oración. De
forma que las riquezas inagotables del evangelio, inéditas muchas de ellas, vayan «pasando a la
práctica y a la vida de la Iglesia que cree y ora» (DV 8). Y de igual forma que todo el pueblo de Dios
es depositario del evangelio –sujeto pasivo del depósito– también el pueblo de Dios en su
totalidad debe sentirse responsable de que el grano de mostaza se convierta en árbol frondoso (cf
Mt 13,31-32).
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Monferrato 1994; Depósito de la fe, en LATOURELLE R.-FISICHELLA R. (dirs.), Diccionario de
teología fundamental, San Pablo, Madrid 1992, 291-304.
SUMARIO: I. Catequesis y dignidad. II. Una noción central de la ética. III. Persona y dignidad. IV.
Afirmación progresiva de la dignidad: 1. El mundo grecorromano; 2. La tradición bíblico-cristiana;
3. Los Padres y la teología posterior; 4. En el humanismo renacentista; 5. Desde el siglo XVI a
nuestros días. V. El magisterio de la Iglesia. VI. El tratamiento catequético de la dignidad de la
persona.
I. Catequesis y dignidad
En el Directorio general para la catequesis (1997) se recuerda: «La Iglesia, al analizar el campo del
mundo, es muy sensible a todo lo que afecta a la dignidad de la persona humana. Ella sabe que de
esa dignidad brotan los derechos humanos, objeto constante de la preocupación y del
compromiso de los cristianos... La Iglesia advierte con gozo que "una beneficiosa corriente
atraviesa y penetra ya a todos los pueblos de la tierra, cada vez más conscientes de la dignidad del
hombre" (ChL 5d; cf SRS 26b; VS 31c)» (DGC 18). Y advierte, en consecuencia que «la obra
evangelizadora de la Iglesia tiene, en este vasto campo de los derechos humanos, una tarea
irrenunciable: manifestar la dignidad inviolable de toda persona humana». «En cierto sentido es
"la tarea central y unificante del servicio que la Iglesia, y en ella los fieles laicos, están llamados a
prestar a la familia humana" (ChL 37a; cf CA 47c). La catequesis ha de prepararles para esa tarea»
(DGC 19).
Más adelante, después de reproducir el conocido pasaje de GS 22a: «En realidad, el misterio del
hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado», afirma que «la catequesis, al
presentar el mensaje cristiano, no sólo muestra quién es Dios y cuál es su designio salvífico, sino
que, como hizo el propio Jesús, muestra también plenamente quién es el hombre al propio
hombre y cuál es su altísima vocación» (DGC 116; cf FR 60). Y al hablar de la pedagogía de la fe,
añade que la catequesis se propone «ayudar a la persona a discernir la vocación a la que el Señor
la llama» (DGC 144). Lo que equivale a ayudarle a caer en la cuenta de su auténtica dignidad.
La causa de la dignidad constituye, más allá del ámbito propio de la catequesis, un desafío a la
evangelización porque «el hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el
cumplimiento de su misión» (RH 14). Y el Catecismo de la Iglesia católica recuerda que «la defensa
y la promoción de la persona nos han sido confiadas por el Creador, y de ellas son rigurosa y
responsablemente deudores los hombres y mujeres en cada coyuntura histórica» (CCE 1929).
Ahora bien, unida a la realidad de la persona y a la defensa y actuación de los derechos humanos,
la dignidad es un concepto de contornos no fáciles de definir. De hecho, en el debate ético en
curso en nuestra sociedad, sigue abierta una discusión sobre los fundamentos de la dignidad y los
derechos humanos y se perciben nuevas urgencias en su defensa y promoción. Por ello, resulta
necesario hacer un intento de síntesis del contenido e historia del problema, así como de su
deuda con la tradición bíblico-cristiana, para subrayar que en la causa de la dignidad de la
persona, que pertenece al núcleo del mensaje, se muestra la entraña humanista y humanizadora
de la fe en el Dios de Jesucristo.
Una tarea así reclama que en el proceso catequético se abra espacio a la consideración de la
persona y su inseparable dignidad. Al tiempo que, también inseparablemente, se educa en el
reconocimiento, respeto y promoción de esa prerrogativa de todo ser humano.
La palabra dignidad deriva directamente del latín dignitas, que se refiere al valor intrínseco de un
ser, y del ser humano en especial. Alude a la estima, al reconocimiento, al respeto y al honor que
aquel merece. Se trata, por tanto, de una noción que implica una relación.
El mundo romano incluyó también el uso de dignitas y dignitates para referirse a quienes tenían
relieve social e influencia, a los dignatarios públicos, a quienes convenía y era debido el
reconocimiento de su honorabilidad y brillo: «la dignidad consiste en una influencia honorable
que merece los homenajes, las manifestaciones de honor, el respeto» (Cicerón).
Se ha notado que si la etimología latina (que coincide con la de términos como decus, decnos y
decet) habla de lo conveniente, de lo que es debido a alguien, el término griego correspondiente,
axios (de donde deriva axioma), subraya el peso, la valía. De hecho, el latín tardío y la escolástica
hablaron de dignitates y axioma para indicar proposiciones evidentes en las que se apoyaban los
argumentos.
La dignidad se predica, por tanto, de lo que tiene rango eminente y merece ser reconocido en su
valía. Valor intrínseco y excelencia externa se reúnen en esta noción, que ha llegado a ser
inseparable de la persona y que representa un atributo de lo humano.
Con el avance de los siglos, y de forma cada vez más clara, la dignidad se vincula al ser mismo de
la persona y se dirige al nivel más hondo del ser personal. Más allá de la posición social o de otras
cualidades, la dignidad es prerrogativa del ser humano por el mero hecho de serlo. Una
prerrogativa que nadie, ni por razón alguna, puede negar.
Ahora bien, es aceptado que esa dignidad fundamental, que es inamisible por estar unida al ser,
puede acrecentarse gracias a un comportamiento digno: «Dignidad —resume Rahner- significa,
dentro de la variedad y heterogeneidad del ser, la determinada categoría objetiva de un ser que
reclama, ante sí y ante los otros, estima, custodia y realización. En último término se identifica
objetivamente con el ser de un ser, entendido este como algo necesariamente dado en su
estructura esencial, metafísica, y a la vez como algo que se tiene que realizar»1.
Hay, por tanto, dos modos de hablar de la dignidad: en cuanto radicada en el fondo personal y en
cuanto proceso de dignificación relacionado con el actuar. Uno y otro responden a la particular
realidad que la persona representa, y a su capacidad y responsabilidad de actuar libremente. En
ambos sentidos la dignidad constituye un tema mayor en la ética y en la moral cristiana.
En las múltiples alusiones a la dignidad descubrimos hoy mismo el aspecto ontológico de esa
noción, que apela a lo único de cada persona. Ella no puede renunciar a ser reconocida como tal,
se resiste a ser nivelada a toda otra realidad y excede la mera condición del individuo de una
especie, a la vez que verdaderamente «cada hombre lleva en sí la forma entera de la humana
condición» (Montaigne).
Cuando se habla de la dignidad se alude a una cualidad o modo de ser que es propia del ser
personal y que supera a la naturaleza: la persona es «la irreductibilidad del hombre a su
naturaleza» (Lossky). De ahí que «para presentir el misterio de la persona –escribe Clément– hay
que superar todo su contexto natural, toda su envoltura cósmica, colectiva, individual, todo
aquello susceptible de ser captado. Captamos siempre la naturaleza, no captamos nunca a la
persona..., la persona no es un objeto de conocimiento, como tampoco lo es Dios. Es, como él, lo
incomparable, lo inagotable, lo sin fondo2.
Esa condición sostiene el imperativo kantiano, imperativo fundamental del sujeto ético, que el
filósofo enunció en formas varias: «obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu
persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin y nunca como un medio»3.
Dentro de la ética kantiana, persona, dignidad y respeto forman una secuencia. Esa alianza entre
los términos responde a una larga historia, en la que convergen la aportación del humanismo
clásico y la de la tradición judeo-cristiana.
1. EL MUNDO GRECORROMANO. Hemos dicho que persona y dignidad recorren juntas una
historia en la que entran en juego la antropología, la ética y la teología. Una y otras son a la vez el
substrato de derechos reconocidos y reclamados.
Con todo, tanto la paideia griega como la humanitas latina representan el esfuerzo de aquellas
culturas por «pensar y cuidar de que el hombre sea humano y no inhumano». O «porque el
hombre sea libre para su humanidad y encuentre en ella su dignidad», como señaló Heidegger en
su Carta sobre el humanismo. De hecho, son numerosos los testimonios de aquellos siglos que
muestran el asombro por el ingenio y la industria de los humanos. Así canta el coro de Antígona,
de Sófocles: «muchos son los misterios: nada más misterioso que el hombre... ¡Inexhausto en
recursos! Sin recursos no le sorprende azar alguno. Sólo para la muerte no ha inventado evasión».
Y el viejo Píndaro, en la Oda Nemeica VI, proclama que, aunque medie una distancia insalvable
entre la generosidad de los dioses y la de los hombres mortales, hay algo que les asemeja: la
fuerza del pensamiento.
En el humanismo griego el hombre llega a ser considerado «medida de todas las cosas»
(Protágoras). En aquella concepción, el ser humano es capaz de regir la polis y de extender su
dominio a lo irracional. El ser humano es visto como microcosmos (Demócrito), compendio y
punto de convergencia de las formas de vida (Aristóteles). Incluso entre los estoicos se registra la
afirmación de que «el hombre es una cosa sagrada para el hombre», una formulación de claro
alcance ético. No obstante, los estudiosos coinciden en que el mundo antiguo, igual que no acuñó
una verdadera noción de persona, tampoco llegó a reconocer igual dignidad a los no libres y a los
plenamente ciudadanos.
2. LA TRADICIÓN BÍBLICO-CRISTIANA. Si el mundo griego, preocupado por el cosmos y la
naturaleza, no llegó a sospechar del todo el valor de cada persona singular, ni llegó a reconocer
una singularidad ontológica irreductible o, lo que es equivalente, el valor absoluto de cada ser
humano y su dignidad incomparable, lo cierto es que ha contribuido de forma decisiva a la visión
del hombre como imagen de Dios que se deriva de los textos bíblicos.
Parece innegable, a juzgar por testimonios que han quedado en diversas culturas, que para
autocomprenderse, el hombre «ha ido a llamar a la puerta de los dioses» (Gesché). Así lo muestra
la frase del griego Arato, evocada por Pablo: «somos de su linaje» (He 17,28).
Si esa comparación puede encontrarse en otros lugares, el saberse frente a o en relación con es
decisivo en la antropología bíblica. Según la Biblia, la relación fundamental con Dios es
constitutiva de la persona. El ser humano es creado a imagen de Dios (cf Gén 1,27), el hombre es
aquel de quien Dios se acuerda y aquel a quien todo sirve (cf Sal 8). Querido y creado por Dios
como su interlocutor, es capaz de responder y de comunicar. El hombre ejerce un dominio-
cuidado sobre lo creado como «imagen de Dios» que es. De ahí que, como advierte J. L. Ruiz de la
Peña, «cuando los Padres afirman —y lo hacen muy frecuentemente—que al hombre le son
inherentes un valor y una dignidad incomparables, están expresando equivalentemente lo que el
término persona notifica. Valor y dignidad... adjudicables a todos y cada uno de los hombres, no al
concepto abstracto de humanidad, de modo análogo a como Gén 1 adjudicaba a todos (y no sólo
al Rey) la cualidad de imagen de Dios»4.
Distinto de Dios como criatura que es, y semejante a su Creador, por su asimilación a Cristo, el ser
humano está llamado a devenir imagen aún más plenamente: la imagen por antonomasia.
Importantes lugares del Nuevo Testamento (cf Col 3,10; 2Cor 4,3-4; Rom 8,29; 1Cor 15,49; Col
1,15-18) expresan esa altísima dignidad a la que, en Cristo, pueden aspirar los humanos.
Cuando el Nuevo Testamento habla de ser hechos «partícipes de la naturaleza divina» (2Pe 1,4)
está señalando el nivel más alto de la dignidad, al mismo tiempo que apela a la hondura
misteriosa de esa «contingencia no reductible» (Gisel) que es el ser personal, llamado al diálogo
con Dios: «Más allá de las realidades históricas (el nacimiento de una interioridad y el momento
reflexivo que supone Grecia), y lo que hayan podido representar y anticipar, es probablemente el
cristianismo el que habrá aportado los datos decisivos de la revolución cultural y espiritual... Es
sobre todo en su terreno donde un pensamiento de la persona y de la singularidad ha tomado
forma realmente»5.
Siguiendo la reflexión se puede afirmar que para la antropología bíblica el hombre es tal por la
singular relación que Dios ha querido establecer con él, como atestiguan los relatos de la creación
y múltiples pasajes donde aparece esa especial solicitud. El hombre, creado como un tú de Dios,
es llamado a responder libremente a una comunión ofrecida por él. Esa condición —que sustenta
lo único de cada ser personal, a la vez que su sociabilidad— es también el fundamento último de
su incomparable dignidad.
De ahí que se pueda decir del ser del hombre que «siempre es ya incomparablemente más de lo
que puede hacer de sí mismo como ejemplar e individuo porque, por ser persona, tiene su
verdadero ser en la palabra de Dios y por tanto, fuera de, extra se»6.
3. Los PADRES Y LA TEOLOGÍA POSTERIOR. Un recorrido por su tratamiento del tema de la imagen
de Dios ilustra al mismo empo el de su consideración de la dgnidad de la persona humana7. Para a
patrística, la antropología y la ética son deudoras de aquel tema bíbli o. Los textos en que imagen,
gloria & dignidad aparecen en conexión pueden encontrarse sin dificultad; el sombre es libre
desde el comienzo, pues Dios es libertad, y a semejanza de Dios ha sido hecho. El hombre está
llamado a ser gloria del Creador según la conocida frase de Ireneo de Lyon.
Para Gregorio de Nisa, más que hablar de microcosmos (como había hecho el mundo griego), a la
hora de mostrar la dignidad hay que apelar a la capacidad de la persona libre de asemejarse al
Arquetipo. Lo inagotable e inasible del Ejemplar tiene una correspondencia en la imposibilidad de
captar el espíritu humano, inasible e inagotable también. El hombre, espejo libre y vivo, se
transforma progresivamente en imagen, de manera que desde una connaturalidad crece en
afinidad. La naturaleza humana, reflejo de una belleza divina, acrecienta su dignidad en la medida
en que más fielmente refleja al Creador.
Resumiendo el sentir de los autores más destacados de la patrística oriental, escribe Clément:
«Para los Padres la verdadera grandeza del hombre no reside en resumir el universo, sino en estar
hecho a imagen de Dios... Así, el hombre —como Dios— es una existencia personal. No es una
naturaleza ciega, una roca o un árbol. Debe englobar, expresar y calificar su naturaleza en relación
con la imagen de Dios»8.
La dignidad sirve de puente entre la antropología y la moral en san León Magno, como muestra su
conocida exhortación «Despierta, hombre, y reconoce la dignidad de tu ser. Acuérdate que has
sido creado a imagen de Dios» (Sermón 7 en la Natividad del Señor).
Hay un capítulo en la teología que vale la pena mencionar, al menos porque tiene una incidencia
decisiva en la consideración del ser humano como persona y, por tanto, de su dignidad única. Se
trata de la elaboración de la doctrina acerca de las Personas divinas y de la discusión acerca de la
persona de Cristo. La filiación respecto del Padre, de quien somos hechos hijos en el Hijo, es
comprendida como una gracia que eleva la condición humana «hasta lo insospechable y su
dignidad hasta lo incomparable»9.
Acerca de estos autores ha observado Javalet que están, por una parte, vinculados a las
definiciones tradicionales de la imagen en términos de razón, autoridad o poder, pero que de la
vida cristiana, de la tradición evangélica, extraen con nueva fuerza la convicción de que en ese ser
libre radica una dignidad natural llamada a ser divinizada10.
Una mención especial merece el tratamiento de la dignidad en santo Tomás, que dedicó algunas
de las quaestiones a elucidar la noción de persona, tanto en el misterio trinitario como en el nivel
humano. Ya en su Comentario a las sentencias señala que «al nombre de persona corresponde la
propiedad esencial de dignidad» (Sent. I, d. 23, 1, 1). Y en otros lugares afirma que la dignidad del
hombre, llamado a la bienaventuranza de la visión de Dios, ha sido manifestada de la manera más
adecuada al asumir el mismo Dios la naturaleza humana (cf C. Gent. IV, 54). Para él, «la persona es
la realidad más digna de cuanto existe» (Sum. Theol. I, 29, 3). Y «la fe en la creación nos lleva al
conocimiento de la dignidad humana» (Comentario al símbolo de los apóstoles).
Hay que advertir que, pese a una tendencia a pensar lo humano de manera más autónoma, los
pensadores renacentistas no excluyen la fundamental relación con Dios, aunque fijan la atención,
en primer término, en la centralidad del ser humano en el cosmos y su condición de confín, o
intermedio, entre mundos distintos. «Centro de la naturaleza y vínculo de todas sus partes», le
llama Marsilio Ficino en su Theologia platonica.
Los humanistas de este período prestan atención, sobre todo, a las posibilidades y aspiraciones
del hombre, situado en el corazón del universo, según Pico de la Mirandola, autor de una Oratio
de hominis dignitate. Este discurso pone en boca de Dios la defensa de esa realidad que se intenta
defender, en un texto que ha pasado a la historia del tema y que expresa como pocos las
convicciones de los humanistas:
«Adán, no te he dado ni un puesto fijo, ni una figura propia, ni un cargo peculiar, para que, de
acuerdo con tu propio consejo y determinación, puedas obtener y conservar el puesto que tú
mismo desees. La naturaleza determinada de los demás seres está sometida a leyes que yo de
antemano he establecido. T en cambio, libre de toda barrera, det inarás por ti mismo tu propia
nat raleza, de acuerdo con tu libertad, a cuyo poder te he entregado. Te he co ocado en el centro
del mundo para e desde aquí puedas ver mejor cuan está a tu alrededor. No te he hec ni celeste ni
terreno, ni mortal ni inmortal, para que, como libre y soberano artífice de ti mismo, te plasmes y
forjes según aquella forma que tú mismo elijas. Puedes degenerar hasta convertirte en animal,
como puedes, según tu querer, regenerarte hasta alcanzar lo divino».
De una dignidad casi divina habla el humanista español Luis Vives, como había hecho
anteriormente Gianozzo Manetti en su De dignitate et excellentia hominis. Ocurre que en la visión
renacentista del hombre libre, configurador del mundo, responsable de su hacer y, por ello, de su
propia humanidad, perdura la visión bíblica y cristiana como un trasfondo. Ahora bien, se deja
percibir ya un giro antropológico del pensar que se acentuará posteriormente.
5. DESDE EL SIGLO XVI A NUESTROS DÍAS. Al comienzo de la era moderna —concretamente en el
siglo XVI español—, por el descubrimiento de otras tierras y de otras culturas, se da un fecundo
interrogante a propósito de la dignidad común a todos los hombres. Los nombres de Antonio
Montesinos, Bartolomé de las Casas y Francisco de Vitoria, por citar los más conocidos, están
unidos a la defensa de la dignidad fundamental de todos los hombres, y de un derecho natural,
fuente de todos los demás derechos: «El principio fundamental —escribe Colomer al advertir esta
importante aportación— es la dignidad de la persona humana y la dignidad de los hombres y de
los pueblos, teniendo por base la realidad del hombre como imagen y semejanza de Dios... Esta
consideración ha dirigido la renovación de la moral en España, así como todo el renacimiento
teológico posterior... El concepto cristiano del hombre ha sido revalorizado y se ha convertido en
una metafísica cristiana de la persona humana. La naturaleza humana es común a todos y cada
uno de los hombres, sin distinción de nación, continente, cultura, edad, color. Los derechos
humanos son inseparables de su naturaleza, nacen con el hombre y le son inherentes»11.
En sintonía con aquellos defensores de la dignidad, y con la más genuina tradición cristiana,
Carranza señala expresamente la de los pobres, «que son imágenes vivas de Jesucristo». Y ofrece
esta memorable síntesis del mensaje cristiano: «Dos cosas se notan, en la Sagrada Escritura, del
hombre, y ambas quiere Dios que consideremos para la guarda de este mandamiento. La primera,
que el hombre es imagen de Dios, y si no queremos profanar su imagen, habemos de mirar y
acatar mucho al hombre. La segunda, que todo hombre es nuestra carne; y así como a cosa propia
le habemos de abrazar si no queremos despojarnos de la condición natural de hombres» (II, 34).
En el siglo XVIII, la dignidad recorre, como henos dicho antes, la ética kantiana: «los seres
racionales llámanse personas, porque su naturaleza los distingue ya como fines en sí mismos, esto
es, como algo que no puede ser usado meramente como medio, y por tanto limita en este sentido
todo capricho (y es un objeto de respeto)» 12.
Sobre la grandeza (y miseria) de lo humano, ha escrito Pascal algunas de sus páginas más leídas.
«El hombre supera infinitamente al hombre», es una de las frases célebres de quien consideró
digna de admiración la «débil caña pensante» que es el ser humano.
En tiempo más cercano, en el cauce de un personalismo ético, se pueden reunir aportaciones que
han ayudado a que llegara a efecto la Declaración de los derechos humanos, sobre el trasfondo de
un reconocimiento cada vez más amplio de la dignidad de cada uno de los seres humanos. Así, con
su propio modo de pensar, pero con una coincidencia en lo único e incomparable de la persona,
se puede recordar a Maritain, Haecker y Mounier, entre otros.
La aportación más reciente de pensadores originales como son Lévinas y Ricoeur ha supuesto un
traslado de la atención a la dignidad del otro en primer término. También con acentos propios,
ambos autores han despertado la conciencia de una inviolable dignidad de las personas, ofrecida a
nuestra responsabilidad, interpelando nuestra solicitud (Ricoeur). Basta recordar algunas líneas en
las que se presenta la realidad del rostro humano, para advertir cómo el otro, que ya para Kant
sólo se dejaba considerar en el reino de los fines, llega a ser ahora un imperativo primero.
En una obra que lleva un título significativo, Humanismo del otro hombre, escribe Lévinas unas
líneas que son también un extremo en el reconocimiento de la dignidad: «La desnudez absoluta
del otro, ese rostro absolutamente sin defensa, sin cobertura, sin vestido, sin máscara, es, no
obstante, lo que se opone a mi poder sobre él, a mi violencia; es lo que se me opone de una
manera absoluta, con una oposición que es oposición en sí misma.
El ser que se expresa, el ser que está frente a mí, me dice no, en virtud de su expresión misma. No,
que no es simplemente formal, ni tampoco expresión de una fuerza hostil, de una amenaza; es
imposibilidad de matar a quien presenta ese rostro13.
Sin entrar en otras cuestiones implicadas en este modo de pensar, que coloca en primer lugar la
consideración ética del otro, se puede advertir en este lenguaje un eco de la manera bíblica de
hablar de lo debido, en primer lugar, a aquellos que están en situación menesterosa. Y de lo
inseparable del amor/respeto al hermano en el Nuevo Testamento.
V. El magisterio de la Iglesia
En el siglo pasado, León XIII, en la encíclica 14rum novarum, tras afirmar la igua dad fundamental
de todos, ricos y pobres, soberanos y súbditos, arguy ndo que uno «es el mismo Señor,de todos»
(Rom 10,12), advierte: <A nadie le está permitido violar impunemente la dignidad humana, de la
que Dios mismo dispone con gran reverencia, ni ponerle trabas en la marcha hacia su
perfeccionamiento, que lleva a la sempiterna vida de los cielos» (RN 30).
Seguir la relación de la dignidad con la exigencia de una más justa distribución de los bienes
materiales, o la realidad del trabajo y la justicia, equivale a rastrear gran parte de la llamada
doctrina social, y a citar, una y otra vez, las encíclicas de Juan XXIII, como Mater et magistra o
Pacem in terris. En la misma línea prosigue Populorum progressio, donde, como ocurre con las
anteriores, la dignidad y los derechos humanos son temas centrales. La dignidad es invocada
contra olvidos peligrosos de ese primer referente, tanto al organizar la distribución de los bienes,
como al ordenar la sociedad. Lo es al advertir lo sagrado de la vida de cada ser humano. Y el
respeto y promoción de la dignidad se entienden como deber y tarea que dimanan de la fe ,y de la
misión de los cristianos, y de todos los demás en cuanto humanos.
A modo de ejemplo citaremos algunos textos. Así, cuando se habla de desarrollo económico y
social, «hay que colocar en primer término cuanto se refiere a la dignidad del hombre en general,
y a la vida del individuo, a la cual nada puede aventajar» (MM 193).
Y al tratar el diálogo entre creyentes y no creyentes –cuestión que cobró mayor relieve aun en el
Vaticano II–, y entre quienes mantienen diversas posiciones en moral, se afirma en Pacem in
terris: «El hombre que yerra no puede por ello ser despojado de su condición de hombre, ni
automáticamente pierde jamás su dignidad de persona, dignidad que debe ser tenida siempre en
cuenta» (PT 158).
La cultura, la vida social, la política y la economía son examinadas a la luz de este criterio de la
dignidad personal, considerado también en textos recientes como un valor en alza y un reclamo
insistente de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. De hecho, Juan XXIII se hizo eco de la
causa de la dignidad que se iba abriendo paso entre las mujeres, «que exigen que se las trate
como personas, tanto en el hogar como en la vida pública» (PT 32). Una anotación que tuvo
continuidad en Gaudium et spes, el documento del Vaticano II más atento al problema (cf GS
29)14.
No es posible aquí dar cuenta detallada del tratamiento del tema en el último Concilio. Dignitatis
humanae resultaría ininteligible sin esa preocupación por afirmar y salvaguardar esa prerrogativa
fundamental de cada ser humano, que es también propia de su conciencia. Llamadas importantes
al respeto de la dignidad de todos se pueden encontrar en el decreto Ad gentes, sobre la misión
de la Iglesia. Pero es en la constitución Gaudium et spes donde se abre mayor espacio al
problema. Según se expresa en ella, la dignidad encuentra su fundamento y razón más alta en la
relación con Dios. Vinculada –de acuerdo con la tradición de que hemos hablado– al ser a imagen
y a la vocación del hombre á la comunión con Dios, la dignidad no es algo que pueda oponerse al
reconocimiento y obediencia de ese mismo Dios. Por el contrario, cuando falta aquel soporte y
aquel esfuerzo, la dignidad queda herida (cf GS 17-21).
Gaudium et spes señala también que hay una dignidad de la conciencia que nadie está autorizado
a violar, y que el ser humano tiene una exigencia incoercible de libertad. Creada por amor como
interlocutora de Dios, la persona humana merece absoluto respeto, y cualquier lesión a esa
dignidad es un atentado al honor debido al Creador... (cf GS 16, 19, 21 y 27).
En años sucesivos, Juan Pablo II ha vuelto una y otra vez a la dignidad, como tema inseparable de
la persona y presente en los problemas y tensiones más graves. Ya en su primera encíclica afirmó
que el «profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama evangelio, es decir,
buena nueva» (RH 10). Y en los documentos que recogen la preocupación social (Laborem
exercens y Sollicitudo rei socialis) ha colocado la apelación a la dignidad como un reclamo
insustituible a la hora de actuar moralmente.
Christifideles laici advertía que el ansia de dignidad es como un buen viento que corre en la
sociedad y la cultura moderna, pues la inviolabilidad de la criatura refleja la absoluta inviolabilidad
del mismo Dios (cf 38).
Y también la encíclica Evangelium vitae recuerda la dignidad de cada vida humana, fundada en un
origen y un destino. El Papa advierte que esa dignidad e inviolabilidad de la vida está en la base de
la convivencia. Se trata de un profundo respeto por la vida, que llega desde el «no matarás» del
Antiguo Testamento y tiene una traducción positiva en el hacerse cargo del prójimo como de sí
mismo, según el mandato antiguo y, sobre todo, según el hacer y decir de Jesús (cf EV 40-41).
Finalmente, en la encíclica Fides et ratio Juan Pablo II reconoce que «la Iglesia, al insistir sobre la
importancia y las verdaderas dimensiones del pensamiento filosófico, promueve a la vez tanto la
defensa de la dignidad del hombre como el anuncio del mensaje evangélico», afirmando que
«ante tales cometidos, lo más urgente hoy es llevar a los hombres a descubrir su capacidad de
conocer la verdad y su anhelo de un sentido último y definitivo de la existencia» (FR 102).
VI. El tratamiento catequético de la dignidad de la persona
Hemos dado cuenta, siquiera en síntesis, del largo recorrido de la dignidad, un valor de valores
que sigue adquiriendo nuevos visos y trae nuevas exigencias.
Ahora bien, afirmar esa última raíz que sostiene lo que reconocemos como inviolable y digno de
atención no supone negar que una existencia puede ser de verdad humana y digna en la medida
en que respete y promueva en sí y en la vida de los otros ese último valor, aceptado como tal.
Nos queda señalar que una catequesis sobre este gran tema reclama una presentación, lo más
cuidada posible, sobre todo a los jóvenes y adultos, de cómo se implica un Dios creador que ha
acogido lo humano y lo ha elevado hasta los umbrales de lo divino, y la dignidad de cada uno de
los hombres y mujeres que vienen a este mundo. La catequesis sobre la dignidad de la persona
humana forma parte, por ello, de los contenidos esenciales del mensaje a transmitir.
Efectivamente, ayudar a descubrir, ya desde la niñez, lo que significa este lugar real de la ética y
de la moral cristiana, supone recorrer algunos de los lugares mayores de la Escritura y una
riquísima tradición que conserva y actualiza su viveza.
Se trata, por tanto, de que, como práctica cristiana insustituible en el aprendizaje de la dignidad
inherente a la persona, se empiece por reconocer, de hecho y en la conducta diaria, la dignidad de
los pobres, los disminuidos, los que han errado...
Una catequesis debe recordar, no sólo de forma verbal, sino en las acciones que induce, que el
reconocimiento de la grandeza de Dios pasa por el respeto extremado de la dignidad de los seres
humanos. Y que aquella grandeza humilde que reconocemos en el crucificado se hace raramente
presente en la dignidad de los sin dignidad y sin derecho.
2
NOTAS: 1. RAHNER K., Dignidad y libertad del hombre, en Escritos de teología II, Cristiandad, Madrid 1963, 245-246. –
3
CLÉMENT O., Sobre el hombre, Encuentro, Madrid 1983, 42. – KANT 1., Fundamentación de la metafísica de las costumbres,
4
Buenos Aires 1963, 27. 171-172. – Ruiz DE LA PEÑA J. L., Imagen de Dios, Sal Terrae, Santander 1988, 166-167. – 5 GISEL P.,
Perspectives théologiques sur l'homme, en AA.VV., Humain á l'image de Dieu, Ginebra 1989, 43. – 6. DALFERTH I. V.-JüNGEL E.,
Persona e imagen de Dios, en F. BOCKLE, Fe cristiana y sociedad moderna vol. 24, SM, Madrid 1988, 105. – 7. cf HAMMAN A. G.,
L'Homme image de Dieu, París 1987. – 8. CLÉMENT O., O.C., 49. — 9. cf GUARDINI R., Mundo y persona, Madrid 1967, 239-248. –
10 '
cf JAVALET R., La dignité de l homme dans la pensée du XIIe siécle, en De Dignitate Hominis, 49-66. – 11. cf COLOMER E., El
12 13
humanismo cristiano del Renacimiento, en ib, 106. – KANT 1., o.c., 84. – LÉVINAS E., Humanismo del otro Hombre, Caparrós,
14
Madrid 1993, 108. – Pueden consultarse diversos índices y diccionarios sobre el uso del término en la doctrina social de la
15
Iglesia y en los documentos del Vaticano II. – Para este problema puede verse RUIZ DE LA PEÑA J. L., Crisis y apología de la fe,
Sal Terrae, Santander 1995, 210-237 y GELABERT M., Jesús, revelación del misterio del hombre, San Esteban, Salamanca 1997,
83.
BIBL.: ACERBI A., Persona, en L. Rossl-A. VALSECCHI (dirs.), Diccionario enciclopédico de teología moral, San Pablo, Madrid
1986`, 832-837; COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Dignidad y derechos de la persona humana, Cete, Madrid 1985; DE
KONINK TH., De la dignité humaine, Puf, París 1995; FLECHA J. R., La opción por el hombre «imagen de Dios» en la ética,
Estudios Trinitarios 3 (1991) 56-83; LOBATO A., Dignidad y aventura humana, San Esteban-Edibesa, Salamanca-Madrid 1997;
MARCHESI J., La dignidad de la persona humana, Misión abierta (1990) 59-67; MOLTMANN J., La dignidad humana, Sígueme,
Salamanca 1983; MORENO VILLA M., Dignidad de la persona y Persona, en Diccionario de pensamiento contemporáneo, San
Pablo, Madrid 1997, 359ss y 895ss; El hombre como persona, Caparrós, Madrid 1995; RUBIO M., Persona y quehacer ético,
4
Moralia 4 (1990) 337-364; VIDAL M., Moral de actitudes II, PS, Madrid 1979 , 115-120; La dignidad del hombre en cuanto lugar
de apelación ética, Moralia 4 (1990) 365-386.
DIOS PADRE
SUMARIO: I. Del Dios Padre de las religiones a Yavé, Dios de Israel. II. Jesucristo, revelador del
Padre. III. Dios Padre. Notas fundamentales: 1. Padre de gracia que nos hace nacer a la confianza;
2. Padre que nos hace conocer y cumplir la «ley» del Reino; 3. Padre del futuro, nuevo nacimiento.
IV. Aproximación catequética: 1. Objetivos y planteamiento del tema; 2. Tareas de la catequesis;
3. La pedagogía de Dios como Padre; 4. Catequesis según las edades; 5. Indicaciones
metodológicas.
La mayor parte de las religiones antiguas emplean los símbolos familiares para hablar de Dios, y
así lo presentan como madre (en línea matriarcal) y/o como padre (en línea patriarcal). El símbolo
materno ha destacado los aspectos de la cercanía vital y del cariño: lo humano y lo divino tienden
a formar un todo, de manera que la experiencia religiosa más profunda adquiere rasgos
panteístas: la Gran Madre divina, identificada muchas veces con la tierra, es una especie de
principio y plenitud de ser del que nacemos y al que retornamos, para disolvemos de nuevo en su
misterio. El símbolo paterno ha destacado en lo divino los rasgos de la autoridad violenta, del
orden conseguido por la fuerza; lógicamente, el Dios Padre, simbolizado por el cielo y el trueno,
viene a presentarse como guerrero y rey, violador y engendrador, protector y dueño de todo lo
que existe.
Entre las visiones del símbolo materno y paterno de Dios han existido, a lo largo de los siglos y a
través de los diversos pueblos de la tierra, múltiples variantes, que se expresan en los varios tipos
de patriarcalismos familiares y/í dinásticos (cf Demeter-Madre y Zei s-Padre en Grecia, con sus
diferente relaciones de generación y filiaciones), en el mismo contexto de SiFiia, Fenicia y
Palestina (con El-Padre y Ashera-Madre, Baalmasculinef y Anat-femenina), donde ha surgido el
pueblo israelita.
Tanto la visión materna como la paterna de Dios entraron en crisis al comienzo de eso que se
suele llamar el tiempo-eje, es decir, entre los siglos VII y V a.C., en las grandes culturas de China y
la India, de Persia, Israel y Grecia. Ha seguido predominando el patriarcalismo, de manera que
Dios, o lo divino, ha recibido (y en parte sigue recibiendo todavía) rasgos masculinos. Pero
estrictamente hablando, Dios ha dejado de ser Padre (engendrador y guerrero, señor político
violento), para convertirse en Ser universal (helenismo), Interioridad abarcadora (brahmanismo
hindú), Silencio nirvánico (budismo) o Tao universal (China).
Desde el fondo de esa crisis destaca el judaísmo, con su visión personal y trascendente de Dios,
que no aparece ya como padre, sino como Yavé (el que es, el Señor). Sabemos por los restos
arqueológicos (figurillas sagradas de toros divinos y diosas de la fecundidad) que los israelitas
anteriores al exilio seguían venerando al padre divino y a la madre. La misma Biblia hebrea incluye
evocaciones y figuras de ese tipo. Sin embargo, en su línea oficial, los judíos lograron superar esa
visión sexual y familiar de lo divino, presentando a Dios como Yavé, aquel que está presente y
actúa, conforme al pasaje central de Éx 3,14. Moisés ha preguntado a Dios su nombre ante la
zarza ardiente y Dios responde: `Ehyeh `aser `Ehyeh: Soy el que Soy, el que Estoy con vosotros:
Yavé (YHWH). Yavé se ha convertido, a partir de este pasaje, en el nombre y signo de la identidad
más honda del Dios israelita. El judaísmo ha sabido desde siempre y sigue sabiendo que Yavé no
es femenino ni masculino, no es diosa ni dios: es el Adonai, Kyrios o Señor, que ha establecido la
alianza con su pueblo, para acompañarle en el camino de la libertad que lleva a la esperanza de la
vida. Los judíos han dicho y siguen diciendo que Yavé ya no es un símbolo de Dios (como son
padre y madre), sino su Nombre verdadero, de manera que nosotros, los humanos, no podemos
ni siquiera pronunciarlo; sólo el sumo sacerdote lo proclamaba, una vez al año, en la fiesta de la
gran expiación. Este nombre es, por un lado, misterioso: los filólogos no logran precisar del todo
su sentido original; los judíos no lo pronuncian por respeto... Pero, al mismo tiempo, es el más
sencillo, más cordial, más inmediato. Dios se llama Yavé porque en el momento clave de la
vocación y envío de Moisés (de todo el pueblo israelita) dice `Ehyeh: estaré contigo. Ese nombre
es garantía de presencia personal (í Yo estoy! [cf Ex 3,12]) y compromiso de acción liberadora de
Dios con los humanos.
Los judíos, por lo menos desde el siglo I a.C, han sacralizado ese nombre (Yavé), de tal forma que
no lo escriben entero ni lo pronuncian, poniendo en su lugar equivalentes como Adonai, Kyrios o
Señor. Las mismas traducciones cristianas de la Biblia han seguido esta costumbre, y en su
mayoría escriben Señor donde la Biblia hebrea decía Yavé. Es buena esta reserva, si es que ayuda
a descubrir y explicitar el contenido misterioso del Dios personal de la historia israelita.
Por eso, cuando los cristianos superan la reserva judía y llaman a Dios Padre, no pueden olvidar
que en el fondo de ese nombre sigue estando la experiencia de Moisés y los judíos que, sabiendo
que Dios es Yavé (el que está presente), no quieren nombrarlo. Para los cristianos, ese nombre
sigue siendo el signo más excelso de Dios antes de su revelación definitiva como Padre de
Jesucristo. Al manifestarse como Padre, Dios no niega su nombre previo de Yavé sino que lo
explicita, llevándolo a su culminación: sigue siendo el Yavé de Israel al revelarse como Padre (no
patriarcalista ni matriarcalista, sino personal) de todos los humanos.
Moisés descubrió a Dios como Yavé en la zarza ardiente de su vocación. Los cristianos lo
encontramos como Padre en el mensaje, vida y muerte de Jesús. Por eso, es normal que los
antiguos escritores de la Iglesia hayan identificado a Jesús como nueva zarza ardiente, viéndolo así
como aquel que nos revela al Padre, según afirma, de manera lapidaria Jn 1,18: «A Dios nadie lo
ha visto jamás; el Hijo único, que está en el Padre, nos lo ha dado a conocer».
Los judíos no lo conocían (no podían ni decir su nombre), y así siguen afirmando, basados en la
misma experiencia de Moisés, que Dios es Yavé, ante quien debemos esconder el rostro, pues
mirarle sería destruirnos y morir; Dios es para ellos la presencia del gran desconocido, más allá de
los signos matriarcales o patriarcales, más allá de todas las palabras o razones. Los cristianos, en
cambio, afirmamos sorprendidos y gozosos que podemos conocer a Dios, que lo hemos visto en
Jesús y que podemos llamarlo desde ahora Padre, de manera no patriarcalista sino salvadora.
Jesús viene a presentarse de esa forma ante nosotros como el Revelador del Padre. No es un
místico oriental que explora y busca lo divino en la hondura de su alma. No es tampoco un filósofo
que estudia el ser de lo divino por teorías, para hablarnos así de su conocimiento conceptual. Ni
es un sacerdote pagano que quiere revelarnos el misterio eterno de la Madre Tierra, ni un profeta
que habla en nombre del Gran Desconocido. Jesús es, ante todo, una persona que ha descubierto
a Dios: se ha sabido sustentada por él y lo ha encontrado en el fondo de su vida, como amigo,
Padre que le implanta, impulsa y enriquece.
Jesús es un creyente que vive y ama, se entrega y actúa desde un Dios cercano, quien invoca con
el nombre de Padre, sabiendo que es, al mismo tiempo Padre y/o Madre, pues supera todos los
viejos simbolismos de la historia y la familia humana. Como israelita fiel a la memoria y las
promesas de su pueblo, Jesús dialoga con el Dios desconocido (Yavé), a quien conoce por su
propia experiencia amorosa y filial, misericordiosa y salvadora, de tal forma que se atreve a
presentarlo como Padre (suyo en especial, siendo a la vez Padre de todos los humanos).
El Dios de Jesús es ante todo Gracia fundante: como una Madre que regala vida sin pedir a cambio
cosa alguna. En sus manos se siente y se sabe Jesús Hijo querido (cf Mc 1,9-11 par). Creer en Dios
significa acoger su don de vida, por encima de toda imposición, ley o pecado. En nombre de ese
Dios, que es Padre de amor y no Yavé lejano de ley o ritos religiosos, Jesús se ha atrevido a
perdonar a todos (cf Mc 2,1-12).
El Dios de Jesús es Fuerza creadora y así impulsa a los humanos a volverse dueños de su propia
vida: es Poder que nos hace poderosos, Amante personal que nos capacita para amar a los
humanos, partiendo de los pobres y excluidos. Cierto judaísmo antiguo (y mucho cristianismo
moderno) parece domesticar a Dios, introduciéndolo en esquemas de ley, para sancionar con su
figura la figura actual del mundo. En contra de eso, el Dios de Jesús es creador mesiánico que
invita a los humanos a buscar y recibir, a cultivar y compartir ya el Reino.
El Padre de Jesús es, finalmente, Promesa de salvación escatológica. En tiempo antiguo parecía
velado: su figura se escondía en los poderes y violencias de la historia. Ahora se desvela revelando
en Jesús su propio rostro salvador: se ha adelantado el Reino, de manera que podemos decir que
habitamos dentro de su mismo ser divino.
Por eso, escatología y teología, plenitud del tiempo y manifestación salvadora de Dios,
constituyen las dos caras del mismo evangelio de Jesús: creer en el Padre de Jesús significa
esperar en su futuro de gracia salvadora.
El Dios de Jesús es Padre total, fuente de existencia y paz, reconciliación y justicia salvadora para
los humanos, siendo así Padre-Madre: nos ha dado la vida (engendramiento, implantación), nos
ha impulsado hacia su reino (exigencia de realización), y finalmente quiere acogernos en el seno
gozoso de su misericordia, regalándonos su gracia (cf Mt 7,9-11; Lc 12,32).
La radicalidad de este Dios de Jesús emerge de manera ejemplar en las parábolas. Lo han acusado
de comer con los manchados de su pueblo, de perdonar a los pecadores, de acoger a los que
vagan y malviven fuera del círculo sagrado de los justos... El se ha defendido apelando al
comportamiento de Dios, que perdona a los pecadores (Lc 15,11-32; 18,2ss.), se alegra recibiendo
en casa a los perdidos (Lc 15,4ss.) y ofrece plenitud a los pequeños (Lc 18,16s.; Mc 9,35-37). Así
aparece Dios como Padre/ Madre que acoge y vivifica a los humanos. Este es el Dios de la
conciencia de Jesús, el que le permite realizarse como Hijo.
Desde ese Padre/Madre que le llama en amor, dándole fuerza para amar a los demás, presenta
Jesús sus rasgos. Dios es gracia, acción creadora y principio de amor mutuo (de resurrección).
1. PADRE DE GRACIA QUE NOS HACE NACER A LA CONFIANZA. El reino de Jesús no proviene de la
evolución del cosmos, ni es resultado de una conquista violenta, sino don del Padre que ofrece su
vida a los humanos. Desde ese fondo descubrimos a su Dios como persona que nos ama y en amor
nos llama a la existencia. Frente a todos los que quieren entenderle como Absoluto cósmico,
Sentido inmanente de la historia o Nueva Era de la humanidad que forja por sí misma su grandeza,
afirmamos con Jesús que es Padre-Madre: Gracia creadora y trascendente, principio y gozo de la
vida.
A principios del siglo XX, algunos protestantes liberales y modernistas católicos corrieron el riesgo
de entender a Dios como pura interioridad (sentimiento) de la vida humana o de la historia; en
contra de eso, el evangelio sostiene que es persona –existe en sí mismo–, más que simple
hondura humana. Ahora podemos diluir también sus rasgos, identificándolo con un tipo de vida
social o de progreso; pues bien, en contra de eso, Jesús lo ha presentado como voluntad personal,
creadora de amor, alguien que dialoga con nosotros, Padre/Madre a quien podemos conocer
(escuchar y responder) por encontrarnos fundados en su vida.
Siendo lejano (trascendente), Dios se muestra a la vez muy cercano: es principio creador, Padre-
Madre, fuente de cariño, gracia donde se arraiga toda vida. De su fuente nacemos, en su amor
crecemos, en su plenitud culminamos. Los judíos lo solían ver alejado, en el pasado o futuro de la
historia, como Yavé, a quien no podemos conocer, cuyo nombre no podemos pronunciar. Jesús lo
ha visto y proclamado como Aquel que nos ofrece el Reino, buena nueva de amor para los
humanos.
Tal es la noticia que Jesús ha proclamado: el milagro de la vida que brota del amor, la fuerza
original del evangelio. Dios es más que el orden legal del judaísmo, más que la fuerza escatológica
o guerrera de algunos militares o profetas de su pueblo, más que el Ser de Gracia o el Absoluto
silencioso de la India. El es ante todo gracia: en su Amor nos funda, en su Vida sostiene nuestra
vida; creer en él implica cultivar el gozo, la alegría, la salud y la esperanza de lo humano.
A este Dios Padre/Madre le pedimos, ante todo, vida y gracia (perdón), como muestran de forma
convergente Mc 11,25 («cuando os pongáis a orar, si tenéis algo contra alguien, perdonádselo...»)
y Mt 6,7-8 («al rezar no os convirtáis en charlatanes..., porque vuestro Padre conoce las
necesidades que tenéis...»). La confianza en Dios nos hace ser personas (cf Mt 6,32-34; Lc 12,29-
31): crecemos en la gracia (el seno materno) del Dios que nos ama, haciéndonos nacer aún, pues
nuestra vida no se encuentra terminada; no estamos hechos, fijados, acabados; seguimos
naciendo del seno de Dios, el amor que nos hace ser y perdonamos.
Vivir desde el seno de Dios, sabiendo que ni un solo cabello de nuestra C \abeza se pierde sin que
él lo sepa y considere (cf Mt 10,30): esta es la raíz teológica del evangelio. Así podemos, como
niños, confiar, seguir naciendo y viviendo y muriendo, en amor y esperanza radicales, porque Dios
nos ofrece su reino (cf Mc 9,33-37; 10,13-16par). El mundo no es lugar donde domina el diablo, ni
la historia es camino donde sólo brota y crece (nos ahoga) la angustia de la muerte, el cálculo de
horas y momentos. Mundo e historia son casa de Dios Padre, hogar donde es posible nacer, crecer
y morir en la confianza amorosa, compartiendo mesa y palabra, porque en todo y sobre todo se
está manifestando el Padre.
Confiar en Dios, nacer desde su seno de amor: esta es la verdad del evangelio, su novedad
primera y duradera; todo lo demás es consecuencia. Por eso definimos a Jesús como creyente y
revelador del Padre: ha confiado en Dios, en fe abierta a todos los humanos, descubriendo así el
sentido de la naturaleza, superando el pecado y venciendo incluso a la muerte (porque Dios, su
Padre, lo ha resucitado). Este es el axioma cristiano, la verdad por excelencia.
2. PADRE QUE NOS HACE CONOCER Y CUMPLIR LA «LEY» DEL REINO. Dios se define ahora como
aquel que nos capacita para amar en gratuidad y realizarnos así como personas. El humano sólo
puede amar porque es amado: por descubrirse agraciado puede hacerse gratuidad; porque Dios le
perdona puede perdonar. Dios Padre-Madre nos hace hijos suyos, madurándonos en amor.
De esa forma, el mismo amor del Padre se vuelve fuente de creatividad. Para los judíos, Dios era
Yavé, aquel que está presente, liberando a su pueblo. Para los cristianos, Dios es Padre/Madre:
aquel que actúa amando, impulsando a Jesús en su camino de entrega, acogiéndolo y
resucitándolo en la muerte. Por eso, la fe es principio de creatividad humana: creer en Dios Padre
significa responder a su llamada, entregando la vida en amor por los otros, en esperanza de
resurrección.
Dios no garantiza y justifica simplemente lo que existe, sino al contrario: ofrece vida a los que
parecían condenados por las fuerzas negadoras de la vida. Actuando en nombre de ese Dios, Jesús
no conquista el Reino por las armas, ni controla el templo por la fuerza militar, ni destruye en
batalla a los perversos, sino que ofrece ayuda y curación a los necesitados (enfermos,
expulsados...) de su pueblo. En nombre de ese Dios, Jesús afirma que «se ha cumplido el tiempo y
el reino de Dios está cerca» (Mc 1,15), entregando la vida en sus manos de Padre-Madre que lo
resucita.
Jesús viene a presentarse así como encarnación del Padre. No ofrece teorías sobre Dios, sino que
actúa en su nombre, expandiendo su amor, entregándose en sus manos. Precisamente por eso
podemos y debemos confesarlo Cristo: mesías de la acción liberadora del Padre, que entrega su
vida y muere eh medio de una tierra que parece condenada a la violencia destructora de la
historia.
Desde ese fondo podemos y debemos definir a Dios Padre como voluntad de amor (cf Mt 6,10; Mc
12,28par; Jn 10,18; 13,43, etc.): no es ley que nos oprime desde fuera, ni imperativo abstracto de
la razón, ni idea o ser supremo, sino Padre que acoge en amor la vida de Jesús y lo resucita,
haciéndolo su Hijo en plenitud y salvador de todos los humanos (cf Rom 1,3-4).
Precisamente ahí, en la muerte y resurrección de Jesús, Dios viene a revelarse en su verdad más
honda como Padre/Madre en quien debemos confiar, buscando su amor-reino y sabiendo que las
restantes cosas se nos darán por añadidura (cf Mt 6,10.33; Le 12,31). Son muchos los que buscan
sólo a Dios por la comida y el vestido, el poder y el egoísmo de la tierra. Pues bien, en contra de
eso, desbordando el nivel del deseo impositivo y la violencia, Dios se ha revelado como Padre-
Madre que acompaña a Jesús hasta la muerte, y en ella, en la entrega de amor, lo recibe en amor
sin medida, resucitándolo de entre los muertos y haciéndolo Señor de salvación para todos los
humanos.
De esa forma, la misma voluntad del Padre/Madre se vuelve misericordia (cf Lc 6,36). Podemos
imitar a Dios en la medida en que acogemos su gracia, reproduciendo su figura, como el mismo
Jesús hizo, en camino de entrega hasta la muerte. Dios aparece así como voluntad de amor
(misericordia, perdón) dentro de nuestra propia vida: creer en él significa descubrirnos capaces de
amar con él, superando la violencia y la ley impositiva de la tierra. Dios no es sólo aquel que habita
en medio de nosotros, haciéndonos nacer/vivir, sino el que actúa por nosotros, haciéndonos
portadores de perdón creador y gozoso, abierto a todos los humanos.
En este mundo, padre y madre suelen estar en el principio (nos dan vida y educan, acabando su
función cuando llegamos a hacernos mayores). Por el contrario, Dios será del todo Padre-Madre
en el futuro: por eso esperamos en él, confiamos en su obra, aguardando la filiación completa
(Rom 8 y Gál 4): naceremos plenamente como hijos de Dios, alcanzaremos en Jesús la herencia
plena, Dios será para nosotros ya del todo el Padre-Madre de la gloria.
Ese Padre-Madre de la plena filiación viene a presentarse como verdadero amigo y compañero,
Dios de la esperanza de futuro, anticipada en la liturgia de la Iglesia. El acoge nuestras peticiones,
recibiéndonos en la muerte, para resucitarnos. Ante él nos sentimos confiados, sabiendo que el
futuro se halla abierto a nuestros deseos más profundos: «Pedid y se os dará, buscad y
encontraréis...» (Mt 7,7.9-11; Lc 11,9-13). La experiencia de Dios no es negación o indiferencia,
sino todo lo contrario: apertura infinita del deseo, promesa de existencia colmada, gozo perfecto.
Siglos de ascetismo han manchado esta experiencia, interpretando a Dios como negación del
futuro, prohibición de los placeres. Pues bien, en contra de eso, la fe en el Dios del evangelio
(Padre/Madre, principio de acción) ensancha al infinito nuestros deseos: «No tengas miedo,
pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha decidido daros el reino» (Lc 12,32). Este deseo de la
plenitud de Dios Padre-Madre ha de entenderse en su sentido integral, abarcando alma y/o
cuerpo, vida individual y/o social, todo lo humano, como sabe el mensaje de las bienaventuranzas
(Lc 6,20-21par). Este es el placer del deseo que se sabe bueno, abierto por Dios desde la misma
complejidad de este mundo; este es el deseo de nacer del todo, de hacernos hijos perfectos del
Dios Padre-Madre.
Este Dios no está fuera, sino dentro de nosotros, como Madre engendradora, fuente intensa de
ser que nos hace creadores, responsables de la vida de los otros, Padre universal que nos invita a
dar la vida por los más necesitados. Rompe así las fronteras que en su nombre se han trazado
entre limpios y manchados, buenos y malos, judíos y gentiles, viniendo a presentarse desde ahora
como fuente de esperanza.
De esta forma, el Dios Padre/Madre aparece como Amigo, fuente de comunión y de confianza: da
sentido positivo a nuestra vida, nos compromete en favor de la justicia y con su misma realidad de
amor nos introduce en el gozo del Reino.
Este es el Dios de la esperanza que nos lleva hacia el placer final, la bienaventuranza realizada del
amor, el gozo y la paz (cf Gál 5,22). Lo hemos buscado con Jesús, con Jesús hemos amado a los
demás, en Jesús lo encontraremos al final de nuestros días: como un Padre-Madre que nos acoge
en la cuna de la muerte, ofreciéndonos la esperanza suprema de la resurrección.
Todo acercamiento catequético a Dios hoy, si busca ser auténtico, tendrá que llevar en sus venas
la actitud de descalzarse interiormente y desprenderse de muchos esquemas preconcebidos.
Queremos hacerlo con la fe humilde de Abrahán, postrándose en tierra; con la esperanza inquieta
de Moisés, quitándose las sandalias; con el amor ardiente de los profetas, dejándose c onducir por
el Espíritu; pero sobre todo, lo hacemos cogidos de la mano de Jesús de Nazaret, en quien Dios se
reveló como Padre y en quien Jesús experimentó ser Hijo (cf Mt 11,25-27). Los cristianos no
tenemos necesidad de buscar otra puerta que no sea Jesús para entrar en el interior de la
experiencia de Dios (cf Jn 10,7-9).
«Creo en Dios Padre»: con estas palabras se anuncia el primer artículo de la fe y se abre el acceso
a la más genuina oración cristiana. Enunciarlas equivale a asomarse al vértigo del misterio; sólo
que se trata de un misterio presentido como cálido, abierto y acogedor: impone respeto, pero no
miedo; aparece inmenso, pero no humillante. Todo en la revelación evangélica invita a acercarse a
él y a ir temperando a su luz el misterio, pequeño pero entrañable, de nuestra propia vida. Pues
Dios como Padre nos revela a nosotros como hijos. Y si esta revelación nos alcanza de verdad,
nuestro ser entero quedará iluminado y transfigurado (cf Mc 9,2-7).
2. TAREAS DE LA CATEQUESIS. Hablar de Dios Padre no es tanto entender o explicar cuanto abrirse
mental y cordialmente, y dejarse caldear por su calor. Más que un tema de reflexión, que lo debe
ser, es un tema de oración; o acaso de esa sabiduría que pertenece al patrimonio de los
pequeños, de los de corazón. Si al final todo quedase un poco más claro y expedito, con el fin de
que la gran revelación de Jesús —Dios como Abbá, como Padre de misericordia, respeto y amor
entrañables— resonase de un modo significativo para la sensibilidad de nuestro tiempo, estaría
conseguido lo fundamental. Dada la limitación del lenguaje, y teniendo presente h indicado más
arriba, donde digamó Padre puede leerse simultáneame e Madre, o un Padre con corazón
materno. Siguiendo las nuevas orientaciones del Directorio general para la catequesis (DGC 84,
86), pasamos a señalar las tareas de la catequesis, referidas a Dios Padre.
b) Aprender a orar y celebrar la fe. «Jesús estaba orando en cierto lugar. Cuando acabó, uno de
sus discípulos le dijo: "Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos". El les dijo:
Cuando oréis decid: "Padre..."» (Lc 11,1-2). Y les entregó el padrenuestro. Ante dicha petición,
notamos que cada grupo tenía un modo típico de orar, que se correspondía a un modo específico
de relacionarse con Dios. Pues bien, Jesús les entrega el padrenuestro, es decir, el santo y seña de
su más honda y original intimidad. De este modo, Dios queda definitivamente revelado como
paternidad entrañable, como esa fuente de confianza y ternura que alimenta el misterio de Jesús
y que se abre en adelante para todo hombre. Intimidad y ternura que distan mucho de caer en lo
banal o de perderse en sentimentalismos. Por eso Jesús prohibía expresamente invocar a nadie
con ese nombre (Mt 23,9). Jesús no rebaja la intimidad, pero sí quiere protegerla en su pureza y
preservarla en su trascendencia para el Unico que puede realizarla en plenitud.
La instrucción de Jesús a sus discípulos acerca de la oración constituye una verdadera catequesis,
en la que propone una nueva forma de orar, en contraste con la oración de los fariseos y de los
paganos (cf Mt 6,5-8). Así pues, la catequesis, teniendo en cuenta las distintas experiencias de los
catequizandos, les ayudará a entrar en relación con Dios como Padre y los iniciará a la plegaria,
sabiendo que el modelo de oración cristiana es el padrenuestro; más aún, constituye una
auténtica escuela de oración; es, también, una escuela de vida, pues nadie puede orar así si no
viven e - herencia con lo que pide. La primera - parte del padrenuestro (Mt 6,9-10) invita a poner
la mirada solamente en Dios, un Dios al que los discípulos pueden llamar Padre con la misma
confianza que Jesús. Situados así ante Dios, los discípulos expresan el deseo de que venga el
Reino, es decir, de que se cumpla plenamente el anuncio de Jesús (cf Mt 4,17). Entonces será
reconocida la santidad de Dios y se cumplirá plenamente su voluntad. La segunda parte (Mt 6,11-
13) mira hacia el grupo de los discípulos y enseña a pedir aquellas cosas que son necesarias para
vivir anhelando el reino de Dios: el sustento, el perdón y la protección divina ante la tentación de
abandonar el camino del seguimiento. La catequesis ayudará a comprender que la oración es
imprescindible en la vida del discípulo y que debe orar siempre, en espera de recibir de Dios su
gran don, el Espíritu (Lc 11,13). La oración del cristiano es, por tanto, la de una persona
insatisfecha, que desea construir un mundo diferente, en el que el reino de Dios sea realizado y
reconocido.
Por lo demás, toda la liturgia nos invita a invocar y confesar a Dios como Padre. Cualquier
celebración la comenzamos en el nombre de la Trinidad y la concluimos con su bendición; en los
sacramentos de la iniciación cristiana, el credo y el padrenuestro ocupan un lugar central (cf DGC
82). Así lo ha recogido la catequesis desde los comienzos. Acabado el itinerario catecumenal, en la
etapa que, dentro del proceso, se llama de iluminación y purificación, la Iglesia acompaña a los
catecúmenos con la oración, para que se abran a la acción de Dios, y les entrega los símbolos de la
identidad cristiana: el credo y el padrenuestro. «Es en el bautismo donde los cristianos nos
convertimos en hijos de Dios, porque somos engendrados por él a una vida nueva y recibimos el
espíritu de adopción. La Iglesia primitiva lo entendió así cuando prohibía a los catecúmenos recitar
el padrenuestro antes del bautismo. «Un catecúmeno no puede llamar Padre a Dios» (san Juan
Crisóstomo), pues: «¿Cómo puede ser hijo uno que no ha nacido?» (san Agustín). Los recién
bautizados recitaban por primera vez el padrenuestro en la vigilia pascual, para subrayar la nueva
etapa de ser y sentirse hijos de Dios. Orar el padrenuestro desde las manos de Jesús es celebrar la
fe en Dios Padre. Aquello que creemos es lo que celebramos. Por eso, tanto la catequesis como la
liturgia en cualquiera de sus formas y expresiones, especialmente en la preparación y celebración
de los sacramentos de la iniciación cristiana, ayudarán a los correspondientes destinatarios a
comprender y relacio nar el primer artículo del credo con la oración dominical. La oración del
padrenuestro es como el corazón del evangelio, cuyo núcleo reside en la súplica «venga a
nosotros tu Reino». Y el camino para que el reino de Dios venga a nosotros y al mundo no es otro
que el de las bienaventuranzas. Rezar el padrenuestro como conviene es, por nuestra parte, un
atrevimiento; de ahí que sólo lo podamos hacer bien desde las manos de Jesús. La liturgia ha
recogido acertadamente la expresión: «Fieles a la recomendación del Salvador, y siguiendo su
divina enseñanza, nos atrevemos a decir: Padre...».
c) Ejercitar las actitudes evangélicas. En Jesús, la vivencia de Dios como Abbá constituye el núcleo
más íntimo y original de su personalidad. De dicha experiencia, como de un centro vital, mana
para él, desde la obediencia más radical, una confianza sin límites que, aún hoy, hace
inconfundible su figura. Jesús se dirige inequívocamente a Dios como Abbá, con las resonancias
propias de un niño que se siente hijo querido, acurrucado en sus manos y plenamente confiado a
su misericordia, porque tiene la seguridad de que Dios, en la hondura de sus entrañas, es su
Padre. Jesús era consciente de esta novedad y sus consecuencias, por eso mira la vida, a pesar de
las dificultades, con ojos de alegría y acción de gracias (Mt 11,25-27).
Así pues, en la predicación y la catequesis sobre Dios Padre, la confianza es la actitud nuclear
desde la que irradian, fundamentalmente, la obediencia, la misericordia y la gratitud. Actitudes
que constituyen otras tantas características en quienes se relacionan con Dios como hijos, y a las
que la catequesis debe prestar una especial atención.
— La confianza: la revelación de Dios como Padre está en el centro del mensaje de Jesucristo. El
secreto de la vida humana consiste en llegar a confiar en Dios (Mt 7,7-12). Son los pequeños, los
que, humildes, creen y confían, los que descubren su acción y su presencia (cf Mt 11,25), los que
acogen la llegada del reino de Dios, los que piden el' cumplimiento de la voluntad del Padre (Mt
6,9-10). Jesús nos enseña que el hombre puede acudir siempre al Padre, tal como es en lo
profundo de su vida, con sus miserias y necesidades ordinarias (Mt 6,11-13). Quienes así se
presentan delante de Dios, saben también qué es lo fundamental (Mt 6,33). Sucede, sin embargo,
que a veces al hombre le falta valor para vivir confiadamente. Necesita de la fuerza del Espíritu
para poder vivir con corazón de hijo ante Dios Padre (cf CCE 154). La acción del Espíritu viene a ser
la prueba de filiación (Rom 8,14-17). La catequesis educará el corazón de los catequizandos en
orden a percibir cómo Jesús nos invita a confiar en el Padre, a no vivir agobiados por ninguna
preocupación angustiosa y a no ser esclavos de nada ni de nadie. En sus manos nada hemos de
temer (cf Lc 12,22-32).
— La gratitud: brota del asombro de sabernos hijos de Dios (cf 1Jn 3,1-3). Jesús es profundamente
agradecido ante el Padre: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra» (Mt 10,25); y se
sorprende cuando los hombres liberados de la lepra no lo son (Lc 17,11-19); en ambos casos, Jesús
nos muestra cómo la gratitud brota de la fe. También Pablo, un hombre que daba gracias «sin
cesar» (cf Col 1,3; 1Tes 1,2; 2,13; 2Tes 1,3), reprocha a los paganos el que no hayan Sabido
manifestar a Dios la gratitud O e él merece (Rom 1,21). Al llamar dre a Dios, la catequesis educará
el corazón de los catequizandos en orden a percibir que la invocación misma de Jesús significa que
Dios es gracia, origen de nuestra existencia, amor creador que hace posible nuestra libertad,
presencia salvadora que posibilita nuestra vida. Muchas veces los hombres corremos el riesgo de
perdernos a nosotros mismos y olvidar nuestra propia identidad; invocar a Dios como Padre,
siguiendo a Jesús, es aceptarnos como hijos, que recibimos enteramente nuestra existencia y
nuestra dignidad de Dios Padre, a quien debemos estar agradecidos.
d) Formar la acción apostólica y misionera: «Al fundir su confesión con la de la Iglesia, el cristiano
se incorpora a la misión de esta: ser sacramento universal de salvación para la vida del mundo. El
que proclama la profesión de fe asume compromisos que, no pocas veces, atraerán persecución.
En la historia cristiana, son los mártires los anunciadores y los testigos por excelencia» (DGC 83; cf
RMi 45).
Quien llama Padre a Dios está descubriendo en ese mismo momento que tiene hermanos con sus
gozos, dolores y esperanzas, y que nunca podrá presentarse solo ante el Padre. Precisamente
porque los cristianos llamamos Padre a Dios es por lo que el fraternizar debe considerarse como
una praxis específicamente cristiana. La paternidad de Dios, vivida como Jesús, ayuda al hombre a
ser más responsable, más libre, más consciente. La catequesis educará el corazón de los
catequizandos en orden a descubrir que aceptar a Dios como Padre no anula nuestra
responsabilidad, sino que la estimula y la potencia sin límites. La obediencia a un Padre que sólo
es amor liberador no hunde al creyente en la esclavitud y la alienación, sino que lo empuja a la
total responsabilidad ante el hermano, ante el mundo y ante la vida entera. Sólo se puede ser hijo
de Dios viviendo como hermano de los hombres. Sólo se puede ser justo ante Dios promoviendo
su justicia de Padre ante los hermanos. Precisamente, cuando olvidamos a este Padre que nos
remite a los hermanos, caemos en la esclavitud de ídolos como el dinero, el poder, el sexo, el
propio bienestar o la violencia, que nos encierran en nosotros mismos y nos llevan al olvido de los
hombres que sufren. Creer en el Dios de Jesucristo es aprender a rezar el padrenuestro, confiando
nuestra existencia a Dios y trabajando para que su reino de Padre sea cada vez más real en un
mundo tan dividido. Los creyentes no podemos olvidar que confesar a Dios como Padre no es sólo
aceptar teóricamente que Dios desborda nuestra inteligencia y nuestro pensamiento. Es también
escuchar la invitación que nos hace desde los pobres y desheredados de la tierra, sentirnos
urgidos a salir de nosotros mismos, trascender nuestros propios egoísmos e intereses y ponernos
al servicio de los necesitados (Mt 25,31-46).
Al rezar la oración de la Iglesia decimos al comienzo: Padre nuestro, y repetimos en las últimas
invocaciones: nosotros. El adjetivo nuestro no expresa posesión, sino una relación nueva con Dios,
que se corresponde a una pertenencia mutua dada gratuitamente: por amor y fidelidad (Os 2,21;
6,1-6) tenemos que responder a la gracia y a la verdad que nos han sido dadas en Jesucristo (cf Jn
1,17). Al decir Padre nuestro entendemos una realidad común a varios, es decir, el único Dios es
reconocido como Padre por aquellos que, por la fe en su Hijo Jesucristo, han renacido de él por el
agua y el Espíritu (cf CCE 2786). La Iglesia es esa nueva comunión de Dios y de los hombres, donde
la oración de cada bautizado adquiere pleno sentido (cf He 4,32). Así, tanto el adjetivo nuestro del
principio como el nosotros del final, al no ser exclusivos de nadie, nos ayudan a superar toda
división e individualismo. Y así, a pesar de las divisiones entre los cristianos, la oración del
padrenuestro continúa siendo un bien común, una llamada para todos los bautizados (cf CCE
2789).
La oración del padrenuestro es un don y una tarea. Y es que si el amor de Dios no tiene fronteras,
nuestra oración tampoco debe tenerlas (cf NA 5). Orar a nuestro Padre nos abre a las dimensiones
de su amor, manifestado en Jesucristo: orar con todos los hombres y por todos, especialmente
por los más necesitados. Esta solicitud debe ensanchar nuestra oración en un amor sin límites
cuando nos atrevamos a decir «Padre nuestro» (CCE 2793). Y es que amar a Dios «con todo el
corazón» (Dt 6,5; Mt 22,37) deja todavía sitio en el corazón para amar a los hombres. ¿Deja sitio o
más bien hace sitio? Son los místicos- quienes observan que el amor de Dios es «más ensanchador
que ocupador» (Francisco de Osuna). Es lógico, pues, que al llamar a Dios Padre nuestro
descubramos que tenemos muchos hermanos de verdad.
Si, recorriendo la historia de la salvación, percibimos que la acción de Dios Padre siempre es
sorprendente, la pedagogía catequética: 1) cuidará el sensibilizar en esa novedad, tantas veces
desconcertante: «Mirad qué gran amor nos ha dado el Padre al hacer que nos llamemos hijos de
Dios y lo seamos de verdad... y aún no se ha manifestado lo que seremos» (1Jn 3,1-2); 2) ayudará
a los hombres y mujeres, sea cual fuere su edad y condición, a descubrir los caminos de Dios que
les sale al encuentro y se manifiesta como Padre; 3) ayudará a leer los signos de los tiempos y a
desentrañar en las pequeñas o grandes cosas de cada día la acción salvadora de Dios; para ello es
necesario estar a la escucha del Espíritu que «actúa en la intimidad de la conciencia y del corazón»
(CT 72). Por eso, esta pedagogía del don, que despierta el sentido de la iniciativa divina, necesita
crear y fomentar un clima propicio de oración, de interioridad, de silencio, de escucha y de
disponibilidad a la acción de Dios en los catequizandos, en los hombres y en la historia.
Pero en la pedagogía de Dios siempre hay una constante: el respeto a la libertad del hombre. Cada
uno tenemos nuestra historia personal, familiar, social, religiosa... vestida de luces y sombras. El
también se ha encarnado y desvelado como Padre en su Hijo, en una historia concreta (Lc 1-2). De
ahí que la catequesis, al ofrecer el primer artículo del credo, tendrá en cuenta la condescendencia
que Dios ha mostrado al revelarse a los hombres. A partir de la encarnación, en Jesús se nos
desvela Dios. En el Hijo se nos revela el Padre. Y así, como cuando volvemos a nuestros lugares de
origen después de un tiempo fuera, encontramos a los niños en la calle y por su rostro
descubrimos de quiénes son hijos, así también quien quiera conocer al Padre tendrá que
encontrarse con el Hijo, sin olvidar que los rasgos del Padre son un don en el Hijo (cf Heb 1,3).
Los catequistas, en la línea de la pedagogía divina, deberán cuidar, también, la condición histórica
de los destinatarios, personal y grupalmente. Con respeto y humildad, ofrecerán un proceso de fe
progresivo en orden a la adhesión a Jesucristo, en quien podrán descubrirse «hijos en el Hijo». Fue
tan desbordante la complacencia de Dios al revelarse como Padre, cuanto gratificante la
obediencia de Jesús al manifestarse como Hijo.
Dado que «jamás ha visto nadie a Dios» (Un 4,12), y no lo podemos objetivar, es necesario
acceder a él por mediaciones simbólicas. Con palabras sencillas, experiencias significativas y signos
reveladores, los catequistas, siguiendo la pedagogía de Jesús en el evangelio, ayudarán a percibir
cómo Dios habla desde lo ordinario e interviene en lo cotidiano, tanto a nivel personal como
comunitariamente, tanto eclesial como socialmente. En este sentido, la catequesis debe ser
creativa y, mediante el método inductivo, ofrecer distintas imágenes de padres (autoritarios,
permisivos, responsables, cariñosos, etc.) y diferentes modos de ser y sentirse hijos; así como las
actitudes, cualidades, obras y palabras que cada modelo encierra, en orden a buscar y confesar a
Dios como el mejor Padre; asimismo descubrir que ser todopoderoso significa que es
todocariñoso.
En los niños y preadolescentes se dan las actitudes necesarias para acoger a Dios como Padre: la
admiración de todo lo que les rodea, la confianza puesta en sus padres, la capacidad de relación a
través de su mirada, sus balbuceos y sus gestos; la apertura a los demás y a las cosas en un mundo
que cada vez se les ofrece mayor y más hermoso. De ahí que en el proceso de su maduración
afectiva y de relaciones intersubjetivas vayan articulando un concepto de Dios como una persona,
primero como los que les rodean y, progresivamente, como alguien distinto.
Familia, parroquia y escuela son espacios complementarios donde los niños y preadolescentes
pueden sentir y comprender lo que significa creer en Dios Padre. Crecer en un clima familiar
afectivo, dialogante y con relaciones equilibradas, puede ayudar sobremanera a encontrarse
plenamente confiados en las manos del Padre del cielo, bueno y providente, que cuida de la
naturaleza, como obra suya, a la que ha vestido de gran belleza; y de los hombres, hechos a su
imagen y semejanza, a los que quiere mucho y ha dado todo, incluso a su Hijo, para que sean
felices. En él, el Padre ha puesto toda su complacencia y nos invita a escucharle (cf Mt 17,5). Así
como los hijos tenemos rasgos de nuestros padres, Jesús es la viva imagen del Padre: «El que me
ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9). En él hemos de mirar cómo habla y cómo actúa, porque
en sus palabras y obras el Padre nos revela cuánto nos quiere; y si nosotros queremos al Padre
tenemos que ser como Jesús. Pero, además, no seríamos felices si estuviéramos solos en casa y no
tuviéramos amigos; por eso, cuando hablamos con Dios le decimos Padre nuestro, es decir, de
todos los hombres, porque somos hermanos y formamos su familia, que es la Iglesia. En ella
hemos de cuidar las buenas relaciones de unos con otros y con todos los hombres, porque ella
está llamada a ser lo que quiere Dios que sea el mundo: una familia grande de hijos y hermanos.
b) Adolescencia y juventud: En estas etapas se solidifican las ideas, los sentimientos y las
relaciones con cierto tono objetivo y dinámico, con apertura a lo social y a lo existencial, y con
apoyos firmes desde su experiencia. A partir de ahora serán capaces de abstraer conceptos y
operar con ellos. El gran misterio de Dios, su existencia, su ser mismo pueden ser abordados
personalmente, gracias a su capacidad. Dios ya no tiene por qué ser el personaje bondadoso o
terrible representado durante la niñez con caracteres infantiles o mágicos. Ahora su dimensión
espiritual, su grandeza, poder, bondad..., pueden adquirir progresivamente toda su trascendencia,
sin tener que abandonar su cercanía ni su relación interpersonal. Dios está en todas partes, está
en nuestro corazón, es invisible... Esta capacidad intelectual es causa necesaria, pero no
suficiente, para llegar a comprender a Dios como Padre. Para que exista una relación
intersubjetiva es necesario que exista un desarrollo psico-afectivo y que vaya madurando poco a
poco. La religiosidad ha llegado a la autonomía casi total, pues ya asumen sus decisiones con
independencia de los adultos y son conscientes de ello. Su situación ante la fe dependerá, en gran
parte, de los procesos anteriores de formación, más o menos asimilados, y de la sintonía cultural,
social y familiar en la que cuenta lo afectivo y lo tradicional, más que una determinación explícita.
Los adolescentes conciben a Dios como Alguien con el que se suelen relacionar personalmente,
que participa de sus experiencias y que da sentido a su vida. Es vivenciado como un confidente,
como un modelo de referencia. No siempre supone una exigencia ética, puesto que en bastantes
casos se trata más de una relación de búsqueda de refugio y comprensión que de exigencia y
crecimiento personal. Dentro de sus legítimas aspiraciones con deseos de absoluto, se les puede
presentar el misterio del hombre y el sentido profundo de su existencia a la luz de la revelación de
Dios. Preocupados por el porvenir, la profesión, el amor, la vida social, las relaciones humanas, se
les puede ofrecer aquel distintivo que ya desde el principio Dios Padre sembró en cada persona,
hombre o mujer, para hacerlos «a su imagen y semejanza». La marca divina en cada uno de
nosotros se manifiesta en: 1) la palabra, en cuanto capacidad para hablar; 2) la sexualidad, en
cuanto capacidad para amar, y 3) el trabajo, en cuanto capacidad para transformar. Hombre y
mujer, iguales, distintos y complementarios, creados a imagen y semejanza de Dios Padre, son
invitados a seguir a Jesucristo, el Hombre nuevo.
c) Edad adulta: Los adultos perciben la vida y la historia con una mirada realista. En la madurez de
su vida buscan conjuntar aspectos cognoscitivos, afectivos y práxicos. Lo que piensan, lo que
quieren y lo que hacen viene muchas veces determinado desde la propia experiencia de vida. Son
muchos los adultos que, al tener la vivencia singular de ser padres, perciben la existencia como
don y tarea. Dar vida a un hijo es un regalo inabarcable que, a su vez, se convierte en
responsabilidad diaria. Así pues, experiencias privilegiadas como ser padre o madre, el buscar
sentido a la vida, la insatisfacción fundamental con cualquier situación dada, el misterio de un Tú
como límite de la intervención humana, la tensión entre el bien y el mal, el sentido del sufrimiento
y de la muerte, el amor oblativo como máxima realización humana... pueden ayudar al adulto a
ponerse en las manos de Dios como Padre, revelado en Jesucristo; pueden confrontar dichas
experiencias con las de los hombres bíblicos, los santos o personas cualificadas, que se han puesto
en sus manos para hacer su voluntad, o lo que es lo mismo confiarle su vida. Al recitar el credo, el
cristiano adulto se dirige a Dios, que se manifiesta como creador, salvador y vivificador. En el
clima religioso en que vive, el adulto cristiano descubre que Jesucristo no sólo nos vinc ula a Dios,
sino que nos revela a Dios como Padre de todos los hombres, y que siente predilección por
aquellos hijos que sufren por cualquier causa (Lc 6,20). En el contacto pastoral con los adultos, se
palpa muchas veces la necesidad de purificar la imagen y la vivencia de Dios (cf CAd 148). La
catequesis de esta edad debe ayudarles a descubrir los auténticos rasgos de Dios como salvador,
como el Padre misericordioso que tiene como predilectos a los pobres.
a) Niños y preadolescentes: El ser reconocidos por el nombre es una experiencia importante para
toda persona, pues nos habla de cercanía, relación, amistad. Es una realidad especialmente
significativa en la vida de los niños y preadolescentes. Los padres y educadores saben hasta qué
punto es una necesidad para ellos ser tenidos en cuenta, acogidos, reconocidos entre los demás.
Seguramente una de las alegrías mayores será para ellos oír su nombre en casa, en clase, en el
grupo de amigos. Pues bien, mientras los padres y educadores les ayudan a crecer en la seguridad
de ser queridos y de que cada vez les conocen más personas, pueden descubrirles poco a poco el
rostro de Dios Padre. Partiendo de las respectivas experiencias humanas, de confianza e
identificación en los niños y de crecimiento y relación en los preadolescentes, así como de ser
acogidos y reconocidos en ambos casos, empiezan a comprender y sentir que Dios los conoce, los
quiere y les habla como Padre, y que ellos también pueden conocer, querer y hablar con Dios
como hijos.
c) Jóvenes: En estos destinatarios, cuya vida va madurando por dentro y por fuera, la apertura al
mundo, a los otros y al Otro les lleva a superar muchas de las experiencias religiosas tenidas en
etapas anteriores, centradas en imágenes de Dios de tipo antropomórfico o como el creador que
lo dirige todo. Pues bien, ahora la imagen de Dios pasa a ser abordada personalmente como
Alguien invisible y cercano a la vez, como misterio. Es el momento en que la catequesis cuidará de
iniciar a los jóvenes en la auténtica experiencia del misterio de Dios, tal como nos lo revela la
Escritura. Misterio para nosotros, hijos de la cultura greco-latina, es aquella realidad difícil de
entender para la mente humana. En la Biblia no. Para la mentalidad semita, misterio es aquella
realidad histórica en la que Dios se hace presente en la historia de los hombres. Cada vez que Dios
les manifiesta sus grandes cualidades, la misericordia y la fidelidad, cada vez que Dios se
manifiesta como Dios en medio de la historia de los hombres, especialmente de los pobres, eso es
un misterio. Misterio que se ha revelado plenamente en la persona de Jesús de Nazaret, en sus
obras y palabras, especialmente en su muerte y resurrección. Así pues, atendiendo a las ansias de
felicidad que les brotan a los jóvenes por todos los poros, la catequesis, buscando integrar fe y
vida, puede ofrecerles el proyecto de Dios revelado en Jesucristo para realizarse como personas
(hombre y mujer) al servicio de los demás (vocación). El análisis de la realidad, personal y social,
siguiendo el método de la revisión de vida, puede ser un buen instrumento para esta edad.
d) Adultos: Desde la propia experiencia de la vida, marcada por tantas situaciones personales y
surcada por tantas vivencias humanas y religiosas, los adultos perciben la presencia o ausencia de
Dios de modos diferentes. Partiendo de aquellas experiencias privilegiadas que enumerábamos
más arriba, teniendo en cuenta, además, el clima de indiferencia religiosa que muchos respiran en
el ambiente, la catequesis ha de desarrollar con cuidado el oído de los hombres y mujeres de
nuestro tiempo para hacerlos sensibles a la acción de Dios en ellos. Y así, cultivando la experiencia
religiosa, se ha de procurar el paso de adultos cristianos a cristianos adultos . Presentar aquellos
rasgos de Dios que es amor, Padre nuestro, que encontrarnos revelado en Jesucristo (CAd 14-
150), y confrontarlos con las experlencias de amor y de paternidad-filiación, pueden ser caminos
abiertos para sentir y anunciar a Dios Padre. Este descubrimiento, fruto de su gracia, hará que los
adultos se sientan ante Dios de una manera nueva, más gozosa, más confiadamente filial. Para
ello se hace necesario cultivar más y mejor la experiencia religiosa, mantener viva la búsqueda de
Dios, ayudar a descubrir la gratuidad de su amor, educar la religiosidad popular y ofrecer procesos
formativos, ocasionales o sistemáticos, en orden a procurar una lectura creyente de la realidad, a
saber leer los signos de los tiempos bajo la mirada amorosa del Padre.
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Se trata del Directorium generale pro catechesi: Librería Editrice Vaticana, Roma 1997. El texto ha
sido oficialmente traducido a varias lenguas. En castellano aparece con el título: Directorio general
para la catequesis. Se constata, en el título latino, una ligera variante respecto al texto de 1971,
que se titulaba: Directorium catechisticum generale, y fue traducido al castellano con el título:
Directorio general de pastoral catequética (DCG). En uno y otro caso, la institución eclesial
responsable del Directorio es la Congregación para el clero, que es el organismo encargado por el
Papa para orientar la acción catequética en la Iglesia.
El Directorio general para la catequesis (DGC) fue aprobado por Juan Pablo II el 15 de agosto de
1997. Se inscribe así en el conjunto de directorios emanados de la Sede apostólica, con la
autoridad propia de este tipo de documentos.
Sabido es que fue el propio Vaticano II el que tomó la decisión de elaborar un directorio
catequético. Lo hizo con estas palabras: «Elabórese un directorio sobre la formación catequética
del pueblo cristiano, en el que se trate de los principios y de la ordenación fundamentales de
dicha formación, así como de la elaboración de los libros que se juzguen adecuados al caso» (CD
44). Este encargo conciliar se cumplió con la publicación, en 1971, del Directorio general de
pastoral catequética. Y se hizo realizando las tres condiciones que indica el decreto: ofrecer los
principios teológico-pastorales fundamentales que orientan a la catequesis, proponer las líneas
más adecuadas de una pastoral catequética y suministrar los criterios necesarios para la
elaboración de los instrumentos adecuados.
Veintiséis años después, la propia Congregación para el clero, tras la oportuna consulta al
episcopado de todo el mundo, decidió su renovación. Así se dio origen al actual Directorio general
para la catequesis (1997).
No es de extrañar, por tanto, que la consulta realizada por la Congregación del clero acerca de una
posible reelaboración del Directorio general de pastoral catequética (1971) diera como resultado
la clara conveniencia de que esta reelaboración se llevase a cabo, incorporando, por un lado, las
riquezas de las últimas aportaciones y manteniendo, por otro lado, las orientaciones
fundamentales del texto anterior. El propio Directorio general para la catequesis confiesa cómo
esas intervenciones magisteriales recientes «imponían el deber de una revisión del Directorium
catechisticum generale, a fin de adaptar este valioso instrumento teológico-pastoral a la nueva
situación y a las nuevas necesidades» (DGC 7).
2. PROCESO DE REDACCIÓN. El propio Directorio indica el proceso de redacción llevado a cabo: «El
trabajo para la reelaboración del Directorio general para la catequesis, promovido por la
Congregación para el clero, ha sido realizado por un grupo de obispos y de expertos en teología y
en catequesis. Seguidamente, ha sido sometido a la consulta de las Conferencias episcopales y de
diversos peritos e institutos o centros de estudios catequéticos; y ha sido llevado a término en el
respeto sustancial a la inspiración y contenidos del texto de 1971» (DGC 7).
Es decir, que ha habido una doble consulta a las Conferencias episcopales y a un amplio grupo de
expertos: una primera consulta, exploratoria, acerca de la conveniencia o no de una reelaboración
del Directorio (primer semestre de 1994) y una segunda consulta a partir del proyecto realizado
por el grupo de obispos y expertos indicados (primer semestre de 1996). Con toda la riqueza de
las observaciones recibidas en estas consultas se elabora un texto provisional. Es sabido que este
tipo de documentos requiere una última consulta a las Congregaciones de la Sede apostólica
concernidas por el tema (primer semestre de 1997). El texto provisional, así perfilado, es sometido
a la aprobación del Papa, lo que aconteció el 15 de agosto de 1997. En ese momento se convierte
en texto definitivo: el Directorio general para la catequesis.
Para valorar objetivamente el Directorio, es importante tener en cuenta esta laboriosa gestación,
en la que confluyen un sinnúmero de ricas observaciones y matizadas puntualizaciones,
procedentes de todos los rincones de la Iglesia. Se trata así de un texto en el que, de algún modo,
queda resumido el sentir eclesial y las inquietudes catequéticas más acuciantes del momento
actual.
3. FINALIDAD DEL DGC. El DGC tiene, fundamentalmente, una finalidad orientativa en relación a la
catequesis de la Iglesia. Como él mismo señala, «se propone indicar los principios teológico-
pastorales por los que pueda orientarse y regirse más adecuadamente la acción pastoral del
ministerio de la Palabra y, en concreto, la catequesis» (DGC 9). El nuevo Directorio hace suya, en
este sentido, la misma finalidad que ya indicaba el texto de 1971 (cf Introducción).
Se trata, por tanto, de un texto que ofrece los principios por los que se regula la catequesis. Se
sitúa, sobre todo, en el nivel de proporcionar unos criterios inspiradores, más que en el de dar
normas imperativas como, acaso, la palabra directorio pudiera sugerir. En otras palabras, está más
interesado en clarificar la naturaleza y los fines de la catequesis que en proporcionar directrices
inmediatas a la misma.
El propio texto es consciente, sin embargo, de la necesidad de acercarse lo más posible a las
diferentes situaciones concretas en las que se realiza la catequesis. Quiere, en este sentido, ser un
servicio a los diferentes episcopados nacionales en orden a la elaboración de unos instrumentos
catequéticos muy cercanos a la realidad: «Una finalidad inmediata del Directorio es prestar ayuda
para la redacción de directorios catequéticos y catecismos. De acuerdo con las sugerencias
formuladas por muchos obispos, se incluyen numerosas notas y referencias, que pueden ser muy
útiles para la elaboración de los mencionados instrumentos» (DGC 11).
Junto a estos instrumentos, cuya elaboración desea impulsar, el DGC, más que cerrar las
cuestiones en el orden intelectual, quiere contribuir a profundizarlas, actuando de
desencadenante para hacerlas avanzar. El Directorio desea, en efecto, «estimular en el futuro
estudios e investigaciones más profundas, que respondan a las necesidades de la catequesis y a las
normas y orientaciones del magisterio de la Iglesia» (DGC 13).
4. DESTINATARIOS DEL DGC. «LOS destinatarios del Directorio son principalmente los obispos, las
Conferencias episcopales y, en general, cuantos bajo su mandato y presidencia desempeñan una
responsabilidad en el campo de la catequesis» (DGC 11).
El Directorio es, por consiguiente, un texto para los responsables de la catequesis: los obispos, los
presbíteros y los catequistas. No está dirigido, directamente, a los destinatarios de la catequesis.
Respecto a los obispos, hay un acento clave en el DGC: el deseo de que se impliquen
profundamente en la catequesis de sus Iglesias respectivas. En este sentido, se recuerda cómo en
la historia de la Iglesia es patente el papel preponderante de grandes y santos obispos que
marcan, con sus iniciativas y sus escritos, el período más floreciente de la institución catecumenal.
Se les pide, en concreto, que sepan inculcar en la catequesis una verdadera mística y un espíritu y,
al mismo tiempo, dotarla de una organización cuidada y eficaz. Los obispos son así los primeros
destinatarios del DGC.
Lo son también los sacerdotes, sus colaboradores inmediatos. Ellos son, en virtud del sacramento
del orden, educadores en la fe (PO 6) de la comunidad cristiana. A ellos, por tanto, está dirigido el
Directorio de una manera muy especial. «La experiencia atestigua que la calidad de la catequesis
de una comunidad depende, en grandísima parte, de la presencia y acción del sacerdote» (DGC-
225).
El DGC está dirigido también a Ios catequistas laicos. Ellos participan en este servicio eclesial
desde su condición peculiar de laicos, es decir, desde su carácter secular, que les hace compartir
con los hombres y las mujeres de su tiempo todo tipo de tareas humanas. Por eso, ellos tienen
una sensibilidad especial para encarnar el evangelio que transmiten en la vida concreta del
mundo. Los propios catequizandos y catecúmenos pueden ver en ellos un modelo de vida
cristiana cercano, en el que poder mirarse para realizarse como creyentes.
El DGC se dirige, pues, a todos estos agentes de la catequesis, y lo hace «con la esperanza de que
sea un aliento en el servicio que la Iglesia y el Espíritu les encomienda: favorecer el crecimiento de
la fe en aquellos que han creído» (DGC 287).
Dado que el DGC (1997) es una reelaboración de un texto anterior, el análisis de sus contenidos
fundamentales ha de hacerse a la luz de lo ya afirmado en el DCG (1971). En esta comparación se
descubren más fácilmente los contenidos centrales del texto, así como sus principales novedades.
1. UNA MISMA ESTRUCTURA BÁSICA. Lo primero que llama la atención es que, en ambos textos,
subyace una misma estructura básica. Tanto en un texto como en el otro, el discurso se organiza
siguiendo una misma secuencia: análisis de situación, carácter propio de la catequesis, contenido
de la misma, pedagogía de su transmisión, destinatarios y organización de una pastoral
catequética.
Aunque, evidentemente, entre los dos directorios hay muchas diferencias y novedades, estas
aparecen dentro de esa misma estructura de fondo, dentro de esa misma manera de organizar el
pensamiento. Esta circunstancia otorga al lector que realiza este estudio comparativo el
sentimiento de que hay una continuidad expresamente querida. En ningún momento se saca la
impresión de que el Directorio de 1997 quiere corregir al anterior (1971). Se constata
simplemente, al compararlos, que el DGC (1997) enriquece, frecuentemente, al DCG (1971) con
aportaciones nuevas. El nuevo Directorio aparece, así, como el testigo o notario que constata la
evolución del pensamiento teológico-pastoral del Magisterio en sus documentos más
directamente evangelizadores y catequéticos.
En el acto de la revelación de Dios se constata una doble dimensión: Dios quiere revelarse a sí
mismo (seipsum) y dar a conocer su plan salvador, por el que se va a realizar esta comunión con
él. La fe, por la que la persona humana responde a la revelación divina, tiene también, en esa
lógica, un doble aspecto: es entrega a Dios (fides qua) y es, al mismo tiempo, asentimiento al
contenido de ese plan salvador (fides quae). Esta concepción de la revelación y de la fe es la que
fundamenta, en ambos textos, la concepción de lo que es el ministerio de la Palabra: «Dicha
concepción determina, de manera específica, el modo de concebir el ministerio de la Palabra»
(DGC 35).
El Directorio no sólo propugna este concepto de evangelización, con toda su riqueza, sino que da
un paso más y muestra el proceso de la evangelización con toda su dinámica. Así como Evangelii
nuntiandi no quería que algún elemento quedase fuera de la evangelización, el Directorio general
para la catequesis no quiere que alguna etapa quede fuera de la misma. En concreto, el DGC
insiste mucho en que la iniciación cristiana es un momento esencial e insoslayable en la
evangelización. De hecho, la catequesis es contemplada, fundamentalmente, como servicio a la
iniciación cristiana.
Para poder remachar mejor esta idea de «proceso de conversión permanente» (DGC 56), el
Directorio no se apoya sólo en Dei Verbum, que se centra en el tema de la fe y apenas habla de la
conversión, sino que va a apoyarse, conjuntamente, en DV 5 y AG 13. El decreto Ad gentes
explicita, como ningún otro documento conciliar, el tema de la conversión. El DGC, basándose en
ambos textos e introduciendo varias novedades, desarrolla y explicita cuáles son los momentos de
ese proceso de conversión.
Llama la atención la importancia que concede al primer paso de este proceso: el paso e la no
creencia o la indiferencia religiosa al interés por el evangelio. El Di ctorio, además, otorga una gran
seried a la conversión inicial. Esta opción fñdatnental del cristiano tiene un gran peso en toda la
vida del creyente. «La decisión por la fe debe ser sopesada y madurada» (DGC 56). A lo largo del
texto, el tratamiento de estos primeros pasos de la fe, por medio del precatecumenado, se pone
muy de relieve, con gran sensibilidad misionera.
Pero aun suponiendo que, con la expresión formas, el DCG (1971) aluda a lo que el DGC (1997)
llama funciones, la diferencia de fondo subsiste. Para el nuevo Directorio hay cinco funciones o
formas básicas y no sólo cuatro. La gran novedad del DGC es su insistencia en que no se pierda la
especificidad de la iniciación cristiana. Para él, la catequesis de iniciación tiene un carácter propio
y no se debe confundir con la educación permanente de la fe o catequesis permanente, que es
una función, o forma básica, distinta y posterior. El nuevo Directorio acepta la expresión
catequesis permanente, pero lo hace «a condición de que no se relativice el carácter prioritario,
fundante, estructurante y específico de la catequesis en cuanto iniciación básica» (DGC 51, nota
64).
Es claro que entre los dos textos hay una sensibilidad distinta a la hora de describir la finalidad de
la catequesis y los medios o tareas para conseguirla. Para el texto de 1971, la finalidad de la
catequesis es conseguir una fe viva, explícita y operativa, y el medio es la enseñanza doctrinal.
Para el texto actual, el fin es la comunión con Jesucristo y los medios o tareas son varios: ayudar a
conocer, celebrar, vivir y anunciar el evangelio. Las diferencias de acento son notables.
Pero hay más. Para el DGC (1997) actual, la finalidad cristológica de la catequesis es una finalidad
abierta: «La comunión con Jesucristo, por su propia dinámica, impulsa al discípulo a unirse con
todo aquello con lo que el propio Jesucristo estaba profundamente unido» (DGC 81). Es decir, la
comunión con Jesucristo impulsa al creyente a la comunión con el Padre y a la comunión con el
Espíritu. Por otra parte, al estar Jesucristo inseparablemente unido a la Iglesia, su Cuerpo, la
catequesis impulsa a una profunda integración en la Iglesia. Y al ser los hombres, sobre todo los
más pobres, los hermanos pequeños de Jesús, la catequesis tiene como finalidad suscitar un
profundo compromiso por ellos.
En otras palabras, la finalidad cristocéntrica de la catequesis, de comunión con Jesucristo, propicia
una sólida espiritualidad trinitaria, suscita un hondo sentido eclesial y mueve a una viva
preocupación social.
En este punto, el DGC es consciente de la misión clarificadora que tiene respecto a la función del
CCE en la renovación de la catequesis eclesial. El DGC apunta, entonces, como tareas de la
catequesis, al desarrollo o cultivo de las dimensiones internas de la fe. Esta, en efecto, pide ser
conocida, celebrada, vivida y hecha oración. Por tanto, para conseguir su finalidad vinculativa, la
catequesis ha de realizar estas tareas que apuntan al cultivo de las dimensiones básicas de la fe.
El DGC, sin embargo, no se contenta con eso. Junto a estas dimensiones interiores de la fe, que la
catequesis ha de cultivar, los catecúmenos y los catequizandos tienen que aprender también a
compartir su fe. Y deben hacerlo, primero, con sus hermanos creyentes, aprendiendo a vivirla en
comunidad; pero también aprendiendo a anunciarla, con palabras y obras, en medio del mundo.
La educación\para la vida comunitaria y la iniciación\ a la misión son, igualmente,
tareas~undamentales de la catequesis.
Dentro de este doble-aspecto de una fe que hay que aprender a compartir, la preparación para el
diálogo ecuménico y para el diálogo interreligioso es algo vital (cf DGC 86).
Esta fuente viva de la palabra de Dios, el propio Verbo de Dios, llega a nosotros a través de
muchas fuentes inmediatas, que el DGC enumera en el n. 95. Es bueno captar esta dialéctica que
el DGC establece entre la fuente y las fuentes de la catequesis. En el agua caudalosa de un gran río
hay que distinguir también la fuente de donde brota ese río allá arriba en la montaña y las fuentes
inmediatas de nuestros parques y nuestras casas, donde acudimos para beberla. Entre la palabra
de Dios como fuente y las fuentes inmediatas siempre hay una distancia: «por eso la Iglesia,
guiada por el Espíritu, necesita interpretarla continuamente» (DGC 94).
Es interesante captar la hondura de lo que aquí está en juego. Aunque recurramos a las fuentes
inmediatas para captar el mensaje evangélico, como no podemos menos de hacerlo, hay que
tener siempre presente que, para un cristiano, el mensaje es una Persona. La catequesis, al
presentar el mensaje evangélico, lo que hace, ante todo, es presentar la figura de Jesús: «en
realidad la tarea fundamental de la catequesis es mostrar a Cristo: todo lo demás en referencia a
él» (DGC 98).
No es de extrañar que, con esta concepción, el DGC hable de la fuente de la catequesis al
comienzo del capítulo que inicia la parte destinada al mensaje evangélico. De aquí es de donde se
originan los criterios para
presentar el mensaje. El DCG (1971), con otra concepción, situaba el tema de las fuentes al final
del capítulo, como algo conclusivo y apendicular.
El DGC ha quedado cautivado por esta pedagogía de Dios (cf DGC 38 y 139). Ve en ella la
condescendencia (DV 13) divina, que impulsa a Dios a acercarse a los seres humanos. Dios en la
Revelación condesciende, es decir, se pone a la altura del ser humano para que este pueda
comprenderle mejor: Es como cuando un adulto se pone en cuclillas (condesciende) para ponerse
a la altura del niño y jugar o hablar con él.
Si esta es la pedagogía de Dios en la revelación y la del Hijo de Dios en la encarnación, esta debe
ser la pedagogía de la Iglesia en la evangelización y, en concreto, en la catequesis. La Iglesia, al
transmitir el evangelio a los hombres, va a condescender con ellos, es decir, va a adaptar su
lenguaje a los destinatarios para que sea mejor comprendido por ellos. La adaptación del mensaje
evangélico, ley de toda evangelización (GS 4), no es una cuestión de las solas ciencias humanas,
siempre necesarias, sino que es una cuestión, ante todo, de teología.
No es de extrañar, aquí también, que, con esta concepción teológica de la pedagogía divina, el
DGC incluya un nuevo capítulo, en su tercera parte, dedicado por entero a ella. El DCG (1971) no
la abordaba; se limitaba a presentar la pedagogía de la fe como una cuestión puramente
metodológica (cf DCG 70-76).
10. UNA PASTORAL CATEQUÉTICA CENTRADA EN LA IGLESIA PARTICULAR. Una última idea central
se refiere al papel de la Iglesia particular en toda pastoral catequética. Es una cuestión que se
desarrolla en la quinta parte del DGC, en la que también hay un avance notable. El DCG (1971)
hacía un tratamiento más bien organizativo de la pastoral catequética (análisis de situación,
programa de acción, formación de agentes, elaboración de instrumentos, estructuras
organizativas...). El DGC (1997) ha preferido un tratamiento más eclesiológico de la pastoral
catequética. Se trata de una parte centrada toda ella en torno al ministerio de la catequesis y sus
agentes. Las cuestiones de organización no quedan olvidadas, pero ocupan su propio lugar.
Respecto a los catequistas, hay dos aspectos especialmente novedosos. El primero de ellos se
refiere a la necesidad de plantear en la diócesis una verdadera pastoral de catequistas (DGC 233;
cf IC 44). La formación de catequistas es sólo un aspecto de esa pastoral, pero se debe cuidar
también: suscitar vocaciones para la catequesis y vocaciones de algún modo especializadas; velar
por una distribución de los catequistas más equilibrada, sin concentrar la mayor parte en la
atención a una sola edad, que suelen ser los niños; atender a necesidades nuevas (barriadas sin
suficiente presencia eclesial; catequistas de adultos; atención a los encuentros presacramentales,
catequistas para personas con discapacidad; atención a la emigración...); velar por la atención
personal y espiritual de los catequistas; coordinarlos bien con otros agentes de pastoral... Una
buena pastoral de catequistas encierra, por tanto, muchos matices.
El otro aspecto se refiere a la necesidad, cada vez más sentida, de dotar a toda diócesis de un
plantel de catequistas estables, de modo que se entreguen a esta tarea de una manera plena,
recibiendo un encargo oficial por parte de la Iglesia: «la importancia del ministerio de la
catequesis aconseja que en la diócesis exista, ordinariamente, un cierto número de religiosos y
laicos, estable y generosamente dedicados a la catequesis, reconocidos públicamente por la
Iglesia y que, en comunión con los sacerdotes y el obispo, contribuyan a dar a este slrvicio
diocesano la configuración eclesial que le es propia» (DGC 231). A
El propio Directorio general para la catequesis, al concluir su exposición introductoria, formula los
desafíos y opciones que, a su juicio, debe asumir la catequesis en el futuro inmediato. Estas
opciones son las siguientes:
b) Segunda opción: la catequesis de adultos ha de ser concebida como el referente o el eje a partir
del cual se inspire la catequesis de las otras edades. En esta opción, el DGC da un paso adelante
respecto al texto de 1971, que ya consideraba la catequesis de adultos como «forma principal de
catequesis» (DCG 19); esta aportación del texto del 71, recogida más tarde por CT 43, es asumida
y profundizada por el Directorio de 1997.
Para el DGC no se trata sólo de extender el proceso catequético también a los adultos, ya que
estos también necesitan ser catequizados. Se trata, más hondamente, de diseñar un proyecto
catequético diocesano a partir de la catequesis de adultos; es decir, de erigir esta catequesis como
referente o modelo inspirador de la catequesis de las otras edades. Así se expresa, en efecto, el
Directorio: «esto implica que la catequesis de las otras edades debe tenerla como punto de
referencia, y articularse con ella en un proyecto catequético coherente de pastoral diocesana»
(DGC 59).
En esta misma idea abunda DGC 275, con unas afirmaciones aún más contundentes: «Como ya ha
quedado indicado, el principio organizador que da coherencia a los distintos procesos de
catequesis que ofrece una Iglesia particular es la atención a la catequesis de adultos. Ella es el eje
en torno al cual gira y se inspira la catequesis de las primeras edades y la de la tercera edad».
Los santos Padres, en efecto, concebían el catecumenado bautismal como una verdadera escuela
de fe. No se trataba sólo de enseñar la fe sino, más profundamente, de «moldear la personalidad
creyente» (DGC 33); es decir, hacer que el evangelio llegase a afectar al discípulo de Jesucristo por
entero. El catecumenado y la catequesis de inspiración catecumenal son como una especie de
noviciado de vida cristiana, es decir, como un entrenamiento en todas las dimensiones de la vida
cristiana, en que se forja el verdadero seguidor de Jesús.
Es fácil adivinar las implicaciones pastorales y pedagógicas de esta gran opción de fondo: «la
concepción del catecumenado bautismal, como proceso formativo y verdadera escuela de fe,
proporciona a la catequesis posbautismal una dinámica y unas características configuradoras»
(DGC 91).
d) Cuarta opción: La catequesis ha de anunciar los misterios esenciales del cristianismo de modo
que promueva la experiencia trinitaria de la vida en Cristo como centro de la vida de fe. Esta
opción brota de la concepción del DGC acerca de la finalidad de la catequesis a que hemos aludido
más arriba. La comunión con Jesucristo, decíamos, está abierta a la vida trinitaria. El cristiano, en
efecto, debe hacerse consciente de que, mediante el bautismo, consagra vitalmente su vida a la
Santísima Trinidad, al ser bautizado en su nombre.
Las implicaciones vitales de esta consagración a Dios, uno en esencia y trino en persona, son
inmensas. En efecto, el discípulo de Jesucristo, al consagrar su vida a un Dios único, «renuncia a
servir a cualquier absoluto humano: poder, placer, raza, antepasado, Estado, dinero...,
liberándose de cualquier ídolo que lo esclavice» (DGC 82). La profesión de fe es una proclamación
de libertad.
Por otra parte, al confesar a un Dios trino, que es comunión de personas iguales, el discípulo de
Jesucristo manifiesta, al mismo tiempo, que la humanidad, creada a imagen de ese Dios, «está
llamada a ser una sociedad fraterna, compuesta por hijos de un mismo Padre, iguales en dignidad
personal» (DGC 100). La profesión de fe es, también, una proclamación de igualdad.
Es todo un acierto que el DGC haya definido la finalidad de la catequesis en los términos de lograr
una experiencia trinitaria de la vida en Cristo.
Para el DGC, esta formación de catequistas se realiza, ante todo, en la propia comunidad cristiana,
en relación con la formación de los otros agentes de la pastoral. Los sacerdotes desempeñan, en
este sentido, un papel esencial. Es precisamente en la comunidad «donde el catequista
experimenta su vocación y donde alimenta constantemente su sentido apostólico» (DGC 246).
Pero también, en el momento .más adecuado de su formación, el catequista debe acudir a una
escuela de catequistas, cuya finalidad es «proporcionar una formación catequética orgánica y
sistemática, de carácter básico y fundamental» (DGC 249).
No cabe duda de que, para el Directorio, la renovación de la catequesis ha de comenzar por una
exquisita formación de catequistas, que ha de tener siempre «absoluta prioridad en la pastoral
catequética diocesana» (DGC 234).
BIBL.: AA.VV., El Directorio general para la catequesis, número monográfico de la revista Sinite (enero-abril 1998); ALBERICH E.,
Un documento eclesial para dar un nuevo impulso a la catequesis evangelizadora, Misión joven (abril 1998) 13-18; CASTRILLóN
D., Lectura teológico-pastoral del DGC, Actualidad catequética 176 (1997) 17-26; CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, Directorio
general para la catequesis, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1997; DEFOIS G., Congrés catéchétique international,
Catéchése 150, 12-13; DERROITTE H., Les taches de la catéchése. Regards sur le DGC, Lumen vitae 1 (1998) 103-112; ESTEPA J.
M., La misión profética de la Iglesia: evangelización, catequesis y CCE, Actualidad catequética 176 (1997) 71-93; FossloN A., Un
nouveau Directoire général por la catéchése, Lumen vitae 1 (1998) 91-102; GIANETTO U., Un nuevo directorio general para la
catequesis, Misión joven (abril 1998) 5-11; GIULIANO A., Nuovo Direttorio generale per la catechesi, Evangelizzare (marzo 1998)
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Motivaciones, orígenes y características del nuevo Directorio, Actualidad catequética 176 (1997) 27-31.
DISCERNIMIENTO VOCACIONAL
En la etapa posconciliar se ha dado mucha importancia a las ciencias psicosociales en los procesos
de maduración de la persona, en la pedagogía religiosa, en la acción pastoral y en la relación de
ayuda, tanto para resolver problemas como para orientar la vida. El cuerpo doctrinal que
fundamenta esta visión del crecimiento humano sitúa a la persona concreta en el centro de sus
preocupaciones, y subraya la importancia de aspectos afectivos en la interpretación y resolución
de los problemas personales. La clave de esta pedagogía está en la conjunción de objetivos,
necesidades, intereses y maduración personal. El término integración se manifiesta como uno de
los que proporcionan mayor rendimiento educativo, pues apunta a la unidad del yo, así como a la
coherencia entre la situación en la que está y las metas hacia las que se apunta. E. M. Erikson1
habla de una serie de actitudes básicas que van construyendo la persona humana a través de las
diferentes edades evolutivas.
En cada una de estas etapas nos relacionamos con personas significativas que nos ayudan a ser
nosotros mismos. Las principales actitudes que van configurando la adultez y las personas que
intervienen en la formación de las mismas son: la confianza básica (la madre), la autonomía (la
familia), la iniciativa (la familia y los compañeros de juego), la efectividad (la escuela), la identidad
(los grupos de iguales), la intimidad (la pareja y la familia), la generatividad (la familia y el trabajo)
y la integridad del yo
(la sociedad). Estas actitudes básicas no surgen sin la presencia de virtudes como la esperanza, la
fuerza de voluntad, la fidelidad, la responsabilidad, la reflexión y el amor.
I. Clarificación de términos
Pablo VI, en la Populorum progressio (PP 14-15), dice que toda la vida es vocación; en
consecuencia, la vocación es para todas y cada una de las personas, y afecta al ser humano como
totalidad y unidad. Por tanto, debemos hablar de vocación y de vocaciones. Todas las vocaciones
tienen unos elementos constitutivos que son comunes: la llamada, la respuesta, el estilo/estado
de vida y la misión. Las diferencias entre las vocaciones está en los modos de concretar cada uno
de los elementos comunes de la vocación. En consecuencia, no se pueden igualar todas las
vocaciones ni tampoco se deben privilegiar unas respecto de las otras. Lo importante es que cada
uno conozca la vocación a la que Dios le llama y responda de todo corazón, pues a través de ella
se da la llamada a la santidad, que es única y universal.
Por orientación vocacional entendemos las ayudas que un creyente recibe para poder responder
adecuadamente a las preguntas fundamentales de la vida2: quién soy, qué debo hacer, qué
aptitudes y actitudes tengo para responder adecuadamente, cómo llegar a conocer la vocación
personal y cómo saber que no me engaño en la vocación a la que me siento llamado. Las ciencias
humanas, sobre todo la psicología y la pedagogía, son una ayuda imprescindible, tanto para no
equivocarse en la elección como para hacer de forma adecuada el camino que lleve al
discernimiento vocacional.
Los dos términos del enunciado orientación vocacional suponen una determinada visión filosófica
de la realidad humana. Hay que reconocer que existen formas de entender la vida humana como
algo replegado sobre el propio yo, sin valorar adecuadamente la apertura a la realidad humana
interpersonal, estructural e histórica. Por el contrario, existen otras visiones de la persona
estructuradas desde las relaciones, el dinamismo histórico y la proyectualidad de la existencia con
esperanza y utopía. Como creyentes, nos orienta la antropología teológica, que considera al
hombre como imagen de Dios, esencialmente comunitario y haciendo historia de salvación en la
humanidad, desde el compromiso solidario con los más desfavorecidos.
Al hablar de la vocación hay que superar cualquier dicotomía y evitar los posibles reduccionismos.
La vocación comporta un estilo y un estado de vida y un quehacer profesional. Importa mucho
que estos tres componentes se vivan como elementos constitutivos de la vocación en armonía y
coherencia, pero también con realismo, es decir, huyendo de perfeccionismos imposibles y
desarrollando las posibilidades concretas de cada persona.
El creyente debe buscar en cada momento y situación lo que agrada a Dios (cf Rom 12,2; 14,8;
2Cor 5,9; Ef 5,10; F1p 4,18; Col 3,20; Tit 2,9). Esto no es algo evidente o espontáneo; por el
contrario, el creyente debe poner todos los medios para descubrir personalmente lo que es
voluntad de Dios. El término discernimiento aparece 22 veces en el Nuevo Testamento, y
constituye una de las categorías básicas para entender la vida cristiana. Esta visión
neotestamentaria sitúa el vivir cristiano en un horizonte nuevo: no es el cumplimiento de una
norma lo que agrada a Dios, sino la búsqueda personal de su voluntad. El régimen de la ley ha sido
superado por Cristo (cf Rom 10,4; 7,1-4) y estamos en el régimen de la gracia (cf Rom 6,14). Lo
importante es que la novedad y las posibilidades del evangelio alcancen a toda persona y a todas
las personas (lCor 9,19-23). «Cuando Pablo habla de la liberación con respecto a la ley, no se
refiere solamente a las observancias legales y a las ceremonias rituales que practicaban los judíos,
sino que además de eso, y sobre todo, se refiere a la ley en su sentido más general, es decir, se
refiere a la ley en cuanto manifestación de la voluntad preceptiva de Dios, cuya expresión
culminante es el decálogo» 3.
Según Rom 12,1-2, el culto verdadero es el discernimiento de la voluntad de Dios, que tiene que
ver con el comportamiento básico de los cristianos (cf Ef 5,8-10; Flp 1,8-11) y sus posibles
desviaciones (cf lCor 11,28-29; 2Cor 13,5-6; Gál 6,4-5). La adultez cristiana y el vivir según el
Espíritu están íntimamente relacionados con la capacidad de distinguir lo bueno de lo que no lo es
(cf He 5,14; Un 4,1).
El discernimiento de las cuestiones importantes requiere una condición básica: que en los
creyentes se haya producido la conversión del corazón que permita una forma renovada de ver y
analizar lo que es la voluntad de Dios (cf Rom 12,2 y Ef 4,17-24). La primera manifestación de esta
nueva mentalidad consiste en situarse de forma crítica y alternativa frente a la moral prevalente y
el orden establecido (cf 1Cor 1,20-28), expresión de los intereses egoístas de los poderosos según
este mundo. Esta condición es todavía más importante para el discernimiento vocacional, pues la
vocación cristiana supone un estilo de vida evangélico, estructurado desde la conversión del
corazón, la referencia eclesial y el trabajo por el Reino. En la medida que el creyente va entrando
en comunión de vida con la persona de Jesucristo y va teniendo sus mismos sentimientos, va
creciendo en el amor a Dios y al prójimo. Cada persona discierne desde los valores que vive
cotidianamente; por lo mismo, sólo quien vive la experiencia del amor evangélico puede discernir
adecuadamente lo que agrada a Dios (cf Ef 5,10), lo mejor (cf Flp 1,9-10; 1Tes 5,21-22; Heb 5,14) y
lo que es voluntad de Dios (cf Rom 12,2).
El peligro en todo proceso de discernimiento, sea vocacional o no, está en asumir como voluntad
de Dios lo que no puede serlo. ¿Cómo sabe.el cristiano que la opción tomada es la que Dios le
pide? En el Nuevo Testamento, y más constantemente en los escritos paulinos, hay una
correlación entre el discernimiento evangélico y los frutos de vida cristiana (cf Ef 5,8-10 y Flp 1,9-
11); lo que no termina dando buenos frutos no se puede aceptar (cf Mc 11,14; Mt 3,10; 21,43; Lc
13,6-9 y Jn 15,6). Frutos son todas las obras que manifiestan dominio de las pasiones, respeto y
tolerancia, fidelidad, humildad, alegría, paz y amor incluso a los enemigos 4. En las relaciones,
proyectos y compromisos en que aparecen estos frutos es fácil encontrar la voluntad de Dios;
donde predominan las rupturas, intereses, partidismos e injusticias, no se puede discernir la
voluntad de Dios (cf 1Cor 13,3).
El proyecto vocacional de vida que Dios tiene preparado para cada uno llega a conocerse y
aceptarse si se dan las experiencias propias de la vida cristiana; sólo cuando estas se pasan por el
corazón en actitud de disponibilidad se puede escuchar lc que Dios pide a cada uno.
En la Carta a los hebreos leemos: «nadie se arroga tal dignidad, si no es llamado por Dios». En esta
expresión se sintetiza el proceso de maduración vocacional: la llamada de Dios, la respuesta del
vocacionado y la misión encomendada. «El ser humano es capaz de Dios y oyente de la palabra;
porque ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, puede encontrarse con Dios como Creador
y Señor»6. La persona es esencialmente dialogal, y está llamada a vivir en apertura a la realidad, a
los demás y a Dios mismo. A este respecto nos iluminan los relatos vocacionales que aparecen en
la Sagrada Escritura, que constan de los siguientes elementos: contextualización socio-política de
lo que cuentan, experiencia de Dios que llama personalmente y encomienda una misión concreta,
señal que confirma la llamada y conclusión del relato.
1. ASPECTOS TEOLÓGICOS QUE HAY QUE EDUCAR. La vida es llamada a relacionarse con Dios y
con los demás. El pecado es sustitución de las relaciones humanizadoras por las relaciones de
dominio y cosificación.
Cada vocación se sitúa en el horizonte de destino de la humanidad: llegar a ser la familia de los
hijos de Dios.
Las tres grandes mediaciones de la vocación son: Jesucristo, la Iglesia y la humanidad necesitada
de salvación.
La vocación cristiana nos remite a la Trinidad y a la Iglesia: todo parte del amor del Padre (cf Rom
8,29-30; Col 3,12; He 22,14-15), Cristo es el camino para ir al Padre y el comienzo de la nueva
humanidad (cf Gál 6,15), el Espíritu Santo lleva a término la obra comenzada en nosotros,
capacitándonos para responder al proyecto del Padre; y la Iglesia como Cuerpo de Cristo es madre
y maestra de todas las vocaciones.
b) La misión recibida. El proyecto salvador del Padre pasa por continuar en este mundo la misión
comenzada en y por Jesús de Nazaret. La misión se vive desde el estar con él; por eso el llamado
necesita docilidad al Espíritu Santo, que le lleva al encuentro con Cristo y con los hermanos. El
mismo es garante de la misión confiada, pues estará con nosotros hasta el final (cf Mt 28,20). La
misión concreta recibida por el vocacionado se inserta en la Iglesia y es para el Reino; en la Iglesia
todas las vocaciones son para ayudar a otros a acoger el evangelio como buena noticia y para
construir entre todos el Reino con obras y palabras.
Los rasgos de madurez para poder vivir la vocación son: la estabilidad psicológica, la afectividad-
sexualidad entendida como amor oblativo, la orientación de la vida desde el servicio a los demás,
la fidelidad a las opciones tomadas, la resolución aceptable de los problemas y conflictos, la
aceptación de las propias limitaciones, un estilo de vida sencillo y encarnado y el plantearse lo
cotidiano desde Dios.
Todas las vocaciones requieren el reconocimiento eclesial (cf OT 20; LG 45); este elemento eclesial
manifiesta que la vocación es un don de Dios y que a la comunidad cristiana le corresponde
reconocer y cuidar este don. El reconocimiento eclesial ayuda a los llamados a estar más seguros
de la llamada recibida, que de este modo sale del ámbito personal y es ratificada por la
comunidad. «Según sea el camino vocacional que uno ha discernido como propio, así será la
comunidad a la que a partir de ese momento se toma como referencia, pertenencia y camino de
confirmación vocacional. La acción salvadora de Dios ha acaecido siempre en la historia de la
humanidad; también la llamada de Dios se sitúa en la vida de los creyentes que viven como
comunidad peregrina. Los aspectos importantes de la existencia humana se afianzan en las
relaciones, el diálogo en profundidad y la fidelidad en el tiempo, pues, en definitiva, se trata de
comprometerse con otros y para otros en el futuro. El alcance del proyecto vocacional se va
desarrollando a medida que se camina en búsqueda y perseverancia» 9.
c) El amor evangélico. El Nuevo Testamento llama agape a la forma de amor que ha encarnado
Jesús de Nazaret. Su amor es universal, incondicional, y hasta el final. El himno de 1Cor 13 expresa
las características del amor humano cuando se vive desde el amor de Dios. El amor auténtico se
caracteriza por lo siguiente: asume gozosamente la corporalidad como encuentro de personas,
valora a la persona en sí y por sí misma, reorienta los impulsos pasionales, ayuda a madurar en
unidad personal, abre a lo comunitario y solidario, alimenta la experiencia afectiva de Dios y
entiende la disponibilidad como la forma cotidiana de amar.
La condición básica para poder encontrar la vocación es que el creyente, relativizando todas las
cosas, quiera hacer la voluntad de Dios. Y esto lo siente con paz, confianza y alegria, pues la
voluntad de Dios va muy unida a la realización personal y a lo que pasa en la Iglesia y en el mundo.
Supuesta esta condición básica, es necesario disponer el corazón; no basta con querer, hay que
poder, es decir, hay que preparar el terreno para que lo que se desea se consiga. Los presupuestos
para poder encontrar la voluntad de Dios son: el amor al prójimo, los valores morales, la apertura
a las necesidades de los otros y la convergencia de la razón, las intuiciones y los sentimientos.
Estos dinamismos de la persona funcionan si el creyente va purificando su corazón de todos los
apegos desordenados que le desvían de su Salvador y del sentido último de la vida. La superación
personal de los egoísmos es tanto más rápida y eficaz cuanto el cristiano se sitúa en lugar del
pobre, para sentirse necesitado de salvación y responder a los gritos de los explotados y
oprimidos.
Un corazón purificado del pecado y sensible al amor al prójimo es la tierra abonada para que Dios
pueda hacerse presente. El lugar adecuado de la escucha de Dios es la oración, que alimenta la
vida teologal (fe, esperanza y caridad) y fortalece los dinamismos antropológicos básicos: la
apertura, la confianza, la disponibilidad y la entrega. Esta autocomunicación personal de Dios se
realiza en la oración contemplativa y a través de la lectura de fe de los acontecimientos (signos de
los tiempos) que se dan en la historia cercana y lejana de la Iglesia y el mundo. La persona de
Jesucristo es la referencia fundamental para el creyente, ya que él es la revelación definitiva y
plena de Dios a los hombres; él es el hombre libre para los demás transido por el deseo de hacer la
voluntad del Padre, y comprometido solidariamente con la condición humana hasta el final. El
seguimiento de Jesús y la contemplación de los misterios de su vida, muerte y resurrección, nos
llevan a acoger la voluntad del Padre y a entregar la vida al Reino. «El proyecto de Dios —la
liberación de todos los hombres— saldrá adelante a través de la cruz, es decir, de la pobreza y el
sufrimiento solidario. Qué importante es para el creyente descubrir el sentido de la cruz: plenitud
del amor de Dios, asunción de lo más deshumanizado y anticipación de la plenitud futura» 10.
En todos los casos, una vez tomada la decisión, se abre una etapa de comprobación para ver si el
camino elegido es realmente la voluntad de Dios. Desde dentro, viviendo los elementos
constitutivos de la vocación a la que el creyente se siente llamado, y con la ayuda del
acompañamiento personal, se podrá confirmar o no el camino vocacional iniciado.
El Espíritu sopla donde y como quiere, y Dios llama de muchas maneras; en consecuencia, no hay
un tiempo determinado para la llamada vocacional, pues el dueño de la viña saléva cada hora y
envía operarios a su campos. Con todo, el tiempo de la juventud y la etapa de iniciación cristiana
son momentos privilegiados para prepararse y oír la llamada del Señor. «El fin definitivo de la
catequesis es poner a uno no sólo en contacto sino en comunión, en intimidad con Jesucristo... La
comunión con Jesucristo, por su propia dinámica, impulsa al discípulo a unirse con todo aquello
con lo que el propio Jesucristo estaba profundamente unido: con Dios, su Padre, que le ha
enviado al mundo y con el Espíritu Santo, que le impulsaba a la misión; con la Iglesia, su cuerpo,
por la cual se entregó; con los hombres, sus hermanos, cuya suerte quiso compartir» (DGC 80-81;
cf CT 5).
La vocación tiene mucho que ver con la maduración de la fe y con el momento vital en que el
joven se abre a la realidad social en toda amplitud: estudios, trabajo, participación socio-política,
estabilidad afectiva, estilo/ estado de vida, proyecto de vida, metas de futuro, etc.
La fe madura consiste en vivir estas facetas de la vida desde la experiencia de Dios Padre, el
sentido eclesial de la fe y el compromiso con los valores del evangelio. La culminación de los
procesos de maduración de la fe entre los 18 y 25 años es el tiempo más propicio para la
orientación vocacional. El Proyecto marco de pastoral de juventud 12 define la auténtica
espiritualidad por la nota inconfundible de la fe integrada en la vida del joven. De este modo el
evangelio «alcanza y transforma los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de
interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos vitales» (EN 19).
La vocación es una gracia y el itinerario para llegar a descubrirla también; por lo tanto, si
queremos llegar a buen término, debemos comenzar pidiendo a Dios con sencillez e insistencia la
gracia de conseguir lo que nos proponemos: discernir la propia vocación. Al mismo tiempo, hay
que posponer las prisas, las preocupaciones, las tensiones y el deseo de llegar al final de forma
rápida y exitosa. Por el contrario, nuestros esfuerzos deben centrarse en preparar el terreno para
que Dios pueda actuar; lo demás le corresponde a él y hay que ponerse confiadamente en sus
manos. El contraste diario de lo vivido con alguna de las personas que animan el encuentro será la
mayor garantía de que avanzamos por el buen camino. La experiencia de discernimiento
vocacional tiene sus exigencias internas, que hay que acoger con actitud de apertura, novedad y
desbordamiento; este es uno de los mejores cauces para que el Espíritu Santo pueda actuar.
a) Entender la vida de fe como diálogo del creyente con Dios y encuentro de dos libertades: Dios,
que llama a quien quiere y como quiere (2Tim 2,9), y el hombre, que está invitado a entrar en ese
diálogo de gracia. «Que ninguno, por nuestra culpa, ignore lo que debe saber para orientar, en
sentido diverso y mejor, la propia vida» 16. Esta experiencia llega de múltiples formas, algunas casi
imperceptibles, y que suelen pasar desapercibidas si uno no está atento al paso de Dios por la
propia vida.
d) El diálogo con Dios lleva a un mejor conocimiento de uno mismo y a una mayor apertura al
misterio de Dios. Esta doble apertura lleva a descubrir los apegos y desórdenes del corazón
humano, a superar un planteamiento de la vida centrada en el yo y a comprender todo lo que el
ser humano tiene de misterio. «Es posible, y para ciertos aspectos natural, que, llegado a este
punto, el joven sienta brotar dentro de sí como una necesidad de revelación; esto es, el deseo de
que el Autor mismo de la vida le revele su significado y el puesto que en ella ha de ocupar. ¿Qué
otros, además del Padre, pueden realizar tal revelación?» 18. El camino vocacional se sustenta en la
paternidad/maternidad de Dios que a través de la Palabra, que es Cristo, hace un diálogo de la
existencia a la Palabra y de la Palabra a la existencia. El conocimiento de uno mismo en la
presencia fundante del Padre tiene un ámbito privilegiado, la oración de confianza y de súplica
para que el Señor nos manifieste su rostro y comunique su voluntad. Esta manera de orar
requiere aprendizaje y la ayuda de alguien que, orando así, vive gozosamente su vocación.
e) «La formación es, de algún modo, el momento culminante del proceso pedagógico, ya que es el
momento en que se propone al joven una forma, un modo de ser, en el que él mismo reconoce su
identidad, su vocación, su norma. Es el Hijo, impronta del Padre, el formador de los hombres, pues
es el modelo según elcual el Padre creó al hombre. Por esto él invita a los que llama a tener su
forma. El es, al mismo tiempo, el formador y la forma» 19. Dejarse formar por Jesús que da sentido
pleno a la vida desde su entrega personal hasta morir por nosotros. En el evangelio, la vida es don
recibido para ser don entregado; de ahí la importancia de comprender la existencia humana como
llamada, «dejarse escoger y enviar». En definitiva, ser creyente maduro es dejarse traspasar por el
amor oblativo que lleva a vivir la gratuidad de la propia entrega y la disponibilidad a lo que Dios y
los hermanos nos pidan (cf Mt 10,8; 1Cor 4,7). A partir de esta actitud de fe vienen las
concreciones en los diferentes proyectos vocacionales. El seguimiento de una vocación exige
esfuerzos y renuncias, pero también desarrolla las potencialidades más genuinas de cada persona
hasta límites insospechados, humanamente hablando. Cuando la confesión de fe en Jesucristo
coincide con el propio reconocimiento se puede hablar de madurez vocacional.
f) La adhesión afectiva del joven a Jesucristo en una vocación concreta supone un proceso de
discernimiento. El primer síntoma de la adhesión afectiva del llamado está en la decisión de
encaminarse y poner los medios. Los miedos e indecisiones cuando se ha visto claro el camino
responden a fiarse poco de Dios y a medir, sobre todo, las fuerzas del yo. Por el contrario, el que
de forma espontánea y pronta testimonia la llamada vocacional, manifiesta una señal inequívoca
de vocación. El conocimiento de la naturaleza y misión de la vocación a la que uno se siente
llamado es la guía más certera para avanzar en el camino vocacional.
g) Los criterios de discernimiento que nos ofrece el documento pontificio 20 son los siguientes: 1)
Apertura al misterio que mantiene al creyente en búsqueda con confianza plena en Aquel que nos
acoge y perdona, y a quien se encuentra en lo cotidiano de la vida, cuando se vive con
generosidad y radicalidad. 2) La identidad personal basada en que somos «imagen de Dios».
Desde esta realidad básica que nos constituye como hijos de Dios y hermanos entre nosotros, Dios
nos llama a ser algo que nosotros no hemos proyectado y que abarca unitariamente la mente, el
corazón y la voluntad. En consecuencia, la llamada vocacional es don que nos precede y supera, y
respuesta radical e histórica. 3) La asunción positiva del pasado. A la hora de proyectar el futuro
es importante estar reconciliado con la propia historia porque se ha integrado afectivamente, se
han curado las heridas y se ha aprendido de los propios errores. Las vocaciones que surgen de
hechos negativos o traumáticos no asumidos suelen presentar poca consistencia. 4) La libertad
interior del vocacionado para dejarse orientar (docilidad). Esta disposición es imprescindible para
toda la tarea de integración del pasado y de reelaboración de la personalidad cristiana. La
docilidad vocacional requiere especial cultivo en el campo de la maduración afectivo-sexual, el de
las inconsistencias afectivas, que el llamado debe aprender a conocer y controlar, y la
armonización de la certeza de la llamada con las limitaciones personales sin reduccionismos ni
enmascaramientos.
En el proceso de discernimiento somos tentados y engañados por el mal espíritu que, de forma
sutil, nos plantea dudas, miedos y falsas dificultades, para impedirnos avanzar en la toma de
decisiones. A estos mecanismos psicológicos y espirituales les denominamos autoengaños. El
creyente que pasa por ellos difícilmente los percibe, si no es con la ayuda del acompañante, que le
posibilita el ver con más claridad lo que está pasando en su corazón.
Veamos los principales autoengaños: 1) Buscar la plena claridad intelectual sobre la decisión que
se ha de tomar. Consiste en el convencimiento de que hay que tener certeza total sobre la
vocación concreta a la que Dios nos llama para ponerse en camino. En consecuencia, como la
llamada vocacional nunca se suele presentar como evidencia absoluta, el sujeto queda paralizado
en la toma de decisiones. 2) Entender la llamada que Dios hace como algo voluntario, a lo que se
puede o no responder, pues la salvación personal y la vivencia de la fe no dependen de esta
respuesta. Este desenfoque presenta la vida cristiana en términos de mínimos obligatorios y se
olvida de que creer es seguir a Jesús en total disponibilidad. 3) Concretar los compromisos que se
van a hacer en la vida sin haber definido qué se va a hacer con la vida. Este autoengaño
transforma los medios en fines y entretiene la cuestión fundamental para un creyente: conocer y
hacer la voluntad de Dios. 4) Fijarse demasiado en las propias limitaciones para concluir
sintiéndose no capacitado para cumplir con las exigencias de la vocación a la que uno se siente
llamado. El vocacionado olvida que Dios todo lo puede y que es su gracia la que nos capacita para
responder adecuadamente. Además, Dios da primero lo que pide después. 5) El engaño del futuro.
Consiste en dejar para más adelante las decisiones que se deberían tomar en el momento
presente. Cuando se reacciona así, no se tiene la intención de responder a la llamada, pero
difiriendo la respuesta parece que la propia responsabilidad queda mitigada. 6) El miedo a
equivocarse impide la decisión vocacional. Ante la posibilidad de elegir un camino que después se
descubre como equivocado, es preferible no arriesgarse inútilmente. La decisión vocacional sólo
se puede confirmar desde la vivencia de la misma, y esto es un momento posterior a la toma de
opciones. Si el vocacionado comprueba que el camino elegido no es aquel al que Dios le llama y
rectifica, no se ha equivocado, pues ha hecho lo que debía hacer. 7) Proyectar en dificultades
extremas los inconvenientes para no responder. Es una reacción inmadura y adolescente, pues
uno se niega a sí mismo la capacidad de responder como adulto, ya que delega en otras instancias
las competencias que sólo a él le corresponden. 8) Querer discernir la vocación dejando fuera los
aspectos más significativos de la existencia: los estudios, el trabajo, el estilo de vida, la afectividad,
el compromiso con los más necesitados, etc. Esto no es admisible, pues justamente la vocación es
el ámbito desde el que se concretan todos los aspectos anteriores.
1
NOTAS: E. M. ERIKSON, Infancia y sociedad, Buenos Aires 1996. — 2. J. VALCÁRCEL, Orientación profesional y promoción
humana, Madrid 1973. —3. J. M. CASTILLO, Discernimiento, en FLORISTÁN C. -TAMAYO J. J. (dirs.), Conceptos fundamentales de
pastoral, Cristiandad, Madrid 1983'-, 265; cf Símbolos de libertad. Teología de los sacramentos, Sígueme, Salamanca 1981, 272-
4
279; cf E. PASTOR, La libertad en la Carta a los gálatas, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 1977. J. M. CASTILLO, El
5
discernimiento cristiano según san Pablo, Facultad de Teología, Granada 1975, 83-89. — I. ELLACURÍA, Espiritualidad, en
FLORISTÁN C.-TAMAYO J. J. (dirs.), a.c., 301-309. — 6. J. SASTRE, El discernimiento vocacional, San Pablo, Madrid 1996, 93. —7.
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Ib, l 15. — Ib, 117-118. — Ib, 120. — Ib, 92. — 11. J. LAPLACE, La experiencia del discernimiento en los «Ejercicios
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espirituales» de san Ignacio, Secretariado de Ejercicios, Madrid 1978. — CEAS, Jóvenes en la Iglesia, cristianos en el mundo,
Edice, Madrid 1992, 55. – 13. OBRA PONTIFICIA PARA LAS VOCACIONES, Nuevas vocaciones para la nueva Europa, Cuadernos
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Confer (1998) 73; J. SASTRE, o.c., 131. — Ib. — OBRA PONTIFICIA PARA LAS VOCACIONES, a.c., 105. – PABLO VI, Mensaje
para la XV Jornada mundial de oración por las vocaciones (16-4-1978). — 17. OBRA PONTIFICIA PARA LAS VOCACIONES, a.c.,
18 9 20
111. — Ib, 117. — ' Ib, 120. — Cf Ib, 129-134.
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GASTÓN R., Proyecto de vida. Orientación vocacional de los jóvenes, PS, Madrid 1982'; BERZOSA R., El camino de la vocación
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1981; BRUNELLI D., Profetas del Reino, Ciar 58, Bogotá 1987; CASTAÑO C., Psicología y orientación vocacional, Marova, Madrid
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3
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SUMARIO: I. Magisterio universal anterior al Vaticano II. II. Magisterio universal posterior al
Vaticano II: 1. «Directorium catechisticum generale»; 2. «Evangelii nuntiandi»; 3. Sínodo de los
obispos de 1977; 4. «Catechesi tradendae»; 5. «La catequesis de adultos en la comunidad
cristiana»; 6. «Guía para los catequistas»; 7. «Directorio general para la catequesis». III.
Magisterio de los obispos españoles sobre la catequesis: 1. Planes trienales de pastoral de la
Comisión episcopal de enseñanza y catequesis; 2. Orientaciones pastorales.
En la época comprendida entre el inicio del siglo XX y la celebración del Vaticano II han ido
apareciendo documentos del magisterio de la Iglesia de especial significación e influencia en la
catequesis y en la educación en la fe. Estos documentos, aplicados con normativas concretas de
carácter jurídico, muestran una concepción de la catequesis y de su correspondiente modo de
hacer. Dejar constancia de su existencia, contenidos y enfoques ayudará a comprender esta
concepción que ha configurado un tipo de catequesis durante este tiempo.
San Pío X publicó en 1905 la encíclica Acerbo nimis. Puede considerarse como el primer gran
documento sistemático sobre la catequesis y la educación en la fe. Aborda el problema
catequético desde el punto de vista teológico, jurídico y pastoral. Establece el primado de la
catequesis entre las diversas formas de educación de la fe. Después de constatar la difusa
ignorancia religiosa y la importancia, la necesidad y el deber de la acción catequética, formula
unas normas muy concretas sobre: la catequesis parroquial de niños; la preparación para la
confesión y la confirmación; la preparación para la primera comunión; la constitución de la
Congregación de la doctrina cristiana; la llamada instrucción doctrinal a los adultos; etc. La
encíclica fue un impulso notable para la gran tarea de la educación en la fe y de la catequesis que,
fundamentalmente, estaba orientada a la enseñanza de la doctrina cristiana y a la preparación de
los sacramentos.
Pío X, llamado el papa del Catecismo por la gran preocupación que tuvo sobre la catequesis —
preocupación que ni siquiera abandonó en su ministerio papal—, publicó dos catecismos: en 1905
y en 1912. Entre la publicación de ambos catecismos firma el decreto Quam singulari (1910) sobre
la primera comunión de los niños, con gran repercusión catequética, al urgir la renovación y
preocupación por la catequesis de los pequeños.
Pío XI tuvo una intensa actividad como legislador sobre la catequesis. Ya en 1923 publicó el motu
proprio Orbem catholicum, por el que se crea, dentro de la sagrada Congregación del concilio, el
Officio catechistico centrale, encargado de coordinar e impulsar la catequesis en todo el mundo.
Este Officio se dirige, por medio de una carta y un cuestionario, a los obispos del mundo con el fin
de impulsar y, a la vez, recoger información sobre la actividad catequética en las diócesis. El
cuestionario consta de tres secciones: la instrucción de la doctrina cristiana en las parroquias, en
los colegios católicos y en las escuelas públicas.
Con las respuestas y los informes trienales enviados por los obispos se elabora el decreto Provido
sane consilio, publicado por la sagrada Congregación del concilio el 2 de enero de 1935. En el
decreto se establecen una serie de prescripciones que debían observarse en la Iglesia con el fin de
atender mejor a la catequesis. Esta normativa promueve la erección de la Asociación o Cofradía de
la doctrina cristiana en todas las parroquias, la institucionalización de la catequesis dominical para
los niños y la obligación de explicar el catecismo también a los adultos los domingos y fiestas. Para
ayudar y favorecer el cumplimiento de esta normativa se recomienda que se lleve a cabo en las
diócesis la creación de la Oficina catequística diocesana; el nombramiento de sacerdotes para
visitar anualmente las escuelas; la institución del día del catecismo; una suficiente organización de
cursos especializados para preparar adecuadamente a los catequistas, etc.
En síntesis, los principales documentos magisteriales sobre la catequesis, en este amplio período,
se circunscriben a estos dos centros de interés: 1) Enseñar la doctrina cristiana. Se identifica dar
catequesis con dar catecismo. La ignorancia del pueblo cristiano preocupa a quienes tienen la
misión de gobierno en la Iglesia. De ahí la urgencia por la instrucción catequética. 2) Articular toda
la tarea catequética en torno a normativas que deben cumplir especialmente los párrocos, y al
deber de los ordinarios de vigilar por su cumplimiento.
En los años inmediatos anteriores a la celebración del Vaticano II se vive con tal intensidad esta
preocupación, que da lugar a la publicación de catecismos nacionales. Aunque en este tiempo no
hay ningún documento de carácter magisterial de especial relevancia, son bien significativas las
palabras de Juan XXIII en el discurso inaugural del Vaticano II, donde señala que la tarea principal
del Concilio es «que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiada y enseñada de
forma cada vez más eficaz». Mantener el depósito de la fe, «la doctrina pura e íntegra sin
atenuaciones» y, a la vez, dar un paso adelante, «hacia una penetración doctrinal y una formación
de las conciencias» era la gran tarea del Concilio que estaba comenzando.
Son muchos los documentos sobre catequesis que se han publicado después del Vaticano II. Aquí
se reseñan y se comentan brevemente los principales documentos aparecidos, ordenados
cronológicamente. Se presentan, en primer lugar, los de ámbito universal y después los emanados
por el episcopado español.
El nuevo enfoque orientativo que la catequesis recibe de la Evangelii nuntiandi a instancias de los
padres sinodales, enmarcada en el proceso de evangelización, señala un nuevo impulso hacia la
dimensión misionera de esta acción eclesial.
3. SÍNODO DE LOS OBISPOS DE 1977. De este acontecimiento eclesial conviene destacar dos
documentos: las Proposiciones de los padres sinodales y el Mensaje de los obispos al pueblo de
Dios.
Los padres sinodales presentaron a Pablo VI 34 Proposiciones, articuladas en torno a los siguientes
enunciados: la renovación catequética; los contenidos de la catequesis; el método de catequesis;
la catequesis, exigencia para todos los cristianos (destinatarios); la comunidad: origen, lugar y
meta de la catequesis, y la actitud del catequista. Aunque la sustancia de estas proposiciones será
recogida y presentada en el documento papal possinodal, hay que dejar constancia de algunos
aspectos sobre la concepción de catequesis: la traditioreditio Symboli es signo de comunión
eclesial, unión entre comunidades y fieles; la catequesis tiene como finalidad suscitar y hacer
madurar la fe, y no puede reducirse a un tiempo o a una simple preparación a los sacramentos,
sino que es educación cristiana de la fe; el carácter iniciatorio de la catequesis («no se trata tanto
de adquirir meros conocimientos cuanto de una iniciación a una verdadera experiencia
comunitaria de la vida cristiana, es decir, a la experiencia de comportarse cristianamente, de
obrar, de celebrar litúrgicamente, de reflexionar comunitariamente sobre el mensaje cristiano, y a
la experiencia de integrarse en la totalidad de la vida de la Iglesia» [n. 301); la necesidad de una
catequesis de inspiración catecumenal, también para los bautizados, y se recuerda que la
comunidad cristiana es la responsable de la catequesis en cuanto su origen, lugar y meta.
El Mensaje al pueblo de Dios que hicieron público los obispos al finalizar el Sínodo se centró en la
triple dimensión de la catequesis como palabra, memoria y testimonio. Sin excluir la necesidad de
una educación permanente de la fe, se insiste en su carácter fundante e iniciatorio.
Se inicia con una introducción, subrayando la necesidad de esta acción catequética en continuidad
de pensamiento con los documentos pontificios precedentes. Argumenta en la primera parte
cómo la situación de los adultos (bautizados y no bautizados) es un reto para la acción catequética
de la Iglesia. Y a partir de unos criterios, de necesaria aplicación a la catequesis de adultos, expone
algunas orientaciones para la praxis de esta catequesis. De manera reiterada ahonda en el
siguiente planteamiento: «Reconociendo el compromiso sobre la nueva evangelización, a la que el
Espíritu llama hoy a la Iglesia en todo el mundo, la catequesis de adultos comporta, en cuanto le
corresponde, una finalidad misionera» (CACC 38). De nuevo se subraya que es indispensable para
este tipo de catequesis la sistematicidad y la organicidad, de forma que no debe confundirse la
catequesis de adultos con otras modalidades de formación y actividades pastorales con adultos.
Aquella precede y fundamenta a estas; sin la catequesis cualquiera de las modalidades de
formación con adultos se quebraría por carecer de los elementos básicos que ofrece una
catequesis fundante.
6. «GUÍA PARA LOS CATEQUISTAS». La Congregación para la evangelización de los pueblos publicó
en 1993 la Guía para los catequistas, con el fin de seguir reconociendo e impulsando la tarea que
estos están llevando a cabo en los países de misión. En el documento «se tratan de manera
sistemática y existencial los objetivos principales de la vocación, la identidad, la espiritualidad, la
elección, la formación, las tareas misioneras y pastorales, la remuneración y la responsabilidad del
pueblo de Dios hacia los catequistas, en la situación actual y en perspectiva de futuro» (GCM 1).
Sobre la elección y formación de los catequistas urge la necesidad de discernir desde criterios de
fe y eclesiales, qué candidatos son los más idóneos para este ministerio eclesial. Una vez
aceptados por la Iglesia, los elegidos se comprometen a intensificar su preparación y formación en
el seno de la comunidad. En definitiva, se clarifica la responsabilidad de la Iglesia en la tarea de la
elección y formación de los catequistas, para que su tarea siga siendo un «fundamental servicio
evangélico».
El DGC tiene, fundamentalmente, una finalidad orientativa. Se trata de un texto que ofrece los
principios por los que se regula la catequesis. Quiere ser un servicio a los diferentes episcopados
nacionales en orden a la elaboración de unos instrumentos catequéticos cercanos a la realidad.
En cuanto a los contenidos, dentro de una misma estructura y una misma fundamentación
doctrinal de fondo —tanto un texto como el otro apoyan su reflexión en el concepto de
revelación, basándose en la constitución conciliar Dei Verbum—, existen diferencias y novedades
con respecto al DCG de 1971. En lo que ambos textos difieren esencialmente es en el concepto de
evangelización. Mientras para el DCG (1971) la evangelización era sólo una forma del ministerio
de la Palabra, para el DGC (1997) la evangelización es sinónimo del «conjunto de la acción de la
Iglesia» (DGC 46), incluyendo tanto el ministerio de la Palabra en su totalidad como el ministerio
litúrgico y el de la caridad.
Además, el DGC es muy sensible a la idea de proceso de la evangelización e insiste en las etapas de
ese proceso. El ministerio de la Palabra despliega las funciones de convocatoria o llamada a la fe,
de iniciación, de educación permanente de la fe, la función litúrgica y la teológica.
Otra idea central del DGC concierne a la finalidad última de la catequesis, la comunión con
Jesucristo. Así como para el texto de 1971 la finalidad de la catequesis es conseguir una fe viva,
explícita y operativa y el medio es la enseñanza doctrinal, para el texto actual la finalidad
cristocéntrica de la catéquesis, la comunión con Jesucristo, propicia una sólida espiritualidad
trinitaria, suscita un hondo sentido eclesial y mueve a una viva preocupación social. Y apunta
como tareas de la catequesis el desarrollo o cultivo de las dimensiones internas de la fe, que pide
ser conocida, celebrada, vivida y hecha oración, y junto a ellas el aprendizaje a compartir su fe,
primero, con los hermanos creyentes, viviéndola en comunidad, pero también anunciándola, con
palabras y obras, en medio del mundo. En este sentido, es vital la preparación para el diálogo
ecuménico y para el diálogo interreligioso (cf DGC 86).
Otro aspecto central del DGC es que prefiere hablar de la fuente de la catequesis: la palabra
misma de Dios, que llega a nosotros a través de muchas fuentes inmediatas. Pero para un
cristiano, el mensaje es una Persona. Por eso, la catequesis, al presentar el mensaje evangélico, lo
que hace, ante todo, es presentar la figura de Jesús. La tensión dialéctica entre la fuente de la
revelación y las fuentes a través de las cuales llega a nosotros es de suma importancia para la
catequesis, ya que en ella aparece la pedagogía divina (DV 15), que nos la hace «cercana, y sin
embargo permanece velada, en estado kenótico», que debe ser la pedagogía de la Iglesia en la
evangelización y en la catequesis. Una última idea central se refiere al papel de la Iglesia particular
en toda pastoral catequética.
Respecto a los catequistas, hay dos aspectos especialmente novedosos: la necesidad de plantear
en la diócesis una verdadera pastoral de catequistas (DGC 233) y de dotar a toda diócesis de un
plantel de catequistas estables, que se entreguen a esta tarea de una manera plena, recibiendo un
encargo oficial por parte de la Iglesia.
Los principales documentos publicados por los obispos en España han sido elaborados por la
Comisión episcopal de enseñanza y catequesis. Independientemente de la firma de cada
documento (el Episcopado en asamblea plenaria o la Comisión episcopal), cada uno de ellos se
enmarca dentro de un plan de permanente renovación catequética, iniciada a raíz del Concilio, y
como aplicación de su espíritu evangelizador y catequético. El marco donde se sitúan estos
documentos son los sucesivos Planes trienales de pastoral de la citada Comisión episcopal. Por eso
haremos una primera referencia a ellos, para después dejar constancia de los documentos
catequéticos más significativos.
Sin embargo, es de justicia reconocer un hecho de primera magnitud para entender la renovación
catequética en España y sus correspondientes documentos: en abril de 1966 se celebraron las
primeras Jornadas nacionales de catequesis, con el siguiente objetivo: «Reflexionar para que la
acción catequética tome profundidad y enraíce su trabajo en lo fundamental del mensaje de
salvación». Se iniciaba un largo camino de reflexión y de maduración de la catequesis en España,
que ha dado como frutos abundantes, entre otros, la publicación de sucesivos proyectos,
documentos episcopales y orientaciones pastorales, en sintonía y continuidad con el pensamiento
catequético universal.
Bajo el título Una catequesis desde y para la comunidad cristiana se articulan cuatro objetivos
específicos que marcan el impulso de la renovación catequética: 1) Una catequesis creadora de
comunidad; la experiencia del encuentro y de la relación comunitaria ha de ser para los
catequizandos un acontecimiento eclesial. 2) Una catequesis que afirme la identidad cristiana de
quienes acceden a la catequesis y «son, en verdad bautizados, creyentes y miembros de la Iglesia»
(MPD 15). 3) Una catequesis que es fiel a Dios y al hombre, superando dicotomías y promoviendo
convergencias. 4) Una catequesis concebida como un proceso catequético continuado, donde la
catequesis de adultos aparece como una de las acciones prioritarias.
b) Trienio 1981-1984. A partir de los avances que se han dado en la concepción de catequesis en el
trienio anterior, los obispos proponen en este plan: 1) situar la catequesis en la misión y vida de la
Iglesia, donde alcanza su carácter propio; se trata de seguir impulsando su presencia como
objetivo primordial en la tarea eclesial de la evangelización; 2) la catequesis al servicio de la
identidad cristiana, cuyos elementos integradores son el seguimiento de Jesucristo en el seno de
la Iglesia, y la vivencia de actitudes evangélicas; 3) una catequesis en el seno de la comunidad
donde los catequizandos crecen y consolidan su fe; 4) una catequesis propuesta y realizada como
proceso permanente, donde la catequesis de adultos tiene una prioridad respecto del resto de
sectores de catequización; 5) intensificar la formación de las nuevas generaciones de catequistas,
«que, con fe adulta, atienden este servicio en sus diversas funciones» (n. 74).
Entre las principales publicaciones de este trienio destacan: El catequista y su formación (1985);
Actas del Congreso nacional de catequistas (1986) y el tercer catecismo de la comunidad, Esta es
nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia (1986); El sacerdote y la educación (1987).
d) Trienio 1987-1990. Irrumpe en la catequesis una nueva y urgente preocupación que fue
gestándose en trienios anteriores: promover una catequesis que prepare para anunciar a
Jesucristo en nuestro mundo con obras y palabras. Es la llamada catequesis misionera, a la que se
dedicarán las Jornadas nacionales de catequesis durante los tres años del trienio. Los obispos,
ante la situación en que se encuentra la Iglesia en España, se proponen: 1) tener en cuenta la
realidad de increencia y de abandono de la fe en núcleos cristianos; como respuesta urge hacer un
primer anuncio del evangelio y catequizar con talante misionero; 2) promover una catequesis que
eduque adecuadamente el sentido personal y eclesial de la fe y oriente al catequizando para dar
testimonio de ella en el mundo; 3) se continúa insistiendo en la catequesis de adultos, como
forma principal de catequesis; en este contexto se abre una nueva propuesta referida a la
catequesis familiar; 4) la formación de catequistas se articula en torno a tres grandes ejes:
teológica, antropológica y pedagógica.
Como documentos de especial relevancia se publican las Actas de las Jornadas nacionales de
delegados diocesanos de catequesis referidas a la catequesis misionera y Catequesis de adultos
(1990).
e) Trienio 1990-1993. En sintonía con el plan pastoral elaborado por la Conferencia episcopal para
este trienio, los obispos responsables de la catequesis desean que esta responda a los
requerimientos de la nueva evangelización. En este plan se introduce como línea vertebradora
«iniciar a toda la vida cristiana» (CT 33), educando con esmero las diferentes dimensiones de la fe.
En concreto, se pretende que la catequesis esté impregnada de un decidido talante misionero y
catecumenal, atendiendo con prioridad a los cristianos alejados de la fe, que solicitan los
sacramentos para sí mismos o para sus hijos; que capacite a los catequizandos para la misión
evangelizadora, y que prepare a los catequistas para iniciar a la fe y a la vida cristiana a quienes
acceden a la catequesis.
Con estas premisas el plan trienal propone atender los siguientes aspectos: 1) Promover una
pastoral de iniciación cristiana; 2) potenciar su carácter misionero y catecumenal, acogiendo con
esmero a los cristianos alejados de la fe; 3) atender al fortalecimiento de la comunión eclesial,
impulsando la coordinación y colaboración de la catequesis con otras acciones pastorales; 4)
impulsar y potenciar la formación de los catequistas para que alcancen una adecuada preparación
y una maduración en la fe y vida cristiana; 5) cuidar de modo especial la catequesis de los más
pobres, los sencillos y los que sufren; 6) atender las necesidades peculiares que cada etapa vital
presenta a la catequesis, así como sus caracteres propios (niños, jóvenes, adultos).
Durante este período tuvieron especial relevancia las XXV Jornadas nacionales de Delegados
diocesanos de catequesis sobre el tema: El sacerdote y la catequesis. Las Actas fueron publicadas
con el libro El sacerdote y la catequesis (1992), que complementa el editado en 1987 sobre El
sacerdote y la educación. Sin embargo, el hecho más determinante para la catequesis en este
trienio fue la publicación del Catecismo de la Iglesia católica.
Este deseo de los obispos españoles es determinante para dar un nuevo impulso y orientación a la
catequesis en España. La nueva situación de la sociedad está demandando, dicen los obispos, un
«discernimiento de la realidad catequética en nuestra Iglesia y reclama de nosotros una reflexión
en profundidad sobre la catequesis para proseguir el camino de reflexión trazado por el Vaticano
II y las orientaciones de la Iglesia en los últimos decenios» (p. 28). Este deseo se explicita en
acciones concretas. Sin embargo, lo más novedoso es la argumentación que hacen los obispos en
torno a los siguientes aspectos: la situación de la catequesis, hoy; los principios inspiradores que
deben estar presentes en la llamada nueva etapa de la catequesis, y el objetivo general formulado
en estos términos: «En la nueva situación de la sociedad y en fidelidad a la convocatoria eclesial
de una nueva evangelización, promover una nueva etapa de la catequesis, más centrada en la
verdad de la revelación y de la redención, en orden a revitalizar las comunidades eclesiales,
teniendo como instrumento privilegiado el Catecismo de la Iglesia católica».
Con estos supuestos, se pueden observar, en la propuesta de objetivos específicos y de acciones
concretas, la continuidad con el pensamiento y acción catequética precedentes y la incorporación
de nuevos acentos. Así, se proponen para este trienio: acentuar la dimensión misionera de la
catequesis en la nueva situación de la sociedad; atender la catequesis como proceso de iniciación
cristiana; impulsar la catequesis de familia en cuanto ámbito y espacio donde se educa en la fe y
también en cuanto destinataria de la acción catequética; fortalecer la formación de los catequistas
y proseguir la obra de receptio del Catecismo de la Iglesia católica.
Los aspectos centrales sobre la catequesis, afirmados en trienios anteriores, son retomados y
propuestos con renovado empeño. Son los referidos a la catequesis misionera, a la iniciación
cristiana y a la formación de catequistas. La novedad estriba más bien en subrayar otros
elementos significativos, como son las aportaciones del Catecismo de la Iglesia católica; la
atención a nuevas modalidades de catequización, marcadas más por ámbitos de transmisión de la
fe que por edades; la prioridad que se da a la iniciación cristiana, como período de maduración y
de crecimiento, en el que los catequizandos se inician en todos los aspectos de la vida de la Iglesia,
para integrarse en ella de una forma adulta, y la presencia de unos catequistas que,
esencialmente, sean testigos de Jesucristo.
Es digna de mención la publicación por parte de los obispos de la obra Anunciar a los pobres la
buena noticia. Magisterio de la Iglesia y minusvalía (1995), como expresión de su preocupación
por estar cerca y atender a las personas discapacitadas y a quienes dedican su tiempo y energías a
los más débiles.
g) Trienio 1997-2000. Los obispos presentan el nuevo Plan de catequesismuy vinculado al anterior
y en sintonía con la preparación que inicia la Iglesia para la celebración del Jubileo del año 2000.
La situación actual no ha cambiado sustancialmente respecto a la descrita en los Planes trienales
anteriores. Por eso continúa vigente «la apremiante necesidad de seguir insistiendo en una
catequesis fuertemente arraigada en la fe de la Iglesia, que proclame a Jesucristo como el único
salvador del mundo ayer, hoy y siempre» (p. 28).
Así, los obispos se proponen, como objetivo general para el presente período prejubilar, «en la
situación actual del mundo, en fidelidad a la convocatoria eclesial de una nueva evangelización, y
en este momento de gracia de la conmemoración de los dos mil años de la primera venida de
Nuestro Señor: 1) promover una nueva etapa de la catequesis que fortalezca la fe y el testimonio
de los cristianos en favor del hombre contemporáneo, que necesita encontrar el sentido de su
vida; y 2) ayudar, mediante la catequesis, para la plegaria de alabanza y de acción de gracias por el
don de la encarnación del Hijo de Dios y de la redención» (p. 36).
La concreción de este propósito se articula en acciones concretas, referidas a tres aspectos que la
renovación catequética demanda en la actualidad: 1) impulsar una catequesis al servicio de la
iniciación cristiana; la Iglesia, a través de la catequesis, tiene necesidad de transmitir a los
catequizandos y catecúmenos la experiencia viva que ella misma tiene del evangelio, su fe, para
que la hagan suya al conocerla y vivirla; 2) elaborar unos nuevos catecismos locales, teniendo en
cuenta el Catecismo de la Iglesia católica como texto de referencia seguro y auténtico. El empeño
se pone en la elaboración de unos catecismos, que, en fidelidad a la íntegra doctrina del
Catecismo de la Iglesia católica, tenga en cuenta las necesidades reales de sus destinatarios, para
que se repita la estupenda experiencia de los tiempos apostólicos, cuando cada creyente oía en su
propia lengua las maravillas de Dios (cf He 2,11); 3) intensificar la formación de catequistas; no
son suficientes los instrumentos, por valiosos que sean; son necesarios los catequistas que, con
una vivencia espiritual y testimonial juntas, anuncien el evangelio, sin dudas ni ambigüedades, con
su acción catequética fuertemente animada por el espíritu de Dios en el seno de la Iglesia.
2. ORIENTACIONES PASTORALES. Después del Vaticano II, y en el contexto de los planes trienales
de pastoral reseñados, los obispos encargados de la catequesis publican sucesivas Orientaciones
pastorales sobre algunos temas centrales. El título de cada uno de estos documentos indica la
especificidad del mismo. Señalamos los que parecen más relevantes:
Los obispos ofrecen criterios para potenciar, discernir y dar coherencia a la acción catequética que
se está llevando a cabo en la Iglesia española. No es un directorio que trate de manera sistemática
y operativa todos los aspectos de la acción catequética. Es más bien, una reflexión teológico-
pastoral sobre opciones y líneas de acción que la Comisión episcopal ha tratado de poner en
marcha en los últimos años, sobre todo a partir de 1966. El documento se articula en torno a siete
grandes apartados: el anuncio del evangelio del Reino; la catequesis dentro de la misión
evangelizadora de la Iglesia; carácter propio de la catequesis; identidad cristiana e iniciación
eclesial en la fe; el proceso catequético; catequesis de la comunidad cristiana; la acción
catequética en la Iglesia particular.
Las principales aportaciones que estas Orientaciones ofrecen a la catequesis en España son las
siguientes: 1) sitúan la catequesis en el procesototal de la evangelización; desde el punto de vista
teológico-pastoral se desarrolla esta concepción en los primeros capítulos, pero tal vez donde se
intuye con mayor precisión catequética es en el capítulo cuarto, al abordar la identidad cristiana
teniendo en cuenta el mundo contemporáneo; los obispos dibujan el rostro del cristiano que está
llamado a transformar el mundo según el espíritu del evangelio; la catequesis es la acción eclesial
que prepara e inicia al catequizando a esta misión; 2) la concepción de revelación y de su
transmisión de la Dei Verbum inspira y fundamenta el carácter propio de la catequesis propuesto
en el documento; a partir de la constitución conciliar se exponen con claridad los criterios o leyes
catequéticas más importantes para discernir la autenticidad de la acción catequizadora (cf CC
106ss.); 3) Catequesis de la comunidad retoma cuanto se dice en el Ritual de la iniciación cristiana
de adultos sobre las exigencias de la iniciación y maduración del creyente, para hacer ver que todo
proceso catequético debe tener no sólo una gradualidad cualitativa, articulada en sucesivas
etapas, sino fundamentalmente una inspiración catecumenal. Esta opción exige la acentuación del
carácter misionero de la Iglesia, ya que «la catequesis tiene su origen en la confesión de fe y
conduce a la confesión de fe» (MPD 8); 4) en los últimos años la catequesis se ha enriquecido de
las distintas aportaciones de las ciencias humanas, especialmente de las antropologías culturales;
sin embargo, Catequesis de la comunidad recuerda con fuerza que es la pedagogía divina la que ha
de inspirar tanto el proceso como el acto catequético; la intuición patrística de la condescendencia
divina, recuperada por Dei Verbum (DV 13), alcanza en el documento episcopal una acertada
sistematización; el desarrollo del capítulo quinto, con sus concreciones pedagógicas, es una de las
novedades que orientan no sólo el quehacer mismo de la catequesis, sino los criterios para el
discernimiento más genuino de los materiales al servicio de la catequesis; 5) finalmente,
Catequesis de la comunidad recoge el largo camino recorrido hasta ahora en la Iglesia española
sobre la responsabilidad de la comunidad cristiana como origen, lugar y meta de la catequesis,
que garantiza la responsabilidad de la Iglesia particular en la catequesis: de ahí las novedades que
aportan los dos últimos capítulos; tal vez la misión irrenunciable de la Iglesia particular en la
acción catequética quede excesivamente velada por sus competencias organizativas o
institucionales. Esta dificultad puede obviarse si se descubre que el documento reconoce a la
comunidad cristiana como el ámbito próximo e inmediato donde se hace presente a la Iglesia de
Jesucristo.
Los obispos intentan hacer ver a los catequistas las raíces teológicas y eclesiales de su misión, para
ayudarles a la fidelidad; a la comunidad, el papel del catequista, para exhortar al legítimo
reconocimiento; y a los pastores de la Iglesia, la insustituible labor de los catequistas, para
atenderles y acompañarles en su vida de fe.
Principales aportaciones de este documento: 1) define con amplitud la identidad del catequista;
esta viene configurada tanto por el quehacer catequético como por el ser o vocación del
catequista; situado el ministerio catequético dentro del proceso de evangelización, se destacan
los aspectos más específicos que afectan a quien ejerce esta misión en la Iglesia;
independientemente de la condición eclesial del catequista, el servicio catequético que presta
viene configurado como un servicio conjunto, público —oficial— y con carácter propio. Además,
en el ser mismo del catequista convergen los elementos que ayudan a la configuración de su
identidad: llamado por Dios, partícipe de la misión de Jesús, movido por el Espíritu Santo, dentro
de la Iglesia, al servicio de los hombres; 2) las otras dos partes del documento aportan los
suficientes elementos para seguir avanzando en la reflexión sobre la persona del catequista; sobre
la situación del catequista se dan unas claves orientativas con las limitaciones propias de un
documento de esta naturaleza, pero su contenido demanda un estudio de mayor profundidad que
está por hacer. El último capítulo, referido a la formación, aporta las dimensiones que configuran
una propuesta formativa para catequistas, así como el avance de algunas modalidades. Sin
embargo, es preciso continuar en el esfuerzo de profundizar y fundamentar esta formación, y en
la concreción articulada de los principales cauces de formación tanto a nivel básico como
específico, según los destinatarios y los ámbitos de catequización.
El documento aborda con realismo y profundidad un tema fundamental de la pastoral; por eso
está llamado a jugar un papel importante en la Iglesia española del siglo XXI: orientar la acción
catequizadora, la formación cristiana de nuestros niños y jóvenes y la celebración de los
sacramentos de la iniciación cristiana. Todo ello aportará un gran servicio a la acción
evangelizadora de la Iglesia.
BIBL.: BALDANZA G., Apunti Bulla storia Bella dichiarazione «Gravissimum educationis»: it concetto di educazione e di scuola
cattolica, Seminarium 25 (1985) 13-54; CAPRILE G., 11 direttorio catechistico, La Civiltá Cattolica 3 (1971) 169-173; CELAM,
Evangelización y catequesis. Documentos del magisterio eclesiástico con índice analítico, Celam, Bogotá 1991; COMISIÓN
EPISCOPAL DE ENSEÑANZA Y CATEQUESIS, Documentos colectivos del episcopado español sobre formación religiosa y educación,
vol. 1: 1969-1980; vol. 11: 1981-1985, Edice, Madrid 1986; ESTEPA LLAURENS J. M., Bienvenida a la exhortación apostólica de
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Actualidad catequética 127-128 (1986) 19-43; La misión profética de la Iglesia: evangelización, catequesis y el Catecismo de la
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MEDINA J. J., El directorio catequístico general, Sinite 12 (1971) 387-397; SECRETARIADO NACIONAL DE CATEQUESIS, Anunciar a
los pobres la buena noticia, Edice, Madrid 1995; La catequesis en España después del Concilio, Actualidad catequética 147 (1990)
399-424.
Por otra parte, el hombre está llamado a utilizar al máximo los talentos que ha recibido. Por esto,
una sociedad debería explotar y transformar los recursos de la naturaleza, aquello que ha recibido
para dominar, al mismo tiempo intensa y prudente o cautamente, pensando en el propio interés o
el de la generación presente, y también en el de las futuras generaciones. Debe hacerlo utilizando
los más adecuados medios y métodos, y buscando el mejor (no necesariamente el mayor)
resultado; y, en definitiva, es eso lo que debe entenderse por eficiencia.
Por último, los bienes de la tierra están destinados a todos los hombres que los necesitan, sin otro
requisito que el de su aporte creador y constructor en diversas formas.
Tomando como referencia algunos indicadores habitualmente utilizados, podemos percibir las
deficiencias en la producción, el empleo y la distribución de los ingresos, así como en ciertas
consecuencias del subdesarrollo, como son la corta esperanza de vida y el analfabetismo; el
volumen de la población, la rapidez de su crecimiento y su relación con los recursos efectivamente
disponibles.
Los indicadores o estadísticas de síntesis son promedios que, a veces, disimulan situaciones
complejas y duras porque obvian las situaciones extremas que, sabemos, son tan importantes
desde una perspectiva ética y evangélica. La existencia y la suerte de los pobres, de los excluidos
y, en general, de los pequeños, es crucial y no preocupan mucho las situaciones medias. Sin
embargo, los indicadores del desarrollo y del subdesarrollo, en medio de sus limitaciones, ilustran,
de forma válida, la variedad de situaciones entre países y ayudan a percibir la magnitud de
problemas y diferencias.
Así, el producto nacional bruto es el indicador por excelencia de la producción realizada por un
país, o de la riqueza que ha podido crear. Con relación a 1994 y a la población que ese año
alcanzaba los 470 millones de habitantes, ese producto se podía evaluar en 2.700 dólares por
habitante para el conjunto de América latina. Si se compara esa cifra con la que corresponde a los
países desarrollados, encontramos que es de 16.500 dólares (23.000 para los países de América
del Norte y 12.000 para los de Europa); la diferencia de riqueza global o de disponibilidad de
bienes es notable, y a ello habría que añadir deficiencias en cuanto a calidad, grado de
transformación y diversificación de la producción.
Es cierto que la situación de América latina no es la más grave en el mundo, ya que el mismo
indicador del producto nacional bruto por habitante, en los países de Asia no alcanza los 2.000
dólares y en los de África los 1.000 dólares; es decir, que la situación es aún más grave. Pero no
significa que la actual situación en América latina sea aceptable o tranquilizante. Eso, aparte de
que existe una enorme brecha en cuanto a disponibilidad de bienes, por las grandes diferencias
que existen entre países y dentro de cada uno de ellos.
Algunos países del sur y del centro del continente, como Argentina, México, Brasil y, en menor
medida, Chile, Venezuela y Uruguay, se sitúan por encima del promedio, e incluso algunos se
acercan a los países desarrollados; pero existen también otros, como Bolivia y la mayoría de
países centroamericanos, que están muy por debajo. Existe, por tanto, pobreza e insuficiencia en
la producción y esto constituye un problema mayor, aunque diferenciado, en todos los países de
América latina.
Por otra parte, la situación del empleo es delicada desde varios puntos de vista, pues existe
desempleo, bajo la forma de falta de puestos de trabajo (desempleo abierto), aunque en una
proporción que bordea el 10% de la población que lo necesita; pero existe, sobre todo, empleo
precario o informal para algo más del 40% de esa población, potencialmente activa, que es del
orden de los 290 millones de candidatos a trabajar.
En definitiva, para una masa de cerca de 200 millones de personas, trabajar, y en condiciones muy
duras, no es fuente de satisfacción personal, no es fuente de ingresos estables ysuficientes, ni es
ocasión, muchas veces, de contribuir eficazmente a la creación de mayor y mejor riqueza para la
sociedad.
La suficiencia de la producción y del empleo tienen que ver con la población total y con la
población en edad de trabajar, respectivamente; y a propósito, hemos mencionado las cifras de
470 millones de habitantes en América latina, de los cuales, 290 millones son trabajadores
potenciales o personas que necesitan un empleo; y hemos visto que los actuales niveles de
producción y de absorción de la fuerza de trabajo, son insuficientes. Ahora bien, esta insuficiencia
hay que considerarla en una perspectiva dinámica, es decir, referida al proceso que sigue la
población, y no sólo la producción. En efecto, la población cambia, incrementando su volumen y
modificando su composición por grupos de edades, lo cual transforma problemas y también
posibilidades. Al respecto, debemos notar que, si bien puede considerarse que el volumen actual
no es enorme, comparándolo con el de otras regiones del mundo (Asia tiene una población de
3.400 millones de habitantes), sí existe problema teniendo en cuenta la velocidad c on que se está
incrementando.
El crecimiento rápido de la población se da hoy en América latina porque la mortalidad global ha
descendido rápida y drásticamente en algo más de 40 años, como consecuencia de los progresos
en la medicina (control de enfermedades endémicas por la vacunación masiva o por la aparición
de medicamentos eficaces en relación a enfermedades antes incurables), y por ciertas mejoras en
las condiciones de vida, salubridad por ejemplo, que tienen en común con las primeras el hecho
de haber sido descubiertas y experimentadas en los países desarrollados y luego fácilmente
difundidas en todo el mundo.
Atender a las necesidades actuales de la población constituye ya un problema, y mucho más grave
lo será, fatalmente, en un futuro próximo, por la agudización de las necesidades de una población
mayor. Naturalmente, sería necesario considerar, como alternativa o como necesidad, un
crecimiento superior de la economía, y en períodos suficientemente prolongados.
También en este aspecto las situaciones son diferentes, pues hay países cuya población está cerca
de la estabilidad (Argentina, Uruguay, Chile), mientras que en otros la dinámica es aún muy
intensa. Por último, la relación de la población con los recursos realmente existentes o accesibles
es muy variada, y va desde la abundancia hasta la real escasez o pobreza.
Países que necesitan producir más y mejor, con el concurso de toda su población apta, no pueden
hacerlo por falta de medios y, a veces, de capacidades. Una consecuencia es que situaciones de
desigualdad en la distribución de recursos, de oportunidades y de ingresos, se mantienen y hasta
se deterioran a través del tiempo y como consecuencia de la disparidad que siguen los procesos
de creación de posibilidades y de incremento de necesidades.
Por todo lo anterior, que no son sólo comprobaciones banales, se pensó en algún momento que la
apuesta adecuada para los países subdesarrollados era la del crecimiento económico, dejando
para después, o esperando como consecuencia, las mejoras en la distribución y en la equidad.
Hoy, a la luz de experiencias diversas y teniendo en cuenta las situaciones en que la población
participa, así como las motivaciones con que lo hace, se percibe que, en una producción
acrecentada y más compleja (crecimiento), una mejora en la equidad es previa, es condición para
una mejor contribución al crecimiento. Dicho de otra forma, que una población sana, bien nutrida
y capacitada, porque tiene recursos para lograrlo, es más eficaz para contribuir a la creación de
riqueza, entendida como mejora de las condiciones de vida para toda la población.
Esto último, las condiciones de vida o el nivel de vida, es algo crucial, tanto desde el punto de vista
estrictamente del desarrollo, como desde uno más exigente, moral y teológico. La humanidad no
está destinada a la frustración o a la mediocridad, mucho menos si son impuestas, sino a la
plenitud. Y en este sentido, situaciones como la de una relativamente corta esperanza de vida al
nacer (68 años en América latina y 75 en Europa), indican que la vida larga y fecunda de que habla
la Biblia no es posible para muchos y menos aún lo es la vida feliz, ya que está condicionada por
carencias y restricciones diversas, como son el hambre, las malas condiciones de hábitat, la
enfermedad, la exclusión de apoyos para una vida digna o razonablemente confortable y, por fin,
por la muerte prematura.
Todo esto se refiere a los niveles de vida que, con razón, preocupan a diferentes organismos
nacionales e internacionales y a la exigencia de dignidad de la vida humana que preocupa a la
Iglesia, es decir, a los cristianos de todo el mundo, que quieren y saben que deben ser prójimo (Lc
10,25-37). Esto es más complejo y nos remite a buscar apoyo en otros indicadores que reflejen las
condiciones de participación y en la distribución de los frutos.
En América latina existe aún un elevado porcentaje de analfabetos, gente que está parcialmente
excluida de comunicación y de acceso a ciertas formas de capacitación, muy comunes en nuestros
días. Naturalmente, el analfabetismo o la educación incompleta afecta a un porcentaje variable
dentro de los países latinoamericanos (del 4,0 al 7,0% en Argentina, Urug uay y Chile, hasta el
23,0% en Bolivia, o el 41,0% en Guatemala), y las tasas de escolaridad, así como el logro de
educación completa, son aún ampliamente insuficientes.
Si añadimos a esto que otras facilidades para asegurar una vida digna y segura, como las de
mantenimiento y recuperación de la salud (alimentación, vivienda, servicios sanitarios), son
limitadas y están condicionadas al nivel y regularidad de los ingresos, podemos concluir que las
condiciones de vida digna son todavía un privilegio, una posibilidad para las minorías; y esto es un
fracaso económico y, sobre todo, humano.
No se puede olvidar que este desafío debe afrontarse después de una larga, dura y desigual crisis,
que ha planteado la necesidad de aplicar remedios ambivalentes en cuanto a efectos inmediatos y
a opciones futuras. El ajuste estructural y los planes de estabilización, que han sido necesarios,
han implicado en no pocos casos una desigual e injusta distribución de cargas y una postergación,
si no alguna tergiversación, de ciertos objetivos.
Los hombres, varones y mujeres, que han recibido el encargo o el mandato de dominar la tierra y
utilizarla al servicio de la vida, no están aislados ni abandonados a un devenir sin fin. Tienen la
posibilidad y el desafío de la convivencia, de la cooperación y emulación solidaria con sus
semejantes, en busca de objetivos comunes que no excluyen los personales. En otras palabras, el
hombre es un ser social inserto en una historia, y por eso tiene la responsabilidad, individual y
colectiva, de crear condiciones para la participación de todos, de forma libre y original, en la
construcción del mundo; es decir, la búsqueda de una democracia efectiva, en que las personas
puedan tener una participación real, eficaz y significativa, al igual que todas las otras personas en
la sociedad.
En la actualidad, en América latina se vive una ola o una tendencia democratizante, por lo menos
en lo que toca a las formas, es decir, a los mecanismos de elección de poderes y a la desaparición
de formas abiertamente autoritarias. En realidad, lo que hay son, sobre todo, democracias
incipientes o en proceso, así como algunas puestas más bien bajo tutela de grupos o instituciones
con poder; hay también compromisos pseudodemocráticos, en aras de la eficiencia, la estabilidad
o la paz social, cuando no de resolver angustias económicas y hacer viables soluciones que
escapan al exclusivo ámbito interno de los países.
En estas condiciones, es la ciudadanía la que resulta postergada, tanto por obra de quienes
detentan el poder y pretenden exclusividad de iniciativa y aciertos como por propias deficiencias
de organización y esclerosis ideológica de los mecanismos de mediación y organización ciudadana;
es decir, los partidos políticos, que no apoyan ni orientan efectivamente la participación ni la
reivindicación de la condición de ciudadanía de forma eficiente y continua.
No se puede descartar el papel negativo de una oposición ciega; pero, en democracia, el juego
positivo de discrepancias en lo social y económico, el papel respectivo de gobierno y oposición, no
es aún asumido adecuadamente por unos y otros, y muchas veces se convierte en diálogo de
sordos o en teatro de exclusiones y mutuas condenas. La cuestión, aquí, es una llamada a la
tolerancia para procesar discrepancias, y al respeto a las personas y proyectos que, en términos
humanos y democráticos, no pueden ser ignorados o descalificados precipitada y
prepotentemente.
En definitiva, los pueblos de América latina, continente formado por países en busca de
afirmación democrática, que no ha de lograr necesariamente en forma imitativa, se enfrentan al
desafío de reconciliar el ejercicio de la ciudadanía y los mecanismos de ajuste, con sus
peculiaridades culturales y el legado de su propia historia; con la edificación de una red de
instituciones creíbles y adecuadas; con una distribución de poder y mecanismos de control,
igualmente adecuados, y con posibilidades reales de eficacia. Esto supone la reconversión de
mentalidades y la aceptación militante de igualdades fundamentales, ya que muchas desviaciones
surgen, precisamente, de pretendidas superioridades históricas, sociales o económicas.
Los hombres, con iniciativa y energía para desarrollar sus proyectos o para buscar sus objetivos,
están llamados a la fraternidad, a respetar a otros y a servir a todos. La paz no es inmovilismo que
encubre injusticia, explotación u opresión; no es tampoco inanición o resignación, fruto de
impotencia. Es más bien un proceso, una dinámica cotidiana de la vida, en relación constructiva,
leal y positiva, con otros.
Una relación violenta es aquella en que desaparecen los sujetos (personas) interactuantes y se
convierten en uno activo y otro pasivo o víctima. Ahora bien, el ejercicio de la violencia puede
obedecer a decisiones personales, y en este caso la responsabilidad se puede individualizar. Pero
en el mundo de hoy, de manera similar a otras etapas en la historia, instituciones y
comportamientos sociales consagrados sugieren, estimulan y llegan a conformar actitudes y
situaciones violentas, como algo normal y corriente. Es el «pecado del mundo» a que se refiere
Juan (1,29), y que los obispos de América latina denuncian en su asamblea de Medellín como
«estructuras sociales injustas, que caracterizan la situación» y que inducen al pecado (Medellín,
Justicia I, 2).
La violencia en América latina, como en otras partes del mundo, aunque con ciertas
peculiaridades inherentes a su historia y diversidad cultural, desafía el orden institucional, la
seguridad y la convivencia.
Algunos de los más delicados, y relativamente nuevos, problemas son los del terrorismo, que
reemplaza a la guerra revolucionaria en la lucha contra la injusticia, y las diversas opresiones
como consecuencia de los fracasos en la búsqueda de salida.
Al violar los derechos humanos por la agresión terrorista y los errores de la lucha contra ese mal,
se ha quebrado la paz o se ha debilitado una situación ya precaria en el continente
latinoamericano, reduciendo aún más la posibilidad de vivir efectivamente los valores y las
realidades de la paz auténtica. Y sabemos que el camino de la reconciliación es lento y difícil.
En efecto, aunque se han neutralizado bastante ciertas formas de violencia terrorista –también de
aquellas que provienen de las fuerzas del orden– y se han hecho válidos esfuerzos de diálogo,
persisten todavía causas como la injusticia y el despojo, que son y serán origen de desconfianza,
de reivindicación y conflicto. Hemos dicho antes, en la línea más estrictamente evangélica, que la
paz surge de la justicia, y ahora debemos reiterar que sin la búsqueda de esta, cualquier intento
de construir la paz es débil e incierto.
De forma no ajena a lo anterior, existen en América latina otras amenazas a la paz. Son la
existencia y las proporciones que han tomado el tráfico de estupefacientes y la delincuencia
común organizada. Lo primero es un flagelo en todo el mundo,que afecta a algunos países
latinoamericanos como productores, y a todos, como al resto del mundo, como potenciales
consumidores. En los países productores de drogas o de materiales básicos, productos naturales
como la hoja de coca (Bolivia, Perú, Colombia), marihuana o amapola (en algunos otros), el
problema está en que se trata de una actividad de subsistencia para poblaciones excluidas de
otras; y es ocasión, para quienes las lideran y estimulan, de amasar grandes fortunas y de
consolidar poder a costa del Estado, de sus instituciones legítimas y de las normas de convivencia
social aceptadas.
En América latina pueden estar desapareciendo o se están controlando ciertas formas de acción
violenta, organizada o dispersa, anunciada o impredecible; pero se camina con lentitud en lo que
sería propiamente la construcción de la paz. Pablo VI, en su mensaje a las Naciones Unidas (1965),
decía que «el nuevo nombre de la paz es el desarrollo»; y ello evoca, ciertamente, el hecho de que
la paz no es un arreglo que se puede imponer, sino el fruto de una relación de hombres
respetables que son respetados y que saben respetar. De hombres cuyos derechos no son
violados y cuya apertura a los otros es real.
Consecuentemente, no se trata de buscar apoyos exteriores para sostener una paz artificial, ni de
prepararse para la guerra como garantía de paz. Se trata, más bien y muy concretamente, de
construir la paz si realmente se aspira a la paz. Esto supone instaurar la justicia, transformar las
mentalidades y educar en el respeto y la responsabilidad social. Supone también cultivar, guardar
y consultar la memoria histórica de los pueblos, para no repetir errores ni caer en olvidos ligeros,
en impunidad irreflexiva o en alguna otra forma de convalidación del mal y la violencia. Supone,
finalmente, grandeza para perdonar, justicia para sancionar y lucidez para prevenir.
La finalidad de esta voz es actualizar los capítulos correspondientes de la Gaudium et spes desde
la perspectiva española y, más en general, del hemisferio Norte. En la Constitución pastoral sobre
la Iglesia en el mundo
actual se decía que vivimos en un tiempo de cambios profundos y acelerados (GS 5). Y, en efecto,
los cambios que han tenido lugar en los treinta años transcurridos desde entonces han sido tan
notables que hacen necesarias estas páginas (las cuales, a su vez, envejecerán muy pronto).
I. Economía
1. LA CRISIS DEL COLECTIVISMO. En 1961, mientras la Iglesia católica preparaba el Vaticano II, el
XXII congreso del Partido comunista de la Unión Soviética declaró consolidada la sociedad
socialista y anunció solemnemente que aquella generación conocería antes de morir la sociedad
comunista, es decir, la meta final de la historia. Ni ellos ni los padres conciliares podían sospechar
que lo que aquella generación alcanzaría a ver en 1989 no iba a ser la sociedad comunista, sino el
retorno puro y simple al capitalismo.
Con la distancia que dan los años transcurridos, estamos en condiciones de comprender por qué
fracasó aquel gigantesco experimento social que durante varias décadas supo elaborar mitos –en
el sentido que G. Sorel daba a esta palabra: conjuntos de ideas e imágenes capaces de evocar de
manera instintiva los anhelos más profundos de un pueblo o de una clase– basados en una
esperanza de redención, y tan poderosos que muchos hombres y mujeres estuvieron dispuestos a
sacrificar su vida por la causa.
En primer lugar, el colectivismo no fue capaz de ofrecer una alternativa al capitalismo; se limitó a
crear un capitalismo de Estado. Marx daba por supuesto que la supresión de la propiedad privada
de los medios de producción llevaría consigo la desaparición de las clases sociales y una
transformación sustancial de las condiciones de trabajo. Sin embargo, los trabajadores de los
países colectivistas han seguido considerándose trabajadores asalariados –ahora al servicio del
Estado– más que copropietarios de los medios de producción. Dado que en los países colectivistas
la patronal es el Estado, la masiva afiliación de trabajadores al sindicato polaco Solidarnosc puso
de manifiesto que los gobernantes carecían del principal título de legitimidad que se atribuían a sí
mismos: ser representantes de la clase trabajadora.
En segundo lugar, desde el punto de vista económico, el capitalismo de Estado ha resultado ser
bastante menos eficaz que el otro. Los famosos planes quinquenales, que comenzaron en 1929,
dieron al principio resultados tan notables que la Unión Soviética llegó a ser la segunda potencia
mundial; pero a medida que su economía se fue haciendo más compleja, la planificación
imperativa central fue resultando cada vez menos eficiente, hasta el extremo de que la renta per
capita no cesó de disminuir a lo largo de los últimos quince años de la historia de la URSS. Juan
Pablo II había llamado la atención sobre los peligros de suprimir el derecho a la iniciativa
económica (SRS 15; CA 25b).
En tercer lugar, antes de ese fracaso económico –y explicándolo–, habría que hablar de un fracaso
antropológico. Marx había dado por supuesto que la supresión de la propiedad privada de los
medios de producción haría aparecer el hombre nuevo socialista, despojado de todo egoísmo, con
alta moral de ciudadano y dispuesto a sacrificarse por la causa del comunismo. Desgraciadamente
no ha sido así. Lo que surgió, una vez eliminados prácticamente los incentivos económicos, fue un
hombre perezoso, que conocía perfectamente sus derechos, pero no quería saber nada de sus
deberes. Se vio así que las raíces de la alienación eran más profundas que la propiedad privada de
los medios de producción (la teología cristiana habla del pecado original). Con realismo dijo Juan
Pablo II que un «orden social será tanto más sólido cuanto más tenga en cuenta este hecho y no
oponga el interés individual al de la sociedad en su conjunto» (CA 25c).
Por último, al no surgir en los plazos previstos el hombre nuevo socialista, fue necesario prolongar
indefinidamente aquella dictadura del proletariado —que Marx había supuesto bastante fugaz—,
con el fin de obligar a todos a servir a la causa. Es verdad que hubo en los países colectivistas
logros que no merecen desaparecer sin dejar rastro —por ejemplo, pan, escuela y hospital para
todos—, pero quedaron empañados por la imposibilidad de conciliarlos con la dignidad, la libertad
y la democracia.
2. LA APOTEOSIS DEL CAPITALISMO. Durante las décadas de 1960 y 1970 fue tan influyente en
Occidente el pensamiento de la izquierda, que los grupos sociales privilegiados, si bien no
perdieron sus posiciones y sus riquezas, perdieron sus antiguas legitimidades. Y las perdieron ante
su propia conciencia, que fue lo novedoso. En cambio, durante la década de 1980 se asistió a una
fuerte ofensiva del pensamiento capitalista, unas veces con discursos irritantes, como el del
neoliberalismo de la Escuela de Chicago, y otras veces con discursos inteligentes, como el del
neoconservadurismo norteamericano. Pero fue tras la caída del colectivismo, en 1989, cuando
pudo hablarse de una verdadera apoteosis del capitalismo. Fukuyama se atrevió a afirmar que
había llegado ya el fin de la historia, no porque hubiera llegado su fin temporal, sino porque había
alcanzado su meta: el triunfo del liberalismo, tanto en la economía como en la política. En todo
caso, es innegable que la opinión pública de los países capitalistas ya no considera que el
capitalismo sea un sistema radicalmente perverso, o —como dijo Lukács partiendo de Fichte— el
estadio de la pecaminosidad consumada.
Juan Pablo II ha denunciado el peligro de que, sin el contrapeso que representaban los regímenes
colectivistas, «se difunda una ideología radical de tipo capitalista» (CA 42c). De hecho, frente a la
economía social de mercado, donde los poderes públicos intervienen activamente para proteger a
los más débiles, ha ido ganando terreno en las dos últimas décadas una concepción ultraliberal
que, si bien ofrece grandes posibilidades a la creación de riqueza, abandona a su suerte a los
menos competitivos. «Ojalá —dice el Papa—que las palabras de León XIII, escritas cuando
avanzaba el llamado capitalismo salvaje, no deban repetirse hoy día con la misma severidad» (CA
8c).
3. LA CRISIS ECONÓMICA. El Vaticano II se celebró durante la década de los sesenta, que ha sido la
de mayor crecimiento económico de toda la historia de la humanidad. Fueron aquellos unos años
de fe desarrollista en los que se creía no demasiado lejana una victoria sobre la pobreza. La
Conferencia mundial sobre la alimentación, celebrada en Roma, anunció: «Dentro de diez años,
ningún niño se acostará con el estómago vacío, ninguna familia vivirá ansiosa por el pan del
mañana».
Sin embargo, lo que llegó pocos años después fue una crisis económica que, por primera vez en la
historia, tuvo un alcance mundial, afectando tanto a los países capitalistas como a los
colectivistas, a los del Norte como a los del Sur. Las causas fueron muchas. La crisis del sistema
monetario internacional llevó a renunciar en 1973 al sistema de cambios fiios, comenzando así
una época de gran inestabilidad; las subidas de los precios del petróleo, ocurridas en 1973-74 y
1979-80, pusieron fin a la época de la energía abundante y barata; la aparición de los Nuevos
países industrializados, con su mano de obra hiperbarata —es decir, superexplotada—, supuso
una nueva división internacional del trabajo, que destruyó muchos empleos en otras latitudes,
etc.
Parece que, al menos por el momento, no podemos contar ya con un crecimiento sostenido como
en el pasado. En el verano de 1985, por ejemplo, se inició una fase expansiva, pero en 1991
comenzó una nueva recesión europea y mundial.
Otros —que nunca han oído hablar del célebre economista ruso—, simplemente piensan que ya
vendrán tiempos mejores. Sin embargo, una institución nada propensa a los alarmismos, como es
la Organización internacional del trabajo, ha declarado, por boca de su director general, que por lo
menos hasta el año 2060 persistirán unas elevadas tasas de paro. La razón es obvia: las nuevas
tecnologías —informática, robótica, etc.—harán cada vez menos necesario el trabajo humano.
Dado que se ha iniciado la era del automatismo, podemos dar por supuesto que las inversiones
seguirán siendo una fuente de riqueza, pero ya no serán una fuente de empleos. En consecuencia,
una serie de preguntas se agolpan en la mente: ¿cómo conseguirá la gente el dinero que necesita
para vivir?; ¿cómo empleará su tiempo?; ¿seguirá teniendo vigencia la concepción cristiana del
trabajo?
Si las nuevas tecnologías van a hacer cada vez menos necesario el tiempo dedicado a la
producción, pero sin que por eso disminuya esta —más bien todo lo contrario—, se abre ante la
humanidad un futuro lleno de posibilidades que, en esencia, consistiría en una buena distribución
del tiempo que siga siendo necesario para la producción, y una buena distribución de la riqueza
creada, haciendo posible que todo el mundo disponga de mucho más tiempo que hoy para tareas
de enriquecimiento personal y de utilidad social no directamente productivas. Para conseguir
esto, sería necesario proceder a unos cambios tan profundos en las actuales estructuras socio-
económicas, que podríamos hablar sin exageración deuna verdadera mutación de nuestra
civilización. En cambio, si se eluden esas transformaciones profundas, se agudizaría el proceso de
segmentación social mencionado en el apartado anterior, aumentando cada vez más la zona de
vulnerabilidad y, sobre todo, la zona de exclusión.
5. LA CRISIS ECOLÓGICA. Es inútil buscar la palabra ecología en los diccionarios del Vaticano II. La
conciencia ecológica se despertó después, cuando la humanidad empezó a tomar conciencia de
que estábamos destruyendo los diferentes ecosistemas de la tierra como consecuencia de los
recursos escasos que les robamos y de los elementos contaminantes que vertemos sobre ellos.
En todas partes existen grupos que se mantienen vigilantes con respecto a todo cuanto pueda
suponer una amenaza al medio, pero todavía no hay certeza de que las medidas adoptadas hasta
el momento —a menudo demasiado cautelosas y tardías— vayan a tener un efecto global
beneficioso, sobre todo si nos limitamos a desplazar las industrias sucias al tercer mundo. La
contaminación no respeta las fronteras políticas.
6. NORTE-SUR. Debido a la interdependencia existente entre los países del Norte y los del Sur es
inevitable dejar constancia aquí de la situación en que se encuentra ese 77% de la población
mundial que vive en ,los países en vías de desarrollo. Durante los quince años siguientes a la
clausura del Vaticano II, las tasas de crecimiento de muchos países del tercer mundo superaron el
promedio mundial, pero desde 1980 sólo China y el Sudeste asiático (es decir, los Nuevos países
industrializados) han logrado seguir creciendo con rapidez. En muchos países pobres aparecieron
incluso las tasas de crecimiento negativas. Especialmente dramática es la situación de los países
menos desarrollados, donde vive el 8% de la población mundial: su participación en el Producto
mundial bruto se ha reducido desde el minúsculo 1% de 1980 a un 0,5% todavía más exiguo.
Las Naciones Unidas han calificado la década de 1980 como década perdida para el desarrollo. No
sólo se han quedado sobre el papel aquellas famosas reformas estructurales que en la década de
1970 se bautizaron con el nombre de Nuevo orden económico internacional (NOEI), sino que los
países del Norte redujeron la Ayuda oficial al desarrollo (AOD) desde que comenzó la crisis
económica. En los últimos años ha quedado estabilizada en el 0,33% del producto nacional bruto
de los países desarrollados, muy lejos todavía del 0,7% exigido por las Naciones Unidas en 1972.
II. Política
También España vivió durante las décadas que estamos analizando una transición política que, en
este caso, exigió dos transformaciones: el paso de un régimen político autoritario a una
democracia liberal homologable a las existentes' en el resto de Occidente, y el paso de un Estado
centralista a un Estado de las autonomías.
Por desgracia, desde antiguo, la mayoría de los ciudadanos se limitaban a depositar su voto en las
urnas cada cuatro años, despreocupándose después de la marcha del país. Últimamente ha
empeorado tanto la situación que muchos ni siquiera se molestan en votar, de modo que la vida
democrática resulta cada vez más anémica. Asistimos a una paradoja: la gente reclama el derecho
a votar, pero luego no vota; exige libertad de expresión, pero luego no lee los periódicos, etc.
Todo esto hace pensar, frente a quienes dan por supuesta la existencia del horno democraticus,
que quizás lo espontáneo es el Herdeninstinkt (instinto gregario) que Nietzsche atribuía a la
mayoría de los mortales.
Sin embargo, como han puesto de manifiesto Macpherson y otros muchos autores, esa apatía
política, hoy tan generalizada, es negativa tanto para los individuos, que se van alienando poco a
poco, como para la sociedad, que está mucho más expuesta a los abusos del poder.
3. LA UNIFICACIÓN EUROPEA. Frente a la actual organización del mundo en Estados soberanos
que se relacionan entre sí de forma conflictiva y competitiva, el Concilio se hizo eco de la antigua
idea teológica de la comunidad de naciones (cf GS 83-90). Por aquellos años no existía todavía
ninguna realización práctica de esa comunidad de naciones. La Comunidad europea agrupaba
solamente a seis países y afectaba tan solo a cuestiones económicas. Sin embargo, en las tres
décadas transcurridas desde entonces se ha vivido un doble proceso de crecimiento: cuantitativo
y cualitativo.
Actualmente Europa es, con mucho, el mayor mercado integrado del mundo, con 369 millones de
habitantes, un producto interior bruto bastante superior al de los Estados Unidos de
Norteamérica, bancos y mercados financieros que se cuentan entre los más importantes del
mundo, grandes empresas industriales caracterizadas en estos últimos años por un crecimiento
firme y regular, etc. El peligro que todavía no parece conjurado es que la Europa comunitaria,
lejos de entenderse a sí misma como un primer paso hacia una comunidad de naciones
verdaderamente internacional, se convierta en un club selecto de países ricos, que se ha rodeado
por una especie de cordón sanitario con el fin de aislarse de los pobres del mundo.
III. Paz
Se ha dicho que 1987 fue el año en que dejamos de vivir peligrosamente porque se inició, de
mutuo acuerdo, la carrera del desarme. Había entonces 57.000 bombas nucleares en el mundo,
con una fuerza explosiva equivalente a 1.200.000 bombas de Hiroshima. Estados Unidos y la
Unión Soviética poseían casi el 98% de esas bombas. Los acuerdos firmados el 17 de junio de 1992
entre Estados Unidos y la Federación Rusa establecen para el año 2003 un máximo de 3.500 y
3.000 cabezas nucleares respectivamente. La reducción es, como se ve, sustancial. Sin
embargo,para valorar ese dato conviene saber que, según los expertos, bastarían 200-300 cabezas
atómicas para destruir el 50% de la población del otro país.
Ha retrocedido, pues, el miedo a una guerra nuclear entre las superpotencias, pero no así el
peligro de confrontaciones locales en las que se empleen armas de destrucción masiva. Incluso
podrían darse en el futuro casos de terrorismo nuclear. Como dijo la señora Thatcher en la
segunda sesión especial de las Naciones Unidas sobre el desarme: «Cada cual será ya consciente
de que ha de vivir en adelante con la bomba, pues no podrá hacer que no haya sido inventada».
Por otra parte, sería ingenuo subestimar el daño que pueden causar hoy las armas
convencionales. Desde la II Guerra mundial no se han empleado armas nucleares, pero se han
producido no menos de 160 conflictos locales o regionales —casi siempre en el tercer mundo—
que han causado alrededor de 18 millones de víctimas.
En todo caso, lo indudable es que el gasto militar mundial ha venido descendiendo desde
1.016.000 millones de dólares, en 1987, hasta 868.000 millones de dólares, en 1993, cantidad que
equivale todavía a los ingresos de casi la mitad (46%) de la población mundial. La disminución se
ha producido, sobre todo, en los países más desarrollados. Muchos países menos avanzados,
situados en regiones inestables, mantienen sus gastos o incluso los aumentan. Por otra parte,
continúa existiendo el enorme complejo militar-industrial, con sus grandes grupos económicos
interesados en perpetuar la confrontación militar.
La nueva situación habría permitido hacer realidad aquella propuesta de Pablo VI de crear un gran
fondo mundial para el desarrollo, alimentado con una parte de los gastos militares (PP 51); sin
embargo, el ahorro acumulado —casi un billón de dólares desde 1987— se ha destinado a reducir
los déficit presupuestarios y a otros gastos no relacionados con el desarrollo.
2. EL MOVIMIENTO POR LA PAZ. En la creación del nuevo clima internacional que acabamos de
describir ha influido, junto con la desaparición del bloque colectivista, el movimiento por la paz.
Existe un pacifismo radical, que se propone la eliminación de todas las guerras, y un pacifismo
selectivo, que se opone a una guerra particular, a un determinado tipo de armamento o a una
alianza militar. Dado que los objetivos del pacifismo selectivo pueden considerarse como una
etapa intermedia hacia la supresión total de armas y ejércitos, en la práctica existe cierta unidad
de acción.
Dentro del movimiento por la paz, es el pacifismo nuclear el que ha alcanzado mayor arraigo
popular. El despliegue, al comienzo de los años ochenta, de los euromisiles —es decir, armas de
alcance medio (entre 2.000 y 5.000 kilómetros), válidas tan solo para una eventual guerra nuclear
que tuviera lugar en el escenario europeo—, fue el detonante que hizo resurgir este pacifismo en
el Viejo Continente (en España el catalizador fue más bien el ingreso en la OTAN en 1982).
El movimiento por la paz no sólo se ha desarrollado cuantitativamente —movilizando un número
cada vez mayor de personas—, sino también cualitativamente, tomando conciencia de que el
fenómeno del militarismo se inserta en una problemática mucho más amplia que debe afrontarse
de manera global (una tercera parte de la deuda externa del tercer mundo, por ejemplo, ha sido
generada por la adquisición de armas). Hoy el movimiento por la paz no es tan solo un grupo de
personas bienintencionadas que se limitan a pedir paz en abstracto. Incluye grupos organizados,
centros de investigación sobre la paz y resolución de conflictos, intelectuales o líderes de
opinión...
BIBL.: ALBERT M., Capitalismo contra capitalismo, Paidós, Barcelona 1992; BARNEY G. O. (clic), El mundo en el año 2000, Tecnos,
Madrid 1982; Diálogo Norte-Sur. Informe de la Comisión Brandt, Nueva Imagen, México 1981; CLEVELAND H., Nacimiento de un
nuevo mundo, El País-Aguilar, Madrid 1994; FuRET F., El pasado de una ilusión (ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX),
Fondo de Cultura Económica, Madrid 1995; HANDY CH., El futuro del trabajo humano, Ariel, Barcelona 1986; KING A.-SCHEIDER
B., La primera revolución mundial. Informe del Consejo al Club de Roma, Plaza & Janés, Barcelona 1991; MARDONES J. M.,
Capitalismo y religión. La religión política neoconservadora, Sal Terrae, Santander 1991; OLLER M. D., Ante una democracia de
«baja intensidad». La democracia por construir, Cristianisme i Justicia, Barcelona 1993.
Luis González-Carvajal
ECUMENISMO Y CATEQUESIS
SUMARIO: I. Hacia una definición del ecumenismo. II. Carácter histórico: 1. Orígenes del
movimiento ecuménico; 2. Momento actual del ecumenismo. III. Carácter teológico: 1. La cuestión
de la verdad en el ecumenismo; 2. Los problemas doctrinales del ecumenismo. IV. Pistas
pedagógicas: 1. La dimensión ecuménica de la catequesis y de la predicación; 2. Las pautas del
«Directorio ecuménico» (1993); 3. Cómo transmitir en la catequesis contenidos ecuménicos.
El término castellano ecumenismo, deriva del griego oikoumene, y significa la relación amistosa
entre las Iglesias cristianas, que durante siglos estuvieron en permanente estado de división y que
intentan hoy superar las mutuas rivalidades por medio del diálogo doctrinal, del acercamiento
entre jerarquías y fieles de las distintas comunidades y de la plegaria común para que se haga
realidad aquella unidad de los discípulos de Cristo por la que él mismo oró al Padre antes de
padecer (Jn 17,21).
Aunque la palabra oikoumene pertenece a una familia de términos que tienen que ver con la
vivienda (oikos), la amistád (oikeiotés) y la responsabilidad casera (oikonomeo), su sentido directo
hace relación a la tierra habitada, al mundo conocido y civilizado, al universo reconciliado. En su
sentido, pues, primero y original, la oikoumene era el mundo habitado en el que coexisten
diversos pueblos, con diversidad de lenguas y culturas, teniendo en común, sin embargo, la misma
humanidad. En el griego clásico primero, pero también en el hablado más tarde en Roma por un
tiempo, la oikoumene adquiere perspectivas geográficas, culturales e incluso políticas: es la tierra
habitada donde llega el mundo civilizado, porque más allá de la oikoumene se halla el mundo de
los bárbaros, el mundo desconocido...
También en la literatura bíblica aparece la palabra oikoumene. Por lo que respecta al Nuevo
Testamento —en quince lugares se emplea este término— su significado va desde el que designa
claramente esta tierra habitada o lugar habitable para toda la familia humana, aunque con
carácter transitorio, hasta el que se anuncia como una nueva y transformadora oikoumene en la
que reinará Dios para siempre (Heb 2,5). En la literatura cristiana primitiva, aunque se mantienen
las acepciones conocidas: mundo, Imperio romano, mundo civilizado, etc., se amplía a la acepción
de la Iglesia universal, o a la de los usos y doctrinas eclesiales con validez universal. Por eso los
concilios que hablan en nombre de toda la Iglesia serán llamados concilios ecuménicos; los Padres
cuyas doctrinas son reconocidas y celebradas por todo el orbe cristiano son doctores ecuménicos
(Basilio el Grande, Gregorio Nacianceno, Juan Crisóstomo); las fórmulas de la fe de la antigua
Iglesia aceptadas por todas las comunidades constituirán los credos ecuménicos, etc. Siglos más
tarde, cuando las Iglesias de Oriente y Occidente están ya divididas y cuando la misma Iglesia
occidental ha conocido los desgarrones dentro de su propio seno, en ambientes protestantes de
Inglaterra se constituye la Alianza evangélica, con el propósito de preparar un concilio ecuménico
evangélico universal. En una de sus asambleas celebrada poco después de 1846, a la que asisten
cristianos de diferentes denominaciones, un pastor francés, Adolphe Monod, agradece a los
organizadores británicos el «espíritu verdaderamente ecuménico» que habían demostrado los
organizadores de la asamblea. El término ecuménico se empleaba por primera vez, según apunta
Visser't Hooft, para indicar más una actitud personal que una realidad geográfica universal.
Será a principios del siglo XX, sin embargo, cuando el término ecumenismo y su derivado
ecuménico adquieran una nueva acepción. A partir de la Conferencia misionera mundial de
Edimburgo (1910), los movimientos Fe y constitución (Faith and Order) y Vida y acción (Life and
Work), surgidos de dicha Conferencia, van a emplear con frecuencia, en sus sesiones y asambleas,
el término ecumenismo, entendiendo por él la relación amistosa entre Iglesias, con la finalidad de
promover la paz internacional, el intento de la unión de varias Iglesias, o incluso el deseo de
gestar un espíritu de cercanía entre los cristianos de diversas confesiones. Con la creación, en
1948, del Consejo ecuménico de las Iglesias (en inglés World Council of Churches, pero en francés
Conseil Oecuménique des Eglises), el término entra ya en el vocabulario eclesiástico corriente.
Desde entonces, la palabra ecumenismo expresa el intento de reconciliación de las Iglesias
cristianas como expresión visible de la universalidad del cristianismo y como signo «para que el
mundo crea» (Jn 17,21).
La palabra ecumenismo en su sentido actual, así como el mismo movimiento ecuménico, sufrieron
ciertas reticencias por parte de la jerarquía católica, al considerar que sólo en la Iglesia católico-
romana se daba la unidad querida por Cristo. Desde esa perspectiva parecía inútil cualquier
esfuerzo por alcanzar la unidad que, ya de hecho, se daba en ella misma. Sólo a partir del Vaticano
II, la Iglesia católico-romana acepta su incorporación al movimiento ecuménico que, según los
Padres conciliares, había «surgido por impulso del Espíritu Santo». Y el Decreto sobre el
ecumenismo llegará a afirmar: «Puesto que hoy, en muchas partes del mundo, por inspiración del
Espíritu Santo, se hacen muchos intentos, con la oración, la palabra y la acción, para llegar a
aquella plenitud de unidad que quiere Jesucristo, este sacrosanto Concilio exhorta a todos los
fieles católicos a que, reconociendo los signos de los tiempos, cooperen diligentemente en la
empresa ecuménica» (UR 4).
De lo dicho hasta ahora sobre la génesis del término ecumenismo, se desprenden algunos
elementos que facilitarán más tarde la definición de lo que hoy constituye en realidad el
movimiento ecuménico. Estos tres elementos parecen ser decisivos: la novedad y originalidad, la
actitud y voluntad de diálogo y la espiritualidad. 1) La novedad del ecumenismo radica en que las
Iglesias, por primera vez en la historia y superado el espíritu de polémica del pasado, intentan
mantener la obediencia al evangelio para recuperar y manifestar su unidad ante el mundo, para
que crea en el enviado del Padre. Por eso cabe hablar del ecumenismo como de una experiencia
inédita, sin precedentes en la historia del cristianismo. 2) No cabe ecumenismo sin diálogo. La
actitud de escucha del otro y el respeto mutuo es condición indispensable para que el clima de
recelos y malentendidos vaya dejando paso a nuevas posibilidades de entendimiento.
Oposiciones, incluso doctrinales, que hace años parecían irreductibles, hoy han sido superadas
gracias a la incesante movilidad de nuevos planteamientos. El diálogo, que ensaya siempre
enfoques nuevos y que confía en la buena disposición del interlocutor, ofrece la posibilidad de
avanzar juntos hacia la plena comunión de todos los cristianos. Pero el diálogo ecuménico no
abarca sólo los aspectos doctrinales y las cuestiones teológicas; implica también el acercamiento y
la escucha de los otros cristianos a niveles de la vida diaria, de la vida litúrgica y de la vida de
oración. 3) Por ello se dice que el movimiento ecuménico es fundamentalmente un movimiento
espiritual. Existe un convencimiento unánime de que las divisiones cristianas son hoy día
superables, tanto desde el punto de vista de las doctrinas y dogmas como desde las tradiciones y
cosmovisiones que se fueron creando a partir del hecho de las divisiones. Pero este
convencimiento, en vez de provocar nuevas rupturas o mantener las ya habidas, genera una
nueva actitud que podría calificarse de orante, actitud en la que la unidad aparece no sólo como
tarea a realizar por los cristianos, sino como don divino a recibir. El Vaticano II llegará a afirmar
que la plegaria es el «alma del ecumenismo» (UR 8). A partir de ahí es fácil pensar que en los foros
ecuménicos deban prevalecer actitudes humildes y espacios de oración cristiana.
Ahora pueden entenderse mejor algunas descripciones del movimiento ecuménico, que
diferentes autores han ofrecido. He aquí algunas: «El ecumenismo comienza cuando se admite
que los otros —y no solamente los individuos, sino los grupos eclesiásticos como tales– tienen
también razón, aunque afirmen cosas distintas que nosotros; que poseen también verdad,
santidad, dones de Dios, aunque no pertenezcan a nuestra cristiandad. Hay ecumenismo cuando...
se admite que otro es cristiano no a pesar de su confesión, sino en ella y por ella» (Y. Congar).
«Movimiento suscitado por el Espíritu Santo con vistas a restablecer la unidad de todos los
cristianos, a fin de que el mundo crea en Jesucristo. En este movimiento participan quienes
invocan al Dios trino y confiesan a Jesucristo como Señor y Salvador, y que en las comunidades
donde se ha escuchado el evangelio aspiran a una Iglesia de Dios, una y visible, verdaderamente
universal, enviada al mundo entero para que se convierta al evangelio y se salve para gloria de
Dios» (J. E. Désseaux). «El ecumenismo es una actitud de la mente y del corazón, que nos mueve a
mirar a nuestros hermanos cristianos separados con respeto, comprensión y esperanza. Con
respeto, porque los reconocemos como hermanos en Cristo y los miramos como amigos más que
como oponentes; con comprensión, porque buscamos las verdades divinas que compartimos en
común, aunque reconozcamos honestamente las diferencias en la fe que hay entre nosotros; con
esperanza, que nos hará crecer juntos en un más perfecto conocimiento y amor de Dios y de
Cristo...» (C. Meyer). Y los Padres conciliares dejaron escrito en el Decreto sobre el ec umenismo:
«Por movimiento ecuménico se entiende el conjunto de actividades e iniciativas que, conforme a
las distintas necesidades de la Iglesia y a las circunstancias de los tiempos, se suscitan y se
ordenan a favorecer la unidad de los cristianos» (UR 4).
1. ORÍGENES DEL MOVIMIENTO ECUMÉNICO. A la hora de rastrear los orígenes del ecumenismo
moderno, hay que reseñar nombres muy concretos, personas con clara vocación, que «supieron
esperar contra toda esperanza», fechas, ciudades y pequeñas instituciones que fueron como el
hogar donde se dieron los primeros pasos de esa aventura del Espíritu que es el ecumenismo. Lo
que distingue a los pioneros que apostaron por la causa ecuménica fue la profunda convicción de
que la unidad de las Iglesias cristianas, por ser voluntad del Señor de la Iglesia, se conseguiría un
día en nuestra historia. El horizonte utópico es imprescindible a la hora de valorar el trabajo de los
cristianos empeñados en la obediencia evangélica de «permanecer unidos para que el mundo
crea». Sin soñadores como John Mott, J. H. Oldmann, Charles H. Brent, Nathan Sóderblom,
William Temple, Ferdinand Portal, Lord Halifax, el cardenal Mercier, Paul Couturier, Yves Congar,
etc. —por citar sólo un puñado de pioneros— no cabría pensar en lo que hoy es el movimiento
ecuménico.
Durante los siglos XVIII y XIX, el cristianismo europeo había sufrido algunos de los mayores
desafíos de toda su historia. La Ilustración y el racionalismo, la revolución industrial, el nacimiento
de la conciencia de clase obrera, el surgir de los movimientos socialistas y comunistas, la
exaltación de la democracia y el liberalismo debilitaron de manera decisiva la influencia y el papel
que las Iglesias cristianas venían desempeñando durante siglos. Aunque alg unas Iglesias tomaron
claras posturas defensivas y condenaron abiertamente al mundo moderno, otras intentaron
suscitar nuevas presencias cristianas en la sociedad. Varios factores contribuyeron a descubrir a
los cristianos sus raíces comunes y su pertenencia a la sola familia de los bautizados en Cristo. El
éxodo a las grandes ciudades, con la consiguiente pérdida —al abandonar las zonas rurales— de
los reductos confesionales que mantuvieron durante siglos separados a católicos, luteranos,
calvinistas y anglicanos, ibana significar la posibilidad del encuentro y del descubrimiento mutuo
al tener lugares comunes: la escuela, el barrio, el trabajo, la universidad, las tareas de
beneficencia. Surgen así una serie de movimientos e instituciones cristianas con influencia
decisiva para el futuro movimiento ecuménico.
Entre los movimientos más importantes en este sentido cabe citar a la Asociación cristiana de
jóvenes (Youth Men Christian Association: YMCA) y la Asociación cristiana de mujeres jóvenes
(Youth Women Christian Association: YWCA), fundadas ambas en Inglaterra, en 1844 y 1854
respectivamente, y con una rápida expansión en el mundo anglosajón y francófono. Grandes
pioneros del movimiento ecuménico —John Mott, W. A. Visser't Hooft, V. S. Azariah, etc.—
militaron durante su juventud en YMCA y en YWCA. La Federación mundial de estudiantes
cristianos (World Student Christian Federation: WSCF), un movimiento de laicos pertenecientes a
diferentes Iglesias cristianas, trabajó a partir de 1895 para que el evangelio se hiciese presente en
el mundo de la universidad. John Mott y Ruth Rouse organizaron sedes del WSCF por numerosos
puntos de Rumanía, Serbia, Bulgaria, Grecia... Así iban a incorporarse en esta tarea
interdenominacional estudiantes de la tradición ortodoxa oriental. Todavía dos grandes
movimientos tuvieron decisiva influencia, cada uno a su manera, en el nacimiento del
ecumenismo: la Alianza mundial para la amistad internacional a través de las Iglesias (Worlds
Alliance for International Friendship through the Churches), un espacio donde cristianos de
diferentes tradiciones eclesiales intentaron contribuir —aunque sin éxito— a la paz que se veía
amenazada años antes de 1914; y el llamado Movimiento misionero, con clara conciencia de la
tensión misión-unidad como expresión de la llamada del Espíritu a las Iglesias para que presenten
unánimemente al mundo el único evangelio de Jesucristo.
La más decisiva entre las raíces enumeradas respecto al nacimiento del movimiento ecuménico
es, sin duda alguna, la acción misionera. Ya en 1888 se había celebrado en Londres una
conferencia misionera con carácter interconfesional e internacional, que sería el inicio de
sucesivas reuniones similares. En 1890 se celebra otra en la ciudad de Nueva York, y años más
tarde y en la ciudad de Edimburgo tiene lugar la Conferencia misionera mundial (1910), que es
designada por todos los especialistas como cuna del movimiento ecuménico. Edimburgo
representó la aceptación del desafío que la unidad plantea a la acción evangelizadora de las
Iglesias. Las Iglesias no pueden presentar a un Cristo dividido. Sólo desde una misión
unánimemente llevada adelante por todas las Iglesias cabe una evangelización auténtica. A partir
de ese convencimiento nacía la idea ecuménica: la división es un pecado de desobediencia al
evangelio y un escándalo para el mundo. Importa recordar que las conferencias misioneras
precedentes habían tenido carácter protestante. La representatividad en Edimburgo se amplía
enormemente; los hombres del anglicanismo juegan un papel decisivo; sin embargo allí no
estuvieron presentes ni las Iglesias ortodoxas ni la Iglesia católico-romana. Muchos apostaron
para que, en siguientes asambleas, católicos y ortodoxos pudieran compartir con ellos su común
interés en el servicio de Jesucristo.
La significatividad de la Conferencia misionera mundial de Edimburgo (1910) radica en el hecho de
que, a partir de ella, toman consistencia tres movimientos que van a consolidar la tarea
ecuménica, y cuya confluencia en un solo organismo (el Consejo ecuménico de las Iglesias) dará
enorme estabilidad al movimiento ecuménico durante buena parte del siglo XX. Los tres
movimientos iniciales son: el Consejo internacional misionero (The International Missionary
Council), creado en 1921 y que trabajará en la promoción de la obra misionera desde perspectivas
ecuménicas, publicando una revista de alto nivel, The International Review of Missions, y
celebrando grandes asambleas misioneras: Jerusalén (1928), Madras (1938), Whitby (1947),
Willigen (1952), Ghana (1958), México (1963), Upsala (1968), Bangkok (1973), Melbourne (1980) y
San Antonio (1989); el movimiento Vida y acción (Life and Work), llamado a veces Cristianismo
práctico, y, por último, Fe y constitución (Faith and Order).
El movimiento Vida y acción se debe a la creatividad del arzobispo luterano Nathan Sóderblom
(1866-1931), intelectual de talla y obstinado militante dispuesto a llevar el testimonio cristiano a
la sociedad europea, conmocionada por una guerra devastadora. Gracias a su intervención, las
asambleas de este movimiento se abrieron a cristianos de todas las tradiciones. La primera
asamblea de Vida y acción tuvo lugar en Estocolmo (1925) y su filosofía subyacente es la idea de
que «la doctrina separa, sólo la acción une». A pesar de la encarecida invitación a Roma para que
asistiera junto a otras Iglesias, el cardenal Gasparri declinaría cortésmente dicha invitación. La
segunda asamblea tiene lugar en Oxford (1937), bajo el tema de estudio «Iglesia, Nación, Estado».
Es la época de los fascismos. Desde Oxford hay una palabra de condena al Estado cuando se
convierte en ídolo. El movimiento Vida y acción se integrará años más tarde en el llamado Consejo
ecuménico de las Iglesias.
Hay qué reconocer y estimar la labor delicada y callada, casi siempre incomprendida, que desde
algunos sectores del catolicismo romano se llevó a cabo en favor de la reconciliación cristiana.
Constituyen los antecedentes que hicieron posible su entrada durante el pontificado de Juan XXIII.
Y es que habría que encontrar alguna explicación plausible a estos dos extremos: la prohibición
total y absoluta, dictada desde la curia romana, a que los católicos participasen en reuniones
ecuménicas, por una parte, y, por otra, la afirmación subsiguiente de que el movimiento
ecuménico «es una gracia que ha surgido por impulso del Espíritu Santo» (UR 1). La explicación
hay que encontrarla, pues, en una serie de acontecimientos y en personas muy determinantes,
que fueron preparando el terreno propicio para la incorporación oficial del ecumenismo como
parte del acervo doctrinal y pastoral de la Iglesia católica. Entre esos eventos y personajes cabe
destacar el significado de las Conversaciones de Malinas (1921-1926), la creación de la abadía
benedictina de Chevetogne (1925), la creación de los centros ecuménicos de Istina (París) y los de
San Ireneo y Unidad cristiana (Lyon), la promoción del ecumenismo espiritual a través de la
Semana de oración universal por la unidad (18-25 de enero) inspirada por el P. Paul Couturier, la
creación de la Asociación Unitas, debida al P. Ch. Boyer, y la Conferencia católica para el
ecumenismo (1952), obra de J. Willebrands. De gran importancia son igualmente los movimientos
de restauración litúrgica, bíblica y patrística, que significaron un abrirse de la Iglesia a experiencias
similares vividas por el anglicanismo, la ortodoxia y el protestantismo, así como las aportaciones
teológicas y doctrinales llevadas a cabo por hombres de la altura de Chenu, Rahner, De Lubac, Von
Balthasar y, sobre todo, el dominico Yves Congar, cuya obra Cristianos desunidos (1937) iba a
significar la primera reflexión teológica del hecho ecuménico por parte católica.
El Consejo ecuménico de las Iglesias (CEI), en inglés World Council of Churches —la expresión más
completa de los anhelos de unidad cristiana que existe hoy entre las Iglesias divididas— es, como
se ha dicho, el resultado de la fusión de los movimientos Vida y acción y Fe y constitución,
ocurrida en la Asamblea constituyente de la ciudad de Amsterdam, en agosto de 1948. Las 330
Iglesias que forman hoy día el CEI, representan a casi todas las tradiciones eclesiales, pertenecen a
casi todos los países del mundo y mantienen relaciones fraternas con muchas Iglesias que no
forman parte de él, como es el caso de la Iglesia católica. El CEI no pretende ser la Iglesia
universal, ni una super-Iglesia; es, sin embargo, un medio privilegiado para hacer cada vez más
visible la unidad dada ya en Cristo. Por eso es como una fase transitoria en el camino cristiano que
va de la desunión de las Iglesias a la comunión completa de la Iglesia. Existe una base doctrinal
que las Iglesias que deseen ser miembros del CEI deben suscribir. La actual redacciónquedó
definitivamente formulada en 1961: «El CEI es una asociación fraternal de Iglesias que creen en
nuestro Señor Jesucristo como Dios y Salvador según las Escrituras, y se esfuerzan en responder
conjuntamente a su vocación común para gloria de solo Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo». El CEI,
cuya sede central se halla en Ginebra, posee una organización compleja, que con el tiempo ha
venido simplificándose. Su tarea gira alrededor de cuatro unidades de trabajo: 1) Unidad y
renovación, dentro de la cual se halla la comisión de Fe y constitución, brazo teológico del CEI; 2)
Vida, educación y misión; 3) Justicia, paz y creación, y 4) Participación y servicio.
La Asamblea general es la autoridad máxima del CEI y el órgano legislativo; se reúne cada seis o
siete años en ciudades distintas y a ella acuden los delegados de las Iglesias miembros, con
derecho a voto, representando a todos los estamentos eclesiales: clérigos y laicos, hombres y
mujeres, jóvenes y adultos, miembros de Iglesias del primer y tercer mundo. Hasta ahora las
Asambleas celebradas han sido las de Amsterdam (1948), Evanston (1954), Nueva Delhi (1961),
Upsala (1968), Nairobi (1975), Vancouver (1983) y Canberra (1991). La Presidencia del CEI está
asegurada por seis presidentes —cargos honoríficos— y un secretario general que anima y
empuja realmente todas sus actividades. Estos son.los nombres que han desempeñado esta
máxima responsabilidad hasta hoy: W. A. Visser't Hooft, Carson Blake, Philip Potter, Emilio Castro
y Konrad Raiser.
2. MOMENTO ACTUAL DEL ECUMENISMO. No son un secreto para nadie las realizaciones
ecuménicas que, a todos los niveles, se han operado en los últimos cincuenta años. El trabajo
realizado por las Comisiones mixtas en el plano doctrinal, entre unas Iglesias y otras, ha sido
óptimo. Los encuentros a escalas más sencillas, como los grupos de oración, los encuentros
parroquiales, las lecturas y comentarios bíblicos interconfesionales entre comunidades vecinas.
Las liturgias comunes, tanto en monasterios como en centros ecuménicos, eran impensables hace
pocos decenios. Se han derrumbado infinidad de malentendidos y falsos clichés que unos
cristianos tenían de otros... Los herejes y cismáticos de antaño son hoy hermanos separados o
simplemente hermanos cristianos de otras Iglesias.
Por lo que respecta a la Iglesia católico-romana habrá que reconocer, sin embargo, que tras los
primeros años del posconcilio llenos de euforia —a veces algo ingenua, sin duda— han seguido
momentos de desánimo y dejadez, de rutina, habiéndose convertido aquel primer ecumenismo
audaz en un ecumenismo mucho más educado y cortés, más de buenas maneras que entregado a
la búsqueda valiente de pasos concretos hacia la unidad. Si es cierto que en el movimiento
ecuménico la paciencia es virtud fundamental —los desencuentros de siglos no pueden arreglarse
de la noche a la mañana— es también verdad que a veces el inmovilismo se reviste de aparente
paciencia.
Algunos de los problemas actuales que impiden una marcha más coherente del movimiento
ecuménico tienen relación con el llamado fenómeno del proselitismo, es decir, la búsqueda
desleal de nuevos adeptos venidos de otras comunidades eclesiales. El proselitismo es causa, por
ejemplo, de que las relaciones entre las Iglesias ortodoxas y muchas otras Iglesias cristianas de
tradición católica o protestante estén hoy día en punto muerto. Igualmente incide de manera muy
negativa en las relaciones ecuménicas el fuerte incremento que han tomado en los últimos años
algunas sectas fundamentalistas de tradición protestante, cuando se las confunde con las Iglesias
realmente protestantes. La aparición de ciertos Nuevos movimientos religiosos de carácter
sincretista, la Iglesia de la Unificación, o grupos de la Nueva Era, por ejemplo, son causa de
enorme confusión, entorpeciendo negativamente las relaciones amistosas entre las Iglesias.
Tomas de postura unilaterales de algunas Iglesias, como por ejemplo la validez de la ordenación
ministerial de la mujer en la comunión anglicana, incide de manera directa en las relaciones con
Roma y, sobre todo, con la ortodoxia oriental. Otros problemas internos a las mismas Iglesias,
pero que repercuten también en el diálogo con las otras comunidades, son los referentes a las
relaciones entre jerarquías y teólogos.
Si desde el punto de vista teórico es perfectamente conciliable el servicio de los obispos y el de los
teólogos, el problema se suscita en el ámbito de la aplicación concreta y de las interrelaciones
entre ambos servicios. Cuando los teólogos se hacen preguntas sobre los textos mismos del
magisterio, o elaboran una reflexión crítica sobre la oportunidad de ciertas tomas de postura
episcopales, o expresan su disentimiento de forma pública, las medidas tomadas a veces por la
jerarquía para vigilar la integridad del depósito revelado, aparecen en ambientes ecuménicos
como entorpecedoras de las relaciones ecuménicas. Por eso muchos procesos a teólogos ponen
en entredicho, a los ojos de las otras Iglesias, no sólo el tema de la libre investigación teológica,
sino la credibilidad de una Iglesia que ha apostado por la transparencia.
De ahí que el movimiento ecuménico gire alrededor de dos polos centrales: la unidad de la Iglesia
y la verdad de la revelación preservada en la Iglesia. Unidad y verdad que no pueden ni deben
sacrificarse una en aras de la otra.
Tras el hecho de las divisiones eclesiásticas, y con el convencimiento de que Jesús oró
ardientemente por la unidad de sus discípulos (In 17,21), a lo largo de la experiencia ecuménica se
han evidenciado algunas convicciones básicas respecto al tipo de unidad que deben buscar las
Iglesias. En primer lugar, dicha unidad debe tener una dimensión teológica, ya que debe constituir
una koinonía tan íntima como la que existe entre el Padre y el Hijo; debe tener también una
dimensión sacramental y de signo, significativamente visible «para que el mundo crea», y,
finalmente, una dimensión confesional, en el sentido de que la unidad querida por Cristo no puede
buscarse fuera o al margen de la Iglesia, sino en la Iglesia; de ahí la necesidad de la fidelidad
confesional, aunque con deseos de trascenderla para alcanzar de nuevo la única confesionalidad
de la Iglesia indivisa. Convicciones que manifiestan la idea central de que la unidad no se ha
perdido totalmente, ya que entre las Iglesias divididas existen signos visibles de unidad (LG 15; UR
20-23) y, consecuentemente, el movimiento ecuménico no puede pretender crear la unidad como
si ella fuera obra del hombre y no de Dios.
A partir de estas convicciones, los teólogos han reflexionado sobre posibles modelos de unidad.
Quizá uno de los que han recibido mayor aceptación sea el de diversidad reconciliada, concepto
que supone la aceptación de la propia identidad confesional por parte de cada Iglesia, rechazando
sin embargo el aislamiento actual y tratando de abrirse a las otras comunidades para llegar a la
plena comunión sin renunciar a su propia herencia. El concepto de diversidad reconciliada es
asumido en grandes áreas del protestantismo y especialmente en medios de la Federación
luterana mundial. Desde la Iglesia católico-romana —abandonada la idea del retorno a Roma
como la única posibilidad de reencontrar la unidad de la Iglesia indivisa— se prefiere hablar de
una eclesiología de comunión, en la que las diferentes Iglesias particulares, en comunión con la
sede romana, como heredera del servicio de Pedro, podrían manifestar al mundo la catolicidad,
sin abandonar la diversidad en la justa colegialidad de los obispos. El CEI, a través de sus
diferentes asambleas, ha analizado el concepto de unidad proponiendo algunos elementos clave:
debe ser unidad visible, vivida desde la realidad local (Nueva Delhi, 1961), según la categoría de
comunidad conciliar de Iglesias locales (Nairobi, 1975), unidad que sería sacramental (Lima, 1982)
y que estaría inmersa dentro del diálogo universal de culturas (Vancouver, 1983, y Canberra,
1991). Otras Iglesias han propuesto el modelo de unidad orgánica total, que consiste en la
desaparición de las comunidades eclesiales actualmente existentes y que deciden entrar en un
proceso de negociaciones para emerger todas ellas en una nueva Iglesia. Así, por ejemplo, la
Iglesia de la India del Sur o la Iglesia unida del Canadá son resultado de la fusión de diferentes
diócesis o Iglesias de distintas tradiciones, que dejaron de ser tales en un momento dado, para
formar estas nuevas Iglesias.
Se recordaba antes que el problema del ecumenismo es, en definitiva, el problema de la verdad.
Es cierto que antes de llegar al tema crucial de la verdad hay que transitar por los caminos previos
de la tolerancia, del respeto mutuo, del cese de estériles polémicas, del diálogo y de la acogida de
los otros; pero llega un momento en que la verdad aparece como la cuestión decisiva del
ecumenismo. Porque finalmente, si las Iglesias buscan vivir la comunión, es porque esa es la
voluntad de Dios para su Iglesia expresada en la revelación bíblica. Y ello no es cuestión trivial.
Pero no todo lo que se propone en las Iglesias es verdad divina. Es esta la que hay que preservar
de errores y distinguir de las tradiciones humanas, e inclusodel cuerpo doctrinal, por muy
venerable que sea, pero que nunca habría que identificar con la verdad revelada. Se trata, por
tanto, de precisar los límites de lo que se considera núcleo central de la fe —como tal
irrenunciable— y la construcción doctrinal en la que la fe aparece revestida. Deslindar esos límites
es parte del problema ecuménico. Este trabajo de clarificación entre la verdad de fe y su
enunciado debe ser realizado por teólogos y jerarquías de las Iglesias, distinguiendo sin
ambigüedades la propia fe de lo que es el sistema teológico que ha ayudado a generaciones a
transmitirla, y revisando —cuando parezca necesario— la validez de las viejas fórmulas en los
nuevos contextos histórico-culturales. Pero, además, es evidente que más allá de las expresiones y
lenguajes teológicos existen realmente complejos problemas de contenido que todavía hoy
dividen a las Iglesias. Precisamente ahí aparece con todo su realismo y seriedad la problemática
ecuménica de tipo doctrinal.
2. Los PROBLEMAS DOCTRINALES DEL EcuMENISMO. Todas las Iglesias, también la Iglesia católico-
romana, vienen manteniendo entre sí desde hace varios años diálogos oficiales de tipo teológico,
algunos de tipo bilateral (entre dos Iglesias), otros con carácter multilateral (entre varias
comunidades eclesiales). La Iglesia católica tiene establecidos ahora mismo diálogos doctrinales
con las siguientes Iglesias o comuniones eclesiales: Iglesias ortodoxas de tradición bizantina y
antiguas Iglesias orientales no calcedonianas; Comunión anglicana; Federación luterana mundial;
Alianza reformada mundial; Consejo metodista mundial; Iglesias de los discípulos de Cristo; y c on
algunas Iglesias de la Alianza bautista mundial y del Movimiento pentecostal. De carácter muy
peculiar es el diálogo que mantiene con el Consejo ecuménico de las Iglesias (CEI).
He aquí algunos de los problemas que todavía separan a las Iglesias y que s on objeto de los
diálogos interconfesionales: el concepto de Iglesia; el concepto y el ejercicio de los ministerios y
del ministerio de la unidad; el papel de María en la historia de la salvación, y el tema y la práctica
de la intercomunión. Se dejan al margen ciertos temas clásicos que en el pasado ocuparon la
atención de las polémicas: problema de la justificación de la fe, relaciones entre naturaleza y
gracia, definición del acto de fe y del pecado, posibilidad del conocimiento natural de Dios,
teología natural y revelación cristiana, Revelación, Biblia y Tradición, unicidad y centralidad de
Jesucristo en la salvación, etc. Temática que ha recibido en los últimos años aportaciones mucho
más matizadas que en el pasado y sobre la que se vislumbran consensos muy prometedores.
a) El concepto de Iglesia. La idea que los reformadores del siglo XVI propusieron de Iglesia resultó
extraña a la mayoría de los teólogos de su tiempo. Martín Lutero distinguió entre Iglesia invisible
(la verdadera) e Iglesia visible (llena de errores y falsa). Y a la hora de definirla se expresaba así:
existe Iglesia «allí donde la palabra se predica correctamente y donde los sacramentos se
administran rectamente». Aquella idea ha tenido lógicamente desarrollos posteriores: «El
conjunto de hombres y mujeres que se adhieren a la llamada de Dios para constituirse como
Pueblo por la obediencia». En esta concepción existe indiscutiblemente una prioridad de la acción
del Cristo glorioso, a través del Espíritu Santo que llama al fiel como en un acontecimiento actual y
vertical, y cuya acción acontece en la Iglesia local. La idea católica de Iglesia, por el contrario,
revalorizó siempre los elementos dados por el Cristo histórico y por los apóstoles desde los
orígenes. Pone énfasis no sólo en la acción salvífica, sino también en los medios de salvación, los
valores institucionales y estructurales que vienen dados desde el principio, es decir, la estructura
sacramental (sucesión apostólica, ministerios como sacramento).
Existe hoy un indiscutible acercamiento. Se está superando aquella visión protestante que sólo
veía el elemento salvífico que se daba en la Iglesia local en un momento determinado; pero se
está superando también aquella visión católica que parecía dar exclusiva preferencia al elemento
institucional, cuando se la concibió como Societas perfecta.
Por parte católica, tras el Concilio, hubo un desmarque a la hora de identificar la Iglesia católica
con la Iglesia de Cristo. No cabe la identificación total y exclusiva. Se buscó sustituir la fórmula
Ecclesia Catholica est Ecclesia Christi por Ecclesia Christi subsistit in Ecclesia Catholica (LG 8; UR 4;
DH 1-2). Además la Iglesia católica viene empleando una fórmula que habla de las Iglesias
hermanas, atribuida ciertamente a las Iglesias ortodoxas y en alguna ocasión a la Iglesia anglicana;
la pregunta es si llegará un día en que se aplique también a las Iglesias de la Reforma.
La dificultad para la Iglesia católica se formula así: ¿qué garantías tienen unos ministerios
eclesiales que no fueron instituidos desde el principio por la imposición de manos dentro de la
sucesión apostólica? Y las preguntas y cuestiones de unos a otros aparecen así formuladas: 1)
Respecto a los ministerios en general: ¿es ministerial toda la Iglesia o sólo una parte, es decir, la
que constituyen los diáconos, presbíteros y obispos? 2) Respecto a la identidad, la pregunta
inquiere sobre si el ministerio es algo constitutivo o algo funcional y regulativo, y si constituye —
en aquellos que tienen ordenación— un sacramento, o es el rito de ordenación un simple rito
venerable. Las Iglesias de tradición episcopal poseen el triple grado de diáconos, presbíteros y
obispos, pero ¿esto es de revelación bíblica o de derecho eclesiástico? Y cuando los ministros son
ordenados, ¿suposición es estar enfrente de la Comunidad o dentro de la Comunidad?
¿Representan a Cristo cabeza o representan a la comunidad delante de Dios? En los últimos años
se ha suscitado, además, el problema de la ordenación de la mujer, con una negativa rotunda
tanto por parte de la Iglesia católica como de las Iglesias ortodoxas. Es verdad que el Documento
de Lima (1982) sobre Bautismo-Eucaristía-Ministerio ha venido a suscitar nuevas esperanzas de
ver un día el reconocimiento mutuo de los ministerios con ordenación.
c) El problema del primado romano. La institución papal —creada para fomentar y mantener la
unidad— se convirtió con el tiempo en su mayor obstáculo, llegando a estar en medio de las
escisiones de Oriente y Occidente, en el centro de las divisiones del siglo XVI en la Europa cristiana
y en el inicio del nacimiento de la Iglesia vétero-católica, tras las definiciones del Vaticano I (1869-
1870) sobre la jurisdicción universal del primado romano y la infalibilidad de su magisterio
extraordinario. Para la Iglesia católica, sin embargo, es tema que afecta al núcleo de la fe católica.
Hoy ya no se plantea desde contexto polémico, sino desde la eclesiología de comunión, en el que
todo el episcopado mantiene relaciones colegiales, aunque uno, cuyas funciones no deben estar
en contraposición, está a la cabeza de ese colegio.
Para conocer en profundidad el tema y superar ciertas visiones del pasado han servido mucho las
investigaciones bíblicas sobre la figura de Pedro y las investigaciones históricas sobre el primitivo
cristianismo y el papel de instancia orientativa y última de que gozó entonces la Iglesia de Roma.
En una perspectiva ecuménica, debe rechazarse la lectura maximalista del Vaticano I, que hace
pensar como si todo lo que dice y habla el papa fuera ex cathedra. Por tanto, hay necesidád de
una paciente exégesis de las fórmulas, teniendo en cuenta la advertencia que el mismo Ratzinger,
presidente de la Congregación de la doctrina de la fe, dio hace años: «Roma no debe exigir a
Oriente una doctrina sobre el primado distinta a la formulada en el primer milenio...». Y el mismo
Juan Pablo II en la encíclica Ut unum sint ha pedido encarecidamente que las jerarquías y teólogos
de otras Iglesias le ayuden —en un diálogo sincero— a encontrar el mejor modo del ejercicio del
primado (UUS 95-96).
Hoy están ya elaborados textos ecuménicos muy prometedores respecto al tema del primado
romano: la Relación de Malta (1972), titulada El evangelio y la Iglesia, de la Comisión luterano-
católica internacional llega a decir: «El primado de jurisdicción debe ser un servicio a la
comunidad y vínculo de unidad». El Grupo teológico luterano-católico USA, en su texto sobre el
primado del papa (1974), daba tres principios que podrán esclarecer muchas cuestiones: la
necesidad de admitir en la Iglesia una legítima diversidad; el respeto que se debe a la colegialidad
de obispos e Iglesias particulares, y el principio de la subsidiaridad, que supondría el abandono
definitivo de posiciones centralistas. Por último, la Declaración de Windsor (1981), titulada La
autoridad en la Iglesia, de la Comisión anglicano-católica, ha llegado a afirmar: «La necesidad de
una primacía universal... que debe estar en Roma» (n. 9); «puede dejar de ser un obstáculo, dado
el desarrollo reciente...» (n. 14); pero «debe ejercerse en asociación colegiada..., ya que no es
poder, sino servicio» (n. 19).
d) El papel de María en la historia de la salvación. Este es uno de los temas más delicados en la
agenda ecuménica, debido a las diferentes sensibilidades cristianas. Existe en el tema mariológico
mucha más comunión entre ortodoxos y católicos que entre estos y los fieles de la Reforma.
Es tradicional el rechazo protestante ante las manifestaciones de la piedad y del culto mariano del
catolicismo. En el fondo, se hallan las dispares atmósferas espirituales: leyendas medievales,
santuarios marianos, apariciones y milagros, devociones y escapularios, excesos barrocos... Todo
lo cual constituye un mundo extraño a los fieles reformados. Se une a ello el escaso material
bíblico, los silencios significativos de los tres primeros siglos, las frágiles argumentaciones
escolásticas respecto a los privilegios marianos, la dificultad de mantener con nitidez el carácter
mediador único de Jesucristo y la proclamación de los dogmas de la Inmaculada Concepción
(1854) y la Asunción corporal (1950). Dos razones de base subyacen en el rechazo protestante a
las doctrinas conciliares sobre María: la posibilidad de elevar a categoría dogmática una doctrina
no bíblica, y el ejercicio del magisterio papal al margen del Concilio.
Existen, sin embargo, puntos de acercamiento. En ambientes cultos protestantes se reconoce que
en sus medios se ha infravalorado, a veces, a María, y se está iniciando una seriareflexión para
reencontrar el debido equilibrio. Cabría afirmar que, por parte protestante, la teología reformada
ha sido «una teología de reacción y falta de equilibrio» (Warren A. Quanbeck); incluso se ha
llegado a decir que los nombres de María y de Pedro en el protestantismo apenas han sido
musitados. Pero ello ha significado una «pérdida de realismo en cristología, y casi un menosprecio
de la humanidad de Cristo». El protestantismo debe confesar más abiertamente sin reparos a
María como Theotokos (madre de Dios), pues es evidente que María no significa ningún atentado
a la obra de Cristo, sino más bien garantía de la humanidad de Cristo. Y Edmund Schlink escribe en
1983: «María, la madre de Jesús, pertenece inseparablemente al mensaje de la venida de su Hijo
al mundo. En ninguna época puede la Iglesia silenciar ni olvidar a la madre terrena de Jesús. Con
todo derecho ha introducido la Iglesia el nombre de María en el credo y la recuerda en todo
tiempo como la elegida de Dios».
Por parte católica cabe distinguir dos fases, ubicadas entre la proclamación del dogma de la
Asunción de María (1950) y la celebración del Vaticano II (1962-1965). La primera se define por un
quizá desmedido interés en alcanzar nuevas definiciones de dogmas marianos (María
corredentora, María medianera de todas las gracias...). Eran momentos de euforia mariana. La
segunda busca un acercamiento mariano con mayor rigor bíblico, más sobriedad en el culto, lo
que para algunos, sin embargo, supone un empobrecimiento mariano. El Vaticano II dio el tono.
Se intentó buscar la verdadera perspectiva, esdecir, relacionar a María con Cristo y con la Iglesia,
no al margen y aparte de ellos. Una minoría de padres conciliares había pretendido –sin éxito–
promulgar un esquema sobre la Virgen con personalidad propia. Triunfó el buen sentido, y hoy
María constituye el capítulo octavo de la Lumen gentium.
Queda todavía un largo camino por recorrer. Oscar Cullmann, uno de los grandes teólogos
protestantes, pero que manifiesta simpatías con tesis católicas, expresa de manera muy correcta
lo que se piensa en tantos espacios evangélicos: «En cuanto al espinoso tema de la mariología,
que entorpece el diálogo entre católicos y protestantes, me ciño a preguntar: todos los dogmas
marianos, ¿pueden en serio ser considerados como un desarrollo de las afirmaciones contenidas
en el Nuevo Testamento y en las confesiones de fe de la Iglesia antigua sobre la concepción por el
Espíritu Santo y sobre el nacimiento virginal? J. Ratzinger afirma con insistencia, refiriéndose al
Vaticano II, que la mariología está anclada en la cristología y, además, que los cuatro dogmas
marianos tienen un fundamento bíblico que, según él, sería evidente. Sin embargo, el camino que,
con rodeos, conduce a contrapelo del dogma de la Asunción corporal de María a las afirmaciones
del Nuevo Testamento (y a las confesiones de fe de la Iglesia antigua), ¿no es, a pesar de todo,
demasiado largo para que lo consideremos como un desarrollo de estas afirmaciones? Un tan
gran distanciamiento, como en este caso, ¿no tiene su importancia?»1.
El hecho de que el tema de María esté presente en algunos de los diálogos bilaterales, así como la
afirmación de Juan Pablo II en su encíclica Redemptoris mater: «Hay que resolver discrepancias
considerables de doctrina... referentes al papel de María en la historia de la salvación» (RM 31),
indican, por una parte, que se reconocen los problemas existentes, pero en una perspectiva de
diálogo, y, por otra, que la figura de María, lejos de atentar a la mediación única de Jesucristo,
está siendo considerada cada vez más como un modelo de identificación para los cristianos, en
cuanto que ella fue la más fiel de los creyentes y el estímulo de todos aquellos que se ponen a la
escucha de la palabra de Dios.
e) La intercomunión. El no poder comulgar juntos en una misma eucaristía es, quizá, el signo más
visible de la división de los cristianos. Problema que afecta a los matrimonios mixtos, pero
también a muchos cristianos que desean hacer visible la unidad ya existente entre todos los
cristianos, y que se preguntan: ¿por qué no podemos comulgar juntos? Pero este problema refleja
problemas previos y subyacentes de tipo sacramental, eclesiológico, jurídico y de fe, que dificultan
la práctica normal de la comunión entre cristianos. Varios términos se emplean para designar el
problema: intercomunión, comunicatio in sacris, hospitalidad eucarística, etc.
Si se quiere entender la problemática que subyace en esta cuestión se debe recordar la doble
consideración que cabe hacer respecto a la eucaristía: 1) Por una parte, ella es expresión y
manifestación visible de la comunión eclesial. Manifiesta visiblemente la unión de todos aquellos
que celebran juntos el memorial de Jesucristo. Comulgar significa vivir juntos, tener un mismo
pensar, amar y esperar, trabajar por el Reino de manera unánime. Es culmen de la vida cristiana.
Por eso cuando no se comparte la misma fe eclesial —que es más que creencias sueltas y
numéricamente contables– difícilmente la eucaristía compartida puede ser expresión de
comunión eclesial. Comulgar juntos deja entonces de ser signo coherente de la fe eclesial. Ante
esta consideración, la intercomunión no debe ser practicada, porque no expresa visiblemente la
comunión eclesial, pues no existe en realidad. 2) Por otra parte, la eucaristía es medio y causa de
la gracia que anuncia. En este sentido, la intercomunión cabe como camino para recomponer la
comunión eclesial rota (UR 8).
Ante ese panorama de principios, las diferentes Iglesias cristianas tienen prácticas distintas, según
pongan el acento en uno u otro de los principios recordados. La ortodoxia y el catolicismo romano
acentuaron siempre el principio de la necesidad de la plena comunión en la fe para poder acceder
a la eucaristía. Esta posición se basa en el respeto a la verdad y a la coherencia de la fe. Cualquier
otra práctica debilita y banaliza la misma acción eucarística. El dolor sentido al no poder comulgar
juntos no fomenta un conformismo fácil, sino que es acicate de nuevos impulsos para superar las
divisiones2. Las Iglesias de la Reforma, al poner el acento en el bautismo que une radicalmente a
todos los cristianos, permiten más fácilmente la práctica de la intercomunión. En ellas es muy
frecuente la hospitalidad eucarística (admisión por parte de una Iglesia a los cristianos de otras
comunidades para acercarse a participar libremente en la propia celebración eucarística).
Los teólogos, de unas y otras Iglesias, justifican sus posiciones. Heinrich Fries (católico), por
ejemplo, invita a que la Cena del Señor no tenga por qué ser considerada exclusivamente como
signo y expresión de una unidad ya existente, pues cabe perfectamente la consideración de signo
que causa y acrecienta la misma unidad. Unidad de la Iglesia que nunca es una realidad monolítica
y acabada, sino que está bajo el signo de la provisionalidad y de lo no acabado de la reserva
escatológica, realidad abierta y viva y que puede describirse muy bien como don y como tar ea. Sin
embargo no es partidario de una intercomunión frecuente y una práctica generalizada, porque
equivaldría implícitamente a afirmar que la separación de las Iglesias carece de importancia
teológica.
El teólogo evangélico J. J. von Allmen propone una serie de condiciones para la credibilidad de la
intercomunión: «Teológicamente el triunfo sobre las divisiones no es la intercomunión (que pasa
por encima de la división cristiana que permanece), sino la comunión (que sella una división ya
superada, ya abandonada, por tanto). Por eso, a la hora de tomar decisiones concretas, el
problema se ve afectado por tantos factores no teológicos, que una solución teológicamente pura
es imposible, de modo que hay que considerar la intercomunión como una anomalía admisible»3.
He aquí las condiciones que expone von Allmen para la intercomunión: 1) No se la debe confundir
con la recuperación de la unidad; 2) es sólo una etapa de esa recuperación; 3) debe estar
autorizada, si es verdad que la comunión es un misterio en el que se es recibido; 4) una
intercomunión por propia cuenta y riesgo es más una satisfacción egoísta que un factor que
acelere la unidad; 5) debe ser resultado de algún consenso eucarístico, siquiera mínimo entre las
diferentes Iglesias que practican la intercomunión, y con las condiciones que permitan evitar
nuevos cismas y disensiones.
Por último, el teólogo dominico Yves Congar parte del principio de que «no puede haber
celebración eucarística al margen de la comunión en la fe», y que la victoria entre las divisiones no
consiste en la intercomunión, sino en la verdadera comunión. Pero Congar es sensible a la
problemática de muchas parejas que han formado matrimonios mixtos, y de muchos de nuestros
contemporáneos para los que la verdad se encuentra más en la línea de la experiencia de seriedad
vivencial que en reglas objetivas y definidas. Por ello llega a descubrir en estas transgresiones de
las reglas un sentido positivo, siempre que no sean producto de la ligereza o indiferencia, sino de
la necesidad espiritual.
Habiendo analizado el término ecumenismo y, sobre todo, la realidad eclesial que implica (la
búsqueda de la unidad querida por Cristo), varias cosas han quedado claras: en primer lugar, que
el ecumenismo es una gracia del Espíritu Santo. Lo afirma explícitamente el Vaticano II en su
decreto Unitatis redintegratio: Gracia que impulsa a todos los cristianos a anhelar la unión, a orar
por ella y a trabajar, preparando de mil modos y maneras, el don de la unidad que Cristo quiere
para su Iglesia (cf UR 1). En segúndo lugar, que en la tarea para llegar a la plenitud de la unidad los
cristianos se encuentran con numerosos problemas de tipo doctrinal, y también con dificultades
históricas, psicológicas y ambientales que se heredaron de siglos de desunión. Finalmente, parece
claro que las diferentes Iglesias cristianas, después de un cierto acercamiento y de participación
activa en el movimiento ecuménico, han ido adquiriendo una experiencia que debe traslucirse en
la vida de todo el pueblo de Dios.
La razón de ser de esta cuarta parte es precisamente ofrecer algunas pistas de tipo práctico para
que los fieles católicos, en su proceso de iniciación en la fe, en las celebraciones cristianas y en sus
compromisos apostólicos, se impregnen de la dimensión ecuménica que debe acompañar la fe y
la práctica de todo discípulo de Jesucristo. Por eso veremos en un primer momento la dimensión
ecuménica que se desprende de la catequesis y de la predicación evangélica; después, las pautas
que ofrece el Directorio ecuménico (1993), y, por último, cómo se podría enfocar en concreto la
catequesis dirigida a los niños, a los jóvenes y a los adultos, desde el punto de vistá ecuménico.
Para ello, el decreto Unitatis redintegratio, al hablar de los Principios católicos del ecumenismo,
propone tres factores que, de menos a más, contribuyen a que la dimensión ecuménica vaya
impregnando la vida de la Iglesia: en primer lugar, evitando caer en los errores acríticos del
pasado: «Intentos de eliminar palabras, juicios y actos que no sean conformes, según justicia y
verdad, a la condición de los hermanos separados» (UR 4b). En segundo lugar, promoviendo el
diálogo: «El diálogo, entablado entre peritos y técnicos en reuniones de cristianos de diversas
Iglesias o comunidades... (hace que) todos adquieran un conocimiento más auténtico y un aprecio
más justo de la doctrina y de la vida de ambas comuniones» (UR 4b). Y en tercer lugar,
fomentando el aprecio hacia los hermanos de otras Iglesias: «Es necesario que los católicos, con
gozo, reconozcan y aprecien en su valor los tesoros verdaderamente cristianos que, procedentes
del patrimonio común, se encuentran en nuestros hermanos separados» (UR 4h), ya que «todo lo
que obra el Espíritu Santo en los corazones de los hermanos separados puede conducir también a
nuestra edificación» (UR 4i).
Todo en la Iglesia católica posee una dimensión ecuménica que debe traslucirse en su vida.
También, lógicamente, su catequesis y su predicación del evangelio comparten aquellos aspectos
que tan explícitamente recuerda el Vaticano II. No cabe, pues, una catequesis que mantenga
palabras, juicios o actos en contra de la dignidad de los hermanos de otras Iglesias, que no
promueva el diálogo, o que no valore en su justa medida los tesoros cristianos y la obra del
Espíritu Santo que se encierra en las comunidades cristianas separadas de Roma.
2. LAS PAUTAS DEL «DIRECTORIO ECUMÉNICO» (1993). Para que la doctrina y las directrices
ecuménicas del Vaticano II puedan llegar a todo el pueblo de Dios, el Pontificio consejo para la
promoción de la unidad ha puesto al día recientemente el Directorio ecuménico para la aplicación
de los principios y normas sobre el ecumenismo (1993), que en su día publicase el Secretariado
romano para la unidad (1967-1970). De él se coligen algunas pautas que pueden ayudar tanto a la
catequesis específicamente católica, para la presentación de temas ecuménicos, como a la
colaboración ecuménica en el campo de la catequesis.
Una catequesis específicamente católica deberá tener en cuenta aquellos elementos del
Directorio ecuménico que inciden en la educación de la propia fe, en la celebración cristiana —
litúrgica o paralitúrgica— y en el compromiso apostólico de los fieles católicos.
b) Pero la catequesis no consiste únicamente en enseñar la doctrina, sino que es iniciación a toda
la vida cristiana. Por eso parte de la catequesis, desde la perspectiva ecuménica, debería
consagrarse a que en la iniciación a las celebraciones litúrgicas y paralitúrgicas se tenga en cuenta
todo lo referente a la comunión de vida y de actividad espiritual entre los bautizados, que
constituye el capítulo cuarto del Directorio ecuménico. Son varios los elementos que deberán
considerarse.
f) Una seria catequesis católica con dimensión ecuménica deberá tener en cuenta los complejos
aspectos del llamado matrimonio mixto referido al matrimonio entre una parte católica y
cualquier otra parte cristiana bautizada que no está en plena comunión con la Iglesia católica (DE
143-160).
De diversa índole serían otros tipos de colaboración ecuménica entre cristianos de distintas
Iglesias (trabajo común respecto a traducciones de la Biblia, elaboración de textos litúrgicos
comunes, colaboración en institutos de enseñanza superior, etc). En nuestro contexto es
especialmente interesante la colaboración en el campo de la catequesis. No se trataría ahora de la
dimensión ecuménica de la catequesis católica, sino de la colaboración ecuménica en el terreno
catequético. También el Directorio ecuménico aborda nuestro tema en los números 188, 189 y
190. Este tipo de colaboración se vislumbra sólo en circunstancias en que la enseñanza de la
religión se hace en común con miembros de religiones diferentes de la cristiana. Tres situaciones
completamente distintas que requieren tres acercamientos.
En el primero de los casos, la Iglesia reconoce que tal colaboración en el terreno de la catequesis
con otros cristianos «puede enriquecer su vida», pero «completando la catequesis normal que de
todos modos deben recibir los católicos». Y es que habrá de considerarse que, pese a que los
cristianos poseen muchos elementos comunes —y ese es el fundamento de tal colaboración—, la
comunión entre ellos todavía no es completa y perfecta. De ahí se sigue que, en el campo de la
catequesis, la colaboración ecuménica sólo puede ser limitada, pues «no se trata de buscar una
reducción al mínimo común» (DE 188). El otro caso contempla la situación que puede darse
cuando los Estados imponen una forma de enseñanza cristiana común a católicos y protestantes u
ortodoxos; en realidad no se trata ahorade una verdadera catequesis, aunque no se niega que tal
tipo de enseñanza posea valores ecuménicos incuestionables, a condición de que se resalten
suficiente y lealmente elementos del acervo común cristiano. En este caso habrá que asegurar a
los niños y jóvenes católicos una catequesis específicamente católica (DE 189). El último supuesto
implica una dificultad mayor. Ocurre cuando las leyes de educación de algunos países permiten la
enseñanza religiosa en las escuelas a alumnos de diferentes religiones. En ese caso deberá
hacerse un esfuerzo particular para asegurar que el mensaje cristiano se presente de manera que
se resalte la unidad de fe que ya existe entre los cristianos en temas fundamentales (DE 190).
3. CÓMO TRANSMITIR EN LA CATEQUESIS CONTENIDOS ECUMÉNICOS. Se trata, en este último
apartado, de sugerir algunas pautas en orden a transmitir, más allá de la dimensión ecuménica
que posee en sí la catequesis, algunos contenidos programáticos que ayuden al catequista a
emplear unas sesiones de la misma.
— Respecto a la catequesis con niños (10-13 años), podrían suscitarse tres temas, cuya explicación
deberá matizarse lo suficiente para que el niño no concluya con la idea de que es indiferente la
existencia de muchas Iglesias distintas sin comunión entre ellas: Tema 1: Jesús quiso una sola
Iglesia. Explicación de lo que significa unidad como característica de la Iglesia de Cristo, pese a la
diversidad de Iglesias extendidas por todo el mundo. La diversidad, cuando mantiene la
comunión, es una riqueza. Tema 2: Los cristianos no supieron mantener la unidad querida por
Cristo. Los pecados de los cristianos —ambición, orgullo, incomprensiones— hicieron que la
Iglesia de Jesús no mantuviese a la perfección aquella unidad que tuvo en los primeros tiempos.
No es bueno buscar culpables en una sola parte: todos tuvieron su parte de responsabilidad en las
divisiones eclesiales. El caso es que unos y otros, cuando estaban rompiendo la unidad, creían que
lo hacían por fidelidad a la voluntad de Cristo. Tema 3: Los cristianos deben orar y trabajar para
recuperar la unidad. Durante siglos, los cristianos, cada uno dentro de su Iglesia, no querían saber
nada de los otros. Llegaron a considerarse incluso enemigos. Se echaban mutuamente las culpas.
Hasta que llegó lo que se llama el ecumenismo: la gracia del Espíritu Santo que ha significado un
interés en todas las Iglesias para unirse en la comunión que Cristo quería. Para que llegue tal
unión, los cristianos necesitan: orar, perdonarse, conocerse unos a otros, respetarse y dialogar, en
orden a cumplir la voluntad de Cristo.
— Respecto a la catequesis con jóvenes (14-25 años). Se trataría de ofrecer una temática en la que
aparezcan, con un desarrollo mayor, los siguientes temas: Tema 1: La necesidad de vivir en un
mundo de tolerancia y respeto a las opiniones ajenas. La sociedad occidental presenta como uno
de sus logros más preciados el respeto a la persona y la tolerancia con sus ideas, aunque no las
acepten personalmente. Esta nueva situación significa el destierro para siempre de la intolerancia,
el fanatismo y el exclusivismo. Tres peligros que, con frecuencia, aparecieron también entre los
cristianos cuando setrataba de juzgar a los otros cristianos. Tema 2: Razones del ecumenismo.
Explicación del movimiento ecuménico. Cuándo nace, quiénes son sus impulsores. Cómo la Iglesia
católica, a través de Juan XXIII y del Vaticano II, se ha introducido en dicho movimiento, el cual
abarca varias dimensiones: ecumenismo espiritual, ecumenismo pastoral y ecumenismo doctrinal.
Cómo todos los cristianos están llamados a participar en acciones ecuménicas. Tema 3: La Iglesia
católica: su participación en el movimiento ecuménico. Las dimensiones o notas de la Iglesia: una,
santa, católica y apostólica. La Iglesia una, y las Iglesias diversas. ¿Podrá alcanzarse históricamente
la unidad en la fe, en el culto, en la vida y misión? ¿Cuáles son hoy los diálogos teológicos que
mantiene la Iglesia católica con las otras Iglesias? ¿Cómo podrían participar en acciones
ecuménicas los cristianos de a pie, tanto a niveles parroquiales y diocesanos como a niveles
interdiocesanos?
— Respecto a la catequesis con adultos. Los temas ecuménicos de la catequesis dirigida a los
adultos deberían ser los mismos de la catequesis con jóvenes, pero profundizando en sus
contenidos y explicaciones. Además se incorporarían dos nuevos temas: Tema 4: Problemas
teológicos que todavía impiden la comunión plena entre las Iglesias cristianas. Tema 5: Ideas
principales de dos grandes textos ecuménicos de la Iglesia católica: decreto conciliar Unitatis
redintegratio y encíclica Ut unum sint, de Juan Pablo II.
NOTAS: 1. O. CULLMANN, L'Unité par la diversité, Cerf, París 1986, 35-36. – 2. La posición oficial de la Iglesia católica se halla en
el Directorio ecuménico para la aplicación de los principios y normas para el ecumenismo (1993), cap. IV, nn. 122-128 (con las
Iglesias orientales), y 129-136 (con las otras Iglesias y comunidades eclesiales). – 3. J. J. VON ALLMEN, Condiciones para una
intercomunión admisible, Concilium 44 (1969) 9-16.
Juan Bosch Navarro
EDUCACIÓN CATÓLICA
SUMARIO: I. Varios sentidos del término. II. El pensamiento de la Iglesia sobre educación: 1.
Caracteres de toda educación; 2. El derecho a la educación; 3. El derecho al pluralismo educativo.
III. Los ámbitos de la educación católica: 1. La educación familiar; 2. La escuela católica; 3. La
catequesis de la comunidad cristiana. IV. Dimensiones de la educación católica. V. Algunos
desafíos a la educación católica: 1. El mundo de los pobres y marginados; 2. La cultura
posmodema y sus caracteres; 3. La increencia y la indiferencia religiosas; 4. La ecología y la
promoción de la vida; 5. El pluralismo sociocultural y religioso.
El término educación católica es susceptible de ser interpretado según diversos significados. Así,
podemos entender como educación católica, ya el pensamiento o la doctrina de la Iglesia católica
acerca de la educación, ya las instituciones educativas de la Iglesia. Pero también podemos
referirnos a la educación católica como a la actividad que realiza la Iglesia para formar a sus
propios fieles: en este caso habría que distinguir entre la educación como proceso de iniciación en
la fe o catequesis y la educación cristiana entendida como proceso educativo global a partir de
una visión cristiana de la persona y del mundo. Especial significación adquieren en este campo los
centros superiores de educación y de enseñanza de la Iglesia en los cuales se pretende, por una
parte, la investigación y la divulgación del mensaje de la fe y, por otra, lá búsqueda de la verdad
de las ciencias y de la cultura. Finalmente podemos entender también como educación católica
aquel tipo de acción pedagógica que es realizado por la Iglesia en ámbitos no escolares o
académicos; en este caso se puede hablar de una educación católica realizada a través de los
medios de comunicación social, a través de la acción de los educadores de calle o, finalmente, a
través de obras específicas en los campos de la marginación, de la promoción sociocultural...
La vinculación de la Iglesia a la educación es una realidad que nace casi con los orígenes de la
propia Iglesia. En efecto, ya desde los primeros siglos la Iglesia establece un período de educación
en la fe —el catecumenado—, cuya misión consistía en provocar un cambio radical de la persona y
en convertirla a una realidad nueva y, por lo mismo, en una realidad nueva. Desde entonces la
relación entre Iglesia y educación ha sido una constante que ha tenido su expresión en una triple
vertiente: 1) su teología de la educación, es decir, su doctrina educativa acerca de lo que es y de lo
que debe ser la persona; 2) su praxis educativa propia, es decir, el proceso educador de la fe, ya
en el seno familiar, ya en la comunidad de fe, y, finalmente, 3) sus instituciones educativas, que
pretenden educar a la persona entera, en un proceso en el que se unen los saberes, la cultura y la
fe.
Ante todo, la Iglesia católica expresa el pensamiento sobre lo que debe ser la educación, como
derecho fundamental de la persona humana: «todos los hombres, de cualquier raza, condición y
edad, por poseer la dignidad de persona, tienen derecho inalienable a una educación que
responda al propio fin...» (GE 1). Educación que, para ser verdadera, ha de proponerse la
formación integral de la persona, de manera que cada niño, adolescente o joven desarrolle
«armónicamente sus condiciones físicas, morales e intelectuales» (GE 1).
Además de gozar de la libertad de elección de centros educativos, los padres católicos tienen el
deber de confiar la educación de sus hijos a las escuelas en las que se imparte una educación
católica; pero si esto no fuera posible, «tienen la obligación de procurar que, fuera de las escuelas,
se organice la debida educación católica» (CIC 798). De modo parecido, aunque con ciertos
matices, es retomada esta idea del Código por el Catecismo de la Iglesia católica al afirmar: «los
padres, como primeros responsables de la educación de sus hijos, tienen el derecho de elegir para
ellos una escuela que corresponda a sus propias convicciones (cf GE 6). Los poderes públicos
tienen el deber de garantizar este derecho de los padres y de asegurar las condiciones reales de su
ejercicio» (CCE 2229).
Pero la educación católica que ha de ejercer la familia es propia e irrenunciable (cf CCE 2221). Por
eso, aunque confíe sus hijos a la comunidad parroquial o a la escuela católica, el hogar debe seguir
siendo ámbito permanente de educación, especialmente en los años difíciles de la adolescencia y
de la juventud (cf CCE 2226).
2. LA ESCUELA CATÓLICA. Pero la educación católica tiene, además, otro ámbito de expresión y de
realización, que llamamos escuela católica o escuela cristiana; es esta un ámbito en el que se
manifiesta sobre todo «la presencia de la Iglesia en la tarea de la enseñanza» (GE 8).
Ya hemos hecho alusión a la constante reivindicación, por parte de la Iglesia, del derecho al
pluralismo escolar. El interés de la Iglesia por la escuela católica es equivalente al interés por una
forma de educación que jamás abandonó. Y esa forma de ejercer la educación católica, aunque
vinculada a la familia y a la comunidad parroquial, presenta unos caracteres que la tornan
diferente de la educación familiar o parroquial.
b) Como en la familia, la educación católica que proporciona la escuela está íntimamente unida al
único proceso de maduración de la personalidad del niño y del adolescente, y es a través de ese
proceso, vivido día a día, como se logra unir la educación humana con la educación de la fe, de
modo que ambas realidades se unan en un solo proceso educativo.
c) Pero la escuela católica presenta otros rasgos que la hacen una institución educativa singular y
única: en ella se realiza la unidad, la integración y el diálogo entre la cultura y la fe cristiana. En
este aspecto «la escuela católica encuentra su verdadera justificación en la misión misma de la
Iglesia; se basa en un proyecto educativo en el que se funden armónicamente fe, cultura y vida...»
(DRE 34). Esta integración entre cultura y fe es una tarea que la Iglesia reclama en el mundo de la
educación y con la que pretende responder a uno de los mayores retos de nuestro tiempo: «la
ruptura entre el evangelio y la cultura es el drama de nuestro tiempo», afirmó Pablo VI (EN 20); y
Juan Pablo II reclama la aproximación entre la fe y la razón como una de las exigencias de la nueva
evangelización (cf FR 103). Dicha integración o diálogo se realiza en el conjunto de la educación
católica que proporciona la escuela, pero especialmente a través de la enseñanza religiosa.
3. LA CATEQUESIS DE LA COMUNIDAD CRISTIANA. Podemos entender también la catequesis como
una expresión de la educación católica, aunque en el lenguaje habitual se establezca diferencia
entre la catequesis de la comunidad y la educación llevada a cabo en otras instituciones eclesiales.
Pero en la catequesis, la Iglesia lleva a cabo la educación de la fe de los creyentes a través de un
proceso, que consiste fundamentalmente en una iniciación —en el conocimiento de Cristo y de la
historia de la salvación, en la vida evangélica, en la experiencia cristiana y en la celebración
litúrgica y en el compromiso apostólico2—y que tiende a la incorporación de los fieles a la vida de
la comunidad eclesial.
a) Un solo proceso que integra lo humano y la fe. La educación católica asume la dimensión
humana de la persona y el desarrollo de la personalidad como elemento fundamental. La
educación católica parte de la naturaleza humana y pretende el desarrollo integral de la persona.
Objetivos prioritarios son, por tanto, el desarrollo de las capacidades humanas, la educación de
actitudes y de experiencias humanas fundamentales y la propuesta de valores que posibiliten la
madurez personal y el desarrollo de la opción fundamental del alumno (cf GE 1).
b) Una educación cristocéntrica. La educación católica tiene su centro y su raíz en Cristo, Hijo de
Dios y hermano de los hombres, en su persona, en su mensaje y en su misterio salvador, y hace de
los valores evangélicos la norma fundamental de su proceso educador. Una educación es católica
«porque los principios evangélicos se convierten para ella en normas educativas, motivaciones
interiores y al mismo tiempo metas finales» (EC 34).
El objetivo de toda educación cristiana es «alcanzar la madurez cristiana» y «llegar a ser adultos
en Cristo», pues «él revela y promueve el sentido nuevo de la existencia y la transforma,
capacitando al hombre a vivir de manera divina, es decir, a pensar, querer y actuar según el
evangelio, haciendo de las bienaventuranzas la norma de su vida» (EC 34). En este texto se
destacan tres dimensiones esenciales del ser humano pensar, querer y actuar—, que son
expresión de la realidad cognoscitiva, afectiva y volitiva/activa de la persona, y que muestran la
totalidad del ser humano, arraigado en la persona de Cristo e influido por su mensaje salvador. De
ahí que todo proyecto educativo católico haya de «promover al hombre integral, porque en
Cristo, el hombre perfecto, todos los valores humanos encuentran su plena realización» (EC 35).
d) Conocimiento integral de las realidades de la fe. La educación católica trata de introducir a los
educandos en la realidad nueva de la historia de la salvación y en el misterio de Dios. Otra de sus
características será la de promover el conocimiento y la vivencia de la realidad religiosa,
profundamente arraigada en la intimidad de la persona, pero explicitada en la revelación de Dios a
través de la historia de la salvación. Esta dimensión exige una educación que fomente el
conocimiento de las verdades de la fe, del saber integral de la fe, a partir de la formulación de la
Iglesia. En este sentido, la educación católica promoverá el conocimiento orgánico del hecho y del
mensaje cristianos y de la vida y el mensaje cristianos (cf DRE 74ss., 82ss). Esta dimensión
cognoscitiva no significa una educación que fomente sólo el conocimiento de las verdades de la fe
cristiana, ya que esta es una fe histórica, fundada en hechos de salvación que afectan a la persona
entera del creyente.
Este conocimiento y esta capacidad crítica, educados desde la fe, han de mover a los educandos
creyentes a comprometerse en las realidades humanas, a promover los valores fundamentales del
Reino —ya que «amor, justicia, libertad y paz son el santo y seña cristiano de la nueva
humanidad» (DRE 89)— y a luchar por la emergencia y la consolidación de una sociedad nueva,
alternativa. Realidad nueva que habrá de superar los obstáculos del mal, del pecado, radique este
en el corazón del hombre o arraigue en las estructuras de pecado de la sociedad.
La educación católica ha sido, en ocasiones, criticada por su carácter más o menos cerrado, por
ofrecer una cosmovisión demasiado centrada en las verdades y en los dogmas católicos,
restringida a su mundo eclesial o eclesiástico y poco dada a la confrontación y al diálogo con las
realidades del mundo secular. Los caracteres anteriormente expuestos muestran que una
educación católica ha de estar encarnada en la realidad social y ha de preparar para vivir
intensamente, desde la fe católica, un compromiso con ella. Y esa encarnación en la realidad
mundana no ha de limitarse sólo al presente, sino que ha de mirar también al futuro, ya presente
en alguna medida. Por tanto, parece necesario que la educación católica tenga en cuenta algunos
factores nuevos que, presentes ya en la realidad social, actúan a modo de retos o desafíos para
todo creyente; con la Iglesia, el creyente «prestará atención especial a los desafíos que la cultura
lanza a la fe» (DRE 52). ¿Cuáles son algunos de esos desafíos y cómo educar para responder a
ellos?
En este sentido, las instituciones educativas católicas, fieles a su vocación evangélica, han de
atender en primer lugar «a aquellos que están desprovistos de los bienes de fortuna, a los que se
ven privados de la ayuda y del afecto de la familia, o que están lejos del don de la fe» (GE 9). Y
esto porque, «dado que la educación es un medio eficaz de promoción social y económica para el
individuo, si la escuela católica la impartiera exclusiva o preferentemente a elementos de una
clase social ya privilegiada, contribuiría a robustecerla en una posición de ventaja sobre la otra,
fomentando así un orden social injusto» (EC 58). La educación católica no puede evitar una toma
de contacto con esta realidad de injusticia, ni puede soslayar una concienciación realista y
arriesgada con respecto a la injusticia y sus causas, ni puede descuidar una respuesta educativa
que sea signo de un compromiso en favor de los pobres y marginados.
Dicha indiferencia religiosa llega a afectar de alguna manera a los bautizados, a los alumnos
católicos, sujetos de un catolicismo sociológico, «portadores de las impresiones recibidas de la
civilización de las comunicaciones, alguno de los cuales demuestra quizá, indiferencia e
insensibilidad». La educación católica deberá educar el sentido de comprensión de esta
indiferencia religiosa, ajena y propia, aceptando a los alumnos como son, y explicándoles «que la
duda y la indiferencia son fenómenos comunes y comprensibles» (DRE 71); pero, a su vez,
invitándoles «a buscar y descubrir juntos el mensaje evangélico, fuente de gozo y serenidad» (DRE
71). Sólo desde un entusiasmo renovado en la educación del sentido de lo religioso y de la fe se
podrá superar la falta de religión y contribuir a «destruir el muro de la indiferencia» (DRE 23).
Pues bien, la educación católica deberá asumir estos hechos sociales y, lejos de querer fortalecer
la fe de los creyentes desde posturas más o menos cerradas, deberá iniciar en el diálogo entre las
diversas culturas, entre la fe y la razón; deberá favorecer una educación multicultural, desarrollar
el sentimiento y el compromiso ecuménicos y, desde una comprensión y vivencia profundas de la
propia fe, iniciar también en el diálogo interreligioso.
NOTAS: 1. COMISIÓN EPISCOPAL DE ENSEÑANZA Y CATEQUESIS, Documentos colectivos del episcopado español sobre formación
religiosa y educación, 1969-1980, Edice, Madrid 1981, 383. — 2 CC 83-92.
BIBL.: CONCILIO VATICANO II, Declaración Gravissimum educationis momentum, Roma 1965; CONGREGACIÓN PARA LA
EDUCACIÓN CATÓLICA, La escuela católica, Roma 1977; El laico católico, testigo de la fe en la escuela, Roma 1982; Dimensión
religiosa de la educación en la escuela católica, Roma 1988.
SUMARIO: I. Educación en la fe: 1. Delimitar el sentido de educación; 2. Educación «de la fe». II.
Ministerio de la Palabra: 1. El ministerio de la Palabra en la educación de la fe; 2. Funciones del
ministerio de la Palabra.
I. Educación en la fe
La comunidad cristiana coincide con muchos otros grupos humanos al emplear el término
educación. La pregunta que aquí nos interesa, en primer lugar, es: ¿qué es lo que añaden,
modifican o especifican los términos en la fe que acompañan la educación? En segundo lugar nos
interesa ver cómo la educación en la fe se interrelaciona con el ministerio de la Palabra.
La educación, sin más términos añadidos, es una relación que se establece entre dos partes; a
estas las llamaremos educando y educador. Pero estos términos son imperfectos. No se trata de
decir que el educador actúa sobre el educando para que este llegue a una meta. El educando es
también educador de su educador, actúa sobre el educador cuando este trata de educarlo.
Cuando escuchamos relatos de evangelizadores, de misioneros, de catequistas que, movidos por
el Espíritu, salieron a esparcir la semilla del evangelio, es frecuente la confesión de haber sido ellos
evangelizados por aquellos a los que fueron a evangelizar. En la misma línea, muchos educadores
afirman haber recibido no pocas influencias de los destinatarios a los que se dedicaron.
La educación tiende a que la totalidad de la persona llegue a ser la persona que está llamada a ser,
a través de la relación o encuentro con otra (u otras) persona(s). En principio se supone que estas
dos personas son dinámicas (pueden recibir y dar) y una de ellas posee un potencial de
experiencia de vida y de saber asimilado capaz de provocar en la otra persona un proceso de
construcción de aquello que tiene capacidad de llegar a ser. Parte integrante de este proceso es la
influencia que ejercerá sobre su interlocutor.
Colaborar en la tarea de que el otro sea lo que puede ser implica, por parte del educador, una
confianza en el otro, en las fuerzas que posee dentro de sí para alcanzar y desarrollar las
potencialidades que hay en él; presupone, también, el deseo de que el otro sea él mismo, sin
compararlo con nadie; finalmente, la acción educativa no será jamás horma que doblegue a la
fuerza, sino acción que deje protagonismo a la persona para que se autorrealice.
La educación, vista así, es una relación de presencia que estimula a que el otro despliegue la
riqueza de su propia realidad desde la relación, la confianza y la objetividad. La presencia de otro
no economiza el protagonismo del educando, más bien estimula a tomar en serio y a activar lo
que hay de posible en su ser.
«Dios, después de haber hablado muchas veces y en diversas formas a nuestros padres por medio
de los profetas, ahora, en estos días, que son los últimos, nos ha hablado por el Hijo» (Heb 1,1-2).
Dios se acerca al hombre. El hombre responde (cf IC 9). Esta respuesta del hombre al Dios que se
revela en el Hijo es la fe. «Cuando Dios se revela, el hombre tiene que someterse con la fe. Por la
fe, el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece el homenaje total de su
entendimiento y voluntad, asistiendo libremente a lo que Dios revela» (DV 5). La naturaleza de la
revelación misma, que sobrepasa al hombre, que adviene por pura gratuidad de Dios, es la que
conforma la naturaleza de la respuesta, es decir, de la fe. Esta participa y parte de la naturaleza de
la llamada, que es acción divina. Dicho de otro modo, es posible la respuesta de fe a una iniciativa
totalmente libre de Dios, porque la llamada ya capacita la respuesta. La fe es impensable e
inseparable del don de Dios, que se revela, y del acto de libertad del hombre, que responde. «Para
dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el
auxilio del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y
concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad» (DV 5).
En el acto de fe hay que destacar: el conocimiento de la realidad revelada (creer en Dios, que se
revela en Cristo: fides quae creditur), obediencia confiada y encuentro personal con Dios (creer a
Dios, fides qua creditur), aceptación de la salvación definitiva en la visión de Dios (participación en
la vida gloriosa de Cristo), Cristo como fundamento de la fe1.
Este ámbito de la libertad es intocable. Una concreción ordinaria de la llamada de Dios son
precisamente las intervenciones humanas que posibilitan la escucha y la apertura al Dios que
llama y espera respuesta del hombre en su situación histórica. De este modo la misma educación
de la fe es ya don. «La fe reconoce la grandeza de la educación: el hecho de que, liberando la
capacidad del hombre y haciendo transparentes los signos de salvación, libera y sostiene la
capacidad de respuesta responsable y madura a Dios»3.
La acción catequética tiene que ser contemplada dentro de un marco más amplio: el marco de la
evangelización. La Iglesia existe para evangelizar (EN 14). «El mandato misionero de Jesús
comporta varios aspectos íntimamente unidos entre sí: "anunciad" (Mc 16,15), "haced discípulos y
enseñad" (cf Mt 28,19-20), "sed mis testigos" (cf He 1,8), "bautizad" (cf Mt 28,19), "haced esto en
memoria mía" (Lc 22,19), "amaos unos a otros" (Jn 15,12). Anuncio, testimonio, enseñanza,
sacramentos, amor al prójimo, hacer discípulos: todos estos aspectos son vías y medios para la
transmisión del único evangelio y constituyen los elementos de la evangelización» (DGC 46; cf IC
1-2).
II. Ministerio de la Palabra
Pero Dios pronunció una palabra final: «Jesucristo, con su presencia y manifestación, con sus
palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, y con el
envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación» (DV 4). Esta revelación de Dios
está destinada a toda la humanidad: Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al
conocimiento de la verdad» (lTim 2,4).
Este designio divino de salvación se realiza a través de la Iglesia, por medio del Espíritu que
fecunda constantemente la Iglesia en la vivencia del evangelio.
Cuando la Iglesia actualiza su misión, en cualquiera de sus formas, lo hace con gestos y palabras
humanas. Pero estos gestos y estas palabras humanas hacen continuamente referencia a los
gestos y palabras de Dios que la Sagrada Escritura nos ofrece y que el Espíritu mantiene vivos.
Quien se pregunte: ¿por qué la Iglesia hace lo que hace y dice lo que dice?, encontrará respuesta
en la palabra de Dios, que ha sido pronunciada por iniciativa de Dios para que toda persona la
comprenda y la acoja. La revelación no es acogida de Dios sin modificación de la existencia
personal. La palabra de Dios, que la Iglesia proclama para que pueda ser respuesta de fe libre y
personal, exige también una comprensión nueva de la propia existencia humana. No es posible
aceptar a Dios que se revela sin aceptar una manera nueva de existir como persona. Y esto,
porque la palabra definitiva pronunciada por Dios se encarna en Jesús de Nazaret, Dios verdadero
y hombre perfecto. La escucha de la palabra de Dios actúa sobre la persona educándola
integralmente y abriéndola, así, a un diálogo más personal con Dios.
2. FUNCIONES DEL MINISTERIO DE LA PALABRA. Siguiendo el Directorio (DGC 51), las principales
funciones del ministerio de la Palabra son:
a) La convocatoria y llamada a la fe. Esta función se realiza principalmente a través del testimonio
y del primer anuncio o predicación misionera que la Iglesia lleva a cabo entre personas que no han
oído hablar del evangelio y personas para quienes el evangelio no es referencia y norma de vida.
Hoy, en el entorno de las viejas cristiandades, es uná de las funciones que exige atención cuidada
y empeño renovado. Acostumbrados a proclamar la palabra de Dios desde la catequesis y la
liturgia, el momento presente pide uná atención especial a la convocatoria y llamada a la fe.
c) La función de educación permanente de la fe. Cada vez con más claridad, la Iglesia ofrece a los
creyentes momentos de educación en la fe, de acuerdo con las etapas vitales que atraviesa, o las
circunstancias más determinantes que jalonan la vida de la persona humana, desde el nacimiento
hasta la muerte, pasando por la alegría, la enfermedad, las crisis, los acontecimientos imprevistos
que hacen tambalear la existencia, etc. En unas ocasiones se trata de algo sistemático; en otras,
de acciones puntuales y ocasionales. Pero el objetivo es siempre el mismo: vislumbrar la acción de
Dios en la historia y en la vida personal como presencia salvadora. Se enmarca esta educación
permanente de la fe en un contexto amplio, en el que la persona se concibe no hecha para
siempre y terminada en un punto. El dinamismo humano comienza en el nacimiento y llega hasta
el instante final de la persona (cf IC 21).
d) La función litúrgica. La palabra de Dios tiene una presencia central en la celebración litúrgica. La
celebración de los sacramentos es uno de los elementos de educación de la fe más destacados,
tanto por la proclamación de la Palabra, explicada en la homilía, cuanto por los ritos mismos que
forman parte de la celebración. Hay que reconocer que muchos creyentes hoy unen la
participación en los sacramentos (especialmente la eucaristía) a la homilía. Una homilía que no da
razones para vivir ni para entenderse en el misterio de Dios es poco interesante y no merece la
pena ni el sacramento donde tiene lugar. A lo largo del año, la liturgia ofrece al creyente la
posibilidad de revivir el misterio de salvación de Dios en Jesucristo y de acoger los principales
pasajes de la palabra de Dios. Una educación de la fe que prescinda de la celebración litúrgica
estará siempre empobrecida.
e) La función teológica. Son muchos los gérmenes de esperanza que están surgiendo en medio de
la Iglesia a este respecto. Se va extendiendo la necesidad del estudio de la palabra de Dios, desde
la profundidad y sistematicidad propias de la ciencia teológica.
ENCARNACIÓN
SUMARIO: I. Mensaje sobre la encarnación del Hijo de Dios: 1. Origen de la fe en Jesucristo; 2.
Jesucristo, Hijo de Dios y hermano nuestro; 3. Semejante en todo a nosotros, excepto en el
pecado; 4. Cristo, revelación del hombre nuevo. II. Presentación catequética de la encarnación: 1.
¿Qué es presentar catequéticamente a Jesucristo, Dios encamado?; 2. Luces de la pedagogía de
Dios sobre la catequesis de la encarnación. III. Catequesis de la encarnación en las distintas
etapas: 1. En la etapa adulta (30-65 años); 2. En la etapa de la infancia (0-5 años) y de la niñez (6-
11 años); 3. En la etapa de la adolescencia (12-18 años) y de la juventud (19-29 años); 4. En la
etapa de los mayores (65 años en adelante). A modo de conclusión: tres acentos transversales.
La palabra encarnación (del latín incarnatio) es la traducción del término griego sárkosis, término
utilizado por primera vez, al parecer, por san Ireneo (Adv. Haer. III, 19, 2), que significa para la
Iglesia «el hecho de que el Hijo de Dios haya asumido una naturaleza humana para llevar a cabo
por ella nuestra salvación» (CCE 461). Así confiesa la comunidad cristiana: en Jesús de Nazaret el
Hijo de Dios se ha hecho hombre por nuestra salvación. Dicho en términos más teológicos, «Dios
se ha afirmado y comunicado a sí mismo definitiva e incondicionalmente en la historia de Jesús»
(W. Kasper). ¿Cómo ha nacido esta fe?
b) Jesús, distinto del Padre. Jesús jamás es confundido con Yavé, el Dios de Israel. Las fuentes
cristianas lo describen como un hombre distinto de ese Dios a quien Jesús llama Padre (Mc 14,36),
a quien ora con confianza (Mc 1,35; Lc 5,16), a quien obedece hasta la muerte (Mc 14,36) y en
cuyas manos abandona su vida al dar el último aliento (Lc 23,46).
2. JESUCRISTO, Huo DE DIOS y HERMANO NUESTRO. Toda la cristología no es sino el esfuerzo por
expresar, con diferentes lenguajes y fórmulas, este misterio central de la fe cristiana: en Jesucristo
está Dios compartiendo nuestra condición humana (Jn 1,14) y reconciliando al mundo consigo
(2Cor 5,19).
El concilio de Calcedonia (año 451), cuya doctrina es la conclusión de todos los esfuerzos
anteriores, se ha constituido en punto de partida que ha de orientar la reflexión posterior. Lo
esencial de la cristología de Calcedonia se puede resumir así: No se ha de suprimir en Jesús su
condición divina, pues es «consustancial con el Padre según la divinidad», ni su condición
plenamente humana, pues «es consustancial con nosotros según la humanidad, en todo
semejante a nosotros excepto en el pecado». Sin embargo, esta dualidad de naturaleza ha de ser
entendida de tal manera que no se destruya en Jesucristo su unión hipostática o personal, pues
«se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión,
sin cambio, sin división, sin separación» (Symbolum chalcedonense, DS 301-302; cf CCE 467).
La catequesis ha venido marcada casi exclusivamente por esta cristología de Calcedonia, con sus
aspectos positivos y también con sus riesgos. Nuestra tarea hoy ha de ser confesar esta misma fe
con fidelidad, pero tratando de anunciarla de forma significativa al hombre de nuestros días.
f) Palabra encarnada de Dios. Encarnado en Cristo, Dios nos habla desde este hombre de manera
tan directa e inmediata, que a Jesús no lo podemos considerar como un profeta o un enviado más
de Dios. Lo que en él escuchamos no es una palabra más. Jesús mismo es la Palabra de Dios hecha
carne (cf Jn 1,14). Dios, que había hablado de muchas maneras en el pasado a través de los
profetas, ahora «nos ha hablado por el Hijo» (Heb 1,1-2). Como dice san Juan de la Cruz, «en
darnos, como nos dio, a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló
junto y de una vez en esta sola Palabra y no tiene más que hablar» (Subida del Monte Carmelo II,
22, 3). Por eso, «toda la vida de Cristo es revelación del Padre: sus palabras y sus obras, sus
silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de hablar. Jesús puede decir: "Quien me ve a mí,
ve al Padre" (Jn 14,9), y el Padre: "Este es mi Hijo amado; escuchadle" (Lc 9,35)» (CCE 516).
La catequesis ha de mostrar al Hijo de Dios viviendo nuestra experiencia humana hasta el fondo, y
deteniéndose sólo ante lo imposible. Al esclarecer los límites del abajamiento del Hijo de Dios,
sólo es necesario excluir el pecado y aquello que, al asumir nuestra condición humana, contradice
su misión salvadora y reveladora.
Al encarnarse, Dios ha conocido qué es para el hombre gozar y sufrir, trabajar y luchar, confiar en
un Padre y experimentar su abandono (Mc 15,34). Ha querido conocer cómo se vive desde una
conciencia humana la ignorancia, la duda, la búsqueda dolorosa de la propia misión (Mt 4,1-11;
Mc 14,32-42). Ha querido tener experiencia humana de lo que es nuestra pobre vida, acosada por
preguntas, miedos y esperanzas.
Cristo ha sufrido también en su propia carne y en su propia alma las consecuencias del egoísmo y
la injusticia de los hombres. Más aún, ha conocido cómo se vive desde la conciencia oscura y
limitada del hombre la experiencia de la fe en un Padre que parece abandonarnos en el momento
del sufrimiento y de la muerte (Heb 5,8; Mc 15,34; Lc 23,46).
d) Excepto en el pecado. En Cristo no hay pecado. Hemos de excluir en él aquello que pueda
suponer desobediencia al Padre. Y no porque Dios no haya querido solidarizarse con nosotros
hasta las últimas consecuencias, sino porque la experiencia del pecado es contradictoria en él. Lo
que necesitábamos los hombres no era un Dios que nos acompañara en el pecado, el egoísmo o la
injusticia, sino un Dios redentor que nos liberara del mal.
Aunque no puede ser contado entre los pecadores, también Cristo necesita ser salvado, no de su
pecado personal, que no tiene, pero sí de la condición de pecado en la que se ha encarnado el Hijo
de Dios. Por eso, la redención de la humanidad acontece en Cristo antes de comunicarse a los
hombres. La pascua de Cristo es nuestra pascua; salvado de la muerte, se convierte en principio
de salvación eterna para nosotros (Heb 5,5-7). Resucitado por el Padre, viene a ser fuente de
resurrección (1Cor 15,20-22) y Espíritu que da vida (ICor 15,45-49; Rom 8,11).
4. CRISTO, REVELACIÓN DEL HOMBRE NUEVO, a) Cristo, el Hombre Nuevo. «En realidad, el
misterio del hombre nuevo sólo se esclarece en el mismo misterio del Verbo encarnado... Cristo,
el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta
plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (GS 22).
Cristo es para los cristianos el Hombre nuevo (Ef 2,15). Por eso, ser hombre es algo que sólo en
Cristo alcanza su realización plena. Y por eso, sólo a partir de Cristo se hace inteligible nuestra
existencia humana. El es el criterio y la norma de todo lo verdaderamente humano. En él
descubrimos qué es lo que merece el nombre de humano ante Dios. «El que sigue a Cristo,
hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en su propia dignidad de hombre» (GS 41).
b) La verdadera dignidad del hombre. Cristo es hombre perfecto viviendo enteramente desde Dios
y para Dios. En él se revela que Dios y el hombre, al contrario de lo que pueda pensar la
Ilustración, no son dos realidades que se oponen la una a la otra. Jesús es verdaderamente
humano no a pesar de, sino precisamente porque existe totalmente desde Dios y para Dios (K.
Rahner).
c) El hombre, lugar de encuentro con Dios. Si Dios se ha hecho hombre, esto significa que Dios
puede y debe ser encontrado en el hombre. No es necesario abandonar el mundo y alejarnos de
los hombres para buscarlo. A Dios lo podemos encontrar en el ámbito de lo humano. Sólo
indicaremos dos consecuencias: 1) Si Dios se hace hombre en Cristo, aceptarnos plenamente
como hombres y luchar por ser verdaderamente humanos es ya acoger a Dios. Tomar la vida
humana en serio es empezar a tomar en serio a Dios. Quien acepta su existencia humana con
amor y responsabilidad, está aceptando de alguna manera a ese Dios encarnado en nuestra
misma humanidad. Una catequesis de talante misionero ha de saber mostrarlo en nuestros días a
quienes buscan sinceramente a Dios. 2) Por otra parte, si Dios se hace hombre en Cristo, acoger al
otro hombre es ya acoger a Dios. Donde hay amor sincero e incondicional al otro, especialmente
al pobre y necesitado, allí hay amor a ese Dios hecho hombre en Jesucristo (Mt 25,40-45; lJn 3,17;
4,7-8; 4,20).
b) Por eso, presentar catequéticamente a Jesucristo, Dios encarnado, es: 1) Provocar o facilitar el
encuentro con él. Antes que nada, es hacerlo creíble. Ayudar a las personas a encontrarse con él y
descubrir el significado que puede tener para sus vidas. Provocar un encuentro personal y
transformador con él y hacerlo presente en la vida de los cristianos. 2) Anunciar la buena noticia
de Jesucristo. A él sólo se le presenta de manera auténtica, cuando lo presentamos como
evangelio, buena noticia. Cuando ayudamos a las personas a descubrir toda la riqueza, la fuerza
salvadora, transformadora, liberadora que se encierra en su persona y en su mensaje. Esto es,
presentar a Cristo como alguien capaz de responder a las aspiraciones, anhelos e interrogantes de
las personas de hoy. Ser cristiano es descubrir desde Cristo cuál es la manera más acertada, más
humana e interesante de enfrentarnos al problema de la vida y al misterio de la muerte. 3) Dar
testimonio de mi experiencia de fe en Jesucristo. Anunciar a Jesucristo es ser testigo, saber
contagiar —comunicar— a los demás la propia experiencia de fe en Cristo. El mundo de hoy más
que cristólogos necesita testigos, creyentes que puedan hablar de lo que han experimentado en la
fe sobre Cristo, salvador, hermano y amigo, que vive con nosotros y entre nosotros.
a) La pedagogía de la «condescendencia divina» (DV 13; cf CCE 684). Esta empieza en el Antiguo
Testamento con la presencia benévola de Dios con los patriarcas, los profetas y su pueblo: «Yo
estaré contigo» (Ex 3,12), «Seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» (Ez 36,28); continúa con la
promesa del Mesías Emanuel, «Dios con nosotros» (Is 7,14), que se cumple en la encarnación del
Hijo de Dios en María de Nazaret: «Habitó entre nosotros» (Jn 1,14), y llega a su plenitud con la
resurrección: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,18-20). Por
esta pedagogía, afirma el Directorio general para la catequesis, «el evangelio se ha de proponer
siempre (desde la vida) para la vida y en la vida de las personas» (DGC 143; cf 146). Esta pedagogía
de la condescendencia tiene mucho que ver con la pedagogía divina de la solidaridad.
La encarnación podría contemplarse ceñida al misterio de la navidad; pero este no es más que el
punto de partida. La encarnación, en cambio, se entiende especialmente como misterio de la
manifestación de Dios entre nosotros. Este Cristo revelado, contemplado como Dios encarnado,
se descubre progresivamente a lo largo de toda la vida de Jesús, presencia visible y activa de Dios
en la concreta historia humana, alcanza su momento decisivo en la muerte y en la resurrección y
culmina en su parusía o segunda venida (estos últimos aspectos de la encarnación se abordan en
otras voces). Todos los misterios de la vida privada y pública de Jesús son portadores de señales
de su divinidad encarnada. Presente hoy en nuestra historia, nosotros podemos encontrarnos con
este Cristo vivo y salvador.
d) La pedagogía de «las mediaciones y los signos». Dios «habita una luz inaccesible» (1Tim 6,16).
Pero si a Dios no se le puede conocer ni en vivo ni en directo, él se da a conocer a través de
mediaciones: «Dios, después de haber hablado [haberse dado a conocer] muchas veces y en
diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas, en estos días, que son los últimos,
nos ha hablado por el Hijo» (Heb 1,1-2). El, hecho uno de nosotros, es el Mediador —la gran
mediación— para conocer al Padre y llegar a su encuentro salvador. El mismo nos ha desvelado –
como mediación personal– la realidad misteriosa de su encarnación. Y lo sigue haciendo mediante
hechos y palabras (DV 2) del Antiguo y del Nuevo Testamento, tanto en su tiempo histórico de
Palestina como a través de sus miembros a lo largo de la historia de la Iglesia. La encarnación se va
desvelando con lenguaje conceptual y con lenguajes simbólicos (cf DGC 143).
En lo que sigue, se aborda la catequesis de la encarnación según las edades, destacando algunas
pistas metodológicas experimentadas como eficaces y siguiendo el criterio de la prioridad de la
catequesis de adultos (DGC 171).
El segundo período, de 50 a 65 años, tiende a suscitar las grandes cuestiones como las del sentido
de la vida, con un posible resurgir del interés religioso. Se da, frecuentemente, una vuelta a la
práctica religiosa y hasta una mayor disponibilidad para la participación en lo pastoral,
especialmente en mujeres. Hoy por hoy es un período de horizontes espirituales y pastorales.
b) Pistas metodológicas para la catequesis de la encarnación. También aquí distinguiremos las dos
etapas de 30-49 años y 50-65 años.
– Muchos de la etapa 30-49 años se pueden identificar con los adultos bautizados que no
recibieron una catequesis adecuada; o que no han culminado realmente la iniciación cristiana; o
que se han alejado de la fe hasta el punto de que han de ser considerados cuasi-catecúmenos (CT
44, título del párrafo). Es decir, viven en esa situación que requiere la catequesis de la iniciación
cristiana, pero comenzando por la precatequesis, en orden a una opción inicial pero sólida de fe
(cf DGC 62).
— La catequesis sobre Cristo, Hijo de Dios encarnado, suele resultar más fácil con las personas de
50 a 65 años, por las grandes preguntas que vuelven a emerger en esta etapa: nuestro origen,
nuestra meta última, las causas del mal en el mundo, razones de nuestra responsabilidad, el
sentido de nuestra vida... que, como preguntas últimas, rayan con el mundo religioso. En este
clima (cf DGC 175): 1) Es preciso dedicar un tiempo a la catequesis kerigmática, o precatequesis,
que ponga a tono la fe personal por el encuentro con Jesús, Dios hecho uno de nosotros. No se
puede dar por supuesta la conversión religiosa. 2) En relación con los interrogantes de fondo, la
catequesis de adultos, como culminación de una iniciación cristiana inacabada (reiniciación),
puede ofrecer diferentes orientaciones y mensajes: reencontrar el sentido de la vida en el
seguimiento de Jesús, hombre nuevo; ejercitarse en la lectura cristiana de la vida desde la mirada
de Jesús; profundizar o completar la iniciación cristiana: en la liturgia, como acción de Cristo con
su Iglesia, en la vivencia de Jesús vivo en la comunidad y en su Palabra, en las consecuencias de
una actitud transformadora del mundo, como miembros de un Dios solidario con la humanidad:
compromisos seculares... 3) Téngase presente que en esta situación, la más propia de la
catequesis de adultos, se encuentran las grandes dificultades del itinerario catequético
(resistencias al cambio, autosuficiencia, diferentes crisis), pero también puede ser el punto de
partida para la promoción de creyentes maduros, de comunidades nuevas y dinámicas, etc. Un
cristocentrismo trinitario, comunitario y abierto al mundo, es un impulso para un proyecto
renovado de Iglesia1.
— Antes de hablar de Dios y de Jesús, es preciso que en casa se den las condiciones básicas para
que estas realidades de la fe puedan ser asimiladas por los hijos: 1) Que los padres se quieran y los
hijos vean que se quieren. Así habrá un clima de confianza, seguridad y convivencia gozosa, en que
se puede vivir la fe. 2) Que los padres manifiesten afecto hacia los hijos, con atención personal a
cada uno y a sus cosas, y por encima de lo que digan o hagan. Así los hijos se fían de sus padres y
les contemplan como modelos de identificación y de acción. 3) Que en la familia haya un clima de
comunicación de la pareja entre sí y con los hijos, lo cual evita desconfianzas, agresividades,
silencios impuestos... Este clima favorece la vivencia de fe, porque vivir como creyentes es
fundamentalmente fiarse de Dios como Padre y de Jesús como su Hijo y nuestro hermano, amigo y
salvador, y la comunicación intrafamiliar es un rodaje para la comunicación confiada con Dios y
con Jesús2.
— Supuestas estas condiciones afectivo-familiares, los padres han de hablar a sus hijos de Dios y
de Jesús, para despertar la fe orientándola hacia rostros concretos: 1) Los padres, sólo con este
comportamiento discreto, ya están hablando sin palabras, pues se presentan ante sus pequeños
como signos o mediaciones de Dios y de Jesús. Dios y Jesús se dejan intuir en ellos, filtrándose por
las rendijas de las bondades humanas, y más aún cuando los padres son creyentes y viven según el
evangelio. 2) Pero los padres han de hablar verbalmente a sus hijos de Dios y de Jesús, en
concreto de Jesús. Y lo hacen cuando la pareja ora a Jesús en presencia del niño, por ejemplo,
antes de comer; cuando leen con el niño alguna historia de Jesús, tomada de la Sagrada Escritura
y luego dialogan y oran juntos a Jesús haciéndolo de tú a tú; cuando lo acompañan a acostarse y le
ayudan a recorrer lo hecho en el día para darle gracias y pedirle perdón... «La educación a la
oración y la iniciación a la Sagrada Escritura son aspectos centrales de la formación cristiana de los
pequeños» (DGC 178). 3) En estos momentos afectivo-religiosos de los padres con el niño se
pueden ir destacando aspectos humanos del Jesús adulto y signos de su condición divina, que van
decantándose en la fe del niño. Así, este va creciendo en esa unión afectiva que él va
experimentando con su amigo y hermano Jesús, Hijo de Dios: Jesús le quiere, le acompaña, Jesús
le ayuda a tener contento al Padre, Jesús le perdona...
b) La catequesis de la encarnación en la segunda etapa: la niñez (6-11 años). En la niñez, la
catequesis sobre Jesús, Dios Hombre, ha entrado, hace años, en una situación delicada y
necesitada de mejora. El grupo de familias responsables de la fe de sus hijos que se acaba de
describir es minoritario. Muchos llegan a la niñez sin haber despertado esa relación afectiva con
Dios, Padre amoroso, y con Jesús, su Hijo, amigo y hermano nuestro.
— El niño sigue muy unido al ambiente familiar en los dos breves períodos de la niñez, de 6 a 9 y
de 9 a 11 años, aunque progresivamente va socializándose en la catequesis parroquial y la
educación escolar: 1) De 6 a 9 años, el niño empieza a salir de su subjetividad y se va abriendo al
mundo real. Desea saber y busca los caminos. Entra en una época de mayor calma afectiva.
Religiosamente: en principio está abierto a lo religioso. Para él, por lo que le han enseñado, Dios
es Padre y creador. ¿Justo o misericordioso? Depende de la familia. Es la edad del primer sí y del
primer no a Dios, del despertar de la conciencia moral. 2) De 9 a 11 años, el niño —él y ella— vive
más hacia fuera; aumenta su deseo de saber con mayor sentido crítico, pero le gusta lo concreto.
En lo religioso, el niño (varón) atribuye a Dios la grandeza —lo sabe todo—, la bondad y la fuerza,
pero ha disminuido su relación afectiva con él: es el Señor del universo y el Dios de la ley (lo que
Dios quiere que hagamos). En las celebraciones le interesa qué hay que hacer y los ritos
purificadores. La niña, en cambio, mira a Dios como el Dios del amor (lo que es Dios para ella) y en
las celebraciones tiende a buscar el encuentro personal con Dios, mediante el simbolismo de los
ritos.
— Como muchos niños no han sido iniciados en familia a la amistad con Dios y con Jesús —
despertar religioso—, hay que comenzar la catequesis parroquial —a los 6 años— favoreciendo
ese conocimiento vivo y trato amistoso con Dios Padre y con Jesús, su Hijo y nuestro hermano y
amigo.
Las parroquias han de preparar a los catequistas de la niñez -6 a 11 años— a realizar esta
iniciación al conocimiento y trato con Dios y con Jesús, no sólo el primer año, sino durante todos
los años de la niñez. Todas las programaciones, además de los contenidos propios de esta
catequesis, estarán vertebradas en torno a Jesús (cristocentrismo) y suscitarán el trato familiar
con él en momentos breves y cálidos de oración y desde él con el Padre.
— Si consta ya logrado ese trato amistoso con Jesús y con el Padre, la catequesis de Jesús, Dios y
hombre, se favorecerá con estos dos pasos metodológicos:
1) De 6 a 9 años: fomentar esa primera amistad con Jesús, Dios y hombre: imitarle en el amor a su
Padre; admirarle y acogerle como Hijo de Dios, nacido hombre de la Virgen María en Belén;
contemplarle en pasajes del evangelio: lo que hace y cómo lo hace; cómo se relaciona con Dios, su
Padre; lo que quiere que hagamos: amar a Dios y a los hermanos; el misterio de la pasión, muerte
y resurrección de Jesús, superando la simple compasión y describiendo que él lucha contra las
malas actitudes del corazón, pues muere y resucita para salvarnos; aprender a orar como Jesús y
prepararse para unirnos más a él en la celebración de los primeros sacramentos. Además de
hermano y amigo, Jesús es nuestro maestro. Muy importante: La profundidad de la iniciación
cristiana se mide por la calidad de la relación del niño con Jesús, con el Padre (y con el Espíritu),
que se favorezca en las catequesis.
2) De 9 a 11 años: dar un paso más en la amistad con Jesús, Dios y hombre: ante su apertura para
conocer científicamente el mundo, la historia y las personas, este niño adulto necesita adquirir —
en dosis breves y sugerentes— un conocimiento global de Jesús; Jesús debe ser el centro de la
enseñanza religiosa de esta edad: detalles de la historia y geografía de Israel (costumbres, estilo
de vida...), pasajes evangélicos de su vida pública, el fondo de su mensaje, causas históricas y
religiosas de su muerte; cobardía, conversión y testimonio de los apóstoles... Necesita, además,
que se le vaya descubriendo el misterio que late en los acontecimientos y personajes que
aparecen en los evangelios; una iniciación bíblica al vocabulario cristiano. Este proceso, explicado
para preparar mejor su propia conversión con una mayor admiración y seguimiento hacia Jesús, el
maestro y amigo entrañable, Hijo de Dios hecho hombre. A hacer presente la figura de Jesús le
ayudará mucho el recordar a testigos cristianos actuales, la oración en grupo y la celebración
litúrgica bien participada con otros grupos parroquiales.
¿ Un doble planteamiento en la educación de la fe sobre Jesús, Dios encarnado? Los niños que han
participado en el proceso completo de la catequesis de la niñez (6-11 años) se integran bien en la
catequesis de la preadolescencia y la superan con un rendimiento creyente positivo. Los que sólo
fueron catequizados hasta celebrar la primera penitencia y eucaristía y, al cabo de tres años,
vuelven a los grupos preadolescentes tienen más dificultades para asumir esta catequesis. Ante
esta doble situación, algunas orientaciones y pistas metodológicas:
En la edad de 12-14 años, por los rasgos psicológico-religiosos recordados y, más aún, si no han
completado la catequesis de la niñez (9-11 años), la catequesis de la iniciación cristiana conviene
que adquiera un acento de llamada a adherirse, a convertirse a Jesús (conversión religiosa). La fe
de la niñez, clara y segura, queda en estos años empañada por las dudas, el vaivén de sus
sentimientos humanos y religiosos, la soledad experimentada, etc. El preadolescente busca una
nueva amistad con él distinta de la de la infancia, y quizá el primer encuentro y amistad con Jesús,
si no se dio en el corto período de catequesis en la primera niñez (6-9 años).
En esta situación religiosa, unos más y otros menos, todos los preadolescentes viven una situación
de nueva evangelización (cf DGC 58c), en la cual la catequesis iniciatoria habrá de acentuar la
precatequesis (cf DGC 62). La nueva personalidad balbuciente que emerge en el preadolescente
necesita la acogida fraterna de los catequistas, su testimonio como modelos creyentes de
identificación y las catequesis centradas en la persona de Jesús, para interiorizarlo en su nueva
situación antropológico-religiosa. Será muy conveniente agrupar a los preadolescentes: por un
lado, los que desde niños han continuado la catequesis año tras año, pues su crisis religiosa suele
ser menor, y, por otro, los que, tras unos años de ausencia, vuelven a la catequesis quizá bastante
desconcertados en su religiosidad.
— Pistas metodológicas. 1) Es preciso tener muy presentes las experiencias sociales y psicológico-
religiosas propias de la edad, para iluminarlas desde la fe. Centrar el mensaje en la persona de
Jesús, Dios y hombre como nosotros, como el gran modelo de identificación que inspira a los
preadolescentes, les ayuda y les hace crecer como personas, como hijos de Dios y como hermanos
y amigos de Jesús y dé los demás. 2) Utilizar el testimonio de personas –de ayer y de hoy–
destacadas en el seguimiento de Jesús y significativas para los grupos, empezando por el
testimonio del propio catequista. 3) Iniciar a la oración, sobre todo en relación con Jesús, Dios
hecho hombre. Realizar celebraciones moderadamente creativas, bien preparadas y realizadas, en
que se viva a Cristo presente y activo en ellas como salvador y liberador. 4) Usar una metodología
activa y participativa, incluso dentro de otras actividades pastorales más globales (cf DGC 184).
Todo para promover –sobre todo en los momentos fuertes— la relación personal con Jesús, Hijo
de Dios y hermano nuestro, una visión de la vida como la suya, unas buenas experiencias
celebrativas, unos criterios morales y un rodaje en la vida social según el estilo de Jesús.
— Rasgos humanos y religiosos del adolescente. «El rápido y tumultuoso cambio cultural y social,
el crecimiento numérico de jóvenes, el alargamiento de la etapa de la juventud..., la falta de
trabajo y, en ciertos países, las condiciones permanentes de subdesarrollo, las presiones de la
sociedad de consumo..., todo ayuda a perfilar el mundo de los adolescentes y jóvenes como
tiempo de espera, a veces de desencanto y de insatisfacción, incluso de angustia y de
marginación. El alejamiento de la Iglesia, o al menos la desconfianza hacia ella, está presente en
muchos como actitud de fondo» (DGC 182). Esta descripción sociorreligiosa de los jóvenes
empieza a ser realidad especialmente en los años de esta adolescencia adulta.
Los adolescentes, en general, en busca de sentido para su vida y en plena crisis religiosa,
experimentan desde la necesidad de un ser trascendente que les apoye, consuele y dé seguridad y
confianza, hasta que «Dios es enemigo del hombre», que «la religión adormece» o «la religión es
inútil». No obstante, muchos sienten una fuerte tendencia a la solidaridad, al compromiso social e
incluso a la experiencia religiosa, cristiana o no, incluida la mística ecológica, deportiva, etc.
— El principio catequético es claro: «La propuesta explícita de Cristo al joven del evangelio (Mt
19,16-22) es el corazón de la catequesis; propuesta dirigida a todos los jóvenes y a su medida, en
la comprensión atenta de sus problemas. En el evangelio... Jesucristo... les revela [a los jóvenes]
su singular riqueza y... a la vez les compromete en un proyecto de crecimiento personal y
comunitario de valor decisivo para la sociedad y para la Iglesia» (DGC 183). ¿Cómo traducir estos
criterios en realidad pastoral?
Con los adolescentes que han permanecido en la catequesis de la iniciación cristiana durante la
niñez y la preadolescencia y se han inscrito en la de confirmación, se suele dedicar una primera
parte breve a la convocatoria o precatecumenado para estimular su fe (cf DGC 185), y el resto,
que es la mayor parte, al catecumenado como sugiere el Directorio (DGC 184-185; cf también DGC
82-83), para ahondar en su vida cristiana y afianzarla en la confirmación, como servicio misionero
al mundo.
– En cuanto a la madurez cristiana, se puede decir de este período lo que se dijo de la actual etapa
de la adultez joven (30-50 años): es el tiempo de la ausencia, del alejamiento de las instituciones.
Los jóvenes no aceptan ser tratados como niños y dedican menos tiempo a las prácticas religiosas
tradicionales. Incluso los practicantes están ausentes del voluntariado pastoral (animadores de
tiempo libre, catequistas...). Durante la mayor parte de este período son practicantes ocasionales
(preparación al matrimonio, a los sacramentos de los hijos...). En general, viven un vacío religioso
y pastoral durante un período tan importante y fecundo, precisamente cuando necesitan una
buena experiencia de fe para iluminar y consolidar su propia concepción de la vida y el campo del
trabajo y del amor3.
4. EN LA ETAPA DE LOS MAYORES (65 años en adelante). Las personas de la tercera edad son «un
don de Dios a la Iglesia y a la sociedad, a las que hay que dedicar todo el cuidado de una
catequesis adecuada» (DGC 186).
– Si la persona ha llegado a esta edad con una fe sólida y rica (DGC 187), el mensaje del Dios
encarnado revestirá la forma de una catequesis o educación permanente de la fe que, en
momentos oportunos, profundizará en la persona de Jesús, en su relación con el Padre y el
Espíritu (cristocentrismo trinitario) y en su relación con la historia humana y el mundo, como
mensaje liberador y salvador (cf DGC 101-104).
– Si las personas viven una fe más o menos oscurecida y una débil práctica cristiana (DGC 187), la
catequesis de la encarnación insistirá en la precatequesis, de carácter misionero (catequesis
kerigmática), que les proporcione la luz y la experiencia religiosa propias de la conversión inicial.
– Si las personas llegan a esta edad con profundas heridas en el alma y en el cuerpo (DGC 187), la
catequesis de Jesús, Dios-hombre, les introducirá en un clima comunitario en que experimenten la
acogida amorosa de Jesús en sus grupos eclesiales, hasta recuperar su confianza en Dios y en
Jesús. Y continuará en forma de catequesis ocasional que, a pesar de sus experiencias negativas,
llegue a provocarles actitudes de invocación, de perdón y de paz interior (DGC 187, final), hasta
entrar en la catequesis o educación permanente de la que se habla más arriba.
En todas estas situaciones se ha de ofrecer a todos los destinatarios a Cristo, como esperanza de
toda persona, que nos llevará al encuentro definitivo con el Padre.
El secreto de la catequesis sobre Jesús, el Hijo de Dios encarnado, está en que la relación de él con
toda persona no es sólo de quien llama a quien responde y lo sigue como desde fuera, sino en
que, ya antes de que el mensaje de la encarnación haya llegado a los oídos de cada persona, él,
Jesús, Dios encarnado, la ha incorporado ya a sí: él mismo, «el Hijo de Dios con su encarnación se
ha unido, en cierto modo, con todo hombre» (GS 22). Somos transformados en hijos, porque
estamos en él, y a nosostros sólo nos queda aceptar, si queremos; somos seguidores suyos,
porque estamos en él y a nosotros nos corresponde decir: «queremos», si queremos libremente
serlo. Actuando como él, porque es él quien vive en nosotros (cf Gál 2,20), a no ser que frenemos
con nuestra libertad el dinamismo de su vida en nosotros. Vivimos como cristianos, en la medida
en que libremente vivimos en Cristo encamado.
NOTAS: 1. Cf E. ALBERICH-A. BINZ, Catequesis de adultos, CCS, Madrid 1994, 64-75. — 2. Cf J. A. PAGOLA, Catequesis
cristológicas, Idatz, San Sebastián 1990. — 3. Cf E. ALBERICH-A. BINZ, o.c., 73-74.
BIBL.: AA.VV., La educación en la fe, un reto para la familia creyente, Obispado de Bilbao 1992; BORDONI M., Encarnación, en
BARBAGLIO G.-DIENICH S. (dirs.), Nuevo diccionario de teología I, Cristiandad, Madrid 1982, 366-389; CENTRO NACIONAL
SALESIANO DE PASTORAL JUVENIL, Itinerario de educación en la fe V-VII (14-18 años), CCS, Madrid 1995-1996; DELEGACIÓN
DIOCESANA DE EDUCACIÓN CRISTIANA, Catecumenado de adultos 1, Pamplona-Iruña 1995. Guía y carpeta de participantes;
3
EQUIPO CONSILIARIOS CVX BERCHMANS, Jesucristo. Catecumenado para universitarios 1, Sal Terrae, Santander 1992 ; ERIKSON
E. H., Infancia y sociedad, Hormé, Buenos Aires 1976, 222-247; FORTE B., Jesús de Nazaret. Historia de Dios. Dios de la historia,
San Pablo, Madrid 1983; GONZÁLEZ FAUS J. I., La humanidad nueva. Ensayo de cristología (2 vols.), Mensajero, Madrid 1974;
GUERRERO J. R., El otro Jesús, Sígueme, Salamanca 1976; KASPER W., Jesús, el Cristo, Sígueme, Salamanca 1976; LOIDI P.,
Conocer a Jesucristo, Cuadernos fe y justicia, EGA, Bilbao 1987, 4; MALBERG F., Encarnación, en FRIES H., Conceptos
fundamentales de la teología 1, Cristiandad, Madrid 1966, 480-489; MALVIDO E., ¿Cómo explicarías que Jesús es Dios?, San Pío
X, Madrid 1997; MOINGT J., El hombre que venía de Dios, Desclée de Brouwer, Bilbao 1995; MONTERO J., Psicología y
catequesis: 0-18 años, en Proyecto catequista 30-37 (1998) y 38-45 (1989); PAGOLA J. A., Catequesis cristológicas, Idatz, San
Sebastián 1990; PANNENBERG W., Fundamentos de cristología, Sígueme, Salamanca 1974; RAHNER K., Para la teología de la
encarnación, en Escritos de teología IV, Taurus, Madrid, 154-184; Eterna significación de la humanidad de Jesús para nuestra
relación con Dios, en Escritos de teología III, 47-59, Taurus, Madrid; Encarnación, en Sacramentum Mundi. Enciclopedia teológica
H, Herder, Barcelona 1972, 550-567; SANNA I., Encarnación, en PACOMIO L. (ed.), Diccionario de teología interdisciplinar II,
Sígueme, Salamanca 1982, 343-357; SECRETARIADO DE CATEQUESIS DE SAN SEBASTIÁN, Catequesis de adultos, 2. Guía y carpeta
de participantes, San Sebastián 1991; SECRETARIADO DIOCESANO DE CATEQUESIS DE HUELVA, Camino de Emaús 3. Jesús,
3
camino, verdad y vida, San Pablo, Madrid 1997 .
ENCARNACIÓN, Principio de la
La encarnación del Verbo de Dios se entiende como «la asunción de una plena naturaleza humana
por parte del Hijo de Dios preexistente». Esta formulación coincide prácticamente con la del
Catecismo de la Iglesia católica, el cual añade la finalidad de la encarnación, que es la salvación del
género humano: «La Iglesia llama encarnación al hecho de que el Hijo de Dios haya asumido una
naturaleza humana para cumplir en ella nuestra salvación»1.
En virtud de esta dimensión divina, Jesús expulsa los demonios «con el dedo de Dios», esto es, con
el Espíritu Santo (Mt 12,28). Por eso, cuando el Mesías adviene a la historia humana, «el reino de
Dios está dentro de vosotros» (Lc 17,21). Por lo que se refiere a la muerte/resurrección de Jesús,
el centurión afirmará lleno de fe que «verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39).
3. TEXTO Y CONTEXTO DEL CUARTO EVANGELIO. El cuarto evangelio distingue el plano del
principio (Ev a pxrl) del plano de la historia. «En el principio» existía Dios y (pre)existía el Verbo de
Dios. Pero, en la historia, «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros». El tema del Verbo que
se hace hombre enlaza con el tema de la donación y envío, por parte de Dios Padre, de su mismo
Verbo e Hijo a los hombres: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» 4.
Por eso, el primer descenso de la Palabra –«el Verbo se hizo carne»–necesita ir seguido de un
segundo descenso: a la muerte, la enemiga última del hombre, para que Dios mismo asuma esta
realidad máximamente oscura, enigmática y radical, pero que –al mismo tiempo– conlleva la
mayor posibilidad de vida. Dios asume el dolor y la muerte, lo más hondo del hombre, porque
quiere realmente encarnarse de verdad en lo humano y asumir todo lo humano: lo más profundo
que hay en la persona humana.
Por eso, a la encarnación le sigue, en continuidad estricta, la pascua o paso de la muerte a la vida,
de la angustia a la libertad, de la tiniebla a la luz. Una prueba de que, según el cuarto evangelio,
encarnación y pascua forman un todo unitario es que en la pascua, en el momento más dramático
de la crucifixión, aparece María Virgen, y aparece como la Madre. Sólo la Madre que engendra la
humanidad nueva de Jesús –su persona ungida y movida por el Espíritu– es capaz de engendrar el
cuerpo eclesial, es decir, a todos y cada uno de sus miembros, a la nueva vida según el Espíritu de
Jesús. Ese cuerpo y esos miembros individuales deben pasar espiritualmente por la maternidad
espiritual de María para ser engendrados como hijos de Dios.
Se puede añadir que Jn 13,1 sitúa la encarnación del Verbo en el esquema llamado misión/retorno
(exitus/ redditus): salida del Padre y venida al mundo; de nuevo, salida del mundo y retorno al
Padre. Es importante el exitus/redditus porque también san Pablo conoce ese dinamismo y lo
tiene presente tanto en Flp 2,5-11 como en 1 Cor 15,20-28.
4. EL «CORPUS PAULINUM». 1Tim 3,16 dice del modo más bello que el gran misterio de piedad
«se ha manifestado como hombre». Pero el texto capital sobre la encarnación es, sin duda, el
citado F1p 2,5-11, donde Pablo une al descenso del Verbo de Dios en la encarnación el
anonadamiento del Verbo de Dios en la cruz. Es decir, que une indisolublemente los dos grandes
misterios cristianos: la encarnación y la pascua. Este doble descenso es, además, la realización
histórica del plan de Dios, coincidente con su propia Trinidad entregada 5. El Padre se comunica
diciendo su Palabra a la humanidad: dando a los hombres esa Palabra. A su vez, la Palabra realiza,
en el doble abajamiento y humillación de la encarnación y de la cruz, la obra que le ha
encomendado el Padre. Terminado el descenso a lo más hondo de lo humano, esta obra culmina
con la exaltación del Crucificado a la derecha del Padre, desde donde enviará el Espíritu Santo a
los hombres y mujeres para que participen de la vida divina. Acabo de formular con las palabras
mismas de san Pablo y de los Hechos de los apóstoles la fe en la encarnación y en la pascua,
incluido pentecostés, para mostrar el nexo intrínseco indisoluble entre la donación de la
encarnación y la de la pascua.
En una línea algo más evolucionada, los Padres apologetas del siglo II hablan del «Logos sembrado
en el universo» por la voluntad de Dios, que quiere, de este modo, atraer a los hombres a la
verdad. Vale la pena seguir, de principio a fin, el pensamiento que, sobre este tema, desarrolla san
Justino en sus dos Apologías.
a) En la Apología 1 se abre el tema con cierta timidez: Justino afirma que «parece haber (en todos
los filósofos que hablaron de la inmortalidad del alma) como unos gérmenes de verdad» 7. Pero,
apesar de la realidad de estos gérmenes de verdad, dichos filósofos no entendieron las cosas con
exactitud, «como lo prueba el hecho de que se contradicen unos a otros» 8.
b) El tema continúa en la misma Apología 1, cuando se afirma que Platón «da el segundo lugar al
Verbo que viene de Dios, quien lo dejó esparcido... en el universo» 9, al paso que el tercer lugar es
para el Espíritu.
c) El tema culmina en la Apología II. Justino habla, por fin, del «Verbo sembrado» (diseminado,
seminal): sperµatikou Logou10. La Verdad –coincidente con el Verbo o Palabra de Dios– se esparce
en el universo como semillas diseminadas o sembradas, lo que tiene como efecto que algunos
amantes de la verdad –los filósofos— viven, al menos parcialmente, de manera conforme con el
Verbo que les inspira. En efecto, los hay que viven conforme a una parte del Logos, al paso que
otros viven «conformes al conocimiento y a la contemplación del Logos total que es Cristo»11.
d) Así se completa el pensamiento de Justino: la religión cristiana ofrece un modelo de vida
perfecto, que no consiste simplemente en una parte o en una semilla dispersa y sin desarrollar del
Logos de Dios. La religión cristiana ofrece al «entero Verbo que es Cristo»12, entera imagen de
Dios vivo. Cristo, en efecto, comunicó a los hombres quién era el Padre. Y lo comunicó a todos,
porque él es la «fuerza (S u v a µ L S) del Padre inefable, y no el recipiente de una mera razón
humana»13
Pero la Trinidad es también la forma como Dios se comunica —por su Palabra y por su Espíritu— al
corazón de los hombres. Los hombres están dotados de racionalidad (palabra) y de impulso vital
(espíritu). Por eso son capaces de recibir el don de la palabra de Dios y el don de su Espíritu de
amor. Pues bien, he aquí que el Amor infinito, que es la Trinidad, ha descendido por pura gracia
hasta los hombres mediante la encarnación de Dios 14. De manera que el dogma trinitario se
presenta, a través de la encarnación del Verbo, como el descenso del amor divino a la historia
humana.
Es muy importante hablar de Dios desde la perspectiva del Amor infinito, porque de este modo no
es necesario imaginar la sustancia de Dios en términos de grandiosa solidez, como si Dios fuera el
Atlante que ha construido mecánicamente el mundo y lo sostiene. La línea de Aristóteles, según la
cual la sustancia es el cuerpo sólido por excelencia que sostiene las demás cosas, puede ser
incluso un estorbo cuando hemos de pensar qué es la esencia o sustancia divina. Esta se
manifiesta en el Antiguo y en el Nuevo Testamento no como algo sólido y pesado, como lo fuerte
del mundo, sino como la luz transparente que lo llena todo y como el amor que va a buscar lo
pequeño y lo bajo, incluso lo caído.
El secreto lo desvela Jesús, que dibuja con su existencia visible la esencia divina. El, con su vida
humilde, escondida, entregada, anonadada, crucificada, nos enseña cómo es Dios. Nos enseña
visiblemente cómo es Dios en su esencia invisible e indecible.
El tema del descenso de Dios en la encarnación ha sido tratado por los Padres de la Iglesia. A
propósito del bautismo de Cristo, los Padres insisten en que desciende la voz del Padre, desciende
el Espíritu Santo en forma de paloma, después que el Hijo ha descendido al seno del agua, de la
cual asciende, bendecido por el Padre15.
Modernamente, el tema surge con fuerza en santa Teresa de Lisieux, a propósito de las
preferencias de Dios. Dios tiene predilección por los pequeños y débiles, puesto que si no fuera
así, tan solo subsistirían los fuertes y poderosos. No habría lugar para la variedad de la creación,
que cuenta entre sus riquezas la alta montaña, pero también la pequeña flor16.
El Antiguo Testamento recoge ya el deseo de Dios de abajarse. En efecto, Dios es el que desciende
de su solio altísimo. Al revés de los poderosos que se ensoberbecen y se elevan para dominar y
para poseer, Dios se anonada y se esconde para hacer ser y para dejar ser a toda criatura,
especialmente a los hombres, a quienes ha dotado de libertad. Dios es el Altísimo que no sólo se
inclina para estar con los humildes y sencillos, sino que quiere adentrarse en el espíritu de los
pobres, marginados y pecadores para elevarlo. Lo hace impelido por el peso de su bondad que
ama cuanto ha creado, para llevarlo a la vida (cf Sab 11,21-26) y a su propia vida. El Altísimo se
abaja y se anonada, según Isaías: «Pues esto dice el altísimo, el excelso, el que habita una morada
eterna y cuyo nombre es santo: Yo habito en una morada excelsa y santa, pero también estoy con
el hombre arrepentido y humilde, para reanimar el espíritu de los humildes, para reconfortar el
corazón afligido» (Is 57,15).
Isaías subraya la trascendencia divina con estos dos nombres aplicados a Dios: el que se esconde
(Is 45,15; 54,8; 57,17; 59,2; 64,6) y el que se abaja (Is 57,15). Este contraste –Dios es sumamente
trascendente pero sumamente próximo y familiar– llega a ser una constante en la Biblia y en los
santos y culmina en la encarnación de Dios. El famoso texto kenótico de san Pablo a los filipenses
presenta el doble anonadamiento de Dios en la encarnación y en la cruz. ¿Acaso la encarnación
detiene el descenso del hijo de Dios en el nivel de la asunción de la naturaleza humana? No. El
descenso continúa hasta lo más profundo. Va a buscar el dolor y la muerte del hombre –el
enigma, el sinsentido del hombre– para que también el dolor y la muerte entren en el amor de
Dios y, asumidos por él, adquieran pleno sentido.
Solamente el amor llega a lo más bajo. El amor no se impone violentamente desde la altivez, sino
que todo lo crea y todo lo salva, elevándolo hasta el ser y hasta el bienestar. Así debería
entenderse el poder de Dios que crea y redime. ¿Qué cosa es el poder de Dios sino la fuerza del
amor? La fuerza de amar infinitamente lleva a Dios desde su trascendencia hasta la intimidad de
lo más pobre.
De este modo, al mostrar el nexo indisoluble de la encarnación con la pascua, y al advertir que el
amor de Dios desciende y se anonada para encontrar lo más pobre, podemos actualizar hoy el
concepto de redención y aproximarlo a nuestra experiencia humana. En efecto, la redención se
realiza cuando el Amor infinito desciende a la miseria material, al dolor, a la muerte y al pecado
del hombre –a lo más perdido y humillado– para iluminarlo y levantarlo con el soplo del Espíritu
que ha de convertir toda esta corrupción y pérdida en nueva creación, donde no hay lágrimas ni
dolor ni clamores ni muerte ni tiniebla, pues todo este cortejo habrá pasado (Ap 21,4-5.23). Este
es el lugar para inscribir, desde el punto de vista de la encarnación de Dios, una teología del
problema del mal.
El mal, que escandaliza al hombre de la Ilustración y escandaliza al de hoy, surge con la aparición
del hombre implantado en la naturaleza (ver Job 5,7a). El mal aparece como mal irreductible a la
razón cuando el hombre, que es persona, y por tanto, inteligencia, amor y libertad, se sient e
reducido y constreñido por la violencia de los elementos de la naturaleza o por los demás
hombres, en cuanto desconocen su ser de persona; es decir, cuando se ve tratado no como
persona, sino, él mismo, como naturaleza. No es lo mismo que un incendio devore un bosque o
que una persona, inteligente, amante, libre, se convierta en una antorcha humana en un incendio
que otro provocó. En el primer caso la naturaleza sufre (explícitamente). En el segundo caso, la
persona –seguramente inocente– sufre inexplicablemente.
Ahora bien: el largo camino ascensional hacia el reino de Dios, hacia los nuevos cielos y la nueva
tierra, donde habita la justicia y donde está ausente el dolor, la muerte y el pecado, tan solo
puede hacerlo ese mismo sujeto libre, bendecido además por la gracia de Dios. Sólo puede hacerlo
el cuerpo místico de los que siguen a Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, de cuya gracia
participamos. El largo ascenso hacia el Reino pasa por la libertad del hombre, ciertamente, pero
arranca decisivamente de la encarnación, de la cruz y de la donación del Espíritu17.
Esta es la segunda ley de la articulación entre eternidad y tiempo: los hombres pueden conocer lo
invisible a partir de lo visible. La corriente de comunicación gratuita de Dios tiene en Cristo su
mediación: por cuanto Cristo constituye la sunción de lo humano en lo divino y la unidad de lo
divino en lo humano. Este nexo entre el hombre y Dios (Dios se hace hombre para que el hombre
sea «Dios por participación», como dice san Juan de la Cruz18) hace posible el conocimiento de lo
divino. Hace posible conocer lo invisible a través de lo visible. Lo visible se convierte en sombra,
imagen, semejanza de lo invisible19, es decir, de los bienes futuros que esperamos; sombra,
imagen, semejanza de lo divino: del reino de Dios. Todo esto se expresa en el célebre prefacio de
navidad: «Porque, gracias al misterio de la Palabra hecha carne, la luz de tu gloria brilló ante
nuestros ojos con nuevo resplandor, para que, conociendo a Dios visiblemente, él nos lleve al
amor de lo invisible»20.
Hay una realidad divina descendente, y la fe recibe con gozo ese descenso de Dios a los hombres.
Pero el conocimiento –la teología, inclusive– son en primer lugar ascendentes, porque tienen
como punto de partida de su elevación, lo visible. Lo importante es que este conocimiento no
chapotee limitándose a pensar según los conceptos de la razón o los impulsos de la sensibilidad de
una época (cultura), o contentándose con salvar los escollos que ofrece esa cultura (apologética),
sino que aspira a ascender en la dirección del Verbo de Dios. Así como el Verbo de Dios ha
descendido hasta la miseria, la muerte y el pecado del hombre, así a la mente, al afecto y a las
obras del pecador se le ha dado poderse levantar hasta la confesión y el seguimiento del Verbo de
Dios hecho hombre.
Por eso santa Teresa de Jesús sabía leer en la humanidad visible de Jesús lo invisible del Verbo de
Dios en sí mismo22. Lo dice con precisión el Catecismo de la Iglesia católica. Dice, después de
haber citado el II prefacio de navidad: «Las particularidades individuales del cuerpo de Jesús
expresan la persona divina del hijo de Dios» 23.
En este sentido, «toda la vida de Jesús es revelación del Padre» 24, lo que el cuarto evangelio dirá
en forma lapidaria: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9).
2. Los SIGNOS DE LOS TIEMPOS. La articulación entre la eternidad y el tiempo –entre la revelación
y su imagen–encuentra también su punto de apoyo en la doctrina de los signos de los tiempos,
expresada por el mismo Jesús: «sabéis interpretar el aspecto del cielo, ¿y no sois capaces de
interpretar las señales de los tiempos?» (cf Mt 16,3). Esto es: ¿cómo no sabéis reconocer el
tiempo favorable (kairós)?
El Concilio avanza un paso más y expresa quiénes son los sujetos del discernimiento evangélico:
todo el pueblo de Dios, pero principalmente los pastores y los teólogos. Puntualiza además dos
cosas: que ese discernimiento se hace con la ayuda del Espíritu Santo, y que consiste en auscultar,
discernir e interpretar las voces de nuestro tiempo, valorándolas a la luz de la palabra de Dios. La
finalidad del discernimiento, finalmente, consiste en que la revelación –y, por consiguiente, la
voluntad de Dios sobre la humanidad, expresada a través de Cristo– sea mejor percibida y
entendida, así como mejor expresada: «Es propio de todo el pueblo de Dios, pero principalmente
de los pastores y de los teólogos, auscultar, discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo,
las múltiples voces de nuestro tiempo y valorarlas a la luz de la palabra divina, a fin de que la
Palabra revelada pueda ser mejor percibida, mejor entendida y expresada en forma más
adecuada» 26.
Este es el sentido propio de los llamados signos de los tiempos. Están constituidos por los avatares
y acontecimientos de cada época de la historia, que se presentan ante la mirada de los creyentes
como objeto de discernimiento. De esta manera, el contemplativo, a la luz de la palabra de Dios y
bajo el impulso del Espíritu, puede discernir (=entrever) a través de tales signos, o bien la voluntad
de Dios que nos mueve a actuar en el sentido del amor, sobre todo de cara a los más débiles y
oprimidos, o bien la misma presencia de Dios que inspira nuestra acción y la acompaña.
Antes del Concilio, Juan XXIII había destacado, como tres fenómenos que caracterizaban la época
moderna y daban que pensar, la promoción integral de la clase trabajadora, el ingreso de la mujer
en la vida pública y la tendencia a la independencia y a la igualdad entre los pueblos 27. Bien
pueden considerarse signos de los tiempos estas tres características, porque a través de ellas
entrevemos la llamada de Dios, pero no debemos –sin más– atribuir la categoría de signos de los
tiempos a los simples caracteres de una época. Estos hechos adquieren la formalidad de signos de
los tiempos cuando son objeto de discernimiento por parte de los hombres de fe, que los emplean
como lectura para descubrir en ellos la voluntad o la presencia de Dios.
El cristiano, por tanto, no se limita a decir que la emancipación de la mujer es. un signo de los
tiempos, sino que sabe discernir la voluntad de Dios que impele a la sociedad a aceptar la plena
igualdad como personas del hombre y de la mujer. Este cristiano sabe, asimismo, descubrir la
presencia de Dios que se manifiesta en el trabajo, en el dolor y en la esperanza de las mujeres que
trabajan y luchan con los suyos o por los suyos para vivir con dignidad.
1. LAS DIFICULTADES. Enseguida vienen las dificultades. La primera del lado del judaísmo: ¿acaso
la divinidad de Jesucristo supone que la unidad absoluta del monoteísmo, propia de la religión de
Israel se resquebraja? La segunda, del lado de la lógica occidental (griega): ¿acaso la confesión de
la fe me ha de llevar a la afirmación de que «esta carne» (la de Jesús), en cuanto carne de un
hombre, es Dios?
Quizá sea sorprendente decir que, desde la fe, ambas dificultades han de contestarse con una
negativa. A la primera dificultad, hay que decir lo siguiente: la fe confiesa que el Verbo se hizo
carne, no que el Verbo hecho carne sea un segundo Dios. Después de veinte siglos de leer las
Escrituras, de teología, de herejías y de fe, podemos decir que se ha hecho hombre el Hijo de Dios,
es decir, la segunda persona de la Trinidad, que es el Verbo. Así, la encarnación no abre brecha en
la unidad de Dios, sino que afirma que el Verbo ha fundamentado, configurado y asumido la
humanidad concreta de Jesús de Nazaret, y la ha hecho suya. De tal manera que Dios mismo -el
Verbo mismo de Dios- se expresa y se manifiesta en esta carne. Subsiste en ella.
Esto me lleva también a no confundir la divinidad con la carne o con la humanidad, en cuanto
humanidad: yo llamo Dios a la persona que subsiste en la carne de Jesús; pero no llamo Dios a esa
carne del hombre. El misterio de la persona de Jesús, hijo de María e Hijo de Dios, está atrayendo,
por tanto, nuestra atención y nuestra fe.
2. LA PERSONA DE JESÚS. ¡La persona de Jesús! «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?»
(Mt 16,13). ¿Cuál es su secreto siempre desvelándose, siempre escondido en la luz de Dios? He
aquí la formulación tradicional: el Logos divino se ha identificado con la persona misma de Jesús.
El Logos eterno ha tomado en el tiempo -en la,plenitud del tiempo- la carne de Jesús. Son
variaciones al texto básico del cuarto evangelio.
El creyente, viendo a Jesús, adora a la Palabra eterna del Padre. Ahí, en la persona del Verbo
hecho carne, se da el nexo de unidad, la más estricta, entre la divinidad y la humanidad. Mirando
las cosas desde abajo, he de decir que Jesús es el Hijo de Dios, y así mantengo la identidad del hijo
de María con el Hijo de Dios. Desde arriba, debo decir que la persona del Verbo de Dios subsiste
fuera de Dios, en la humanidad de Jesús, y así identifico al Hijo de Dios, a la Palabra del Padre, con
Jesús de Nazaret.
He aquí las lapidarias y venerables palabras del concilio de Calcedonia (22 de octubre del año 451)
sobre la unidad de la persona divina del Verbo, que subsiste en la naturaleza divina y en la
naturaleza humana, ambas inseparablemente unidas sin confusión, de modo indiviso e inmutable:
«Siguiendo a los santos Padres, todos a una voz enseñamos que ha de confesarse a uno solo y el
mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, perfecto en la divinidad y perfecto en la humanidad, Dios
verdadero y verdaderamente hombre, [dotado] de alma racional y de cuerpo, consustancial con el
Padre en cuanto a la divinidad y consustancial con nosotros en cuanto a la humanidad, semejante
en todo a nosotros, excepto en el pecado (Heb 4,15)... Se ha de reconocer al mismo y único Cristo,
Señor e Hijo unigénito, [subsistente] en dos naturalezas sin confusión, sin cambio, sin división y sin
separación; sin que en modo alguno se borre la diferencia entre las naturalezas a causa de la
unión, sino conservando cada naturaleza lo que le es propio, concurriendo [ambas] en una sola
persona e hipóstasis, de tal forma que no está dividido o partido en dos personas, sino uno y el
mismo Hijo unigénito, Dios Verbo, Señor Jesucristo» 28.
Así, la manera metafísica de afirmar la unidad de Jesús el hombre, y del Verbo de Dios, es
mediante el concepto de unión hipostática, es decir, personal: es la unión de la divinidad con la
humanidad en la persona del Verbo. El Verbo se manifiesta y expresa en Jesús de Nazaret.
Intentamos decirlo con palabras más de hoy: la Palabra misma de Dios forma parte de la
estructura personal de Jesús. La Palabra misma de Dios está constituyendo como persona -divina-
a Jesús de Nazaret 29.
El centurión, al final del evangelio de Marcos, lo hizo más llano cuando afirmó con fe:
«Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios» (Mt 15,39).
V. Consecuencias de la encarnación
Como fondo de estas enseñanzas de Jesús, se supone que todos los hombres formamos un solo
cuerpo: el cuerpo de Cristo, esto es, el cuerpo de Dios mismo, que será entregado -devuelto- al
Padre para que Dios sea todo en todas las cosas (1Cor 15,28). La existencia real de este cuerpo de
Cristo, en el que se realiza la unidad y comunión de todos los hombres, tiene como efecto algo
que el evangelio señala explícitamente: cuanto se ha hecho a uno de los pequeños del mundo, se
lo hacemos propiamente a Cristo, cabeza que da consistencia o estructura unitaria a este cuerpo
vivificado por el Espíritu Santo.
Recordamos, por ejemplo, que Jesús cura a los enfermos y sana a los perturbados en su mente
(endemoniados), porque Dios ama la vida; atiende a los pobres, a los mendigos, a los ciegos, a los
marginados, porque Dios desciende a buscar todo lo que se había perdido; parte y reparte el pan
con sus discípulos, para enseñarnos la solidaridad de Dios con los que tienen hambre y sed de
justicia o simple hambre y sed; come con los pecadores, perdona a la adúltera y al paralítico,
porque sólo Dios puede levantar a los pecadores hasta la santidad; pide a Pedro que meta la
espada en su vaina y sufre la pasión con infinita paciencia, porque Dios ama la pacificación muy
por encima de la violencia; consuela a su madre y al discípulo, porque la entrega de Dios a las
personas las salva de la tristeza y de la depresión; muere en la cruz, porque Dios es amor. A estas
actitudes se las puede englobar con tres verbos de acción: acoger, compadecer (viene dél latín
compassio, que es la actitud igualitaria, no paternalista, de padecer juntamente con el otro) y
compartir (de ahí, el acto repetido de partir y, así, multiplicar el pan, que tanta importancia tiene
en Jesús). Así se equilibra el seguimiento de Jesús, tal como vivió y pasó por el mundo haciendo el
bien, con la recepción del don vivo de Cristo glorioso que es su Santo Espíritu.
2
NOTAS: 1. G. O'CoLLINS, Gesú oggi. Linee fondamentali di cristologia, San Paolo, Milán 1993, 314. — CCE 461. —3. Los salmos
celebran este encuentro: «Que se alegren en cambio los que en ti confían, que siempre estén alegres, porque tú los proteges;
4
que se gocen en ti los que aman tu nombre» (Sal 5,12). — In 3,16. Respecto de la misión, ver —entre otros— 5,37.43;
6,29.32.44.57; 7,16.28.29.33; 8,16.18.26.29.42; 10,36; 11,42; 12,44.45; 13,20; 14,24; 16,5; 17,3.8.18.21.23.25; 20,21. El cuarto
evangelio insiste en que Jesús ha sido dado, enviado, por el Padre. Eternamente estaba con el Padre, pero en la plenitud del
tiempo ha sido dado a la humanidad. Así trata el cuarto evangelio el tema de la preexistencia del Hijo como presupuesto para la
encarnación. — 5. La Trinidad, en sí misma, es abismo divino, original, paterno, del que proceden la Palabra y el Espíritu. La
6
Trinidad manifestada en la historia coincide con la forma de darse Dios a los hombres. — SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Carta a
7
los Romanos VIII, 3, en D. Ruiz BUENO, Padres apostólicos, BAC, Madrid 1950, 479. — SAN JUSTINO, Apología 1, 44,10 en D.
10
RUIZ BUENO, Padres apologetas griegos, Madrid 1979, 230. — 8 Ib. — 9 Ib, 60,7, 249. — ID, Apología 11, 7, 3, o.c., 269. — 11.
12 14
Ib. — Ib, 10,1, 272. — 13. Ib 10,8, 273. — El descenso de Dios que es su encarnación no puede eliminarse en el diálogo con el
judaísmo y el islam. Al contrario, la encarnación y la pascua —verdadera historia de Dios en el sentido evangélico, que no
15
hegeliano— ha de ser la base del diálogo entre las tres religiones. — Ver, por ejemplo, ORÍGENES, Homelies sur saint Luc
(Sources Chrétiennes), Introducción y notas de H. Crouzel, F. Fournier y P. Perichon, París 1962, 349-351. Pocos Padres han
16
hablado con tanta profundidad teológica y con tanta belleza poética del descenso del Espíritu Santo. — SANTA TERESA DEL
NIÑO JESÚS, Manuscritos autobiográficos, Burgos 1958, 5. — 17. J. M. ROVIRA BELLOSO, Tratado de Dios Uno y Trino,
4
Secretariado Trinitario, Salamanca 1993 , 364-369. La versión catalana, El Misteri de Déu, Barcelona 1994, 299-303, intenta
— 18
profundizar y aclarar más el tema. «El alma más parece Dios que alma y aun es Dios por participación», Subida del Monte
19
Carmelo, II, c. 5, en SAN JUAN DE LA CRUZ, Obras completas, BAC, Madrid 1994, 304. – SAN BUENAVENTURA, 1 Sent., 35, un. 1
Concl., en Opera omnia, t. I, Ad Aquas Claras (Quaracchi) 1882, 60 y II Sent. 16, 1,1 ad 2, o.c., t. II, 395. — 20. MISAL ROMANO,
prefacio I de navidad. El prefacio II dice así: «En el misterio santo que hoy celebramos, Cristo, el Señor, sin dejar la gloria del
Padre, se hace presente entre nosotros de un modo nuevo: el que era invisible en su naturaleza, se hace visible al adoptar la
nuestra». Podemos decir que, en navidad, «se manifestó la bondad y el amor a los hombres de Dios, nuestro Salvador» (Tit 3,4).
22 '
— 21. CCE 458. — J. M. RovIRA BELLoSo, L experiéncia de Déu en les Moradas de santa Teresa, Revista catalana de teología XIX
(1994) 165-181, en especial, 178-180. — 23. CCE 477. En la misma línea está el n. 515: «Desde los pañales de su natividad hasta
el vinagre de su pasión y el sudario de su resurrección, todo en la vida de Jesús es signo de su misterio. A través de sus ge stos,
sus milagros, sus palabras, se ha revelado que "en él reside toda la plenitud de la divinidad corporalmente" (Col 2,9)». El
24 25 26 28
concepto de imagen aparece ya en Col 1,15 y en 2Cor 4,4. - CCE 51. — GS 11. — GS 44. — 27. PT 34-36. – CONCILIO DE
CALCEDONIA, Symbolum chalcedonense, 22.10.451, DS 302.— 29. J. M. ROVIRA BELLOSO, Tratado de Dios Uno y Trino, o.c., 466-
467.
BIBL.: ALFARO J., Cristología y antropología, Cristiandad, Madrid 1973; DUQUOC CH., Cristología, Sígueme, Salamanca 1974;
FORTE B., Jesús de Nazaret. Historia de Dios. Dios de la historia, San Pablo, Madrid 1983; GNILKA J., Jesús de Nazaret. Mensaje e
historia, Herder, Barcelona 1993; GONZÁLEZ FAUS J. I., La humanidad nueva I, Razón y Fe, Madrid 1974; KASPER W., Jesús, el
Cristo, Sígueme, Salamanca 1989'; Teología e Iglesia, Herder, Barcelona 1989 (Cristología y antropología y «Uno de la
Trinidad...». Nueva fundamentación de una cristología espiritual en una perspectiva de la teología trinitaria, 266-320); LGIS J.,
Jesús de Nazaret: el Cristo liberador, HOAC, Madrid 1995; MOLLER G., Encarnación, en BEINERT W., Diccionario de teología
dogmática, Herder, Barcelona 1990, 235-238; O'CoLLINS G., Gesú oggi. Linee fondamentali di cristologia, San Paolo, Milán 1993;
7
PAGOLA J. A., Jesús de Nazaret. El hombre y su mensaje, Idatz, San Sebastián 1994 ; PANNENBERG W., Fundamentos de
cristología, Sígueme, Salamanca 1974; RAHNER K.-THÜSING W., Cristología. Estudio teológico y exegético, Cristiandad, Madrid
1975; SALVATI G. M., Teologia trinitaria della troce, Leumann-Turín 1987; SANNA I., Encarnación, en PACOMIO L. (dir.),
Diccionario teológico interdisciplinar II, Sígueme, Salamanca 1982, 343-357.
Un estudio sobre la religión en la escuela se puede hacer desde una perspectiva histórica, a la luz
de un pasado inmediato, en reacción respecto a la experiencia del mismo, o resituándolo en el
momento presente, en el que converge de algún modo todo lo anterior, con elementos y
perspectivas distintas en la Iglesia, en la cultura y en la sociedad. Hay un documento,
Orientaciones pastorales para la enseñanza religiosa escolar, de la Comisión episcopal de
enseñanza (OPERE), de junio de 1979, que marca un hito en el planteamiento y reflexión de este
tema. «Al entrar —decían los obispos en su introducción— en unos tiempos nuevos, señalados
entre otros factores por la Constitución de 1978 y los Acuerdos entre la Santa Sede y el Estado
español... tratamos de iluminar los difíciles y complejos problemas de la enseñanza, desde la
misión de la Iglesia y desde los intereses de la sociedad. Entre otros problemas, ocupa un lugar
destacado el de la enseñanza religiosa escolar». Esta necesidad de iluminar la realidad que nos
ocupa dio origen a un documento clarificador, fundamental, clave en su momento y referencia
obligada para la reflexión y aplicación práctica en la etapa siguiente y en la actualidad.
Pero la sociedad cambia; y esta relación, que se constata a través de períodos diversos según la
evolución social de los diferentes países europeos, empieza también a cambiar. El fenómeno de la
secularización acentuará progresivamente la separación de lo civil y de lo religioso. Y las nuevas
corrientes culturales, el pluralismo de ideas, la laicidad..., alimentaron en muchos grupos e
instituciones sociales una reacción, no sólo de separación, sino de neutralidad, de renuncia y aun
de beligerancia frente a toda referencia religiosa.
En el contexto español, ya desde el siglo XIX, se han sucedido diversas posturas a la hora de
entender la relación de escuela y religión. Ha habido momentos de especial conflictividad y
tiempos en los que, instaurada la unidad político-religiosa y recuperada la confesionalidad del
Estado, se imponía la confesionalidad de las instituciones oficiales; entre ellas la escuela. En esta
etapa de nacionalcatolicismo la religión se integró en el sistema educativo en todos sus niveles,
universitarios y no universitarios, con obligatoriedad generalizada y con un carácter
pretendidamente impregnador de toda la enseñanza. La conflictividad anterior parecía superada.
Pero la normativa jurídica existente respondía cada vez menos a la situación real de la sociedad
que, a partir de los años 60, evolucionó hacia formas más abiertas, secularizadoras y plurales. Y la
ley de libertad religiosa, ya vigente, permitía expresar en este aspecto otras posiciones.
Con la Ley general de educación de 1970, la enseñanza religiosa escolar conectó con la llamada
catequesis de la experiencia; era un paso en la búsqueda de respuestas más personalizadoras en la
formación religiosa, pero no dejaba de ser un modo de presencia de lo religioso católico en el
ámbito de la escuela pública, claramente cuestionado por otras posturas. La Iglesia, mientras
tanto, atenta a la realidad del momento, buscaba nuevos modos y soluciones alternativas.
2. UN MARCO PROPICIO PARA UN ESFUERZO DE CLARIFICACIÓN. La Constitución española, que
sanciona el nuevo régimen democrático, se promulga en 1978. En ella se proclama la no
confesionalidad del Estado (art. 16), y a la vez se garantiza en la educación la formación religiosa y
moral de los ciudadanos, de acuerdo con sus propias convicciones (art. 27, 2, 3).
En 1979 se firma el Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede sobre enseñanza y asuntos
culturales. En lo que afecta a la enseñanza de la religión en la escuela se plantea un cambio
significativo: los planes educativos deberán incluir la enseñanza de la religión católica en todos los
centros, en condiciones equiparables a las demás materias fundamentales. Por respeto a la
libertad de conciencia, dicha enseñanza no tendrá carácter obligatorio para los alumnos. Se
garantiza, sin embargo, el derecho a recibirla. Las autoridades académicas deberán adoptar las
medidas oportunas para que el hecho de recibir o no la enseñanza religiosa no suponga
discriminación alguna en la actividad escolar.
Dentro de la Iglesia, el Vaticano II, aunque no había promulgado ningún documento al respecto, sí
había puesto las bases para la renovación de los conceptos de evangelización, catequesis y
educación en la fe en varios de sus decretos y constituciones. El concepto de enseñanza religiosa
queda marcado de algún modo al profundizar en los de catequesis y evangelización.
Otro elemento, que también fue configurando la propuesta que se ofrece en 1979 para la
integración de la enseñanza religiosa en el ámbito escolar, es el planteamiento que se va haciendo
de la educación en general y la importancia que el tema educativo tiene para el episcopado
español, manifiesto en numerosos documentos a lo largo de la década de 1970.
En los objetivos se presenta como una oferta educativa para que el alumno se sitúe lúcidamente
ante la tradición cultural; que el alumno se inserte críticamente en la sociedad; que el alum no
encuentre respuesta a la pregunta sobre el sentido último de la vida con todas sus implicaciones
éticas.
El alumno, por otra parte, ha de tener la posibilidad de respuesta a sus interrogantes más
profundos allí donde se plantean, como la tiene para las preguntas que hace a los distintos
campos de la ciencia. La formación religiosa, en un respeto total y absoluto de la autonomía de las
demás materias, ha de integrar el sentido de vida que estas ofrecen en el sentido último. Por
afectar al núcleo esencial de la existencia, a nadie se le puede imponer –sería coacción–, pero
tampoco se le puede negar el derecho a recibirla –sería usurpación–.
La cultura impregna todo el ser humano relacionando los distintos saberes entre sí. En su hacer
educativo, la escuela y la enseñanza religiosa que en ella se imparte han de estar atentas a que se
pueda dar el diálogo interdisciplinar entre lo cultural y lo cristiano en aquellos educandos que
viven su dimensión religiosa según la fe católica.
La presencia de lo religioso en la escuela aparece, por tanto, desde una nueva perspectiva: no es
el derecho de la religión lo que da legitimidad para traspasar el umbral de una estructura
aconfesional o secularizada, sino el derecho del sujeto, no secularizado, cuyas aspiraciones de
fondo religioso exigen la intervención educativa de la religión.
El carácter propio de la enseñanza religiosa escolar aparece más claramente cuando esta se sitúa
en relación con la catequesis de la comunidad cristiana. La religión en la escuela, por razones
históricas –también pastorales– ha mantenido durante mucho tiempo la forma de catequesis. Aun
superada la época del catecismo, la enseñanza programada para las escuelas no difería mucho, ni
en su intencionalidad ni en sus objetivos, de la catequesis que se realizaba en los ambientes
parroquiales. Por ejemplo, en la introducción a los programas de religión que se elaboraron a
partir del proyecto de Ley general de educación de 1968, se daba esta definición de enseñanza
religiosa escolar: «Es una forma peculiar y privilegiada de la acción evangelizadora y catequética
en el ámbito escolar».
En el documento de 1979, en cambio, se expresa con toda claridad la relación entre enseñanza
religiosa escolar y catequesis. Ambas se presentan como tareas que no se identifican y sí son
complementarias. En esta misma línea se expresa Juan Pablo II en una alocución dirigida a los
sacerdotes de Roma (1981): «El principio de fondo que debe guiar el empeño en este delicado
sector de la pastoral es el de la distinción entre la enseñanza de la religión y la catequesis, que,
por otra parte, son complementarias. Efectivamente, en las escuelas se trabaja para la formación
integral del alumno. Por tanto, la enseñanza de la religión deberá caracterizarse teniendo
presentes los objetivos y criterios propios de una estructura escolar moderna». Abundemos, pues,
en estos aspectos: distinción, complementariedad y, en consecuencia, estatuto propio de esta
enseñanza.
1. DISTINCIÓN. Varios son los elementos diferenciadores: 1) Ambitos distintos: la escuela como
espacio de relación académica, pedagógica; la comunidad eclesial como ámbito de vinculación y
comunión en la fe. 2) Diversa fuente de iniciativa. En la catequesis es la comunidad cristiana la que
convoca, invita y actúa en las estructuras establecidas para catequizar. En la enseñanza religiosa
escolar, la Iglesia es llamada a prestar un servicio a la sociedad –como pueden serlo otras
confesiones religiosas– en los centros donde se lleva a cabo la educación, con los objetivos,
métodos y condicionantes concretos de la institución escolar. 3) Distinta intencionalidad de los
destinatarios. En la catequesis se supone una intención directa y explícita de vivencia de la fe y
una mayor integración en la comunidad cristiana. En la enseñanza religiosa escolar, lo que desean
los padres, cuando piden esta educación para sus hijos, es que lo religioso se integre en la
formación humana y que la visión del mundo y el sentido de la vida tengan una perspectiva
cristiana. 4) Distintos objetivos. Mientras que la catequesis busca la iniciación y la maduración de
la fe del creyente dentro de la comunidad, a través de todas las dimensiones necesarias para esa
maduración (cognitiva, celebrativa y de compromiso), la enseñanza religiosa escolar tiene como
objetivo promover el diálogo del evangelio con la cultura, incorporar el saber de la fe en el
conjunto de los demás saberes e integrar la actitud cristiana en la actitud global del alumno ante
la vida. 5) Distintos sujetos a quienes se oferta el mensaje cristiano. La catequesis va dirigida a un
sujeto que ya tiene una adhesión a la fe y busca madurarla. La enseñanza religiosa escolar se
dirige a sujetos creyentes y no creyentes que desean conocer la fe o confrontar con ella su
situación de increencia.
«Una catequesis viva de la comunidad –se dice en el documento de los obispos, de 1979– es el
terreno más apropiado para que fructifique la enseñanza de la religión. Y una buena enseñanza
religiosa creará el deseo de una plena catequización en el seno de la comunidad cristiana» (OPERE
66). Esta afirmación puede constatarse en diversos aspectos de la práctica real: la enseñanza
religiosa contribuye, sin duda, a una primera evangelización, necesaria en muchos casos para los
jóvenes inmersos en la realidad actual. La calidad de la enseñanza religiosa escolar es una
plataforma básica e indispensable para la seria profundización y maduración en la fe que pretende
la catequesis. En nuestra sociedad secularizada hay una serie de presupuestos que es necesario
abordar desde la enseñanza religiosa escolar, para poder abrirse a la propuesta objetiva y
personal de la fe cristiana. La enseñanza religiosa puede contribuir también a suscitar una serie de
interrogantes, desde los que la pregunta por la salvación tenga sentido existencial.
Aún refiriéndose a la escuela católica, reconociendo que puede hacer una aportación específica a
la catequesis, se insiste en la distinción entre esta y la enseñanza religiosa escolar.
Pero aunque participe de estos u otros aspectos del ministerio de la Palabra, la enseñanza
religiosa escolar no se identifica con ninguno de ellos, y como ya se apuntaba al hablar de su
peculiaridad, puede decirse que tiene su estatuto propio, su aportación original. Lo irrenunciable
de la clase de religión, lo que se le encomienda específicamente, son aquellas tareas que el
Concilio señalaba en la constitución Gaudium et spes (GS 57-59) al hablar del diálogo fe-cultura.
Teóricamente, la enseñanza de la religión puede estar presente en la escuela, que es una creación
social al servicio de los alumnos, de las familias y de la sociedad. La sociedad está configurada por
diversos grupos sociales, con sus concepciones religiosas o convicciones correspondientes.
También con sus derechos, que son anteriores a los del Estado. En esta sociedad y en este aspecto
que nos ocupa, el Estado habrá de garantizar jurídica y eficazmente –tanto en la escuela estatal
como en la no estatal–la educación religiosa para los alumnos cuyos padres lo deseen. En la
práctica, ¿qué decir de la demanda social y de la respuesta en los sistemas educativos?
b) Los Acuerdos entre la Santa Sede y el Estado español. Este documento, suscrito en 1979, trata
ya de forma más concreta la configuración de la enseñanza religiosa escolar dentro del sistema
educativo.
Se incluye en los planes educativos (en los niveles no universitarios) como materia fundamental
«en condiciones equiparables a las demás disciplinas fundamentales» (art. II). Al ser confesional,
«no tendrá carácter obligatorio para los alumnos» (art. II). Pero al conjugar el derecho a la
enseñanza religiosa integrada en el sistema educativo (materia fundamental) y el derecho a la
libertad religiosa de padres, alumnos y profesores (carácter opcional) se crea una situación
específica que no se da en otras disciplinas y que hay que tener en cuenta para atender a su
adecuada y plena integración.
Siendo materia fundamental no puede estar en la escuela como un aparte fuera del plan de
estudios o del horario académico. Por el contrario, habrá de estar integrada en el currículo
escolar. Y si lo está con la salvedad de que «el hecho de recibir o no la enseñanza religiosa no
suponga discriminación alguna en la actividad escolar» (art. II), parece que esto no sería posible
sin una materia alternativa que se ofreciera con el mismo nivel académico, integración en el
currículo y exigencias similares a las de la clase de religión (evaluación, etc).
Al ser un acuerdo entre el Estado y la Iglesia católica, es obvio que se subraye el carácter
confesional de la enseñanza religiosa escolar. Lo mismo cabe afirmar de los Acuerdos entre el
Estado y otras confesiones religiosas. Y esta confesionalidad afecta a los contenidos de la materia,
libros de texto, material didáctico..., que corresponde señalar a la jerarquía eclesiástica (art. VI);
también afecta a los alumnos, que son los que optan por una determinada confesión; y a los
profesores que serán designados por la autoridad académica entre aquellos «que el Ordinario
diocesano proponga para ejercer esta enseñanza» (art. III); por este mismo carácter confesional,
ningún profesor será obligado a impartir esta materia. El Acuerdo señala la posibilidad de realizar
—como sucede en otras materias— «actividades complementarias de formación y asistencia
religiosa» (art. II), que habrán de permitir las autoridades académicas, pero las diferencia
claramente de la clase de religión; y queda claro que la Iglesia no utiliza el ámbito escolar para
realizar una animación pastoral propia del ámbito eclesial.
c) La Ley de ordenación general del sistema educativo (LOGSE), de octubre de 1990: «La
enseñanza de la religión se ajustará a lo establecido en el Acuerdo sobre enseñanza y asuntos
culturales entre la Santa Sede y el Estado español y, en su caso, a lo dispuesto en aquellos otros
que pudieran suscribirse con otras confesiones religiosas. A tal fin, y de conformidad con lo que
dispongan dichos acuerdos, se incluirá la religión como área o materia en los niveles educativos
que corresponda, que será de oferta obligatoria para los Centros y de carácter voluntario para los
alumnos». Este es el texto íntegro de la disposición adicional segunda de la LOGSE, referida a la
enseñanza de la religión en el actual sistema educativo. Una vez más, se ha abordado este tema
desde planteamientos ideológicos, jurídicos o políticos; y no por razones curriculares, es decir, por
exigencias de la propia escuela, desde las capacidades que el alumno debe haber logrado al
finalizar su proceso educativo.
2. DIFICULTADES PRÁCTICAS. En los reales decretos sobre las enseñanzas mínimas de cada etapa
se concreta la aplicación de la disposición adicional de la Ley orgánica. El tratamiento dado a la
enseñanza religiosa escolar, sobre todo en los aspectos de la alternativa y el enfoque de la
evaluación, no fue el adecuado y se recurrió por vía judicial. El Tribunal supremo falló a favor del
recurso presentado. En diciembre de 1994 se promulga el Real decreto que regula la enseñanza
religiosa escolar en la actualidad, sin que tampoco haya sido fruto del consenso entre las partes
implicadas, ni se hayan modificado sustancialmente los puntos anulados por las sentencias
anteriores, y se ha vuelto a recurrir. Finalmente se aprueba una orden que regula las actividades
de estudio alternativas a la enseñanza religiosa para aquellos alumnos que no hubiesen optado
por esta; el nivel en que se plantea esta alternativa, la indefinición de los contenidos, la
inconsistencia académica que se deriva de su falta de evaluación, genera una situación
inaceptable de creciente deterioro para el área y de innegable dificultad para los alumnos y para
el propio profesorado.
En cuanto a los profesores, se prolonga una situación anormal, que afecta tanto a su integración
plena en el Centro como a su acción docente y educadora. El profesor sabe que es un enviado por
la Iglesia católica para realizar su misión, y esta es la base sobre la que se apoya su presencia
activa en la escuela, su esfuerzo por ofrecer una enseñanza de calidad y su actitud positiva ante
las dificultades. Pero esto no obsta para constatarlas y tratar de superarlas, sobre todo, en función
de los alumnos a quienes se ofrece este servicio eclesial.
a) El área de religión en la educación infantil. El encuentro del mundo religioso del niño se hace a
través de la percepción de los elementos del entorno: las fiestas, las canciones, las personas, las
imágenes, los espacios. Esta percepción debe englobar los aspectos visuales, auditivos, táctiles.
El diseño comienza por ofrecer referencias al hecho religioso como una dimensión de la persona, y
una de las formas o maneras de responder a los interrogantes fundamentales que el hombre se
hace sobre las cuestiones de sentido que la vida plantea. En la época contemporánea no son las
religiones el único cauce de respuesta; algunos la encuentran a través de los diferentes
humanismos o de las ciencias. El alumno de secundaria obligatoria debe acercarse con respeto a
las diferentes posibilidades, conocerlas de manera seria y sistemática, para poder sustentar el
respeto en un conocimiento fundamentado.
La LOGSE contribuye a mejorar la calidad de espera con el concepto de evaluación formativa que
recorre el camino de los diversos aprendizajes, y siempre se está a tiempo para enmendarlo. La
evaluación criterial considera que no hay una talla única o uniforme; es necesaria una Pvaluación
adaptada a las diferentes personas. Somos conscientes del riesgo y de la dificultad que esto
implica. La esperanza educativa debe ir acompañada de la paciencia y de la perseverancia que no
ceja. Mientras el hombre vive, siempre hay tiempo para una segunda oportunidad.
BIBL.: ARTACHO LÓPEZ R., La enseñanza escolar de la religión, PPC, Madrid 1989; CoMISIÓN EPISCOPAL DE ENSEÑANZA Y
CATEQUESIS, Orientaciones pastorales sobre la enseñanza religiosa escolar, PPC, Madrid 1979; La catequesis de la comunidad,
Edice, Madrid 1983; El sacerdote y la educación, Edice, Madrid 1987; Diseños curriculares base de religión y moral católica,
Edice, Madrid 1991; CONTRERAS MAZARIO J., La enseñanza de la religión en el sistema educativo, Centro de Estudios
constitucionales, Madrid 1992; DÍAZ MOZAZ J. M., Religión ¿para qué?, San Pío X, Madrid 1985; ESTEBAN GARCÉS C., Didáctica
del área de religión, San Pío X, Madrid 1995; FERRER LUJÁN F., La enseñanza religiosa escolar en el pensamiento de la Comisión
episcopal, en La enseñanza de la religión en la escuela pública, Sal Terrae (marzo 1987); GARCÍA REGIDOR T., La educación
religiosa en la escuela, San Pío X, Madrid 1994; SALAS XIMELIS A., Jaque a la enseñanza de la religión, PPC, Madrid 1991; YANES
E., Enseñanza religiosa y libertad de enseñanza, Fundación Santa María, Madrid 1983.
ESCUELA CATÓLICA
SUMARIO: I. La escuela católica, institución civil y ámbito eclesial. II. Identidad y caracteres de la
escuela católica: 1. Escuela «de tiempo completo»; 2. Con vocación educadora; 3. Ámbito
homogéneo y coherente; 4. Enraizada en Cristo y en el evangelio; 5. En torno a la comunidad de
fe; 6. Con capacidad de testimoniar los valores del Reino. III. Misión evangelizadora de la escuela
católica: 1. Los dinamismos de la escuela católica; 2. El proyecto de acción pastoral; IV. Los retos
del futuro.
La escuela católica, lugar tradicional de la acción evangelizadora, ha sido, desde la llegada de los
aires renovadores del Vaticano II, un ámbito llamado a definir su identidad y su misión, ya
interpelado por los condicionamientos de la nueva sociedad, ya urgido por la propia Iglesia. Desde
los caracteres de una sociedad secular y pluralista, la escuela católica se ve interpelada a redefinir
su tradicional papel de suplencia y a situarse, dentro del marco de las libertades sociales, como
una oferta educativa junto a otras ofertas; desde la propia Iglesia, es urgida a reconsiderar cuáles
son su identidad y su misión específicas, como lugar eclesial y como ámbito evangelizador en el
campo de la educación. Quizá sea esto lo que mejor defina el carácter propio y peculiar de este
ámbito secular y eclesial que llamamos escuela católica y de su proyecto original. Quizá sea
necesario también reconsiderar la identidad de la escuela católica y reconocer su originalidad o
diferencia, pues «lo que falta a veces a los católicos que trabajan en la escuela es, quizás, una clara
conciencia de la identidad de la escuela católica y la audacia para asumir todas las consecuencias
que se derivan de su diferencia respecto de otras escuelas» (EC 66).
Como toda escuela, la escuela católica se sitúa de lleno entre las instituciones educativas propias
de la sociedad y, como tal, participa de los caracteres y hace suyas las finalidades educadoras de
toda escuela. Es, por tanto, un ámbito civil y secular. Y esta dimensión civil y secular genera en la
escuela católica un carácter ambivalente y ambiguo, que es necesario considerar como parte
integrante de su naturaleza y de su estructura. En efecto, la escuela católica, en cuanto institución
civil, se sitúa dentro del sistema y participa de las estructuras, condicionamientos y exigencias de
toda institución social; pero, por otra parte, como sujeto eclesial, está llamada, desde su fe
cristiana, a ser crítica con ese mismo sistema. Por otro lado, la escuela católica tiene vocación de
evangelizar; pero ha de hacerlo, en gran medida, a través de estructuras que de por sí no
evangelizan.
Este carácter ambivalente y ambiguo ha de ser considerado como algo inherente a la estructura
misma de la escuela católica. Ello facilitará, a su vez, la adecuada comprensión de su misión
evangelizadora, del ejercicio de la pastoral y de los medios más aptos para lograrlo.
1. ESCUELA «DE TIEMPO COMPLETO». La escuela católica es una escuela «de tiempo completo».
Esto quiere decir que lo cristiano de la escuela abarca a su realidad global, a todo su ser, a toda
estructura, relación o acción que se realice dentro de su ámbito educador; que su acción
evangelizadora comprende todo: actividad académica o curricular y actividades que pueden no
ser consideradas como curriculares, pero que son parte integrante de la propia escuela.
2. CON VOCACIÓN EDUCADORA. La escuela católica expresa y vive una inequívoca vocación
educadora; es decir, su primera misión es la de educar, la de servir al proceso de maduración
personal de los educandos. Dicho proceso, que tiene lugar en el seno de la comunidad educadora
y que se realiza a través de la transmisión/asimilación de la cultura, constituye el objetivo
prioritario de la escuela y debe prevalecer sobre cualquier otro objetivo de educación cristiana.
6. CON CAPACIDAD DE TESTIMONIAR LOS VALORES DEL REINO. La escuela católica se define
también por la capacidad de testimoniar y de transparentar los valores del Reino. La escuela
católica, como conjunto de estructuras al servicio de la maduración de los educandos, ha de
expresar con claridad los signos del misterio de la encarnación de Jesús, y manifestarlos a través
de sus estructuras, como opción expresa. A los signos de encarnación se unen los signos de
trascendencia2 .
a) Signos de encarnación. 1) La escuela católica ha de encarnar el signo del carácter popular. Esto
quiere decir que ha de buscar la encarnación visible, no sólo teórica, entre los más necesitados; y
también que, si está al servicio de las clases acomodadas, se encarne no sometiéndose a los
valores dominantes de la clase social a la que sirve, sino como opción educadora que
transparente, desde su fe y desde su proyecto educador, los valores del evangelio. 2) Ha de
encamar también el valor del servicio; la escuela mostrará en sus estructuras y en su actuar diario
el carácter vocacional de diakonía, de servicio a la persona humana en todos los órdenes. 3) Ha de
encarnar también el carácter secular: este signo evangélico exige de la escuela, al menos, dos
características: que no se convierta en un lugar cerrado, en el que se reflejen sobre todo los
elementos religiosos y congregacionales, y que dé cabida a los seglares cristianos como elemento
configurador de la escuela en su ser y en su actuar. 4) Debe tener asimismo un carácter fraternal y
dialogal: la fraternidad debe transparentarse no sólo en el ejercicio de las relaciones horizontales
y en los momentos de fácil convivencia, sino también en las relaciones personales difíciles, las que
están mediatizadas por conflictos laborales y académicos. 5) Finalmente, ha de encamar el signo
de la libertad: la escuela católica se proclama hoy favorecedora de la educación de y en la libertad;
esto significa el respeto a la conciencia individual y a la libertad religiosa de los educandos.
b) Signos de trascendencia: Además, la escuela católica deberá testimoniar: 1) el signo de la
pobreza, situándose entre los pobres y mostrando a todos, pobres y no pobres, el único absoluto:
Dios; 2) el signo de la apertura y acogida universales, mostrando su genuina y plena catolicidad, y
3) el signo de la palabra de Dios, cuyo anuncio explícito deberá constituir una característica
original y distintiva de la escuela.
La escuela católica tiene su razón de existir en cuanto ámbito evangelizador, que participa de la
única misión de la Iglesia: «La escuela católica encuentra su verdadera justificación en la misión
misma de la Iglesia» (DRE 34). Como «sujeto eclesial» (DRE 33) y como «medio privilegiado para la
formación integral del hombre» (EC 8), la escuela es «lugar de formación integral, de auténtico
apostolado y de acción pastoral, no en virtud de actividades complementarias o paralelas o
paraescolares, sino por la naturaleza misma de su misión, directamente dirigida a formar la
personalidad cristiana» (DRE 33). Como la Iglesia misma, la escuela católica realiza su misión
evangelizadora mediante el testimonio y mediante el anuncio explícito.
2. EL PROYECTO DE ACCIÓN PASTORAL. La escuela católica crea entre todos los componentes de la
comunidad educativa y ofrece a sus alumnos un proyecto educativo en el que se hallan
articulados aquellos fines y objetivos que son propios del currículo obligatorio para todas las
escuelas de un país, y los objetivos que promueve una educación específicamente cristiana y que
están reflejados en el carácter propio de la escuela. La articulación de ambos elementos genera un
Proyecto nuevo y específico de la escuela católica, a través del cual esta proyecta la realización de
su misión evangelizadora. Esta, que ha de programarse de acuerdo con el grado de vinculación de
los alumnos a la religión y a la fe cristiana, se expresa a través de un Proyecto de pastoral global —
posteriormente especificado y diversificado—, que comprende los siguientes ámbitos o círculos.
a) Ambito o círculo del umbral: la escuela católica, como instancia educadora, muestra su
capacidad de estructurar y unificar todos los medios pedagógicos y todas las acciones educadoras,
de forma que se ofrezca como un ámbito coherente, es decir, como «un conjunto de elementos
coexistentes y cooperantes capaces de ofrecer condiciones favorables al proceso educativo» (DRE
24). A partir de ese ambiente educador, toda la acción escolar resultará eficaz para el logro de la
educación integral de la persona de los educandos.
Este primer ámbito, al tratar de educar la personalidad integral del alumno, tiende también a
posibilitar la apertura humana a la fe, y se constituye en el primer momento de su acción
evangelizadora. En este sentido, la escuela cuidará con prioridad el desarrollo de las dimensiones
siguientes: 1) El desarrollo'de ciertas capacidades que significan crecimiento y maduración de la
persona y, en último término, posibilidad de apertura a lo trascendente. Así, la capacidad de
admiración, de asombro y de interrogación acerca de la realidad, más allá de los datos
aprendidos; la capacidad de búsqueda como ejercicio de superación de las seguridades; la
capacidad crítica que, a partir del análisis de la realidad, ayude al alumno a superar lo existente y a
sentirse llamado a comprometerse en la transformación de la sociedad; y finalmente, la capacidad
simbólica que le ayude a superar la dimensión objetiva de la realidad para descubrir el sentido
sacramental de la vida y del mundo. 2) Este primer ámbito evangelizador significa también la
educación de actitudes, es decir, de formas habituales de reaccionar y de actuar ante la realidad y
ante los otros. La escuela católica educará en la actitud de esperanza, como superación de la
realidad dada y como apertura a la realidad nueva y renovadora; la solidaridad con los hombres,
sus semejantes, especialmente con aquellos que viven en una situación de pobreza, injusticia y
marginación; la actitud de compromiso ante la realidad, empezando por educar en la sensibilidad
ante las injusticias más próximas al educando, y continuando por la iniciación del compromiso en
proyectos de acción social en favor de la justicia y la paz. 3) Finalmente, la escuela católica ha de
promover la educación de valores, lo que significa la propuesta de y la invitación a los valores, no
a través de una disciplina o área determinada, sino a través de toda la acción escolar, y no sólo
como una propuesta teórica, sino como realización experiencial intensa. La escuela católica
educará en los valores humanos fundamentales (la dignidad de la persona humana, la vida, la
libertad, la solidaridad, la tolerancia, el bien común, la paz...). Y, por otra parte, iniciará en el
conocimiento, análisis y crítica de los valores vigentes, promovidos por la cultura dominante, que
consciente o inconscientemente configuran la persona de los educandos y tienden a convertirse
en modelos habituales de referencia.
Juzgado desde el conjunto del proyecto evangelizador, este ámbito de umbral reviste una
importancia definitiva para la escuela católica: mantiene en un permanente estado de vigilancia
sobre ella misma, sobre los educadores, sobre las relaciones educativas, sobre las estructuras,
sobre la acción docente y discente y sobre todo lo que, no estando programado, constituye un
elemento de acción comprobada: el llamado currículo oculto. No es, pues, gratuito afirmar que la
concepción de la escuela en su totalidad como ambiente educador es el medio más adecuado para
lograr los objetivos de la educación plenamente humana, único camino que puede posibilitar la
apertura a la fe y la educación en la misma.
b) Ambito del diálogo entre la fe y la cultura: otro ámbito del proyecto evangelizador de la escuela
católica se realiza a través de la tarea de integrar las dos realidades que constituyen parte
fundamental de la identidad de la escuela: la fe y la cultura. En este sentido, es la escuela católica
en su totalidad —y no sólo una de sus estructuras, como, por ejemplo, la clase de religión— la que
ha de posibilitar las condiciones y el ejercicio de esa aproximación y de ese diálogo. La escuela,
como lugar cultural en el que se descubre, se transmite, se asimila, se valora y se recrea la cultura,
encuentra su razón de ser en «la comunicación crítica y sistemática de la cultura para la formación
integral de la persona» (EC 36). Y se trata, además, de una educación de la cultura dentro de la
visión cristiana de la realidad, «mediante la cual la cultura humana adquiere su puesto privilegiado
en la vocación integral del hombre» (GS 57).
Pudiera parecer que este objetivo fuera un tanto inadecuado e inalcanzable para los niños y los
adolescentes; y ello, en cierto modo, es verdad. Pero aunque el diálogo entre cultura y fe sea, en
realidad, tarea propia de la madurez cristiana, la escuela deberá fomentar su aprendizaje e iniciar
en un camino de evangelización que habrá de prolongarse durante toda la vida del creyente.
Es necesario advertir que la cultura no es algo abstracto, sino, más bien, una realidad vivida en el
seno de la sociedad y expresada en el interior de la escuela. Su integración con la fe es tarea
permanente del conjunto de la escuela, pero tiene lugar de manera especial en un momento clave
del proceso evangelizador: la clase de religión. La enseñanza religiosa, «en conexión con las demás
disciplinas, es una forma privilegiada de la relación ineludible entre fe y cultura; es el medio para
que el alumno haga personalmente la síntesis de la fe con la cultura» (OPERE 41).
Pero esta pedagogía entre cultura y fe tiene lugar también en la actitud permanente de los
educadores y en la forma como es vivida a través de la acción global de la escuela. En este
sentido, será necesario examinar cómo son las actitudes de los educadores cristianos ante la
ciencia y ante la cultura; cómo son las relaciones que viven habitualmente los educadores, como
mediadores de la cultura, con la fe; cómo ayudan al alumno a situarse en sus respectivas
disciplinas, en relación con la fe, especialmente en aquellas cuestiones en las que esa relación se
torna más conflictiva o problemática; cómo repercute la fe, expresada y vivida en la escuela, en la
cultura que se vive en ella y fuera de ella; qué planteamientos interdisciplinares se realizan en el
ámbito escolar; de qué manera se presentan los profesores y educadores como mediadores de
ese diálogo, es decir, cómo han realizado ellos mismos esa relación didáctica —y dialógica— entre
la fe que profesan y la cultura, objetivo específico de su misión educadora. En este sentido cabe
recordar que «la síntesis entre cultura y fe se realiza gracias a la armonía orgánica de fe y vida en
la persona de los educadores. La nobleza de la tarea a la que han sido llamados reclama que, a
imitación del único Maestro, Cristo, ellos revelen el misterio cristiano no sólo con la palabra, sino
también con sus mismas actitudes y comportamientos» (EC 43).
c) Ambito de la catequización: la trayectoria que venimos recorriendo nos lleva ahora al tercer
ámbito o círculo de la acción pastoral de la escuela católica: la catequización explícita.
Que la escuela católica sea lugar de catequización es no sólo una realidad constatable, y aun
floreciente en muchos casos, sino algo deseable para la propia Iglesia. En documentos oficiales
sobre la escuela católica se afirma la idoneidad y aun la necesidad de esta como lugar de
catequización. Así, en el documento La escuela católica se acentúa la prioridad de la función
catequística de la familia, para insistir luego en la necesidad e importancia de la catequesis en la
escuela (cf EC 51).
Es cierto que la catequesis es tarea de la comunidad cristiana. Habrá que afirmar, entonces, que la
escuela católica es comunidad de fe; pues bien, el documento Dimensión religiosa de la educación
en la escuela católica identifica a la escuela católica como sujeto eclesial. Esto quiere decir que en
la escuela católica la Iglesia se autoafirma, se desarrolla y actúa como Iglesia. Este sujeto eclesial,
equivalente también a comunidad cristiana o comunidad de fe, identifica la escuela como lugar de
catequización.
La naturaleza de la escuela hace de ella una comunidad diferente a la comunidad parroquial. Pero
aun así, puede constar de idénticos elementos comunitarios, incluido el de la continuidad y la
permanencia, ya que, como hemos afirmado anteriormente, consideramos aquí la escuela católica
como una plataforma evangelizadora que supera los límites de la acción estrictamente académica.
Pero, al referirnos a la catequización, ¿de qué tipo o modelo de acción catequizadora hablamos?
La catequesis de que hablamos debe ser entendida como un proceso de iniciación cristiana, es
decir, como un proceso de conversión a Cristo, que culmina con la incorporación a la comunidad
cristiana, y se manifiesta en el compromiso vital por el reino de Dios.
Esta iniciación puede llamarse de inspiración o de estilo catecumenal, ya que «el modelo de toda
catequesis es el catecumenado bautismal». Dicha catequesis, siguiendo las orientaciones
pastorales de la Iglesia española, consta de las siguientes dimensiones: 1) «una iniciación en el
conocimiento del misterio de Cristo y del designio salvador de Dios»; 2) «una iniciación en la vida
evangélica, en ese estilo de vida nuevo, que no es más que la vida en el mundo, pero una vida
según las bienaventuranzas»; 3) «una iniciación en la experiencia religiosa genuina, en la oración y
en la vida litúrgica...», y 4) «una iniciación en el compromiso apostólico y de Iglesia»5. Pues bien,
esta catequesis tiene su estructuración en la escuela católica, como proceso continuado a través
de los grupos de profundización en la fe, en los cuales «se desarrolla el proceso catecumenal y
donde convergen o toman consistencia todos los elementos catequísticos citados
anteriormente»6.
Este camino es, hoy por hoy, no sólo la plasmación teórico-doctrinal de lo que puede y debe
hacerse en la catequesis escolar, sino también la traducción palpable y real de que tal catequesis,
con las garantías necesarias, es posible en la escuela católica. El grupo, como núcleo metodológico
de la acción catecumenal, como núcleo vital para todo el proceso de la educación de la fe, es hoy
una realidad más o menos floreciente en torno a comunidades cristianas nacidas y desarrolladas
en y a través de la escuela católica.
Para finalizar, tan solo un breve apunte sobre algunos desafíos que se presentan a la escuela
católica en el futuro. La respuesta a dichos desafíos proporcionará credibilidad a la escuela en una
sociedad cada vez más plural. Entre estos retos señalamos: 1) reformular la identidad de la
escuela católica en una sociedad secular y pluralista, con una presencia notable de la llamada
cultura de la increencia; 2) la creación y la vivencia de la escuela como un ambiente específico,
como un ámbito educador, con fuerza e intensidad necesaria como para poder imprimir un
carácter propio a su educación y para contrarrestar el influjo de fuerzas poderosas antieducativas;
3) la creación de la comunidad cristiana como realidad viva dentro de la propia escuela, como
lugar de pertenencia y como referencia permanente al proceso de iniciación de la fe cristiana de
los alumnos; 4) la incorporación de los seglares a la educación cristiana, comprendida, vivida y
ejercida como un auténtico ministerio eclesial; 5) la programación de su acción evangelizadora,
atendiendo a la diversidad religiosa de sus alumnos y al grado de vinculación de los mismos con la
fe cristiana, y 6) la integración, afectiva y efectiva, de la escuela católica en el conjunto de la
pastoral de la Iglesia.
NOTAS: 1. DEPARTAMENTO DE PASTORAL DE FERE, La pastoral de la escuela católica, Madrid 1993, 23. – 2 Cf A. APARISI, Utopía
escolar y realismo educativo, Narcea, Madrid 1982, 72ss. — 3. DEPARTAMENTO DE PASTORAL DE FERE, o.c., 30. – 4. Ib, 47. – 5.
CC 83ss. – 6. HERMANOS DE LAS ESCUELAS CRISTIANAS, Escuela cristiana y catequesis, San Pío X, Madrid 1990, 49.
BIBL.: AA.VV., La escuela ¿lugar de evangelización?, San Pío X, Madrid 1986; AA.VV., Animation chrétienne de l'ecole en Lumen
Vitae, vol. XLII, 1987; AA.VV., La otra escuela cristiana, Sinite,l04 (1993); BOCoS A., Escuela misionera y profética en la nueva
sociedad, Publicaciones Claretianas, Madrid 1987; CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, La escuela católica, Roma
1977; El laico católico, testigo de la fe en la escuela, Roma 1988; Dimensión religiosa de la educación en la escuela católica,
Roma 1988; DEPARTAMENTO DE PASTORAL DE FERE, La pastoral de la escuela católica, Madrid 1993; GARCÍA REGIDOR T., En el
corazón de la escuela, San Pablo, Madrid 1988; LAMOTTE E., Guide pastorale de l'enseignement catholique. Pour la réflexion et
'
1 action, Drogue-Ardant, Limoges 1989.
ESPÍRITU SANTO
La Iglesia tiene conciencia de que nada ocurre en ella sin que el Espíritu Santo intervenga, y de
que todo en la experiencia cristiana sucede por su inspiración y su presencia. Por eso lo invoca
frecuentemente en la oración y en las celebraciones litúrgicas: 1) cada vez que se hace la señal de
la cruz y se da o se recibe la bendición; 2) cuando se recita la fórmula Gloria al Padre, y al Hijo, y al
Espíritu Santo, con la que se concluyen los salmos o los misterios del rosario y otras oraciones; 3)
cuando finaliza la oración colecta en la misa, así como en laudes y vísperas; 4) en la celebración de
los sacramentos, que se realizan en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo (en la
eucaristía de cada domingo y fiesta solemne se proclama, en el credo, la fe en el Espíritu Santo).
Esta constante presencia del Espíritu Santo en la vida cristiana no se corresponde, sin embargo,
con un conocimiento profundo de su persona ni con una relación frecuente con él. Ha de ser, por
tanto, tarea de la catequesis cultivar la vida en el Espíritu e iniciar en el conocimiento y en el trato
con la tercera persona de la Santísima Trinidad.
Conscientes de que el Espíritu Santo está en el origen de la vocación y la misión de los catequistas,
estos han de lanzarse a tientas, pero con la emoción de saber que están buceando en el mundo
íntimo de Dios, a la maravillosa aventura de conocerlo y entregarlo a los que acompañan en el
crecimiento de su fe, sabiendo que esto sólo es posible si él concede a unos y a otros la luz con la
que atisbar la Verdad cegadora del misterio del Dios Amor.
1. EL ESPIRITU SANTO EN LA TRINIDAD. Lo primero que hay que hacer para conocerlo es acercarse
a su vida íntima, a su relación con el Padre y con el Hijo; porque hablar del Espíritu Santo es entrar
en el misterio del Padre y del Hijo. «Cuando digo Dios, entiendo el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo»1.
El Espíritu es la fuerza inmensa que impulsa al Padre hacia el Verbo y el movimiento de amor que
impulsa al Verbo hacia el Padre. Este movimiento interno existe desde toda la eternidad, porque
Dios, fuente inagotable y manantial de amor, se entrega totalmente al Hijo en la fuerza del
Espíritu Santo.
El Espíritu está en el corazón de esta relación eterna, pues como confiesa la sabiduría de Oriente
es «el éxtasis de Dios», Aquel en quien el Padre y el Hijo salen de sí mismos para darse en el amor.
Según esto, el Espíritu es el vínculo de amor eterno, el que une al Padre y al Hijo: «Son tres: el
Amante, el Amado y el Amor»2. «El Padre es la fuente, el Verbo es el río, el Espíritu Santo es la
corriente del río»3.
2. PERSONA DISTINTA DEL PADRE Y DEL HIJO. Pero el Espíritu ha de ser confesado como una
persona distinta del Padre y del Hijo. Jesús se refiere con frecuencia al Espíritu con el pronombre
personal él: «El defensor, el Espíritu Santo, el que el Padre enviará en mi nombre, él os lo
enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho» (Jn 14,26); «Cuando él venga demostrará al
mundo en qué está el pecado, la justicia y la condena» (Jn 16,8); «Cuando venga él, el Espíritu de
la verdad, os guiará a la verdad completa» (Jn 16,13); «El me honrará a mí» (Jn 16,14); «El dará
testimonio de mí» (Jn 15,26).
El Espíritu es, por tanto, un ser personal, con un actuar propio, unido indisolublemente al del
Padre y al del Hijo.
Creer en el Espíritu Santo es profesar que es una de las personas de la Santísima Trinidad,
consustancial al Padre y al Hijo, como lo hacemos en el símbolo de Nicea y Constantinopla: «Creo
en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el
Hijo recibe una misma adoración y gloria».
Llegar a esta confesión no fue nada fácil; de hecho hay una cierta diferencia de matices entre los
cristianos de Oriente y Occidente. Esta diferencia se ha concretado en nuestra confesión en el
Credo con la fórmula: «y del Hijo» (Filioque), que no estaba contenida en la profesión de fe de
Constantinopla, sino que fue incluida más tarde por la Iglesia romana. Con ella, la Iglesia de Roma
y las otras Iglesias occidentales quieren acentuar más claramente que el Hijo es de la misma
naturaleza del Padre y está situado a su mismo nivel. También en esto coinciden los ortodoxos,
pero ellos utilizan: «del Padre por el Hijo», queriendo expresar que en Dios sólo el Padre es origen
y fuente.
En cualquier caso, ambas corrientes coinciden en confesar que así como el Padre es el origen y la
fuente del Hijo, y todo lo que él es lo da al Hijo, así también el Padre y el Hijo, o el Padre por el
Hijo, dan la plenitud de la vida y el ser divino que le es propio, y producen así juntos al Espíritu
Santo.
3. FUENTE DE AMOR Y DE GRACIA. Por esa plenitud de vida que el Espíritu recibe del Padre y del
Hijo, se convierte en don para el hombre, en fuente de la que brota la vida, en dispensador de
vida. Es la fuerza que inspira y crea la nueva vida y la transformación final del hombre y del
mundo.
«El Espíritu Santo, consustancial al Padre y al Hijo en la divinidad, es amor y don (increado) del que
deriva como una fuente (fons vivus) toda dádiva a las criaturas (don creado): la donación de la
gracia a los hombres mediante toda la economía de la salvación. Como escribe al apóstol Pablo:
"El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que nos ha sido
dado"» (DeV 10).
4. Los SÍMBOLOS DEL ESPÍRITU. El Catecismo de la Iglesia católica ofrece un recorrido por la acción
del Espíritu a partir de los símbolos por los que es conocido: es agua, símbolo de la vida, que brota
hasta la vida eterna en el bautismo; es unción que consagra y enriquece con sus dones; es fuego
que purifica; es nube luminosa que cubre con su sombra protectora; es sello que deja la impronta
de Dios; es mano con la que se transmite la fuerza divina; es dedo con el que Dios escribe sus
preceptos en los corazones; es paloma que reposa sobre el hombre, para que descubra la
protección del Altísimo (cf CCE 694-701).
1. EL ESPÍRITU EN EL TIEMPO DE LAS PROMESAS. Cada vez que Dios sale de sí mismo para darse al
hombre lo hace en el Espíritu: «El Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas» (Gén 1,2); porque es
el que todo lo crea, cuida y conserva.
En el Antiguo Testamento, además de ser el poder que actúa en la promesa (Gén 18,1-15), es la
nube que acompaña el camino del pueblo, el pedagogo que conduce al pueblo hacia Cristo y el
que lo purifica de su infidelidad.
Pero es, sobre todo, el que habló por los profetas. En ellos, el Espíritu se pone al servicio del
misterio de Jesús y prepara lentamente su venida, desde el primer anuncio del Mesías hasta los
umbrales del Nuevo Testamento.
Por los profetas nos va introduciendo en el misterio de Cristo: los rasgos del Mesías esperado
comienzan a aparecer en el libro del Emanuel (cf Is 6-12).
Se revelan, sobre todo, en los cantos del siervo de Yavé (cf Is 42,1-9; Mt 12,18-21; In 1,32-34;
después Is 49,1-6; Mt 3,17; Lc 2,32, y en fin Is 50,4-10 y 52,13—53,12).
El mismo Jesús inaugura el anuncio de la buena noticia haciendo suyo un pasaje de Isaías (Lc 4,18-
19; Is 61,1-2). También el envío del Espíritu Santo es anunciado en el Antiguo Testamento en Joel
3,1-4; el profeta Ezequiel tiene una visión que concluye con la promesa del Espíritu (Ez 37,1-4), a
la que se refiere con la imagen de las aguas puras (Ez 36,25-27); Zacarías ve correr de oriente a
occidente un río, cuyas aguas nunca se estancan en aquel día sin noche de una eterna primavera.
Es el día en el que Yavé reinará sobre la tierra (Zac 14).
En los Salmos se expresa la calidad espiritual del corazón del pueblo, purificado e iluminado por el
Espíritu.
2. EL ESPÍRITU EN LOS POBRES DE YAVÉ. En los umbrales del Nuevo Testamento, el Espíritu está
presente en los pobres de Yavé, los anawin, testigos de la esperanza de Israel. En estos,
totalmente entregados a los designios de Dios, el Espíritu prepara, para el Mesías que ha de venir,
un pueblo bien dispuesto.
Entre ellos estaba María, que concibió en la fe antes incluso de concebir en la carne, como
predicaban san Ambrosio y san Agustín. En María habita el Espíritu Santo, convirtiéndose en su
morada, arca santa y esposa. Jesús de Nazaret fue concebido y nació por el poder de Dios Espíritu
Santo, sin destruir, sino consagrando la virginidad de María, su madre. La encarnación se cumple
por obra del Espíritu Santo, por lo que la Iglesia confiesa: «Por obra del Espíritu Santo se encarnó
de María, la Virgen, y se hizo hombre».
3. EL ESPÍRITU DE JESÚS. Toda la existencia terrena de Jesús transcurre en la presencia del Espíritu
Santo. Jesús mismo proclama ser Aquel que posee la plenitud del Espíritu: «El Espíritu del Señor
está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a llevar la buena nueva a los pobres, a
anunciar la libertad a los presos, a dar la vista a los ciegos, a liberar a los oprimidos y a proclamar
un año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19).
Por el Espíritu, Jesús fue «conducido al desierto» (Lc 4,1) y Juan Bautista lo elevará a los ojos de
Israel como Mesías, esto es, el Ungido por el Espíritu Santo. El testimonio de Juan fue corroborado
por otro superior: «Se abrió el cielo y el Espíritu Santo descendió sobre él» (Lc 3,21-22); y, al
mismo tiempo, se oyó una voz del cielo que decía: «Este es mi hijo amado, mi predilecto» (Mt
3,17).
La actividad de Jesús se desarrolla toda ella en la presencia del Espíritu Santo, como narran los
evangelios de Lucas y Juan. Toda la existencia de Jesús se realiza en la perspectiva del Espíritu. Es
con la fuerza del Espíritu con la que Jesús proclama la palabra, obra milagros, sana a los enfermos,
expulsa demonios y perdona los pecados.
El Espíritu Santo está presente en toda la trama de la obra de Jesús. Los evangelios,
efectivamente, ponen en evidencia algunos momentos particularmente significativos de esta
presencia: su concepción virginal (Mt 1,18; Lc 1,35), el bautismo y la tentación (Mt 3,16; 4,1), el
discurso inaugural en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,18), la oración de alabanza al Padre (Lc 10,21).
Con estas anotaciones, los sinópticos quieren presentarnos a Jesús no solamente como el
portador del Espíritu, sino como aquel que vive en la obediencia al Padre y en la docilidad al
Espíritu.
4. EL ESPÍRITU PROMETIDO Y ENVIADO. Este Espíritu, que acompaña la vida de Jesús, es también
prometido y dado por él. Es prometido a Nicodemo como viento divino que viene desde lo alto (Jn
3,4-7). Es prometido a la Samaritana como agua que salta hasta la vida eterna (Jn 4,4-14).
Jesús mismo se presenta como el manantial del Espíritu: «"De sus entrañas brotarán ríos de agua
viva". Eso lo dijo refiriéndose al Espíritu que habrían de recibir los que creyeran en él» (Jn 7,38-
39).
Cuando Jesús colgaba de la cruz, salieron de su costado, traspasado por una lanza, sangre y agua
(Jn 19,34), símbolos de la vida ofrecida en sacrificio y de la vida transmitida a la humanidad en el
Espíritu. San Hipólito nos ofrece una bonita imagen para poner esto de relieve: «Así como del
perfume que se rompe surge un olor que se difunde, así de Cristo, roto en la cruz, mana el
Espíritu»4. Y el día de la Pascua, como símbolo de su respiración anterior, Jesús, desde lo más
íntimo de sí, sopló sobre sus discípulos y derramó su Espíritu (Jn 20,22-23), que ellos recibirán
como viento poderoso y lenguas de fuego el día de Pentecostés. Pentecostés es, precisamente, el
momento en el que se manifiesta la Iglesia, y desde entonces el Espíritu inunda toda su vida.
«Donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia, y donde está la Iglesia allí está el Espíritu de
Dios y toda gracia»5.
Desde entonces, es tarea del Espíritu actualizar la obra de Cristo haciéndola presente y operante.
San Pablo en sus cartas hace ver el nexo que existe entre Cristo y el Espíritu en la vida de la Iglesia:
actúa en la predicación para que sea escuchada (1Tes 1,5-6; 1Cor 2,5) y para que nazcan
comunidades cristianas; se hace presente en ellas para que sean templos del Espíritu (1Cor 3,16);
actúa en el corazón creyente para hacerlo hijo de Dios y coheredero de la gloria futura en el Hijo
(Gál 4,4-7; Rom 8,11.15-17); para gritar con nosotros y por nosotros nuestra dignidad de hijos de
Dios-Abbá (Gál 4,6; Rom 8,15.26-27); es fuente de unidad, de vida y de santidad en la Iglesia (Rom
5,6; ICor 3,16; 12,13; Ef 4,3-6).
5. Los NOMBRES DEL ESPÍRITU. Ha sido precisamente por esta tarea permanente del Espíritu a
favor del hombre por lo que este le ha dado un nombre y lo ha identificado en sus símbolos.
El término Espíritu traduce el hebreo ruah, el griego pneuma y el latino spiritus. En el lenguaje
bíblico significó, en un principio, viento, aire, impulso; después, aliento, como señal de vida. El
Espíritu de Dios es reconocido, por tanto, como el impulso y el aliento que da vida; es el que todo
lo crea, cuida y conserva. Es Aquel del que Jesús declaró: «Sopla donde quiere; oyes su voz, pero
no sabes de dónde viene ni adónde va» (Jn 3,8). También se le conoce como el Paráclito, que se
traduce como Consolador. El mismo Jesús lo llama también Espíritu de verdad (Jn 16,13).
En la Escritura se le llama Espíritu prometido (Gál 3,14; Ef 1,13), Espíritu de hijos adoptivos (Rom
8,15; Gál 4,6), Espíritu de Cristo (Rom 8,11), Espíritu del Señor (2Cor 3,17), Espíritu de Dios (Rom
8,9.14; 15,19; 1Cor 6,11; 7,10) y Espíritu de la gloria (lPe 4,14).
1. EL ESPÍRITU VIVIFICA LA PALABRA. Por ser la Iglesia templo y morada del Espíritu Santo, se
puede afirmar que este es para ella como el alma en el cuerpo; es decir, su principio vital. Ella
tiene que vivir en el Espíritu y renovarse constantemente en él. El la mantiene en la verdad y la
guía por el camino de la actividad misionera (cf AG 4).
Quien anuncia la Palabra lo hace por la fuerza del Espíritu Santo, y el que la acoge lo hace movido
por la gracia del mismo Espíritu; pues si la Palabra divina encuentra en nosotros un eco y una
resonancia, parecida a la que se dio en los apóstoles, es gracias al Espíritu de la verdad.
Junto a los carismas, el Espíritu Santo suscita los distintos ministerios y servicios. Además de los
ministerios ordenados, confiriéndoles autoridad y misión, llama a los laicos a que vivan su
vocación de manera auténtica y a que asuman responsabilidades en la Iglesia y en el mundo.
Principalmente acogen su llamada los santos, que son precisamente los que están más abiertos a
la acción del Espíritu.
Esto lo hace a través del sacramento de la Iglesia, porque la Iglesia entera es el sacramento de la
efusión del Espíritu. Ella es el sacramento visible del sacramento divino que es Cristo. Ella
manifiesta en toda su vida que Cristo es salvador de todos los hombres y del mundo.
En el bautismo recibimos el Espíritu de adopción como hijos; renacidos del agua y del Espíritu
Santo, nos convertimos en nuevas criaturas; por eso nos llamamos y somos hijos de Dios. El
bautismo es el rito del comienzo, el agua del nacimiento, en el que Dios es Padre, creador y
salvador en el Espíritu. Es el baño del nuevo nacimiento y de la renovación (cf Tit 3,5). «Todos
nosotros fuimos bautizados en un solo Espíritu, para formar un solo cuerpo» (1Cor 12,13).
El bautismo congrega a un pueblo, funda la Iglesia. La gracia bautismal es también una fuerza de
reunión y de comunión mutua: «Un solo cuerpo y un solo Espíritu... un solo bautismo» (Ef 4,4ss).
b) Marcados con el sello del Espíritu. Por el sacramento de la confirmación, los bautizados son más
plenamente vinculados a la Iglesia, enriquecidos con una fuerza especial del Espíritu Santo, y de
este modo quedan obligados a difundir y a defender la fe con palabras y obras, como verdaderos
testigos de Cristo.
La confirmación desencadena en el bautizado un doble movimiento: interiorización más profunda
de su participación en el misterio de Cristo y exteriorización que lleva al testimonio y a la profecía.
Es el sacramento de la riqueza interior y del testimonio exterior; de la madurez espiritual y de la
fortaleza moral y apostólica.
c) Un alimento espiritual. La relación de la eucaristía con el Espíritu Santo aparece bien clara en las
palabras de Jesús, cuando anuncia la institución del sacramento de su cuerpo y de su sangre: «El
Espíritu es el que da vida» (Jn 6,63).
La Palabra y los sacramentos tienen vida por la eficacia operativa del Espíritu Santo. Por eso la
Iglesia, en la celebración de la eucaristía, pide en la epíclesis la santificación de los dones ofrecidos
sobre el altar: «Te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu Espíritu, de manera
que sean para nosotros cuerpo y sangre de Jesucristo, nuestro Señor».
El misterioso poder del Espíritu Santo convierte sacramentalmente el pan y el vino en el cuerpo y
la sangre del Señor e irradia su gracia en los participantes y en toda la comunidad creyente.
El Espíritu que hace posible la celebración eucarística, es también fruto que recogen los fieles. En
la comunión en Cristo, a quien el Espíritu hace presente, la Iglesia recibe el don del Espíritu.
San Pablo habla de un alimento espiritual, de una roca espiritual, de una bebida espiritual (1Cor
10,35). Celebrando la eucaristía, la Iglesia revive la experiencia de la que Juan da testimonio (Jn
9,35), cuando vio la fuente del costado de Cristo abierta para colmar la sed: «El que tenga sed que
venga a mí...» (Jn 7,37-38). Del costado abierto de Cristo nos viene el Espíritu. En la eucaristía se
hace presente el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, en el que Dios lo glorifica con la
superabundancia del Espíritu.
La comunidad de los creyentes en Jesucristo, la Iglesia, que es, como dice una bella imagen, icono
de la Trinidad, es decir, reflejo de la comunión entre las tres divinas Personas en su relación de
amor, tiene como aglutinante al Espíritu.
«Del mismo modo que el trigo seco no puede convertirse en una masa compacta y en un solo pan,
si antes no es humedecido, así también nosotros, que somos muchos, no podemos convertirnos
en una sola cosa, sin el agua (el Espíritu) que baja del cielo» (san Ireneo).
El Espíritu sostiene la comunión interna en la vida de la Iglesia y la anima a ser testigo de unidad y
de fraternidad en medio de un mundo dividido y fragmentado. El Espíritu ensaya en la Iglesia y en
la convivencia de los cristianos un nuevo estilo de relaciones con el que el mundo se convierte en
reino de Dios.
Esta tarea la hace de un modo especial en la catequesis, pues esta tiene su razón de ser y su
ámbito en la vida comunitaria de la Iglesia, que es «su origen, su lugar y su meta».
5. CON MARÍA, DÓCILES AL ESPÍRITU. Los dones del Espíritu deben ser acogidos con docilidad
humana, con un sí de disponibilidad para aceptar la voluntad de Dios que ama y salva. Un sí que es
llamada a la generosidad, a la audacia, a la grandeza, al heroísmo. Un sí que tiene como modelo el
de la Virgen María.
Es importante dejarse guiar por la fuerza del Espíritu, conscientes de que su intervención no
disminuye la responsabilidad del hombre. El no obliga a hacer lo que no se quiere hacer. El sólo
puede actuar en el corazón de aquellos que se abren a Jesús y a su buena noticia.
Esta docilidad al Espíritu, que habita en el hombre, produce unos frutos permanentes que son
enumerados por Pablo: amor, alegria, paz, generosidad, paciencia, bondad, benevolencia, dulzura,
dominio de sí, justicia, perseverancia, mansedumbre, verdad, pureza (cf Gál 5,22; Ef 5,9; Rom 14;
2Cor 6,6-7). Frutos que llegan a su expresión máxima en las bienaventuranzas, proclamadas por
Jesús en el Sermón de la montaña (cf Mt 5,1 ss).
Efectivamente, el día de Pentecostés se cumple la promesa de Jesús de que les enviará al Espíritu
cuando él vuelva al Padre (Jn 5,17). En ese mismo día comenzaron los hechos de los apóstoles (AG
4). Y desde ese momento, la Iglesia permanece siempre en estado de misión, de tal manera que
evangelizar constituye para ella su razón de ser y su identidad más profunda.
Desde entonces el Espíritu da fuerza para ser testigo de la buena noticia y abre los corazones para
que sea escuchada, convirtiéndose de este modo en el gran protagonista de la misión.
Como decía san Juan Crisóstomo: «Los apóstoles no descendieron como Moisés trayendo en las
manos tablas de piedra; salieron del cenáculo llevando el Espíritu en sus corazones y derramando
por todas partes los tesoros de sabiduría y de gracia y los dones espirituales como un manantial.
Fueron a predicar por todo el mundo como si ellos mismos fuesen la ley viva, libros animados por
la gracia del Espíritu Santo» 6.
El Espíritu es recibido en el envío misionero: «"¡La paz esté con vosotros! Como el Padre me envió
a mí, así os envío yo a vosotros". Después sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo. A
quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retengáis, les serán
retenidos"» (Jn 20,21-23).
El Espíritu marca los caminos de la Iglesia, es el que con su venida abre las puertas del cenáculo y
saca a los apóstoles a las plazas y calles de Israel. También es el que orienta el anuncio del
evangelio a los gentiles. «Atravesaron Frigia y la región de Galacia, pues el Espíritu Santo les
impidió anunciar la Palabra en Asia. Llegaron a Misia e intentaron entrar en Bitinia, pero el Espíritu
de Jesús no se lo permitió. Cruzaron, pues, Misia, y bajaron a Tróade» (He 16,6-8).
Lo recuerda el Vaticano II: «Por lo tanto [el Señor], por medio del Espíritu Santo, que distribuye los
carismas según quiere para común utilidad, inspira la vocación misionera en el corazón de cada
uno» (AG 23).
En definitiva, «es el Espíritu quien impulsa a ir cada vez más lejos, no sólo en sentido geográfico,
sino también más allá de las barreras étnicas y religiosas, para una misión verdaderamente
universal» (RMi 25).
A la Iglesia de este tiempo la sigue llamando a la tarea de anunciar la buena noticia con nuevo
ardor, nuevos métodos y nuevas expresiones en la nueva evangelización (cf TMA 45).
El Espíritu espera y respeta el sí del hombre: infinitamente rico, acepta ser pobre, para que el
hombre pueda enriquecerse con su libertad.
El trabaja en el cristiano para hacerlo participar en su santidad, para que viva según el precepto
del Señor: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48).
Por las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad, nos permite ver, pedir y amar al
modo de Cristo.
Por los dones, que actúan sobre el cristiano a modo de instrucciones o movimientos del Espíritu,
produce en él efectos admirables de santidad: la sabiduría infunde en nosotros el gusto por las
cosas divinas; el entendimiento hace penetrar profundamente en los misterios y designios de Dios;
la ciencia nos lleva a darle a Dios el primer lugar en nuestra vida y a considerarlo todo bajo la luz
divina; el consejo nos ilumina y fortalece en las opciones de vida, para que actuemos siempre
según la voluntad de Dios; la piedad profundiza la relación del cristiano con Dios y lo lleva a
relacionarse con él con ternura filial; y hace nacer en el interior del cristiano la delicadeza hacia los
demás, por el amor fraterno; la fortaleza capacita al cristiano para la práctica de toda especie de
virtudes heroicas, y también se recibe la energía interior para perseverar en la gracia, a pesar de
las dificultades; y el temor de Dios defiende de todo cuanto pueda llevar al cristiano a ofender al
Dios santo y misericordioso.
En efecto, la oración, «el soplo de la vida divina, el Espíritu Santo, en su manera más simple y
común, se manifiesta y se hace sentir en la oración... En cualquier lugar del mundo donde se ora,
allí está el Espíritu Santo, soplo vital de la oración...»; y «de igual modo está extendida la presencia
y la acción del Espíritu Santo, que alienta la oración en el corazón del hombre» (DeV 65).
La acción del Espíritu se cumple incluso más allá de los confines visibles de la Iglesia. La
comunidad cristiana y cada cristiano están llamados a buscar con amor y reconocer la obra del
Espíritu Santo dondequiera que se manifieste.
El Espíritu Santo habla a la Iglesia desde fuera, mediante los pueblos, las culturas, los
movimientos, los desafíos, los recursos de las diversas épocas.
El Espíritu, «que da vida y renueva la faz de la tierra» (cf Sal 103,29-30), entra así constantemente
«en la historia del mundo, a través del corazón humano: suscita aspiraciones y realizaciones que
encarnan valores humanos y, por eso, cristianos; valores que son señales de los designios de Dios,
que llama a la humanidad a renovarse en Cristo y a transformarse en familia de Dios» (GS 11, 40).
Toda expresión y todo fragmento de unidad, de libertad, de justicia, de plenitud de vida; toda
aspiración a lo bueno, a la paz y todo lo que se ordena «a hacer más humana la familia de los
hombres y su historia» (GS 40), son señales del Espíritu del Señor que llena el universo, señales
que hay que discernir, interpretar y acoger.
El Espíritu, don y amor de Dios en persona, nos revela la verdadera realidad de la creación. En la
misma creación actúa la gracia en un sentido amplio. Por eso, nada es una simple trivialidad para
el creyente; todo es don y gracia de Dios. En las cosas, sucesos y acontecimientos más
significativos y cotidianos puede descubrir la huella del amor de Dios y de su Espíritu, y llenarse de
gozo. Como el Espíritu dirige toda la realidad a su plenitud definitiva, su ser y su acción se
manifiestan, sobre todo, dondequiera que se produce una vida nueva o se impulsa la perfección
en todos los órdenes, particularmente en la búsqueda y el esfuerzo histórico de los hombres y los
pueblos en favor de la vida, la justicia, la libertad y la paz. De una manera especial, se hace
presente allí donde los hombres se despegan de su egoísmo, se reúnen en la caridad, se perdonan
y se disculpan, se hacen el bien y se ayudan sin esperar contrapartida, ni mucho menos exigirla.
Donde hay caridad, se anticipa ya algo de la plenitud y transfiguración definitiva del mundo.
Donde hay verdad, allí se encuentra el Espíritu, misteriosamente presente.
El espíritu de Dios capacita a los cristianos para que disciernan, en el sucederse de los
acontecimientos, lo que es conforme a los designios de Dios, para trabajar con vistas a que este
designio, que obra ya en nuestro tiempo, pueda crecer y dar sentido y significado al «misterio
permanente de la historia humana, que se ve perturbado por el pecado hasta la plena revelación
de la claridad de los hijos de Dios» (GS 40).
Pero también los capacita para que disciernan en la historia lo que se opone al designio de Dios,
para que reconozcan el mal en su dimensión histórica, o para que localicen las estructuras de
pecado, que llevan al odio, a la opresión, a la violencia, a la marginación y a la muerte, a la
negación de la verdad sobre el hombre.
El es, efectivamente, el agente principal del ministerio de la Palabra, por el que la Iglesia hace
llegar «la voz viva del evangelio» a todas partes y en la diversidad de servicios. Porque «no hay
catequesis posible, como no hay evangelización, sin la acción de Dios por medio de su Espíritu»
(DGC 288).
También la escucha del evangelio, desde un incipiente interés, que abre a la búsqueda de la fe
hasta una opción firme y una decisión madurada por un sí a Jesucristo, se hace bajo el impulso del
Espíritu (cf DGC 56). El llama a la conversión, al compromiso, a la esperanza y a descubrir el
proyecto de Dios para la vida (DGC 152).
La catequesis, forma privilegiada del servicio de la Palabra «encuentra tanto su fuerza de verdad
como su compromiso permanente de dar testimonio en el inagotable amor divino, que es el
Espíritu Santo» (DGC 143). Como reconoce el Directorio general de pastoral catequética (DCG), de
1971, él es el alma de la catequesis, el pedagogo que penetra cualquiera de los matices de la
acción catequética, y toda ella ha de moverse confiadamente en la acción del Espíritu (cf DCG,
Introducción).
El Espíritu está en la fuente misma de la catequesis, que no es otra que el designio benevolente de
Dios de comunicar a los hombres consigo mismo y recibirlos en su compañía a lo largo de la
historia (cf DGC 37). Comunicación que, por obra del Espíritu Santo, está recogida en la Sagrada
Escritura (cf DGC 96).
Está presente y acompaña a la misma Palabra definitiva de Dios, Jesucristo, que la envía de parte
del Padre después de la Resurrección, para que anime a los discípulos a continuar su propia
misión en el mundo entero (cf DGC 34).
La actividad catequética está siempre sostenida por él, y su eficacia es y será siempre un don de
Dios, mediante la obra del Padre y del Hijo (cf DGC 156).
Su estructura, no sólo contará siempre con su presencia («Por Cristo, al Padre, en el Espíritu»),
sino que también ha de ser seleccionada y expresada bajo la guía del Espíritu, maestro que indica
lo que hay que decir en una determinada circunstancia (cf DGC 137).
La pedagogía en la que se inspira; es decir, la misma pedagogía de Dios, tal como se realiza en
Cristo se desarrolla bajo la guía del Espíritu (cf DGC 143).
Los métodos y las técnicas adquieren toda su eficacia en su acción silenciosa y discreta (cf DCG
288).
La actividad de los catequistas está siempre sostenida e inspirada por él, pues es el principal
catequista y el maestro interior y «principio inspirador de toda obra catequética y de los que la
realizan» (DGC 288).
Los destinatarios de la catequesis son los que se dejan conducir por el Espíritu (cf DCG 105).
2. LA CATEQUESIS SOBRE EL ESPÍRITU EN LAS DISTINTAS EDADES. Hablar del Espíritu. Esta síntesis
de la vida y de la acción del Espíritu muestra cómo este trabaja en el corazón del cristiano a lo
largo de todo el itinerario catequético. A la catequesis le corresponde encontrar las claves
pedagógicas y las estrategias didácticas adecuadas que ayuden y hagan más fácil el diálogo entre
la acción generosa del Espíritu y las posibilidades de comprensión de quien crece en sus
capacidades como persona, dado que él se adapta a la situación concreta de cada uno a lo largo
de su proceso evolutivo. Es, por tanto, imprescindible que el catequista –hombre o mujer– tenga
presente las características del psiquismo humano, diversas en cada etapa evolutiva, y sepa
presentar gradualmente la vida de la tercera persona de Dios.
La catequesis cuidará que poco a poco se vaya creciendo en la comprensión de una terminología
que habla de los atributos divinos, para lo que será necesario encontrar el lenguaje adecuado que
permita ver, más allá de las imágenes, la diversidad de Dios.
a) En los primeros pasos del despertar de la fe, tarea fundamental de los padres en la familia,
Iglesia doméstica, será el ambiente religioso y de vida en el Espíritu el que ayudará a percibir su
presencia y su acción en el ambiente familiar. El niño conocerá al Espíritu, si este es acogido y
secundado por todos, pues padres e hijos lo han recibido en el bautismo y son su morada. De un
modo especial se ha de manifestar en los frutos que su presencia produce en la vida de los padres:
amor, paz, generosidad, alegría, etc. Poco a poco se les ayudará a descubrir que el Espíritu,
presente en ellos, es el que les hace crecer como hijos de Dios.
b) Más tarde, entre los 6 y los 10 años, a medida que avanza su camino de fe, el Espíritu aparecerá
ligado a la vida de Jesús y también, aunque al principio muy tenuamente, conocerá los signos del
soplo del Espíritu en la Iglesia y en la vida de cada cristiano. 1) El niño, entre los seis y ocho años,
habrá de ser ayudado a adquirir familiaridad con el espíritu de Jesús, que habita en nuestros
corazones y nos hace fuertes y felices. 2) Entre los ocho y los diez años se pone de relieve el envío
del Espíritu en Pentecostés para que el niño descubra su presencia activa en la comunidad
cristiana y en su propia vida. Desde aquel día, la Iglesia emprende su tarea de decirle a todos que
Jesús ha resucitado y que el mal y la muerte han sido vencidos. La fuerza que la mueve en este
anuncio y abre los corazones de los que escuchan su mensaje es el Espíritu. Descubren también
que no es posible seguir a Jesús sin su luz y su fuerza.
c) Entre los diez y los doce años es el momento de presentarle al niño una síntesis completa de la
acción del Espíritu en la historia de la salvación, en la vida de la Iglesia y en cada cristiano. Pero las
palabras de la catequesis estarán acompañadas por la fuerza del testimonio. Es necesario ayudar a
los niños a descubrir la presencia del Espíritu en las diversas experiencias comunitarias de la
Iglesia, en las cuales aparecen con particular transparencia los frutos del Espíritu. Coincide esta
etapa con una mayor capacidad de comprensión de la espiritualidad de Dios.
d) A partir de los doce años, en la adolescencia, descubrirán que es el Espíritu quien mueve
silenciosamente sus energías vitales, quien orienta su búsqueda y quien da un horizonte a los
problemas. El Espíritu, plenitud de vida, es el que hace descubrir el sentido comunitario de la fe,
guiando por el camino del Reino, y el que anima el compromiso misionero, por el que el
adolescente descubre su misión en la Iglesia y en el mundo.
f) Los jóvenes descubren al Espíritu como el compañero que, desde una secreta familiaridad, les
ayuda a construir poco a poco su identidad cristiana, a injertar su vida en la de Cristo.
El Espíritu es quien les ofrece las luces con las que descubrir su vocación y el que les da fuerza
para asumir tareas y servicios en la Iglesia y en el mundo. Para los jóvenes es también la llamada a
la profecía, porque les hace intuir hacia qué senderos Dios está dirigiendo la historia y en qué
pueden ellos colaborar.
g) La catequesis de adultos, además de ser una buena ocasión para reencontrarse con una síntesis
de la teología del Espíritu y para renovar y actualizar la acción del Espíritu en sus vidas, es también
momento propicio para profundizar sobre la acción del Espíritu en la Iglesia. De un modo especial,
los adultos han de reconocer al Espíritu de santidad, cómo él hace posible el testimonio
evangélico del cristiano, según su vocación, en la comunidad eclesial, en la familia, en la profesión,
en la sociedad civil... Lo reconocerán, sobre todo, como el responsable del servicio de la caridad,
porque como dice san Agustín: «Pregunta a tu corazón, y si lo encuentras lleno de caridad,
entonces puedes decir que tienes al Espíritu Santo».
En el vivir diario de cada adulto, el Espíritu es quien le infunde el ánimo para superar los fallos y
las carencias, porque la vida de un cristiano ha de ser cada día memorial de Pentecostés.
3. SUGERENCIAS PEDAGÓGICAS. Estas observaciones no son más que una llamada de atención a
los catequistas para que a lo largo del proceso catequético, especialmente en el de iniciación
cristiana, ofrezcan las noticias de la fe gradualmente, conscientes de que el desarrollo mental y
afectivo va por etapas sucesivas y en secuencias variables e inevitables: no se puede alcanzar un
estadio si antes no se han atravesado los precedentes.
El educador habrá de ir dando, poco a poco, pasos adecuados a las piernas del catecúmeno, pero
siem.pre hacia delante. Cuidará de que no haya una discrepancia abismal entre lo que es y lo que
debe ser, modificando poco a poco su visión de la realidad y acomodando a ella de un modo
significativo los contenidos que le son propuestos en la catequesis.
Dicho esto, es evidente que no es fácil hablar del Indecible; sin embargo, es necesario hacerlo,
porque su persona es un dato fundamental e imprescindible de la fe y de la vida cristiana: sin el
conocimiento del Espíritu y sin una adhesión a él no se puede ser un verdadero cristiano.
El problema está en encontrar el modo y el lenguaje para hablar del Espíritu. Es un problema que
tienen todos los que asumen como tarea la comunicación de la fe; porque, aunque existen
extraordinarios tratados de teología, grandes documentos sobre el Espíritu y síntesis buenísimas,
sin embargo los catequistas pueden tener la sensación de que les faltan palabras en su discurso
sobre el Espíritu Santo.
A pesar de esa dificultad y a pesar de la espontaneidad espiritual con que hay que hablar del
Espíritu, veamos, a la luz de los datos de la psicología, qué decir de él a lo largo del recorrido del
proceso catequético de iniciación cristiana.
Lo hacemos teniendo en cuenta lo que dice el Directorio general para la catequesis: se parte «de
una sencilla proposición de la estructura íntegra del mensaje cristiano, y la expone de manera
adaptada a la capacidad de los destinatarios. Sin limitarse a esta exposición inicial, la catequesis,
gradualmente, propondrá el mensaje de manera cada vez más amplia y explícita, según la
capacidad del catequizando y el carácter propio de la catequesis» (DGC 112).
El que acompaña los pasos de quien se inicia y crece en la vida cristiana ha de ser consciente de
que esa presencia trabaja tanto en él como en la persona acompañada.
El acompañante es aquel que cuida y cultiva la vida que el Espíritu pone cuidadosamente en el
corazón de cada hombre y mujer que se abre a la fe. Es aquel o aquella que es consciente de que
«el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos
ha sido dado» (Rom 5,5).
El acompañante ha de ser también consciente de que el Espíritu es nuestro espíritu vital, el que
los místicos llamaban alma del alma humana; de que el Espíritu es fuente de nuestra identidad. El
Espíritu es, en definitiva, el artesano y el maestro interior que configura nuestra existencia.
«Como el viento a una vela, como el agua del torrente, el Espíritu es una energía que se apodera
de los seres. Como el agua de la fuente o el aire de los pulmones, el Espíritu es un manantial de
vida. Como el fuego de la forja, el Espíritu es fuente de purificación y transformación» (Comisión
nacional de catequesis de Francia).
a) El discernimiento espiritual. En una vida iluminada por la luz del Espíritu se dan las condiciones
para que la inteligencia y la voluntad del hombre puedan hacer sus opciones fundamentales y
puedan descubrir los caminos de Dios.
El Espíritu es al discernimiento una luz para ver, una brújula para orientar, una flecha para indicar.
El es quien aclara el camino por el que caminar, y ayuda a resolver las dudas y a tomar las
decisiones importantes; es decir, a discernir la vocación. Se sirve para ello de los medios con que
la Iglesia aclara y orienta la vida de los creyentes: la Palabra, escuchada y acogida en la tradición
viva de la Iglesia; las comunidades cristianas, en las que se descubre, con la ayuda de los pastores
y de otros miembros, los caminos de Dios para la vida; el acompañamiento de los catecúmenos y
de los catequistas, que siguen cuidadosamente el proceso de crecimiento en la vida cristiana de
las personas que tienen encomendadas; la oración, lugar privilegiado para orientar la vida en el
Espíritu.
El Espíritu es el consejero que descubre la voluntad de Dios para la vida de cada hombre, y está en
el origen de toda llamada, de toda vocación: es el que da la luz para conocer lo que Dios quiere,
muestra los motivos para comprometerse y acompaña la decisión.
El Espíritu es quien llama a todos a la santidad, quien descubre los caminos por los que se pueden
orientar los que se preguntan qué les pide Dios, y escuchan su llamada a consagrarse por entero,
en una de las múltiples formas que se pueden dar en la Iglesia: el matrimonio cristiano, la vida
consagrada, el sacerdocio, laicos consagrados, etc. El Espíritu es también el que nos descubre
dónde están las necesidades de los hombres y nos invita a ir por los diversos caminos de la
entrega.
«La vocación es siempre un don de Dios a cada fiel personalmente. Cada uno es llamado por su
nombre en su propia situación de vida, pues el Espíritu, siendo único, le distribuye a cada uno la
gracia que quiere»7.
Toda llamada del Espíritu, aunque en última instancia sucede en la intimidad de los corazones,
tiene lugar privilegiado para su nacimiento y desarrollo en la catequesis, porque a medida que se
crece y madura en la fe, se va tomando también conciencia de lo que Dios le pide a cada creyente.
5. EVANGELIZAR EN EL ESPÍRITU. Para comunicar toda esa riqueza hay que encontrar conceptos y
palabras, pues la catequesis, «al exponer el contenido del mensaje cristiano, debe poner siempre
de relieve esta presencia del Espíritu Santo, por la que los hombres son continuamente movidos a
la comunión con Dios y con los hombres, y al cumplimiento de sus deberes» (DCG 41). La
catequesis sólo puede hacer esta iniciación en la vida, en el Espíritu, si toma conciencia de que
todo en ella ocurre en la presencia inspiradora de la tercera persona de la Santísima Trinidad.
«El Espíritu de Dios llena con su presencia la catequesis; su luz, la luz de la fe, da autoridad al
catequista. El Espíritu está presente en el catequista y en su palabra, pues esta, en lengua muy
humana, dice la palabra de Dios y está, por la fe, en comunión con su luz. El Espíritu está también
presente en la fe de los niños que, en la palabra del catequista, oyen al Espíritu mismo... El Espíritu
de Dios está presente por doquier, y hay auténtica catequesis cuando se siente que él es quien
ilumina, que es el Espíritu a quien se escucha, cuando el alma de los niños está henchida del
sentimiento de admiración y respeto filial que acompaña por doquier la presencia del Espíritu de
Dios»8.
NOTAS: 1. SAN GREGORIO NACIANCENO, Oratio, 45. – 2 SAN AGUSTIN, De Trinitate 8, 10, 14. —3. SAN GREGORIO NACIANCENO,
4
O.C. — SAN HIPÓLITO, Comentario al Cantar de los cantares, 13.1. – 5. SAN IRENEO, Contra las herejías, III, 24, 1. – 6. SAN JUAN
CRISÓSTOMO, Comentario al Evangelio de Mateo, Roma 1966, 27. — 7. SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis prebautismal. –
8. J. COLOMB, Manual de catequética. Al servicio del evangelio, Herder, Barcelona 1971.
BIBL.: BERN JOCHEN HILBERATH, Pneumatología, Herder, Barcelona 1994; CONFERENCIA EPISCOPAL ALEMANA, Catecismo
católico para adultos. La fe de la Iglesia, BAC, Madrid 1988; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Esta es nuestra fe. Esta es la
fe de la Iglesia, Edice, Madrid 1987; CONFERENCIA EPISCOPAL FRANCESA, Catecismo para adultos. La alianza de Dios con los
hombres, Desclée de Brouwer, Bilbao 1993; CONGAR Y., El Espíritu Santo, Herder, Barcelona 1991; GUERRA A., Espíritu Santo, en
DE FIORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991', 644-659; DURWELL F. J., El Espíritu
Santo en la Iglesia, Sígueme, Salamanca 1990; FERLAY PH., Dios Espíritu Santo, Comercial, Valencia 1990; FlzzoT E., Verso una
psicologia della religione, 2, 1995; Dire «Dio» oggi, Ldc, Leumann-Turín 1995; La religiositá del bambino, Ldc, Leumann-Turín
1993; JUAN PABLO II, Dominum et vivificantem. El Espíritu Santo, San Pablo, Madrid 1998'; MONTERO VIVES J., Psicología
evolutiva y educación en la fe, Ave María, Granada 1986; PABLO VI, Credo del pueblo de Dios, Madrid 1975.
ESPIRITUALIDAD CRISTIANA
I. La necesidad de espiritualidad
El punto de partida es la necesidad de espiritualidad que se descubre, de una forma o de otra,
siempre que nos detenemos para observar al hombre en su profunda realidad. La duda de si es
necesaria la espiritualidad y hasta de si hay cabida para ella en nuestro contexto, por un lado,
incapacitaría al cristiano para ver las manifestaciones de espiritualidad que se dan en su entorno
y, más aún, para motivarla, y, por otro, le paralizaría en su propia respuesta religioso-espiritual.
¿Cómo planteará la espiritualidad a los demás si no la valora? ¿Cómo podrá vivirla personalmente
—con las exigencias que implica— si duda de ella? Sólo serán posibles el cultivo espiritual en uno
mismo y la oferta de espiritualidad a los demás cuando se la valore. Por esta doble razón, personal
y pastoral, ponemos como punto de partida la necesidad de espiritualidad. ¿Existe esta
necesidad? ¿De qué necesidad se trata? ¿Dónde aparece?
Pero en el intento de llegar a una mayor concreción de lo que es la espiritualidad se ha visto con
muy buenos ojos la descripción de Hans Urs von Balthasar, que marcó una línea que se sigue
actualmente: «La espiritualidad es la actitud básica, práctica o existencial, propia del hombre, y
que es consecuencia y expresión de una visión religiosa —o, de un modo más general, ética— de
la existencia»3. Sobre esta descripción subrayamos el dato de que no plantea la espiritualidad
identificándola con medios, prácticas, o idearios espirituales, sino que la presenta como la
expresión de la persona integrada desde el valor religioso.
Es un hecho que la respuesta que se ofrece actualmente a la demanda de espiritualidad se cifra en
llegar a lo esencial de ella cogiendo a la persona entera.
También conviene recordar que cuando hablamos de la identidad humana no nos referimos sólo
al ser de la persona en sí, sino que la situamos en el contexto socio-cultural concreto y dentro de
su momento bio-psíquico personal. Esta sería la identidad completa, con la que la espiritualidad
debe contar. Subrayamos esta visión de la identidad, porque la auténtica espiritualidad no puede
olvidar ni marginar ninguno de estos aspectos.
De todo ello se derivan unas conclusiones que conviene tener muy en cuenta: a) La espiritualidad,
porque entra dentro de la identidad, es connatural al hombre. Es necesario llegar a comprender
que ser espiritual es propio de quien ha asumido todo su ser de persona. Puede decirse que quien
no vive la espiritualidad no ha asumido plenamente su ser de persona. b) La espiritualidad y la
antropología no van por separado, son una misma realidad. No puede plantearse la primera al
margen de la segunda. Existe una clave que explica tanto la necesidad que hay de espiritualidad
como su valoración actual: su raíz antropológica.
a) La espiritualidad en este caso se entiende, no como algo que se sobreañade o como algo
accidental a la persona, sino en referencia a la estructura de toda la persona. Nada de la persona –
actitudes, comportamientos, relaciones– queda fuera de la espiritualidad.
b) Esta estructuración se hace desde la vida teologal. Todo en la persona debe estar en coherencia
con su realidad teologal de ser hijo y hermano en Cristo. Salta a la vista que la espiritualidad hace
referencia a la misma identidad del cristiano.
d) No puede verse a la espiritualidad como un dato previo desde el que se fija la identidad
cristiana, sino al revés. Lo decimos porque existe el peligro de fijar la concepción de ser cristiano
desde una espiritualidad entendida y vivida como un valor en sí misma.
Después de este somero recorrido sobre las implicaciones de una espiritualidad que parte de la
identidad cristiana, surge la pregunta de cuáles son los elementos básicos y radicales de la
identidad cristiana, que deben tenerse en cuenta para su espiritualidad.
Cuando hablamos de vivir en Cristo nos referimos a la novedad de vida que supone ser en Cristo,
expresión muy utilizada por san Pablo (1Cor 1,30; Rom 8,1; 2Cor 5,17; Gál 3,28). Ser cristiano es
ser en Cristo, vivir en Cristo, que es la participación de la pascua del Señor: «El que está en Cristo
es una criatura nueva» (2Cor 5,17). Y su significado va mucho más allá del intento de una
identificación moral con Cristo desde uno mismo, aun teniendo a Cristo como paradigma de la
vida; se trata de una vinculación con Cristo constitutiva para el cristiano (Jn 15,1).
El punto de partida de esa relación no está en nuestra iniciativa, sino en la autodonación de Dios
Padre, Hijo y Espíritu Santo, que nos lleva a participar del ser de Dios (divinización), como nos lo
indica el hecho de ser hijos en el Hijo (filiación). La condición de desformes nos es dada en la
filiación. Este es el contenido de ser en Cristo: divinización y filiación. La nueva condición del ser en
Cristo es participar del ser mismo de Cristo como Hijo encarnado del Padre. Este nuevo ser divino
«introduce al hombre en el misterio personal de la vida trinitaria y le pone en relación personal
con el Padre de Cristo y con el Espíritu de Cristo» 8. Se es en Cristo, y en Cristo se vive su vida, que
es trinitaria.
Si queremos ver el sentido que tiene el ser en Cristo, ser criatura nueva en Cristo, en la
relacionalidad de la persona cristiana lo encontramos fácilmente: en Cristo participamos de su
relación de filiación: somos hijos en el Hijo, entrañados en el Padre (cf Rom 8,29; Gál 3,26; 4,6-7;
Un 3,1); participamos de su relación de fraternidad: en Jesús somos hermanos de todos,
entrañados en la solidaridad de todos los hombres (cf Rom 8,29; Col 1,18; Un 3,11.24), y
participamos de su relación de señorío sobre el mundo (Mt 12,8; 15,1-20). Estamos ante la nueva
relacionalidad del cristiano como criatura nueva en Cristo.
Las conclusiones que se derivan para la espiritualidad, tomando en cuenta este dato básico de la
identidad cristiana, son variadas e importantes: 1) Una toma de conciencia de que esta
participación del ser y del vivir del Hijo es el núcleo fundamental e irrenunciable en el ser del
cristiano: «Estar en Jesús y participar de la vida que él tiene y es recibida a su vez del Padre, es el
centro y el fundamento de la existencia del creyente, y la máxima plenitud a la que el hombre
puede aspirar»9. 2) Esta profunda realidad del ser cristiano podrá olvidarse, pero es imposible
marginarla: seguirá ocupando el lugar central en la vida cristiana. 3) No puede afirmarse que es un
planteamiento de elites, sino todo lo contrario: es lo radical de toda vida cristiana y,
consecuentemente, es propio de toda espiritualidad cristiana, que luego se vivirá de forma laical,
religiosa o sacerdotal. 4) Al tratarse de un valor tan radical, deberá hacerse presente a lo largo de
todo el proceso de la vida cristiana, también en su comienzo. 5) Queda al descubierto que la
espiritualidad cristiana no tiene como punto de partida nuestras actitudes y nuestros
comportamientos, sino el ser en Cristo. Las actitudes y los comportamientos serán consecuencia
de lo que somos.
a) Se trata, en primer lugar, de asumir lo que le supone al ser del cristiano su relación con la
Iglesia, vivir en la Iglesia, ser Iglesia; se trata de tener en cuenta la naturaleza de la relación que
existe entre el ser cristiano y su pertenencia a la Iglesia. Para este objetivo tenemos la visión: 1) de
la Iglesia misterio: «La Iglesia es misterio, obra divina, fruto del Espíritu de Cristo, signo eficaz de la
gracia, presencia de la Trinidad en la comunidad cristiana»11; 2) de la Iglesia comunión: «signo e
instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1); y 3) de
la Iglesia misión: «La Iglesia peregrinante es, por su naturaleza, misionera, puesto que toma su
origen de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el propósito de Dios Padre»
(AG 2). Esta es la Iglesia; Iglesia misterio que, brotando del misterio de la Trinidad, tanto en el
interior de sí misma como en su actividad evangelizadora, es simultáneamente misterio de
comunión y misterio de misión12. Y este es el cristiano, que lo que es, lo es en la Iglesia. De su
identidad es ser en la Iglesia.
La conclusión a la que se llega resulta evidente. La relación del cristiano con la Iglesia es mucho
más que la que puede suponerle una colaboración generosa con ella; se trata de la relación con la
Iglesia, que es constitutiva del ser cristiano y, consecuentemente, de su espiritualidad. La
espiritualidad cristiana se entiende y se vive en la Iglesia.
4. EL COMPROMISO POR EL HERMANO. El camino hacia los otros se considera esencial en toda
espiritualidad, junto con el camino hacia el interior y el camino a lo trascendente. Esta dimensión
del camino hacia los otros debe ser contemplada necesariamente en toda espiritualidad. El
hombre en cuanto espíritu, está abierto a lo universal y comprometido con ello, trascendiendo las
propias fronteras; está impulsado hacia los otros y a la actuación en el mundo13. Por tanto, esta
dimensión tampoco puede faltar en la espiritualidad cristiana. Pero no se trata simplemente de
incluirlo como una agregación que se debe conceder por exigencias del momento, 'sino que
necesariamente entra en ella, porque es de la identidad del ser cristiano. Su entronque en la
identidad cristiana puede contemplarse desde esta doble perspectiva.
b) El vivir en Cristo, propio de la identidad cristiana, incluye un segundo aspecto, muy importante
para el cristiano, que es vivir en misión. Suele presentarse la misión del cristiano en relación con la
Iglesia, que es, por su propia naturaleza, misionera; pero no debe olvidarse que la razón
fundamental de la misión es el ser y vivir en Cristo, en la Iglesia. Quien es y vive en Cristo, vive la
relación de hijo y de hermano en el Hijo, con todo lo que implica, también en su misión, de forma
participada: «Como el Padre me envió a mí, así también os envío yo a vosotros» (Jn 20,21). Por
eso, el cristiano constitutivamente es y vive en misión, y su espiritualidad consiste en vivir el
misterio de Cristo enviado15.
Este planteamiento lleva a unas conclusiones muy concretas: 1) Resulta totalmente necesaria la
toma de conciencia de que el compromiso por los hermanos es de la identidad cristiana y que no
puede considerarse como supererogatorio en la espiritualidad cristiana. 2) La fundamentación
presentada es la propia de la espiritualidad cristiana, y, consecuentemente, el compromiso por el
hermano deberá estar presente tanto en la espiritualidad laical, como en la religiosa y en la
sacerdotal. 3) Resulta obvia en la vida cristiana la interrelación entre la gratuidad y el
compromiso: la gratuidad de la filiación conlleva el compromiso fraterno, y el compromiso por el
hermano descansa en la gratuidad de la filiación.
— En primer lugar, el crecimiento del cristiano radica en la misma identidad cristiana: el cristiano
«está en Cristo» (2Cor 5,17), es «un hombre en Cristo» (2Cor 12,2) por la participación de la
pascua y «vive en Cristo» (1Cor 1,9; Un 4,9; Rom 6,8; 2Tim 2,11). Pero esta grata realidad de ser
criatura nueva en Cristo se vive en la experiencia del ya y todavía no, y se siente llamada a un más
de vida filial, de vida fraterna y de entrega al hermano. Es la misma vida nueva la que impulsa, la
que actúa desde dentro, porque lleva en su naturaleza la expansión hasta la consumación total en
Dios, después de la muerte. La santidad que se vive en cada momento de la vida siempre estará
en referencia con la plenitud a la que está constitutivamente orientada.
— En segundo lugar debe tenerse en cuenta que el crecimiento de la vida cristiana es integral. La
profunda realidad de ser criatura nueva en Cristo debe configurar gradualmente toda la vida del
cristiano; todo en la persona queda bajo su influjo. Y, consecuentemente, la santidad moral del
creyente no puede entenderse como un mero perfeccionamiento ético de la persona, sin ninguna
relación con lo que supone el estar en Cristo, ser en Cristo, propio de la participación de la pascua.
Si lo radical del cristiano es ser en Cristo hijo y hermano, el comportamiento tiene que ser
consecuente a su ser en Cristo, hasta llegar a la unidad de vida y de persona.
— Por último debe subrayarse que el Espíritu está muy presente en el crecimiento de la vida
cristiana. Se puede asegurar que todas las dimensiones de la vida cristiana están acompañadas y
dirigidas por el Espíritu. El Espíritu está presente en el crecimiento de la vida cristiana porque está
en su origen (Jn 3,5); porque guía al cristiano (Rom 8,14; Gál 5,18); porque da el conocimiento
profundo de Jesucristo (lCor 2,6-16; Jn 14,26; 16,12-15); porque nos da el amor de Dios (Rom 5,5);
porque nos garantiza la libertad (Rom 8,2); porque su presencia es actuante en la vida del
cristiano y la conocemos por sus frutos (Gál 5,22-25), y porque nos acompaña al final de nuestros
días (Rom 8,11). La vida cristiana se vive en el Espíritu. Según esto, la presencia del Espíritu es
llamada al dinamismo y garantía del crecimiento cristiano hasta su plenitud.
NOTAS: 1. Existe una amplísima bibliografía sobre el tema. Cf S. GAMARRA, Teología espiritual, BAC, Madrid 1994, 24-28. — 2 Cf
L. DUCH, Tendencias espirituales actuales, Delta, Cuadernos de orientación familiar 115 (1987) 7-24; C. GARCÍA-J. CASTELLANO,
3
Corrientes y movimientos actuales de espiritualidad, Madrid 1987, 143-152. — H. U. VON BALTHASAR, El evangelio como
criterio y norma de toda espiritualidad en la Iglesia, Concilium 9 (1965) 7-8. — 4. Cf J. MARTÍN VELASCO, La religión en el
hombre, Communio 2 (1989) 325. — 5. V. E. FRANKL, Ante el vacío existencial. Hacia una humanización de la psicoterapia,
6 6 4
Herder, Barcelona 1990 , 41. — X. ZUBIRI, El hombre y Dios, Alianza, Madrid 1988 , 327; — 7. A. M. BESNARD, Tendencias
dominantes en la espiritualidad contemporánea, Concilium 9 (1965) 27. — 8. J. ALFARO, Cristología y antropología, Cristiandad,
10
Madrid 1973, 101. — 9 L. F. LADARIA, Introducción a la antropología teológica, Verbo Divino, Estella 1993, 150. - Entre la
abundante bibliografía cf A. ANTÓN, El misterio de la Iglesia. Evolución histórica de las ideas eclesiológicas II, Católica, Madrid
2
1987; R. BLÁZQUEZ, La Iglesia del concilio Vaticano II, Sígueme, Salamanca 1991 ; B. FORTE, La Iglesia, icono de la Trinidad.
Breve eclesiología, Sígueme, Salamanca 1992; ChL; N. SILANES, Iglesia de la Trinidad, en X. PIKAZA-N. SILANES (dirs.), Diccionario
12
teológico. El Dios cristiano, Secretariado Trinitario, Salamanca 1992, 664-676. — 11. PdV 59. — Cf R. COFFY, L'Eglise, París
13 14
1984, 35. — Cf H. U. VON BALTHASAR, a.c., 11-12. – R. SCHNACKENBURG, El amor fraterno como confirmación de la
15 —16
comunión con Cristo y con Dios, en El mensaje moral del Nuevo Testamento II, Herder, Barcelona 1990, 202-213. — RMi. Cf
A. QUERALT, Aspetti pneumatologici della spiritualitá II. Lo Spirito Santo nel Nuovo Testamento (ad uso degli studenti), Roma
1992.
BIBL.: ARZUBIALDE S. G., Theologia spiritualis. El camino espiritual del seguimiento a Jesús, Universidad Pontificia Comillas,
Madrid 1989; BERNARD C. A., Teología espiritual. Hacia la plenitud de la vida en el Espíritu, Atenas, Madrid 1994; CAPDEVILA V.
M., Liberación y divinización del hombre, 2 vols. Secretariado Trinitario, Salamanca 1984; DE FIOREs S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo
4
diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991 ; ESPEJA J., La espiritualidad cristiana, Verbo Divino, Estella 1992;
GAMARRA S., Teología espiritual, BAC, Madrid 1994; GOFFI T.-SECONDIN B., Problemas y perspectivas de espiritualidad,
Sígueme, Salamanca 1986; GOFFI T., La experiencia espiritual hoy, Sígueme, Salamanca 1987; GOZZELINO G., En la presencia de
Dios. Elementos de teología de la vida espiritual, CCS, Madrid 1994; GUTIÉRREZ G., Beber en su propio pozo, Sígueme,
Salamanca 1984; JAÉN J., Hacia una espiritualidad de la teología de la liberación, Sal Terrae, Santander 1987; Ruiz DE LA PEÑA J.
L., El don de Dios. Antropología teológica especial, Sal Terrae, Santander 1991; Ruiz SALVADOR F., Caminos del Espíritu.
Compendio de teología espiritual, Espiritualidad, Madrid 1974; WEISMAYER J., Vida cristiana en plenitud, PPC, Madrid 1990.
EUCARISTÍA
Según el Vaticano II, la eucaristía es «fuente y cumbre de toda la vida cristiana» (LG 11), «centro y
cima» (AG 9), «raíz y quicio» de la comunidad cristiana (PO 6). De esta forma, el camino de
incorporación al misterio pascual del cristiano, iniciado con el bautismo y enriquecido con la
confirmación, llega a su plenitud sacramental con la participación en el banquete eucarístico,
donde se gustan ya de antemano los bienes de la vida eterna. Según el Ritual de la iniciación
cristiana de adultos, los recién bautizados son introducidos solemnemente en la asamblea
cristiana reunida, para participar por primera vez en la celebración de la eucaristía: «De esta
forma participan con toda la comunidad en la acción del sacrificio y recitan el padrenuestro,
mostrando así el espíritu de filiación que han recibido con el bautismo... Con la comunión del
Cuerpo entregado y la Sangre derramada confirman los dones recibidos y gustan de antemano los
de la eternidad» (RICA 36). De esta forma los bautizados y confirmados alcanzan su identificación
con Cristo, son incorporados plenamente a la comunidad eclesial y, a través de esta primera
participación eucarística, «encuentran la coronación de su iniciación» (RICA 36; cf IC 106). Por esta
primera participación plena del misterio pascual consiguen aquella madurez cristiana que les
permite vivir y ejercer con toda entereza la nueva vida a la que renacieron con el bautismo.
Los sacramentos son medios eficaces de la gracia. Todos ellos, en su peculiaridad específica, nos
incorporan al misterio pascual de Cristo. En este sentido, la eucaristía es el sacramento por
antonomasia. Como ningún otro sacramento dice relación directa a la obra redentora de Cristo:
«Nuestro Salvador, en la última cena, la noche que le traicionaban, instituyó el sacrificio
eucarístico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el
sacrificio de la cruz, y a confiar así a su esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección:
sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual, en el cual se recibe
como alimento a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera»
(SC 47).
Bajo la forma de memorial de la última cena de Jesús con sus apóstoles, es la perpetuación en el
tiempo del único sacrificio de la cruz. Como celebración sacramental, la eucaristía es expresión y
realización de comunión del creyente con el mismo cuerpo vivificado del Salvador. De esta forma,
la vida propia de Cristo resucitado, se expande por todos los miembros que forman su cuerpo en
forma de alimento espiritual.
3. DEL GESTO DE JESÚS A LA ACCIÓN DE LA IGLESIA. Los textos del Nuevo Testamento se refieren
frecuentemente al lugar central que la «fracción del pan» (He 2,42.46; 20,7.11; Lc 24,30) o la
«cena del Señor» (lCor 11,20) ocupaban en la vida de las comunidades primitivas. Estas
expresiones designan la reunión cristiana donde se hacía memoria de la cena de despedida que
Jesús celebró con sus discípulos «la noche en que fue entregado» (lCor 11,23).
Son cuatro los relatos que tenemos de la última cena, formulados a partir de una doble tradición:
Pablo-Lucas y Marcos-Mateo (1 Cor 11,17-34; Mc 14,12-26; Mt 26,17-30; Lc 22,7-23). Todos ellos
coinciden en insertar el gesto de Jesús en el marco del banquete pascual judío. Este tenía una
doble significación: acción de gracias al Dios de la alianza por la liberación de Egipto (Ex 12,1-28) y
expresión del deseo de la liberación plena en el reino mesiánico. El hecho de que la última cena de
Jesús esté en relación estrecha con la cena pascual hace que su gesto signifique el paso del
acontecimiento de la pascua del éxodo judío a la pascua de la liberación definitiva fundada en el
auténtico sacrificio de Cristo, «ofrecido una vez para siempre» (Heb 7,24-27; 9,12.26.28; 10,10;
Rom 6,10; l Pe 3,18).
De esta forma, la acción de Jesús en la última cena se convierte en «una acción profética que
anticipa el misterio de la cruz del día siguiente: antes de verse apresado por los enemigos, se
entrega voluntariamente a sus amigos haciendo de su vida un don para cuantos crean en él: el
pan partido equivale a su cuerpo entregado, y el vino... es su sangre derramada»1. La fracción del
pan y el reparto de la copa por parte de Jesús son la «parábola en acción de lo que será su
muerte, que presiente» 2. Este gesto profético viene explicado por las palabras que lo acompañan:
«Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros... Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi
sangre, que es derramada por vosotros» (Lc 22,19-20).
La participación del alimento repartido —cuerpo entregado y sangre derramada por la multitud—
nos presenta a Jesús como el Siervo de Yavé que da su vida por los pecadores (Is 52,13–53,12; cf
42,6; 49,8), abriendo el camino de la reconciliación de la multitud con Dios y sellando con su
sangre la nueva alianza. La muerte, expresión máxima de la entrega de Jesús por todos los
hombres, aparece como el sacrificio de la alianza definitiva entre Dios y los hombres, el único y
verdadero sacrificio agradable a Dios (Heb 9,11-28). Por las características de los dones simbólicos
–pan y vino– este testamento adquiere forma de comida familiar. Esta comunidad de mesa
celebrada en memoria del Señor, se convierte en signo de relación, diálogo, perdón, amor,
comunión y solidaridad, elevando a experiencia cristiana la comunidad de mesa practicada por
Jesús con publicanos y pecadores (Mt 9,9-13; 11,19; Lc 7,36-50; 15,11-32; 19,1-10). Así la
comunidad de mesa se convierte en expresión de la reconciliación con Dios y de la reconciliación
mutua de los comensales.
Los discípulos, y con ellos la Iglesia toda, recibieron la orden de perpetuar este gesto: «haced esto
en memoria mía» (1Cor 11,26) «hasta que él venga» (1Cor 11,24-26; Lc 22,19). De esta forma la
Iglesia, con la celebración de la eucaristía, perpetúa en el tiempo la presencia eficaz de esta vida
entregada por la vida del mundo. La eucaristía es el alimento de la Iglesia peregrina, mientras
avanza hacia la plenitud de salvación. Por ser comida del cuerpo y sangre del Señor, es ya
pregustación en el tiempo de la vida de resurrección que Cristo posee en plenitud y que prometió
a todos los que crean en él (Jn 6,53-58).
4. SÍNTESIS TEOLÓGICA. a) Acción de gracias. A partir de finales del siglo I, el nombre que
prevaleció para designar la celebración del memorial del Señor fue el de eucaristía: acción de
gracias. En las comidas festivas judías había dos bendiciones y una acción de gracias, que se
pronunciaba sobre el pan y la copa, o sobre un animal sacrificado en el templo. Este
reconocimiento agradecido hacía entrar en comunión con Dios. Ahora, el gesto de Jesús nos
manifiesta que esta comunión en el amor de Dios se realiza en la pascua del Hijo. Los cuatro
relatos bíblicos nos hablan de una acción de gracias sobre los dones: Pablo y Lucas sobre el pan y
la copa, Mateo y Marcos sobre la copa. De esta forma, en toda repetición de la cena del Señor se
da gracias a Dios por el gran acontecimiento de la muerte y resurrección de Jesús, la verdadera y
definitiva pascua. Cuando la comunidad se reúne en torno a la mesa eucarística, renueva su
reconocimiento y acción de gracias por las obras maravillosas del amor de Dios para con su
creación (cf CCE 1359), pero de forma particular y definitiva por la obra de la nueva creación,
llevada a término por la muerte y resurrección de Jesús.
Por las palabras que Jesús pronuncia sobre el pan y el vino, estos elementos simbolizan su misma
persona, en cuanto entregada, sacrificada por el bien de los hombres. En el mundo semítico
cuerpo no significa únicamente corporeidad, sino la persona entera. Igualmente la sangre, como
sustancia de la vida comprende a todo el ser vivo. En este caso, el ser vivo que derrama su sangre
y entrega su vida por los hombres. Jesús se presenta como el cordero pascual que sustituye al
cordero pascual judío. Jesús mismo entrega su vida como el auténtico cordero capaz de sellar con
su sangre la definitiva alianza de Dios con los hombres: «Este es el cordero de Dios, que quita el
pecado del mundo» (Jn 1,29). Por ello, la celebración de la cena del Señor será la cena del
auténtico cordero, y la celebración de la eucaristía, la celebración de la pascua definitiva.
c) Perpetuación del sacrificio pascual. Cristo murió realmente una sola vez –epaphax = «una vez
para siempre» (Rom 6,10; Heb 7,27; 9,12; 10,10)–, obrando así, con el sacrificio de su vida, la
salvación del género humano. Pero el misterio pascual de Cristo se extiende a toda la historia
humana. Por la resurrección «participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en
ellos se mantiene permanentemente presente» (CCE 1085), entra en la conciencia humana y se
hace realmente efectivo por su condición de memorial. En efecto, por la fuerza del Espíritu, la
comunidad reunida evoca el acontecimiento históricamente ya pasado y, haciendo memoria de él,
se implica y sumerge plenamente en él. En esta implicación la comunidad se deja determinar en el
presente por aquel dinamismo que acompañó y se hizo actuante en el acontecimiento pasado. El
memorial no es simple recuerdo de los hechos pasados, sino la evocación de estos hechos como
actualmente configuradores. De esta forma se perpetúa en la historia el gesto inicial y todo su
dinamismo renovador, convirtiéndolo en acontecimiento originante.
El dinamismo sacramental del memorial explica que el único sacrificio de Cristo en la cruz
permanece presente y activo en la historia: «Cada vez que la comunidad cristiana, proclamando su
fe con acción de gracias, hace ante Dios el memorial del sacrificio histórico de Jesús, el Espíritu
hace presente, en el pan y en la copa de la cena fraternal, aquello cuya parábola en acción había
realizado Jesús la noche en que fue entregado, el símbolo profético: la ofrenda del cuerpo y de la
sangre por la salvación del mundo; en una palabra: el sacrificio de la cruz que el Padre recibió y
selló en la resurrección inaugurando un mundo nuevo» 3. El memorial hace que cuando la Iglesia
celebra la eucaristía, pueda ofrecer de nuevo este único sacrificio de Cristo realizado «una vez por
siempre». Por la pertenencia a su cuerpo, la Iglesia «participa en la ofrenda de su cabeza... [De
esta forma] en la eucaristía, el sacrificio de Cristo es también sacrificio de los miembros de su
cuerpo» (CCE 1368).
d) Comunión con el Resucitado. La participación de la mesa del Señor nos obliga a poner atención
tanto a su gesto como a sus palabras. La tradición ha conservado estas dos versiones: «Esto es mi
cuerpo, que es entregado por vosotros... Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre» (lCor
11,24-25). O, según la otra tradición: «Tomad y comed, esto es mi cuerpo... Bebed todos, porque
esta es mi sangre, la sangre de la nueva alianza, que será derramada por todos para remisión de
los pecados» (Mt 26,26-28). De ahí se desprende que la celebración de la eucaristía nos pone en
comunión con el cuerpo y la sangre de Jesús ante la inminencia de su muerte. A través de la
comunión con este cuerpo y esta sangre, el creyente entra en contacto con el poder redentor de
esta muerte.
La comida y la bebida indignas del pan y del cáliz equivalen a un pecado para con «el cuerpo y la
sangre del Señor» (lCor 11,27). Ello es únicamente posible porque entre el pan y el cuerpo, y entre
el cáliz y la sangre existe un vínculo de identidad. Se trata de un vínculo que va mucho más allá de
una simple figuración del cuerpo a través del pan, y de la sangre a través del cáliz; pero que, según
los textos neotestamentarios, tampoco podemos entender como una identificación de tipo
material fisicista. Ya san Agustín insistía en que el cuerpo eucarístico es sacramental, y san
Ambrosio de Milán subrayaba la función esencial del Espíritu. Se trata del modo de presencia del
cuerpo de Cristo.
a) Cuerpo y sangre resucitados. La realidad actual del Señor es la del Cristo resucitado. Es decir, es
aquel que vivió y murió, y vivificado ahora por la fuerza del Espíritu para no morir más, está
sentado a la derecha del poder de Dios (He 2,32-36). Por tanto, la realidad expresada en el
misterio de la eucaristía es la presencia del Señor resucitado. Una posterior determinación de las
características de cuerpo resucitado, escapa a toda descripción humana. Como primer paso, cabe
afirmar que el cuerpo de Cristo presente en la eucaristía no es solamente el cuerpo camal e
histórico de Jesús de Nazaret. Es ciertamente este cuerpo, pero ya resucitado y ensalzado a la
derecha de Dios, cuerpo espiritual (iCor 15,42-49,) y que únicamente puede ser captado por la fe.
Más complicado resulta querer explicar el alcance de la conversión ontológica de los elementos de
pan y vino a partir de un sistema filosófico determinado. No en vano se ha intentado en los
últimos decenios una nueva comprensión de la categoría transustanciación, autentificada por
Trento (CCE 1376), a través de las de transfinalización o transignificación. Pero se trata de los
primeros tanteos en esta dirección, y por ello se hace difícil dejar a un lado la fórmula empleada
desde Trento. Esta realidad de la presencia es la que justifica el «culto de adoración que se debe al
sacramento de la eucaristía, no solamente durante la misa, sino también fuera de su celebración»
(CCE 1378).
d) Alimento de vida eterna. La incorporación personal del don ofrecido en la eucaristía se realiza
en el creyente mediante la manducación, expresión suprema de la apropiación. Se trata, como
dice san Agustín, de una «manducación por la fe». El pan que se come y el cáliz que se bebe son el
símbolo sacramental de la presencia real de la persona que se da por medio de ellos. El cuerpo
que se recibe es todo el cuerpo de Cristo. Es decir, el cuerpo de Jesús que encarnó en la historia
una forma de actuar, de confiar en Dios, de tratar al prójimo, a los pobres y marginados... que se
entregó realmente hasta la muerte en bien de todos los hombres y que fue exaltado por el poder
del Espíritu a la derecha de Dios. Es, por tanto, un cuerpo que vivió, murió y vive resucitado a la
derecha de Dios.
Por eso la eucaristía es alimento de vida eterna. Alimento que inserta al creyente en el camino
pascual de Cristo, alimento en el tiempo presente para un auténtico seguimiento de Jesús. La
comunión del cuerpo de Cristo es, pues, el acto de inserción en el mismo dinamismo del mismo
Espíritu que resucitó a Jesús a la derecha del Padre.
Comer el cuerpo de Cristo significa dejarse vivificar ya en el tiempo presente por la vida que brota
de su resurrección. Por eso «la eucaristía es símbolo sacramental que expresa y produce la
solidaridad con la vida que llevó Jesús; y la solidaridad también entre los creyentes que participan
del mismo sacramento»8. De esta forma, la eucaristía se convierte en la comida de la vida
compartida: compartida con Cristo gracias al don de su cuerpo y compartida con los demás
comensales que participan del mismo don.
Es muy fácil leer estas palabras de Jesús como una exigencia moralizante de servicio para con los
hermanos. Pero el sentido auténtico apunta a una realidad mucho más profunda: no se trata de
celebrar la eucaristía y después intentar estrechar los lazos de relación a través de un
comportamiento de servicio. La eucaristía es comunión con Jesús que se entrega y, como tal,
expansión suprema del don que caracteriza su vida a la vida de los que reciben su cuerpo. Es
cuerpo entregado para que todo aquel que comulgue con él comulgue con la entrega a los demás.
Su propia vida nos alimenta, nos transforma y convierte. En la eucaristía el creyente se une a
Cristo como el sarmiento a la vid (Jn 15,1 ss.), la primera vez como coronación de todo el proceso
de iniciación, y después como afianzamiento y fortalecimiento de esta unión.
Este principio iluminador indica la importancia, en toda catequesis sobre la eucaristía, de algunos
aspectos del mensaje cristiano como eucaristía y acción de gracias, comunión con el Resucitado y
presencia de Cristo en la eucaristía. Lo más fontal en la catequesis de la eucaristía es presentar la
entrega —impregnada de injusticias y generosidad– del Cristo histórico, y la presencia gratuita del
Resucitado. Esto lo necesita especialmente el hombre de hoy. El hombre posmoderno,
desconfiado de todo y nihilista sin angustia, ávido inconsciente de buenas noticias, necesita saber
que Dios es, ante todo, buena noticia, presencia salvadora y vivificante, comida que garantiza
calidad de vida para todas las edades y anticipo de nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite
la justicia (2Pe 3,13).
La eucaristía es una experiencia de fe, un encuentro personal con Cristo viviente, que quiere
comunicarnos cada vez más su alegría, su fuerza y la novedad y plenitud de vida que él, como
Señor resucitado, posee y por su Espíritu nos comunica. Si la eucaristía es la meta de la iniciación
cristiana, debe presentarse también como la fuente primordial en la que se alimenta toda nuestra
existencia cristiana, implicando a toda nuestra persona.
c) La pedagogía de los signos y de las experiencias humanas. Según el nuevo Directorio, «la
catequesis se hace pedagogía de signos, en la que se entrecruzan hechos y palabras, enseñanza y
experiencia» (DGC 143). 1) Los símbolos litúrgicos. La conexión entre la liturgia y la catequesis nos
facilita, al catequizar la eucaristía, un camino específico para proceder según otra línea de la
pedagogía divina: la mistagogia. La liturgia sacramental es rica en signos que nos permiten pasar
de lo visible a lo invisible. El lenguaje simbólico es el medio adecuado para acercarnos al misterio
sacramental de Cristo. 2) Las experiencias humanas. Nuestra vida cotidiana nos depara también
una rica gama de experiencias que nos facilita la comprensión del sentido de la eucaristía. Es ante
todo un gesto de amistad y comunión. Sirve para confirmar un acuerdo, un pacto, una alianza.
Puede significar reconciliación. En un día de despedida, como en el caso de Jesús, significa entrega
de la vida y de las opciones vitales a favor de una causa humanitaria.
d) Resumen. He aquí tres claves de la pedagogía divina para presentar la eucaristía al hombre de
hoy: 1) la eucaristía como entrega y presencia gratuitas de Dios (acción de gracias y adoración); 2)
la eucaristía como dinamismo pascual de Jesucristo resucitado (presencia vivificante del
Resucitado, y 3) la eucaristía como signo del amor sin límites de Dios a la humanidad y de la fuerza
del servicio generoso por los hermanos (símbolo dinámico de gratuidad y de amor fraterno). Y
añadimos una cuarta clave, recordada en los sacramentos del bautismo y confirmación: 4) La
eucaristía como condescendencia de Dios, por la que sale a nuestro encuentro, aceptándonos tal
como estamos y somos, cercano, amigo y salvador, especialmente en su Hijo encarnado, hecho
sacrificio de liberación.
2. ALGUNOS CONTENIDOS DEL MENSAJE EUCARÍSTICO CON PISTAS METODOLÓGICAS. En este
apartado seleccionamos algunas propuestas de contenidos fundamentadas en las fuentes de la
revelación y adaptadas a la situación religiosa de las personas en la cultura actual, que pueden
servir para integrar estos contenidos en distintas programaciones.
— La eucaristía dominical. La eucaristía acompaña la vida de los cristianos a través, sobre todo, de
la celebración dominical. Si el domingo es el día de la resurrección del Señor, es natural que, desde
los primeros tiempos del cristianismo, la mejor manera de celebrarlo se haya llevado a cabo
mediante la participación en la eucaristía, memorial de su muerte y resurrección (cf DD 34; cf IC
51-52).
Pero la eucaristía tiene, además, la energía de la liberación definitiva, y así nos anticipa aquella
vida nueva que será felicidad plena en la vida inmortal de Dios, y que nosotros —como decimos—
queremos vivir y adelantar aquí y ahora a través de todo aquello que haga de nuestro mundo un
mundo más humano y fraterno (CCE 1402-1405).
Toda eucaristía nos exige el compromiso y, al mismo tiempo, quiere ponernos en disposición para
renunciar a nosotros mismos y vivir con todos como hijos de Dios.
c) El camino de las Escrituras, en especial el Nuevo Testamento. Los textos bíblicos que deben
vertebrar las catequesis sobre la eucaristía, sacramento de la iniciación cristiana y sacramento, a
la vez, que alimenta la vida cristiana normal, son los del anuncio, la promesa y la institución de la
eucaristía. Pero las fuentes evangélicas contienen otros pasajes que, combinados con los
anteriores, nos permiten presentar las muchas riquezas de este sacramento. Ofrecemos tres
propuestas de catequesis.
— Primera propuesta. Recrear el clima en el que se instituyó la eucaristía será una buena
metodología para adentrarse en la profundidad de lo que el sacramento significa. Para ello,
leemos los relatos de los cuatro evangelistas (Mt 26,26-30; Mc 14,22-26; Lc 14,24-32; In 13,1-15)
que nos ofrecerán las distintas caras del mismo acontecimiento, junto con la profunda intensidad
de sentimientos que allí se vivieron y que nosotros también queremos revivir. Imaginemos el
ambiente: la muerte de Jesús que se ve próxima, la tensión, el cariño mutuo...
— Segunda propuesta: El texto pascual de los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35). Con estas pistas
se aborda una catequesis eucarística en orden a personas que tienen crisis de fe y se encuentran
necesitadas de una nueva evangelización (cf DGC 58c), que se realiza mediante una catequesis
kerigmática o una precatequesis (cf DGC 62). En este pasaje, en definitiva, Cristo glorioso nos
invita a recorrer con él el camino, como hiciera un día con los discípulos de Emaús. Se lleva a cabo
en cuatro momentos: 1) La crisis (Lc 24,13-24); 2) el tiempo de la Palabra (24,25-27); 3) la Mesa
(24,28-31), y 4) superada la crisis, el regreso a la comunidad y la realización de la misión.
Para personas creyentes, este pasaje sirve para clarificar el camino que se ha de seguir para
reactivar la vida cristiana.
— Tercera propuesta. Una vía de acceso a la vivencia de la eucaristía puede ser sintetizar los
aspectos fundamentales del misterio eucarístico en siete verbos para otras tantas sesiones: 1)
tener hambre; 2) compartir mesa; 3) recordar; 4) entregar; 5) anticipar el Reino en el hoy y para el
mundo futuro; 6) tragarse (asimilar la mentalidad) a Jesús; 7) bendecir y dejarse bendecir, en las
dos dimensiones: de alabanza y de compartir12.
3. UNA CATEQUESIS DE LA EUCARISTÍA PARA LAS DIVERSAS EDADES. Desde el comienzo de este
apartado advertimos que la catequesis sobre la eucaristía para las distintas edades tendrá mucha
relación con la catequesis por edades relativa a los sacramentos iniciatorios del bautismo y la
confirmación que se presenta en este Diccionario. Las alusiones y referencias serán frecuentes.
a) Adultos (de 30 a 65 años) y jóvenes (19-29 años). Estos adultos y jóvenes (a excepción de
algunos matices), se encuentran normalmente en cuatro situaciones distintas de fe: 1) Unos son
catecúmenos que realizan el proceso catequético en un catecumenado bautismal. 2) Otros son
cristianos bautizados, incluso practicantes, que completan su iniciación cristiana en grupos de
catequesis de inspiración catecumenal. Los dos grupos cultivan una catequesis iniciatoria o
reiniciatoria. 3) Otros son bautizados alejados de la fe, que están en situación de nueva
evangelización y, con frecuencia, son padres de niños, preadolescentes y adolescentes, que
acuden a la catequesis parroquial. Necesitan una catequesis kerigmática o precatequesis. 4) Otros,
en fin, son cristianos practicantes dominicales, a quienes ha de proporcionárseles una catequesis
permanente.
En cuanto a contenidos del mensaje eucarístico: 1) La cena del Señor, memorial de la liberación de
Israel (pascua) mediante el cordero sacrificado, y de nuestra liberación integral mediante la
muerte y resurrección de Jesús, el Señor. 2) La eucaristía, actualización de la nueva alianza de Dios
con nosotros, mediante Cristo sacrificado y resucitado. 3) La eucaristía, comida familiar de los
hijos de Dios en que comemos a Cristo, pan de vida, y entramos en comunión con él. 4) La
eucaristía, acción de gracias a Dios y de alabanza por su amor y sus dones. 5) La eucaristía,
sacrificio de comunión entre los hermanos y compromiso de entrega a los más pobres. 6)
Descripción viva de la dinámica de la celebración de la eucaristía.
Efectivamente, un buen número de estos padres jóvenes (30-45 años) manifiestan una actitud de
indiferencia religiosa. Otros, asegurando ser creyentes, se han alejado de la práctica dominical.
Otros, en fin, sin dejar de practicar, han perdido su confianza en la Iglesia. Estas situaciones
permiten realizar con los padres una llamada a la recuperación de la fe.
Con el primer grupo de padres —alejados indiferentes— que responden motivados, pero
libremente, a la convocatoria, se puede seguir una precatequesis a partir de sus experiencias
humanas profundas: valoración de la dignidad humana; falta de valores en la educación; convivir,
una necesidad y un problema; el anhelo de vivir en justicia y solidaridad; búsqueda de la felicidad;
vivir para ser o vivir para tener; aspiración a vivir los valores democráticos; el acoso del dolor y de
las debilidades morales ¿puede tener sentido?; etc. Es la precatequesis para la catequesis del
sacramento del bautismo de adultos (30-65 años) y jóvenes (19-29 años). Tanto en el caso de
adultos no bautizados, como en el de adultos bautizados pero religiosamente indiferentes, el
primer paso que han de dar es la conversión a Jesús, el Señor. En nuestro caso —la eucaristía— se
realiza mediante una precatequesis (cf DGC 62) que englobe la propia vida humana. Sígase la pista
allí sugerida, sobre todo en los dos últimos párrafos.
Con los padres creyentes, pero no practicantes, y con los que sienten desconfianza hacia la Iglesia
—creyentes y, en algún sentido, alejados—la precatequesis podría realizarse abordando, de forma
actualizada, aspectos de la fe o de la moral que para ellos han perdido credibilidad: la imagen de
un Dios justiciero por la de Padre bueno y misericordioso con todos; un Cristo salvador del hombre
e incluso resucitado, pero ajeno a sus esperanzas y angustias de cada día, por un Jesús viviente,
presente y acompañante de cada persona y de la humanidad; una Iglesia, considerada como
enemiga de la libertad y del lado de los poderosos, por una Iglesia servidora de la promoción
humana y de los pobres; una moral centrada en el pecado mortal y en la condenación eterna por
una moral de la caridad y de las bienaventuranzas.
Reavivada la fe en estos adultos jóvenes —padres de familia—, puede seguirse una catequesis de
adultos sobre la eucaristía, que les prepare para la celebración de la de sus hijos. Estas
precatequesis piden al menos una reunión mensual, bien convocada y preparada a lo largo de un
curso.
b) Niños (6-9 años y 9-11 años). De acuerdo con una costumbre consolidada, es en esta etapa en
la que, de ordinario, tiene lugar de manera organizada el segundo paso de la iniciación cristiana: la
llamada primera comunión. Con la preparación a la celebración de los sacramentos (penitencia y
eucaristía) se comienza la primera formación orgánica de la fe del niño y su incorporación
consciente a la vida de la Iglesia (cf DGC 178d). En la adolescencia y primera juventud (12-18, 20
años) se suele dar de hecho, en muchas Iglesias particulares, el tercer y último paso de la
iniciación cristiana, con el catecumenado para la celebración de la confirmación y la participación
en la eucaristía de la comunidad adulta (cf DGC 18Id). A todo este período, con todos sus medios
religioso-familiares, catequéticos y sacramentales, el Catecismo de la Iglesia católica lo llama
catecumenado posbautismal. «No se trata —dice— sólo de la necesidad de una instrucción
posterior al bautismo, sino del desarrollo necesario de la gracia bautismal en el crecimiento de la
persona. Es el momento propio de la catequesis (iniciatoria)» (CCE 1231; cf DGC 51b).
— La catequesis de la eucaristía para los niños de las edades sacramentales (6-9 años) tiene sus
raíces principalmente en el clima familiar y también en el de otras comunidades cristianas
educativas: la escuela y la catequesis de la comunidad cristiana. No basta que estas susciten el
sentido de Dios y de Jesús: también han de estimular en los niños, a su medida, «los valores
humanos subyacentes en la celebración de la eucaristía: la acción comunitaria, el saludo, la
capacidad de escucha y también de pedir y de otorgar perdón, la expresión de agradecimiento, la
experiencia de las acciones simbólicas, del convite fraternal, de la celebración festiva» 13.
La catequesis parroquial ofrecerá a los niños los conocimientos sobrios que sobre el misterio
eucarístico presentan los catecismos y los materiales didácticos. En el proceso pedagógico quizá
sea suficiente en este período partir de las comidas festivas. A los niños les gusta comer con los
mayores, en familia, al celebrar acontecimientos importantes. Todos los detalles de la fiesta son
para los niños signos de alegría, de encuentro, de amor compartido. Ayudarles, después a
descubrir que la reunión-comida de la eucaristía es la fiesta que Jesús ideó para que todos nos
encontráramos alegres con él, como amigos y hermanos. Llevarles a participar en la escucha de la
Palabra, en la acción de gracias al Padre por Jesús, el Señor, animado por el Espíritu, y la comida
del cuerpo de Cristo nuestro salvador. Motivar, por fin, a los niños a tomar parte en la eucaristía,
comida fraterna de los cristianos adultos.
Un camino experiencial para abrir a los niños a la vida litúrgica —también a la eucaristía— es la
pedagogía de la participación en celebraciones de diverso género, mediante las cuales, «por la
fuerza misma de la celebración, los niños perciben más fácilmente algunos elementos litúrgicos
tales como el saludo, el silencio, la alabanza común, sobre todo aquella que se realiza
cantando» 14.
Aunque la celebración de la eucaristía está concebida para personas adultas en la fe, los niños que
asisten a ella con sus padres —durante los años de la catequesis presacramental y aun antes—
pueden desarrollar cierta sensibilidad favorable a la celebración. No sucederá esto por el
conocimiento, sino por la sintonía afectivo-intuitiva con que los niños se acercan a las personas y a
los acontecimientos. Estas experiencias religiosas, un poco cuidadas por los padres y responsables
de la celebración, marcan para toda la vida, por la fuerza festivo-testimonial de los padres y de la
asamblea.
Si los padres son indiferentes, pero desean proporcionar a sus hijos una formación cristiana, se les
debe invitar, al menos, a que les eduquen en los valores humanos arriba indicados y a que tomen
parte en las reuniones con otros padres y en las celebraciones no eucarísticas que se realicen con
los niños de la catequesis.
— La catequesis eucarística para los niños de 9-11 años suele ofrecerles conocimientos más
sistemáticos sobre la eucaristía, como lo pide su evolución intelectual. Téngase en cuenta, no
obstante, su tendencia a la extraversión psicológica, que les suele privar de la interioridad
necesaria para crecer en la experiencia de fe. Por eso, con estos niños también es muy útil la
pedagogía de la participación en celebraciones de diverso género. En bastantes Iglesias
diocesanas la catequesis de iniciación cristiana continúa hasta la celebración de la confirmación al
final de la preadolescencia (14 años) o de la adolescencia (17-18 años). No obstante, también hay
diócesis en que la iniciación cristiana concluye con la celebración de la eucaristía en la niñez
adulta, para lo cual el catecismo diocesano o regional desarrolla los temas eucarísticos en esta
dirección.
El Directorio para las misas con niños es un instrumento pedagógico que debe ser más conocido y
utilizado para la catequesis y la celebración de la eucaristía con todos los niños (6-11 años).
c) Los adolescentes (12-14 y 15-18 años). En esta edad distinguimos la primera adolescencia —
preadolescencia— y la adolescencia adulta. La diferencia psicológico-evolutiva es importante.
— Los preadolescentes (12-14 años). Todo cuanto se ha recordado de las características de esta
edad a propósito del bautismo de preadolescentes, así como lo indicado sobre el tipo de
catequesis para esta edad, necesitada de conversión religiosa a Dios, al Señor, mediante una
precatequesis o catequesis kerigmática (cf DGC 62) y de una catequesis iniciatoria un tanto
flexible, sirve para la catequesis sobre la eucaristía. También es aplicable a esta las orientaciones
pedagógicas allí indicadas para los sacramentos de la iniciación.
— Los adolescentes (15-18 años). La situación normal, en muchas comunidades cristianas, para
abordar la catequesis eucarística a esta edad suele ser la preparación a la confirmación, que
culmina con la celebración de esta dentro de la eucaristía, en la que los jóvenes en ciernes
ingresan conscientes en la comunidad adulta. Asumimos cuanto se dice en este Diccionario, a
propósito de la confirmación, sobre la situación religiosa de estos adolescentes, sobre el tipo de
catequesis preconfirmatoria que suele hacerse, y del estilo de proceso catecumenal que
convendría hacer (desde el punto primero al sexto).
En cuanto a la catequesis eucarística, lo que más necesitan los adolescentes es descubrir el sentido
de la celebración; y esto depende de su relación de intimidad con Cristo y del descubrimiento de
su grupo como célula de Iglesia, unido a otros grupos de Iglesia.
En efecto: 1) La relación de intimidad con Cristo abarcaría progresivamente: Jesús, como héroe a
quien admirar; Jesús como referente a quien observar e imitar; Jesús como amigo con quien
confidenciarse; Jesús como presencia interior (Dios encarnado, vivo y vivificador), en quien confiar
absolutamente; Jesús como salvador, por quien sentirse liberado en plenitud, y Jesús como señor
y maestro a quien seguir —a quien vivir— con los demás discípulos. 2) El descubrimiento del
propio grupo como sacramento de la Iglesia aporta a los adolescentes una fuerte carga de
liberación de soledad e impulso de comunión y misión. Comprueban que es el grupo el que los
abre a los demás, les da seguridad; en él comparten la vida, la fe y la esperanza; les impulsa a vivir
el proyecto de vida de Jesús; en él experimentan la comúnunión con el Padre y la acción del
Espíritu..., y la urgencia de salir al mundo.
Desde estas dos experiencias cristianas se puede desarrollar una buena mistagogia o pedagogía
que les lleve a acoger el misterio de la eucaristía: escuchar la narración de la cena pascual judía y
la cena de Jesús; nosotros somos ese pueblo-familia que celebra en gozo y hace memoria de su
liberación hoy, que toma conciencia de su identidad, que participa de la comida que fortalece, que
se sabe enviado a los hermanos, aún no liberados, que reclaman con urgencia la salvación integral
de Jesús... A su vez, la eucaristía, celebrada con este vigor comunitario, cristocéntrico y liberador,
vigoriza estas dos experiencias: la de la intimidad con Jesús y la de la Iglesia —grupo eclesial—
como comunidad de liberación y fraternidad, abierta a las necesidades de los hermanos.
d) Las personas mayores (de 65 años en adelante). El nuevo DGC contempla a las personas
mayores no como un «objeto pasivo, más o menos molesto» (DGC 186), sino con una mirada de
fe, «como un don de Dios a la Iglesia y a la sociedad, a las que hay que dedicar el cuidado de una
catequesis adecuada; tienen a ello el mismo derecho y deber que los demás cristianos» (DGC
186).
Esta catequesis con personas mayores está muy condicionada por su salud: si están internadas en
una residencia y gozan de buena salud; si están en su casa o en la de sus hijos y si pueden salir o
están impedidas para hacerlo. Nos referimos aquí a aquellos mayores que pueden reunirse en
algún local parroquial o residencial, vivan donde vivan.
Las personas mayores pueden llegar a esta edad: unas con una fe sólida y rica; otras con una fe
más o menos oscurecida y una débil práctica cristiana (cf DGC 187a). Ante estas dos situaciones
generales, sugerimos algunas orientaciones diferenciadas para la catequesis sobre la eucaristía.
— Los mayores con una fe sólida debieran ser invitados a una formación permanente en la fe,
haciendo, a lo largo del año, un ciclo de catequesis sobre los sacramentos. Para tratar la
catequesis de la eucaristía, sería provechoso desarrollarla recorriendo el esquema de la
celebración: rito de entrada, liturgia de la Palabra, liturgia eucarística, rito de la comunión y ritos
de despedida. El breve desarrollo de cada parte podría hacerse explicando los diversos símbolos
eucarísticos que aparecen en cada parte y que contienen un aspecto importante del misterio
eucarístico. La catequesis se extendería en varias sesiones. Será provechoso —si es posible—
poner un énfasis especial, dentro de la misa dominical con la tercera edad, en aquella parte que
ha sido recientemente catequizada. Es importante exponer las consecuencias para la vida cristiana
que entraña la rica realidad de la eucaristía.
— Los mayores con una fe oscurecida y práctica deficiente. La clave es un diálogo con estas
personas —en encuentros distintos— impregnado de testimonio evangélico por parte del
catequista-animador cristiano (cf IC 124ss). Los contenidos de los diálogos pueden ser las
experiencias humanas subyacentes a cada una de las partes de la celebración de la eucaristía:
reunirse, escuchar, actitud de acción de gracias, el hecho de despedirse y el regalo de despedida,
comer juntos, clima de fiesta... Después de desarrollar —en coloquio— cada experiencia, ayudar a
ver cómo se encuentra esa experiencia en alguna parte de la misa, explicitando la relación con
Jesús nuestro hermano y salvador. Es procedente aportar datos históricos de cómo los primeros
cristianos celebraban la eucaristía. Se puede tantear la posibilidad de celebrar una eucaristía
doméstica bien preparada y hacer, en otro encuentro, una reflexión —revisión— de cómo se vivió
el conjunto de la celebración y las partes más importantes.
NOTAS: 1. TORA, Eucaristía, 431. — 2. J. M. R. TILLARD, La eucaristía, sacramento de la comunión eclesial, en LAURENT B.-
3
REFOULÉ R., Iniciación a la práctica de la teología III. Dogmática 2, Cristiandad, Madrid 1985, 405. - Ib, 409. — 4. J. M. CASTILLO,
Eucaristía, en FLORISTÁN C.-TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993, 442. — 5. J. M.
R. TILLARD, o.c., 416. — 6. Ib. — 7. Ib, 420. — 8. J. M. CASTILLO, o.c., 432. — 9. Cf DD 32-45; 55-58; OBISPOS DE EUSKAL-HERRIA,
10
Carta pastoral de cuaresma y pascua, Celebración cristiana del domingo, Idatz, San Sebastián 1993, 36. — Cf J. C. R. GARCÍA
PAREDES, Iniciación cristiana y eucaristía. Teología particular de los sacramentos, San Pablo, Madrid 1997', 233-238. — 11. Cf
12
JUAN PABLO II, Carta sobre el Misterio y culto de la eucaristía, 1980. - Cf D. ALEIXANDRE, ¿No se abrasaba nuestro corazón?
13
Caminos de acceso a la eucaristía, Sal Terrae, Santander 1997, 19. — Directorio para las misas con niños 9, Actualidad
4
catequética 71-72 (1975) 16. — ' lb, 14.
BIBL.: Además de la citada en notas, ALDAZÁBAL J., Claves para la Eucaristía, CPL, Barcelona 1987; Eucaristía y fraternidad, CPL,
Barcelona 1993; ARTO A., Psicología evolutiva, CCS, Madrid 1993; Itinerario de la educación de la fe, CCS, Madrid 1997;
BOROBIO D., Proyecto de iniciación cristiana, Desclée de Brouwer, Bilbao 1980; CABIÉ R., La misa, sencillamente, CPL, Barcelona
1995, 431-445; COFFY R., Feu aixó que és el meu memorial, Publicacions de l'Abadia de Montserrat, Montserrat 1982; DURwELL
F. X., La eucaristía, sacramento pascual, Sígueme, Salamanca 1986; FARNÉS SCHERER P., La celebración del misterio cristiano
según el "Catecismo de la Iglesia católica", en GONZÁLEZ DE CARDEDAL 0.-MARTÍNEZ J. A. (eds.), El catecismo posconciliar, San
Pablo, Madrid 1993, 132-151; FLORISTÁN C., Para comprender el catecumenado, Verbo Divino, Estella 1989; GESTEIRA M., La
eucaristía, misterio de comunión, Cristiandad, Madrid 1983; GOMIS J., La misa, el domingo, la vida, CPL, Barcelona 1995;
JEREMIAS J., La última cena. Palabras de Jesús, Cristiandad, Madrid 1980; JoURNEL P., La misa ayer y hoy, Herder, Barcelona
1988; LEBON J., Para vivir la liturgia, Verbo Divino, Estella 1987; LÉON-DUFOUR X., La fracción del pan. Culto y existencia en el
Nuevo Testamento, Cristiandad, Madrid 1983; LLIGADAS J., La misa dominical, paso a paso, CPL, Barcelona 1995; LLOPIS J.,
Compartir el pan y el perdón, CCS, Madrid 1996; OÑATIBIA I., Eucaristía, en FLORISTÁN C.-TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos
2
fundamentales de pastoral, Cristiandad, Madrid 1983 , 309-323; RuFFw1 E., Eucaristía, en DE FIORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo
4
diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991 , 659-680; SORAZU E., Celebrar desde los símbolos, CCS, Madrid 1994;
TILLARD J. M. R., Carne de la Iglesia, carne de Cristo. En las fuentes de la eclesiología de comunión, Sígueme, Salamanca 1994.
EVANGELIO
Los evangelios son los escritos del Nuevo Testamento que siempre han gozado de mayor
veneración entre las generaciones cristianas. No es sorprendente: recogen el testimonio
apostólico sobre Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios, sobre su vida y su muerte, sus palabras y su
actuación. A ellos ha de acudir cualquier persona que se interese por Jesús de Nazaret, sea
creyente o no. Y lo que es más importante, la comunidad cristiana sabe que la fidelidad a su Señor
resucitado pasa necesariamente por la fidelidad a estos escritos.
Sin embargo, los cuatro evangelios no corresponden exactamente con lo que los primeros testigos
de Jesús resucitado entendían bajo el término evangelio; para ellos, más que un libro, evangelio
fue, en su origen, una actividad: lo que Jesús hizo y dijo (He 1,1; In 21,25), lo que mandó
proclamar a todo el mundo (Mt 28,19-20; He 1,8). Mucho antes de que el primer evangelio fuera
escrito, existía el evangelio predicado; es más, hubo un tiempo, el más próximo a los sucesos
narrados en los libros evangélicos, en el que no existía más que un evangelio (Gál 1,6-9): su
contenido se resumía en la afirmación de la muerte y la resurrección de Jesús según las escrituras
(1Cor 15,3-5); el mismo Marcos, el evangelista que lo empleó como término al inicio de su obra,
no pretendió con él dar nombre a su libro, sino presentar a Cristo Jesús como salvación definitiva
(Mc 1,1). En realidad, fue sólo a partir de Justino, alrededor del año 150, cuando se empezó a
emplear evangelio para designar un escrito apostólico sobre Jesús de Nazaret (Apol. I, 66, 3: PG 6,
429).
Se dio, pues, entre los cristianos del siglo primero, un lento cambio en la comprensión del
evangelio; cambio que permitió la transformación de la predicación oral en literatura evangélica.
Este cambio implica un reconocimiento, al menos tácito, de la identidad básica entre ambas
presentaciones –la oral y la escrita– del evangelio, sin desconocer su diferencia y la subordinación
de la forma escrita a la oral: lo sustantivo en el evangelio es la predicación. Lo fue en su origen y lo
será siempre: es en la predicación donde el libro renace de nuevo como buena noticia.
1. SENTIDO BÁSICO. Etimológicamente, evangelio significa buena noticia o, mejor aún, lo que
concierne al mensajero de buenas nuevas. Y así, el testimonio más antiguo de su uso es el de
recompensa dada al mensajero por la buena noticia; luego, vendrá a indicar el contenido mismo
de la buena noticia. Normalmente connota la idea de noticia alegre para un grupo social que la
recibe; con frecuencia se refería a victorias militares: su anuncio provocaba ofrendas sacrificiales a
la divinidad, idea que también llegó a incluir. En el mundo helenístico, cuando las victorias
militares se vieron en relación con el poder divino del emperador, adquirió por vez primera un
alcance religioso: los momentos más relevantes de la vida del emperador, sus decretos, son
evangelios para el pueblo; son celebrados comunitariamente como sucesos salvadores, pues el
monarca era la raíz principal de la prosperidad de sus súbditos.
No se sabe si Jesús utilizó el término para referirse a su predicación del reino de Dios; pero al
presentarse como portavoz y realizador de las esperanzas mesiánicas (Lc 4,16-21; 7,22; Mt 11,2-5;
cf Is 61,1-2) da por descontado que anuncia un reinado de Dios tan cercano, como para intuirlo ya
presente (Mc 1,14-15; Mt 4,17; 9,35); sus parábolas explican la naturaleza de ese Reino (Mc 4,1-
34; Mt 13,1-52), lo mismo que su actuación taumatúrgica (Lc 11,15-20); más aún, es él mismo en
persona el signo de la presencia de ese Reino (Mt 12,41-42).
Tras los sucesos de pascua, la proclama del Reino que Jesús había hecho dio paso a la
proclamación de Jesús como el Señor por parte de sus discípulos; la predicación de Jesús se
convirtió en predicación sobre Cristo: la salvación escatológica, anunciada inminente por el
profeta de Nazaret, Dios la ofrecía a quien le aceptara como Cristo e Hijo suyo (He 5,42; 8,35;
11,20; 13,32-33; 17,18; 18,25; 28,31). Este anuncio se entiende todavía como predicación a viva
voz; y quien la promueve es reconocido como evangelista (He 21,8; Ef 4,11; 2Tim 4,5).
1. SALVACIÓN PROCLAMADA. Siendo el evangelio la predicación del suceso salvífico que es Jesús
de Nazaret, un personaje histórico, los hechos de su vida, aunque sean afirmaciones parciales de
ese hecho, pasan a ser afirmaciones salvíficas. La predicación apostólica activó la memoria de los
testigos, puesto que sus recuerdos del Mensajero eran ahora parte del mensaje.
Esta memoria, que se sabía comprometida con quien se recordaba, no fue neutral, pero sí fiel: los
recuerdos apostólicos no anularon la diferencia entre el Jesús creyente, predicador del reino de
Dios, y el Cristo creído y predicado como Señor por venir; eran recuerdos que motivó la fe y, por
tanto, no produjeron sólo una simple historia de «lo acontecido entre nosotros» (Lc 1,1), sino que
aportaban, sobre todo, la comprensión que de los hechos narrados tenían sus predicadores. Su
testimonio era histórico porque se refería a un personaje histórico con el que habían convivido (Lc
1,2; He 1,21-22), pero estaba al servicio de su fe: la narración de la vida de Jesús pretendió ser,
desde un principio y de forma intencionada, predicación de la salvación de Dios.
Pablo es, sin duda, el mejor testimonio de ese período cristiano, entre los años 30 a los 60, en que
evangelio significaba, ante todo, anuncio de Jesús, hijo de Dios, y evangelización, la actividad
esencial de la comunidad cristiana; la conciencia cristiana de Pablo, su ser creyente y su deber ser
apóstol, están dominados por el evangelio (Gál 1,15-16; Rom 1,1; Col 1,23; Ef 3,7); toda su obra es
evangelización, cuyo contenido tiene a Dios como autor (Rom 15,16; 2Cor 11,7; lTes 2,2.8.9) y a
Cristo Jesús como tema único (Rom 1,3; 15,19; 1Cor 9,12; 2Cor 2,2; 9,13; 10,14; Gál 1,11-12; F1p
1,17).
El evangelio paulino se diferencia del evangelio del reino de Dios que presentan los sinópticos
como la predicación de Jesús de Nazaret (Mt 4,23; 9,35; 24,14; Lc 4,43; 8,1; 16,16); en este
aspecto, Pablo representa una etapa más evolucionada que la que testimonian los evangelios
escritos; para el apóstol, Cristo llena exclusivamente su evangelio; todo cuanto haga palidecer o
tienda a sustituir esta primacía de la persona de Jesús, anunciada como única salvación, no cabe
en su predicación. Ello explica su defensa a ultranza de la justificación por la fe en Cristo, frente a
las tendencias judaizantes del primer cristianismo (Gál 2,11-21), y cómo, frente al entusiasmo de
los cristianos procedentes del helenismo, impone la teología de la cruz como única palabra de
salvación (cf lCor 1,17–2,5).
Por tanto, para el cristianismo más primitivo, evangelio designa esa proclamación de Jesús, el
Cristo, el Hijo de Dios, salvación definitiva para todos los hombres. Ahora bien, al ser esta
predicación testimonio de Cristo Jesús, cualquier apunte escrito que contenga trazos de su vida o
trozos de su predicación, pudo considerarse evangélico, en la medida en que recogiera la
proclamación de la fe cristiana y estuviera a su servicio. De ahí que, sobre todo en ambientes de
misión, surgiera la necesidad de poner por escrito recuerdos de la vida de Jesús, para recoger la
predicación de sus testigos y alimentar nuevas proclamaciones de su persona: colecciones de
hechos y dichos de Jesús, narraciones de su muerte y de las apariciones, fueron engrosando la
tradición evangélica. De forma casual, respondiendo a necesidades misioneras y catequísticas, se
pasaba del evangelio predicado al evangelio escrito.
Además, y en contra de lo que habían creído en un principio, el mundo no parecía estar acabado y
el Señor Jesús retrasaba indefinidamente su retorno; la comunidad tuvo que afrontar tareas
nuevas para las que no encontraba soluciones directas en la tradición apostólica; sin contar con
que, perdida la esperanza de una pronta liquidación de este siglo, no tuvo más remedio que
comenzar a insertarse conscientemente en él. Alargándose indefinidamente el tiempo por venir,
tuvo que mirar al pasado con mayor atención: lo ocurrido a Jesús, el Cristo, era la mejor fuente de
inspiración para imaginarse lo que les iba a suceder a ellos y el apoyo más fuerte frente a cuanto
les estaba sucediendo. Tuvieron que leer su propia historia reactivando la historia de su Señor;
seguramente la obra lucana es la mejor prueba, aunque no la única, de esta situación.
A esta historificación interna de la predicación cristiana acompañó otra, externa quizá, pero no
menos determinante: el interés de los cristianos por Jesús de Nazaret se basaba en que le creían
Señor universal e Hijo único de Dios. Al saberlo vivo y a su favor, les importó su pasado: siendo
desde la experiencia actual cristiana desde donde rememoraban aquel pasado y lo asumían en su
testimonio de fe, su recuerdo fue selectivo; su memorización de cuanto «Jesús hizo y dijo entre
nosotros» (He 1,1), estaba activada por las preocupaciones que su vida actual les presentaba. En
cierta manera, eran las ocupaciones del presente y los miedos ante el futuro inmediato lo que les
obligó a mantener el recuerdo de Jesús. Y esta es la razón por la que hoy sabemos tan poco de la
vida de Jesús de Nazaret y de lo que sabemos a través de la vida y de la predicación de sus
testigos; la comunidad cristiana, cuando se puso a escribir el evangelio, no supo, y probablemente
ni quiso, separar la memoria de su Señor de la crónica de su presente. Recuerdo de Jesús y
vivencia cristiana conforman de igual modo el relato evangélico.
Ello ayuda a explicar la originalidad del evangelio, en cuanto predicación escrita. El evangelio
cristiano muestra escaso interés por el desarrollo externo e interno de Jesús, sus orígenes, su
formación, su psicología; falta una caracterización de su persona, la de sus amigos o discípulos;
más grave aún: el marco cronológico y la localización geográfica del relato de su vida y muerte
despiertan serias reservas. El evangelio se caracteriza por su sobriedad narrativa, por su evidente
desinterés en magnificar a sus personajes, por la presencia omnipresente de Dios en los hechos y
dichos de Jesús de Nazaret.
Los llamados evangelios apócrifos no son, desde el punto de vista formal, verdaderos evangelios:
en ellos domina la ingenuidad y la imaginación, la curiosidad y la piedad popular y no el esfuerzo
misionero o la preocupación catequética; se interesan más por llenar los silencios de la tradición
apostólica que por llamar a la conversión. No obstante su influencia en la piedad popular de los
primeros siglos —y a través de ella, en los dogmas cristológicos—, los evangelios apócrifos no
pueden verse en continuidad con los evangelios canónicos.
Marcos es considerado comúnmente como el creador del género; su evangelio, por la originalidad
literaria y por su trascendencia histórica, constituye una auténtica hazaña. Es verdad que Marcos
encontró en la predicación misionera y en la catequesis comunitaria el camino a seguir, pues
ambas explicaban las afirmaciones de la fe cristiana mediante narraciones de la vida de Jesús. La
aportación personal del autor consistió en enmarcar esa predicación en un relato histórico; su
decisión estaba motivada por las necesidades de su comunidad, que sentía urgencia por dar base
histórica homogénea a la predicación sobre Cristo que había oído de los primeros testigos y que
se ocupó en conservar.
Sus mismas características y las circunstancias que lo hicieron nacer situaron el evangelio entre la
literatura popular. Este tipo de literatura tiene rasgos definidos: generalmente ofrece poco valor
desde el punto de vista literario; lengua y estilo son poco cuidados; las narraciones son breves y
de estructura artificiosa, que por estar centradas en las afirmaciones de fe dejan lagunas
informativas que hoy nos pueden parecer lamentables; sus autores no tuvieron grandes
pretensiones literarias. La libertad de redacción puede detectarse con relativa facilidad: mediante
paralelismos se reelaboran los materiales tradicionales, se les une con frases estereotipadas, se
reúnen hechos o dichos en torno a un lugar o a una jornada, logrando así formar escenas
narrativas. Este modo de hacer literatura ha sido producido y utilizado en ambientes populares; si
se quiere comprender el fenómeno evangélico, no puede olvidarse su origen popular; de él
proviene, en parte, su originalidad literaria.
A pesar de las diferencias que median entre ellos, los cuatro evangelios que la Iglesia ha aceptado
como canónicos cumplen con los requisitos indicados, propios del género evangelio: han
sistematizado tradiciones orales y escritas sobre la actuación y la predicación de Jesús en torno a
unas coordenadas espacio-temporales muy concretas, para responder a las necesidades de sus
respectivas comunidades.
Los redactores tuvieron, además, interés en dar mayor homogeneidad y profundidad teológica a
las tradiciones que habían llegado a ellos (por ejemplo, Mt 1,9-11; Mc 3,13-17; Lc 3,21-22; Jn 1,19-
34); ninguno estuvo libre de una determinada comprensión de la fe que transmitían, ni alejados
de las necesidades de sus comunidades; por ello, su tratamiento del fondo común y las
innovaciones que introdujeron, caracterizan y reflejan la versión personal que se hizo del único
evangelio. Así, por ejemplo, Lucas y Juan siguen el modelo de Marcos; pero mientras Lucas está
interesado en escribir una obra digna y asegurar con ello la verosimilitud histórica de cuanto
escribe (Lc 1,1-4; He 1,1-2), Juan prescinde de ambas preocupaciones y sabe que su relato es
parcial y somero (Jn 20,30-31; 21,25): a Lucas le interesaba narrar la expansión del evangelio y su
predicación hasta los confines del mundo (Lc 24,47; He 1,8); Juan escribió su obra para fortalecer
la fe de los ya creyentes (Jn 20,30-31). Ambos transformaron fuertemente el modelo en el que se
inspiraron, y ello, con toda seguridad, de forma deliberada: su presentación de Jesús respondía a
la forma de vivir la fe en Cristo y a la situación de la comunidad para la que escribieron.
Fue la Iglesia posapostólica la que reconoció el carácter vinculante de los cuatro evangelios; para
ella era evidente que el testimonio de los cuatro evangelios no hacía más que repetir el único
evangelio de Dios. Entrado el siglo segundo, aún se resistía a hablar de evangelios en plural (Didajé
15, 3-4; Clem. 2, 8, 5). Justino parece haber sido el primero en usarlo, al hablar de «las memorias
de los apóstoles, que son llamadas evangelios» (Apol. I, 66, 3; de paso habría que celebrar lo
acertado de esta antiquísima definición de los evangelios como memoria apostólica de Jesucristo);
nada extraño que con el tiempo el término evangelista pasara de su sentido original de predicador
errante, misionero (He 21,8; Ef 4,11) a significar el autor de un evangelio (Hipólito, De Antichr. 56).
A partir del siglo II, el testimonio unánime de la Iglesia conoce sólo cuatro evangelios y nombra a
sus autores: Mateo, Marcos, Lucas y Juan. A pesar de que haya convergencia constante en la
atribución a tales autores y de que tal opinión está bien documentada, hoy existen fuertes
reparos, por motivos de crítica interna, contra esa atribución. Sin embargo, sigue siendo decisivo
vincular los materiales que tales escritos nos han conservado con la predicación de los apóstoles,
discípulos de Jesús y testigos de su muerte y resurrección.
a) Por un lado, la comunidad creyente es, en cuanto sujeto enunciador y lugar del anuncio, el
origen de la tradición y su destinatario principal: los evangelios nacieron porque existía la Iglesia,
que guardó memoria de Jesús, anunció su vida y su muerte como salvación, perpetuó su
predicación poniéndola por escrito y la reconoció como buena noticia. El papel de la comunidad
en la creación y conservación de la tradición evangélica obliga al lector del evangelio a convertirse
en miembro consciente de esa comunidad; quien quiera leer el evangelio y entenderlo tendrá que
situarse dentro de la comunidad cristiana para comprenderlo como ella lo hace y sentirse
responsable ante ella de cómo lo hace.
b) Por otra parte, la predicación oral fue, y ha de seguir siendo, el núcleo originario y la actividad
recreadora de la tradición evangélica; si hubo evangelio escrito es porque había habido
previamente proclamación a viva voz. El anuncio del evangelio es el mejor modo de conservarlo y
de entenderlo, de transmitirlo y de recrearlo. Una lectura del evangelio que no se convierta en
buena noticia, en proclamación actualizada de la oferta de salvación que tenemos en Cristo Jesús,
y que espera una respuesta personal no se autentifica como verdadera.
BIBL.: AGUIRRE R.-RODRÍGUEZ A., Evangelios sinópticos y Hechos de los apóstoles, Verbo Divino, Estella 1992; BARTOLOME J. J.,
El evangelio y Jesús de Nazaret, CCS, Madrid 1995; BECKER U., Evangelio, en COENEN L.-BEYRETHER E.-BIETENHARD FI.,
Diccionario teológico del Nuevo Testamento II, Sígueme, Salamanca 1980; CABA J., De los evangelios al Jesús histórico.
Introducción a la cristología, BAC, Madrid 1971; CERFAUX L., La voz viva del evangelio. Al comienzo de la Iglesia, Dinor, San
Sebastián 1958; DODD C. H., La predicación apostólica y sus desarrollos, Fax, Madrid 1974; FERNÁNDEZ RAMOS F., El Nuevo
Testamento 1, Atenas, Madrid 1988; GARCÍA VIANA L. F., El cuarto evangelio. Historia, teología y relato, San Pablo, Madrid
1997; GERHARDSSON B., Prehistoria de los evangelios. Los orígenes de las tradiciones evangélicas, Sal Terrae, Santander 1980;
4
GRELOT P., Los evangelios. Origen, fechas, historicidad, Verbo Divino, Estella 1985 ; MARCONCINI B., Los sinópticos. Formación,
redacción, teología, San Pablo, Madrid 1998; Evangelio-Evangelios, en RoSSANO P.-RAVASI G.-GIRLANDA A. (dirs.), Nuevo
diccionario de teología bíblica, San Pablo, Madrid 1990, 587-620; SALAS A., Evangelios sinópticos, San Pablo, Madrid 1993; El
evangelio de Juan, San Pablo, Madrid 1993.
EVANGELIZACIÓN
De todas maneras, debe advertirse que los conceptos del Nuevo Testamento superan a los del
Antiguo por la misma dinámica de la revelación. La irrupción de nuevos contenidos construye
necesariamente un nuevo léxico.
Conviene notar que, en todos los textos, la proclamación kerigmática se dirige a los judíos y
paganos. Es una proclamación —la primera y fundamental— para suscitar la fe en Jesús, Señor y
Salvador.
En sentido estricto la evangelización debe referirse al kerigma o primer anuncio del evangelio.
Está destinado a suscitar la fe y la adhesión primera a Jesucristo. Este sería el significado primario
de evangelización.
En He 2,14-36 hay un ejemplo claro del kerigma. En efecto, inmediatamente después de la efusión
del Espíritu Santo, el mismo día de Pentecostés, Pedro se dirige a la multitud. Expone cómo la
venida del Paráclito corresponde a la predicción profética de J13,1-5. Inmediatamente proclama
un anuncio fundamental: Jesús de Nazaret, acreditado por Dios con milagros, según el designio
determinado y la presciencia de Dios, fue ejecutado injustamente en la cruz. Pero Dios lo ha
resucitado y lo ha constituido Señor y Cristo. Todos son invitados a convertirse y a bautizarse, para
el perdón de los pecados. En otros pasajes del mismo Pedro (por ejemplo, He 3,22) proclama que
el Señor volverá.
3. EN LA ACTUALIDAD. El Ritual para la iniciación cristiana de adultos (RICA) todavía utiliza esta
terminología. En efecto, al tratar de la estructura de la iniciación de adultos, en las Observaciones
previas, indica que hay diversos grados o etapas. Señala, como primer tiempo, un momento que
exige investigación por parte del candidato y una dedicación a la evangelización y al
precatecumenado por parte de la Iglesia; acaba con el ingreso en el grado del catecumenado (cf
RICA 1, 7; IC 2, 24-25). Lo cual lleva a la afirmación de que la evangelización es la característica del
precatecumenado. Y se define como el anuncio puntual y fundamental en orden a la fe y a la
primera conversión.
El documento Ad gentes, que el Vaticano II dedicó a las llamadas clásicamente misiones, presenta
la evangelización en cuanto predicación provocadora de la conversión inicial, a la cual sigue el
ingreso en el catecumenado.
2. EN LA IGLESIA CATÓLICA. Este tema, por lo que se refiere al catolicismo, hay que situarlo al final
de la II Guerra mundial. Los agentes de la pastoral constatan fundamentalmente que, a partir del
gran desastre bélico, la práctica religiosa responde más a una fe inculturada que a una fe
propiamente cristiana. A partir de esta constatación se llega al convencimiento de que hay zonas,
no solamente geográficas, sino también sociológicas y psicológicas, que necesitan una nueva
evangelización. En realidad, se trata de lo que, en Francia, empezó a llamarse pastoral misionera,
y que conllevó lo que se denominó la misión interior. Así se hablaba de Misión de París, Misiones
obreras, Misión de Francia. Nace el Centro pastoral de misiones del interior (CPMI). En este
momento empieza a cobrar vigor la problemática tensional entre evangelización y
sacramentalización.
Parece cosa clara que hubo una metamorfosis de la misión en evangelización. De hecho misión y
misionero son términos relativamente jóvenes. Durante quince siglos se prefirió hablar de apóstol
y apostolado, calcados del griego. Los medievales aplicaron la palabra misión a las tres personas
divinas; en efecto, hablan de misiones trinitarias.
En el siglo XVI, con el votum de missionibus, halló su oportunidad. Durante mucho tiempo tendrá
simplemente la connotación de expedición o viaje apostólico. Por tanto, se trata de enviar a
alguien a un ministerio apostólico, tanto entre los fieles como entre los cismáticos, herejes o
paganos. El uso dio rápidamente un doble valor a la palabra misión. La sagrada Congregación de
Propaganda Fide, en su primera carta de 1622, utiliza cuatro veces la palabra misión, en el sentido
exclusivo de misión exterior. La palabra misionero es de 1625. Vicente de Paúl, paralelamente,
fundó la Congregación de la Misión, la agrupación de los disponibles a la jerarquía. En los inicios
del siglo XVII, pues, se fija la doble significación: misiones extranjeras y misiones parroquiales.
Poco a poco, la teología de las misiones se fue leyendo a la luz de la misión de la Iglesia. El
mandato de predicar a todos los pueblos devino el substrato y el motivo de la misión eclesial. Una
teología frecuente, recogida e integrada actualmente en los documentos oficiales eclesiásticos,
como LG, AG y EN. Desde esta perspectiva hay que enfocar el tema de la misión y el de la
evangelización.
M. Vaussard, en 1926, hablaba de «la France redevenue pays de mission». E. Gilson consideraba,
en 1934, que Francia era «un pays de missions», dicho en el sentido de misiones extranjeras. En
1943, el libro de Goden y Daniel, La France pays de missions?, es la consagración de las palabras
misión y misionero para designar una acción apostólica y radical en el interior de Francia.
Actividad comparable con las misiones extranjeras. La palabra misionero (el que va a predicar el
evangelio a los paganos por orden y bajo la autoridad de la Iglesia) invade el campo del trabajo
pastoral. Y la pastoral es vista como una acción misionera entre los propios compatriotas. Todo se
irá integrando de tal manera que la única Misión de la Iglesia se diversifica en multitud de
funciones, situaciones y ministerios. Estas realizaciones parciales de la Misión pueden reivindicar
también el nombre de misión.
Lentamente, pero con gran fuerza, en medio de una gran preocupación por dar a conocer el
evangelio a los alejados, y a través de una cuantiosa literatura eclesiástica, se van intercambiando
las palabras misión y evangelización. En efecto, A. Liégé escribió que el vocablo evangelización era
«significativo de la pastoral contemporánea y relativamente reciente». En 1957, el cardenal Feltin,
de París, dio esta definición: «Evangelizar es facilitar la percepción de Jesucristo viviente en la
Iglesia, en y por el encuentro con el otro». En 1958, en Francia, se editaba la revista Evangéliser.
En este tiempo, el teólogo de Tubinga, Arnold, escribió en 1948 que «el Evangelio ha de ser
anunciado siempre de nuevo en cada época, y el camino de la mediación salvadora de la Iglesia ha
de ser trazado de nuevo en cada generación».
Se quiere hablar, a través de la evangelización, del paso de la Iglesia de las misiones a una Iglesia
en estado de misión. Es el resultado del impacto causado, especialmente en la Iglesia de
Occidente, por el hombre de la secularización.
El 1974 se celebra el sínodo episcopal, en Roma, sobre la evangelización. El fruto del mismo será
la exhortación apostólica de Pablo VI Evangelii nuntiandi (EN), publicada el año siguiente. Este
acontecimiento ha dado enorme vigor al tema, por lo que se refiere tanto a la doctrina como a la
práctica pastoral. De todos modos, como estudioso del tema, considero que todavía es difícil la
acotación completa del significado del término. La generalización del vocablo —reflejando una
determinada problemática— ha incidido, no siempre positivamente, en el tema clásico de las
misiones.
Establece también la relación entre catequesis y primer anuncio del evangelio. Trata, entre otros
conceptos, de la necesidad de la catequesis sistemática, de la catequesis y la experiencia, de la
catequesis y los sacramentos, de la catequesis y la comunidad eclesial.
Si la catequesis había sido vista como actividad dirigida a los niños, CT la extiende a todos los
miembros de la Iglesia, puesto que todos (párvulos, niños, adolescentes, jóvenes, adultos y
deficientes) tienen necesidad de la formación catequética. Insiste en la metodología, en la alegría
de la fe en un mundo difícil, y concibe la catequesis como una tarea que afecta a todos.
Desde la visión del nuevo entorno social y cultural, la catequesis de adultos se ubica en el proceso
evangelizador. El razonamiento avanza, fundamentado en CT, sobre la afirmación de que la
catequesis de adultos es la forma principal de la catequesis. Con lo cual se llega al catecumenado
bautismal, como modelo de referencia de la catequesis de adultos. Por ello se habla en la
actualidad de una catequesis de iniciación como realidad fundante de la catequesis. O, tal como
hace el escrito, de modelo referencial de dicha catequesis. Los obispos indican las características
de la catequesis de adultos y —como es necesario— la relación con otras formas de educación de
la fe de los adultos, punto en el que conviene tener ideas claras.
Como aplicación a la realidad española del RICA, la Conferencia episcopal española publicó en
1999 La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones (IC), aprobada el 27 de noviembre de 1998
por la LXX Asamblea plenaria. Este documento se propone, sobre todo, ofrecer orientaciones y
sugerencias para impulsar la acción catequética y litúrgica de la iniciación cristiana. Consta de tres
partes, en las que se•presentan los fundamentos teológicos de la iniciación, los lugares eclesiales
de la iniciación y las dos funciones pastorales (catequesis y liturgia), y propone caminos para una
renovación y revitalización de la pastoral de la iniciación cristiana en la Iglesia española. Está
llamado a jugar un papel importante en la Iglesia española del siglo XXI: orientar la acción
catequizadora, la formación cristiana de nuestros niños y jóvenes y la celebración de los
sacramentos de la iniciación cristiana. Todo ello aportará un gran servicio a la acción
evangelizadora de la Iglesia
El DGC consta de una exposición introductoria, titulada El anuncio del evangelio en el mundo
contemporáneo. Se trata de una mirada sobre el mundo de hoy, la Iglesia en este campo del
mundo, y los signos de los tiempos como retos para la catequesis.
El DGC es muy enriquecedor para el quehacer catequético. Tiene unas claves claras y
determinantes. Las más fundamentales: 1) la naturaleza de la catequesis es evangelización, o un
momento de la evangelización (es lo mismo que decir que es misión), es iniciación cristiana y tiene
una realidad dinámica permanente; 2) importancia de la pedagogía divina que guía la de la
catequesis; 3) el corazón de la catequesis es la diócesis, y la catequesis paradigmática —de
referencia— es la de adultos. Todo requiere una amable y competente atención a los catequistas.
Queremos añadir, antes de finalizar, que existe una gran coincidencia entre las líneas catequéticas
señaladas por los documentos episcopales españoles y el DGC. Parece que la aportación de
nuestro país ha sido decisiva en la confección del mismo. Esto reafirma en el camino emprendido
y anima a proseguir una tarea coincidente con el talante eclesial y los signos de los tiempos.
ÉXODO
SUMARIO: 1. El mensaje liberador del Éxodo: 1. Criterios hermenéuticos; 2. Historia, mito y fe; 3.
La estructura literaria, criterio de lectura. II. Momentos catequéticos más importantes: 1. Las
ideas-fuerza de la teología del Éxodo; 2. Mediaciones históricas o elementos de la pedagogía de
Dios. III. Algunas pistas metodológicas para la catequesis: 1. El Dios de la revelación cristiana; 2.
Actualización de la experiencia de fe del Éxodo; 3. Testimonios actuales.
I. El mensaje liberador del Exodo
1. CRITERIOS HERMENÉUTICOS. De cara a una lectura actualizada del libro del Exodo, hay dos
puntos de referencia importantes, si queremos acertar con una perspectiva que permita descubrir
toda la densidad teológica y catequética encerrada en sus páginas. Ambos hay que buscarlos en el
uso que la tradición de la comunidad creyente a la que iba dirigida —Israel y la Iglesia cristiana—
ha sabido hacer de él.
a) El primero viene dado por la afirmación que considera la frase «Yavé nos sacó de Egipto» como
la confesión de fe original de Israel y la expresión más antigua y genuina de su modo de expresar
la relación de Dios con el pueblo elegido. Tanto es así, que su presencia en Dt 26,5-9 (en el marco
de la fiesta de las primicias), Jos 24,1-13 (en el momento de la renovación de la alianza en Siquén)
y en el salmo 136 (que forma parte del gran Hillel), hace de esta afirmación el elemento
estructurador de la historia de la salvación tal como la entendió siempre la teología de Israel. Si a
esto añadimos el papel preponderante que implícita o explícitamente tiene el libro del Exodo en la
elaboración de la base literaria de los evangelios y en las referencias a sus contenidos, queda
patente que los primeros cristianos se sienten herederos de esta manera de comprender la
intervención divina en la historia humana.
b) Una cita del tratado talmúdico Pesahim (10,5) proporciona el segundo punto de referencia
importante para leer el libro del Exodo: «Cada generación tiene que considerarse a sí misma como
salida del éxodo». No se trata, en la mente de los comentaristas, de tomar nota de hechos
sucedidos en el pasado, ilustrativos de la historia del pueblo. Se trata de la posibilidad de
sumergirse en el significado teológico de los acontecimientos narrados, buscando, por encima de
cualquier otra cosa, aquello que, desde el punto de vista de la fe, siguen diciendo al lector de ho y.
La comprensión del momento fundamental de la historia de Dios con los hombres, a partir de la
narración del libro, y la fusión del significado aportado por el texto con el horizonte existencial de
cada nueva época histórica, he aquí la doble actitud con la que debemos acercarnos a la lectura
del libro que la Biblia hebrea llama Shemot y la tradición cristiana, a partir de la traducción de los
LXX, libro del Exodo.
2. HISTORIA, MITO Y FE. Antes de acercarnos directamente a las páginas del Exodo, conviene
aclarar una cuestión: la relación que se da entre los hechos narrados y la historia ocurrida, o en
otras palabras, entre la crónica y la historia de la salvación, para así descubrir el punto de contacto
entre la vida y la fe, entre el Dios que se manifiesta en la vida y la conciencia que hace suyo este
modo de relación religiosa.
a) La peripecia del Éxodo ha llegado hasta nosotros a través de la mediación narrativa de las tres
tradiciones literarias J, E, P, es decir, Yavista, Elohísta y Sacerdotal, y de otras menores que se
hallan incorporadas en un relato unitario que revela, a simple vista, sus diferencias y sus fatigosas
suturas.
Tanto las diversas tradiciones literarias como el resultado final responden a los criterios de la
historiografía antigua, para la cual hubiera sido absurdo plantear la cuestión de la veracidad o
verificabilidad de cada uno de los relatos. Su interés era otro. Y es este el que tenemos que saber
hallar.
Partiendo de un núcleo histórico, recibido por transmisión oral durante siglos, el autor o los
autores crean la posibilidad de una interpretación profética de unos acontecimientos que cada vez
se desdibujan más como crónica o epopeya del pasado, para ofrecer los contenidos teológicos
capaces de sustentar la fe del pueblo en el Dios de la Alianza. Esto es lo que significa historia
profética: desentrañar el significado de la historia a la luz de la fe.
Podemos decir, de acuerdo con la investigación actual, que, aunque muy difícil de descifrar en
detalle, existe un núcleo real, acontecido, histórico, que puede definirse, por tanto, como salida
de un estado de opresión en el país de Egipto por un grupo o por grupos de semitas que más
tarde formarán la nación de Israel.
No se trata, pues, de una crónica apoyada en documentos historiográficos ni del resultado de una
investigación científica aséptica, impensable en la época, para contar las glorias nacionales de un
estado en formación, sino de la voluntad de buscar bajo la superficie fenoménica del dato
histórico la palabra profética: el contenido de la fe.
b) Para conseguir este objetivo, el narrador se sirve de todas las mediaciones literarias que le
ofrece el momento cultural en que escribe, desde la lengua (el hebreo) y el modo de escritura (no
es lo mismo escribir con un cálamo que hacerlo con un ordenador) hasta los diversos géneros
literarios de que dispone. Sin duda uno de los más aptos para expresar lo que se nos quiere decir
es el mito: una narración pseudohistórica, cuya pretensión consiste en vehicular contenidos
teóricos que atañen a las grandes preguntas de siempre de una comunidad concreta. En nuestro
caso, el mito se halla al servicio de la expresión de la fe; y así hay que entenderlo, sin que ello
obste en absoluto ni para negar la anterior afirmación acerca de la autenticidad nuclear de la
historia narrada, ni para declarar imposible todo contacto de la historia con la fe.
3. LA ESTRUCTURA LITERARIA, CRITERIO DE LECTURA. La estructura literaria del libro del Exodo,
nos ofrece el criterio de lectura de su contenido teológico. Sea cual sea la historia de la redacción
del libro del Exodo, nosotros nos encontramos con una obra literaria elaborada y unitaria, pese a
las diversas fuentes (J, E, P) de las que ya hemos hablado. Ello nos permite –y nos exige– una
lectura también unitaria. Es decir, prescindiendo de las tradiciones, partir de la última redacción,
que entendemos como resultado final de una voluntad clara de comunicación de contenidos
teológicos específicos. Toda obra literaria responde a un plan que el último redactor ha elaborado
previamente y a partir del cual organiza el material de que dispone.
A este modo concreto de organización lo llamamos estructura literaria y consideramos que aporta
un criterio decisivo de lectura que permite seguir de manera progresiva y gradual –catequética– la
asimilación de las ideas que desea haga suyas el lector.
a) Estructura del libro del Éxodo, tal como la ha plasmado el último redactor: 1) Descripción de una
situación límite, que es la opresión del pueblo en Egipto (cc. 1-4): situación de Israel, nacimiento e
historia de Moisés (1-2); proceso de formación de la conciencia profética de Moisés: su
nacimiento espiritual; experiencia cumbre ante la zarza ardiente y la comunicación del nombre de
Dios (3-4). 2) Proceso de liberación del pueblo oprimido como lugar de la experiencia decisiva de
su Dios (5-15): palabras y acciones significativas. Las plagas (5-11); la acción significativa por
excelencia y su pervivencia en la historia de la pascua (12-13; 16); narración de la salida de Egipto;
acción significativa: paso del mar Rojo (14,5-31); Himno poético de acción de gracias (15,1-21). 3)
El camino por el desierto: problemas y dificultades; el miedo a la libertad (16-18). 4) Centro
literario del libro: la primera alianza (19-24): narración de la teofanía del Sinaí y contenido de la
alianza; primera ley del culto: el rito, acción significativa destinada a perpetuar la memoria de la
liberación (25-31). 5) Segunda alianza (32-40): narración del pecado y renovación de la alianza
(32-34); la segunda ley del culto (35-40,33). 6) Epílogo: La presencia del Señor con su pueblo,
garantía del futuro (40,34-38)
b) Los grandes temas. El análisis de esta estructura aporta los grandes temas que el autor quiere
poner a la consideración de los lectores: 1) De la opresión a la libertad: no hay correcta
comprensión del ser de Dios sin lucha por la libertad de las condiciones opresoras y para la justicia
y la solidaridad. 2) El proceso de formación de la conciencia del profeta. 3) El esquema-base de la
historia de la salvación: palabra y acción significativa en el espacio y el tiempo que, perpetuados
por la memoria cultual, se convierten en puntos de referencia para la lectura creyente de la
realidad y permiten la construcción del reino de Dios aquí y ahora. 4) La alianza entre Dios y el
pueblo, origen y fundamento de la realización del proyecto salvador-liberador de Dios. 5) El
proceso de creación de la conciencia libre: la crisis y su solución desde el futuro de Dios. La
solidaridad y la justicia, condiciones de posibilidad para la construcción de un futuro feliz. 6) La
meta del proceso liberador: la tierra prometida; el ya y el todavía no que dinamiza la historia y la
convierte en historia de la salvación.
A la luz de este hilo conductor que ofrece al lector la estructura literaria del libro del Exodo,
podemos concretar, en un esfuerzo de síntesis, los momentos catequéticos más importantes y
algunas orientaciones metodológicas para la catequesis del Exodo, aunque estas las abordaremos
en el apartado III.
En este sentido, la descripción del estado en que se encuentran los israelitas, plasmada en los
primeros versículos del libro del Exodo (Ex 1,1-22), incluidas las medidas adoptadas por la
administración egipcia, no ofrecen desperdicio: convenientemente traducidas, reflejan la actitud
de cualquier sistema estatal que busca por encima de todo mantener sometida la población.
Desde esta perspectiva, el texto sistematiza algunos principios que servirán de punto de
referencia crítico a cualquier teología posterior y a la catequesis. Son los siguientes:
– En el seno del esquema opresor-oprimido, Dios se decanta sin paliativos en favor del pobre y del
marginado: del que sufre la opresión. En consecuencia, jamás podrá justificarse, en nombre del
Dios del Exodo, una religión que no sea, en última instancia, liberadora del sujeto y del colectivo.
La religión política, entendida como el cimiento que cohesiona una determinada forma de
dominio y sumisión de unos sobre los otros, muere con el Faraón en las aguas del mar Rojo. Pero
hay más: el conocimiento del Dios de Israel, base para la adhesión a la fe, nacerá en el seno de la
lucha por salir de la opresión.
— De este modo, el Dios creador —vida de la vida, de acuerdo con la aportación del libro del
Génesis–, que se ha manifestado a los patriarcas, asume ahora una nueva característica que
culminará precisamente en la cruz de Jesús de Nazaret: el Dios libre que habla a la humanidad
para hacerla a su vez libre. La tierra prometida, sacramento del reino de Dios, asume el significado
del proyecto humanizador propuesto por Dios a Israel: un pueblo libre, una sociedad de
hermanos, cuyas reláciones sociales y políticas expresan a los ojos de las naciones el ser de su
Dios.
La superación del miedo, de la tentación del tener como garantía de la cohesión social, y de la
violencia como medio más eficaz para la consecución de los fines propuestos, estructura un
proceso pedagógico difícil y complicado, a través del cual el Dios de Israel construye la conciencia
colectiva necesaria para llegar a ser pueblo de Dios: el sacramento del Reino.
Al mismo tiempo, la solución de cada una de las crisis desde el futuro abierto por la fe,
proporciona una lección fundamental para la historia, a la luz de la pascua: nada interesante se
realiza sin la mediación de la crisis. Toda crisis supone una dura prueba para la fe en la realización
de la promesa. Sólo su solución, a la luz de la experiencia pascual, acerca la realidad a la promesa.
De este modo, paso a paso, día a día, la experiencia del Exodo se abre camino, en el seno de una
historia siempre opaca, a la presencia operativa y eficaz de Dios.
c) La Alianza. Los capítulos 19-24 forman el centro literario del libro del Exodo. Son, por tanto, su
centro teológico: expresan la idea-fuerza fundamental, al servicio de la cual se halla el resto de la
narración. En esta experiencia culminante se proponen al lector los ejes constitutivos de la religión
del pueblo elegido.
Dios no se conforma con una intervención soberana, intemporal y de una vez por todas, a la hora
de construir el modelo de felicidad concreto que puede hacer de la humanidad entera un
auténtico paraíso. Propone un trabajo en colaboración.
Muy en consonancia con la afirmación de la alianza como lugar de manifestación de su ser, el Dios
del Exodo busca la realización de un proyecto en el que ambos –él y el pueblo–puedan sentirse
protagonistas con todas las consecuencias, desde la libertad y la responsabilidad, cada uno con
una tarea específica y complementaria. A Dios le corresponde la iniciativa gratuita que salva y
libera por exclusiva decisión de su misericordia, la propuesta de un código ético capaz de resolver
las contradicciones inherentes a la naturaleza humana y el mantenimiento de la promesa frente a
la desesperanza y el cansancio de unas gentes excesivamente proclives a la búsqueda del ídolo. En
el otro extremo, al pueblo Dios le pide que cumpla su parte en el contrato: llevar a la práctica la
promesa, construir un estilo de vida colectivo que la transparente, y vivir abierto al amor filial
hacia él. Sobre todo, a través de la mediación del culto, expresión privilegiada de esta relación,
única en la historia, entre Dios e Israel. De ahí que ocupe un lugar tan importante el Código de la
alianza y la abundante legislación cultual que la acompaña (Ex 25-31): el conjunto de
orientaciones y preceptos destinados a posibilitar unas relaciones sociales coherentes con la
alianza (Ex 20,22–23,19).
Una característica de' la religión bíblica, que la distingue de todas las restantes de su época, es el
papel atribuido a la memoria, entendida como actualización de la única realidad capaz de
convertir a la humanidad en reino de Dios. Memoria que no se identifica con el recuerdo que
permite revivir las grandes gestas nacionales, sino que consiste en la posibilidad de sumergirse, a
través de la palabra y el gesto cultual, en la misma experiencia que se halla en los orígenes de la
palabra escrita. Curiosamente se trata siempre de una palabra subversiva: aquella que ataca las
raíces de la infidelidad, poniendo de manifiesto la mentira que convierte en ídolo al Dios vivo y
verdadero. Y por eso mismo exige la conversión de las costumbres en la línea conservada y
transmitida por la palabra misma.
Leer el libro del Éxodo supone, pues, superar la anécdota que lo encierra en el pasado remoto de
un pueblo concreto y dejarse juzgar por el contenido que vehicula. Supone tomar nota de todas
las opresiones de cada hoy en la historia y emprender el camino de liberación que en sus páginas
se describe. Esta memoria representa el horizonte de toda lectura del texto.
c) La palabra y la acción significativa. El Dios de Israel se identifica con la palabra transmitida por
la tradición del pueblo. Esta palabra es narración de las acciones de Dios en el espacio y en el
tiempo históricos; de aquellas acciones que han cambiado la realidad en la dirección del futuro de
Dios. Desde las plagas (Ex 7,8—11,10), pasando por las grandes gestas de la pascua y el paso del
mar Rojo (14,15-31) hasta llegar a la descripción de las últimas palabras que cuentan la presencia
constante de la nube como signo de la presencia del Señor en su pueblo, el libro del Exodo
permanece fiel a este doble momento de la revelación: la palabra que señala el sentido de la
acción y la acción que muestra la verdad y la eficacia de la palabra.
d) Las señales de identidad del pueblo de Israel. Israel está llamado a ser en el seno de las
naciones, por vocación y decisión libre de su Dios, el sacramento de la presencia activa, eficaz y
operativa del Señor en su deseo de reconstruir el paraíso. Por eso posee un conjunto de notas
diferenciales que le convierten en un colectivo único. A través de estas señales de identidad se
crea la conciencia colectiva de pertenecer a Dios de manera muy especial y, en consecuencia, de
participar en una misión que le sobrepasa y a la cual debe supeditar toda otra pretensión
sociopolítica o cultural. El libro del Exodo establece las bases teológicas de esta diferenciación, en
continuidad con lo que se ha dicho ya en el libro del Génesis por lo que hace referencia a la
circuncisión, mientras que concentra su atención en lo referente al sacerdocio, al culto y a la Torá.
e) El libro del Exodo en la memoria del pueblo de Israel. La experiencia del Exodo permanecerá en
la memoria colectiva de Israel como el tiempo original, la época de la creación de Israel, como el
Génesis da cuenta de la creación del mundo y de la humanidad en general. Por eso será el punto
de referencia constante a la hora de todas las reformas que el cansancio de la historia harán
necesarias una y otra vez: los profetas recordarán constantemente la alianza como núcleo
constitutivo del ser de Israel. Y a su luz plantearán sus críticas y articularán sus propuestas. A
partir del exilio, el nuevo Exodo, relectura en clave actualizada del primero, constituirá la
expresión de la esperanza maltrecha, pero firme, del resto fiel a su Señor. En los momentos
críticos de las crisis posexílicas, los sabios buscarán desentrañar las lecciones útiles para su
presente que se hallaban implícitas en las tradiciones del Exodo. Y la apocalíptica centrará en la
expectación de un segundo Moisés —el Profeta que ha de venir— la preparación inmediata de los
tiempos mesiánicos. Por eso, tanto en la narrativa como en la literatura sapiencial y litúrgica —
basta leer el libro de los Salmos— la reflexión sobre el libro del Exodo ocupa un lugar único y
destacado.
f) El libro del Éxodo en los evangelios. Siendo así las cosas, no resulta nada extraño que los
primeros autores cristianos, apoyándose sin duda en sus mismas palabras históricas, vean en Jesús
muerto y resucitado la realización definitiva de las promesas articuladas en torno a la alianza del
Sinaí.
El evangelio de Juan, sin renunciar al esquema del viaje como momento estructurador que lo
asimila a los sinópticos, añade todo un conjunto de símbolos directamente conectados con la
experiencia de Israel en el desierto. Destaca, entre otros, el del agua y la mención de las grandes
fiestas celebradas en Jerusalén, todas rememoradoras de las gestas de la salida de Egipto.
Con ello, los evangelistas establecen las grandes ideas-fuerza del libro del Exodo como un primer
horizonte hermenéutico-interpretativo que permita entender en toda su profundidad la novedad
presente eh Jesús de Nazaret. Y lo definen como Mesías liberador de Israel y de la humanidad.
Se cierra así el círculo iniciado en la experiencia del desierto como lugar privilegiado de la
experiencia de Dios con los hombres.
Sin embargo, esta vivencia de Dios como Padre, la más radical a la experiencia cristiana, no puede
oscurecer otros rasgos fundamentales del Dios revelado, que fueron manifestándose ya desde el
Antiguo Testamento. Moisés se encontró con el Dios de los padres desde una profunda
experiencia religiosa expresada por la zarza ardiente (Ex 3,1-6), y lo descubre como el Dios
liberador del hombre. Y esta revelación se fue reiterando, consolidando y matizando a través de
cada uno de los acontecimientos liberadores en que Moisés sintió la presencia de Yavé: «Yo estaré
contigo» (Éx 3,12; 4,12-15).
A lo largo del Exodo, que entre los biblistas abarca desde la salida de Egipto hasta las puertas de la
tierra de la promesa (Exodo, Levítico, Números y Deuteronomio), el Dios de Israel se fue
revelando especialmente en sus acciones a favor de su pueblo. Más que decir quién es en sí
mismo, Dios manifiesta «quién quiere ser para los hombres» (Josep Vives), como puede percibirse
en el siguiente cuadro sinóptico.
Así pues, el conocimiento del Dios de Israel, base para la adhesión a la fe, va naciendo en el seno
de la lucha por salir de la opresión, y los sucesivos acontecimientos van descubriendo su identidad
y le van proporcionando nuevos nombres.
Esta es la pedagogía divina y este es, consecuentemente, el recurso pedagógico catequético para
conocer y dar a conocer o anunciar la misericordia entrañable del Dios revelado, que llegará a su
cenit cuando él mismo, con entrañas paternales, envíe al Hijo único y predilecto a sus hijos
extraviados, y por él descubramos lo mucho que Dios ha hecho por nosotros.
En efecto, los israelitas tuvieron conciencia de que Dios los había acompañado en la aventura
liberadora de la opresión de Egipto ofreciéndoles el don de la libertad; pero fueron cayendo en la
cuenta a lo largo del desierto y de su estancia en la tierra prometida (propuesta divina-
asentimiento del pueblo-ruptura-nueva propuesta divina-renováción del Pacto), de que ellos
necesitaban, además, una salvación y liberación más radical: la del propio pecado, la de la
autosuficiencia y la desconfianza en Dios. Por eso, el Exodo constituye, a la vez, una liberación
socioeconómica y religiosa. Más aún, «si Dios saca a su pueblo de una dura esclavitud económica,
política y cultural, es con miras a hacer de él, mediante la alianza en el Sinaí, un reino de
sacerdotes y una nación santa (Ex 19,6). Dios quiere ser adorado por hombres libres... (con una)
libertad en plenitud, que no puede(n) encontrar más que en la comunión con su Dios»1.
Pues bien, hoy, pueblos enteros de nuestra tierra, sometidos a las injusticias de unos pocos, a
guerras interminables y al subdesarrollo permanente, luchan con todas sus energías por superar
estos males que los condenan a quedar al margen de la vida (cf EN 30-31). La gesta del Exodo es el
paradigma o acontecimiento paradigmático veterotestamentario del Proyecto de liberación
integral, que Dios ha concebido para todos los pueblos de la humanidad. Por eso, Dios sigue y
seguirá siendo un Dios liberador para todos los pueblos de la tierra, que son su único pueblo. La
liberación del Exodo sigue su marcha hoy, y es preciso colaborar en ella.
Una catequesis de iniciación o de reiniciación cristiana sobre el Exodo debe conmover y marcar la
sensibilidad de los participantes en esa doble dimensión liberadora de la salvación de Cristo:
liberar de actitudes pecaminosas y liberar a personas concretas y a pueblos enteros de situaciones
injustas y deshumanizadoras, fruto de actitudes de pecado2.
Una especie de impulso o voluntad de poder nos esclaviza a las personas y se manifiesta en las
actitudes que tomamos ante las realidades creadas con que nos encontramos: el dinero (Mt 6,24),
el dominio sobre los demás (Mc 10,41ss.), el placer, la envidia y el odio (Rom 6,19; Tit 3,3), la
observancia literal de la ley (Gál 4,8ss.), el miedo a la muerte (Heb 2,14-15), a la que no nos
atrevemos a mirar de frente y que tapamos con muchas cosas... Todos queremos e intentamos
superar estas situaciones opresoras, pero no encontramos caminos de superación permanente.
¿Cómo salir de estas situaciones? La experiencia comunitaria y revelada del éxodo bíblico nos da
las claves para aplicarlas a nuestra situación personal:
— Con esta luz y energía somos invitados —desde la experiencia revelada del Exodo— a renunciar
a nuestra voluntad de independencia; a que consintamos en dejarnos guiar por Dios y amar por él,
esto es, que renunciemos a lo que constituye el fondo mismo de nuestra actitud pecaminosa: la
autosuficiencia. ¡El actúa en nosotros y nosotros colaboramos con él! ¡No estamos solos!
— Así como el Exodo marcó el verdadero nacimiento del pueblo de Dios como pueblo creyente y
liberado de esclavitudes materiales y morales, también nuestra existencia, esclavizada por la
voluntad de acaparar las cosas sólo para nosotros, nace de nuevo como una existencia libre, con
una libertad para servir a los demás. Y esta perspectiva, revelada ya en el Antiguo Testamento,
queda reforzada a la luz del Nuevo Testamento con la salvación en Cristo: «Hermanos, vosotros
habéis sido llamados a ser hombres libres..., servíos unos a otros por amor» (Gál 5,13), uno de los
aspectos esenciales del evangelio de Jesús (cf Lc 4,18) 3.
En lo que acabamos de exponer se puede entender bien lo que decimos en la primera parte de
nuestro artículo en orden a actualizar el libro del Éxodo: «Cada generación tiene que considerarse
a sí misma como salida del éxodo» (Tratado talmúdico Pesahim 10, 5).
Efectivamente, cuando miramos la transformación de nuestra vida personal tal como la hemos
descrito, entonces nos apropiamos del significado teológico-existencial de los acontecimientos
narrados en el Exodo, pues buscamos no sólo conocer la historia de nuestra salvación, sino
preferentemente experimentar aquello que, desde el punto de vista de la fe, esos
acontecimientos significan, siguen diciendo, para nosotros hoy: quien quiera ser seguidor de
Jesús, ha de pasar por la experiencia de fe del Exodo, de la misma manera que Jesús la
experimentó, sobre todo, en su pasión, muerte y resurrección. Nosotros, por habernos
esclavizado y estar necesitados de su liberación. Jesús, no por haber pecado, sino por haberse
encarnado, por haber asumido nuestra náturaleza para liberarnos de nuestra condición pobre y
pecadora y conducirnos a la tierra de la libertad de los hijos de Dios. El es el nuevo Moisés, nuestro
Mesías, resucitado y liberador, hoy.
Advertimos de nuevo que esta forma de actualizar el Éxodo en nuestra vida, tanto personal como
colectiva o social, es aplicable a la catequesis de adolescentes (14-18 años), de jóvenes (19-29
años) y de adultos (30-65 años)4.
3. TESTIMONIOS ACTUALES. LOS testimonios de personas que viven hoy en estado de éxodo
ayudan a descubrir la actualidad del Exodo bíblico.
Estos catequistas deben ponderar lo que el Vaticano II, en su constitución dogmática Dei Verbum,
dice acerca de la importancia del Antiguo Testamento en la educación de los creyentes: «Los
libros del Antiguo Testamento, según la condición de los hombres antes de la salvación
establecida por Cristo, muestran a todos el conocimiento de Dios y del hombre y el modo como
Dios, justo y misericordioso, trata con los hombres. Estos libros, aunque contienen elementos
imperfectos y pasajeros, nos enseñan la pedagogía divina. Por eso los cristianos deben recibirlos
con devoción, porque expresan un vivo sentido de Dios, contienen enseñanzas sublimes sobre Dios
y una sabiduría salvadora acerca del hombre, encierran tesoros de oración y esconden el misterio
de nuestra salvación... Aunque Cristo estableció con su sangre la nueva alianza (cf Lc 22,30), los
libros íntegros del Antiguo Testamento, incorporados a la predicación evangélica, alcanzan y
muestran su plenitud de sentido en el Nuevo Testamento (cf Mt 5,17; Lc 24,27) y, a su vez, lo
iluminan y lo explican» (DV 15-16).
En efecto, en su coloquio con los discípulos de Emaús, Jesús resucitado da a entender el principio
básico de interpretación del Antiguo Testamento: «Es necesario que se cumpla todo lo que está
escrito acerca de mí en la ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos» (Lc 24,44). «Empezando
por Moisés y todos los profetas, les interpretó lo que sobre él hay en todas las Escrituras» (Lc
24,27). Leído el Antiguo Testamento a la luz del Nuevo, aquel alcanza en este su pleno sentido y, a
la vez, «lo ilumina y explica» (DV 16).
b) Utilidad catequética de los testimonios actuales de creyentes afines a las experiencias del
Exodo. Esta lectura del Exodo, actualizada en nosotros desde la pascua de Cristo, se puede realizar
más fácilmente a través de testimonios actuales de cristianos que viven experiencias afines al
Exodo, y que evocan, a su vez, estas mismas experiencias vividas por Cristo, nuestro salvador
resucitado. Proponemos dos ejemplos: una actualización de carácter colectivo y otra de carácter
personal.
– Una actualización del Éxodo de carácter colectivo o social. Un grupo de catequesis de adultos ha
comenzado a hacer la catequesis sobre el Antiguo Testamento, estudiando los personajes más
sobresalientes del mismo, y algunos hechos importantes vividos por ellos y por todo el pueblo de
Dios. En dos sesiones se aborda el tema: «Moisés, el libertador: el Exodo». Todos han leído –antes
de cada sesión– una breve introducción sobre el pueblo hebreo esclavo en Egipto, la figura de
Moisés (su nacimiento, educación, huida al país de Madián, la llamada del Señor, la decisión de
Moisés a hablar con el Faraón, la cena del cordero pascual, la huida del pueblo, el paso del mar
Rojo y el himno de victoria a Yavé).
Las sesiones se dedican, fundamentalmente, a leer los textos como palabra de Dios. La primera: Ex
2,1-25: «Salvado de las aguas» y el clamor del pueblo a Dios; 3,1-15: la zarza ardiente y la llamada
de Moisés: «Yo estaré contigo»; 5,1-9 y 22-23: «Deja salir a mi pueblo»; 10,1-3: «Así sabréis que
soy el Señor». La segunda: Ex 12,21-42: la cena pascual; muerte de los primogénitos; 13,17-22: la
nube y la columna de humo; 14,1-31: paso del mar ¡Estad firmes!; 15,1-20: himno de victoria.
Cada texto se comenta entre todos: se descubre el mensaje que el texto bíblico, bajo la luz del
Espíritu, va revelando. Se asimila en breves silencios de oración; se cantan versículos de salmos
apropiados a situaciones colectivas: «El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres»
(Sal 125,3); «Dad gracias al Señor, porque es bueno...» (Sal 117,1.29); versículos de los salmos 43,
79, 84, 135, etc.
Pero es en una tercera sesión cuando se puede actualizar más detenida e íntegramente el
acontecimiento del Exodo en situaciones colectivas que incluyen riesgos graves para la vida de las
personas. Para ello se leen y se comentan dos o tres testimonios de grupos o colectividades de
personas cristianas —próximas o lejanas— con rasgos parecidos a la experiencia del Exodo bíblico.
He aquí un testimonio concreto:
«Durante más de treinta años, el País vasco y otras muchas ciudades del Estado español han
estado siendo azotadas por la violencia terrorista de ETA o del Movimiento de liberación nacional
vasco (MLNV). Todo el pueblo ha vivido largos años atemorizado e inactivo. Hace unos veinte años
se empezaron a mover determinadas agrupaciones de ciudadanos y ciudadanas, y alentaron a
otros a manifestarse contra la violencia etarra, reuniéndose en silencio durante un cuarto de hora
en lugares públicos, y en torno a una pancarta con frases a favor de la paz, después de algún
asesinato perpetrado por ETA. Una de las colectividades más destacada ha sido Gesto por la paz,
de matriz cristiana. Pronto se siguió la misma costumbre después de la muerte de cualquier
etarra, con el fin de oponerse a la misma violencia defensiva desarrollada por la autoridad de
orden público, y luchar por la desaparición de toda violencia, a favor de una sociedad vasca
democrática, plural y en paz.
En pocos años, los grupos de Gesto por la paz se multiplicaron. Los ciudadanos y ciudadanas
constructores de la paz salieron a la calle. Además, las manifestaciones por la paz se multiplicaron
y se hicieron masivas. A pesar del peligro de ir a cara descubierta, la ciudadanía vasca había
perdido el miedo.
Hace algunos años, el 4 de junio de 1982, la Comisión diocesana de paz y reconciliación convocó a
todos los movimientos apostólicos, las comunidades cristianas, asociaciones católicas de adultos y
a todos los adultos creyentes a una celebración comunitaria de la Palabra, en Bilbao, en la basílica
de Nuestra Señora de Begoña (días después se convocaría otra para la juventud). La paz es, ante
todo, un don de Dios y es preciso alcanzarla con la oración. Se juntaron muchos miles de
creyentes. Las lecturas de la Palabra, el recitado de los salmos, las aclamaciones, los cantos, los
silencios de oración... fueron un grito contenido ante el Señor de la paz y su Espíritu de comunión
y fortaleza.
Al final, antes del canto de clausura a la Madre de Dios de Begoña, toda la asamblea, al unísono,
pronunció este manifiesto-compromiso:
«Afirmamos que el proyecto de Dios sobre los hombres de todos los tiempos es convocarnos a
vivir como hermanos ya en esta tierra: respetando los derechos legítimos de las personas;
contribuyendo a transformar las estructuras injustas que favorecen desigualdades y violencias, y
defendiendo con todos los medios lícitos el supremo don de Dios a cada hombre: la vida, junto
con el derecho a desarrollarla en igualdad de condiciones con los demás.
Reconocemos, sin embargo, que, como seguidores de Jesús, estamos demasiado distantes de sus
actitudes a favor del hermano hombre, y que con frecuencia engrosamos las filas de los injustos y
violentos y discriminamos a las personas.
Por eso, con la fuerza del Espíritu del Resucitado, vivo entre nosotros, y unidos a nuestros
pastores, declaramos que:
Estamos dispuestos a sentirnos responsables de la falta de paz por nuestra cobardía en actuar
como mediadores de reconciliación entre personas enfrentadas.
El comentario actualizador del acontecimiento bíblico se puede provocar con estos interrogantes:
1) Esta situación prolongada del País vasco, vivida como se ha expuesto, ¿en qué aspectos se
parece a la experiencia del Exodo? ¡La experiencia de fondo del Exodo bíblico continúa dándose
hoy! 2) ¿En qué sentido podemos asegurar que Dios está presente en medio de este conflicto tan
radical? Dios no cambia de costumbres y ha prometido estar con y liberar a los que sufren
opresión (cf Ex 3,7-9). 3) La situación dolorosa del pueblo vasco y de los que sufren esta violencia,
¿qué tiene de común con Cristo sufriente y abierto a la resurrección (pasajes evangélicos)...? Esta
tercera sesión acaba en forma de oración comunitaria breve. En ella, el grupo de catequesis de
adultos reconoce que para seguir a Jesús es preciso seguir pasando por la experiencia del Exodo.
Pero con la convicción de que, en medio del desconcierto y oscuridad del Exodo, él, el Resucitado
y salvador, camina con nosotros como compañero de viaje, colaborando con nosotros a liberarnos
de nuestras esclavitudes morales y materiales, y haciendo lo mismo con los que caminan con
nosotros.
– Una actualización del Éxodo de carácter personal. En el segundo ejemplo, el grupo de catequesis
de adultos sigue siendo el mismo que se ha descrito más arriba. Las sesiones se dedican también a
leer los textos de la palabra de Dios que allí se expresan.
El comentario de cada texto se hace también entre todos, como se sugiere arriba, aunque los
versículos de los salmos serán más apropiados si se toman de los siguientes: «El Señor es mi
pastor, nada me falta» (Sal 22,1 ss.); «Aclama al Señor, tierra entera» (Sal 99,1ss.; 102; 114; 120;
122; 126, etc).
La actualización de los textos del Exodo se haría más bien en clave personal que colectiva:
¿encontramos en nuestra vida o en personas de nuestro ambiente experiencias de fe semejantes a
las de Moisés o a las del pueblo israelita? Estos testimonios de experiencias de éxodo de los
mismos participantes son una actualización del acontecimiento, de manera que se puede decir en
cada caso: ¡Ahí está actuando el Señor! Un momento de oración ayudaría a contemplar
agradecidos el paso del Señor, hoy, en la vida de nuestros hermanos, y podría concluirse con una
aclamación.
Pero es también en una tercera sesión cuando se puede realizar la actualización en la propia vida
de los textos del Exodo más detenida y globalmente. Se leen y se comentan dos o tres testimonios
de carácter individual de personas cristianas conocidas –destacadas o normales– en los que se
descubren rasgos de la experiencia bíblica del Éxodo. También se propone un ejemplo:
«Manuel Lozano es de Linares (Jaén). Lolo para todos. Nace en 1920. Al estallar la Guerra civil
española, en 1936, es un estudiante de bachillerato y joven de Acción católica. Por su militancia
cristiana es detenido. Liberado y militarizado, una de sus misiones es la de atender una centralita
telefónica instalada en una cueva muy húmeda. Allí adquiere una enfermedad reumática que
llenará de dolores y rigideces su cuerpo. Termina magisterio y vuelve a la actividad apostólica;
pero una nueva movilización en Madrid le lleva a resentirse gravemente de su enfermedad. Lolo,
joven ilusionado, es ya un enfermo para toda la vida.
El mal progresa rápidamente y se impone el sillón de ruedas, donde pasará casi treinta años hasta
su muerte, en noviembre de 1971. Lolo, a pesar de su mala salud, realiza su vocación de escritor. Y
escribe El sillón de ruedas, Dios habla todos los días, Mesa redonda con Dios... Y escribe bien.
Cuando su mano derecha queda paralizada, aprende a escribir con la izquierda. Después tendrá
que sujetar el bolígrafo a la mano con una goma y seguirá escribiendo: Las golondrinas nunca
saben la hora, Reportaje desde la cumbre... Queda ciego. Un magnetófono regalado por la ONCE
le permite dictar sus trabajos literarios.
Pero, a la vez que escritor, Lolo es periodista, y lo es de pies a cabeza. No deja su colaboración
asidua con Ya, Signo, Vida Nueva, ni en los momentos más críticos de su salud. Inventa y dirige
Sinaí, un periódico para los enfermos que ofrecen sus dolores a Dios por los informadores y
periodistas... Por su asiduidad, le conceden el premio Bravo de prensa de la Comisión episcopal de
medios de comunicación social.
En sus artículos toca temas de actualidad, y hace referencia a personas conocidas, de tal manera
que se puede pensar que es un reportero que viaja por todo el mundo. A cuantos le visitamos Lolo
no se cansa de preguntarnos sobre el trabajo en nuestras redacciones. Lee los periódicos con la
minuciosidad de un corrector de prensa, escribe con el entusiasmo de quien escribe su primer
artículo y corrige con la exigencia de un gran director... ¡Acecha la huella de Dios!...
En su pueblo natal es una institución. Se le dedica una calle, se le hacen homenajes. Pero su
cuerpo se va llenando de sufrimientos. Llega a pesar 35 kilos. Los dolores y ahogos le van
asegurando que su vida terrena se acaba. Consuela a sus amigos y a su hermana, fiel cuidadora.
Admirado por su paciencia, por su entrega al apostolado de la pluma, por su sonrisa perenne, por
su vida evangélicamente heroica, a los 51 años, muere recitando el padrenuestro. Laico, enfermo,
escritor y periodista, el proceso de beatificación de Lolo está ya en Roma. Puede ser pronto el
primer periodista español en los altares. Muchos de sus colegas se gozan de pertenecer a la
Asociación de amigos de Lolo6.
El comentario actualizador se suscita con estos interrogantes: Lolo vive a lo largo de su dolorosa
existencia la experiencia del Exodo. a) ¿En qué rasgos de su vida se manifiesta más esta
experiencia bíblica? ¿Conocemos a alguien de nuestro entorno que esté viviendo «en estado de
Exodo»? ¿Tal vez nosotros mismos? ¡Ahí está actuando el Dios liberador! b) A Lolo, con su
experiencia dolorosa y gozosa de éxodo, ¿en qué aspectos le descubrimos más identificado con
Jesús (pasajes evangélicos)? ¡Jesús, salvador y liberador, está presente en Lolo sosteniéndolo y
purificándolo! Además, él mismo lo está testimoniando-transparentando y hasta presentándolo
como salvador y liberador respecto de los demás...7.
Esta tercera sesión podría concluir en un clima de oración comunitaria, de una manera similar a
como se realiza más arriba.
NOTAS: 1. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Libertatis conscientia (LC), 44. – 2. Para este apartado: cf I. ELLACURÍA,
Liberación, en C. FLORISTÁN-J. J. TAMAYO (eds.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993, 690-710;
CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, o.c.; Documentos de Medellín, San Pablo, Buenos Aires 1970; ALONSO A., Iglesia
y praxis de la liberación, Sígueme, Salamanca 1974, 112-154. — 3. Cf CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Con vosotros está.
Catecismo para preadolescentes; Manual del educador, Guía doctrinal I, Secretariado nacional de catequesis, Madrid 1976, 63-
128. – 4. Este mismo estilo de actualización bíblica siguió el catecismo de preadolescentes Con vosotros está, de la Conferencia
episcopal española (1976), cuando en su primera parte –tanto del Catecismo como del Manual del educador– aborda las
grandes experiencias bíblicas: la alianza, el desierto, la tentación, la pobreza, los profetas, el Siervo de Yavé, la Iglesia-pueblo de
Dios y la fiesta –la paz–, la alegría, en una perspectiva personal o colectiva y cristocéntrica (Catecismo I, 31-112; Manual del
5
educador I, Guía doctrinal, 95-171). — Boletín Informativo de la catequesis de adultos, Bilbao, CAD (1982) 7-8. Importante: A
finales de septiembre de 1998, ETA anunció el cese indefinido e incondicional de sus acciones violentas. El País vasco vive
6
momentos de crucial importancia de cara a la ansiada pacificación. – Cf A. FERNÁNDEZ POMBO, en Ecclesia 2805 (1996) 6-7. —
7. El empleo de testimonios de personas que viven hoy en estado de éxodo, de desierto, de alianza, etc., es un recurso
pedagógico habitual en la obra: V. M. PEDROSA-J. A. AGUIRRE-J. M. ANTÓN, Catequesis de adultos: iniciación a la historia de la
salvación. Antiguo Testamento, 2° etapa, Carpeta de temas (Cuad. 2°, 3° y 4º), y Guía del catequista-animador p. 63-112,
Delegación episcopal de catequesis, Bilbao 1990.
BIBL.: AA.VV., Cuadernos bíblicos 6, Verbo Divino, Estella 1978; AuzoU G., De la servidumbre al servicio, Fax, Madrid 1972;
BoRDONAU E., Antiguo Testamento. Guía para su lectura, Dossiers 9, CPL, Barcelona 1980, 34-39; CONFERENCIA EPISCOPAL
ESPAÑOLA, Con vosotros está. Catecismo de preadolescentes 1, 31-112; Manual del Educador 1, Guía doctrinal 1, 63-128,
Secretariado nacional de catequesis, Madrid 1976; CHARPENTIER E., Introducción al Antiguo Testamento, Sígueme, Salamanca
2
1983; GRELOT P., Sentido cristiano del Antiguo Testamento, Desclée de Brouwer, Bilbao 1995 ; LAEPLE A., El mensaje bíblico en
nuestro tiempo II, San Pablo, Madrid 1967, 63-96; LEGIDO M., Misericordia entrañable. Historia de la salvación anunciada a los
pobres, Sígueme, Salamanca 1987, 107-192; LÉON-DUFOUR X., Éxodo, en Vocabulario de teología bíblica, Herder, Barcelona
1996', 320-322; MARTINI C. M., Vida de Moisés. Vida de Jesús: existencia pascual, San Pablo, Bogotá 1983; Itinerario espiritual
del cristiano. Pueblo mío, sal de Egipto, San Pablo, Bogotá 1984; MORLA V., Historia de la salvación: Antiguo Testamento,
Instituto diocesano de teología y pastoral, Bilbao 1988. Folleto ciclostilado; PEDROSA V. M.-AGUIRRE J. A.-ANTÓN J. M.,
Catequesis de adultos: iniciación a la historia de la salvación. Antiguo Testamento, 2° etapa. Carpeta de temas y Guía del
catequista-animador, Delegación episcopal de catequesis, Bilbao 1990; SALAS A., Biblia y catequesis ¿cultura y fe en diálogo?
Antiguo Testamento 1: de Adán a David, Biblia y Fe, Madrid 1981; SECRETARIADO NACIONAL DE CATEQUESIS, Biblia para la
iniciación cristiana, Comisión episcopal de enseñanza y catequesis, Madrid 1977; Vives J., Si oyeras su voz... Explicación cristiana
del misterio de Dios, Sal Terrae, Santander 1988; WIENER C., El libro del Éxodo, Verbo Divino, Estella 1986.
EXPERIENCIA RELIGIOSA
La experiencia religiosa ha pasado a ser en los últimos decenios el tema por excelencia en las
preocupaciones de los sujetos y las comunidades religiosas y en los estudios sobre el fenómeno
religioso. Muestra de esto último es la atención de las ciencias humanas, de la filosofía y la
fenomenología de la religión al problema de la mística, la recuperación del tema de la experiencia
cristiana por la teología católica y la importancia, cada día mayor, que cobra la experiencia en los
estudios sobre el fenómeno religioso. J. Kitagawa resumía la situación cuando, tras constatar que
las piedras fundamentales sobre las que descansa la religión son la autoridad, la tradición y la
experiencia, afirmaba que en la actualidad «el centro de gravedad en la religión se ha desplazado
de la autoridad y la tradición a la experiencia».
El tema puede ser abordado desde múltiples perspectivas. Este artículo pretende ofrecer una
fenomenología de la experiencia religiosa, con especial atención a la experiencia cristiana, basada
en la clasificación y el estudio de sus múltiples formas, que pretende llegar al establecimiento de
su núcleo o estructura significativa. Como conclusión, se ofrecerán algunas consideraciones sobre
la transmisión y la educación de la experiencia cristiana.
Con esta expresión nos referimos a un aspecto concreto de la relación que se produce en toda
religión. Todo fenómeno religioso, en efecto, contiene la puesta en relación de una persona o un
grupo de personas con una realidad a la que consideran superior. Experiencia religiosa se refiere a
esa relación en cuanto vivida por ese sujeto y pasada por las múltiples facetas de su psiquismo.
Experiencia religiosa designa, pues, la vivencia por el sujeto religioso de su relación con el mundo
de lo sobrehumano. A ella subyace una religación de las dos realidades que intervienen en la
relación, de la que se ocupan las teorías sobre el hombre, y fundamentalmente la filosofía primera
u ontología. A ella subyace también la asunción por el sujeto de esa relación, en una actitud
fundamental de apertura, acogida y reconocimiento. Este segundo nivel es el que la
fenomenología de la religión describe como actitud religiosa. A él corresponde en la
fenomenología del cristianismo la relación teologal resumida en la actitud de fe. La experiencia
religiosa se expresa, se manifiesta en actos o comportamientos religiosos tales como el culto, los
ritos, la oración, el sacrificio, etc. Experiencia religiosa designa, pues, una fase o un nivel en el lado
subjetivo de esa relación que instaura y en que consiste toda religión. Un nivel situado entre la
actitud de acogida de la realidad sobrenatural, que en el cristianismo denominamos fe o actitud
teologal, fundada a su vez en la religación ontológica que la sustenta, y la expresión de esa
acogida en los múltiples actos que componen el sistema de las mediaciones religiosas.
Basta esta primera aproximación al significado del término para percibir su complejidad y la
posibilidad de abordar su estudio desde diferentes perspectivas. En una interpretación adecuada
de la experiencia religiosa tienen una palabra importante que decir prácticamente todos los
saberes sobre lo religioso: la teología, la filosofía y la epistemología, la psicología, la
fenomenología e incluso la sociología y la historia. Sin excluir la luz que puedan aportarnos otros
saberes a los que recurriremos en momentos precisos, nuestra exposición se instalará en el
terreno de la fenomenología de la religión. Pretenderá, pues, una descripción de la estructura de
la experiencia religiosa, basada en la comparación de sus diferentes formas y con la pretensión de
obtener su significado.
El primer paso de una tarea como la propuesta es la descripción del hecho en sus múltiples
formas. Pero la polivalencia del término experiencia y las dificultades que comporta su empleo en
el terreno religioso exigen una aclaración previa.
b) Pero experiencia significa, hoy, además, una forma de conocimiento que se caracteriza por
constituir la captación inmediata de una realidad externa o interna al sujeto. Así se habla de
experimentar frío o calor, un dolor o una alegria, y de conocer por experiencia lo que es un
accidente o la realidad de la montaña o la vida en la ciudad. Experiencia en este segundo sentido
comporta como elementos más importantes: el ser un conocimiento inmediato —teniendo en
cuenta que la inmediatez absoluta es imposible para el hombre, ya que su contacto experiencial
con la realidad está mediado por la cultura, la sociedad y, sobre todo, el lenguaje—, en oposición
al que tenemos por las noticias de otro; el ser un conocimiento obtenido por contacto vivido con
la realidad, en oposición al que obtenemos del análisis de un concepto: así, se conoce por
experiencia el amor cuando se ha vivido la realidad a la que esa palabra se refiere, en oposición al
conocimiento que se puede obtener por el estudio de la teoría sobre el amor. En los dos casos, la
experiencia remite a un conocimiento vivido, a un conocimiento obtenido en la vida y por la vida.
Así, decimos conocer por experiencia cuando podemos decir: «yo sé lo que es eso, yo he pasado
por ello». Este tipo de conocimiento, aun cuando se refiera a un objeto exterior, repercute sobre
el sujeto, lo implica, y transforma en alguna medida su vida y su mundo.
La paradoja se acentúa si se observa que no sólo existen hechos innumerables a los que nos
referiremos en seguida, designados por los sujetos de las más diferentes tradiciones como
experiencias religiosas, sino que son muchos los sujetos que afirman que la relación que vivían
con la realidad sobrehumana sólo ha comenzado a ponerles efectivamente en contacto con ella, a
partir del momento en que ha sido vivida como experiencia. «Sólo te conocía de oídas; pero
ahora, en cambio, te han visto mis ojos», exclama Job (42,5) después de la manifestación del
misterio; «Porque no el mucho saber harta y satisface al ánima, mas el sentir y gustar las cosas
interiormente», escribe san Ignacio en sus Ejercicios espirituales; y en un sentido parecido, la Kena
Upanishad, tras referirse a la nueva visión de Brahman que otorga la experiencia de su identidad
con el atman, repite una y otra vez «Has de saber que eso es en verdad Brahman, no lo que la
gente venera como tal» (1.1.4ss).
a) La historia de las religiones muestra una sucesión ininterrumpida de situaciones que han sido
vividas por los sujetos como experiencias religiosas. Las formas de tales experiencias son tan
numerosas y variadas como las mismas religiones en las que se producen. Pero tan estrechamente
unidas aparecen religiones y experiencias religiosas, tan permanente es la presencia de estas en
todas las áreas y épocas de la historia, que se ha podido escribir una historia de las religiones con
el título nada engañoso de «La experiencia religiosa de la humanidad» (N. Smart), y con el título
de «La experiencia humana de lo divino» se ha escrito un estudio excelente sobre «los
fundamentos de una antropología religiosa» (M. Meslin).
Ante la imposibilidad de ofrecer aquí ni siquiera un resumen de los hechos que confirman las
afirmaciones precedentes, baste anotar que casi todas las páginas de los libros sagrados consisten
en relatos de experiencias o en reflexiones sobre experiencias religiosas; que las historias de los
fundadores y grandes reformadores religiosos, sin excepción, tienen su punto de partida en
profundas experiencias vividas por ellos e interpretadas por ellos mismos y sus seguidores como
experiencias de Dios; que el proceso que culmina en la iluminación (samadhi, satori) en las
religiones orientales, el que resume el término conversión en las religiones proféticas y el que se
expresa en los ritos de iniciación en las religiones primitivas no son sino una progresiva y
prolongada experiencia religiosa; y que a esa experiencia remite como a su fuente el hecho,
omnipresente en todas las religiones, de la oración.
Aun dentro de una misma tradición, las experiencias aparecen en formas muy diferentes. Baste,
por ejemplo, comparar los relatos citados del libro del Génesis. Cada uno refleja las circunstancias
concretas del sujeto, su situación particular, y subraya un aspecto singular de los muchos que
contiene un fenómeno tan complejo. Así como en algunos de los textos citados predomina la
conciencia de la presencia: «Dios está aquí y yo no lo sabía»; en otros el carácter agónico de una
relación de la que el hombre nunca llega a disponer del todo, de una presencia que nunca termina
de darse, y cuyas señales siempre tienen algo de herida (Gén 32,23-33); en otros la seguridad de
haber sido agraciado con una revelación (Corán 97); en otros, por fin, predomina la conciencia de
la responsabilidad de una misión recibida (Ex 3,13).
La misma variedad de formas aparece en los hechos vividos a lo largo de la historia y en la
actualidad como experiencias religiosas. Para poner algún orden en un hecho tan abigarrado en
sus formas, se hace imprescindible operar una clasificación de las mismas. Pero pronto se
constata que las posibilidades son incontables, de acuerdo con el criterio de clasificación que se
adopta. De hecho, los psicólogos y fenomenólogos de la religión las han propuesto en gran
número1.
Apoyándonos en los estudios de algunos de ellos, proponemos una tipología que nos permite
ordenar muchas de las formas de experiencia religiosa que ofrece la historia de las religiones y
aparecen atestiguadas en la vida religiosa actual, de la que desarrollaremos sólo las más
importantes.
Pues bien, al hablar aquí de experiencias de lo sagrado, nos referimos a situaciones en las que
determinadas personas entran en contacto con ese orden de realidad, operan una ruptura de
nivel existencial en relación con la experiencia en la que discurre su vida ordinaria, y viven la
irrupción en ella de nuevas dimensiones, finalidades y valores. Se trata de hechos designados en
otras descripciones como experiencia religiosa en contraposición a fe; experiencia de
trascendencia o de absoluto; experiencia de mística natural, experiencias oceánicas; experiencias
cumbre. Lo peculiar de todas ellas es que constituyen momentos en los que la experiencia
ordinaria, el estado habitual de la conciencia se ven desbordados por la irrupción de una realidad
superior; constituyen situaciones en las que la conciencia ordinaria sufre una súbita, o lenta y
progresiva, ampliación de su capacidad de captación. En esos momentos y situaciones, el sujeto
entra en contacto con numerosas dimensiones de la realidad, que expresa en términos de
profundidad o totalidad; asiste a una ampliación maravillosa de las fronteras de su conocimiento;
trasciende la forma de conocimiento ordinario en términos de sujeto-objeto; se siente de alguna
manera inundado por la realidad que se presenta, y hasta misteriosamente identificado con ella; y
padece una intensa conmoción afectiva que origina sentimientos de paz, gozo, sobrecogimiento,
terror y maravillamiento.
Pero anotada la afinidad, una fenomenología diferenciada de estas experiencias permite descubrir
peculiaridades en cada una de ellas y, en concreto, en las experiencias de lo sagrado. En relación
con estas últimas, señalemos el subrayado de la pasividad, la mayor implicación del sujeto, la
apariencia de la doble posibilidad de la salvación y la perdición como forma peculiar de vivir la
conciencia del sentido, así como la agudización de la polaridad de lo sobrecogedor o tremendo y
la fascinación o el maravillamiento.
La experiencia puede darse acompañada de visiones u otros apoyos perceptivos 3 y sin tales
apoyos4. Decisivo es, en tales experiencias, el hecho de que el sujeto no sólo percibe la presencia,
sino que la acepta, la reconoce. Puede darse en un momento privilegiado para desaparecer de
inmediato; reaparecer después o dejar sólo el recuerdo imborrable de su paso; puede, en otros
casos, convertirse en el sentimiento y la conciencia de una presencia permanente de Dios, que
envuelve la vida de la persona y la lleva a decir, como Jesús, «yo no estoy solo» (Jn 8,16; 16,32), y
le hace vivir de forma diferente el conjunto de la vida.
Entre los rasgos característicos de este tipo de experiencia se pueden anotar los siguientes: 1)
Constituyen un hecho extraordinario en la vida de los sujetos, un hito que divide la vida y del que
se señalan con todo cuidado las circunstancias de lugar y de tiempo. «El año de gracia de 1654, el
día 23 de noviembre... desde las diez y media hasta las doce de la noche», escribe, por ejemplo
Pascal al comienzo de su Memorial. 2) Los sujetos viven estos acontecimientos atribuyendo a la
experiencia que los constituye un índice elevadísimo de realidad que los lleva a concederles mayor
crédito que al mismo testimonio de los sentidos. 3) Se trata de experiencias de Dios, de Dios en
persona, más allá de los nombres y las representaciones con que el sujeto le conoce en la
experiencia ordinaria. 4) Es Dios inconfundiblemente, pero, por eso, es Dios misterio insondable e
inefable para el hombre, Dios sólo accesible, incluso en estas experiencias, en el interior de la fe.
5) Tales experiencias son, como la fe misma, sumamente ciertas, sin dejar de ser oscuras: «Que
bien se yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche» (san Juan de la Cruz). 6) En ellas se
actúa la conciencia de la presencia, pero a través de intensos sentimientos de paz, gozo,
serenidad, reconciliación, confianza, de los que se hacen eco todos los relatos. 7) Son experiencias
cuyo contenido supera con mucho la capacidad de expresión del sujeto, que manifiesta
constantemente la inadecuación de todos los recursos expresivos que ha utilizado. 8) Es una
experiencia de alguna manera inmediata, pero que tiene lugar en la mediación de la misma
experiencia (J. Mouroux, R. Guardini), sin romper el velo de la fe que imponen la condición
humana y corpórea del hombre y la absoluta trascendencia de Dios. 9) Tales experiencias
contienen, por último, una enorme capacidad de movilización de todas las facultades del sujeto,
liberan en él todos los caudales de su energía, son dinamogénicas (W. James), hasta el punto de
que el hombre tiene conciencia de vivir de ellas: «mi justo vivirá por la fe» (Rom 1,17; Heb 10,38).
Muchos son los problemas que suscitan este tipo de experiencias (J. Maréchal). A alguno de ellos
tendremos ocasión de referirnos más adelante. Pero es indudable que, en conjunto, constituyen
un caso prototípico de experiencia religiosa, sobre todo en el contexto propio de la religiosidad
profética en el que se inserta la experiencia cristiana.
La experiencia mística, aunque puede darse en un acto aislado en la vida de un sujeto, designa de
ordinario una experiencia continua, preparada y ahondada en largas etapas de purificación
ascética y de prueba activa y pasiva. Origina una forma de relación con Dios o lo divino, según los
contextos religiosos, sumamente simplificada, en la que más allá de las potencias y facultades del
hombre entra en acción su mismidad más profunda, la sustancia del alma, el atman al que se llega
tras largos procesos de interiorización y concentración. Frente al uso diferenciado de las
facultades en otros tipos de experiencia, aquí el contacto se produce por un toque sustancial de
Dios en la sustancia misma del alma (san Juan de la Cruz). La experiencia mística desarrolla y lleva
a su culminación el carácter experiencial pasivo de toda experiencia religiosa. Todo en ella tiene
carácter infuso, frente a la actividad del sujeto que predomina en otras etapas. Toda ella tiene la
condición de experiencia pática (J. Baruzi), padecida, aunque padecida de forma fruitiva, es decir,
con hondas repercusiones en el nivel de la afectividad, que producen en el sujeto sentimientos
únicos, de intensidad sublime y, por ello, indescriptibles. Con su característica sobriedad, santo
Tomás resumirá estos rasgos en su conocida definición: cognitio Dei experimentalis et affectiva,
conocimiento experiencial y afectivo de Dios.
La experiencia mística supera de forma clara el esquema sujeto-objeto con el que funciona el
conocimiento ordinario. El sujeto místico no sólo tiene conciencia de la presencia de Dios, sino
que la vive como una presencia original y originante de su propia experiencia que, por ser la raíz
del sujeto, el manantial del que procede el curso de su vida, la luz que ilumina su capacidad de
ver, no se deja percibir como objeto separado –«¿Cómo ver al gran vidente?» (Kena Upanishad);
videntem videre (san Agustín)– por muy eminente que se le considere, sino sólo como la totalidad
en la que el propio sujeto está abarcado, en la que se experimenta sumido, o con la que se siente
unido más estrechamente que con cualquier otro sujeto, incluso que con su propia intimidad,
interior intimo meo (san Agustín); «el centro del alma es Dios» (san Juan de la Cruz). La
experiencia mística, debido a la intensidad con que repercute sobre el nivel afectivo, produce con
frecuencia fenómenos extraordinarios en la dimensión mental y corporal del sujeto, tales como
agudización de la capacidad de captar y sentir, raptos y éxtasis físicos, levitaciones, suspensión de
necesidades primarias como la del alimento, etc. Pero tanto los estudiosos de la mística como los
propios místicos están de acuerdo en el carácter accidental y meramente derivado y secundario
de tales fenómenos (H. Houston). Sin ánimo de ofrecer una definición precisa ni una descripción
exhaustiva, propongo como resumen de los rasgos que he ido acumulando esta descripción
aproximada: con el término mística designo una experiencia interior, inmediata, simple, pasiva,
fruitiva —que tiene lugar en un nivel de conciencia diferente del que rige en la experiencia
ordinaria de los objetos y sujetos en el mundo—, de la unión del centro de sí mismo, el absoluto,
lo divino, Dios, el Espíritu5.
Comencemos por señalar los rasgos comunes a los diferentes tipos de experiencia religiosa que
hemos propuesto. Todas ellas comparten, en primer lugar, el carácter de experiencias, de hechos
vividos en primera persona, expresados e interpretados en términos de visión, escucha,
padecimiento, encuentro, visita. En todos los casos, el objeto de esa experiencia ha sido algo
superior al propio sujeto. Por ello, la experiencia tiene lugar por otros medios que los que originan
las experiencias mundanas, pone en contacto con otro mundo, aunque se haga presente en este.
Todas las experiencias religiosas, en mayor o menor medida, producen en el sujeto una impresión
profunda, intensa y compleja que le anonada y sobrecoge, al mismo tiempo que le llena de paz.
Pero ¿cómo se comporta el sujeto en tales experiencias? ¿Con quién se encuentra más
precisamente? ¿En qué consiste la relación que se instaura entre los dos términos que la originan?
Es la respuesta a estas preguntas —ya en parte aludidas en la descripción de los fenómenos— lo
que nos permitirá establecer la estructura que buscamos.
El sujeto de las experiencias religiosas es el hombre, pero lo es de una forma peculiar. Lo es, en
primer lugar, con la conciencia de ser más sujeto pasivo que activo de la relación. Lo es, además,
poniendo en ejercicio en esa relación todas las facetas, dimensiones y niveles de su ser personal.
Lo es, siendo él mismo, personalmente, y no ninguna de sus facultades, el sujeto de la relación. De
forma que la relación no pertenece al orden del tener o del hacer del sujeto, sino que afecta a su
mismo ser. A esto se refieren los sujetos religiosos al subrayar el carácter totalizador de los actos
que les ponen en relación con Dios: amarle con todo el corazón, buscarlo con todas las fuerzas. Un
místico musulmán lo expresaba en estos términos: «tu lugar en mi corazón es mi corazón entero y
nada más que tú tienes lugar en él» (Al Hallaj). A esto se refieren también los sujetos de tales
experiencias cuando dicen que la relación tiene lugar «del alma en el más profundo centro», que
afecta a la sustancia del alma, al hondón de la persona, a la cima de su mente. A esto se refieren
los intérpretes del hecho cuando afirman que no es que el hombre haga o tenga experiencia de
Dios, sino que es experiencia en Dios (X. Zubiri). Esto explica que todas las tradiciones religiosas
hayan multiplicado los sistemas y métodos de interiorización, concentración, unificación y
purificación del sujeto, como pasos indispensables para que pueda producirse la experiencia. En
ninguna relación el hombre tiene que ser tan plenamente sujeto como en esta relación. Por eso la
experiencia religiosa comienza muy frecuentemente con un «heme aquí» por el que el hombre se
pone enteramente a disposición.
El término de la relación religiosa que, a medida que se progresa en ella aparece cada vez más
como el verdadero sujeto y el centro del que parte la iniciativa, es una realidad superior al
hombre. Basta adentramos un poco en las descripciones de la experiencia, para que aparezca la
insuficiencia de esa caracterización tan genérica. No es algo superior, es lo supremo.
Con los rasgos sólo aparentemente contradictorios de la más absoluta trascendencia y la más
próxima intimidad: «interior íntimo meo, superior summo meo» (san Agustín), aquello de lo que
sólo se puede decir: «no es así», «no es así», y de lo que se debe decir: «tú eres eso»
(Upanishads). Y que, en la medida en que aúna la suma trascendencia y la suma inmanencia, se
hace presente con una presencia que trasciende lo objetivo y lo subjetivo, supera toda forma de
presencia dada y sólo se deja descubrir como presencia dante, originante a partir de la cual el
sujeto se percibe existiendo.
La relación como tal puede aparecer bajo formas concretas muy variadas, como amor total e
incondicional, como adhesión, confianza, fidelidad, devoción, obediencia, y generalmente en
formas complejas que reúnen algo de todas esas actitudes, como sucede en la actitud teologal: fe-
esperanza-caridad, que es el nombre para designar la actitud que se expresa en la experiencia
cristiana. La actitud puede aparecer revestida de una gama variada de sentimientos y actos de
conciencia, entre los que, sin embargo, prevalecen el sobrecogimiento, el anonadamiento,
acompañados de paz, sosiego, reconciliación, serenidad, maravillamiento; la certeza, el
sentimiento de realidad, la oscuridad. Puede originar y expresarse en actos concretos muy
variados, que van de la adoración silenciosa a la invocación, la alabanza, la petición de perdón, la
confesión de fe, la petición de auxilio. Puede ir acompañada de motivaciones diferentes, tales
como un cierto temor, que no se confunde con el miedo, la conciencia de la gratuidad, el puro
amor más inmotivado. Pero s nos preguntamos por lo decisivo de la experiencia, por la actitud
fundamental que pone en juego, esta procede de una peculiar importación de la opción
fundamental, de un ejercicio de la libertad, de una disponibilidad radical, por la que el sujeto, al
toma] conciencia de ser visitado, invadidc por la trascendencia que irrumpe er su vida, acoge el
más allá de sí mismo como su verdadera raíz, se descentra de sí mismo y consiente se] desde ese
nuevo centro, entrega las riendas de su propia vida como actc supremo de su propia libertad, se
da a sí mismo como única forma de se] plenamente, es decir, de salvarse. Tal decisión
fundamental puede ser vivida como conformidad con la voluntad que se le ha revelado, como
obediencia a su mandato, como confianza absoluta. Pero si consideramos las formas más
perfectas de religiosidad que conocemos –y ahí radica la posible verificación de la estructura que
proponemos para interpretar lo fundamental de la experiencia religiosa-nos encontramos
efectivamente con formas distintas de esta actitud común. A eso se reduce la bhakti o devotio del
hindú devocional, el «tú eres eso» del brahmanismo, el nirvana budista, la recta elección por el
bien de Zaratustra, el islam o sumisión completa de Mahoma, la obediencia fiel de Israel, la fe-
esperanza-amor de la actitud teologal cristiana.
En esta raíz de la experiencia religiosa se reflejan, además, los rasgos del término absolutamente
trascendente, sólo accesible a través del trascendimiento, y más próximo al hombre que su propia
yugular –Corán–, misterio absoluto y salvación definitiva.
Como la fe, de la que forma parte, la experiencia religiosa tiene su origen en la presencia del
misterio y en la iniciativa que esa presencia origina. En este sentido no cabe hablar de la
transmisión humana de la fe, ni consiguientemente de la experiencia religiosa, ni de su educación,
dado que por educación se entiende un proceso en el que el educador transmite la realidad, la
actitud, los valores en los que educa al sujeto.
Pero tanto la fe como la experiencia en la que es vivenciada por el sujeto, requieren la opción de
este, su consentimiento a la iniciativa divina. Y esta opción comporta una larga serie de pasos en
los que sí puede intervenir la ayuda de otros sujetos, una ayuda que puede revestir la forma de lo
que conocemos por educación.
Esta situación puede verse agravada por el hecho de que las instituciones que enmarcan la vida de
las personas a educar, están organizadas de acuerdo con ese clima cultural y con esas escalas de
valores. Así, una escuela o un colegio con los mejores proyectos pedagógicos y excelentes
profesores puede resultar incapaz de educar a sus alumnos en la fe y la experiencia cristiana si su
organización responde a unos criterios y se rige por unos valores ajenos o contrarios a los del
evangelio.
Pero a los presupuestos que constituyen un ambiente, una cultura, una institución (familia,
escuela, etc.) adecuados, hay que añadir, como paso necesario para la educación de la fe, los
presupuestos existenciales, es decir, una determinada manera de vivir y unas actitudes humanas
indispensables. En efecto, como hemos oído a san Juan de la Cruz, el encuentro con Dios tiene
lugar «del alma en el más profundo centro». Y un hombre instalado en la superficie de sí mismo,
que no desarrolla su ser personal, que no ejercita su ser espiritual, se incapacita a sí mismo para el
descubrimiento de la presencia de Dios y para una respuesta adecuada a su llamada.
Sin pretender ofrecer recetas universales, un camino posible para ello puede consistir en la
educación para las experiencias cumbre, poniendo a las personas en contacto con situaciones,
relaciones o aspectos de la realidad natural que más fácilmente las desencadenan. Porque toda
persona es capaz del maravillamiento que produce el hecho mismo de la existencia, o la aparición
fugaz o intensa de la belleza; toda persona es capaz de entrar en contacto con lo que significa lo
incondicional, a través de la experiencia ética en la que se entra en contacto con algo que se
impone a la libertad, reclamando categóricamente su adhesión; toda persona es capaz de hacer la
experiencia del descentramiento de sí mismo hacia la persona del otro, a través de la experiencia
del amor personal. Y puede darse por seguro que quien realiza tales experiencias está a un paso
de poder reconocer el Absoluto personal al que los creyentes llamamos Dios.
De ahí que la familiarización de los sujetos con las «colinas vecinas» (M. Heidegger) de la
experiencia ontológica, de la experiencia estética, la ética, la de las relaciones interpersonales
profundas, pueda facilitar, en personas que viven en una cultura notablemente secularizada, el
sentido de lo sagrado, clima ordinario de las experiencias de Dios.
Pero ya hemos visto que la experiencia religiosa auténtica no se agota en el estremecimiento ante
lo sagrado. Y no basta con vivir de forma espiritualmente auténtica para que se produzca la
experiencia religiosa. Esta consiste esencialmente en el reconocimiento de la presencia de Dios,
en el ejercicio de la actitud teologal. ¿Cómo se educa la actitud de fe? La catequética ha aprendido
ya hace mucho que la fe no se enseña. La práctica pastoral ha insistido a ve - ces para designar la
forma de transmisión de la fe en una imagen peligrosa. Ha repetido que la fe «se contagia», sin
caer en la cuenta de que lo que se contagia no pasa por la conciencia y la decisión del sujeto,
mientras que la fe requiere la intervención de estas dos dimensiones humanas, porque exige la
puesta en ejercicio de toda persona. La fe, deberíamos decir más propiamente, tiene un único
medio de transmisión: el testimonio. Este requiere: 1) la experiencia del testigo: sólo puede dar
testimonio quien ha visto y oído; 2) requiere, además, la relación efectiva, creíble, aceptable, con
aquellos ante quienes se ha de testimoniar; 3) requiere, por último, poner la propia vida al servicio
de la comunicación, haciendo que la forma de vivir de la persona transparente la adhesión a la
persona o a los valores de los que se testifica.
Aquí está el punto central de la educación de la experiencia religiosa. Pero un proceso adecuado
de educación religiosa contiene todavía otro paso importante: la educación en las mediaciones en
las que el sujeto ha de encarnar su actitud de reconocimiento del misterio. En efecto, para que el
sujeto pueda hacer suya la experiencia religiosa hay que dotarle de los recursos necesarios para
que viva y exprese la vida teologal que la ha suscitado. Y estos recursos se refieren a su razón, sus
sentimientos, su actividad, su dimensión comunitaria. De ahí que la educación de la experiencia
religiosa requiera la enseñanza de la doctrina —la teología-- más adecuada a la edad, mentalidad
y situación cultural de la persona a educar; así como la correcta iniciación sacramental, la
correspondiente educación moral y la introducción en la comunidad de los creyentes.
Lo descrito hasta ahora no constituye el orden cronológico de los diferentes pasos de la educación
religiosa. Con frecuencia es el contacto con las mediaciones auténticas de una comunidad
creyente lo que permite la intuición de la actitud anterior y lo que mueve eficazmente a
adoptarla. Somos muchos los que hemos aprendido a creer con ayuda de las mediaciones
sencillas de una fe vivida en el seno de la familia. Aunque, de suyo, la oración proceda de la fe, con
frecuencia es la oración la que conduce a creer. Pero esto no debe hacernos olvidar que el centro
de la vida religiosa se sitúa en la adhesión de la fe, y que a suscitarla, ayudar a vivirla y
desarrollarla deben orientarse los esfuerzos de la educación religiosa.
Un proceso como el descrito no puede desarrollarse en el vacío. Su desarrollo requiere, por tanto,
la atención a la situación social, cultural y personal de quienes lo viven. Aunque estas situaciones
puedan ser, y sean de hecho, muy variadas, la homogeneización de la situación cultural de
nuestras sociedades avanzadas permite señalar algunos rasgos comunes que deberán ser tenidos
en cuenta en los programas y procesos de educación religiosa. Anotemos los más importantes. El
primero, exigido por la situación de secularización de la sociedad y la cultura, y por la naturaleza
misma de la vida religiosa, es la personalización del proceso educativo. El éxito de una educación
religiosa estará en haber despertado la fe, es decir, la adhesión personal a Dios del educando, y
haberle ayudado a vivenciarla personalmente.
NOTAS: 1. Referencias a algunas de ellas en J. MARTÍN VELASCO, Las variedades de la experiencia religiosa, en Dou A. (ed.), La
experiencia religiosa, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 1989, 36-38. — 2. Ib, 41-45. — 3. SANTA TERESA, Libro de la Vida,
c. 28. — 4. Ib, 27; M. GARCÍA MORENTE, El hecho extraordinario y otros escritos, Rialp, Madrid 1986; B. PASCAL, Memorial, etc.
– 5 MARTÍN VELASCO J., Espiritualidad y mística, SM, Madrid 1994.
BIBL.: CASTIÑERA A., La experiencia de Dios en la posmodernidad, PPC, Madrid 1992; GARCÍA MORENTE M., El hecho
extraordinario y otros escritos, Rialp, Madrid 1986; GELABERT M., Valoración cristiana de la experiencia humana, Sígueme,
Salamanca 1990; HARDY A., La naturaleza espiritual del hombre, Herder, Barcelona 1986; MARÉCHAL J., Etudes sur la
psychologie des mystiques (2 vols.), L'Edition Universelle, Bruselas 1968; MARTÍN VELASCO J., Espiritualidad y mística, SM,
4
Madrid 1994; La experiencia cristiana de Dios, Trotta, Madrid 1997 ; Las variedades de la experiencia religiosa, en Dou A. (ed.),
La experiencia religiosa, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 1989; MASLOW A. FI., El hombre autorrealizado. Hacia una
psicología del ser, Kairós, Barcelona 1985'; MOUROUX J., Experiencia religiosa, en RAHNER K., Sacramentum Mundi III, Herder,
Barcelona 1976'-, 79-82; PANIKKAR R., La experiencia de Dios, PPC, Madrid 1994; PIKAZA X., Experiencia religiosa y cristianismo.
Introducción al misterio de Dios, Sígueme, Salamanca 1981; RAHNER K., Experiencia de la gracia, en Escritos de Teología III,
Taurus, Madrid 1961; SCHILLEBEECKX E., En torno al problema de Jesús. Claves de una cristología, Cristiandad, Madrid 1983;
Experiencia y fe, en BOCKLE F., Fe cristiana y sociedad moderna, t. 25, SM, Madrid 1980, 89-137; THURSTON H., Les phénoménes
physiques du mysticisme, Rocher, Mónaco 1986; VERGOTE A., Religion, foi, incroyance, Pierre Mardaga, Bruselas 1983; VON
BALTHASAR H. U., Gloria. Una estética teológica I, Encuentro, Madrid 1986; WELTE B., La luce del nulla, Queriniana, Brescia
1983; ZUBIRI X., El hombre y Dios, Alianza, Madrid 1984.
En el campo de las ciencias humanas en la época actual, la experiencia adquiere una importancia
singular, se la estudia desde enfoques distintos y complementarios. La experiencia religiosa
también se beneficia de este nuevo planteamiento, especialmente índice del enfoque histórico y
fenomenológico en la comprensión y valoración del hecho religioso. El ser humano es naturaleza e
historia, es decir, entramado de relaciones que constituyen lo más profundo de su misma
existencia. Los estudios que investigan el hecho religioso en sí mismo y en sus consecuencias
pastorales consideran cada vez más la importancia de la experiencia del creyente y su repercusión
en la maduración de la fe.
1. QUÉ ENTENDEMOS POR EXPERIENCIA. La vida humana se constituye a través de relaciones más
aún, el tipo de relaciones que somos capaces de sostener tienen mucho que ver con las relaciones
que cada uno hemos recibido desde la experiencia de aceptación incondicional. Por lo mismo, el
aspecto afectivo de las relaciones tiene un carácter fundante y estructurante de la personalidad,
pues nos constituye en nuestros cimientos más profundos antes que seamos racionalmente
conscientes de lo que sucede a nuestro alrededor.
Todas y cada una de las experiencias hacen referencia a un objetivo exterior, pero al mismo
tiempo su concienciación es subjetiva. Es decir, el elemento objetivo es recibido e interpretado
por cada persona desde los propios contenidos que el objetivo tiene, y que no pueden ser
supeditados a la mera percepción subjetiva. Esta bipolaridad de la experiencia humana conecta
con la incertidumbre de la persona, aparece como una red de relaciones irnplicativas, y tiene que
ver con la experiencia del misterio, como la capacidad humana de autotrascenderse. La
experiencia humana es el camino para llegar al conocimiento de uno mismo, al encuentro con
Dios y a la verdad de las cosas.
A la hora de mirar al futuro y tomar decisiones, el elemento referencial insustituible son las
experiencias anteriores, que se sienten como una invitación a entrar más de lleno en la realidad y
a vincularse con lo que ella suponga y signifique. El sentido de la vida se va construyendo a través
de tres procesos sucesivos y simultáneos: 1) la adaptación a la realidad que se impone; 2) el
autodescubrimiento de posibilidades, y 3) la comprobación con lo que existe para cambiar y
mejorar la realidad. La consecuencia de estos tres procesos son: la apertura a las relaciones de
reciprocidad, la objetivación de la realidad y la consistencia de la propia subjetividad.
2. LAS EXPERIENCIAS BÁSICAS. Con este enunciado nos referimos a las experiencias que el ser
humano tiene en la etapa primera de su vida, en la que se encuentra más desvalido en todos los
aspectos. Por esto mismo, todo lo que recibe, desde el punto de vista relaciona) y afectivo, lo
estructura en los aspectos más fundamentales de su personalidad. Estas experiencias son las
siguientes:
a) El sentirse amado incondicionalmente. La vivencia del amor incondicional tiene mucho que ver
con lo que eI psicoanálisis llama el amor maternal, ligado a la satisfacción de los deseos y vivido
como fusión y dicha. El niño/a que experimenta esta aceptación incondicional tendrá ante la
existencia un talante optimista y esperanzador. Desde esta experiencia puede decir un sí a la vida
como algo que merece la pena, ya que es fuente de felicidad.
Viendo de forma global estas tres experiencias básicas, podemos concluir diciendo que «nacemos
con inmadurez psicobiológica y nuestra estructura interna está determinada por los intercambios
con el medio; las experiencias más repetidas, o las que tienen una repercusión afectiva, son las
más interiorizadas. El conjunto de representaciones mentales que provienen de la experiencia y,
por tanto, tienen gran carga afectiva, constituyen la realidad interna. La génesis de la realidad
interna, su estructura y características se fundamenta en las primeras relaciones del niño con la
madre. Rof Carballo denomina urdimbre afectiva a la red de relaciones del niño pequeño con la
madre. Nacemos preprogramados para la relación afectiva y la vinculación con los demás;
necesitamos la relación en sí misma como algo específicamente humano. Las acciones o
representaciones del sujeto siempre tienen un referente que llamamos objeto de la relación; en la
memoria se almacena la representación del objeto agradable o desagradable, lo cual refuerza o
inhibe futuras relaciones. Este depósito constituye lo más profundamente inconsciente de la
personalidad de cada uno, y se produce frustración afectiva cuando predominan las
contrariedades sobre las gratificaciones; la experiencia básica de desconfianza cuesta mucho
modificarla y fácilmente condiciona todos los aspectos de la vida1.
II. Las «imágenes parentales» y la experiencia religiosa
Según las investigaciones más serias y recientes, podemos hacer las siguientes afirmaciones: 1)
Las dos figuras parentales simbolizan a Dios; la imagen de Dios está caracterizada por dos
factores: la solicitud (elemento maternal) y la ley-autoridad (elemento paternal). 2) Lo paternal en
Dios tiene dos rasgos: aceptación y amor incondicional, y atención activa o solicitud. En la imagen
de Dios, las cualidades maternales son más intensas que en el padre. El rasgo de ternura en Dios
es menos intenso que en la madre, pero está más definida la prontitud en la ayuda. 3) En Dios el
rasgo de autoridad está unido a la ley, a la justicia y al modelo, en tanto que en el padre la
autoridad aparece unida a la iniciativa y la acción. 4) Se afirma la disponibilidad y solicitud
incondicional de Dios, pero no es percibido como alguien que actúa directamente produciendo
seguridad. 5) La dimensión paternal de Dios es distintiva y significativa; con todo, los rasgos
maternales tienen más intensidad que los paternales. 6) Las funciones paternales y maternales,
que aparecen separadas en la familia, son coincidentes en Dios, pues se manifiesta como solicitud
incondicional y demanda absoluta. Esto refleja que la imagen de Dios es compleja y hace que esté
más próxima a la imagen paterna que a la materna. «La preferencia del símbolo paternal no indica
mayor amor al padre que a la madre, ni un prejuicio sexista; por el contrario, si el padre simboliza
a Dios mejor que la madre es por lo que la ley del padre significa y realiza en las relaciones
familiares: padre-madre-hijos. En la constelación familiar la figura paterna pide al niño
responsabilidad y orientación hacia el futuro en un contexto extrafamiliar. La fe religiosa en un
Dios personal y padre trata de unir la responsabilidad ante Dios (exigencias éticas) y la confianza
total y absoluta en la divina providencia»6.
Las vivencias humanas son complejas y de no fácil comprensión, pues en ellas se mezclan una gran
pluralidad de aspectos. Para que algo que vivimos llegue a constituirse en experiencia humana
capaz de enriquecer la vida, hay que empezar por tomar conciencia de lo vivido. Este elemento
cognoscitivo se da siempre condicionado por los contextos personales y ambientales en que se
encuentra cada ser humano; es necesaria una cierta distancia de los hechos, que permita su
interpretación y valoración crítica. Cuando la experiencia pasa por las etapas aquí descritas y
contiene los elementos cognoscitivo, hermenéutico y crítico, podemos afirmar que estamos en las
condiciones idóneas para relacionar lo vivido con los demás datos objetivos, que son acogidos
según las situaciones personales; este aspecto daría a la experiencia un carácter de verdadera,
pues reúne todas las condiciones para ello. Únicamente este tipo de experiencias auténticas o
verdaderas son las que constituyen como un proceso capaz de reelaborar sus elementos sin
concluirlos nunca de forma definitiva, pero dotando a cada experiencia puntual de la rica síntesis
de competencia experiencial conseguida hasta ese momento.
1. LAS EXPERIENCIAS HUMANAS: SÍNTESIS DEL PROYECTO, LA TAREA Y EL DON. El ser humano se
ha hecho y se hace algunas preguntas que penetran toda su existencia, a las que trata de
responder, y que nunca resuelve del todo. El carácter totalizante de estas preguntas hace que
estén presentes en las grandes experiencias humanas, constituidas de esta forma en un intento
serio de respuesta. Los interrogantes a los que nos referimos son los siguientes: ¿quién soy yo?,
¿de dónde vengo?, ¿adónde voy?, ¿qué hago en este mundo?, ¿qué son para mí los demás?, ¿qué
sentido tiene la vida y la historia?, y ¿algún día se superarán tantos males físicos y morales? Todas
estas acuciantes preguntas se podrían resumir en dos: ¿existe la felicidad? y ¿es posible que yo y
los demás seamos plenamente felices?
a) Proyecto. El ser humano no sólo está arrojado en la historia, sino que se entiende a sí mismo
como proyecto que se va realizando en el devenir histórico. Las relaciones y la historia no es
únicamente el ámbito en que esto sucede, sino también el entramado que lo constituye. La
percepción que el hombre tiene de sí le ayuda a comprenderse, a relacionarse, a proyectar el
futuro y a comprobar lo que va haciendo. Ahora bien, el proyecto de ser, desde el punto de vista
cristiano, se entiende como la gracia de Dios que nos ha llamado a la existencia, y que nos ha
hecho partícipes de su misma vida. En Jesucristo descubrimos plenamente que somos hijos de
Dios y hermanos de los demás seres humanos, y que desde ahí tenemos que plantearnos la vida
entera como proyecto no definido, en el que la autonomía humana y el asentimiento al proyecto
de Dios para la humanidad no son dos elementos que se excluyan o se opongan, sino que se
potencian mutuamente, y no se pueden entender el uno sin el otro.
b) Tarea. La vocación trascendente que tiene el hombre como ser creado a imagen de Dios y
redimido por Cristo, nos hace hijos en el Hijo y peregrinos hacia la plenitud de la historia. Entre el
proyecto de lo que somos y la plenitud hacia la que caminamos, tiene lugar la tarea, en el día a
día, tanto a nivel personal (paso del hombre viejo al hombre nuevo) como relacional (creación de
relaciones fraternas) y social (estructuras de justicia y solidaridad). No es una tarea prometeica o
moralizante, sino una mística de lo cotidiano, pues al precedernos el proyecto y caminar hacia la
realización plena de todas las dimensiones de la vida humana, la tarea tiene mucho de gozo y de
fiesta (celebración), sin que por ello se obvien los problemas y dificultades, pero se sitúan en un
horizonte de profunda esperanza.
Principales dinamismos
de la madurez humana
1. La aceptación incondicional por parte de los otros.
2. La confianza en uno mismo. La autoaceptación y la autoestima. Proyecto de la nueva
humanidad como tarea y como don.
3. La capacidad de amar y ser amado. El amor a los demás desde la aceptación propia.
4. La antropología como proyecto y tarea en el devenir personal, social e histórico.
5. La ética como capacidad de relaciones interpersonales justas y altruistas, que buscan la
libertad, la felicidad y la realización de todas las personas.
6. La madurez personal integra lo adverso: la frustración, el sufrimiento y la soledad.
Principales dinamismos
ético-cristianos
2. El hombre imagen y semejanza de Dios y Jesús de Nazaret, la Palabra hecha carne, como
revelación del hombre al hombre.
3. Dios da la vida por nosotros (misterio pascual), nos perdona y nos constituye en
comunidad que procura la fraternidad.
4. En el encuentro con Jesucristo, el hombre descubre el proyecto de la nueva humanidad
como tarea y como don.
5. El Dios de Jesús de Nazaret nos remite a amar a todo hermano y a construir el Reino,
donde la libertad y la felicidad de cada uno está indisolublemente unida a la de los
hermanos.
6. Cristo crucificado como sabiduría y justicia para el hombre. La cruz y las cruces terminarán
en vida y resurrección.
Viendo y relacionando estos dos apartados, la consecuencia es fácil de sacar: las virtudes
teologales –fe, esperanza y caridad– son el dinamismo principal y originante de los
comportamientos morales, que el pensamiento clásico resumía en las virtudes cardinales.
Las escuelas de psicología más importantes tienen una visión global (holística) de la persona
humana. La cosmovisión cristiana parte también de una comprensión unitaria del hombre y de la
realidad humana. En la práctica, se dan valores diversos y contrapuestos en muchas ocasiones;
asimismo, la interpretación de lo humano y su orientación difiere radicalmente de unas a otras
posturas. La pluralidad es una nota inherente a lo humano, y en sí misma enriquece la visión y
calidad de la realidad. Al tiempo que se hace esta afirmación, también hay que subrayar, con la
misma fuerza, que lo humano tiene elementos comunes universalmente compartidos; por lo
mismo, estamos ante una realidad que, sin perder lo particular y distinto, ha de ser convergente
en sus aspectos fundamentales.
Desde el análisis sociológico y cultural, existen una serie de aspectos que tienden a unificar las
ideas y comportamientos sociales; por el contrario, en nuestra cultura, el pluralismo en muchas
cuestiones importantes funciona más de forma divergente que convergente. «Resulta difícil, en tal
contexto, tener un concepto o visión del mundo unitario, y llega a ser, por tanto, débil también la
capacidad proyectiva de la vida. Cuando una cultura, en efecto, no define ya las supremas
posibilidades de significado, o no logra la convergencia en torno a algunos valores como
particularmente capaces para dar sentido a la vida, sino que pone todo en el mismo plano, pierde
toda posibilidad de opción proyectiva y todo llega a ser indiferente y sin importancia» 10.
El documento final del Congreso europeo sobre las vocaciones no duda en calificar la cultura
europea de ambivalente, politeísta y neutra. En ella, los jóvenes, «por un lado, buscan
apasionadamente autenticidad, afecto, relaciones personales, amplitud de horizontes; y por otro,
se sienten fundamentalmente solos, heridos por el bienestar, engañados por las ideologías,
confusos por la desorientación ética»11. Y la proposición tercera de dicho Congreso dice
textualmente: «Una cultura pluralista y compleja tiende a producir jóvenes con una identidad
imperfecta y frágil, con la consiguiente indecisión crónica frente a la opción vocacional. Muchos
jóvenes ni siquiera conocen la gramática elemental de la existencia, son nómadas: circulan sin
pararse a nivel geográfico, afectivo, cultural y religioso; van tanteando. En medio de la gran
cantidad de informaciones, pero faltos de formación, aparecen distraídos, con pocas referencias y
pocos modelos. Por eso tienen miedo de su porvenir, experimentan desasosiego ante
compromisos definitivos y se preguntan acerca de su existencia. Si por una parte buscan, a toda
costa, autonomía e independencia, por otra, como refugio, tienden a ser dependientes del
ambiente socio-cultural y a conseguir la gratificación inmediata de los sentidos: de aquello que me
va, de lo que me hace sentir bien, en un mundo afectivo hecho a medida».
Con todo, también los jóvenes en la actualidad tienen gran sensibilidad hacia determinados
valores éticos como la paz, la justicia, la ecología, el respeto a las diferencias, el voluntariado, la
igualdad de la mujer, la solidaridad, etc. Juan Pablo II, en el discurso a los participantes al congreso
sobre las vocaciones en Europa, hace una llamada a promover una «nueva cultura vocacional en
los jóvenes y en las familias»12. Frente a la cultura de muerte, esta propuesta lleva a potenciar la
apertura a la vida y la búsqueda del sentido de la existencia, que no excluye la conciencia de la
experiencia de la finitud y la muerte. Tanto el misterio de la vida que nos sobrepasa, como las
limitaciones que nos frustran, son una llamada a la responsabilidad. Se trata de «una cultura capaz
de encontrar valor y gusto por las grandes cuestiones, las que atañen al propio futuro: son las
grandes preguntas, en efecto, las que hacen grandes, incluso, a las pequeñas respuestas. Pero son
precisamente las pequeñas y cotidianas respuestas las que provocan las grandes decisiones como
la de la fe; o que crean cultura, como la de la vocación» 13
Para muchos jóvenes, en la sociedad contemporánea, la cuestión vocacional aparece muy unida a
la experiencia de búsqueda del sentido de la vida. El carácter globalizador que tiene la respuesta a
la pregunta sobre qué voy a hacer con mi vida, o a qué me siento llamado como estilo-estado de
vida, da a las otras experiencias su propio lugar, radicaliza su vivencia y fomenta la fidelidad a las
propias convicciones. Desde aquí se entiende que la pastoral vocacional es la perspectiva unitaria
de toda la pastoral en la Iglesia. Este enfoque resulta novedoso a muchos cristianos y a no pocos
catequistas; respecto de otros planteamientos ya superados supone un salto cualitativo.
A partir de los estudios interdisciplinares sobre este tema, podemos afirmar que las experiencias
humanas fundamentales se refieren al sentido de la vida, a las relaciones interpersonales con los
otros, a la transformación de la realidad, a la conciencia histórica y a las propias limitaciones y
posibilidades. A través de todas ellas, la persona construye y verifica su propia identidad personal.
1. LA BÚSQUEDA DE SENTIDO. Más que posesión de la verdad de una vez para siempre, la vida
humana se define como búsqueda permanente y constante de la verdad. En el fondo de las
búsquedas sin meta definitiva subyace la pregunta fundamental: la vida ¿tiene sentido? y ¿en qué
consiste el sentido de la vida? Esta pregunta cobra nitidez en la medida en que la persona conoce,
por experiencia propia y ajena, su condición mortal.
La fe del creyente no le libera de la pregunta por el sentido de la vida, pues cualquier existencia
está expuesta al fracaso. En la sociedad actual cunde la sospecha de que no es posible una
respuesta adecuada; esta desconfianza hace más apremiante e incisiva la pregunta por el sentido.
En la educación en la fe, se trate uno u otro tema, de una u otra manera, siempre hay que
aterrizar en la clarificación del sentido de la vida como algo último y definitivo, capaz de proyectar
luz sobre toda la existencia humana. Cada existencia humana, al interpretar la realidad, está
transformando las situaciones en acontecimientos, y estos en experiencia. La novedad de la
existencia no reside tanto en los nuevos conocimientos, cuanto en las posibilidades que estos
brindan de expresar toda la interioridad personal. El mundo interior es lo que nos permite vivir
cada momento de la existencia con una intensidad insospechada, en lo que tiene de alegre
plenitud, de compromiso ineludible y de futuro mejor. Esta manera de vivir y relacionarse es
propia y exclusiva del hombre, pues percibe en la existencia una presencia que habla desde
dentro y que puede ser negada o pasar desapercibida, o puede celebrarse.
Para evitar este peligro, hay que situarse ante la realidad con una actitud abierta y comprometida
para ver qué pasa, por qué sucede lo que sucede, cómo estamos implicados en ello y qué
podemos hacer para cambiar lo que no sea justo. El punto de partida de esta praxis empeñativo -
transformadora está en la no justificación de lo existente, pues nada de lo socio-político concreto
es debido a la naturaleza de las cosas; por el contrario, depende de la actuación humana, y como
tal puede y debe ser mejorado. Quien se sitúa de esta forma ante lo que sucede y confía en las
posibilidades del ser humano para cambiar la realidad, se encuentra con el significado profundo
de la vida: la opción por la justicia y la solidaridad. Este es uno de los lugares privilegiados para
conocerse a uno mismo y para encontrarse con el Dios de Jesús, que en el evangelio nos invita a la
conversión y a la construcción del Reino, empezando por la opción por los más pobres y
desfavorecidos.
5. LAS PROPIAS LIMITACIONES Y POSIBILIDADES. El crecimiento del ser humano en las diferentes
etapas evolutivas, así como el cotidiano vivir, es una dialéctica entre posibilidades y limitaciones.
Queremos y no podemos, podemos y no queremos, hacemos todo lo posible y no alcanzamos las
metas. Nuestras limitaciones son de orden físico y de orden moral: la edad, la inexperiencia, la
enfermedad, los egoísmos, el miedo, etc. La experiencia del mal y del dolor atraviesa las
diferentes capas de nuestra existencia. Lo que más nos duele es que la confianza existencial en los
demás queda herida y rota, muchas veces sin causa lógica que lo justifique. Ahí surge la pregunta
más honda: ¿por qué sufrimos?, ¿tiene sentido el dolor? El sufrimiento tiende a colorear toda la
existencia y llega a afectar a la vida como totalidad, que ya no aparece como algo feliz y digno de
vivirse con ilusión y optimismo. Las preguntas que el mal físico y moral suscitan apuntan a la
trascendencia; la fe cristiana desde el misterio del Verbo encarnado, nos dice que el sufrimiento
pertenece a la condición humana, porque el dolor, el pecado, la muerte y el sinsentido son
penúltimas realidades, pues en pascua (paso) estamos llamados a vivir en plenitud eterna el amor.
J. Moltman afirmó que el dolor pertenece a la esencia de la Trinidad; el Dios cristiano no es el que
administra los sufrimientos de los humanos, sino el que sufre junto a nosotros y, en amor gratuito
y solidario, se compadece, nos libera y nos encamina esperanzadamente hacia la resurrección
gloriosa. El sufrimiento más significativo es aquel que se asume solidariamente –como lo hizo
Jesús de Nazaret– para liberar y salvar a los hermanos más necesitados; el que da la vida por los
demás es el que tiene más amor.
Afirma el Directorio general para la catequesis: «Queriendo hablar a los hombres como amigos,
Dios manifiesta de modo particular su pedagogía, adaptando con solícita providencia su modelo
de hablar a nuestra condición terrena... Por eso son indicaciones pedagógicas válidas para la
catequesis aquellas que permiten comunicar en su totalidad la palabra de Dios en el corazón
mismo de la existencia de las personas» (DGC 146). La pedagogía de Dios es la fuente y la
referencia de la pedagogía de la fe; la pedagogía de Dios se realiza plenamente en Cristo y es
continuada por la Iglesia, bajo la acción del Espíritu Santo. De Jesucristo «recibe la pedagogía de la
fe, "una ley fundamental para toda la vida de la Iglesia (y por tanto, para la catequesis): la
fidelidad a Dios y al hombre, en una misma actitud de amor " (CT 55)» (DGC 145). La fidelidad a
Dios y la fidelidad al hombre implica, necesariamente, evitar toda oposición entre método y
contenido en la catequesis (cf CT 31, 32, 59).
La participación activa y creativa de los catequizandos viene pedida por la experiencia humana y
las leyes de la comunicación, así como por la dinámica interna de la revelación cristiana. Sin duda
alguna, la mejor manera de aprender es la de aprender haciendo, a través del intercambio, el
diálogo y la confrontación crítica. Con todo, la metodología activa es más profunda: «En la
catequesis, por tanto, los catequizandos asumen el compromiso de ejercitarse en la actividad de
la fe, de la esperanza y de la caridad, de adquirir la capacidad y la rectitud de juicio, de f ortalecer
su decisión personal de conversión y de práctica de la vida cristiana» (DGC 157). Asimismo, el
grupo es el ámbito privilegiado en el que se pueden socializar las experiencias, las búsquedas, los
valores, los compromisos, etc. El grupo cristiano no sólo es un lugar de aprendizaje, pues está
llamado a visir una experiencia de comunidad cristiana que le lleve a participar activamente en la
vida eclesial, que tiene como fuente y cumbre la celebración de la eucaristía.
La correlación experiencia humana y experiencia de fe nos lleva a prestar atención a las diferentes
situaciones de las personas, a buscar nuevos caminos de evangelización, a adaptarnos a las
distintas necesidades de los destinatarios y a inculturar la fe en los variados contextos sociales.
NOTAS: 1. J. SASTRE, Fe en Dios Padre y ética, San Pío X, Madrid 1995, 22; cf J. RoF CARBALLO, El hombre como encuentro,
Alfaguara, Madrid 1973; Biología y psicoanálisis, DDB, Bilbao 1972. – 2. A. VERGOTE, Psicología religiosa, Taurus, Madrid 1973,
131. — 3. J. SASTRE, a.c., 35; cf A. VERGOTE, o.c., 183. — 4. Cf A. VERGOTE, o.c., 210. – 5. J. SASTRE, o.c., 35 y 36. — 6. Ib, 212. —
9
7. J. ALFARO, De la cuestión del hombre a la cuestión de Dios, Sígueme, Salamanca 1982, 273. — 8. Ib, 282. — Cf J. SASTRE, o.c.,
10
229. - Documento final del congreso europeo sobre las vocaciones: Nuevas vocaciones para una nueva Europa, Cuadernos
' 13
Confer 9 (6.1.1998) 17. — 11. Ib, 17-18. — 12. L Osservatore Romano (11.5.1997) 4. – Documento final del congreso europeo,
o.c., 28.
BIBL.: ALFARO J., De la cuestión del hombre a la cuestión de Dios, Sígueme, Salamanca 1988; ANTISERI D., El problema del
lenguaje religioso, Cristiandad, Madrid 1976; BERGER P. L., Rumor de ángeles, Herder, Barcelona 1975; Una gloria lejana. La
búsqueda de la fe en época de credulidad, Herder, Barcelona 1994; BOFE L., La trinidad, la sociedad y la liberación, San Pablo,
Madrid 1987; CURA S. DEL, Dios Padre/Madre. Significado e implicaciones de las imágenes masculina y femenina de Dios, en
AA.VV., Dios es Padre, Secretariado Trinitario, Salamanca 1991, 227-236; DíAz C., Preguntarse por Dios es razonable: ensayo de
teodicea, Encuentro, Madrid 1989; FRANKL V., Ante el vacío existencial, Herder, Barcelona 1985; El hombre busca a Dios, Herder,
ca
Barcelona 1987; GEHLEN A., Antropología filosófi . Del encuentro y descubrimiento del hombre por sí mismo, Paidós, Barcelona-
Buenos Aires 1993; GUERRERO J., Experiencia de Dios y catequesis, CCS, Madrid 1974; LópEz QUINTAS A., La cultura y el sentido
de la vida, PPC, Madrid 1993; PIKAZA X., Experiencia religiosa y cristianismo, Sígueme, Salamanca 1981; La entraña humanista
del cristianismo, Verbo Divino, Estella 1988; RovIRA BELLoSo J. M., La humanidad de Dios. Aproximación a la esencia del
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Z., Invocazioni. Opzione religiosa e dignitá humana, LAS, Roma 1993; VERGOTE A., Psicología religiosa, Taurus, Madrid 1973;
VERGOTE A.-TAMAYO A., The Parental Figures and the Representation of Godo A Psychological Cross, Cultural Study, Lovaina
1980.
Zelindo Trenti y
Jesús Sastre García
Resulta muy arriesgado y equívoco tratar de hacer una generalización de la familia actual en
Latinoamérica. En primer lugar, porque se trata de un continente enorme de más de 20.000.000
km2, con una población creciente, cercana ya a los 500 millones de habitantes (12,5 veces la
población de España), con una inmensa variedad de países, con zonas contrastadas, difíciles de
generalizar y entender en su problemática y dinámica diferenciada. Y en segundo lugar, porque al
referirnos a la familia en especial, estamos aludiendo a más de 110 millones de unidades sociales,
también variantes y cambiantes.
Por ello, pretender resumir la realidad familiar actual latinoamericana puede parecer un intento
ingenuo, a menos que lo que se busque sea precisamente señalar esta dificultad para definir y
comprender de manera clara lo que no es reductible a una presentación simplista. Valga esta
aportación como una búsqueda de comprensión fraternal, a una realidad afectada por los
cambios de este siglo, en una América latina llena de conflictividad e injusticia, en parte legado de
tres siglos de colonización ibérica pseudocristiana.
En primer lugar está el substrato étnico y cultural anterior de los pueblos amerindios, con su
pluralidad de culturas. Añádase la aportación de los colonizadores venidos de la península
hispano-lusitana, también marcada por una diversidad notable de idiosincrasias. Si a esto se
añaden las muchas familias judías, y los millones de trabajadores-esclavos negros llevados al
territorio americano desde Africa, tenemos un mosaico étnico muy complejo que, durante los tres
siglos —y más— de dominación, refleja un proceso de mestizaje racial y una aculturación
sumamente compleja y diferenciada según lugares, zonas, países, aconteceres e idiosincrasias
subculturales.
Todo ello configura el substrato étnico y cultural de las familias latinoamericanas actuales, no sólo
por sus ingredientes de origen, sino también por su diferenciado asentamiento regional y sus muy
diversas ecologías. En cada país ocurrieron mestizajes de diversos grados que dieron lugar a
linajes familiares de muy variada tonalidad y caracterización.
Actualmente pueden distinguirse países con zonas que se conservan altamente indígenas, frente a
amplias zonas de población étnicamente mestiza en donde el proceso de aculturación mixto ha
producido una nueva cultura no hispánica o lusitana, ni indígena o africana. EÍ mestizaje con los
negros se da, particularmente, en México, Brasil y los pueblos antillanos. En una mayoría de países
hay familias que se pueden identificar, por su origen criollo, como herederas de una cultura
europea transformada y rehecha en el nuevo continente; los más representativos son los países
del cono sur: Argentina, Uruguay y, en menor medida, Chile. En todo el continente identificamos
un cuarto sector de familias descendientes de europeos de más reciente incorporación (siglos XIX
y XX), que se han mezclado con la población criolla y hasta con la mestiza de anterior
naturalización: italianos, alemanes, franceses y de otros orígenes nacionales, además de los
españoles y portugueses de reciente inmigración.
Por eso, en las familias latinoamericanas descubrimos temples y sensibilidades diversas, asociadas
a la variedad y amalgama de los diversos antepasados. Esto dificulta la comprensión profunda de
las conductas y modalidades familiares.
Pero en el último siglo ha aparecido un nuevo proceso de transformación. Por un lado, parecen
haberse consolidado las culturas nacionales, y con ello un perfil de cierta homogeneidad de
valoraciones, pautas de conducta y estilos de vida, al menos por subregiones y zonas con una
historia común compartida. Pero, por otro lado, la misma modernidad —asociada a la
urbanización y a la movilización migratoria interna y externa, y representada en la transición de la
conducta reproductiva— ha traído consigo una nueva mixtificación familiar entre moderna y
postradicional. La norma enunciada como principio y fundamento de un deber ser tradicional, ya
no resulta del todo eficaz ni funcional, sino más bien contradictoria o ambivalente frente al
necesario ajuste de las nuevas condiciones circundantes.
Suponer, por ejemplo, que la doctrina tradicional católica sobre la familia, tal como la propugnan
algunos pastoralistas y teólogos moralistas, sea el marco definitorio asumido por las actuales
familias latinoamericanas no deja de ser —como comprensión de la realidad actual— una
equívoca visión de la misma. El supuesto es casi siempre falso: sobre todo cuando se está entre
familias de los sectores medios y superiores, que ya han incorporado a sus usos y valoraciones los
criterios propios de una cultura moderna y hasta posmoderna, en diversos niveles. Pero también
es equívoco cuando se está ante familias indígenas y mestizas de los grandes sectores pobres de
las poblaciones nacionales (del 60% al 70% de América latina). Estas familias heredan, en primer
lugar, una cultura dual: la del origen indígena, que funciona en buena parte de manera sumergida,
y la que podríamos llamar cultura nacional, de carácter euro-criollo-mestizo, occidentalizada,
adoptada de manera ambivalente.
La sociedad civil fue concebida desde los poderes superiores centralizados, y no desde las
comunidades locales. En su origen, y a partir de laevangelización misionera, la Iglesia tuvo una
injerencia directiva, desde el concordato con los reinos español y portugués; pero después de la
independencia, se vio mutilada en sus pretensiones de dominación política y cultural, más que en
sus impulsos misionales de defensa de los intereses de los pobres mayoritarios. A pesar de todo,
no han faltado testimonios cristianos notables que han dado lugar, incluso, a movimientos de
resistencia y de lucha en contra de los injustos poderosos.
e) La dimensión promocional de las familias. En la actual situación secularizada y de gobiernos
laicos, la Iglesia como institución parece aceptar, por un lado, su antiguo papel de tipo cultural;
pero, por otro, asume un nuevo papel de tipo inspirador más que directivo, asemejándose a la
sociedad civil, incluso enfrentado a la clase política. Sin embargo, y en contraste con las excelentes
declaraciones hechas en sus documentos pastorales, está todavía lejos de una verdadera
experiencia democratizadora, al menos en el testimonio de su dinámica interna. Esto mismo ha
pasado con su concepción de la familia, sólo superada en la medida en que se acostumbra a
conocer y comprender, desde cerca, la realidad plural y desigual, necesitada de un acercamiento
pastoral de sentido cristiano-ecuménico, en el contexto de las políticas e intervenciones
profesionales sustentadas por programas de organizaciones públicas y no gubernamentales. Estas
ahora trabajan interdisciplinarmente promoviendo, orientando y asistiendo —no siempre con el
beneplácito de la Iglesia institucional— a muchas familias y a sus propias organizacionesciviles que
las representan, independientemente de la adscripción religiosa e ideológica de la gente.
De esta doble manifestación se derivan las modalidades de organización familiar. En cada una se
danprioridades y formas diferentes de conjuntar estos elementos esenciales. De su fusión se
derivan las redes de la parentela (de sangre y de afinidad) y también la formación concreta de los
hogares y de las comunidades locales, interfamiliares preurbanas y suburbanas originales.
Esta tipología básica se puede matizar aún más si tenemos en cuenta una segunda dualidad de la
familia: la unidad formal o institucional y la unidad informal o de relación primaria, espontánea,
interpersonal, propia de la vida cotidiana. Por ello, podemos decir que la familia es, a la vez, una
institución social y un grupo primario de. relaciones espontáneas e íntimas, y en el caso
latinoamericano, esta realidad dual, formal e informal, ha operado desde el inicio de la vida
colonial. Es así como el concubinato y la relación extramarital de facto dio lugar a una
reproducción abundante e ilegítima, representada en el mismo mestizaje que, en países como
México —no obstante la reglamentación eclesial y civil, celosa de la monogamia y de su
cumplimiento—, llegó a abarcar, en los tres siglos de vida novohispana, casi la mitad de la
población, al momento de iniciarse la vida independiente de los países.
La institución familiar es el rostro público de la familia, configurada por la sociedad a través del
sistema jurídico, basado en las costumbres morales vigentes de la tradición latinoamericana. El
estatuto jurídico e institucional de la familia, urgente desde el período colonial, tendió a conservar
y a hacer rígidas las relaciones familiares para impedir su desformalización y garantizar la
continuidad del sistema colectivo y público de la familia.
Pero, a la par, la familia latinoamericana, como grupo primario y como comunidad íntima, ha dado
lugar a relaciones interpersonales e intergrupales que se realizan de manera espontánea y
cambiante. En ellas, el factor afectivo y expresivo de la personalidad, los impulsos, las actitudes y
los acuerdos tácitos y explícitos de los miembros de las familias, han venido pres entándose, de
hecho, con modalidades y licencias virtuales: primero, de manera clandestina e informal; pero con
la modernización, este factor afectivo ha adquirido una relevancia innegable; las relaciones
familiares se evalúan en relación a esa vivencia amorosa, presente o no en la familia actual. Y esto
plantea una diferenciación de las conductas familiares reales, respecto de las estipuladas en el
estatuto formal de la familia tradicional.
Mientras que las reglas formales de la institución familiar establecen modelos únicos, poco
plurales, las relaciones espontáneas y volitivas, por el contrario, abren la posibilidad de
modalidades diversas y cambiantes, sobre todo en el paso de una generación a otra.
1. DIVERSIDAD DE LAS FAMILIAS, SEGÚN LUGARES. En cada país —y en sus propias zonas—
aparecen modalidades y costumbres particulares que a veces contrastan —y hasta escandalizan—
a los de otras zonas. Por ejemplo, la diferencia entre las zonas costeras tropicales, con proporción
mayor de familias negras y mulatas, y los diversos altiplanos latinoamericanos, donde la población
indígena es importante, o donde se han desarrollado primero culturas tradicionales más rígidas, y
después muchas culturas de las áreas metropolitanas de los países. Uno de los graves problemas
para la orientación y promoción familiar nace de pretender gobernar todo el país desde sus
grandes capitales, imponiendo sus modelos urbanos a todo el resto.
La vida tiene ritmos y modalidades muy diversas cuando las familias viven en localidades rurales
—menores de 5.000 habitantes— (más de una 3a parte de las familias, en la mayoría de nuestros
países), cuando viven en ciudades pequeñas y medianas —menores de medio millón de
personas—(otra 3a parte), y, más todavía, cuando viven inmersas en ciudades más grandes (la otra
3' parte de las familias), incluidas las más grandes del mundo: México, Sáo Paulo, Buenos Aires e
incluso Los Angeles, en Estados Unidos, donde viven más familias de origen hispano que en cada
una de las demás ciudades latinoamericanas.
Pues bien, este modelo familiar, nacido en las megalópolis, con su carácter despersonalizado y
masivo, es el que, divulgado por los medios de comunicación, se impone al resto de cada país. Es
decir, el modelo de vida familiar de la gran urbe, con todos sus problemas críticos, es extrapolado
sin sentido realista hacia las familias rurales y las de las ciudades pequeñas que no tienen tales
problemas. Provocar en este tipo de familias la inserción anticipada de formas de vida,
corresponde a las necesidades cotidianas de las mismas.
La familia nuclear supone que el matrimonio, unido por libre elección de los contrayentes, es la
clave de la integración familiar. Exalta el valor del amor conyugal como aglutinador esencial de la
vida familiar, congruente con la doctrina cristiana del amor. Pero si el amor marital falla en la vida
cotidiana, la familia entra en una crisis difícil de superar ahora, a causa de la no intervención
directa de los parientes. De ahí la amplia legitimación actual del recurso al divorcio y a la
separación, cuando las condiciones de la vida conyugal han dejado de operar.
El posible fallo en las relaciones conyugales puede deberse a múltiples causas, que no
necesariamente tienen una supuesta imputabilidad moral personal: la falta de madurez de la
pareja joven, los inevitables cambios de personalidad y las difíciles circunstancias ambientales, las
tensiones de la pareja marital como responsable casi exclusivo en la procreación, crianza y
educación de los hijos, la inseguridad psíquica y económica en un mundo más de competencia que
de colaboración, las infidelidades conyugales, en una sociedad que enfatiza la libertad de acción e
interrelación humana y el derecho a un desarrollo individual, no siempre debidamente
compaginado en pareja, y la exigencia del trabajo de ambos. Hoy la participación de la mujer en el
trabajo remunerado fuera del hogar ha aumentado notablemente: de 15-19% en los años sesenta,
hasta casi el 40% en muchos países. Esto significa que el cuidado de los niños queda un tanto
desatendido, cuando ambos trabajan todo el día, y que la mujer tiene que asumir sola –por
renuencia del marido–, una doble jornada laboral: dentro y fuera del hogar.
Los problemas de la familia nuclear se extienden a las personas de la tercera edad, quienes ahora
tienen una esperanza de vida de más de setenta años. Sin embargo, estas personas ya no son
fácilmente admitidas en las familias nucleares de sus hijos; por esto, viven en hogares
unipersonales: en los países con una transición demográfica más avanzada y un envejecimiento
mayor de la población —principalmente en Argentina y en Uruguay— llegan'a registrarse más del
10% de los hogares como unidades domésticas unipersonales. También los jóvenes se sienten
restringidos en la familia nuclear-conyugal: testigos incómodos de las dificultades conyugales de
sus padres, sufren limitaciones de espacio, están frecuentemente en desacuerdo con sus padres...
Además, el joven latinoamericano empezará a trabajar desde muy joven para ayudar al
mantenimiento del hogar paterno-materno; en la mayoría de los países, sólo un 20% de jóvenes
puede continuar los estudios medios y superiores. Pero incluso muchos de los que quieren
trabajar sufren el desempleo de la recesión de finales de siglo.
Por todo lo dicho y por otras muchas razones, asociadas a la ruptura del modelo tradicional y a
esa manera excluyente de concebir el principio esencial y aglutinador de la familia moderna, se
puede decir que la familia nuclear conyugal, ahora mayoritaria en el continente, se encuentra en
un proceso crítico, aun antes de que el modelo se generalice al total de las familias.
Esta crisis familiar –vinculada a una cultura de la responsabilidad personal aún no aprendida del
todo sin el tutelaje de antaño– se ve reflejada no sólo en la construcción insegura de las parejas,
sino también en la dificultad para criar y educar a los hijos. El aumento de los llamados niños y
adolescentes de y en la calle –equivalente a decir abandonados y mal atendidos– (10% del total de
niños: alrededor de 20 millones de niños latinoamericanos) es un síntoma de este problema
familiar en proceso de transformación crítica, en el que la misma densidad demográfica se hace
más patente como un producto del descontrol procreativo y educativo de las familias, a la vez
aisladas y masificadas.
Hoy es más reducido el porcentaje de familias que responden a este perfil. Apenas si hemos
detectado en México alrededor de un 6-8% y cuando más un 15% en ciertas zonas del país; en
general, este modelo aparece en las estadísticas agregado al tipo de familia semiextensa o nuclear
extendida. Esta última modalidad es mixta: entre nuclear y extensa. Puede ser una unidad
incompleta de una extensa o la ampliación de una nuclear. Se trata de una modalidad que sigue el
perfil del modelo nuclear-conyugal, pero al núcleo básico de padres e hijos solteros se le han
unido otros familiares: la abuela o abuelo, los tíos o algún sobrino o pariente de los mismos.
Los datos latinoamericanos de las familias extensas o extendidas giran entre el 20 y el 38%,
aunque generalmente su conformación es imprecisa. Pero si tenemos en cuenta la vinculación
cotidiana y semanal de las familias, o la yuxtaposición de los hogares vinculados entre sí, aunque
reconozcan su independencia virtual, podemos decir que una mayoría de más de dos tercios del
total de las familias siguen respondiendo a la vinculación estrecha entre los parientes cercanos.
Más aún, casi la totalidad de las familias han pasado en algún momento de su ciclo familiar por
esta conformación entre consanguínea y nuclear-conyugal independiente. De hecho, en los
estudios de etapas familiares se registra un aumento de esta modalidad intermedia en las
primeras y últimas fases del ciclo vital de la familia. La modalidad aumenta entre los más pobres
en las épocas de crisis económica, como una estrategia de supervivencia para acogerse al
resguardo de un hogar más sólido y superar las dificultades de subsistencia y abandono.
Con todo, estas formas temporales o definitivas de organización doméstica mixta, hacen difícil las
relaciones del grupo familiar cuando las normas de unidad consanguínea se contraponen a las de
la afinidad espontánea de la pareja central o de la pareja acogida. Los parientes en convivencia
sufren frecuentemente conflictos y tensiones, sobre todo cuando tienen que convivir en viviendas
pequeñas, construidas según el modelo nuclear y no con el criterio de una conformación más
compleja.
c) El tercer modelo de familia, no siempre bien registrado como tal, se asimila al anterior: la
modalidad familiar llamada «compuesta». Su diferencia es que la conformación de la unidad
doméstica se hace entre personas familiares y no familiares. El arreglo de cohabitación común
refleja en varios sentidos la búsqueda de acomodo, independientemente de que no se trate de
parientes: desde la comunidad religiosa y la convivencia de huéspedes, estudiantes y compañeros,
hasta otras formas de arreglo comunal. La modalidad registrada como tal, llega a fluctuar entre el
3 y 7% de los hogares, pero alcanza hasta un porcentaje del 15% en Perú, o el 19% en Argentina.
Las fluctuaciones de estos datos pueden deberse a que se incluyan como tales en las unidades
familiares con servidumbre. Lo cierto es que esta modalidad se puede asimilar tanto al modelo
básicamente nuclear-conyugal como al de la familia extendida, y eso hace impreciso su registro
cuantitativo.
Parece que este modelo de familias —sobre todo las de tipo uniparentalva en aumento, al menos
en el reconocimiento de su propia existencia. Como alternativa, parece estar ahora más
legitimado, a pesar de su aparente anormalidad. Sin embargo, este modelo seminuclear tiene
frecuentes problemas funcionales por el aislamiento que vive y la sobrecarga de tareas de la única
persona adulta responsable de la familia. Sólo la formación de redes interfamiliares de apoyo
recíproco puede ayudar a superar las restricciones del modelo y la precariedad de su estabilidad.
1. CAMBIO DE LAS RELACIONES FAMILIARES. Con esta variedad de modelos, la realidad familiar
latinoamericana es significativamente un fenómeno transitorio, todavía ambivalente, fruto del
paso de valores tradicionales, propios de modelos familiares inalterables, a los valores nuevos que
promueven el desarrollo personal de sus miembros, la igualdad de la mujer y el respeto a los
derechos del niño y el adolescente. Esta situación desdibuja la unidad familiar institucionalizada
de la época anterior.
Todo ello ha dado lugar a una concepción no unitaria y no integradora de la organización familiar:
en ella aparecen un grado mayor de informalidad y un pluralismo de modalidades familiares y de
nuevos ensayos de integración y de recomposición familiar.
Estamos ante un hecho que no puede desconocerse ni combatirse con la exigencia de una norma
moral externa, con base dogmática. Los estudios realizados sobre esta nueva realidad, nos han
descubierto en el fondo de las personas unas valoraciones casi nunca percibidas claramente por
los moralistas expertos en el tema de la familia. El éthos profundo de esta nueva actitud y
conducta hace referencia más que a una conducta escandalosa y frívola, a una convicción
profunda de que la vida familiar, por un lado, depende de la búsqueda de subsistencia básica vital
y, por otro, está enraizada tanto en la fuerza de la sangre, como en la relación humana amorosa y
libre. Si estas aspiraciones quedaran supeditadas a otros condicionantes de la organización formal
y pública de la vida familiar, esta perdería su sentido esencial...
A su vez, el problema de las relaciones entre padres e hijos es también altamente sintomático de
una tendencia, cada vez mayor, hacia las relaciones abiertas de nuevos pactos entre las
generaciones, al mismo tiempo que aparece una tendencia democratizadora en el mismo seno de
la familia. Esto se asocia, sobre todo, al otro proceso crucial: el desarrollo de la mujer como ser
humano y social, y no sólo como madre y ama de casa, lo cual pide un cambio en la perspectiva
educativa de los dos sexos, pero implica necesariamente un replanteamiento del concepto de
familia.
2. HACIA UN NUEVO SENTIDO FAMILIAR. A pesar de todos los síntomas críticos, no puede decirse,
sin embargo, que la vida familiar esté en proceso de desaparición; antes al contrario, la misma
zozobra aparente marca una intensa estima creciente por el espacio íntimo y de mediación social
trascendente de la familia.
Todo ello abre las alternativas buscadas por las nuevas generaciones familiares que, en lugar de
pretender la destrucción de la familia, están buscando que esta se recomponga sobre nuevas
bases, a partir de sus ancestrales elementos esenciales: la consanguinidad y la afinidad amorosa y
marital. Pero en todo caso, permitiendo que la vida humana se regenere en la doble dimensión de
la familia: la expresión íntima y la acción y proyección social y comunitaria.
Estamos, pues, ante un panorama de cambios y de expectativas inquietantes, pero tambiérí
esperanzadoras de familias en proceso de desarrollo.
NOTAS: 1. Aplicando la literatura existente sobre la modernización de América latina, podemos mencionar a importantes
autores, desde Germani (1968-1969), que aborda incluso las implicaciones a la modernización de la vida familiar, hasta analistas
de los teóricos como Carlota Solé (1976) y analistas recientes, tanto en el campo de la sociología como de las diversas disciplinas
humanas, incluyendo la literatura. Baste referirnos a nuestro trabajo colectivo reciente: Modernización: sentido y contrasentido
(Aquiles Chihu, 1993) o los aportes de literatos como Octavio Paz (1979) y Gabriel Zaid (1979), y los del antropólogo S. Canclini
(1990). En todos ellos hay, no sólo una referencia idealizada de esta modernidad de fin de siglo, sino sobre todo una visión
crítica de sus procesos. Además, es importante el aporte de lo que ha significado la modernización familiar en el mundo
occidental, realizado por un historiador, creador de escuela, como Jean-Louis Flandrin (1979) —sobre todo en la desmitificación
de la moral doméstica—, y por toda la corriente fenomenológica representada por Alfred Schútz (1974) y por Goffman (1971),
centrada sobre el sentido de la vida cotidiana y su estudio comprensivo. De todos ellos y de muchos más hemos seguido pistas
en este breve ensayo. — 2. Véanse las estadísticas demográficas del Demographic Yearbook de los años correspondientes hasta
el de 1994 y los cuadros de la población con sus diversos indicadores para países y regiones, publicado por el Population
Referente Bureau hasta el último aquí consultado de 1996. Publican también periódicamente datos estadísticos a nivel mundial
y para América latina: la FAO, el UNICEF y la División de Población de las Naciones Unidas, así como la CEPAL para la región. — 3.
Estimaciones basadas en estudios nacionales diversos: véanse datos estadísticos en RODOLFO CORONA V., Demos 6 (1993) 14-
15. Véase también: MANUEL ANGEL CASTILLO en la obra Políticas de población en Centroamérica, El Caribe y México, 1994, 185-
199, así como la obra de varios autores publicada por el CONAPO: Migración internacional en las fronteras norte y sur de
México, 1992. – 4. Nos referimos aquí a la información recabada en la obra también de la CEPAL, 1993, Cambios en el perfil de
las familias, la experiencia regional, en la que se recopilan los trabajos de diversos autores referidos a los países
latinoamericanos de Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Cuba, Ecuador, México, Perú y Uruguay, además de varios trabajos a
nivel global latinoamericano. Entre sus autores están: Josefina Rossetti (en general), M' del Carmen Feijóo (Argentina), Ana M'
Goldani (Brasil), Mónica Muñoz y Carmen Reyes (Chile), Rafael Echeverri y Carmen Florez (Colombia), M' Elena Benítez (Cuba),
Mauricio García y Amalia Mauro (Ecuador), Rodolfo Tuirán y Norma Ojeda (México), Violeta Sara Lafosse y Ana Ponce (Perú),
Carlos Filgueira y Andrés Peri (Uruguay), y Miguel Bolívar y Francisco Javier Velasco (Venezuela). — 5. Diversas fuentes utilizadas
por los autores de la publicación de la CEPAL referida en la nota anterior. Remitimos a dicha obra en sus diversos cuadros: p p.
52, 145, 147, 186, 192, 227, 274, 296, 297, 301, 304, 374, 405, 406. Para México, las fuentes fueron mucho más plurales. Véase
TUIRAN, Demos 6 (1993) 20-21; LENERO (1994) 38.
BIBL.: BURGUIÉRE A. Y OTROS (eds.), Historia de la familia 1 y II, Alianza, Madrid 1988; CNIu A. (coord.), El éthos en un mundo
secular, Univ. Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, México 1991; Modernización: sentido y contrasentido, Univ. Autónoma
Metropolitana-Iztapalapa, México 1993; ComtstóN ECONÓMICA PARA AMÉRICA LATINA Y EL CARIBE-CEPAL, Cambios en el perfil
de las familias. La experiencia regional, ONU-CEPAL, Santiago de Chile 1993; Anuario estadístico de América latina y el Caribe,
ONU-CEPAL, Santiago de Chile 1993; II CONFERENCIA DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO, Medellín 1968, Documentos finales
de Medellín. Conclusiones, San Pablo, Buenos Aires 1968 (c. 3: Familia y demografia, 57-68), III CONFERENCIA DEL EPISCOPADO
LATINOAMERICANO: Puebla 1979. Documentos de Puebla, PPC, Madrid 1979, 3' parte, c. 1: Centros de comunión y participación
1: Familia, 187-197; FLANDRIN J. L., Orígenes de la familia moderna, Crítica-Grijalbo, Barcelona 1979; GARCÍA CANCLINI, Culturas
híbridas: estrategias para entrar y salir de la modernidad, Grijalbo, México 1990; JUAN PABLO II, Familiaris consortio, San Pablo,
Madrid 1995'; LEÑERO OTERO L., El fenómeno familiar en México, IMES, México 1983; Peal de la religiosidad en la arquidiócesis
v
de México, D. F., III Vicaria Ep. Arq. México 1994; Sociedad civil, familia y juventud Ensayos de diagnóstico y de inter ención
social, IMES y CEJUV. México 1992; Jóvenes de hoy, Pax-Mexico-MEXFAM_ México 1990; El teatro de la reproducción fanuliar,
MEXFAM, México 1987; OJEDA N., La impi rtancia de las uniones consensuales Casta dernogiáfica sobre México, Demos (1988);
ROSSErI J., Hacia un perfil de la familia actual en Latinoamérica y el Caribe, en Cambios en el perfil de las familias, ONU-CEPAL,
Santiago de Chile 1993; ZAID G., Muerte y resurrección de la cultura católica, Inst. Mex. de Doctr. Soc. Cristiana, México 1992.
"El matrimonio, la familia, de tal manera están en el corazón mismo de los fundamentos de la vida
social, que, si no existieran, habría que inventarlos. Nadie ha demostrado hasta ahora (ni lo
demostrará nunca...) que se pueda sustituir la familia como factor esencial de los procesos de
socialización que configuran al ser humano»1.
La familia, basada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, es la célula vital y primera de la
sociedad. En ella recibimos la vida, y la persona es valorada por sí misma y no por su utilidad. En el
troquel de la familia se forja la personalidad de los individuos, a través de ella nos insertamos en
una comunidad y en una cultura, y es, además, la primera escuela de valores y virtudes sociales
que son el alma de la vida y del desarrollo de la sociedad misma2. La institución más inmediata y
cercana a la naturaleza del ser humano es la familia. Solamente ella asegura la continuidad y el
futuro de la sociedad3. Nunca pasará de moda, porque la necesidad de relación que ella
representa es una fuerza instintiva, vital e inagotable en el ser humano.
La familia ha demostrado ser una institución social mutante, capaz de sobrevivir a todo tipo de
cataclismos. Sucesivas revoluciones, reales o pretendidas, en la producción, la política y las
costumbres, han conseguido derribar regímenes políticos, sistemas económicos e instituciones
sociales, pero nada definitivo han podido hacer contra ese entramado natural de relaciones
afectivas llamado familia. Nada ha sido tan elástico y funcional. Nada tan perenne.
Hoy, la familia es un valor en alza, gana puntos, y nadie pone en tela de juicio que goza de buena
salud. Pese a los muchos, acelerados y radicales cambios de la sociedád, que han modificado su
papel y sus funciones, la familia sigue ofreciendo el marco natural de apoyo emocional,
económico y material, que es esencial para el crecimiento y desarrollo de sus miembros. Cuando
falta la familia, secrea en la persona que viene al mundo una carencia preocupante y dolorosa que
pesará posteriormente durante toda la vida, a veces de forma dramática 4.
La familia es actualmente un crisol donde confluyen todas las transformaciones que zarandean a
la sociedad contemporánea. Este hecho es especialmente palpable en el mundo industrializado, y
mucho más aún en España, donde los cambios producidos en el campo de la política, la economía,
la cultura y la propia tendencia demográfica han interaccionado entre sí hasta sumergir a la
institución familiar en un baño de transformaciones tan profundas como decisivas. La progresiva
incorporación de la mujer al mercado de trabajo, el descenso del número de miembros de la
unidad familiar o la democratización de las estructuras políticas, son factores que están
configurando un concepto de familia cada vez más lejano del que hemos vivido la mayoría de
nosotros. Es así como la familia ha ido perdiendo su estructura marcadamente vertical, en
beneficio de unas relaciones cada vez más horizontales, definidas por el diálogo entre todos los
miembros de la institución, y por una creciente permeabilidad entre los roles masculino y
femenino. A la familia se la ha llamado, con acierto, «la democracia más pequeña en el corazón de
la sociedad»5.
Es la familia la que apoya al conjunto social y al individuo en particular en todo tiempo, y más en
este de crisis económica y política. Todos los datos que nos proporcionan las encuestas sitúan a la
familia en el número uno en el ranking de prestigio y credibilidad entre las distintas instituciones
políticas, sociales, religiosas o sindicales. Un sondeo de la Unión Europea indica que la familia
ocupa el primer lugar entre los diversos valores de los ciudadanos comunitarios, con porcentajes
del 99,4% en Grecia, 99% en Portugal, 98% en Dinamarca y 97% en Irlanda. En España el
porcentaje es de un 97%. Y los diversos estudios sociológicos realizados en nuestro país, en estos
últimos años, señalan a la familia como la institución social más valorada y estimada, ya por
edades o por estamentos sociales. La familia es un bien muy apreciado en nuestra sociedad
española, sobre todo por las nuevas generaciones. Los jóvenes valoran la realidad familiar antes
que el trabajo y el dinero, incluso por encima de la amistad. Para los estudiosos del tema, esta
tendencia es interpretada como una reacción ante una sociedad cada vez más hostil e insegura en
las relaciones interpersonales, convirtiéndose así la familia en el refugio seguro donde la
necesidad de confiar en los demás se verá satisfecha.
La familia es como la caja de resonancia donde se reflejan y experimentan todas las consecuencias
de nuestra tecnificada y móvil sociedad. No significa que la familia sea sólo víctima de la sociedad;
también está llamada a aportar, a incidir y hasta a cambiar lo que de inhumano e injusto hay en la
sociedad en la que vive.
La familia ha sido considerada siempre una institución esencial para los cambios políticos y
sociales, sea para activarlos o para detenerlos. Políticos e ideólogos de toda orientación, han
prestado atención a la familia, conscientes de la relevancia de la misma para la dinámica social.
La esencia de la institución familiar es la misma de siempre, pero sus miembros han cambiado
radicalmente, porque se mueven en unas circunstancias históricas de modernidad y
posmodernidad, marcadas sobre todo por el nacimiento del pensamiento crítico y de la ciencia
moderna. Situemos a la familia (institución de siempre) en el nuevo marco cultural de hoy, porque
la familia es un fenómeno sociocultural y no una entidad metafísica siempre idéntica a sí misma;
de ahí que, por una parte, haya que aceptar de entrada la provisionalidad de todos los modelos
sociológicos de familia y. por otra, adoptar una serena actitud crítica cuando hablamos de la
institución familiar, para no estar haciendo un razonamiento abstracto.
a) El grupo primario es un grupo relativamente pequeño –si bien no todo grupo pequeño es
primario–, libremente elegido o libremente aceptado por sus miembros, los cuales tienen entre sí
espontáneas y directas (cara a cara) interrelaciones; suelen ser frecuentes y cordiales los
contactos personales entre los componentes del grupo primario, y sus lazos de solidaridad,
hechos más de sentimiento íntimo que de cálculo interesado, les vinculan a unos valores comunes
y les impulsan hacia unos objetivos compartidos.
El grupo primario redimensiona a la persona y le hace descubrir sus principales valores; facilita,
además, la relación interpersonal profunda y sincera entre sus miembros; en él se percibe a la
persona como tal, sin careta ni cualquier otro disfraz de personaje que desbarate su identidad. El
grupo primario, finalmente, contribuye a potenciar el proceso de personalización del individuo.
Los miembros de un grupo primario se integran plenamente en él a partir del momento en que
tres necesidades psicológicas fundamentales son debidamente satisfechas en el grupo y por el
grupo. Estas tres necesidades son las siguientes: 1) Necesidad de inclusión: es la necesidad que
experimenta todo miembro de un grupo primario de sentirse integrado, valorado y aceptado en
su totalidad por aquellos a los que se une. Cuando esa necesidad busca ser satisfecha de forma
más imperiosa es, sobre todo, en el momento de tomar decisiones. 2) Necesidad de control: esta
consiste en el deseo de sentirse plenamente responsable de lo que sucede en el grupo, así como
de definir sus propias responsabilidades y la de los demás miembros. Todo componente de un
grupo primario siente necesidad de que la vida y dinámica del grupo no escapen de su control. 3)
Necesidad de afecto: la tercera necesidad básica para toda dinámica de grupo primario es la
necesidad de afecto. Esta consiste en el deseo de todo individuo de sentirse como insustituible en
el grupo. El que se une a un grupo primario aspira no sólo a ser estimado por su competencia o
por lo que hace o tiene, sino también y, sobre todo, por lo que es.
Puede afirmarse que en todo grupo primario existe una relación entre la cohesión del grupo y la
satisfacción por el grupo y en el grupo de las tres necesidades fundamentales (inclusión, control,
afecto) que sienten sus miembros.
He definido la familia como grupo primario. Y el grupo primario es el grupo pequeño que mejor
contribuye a la revalorización de las relaciones interpersonales.
Otra definición que podría darse de familia sería esta: un grupo relacional, que se construye en el
tiempo y que permite crecer y madurar a todos sus miembros en el aspecto físico, psicológico,
ético y también religioso, en el caso de la familia creyente.
La familia, además de ser el primer núcleo de amor con el que uno se encuentra, facilita nuestra
adaptación al medio social y nos brinda no solamente los valores que en él perviven, sino también
su interpretación. La familia obliga a todos sus miembros a salir de su individualidad para convivir
con los demás. La familia debe ser el lugar en el cual se proporcione a los más jóvenes información
y criterios sobre la vida social en la que ya se están insertando. «La familia es el ámbito en que
tiene lugar la socialización y la educación más fundamental de las personas... Es en la sociedad
familiar donde más fácilmente se le abre a cada uno el sentido profundo de su vida, que radica en
la ley de la gratitud, según la cual cada miembro de la familia es apreciado ante todo por l o que es
–esposo o esposa, hijo o hija, hermano o hermana– y no por lo que tiene o puede» 8.
La familia es como un espacio social donde la vida puede experimentarse en toda su riqueza; es
como un laboratorio de proyectos vitales, rodeado de un clima de comprensión y cariño; es como
un lugar de libertad, donde el proyecto de un individuo puede ser criticado sin rencor y donde el
análisis de un fracaso nunca se convierte en un trauma.
La familia es el ámbito en el que el niño lentamente puede aprender que necesita de los demás.
Frente al individualismo exacerbado y al colectivismo nivelador, la familia puede mostrar, y
muestra, en la vida de cada día, cómo los hombres necesitan de los hombres, cómo estos son
seres esencialmente comunicacionales. Y la familia es la expresión y la garantía del ser humano
como ser comunicacional.
La familia es una escuela en donde todos –padres e hijos– son aprendices y educadores. El amor,
la libertad, la tolerancia, el diálogo, la austeridad, el verdadero sentido de la vida... son
asignaturas comunes.
Además, la familia sigue siendo la principal fuente de humanidad. Si el grupo familiar funciona
como un verdadero grupo primario, es decir, como un grupo libremente elegido o libremente
aceptado, con profundas relaciones de comunicación, ayuda en gran manera a la humanización
del ser humano.
La familia es una institución natural con un alto valor humano, humanizante y humanizador. Los
padres aportan a sus hijos orientación y cariño y los hijos son para sus padres un factor
sumamente gratificante, porque se ven en ellos reflejados.
En una familia cuyos diversos miembros están compenetrados puede superarse cualquier
adversidad. La crítica no hiere y el fracaso no avergüenza. La comprensión y el cariño están por
encima de todo.
No hay nada que centre más a una persona que una familia equilibrada y unida. El sello de
humanidad que puede imprimir la familia a un individuo es muy fuerte. La familia deja en el
temperamento y en el carácter de una persona una huella muy significativa. La importancia que
tiene la familia en la humanización de las personas es enorme. Este texto de la Familiaris consortio
es muy luminoso al respecto: «De cara a una sociedad que corre el peligro de ser cada vez más
despersonalizada y masificada, y por tanto inhumana y deshumanizadora, con los resultados
negativos de tantas formas de evasión –como son, por ejemplo, el alcoholismo, la droga y el
mismo terrorismo– la familia posee y comunica todavía hoy energías formidables capaces de sacar
al hombre del anonimato, de mantenerlo consciente de su dignidad personal, de enriquecerlo con
profunda humanidad y de inserirlo activamente con su unicidad e irrepetibilidad en el tejido de la
sociedad»9.
Los estados deberían tutelar la institución familiar como un tesoro. El eje vertebrador de la
sociedad es la familia. Si este se resquebraja, el mismo estado entra en crisis. En España, tras más
de dos años de trabajo y tres cambios en el texto, el 23 de abril de 1997, los grupos
parlamentarios se pusieron de acuerdo sobre la valoración de la familia como «el lugar de
socialización que favorece la estabilidad y la cohesión social y la mejor escuela de formación
humana y cultural»; también coincidieron en la necesidad de incentivar la natalidad10, en
conciliar la vida laboral y las responsabilidades familiares, en redistribuir las tareas entre hombre y
mujer; y, finalmente, aprobaron las siguientes recomendaciones que propusieron al Gobierno
para apoyar a la familia: 1) incrementar la deducción por hijo en el IRPF; 2) no se penalizará
fiscalmente a aquellas familias en las que trabaja un solo cónyuge; 3) ayudas públicas para el pago
de guarderías e incremento de la deducción fiscal por gastos de guardería; 4) reducir los
impuestos indirectos para la compra de viviendas de protección oficial y aumentar las
deducciones por alquiler de vivienda; 5) dotar el presupuesto para el cuidado de personar
mayores; 6) reformar el Código penal para defender al menor de abuso sexual y violencia; 7)
ampliar la familia numerosa a dos hijos, si uno es disminuido; 8) cumplir el código de
autorregulación de la programación de las cadenas televisivas para evitar contenidos violentos o
pornográficos en horarios infantiles; 9) ampliar la oferta de comedores escolares para facilitar la
organización de las familias.
2. PAUTAS CULTURALES Y VALORES SOCIALES DE AYER, EN BAJA HOY. Entiendo por pautas
culturales y valores sociales de ayer, el resultado cultural, producto de una determinada época,
que en un momento histórico apareció en la sociedad, pero que hoy ya se pierde en el pasado.
Estas son, en síntesis, algunas pautas culturales en baja que antaño tenían plena vigencia: la
sumisión, el inmovilismo, el conformismo y el fatalismo que encajaba las injusticias con
resignación; la uniformidad, es decir, un conjunto de pautas de pensar y actuar muy rígidas que
dominaban toda la vida familiar; actitudes serviles, medrosas, en las que los padres tenían
siempre la última palabra dentro de un régimen muy autoritario e inflexible. Y entre los valores
sociales que hoy están en baja cabría señalar los siguientes: la autoridad, la obediencia, el justo
sentido del ahorro, la austeridad, el espíritu de sacrificio, el dominio de sí mismo, la laboriosidad;
el sentido del compromiso estable y definitivo; la fidelidad a la palabra dada.
3. PAUTAS CULTURALES Y VALORES SOCIALES NUEVOS. Entiendo por pautas culturales y valores
sociales nuevos, los típicos de nuestro momento histórico, los que van a marcar el hoy de nuestra
sociedad. Cualquier observador atento puede comprobar que, de unos años a esta parte, la
familia española presenta un nuevo rostro, como resultado de una serie de cambios que la han
afectado directamente.
a) Las principales pautas culturales y valores sociales nuevos que están en alza: 1) Conciencia
progresiva de una mayor igualdad hombre-mujer: igualdad de derechos y deberes. Cada día se
abre paso con más fuerza el reconocimiento del papel que la mujer está llamada a desempeñar en
el hogar y en la sociedad. 2) Mayor comprensión hacia los hijos, con una amplia participación de
estos en las decisiones familiares. 3) Mayor sinceridad y autenticidad en los hijos, en las relaciones
de estos con sus padres y en las mismas relaciones entre los esposos. 4) Mayor naturalidad en las
relaciones entre los sexos. Reconocimiento del valor de la sexualidad en la vida matrimonial,
superación de tabúes y silencios, apertura a posiciones más acordes con las pautas señaladas por
una adecuada psicología y pedagogía. 5) Una mayor valoración y aprecio de las relaciones
interpersonales en la convivencia familiar. 6) Un clima de mayor libertad, una mayor potenciación
de las decisiones personales y el consiguiente rechazo a lás imposiciones verticalistas y
autoritarias. 7) La potenciación de la experiencia de una paternidad responsable. 8) Una mayor
apertura, dinamicidad y capacidad de experimentación de nuevos modelos de participación y
diálogo familiar. 9) El crecimiento de los hijos en un clima de mayor confianza, comprensión y
corresponsabilidad.
b) Sombras que aparecen hoy en la familia: Este panorama positivo también tiene sus sombras,
sus contrapartidas en la familia de hoy: 1) El exacerbado individualismo: cada uno va a lo suyo. A
veces la familia se convierte en una cruel escuela de egoísmos. 2) El hedonismo a ultranza: todo se
subordina al placer. 3) La relativización casi total de los valores morales. 4) El confusionismo de
ideas, debido a una deficiente formación humana y religiosa. 5) La dejación de autoridad por parte
de los padres, como reacción ante la educación en exceso rígida por ellos recibida, y debido al
desconcierto ante las pautas de pensar y actuar de las nuevas generaciones, que no siempre
aciertan a comprender.
4. REDUCCIÓN DE LAS FUNCIONES SOCIALES DE LA FAMILIA. La familia ha ido cediendo muchas de
sus funciones a otras instituciones sociales. La familia ha dejado de ser una institución polivalente,
es decir, ya no es una escuela de competencias universales ni un centro de formación integral.
Antes (término que puede abarcar más o menos años, según el lugar y circunstancias), la familia
era un centro de producción, de consumo y de entretenimiento; hoy, en cambio, sobre todo en el
mundo industrial y urbano, la familia ha dejado de ser centro de producción y hasta, para muchos,
centro de consumo: cada día son más los que comen fuera de casa por motivos de trabajo.
También se desarrollan fuera del círculo familiar: la enseñanza, la cultura, el deporte,las
diversiones en general y la vida de los grupos primarios, donde voluntariamente se integran
padres e hijos. La familia, por tanto, ya no es la panacea donde el individuo pueda encontrar todo
cuanto necesita para poder realizarse plenamente como persona.
Esta acentuada reducción de las funciones sociales de la familia ha hecho que aquello que es
específico, peculiar de la institución familiar se haya reducido a un mínimo; pero este mínimo es
vital para conseguir la madurez de la personalidad humana. Ahora bien, la familia sólo será una
ayuda para la realización psicológica de sus miembros, si de verdad estos la aceptan libremente —
los hijos no la pueden elegir— como un auténtico grupo primario o de amistad.
Para salvar la familia, por tanto, no se trata de devolverle aquellas funciones institucionales que
antes le pertenecían, ni se trata de encerrarse en sí misma como único y exclusivo grupo primario
no contaminado, sino más bien de potenciar al máximo aquello que le es específico.
a) La socialización de sus hijos, que quiere decir la capacidad de darles unas pautas de pensar y de
actuar,para que puedan convertirse en auténticos miembros de la sociedad en la que viven y sean
capaces de hacer un discernimiento crítico de los valores y contravalores de la misma.
b) La estabilización, que significa la fuerza equilibradora que tiene la familia para lograr centrar y
hacer madurar a sus miembros, desde el punto de vista psicológico.
c) La gratificación afectiva, que lleva consigo la acogida comprensiva y amorosa que mutuamente
pueden darse los que forman parte del mismo grupo familiar.
Estas preguntas no las podemos soslayar si verdaderamente queremos ser realistas en nuestra
pastoral familiar y, más en concreto, en nuestra catequesis familiar. La evangelización y catequesis
que intenta llevar a cabo nuestra pastoral familiar no será noticia liberadora, salvadora, si la
familia a la que se cree hablar resulta que no existe en ningún sitio.
¿Da respuesta a la familia de hoy nuestra pastoral? Esta es realmente la pregunta clave que no
puede quedar en el aire. Resulta temerario, por ejemplo, decir cómo debería ser hoy la familia,
desde un punto de vista ético-cristiano, sin haber estudiado a fondo cómo es en realidad y sin
conocer en qué concreta situación sociocultural se encuentra. Por tanto, antes de toda
formulación ética, se hace necesario un preciso análisis sociológico. No cabe la menor duda de
que, para un cristiano, un planteamiento sociológico, sin ir acompañado de un adecuado
planteamiento ético, es incompleto y, precisamente por ello, no puede convertirse
automáticamente en norma moral de conducta; pero también es verdad que un planteamiento
ético, desconectado de un planteamiento sociológico serio y realista, resulta francamente manco
y raquítico.
2. UNA PASTORAL QUE OPTE POR UN NUEVO MODELO DE FAMILIA. Nuestra pastoral debe
intentar un nuevo proyecto de familia, debe aspirar a formar una nueva familia que contribuya a
gestar una nueva sociedad, al servicio de la liberación integral de las personas11. ¿Cuáles serían
los rasgos principales de esa nueva familia?
c) Una familia una y plural. La unidad de la familia no está reñida con la diversidad de estilos de
vida y opiniones de sus elementos integrantes. La unidad humana requiere aceptarse
mutuamente como diferentes para servirse como complementarios.
f) Una familia, escuela de diálogo. El diálogo significa saber decir lo justo en el momento más
oportuno y, a la vez, saber escuchar, con atención y ganas de aprender, las razones del otro. El
diálogo consiste en descubrir al otro, encontrarme con él y escucharle comprensivamente. El
diálogo,hoy más que nunca, debe ser el soporte básico del amor matrimonial y familiar. El amor es
lo más contrario que existe tanto respecto al individualismo como respecto al totalitarismo, es
decir, respecto a los dos polos de opresión. El amor matrimonial es la conciencia de no existir
plenamente más que en el diálogo con el otro, en la acogida a la interpelación del otro. Ahora
bien, para que el diálogo entre esposos y entre padres e hijos sea una realidad, deben darse
cuatro condiciones básicas que, en síntesis, son estas: la claridad, la afabilidad, la confianza y la
prudencia pedagógica o el sentido de la oportunidad, que sabe detectar en todo momento cuál es
el estado psicológico del interlocutor.
g) Una familia, escuela de solidaridad. El mundo no acaba en las paredes de la casa. La familia
auténticamente cristiana debe ser un lugar abierto a la acogida de los amigos, sobre todo a la
acogida de aquellos que en momentos de apuro acudan al calor de esa amistad.
h) Una familia, «iglesia doméstica» que, como comunidad de vida y amor, es manifestación
privilegiada de la Iglesia, llamada a continuar en la historia la misión de Cristo. Reza a Dios Padre y
se constituye en verdadera escuela de valores evangélicos. La verdadera familia cristiana, con el
amor, edifica la Iglesia, sirve al hombre y transforma el mundo en reino de Dios. La familia, en
efecto, al igual que la Iglesia, «es un espacio donde el evangelio es transmitido y desde donde este
se irradia»12. Además, «la familia, como lugar de catequesis, tiene un carácter único: transmite el
evangelio enraizándolo en un contexto de profundos valores humanos. Sobre esta base humana
es más honda la iniciación en la vida cristiana: el despertar al sentido de Dios, los primeros pasos
en la oración, la educación de la conciencia moral y la formación en el sentido cristiano del amor
humano, concebido corno reflejo del amor de Dios creador y padre»13.
Evangelizar hoy es repetir la gesta de los apóstoles, que consiste en crear comunidades de fe,
presentes en medio de las masas del mundo; comunidades que vienen del mundo, que nacen de
la realidad misma social, como focos de sociabilidad intensa, y que intentan, con la ayuda del
Espíritu, vivir y proclamar en medio de la sociedad los valores fundamentales del reino de Dios
anunciados y vividos por Jesús: la justicia, la verdad, la libertad, la fraternidad y la paz.
Ahora bien, evangelizar lleva consigo tal clase de exigencias en la manera de ser y de vivir y en la
forma de hablar y de actuar, que bien se puede hablar del precio de la evangelización.
Efectivamente, la evangelización (si lo es de verdad) tiene que costarnos fuertes renuncias, una
clara superación de ciertas ambigüedades y una opción decidida por las bienaventuranzas. La
vivencia y el testimonio de las bienaventuranzas —a nivel personal y a nivel familiar—es lo más
específico y peculiar que podemos aportar al mundo los que nos llamamos seguidores de Jesús.
La familia cristiana será una fuerza evangelizadora si de verdad se constituye en una escuela de
verdaderos valores evangélicos, si en su seno se viven y se cultivan: el amor cristiano, la
austeridad, la justicia, la verdad, la paz, la comprensión, el diálogo, el respeto, el espíritu de
trabajo y la alegría evangélica. «Todos estos valores no son sólo conceptos doctrinales que la
familia ha de enseñar de manera teórica, sino, sobre todo, formas de vida que progresivamente
deben ir modelando al grupo doméstico. Así podrán surgir hombres nuevos que sean luz y sal en
la creación de un mundo nuevo» 14.
Conclusión
La familia es una institución en crisis, sin duda, porque en crisis está nuestra sociedad, que ha
quedado enmarcada en un nuevo contexto sociocultural que aún no ha digerido adecuadamente.
Pero esto no quiere decir que se hunda la familia —como algunos falsos profetas de calamidades
se empeñan en afirmar—, sino un tipo de familia, a fin de que, no sin dolor, pueda surgir un nuevo
modelo de familia: una familia corresponsable; una familia una y plural; una familia abierta y
comprometida; una familia, escuela de humanidad; una familia, escuela de diálogo; una familia,
escuela de solidaridad, y una familia, Iglesia doméstica.
No olvidemos que «el matrimonio y la familia son realidades dinámicas, siempre en movimiento,
cambiantes, verdaderos procesos que se desarrollan en el tiempo y que hay que construir día a
día, desde el primer encuentro hasta la muerte. Para el cristiano, en ese contexto se sitúa el sello
sacramental, que no es más que el momento cumbre, pero no único, de la inserción de un
hombre y una mujer en la plenitud de la vida de Cristo. O, si se quiere, la inserción de Cristo en el
amor de un hombre y una mujer» 16:
Finalizamos con el mismo pensamiento con el que se iniciaba este artículo: la institución familiar
es un valor social permanente, pero no deberehuir la crítica, porque si la rehúye, quedará
anquilosada y no será capaz de afrontar el futuro con lucidez y valentía.
NOTAS: 1. R. ECHARREN, El matrimonio y la familia, Cáritas 363 (1996) 4. – 2. Cf ASAMBLEA PLENARIA DEL EPISCOPADO
ESPAÑOL, Declaración sobre el Año internacional de la familia (19 de noviembre de 1993). – 3. Cf Mensaje de JUAN PABLO II
para la Jornada mundial de la paz (1 de enero de 1994), De la familia nace la paz de la familia humana. – 4. Cf NACIONES
UNIDAS, 1994, Año internacional de la familia. Erigir la democracia más pequeña en el corazón de la sociedad, Viena 1991, n. 6;
cf también JUAN PABLO 1l, Carta a las familias. Año internacional de la familia (2 de febrero de 1994), n. 2. – 5. El eslogan de las
Naciones Unidas para el Año internacional de la familia celebrado en 1994 fue este: «Erigir la democracia más pequeña en el
corazón de la humanidad». – 6. Cf T. ROSZAK, El nacimiento de una contracultura, Kairós, Barcelona 1976', 22. — 7. Véase una
más amplia explicación de cada uno de estos trece desafíos en J. BESTARD, Mundo de hoy y fe cristiana, Narcea, Madrid 1985'. –
8. E. YANES, Discurso del presidente de la Conferencia episcopal española en la apertura de la LXV11 Asamblea del episcopado
10
(abril de 1997). – 9. FC 43. - La fecundidad tocó fondo en España en 1994, con un índice de 1,21 hijos por mujer (la tasa más
baja del mundo tras Hong Kong), y ha empezado a recuperarse en 1995 al elevarse hasta 1,24 hijos. España perderá población
en la próxima década. Los demógrafos constatan una evidencia: la tasa de natalidad española es la más baja de Europa. En el
próximo siglo, el número de nacimientos no compensará al de fallecidos. Un reciente estudio del Consejo de Europa, titulado
Evolución demográfica reciente en Europa, 1996, prevé que esta tendencia se acentúe en los próximos años en España y aboque
a una inevitable pérdida de población hacia el año 2000. En las actuales circunstancias, sólo la inmigración puede dar un vue lco
a esta tendencia. – 11. Cf AA.VV., Futuro de la familia creyente, Diócesis de Bilbao, Bilbao 1984, 23-24. – 12. EN 71. – 13. DGC
255. – 14. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Matrimonio v familia hoy (6 de julio de 1979), Colección Documentos y estudios
46, PPC, Madrid 1979, 32. – 15. FC 1. – 16. R. ECHARREN, Familia y matrimonio a la luz de la fe, conferencia pronunciada el 22 de
abril de 1978, en Madrid, en la VIII Asamblea de matrimonios ACIT, 17.
BIBL.: Documentos: CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Declaración de la Asamblea plenaria sobre el Año internacional de la
familia (19 de noviembre de 1993); JUAN PABLO II, Exhortación apostólica Familiaris consortio, sobre la misión de la familia
cristiana en el mundo actual (22 de noviembre de 1981); Mensaje para la Jornada mundial de la paz: «De la familia nace la paz
de la familia humana» (1 de enero de 1994); Carta a las familias. Año internacional de la familia (2 de febrero de 1994);
NACIONES UNIDAS, 1994, Año internacional de la familia. «Erigir la democracia más pequeña en el corazón de la sociedad»,
Viena 1991; OBISPOS DE PAMPLONA Y TUDELA, BILBAO, SAN SEBASTIÁN Y VITORIA, Carta pastoral: «Redescubrir la familia» (16
de abril de 1995); PONTIFICIO CONSEJO PARA LA FAMILIA, Carta de los derechos de la familia (24 de noviembre de 1983). Libros:
AA.VV., Familia y política: controversias y futuro, Universidad Pontificia Comillas, Madrid 1996; AA.VV., Futuro de la familia
creyente, Diócesis de Bilbao, Bilbao 1984; CASTELL P., La familia ¿está en crisis?, Columna, Barcelona 1996; FUNDACIÓN FOESSA,
V Informe sociológico sobre la situación social en España. Sociedad para todos en el año 2000, c. 3: Familia, Fomento de estudios
sociales y de sociología aplicada (FOESSA), Madrid 1994, 417-547; PAGOLA J. A., Cómo vivir la fe en la familia actual, Idatz, San
Sebastián 1995. Números monográficos de revistas: Preguntas a la familia, Imágenes de la fe 94 (1968), Madrid; La familia y
nuevas formas de convivencia, El Ciervo 455 (enero 1989), Barcelona; La familia ¿crisis o transformación?, Cáritas 341 (junio
1994), Madrid; La familia, Concilium 260 (agosto 1995), Estella.
FAMILIA CRISTIANA
Desde esta perspectiva, la reflexión teológica y pastoral sobre la familia cristiana, a partir del
Vaticano II, ha sido amplia, profunda y rigurosa, hasta culminar en el sínodo de 1980, dedicado a
la familia, y cuyo frutofue la exhortación apostólica de Juan Pablo II, Familiaris consortio (FC),
dedicada a la misión de la familia en el mundo actual.
Junto a la reflexión teológica, pastoral y magisterial, nos encontramos con una gozosa y
esperanzadora realidad, aun dentro de la crisis de la familia, de sus problemas y perplejidades, a
saber: son muchos los cristianos de nuestro tiempo que, guiados por su fe y experiencia cristiana,
vuelven a descubrir la familia, no para reinventarla ni para considerarla como solución (mágica) a
sus problemas personales y familiares o como medio para hacer frente a la secularización y la
pérdida de valores tradicionales, sino para que su vida de familia, en todos y cada uno de sus
aspectos, componentes y dimensiones, sea verdaderamente y lo más plenamente posible una
experiencia de fe y de Iglesia. Quiere vivirse la familia como Iglesia doméstica. Esta afirmación de
la Lumen gentium (LG) no sólo ha calado profundamente en muchas familias cristianas, sino que
en la reflexión teológica sobre la familia ocupa un primer plano, constituyendo el pilar principal
desde el que pensar y asumir la fisonomía propia de la familia cristiana. Dan fe de ello estas
palabras de Pablo VI: «Nos alegramos de que este sentimiento eclesial de la familia cristiana se
vaya despertando y difundiendo en la comunidad cristiana doméstica, frecuentemente de manera
ejemplar y edificante»2.
Es sabido que fue el Vaticano II el que introdujo en la LG, al hablar de la familia, la categoría de
Iglesia doméstica3. Desde entonces se ha producido una gran cantidad de estudios sobre la
eclesialidad de la familia en la Sagrada Escritura, en los Padres y en el magisterio pontificio, a fin
de poner de manifiesto su identidad de Iglesia doméstica4.
En el Nuevo Testamento nos encontramos con que buena parte de la actividad de Jesús se realiza
en relación con la familia y en situaciones familiares. Sin embargo, la familia en la que piensa Jesús
no es simplemente la familia natural, sino una realidad nueva que no está constituida por los lazos
y vínculos de la sangre, sino por hijos e hijas que han nacido de Dios por el Espíritu Santo (cf Jn
3,5). Es la familia de los hijos de Dios, la Iglesia, formada por aquellos que en el Hijo de Dios,
Jesucristo, cumplen la voluntad del Padre (cf Mc 3,35). La familia según la carne es superada y
trascendida por y en la fraternidad eclesial. De líecho, si el amor esponsal es signo del amor de
Dios por su pueblo y de la nueva alianza, la familia lo es de la Iglesia6.
Por eso no resulta extraño constatar que el cristianismo nació y arraigó en la casa. Los cristianos
se reúnen en la domus ecclesiae para la fracción del pan y la proclamación de la Palabra (cf He
2,42-47). Puede decirse que las comunidades del primer cristianismo se organizaron en familias,
en grupos familiares emparentados y en casas: la casa era a la vez el núcleo comunitario y el lugar
de encuentro7.
Por otra parte, para san Pablo (Ef 5,21-33), el amor de Cristo por la Iglesia es el paradigma del
amor y de la relación esponsal en el matrimonio. El amor esponsalicio de Cristo por la Iglesia es el
modelo ejemplar del matrimonio cristiano y de la relación familiar en su complejidad. El
matrimonio cristiano adquiere, por ello, una dimensión cristológica y otra eclesiológica, a saber: la
unión conyugal expresa y significa la unión de Cristo con la Iglesia8. Los esposos-padres, en virtud
del sacramento del matrimonio, son célula de la Iglesia, por ser esta el signo del amor y de la
entrega de Cristo; y si el matrimonio fundamenta la familia, toda la familia queda constituida en
iglesia doméstica9. Por esta razón, si la familia es iglesia doméstica, reúne en sí misma las
características de la Iglesia-madre. Si la familia, en cuanto iglesia doméstica, participa de la
maternidad de la Iglesia, quiere decirse que la Iglesia-madre ejerce su maternidad y fecundidad
espirituales a través de los padres. Lo que realizaba la familia judía como estatuto ontológico, lo
realiza la familia cristiana en virtud del sacramento del matrimonio, con su dimensión cristológica
y eclesiológica. Cuando la familia cristiana aplica la categoría de iglesia doméstica a la familia, no
hace más que delinear el estatuto ontológico dela familia cristiana, del cual procede y deriva,
como veremos después, su munus o ministerium eclesial10.
2. Los PADRES DE LA IGLESIA. La preocupación de la Sagrada Escritura es continuada por los santos
Padres. Sería posible aducir una gran cantidad de hermosos textos en los que los Padres se
refieren a la familia con el nombre de iglesia doméstica. Bástenos recordar, entre otros , algunos
más significativos. San Juan Crisóstomo recuerda al padre el deber de instruir a los suyos, esposa e
hijos y sirvientes, compartiendo con ellos el pan de la palabra de Dios, hasta el punto de
recomendarle que, una vez vuelto a casa, instruya a su mujer y a los suyos en las enseñanzas
recibidas en la Iglesia, que abra las Escrituras y las lea. Les habla de la doble mesa: la de la Palabra
y la de la eucaristía11. San Agustín llega a afirmar que el padre en casa, por así decir, ejerce una
función episcopal12. Y san Cirilo de Jerusalén habla de engendrar al hijo a través de la catequesis,
a fin de que no confunda el verdadero Cristo con el falso13.
Una cosa parece clara en el testimonio de los Padres: la relación de la casa familiar con la Iglesia; y
más aún, cómo aspectos sustanciales de la Iglesia (palabra de Dios, oración, liturgia, etc.) se hacen
presentes y se prolongan en la vida de la familia como reflejo y expresión de ella.
3. EL MAGISTERIO RECIENTE. Siguiendo el magisterio pontificio más reciente, Pío XII, haciéndose
eco de la enseñanza de los Padres, recuerda a los matrimonios que «la familia es una verdadera
célula de la Iglesia»14; Juan XXIII también atribuye a la familia la categoría de célula de Iglesia,
dirigiéndose a los grupos de matrimonios Notre-Dame: «Vosotros deseáis hacer de esta sociedad
única y privilegiada que es la familia, una verdadera célula de Iglesia» 15. Y la constitución conciliar
LG afirma expresamente: «En esta especie de iglesia doméstica, los padres deben ser para los
hijos los primeros educadores de la fe mediante la palabra y el ejemplo» (LG 11); para añadir más
tarde que «inculcando la doctrina cristiana a los hijos amorosamente recibidos de Dios...
colaboran en la fecundidad de la madre Iglesia» (LG 41). Y Pablo VI afirma que «en cada familia
deberían reflejarse los diversos aspectos de la Iglesia entera» (EN 71). Y la Familiaris consortio
afirma que «la familia, a su manera, es una imagen viva y una representación histórica del
misterio mismo de la Iglesia» (FC 49).
Entre la Iglesia y la familia existe una unión tan estrecha e íntima, que «la familia está puesta al
servicio de la edificación del reino de Dios en la historia, mediante la participación en la vida y
misión de la Iglesia» (ib). Por cuanto la Iglesia-madre edifica la familia cristiana mediante el
anuncio de la palabra de Dios, con la celebración de los sacramentos, con la proclamación del
mandato nuevo del amor para que imite y reviva el amor de donación y sacrificio del Señor (cf ib),
la familia cristiana está insertada de tal forma en el misterio de la Iglesia, que participa, a su
manera, en la misión de salvación que es propia de la Iglesia. Por eso la familia se convierte en
comunidad salvada y está llamada a transmitir a los hermanos el mismo amor de Cristo,
haciéndose así comunidad salvadora (ib).
Esta relación tan «íntima entre Iglesia y familia es la causa de que la familia esté llamada a tomar
parte activa y responsable en la misión de la Iglesia de manera propia y original». Es decir, «la
participación de la familia en la misión de la Iglesia debe realizarse según una modalidad
comunitaria..., en cuanto pareja... y en cuanto familia» (ib).
«El amor conyugal y familiar expresa y realiza la participación de la familia cristiana en la misión
profética, sacerdotal y real de Jesucristo y de su Iglesia» (FC 50). Queda así establecido el
fundamento de la triple dimensión del ministerio de la familia cristiana. El ministerio que hemos
observado en la familia judía aparece también en la familia cristiana; pero con la gran diferencia
de que, en la familia cristiana, tiene como fundamento a Cristo y a su amor y entrega por su
Esposa la Iglesia, expresados y realizados como signo sacramental en el matrimonio cristiano.
En efecto, los documentos más recientes del magisterio han empleado la terminología
sacramental al referirse a la familia cristiana, pues los esposos «en virtud del sacramento del
matrimonio, significan y participan el misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia»
(LG 11). Y más aún, los mismos esposos, en cuanto bautizados, pero sobre todo en cuanto su
matrimonio es sacramento, «son testigos y cooperadores de la fecundidad de la Madre-Iglesia,
como símbolo y participación de aquel amor con que Cristo amó a su esposa y se entregó a sí
mismo por ella» (LG 41).
En consecuencia, de igual modo que la Iglesia no es signo de sí misma ni existe para sí misma, sino
que es signo de salvación para el mundo, así también la familia cristiana está llamada a ser signo
de salvación ante todo el mundo. De ahí la afirmación de que: «la familia cristiana está llamada a
tomar parte activa y responsable en la misión de la Iglesia de manera propia y original, es decir,
poniendo al servicio de la Iglesia y de la sociedad su propio ser y obrar, en cuanto comunidad
íntima de vida y de amor» (FC 50).
Si la familia cristiana es comunidad cuyos vínculos son renovados por Cristo mediante la fe y los
sacramentos, su participación en la misión de la Iglesia debe realizarse según una modalidad
comunitaria; juntos, pues, los cónyuges en cuanto pareja, y los padres e hijos en cuanto familia,
han de vivir su servicio a la Iglesia y al mundo. Deben ser en la fe un solocorazón y una sola alma,
mediante el común espíritu apostólico que los anima, y la colaboración que los empeña en las
obras de servicio a la comunidad eclesial y civil.
La familia cristiana edifica, además, el reino de Dios en la historia, mediante esas mismas
realidades cotidianas que tocan y distinguen su condición de vida. Es, por ello, en el amor
conyugal y familiar –vivido en su extraordinaria riqueza de valores y exigencias de totalidad,
unicidad, fidelidad y fecundidad16 – donde se expresa y realiza la participación de la familia
cristiana en la misión profética, sacerdotal y real de Jesucristo y de su Iglesia. El amor y la vida
constituyen, por lo tanto, el núcleo de la misión salvífica de la familia cristiana en la Iglesia y para
la Iglesia. Lo recuerda el Vaticano II cuando dice: «La familia hará partícipes a otras familias,
generosamente, de sus riquezas espirituales. Así es como la familia cristiana, cuyo origen está en
el sacramento del matrimonio, que es imagen y participación de la alianza de amor entre Cristo y
la Iglesia, manifestará a todos la presencia viva del Salvador en el mundo y la auténtica naturaleza
de la Iglesia, ya por el amor, la generosa fecundidad, la unidad y fidelidad de los esposos, ya por la
cooperación amorosa de todos sus miembros» (GS 48).
¿Cuál es la base teológica que confiere su sacramentalidad a la familia cristiana? Si espigamos las
razones que aduce la FC, podemos decir que la sacramentalidad de la familia cristiana tiene como
fundamento el sacramento del matrimonio, que hunde sus raíces en el sacramento del bautismo.
En efecto, la misma exhortación apostólica afirma: «el matrimonio de los bautizados se convierte
así en el símbolo real de la nueva y eterna alianza, sancionada con la sangre de Cristo... Mediante
el bautismo, el hombre y la mujer son insertos definitivamente en la nueva y eterna alianza, en la
alianza esponsal de Cristo con la Iglesia. Y debido a esta inserción indestructible, la comunidad
íntima de vida y de amor conyugal, fundada por el Creador, es elevada y asumida en la caridad
esponsal de Cristo, sostenida y enriquecida por su fuerza redentora» (FC 13).
Los esposos son, por tanto, el recuerdo permanente, para la Iglesia, de lo que acaeció en la cruz;
son el uno para el otro y para los hijos, testigos de la salvación, de la que el sacramento les hace
partícipes. De este acontecimiento de salvación, el matrimonio, como todo sacramento, es
memorial, actualización y profecía; «en cuanto memorial, el sacramento les da la gracia y el deber
de recordar las obras grandes de Dios, así como de dar testimonio de ellas ante los hijos; en
cuanto actualización les da la gracia y el deber de poner por obra en el presente, el uno hacia el
otro y hacia los hijos, las exigencias de un amor que perdona y que redime; en cuanto profecía les
da la gracia y el deber de vivir y de testimoniar la esperanza del futuro encuentro con Cristo» (ib).
Y de manera más explícita aún, y como sacando las consecuencias del sacramento del matrimonio
para la familia cristiana, añade: «También la familia cristiana está inserta en la Iglesia, pueblo
sacerdotal, mediante el sacramento del matrimonio, en el cual está enraizada y de la que se
alimenta, es vivificada continuamente por el Señor, y es llamada e invitada al diálogo con Dios
mediante la vida sacramental, el ofrecimiento de la propia vida y oración» (FC 55).
A partir de estos textos se aprecia perfectamente, pero siempre en estrecha relación con el
sacramento del matrimonio, una terminología sacramental. Se aplican a la familia términos que
son sacramentales, tales como: signo y participación, misterio de unidad y de fecundo amor, viva
imagen y representación. Y la sacramentalidad no se afirma solamente del matrimonio, de la
conyugalidad, del amor interpersonal de los esposos, sino que también se afirma y aplica a la
familia, a la totalidad de la comunidad familiar, a las relaciones entre los componentes de la
familia. La sacramentalidad de la familia cristiana remite siempre y necesariamente –pues de lo
contrario no podría entenderse– al mismo Cristo y a su amor y entrega por la Iglesia, por lo que
puede decirse que la familia cristiana es también sacramento de la salvación de Cristo y de la
naturaleza o misterio de la Iglesia.
Según D. Borobio, puede señalarse como contenido sacramental especial de la familia, «el ser esta
la expresión concentrada de una sacramentalidad plural. Y sería así por varios conceptos: porque
desarrolla toda la sacramentalidad del matrimonio, y porquevive y celebra, es fruto y agente
especial de los demás sacramentos. En efecto, la familia desarrolla de una forma positiva y
plenificadora todos los aspectos sacramentales del matrimonio: su fundamento antropológico
(comunidad de vida y amor), cristológico (unión esponsal, por la encarnación del Verbo, de la
naturaleza humana y divina), pascual (entrega de amor de Cristo a su Iglesia), eclesiológico (la
familia sujeto y objeto de la Iglesia), trinitario (analogía de la comunicación en el amor familiar con
la trinitaria), pneumatológico (el amor familiar vivificado por el Espíritu) y escatológico (la familia
como anuncio de la gran familia escatológica). Pero, por otro lado, la familia es concentración de
sacramentalidad, porque ella misma, en cuanto familia cristiana, es fruto y agente de los diversos
sacramentos»17.
En efecto, «el deber educativo recibe del sacramento del matrimonio la dignidad y la llamada a
ser un verdadero y propio ministerio de la Iglesia al servicio de la edificación de sus miembros» (FC
38). El sínodo «ha presentado la misión educativa de la familia cristiana como un verdadero
ministerio, por medio del cual se transmite e irradia el evangelio, hasta el punto de que la misma
vida de familia se hace itinerario de fe y, en cierto modo, iniciación cristiana y escuela de los
seguidores de Cristo» (FC 39). «En virtud del ministerio de la educación, los padres, mediante el
testimonio de su vida, son los primeros mensajeros del evangelio ante los hijos». «Así la familia de
los bautizados, convocada como Iglesia doméstica por la Palabra y por el Sacramento, llega a ser a
la vez, como la gran Iglesia, maestra y madre» (FC 38).
a) Siendo, en primer lugar, una comunidad evangelizadora (EN 71), misión apostólica que «está
enraizada en el bautismo y recibe con la gracia sacramental del matrimonio una nueva forma para
transmitir la fe, para santificar y transformar la sociedad actual según el plan de Dios» (FC 52).
b) Este ministerio, original e insustituible, asume las características típicas de la vida familiar. Por
ello «acompaña la vida de los hijos también durante su adolescencia y juventud» (FC 53). Es decir,
abarca todo el arco educativo de la familia: desde la más tierna infancia hasta la mayoría de edad.
a) El sacramento del matrimonio es fuente y medio de santificación para los cónyuges y para la
familia cristiana (cf FC 56-58).
b) El sacerdocio bautismal de los fieles, vivido en el sacramento del matrimonio, constituye, para
los cónyuges y la familia, el fundamento de una vocación y misión sacerdotal, que se ejerce en la
celebración de la eucaristía y de los demás sacramentos, pero también con la vida de oración
personal y familiar (cf FC 59). En consecuencia, matrimonio y familia son como un santuario de
oración y culto a Dios, dé modo que la plegaria familiar se caracteriza por ser «una oración hecha
en común, marido y mujer juntos, padres e hijos juntos».
c) Y las características de esta oración familiar son: 1) Tiene como contenido «la misma vida de
familia, que en diversas circunstancias es interpretada como vocación de Dios y es actuada como
respuesta filial a su llamada» (FC 59). 2) Los padres tienen el deber específico de educar a sus hijos
en la plegaria, de introducirlos progresivamente en el descubrimiento del misterio de Dios y del
coloquio personal con él; y lo harán mediante el ejemplo concreto y el testimonio de oración (FC
60). 3) La oración familiar constituye para los hijos la introducción natural a la oración litúrgica
propia de toda la Iglesia, por cuanto prepara a ella y la extiende a la vida personal, familiar y
social. La oración familiar, además, prolonga el culto celebrado en la Iglesia (cf FC 61). 4) La familia
cristiana ha de celebrar en casa los tiempos y festividades del año litúrgico, pero adaptándose a
las diversas exigencias y situaciones de la vida, sin olvidar la oración de la mañana y de la noche, la
lectura de la palabra de Dios, la preparación a los sacramentos y las devociones (cf FC 61). 5)
Finalmente, la oración familiar es la condición para que la familia asuma su responsabilidad y
participación en la vida y misión de la Iglesia (cf FC 62).
Haciendo todo esto, la familia cristiana no sólo edifica la Iglesia, sino que se pone al servicio del
hombre y del mundo, actuando la verdadera promoción humana y realizando así su propia misión.
Ahora ya podemos concretar y especificar las características propias de la familia cristiana, para
poder así identificarla claramente, señalando los rasgos que la diferencian de cualquier otro tipo
de familia. Sintetizando cuanto hemos dicho, son estos: En primer lugar, su eclesialidad, su
realidad de iglesia doméstica, con la que la misma realidad humana y creatural de la familia queda
trascendida, supe-rada y constituida en signo de salvación. En segundo lugar, su sacramentalidad,
es decir, el reconocimiento del sacramento del matrimonio como la fuente que recorre e
impregna toda la realidad familiar cristiana y que la convierte en imagen y representación de la
Iglesia. Y finalmente su ministerialidad, es decir, el reconocimiento de la existencia, dentro del
ámbito de los ministerios eclesiales, de un ministerio conyugal y su estrecha relación con el
sacramento del matrimonio. El Papa, concluyendo la FC, pone como prototipo y ejemplo de todas
las familias cristianas a la Sagrada Familia de Nazaret (FC 86).
Estas tres características o rasgos definitorios de la familia cristiana, han de estar necesariamente
en la base de toda pastoral familiar. O mejor dicho, toda pastoral familiar no sólo ha de contar con
ellas sino que ha de partir de ellas, ya que son las que modelan y configuran la identidad propia de
la familia cristiana. Sólo descubriéndolas podrá la familia cristiana recuperar, vivir y expresar la
identidad que Dios quiere para ella y ser lo que es (cf FC 17).
NOTAS: 1. GENDRON, El hogar cristiano: ¿una iglesia verdadera?, Communio 8 (1986) 615; cf P. EUDOKIMOV, Ecclesia
domestica, L'Anneau d'Or 107 (1962) 355-356; N. SILANES, La Iglesia de la Trinidad, Secretariado Trinitario, Salamanca 1981,
203-222; D. BoROBIO, Sacramentos y familia. Para una antropología pastoral familiar de los sacramentos, San Pablo, Madrid
1993. – 2. Insegnamenti di Paolo VI, XIV (1976) 640. – 3. Para una breve historia de cómo y por qué se introdujo en el texto de la
redacción de la LG la expresión Iglesia doméstica a instancias del obispo Fiordelli, así como las diferentes redacciones, cf M. A.
FAHEY, La familia cristiana como Iglesia doméstica en el Vaticano II, Concilium 260 (1995) 689-697. – 4. Cf J. M. FENASSE-M. F.
LACAN, Casa, en X. LÉON-DuFOUR, Vocabulario de teología bíblica, Herder, Barcelona 1967, 132-134; M. R. Ruiz, La familia como
iglesia doméstica, Studium 18 (1978) 321-332; M. MARTINI, Comunidad primitiva, en L. PACOMIO (ed.), Diccionario teológico
interdisciplinar II, Sígueme, Salamanca 1982, 64-76; J. R. FLECHA, La familia, lugar de evangelización, PPC, Madrid 1983; La
Iglesia doméstica en la acción evangelizadora de la Iglesia, Teología y catequesis 20 (1986) 523-540; J. LOSADA ESPINOSA, La
familia cristiana, iglesia doméstica, Teología y catequesis 20 (1986) 511-521; L. GENDRON, a.c., 608-623; F. PASTOR RAMOS, La
familia en la Biblia, Verbo Divino, Estella 1994, 99-111; R. AGUIRRE, Del movimiento de Jesús a la Iglesia cristiana. Ensayo de
exégesis del cristianismo primitivo, Verbo Divino, Estella 1998, 79-110. — 5. Entre otros textos que hacen referencia a esta
misión del padre, cf para la función narrativa: Salmos 78, 104, 106, 107; Ex 10,2; 13,8; Is 38,19; Dt 6,4-8.20-25; para la función
testimonial: Ex 13,8; Dt 10,9; para la función educativa: Dt 6,2; 31,13.46; y para la función sacerdotal: Gén 27,27-29; 48,15;
49,22-29. — 6. Cf F. PASTOR RAMOS, o.c., 71-88; X. PIKAZA, Matrimonio y familia en el NT, en AA.VV., Misterio trinitario y
familia humana, Semanas de estudios trinitarios 29, Secretariado Trinitario, Salamanca 1995, 67-167; C. ROCCHETTA, Il
Sacramento della coppia, EDB, Bolonia 1996, 148-159. — 7. Cf O. MICHEL, Oikos, en Grande les.sico del Nuovo Testamento VII,
Brescia 1972, 366-368. — 8. Afirma C. ROCCHETTA que el «misterio grande de Cristo y de la Iglesia desvela el misterio de la
pareja... En tal perspectiva no es la unión de Cristo con la Iglesia lo que reproduce la creación de la pareja y del matrimonio, sino
es la relación hombre-mujer en el matrimonio la que refleja —como en una representación actualizante primero, y en una
representación actualizada después— la unión de Cristo con la Iglesia. La relación conyugal hombre-mujer encuentra en la unión
Cristo-Iglesia, el propio arquetipo y la propia forma ejemplar. La pareja humana ha sido creada por Dios a imagen de Cristo y de
la Iglesia» (o.c., 159). — 9. A este respecto, D. TETTAMANZI afirma: «Nacida y alimentada por el sacramento del matrimonio, la
familia cristiana posee una estructura eclesial esencial. Esta es comunidad de amor y de vida formada por la pareja y por el
núcleo familiar, pero es también y en profundidad comunidad de gracia en íntima y viva unión con la Iglesia... Más aún, la unión
familia-Iglesia es tan profunda y radical, que resulta elemento constitutivo de la identidad cristiana de la familia: esta, a su
modo, es una revelación y una realización del mysterium Ecclesiae. Y, recíprocamente, el mysterium Ecclesiae se manifiesta y
vive también (pero no sólo) dentro y a través de la concreta y tangible realidad de la familia cristiana» (La famiglia vio della
10
Chiesa, Massimo, Milán 1991, 70). - Juan Pablo II utiliza quince veces la expresión Iglesia doméstica en la FC. Sin embargo hay
autores que alertan sobre el posible abuso del término, como N. METTE, La familia en el magisterio oficial de la Iglesia,
Concilium 269 (1995) 683-686. — 11. SAN JUAN CRISÓSTOMO dice: «haz de tu casa una iglesia», In Gen. Sermo 7, 1, en PG 54,
col. 608; y «la casa es una pequeña iglesias>, In Eph. Hom. 20, 6, en PG 62, col. 143; SAN CLEMENTE DE ALEJANDRÍA también
define la familia como casa de Dios, en Strommata III, 10, en PG 8 col. 1. 169; para la doble mesa de la palabra y de la eucaristía,
cf JUAN CRISÓSTOMO, In Gen. Hom. 2, 4, en PG 33, col. 895. — 12. SAN AGUSTÍN, In Joanni.s evangelium LI, en PL 35, col. 1768.
15
— 13. SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis XV, en PG 33, col. 895. — 14. AAS 1939, 502. - JUAN XXIII, Alocución a los grupos
16
matrimoniales de Notre-Dame, Documentation Catéchistique, junio 1955, 8. - Cf PABLO VI, Humanae vitae 9. — 17. D.
BOROBIO, o.c., 193-194.
BIBL.: AGUIRRE R., Del movimiento de Jesús a la Iglesia cristiana. Ensayo de exégesis sociológica del cristianismo primitivo,
Verbo Divino, Estella 1998; BOROBIO D., Notas específicas de la familia cristiana, Misión abierta 3 (1978) 124-133; Sacramentos
y familia. Para una antropología y pastoral familiar de los sacramentos, San Pablo, Madrid 1993; Familia, sociedad, Iglesia.
Identidad y misión de la familia cristiana, Desclée de Brouwer, Bilbao 1994; CAMPANINI G. Y G., Familia, en DE FIORES S.-GOFFI
4
T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991 , 747-762; CODA P., Teología del matrimonio v misterio
trinitario, en AA.VV., Misterio trinitario y familia humana, Semanas de estudios trinitarios 29, Secretariado Trinitario, Salamanca
1995, 195-227; FLÓREZ G., Matrimonio y familia, BAC, Madrid 1995; JUAN PABLO II, Familiaris consortio, San Pablo, Madrid
2 2
1981 ; Carta a las familias, San Pablo, Madrid 1994 ; PASTOR RAMOS R., La familia en la Biblia, Verbo Divino, Estella 1994;
SARTORE D., Familia, en SARTORE D.-TRIACCA A. M. (dirs.), Nuevo diccionario de liturgia, San Pablo, Madrid 1990, 826-840.
FE Y CIENCIA
SUMARIO: I. Qué entendemos por «ciencia». Su relevancia hoy. II. Cómo plantear adecuadamente
la relación fe-ciencia: 1. Fe y ciencia como actitudes humanas; 2. Reflexión sobre los conflictos. III.
Deslinde de competencias para una relación correcta. Algunos aspectos concretos: 1. La
mediación de la filosofía; 2. La autonomía del trabajo científico; 3. Buen enfoque de
argumentaciones sobre Dios y lo religioso; 4. Los científicos y Dios. IV. Contraste entre la imagen
creyente y la imagen científica del mundo. V. Las ciencias del hecho religioso. VI. Fe y ciencia en la
catequesis.
Al tratar en este contexto la relación fe-ciencia, puede suponerse como ya aclarado por muchos
otros artículos del Diccionario el significado del término fe. No así el del término ciencia. Hay en su
uso diferencias notables y es menester hacerse de entrada el concepto pertinente.
En el uso que hoy prevalece, y por motivo del cual se escribe el presente artículo, ciencia añade a
lo dicho una condición más estricta: sólo son ciencia los cuerpos de enunciados que reclaman
objetivamente validez universal; bien porque formulan leyes de la misma mente (ciencias
formales: lógica, matemática), bien porque son contrastables mediante métodos empíricos,
igualmente disponibles para cualquiera (ciencias positivas o empíricas).
Tal restricción del concepto de ciencia se ha ido asentando a partir de la Crítica de la razón pura
de Kant (1781). En nuestro siglo, algunos teóricos de la ciencia extremaron la exigencia, hasta
declarar carentes de significado a los enunciados que no admiten verificación empírica (al menos
indirecta). Tal extremosidad está hoy superada. Se piensa más bien (K. Popper) que los
enunciados (generales) de las ciencias son hipotéticos y se contrastan después con lo empírico,
permaneciendo vigentes mientras no son refutados. Incluso así, queda una línea de demarcación
entre los enunciados científicos y aquellos otros (metafísicos o teológicos) para los que no cabe
asignar un neto contraste empírico que pudiera refutarlos (y, al no darse, los avalara).
Las ciencias positivas gozan en nuestra cultura de gran prestigio social. Las acredita su firme
progreso en los últimos siglos y su poder operativo, ya que están en la base del inmenso
desarrollo tecnológico, que ha transformado y mejorado tan patentemente nuestras condiciones
de vida. A través de ello, la realidad parece avalar el conocimiento científico de un modo como no
avala las teorías filosóficas o teológicas, ni apoya las convicciones de fe de los creyentes. Estos han
buscado a veces ansiosamente el apoyo científico, sin demasiada fortuna; otras veces quedan,
más bien, acomplejados ante las ciencias. Esta es, sin duda, la razón de ser del presente artículo.
Es muy importante no compararlas como si fueran magnitudes homólogas. La fe es, antes que
nada, una actitud de espíritu que la teología llama fides qua (actitud con la que creemos), que
adora y busca salvación; sólo de ahí deriva su importancia la fides quae (lo que creemos, es decir
los enunciados que afirmamos como verdaderos desde la fe).
La actitud de fe busca sentido, no utilidad; busca últimamente esa plenitud que llamamos
salvación. Es una actitud que une inseparablemente la convicción de verdad con el amor y la
esperanza. Una actitud en la que el ser humano se descentra, sale de sí y se entrega. Dice: creo a,
más radicalmente que creo que. Y busca, más que una verificación empírica de la verdad de sus
afirmaciones, la verificación práctica que es la propia entrega en amor servicial al prójimo, el más
verdadero lugar de cita con el misterioso Dios.
Como se ha dicho, también la ciencia es actitud humana, no sólo unos cuerpos de enunciados
cognitivos; es este un punto de vista que hoy se va imponiendo también entre sus teóricos. Los
científicos se agrupan en gremios, tienen sus intereses, son objeto de políticas... Tenerlo en
cuenta ayuda a desmitificar la ciencia –algo sano, aunque no para usarlo como arma
apologética—. Hay otro hecho que también contribuye a esa desmitificación —sin que, de nuevo,
deba abusarse de él apologéticamente—: las ciencias tienen muchos supuestos que no pueden
justificar (por ejemplo, la inteligibilidad de lo real); cabe hablar a su propósito de una fe que
subyace al trabajo científico, pero es claro que se hace un uso análogo del término yno se
eliminan las diferencias y problemas específicos de la fe religiosa.
La actitud científica es, en todo caso, una muy valiosa actitud humana, guiada por un admirable
pathos de objetividad, que impone muchos sacrificios a la veleidad y la vanidad. El creyente haría
mal en no apreciar esa actitud, así como sus frutos y realizaciones, de las que todos nos
beneficiamos. En su alabanza hay que añadir aún que hoy (en contraste con los siglos pasados) la
actitud científica es modesta, consciente de su falibilidad. Junto a esta justa alabanza, siempre
habrá que recordar sus limitaciones: básicamente, su índole dominativa y utilitaria. Que puede
hacerse peligrosa para el ser humano si se erige en pauta suprema. Tal peligro es hoy muy real
(con sus conocidas secuelas antiecológicas y deshumanizantes). Pero ya puede verse que ello no
ha de imputar-se a la actitud científica como tal, sino a que se erija en dominante y no se someta a
una actitud integral ética y humanista.
2. REFLEXIÓN SOBRE LOS CONFLICTOS. Por tanto, es posible ver que, cuando se han dado (en
momentos de la historia moderna, al máximo en el siglo XIX) conflictos agudos entre fe y ciencia,
ha sido en buena medida por-que, apelando a la ciencia, se daban actitudes que, más que
científicas, deben llamarse cientistas (es decir, de una filosofía que erigía a la ciencia en absoluto,
a veces incluso con tonos religiosos, cf FR 88). Las proclamas positivistas de Augusto Comte (a
partir de 1830) fueron de ese estilo. Hoy la mayoría de los científicos están muy lejos del
cientismo.
Complementariamente hay que añadir, mirando a esos mismos conflictos desde el otro ángulo,
que el mundo cristiano vivió mucho de la Modernidad, sobre todo tras la Ilustración (siglo XVIII) y
la Revolución y sus secuelas (siglo XIX), con horror y con injusta repulsa indiscriminada: una
actitud poco coherente con el amor y la esperanza esenciales a la fe cristiana. Y absolutizó las
expresiones del sistema dogmático, desligándolas de la actitud y fundándolas en una lectura
acrítica de la Biblia. Es el defecto que hoy llamamos fundamentalismo (que sabemos criticar más
fácilmente cuando lo vemos en otras tradiciones religiosas).
Cientismo y fundamentalismo, podemos concluir, son los que han originado los conflictos en el
pasado. Es bueno verlo y denunciarlo. Pero ello nos deja ahora ante la obligación de esbozar de
modo positivo las deseables relaciones correctas entre la ciencia y la fe.
Al tratarse de dos actitudes humanas de orientación y función diversa, la clave para evitar los
conflictos y establecer entre ellas una relación mutuamente fecunda está en deslindar bien sus
respectivas competencias. No es competencia de la fe dirimir problemas relativos al conocimiento
de las realidades empíricas, ni orientar nuestra actividad tecnológica. No es competencia de las
ciencias proporcionarnos una visión global y última de lo real ni, menos aún, desvelarnos su
sentido y ofrecernos la salvación.
El doble enunciado que acabo de hacer es razonable y sencillo. Hay que reconocer, no obstante,
que no es siempre fácil su aplicación. Por una parte, la línea prevalente de determinados
conocimientos científicos puede entrar en una, a primera vista real, contradicción con la visión del
mundo que abre la fe; o puede parecer aconsejar prácticas que chocan con principios que emanan
de ella. Por otra parte, las teorías científicas más globalizantes sugieren muy persuasivamente una
visión del mundo y unas consecuentes pautas de acción, que llegan a parecer capaces de suplir a
las de la fe.
Antes de referirme a los contenidos temáticos en los que puede cifrarse lo agudo del problema
para el creyente actual, es oportuno examinar la aplicación del principio metódico de des -linde de
competencias.
La filosofía, por su parte, tiene históricamente más relación con la religión; puede decirse que
nació de ella. Heredó la función, tan esencial para la vida humana, de la donación de sentido. En
su misma etimología, es amor de la sabiduría, búsqueda de sabiduría. Y sabiduría es uno de los
nombres para lo que aporta la religión. La filosofía, eso sí, acentúa la dimensión racional, en
contraste con la religión; y con ello anuncia la evolución que acabará dando lugar a las ciencias.
Es importante también advertir que, en el seno mismo de las grandes tradiciones religiosas, fue
haciéndose progresivamente más relevante la presencia del factor racional; es lo que en el mundo
cristiano se ha llamado teología. La teología es un discurso que, por su estructura, se asemeja más
a la filosofía que a las ciencias (en el sentido actual del término). Es como una filosofía hecha
desde la fe; que, en un cierto momento de su evolución, acude incluso explícitamente a la filosofía
en busca de apoyo (cf FR 64ss). Resulta, pues, esta secuencia: Fe religiosa-Teología-Filosofía-
Ciencias.
Quizá cabe añadir aún lo siguiente. Al menos en culturas humanas con gran desarrollo crítico,
como es la nuestra, la instancia más radical de esa secuencia (radical en sentido etimológico de
cercanía de la raíz) es la filosófica. No es esto asignar papel relevante a la filosofía académica; más
bien al contrario, es reconocer que todo ser humano en una cultura crítica es inevitablemente
filósofo –«el hombre es naturalmente filósofo», afirma Juan Pablo II (FR 64)-, por cuanto necesita
vitalmente hacerse una visión del mundo en la que encuentre sentido a su vida. Ello subyace a su
misma fe religiosa, cuando es personalizada. Vistas así las cosas, es desde una actitud filosófica
equilibrada desde donde el creyente mejor establecerá la relación de su fe y de las ciencias.
2. LA AUTONOMÍA DEL TRABAJO CIENTÍFICO. Lo que enuncia este título es una importante
aplicación del deslinde de competencias. Y es aquello que, al no ser suficientemente atendido por
las autoridades eclesiásticas, provocó conflictos pasados muy típicos, alguno de los cuales se ha
hecho proverbial: el caso Galileo. Galileo no era cientista; fueron los eclesiásticos los que pecaron
de fundamentalismo. No será siempre fácil el discernimiento a hacer en conflictos incipientes.
Hoy, al menos vemos claro que no se supo dar en el siglo XVII a la investigación astronómica la
autonomía que le era debida.
A finales del siglo XIX, tampoco el Vaticano 1 dijo cuanto es justo decir. Acudió a un enunciado
evidente: «La verdad no puede estar contra la verdad» (Dz 1797), para mantener en principio la
buena relación de la fe y la razón. Pero la interpretación que le daba no permitía a las ciencias
unos mínimos elementales de autonomía. Juzgaba todo desde la posesión de verdad por la fe;
desde ahí veía las aparentes contradicciones suscitadas por las ciencias como «inventos de
opinión tomados por asertos racionales» (ib). Concedía que la Iglesia «no prohíbe que tales
disciplinas usen de sus propios principios y métodos, cada una en su propio campo»; pero añadía:
«Reconociendo esta justa libertad, procura cuidadosamente noocurra que contradiciendo [las
ciencias] a la divina doctrina acojan errores o, trasgrediendo sus límites, invadan y perturben el
campo de la fe» (Dz 1799). Todo hubiera podido decirse igual en el prólogo de la condena de
Galileo.
A la premisa: «la verdad no puede estar contra la verdad», no se añade ahora: pero yo tengo la
verdad, luego...; sino: busquemos todos con lealtad y confianza. Naturalmente esto será eficaz en
la medida en que no se den interpretaciones fundamentalistas de la verdad de fe y no haya, de la
otra parte, afectividad excesivamente proclive al cientismo.
Ante todo, hay una incorrección por defecto: la concepción de la fe como no necesitada de
ninguna apoyatura racional. A ella propendió la teología de los reformadores del siglo XVI. La
teología católica tradicional había mantenido, por el contrario, la necesidad de un preámbulo
natural de la fe, encomendándolo a la razón; por ello fue desarrollando una dimensión creciente
de teología fundamental y una alianza con la filosofía (cf FR 36ss). Cuando en el siglo XIX se sintió
menos favorable a la razón (usada de modos muy críticos por diversas filosofías), algunos católicos
buscaron acogerse a la autosuficiencia de la fe. Tal tendencia, que se denominó entonces fideísta,
fue generalmente rechazada, incluso por el magisterio romano.
El tema desborda el presente artículo. Para el tema que nos ocupa hay que decir: no es sana la
tendencia, que aún asoma en ciertas apologéticas, a apelar a las ciencias para hacer más eficaz el
apoyo racional de la fe. Por su limitación temática y de método, las ciencias no pueden
pronunciarse sobre lo que está más allá de lo empírico. Las argumentaciones que puedan hacerse
sobre Dios, sobre el destino humano, etc., serán de índole filosófica. No confundirán, por ejemplo,
una búsqueda de la originación radical del ser (las vías de santo Tomás) con las hipótesis
científicas actuales sobre el origen temporal del cosmos que conocemos (a las que después
aludiré). Darán el mayor relieve a argumentaciones de tipo moral (como la propuesta por Kant).
En general, la razón a que apelen no será apellidable científica, sino, más bien, vital (Ortega;
remito a mi libro Razón y Dios, cf bibliografía). Saber mantener la debida sobriedad autocrítica es
requisito para pedir que, por su parte, el científico no se haga cientista.
4. Los CIENTÍFICOS Y DIOS. Pero, aun reconocidos los límites de las ciencias, es comprensible que
el colectivo de sus cultivadores atraiga como testigo de excepción en cuanto a compatibilidad de
ciencia y fe. Para algunos, el problema se hace muy arduo; por ello miran con ansiedad a los
científicos. ¿Puede un científico actual ser también un creyente en Dios?
En un libro reciente (cf bibliografía), el físico español Antonio Fernández-Rañada pasa revista de
modo muy asequible a las posturas de los científicos más influyentes de la edad moderna y
contemporánea. Su conclusión es neta: «Por sí misma, la práctica de la ciencia ni aleja al hombre
de Dios ni lo acerca a él... La decisión de creer o no creer se toma por otros motivos, ajenos a la
actividad científica; pero, una vez tomada, la ciencia ofrece un medio poderoso para racionalizar y
reafirmar la postura personal» (p. 36). Distingue netamente entre ciencia y cientismo. En su
encuesta sobre científicos notables, hay ciertamente algunos, pero no muchos, que han sido o son
también cientistas. Prevalecen los que han sido creyentes; y han buscado, entonces, la coherencia
de su visión del mundo en su doble condición de creyentes y científicos.
Añade, expresando su propia posición: «Es imposible vaciar la vida de misterio, porque la ciencia
no puede eliminarlo, sino acercarse cada vez más a él. Y, por ello, la religión debe estar basada
antes en la pregunta que en la respuesta, pues cualquier intento de comprenderla racionalmente
no conduce más allá que a la sombra de un tenue reflejo de algo que se puede intuir sin llegar a
saber nunca cómo es» (p. 283). Es, probablemente, una impresión que comparten muchos de los
que son creyentes y se dedican a la racionalidad científica. Las dos actitudes no se dañan, sino que
se favorecen. La fe da horizonte de sentido a la actividad científica. Esta, por su parte, evita una
ilusoria racionalización de la fe (dogmatismo, triunfalismo apologético) y así ayuda al misterio
religioso, «lo purifica, lo libra de la hojarasca tras la que a veces se oculta» (ib).
Es la posición sostenida por Juan Pablo II en su encíclica sobre las relaciones entre fe y razón (FR
cf, entre otros, los nn. 5, 9, 17, 43, 47, 77, 84-85, 95-96, 104, etc).
Aunque haya de ser con gran brevedad, no se debe dejar de abordar algo que para muchos
hombres y mujeres de nuestra cultura puede ser el nervio del problema que plantea la relación
entre fe y ciencia. No se trata de la diferencia y complementariedad de las dos actitudes a las que
he venido prestando atención. Tampoco de uno u otro problema concreto que pueda surgir entre
una determinada doctrina cristiana, teológica o moral, y las teorías científicas vigentes. Sino del
contraste, cada vez menos reductible, en que pueden ir apareciendo los mismos elementos
básicos de la imagen cristiana (creación, encarnación, destino eterno del ser humano...), no con
esta o aquella teoría científica concreta, sino con lo que puede llamarse imagen científica del
mundo; con el agravante de que, mientras las teorías concretas son de pocos, la imagen global va
siendo parte del ambiente cultural (cf FR c. VII).
Veamos a qué me refiero. En la primera frase del credo, el creyente profesa creer en «Dios...
creador del cielo y de la tierra». El cristianismo ha hecho así suya una básica convicción bíblica. No
asumiendo necesariamente como supuesto la primitiva cosmología bíblica de los cuatro estratos,
pero sí al menos la espontánea cosmología de nuestra percepción sensorial (que es canonizada en
la astronomía tolomeica). Ello podría explicar por qué fue tan viva la reacción de la autoridad
católica del siglo XVII contra la revolución astronómica de Copérnico. Por debajo del debate sobre
pasajes bíblicos, latía, probablemente, una impresión de horror porque la nueva visión subvertía
los supuestos mismos de la fe. ¿Qué iba a ser ahora de ese cielo y tierra creado por Dios, del que
parecía esencial la centralidad de nuestra mansión terrenal, que permitiera pensar que Dios podía
elegirla como idónea para encarnarse?
Como sabemos, la hipótesis astronómica hoy vigente propone un cosmos en expansión a partir de
una explosión energética inicial (big bang), de la que proviene la inmensidad de galaxias, en una
de las cuales la Tierra es un simple planeta de una de tantas estrellas. Nuestra Tierra se ha hecho
así de humilde. No menor transformación ha recibido lo que el credo llama cielo: no son bóvedas
o esferas ordenadas en torno nuestro para «cantar la gloria de Dios» (Sal 18), sino un conjunto en
primera impresión caótico.
Pero la dificultad va siendo superada. Tras siglos de hacerse a la nueva astronomía, el creyente
actual no encuentra ya imposible compaginarla con su fe en Dios creador. Incluso ha podido la
propuesta del big bang causar alivio a algunos, por cuanto —frente a hipótesis de cosmos
eterno— supone al menos su temporalidad. Cierto, en un tiempo ahora inseparable del espacio y
la materia; por lo que no cabe decir: el mundo comenzó en el tiempo, sino con el tiempo; aun así,
la reciente hipótesis parecería evidenciar la necesidad de un acto divino creador «para disparar el
big bang». (A quien así piense, será bueno avisarle del riesgo de ligar su fe a una hipótesis
científica que puede alterarse y que, según sus mantenedores, no implica tal necesidad de un
disparador. Fue más cauto santo Tomás al mantener [Summa 1, 46] que no hay por qué ligar
absolutamente la idea de creación con la temporalidad).
Quien hoy cree personalizadamente es que ha logrado, de un modo u otro, hacer compatible una
imagen copernicana del cosmos con la convicción de la dependencia radical de todo respecto a
Dios. Podrá, quizá, serle aún problema su fe en la encarnación, por cuanto ya en el Nuevo
Testamento (cf Col 1) se exaltó el «primado de Cristo» con alcance cósmico, mientras que, por
otra parte, la existencia de seres inteligentes en otros rincones del cosmos no es hipótesis
rechazable, en principio, tras la revolución copernicana. El cristiano deberá saber hallar una
hermenéutica flexible para sus asertos cristológicos; pero pienso que tampoco le resultará
excesivamente difícil.
Problemas más espinosos pueden quizá venir de otra revolución ocurrida en el ámbito científico:
la concepción biológica evolucionista, que presenta la sucesiva aparición de las formas vivientes
en el planeta Tierra como un camino azaroso y, en todo caso, material. El ser humano, que se
tenía por rey de la creación, ve ahora cuestionado su puesto de privilegio. Y no se trata sólo de
una «humillación de su narcisismo» (Freud); pueden entrar en cuestión las que parecían ser
premisas del esencial mensaje cristiano de salvación.
Queda, desde luego, problematizada la dualidad de alma y cuerpo, cual la concebía la teología
tradicional. La más reciente teología ha visto este punto sin angustia, pensando incluso salir
ganando con una vuelta (por detrás del dualismo de ascendencia helénica) a la noción hebrea de
resurrección. Pero esta misma, y con ella toda la escatología, ¿queda incólume en la nueva visión
científica? En todo caso, la imagen cristiana del mundo pide (con una u otra explicación) una
índole espiritual del ser humano, sin la cual carecería de base su relación a Dios. La armonía de
esta visión con la de las ciencias requiere aún elaboración. Podría avanzarse en ella si prosperara
el que algunos llaman hoy principio antrópico: una clave (ya filosófica, no propiamente científica)
de comprensión para toda una concurrencia de azares afortunados, que las ciencias han de
reconocer necesaria para que haya sido posible la vida humana (y de otros eventuales vivientes
inteligentes).
Hay en todo esto implicado otro grave problema, de otro orden, que ha asediado siempre a la
visión creyente: la desgarradora existencia en el mundo de un exceso de mal, no fácil de conciliar
con la bondad amorosa del Creador. Pero este problema puede quizá quedar hoy algo paliado al
asumirse la visión científica evolutiva. Ya que la vida ha debido recorrer un largo camino de
creciente complejidad, sacrificando las unidades deorden inferior como precio del progreso
(Teilhard de Chardin).
Una conclusión que fluye con fuerza tras estas consideraciones del contraste de la visión cristiana
del mundo con la científica, es la necesidad en que se encuentra el creyente, hoy más que nunca,
de saber reinterpretar las expresiones de su fe. Sin esta flexibilidad hermenéutica su situación en
la cultura contemporánea sería desesperada. Tal flexibilidad no significa ningún fallo de la fe, sino
lo contrario: muy pobre sería una fe que se identificara rígidamente con sus expresiones. Cuando
hoy lo vemos así sin mayor dificultad, es justo agradecerlo a otro progreso científico, que en su día
costó admitir: el de las ciencias históricas y filológicas, que han impuesto una lectura crítica de la
Biblia. Al mundo cristiano le costó asimilarlo; pero su asimilación lo ha liberado de graves
fundamentalismos, que todavía hoy cabe lamentar en otras tradiciones religiosas.
Como complemento, debe hacerse aquí al menos una mención de otro aspecto de la relación
entre fe y ciencias. Se han desarrollado en nuestro siglo con amplitud las llamadas ciencias
humanas o ciencias sociales. Son ciencias positivas, referidas a lo empírico de la vida humana,
individual (psicología) o social (etnología, sociología). Sin pretender la precisión de las ciencias
naturales, se proponen dar cuenta del comportamiento humano. Lo religioso, como aspecto de
ese comportamiento, no tiene por qué quedar fuera del estudio; y, en consecuencia, se han
desarrollado capítulos de las mencionadas ciencias específicamente dedicados a ello.
El creyente, de entrada, ha podido verlo con recelo. Pero no es fundada tal actitud y debe
superarse. Como ciencias positivas que son, su objeto nunca será la esencia de lo religioso ni su
verdad, sino sólo su función en la vida humana integral. Desde ahí, podrá ser mucho lo que
aporten al mismo creyente y, sobre todo, a la comunidad de creyentes. Una mirada que
podríamos denominar desde fuera complementa la que el creyente y la comunidad tienen de sí
desde dentro; ayuda a percibir aspectos que pasarían desapercibidos y, bien utilizada, puede
incluso ser un instrumento muy valioso de purificación.
En este breve apartado final presento una simple enumeración de algunos consejos para la
práctica catequética; que se le ocurren a quien, sin vivir de cerca los múltiples problemas
humanos de la catequesis en la sociedad actual, acaba de hacer el esfuerzo de síntesis que
suponen los apartados anteriores. Son enunciados lacónicos de simple buen sentido, que se
prestan a desempeñar el papel de conclusiones finales.
c) Importante también inculcar el deslinde de funciones de ciencia y fe. Lo que incluye aprecio
positivo de las ciencias en su función propia; así como el no sentir desde la fe ni complejos ni
deseo inoportuno de utilización.
BIBL.: ALEMÁN R., Evolución y creación. Entre la ciencia y la creencia, Ariel, Barcelona 1996; DAVIES R, Dios y la nueva física,
Salvat, Barcelona 1985; La mente de Dios, McGraw-Hill, Madrid 1993; DELUMEAU J. (ed.), Le savant et la foi. Des scientifiques
'
s expriment, Flammarion, París 1989; FERNÁNDEZ-RASADA A., Los científicos y Dios, Nobel, Oviedo 1994; GÓMEz CAFFARENA J.,
Razón y Dios, SM, Madrid 1985; LAÍN ENTRALGO R, Cuerpo y alma, Espasa-Calpe, Madrid 1991; NUÑEZ DE CASTRO L, El rostro de
Dios en la era de la biología, Sal Terrae, Santander 1996; PANIKKAR R., Pensamiento científico y pensamiento cristiano, Sal
Terrae, Santander 1994; PÉREZ DE LABORDA A., Ciencia y fe, Marova, Madrid 1980; El hombre y el cosmos (3 vols.), Encuentro,
Madrid 1984; PoPPER K., La lógica de la investigación científica, Tecnos, Madrid 1973 (orig. 1934); Conocimiento objetivo,
Tecnos, Madrid 1974; TEILHARD DE CHARDIN E., El fenómeno humano, Taurus, Madrid 1967.
FE Y CONVERSIÓN
I. Clarificación de conceptos
Estos contenidos de las expresiones hebraicas nos permiten descubrir que la fe comporta: 1)
asentar la vida sobre algo firme, seguro, cierto; 2) estar seguro de que no hay otra realidad que
ofrezca estas características más que Dios; 3) decir AMEN (traducción del aman hebreo) a Dios, es
decir creer en Dios, fundar la existencia en Dios: «Si no os afirmáis en mí, no podréis subsistir» (Is
7,9), y 4) realizar una entrega confiada al Dios siempre fiel, que reclama al hombre entero. En
Génesis 15,6 se nos ofrece el ejemplo prototípico de la fe de Abrahán.
b) Los evangelios ponen de manifiesto que la respuesta de fe del hombre a Dios es fruto de la
acción de Dios (cf Jn 6,44-45), es gracia o don de Dios. Los evangelios reclaman esta fe en Dios y
en su enviado Jesucristo: «Creed en Dios y creed también en mí» (Jn 14,1). En ellos se subraya: 1)
que la fe es la actitud de acogida que los pobres ofrecen al anuncio de la salvación —así lo
reconoce María en el Magníficat (Lc 1,46-55)—; 2) que la fe es la condición para que Jesús realice
su acción salvadora: «tu fe te ha curado» (Lc 8,48), y 3) que la fe es la acogida de Jesús como
Mesías, enviado por el Padre (Jn 20,31).
El Nuevo Testamento, pues, recogiendo el contenido del Antiguo, concreta esta actitud de fe en
una afirmación de Jesucristo: creer en Jesucristo y en el Dios de Jesucristo. El es el testigo fiel (Ap
3,14), que ha dicho siempre Amén a Dios. Creer en Dios y creer en su enviado Jesucristo es el
objeto fundamental de la fe. Para el cristiano, la verdad y las palabras de Jesús son la verdad y las
palabras de Dios mismo (cf DV 4).
Vista como actitud, desde el ser humano, la fe es una opción fundamental y un proyecto total del
hombre que, al asentar su vida en el Dios revelado en Jesucristo, se descubre a sí mismo, a los
otros y al mundo como realidades que tienen, desde ese momento, un sentido más pleno.
Jesús envía a sus discípulos a predicar la conversión (Mc 6,12). Incluso después de la resurrección,
el Resucitado renueva este envío (Le 24,47). A quien se arrepiente y pone su vida en camino de
vuelta hacia Dios, le ofrece su perdón (He 2,38; 3,19; 5,31). El signo que celebra este encuentro
salvador es, en unos casos, el bautismo, con el don del Espíritu (He 2,38); en otros casos, es el
signo de la reconciliación: «A quienes perdonéis los pecados...» (Jn 20,23). Esta es la conversión
moral.
b) Pero hay otro modo de comprender el significado de la conversión, que hace referencia
principalmente al caso de los paganos y, por extensión, al caso de aquellos bautizados que nunca
han vivido una relación personal con Dios y que incluso desconocen prácticamente la dimensión
teológica del pecado. Se trata de personas que fueron bautizadas de niños, que han vivido un
largo trecho de su vida sin ninguna referencia a Dios y que, por consiguiente, no son capaces de
comprender que sus comportamientos éticamente incorrectos tienen una repercusión en Dios;
desconocen, por tanto, el sentido teológico del pecado.
¿De qué realidad hablamos? Del encuentro personal de Dios con el hombre y del hombre con
Dios. En este encuentro, el ser humano se afirma a sí mismo, entregándose libremente a Dios y, a
partir de ese momento, sitúa a Dios como centro de su vida. El acto de entrega constituye lo que
llamamos la fe; y el descentramiento de sí mismo y el centramiento en Dios constituye lo que
llamamos la conversión. Ambas dimensiones del acto de fe son, en sí mismas, aspectos de una
única realidad.
a) La samaritana (Jn 4,1-42). Esta mujer tuvo la fortuna de encontrarse con Jesús, que había ido a
su encuentro. En el decurso del diálogo entre Jesús y la samaritana, Jesús se manifiesta como
profeta y como Mesías. La mujer acoge esta autorrevelación de Jesucristo. En esta acogida se
produce el acto de fe y la primera conversión de la mujer.
b) Pablo de Tarso (He 9,1-19). En este texto, junto a He 22,6-16 y 26,12-16, san Lucas nos
transmite la conversión de Pablo. Pablo siente un profundo odio a los cristianos, hasta el punto de
ir a Damasco en su persecución. Sin embargo, Dios le sale al encuentro, toma la iniciativa. Una luz
repentina deja ciego a Pablo. Se oyela voz del propio Jesús vivo: «Yo soy Jesús de Nazaret, a quien
tú persigues» (22,8). «¿Qué tengo que hacer, Señor?» (22,10). El encuentro con Jesús transforma
a Pablo. Este acoge en la fe la manifestación de Dios e inicia su conversión.
c) Grupos de primeros cristianos (He 2,29-41). En el caso de los primeros cristianos, su acceso a la
fe y su vuelta a Dios es respuesta al anuncio explícito de la buena noticia, realizada por los
apóstoles. No se trata de un signo extraordinario, por su carácter inhabitual, como fue la luz
cegadora que envolvió a Pablo. Se trata del camino ordinario que Dios utiliza para comunicarse al
ser humano. Dios nos habla utilizando habitualmente mediaciones humanas (Heb 1,1-2). Afirma el
Directorio general para la catequesis: «La evangelización, al anunciar al mundo la buena nueva de
la Revelación, invita a hombres y mujeres a la conversión y a la fe. La llamada de Jesús, convertíos
y creed el evangelio (Mc 1,15), sigue resonando, hoy, mediante la evangelización de la Iglesia»
(DGC 53). En este caso los profetas —los que hablan en nombre de Dios—son los apóstoles, que
atestiguan la resurrección de Jesús y llaman a sus oyentes a volverse al Dios de Jesucristo.
Presentan a Jesús como el Señor y Mesías, el único salvador que trae el perdón de Dios. Cuando
los oyentes acogen la Palabra, reciben el Espíritu Santo, que transforma y convierte el corazón de
los nuevos creyentes.
El camino habitual que conduce a la fe y a la conversión pasa por un anuncio expreso de Jesús, el
Señor. Los hombres y mujeres acogen esta comunicación de Dios, y en su interior experimentan
un cambio o transformación. Fe y conversión aparecen como dos aspectos de una misma realidad.
1. LA FE COMO LLAMADA DE DIOS. Cuando hablamos de la conversión estamos hablando del paso
de la incredulidad a la fe. Este paso sólo puede producirse porque hay una llamada de Dios:
«Nadie puede venir a mí si el Padre que me envió no lo trae» (Jn 6,44). Una llamada que,
directamente o a través de mediaciones, se dirige a lo más hondo del espíritu del ser humano. Es
una iluminación, una inspiración, una solicitación del Amor: «Me sedujiste, Señor, y me dejé
seducir» (Jer 20,7). Esta llamada adquiere matices diferentes en cada persona. No puede ser de
otro modo, pues se trata de la llamada a un encuentro interpersonal y no hay dos personas
iguales.
2. LA FE COMO RESPUESTA A DIOS. La respuesta del ser humano a esta llamada de Dios es lo que
constituye la fe. Esta respuesta a Dios no tiene lugar, generalmente, de forma inmediata, sino que
se van dando pasos progresivos: nace, al principio, una simpatía por la'figura de Jesús; surge una
inquietud o interés por Cristo y su evangelio. El sí a Jesucristo es entrega a su persona y
aceptación de la verdad que se nos revela en su persona (DGC 54). Al mismo tiempo se van dando
pasos progresivos en la conversión. La precatequesis viene a clarificar y madurar esta simpatía
primera por Cristo, hasta llegar a la fe y conversión iniciales (cf DGC 62).
En este acto de fe se produce el encuentro con Dios; Dios llama, el hombre o la mujer acoge esta
llamada y responde a ella con todo su ser. En esta respuesta el ser humano experimenta un
profundo cambio, al que llamamos conversión. En efecto, una persona que hasta entonces había
vivido girando en torno a su propio yo, a partir de ese momento experimenta que su vida
comienza a girar en torno a otro centro, que es Dios. La persona puede tener el sentimiento,
mezcla de dolor y de gozo, de que se pierde y al mismo tiempo se salva (J. Mouroux). Esta
experiencia de descentramiento llega a traducirla san Pablo en aquella famosa expresión «No vivo
yo..., es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). Es acogerse a los brazos de Dios, es descansar en su
regazo, es sentirse sostenido por su amor, es, en definitiva, experimentar lo que expresa el Salmo
63: «Tu amor vale más que la vida».
J. Martín Velasco explica así esta experiencia: «Hacer de la fe la sustancia de lo que se vive
comporta una radical conversión, que desaloja del hombre un corazón vuelto sobre sí mismo y
que tiende a convertirse en centro y medida de todo, para poner en su lugar el espíritu de Dios
que lleva a ese corazón a realizarse no en el dominio y la posesión, sino en la autodonación y en la
entrega. Una conversión así transforma la vida toda del creyente en manifestación de ese corazón
nuevo, de ese nuevo espíritu y hace de esa vida su permanente irradiación hacia el mundo»1.
3. LA FE COMO NUEVO CENTRO DE LA VIDA. En esta línea aparece con claridad que el acto de fe-
conversión sólo puede ser comprendido adecuadamente desde la clave del amor. Cuando se
produce el enamoramiento, tanto si es algo instantáneo, a lo que llamamos flechazo, como si es
fruto de un proceso más o menos largo, la persona experimenta que alguien viene a sacarla de sí
misma. Y se pregunta: «¿Qué he podido hacer yo para que este otro/otra se haya fijado en mí, me
haya preferido a mí?». Y la respuesta es siempre la misma: «Nada; absolutamente nada».
¿Entonces? La conclusión es evidente: «No me lo merezco».
Aparece en toda su dimensión la gratuidad del amor. Por inmerecida, la entrega de otra persona
deja desconcertada a la persona preferida. Le hace salir de sus casillas; la descentra de sí misma.
Ya no vive más que para gozar. Y el gozo consiste precisamente en volcarse sin medida sobre la
persona que la ha trastornado.
4. GRATUIDAD DE LA FE. La experiencia religiosa del encuentro con Dios conlleva unas
características semejantes. Podríamos rastrearlas en las experiencias de muchos convertidos de
ayer y de hoy, y en las páginas inigualables de los grandes místicos, desde el bíblico Cantar de los
cantares hasta las poesías sublimes de santa Teresa o de san Juan de la Cruz.
Sin embargo, conviene dejar claro que hablar de experiencia religiosa no supone, normalmente,
algo así como tocar con los dedos a Dios. Por regla general, el encuentro con Dios no se traduce en
un contacto vívido, en una presencia luminosa, en unaemoción o impresión directas. Como
tampoco la experiencia humana del enamoramiento tiene, siempre y en todos los casos, estas
características. Dios puede tocar a la persona, autorrevelarse y llamarla también desde la
penumbra. Tal vez fuera mejor decir: desde el misterio. Dios se asoma, se deja ver, se manifiesta,
pero el ser humano nunca puede captar el misterio en toda su hondura y trascendencia.
La manifestación más clara de Dios se nos ha dado en Jesucristo. Pero, a pesar de la claridad de
esta manifestación, «el Verbo vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11).
1. «FIDES EX AUDITU». Es este un aforismo que ha adquirido carta de naturaleza desde los
tiempos apostólicos (cf Rom 10,13-14.17). Los que han «comido y bebido con el Resucitado» (He
10,41) proclaman explícitamente a Jesús como el Señor, el Mesías, el Salvador. Los primeros
testigos del Resucitado hablan en estos términos: «Nosotros no podemos dejar de decir lo que
hemos visto y oído» (He 4,20). «Eso que hemos visto y oído, os lo anunciamos» (lJn 1,3). Y san
Pablo argumenta: «Todo el que invoque el nombre del Señor se salvará. Ahora bien, ¿cómo van a
invocar a aquel en quien no creen? ¿Cómo van a creer en él si no han oído hablar de él?» (Rom
10,13-14).
Desde el principio se entendió adecuadamente la encomienda del Señor: «Id por todo el mundo y
predicad la buena noticia a toda criatura. El que crea y sea bautizado se salvará» (Mc 16,15-16).
El camino habitual que permite al hombre o mujer encontrarse con Dios pasa por un previo
anuncio, realizado por aquellos que son enviados. Como dice san Pablo: «Bienvenidos los que
traen buenas noticias» (Rom 10,15). Este anuncio explícito de Jesús como el Cristo, esta
proclamación de la buena noticia, es lo que se denomina anuncio misionero o evangelización
misionera, que trata de «suscitar la fe con la ayuda de la gracia, abrir el corazón, convertir,
preparar una adhesión global a Jesucristo» (CC 49).
Destinatarios de esta evangelización misionera son tanto los paganos, en sentido estricto, es
decir, los que nunca tuvieron fe en Jesucristo, como aquellos bautizados que nunca dieron una
adhesión personal a Jesucristo y a su mensaje (EN 56). Estos están necesitados de la fe inicial y de
la conversión inicial. En el DGC se emplean estos términos progresivos: 1) primer anuncio para
despertar la simpatía, el interés hacia Cristo; 2) catequesis kerigmática, precatequesis, catequesis
de carácter misionero, para llevar esa simpatía hasta la fe y conversión iniciales; 3) catequesis de
inspiración catecumenal para lograr la primera madurez en la fe y conversión, y 4) la celebración
de los sacramentos de la iniciación, o renovación de los mismos para entrar en la comunidad
cristiana o arraigarse en la misma con una formación permanente abierta al mundo (cf DGC 61-62;
63-68; 69-72; 88-90).
2. LA FE INICIAL. Según el decreto Ad gentes (13-15), la fe inicial reviste los siguientes rasgos3:
a) Aceptación del Dios vivo. La aceptación del Dios vivo, que quiere comunicarse a sí mismo a los
hombres. Quien se abre a la fe inicial desea comenzar por vez primera, o recuperar, su relación
con Dios. Intuye con una primera lucidez que el Dios anunciado por Jesucristo es alguien
significativo y vital para su realización personal.
b) Primera adhesión libre a Cristo. Quien llega a la fe inicial comienza a descubrir, a través de la
Palabra y el Espíritu, que la relación con el Dios vivo pasa a través de Jesucristo, de modo que «no
hay salvación fuera de él» (He 4,12). Y da una primera adhesión libre a Jesucristo, como salvador,
aunque no tenga un conocimiento completo de su persona.
Es en este diálogo donde el ser humano elige libremente que Dios ocupe el centro de su vida, que
los deseos de Dios sean los deseos de su voluntad humana, que el amor de Dios sea el
fundamento de su amor humano; se inicia el seguimiento de Jesús. La acción de la gracia —
decimos los creyentes— hace posible esta vuelta a Dios, esta primera conversión. Como puede
comprenderse, esta transformación interior tiene al comienzo unas características de iniciación.
La posterior maduración enla experiencia configura los rasgos que aquí se han descrito.
Que unas personas adultas, en cuanto a su edad, lleguen a ser cristianos adultos, es decir, adultos
en su fe, requiere un tiempo de profundización, que les capacite para vivir responsablemente su
vida como creyentes y para dar testimonio de esa misma fe a quienes se lo pidan. «La catequesis
es una etapa de la evangelización, que trata de conducir hasta la adultez en la fe a quienes han
optado por el evangelio o se encuentran deficientemente iniciados en la vida cristiana» (CAd 45).
c) Al confesar la fe, nos sentimos miembros del pueblo de Dios como tal, que es la Iglesia. Pablo VI
llamó al símbolo de la fe «el Credo del pueblo de Dios». Vinculado a la fe de la Iglesia, el creyente
confiesa su fe. Esta vinculación a la Iglesia es mucho más que una mera adscripción jurídica. En la
Iglesia, el creyente descubre la comunidad de los hijos de Dios, dispersos por el pecado,
congregados por Jesús, el salvador, y enviados al mundo a anunciar el evangelio (LG 4). «Reúne en
torno a ti, Padre misericordioso, a todos tus hijos dispersos por el mundo» (Plegaria eucarística
III).
Descubrir, por tanto, el misterio de la Iglesia, misterio de comunión con Dios por medio de
Jesucristo y en el Espíritu (sínodo 1985, relación final II, C 1) es elemento imprescindible de una fe
adulta. Como lo es, asimismo, llegar a la convicción de que la Iglesia existe para anunciar el
evangelio (EN 14) y construir el reino de Dios. Esta realidad de la Iglesia como comunión, es
fundamental en los documentos del Vaticano II, como lo subraya el sínodo de 1985 (II, C 1).
4. LA FE COMO TAREA CONTINUA. Llegar a la medida de Cristo es obra del Espíritu y consecuencia
de un ejercicio permanente. «La fe de un cristiano adulto debe ser una fe confesante» 4. Los rasgos
de esta fe son los siguientes: 1) Una fe que sea eje y centro de la vida: no un valor, junto a otros,
sino el valor supremo, «lo único necesario», según la expresión del evangelio. 2) Una fe
experienciada y vivida: no un simple asentimiento a las verdades que Dios revela y que la Iglesia
enseña, ni un mero cumplimiento de prácticas cultuales y morales, sino una experiencia personal
de encuentro con Jesucristo, en algún modo similar a la experiencia personal de los discípulos de
Jesús. 3) Una fe expresada y anunciada: que se vive en el interior del corazón y se confiesa con•los
labios (Rom 10,9), a la que se presta el gesto y la voz, que se encarna en el espacio y el tiempo,
que supera el ámbito de lo privado y se proclama como buena noticia («Id por todo el mundo...»
[Mc 16,15]); que compromete la vida en la defensa de la justicia, de los hombres, a quienes
reconoce como hijos de Dios. 4) Una fe en diálogo permanente con los hombres y mujeres de
nuestro tiempo, capaz de comunicar a estos el testimonio inculturado del amor inmenso de Dios,
manifestado en Jesucristo. 5) Una fe coherente, que se atreve a testimoniar lo que uno ha visto y
experimentado, lo cual es una prueba de credibilidad que verifica la verdad de lo que atestigua: la
propia vida del testigo. 6) Una fe que desarrolla su poder humanizador. «La gloria de Dios es que
el hombre viva», afirmaba san Ireneo. Hoy es preciso mostrar que la fe en Jesucristo lleva a los
creyentes a vivir más humanamente, a humanizar las relaciones sociales, a combatir las
estructuras injustas y deshumanizantes, a promover formas de cultura más dignas del ser
humano.
Vivir esta fe adulta conduce a la recreación del hombre nuevo, de la mujer nueva, a quien el
espíritu de Dios va transformando interiormente en unos seguidores fieles de Jesucristo.
Esta experiencia de transformación interior no se produce de una vez para siempre. La presencia
del pecado en la vida humana ejerce una influencia sobre el convertido, para alejarlo de Dios. La
fuerza del mal es como una fuerza centrífuga que solicita a la libertad humana para que el
creyente se aleje de Dios. Esta realidad no desaparece cuando se produce en él la primera
conversión. Así lo experimentaba san Pablo, una vez convertido: «No hago el bien que quiero, sino
el mal que no quiero: eso es lo que hago» (Rom 7,18-24). La conversión, por el contrario, nace de
una decisión libre por la que el creyente se entrega a Dios, y es como una fuerza centrípeta que
ejerce el Espíritu sobre la voluntad humana. Una fuerza que lleva al creyente a centrar su vida en
Dios.
Por eso, la actitud de conversión se hace necesaria durante toda la vida. Más aún, la maduración
de la fe incluye, como un elemento imprescindible, la actitud de conversión permanente. Así
aparece en la Sagrada Escritura:
a) Los profetas. A través de los profetas, Dios llama al pueblo a la conversión, a dejar los ídolos y a
volverse al Dios de los padres, al único Dios.
c) Jesús hace presente el Reino en medio de los hombres. Se lo ofrece a todo el que crea; es una
oferta de vida y salvación. El no lo impone, no fuerza a nadie; sólo invita a sus oyentes a aceptar el
don de Dios. Sólo les pide un signo de conversión: él ha venido a llamar «a los pecadores para que
se conviertan» (Lc 5,32). Para Jesús lo que cuenta es la conversión del corazón y la actitud de
búsqueda del reino de Dios y su justicia (Mt 6,33).
NOTAS: 1. J. MARTÍN VELASCO, Increencia y evangelización. Del diálogo al testimonio, Sal Terrae, Santander 1988, 132. — 2. ID,
El encuentro con Dios. Una interpretación personalista de la religión, Cristiandad, Madrid 1976, 56-57. — 3. Cf GARITANO F.,
Catequesis misionera con los alejados de la fe, Actualidad catequética 141 (1989) 63-95. — 4. J. MARTÍN VELASCO, Increencia...
o.c., 131-142.
2
BIBL.: ALFARO J.-RAHNER K.-FRIES H.-DARLAP A., Fe, en RAHNER K. (ed.), Sacramentum Mundi III, Herder, Barcelona 1976 , 96-
147; BARREAD J. J., La fe de un pagano, Studium, Madrid 1969; El reconocimiento o ¿qué es la fe?, Studium, Madrid 1970; BRIEN
A., ¿Qué es creer?, Narcea, Madrid 1974; FEINER J.-LOHRER M., Mysterium salutis, Cristiandad, Madrid 1992, 109-125 y 183-201;
GARITANO F., Catequesis misionera con los alejados de la fe, Actualidad catequética 141 (1989) 63-71; GOFFI T., Conversión, en
4
DE FIORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991 , 356-362; MARTÍN VELASCO J., El
encuentro con Dios. Una interpretación personalista de la religión, Cristiandad, Madrid 1976; Increencia y evangelización. Del
diálogo al testimonio, Sal Terrae, Santander 1988; MoUROUx J., Creo en ti. Estructura personal de la fe, Juan Flors, Barcelona
1964; Del bautismo al acto de fe, Studium, Madrid 1966; OBISPOS DE EUSKAL-HERRIA (País Vasco), Creer hoy en el Dios de
Jesucristo, Carta pastoral de Cuaresma-Pascua 1986, Secretariado Trinitario, Salamanca 1986; RAHNER K., Conversión, en
Sacramentum Mundi 1, Herder, Barcelona 1972, 976-985; SHULTER R., La conversión (metanoia), inicio y ,forma de la vida
cristiana; SEBASTIÁN AGUILAR F., Antropología y teología de la fe cristiana, Sígueme, Salamanca 1973.
FE Y CULTURA
SUMARIO: I. Una relación viva en el fondo de lo humano. II. Cultura y culturas: dificultad de una
definición. III. El Vaticano II y la cultura. IV. La evangelización de las culturas. V. La inculturación de
la fe. VI. La fecundidad del encuentro fe-cultura/as. VII. La defensa de lo humano piedra de toque
de las culturas. VIII. La catequesis sobre el tema.
La relación que se da entre los dos términos del título se encuadra en la más amplia de religión y
cultura. La religión representa una dimensión originaria de la persona y la cultura un factor que
configura a la humanidad y a cada uno de los sujetos. La relación es permanente y, aunque no en
todos los momentos se haya dado con la misma intensidad, la historia atestigua una tensión
innegable entre ellas, igual que da cuenta de su profunda interrelación.
Además, la complejidad del problema que ese binomio enuncia se hace más perceptible en
nuestro tiempo, pues resulta patente la presencia de una pluralidad de religiones en una
multiplicidad de culturas. Más aún, esa misma pluralidad de religiones no deja de estar en relación
con lo múltiple de las formas culturales, que van moldeando la manera como los humanos viven y
expresan la presencia de lo divino.
Quienes creen son, inseparablemente, seres culturales. Así los símbolos, narraciones y doctrinas
en los que se expresa lo religioso, al igual que formas de organización y conducta que son
patrimonio de las religiones, son a la vez expresiones de las culturas, como puede ejemplificarse
con los textos, instituciones y obras de arte que constituyen la herencia cultural.
En este sentido afirmaba P. Tillich que «en las formas culturales la religión se actualiza», y que «la
religión es la forma de la cultura». En la misma dirección apunta la afirmación que ha repetido
Juan Pablo II de que «una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no
enteramente pensada y fielmente vivida» (Discurso fundacional del Consejo pontificio para la
cultura, 1982).
De acuerdo con lo anterior, se advierte también que un logos interno de las religiones ha
generado pensamiento, arte y cultura en general. Los símbolos (y los símbolos religiosos) han sido
precursores y generadores de razón: en esos conjuntos de símbolos —señala J. Martín Velasco—,
y con ayuda de ellos, la humanidad hagenerado una visión de la realidad y la han abierto más allá
de lo inmediato, y en ellos ha expresado los aspectos más profundos de su existencia: los símbolos
han dado que pensar1.
Aunque la relación fe-cultura se ha dado en todos los tiempos, la problemática que ese binomio
enuncia no había sido tematizada con la atención con que lo ha sido en estos decenios. Basta
recorrer algunos de los documentos eclesiales y la producción teológica para advertir que las
alusiones a la cultura/las culturas se multiplican en fechas relativamente recientes.
Se puede pensar que la mayor presencia del término deja entrever la conciencia de cierto
extrañamiento de la fe respecto de la cultura moderna, como advertiremos en algunos textos.
Pero el interés obedece también a que cultura es hoy una categoría clave en las ciencias humanas,
que han conocido un llamativo desarrollo desde el siglo pasado. Una categoría imprescindible en
el análisis y comprensión de las sociedades y grupos.
Ahora bien, sucede que el contenido del término cultura ha experimentado un corrimiento muy
notable, que explica su ensanchamiento. Seguir ese recorrido resulta necesario para delimitar su
campo de significación, ya que el término resulta hoy, en cierta medida, polivalente. Ese cambio y
ensanchamiento de la noción explica también que aparezca con frecuencia creciente la mención
de culturas en plural.
Del ser humano se dice que es animal cultural, y la cultura —que se difracta en una variedad de
culturas— es considerada como el dinamismo fundamental que condiciona todas las formas de
vida social y la manera misma de interpretar la realidad.
La historia de la palabra y la compleja realidad a que hace referencia, han merecido importantes
estudios que es necesario tener en cuenta, para comprender tanto aquel corrimiento a que nos
referíamos como la atención creciente que ha merecido en la reflexión eclesial (véase
bibliografía).
En siglos pasados —hasta entrado el siglo XIX— el término cultura, de origen latino, aludía al
cultivo de diversas realidades y al afinamiento del espíritu mediante el cultivo de las facultades
personales. Su contenido se encuadraba, por tanto, en el mundo intelectual o estético, y las
personaspodían ser, según este sentido, cultas o incultas. Una acepción que puede encontrarse en
los humanistas hasta siglos avanzados, y que dura hasta hoy.
Pero ya en 1871, E. B. Tylor dio entrada en su obra al sentido antropológico que prevalece
ulteriormente: «La cultura o la civilización —escribe— es el conjunto complejo que comprende el
saber, las creencias, el arte, la ética, las leyes, las costumbres y cualquier otra aptitud o hábito
adquirido por el hombre como miembro de la sociedad»2.
Este sentido se ha impuesto y ha dejado atrás el etnocentrismo de que adolecía aquella otra
concepción, más clásica, de cultura-culta, que se identificaba prácticamente con la de occidente.
En el contexto de las ciencias sociales y de la antropología, las definiciones de cultura se acumulan,
sin que resulte fácil reducirlas a mínimos comunes. Dos estudiosos del tema, A. L. Kroeber y C.
Klukhohn, después de pasar revista a unas doscientas definiciones, ofrecen esta
definición/descripción a modo de síntesis: «La cultura consiste en los modelos de
comportamiento; modelos que son explícitos o implícitos, adquiridos o transmitidos por medio de
símbolos, y que constituyen las realizaciones distintivas de los grupos humanos, su encarnación en
artefactos. En el corazón mismo de la cultura están las tradiciones... y especialmente los valores
que se vinculan a ellas»3.
A esta comprensión de la cultura como identificadora de grupos humanos responde el que hoy
hablemos en plural de culturas, tomando distancia respecto de cierto «imperialismo cultural»,
que pretendía una extensión y una aceptación no discutida de la cultura occidental como
hegemónica.
La idea de cultura que prevalece, sin ser única, en los estudios recientes es la que se ha ido
abriendo paso en la antropología y, más allá de las variaciones que experimenta según disciplinas,
escuelas y autores, responde al reconocimiento de que, justamente por la cultura, el ser humano
se define frente a su entorno y toma posición ante las cuestiones fundamentales.
Un exponente de que el término recubre el espacio de lo humano en su riqueza es la glosa que del
término hace H. Carrier en el Diccionario de la cultura: «Para sociólogos y antropólogos la cultura
es todo el ambiente humanizado por un grupo; es su manera de comprender el mundo, de
percibir al hombre y su destino, de trabajar, de divertirse, de expresarse por medio de las artes,
de transformar la naturaleza por medio de las técnicas y los inventos. La cultura es el producto del
genio del hombre, entendido en su sentido más amplio: es la matriz psicosocial que se crea,
consciente o inconscientemente, una colectividad; es su marco de interpretación de la vida y del
universo; es su representación propia del pasado y su proyecto de futuro, sus instituciones y sus
creaciones típicas, sus costumbres y sus creencias, sus actitudes y sus comportamientos
característicos, su manera origiñal de comunicarse, de producir y de intercambiar sus bienes, de
celebrar, de crear obras que revelen su alma y sus valores últimos». Y añade todavía: «La cultura
es la mentalidad típica que adquiere todo individuo que se identifica conuna colectividad; es el
patrimonio humano transmitido de generación en generación» 4.
Se comprende, por tanto, que cada grupo que mantiene cierta consistencia y duración tiene su
propia cultura. Como la tienen las naciones, las tribus y aun las categorías sociales. Y se entiende
que, en ese mismo sentido, se pueda hablar de cultura moderna o posmoderna.
No entraremos en las diversas tesis que discuten la evolución, el influjo e interrelación que se da
entre unas y otras culturas, ni en las aproximaciones que se vienen haciendo entre cultura y
lenguaje, cultura y sociedad, cultura y vida cotidiana. Nos detendremos únicamente en el
planteamiento reciente de las relaciones entre fe y cultura/as'.
Antes de entrar en detalles, conviene advertir que la preocupación creciente que los documentos
eclesiales de los últimos decenios reflejan coincide con aquel corrimiento a que hamos aludido y
con momentos en que el término adquiere prestigio en la antropología. Al mismo tiempo, ese
término, abarcante, como hemos podido ver en las descripciones de su contenido antes citadas,
venía siendo utilizado para analizar conjuntos sociales, grupos étnicos, y la propia situación del
mundo occidental.
Es sabido que todavía en las intervenciones de Pío XII la palabra cultura (como civilización)
conservaba aquel sentido clásico a que nos hemos referido; pero, terminada la I Guerra mundial,
la reflexión cristiana se mostró sensible a la noción ampliada que venía abriéndose paso entre los
estudiosos, y recurrió a ella a la hora de plantear la relación entre la Iglesia y el mundo. Así J.
Maritain publicó, en el decenio de los años treinta, trabajos como Religión y cultura y Humanismo
integral. Y en años cercanos al Vaticano II, en los que se registra una notable preocupación por el
mundo y una clara voluntad de diálogo con él, se recurre con frecuencia al término como
categoría de análisis.
En ese ambiente se sitúan las abundantes alusiones a la cultura/as —más o menos directas— que
se encuentran en el conjunto de las constituciones y decretos conciliares.
En relación con el sentido clásico, cuyo uso se mantiene a la vez, están los lugares en los que el
Concilio exhorta a los cristianos a que se comprometan en la tarea de promoción y creación
cultural, de manera que más grupos sociales y pueblos participen y tengan acceso a los «bienes de
la cultura» (entendida según la consideración tradicional).
Pero hay otros que indican ya un entendimiento de la cultura en el sentido más reciente. Se trata
de pasajes en los que se plantea la urgencia de conocer e insertarse en el mundo, de promover un
diálogo de la fe con las realidades culturales varias y con las diversas culturas. Algunos párrafos
importantes de la constitución Lumen gentium (cf LG 13 y 17), del decreto Ad gentes sobre la
actividad misionera (cf AG 3 y 21) así como del que trata del diálogo interreligioso, son
exponentes de un modo de comprender la cultura/las culturas como inseparables de la existencia
de grupos y pueblos diversos.
El Concilio entiende que la Iglesia, que ha de anunciar el evangelio en todas las culturas, se dirige a
ellas con respeto y consideración para con su peculiaridad, y de ellas recibe bienes que redundan
en alabanza del Creador.
En conjunto, el Vaticano II, que quiso atender al mundo actual y puso en el centro de sus
consideraciones al ser humano, abrió un espacio considerable a la cultura y a las culturas como
interlocutoras de la fe. Baste anotar que en sus documentos el término cultura o culturas aparece
casi un centenar de veces.
H. Carrier recuerda que en el Concilio se ofrece «una visión dinámica, histórica y concreta de la
humanidad que se va construyendo, y la pauta de lectura de la historia contemporánea, así como
del progreso. A distancia, incluso, de anteriores modos de hablar, que entendían... la cultura en su
sentido humanista»6.
También A. Tornos ha hecho notar que en esos textos se hacen afirmaciones importantes, que
muestran cómo la Iglesia se ha abierto a un modo nuevo de considerar la cultura y las culturas. De
hecho, se atiende allí a su carácter necesariamente histórico y social, y se apunta a la necesidad de
interpretar correctamente los hechos culturales. Hay una clara constatación del pluralismo
cultural y de la conexión entre las diversas culturas. Se reconocen los valores presentes en ellas, a
la vez que se subraya como criterio decisivo la dignidad de los sujetos agentes-receptores, de
manera que se ha podido decir que, en el pensamiento del Concilio, una verdadera cultura es
inseparable de un verdadero humanismo (J. L. Ruiz de la Peña)7.
En años sucesivos, la consideración de las culturas en relación con la fe ha ido avanzando. Pablo VI
abordó ampliamente el tema en Evangelii nuntiandi (1975), a partir de las deliberaciones del
sínodo sobre la evangelización.
La lectura de esta exhortación apostólica muestra que la tarea de «evangelizar la cultura y las
culturas», que se señala como tarea eclesial, implica un replanteamiento de lo que significa
evangelizar y una toma de conciencia más profunda de lo que representa la diversidad cultural.
Los números 18, 19 y, sobre todo, 20 de este documento –que refieren a su vez a lo anotado en
GS 53— ofrecen un enfoque de la cuestión que ha tenido importantes desarrollos en años
sucesivos.
Evangelii nuntiandi comienza reconociendo que «lo que importa es evangelizar —no de una
manera decorativa, como con un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta
sus mismas raíces— la cultura y las culturas... tomando siempre como punto de partida la
persona, y teniendo siempre presentes las relaciones de las personas entre sí y con Dios».
A continuación realiza una importante distinción no separadora: «El evangelio y, por consiguiente,
la evangelización no se identifican ciertamente con la cultura y son independientes con respecto a
todas las culturas. Sin embargo, el Reino que anuncia el evangelio es vivido por hombres
profundamente vinculados a una cultura, y la construcción del Reino no puede menos de tomar
los elementos de la cultura y de las culturas humanas. Independientes con respecto a las culturas,
evangelio y evangelización no son necesariamente incompatibles con ellas, sino capaces de
impregnarlas a todas sin someterse a ninguna» (EN 20).
Más adelante, en el mismo número, se afirma que las culturas son regeneradas en el encuentro
fecundo con la Biblia, lo que supone que es aceptada la capacidad de la fe para purificar y
fecundar las culturas con las que entra en contacto.
Ese necesario encuentro con las culturas está ya presente en los párrafos anteriores, en los que se
habla de evangelizar y humanizar en estos términos que han sido una y otra vez citados:
«Evangelizar significa para la Iglesia llevar la buena nueva a todos los ambientes de la humanidad
y, con su influjo, transformar desde dentro y renovar a la misma humanidad... La Iglesia evangeliza
cuando... trata de convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la
actividad en la que ellos están comprometidos, su vida y ambiente concretos (EN 18).
Se reafirma así la convicción de que las dos dimensiones, la de creer y la de crear cultura,
convergen en el centro personal e interaccionan vitalmente. Al reclamar la presencia efectiva de
los creyentes en los entramados culturales, como primer modo de establecer la relación fe-
cultura, EN supera una manera sólo teórica de plantear y tratar el problema.
V. La inculturación de la fe
Pero si el término como tal es de acuñación reciente, la historia de los propios textos bíblicos y la
del cristianismo dan cuenta de que el mensaje —y la fe que suscita— cobran cuerpo en
determinadas culturas, según la ley de la encarnación: «La fe —escribe C. Geffré– se compara a
una semilla, lo propio de la palabra de Dios en los sinópticos. La expresión encarnación de la fe
nos remite evidentemente al mensaje central del cristianismo como encarnación del Verbo de
Dios. Esto significa que la encarnación radical del mensaje cristiano en una cultura no
compromete su integridad, de la misma manera que la humanidad de Dios deja a salvo su
trascendencia»8.
Que el mensaje ha de ser inculturado en aquellas culturas que intenta evangelizar es una
aceptación básica en los múltiples trabajos sobre el tema. Y de inculturación habla Catechesi
tradendae (1980) al afirmar que «aculturación (usado primero a partir de su sentido en los
estudios de antropología cultural) o inculturación expresan muy bien uno de los componentes del
gran misterio de la encarnación».
Catechesi tradendae (CT) se detiene a señalar que «la catequesis, como la evangelización en
general, está llamada a llevar la fuerza del evangelio al corazón de la cultura. Para ello —prosigue
Juan Pablo II— la catequesis procurará conocer esas culturas y sus componentes esenciales,
aprenderá sus valores y riquezas propias. Sólo así se podrá proponer a tales culturas el
conocimiento del misterio oculto y ayudarlas a hacer surgir de su propia tradición viva expresiones
originales de vida, de celebración y de pensamiento cristiano» (CT 53).
Este pasaje resume lo que venían apuntando las discusiones, y es objeto de la reflexión eclesial
que ha seguido. Ahora mismo, el diálogo y la inculturación se plantean no sólo a propósito de
culturas diversas, como ocurre en la evangelización de países africanos o asiáticos, sino ante la
necesidad de vivir y transmitir la fe en nuevas situaciones y estadios culturales como la tardía
modernidad o la posmodernidad. Y en la multiculturalidad que es ya un hecho en países o
regiones de occidente.
De hecho, Pablo VI y Juan Pablo II han repetido que «la síntesis entre la cultura y la fe no es
solamente una exigencia de la cultura, sino también de la fe. Una fe que no se hace cultura es una
fe no plenamente vivida, no enteramente pensada y fielmente vivida» 9. Hasta tal punto hay una
traducción cultural del creer y tan profunda es la relación entre la fe y la cultura.
Más recientemente Juan Pablo II ha recordado, en la encíclica Fides et ratio: «La forma en la que
los cristianos viven la fe está también impregnada por la cultura del ambiente circundante y
contribuye a su vez a modelar progresivamente sus características. Los cristianos aportan a cada
cultura la verdad inmutable de Dios, revelada por él en la historia y en la cultura de un pueblo... El
anuncio del evangelio en las diversas culturas, aunque exige de cada destinatario la adhesión de la
fe, no le impide conservar una identidad cultural propia» (FR 71).
La fe promueve y crea cultura. Ejerce una función crítica respecto de las zonas oscuras de las
culturas: «El anuncio que el creyente lleva al mundo y a las culturas es una forma real de
liberación de los desórdenes introducidos por el pecado y, al mismo tiempo, una llamada a la
verdad plena. En este sentido, las culturas no sólo no se ven privadas en nada, sino que, por el
contrario, son animadas a abrirse a la novedad de la verdad evangélica, recibiendo incentivos para
ulteriores desarrollos» (FR 71).
Y de las culturas recibe la fe valores que pueden considerarse una praeparatio evangélica o una
auténtica ayuda para comprender y desarrollar el potencial y exigencias del creer. Entre ambas, fe
y cultura, hay interacción e intercambio, aunque la una sea irreductible a la otra: «una cultura no
puede ser criterio de juicio y menos aún criterio último de verdad en relación con la revelación de
Dios», se advierte; pero se señala también que «el evangelio no es contrario a una u otra cultura
como si, entrando en contacto con ella, quisiera privarla de lo que le pertenece obligándola a
asumir formas extrínsecas no conformes a la misma» (FR 71).
humanos. El diálogo ha de darse en cada persona y en cada grupo de creyentes, que son, sin
separación, agentes y partícipes de una cultura.
Y ello porque las dos realidades que venimos analizando representan dimensiones humanas
esenciales y se encuentran en un centro personal. Se sigue, por tanto, que la tarea de evangelizar
las culturas se lleva a cabo a través de hombres y mujeres que aceptan el mensaje de salvación y
consienten que ese mensaje irradie en su ambiente vital. El encuentro, que se da en la hondura
personal del creyente, afecta a todo lo que es humano: lo personal, comunitario, social y político.
A todos los ámbitos, realizaciones e instituciones. Así, la fe informa la cultura al impregnar el
mundo vivido, la experiencia cotidiana, las formas de pensar y actuar, las relaciones, la sociedad
de la que toda persona forma parte.
Según un dinamismo propio, la fe llega a incidir en una sociedad y su cultura. A. Tornos y J. Martín
Velasco lo han recordado recientemente al considerar la posibilidad de que el evangelio se haga
presente en el seno de una cultura moderna, plural y secular: «El camino —escribe el segundo—
es que el sujeto de la fe, es decir, las comunidades creyentes, al vivir la fe en las circunstancias de
todo tipo que constituyen su propia cultura, la expresen y encarnen en las mediaciones propias de
la misma. Se trata... de encarnar la fe en unas formas culturales determinadas. En este proceso de
encarnación, las mediaciones repercuten ciertamente sobre la figura concreta que reviste la fe... y
la fe, a su vez, asume y transforma los elementos expresivos de la cultura al conferirles el sentido
nuevo que proporciona el reconocimiento del origen del hombre en Dios, la orientación a él como
a su fin, y su presencia en el interior del hombre y la historia, que les presta una nueva dimensión
de una profundidad inabarcable».
La relación fe-cultura/as es múltiple. Pero a la hora de sintetizar hemos de recordar que hay una
preocupación fundamental que la Iglesia mantiene en el conjunto de la cultura/las culturas
actuales. En los textos eclesiales se señala en primer término, como tarea de la fe en diálogo, la
defensa de los seres humanos, que son los sujetos y el centro de las culturas. La Iglesia apela a la
causa de lo verdaderamente humano, consciente de que el respeto a la dignidad de cada persona
es la piedra de toque de la calidad y valía de una cultura.
Esa defensa sigue a la convicción creyente de que Dios está implicado en la causa del hombre, que
ante los ojos del Creador y Salvador mismo merece la mayor consideración. Y comporta el
esfuerzo por crear un éthos que salvaguarde la dignidad y los derechos de todos, con atención
especial a los más débiles.
Semejante propósito no es viable sin una comprensión de la cultura en que se vive y una
implicación real en el mundo que se quiere evangelizar. Sin una auténtica simpatía y una
verdadera inserción, no es pensable la evangelización o la inculturación de la fe.
Pero el diálogo exige un distanciamiento crítico respecto de la cultura ambiente y hasta cierta
actitud contracultural que resiste a imposiciones o dictados. En ese sentido, cabe esperar que la
palabra de fe sirva de contrapunto deseable en ciertas situaciones, que aporte algo distinto,
inesperado, frente a lo culturalmente dominante.
Cuanto hemos dicho acerca de la consideración que la cultura merece no es ajeno a la catequesis.
Las culturas son inseparables de los seres humanos que viven en ellas y, a su vez, contribuyen a
crear y desarrollar.
El anuncio del evangelio reclama de los creyentes que lo vivan de forma encarnada, lo que
equivale a decir que la fe ha de informar su mundo vital y el entramado cultural en que se
insertan. La fe se hace cultura al inspirar creaciones diversas, pero también en el sentido
abarcante que el término tiene en nuestro tiempo, es decir, cuando informa y alienta una
verdadera humanización.
La catequesis ha de hacerse eco de la urgencia de que los cristianos contribuyan así a favorecer la
creación y promoción de culturas que resguarden la dignidad y la misteriosa profundidad de lo
humano.
Quienes anuncian o preparan el anuncio saben que la fe puede hacer importantes servicios a la
cultura. Al ir al encuentro de la nueva situación cultural, puede ofrecer una inapreciable
aportación que llega desde su entraña y que se puede desglosar en estos términos: 1) valorar los
esfuerzos, las tradiciones diversas y sus múltiples creaciones culturales; 2) sostener el sentido
crítico ante lo que se justifica sólo por ser mayoritariamente aceptado o dominante y, sobre todo,
deshumanizante; 3) avivar el sentido ético y la conciencia de la responsabilidad por el otro como
valores insustituibles en cualquier contexto cultural; 4) alentar las búsquedas de sentido,
testimoniando la esperanza que no muere y confiando en la fuerza de la verdad y la bondad; 5)
testimoniar la fe y dar razón de la esperanza en el lenguaje propio de cada contexto.
En la situación actual, la catequesis no puede despreocuparse de aquellos tramos o aspectos de la
cultura que más de cerca preparan la apertura a la fe, que son en cierto modo su preámbulo.
NOTAS: 1. Cf J. MARTIN VELASCO, El malestar religioso de nuestra cultura, San Pablo, Madrid
1998', 152. – 2. E. B. TYLOR, Cultura primitiva I, Ayuso, Madrid 1976, 19. Sobre la historia del
problema pueden verse los trabajos citados en la bibliografía. Hay una buena síntesis en A.
TORNOS, Fe y culturas, SM, Madrid 1995, y en L. DucH, Religión y mundo moderno, PPC, Madrid
1995, 101-133, con referencias bibliográficas. – 3. Cf A. L. KROEBER-C KLUCKHOHN, Culture:
Critical Review of Concepts and Definitions, Museum of American Archeology and Ethnology,
Cambridge 1952. – 4. Cf H. CARRIER, Diccionario de la cultura, Verbo Divino, Estella 1994, 150-161.
– 5. Cf A. TORNOS, O.C., 10-15; – 6. H. CARRIER, o.c., 475. – 7. J. L. Ruiz DE LA PEÑA, Una fe que
crea cultura, Caparrós, Madrid 1997, 20-54. – 8. C. GEFFRÉ, El cristianismo ante el riesgo de la
interpretación, Cristiandad, Madrid 1984, 215. – 9. JUAN PABLO II, Carta para la institución del
Pontificio Consejo para la cultura (20-5-82). – 10. D. AMALORPAVADASS, Evangelización y cultura,
Concilium 134 (1978) 82-88. -11 Cf J. B. METZ, en X. KAuFMANN-J. B. METZ, Zukunftsfúhigkeit.
Suchbewegungen im Christentum, Friburgo 1987, 130-138.
BIBL.: Además de la citada en notas; AA.VV., Cristianismo y cultura en la Europa de los años 90,
PPC, Madrid 1993; CARRIER H., Evangelio y culturas. De León XIII a Juan Pablo II, Edice, Madrid
1988; CHIAVACCI E., Cultura, en Diccionario teológico interdisciplinar II, Sígueme, Salamanca 1982,
230-240; CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA, Para una pastoral de la cultura, Ciudad del
Vaticano (23 mayo 1999); GÓMEZ CAFFARENA J., La entraña humanista del cristianismo, Verbo
Divino, Estella 1987; Raíces culturales de la increencia, Sal Terrae, Santander 1988; GONZÁLEZ-
CARVAJAL L. Ideas y creencias del hombre actual, Sal Terrae, Santander 1991; MARTIN VELASCO J.,
Ser cristiano en una cultura posmoderna, PPC, Madrid 1996; POUPARD E., Cultura y cristianismo,
en Diccionario de las religiones, Herder, Barcelona 1987, 383-393; ROVIRA BELLOSO J. M. Fe y
cultura en nuestro tiempo, Sal Terrae, Santander 1988; TORNOS A., Actitudes de los creyentes ante
la evangelización de la cultura, Univ. Pont. Comillas, Madrid 1992; TORRES QUEIRUGA A.,
Inculturación de la fe, en FLORISTÁN C.-TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos fundamentales del
cristianismo, Trotta, Madrid 1993, 611-619.
FEMINISMO Y CATEQUESIS
b) El uso del singular mujer debe ser preferentemente sustituido por el plural mujeres para evitar
el tono de abstracción o sublimación que suele acompañar al singular y más si se escribe con
mayúscula.
Las perspectivas del movimiento feminista están cambiando. Se trata menos de ser iguales a los
hombres que de saber lo que hay que cambiar en las estructuras políticas, económicas y sociales
para permitir a mujeres y hombres participar desde una situación de igualdad en la edificación de
un nuevo orden mundial.
Se está dando, no sin tensiones y resistencias, el paso de una antropología dualista a otra
antropología unitaria que integra objetividad y subjetividad, que es pluridimensional y considera
lo humano como múltiple, abierto, sensible a la creatividad y al cambio. Esta nueva antropología
permite situar a hombres y mujeres en un plano de igualdad (no de uniformidad) y de
relacionalidad (no de dependencia), y está abierta a los valores de sensibilidad, creatividad e
intuición.
Pero esta nueva visión, que tiene mucho de pascua por lo que conlleva de costoso y de
transformador, está aún lastrada por los mitos que pesan sobre las mujeres y de los que
necesitamos tener consciencia: 1) la mujer es el arquetipo del mal (mito de Eva tentadora, tabú de
la sangre menstrual que hace de la mujer un ser impuro y la aleja del ámbito cultual); 2) la mujer
es la naturaleza más que la cultura, y ese confinamiento se disfraza y se sublima privilegiando, por
encima de todo, su maternidad; 3) la mujer es objeto sexual.
La persistencia de los mitos hace que se olviden las verdaderas causas del origen de la
marginación femenina: el abuso de la fuerza física por parte del varón, la ignorancia en las
culturas antiguas de la ovulación de la mujer y, por tanto, de su plena participación en la
procreación; la importancia en las sociedades primitivas de tener gran número de hijos, lo que
hacía que la mujer estuviera constantemente embarazada y cuidando a los pequeños, mientras
que el varón se dedicaba a la caza o a la guerra.
La inclusión de lo femenino en la reflexión sobre el ser humano exige a la catequesis revisar sus
presupuestos antropológicos: los a priori, las ideas recibidas, las ideas aprendidas, e ir aceptando
el otro modo de interpretar la realidad, articular pensamiento y crear lenguaje que aporta la
visión femenina.
b) El modelo denominado de hermenéutica crítica feminista parte de los textos para remontarse a
su contexto histórico y social, con vistas a una reconstrucción teológica de los orígenes cristianos,
que permita ver cuál era el papel de las mujeres en las primeras comunidades.
Sea el que sea el método empleado, la mirada femenina debe hacerse presente en la
aproximación catequética a la Biblia: 1) aportando una mayor lucidez al ir desterrando las
ideologías con las que solemos acceder a ella y con las que, con frecuencia, se pretende confirmar
el funcionamiento de una Iglesia configurada según las categorías masculinas; 2) recordando que
no somos inocentes a la hora de acceder a ella, sino condicionados por nuestra pertenencia a uno
u otro sexo; 3) tratando de impedir que se distorsionen las imágenes convirtiéndolas en principios
teológicos; 4) haciendo ver que la Biblia está escrita por hombres y refleja lo que se vivía en una
sociedad patriarcal, pero que esa descripción es del orden de la realidad y no del de la verdad, es
decir, del proyecto de Dios sobre nuestra humanidad; 5) rechazando como inútil el intento de
buscar en la Biblia una especificidad femenina distinta de la masculina y poniendo de relieve que
lo que encontramos en ella son testimonios de cómo hombres y mujeres creyentes vivieron la
acogida de una Palabra que les fue dirigida y cómo respondieron a ella; 6) familiarizando con
personajes bíblicos femeninos, especialmente con las mujeres de los evangelios; 7) invitando a
reconocer las grandes líneas de fuerza que recorren toda la Escritura y que nos afectan
indistintamente a todos: la historia como lugar de revelación y de encuentro con el Dios liberador
de su pueblo, con un Dios que no soporta la opresión de ninguno de sus hijos e hijas; la alianza
como clave de amor gratuito y fiel y como proyecto de unas relaciones de fraternidad y no de
dominio; la parcialidad de Dios hacia los débiles, los empobrecidos, los no significativos; la
llamada y el impulso hacia una vida vivida en plenitud por hombres y mujeres, y avalada por la
resurrección de Jesús.
3. EN EL LENGUAJE SOBRE DIOS. Nadie se opondría a la afirmación de que el Dios de Jesús está
más allá de las imágenes que podemos hacernos de él y que su misterio trasciende la realidad
mundana y, por lo tanto, nuestras representaciones sexuales. Y, sin embargo, la imagen que la
catequesis sigue grabando demasiadas veces en la mente de los niños y adultos es la de un Dios
de rasgos exclusivamente masculinos.
Hacer nuevo nuestro lenguaje sobre Dios significaría recuperar de la Biblia y de la tradición de la
Iglesia las imágenes femeninas que también lo expresan, no para ir en búsqueda de un Dios
andrógino, sino para corregir e integrar el lenguaje religioso sexista en un lenguaje más integral y
universal, menos inadecuado para dar noción de la trascendencia. Es en este sentido en el que la
teología feminista habla de recuperar la femineidad de Dios. Estos podrían ser algunos intentos:
a) Recordar las imágenes bíblicas de un Dios materno que ha llevado a su pueblo en sus entrañas
(Job 38,28-29; Is 46,3; 49,15): le da de comer como una madre a su hijo (Núm 11,12; Sal 34,9; Sal
131,2; Is 49,15; 66,10-12); lo trata con una ternura que sólo las madres pueden dar (Dt 32,10-14;
Os 11,1-4); habla de su relación con Israel con las imágenes llenas de fuerza de una mujer
parturienta (Os 13,4-8; Is 42,13-15); lleva a su pueblo sobre sus alas o lo protege con ellas (Sal
17,8; 36,8; 57,2; 61,5; 63,8; 91,4; Rut 2,12; Dt 32,11; Is 31,5; Ex 19,4; Is 4,5); le mantiene su amor
fiel, del que es una pálida imagen el amor de las madres (Sal 27,9; Is 49,14-16; Is 66,12-13); se
queja de la falta de respuesta de Israel, como lo haría una madre por la falta de respuesta de su
hijo (Dt 32,15-19; Is 45,9-11).
b) Recuperar la sabiduría del Antiguo Testamento, mediadora entre Dios y la obra de la creación
(Prov 8; Si 24; Sab 7-10) y la imagen de la Sekinah, que en la tradición judía expresa la presencia
terrestre y reconciliadora del Dios que acompaña a su pueblo en el exilio.
c) Y junto a este llamar también a Dios madre nuestra, evocando esa fuerza generadora de vida,
que nos crea, sostiene y alimenta, habría que recuperar también, despojado de sus connotaciones
patriarcales, la verdadera imagen de Dios como Padre. Como dice D. Sblle, si es verdad que puede
dar pie a una religión autoritaria que engendra una cultura de sumisión, también puede expresar
una religión humanitaria de la que surja la solidaridad.
a) Comprender la encarnación como la acción por la que Dios se hace hombre, en el sentido de
asumir la condición humana, concretándola en un ser masculino: Jesús recapitula y asume esa
condición humana y su ser sexuado es de orden ocasional, no existencial. Por lo tanto hay que
comprender la masculinidad de Jesús como el presupuesto histórico necesario para poder cumplir
su misión, sin concederle un valor salvífico particular. Era impensable, dice K. Rahner, que en una
sociedad patriarcal como la que vivió Jesús, hubiera podido presentarse como mujer para cumplir
su misión de profeta de los tiempos mesiánicos. Jesús es la autoexpresión de Dios, no por su
masculinidad, sino porque realiza su presencia en nuestra historia.
b) Ver en él al ser humano que mejor ha vivido la integración armónica entre lo masculino y lo
femenino que componían su humanidad, consiguiendo una total madurez.
c) Tomar como ángulo de mira su relación con las mujeres y comprobar cómo: 1) al dirigirse a ellas
emplea el mismo lenguaje que si se dirigiera a hombres adultos: no duda en hablar de teología
con la samaritana, se admira de la fe de la cananea, las acepta en su seguimiento; 2) equipara a la
mujer con el hombre en cuanto a las exigencias morales, y esto supone, en el caso del matrimonio,
reciprocidad y equiparación en las responsabilidades; 3) rompe con el lenguaje de la naturaleza y
precisa que la llamada originaria no es la maternidad física, sino la escucha obediente de la
Palabra; 4) saca a las mujeres de los roles específicos donde estaban confinadas y las hace
interlocutoras, amigas, y comunicadoras de su mensaje, dándoles cabida en su proyecto; 5) su
predicación, sus actitudes y su conducta rompen con los esquemas tradicionales de su cultura y
con los tabúes y prácticas religiosas discriminatorias.
d) En cada uno de sus encuentros con mujeres, les ofrece participar en una experiencia pascual, es
decir, en un paso, un tránsito, una transformación. La situación inicial en que suelen encontrarse
es de negatividad y desolación: en torno a ellas suelen aparecer tejidas sutiles redes de
tradiciones estériles y de costumbres discriminatorias, pero el encuentro con Jesús hace saltar por
los aires las fronteras, los prejuicios, las falsas inferioridades que intentaban atraparlas. Su palabra
convierte a cada una de aquellas mujeres en protagonistas de su liberación; y ellas, al dejarse
conducir a través de esa pascua, se transforman en seres nuevos, dejan atrás todo lo que era
símbolo de su opresión, de su necesidad y de su muerte. Se convierten en primicias de un pueblo
liberado: estaban en la mentira y alcanzan el conocimiento; estaban en la opresión y desembocan
en la libertad; estaban arrinconadas en la exclusión y aparecen integradas en un ámbito nuevo de
vinculación y de alianza.
A través de ellas, Jesús se revela como vencedor de todas las negatividades de la existencia e
inaugura una
sociedad de iguales en la que la mujer tiene las mismas posibilidades que el hombre. Por eso su
mensaje y su práctica se convierten en una alternativa a la sociedad patriarcal vigente y
manifiestan provocativamente cómo son las relaciones en la vida del Reino.
a) «Porque todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús; pues los que habéis sido bautizados
en Cristo, os habéis revestido de Cristo. No hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay
hombre ni mujer, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3,26-28). Sacar todas las
consecuencias de la consagración bautismal supondría dejar de interpretar este texto de Pablo en
sentido espiritualista, o como algo reservado al tiempo escatológico, y leerlo, en cambio, como
algo que hay que traducir en actos concretos en la Iglesia y en la sociedad.
El mensaje de Gál 3,26-28 no es una afirmación aislada y fortuita de Pablo, equiparable a otros
textos de subordinación que aparecen en sus cartas: es una experiencia clave, no sólo de la
teología paulina, sino de la concepción teológica que el movimiento cristiano misionero tenía de sí
mismo, y que supuso un impacto histórico de inmenso alcance. Significa que Cristo hace libres y
suprime cualquier privilegio o relación de dominación y discriminación.
Una catequesis que ayude a profundizar en las consecuencias del bautismo, llevaría a una
superación del esquema eclesiológico centrado en lo jerárquico, para ir caminando hacia una
eclesiología de comunión, que acentúa la dimensión comunitaria, fraternal y corresponsable de la
Iglesia, en la que participen todos los creyentes como sujetos activos y dinámicos.
c) Finalmente, si la mujer, como afirma Juan Pablo II en la Mulieris dignitatem es «el otro yo en la
humanidad común», debe llegar a ser también «el otro yo» en la comunidad eclesial. La Iglesia
está hoy provocada por las nuevas formas de presencia de las mujeres: en la teología, en la
espiritualidad, en la formación y enseñanza, en la catequesis, en la liturgia. Y estas no pueden
seguir excluidas del nivel de las decisiones y de las estructuras.
6. EN LA IMAGEN DE MARÍA. La aportación del feminismo a la reflexión teológica sobre María es,
en primer lugar, introducir una sospecha sobre ciertos desarrollos de la mariología clásica:
especialmente cuando cae en el peligro de exaltar a María en unos términos que la alejan de la
experiencia humana, o cuando la presenta como la dimensión femenina de la divinidad. Hay que
huir de los arquetipos, volver a la sobriedad bíblica y recuperar los rasgos de una mariología
profética que ve en María la mujer abierta al Espíritu que dice sí a Dios y canta el Magníficat como
himno de liberación. Jesús, al llamarla mujer, se dirige a alguien que participa plenamente de la
condición humana y a la que el evangelio no mira como privilegiada, sino como agraciada y
maravillada ante el don increíble de llevar y dar al mundo al Hijo de Dios.
«María, lejos de ser pasiva o alienada, no dudó en afirmar que Dios es defensor de los humildes y
oprimidos, y que derriba del trono a los poderosos. Este modelo no es sólo para las mujeres, sino
para todo discípulo o discípula del Señor, incluso en el empeño por la liberación y realización de la
justicia» (Juan Pablo II, Marialis cultus, 37).
Si el proyecto de alianza de Dios con la humanidad fue roto por los hijos e hijas de Eva, María nos
da las arras de la nueva creación que será establecida íntegramente en el Reino.
La ética del cuidado es una ética ecológica, que aporta la llamada que sienten las mujeres a cuidar,
alimentar, hacer crecer y defender la vida en todas sus manifestaciones. De ahí la importancia de
la presencia de mujeres en los lugares donde se toman las decisiones sobre economía, política y
cultura, para ponerlos al servicio de la compasión y la solidaridad.
Dios ha confiado a los hombres y mujeres la tierra entera: para nosotros no hay otro camino más
que el de trabajar juntos en esta tierra que se nos ha entregado para que la hagamos fecunda. La
tarea está más allá de nosotros mismos, y urge poner en primer término los proyectos y las
acciones en favor de un mundo más justo, que es lo que, a la larga, podrá liberar y sanear nuestras
relaciones.
Esta expresión pretende rescatar el ámbito de las relaciones entre hombres y mujeres en la vida
cotidiana, como el espacio en el que pueden expresarse y verificarse todas las actitudes más
arriba indicadas. Y aquí el trabajo de la catequesis es de hacer gustar, hacer experimentar como
buena y deseable esa manera de relación que hoy aparece como nueva y emergente, pero a la
que no accederemos sin que otros nos hayan mostrado su valor.
Cuando, según el Deuteronomio, Moisés envió a doce del pueblo para explorar la tierra, ellos
volvieron diciendo: «Es buena la tierra que el Señor nuestro Dios va a darnos» (Dt 1,22-25).
Empleando la misma imagen, podríamos decir que un/a catequista es alguien que ya ha explorado
esa tierra y puede dar su testimonio personal: «Vale la pena el esfuerzo de caminar hacia ella».
Vamos a recordar algunas características de ese nuevo tipo de relaciones cotidianas, en el que ya
estamos dando los primeros pasos y que se comunican como por ósmosis y contagio en el ámbito
de la catequesis. Es un talante diferente, que quiere ofrecer odres nuevos para el vino nuevo del
Reino; y en él, tanto hombres como mujeres, intentamos: 1) hacer posible que cada uno posea
una autonomía tal que le permita respetar al otro en la alegría, la ternura, el amor, la
reciprocidad, y establecer una forma de relación en la que desaparezcan los recelos y las
descalificaciones, los prejuicios, los complejos y las falsas paternidades y filiaciones, que van
siendo sustituidas por el reconocimiento mutuo, el trato cordial y fraterno, el respeto hacia lo
diferente; 2) celebrar la alegría de los pequeños pasos que se van dando en dirección hacia una
Iglesia en la que el acento no esté puesto en la dualidad clérigos/laicos, hombres/ mujeres,
gobernantes/gobernados, sino en la comunión que nace de integrar la diversidad en la unidad y la
creatividad en la solidaridad; 3) promover la plena participación de las mujeres en la vida de la
Iglesia y de la comunidad, su compromiso por la justicia, la paz y la salvaguarda de la creación, su
participación en la teología y la comunicación espiritual; 4) soñar con las consecuencias que
tendría para la evangelización el reconocimiento (efectivo, no teórico) de que todo miembro de la
Iglesia es responsable de la misión evangelizadora y que todos, mujeres y hombres, hemos sido
convocados comunitariamente para cumplir la misión que Jesús resucitado ha confiado a sus
discípulos; 5) emprender creativamente nuevos caminos relacionales, promover espacios de
encuentro y conocimiento mutuo, en los que se pueda reflexionar serenamente, tejer
solidaridades, proyectar y emprender acciones juntos; 6) cultivar un modo relacional de conocer,
valorando lo experiencial por encima de lo puramente conceptual, e interesándose por todo lo
humano, sin alejarse de lo concreto; 7) preferir una forma de expresión accesible y sencilla y
cultivar un talante de autocrítica que aleje las suficiencias y rivalidades; 8) apoyar y unir fuerzas
allí donde algo se está moviendo en favor de la mujer y, en esa tarea, combinar la prudencia y la
audacia, sin separar la esperanza de la astucia ni la radicalidad de la flexibilidad; 9) cultivar el
convencimiento de que vale más ganar terreno lentamente que agotarse en discutir temas
teóricos o de competencias; 10) discurrir estrategias de sensibilización cultural y de educación no
sexista, y pequeñas plataformas de encuentro e intercambio de experiencias; 11) reconocer los
dones y capacidades allá donde se encuentren, sin repartirlos según los sexos, y evitar el lenguaje
de la especificidad, es decir, el discurso sobre la «peculiar dignidad, misión específica y cometido
propio de la mujer», porque encierra la trampa de convertir las diferencias en desigualdades y
aleja del único modo de relación que es verdaderamente humano: el del respeto mutuo, la
colaboración, el diálogo, el don y la acogida; y del proyecto auténticamente cristiano, que es un
proyecto fraterno de hermanos y hermanas, compañeros igualitarios, en un recorrido de fe en el
que nos ayudamos unos a otros a caminar.
BIBL.: AGUIRRE R., La mujer en el cristianismo primitivo, en Del movimiento de Jesús a la Iglesia cristiana, Desclée de Brouwer,
Bilbao 1987; BAUTISTA E., La mujer en la Iglesia primitiva, Verbo Divino, Estella 1993; GEBARA 1., Teología a ritmo de mujer, San
Pablo, Madrid 1995; GIBELLINI R., Panorama de la Théologie au XXe siécle, Cerf, París 1994; GÓMEZ ACEBO I., Dios también es
madre, San Pablo, Madrid 1994; LUCHETTI M. C., La mujer en la sociedad y en la Iglesia, Conferencia a las CVX de Brasil;
MCFAGUE S., Modelos de Dios, Sal Terrae, Santander 1992; NAVARRO M., Barro y aliento. Exégesis y antropología teológica de
Gén 2-3, San Pablo, Madrid 1993; María, la mujer, Claretianas, Madrid 1987; NAVARRO M. (dir.), Diez mujeres escriben teología,
Verbo Divino, Estella 1993: especialmente BERNABÉ C., Biblia y ELIZONDO F., Mujer; PORCILE M. T., La mujer, espacio de
salvación: misión de la mujer en la Iglesia, Claretianas, Madrid 1995; Só-LLE D., Pére, puissance et barbarie. Questions féministes
d la religión autoritaire, Concilium 3 (1981) 105-113.
FINALIDAD DE LA CATEQUESIS
La acción catequética es el medio fundamental, la mediación prioritaria, por la que la Iglesia educa
la fe de sus miembros. Por eso es muy importante definir la finalidad o meta de la catequesis en el
proceso de catequización que lleva a cabo la comunidad eclesial. En efecto, el objetivo final marca
la trayectoria a seguir durante el proceso.
Al definir la finalidad de la catequesis, nos encontramos con una serie de descripciones que
reflejan aspectos diversos y complementarios. Para expresar la finalidad de la catequesis
habremos de tener en cuenta su naturaleza, que se inspira en el catecumenado bautismal.
Otras expresiones destacan como su meta la vinculación a la Iglesia: «La meta de la catequesis
consiste en hacer del catecúmeno un miembro activo de la vida y de la misión de la Iglesia» (CC
60). Siendo la comunidad cristiana el origen, lugar y meta de la catequesis (cf DGC 254), «la
catequesis capacita al cristiano para vivir en comunidad y para participar activamente en la vida y
misión de la Iglesia» (DGC 86).
En efecto, la catequesis trata de favorecer una progresiva vinculación existencial de las personas
con Dios (metanoia), en la comunión eclesial (koinonía), para ponerse al servicio del mundo
(diakonía). Estos tres aspectos —teologal, eclesial y diaconalson elementos integrantes de la
finalidad de la catequesis, y se implican entre sí. El cristiano se encuentra con Dios en la Iglesia,
cuerpo de Cristo, y en una Iglesia enviada al mundo para anunciarle —con palabras y con obras—
la salvación de Jesús. La consecución de esta unión vital con Dios se expresa en una confesión de
fe adulta y verdadera (cf CAd 134).
Por eso afirma el nuevo Directorio: «La catequesis es esa forma particular del ministerio de la
Palabra que hace madurar la conversión inicial hasta hacer de ella una viva, explícita y operativa
confesión de fe» (DGC 82). He ahí la finalidad de la catequesis.
Seguir a Jesús es algo más profundo que un imitar su vida desde fuera. Es dejarse cautivar por
Alguien que está vivo y, como fruto de esa vinculación interior, tratar de actualizar en la propia
vida los valores y actitudes que él vivió. Es introducirse progresivamente en la misma experiencia
de san Pablo: «ya no vivo yo: es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). En suma, «el fin definitivo de
la catequesis es poner a uno, no sólo en contacto, sino en comunión, en intimidad con Jesucristo»
(DGC 80).
Pero dicha comunión de vida con Jesucristo, para dejarle seguir viviendo su vida en nosotros y en
nuestro tiempo, lleva a vincularse con todo aquello a lo que él estaba íntimamente unido: «con
Dios, su Padre, que le había enviado al mundo, y con el Espíritu Santo, que le impulsaba a la
misión; con la Iglesia, su cuerpo, por la cual se entregó; con los hombres, sus hermanos, cuya
suerte quiso compartir» (DGC 81).
2. JESUCRISTO NOS VINCULA AL PADRE Y AL ESPÍRITU. Una catequesis centrada en Cristo tiende a
generar hombres y mujeres religiosos, adoradores del Padre. Confesar la fe en Jesucristo es decir
un sí rotundo a Dios, porque Jesús «habla palabras de Dios y lleva a cabo la salvación que el Padre
le confió» (DV 4).
Jesús nos vincula también al Espíritu Santo que envía a su Iglesia: «Os conviene que yo me vaya,
porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn 16,7). Es
el Espíritu Santo el que nos hace entrar en comunión de vida y amor con el Padre y con Jesús, el
Hijo encarnado.
De esta manera, la vinculación vital a Cristo nos introduce en la vida trinitaria: «Sólo él puede
conducirnos al amor del Padre en el Espíritu y hacernos partícipes de la vida de la Santísima
Trinidad» (CCE 426). Por Cristo, quedamos vinculados a un Dios, Trinidad de personas, comunidad,
vida compartida, comunión gozosa de vida, un Dios a la vez el que ama, el amado y el amor. «Es
importante que la catequesis sepa vincular bien la confesión de fe cristológica, "Jesús es Señor",
con la confesión trinitaria, "Creo en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo", ya que no son más
que dos modalidades de expresar la misma fe cristiana» (DGC 82; cf IC 11).
3. JESUCRISTO NOS VINCULA A SU IGLESIA. Jesucristo ha venido a congregar a los hijos de Dios
dispersos y a enviarlos a anunciar el evangelio. Jesucristo nos vincula a la Iglesia, porque en ella
reúne a sus discípulos y deposita la continuación de su obra, transmitiéndole su Espíritu. A través
de la catequesis, que nos vincula a Jesucristo, somos reunidos por él en la Iglesia, su cuerpo, como
una familia fraterna y misionera.
La salvación prometida por el Señor la recibimos no sólo en la Iglesia, sino de la Iglesia y por la
Iglesia. Una catequesis que trata de vincularnos con Cristo, nos habrá de vincular al mismo tiempo
a la Iglesia, su propio cuerpo. Adherirse a la Iglesia de Cristo comporta asumir los rasgos que
definen su autenticidad: acogerla como misterio de comunión con Dios y entre los hermanos;
adherirnos a ella en cuanto evangelizadora, siempre en estado de misión; incorporarnos a la
Iglesia toda ella ministerial y corresponsable; aceptar su realidad divino-humana, inmutable y
mudable, santa y pecadora, necesaria y relativa.
La catequesis está llamada a favorecer el afecto cordial a la Iglesia, a ahondar en una eclesiología
de comunión y a descubrir que la Iglesia es esencialmente misionera (cf RdC 86-90; CC 184-196;
CAd 151-158; IC 13).
4. JESUCRISTO NOS VINCULA A LOS HOMBRES. Por una parte, Jesucristo está unido a los hombres
de manera misteriosa, pero real: «lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a
mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Nos situamos de lleno en la finalidad diaconal de la catequesis. Por
otra, la Iglesia, siguiendo a Cristo, su cabeza, es solidaria con la humanidad: «La Iglesia se siente
íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia» (GS 1) y concibe su presencia en
el mundo, al estilo de Jesús, como un servicio: «El Hijo del hombre no ha venido para que le
sirvan, sino para servir» (Mc 10,45).
Si la catequesis quiere favorecer la vinculación del cristiano a las personas concretas, habrá de
abordar los problemas humanos, personales, familiares, sociales y religiosos como centros-
estímulo que nos urgen a la coherencia de vida, para construir el Reino de la fraternidad. El
mensaje cristiano no sería creíble si no afrontase y tratara de resolver estos problemas. No se
trata de una simple preocupación didáctica o pedagógica. Se trata de una exigencia de
encarnación, esencial al cristianismo (cf RdC 96-97).
«La catequesis tiene como meta la confesión de fe» (CAd 136). Confesar o profesar la fe cristiana
es adherirse incondicionalmente a la persona de Jesucristo, en quien el Padre nos ha comunicado
su Espíritu y, además, manifestar con palabras y obras esa adhesión sin reservas, dentro de la
comunidad eclesial y en medio del mundo. «La finalidad de la acción catequética consiste
precisamente en esto: propiciar una viva, explícita y operante profesión de fe» (DGC 66). «La
catequesis tiene su origen en la confesión de fe y conduce a la confesión de fe» (MPD 8).
La confesión de fe descansa en la primera palabra que el cristiano pronuncia: Creo en. Con esta
expresión manifestamos algo más que un puro asentimiento racional; expresamos nuestra
entrega personal e incondicional al único Dios. Es el gesto más hondo que la persona humana
puede hacer. La confesión de fe en Dios es la proclamación de querer librarnos de cualquier ídolo
que nos esclavice. Es un canto de libertad.
La fe es amén a Dios (cf 2Cor 1,20). Esta actitud dice relación a una realidad misteriosa, porque, en
último término, es la adhesión al Dios vivo que habita en una luz inaccesible (cf ITim 6,16). Sólo a
Dios se puede rendir tal homenaje. Ninguna persona puede prestar tal adhesión a una criatura, sin
renunciar a su dignidad. Así, el acto de fe se nos presenta también como un acontecimiento de
libertad suprema: no sólo no ahoga, sino que potencia la libertad humana.
Esta entrega a Dios la expresa y la matiza así el nuevo Directorio: «Con la profesión de fe en el
Dios único, el cristiano renuncia a servir a cualquier absoluto humano: poder, placer, raza,
antepasado, Estado, dinero..., liberándose de cualquier ídolo que lo esclavice. Es la proclamación
de su voluntad de querer servir a Dios y a los hombres sin ataduras. Y al proclamar la fe en la
Trinidad, que es comunión de personas, el discípulo de Jesucristo manifiesta al mismo tiempo que
el amor a Dios y al prójimo es el principio que informa su ser y su obrar» (DGC 82).
3. PARTICIPACIÓN EN LA FE DE LA IGLESIA, AL SERVICIO DEL MUNDO. «Quien dice "yo creo", dice
"yo me adhiero a lo que nosotros creemos"» (CCE 185). Con esto, el Catecismo de la Iglesia
católica quiere decir que nuestro credo no es una proclamación de creyentes aislados, sino la
profesión de fe del pueblo de Dios como tal, que es la Iglesia. La confesión de fe sólo es plena
referida a la Iglesia. Recitamos en singular el credo, pero siempre en Iglesia. La fe cristiana no es
sino participación de la fe común de la Iglesia (cf CAd 138).
Alcanzar esta mentalidad de fe supone educar para ver, sentir y actuar como Cristo, esto es, «para
pensar como Cristo, para ver la historia como él, para juzgar la vida como él, para optar y amar
como él, para esperar como enseña él, para vivir en él la comunión con el Padre y con el Espíritu
Santo. En una palabra: nutrir y guiar la mentalidad de fe» (RdC 38). En consecuencia, será objetivo
próximo de la catequesis educar a un modo de ser creyente que abarque a toda la persona y la
configure con Jesucristo.
Cabe describir el crecimiento de la vida de fe, o vida teologal, como un proceso de conversión, de
progresiva interiorización de las actitudes de fe, esperanza y amor, en interacción con el
desarrollo armónico de los niveles del conocimiento, de la afectividad y del comportamiento,
camino hacia la madurez.
1. LA META DE LA MADUREZ DE FE. La catequesis tiene como finalidad favorecer una primera
madurez de fe.
Ciertamente, la meta de la madurez nunca será totalmente alcanzada, ni a nivel personal ni a nivel
comunitario, pero el dinamismo de la fe, de la vida teologal, apunta hacia la meta de su madurez.
Los rasgos característicos de esta fe madura, podemos describirlos sirviéndonos del concepto
psicológico de actitud y de su estructura específica.
La fe madura es la actitud central de toda personalidad cristiana. Y esta fe es madura, como
actitud, cuando goza de estabilidad y está integrada en el conjunto de la personalidad, como
centro de referencia de todos los resortes de la vida y de la acción. La fe, en su proceso de
maduración, desarrolla de manera coherente las tres dimensiones de la actitud: la cognoscitiva, la
afectiva y la operativa.
Educar en la fe quiere decir educar y promover al hombre integral. Aunque la madurez humana y
madurez de fe no coinciden plenamente, la salvación de Jesús alcanza a toda la persona y pasa
por la maduración de toda la persona. Es en esta interacción donde la catequesis puede ejercer
especialmente su papel de mediación.
Es verdad que la conversión, punto de partida y núcleo unificante del dinamismo de la fe,
pertenece propiamente al ámbito del primer anuncio o de la evangelización en sentido estricto y
prioritario (cf DGC 61). En efecto, ese primer anuncio tiene como finalidad: suscitar inicialmente la
fe (DCG 17), suscitar la conversión (cf CT 19) y suscitar la adhesión global al evangelio del Reino (cf
EN 23; CT 19).
La catequesis, distinta del primer anuncio del evangelio, promueve y hace madurar esta
conversión inicial, educando en la fe al convertido e incorporándolo a la comunidad cristiana. La
catequesis parte de la condición que el mismo Jesús indicó, «el que crea», el que se convierta, el
que se decida (cf DGC 61). Ahora bien, de hecho, hoy en día, y sobre todo en las regiones de
antigua tradición cristiana, no se puede dar por supuesta una opción de fe al comienzo del camino
de la catequesis y, en muchos casos, no se da de hecho la actitud fundamental de la conversión.
Ya lo afirmaba Pablo VI: «Toda una muchedumbre, hoy día muy numerosa, de bautizados, en gran
medida no han renegado de su bautismo, pero están totalmente al margen del mismo y no lo
viven» (EN 56).
Además, en la práctica pastoral las fronteras entre la acción misionera y la acción catequética no
son fácilmente delimitables. Frecuentemente, las personas que acceden a la catequesis necesitan,
de hecho, una verdadera conversión. Por eso, la Iglesia desea que, ordinariamente, una primera
etapa del proceso catequizador esté dedicada a asegurar la conversión.
En la situación que requiere la nueva evangelización, esa tarea de asegurar la conversión se realiza
por medio de la catequesis kerigmática, que algunos llaman también precatequesis, porque,
inspirada en el catecumenado, es una propuesta de la buena nueva en orden a una opción sólida
de fe.
Aunque la catequesis no deba sustituir la acción misionera y el primer anuncio, hemos de tener en
cuenta que la conversión es un elemento siempre presente en el dinamismo de la fe y que, por
tanto, cualquier forma de catequesis debe incluir también tareas que atañen a la evangelización
misionera (cf DCG 18).
b) Suscitar y hacer madurar las actitudes propias de la vida cristiana. La educación de las actitudes
cristianas constituye el rasgo unificante y más decisivo del cometido de la catequesis, junto con la
tarea básica de favorecer y profundizar la conversión.
Juan Pablo II lo recogía bien, en línea con el documento base de la Conferencia episcopal italiana,
II rinnovamento della catechesi: «Transformado por la acción de la gracia en nueva criatura, el
cristiano se pone así a seguir a Cristo y, en la Iglesia, aprende siempre a pensar mejor como él, a
juzgar como él, a actuar de acuerdo con sus mandamientos, a esperar como él nos invita a ello»
(CT 20; cf también DGC 53 y RdC 38).
– Educar la caridad que informa la fe, significa llevar esta a la perfección del amor, mandamiento
nuevo y plenitud de la ley. El amor es la fuerza que hace viva, válida y operante la fe. Y como el
amor de Dios, realizado en el amor a los hermanos, es la ley central de la existencia cristiana, de
ahí se derivan unas actitudes axiales: amor apasionado a Cristo, renuncia al egoísmo y a la
opresión, desapego de los bienes y entrega a los hermanos, solidaridad y servicio viendo a Cristo
en ellos, sobre todo en los pobres.
Cuando el catequizando ha cultivado y desarrollado con una primera madurez, todas esas
dimensiones en la comunidad, podemos afirmar que está culminando el proceso catequético y va
logrando la madurez del hombre nuevo en Cristo.
He aquí otra forma de abordar la finalidad de la catequesis: los frutos que produce; en nuestro
caso, el hombre nuevo que de ella nace. Ahora bien, toda esta novedad de vida y sus
consecuencias sólo se dan con una primera madurez y en camino permanente hacia una
maduración mayor.
Toda vinculación existencial de una persona con otra o con un grupo humano incide de manera
destacada en su vida, experiencias, actitudes y comportamientos, y en el talante con que la
persona afronta la existencia. «Se puede decir que la pedagogía de Dios alcanza su meta cuando el
discípulo llega "al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo" (Ef 4,13)»
(DGC 142).
Si la catequesis nos pone no sólo en contacto, sino en comunión, en intimidad con Jesucristo (cf
DGC 80), y Jesucristo nos vincula al Padre y al Espíritu, a su Iglesia y a los hombres (cf CAd 142-
164; DGC 82-84), es lógico que de esa vinculación profunda y plural se deriven consecuencias de
entidad para la persona. «La catequesis, al presentar el mensaje cristiano, no sólo muestra quién
es Dios y cuál es su designio salvífico, sino que, como hizo el propio Jesús, muestra también
plenamente quién es el hombre al propio hombre y cuál es su altísima vocación» (DGC 116).
Jesús, el Hombre nuevo, nos revela en sí mismo lo que es el hombre. Y al hombre, herido desde
sus orígenes y centrado y encerrado en sí mismo, incapaz de justificar su origen, su existencia y su
destino a partir de sus propias fuerzas, Jesús le ofrece la misericordia y el perdón del Padre; lo
erige, lo eleva, lo introduce en el ritmo de su propio caminar, lo recrea en su integridad perdida. El
cristiano adulto se sabe recreado en Jesús y llamado, por su gracia salvadora, a actuar hoy con la
verdadera libertad. Justificado y salvado en Jesús, el cristiano adulto vive, por exigencia de su fe, la
solidaridad fraterna en «la familia amada de Dios y de Cristo nuestro hermano» (GS 32), en el
nuevo pueblo mesiánico que tiene por ley el mandato del amor, y como fin el reino de Dios (cf CC
180; CCE 27-49; 355-379; 456-478; 1699-1756).
En esta línea, la catequesis no sólo reconoce, sino que promueve y potencia la dignidad de la
persona humana. La Iglesia será muy sensible a todo lo que afecta a la persona humana. Ella sabe
que de esa dignidad brotan los derechos humanos, que han de ser objeto constante de la
preocupación y del compromiso de los cristianos. La obra evangelizadora de la Iglesia tiene una
tarea irrenunciable en el vasto campo de los derechos humanos: manifestar la dignidad inviolable
de toda persona humana, redimida por Jesucristo, el Señor, el Hombre nuevo.
Así, el evangelio reclama una catequesis abierta, generosa y decidida a acercarse a las personas
humanas allá donde viven, en particular saliendo a su encuentro en aquellos lugares principales
donde tienen lugar los cambios culturales elementales y fundamentales como la familia, la
escuela, el ámbito de trabajo y el tiempo libre.
También habrá de ser sensible la catequesis, y estar presente con discernimiento, en aquellos
ámbitos antropológicos en los que las tendencias culturales generan o difunden modelos de vida y
pautas de comportamiento, como la cultura urbana, el turismo y las migraciones, el mundo juvenil
y otros fenómenos de relieve social.
Y tampoco habrá de descuidar otros sectores que han de ser iluminados con la luz del evangelio,
como las áreas culturales llamadas areópagos modernos, tales como el área de la comunicación, el
área del compromiso por la paz, el desarrollo, la liberación de los pueblos y la salvaguardia de la
creación, el área de la defensa de los derechos humanos, sobre todo de las minorías, de la mujer y
el niño, el área de la investigación científica y de las relaciones internacionales (cf DGC 211).
En efecto, el bautismo genera en los creyentes y les impulsa a vivir una auténtica novedad de vida.
Hijos en el Hijo, hombres nuevos en el Hombre nuevo, estamos llamados a vivir y a actuar –en
terminología paulina– como revestidos del hombre nuevo (cf Col 3,10). El bautismo, que nos
injerta en Cristo, nos une vitalmente a todo aquello con lo que Jesucristo está profundamente
unido: el Padre, el Espíritu, la Iglesia y los hombres. Así, el cristiano, unido a Jesús, se compromete
con la causa y el estilo de Jesús, es adorador del Padre, colaborador del Espíritu, hombre de
Iglesia, y vive en actitud de servicio al mundo.
2. ADORADORES DEL PADRE. La unión con Cristo convierte a los creyentes catequizados en
adoradores del Padre, sedientos buscadores de Dios, a quien adoran «en espíritu y en verdad» (Jn
4,23). Adoptan ante Dios una actitud de confianza filial, acogiendo las palabras de Jesús: «Mi
Padre es también vuestro Padre» (Jn 20,17).
Esta actitud de confianza filial se traduce en una oración, un culto y una celebración de marcado
acento contemplativo y gozoso. Son creyentes que gustan y saborean el diálogo con el Señor. La
oración y la celebración se convierten en alma y práctica habitual en sus vidas (cf CAd 168).
Lo expresa bien el nuevo Directorio: «La comunión con Jesucristo lleva a los discípulos a asumir el
carácter orante y contemplativo que tuvo el Maestro. Aprender a orar con Jesús es orar con los
mismos sentimientos con que se dirigía al Padre: adoración, alabanza, acción de gracias, confianza
filial, súplica, admiración por su gloria. Estos sentimientos quedan reflejados en el padrenuestro,
la oración que Jesús enseñó a sus discípulos y que es modelo de toda oración cristiana. La entrega
del padrenuestro, resumen de todo el evangelio es, por ello, verdadera expresión de la realización
de esta tarea» (DGC 85).
3. COLABORADORES DEL ESPÍRITU. Los discípulos catequizados son conscientes de la acción del
Espíritu en sus corazones. Es el espíritu de Jesús, que les ha acompañado a lo largo del proceso
catequético, quien les da fuerza para ser testigos de la resurrección de Cristo. Saben que ese
testimonio no es una postura exterior que hay que adoptar, sino la emanación de una
espiritualidad y de un deseo de santidad que sólo el Espíritu puede hacer germinar en ellos.
Ese mismo Espíritu les impulsa hacia la unidad con todos, superando las tensiones y tentaciones
de división. Y es también el Espíritu del Señor quien les capacita, acompaña y anima en la misión.
Son personas que se dejan guiar por la voz del Espíritu que les llama con vocaciones diferenciadas
y les acompaña en la apasionante aventura de la búsqueda continua de Dios desde ministerios
distintos (cf CAd 169).
Pero ellos colaboran con el Espíritu plantando y regando, siendo conscientes de que es Dios quien
da el crecimiento, porque «el Espíritu Santo fecunda constantemente la Iglesia en la vivencia del
evangelio, la hace crecer continuamente en la inteligencia del mismo, y la impulsa y sostiene en la
tarea de anunciarlo por todos los confines del mundo» (DGC 43).
Son también creyentes de talante comunitario. No pueden vivir su cristianismo por libre. Han
experimentado la validez y la relevancia de buscar, compartir y celebrar juntos la fe, y buscan
grupos donde se viva comunitariamente y colaboran en la transformación de la vida parroquial.
Son cristianos que reconocen y agradecen en la Iglesia el seno materno que los ha gestado (cf CAd
170).
Esta vivencia les exige ser capaces de decir la fe, «de dar razón de su esperanza» (1Pe 3,15), de
vivir en solidaridad con los hombres, sobre todo con los que más sufren, viviendo encarnados en
las gentes de su entorno, con la actitud liberadora del Maestro salvador, de comprometerse en la
transformación de la sociedad, tratando de impregnar la vida pública con los valores del evangelio
de Jesucristo, y de estar atentos a los signos de los tiempos, descubriendo en ellos interpelaciones
del Espíritu de Jesús resucitado (cf CAd 171).
BIBL.: ALBERICH E., La catequesis en la Iglesia, CCS, Madrid 1991; COMISIÓN EPISCOPAL DE ENSEÑANZA Y CATEQUESIS, La
catequesis de la comunidad. Orientaciones pastorales para la catequesis en España, hoy, Edice, Madrid 1983; El catequista y su
formación. Orientaciones pastorales, Edice, Madrid 1985; Catequesis de adultos. Orientaciones pastorales, Edice, Madrid 1991;
La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones, Edice, Madrid 1999; CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA, II rinnovamento
della catechesi, Roma 1970; GEVAERT J. (ed.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987; LÓPEZ J., Catecumenado, en DE
FiORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991°, 184-206; MONTERO M., La catequesis
en una pastoral misionera, PPC, Madrid 1988; NEGRI G. C., Catechesi e mentalitá di fede. Presentazione del «documento di
base», Ldc, Turín 1977; PABLO VI, Evangelii nuntiandi (La evangelización del mundo contemporáneo), San Pablo, Madrid 1997
SÍNODO DE OBISPOS 1977, La catequesis en nuestro tiempo. Mensaje al pueblo de Dios, PPC, Madrid 1978.
FORMACIÓN DE CATEQUISTAS
I. Necesidad de la formación
En la perspectiva de la nueva evangelización conviene tener muy presente que «si la catequesis es
una de las tareas primordiales de la Iglesia» (CT 1), los catequistas necesitan una buena formación
no sólo para ellos mismos y en función de los catequizandos, sino también para toda la Iglesia,
porque la auténtica evangelización depende, en buena medida, de la calidad de la catequesis; y no
es posible una buena catequesis sin catequistas bien preparados.
Aplicado todo esto a la catequesis de iniciación cristiana, los obispos españoles exigen al
catequista, entre otras cosas, que esté «dotado de una fe profunda, de una clara identidad
cristiana y eclesial y de una honda sensibilidad social. Ha de destacar por su madurez humana,
cristiana y apostólica, así como por su formación y capacitación catequética, como corresponde al
cometido que ha de desempeñar...» (IC 44).
Por eso la preparación de los catequistas es una tarea fundamental dentro de la Iglesia y, como
afirma el Directorio general para la catequesis, «la pastoral catequética diocesana debe dar
absoluta prioridad a la formación de los catequistas laicos. Junto a ello, y como elemento
realmente decisivo, se deberá cuidar al máximo la formación catequética de los presbíteros... y se
recomienda encarecidamente a los obispos que esta formación sea exquisitamente cuidada»
(DGC 234).
En los umbrales del siglo XXI y en una situación de secularización y de increencia, al abordar la
formación de los catequistas, es conveniente que nos fijemos en algunas características básicas de
esta formación:
1. FINALIDAD BIEN DEFINIDA. La primera característica consiste en tener bien clara su finalidad:
tratar «de capacitar a los catequistas para transmitir el evangelio a los que desean seguir a
Jesucristo... para que puedan animar eficazmente un itinerario catequético en el que, mediante
las necesarias etapas: anuncie a Jesucristo; dé a conocer su vida, enmarcándola en el conjunto de
la historia de la salvación; explique su misterio de Hijo de Dios, hecho hombre por nosotros, y
ayude, finalmente, al catecúmeno o al catequizando a identificarse con Jesucristo en los
sacramentos de iniciación» (DGC 235). En la formación hay que preparar también a los catequistas
para contribuir a fortalecer la Iglesia, revisada y renovada en el Vaticano II, como pueblo de Dios,
con una fuerte dimensión comunitaria, social y ecuménica, en la que el Espíritu hace posible la
actualización y santidad de sus miembros. Una Iglesia abierta, dispuesta al diálogo, misionera,
discreta y humilde, que se visibiliza en comunidades concretas, que ayuda a vivir y a sentir la gran
comunidad eclesial y que practica el principio de inculturación en la comunicación de la fe.
b) Procurar que los catequistas sean protagonistas de su propia formación. El catequista no debe
situarse en su proceso formativo con una actitud pasiva, como la del recipiente que recibe y
acumula saberes, técnicas y experiencias, sino como el protagonista y responsable de su
maduración personal humana y cristiana. «El fin y la meta ideal es procurar que los catequistas se
conviertan en protagonistas de su propio aprendizaje, situando la formación bajo el signo de la
creatividad y no de una mera asimilación de pautas externas» (DGC 245).
Este protagonismo implica una participación activa que le ayude a crecer como persona Capaz de
convivir, dialogar, tomar iniciativas y colaborar; a acoger la propuesta de Dios realizada en Jesús,
como sentido y fundamento último de su propia existencia, y a sentirse integrado en la
comunidad eclesial2.
La espiritualidad es la forma que tiene un creyente de vivir su relación con Dios. Por tanto, hay
que capacitar al catequista para vivir en relación con la palabra de Dios que culmina en Cristo, en
el encuentro con él, y que le lleva a la relación con Dios, al que llama Abbá (Padre); en relación con
la Iglesia en la que descubre y alimenta su vocación y en la que vive la experiencia de comunidad;
y en relación con los hombres, sus hermanos.
El cultivo de la espiritualidad, conduce a la madurez en la fe, que capacita al catequista para dar
testimonio de la buena nueva. No olvidemos que «el hombre contemporáneo escucha más a
gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escuchan a los que enseñan es porque
dan testimonio» (EN 41).
d) Ayudarle a vivir encarnado en la realidad. Lo mismo que Dios asume la historicidad de los
hombres a los que se acerca, el catequista estará atento a las situaciones históricas y personales
de los grupos y de las personas. Debe hacerse eco de todo lo que ocurre en su ambiente social.
Esto requiere un entrenamiento, una capacitación para mirar la vida, para leer la historia y para
acoger el dolor y el gozo, la paz y la lucha, las inquietudes y las esperanzas de los hombres y
mujeres, viéndolos como hermanos y no como extraños.
e) Tener en cuenta su condición eclesial. Porque la mayoría de los catequistas son seglares y su
ministerio va dirigido a personas que también lo son, «se tendrá en cuenta que su formación
recibe una característica especial por su misma índole secular, propia del laicado, y por el carácter
propio de su espiritualidad» (DGC 237). «Dotar a la formación de los catequistas seglares de una
clara inspiración laical es garantizar la presencia del evangelio en medio del mundo» (CF 97).
También en la formación de presbíteros y religiosos habrá que tener presente lo específico de su
carisma.
La catequesis, que ha de estar atenta a la situación de las personas, se encuentra, con frecuencia,
con bautizados que han perdido el sentido vivo de la fe o incluso no se reconocen ya como
miembros de la Iglesia, y no obstante solicitan los sacramentos de la Iglesia. Con estas personas
no es posible todavía realizar una catequesis de talante catecumenal, es necesario plantearse una
acción educativa de fuerte acento misionero, lenta, progresiva y realista.
Esta situación demanda unos catequistas preparados para atender adecuadamente a estas
personas. Han de saber que acompañar en la fe es respetar a la persona y sus ritmos de
descubrimiento, ofrecer el testimonio de la fe que hemos recibido como don, expresar y
comunicar con sencillez el mensaje de salvación, orar por ella y alentarla en el camino de la
conversión.
Preparar para el diálogo intercultural e interconfesional supone aceptar las propias limitaciones y
los propios valores como partes de un todo, y no como absolutos.
Un análisis de los valores que cada religión y cada cultura aporta en la construcción de la historia,
ayudará a saber situarse ante cada uno de ellos, a enriquecerse mutuamente en un diálogo y un
intercambio fecundo y a saber respetar las expresiones, estilos, planteamientos, etc., de cada
grupo, de cada pueblo, de cada nación. Así se podrá inculturar el evangelio en cada una de las
realidades diversas en que los catequistas realizan su misión.
Una formación realista y planificada debe cuidar que no exista en la diócesis una dispersión
excesiva de planes formativos, aunque sí diversidad de cauces, según los niveles de implicación de
los catequistas y sus responsabilidades. Ha de cuidar también su relación con las otras acciones
pastorales de la Iglesia.
c) Tendrá un claro acento misionero. Muchos catequistas van a realizar su misión en un campo
más de misión que de catequización, como hemos indicado anteriormente. Por ello es necesario
cuidar, en la formación, la capacitación para una catequesis con claro acento misionero, que tiene
estas prioridades: 1) una formación bíblico-teológica que atienda y acentúe los contenidos básicos
y fundamentales del mensaje cristiano, el kerigma; 2) una formación antropológica que, desde el
conocimiento de la realidad socio-religiosa y de los destinatarios de la catequesis, profundice en la
urgencia de la misión evangelizadora de la Iglesia; 3) y una formación catequético-pedagógica que
cultive la capacidad de diálogo con los destinatarios, escuchando sus preguntas y captando sus
búsquedas.
Al programar la formación, aunque esta se imparta en cursos breves, se ha de procurar que, al fin
de la misma, el catequista haya hecho todo el recorrido.
d) Contemplará todas las etapas y situaciones de la catequesis. Sigue siendo básica la figura del
catequista de niños y adolescentes, pero hay que cuidar más particularmente la del catequista de
jóvenes y adultos y la de aquellas personas que viven situaciones especiales. Una formación que
quiera promover la nueva evangelización y, en ella, la catequesis que hoy nos propone la Iglesia,
requiere cuidar, por una parte, los aspectos propios de contextos misioneros y, por otra parte, las
características de la formación de personas para la catequesis de los jóvenes y adultos y para la
atención catequética a las personas que viven situaciones especiales por minusvalía, ancianidad,
etnia, etc. «Cada Iglesia particular, al analizar su situación cultural y religiosa, descubrirá sus
propias necesidades y perfilará con realismo los tipos de catequistas que necesita. Es una tarea
fundamental a la hora de orientar y organizar la formación de los catequistas» (DGC 232).
1. CUIDAR Y ALIMENTAR EL «SER». Una formación que ayude al crecimiento del catequista en el
ser, en su dimensión humana y cristiana, pretende dotar a estos agentes de pastoral «de una
hondura religiosa, de fina conciencia, sensibilidad social y audaz espíritu eclesial y apostólico»
(CAd 31).
La espiritualidad a la que aludíamos en el anterior apartado tiene que ser alimentada y cuidada en
el proceso formativo de la persona del catequista mediante: encuentros de oración en la propia
comunidad cristiana o con otros grupos; lectura asidua de la palabra de Dios en el aquí y el ahora
de la sociedad, de la Iglesia y de cada persona; momentos fuertes de oración en convivencias,
retiros espirituales y tiempos litúrgicos, en las asambleas, encuentros diocesanos, experiencias de
encuentro con los hermanos más pobres, etc.
El catequista debe haber alcanzado la síntesis del mensaje cristiano y distinguir los aspectos
básicos, fundamentales y comunes de la fe de la Iglesia y las convicciones que articulan su vida
creyente. Esta formación implica:
a) Un conocimiento del hombre y de la realidad en que vive, por medio de las ciencias humanas,
especialmente la psicología, la sociología y las ciencias de la educación y de la comunicación.
b) Una visión general del proceso evangelizador y un conocimiento del «concepto de catequesis
que hoy propugna la Iglesia» (DGC 237).
c) Un conocimiento de la Biblia que le capacite para leer, interpretar e integrar en la vida las
experiencias fundamentales de la persona creyente. Y, junto a ello, una visión clara de las
verdades cristianas fundamentales, para poder dar razón de su esperanza. Esta capacitación en el
saber requiere «una formación teológica muy cercana a la experiencia humana, capaz de
relacionar los diferentes aspectos del mensaje cristiano con la vida concreta de los hombres y
mujeres, ya sea para inspirarla, ya para juzgarla, a la luz del evangelio» (DGC 241).
3. CAPACITAR PARA «SABER HACER». Para que la formación sea completa, es necesario que «el
catequista se prepare para facilitar el crecimiento de una experiencia de fe de la que él no es
dueño» (DGC 244).
2. Los CURSOS BREVES O CURSILLOS. Aunque se programen para tiempos breves –de 3 a 5 días– o
en unos días del verano (cursos de verano), aportan a los catequistas, bien una formación básica
inicial, bien otros aspectos específicos reclamados por el ámbito de misión en que desempeñan su
tarea. Estos cursos, por tanto, pueden ser de género muy diverso: bien cursillos de iniciación
básica, monográficos de actualización, o complementarios de algún tema o actividad que se esté
reflexionando o realizando; o bien cursos de especialización en un nivel o situación catequética
determinada: adultos o jóvenes, emigrantes o discapacitados, etc. Son actividades —de formación
básica en unos casos o específica en otros– que, junto al trabajo personal del catequista y a su
reflexión y comunicación en el grupo, son muy convenientes.
3. ESCUELAS DE CATEQUISTAS Y CENTROS SUPERIORES. Se hace cada vez más necesario ofrecer a
los catequistas –laicos, religiosos y sacerdotes—la posibilidad de prepararse en escuelas, donde la
formación es más sistemática y estructurada. Dada la variedad de los catequistas y la diversidad
de las tareas que, como tales, se les encomiendan, no todas las escuelas son del mismo nivel. Nos
referimos brevemente a tres niveles:
a) Escuelas de nivel básico. Son aquellas donde los catequistas, superando el nivel de su grupo y
de los cursillos iniciatorios, reciben la primera formación de modo sistemático. «Sus destinatarios
son los catequistas de base que dan muestras de una dedicación más estable a la catequesis y
sobresalen por su inquietud y por sus cualidades» (CF 140). En ellas, el catequista se forma en lo
esencial de todas las dimensiones antes consignadas, y vive la comunión eclesial, al integrarse con
catequistas de otras comunidades (cf DGC 249).
c) Centros superiores. Imparten una formación de carácter universitario para sacerdotes, religiosos
y laicos que se dedican a la enseñanza e investigación catequética, o que ocupan cargos de
responsabilidad en la catequesis, en los ámbitos diocesano o nacional. «Es muy conveniente en el
campo diocesano o interdiocesano tomar conciencia de la necesidad de formar personas en este
nivel superior, como se procura hacer para otras actividades eclesiales o para la enseñanza de
otras disciplinas» (DGC 252).
NOTAS: 1. En algunos países europeos y en algunas diócesis españolas, concretamente en Madrid, se han realizado ensayos muy
positivos en encuentros, escuelas de catequistas, etc. María Navarro recoge en la revista Sinite 116 (1997) 135-139, una
experiencia titulada La historia personal en la formación de catequistas. — 2. Cf R. GRZONA, La catequesis en América latina,
Teología y catequesis 45-48 (1993) 316. — 3. Para completar todo lo referente a los aspectos pedagógicos remitimos a la voz
Pedagogía de Dios. Pedagogía catequética, y para los aspectos metodológicos a Metodología catequética. — 4. Cf DELEGACIÓN
DIOCESANA DE CATEQUESIS DE MADRID, El grupo de catequistas y su animador, Cuadernos para la formación de los catequistas
4, Madrid 1993.
BIBL.: AA.VV., Colección Catequistas en formación -14 carpetas–, CCS, Madrid 1983-1987; AA.VV., Colección Formación de
catequistas -17 carpetas— (dos por publicar), SM, Madrid 1987-1995; AA.VV., El catequista y su formación, Teología y catequesis
3 (número monográfico, 1982); AA.VV., El libro del congreso. Congreso de catequistas 2, Actualidad catequética 127-128
(número monográfico sobre la formación de los catequistas, 1986); AA.VV., Las exigencias de formación de catequistas en
relación con las nuevas necesidades y con la situación real de nuestros catequistas, Actualidad catequética 166-167 (1995) 109-
121; ALBERICH E., Catequesis y praxis eclesial, CCS, Madrid 1984; BISSOLI C., Formar catequistas en los años 80, CCS, Madrid
1984; COMISIÓN EPISCOPAL DE ENSEÑANZA Y CATEQUESIS, El catequista y su formación. Orientaciones pastorales, Edice,
Madrid 1985; INSTITUTO INTERNACIONAL DE TEOLOGÍA A DISTANCIA, Curso de formación catequética, Instituto internacional
de teología a distancia, Madrid 1985-1991; NAVARRO GONZÁLEZ M., Formación de catequistas. Área catequética, CEVE, Madrid
1986.
SUMARIO: I. La palabra de Dios. II. La Sagrada Escritura. III. La tradición: 1. Los santos Padres; 2.
Los símbolos de la fe; 3. La liturgia; 4. La historia y la vida de la Iglesia. IV. La cultura o el mundo de
los valores. V. Fuentes de la fe y fuentes de la catequesis: 1. El magisterio o la regla de fe; 2. Los
dogmas; 3. La teología.
La catequesis es una de las acciones del ministerio eclesial de la palabra de Dios, un servicio a la
palabra de Dios en la Iglesia. En consecuencia, el origen de la catequesis está en la palabra de Dios
y su finalidad consiste en hacer presente a todo hombre y a todo el hombre esta palabra de Dios,
que busca echar raíces en él e introducirlo en la nueva vida según Dios. Esta es la razón por la que
Catechesi tradendae 27 afirma que «la catequesis extraerá siempre su contenido de la fuente viva
de la palabra de Dios» (cf también CT 22, 52; DGC 94). La consecuencia es obvia: la catequesis
debe comunicar en su integridad la revelación de Dios, porque sólo así alcanza su fin (CT 30) y sólo
así deja a salvo «una ley fundamental para toda la vida de la Iglesia: fidelidad a Dios y fidelidad al
hombre en una misma actitud de amor» (CT 55).
Hablar de las fuentes de la catequesis es, por tanto, hablar de aquellos lugares y maneras en los
que la palabra de Dios se revela y en los que la catequesis debe abrevar constantemente su
identidad más genuina.
I. La palabra de Dios
A la luz de lo dicho, la catequesis, como acto de transmisión de la fe, exige una interpretación
creativa del mensaje cristiano. Si la palabra de Dios alcanza su sentido y su actualidad solamente
en la fe que la acoge, se hace imprescindible una interpretación, desde una nueva experiencia
histórica de la Iglesia, de los documentos de la palabra de Dios que vehiculan la experiencia
cristiana fundante. Siempre es preciso volver los ojos a la experiencia cristiana fundamental (el
testimonio originario dado al acontecimiento de Cristo es único y por ello normativo para la
Iglesia); pero se hace igualmente necesario interpretar esta experiencia a partir de la experiencia
humana de hoy. La relación entre la existencia humana y la fe es estrecha: la fe auténtica aclara y
orienta la existencia humana; pero a su vez la existencia humana, situada históricamente siempre,
da su coloración propia a la fe. La catequesis no puede disociar la palabra de Dios de la Sagrada
Escritura y la palabra de Dios que constituye tal o cual acontecimiento de la vida de una persona,
de la historia en general y de la vida de la Iglesia. El lazo orgánico entre la tradición, la Escritura y
el magisterio de la Iglesia jamás debe romperse (cf DV 10).
Al hilo de lo expuesto, es fácil percibir cuáles son las fuentes de la catequesis, los lugares y las
maneras en que se revela la Palabra. Son ciertamente la Sagrada Escritura, los testimonios escritos
de la tradición y el magisterio viviente de la Iglesia. Pero también es la vida de la Iglesia, vivida en
las comunidades cristianas que, en sus espacios de vida cristiana, convierten la Revelación en
historia. Y la historia humana (el mundo de los valores), que es la premisa indispensable de la
actualización de la palabra de Dios (cf DGC 45; CT 26-34).
La Sagrada Escritura viene a ser, además, un modelo admirable para toda catequesis. Un ejemplo
entre otros5: dejémonos guiar por el autor del salmo 22: «Mi descendencia servirá al Señor y
hablará de él a la generación futura, contará su justicia al pueblo venidero: "Todo fue obra del
Señor"» (vv. 31-32). El autor del salmo, al decidirse a hablar de los Magnalia Dei, se alinea en toda
una cadena de testimonios: él mismo ha recibido lo que va a decir. Al comienzo él escribía: «En ti
esperaron nuestros padres, esperaron en ti y tú los libraste; a ti clamaron y quedaron libres» (vv.
5-6). El autor sabe esto de oídas, por transmisión. Sin embargo, el proyecto de transmitir el
mensaje a la posteridad interviene solamente al final del salmo (vv. 31-32). En el entretanto, el
autor ha hecho por su propia cuenta la experiencia de la miseria y de la salvación (vv. 7 -30). Esta
experiencia viene a añadir algunas páginas al mensaje recibido, que van a hacer posible la
verificación de este. Los descendientes van a encontrarse en su misma situación: oirán de sus
labios las «maravillas que Dios ha hecho»; pero mientras no tengan nada personal que añadirle, se
encontrarán ante un relato muerto, difícilmente transmisible.
Este es el estatuto del hombre bíblico: un hombre situado en un tiempo, pero en un tiempo que
se halla preñado de un pasado y es portador de un futuro. A quienes se le acercan no puede
darles nada totalmente definitivo. Sólo puede ofrecerles una promesa. La fe bíblica se abre
siempre sobre el futuro: «Todos estos murieron en la fe sin haber obtenido la realización de las
promesas, pero habiéndolas visto y saludado desde lejos» (Heb 11,13). No obstante, cada
generación hace una cierta experiencia de su cumplimiento, sin la cual el relato no sería
verdaderamente transmisible.
He aquí la página nueva que cada uno y cada generación debe añadir al relato. Cada generación
retoca y rescribe el texto antiguo. La alianza que funda la promesa de la que el libro es el depósito,
se hace nueva en cada una de sus actualidades históricas. La alianza ha sido concluida otrora por
los padres; pero esa alianza no sirve a los hijos mientras estos no la concluyan por su propia
cuenta. Entonces la alianza cobra un contenido inédito: lo antiguo se hace nuevo, porque la
historia vivida permite percibir rasgos nuevos e implicaciones insospechadas.
Esta percepción vale para los individuos y para el pueblo entero. Es verdad que la lógica global de
la alianza ha encontrado su última palabra en Cristo; pero las generaciones sucesivas de cristianos
—y dentro de cada generación todos los individuos creyentes— tienen su manera específica de
religarse a Dios por Cristo. La alianza nueva es, pues, viva e innovadora.
En definitiva, la catequesis no puede no ser bíblica, porque «la Biblia constituye los archivos de la
palabra de Dios que nos cuentan por escrito, y con la garantía divina de la inspiración
escriturística, los grandes hechos de Dios en la historia y la catequesis revel adora que los
acompaña según los progresos de la'Revelación» 6.
III. La tradición
La Sagrada Escritura es, pues, inseparable de la tradición. «La sagrada tradición y la Sagrada
Escritura constituyen un solo depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a su Iglesia» (DV
10; cf DV 9; CT 27; DGC 95-96). Esta tradición «progresa en la Iglesia bajo la asistencia del Espíritu
Santo, puesto que crece la comprensión de las cosas y de las palabras transmitidas» (DV 8). La
razón de este dinamismo de la tradición está en el hecho de que Dios ha entrado en la historia. El
cristianismo es un acontecimiento, o mejor una serie continuada de acontecimientos, que
presenta novedades reales y verdaderas no contenidas en fases anteriores de la historia. La
tradición es siempre creatividad.
Esta tradición viva es una fuente importante de la catequesis; «la enseñanza, la liturgia y la vida de
la Iglesia surgen de esta fuente y conducen a ella, bajo la dirección de los pastores y
concretamente del magisterio doctrinal que el Señor les ha confiado» (CT 27; cf DV 8).
1. Los SANTOS PADRES. Dei Verbum 8 afirma que «las enseñanzas de los santos Padres testifican
la presencia viva de esta tradición, cuyos tesoros se comunican a la práctica y a la vida de la Iglesia
creyente y orante». Desde hace unos años, la comunidad eclesial está en trance de redescubrir a
los Padres de la Iglesia, un redescubrimiento que no carece de importancia7. La integración del
cristianismo en las culturas de los primeros siglos, en el curso de los cuales ha elaborado sus
fórmulas mayores, aporta en efecto una luz inestimable sobre el diálogo necesario del evangelio
con nuestra época. El situarnos en esta larga y rica historia, en esta tradición, puede permitirnos
comprender mejor el mensaje cristiano en este final de siglo.
Uno de los logros de nuestro siglo ha sido ciertamente el resituar a los Padres de la Iglesia en la
antigüedad tardía8. Los santos Padres necesitaban ser reinsertados en su tiempo. Esta expresión:
antigüedad tardía, durante las últimas décadas, ha permitido a muchos estudiosos acreditar una
idea renovada de los Padres de la Iglesia. Estos son personas, y precisar cada vez mejor sus rasgos
humanos de creyentes supone una enorme ventaja.
Como personas, los santos Padres no pueden ser comprendidos haciendo abstracción de la época
en la que han vivido y actuado, es decir, de la antigüedad. Ellos manifiestan de manera viva y
compleja cómo el cristianismo se ha hecho sitio en un mundo ya básicamente estructurado. La
expresión antigüedad tardía designa de hecho la antigüedad cristianizada, pero insiste en el
entorno humano del fenómeno. Sin una humanidad que los acogiera —en este caso la del hombre
antiguo— no hubiera existido el cristianismo. De esta manera los santos Padres son los testigos y
los agentes de la primera encarnación de la fe en la cultura.
Esta circunstancia convierte a los santos Padres en nuestros maestros. Todos ellos nos enseñan
activamente que el cristianismo no es algo totalmente acabado en este mundo, sino algo que va
haciéndose progresivamente. Es especialmente provechoso seguir el crecimiento del cristianismo
a través de las controversias en que se ha visto inmerso con el mundo pagano y con el mundo
judío de sus orígenes, ya que, al margen de la confrontación mantenida con estos dos pueblos, no
se ha obtenido progreso alguno en la expresión de la fe cristiana. Tanto el paganismo como el
judaísmo eran tentaciones que se infiltraban en el cristianismo. No hay herejía —mal endémico de
los primeros siglos cristianos— que no deje percibir su origen del lado de la sabiduría de los
filósofos o de la santidad de los rabinos (cf lCor 1,17-24). Ambas a dos, mezcladas de evangelio,
segregaron sus ideologías para sacudir a la Iglesia y a sus fieles.
En esta situación, era menester reconfortar a los fieles. Los santos Padres luchan no tanto contra
los judíos y los paganos como contra los cristianos atraídos por ellos. Poco a poco las generaciones
de santos Padres alumbran unos resultados de los que nosotros todavía nos aprovechamos; entre
otros, el símbolo de la fe. Los autores cristianos de los primeros siglos de nuestra era se han hecho
merecedores, por estos resultados, del título que les ha sido atribuido: Padres de la Iglesia. Ellos
en efecto han engendrado la expresión de la Iglesia.
Hoy nos encontramos afectados por la invasión de una nueva cultura. El conocimiento de los
santos Padres según la perspectiva de la antigüedad tardía muestra cómo la imagen de una Iglesia
totalmente hecha desde el comienzo carece de fundamento. La situación actual invita a la Iglesia a
inventar; esta Iglesia somos nosotros. Con los Padres de la Iglesia, tomamos en su fuente la
medida de lo que puede y debe ser la encarnación del evangelio en la cultura del hombre. El
cristianismo, por suerte, no es otra cosa hasta el final de la historia. Por ello, en la Iglesia —en la
catequesis—la relación a los santos Padres no puede faltar. Así lo ha subrayado con claridad el
Vaticano II (cf DV 8-9).
Sin embargo, «la catequesis no se reduce a una mera enseñanza de fórmulas. Se trata de una
tradición viva de esos documentos, que han de ser recibidos y vitalizados desde la comprensión
que tiene el hombre de sí mismo. Proyectan su luz sobre la experiencia humana, a la que dan
sentido e interpelan» (CC 144; cf CT 22). Hay que meterse, por tanto, en la experiencia (en la
historia) de los hombres, para descubrir la novedad de significación de la experiencia de fe en
nuestro contexto cultural e histórico. El sínodo de 1977 definía la catequesis como «memoria... de
las expresiones de fe acuñadas por la reflexión viva de los cristianos durante siglos», es decir,
como «transmisión de los documentos de la fe»; pero la catequesis se define también como
«palabra... que tiene su origen en la confesión de fe y conduce a la confesión de fe», que hoy
«hace posible que la comunidad creyente proclame que Jesús, el Hijo de Dios, el Cristo, vive y es
salvador» (cf MPD 7-8). La catequesis debe ser fiél a la tradición de la Iglesia. Con todo, esta
fidelidad no puede ser simplemente una preocupación de ortodoxia literal, fiel a la letra del
depósito o de las fórmulas de la fe.
Las razones de esta relación son varias. La catequesis es una preparación insustituible para la vida
litúrgica. La fe y la conversión son premisas indispensables de una celebración litúrgica auténtica,
de una participación auténtica en la liturgia (cf SC 9); de ahí que «una forma eminente de
catequesis es la que prepara a los sacramentos y toda catequesis conduce necesariamente a los
sacramentos de la fe» (CT 23). Además, la riqueza de elementos que la liturgia puede aportar a la
catequesis es inmensa. La liturgia puede convertirse en una fuente inagotable de recursos
pedagógicos de gran eficacia, como la dimensión simbólica, que da en plenitud forma a los
sentimientos y a las disposiciones más íntimas, a la vez que compromete al hombre en todas sus
facultades, siendo por ello esencial a la experiencia humana. En este sentido, «la práctica
auténtica de los sacramentos tiene forzosamente un aspecto catequético» (CT 23).
Finalmente, no ha de olvidarse que la catequesis debe conducir a la profesión de fe, y que uno de
los principales lugares de la profesión de fe ha sido siempre la liturgia, principalmente la
celebración del bautismo y de la eucaristía. De este modo, la celebración litúrgica viene a ser una
catequesis en acto, ya que es una profesión de fe en acto y una comunicación de gracia: en la
celebración sacramental se actualiza la obra de la salvación realizada por Cristo (cf SC 6). Como
afirma D. Sartore, «el valor insustituible de la liturgia para la catequesis... depende de la condición
sacramental de la Iglesia, del hecho de configurarse esta de una manera más existencial donde la
comunidad celebra la liturgia. Es en la liturgia donde la realidad eclesial aparece más visiblemente
como cumbre y fuente de la vida de la Iglesia»12.
a) El «sensus fidei» del pueblo de Dios. La Sagrada Escritura, la tradición y las fórmulas de fe
cobran vida cuando una conciencia las acoge y hace suyas. Todas ellas no son más que palabras
que quedan en el aire, mientras no haya alguien que las capte para encarnarlas, para darles carne
y sangre. El sujeto del acto de fe, de la fe que se convierte en acto personal de creer y no se queda
en fórmulas que se repiten o en credo que se recita, es en realidad la persona concreta. Por esta
razón, la fe adopta formas diversas, fuertes matices, según la diversidad de los creyentes. Incluso
dentro de una cultura y de niveles intelectuales idénticos, las palabras por las cuales va a
expresarse la fe serán un tanto diferentes. Sin embargo, todas ellas, como los cuatro evangelios,
hablan del mismo Cristo. Cada persona es, por consiguiente, sujeto de la fe. En dos sentidos: ante
todo, en el sentido de adhesión a la persona de Cristo: nadie, ni familia, ni pueblo, ni Iglesia,
puede dar su fe en lugar de la persona; y también en el sentido de la expresión de su fe: cada
persona redirá sus convicciones de fe a su manera.
El creyente, no obstante, se adhiere a un mensaje que no ha sido inventado por él, sino que él ha
oído (cf Rom 10,13-15). El creyente ha oído el mensaje de los miembros de una comunidad, que
es la portadora del mensaje. Es verdad que el sujeto individual es realmente fuente del acto de la
fe; con todo, lo que él cree le viene de otra parte: de ese pueblo que Cristo ha dejado tras de sí.
Este pueblo continúa proclamando e interpretando, en función de las condiciones nuevas que
vayan apareciendo, la Sagrada Escritura y los símbolos de la fe que le sirven de fundamento.
Pueblo creyente y tradición son inseparables: por el pueblo es como se efectúa la tradición, la
transmisión de la fe. Haciendo camino, la fe, retomada por cada generación, busca y encuentra
palabras nuevas para decirse.
La consecuencia no se deja esperar: el pueblo tiene una función en la formulación de la fe. La
jerarquía continúa siendo la última instancia de la fe de la Iglesia; pero la jerarquía no
desempeñaría correctamente esta función si no permaneciera a la escucha de su pueblo, si no
tuviera en cuenta el sensus fidei del pueblo de Dios (cf LG 12). El pueblo creyente es, en efecto, el
depositario del Espíritu Santo. Del Espíritu le viene ese olfato espiritual que le permite entrar en la
verdad total (Jn 16,12-13), mediante la creatividad en la comprensión, en la vivencia y en la
expresión de la fe (cf GS 44).
En este marco, «la catequesis es un lugar privilegiado en el que esta dinámica de la tradición
puede ejercerse. Considerar al grupo catecumenal sólo como asimilador, sin hacer de él un
vehículo creativo para expresar la fe de la Iglesia, sería no haber entendido nada de lo que es la
tradición cristiana» (CC 146). La catequesis lleva a cabo esta creatividad en la renovación de las
expresiones de la fe a partir de la experiencia humana presente en ella, una experiencia que
«ayuda a hacer inteligible el mensaje cristiano como mediación necesaria para explorar y asimilar
las verdades que constituyen el contenido objetivo de la Revelación» (DGC 152; cf 116-117, 153).
Por ello, el Directorio general para la catequesis concluye: «los catequizandos, sobre todo cuando
son adultos, pueden contribuir con eficacia al desarrollo de la catequesis, indicando los diversos
modos para comprender y expresar eficazmente el mensaje, tales como "aprender haciendo",
hacer uso del estudio y del diálogo e intercambiar y confrontar los diversos puntos de vista» (DGC
157).
Hechas estas observaciones, es menester poner de relieve que la Iglesia ha proclamado siempre
que los obispos, en comunión con el papa, tienen una misión especial de enseñanza y de vigilancia
sobre aquello que los creyentes dicen a propósito de las cosas de la fe, así como a propósito de los
comportamientos (cf DV 10; DGC 44). De esta forma, la jerarquía viene a cristalizar, en cierta
manera, la misión confiada a toda la Iglesia de anunciar de modo actualizado el evangelio.
Sin embargo, esta misión especial de enseñanza de los obispos no significa nunca que el
magisterio detente un monopolio. Son numerosos los fieles que, a lo largo de la historia, «han
enseñado a la Iglesia». Ni los obispos ni el papa están fuera o por encima de la palabra de Dios (cf
DV 10; DGC 44). Todos ellos son fieles de la Iglesia. Fieles llamados para servir a los otros fieles
como punto de referencia, de armonización y de guía; principalmente para quienes están en
activo en las diversas funciones, como es el caso del ministerio catequético.
Estas reflexiones permiten comprender cómo, desde hace unas décadas, la experiencia humana
se ha convertido en algo esencial de la catequesis. El dato fundamental que subyace en este giro
antropológico de la catequesis, es la necesidad que tiene el mensaje cristiano de ser proclamado
en relación estrecha con la experiencia humana, como condición indispensable de su acogida y
como requisito necesario de su eficiencia para transformar la vida según el evangelio. En
perspectiva teológica, la experiencia humana (el mundo) es portadora de determinados valores
autónomos, que constituyen la caja de resonancia apta para que el sentido del evangelio pueda
ser sonorizado en cada actualidad de la vida de los hombres (cf DGC '116-117). Por ello la
catequesis debe considerar la experiencia humana «como interlocutora imprescindible, como
lugar hermenéutico»15.
La catequesis, pues, afirmará los valores humanos auténticos y los acogerá dentro del plan
salvífico de Dios, consciente de que una catequesis que ignore o sofoque lo humano nunca podrá
ser acogida; consciente igualmente de que la apropiación de los valores humanos auténticos
resultará beneficiosa para la reinterpretación y para la progresiva explicitación del evangelio (cf
GS 44). La catequesis hará todo esto sin abandonar su acción profética y crítica, dado que está
llamada a leer los valores (los signos de los tiempos) y a emitir sobre ellos el juicio de Dios. En la
perspectiva de la profecía cristiana, este juicio ha de colocarse siempre en el horizonte de la
salvación, de la apertura a la realización plena del hombre en Dios. Esta apertura es la que podrá
propiciar el acceso del catequizando a una experiencia de Dios en Cristo por el Espíritu.
Lo que constituye la unidad del pueblo de Dios es la unidad de su fe. Lo que reúne a los creyentes
es la adhesión a Cristo; pero esta adhesión a Cristo pasa necesariamente al lenguaje. Es lo que se
llama el lenguaje de la fe. Es evidente que, sin un mínimo acuerdo en este lenguaje, la unidad del
pueblo creyente queda rota, y la fe, que descansa sobre esta unidad, queda abiertamente
desmentida. Ahora bien, el pueblo cristiano, ¿dónde encontrará la expresión, el lenguaje que le
garantice la certeza de lo que hay que creer? La respuesta suele ser: en el magisterio o regla de fe,
en el dogma, y también en la teología. Estas referencias constituyen un servicio eclesial cuya
preocupación es alcanzar precisamente el rigor y la solidez en la expresión-formulación de la fe.
De ahí que estas referencias pueden ser consideradas como fuentes de la fe.
Estas fuentes de la fe ¿son asimismo fuentes de la catequesis? Las respuestas no son unánimes:
mientras unos responden afirmativamente17, otros desechan una equivalencia total entre las
fuentes de la fe y las fuentes de la catequesis18. La convicción cada vez más extendida se inclina,
no obstante, a considerar que unas y otras son realidades distintas: la catequesis tiene sus propias
fuentes, como se ha recordado anteriormente; aunque haya que reconocer que las fuentes de la
fe no le son totalmente ajenas. La catequesis, en efecto, no puede ignorar ni el magisterio o regla
de fe, ni el dogma, realidades a las que deberá acomodar las expresiones de la fe que transmite.
La teología, por su parte, ayuda a la catequesis a penetrar intelectualmente su contenido. Pero
veamos más en detalle las cosas.
Pero la catequesis no puede reducir su empeño a las intervenciones del magisterio. Tales
intervenciones suelen incidir sobre aspectos concretos del mensaje en función de su dificultad y/o
su actualización, y en modo alguno acostumbran a presentar el mensaje íntegro y total. La
catequesis tendrá en cuenta efectivamente las intervenciones del magisterio, que le ayudarán a
interpretar la Palabra desde sus resonancias actuales; pero no agotará con ellas su contenido, ni
alterará el proyecto catequético y su programación correspondiente, que siempre deberán
atender a la totalidad o integridad del mensaje cristiano, que la catequesis tiene que transmitir (cf
CT 30-31; DGC 111-112; CC 85-93).
2. Los DOGMAS. Son las intervenciones del magisterio que buscan una formulación precisa de
algún aspecto del mensaje cristiano, y que llegan a desembocar en una proclamación de fe
definida. Los dogmas no pretenden nunca la proclamación dogmática total y progresiva del
misterio cristiano; más bien van apareciendo en el surco de la vida de la Iglesia, con el fin de salir
al paso de los distintos avatares que el devenir de la historia va suscitando en forma de
problemas, de controversias o de esclarecimientos logrados en la profundización del evangelio.
Este origen hace que los dogmas sean tributarios de un contexto histórico y cultural determinado,
cuya impronta se deja ver tanto en la problemática concreta que abordan como en las
mediaciones conceptuales y de lenguaje que utilizan.
Es verdad que los dogmas encierran un valor incontestable, dado que son expresiones
importantes e irreversibles de la fe que han ido surgiendo en la vida y en la historia de la Iglesia.
Esta es la razón por la que la catequesis no puede desconocerlos: los dogmas son normativos para
ella, ya que representan la conciencia auténtica y definitiva de la fe de la Iglesia en un momento
de su vida y en torno a unos aspectos concretos del misterio cristiano. Pero la catequesis no
puede resolverse en una exposición-explicación continuada de los dogmas con su terminología
filosófica y teológica. A la catequesis le interesa no la literalidad del dogma, sino su sentido
vivencial y existencial, sentido que abre para la catequesis toda una posibilidad de relectura y
todo un horizonte de creatividad.
La relación entre la teología y la catequesis es muy estrecha, hasta el punto que, en determinados
momentos de la historia, ha dado origen a una cierta confusión, llegando a convertir a la teología
en la fuente principal de la catequesis. Durante bastante tiempo, en efecto, la catequesis ha
estado centrada en un catecismo que no era más que un compendio teológico de exquisita
precisión doctrinal. La catequesis reproducía y reducía a escala inferior el saber teológico. Tal
proceder condicionaba el mismo quehacer catequético, así como sus contenidos y la lógica
inherente a las proposiciones de la fe: la lógica de una síntesis doctrinal no es lo mismo que la
lógica de la economía propia de la historia de la salvación. En este marco, la catequesis quedaba
totalmente supeditada a la teología; en la relación entre ambas, la primacía era para la teología,
de la que dependía la catequesis.
Por ello, cuando la catequesis, en sus recientes intentos de renovación, ha pretendido encontrar
su autonomía y su identidad, no han faltado las dificultades y las tensiones19. Para salir al paso de
unas y otras es menester tener en cuenta unas cuantas puntualizaciones.
La teología ejerce, además, una función crítica de cara a la catequesis, en relación a la teología
que es manifiesta o que subyace en el quehacer catequético, y en relación igualmente con los
posibles riesgos que puede correr la misma catequesis, como son los riesgos relativos a la
distorsión de su naturaleza en el momento y en el modo de asumir las ciencias humanas.
Pero aun admitiendo todo esto, hay que afirmar con rotundidad que la catequesis no puede ser
absorbida o permanecer secuestrada por la teología. Las dos siguen un proceso divergente, y las
dos tienen unas finalidades distintas. La teología es una reflexión del creyente sobre su fe, sobre la
fe de la Iglesia; busca para comprender, para representarse intelectualmente el contenido de una
fe a la cual se ha adherido ya previamente. En la teología se va, por consiguiente, de la fe (punto
de partida supuesto) a la intelección (punto de llegada). En la catequesis, por el contrario, se va de
una fe aún no suficientemente despierta a la fe auténtica. La fe no se sitúa en el punto de partida
sino al final del camino.
La teología y la catequesis se diferencian asimismo por sus finalidades. Mientras que la teología
busca el fundamento, la profundización y la sistematización de la fe, lo que la catequesis busca es
el acompañamiento hacia la fe y el arraigo del evangelio en la vida de los catequizandos. Sin
olvidar, pues, que la catequesis tiene también una dimensión doctrinal (CT 18, 21), hay que
resaltar con fuerza que la catequesis es sobre todo iniciación a la vida cristiana. Una verdadera
iniciación sólo puede llevarse a cabo a través de un diálogo de consentimiento en la fe y de
compromiso personal de vida. Ello significa que la catequesis debe comunicar un mensaje en lugar
de limitarse a explicar una doctrina. El mensaje es personal; una doctrina es anónima y fría. Dar
catequesis no consiste en partir de un texto de manual, sino de la vida, de la palabra viva de
Dios21.
BIBL.: AA.VV., ¿Qué es la catequesis?, Marova, Madrid 1968; AA.VV., Liturgia y pedagogía de la fe,
Marova, Madrid 1969; ALBERICH E., La catequesis en la Iglesia. Elementos de catequesis
fundamental, CCS, Madrid 1991; AUDINET J., La référence doctrinale en catéchése, Catéchése 13
(1973) 139-144; GEFFRÉ C., La révélation comme histoire. Enjeux théologiques pour la catéchése,
Catéchése 100-101 (1985) 59-76; GEVAERT J., La dimensión experiencial de la catequesis, CCS,
Madrid 1985; (ed.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987, especialmente ALBERICH E.,
Fuentes de la catequesis, 392-395; GEVAERT J., Experiencia, 366-368, y GROPPo G., Contenidos
(criterios), 221-225; SÍNODO DE OBISPOS 1977, La catequesis en nuestro tiempo. Mensaje al
pueblo de Dios, PPC, Madrid 1978; Directorio de pastoral catequética para las diócesis de Francia,
Desclée de Brouwer, Bilbao 1968.
GRACIA
SUMARIO: I. Dios nos salva en Cristo por el don de su Espíritu: 1. El Dios de la revelación (Antiguo
Testamento); 2. La salvación de Jesucristo: la buena nueva del Reino (Nuevo Testamento); 3.
Transformados por el Espíritu. II. La llamada del hombre a la comunión con Dios: 1. Predestinado
en Cristo; 2. Creado a imagen de Dios; 3. Destino sobrenatural. III. El nuevo ser en Cristo y la
transformación por su Espíritu: 1. Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia; 2. Necesidad
de la redención de Cristo (la justificación); 3. La cooperación humana en la obra de la salvación; 4.
La nueva criatura en Cristo Jesús. IV. Acceso al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo: 1. Hijos en el
Hijo; 2. El don del Espíritu Santo; 3. Plenificación del ser personal; 4. Dimensión comunitaria. V.
Claves catequéticas: 1. Características de una catequesis sobre la gracia; 2. Catequesis según las
edades.
La gracia es Dios mismo en cuanto se autocomunica a nosotros por Jesucristo en el Espíritu Santo
y nos renueva interiormente. No se puede hablar, por tanto, de la gracia como una realidad a se
stante, sino en relación con el misterio de Dios, que se revela y comunica al hombre. Este es uno
de los datos fundamentales de la revelación, que polariza la reflexión teológica actual sobre la
gracia.
Bíblica y teológicamente, la gracia dice relación a los misterios esenciales de la fe cristiana, que
son: el misterio de Dios, el misterio del hombre, el misterio de Cristo, el don del Espíritu, el
misterio de la Iglesia. La gracia es esencialmente teocéntrica, cristológica, pneumatológica y
eclesial. Se expresa en la vida nueva en el Espíritu, que es principio de la nueva creación, y tiende
a la consumación escatológica. Este es el marco de la reflexión teológica sobre la gracia. Aparece,
por tanto, como derivación y como síntesis, al mismo tiempo, de los temas soteriológicos,
trinitarios, cristológicos, pneumatológicos, eclesiológicos, antropológicos y escatológicos. Más
aún, la gracia es el núcleo central de todos ellos, su dimensión más profunda, la que les confiere
una perspectiva específicamente cristiana.
Presentar la gracia en relación con estos temas, como la expresión de los misterios divinos en la
vida cristiana, es centrar la catequesis en las fuentes mismas de la revelación y en el misterio de la
fe cristiana. Es también uno de los criterios básicos de su articulación.
Este planteamiento permite estudiar no sólo lo que es la gracia en sí misma, sino también lo que
esta representa en el conjunto de la fe cristiana y de la historia de salvación, como la realidad
central de la revelación. Esta se va desvelando progresivamente en el Antiguo y Nuevo
Testamento, como acción salvadora de Dios, que interpela la realidad humana llamándola a la
comunión divina (I-II). Y todo ello, por la participación en el nuevo ser de Cristo (justificación) y
por la comunión en su misterio, que nos hace partícipes de su filiación, por el don del Espíritu,
Señor y dador de vida (11-I11).
Si bien la gracia es la relación única y personal del individuo con Dios, hay que evitar desde el
principio el peligro de concebirla y vivirla en sentido individualista. La acción salvífica de Dios en
Jesucristo se dirige a la comunidad, que a su vez, es para el mundo sacramento de salvación. De
ahí su dimensión esencialmente comunitaria y eclesial.
La gracia no es primordialmente una realidad del hombre, sino una realidad de Dios: su realidad
personal, su modo de ser y de actuar (Dios gracioso), su actitud de benevolencia para con el
hombre, su fidelidad inquebrantable a las promesas de salvación.
Los términos con que se expresa esta actitud personal de Dios para con el hombre, en el marco de
la alianza, son: hanan (apiadarse), hen (favor, benevolencia; favorable, gracioso: «hallar gracia a
los ojos de Dios»), hesed (bondad, amistad, amor de Dios en virtud de la alianza), emet (fidelidad
divina a las promesas de salvación).
Los textos bíblicos son innumerables. He aquí uno que describe la actitud fundamental de Yavé
con los términos indicados: «Dios de ternura (rahanim) y de gracia (hen), lento a la ira, rico en
bondad (hesed) y en virtud (emet), que mantiene su bondad (hesed) por mil generaciones» (Éx
34,6-7).
El término más próximo a la palabra gracia es hen. Se halla en los libros históricos y designa el
favor y la benevolencia divina para con el hombre. Etimológicamente significa inclinarse, en
sentido físico, sobre alguien; en sentido moral, encierra la idea de inclinarse con favor, afecto,
benevolencia, protección, como cuando la madre se inclina sobre la cuna de su pequeño. Es el
amor y la protección que el pequeño, pobre y desvalido, encuentra en su protector; o el favor que
el inferior halla o espera hallar a los ojos de su superior, Yavé. En este sentido se dice que Abrahán
halló gracia ante Dios (Gén 18,3); e igualmente Moisés (Ex 33,12). Es decir, Dios les concedió su
favor; se mostró bueno y benevolente con ellos. Esta actitud personal de favor y benevolencia
divina es constante en la historia de Israel. Puede decirse que los libros del Antiguo Testamento
son la historia de la hen de Dios: de la gracia, el favor, la benevolencia de Yavé hacia su pueblo.
Tiene un matiz particular de gratuidad. Es un amor soberano y libre, que radica en el modo de ser
de Dios, no en la bondad o méritos humanos (Dt 7,7).
Sin embargo, el término principal, que mejor expresa el contenido de la gracia en el Antiguo
Testamento es hesed. Se halla principalmente en los libros proféticos y en los salmos. Designa la
bondad, el amor, la misericordia de Yavé para con su pueblo elegido en virtud del pacto de la
alianza. Tiene un carácter particular de firmeza y fidelidad inquebrantables. Yavé es «el Dios fiel
que guarda la alianza y el amor por mil generaciones con quienes le aman y observan sus
mandamientos» (Dt 7,9; Sal 89,29; Is 55,3). «Yavé es Yavé, Dios clemente y misericordioso,
paciente y muy bondadoso y leal, que observa la piedad hasta la milésima generación» (Ex 34,6).
Aparte su carácter irrevocable, el hesed divino expresa una idea más profunda de unión entre el
pueblo elegido y Yavé. Es el comportamiento de comunión de Dios con los suyos. En el hesed
despliega Dios su poder en favor de los suyos y les ofrece ayuda y salvación. Finalmente, el hesed,
el amor fiel e inmutable de Dios, es la causa de que perdone al pecador, a pesar de su infidelidad,
dándole un corazón nuevo y haciéndolo justo, introduciéndolo otra vez dentro del amor divino.
Según esto, la realidad de la gracia en el Antiguo Testamento aparece primariamente como una
acción dinámicamente salvadora. La primera oferta salvífica de Dios al hombre como gracia es la
acción creadora. Pero el verdadero leitmotiv de la actividad histórico-salvífica se encuentra en la
vocación de Abrahán, con la que comienza una historia especial de revelación y comunicación,
que se traduce en el pacto de la alianza. Este culmina en las promesas de renovación interior para
los tiempos mesiánicos o la promesa de una nueva alianza. Todo este proceso de salvación
constituye el trasfondo de la realidad de la gracia en el Antiguo Testamento; incluso se le puede
denominar como gracia de Dios, según la concepción veterotestamentaria del hen y del hesed
divinos.
En los LXX el término hen ha sido traducido por charis, y el término hesed lo ha sido por éleos. Este
último es el más cercano al concepto neotestamentario de la gracia.
Jesús viene para «salvar del pecado a su pueblo» (Mt 1,21). No solamente anuncia, sino que
realiza este acontecimiento de gracia. Cura las enfermedades y dolencias; va en busca de los
pecadores, les acoge y come con ellos (Mc 2,13-17); proclama el amor misericordioso de Dios para
con los publicanos y pecadores, a través de las parábolas de la dracma perdida, de la oveja
descarriada, del hijo pródigo, de los trabajadores de la viña, del buen samaritano, etc. (Lc 7,36-50;
15,1ss). Es la buena nueva del Reino: una nueva de gracia, de perdón de los pecados, de salvación.
Pero el núcleo central de la buena nueva del Reino es la revelación de Dios como Padre, el
reconocimiento del hombre como hijo y la proclamación de los hombres como hermanos, en
cuanto hijos de un mismo Padre. El Reino predicado e implantado por Jesús es, en definitiva, la
revelación de la paternidad de Dios, de nuestra filiación divina y de la fraternidad humana, que
implica, además, una profunda renovación de los corazones (Mt 23,9; Mc 11,25; Lc 12,32).
En este contexto aparece la gracia como llamada a la filiación, por la participación de la naturaleza
divina: «La gracia es el favor, el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada:
llegar a ser hijos de Dios (cf Jn 1,12-18), hijos adoptivos (cf Rom 8,14-17), partícipes de la
naturaleza divina (cf 2Pe 1,3-4), de la vida eterna (cf Jn 17,3)» (CCE 1996).
Las parábolas del reino destacan dos características fundamentales. Por una parte, la absoluta
gratuidad del Reino: el labrador paciente (Mc 4,26-29), el grano de mostaza y la levadura (Mt
13,31-53); por otra, la urgencia de una decisión ineludible: la higuera estéril (Lc 13,6-9), las diez
vírgenes (Mt 25,1-12), el mayordomo sagaz (Lc 16,1-8).
Aquí radica la dignidad del cristiano (san León Magno) y el fundamento de la moral cristiana o de
la vida nueva en Cristo. Se caracteriza como vida filial y de gracia, bajo la moción del Espíritu
Santo, según las bienaventuranzas evangélicas, y se manifiesta como vida de fe, de esperanza y de
caridad (cf CCE 1697). Esta es la catequesis de la vida nueva en Cristo, como la denomina el
Catecismo.
A la luz de estos textos, y en relación progresiva con los datos de la revelación expuestos hasta
aquí, en el Nuevo Testamento la gracia es, en primer lugar, una realidad personal: el amor
inmenso de Dios que busca la comunión con el hombre (Rom 4,16; 5,2; Gál 5,4); en segundo lugar,
un acontecimiento salvífico: la salvación del hombre en el misterio redentor de Cristo Jesús (Rom
3,21-26; 5,17-21); en tercer lugar, una realidad objetiva: el don sobrenatural, interior, por el que
el hombre se hace justo y se transforma en una nueva criatura, capaz de realizar las obras del
amor y alcanzar la vida eterna (2Cor 5,17; Gál 6,15). Es, en fin, absolutamente gratuita: se debe a
la libre iniciativa divina, no es merecimiento de las obras del hombre, sino que la da Dios
graciosamente (Rom 3,21-24; Ef 2,1-10; Tit 3,4-7).
El Apóstol experimenta la gracia como el encuentro con Cristo, que transforma su vida y hace de
él un hombre nuevo (2Cor 5,17). Gracias al amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, descubre el
verdadero sentido de su vida: nada ni nadie podrá separarle de ese amor (Rom 8,35-39). Esta
experiencia la describe admirablemente con estas palabras: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo
quien vive en mí» (Gál 2,20). Este descubrimiento invierte su jerarquía de valores: «Todo eso que
para mí era ganancia, lo considero pérdida comparado con Cristo» (Flp 3,7ss). La salvación por
gracia consiste en ser vivificado y resucitado con Cristo (Ef 2,4-6).
Cristo, que transformó a Pablo y a los apóstoles, continúa hoy transformando y renovando a los
que creen en él y se hacen partícipes de su misterio pascual, por el poder del Espíritu: «Por el
poder del Espíritu Santo participamos en la pasión de Cristo, muriendo al pecado, y en su
resurrección, naciendo a una vida nueva» (CCE 1988). Esta transformación tiene lugar en el
bautismo (Rom 6,3-4): «Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él... Su
muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios. Así
también vosotros, consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom
6,8-11).
b) El nuevo nacimiento en el Espíritu (san Juan). La revelación de la gracia, en san Juan, está en
íntima relación con el tema de la vida (Jn 1,1-14; 3,16; 6,30-33.57; lJn 4,9-10) (cf V. M. Capdevila).
Esta vida (la vida eterna) procede de la iniciativa amorosa del Padre, se comunica por la misión del
Hijo en la encarnación redentora y se accede a ella por la fe: es la vida creyente en el Espíritu.
La vida es fruto de un nuevo nacimiento, obra del Espíritu (Jn 3,1-8). A partir de este nuevo
nacimiento, el renacido es capaz de realizar las obras del amor. Pues, si «Dios es amor» (Un 4,8),
la recepción de la vida y del ser de Dios ha de manifestarse en la praxis de la caridad: «Si alguno
dice: "amo a Dios" y aborrece a su hermano, es un mentiroso...; quien ama a Dios, ame también a
su hermano» (1Jn 4,20s). La caridad fraterna es, esencialmente, la autodonación del cristiano, que
prolonga la entrega de Jesús: «El dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida
por los hermanos» (lJn 3,16).
Tanto san Pablo como san Juan contemplan la gracia como categoría clave de la historia de
salvación (2Cor 3,3-6; Jn 1,17). Esta se caracteriza por el paso de una economía basada en la ley de
Moisés, a una economía basada en la gracia de Cristo. Es el paso de la ley antigua a la ley nueva,
centro de la economía cristiana (cf CCE 1965ss).
Esta ley nueva o ley evangélica, que lleva a plenitud los mandamientos de la ley antigua (cf CCE
1968), «es llamada ley del amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu Santo más
que por el temor; y ley de gracia, porque confiere la fuerza de la gracia para obrar mediante la fe y
los sacramentos» (CCE 1972).
Este es el fin de la revelación y del plan salvífico divino: «Quiso Dios, con su bondad y sabiduría,
revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (a los hombres)..., para invitarlos y
recibirlos en su compañía» (DV 2). «Al revelarse a sí mismo, Dios quiere hacer a los hombres
capaces de responderle, de conocerle y de amarle más allá de lo que ellos serían capaces por sus
propias fuerzas» (CCE 52).
Esta revelación culmina en Cristo, modelo y prototipo del ser humano, cuyo misterio «sólo se
esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (GS 22). Todo lo que el hombre es –no sólo desde
el punto de vista religioso, sino también simplemente natural–deriva de su ser imagen de Dios en
Cristo, en quien adquiere una forma nueva y original de ser hombre.
2. CREADO A IMAGEN DE DIOS. La creación del hombre a imagen y semejanza de Dios (Gén 1,26-
27) es la primera manifestación de la gracia. Efectivamente, el hombre es creado como amigo de
Dios, llamado a la comunicación con él. Es semejante a Dios y, por eso, Dios puede hablar con él y
él con Dios. De ahí que toda la vida del hombre, lo sepa o no, es una pregunta y búsqueda de Dios:
desde el principio, «Dios invitó (a los hombres) a una comunión íntima con él, revistiéndolos de
una gracia y de una justicia resplandecientes» (CCE 54). El hombre, de hecho, fue creado en gracia
y justicia originales. Frustrada esta condición por el pecado, es restablecida primorosamente por
Cristo.
Imagen de Dios por excelencia, Cristo es el que restablece y consuma al mismo tiempo la imagen
oscurecida por el pecado (Col 1,15ss.; 2Cor 4,4; Heb 1,3). El cristiano, por la gracia divina,
participa de la perfección de la única imagen verdadera, insertándose en Cristo (Rom 8,29; 2Cor
3,18). De esta forma recobra el hombre su dignidad originaria, perdida u oscurecida por el pecado
(Rom 1,23; 3,23), y se convierte verdaderamente en imagen de Dios. Esto ocurre en una segunda
creación, en la que se consuma y supera la primera (2Cor 4,4-6; Col 3,9s; Ef 4,23s). La semejanza
que de aquí resulta es superior a la de Gén 1,26, en la misma medida en que Cristo es superior a
Adán (cf CCE 1701).
«Por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona: no es
solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar
en comunión con otras personas; y es llamado, por la gracia, a una alianza con su Creador, a
ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede darle en su lugar» (CCE 357).
Esta vocación, sin embargo, le trasciende absolutamente. Es don divino, que supera su naturaleza
(cf CCE 1998). Pero precisamente por su carácter de don conduce al hombre a una perfección tal,
que supera todas sus expectativas. Según el principio teológico, la gracia presupone la naturaleza y
la perfecciona. Esto quiere decir que la naturaleza humana, tal como ha sido creada por Dios,
tiende dinámicamente más allá de sí misma y que sólo en Dios encuentra su plenitud: «Dios puso
en el hombre una aspiración a la verdad y al bien que sólo él puede colmar» (CCE 2002).
La fe cristiana explica este misterio como «participación de la naturaleza divina» (2Pe 1,4). La
teología patrística habla de la divinización como el rasgo definitorió del cristianismo frente a las
otras religiones: «Dios se hizo hombre, para que el hombre sea hecho Dios». En este sentido, el
Catecismo hace esta descripción de la gracia: «La gracia es una participación en la vida de Dios.
Nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria» (CCE 1997).
Este misterio central de la fe cristiana está muy lejos de ser una alienación; representa, por el
contrario, su máxima realización. La máxima divinización es también la máxima humanización. Y
es que el hombre sólo se siente hombre plenamente cuando se trasciende a sí mismo en lo
absolutamente otro, esto es, en Dios. «Cuanto más nos diviniza la gracia, tanto más nos
humaniza» (san Francisco de Sales).
Por eso, en el corazón del hombre late permanentemente la esperanza y la nostalgia de lo infinito.
Es un ser inquieto que siempre está en camino, que nunca puede detenerse, que en nada del
mundo puede encontrar definitiva satisfacción, que permanece siempre abierto a nuevos
horizontes, hasta que descanse en Dios: «Pues nos hiciste, Señor, para ti, e inquieto estará
nuestro corazón hasta que descanse en ti» (san Agustín).
Pero donde abundó el pecado sobreabundó la gracia (Rom 5,20): «Por el delito de un solo hombre
comenzó el reinado de la muerte; mucho más, por un solo hombre, Jesucristo, vivirán y reinarán
todos los que han recibido un derroche de gracia y el don de la justificación...» (Rom 5,17). La
afirmación del pecado no tiene, por tanto, un significado autónomo. Pone al descubierto la
universalidad y la superabundancia de la salvación que trajo Jesucristo.
En conformidad con esto, el concilio de Trento enseña que «nadie puede ser justificado ante Dios
por sus obras, ya sean realizadas con las fuerzas de la naturaleza humana o con las enseñanzas de
la ley, sin la gracia divina que viene por Jesucristo» (DS 1151). Para cualquier acción salvadora del
hombre, es absolutamente necesaria la gracia sobrenatural de Dios. Esta precede siempre el
querer y el obrar del hombre y los acompaña, pues «Dios es quien activa en vosotros el querer y la
actividad para realizar su designio de amor» (Flp 2,13). Por eso la existencia cristiana es existencia
totalmente regalada, existencia en acción de gracias.
3. LA COOPERACIÓN HUMANA EN LA OBRA DE LA SALVACIÓN. «El que te creó sin ti, no te salvará
sin ti. Te creó, pues, sin tú saberlo; pero sólo te salva con el consentimiento de tu voluntad» (san
Agustín). El concilio de Trento, en el Decreto de la justificación (1547), habla varias veces de la
colaboración del hombre a su propia justificación, como expresión de su libertad (DS 1554; CCE
1993 y 2002). Pero no se trata de una libertad autónoma frente a Dios, sino de una libertad
otorgada, que se realiza en su dependencia de Dios. De este modo, Dios deja a salvo la dignidad
de la criatura, dignidad que tampoco pierde el pecador, haciendo verdad las palabras de san
Ireneo: «La gloria de Dios es el hombre viviente». Por eso, dice el catecismo alemán, «dar gloria a
Dios y tomar en serio la dignidad del hombre son dos aspectos que no pueden separarse» (260).
El Catecismo de la Iglesia católica precisa cómo la libre colaboración humana no puede darse sin
la gracia: «Esta es necesaria para suscitar y sostener nuestra colaboración a la justificación
mediante la fe y a la santificación mediante la caridad» (CCE 2001).
El concilio de Trento define esta renovación bajo el término justificación, como «el paso de aquel
estado en el que el hombre nace hijo del primer Adán, al estado de gracia y de adopción de hijos
de Dios por el segundo Adán, Jesucristo, nuestro salvador» (DS 1524). Se trata de una
transformación real del hombre. No sólo le declara justo, sino que hace que sea realmente justo;
lo transforma y crea de nuevo. Esto incluye dos cosas: el perdón de los pecados y también la
«santificación y renovación del hombre interior» (DS 1528).
Esta es la definición esencial de la gracia: «La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace
de su vida infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla:
es la gracia santificante o divinizadora, recibida en el bautismo» (CCE 1999).
Esta nueva condición del cristiano se produce, por la participación en el misterio pascual de
Jesucristo, mediante el bautismo (Rom 6,1-11). Pero esta nueva situación, fruto de una realidad
sacramental, ha de hacerse una realidad existencial por la progresiva configuración con Cristo. El
cristiano, a lo largo de su vida, trata de configurarse con Cristo por su amor y pureza de vida.
Configurarse con Cristo es revestirse del hombre nuevo, lo cual implica despojarse del hombre
viejo, según la exhortación del Apóstol (Col 3,5-10).
La gracia, en su expresión más genuinamente bíblica, es la relación personal con Dios Padre por la
incorporación a Jesucristo y el don del Espíritu Santo. Teológicamente, se explica por la filiación
adoptiva, la inhabitación trinitaria y la divinización. Representa el núcleo de la doctrina de la
gracia y de la vida cristiana. A partir de este núcleo, se explica también la plena realización del ser
humano y su dimensión comunitaria.
La filiación cristiana es participación de la condición filial de aquel que es el Hijo por excelencia,
cuya vida es obediencia al Padre y entrega por la salvación de los hombres.
En esta vida entregada de Cristo, manifestación de su pro-existencia, esto es, de una vida en favor
de los demás, está el fundamento de la forma nueva y original de ser hombre, frente a otras
concepciones.
2. EL DON DEL ESPÍRITU SANTO. Hijos en el Hijo lo somos en virtud del Espíritu Santo, que,
derramado en nuestros corazones, nos incorpora a Cristo y obra en nosotros la filiación. Existe
una estrecha relación entre el Espíritu que se hace presente en la vida de Jesús para llevar a cabo
su misión y el que actúa en nosotros la filiación. Por eso san Pablo llama al Espíritu Santo: Espíritu
de Cristo, Espíritu del Señor, Espíritu del Hijo (Rom 8,9-15). El mismo Espíritu Santo, que actúa en
la humanidad de Jesús en su camino hacia el Padre, hace que vivamos la filiación respecto a Dios y
la fraternidad respecto a los hombres. El aspecto fundamental de la presencia dinámica del
Espíritu Santo en el interior del creyente es la infusión del amor de Dios: «El amor de Dios (con el
que Dios Padre nos ama) ha sido derramado en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo que
nos ha sido dado» (Rom 5,5).
El don del Espíritu Santo cambia radicalmente el corazón del hombre en su actitud para con Dios y
para con los hermanos (Rom 8,14-17; Gál 4,4-7). Crea en él una actitud filial de amor y de
confianza hacia el Padre y es fuente de libertad cristiana: la libertad propia de los hijos de Dios.
Obra en nosotros la conversión (cf CCE 1989). En este sentido, el Catecismo nos ofrece esta
definición de la gracia: «La gracia es, ante todo y principalmente, el don del Espíritu que nos
justifica y nos santifica» (CCE 2003).
Pero el don del Espíritu Santo comprende también la presencia personal de las divinas personas,
descrita como presencia de inhabitación. San Pablo la expone como fundamento del
comportamiento moral: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en
vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque santo es el templo
de Dios, que sois vosotros» (lCor 3,16-17). El don del Espíritu no es sólo el don de una persona
divina, sino el don del misterio de la Santísima Trinidad: «Si alguno me ama guardará mi palabra, y
mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada» (Jn 14,23).
La expresión fundamental de esta libertad es el amor: amor filial al Padre, amor que es también
cercanía al hombre, especialmente al hombre que sufre. Se trata, pues, de una libertad que no
puede existir más que bajo la forma de amor. Esta libertad, que es la expresión de la madurez
humana, es la plenitud de nuestra filiación y de nuestro ser de personas, en la medida en que
representa la opción libre por Dios y por los hombres, manifestada en la vida filial respecto de
Dios y en la fraternidad respecto de los hombres.
4. DIMENSIÓN COMUNITARIA. Nuestra filiación en Cristo se traduce no sólo en una relación filial
respecto del Padre, sino también en una relación de fraternidad respecto de los hombres, que
pone de relieve la dimensión social y comunitaria de nuestra incorporación a Cristo. No podemos
invocar a Dios como Padre si no queremos conducirnos como hermanos con todos los hombres.
«El que no ama no ha nacido de Dios» (Un 4,8).
La gracia es un misterio de comunión fraterna: en un mismo Espíritu tienen acceso al Padre tanto
los que antes estaban cerca como los que estaban lejos (Ef 2,17-18). Estas palabras del Apóstol,
referidas a judíos y gentiles, se aplican a las situaciones más variadas y diferenciadas de los
hombres. Por otra parte, el Espíritu no es sólo un don a cada creyente, sino también y
primordialmente un don a la Iglesia, que se hace visible el día de pentecostés (He 2,1-22). El
Espíritu Santo es el vínculo de amor entre el Padre y el Hijo. Igualmente, el Espíritu Santo es el
vínculo de unión con Cristo y entre nosotros mismos (2Cor 13,13).
La unidad del género humano se funda definitivamente en Jesucristo, el nuevo Adán, por quien
todos tenemos acceso al Padre común, y en quien podemos reconocer como hermanos a todos
los hombres. Sólo quien entiende la vida y la propia salvación como don –y esto es lo que en la
medida máxima acontece en quien se sabe agraciado por Dios– puede a su vez entregarse
enteramente al otro en el amor.
V. Claves catequéticas
La catequesis tiene una tarea con respecto a toda la realidad que, como hemos visto, se encierra
en el término gracia. Se sabe, en efecto, envuelta en un clima de gracia como mediadora o
instrumento de un don que la supera; su contenido es la manifestación de la gracia de Dios; su
finalidad es invitar al encuentro gratuito, salvador, con Dios, en Jesucristo, plena realización de
nuestra vocación personal; sus procesos catequéticos son como hitos del plan divino de la
salvación en su encarnación en cada persona.
Antes de la catequesis ya está actuando la gracia. La catequesis tiene como punto de partida el
don del amor divino, que sale a nuestro encuentro y se adelanta a nuestra respuesta de hombres.
El Espíritu Santo es el principio inspirador de toda la obra catequética y de los que la realizan; es el
que impulsa al catequista a anunciar el evangelio y el que hace aceptar y comprender la Palabra
de salvación a los catequizandos. El mismo bautismo sostiene con su gracia el trabajo de estos en
la catequesis (cf EN 75; CT 72; DGC 80, 90, 177).
La catequesis es, además, mediación de ese encuentro con Dios; iniciación sapiencial en la
autocomunicación personal de Dios al hombre, para hacerle partícipe de sus designios de amor y
de paz. La catequesis se sabe mediadora de ese encuentro, hecho «bajo el influjo de la gracia»
(DGC 92). «Toda la acción catequética está al servicio de la acción de Dios en cada catecúmeno y
en el grupo catecumenal como tal»; es «mediadora entre Dios y el catequizando» (CC 207; cf CF
60). Dicho con otras palabras, podemos ver la catequesis como actualización de la revelación. Al
igual que la palabra de Dios, antes que cuerpo de doctrina es acción gratuita de Dios que se
autocomunica a sí mismo a los hombres, así también la catequesis es cauce, acontecimiento de
gracia (DGC 150), a través del cual Dios mismo actúa en el corazón del catecúmeno, ofreciendo
llamada, promesa, perdón, corrección, sentido de la existencia, apoyo, presencia, justificación,
donación. «Desempeña la función de disponer a los hombres a acoger la acción del Espíritu
Santo» (DGC 22; cf CAd 108).
b) La gracia como contenido de la catequesis. «Aquel que, movido por la gracia, decide seguir a
Jesucristo, es introducido en la vida de la fe, de la liturgia y de la caridad del pueblo de Dios» (DGC
51; cf AG 63). La catequesis, en concreto, inicia en dimensiones complementarias: en el
conocimiento sapiencial del misterio de la gracia de Dios que ilumina el hoy de la historia de la
salvación; en la oración que contempla, invoca, agradece...; en la celebración de ese misterio,
presencia salvífica en los sacramentos, hoy histórico-salvífico; inicia en las actitudes evangélicas
que marcan, como don y llamada, el camino del hombre viejo al hombre nuevo y en la acción
apostólica y misionera que, motivada por la experiencia gozosa de la gracia, es la tarea.
Todo ello conlleva, al mismo tiempo, hablar también explícitamente de la gracia en la catequesis;
hablar no sólo en un lugar determinado sino en campos muy variados: historia de la salvación,
Cristo, salvación, Iglesia, antropología teológica... Señalamos algunos criterios más'concretos
sobre la gracia como contenido de la catequesis:
— La catequesis subraya el aspecto histórico-salvífico de la gracia. Por eso nunca cesa de narrar
los sucesivos encuentros salvadores de Dios en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. En
definitiva, la catequesis ayuda a realizar una lectura significativa de la Biblia, desde las claves
ofrecidas en la primera parte de este artículo. «Presentar la historia de la salvación por medio de
una catequesis bíblica que dé a conocer las obras y palabras con las que Dios se ha revelado a la
humanidad... es también parte fundamental del contenido de la catequesis» (DGC 108).
— La gracia es, a su vez, un motivo para educar la dimensión ecuménica en la catequesis. La vida
de gracia es un bien común entre la Iglesia católica y otras confesiones y, por ello, un motivo
profundo para suscitar y alimentar el verdadero deseo de unidad (cf DGC 86; UR 3b).
— En cuanto al lenguaje sobre la gracia, la catequesis busca entre las distintas expresiones que en
la Biblia y en la tradición designan la gracia, cuáles pueden encontrar una acogida mejor en cada
etapa del proceso catequético, prestando atención a los diversos destinatarios y buscando un
criterio de presentación intensivo desde el comienzo, y suficientemente extensivo al final del
proceso. Es rica, como hemos visto, la fuente expresiva alusiva a la gracia; en general, puede
decirse que las expresiones más antiguas, tal como se encuentran, por ejemplo en la Biblia, llenas
de imágenes y símbolos, encuentran en la primera iniciación cristiana de un catequizando más
fácil acogida que otras expresiones de la gracia, fruto de la especulación teológica, que hallarán en
la catequesis su puesto enriquecedor en un segundo momento. Esta misma búsqueda de
lenguaje, es según el Directorio general para la catequesis, un don de Dios: «Por la gracia de Dios»
tenemos la certeza de que es posible encontrar un lenguaje capaz de comunicar la palabra de Dios
y de que el «mismo Espíritu otorga el gozo de llevarlo a cabo» (DGC 146).
— Por lógica de todo lo anterior, es una catequesis que evita falsos enfoques en relación con la
gracia, como por ejemplo los siguientes: los planteamientos catequéticos que reducen la palabra
de Dios a cuerpo de doctrina y olvidan que es acción gratuita amorosa; los que reducen la gracia a
cosa, más que a acontecimiento; los que marcan la catequesis con un voluntarismo moral, como si
el amor de Dios tuviese que ser el resultado de nuestro esfuerzo; los que parten del moralismo,
que lleva a cumplir la norma por la norma; los que se fundan en una pura ascesis que podría
fomentar la conciencia de rechazo constante por parte de Dios, traduciéndose en una sorda
hostilidad contra sí mismo y contra los demás; e igualmente los modelos catequéticos en que
todos los catequizandos se ajusten, de un modo forzado, al molde del catequista (cf CC 107-111;
CF 59; CAd 186).
Una pedagogía que tiene una referencia constante a la acción del Espíritu, Maestro interior que
actúa «en la intimidad de la conciencia y del corazón» (CT 72; cf EN 75; DGC 50, 288-289). Una
pedagogía que es consciente de la actuación personal, no uniforme, de la gracia en cada
catequizando, y que ayuda a su descubrimiento. Una pedagogía, pues, de servicio y no de dominio,
porque posibilita el crecimiento de una semilla —el don de la fe– depositada por el Espíritu en el
corazón del hombre, estando el catequista al servicio de ese crecimiento (cf EN 79; CC 109; CF 59).
En la misma línea, será una pedagogía que potencia en los catequizandos la capacidad de
«comportarse de modo activo y responsable ante el don de Dios» (DGC 152; cf 157). Y una
pedagogía del respeto hacia el catequizando: respeto a la situación religiosa y espiritual de la
persona que se evangeliza; respeto a su ritmo, que no se puede forzar demasiado; respeto a su
conciencia y a sus convicciones, que no hay que atropellar; respeto también a la comunidad
catequética, cuyo ritmo de crecimiento y maduración se mueve por un factor que desborda el
empeño del propio catequista.
De todo este reto pedagógico se deducen distintos criterios para la formación de catequistas;
señalamos tres: 1) El estudio, a la medida de la colaboración de cada agente, de cuanto sobre la
gracia nos enseña la Sagrada Escritura y la tradición, el magisterio de la Iglesia, los catecismos y la
teología (cf EN 75). 2) Junto con el estudio, la contemplación de la actuación de la gracia, de la
acción del Espíritu Santo, sea en el corazón de los catequizandos, sea en los mismos catequistas
(cf CF 57, 61). 3) Por último, de forma complementaria, la invocación a la fuente de la gracia;
invocar con fe y fervor al Espíritu Santo y dejarse guiar por él como inspirador decisivo de los
programas e iniciativas de la actividad evangelizadora, fruto de la conciencia de que se actúa
como su instrumento vivo y dócil (cf EN 75; CT 72; DGC 290).
d) Un hombre nuevo nace de la catequesis por la gracia. Una catequesis como la que vamos
describiendo, está llamada a dar como fruto creyentes comprometidos con la causa y el estilo de
Jesús y, como consecuencia, adoradores del Padre, colaboradores del Espíritu, hombres de Iglesia,
en actitud de servicio al mundo. Está llamada, en consecuencia, a dar como fruto una novedad de
vida, unos catequizandos conscientes de la acción de la gracia en sus corazones, capaces de
dejarse guiar por esa voz, portadores de espiritualidad evangélica, deseosos de vivir la santidad,
atentos a los signos de los tiempos y a sus interpelaciones, con fuerza para ser testigos, solidarios
con los hombres, sobre todo con los que más sufren, comprometidos en la transformación de la
sociedad (cf CAd 165-171).
La catequesis es testigo de la necesidad del don y también de la vida nueva que aporta. Por ello,
presenta el tema de la gracia como algo profundamente vital y enriquecedor para el hombre;
inserta el tema de la gracia en el más amplio de la salvación integral del hombre, que ofrece
plenitud de vida, renovación interior que diviniza, humaniza, plenifica y hace dar fruto (cf CCE
1697).
Una salvación que conlleva, como uno de sus elementos, la liberación, purificación de lo que «está
bajo el signo del pecado (pasiones, estructuras del mal...) o de la fragilidad humana, suscitando en
los catequizandos actitudes de conversión radical a Dios, de diálogo con los demás y de paciente
maduración interior» (DGC 204; cf 37, 102). En consecuencia, la catequesis muestra que la gracia
es más fuerte que el pecado, Dios más grande que nuestra conciencia y la vivencia del perdón
gratuito e incondicional de Dios superior al sentimiento de culpa (CC 211).
2. CATEQUESIS SEGÚN LAS EDADES. Cuanto llevamos dicho sobre la relación de la catequesis con
la gracia, encuentra acentuaciones tanto en la catequesis por edades como en las que tienen lugar
en otras situaciones especiales o en diversos contextos socio-religiosos. Aquí simplemente nos
limitamos a realizar algunos apuntes.
a) Infancia y niñez. En esta etapa tiene lugar, de ordinario, la iniciación cristiana comenzada en el
bautismo, con tareas directamente relacionadas con la temática de la gracia, como son la primera
formación orgánica de la fe del niño, la incorporación a la vida de la Iglesia y la recepción de los
sacramentos. Acentos de este momento pueden ser:
— Atender al desarrollo de las capacidades y aptitudes humanas que serán la base antropológica
de la vida de la gracia, como el sentido de la confianza, la gratuidad, el don de sí, la invocación...
— Presentar la paternidad de Dios con las grandes líneas de su maravilloso plan de salvación, en el
que Jesucristo es el centro y en el que el mismo catequizando encuentra su puesto. Un Dios buena
noticia para el niño. El rico lenguaje alusivo a la gracia que nos ofrece la Biblia, es amplio
manantial para esta etapa del proceso catequético. Podemos encontrar textos positivamente
significativos en los catecismos españoles Padre nuestro y Jesús es el Señor.
— Educar en la oración como encuentro alegre con el Dios que nos quiere; dar sentido a las
celebraciones de los cristianos, recibiendo a la vez de los sacramentos vividos esa dimensión vital
y festiva que impide a la catequesis quedarse en meramente doctrinal; iniciar la educación de una
vida como tarea en respuesta al Dios que sale a nuestro encuentro (cf DGC 178; CT 37).
— Dar importancia también, dentro de los procesos globales, a la acción precatecumenal, que
prepara el terreno para la dimensión más favorable al don; la misma realidad pide que la acción
apostólica con los jóvenes sea de índole humanizadora y misionera, como primer paso para que
maduren unas disposiciones favorables a la acción estrictamente catequética.
— Descubrir la presencia de Dios en la experiencia, ' en la realidad, y descubrir al grupo como una
magnífica experiencia de la presencia de Jesucristo en su Iglesia.
— Realizar un esfuerzo de adaptación a los jóvenes, por ejemplo en el tema del lenguaje
(mentalidad, sensibilidad, gustos, estilo, vocabulario...), sabiendo traducirles el mensaje de
Jesucristo. El catecismo español Con vosotros está supuso una buena obra de adaptación; en él se
expone la fe contando con las experiencias de los adolescentes. También se puede citar, como
intento, la «Narración de la historia de la salvación», con la que comienza el catecismo Esta es
nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia.
c) Adultos. «Puede decirse que, a través de la catequesis de la Iglesia, el Espíritu Santo, Señor y
dador de vida, está desarrollando en los adultos bautizados la vida nueva de los hijos de Dios,
hasta hacerla adulta» (CAd 110). Acentos de este momento pueden ser:
— Iluminar los aspectos de don y tarea en campos, tan fundamentales en este momento, como el
amor y la familia, el trabajo y el compromiso en el mundo. Igualmente, atender a puntos como el
sentido de la vida, la lectura cristiana de la vida, y la atención a las transiciones, crisis,
necesidades, momentos favorables... propios de cada etapa dentro de la edad adulta (cf CT 23;
CAd 59b, 79-80, 177, 183-184, 190, 192).
d) Tercera edad. Las personas de esta edad, lejos de ser consideradas como sujetos pasivos, son
un don de Dios para la Iglesia y la sociedad. Acentos de este momento pueden ser:
— Anunciar la fe en un clima de acogida y de amor, que confirman, mejor que ninguna otra cosa,
el valor de la Palabra; la catequesis asocia al contenido de la fe la presencia cordial del catequista,
de la comunidad creyente y la activa participación de los catequizandos.
— Aportar una gran riqueza significativa para cada situación de fe. Puede suponer: ayuda para
seguir recorriendo el camino en actitud de acción de gracias y de espera confiada; luz para una
experiencia religiosa más rica; invocación, perdón, paz interior...; y siempre un mensaje de
esperanza que proviene de la certeza del encuentro definitivo con Dios.
BIBL.: V. M. CAPDEVILA, Liberación y divinización del hombre. La teología de la gracia (2vols.), Secretariado Trinitario,
Salamanca 1984; GARCIA C., La teología posconciliar sobre la gracia, Burgense 34 (1993) 167-187; 37 (1996) 93-124; 38 (1997)
543-580; GROPPO G., Gracia, en GEVAERT J. (ed.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1985, 399-402; LADARIA L. E, Teología
del pecado original y de la gracia, BAC, Madrid 1993; MONTE-RO J., Psicología y educación en la fe, Ave María, Granada 1976;
Ruiz DE LA PEÑA J. L., El don de Dios. Antropología teológica especial, Sal Terrae, Santander 1991; Creación, gracia, salvación,
Sal Terrae, Santander 1993.
GRADUALIDAD DE LA CATEQUESIS
SUMARIO: I. Gradualidad y meta de la catequesis. II. Dinámica del proceso evangelizador. III. La
catequesis, «etapa prioritaria» de la evangelización. IV. Gradualidad según el sujeto, los
contenidos y circunstancias: 1. Gradualidad en las tareas de la catequesis; 2. Gradualidad por las
exigencias de la pedagogía de la fe; 3. Gradualidad en la adaptación a las personas y en la
inculturación del mensaje; 4. Gradualidad en el desarrollo de la sesión de catequesis.
El recorrido catequético debe tener como correlato el avance en la vida de fe; el progreso
cristiano es la resultante de la acción de la gracia del Espíritu Santo y la libre respuesta humana.
Podemos decir que, en la práctica, la vida de fe depende de la acogida de Dios y de la aplicación
de lo que esto supone a los diferentes ámbitos y tareas de la vida humana. La acogida,
comprensión y práctica de la palabra de Dios es distinta según la edad, disposición interna,
madurez y situación de las personas. El proceso de maduración de la fe debe continuar hasta el
pleno asentimiento al proyecto salvador revelado en Jesucristo y su traducción a la vida cotidiana,
personal y social. Esta tarea pide a los catequistas un lenguaje que traduzca sin vaciar, y abra la
mente y el corazón de los catequizandos, según sus capacidades, a la novedad de la buena noticia
(cf DV 8; CD 14).
La puesta en práctica de la gradualidad en la catequesis tiene que ver con el principio general de
la metodología catequética: según la condición de los catequizandos, se puede partir de Dios para
llegar a Jesucristo, y viceversa; y se puede partir del hombre para llegar a Dios, y viceversa. Esto
nos lleva a afirmar el carácter antropológico e histórico de la revelación y de la experiencia de fe;
la vida humana, debidamente experienciada y reflexionada, es el ámbito privilegiado del
encuentro con Dios.
La catequesis es una etapa del proceso evangelizador; esto quiere decir que hay unas acciones
que preparan a la catequesis y otras acciones que emanan de la misma. La primera adhesión a
Jesucristo debe cimentarse y estructurarse durante un tiempo prolongado para que lleguen a
conocer y vivir «la plenitud de la vida cristiana» (CT 18).
La catequesis «no es, por tanto, una acción facultativa, sino una acción básica y fundamental en la
construcción, tanto de la personalidad del discípulo como de la comunidad. Sin ella la acción
misionera no tendría continuidad y sería infecunda. Sin ella la acción pastoral no tendría raíces y
sería superficial y confusa: cualquier tormenta desmoronaría todo el edificio» (DGC 64).
Es evidente y real, por la propia situación de los creyentes y por las posibilidades que tiene la
Iglesia, que la educación permanente de la fe se realiza a través de formas diversas: la lectio
divina, la lectura de los acontecimientos guiados por la doctrina social de la Iglesia, la catequesis
litúrgica, la formación espiritual, las catequesis ocasionales y la formación teológica. Cada persona
y cada comunidad verá qué forma es la que más le puede ayudar en su recorrido de fe.
Como hemos visto, la fe madura a través de un proceso, tanto por las diferentes etapas
psicoevolutivas de la persona como por el contenido de la revelación en sí misma y por el modo
como se acoge y las circunstancias en que el proceso tiene lugar.
Todas estas tareas están íntimamente relacionadas, ninguna puede faltar y cada una realiza de
forma peculiar la finalidad de la catequesis. Las tareas se realizan por la comunicación del mensaje
cristiano, por la experiencia de la vida cristiana, y por la educabilidad de la fe, tanto en lo que
tiene de don como en lo que tiene de compromiso. «Cada dimensión de la fe, como la fe en su
conjunto, debe ser enraizada en la experiencia humana, sin que permanezca en la persona como
un añadido o un aparte» (DGC 87).
La concepción patrística del catecumenado sigue siendo valiosa para el momento actual; en ella la
formación catecumenal se hacía por la catequesis de la historia de la salvación, la preparación al
bautismo era más doctrinal (explicación del símbolo y del padrenuestro con sus consecuencias
éticas), y la catequesis mistagógica que ayudaba a vivir los sacramentos y a participar plenamente
en la comunidad. La catequesis de iniciación «por ser acompañamiento del proceso de
conversión, es esencialmente gradual; y, por estar al servicio del que ha decidido seguir a
Jesucristo, es eminentemente cristocéntrica» (DGC 89).
La mayor parte de nuestros fieles reciben la catequesis después de haber sido bautizados de
pequeños; en estos, la exigencia de conversión y el proceso que la hace posible parte del
bautismo recibido. Importa ver qué elementos del catecumenado bautismal deben estar
presentes en la catequesis posterior al bautismo. El Directorio general para la catequesis (DGC),
en el número 91, subraya los siguientes: la función de iniciación, la responsabilidad de toda la
comunidad, la índole pascual de la reiniciación, la labor de inculturación (adaptación a la cultura
de los catequizandos e incorporación de las semillas de la Ptilabra) y el carácter de proceso
madurativo de la fe (celebraciones, símbolos, signos, etc). La catequesis posterior al bautismo no
es una reproducción del catecumenado bautismal, pues los destinatarios ya están bautizados,
pero debe inspirarse en la «escuela preparatoria de la vida cristiana» (DCG 130) y aprovechar esos
elementos con creatividad y adaptación.
2. GRADUALIDAD POR LAS EXIGENCIAS DE LA PEDAGOGÍA DE LA FE. «En analogía con las
costumbres humanas y según las categorías culturales de cada tiempo, la Sagrada Escritura nos
presenta a Dios como un padre misericordioso, un maestro, un sabio que toma a su cargo a la
persona —individuo y comunidad— en las condiciones en que se encuentra, la libera de los
vínculos del mal, la atrae hacia sí con lazos de amor, la hace crecer progresiva y pacientemente
hacia la madurez de hijo libre, fiel y obediente a su palabra. A este fin, como educador genial y
previsor, Dios transforma los acontecimientos de la vida de su pueblo en lecciones de sabiduría,
adaptándose a las diversas edades y situaciones de vida» (DGC 139).
Ante todo, se necesitan catequistas que ellos mismos, como buenos discípulos del único Maestro,
hayan llegado «al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud en Cristo» (Ef 4,13). El
encuentro filial con Dios, por Cristo en el Espíritu, supone un itinerario o camino, que avanza por
la progresión en el diálogo salvador con Dios, por el hecho de que Jesucristo vaya ocupando el
centro de la vida, la incorporación progresiva a la comunidad y el descubrimiento del Reino desde
la opción preferencial por los más pobres, según las capacidades de cada uno. En todo esto está
en juego la gracia de Dios y la cooperación del catequizando, mediada por su libertad, la vida de la
comunidad a la que pertenece, y el testimonio de los creyentes que le rodean. Esta opción
metodológica busca los siguientes objetivos, en fidelidad a Dios y al hombre:
a. «Promover una progresiva y coherente síntesis entre la adhesión plena del hombre a Dios
(fides qua) y los contenidos del mensaje cristiano (fides quae).
b. Desarrollar todas las dimensiones de la fe, por las cuales esta llega a ser una fe conocida,
celebrada, vivida, hecha oración.
c. Impulsar a la persona a confiarse «por entero y libremente a Dios» (DV 5): inteligencia,
voluntad, corazón y memoria.
d. Ayudar a la persona a discernir la vocación a la que el Señor le llama. La catequesis
desarrolla así una acción que es, al mismo tiempo, de iniciación, de educación y de
enseñanza» (DGC 144).
a) Comprobar experiencialmente lo que es y supone el llegar a ser creyente maduro. Para ello
habrá que ver dónde se fundamenta la fe y las implicaciones psicológicas y sociopolíticas que
tiene. Este camino para unos será nuevo y para otros será una reestructuración del ser cristiano
roto o deteriorado. Tres cuestiones básicas tienen que quedar muy claras: 1) en qué consiste la
conversión a Jesucristo, 2) qué significa ser Iglesia y 3) cómo se vive el testimonio cristiano. Esta
andadura personal y grupal no está exenta de dificultades y tensiones, pero también de hallazgos
gozosos que apuntan al sentido de la existencia.
b) El anuncio del evangelio será el elemento que anime toda la acción catequística. Su transmisión
se hará siempre en referencia a los dinamismos personales, relacionales y sociales en que están
los catequizandos. Tomar en serio la experiencia humana, consiste en experimentar lo que Jesús
propone en el evangelio como cauce de felicidad y compromiso solidario. La experiencia humana
y la experiencia de fe no pueden presentarse ni vivirse como realidades yuxtapuestas, ya que una
y otra se dan formando unidad en el cotidiano vivir; llegar a la síntesis fe-vida es la mejor
expresión de la madurez de la fe.
c) El acto de fe expresa la confianza plena y total en Dios Padre y la entrega total y gozosa a su
plan de salvación. Este asentimiento no se da de manera espontánea; por el contrario, supone
planteamiento, clarificación de dudas y superación de crisis. Los principales momentos que
marcan el paso de la fe psicológica, espontánea y ligada al mundo de los deseos infantiles, a la fe
madura como asentimiento a la persona y la causa de Jesucristo, son los siguientes: 1) la
armonización de la fe dogmática y la propia autonomía, 2) la asunción de los valores evangélicos
como camino de liberación y 3) el situar la vida en la referencia eclesial. Si estos momentos de
crecimiento cualitativo no se dan y los conflictos no se resuelven adecuadamente, el cristiano no
ha madurado en lo básico, y cualquier problema un poco serio le puede dejar sin capacidad de
reacción. Hoy no se puede ser cristiano con conceptos vagos, prácticas esporádicas y sentimientos
de medio-pertenencia eclesial; la fe madura es una actitud global, reflexionada, comunitaria y
comprometida.
La fe alcanza todas las facetas de la existencia y las interrelaciona, dándoles unidad dentro de la
globalidad de la vida humana; el mensaje de Jesús de Nazaret afecta a la psicología, a las
relaciones y los compromisos sociales. En todo este campo la fe aparece como un plus de sentido
para vivir lo que todas las personas viven, y que se traduce en una mayor religación a la existencia
humana, para abrirla a la trascendencia y a la plenitud de realización que esta promete. La unidad
interpretativa que tiene la fe es lo que da la fuerza al estilo de vida cristiano.
e) La institución del catecumenado ha tenido desde siempre una liturgia rica y apropiada para
celebrar los diferentes «pasos» en la vida cristiana. Las entregas significaban lo que se había
descubierto y lo que se quería vivir comprometidamente. Los descubrimientos de la fe son como
la piedra preciosa que pide ser comprada y celebrada comunitariamente. El año litúrgico es una
ocasión privilegiada para entrar en el misterio de Cristo, a fin de ir conformando nuestros
sentimientos a los suyos, hasta llegar a descubrir la plenitud del misterio de Cristo en la plenitud
del misterio de la Iglesia y en la plenitud del misterio del Reino. El grupo de catequesis celebrará el
momento que está viviendo, pero siempre en relación a Jesucristo, nuestra pascua, de quien
recibe significado y por el que se abre a un horizonte nuevo de sentido.
f) Los objetivos que acabamos de describir exigen unas determinadas disposiciones en aquellos
que quieran hacer el proceso de fe. La condición básica es que el catequizando quiera replantearse
la fe en su fundamentación, significado e influencia real en la vida. Sin esta motivación inicial y
básica no se puede avanzar. De esta disposición brota el deseo de búsqueda, el diálogo con otros
que están en el mismo camino y el contraste con la persona del catequista para revisar las
auténticas motivaciones de la fe. El catecumenado bautismal parte de una adhesión afectiva a
Dios, tal como nos lo ha revelado Jesús; si esto no se diera, habría que hacer primero un recorrido
precatecumenal que llevará a esa decisión inicial de interesarse por Jesucristo y de ponerse en su
seguimiento.
a. Evocación de las experiencias relacionadas con el tema que se va a tratar en el grupo; hay
que procurar llegar a las motivaciones que están detrás de las experiencias y a las que, en
definitiva, se quiere responder.
b. Diálogo en el grupo sobre las experiencias personales, al hilo del desarrollo del tema. Al
decir experiencias personales nos referimos a lo vivido y a lo que provoca la palabra de
Dios en relación con lo vivido o lo propuesto.
c. La respuesta que Dios da al grupo desde los hechos y las palabras de la historia de
salvación. Al llegar a este punto el avance se produce al descubrir cómo en lo vivido ya hay
conexión con la fe y cómo en lo propuesto hay un plus de significado al que no llegaríamos
nunca por nosotros mismos. Este hallazgo es posible por el testimonio y el ministerio del
catequista, que actúa' como testigo del Resucitado y como enviado por la comunidad.
d. Los interrogantes que el encuentro con Dios y su palabra en la comunidad eclesial nos ha
planteado a cada uno. Esto se resuelve en la experiencia de oración y de celebración, y en
el compromiso social. Ahí se podrá gustar poco a poco, celebrar y verificar que la fe
transforma la vida.
A través de este método, la catequesis, y especialmente la de adultos, buscará las metas que el
nuevo Directorio general para la catequesis expone así: «promover la formulación y la maduración
de la vida en el Espíritu de Cristo resucitado, educar para juzgar con objetividad los cambios socio-
culturales de nuestra sociedad a la luz de la fe, dar respuesta a los interrogantes religiosos y
morales de hoy, esclarecer las relaciones existentes entre acción temporal y acción eclesial,
desarrollar los fundamentos racionales de la fe, y formar para asumir responsabilidades en la
misión de la Iglesia y para saber dar testimonio cristiano en la sociedad (DGC 175).
BIBL.: AA.VV., Iniciación a la oración en el catecumenado juvenil, San Pío X, Madrid 1984; AA.VV., Iniciación al compromiso en el
catecumenado juvenil, San Pío X, Madrid 1985; AA.VV., La pastoral juvenil del catecumenado a la comunidad cristiana, San Pío
X, Madrid 1983; ALBERICH E., Orientaciones actuales de la catequesis, CCS, Madrid 1973; BOROBIO D., Catecumenado para la
evangelización, San Pablo, Madrid 1997; BÜHLER P., La identidad cristiana. Entre objetividad y subjetividad, Concilium 216
(1988); CEAS, Jóvenes en la Iglesia cristiana en el mundo. Proyecto marco de pastoral de juventud, Edice, Madrid 1992; CENTRO
NACIONAL DE ENSEÑANZA RELIGIOSA DE FRANCIA, Formación cristiana de adultos. Guía teórica y práctica para la catequesis,
Desclée de Brouwer, Bilbao 1989; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Orientaciones para la catequesis de adultos, Edice,
Madrid 1984; FLORISTÁN C., Para comprender el catecumenado, Verbo Divino, Estella 1989; GONDAL M. L., Iniciación cristiana,
Mensajero, Bilbao 1990; Ruiz J., Catequesis de adultos I y II, Marova, Madrid 1975; SASTRE J., Entre la radicalidad de Jesús y el
ritmo real de la persona. Pistas para el acompañamiento, Frontera 4 (1997) 91-98; Compartir el compromiso. Un itinerario de
transmisión y maduración de la fe, Sal Terrae (octubre 1997) 755-762.
Para el cristiano, el misterio de comunión que es la Iglesia se verifica en una vida cristiana en
comunidad. Por la dimensión comunitaria de la fe, los cauces de la iniciación cristiana deben tener
una dimensión grupal. Por esto, tanto el grupo de catequizandos como el grupo de catequistas, se
convierten en ámbitos normales de educación de la fe y lugares de experiencia eclesial. Antes de
profundizar en el grupo de catequesis en sus dos dimensiones —de iniciandos y de iniciadores—
parece interesante un acercamiento a la sociología, para profundizar en el sentido y concepto de
grupo.
1. Concepto de grupo
La especificidad del grupo cristiano no debe hacer olvidar que la vida comunitaria no anula —más
bien asume y eleva— las dinámicas y estructuras de todo grupo. El nuevo Directorio general para
la catequesis así lo reconoce cuando dice: «El grupo tiene una función importante en los procesos
de desarrollo de la persona. Esto también vale para la catequesis» (DGC 159). No parece, pues,
superfluo intentar una aproximación sociológica, para precisar el concepto de grupo, su estructura
y clases, su carácter educativo, y el sentido del término animación y animador desde una
perspectiva de educación grupal.
1. EL GRUPO Y SU ESTRUCTURA. En una descripción abierta, un grupo puede ser entendido como
una colectividad identificable, estructurada y continua de personas, que desarrollan roles
recíprocos, referidos a normas sociales, intereses y valores, y que persiguen fines comunes. Si se
subrayan la tarea común y la conciencia de pertenencia de sus miembros, «un grupo es un
conjunto dinámico constituido por individuos que se perciben mutuamente como más o menos
interdependientes en algún aspecto» (Lewin y Deustch). El grupo, pues, no es la suma de los
individuos que lo componen, sino que se convierte en algo nuevo.
Todo grupo está más o menos estructurado, entendiendo por estructura de grupo el conjunto de
las posiciones que ocupa cada miembro dentro del grupo. Hay dos tipos de estructura: 1) la
horizontal, que se fija en la dimensión afectiva, y 2) la vertical, relativa a la dimensión de poder, es
decir, a las relaciones de dominio/sumisión. Todo grupo tiene su propia dinámica, entendida en
sentido amplio como el conjunto de los procesos que tienen lugar dentro del grupo. La estructura
grupal está sujeta a un proceso dinámico en la constitución y vida de los grupos, desde
organizaciones internas débiles hasta estructuraciones fuertes e institucionalizadas. Por tanto, la
estructura del grupo está regulada por valores y normas más o menos rígidos y más o menos
aceptados. Se puede pertenecer a un grupo y, a su vez, desear pertenecer a otro, de lo que
resultan dos tipos de pertenencia grupal: 1) el grupo de pertenencia limitado a que los individuos
sean sólo y simplemente sus miembros, y 2) el grupo de referencia al que los miembros se remiten
para orientar y regular su propio comportamiento.
En los procesos grupales es decisivo el rol del líder. Se pueden dar tres clases de líderes: 1) el
autoritario, que provoca agresividad y apatía; 2) el democrático, que reduce al mínimo la
agresividad y tiende a la cooperación, y 3) el permisivo, del que resulta un grupo desunido, sin
cooperación, y poca conciencia de pertenencia.
2. CLASES DE GRUPOS. Los grupos se configuran como primarios o secundarios según sean las
relaciones existentes entre sus miembros. 1) El grupo primario «se caracteriza por una asociación
íntima y cara a cara» (H. Cooley), en que la colectividad de personas que lo componen es
relativamente restringida como número y con relaciones frecuentes, profundos sentimientos de
solidaridad, y adhesión a los valores comunes que constituyen la cultura del grupo. Tres son los
factores claves en la vida de un grupo primario: proximidad física, pertenencia e interacción y
comunicación recíprocas, que generan en sus miembros un cambio de pensamientos,
sentimientos y reacciones. 2) En contraposición, el grupo secundario está regulado por normas
formales y racionales –generalmente frías–, con una comunicación interpersonal a niveles poco
profundos. Es, pues, una colectividad menos intensa, en la que el individuo se asocia
generalmente de modo voluntario o por contrato, y las relaciones recíprocas son reguladas más
explícitamente por reglas, usos y convenciones.
Esta función educativa tiene su marco en un complejo proceso entre individuo y grupo, que se
define como sentido de pertenencia y experiencia de identificación. El sentido de pertenencia nace
de la experiencia de identificación con el grupo –proceso de identificación de los valores y
proyectos propios con los de la colectividad– para lo que se requiere un mínimo de interacciones
del individuo en el grupo, el conocimiento y aceptación de su sistema de valores, creencias y
modelos, la percepción de sentirse aceptado dentro de él, y la capacidad de armonización
personal con las distintas pertenencias grupales. En el grupo, en síntesis, la persona se socializa y
se capacita para la difícil tarea de encontrarse consigo misma, con los otros y con el mundo.
4. ANIMACIÓN DE GRUPOS. EL ANIMADOR. La animación es hoy una de las formas más sugerentes
de educación no escolar, pero su definición es bastante indeterminada y son varios sus
significados y acepciones. Por su incidencia en el mundo de la catequesis, conviene hacer aquí
algunas precisiones. En una primera aproximación, se habla de animación referida a las técnicas
de animación grupal, animación del tiempo libre y las vacaciones, o animación expresiva y teatral.
La animación sociocultural, en cambio, se caracteriza como una escuela de voluntariado, dirigida a
favorecer el crecimiento de las personas y los grupos para participar y gestionar la realidad social,
cívica y política en que se mueven. En un sentido más cercano al campo educativo –también al
catequético– está la animación cultural.
a) La animación cultural puede ser vista como «una actividad educativa y, por tanto, intencional y
metódica, que pretende ofrecer a las personas la capacidad de hacerse conscientes de los
procesos formativos a que están sujetas en la vida social, y a capacitarlas para intervenir en ellos
de modo activo y participativo, orientándolas hacia aquellos objetivos necesarios para la
evolución y el crecimiento humano» (Pollo). Tres son los objetivos de la animación cultural: 1) la
construcción de la identidad personal dentro de una historia y cultura propia; 2) el descubrimiento
de lo social como lugar de la solidaridad; 3) el reconocimiento de la apertura a lo trascendente en
la vida del hombre. El método de la animación cultural gira en torno a estas características: la
acogida incondicional del sujeto educativo y su mundo; la relación educativa, interpretada en
clave interpersonal y de comunicación; el grupo, como lugar privilegiado de experiencia educativa;
el descubrimiento del valor de la vida cotidiana. Los instrumentos de la animación se orientan no
sólo a las técnicas de la dinámica de grupo y de la comunicación humana, sino también al análisis
de la experiencia cotidiana desde la acción y la reflexión, restableciendo la relación entre realidad
y verdad, tantas veces rota en nuestra sociedad.
La dimensión comunitaria de la vida cristiana exige que la catequesis sea una auténtica escuela de
iniciación a la vida eclesial. Hay que subrayar, por tanto, la importancia del grupo de
catequizandos, en la que ha insistido el magisterio de la Iglesia, no sólo como cauce y expresión de
vivencia comunitaria, sino también como ámbito de educación de la fe. En esta perspectiva grupal
y comunitaria, la figura del catequista también queda enriquecida.
También La catequesis de la comunidad (cf CC Anexo 16, 283-286) entiende la catequesis grupal
como una exigencia de la misma, y ve el grupo como su lugar propio. Su necesidad no sólo es de
orden antropológico, sino de fe, ya que la referencia catecumenal y la dimensión comunitaria de
la catequesis dan al grupo una importancia privilegiada para la educación de la fe, la integración
personal y el desarrollo del amor fraterno. La importancia y necesidad del grupo en la catequesis
no son óbice para soslayar los posibles riesgos de la catequesis grupal, así como para revalidar
otros ámbitos más multitudinarios de educación en la fe.
El Directorio general para la catequesis afirma: «El grupo cristiano está llamado a ser una
experiencia de comunidad y una forma de participación en la vida eclesial, encontrando en la más
amplia comunidad eucarística su plena manifestación y su meta» (DGC 159). El grupo de
catequesis, enmarcado en el círculo más amplio de la comunidad cristiana, debe ser iniciación y
expresión de pertenencia e identificación eclesial, particularmente en la catequesis de
adolescentes y jóvenes. El grupo catequético hace operativa la pertenencia eclesial, ofreciendo
modelos de identificación para que el catequizando vaya haciendo suyos los valores y proyectos
de la comunidad cristiana. A través del grupo, irá conociendo el sistema de valores, creencias y
modelos cristianos, experimentará su pertenencia y aceptación en la comunidad y se irá
incorporando a ella progresivamente. En un mundo pluralista, donde se dan las más diversas
pertenencias, el grupo de catequesis también debe capacitar críticamente a sus participantes a
armonizar su pertenencia a la Iglesia con las otras referencias no eclesiales en las que están
inmersos.
La opción comunitaria en la catequesis supone que la comunidad sea hoy condición, sujeto,
objetivo y meta del proceso catequético. La catequesis comunitaria exige una transformación
cualitativa que haga del grupo un camino de auténtica búsqueda común de la fe, lo que produce
que, en cierto sentido, «la catequesis se convierta en auto-catequesis, en cuanto que el grupo es
protagonista y mediador en el proceso de profundización de la fe» (Alberich). Este talante
comunitario supone que la relación interpersonal, la salud y autenticidad del grupo, una
metodología de corte comunitario —participación y responsabilidad, un cierto grado de
creatividad, experiencia grupal de fe—, hagan del grupo lugar básico de transmisión y educación
de la vida cristiana. El grupo, en resumen, es ámbito privilegiado para que la fe incipiente se haga
adulta, y el catequizando se convierta en miembro activo y responsable de la comunidad cristiana.
En el grupo se desarrollan aspectos claves para una buena pedagogía, tal como la comunicación,
la libertad, la creatividad, el clima de diálogo. La comunicación crea un clima favorable para
aprender a escuchar, a mirar, a sentir, a expresarse; la libertad, como componente básico y
estructurador de la personalidad, es experimentada en el grupo, el cual se convierte en escuela de
libertad y de liberación cristiana; la creatividad fomenta la capacidad de observación y favorece la
capacidad creativa de los otros con la propia; también estimula la imaginación, el sentimiento y la
emoción; el clima de diálogo, verdad y sinceridad acerca a los otros y permite el anuncio y
recepción del mensaje cristiano. Más allá de las técnicas, la animación de grupos es fomento de
relación interpersonal; no se queda en ellas, pero las necesita, favoreciendo la comunicación en la
fe, detectando intereses profundos, favoreciendo la cercanía y la comunicación.
Pero, sobre todo, la necesidad del grupo en la catequesis nace de la peculiaridad de la pedagogía
divina. La necesidad del grupo nace, sobre todo de la misma exigencia de la pedagogía de Dios,
que no nos salva aisladamente, sino en un pueblo (cf LG 9). El talante catecumenal de la
catequesis y su dimensión comunitaria convierten al grupo en cauce adecuado de iniciación y
expresión de la fe. Las razones de la importancia del grupo en la catequesis hacen referencia
directa a la educación de la fe. En el grupo se transmite y recibe el mensaje cristiano, se crea la
experiencia en común de la fe, esta se comparte y expresa con lenguaje propio, se comunica a lo
otros devolviendo lo recibido con palabras propias. La integración personal —ser acogido,
aceptado y reconocido, personalmente llamado e integrado-- se vive en el grupo de catequesis
como expresión adecuada de la acción insondable de Dios —plural en las personas y en los
caminos— y como cauce humano del desarrollo del amor fraterno. La catequesis actual ha de
crear ámbitos comunitarios de talla humana para educar al destinatario de la catequesis en una fe
personalizada.
Frente a las ventajas del grupo como escuela de iniciación cristiane no se deben olvidar sus
posibles riesgos. Existe el peligro de ahogar el pluralismo legítimo de cada individua en el
uniformismo grupal; cuando la fuerzas de cohesión son muy fuertes el grupo se puede cerrar a
experiencias eclesiales más amplias o evadirse del mundo y sus problemas; la vida afectiva del
grupo puede convertirse en norma de fe; la creatividad a veces se entiende sólo en clave
subjetiva; está latente el reduccionismo de la catequesis a una dinámica de grupo; la figura del
catequista se puede quedar en un mero animador. Sin embargo, la catequesis en grupo trae
consigo consecuencias enriquecedoras y prácticas. Se pueden enumerar entre las más importantes
la participación de muchos catequistas en el ámbito de las comunidades cristianas, un talante y
una pedagogía activa, el crecimiento de vínculos de comunión entre los grupos y la comunidad, el
grupo catequético como cauce de renovación eclesial.
Todo esto no debe hacer olvidar otras formas de catequesis más numerosas, como la predicación,
charlas, preparación de los sacramentos, medios de comunicación social (cf CT 45). Hay que
afirmar, por último, que la comunidad cristiana no sólo aporta al grupo de catequizandos, sino
que sale enormemente enriquecida, porque «la catequesis no sólo conduce a la madurez de fe a
los catequizandos, sino a la madurez de la misma comunidad» (DGC 221).
Así como la formación alcanza las dimensiones del ser, el saber y el saber hacer de los catequistas
(cf DGC 238), del mismo modo su identidad se configura en su quehacer —tareas—y en su ser —
vocación—. Por eso, el grupo de catequistas, antes que taller para preparar la catequesis, es
escuela de vida cristiana y cauce concreto de formación. El sentido del grupo, por tanto, ha de
entenderse desde la identidad, tarea y formación de los catequistas. A partir de aquí se
desarrollan la importancia y objetivos del grupo, sus tareas, y el papel del animador en el grupo.
Junto al nuevo Directorio, la fuente inspiradora de lo que sigue es el documento El catequista y su
formación.
1. IMPORTANCIA Y OBJETIVOS. La vocación del catequista tiene una profunda dimensión eclesial,
por ser transmisor de un mensaje recibido —tradición viva— en y desde la comunidad eclesial.
Por eso la vida del catequista ha de configurarse, no por libre, sino en el terreno firme de la
comunidad cristiana, para que una experiencia comunitaria auténtica genere una acción
catequística eficaz. Por ello, la transmisión de la fe de la Iglesia y la pertenencia eclesial del
catequista configuran el grupo de catequistas y subrayan su importancia.
a) El grupo tiene como objetivo básico preparar a los catequistas para que sean auténticos
pedagogos en la educación de la fe o, también, para ayudarles a desempeñar mejor su tarea.
Ahora bien, este cometido no puede darse si el catequista no crece como persona y como
creyente, porque su hacer de catequista nace de su ser de cristiano. En el grupo, el catequista
profundiza en la llamada de Dios a la evangelización en el campo de la catequesis, a la vez que
enraiza la tarea catequética en su experiencia creyente vivida comunitariamente y concretada en
el grupo. A su vez, el grupo de catequistas –mediación privilegiada del ministerio de la Palabra en
la comunidad cristiana— puede ser grupo referencial que anima a los demás miembros y grupos
en el crecimiento de la comunión y de la misión de la Iglesia.
b) El objetivo genérico del grupo se diversifica en varios objetivos específicos que se pueden
concretar en ayudar al crecimiento humano y cristiano del catequista, situarlo en su acción
catequética dentro de la evangelización, ser cauce de pertenencia eclesial, capacitarle en su tarea
de educador de la fe. El grupo debe ayudarles a descubrir y profundizar en su vocación de
catequistas dentro de la evangelización, sabiendo que, en la llamada del Señor a todos los
cristianos a la acción evangelizadora, ellos ocupan un lugar privilegiado –la maduración de la fe
incipiente y su permanente profundización– en todo el proceso evangelizador. El grupo de
catequistas actualiza el grupo de los primeros discípulos en torno al Señor, a quien los catequistas
siguen e imitan participando de la misión de Cristo Maestro. Así, en el grupo, el catequista
profundiza en su papel de maestro, educador y testigo.
El grupo es lugar privilegiado donde el catequista no sólo se prepara para dar catequesis, sino
donde encuentra cauces de crecimiento en su madurez humana y cristiana. Allí descubre que la
comunidad cristiana –además de por su capacitación y tareas— se interesa por él mismo. El
crecimiento equilibrado y abierto, el clima de diálogo, la atención a sus interrogantes, la búsqueda
común, la comunicación de experiencias, el clima de oración, la lectura creyente de la realidad, la
llamada a la conversión, son frecuentemente características que muchos grupos de catequistas
viven con intensidad. Todas estas realidades son decisivas para la acción catequética, que es
testimonio de vida cristiana antes que tarea o enseñanza. Es en y a través del grupo donde «la
formación le ha de ayudar a madurar, ante todo, como persona, como creyente y como apóstol»
(DGC 238; cf IC 44).
d) Es tarea del grupo ayudar a profundizar en la vocación y misión de los catequistas. A través de
la acción de la catequesis y de la reflexión y profundización en el grupo, muchos catequistas han
descubierto su tarea no como simple colaboración con el sacerdote o la parroquia, sino como
auténtica vocación del Señor a la misión evangelizadora de la Iglesia en la catequesis.
3. EL ANIMADOR DEL GRUPO DE CATEQUISTAS. En estos últimos años los grupos de catequistas se
han visto enriquecidos con la figura del animador. Se ha establecido un creativo diálogo entre el
rol de la animación cultural y la imagen del catequista cualificado que ayuda, suscita, inicia,
fomenta, mueve, coordina la catequesis y ayuda a los otros catequistas en esta tarea. La
animación puede enriquecer al catequista que debe «alentar con inteligencia la búsqueda común»
(DGC 159). En este contexto, destaca la figura del sacerdote en relación con la catequesis, los
catequistas y sus grupos.
Sin embargo, también puede fracasar la acción catequética si el sacerdote no reconoce el servicio
de los laicos y de los religiosos o se inhibe frente a ellos. Hoy muchas comunidades se ven
enriquecidas no sólo con la solicitud de los sacerdotes por la catequesis, sino también con la
animación de los grupos de catequistas por laicos/as y religiosos/as.
Las funciones del animador pueden orientarse hacia los objetivos del grupo —ayudar a
formularlos, tenerlos claros, mantenerlos vivos— y sus tareas —encaminadas a conseguir los
objetivos y el desarrollo armónico de todas ellas—, hacia la metodología —ritmo progresivo y
ordenado del grupo, realismo y flexibilidad— y hacia la participación —protagonismo y diálogo de
todos, escucha mutua, respeto a las individualidades, toma común de decisiones—.
Sobre el talante del animador del grupo de catequistas hay que subrayar que debe ser auténtico
servidor del grupo, capaz de acompañarlo y de crear auténtico clima grupal; para ello ha de ser
una persona abierta, sociable, colaboradora, no protagonista, democrática, sensible, creativa,
superadora de conflictos, flexible, abierta, crítica. Por último, el perfil del animador lo configura
como una persona madura —dialogante, equilibrada, respetuosa, con capacidad de escucha—,
como testigo —discípulo del Señor, inserto en la comunidad, poseedor de una síntesis de fe
personalizada— y, sobre todo, como educador de la fe y buen catequista. El Directorio general
para la catequesis reconoce la figura del animador responsable de la acción catequética (cf DGC
233).
BIBL.: ALBERICH E., La catequesis en la Iglesia, CCS, Madrid 1991, 183-202; COMISIÓN EPISCOPAL DE ENSEÑANZA Y CATEQUESIS,
Con vosotros está. Catecismo para preadolescentes. Manual del educador 2. Orientaciones fundamentales para la catequesis de
los adolescentes III, Secretariado nacional de catequesis, Madrid 1977, 375-384; DELEGACIÓN DIOCESANA DE CATEQUESIS DE
MADRID, El grupo de catequistas y su animador (pro-manuscriptum); GABASSI P., Grupo, en DEMARCHI F.-ELLENA A. (dirs.),
Diccionario de sociología, San Pablo, Madrid 1986, 798-804; GATTI G., El grupo de catequistas, Sal Terrae, Santander 1985; El
catequista y su formación, Sal Terrae, Santander 1989; HUNGS F. J., Comunidad y catequesis. Teoría y praxis para la formación
de catequistas, Sal Terrae, Santander 1982; MIDALI M.-TONELLI R. (eds.), Dizionario di pastorale giovanile, Ldc, Leumann-Turín
1989, especialmente POLO M., Animazione, 54-64 y TONELLI R., Gruppo y Gruppo ecclesiale, 415-422; POLO M., L'Animazione
culturale dei giovani, Ldc, Leumann-Turín 1987; TONELLI R., Gruppi giovanili ed esperienza di Chiesa, LAS, Roma 1983.
SUMARIO: I. La época colonial (siglos XVI-XVIII): 1. Fuentes del siglo XVI; 2. La conquista; 3. La
Iglesia se va organizando; 4. Circunstancias favorables y obstáculos; 5. Agentes de la
evangelización y la catequesis; 6. El contenido de la catequesis; 7. Los métodos; 8. Catequesis e
inculturación. II. La independencia. III. El caso de Brasil.
1. FUENTES DEL SIGLO XVI. Para el siglo XVI, son numerosas y muy valiosas. Citemos para Nueva
España, entre otras, el Códice franciscano (1570), las Juntas eclesiásticas, especialmente las de
1539 y 1546, los concilios provinciales mexicanos, especialmente el I (1555) y el III (1585), los
Coloquios y doctrina cristiana, publicados por fray Bernardino de Sahagún (1524-1564), la Historia
eclesiástica indiana (1596) y las Cartas, de fray Jerónimo de Mendieta, la Historia de los indios de
Nueva España, de fray Toribio de Benavente (Motolinía) (1541?), el Itinerarium catholicum, de
fray Juan Focher (1574), la Rhetorica christiana, de fray Diego Valdés (1579), los numerosos
catecismos, cartillas doctrinas, confesionarios, sermonarios, etc. Para Sudamérica conviene
destacar la Instrucción sobre la doctrina dada por el arzobispo de Los Reyes D. Fr. Jerónimo de
Loaiza (1545-1549), los tres primeros concilios provinciales de Lima, especialmente el III (1582-
1583), con sus instrumentos pastorales, y el De procuranda indorum salute, del jesuita José de
Acosta (1576).
2. LA CONQUISTA. La primera experiencia evangelizadora fue la del ermitaño Ramón Pané que
acompañó a Colón en su segunda expedición de 1493. Escribió en 1496 una Relación por la que
vemos que se dirigió a los caciques de La Española en su lengua taína, les enseñó las principales
oraciones y algunos artículos de la fe más fácilmente accesibles: un solo Dios, creador, etc.
Encontró, entre otras dificultades, una notable: los indígenas percibían la fe cristiana como algo
propio de los españoles opresores. Con todo, logró Pané unas conversiones luego de una
preparación de dos años. Hubo inclusive algunos mártires, como Juan Mateo, el primer indígena
bautizado. Pero el mal ejemplo de los colonos hizo abortar esta primera misión. Triste anticipo de
lo que se iba a repetir posteriormente en muchas ocasiones: la codicia de algunos neutralizando la
obra apostólica de otros.
Otros intentos efímeros corresponden a las primeras conquistas. Valga como ejemplo la
expedición de Gil González Dávila, desde 1522 hasta junio de 1523, desde el Darién hasta
Nicaragua. Terminada su misión, anunció triunfalmente al rey: «Torné cristianos 32.242 ánimas».
Agregó, por supuesto, un cálculo de las cantidades de oro recogidas en la misma ocasión, pues
para él Dios y Mamón formaban buena compañía. Pocos años después, en septiembre de 1528,
fray Francisco de Bobadilla, mercedario, hizo en presencia de un escribano una evaluación de lo
que había dejado la correría apostólica del citado conquistador y de otros dos que pretendían
haber evangelizado a los indios de Nicaragua. Sometió a un cuestionario riguroso a varios de
aquellos bautizados. Como era de esperar, el resultado resultó deplorable. Todos los bautizados
habían vuelto a sus idolatrías. Nada recordaban de la doctrina enseñada. La mayoría de ellos ni
siquiera recordaban su nombre cristiano.
Muy pronto en Nueva España hubo también bautismos en masa, pero de mejor quilate. Después
del trauma inicial de la primera conquista, los indígenas, justamente molestos por los atropellos
de los conquistadores, pero impresionados por el poder del Dios de los cristianos y atraídos por el
testimonio de caridad de los santos frailes, empezaron a afluir numerosísimos a las puertas de los
monasterios. Los misioneros, convencidos en su mentalidad medieval de que todos los paganos
iban a parar ineludiblemente al infierno, no querían cerrarles las puertas del paraíso. Pero
tampoco era posible someterles a un catecumenado largo. Por otra parte, existía en aquel tiempo
en las Indias Orientales la costumbre de bautizar multitudinariamente. Presionados por los
acontecimientos, los frailes hicieron lo que les pareció lo mejor. Motolinía calcula en cerca de
cinco millones el número de indios bautizados entre los años 1524 y 1536. Primero se explicaba en
forma sumaria a los candidatos los dogmas fundamentales, luego se bautizaba –reduciendo las
ceremonias a lo esencial– a cantidades impresionantes de indígenas, y el proceso se completaba
con una catequesis que podía desplegarse durante varios años. En realidad, el bautismo no era un
mero punto de llegada, sino, como siempre debería ser, el principio de un proceso que dura toda
la vida.
Pero si la primera evangelización sacó provecho de varias circunstancias favorables, los obstáculos
no eran de menor peso. Como todos los misioneros, los de América tuvieron que tropezar con
varios escollos: lenguas y culturas extrañas, clima malsano, topografía fragosa, distancias
inmensas por recorrer. En un primer momento, se deploró lo que Pedro Borges llama la
automarginación de la Santa Sede. El Papa, muy ocupado en defender su patrimonio territorial
por las armas, cedió demasiados de sus derechos a los reyes y no logró recuperarlos cuando quiso
tomar en sus propias manos la dirección de la evangelización americana que le correspondía. El
Patronato, que tuvo la ventaja de poner recursos enormes, humanos y económicos, al servicio de
la evangelización, de movilizar una nación entera en misión apostólica, tenía también s us graves
inconvenientes. La Iglesia quedaba, a los ojos de los indios, identificada con los abusos de muchos
funcionarios reales. Por otra parte, los mismos obispos se veían a menudo reducidos a meros
funcionarios del rey, con gran perjuicio de su misión de profetas. Más graves, quizás, que las
fricciones entre poder civil e Iglesia eran las constantes rivalidades entre frailes de distintas
órdenes, entre frailes y clérigos, entre frailes y obispos, entre obispos y capítulos. Se emplearon
en ello muchas energías que hubieran sido mejor utilizadas al servicio del reino de Dios. Así como
la santidad de muchos frailes y clérigos favoreció en gran manera la conversión de los indios, la
mediocridad y rapacidad de otros, más aventureros que verdaderos misioneros, tuvo un efecto
negativo. El antitestimonio de los cristianos en general llenaba de asombro a los nativos. El mayor
obstáculo fue sin duda la codicia de numerosos españoles y, por desgracia, no sólo de los laicos.
De esto dan testimonio elocuente, entre otros, el cardenal Cisneros, el oidor y visitador Tomás
López Medel y el mismo Carlos V.
Al lado de aquel que era el mayor obstáculo, había otros, también importantes. Refiere Humboldt
que muchos españoles creían que «la voz del evangelio se escucha únicamente allí donde los
indios han escuchado también el sonido de las armas». En muchas ocasiones los misioneros se
preguntaron si convenía que fueran acompañados por soldados, pues los ruidos de armas no
dejaban de ser un contexto poco compatible con la buena nueva. Pero algunos oficiales del rey,
más inspirados por las guerras santas del Antiguo Testamento que por las enseñanzas de Jesús, no
parecían ver el problema. Gonzalo Fernández de Oviedo, veedor en el Darién, no ceja en escribir:
«¿Quién duda que la pólvora contra los infieles es incienso para el Señor?». Y el bachiller Martín
Fernández de Enciso, fundador de Santa María la Antigua, para excusar los atropellos a los que
sometía a los nativos, acude al ejemplo de Josué, que redujo a los cananeos de Jericó a esclavitud,
agregando: «E todo esto se hizo por voluntad de Dios porque eran idólatras».
Así como la defensa de los indios por los frailes fue de gran ayuda para la conversión sincera de
muchos, por el contrario, los malos tratos infligidos por corregidores, protectores de indios, y
hasta por doctrineros, tenían un efecto nefasto: mita, trabajo forzado y mal pagado, tributos,
transporte por tamemes de cargas demasiado pesadas, etc. Motolinía, en su Historia de los indios
de Nueva España, afirma que innumerables indígenas morían en el trabajo de las minas y que en
media legua a la redonda de Oaxaca, los españoles no podían caminar más que sobre cadáveres, y
que tantas aves venían a comerlos que oscurecían el cielo. Muy parecido es el testimonio del
oficial real Zorita, a quien habían contado que en la provincia de Popayán había tal cantidad de
huesos de indios muertos a lo largo de los caminos, que servían de señalización para guiarse los
viajeros. Resulta muy elocuente el hecho de que, al comienzo del catecismo ilustrado de fray
Pedro de Gante, cuando el tlacuilo traduce en dibujos: «Por la señal de la santa cruz, de nuestros
enemigos...», utiliza para enemigos la figura de un conquistador español con casco, coraza y lanza,
tal como se pinta en los códices Durán y Florentino.
De parte de los nativos, un obstáculo que recalcan muchos misioneros es su dispersión y su vida
nómada. De ahí vino el esfuerzo, muchas veces pedido en las reales cédulas, de «reducirlos a
pueblos». Obstáculos fueron también, por supuesto, sus idolatrías, infanticidios, canibalismo,
borracheras y demás vicios.
Capítulo aparte merecen los indios fiscales o mandones, que han tenido hasta hoy funciones muy
importantes en los pueblos o barrios de los nativos. Eran colaboradores de los misioner os
encargados de supervisar la vida de la comunidad cristiana. Pedro de Gante atribuye esta
iniciativa al mismo Hernán Cortés. En una Descripción del arzobispado de México, de 1570 —
tiempos del obispo Alonso de Montúfar—, hay descripciones detalladas de la organización del
trabajo pastoral en las parroquias, subrayando la valiosa aportación de estos fiscales. Por la misma
época, el Códice franciscano distingue dos clases de fiscales, con las responsabilidades que
correspondían a cada una. Esta institución evolucionó y se adaptó a las distintas circunstancias. La
forma que tomó en las doctrinas franciscanas a fines del siglo XVI, es muy significativa en cuanto a
la participación de los laicos indígenas en el servicio pastoral de sus hermanos.
El Códice distingue dos clases de fiscales: los mandones y los tepixques de las iglesias. Los
mandones tenían las responsabilidades siguientes: cuidar de que todos asistiesen a misa los
domingos y fiestas; cuidar de que todos los niños fueran bautizados; avisar al misionero si algún
adulto estaba sin bautizar; estar pendientes de la confesión anual de todos y de la confesión
oportuna de los enfermos; evitar que precedieran a los matrimonios cristianos ritos paganos;
notificar al misionero si algunos esposos no cohabitaban y si había en el pueblo amancebados,
borrachos, hechiceros y supersticiosos; cuidar de que todos, niños y adultos, conociesen bien la
doctrina. En cuanto a los tepixques de las iglesias, eran un par de indios ladinos de confianza que
se iban turnando semanalmente en los siguientes oficios: mantener el templo y los objetos de
culto perfectamente aseados; guardar las limosnas, registrarlas en un libro y, con el
asesoramiento de los principales del pueblo, utilizarlas para las necesidades de la iglesia; llevar
registros de bautismos, matrimonios y defunciones, así como el padrón anual de confesiones;
reunir diariamente a los niños en la iglesia y enseñarles la doctrina cristiana; dar a conocer
oportunamente los días de ayuno y las fiestas de guardar; bautizar a los niños en peligro de
muerte, en ausencia del sacerdote; consolar y acompañar a los moribundos; sepultar a los
difuntos organizando los rezos y cantos cuando el pueblo estaba lejos del monasterio; asesorar y
ayudar a los mandones. Llama la atención que el I concilio de México reserva a los fiscales
indígenas la principal responsabilidad de la enseñanza catequística. No sorprende, pues, que se
propusiera conferirles siquiera las órdenes menores. En cuanto a las madres de familia, su papel
discreto no se prestaba a que figuraran en las fuentes históricas, pero se sospecha que tuvieron
un papel decisivo en la transmisión de la fe a través de las generaciones.
6. EL CONTENIDO DE LA CATEQUESIS. Muchos frailes y obispos ostentaban un nivel universitario
muy elevado y estaban capacitados para elaborar instrumentos de catequesis de buen quilate. En
el siglo XVI se multiplicaron los catecismos en distintas lenguas. En una obra reciente (1995), Luis
Resines presenta no menos de setenta cartillas, doctrinas y catecismos de autores distintos. Las
cartillas más elementales –las más utilizadas– eran una herencia de la Edad media peninsular, con
un contenido muy clásico: credo, padrenuestro, mandamientos, sacramentos, pecados y virtudes,
obras de misericordia, etc.
Hubo numerosos intentos de elaborar catecismos más adecuados a la realidad del Nuevo Mundo,
como el de fray Pedro de Córdoba y sus hermanos para los indígenas de Santo Domingo, adaptado
luego para los de Nueva España. Fruto del III concilio de Lima fueron tres catecismos trilingües
(castellano, quechua, aymara): un Catecismo breve para rudos y ocupados; un Catecismo mayor
para los que son más capaces, en cinco partes: Introducción a la doctrina cristiana, el símbolo, los
sacramentos, los mandamientos, la oración del padrenuestro; y un Tercero cathecismo y
exposición de la doctrina christiana por sermones, o sea, treinta y un sermones para uso de los
doctrineros. Este último es de gran mérito y constituía un instrumento valioso, especialmente
para los que no dominaban los idiomas indígenas. Este tipo de catecismo en sermones tenía sus
antecedentes en san Juan de Avila y fray Luis de Granada, entre otros. Seguirán otros, como
Francisco de Avila y Hernando de Avendaño.
Pero no siempre los mejores catecismos eran los más utilizados, y muchas veces la catequesis se
quedaba en un nivel muy elemental, más cercana a la Edad media que al Renacimiento. Cuando
hubiera sido mejor utilizar buenos catecismos elaborados en América, el mercado estaba
inundado de Cartillas de Valladolid, brevísimas y baratas, que contribuyeron, a veces, a mantener
la catequesis en un nivel muy elemental.
Afortunadamente, la formación religiosa estaba completada por todo un ambiente que sostenía la
fe de los rudos: liturgia, a veces espléndida, religiosidad popular, fiestas patronales, culto,
sermones, rezos, cofradías con sus obras caritativas, órdenes terceras, obras de espiritualidad
(Kempis), confesonarios para ayudar a preparar el sacramento de la penitencia, artes de bien
morir, etc... La formación religiosa para el pueblo conserva, como en la Península, muchos rasgos
característicos de la piedad medieval: insistencia en los sufrimientos de Cristo más que en la
buena nueva; gusto por las manifestaciones externas: procesiones, mandas, peregrinaciones,
etc..., culto por los santos más milagreros, sacramento de la penitencia, a veces más como castigo
que como encuentro de amor con el Dios de la misericordia. Bastante característica de la época es
la descripción que hace el cronista agustino fray Bernardo de Torres de la predicación de fray Elías
de la Eternidad: «Unos mismos eran de ordinario los puntos de sus sermones: la gravedad del
pecado mortal, la eternidad de las penas del infierno, la necesidad de la contrición y penitencia,
con que cerraba siempre sus pláticas, moviendo a compunción y lágrimas al pueblo, con un santo
crucifijo en la mano y con vivos afectos y palabras. Para significar más vivamente el horror de las
penas eternas, colgaba del púlpito, cuando predicaba, la imagen espantosa de un condenado
ardiendo en medio de abrasadoras llamas. Tenía voz clara, sonora y penetrante, como un clarín
templado, y al ponderar la eternidad de aquellos tormentos insufribles, repetía: para siempre
jamás».
La catequesis estuvo muy marcada por la escolástica (santo Tomás, san Buenaventura, etc). El
catecismo se presentaba generalmente, con meritorias excepciones, más como un compendio
esquelético de teología que como una pedagogía de la fe. Sin embargo, se nota en varios
evangelizadores la preocupación por algo más vivencial, por guiar a los neocristianos por los
senderos de la santidad. En este proceso se manifiesta la espiritualidad de las distintas reformas
de los frailes, con el acento en la meditación sobre la pasión de Jesucristo, gran insistencia en los
sacramentos de la penitencia y de la eucaristía (misa diaria, aunque con comunión esporádica,
celebración solemnísima del Corpus), en la preparación a una buena muerte (influencia de
Gerson), en las cofradías.
Al tiempo que se decía que Dios es amor, se le presentaba a menudo como martillo de los
paganos, muy vengativo y preocupado por defender su honor, haciendo pagar, incluso, de manera
casi sádica, nuestros yerros a su hijo Jesucristo (cf los sermones de Cuaresma de fray Alonso de
Veracruz). A menudo, la figura de Dios que se ofrecía parecía más cercana al Dios celoso de Ex
20,5 que «castiga la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación» que
del buen Pastor. Pero por otra parte, causa admiración el vigor con que Zumárraga, tras las
huellas de Erasmo, pone a Jesucristo en el centro de su catequesis y de su entusiasmo por dar a
conocer los evangelios directamente a todos, hasta a los más humildes. Esta fue una reacción sana
y oportuna, cuando en aquella época, la meditación sobre la pasión, heredada de la Edad media,
tendía a cargar más el acento en la contemplación de los dolores del Crucificado para excitar el
arrepentimiento, que en el seguimiento de Jesús, el asumir sus misterios, sus enseñanzas, sus
actuaciones, sus opciones, su actitud profética, sus enfrentamientos con los distintos estamentos
de la sociedad en la que le tocó vivir.
En cuanto a la eclesiología, como aparece, por ejemplo, en el requerimiento, queda muy corta:
más se parece a un compendio de derecho eclesiástico que a una reflexión de fe sobre la koinonía
de los discípulos de Cristo. La eclesiología del Catecismo romano resulta más rica que la del III
concilio limense. El Tercero cathecismo de Lima llega a afirmar que «todos los que no son
cristianos se condenan». Por otra parte, en la línea de la escuela salmantina, se encuentra en
varios catecismos, por ejemplo el de fray Pedro de Córdoba o el de fray Luis Zapata de Cárdenas,
apuntes valiosos sobre la dignidad del hombre, muy oportunos en el contexto de la conquista y la
colonización.
La Sagrada Escritura estuvo bastante presente en la catequesis colonial, aunque no siempre en los
catecismos. Cuando uno estudia, por ejemplo, las décimas a lo divino que improvisaban antaño
nuestros juglares, uno se admira de sus constantes referencias bíblicas. Lo mismo se puede decir
de algunos sermonarios, por ejemplo el de Francisco de Avila, donde las citas de la Escritura fluyen
espontáneamente; eso sí, más a menudo con sentido acomodaticio que literal. Desgraciadamente
la palabra de Dios estuvo, en parte, frenada entre nosotros a causa de la crisis luterana. Poco a
poco, sobre todo después de Trento, se retiraron en el siglo XVI las traducciones en romance o en
lenguas indígenas por miedo a malas traducciones y a lecturas distorsionadas. Las traducciones a
lenguas indígenas, copiadas y recopiadas a mano, se prestaban a muchos errores. Pero los
primeros frailes eran hombres de la Biblia, y esto se manifestaba en las distintas formas de
transmitir el mensaje evangélico. Los franciscanos reformados, por ejemplo, se comprometían a
leer toda la Biblia cada tres años. Zumárraga, el primer obispo de México, animaba su círculo
bíblico doméstico cotidiano en su modesto rancho de Tenochtitlán. En la línea de la mejor
tradición de su orden, y de acuerdo con Erasmo, deseaba que los evangelios y las epístolas
estuviesen en manos de todos, de los ignorantes, las mujercillas y los indios más humildes. No
entendía que la Biblia estuviera separada de la catequesis. Frente al peligro luterano, Trento
redujo provisionalmente la lectura de la Biblia al texto latino de la Vulgata, dejándola al alcance
exclusivo de los letrados. Lo malo es que lo provisional duró, por desgracia, hasta el siglo pasado.
Algunos catequistas fueron muy creativos, usando el canto, el teatro, las pinturas, los pictogramas
y las procesiones para dar más solemnidad. Después de un momento en que se pensó que la
convivencia de los indios con los españoles sería formadora, pronto se pasó a la reducción, o sea,
la constitución de poblaciones de indios separadas, para evitar el escándalo de los cristianos
codiciosos y amancebados, cuya vida no era coherente con su fe. No todos los nativos se
adaptaban a la vida en población, pero se sabe de algunos que, después de visitar una reducción y
de ver la vida feliz de otros nativos, pedían un fraile para que los adoctrinara. En las reducciones y
en muchas doctrinas, la catequesis estaba organizada con mucha seriedad, con un conjunto de
medios impresionante. La preparación era breve (un mes, escasamente tres, excepcionalmente
tres años en la primera evangelización de fray Ramón Pané).
En algunas partes, y en ciertas épocas, debido a una interpretación demasiado estrecha del adagio
Extra ecclesiam nulla omnino salus, predominó el bautismo instantáneo, pues creían que el que
no recibía las aguas del bautismo irremediablemente iba a parar al infierno. Mucha importancia
tuvo la liturgia solemne. Los indios eran muy sensibles al esplendor del culto (cf carta de Juan de
Zumárraga al emperador Carlos V).
Algo parecido encontramos ya en el siglo XVI, por ejemplo en José de Acosta y Bartolomé de Las
Casas. Pero la Congregación de la Propaganda estaba vetada en los reinos de España; y en todo
caso, resultaba más fácil seguir normas de este estilo cuando uno se topaba con culturas
refinadas, como las de China o Japón, que cuando se encontraba con culturas hipotecadas con
sacrificios humanos, antropofagia, infanticidio, pecado nefando, etc.
Los franciscanos de Nueva España intentaron crear una Iglesia indiana, que se expresara en
lenguas indígenas. Como buenos recoletos, deploraban la decadencia de gran parte de la Iglesia
europea y muchos creían que la gran esperanza de la Iglesia se encontraba en el Nuevo Mundo,
donde los indígenas con su vida frugal, su ascetismo natural, su modestia, su ausencia de codicia,
su inclinación a compartir, su solidaridad, ofrecían una materia prima excepcional para fundar una
Iglesia con el fervor de la Iglesia apostólica. Parece que algunos veían esta Iglesia nueva como la
de los últimos tiempos. Hacia esto parece apuntar la famosa frase de Las Casas: «Dios ha querido
reservar para nuestros tiempos que se predique en lo último del mundo, y que se implante la
Iglesia en el Nuevo Mundo, y tal vez allí pasarla».
Los franciscanos manifestaron un carisma especial de adaptación a los indígenas de Nueva
España. Christian Duverger llega a decir que los frailes franciscanos se indianizaron para
evangelizar a los indios y que los indios se convirtieron al cristianismo para poder conservar su
cultura. Cuando, después del desastre de la primera Audiencia, el obispo Sebastián Ramírez de
Fuenleal fue a tomar posesión de la segunda Audiencia, en vez de irse directamente a
Tenochtitlán, dio vueltas por los pueblos de indios para enterarse directamente de la realidad. Le
habían llegado muchas quejas de los nativos, pero grande fue su sorpresa cuando vio que estos
manifestaban un gran cariño por los franciscanos. Preguntó a un cacique por qué querían tanto a
los frailes y este contestó: «Señor, porque los padres de san Francisco andan pobres y descalzos
como nosotros, comen de lo que nosotros, estánse en el suelo como nosotros, conversan con
humildad entre nosotros, ámannos como a hijos; razón es que los amemos y busquemos como
padres»
Este deseo de ir al encuentro del nativo se tradujo inmediatamente en el esfuerzo por hablar su
lengua. Cosa nada fácil, pues no existían, por supuesto, ni gramáticas, ni diccionarios de aquellas
lenguas extrañas. Un hecho providencial aceleró el proceso: un niño español, Alonso de Molina,
llegado a Nueva España a temprana edad, aprendió rápidamente el idioma de los aztecas con sus
compañeritos de juego. Pronto estaría listo para dictar clases a los frailes. Y poco a poco, estos
fueron redactando y publicando catecismos, gramáticas, vocabularios, trozos de la Biblia en varias
lenguas nativas. Las lenguas eran la puerta abierta para penetrar en las culturas. Por su sangre
indígena, el jesuita mestizo peruano Blas Valera (1551-1597) descubrirá más fácilmente los
valores bautizables de las culturas andinas, lo que permitirá a otros misioneros acercarse a ellas
con menos recelo y buscar el modo de traducir el evangelio aprovechando mitos y ritos capaces
de vehicular la fe cristiana. Con' todo, no se podía esperar una inculturación muy profunda, pues
sólo los mismos indios, como los mismos africanos, están capacitados para inculturar el evangelio
en sus propias culturas. Pues lo importante no es que los misioneros se vuelvan «la voz de los sin
voz», sino que estos lleguen a expresarse en el lenguaje de sus propias culturas.
Los catecismos pictográficos y las numerosas traducciones de doctrinas, cartillas, libros bíblicos,
sermones, etc., a las lenguas indígenas, dan testimonio de una viva preocupación de los frailes por
acercarse al indígena y hablar su lengua. Pero en esto la inculturación no logró ser siempre tan
profunda como en el Nican mopohua. Es admirable descubrir en el siglo XVI tantas traducciones
de catecismos al náhuatl, al maya, al tarasco, etc.; pero uno se queda luego un poco decepcionado
cuando constata que se trata, en muchos casos, de meras traducciones o adaptaciones rápidas de
obras europeas (cartillas medievales, Juan de Avila, Ripalda...). Y se entiende: por una parte, los
misioneros eran gente de su tiempo, venían en su mayoría de un país que acababa de terminar
una larga cruzada contra el infiel; por otra parte, los vicios de ciertas tribus y los horrendos y
multitudinarios sacrificios humanos de los aztecas les hacían más difícil discernir los valores de los
cultos de los indígenas del Nuevo Mundo. ¿Cómo podía un hombre, marcado todavía por la Edad
media, ver detrás de estos sacrificios, otra cosa que no fuera la mano de Satanás?
II. La independencia
Las pocas obras catequísticas que aparecieron en aquel período tormentoso eran a veces meras
variaciones de Astete o Ripalda; otras reflejaban las ideologías del momento: o invitaban a
someterse a la monarquía o apoyaban el ideario republicano. En diferentes países, las campañas
de los liberales contra la Iglesia, sus colegios y sus comunidades religiosas, reforzaron la tendencia
multisecular de intolerancia ante la masonería y ante las demás religiones y una desconfianza en
las libertades democráticas. Predominaba una concepción individualista de la fe, se manifestaba
«cierta predilección por los modelos autoritarios de gobierno eclesial y político, combativo frente
a las nuevas corrientes liberales y socialistas» (E. García Ahumada), que durante mucho tiempo
dejará poco espacio a la doctrina social de la Iglesia.
Un cambio notable y positivo se notó en la segunda mitad del siglo XIX. Un fuerte soplo misionero
barría Europa. Varias congregaciones religiosas llegaron a América latina con sus métodos propios,
sus textos de catequesis, su cultura religiosa. Esta providencial inmigración de nuevos apóstoles, si
bien marcó un paso atrás en la inculturación del evangelio, que de todos modos siempre había
sido muy limitada, aportó, sin embargo, un nuevo ardor en la evangelización y la catequesis. Las
nuevas congregaciones llegaban con el entusiasmo de sus fundadores o reformadores. Crearon
seminarios y colegios, multiplicaron las misiones urbanas y rurales, aportaron una sangre nueva a
todos los niveles de una Iglesia que estaba dando señales de agotamiento. Entre los nuevos
catecismos para América que empezaban a circular, se destacan los de Fleury, Aymé, Deharbe,
Gaume, Dupanloup... En general, no desplazaron, sino que vienen a acompañar a Astete y Ripalda,
que siguieron vigentes hasta bien entrado el siglo XX, y cuyas variaciones no han desaparecido del
todo hasta hoy.
Una de las grandes novedades de esa época fue la llegada masiva de comunidades apostólicas
femeninas, que renovaron completamente el rostro de la actividad pastoral. Durante la colonia,
las monjas quedaban encerradas en sus claustros. Allá podían entregarse a la educación cristiana
de las niñas, especialmente de las niñas pobres. Hubo también beatas, laicas consagradas, que
aportaron mucho a la educación femenina. Pero la llegada de las comunidades europeas
femeninas de monjas en la calle, como las Hijas de la Caridad, es un fenómeno nuevo, cuya
importancia difícilmente se puede exagerar. En muchas diócesis, estas mujeres valientes,
generosas y lúcidas llegarán a asumir la mayor carga pastoral en hospitales, orfanatos, colegios,
asilos, trabajo parroquial, evangelización, catequesis, etc.
A pesar de haber quedado bajo la misma corona de Castilla que el resto de Hispanoamérica de
1580 a 1640, Brasil tuvo una historia paralela notablemente distinta. Baste recordar que, en lo
eclesiástico, Brasil tuvo que esperar hasta 1551 para tener su primera diócesis, la de Salvador de
Bahía. Y mientras en el resto de América latina se iban multiplicando las diócesis, Brasil se quedó
durante más de un siglo con una sola. Las inmediatamente posteriores de Pernambuco, Río de
Janeiro y Sáo Luis do Maranháo aparecieron apenas en 1676 y 1677, cuando Hispanoamérica ya
contaba con 27 diócesis. Lo cual significa que este inmenso país no tuvo las juntas eclesiásticas,
sínodos y concilios que desde bien temprano orientaron con acierto la catequesis del resto de
América latina.
Las Constituciones primeras del arzobispado de Bahía, que van estructurando la Iglesia de Brasil,
aparecieron apenas en 1707. Tampoco hubo allí teólogos de la talla de Francisco de Vitoria,
Bartolomé de las Casas, Alonso de Veracruz o José de Acosta, para despertar las conciencias en
una sociedad esclavista y orientar mejor el trabajo pastoral. Las grandes capitanías y los inmensos
latifundios dispersaban la acción misionera e imposibilitaban una pastoral episcopal de conjunto.
Sí hubo grandes misioneros como los jesuitas José de Anchieta, Manoel de Nóbrega, Antonio
Vieira y Pedro Díaz, llamado el Pedro Claver de Brasil. Otras comunidades aportaron mucho a la
obra misionera: los franciscanos, los benedictinos, los carmelitas, los oratorianos y los capuchinos,
con el justamente célebre Martín de Nantes, gran defensor de los indígenas. Los sacerdotes
seculares, muchos de ellos bastante mediocres, eran más bien meros capellanes domésticos
dependientes de los ricos latifundistas. Esta situación favoreció, como compensación, el
desarrollo, a veces caótico, de iniciativas de laicos con la correspondiente religiosidad popular, de
ribetes sincretistas, característica de Brasil.
La unidad del episcopado con la Iglesia universal se fue logrando cuando, gracias a la
proclamación de la República (1889) y la separación de la Iglesia y del Estado, el episcopado,
liberado de las ataduras del padroado, se fue acercando a la sede de Roma. Desde el siglo pasado,
Brasil recibió apoyos masivos y muy valiosos de las Iglesias europeas, especialmente de
numerosas comunidades religiosas que se implantaron en el país. Hoy, la catequesis de Brasil,
sólidamente estructurada y orientada por la Conferencia nacional de obispos de Brasil (CNBB),
tiene merecida fama por su creatividad, sus comunidades de base, su vigoroso movimiento
bíblico, su opción preferencial por los pobres. Una etapa importante se franqueó en 1963 con el
Plano de emergéncia impulsado por Juan XXIII. Pero el documento que más profundamente marcó
la catequesis de Brasil fue Catequese Renovada, de la CNBB, aprobado por los obispos en 1983.
BIBL.: BORGES R, Métodos misionales en la cristianización de América, siglo XVI, Madrid 1960; ID (dir.), Historia de la Iglesia en
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(siglos XVI-XVIII), 2 tomos, Buenos Aires 1984-1990; El catecismo del III Concilio provincial de Lima y sus complementos
pastorales (1584-1585), Buenos Aires 1982; GARCÍA AHUMADA E., Comienzos de la catequesis en América y particularmente en
Chile, Santiago de Chile 1991; GÓMEZ CANEDO L., Evangelización y política indigenista. Ideas y actitudes franciscanas en el siglo
XVI, Medellín II (1976) 494-520; MARZAL M., La catequesis en las misiones jesuíticas de la América colonial española, Medellín
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Barrios y la evangelización del Nuevo Reino de Granada, Bogotá 1960; YBOT LEÓN A., La Iglesia y los eclesiásticos españoles en
la empresa de Indias I-II, Barcelona 1954.
I. La catequesis primitiva
Querer bucear en el período de la expansión romana y cristiana de hace 19 siglos para detectar allí
alguna corriente apostólica que llegara de Palestina a la occidental Hesperia es una empresa
imposible. Hay demasiada nebulosidad para percibir un rayo de luz. La buena nueva que resonó
en tierras de Judea y Galilea se propagó en pequeñas catequesis por medio de los primeros
testigos de Cristo hasta llegar a Asia Menor, Africa y Roma, pero se pierde en un silencio sepulcral.
No consta que aquella generación apostólica la hiciera resonar (haciendo honor a la etimología de
catequizar: katechein) entre las gentes de Hispania. Desconocemos si san Pablo cumplió el deseo
de venir a España (Rom 15,24). Al menos no dejó ninguna huella en la península, a pesar de que
no pocos Padres confirman esa hipótesis. La venida de Santiago y la de los llamados Siete varones
apostólicos es aún menos probable, dado el silencio de las fuentes.
El testimonio más antiguo (ca. 182-188) —todavía vago— sobre la existencia del cristianismo en
Iberia es de san Ireneo (Adv. haer. I, 3), que hace alusión a las Iglesias establecidas en las Iberias.
Es normal que en provincias tan romanizadas como la Tarraconense y la Bética —la conquista de
la península se había llevado a cabo el año 19 a.C.— existieran grupos de cristianos ya en los
primeros momentos de expansión del cristianismo. Así parece confirmarlo Tertuliano, quien a
comienzos del siglo III incluye todas las fronteras de las Hispanias entre los pueblos que adoran el
nombre de Cristo (Adv. Jud. 7, 4).
Más explícito es el testimonio de san Cipriano (Epist. 67), que, ya por los años 254-255, da noticias
sobre las Iglesias de Hispania en una carta sinodal desde Cartago, firmada por él mismo y otros 36
obispos. En ella se citan tres comunidades organizadas: las de Zaragoza, León-Astorga y Mérida,
con sus obispos a la cabeza, y se deja constancia de otras sedes. A este testimonio hay que añadir
el de las Actas de los mártires, desde la de san Fructuoso y sus diáconos, en Tarragona (ca. 159),
hasta los mártires de Zaragoza, los santos Emeterio y Celedonio en Calahorra, Justo y Pastor en
Alcalá de Henares y otros (Prudencio, Peristephanon, + 400).
Finalmente, el concilio de Elvira es un documento excepcional. Sus actas son las más antiguas de
un concilio disciplinar en la Iglesia universal y no hay duda de su autenticidad. Su fecha se sitúa en
torno al año 300. En él interviene Osio (255-355), obispo de Córdoba, consejero del emperador
Constantino y artífice del concilio de Nicea (273). Hispano es también el papa Dámaso, que el año
314 convoca el concilio de Arlés, con asistencia de seis obispos españoles. Todo esto denota que
en la península existía un cristianismo arraigado y floreciente a comienzos del siglo IV y hace
suponer su existencia ya en siglos anteriores.
Ante estos hechos, surgen preguntas como la del historiador García Villoslada (Hist. de la Igl. Esp.,
XXXVIII): ¿qué transformación íntima se operó cuando los politeístas romanos o los arrianos
visigodos y los de otras creencias aceptaron la fe cristiana y se dejaron bautizar?; ¿cómo elevó la
Iglesia el alma popular con el mensaje que predicó?; ¿cuál fue la catequesis que empleó? Si los
orígenes del cristianismo en España se pierden en la noche de los tiempos, no extraña que quede
en la oscuridad un cauce de este nacimiento y penetración de la fe como la catequesis.
1. LA CATEQUESIS. Entendemos aquí por catequesis no la acción bien definida que se realizó en la
época de los catecismos, sino esa actividad misionera que llevaron a cabo los primeros testigos de
Jesús para difundir su buena nueva. El cristianismo entró en la península por los canales de la
romanización y no tuvo que ser predicado necesariamente por un apóstol o varón apostólico
célebre. Este sistema de evangelización es menos frecuente en la historia conocida de la Iglesia.
Entre el trasiego de soldados, colonos y esclavos que llegaban o volvían a la península, habría
algunos cristianos anónimos que irradiaban su fe. Entre una amalgama confusa de ideas, creencias
y prácticas, a veces aberrantes, algunos aceptaban la buena nueva de Jesús juntamente con el
bautismo, y así iban surgiendo comunidades cristianas.
Aunque la península ibérica era el finis terrae, las comunidades eclesiales no vivían aisladas. Los
continuos contactos con las Iglesias de Roma y Cartago, ya en siglo III, hacen suponer relaciones
anteriores y se puede conjeturar que esa primera evangelización en Hispania se parecería mucho
a la que realizaron los primeros testigos en Roma y otras regiones, tal como aparece en los Hechos
de los apóstoles.
En efecto, supuesto que varias colonias de judíos se habían afincado en la península ibérica como
lo habían hecho en Italia (ALDEA Q., II, 1255), no sería extraño que se hubiera dado en Hispania la
doble evangelización que se advierte en el libro de los Hechos: un anuncio de Jesucristo muerto y
resucitado en cumplimiento de las Escrituras, y una segunda forma más catequética al estilo de la
Didajé, más reposada y reflexiva, en confrontación con las creencias paganas. La primera forma
estaría destinada a los judíos, la segunda se enfrentaría al politeísmo romano y a las
reminiscencias paganas. Al ser muchos los que mostraban interés por la doctrina cristiana y
solicitaban entrar en esa comunidad de fe, fue preciso crear una escuela de vida cristiana: el
catecumenado.
a) El concilio de Elvira habla de las condiciones de los candidatos al catecumenado —«que sean de
buenas costumbres» (c. 42)— y de sus dos años de duración, pudiéndose prolongar hasta tres o
cinco años (cc. 4, 11, 45, 68, 73). Cumplido el período catecumenal, el candidato podía ser
admitido al bautismo (c. 45). Sólo en caso de peligro de muerte o de enfermedad se podía
administrar el bautismo a los paganos de vida honesta, si lo pedían (cc. 37, 39). Gregorio de Elvira
distingue tres grados en el catecumenado: el de los catecúmenos, llamados en Roma audientes, el
de los competentes, que se preparaban en la cuaresma para celebrar el bautismo la noche de
pascua, y el de los fieles, que habían recibido ya el Espíritu Santo (Corpus Christ. 49, 95).
b) En cuanto al contenido que se impartía, los datos que poseemos lo reducen a una enseñanza
elemental de la religión cristiana sobre lo que hay que creer y la moral de los diez mandamientos.
San Paciano desarrolla lo que es el sacramento del bautismo (PL 13, 1089). Tras este período
relativamente fecundo de los siglos IV y V, el siglo VI apenas aporta datos nuevos. En cambio, en el
siglo VII encontramos dos grandes autores, san Isidoro de Sevilla y san Ildefonso de Toledo, que
dan una visión completa del catecumenado en España, a la vez que son testigos del giro que
toman el catecumenado y la fe del pueblo español.
c) Siguiendo la tradición, los dos distinguen con claridad tres grados: catecúmenos u oyentes,
elegidos o competentes y bautizados o neófitos (Isidoro, De eccl. off. II, 21, 1 e Ildefonso, De cogn.
bapt. 50). Estos textos parecen indicar que lo normal era el bautismo de los adultos. Sólo se
bautizaba a los niños como excepción en caso grave (cf la carta del papa Siricio a Himeneo de
Tarragona [385] y el c. 5 del Conc. de Gerona [517] [PL 84, 631 y 314]). Sin embargo, en la segunda
mitad del siglo VI comienza ya a presentarse la costumbre de bautizar a los niños, según se
desprende de abundantes testimonios (canon 7 del Conc. II de Braga), aunque siga celebrándose
el bautismo de adultos, como sugiere la expresión de san Ildefonso: «reciten si son mayores de
edad por sí mismos o si son niños por boca de los que los llevan» (De cogn. bapt. 34).
3. CONCLUSIÓN. De los testimonios tardíos aducidos se puede colegir que la catequesis española
no difiere sustancialmente de la practicada en otras Iglesias de occidente: desde el comienzo
estuvo ligada a la liturgia, y concretamente a los sacramentos de iniciación cristiana: bautismo,
confirmación y eucaristía. No se trataba de enseñar una doctrina, sino de crear una actitud de
escucha de la Palabra: «Escucha, Israel...» (Dt 6,4). Por eso los catecúmenos se denominan
oyentes, para que «reconociendo al único Dios, abandonen los falsos ídolos» (Ildefonso, De cogn.
bapt. 50; Isidoro, Etym. 1, 6). De ahí las exigencias y la libertad de los escrutinios, el período de
prueba, la práctica de la oración y del ayuno y la entrega del símbolo de la fe y de la oración
dominical, para grabarlas en sus corazones y devolverlas como signo de libre aceptación (traditio-
redditio); así se preparaban a resucitar con Cristo por medio del bautismo (De cogn. bapt. 28, 33;
Etym. 1, 6); todo ello se realizaba en un marco de ritos y celebración comunitaria.
Por tanto se dan dos notas distintivas: la pervivencia del catecumenado, con la participación
simultánea de adultos y niños, que serviría de transición a la más tardía catequesis infantil, y
también la existencia de una liturgia autóctona, la hispana.
El tercer concilio de Toledo (ca. 589), en el que el rey Recaredo abjura del arrianismo y se bautiza,
marca un hito en la historia de la Iglesia española, realzado con las figuras de san Leandro y san
Isidoro de Sevilla. En esta época los pueblos hispano-godos se constituyen como unidad nacional,
y asistimos a un fenómeno nuevo: el estado de cristiandad, que se extiende a toda Europa y que
va a marcar la historia de la Iglesia y de la catequesis. Esta época en España abarca
razonablemente del siglo VII al XVI. Durante la cristiandad, todo nacido era bautizado; no se
concebía ser ciudadano sin ser cristiano, aunque en España vivieron una coexistencia
relativamente pacífica el cristianismo y las culturas judía y musulmana.
Las conversiones en masa no originan un cambio radical, ni hacia Cristo salvador, ni en las
convicciones y prácticas cristianas. Los súbditos siguen a sus jefes en la nueva religión oficial, sin
renunciar del todo a sus creencias y costumbres paganas. Los concilios de esta época no cesan de
fustigar los abusos de idolatría, adivinación y magia.
La liturgia, que había nutrido la fe del pueblo a través de cantos y acciones simbólicas, va
perdiendo su fuerza educadora. Es entonces cuando nacen las lenguas vernáculas en la península,
pero la liturgia sigue celebrándose en latín y la Palabra se hace ininteligible. Por eso aquella se va
convirtiendo en un asunto de clérigos, los únicos que comprenden esa lengua. Los coros con su
sillería en medio de las viejas catedrales delatan esa separación entre los clérigos y el pueblo, que
quedaba sin ver al oficiante, sólo oyendo la misa, favoreciendo así una concepción mágico-
ritualista de la gracia y los sacramentos.
Por todo esto, se multiplican las misas privadas, se pierde el sentido objetivo de la misa y se prima
la piedad subjetiva. Se multiplican las devociones particulares que se superponen a otras
ceremonias (supersticiones), censuradas por diversos sínodos. El papa Gregorio Magno
reconocerá que no es posible cortarlas de golpe: «tolerándolas quedará la esperanza de
interiorizar y cristianizar ese uso grosero e idolátrico» (Reg. XI, 56). A pesar de estos trazos
sombríos, la Edad media mantuvo una cristiandad estable y viva. ¿Qué hizo aquella Iglesia para
mantener la fe del pueblo? ¿De qué medios se sirvió para la instrucción religiosa? Tres instancias
contribuyeron a sostener la fe.
a) La Iglesia, catedralicia o rural, venía a ser la casa del pueblo y el lugar de referencia explícito
para la formación y la práctica religiosa. San Isidoro recomendó dar preferencia a la instrucción de
los mayores (Sentencias III, 35-45). Los sacerdotes con cura de almas enseñaban los domingos al
pueblo las verdades del credo y de la moral, sirviéndose de colecciones de sermones, el
Homiliario, que circulaba en las diócesis españolas. Además, el pueblo aprendía el credo, el
padrenuestro y otras oraciones que eran recitadas en común. La confesión era otra ocasión para
alimentar la fe del pueblo. En este tiempo el concilio Lateranense IV (1215) prescribe la confesión
«al menos una vez al año», así como la práctica de «comulgar por pascua florida», las cuales
calaron en el pueblo cristiano. Para la confesión se usaban los confesionales, en forma de examen
de conciencia siguiendo los mandamientos, que serán anticipos de los catecismos. Así la liturgia y
las prácticas religiosas ayudaban a la educación de la fe del pueblo.
c) Pero lo decisivo para la conservación de la fe en esta época fue el ambiente religioso que
impregnaba toda la vida social. Como se aprendía a hablar, se aprendía a ser cristiano. Las fiestas
religiosas: navidad con sus villancicos y belenes, semana santa y pascua, con sus procesiones y
representaciones de los llamados misterios, como el Auto de los Reyes Magos, cuyo origen se
remonta en España a estas fechas, prendían en el alma e imaginación del pueblo. Las costumbres
populares de hondo sentido religioso se escalonaban durante el año: la bendición de los campos,
las peregrinaciones a santuarios, la oración ante cruceros de los caminos, las rogativas, las fiestas
de los santos patronos de los hospitales, posadas, cofradías y gremios. Finalmente el arte sagrado
de los templos románicos y góticos, con sus esculturas, vidrieras, retablos, imágenes, cuadros,
rosarios y demás signos religiosos, eran la Biblia a través de la cual los analfabetos leían la fe de
sus antepasados imprimiendo en todos un alma cristiana.
2. INICIOS DE UNA CATEQUESIS SISTEMÁTICA. Junto a esta catequesis, que se nutría de la
predicación dominical y se recibía como por ósmosis del ambiente social, se inicia también otro
tipo de educación cristiana: una catequesis sistemática del pueblo fiel. En este aspecto, algunos
concilios españoles recogen la preocupación del IV concilio de Letrán (1215) por formar a los
sacerdotes. Destacan por su orientación catequística el concilio de Valladolid (1322) y el de
Tortosa (1425); este parece ser el primero que mandó se compusiera «un breve catecismo que
comprenda cuanto debe saber el pueblo», es decir «lo que los fieles deben creer: los artículos de
la fe; lo que deben pedir: oración dominical; lo que han de observar: el decálogo; lo que han de
evitar...». Aquí se diseñan ya las partes que van a estructurar los catecismos de los siglos
siguientes.
A pesar de estos intentos por instruir al pueblo, la masa, que no sabía leer ni escribir, siguió
alimentando su fe sociológica con ritos y prácticas piadosas. En este clima de desnutrición
religiosa se alza Lutero, enarbolando el principio de «Sólo la fe salva», y dispuesto a revitalizar e
ilustrar la fe del pueblo cristiano.
Dos hechos marcan la vida de este período convulsivo y fecundo del siglo XVI: la reforma
protestante y la invención de la imprenta. Los dos surgieron fuera del suelo español, pero, en
aquella Europa sin fronteras, ejercieron un gran influjo en España. La Reforma, creando
preocupación por la seguridad y precisión doctrinal, que repercutió en los catecismos. La
imprenta, ayudando a la multiplicación y difusión de catecismos para ponerlos en manos de
todos.
Los humanistas van a tratar de remediar la lamentable situación de la fe del pueblo, causada por
la ignorancia religiosa. Así lo hicieron Felipe de Meneses en Luz del alma cristiana (1554) y otros
muchos. Algunos vieron condenados sus catecismos por la Inquisición (Juan de Valdés, en 1529, y
Constantino Ponce de la Fuente, en 1543-1548). Causó gran extrañeza en muchos la condena del
Catechismo christiano (1558) de Bartolomé de Carranza, por tratarse del arzobispo de Toledo. El
peso de Trento gravitaba sobre el ambiente. No obstante, siguieron publicándose numerosos
catecismos. Por ejemplo, el Maestro Juan de Avila envió a Trento unas advertencias,
recomendando que se hiciera un catecismo; y él mismo redactó uno: Doctrina christiana que se
canta (1554). También publicaron catecismos Juan Pérez de Betolaza (1596), Diego de Ledesma
(1571) y otros.
El catecismo doble de Martín Lutero (1529), uno pequeño y otro mayor para los predicadores.
Escritos en un lenguaje directo y fogoso, tuvieron gran éxito. Frente al catecismo de Lutero
aparecen los tres catecismos de Pedro Canisio (1555-1559) que, estructurados en la fe (credo), la
esperanza (padrenuestro y avemaría), la caridad (mandamientos) y obras de misericordia, gozaron
de gran difusión; el catecismo de Roberto Belarmino (1597) tiene la misma estructura que el de
Canisio, pero es más práctico y fue también muy difundido, sobre todo en Italia; finalmente el
Catecismo romano o de Trento (1566), que es una exposición sólida de la fe, enriquecido con citas
bíblicas y patrísticas para la formación y ayuda de los párrocos en su ministerio pastoral.
2. Los CATECISMOS DE ASTETE Y RlPALDA. Estos son, sin duda, los más célebres de la historia de la
catequesis española. Han perdurado a lo largo de casi cuatro siglos en sus centenares de
ediciones, aunque natural mente con retoques y modificaciones. Se trata de unos catecismos
breves, que sirvieron para transmitir al pueblo cristiano, niños, jóvenes y adultos, el patrimonio
doctrinal de la Iglesia católica del que carecían. Ambos utilizan el método de preguntas y
respuestas para aprender de memoria, y adquirir así un conocimiento preciso de la doctrina
católica. Los dos están estructurados en cuatro partes, recogiendo la tradición española fijada por
el concilio de Tortosa en el siglo anterior.
Estos catecismos tienen las virtudes y defectos propios de unas obritas que forzosamente tenían
que ser breves, por tratarse de catecismos destinados al pueblo sencillo. Los autores, jesuitas
ambos, y formados en la teología del tiempo, concentraron la doctrina y destilaron su esencia en
fórmulas concisas, despojadas del adorno de ejemplos y de toda explicación que pudiera
responder a las dudas de los destinatarios. La razón de esta sobriedad, tratándose del pueblo
llano, está en la célebre respuesta que, de san Juan de Avila (Doctr., 1650), pasó a Astete: «Eso no
me lo preguntéis a mí que soy ignorante: doctores tiene la santa madre Iglesia que lo sabrán
responder».
Así quedaron unas formulaciones claras, seguras, fáciles de retener, no tanto de entender, a no
ser que un catequista docto ayudase a la explicación. Sin apenas referencias bíblicas, subrayan en
lo sacramental aquello que se refiere a la validez de los ritos para obtener la gracia. Estos
catecismos, sin originalidad especial, tal vez por la solidez doctrinal y la claridad que mostraban,
llegaron a tener una autoridad cuasi-sacral y, retocados y ampliados más tarde, sus nombres se
perpetuaron a través de las generaciones que alimentaban en ellos su fe y la transmitían con la
misma convicción a sus descendientes.
Fue muy popular el catecismo familiarmente llamado El Eusebio. El P. Juan Eusebio Nieremberg sj,
inspirándose en las notas del P. Jerónimo López sj, famoso misionero popular en casi toda España,
publicó en 1640 el catecismo: Práctica del Catecismo romano y Doctrina christiana; lo redactó en
forma expositiva para ser leído en las Iglesias. Muy recomendado por los obispos de Valencia,
Sigüenza y otros, se tradujo a varias lenguas y se reeditó en siglos posteriores.
1. LA ILUSTRACIÓN Y SUS CONSECUENCIAS EN CATEQUESIS. En el siglo XVIII, ante las nuevas ideas
de la Ilustración, se advierte una vez más la incultura religiosa. La predicación e instrucción
religiosa llegan a ser el ministerio más urgente. La liturgia y los sacramentos quedan, pues, al
servicio de la Palabra y de la enseñanza religiosa y moral. Se pensaba que el obrar bien dependía
del saber. De ahí la frase que se repetirá como un axioma: saber y entender. El racionalismo se
impondrá.
a) El racionalismo. Europa, dividida por las guerras de religión, busca y halla un elemento
aglutinante: la razón. Esta será la norma de todo, y Kant el prototipo del espíritu racionalista que
culmina en la Revolución francesa. Esta nueva ideología pasa pronto a España con los Borbones.
Aunque su influjo quedó reducido a círculos de ilustrados, la semilla afectó a eclesiásticos. En las
publicaciones catequéticas, unos se enfrentan a las nuevas ideas, otros se abren al diálogo
utilizando la razón, y empiezan a publicarse las obras apologéticas que culminan en el Vaticano I;
finalmente otros, como la Escuela de Tubinga, volverán a la Escritura y a los santos Padres; pero la
neoescolástica impondrá su intelectualismo a la catequesis de este período.
d) Algunas realizaciones concretas. Los nuevos catecismos quedan marcados por este talante
racionalista. Ponen su acento en la moral, al servicio del ciudadano honrado. Siguen
reproduciéndose los de Astete y Ripalda, pero con comentarios que responden a preguntas
intelectuales o prácticas de una fe ilustrada. Cabe citar, entre ellos, los de Gabriel Menéndez de
Luarca (1787) y Juan Antonio de la Riva (1800), que respetan el texto original, distinguiéndolo de
las adiciones que ellos introducen, respeto que no guardarán otros más tarde.
1. REACCIÓN DEFENSIVA. Frente a esta ola secularizante, la Iglesia se cierra al diálogo y busca
seguridad en la teología neoescolástica. La catequesis se contagia de esa mentalidad
conservadora y polémica. Siguen ampliándose el Astete y el Ripalda, haciéndose más técnicos en
lenguaje y contenidos. Prevalece la preocupación racional y el método deductivo en la explicación
de las verdades. Santiago José García Mazo publica su catecismo voluminoso y denso para
combatir la ignorancia religiosa. Abunda en citas bíblicas apoyando una teología escolástica,
maciza y sin sensibilidad moderna. También se editan numerosas obras parecidas como la de
Jaime Balmes (1810-1848): La religión demostrada al alcance de los niños, escrita en un tono
apologético. Balmes muere el año en que Marx proclama el marxismo (1848).
Ante un clima europeo religiosamente enrarecido, Pío IX reacciona con la condena (Sillabus, 1864)
y reafirma la autoridad papal definiendo la infalibilidad en el Vaticano I (1879). La Escolástica se
impone. Este clima defensivo impregna los catecismos de la época. Del catecismo de Deharbe
(1847) se hacen numerosas ediciones en español. Sobresale por su claridad, seguridad doctrinal y
facilidad de retención. De este espíritu participa el catecismo del P. Angel M° de Arcos: «Norma
del católico en la sociedad actual. Diálogos catequísticos para los católicos del siglo XIX sobre lo
que ha de creer y obrar el cristiano» (1878).
En este período destacan dos santos catequistas: Antonio María Claret (1807-1870) y Enrique de
Ossó (1840-1896). El primero, fundador de los Hijos del Corazón de María (Claretianos), quería
para todos una educación religiosa segura. Por eso defiende el catecismo único para toda la Iglesia
o, al menos, para España; publica su Catecismo de la doctrina cristiana. Intervino en el Vaticano I
solicitando el catecismo universal, petición que no prosperó ante la interrupción del Concilio. El
segundo trabajó intensamente en la catequesis en Tortosa y fundó la Compañía de Santa Teresa
(Teresianas) para educar a las jóvenes en la fe. Escribió una Guía metódica y práctica del
catequista (1872), en la que habla de la claridad y el estilo de actuar del catequista, su persuasión
y el ambiente atractivo que debe crear.
2. Los CONGRESOS CATEQUÍSTICOS NACIONALES. Son signos de la inquietud por una catequesis
adecuada para el tiempo.
a) Congreso de Valladolid (1913). Fue la primera reflexión nacional sobre la catequesis. Inspirado
en la Acerbo nimis de Pío IX (1905), mantuvo una postura apologética. Hubo aportaciones de
carácter didáctico. Sobresalió la ponencia de A. Manjón: El catecismo como asignatura céntrica en
la escuela primaria. Y apareció la preocupación por un catecismo único, que quedó pendiente
para el siguiente congreso.
b) Congreso de Granada (1926). Se celebró a instancias del motu proprio Orbem catholicum (1923)
de Pío XI, que había creado en Roma una oficina central para «dirigir y promover la acción
catequística en toda la Iglesia». Retomó los temas del congreso anterior. Confiando en que Roma
preparaba un catecismo universal, esta cuestión no se abordó. Celebrado en clima sereno, se
advirtió, sin embargo, el peligro de la Institución libre de enseñanza y se rindió homenaje a la
figura y obra de A. Manjón, fallecido tres años antes en Granada.
c) Congreso de Zaragoza (1930). Estimulado por la encíclica de Pío XI Divini illius magistri (1929),
abogó para que en todas las diócesis y parroquias se crease la Congregación de la doctrina
cristiana para atender a los catequistas, y se estudió la catequesis para los niños, adultos y, sobre
todo, jóvenes, siguiendo las pautas de dicha encíclica.
Don Daniel Llorente (1883-1971). Nacido en Valladolid y formado en Roma, es sin duda el
catequeta más cualificado de la primera mitad del siglo XX en España. En contacto con el
movimiento catequético europeo, incorporó a la catequesis española las novedades que venían
desde Munich y fundó la Revista catequística para la formación de catequistas. Su Tratado
elemental de pedagogía catequística conoció diez ediciones y constituye una reflexión seria y
sólida sobre la catequesis, acabando con un compendio enjundioso de la historia de la catequesis.
Escribió además otras obras catequéticas, donde muchos han encontrado inspiración y material
rico para sus catequesis. Al igual que Manjón, Llorente no creyó necesario modificar el contenido
doctrinal del catecismo.
Junto a estas dos figuras, habría que nombrar a otros muchos, cuyo recuerdo perdura: Damián
Bilbao (1878-1951) en Madrid; José Samsó (+ 1936) en Mataró; Manuel Urrutia (1850-1914) en
Salamanca y Santiago; Manuel Medina Olmos, sucesor de Manjón en las Escuelas del Ave María;
Manuel González García (1877-1940), arcipreste de Huelva, luego obispo de Málaga y de Palencia;
Jesús González (1898-1978) en Bilbao; Juan Tusquets (1910-1980)? y otros autores que prestaron
un gran servicio a la formación cristiana del adulto: R. Ruiz Amado, La educación religiosa (1912);
T. Sánchez, Ensayo de pedagogía catequística (1910); R. Vilariño, Puntos de catecismo, 3 vols.
(1923); J. Bariego, Teología popular o Explicación de la doctrina cristiana, 3 vols. (1925-1927), etc.
La cuestión del catecismo único, que había quedado pendiente en los concilios nacionales y en el
Vaticano I, no se resolvió con los catecismos de Pío X (1905) y del card. Gasparri (1930). Así que en
1957 se crea en España el Secretariado nacional de catequesis (SNC) y se publican los dos
primeros Catecismos nacionales; el tercero, más voluminoso, esperará a 1962. Estos catecismos
nacieron ya desfasados respecto al movimiento kerigmático que entró en España con la versión
del Catecismo bíblico alemán (1955) y gracias a algunos clérigos pioneros, formados en el
extranjero.
1. ETAPA KERIGMÁTICA. Como el nombre indica, fue un volver al kerigma original que
proclamaron los apóstoles, centrado en la persona de Jesucristo muerto y resucitado. Una
renovación a fondo del contenido nuclear de la fe, y no tanto de los métodos. Concluido el
Concilio, se celebran en Madrid (1966) las primeras Jornadas nacionales de estudios catequéticos,
que abren a la Iglesia española a planteamientos nuevos sobre el contenido, la finalidad y la
identidad de la catequesis. Las ponencias, impregnadas del espíritu kerigmático, se centran en la
palabra de Dios, narrada en la Biblia, celebrada en la liturgia y vivida y expresada en la vida de la
Iglesia. Promovió dichas jornadas Mons. José Manuel Estepa, autor de la colección Luz de los
hombres (1960-1965), que anticipó la catequesis kerigmática en la Iglesia española.
Desde entonces se acelera el movimiento catequético. En 1968 aparecen los cinco Catecismos
escolares —de los ocho proyectados—, ampliando de manera dosificada el Catecismo nacional.
Por la riqueza bíblico-litúrgica y su cuidadosa presentación tipográfica, estos catecismos
kerigmáticos tienen una gran acogida. Destinados a la catequesis tanto parroquial como escolar,
van a adquirir un valor especial para la escuela, a causa de la Ley general de educación (1970). Lo
que esta disponía sobre programación, guías y textos, la Comisión episcopal de enseñanza y
catequesis (CEEC) lo había elaborado ya en sus Catecismos escolares para la Enseñanza general
básica. Tan sólo hubo de hacerse una adaptación, como se hará después también para las
Enseñanzas medias y COU. A ello contribuyó mucho el Documento programático de la CEEC: La
Iglesia y la educación en España hoy (1969). De hecho, dichos catecismos fueron unos manuales
de transición, ad experimentum, hasta que el clima eclesial permitiera ofrecer unos Catecismos
renovados.
Cierra esta etapa el Directorio general de pastoral catequética (DCG), publicado en Roma (1971),
que recoge la dimensión kerigmática y se abre ya a la etapa antropológica. Todo eso repercutió en
la catequesis española. A la etapa kerigmática hay que adscribir el Instituto de ciencias religiosas
San Pío X en Tejares-Salamanca con su Revista Sinite y el Instituto superior de pastoral de
Salamanca-Madrid, émulos de los que florecieron en Europa; también las Casas editoriales que se
prodigaron en traducciones. Finalmente, la Asamblea conjunta de obispos y sacerdotes (1971) fue
todo un acontecimiento, signo de que la Iglesia española comenzaba una nueva andadura,
también en catequesis, inaugurando una etapa nueva.
Entretanto, a finales de 1972, la Asamblea plenaria del episcopado da luz verde para elab orar
nuevos catecismos y pide que se prepare el Catecismo para los preadolescentes, que sustituirá al
Catecismo nacional de tercer grado y servirá para la catequesis de los alumnos de la 2ª etapa de
EGB. En estos años está en auge la catequesis antropológica con la cuestión de cómo armonizar la
fidelidad a Dios y al hombre. Una síntesis equilibrada vino a lograrse en el catecismo de
preadolescentes Con vosotros está, que salió a la luz con sus materiales complementarios en
1976, tras un trabajo teológico, psicológico y pedagógico largo y minucioso. Este es el fruto
autóctono mejor logrado de la catequesis en España. La atención a las personas concretas obligó
al Secretariado nacional de catequesis a constituirse en departamentos. Uno de ellos fue el
Departamento de audiovisuales para mejorar la catequesis existencial, sobre todo en la edad
juvenil, y otro el Departamento de adultos, por la importancia de la catequesis en esta etapa vital.
La identidad de la catequesis se perfila en el Plan trienal (1978-1981) de la CEEC, que la define así:
«Hacia una catequesis desde y para la comunidad cristiana»: una catequesis que afirma la
identidad cristiana; fiel a Dios y al hombre, superando dicotomías y promoviendo convergencias;
que se concibe en proceso continuo, que da prioridad a la catequesis de adultos, teniendo en
cuenta las edades y situaciones, impregnada de sentido catecumenal. El plan concreta estos
objetivos en forma operativa. Estas orientaciones se enriquecen y amplían en el documento La
catequesis de la comunidad (1983), que recoge y aplica a la situación española las grandes líneas
del sínodo, subrayando la prioridad de la catequesis, la comunidad como origen, medio y meta de
la catequesis y la catequesis integral y de inspiración catecumenal.
En la década de los 80, la CEEC publica los nuevos catecismos de la comunidad cristiana: Padre
nuestro, Jesús es el Señor, Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia, y el documento El
catequista y su formación (1985), describiendo los rasgos que configuran al catequista. Los
siguientes trienios evalúan y avanzan en las líneas trazadas. En 1986 se celebra el Congreso de
catequistas, que moviliza a unos 75.000 catequistas. Finalmente surge la novedad editorial del
Catecismo de la Iglesia católica, que fue muy propagado en España, seguido de foros en torno a
él. Es un instrumento válido y autorizado al servicio de la comunión eclesial y norma segura para
la enseñanza de la fe. Es una exposición teológica del mensaje cristiano, de no fácil lectura para el
pueblo.
Los últimos años han dado a luz orientaciones muy certeras para la promoción de la catequesis,
que no estaban recogidas en el DCG de 1971, y que posteriormente se han recogido en el nuevo
Directorio general para la catequesis, de 1997.
En España hay que reseñar el documento La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones,
aprobado el 27 de noviembre de 1998 por la LXX Asamblea de la Conferencia episcopal y
publicado en 1999. En él se aplica a la realidad española el contenido del RICA y, recogiendo los
anteriores avances, se trata de orientar la acción catequizadora de la Iglesia, la formación cristiana
de nuestros niños y jóvenes y la celebración de los sacramentos de la iniciación. Por todo ello es
de un interés indudable y se espera que tenga gran repercusión en la vida pastoral de nuestras
diócesis.
BIBL.: CSONKA L., Historia de la catequesis, en BRAIDO P. (ed.), Educar III: Metodología de la catequesis, Sígueme, Salamanca
1966; ERDOZAIN L., La catequesis hoy. De Nimega y Eichstdtt a Medellín, Sinite 11 (1970) 267-296; ESTEPA J. M., La catequesis
en España en los últimos veinte años, Actualidad catequética 26 (1986) 19-43; ETCHEGARAY L., Historia de la catequesis, San
Pablo, Santiago de Chile 1972; FERNÁNDEZ ALONSO J., Cura pastoral hasta el siglo XI en ALDEA Q. (ed.), Diccionario de historia
eclesiástica de España, CSIC, Madrid 1972; FERNÁNDEZ MAGAZ A., Historia de la catequesis medieval a través de los concilios,
Sinite 4 (1964) 25-52; GARCÍA VILLOSLADA R., Historia de la Iglesia en España, 5 vols., BAC, Madrid 1979; GEVAERT J. (ed.),
Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987; HUERGA A., Sobre la catequesis en España, Analecta Sacra Tarraconensis 41
(1968) 299-345; JARNE F., La pedagogía catequística en los tres primeros congresos catequísticos españoles (1913, 1926, 1930),
Teología y catequesis 35-36 (1990) 281-346; LÁPPLE A., Breve historia de la catequesis, CCS, Madrid 1988; LÓPEZ J., Cien años de
5
catequesis, Vida Nueva 1545 (1986); LLORENTE D., Tratado elemental de pedagogía catequística, Martín, Valladolid 1944 ;
PEDROSA V. M., Ochenta años de catequesis en la Iglesia de España, Actualidad catequética 20 (1980) 617-658; RESINES L.,
Catecismos de Astete y Ripalda. Edición crítica, BAC, Madrid 1987; Historia de la catequesis en España, CCS, Madrid 1995; SOLA
J. M., El catecismo único en España, Razón y Fe 15 (1906) 71-81, 306-323 y 16 (1906) 58-71, 469-479; TEJADA J. Y R., Colección de
cánones y de todos los concilios de la Iglesia española, 6 vols., Madrid 1859-1862.
HISTORIA DE LA IGLESIA
SUMARIO: I. Punto de partida: 1. Problemática actual; 2. Cómo situarnos ante esta problemática;
3. Claves fundamentales. II. Líneas maestras de un desarrollo histórico: 1. Un pueblo de llamados;
2. La Iglesia institución; 3. Iglesia de masas o de elites; 4. El poder de y en la Iglesia; 5. Una
anarquía institucionalizada; 6. Anticlericalismo. III. Claves catequéticas: 1. Aproximación
catequética a la historia de la Iglesia; 2. Las tareas de la catequesis y la historia de la Iglesia; 3.
Catequesis según las edades y situaciones de los catequizandos.
1. Punto de partida
1. PROBLEMÁTICA ACTUAL. San Agustín señala que la catequesis tiene como objeto hacer una
exposición completa de la historia de la salvación: «La catequesis comienza por la frase: Al
principio creó Dios el cielo y la tierra, y termina en el período actual de la historia de la Iglesia»1.
Pone de manifiesto que la acción salvífica de Dios a favor de su pueblo no concluye en los orígenes
de la Iglesia, testimoniada por los Hechos de los apóstoles y las cartas apostólicas, sino que
continúa hasta nuestros días.
Así pues, tradicionalmente, la historia de la Iglesia ha sido considerada una de las fuentes de la
catequesis y uno de sus objetos. La catequesis, si quiere ser completa, debe ocuparse de
presentar al catecúmeno la historia del pueblo de Dios al que es incorporado. Por diversas
razones, esta tarea ofrece hoy algunas dificultades:
d) Una cuarta dificultad brota de la naturaleza misma de la Iglesia. La Iglesia es una realidad
divina y humana. Si resulta fácil reseñar los acontecimientos humanos que atraviesan su historia,
no es tan fácil historiar la acción gratuita de Dios en ella. En la historia de la Iglesia lo más
importante es lo no historiable: la fe de los cristianos, su entrega amorosa a Dios y a Cristo y la
esperanza que les alienta en su peregrinar.
2. CÓMO SITUARNOS ANTE ESTA PROBLEMÁTICA. El cristianismo es una religión histórica. Por
fundación y esencia, la Iglesia está enraizada en la historia humana. Es comunidad peregrina por la
historia hacia el reino de Dios. En ese peregrinaje ella manifiesta, a la vez, la debilidad y el pecado
del hombre y la gracia y la misericordia de Dios. Su historia es precisamente testimonio de este
diálogo salvífico de Dios con la humanidad.
Una religión como la nuestra, basada fundamentalmente en la tradición, debe mimar, explorar y
aclarar su historia con rigor, con entusiasmo y constancia. Los cristianos debieran acercarse a la
historia de la Iglesia para fundamentar sus convicciones, para espolear sus resoluciones, para
hacerse preguntas inquietantes, para aprender a corregir errores y pecados y, sobre todo, para
descubrir la experiencia de salvación y la presencia del Espíritu en los cristianos de todos los siglos.
Si los tiempos llegaron a la plenitud por la encarnación del Hijo de Dios, la Iglesia, por la pascua de
Cristo y el don de pentecostés, constituye el fruto de esa encarnación y una prolongación de sus
dones a través de los siglos. De esta manera su historia, bajo la mirada de fe, se convierte en
historia salvífica que la Trinidad realiza con el hombre y camino hacia la plenitud del Reino ya
anticipado en Jesucristo.
a) La encarnación del Hijo de Dios. El cristianismo, por la encarnación, es una religión histórica. No
se puede olvidar este punto sin deteriorar no sólo la presentación de la fe, sino también la
concepción de la misma. Dios ha estado presente en su creación y en la vida de sus criaturas, y
aunque con el pueblo de Israel desencadena la historia de amor que quiere realizar con el
hombre, es en la encarnación de su Hijo donde la historia de salvación encuentra su momento
definitivo. Desde este momento, como obra de la pascua y por la promesa de la presencia del
propio Jesús, los avatares del pueblo de Dios son el despliegue de la encarnación de Cristo cabeza
en su cuerpo eclesial a lo largo de los siglos.
La huella de este peregrinaje histórico hasta la plenitud del Reino es la mezcla del trigo y la,
cizaña, de lo divino y lo humano, lo santo y lo pecador, el signo revelador y la pantalla que oculta;
sin embargo, la historia humana de la Iglesia manifiesta, a los ojos de la fe, la historia de Dios con
los hombres. Por tanto, la catequesis debe tratar de recomponer y transmitir a los catecúmenos la
memoria histórica, los mirabilia Dei presentes en la vida de los fieles cristianos, en el devenir de
sus instituciones y en la pretensión constante de transmitir con fidelidad, a través de los siglos, las
palabras, los gestos, la doctrina y los sacramentos de Cristo. Esta lectura creyente requiere el
ejercicio de los catequizandos en la mirada comprometida de la fe; ya que sólo desde su luz se
puede reconocer la acción oculta, pero real, de Cristo resucitado en la mediación de su Iglesia.
Sólo guiados por esta mirada hacia el pasado, y escrutando la acción salvadora de Cristo, se verán
iluminados en el presente y proyectados hacia el futuro.
c) Remitir los hechos históricos al misterio de Cristo. La introducción de los catequizandos en el
misterio de Cristo es tarea central en la acción catequética. El tratamiento que la historia de la
Iglesia ha de tener en la catequesis debe estar articulado, sobre todo, desde la referencia
permanente a dicho misterio y a su obra de salvación que continúa la Iglesia (cf CCE 772).
Ciertamente, la catequesis, al narrar las maravillas de Dios (mirabilia Dei), las que hizo, hace y
hará por nosotros, se organiza en torno a Jesucristo, «centro de la historia de la salvación» (DGC
115). Por tanto, no presentará los acontecimientos, los avatares, la espiritualidad y los personajes
que jalonan la historia del pueblo de Dios, a modo de relatos edificantes y modélicos, sino que
desentrañará en ellos el misterio todavía actual que se realiza en Cristo y se desarrolla en la
edificación de su Cuerpo y en cada uno de sus miembros a lo largo de los siglos. Bajo formas y
personas distintas, es el mismo misterio el que se pone de manifiesto, para que también los
catecúmenos lo reconozcan y lo realicen a su modo y en su época 4.
Sin datos no es posible una reflexión serena, pero un simple conjunto de datos no hacen historia
ni sirven para una elaboración catequética. Por otra parte, no se pueden ofrecer en una
catequesis todos los datos, ni siquiera la mayoría. Muy sintéticamente articulamos los dos mil
años de cristianismo alrededor de unas líneas maestras capaces de explicar el desarrollo del
conjunto de la historia de la Iglesia, siempre en relación con lo que quiso y enseñó Jesús.
1. UN PUEBLO DE LLAMADOS. Jesús llamó a los apóstoles uno a uno. «Yo os he elegido». Toda
persona cristiana ha sido llamada a vivir en gracia y a formar parte de la Iglesia. Nadie tiene más
derechos, aunque no todos tengan los mismos oficios. Todos participamos del sacerdocio de
Cristo, pero los ministerios son diversos. Gregorio Magno se consideró «siervo de los siervos de
Dios» y los obispos de la América hispana tenían el título de defensores de los indios, es decir, de
los oprimidos. Los cristianos y cristianas de todos los tiempos han sido llamados a servir, a
evangelizar a los que desconocían a Cristo en tierras de paganos, a predicar la Palabra en los
campos, como quiso Alfonso María de Ligorio, o en las universidades, como los dominicos y
jesuitas, o en la actual cultura de la comunicación, como los paulinos. Llamados a experimentar
más especialmente los misterios de la gracia, como los místicos Teresa de Avila o Juan de la Cruz,
o a ser discípulos del Señor desde el carisma de los fundadores, capaces de captar un espacio de
apostolado determinado o de señalar una espiritualidad que subraya con más intensidad un
aspecto de la vida de Cristo.
El grupo de los discípulos, el pusillus grex (pequeño rebaño), fue aumentando hasta convertirse en
la gran Iglesia extendida por toda la tierra. Es verdad que una Iglesia masiva de estas
características pierde algunas de las cualidades y encantos de los grupos pequeños, y tiende
necesariamente a la burocratización y a la mediocridad; pero, históricamente, la alternativa ha
sido la dispersión. Una organización que abarca países y continentes tan diversos no puede
funcionar sin una gran burocracia, y a medida que crece en número tiende a complicar su
organización y, aparentemente, a diluir sus carismas. Sucedió también así con todas las órdenes
religiosas.
Conviene tener, también, en cuenta que la Iglesia es, de hecho, una comunión de Iglesias y que los
obispos, en su conjunto, son los sucesores de los apóstoles. Desde los primeros tiempos, las
Iglesias locales constituyen el modelo completo de Iglesia, el de una comunidad de fieles
alrededor del obispo, sucesor de los apóstoles. El papa, sucesor de Pedro, es el centro de
comunión de las Iglesias. No se trata de ver quién tiene más poder, sino de servir a los hermanos
con más dedicación cuanto más importante es el puesto, según las palabras de Jesús: «si alguno
de vosotros quiere ser grande, que sea vuestro servidor». Por eso, uno de los títulos tradicionales
del papa es «siervo de los siervos de Dios». La gran tentación de los cristianos a lo largo de los
siglos ha consistido en olvidar esta invitación de Jesús y actuar como los poderes de este mundo.
Parece difícil que una organización tan complicada pueda ser testimonio de pobreza o de caridad
y mantener las características de una comunidad de hermanos y hermanas que se conocen y se
aman. Sin embargo, una aproximación a su historia nos enseña las permanentes tensiones
enriquecedoras y purificadoras presentes en esta sociedad: búsqueda permanente de
autenticidad, de pobreza y de austeridad, tanto en los individuos como en los grupos; tensión
entre democracia y aristocracia en los gobiernos de las instancias intermedias y en las supremas;
tensión entre centralismo e iglesias locales o grupos más espontáneos o carismáticos; tensión
entre papado y conciliarismo.
Con frecuencia, gracias a la acción del Espíritu, la generosidad de muchas personas, las
experiencias nuevas, los grupos cristianos y los carismas personales, constituyen un contrapeso
eficaz a la inevitable pesadez de la institución. El espíritu en vasijas de barro es la expresión
adecuada para una comunidad que vive la tensión gozosa y creadora de la presencia actuante de
Dios, no sólo en las personas, sino también en los ritos, sacramentos e instituciones cristianas.
Esta burocratización y la necesaria complejidad de una Iglesia tan masiva, han llevado también a
un clericalismo excesivo. Un clero más libre y, en general, mejor preparado que la mayoría de los
fieles, constituye un elemento imprescindible de la evangelización; pero, a menudo, ha terminado
siendo identificado con la Iglesia total, como si el pueblo fiel fuera simplemente un apéndice. Por
eso la historia de la Iglesia ha sido reducida, a veces, a los papas, obispos, fundadores de
congregaciones religiosas y clero diocesano y regular. Esto explica, en parte, el que apenas
contemos con santos canonizados que no sean sacerdotes o religiosas. No obstante, somos
conscientes de que hay muchos santos, no canonizados, que son evangelizadores en s u medio
familiar y social.
La historia de la Iglesia es también una historia de la cultura, al menos en occidente. Toda religión
se expresa y crea cultura; cuando no lo consigue es que se encuentra enferma. El cristianismo no
ha sido, ni es, sólo liturgia y oración, sino también teología, san Agustín, Dante, Pascal, Bach o
Murillo... La Iglesia no es sólo fuente de santificación, sino también fuente de civilización. Resulta
conveniente y enriquecedor integrar estos dos aspectos y presentarlos en la catequesis como
diversos aspectos de una misma realidad (cf FR 70-72).
Desde las conversiones masivas del siglo IV todo cambió. Los nuevos cristianos aceptaron a Cristo
sin renunciar del todo a los valores y al talante pagano, y muchos de ellos sin conocer en
profundidad la doctrina cristiana. Se predicaba a todas las gentes, pero no todos convertían su
corazón. La Iglesia, que ha huido siempre del peligro de constituirse en grupo de elegidos, en
secta de puros, consciente de que el anuncio de salvación está dirigido a todos los hombres, no
acogió, ni acoge, sólo a un número limitado de espíritus selectos, sino a un innumerable número
de personas, entre las que suelen predominar las mediocres.
El problema, sin duda, ha sido y sigue siendo real. Por una parte, el cristianismo es una religión
muy exigente: «Yo soy el Señor y a mí solo adorarás». Pero Cristo murió por todos y la Iglesia ha
aceptado en su seno a todos los que desean seguir al Señor, a pesar de sus inconsecuencias. La
historia de la Iglesia, por tanto, es la historia de un pueblo inmenso con no muchos santos ni
genios ni líderes, pero con una persistente aspiración a una mayor purificación y a conocer mejor
a Jesús y seguirlo. Toda la historia se transforma en un proceso permanente de purificación y de
conversión. Los ciclos litúrgicos, las escuelas de espiritualidad, los complicados procesos de
religiosidad popular intentan conseguir este mismo fin.
La falta de formación doctrinal y las formas de religiosidad popular poco purificadas responden a
una escasa cultura y formación de una buena parte de los cristianos, y han facilitado la pasividad y
la falta de compromiso. La desaparición de un catecumenado prolongado y exigente ha producido
en los creyentes una cierta disociación entre una fuerte ignorancia doctrinal y un sincero deseo de
ser buenos cristianos, bien por temor al infierno, bien por amor a Cristo crucificado.
Pero la Iglesia es, también, catedrales, abadías, parroquias, hospitales, periódicos, emisoras de
radio y televisión, universidades y miles de colegios, de revistas y de medios de presencia de todo
género. Desde las primeras generaciones, la Iglesia se ha conformado como un poderoso cuerpo,
que ha contado con importantes medios para organizar las tres claves de su acción apostólica: su
liturgia, sus obras caritativas y las instituciones de enseñanza y formación. Ha contado siempre
con un número considerable de miembros liberados, viviendo en pobreza para asemejarse más al
Maestro.
Para levantar y mantener esta imponente organización, ha utilizado, frecuentemente, los medios
y los argumentos de los estados y del poder. Nos adentramos, pues, en el siempre complicado
entramado de las relaciones de la Iglesia con la política y con el poder. Una buena parte de la
historia eclesiástica ha estado marcada por estas relaciones, en unas ocasiones conflictivas y no
pocas veces armoniosas. A veces se ha producido cierta confusión entre ambas instituciones, y
otras veces la Iglesia ha sido perseguida y martirizada.
Es verdad que, a primera vista, la persecución parece que congenia más con las palabras y
enseñanzas de Jesús. En efecto, nunca ha sido bueno para la Iglesia, sociedad religiosa que tiene
como fundador al crucificado, asimilar las formas y el estilo del poder político y social; pero resulta
utópico e irreal pensar que se puede mantener en la sociedad un grupo tan numeroso de
creyentes, con una presencia social tan decisiva, sin que existan permanentes relaciones y
conexiones con quienes gobiernan y dirigen la sociedad civil. Jesús dijo que sus seguidores no
tenían que actuar como quienes sobresalían en la sociedad; y, probablemente, este diverso
talante que consiste en ver y actuar de otra manera, sin salirse de la sociedad, constituye la
especificidad del cristiano.
También tenemos que preguntarnos sobre las diversas acepciones del poder. A lo largo de los
siglos, la Iglesia ha tenido poder por motivos diversos y, a veces, contradictorios: por el testimonio
de sus santos, por la dedicación de sus sacerdotes y religiosos, por el apoyo incondicional de sus
creyentes, por la cultura de muchos de sus miembros, por sus riquezas, por sus instituciones de
enseñanza y de caridad, por el apoyo de los reyes. Su poder no siempre ha sido rectamente
utilizado, pero no cabe duda de que muchos de estos poderes tienen una finalidad estrictamente
evangelizadora.
5. UNA ANARQUÍA INSTITUCIONALIZADA. Sólo Cristo es el Señor; el papa, los obispos y los
sacerdotes han sido considerados sus representantes y han actuado en su nombre. Esto nos ha
llevado casi necesariamente a la uniformidad. Vicente de Lérins definía la ortodoxia como «lo que
siempre, lo que en todas partes, lo que por todos ha sido creído». Parecía que se devaluaba la
libertad de conciencia y «la libertad de los hijos de Dios».
En realidad, la vida de la Iglesia ha sido y es mucho más plural de lo que se cree. Ortodoxia y
heterodoxia han sido dos realidades casi complementarias, que se han influido con frecuencia, y
que han determinado el trabajo de los concilios ecuménicos y la consiguiente elaboración
dogmática. La formación del credo ha sido el fruto de la fe y de la reflexión de un pueblo plural,
marcado por sus culturas y sus experiencias religiosas diversas. En oriente, con un carácter más
especulativo, se fue elaborando la cristología, mientras que en occidente, más prácticos, se habló
y discutió sobre la gracia, el pecado original y la moral. Eran los teólogos y las comunidades
creyentes quienes fueron profundizando en la enseñanza de Jesús, utilizando para ello sus
conocimientos filosóficos y sus elaboraciones culturales.
El concepto de comunión conformaba una realidad viva y vital. La Iglesia universal y las Iglesias
locales constituían y constituyen una unidad en la pluralidad. El obispo de Roma en su ámbito, y
los obispos locales en el suyo, son el punto de comunión de la realidad eclesial, siempre plural.
Esta diversidad encuentra caminos de convergencia, gracias a la existencia del magisterio
eclesiástico, que en determinados casos tiene la última palabra.
Hay que poner de relieve la importancia teológica e histórica de la Iglesia particular, del obispo
local, del sínodo diocesano, del pueblo de Dios de una Iglesia concreta. Esto ha sido subrayado en
el Vaticano II; pero, en realidad, constituye un concepto fundante en la historia eclesial. Estas
consideraciones, y otras muchas que se podrían añadir, nos indican que la importancia de las
Iglesias locales, la controversia apasionada por una doctrina o una teología concreta, las diversas
liturgias, han existido siempre y no significan un ataque a la unidad eclesial, sino que, por el
contrario, enriquecen su capacidad de convivencia, la comunión eclesial.
Por otra parte, la vida eclesial ha mantenido formas y modos democráticos de los que a menudo
en nuestras reflexiones no somos suficientemente conscientes. Recordemos la forma de elección
de los obispos. A lo largo de los siglos han participado los fieles, los sacerdotes, los canónigos y los
mismos obispos. En las abadías y congregaciones religiosas se elige al abad o al general o
provincial de la orden. Los concilios y sínodos, por su parte, constituyen ejemplos claros de
coparticipación y corresponsabilidad en la elaboración doctrinal y en la organización eclesial. No
se trata de criterios políticos, sino teológicos. Y tengamos en cuenta la defensa de un principio
revolucionario que ninguna sociedad aceptaría: la de la conciencia personal como última norma
de vida y de acción. La vida de la gracia, la presencia del Espíritu en nosotros, nos otorga una
autonomía y una libertad impensables en otras sociedades. Es verdad que no pocas veces estos
principios han sido conculcados en la práctica, pero siempre se han mantenido como punto de
referencia. Por ejemplo, en nuestros días, el pueblo no participa en el proceso de elección de los
obispos o de los sacerdotes, pero la comunidad sigue recordando la afirmación del papa León
Magno: «el que a todos preside por todos debe ser elegido» y, de hecho, en la liturgia de
ordenación sacerdotal es el pueblo quien presenta a los candidatos.
En los dos últimos siglos ha existido otro factor importante de anticlericalismo: la llamada
cuestión social, surgida con motivo de la industrialización. Así como desde los primeros balbuceos
del cristianismo, el tema de la pobreza como estado de vida y como campo de acción caritativa
eclesial ha sido constante y muy importante, a lo largo del siglo XIX parecía que la miseria
producida por el planteamiento liberal-económico había escapado a las preocupaciones
eclesiales. La Iglesia no sólo pareció perder a los obreros, sino que la nueva clase social nació con
un fuerte rechazo de la Iglesia y, a menudo, del sentimiento religioso. Cristo señaló su preferencia
por los más pobres, pero en estos dos siglos la gran acusación a los cristianos ha sido la de
abandonar a los más necesitados. Este es un tema que no se puede silenciar ni simplificar. Hoy
tenemos una perspectiva que nos permite un análisis y una valoración más objetiva. No sólo hay
que hablar de las congregaciones e instituciones religiosas dedicadas a paliar las consecuencias de
la miseria, sino también del ingente esfuerzo realizado por muchas personas, organismos y
comunidades, por conocer mejor las causas y por poner los remedios adecuados a tal situación.
La clave fundamental del análisis es que las instituciones eclesiales, más que enfrentarse con la
erradicación de las causas de la pobreza, se esforzaban en paliar sus efectos. Probablemente la
Iglesia no es la institución adecuada para proponer teorías y métodos económicos, aunque la
doctrina social eclesiástica ha ofrecido no pocas pautas y sugerencias en tal sentido; pero un
planteamiento convincente de nuestra historia no puede dejar de tener en cuenta que si algo ha
caracterizado a la Iglesia en estos dos mil años de historia ha sido su preocupación por las
personas que vivían en condiciones inhumanas, la denuncia vigorosa de estas situaciones y su
sorprendente dedicación por mejorar sus condiciones de vida.
a) La historia de la Iglesia, fuente de la catequesis (cf DGC 95). Ciertamente, junto a la Sagrada
Escritura, la catequesis encuentra en la tradición el eco vivo que la palabra de Dios ha ido
produciendo en la Iglesia a lo largo de los siglos. Ese eco se halla recogido en los símbolos de la fe,
en la liturgia, en el testimonio de los Padres y en los pronunciamientos del magisterio, todos ellos
de uso ordinario en la catequesis; pero también la tradición se expresa «en la historia misma de la
Iglesia en la diversidad de sus vicisitudes, figuras y manifestaciones de vida. También ellas, en su
condición de expresiones históricas de la experiencia cristiana, tienen un papel importante como
fuente de la catequesis»5. El mismo Directorio general para la catequesis lo manifiesta, al afirmar
que la historia de la Iglesia es transmisora de la revelación, y que, por tanto, la «historia, leída
desde la fe, es también parte fundamental del contenido de la catequesis» (DGC 108). La
ignorancia de la historia eclesial es, quizás, una de las causas del desdibujamiento de la vivencia
creyente de los cristianos, sin marcos de referencia y adoleciente de una clara vinculación a la
Iglesia.
b) Diálogo entre el pasado evocado y el presente vivido. «La Iglesia, al transmitir hoy el mensaje
cristiano desde la viva conciencia que tiene de él, guarda constante memoria de los
acontecimientos salvíficos del pasado, narrándolos de generación en generación. A su luz,
interpreta los acontecimientos actuales de la historia humana, donde el Espíritu de Dios renueva
la faz de la tierra, y permanece en una espera confiada de la venida del Señor» (DGC 107). Este
diálogo que la Iglesia mantiene con la humanidad a lo largo del tiempo lo debe realizar la
catequesis con los catecúmenos. El catequista, sin dejar de lado la objetividad de los datos y de los
documentos que aporta en la catequesis, deberá hacer el esfuerzo de presentar el sentido y el
significado que tienen en sus contextos, según el núcleo de la experiencia cristiana que quiere
transmitir. Ha de procurar que la memoria viva de la Iglesia ilumine los interrogantes, corrija las
deficiencias y potencie la vida de fe de los catequizandos. Tratará de suscitar el diálogo personal
entre Dios y el creyente a partir de la correlación entre los acontecimientos salvíficos del pasado y
los hechos actuales de la vida.
Por tanto, en la lectura creyente de los hechos eclesiales, la Iglesia, y en su nombre el catequista,
está ofreciendo la clave de lectura por la cual el catecúmeno puede entrar en diálogo con Dios; no
ya en la intimidad de su corazón, sino también en la oscuridad de los hechos atravesados por la
ambigüedad de lo transitorio. La presentación de la historia de la Iglesia no es mera crónica de
sucesos, sino vehículo por el cual se inicia (y esto es lo fundamental en la catequesis) en la lectura
creyente de la vida e historia que los cristianos vivimos. La ejercitación en la lectura de fe hará del
creyente, ante sus compañeros y contemporáneos, un testigo comprometido de la vida
desbordante del Dios-con-nosotros.
d) Sentir con la propia Iglesia. El aprendizaje que el catecúmeno debe hacer para leer la historia de
la Iglesia como historia de salvación y manifestación del misterio de Cristo no es un mero ejercicio
intelectual; es fruto de un esfuerzo por empatizar y comprender la conciencia profunda que la
Iglesia tiene de sí misma, a partir de la revelación, y por la que el creyente queda comprometido
en toda su persona y vida. Esta lectura sólo le es posible al catecúmeno en la medida en que tenga
una vivencia personal de comunión con la Iglesia, madre y maestra, a través de su comunidad
cristiana.
«El mejor comentario del evangelio es la historia de la Iglesia, es decir, su tradición. Al estudiar la
historia de la Iglesia seguimos estudiando a Cristo, los diversos aspectos del misterio de Cristo,
expandidos en su cuerpo místico... Los temas esenciales de la historia de la Iglesia corresponden a
los aspectos principales del misterio mismo de Cristo. Una catequesis sobre la historia de la Iglesia
debe anunciar siempre estos aspectos del misterio mismo de Cristo en sus miembros» 6; y
viceversa, una catequesis sobre el misterio de Cristo necesariamente debe mostrar cómo se
desarrolla y actualiza en la historia de sus seguidores.
Con esta dinámica, lograremos algo que en la catequesis actual parece harto difícil: la vinculación
simultánea a Cristo y a su Iglesia. No se podrá concebir la adhesión a Jesucristo sin adherirse a su
Cuerpo, que a lo largo de los tiempos y en la actualidad lo hace presente; y tampoco se podrá
concebir la adhesión a la Iglesia como mero grupo humano, sino como cauce para acceder a la
obra salvadora que el Señor continúa haciendo.
La consideración del testimonio de los santos en la catequesis facilitará una presentación más
evangélica de la vida cristiana. Testigos como san Agustín, santo Domingo, san Francisco Javier,
santa Teresa del niño Jesús, santa María Micaela, san Enrique de Ossó y otros muchos, ponen de
manifiesto que una vida transfigurada en Cristo brota de un corazón apasionado por Jesús y dócil
a los impulsos de la gracia de su Espíritu. Los catequizandos contemplarán en ellos los diversos
aspectos de la vida de Cristo actualizados en distintas épocas y contextos. Verán hecho carne el
ideal de vida que hoy la Iglesia les propone para ser buenos hijos de Dios y hacer presente a Cristo
ante sus contemporáneos.
No se trata de hacer de la catequesis una sesión de hagiografía; se trata de mostrar cómo los
seguidores de Jesús han vivido unas u otras actitudes evangélicas y las han hecho no sólo creíbles,
sino posibles en un momento determinado de la historia. La vida de esos testigos se ofrecerá
como camino para ir alcanzando, poco a poco y por la acción del Espíritu, la talla, la estatura de
Cristo. La consideración de la vida de los santos y su significado en el conjunto de la vida eclesial
ampliará el horizonte de los creyentes respecto al seguimiento de Cristo y la entroncará en el
corazón mismo del evangelio.
El testimonio de la acción del Espíritu servirá de acicate a los nuevos creyentes, para que se
incorporen confiada y alegremente a la misión de la Iglesia, fiados más en su presencia que en la
propia capacidad. A la vez, la reseña de la historia apostólica de la Iglesia les ayudará a reconocer
que no realizan una obra propia, sino que, por gracia de Dios, se asocian a una acción que les
antecede desde pentecostés y que continuará hasta la venida del Señor al final de los tiempos.
a) La catequesis de niños y niñas. De los 8 a los 10 años, los niños y niñas todavía no tienen sentido
de historia; sí de la acción y sus resultados en la vida de diversos personajes. Captan también las
referencias comunitarias, más allá de su familia y de su grupo. Se interesan por los grandes
acontecimientos y personajes, que en un primer momento consideran héroes y más tarde
modelos de referencia. Comienzan —antes las niñas que los niños— a ser sensibles a la justicia, a
los sufrimientos de los demás, a la solidaridad.
Conviene no olvidar que, en esta etapa, el muchacho o la chica tiene un gran impulso natural y
una cierta experiencia de la vida; por eso, según Colomb, «puede ser peligroso presentar los
hechos del heroísmo cristiano como demasiado mortificados, pues provocaría en ellos un rechazo,
o llegarían a creer que la vida religiosa es propia de gente extraordinaria».
En todo momento hay que procurar ayudarles a que se acerquen a los acontecimientos del
pasado con los interrogantes, luces y experiencias que aporta el presente. Y viceversa, ayudarles a
leer el presente con la luz que ofrece la acción que el Espíritu ha ejercido en la Iglesia, a lo largo de
los siglos.
c) La catequesis de jóvenes y adultos. Las personas jóvenes y adultas tienen ya sentido pleno de la
historia y se sitúan ante ella con una mirada realista. Su crítica a la sociedad y a la Iglesia está
basada, sobre todo, en la falta de coherencia entre lo que se dice y lo que se hace, entre lo que se
exige a los demás y lo que cada uno realiza, entre el evangelio y la praxis cristiana. Las grandes
contradicciones de una historia con luces y sombras, con errores y aciertos, y el esfuerzo de
muchos hombres y mujeres por mantener viva la fuerza espiritual y humana del evangelio, son
también manifestaciones del Espíritu y expresión de la acción de la gracia en la vida de los
creyentes de todos los tiempos.
Desde esta referencia, es necesario presentar la historia en su rigor científico, pero trascendiendo
los datos para entrar en el misterio de Cristo, presente en las instituciones que le sirven. Hay que
resaltar lo permanente y lo esencial sobre aquello que es accidental y susceptible de cambio, y
que de hecho ha cambiado. En lo permanente está nuestra verdadera historia.
Este convencimiento tiene que llevar al catecúmeno a manifestar gozosamente que pertenece a
esta Iglesia. En nuestra situación actual es importante que la catequesis ayude a estas personas a
leer la historia como manifestación del misterio de Cristo, en clave de encarnación y salvación,
sabiendo que Dios, que actuó en los orígenes, que envió a su Hijo y, por él, realizó nuestra
salvación, ha seguido actuando a lo largo de la historia y sigue actuando hoy por la acción de su
Espíritu.
NOTAS: 1. De catechizandis rudibus (catequesis de los principiantes) III, 5, en Obras completas de san Agustín XXXIX, BAC,
Madrid 1988, 453-454. — 2 Cf A. PÉREZ URROZ, ¿Qué lugar ocupa la historia de la Iglesia en la historia de la catequesis?, Sinite
96 (1991) 11-59. — 3. Cf J. LORTZ, Historia de la Iglesia, Cristiandad, Madrid 1982, 16-17. — 4. ° Cf J. COLOMB, Au souffle de
5
1'Esprit (livre du Maftre), Desclée, Tournai 1961, 69-71. — E. ALBERICH, Fuentes de la catequesis, en J. GEVAERT (dir.),
Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987, 394. — 6. J. COLOMB, Manual de catequética I, Herder, Barcelona 1971, 411.
BIBL.: AA.VV., La misionología hoy, Verbo Divino, Estella 1987; AA.VV., Nueva historia de la Iglesia, 5 vols., Cristiandad, Madrid
1964-1977; AA.VV., Dos mil años de cristianismo, 5 vols., Cristiandad, Madrid 1979; AA.VV., La historia de la Iglesia o la
cenicienta en la educación de la fe, Sinite 29 (1991); BOSCH J., Para comprender el ecumenismo, Verbo Divino, Estella 1991;
CoLOMB J., Au souffle de l'Esprit, Desclée, Tournai 1961; COMBY J., Para leer la historia de la Iglesia, 2 vols., Verbo Divino,
Estella 1987; DANIÉLOU J., El misterio de la historia, Dinor, San Sebastián 1963; DUMONT J., La Iglesia ante el reto de la historia,
Encuentro, Madrid 1987; LABOA J. M., La larga marcha de la Iglesia, Sociedad Atenas, Madrid 1985; LABOA J. M.-DUÉ A., Atlas
histórico del cristianismo, San Pablo, Madrid 1998; LLORCA B.-GARCÍA-VILLOSLADA R.-LABOA J. M., Historia de la Iglesia
católica, 4 vols., BAC, Madrid 1991-1998.
Juan M°. Laboa Gallego,
María Navarro González
y Juan Carlos Carvajal Blanco
HISTORIA DE LA SALVACIÓN
«Dios, después de haber hablado muchas veces y en diversas formas a nuestros padres por medio
de los profetas, en estos días, que son los últimos, nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó
heredero de todas las cosas, por quien hizo también el universo» (Heb 1,1-2). La historia de la
revelación de Dios a los hombres y en el mundo tiene un proceso evolutivo, lento y progresivo; el
credo cristiano no se basa en esquemas abstractos de filosofía sobre la vida, sino en el hecho de
que Dios se ha manifestado en la historia y nos ofrece la salvación. Dios habla en la creación, Dios
habla en las situaciones más diversas de Israel, Dios habla en Jesucristo, Dios habla por medio de
la Iglesia, Dios habla dentro de nuestras vidas.
El cristiano tiene la certeza de que recibe la palabra de Dios en lo concreto de su existencia, como
un evangelio, como una buena noticia. Así: ¿cómo y con qué finalidad Dios se hace palabra en
nuestra historia humana y de qué manera esa palabra es reconocida en el corazón y la inteligencia
del hombre?; ¿en qué situaciones, en medio de qué interrogantes vitales, de qué anhelos o de
qué abandonos se sirve para manifestar su plan de salvación?; ¿cuáles son los signos de los
tiempos y qué valor hay que atribuirles? (cf Directorio general de pastoral catequética de 1971,
DCG 11). Esta revelación y su tradición en la Iglesia son una experiencia viva; encuentran su
expresión justa en la acción y en la reflexión, en unos gestos y en unas palabras, en la densidad de
vida de unos personajes o de unos acontecimientos, en el seno de la Iglesia asistida y renovada
por el Espíritu de Jesucristo, a lo largo de toda la historia de la humanidad.
En efecto, la historia de Dios no es paralela a la historia humana, sino que se hace tang encial a
ella. El espacio y el tiempo, en cuanto coordenadas históricas, han sido en el pasado, son en el
presente y serán en el futuro, momentos de la revelación de Dios (cf DCG 44); momentos donde
Dios se hace tangencial al hombre, manifestándole y ofreciéndole su proyecto de salvación,
esperando de él la respuesta de la fe en obediencia y acogida (cf CCE 144-149). De ello son
testigos cualificados Abrahán en el Antiguo Testamento, María de Nazaret en el Nuevo y tantos
evangelizadores en la Iglesia hoy. La novedad del espacio-tiempo constituye el lugar teológico
para escuchar el designio salvífico de Dios para con el hombre. El cristiano, más aún el catequista,
ha de percibir ese designio en la palabra escrita (Biblia) y en la palabra acontecida (vida diaria).
Hay en la Sagrada Escritura una especie de vocación general que está definida con palabras claras
y bellas: «Dios quiere que todos los hombres se salven» (ITim 2,3-4). Esa vocación se presenta
siempre como una llamada teñida de resonancias salvadoras, liberadoras, para el hombre y en el
mundo. Así, la revelación del Exodo, la liberación de los madianitas, la pascua de Jesús o la acción
misionera de la Iglesia en pentecostés constituyen un misterio para el pueblo creyente. Y es que
cada vez que Dios manifiesta al hombre sus cualidades, que son la misericordia y la fidelidad, cada
vez que Dios se manifiesta como Dios en medio de la historia de los oprimidos por cualquier causa
y de los hombres que no encuentran sentido a sus vidas, eso es un misterio (cf DV 2; CCE 39-43).
1. EL MISTERIO DE SALVACIÓN. Así pues, podemos decir que el misterio de salvación entreteje las
páginas de la Biblia, los siglos de la tradición y los documentos del magisterio, a través de sus
múltiples tradiciones, en ellos recogidas, y en su numerosa y rica variedad de géneros literarios y
de autores, cuyo objetivo no es otro que el de manifestar la acción de Dios en la historia de unos
determinados hombres, la intervención en sus vidas. Intervención dirigida siempre a sacarlos de la
situación penosa en que se encuentran; a librarlos de la condición de esclavitud en que viven
como herencia de su misma existencia humana, como consecuencia de su propia equivocación y
malicia a lo largo de la historia; a hacerlos salir de su desesperada condición de hombres abocados
a la muerte y a la ruina total. Esta es la intención primera y última del Dios que se revela y actúa
en Jesucristo, y es el que pone en marcha toda la acción en la historia.
Esta intención, voluntad y deseo de salvación en relación a los hombres, no es algo recóndito en el
seno misterioso de Dios, no es algo abstracto, etéreo, espiritualista. Es algo concreto, palpable. Es
una intención eficaz, que lanza a la acción, que pone manos a la obra, y que se realiza no
precisamente en la nebulosa de los tiempos, sino en la historia concreta de los hombres y,
actuándose en ella, se hace presente, visible, experimentable: «Lo que existía desde el principio,
lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo
que han tocado nuestras manos acerca de la palabra de la vida, pues la vida se ha manifestado, la
hemos visto, damos testimonio de ella... eso que hemos visto y oído, os lo anunciamos» (Jn 1,1-3).
Así ocurrió con la emigración de los patriarcas, con la salida de los descendientes de Jacob de
Egipto, con la alianza del Sinaí, la peregrinación por el desierto, la entrada en Canaán, la
instauración de la monarquía en David y su posterior destrucción; con la existencia de esos
voceros de Dios que han sido los profetas, con el destierro a Babilonia y su retorno del mismo.
Así aconteció también con el nacimiento de Jesús de Nazaret, su manifestación y aparición por los
caminos de Palestina como pregonero de la llegada del reino de Dios, con su labor de aliviador de
las necesidades de los hombres, con su pasión y muerte bajo Poncio Pilato y con su resurrección
de entre los muertos.
Así es también vivida y vista la experiencia de envío y recepción del Espíritu Santo por parte de la
comunidad de discípulos, con la transformación de los mismos en testigos de Cristo vivo y
resucitado; la del envío de estos testigos hasta los confines de la tierra, guiados por el mismo
Espíritu, para anunciar a los hombres la salvación obrada por Cristo y hacer-los beneficiarios de la
misma incorporándolos a él. Estos hechos y otros semejantes son los que resumen la fe de Israel y
de la Iglesia; en cuanto tales, se hallan concentrados y expresados en las confesiones de fe o
credos formulados una y otra vez y proclamados constantemente en la liturgia.
Las intervenciones salvíficas de Dios en la historia de los hombres tienen su centro y culmen en
Cristo. La salvación, en efecto, se orienta a «recapitular todas las cosas en Cristo», a hacer de
todos los hombres una sola familia, la familia de Dios, haciéndolos «hijos en el Hijo»,
insertándolos íntimamente en él, incorporándolos a él (cf Ef 1,3-10; Col 1,13-20).
Así pues, el hecho de que «el plan de la revelación se realiza por obras y palabras», da origen al
importante concepto teológico de historia de la salvación. La razón profunda de la historia bíblica
radica en el hecho, único entre las religiones del Antiguo Próximo Oriente, de que el yavismo es
una religión histórica. La Iglesia siempre ha afirmado el carácter histórico de su fe (Jesucristo se
encarnó de María Virgen... fue muerto y sepultado... resucitó al tercer día de entre los muertos...).
El Vaticano II restableció en toda su fuerza el realismo funcional y existencial, histórico y cósmico,
de la salvación cristiana tal como la presenta la Biblia.
Las manifestaciones de Dios en la historia comienzan con los progenitores del género humano,
prosiguen con los períodos históricos sucesivos, y alcanzan su culminación en Cristo (cf CCE 54-
67). Dios decidió entrar de un modo nuevo y definitivo en la historia humana al enviar a su Hijo
con un cuerpo semejante al nuestro. La historia de la salvación se encuentra íntimamente
relacionada con el misterio de Cristo (LG 1-2; DV 2; SC 5 y 102; GS 15-27). «Quiso Dios, con su
bondad y sabiduría, revelarse a sí mismo y manifestar el misterio (sacramento) de su voluntad (cf
Ef 1,9). Por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta
el Padre y participar de la naturaleza divina (cf Ef 2,18; 2Pe 1,1)» (DV 2). Con estas palabras
manifiesta el Concilio la unidad concreta existente entre la revelación y la salvación, y al mismo
tiempo da a conocer el doble objeto de la revelación: por un lado, hacer que tengamos acceso al
Padre y seamos partícipes de su naturaleza divina; y por otro, mostrarnos el camino que lleva a la
felicidad eterna, a la salvación.
El plan divino de la salvación denota y comprende todo cuanto Dios ha dispuesto, ordenado y
hecho para la salvación de la humanidad en el Antiguo y Nuevo Testamento, y su modo de
proceder en este sentido. Dios realizó esta economía de la salvación con hechos que se tradujeron
en obras y en palabras íntimamente conexas entre sí, de manera que las obras que Dios realiza en
la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras
significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y explican el misterio contenido en ellas (DV
2).
En todas las páginas de la Biblia aparece Dios en contacto con los hombres a los que había creado
(Adán) y escogido (Abrahán, Moisés, profetas, etc.), a los que se revela y a favor de los cuales
interviene (vocación de Abrahán, salida de Egipto, vuelta del exilio...). Así pues, a Dios se le
conoció «por la experiencia histórica de su presencia». Por eso Dios aparecía como el Dios viviente
y actuante. Pero la verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos
manifiesta por la revelación de Cristo, que es, a un tiempo, mediador y plenitud de toda la
revelación (DV 1-2). En él se cumplieron todas las Escrituras, en él se realizó el designio divino.
Dios fue preparando a través de los siglos el camino del evangelio (cf Heb 1,1). Jesucristo, con su
presencia y manifestación, con sus palabras y obras... lleva a plenitud la revelación, y la confirma
con el testimonio divino: a saber, que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del
pecado y de la muerte y para hacernos resucitar a la vida; en definitiva, para salvarnos.
3. FUNCIÓN DE LA COMUNIDAD CREYENTE. Los hechos aislados no forman una historia, sólo
forman historia si se graban en la memoria de los hombres y se transmiten a las generaciones
venideras. De ahí que únicamente pueda hablarse de historia de la salvación cuando los hechos
salvíficos y su significación de conjunto, conocidos por los hombres como tales, son reconocidos
como significativos para la propia generación y para los que han de venir y que, por esto mismo,
se retransmiten. Sólo se da historia de salvación cuando una comunidad se considera a sí misma
como pueblo de Dios, que evoca a la memoria los hechos salvíficos del pasado para comprenderse
a sí misma y comprender la relación que tiene con Dios, con el fin de recorrer el camino que la
lleva a la salvación prometida. La comunidad que se considera pueblo de Dios, así como aquellos a
los que está confiada la obligación de transmitir la tradición, escogen aquellos hechos que
consideran importantes para la historia de la salvación, y los interpretan de manera que muestren
a los venideros el camino que lleva a la salvación. Esta tradición e interpretación es susceptible de
un progreso histórico si tenemos en cuenta nuestra situación existencial.
En la historia humana y en la historia de la salvación llegamos hasta los hechos sólo a través de
testimonios y de documentos que siempre dan una interpretación de los hechos. Si queremos
comprender la historia de la salvación, debemos tener confianza en los que fueron testigos de la
misma y en los que nos la transmitieron, considerar atentamente la interpretación que le dieron y
examinar qué nos dice a nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, lo que nos ha sido transmitido.
4. FUNCIÓN DE LOS TRANSMISORES. En los relatos sobre los hechos, los que los transmiten no
solamente exponen su pensamiento y el de la comunidad, sino que en sus palabras manifiesta
Dios su propia obra. Dios se sirve de transmisores o hagiógrafos humanos para dirigirnos, a través
de ellos, su propia palabra; por ejemplo Isaías, Oseas, Juan Bautista, etc. Los que nos han
retransmitido la historia de la salvación hablan no sólo como testigos de la obra de Dios en la
historia, sino también en nombre del Dios que obra en la historia. Las palabras de los mensaj eros
bíblicos (profetas, hombres de Dios) y hagiógrafos son profecía, esto es, una palabra del mismo
Dios dirigida a nosotros, que nos coloca en una disyuntiva y exige nuestra respuesta.
5. ESQUEMA PROMESA-CUMPLIMIENTO. Porque la salvación se perdió por el pecado y porque
solamente el hombre la recuperará en toda su plenitud al fin de los tiempos, la historia de la
salvación se define por el esquema de promesa y cumplimiento. Ya en la historia del pasado se
cumplieron algunas promesas (posesión de la tierra prometida a los patriarcas, muchas profecías
que se cumplieron en el Antiguo y otras en el Nuevo Testamento). Mientras la historia de la
salvación no llegue a su término, no está seguro el hombre de que será salvado. Para cada
hombre, aun después de la resurrección de Cristo, la salvación es una promesa (puede rechazar el
ofrecimiento de salvación que Dios le hace).
La acción salvífica de Dios en el pasado y el hecho salvífico de la Iglesia, que durará hasta el
segundo advenimiento de Cristo, dan al hombre la seguridad de que Dios está siempre dispuesto
a dar la salvación sin limitaciones. Lo que Dios ha hecho en la historia del pasado es una sombra,
un tipo de lo que Dios hará. El que fundamentalmente reconoce el plan salvífico y una economía
de salvación como historia de salvación, no podrá rechazar la tipología como categoría exegética.
El concepto de plan salvífico presupone que los acontecimientos salvíficos posteriores acontecen
según un plan preconcebido.
Presupuesto todo lo dicho, podemos describir la historia de la salvación como la historia de los
hechos salvíficos de Dios, en los cuales manifiesta su plan salvador, prometiendo al hombre la
salvación que perdió por el pecado para el tiempo escatológico, a cuya promesa puede el hombre
responder con fe o sin ella. Es la historia que han transmitido los órganos de la tradición que Dios
mismo escogió y que han hablado en su nombre. Es la historia que contiene los hechos salvíficos
del pasado, que por las categorías de promesa-cumplimiento, tipo-antitipo, enlazan con la
salvación que recibirá su culminación con la segunda venida de Cristo.
La importancia de la ley estructural, que une en la revelación los acontecimientos y las palabras,
exige que hablemos del papel de mediación que la experiencia religiosa desempeña, para tomar
conciencia del valor revelador de los acontecimientos. Cuando se habla de acontecimientos no
hay que pensar, como regla general, en hechos extraordinarios o metahistóricos (magnalia Dei),
cuyo carácter de revelación saltaría a los ojos de todos, incluso sin las disposiciones de la fe, y sin
necesidad de que la palabra los iluminase.
Aun sin anteponer a la intervención especial de Dios trabas racionalistas, la Biblia nos ofrece las
maravillas de Dios (mirabilia Dei) más bien como realidades que sólo la conciencia creyente
reconoce como tales en los acontecimientos de la historia, y que por lo mismo necesitan de la
interpretación profética. Por otro lado, una observación semejante vale para las palabras, pues la
palabra de Dios se encarna, por vía ordinaria, en los procesos humanos de la reflexión y de la
oración, en la búsqueda apasionada que la conciencia religiosa, de Israel y de la Iglesia, emprende
para captar en su propia existencia las intervenciones de Dios. En este sentido, la catequesis tiene
la gran tarea de educar en la experiencia religiosa.
1. HECHOS Y PALABRAS. El Directorio general para la catequesis afirma que «el carácter histórico
del mensaje cristiano obliga a la catequesis a presentar la historia de la salvación por medio de
una catequesis bíblica que dé a conocer las obras y palabras con las que Dios se ha revelado a la
humanidad» (DGC 108). Revelación-acontecimiento y revelación-palabra acaecen, por tanto, en el
interior de esa compleja experiencia religiosa que lleva a Israel y a la Iglesia, bajo el impulso del
Espíritu, a leer en su historia los signos de la presencia y de la acción de Dios. La palabra de Dios
sólo se realiza a través de una experiencia de Dios, que permite que el pensamiento humano sea
iluminado por Dios y que en las formas humanas del lenguaje se convierta en vehículo de la
revelación. Palabras y acontecimientos tienen sentido en la conciencia de los hombres que se
abren a la llamada personal de Dios y que responden activamente a ella.
3. TAREA DE LA CATEQUESIS. Así pues, vistos algunos de los aspectos fundamentales de la teología
de la revelación, que son la base para comprender el quehacer catequético, la catequesis
propiamente dicha deberá reflejar en su propia esencia las características fundamentales de la
palabra divina, tal como se manifiesta concretamente en la historia. La catequesis de la Iglesia, en
cualquiera de sus formas, y según los diversos destinatarios, constituye siempre un momento de
la realización del misterio de la poderosa palabra de Dios, que sigue interpelando al hombre e
invitándolo a entrar en su proyecto de salvación sobre la humanidad. En medio de su sencillez,
tanto en sus expresiones como en sus medios o destinatarios, la catequesis es siempre un signo
eficaz de algo mucho más profundo y más alto, porque es un instrumento de la economía divina
de la salvación.
Algunos autores distinguen los tres tiempos, destinándolos a cada una de las personas de la
Trinidad: el tiempo anterior a Cristo constituye el evangelio del Padre; el contemporáneo a Cristo,
el evangelio del Hijo; y el posterior a Cristo, el evangelio del Espíritu Santo. En cada uno de los tres
grandes tiempos históricos hay algunos momentos especialmente significativos (kairoi) de
intervención de Dios. Son de señalar en el Antiguo Testamento: la creación, el pecado, la promesa,
el éxodo, la alianza y el profetismo. La revelación de Dios en tiempos anteriores a Cristo era
progresiva, preparatoria.
En la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, la Palabra eterna..., para que habitara entre los
hombres y les contara la intimidad del Padre (cf Jn 1,1-18). Jesucristo, la Palabra hecha carne,
hombre enviado a los hombres, habla las palabras de Dios y realiza la obra de la salvación que el
Padre le encargó. El, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, con signos y
milagros y, sobre todo, con su muerte y resurrección y con el envío del Espíritu de la verdad, lleva
a la plenitud toda la revelación. Después de Cristo, en el tiempo de la Iglesia, los apóstoles
transmitieron de palabra, y algunos por escrito, el evangelio que habían recibido de Jesucristo, y
nombraron como sucesores suyos a los obispos, dejándoles su encargo en el magisterio. Esta
tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo y va caminando, a
través de los siglos, hacia la plenitud de la verdad, hasta que llegue la gloriosa manifestación de
Jesucristo nuestro Señor (DV 1).
1. EL TIEMPO DE ISRAEL. Se inicia con la creación del mundo por Dios, con la que se prepara el
escenario de la acción y se ponen en escena los personajes de la historia. Con ella se pone en
marcha y comienza a actuar el plan de salvación.
Tiene una primera etapa en su realización. Dios elige a Abrahán y, en él, a su descendencia, como
el ámbito privilegiado de su actuación salvífica. El es «el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios
de Jacob» (Ex 3,6). Los descendientes de Abrahán experimentan la acción salvífica de Dios
especialmente en la liberación de la esclavitud de Egipto (Ex 12-15) y en la alianza del Sinaí (Ex 19-
20), que constituyen como el acta de nacimiento de Israel como pueblo. Entonces, miran al
pasado y describen su prehistoria de salvación: creación, pecado y promesa. Después, y a lo largo
de trece siglos, este pueblo va siendo testigo de múltiples y continuas intervenciones de Dios. El
se les va haciendo presente en su historia de múltiples maneras, les habla, los dirige y guía por
medio de personas —jueces, reyes y, especialmente, por medio de sus siervos los profetas–, los va
acostumbrando a sus caminos, los va llevando a descubrir y aceptar sus procedimientos, los va
encaminando hacia Cristo. Es el Antiguo Testamento, la alianza antigua, la etapa de preparación.
2. EL TIEMPO DE JESUCRISTO. «Al llegar la plenitud de los tiempos» (Gál 4,4), la etapa de
preparación deja paso a la de la realización de la salvación, que tiene lugar en Jesucristo, en su
vida y en su muerte-resurrección. Después de haber hablado Dios muchas veces y en diversas
formas, habla a los hombres en su Hijo, que es su Palabra, la última, la perfecta, la definitiva (cf
Heb 1,1-2; Jn 1,1-14). Después de haber realizado salvaciones parciales, pequeñas, numerosas,
deficientes, provisionales, «Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para que
redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la condición de hijos adoptivos.
Y como prueba de que sois hijos, Dios ha enviado a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que
clama: ¡Abba, Padre! De suerte que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también
heredero por la gracia de Dios» (Gál 4,4-7; cf Rom 8,14-17). Con él queda instaurado el reinado de
Dios en el mundo, objeto de la promesa y de la esperanza de Israel desde la época de David (cf Mt
3,2; 4,17; 12,28; Lc 10,9; 17,21; 23,42; Col 1,13). Después de haber recibido Dios parciales y
siempre deficientes glorificaciones por parte de los hombres, que tienen tendencia a arrebatarle
constantemente esa gloria para atribuírsela a sí mismos y a las obras de sus manos (cf Is 43,23;
29,13; Rom 2-3), Cristo, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz, le ofrece reverencia
consumada y glorificación perfecta, realizando así también la salvación de los hombres (cf Flp 2,6-
11; Heb 5,5-10; Rom 5,19; Jn 14,13; 17,1-10). Es el Nuevo Testamento, es la hora del reino de
Dios; es la etapa de realización de la salvación.
Es la etapa de la Iglesia, el tiempo en que vivimos, que se extiende como prolongación del de
Cristo, desde pentecostés hasta la parusía o retorno del Señor (cf CCE 1076); cuando él vuelva de
nuevo gloriosamente, consumará la salvación, manifestando pública y solemnemente la obra
salvadora que ha ido actuando en la historia, desconocida a veces, menospreciada en ocasiones, e
incorporará a su obra salvífica a toda la creación. Es, pues, el tiempo de la Iglesia, la etapa de la
aplicación de la salvación hasta su consumación al final de la historia.
El sínodo sobre catequesis, convocado por Pablo VI en 1977, buscó una relación más fecunda
entre la palabra de Dios y la vida del hombre, donde se le ofrece la salvación. Las orientaciones de
aquella asamblea sinodal, profundizadas y proyectadas a través de los planes trienales de la
conferencia episcopal, quedaron pergeñadas en el documento La catequesis de la comunidad
(1983).
La historia de la salvación, cuya cumbre está constituida por el misterio pascual de Jesucristo, ha
venido a ocupar su lugar central en la catequesis, donde la revelación de Dios no aparece como un
manojo de verdades abstractas que se enseñan de manera académica con el deber de
aprenderlas, sino que Dios mismo se automanifiesta y se da a los hombres gratuitamente en
Jesucristo para salvarlos. Ya no bastará con transmitir el mensaje del Señor sin más —corriente
kerigmática—, sino que, al hacerlo, hay que tener en cuenta al hombre concreto con su
mentalidad y situación —corriente antropológica—; adaptarse al sujeto al que se dirige el mensaje
y partir de su realidad cotidiana, que es el lugar donde Dios se manifiesta; el hombre, en su
experiencia y cultura, no es objeto, sino sujeto responsable en el diálogo con Dios, y en esa
relación el hombre es libre para aceptar o rechazar la salvación que Dios le ofrece. La catequesis,
interpretando la experiencia humana, deberá ayudar a que resuene la Palabra y, al escucharla,
provoque respuestas de obediencia y acogida en los destinatarios.
Como hemos podido observar a lo largo de nuestra exposición, Dios tiene un estilo propio, un
talante específico para acercarse a los hombres: es la pedagogía divina, centrada en el don, la
historicidad y los signos (cf CC 205-217). Pues bien, la pedagogía catequética, inspirándose en
aquella y utilizando cuantos medios le son propios, tiende a despertar el sentido de la
trascendencia, de la gratuidad y de la confianza, a posibilitar el encuentro con Dios y a desplegarlo
en el tiempo, consolidándolo. No podemos olvidar que los hombres y mujeres de hoy somos
agentes y pacientes de la historia de la salvación. En este sentido, la catequesis busca acercar y
acompañar a los niños, jóvenes y adultos al encuentro de Dios, que se revela en la historia —en la
suya propia y en el mundo—; asimismo se esfuerza en cuidar sus oídos en orden a que el mensaje
salvífico resuene en el corazón del oyente para convertirlo en creyente y transformarlo en agente.
Y así, con ayuda del método inductivo, que «es conforme a la economía de la revelación», la
catequesis puede presentar los hechos (acontecimientos bíblicos, actos litúrgicos, la vida de la
Iglesia y de la vida cristiana), considerándolos y encaminándolos atentamente, a fin de descubrir
en ellos el significado que pueden tener en el misterio de la salvación revelado en Jesucristo (DCG
72). En este sentido, y teniendo presentes las distintas edades de los catequizandos, ofrecemos
algunas indicaciones metodológicas:
En cada una de las edades es muy importante la figura del catequista, pues en la línea de los
testigos, el catequista ha de sentir la historia de la salvación, viviéndola desde dentro y
contagiándola por fuera, haciendo suyas aquellas palabras de Juan a sus destinatarios: «Lo que
existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que
hemos contemplado, lo que han tocado nuestras manos acerca de la palabra de la vida..., eso que
hemos visto y oído, os lo anunciamos para que estéis unidos con nosotros... y vuestra alegría sea
completa» (Jn 1,1-4).
Conclusión
Así pues, confesamos que, después de todo lo expuesto, entendemos la historia de salvación
como la historia de amor que el Padre ha hecho, hace y hará con la humanidad y en el mundo
entero. Esa historia está entretejida con hechos y palabras; en ella, los hechos hablan y las
palabras hacen. Pero en realidad sólo hay un hecho y una palabra, sólo hay una historia, la del
Padre que se revela plenamente en «Jesucristo, salvador del mundo, ayer, hoy y siempre» (cf Heb
13,8). Con él ha llegado el reino de Dios que, en palabras sencillas, significa: «todos vosotros sois
hermanos porque tenéis un solo Padre; amaos unos a otros más, mejor y de otra manera». A esta
tarea está convocada la Iglesia que, a través de la catequesis, anuncia y trabaja para que el
misterio del Reino, iniciado ya por Cristo, pero todavía no consumado, llegue a su plenitud y
«todos los hombres se salven» (1Tim 2-4).
BIBL.: ALBERICH E., La catequesis, palabra de Dios en la historia de los hombres, en Naturaleza y tareas de la catequesis, CCS
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Encuentro, Madrid, 1983; CULLMANN O., La historia de la salvación, Herder, Barcelona 1967; Cristo y el tiempo, Herder,
Barcelona 1968; DANIÉLOU J., Dios y nosotros, Madrid 1961; DARLAP A., Teología fundamental de la historia de la salvación, en
FEINER J. Y OTROS, Mysterium Salutis 1, Cristiandad, Madrid 1969, 49-204; LEGIDO M., Misericordia entrañable. Historia de la
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RUBIO L., El misterio de Cristo en la historia de la salvación, Sígueme, Salamanca 1982; SCHGKEL L.-ARTOLA A., La palabra de
Dios en la historia de los hombres, Desclée de Brouwer, Bilbao 1991; SURGY P., Las grandes etapas de la historia de la salvación,
Herder, Barcelona 1968.
Quienes se han preocupado por la catequesis en los últimos cien años se han visto urgidos por
problemas prácticos inaplazables, referentes sobre todo a la orientación pedagógica, pero
también a la legitimidad de la misma acción catequística. Probablemente por esta razón, la
historia de la catequesis no está aún suficientemente estudiada. La consecuencia puede ser doble:
falta precisión en el objeto sobre el que debe reflexionar la catequética y, en el orden práctico,
riesgo de que se vuelvan a repetir los errores del pasado.
1. En la Edad antigua
La catequesis doctrinal se desarrolla a partir de los núcleos kerigmáticos, los himnos y confesiones
de fe, contenidos en el Nuevo Testamento. Responde a la necesidad de enseñar, a quienes se iban
a bautizar, la fe que se les pedía profesar antes del bautismo. Consiste en la presentación del
designio salvador de Dios, culminado en Cristo, según se va desplegando a lo largo de la Sagrada
Escritura. No se puede decir que existiera un credo oficial en el siglo II, pero tanto Justino (Primera
apología 13, 1-3) como Ireneo (Demostración 6-7), entre otros, ofrecen ejemplos de cómo se va
avanzando hacia una formulación común de la fe trinitaria.
3. ORGANIZACIÓN DEL CATECUMENADO. Hasta la segunda mitad del siglo II no parece que haya
existido una institución especializada en la preparación bautismal de los convertidos. Justino
(Primera apología 61-66) da testimonio, al menos, de la preparación litúrgica inmediata. En el
siglo III, el catecumenado aparece vigorosamente establecido en las principales Iglesias. Por lo que
se refiere a Roma, Hipólito presenta en su Tradición apostólica (aproximadamente en el 215) una
reglamentación catecumenal bastante completa, que debió influir notablemente en otras Iglesias.
Diversos escritos de Tertuliano (t 220) y Cipriano (t 258) dan información sobre el catecumenado
en Cartago. En Egipto, según Clemente de Alejandría, existiría una escuela de catecúmenos al
empezar el siglo III. Orígenes informa de la actividad catecumenal en Cesarea de Palestina, hacia
el 240. El catecumenado en el área siro-palestina está atestiguado por la Didascalía, los Hechos
apócrifos de los apóstoles y las Homilías pseudoclementinas.
La Tradición apostólica cuenta el proceso que siguen «los que se presentan por primera vez a
escuchar la Palabra». Antes de ser admitidos, son interrogados acerca de sus intenciones (se
recaba también el testimonio de quienes los han conducido a la fe), su estado de vida y su
profesión, con el fin de averiguar si reúnen las condiciones necesarias para seguir con provecho el
catecumenado. Quienes superaban este primer examen, ya oficialmente catecúmenos,
empezaban un período de unos tres años de iniciación en la doctrina y en la vida cristiana, a cargo
del catequista –clérigo o laico– designado por la comunidad, quien, además, oraba con ellos y les
imponía las manos. Transcurrido este período, los catecúmenos eran examinados de nuevo,
principalmente sobre su vida moral. También entonces se reclamaba el testimonio de quienes
habían sido sus garantes cuando vinieron la primera vez. Los que son elegidos para recibir el
bautismo, empiezan la preparación inmediata, mucho más breve, en la que escuchaban el
evangelio, se les imponían las manos y eran exorcizados por el obispo. Finalmente, después de
ayunar el viernes y velar y orar el sábado, al amanecer del domingo eran bautizados y
confirmados, y admitidos a la eucaristía.
Las condenas y exhortaciones de los obispos, tanto en Oriente como en Occidente3, no pueden
evitar la devaluación del catecumenado.
La primera etapa, a la que, según la Tradición apostólica, había de preceder un examen riguroso,
se ha desdibujado completamente. Los ritos que marcan la entrada en el catecumenado no
significan ya la conversión que en otro tiempo se exigía. La conversión se exige ahora propiamente
para iniciar la preparación cuaresmal, que es a lo que, de hecho, se reduce el catecumenado4. En
cuarenta días había de concentrarse la instrucción doctrinal sobre el Símbolo y el padrenuestro, el
entrenamiento moral y la iniciación litúrgica. Después del bautismo recibían los neófitos la
catequesis mistagógica, en la que aprendían a saborear los misterios que acababan de celebrar.
Precisamente de esta época son las catequesis posbautismales que conservamos: Catequesis
mistagógicas, de Cirilo de Jerusalén; De sacramentis y De mysteriis, de Ambrosio de Milán;
Catequesis bautismal, de Juan Crisóstomo; Homilías catequéticas, de Teodoro de Mopsuestia.
Sobre cómo había que recibir y acompañar a los catecúmenos, escribió Agustín, a principios del
siglo V, De catechizandis rudibus, tratado de pedagogía catequística dedicado al diácono
cartaginés Deogracias.
Aunque en el siglo VI son ya raros los adultos que se bautizan, se conservan, sin embargo, algunos
testimonios de continuidad en la práctica catecumenal 5. A partir de este siglo, con la
generalización del bautismo de niños y el progresivo afianzamiento del régimen de cristiandad,
puede decirse que prácticamente desaparece el catecumenado.
A finales del siglo V se había convertido Clodoveo, rey de los francos. Es este un hecho de capital
importancia, ya que la potencia política unificadora que tenía este pueblo, había de impulsar
decisivamente la empresa misionera. Las condiciones en que se lleva a cabo la evangelización –
que se prolongará hasta el siglo X– no favorecen, por lo general, la profundidad en la fe. Muchas
veces bastó con la conversión del príncipe para que se convirtiera toda la tribu. Los intereses
políticos se mezclaron frecuentemente con los religiosos, y no sería aventurado decir que se
produjeron conversiones a la fuerza. Hubo bautismos masivos sin que precediera la debida
catequesis. El bautismo no venía ya a sellar el proceso de la iniciación cristiana, sino más bien era
su punto de partida. Así la Iglesia fue creciendo en número, pero sus miembros carecían de
aquella formación personal profunda que daba el catecumenado.
A partir del siglo VIII son algo más abundantes los textos destinados a la predicación que se
conservan. Destacan, entre otros, los sermones atribuidos a Bonifacio (+ 754); cincuenta homilías
de Beda el Venerable (+ 735) para adviento, cuaresma y fiestas; de Rabano Mauro (784-856),
Homiliae de festis praecipuis item de virtutibus, escritas en la abadía de Fulda, y Homiliae in
evangelia et epistolas, siendo obispo de Maguncia. De gran difusión en España, las Collectiones
epistolarum et evangeliarum de tempore et de sanctis o Liber comitis, de Smagardo (+ 825),
benedictino consejero de Carlomagno.
Aun en el caso de que estas homilías no fueran realmente leídas en la liturgia —no es fácil
probarlo—, constituyen, al menos, el testimonio de un esfuerzo serio por instruir a los fieles.
Ahora bien, los primeros que debían ser instruidos eran los párrocos. El bajo nivel cultural hacía a
la mayoría de ellos incapaces de predicar por sí mismos. El emperador Carlomagno, que tuvo gran
interés por la instrucción religiosa del pueblo, comenzó por exigir instrucción a los sacerdotes,
haciéndoles pasar por un examen antes de ordenarse. En el concilio de Friul (796) obligó a los
clérigos a saber de memoria el Símbolo de Nicea 7. La difusión de los homiliarios fue, pues, una
necesidad de esta época.
Ya en el siglo VI, Cesáreo de Arles había ordenado en el concilio de Viaison (529) que los párrocos
rurales se dedicaran a la educación de jóvenes todavía célibes, que pudieran ser sus sucesores; y
en el concilio de Toledo (527) se ordena la erección de escuelas episcopales con el mismo fin. Pero
es en la época carolingia cuando la organización escolar recibe el mayor impulso. Artífice de la
reforma fue Alcuino, monje procedente de York, que vino a ser como el ministro de educación de
Carlomagno. A él se le atribuye la Disputatio puerorum per interrogationes et responsiones,
destinada a la formación escolar de los clérigos, cuya influencia duró hasta el siglo XI. Presenta
una síntesis —no muy lograda— de los grandes temas de la historia de la salvación, los nombres y
atributos de Dios, la tipología veterotestamentaria, y la explicación del credo y del padrenuestro.
Los mismos deseos de renovación cultural de Alcuino se reflejan en De institutione clericorum y De
disciplina ecclesiastica, de su discípulo Rabano Mauro.
Otra obra destinada a la formación de los clérigos, de gran influjo en la predicación a partir del
siglo XII, fue el Elucidarium, escrito anónimo por voluntad de su autor, pero atribuido a Honorio
Augustodunense (parece que no de Autun). En forma de diálogo entre un discípulo que pregunta
y un maestro que responde, resume, siguiendo el orden del credo, la historia de la salvación,
desde la creación hasta la Iglesia (libro primero); presenta la vida cristiana con sus dificultades
(libro segundo) y explica la escatología (libro tercero). Utiliza fórmulas fáciles de retener, y las
explicaciones que da a las cuestiones dogmáticas o de moral son simples y concretas. Su influencia
durará hasta el siglo XV.
La reflexión teológica en las universidades se hace más científica —según el concepto aristotélico
de ciencia— a partir del siglo XIII. Esto trae consigo una creciente separación entre la escolástica y
la instrucción de los simples, pero también, por influencia de la teología científica, la catequesis se
hace más árida y discursiva, convierte en temas candentes algunas cuestiones marginales, se hace
antropocéntrica y moralizante, y favorece una concepción mágica de los sacramentos.
Quizá por esto es más llamativo el caso de Juan Gerson (1363-1429), que simultaneaba su tarea
como canciller de la universidad de París con la de catequizar a los niños. Además de un catecismo
titulado Opus tripartitum de praeceptis decalogi, de confessione et de arte moriendi, escribió De
parvulis ad Christum trahendis, tratado de pedagogía religiosa en el que justificaba por qué hay
que dedicarse a la catequesis de los niños.
Con todo, hay que decir que ni los esfuerzos de la reforma carolingia, ni el esplendor que
posteriormente consiguió la teología universitaria, hicieron que el clero, en general, fuera capaz
de instruir al pueblo. La insistencia de la disciplina sinodal en la formación de los párrocos indica
tanto el interés de los obispos en este punto como la ineficacia de la exigencia.
4. LA FAMILIA. Los destinatarios de la predicación eran naturalmente los adultos. Los niños asisten
con sus padres a las celebraciones litúrgicas, pero son los propios padres, ayudados por los
padrinos, quienes tienen la obligación de educarlos cristianamente: «aquellos porque los
engendraron, estos porque fueron garantes de su fe» 10.
Los padres son considerados como los jefes de la pequeña iglesia doméstica que es la familia.
Jonás, obispo de Orleans en el siglo IX, en su De institutione laicali12 recuerda a los padres que,
como los obispos y los sacerdotes, también ellos, en su propia casa, tienen el officium pastoris.
Un testimonio muy particular de la preocupación paterna por la educación cristiana de los hijos es
el de Dhuoda, esposa de Bernardo, marqués de Septimania, que dedica a su hijo mayor Guillermo
todo un tratado de espiritualidad, el Liber manualis (entre 841 y 843), sobre Dios, la Trinidad y, en
especial, las virtudes. También Ramón Llull, pensando en la educación cristiana de su hijo,
escribiría siglos más tarde la Doctrina pueril (entre 1273 y 1275), un compendio de doctrina
cristiana, cuyo estilo hace pensar quizá más en destinatarios adultos que en su hijo Domingo.
5. LAS IMÁGENES. Junto a la predicación litúrgica y la catequesis familiar, fue muy importante para
la educación cristiana medieval la transposición de la doctrina en imágenes: 1) las llamadas biblias
de los pobres, que representaban pasajes de la historia de la salvación o de la vida de los santos;
2) la decoración de las iglesias y otros edificios públicos, figurando también el decálogo o los vicios
capitales; 3) imágenes que alimentaban –y expresaban– devociones como el viacrucis o el rosario,
a través de las cuales se podían asimilar y profundizar las verdades de la fe.
Imágenes vivas eran, al fin y al cabo, las representaciones de los misterios de navidad, pasión y
pascua, que acercaban al pueblo, facilitando su comprensión, a los ritos de la liturgia oficial.
Erasmo de Rotterdam es el autor de dos de estos catecismos: Christiani hominis institutum (1513),
catecismo breve escrito en hexámetros, y Symboli apostolorum decalogi praeceptorum et
orationis dominicae explanatio (1533), en preguntas y respuestas, compuestos ambos bajo el
lema: «Lo que vale es una fe que se traduce en el amor» (Gál 6,5). El subrayar los aspectos
místicos y espirituales de la Iglesia relegando los aspectos jurídicos, así como la importancia
concedida en el campo moral a las intenciones, muestran la valoración de la conciencia subjetiva
que caracterizó a los humanistas. Más que los mismos catecismos de Erasmo, pensados para la
escuela, no para el pueblo, el erasmismo ejerció una poderosa, aunque corta, influencia sobre
otros catecismos. El Diálogo de doctrina cristiana, del español Juan de Valdés (1529), es un claro
ejemplo de la influencia erasmista.
Algunos años antes ya había descubierto Calvino la función que habían de desempeñar los
catecismos: unificar los diversos movimientos de reforma que estaban en ebullición. Con esa
intención publicó la Institutio religionis chri.. tianae (1536), la lnstruction et confession de foi dont
on use dans l'Église de Genéve (1537) y las Ordonnances ecclésiastiques con el Formulaire
d'instruire les enfants en la chrétienté (1541). No fue Calvino un buen pedagogo, pero sí un severo
y eficaz organizador de la catequesis en la Iglesia de Ginebra.
Una de las razones del éxito de los catecismos de Canisio es su antiprotestantismo, aunque sin
entrar directamente en la polémica. La primera parte de los catecismos trata sobre la sabiduría
cristiana; la segunda, sobre la justicia en las situaciones de la vida ordinaria: el hombre
transformado por la fe, la esperanza y la caridad, justificado por Dios, traduce en las obras su fe.
Se acentúa, además, la importancia de la tradición de la Iglesia junto a la Sagrada Escritura. La
Iglesia es ciertamente reformanda, pero el Espíritu Santo sigue actuando en ella, y la catequesis
no le puede dar la espalda.
Mientras que Lutero, emocional, escribe para la predicación y la catequesis familiar, Canisio,
racional y frío, escribe para las aulas. Sus catecismos se han seguido utilizando en la escuela hasta
nuestro siglo.
Fruto de la reforma tridentina fue el llamado Catecismo romano, publicado por Pío V en 1566. Es
un manual de predicación destinado a los párrocos, pero no para ser leído directamente en los
púlpitos. Los pastores tendrán que adaptar sus enseñanzas a la edad, capacidad intelectual y
condiciones de vida de sus oyentes. Estructurado en cuatro partes —credo, sacramentos,
mandamientos, oración—, habrá de ser acomodado a las fiestas del año litúrgico. La influencia de
este catecismo fue sobre todo indirecta, ya que de hecho se prefirieron otros manuales ya
preparados para la aplicación catequística inmediata.
Entre los catecismos escritos en el siglo XVI, deben señalarse el de Jerónimo Ripalda (1591) y el de
Gaspar Astete (1593), ambos jesuitas. Ampliados por Juan Antonio de la Riva (en 1800) y Gabriel
Menéndez de Luarca (en 1788) respectivamente, se han mantenido vigentes en la Iglesia española
hasta 1957. También en Latinoamérica fueron empleados estos catecismos, aunque no
exclusivamente. Entre los catecismos publicados allí durante el siglo XVI, muchos de ellos en
edición bilingüe, cabe señalar los del franciscano Juan de Zumárraga (México 1539 y 1543), los del
dominico Pedro de Córdoba (México 1544 y 1548) y el primer libro impreso en Sudamérica, el
Catecismo que, a instancias del arzobispo Toribio de Mogrovejo, escribió el jesuita José Acosta
(Lima 1583), inspirado en el Catecismo romano.
Los últimos grandes catecismos del siglo XVI son los de Roberto Bellarmino. A instancias de
Clemente VIII publicó en 1597 la Dottrina cristiana breve da imparare a mente, y en 1598, la
Dichiarazione piú copiosa della dottrina cristiana, para catequistas. Además de la orientación
antiprotestante, caracteriza a estos catecismos la sistematización, concisión y, sobre todo, la
claridad con que expone la doctrina. Su gran difusión se debió sin duda a dichos méritos, pero
también al favor que le dispensaron los papas, empezando por Clemente VIII, que lo adoptó
inmediatamente para la diócesis de Roma y lo recomendó para toda la Iglesia. Habrían podido ser
la base del catecismo único universal sobre el que se debatió en el Vaticano 1.
Claude Fleury publica en 1683 su Catecismo histórico. Frente a una catequesis marcadamente
conceptual, propone la narración de los hechos bíblicos, a través de los cuales se ha ido
desplegando el amor de Dios. La intención era ciertamente revolucionaria, pero, de hecho, Fleury,
yuxtapone a la historia sagrada, como segunda parte, un catecismo dogmático de estilo
tradicional.
Junto a la parroquia, en la que se seguirá recordando que los padres son los primeros catequistas
de sus hijos, no hay que olvidar la importancia que va cobrando la escuela como cauce para la
formación cristiana, tanto las escuelas parroquiales como los colegios y universidades dirigidos
por congregaciones religiosas, que, siguiendo el lema de pietas literata, se proponen formar
cristianos bien instruidos.
IV. La Ilustración
La nueva conciencia de sí que el hombre había adquirido a partir del Renacimiento no había
dejado de fortalecerse. Puede decirse que, frente al pesimismo protestante, el mismo concilio de
Trento sancionó el optimismo humanista. Su antropología teológica, aun teniendo bien presentes
las consecuencias del pecado original, proclamó la dignidad del hombre, de la humanitas. Y este
es el principio que guió el esfuerzo pedagógico de la Iglesia, y en especial de los jesuitas, durante
los siglos XVI y XVII. La Iglesia tenía motivos, pues, para valorar muy positivamente que, a partir
del siglo XVIII, se generalizara la obligatoriedad para todos los niños de acudir a la escuela, y que,
entre las materias que se impartían en ella, la catequesis ocupara un puesto de honor.
Sin embargo, no todo fue positivo. Por la misma importancia concedida a la razón y a la ciencia, se
produjo un sintomático cambio de nombre: la catequesis o enseñanza de la fe se convierte en
enseñanza de la religión. La nueva denominación es indicativa, tanto de la variación en los
contenidos, como del intelectualismo —razonamientos, análisis, subdivisiones—que sobrecargaba
una enseñanza cuyo objetivo principal era transmitir conocimientos religiosos.
En España son muchos los catecismos y textos escolares de religión que llevan la impronta de la
Ilustración: Pedro Vives, Catecismo de la doctrina cristiana (1740); Cayetano Ramo, Explicación de
la doctrina cristiana (1808); Antonio María Claret, Catecismo de la doctrina cristiana, explicado y
adaptado a la capacidad de niños y niñas (1867), Santiago J. García Mazo, El catecismo de la
doctrina cristiana explicado (1839); Camilo Ortúzar, Catecismo explicado con ejemplos (18883);
Enrique de Ossó, Rudimentos de religión y moral (18962). Son sólo algunos ejemplos. Todos ellos
hacen la misma apología del cristianismo: es la religión más natural y más humana, es la moral
más santa y más útil por la dicha individual y la paz social que procura.
Los intentos de renovación de Sailer y Hirscher fueron olvidados pronto, al publicar J. Deharbe su
Catecismo de la doctrina cristiana (1847), magnífica divulgación de la neoescolástica entonces
vigente. Lógico, claro, completo, ortodoxo, apologético, apareció en un momento de especial
inquietud y confrontación entre la Iglesia y la sociedad. Las más de veinte ediciones en los
primeros seis meses, el favor que le dispensaron enseguida los obispos alemanes, así como las
numerosas e inmediatas traducciones, acreditan su oportunidad.
V. La catequesis contemporánea
Se abandona el antiguo análisis exegético del texto del catecismo y, siguiendo las aportaciones de
pedagogos como Herbart (1776-1841) y Ziller (1817-1882), tal como las había reformulado y
simplificado Otto Willmann (1839-1920), se incorpora a la catequesis la didáctica de los grados
formales: la presentación del tema, intuitiva, hecha a través de narraciones o comparaciones; la
explicación, que procede de lo concreto a lo general, y se hace en diálogo con los catequizandos;
la aplicación a la vida concreta, que permite cierta verificación práctica del contenido de la
catequesis.
Pero no era bastante con que los niños adquirieran los conocimientos religiosos más fácilmente.
La catequesis tenía que formar para la vida. Para ello se procuraba que el grupo de catequesis
constituyera el ambiente cristiano que ya no se daba ni en la sociedad ni en las familias, pero que
era tan necesario para una verdadera educación cristiana. En él se recibía la enseñanza, por
supuesto, pero también se jugaba y se celebraban fiestas, se organizaban obras de caridad, se
educaba la conciencia moral y, sobre todo, se entraba en contacto con los ritos litúrgicos. En el
Congreso catequético de Munich, de 1928, fueron oficialmente sancionadas todas estas nuevas
aportaciones. Como tal método, aún fue adoptado en el Catecismo católico de las diócesis de
Alemania (1955) y de Austria (1959).
El Catecismo católico alemán de 1955, ya citado como exponente del método de Munich, lo es
también de la nueva orientación kerigmática de los contenidos. En Francia lo es Joseph Colomb
(1902-1979), quien pone al servicio de la catequesis los resultados de los movimientos bíblico y
litúrgico, equilibra los contenidos doctrinales del catecismo y los articula en una perspectiva
cristocéntrica. En España son representativos de esta concepción de la catequesis los Catecismos
escolares de 1969. En Italia, La scoperta del regno di Dio (Turín 1963).
El Vaticano II propició una nueva mentalidad, más sensible a la dimensión antropológica,
experiencial, comunitaria y política de la catequesis. Esto supuso la superación de la catequesis
kerigmática que, acentuando unilateralmente el carácter teológico de la palabra de Dios, había
dejado en la sombra a su destinatario, que es el hombre.
5. MOMENTO DE SÍNTESIS. La máxima contestación que sufrió la catequesis en torno a los años
70, exigió un serio esfuerzo de reflexión. Desde entonces se han publicado una serie de
documentos oficiales que forman ya como un corpus catequético: Directorio general de pastoral
catequética (1971); Ritual de la iniciación cristiana de adultos (1972); Evangelii nuntiandi (1975);
Mensaje del sínodo al pueblo de Dios (1977); Catechesi tradendae (1979); Redemptoris missio
(1990). En ellos se asumen las sucesivas aportaciones con que se ha ido enriqueciendo la pastoral
catequética, de modo que hoy no se concibe una catequesis que no sea comunitaria,
cristocéntrica, antropológica o experiencial y liberadora.
Se abre, pues, un camino esperanzador para una catequesis que no da por supuesta la conversión,
sino que trata de suscitarla y cultivarla, potencia los perfiles de la identidad cristiana por la
adhesión a Jesucristo y la vinculación a la Iglesia, y educa para el diálogo y el testimonio misionero
del evangelio.
NOTAS: 1. Cf A. TURCK, Évangélisation et catéchése aux deux premiers siécles, Editions du Cerf,
París 1962; cf G. CAVALLOTTO, Catecumenato antico. Diventare cristiano secondo i Padri, EDB,
Bolonia 1996. — 2. Cf SAN AMBROSIO, In Psalm 118, 20, 48-49; SAN AGUSTÍN, De catechizandis
rudibus, 5, 9; SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Procatequesis, 17. – 3. Cf SAN BASILIO, Ho,nilia in
sanctum baptisma, 1 y 3; SAN GREGORIO NACIANCENO, Oratio in sanctum baptisma, 40, 11; SAN
AMBROSIO, Exp. In Luc. 4, 76; SAN AGUSTÍN, Quaest. ad simpl., 1, 2, 2. — 4. Esta es la práctica
reflejada por san Cirilo de Jerusalén en la Procatequesis, 4; SAN JUAN CRISÓSTOMO, Cat. ad illum.
1 et II; EGERIA, Itinerario, 45. — 5. Por ejemplo, la consulta del diácono Ferrando a Fulgencio de
Ruspe (+ 533) sobre la suerte eterna de un competente muerto sin bautizar (cf PL 65, 380); la
disciplina del concilio de Agde (506) sobre el momento de enseñar el Símbolo a los competentes y
la duración del catecumenado de los judíos conversos (cf MANSI, Sacrorum Conciliorum nova et
amplissima collectio, 327 y 330). — 6. G. BAREILLE, Catéchése, en Dthc, II, 2, París 1905, 1891-
1893. — 7. Cf PL 99, 293-295. — 8.. Es el autor de De quinque septenis seu septenarüs, en PL 175,
405-414. -9 Al mismo género pertenecen los cinco opúsculos catequísticos de santo Tomás de
Aquino y la llamada Sommele-Roy del dominico J. Laurent (1279). — 10 Cf Sínodo de Aries (813), c.
19, en MANSI 14, 62. — 11. Cf Capitulare Aquisgranense (813), cc. 10 y 19, en MANSI 14, 60 y 62;
Capitularía Ludovici, Lotharii et Caroli Magni imperatorum (827), c. 76, en PL 519-520. — 12. Cf PL
106, 197-199. -13 Cf Sínodo de León (1303), c. 38, en A. GARCÍA Y GARCÍA (ed.), Synodicon
bispanum III, BAC, Madrid 1984, 281; Concilio de Valladolid (1322), const. XVII; Concilio de
Tarragona (1329), const. LXII, LXXII y LXXV, en J. y R. TEJADA, Colección de cánones y de todos los
concilios de la Iglesia española III, Madrid 1859, 493 y 542-545. — 14. Cf MANSI 28, 1147-1148. —
15. Sesión XXIV. Decreto de reforma c. 4. — 166 J. AUDINET, La renovación catequética en la
situación contemporánea, en AA.VV., Catequesis y mundo de hoy, Marova, Madrid 1970. — 17. Cf
J. RATZINGER, Introducción al nuevo Catecismo de la Iglesia católica, en O. GONZÁLEZ DE
CARDEDAL-J. A. MARTÍNEZ CAMINO (eds.), El catecismo posconciliar, San Pablo, Madrid 1993, 47-
64.
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l'initiation chrétienne des enfants, de l'antiquité á nos jours, La Maison Dieu 28 (1951) 26-44;
L'initiation á Rome dans l'Antiquité et le Haut Moyen-Age, en Communion solennelle et Profession
de foi, Editions du Cerf, París 1952, 13-32; COLOMB J., Al servicio del evangelio, Herder, Barcelona
1971, 50-82; CSONKA L., Historia de la catequesis, en BRAIDO P. (ed.), Educar III, Sígueme,
Salamanca 1966, 67-232; DANIÉLOU J., La catequesis en los primeros siglos, Studium, Madrid
1975; DHOTEL J. C., Les origines du catéchisme moderne d'aprés les premiers manuels imprimés en
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katholischen Predigt, Seelsorge Verlag, Friburgo Br 1969; TURCK A., Evangélisation et catéchése
aux deux premiers siécles, Editions du Cerf, París 1962.
HOMBRE NUEVO
SUMARIO: I. El hombre, imagen y semejanza de Dios. II. Concepción bíblica del ser humano. III. El
hombre carnal y espiritual. IV. Aquí tenéis al Hombre (Jn 19,5). V. El «somos» todos. VI. El camino
del hombre nuevo.
Cuando hablamos del hombre nuevo lo hacemos en referencia a un hombre viejo. Este binomio,
que alude claramente a una realidad interior del ser humano –pues es obvio que nada tiene que
ver con la edad física de los individuos (Jn 3,3-8)— nace de la experiencia del pecado y de la gracia
forjada, especialmente, en el lenguaje del Nuevo Testamento. Detrás de estas expresiones se
encuentra, como marco de referencia donde únicamente puede ser comprendida, la concepción
bíblica del ser humano, es decir, las formas, los modos como se veían a sí mismos los hombres y
mujeres cuya experiencia religiosa quedó plasmada en los escritos de la Biblia. Para acercarnos a
ella veremos, en primer lugar, el punto de arranque de su reflexión: la peculiar vinculación del ser
humano (la criatura) con Dios (el creador).
«¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que de él te preocupes?», se
pregunta el autor del salmo 8. Los creyentes de todas las religiones descubrimos a Dios como el
ser supremo, el absoluto, el creador del universo, y al hombre como una de sus criaturas, la más
importante si cabe, pero una criatura al fin y al cabo, que nace, crece en medio de múltiples
penalidades y, finalmente, muere. No obstante, y a pesar de la pequeñez en la que se desenvuelve
la existencia humana, Dios se fija en el hombre, en ese ser desvalido cuyos días son «como la
hierba, como la flor del campo así florece; la azota el viento y deja de existir» (Sal 103,15-16).
Las personas religiosas, al menos las que integran su espiritualidad en la gran tradición bíblica, se
descubren queridas y amadas gratuitamente por su creador, a quien reconocen como Padre, y así
se dirigen a él. Y lo llaman de este modo porque sienten que de él proceden, que su existencia
depende absolutamente de él y a él se asemejan. Los creyentes se sienten hijos de Dios. Esta es la
creencia más básica e importante de entre las que van a ir arraigando en la fe israelita y
posteriormente en la cristiana. Pero esto no es un logro, una conquista humana; el hombre no se
hace semejante a Dios, aunque esto es lo que pretende en múltiples ocasiones. Sus manos, que
parecen alcanzarlo todo, no pueden llegar hasta los cielos de Dios. Tendidas hacia el árbol de la
vida, sólo pudieron arrancar un fruto que resultó amargo. La humanidad recrecida esperaba que
se abrieran sus ojos y ser así, como Dios, «conocedores del bien y del mal» (Gén 3,5); pero sólo
alcanzó a ver que su destino, como el de todas las criaturas, como el de todo lo que no es Dios, es
la muerte; y que si se aleja de su creador, no tendrá ya un lugar en el paraíso.
Comenzábamos diciendo que adam y no Adam fue hecho a imagen y semejanza de Dios. Y lo
decíamos así utilizando el lenguaje que la Biblia nos ofrece al respecto. Adam (con mayúscula) es
el nombre propio que en Gén 2 recibe el primer ser humano, varón en este caso, aquel que,
después de haber visto a todos los demás seres vivos, descubre únicamente en Eva a un
semejante, y la reconoce como «hueso de mis huesos y carne de mi carne» (Gén 23); adam (con
minúscula) es, en cambio, el nombre común con el que se denomina en hebreo al conjunto de
todos los seres humanos, la humanidad entera a la que Dios creó haciendo a unos varones y a
otros mujeres, y a la que bendijo y entregó el dominio sobre toda la obra de sus manos con estas
palabras: «Sed fecundos y multiplicaos, poblad la tierra y sometedla; dominad sobre los peces del
mar, las aves del cielo y cuantos animales se mueven sobre la tierra» (Gén 1,28).
La primera conclusión que se desprende de esta revelación bíblica, es que la humanidad es una e
igual ante la mirada de Dios, porque toda ella fue creada a imagen y semejanza suya. Y la segunda,
es que por encima de ella sólo se encuentra su Creador; el resto de las criaturas le deben estar
sometidas. Y por criaturas no debemos entender solamente los animales y las plantas, sino
también todo tipo de seres, materiales (bienes, negocios...) y no materiales (ideologías,
proyectos...). Nada puede estar por encima del ser humano (del varón y de la mujer en absoluta
paridad), porque él y sólo él es imagen y semejanza del Creador.
Esto es lo que, como punto de partida, nos revela la palabra de Dios sobre los seres humanos.
Pero, para poder comprender bien el alcance de esta revelación bíblica en su conjunto, hay que
realizar un ejercicio no siempre fácil, pero necesario; un ejercicio que, por otra parte, es
comprensible, pues lo hacemos constantemente nosotros cuando queremos distinguir en medio
de las voces que nos llegan de nuestro mundo, de nuestra cultura, de nuestras formas de vivir y
de comprender las cosas, la voz de Dios que nos ilumina desde la fe. Se trata de discernir, en
nuestro caso, entre la revelación bíblica y la cultura de la Biblia, en sus diferentes épocas y
lugares.
Algo de luz encontramos, en este sentido, si comparamos la comprensión bíblica del ser humano
con la que tenían las religiones vecinas del Israel de aquella época. En rasgos generales,
observamos que, según sus creencias, los dioses de aquellas civilizaciones (Mesopotamia, Egipto y
Canaán principalmente) habían creado a los hombres interesadamente, esperando sacar
provecho de ellos. Los seres humanos estaban en el mundo para trabajar y contribuir con su
esfuerzo al bienestar de los dioses. En la mayoría de los casos, estos dioses se comportaban con
sus criaturas de un modo arbitrario, dependiendo de cómo estas les agasajasen con sus bienes y
ofrendas.
Si comparamos estas creencias con las de Israel, nos damos cuenta de que la experiencia de Dios
de los israelitas se alejaba notablemente de la de estos pueblos. Para la Biblia –y a esto le
daríamos el calificativo de verdadera revelación– el ser humano no fue creado por Dios porque lo
necesitase, pues Dios es omnipotente, sino por pura gratuidad y generosidad; no lo sometió a un
trabajo esforzado para vivir él confortablemente, ni se comporta con él conforme a los dones que,
como criatura, pueda ofrecerle. Precisamente lo que reclama el Dios de Israel es la atención de
unos hombres sobre otros, de los poderosos respecto de los desvalidos (cf Is 1,10-17; Miq 6,6-8);
pues él nada necesita para sí, y si lo necesitase, por él mismo lo obtendría. ¿Qué puede dar la
criatura al Creador?
Pero junto a esto, encontramos que Israel, al igual que las culturas de su entorno, creía que Dios
había hecho al hombre del barro de la tierra, y que por castigo divino debía morir; y que la mujer
debía estar sometida al varón, y que tras la muerte no le esperaba sino una existencia muy
disminuida en la lejanía del Dios de la vida. Estas creencias y otras muchas más están sirviendo de
soporte a la verdadera revelación divina; pero a la luz de la fe, podemos estimarlas como
secundarias y prescindibles, pues no formarían parte realmente de la revelación de Dios, sino de
la cultura en la que esta se manifiesta, la cultura hebrea, la cultura general de todo el Próximo
Oriente.
En este contexto tendríamos que situar el conjunto de la comprensión antropológica del Antiguo
Testamento, y posteriormente también la del Nuevo; como tendríamos que hacer, igualmente,
con las diferentes antropologías cristianas que se han dado a lo largo de la historia, muchas de
ellas hoy totalmente desfasadas. Nosotros hemos nacido en una cultura que, heredera del mundo
griego, concibe al hombre como un conjunto dual de dos principios, uno negativo y caduco: el
cuerpo, y otro positivo e inmortal: el alma. Pero si nos acercamos a los textos bíblicos veremos
que esto no funciona así en ellos. En la antropología bíblica el ser humano no es una dualidad sino
una unidad integrada por diversos elementos; de modo que, cuando esta unidad se rompe, el
sujeto desaparece.
Los elementos que constituyen la unidad humana son principalmente cuatro: la carne (basar), el
aliento vital (nephes), la fuerza divina (ruaj) y la razón, cuya sede principal está en el corazón (leb).
a) Basar se refiere, en general, al soporte material del ser humano, lo que se ve de él, su cuerpo;
también, en un sentido global, la persona en su conjunto. Representa la condición humana en su
debilidad y caducidad. Debilidad que hace que la persona quede expuesta al pecado, a la
infidelidad, a la desobediencia a su Creador. Esta condición carnal comporta no sólo la limitación
física sino también, y sobre todo, la moral. Dejarse llevar por la carne es abandonarse a los
propios impulsos desoyendo la voz de Dios. La carne en sí no es mala, sino simplemente débil, y si
no se deja guiar por el Espíritu de Dios, conducirá al hombre a la ruina.
c) Ruaj es el viento, la fuerza que en manos de Dios es capaz de cambiar las cosas. La creación
surgió mientras «la ruaj de Dios aleteaba sobre las aguas» (Gén 1,2); los profetas de Israel
levantaron su voz impulsados por la ruaj divina. Es el principio poderoso que, procediendo del
mismo Dios, anima con fuerza la existencia humana. Este principio resulta totalmente opuesto a
basan Así pues, la persona que se deja guiar por esta ruaj, por el espíritu, será obediente a la
voluntad de Dios, fiel a sus mandatos; y no será ya un ser carnal (guiado por la carne), sino
espiritual (conducido por el espíritu).
d) Leb es el corazón, la sede de los pensamientos. El leb humano convierte a la persona en ser
racional. En el corazón se fraguan los pensamientos y los sentimientos, en él se toman las
decisiones. El hombre espiritual debe abrir su corazón al consejo divino, pues Dios ilumina a sus
fieles a tomar las decisiones más idóneas y les ayuda con su fuerza (ruaj) para llevarlas a cabo.
Estos cuatro elementos integran y configuran al ser humano como una única realidad. Así pues, el
hombre no tiene un cuerpo, sino que es cuerpo, carne; no tiene vida, sino que es un ser vivo; y así
sucesivamente.
En el contexto cultural del Nuevo Testamento, esta visión unitaria persiste, pero al adoptarse en
los escritos sagrados la lengua griega, cambia ahora la terminología. Así se hablará de sarx (carne),
soma (cuerpo), pneuma (espíritu), nous (mente), etc.
El ser humano, que es siempre una unidad, está, sin embargo, sometido a una doble tensión: una
que lo acerca confiadamente hacia su Creador y otra que lo separa de él recelosamente. A los ojos
de la fe, la segunda fuerza es considerada como negativa y, puesto que el hombre sucumbe a ella
por debilidad, se la relacionó en los tiempos bíblicos con la dimensión carnal del ser humano. La
primera, en cambio, es positiva, y se produce cuando la fuerza de Dios (ruaj) logra vencer la
debilidad que impone la carne, triunfando entonces la dimensión espiritual.
Con esta tensión, llegamos a la experiencia de la primitiva Iglesia, que proclama que los creyentes
reciben en el bautismo la fuerza del Espíritu Santo para renacer a una vida nueva. Y esta vida
nueva está caracterizada por la muerte, no física aunque sí real, del hombre carnal, el hombre
viejo que habita en cada uno de nosotros, y el nacimiento, igualmente real, de un hombre nuevo
en Cristo.
El hombre viejo estaba guiado por las fuerzas de la carne, cuyas obras son, según san Pablo:
«lujuria, impureza, desenfreno, idolatría, supersticiones, enemistades, disputas, celos, iras, litigios,
divisiones, partidismos, envidias, homicidios, borracheras, comilonas y cosas semejantes» (Gál
5,19-21). El hombre nuevo, en cambio, se deja guiar por el Espíritu, y sus obras son: «amor,
alegría, paz, generosidad, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio de sí mismo» (Gál
5,22-23). Al hombre viejo hay que someterlo a la ley; sin embargo, al hombre espiritual no,
porque el Espíritu supera a la ley, va más allá en sus exigencias. Y este hombre nuevo es fruto de
la gracia, del don del Espíritu, cuyo modelo y referencia es y será únicamente Jesucristo, el Hijo de
Dios, el nuevo Adán, la verdadera imagen y semejanza del Padre. En él, según la revelación
neotestamentaria, todos seremos criaturas nuevas.
Hombre nuevo es una categoría referida a Cristo y que, por lógica de gracia, se aplica igualmente a
sus seguidores. Una categoría central y ambiciosa: con ella se identifica tanto a Jesús como al
cristiano. Por eso resulta importantísima en la catequesis, como punto de partida –gracia con que
se nos agracia– y como punto de llegada de nuestro compromiso vocacional cristiano. Gracia que,
en nuestro caso, tiene una dimensión esencial de purificación, de liberación de tantas esclavitudes
que gravan al hombre viejo, en el extremo dialéctico y de lucha contra el hombre nuevo, y que nos
ayudará, por contraste, a entender mejor su significado.
Jesús es el Hombre nuevo, la revelación espléndida, definitiva, última, que culmina el proceso de
revelación-donación de Dios, y que inaugura una «nueva creación» (Gál 6,15; 2Cor 5,17),
avanzada proféticamente por Isaías (41,20; 45,8), «alianza nueva» proclamada por Jeremías
(31,31-34), que comporta «un corazón nuevo», como dice Ezequiel (36,26). Jesús, nuevo Adán,
imagen del Dios invisible, Cabeza de la nueva humanidad, «espíritu que da vida» (ICor 15,45), por
oposición al hombre viejo, heredado del primer Adán, que «ha sido crucificado con él [con
Cristo]», destruyendo su dominio, y haciendo que sobreabunde la gracia (Rom 5,20). En él aparece
y se establece en la historia de la humanidad el dominio de la vida, «el hombre que Dios había
querido desde toda la eternidad» (L. Boff). Jesús inicia «el camino nuevo» (Heb 10,19-20),
establece la «nueva alianza» (Lc 22,20; 1Cor 11,25), escrita en los corazones (2Cor 3,3), que
implica «vino nuevo y nuevos odres» (Mt 9,16-17), y que conduce a la «nueva Jerusalén» (Ap 3,12;
21,2), «morada de Dios con los hombres» (21,3), en la que se cantará «un cántico nuevo» (5,9;
14,3), y en donde verdaderamente se realizará el mundo nuevo anunciado: «Ahora hago nuevas
todas las cosas» (Ap 21,5).
Jesús, Hombre nuevo, el que, en palabras de san Juan de la Cruz, «nunca tomó por sí» (Camino,
35, 3), el que «no hizo caso de sí» (Subida III, 23, 2); o de santa Teresa: «el Crucificado»: «esclavo
de Dios... y de todo el mundo» (Moradas VII, 4, 8); Hombre de comunión y de reconciliación entre
Dios y la humanidad (cf 2Cor 5,18-19; Col 1,20-22), abierto totalmente a su Padre y a sus
hermanos los hombres, en quien se nos ha manifestado en todo su esplendor el amor inefable de
Dios como entrega de sí mismo hasta morir «para que tuviéramos vida abundante». «Si el ser-
para es la ontología misma de Jesús..., y no la nueva descripción de una bondad ética o
psicológica, entonces se comprende que su ser humano es un ser para los demás» (J. I. González
Faus). Así elimina Jesús toda división, derriba los muros de separación (Ef 2,14), crea un hombre
nuevo, universal. El Padre «recapituló por Cristo todas las cosas» (Ef 1,10). La recapitulación
consiste en crear un Hombre nuevo, introducirlo todo en el ámbito de esa Humanidad nueva y dar
el Hombre nuevo a la Iglesia.
V. Él «somos» todos
Jesús es la definición cumplida del hombre. Nos recuerda la Gaudium et spes, del Vaticano II, que
nuestro misterio sólo se esclarece en Jesús (GS 22), que él es luz y fuerza para responder a nuestra
vocación (GS 10), revelador del mandamiento nuevo del amor como fuerza transformadora del
mundo (GS 38). Jesús nos ha introducido en el estado definitivo de hijos, libres, en el Reino de la
luz. En él somos «hombre nuevo», «criatura nueva» (Gál 6,15; 2Cor 5,17), «un solo hombre
nuevo» (Ef 2,15); en y por Cristo «pasó lo viejo» y «todo es nuevo» (2Cor 5,17). «Somos ázimos...
de pureza y verdad» (1Cor 5,7-8).
Somos hijos en el Hijo, y no menos que el Hijo, aunque por diferente título: por esencia él,
nosotros por gracia. Pero en él y en nosotros Dios pone «el mismo amor», «los mismos bienes»,
como escribe con fuerza Juan de la Cruz (Cántico 39, 5-6).
Esta mínima referencia al ser nuevo, libre, de hijo, gracia y don, se justifica ahora solamente para
argumentar que siendo, podemos obrar, activar ese ser nuevo, asumirlo consciente y
responsablemente, con libertad, hasta el despliegue de todas sus potencialidades. Hablando Juan
de la Cruz de la máxima realización posible de esta condición nueva, que él llama, ateniéndose a la
tradición bíblica y eclesial, matrimonio espiritual, distingue muy bien «el que se hizo en la cruz»,
«que se hizo de una vez», «al paso de Dios», del que se hace «por vía de perfección», que no se
hace sino «poco a poco», «al paso del alma» (Cántico 23, 6).
Del enunciado de lo que somos arranca el imperativo vocacional de ir siendo «al paso del alma» lo
que somos: «Cristo nos ha liberado para que seamos hombres libres; permaneced firmes» (Gál
5,1); «obrad como hombres libres» (1Pe 2,16); porque «somos ázimos», «celebremos la fiesta, no
con levadura vieja, con levadura de malicia y de maldad, sino con panes sin levadura, panes de
sinceridad y de verdad» (1Cor 5,8); puesto que, por el bautismo, «os habéis revestido de Cristo»
(Gál 3,27), «revestíos de Jesucristo y no os preocupéis de la carne» (Rom 13,14; Ef 2,24). Hombres
nuevos en el Hombre nuevo. Hombres nuevos por gracia, hombres nuevos que asumen
dinámicamente la gracia de serlo, de acuerdo con su condición de criaturas libres. Simone Weil
captó y expresó bien la dinámica de la revelación cristiana, de la antropología en general: «La
grandeza del hombre está siempre en el hecho de recrear su vida. Recrear lo que le ha sido dado.
Fraguar aquello mismo que padece».
Somos y se nos apremia a ser hombres nuevos, a fraguar el nuevo ser que se nos da, creados en
Cristo y llamados a recrearnos. En la situación histórica que vivimos, el camino del hombre nuevo
es necesariamente un camino de purificación, de liberación de todo lo que grava su propio ser y se
opone a que sea. A la vez que, por la muerte y resurrección de Jesús, nacimos hombre nuevo,
también el hombre viejo «fue crucificado con él» (Rom 6,6), murió. Y, sin embargo, el apóstol nos
exhorta a despojarnos de nuestra «vida pasada, del hombre viejo, corrompido por las
concupiscencias engañosas» (Ef 4,22). A despojarnos «del hombre viejo con sus obras» (Col 3,9).
¿Qué significa el apóstol con la expresión «hombre viejo», «hombre carnal», «que vive según lo
humano» (lCor 3,3), o lleva una existencia según la carne? (Rom 7,5). Pues lo opuesto al hombre
nuevo, al que vive según el Espíritu, que es lo que caracteriza la nueva humanidad nacida de la
obra salvífica de Jesús. Por tanto, hombre viejo, hombre carnal, significa genéricamente el que
vive según el orden de la naturaleza, también según los criterios religiosos vigentes antes de la
venida de Jesús. Así Pablo puede confesar que, una vez conocido Cristo, todo lo anterior lo «tiene
por basura» y «pérdida» (Flp 3,7-8). Hombre viejo es una forma de ser y comportarse, de
relacionarse con todo, Dios y las criaturas, no según la verdad ni en libertad, sino posesivamente.
Juan de la Cruz evoca con relativa frecuencia esta caracterización dual del hombre, entendiéndola
en extensión y profundidad así: «hombre viejo, que es la habilidad del ser natural», que, por el
cambio operado por la purificación, se viste «de nueva habilidad sobrenatural según todas sus
potencias» (Subida I, 5, 7). «Todas las fuerzas y afectos del alma, por medio de esta noche y
purgación del hombre viejo, todas se renuevan en temples y deleites divinos» (Noche II, 4, 2).
Afirma reiteradamente que tenemos que purificarnos o liberarnos «de todo lo que no es Dios»,
porque lo que no es Dios en nosotros atenta contra nuestra condición personal, nos degrada.
También de las imágenes que hemos fabricado de Dios, los ídolos que se convierten en nuestros
carceleros: un Dios recreador y liberador de la persona, y no un Dios que actúa, por miedo o celos,
contra la persona que él creó libre y que, por su Hijo, nos restableció en la libertad asombrosa de
hijos: «Para ser libres nos libertó Cristo»: «llamados a la libertad», que es servirnos «por amor los
unos a los otros» (Gál 5,1.13). Llamada que nos capacita para ser sus «hijos adoptivos» (Rom
8,15).
Desde esta perspectiva cristiana podemos dar la vuelta a la afirmación de Sartre –«si Dios existe,
el hombre no puede ser libre»–, diciendo que sólo porque Dios existe podemos vivir en libertad.
El Vaticano II afirmó: «La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre»
(GS 17). «El reconocimiento de Dios no se opone en modo alguno a la dignidad humana, ya que
esta dignidad tiene en el mismo Dios su fundamento y perfección. Es Dios creador quien
constituye al hombre inteligente y libre en la sociedad» (GS 21). Libertad que, por estar herida,
cautiva, necesita ser liberada.
También señaló el Concilio: «El hombre logra esta dignidad cuando, liberado totalmente de la
cautividad de las pasiones, tiende a su fin con la libre elección del bien y procura medios
adecuados para ello, con eficacia y esfuerzo crecientes». Añadiendo inmediatamente: «La libertad
humana, herida por el pecado, para dar la máxima eficacia a esta ordenación a Dios, ha de
apoyarse necesariamente en la gracia de Dios» (GS 17). La libertad, de este modo, pasa a ser un
elemento configurador del hombre nuevo, tanto en su constitución de gracia como en el resultado
del proceso en el que debe implicarse con eficacia y esfuerzo crecientes.
Dios libera al hombre por las virtudes teologales «del moverse por la propia preocupación moral
sobre sí mismo, moviéndole por esa esperanza a la que abre la fe, y ese Amor por el que se
encuentra llamado a la fe» (J. I. González Faus). Son las virtudes teologales, según la doctrina
sanjuanista, las que «tienen por oficio apartar al alma de todo lo que es menos que Dios» y,
«consiguientemente, de juntarla con Dios» (Noche II, 21, 11). En el fondo se trata de liberarse de
todo lo que nos impide amar, de cuanto no nos permite entrar en Dios o estar con él, ser lo que
por vocación somos y que san Juan de la Cruz cantó en un verso de plenitud existencial: «que ya
sólo en amar es mi ejercicio». Existencia amorizada, en la que «no desechando nada del hombre
ni excluyendo cosa suya de este amor, dice: Amarás a tu Dios con todo tu corazón...» (Noche II,
11, 4). Existencia mudada «en una nueva manera de vida», «aniquilada [el alma] de todo lo viejo»
y renovada «en nuevo hombre» (Cántico 26, 17).
A nadie se le oculta que el camino y la llegada a esta existencia amorizada requiere una
implicación, presencia agente del Señor de la historia, que sólo por él es salvífica, personal y
comunitariamente considerada. La persona no puede hacer ese camino, ni acariciar esa meta; «no
atina por sí sola —como dice el doctor místico— a vaciarse de todos los apetitos para venir a
Dios» (Subida I, 1, 5). Enuncia un principio entre la pregunta del lector y la respuesta del autor, al
hilo de lo que viene diciendo de la purificación total y radical que se requiere para la divina unión:
«Dirás que... despedir lo natural con habilidad natural, que no puede ser...». Responde: «y por
hablar la verdad, con natural habilidad sólo es imposible» (Subida III, 2, 13). Necesariamente Dios
se implica y actúa más todavía que en la creación primera, y por el mismo movente: su amor
comunicativo.
También aquí la palabra de Juan de la Cruz, en su enunciación conclusiva o de principio, nos evita
entrar en un discurso en sí mismo, y en sus derivaciones, apasionante. Escribe: «Por lo dicho se
verá cuánto más hace Dios en limpiar y purgar una alma de estas contrariedades que en criarla de
la nada. Porque estas contrariedades de afectos y apetitos contrarios, más opuestas y resistentes
son a Dios que la nada, porque esta no resiste» (Subida 1, 6, 4).
Aun en el caso de que la persona se empeñe bien y con generosidad, dirá el santo, «no puede ella
activamente de manera que esté dispuesta en la menor parte para la divina unión de perfección
de amor, si Dios no toma la mano y la purga en aquel fuego oscuro para ella» (Noche I, 3, 7). «Los
hábitos imperfectos» están «muy arraigados en la sustancia del alma», o esta «está
ennaturalizada en estas pasiones e imperfecciones» del «hombre viejo» (Noche II, 6, 5), como
para que la ascética de la persona pueda llegar a ellos y desarraigarlos. Sólo la acción recreadora y
renovadora de Dios puede «limpiarla y curarla con esta fuerte lejía» (Noche JI, 13, 11) de su gracia,
como sólo el fuego puede curar al leño verde de sus humores y «hacerle llorar el agua que en sí
tiene», antes de «transformarle en sí y ponerle tan hermoso como el mismo madero» (Noche II,
10, 1). En términos directos, explícitos, se trata de purificar a la persona de «todo lo que no es
Dios», para que pueda participar de «las propiedades de Dios» (Cántico 24, 4) hasta el punto de
que «parece Dios» (Cántico 22, 5), también en la novedad esplendente, constitutiva de Dios:
«ínsulas extrañas», Dios «sólo para sí no es extraño ni tampoco para sí es nuevo» (Cántico 14, 8).
Hombre de libertad y canto, como experimentó y confesó san Juan de la Cruz, en la cúspide del
proceso de hominización: «Así en esta actual comunicación y transformación de amor..., siente
nueva primavera en libertad y anchura y alegría de espíritu» (Cántico 39, 8). «En este estado de
vida tan perfecta, siempre el alma anda interior y exteriormente como de fiesta y trae con
frecuencia en el paladar de su espíritu un júbilo de Dios grande, como un cantar nuevo, siempre
nuevo..., anda comúnmente cantando a Dios en su espíritu» (Llama 2, 36).
Novedad escondida, tamizada por la corporalidad, por la no del todo opaca condición terrestre,
pues estas personas «traen en sí un no sé qué de grandeza y dignidad, que causa detenimiento o
respeto a los demás, por el efecto sobrenatural que se difunde en el sujeto de la próxima y
familiar comunicación con Dios» (Cántico 17, 7). Presencia real que nos hace sentir el misterio y
gozar de sus efluvios, tierra de promesa para todos.
BIBL.: ALFARO J., Cristología y antropología, Cristiandad, Madrid 1973; BERLIN I., Cuatro ensayos sobre la libertad, Alianza,
Madrid 1988; BOFE L., La realización de una utopía: Jesús el hombre nuevo, Misión abierta (6.11.1977) 42-48; Jesús, hombre
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F., Hacerse personalmente adultos en Cristo, 295-321 y VILLAR E., Hombre viejo-hombre nuevo en la dialéctica del plan divino,
35-41; GONZÁLEZ FAUS J. I., La nueva humanidad. Ensayo de cristología, Sal Terrae, Santander 1977; Proyecto de hermano, Sal
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Cautividades de ayer y esclavitudes de hoy. Caminos de liberación, Revista de espiritualidad 51 (1992) 473-502; RODRÍGUEZ S.,
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Escritura, en FRIES H., Conceptos fundamentales de la teología 1, Cristiandad, Madrid 1979, 678-691, con bibliografía, 691-692;
WEIL S., La gravedad y la gracia, Trotta, Madrid 1994; WOLFF H. W., Antropología del Antiguo Testamento, Sígueme, Salamanca
1975.
SUMARIO: I. Sentido del término. II. Comentario y actualización de la Palabra revelada. III. Cauce
de evangelización. IV. Estructuración según el modelo kerigmático. V. La homilía invita a la
conversión. VI. Relación homilía y rito litúrgico-sacramental. VII. Centro de gravitación en el hoy.
El servicio a la palabra (He 6,4; 20,24) como actividad fundamental en la vida de Jesús y de la
comunidad cristiana ha recibido diversos nombres. En el Nuevo Testamento se le denomina: 1)
pregonar o proclamar (Mt 4,17-23; 10,7; Lc 9,2; Mc 1,14-39; 13,10; 16,15); 2) anunciar una buena
noticia o evangelizar (Lc 4,8-43; 9,6; He 5,42; 8,12; 11,20); 3) enseñar (Mt 4,23; 9,35; 13,54; Mc
4,2; 6,2; Lc 6,6; Jn 6,59; 18,20); 4) testimoniar (He 18,5; 20,24; 28,23).
El verbo griego del que procede el sustantivo homilía aparece en Ignacio de Antioquía, del siglo II
(Carta a Policarpo 5, 1), en Eusebio de Cesarea, del siglo IV (Hist. Ecl. VI, 19). Latinizado lo
hallamos, durante el siglo V, en san Agustín (Ep. 224, 2; En. in Ps. 118 proem.); durante el siglo VI,
en Gregorio Magno (Ep. 10, 52), etc. A la vez van apareciendo nuevos vocablos latinos. Lactancio,
en el siglo IV, introduce el término praedicatio para designar el hablar o anunciar la Palabra
delante de la comunidad cristiana (Div. inst. IV, 21 CSEL 19, 366). También encontramos otros
nombres como sermo y tractatus.
Agustín enseña que la homilía comenta o explica una perícopa siguiendo el orden de sus
versículos, y que el sermo o sermón es, en cambio, una predicación más temática. A veces Agustín
y Jerónimo indican que la homilía es la predicación que sigue a una lectura litúrgica de las
Escrituras; es decir, a la proclamación de la Palabra hecha en el marco litúrgico1.
Este sentido último es el que se va a imponer con el tiempo, y el que hallamos muy explícito en el
Vaticano II. En su constitución sobre la sagrada liturgia, afirma este Concilio: «Se recomienda
encarecidamente, como parte de la misma liturgia, la homilía, en la cual durante el curso del año
litúrgico se expresan, a partir de los textos sagrados, los misterios de la fe y las normas de la vida
cristiana» (SC 52).
Se puede afirmar que la homilía es, de algún modo, bifronte, porque está mirando, debe estar
mirando, hacia dos direcciones diversas: las lecturas bíblicas que se han proclamado en la
celebración, y el rito sacramental que va a seguir después.
Es claro que la homilía debe, ante todo, comentar las lecturas. ¿Cómo? Mostrando su actualidad;
es decir, manifestando cómo la palabra de Dios revelada in illo tempore habla hoy también, pero
teniendo en cuenta la nueva situación de la comunidad cristiana y de la sociedad. Este es un
método o modo de comentario que se da también en la misma Biblia y que se suele denominar
midrásico2. Jesús lo emplea en su propia predicación. Puede recordarse especialmente su
actuación en la sinagoga de Nazaret cuando, comentando la lectura de Isaías 61,1-2, dice: «Hoy se
ha cumplido esta escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21).
La predicación de Jesús nos proporciona el mejor paradigma de lo que debe ser la homilía, sobre
todo en la primera dimensión antes indicada, es decir, en cuanto predicación que comenta la
lectura de la Palabra. Suele tener dos fuentes o puntos de referencia: 1) las lecturas o textos
leídos en la sinagoga; 2) los hechos que él realiza en forma de signos. Por tanto, la predicación d e
Jesús es en parte bíblica (por su referencia a lecturas o textos bíblicos) y en parte no. Porque es,
en parte, lectura de signos; es decir, de hechos contemporáneos que, a modo de signos, muestran
la actualidad de la Palabra.
El Vaticano II, en la Dei Verbum, tiene una formulación feliz de esta realidad, aunque expresada de
forma genérica: «Dios dispuso revelarse a sí mismo. Este plan de revelación se realiza con palabras
y gestos intrínsecamente vinculados entre sí, de forma que las acciones realizadas por Dios en la
historia de la salvación manifiestan y confirman la enseñanza... significada por las palabras, así
como las palabras, por su parte, proclaman las acciones» (DV 2).
El ejemplo más claro de esta enseñanza lo tenemos en la ya aludida homilía que Jesús pronuncia
en Nazaret, según Lucas 4,16-22. Aquí Jesús, dentro de la liturgia sinagogal, lee un texto de Isaías
(61,1-2); un texto que anuncia una serie de signos mesiánicos: curar a los ciegos, dar libertad a los
oprimidos, evangelizar a los pobres. Concluida la lectura, Jesús comenta el texto diciendo: «Hoy se
ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21). ¿Qué quiere decir con estas palabras que
antes hemos comentado muy someramente?
Evidentemente, alude no sólo a la actualidad de modo general, sino a sus propias acciones, que va
realizando en esa línea de curar, liberar, especialmente a los pobres. Lo sabemos porque todo el
libro del evangelio de los sinópticos consiste en narrar esas acciones que Juan incluye también en
su evangelio y denomina explícitamente signos (cf también Mc 16,17).
Pero además, lo dice muy directamente el mismo Jesús aquí en el contexto de esta homilía,
cuando comenta: «Seguramente me diréis... todo lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún,
hazlo también aquí en tu tierra» (Lc 4,23). Es decir, Jesús alude a sus acciones en Cafarnaún. En
Lucas 4,31-33 se nos cuenta una de esas acciones en Cafarnaún: cura en la sinagoga a un poseso.
Por tanto, la homilía, según lo anterior, tiene un contenido estrechamente referido a un texto
bíblico antiguo y unas acciones actuales relacionadas con ese texto.
La relación entre ambos elementos del contenido consiste en que esas acciones son la realización
hoy de este texto sagrado escrito en una época muy alejada de la nuestra. Son su signo, su
comentario, su interpretación. Ejemplifican lo que quiere decir y patentizan su actualidad (que no
es letra muerta). Son su mejor actualización. Muestran que el texto se cumple, que realiza lo que
dice y que tiene una dinámica para hoy. Lo que sucedió o se dijo in illo tempore sucede también
ahora.
Aquí surge una aplicación práctica. La homilía debe hablar no sólo de textos sino de hechos; no
sólo del pasado sino del presente, del hoy (no sólo de lo que hizo o dijo Jesús entonces sino de lo
que hace y dice hoy). Hay que mostrar con hechos actuales que la palabra de Jesús se cumple hoy,
es eficaz hoy. Tenemos otro ejemplo de lo mismo, muy similar al anterior. Es el episodio de la
embajada que Juan Bautista envía a Jesús preguntándole si él es el Mesías que ha de venir (cf Le
7,18-30).
Jesús no le contesta de momento sino que realiza una serie de signos: «En aquel momento curó a
muchos de sus enfermedades y dolencias y de malos espíritus y dio vista a muchos ciegos» (Lc
7,21). Luego hace una pequeña catequesis, como una homilía, en la que vuelve a citar a Isaías 61,1
(y a Is 26,19; 35,5-6). Hace una recopilación de citas, como una lectura, pero enmarcadas en el
siguiente comentario: «Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído» (Lc 7,22).
Y aquí es donde inserta la referencia a Isaías: «Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos
quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la buena noticia»
(Lc 7,22).
Es decir, la cita, la lectura, queda enmarcada en las palabras: «Contad lo que habéis visto y oído».
Jesús quiere decir: lo que anuncia Isaías, lo veis ahora realizado. Ahora se cumple esa promesa a
través de mis acciones. Hoy deviene actual esa palabra. Por tanto aquí Jesús habla también del
hoy, de lo actual, de hechos actuales relacionados con la Palabra (pronunciada, escrita en un
tiempo anterior).
La homilía, por consiguiente, según este paradigma tomado de Jesús, debe ser: 1) comentario de
un texto; 2) lectura de unos signos actuales, relacionados con ese texto, que muestran la
actualidad del texto, su cumplimiento hoy.
Esos signos pueden ser: 1) La vida de la Iglesia (de sus comunidades, de sus miembros) como
sacramento o signo primordial; 2) La vida de algunos hombres, mujeres o grupos en la sociedad,
en cuanto promotores de historia liberadora, salvadora, es decir, como signos de los tiempos en la
línea del cristianismo anónimo de Rahner; será como un penetrar en esa mistagogia o misterio del
mundo de que habla E. Jüngel, en los movimientos profundos de la actualidad dentro de los que
alienta un cristianismo implícito (Paul Tillich), una Iglesia latente, una presencia del Espíritu que, a
través de valores evangélicos, emerge y cristaliza en hechos, situaciones, etc.
El lugar en que Lucas pone este primer kerigma de Jesús que acabamos de analizar, lo ocupa en
Marcos un episodio similar, pero con otro contenido. El contexto es el mismo: la inauguración de
la actividad de Jesús. (Cambian algo las circunstancias: no se dice que hable en la sinagoga ni en
sábado). Pero el contenido es distinto: «Después de ser Juan encarcelado, Jesús fue a Galilea a
predicar la buena noticia de Dios; y decía: "Se ha cumplido el tiempo y el reino de Dios se ha
acercado. Arrepentíos y creed en la buena noticia"» (Mc 1,14-15). Algo muy similar tenemos en
Mt 4,17: «Convertíos, porque el reino de Dios está cerca».
En Marcos (y en Mateo) no hay referencia directa a una lectura. Porque no se sitúa la predicación
en el marco sinagogal. No hay tampoco una alusión inmediata a signos. Sí la hay mediata, pues a
continuación se nos narra que Jesús realiza una curación en la sinagoga de Cafarnaún adonde va a
enseñar (cf Mc 1,21).
Lo que hay, es un cambio de contenido. Aquí el contenido es la cercanía del Reino y la llamada a la
conversión. Mientras que en Lucas el contenido era cristológico. (Se cumplen las profecías, viene a
decir Jesús, en lo que yo haga como Mesías; está llegando el Mesías).
Aplicando esto a la homilía, en cuanto predicación cristiana, podemos decir que si somos fieles a
este modelo kerigmático que nos presenta Marcos, estamos evangelizando. La predicación
evangelizadora y la predicación litúrgica (la homilía) tienen un fundamental denominador común.
Pero veamos de una manera más concreta cómo se estructura este modelo de Marcos. Es sencillo
y, en cierto modo, elemental. Pero a menudo se olvida. Jesús centra su kerigma evangelizador en:
1) dar una noticia; 2) una noticia alegre; 3) pedir una acogida de esa noticia a través de la
conversión.
La homilía gravita, debe gravitar, alrededor de esos acontecimientos que acercan el Reino y que
están ya sucediendo; en los que se ve la mano, el espíritu de Dios, y que acaecen a través de
hombres, pero en cuanto movidos por Dios. Nos llegan, pues, como don de Dios. ¿Cuáles?
Volvemos a los de antes: signos de los tiempos y vida de la Iglesia, de los cristianos, testigos
auténticos de Dios.
El tono de la homilía será moralizante si pone en primer plano el «tenéis que hacer» y no el «Dios
hace, ha hecho, está haciendo». Esto es importante. Hay que liberar a la homilía de un cierto tono
angustioso o angustiante que proviene de la falta de un equilibrio bien jerarquizado de estos dos
polos que algunos llaman el indicativo y el imperativo. 1) El indicativo alude a ese núcleo duro del
kerigma evangelizador de anunciar sucesos objetivos que ya están acaeciendo, situaciones que ya
están teniendo lugar como signos del Reino cercano. 2) El imperativo es la llamada a nuestra
responsabilidad para incorporarnos a ese dinamismo activo, transformador, propio de la acción de
Dios; incorporarnos cambiando nuestra vida pecadora, egolátrica.
Un cierto tono angustiado, y aun con tintes algo sadomasoquistas, se da cuando insistimos en el
«qué malos somos» y nos olvidamos de lo que dice la Constitución conciliar sobre la sagrada
liturgia, a saber: que la homilía es «una proclamación de las acciones admirables realizadas por
Dios en la historia de la salvación» (SC 35, 2).
Otro modo de describir esta polaridad de la homilía es referirse a su doble carácter de anuncio y
de denuncia. 1) Es anuncio de una salvación que se inicia, y 2) denuncia de un pecado que persiste
y dura. Tenemos así un profetismo gozoso, no sólo de crítica o mal agüero (profetismo de
calamidades), sino de esperanza y de ánimo.
Desarrollemos ahora lo que significa esa mirada o relación que la homilía debe tener respecto del
rito litúrgico y sacramental. Es su segundo rostro, dentro de la bifrontalidad de que hablamos al
principio. La cuestión es que ese estar dentro de la celebración litúrgica, propio de la homilía, no
sea entendido de una manera extrínseca, exterior, como una mera circunstancia externa, sino
como algo interno e intrínseco. La homilía no puede ser un cuerpo extraño dentro del conjunto
celebrativo. Este no debe ser mero contexto, sino concausa determinante de su realidad interior.
¿Cómo conseguirlo? De una manera análoga a como realiza su relación con las lecturas, a saber:
mostrando que la celebración litúrgica es una actualización, a través del rito sacramental, de lo
proclamado por la Palabra. En la liturgia del sacramento, sobre todo de la eucaristía, se realiza lo
que anuncia la Palabra; de un modo semejante a como esta se realiza en los hechos o signos de la
vida extralitúrgica.
Esto se puede explicar de una triple manera, haciendo descubrir que todo rito litúrgico-
sacramental, especialmente el eucarístico, es, de modo similar a la Palabra, a) un pregón o
anuncio, b) un memorial y c) un hoy del actuar Dios. Veamos cada uno de estos tres puntos.
El verbo griego que encontramos aquí, en la oración principal, es el verbo katangellein, sinónimo
de evangelidsein. Los dos tienen la misma raíz, que significa proclamar la buena noticia. Por tanto,
Pablo afirma que la eucaristía es una proclamación gozosa como lo es la predicación cristiana.
Coinciden y tienen un denominador común en este carácter kerigmático-evangelizador
(recuérdese que kerigma significa también proclamación, pregón).
¿Cómo hace la eucaristía esta proclamación? A través de sus gestos, sus símbolos, y a través de
sus textos oracionales. Sus gestos son los del banquete sacramental. La reunión de la asamblea
litúrgica en torno a una misma mesa, la comunión del pan partido y del vino repartido,
transformados en cuerpo y sangre de Cristo que se entrega y hace presente con su persona y su
acción salvífica, tanto en la asamblea reunida como en cada uno de sus miembros, y así hace a
todos partícipes de su muerte, de su perdón, su redención y su nueva vida, son los símbolos
sacramentales del misterio pascual en su realidad cristológica y eclesiológica.
Se significa así la nueva creación, que surge como la nueva humanidad al fin reunida y reconciliada
en el banquete escatológico, paradigma supremo del designio salvífico de Dios (Is 25,6 -8; 55,1-3;
Jer 31,10-14; Am 9,13-14). La vida nueva del Resucitado se transmite a los hombres reuniéndolos
en la comida de la nueva familia humana. Así se manifiestan y realizan la fraternidad y la filiación
llevadas a plenitud.
Luego están las anáforas y los prefacios, que son la proclamación del misterio de Cristo, bien en su
unidad, bien en cada uno de sus aspectos diversos. Aquí el destinatario se diversifica. No es sólo el
pueblo, como en la predicación, sino Dios mismo como meta de la alabanza y la acción de gracias.
Se anuncian los misterios cristológicos para alabar por ellos al Padre, al que están dirigidos estos
textos oracionales.
Por tanto, la homilía deberá mostrar esta importante convergencia, esta semejanza profunda
entre la Palabra y la liturgia eucarística, que puede denominarse actualización de la primera en la
segunda. (Algo parecido podría decirse de todos los otros sacramentos).
En la homilía deberá, pues, presentarse el kerigma no sólo con los textos de la Palabra, sino con
las imágenes, los signos y las expresiones tanto del rito eucarístico como de las plegarias
eucarísticas. Haciendo esta síntesis entre Palabra y liturgia, bajo el aspecto de proclamación
evangélica, la homilía llegará a ser, de una manera reduplicativa, pregón y anuncio gozoso.
b) En segundo lugar, hay otro punto de convergencia o actualización entre la Palabra y la liturgia,
que puede mostrar la homilía. Es el hecho del memorial. No sólo la Palabra es memorial en cuanto
relato narrativo, según vimos, sino también la liturgia en cuanto anámnesis.
Para comprobarlo, basta con que volvamos al texto paulino de 1Cor 11,25. Ahí ya no es Pablo, sino
el mismo Jesús el que, concluyendo el rito eucarístico, mejor, la última cena, dice: «Cada vez que
bebáis (de este cáliz), hacedlo en memoria mía». Antes, a propósito del comer el pan, su cuerpo,
ha dicho lo mismo: «Haced esto en memoria mía» (1Cor 11,24).
c) En tercer lugar, hay otro elemento que nos muestra la relación entre la Palabra y la liturgia. Es
lo que podemos denominar el hoy. Ya vimos cómo la predicación de Jesús culmina en las palabras:
«Hoy se cumplen estas Escrituras que acabáis de oír» (Lc 4,21). Pues bien, la liturgia gravita
también en torno al hoy, al presente, a la actualidad. Cuando llegan los tiempos litúrgicos sus
textos no se cansan de repetir esa hodiernidad.
Lo constatamos, sobre todo, en los dos ejes del año litúrgico: navidad y vigilia pascual. Y, por
cierto, muy al comienzo de la celebración.
En la misa vespertina de la vigilia de navidad dice el introito o antífona del canto de entrada: «Hoy
vais a saber que el Señor vendrá y nos salvará, y mañana contemplaréis su gloria» (Ex 16,6-7). En
la misa de medianoche, vuelve a cantar el introito: «El Señor me ha dicho: tú eres mi Hijo, yo te he
engendrado hoy» (Sal 2,7). Y también: «Hoy, desde el cielo, ha descendido la paz sobre nosotros».
Y en la misa de la aurora, el texto del introito insiste: «Hoy brillará una luz sobre nosotros, porque
nos ha nacido el Señor; y es su nombre: Admirable, Dios, Príncipe de la paz, Padre perpetuo, y su
reino no tendrá fin» (Is 9,2-6; Lc 1,33). Puede verse también el prefacio 111 de Navidad y el de
Epifanía: «Por él hoy resplandece ante el mundo el maravilloso intercambio que nos salva...».
«Porque hoy nos has revelado en Cristo, para luz de los pueblos, el verdadero misterio de nuestra
salvación...».
En el ámbito de la vigilia pascual, tenemos el pregón pascual, que se encarga de expresar el hoy,
mejor, el esta noche como el centro de la celebración. Así dice: «Esta es la noche en que sacaste
de Egipto a los israelitas, nuestros padres. Esta es la noche en que la columna de fuego esclareció
las tinieblas del pecado. Esta es la noche en que, por toda la tierra, los que confiesan su fe en
Cristo son arrancados de los vicios del mundo... Esta es la noche en que, rotas las cadenas de la
muerte, Cristo asciende victorioso del abismo».
La Palabra y el sacramento tienen su centro de gravitación en el hoy. ¿En qué sentido? Para
responder a esta pregunta conviene recordar lo dicho un poco más arriba. Antes hemos hablado
de la liturgia como memorial y anámnesis. Pues bien, el memorial litúrgico tiene un sentido
especialmente denso. No es mero recuerdo, sino actualización. Hace presente lo recordado. Tiene
como una fuerza, una eficacia presencializadora que lo distingue del recordar meramente
subjetivo, el que se desarrolla sólo en la mente del sujeto. Aquí acaece algo extrasubjetivo. Por
eso es algo realmente actual, hodierno, que tiene que ver con el hoy de la vida del creyente y de
la Iglesia.
El hecho salvífico se acerca al presente, no con sus circunstancias históricas, sino en su núcleo
suprahistórico, gracias a la acción del Espíritu. El Espíritu desfronteriza al Cristo resucitado, tanto
espacial como temporalmente, permitiéndole hacerse presente con su dinamismo salvífico. El
Cristo pascual es un Cristo pneumatizado, es decir, invadido por la fuerza transformante del
Pneuma en todas las dimensiones de su humanidad. Así, Cristo adviene al presente litúrgico y en
él sus acciones salvadoras. El Espíritu es invocado en la epíclesis, elemento fundamental de la
plegaria eucarística, para que, con su presencia dinámica, haga real y actual la acción crística
mediante el sacramento.
Esta acción crística comienza ya a hacerse presente mediante la palabra proclamada, que es
eficaz, como indica en su número 7 la Sacrosanctum concilium. Pero culmina en la liturgia
sacramental, a través de sus signos, de su asamblea y de la concreción del rito de cada
sacramento. De ahí que el hoy se pueda predicar de la Palabra y del sacramento. Y así la homilía
puede y debe mostrar esa estrecha relación de convergencia, de semejanza, de gradación o
culminación.
NOTAS: 1. K. H. BIERITZ, Die homilie, en R. MESSNER-E. NAGEL-R. PACIK (eds.), Studien sur Messliturgie, Innsbruck 1995, 72-92;
E. MÜHLENBERG, Augu,stinuspredigen, en E. MÜHLENBERG-J. VAN OORT, Predigt der alten Kirche, Mampen 1994, 4-25; D.
2 2
RÓSSLER, Grundiss der Praktischen Theologie, Berlín 1994 , 385; M. SACHOT, Homilie, RAC 15 (1991) 148-170. - E. KETTERER-M.
REMAUD, El Midrás, Verbo Divino, Estella 1994; P. GRELOT, Homilías sobre la Escritura en la época apostólica, Herder, Barcelona
1991, 112.128; A. DEL AGUA, El método midrásico y la exégesis del Nuevo Testamento, FAC. TEOL. S. V. FERRER, Valencia 1985;
El mundo del midrás, Estudios bíblicos (1992) 319-334.
IDENTIDAD CRISTIANA
I. Razón de su planteamiento
Resultaría fácil aducir una serie de razones que justificasen suficientemente el porqué del estudio
del término identidad cristiana, pero vemos que esa indagación está de más cuando en la
actualidad sentimos muy cerca, en la propia carne, la necesidad absoluta y perentoria de definir,
de presentar y de urgir la identidad cristiana. No hay mayor razón que la propia necesidad1.
¿Dónde descubrimos esta necesidad? ¿Cuáles son sus manifestaciones?
Pero también está a la vista que la comprensión del cristiano no podrá obtenerse desde unos
planteamientos parciales o reduccionistas a la baja, que desfiguran lo que es ser cristiano; la
comprensión auténtica sólo puede hacerse desde los elementos esenciales de la identidad
cristiana, presentados en su verdad y en su radicalidad, dentro del contexto cultural en el que nos
movemos. Es necesario que, con urgencia, respondamos hoy al reto de la recomposición del creer,
tanto en su dimensión óntico-religiosa con Dios como en la dimensión ético-política de la
experiencia cristiana. No cabe otro planteamiento que garantice la comprensión del ser cristiano.
A título de ejemplo, nos referimos a dos situaciones concretas en las que se hace muy patente la
necesidad de tener una visión completa de todo lo que entraña ser cristiano. En primer lugar, está
la rica experiencia que le supone a la persona cristiana ser y vivir como cristiano, que es algo más
que el mero cumplimiento de normas, e incluye vivir las relaciones nuevas con Dios, con el
hombre y con el universo. Este nivel de experiencia es connatural al cristiano. Consecuentemente,
todo cristiano, que está llamado a vivir la experiencia completa de su ser cristiano, deberá contar
con la mejor comprensión posible de su identidad cristiana. Desde esta perspectiva, se comprende
que los planteamientos parciales de lo que es ser cristiano recortan y hasta adulteran la
experiencia cristiana. En segundo lugar, nos referimos a la nueva evangelización, a la que estamos
todos llamados (ChL 33-35). Después de tomar conciencia de lo que es esta llamada, y de contar
con los primeros resultados, está apareciendo con mucha fuerza que la nueva evangelización
carecerá de toda garantía si no ofrece la comprensión del cristiano desde su misma identidad. La
identidad cristiana aparece del todo necesaria a la nueva evangelización.
Contamos, pues, con una antropología cristiana, que es la forma de entender a la persona
cristiana desde lo que ella es por su relación con Cristo4. Es impensable una antropología cristiana
al margen de lo que la persona cristiana es. La referencia a la identidad es insustituible.
3. LA IDENTIDAD EN LA VIDA DEL CRISTIANO. Es frecuente encontrar en la vida del cristiano dos
planteamientos extremos: por un lado, está la postura de quien entiende la vida cristiana desde
uno mismo, acomodándola a los propios intereses, y por otro, está la línea de quien
predominantemente ve la vida cristiana como fuente continua de exigencias y de renuncias
dolorosas. Y en el mismo extremo se encuentra el que ve al cristiano básicamente como sujeto de
obligaciones y de deberes, en quien deben encontrar eco todas y cada una de las exigencias, aun
las más dispares, que se vayan presentando según las sensibilidades del momento. Pero es claro
que en ambos extremos hay un olvido total de lo que es ser cristiano.
Conviene recordar que la identidad es anterior a los propios planes y debe informar el proyecto
personal; y que la exigencia, que no tiene por qué rebajarse, debe nacer de la misma identidad.
Cuando se valora y se acepta la identidad en lo mucho que es, aparece sin más una línea nueva de
comportamiento. Si el cristiano, por su incorporación a Cristo, cuenta con la nueva relación de hijo
con Dios y de hermano con el hombre (Gál 4,4-7; Ef 1,5; Rom 8,29), está abierto al futuro –«con él
nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús» (Ef 2,6)– y, liberado de toda esclavitud,
tiene una postura libre en el mundo (Col 2,20), no puede no aceptar que su vida esté marcada por
la identidad. La conclusión a la que se llega es obvia: no podrá entenderse la vida del cristiano sin
su identidad.
Está a la vista la insistencia por subrayar la necesidad que existe actualmente de la identidad
cristiana; pero, precisamente por el acento que ponemos en ella, no podemos caer en la
simplificación de la identidad, reduciéndola a su núcleo teológico. Es necesario llegar a la
identidad completa del cristiano. Cuando hablamos de la identidad humana no nos referimos sólo
al ser de la persona en sí, sino que lo situamos en el contexto socio-cultural concreto, y dentro de
su momento bio-psíquico personal; entonces podemos decir que llegamos a su identidad
completa. Lo mismo nos ocurre cuando planteamos la identidad del cristiano. La identidad
completa del cristiano incluye la dimensión teológica, la dimensión o realización sociológica y la
dimensión psicológica5.
Está más que justificado que el «ser en Cristo» del cristiano sea considerado como el punto clave,
tanto para la comprensión del cristiano como para su vida; pero esta referencia a la dimensión
teológica, aunque siga siendo esencial e irrenunciable, es insuficiente. No podemos olvidar que la
posición del cristiano en el mundo es el punto difícil y grave en el momento actual; y así se explica
que la realización sociológica del cristiano en su contexto le sea totalmente imprescindible para
llegar a una identidad existencial concreta. Y también debe tenerse muy en cuenta el momento
psicológico del cristiano, porque son muchos los aspectos que desde la exigencia bio-psíquica
deben estar presentes para garantizar el proceso de la vida y de la persona del cristiano. Dejamos
constancia de que la identidad completa del cristiano incluye el «ser en Cristo», en un contexto
socio-histórico concreto, y dentro de su momento bio-psíquico personal; y lo tendremos muy
presente en la reflexión que vamos a hacer. Nos centramos ahora en los puntos que consideramos
básicos y esenciales de la identidad cristiana.
Son muchos los textos que nos hablan de ser en Cristo. San Pablo utiliza con muchísima frecuencia
la expresión «en Cristo», donde sitúa la realidad nueva del ser cristiano. Afirma que el cristiano es
(existe) en Cristo (ICor 1,30; Rom 8,1); que quien está en Cristo es nueva criatura (2Cor 5,17), es
uno en Cristo Jesús (Gál 3,28) y está santificado en Cristo (1Cor 1,2). Y san Juan presenta esta
realidad nueva del ser cristiano con las expresiones «nacer de Dios» (1 In 2,29; 3,9; 4,7; 5,1.18),
«ser de Dios» (1Jn 4,4.6; 5,19) y «permanecer» (Un 2,5.6.24.27; 3,6.24; 4,12-16; Jn 6,56; 15,4-10)7.
A estas expresiones debe sumarse el término koinonía, muy presente en san Pablo (1Cor 1,9;
10,16; 2Cor 13,13) y en san Juan (lJn 1,3.6; Jn 14,20). Todos estos textos indican un cambio radical
en el cristiano con una connotación ontológica nueva.
Conviene subrayar que el punto de partida de nuestro ser en Cristo no es nuestra iniciativa
personal, como si todo se redujera a nuestra intención de ser en él, de vivir en él y de imitarlo
para configurarnos con él, sino la autodonación de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. El dato
fundamental en el cambio de la relación entre el hombre y Dios es el don que Dios hace de sí
mismo. Esta autodonación de Dios, que es llamada gracia increada, es el factor radical de la
regeneración del hombre nuevo8.
El resultado es la nueva criatura en Cristo. La nueva condición del ser en Cristo es participar del ser
mismo de Cristo como Hijo encarnado del Padre. El cristiano es en Cristo, y en Cristo vive su vida,
que es trinitaria.
Para entender la identidad cristiana no es suficiente conocer todo lo que significa ser en Cristo,
sino que se necesita llegar a la experiencia de ser criatura nueva en Cristo. Si lo propio del
cristiano es vivir con el Padre la relación de hijo en el Hijo (Jn 1,12-13; 11,52; Un 3,1.2.10; 5,2), no
basta con reconocer doctrinalmente que Dios es nuestro Padre y aceptarlo, sino que se trata de
vivirse hijo en el Hijo, en relación con el Padre. Lo mismo diríamos de la relación de hermano con
todos los hombres en Cristo (Mt 28,10; Jn 20,17; Rom 8,29): no basta con saber que todos los
hombres son hermanos y que nuestro comportamiento debe ser de hermanos, sino que se trata
de la experiencia de ser y vivirse hermano de todos en el Hijo. Y añadiríamos nuestra relación con
todo el universo: no basta con saber que, desde la pascua, Cristo es el Señor (iCor 8,6), y que el
cristiano participa de su señorío, sino que se trata de vivirse con libertad y con gozo en el mundo.
En este contexto se enmarca lo que es seguir a Cristo, tema que resulta fundamental en la vida
cristiana11. Apuntamos solamente esta nota: ha sido frecuente identificar el seguimiento con el
proyecto personal de compartir la vida con Cristo, de imitarle, de seguir sus huellas para hacerse
como él, dependiendo todo de uno mismo. Y la realidad es muy distinta: Cristo comparte su vida
con nosotros y de su participación somos en Cristo. Y el seguimiento, que debe vivirse, es
consecuencia del ser en Cristo. Quien es en Cristo, le sigue. Nuestro seguimiento es de hijos y de
hermanos en él.
2. EL «SER EN LA IGLESIA» DEL CRISTIANO. Aunque de entrada suponga, quizás, alguna extrañeza
incluir en la identidad cristiana la relación con la Iglesia, sin embargo pronto se verá la necesidad
de reafirmar que se es cristiano en la Iglesia; que no es primero ser cristiano y una vez que se es
cristiano se agrega a la Iglesia y se relaciona con ella, según las disposiciones personales, sino que
es constitutivo del cristiano ser en la Iglesia. Es obvio que, ante las posturas tan diversas que se
dan entre los cristianos, se busque fundamentar el ser en la Iglesia del cristiano.
En primer lugar, situamos al cristiano en la Iglesia tratando de comprender lo que le supone al ser
cristiano su relación con la Iglesia, qué relación existe entre el ser cristiano y la pertenencia a la
Iglesia. Para acercarnos a estas cuestiones contamos con la aportación de la Iglesia misterio: «La
Iglesia es misterio, obra divina, fruto del Espíritu de Cristo, signo eficaz de la gracia, presencia de la
Trinidad en la comunidad cristiana»12; de la Iglesia comunión: «signo e instrumento de la unión
íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1) y de la Iglesia misión: «La Iglesia
peregrinante es, por naturaleza, misionera, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y de la
misión del Espíritu Santo, según el propósito de Dios Padre» (AG 2). Tengamos muy presente que
se trata de la Iglesia misterio que, brotando del misterio de la Trinidad, tanto en el interior de sí
misma como en su actividad evangelizadora, es simultáneamente misterio de comunión y de
misión: «No garantiza su misión más que estando unida al Padre por el Hijo en el Espíritu. No
permanece en la comunión de las personas divinas más que si cumple la misión para la que Dios la
llama»13. Desde la comprensión de la Iglesia misterio entenderemos la comunión y la misión de la
Iglesia en todos sus miembros; y en el misterio de la Iglesia se entiende y se vive toda la realidad
profunda del cristiano.
Todo esto nos hace ver la importancia que tiene que el cristiano comprenda que su relación con la
Iglesia es mucho más que una referencia que está a merced de una colaboración generosa con
ella: es además constitutiva de su ser cristiano. En la identidad cristiana entra el ser en la Iglesia.
El hecho del sacerdocio común en el cristiano es innegable. Lo presenta el Vaticano II (LG 10) de
forma explícita, en continuidad con una doctrina de siempre, que ha tenido una trayectoria
ininterrumpida de aceptación, sin sombras, desde los orígenes del cristianismo, como nos lo
indican los textos de lPe 2,5.9 y Ap 1,6; 5,10; 20,6 14. En el momento actual, el Catecismo nos
ofrece esta clara síntesis: «Los bautizados vienen a ser piedras vivas para la "edificación de un
edificio espiritual, para un sacerdocio santo" (1Pe 2,5). Por el bautismo participan del sacerdocio
de Cristo, de su misión profética y real, son "linaje escogido, sacerdocio real, nación consagrada,
pueblo de su propiedad, para anunciar las grandezas del que os ha llamado de las tinieblas a su luz
maravillosa" (1Pe 2,9). El bautismo hace participar en el sacerdocio común de los fieles» (CCE
1268).
Participar del sacerdocio nuevo de Cristo es un cambio total de la situación religiosa del hombre.
Las barreras entre el pueblo y Dios están superadas, y el cristiano tiene en Cristo «libre acceso a
Dios» (Ef 3,12), puede entrar en el santuario de Dios (Rom 5,1), más aún: «vosotros sois templos
de Dios» (lCor 3,16; 6,19; Ef 2,22); y el sacrificio, tan propio en el ejercicio de todo sacerdocio, es
la propia existencia del cristiano (Rom 12,1; Heb 10,7-9.36). Es la nueva realidad del cristiano, que
participa del sacerdocio de Cristo.
No nos basta con ver al cristiano sacerdote, sino que debemos verlo ejerciendo su sacerdocio; el
cristiano es sacerdote ejerciendo su sacerdocio. El Catecismo, inmediatamente después de
afirmar: «Toda la comunidad de los creyentes es, como tal, sacerdotal», añade: «Los fieles ejercen
su sacerdocio bautismal a través de su participación, cada uno según su vocación propia, en la
misión de Cristo, sacerdote, profeta y rey» (CCE 1546). Ante el contenido de este texto, conviene
subrayar que el cristiano ejerce su sacerdocio bautismal participando de la misión de Cristo en su
triple función. Esta visión se confirma en la Christifideles laici, que dedica el amplio número 14 a la
participación de los fieles laicos del triple oficio sacerdotal, profético y real de Cristo, y desarrolla
el alcance de su contenido. También conviene tener presente lo que se dice al final de dicho
número: «Se trata de una participación donada a cada uno de los fieles laicos individualmente;
pero les es dada en cuanto que forman parte del único Cuerpo del Señor» (ChL 14).
En este contexto debe situarse la misión del cristiano, que se enraíza en el sacerdocio bautismal, y
pertenece a la identidad cristiana. No suele ser extraño concebir la misión como dato
supererogatorio al ser cristiano y apelar a la generosidad personal y a la obligación moral como
miembro de una Iglesia, que es misionera, para motivar el servicio a favor de los demás. Pero, por
lo que acabamos de ver, la misión en su triple función tiene su origen en la participación del
sacerdocio de Cristo, y pertenece constitutivamente a la identidad del cristiano.
Cuando se habla del sacerdocio común, surge como tema obligado la relación con el ministerio
ordenado o el sacerdocio ministerial. El Vaticano II planteó dicha relación (LG 10) y la exhortación
apostólica Pastores dabo vobis insiste en ella (16 y 17). Pero la problemática es tan real que
aparece clara la llamada al presbítero para que revise su posición, se sitúe dentro del sacerdocio
común y pueda servirlo eficazmente. (Tengamos muy presente que la valoración del sacerdocio
común marca la comprensión del sacerdocio ministerial). La llamada se hace también al
sacerdocio común para que tome conciencia de la necesidad que tiene del sacerdocio ministerial:
el sacerdocio común necesita absolutamente la mediación de Cristo, y el sacerdocio ministerial es
sacramento de la mediación de Cristo para el sacerdocio común 15. De forma clara se nos dice: «El
ministerio del presbítero... está para la promoción del ejercicio del sacerdocio común de todo el
pueblo de Dios» (PdV 16). Llegamos a la conclusión de que al sacerdocio común le es totalmente
necesario el sacerdocio ministerial.
Nuestra insistencia por explicitar que la fraternidad real y operativa pertenece a la identidad
cristiana, responde a dos retos actuales muy concretos: 1) Es urgente que el cristiano se
comprometa a favor de los hermanos necesitados. Ante las necesidades tan primarias que sufren
los hermanos, no es posible que un cristiano se desentienda de ellos. Y no olvidemos que la
negativa a los hermanos se vuelve contra uno mismo. Tengamos muy presente que, cuando se
debilita el compromiso, se debilita la misma identidad cristiana, porque no es posible vivir la
filiación sin la fraternidad: «Si alguno dice que ama a Dios y odia a su hermano, es un mentiroso.
El que no ama a su hermano, al que ve, no puede amar a Dios, al que no ve. Este es el
mandamiento que hemos recibido de él: que el que ame a Dios, ame también a su hermano» (Un
4,20-21). La fraternidad viene a ser la verificación de la vivencia filial. 2) Es también urgente que la
solidaridad del cristiano no sólo no pierda su razón de ser, sino que la potencie. Queremos decir
que, si buscamos asegurar el compromiso de la solidaridad entre todos los hombres, no hay otra
garantía mejor que la de la filiación, porque la verificación de la filiación está en una fraternidad
solidaria. Sólo quien viva el don de la filiación puede entregarse enteramente y sin reservas al otro
en el amor. La fraternidad real potencia la solidaridad.
a) Como primer dato, la secularidad del cristiano incluye la cercanía al mundo. Esta cercanía
puede entenderse como sociológica, que lleva al cristiano a compartir la fraternidad real de todos
los hombres, sus hermanos, y a aceptar los condicionamientos de su ambiente; y también como
psicológica, que comporta entrar en los nuevos valores y tener una empatía con nuestro mundo.
Esta cercanía se vivió con especial fuerza en la época anterior al Vaticano II, y contó con el espíritu
de encarnación, muy presente en aquel momento18. Se comprende que la cercanía al mundo
puede vivirse desde distintas mentalidades: o para convertir al mundo, que es malo, o para
aceptarlo y asumirlo en lo que es. En todo caso, la cercanía del cristiano al mundo ha sido y es del
todo necesaria.
b) Un segundo paso consiste en que el cristiano valore la secularidad. La aportación inicial para su
valoración la encontramos en el Vaticano II, que la fundamenta en la encarnación de Cristo: «El
Verbo de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas, hecho él mismo carne y habitando en la
tierra, entró como hombre perfecto en la historia del mundo, asumiéndola y recapitulándola en sí
mismo» (GS 38; cf LG 31). Pablo VI en la Evangelii nuntiandi sigue la misma línea de valorar la
secularidad aun en medio del turbulento proceso de secularización (EN 55). Juan Pablo II en la
Christifideles laici plantea la secularidad de la Iglesia: «La Iglesia tiene una auténtica dimensión
secular, inherente a su naturaleza íntima y a su misión, cuyas raíces se hunden en el misterio del
Verbo encarnado, y que se realizó de diversas formas por sus miembros»; y describe la
secularidad propia del laico (ChL 15).
Es muy conveniente reconocer que la Iglesia es secular y que el cristiano también es secular. La
secularidad es la marca de todo hombre y de todo cristiano. Y también conviene recordar que la
secularidad no puede confundirse con una forma concreta de secularidad, ante la cual todo deba
rendirse. La secularidad tiene distintas formas de vivirse, que no se pueden imponer.
c) Nos planteamos, por fin, la relación que en la identidad cristiana debe haber entre el ser
criatura nueva del cristiano y la secularidad. No se trata de prescindir de la secularidad, pero
tampoco del ser en Cristo; se necesitan las dos, como lo afirma Juan Pablo II: «La condición eclesial
de los fieles laicos se encuentra radicalmente definida por su novedad cristiana y caracterizada
por su índo le secular» (ChL 15). Pero, ¿qué relación debe existir? Está claro que no basta con ir al
mundo desde la novedad de ser criatura nueva sin valorarlo; y tampoco es suficiente plantear la
secularidad junto a la novedad cristiana; la relación debe ser de ida y de vuelta: el cristiano vivirá
la secularidad desde lo que él es en Cristo, y, a su vez, la novedad original del cristiano se verá
marcada por su posición en el mundo, por la secularidad.
b) La estructuración de la persona es un buen criterio para evaluar cómo se lleva la vida cristiana,
cuál es su calado. Cuando la estructuración de la persona cristiana se resquebraja y los objetivos
van por un lado, el mundo de valoraciones va por otro y la respuesta de vida por otro, no tenemos
delante a quien es y vive en cristiano. Podrán darse comportamientos aislados y alimentarse
aspiraciones nobles, pero no tenemos la persona integrada por el ser cristiano. El dato que nos
evidencia el proceso de la vida y de la persona del cristiano es su estructuración integral.
NOTAS: 1. Nos produce extrañeza comprobar que los diccionarios actuales de teología o de disciplinas teológicas, a los que
hemos tenido acceso, no incluyan el estudio de cristiano o de un término afín. —2. Ante la abundante literatura que existe
sobre el tema, cf L. DucH, Religión y mundo moderno. Introducción al estudio de los fenómenos religiosos, PPC, Madrid 1995; J.
A. GARCIA, En el mundo desde Dios, Sal Terrae, Santander 1987; J. MARDONES, Posmodernidad y cristianismo, Sal Terrae,
Santander 1988; J. MARTIN VELASCO, Increencia y evangelización, Sal Terrae, Santander 1988; El cristianismo en una cultura
posmoderna, Sal Terrae, Santander 1996. — 3. JUAN PABLO II, Veritatis splendor, San Pablo, Madrid 1993, n. 101. – 4. Cf J. I.
GONzÁLEZ FAUS, Proyecto de hermano. Visión creyente del hombre, Sal Terrae, Santander 1987; L. F. LADARIA, Teología del
pecado original y de la gracia, BAC, Madrid 1993; J. L. Ruiz DE LA PEÑA, El don de Dios. Antropología teológica especial, Sal
5 6
Terrae, Santander 1991. — Cf S. GAMARRA, Teología espiritual, BAC, Madrid 1997, 39-46; 254-261. — Cf R. GRANDEZ, Nuestra
vida «en Cristo Jesús» según san Pablo (Ad usum privatum), Facultad de Teología, Vitoria 1997. — 7. Cf J. M. CAPDEVILA,
Liberación y divinización del hombre. La teología de la gracia en el evangelio y en las cartas de san Juan, 2 vols., Secretariado
9
Trinitario, Salamanca 1984. — 8 Cf J. L. Ruiz DE LA PEÑA, o.c., 337-369. — Cf S. GAMARRA, Cristo, jubileo del Padre, BAC,
10
Madrid 1998. — Cf J. L. Ruiz DE LA PEÑA, o.c., 371-406; L. F. LADARIA, o.c., 270-276. — 11. Cf S. GALILEA, El seguimiento de
Cristo, en Religiosidad popular y pastoral, Cristiandad, Madrid 1979, 241-327; D. MONGILLO, Seguimiento, en DE FIORES S.-
GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991', 1717-1728; E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La historia de
un viviente, Cristiandad, Madrid 1983', 198-208; R. SCHNACKENBURG, La llamada al seguimiento, en El mensaje moral del
— 12
Nuevo Testamento I, Herder, Barcelona 1989, 65-76. JUAN PABLO II, Pastores dabo vobis, San Pablo, Madrid 1992, n. 59. —
14
13. R. COFFY, L'Eglise, Desclée, París 1984, 35. - Cf A. VANHOYE, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según el Nuevo
15 16
Testamento, Sígueme, Salamanca 1984, 287-316. — Cf ib, 251-324. — Así nos lo confirma el simposio sobre Presbiterado y
secularidad, celebrado en Madrid, en noviembre de 1997, bajo la dirección de la Comisión episcopal del clero (CEC) y la
Comisión episcopal de seminarios y universidades (CESU), Edice, Madrid 1998. — 17. Cf S. LEFÉBVRE, Secularidad, en
LATOURELLE R.-FISICHELLA R. (dirs.), Diccionario de teología fundamental, San Pablo, Madrid 1992, 1320-1335; S. PIÉNINOT,
18
Secularidad y cristianismo, en Presbiterado y secularidad, o.c. — Cf S. GAMARRA, en Presbiterado y secularidad, o.c.
BIBL.: Además de la citada en las notas: ALFARO J., Cristología y antropología, Cristiandad, Madrid 1973; CAPRARO G. (ed.),
Sociologia e Teologia di fronte al futuro, Trento 1995; FRANKL V. E., Presencia ignorada de Dios. Psicoterapia y religión, Herder,
Barcelona 1980; LEGIDO M., Misericordia entrañable. Historia de la salvación anunciada a los pobres, Sígueme, Salamanca 1987;
Ruiz DE LA PEÑA J. L., Crisis y apología de la fe. Evangelio y nuevo milenio, Sal Terrae, Santander 1995; WEISMAYER J., Vida
cristiana en plenitud, PPC, Madrid 1990.
IGLESIA
En el credo, tras confesar que creemos en Dios Padre, en Jesucristo nuestro Señor y en el Espíritu
Santo, afirmamos que, desde esa entrega confiada a Dios, aceptamos a la Iglesia como objeto de
fe. No creemos «en» la Iglesia, pues sólo se cree en Dios, pero creemos que existe la Iglesia una,
santa, católica y apostólica. Y, situándola en este lugar del credo, afirmamos que tiene su origen
en el misterio de Dios uno y Trino: en su designio de salvar a los hombres, llamándonos a la
comunión de vida con él, por su Hijo, en el Espíritu Santo. La Iglesia, obra eminente de Dios, brota
de la Santa Trinidad. Como dice el Vaticano II, aparece «prefigurada ya desde el origen del mundo
y preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la antigua alianza»; «se
constituyó en los últimos tiempos, se manifestó por la efusión del Espíritu y llegará gloriosamente
a su plenitud al final de los siglos» (LG 2).
He aquí tres cuestiones que no debemos olvidar: 1) que la Iglesia entra ya en el plan de Dios al
crear al hombre (cf Ef 1,10; 3,9), pues «el mundo fue creado en orden a la Iglesia» (Hermas, VI. 2,
4, 1); 2) que tiene tres etapas en tensión hacia el futuro (preparación en el Antiguo Testamento;
constitución por Jesucristo y manifestación en pentecostés, y plenitud escatológica al final de los
tiempos); 3) que tiene su raíz y su fundamento en la Santísima Trinidad, por lo que es también
misterio y comunión.
I. ¿QUÉ ES REALMENTE LA IGLESIA?
Pablo VI propuso al Vaticano II: «La Iglesia debe profundizar en la conciencia de sí misma, debe
meditar sobre el misterio que le es propio, debe ahondar en la doctrina... sobre el propio origen,
la propia naturaleza, la propia misión, el propio destino final» (ES 7). El Concilio asumió el reto y
nos dio una doctrina jugosa.
Casi dos siglos y medio después, san Pablo emplea con frecuencia este vocablo, que había
adquirido ya un significado religioso. Lo toma en tres sentidos: 1) para indicar a los cristianos de
una ciudad, congregados para el servicio litúrgico (cf 1Cor 11,18); 2) para indicar a la totalidad de
los cristianos de ese lugar, a la comunidad local (cf 1Tes 1,1; Gál 1,2; 1Cor 1,2); 3) para referirse a
la Iglesia universal, entendida como un todo repartido por el mundo (cf Gál 1,13; 1Cor 10,32;
12,28).
b) La comunión, raíz de la comunidad. «La Iglesia universal –dice el Concilio– se presenta como un
pueblo congregado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». La unión procede del
Espíritu, que habita en la Iglesia, la construye sin cesar y la une en la comunión y el servicio (LG 4).
Antes de ser una congregación de los fieles entre sí, la Iglesia es comunión de los hombres con
Dios «por la caridad que no pasará jamás» (1Cor 13,8).
El evangelista Juan presenta esta comunión como la unión vital del sarmiento con la vid, e insiste
en que la vitalidad de los sarmientos depende de su unión con la vid (cf Jn 15,1-8). El concepto
clave es permanecer en, que figura también en otros pasajes (cf Jn 6,56). Permaneciendo en Cristo
por la fe viva, «estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo» (lJn 1,3).
Los santos Padres, cuando hablan de la Iglesia, se refieren a la comunidad de los cristianos
bautizados y ungidos, entendida como un todo; es «el pueblo unido en torno al sacerdote y la
grey que se adhiere fielmente a su pastor» (san Cipriano, Ep. 66, 8). Esta comunidad creyente
alcanza su plenitud, dirá san Agustín, por la caridad y la unidad, que proceden de su unión con
Cristo por la fe y los sacramentos, y porque la anima el espíritu de Cristo (cf Tract. Jo. Ev. 26, 13;
27, 6). Esta idea de la Iglesia-comunión pierde fuerza en los siglos posteriores, pero volverá a
encontrar eco en la escuela de Tubinga, durante el siglo XIX, y hallará una bella expresión en la
Mystici corporis y en el Vaticano II.
De esta comunión fontal del hombre con Dios, nace la comunión de unos con otros. Y al hablar de
la Iglesia comunión, no debemos olvidar que la comunión es, en su dimensión más honda, un don
que se nos da en el bautismo. Jesucristo hizo de la Iglesia una comunión de vida, de amor y de
unidad de los hombres con Dios y de los hombres entre sí (cf LG 9). Pero desde la vertiente
humana, desde nuestra respuesta, la comunión es una realidad en camino, nunca lograda del
todo. El Espíritu Santo «realiza esa admirable comunión de fieles y une a todos en Cristo tan
íntimamente que es el principio de la unidad de la Iglesia» (UR 2). Pero nuestros pecados la
retrasan y la destruyen. Y en nuestras relaciones mutuas se refleja, tanto la tensión de nuestra
comunión con Dios hacia su plenitud como la debilidad con que acogemos dicho don. Asumir la
grandeza del don y, a la par, la pobreza de nuestra respuesta, sin conformismo pero con profunda
paz, significa dar un paso de gran alcance en nuestro ser-Iglesia.
Podemos decir que la Iglesia es la prolongación de la comunión trinitaria en nuestra historia
humana. Dios Trinidad habita en nuestros corazones y se adueña de ellos, y en la medida en que
acogemos su amor y participamos de su vida, reproducimos en nuestras comunidades la imagen
de la comunión trinitaria.
Esta Iglesia comunión es la Iglesia cuerpo místico, que tiene a Jesucristo por cabeza (Col 1,18) y al
Espíritu Santo como alma que la une y vivifica. Mediante esa imagen, san Pablo quiere acentuar la
inmanencia de Jesucristo en el Espíritu, como origen y principio vital de la Iglesia. Tal es la Iglesia
sacramento, la Iglesia misterio: invisible en sus raíces, a la vez que sujeto visible e histórico,
compuesto por la totalidad de sus miembros.
c) La Iglesia, pueblo de Dios. La presentación de la Iglesia como pueblo de Dios es uno de los
logros más fecundos del Vaticano II. Se trata de una imagen bíblica, recuperada gracias a la
renovación de los estudios escriturísticos y patrísticos.
En el Nuevo Testamento, la Iglesia es presentada como el nuevo pueblo de Dios. En los escritos de
Lucas aparece 80 veces, pero también es frecuente en los escritos de san Pablo y de san Pedro. La
Iglesia es el verdadero Israel de Dios (Gál 6,16), el templo de Dios (1Cor 3,16). Con palabras de lPe,
«vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo de su propiedad, para
anunciar las grandezas del que os ha llamado de las tinieblas a su luz maravillosa; los que en un
tiempo no erais pueblo de Dios, ahora habéis venido a ser pueblo suyo» (lPe 2,9-10). Así, con
claras alusiones a diversos pasajes bíblicos, el autor identifica a los seguidores de Jesús con los
herederos legítimos del pueblo de Dios, y les atribuye las características del pueblo de Dios del
Antiguo Testamento.
Los santos Padres prestan notable atención al concepto pueblo (de Dios). Y sin ignorar el
ministerio jerárquico, al hablar de la Iglesia como pueblo de Dios suelen referirse a toda la
comunidad de bautizados y ungidos, que celebra la liturgia y ejerce la maternidad espiritual. Los
Padres latinos tratan de resaltar, mediante este concepto, el carácter histórico y dinámico de la
Iglesia. Pero cayó en desuso a partir del siglo V, aunque sigue presente en el lenguaje de la
liturgia.
El Vaticano II vuelve a presentar a la Iglesia como pueblo de Dios, y esta categoría se convierte en
un pilar básico de su eclesiología (cf LG 9-17). Mediante ella, pone de relieve la continuidad entre
Israel y la Iglesia; resalta la dignidad común de los cristianos; ayuda a superar el individualismo y el
subjetivismo; ilumina el carácter de sujeto histórico y dinámico de la comunidad cristiana y su
condición de pueblo entre los pueblos; y hace posible una articulación más armoniosa entre la
Iglesia universal y las Iglesias particulares. Pero tiene sus limitaciones, pues esta imagen no agota
todo el ser de la Iglesia. Para dar su sentido pleno a la Iglesia comunión y para soslayar el riesgo de
cierta unilateralidad, hay que vincularla a la noción de cuerpo de Cristo. Si la categoría pueblo de
Dios pone de relieve el aspecto visible e histórico de la Iglesia, la categoría cuerpo místico acentúa
su dimensión espiritual e invisible.
2. EL ORIGEN DE LA IGLESIA. Los santos Padres presentan a la Iglesia como nuevo pueblo de Dios,
cuerpo de Cristo, templo del Espíritu Santo, grey del Señor. Mediante estas imágenes bíblicas
tratan de comprender y explicar el misterio de la Iglesia y su origen.
a) Jesucristo, fundamento de la Iglesia. Desde el siglo IV, la Iglesia se reconoce a sí misma, en los
símbolos de la fe, como apostólica. Esto quiere decir que está fundada sobre la misión
(apostolado) que Dios Padre ha encomendado a su Hijo Jesucristo. El ha sido enviado al mundo (cf
Jn 17,18; 20,21) para establecer la asamblea definitiva del nuevo pueblo de Dios. Y lo hace,
transfiriendo su misión a los discípulos elegidos de antemano. Llamamos a la Iglesia apostólica
porque descansa sobre el fundamento de los apóstoles; pero hay que tener en cuenta que la
apostolicidad de estos descansa sobre la apostolicidad de Jesús de Nazaret, el Señor resucitado.
En cierto sentido, la Iglesia es el Hijo de Dios, es Cristo que sigue existiendo en el tiempo y en el
mundo; es el Cristo entre nosotros (Newman). Pero conviene completar esta afirmación
subrayando enseguida las diferencias entre Cristo y la Iglesia. Y aquí nos presta una preciosa
ayuda la doctrina del Cuerpo místico, pues nos presenta a Cristo como la cabeza, y a los cristianos
como los miembros. Así pone en claro el señorío de Cristo sobre la Iglesia y la necesidad que esta
tiene de escuchar, seguir y obedecer a Cristo.
Esta no viene después de Jesucristo como un movimiento que brota de la libre agrupación de sus
seguidores y va tomando forma desde el pueblo. La Iglesia existió, por voluntad positiva de Jesús,
después de la resurrección, y ella misma se entendió como fundación divina. El punto de partida
fue la elección de los Doce, con Pedro a la cabeza (cf Mc 3,14-15), pues con ellos «formó una
especie de colegio o grupo estable». Después de la dispersión producida por su muerte violenta,
Cristo resucitado los congrega y los envía con la fuerza del Espíritu a continuar su misión (cf Jn
20,21-23). Y en pentecostés recibieron la definitiva y plena confirmación de esta misión (cf He 2,1-
26).
Esta doctrina no pretende que podamos reconstruir históricamente todos los pasos por los que s e
llegó desde la función de los apóstoles a la de los obispos, ni que Jesucristo hubiera diseñado la
estructura de la Iglesia y el desarrollo del ministerio en todos sus detalles. Como dice el padre
Congar, «el Espíritu Santo no viene tan solo a animar una institución totalmente determinada en
sus estructuras, sino que es verdaderamente cofundador».
c) La Iglesia, comunidad ministerial, es apostólica. Este pueblo de Dios no es un conjunto
indiferenciado de personas. Según lCor 12,4-12, en él hay diversos ministerios y carismas, pues «a
cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común» (12,7). Y es necesario
recalcar este carácter ministerial de toda la comunidad, en la que no debe haber miembros
pasivos.
Además, la Iglesia entera es apostólica, porque está edificada sobre «el fundamento de los
apóstoles» (Ef 2,20), testigos escogidos y enviados por Jesucristo; porque, con la ayuda del
Espíritu Santo, guarda y transmite el buen depósito (2Tim 1,13-14); y porque sigue siendo
enseñada, santificada y dirigida por los apóstoles mediante sus sucesores, los obispos. Como dice
el Concilio, «con estos apóstoles (cf Lc 6,13), formó una especie de Colegio o grupo estable, y
eligiendo de entre ellos a Pedro, lo puso al frente de él (cf Jn 21,15-17). Los envió, en primer lugar,
a los hijos de Israel, luego a todos los pueblos (Rom 1,16), para que, participando de su potestad,
hicieran a todos los pueblos sus discípulos, los santificaran y los gobernaran... y así extendieran la
Iglesia y estuvieran al servicio de ella como pastores, bajo la dirección del Señor, todos los días
hasta el fin del mundo» (LG 19). Son los obispos quienes «por divina institución suceden en su
puesto a los apóstoles, como pastores de la Iglesia» (LG 21), y ahora ejercen su misión con la
ayuda de los presbíteros, «juntamente con el sucesor de Pedro y sumo Pastor de la Iglesia» (AG 5).
d) La Iglesia, construida por el Espíritu Santo. Esta afirmación no debilita la de que Jesús es el
fundador y el fundamento vivo y permanente de la Iglesia, sino que nos recuerda lo que dice el
Vaticano II siguiendo a los santos Padres: que el Espíritu santifica continuamente a la Iglesia, la
rejuvenece y la renueva sin cesar, mediante diversos dones jerárquicos y carismáticos (cf LG 4).
Por eso se añadió al símbolo de Nicea, en el concilio del año 381, que el Espíritu es «Señor y dador
de vida».
Esta presencia activa del Espíritu en el pueblo de Dios hace que la Iglesia visible e histórica, hecha
con nuestro débil material humano, sea una, santa, católica y apostólica. Durante el siglo pasado,
la apologética creía poder demostrar estas notas y se basaba en ellas para probar cuál es la
verdadera Iglesia. Hoy preferimos decir que dichas notas son objeto de fe. Creemos que la Iglesia
es una, santa, católica y apostólica, porque hunde sus raíces en el misterio de la Trinidad. Pero
Dios actúa en lo terreno, histórico y débil; y su gracia se pone de manifiesto en la realidad visible
de la Iglesia, como puede observar quien analice sin prejuicios su realidad histórica. A través de
muchas realizaciones, la Iglesia aparece como signo muy elocuente de la presencia y de la acción
de Dios en nuestro mundo. De forma que nuestra razón contempla por sí lo que habíamos
aceptado por fe.
3. LA MISIÓN DE LA IGLESIA. Para expresar mejor qué es la Iglesia, hay que hablar de su misión.
Siguiendo el Vaticano II, citaremos aquellos datos que consideramos prioritarios.
Así enriquecida, la Iglesia recibió «la misión de anunciar y establecer en todos los pueblos el reino
de Cristo y de Dios» (LG 5). La Iglesia «pretende una sola cosa: que venga el reino de Dios y se
instaure la salvación de todo el género humano» (GS 54), pues «la misión de la Iglesia tiende a la
salvación de los hombres, que se consigue por la fe en Cristo y por la gracia» (AA 6).
b) Todo el pueblo de Dios es sujeto de la misión. Dice el Concilio que este pueblo mesiánico «es un
germen muy seguro de unidad, de esperanza y de salvación», y que Cristo ha hecho de él «una
comunión de vida, de amor y de unidad y lo asume también como instrumento de redención
universal y lo envía a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra» (LG 9). Esta
presentación articula la visión de la Iglesia, en cuanto misterio, con su realidad de sujeto histórico
verdadero y propio. El conjunto de los bautizados pasa de ser considerado destinatario del
ministerio jerárquico a ser contemplado como sujeto activo de la misión de la Iglesia.
– Pueblo de Dios y sacerdocio común. A esta visión de todo el pueblo de Dios como sujeto unitario
de la misión, contribuye la realidad enjundiosa del sacerdocio común de los fieles, que brota de la
teología del pueblo de Dios (cf LG 10-12). Los bautizados «quedan consagrados como casa
espiritual y sacerdocio santo, para que ofrezcan, a través de las obras propias del cristiano,
sacrificios espirituales y anuncien las maravillas del que los llamó de las tinieblas a su luz
admirable» (LG 10). Es decir, «en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al
pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, del oficio sacerdotal, profético y real de Cristo,
ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos les
corresponde» (LG 31).
– Pueblo de Dios y profecía. Pero dicha diferencia no puede hacernos olvidar que este pueblo
mesiánico «participa también del carácter profético de Cristo». Además, el Espíritu Santo «reparte
gracias especiales entre los fieles de cualquier estado o condición, y distribuye sus dones a cada
uno según quiere para el bien común (lCor 12,11). Con estos dones, hace que estén preparados y
dispuestos a asumir diversas tareas o ministerios, que contribuyen a renovar y construir más y
más la Iglesia» (LG 12).
Esta realeza nos invita a ser señores de nosotros mismos, sin otro compromiso que el de dejarnos
guiar por el Espíritu y seguir siempre la voz de Dios, que en eso consiste la santidad. Pero también
nos invita a colaborar, cada uno según su ministerio, en la liberación integral de todos los
hombres. Y una manera de hacerlo consiste en «dedicarse con empeño a que los bienes creados
por el trabajo humano, por la técnica y por la civilización, se desarrollen, según el plan del Creador
y la iluminación de su Verbo, al servicio de todos los hombres», y en «sanear las estructuras y
condiciones del mundo, de tal forma que, si alguna de sus costumbres incitan al pecado, todas
ellas sean conformes con las normas de la justicia y favorezcan en vez de impedir la práctica de las
virtudes» (LG 36).
c) «La Iglesia existe para evangelizar» (EN 14). Estos tres aspectos (sacerdotal, profético y real) se
resumen en una hermosa palabra: evangelizar. Como dijo Pablo VI, «evangelizar constituye, en
efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda» (EN 14).
Juan Pablo II ha presentado como opción preferente para toda la Iglesia la nueva evangelización.
Pero nos ha hecho una advertencia sabia: el hombre es el camino hacia Dios. Si queremos que se
nos tome en serio cuando presentamos a Jesucristo, debemos partir del hombre concreto: de sus
desengaños, de sus preguntas o falta de preguntas, de sus conquistas, sueños y realizaciones
históricas. Y desde ahí, asumiendo el mundo como creación divina y lugar donde habita el Espíritu,
la tarea hoy prioritaria es la evangelización.
Ofrecemos aquí algunas pistas metodológicas generales y otras específicas según las edades.
Al abordar esta catequesis, hay que tener en cuenta, quizá más que en otras realidades reveladas:
1) el contexto social, marcado por la comunicación y el mundo audiovisual, que exige una
verdadera conversión, especialmente en los adultos. La visión del mundo como aldea global
favorece los aspectos de aproximación, integración, unificación, comunicación y liberación de la
Iglesia, pero también entraña peligros de individualismo, descomposición de la comunión,
introversión, aislamiento y sincretismo; 2) el testimonio de comunidades eclesiales vivas y
dinámicas –que resulta, hoy más que nunca, determinante—, que transparenten a la Iglesia en
tiempos y espacios determinados.
Las pistas metodológicas específicas según las edades las comenzamos por la etapa adulta, ya que
su catequesis es punto de referencia para las catequesis de las otras etapas vitales (cf DGC 171).
– Maduración humana y religiosa. Esta es una etapa de unificación de la persona, que pretende
afirmar su autonomía y profundizar en su responsabilidad profesional. Asume riesgos, y lucha ante
las dificultades. Siente el reto de la fecundidad: busca abrirse camino y construir su vida, su
familia, la sociedad. Tiene capacidad para la relación, potenciada por los medios de comunicación
e informáticos. Padece de inseguridad en el trabajo y de dificultad de adaptación a trabajos ajenos
a su propia vocación. Todo esto le hace sobrevalorar el bienestar, la felicidad inmediata, el confort
egocéntrico, con el riesgo de orillar importantes valores humanos y religiosos.
– Pistas para la catequesis sobre la Iglesia. De cara a una precatequesis, se puede invitar a
participar en pequeños grupos –heterogéneos en cuanto a edad y sexo–, de encuentro e
intercambio de experiencias y opiniones, compuestos por cristianos adultos, en los que pueda
experimentarse el reconocimiento de cada persona, la libertad, la cercanía cálida, la presencia
viva de Jesús, la acción impulsora del Espíritu; es decir, grupos que sean experiencia y expresión de
la Iglesia-comunidad, que viven la comunión en el amor fraterno, y los distintos carismas,
dinamizadores de actividades, que transforman, de algún modo, la propia comunidad eclesial y el
entorno social.
Para realizar una catequesis, se puede proponer a la Iglesia como la obra de Cristo —su
fundamento y fundador– y del Espíritu; madre que engendra e impulsa la Vida; cuerpo vertebrado,
dinamizado por los carismas del Espíritu; comunidad viva, no ritualista o costumbrista; pueblo de
Dios integrado por personas de todas las edades. En él, estos adultos son sujetos activos para
evangelizar, para buscar y encontrar nuevos areópagos donde presentar el evangelio al mundo de
hoy, en diálogo abierto y franco con él, en corresponsabilidad con la jerarquía, cuya función de
servir, alentar, coordinar e integrar en la unidad católica aceptan, así como para transformar a la
sociedad, según los criterios evangélicos.
b) Adultos de 50 a 65 años. En este segundo período, habrá que tener en cuenta los siguientes
datos:
– Pistas para la catequesis de la Iglesia. Para una precatequesis, se puede proponer la Iglesia
como lugar acogedor de encuentro, donde se celebra la vida, donde ño cabe el cumplimiento sino
la sincera cordialidad, donde todos somos importantes y útiles y se valora la sabiduría de quien
aprende con los golpes de la vida. Algunos pasajes bíblicos de los Hechos de los apóstoles y las
Cartas apostólicas pueden ayudar a leer el propio grupo como grupo de Iglesia; también ayuda el
testimonio de cristianos que cuenten su experiencia eclesial renovada; todo ello sembrado de
momentos oportunos de oración en común.
En una catequesis, será bueno destacar a la Iglesia como familia de Jesús, convocada por su
palabra, que crea vínculos más fuertes que los de la sangre y se reúne en torno al Padre; como
maestra de vida, que ofrece el contenido vital de la fe, enseña a superar dificultades y cansancios
y valora la utilidad de todas las edades al servicio del reino de Dios; como comunidad viva, pueblo
universal, que tiene en cuenta los carismas personales y la sabiduría acogedora, adquirida en la
lucha diaria a lo largo de los años.
Hay que partir de la vida y tener en cuenta que esta edad peca de querer quedar bien con todo el
mundo, incluso con Dios.
La confianza básica y demás valores interiorizados en el niño son condición indispensable para
despertar –siempre con la ayuda divina– al sentimiento religioso, para abrirse a Dios. Este
despertar conlleva: una actitud de confianza en Dios: «fiarse de él» y la intuición –más tarde
convicción– de que la vida tiene sentido: «merece vivirse». El niño con esta confianza básica en la
familia está abierto a fiarse de Dios, en quien creen los suyos; si experimenta felicidad, amistad,
perdón, cariño incondicional de estos y demás valores, está predispuesto a valorar la vida. El
despertar religioso nace en el clima afectuoso creado por los padres, y madura progresivamente
con la educación del hogar. A esto llamamos personalización religiosa, que se complementa con la
socialización religiosa, que muchos niños amplían en parvularios cristianos.
– Pistas para la catequesis (en realidad precatequesis) sobre la Iglesia. Esta edad del despertar de
los niños bautizados a la relación afectiva con Dios y con Jesús es la etapa del paso de la fe
habitual, sembrada en el bautismo, al acto de fe, mediante realidades significativas de la
naturaleza y de la familia. Susurrarle: «Dios lo ha hecho para ti», cuando el niño contempla la flor,
el pájaro... Decirle: «¡Qué bueno es Dios que nos quiere a todos como una mamá o un papá!»,
cuando se siente querido, protegido de sus miedos... La precatequesis puede ser comunitaria, si
las parvulistas creyentes educan en el despertar religioso. Más aún, unos padres y familiares no
creyentes o unas buenas parvulistas, si viven estos valores, aunque no expliciten a Dios, están
sembrando en el niño semillas del Verbo, valores del Reino; una verdadera preparación
evangélica, propia de la acción misionera.
Esta precatequesis sobre la Iglesia impulsará más el despertar religioso, si en la familia: 1) oran los
padres con el niño, con silencios, recogimiento y coloquio afectivo y directo con Dios, aludiendo a
cada uno de la familia; 2) se celebran las, fiestas, el domingo..., y en ellas se comenta la asistencia
de los adultos a misa, vienen los abuelos, la comida es festiva... para honrar a Dios, a Jesús y darle
gracias; 3) se cuentan narraciones bíblicas –Moisés y el pueblo de Dios, David y el pueblo de Dios,
Jesús y los apóstoles– en un tú a tú entre la madre-padre y el niño... Las parvulistas cristianas
pueden favorecer el descubrimiento de la Iglesia con celebraciones muy sencillas, empleando
expresiones de amor fraterno, etc.
b) Maduración humana y cristiana de los niños (6-11 años). El desenvolvimiento vigoroso de esta
etapa lleva al niño a sentirse más integrado, más él mismo, afectivamente más estable, relajado,
brillante en sus juicios, activo. Es la etapa de la propia iniciativa, con su planificación para
acometer tareas, y de cierto sentimiento de culpa si no consigue las metas planeadas. Desarrolla
gradualmente un sentido de responsabilidad moral y goza con el manejo de herramientas y útiles
de trabajo (E. H. Erikson); el trabajo y el esfuerzo conformarán su personalidad. A la iniciativa se
une el sentido de la industria: se somete a reglas para realizar sus trabajos, con atención y
diligencia. La escolarización favorece este inicio de vida social. En ese encuentro con los demás
descubre dos valores trascendentales: la justicia y la igualdad (M. Richard).
En su maduración religiosa, la familia continúa siendo el factor principal; sus relaciones con Dios
son las aprendidas en la familia: amor y misericordia o lejanía y terror, aunque se abre a otros
círculos de socialización religiosa: profesores y compañeros cristianos, amigos, grupo de
catequesis parroquial. Hoy muchas familias son religiosamente indiferentes y no alimentan el
sentido religioso de sus hijos. Por esta increencia práctica o creencia no practicada, muchos niños
no interiorizan ni la existencia ni el ser auténtico de la Iglesia. Sin embargo, al prepararse a los
primeros sacramentos (penitencia y eucaristía), ellos y sus familias (sus madres) encuentran a la
Iglesia en la comunidad parroquial. ¿Qué imagen de Iglesia se les ha de ofrecer a unos y a otras?
— Pistas para la catequesis sobre la Iglesia con niños entre 6 y 9 años. En estos niños, por edad y,
en muchos casos, por familia, no se puede suponer el despertar religioso, ni la vivencia de sentirse
en una comunidad cristiana. La catequesis de iniciación cristiana abre a los niños a las realidades
centrales de la fe, entre las cuales está la lglpsia como familia. Esos mensajes centrales se hacen
precatequesis de la Iglesia, si hacen referencia a los grupos experimentados por los niños: familia,
amigos, compañeros de clase y profesor, grupo de catequesis con su catequista... Así captarán que
la comunicación real con esos muchos, vivida por ellos mismos, tiene bastante que ver con el
propio grupo de los amigos de Jesús. Hay que aludir a la comunidad de adultos y jóvenes de la
parroquia y aun presentar a los niños a la comunidad parroquial. Más aún, conviene hacer con los
padres una precatequesis de la Iglesia, invitándoles a una reunión con grupos parroquiales, que
les ayuden con sus testimonios a descubrir el nuevo rostro de la Iglesia posconciliar. ¡La gran
desconocida para ellos!
— Pistas para la catequesis sobre la Iglesia con niños de 9 a 11 años. Tampoco en estos niños
podemos suponer, hoy, arraigados ni el despertar a la amistad con Dios Padre y con Jesús ni la
vivencia comunitaria de la fe. La catequesis es necesaria, después de la primera eucaristía, hasta el
final de los 11 años. Por su actividad industriosa hacia fuera, la vida afectiva de estos niños es
menos intensa, y su relación con Dios y con lo religioso suele enfriarse. Pero su interés por los
conocimientos históricos puede favorecer un acercamiento admirativo a la Iglesia-comunidad de
los seguidores de Jesús, con testimonios de creyentes, de ayer y de hoy, de aquí o de tierras de
misión. Todos ellos, en grupos de Iglesia, desarrollan actividades humanizadoras, convencidos de
que Dios está con ellos y ellos son colaboradores de Dios. Convendrá: 1) narrar la historia bíblica
de Jesús en Palestina, dentro de la cultura judía: cómo llama a los discípulos, cómo estos lo siguen,
cómo viven, cómo lo abandonan y cómo Jesús ya resucitado vuelve a reunirlos; cómo se extienden
la Iglesia y sus comunidades a partir de pentecostés, y cómo el Espíritu sigue actuando hoy en la
Iglesia y en el mundo; 2) narrar los hechos de la historia de la Iglesia en que se vea a personas que
han seguido a Jesús y han fundado grupos eclesiales, dedicados a los necesitados: san Juan de
Dios, san Francisco de Asís, Santiago Alberione, Teresa de Calcuta...; 3) acabar las sesiones con
momentos de oración comunitaria de admiración, de alabanza, de acción de gracias..., porque
estas acciones las siguen realizando hoy los seguidores de Jesús.
Estas catequesis serán verdaderas, si el punto de partida no es la indiferencia, sino la fe. En este
caso, la fe en la Iglesia crecerá hasta amar a la comunidad de Jesús, donde viven los que lo siguen
y le dejan actuar a través de ellos. No olvidar la fuerza del grupo en catequesis, como rodaje de la
experiencia de Iglesia y de sus miembros activos y corresponsables, hacia dentro y hacia fuera,
para la comunión y para la misión. Si nos encontramos con grupos todavía no abiertos a la fe,
habrá que hacer estos planteamientos más en línea de precatequesis que de catequesis.
El desarrollo intelectual al final de la niñez (9-11 años) y el brote confuso e incipiente de una
nueva personalidad, desestabilizan su vida religiosa, hasta provocarle una crisis: tensión entre
razón y fe, entre fe y ética, con períodos en que siente el apoyo de Dios y otros en que
experimenta su total abandono o un temor sacro hacia él. También en el orden religioso, el grupo
es el baluarte del preadolescente; sus confidencias religiosas las compartirá con pocos, pero el
apoyo moral lo encuentra en grupos de clima religioso.
La precatequesis sobre la Iglesia puede apoyarse, sobre todo, en el grupo preadolescente. Este: 1)
realiza acciones periódicas, por ejemplo, en favor de personas necesitadas —juegos con niños
enfermos, recogida de papel para el tercer mundo, limpieza del barrio, campañas, funciones de
teatro, rastrillos...— con la colaboración de todos; 2) reflexiona sobre lo hecho a la luz de pasajes
evangélicos, en que grupos de discípulos se entregan a los demás, o a la luz de modelos cristianos
de identificación: por ejemplo, Francisco y Clara de Asís, su tiempo, su obra de reconstrucción de
la Iglesia en ruinas; religiosos y seglares en la obra latinoamericana de Fe y Alegría, en favor de
niños y jóvenes sin porvenir, etc.; 3) termina orando todos juntos. La figura del animador es
capital como modelo de identificación personal y como persona de Iglesia y de Espíritu. Hay que
ofrecerles también una síntesis del mensaje cristiano sobre la Iglesia en lenguaje significativo (cf
DCG 188).
b) Maduración humana y cristiana de los adolescentes (15-18 años). El adolescente adulto persiste
en la búsqueda de su nueva identidad. Ensimismado, toma lentamente conciencia de su propio
yo, quiere afirmarse a sí mismo, autorrealizarse. Esto se da en común con los de la misma edad,
de ahí su gusto por la vida en grupo. Con frecuencia se afirma a sí mismo oponiéndose a actitudes
autoritarias, paternalistas, defendiendo su autonomía personal. Sufre por su inconstancia. Suele
ser radical por una autosuficiencia que lo lleva al protagonismo. Le ilusiona su impulso vital. Por su
sensibilidad, percibe hondamente la ternura y la belleza y siente anhelos de amistad sincera. A
veces, decepcionado, busca salidas fáciles y placenteras.
Hay que partir, en general, con una precatequesis para recuperar la conversión inicial al Salvador.
En cuanto a la precatequesis sobre la Iglesia, puede ayudar el valorar entre todos al propio grupo
con sus características. Después se presentará la Iglesia como fraternidad: acogedora, cálida, viva,
donde se sientan reconocidos, responsables de una tarea, y donde los adultos, firmes y seguros,
son capaces de encontrarse, de dialogar con ellos, sin imposiciones; se rememorarán las
comunidades de los Hechos de los apóstoles y de las Cartas apostólicas, y el estilo de vida de los
primeros cristianos, y se evocará la raíz de esta fraternidad y la de aquellas comunidades
primeras: el espíritu del Padre y de Jesús.
En el último tercio del proceso preconfirmatorio, ya se podría realizar una catequesis de iniciación
cristiana, que proponga a la Iglesia como familia, que enriquece la vida recibida en el bautismo
con el espíritu de testigos por la confirmación; como comunidad orante, en la que se vive una
espiritualidad confiada, perceptible por los sentidos, que afirma la identidad de cada uno de sus
miembros (contemplación); y como Iglesia al servicio del mundo, que les impulsa a
corresponsabilizarse en la transformación del entorno, incluso de las estructuras de la sociedad
(lucha).
En general, afirman creer en Dios y en Cristo, pero no en la Iglesia. Muchos la consideran como
estructura de poder, limitadora de libertad, manipuladora de la personalidad, incoherente con el
evangelio. Sus contactos con ella son esporádicos. Muchos se identifican con líderes carismáticos,
cristianos o no, y con ciertas expresiones de religiosidad —cofradías, romerías, representaciones
de la Pasión— en las que se sienten protagonistas, pero no comprometidos con la auténtica fe y
sus consecuencias. Lo llamativo es que, cuanto más necesitan del evangelio para tomar decisiones
vitales e iluminar el campo del amor y del trabajo, precisamente más alejados están de la Iglesia.
En la catequesis, se puede proponer la Iglesia como comunidad de discípulos que siguen a Jesús,
firme, testimonial, auténtica; como lugar de encuentro de Dios con los hombres, en Jesucristo,
cálida, acogedora, fraterna, solidaria con los débiles, liberadora y potenciadora de valores con los
que nos invita a servir a los demás, a transformar el mundo: su misión es realizar el reinado de
Dios, que es la fraternidad entre sus hijos. Así, la catequesis ayudará a los jóvenes a pasar de una
actitud introspectiva y egocéntrica a una actitud social, según la misión propia de todo miembro
de la Iglesia.
Los catequistas serán testigos de los valores humanos y evangélicos y miembros de una
comunidad cristiana, que integra todas las edades y testimonia, en la vida, la fe en el Dios de
Jesucristo y su obra, una Iglesia para el mundo. A esta edad, de manera privilegiada, es primordial
sentir el impacto de los testigos (cf EN 76 y 78). «Sentir es lo primero» (P. Babín).
Los mayores, en sus conversaciones sobre los acontecimientos, hacen referencia a Dios y a lo
religioso en general, de manera espontánea, pero más por costumbre que desde una fe madura.
Son pasivos; no se sienten miembros activos de la Iglesia. Para muchos, esta es una institución en
la que siempre se aprende algo bueno, que ayuda; una seguridad para el futuro, para la otra vida.
Otros, sin embargo, la consideran como una institución rica y poderosa, y la rechazan como algo
negativo. Sobre todo a los hombres, les lleva a guardar, respecto de ella, un, escepticismo
práctico.
III. Conclusión
Para terminar la catequesis sobre la Iglesia, conviene advertir que hemos considerado a la Iglesia
como objeto específico de catequesis, una realidad revelada que de ninguna manera puede estar
ausente en la catequesis cristiana. Es una pieza clave del mensaje de Cristo. Pero la Iglesia no se
conforma con ser catequizada de esta manera. La Iglesia es una realidad que impregna todo el
mensaje cristiano; es expansiva y abarcante, colorea las otras realidades reveladas.
Por eso, la catequesis de la Iglesia ha de completarse con la catequesis que descubre a los
creyentes la dimensión eclesiológica: de María, de los sacramentos, de la moral evangélica, de los
ministerios profético y litúrgico, del servicio de la caridad, de la salvación-liberación cristiana, de la
oración, de la vida teologal, de la realidad del pecado, del testimonio cristiano, etc. Esta
eclesialidad del mensaje evangélico, incluso con otros armónicos o matices (cf DGC 105),
pertenece también a la catequesis sobre la Iglesia.
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El Directorio general para la catequesis presenta a la Iglesia particular como lugar donde se realiza
el ministerio catequético y como sujeto primordial del mismo (cf DGC 217-219; IC 14-16). Este
planteamiento es fruto de un largo proceso de reflexión teológica y pastoral, y, a su vez, aporta
nuevas perspectivas a un debate que aún sigue abierto. En efecto, pocos temas eclesiológicos han
despertado tanto interés y han estimulado la reflexión teológica de forma tan intensa, durante los
últimos cuarenta años, como la teología de la Iglesia particular o local.
El tema saltó con fuerza a la palestra teológica gracias a los movimientos renovadores que
prepararon el Vaticano II: el redescubrimiento del carácter mistérico y sacramental de la Iglesia,
auspiciado por la vuelta a las fuentes bíblicas y patrísticas y por el movimiento litúrgico; la toma
de conciencia de la responsabilidad de los laicos en la vida y misión de la Iglesia; el desarrollo de la
teología del episcopado, y la misma reflexión motivada por la convocatoria de un nuevo concilio
sobre la significación e importancia de este evento. Todos estos factores, a los que se uniría
enseguida la influencia de la teología oriental, plantearon la necesidad de superar la visión
societaria y unilateralmente universalista que había presentado la eclesiología occidental desde la
Edad media, para ofrecer una visión a la vez más mística y encarnada, como acontecimiento de
salvación que se realiza aquí y ahora.
El primer texto explícito sobre la Iglesia local, que resultaría decisivo para los desarrollos
posteriores, es el n. 41 de Sacrosanctum concilium, donde se afirma que la principal manifestación
de la Iglesia es la asamblea litúrgica presidida por el obispo, y se describe, además, la composición
interna de este acontecimiento privilegiado de la Iglesia.
Este núcleo importante de la Constitución sobre la sagrada liturgia está en la base de las grandes
afirmaciones que aparecen en la constitución dogmática Lumen gentium. En el n. 13, se explica la
catolicidad de la Iglesia como un intercambio vivo y progresivo entre las distintas partes de la
Iglesia, en tensión hacia la plenitud de la unidad, y se hace referencia a las peculiaridades que
caracterizan a cada Iglesia por la asunción de la cultura de su propio entorno. Pero las
afirmaciones más importantes se encuentran en el n. 23, dedicado a explicar las relaciones
internas en el Colegio episcopal. En él se afirma que las Iglesias particulares están formadas a
imagen de la Iglesia universal, y que esta existe en y a partir de aquellas. De ambas afirmaciones
se podrá concluir el principio básico de la teología de la Iglesia particular: cada Iglesia particular es
la Iglesia única de Cristo, que se hace presente en un lugar determinado, provista de todos los
medios de salvación dados por Cristo a su Iglesia.
Otro texto importante es el n. 11 del decreto Christus Dominus, que ofrece una definición de la
Iglesia particular, que será posteriormente reproducida en el canon 369 del actual Código de
derecho canónico.Y el desarrollo más importante del tema aparece en uno de los documentos
últimos y más maduros del Concilio, el decreto Ad gentes, que dedica todo el capítulo III (nn. 19-
22) a explicar la génesis, naturaleza, misión y ministerios de las Iglesias particulares.
La teología posconciliar ha considerado que la enseñanza del Vaticano II sobre la Iglesia particular
es demasiado sucinta, marginal con respecto al conjunto y dispersa, sin una estructuración clara.
Pero ha reconocido que ofrece suficientes principios teológicos para desarrollar una visión más
completa y organizada, y se ha lanzado a la tarea. Las publicaciones sobre el tema se han
multiplicado con ritmo creciente. Y el fruto de esta intensa actividad teológica aparece con toda
claridad en dos campos. Primero, en la estructuración de los mismos manuales y tratados
generales sobre la Iglesia, en los que la teología de la Iglesia particular ocupa ya un lugar central. Y
segundo, en los mismos documentos oficiales de la Iglesia, tanto del papa como de los distintos
organismos de la Santa Sede, en los que el tema va cobrando una importancia también creciente.
Sin embargo, faltan por aclarar mejor algunos aspectos. Temas como el de la colegialidad de las
Iglesias, la función teológica del primado de la Iglesia de Roma, la integración del ministerio en el
seno de la comunidad, la estructuración de la Iglesia particular como comunidad efectiva, la
relación de cada Iglesia con su cultura local, etc., están necesitando aún una mayor
profundización.
Vamos a analizar la realidad de una Iglesia, integrada por una porción del pueblo de Dios, que se
ubica en un lugar determinado, y confiada a la responsabilidad pastoral de un obispo. El derecho
actual de la Iglesia y la mayoría de los documentos oficiales de la misma, designan esta realidad
con el nombre de Iglesia particular. Sin embargo, en este artículo se prefieren otros dos nombres:
Iglesia local y diócesis. Existe, pues, una multiplicidad de nombres para referirse a una misma
realidad. Y, lo que es más importante, una falta de consenso sobre cuál es la designación más
apropiada.
El problema comienza ya en los mismos textos del Vaticano II, en los que se aprecia una clara
fluctuación terminológica. Así, Iglesia particular designa unas veces a la diócesis (cf LG 23; SC 13;
AG 19-20) y otras a una agrupación de Iglesias que tienen un mismo rito (cf OE; AG 27). Iglesia
local se utiliza con el significado de rito o patriarcado (LG 23), como sinónimo de diócesis (AG 27;
PO 6), y referido a comunidades más reducidas como las parroquias (LG 26). En cambio, diócesis
designa siempre, y de forma exclusiva, a la Iglesia presidida por un obispo. Es verdad, sin
embargo, que el Vaticano II, a pesar de esta fluctuación, manifiesta algunas preferencias. Se
puede decir que la expresión Iglesia local tiene un significado amplio, que sirve para designar
todas las realizaciones concretas de la Iglesia: Iglesias patriarcales o regionales, diócesis,
parroquias e Iglesias domésticas. En cambio, Iglesia particular designa preferentemente a la
Iglesia presidida por el obispo, es decir, a la diócesis. Y esta preferencia es la que tenderá a
imponerse.
En efecto, el derecho canónico vigente ha optado claramente por la expresión Iglesia particular,
imponiendo su uso en todos los documentos emanados de la Santa Sede. Pero la literatura
teológica no ha dado por cerrado el debate, quizás por causa de las ambigüedades que puede
sugerir esta expresión. Ante este panorama, no queda más remedio que indicar las ventajas e
inconvenientes de las tres denominaciones.
Iglesia particular tiene la ventaja aparente de distinguirse de la Iglesia universal. Pero en esta
misma contraposición reside también su ambigüedad. Porque la Iglesia episcopal no es ni una
parte de la Iglesia universal ni una especie de subdivisión administrativa de la misma en orden a
un funcionamiento más eficaz, sino una presencia de todo el misterio de la Iglesia en un lugar
determinado. Y esta localización, que es un elemento determinante para caracterizar a la Iglesia
episcopal, no queda explícita en la expresión Iglesia particular.
Iglesia local, en cambio, destaca en primer término el rostro propio que caracteriza a cada Iglesia
en virtud de la asimilación de los elementos geográficos, históricos, sociales y culturales del
entorno concreto donde está implantada. La dificultad, en este caso, es que la ósmosis entre fe y
cultura no se da solamente a nivel de Iglesia episcopal, sino también en las otras realizacion es más
amplias o más pequeñas de la Iglesia, que, en este sentido, pueden llamarse igualmente Iglesias
locales. Por otra parte, algunos autores opinan que caracterizar a una Iglesia como local, supone
dar demasiada importancia teológica al lugar. De todos modos, se aprecia una preferencia por
esta denominación en muchos de los estudios teológicos actuales.
El vocablo diócesis tiene la ventaja de ser preciso, puesto que se refiere únicamente a la Iglesia
episcopal. Sin embargo, goza de poco éxito entre los teólogos por el hecho de ser una mera
denominación jurídica que nos viene de las divisiones administrativas del Imperio romano. Pero
no se puede olvidar que el Vaticano II ha ofrecido una definición teológica de la diócesis, que
modifica sustancialmente el significado de este término. De ahí que, en el uso de las comunidades
cristianas, se vaya imponiendo cada día más la denominación de Iglesia diocesana.
III. Naturaleza
¿Qué es una Iglesia particular, local o diocesana? Después del Vaticano II hay que responder con
toda rotundidad: es la sola y única Iglesia de Cristo, que se manifiesta, opera y se convierte en
experiencia directa, de modo pleno y eminente, en un grupo de creyentes que viven en un lugar y
tiempo determinados.
Afirmamos, ante todo, que es Iglesia. No se trata, por tanto, de una mera institución jurídica, ni de
una instancia administrativa o de servicios, sino de una comunidad convocada por Dios como
cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo, para que sea signo e instrumento de salvación.
Ciertamente es una comunidad de personas: pero lo que la constituye no es la decisión humana
de estas, sino la iniciativa divina que, a través del anuncio del evangelio y la gracia del Espíritu
Santo, hace posible la adhesión de la fe en estos hombres, y los introduce en la comunión de la
vida trinitaria. De modo que la comunión visible, que solemos llamar comunidad, es signo e
instrumento de la comunión con Dios, tanto para los de dentro como para los de fuera. Porque la
Iglesia es enviada al mundo para anunciar y testimoniar, actualizar y extender el misterio de
comunión que la constituye: a reunir a todos y a todo en Cristo.
La Iglesia diocesana no es una Iglesia, entre otras, ni una parte de la Iglesia, sino la Iglesia, que es
una realidad única e indivisible en todo el mundo. La Iglesia no se puede concebir como una
unidad primera que después se divide en partes, ni como una pluralidad que posteriormente se
une por confederación. Es un único acontecimiento salvífico, derivado del único acontecimiento
salvífico de Cristo; y por eso es siempre la misma en todas partes. Como dice san Pablo: «Uno solo
es el cuerpo y uno solo el Espíritu, como también es una la esperanza...; un solo Señor, una fe, un
bautismo, un Dios que es Padre de todos...» (Ef 4,4-6).
Pero, como el acontecimiento salvífico que es la Iglesia es para todos y cada uno de los hombres,
necesita mostrar su eficacia concreta en todo tiempo y lugar. Por eso la única Iglesia de Cristo se
manifiesta y opera de múltiples maneras y en distintos lugares: como Iglesia doméstica en la
familia, o como Iglesia parroquial, como comunidad de oración o de misión, como comunidad de
consagrados o de laicos... En todas estas manifestaciones, es la única Iglesia, que se hace
presente, actúa y se convierte en objeto de experiencia palpable. Y, entre todas estas
manifestaciones, hay una, plena y eminente, principal y necesaria: la Iglesia diocesana. Ella reúne
a todos los bautizados que habitan en un territorio determinado: está presidida por un miembro
del Colegio episcopal; tiene todos los elementos constitutivos y estructurales que caracterizan a la
Iglesia; cuenta con todos los medios de salvación con los que la dotó su Fundador; asume la
plenitud de la misión evangelizadora en sus diferentes tareas; encarna el evangelio en las
condiciones sociales, históricas y culturales del territorio en el que está implantada.
Como cada Iglesia particular, aun gozando de todos los elementos que constituyen la Iglesia,
reúne sólo a una porción determinada del pueblo de Dios, existe una pluralidad de Iglesias. De
modo que la Iglesia universal aparece como un «cuerpo de Iglesias» (LG 23), que integra el único
cuerpo místico de Cristo, en el que cada Iglesia es como una célula viva, imagen fiel y operante d el
misterio de la Iglesia universal.
El decreto Christus Dominus del Vaticano II ofrece la siguiente definición teológica de la Iglesia
particular: «La diócesis es una porción del pueblo de Dios que se confía a un obispo para que la
apaciente con la colaboración de su presbiterio. Así, unida a un pastor, que la reúne en el Espíritu
Santo por medio del evangelio y la eucaristía, constituye una Iglesia particular. En ella está
verdaderamente presente y actúa la Iglesia de Cristo una, santa, católica y apostólica» (CD 11).
El principal acierto de esta definición es que no sólo muestra los principios que hacen que la
diócesis sea verdadera Iglesia, sino que descubre también su dinamismo. Por eso se enumeran
una serie de elementos, de distinta consistencia y valor, pero íntimamente relacionados, que, por
una parte, son los que constituyen el ser de la diócesis, y, por otra, son la fuente continua de su
vitalidad. Además, dichos elementos son, al mismo tiempo, dones que la Iglesia recibe de Cristo y
actos de la misma Iglesia, a través de los cuales realiza su mediación salvífica.
a) El pueblo de Dios. La diócesis es ante todo pueblo de Dios, comunidad de creyentes constituida
por la Palabra y los sacramentos, en la que la fe es comunicada, recibida, compartida y
transmitida. De este modo, el Vaticano II aplica directamente a la diócesis todas las características
e implicaciones de la categoría teológica del pueblo de Dios, que aparecen descritos en el capítulo
segundo de la Lumen gentium: la iniciativa divina, la dignidad común, la igualdad fundamental, la
diversidad de carismas y funciones, la misión universal. La expresión porción del pueblo de Dios no
se ha de entender en sentido distributivo o restrictivo, sino como concreción encarnatoria. Esta
comunidad concreta, ubicada en un lugar y limitada en su composición, es imagen, manifestación
y presencia operante del único pueblo de Dios que se extiende en todo el mundo. Se describe así
una comunidad que, a la vez, es católica y local.
b) El Espíritu Santo. Es el elemento principal y decisivo, ya que, como sujeto de la iniciativa divina,
es el que comunica la vida misma de Cristo a través de la Palabra y los sacramentos, y el que
convierte a un grupo humano en Iglesia de Cristo. 1) El es el creador de la unidad y de la
pluralidad; o, mejor dicho, de la unidad que armoniza la pluralidad, y de la pluralidad que integra y
enriquece la unidad. 2) Crea la peculiaridad de cada Iglesia, dirigiendo e iluminando el proceso de
encarnación del evangelio en cada cultura determinada, e integra esta manifestación en la unidad
y catolicidad de la única Iglesia. 3) Distribuye ministerios y carismas distintos, y los hace converger
y servir al bien común de todo el pueblo de Dios. 4) Convierte el don gratuito de Dios en principio
y exigencia de responsabilidad libremente asumida. 5) Hace que la Iglesia sea fruto de la acción
salvífica de Dios y, al mismo tiempo, medio para extenderla. 6) Asegura los medios institucionales
de la comunidad cristiana y sopla con libertad como quiere y donde quiere. 7) Mantiene la
identidad del pueblo de Dios y lo impulsa al encuentro y al diálogo con todos los hombres. Es a la
vez fuerza centrípeta y centrífuga, principio de comunión y de misión.
e) El obispo y su presbiterio. Las últimas palabras del texto que acabamos de citar, texto clave para
la recuperación de una eclesiología eucarística y concreta, indican la íntima relación del obispo y,
con él, de todo el ministerio ordenado, con la eucaristía. El Vaticano II hace consistir la esencia del
ministerio en la capacidad de actuar in persona Christi capitis, es decir, como manifestación visible
y eficaz de la capitalidad de Cristo sobre la Iglesia. Como Cristo es quien convoca, dirige, preside,
construye y vivifica a su Iglesia, y esto lo hace principalmente en la eucaristía, no puede haber
Iglesia ni eucaristía que no esté presidida por esa representación visible de Cristo que es el obispo,
en grado pleno, y el presbiterio, en grado dependiente y subordinado. En cada Iglesia particular el
obispo es, no el simple gobernante administrativo, sino el garante de la apostolicidad de la fé
transmitida, vivida y celebrada, el pastor que trasluce visiblemente la solicitud del único Pastor, el
principio visible de unidad en su propia Iglesia, y el vínculo que la une a la comunión de las
Iglesias, bajo la presidencia del sucesor de Pedro. Y en esta misión, el obispo está asistido por un
colegio de presbíteros, signo concreto de la colegialidad del ministerio eclesial, y por los demás
ministros. De manera que la Iglesia particular goza de la plenitud del ministerio en todas sus
manifestaciones.
V. Rostro propio
La Iglesia particular es la realización del misterio de la Iglesia en un lugar concreto. Pero esta
localización no aparece expresamente en la definición teológica de CD 11. La razón parece residir
en el hecho de que los padres conciliares quisieron ofrecer una definición exclusivamente
teológica y no administrativa o territorial. De ahí que nombre solamente aquellos elementos que
consideran como constitutivos del ser teológico de la diócesis. Pero, entonces, se plantea una
cuestión importante: ¿es el lugar o territorio un simple factor externo y circunstancia, que no
tiene ninguna incidencia en la naturaleza y realización de la diócesis, o, por el contrario, es algo
que afecta a su propio ser? La teología del inmediato posconcilio se dividió a la hora de responder
a este interrogante; y esta división quedó patente en la preferencia por una de las dos
denominaciones: Iglesia particular o Iglesia local. Actualmente, la mayor profundización sobre las
relaciones de la Iglesia con el mundo, ha contribuido a superar en gran parte la polémica,
mediante el acercamiento de las posiciones.
La radicación en un lugar y en sus peculiaridades hace que cada Iglesia sea distinta de las demás,
le da un rostro propio. Porque todos los elementos que la constituyen como Iglesia, quedan
afectados por los factores humanos que la distinguen. De modo que «la Iglesia o pueblo de Dios,
al hacer presente este reino, no quita ningún bien temporal a ningún pueblo. Al contrario, ella
favorece y asume las cualidades, las riquezas y las costumbres de los pueblos en la medida en que
son buenas, y, al asumirlas, las purifica, las desarrolla y las enaltece» (LG 13).
El texto que acabamos de citar nos hace caer en la cuenta también de que la Iglesia particular no
se identifica totalmente con su lugar. En primer término, porque no todos los hombres que
habitan en él son Iglesia. Pero, sobre todo, porque no todas las peculiaridades de un determinado
grupo humano son asumibles indiscriminadamente desde el criterio supremo que es el evangelio.
De ahí que la inculturación del evangelio tenga que ir necesariamente acompañada por la
evangelización de la cultura, que purifica insuficiencias y desvíos que se pueden dar en las
distintas sociedades. Alguien ha definido esta doble dinámica como encarnación crucificada, por
difícil y martirial, pero también por redentora.
BIBL.: ÁLVAREZ AFONSO B., La Iglesia diocesana: reflexión teológica sobre la eclesialidad de la diócesis, PROD. GRAF., La Laguna
1996; AMATO A. (ed.), La Chiesa locale. Prospettive teologiche e pastorali, Roma 1976; ANTÓN A., La Iglesia universal-Iglesias
particulares, Estudios eclesiásticos 47 (1972); Iglesia local/regional. Reflexión sistemática, en Iglesias locales y catolicidad,
Universidad Pontificia Salamanca, Salamanca 1992; BLÁZQUEZ R., La Iglesia del concilio Vaticano II, Sígueme, Salamanca 1988;
COLOMBO G., La teología della Chiesa locale, en TESSAROLO A. (ed.), La Chiesa locale, Bolonia 1970; CORECCO E., Iglesia
particular e Iglesia universal en el surco de la doctrina del concilio Vaticano II, en Iglesia universal e Iglesias particulares,
Universidad de Navarra, Pamplona 1989; FLORISTÁN C., La Iglesia local, en Teología práctica. Teología y praxis de la acción
2
pastoral, Sígueme, Salamanca 1993 ; GONZÁLEZ DE CARDEDAL O., Génesis de una teología de la Iglesia local desde el concilio
Vaticano 1 al concilio Vaticano II, en Iglesias locales y catolicidad, Universidad Pontificia Salamanca, Salamanca 1992; LEGRAND
H., Compromisos teológicos de la revalorización de las Iglesias locales, Concilium 71 (1972); La Iglesia local, en LAURET B.-
REFOULÉ F., Iniciación a la práctica de la teología III, Cristiandad, Madrid 1985; LUBAC H. DE, Las Iglesias particulares en la
Iglesia universal, Sígueme, Salamanca 1972; MARTINEZ SISTACH L., La eucaristía, manifestación principal de la Iglesia.
Referencia a la Iglesia particular, Phase 29 (1989); PAYÁ ANDRÉS M., Iglesia universal-Iglesias particulares. Estado de la cuestión
después del Vaticano II, Anales Valentinos 5 (1979); RODRÍGUEZ P., Iglesia local e Iglesia universal, en Sacramentalidad de la
Iglesia y sacramentos, Pamplona 1989; ROUCO VARELA A. M., Iglesia universal-Iglesia particular, Ius Canonicum 22 (1982).
SUMARIO: I. La Iglesia en América latina y el Caribe. II. Pertenencia religiosa. III. Práctica religiosa
y mentalidades. IV. Educación. V. Presencia católica en los medios de difusión. VI. Temas sociales
en las comunicaciones católicas. VII. Las Iglesias en la asistencia y promoción social. VIII. La Iglesia
ante la mujer.
El Consejo episcopal para América latina (CELAM), fundado en 1955, incluye 22 conferencias
episcopales: al norte, México; en Centroamérica, Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua,
Costa Rica y Panamá; en el mar Caribe, Cuba, Puerto Rico, República Dominicana y Haití
(francoparlante); más la conferencia episcopal de Antillas, con 15 países de los que no son
insulares, en Centroamérica, Belice, y en Sudamérica, Guayana (de lengua oficial inglesa, como el
anterior), Guayana Francesa y Surinam (de lengua holandesa). Esta conferencia episcopal incluye
dos islas francoparlantes: Guadalupe y Martinica, y además Bermudas, frente a Norteamérica, de
idioma inglés; en el archipiélago de Antillas: Antigua, Bahamas, Barbados, Dominica, Granada,
Jamaica, Santa Lucía y el estado de Trinidad y Tobago, que tienen a su vez dialectos locales, lo que
complica su integración. Sudamérica tiene 10 conferencias episcopales: Venezuela, Colombia,
Ecuador, Brasil (el único lusoparlante), Perú, Bolivia, Paraguay, Uruguay, Argentina y Chile.
En 1989 América latina y el Caribe concentraban el 42,5% de los 906 millones de católicos del
mundo, con tendencia desde 1970 a aumentar, mientras Europa incluía el 31,1%, con tendencia a
disminuir en el mismo lapso.
Los protestantes y evangélicos han aumentado bruscamente entre 1960 y 1985: de 2,1 al 5,5% de
la población en Argentina, de 1 al 7,6% en Bolivia, de 7,8 al 17,4% en Brasil, de 10,8 al 12,5% en
Chile, de 0,7 al 3,1% en Colombia, de 4,3 al 7,7% en Costa Rica, de 0,3 al 3,4% en Ecuador, de 2,2
al 14% en El Salvador, de 3 al 20,4% en Guatemala, de 10,4 al 17,4% en Haití, de 1,5 al 9,9% en
Honduras, de 1,9 al 4% en México, de 4,5 al 9,3% en Nicaragua, de 7,6 al 11,8% en Panamá, de 0,7
al 4% en Paraguay, de 0,7 al 3,6% en Perú, de 6,9 al 27,2% en Puerto Rico, de 1,5 al 6,4% en
República Dominicana, de 1,6 al 3,1% en Uruguay, de 0,7 al 2,6% en Venezuela1.
Recientemente está llegando el islam, con mezquitas en las capitales y principales ciudades de
Latinoamérica, debido a un renacimiento musulmán, dentro del cual crece el aprecio por una
democracia que exigen sus activistas en diversos países árabes, aunque sin la secularización
occidental. La corriente mayoritaria acepta el diálogo interreligioso, aunque existen minorías
terroristas y fanáticas entre cristianos, judíos y otros credos.
Están surgiendo y creciendo también otros grupos paracristianos, como los Mormones, Testigos
de Jehová, Ciencia Cristiana, Nueva Jerusalén; esotéricos, como el espiritismo o la Gran
Fraternidad, el movimiento pararreligioso Nueva Era, y orientales como Moon, Ba'Hai, Krisna. Los
cultos orientalistas, extendidos sólo entre las tensionadas capas medias, se dedican más a la
exploración del yo, para olvidar las propias frustraciones y sufrimientos, descubriendo la propia
divinidad con ayuda de técnicas psicosomáticas; y proponen una liberación ajena a la realidad
social.
Sin embargo, la mentalidad ético-religiosa con que se enfrentan los evangelizadores supone
fuertes resistencias. Muchos son indiferentes, aun entre los bautizados, que seleccionan lo que les
parece bien de la fe cristiana, incluso manteniendo una actitud anticlerical. Hay amplios sectores
que rinden culto al placer, al tener o al poder, sin preocupaciones doctrinales. Los jóvenes son
atraídos hacia el hedonismo y permisividad norteamericanos, con indiferencia neoeuropea hacia
la verdad y los valores, perdiendo el sentido de la vida, apegados a lo sensual y sentimental
heredado de indígenas y africanos, pero ajenos a la solidaridad, a lo gratuito y al misterio; si son
pobres tienden a la delincuencia o la drogadicción barata (neoprén y pasta base o bazuco); si son
ricos, a otros vicios.
Muchos han recibido una catequesis puramente doctrinal, sin conversión a Jesucristo ni
compromiso hacia los necesitados. Hay militares que se alejan de la Iglesia por crítica de esta a la
ideología de la seguridad nacional2, y empresarios, economistas y políticos alejados por las críticas
de la Iglesia al materialismo e individualismo de la ideología neoliberal. Sin embargo, aceptan una
evangelización testimonial que haga presente a Jesucristo en el culto y en el prójimo.
Desde el siglo XIX, hay también ateísmo militante racionalista, a veces de inspiración
existencialista, o también masónica (que tiene una corriente deísta), que, en su versión marxista,
con ocasión de la actual apertura de mercados hacia China, probablemente buscará allí el apoyo
económico e ideológico perdido en 1989 al desintegrarse la Unión Soviética.
Están surgiendo, además, estructuras jurídicas laicistas, especialmente en Uruguay, país casi
carente de religiosidad popular. Al modo de la corriente liberal, iniciada en todos estos países en
el siglo XIX, en Paraguay la Constitución de 1992 separó la Iglesia del Estado, aunque respetando
su libertad. Acuerdos de los gobiernos con la jerarquía católica permiten la presencia de un obispo
con rango y feligresía militar en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, El Salvador,
Paraguay, Perú, República Dominicana y Venezuela.
IV. Educación
Hay universidades católicas con erección canónica por la Sede Apostólica, en Perú: Lima (Teología
1571 y U.C. 1942); Chile: Santiago (1988), Valparaíso (1961), Arica, Antofagasta, La Serena, Talca,
Concepción, Temuco (1994); Argentina: Buenos Aires (Teología 1932 y U.C. 1960); Colombia:
Santafé de Bogotá (1937); Medellín (1945); Brasil: Río de Janeiro (U.C. 1947 y Filosofía 1981), Sáo
Paulo (1947), Porto Alegre (1950), Campinas (1956), Belo Horizonte (Teología 1941 y U.C. 1983),
Curitiba (1985); Ecuador: Quito (1954); Cuba: La Habana (1957); Guatemala: Guatemala (1961);
Venezuela: Caracas (1963); Panamá: Panamá (1965); Paraguay: Asunción (1965); Puerto Rico:
Ponce (1972); México: México (teología 1982); Uruguay: Montevideo (1985); República
Dominicana: Santiago de los Caballeros (1987). Además, Costa Rica tiene dos universidades
católicas.
La escuela católica es gratuita en algunos países donde hay subsidios estatales, dependientes de la
coyuntura política; pero es de pago en los demás, salvo cuando la sostienen instituciones
benéficas. En algunos países se puede o se debe impartir enseñanza religiosa, aun en la escuela
pública de nivel primario o secundario, lo cual favorece la evangelización de los alumnos y de los
padres de familia, y el compromiso apostólico de los profesores.
Pocos episcopados dan prioridad a la presencia católica en los medios de difusión, hasta el punto
de no mencionar siquiera el tema en sus informes a las asambleas del CELAM, a pesar del
predominio protestante en las emisoras de radio.
En Argentina hay dos diarios y una revista mensual católicos, que comentan la actualidad. En
Bolivia hay un diario católico nacional, dos agencias católicas de noticias, una productora de
televisión y un 40% de emisoras de radio católicas. En Colombia hay 85 emisoras parroquiales, un
semanario nacional y una programadora de televisión católicos. En Honduras hay programas y
noticiarios religiosos en canales y emisoras comerciales, un semanario católico, 11 emisoras
católicas con programación educativa y un canal de televisión con proyecto educativo y
evangelizador, además de un canal protestante de televisión. En Paraguay hay una emisora de
radio diocesana. En Chile hay dos canales de televisión con el nombre de universidades católicas,
pertenecientes a corporaciones donde el obispo local tiene escaso influjo; su programación
mereció críticas de los grupos sinodales de Santiago, en 1995.
Hay una presencia de la fe cristiana, a veces ambigua o crítica, en la literatura, en las canciones
populares tradicionales y actuales, y una imagen también variable de la Iglesia, del presbítero, de
los religiosos y de las devociones en las teleseries y en el cine latinoamericanos. Los obispos y
otros eclesiásticos suelen ser consultados por los periodistas sobre los temas morales y
legislativos, pero en este tipo de noticias se deja, a veces, espontánea o intencionadamente la
impresión de una Iglesia impositiva y poco misericordiosa.
Las comisiones nacionales de Justicia y paz son organismos de cada episcopado, con alta
participación de laicos, que formulan pronunciamientos públicos sobre situaciones que afectan a
la justicia y a la paz.
Los asuntos socio-culturales y económico-políticos que más ocupan a los episcopados por razones
apostólicas, están formulados principalmente en las conferencias generales del episcopado
latinoamericano en Medellín (Colombia, 1968), en Puebla (México, 1979) y en Santo Domingo
(República Dominicana, 1992), y en pronunciamientos de las Iglesias locales. Esos temas son:
dignidad y derechos de la persona, solidaridad, consolidación democrática, integración
latinoamericana, identidad cultural y recuperación de valores culturales, cultura de la vida contra
la cultura de muerte, ecología física y moral, reconciliación nacional, convivencia pacífica,
concertación social, promoción de la familia y de la juventud, opción evangélica por los pobres,
promoción de indígenas y negros, calidad de la educación, justicia social y judicial, neoliberalismo,
deuda externa, empobrecimiento y brecha socioeconómica, desempleo, vivienda, salud, violencia
delictiva, libertinaje sexual exacerbado por el turismo y por los medios informativos, sida,
violencia sexual contra mujeres y niños, corrupción administrativa y política.
Hay algunos acentos según los países: migraciones de indocumentados, malos tratos y tortura en
las cárceles (México); legitimidad de los dirigentes y partidos políticos, radicalización de las
demandas sociales, movilización indígena, contrainsurgencia y militarismo dependiente, transición
democrática tutelada, mediación en favor de los sin voz, deterioro del intercambio internacional,
inflación monetaria, especulación financiera (Guatemala); niños de la calle, criminalidad de
posguerra, agitación social (El Salvador); identidad nacional y religiosidad popular, deuda externa,
desapariciones forzadas, trabajo femenino (Honduras); retorno de emigrados, pluralismo en las
comunicaciones de masas, libertad de cátedra, ideologización partidista de la cultura y de la
teología, usurpación de bienes nacionales y particulares, terrorismo (Nicaragua); narcotráfico,
refugiados de guerras civiles de países vecinos (Costa Rica); desnutrición, malos tratos familiares,
violaciones, deforestación, presencia armada estadounidense, desarrollo vertical (Panamá); la
superstición como suplencia social, promoción de la educación universitaria (Haití); ahorro,
inversión en educación, caída del poder adquisitivo, inoperancia institucional, canales de
expresión ocial, inseguridad, fuga de capitales (República Dominicana); colonialismo,
hacinamiento carcelario (Puerto Rico); estatizaciones bancarias, niños de la calle (Venezuela);
maternidad adolescente, narcoterrorismo, secuestros (Colombia); subempleo (Ecuador); hambre,
privatización de servicios públicos, dominio del mercado sobre el Estado, inconsciencia ética de las
elites, cultura de la pobreza, cultura informática, uniformación del consumo (Brasil); participación
popular, baja esperanza de vida, estancamiento demográfico, economía informal, producción
alternativa a la coca, recuperación cultural y culturalismo cerrado (Bolivia); educación cívica
masiva, revisión del estatuto militar, desregulación de la economía, anquilosamiento judicial,
mediación social de la Iglesia, concertación nacional, laicismo estatal, despenalización del aborto y
de la eutanasia (Paraguay); temporeros agrícolas, cultura consumista, endeudamiento familiar,
delincuencia, detenidos desaparecidos, universidades privadas con programas de investigación,
formación de educadores, rol social de la mujer (Chile).
Es un escándalo que América latina y el Caribe sean una región cristiana y pobre, donde la fe no
ha logrado promover una convivencia social digna. Las grandes ciudades ostentan un sector de
gran lujo, acaparado generalmente por una minoría blanca no mestizada o de reciente
inmigración, aislada y ajena al entorno modesto y mísero que incluye la mayoría de los indígenas y
negros. La estructura económica injusta empuja a niños y jóvenes pobres a la delincuencia y a la
prostitución y, en los últimos años, a la drogadicción y al narcotráfico a pequeña escala.
El sistema de patronato real colonial impidió que el mensaje cristiano incluyera una defensa
pública de la justicia, limitándolo a promover las obras de misericordia, lo cual se mantuvo por
hábito después de la emancipación. En 1989, la Iglesia católica mantenía en la región 4.387
dispensarios, en especial en Brasil y México, y 3.486 jardines infantiles gratuitos, principalmente
en Brasil y Perú; 2.939 centros de educación social, sobre todo en Brasil, México, Guatemala,
Colombia, Perú, Ecuador y Argentina, además de hospitales, orfanatos, asilos, consultorios
matrimoniales, centros para minusválidos y leproserías. Lento ha sido el influjo de las encíclicas
sociales en la praxis eclesial, pero desde el Vaticano II la opción evangélica por los pobres ha
orientado la relación de la Iglesia católica y la sociedad.
En 1968, Nelson Rockefeller, tras un viaje por América latina, sugirió al gobierno de los Estados
Unidos de Norteamérica potenciar sectas conservadoras, pues la Iglesia católica, por su
compromiso con el pueblo pobre y su reclamo por un cambio profundo de estructuras, había
dejado de ser aliada de confianza y garantía de estabilidad social para el continente3. En 1980, el
Informe de Santafé propone «una nueva política interamericana para los años 80», reiterando esa
alerta frente a la Iglesia católica; en la XVII Conferencia de las Fuerzas armadas americanas
(excluida Cuba), hubo un informe secreto sobre la teología de la liberación; y en 1988, un segundo
informe presentado en Santafé, propone «una estrategia para América latina en los años 90», con
las mismas precauciones frente a un catolicismo comprometido en lo social. Entonces irrumpen
de forma espectacular en América latina cultos pentecostales y orientalistas, y predominan los
regímenes militares de seguridad nacional, que atribuyen la proliferación de nuevos cultos al
descuido católico por lo divino para dedicarse al humanismo social. Los templos pentecostales
defienden los bienes que Dios da a través del mercado libre, apoyado por militares y hombres de
bien; critican, por politizada o mundanizada, a la Iglesia católica y acusan de comunistas ateos a
los líderes sociales. Los católicos pobres más conservadores se pasan a cultos protestantes, donde
rezan por necesidades individuales, compran agua milagrosa y óleos benditos, pagan diezmos y se
alejan de la política.
Las mujeres constituyen la porción más numerosa y activa en la Iglesia, pero ocupan en ella pocos
lugares de alta reflexión y decisión, aunque está mejorando su formación teológica y profesional,
tanto entre las laicas como entre el personal femenino de especial consagración. La alta autoridad
eclesial proclama su dignidad, pero los niveles medios e inferiores les suelen asignar roles
auxiliares y formas de acompañamiento paternalistas y autoritarias que les imponen patrones de
conducta resignada y abnegada.
La cultura del espectáculo audiovisual tiende a debilitar en la mujer sus valores de laboriosidad,
valentía, promoción maternal de la vida y fidelidad, en aras del entretenimiento, la comodidad y
ocio irresponsable; del cuidado narcisista de la apariencia física y de la igualdad con el varón, para
el mal. Una renovada exégesis bíblica, practicada especialmente por teólogas, revisa la caricatura
de la visión judeocristiana de la mujer, que la presenta como patriarcal y retrógrada, con el fin de
promover una diferencia complementaria con el varón, que no implica desigualdad ni
discriminación.
NOTAS: 1. J. P. BASTIAN, Les protestantismes latinoaméricains: un objet á interroger et á construire, Social Compass XXXIX 3
2
(1992) 333. — Cf Puebla 49, 314, 547, 549, 1259-1262. — 3. Time, 27.12.1982.
BIBL.: ALCAMAN PAINEN S., La realidad indígena americana: un desafío misionero, Cuadernos franciscanos XXVI-98 (1992) 88-
93; Annuario Pontificio per l'anno 1995, Ciudad del Vaticano 1995; ARIAS M., Conversion and Justice Issues. A latin American
Perspective, The Ecumenical Review XLIV-4 (1992) 410-418; BASTIAN J. E., Les protestantismes latinoaméricains: un objet á
interroger et á construire, Social Compass XXXIX-3 (1992) 327-354; BERNAL S., 11 contesto in cui vive e opera la Chiesa in
America Latina, Aggiornamenti Sociali XLIV-12 (1993) 827-836; CARNEIRO DE ANDRADE E. F., A condicao pósmoderna como
desafío a pastoral popular, Revista Eclesiástica Brasileira LIII-209 (1993) 99-113; CARTAXO RoLIM F., Pentecostalismo, governos
militares e revolucao, Revista eclesiástica brasileira LIII-210 (1993) 324-348; Visao sociológica do pluralismo religioso no Brasil,
Telecomunicagao XXII-95 (1992) 21-38; DELAI, La mujer en la Iglesia y en la cultura latinoamericana, Docla XXI-108 (1993) 375-
392; La mujer en América latina: en búsqueda de su identidad, CELAM, Santafé de Bogotá 1994; ESPOSITO J. L., La amenaza
islámica, ¿mito o realidad?, Concilium XXX-253 (1994) 433-444; GALINDO F., El fundamentalismo protestante, experiencia
ambigua para América latina, Verbo Divino, Estella 1992; HUERTA M. ANTONIETA-PACHECO L., América latina. Realidad y
perspectivas, DEPAS-CELAM, Santafé de Bogotá 1992; LARROULET C: SANCHO A., Acuerdos y políticas para enfrentar la pobreza,
Persona y Sociedad VII-2-3 (1993) 243-259; MARTINS TERRA J. E., Mafonaria, Communio (Río de Janeiro) 62 (1993) 134-185;
MASPERO E., El embate del neoliberalismo, Cuestión social I-4 (1993) 452-462; MEJÍA M. R., Educación popular: una fuerza
creativa desde los sectores populares, Estudios Sociales (Santo Domingo, R. D.) XXVI-93 (1993) 61-82; MIGUENS F.,
Latinoamérica ante la nueva evangelización, Scripta Theologica XXIV-1 (1992) 127-146; PARKER C., La identidad latinoamericana
a la luz de los 500 años de América y de la crisis contemporánea, Páginas XVII-116 (1992) 39-47; QuARRACINO A. Y OTROS,
Ateísmo, no creencia e indiferencia religiosa en América latina, Medellín XI-44 (1985) 543-576; SCANNONE J. C., Hacia la justicia
en el mundo y en América latina, Cuestión social (México) I-1 (1993) 73-78; SUESS P., Fundamentalismo e pastoral indígena,
Revista eclesiástica brasileira 54-216 (1994) 942-945.
No es un tópico fácil1 ni un lugar común afirmar que el análisis de la relación del factor religioso
con lo social y político, en España, durante este siglo es complejo, como la historia misma2. En
línea de máxima se puede afirmar que, en las primeras décadas del siglo XX, especialmente en el
período de las Repúblicas, España sufría el mismo drama que Francia había vivido desde finales
del siglo XVIII: el enfrentamiento entre Iglesia y Revolución (H. Rager).
Estallado el conflicto, se registra un triste balance: casi un millón de muertos, como suma total, de
los cuales, más de seis mil ochocientos asesinados son religiosos y clérigos. Situados en el período
de 1936 a 1939, tal vez una de las interpretaciones más acertadas de lo sucedido durante la
Guerra civil pueda ser la de aquellos historiadores y sociólogos que han subrayado que la Iglesia se
encontró con la disyuntiva de verse perseguida y profanada o defendida y manipulada. Y le
sucedieron ambas cosas a la vez (A. Bolado).
Y si espontánea fue en los años treinta, a juicio de notables historiadores, la identificación entre
derecha y clericalismo e izquierda y anticlericalismo, no menos espontáneamente, ya a partir de
los años cuarenta, se fue fraguando el llamado nacionalcatolicismo de la posguerra (unión
régimen-Iglesia), con vocación e impulso claramente apostólicos y de transformación de la
sociedad española, en orden a vivir un catolicismo auténtico (J. Tusell).
Concluida la Guerra civil, al menos cuatro problemas quedaban sin resolver (J. M. García
Escudero): 1) el conflicto social de las dos Españas; 2) la simplificación política y el debilitamiento
legal de los nacionalismos, particularmente el vasco y el catalán; 3) el peso del totalitarismo y
autoritarismo políticos, y 4) la mitigación o silencio de las atrocidades cometidas en el bando
nacional.
El sistema político franquista, concluida la II Guerra mundial con la victoria de los aliados, vio en la
Iglesia la mejor mediación y garantía legitimadora del régimen a nivel internacional, en el nuevo
orden mundial que se estaba fraguando (G. García Queipo de Llano).
En 1953 se firma el Concordato entre la Santa Sede y el Estado español. Paradójicamente, a partir
de la firma del mismo, la Iglesia se distancia y comienza a interceder y exigir en favor de las
aspiraciones autonómicas de las regiones, de los obreros, de los marginados y de los intelectuales.
Desde 1959, año en el que se aprueba un nuevo estatuto para la Acción Católica, los movimientos
de Acción Católica (general, de adultos y movimientos especializados) van creciendo, con una
pedagogía y análisis de la realidad propios que, especialmente entre la clase trabajadora,
contrastan con el sindicalismo oficial y la ausencia de libertades.
Suele fijarse el año 1958 para el nacimiento de ETA. Y, en el campo de la contestación abierta, en
1960, un grupo de sacerdotes vascos acusan al obispo de Bilbao de compromiso con el
franquismo. En la década de los 60-70, numerosos sacerdotes jóvenes salen a estudiar a países
europeos y, desde la necesaria distancia, ven el panorama español con ojos críticos y
contestatarios. Unase a este dato las traducciones de libros teológicos que abren nuevos
horizontes a la tradicional teología española. Es, también en lo social, la época de los políticos
tecnócratas, muchos de ellos provenientes del Opus Dei.
Sin enumerar otros detalles históricos, tal vez merezca la pena reseñar el impacto positivo que
causó la encíclica Mater et magistra (1961) por su talante realista y abierto, en diálogo
evangelizador con el mundo moderno. El decenio de los 50-60 ve nacer, en España, los primeros
síntomas de una pastoral renovada y renovadora, a través de iniciativas como los cursillos de
cristiandad y los movimientos familiares. Se escuchan ecos de un mundo mejor.
A partir de 1968, Cuadernos para el Diálogo, de ideología democristiana, pueden ser considerados
como la base de un cristianismo de talante democrático que nunca desembocará en un partido de
cuño confesional4.
Más allá de estas pinceladas, nos adentramos con mayor detenimiento en lo esbozado.
La aplicación del Vaticano II en nuestro suelo hispano será tensa y, además, coincidente con el
inicio de la transición socio-política. La Iglesia española, a la luz de Gaudium et spes (1976),
encuentra el modelo de relación entre comunidad política e Iglesia: «independencia y sana
cooperación en favor de la persona humana». Y desde la constitución Lumen gentium y la
declaración Dignitatis humanae personae, comienza a plantearse el complejo tema de la libertad
religiosa8. A partir de este momento, la Iglesia va tomando conciencia de que ya no se relaciona
con el Estado como sociedad perfecta, sino como instancia moral y religiosa que garantiza los
derechos de la persona, entre ellos el de libertad de conciencia y religiosa. El posconcilio supone
en España el reconocimiento de la libertad religiosa y la desaparición progresiva del
nacionalcatolicismo. Es la época del «desenganche» (J. L. Ortega). Con un precio: la pérdida de
presencia pública de la Iglesia, que es tanto como decir la pérdida de relevancia y prestigio social.
En términos técnicos, prima la mediación (apostolado personal en cada ambiente) sobre la
presencia social (apostolado de bloque o institucional) 9. Podemos afirmar, con J. Tusell 10, que el
Vaticano fue acogido, por algunos militantes y cristianos comprometidos, con entusiasmo no
disimulado. Otros, recelosos, no supieron ni quisieron asumirlo. Y una mayoría se puede calificar
como expectante ante una situación nueva y de cambio.
En cuanto al impacto de los documentos conciliares, siguiendo los apuntes de J. M. Laboa11,
podemos afirmar que se comienza a propagar la pastoral bíblica (Dei Verbum), se aceleran las
reformas litúrgicas (Sacrosanctum concilium), se sacan las consecuencias de la eclesiología de
Lumen gentium, se acogen con entusiasmo por parte de las bases, y con lógico recelo por parte de
los mandatarios, Gaudium et spes y Dignitatis humanae, y comienzan a tener sus efectos prácticos
de renovación en la formación de seminaristas y en la vida de los consagrados, los documentos
Presbyterorum ordinis y Perfectae caritatis.
Socialmente, las corrientes de cuño marxista influyen en una visión plural de Iglesia y en una
praxis divergente13 en la que, en ocasiones, se enfrenta lo carismático a lo institucional 14, y se
reduce la Iglesia a una institución promotora de valores sociales y humanitarios (J. M. Laboa).
Curiosamente, los años del posconcilio son los de mayor desarrollo socio-económico en España.
La secularización se comienza a notar en el termómetro de los seminarios: de 8.021 presbíteros en
1964 se pasa a 2.500 en 1974.
En cualquier caso, no se puede decir que la Iglesia no haya encontrado su sitio en la democracia.
En este sentido, es acertada, a mi juicio, la fórmula de la firma de Acuerdos (1979) con UCD17,
sustituyendo el viejo Concordato. Si bien es cierto que dichos Acuerdos, como se demostró
posteriormente, estaban muy abiertos y expuestos, en diversos puntos, a interpretaciones más o
menos generosas y diversas por parte de la comunidad política18.
Las relaciones con el PSOE (a partir de 1982) no fueron fáciles 19: ni por el proyecto político acerca
de lo religioso que este representaba, incluso apoyado por un buen número de cristianos, ni por el
diálogo y fluidez en las relaciones, tan escasos, al máximo nivel de responsables (Gobierno-
Conferencia episcopal).
Con el PP, hasta el momento, y sobre el terreno práctico, las relaciones son más fluidas, pero
existen muchos interrogantes abiertos y sin concretar. Se reflejan, institucionalmente, en el tema
de la enseñanza y de la autofinanciación y, socialmente, en el modelo de desarrollo económico,
sobre el que existen dudas de si será capaz de hacer desaparecer las bolsas de marginación del
llamado cuarto mundo.
Se están abriendo otros frentes autonómicos que no pasamos ni siquiera a esbozar (gallegos,
andaluces, extremeños, castellanos, etc.) y que marcarán, sin duda y junto a los anteriores, el
futuro del Estado español y la relación Iglesia-sociedad española. En este sentido, se puede
afirmar que no sólo en lo social, sino en lo eclesial, caminamos hacia una «Iglesia más
autonómica» (J. Gomis)20.
Mons. Lajos Kada 23, nuncio en España, afirmaba en unas declaraciones: «Leyendo las relaciones
quinquenales que nos envían las provincias eclesiásticas, uno tiene muy claramente la impresión
de una secularización progresiva en casi todas las partes de España... Lo más triste y preocupante
es el creciente desinterés: no están contra la Iglesia, pero no están a favor de la Iglesia, su vida
pasa paralela con ella, sin respeto a la moral, al credo, a la vida de la Iglesia y a la vida religiosa
suya».
Las fundaciones Foessa y Santa María nos aportan datos que hablan por sí solos 24: desde 1972 a
1990, los cristianos practicantes han descendido del 72 al 42%; han aumentado los indiferentes
del 3 al 31%; 5% de ateos. El 80% de practicantes tiene entre 55-80 años, el 20% entre 0-25 años,
el 5% entre 30-55 años. El 80% se consideran católicos; 56% practica alguna vez; 43% reza alguna
vez; 12% muy religioso. El credo es selectivo: 65% cree en el alma; 56% admite el pecado; 54%
cree en el cielo; 34% admite la existencia del demonio; 48% no comparte la postura de la Iglesia
en el tema del aborto; 65% en el divorcio; 70% en anticonceptivos; 50% afirma que no recibe de la
Iglesia luz a sus problemas existenciales y cotidianos.
5. VALORES POSITIVOS DE LA IGLESIA ESPAÑOLA HOY. LOS datos positivos a añadir a este
panorama serían, al menos, y según las mismas encuestas sociológicas (Foessa), estos: la Iglesia ha
ganado en independencia; permanece en amplios sectores un fondo religioso; ciertas
instituciones eclesiales gozan de prestigio (colegios, cáritas, etc); revitalización de cristianos
confesantes y comunidades vivas. En cualquier caso, y paradójicamente, seguimos bajo la doble
tesis de una «Iglesia socialmente mayoritaria» (F. Sebastián) y la realidad que es, en España,
similar a la europea: crece la calidad de las minorías católicas, pero estas son cada vez más
minoritarias (J. Gomis).
Se puede decir en el momento presente que, por primera vez después de muchos años, la Iglesia
española vive en plena libertad, en una sociedad suficientemente libre y democrática, sin apoyos
ni privilegios, pero también sin especiales presiones ni restricciones. Sin falsas protecciones que le
impidan sentir cerca de sí el dolor de un mundo que sufre su propia crisis humana y social y el
eclipse de lo religioso.
Los centros de interés prioritarios en este momento deben ser: la renovación espiritual profunda
(para recobrar el vigor evangelizador y para no caer en la autocrítica sistemática ni en el acomodo
con la cultura imperante ni en la ruptura de unidad y comunión dentro de la Iglesia), la iniciación
cristiana de los jóvenes (realizada conjuntamente por las familias cristianas, los centros de
enseñanza, las parroquias y los movimientos y asociaciones cristianos), el acompañamiento a las
familias (desde su preparación hasta su consolidación permanente), el asociacionismo seglar (es el
test de madurez de nuestras comunidades), la evangelización de la cultura (que no es la vuelta al
confesionalismo, a fundamentalismos o teocracias, sino recobrar una fe integral, que envuelve
todas las dimensiones de la persona y de lo social); el servicio a los pobres del mundo (sin
concesiones ideológicas o políticas, desde lo que exige el evangelio) y el nacimiento de
evangelizadores renovados (capaces de crear fraternidades y equipos apostólicos, fieles al Señor
Jesús y a la Iglesia).
Cerramos este apartado con una sugerencia de J. L. Ortega27: recientemente se han alzado voces
instando a la Iglesia a pedir perdón por su colaboración con el franquismo. La Iglesia insiste en que
ya lo ha hecho en reiterados documentos públicos. Al hilo de la polémica propuesta, se está
abriendo otra: un gran movimiento de reconciliación total en la sociedad, en el horizonte del
2000. Porque es mejor construir en clave de futuro, unidad y tolerancia que no hurgar en las
heridas y cicatrices del pasado.
¿Cómo se ve el futuro de la Iglesia en España? Ante todo, con optimismo y esperanza. La Iglesia no
es sólo ni principalmente empresa humana. Sabemos que es el Espíritu quien la dirige. Nosotros
somos mediaciones que pueden favorecer o retrasar el Reino.
Para finalizar, subrayo los que podrían ser los cuatro puntos cardinales que deben orientar a la
Iglesia española en estos momentos históricos: 1) experiencia más personalizada y libre de
Jesucristo en cada cristiano; 2) vivencia más comunitaria y eclesial de la fe; 3) formación
permanente, siguiendo orientaciones seguras del magisterio, y 4) transformación de la sociedad,
en todos los niveles y campos, según el proyecto de Jesucristo y de su evangelio, colaborando con
proyectos sociales, del signo que fueren, que abran a la utopía y a la esperanza, sobre todo de los
más débiles. Este es el programa del cristianismo. Esta es la política de la Iglesia en estos tiempos
de nueva evangelización28.
Tal vez, en el futuro inmediato, los mayores retos, ya presentes en otras áreas geográficas, sean el
de la relación cristianismo-neoliberalismo29, cristianismo-nueva Europa30 y cristianismo-New
Age31. Pero estos ya son otros temas32. Mientras, seguirán siendo proféticas y actuales estas
palabras escritas en 1976: «Si la Iglesia no recupera su confianza en sí misma como comunidad
religiosa de salvación, no podrá subsistir en una sociedad que cada vez la necesita menos como
gestora de otras funciones supletorias... En España ha dominado una situación de excesiva
identificación entre la Iglesia y las realidades sociológicas... La Iglesia puede perder su identidad
por una encarnación indiferenciada, como puede perder su significación por un distanciamiento
del mundo... Deseamos una Iglesia que no se separe del mundo ni se confunda con él, formando
parte realmente de la sociedad y no dejándose asimilar por nada ni por nadie. Una Iglesia
convertida y sostenida por la esperanza de una humanidad justa y feliz que viene de Dios» 33
2. NUEVA AUDACIA PARA ANUNCIAR EL KERIGMA. No hace mucho, los obispos franceses 34
recordaban –y sirve también para nuestra realidad española— que en la sociedad actual «no
podemos resignarnos a una privatización total de nuestra fe y, aunque es cierto que la Iglesia
católica no cubre toda la sociedad, y que ha renunciado a toda posición de dominio, no lo es
menos que sigue siendo misionera, es decir, "luz del mundo y sal de la tierra "». En dicho
documento se nos matiza que, a la hora de transmitir hoy la fe, en línea kerigmática, debemos
pasar «de lo heredado a lo expresamente propuesto», sabiendo proclamar y educar en el misterio
mismo de la fe: Dios, el hombre y su plan de salvación, la humanidad de Dios y las dimensiones de
salvación, vivir y obrar según el Espíritu, en una Iglesia de comunión y evangelizadora que anuncia
el evangelio, celebra la salvación y sirve a los hombres 35 Una Iglesia viva que es maestra mistagoga
y catequeta para ayudar a que el hombre de hoy personalice la fe36 con los dos movimientos que
esto implica: mayor responsabilización (unidad fe-vida) y mayor reelaboración de la fe (saber dar
razón de nuestra esperanza). Se habla de compaginar la catequesis, propiamente dicha, con una
pastoral de iniciación en el misterio vivo del cristianismo.
En los procesos catequéticos37 habrá que prestar especial atención a las nuevas situaciones
históricas y culturales, buscando lenguajes nuevos y sabiendo unir fidelidad y creatividad. Al
mismo tiempo, favoreciendo la identidad cristiana y la comunión eclesial con un coherente
compromiso cristiano en lo social. Siguen siendo una provocación las palabras de Juan Pablo II:
«Una fe no plenamente acogida, no plenamente pensada, no plenamente vivida, no es fe... Una fe
que no se ha hecho cultura, personal y comunitaria, no es auténtica fe».
NOTAS: 1. Nos basamos principalmente en R. BERZOSA, La relación Iglesia-Comunidad política a la luz de «Gaudium et spes» 76,
Facultad de Teología, Vitoria 1998. — 2. AA.VV., Iglesia y sociedad en España (1936-1975), Popular, Madrid 1977; J. Ruiz Rico, El
papel político de la Iglesia en la España de Franco, Tecnos, Madrid 1977; INSTITUTO FE Y SECULARIDAD, Fe y nueva sensibilidad
histórica, Sígueme, Salamanca 1972; A. ALVAREZ BOLADO, El experimento de nacional catolicismo, Cuadernos para el Diálogo,
Madrid 1976. — 3. A. ARGANDONA, El papel de los tecnócratas en la política y en la economía española, en AA.VV., Iglesia y
poder público, Caja Sur, Córdoba 1997, 291-235. – 4. M. T. COMPTE, Los tres primeros años de «Cuadernos para el Diálogo», en
AA.VV., Iglesia y poder público, o.c., 237. — 5. Cf J. LONGARES, Claves interpretativas del papel de la Iglesia en los últimos
6
cincuenta años de vida en España, en AA.VV., Iglesia y poder público, o.c., 181-184. – AA.VV., Iglesia y política en la España de
hoy, Sígueme, Salamanca 1980; R. DÍEZ SALAZAR, Iglesia, dictadura, democracia, HOAC, Madrid 1981; El capital simbólico.
Estructura social, política y religión en España, HOAC, Madrid 1988; AA.VV., Al servicio de la Iglesia y del pueblo. Homenaje al
cardenal Tarancón, Narcea, Madrid 1984. — 7. A. MONTERO, Cómo vivió la Iglesia los últimos cincuenta años de vida de España,
en AA.VV, Iglesia y poder público, o.c., 193-199. — 8. M. J. COCINA Y ABELLA, De la confesionalidad del Estado a la libertad
religiosa, en AA.VV, Iglesia y poder público, O.C., 257-269. — 9. L. GONZÁLEZ CARVAJAL, Cristianos de presencia y cristianos de
10
mediación, Sal Terrae, Santander 1989. — J. TuSELL, El impacto del concilio Vaticano II en lo político y en la sociedad española,
en J. M. LABOA, El posconcilio en España, Encuentro, Madrid 1988, 377-390; cf también, en la misma publicación, Marco
histórico y recepción del Concilio, 11-59. — 11. Ib, 26-28. — 12. Los ecos del Mayo francés del 68 nos llegan, sobre todo, a través
del movimiento generalizado estudiantil de protesta contra el franquismo y de protesta en las universidades católicas
13
(Salamanca y Comillas); cf P. M. LAMET, La primavera de la Iglesia, Diario 16 (1.5.93), Dossier VI. — Cf AA.VV., Los marxistas
españoles y la religión, Cuadernos para el Diálogo, Madrid 1976. De esta época recordamos dos realidades: Cristianos para el
socialismo y las manifestaciones de clérigos de Bilbao y Barcelona (Operación Moisés). — 14 Cf como eco posterior de la
15
polémica: J. OSES, Profetismo e institución en la Iglesia, Sal Terrae, Santander 1989. - V. CÁRCEL ORTI, Pablo VI y España, BAC,
16 17
Madrid 1997. — J. M. LABOA, o.c., 48-53. — Acuerdos aprobados con el consentimiento tácito de PSOE, PCE y AP, y se
18
refieren a temas de personalidad jurídica eclesial, matrimonio, financiación, asistencia a fuerzas armadas, enseñanza, etc. —
19
C. CORRAL-J. LISTL, Constitución y acuerdos Iglesia-Estado, Comillas, Madrid 1988. — A. HERNÁNDEZ, Crónica de la cruz y de la
rosa, Madrid 1984. — 20. No faltan voces críticas ante este problema: cf C. DÍAZ, Patria no, gracias, en España, fin de siglo:
21
Acontecimiento XIV/46, 53-55. — En los números 32 al 104 del Plan de acción de pastoral de la Conferencia episcopal
22
española para el trienio 1997-2000 (Proclamar el año de Gracia del Señor). — Plan de acción de pastoral de la Conferencia
episcopal española para el trienio 1997-2000 (Proclamar el año de Gracia del Señor). Para una visión de conjunto de los
documentos episcopales sobre nuestro tema, cf F. CHICA ARELLANO, Conciencia y misión de la Iglesia. Núcleos eclesiológicos en
23
los documentos de la CEE, BAC, Madrid 1996. — Vida Nueva (11.1.97) 10. Sobre la situación española, cf el n° 1002 (junio 1997)
24
de la revista Sal Terrae, titulado La Iglesia en España. Dialogar y converger. — R. BERZOSA MARTÍNEZ, Evangelizar en una
25
nueva cultura, San Pablo, Madrid 1998, 5-16. — J. M. MARDONES, Los signos del Espíritu en la sociedad actual, en AA.VV., No
apaguéis el Espíritu. Nuestra casa encendida, Publicaciones Claretianas, Madrid 1998, 59-84. — 26. COMITÉ PARA EL JUBILEO
DEL AÑO 2000, El Congreso en el contexto de nuestra andadura (ponencia introductoria), Edice, Madrid 1997, 45-67. Esta
ponencia está dividida en cuatro partes: I. Fruto de una larga búsqueda; II. Un nuevo horizonte; III. Novedad y características del
Congreso; IV. Principales centros de interés de la pastoral de evangelización. Lo señalado se refiere, principalmente, a los
apartados II y IV. — 27. AA.VV., Iglesia y sociedad (1918-1998), Reinado social 800 (mayo 1998) 36. — 28. L. G. CARVAJAL,
Evangelizar en un mundo poscristiano, Sal Terrae, Santander 1993; AA.VV., Desafíos al cristianismo en el cambio de siglo, Iglesia
viva 192 (noviembre-diciembre 1997). — 29. Sobre cristianismo-neoliberalismo, cf AA.VV., El neo-liberalismo en cuestión, Sal
Terrae, Santander 1993; J. M. MARDONES, Fe y política, Sal Terrae, Santander 1993; Capitalismo y religión, Sal Terrae, Santander
30
1991. — AA.VV., Cristianismo y cultura en la Europa de los años 90, PPC, Madrid 1993; R. POUPARD, El horizonte de la
libertad. En camino hacia la nueva Europa, Ciudad Nueva, Madrid 1994. — 31. Sobre cristianismo-New Age, cf R. BERZOSA
32
MARTÍNEZ, Nueva era y cristianismo, BAC, Madrid 1994; Evangelizar en una nueva cultura, o.c. — Para seguir profundizando
sobre este tema remitimos a las siguientes revistas: Sal Terrae, Razón y Fe, Communio, Iglesia Viva, XX Siglos. — 33. Cf
Manifiesto afirmaciones para un tiempo de búsqueda, fechado el 1 de junio de 1976, y firmado por R. Alberdi, R. Belda, O.
34
González de Cardedal, J. M. Velasco, A. Palenzuela, F. Sebastián y J. M. Setién. — CONFERENCIA EPISCOPAL FRANCESA,
Proponer la fe en la sociedad actual, Ecclesia 2835-2836 (5 y 12 abril 1997) 24-50. — 35. Cf, en esta línea, AA.VV., ¿España por
evangelizar?, Communio 7 (marzo-abril 1985); AA.VV., Transmitir la fe. Condiciones y ámbitos, Sal Terrae 1005 (octubre 1997).
37
— 36. A. TORNOS, Socialización y personalización de la fe, Sal Terrae 1005 (octubre 1997) 707-715. — A. CAÑIZARES LLOVERA,
La catequesis española en el posconcilio, en AA.VV., Al servicio de la Iglesia y del pueblo. Homenaje al cardenal Tarancón, o.c.,
149-166.
BIBL.: Además de la citada en notas, AA.VV., Iglesia y sociedad (1918-1998), Reinado social 800 (mayo 1998) 12-45. Para seguir
profundizando sobre el tema, remitimos a las siguientes obras: AA.VV., El decenio socialista, Fundación Humanismo y
Democracia, Madrid 1993; Sociedad, democracia y libertad, Facultad de teología, Burgos 1997; Sociedad, tolerancia y religión,
Facultad de teología, Burgos 1996; COMBLIN J., Cristianos rumbo al siglo XXI, San Pablo, Madrid 1997; GONZÁLEZ DE CARDEDAL
O., Iglesia y política en la España de hoy, Sígueme, Salamanca 1980; LABOA J. M., El posconcilio en España, Encuentro, Madrid
1988, 11-60; MARDONES J. M., Neoliberalismo y religión, Verbo Divino, Estella 1998; MARTÍN HERNÁNDEZ F., España cristiana,
BAC, Madrid 1982; PUIGJANER J. M., Nosotros no nos damos por vencidos. De los años 60 al fin del siglo, Sal Terrae, Santander
1997; RECIO J. L.-UÑA 0.-DÍAZ SALAZAR R., Para comprender la transición española, Verbo Divino, Estella 1990.
INCULTURACIÓN DE LA FE
EN LA CULTURA DE LA COMUNICACIÓN
SUMARIO: I. En fidelidad dinámica: 1. Una cultura en crisis que hay que volver a evangelizar; 2. El
mundo de la comunicación, nuevo areópago; 3. Cristianos en minoría; 4. Un tiempo carismático;
5. El retorno de los mártires. II. Las nuevas dimensiones de la nueva evangelización: 1. La cultura
de la comunicación social; 2. El método del diálogo; 3. El diálogo intercultural e interreligioso. III.
Como contemplativos en la comunicación social: 1. Fundamento teológico de la relación
contemplación-comunicación; 2. Las tres fidelidades; 3. La unidad de vida.
Hay que advertir, ante todo, que nos referimos aquí, fundamentalmente, a la «catequesis
kerigmática o de carácter misionero» (cf DGC 62) y más explícitamente al primer anuncio que
necesitan los no creyentes y, en su medida, los bautizados que viven en la indiferencia religiosa (cf
DGC 61), necesitados de una nueva evangelización (cf DGC 58c). A estos es a los que los medios de
comunicación quieren, primordialmente, ofrecerles la buena noticia.
Ante los desafíos del tercer milenio, la Iglesia vive hoy nuevamente unas ansias y unos problemas
análogos a los que caracterizaron la primera evangelización. De manera especial, vuelve a
proponerse (naturalmente, de forma diversa) la misma dificultad del primer intento de
inculturación de la fe, al que san Pablo se entregó en cuerpo y alma.
En cierto modo, resurgen en nuestros días los tiempos apostólicos, los días del areópago. Juan
Pablo II lo pone de relieve de manera significativa en la carta apostólica Tertio millennio
adveniente. A punto de concluir el siglo XX –dice el Papa–, terminada la modernidad y caídas las
ideologías, «se repite en el mundo la situación del areópago de Atenas. Hoy son muchos los
areópagos, y bastante diversos. Son los grandes campos de la civilización contemporánea y de la
cultura, de la política y de la economía. Cuanto más se aleja Occidente de sus raíces cristianas,
más se convierte en terreno de misión, en la forma de variados areópagos» (TMA 57).
Esta imagen del areópago, sugerida por el Papa, puede ayudar a encuadrar acertadamente y a
desarrollar en profundidad el discurso no sólo sobre las razones y los modos de emplear los mass
media, sino también sobre la necesidad de la comunicación social en el ámbito de la nueva
evangelización. El ejemplo del Apóstol es especialmente adecuado en nuestros días. Todos
sabemos que el intento de san Pablo de inculturar la fe en el areópago no fue entendido por los
atenienses y no tuvo éxito. Fue una lección amarga, pero también saludable, y no sólo para el
Apóstol de las gentes, sino también para nosotros. En el fracaso de Pablo en Atenas conviene
recordar dos cosas: 1) En su intento de inculturación, Pablo actúa muy pedagógicamente; pero
cuando anuncia la resurrección quema etapas: aquellos intelectuales no estaban preparados para
asumir culturalmente la realidad central del cristianismo; su celo apostólico traicionó a Pablo, por
eso se olvidó de la paciencia divina. 2) Pablo subraya que la evangelización es cosa de Dios; pero él
salva con nuestra colaboración, como se expone a continuación.
Efectivamente, era importante que, ya desde el principio, quedara claro que la evangelización era
y sigue siendo esencialmente obra de Dios. Naturalmente, hay que buscar todos los caminos
posibles y usar todos los medios a disposición (incluidos los más modernos y sofisticados) para
que la palabra de Dios llegue a todas partes y pueda ser escuchada, comprendida y libremente
aceptada. Sin embargo –y aquí está la lección del areópago–, era necesario palpar, ya desde el
comienzo del ministerio apostólico, que la evangelización debe depositar su confianza sólo en
Dios y no en los medios, por más que tenga que servirse dé ellos. La teología del Concilio confirma
que, para el obsequio de la obediencia de la fe a Dios que revela, «es necesaria la gracia de Dios,
que se adelanta y nos ayuda» (DV 5).
Tras poner de relieve los retos principales de los nuevos tiempos, veremos que la evangelización
del mundo contemporáneo –análogamente a cuanto sucedió en la experiencia de los primeros
cristianos y del areópago de Atenas– pasa hoy también a través de la obra de una nueva
inculturación de la fe en el lenguaje, las costumbres y la vida de la sociedad contemporánea. Esto
supone un nuevo esfuerzo de inculturación en la realidad técnico-empresarial de la comunicación
social. Pero ¿de qué modo? ¿Y con qué garantías apostólicas? (cf DGC 212).
Partiendo del presupuesto de que el evangelizador debe poner su confianza más en la gracia del
Espíritu y en la palabra de Dios que en los medios de los que también debe servirse, es necesario
reconocer, teóricamente y en la práctica, el primado absoluto de la oración y de la comunión con
Dios, ser contemplativos en la comunicación social. ¿De qué modo será posible hoy realizar esta
unidad de vida entre vida y acción?
I. En fidelidad dinámica
La propia Iglesia pide hoy que todos los cristianos revisen su modo de situarse en el mundo y de
ser testimonios del Resucitado en nuestro tiempo. Ya el Concilio pidió, en primer lugar a los
consagrados, un esfuerzo valiente de actualización para adecuar su carisma –en fidelidad creativa
y dinámica al Fundador– a las nuevas situaciones de nuestro tiempo para responder así de manera
más eficaz a los desafíos de la nueva evangelización.
Pues bien, mediante una lectura atenta de los signos de los tiempos (hecha con mirada de fe e
iluminada por el magisterio de la Iglesia más reciente), emerge con claridad un hecho: la Iglesia
está viviendo hoy una fase de purificación; es decir, atraviesa uno de esos momentos de la historia
en los que Dios, que la guía de forma extraordinaria, la despoja de sus seguridades humanas para
llevarla a la pureza de los orígenes y prepararla a un nuevo tiempo de gracia. En muchos aspectos,
vuelven los tiempos apostólicos. Es decir, se les presentan a los cristianos de hoy (obviamente, de
manera distinta) unos retos y unas situaciones análogos a los que la primitiva comunidad eclesial
tuvo que hacer frente para llevar el evangelio al mundo pagano. Vuelve a tener también una
actualidad extraordinaria la difícil experiencia apostólica, vivida por san Pablo al comienzo de su
ministerio en el areópago de Atenas. Veamos especialmente algunas de las coincidencias más
significativas1.
1. UNA CULTURA EN CRISIS QUE HAY QUE VOLVER A EVANGELIZAR. El primer signo que permite
comparar nuestros tiempos con los apostólicos es el predominio en el mundo de hoy de una
cultura sin Dios, que incluso podemos llamar neopagana. Efectivamente, el mundo moderno, tras
haber rechazado todo vínculo entre cultura y fe (típico del llamado régimen de cristiandad), ha
terminado por llevar a la sociedad contemporánea a la secularización total de la vida y de las
costumbres, hasta tal punto que hoy respiramos una cultura sin Dios, materialista y consumista,
que abre el camino a desviaciones morales y formas de violencia no diferentes a las del
paganismo antiguo, y hasta puede que más refinadas.
La razón, tras haber tomado las distancias de la fe, reivindica una autonomía lejos de Dios y se
autoproclama diosa ella misma. Se niega que la ciencia y la fe puedan encontrarse. La política y la
economía niegan toda relación con la ética. La cultura dominante está impregnada de
racionalismo y de laicismo; se ha abandonado la filosofía del ser para terminar en el nihilismo y en
el pensamiento débil de nuestros días. El positivismo y el cientificismo, que respiramos como el
aire, han terminado por eliminar del horizonte cultural todo lo que supera los sentidos o no puede
ser verificado experimentalmente. La religión es considerada (o tolerada) todo lo más como mera
cuestión subjetiva, pero sin interés público2.
Al mismo tiempo, sin embargo, no se puede negar que la modernidad ha llevado a cabo
conquistas y ha alcanzado metas extraordinarias de civilización y bienestar en muchas partes del
mundo. Por tanto, la situación de la humanidad se presenta hoy ambivalente y contradictoria. Por
una parte, el mundo moderno ha conseguido imponentes estructuras económicas, técnicas y
sociales, ha multiplicado la cantidad de los bienes producidos, dando al hombre más tener; por
otra, la pérdida de inspiración ética y espiritual ha creado nuevas formas de pobreza humana y de
marginación, mortificando al hombre en su ser. Por una parte, la cultura moderna ha creado
espacios y estructuras formales de libertad y democracia y ha difundido valores importantes como
la laicidad, la tolerancia, el pluralismo, la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; por
otra, ha desencadenado fuerzas negativas (piénsese, por ejemplo, en los nacionalismos, en las
dictaduras y en los totalitarismos del siglo XX), que en muchos casos han frustrado las conquistas
conseguidas. Por una parte, la civilización moderna ha creado organismos internacionales de
justicia y de paz; por otra, ha multiplicado las guerras, ha acelerado la carrera de armamentos, ha
engendrado la pesadilla atómica. Incluso las metas extraordinarias conseguidas por la biología, la
genética y las ciencias médicas, más que razón de vida, amenazan con convertirse en ocasión de
muerte.
Todo esto manifiesta el predominio de una cultura sin Dios. La cultura que hoy predomina,
aunque por una parte elabora y difunde no pocos valores positivos, por otra exalta el éxito, el
dinero, el sexo y el poder, desvinculados de normas morales objetivas, abriendo así el camino a
desviaciones morales y a violencias de todo tipo. Es decir, a pesar de las metas logradas (que es
honrado y obligado reconocer), la cultura sin Dios demuestra sobradamente su incapacidad para
conseguir una sociedad humana más feliz, más libre y más justa. Y esto explica también por qué
hoy —ante el desmentido histórico de las ideologías clásicas y tras el fracaso de las esperanzas de
autoliberación— está renaciendo con fuerza en muchas personas la necesidad de Dios.
Desde estos elementos contradictorios es legítimo concluir que nos encontramos ante una de las
crisis de cambio de época, de naturaleza estructural, que puede compararse con algunos otros
cambios históricos que han tenido lugar en los últimos dos mil años. Crisis de cambio de época
hubo, creemos, al final del imperio romano con la llegada del cristianismo; al final de la Edad
media, cuando nació el mundo moderno, así como tras los grandes descubrimientos geográficos y
las grandes revoluciones sociales y culturales, como la revolución francesa y la revolución
industrial, y crisis de cambio de época está dándose hoy en la revolución tecnológica.
En efecto, como en todas las crisis recordadas, hoy es la estructura de la casa la que no se
sostiene. Desaparece el proyecto de sociedad que existía porque se ha agrietado el pavimento y
se han conmovido los cimientos, es decir, la homogeneidad cultural sobre la que se apoyan las
instituciones. La homogeneidad cultural (fundamento de todo modelo de sociedad) desaparece
cuando se pierden evidencias éticas fundamentales, es decir, cuando se deja de estar de acuerdo
sobre valores irrenunciables que constituyen el corazón de la propia cultura. A su vez, la crisis
ética se acompasa con la pérdida del sentido de Dios, y cuando se niega el Absoluto se cae
indefectiblemente en el relativismo ético, que, como advierte Juan Pablo II, se encuentra en el
origen de la crisis estructural que nos aflige (cf CA 46). Para superarla, es necesario volver a partir
de Dios, de la cultura, de los cimientos y del pavimento.
Por consiguiente, se trata también de que nosotros, como hizo san Pablo, salgamos del templo y
de las sacristías, donde hasta ayer (en régimen de cristiandad) estábamos acostumbrados a
permanecer, a la espera de que el pueblo viniera a que lo educáramos en la fe. Es necesario, por
el contrario que, al igual que hicieron los primeros apóstoles y los apóstoles de todos los tiempos
recios de la Iglesia, volvamos a afrontar el areópago, las calles y las plazas, para llevar la palabra y
la salvación de Dios allí donde concretamente el hombre vive, se mueve y se interroga.
En otras palabras, la evangelización —en el nuevo contexto social y cultural de nuestros días—
más que como proselitismo o anexión de territorios a la Iglesia, debe entenderse —como se hizo
al principio— como inculturación de la fe en los diversos ámbitos de la vida humana, para
transformar desde dentro, con la luz del evangelio, las conciencias, las culturas y las estruc turas de
la convivencia social.
Y Juan Pablo II lo confirma insistiendo nuevamente en el ejemplo de san Pablo: «Pablo, una vez
llegado a Atenas, se dirige al areópago, donde anuncia el evangelio usando un lenguaje adecuado
y comprensible en aquel ambiente. El areópago representaba entonces el centro de la cultura del
docto pueblo ateniense, y hoy puede ser tomado como símbolo de los nuevos ambientes donde
debe proclamarse el evangelio. El primer areópago del tiempo moderno es el mundo de la
comunicación, que está unificando a la humanidad y transformándola –como suele decirse– en
una aldea global» (RMi 37).
Se explica así la opción de la Iglesia de los tiempos nuevos por emprender una nueva
evangelización que recalque en el presente los caminos y el método del primer anuncio cristiano.
Es, pues, muy importante aclarar en qué sentido debe hablarse de la nueva inculturación de la fe,
como de un elemento fundamental para la nueva evangelización del tercer milenio, y de qué
modo esta nueva inculturación responde plenamente a la misión actual de la Iglesia (cf DGC 202-
203; 209-214).
3. CRISTIANOS EN MINORÍA. Otro signo de los tiempos que permite hablar de reaparición de los
tiempos apostólicos es el hecho de que hoy –como en el comienzo de la Iglesia– los cristianos se
encuentran en minoría. Todos los sondeos y los análisis sociológicos están de acuerdo al confirmar
algo que es ya un dato conocido por todos: el llamativo y generalizado descenso de la práctica
religiosa y de las propias convicciones religiosas, incluso en los países y las regiones de antigua
tradición cristiana, como es el nuestro3.
La religión se reduce cada día más a cuestión meramente subjetiva y privada; disminuye su
incidencia social en el sentido de que la fe vivida y testimoniada públicamente se va convirtiendo
poco a poco en un fenómeno de elite, reservado a grupos elegidos de fieles, al tiempo que la
adhesión al evangelio y al magisterio de la Iglesia sigue perdiendo progresivamente su dimensión
visible, comunitaria e inspiradora de cultura cívica.
Esta nueva situación afecta muy en serio, incluso psicológicamente, a nuestro mundo, después de
los tiempos de la cristiandad, cuando la religión cristiana (especialmente en las regiones
occidentales más avanzadas) era tenida en consideración por los poderes públicos, gozaba de
privilegios importantes reconocidos en los Concordatos e incidía de forma explícita en la
legislación y en las decisiones de las autoridades nacionales y locales.
No obstante, en modo alguno debemos resignarnos al pesimismo. Se nos invita, a pesar de todo, a
aceptar serenamente y con fe el hecho de ser hoy minoría y de no poder ya contar con el apoyo
de los instrumentos firmes del poder, de los privilegios y de los grandes medios económicos. La
situación presente, en efecto, acerca a la Iglesia a la pobreza evangélica de los orígenes, a aquella
debilidad humana a través de la cual actúa la fuerza de Dios. No es, por tanto, una situación que
haya que soportar como si todo estuviera perdido, sino que hemos de valorarla como una
ganancia (cf Flp 3,7ss; 2Cor 4,7ss). A la comunidad cristiana se le ofrece hoy una ocasión
estupenda para experimentar la fuerza renovadora de la opción evangélica que hay que vivir
proféticamente (DGC 21).
Minoría, sin embargo, no es sinónimo de marginalidad. Aun siendo minoritaria, la Iglesia nunca
podrá ser marginal en el mundo porque ha sido enviada a anunciar el evangelio a todos los
hombres, a todas las naciones. La levadura en la masa –usando una metáfora evangélica– es
minoría en el alimento, pero no es marginal si es buena, ya que está destinada a hacer fermentar
toda la masa. Del mismo modo, la sal –otra imagen evangélica– es minoría en la comida, pero su
presencia no es marginal en ella si queremos que no esté insípida, pues está destinada a dar sabor
a todos los alimentos. Por tanto, minoría sí, marginalidad no (cf DGC 203).
4. UN TIEMPO CARISMÁTICO. Hay un tercer signo de los tiempos que legitima hoy la comparación
con los primeros tiempos apostólicos: la conciencia creciente, más aún, la experiencia de vivir un
nuevo período carismático de la historia de la Iglesia, cuyo inicio se remonta, con toda evidencia, a
la celebración del Vaticano II. Los elementos más significativos de este tiempo carismático son,
como subraya el Papa, «una más atenta escucha de la voz del Espíritu a través de la acogida de los
carismas y la promoción del laicado, la intensa dedicación a la causa de la unidad de todos los
cristianos, el espacio abierto al diálogo con las religiones y con la cultura contemporánea» (TMA
46).
Por eso Juan Pablo II, percibiendo la mano de la Providencia que orienta la historia –tanto en las
dificultades como en los signos positivos de nuestro tiempo–, invita a la Iglesia a no tener miedo,
sino a colaborar activamente en la purificación, pidiendo incluso perdón, si es necesario, de los
errores que los cristianos han cometido. La Iglesia –escribe– «no puede atravesar el umbral del
nuevo milenio sin animar a sus hijos a purificarse, en el arrepentimiento, de errores, infidelidades,
incoherencias y lentitudes. Reconocer los fracasos de ayer es un acto de lealtad y de valentía que
nos ayuda a reforzar nuestra fe, haciéndonos capaces y dispuestos para afrontar las tentaciones y
las dificultades de hoy» (TMA 33).
5. El. RETORNO DE LOS MÁRTIRES. Finalmente, no se puede dejar de señalar otro signo de los
tiempos (sobre el que Juan Pablo II insiste frecuentemente), que induce a comparar nuestros
tiempos con los apostólicos: el retorno de los mártires. «La Iglesia del primer milenio nació de la
sangre de los mártires: "Sanguis martyrum, semen christianorum "... Al término del segundo
milenio, la Iglesia ha vuelto de nuevo a ser Iglesia de mártires. Las persecuciones de creyentes —
sacerdotes, religiosos y laicos— han supuesto una gran siembra de mártires en varias partes del
mundo... En nuestro siglo han vuelto los mártires» (TMA 37).
Así pues, para terminar, podemos decir que una atenta lectura de los signos de nuestro tiempo
confirma que nos encontramos en vísperas de un tiempo importante para la Iglesia, semejante en
muchos aspectos al que inauguró la era cristiana. De ahí que podamos serenamente compartir el
juicio positivo (a pesar de todo) y el optimismo del Papa, basados los dos no sólo en la fe, sino
también en datos históricamente reconocibles: «Si se mira superficialmente a nuestro mundo,
impresionan no pocos hechos negativos que pueden llevar al pesimismo. Mas este es un
sentimiento injustificado: tenemos fe en Dios Padre y Señor, en su bondad y misericordia. En la
proximidad del tercer milenio de la redención, Dios está preparando una gran primavera cristiana,
de la que ya se vislumbra su comienzo» (RMi 86).
Vemos, pues, cómo ha cambiado el mundo y cómo ha cambiado la Iglesia. Así se explica la
decisión del Concilio de emprender una nueva evangelización que recalque los caminos y el
método del primer anuncio cristiano. Por consiguiente, es importante aclarar en qué sentido se
debe hablar de la nueva inculturación de la fe como de un elemento fundamental para la
evangelización en el tercer milenio.
Si la nueva cultura del tercer milenio se anuncia caracterizada por la comunicación social, en un
mundo cada vez más unificado, quiere decir que la nueva evangelización debe, necesariamente,
tratar de conseguir una nueva inculturación de la fe en las nuevas categorías antropológicas,
nacidas de la revolución tecnológica.
Esta nueva inculturación de la fe no es un reto nuevo para la Iglesia, que tuvo ya que afrontarlo
muchas veces en su historia bimilenaria, pues se plantea puntualmente en cada época de crisis.
Es necesario, por tanto, en primer lugar, aclarar mejor en qué consiste la nueva cultura de la
comunicación social. En segundo lugar, veremos que el método de la inculturación de la fe sigue
siendo esencialmente el del diálogo. En tercer lugar, concluiremos en la necesidad de abrirse a las
dimensiones universales del diálogo intercultural e interreligioso.
Silvio Sassi explica con acierto de qué modo, especialmente con las nuevas tecnologías de la
comunicación, se está instaurando una cultura entendida como un modo de ser y un estilo de
vida. «Esta cultura –escribe–se elabora como categorías antropológicas. El espacio, el tiempo, la
realidad, la ficción, la simulación, la verdad, lo verosímil, la memoria, el saber, los criterios del bien
y del mal, las opciones éticas, las agregaciones, la iniciación a la vida social, la relación pedagógica,
la identidad, el intercambio, la duración, la utilidad, etc., son considerados de una manera
especial, cuando no valorados a través de la nueva comunicación... asumen otra fisonomía en
relación con la época de lo oral, de la escritura y de los medios de comunicación»4.
De ahí que Juan Pablo II afirme acertadamente: «El trabajo de estos medios [de comunicación] no
tiene solamente el objetivo de multiplicar el anuncio. Se trata de un hecho más profundo, porque
la evangelización misma de la cultura moderna depende en gran parte de su influjo. No basta,
pues, usarlos para difundir el mensaje cristiano y el magisterio de la Iglesia, sino que conviene
integrar el mensaje mismo en esta nueva cultura creada por la comunicación moderna. Es un
problema complejo, ya que esta cultura nace, antes que de los contenidos, del hecho mismo de
que existen nuevos modos de comunicar con nuevos lenguajes, nuevas técnicas, nuevos
comportamientos psicológicos» (RMi 37; cf DGC 20-21).
No son necesarias muchas palabras para demostrar que esta nueva cultura de las medios de
comunicación es esencialmente ambigua. Comporta extraordinarias posibilidades positivas: acorta
las distancias entre las personas y entre los pueblos, lo que favorece el diálogo intercultural y el
mutuo intercambio de informaciones e ideas; puede ser factor de comunión, de solidaridad y de
progreso humano y civil. Pero al mismo tiempo difunde una concepción de la existencia
generalmente negativa, fácil y consumista; pone en tela de juicio valores irrenunciables; propone
como modelo estilos de vida inspirados en pseudovalores, que en realidad son destructivos del
éthos y de la conciencia; abre el camino a posibles formas de totalitarismo y colonialismo cultural,
no menos deshumanizantes que los de la política y la economía.
Es, pues, decisivo que los apóstoles de los nuevos tiempos sean conscientes de esta ambigüedad,
que conozcan el lenguaje y las categorías de la comunicación social, los peligros y las ventajas de
su difusión, y que asuman en relación con la nueva cultura de la imagen una actitud crítica,
aunque abierta y constructiva (cf DGC 161-162).
Hoy, ante los desafíos de la nueva cultura de comunicación social, la Iglesia necesita emprender
con confianza el camino de una nueva inculturación de la fe para reevangelizar la sociedad del
tercer milenio, que tiende a rechazar a Cristo tras haberlo conocido. Por consiguiente, se trata, en
primer lugar, de compartir los problemas, las situaciones y el lenguaje de los hombres de esta
nueva cultura, a los que hay que anunciar el evangelio para transformar después, desde dentro,
esta misma cultura y abrirla a Cristo, aceptando lo que de bueno y verdadero hay en ella6.
El primer momento del proceso de inculturación de la fe está, por tanto, en el esfuerzo de hacer
comprensible y vivo el evangelio a los hombres de la cultura contemporánea, traduciéndolo
eficazmente —como hicieron los primeros cristianos— en las formas, el lenguaje y los símbolos de
la cultura dominante. Sin esta renovada mediación cultural, la palabra de Dios seguiría muda,
humanamente lejana e incomprensible.
Es obvio que, ante las dimensiones globales de la comunicación social, la Iglesia tendrá que revisar
sus proyectos apostólicos, presentados todavía en su mayor parte con métodos tradicionales.
Pero esto supone adquirir una mentalidad nueva y adoptar métodos nuevos: «Si la realización de
una obra multimedial requiere competencias y mentalidades diferentes a la simple creación de
una colección de libros, la diferencia es aún mayor si recordamos que las nuevas tecnologías son
una cultura, no sólo medios más sofisticados»7.
El segundo momento (íntimamente complementario con el primero y tan esencial como aquel)
está, en cambio, en el esfuerzo de renovar desde dentro la cultura de hoy, a la que queremos
llevar a Cristo, asumiendo los elementos positivos que se encuentran en ella para abrirla a una
visión plena y trascendente del hombre, de la vida y de la historia: la evangelización —nos
recuerda el Concilio— «fomenta y asume las capacidades, las riquezas y las costumbres de los
pueblos, en la medida que son buenas, y al asumirlas, las purifica, las desarrolla y las enaltece»
(LG 13). Así que «no se trata de una mera adaptación externa —aclara Juan Pablo II—, ya que la
inculturación significa una íntima transformación de los auténticos valores culturales mediante su
integración en el cristianismo y la radicación del cristianismo en las diversas culturas. Es, pues, un
proceso profundo y global que abarca tanto el mensaje cristiano, como la reflexi ón y la praxis de
la Iglesia» (RMi 52).
Así se comprende también por qué la inculturación de la fe, además de ayudar al mundo, no
puede dejar de ayudar a la Iglesia. Y es que «por su parte, con la inculturación, la Iglesia se hace
signo más comprensible de lo que es e instrumento más apto para la misión... Se enriquece con
expresiones y valores en los diferentes sectores de la vida cristiana...; expresa aún mejor el
misterio de Cristo, a la vez que es alentada a una continua renovación» (RMi 52),
a) El camino real sobre el que insiste hoy la Iglesia es el diálogo intercultural. Y es que —como el
Papa volvió a poner de relieve en el Discurso del 50 aniversario de fundación de la ONU (5 de
octubre de 1995)– «toda cultura es un esfuerzo de reflexión sobre el misterio del mundo y
especialmente del hombre, un modo de expresar la dimensión trascendente de la vida humana. El
corazón de toda cultura está constituido por su aproximación al mayor de los misterios, el
misterio de Dios». La cultura, por tanto, en el sentido más amplio del término, es el lugar donde se
encuentran la fe y la historia. Es el paso obligado de toda evangelización.
Esta es la razón por la que ya la Gaudium et spes estimulaba a los cristianos a que hoy, en diálogo
con las demás culturas, se pusieran en actitud no sólo de quien da, sino también de quien escucha
y recibe. Explica el Concilio: «Muchos elementos religiosos y humanos» se encuentran también
entre los no creyentes, «que cultivan los bienes esclarecidos del espíritu humano, pero no
reconocen todavía al Autor de todos ellos» (GS 92).
También en nuestros días, acabado el tiempo de los rígidos debates ideológicos, la cultura
cristiana y las demás culturas deben confrontarse y encontrarse serenamente en busca de valores
compartidos y de elementos comunes de verdad, para proseguir juntos hacia la verdad total. Se
trata de un camino que no puede menos de ser fecundo, y puede preparar y disponer al hombre
contemporáneo al encuentro con Cristo. «El evangelio –escribía Santiago Alberione– no sólo es
sobrenatural, sino que es supranacional... ¡Más lejos! ¡Cada vez más lejos! Establecidos en el
fundamento de los apóstoles y en la misma piedra angular, Jesucristo, el salto será seguro. Medir
la altura y la profundidad, la longitud y la anchura de la misión» 8.
No basta deplorarlo, no basta quedarse a la defensiva. La Iglesia, de hecho, además del deber de
ser conciencia crítica, tiene también el de proclamar a todos, positivamente, los principios de la
antropología iluminada por el evangelio. Esa es la razón de que hoy, ante el reto de la cultura de
los medios de comunicación, no sea posible realizar una obra de inculturación de la fe, ni adecuar
el mensaje evangélico a las necesidades y a los problemas del mundo contemporáneo, si no se da
un alma cristiana a la propia comunicación social, considerándola a todos los efectos una
dimensión fundamental de la nueva evangelización. Pues bien, ¿qué hemos de hacer para dar un
sentido humano adecuado a la nueva cultura de los medios de comunicación?
En primer lugar, hay que comenzar con la propia renovación interior. La comunión con Dios y
entre los miembros de la comunidad eclesial debe ser el fundamento de cualquier otra forma de
comunicación hacia fuera, en las relaciones interpersonales y sociales. ¿Cómo podría la Iglesia ser
creíble y eficaz cuando habla de evangelizar la comunicación si interiormente le faltara una
comunicación auténtica libre?
La Iglesia entera está, pues, llamada a llevar a cabo una auténtica conversión pastoral en este
sentido. Santiago Alberione se daba perfecta cuenta de la dificultad de la empresa, y advierte que
en modo alguno será tarea fácil: «No es cosa de diletantes –exclama–, sino de verdaderos
apóstoles»10.
Así pues, vamos a ver en primer lugar el fundamento teológico en el que se apoya la espiritualidad
del comunicados, de la unidad de vida entre contemplación y comunicación social; en segundo
lugar, puntualizaremos qué es lo que concretamente comporta esta unidad de vida, y, finalmente,
veremos el modo de realizarla en la vida concreta.
Cristo no es solamente el comunicador entre Dios y los hombres (cf ITim 2,5), sino que él mismo es
la comunicación. Es decir, Cristo actúa la comunicación entre Dios y los hombres no simplemente
trayéndoles las palabras oídas a Dios (como hacen los demás profetas), sino del modo único e
irrepetible de Alguien que es la misma palabra de Dios. «Durante su existencia terrena —dice la
instrucción Communio et progressio—, Cristo se reveló como perfecto comunicador. Con su
encarnación, se hizo igual a quienes habían de recibir su mensaje, expresado con las palabras y la
conducta entera de su vida. Hablaba plenamente establecido en las condiciones reales de su
pueblo, proclamando indistintamente el anuncio divino de salvación con fuerza y perseverancia y
adaptándose a su modo de hablar y a su mentalidad» (CP 11).
Por eso la Iglesia –concluye Pablo VI—, que prolonga en la historia la persona y la misión del
comunicador del Padre, «debe establecer un diálogo con el mundo donde se encuentra. La Iglesia
se hace palabra, la Iglesia se hace mensaje, la Iglesia se hace coloquio» (ES 192). Es decir, la Iglesia
—decimos hoy— se hace comunicación social, encarnando el evangelio en las situaciones
concretas más diversas de tiempo y lugar, transformando así la Palabra en fermento y alma de
toda cultura. Esa es la razón –afirma Pablo VI una vez más– por la que la Iglesia «se sentiría
culpable ante Dios si no empleara esos poderosos medios que la inteligencia humana perfecciona
cada vez más. Con ellos la Iglesia pregona sobre los terrados el mensaje del que es depositaria. En
ellos encuentra una versión moderna y eficaz del púlpito» (EN 45). Y es así –explica a su vez Juan
Pablo II– porque los medios de comunicación se han convertido en «el billete de ingreso de todo
hombre y toda mujer al mercado moderno, donde se expresan públicamente las propias
opiniones, se realiza un intercambio de ideas, circulan las noticias y se transmiten y reciben
informaciones de todo tipo»11.
La comunicación, en suma, no es solamente un elemento esencial de la vida humana, sino que es,
al mismo tiempo, una exigencia natural e interior de la Iglesia, lo que quiere decir que forma parte
de su naturaleza y de su misión. La necesidad humana de comunicar, por tanto, se encuentra con
la necesidad de que la palabra de Dios debe ser comunicada (cf DGC 160).
En esta misma razón teológica se fundamenta cuanto hemos dicho sobre la tarea esencial e
insustituible de los laicos en la nueva inculturación de la fe a través de la comunicación social. Y es
que la índole secular de su específica función exige que los laicos (hombres y mujeres) se hagan
presentes y sean activos en los mass media, porque la cultura de estos medios —elemento
fundamental de la evangelización—, es una realidad esencialmente laica y se convierte en algo
parecido a un sistema nervioso de la convivencia civil que los fieles laicos deben construir con
todos los hombres de buena voluntad. En efecto, sin comunicación no hay democracia ni hay
libertad. No es una casualidad que, cuando se quiere someter a los ciudadanos al poder, se
comienza siempre con quitarles toda posibilidad de comunicarse libremente. Los dictadores de
todos los tiempos saben bien que, para hacerse con el poder y para mantenerlo apretado en un
puño, el instrumento fundamental es la información domesticada (cf DGC 161-162).
La espiritualidad centrada en Jesús, divino Maestro, camino, verdad y vida, que ha de considerarse
como el corazón de toda espiritualidad, se verifica esencialmente en la fidelidad incondicional al
evangelio y a la Iglesia. Con esta garantía, no hay que tener miedo de buscar después todas las
vías posibles para proponer la palabra de Dios a todos, no sólo a los creyentes. Por eso, aun
cuando conviene valorar caso por caso cómo y cuándo difundir una comunicación social de
explícita inspiración cristiana, resulta menos necesario y urgente estar presentes también en el
sector público de la comunicación social. Una y otra presencias son indispensables del mismo
modo para la evangelización del moderno areópago de la comunicación social y deben
considerarse no alternativas, sino complementarias entre sí.
b) La segunda es la fidelidad al hombre. Juan Pablo II insiste en decir que comunicar equivale a
fraternizar y que comunicación significa solidaridad humana. Esto equivale a decir que la
comunicación, por sí misma, es fraternidad, es justicia, es paz. Por consiguiente —dice el Papa—
es urgente que los operadores de la comunicación se den un código de honor fundado en valores
elementales y universalmente reconocidos, como «el respeto del otro, el sentido del diálogo, la
justicia, la licitud ética de la vida personal y comunitaria, la libertad, la igualdad, la paz en la
unidad, la promoción de la dignidad de la persona humana, la capacidad de participación e
intercambio»13. La verdadera fidelidad al hombre se mide justamente por el empeño que se pone
en defender estos valores, que expresan y garantizan su libertad y su dignidad trascendente. De
este modo, el mundo de la comunicación pone al catequista y al evangelizador en la vanguardia
del compromiso por la justicia, la libertad y la fraternidad. La razón es que la comunicación de
masas tiene finalidades, instrumentos y métodos propios de naturaleza técnica que no se pueden
manumitir sin comprometer su eficacia.
c) Así pues, hablar de evangelizar la cultura de comunicación de masas no significa sólo el deber
de convertirse en conciencia crítica contra todo atentado a la libertad, a la verdad y a la
autonomía de la comunicación; significa también el empeño de animarla cristianamente, aunque
respetando plenamente su laicidad y sus reglas. Es la tercera fidelidad. Por consiguiente, también
los apóstoles comunicadores deben gozar de una legítima libertad y autonomía, para que no
suceda, por ejemplo, que para estar informados sobre cuanto acontece en la vida de la Iglesia
haya que echar mano de órganos de información laicistas o facciosos, porque la prensa católica o
simplemente ignora o censura las noticias. Un uso así, clericalizado, de los mass media, que no
tuviera en cuenta las leyes laicas de la comunicación social, sería un antitestimonio y, en cualquier
caso, no ayudaría a tomar en serio los planteamientos que la Iglesia hace hoy lealmente sobre la
valoración de la cultura de los medios de comunicación de cara a la nueva evangelización y la
nueva inculturación de la fe.
Tras haberse planteado el problema, el Concilio señala primeramente las soluciones inadecuadas
o insuficientes. «No basta la sola práctica de los ejercicios de piedad, por muy útiles que sean»
(PO 14). Lo que quiere decir que la solución del problema no está en organizar la propia jornada,
por ejemplo, en fases cerradas, separando las horas de la oración de las del trabajo. Esto podría
llevar más bien a una espiritualidad desencarnada o a ver en la actividad apostólica no una
ocasión de encuentro conDios, sino hasta un obstáculo a la unión con él. «Separar el trabajo
apostólico de la oración –lamentaba Santiago Alberione– es como tener un miembro paralizado,
un miembro importante que no recibe el flujo de sangre... ¿Es vital nuestra oración? ¿Influye en
nuestra vida o es como un objeto que se mete en un cajón y no se le utiliza para nada?»14.
Pero al mismo tiempo hay que evitar el error opuesto de los que tienden a reducir la oración a la
acción solamente. Ni basta –añade el texto– «la mera ordenación exterior de las obras del
ministerio» (PO 14). Es decir, la oración no puede reducirse a la mera acción, ni siquiera a la
pastoral, por más sobrenatural que sea. «Dejar la oración para realizar más obras –confirma
también Santiago Alberione– es un retroceso ruinoso. El trabajo realizado en detrimento de la
oración no nos ayuda a nosotros ni a los demás, pues quita a Dios lo que se le debe» 15.
Evidentemente, el amor y el trabajo por el prójimo y por los pobres es una prueba de la
autenticidad de nuestra fe y de nuestra oración, pues si no amas y no sirves al hermano a quien
ves, ¿cómo puedes decir que amas y sirves a Dios a quien no ves? (cf 1 Jn 4,20-21). Pero sólo Dios
es el Absoluto. El hombre merece nuestro amor, porque Dios mismo le ama y le ha hecho hijo
suyo. Hay que honrar y servir al pobre porque Dios mismo le ama de manera singular y en la
persona de Cristo se ha puesto a su servicio su rostro y su sitio. La historia de la Iglesia confirma
que todas las grandes obras apostólicas de caridad y de servicio evangélico a los pobres brotaron
siempre de una auténtica vida de oración y de ella se nutren constantemente.
Llegados a este punto –tras haber liberado el campo de soluciones parciales e insuficientes–, el
Concilio señala el camino real para realizar la ansiada armonía entre contemplación y acción. La
respuesta válida al problema –dice– sigue siendo la que señala el evangelio: la unidad de vida
entre contemplación y acción, entre amor a Dios y servicio al prójimo, se conseguirá siguiendo «el
ejemplo de Cristo, cuya comida era hacer la voluntad del que lo envió para que llevara a cabo su
obra» (PO 14).
NOTAS: 1. Para una profundización del tema, nos permitimos remitir a nuestro libro Per una civiltá dell'amore. La proposta
2
sociale della Chiesa, Queriniana, Brescia 1996, 95-113. – Sobre este tema reflexiona ampliamente Juan Pablo II en su encíclica
sobre la fe y la razón, Fides et ratio. – 3. Ver al respecto el atento análisis sobre la religiosidad de los europeos, realizado en los
años 1990-1992 por la Fundación European Value Systems Study Group, en colaboración con universidades e institutos
especializados de toda Europa: R. GUBERT (dir.), Persistenze e mutamenti dei valori degli italiani nel contesto europeo,
Reverdito Ed., Trento 1992; ver también AA.VV., La religione degli europei. Fede e societá nell'Europa di fine millennio 1-II,
Fundación Agnelli, Turín 1992-1993. – 4. S. SASSI, La actuación de la misión, en Vuestra parroquia es el mundo, Reflexiones para
el VII Capítulo general de la Sociedad de San Pablo, febrero 1998 (pro manuscripto), Roma 1998, 37. — 5. S. ALBERIONE,
Carissimi in san Paolo. Cartas, artículos, opúsculos, escritos inéditos de 1933 a 1969, SSP, Roma 1971, 808ss. El venerable
Santiago Alberione (1884-1971), sacerdote piamontés, es el fundador de la Familia Paulina, constituida por cinco congregaciones
religiosas (dos de ellas, la Sociedad de San Pablo y las Hijas de San Pablo, tienen como misión específica la evangelización en y
mediante la cultura de la comunicación), cuatro institutos seculares y una asociación laica. Se le ha denominado «el apóstol de
la comunicación social». — 6. El intento más significativo de este esfuerzo de compartir y transformar desde dentro sigue siendo
—una vez más— el discurso de san Pablo en el areópago, que nos ofrece el capítulo 17 de los Hechos de los apóstoles. San Pablo
nos ofrece un ejemplo clásico de inculturación. En primer lugar, trata de entender el comportamiento y el modo de pensar de
los atenienses y los juzga con benevolencia: los califica como «los más religiosos de los hombres en todo», como demuestra el
hecho —dice— de que han erigido por todas partes altares y obeliscos votivos a numerosas divinidades. Pablo trata de
convencerles así de que él llegaba no a destruir, sino a sublimar su religiosidad, abriéndola al encuentro con el Dios verdadero y
dando un nombre a aquel Dios desconocido que ellos adoraban. Para hacerse comprensible, renuncia incluso a citar a los
autores sagrados (tan queridos para él) y cita el testimonio del poeta griego Epaminondas de Cnosos y de Arato, filósofo y poeta
historiador. Los exegetas notan que esta atención de Pablo con la cultura pagana es un caso único que no se volverá a repetir en
'
sus cartas (cf S. LYONNET, La vie selon 1 Esprit, Du Cerf, París 1965, 263-268). —7. S. SASSI, o.c., 49. — 8. S. ALBERIONE, Carissimi
in san Paolo, o.c., 1073. — 9. Es obvio que el diálogo interreligioso no dispensa en modo alguno del anuncio explícito e integral
del evangelio, y que no lo puede sustituir, como pone de relieve el mismo Pontífice: «La Iglesia no ve un contraste entre el
anuncio de Cristo y el diálogo interreligioso; sin embargo siente la necesidad de compaginarlos en el ámbito de su misión» (RMi
55). – 10. S. ALBERtONE, Carissimi in san Paolo, o.c., 807. — 11. JUAN PABLO II, Mensaje para la XXVI Jornada de las
comunicaciones sociales, 24 de enero de 1992. — 12. S. ALBERtONE, Vademecum, San Paolo, Roma 1992, 1020. — 13. JUAN
PABLO II, Mensaje para la XXII Jornada de las comunicaciones sociales, 24 de enero de 1988. – 14. S. ALBERIONE, Predicación
sobre la vida común (Recopilación), 39. — 15. S. ALBERIONE, Ut perfectus sit homo Dei (Mes de ejercicios
BIBL.: AA.VV., La comunicación y los «mass media», Mensajero, Bilbao 1975; AA.VV., Comunicación y lenguaje, Karpós, Madrid
1977; BARAGLI E., Prensa, radio, cine y televisión en familia, Atenas, Madrid 1965; BARAGLI E.-CORDOBÉS J. M.-ESPOSITO R. F.,
4
Mass media, en DE FloREs S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991 , 1189-1206; BENITO
A. (dir.), Diccionario de ciencias y técnicas de la comunicación, San Pablo, Madrid 1991, especialmente JAVIERRE J. M.,
Comunicación de las ideas religiosas, 243-257, LOZANO J., Cultura de masas, 303-315 y MARTÍNEZ DÍEZ F., Teología de la
comunicación, 1326-1342; CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Orientaciones sobre la formación de los futuros
sacerdotes para el uso de los instrumentos de la comunicación social, Roma 1986; CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA, Para
una pastoral de la cultura, Ciudad del Vaticano (23 mayo 1999); EGUREN J. A., Las técnicas modernas de difusión ante la
conciencia cristiana, Sal Terrae, Santander 1966; ESPOSITO F. R., La teología de la publicística según el pensamiento de S.
Alberione, San Pablo, Madrid 1980; GUBERN R., Comunicación y cultura de masas, Península, Barcelona 1977; JOos A.,
Messaggio cristiano e comunicazione oggi (6 vols.), II Segno, Negrar, a partir de 1988; PONTIFICIO CONSEJO PARA LAS
COMUNICACIONES SOCIALES, Instrucción pastoral «Communio et progressio», San Pablo, Madrid 1971; Instrucción pastoral
«Aetatis novae» (Una nueva era), San Pablo, Madrid 1992; WHITE R., Los medios de comunicación social y la cultura en el
catolicismo contemporáneo, en LATOURELLE R., Vaticano II, balance y perspectivas, Sígueme, Salamanca 1989, 1173.
Bartolomeo Sorge
INICIACIÓN CRISTIANA, La
I. Nuevas sensibilidades
La pastoral de la iniciación cristiana despierta hoy en la Iglesia gran interés y preocupación. Tanto
en los ámbitos de la reflexión teológica como en los de la práctica pastoral, se advierte la
necesidad de recuperar hoy el sentido de la iniciación cristiana y conceder a la misma el lugar que
le corresponde en la vida de la Iglesia. La propia Conferencia episcopal española ha recogido esta
urgencia, como respuesta de «obediencia al mandato misionero del Resucitado y la fidelidad a la
condición maternal de la Iglesia» con un documento, La iniciación cristiana (IC), dedicado por
completo al tema. Las razones de esta nueva sensibilidad son varias.
Durante mucho tiempo hemos atribuido a la familia la función de iniciar a sus hijos en la fe. La
Iglesia confió a padres y padrinos la formación de la fe y el aprendizaje de la vida cristiana,
conforme a los compromisos bautismales adquiridos. Los padres explicaban y ayudaban a
comprender a sus hijos la fe recibida en el bautismo y, puesto que la familia constituía un
verdadero ámbito de fe, enseñaban, practicándola, la fe cristiana. A su vez, la propia sociedad
civil, sociológicamente unida a la Iglesia, desempeñaba de modo espontáneo la función de un
catecumenado social que integraba a todos en un mismo horizonte de comprensión y de sentido.
Sin embargo, hoy no es posible pensar en una iniciación cristiana, realizada de modo casi
espontáneo, por influjo del ambiente. La nueva situación cultural y social presenta los perfiles de
una fuerte secularización que determina, en muchos casos, el debilitamiento y hasta el aba ndono
de la fe. Una situación que lleva a muchos miembros de la Iglesia a tener conciencia de diáspora
respecto del mundo, y a los pastores a la necesidad de impulsar una acción pastoral estrictamente
misionera, que mueva a los bautizados a la conversión y a la adhesión consciente y responsable a
Dios (cf IC 3-4).
La familia, por su parte, aunque «no puede renunciar a su misión de educar en la fe a sus
miembros y ser lugar, en cierto modo insustituible, de catequización» (IC 34), recibe también este
impacto y, de hecho, raramente constituye hoy un ámbito cristiano capaz de formar a sus hijos en
la fe recibida. Su función educativa, en general, ha sido ocupada por otras instancias, y en relación
con la educación cristiana, la quiebra de responsabilidades es evidente.
En esta situación tiene lugar la recepción del bautismo y la práctica posterior de la catequesis de la
iniciación cristiana (cf IC 63-64; 71-72).
Por otra parte, hoy vemos cómo un buen número de nuestros bautizados o no están iniciados en
la fe y en la vida cristiana, porque nunca tuvieron la oportunidad de una auténtica catequesis y
acompañamiento espiritual por parte de la comunidad eclesial, o lo están de modo deficiente e
incompleto, de manera que será legítimo suponer que, de modo ordinario, no podrán permanecer
fieles a la gracia del bautismo.
Pero no todo obedece a problemas y dificultades. El nuevo y vigoroso interés por la iniciación
cristiana procede también de otros factores, como el acercamiento a la obra de los Padres de la
Iglesia, la renovación catequética y litúrgica posconciliar, los recientes trabajos de investigación
histórica y teológica sobre la iniciación cristiana, la creciente conciencia misionera y maternal dé la
Iglesia en relación con la educación en la fe de los nuevos creyentes, y, en fin, el impulso dado por
el Vaticano II y por las orientaciones posteriores.
Todo concurre para poner en evidencia el sentido profundo que tiene la iniciación cristiana y la
necesidad para la Iglesia de otorgar a su ejercicio la prioridad que corresponde. En efecto, la
iniciación cristiana remite al corazón mismo de la Iglesia, porque pone en juego las realidades más
profundas de la fe como son la transmisión del mensaje revelado, la manifestación en la vida de la
Iglesia de la presencia salvadora de Cristo, la llamada al hombre a la conversión, al abandono del
pecado y a la adhesión a Dios, y, finalmente, la incorporación a la vida divina por el sacramento
del bautismo. Todo confluye, para el bautizado, en una nueva realidad: la vida en Cristo,
verdadero y nuevo nacimiento que exige una gestación real, es decir, un proceso de iniciación
cristiana.
Por eso, en relación con la iniciación cristiana no es suficiente preguntarse sobre cómo
administrar y celebrar los sacramentos de iniciación cristiana, o cómo prepararse
catequéticamente a ellos. Hemos de preguntarnos, ante todo, cómo impulsar y llevar a buen fin
hoy el proceso de incorporación a Cristo y a la Iglesia; qué debe hacer hoy la comunidad eclesial
para constituir al cristiano, para configurar y establecer su personalidad como tal. La Iglesia actual
no puede renunciar o minimizar el ejercicio de su responsabilidad propia: la maternidad espiritual,
por la que engendra nuevos hijos, por el Espíritu Santo, en el misterio de Cristo. El nuevo
Directorio general para la catequesis (DGC) nos insta y ayuda en este empeño.
Y junto a estos elementos esenciales, encontramos también en el libro de los Hechos de los
apóstoles una ampliación complementaria, en forma de sistema educativo, para aquellos
primeros bautizados que entraron a formar parte de la primera comunidad cristiana (cf He 2,42-
47).
Según el libro de los Hechos este aprendizaje de la vida cristiana, realizado en el seno mismo de la
comunidad, comprende cuatro dimensiones básicas: 1) la enseñanza de los Apóstoles, que supone
tanto el conocimiento como la adhesión al mensaje del evangelio, atestiguado por los apóstoles;
2) la vida en comunión, que comprende la fraternidad, como nuevo estilo de vida, conforme al
evangelio; 3) la asiduidad en la fracción del pan y en la celebración del don de la salvación de Dios;
4) la perseverancia en la oración y en la alabanza a Dios.
b) La segunda etapa era el tiempo del catecumenado propiamente dicho. Esta etapa tenía una
duración aproximada de tres años y suponía un tiempo de formación y de prueba bajo la guía de
un catequista. Los catecúmenos podían participar en la liturgia de la Palabra de la misa, junto a la
comunidad de los fieles. Al concluir este período estaba previsto un nuevo examen para
comprobar la autenticidad de las actitudes del catecúmeno, su progreso en el conocimiento del
evangelio y en la vida conforme a él, y, de este modo, decidir su admisión a la etapa siguiente.
c) La tercera etapa, que comprendía el tiempo de la cuaresma, era de preparación inmediata a los
sacramentos de la iniciación. Al comienzo de la cuaresma, en una ceremonia litúrgica especial, el
obispo inscribía a los elegidos3 y pronunciaba la homilía, llamada también protocatequesis. Esta
preparación inmediata comprendía tres aspectos: 1) La enseñanza o instrucción: durante las
primeras semanas, en reunión diaria, el obispo explicaba la Sagrada Escritura 4; a partir de la
cuarta semana de cuaresma (la sexta en oriente) se desarrollaba la catequesis propiamente
doctrinal, que se iniciaba con la traditio Symboli, como acto de tradición, de transmisión oficial de
la fe de la Iglesia, y que era explicado en sus distintos artículos por el obispo durante las dos
semanas siguientes5; se finalizaba con la redditio Symboli. 2) La formación espiritual. Implica la
superación del pecado, el ejercicio de la vida en el Espíritu y la iniciación en las costumbres
cristianas; por eso, la cuaresma es entendida como tiempo de lucha, de penitencia, de retiro
espiritual y de oración6. 3) La formación litúrgica y ritual: la preparación inmediata es, pues,
tiempo de prueba y de combate contra el príncipe de este mundo; el catecúmeno ha de
ejercitarse en el combate espiritual, en la renuncia a Satanás y la adhesión a Cristo; para ello
encontrará ayuda en la vida litúrgica: los ritos, exorcismos y escrutinios serán frecuentes7. Esta
tercera etapa culminará en la vigilia pascual con la celebración de los sacramentos del bautismo,
de la confirmación y de la eucaristía.
Entre los acontecimientos recientes que merecen especial mención hemos de destacar: la
constitución sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum concilium, que establece la restauración del
catecumenado de adultos (cf SC 64 y 71); el decreto Ad Gentes sobre la actividad misionera de la
Iglesia, que indica y propone el marco general de la iniciación cristiana y del catecumenado (cf AG
13-14); el Código de Derecho canónico, que pide sean iniciados adecuadamente los catecúmenos y
señala las condiciones para admitir al adulto al sacramento del bautismo (CIC 788, 2 y 815, 1);
asimismo, el Ritual para la iniciación cristiana de adultos, publicado en el año 1972, que propone
un itinerario progresivo de evangelización, catequesis y mistagogia, y ofrece principios y
orientaciones de gran importancia para la iniciación cristiana. Por el interés del tema y por su
valor normativo desarrollaremos más adelante el sentido y alcance de este documento.
Finalmente, merece ser destacado el nuevo Directorio general para la catequesis, publicado por la
Congregación para el clero, en 1997. A diferencia de otros documentos anteriores el nuevo
Directorio se decanta claramente por una catequesis al servicio de la iniciación cristiana, hasta el
punto de hacer de esta dimensión catecumenal e iniciática el centro y vértice de la propia
catequesis11. En ambiente español, no hay que olvidar el mencionado documento La iniciación
cristiana. Reflexiones y orientaciones, publicado por la LXX Asamblea plenaria de la Conferencia
episcopal española el 27 de noviembre de 1998.
La iniciación cristiana, teniendo puntos de contacto con las formas iniciáticas comunes, es, sin
embargo, un fenómeno singular de naturaleza diferente (cf IC 18). Su originalidad esencial
«consiste en que Dios tiene la iniciativa y la primacía en la transformación interior de la persona y
en su integración en la Iglesia, haciéndole partícipe de la muerte y resurrección de Cristo» (IC 9).
Por iniciación cristiana, pues, ha de entenderse la incorporación del candidato, mediante los tres
sacramentos de iniciación, en el misterio de Cristo, muerto y resucitado, y en la comunidad de la
Iglesia, sacramento de salvación; de tal modo que el iniciado, profundamente transformado e
introducido en la nueva condición de vida, muere al pecado y comienza una nueva existencia
hacia su plena realización. Esta inserción y transformación radical, llevada a cabo dentro del
ámbito de fe de la comunidad eclesial, donde ha de integrarse la respuesta de fe del candidato,
exige, por lo mismo, un proceso gradual o itinerario catequético que ayude a madurar en la fe (cf
IC 43). Palabra y sacramento en íntima unidad; confesión de fe; catequesis y bautismo; la
integración mutua... Por eso el Directorio general para la catequesis afirma que «la catequesis es
elemento fundamental de la iniciación cristiana y está estrechamente vinculada a los sacramentos
de iniciación»13. En consecuencia, podemos concretar ya lo que es la iniciación cristiana.
1. OBRA DEL AMOR DE DIos. La iniciación cristiana es, ante todo, obra del amor de Dios, que en su
bondad y sabiduría ha querido «revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad: por
Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y
participar de la naturaleza divina» (DV 2).
Es Dios quien sale a nuestro encuentro amorosamente, nos manifiesta su proyecto de salvación
para la humanidad, y nos da con abundancia los tesoros de la vida divina. Es Dios sol o quien
puede cambiar en el hombre su corazón de piedra por un corazón de carne (Ez 36,26); dar vida a
los huesos secos y quebrantados (Ez 37,5); hacer que el ser humano vuelva a nacer por el agua y el
Espíritu (Jn 3,5); injertarle en la vid verdadera que asegura la permanencia en la vida (Jn 15,5);
nutrirle con el pan bajado del cielo que da la vida eterna (Jn 6,51).
La iniciación cristiana es gracia benevolente y transformadora, que nos precede eligiéndonos para
ser sus hijos adoptivos, y nos da la vida verdadera, bendiciéndonos en Cristo, de modo que, en
verdad, podemos decir: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha
bendecido con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos, en Cristo; por cuanto nos ha
elegido en él antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el
amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el
beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el
Amado» (Ef 1,3-6).
Así pues, la iniciación cristiana es una obra de Dios, que se desarrolla dentro del dinamismo
trinitario (cf IC 9-11). Es, en primer lugar, don del Padre que, por el Hijo y el Espíritu Santo, hace a
los hombres hijos de Dios y coherederos de Cristo (cf Rom 8,15). Es, pues, obra de la Santísima
Trinidad14. La propia unión orgánica de los tres sacramentos de la iniciación (bautismo,
confirmación y eucaristía) está expresando la unidad de la obra trinitaria de la iniciación cristiana.
2. POR LA IGLESIA Y EN LA IGLESIA. Esta obra del amor de Dios que es la iniciación cristiana se
realiza en la Iglesia y por la mediación de la Iglesia. A ella le ha encomendado Cristo la misión que,
a su vez, él había recibido del Padre, de anunciar y llevar a plenitud la salvación (cf IC 13; EV 5, 59;
LG 5; AG 1).
Y así la Iglesia, asociada a la obra de la redención, sale al encuentro de los hombres, a quienes
anuncia la buena noticia, les acoge y acompaña en el camino de la fe, pone los fundament os de la
vida cristiana, les incorpora al misterio de Cristo por los sacramentos de la iniciación, les hace
partícipes de la vida y misión de la Iglesia, y guía a estos hijos suyos, que acaba de engendrar, y les
sostiene a lo largo de su camino, desde el nacimiento hasta la madurez de la vida nueva en Cristo.
Como dice el Catecismo de la Iglesia católica: «La participación en la naturaleza divina que los
hombres reciben como don mediante la gracia de Cristo, tiene cierta analogía con el origen, el
crecimiento y el sustento de la vida natural. En efecto, los fieles renacidos en el bautismo se
fortalecen con el sacramento de la confirmación y, finalmente, son alimentados en la eucaristía
con el manjar de la vida eterna, y así, por medio de estos sacramentos de la iniciación cristiana,
reciben cada vez con más abundancia los tesoros de la vida divina y avanzan hacia la perfección de
la caridad»15. La Iglesia, mediante la iniciación cristiana, manifiesta su identidad de madre y, a la
vez que incorpora al hombre a Cristo, lo incorpora al Cuerpo de Cristo; a la vez que engendra al
cristiano, edifica la Iglesia, de modo que podemos afirmar que por la iniciación cristiana la Iglesia
engendra a la Iglesia.
Ahora bien, esta función maternal de la Iglesia se lleva a cabo en cada Iglesia particular (cf IC 14),
en la que está verdaderamente presente y activa la única Iglesia de Cristo, es presencia particular
de la Iglesia universal y esta se realiza en ella16. En la Iglesia particular corresponde al obispo,
responsable de la acción evangelizadora y santificadora de la Iglesia particular a él encomendada,
establecer y orientar la pastoral de la iniciación cristiana (cf IC 15).
3. CON UNA DECISIÓN LIBRE. Este don de Dios realizado por la Iglesia requiere la decisión libre del
hombre. Como afirma la constitución Dei Verbum, «a Dios revelador debe prestársele la
obediencia de la fe (Rom 16,26), por la que el hombre se entrega entera y libremente a Dios y le
ofrece el homenaje total de su entendimiento y voluntad» (DV 5).
En este itinerario de fe, queda implicada toda la persona, todas las esferas y dimensiones de su
ser; pues toda ella debe abandonar su anterior modo de vida, para entregarse a Dios y entrar
gozosamente en la comunión de la Iglesia.
Asimismo, este proceso o camino de crecimiento exige guardar la necesaria vinculación entre la
acción de la gracia divina y la respuesta personal de la fe. En definitiva, es necesario que el
hombre: 1) alcance a descubrir las maravillas del amor de Dios y de su iniciativa salvadora; 2) logre
comprender el sentido de la mediación eclesial; y, finalmente, 3) asuma con responsabilidad las
implicaciones concretas de su respuesta libre para su vida personal, eclesial y social. Todo esto
requiere un itinerario catequético que ayude a garantizar el enraizamiento, aprendizaje y
maduración de la fe.
La iniciación cristiana es, también, expresión y cumplimiento de la alianza de Dios con el hombre.
Mediante la iniciación cristiana, Dios se acerca al hombre y le ofrece entrar en comunión de vida y
amor con él; el hombre, a su vez, con su respuesta libre, acepta el don de Dios y se entrega
confiadamente a él. La llamada y la respuesta se unen en un acontecimiento definitivo: Dios
establece con el hombre un pacto de vida y de esperanza en la alianza, que queda ratificada por el
bautismo. Por la eucaristía la alianza alcanza su plenitud.
Conforme a todo lo expuesto, concluimos afirmando que la iniciación cristiana comprende los
siguientes elementos esenciales: 1) el misterio pascual de Cristo; 2) la Iglesia, comunidad de
salvación; 3) la unidad indisoluble de los tres sacramentos de la iniciación; 4) el anuncio de
Jesucristo y su mensaje de salvación; 5) la fe y la adhesión personal a la intervención salvadora de
Dios en Cristo por el Espíritu Santo; 6) la maduración de esa fe, el progresivo y radical cambio de
mentalidad y de estilo de vida, en la comunidad eclesial.
De este modo lo expresa el Catecismo de la Iglesia católica: «Desde los tiempos apostólicos, para
llegar a ser cristiano se sigue un camino y una iniciación que consta de varias etapas. Este camino
puede ser recorrido rápida o lentamente. Y comprende siempre algunos elementos esenciales: el
anuncio de la Palabra, la acogida del evangelio que lleva a la conversión, la profesión de fe, el
bautismo, la efusión del Espíritu Santo, el acceso a la comunión eucarística» (CCE 1229).
Y así resume los elementos propios de la iniciación el documento episcopal La iniciación cristiana:
1) la iniciativa eficaz y gratuita de Dios; 2) la respuesta de la fe que se realiza en la escucha y en la
acogida interior del evangelio; 3) la acogida de la Iglesia, que recibe en su seno maternal e inserta
en el misterio de Cristo y en la propia vida eclesial; 4) esta acción de la Iglesia integra básicamente
la predicación de la Palabra y su explicación, la catequesis que introduce en los misterios y en la
vida de la Iglesia, la celebración de los sacramentos, y el acompañamiento posterior (cf IC 31).
Y junto a estos elementos o aspectos esenciales, podemos señalar también, como dimensiones o
coordenadas básicas de la iniciación cristiana, las siguientes: 1) la dimensión teológico-
sacramental: la iniciativa de Dios que hace a los hombres partícipes del acontecimiento pascual
mediante los sacramentos del bautismo, la confirmación y la eucaristía; 2) la dimensión eclesial: la
comunidad de la Iglesia que anuncia al Señor, da testimonio y celebra la alianza; que acoge al
hombre, le acompaña en el camino de la conversión y le hace entrega de la fe y miembro de la
Iglesia, asociándole a su vida y misión; 3) la dimensión catequética: para enraizar la adhesión firme
por la fe a la Palabra y garantizar su aprendizaje y maduración; 4) la dimensión existencial y
escatológica: que nos habla de la vida nueva en el Espíritu que nos ha transformado radicalmente
y nos ha configurado en Cristo. Una vida nueva que tiene un origen, se vive ya aquí, y tiene,
asimismo, una meta y plenitud que ansiamos y esperamos en la parusía.
Por la Palabra y los sacramentos, en virtud de la acción de Dios, que previene y acompaña, la
Iglesia acoge y engendra al nuevo creyente y le educa en la totalidad de la vida cristiana. Esta
acción de la madre Iglesia se lleva a cabo conjuntamente, pudiéramos decir, mediante un proceso
catequético de educación de la fe y por los sacramentos del bautismo, la confirmación y la
eucaristía.
Ahora bien, este ejercicio de vida cristiana, que es el nervio del itinerario catequético propio de la
iniciación cristiana, se logrará gracias a la presencia de un ámbito de fe viva y a la práctica efectiva
de la misma por parte del catequizando.
En primer lugar, es necesario contar con un ámbito real de fe que acoja y envuelva al
catequizando y, progresivamente, le vaya integrando en él, para aprender viviendo, con la ayuda
de los fieles y la sabia guía del catequista, las claves y pautas de la vida cristiana. (La iniciación
cristiana indica diferentes lugares o ámbitos: cf IC 32-38). Este ejercicio de vida cristiana alcanzará
para el catequizando su desarrollo más pleno cuando pueda participar de manera activa y
consciente en la vida de la comunidad eclesial que profesa, celebra y vive la fe cristiana. Es decir,
se trata de ofrecer al catequizando la posibilidad de sumergirse en la experiencia viva que la
Iglesia tiene del evangelio, y de enseñarle a ver y comprender desde dentro las realidades
misteriosas que ella posee: la Palabra, la comunión fraterna, el servicio de la caridad, los
sacramentos, el testimonio de santidad, y de este modo impregnarse de esa vida y aprender, por
esa profunda ósmosis, los misterios de la fe y de la vida cristiana.
Pero se trata también de que el catequizando practique la vida cristiana. No sólo que la vea o sea
informado sobre ella, sino que la ejercite. Es decir, ha de aprender a vivir en la escucha del Señor y
en el amor fraterno, practicar obras de caridad, adquirir el hábito de la oración, dar testimonio de
la fe, expresar en su vida diaria el cambio de mentalidad y de costumbres, luchar para morir al
pecado y así poder vivir en Cristo. El combate contra el mal y la liberación del pecado son
ejercicios propios de quien, por la iniciación cristiana, desea alcanzar la vida en Cristo: «Los que
hemos muerto al pecado, ¿cómo seguir viviendo en él? ¿O es que ignoráis que cuando fuimos
bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por
el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por
medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom 6,2-4).
Toda catequesis es, en efecto, y la catequesis propia de la iniciación cristiana con más motivo, un
acto de tradición viva al servicio de la transmisión de la fe. Su contenido es, pues, la revelación de
Dios; es decir, el acontecimiento de la manifestación de su misterio y designio amoroso de
salvación, y el acontecimiento de su donación y entrega en favor del hombre.
A estas realidades inicia la catequesis, y ellas son el contenido de la misma. No son, pues, los
contenidos catequéticos afirmaciones vanas o ideas para el pensamiento o normas para la
conducta. Son realidades: son los acontecimientos del amor de Dios a lo largo de la historia de la
salvación, acontecimientos de la salvación de Dios Padre en Jesucristo por el Espíritu Santo en la
Iglesia, que se expresan en el símbolo de la fe, los ritos sacramentales de la Iglesia, los testimonios
de vida de los santos y santas de la Iglesia, la herencia espiritual de los Padres, las obras de
caridad...
Estas realidades de la fe, que vienen expresadas en distintos lenguajes (bíblico, litúrgico, doctrinal,
testimonial...) y que constituyen un cuerpo orgánico y coherente de certezas y verdades, deben
ser presentadas orgánicamente, mostrando su coherencia interna a los catequizandos. Y,
asimismo, deben ser de tal modo comunicadas que puedan ser comprendidas y asumidas como
realidades que son de fe para nuestra salvación. El catequista habla desde la fe y trata de suscitar
la fe ante los profundos misterios que contiene la acción de Dios en favor del hombre; se propone
no sólo formar la mente, sino educar en la fe a los catequizandos e introducirles en la vida
cristiana, para que, por la fe, puedan conocer la riqueza del amor de Dios en Jesucristo y la
esperanza de la gloria: «El misterio escondido desde siglos y generaciones, y manifestado ahora a
sus santos, a quienes Dios quiso dar a conocer cuál es la riqueza de la gloria de este misterio entre
los gentiles, que es Cristo entre vosotros, la esperanza de la gloria» (Col 1,26-27). De este modo, la
enseñanza de la fe suscitará la esperanza y la esperanza abrirá el corazón a la caridad. Como
recuerda san Agustín al diácono y catequista Deogracias: «Explica cuanto expliques de modo que
la persona a la que te diriges, al escucharte, crea, creyendo espere y esperando ame».
«En síntesis, como dice el Directorio general para la catequesis, la catequesis de iniciación, por ser
orgánica y sistemática, no se reduce a lo meramente circunstancial u ocasional; por ser formación
para la vida cristiana desborda –incluyéndola– a la mera enseñanza; por ser esencial, se centra en
lo común para el cristiano... En fin, por ser iniciación, incorpora a la comunidad que vive, celebra y
testimonia la fe. Ejerce, por tanto, al mismo tiempo, tareas de iniciación, educación y de
instrucción» (DGC 68).
a) El tiempo del anuncio misionero. Este primer período, que el RICA denomina tiempo de
búsqueda o precatecumenado, está destinado a los inicios de la fe y a la primera presentación del
mensaje cristiano (cf RICA, Obs. previas; IC 24). El centro, pues, es el anuncio de la buena noticia,
que es la proclamación del Dios vivo, de su misterio de salvación para todos los hombres y de su
cumplimiento en Cristo, muerto y resucitado. Este anuncio debe, en definitiva, dar a conocer el
kerigma cristiano y sus consecuencias para el hombre. Pero además, es conveniente que integre
una exposición inicial sobre la moral cristiana, la Iglesia y los novísimos, con objeto de conducir al
candidato, con la ayuda del Espíritu Santo, a la conversión inicial y a la adhesión primera a Dios y,
de este modo, «ir madurando la verdadera voluntad de seguir a Cristo y de pedir el bautismo»
(RICA 10).
Hoy la Iglesia, consciente de la exigencia de la nueva evangelización, sabe que este primer
empeño misionero es de extraordinaria importancia y que su ejercicio, acompañado de
testimonios explícitos de vida cristiana, es una prueba de calidad para la comunidad cristiana.
Durante este tiempo, la comunidad debe crear en torno a quien se siente atraído por la fe
cristiana un ambiente de acogida fraterna y de vida cristiana; debe esforzarse por ofrecer una
atención esmerada a cada persona, en su singular condición, y asimismo un clima de reflexión y
de búsqueda sincera, junto al testimonio de fe y de oración.
Y así, los catecúmenos, que se esfuerzan por avanzar en este camino inicial, fortalecidos por la
bendición divina, purificados por el Espíritu y ayudados por el ejemplo y el auxilio de la comunidad
eclesial22, y de modo especial por los padrinos y por los catequistas, se instruyen en la fe, se
ejercitan en la oración, aprenden las costumbres evangélicas de la vida en Cristo y son
introducidos paulatinamente en las responsabilidades apostólicas y misioneras propias del
cristiano (cf IC 26).
d) La elección e inscripción del nombre. La elección viene precedida por un examen de idoneidad
del catecúmeno. Además de la fe y la firme voluntad de recibir los sacramentos de la Iglesia, se
requiere de él «la conversión de la mente y de las costumbres, un suficiente conocimiento de la
doctrina cristiana y sentimientos de fe y de caridad» (RICA, Obs. previas, 23).
La celebración del rito de la elección e inscripción del nombre tiene lugar habitualmente el primer
domingo de cuaresma y es presidido por el obispo. A él le son presentados los candidatos y él
elige a aquellos que son admitidos para el bautismo, inscribiéndoles como elegidos.
Con esta celebración de la llamada decisiva por parte de la Iglesia, signo de la llamada de Dios, y
de la inscripción del nombre en el libro de los elegidos, signo de la respuesta del hombre, concluye
el tiempo del catecumenado.
Por el bautismo, los catecúmenos, que han renunciado a Satanás y pronunciado la profesión de fe,
reciben el Espíritu de adopción, renacen como hijos de Dios y son incorporados a la Iglesia (cf CCE
1213). Por la confirmación, los neófitos son sellados por el don del Espíritu Santo y configurados
sacramentalmente a la imagen de Cristo, el Ungido. Al participar con todo el pueblo de Dios en la
eucaristía, celebran el memorial de la muerte y resurrección de Cristo y reciben la comunión del
cuerpo y sangre del Señor que consuma la unión con él (cf RICA Obs. previas 27ss.; IC 28).
g) El tiempo de la mistagogia. Recibidos los tres sacramentos, comienza una nueva y definitiva
etapa de la iniciación cristiana: el tiempo de la mistagogia. Durante este tiempo los neófitos,
ayudados por la comunidad de los fieles, y a través de la meditación del evangelio, la catequesis,
la experiencia sacramental frecuente y el ejercicio de la caridad 26, profundizan en los misterios
celebrados, consolidan la práctica de la vida cristiana y se ejercitan en las responsabilidades de su
incorporación a la comunidad (cf RICA, Obs. previas, 37-40; IC 29-30).
a) El catecumenado posbautismal, que afecta a los párvulos que son incorporados en los primeros
meses de su vida en el misterio de Cristo y en la Iglesia por el bautismo. Supone un itinerario
catequético y sacramental que se desarrolla a lo largo de la infancia y adolescencia. De esta forma
de iniciación, que es la más generalizada, dice el Catecismo de la Iglesia católica: «Desde que el
bautismo de niños vino a ser la forma habitual de celebración de este sacramento, este se ha
convertido en un acto único que integra de manera abreviada las etapas previas a la iniciación
cristiana. Por su misma naturaleza el bautismo de niños exige un catecumenado pos-bautismal.
No se trata sólo de una necesidad posterior al bautismo, sino del desarrollo necesario de la gracia
bautismal en el crecimiento de la persona. Es el momento propio de la catequesis» (CCE 1231).
El mismo documento episcopal La iniciación cristiana reconoce que, «ante las exigencias actuales
de la evangelización con muchos adultos ya bautizados pero en realidad no catequizados, o
alejados de la fe, o incluso sin haber completado la iniciación sacramental, ambas formas de
iniciación cristiana propiamente dicha son hoy necesarias». Y afirma la unidad del anuncio
misionero y la catequesis de iniciación recogiendo este párrafo del DGC: «La situación actual de la
evangelización postula que las dos acciones, el anuncio misionero y la catequesis de iniciación, se
conciban coordinadamente y se ofrezcan, en la Iglesia particular, mediante un proyecto
evangelizador misionero y catecumenal unitario» (DGC 277), y desarrollando a continuación varios
itinerarios completos de iniciación: de niños, adolescentes y jóvenes (IC 69-110); de adultos no
bautizados (IC 112-123); de adultos ya bautizados (IC 124-133), y de niños y adolescentes no
bautizados (IC 134-138).
1. PRIMACÍA DE LA ACCIÓN MISIONERA. Ante los desafíos planteados por la realidad socio-cultural
y la situación de fe de nuestros bautizados, la pastoral de la iniciación cristiana está pidiendo, en
primer lugar, una acción decidida y vigorosa de tipo misionero. Una acción misionera articulada en
torno a los prolegómenos de la fe y al primer anuncio del evangelio, y que supone, en
consecuencia, el acercamiento y la atención al hombre en sus necesidades e interrogantes, el
acompañamiento a lo largo del camino de búsqueda que ha emprendido o que es necesario
suscitar en él, la acogida de sus demandas de verdad, libertad, felicidad y justicia, y la
profundización del sentido cabal de las mismas, el apoyo en el discernimiento necesario y,
finalmente, el testimonio y el anuncio explícito del evangelio de Jesucristo en nombre de la Iglesia.
Ahora bien, todo esto sólo es posible cuando se vive con entusiasmo la verdad y necesidad
absoluta del evangelio de Jesucristo, cuando se tiene la experiencia de la salvación de Dios.
Entonces se reflejará en el rostro de la comunidad de los fieles y brillará en sus palabras la gloria
de Dios (cf 2Cor 3,18).
Por eso, la determinación, por parte de la comunidad eclesial, de otorgar la primacía a la acción
misionera, obligará a profundos cambios en las personas, en primer lugar, pero también en la
organización y en las estructuras, y, con seguridad, abrirá el horizonte a la renovación interna de
la vida eclesial.
2. ATENCIÓN PRIORITARIA A LA TRANSMISIÓN DE LA FE. «Quiso Dios que lo que había revelado
para salvación de todos los pueblos se conservara por siempre íntegro y fuera transmitido a todas
las edades. Por eso Cristo, nuestro Señor, plenitud de la revelación, mandó a los apóstoles
predicar a todos los hombres el evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma
de conducta» (DV 7). Pues «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al
conocimiento de la verdad» (1Tim 2,4).
La Iglesia realiza esta transmisión de la fe a través de toda la vida: «Lo que los apóstoles
transmitieron comprende todo lo necesario para una vida santa y para una fe creciente del pueblo
de Dios; así la Iglesia, con su enseñanza, su vida y su culto, conserva y transmite a todas las edades
lo que es y lo que cree» (DV 8). Pero de un modo particular, y a la vez eminente, la Iglesia entrega
la vida que tiene, transmite la vida que vive y engendra en ella, por la iniciación cristiana. Por su
parte la catequesis, en cuanto acto de tradición viva, es uno de los modos principales de esta
transmisión, que comunica y hace entrega de la fe a través de cuatro caminos, como expresa el
Catecismo de la Iglesia católica: el símbolo de la fe, la vida en Cristo, la celebración del misterio
cristiano y la oración.
Ahora bien, todas estas realidades que comprende la iniciación cristiana, forman entre sí una
unidad, en virtud de su vinculación a su único origen. Pues bien, para que puedan permanecer
efectivamente unidas, y así impulsar y garantizar la transmisión de la fe por parte de la Iglesia, es
necesario que las distintas acciones pastorales así lo procuren. En concreto, la pastoral de la
iniciación cristiana ha de cuidar la promoción y coordinación de las distintas actividades
educativas y celebrativas que se llevan a cabo, tanto en la parroquia, como en la fa milia, en las
asociaciones y movimientos laicales y en la escuela (cf IC 32-38). Todos y cada uno de estos
ámbitos de transmisión y educación de la fe deben converger entre sí.
Por la transmisión de la fe, nuevos hijos conocen y son incorporados al evangelio de Jesucristo.
Por la iniciación cristiana, el bautizado es introducido en la corriente viva de la tradición de la
Iglesia. En la iniciación cristiana se manifiesta palmariamente la fecundidad de la Iglesia, al
engendrar en una misma fe, la fe apostólica, a nuevos hijos, antes dispersos por el pecado. En la
transmisión de la fe la Iglesia hace entrega al creyente de todo lo que ella cree y es, iniciándole en
«su doctrina, vida y culto». «La traditio Evangelii in symbolo y la traditio orationis dominicae son
—en el catecumenado bautismal y en nuestra catequesis— la expresión de lo que es, en esencia,
un proceso catecumenal: la transmisión de la fe eclesial» (CC 135).
Cuando esto es así, y en cuanto tal es impulsado por una acción pastoral coherente, el ejercicio de
la iniciación cristiana será para las comunidades eclesiales causa de profundización en su
identidad comunitaria y maternal, y, a la postre, de renovación y revitalización interna.
Una Iglesia que otorga atención prioritaria a la iniciación cristiana es expresión de vida que se
transmite, es símbolo de una comunidad que se hace a sí misma camino para el hombre, porque
sabe que él es «el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión, él
es el camino primero y fundamental de la Iglesia, camino trazado por Cristo mismo, vía que
inmutablemente conduce a través del misterio de la encarnación y de la redención» (RH 14). Una
Iglesia que se hace camino para acompañar al hombre y enseñarle que la vida cristiana es «como
una gran peregrinación hacia la casa del Padre, del cual se descubre cada día su amor
incondicional por toda criatura humana, y en particular por el hijo pródigo» (TMA 49). En
definitiva, es una Iglesia, pudiéramos decir, catecumenal, es decir, que se configura
catecumenalmente, y en cuanto tal vive la vida cristiana como iter salvífico, como camino
pedagógico de crecimiento que Dios abre para el hombre y ella continúa. La Iglesia secundará esta
iniciativa de Dios estando atenta a suscitar el deseo implícito y la búsqueda explícita de Dios que
todo ser humano tiene; acompañando en este recorrido al hombre hasta alcanzar la buena
noticia, la conversión y el deseo de vivirla; ayudándole a avanzar en la unión con Dios; haciendo al
hombre, mediante los sacramentos de la iniciación, poseedor de los más grandes bienes que
puede desear, como son: el perdón de los pecados, la fe, la santificación, el don del Espíritu Santo,
la adopción de hijos de Dios y la vida eterna.
La comunidad eclesial, al igual que hiciera Jesús con los discípulos de Emaús (Lc 24,13), debe
ponerse hoy también en camino y acompañar a los fieles, a los desanimados y a los alejados hacia
el conocimiento del evangelio, la profundización de la fe, la práctica de la caridad, el ejercicio de la
oración y el testimonio de la gloria de Dios, para poder decir como san Pablo: «Doy gracias a aquel
que me revistió de fortaleza, a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me consideró digno de confianza.
La gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí, juntamente con la fe y la caridad en Cristo Jesús»
(1Tim 1,14).
2
NOTAS: 1. Tenemos un ejemplo en la obra de SAN AGUSTÍN, De catechizandis rudibus. Cf HIPÓLITO DE ROMA, La tradición
apostólica, 15-16. — 3. En el Diario de ETERIA, c. 45, encontramos una descripción pormenorizada tal como se realizaba en el
4
catecumenado de Jerusalén. — Tenemos ejemplos característicos como el Hexameron de SAN AMBROSIO. –5. Puede verse,
entre otros, CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis; TEODORO DE MOPSUESTIA, Homilías catequéticas; NICETAS DE REMESIANA, De
Symbolo. — 6. Cf SAN AMBROSIO, Homilías cuaresmales. — 7. En Roma, por ejemplo, los exorcismos y escrutinios tienen lugar
los domingos tercero, cuarto y quinto de cuaresma: cf A. CHAVASSE, RSR 35 (1948) 325-381. — 8. Como ejemplo de esta
catequesis sacramental puede verse: CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis mistagógicas; SAN AMBROSIO, De sacramentis; De
mysteriis; SAN JUAN CRISÓGONO, Homilías bautismales. — 9. Contamos con fuentes de gran valor para confirmarlo, como la
Carta del diácono Juan a Senario, el Sacramentario gelasiano, el Ordo XI y el Sacramentario gregoriano; cf A. NOCENT, Iniciación
cristiana, en D. SARTOREA. M. TRIACCA (dirs.), Nuevo diccionario de liturgia, San Pablo, Madrid 1996', 1051-1070; cf
CASTELLANO CERVERA J., Iniciación cristiana, en DE FLORES S.-GOEFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo,
4 10
Madrid 1991 , 965-985. - El valor y el sentido que cobra la catequesis e instrucción del pueblo, tanto en el campo protestante
como en la Iglesia católica, son buena prueba de esto. También merece ser destacada, al respecto, la publicación del Rituale
Sacramentorum Romanorum, del cardenal Antonio Santorio. En épocas posteriores, en relación con la recuperación de la
práctica del catecumenado, merece ser recordado el cardenal C. M. Lavigerie, que elaboró en la segunda mitad del siglo XIX un
Itinerario formativo, desde el modelo del catecumenado antiguo. Enseguida el catecumenado se convierte en práctica habitual
de las Iglesias de misión. También en Europa se proclamará, más adelante, la necesidad de instaurar de nuevo el catecumenado
de la Iglesia primitiva; cf J. COLOMB, Pour un catéchisme efficace, Lyon 1948. — 11. En muchos lugares del Directorio está
presente la iniciación cristiana y el sentido catecumenal de la catequesis. Pero puede verse especialmente en CONGREGACIÓN
PARA EL CLERO, Directorio general para la catequesis, 65-68 (DGC); ver también CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, La
iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones, Edice, Madrid 1998. — 12. Sobre esta perspectivas antropológica y sociológica
de la iniciación, y también sobre su significado en las religiones primitivas, véase M. ELIADE, Iniciaciones místicas, Taurus,
Madrid 1975; J. RIES, Los ritos de iniciación, EGA, Bilbao 1994; J. CAZENEUVE, Les cites et la condition humaine, París 1958; J.
'
CLAES, L initiation, Lumen Vitae 1 (1994) 11-21. — 13. DGC 66. Ratzinger considera que el catecumenado es parte constitutiva
del sacramento: «El catecumenado es parte de un sacramento; no instrucción preliminar, sino parte constitutiva del sacramento
mismo. Además, el sacramento no es la simple realización del acto litúrgico, sino un proceso, un largo camino, que exige la
contribución y el esfuerzo de todas las facultades del hombre, entendimiento, voluntad, corazón. También aquí ha tenido la
disyunción funestas consecuencias; ha desembocado en la ritualización del sacramento y en el adoctrinamiento de la palabra y,
por tanto, ha encubierto aquella unidad que constituye uno de los datos esenciales de lo cristiano» (Teoría de los principios
14
teológicos, Herder, Barcelona 1986, 40). - Para el desarrollo de este aspecto fundamental de la iniciación cristiana, véase el
15
Catecismo de la Iglesia católica (CCE) 1077-1109. - CCE 1212; cf CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO, Ritual para la
iniciación de adultos (RICA), Observaciones generales, 1-2. —16. Cf CD 11; CIC 368; EN 62; CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA
17
DE LA FE, Carta Communionis notio, 13. - El Directorio general para la catequesis denomina tareas de la catequesis a estas
dimensiones, 85-86; cf CC 85-94. — 18. Su elaboración está inspirada en la Traditio Apostolica de SAN HIPÓLITO DE ROMA y en
el Sacramentario gelasiano, como se puede constatar, sobre todo, en la articulación de las diversas etapas, en la vinculación de
los tres sacramentos entre sí, y en los distintos ritos y oraciones. — 19. Así, en el Mensaje al pueblo de Dios, de la IV Asamblea
general del sínodo de los obispos sobre la catequesis se afirma: «El modelo de toda catequesis es el catecumenado bautismal»
20
(MPD 8). — Como dice el RICA, Obs. previas, 16: «Deben juzgar los pastores, con la ayuda de los padrinos, catequistas y
diáconos, según los indicios externos». — 21, Para poder llevar a cabo esta acción educativa, sin caer en improvisaciones o
subjetivismos, es necesario que las distintas diócesis cuenten con un programa catequético orgánico y unitario, cuyas líneas
básicas y contenidos habrán de tener al Catecismo de la Iglesia católica como punto de referencia, y al Directorio general para la
22
catequesis como orientación. — Como recomienda el decreto Ad gentes: «Esta iniciación cristiana no deben procurarla
solamente los catequistas y los sacerdotes, sino toda la comunidad de los fieles, de modo que los catecúmenos sientan ya desde
el principio que pertenecen al pueblo de Dios» (AG 14). — 23. Los exorcismos y escrutinios son celebraciones llenas de sentido y
de valor iniciático. Dios, por medio de la Iglesia, escruta el corazón del elegido, para purificarlo y disponerlo a la nueva realidad
que se inicia en el bautismo. El escrutinio es, en primer lugar, exorcismo, acción de Dios para arrancar del corazón del hombre el
mal que le viene del maligno. El catecúmeno es fortalecido en Cristo (cf RICA, Obs. previas, 25, 1). — 24. Las entregas del
símbolo y de la oración dominical tienden a la iluminación de los elegidos. El símbolo de la fe recuerda las grandezas y
maravillas de Dios en los acontecimientos de la salvación. La oración dominical muestra la nueva realidad de los hijos de Dios (cf
25
RICA, Obs. previas, 25, 2). — Los Padres muestran frecuentemente, en sus catequesis cuaresmales, el sentido del símbolo de la
fe en cuanto transmite de modo condensado e íntegro el misterio de la salvación. «Retened en la memoria la fe que ahora
escucháis de viva voz, pues a su tiempo recibiréis la explicación de cada una de sus afirmaciones basadas en las divinas
escrituras... Del mismo modo que la semilla de mostaza contiene en un grano pequeño muchas ramas, así esta fe abarca en
propias palabras todo el conocimiento de la piedad, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento... Ahora se os ha entregado
el tesoro de la vida, y el Dueño, el día de su manifestación te reclamará su depósito» (CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis V, 12-
13; PG 33, 520ss). «Mantened siempre el pacto que hicisteis con Dios, es decir, este símbolo que profesáis. Sus palabras
ciertamente son breves, pero contienen todos los misterios. En efecto, en forma abreviada, se han recogido de todas las
Escrituras como piedras preciosas engarzadas en una corona» (NICETAS DE REMESIANA, De Symbolo, 13; PL 52, 847ss). — 26.
Tenemos sobre esto una referencia llena de significado en el libro de los Hechos de los apóstoles 2,42. Asimismo la primera
Carta de san Pedro constituye un modelo de catequesis mistagógica. — 27. En los primeros siglos, la Iglesia quiso que la
28
iniciación cristiana se realizara a través de la institución del catecumenado. Cf CCE 1230. — Para un amplio desarrollo, véase
M. J. LE GuILOU, El misterio del Padre, Madrid 1998, 63-73.
INSTRUMENTOS DE LA CATEQUESIS
SUMARIO: I. Para orientar y planificar la acción catequética: 1. Análisis de la situación; 2.
Programa de acción; 3. Directorios catequéticos. II. Instrumentos de uso inmediato en el acto
catequético: 1. Catecismos; 2. Los textos didácticos; 3. Los programas; 4. Las guías; 5. Los medios
audiovisuales. III. Conclusión.
En la acción concreta de la catequesis se suele emplear una serie de instrumentos que sirven unos
para orientar y planificar el conjunto de la acción catequética: análisis de la situación, programa
de acción y directorio catequético; y otros para realizar el trabajo inmediato: los catecismos, los
textos didácticos, los programas, las guías para los catequistas y los padres, y los medios
audiovisuales. En el Directorio general de pastoral catequética de 1971 (DCG 116) no se citaban
las Guías y en el Directorio general para la catequesis de 1997 (DGC 284) no se citan los
Programas; pero podemos mantener la distinción entre estos dos tipos de instrumentos, ya que
son diferentes.
La Iglesia tiene que utilizar todos los recursos humanos que ayuden a conocer mejor al hombre y
su situación cultural, política, económica, religiosa, etc. Si se lleva a cabo el análisis de la realidad,
se descubrirán las posibilidades de una planificación realista y, por tanto, factible y eficaz. Se
descubrirán cuáles son las necesidades, demandas y conflictos existentes a los que se quiere
responder. Es el punto de partida adecuado para llevar a buen término una planificación.
En toda acción catequética no se puede olvidar nunca una doble fidelidad: fidelidad al mensaje de
Dios que se nos comunica por Jesucristo y fidelidad también a las personas que reciben ese
mensaje. No basta, pues, con saber el mensaje que vamos a comunicar, sino que hay que conocer
también las circunstancias en las que vive el hombre que lo recibe y los medios y estrategias
pedagógicas y psicológicas para anunciarlo. Se impone, pues, una seria planificación, en oposición
al voluntarismo, a la arbitrariedad, a la improvisación y a la rutina.
Este análisis debe estar centrado sobre tres puntos: examen de la acción pastoral, análisis de la
situación religiosa y estudio de las condiciones sociológicas, culturales y económicas, pues todas
ellas tienen gran influencia en el proceso de evangelización.
Todo programa de acción necesita determinados recursos para ser llevado a cabo. Estos son de
dos clases: humanos y materiales. Los recursos humanos son las personas, grupos o colectivos que
de una u otra forma intervienen en la planificación, cumpliendo las funciones que se les asignan.
Los recursos materiales se refieren a aquellos medios, tanto económicos como espaciales —
lugares— o instrumentales, que se necesitan para la planificación.
Un programa de acción se puede considerar como un sistema cuyos componentes son los
siguientes: una estrategia o planificación general de la acción para conseguir los objetivos que la
organización propone; unas estructuras físicas, económicas, técnicas y organizativas que
constituyen los medios para su funcionamiento; unas funciones y comportamientos que
comprometen a asumir diferentes responsabilidades, tanto de los grupos que componen la
organización como de los individuos que pertenecen a ella; una cultura con los consiguientes
sistemas de valores, relaciones, etc. Un programa de acción bien planteado debe prever dónde y
cómo realizar un control que le indicará cómo modificar los elementos internos de la planificación
para una mayor eficacia o para proyectar nuevos diseños.
3. DIRECTORIOS CATEQUÉTICOS. En el decreto Christus Dominus del Vaticano II, sobre el oficio
pastoral de los obispos en la Iglesia, firmado por Pablo VI el 28 de octubre de 1965, se determina
que «se componga un Directorio sobre la instrucción catequética del pueblo cristiano, en que se
trate de los principios y ordenación fundamentales de dicha instrucción y de la elaboración de
libros que hacen al caso» (CD 44). Precisamente en 1964, el año anterior, ya había aparecido el
Directorio de pastoral catequética para las diócesis de Francia y las Bases para una nueva
catequesis, en Holanda.
La publicación, en 1992, del Catecismo de la Iglesia católica (CCE) y el notable avance del
movimiento catequético en distintas naciones y en numerosas Iglesias particulares, junto a las
profundas transformaciones de la sociedad actual, han impulsado a la Congregación para el clero
a re-visar y actualizar este instrumento pastoral, ofreciendo el nuevo Directorio general para la
catequesis (DGC), aprobado el 15 de agosto de 1997.
Los instrumentos y medios didácticos que se indican en el nuevo Directorio para el acto
catequético son: los catecismos, los textos didácticos, las guías y los medios audiovisuales (DGC
284) a los que podemos añadir los programas, de los que hablaba el DCG 116. El DGC afirma que
dentro del conjunto de instrumentos para la catequesis sobresalen los catecismos (184).
1. CATECISMOS. a) Génesis breve de la aparición del catecismo en la acción eclesial. Desde los
comienzos de la predicación cristiana se transmitió la fe apoyándose en el credo apostólico, que
era explicitado por los catequistas. A partir de la Edad media, y con motivo de la celebración de
Asambleas sinodales, van apareciendo lo que hoy llamamos catecismos, es decir, resúmenes de
los principales contenidos de la fe, que deben conocer y aprender los fieles cristianos. En ese
momento reciben otros nombres: Disputatio puerorum en forma de preguntas y respuestas
(Alcuino + 804), Lucidarios, Interrogatorios, Septenarios, Doctrina pueril, Libro sinodal, Breve
doctrina, etc. A partir del siglo XVI son numerosos los autores que se lanzan a la redacción de
catecismos, como obra de la iniciativa privada. Fue Martín Lutero el que popularizó el término
catecismo, aunque en 1357, en Inglaterra, ya se empezó a utilizar ese término. Lutero escribió, en
1528 el Pequeño catecismo, y el Gran catecismo en 1529. Al terminar el concilio de Trento,
celebrado entre 1545 y 1563, el papa Pío V mandó publicar el conocido Catechismus ad parochos,
conocido también como Catecismo de Trento, o Catecismo de san Pío V, editado en 1566.
A finales del siglo XVI aparecen en España los catecismos de Gaspar Astete (1576) y Jerónimo de
Ripalda (1591), que se titulaban Doctrina cristiana. Estos libritos, ampliados más tarde, han estado
en vigor en España y en los países de habla hispana hasta mediados del siglo XX. Se caracterizaban
estos catecismos por ser resúmenes de doctrina, redactados en lenguaje teológico; por no estar
basados en la Sagrada Escritura y estar desligados de la vida litúrgica; por no transmitir un
mensaje gozoso que invitara a la conversión; por presentar una moral legalista y minimista, que
no entusiasmaba para adoptar una actitud generosa, y por una tendencia al racionalismo. El
método que se utilizaba para su enseñanza era el aprendizaje memorístico de preguntas y
respuestas. Más de tres siglos y medio de uso de ese tipo de instrumentos para la transmisión de
la fe han dejado una huella tan profunda, hasta en los teólogos y catequetas, que, incluso después
de la publicación del Catecismo de la Iglesia católica (CCE), en 1992, se siguen editando con el
nombre de catecismo elencos de preguntas y respuestas. Se han tomado como respuestas las
síntesis finales de cada capítulo de este Catecismo, anteponiéndole una pregunta. Este no es el
criterio de Roma. Es necesario revisar y actualizar el concepto de catecismo a la luz de los
documentos más recientes de la Iglesia, con motivo de la publicación del CCE, como se hace en
esta misma obra (Catecismos y catecismo).
Pero a raíz de la publicación del DCG, en 1971, la experiencia humana, que será iluminada por la
palabra de Dios, también empezó a formar parte de los temas del catecismo, como ocurrió en el
catecismo de preadolescentes Con vosotros está, publicado por el episcopado español en 1976, en
el que la dimensión antropológica, personal y social, es notoria. En él, los lenguajes bíblico,
litúrgico y testimonial están muy presentes y, en vez de las clásicas preguntas y respuestas, se
presentan breves y jugosas síntesis doctrinales que resumen el mensaje transmitido.
Otro aspecto que hay que revisar es la autoría de los catecismos. Hasta ahora han sido muchos los
teólogos y pastoralistas que, a lo largo de los siglos, han elaborado este tipo de instrumentos para
la transmisión de la fe. El DCG proponía que «ha de concederse la mayor importancia a los
catecismos publicados por la autoridad eclesiástica» (cf 119); el actual DGC es todavía más
explícito y afirma que la elaboración de los catecismos locales es responsabilidad inmediata del
ministerio episcopal, y requiere la previa aprobación de la Sede Apostólica (cf DGC 131).
Para terminar añadiremos, de acuerdo con el DGC (cf 132), los tres rasgos principales de todo
texto catequético asumido como propio por una Iglesia local: su carácter oficial, la síntesis
orgánica y básica de la fe que ofrecen y el hecho de ser ofrecido, junto a la Sagrada Escritura,
como punto de referencia para la catequesis. Todo catecismo es, además, un texto de base y de
carácter sintético, en el que se presentan, de manera orgánica, y atendiendo a la jerarquía de
verdades, los acontecimientos y verdades fundamentales del misterio cristiano.
2. Los TEXTOS DIDÁCTICOS. Los catecismos están concebidos como libros de fuentes de fe y suelen
ser complementados con textos didácticos. Estos son los que se ponen directamente en manos de
los catecúmenos y catequizandos (cf DGC 283). Son medios complementarios ofrecidos a la
comunidad cristiana, a la cual incumbe la catequesis. Catequistas y catequizandos encontrarán en
ellos las experiencias humanas propias de cada edad, referencias a la vida concreta de cada país,
comentarios a los textos bíblicos y actividades para lograr su interiorización y expresión,
sugerencias para la vivencia litúrgica, e invitaciones para adoptar los compromisos que implica la
aceptación de la palabra de Dios. Esta pedagogía inductiva, usada en los textos didácticos, hace
que el grupo catequético se confronte directamente con los textos bíblicos, los litúrgicos, las
formulaciones doctrinales, y se convierta en un manantial de vivencia cristiana, de inteligencia del
mensaje, de celebración gozosa y de compromiso misionero. Ningún texto puede sustituir la
comunicación viva del mensaje cristiano. Sin embargo, los textos didácticos tienen gran
importancia porque sirven para una más amplia explicación de los documentos de la tradición
cristiana y de los elementos que favorecen la actividad catequética (cf DCG 120).
3. Los PROGRAMAS. Los programas establecen: 1) Los objetivos educativos que hay que
conseguir; estos deben quedar bien definidos y orientados hacia las actitudes cristianas que la
catequesis quiere promover; 2) los contenidos que hay que transmitir en la catequesis y su
eventual desarrollo, teniendo siempre muy en cuenta la edad de los catequizandos; 3) los criterios
metodológicos que hay que adoptar y los medios didácticos que hay que emplear.
Los programas sirven para afianzar la unidad (que no hay que confundir con la uniformidad);
sirven para aliviar la tarea del catequista y posibilitan la elaboración de subsidios didácticos. Los
programas garantizan la integridad del anuncio eclesial y la jerarquización de verdades. Los
programas son necesarios, pues es prácticamente imposible que el catequista pueda,
aisladamente, tener una visión global del mensaje que se ha de transmitir a lo largo de todo el
proceso catequético. El programa debe gozar de apertura. Tal apertura se ve comprometida
cuando la programación es demasiado rígida y limita la creatividad del catequista, en vez de
propiciarla y alentarla. Los programas suelen ir precedidos de unas nociones de psicología de la
edad del grupo de catequizandos, para que el catequista se adapte más y mejor a las
características concretas de las personas a las que acompaña en su proceso de iniciación cristiana.
4. LAS GUÍAS. Están destinadas a los catequistas y, tratándose de catequesis familiar, constituyen
una valiosa ayuda para los padres. En ellas se señalan los objetivos y se ofrece una explicación y
aplicación minuciosa de las actividades que se han de realizar en cada tema catequético. Las guías
deben ofrecer a los catequistas, o a los padres en su caso, una orientación precisa para el
desarrollo de las catequesis y para estimular su creatividad, no limitándolos y esclavizándolos a los
textos didácticos. De acuerdo con lo expresado en el DCG (121) las Guías deben contener la
explicación del mensaje de la salvación (con una constante referencia a las fuentes y con una clara
distinción entre lo que pertenece a la fe y a la doctrina que se ha de creer, y lo que son las meras
opiniones de los teólogos), consejos psicológicos y pedagógicos y sugerencias relativas al método.
5. Los MEDIOS AUDIOVISUALES. El DGC afirma que el primer areópago del tiempo moderno es el
mundo de la comunicación, que está unificando a la humanidad... Junto a los numerosos medios
tradicionales en vigor, la utilización de los mass-media ha llegado a ser esencial para la
evangelización y la catequesis (cf 160). El catequista debe conocerlos y debe saber también
manejarlos. Cada medio realiza su propio servicio y cada uno exige un uso específico; en cada uno
se han de respetar sus exigencias y valorar su importancia.
a) Algunas clarificaciones. Podemos distinguir entre medios audiovisuales de masas (mass-media)
y medios audiovisuales de grupo (groupmedia). Estos últimos son los más interesantes para la
catequesis. Sin embargo también los mass-media pueden convertirse en group-media,
grabándolos y haciéndolos objeto de reflexión y diálogo en los grupos de catequesis (se pueden
utilizar en todas las edades, con discernimiento).
Dentro del lenguaje audiovisual existen varias modalidades: 1) los predominantemente visuales
(posters, diapositivas, franelógrafo, figuras móviles, cómics, pizarra, murales, collages...); 2) los
predominantemente auditivos (radio, discos, grabaciones en bandas sonoras, donde el único
lenguaje es el sonido); 3) los audiovisuales propiamente dichos (cine, televisión, vídeos, montajes,
etc). Al lenguaje verbal simbólico pertenecen: el poema (palabra hecha imagen), el teatro, la
narración, el cuento, el periódico mural, la canción (poema musicalizado), etc.
b) Uso de los medios en la pedagogía de la fe. Al utilizar estos medios audiovisuales no hay que
olvidar la originalidad de la transmisión del mensaje cristiano: no se trata de saber utilizar unas
técnicas pedagógicas, sino de utilizar una pedagogía de la fe. El mensaje cristiano no está
constituido por una serie de verdades que hay que aprender. Su contenido no es algo, sino
Alguien. El Dios que se revela es enseñado y él mismo enseña a la vez. Por tanto, los principios
pedagógicos y las técnicas didácticas se ponen al servicio de la pedagogía de la fe. Palabras y
conceptos humanos, láminas, dibujos, películas, vídeos, son medios humanos, pero se convierten
en mediaciones y signos de realidades invisibles, pero reales, en la predicación de la fe. Escribir en
una pizarra con una barra de tiza se hace tanto en una clase de geografía como en una sesión de
catequesis, pero en. este último caso esa actividad se inserta en la educación de la fe que lleva a
los catecúmenos o catequizandos a encontrarse con Dios o con Jesús el Señor. Por consiguiente,
sea con el medio que sea, lo que se pretende es transmitir el mensaje del Señor para favorecer el
encuentro con él. Nuestro objetivo, por tanto, no es directamente dar a conocer una doctrinó,
sino que «la fe, ilustrada por la doctrina, se haga viva, explícita y activa en los hombres».
d) Las ventajas del lenguaje audiovisual son: su gran capacidad de evocar y desarrollar en el grupo
la comunión afectiva con la realidad, despertar la creatividad y favorecer la comunicación
interpersonal y grupal en profundidad. También tiene sus riesgos: un menor rigor intelectual y,
por tanto, peligro de la ambigüedad y de la subjetividad; y el riesgo de provocar un gran
desinterés por las síntesis intelectuales sistemáticas. De ahí que se deba formar a los catequistas
en el recto uso de estos medios, pues con frecuencia ignoran la naturaleza propia del lenguaje de
las imágenes; y una mala utilización de los medios conduce a un comportamiento pasivo y no
activo de los catequizandos.
III. Conclusión
Para concluir, nada mejor que recordar algunos criterios derivados de todo lo dicho
anteriormente: 1) A la hora de elegir los instrumentos para la catequesis se ha de observar una
doble fidelidad, a Dios y a la persona, que es una ley fundamental para toda la vida de la Iglesia:
hay que saber conjugar una exquisita fidelidad doctrinal con una profunda adaptación al hombre.
2) Para ello es preciso tener en cuenta la psicología de la edad y el contexto socio-cultural en que
vive el catequizando, para adecuar a esas condiciones la transmisión del mensaje. 3) Todos los
instrumentos catequéticos elegidos han de ser tales que conecten con la vida concreta de la
generación a la que se dirigen; es decir, han de tener presentes sus inquietudes y sus
interrogantes, sus luchas y sus esperanzas; hay que utilizar ampliamente el lenguaje más
comprensible a esta generación y este es, sin duda, el audiovisual. 4) Hay que tener como objetivo
el lograr en los destinatarios un conocimiento sapiencial mayor de los misterios de Cristo, en
orden a una verdadera conversión a él, y a una vida más conforme con el proyecto de Dios,
manifestado a los hombres por Jesucristo.
BIBL.: AA.VV., Catequistas en formación, CCS, Madrid 1983-1990, carpeta 2; AA.VV., Formación de catequistas, SM, Madrid
1987-1992, carp. 2, cuad. 10 y carp. 7, cuad. 8; BENITO A. (dir.), Diccionario de ciencias y técnicas de la comunicación, San Pablo,
Madrid 1991; COLOMB J., Manual de catequética II, Herder, Barcelona 1971; COMISIÓN EPISCOPAL DE PASTORAL, Parroquia
evangelizadora, Edice, Madrid 1988; GEVAERT J. (dir.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987; INSTITUTO
INTERNACIONAL DE TEOLOGÍA A DISTANCIA, Curso de formación catequética, Madrid 1986-1996, bloques pedagógico y
metodológico; NAVARRO GONZÁLEZ M., Formación de catequistas. Area catequética (a distancia), CEVE, Madrid 1996; PAYÁ M.,
La parroquia, comunidad evangelizadora, PPC, Madrid 1995; PLACER UGARTE F., Una pastoral eficaz, Desclée de Brouwer,
Bilbao 1993; RESINES L., La catequesis en España, BAC, Madrid 1997.
JERARQUÍA DE VERDADES
SUMARIO: I. Significado y novedad de la formulación del Vaticano II. II. La tarea más urgente. III.
Aplicación en el campo de la catequesis: 1. Aplicación minimalista a la catequesis; 2. Aplicación
maximalista a la catequesis.
Antes de concretar el significado del principio de la jerarquía de valores es preciso hacer dos
puntualizaciones:
a) El contexto del principio formulado es ecumenista; no sólo se halla dentro del documento
ecuménico del Vaticano II, sino que, además, el mismo párrafo que contiene la declaración de la
jerarquía de verdades habla expresamente de un quehacer ecuménico por parte de los teólogos
de las diferentes Iglesias: «en el diálogo ecuménico, los teólogos católicos... investigando
juntamente con los hermanos separados... Al confrontar las doctrinas... Así se preparará el camino
para estimularse todos, en esta fraterna emulación, a un conocimiento más profundo...».
b) El término verdades, si bien tiene una sobresaliente carga noética, cognoscitiva, apunta
también a otras dimensiones reales del ser humano (dimensión axiológico-activa, dimensión
utópico-imaginativa y dimensión social), ya que se trata de verdades o realidades relacionadas con
el fundamento de la fe, Jesucristo; esto es, con una realidad personal divino-humana que, además
de ser la verdad, es también el camino y la vida. Esta amplia significación personal del término
verdades explicaría el hecho de que no sólo se habla entre teólogos y catequetas de jerarquía en
la esfera conceptual del hombre creyente (jerarquía de verdades), en su esfera utópico-cultual
(jerarquía de sacramentos), sino también en su esfera activo-moral (jerarquía de mandamientos)
y, finalmente, en su esfera socio-institucional (jerarquía de autoridades).
Naturalmente, en este segundo orden hay tal cantidad de verdades o realidades y de categoría
tan desigual, que no es fácil enunciarlas todas, y menos aún saber jerarquizarlas debidamente. Las
dificultades se multiplicaron cuando a partir del siglo IV se produjo un incremento multitudinario
de fieles cristianos, incorporando cada uno de ellos a la Iglesia las creencias de sus respectivas
religiones. La Iglesia se vio impelida por las circunstancias a adoptar un método sencillo y eficaz
para la gente, a la hora de proclamar los contenidos del mensaje cristiano: el método de la
autoridad de su magisterio supremo. La jerarquía de verdades se fue así desligando poco a poco
del criterio intrínseco de su conexión con Jesucristo, tal como hasta entonces se venía haciendo
en las confesiones de fe del Nuevo Testamento, de la liturgia, de los credos primitivos... y pasó a
depender más y más del criterio extrínseco de la autoridad del magisterio eclesiástico1.
Valorar la categoría de una verdad por el criterio exterior de la autoridad eclesiástica puede
causar otro peligro más grave todavía que el anterior: el peligro de desplazar la atención de los
cristianos hacia las verdades o realidades de segundo orden, en lugar de mantener las mentes y
los corazones centrados en Jesucristo, que constituye el núcleo vivo de la revelación de Dios3.
Pues bien, el Vaticano II, en el n° 11 del Decreto sobre el ecumenismo, opta por volver al criterio
cristológico, que es el criterio de la religión cristiana, el criterio seguido por el Nuevo Testamento
en sus múltiples y variadas confesiones de fe: la persona y obra salvíficas de Jesucristo. Por otro
lado, el criterio jerarquizador de las verdades o realidades cristianas, Jesucristo, restablecido por
el Vaticano II, es un criterio objetivo e intrínseco a las diferentes verdades: su mayor o menor
importancia reveladora no depende del modo más o menos solemne de pronunciarse sobre ellas
por parte del magisterio de la Iglesia, sino de su relación con Jesucristo, que es para los creyentes
la suprema Verdad salvífica.
El decreto ecumenista ha dejado definitivamente zanjados estos dos puntos: 1) que en el conjunto
de la doctrina católica existe un fundamento o un centro personal, que es Jesucristo; y 2) que el
orden que ocupan las múltiples verdades reveladas en el cuerpo doctrinal depende de su diversa
conexión específica con Jesucristo, Verdad salvífica por excelencia, y no del grado de autoridad
con que han sido formuladas.
Lo que no se nos aclara en el texto conciliar es cuántas clases de verdades reveladas hay y cuál es
su relación específica con Jesucristo. Dilucidarlo es la tarea más inmediata y urgente que los
teólogos y catequetas tienen en la actualidad, después del pronunciamiento hecho por la Iglesia
en el Decreto. He aquí algunas pistas para dicha labor.
b) Inmediatamente alrededor de este centro vivo y personal del mensaje revelado, se alinea toda
una serie de verdades o realidades que tienen que ver con la comunidad de creyentes que
llamamos Iglesia, animada y guiada por el espíritu de Jesús resucitado. Las verdades salvíficas que
la Iglesia confiesa creer, a la luz de Jesucristo, sobre Dios y sobre el hombre cristiano (su condición
de hijo adoptivo de Dios, sus esperanzas históricas y su esperanza escatológica, la oración y los
sacramentos, el estilo de vida, el compromiso social y político, la solidaridad con los pobres...) son
revelaciones pericéntricas pero de primera categoría, porque la Iglesia las profesa como esposa de
Cristo, como cuerpo de Cristo. La conexión de estas verdades reveladas sobre la Iglesia con el
fundamento de la fe, Jesucristo, es la máxima que puede darse entre las verdades denominadas
genéricamente pericéntricas.
c) Después de esta revelación de Dios sobre la Iglesia como cuerpo de Cristo, tenemos las
verdades o realidades pericéntricas de segunda categoría proclamadas por el credo israelita,
también sobre Dios y sobre el hombre (su origen creado, su promesa de salvación, sus profetas, la
ley, sus normas de conducta, el culto, la circuncisión...). Todas ellas pertenecen a una fase anterior
y provisional de la revelación de Dios. La conexión de las verdades o realidades de la revelación
del Antiguo Testamento con el fundamento de la fe, Jesucristo, es de una categoría inferior,
preparatoria y pasajera, en comparación con la conexión de la fe de la Iglesia con Jesucristo acerca
de Dios y de los seres humanos y su mundo.
Todos los catequistas reconocen la colosal incidencia de la actual cultura secular y secularizante
en su tarea catequística; pero su manera de reaccionar ante el mismo fenómeno de la
secularización es muy diversa, y a veces hasta opuesta: mientras unos buscan seguridad sólo en
los cimientos de la casa de la fe, esto es, en Jesucristo, otros reafirman que se puede seguir
viviendo seguros, como antaño, en los cimientos y en todas las estancias del edificio doctrinal
cristiano. A propósito de la jerarquía de verdades, vamos a reseñar y a criticar a continuación
tanto la postura minimalista en la aplicación del criterio cristológico a la catequesis como la
postura maximalista.
En la actual situación de crisis religiosa, muchos catequistas, como decíamos, seleccionan del
cuadro completo de verdades solamente las verdades cristológicas, que ciertamente constituyen
el fundamento de la fe, y son sin discusión las verdades más valiosas y seguras. Semejante
interpretación minimalista de la jerarquía de verdades dentro del campo de la catequesis es
inaceptable, por las razones que veremos a continuación.
a) En primer lugar, limitarse a las verdades o realidades cristológicas revela una actitud poco o
nada humana, imposible de mantener. Porque, si bien la cristología es el centro, el fundamento de
la fe, no es toda la fe, y nosotros no podemos darnos por satisfechos con conocer el quehacer y
destino excepcionales de Jesucristo. Nos interesa sobremanera saber qué pasa exactamente con
nosotros, los hijos adoptivos de Dios, ya sea en esta vida, ya en la vida de la plenitud escatológica.
Es lógico, por tanto, reclamar que el mensaje cristológico explicite su carga antropológica en
general, y en especial sus implicaciones antropológicas eclesiales.
b) En relación con las verdades o realidades pertenecientes a la revelación del Antiguo Testamento
y a la revelación cósmica, los catequistas no suelen caer tan fácilmente en el maximalismo
interpretativo como en el caso precedente: salta a la vista el carácter fragmentario y provisional
de ambas revelaciones.
Otra infracción grave del maximalismo en catequesis son las afirmaciones que muchos catequistas
sostienen acerca de esas imágenes relativas a la perdición irremediable del hombre (infierno,
soledad de muerte, rebeldía eterna contra Dios...). Ya se dijo que la religión cristiana sólo
considera como absolutamente cierta la salvación definitiva de Cristo y de los suyos.
NOTAS: 1. W. Kasper hace notar que todavía en los concilios de Nicea (325) y de Constantinopla (381) se habla de «nosotros
creemos» o «nosotros confesamos», mientras que en el concilio de Calcedonia (451), y posteriormente, se emplea la
formulación dogmática de «nosotros enseñamos que se debe confesar» (cf W. KASPER, Introducción a la fe, Sígueme, Salamanca
1976, 116-117). — 2. El mismo Vaticano I tuvo que recordar a los fieles que merecen igual fe divina y católica «aquellas cosas
que... son propuestas por la Iglesia para ser creídas... ora por solemne juicio (concilios, encíclicas...), ora por su ordinario y
universal magisterio» (DS 1792). — 3. W. KASPER, o.c., 119: «Durante el pasado siglo y en el actual han aparecido más encíclicas
sobre cuestiones mariológicas que sobre cristología o sobre ateísmo moderno. Tales perturbaciones del equilibrio son un signo
palpable de que el corazón y el aparato circulatorio ya no funcionan bien. Esta insistencia unilateral en la ortodoxia verbal y
formal tiene también su culpa de cara a la crisis actual de la fe, a la incapacidad progresiva de la fe para llegar a los hombres
contemporáneos». — 4. Este es el preciso y precioso comentario realizado por san Juan de la Cruz a las palabras transcritas de la
Carta a los hebreos (Subida del monte Carmelo II, 22, 5): «En lo cual da a entender el Apóstol que Dios ha quedado (ya) como
mudo y no tiene más que hablar, porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en él todo, dándonos al
Todo, que es su Hijo». — 5. Cf J. CHEVALIER-A. GHEERBRANT, Diccionario de los símbolos, Herder, Barcelona 1986, 15-37. — 6.
SAN AGUSTÍN, Confesiones I, 1: «Porque nos has hecho para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti». — 7.
J. L. Ruiz DE LA PEÑA, La otra dimensión (escatología cristiana), Sal Terrae, Santander 1986, 251-252: «Según la fe cristiana, la
historia no tiene dos fines, sino uno: la salvación. Esta es, por consiguiente, el objeto propio de la escatología. Mientras que el
triunfo de Cristo y de los suyos es una certeza absoluta, predicable en cuanto tal y, en general, de la historia y de la comunidad
humana, la condenación es una posibilidad, factible tan sólo en casos particulares. La concepción simétrica del juicio (tan
frecuente en las representaciones plásticas del éschaton y en la predicación), que otorga el mismo peso específico a los
enunciados sobre la vida eterna y a los que versan sobre la muerte eterna, desnaturaliza el fondo y la intención de la escatología
cristiana». — 8. Pío XI asegura en su encíclica Mortalium animos, de enero de 1928, que todos los enunciados de la fe católica
deben ser igualmente creídos por los fieles, puesto que en todos ellos se halla la misma autoridad reveladora de Dios (nonne
Deus illas omnes revelavit?), de modo que se ha de profesar con idéntica fe tanto la inmaculada concepción de María como la
santísima Trinidad, tanto el magisterio infalible del Papa como la encarnación del Hijo unigénito del Padre.
BIBL.: ANTON B., Hierarchie der Wahrheiten, Salesianum 52 (1990) 857-869; BEINERT W., Jerarquía de verdades, en Diccionario
de teología dogmática, Herder, Barcelona 1990, 381-383; CULLMANN O., Unidad en la diversidad a la luz de la «jerarquía de
verdades», Dial. Ecum. 24 (1989) 237-247; HENN W., The Hierarchy of Truths Twenty Years Later, TSt 48 (1987) 439-472;
HOUTEPEN A., Jerarquía de verdades y ortodoxia, Concilium 23 (1987) 53-68; KASPER W., Introducción a la fe, Sígueme,
Salamanca 1976, 109-130; MALVlDO E., ¿Cuál es el corazón del mensaje cristiano?, San Pío X, Madrid 1995.
JESUCRISTO
I. Introducción
«Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre» (Heb 13,8). La Iglesia tiene el mandato divino de
testimoniar su presencia y proclamar su salvación en todo tiempo y en todo lugar. El anuncio de la
buena noticia de Jesucristo es siempre el mismo, pero la modulación que adquiere en cada época
y para cada destinatario varía según los gozos y esperanzas, angustias y frustraciones que los
caracterizan.
Hoy, para que la Iglesia sea fiel a la encomienda recibida y para que Jesús germine en los
corazones de nuestros contemporáneos y, por ellos, en las estructuras de nuestra sociedad, la
comunidad cristiana debe estar atenta al campo del mundo. Debe detectar las vías que el contexto
cultural abre actualmente al anuncio del evangelio, y también las que cierra. Unas son ocasiones
que la acción del Espíritu ofrece a su Iglesia para que, con nuevo ardor, testimonie a Jesucristo.
Las otras son retos que Dios le lanza para que se desinstale y se identifique con la pascua del
Señor que ella anuncia.
b) La sociedad posmoderna tiene especial alergia a cualquier visión de la realidad que pretenda ser
globalizante. La caída de las ideologías, la consideración de que a la verdad sólo se tiene acceso
fragmentariamente, son, entre otros, signos de esta tendencia. Esto incide, incluso, en el plano
existencial. La mayoría de nuestros contemporáneos, divididos por los diferentes ámbitos en
donde se juega su vida, van en pos de referencias parciales y múltiples como modo de adaptarse a
un mundo que tiene a gala ser plural y tolerante. Incluso los creyentes muestran una
configuración ecléctica y débil de su fe. Pues bien, la Iglesia anuncia a Jesucristo como la Palabra
única de Dios. El gran relato que da sentido a toda la vida; que bajo la pretensión de unicidad y
totalidad es capaz de estructurar en un conjunto armónico la vida del que lo acoge. La catequesis
debe tener en cuenta este escollo y ofrecer el conocimiento de Jesucristo como salida a la
sensación de vacío de nuestros contemporáneos.
c) Los medios de comunicación de masas ofrecen una visión planetaria del mundo y sus problemas:
la sociedad del bienestar, el norte y el sur, las migraciones, los adelantos científico-técnicos, la
destrucción de la biosfera... Junto a ello, la incapacidad del hombre para resolverlos. Esto,
necesariamente, genera unos nuevos posicionamientos ante la realidad: la visión pesimista de
ésta lleva a refugiarse en un mundo propio e individual; el rechazo de lo feo, doloroso y
comprometido lleva a subrayar lo estético agradable y cómodo; ; la impotencia ante los
problemas del mundo lleva a la búsqueda de la propia realización... La presentación de Jesucristo
deberá considerar estos nuevos posicionamientos y hacer del concepto amplio y renovado de
salvación uno de sus ejes.
a) La persona de Jesucristo. El que la catequesis sea cristocéntrica significa que debe centrar toda
su atención en la persona de Jesucristo. Debe ayudar al recién convertido, a través del encuentro
personal con Cristo, a conocer y entrar en comunión de intimidad con el Misterio de aquel en
cuyas manos se ha puesto por la fe inicial (cf CT 20; DGC 80-81). Y esto, no como una figura del
pasado, como un mero maestro de ética a quien imitar, sino como quien permanece vivo por su
resurrección y, a tra vés de su palabra y de su Espíritu, se presenta como salvador nuestro, que
nos llama a su seguimiento.
La catequesis debe presentar, por tanto, no sólo la doctrina acerca de Jesús, sino la persona
misma, la vida y el mensaje de Cristo, como buena noticia para el hombre de hoy y, a través de él,
para el mundo, en toda su integridad y originalidad, sin reduccionismos: en el realismo de su vida,
de su palabra y su actuación. Así pues, Cristo no es sólo objeto de la catequesis como una mera
verdad objetiva que debe ser enseñada o demostrada, sino que, como Resucitado, es más bien el
verdadero sujeto activo que puede manifestarse al hombre de hoy y, a través de sí, introducirlo en
el misterio íntimo del Dios Trino (cf DGC 99). El Señor se hace presente a través de su cuerpo, que
es la Iglesia, la comunidad cristiana y sus miembros, en especial del catequista que, por la
encomienda celesial, es su testigo ante los nuevos creyentes. «El bautismo, sacramento por el que
nos configuramos con Cristo, sostiene con su gracia este trabajo de la catequesis» (DGC 80).
Desde esta perspectiva, y dado que la presencia inmediata del Resucitado no nos es accesible si
no es a través de representaciones sensibles, es preciso someter a examen las imágenes de Jesús
que prevalecen en los catequizandos o en sus ambientes, para purificarlas si fuese necesario. Y no
sólo las imágenes explícitas de Cristo cargadas de proyecciones terrenas o fantásticas, sino
también otras que pueden estar latentes en ciertas actitudes o comportamientos, tendentes a
contraponer de forma radical lo humano y lo divino, lo natural y lo sobrenatural (o lo sagrado y lo
profano).
b) Jesús mediador entre Dios y el hombre. «Porque hay... un solo mediador entre Dios y los
hombres, Cristo Jesús, también él hombre, que se entregó a sí mismo para liberarnos a todos»
(1Tim 2,5-6), el punto central de la catequesis deberá ser la realidad personal de Jesús, en su
unicidad y concreticidad como mediador salvífico, más que en su dualidad como Dios y hombre.
Hay que situar al catequizando ante la persona de Jesús, ante sus actitudes, sus relaciones y su
camino concreto, más que ante unos atributos que suelen ser los de una divinidad un tanto
abstracta o los de una humanidad un tanto ideal. Para que esta catequesis alcance su objetivo, y
dado que en nuestros días el acceso a la dimensión trascendente es más difícil, ya que el término
Dios es una palabra teórica o encierra imágenes antropomórficas o mágicas, es necesario, en
muchos casos, que a la catequesis sobre Jesucristo preceda la formación de los catequizandos en
el sentido y la actitud religiosa. Su apertura a Dios, referencia última de la persona, proyecto y
vida de Jesús, es la perspectiva desde donde los neófitos pueden ser introducidos en el misterio
de Cristo, para descubrir en él al mediador entre Dios y el hombre y el nuevo semblante que nos
ofrece del Dios Padre. Esto implica una renovación de la imagen que tenemos de Dios y del propio
Jesús, revisada a la luz del Dios de Jesucristo, en su originalidad en relación con el Dios
contemplado por las religiones.
Esta catequesis precisa un profundo sentido bíblico, atento al proyecto de Dios que —en el
dinamismo de la historia de la salvación— prepara la venida de Cristo, preludiando en el Antiguo
Testamento el misterio de la encarnación; lo lleva a plenitud en la realidad histórica del propio
Jesús, testimoniada en los evangelios; y lo prolonga en la historia del nuevo pueblo de Dios,
recogida en el resto de los escritos neotestamentarios.
Es preciso, por tanto, recuperar al Jesús del evangelio como personaje histórico real, evitando
caer en una figura mítica, situándolo en el ámbito en el que vivió y actuó, con su cultura y
religiosidad propias (la Galilea «de los gentiles» [Mt 3,15-17], semipagana, donde él se crió e inició
su misión); con los condicionamientos económicos y sociales a los que él se enfrentó. El
conocimiento del entorno geográfico e histórico de Jesús, nos permitirá aproximarnos a la figura
concreta de Alguien que sigue llamando hoy al mismo seguimiento al que llamó entonces. Sólo
desde la realidad de la persona, y desde su encarnación en la vida y la experiencia cotidiana —y no
como un ser abstracto—, Jesús podrá ser verdaderamente universal y contemporáneo nuestro (el
universale concretissimum de K. Barth). Esta perspectiva es importante para plantear
correctamente la relación de Cristo, Hombre nuevo (cf GS 22), con las religiones, así como con las
aspiraciones de la humanidad. Contando finalmente con la fuerza del Espíritu, que presidió toda la
actuación salvadora de Jesús.
Por otra parte, esa minusvaloración de la humanidad de Jesús llevó a considerar el misterio de la
encarnación como algo que se concentra en la persona de Jesús, como un caso único, excepcional
e irrepetible de la conjunción entre Dios y el hombre, olvidando que la encarnación, aunque única
y original, no queda clausurada en Jesús, sino que se proyecta sobre la humanidad, sobre el
conjunto de la creación y la historia (que por eso es historia de alianza y salvación): el en sí de
Jesús conduce al por nosotros y por nuestra salvación. Por nuestra participación en el cuerpo de
Cristo (Iglesia), llegamos a ser en plenitud hijos de Dios (Jn 1,12-14; 1Jn 3,1-2; 5,1), a quien
podemos llamar «Padre» (Rom 8,15; Gál 4,6).
— Una reducción de lo divino a lo humano. Por el otro extremo hay que superar una insistencia
exclusiva en la humanidad de Jesús donde, desde los presupuestos de un humanismo secular,
todo se redujese a la afirmación de Jesús como un mero Hombre, en detrimento de su dimensión
divina trascendente o de su identidad como Hijo único de Dios. Este planteamiento tiende a
reducir a Jesús a una mera figura del pasado, convirtiendo los evangelios en puro relato biográfico
(vidas de Jesús); lo que hace de él un mero modelo a seguir, similar a otras figuras del pasado, o
un hombre ideal, quizá extraordinario, pero no encarnación de Dios, sino de una serie de
arquetipos humanos de carácter religioso o ético. La persona de Jesús quedaría así
instrumentalizada, puesta al servicio de unos valores teóricos que él encarnó y de los que él
vendría a ser mero exponente. En este caso lo que importa es su conducta, mientras pierde valor
la realidad fundante de su persona: la encarnación y revelación del misterio de Dios. Entonces la
catequesis ya no podría inducir a un verdadero seguimiento de Cristo, sino sólo a la imitación de
los ideales que él encarna.
Todo esto no significa que haya que disociar la persona y la obra de Jesús de los sentimientos y
anhelos más profundos del ser humano, que él también asumió y que, por ello, pueden servir
como medio para aproximarnos a su persona y su obra. Pues en Cristo acaece la revelación plena
de lo que estaba latente en el ser humano, bien como tendencia o como interrogante cuya
plenitud nos tendrá que ser dada desde una salvación como un don que adviene (K. Rahner). Ya
Pablo habló de la antigua ley judía como «pedagogo» que nos conduce a la plenitud de Cristo, y
que desemboca en la filiación (Gál 3,23-26 y 4,1-5). Cristo, el Hijo único, es a la vez el
«primogénito de toda la creación» en el que todo fue creado y se sustenta (Col 1,13-17): por eso
es posible hallar en la historia humana semillas del Verbo, que coinciden con las demandas de
ética, de justicia, de paz y esperanza, que aparecen en la sociedad. De ahí que sea preciso dialogar
con la cultura y el mundo actual, pero sabiendo que la verdadera medida o regla es la persona de
Cristo, y no viceversa; considerando los problemas y anhelos de la humanidad, sus búsquedas y
sus logros más bien como respuestas parciales, que en Cristo deberán encontrar respuesta plena.
Así lo afirma el Vaticano II (cf GS 22.32.38 y 45).
Jesús, pues, no es mero eco de las aspiraciones humanas, o mera respuesta a nuestras
inquietudes o a las exigencias indiferenciadas o instintivas del ser humano, sino que él, como Luz
salvadora que luce en las tinieblas (Jn 1,5), rompe también nuestros esquemas (y no sólo los
prolonga o profundiza), otorgando así una salvación que no podemos darnos a nosotros mismos,
sino que es don del amor salvador de Dios y que conlleva la exigencia de conversión.
2. UN «DIos DE LOS HOMBRES». a) Una «nueva humanidad», que brota en Jesús del misterio de
Dios. La humanidad de Jesús no es un mero ropaje o signo externo del que Dios se reviste para
acercarse y comunicarse al hombre, y del que podría despojarse a su antojo. Sino que es algo que
afecta realmente al misterio de Dios, que en el Logos llegó a ser carne, de la que ya no puede
desprenderse. Esto significa que el misterio de la encarnación no es algo accidental en Dios, pues,
aunque podía no haber acaecido, de hecho Dios Padre decidió que el Hijo fuese hombre –y en él
eligió a la humanidad– «antes de crear el mundo» (Ef 1,3-4). La encarnación es así fruto de una
decisión amorosa y eterna, antecedente, de Dios Padre, por la que proyectó hacia fuera su propia
intimidad trinitaria divina. Jesús supera así al primer hombre (Adán) como imagen del Creador
(Gén 1,26). Por ser el Hijo único del Padre, del que procede como «resplandor de su gloria e
impronta de su ser» (Heb 1,3), Jesús es el nuevo Adán (segundo hombre: cf 1Cor 15,47-49),
perfecta «imagen de Dios» (2Cor 4,4; Col 1,15; cf Rom 8,29). Así, siendo proyección del propio ser
divino, la humanidad de Jesús es como la otra cara de Dios, que traduce en carne, en palabra y
gesto humano –humilde pero muy elocuente (curación y convite, parábolas)– la riqueza y la
profundidad de un Dios nuevo, que es por esencia comunión, amor infinito.
Desde esta perspectiva, ya no cabe pensar en Dios y el hombre como antagonistas o seres
opuestos por el vértice, sino como seres emparentados por una mutua relación en Cristo. Gloria
Dei vivens homo (Ireneo). De modo que Jesús en su humanidad no hace más que prolongar y
traducir en carne –en vida y gesto humano– lo que Dios mismo es: no potencia o lejanía, sino
amor y autodonación. Si el ser de Dios, ya en el Antiguo Testamento, se definía como misericordia
y fidelidad absolutos, Jesús, el Hijo único, en su humanidad, está ahora «lleno de gracia y de
verdad» (Jn 1,14) o de la misericordia y fidelidad que Dios es en sí mismo (cf Lc 6,35-36; 2Cor 1,3;
Ef 2,4; Tit 3,4-5; Sant 5,11). Al participar de la gloria (el ser) de Dios, que radica no en el mero
poder, sino en el poder de la misericordia y fidelidad radical, es la encarnación no sólo de Dios,
sino de un Dios nuevo, definido como auto-donación plena (agape).
No cabe, pues, una postura que desde lo cristiano tienda a negar lo humano sin más. Antes bien,
la encarnación afirma y potencia lo más noble y rico de lo humano, mientras implica el rechazo y
la negación de lo inhumano (que afecta tantas veces a lo humano), tratando de superarlo,
regenerarlo y salvarlo. Esta humanidad plena, fruto de una divinidad que (ya desde la creación) no
niega nada de lo humano, sino que lo potencia, liberándola del pecado, fue afirmada por el III
concilio de Constantinopla (año 681): «su carne (= la humanidad de Jesús) deificada (por la
encarnación) permaneció en su propio estado y razón», y «no fue eliminada, antes bien, fue
salvada» (DS 556; FIC 343; citado por el Vaticano II: GS 22b; cf AG 9; LG 17).
c) El camino del hombre a Dios. Los discípulos de Jesús descubren la hondura y el misterio de la
persona de Jesús a través de su humanidad, cayendo así en la cuenta de su superioridad respecto
a los profetas. De este encuentro surge la admiración y la pregunta: «¿quién es este?» (Mt 8,27;
Mc 4,41); a la que responde la confesión de Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt
16,16), así como la del centurión pagano ante la muerte de Jesús: «Verdaderamente este
(hombre) era Hijo de Dios» (Mc 15,39; Mt 27,54). Pues bien, la catequesis debe recorrer este
camino con Jesús (desde la fe y la vida de la Iglesia, iluminada por el evangelio), dejándose
impresionar por la persona de Jesús y provocando el seguimiento, no como mera imitación o
aprendizaje sino como conversión y decisión, desde un sentirse concernidos por el Misterio. Pues
si la imitación puede darse respecto a otros hombres, la opción y el seguimiento radical sólo se
dan respecto a aquel que se proclama «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6; cf Heb 10,20), y
cuyo «Yo soy» remite al misterio de Dios como fundamento de su ser, reclamando una entrega
radical que sólo cabe ante la divinidad.
Pues bien, este trasfondo último de la persona y la vida de Jesús, lo expresa él mismo en clave
relacional con el apelativo «Abba-Padre (mío)», referido al Dios bíblico como fuente radical de su
propio ser personal, y «el Hijo (amado)» referido a sí mismo, desde una estrecha relación vital,
que implica además un conocimiento (Mt 11,27; Lc 10,22-23) y amor mutuos (Jn 3,35 y 10,15;
13,3; 16,32), que superan la relación religiosa normal entre el hombre y Dios. Su filiación es
singular: «el Padre ama al Hijo y ha puesto en sus manos todas las cosas» (Jn 3,35); lo que el Padre
hace «lo hace igualmente el Hijo. Porque el Padre ama al Hijo y le muestra todo cuanto hace» (Jn
5,19-20). Por eso Jesús puede afirmar: «el que me ha visto a mí ha visto al Padre», porque «yo
estoy en el Padre y el. padre en mí» (Jn 14,7-11; 17,21), n unidad perfecta (Jn 10,30). Jesús
procede del Padre y a él retorna (Jn 13,3; 16,28). Es desde la radicalidad de ser él el Hijo único del
Padre (el Hombre de Dios) desde donde puede ser verdaderamente el Hombre para los demás y
Hermano nuestro, de todos por igual. En esa radicación última en el Misterio está la fuente última
de su libertad humana y de su universalismo. Aquí se abre ya el camino que va de la encarnación a
la salvación; o de la cristología a la soteriología.
3. LA SALVACIÓN, UN DINAMISMO DE «COMUNIÓN TRANSFORMADORA». a) Unión entre
«cristología» y «soteriología» (DGC 101-102). La disociación entre la cristología (o la encarnación)
y la soteriología (o la salvación) condujo a una reducción de la humanidad de Jesús a la divinidad y
a una mera funcionalidad de su humanidad, como puro instrumento inerte de Dios. En Jesús el en
sí es indisociable del por y para nosotros y viceversa; por eso la encarnación es el principio y la raíz
de la salvación. Con la eliminación de uno de los dos polos (divinidad o humanidad) se acabaría
perdiendo el carácter salvífico de la persona y la obra de Cristo pues, o bien eliminaríamos al
Salvador (que lo es por su divinidad) o perderíamos la realidad humana (la historia y el mundo)
que tiene que ser salvada.
Por otra parte, la salvación no puede ser reducida al mero perdón de los pecados, vinculado
tradicionalmente a la muerte expiatoria de Jesús en la cruz, sino que deberá ser planteada como
comunicación de la luz, la gracia, el amor y la vida eterna de Dios, que empiezan dándosenos (en
la misma encarnación) en y por Jesucristo. En la perspectiva de Juan, la salvación coincide con la
luz que, con su brillo, puede vencer las tinieblas (aunque esta victoria no se dé sin el dolor y la
muerte del grano de trigo que cae en tierra y muere). La encarnación —la aproximación de la luz y
la palabra— es, pues, necesaria para que la tiniebla sea superada y vencida. Tampoco puede ser
considerada como algo estático, como un acto puntual aislado, sino como un dinamismo vivo: más
que un descender en sentido espacial, es un abajamiento que implica no sólo un «descendió del
cielo» sino un «descendió a los infiernos» del pecado y la «desgracia» humana (cf 2Cor 8,9s.; Flp
2,6-9). La encarnación es, pues, un dinamismo progresivo de abajamiento, que se ordena todo él a
«encumbrar» a los humildes (Lc 1,50s.; cf Mt 23,12; Lc 14,11; 18,14), haciendo de los primeros los
últimos y de los últimos los primeros (Mt 19,30; 20,16; Mc 9,35; 10,31.44; Lc 13,30). Así «el Señor
se hace siervo» para hacer «del siervo Señor» (K. Barth). En el primer dinamismo late el misterio
de la encarnación; en el segundo el de la salvación.
b) La vida entera de Jesús como salvación. La salvación de Cristo no puede reducirse al momento
puntual de su muerte en la cruz, sino que comprende la globalidad de su persona y su trayectoria:
el decurso temporal de su vida entera tiene valor salvífico, desde la encarnación hasta la muerte y
la resurrección. Hay que evitar, pues, toda fragmentación de la existencia de Jesús: lo que
reduciría su acción salvadora a una mera causalidad eficiente o ejemplar (extrínseca y de carácter
jurídico o moralizante), olvidando lo que la salvación entraña de incorporación a Cristo.
Jesús es, además, salvador del hombre, porque participa de la realidad de lo humano universal:
entendida no como una naturaleza humana genérica o estática, sino desde un proyecto de vida
dinámico por el que, como todo ser humano, Jesús es hombre como una unidad personal que
acaece en un devenir (o llegar a ser) hombre. Por eso, Jesús no sólo es el Salvador sino que lo va
siendo en un proceso que, asumiendo el decurso de la existencia humana, va desde el inicio de la
encarnación, pasando por la oscuridad y el silencio del nacimiento y la vida oculta, a la
relacionalidad y la entrega en todo el proceso de su vida y su actuación pública hasta la muerte,
alcanzando la plenitud en la resurrección. Y que culmina en la efusión del Espíritu, que expande la
obra salvadora de Cristo y da participación en ella a los discípulos. Este sentido relacional de la
salvación implica también la actitud de diálogo con Jesús, el escuchar su llamamiento y descubrir
su sentido, incorporándonos a la vida de Jesús en un seguimiento que perdura en la comunidad
eclesial.
En este nuevo camino, Jesús, siguiendo los designios del Padre, irá viviendo su vida como puro
don, a la vez que como misión y como pura relacionalidad y comunicación plenas (en referencia al
Padre y a los demás), que desembocan en la universalidad del hombre todo para los demás, en el
que encuentran acogida los sentimientos humanos más hondos. Muestra especial sensibilidad
ante las criaturas y una compasión y conmiseración, sobre todo ante el hombre. Posee una
singular perspicacia para intuir a Dios como el Misterio latente en lo más hondo de su propio ser y
del acontecer humano general (las parábolas); y para hacer aflorar esa luz profunda y misteriosa
como don curativo en la pobreza, la enfermedad y el dolor humano (milagros): anticipando así, ya
en ciernes, la vida en plenitud del reino de Dios (cf LG 5a). Tiene, además, un especial sentido del
compartirlo todo, incluida su vida, que aparece en la invitación abierta al convite como fracción y
multiplicación del pan que es su propia vida. Pero la salvación de Jesús es abarcante y entraña una
dimensión universalista que implica, en primer término, una actitud abierta a todo ser humano
(en especial a los pobres) desde la compasión por la situación de cada uno. No puede medirse por
la cantidad de personas con las que él entabló contacto, sino por la calidad: por la hondura en la
que él se sitúa, por su capacidad de descender a ese nivel profundo donde todos los seres
humanos somos iguales (en la alegría o el dolor, en la enfermedad o la muerte). De ahí su
aproximación a los últimos, que para él son los primeros, y su capacidad de perdonar, asumiendo
una función que es propia de Dios (y que obliga a sus contemporáneos a preguntarse: «¿Quién es
este que dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?»: cf Mt 9,2-6; Mc
2,5-10; Lc 5,20-24), cultivando la amistad, pero también sintiéndose afectado por la dureza del
corazón humano, por la dura realidad del fracaso y la angustia ante la muerte.
El universalismo de Jesús hunde sus raíces en la radicalidad de su monoteísmo: del único Dios
cuya paternidad se extiende a todos, buenos y malos, sin excepción (Mt 5,44-46; Lc 6,35-36),
desde un amor previo que busca la salvación de todos; y que luego explicitará la Iglesia primitiva,
al decir que «Dios no hace distinción de personas... acepta al que le es fiel y practica la justicia» (cf
He 10,34-35, en boca de Pedro; y Rom 2,11; Ef 6,9; Col 3,25, de Pablo). Dado que Dios se muestra
por igual Padre y salvador de todos (cf Rom 3,29-30), queda superada toda discriminación entre
los hombres: ya no hay judío ni griego, hombre ni mujer, sino que todos son uno en Cristo,
formando así un «único cuerpo» (cf Rom 1,14.16; 2,9-10; 3,9; 10,12; lCor 1,24; 12,10-14; Gál 3,23;
Col 3,11).
La vida de Jesús y su actuación ante situaciones concretas es el contenido básico del evangelio (y
el del credo: nació, padeció, etc). Aunque los evangelios, al aplicar la vida y la palabra de Jesús a la
situación de las diversas comunidades, muestran ciertas divergencias. El evangelio único de Jesús
puede difractarse en las distintas situaciones, acentuando ciertos matices, pero sin perder nada
de la originalidad del único Evangelio primordial.
La salvación es así, sobre todo, don y gracia de un Dios que se aproxima al hombre y se abaja en la
encarnación (y no de un Dios airado que exige la muerte del Hijo como expiación por el pecado).
Pues «tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que quien crea en él no perezca,
sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16; Rom 8,32; Un 4,9). Pues «el Hijo de Dios, en la naturaleza
humana unida a sí, redimió al hombre, venciendo la muerte con su muerte y resurrección, y
transformándolo en una creatura nueva» (LG 7; cf Gál 6,15; 2Cor 5,17).
c) La salvación, como oblación «sacrificial» que Jesús hace de sí mismo en la entrega filial y
fraternal hasta la muerte. La muerte (como radicalización de la entrega de la vida) juega también
un papel importante en la realidad de la salvación. El misterio pascual de Cristo implica una
dialéctica de escándalo y ruptura que acompaña, como «dolores de parto», a la salvación misma
(Jn 16,19-22), como una «luz que luce en la tiniebla», pero que esta «no la recibió» (Jn 1,4-5.9-11).
La pasión y la muerte de Jesús aparecen así como la radicalidad de la encarnación: Cristo entra en
nuestra historia de mal para cargar con ella y sufrir en propia carne sus consecuencias, asumiendo
toda la desgracia humana (cf Mt 8,16-17).
Así, si la salvación comienza siendo palabra y don de Dios al hombre en Cristo, continúa y se
prolonga en la respuesta humana de Jesús, en la que el hombre es atraído y él mismo se deja
atraer hacia Dios, alejándose de su propia maldad y superando su lejanía de Dios y de los otros.
Este camino de retorno, este paso del «corazón de piedra» a un «corazón de carne», filial, propio
de la «alianza nueva» (Ez 36,2628; cf Jer 31,3134; Heb 8,10), «cuesta sangre», porque implica salir
fuera de sí, muriendo a uno mismo. Esta es la muerte que Jesús irá padeciendo cada día en una
entrega voluntaria de la propia vida (cf Jn 10,1718) por todos, en el transcurso de su caminar
terreno, y que se radicaliza en la última cena y en la cruz, como entrega plena por todos en las
manos del Padre (cf Lc 22,19; 23,46).
Pues bien, nuestra salvación radica en la incorporación a este dinamismo e itinerario de Jesús,
bebiendo del mismo cáliz que él tuvo que beber (cf Mc 10,38s.; 14,2324.36). No basta, pues, que
Jesús viva y muera él solo por nosotros, sino que se requiere que nosotros vivamos y muramos con
él. Es en la incorporación a su vida y a su muerte donde acaece nuestra salvación. En la muerte de
Cristo, Dios condena y da muerte a nuestro pecado: pero no de forma extrínseca, «expiatoria o
sustitutoria», sino en la medida en que, incorporándonos a su muerte, morimos con él. La
salvación es así «un misterio pascual» (LG 7a; DV 17; SC 5.61): paso del «hombre viejo», pecador,
al «hombre nuevo» en, por y con Cristo (cf Rom 6,3-11; 7,4-6).
Finalmente, ante la realidad de la resurrección es preciso evitar un doble escollo (que nos llevaría
a la negación de la salvación como vida nueva): por una parte el reducir la resurrección de Cristo a
una mera experiencia interior de los discípulos o a una expresión simbólica de un Jesús que
pervive en la memoria de la Iglesia o en la fe y la vida de los cristianos; por otra, el concebirla
como un simple retorno a la vida terrenal o carnal anterior (similar a la resurrección de Lázaro). La
resurrección implica una vida nueva, superior a la terrena y que se identifica con Dios mismo, al
que Jesús retorna y de cuya plenitud de vida participa ya su humanidad transida de la gloria y el
resplandor de la divinidad (por lo que en la resurrección culmina el misterio de la encarnación
como latencia de la divinidad tras el velo de la carne). Por esa gloria, la humanidad de Jesús
desborda la carnalidad de la existencia terrena, permitiendo que el cuerpo de Cristo se abra hacia
su cuerpo eclesial. La salvación culmina así en la incorporación a Cristo (a través de su cuerpo
eclesial; y no sólo por sus merecimientos extrínsecos). Así lo expresa la parábola de la vid (Jn 15,1-
17): los sarmientos tienen vida y producen fruto en la medida en que permanecen unidos a la vid.
Es en esa comunión donde acaece la salvación en su doble vertiente: como participación en la vida
nueva, eterna, comunicada y, por ello, como superación de la muerte del pecado. Incorporación
que alcanzará su plenitud cuando todo quede sometido a Cristo y «el Hijo se someta al que todo
se lo sometió. Y Dios sea todo en todas las cosas» (lCor 15,28).
b) El reino de Dios como plenitud de la salvación de Cristo. Junto a la mirada hacia el pasado,
también es preciso mirar hacia el futuro de la historia de la salvación. Pues, aunque la plenitud de
los tiempos coincida con la persona de Jesús, en quien «quiso el Padre que habitara la plenitud»
(cf Col 1,19; 2,9; Gál 4,4; Ef 1,20; 4,13), este se abre también hacia la plenitud futura, última, del
Cristo total. Es decir: hacia una incorporación de la humanidad al misterio de Cristo: a su
encarnación salvadora, así como a su muerte y su resurrección. Por eso, Pablo puede hablar del
«cuerpo en crecimiento de Cristo» (en la Iglesia) donde, por «la edificación del cuerpo de Cristo»,
este va creciendo hasta que alcance «la edad de la plenitud de Cristo» (Ef 4,12-13.15-16). O, en
expresión de Juan, como «grano de trigo que... si muere produce mucho fruto» (Jn 12,24). La
encarnación de Cristo se proyecta así como un dinamismo progresivo, que deberá ir realizándose
en la historia hasta la recapitulación final de todo en Cristo (cf Ef 1,10.22). Esta encarnación
dinámica coincide con la salvación misma que, anticipada en Jesús y en su cuerpo-Iglesia,
encontrará su plenitud al final de los tiempos. Por eso la encarnación se orienta hacia la
resurrección: la de Cristo como primicia, y la nuestra. La catequesis cristológica no deberá olvidar
esta tensión hacia el futuro.
Una tensión o proyección que implica, junto a la evocación memorial del pasado, la orientación
hacia el futuro de la consumación definitiva. Por eso si el anuncio de Cristo debe cuidar el relato
fundante –la teología narrativa–, expresión del dinamismo de la vida de Jesús (y que aparece ya
en los primeros discursos de Pedro: He 2,22-36; 3,13-26; y de Pablo: He 13,16-41), tampoco debe
olvidar que la vida de Jesús es anticipación del futuro último del reino de Dios. Tal como se refleja
en los evangelios escritos, que son a la vez relato e interpretación creyente de los hechos y dichos
de Jesús. Por eso el lenguaje narrativo no puede reducirse a una mera crónica anecdótica o a un
relato biográfico de Jesús (desde una pura memorización de sucesos pretéritos), sino que implica
una lectura de su vida inseparable de una interpretación de su sentido profundo y del misterio
último que la impulsa: descubriendo en la historia de Jesús la salvación que Dios nos otorga a
través de la presencia viva del Resucitado. Finalmente la catequesis no debería olvidar el lenguaje
de la tradición eclesial que explicitó el lenguaje bíblico a lo largo del tiempo. Así el misterio de
Cristo será presentado desde una clave eclesial: la fe de la Iglesia que confiesa a Cristo como
Señor y Salvador.
Esta primera impresión admirativa por Jesús, lograda por un primer anuncio del kerigma que toca,
bajo la acción del Espíritu, el más profundo centro de la persona, es el desencadenante del
proceso de catequesis y de por sí la garantía de su éxito. El movimiento que suscita es existencial,
no meramente interior. Abarca toda la persona y repercute en todos los ámbitos de la vida del
que busca a Jesús (cf DGC 55). Es lanzadera para conocer y ganar a Cristo, abandonando como
basura lo que antes se consideraba ventaja (cf Flp 3,7-8).
La catequesis culmina con la confesión de fe: «Tú eres el mesías, el Hijo del Dios vivo». Confesión
de fe personal, que cada uno de los miembros del grupo de catequesis debe expresar al reconocer
a Jesús como su Salvador y Señor. Confesión que pone a cada uno «no sólo en contacto sino en
comunión, en intimidad con Jesucristo» (CT 5; cf DGC 80). Es la afirmación por la que el creyente
manifiesta el rostro que el Espíritu, a través de la catequesis, va dibujando en su corazón. Y en
cuanto profesión le compromete, de por vida, con aquel a quien confiesa: participando en sus
padecimientos, configurándose con su muerte para alcanzar la resurrección (cf Flp 3,9-11).
La adhesión a Jesucristo lleva necesariamente a vincularse con aquello que Jesús manifiesta y a lo
que él mismo se vincula. Por eso la confesión cristológica lleva en primer lugar a Dios, y a la vez a
la confesión trinitaria bautismal, «Creo en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu, ya que no son más
que dos modalidades de expresar la misma fe cristiana» (DGC 82; cf CAd 146-150); después a la
Iglesia de sus discípulos, la congregación de los hijos de Dios, continuadores de su misión de
anunciar el evangelio (cf DGC 83; CAd 151-158); y por último, a sus hermanos los hombres, en
especial a los pobres, rostros desfigurados de su presencia (cf CAd 159-164).
El itinerario catequético se mueve siempre entre estos polos. Pero debe ser dinamizado desde las
claves siguientes:
La catequesis no tratará, pues, de buscar o personificar en Jesús el ideal de unos valores más o
menos abstractos; o de contemplar en él a un maestro de moral (Kant) o un paradigma eximio de
religiosidad (Schleiermacher), sino de ayudar a descubrir a alguien vivo que nos precede y
acompaña como «autor y consumador de la fe» (Heb 12,2). Tratar de mostrar al catequizando
quién es Jesús, más que demostrarle qué es. De hecho, ese quién es el verdadero protagonista de
todo el Nuevo Testamento y permanece como tal en la historia. No tratará pues de anunciar algo,
sino a alguien vivo que quiere dar la vida de Dios a todo aquel que le acepta. La catequesis
procurará el encuentro con la persona del Señor.
b) Encuentro con Jesucristo. Mientras el nuevo creyente, al igual que los de Emaús y el resto de los
discípulos, no se encuentre y vaya ahondando su relación personal con Jesús, el anuncio de su
presencia no terminará de prender y vivificar su corazón. Sólo cuando los discípulos de Emaús
reconocen la presencia del Señor, que se ha hecho el encontradizo (cf Lc 13-35), o cuando los
discípulos ven al Resucitado y reciben su Espíritu (cf Jn 19,19-29), es cuando las enseñanzas del
Maestro pueden iluminar sus vidas y la presencia cierta del Señor se convierte en fuerza
transformadora de sus personas y existencias.
Este encuentro acaece en la fe: sólo por ella el creyente se hace contemporáneo de Jesús. La
catequesis debe alentar la experiencia de fe de los catequizandos (cf DGC 53). Esta experiencia
creyente brota del encuentro con Jesús, donde aparece cómo los misterios de su vida son
respuesta de Dios a los problemas, anhelos y expectativas de los hombres. Más aún, la catequesis
debe ayudarles a reconocer que en ese encuentro con Jesús, antes que respuestas y dones, Dios
se da a sí mismo en su Hijo. Esta autodonación de Dios, por la respuesta de fe del creyente, tiene
poder transformador. La catequesis debe iniciar a sus destinatarios en ese intercambio de amor,
por el que los creyentes serán transformados en hijos a imagen de aquel por quien y para quien
fueron hechos (cf Col 1,15-20).
En este sentido tendría un cierto valor la clave impresión que F. Schleiermacher atribuye al Cristo
del evangelio; pero entendida, no en el sentido de una mera ejemplaridad proveniente de una
figura del pasado que nos impresiona hoy por su comportamiento, sino del contacto vivo
sacramental con Cristo. No se trata pues de la mera impresión exterior producida un maestro que
con su palabra o su ejemplo nos interpela y nos conmueve, sino por una persona que nos llama,
nos invade y nos incorpora a él. Esta impresión acaece, pues, por un contacto vivo, por una
identificación personal y una incorporación que Pablo formuló como un estar en Cristo: él en
nosotros y nosotros en él; así como el consiguiente «vivir, morir y resucitar con Cristo». Algo que
no acaece al margen de la irrupción y el don del Espíritu. Todo esto significa que el catequista
tiene que guiar a los nuevos creyentes hacia este contacto con Cristo en el Espíritu, en el seno de
la Iglesia, cuerpo de Cristo. Debe propiciar el encuentro personal con él, base de todo
conocimiento verdadero.
e) Mediaciones del encuentro con Jesucristo. Sin haber visto y oído físicamente, todo creyente, por
los sentidos espirituales que le da la fe, debería hacer suyas las palabras de la primera Carta de
san Juan: «Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros
propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que han tocado nuestras manos acerca de la palabra
de la vida» (Un 1,1-4). Es necesario que el catequizando se encuentre con el Cristo vivo y
verdadero; no con la proyección imaginaria de sus propios deseos e ilusiones.
En la medida en que la catequesis ponga en contacto a los nuevos creyentes con estas
mediaciones, favorecerá su encuentro con Cristo. La dinámica pascual deberá presidir su
presentación y acogida. En cuanto signos de Cristo, estas mediaciones son a la vez reveladoras y
veladoras de su Misterio, reclamando a un tiempo ser aceptadas y trascendidas por los creyentes
que buscan el trato de amistad con su Salvador. La dinámica pascual en la que introduce la fe
garantizará el conocimiento experiencial de Cristo, exento de la tentación subjetivista, y
favorecerá la identificación progresiva del neófito con su Señor, hasta que llegue, por su Espíritu, a
vivir en él.
a) Propiciar el conocimiento de Jesucristo (cf DGC 85a; CAd 175-179). La adhesión de fe a Cristo
(fides qua), para que sea veraz y madure, exige el conocimiento de los contenidos de fe: su
misterio y el designio salvífico del Padre que él reveló (fides quae). Es esta «indagación vital y
orgánica en el misterio de Cristo la que, principalmente, distingue a la catequesis de todas las
demás formas de presentar la palabra de Dios» (DGC 67). Por ella, el catecúmeno profundiza en
«el sublime conocimiento de Cristo» (Flp 3,8), dejando que su luz ilumine su vida, fortalezca su fe
y, a la vez, le capacite para dar razón de ella a sus contemporáneos.
El objetivo es que el creyente tenga un conocimiento amoroso, empático de Cristo. Por eso, los
contenidos de la fe han de ser presentados en su significación vital, para que el catequizando se
sienta concernido por ellos y llegue a conocer a Cristo por connaturalidád. La narración evangélica
ofrecida a la contemplación de los neófitos y la explicación del símbolo a partir de la Escritura y la
Tradición, serán dos momentos en este proceso inicial. Los demás misterios de la fe tendrán en
Cristo el foco cuya luz recibirán.
b) Educar en la celebración del misterio de Cristo (cf DGC 85b; CAd 180-184). Por la celebración de
los misterios de Cristo los creyentes entran en contacto salvífico con su vida y su persona. Al igual
que la primitiva comunidad fue alumbrando en el contexto celebrativo su fe en su presencia viva,
en su filiación única con el Padre y en su señorío, también ahora los creyentes tienen acceso a su
Señor en la celebración litúrgica, especialmente en la eucarística, donde Cristo se hace presente
de modo eminente y donde, de forma privilegiada, toda la persona del catequizando queda
envuelta, concernida e interpelada, a partir de la salvación que Cristo, por su Iglesia, le ofrece. En
la celebración litúrgica, espacio privilegiado en el que el espíritu de Cristo a ctúa, el catequizando
recibe la impresión de Cristo, entra en comunión de vida con él y alienta su esperanza escatológica
de ser coheredero del reino. Una buena catequesis mistagógica, a partir de los sacramentos, que
manifieste los significados de los signos y ritos litúrgicos, facilitará lo que venimos diciendo.
Especial mención merece la iniciación en la oración cristiana (cf DGC 85d; CAd 180-184). La
oración, entendida como trato de amistad con Cristo, debería ser el corazón de una catequesis
que pretende ser iniciación al encuentro y relación del creyente con su Señor. El centro de la
oración cristiana es la oración del creyente «por Cristo, con él y en él». Por Cristo, el creyente se
dirige como hijo al Padre; con él, el cristiano ora a Jesús y hace de él su oración; y en él, deja que el
espíritu de Cristo ore en él. El padrenuestro, «resumen de todo el evangelio» (Tertuliano), el
propio Jesús hecho oración por el creyente, es la referencia de la oración cristiana.
)c) Iniciar en el seguimiento de Cristo (cf DGC 85c; CAd 185-190). La unión con Cristo, relación
objetiva de dimensión ontológica por el bautismo, es también una relación moral que debe
hacerse operativa. Y esto en una doble dirección: en cuanto punto de arranque, a Jesús sólo se le
conoce recorriendo su camino, siguiéndole, caminando tras sus huellas. Y como consecuencia,
quien es de Jesús, vive con él y en él y, necesariamente vive como él. La catequesis debe disponer
y ayudar al creyente a tomar conciencia de las consecuencias que la llamada de Cristo y su
voluntad de seguirle tienen para su vida.
El deseo de romper con el pecado y con todo lo que le impide el seguimiento, es el primer impulso
que el catequizando debe acoger como fruto de su enamoramiento de Cristo. La consiguiente
introducción operativa en el mandamiento doble del amor, desde el ejercicio de las
bienaventuranzas, será la calzada real, que facilitará el seguimiento actual de Cristo, su
conocimiento y pertenencia comunional. Este paso, de por sí doloroso, del hombre viejo al
hombre nuevo, es ocasión y fruto de la participación del creyente en la pascua de Cristo. Es buena
oportunidad para fraguar un conocimiento por connaturalidad.
d) Incorporar a la Iglesia y a su misión evangelizadora (cf DGC 86; CAd 191-195). Nadie puede
permanecer unido a Cristo como su cabeza, si no está incorporado a su cuerpo que es la Iglesia. La
Iglesia es el ámbito donde realmente se conoce a Cristo y se tiene acceso a su obra salvadora. Ella
es el sacramento de su presencia, la obra que Dios realiza por la fuerza de su Espíritu. La
catequesis, al propiciar la vinculación del creyente a ella, favorece su adhesión verdadera a Cristo,
permitiéndole participar en su obra salvadora. En la Iglesia, el creyente participa de la comunión
que Jesús, el Hijo de Dios, tiene con el Padre; y por ello, de la misión que él realizó en el mundo y
hoy continúa en su Espíritu. La misión es la otra cara del misterio eclesial, igual que lo es de Cristo,
el enviado del Padre.
Pues bien, la catequesis que inicia en la adhesión madura a Cristo, vincula a su Iglesia y a la misión
que realiza. Y viceversa, en la experiencia laboriosa de la fraternidad, vivida en la comunidad y
buscada en medio del mundo, el creyente percibirá como gracia la presencia activa del Hermano
mayor en la comunidad, pues «donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en
medio de ellos» (Mt 18,20), y en la misión: «yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del
mundo» (Mt 28,20). Los discursos evangélicos de la vida en comunidad (cf Mt 18) y los de la
misión (cf Mt 10,5-42 y Lc 10,1-20) recogen actitudes configuradoras con Jesús que la catequesis
debe trabajar.
Jesús debe ser presentado-ofrecido como el amigo del grupo de catequesis. El preadolescente
debe considerar a Jesús como su gran amigo; un buen amigo que no falla, con quien se puede
contar siempre. El conocimiento de Jesús, la cercanía a su humanidad, facilitará esta referencia
amistosa y, desde ella, a todo aquello a lo que Jesús refiere: Dios, la comunidad de sus amigos, el
mundo nuevo... Instrumentos privilegiados son la cercanía de la comunidad cristiana y la
narración actualizada del evangelio.
Es conveniente que en estas edades la presentación y aceptación de Jesucristo siga una línea
evolutiva. Manteniendo como clave de fondo Jesús amigo incondicional, debe ir apareciendo Jesús
modelo de referencia, donde el adolescente pueda mirarse y desear construir su vida y persona.
Este aspecto debe alumbrar necesariamente la clave de Jesús salvador. El salva de la angustia y de
las propias incoherencias, salvación personal de la que tan necesitados están los adolescentes; y
salva al ser humano ante su impotencia frente a un mundo que se le muestra como problemático
y alejado del ideal. La figura del educador y testigo de Cristo es crucial en estas edades.
d) La catequesis de jóvenes y adultos. Aun con edades y situaciones sociales diversas, los cristianos
que integran estos períodos de la vida están llamados a alcanzar la talla de Cristo. Los primeros en
proyecto y los adultos en responsabilidad ante la sociedad, ambos grupos están llamados a vivir
por Cristo, con él y en él, y a ser sus testigos en un mundo que deben transformar desde el
evangelio. Es esta integración en la sociedad y la responsabilidad que trae en los diferentes
órdenes de la vida la principal característica de estas edades. Ellos están en disposición de vivir en
plenitud todos los misterios de la fe, de entrar en confrontación dialogante con otras
cosmovisiones y de contribuir a la transformación de todo en Cristo.
BIBL.: BEAUDE P. M., Jesús de Nazaret, Verbo Divino, Estella 1988; BLÁZQUEZ R., Jesús, el evangelio de Dios, Marova, Madrid
1985; CAÑIZARES A., Notas pedagógico-catequéticas para el anuncio de Cristo, Teología y catequesis 4 (1985) 243-265; CUYA A.,
Jesucristo, en SARTORE D.-TRIACCA A. M. (dirs.), Nuevo diccionario de liturgia, San Pablo, Madrid 1996', 1071-1093; DE FLORES
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S., Jesucristo, en DE FLORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991 , 1022-1044; FABRIS
R., Jesús de Nazaret. Historia e interpretación, Sígueme, Salamanca 1985; Jesucristo, en ROSSANO P.-RAVASI G.-GIRLANDA A.
(dirs.), Nuevo diccionario de teología bíblica, San Pablo, Madrid 1990, 864-893; FITz-MAYER J. A., Catecismo cristológico,
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Teología y catequesis 4 (1985) 291-350; GONZÁLEZ FAUS J. I., La humanidad nueva, Sal Terrae, Santander 1984; Acceso)/ a Jesús,
Sígueme, Salamanca 1979; Cristianismo, en MORENO VILLA M. (ed.), Diccionario de pensamiento contemporáneo, San Pablo,
Madrid 1997, 274-284; PAGOLA J. A., Jesús de Nazaret, Idatz, San Sebastián 1981; Jesucristo. Catequesis cristológicas, Idatz, San
Sebastián 1985; PIKAZA X., El evangelio, vida y pascua de Jesús, Sígueme, Salamanca 1990.
JÓVENES, Catequesis de
SUMARIO: I. ¿Quiénes son los jóvenes?: 1. La cultura juvenil; 2. Los jóvenes y la fe. II. La
catequesis de jóvenes: 1. Marcos y referencias de la catequesis de jóvenes; 2. La catequesis de
iniciación cristiana; 3. Líneas fuerza de la catequesis de jóvenes; 4. Agentes de la catequesis de
jóvenes.
La Iglesia «existe para evangelizar» (EN 13). Ella, a partir del mandato de su Señor, se realiza
llevando la buena noticia a todos los pueblos y grupos humanos, provocando la fe y conversión de
las gentes al evangelio y reuniendo a los que creen en torno a la mesa del Reino (cf Mc 16,15). Por
el don de Pentecostés la vida de Cristo ha sido derramada en la comunidad de sus discípulos, y es
la propia vida de Jesús la que la Iglesia transmite a todos aquellos que, convocados por la Palabra
y asociados por la fe y los sacramentos, se acercan a ella. La Iglesia cumple esta misión a través de
su acción evangelizadora. Atenta a las circunstancias, interrogantes y esperanzas de cada grupo
humano, por dicha acción y de múltiples maneras, intenta ofrecer el evangelio.
Entre los sectores de la sociedad a los que la Iglesia debe prestar una especial atención se
encuentran los jóvenes; más aún cuando, como reconoce el Directorio general para la catequesis,
«en términos generales, se ha de observar que la crisis espiritual y cultural que está afectando al
mundo tiene en las generaciones jóvenes sus primeras víctimas» (DGC 181). Su importancia
numérica, su presencia creciente en la sociedad, la falta de trabajo, las presiones que sufren por
parte de la sociedad de consumo, la larga espera antes de incorporarse responsablemente al
mundo adulto..., deben despertar en la Iglesia el deseo de ofrecerles, con celo e inteligencia, el
ideal que deben conocer y vivir (cf EN 72; DGC 182; MPD 3). «1,a Iglesia, que ve a los jóvenes
como la esperanza, los contempla hoy como un gran desafío para el futuro de la Iglesia» (DGC
182). La comunidad cristiana, a través de su acción evangelizadora, debe mostrar a los jóvenes,
«con decisión y creatividad», el amor que Jesús manifestó al joven del evangelio (cf Mc 10,21;
DGC 181). Entre las labores pastorales de la Iglesia, la catequesis destaca como la acción por la
cual el joven descubre que Cristo resucitado acompasa su paso al suyo, como compañero de vida
y azares; se deja conocer amorosamente y le ayuda a transformarse según su imagen.
Los jóvenes son el conjunto de personas que se mueven en un arco de edad comprendido entre la
madurez biológica, es decir, desde la pubertad y el momento de la emancipación personal con la
asunción de diversas responsabilidades (empleo remunerado, domicilio propio y creación de una
familia). Si el inicio está marcado por cualidades de tipo biológico y psicológico, su término está
condicionado por la situación socio-económica en la que viven los individuos. Se ha impuesto el
criterio de que la juventud se extiende de los quince a los veinticuatro años, y comprende dos
grupos: los adolescentes (15-17) y los jóvenes adultos (18-24). Respecto a la catequesis, la
experiencia muestra que es útil «distinguir en esas edades entre preadolescencia, adolescencia y
juventud, sirviéndose oportunamente de los resultados de la investigación científica y de las
condiciones de vida en los distintos países; aun sabiendo la dificultad de definir de modo claro su
significado» (DGC 181). Más aún, cuando por la crisis económica y el consiguiente retraso de la
asunción de responsabilidades, el final de la edad joven se ha visto prolongada hasta los 29 años1.
Siguiendo la recomendación del nuevo Directorio, y a pesar de esta dilatación de la etapa juvenil,
nuestra reflexión va a referirse fundamentalmente a los jóvenes comprendidos entre los 18 y los
24 años (cf OPJ 8). Mientras en la adolescencia el propio Individuo es el centro de su
preocupación, alrededor de estas edades es cuando el sujeto se descentra de sí mismo y trabaja
por integrarse en la sociedad adulta como medio de realización 2. La catequesis para estas edades
tendrá como objetivos que el individuo madure desde la fe, adquiera su identidad desde ella, y se
incorpore a la construcción del mundo sirviendo al reino de Dios.
Es cierto que a todos los jóvenes de nuestro tiempo les une el hecho de ser jóvenes y la clara
evidencia de ser distintos de los adultos; pero lo primero que salta a la vista es que no hay una
condición juvenil única, ni una realidad común para todos los jóvenes, sino que constituyen una
realidad diversa y plural. Los grupos-tribus que expresan dicha variedad se constituyen en
referencia primera de los jóvenes que los integran y son fuente inicial de su identida d, al menos
en su forma más externa. Así pues, en vez de hablar de juventud, deberíamos hablar de jóvenes3 y
tener siempre en cuenta esa variedad a la hora de acercarnos pastoralmente.
Entre ser joven y la forma plural de manifestarse brotan ciertas tendencias que nos permiten
hablar de cultura juvenil. Tendencias que no son universalizables al conjunto de los jóvenes, pero
en ellas podemos reconocer sus sensibilidades, disposiciones y posibilidades más comunes. Este
breve análisis de la situación, siempre necesario, nos ayudará a ofrecer una catequesis encarnada,
capaz de responder a los retos que los jóvenes proponen a la Iglesia (cf DGC 211-212; 279-280).
1. LA CULTURA JUVENIL 5. Ante un mundo carente de utopías y sin maestros que tengan autoridad
reconocida; ante una sociedad que exalta a la juventud y le hace multitud de promesas, pero
luego la manipula y excluye de lo prometido, los jóvenes van generando su propia respuesta:
a) Los jóvenes actuales, movidos por la complejidad de la sociedad adulta, y gracias a su capacidad
de adaptación, se caracterizan mayoritariamente por tener una identidad débil y fragmentada. Se
muestran incapaces de elaborar un proyecto vital coherente. La cara luminosa de su actitud
tolerante y su apertura a las novedades que la sociedad le ofrece se torna oscura cuando se
transforma en falta de pasión, inseguridad e incapacidad para afrontar la propia vida.
b) Los jóvenes actuales valoran el presente, pero han cortado amarras con el pasado, y el futuro
se ha convertido en una especie de amenaza que les produce incertidumbre, preocupación y
miedo. Las utopías les dejan fríos, el pragmatismo gana vigencia en ellos, y sus decisiones se
toman en función del aquí y el ahora. Permanecen siempre abiertos y no terminan de definir su
proyecto de vida.
c) Por otro lado, los jóvenes han pasado de la ética de la perfección a la ética de la satisfacción:
«vale lo que me agrada, no vale lo que no me agrada». Su manifestación más extremosa es el
consumo. Todo es objeto de consumo: la ropa y el calzado, la diversión, el sexo..., siempre que
cause sensación de satisfacción y seguridad. El precio que pagan es la pérdida de ellos mismos en
un bosque de evasión. El joven vive dicha ética como signo de autenticidad; y es el resultado de
combinar dos referencias que se convierten en criterios de comportamiento: sus apetencias y «lo
que se lleva», es decir, pensar, decir y hacer lo que su entorno cercano le provoca.
d) Por último, los jóvenes actuales valoran, sobre todo, la experiencia personal y subjetiva, que
cristaliza en un mundo privado e íntimo. Ante ellos aparecen devaluadas las verdades, las
ideologías y los valores objetivos capaces de estructurar la sociedad y servir de motor para
cambiar el mundo. De hecho, existe una predilección.por los grupos primarios, cuyo fin es estar
bien juntos, sobre los grupos secundarios, los que pretenden hacer algo por la sociedad. El joven
no busca cambiar el mundo sino crear el propio, reflejo de sí y lugar de refugio y protección.
2. Los JÓVENES Y LA FE6. En España, la mayoría de los jóvenes (tres de cada cuatro) se considera
católico. Esa autodenominación no significa la celebración habitual de la eucaristía dominical, ni
su identificación con la Iglesia, ni la influencia de la religión en su vida cotidiana. Podemos decir
que los jóvenes actuales no se caracterizan por la indiferencia ante la religión, más bien se
encuentran inmersos en un nuevo itinerario religioso, por el cual ellos mismos construyen su
propio universo religioso al margen de la referencia eclesial. Es la llamada religión a la carta.
Disminuye la fe en un Dios personal, pero aumenta la creencia en alguna clase de espíritu o fuerza
cósmica. No encuentran sentido en las prácticas religiosas institucionales, pero buscan realizar
una serie de ritos y celebraciones que tienen que ver con los ajustes existenciales. Ponen en duda
los dogmas centrales del cristianismo, pero valoran todo lo que alcanzan por su propia vivencia.
Los jóvenes de hoy viven con urgencia la búsqueda de sentido que dé respuesta a las cuestiones
fundamentales del ser humano; máxime en un tiempo en el que toda una cosmovisión basada en
la racionalidad científico-técnica parece agotarse. Esta búsqueda, y su apertura experiencial a lo
religioso, son dos nuevas perspectivas que deberán ser tenidas en cuenta en la catequesis, ya que
potencian el carácter personal y personalizador que debe tener el acto de fe, sin menoscabo de
los componentes racionales e institucionales de la misma fe.
En cambio, el regreso a la vivencia privada de la fe, el subrayado de los aspectos más irracionales
de lo religioso y el debilitamiento del compromiso ético y social que de la experiencia creyente se
derivan, son algunas sombras a las que la acción evangelizadora debe estar atenta y a las que la
catequesis debe saber responder.
Como es obvio, la catequesis de jóvenes es catequesis en cuanto tal, y en sus lineas maestras no
puede dejar de ser semejante a cualquier otra catequesis. Pero al dirigirse a los jóvenes adquiere
nuevos rasgos y subrayados.
a) El proceso evangelizador. La catequesis es una etapa del proceso evangelizador, es «el eslabón
necesario entre la acción misionera, que llama a la fe, y la acción pastoral, que alimenta
constantemente a la comunidad cristiana» (DGC 64). Aunque fundamentalmente la acción
misionera se dirige a los no creyentes y a los alejados de la fe, la catequesis a los que han dado su
primera adhesión al evangelio, y la etapa pastoral a los ya iniciados en la fe, podemos decir que,
en realidad, referidas a los jóvenes, «estas etapas no quieren significar un proceso cronológico,
sino metodológico, pues pueden coincidir. Ayudan a entender que en el proceso educativo de la
fe siempre hay que tener en cuenta la situación concreta en que el joven se encuentra en las
diferentes dimensiones de su vida» (OPJ 34).
c) La catequesis de jóvenes y su relación con otras acciones educativas. Los jóvenes todavía están
en un tiempo formativo y en ellos convergen los esfuerzos educativos de diferentes instancias,
eclesiales o no: la familia, la parroquia, la universidad, el movimiento apostólico... La integración
de estos esfuerzos educativos parece difícil; por lo general falta un proyecto unitario capaz de
estructurar, coordinar y priorizar opciones, líneas y acciones, en aras de una mejor madurez
humana y cristiana de los jóvenes. Por ello, es urgente la coordinación y articulación de todas las
labores educativas que se realizan con los adolescentes y jóvenes (cf ChL 30; DGC 278; OPJ 27). En
dicho marco, la catequesis ha de ser considerada como la acción esencial imprescindible y
prioritaria (cf CT 15; DGC 63-64; CC 35-36) para que el joven adquiera una buena identidad
cristiana y sea servidor del Reino, en su incorporación a la sociedad adulta. El obispo y las diversas
delegaciones diocesanas deberían prestar este servicio configurando un Proyecto diocesano de
catequesis (cf DGC 272-274; CAd 50-61; IC 13-16).
Cuando se pide la inspiración catecumenal, se está solicitando que la catequesis sea un proceso de
iniciación cristiana integral, según manifestó Ad gentes, 14: «el catecumenado no es una mera
exposición de dogmas y preceptos, sino la formación y el noviciado debidamente prolongado de
toda la vida cristiana, en que los discípulos se unen a Cristo, su Maestro. Por lo tanto, hay que
iniciar adecuadamente a los catecúmenos en el misterio de la salvación, en la práctica de las
costumbres evangélicas y en los ritos sagrados que deben celebrarse en tiempos sucesivos, e
introducirlos en la vida de la fe, la liturgia y la caridad del pueblo de Dios». Entendida como
formación y noviciado, «es más que una enseñanza: es un aprendizaje de toda la vida cristiana,
una iniciación cristiana integral, que propicia un auténtico seguimiento de Jesucristo, centrado en
su Persona» (DGC 67b; cf CT 21.33; CC 80-81). Guiada por esta inspiración, la catequesis transmite
al joven la vida de la comunidad eclesial, que es la propia vida de Dios derramándose sobre ella.
Para iniciar a los jóvenes a la vida de fe, «la catequesis se vale de dos grandes medios: la
transmisión del mensaje evangélico y la experiencia de vida cristiana» (DGC 87). El entrenamiento
en las diversas dimensiones de la vida cristiana será el dinamismo que integre ambos medios,
hasta que la fe en su conjunto alcance y se enraíce en el corazón de los jóvenes.
a) Punto de partida de la catequesis de jóvenes. Venimos insistiendo en que siempre hay que
considerar al joven en situación y, desde ahí, adaptar la oferta pastoral de la comunidad. Pero la
catequesis es un período bien definido, que empieza y termina, que debe tener un punto de
partida y una meta final. A veces no encaja la demanda del joven y la oferta de la comunidad; en
esos casos habrá que hacer un ajuste en la oferta. «En realidad, la situación exige a menudo que la
acción apostólica con los jóvenes sea de índole humanizadora y misionera, como primer paso
necesario para que maduren unas disposiciones más favorables a la acción estrictamente
catequética» (DGC 185). Por tanto, será necesario tomarse en serio la precatequesis y conducir a
los jóvenes a la primera adhesión a Jesucristo, requisito imprescindible para iniciar la catequesis.
Para iniciar el proceso catequético es conveniente que los jóvenes hayan «dado su primera
adhesión a la persona y al evangelio de Jesucristo y deseen incorporarse a la plena comunión
eclesial» (CAd 36). Esta fe y conversión inicial y global a Jesucristo, obra de la gracia, que germina
en el corazón del joven afectándole por entero, implica varios aspectos, profundamente unidos
entre sí. Dichos elementos ayudarán a discernir la entrada del joven en la catequesis (cf AG 13;
RICA 15; CC 41): 1) la aceptación de Dios vivo, con lo que supone de ruptura con la superficialidad,
de apertura a la dimensión trascendente de la vida y el trato sencillo, a través de la oración, con el
Dios que sale a su encuentro; 2) la voluntad de fortalecer su adhesión primera a Jesucristo,
manifestada en el deseo de tenerlo como el único Señor y, por ello, en el interés por conocerle a
través de la lectura del evangelio y el anhelo de seguirle gozosamente en su vida; 3) el sentirse
arrancado del pecado para poder llegar a ser un hombre nuevo, que lleva consigo, ante el amor de
Dios manifestado en Jesús, «los primeros sentimientos de penitencia» y «la voluntad de cambiar
la vida», con las rupturas que lleva consigo; 4) el deseo de incorporarse a una comunidad cristiana
donde vivir con otros la fe. Las primeras experiencias en el trato y espiritualidad de los cristianos y
la valoración de la tarea evangelizadora de la Iglesia, serán los signos que lo manifiesten.
En muchos casos, la manifestación externa de dichos elementos será patente en la opción libre y
madura por la catequesis, en la actitud de búsqueda, asumida con responsabilidad, y la
participación ilusionada en el itinerario. Estos elementos, necesarios, habrá que fraguarlos y
garantizarlos en lo que en la pastoral catequética se llama precatequesis y en la pastoral juvenil
propuesta cristiana (cf DGC 62).
b) Meta de la catequesis. «El fin definitivo de la catequesis es poner a uno, no sólo en contacto,
sino en comunión, en intimidad con Jesucristo» (DGC 80). Dicha comunión lleva al joven a
confesar a Cristo como su Señor, a reconocerse en él como hijo de Dios y, en el Espíritu, como
miembro de la Iglesia e incorporado a su misión de servir al mundo en nombre de Jesús. La meta,
por tanto, es la confesión bautismal de la fe que la catequesis ha de propiciar que en el joven sea
«viva, explícita y operante» (cf DGC 66; CC 96). Confesión de fe hecha con el corazón, capaz de
estructurar la persona, de conferirle identidad y de capacitarle como testigo del evangelio en las
situaciones y ámbitos que le tocan vivir.
Al final del período catequético, estas o semejantes aptitudes deberán estar explícitamente
apuntadas. El joven, bajo el impulso de la gracia de Dios y con la ayuda del grupo de referencia y
de la comunidad cristiana, tendrá la responsabilidad de desarrollarlas para que den fruto en su
vida.
c) Iniciación cristiana y las tareas de la catequesis. La catequesis debe iniciar al joven en toda la
vida cristiana. El joven tiene acceso a ella a través del aprendizaje y entrenamiento en las diversas
dimensiones que la integran. Estas dimensiones o tareas, aunque son complementarias y se
desarrollan conjuntamente, requieren entrenamientos distintos y pedagogías diferenciadas a la
hora de lograr la identificación del joven con Cristo. Su ejercicio no se reduce a su tematización.
Más bien, pasa por diversas etapas, en las que los entrenamientos, según la propia dinámica y la
capacidad del joven, recibirán acentuaciones diversas hasta enraizar la fe en la experiencia
humana del joven. Su objetivo será favorecer la personalización de la fe por parte del joven, fruto
siempre del don de Dios y de su compromiso. Estas tareas (cf RICA 19; DGC 94-87; CC 84-94; IC 17-
23; CAd c. VII)7 son:
– Conocimiento de los contenidos de fe. La fe en Cristo lleva a desear conocer más su misterio
salvador. Esta dimensión supone la asimilación de nociones, valores, experiencias y
acontecimientos. A partir de las realidades objetivas, basadas en la revelación y que van más allá
de acomodaciones y subjetivismos, el joven deberá encontrarse personalmente con Cristo. El
conocimiento comprensivo y vivencial de la fe expresada en el credo, iluminará cristianamente la
existencia del joven, alimentará su vida de fe y le capacitará para dar razón de ella en el mundo (cf
DGC 85a). El entrenamiento en la revisión de vida y en la lectio divina propiciarán la posterior
formación permanente de los jóvenes.
— Iniciación en la oración y celebración litúrgica. La acogida y acción de gracias por el amor del
Padre, manifestado en Jesús, es una dimensión fundamental de la vida cristiana. La comunión con
Jesucristo conduce a celebrar su presencia salvífica en los sacramentos. Más aún, la introducción
en la vida sacramental, así como el aprendizaje de la oración de Jesús, con las mismas actitudes y
sentimientos con los que él se dirigía al Padre, facilitará y orientará el conjunto de la iniciación en
la vida cristiana. Las celebraciones de la palabra, la participación en la eucaristía dominical, las
celebraciones de los ritos de paso, junto al ejercicio oracional, tanto grupal como personalmente,
potenciarán la experiencia religiosa del joven. La entrega del padrenuestro, resumen de todo el
evangelio, y una catequesis mistagógica serán verdadera expresión de la realización de esta tarea
(cf DGC 85b.d).
— Educación en la vida comunitaria. Quien se une a Jesús se une al grupo de sus discípulos; no se
puede tener a Cristo como cabeza si no se forma parte de su cuerpo. La catequesis debe fomentar
en el joven las actitudes que fraguarán en él un espíritu comunitario y verificarán realmente su
pertenencia eclesial: el espíritu de sencillez y humildad, la solicitud pr eferente por los más
pequeños y alejados, la corrección fraterna, la oración en común, el perdón mutuo, junto con el
amor fraterno que las corona, son elementos que fraguarán el sentido comunitario (cf DGC 86a).
Una vivencia del grupo de jóvenes, que trascienda una mera consideración de psico-grupo y que
se vea impregnada por estas actitudes, así como la participación activa en actos comunitarios de
la comunidad inmediata y en celebraciones de tipo diocesano, será el modo de alentar la
pertenencia eclesial del joven.
— Discernimiento de la vocación. Jesús mira con cariño y pronuncia el nombre del que quiere que
sea su discípulo; quien lo escucha, se reconoce convocado a estar con Jesús, capacitado y enviado
para la tarea del Reino. La catequesis debe ayudar al joven, en su trato confiado y reconfortante
con Jesús, a discernir cuál es la vocación a la que el Señor le llama. Esta tarea, necesaria en toda
catequesis, es especialmente importante en la de jóvenes que buscan su lugar en la sociedad y en
la Iglesia. En la medida en que la propuesta y discernimiento vocacional sea tomado en cuenta en
la catequesis, así se favorecerá y garantizará la incidencia de la fe en la totalidad de la vida del
joven. Pueden ayudar a este discernimiento una intensa vida de oración, las actitudes de
agradecimiento y generosidad por reconocerse amado por Dios y la pasión por la construcción del
Reino.
a) La experiencia de Dios8. Dios sale al encuentro del joven, se hace presente en su vida, le llama y
le invita a penetrar en su misterio de amor. La iniciativa de Dios es gracia, no es derecho del joven
ni favor que hace a Dios. A él le toca responder en libertad, y el catequista es garante y testigo de
ello. La experiencia de encuentro con Dios es el elemento catalizador que articula y da sentido a
los demás elementos integrantes del proceso de iniciación cristiana. En el ambiente secularista
que impera, esta perspectiva es crucial a la hora de presentar, sin reduccionismos, el misterio de
Cristo. Nadie va al Padre sino por el Hijo (cf Mt 11,27). Nadie tiene acceso al misterio de Dios sino
penetrando en el misterio de Cristo, el cual es revelado por su Espíritu (cf Jn 14,7.26). Por eso, la
catequesis debe ayudar al joven a reconocer a Dios como el Padre de nuestro Señor Jesucristo (Ef
1,3). Ha de ayudar a descubrir un Dios trascendente, totalmente Otro, a la vez que cercano y
providente, en su vida y en la historia que le toca vivir. Padre bueno que, tratado filialmente por el
joven, en un acto de salida de sí y de entrega confiada, es fuente de salvación y vida; roca firme en
donde asentar la existencia. Relación filial puesta de manifiesto en la colaboración obediente en la
construcción de su Reino. La elaboración de la historia personal, vista desde la fe, ayudará al joven
a descubrir a Dios actuando en su vida: amándole, salvándole y recreándole, y a «descubrir cada
vez más el proyecto de Dios en su propia vida» (DGC 152c).
Jesús, después de la pascua, es Señor del Reino y sale al encuentro de todo hombre. La catequesis
debe hacer del encuentro con Cristo su categoría central. Su persona, su vida, sus obras, sus
palabras, llegan actuales al joven y le permiten establecer una auténtica relación de amistad con
aquel que se presenta como su Salvador y Señor. Esta relación suscitará y alentará el deseo del
joven de seguir a Jesús y se consumará en la identificación con Cristo hasta dejar que viva en él;
pues, por la acción del Espíritu, «todo lo que Cristo vivió hace que podamos vivirlo en él, y que él
lo viva en nosotros» (CCE 521). El contacto de los jóvenes con los signos del Resucitado: la Iglesia,
la Palabra, los sacramentos, la comunidad, los pobres, los seguidores de Jesús, los signos de los
tiempos... favorecerán el encuentro con Cristo. Los momentos de dificultad que brotan del
seguimiento de Cristo y de la incorporación a la tarea apostólica, si son acompañados por el
catequista y convenientemente iluminados, facilitarán la participación del joven en la pascua de
Cristo (cf Ef 3,7-11).
c) La acción del Espíritu. Sólo en la medida en que el joven se deje coger por la mano del Espíritu
podrá llamar a Dios «Abba, Padre» (cf Rom 8,15; Gál 4,6) y proclamar con sus palabras y obras que
«Jesús es el Señor» (cf ICor 12,3). La fe del joven, su vida de caridad y su esperanza confiada, son
fruto del don que viene de lo alto, del Espíritu Paráclito. Es él el que hace contemplar y gustar «lo
que el ojo no vio, lo que el oído no oyó, lo que ningún hombre imaginó, eso que preparó Dios para
los que le aman» (cf 1Cor 2,7-16). Los elementos de la catequesis son sólo instrumentos que
mueven esta mano divina para manifestar e interiorizar la revelación amorosa de Dios. Es
necesario que el catequista tenga esta convicción y se la transmita al joven.
En la medida en que el joven experimente que su vida cristiana se cimenta en el don de Dios, se
suscitará en ,él una entrega generosa por el evangelio, que trascenderá sus cálculos e irá más allá
de sus fuerzas. Sólo el consentimiento de la acción misteriosa del Espíritu le permitirá alcanzar la
talla de Cristo Jesús. La catequesis debe esforzarse en ser escuela donde el joven se disponga a la
escucha, saliendo de la superficialidad, y donde aprenda el lenguaje callado del Espíritu, que habla
en su interior y en el mundo. El fomento de una intensa vida espiritual, junto con la aceptación
serena y confiada de los propios límites, ayudará a esta dimensión.
d) La integración fe-vida. El proceso catequético tiene como objetivo final «que el joven descubra
en Cristo la plenitud de sentido y el sentido de la totalidad de su vida, y busque la más plena
identificación con él» (CAd 30). En otras palabras, que integre vida y fe; esto es posible cuando
tiene capacidad de estructurar su personalidad, configurar su proyecto de vida y atravesar todas
las áreas cotidianas de su existencia. En el itinerario catequético, se procurará que los
sentimientos, los deseos y las apetencias del joven, sean motivados por la fe, a través de un
proceso progresivo de personalización. Si no se llega al centro de la persona, todo esfuerzo por
educar cristianamente queda reducido a un barniz superficial. Para ello, la catequesis ayudará a
los jóvenes a que estén atentos a sus experiencias más importantes, a juzgar a la luz del evangelio
las preguntas y necesidades que brotan de esas experiencias, y a vivir la vida de un modo nuevo
(cf DGC 152). Es de gran trascendencia en estas edades, por la importancia que tiene en el
conjunto de la formación cristiana, la educación para el amor; por ello, se ha de ayudar a madurar
humana y cristianamente la dimensión afectiva del joven.
Para que estas afirmaciones y deseos del nuevo Directorio se puedan cumplir, y la catequesis de
jóvenes alcance la meta deseada, es necesario que se den una serie de condiciones: la existencia
de un núcleo comunitario compuesto de cristianos ya iniciados en la fe; la participación de los
jóvenes en la eucaristía dominical y en los acontecimientos y actividades de la comunidad, hasta
convertirse en su ambiente vital de vida cristiana; la cercanía afectuosa de los cristianos más
maduros y que pueden ser referencia atractiva para los jóvenes, en especial la del sacerdote; la
elaboración de un proyecto de catequesis de jóvenes en sintonía con el diocesano, pero que, a la
vez, responda al proyecto pastoral que sustenta la comunidad, para no crear discordias a la hora
de integrarlos al final del proceso; la coordinación cordial de todas las instancias educativas:
colegios, asociaciones, movimientos...; el respeto y acompañamiento de los catequistas; la
integración de los jóvenes en alguna acción apostólica de la comunidad.
«Además de ser un elemento de aprendizaje, el grupo cristiano está llamado a ser una experiencia
de comunidad y una forma de participación en la vida eclesial, encontrando en la más amplia
comunidad eucarística su plena manifestación y su meta» (DGC 159). Para lograr este objetivo, y
sin negar el clima humano y cercano, los jóvenes deben considerar el grupo como convocatoria de
Dios. Es el deseo de seguir al mismo Señor lo que les une. Es el espíritu de Dios, el que, obrando
en ellos, va creando lazos de fraternidad. Y es la aceptación del amor misericordioso del Padre
común, la que facilita la acogida y comprensión mutua, por encima de las diferencias. Esta
pequeña escuela de comunión que debe ser el grupo de catequesis es la que abrirá al joven las
puertas de la pertenencia eclesial y le insertará en su misterio de comunión y misión.
NOTAS: 1. Cf L. GONZÁLEZ-CARVAJAL, Luces y sombras de los jóvenes españoles, Teología y catequesis 54 (1995) 11-12. – 2. Cf J.
CoLOMB, Manual de catequética II, Herder, Barcelona 1971, 445-455. – 3. Cf J. GARCÍA ROCA, Constelaciones de los jóvenes,
Cristianisme i justicia, Barcelona 1994, 5. – 4. cf J. ELZO, Ensayo tipológico de la juventud española, en Jóvenes españoles 94, SM-
Fundación Santa María, Madrid 1994, 219-228. – 5 Cf L. GONZÁLEZ-CARVAJAL, a.c. — 6. Cf J. GARCÍA ROCA, a.c. —7. También
seguimos el documento de la Comisión episcopal de apostolado seglar, Jóvenes en la Iglesia, cristianos en el mundo. Proyecto
marco de pastoral de juventud, 76-77. — 8. Cf A. PÉREZ DE AZPILLAGA, Bases para una presentación catequética de Dios a los
jóvenes, Teología y catequesis 23-24 (1987) 461-482.
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evangelización para la comunidad cristiana, CCS, Madrid 1991; AA.VV., Pastoral de hoy para mañana. Nuevas perspectivas de la
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(1987); Catequesis de jóvenes, 54 (1995).
La justicia es una de las realidades más deseadas por la persona humana y, por eso mismo, el
centro de la experiencia cristiana. La opción por la justicia y los derechos humanos es algo
constitutivo del cristianismo. Pero esta lucha por la justicia no pocas veces está bañada por la
sangre de muchos cristianos.
Se habla de la justicia en varios sentidos: jurídico, teológico, moral, legal, social, individual, etc.
Está también relacionada con otras virtudes morales, en especial con la caridad. Por ser una de las
más fuertes experiencias humanas y estar fundamentada en la palabra de Dios, el sentido de la
justicia interesa mucho a la misión de la comunidad cristiana y, consecuentemente, a la educaci ón
en la fe.
Aristóteles clasificó la justicia como un hábito moral. Pero fueron los romanos los que le dieron
una configuración jurídica. Ulpiano la definió como «dar a cada uno lo suyo». Santo Tomás de
Aquino recoge esta definición, que hace de la justicia fuente de derechos y obligaciones (Sum.
Theol. II-II, 58, 1), y dice que la religión forma parte de la justicia, por cuanto nos hace dar a Dios la
honra que se le debe (Ib, II-I, 57, a. 122).
En la evolución del concepto, la voluntad de dar a cada uno lo suyo ya no es una voluntad
individual, sino social (comunidad, estado); no se habla más de hábito individual, sino de
estructura social. Por otro lado, cambia también el propio concepto, que ya no se limita sólo a
aquello por lo que la persona tiene derecho, sino que también abarca aquello a lo que cada uno
debería tender o que debería ser como persona, para constituir así un orden social justo.
Kant afirmó que en la cuestión de la justicia, todo ser humano debe ser considerado como un fin y
no como un medio. En un último análisis, la justicia está en relación con los valores; por lo cual,
dar a cada uno lo suyo significa trabajar para que tanto el individuo como la comunidad tengan
una consciencia cada vez más clara de los valores de la convivencia civil. Así, la justicia es definida
como «la realización concreta, en una determinada situación, de la exigencia fundamental de
afirmar la dignidad de la persona y contribuir, al mismo tiempo, a la satisfacción de las
necesidades de la humanidad». Ella regula las relaciones intersubjetivas e intersociales, de modo
que permita y garantice a cada uno ser aquello que deba ser en el grupo social. La contribución
más reciente a la reflexión sobre la justicia es hoy, justamente, este paso de un concepto
individual a una dimensión social y, por tanto, estructural.
Radicalizando esta perspectiva, la teología protestante afirma que solamente existe la justicia de
Dios y no la del hombre. La teología católica entiende que la gracia de Dios sí vuelve justo al
hombre, pero él puede y debe, acogiéndose a la gracia, estar también dispuesto a practicar obras
de justicia. Se pasa de la esfera de la consciencia al ámbito propio de la historia. Esta práctica de la
justicia es revelada en el Nuevo Testamento, cuando se pone en estrecha relación el amor de Dios
y el amor fraterno, que se traduce en obras (cf lJn 3,17-18; 4,12). El texto escatológico de Mateo
es aún más enfático: el amor de Dios se hace historia en la práctica de la justicia en favor del
hermano necesitado (cf Mt 25).
Todo el Nuevo Testamento está impregnado por este binomio: salvación personal y práctica del
amor fraterno. Porque el cristiano es salvado por Dios, se empeña en practicar la justicia. La
salvación en la Biblia posee no sólo una dimensión escatológica (no se limita al horizonte de la
historia como el proyecto marxista y otros), sino también una dimensión histórica: se está
realizando aquí y ahora, en el hoy de la vida de cada cristiano. El cristiano tiene consciencia de
pertenecer a este mundo que debe ser transformado por él y, al mismo tiempo, está dirigido al
«cielo nuevo y la tierra nueva, donde la justicia tendrá una morada estable» (2Pe 3,13). En la
visión bíblica el amor es visto como fundamento y sustancia de la propia justicia.
2. LA COMUNIDAD CRISTIANA. Lo que predomina en la comunidad cristiana primitiva es la
dimensión escatológica de la justicia. La experiencia de la novedad cristiana hace que la propia
esclavitud, evidente forma de injusticia, sea relativizada (cf Gál 3,27-28). La práctica de la justicia
era vivida, sobre todo en el plano ético, relacionándola con la caridad, casi sin ninguna
repercusión sobre la vida social. La comunidad idealizada en los Hechos de los apóstoles vivía una
justicia vertical hacia Dios (culto, oración, escucha de la Palabra) y horizontal hacia los hermanos,
poniendo en práctica la forma más elevada de la justicia distributiva: la comunión de bienes (He
4,32). Respecto a las relaciones sociales, la justicia se reducía a la sumisión a las autoridades
constituidas (Rom 13,1-7). La distribución de los bienes se veía, desde una perspectiva ética, a
través de la beneficencia. No existía intervención de la comunidad en el ámbito socio-político.
Las razones por las que actuaban así eran: 1) la espera del inminente retorno del Señor, que
relegaba a un segundo plano el empeño por la transformación del mundo; 2) la distancia de la
sociedad circundante, principalmente de la sociedad judía, todavía encerrada en una concepción
del reino mesiánico como un reino terrenal; 3) el carácter minoritario de los cristianos, que hacía
que su peso político y social fuera reducido: una comunidad perseguida y marginada no podía
hacer más que dar testimonio. Hay quien piensa que la Iglesia pre-constantiniana es la verdadera
Iglesia, por no estar empeñada en las luchas mundanas, manteniéndose lejos de las alianzas con el
Estado y acentuando su propia característica, reducida a lo espiritual y a la resistencia pasiva.
Pero estas razones tienen poco fundamento histórico. Verdaderamente el relativo quehacer de
los cristianos en el ámbito social debe ser atribuido a causas contingentes, y no al fondo teológico.
Superadas estas causas, los cristianos buscan y encuentran formas de actuación histórica, de
transformación social.
Pero hay que hacer una constatación: si en la antigüedad la realización de la justicia se veía
reducida a la formación de la conciencia, la tentación del hombre moderno es la de confiar
solamente en las estructuras. La Iglesia, metida de lleno en el cambio histórico, descubre cada vez
más la interacción profunda que hay entre conciencia y estructuras sociales; y así, la visión
cristiana de la justicia adquiere un sentido profundamente nuevo, como podemos ver en la
evolución de la enseñanza de la Iglesia sobre la justicia.
3. EL MAGISTERIO PONTIFICIO. León XIII inaugura con la Rerum novarum (1891) este magisterio,
que será uno de los avances en la Iglesia del siglo XX. La justicia debe regular las relaciones de
producción y, sobre todo, las relaciones de trabajo. Pío XI en la Quadragesimo anno afirma la
subordinación de la norma positiva a la ética, a través del derecho natural. Juan XXIII en Mater et
magistra y en Pacem in terris toca los problemas estructurales de la sociedad.
Todas estas enseñanzas las recoge el Vaticano II en la constitución Gaudium et spes. En ella se
habla de la dimensión pública de la justicia, en íntima relación con la dimensión privada y, después
de afirmar la funda-mental igualdad de todos los hombres y la necesidad de llegar a una condición
de vida más humana y más justa, expresa: «Las instituciones humanas, privadas o públicas,
esfuércense por ponerse al servicio de la dignidad y del fin del hombre. Luchen con energía contra
cualquier esclavitud social o política y respeten, bajo cualquier régimen político, los derechos
fundamentales del hombre. Más aún, estas instituciones deben ir respondiendo cada vez más a
las realidades espirituales, que son las más profundas de todas, aunque es necesario todavía largo
plazo de tiempo para llegar al final deseado» (GS 29). Es un texto básico para renovar la práctica
de la justicia dentro de toda la Iglesia, particularmente en los llamados países en vías de
desarrollo.
Con Pablo VI, la enseñanza del magisterio da un paso más, acentuando las relaciones
internacionales en la práctica de la justicia; así, Populorum progressio y Octogesima adveniens
consideran que los problemas del subdesarrollo no se resuelven sólo por la conversión personal a
los valores de la justicia, sino que hacen falta nuevas y adecuadas estructuras jurídicas y
económicas internacionales.
La primacía del trabajo sobre el capital es el tema de la primera en-cíclica social de Juan Pablo II,
Laborem exercens. Y en la Sollicitudo rei socialis denuncia los mecanismos perversos, verdaderas
estructuras de pecado, que generan las condiciones de terrible miseria de los países pobres (cf
SRS 39). En la Centesimus annus, Juan Pablo II, ante el fenómeno de la globalización, apunta al
bien común como la gran meta a alcanzar. Ante los sistemas hegemónicos (liberalismo,
capitalismo y socialismo marxista) la alternativa es una economía social a escala mundial, que
atienda a las exigencias radicales de la justicia, precisamente a través del uso responsable de la
libertad; es la alternativa de la solidaridad internacional, en una nueva civilización: la civilización
del amor (cf CA 10).
En su célebre discurso en la ONU en 1979, Juan Pablo II se refirió a la dignidad humana como
fundamento de la justicia y de la paz. En su discurso inaugural en Puebla, afirmó que «sobre toda
prioridad pesa una hipoteca social». Y en su mensaje para el día mundial de la paz, el 1 de enero
de 1998, habló de la estrecha relación entre la justicia de cada uno y la paz de todos. La ingeniería
de la paz internacional pasa por los caminos de la justicia.
Junto al magisterio de los papas se dan otras iniciativas de ámbito universal, que indican una
voluntad de acción concreta en favor de la justicia, como la creación de algunas entidades y
organismos eclesiales, entre las que destaca el Pontificio consejo de Justicia y paz, creado en 1967
por Pablo VI, cuya finalidad es promover en el mundo la justicia y la paz, actuando principalmente
en orden al trabajo, por el progreso de los pueblos y por la defensa de los derechos humanos.
Muchas conferencias episcopales, y también las diócesis, poseen su propia comisión de Justicia y
paz.
En 1971 se constituyó el consejo pontificio Cor unum, como dicasterio, a nivel de Iglesia universal,
para la promoción humana y cristiana. A él están confiadas la Fundación populorum progressio y la
Fundación Juan Pablo II. En esta línea de las iniciativas en favor de la justicia, consignamos
también la propuesta de Juan Pablo II por la «efectiva reducción, y si es posible el perdón total de
la deuda internacional que pesa sobre el destino de muchas naciones» (TMA 51)
4. EL MAGISTERIO EPISCOPAL. Las conferencias episcopales, después del Vaticano II, dan pasos
más significativos en su empeño por la justicia, porque están directamente unidas a una parcela
menor y más concreta del pueblo de Dios.
La salvación cristiana está unida al empeño por la justicia: «La originalidad del mensaje cristiano
no consiste directamente en la afirmación de la necesidad de cambios estructurales y, sobre todo,
no habrá continente nuevo sin hombres nuevos que, a la luz del evangelio, sepan ser
verdaderamente libres y responsables. En la historia de la salvación, la obra divina es una acción
de liberalización integral y de promoción del hombre, en todas sus dimensiones, que tiene como
único móvil el amor, "la ley fundamental de la perfección humana y, por eso mismo, de la
transformación del mundo" (GS 38). El amor no es sólo el mandamiento supremo del Señor, sino
también el dinamismo que debe mover a los cristianos a realizar la justicia en el mundo, teniendo
como fundamento la verdad y como señal la libertad» (Medellín, 1, 3-4).
Se consolida y crece una original reflexión, cuya mayor sensibilidad es la sed de justicia y la
incidencia del mensaje evangélico en la transformación de la realidad social, la teología de la
liberación, que busca hacer una lectura de la realidad a la luz de la palabra de Dios, y sacar del
anuncio de la salvación en Jesucristo las conclusiones prácticas para las relaciones sociales. De
Medellín surge una práctica pastoral llamada liberadora, que se orienta hacia el subsuelo de la
conciencia colectiva y que lleva al pueblo a asumir sus responsabilidades y exigir su propia
participación en la política.
El sentido de justicia y el empeño por la libertad se hace mucho más intenso con esta metodología
revolucionaria, que hace del pobre y marginado, a la luz de la palabra de Dios, el protagonista de
su propia libertad.
En el futuro, nuestra época será conocida no tanto por los avances tecnológicos o conquistas
espaciales, cuanto por la conquista de los derechos humanos.
Desde el código de Hammurabi (Babilonia), pasando por la filosofía de Mencio (en China) y por la
República de Platón o el Derecho romano, la humanidad viene buscando la confirmación de estos
derechos. Estos esfuerzos se plasmaron en la Carta magna de Inglaterra (1689), en la Declaración
de la Independencia de los EE.UU. (1776), en la Declaración francesa de los derechos del hombre y
del ciudadano (1789), en el Tratado de Berlín (1878) y la Declaración de las Naciones Unidas
(1942), culminando en la Declaración universal de los derechos humanos de la ONU (1948). El
Consejo de Europa creó la comisión europea de los derechos humanos para su protección.
Finalmente, Juan Pablo II, en la carta a los Jefes de Estado sobre el documento de Helsinki
(1.9.1980), deja claro que los derechos humanos universales (derecho a la vida, a una existencia
digna, a la educación...) se sintetizan en el binomio justicia y libertad: atender a las exigencias de
la justicia en el respeto a la libertad, incluso religiosa, y garantizar el uso responsable de la libertad
como el medio más eficaz para promover la justicia.
Jesús vivió entre los pobres para anunciarles el reino de Dios y su justicia (cf Mt 6,33), a partir de
una particularísima experiencia de Dios como Padre. Por otro lado, el Cristo anunciado por la fe es
el Cristo que «se hizo pobre» (2Cor 8,9), tomó «la naturaleza de siervo... y se humilló» (Flp 2,7),
sacrificado por nuestros pecados para que, «nosotros seamos en él justicia de Dios» (2Cor 5,21).
El test definitivo de la conversión a Dios es la opción por los excluidos (cf Mt 25,31-46).
Por eso uno de los aspectos significativos de la vida de la Iglesia hoy es su actuación concreta por
la causa de la justicia, que recibe varios nombres: promoción humana, opción por los pobres,
compromiso social, compromiso por la justicia, dimensión social de la fe, fe y política, acción
(praxis) liberadora, pastoral transformadora, opción por el servicio (diaconía), etc. Esta tendencia
a la ortopraxis no se opone a la tradicional manera de posicionarse en términos de ortodoxia, sino
que es un intento de integración entre ambos aspectos, como enseña Juan Pablo II (cf CT 22). En
el pasado era frecuente atribuir una fuerza liberadora a los enunciados doctrinales por sí mismos:
los cristianos ya realizaban su misión en el mundo proclamando las sentencias de la justicia. Hoy,
el destino de la justicia se decide principalmente a nivel de la praxis cristiana. Los cristianos son
llamados a proclamar el origen divino de la justicia y la imposibilidad histórica de una justicia que
se base solamente en el hombre. El cristianismo posee algo más que el neoliberalismo y el
marxismo, que completa y al mismo tiempo juzga todo proyecto humano: el amor según Cristo. Ya
santo Tomás enseñaba: «los preceptos de la justicia no son suficientes para mantener la paz y la
concordia entre los hombres si no se sustentan radicalmente en el amor» (Summa contra gentiles
III, 130). Después de la EN y tantos otros pronunciamientos de la Iglesia, no se concibe una
auténtica evangelización y una catequesis que no pasen, de alguna manera, por la justicia y se
manifiesten y concreten en ella.
Esa es la misión de la Iglesia si realmente quiere ser sacramento, signo de la salvación de Dios en
el mundo, como proclamó el Vaticano II: ser servidora de justicia y de fraternidad, principalmente
en estos tiempos, en que vivimos las mayores posibilidades históricas para realizar la justicia. Así
se expresó la Conferencia de Puebla: «El avance económico significativo que experimentó el
continente demuestra que sería posible desarraigar la extrema pobreza y mejorar la calidad dee
vida de nuestro pueblo. Y si es posible, entonces es una obligación» (Puebla, 21). Esto impone a la
acción pastoral de hoy perspectivas mucho más exigentes que en el pasado, con vistas a la
estructuración de la convivencia humana en términos de fraternidad, de reconciliación eficaz, de
supresión de las diferencias, respeto a los derechos humanos y rechazo de «modelos de desarrollo
que producen, a nivel internacional, ricos cada vez más ricos a costa de pobres cada vez más
pobres» (Ib, 30).
Si para la revelación cristiana el amor es la mediación suprema de Dios, amar en un mundo injusto
sólo es posible construyendo la justicia. En un mundo marcado por el pecado de la explotación del
hombre, anunciar la salvación implica optar por la justicia y solidarizarse con los sufridores de las
injusticias. En un mundo sin misericordia, la misericordia se hace presente a través de la justicia. Si
Jesús se manifestó como justicia de Dios, la práctica de la justicia en la Iglesia se convierte en
teofanía para el mundo.
Aunque trabajar por la justicia no es tarea sólo de los cristianos, se puede afirmar que la lucha por
la justicia es una actividad de profunda calidad humana y, por tanto, profundamente cristiana. La
práctica cristiana de la justicia se asienta sobre cuatro pilares:
a) Lugar teológico. Practicar la justicia no es una simple obligación moral, sino que debe ser
considerada y vivida por el cristiano como lugar teológico de la experiencia de Dios, es decir, como
una experiencia de la gracia. El cristiano encuentra fuerzas para luchar por la justicia, en la fe en
Dios, revelado por Jesucristo, que nos da el don de su Espíritu. Como recuerda Pablo,
«aguardamos la justicia esperada por la fe mediante la fe del Espíritu» (Gál 5,5), pero una fe —
añade él— que «se exprese en obras de amor» (Gál 5,6). Por tanto, esta incapacidad humana ante
los grandes desafíos de la justicia es principio de una experiencia de la gracia y del amor de Dios
que se nos ha dado (cf Rom 5,5).
b) El reino de Dios en la historia. En la lucha por la justicia, la Iglesia no puede caer en la tentación
de querer el paraíso en la tierra. La plenitud del reino de Dios no se alcanza en esta tierra. Pero el
Espíritu hace posible la vivencia de este reino ya en la historia, aunque el reino definitivo es del
tiempo escatológico. El cristiano, por tanto, debe cultivar la paciencia y la perseverancia histórica
y creer siempre en la acción de Dios, como el sembrador que esparce la semilla y espera la
respuesta de la tierra (cf Mc 4,26-29).
c) La fuente de la opción por la justicia es el amor. Si la opción cristiana por la justicia tiene como
fuente el amor, no puede reducirse a una abstracción, necesita ser expresada en actos concretos
de promoción humana para que llegue realmente a las personas. Si de un lado la acción de la
Iglesia debe llegar a las estructuras sociales en el sentido de la macro-caridad y transformación
estructural, por otro, no puede dejar de hacer efectiva también la micro-caridad, a través de los
pequeños gestos liberadores. La acción por la justicia no se puede reducir tampoco a un
asistencialismo que ignora las causas profundas de la injusticia, de la pobreza, de la marginación;
pero la Iglesia, en su lucha por la justicia, no se puede contentar solamente con trazar las grandes
líneas o principios, a través de discursos y documentos inoperantes; es necesaria –y hay múltiples
ejemplos de ello– una praxis eclesial que atienda a las dos dimensiones y que coloque el servicio
(la diaconía) como exigencia fundamental de la evangelización.
V. Tareas de la catequesis
La catequesis tiene como tarea, en la comunidad cristiana, iniciar a los cristianos en todas las
dimensiones de la fe. Y es esencial para el seguimiento de Jesús, para la vivencia auténtica de la
fe, empeñarse en la opción por la justicia.
b) Otros documentos eclesiales. Los documentos posteriores confirman, a veces con moderación,
esta visión de la catequesis en clave de promoción humana y lucha por la justicia. Tanto el DCG de
1971 (21) como EN (30-38), los documentos de Puebla (1000, 1145) y CT (29) ponen un énfasis
particular en el tema del compromiso cristiano, sobre todo en su dimensión social. Las
orientaciones de muchos episcopados van también en esta línea.
Catequesis renovada (Brasil 1983) expresa que: «la finalidad de la catequesis es la maduración en
la fe, en un compromiso personal y comunitario por la liberación integral, que comienza aquí y
culminará en la vida eterna» (CR 318). El compromiso con la justicia y los derechos humanos, que
está implícito en toda la obra, aparece también en temas específicos: construcción de la historia,
familia, trabajo, política, pobreza, promoción de la justicia y de la dignidad humana, desarrollo
integral y la paz (CR 246-278). Los sacramentos, «señales sensibles y eficaces de la gracia, miran a
nuestra santificación, a la construcción de la Iglesia, al culto a Dios, pero van más lejos, debiendo
repercutir de forma dinámica y liberadora en las relaciones interpersonales, en la estructuración
más justa de la sociedad y en la acción del hombre sobre la historia y el mundo» (CR 222).
En el Catecismo de la Iglesia católica (CCE), la doctrina sobre la justicia está expuesta en la tercera
parte, La vida en Cristo. Al describir la vocación de la persona humana para la vida en el espíritu, la
justicia es considerada como virtud humana, virtud moral o, como tradicionalmente es conocida,
virtud cardinal (1805-1807), y recibe la clásica definición: «voluntad constante de dar a Dios y al
prójimo lo que les pertenece». En el capítulo sobre la comunidad humana, hay un artículo
dedicado a la justicia social, unida al bien común y al ejercicio de la autoridad, al respeto de la
persona humana, a la igualdad entre los hombres y a la solidaridad; pero es en el ámbito de los
diez mandamientos (sección II, art. 7) donde se tratan los temas mayores: destino universal y
propiedad privada de los bienes, respeto a las personas y a sus bienes, doctrina social de la Iglesia
(incluyendo los derechos humanos), actividad económica y justicia social, solidaridad entre las
naciones y amor a los pobres. En la oración del padrenuestro, al comentar «Danos hoy nuestro
pan de cada día», dice: «Como la levadura en la masa, la novedad del Reino debe fermentar la
tierra con el Espíritu de Cristo. Debe manifestarse por la instauración de la justicia en las
relaciones personales y sociales, económicas e internacionales, sin olvidar jamás que no hay
estructura justa sin seres humanos que quieran ser justos» (CCE 2832).
El Directorio general para la catequesis (DGC 1997) hace referencia en muchísimos lugares a la
dimensión social de la catequesis y su opcion por la justicia. En la exposición introductoria nos
presenta el campo del mundo, donde es esparcida la semilla, la palabra de Dios, y se refiere a una
multitud de personas que sufren el peso intolerable de la miseria y de la injusticia. Ante esta
realidad, la Iglesia «por medio de una catequesis en la que la enseñanza social de la Iglesia ocupe
su puesto, desea suscitar en el corazón de los cristianos el compromiso por la justicia y la opción o
amor preferencial por los pobres, de forma que su presencia sea realmente luz que ilumine y sal
que transforme» (DGC 17). Después se dedican dos largos números a los derechos humanos,
afirmando que «en este vasto campo la Iglesia tiene una tarea irrenunciable: manifestar la
dignidad inviolable de toda persona humana» (DGC 19) y debe preparar a los laicos para esta
tarea.
Pero lo más sorprendente es que el Directorio, al enumerar las normas y criterios para la
presentación del mensaje evangélico en la catequesis (II parte, c. 1), unido al supremo criterio
cristocéntrico y al mensaje de salvación de Jesucristo, y aun antes del criterio eclesiológico, coloca
como uno de los grandes criterios de la catequesis el mensaje de la liberación en su doble sentido,
terrenal y escatológico, íntimamente unidos (cf 103). Partiendo de las bienaventuranzas,
particularmente de la referida a los pobres, subraya la afirmación de EN: «la Iglesia tiene el deber
de anunciar la liberación de millones de seres humanos, entre los cuales hay muchos hijos suyos;
el deber de ayudar a que nazca esta liberación, de dar testimonio de la misma, de hacer que sea
total» (EN 30; DGC 103). Es misión de la catequesis preparar a los cristianos para esta tarea; para
ello «presentará la moral social cristiana como una exigencia y una consecuencia de la "liberación
radical obrada por Cristo" (LC 71)» (DGC 104); y continúa: «suscitará en los catecúmenos y en los
catequizandos la opción preferencial por los pobres que, lejos de ser un signo de particularismo o
sectarismo, manifiesta la universalidad del ser y de la misión de la Iglesia. Dicha opción no es
exclusiva, sino que lleva consigo el compromiso por la justicia según la función, vocación y
circunstancias de cada uno» (DGC 104).
2. LÍNEAS METODOLÓGICAS. Ya el DCG de 1971 indicaba que la educación para la justicia exige
también revisión del método. Recogemos a continuación algunas líneas metodológicas.
a) Prioridad del método inductivo. En la tarea catequética de educación para la justicia, se da
prioridad al método inductivo. Las pequeñas comunidades eclesiales de base han conseguido una
metodología mucho más eficaz en la pedagogía de la fe, partiendo del principio metodológico de
la interacción (o de la interpelación) pues «en la catequesis se realiza una interacción entre la
experiencia de vida y la formulación de la fe, entre la vivencia actual y la vivencia dada por la
tradición» (CR 112-114).
El elemento vivencial no aparece en los libros, lo forman las aspiraciones auténticas de todo lo
que es humano, las luchas por la justicia, las situaciones concretas de la vida, los derechos
humanos, los acontecimientos y los hechos alegres y tristes, etc. Es imposible definirla a priori, ella
forma parte del día a día. El arte del catequista consiste en descubrirla para confrontarla con el
evangelio.
b) Método: ver, juzgar y actuar. Una de las traducciones de este principio metodológico de la
interacción fe-vida es el método «ver, juzgar y actuar» legado de la Acción Católica a la catequesis
y muy utilizado en la educación para la justicia.
1) Ver consiste en el análisis de la realidad, con la ayuda de las ciencias humanas, para poder ver
también las causas que engendran las injusticias. 2) Juzgar es buscar los elementos iluminadores
que nos vienen tanto de la palabra de Dios como de la doctrina social de la Iglesia. 3) Actuar es
llevar al cristiano, y más aún a la comunidad, a tomar iniciativas concretas en orden a una acción
transformadora. 4) Según la tradición latinoamericana, el método se completa con un cuarto
paso: celebrar, donde el esfuerzo de búsqueda y de lucha por la justicia, en nombre del evangelio,
se transforma en oración. Entonces se comprueba la veracidad de la afirmación: lex credendi, lex
orandi. La liturgia de los cristianos que se empeñan realmente en la lucha por la justicia es
enriquecida con nuevos contenidos y expresiones y con el sabor de la vida que explota en sus ricas
celebraciones. 5) Un quinto y último paso de esta metodología es evaluar-revisar, aunque esto ya
pertenecería propiamente a la vuelta del proceso.
c) Actividades evangélico-transformadoras. Educar para la justicia es un esfuerzo que exige mucho
más que los tradicionales cauces de aulas, coloquios y encuentros: apunta un nuevo modelo de
actividad pedagógica. No se trata de realizar actividades meramente didácticas, sino de organizar
acciones cuyo objetivo es, sobre todo, la transformación personal, comunitaria y social, a partir de
la confrontación de la fe con la vida. Son las actividades evangélico-transformadoras que
conducen al cambio de mentalidad y de actitud con relación a la repercusión de la fe profesada en
los problemas de la vida, tanto personales como sociales. Estas actividades son de gran alcance, y
deben partir de la realidad local, vista y juzgada con criterios cristianos, que lleva a un
cuestionamiento crítico y a una mayor voluntad de actuar en orden a la transformación.
Estas actividades son solamente posibles en un ambiente fuertemente comunitario, como son las
comunidades eclesiales de base o los círculos bíblicos. Suponen la opción preferencial por los
pobres y educan para ella; por eso crean una fuerte exigencia de convivencia con los pobres,
como lugar educativo de la fe y de la justicia.
Estas acciones evangélico-transformadoras son adecuadas para los adultos y los jóvenes. Sin
embargo, tanto los adolescentes como los niños, a su nivel, pueden realizar algunas acciones de
este tipo, que educan para la justicia, con proyectos sencillos y tareas claras y bien distribuidas, y
contando con la presencia de los adultos que orientan y animan a los grupos. Existen también
otras actividades de menor alcance, que les van formando en el sentido de la justicia.
d) Lectura popular de la Biblia. Está teniendo un gran éxito en la educación para la justicia la
lectura popular de la Biblia, por la cual se intenta llevar la Biblia a la vida del pueblo y también
llevar la vida a la Biblia. El sujeto de la interpretación no es sólo el exegeta o el catequista, sino
todo el grupo o comunidad; se evita así el peligro del libre examen de tipo individualista, intimista
o fundamentalista. Los problemas sociales aparecen, entonces, con toda su fuerza, como también
la voluntad de superarlos a la luz de la Palabra. El lugar social a partir del cual se hace esta lectura
orante, son los pobres. De hecho, sin una conciencia crítica y una clara opción preferencial por los
pobres, se pueden usar inconscientemente los textos bíblicos para justificar sistemas
deshumanizantes de opresión y falta de respeto a los derechos humanos.
e) Los pasos del itinerario catequético. Por fin, la práctica de las pequeñas comunidades indica un
itinerario catequético en el empeño por la justicia con cuatro pasos: 1) reunión de las personas
alrededor de la palabra de Dios; 2) formación de una incipiente comunidad; 3) compromiso por la
transformación social (organización de movimientos populares y mayor participación política), y 4)
lucha por la libertad en proyectos concretos. Cuanto más se alimenta la comunidad de la palabra
de Dios, más comprometida está con la práctica de la justicia; y cuanto más se empeña en los
problemas sociales, más necesidad siente de la palabra de Dios.
Tomar conciencia del pecado es, sobre todo, reconocerlo como raíz de los males de la sociedad,
algo que está profundamente enraizado en el corazón del hombre, contra el cual el hombre poco
puede hacer si Cristo no lo transforma, creando en él un corazón nuevo (CR 288-309).
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Sígueme, Salamanca 1982; CONFERENCIA NACIONAL DE OBISPOS DE BRASIL. (CNBB), Direito de gente: assunto de fe. Para todos
os que acreditam na defesa dos Dereitos humanos, Don Bosco, SSo Paulo 1997; COMISIÓN PONTIFICIA «JUSTICIA Y PAZ«, Los
cristianos de hoy ante la dignidad y los derechos de la persona humana, CETE, Madrid 1983; DÍEZ ALEGRÍA J., Justicia, en
RAHNER K. (ed.), Sacramentum mundi: Enciclopedia teológica IV, Herder, Barcelona 1973, 169-177; GARCÍA AHUMADA E., Lo
social en la catequesis de niños, adolescentes y adultos, Sinite 86 (1987) 431-458; Catequesis social, Revista de catequese 7
(1984) 25, 46-51; GONZÁLEZ CARVAJAL L., Educación para la justicia, en GEVAERT J. (ed.), Diccionario de catequética, CCS,
Madrid 1987, 304-306; GONZÁLEZ FAUS J. I., Justicia, en FLORISTÁN C.-TAMAYO J. J. (eds)., Conceptos fundamentales del
cristianismo, Trotta, Madrid 1993; HARRELSON W., The ten commandments and Human Rights, Fortress Press, Filadelfia 1980;
1DIGORAS J. L., Vocabulario teológico desde nuestra realidad, Centro de proyección cristiana, Lima 1979; MORENO VILLA M.
(dir.), Diccionario de pensamiento contemporáneo, San Pablo, Madrid 1997, especialmente GARCÍA MARZÁ D., Justicia, 705-710
y PÉREZ LUÑO A. E., Derechos humanos, 333-340; PONTIFICIO CONSEJO «IUSTITIA ET PAX», La Iglesia v los derechos del hombre,
Ciudad del Vaticano 1975; RESINES L., La educación para la justicia, Actualidad catequética 21 (1981) 185-222; SÍNODO DE LOS
OBISPOS 1971, La justicia en el mundo, Sígueme, Salamanca 1972; Toso M., Catechesi e dottrina sociale della Chiesa,
Orientamenti Pedagogici 37 (1990) 959-991; VIOLA R., Visage de la catéchése en Amérique Latine, Desclée, París 1993.
LAICOS-SEGLARES
Aun admitiendo que la doctrina conciliar sobre los laicos adolece de cierta ambigüedad1, la gran
aportación conciliar consiste en reconocer que los laicos son el elemento central de la acción de la
Iglesia en el mundo y sujetos activos y responsables de la comunidad eclesial. Esta condición laical
arranca de los sacramentos, que son los que hacen a los seglares ontológicamente iguales a todos
los cristianos, sin diluir la diversidad de carismas y de ministerios que se dan en la Iglesia.
Antes del Vaticano II, el laico era considerado corno una persona pasiva, sometida siempre a la
jerarquía. El Concilio define ahora al laicado de forma positiva. En su reflexión sobre la Iglesia (LG),
el Vaticano II ha puesto las bases para una visión eclesiológica renovada, al optar por poner
delante del capítulo sobre la jerarquía un capítulo sobre el pueblo de Dios.
Dentro de la Iglesia-comunión emerge con fuerza la vocación de los laicos, «llamados por Dios
para contribuir desde dentro, a modo de fermento, a la santificación del mundo» (LG 31). De ella
se hace eco Christifideles laici (ChL). En una doble dimensión: 1) ante todo, vocación de los laicos a
la santidad, que «está en la base de todas las vocaciones y del dinamismo de la vida cristiana de
los fieles laicos» (ChL 9); 2) y desde esta premisa fundamental, vocación de los laicos a realizar la
misión salvífica de la Iglesia: «ellos son llamados a trabajar en la viña del Señor, de quien reciben
una misión en favor de la Iglesia y del mundo» (ChL 3; cf LG 33; AA 33).
Si la Iglesia está ordenada a la salvación del mundo (LG 36), la vocación del laico cobra una
significación teológica profunda por el lugar clave que ocupa en la misión de la Iglesia. El laico
actúa siempre eclesialmente, como miembro y representante de la Iglesia; no es posible que
actúe como cristiano (en nombre de Cristo) sin que su actividad afecte a su vinculación eclesial 5.
Esta situación exige corresponsabilidad entre la jerarquía y los laicos, especialmente en todo lo
que guarda relación con la misión en el mundo (LG 33, 37). Corresponsabilidad que ha de respetar
la autonomía de los seglares y hacer posible el diálogo.
La presencia del laico en el mundo se realiza por el testimonio del evangelio, común a todos los
bautizados, mediante el cumplimiento de sus deberes de estado (LG 11, 35; AA 6; AG 21) y
mediante un mayor grado de compromiso apostólico: inserción del laico en la sociedad humana
para promover una conformación cristiana de las estructuras políticas y sociales (LG 3, 6; AA 7).
a) El mundo como ámbito del apostolado de los laicos. 1) El campo de presencia: antes del
Vaticano II, el apostolado de los laicos se entendía como apostolado auxiliar del apostolado de la
jerarquía. Esta concepción tenía, entre otras, la consecuencia de reducir el campo del apostolado
laical. El laico sólo se hacía presente en aquellos sectores del mundo que eran problemáticos para
la Iglesia o para la jerarquía. El Concilio, sin embargo, propone que la acción del apostolado laical
debe estar, sin más, en el mundo concreto en que los laicos se desenvuelven: en la vida
matrimonial, en la familia, en su propia profesión, en la comunidad ciudadana en la que viven, en
la nación en y de la que ellos son ciudadanos responsables. 2) El modo de presencia:
anteriormente, el laico debía limitarse a ser una especie de brazo de la jerarquía movido a
voluntad de los eclesiásticos. Pero el Vaticano II proclama que el laico participa «en la misión
salvífica de la Iglesia» por derecho propio, un derecho que dimana de su bautismo-confirmación y
no de un mandato de la jerarquía (AA 3). El Concilio sugiere, incluso, que los laicos son los más
indicados para captar las exigencias de lo temporal y de lo espiritual y para darles su verdadero
valor en el orden de la conciencia (LG 36).
Las formas concretas de la presencia testimonial de los laicos en la vida pública (cf AA 15-19; ChL
28-29): una forma de presencia pública personal es de absoluta necesidad. Por ella la irradiación
del evangelio puede hacerse extremadamente capilar, llegando a los lugares y ambientes de la
vida cotidiana y concreta de los laicos. Una irradiación del evangelio que es además constante e
incisiva (AA 16 citado por ChL 28).
Las formas de presencia pública asociada son necesarias igualmente como formas de presencia
fundamental para la libertad y para dotar a la sociedad de mayor protagonismo. En la medida en
que el laico va madurando su conciencia ciudadana, cae en la cuenta de que la participación
individual no es suficiente para impregnar la vida pública de los valores evangélicos que puedan
favorecer mejor el desarrollo del bien temporal. Perciben, pues, la necesidad de una participación
asociada, cuyas riquezas son evidentes; entre otras, «el apostolado asociado es un signo de la
comunión y de la unidad de la Iglesia en Cristo» (AA 16; ChL 29).
Esta presencia pública asociada debe ser: 1) una presencia defensora de los derechos humanos
inalienables: el laico debe asumir el compromiso radical de su fe en favor de la justicia y de los
derechos del hombre (ChL 36-44); 2) una presencia crítica ante el abuso de las ideologías: el laico
tiene que hacer una crítica a toda concepción ideológica que no busque una transformación
profunda del hombre; el laico cristiano vivirá la urgencia de «redescubrir y hacer redescubrir la
dignidad inviolable de cada persona humana, (lo cual constituye) una tarea esencial» (ChL 37; cf
38-39); 3) una presencia desde la libertad de opción socio-política: el laico cristiano hace su opción
socio-política en una situación histórica concreta; es una opción crítica que, desde la fe, busca con
realismo lo más favorable para el bien común y para los principios cristianos; se trata de una
opción ciertamente inspirada por la fe, pero es una opción táctica, coyuntural, en una palabra,
socio-política; en este campo es preciso defender la autonomía del laico y la posibilidad de
divergencias dentro del pluralismo socio-político (cf LG 31, 37); 4) una presencia, finalmente, que
discierna los signos de los tiempos: los cristianos tienen la obligación cristiana de llevar a cabo
este discernimiento a la luz de la fe (GS 4, 1 I ; cf 36); es el discernimiento que ha llevado a la
Iglesia en estos últimos tiempos a plantearse el problema más grave que aqueja a la humanidad:
la injusticia en el mundo (cf GS 29, 66, 69, 71).
b) El laico, profeta en medio del mundo. La función sacerdotal del seglar en medio del mundo
encuentra el complemento adecuado en su vocación profética, en conexión con la dimensión
profética de Cristo, a través del testimonio de vida y de palabra del cristiano en medio del mundo
(LG 35). 1) El ministerio profético de los laicos consiste en un anuncio del evangelio que surge de
la vida; viene a ser la expresión de la propia experiencia del Espíritu en medio de las estructuras
del mundo. La dimensión profética del laico, de la cual dimana una de las fuentes esenciales de
toda espiritualidad laical, está enraizada en esta experiencia del Espíritu. En virtud de ella, el laico
juega su propio rol en la Iglesia y nada impide que desarrolle un magisterio real y activo. 2) Una de
las funciones características del profetismo es el discernimiento. El laico, en cuanto sacerdote en
el mundo, hace de lo mundano un culto cristiano al establecer desde la fe la correlación entre los
acontecimientos y Dios. Esto exige el discernimiento, evaluar los signos de los tiempos para ver en
ellos la voluntad de Dios, que interpela y compromete (GS 11)7. 3) El Espíritu puede hablar a la
Iglesia por boca de cualquier cristiano. De ahí arranca la espiritualidad de la fraternidad. En la
Iglesia no cabe una espiritualidad de dependencia como prototipo de las relaciones
intracomunitarias. Toda espiritualidad cristiana genuina posibilita el discernimiento y lleva a la
moral adulta y responsable (cf Rom 8,19-23). El hombre está llamado a usar su propia libertad y
responsabilidad y mantener que la última instancia es su propia conciencia.
c) El laico, testigo de la esperanza. «Los laicos se muestran como hijos de la promesa cuando,
fuertes en la fe y la esperanza, aprovechan el tiempo presente y esperan con paciencia la gloria
futura. Pero que no escondan esa esperanza en la interioridad del alma, sino manifiéstenla en
diálogo continuo y en un forcejeo con los dominadores de este mundo tenebroso, contra los
espíritus malignos, incluso a través de las estructuras de la vida secular» (LG 35). Hoy el mundo
margina a Dios y la sociedad crea nuevos ídolos. El cristiano, y de forma especial el laico,
desempeña su papel profético denunciando estos ídolos. El cristiano vive de la esperanza y, por
tanto, afirma siempre la provisionalidad de la historia. Aquí es donde los laicos tienen hoy una
importancia decisiva para que la Iglesia sea en verdad una Iglesia profética.
La catequesis tiene que conceder una atención grande al ambiente cultural en el que se presenta
el mensaje cristiano. «De la catequesis podemos decir que está llamada a llevar la fuerza del
evangelio al corazón de la cultura y de las culturas. Para ello, la catequesis procurará conocer
estas culturas y sus componentes esenciales; aprenderá sus expresiones más significativas,
respetará sus valores y riquezas propias. Sólo así se podrá proponer a tales culturas el
conocimiento del misterio oculto y ayudarlas a hacer surgir de su propia tradición viva expresiones
originales de vida, de celebración y de pensamiento cristianos» (CT 53) 8.
Se trata de aprender a analizar las culturas para discernir en ellas los obstáculos, pero también las
potencialidades que encierran respecto a la recepción del evangelio. El catequista, para ser fiel y
eficaz servidor de los catequizandos, necesita una plena comprensión de las realidades de la fe y,
al mismo tiempo, de las realidades culturales implicadas en la catequesis. La fe se vive de veras
solamente cuando se convierte en cultura, es decir, cuando transforma las mentalidades y los
comportamientos. La catequesis contribuye a la inculturación del evangelio y de la fe.
Esta inculturación significa que la catequesis deberá llegar a las mentalidades, a los modos de
pensar, a los estilos de vida, para hacer que penetre en ellos la fuerza salvadora del evangelio.
Entre nosotros concretamente, hay que hacer penetrar la luz del evangelio en unas mentalidades
y en unos ambientes provocados por la indiferencia y por el agnosticismo, corrientes de espíritu
que tienden a difundirse por todos los sitios en que ha penetrado la modernidad.
Esta situación viene a realzar la aportación específica e irremplazable del laico en la catequesis. Si
nuestra cultura está vacunada contra lo religioso, en tales circunstancias parece que el diálogo de
acercamiento pueden hacerlo mejor quienes viven vida más semejante. Ahora bien, el laico es
quien está más plenamente en el mundo y, en consecuencia, puede ofrecer mejor testimonio de
seguir a Cristo en el mundo. «Al vivir de ordinario la misma forma de vida que el que recibe la
catequesis, el catequista seglar puede tener una especial capacidad para encarnar la transmisión
del evangelio en la vida concreta del grupo catequético... De ahí la necesaria presencia de los
seglares en el servicio de la catequesis» (CF 35).
De ahí que esta presencia consciente y activa del catequista en su cultura, en su mundo, es la
condición sine qua non para su catequesis, a fin de conocer por dónde va el mundo, de ser
sensible a sus inquietudes, búsquedas, angustias y alegrías, para descubrir en ellas no sólo el
pecado, sino las semillas del Verbo que están ya en la realidad humana del catequizando. Dios
actúa permanentemente en cada persona.
BIBL.: COMISIÓN EPISCOPAL DE ENSEÑANZA Y CATEQUESIS, El catequista y su formación. Orientaciones pastorales, Edice,
Madrid 1985; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Los católicos en la vida pública (1986); Los cristianos laicos, Iglesia en el
2
mundo (1991); ESTRADA J. A.. La identidad de los laicos. Ensayo de eclesiología, San Pablo, Madrid 1991 ; La espiritualidad de
8
los laicos. En una eclesiología de comunión, San Pablo, Madrid 1997 ; FORTE B., Laicado, en PACOMIO L. (ed.), Diccionario
teológico interdisciplinar III, Sígueme, Salamanca 1983, 252-269; OCHOA J. M., Laicos en el mundo: presencia de los cristianos en
el orden temporal, Teología y catequesis 22 (1987) 229-250; La exhortación apostólica «Christifideles laico: riqueza y cuestión
pendiente, Lumen 38 (1989) 353-381; RAHNER K., Fundamentación sacramental del estado laical en la Iglesia, en Escritos de
Teología VII, Taurus, Madrid 1971, 357-379.
LENGUAJE RELIGIOSO
SUMARIO: I. La crisis del lenguaje religioso. II. La persona como ser que habla. III. La singularidad
del lenguaje religioso. IV. Diferentes formas del lenguaje de la fe: 1. El lenguaje de la Biblia; 2. El
lenguaje de la liturgia; 3. El lenguaje del testimonio; 4. El lenguaje de la doctrina de la Iglesia. V. El
lenguaje del símbolo: 1. Signo y símbolo; 2. Elementos esenciales del símbolo; 3. Los símbolos
como forma de comunicación de la fe; 4. La liturgia, un cosmos de símbolos sagrados; 5. La
catequesis como educación para el símbolo. VI. Arte y catequesis. VII. Condiciones para un
lenguaje religioso que interpele.
Con frecuencia, quien participa atentamente en una celebración litúrgica fijándose en los textos
que allí se proponen -pienso, por ejemplo, en los textos de las oraciones del Misal romano-, se ve
sorprendido por un lenguaje formal, que suena muy elevado. No se siente concernido. Tiene la
impresión de que en esas palabras no se está expresando su vida; más aún, le rodea un mundo
extraño. El lenguaje litúrgico no es realista y no capta el oído, y mucho menos aún el corazón, del
hombre de hoy. El escritor alemán M. Walser lo ha expresado acertadamente: «En la Iglesia con
Lissa. No era posible rezar. El lenguaje oficial de la Iglesia sonaba extraño. Vocabulario rebuscado.
¿Creen acaso las personas devotas que Dios las escucha sólo cuando rezan, que Dios no tiene ni
idea de las palabras que ellos piensan y dicen normalmente? No es imaginable que el párroco
haya vivido lo que cuenta en su predicación. Mi vida no es para el lenguaje de la oración. No me
puedo dislocar así. He recibido a Dios en herencia a través de estas fórmulas, pero ahora a través
de estas fórmulas le pierdo. Se hace de él un consejero privado, cuyo excéntrico uso del idioma se
acepta, precisamente porque Dios es de ayer»1.
Incluso los que frecuentan la iglesia se quejan de este pesado y frío lenguaje, y no dejan de cavilar
sobre cómo se podría hacer saltar la chispa y que la predicación se llenara de vida. En una carta de
los lectores al semanario Christ in der Gegenwart se dice: «En nuestra familia discutimos con
frecuencia sobre el lenguaje de las oraciones y los cantos. Nos dan pie para ello muchas de las
predicaciones de nuestro párroco. Se le nota preocupado, porque tampoco nos despacha con
oraciones de esas que difícilmente se pueden soportar»2. Idéntica impresión producen
predicaciones y declaraciones del papa y de los obispos sobre cuestiones de fe y de moral;
también ellos se sirven de un lenguaje retórico, irreal, en el que el hombre moderno no se
reconoce. Lo mismo pasa con el lenguaje teológico: con frecuencia es percibido como galimatías
de teólogos.
Al revés, cuando un teólogo sabe llegar al lector con un lenguaje plástico que toca el corazón,
encuentra un eco agradecido y un amplio y fiel número de lectores.
Si el lenguaje es algo más que información y descripción de las cosas, si ha de tener un carácter
abierto y revelador, esto, por lo general, no se da en el lenguaje actual de la predicación. Es
sintomático que, desde el renouveau catholique, los escritores católicos han enmudecido, ya no
alzan su voz o no son capaces de hacer accesible poéticamente al hombre de hoy el mundo de la
fe. Julien Green es el último representante europeo de este género. Por otro lado, la crisis del
lenguaje religioso remite a una crisis general del lenguaje en el momento actual; se perfila un
deterioro general del lenguaje. Se refleja en la literatura contemporánea, pero también en los
machacones discursos de los políticos. Se habla de un «analfabetismo de segundo orden» (J. B.
Metz). De este destino participa también el lenguaje religioso de nuestros días, que se ha
convertido en un lenguaje especializado, sin relación con la vida.
Vamos a ocuparnos de las repercusiones de esta crisis del lenguaje en la enseñanza religiosa y en
la pastoral. Pero antes nos preguntaremos qué es el lenguaje y, en concreto, cuál es la
especificidad del lenguaje religioso. Seguidamente trataremos de las diferentes formas del
lenguaje de la fe. Por último reflexionaremos sobre el futuro del lenguaje religioso.
La pregunta acerca de qué es el lenguaje preocupa a los hombres desde que pueden pensar,
desde los comienzos de la filosofía hasta nuestros días. De gran significado para el desarrollo del
lenguaje es el filósofo griego Aristóteles (384-324 a.C.)3. El hombre es un ser que habla; y en eso
se diferencia de los animales y de todas las demás cosas que el hombre pueda crear. El lenguaje
caracteriza al hombre; no sólo es esencial para su relación con otros hombres sino para su
relación con Dios. Por eso puede hablar M. Heidegger de una estrecha relación entre el ser
humano y la esencia del lenguaje: «El hombre habla. Hablamos en estado de vigilia y cuando
soñamos. Hablamos siempre, también cuando no pronunciamos ninguna palabra y sólo
escuchamos o leemos, e incluso cuando ni escuchamos atentamente ni leemos, sino que nos
ocupamos de un trabajo o nos dejamos absorber por una obligación. Hablamos continuamente de
un modo u otro. Hablamos porque el hablar nos es natural. No tiene su origen en un acto especial
de la voluntad. Se dice que el ser humano posee el lenguaje por naturaleza. Suele decirse que el
hombre se diferencia de las plantas y los animales en que es capaz de hablar. Este principio no
quiere decir únicamente que el ser humano, junto a otras capacidades, posee también la de
hablar. Lo que se quiere afirmar, sobre todo, es que el lenguaje hace al hombre capaz de ser el ser
viviente que es como ser humano. El hombre es hombre en cuanto capaz de hablar»4.
Aristóteles designa al ser humano como zoon-logon-echon, esto es, como el ser viviente que
dispone de logos, de lenguaje (y razón). No sería posible nuestro pensamiento si no fuéramos
capaces de preguntarnos; el ser humano está ligado al lenguaje. La otra descripción fundamental
del hombre como zoon-politikon, que nos retrotrae igualmente a Aristóteles, se refiere a la
comunicación entre las personas que hace posible el lenguaje. El ser humano, como ser capaz de
hablar, está hecho para la relación y la comunidad. Por otra parte, para Aristóteles, en el fondo de
las manifestaciones a través del lenguaje se hallan impresiones y representaciones espirituales,
que incluso ya han sido formadas y no necesitan del lenguaje para tener sentido. Así, pues, la
realidad está ya presente independientemente del hecho del lenguaje; al lenguaje le corresponde
simplemente la tarea de dar nombre a la realidad5.
Así, el lenguaje es el medio de comunicación entre el hombre y el mundo, entre los hombres entre
sí y entre el hombre y Dios. Igualmente, a través del lenguaje nos son comunicadas las
experiencias y los pensamientos de la tradición, de modo que podamos apropiárnoslos. Por eso,
en la elaboración e interpretación de sus propias experiencias, no necesita el hombre colocarse en
un punto cero. Nuestro lenguaje siempre es comunicado históricamente, está marcado por
nuestros antepasados, pero dispone de una efectividad histórica a la que no podemos
sustraernos.
Al criticar la sospecha de falta de sentido por parte de la filosofía analítica del lenguaje, se objeta
que el discurso religioso no es un sistema de proposiciones afirmativas, sino que en él se trata de
expresiones no proposicionales. Su significado no consiste en informar sobre hechos, sino en
originar algo que sin él no se realizaría. Cuando, por ejemplo, el ministro del bautismo dice: «Yo te
bautizo», lo que hace no es comunicar al candidato que va a ser bautizado, sino que cumple en él
la acción del bautismo. Estas expresiones del lenguaje son verdaderos acontecimientos. Cuando
las personas religiosas dicen: «Dios ha creado el mundo», los críticos positivistas consideran que
esta frase carece de sentido, por referirse a un suceso que no ocurre en el tiempo. Los creyentes,
por el contrario, en esta frase expresan «el sentimiento de seguridad en un mundo que ellos
consideran creación de Dios; o toman la decisión moral de tratar al mundo con profundo
respeto»7.
Entre las personas que con estas frases se refieren al fundamento común de su esperanza, se
origina una comunidad religiosa. Es, pues, característico del discurso religioso un significado
intersubjetivo. De modo parecido, el último Wittgenstein, en Philosophischen Untersuchungen de
1960, había subrayado que «el hablar del lenguaje es una parte de una actividad o de una forma
de vida»8. L. Wittgenstein designa las actividades intersubjetivas como «juego lingüístico», pues
las expresiones del lenguaje alcanzan su sentido dentro de este acontecimiento comunicativo.
Esto vale también para el discurso religioso que, bajo este aspecto, es cualquier cosa menos vacío
y sin sentido. No se puede juzgar, por tanto, la significatividad de las afirmaciones religiosas con
un criterio exterior al juego del lenguaje religioso, sino sólo dentro de la forma de vida que dirige
este juego lingüístico. Así, el discurso religioso está ligado a una forma de lenguaje propia y
autónoma, y de ahí recibe su sentido. Esta manera de ver el discurso religioso como un juego
especial del lenguaje implica, por otro lado, la desventaja de que aquel que no esté familiarizado
con esa forma de vida, no podrá comprender nada o casi nada de las afirmaciones del lenguaje
religioso; le parecerá un mundo extraño. Este problema hace difícil el anuncio misionero de la fe,
cosa que ya pudo experimentar dolorosamente san Pablo en su famoso discurso en el areópago
(He 17,22-31).
1. EL LENGUAJE DE LA BIBLIA. A pesar de las dificultades que encuentra el lector moderno para
comprender la Biblia, por tener esta su origen en un tiempo y en una cultura ya pasados, todavía
hoy se valora grandemente la Sagrada Escritura. Es el libro de los libros, el libro traducido a la
mayoría de los idiomas, una pieza de la literatura mundial que no deja de fascinar al hombre.
Incluso en nuestros días, la Biblia ejerce una fascinación sobre poetas, escritores, artistas de la
imagen, pintores y músicos, aun cuando estos se sustraigan a la pretensión religiosa de la palabra
de Dios.
El lenguaje de la Biblia no es único, sino que más bien presenta una multiplicidad de formas y
géneros literarios, cuya interpretación hay que tener en cuenta. Entre otros: parábolas, alegorías,
himnos, visiones, género sapiencial, proverbios, oraciones, oráculos, textos proféticos, textos
legales...
La predicación de Jesús se caracteriza por el modo indirecto de nombrar a Dios; ejemplos típicos
de esto son las parábolas. En ellas se une la narración con la metáfora (palabras transmitidas). A la
esencia de la metáfora pertenece la ley del doble sentido (extravagancia), es decir, que en lo
cotidiano y habitual irrumpe lo extraordinario y sorprendente, y da a lo acostumbrado una nueva
orientación y un nuevo enfoque existencial. Por ejemplo: «El que encuentre su vida la perderá, y
el que la pierda por mí la encontrará» (Mt 10,39). El símbolo reino de Dios es para Ricoeur el
máximo punto de referencia del discurso religioso, con el que las experiencias humanas son
nuevamente descritas y reciben el carácter de experiencias religiosas. Aquí el lenguaje religioso, a
través de la paradoja y la hipérbole, y a través de la referencia al reino de Dios, supera al lenguaje
poético9.
Otra palabra, hoy muy en boga, para expresar la idea de dar testimonio es evangelización, el
anuncio de la buena noticia de Jesucristo. Es la tarea propia de la Iglesia, a la que se refería
enérgicamente Pablo VI en su exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (1975): «Evangelizar
constituye, en efecto, la dicha y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella
existe para evangelizar» (EN 14). En el mismo documento señala varios caminos para la
evangelización. En primer lugar está el testimonio de la vida o testimonio sin palabras. «Será sobre
todo mediante su conducta, mediante su vida, como la Iglesia evangelizará al mundo, es decir,
mediante un testimonio vivido de fidelidad a Jesucristo, de pobreza y desapego de los bienes
materiales, de libertad frente a los pobres del mundo, en una palabra, de santidad» (EN 41). A
este se une el testimonio mediante las palabras, la predicación viva (EN 42), que de ningún modo
puede omitirse, y la recepción de los sacramentos. Aquí alcanza su plenitud la evangelización.
4. EL LENGUAJE DE LA DOCTRINA DE LA IGLESIA. A primera vista parece que el lenguaje de la
predicación magisterial y de su interpretación a través de la teología sistemática es inequívoco, tal
como aparece en las encíclicas, definiciones infalibles, decisiones conciliares, alocuciones papales,
cartas pastorales, comunicaciones sinodales y manuales para la enseñanza. De todos estos
documentos nos viene un lenguaje vinculante, atento a la exactitud, que es el lenguaje de la
instrucción y de la notificación, y que pretende asegurar la identidad de la propia fe. Aquí hay
poco que rastrear del Espíritu pentecostal de los orígenes, aquí no se encuentra ya la reacción del
oyente de entonces a la predicación de Pedro el día de Pentecostés: «Estas palabras les llegaron
hasta el fondo del corazón» (He 2,37). En esta forma de predicación no ocurre ya ningún milagro;
este género de declaración doctrinal conduce más bien a enmudecer el lenguaje, a un lenguaje
esclerotizado, tan deplorado hoy por todas partes.
Es significativo que en estos libros no se encuentre ningún declive de arriba hacia abajo, no se da
ninguna comunicación de dirección única, sino que se percibe la voluntad de diálogo; los autores
están convencidos de que los ungidos por el Espíritu de Dios «no tienen necesidad de que nadie
les enseñe» (lJn 2,27). El secreto del éxito de estos dos libros consiste en que evitan una
terminología técnica elevada y procuran referirse a la vida de la gente. Es significativo que
ninguno de estos dos, así llamados, catecismos hayan sido obra de una pequeña comisión de
expertos, sino el fruto de un amplio proceso de formación de opinión.
También en la teología sistemática se produce actualmente un alejamiento del estilo seco de los
manuales, apto para la memorización, que únicamente satisface a la razón. En su lugar se prefiere
un estilo sugestivo, expresivo, abierto a nuevas cuestiones, y que exige reflexión. Para esta
teología las cosas no quedan cerradas cuando habla Roma, más bien suscitan nuevas preguntas y
ulteriores reflexiones17.
Al contrario del signo, el símbolo participa de una realidad espiritual que él mismo indica; por eso
se habla, con los filósofos del simbolismo (E. Cassirer y S. Langer), de un símbolo representativo. La
realidad espiritual invisible se hace inmediatamente evidente en el símbolo. R. Guardini describe
así este proceso: «El símbolo surge cuando lo interno y espiritual encuentra su expresión externa y
sensible. Sin embargo, no basta el hecho de que un contenido de orden espiritual vaya
arbitrariamente ligado a algo material, por convenido constante (que es lo que hace la alegoría),
como por ejemplo la idea de justicia, representada por la balanza. Para que el símbolo exista es
preciso que la trasposición, que la proyección de lo interno al exterior, se verifique con carácter de
necesidad esencial, y obedezca a una exigencia de la naturaleza»18. A diferencia del signo, el
símbolo no puede inventarse arbitrariamente. Los símbolos nacen, y luego mueren, si dejan de ser
apropiados para expresar convenientemente las experiencias vitales, si dejan de transparentar lo
que propiamente se quiere decir.
3. LOS SÍMBOLOS COMO FORMA DE COMUNICACIÓN DE LA FE. Todas las religiones se expresan
en símbolos. El símbolo es el lenguaje de la religión, la forma más generalizada de expresar su
esencia. Cuando el hombre descubre la dimensión más profunda de la realidad, no tiene a su
disposición ningún otro lenguaje sino el lenguaje simbólico. El símbolo es también el lenguaje de
la fe. El verdadero símbolo de la fe en el cristianismo es Jesucristo, imagen y parábola de Dios
(2Cor 4,4; Col 1,15). Su naturaleza humana es la materia simbólica que indirectamente expresa la
invisible naturaleza divina. Jesucristo, como símbolo original, hace presente al Dios invisible, Padre
suyo y Padre nuestro, que a través de él entra en comunicación con nosotros. En su acción
simbólica –por ejemplo, cuando se hace bautizar por Juan en el Jordán– se hace visible quién es
él: el Hijo en el que Dios se complace. En las parábolas o metáforas ha anunciado a sus oyentes la
buena noticia del reino de Dios que se acerca y que ha empezado con él. También las parábolas
constituyen un acontecimiento comunicativo; pretenden implicar al oyente en el acontecimiento
que se narra, abren nuevas dimensiones experienciales y posibilidades de acción (cf la conclusión
abierta en la parábola del padre misericordioso, Lc 15,11-32).
En sus acciones simbólicas (milagros), Jesús apunta más allá de sí mismo, a Dios, Padre suyo y
Padre nuestro. Por eso Juan llama a los milagros «señales y prodigios de Jesús», muestra en ellos
el reino de Dios, el poder de Dios sobre el pecado, la enfermedad, la muerte y las fuerzas de la
naturaleza. En lo más profundo brilla la presencia de Dios en la pasión y muerte de Jesucristo, el
milagro de todos los milagros. Aquí se hace visible cómo es Dios: un Dios compasivo, solidario,
que renuncia a su poder y a su categoría y toma el último lugar entre los hombres. Así hace
presente el Crucificado al simpático y simpatético Dios, que quiere estar cerca de nosotros en el
dolor extremo. La resurrección de Jesús es un símbolo de ese Dios que es un Dios de vivos y no de
muertos, que según la expresión de la Escritura «ama cuanto existe» (Sab 11,26).
También es propia de los símbolos religiosos y los símbolos de la fe una ambigüedad: pueden
degenerar en ídolos si el mismo material simbólico es considerado como divino y adorado, y
pierde su carácter referencial. Cuando a un objeto o a una persona se le atribuyen unos poderes
sobrenaturales que sólo corresponden a Dios, deja de remitir a Dios y el símbolo queda destruido.
Frente a una teología preconciliar que comprendía los sacramentos como medios de gracia o de
salvación (como el concilio de Trento), la más reciente teología sacramental acentúa el carácter de
signo de los sacramentos. Los sacramentos son considerados ahora como acciones simbólicas de
comunicación. «En los signos sacramentales, que han sido tomados del entorno vital humano,
Cristo sale a nuestro encuentro y nos da su salvación». Los sacramentos son comprendidos aquí
como signos de la cercanía y del amor de Dios, que encuentra el hombre en la Iglesia 21.
Los símbolos, por su esencia, no son inequívocos, sino ambivalentes, como hemos visto, y por eso
reclaman una interpretación. «El símbolo da que pensar», afirma P. Ricoeur con expresión que se
ha hecho clásica; es decir, necesita ser interpretado. La forma que corresponde a una
interpretación es el relato, que es la más a propósito para el carácter globalizante del símbolo.
Hoy ya no podemos, como hace unos años, tratar los símbolos inconscientemente, pues la
publicidad, la industria de la música y la política se sirven de ellos de modo alienante; por ejemplo,
el crucifijo en un anuncio de una marca americana de cigarrillos; así se desvanecen los símbolos
convirtiéndose en meros signos o clichés. En todo símbolo se esconde, como hemos visto, un
antisímbolo. Por eso se necesita también un conocimiento simbólico crítico que pueda ser exigido
a los alumnos de más edad23. Finalmente, hay que prevenir contra una inundación de símbolos,
contra una acumulación irreflexiva de símbolos, como lo que se ha generalizado en ambientes
eclesiásticos, en misas de jóvenes, por ejemplo. Ante esto diría un francés: «Lo mucho es enemigo
de lo bueno». La abundancia de símbolos estorba la concentración y la mirada atenta.
No tenemos por qué fijarnos sólo en el arte que intencionadamente pretende ser religioso;
también el arte aparentemente profano, que no representa explícitamente un tema religioso,
puede suscitar una admiración religiosa en quien contempla o escucha.
Los materiales más recientes al servicio de la clase de religión y la catequesis procuran dar cabida
a textos literarios, imágenes y cantos nuevos. Con relativa frecuencia no escapan estos materiales
didácticos al peligro de poner textos, imágenes y piezas musicales al servicio de la instrucción
religiosa sin respetar el carácter propio de esas obras de arte. Así, muchas veces se utilizan
imágenes sólo como ilustración del texto bíblico que se acaba de exponer o de la afirmación de fe
que se ha tratado. Una pedagogización o catequización de las obras de arte no presta ningún
servicio al diálogo entre arte e Iglesia, apremiantemente urgido por Juan Pablo II25. Los materiales
didácticos más recientes no tienen ningún miedo al contacto con el arte moderno, más bien
pretenden ensanchar los hábitos de ver y oír de los alumnos. A ello pertenece igualmente la
introducción de la música rock y pop en la clase de religión, que pertenece al género musical
preferido por los mayores. Ocasionalmente contiene una dimensión religiosa y a menudo es
acogida por los jóvenes como una forma religiosa o pseudorreligiosa. Tomando en cuenta esta
música moderna popular en la enseñanza religiosa puede tenderse un puente entre el mundo
cotidiano de los jóvenes y la fe26.
Para terminar, reflexionemos sobre qué cualidades debería tener un lenguaje religioso que haga
aguzar el oído, interpele y transforme a las personas, como ocurría en los primeros tiempos de la
fe. 1) Ha de ser un lenguaje completamente experiencial, ligado a la vida actual de los hombres.
Esto supone que los responsables de la predicación y la enseñanza cultivan un estrecho contacto
con los hombres de su tiempo, que comparten sus alegrías y sus penas, sus preocupaciones,
temores y esperanzas. 2) Debe ser un lenguaje teológico especial en sintonía con el argot de la
vida cotidiana. En este sentido, acecha a la predicación una amenaza no pequeña, de la que no
son conscientes muchos de los responsables de la pastoral de los jóvenes, que prefieren lo
espontáneo, lo ligero, lo informal. 3) Debe dejarse inspirar por las metáforas bíblicas, pues en la
Biblia se encuentran modelos de lenguaje para un discurso responsable sobre Dios y Jesucristo,
que toca los corazones. Un discurso plástico llega hasta las dimensiones más profundas del
oyente, puede hacer que algo se mueva en él. 4) No será autosuficiente, sino más bien un lenguaje
de búsqueda, a tientas, que anima a hacerse nuevas preguntas y no finge saberlo todo. Alienta
búsquedas del propio lenguaje personal, que no pueden quedar reservadas únicamente a
profesionales. 5) Debe estar inserto en una comunidad de comunicación que se entiende a sí
misma como comunión. En ella todos pueden pedir la palabra, porque el Espíritu de Dios ha sido
derramado sobre todos los miembros de su pueblo; así lo ponen de manifiesto los sacramentos
del bautismo y la confirmación. Esto vale también para las diferentes generaciones: todas tienen
voz. El lenguaje religioso no puede ser ya privilegio de un grupo determinado, aun cuando deba
haber instituciones y ministros que asuman de modo especial la responsabilidad de preservar la
tradición y la unidad de la comunión de fe. 6) Si hoy se pide una teología narrativa, esto tiene
consecuencias también en su forma de expresión. En la narración habla el narrador en primera
persona. Así la participación en el discurso performativo, activo, será infinitamente más alta que la
participación en un discurso fijado, informativo. Cuando se habla en primera persona, el que habla
se responsabiliza de la narración con su propia vida. El orador no puede hablar objetivamente,
prescindiendo de la propia persona, a distancia, como si no estuviera personalmente afectado por
la cosa. Su propia sangre debe correr en su discurso sobre Dios. Tratándose de Dios, el discurso
sobre Dios debe desembocar en un hablar a Dios. Eso es lo adecuado, pues Dios no es un objeto,
un ello, sino un Tú viviente, la Persona absoluta sin más (M. Buber). 7) La primacía de lo narrativo
no significa, sin embargo, renunciar a un discurso razonable, conceptual. Sirve en primer lugar
para la justificación de la fe; debemos dar razón de nuestra esperanza (lPe 3,15). La fe no es
irracional; por eso necesita mostrar sus fundamentos y para eso sirve el lenguaje preciso,
argumentativo, que sin embargo debe ser siempre consciente de sus límites. 8) Debemos adquirir
la capacidad para la expresión religiosa frecuentando la poesía y la literatura. La poesía nos
enseña a expresarnos a través de imágenes, frecuentemente más valiosas que los conceptos. Las
imágenes son más abiertas, no tienen un sentido prefijado, permiten un mayor espacio para las
interpretaciones. Nos falta una teología poética, como podemos encontrarla en Agustín, en Tomás
de Aquino (recuérdense sus himnos sacramentales) y, en nuestro tiempo, en J. H. Newman 27. El
teólogo holandés H. Osterhius ha acertado con una síntesis de teología y poesía, sin tener que
sacrificar la una a la otra. En él alcanza la teología una nueva cualidad de lenguaje poético, que
logra llegar al oído del hombre contemporáneo. Este lenguaje hace aguzar el oído y da que pensar
al oyente. No es elevado, sino realista; en él toma la palabra el hombre de nuestros días con sus
preocupaciones, necesidades y nostalgias. Al mismo tiempo abre a la poesía el potencial de
esperanza de la fe cristiana28. 9) Cierta capacidad para el lenguaje religioso debe adquirirse
pronto. El objetivo de la enseñanza religiosa, que pretende la comprensión de un lenguaje,
debería ser «la mediación de una gramática elemental del lenguaje religioso»29. Para ello la
formación del lenguaje debería hacer accesible «el carácter metafórico de la exposición de la fe».
Los esfuerzos de la catequesis de la comunidad deben dirigirse igualmente a conseguir la
capacidad de expresión, con el fin de superar de este modo la esclerosis expresiva en las Iglesias,
que hace imposible que las personas relacionen sus experiencias con el Dios de la revelación
cristiana. Para ello se necesitan modelos de lenguaje religioso, que no suenen gastados, sino que
sean vivos y fuertemente expresivos. 10) Finalmente, nuestro lenguaje religioso debe crecer desde
el silencio y la meditación; de otro modo degenera en charlatanería. El escritor alemán Heinrich
Bóll tenía la impresión de que «la teología habla mucho y dice poco...; es enormemente rica en
palabras y divaga mucho». También Martín Heidegger, como hemos visto, insiste en escuchar con
atención el lenguaje; el silencio concentrado permite acoger la palabra que se dice.
Ralph Sauer
LITURGIA Y CATEQUESIS
Introducción1
Afortunadamente, muchos investigadores, entre ellos Carl Jung, descubrieron la riqueza de los
mitos, los símbolos y los ritos para conducir al ser humano a su verdad. Por ellos sabemos que,
gracias al lenguaje simbólico, podemos acceder a auténticas realidades internas del hombre, en
concreto a determinadas experiencias humanas fundamentales. Así, tras los símbolos bíblicos,
emergen experiencias como: la conciencia de un ser trascendente que se manifiesta a su pueblo,
la conciencia de estar atenazado por fuerzas oscuras, la necesidad de elevación y de
autosuperación, etc. (M. Girard). Según expresión —incompleta— de Rudolf Otto, el mito-símbolo
es «el órgano del conocimiento religioso, del mismo modo que la ciencia es el órgano del
conocimiento del mundo (empírico)».
El uso de estos diversos lenguajes tuvo siempre, hasta el siglo XV-XVI, en general, un destacado
lugar en la catequesis, mediante expresiones cultuales, pictóricas, musicales, escultóricas,
poéticas, didácticas, etc. Más aún, desde el siglo II, la Iglesia tuvo necesidad de transmitir la
revelación —de catequizar— de manera más sistemática para dar respuestas a los convertidos,
para contestar las réplicas de los herejes y para dialogar con los paganos en su tarea
precatequética o misionera.
Han pasado los años, y la etapa posconciliar del Vaticano II ha mejorado notablemente el uso
plural de los lenguajes catequéticos. No obstante, no se estima todavía en su justo valor —al
menos de hecho, en algunos sectores de la Iglesia— la capacidad de los ritos y de los símbolos
para expresar la experiencia de la fe y ayudar a la comunicación e interiorización de la tradición
eclesial.
En este sentido, la catequesis, en principio, goza de mayor libertad para adaptarse a las diversas
circunstancias de cultura, edad, vida espiritual, situaciones sociales y eclesiales de aquellos a
quienes se dirige (cf CCE 24). Sin embargo la catequesis ha de transmitir también el mensaje en
toda su integridad y pureza (cf CT 30; DGC 111).
Por su parte, la catequesis se ha abierto también a la experiencia simbólico-ritual (cf DGC 30, 117)
y a la celebración como culminación del anuncio y como manantial permanente de la existencia
cristiana (cf DGC 84, 130).
Hoy nadie duda de que el camino de la fe que debe recorrer todo bautizado abarca
simultáneamente la profesión de la fe, la celebración del misterio, la práctica de la vida cristiana y
la oración, es decir, las cuatro dimensiones fundamentales de la vida cristiana (cf CCE 14-17; DGC
87, 122, 130). La catequesis debe tenerlas en cuenta en sus tareas, articulándose de este modo
con los restantes elementos de la misión de la Iglesia (cf DGC 84-87, 266). Estos elementos, por su
parte, tienen también una finalidad evangelizadora amplia y algunos un aspecto catequético,
contribuyendo a la formación de los fieles (cf CCE 4-7; DGC 47ss). Ahora bien, donde el camino de
la fe alcanza su más alto grado de identificación con el acontecimiento de Jesucristo, por obra del
Espíritu Santo, es en la liturgia, cuando la Palabra de salvación se hace signo eficaz, y cuando el
sacramento nutre la fe y empuja a la misión y al testimonio (cf DGC 122). Por eso «toda
celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, que es la Iglesia, es acción
sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala
ninguna otra acción de la Iglesia» (SC 7; cf CCE 1070; DGC 85).
Y si todo esto se hace en el marco natural de una comunidad local, signo y manifestación de la
Iglesia (cf LG 26; SC 41-42, etc.), se comprende que la comunidad no es sólo comunidad de fe, sino
que es también comunidad de celebración y comunidad misionera. La comunidad local,
especialmente la parroquia (cf CIC 515, § 1), ha de estar dotada de todas las funciones que
caracterizan a la Iglesia de Cristo desde los orígenes (cf He 2,42). Por tanto, es en este contexto en
el que se sitúan la liturgia y la catequesis al servicio del único misterio de salvación y, en definitiva,
de todos los hombres (cf DGC 141, 254, 257-258). El hecho litúrgico y el hecho catequético,
ligados ambos al proceso de transmisión y de crecimiento de la fe, están tan cercanos el uno del
otro, que en modo alguno pueden ser considerados como realidades encerradas en sí mismas. Al
contrario, la catequesis forma parte de un proceso que culmina y se ambienta en la liturgia, y la
liturgia, además de tener en sí misma una dimensión formativa de la fe, es cumplimiento y
presencia del misterio de salvación mostrado en la catequesis.
3. AMBAS ACCIONES PARTICIPAN EN LA EVANGELIZACIÓN. El acercamiento entre liturgia y
catequesis se refuerza desde el momento en que en una y otra acción eclesial se asume la
evangelización como razón de ser y punto de partida de la misión de la Iglesia: «la evangelización
es lo que define la misión total de la Iglesia, su identidad más profunda», ya que «ella existe para
evangelizar» (EN 14; cf DGC 46). Aunque algunos elementos de la evangelización son tan
importantes que se tiende a identificarla con ellos, por ejemplo, el anuncio de Cristo a quienes no
lo conocen, o la predicación, la catequesis y aun el bautismo y la administración de otros
sacramentos, «ninguna definición parcial y fragmentaria refleja la realidad rica, compleja y
dinámica que comporta la evangelización, si no es con el riesgo de empobrecerla e incluso
mutilarla. Resulta imposible comprenderla si no se trata de abarcar de golpe todos sus elementos
esenciales» (EN 17).
Esta íntima relación entre catequesis y liturgia ha sido defendida también por los obispos
españoles, a propósito de la iniciación cristiana, en el documento titulado precisamente: La
iniciación cristana. Reflexiones y orientaciones, aprobado el 27 de noviembre de 1998 por la LXX
Asamblea plenaria de la conferencia episcopal (cf IC 39-40).
Por consiguiente, catequesis y liturgia son dos acontecimientos de salvación que no están
disociados en la existencia concreta de los hombres, como tampoco en la vida de la comunidad
cristiana, sino que «constituyen visiblemente dos dimensiones de una misma realidad» (IC 39). De
ahí que sea necesaria tanto la catequesis previa como la celebración misma, la cual debe
realizarse como una llamada constante a la fe y a la conversión, o sea como una verdadera
evangelización (cf SC 9; DGC 50ss; IC 40).
Para nosotros, occidentales, un buen ejemplo de esta síntesis lo constituyen las liturgias
orientales. En el discurso que pronunció después de promulgar la Constitución sobre la sagrada
liturgia, del Vaticano II, Pablo VI dijo: «No podemos callar la alta estima que tienen de la liturgia
los cristianos de las Iglesias orientales y la exactitud con que cumplen los ritos sagrados. Para ellos
fue siempre la liturgia escuela de verdad y hoguera del amor cristiano» (AAS 56 [19641, 34-35). La
liturgia alimenta la fe de los fieles y contiene una verdadera exposición de la fe de la Iglesia. La
catequesis lo tiene en cuenta cuando incorpora los testimonios de la liturgia a la formación
catequética y, sobre todo, cuando sitúa la celebración en el interior de este proceso (cf DGC 30,
85). Liturgia y catequesis, cada una en su campo pero convergentes en la tarea, contribuyen a
desarrollar la vida de la fe.
Son varias, por tanto, las relaciones entre liturgia y catequesis, que serán analizadas en sus
aspectos concretos en la IV parte: 1) la catequesis, íntimamente unida a toda la vida de la Iglesia,
culmina en la celebración, conduce a los sacramentos y es preparación para la vida litúrgica; 2)
una forma eminente de catequesis es la preparación de los sacramentos y la catequesis
propiamente litúrgica; 3) la liturgia es fuente de la catequesis; 4) la celebración es mistagogia y, al
comprender aspectos instructivos y catequéticos, es lugar de educación en la fe.
Pero antes, merece la pena detenerse en dos aspectos fundamentales que establecen las
relaciones de fondo entre ambas acciones eclesiales. En primer lugar, la revelación divina y su
transmisión, tanto en la liturgia como en la catequesis. En segundo término, el depósito de la fe de
la Iglesia, que esta conserva íntegro y puro, como objeto a la vez de la formación catequética y de
la celebración litúrgica.
La revelación divina es la autocomunicación de Dios a los hombres «con obras y palabras», para
que estos lleguen hasta él y alcancen la salvación (cf DV 2; CCE 51-53). Esto es lo nuclear de la
evangelización, razón de ser y misión de la Iglesia (cf DGC 38-39, 46). La Iglesia, imitando esta
«pedagogía divina» (cf DV 15; DGC 139ss.), transmite la Revelación mediante el anuncio del
evangelio, la celebración de los sacramentos, en los que se realiza la obra de salvación que es
proclamada (cf SC 7), y el testimonio de la fe en la vida cotidiana (MPD-77, 10).
La transmisión de la revelación divina, garantizada por el Espíritu de la verdad (cf Jn 16,13; CCE
79), fue encomendada a los apóstoles, y por estos a sus sucesores y al conjunto de la Iglesia, y es,
por tanto, una tradición viva (cf DV 7, 8, 10; CCE 75ss.; DGC 42-45). De la misma manera, el poder
de santificación de Cristo resucitado fue confiado a los apóstoles y a sus sucesores (cf Jn 20,21-23;
LG 20). «Esta sucesión apostólica estructura toda la vida litúrgica de la Iglesia. Ella misma es
sacramental, transmitida por el sacramento del Orden» (CCE 1087; cf 1536).
El anuncio y difusión del evangelio y la liturgia «por cuyo medio se efectúa la obra de nuestra
redención» (SC 2), se realizan mediante «hechos y palabras», cada una a su modo, de manera que
ambas acciones pertenecen a la etapa actual de la historia de la salvación. En este sentido, la
evangelización se lleva a cabo también con el testimonio de la vida, y no sólo con el anuncio del
evangelio (cf EN 20; y la liturgia es, a la vez, anuncio eficaz y actualización del misterio de Cristo,
para que los hombres vivan de él. Por eso, la liturgia forma parte de la misma dinámica de la
actuación del designio salvífico revelado por Dios y transmitido en la predicación apostólica. La
Iglesia, en las celebraciones litúrgicas, no sólo transmite la memoria de los «hechos y palabras» de
la salvación (cf DGC 46, 107) proclamándolos en las lecturas bíblicas y explicándolos en la homilía,
sino que cumple y prolonga los acontecimientos salvíficos en el rito mediante signos y símbolos
eficaces (cf SC 7). En esta memoria y actualización del misterio de Cristo y de su obra de salvación
interviene el Espíritu Santo, de manera que la «liturgia viene a ser la obra común del Espíritu
Santo y de la Iglesia» (CCE 1091; cf 1091-1109).
Esta realidad tiene fiel reflejo en la estructura de la liturgia de la Palabra. En efecto, el Dios que
habló y actuó en otro tiempo, sigue hoy hablando a los hombres para que no les falte nunca ni el
anuncio de los hechos ya realizados en la vida y en la muerte de Cristo (Evangelio), ni la
explicación o ilustración de estos hechos en la Iglesia (Nuevo Testamento), ni el recuerdo de los
acontecimientos que los prepararon o de las profecías que los anunciaron (Antiguo Testamento).
Por eso, el evangelio significa no solamente el culmen de la revelación divina, sino también el
culmen de la proclamación litúrgica de las Sagradas Escrituras (cf DV 18).
Tarea del ministro de la Palabra es poner de manifiesto, sobre todo en la homilía, este obrar
divino, para suscitar en los hombres la respuesta de la conversión y de la fe (cf SC 52; CT 48; DGC
51, 52, 57, 70). Pero al mismo tiempo, como ministro de la santificación y del culto, debe actuar
con toda verdad, transparencia y respeto a los signos y símbolos elegidos por la Iglesia para
actualizar las intervenciones salvíficas de Dios. No puede olvidar que estas se hacen, en cierto
modo, palpables al encarnarse en los ritos litúrgicos con toda la fuerza sensible, corpórea, social e
histórica de la liturgia, no sólo como exigencia de la economía divina inaugurada en la
encarnación, sino también porque lo pide el carácter simbólico y sacramental de la misma vida
humana (cf CCE 1153-1155).
Por eso, desde el principio, la liturgia en cuanto actualización del misterio de Cristo y de toda la
historia de la salvación, es testimonio vivo de la tradición de la Iglesia y expresión de su fe. En este
sentido, todas las tradiciones litúrgicas —los ritos y familias que surgieron en Oriente y en
Occidente— celebran en todo lugar el mismo y único misterio pascual de Jesucristo, a través de
formas particulares, pero fieles a la tradición apostólica (cf CCE 1200-1202).
Bastaría recordar el énfasis que pone san Pablo en la primera Carta a los corintios, cuando trata de
transmitir «aquello mismo que él ha recibido», la tradición referente a la muerte y resurrección de
Cristo (cf lCor 15,1-11), y la tradición referente a la celebración de la cena del Señor (cf 1Cor
11,23-26). El vocabulario es idéntico en ambos pasajes, lo mismo que el contenido de la tradición:
el misterio pascual de Jesucristo, objeto a la vez del anuncio evangelizador —y de la catequesis
apostólica «según las Escrituras» (cf He 1,16; 8,35; Lc 24,32.45; etc.)— y de la celebración
litúrgica. Más aún, al mismo tiempo que el anuncio del evangelio cristalizaba en fórmulas que
definían la fe de los discípulos de Cristo y garantizaba su transmisión —las fórmulas del kerigma—,
la celebración del memorial del Señor se condensaba en los relatos de la institución de la
eucaristía, cuyo carácter estereotipado y litúrgico es evidente. En ambos casos estamos ante el
«depósito precioso» que es preciso custodiar con toda fidelidad (cf 1Tim 6,20; 1,14; CCE 84; DGC
125, 129).
Lo que se acaba de decir invita a considerar también la relación que existe entre la fe y la
celebración, o sea, el valor de la liturgia como expresión de la fe de la Iglesia. ¿Qué significa esto?
La liturgia, en cuanto cumbre de la acción evangelizadora (cf PO 5; SC 10; DGC 27), guarda una
íntima relación con la fe, que brota del anuncio evangelizador y se nutre en la catequesis y en
otras acciones eclesiales. Ahora bien, cuando se dice que la liturgia expresa la fe de la Iglesia, se
dice algo más que cuando se asegura que «celebramos nuestra fe», tanto a nivel personal como a
nivel comunitario. La aclamación Mysterium fdei –«¡Este es el sacramento de nuestra fe!»–, que
sigue a las palabras de la institución en la plegaria eucarística, significa la proclamación de que la
eucaristía es el gran signo de la muerte y de la resurrección del Señor, objeto y centro de la fe, que
lo anuncia y lo actualiza en la plegaria eucarística. «La eucaristía es la forma fontal de la educación
de la fe» (DGC 51).
La Iglesia cree de la misma manera que ora. Cada celebración eucarística es una profesión de fe.
«La norma de la plegaria es norma de la fe», como se ha dicho antes. Pero esto no se produce
solamente en la plegaria eucarística y en el símbolo de la fe, cuya estructur a y contenidos son muy
semejantes, sino también en las demás fórmulas eucológicas y en los ritos y signos, es decir, en
todos los elementos de la liturgia y en todas las celebraciones. La liturgia, por tanto, no es
solamente un espacio en el que se confiesa la fe sino que es, ella misma, expresión de la fe de la
Iglesia. Esto quiere decir que existe una íntima relación entre el misterio de la salvación o, si se
prefiere, entre los misterios de la fe, y la expresión litúrgica de esta misma fe.
El famoso axioma lex credendi-lex orandi tiene un sentido amplio en orden a mostrar la
adecuación entre las verdades de la fe y su celebración en la liturgia. En efecto, la liturgia refleja
siempre una doctrina de la fe y una cierta enseñanza, no sólo en sus fórmulas sino también en sus
ritos (cf DGC 96, 119, 154), aunque su finalidad no es la de instruir. En numerosos casos, la liturgia
presupone y sigue la fe revelada, enseñada por la Iglesia en su magisterio, de manera que la
celebración litúrgica contribuye con su lenguaje simbólico-ritual a reafirmar la doctrina en la vida
de los creyentes. En otros casos, es la liturgia la que precede a la fe propuesta por la Iglesia,
constituyendo un factor muy poderoso de su explicitación, por ejemplo en el caso de la asunción
de la Santísima Virgen María.
La catequesis, basada fundamentalmente en la palabra de Dios (cf DGC 95), hace madurar la fe en
el corazón del catequizando y lo lleva a profesarla, a expresarla en la celebración y a manifestarla
en el testimonio de vida. En este sentido, «para que los hombres puedan llegar a la liturgia es
necesario que antes sean llamados a la fe y a la conversión... Por eso, la Iglesia anuncia el mensaje
de salvación a los no creyentes, para que todos conozcan al único Dios verdadero y a su enviado
Jesucristo, y se conviertan de sus caminos haciendo penitencia. Y debe predicar a los creyentes
continuamente la fe y la penitencia, debe prepararlos, además, para los sacramentos, enseñarles
a guardar todo lo que Cristo mandó, y animarlos con toda clase de obras de caridad, piedad y
apostolado» (SC 9; cf AG 5; 13-14).
Sin embargo, lo que resulta hoy muy difícil es la introducción de los catequizandos en la vida
sacramental; es decir, no tanto la explicación teórica de los signos sagrados cuanto la gradual y
progresiva iniciación de los candidatos a los sacramentos en la celebración viva y consciente de los
mismos para que perseveren en ella (cf DGC 181; IC 4lss). La iniciación en la vida litúrgica siempre
ha sido difícil, y hoy lo es más que nunca, porque lo ritual compromete más, abarca más en la
personalidad del hombre y requiere un mayor campo de experiencia.
d) La continuidad entre la catequesis y la liturgia. Esto quiere decir que la catequesis litúrgica debe
prestar atención a todos los elementos que componen una celebración: tiempo litúrgico, textos
bíblicos –lecturas, salmos, antífonas, versos–, textos eucológicos –plegarias mayores, oraciones
presidenciales, moniciones, etc–, himnodia –himnos, tropos, secuencias, etc.–, ritos, gestos y
movimientos, elementos naturales, símbolos, objetos y ajuar litúrgico, subrayando aquellos
aspectos que los distintos Rituales ponen en primer plano. Por otra parte, esta catequesis debe
prolongarse de alguna manera en las intervenciones del comentador o monitor en la celebración
litúrgica. La catequesis litúrgica parte siempre de la celebración, para volver de alguna manera
otra vez a ella.
e) La «referencia a las grandes experiencias humanas significadas por los signos y los símbolos de
la acción litúrgica a partir de la cultura judía y cristiana» (DGC 117; cf 207): felicidad y finitud,
búsqueda de lo absolu to, salvación y perdición, libertad y esclavitud, amor y odio, comunión e
incomunicación, vida y muerte, etc.
Según esto la liturgia es testimonio y resonancia de la palabra de Dios tal como es recibida y
asimilada por la Iglesia. El leccionario de la palabra de Dios, sobre todo de la misa, no solamente
es un libro-signo de la presencia del Señor en su Palabra, que recibe toda clase de honores
litúrgicos, sino también el modo normal, habitual y propio, según el cual la Iglesia lee en las
Escrituras la palabra viva de Dios, siguiendo los «hechos y palabras» de salvación cumplidos por
Cristo, y ordenando en torno a ellos los demás contenidos de la Biblia siguiendo el año litúrgico. El
leccionario aparece como una prueba de la interpretación y profundización en las Escrituras que la
Iglesia hace en cada tiempo y lugar, guiada siempre por el Espíritu Santo. Por eso cada rito
litúrgico, en cuanto refleja la sensibilidad espiritual e histórica de una Iglesia local, ha tenido a lo
largo de su historia, y en ocasiones de manera simultánea, no uno, sino varios leccionarios. El
conocimiento del leccionario es fundamental para comprender qué celebra y qué vive la Iglesia en
la liturgia (cf DGC 207).
Por otra parte están las plegarias eucarísticas y las plegarias de bendición, ordenación y
consagración, las fórmulas eucológicas menores, los himnos, las antífonas no bíblicas, las plegarias
y preces, etc. Su valor reside en que son la respuesta a la palabra de Dios que la Iglesia ha hecho
suya y considera como tal en la invocación al Señor y en la alabanza, la acción de gracias y la
petición que dirige al Padre por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo. Los textos litúrgicos, lo
mismo que los ritos, los gestos, los símbolos y los demás signos de la liturgia, contienen siempre
una cierta exposición o expresión de la fe y constituyen, por tanto, un testimonio de lo que se está
celebrando. En este sentido tienen también un gran valor para la catequesis (cf DGC 30, 96).
Por este motivo, la liturgia está presente en el Catecismo de la Iglesia católica, «punto de
referencia para la catequesis en toda la Iglesia» (DGC 119), no sólo como «celebración del
Misterio» (II parte), sino también de otras dos maneras: como fuente explícita de los contenidos
del Catecismo, y como lenguaje o medio de comunicación de la doctrina, junto con el lenguaje
bíblico. Ambos aspectos —la liturgia como fuente y el lenguaje litúrgico de la doctrina— son
recordados implícitamente por Juan Pablo II en la constitución apostólica Fidei depositum, de
promulgación del Catecismo, cuando alude a la «tradición viva en la Iglesia» (FD 3) y a la
«tradición apostólica» (FD 4), junto a la Sagrada Escritura, la herencia espiritual de los Padres y el
magisterio. El propio Catecismo señala expresamente en el prólogo que «sus fuentes principales
son la Sagrada Escritura, los santos Padres, la liturgia y el magisterio de la Iglesia» (CCE 11). Y en
efecto, basta consultar los índices del Catecismo para apreciar, incluso cuantitativamente, las
referencias litúrgicas, a lo largo de las cuatro partes del libro, y su amplia y variada procedencia
como testimonios de las diversas tradiciones litúrgicas 4.
La importancia del lenguaje litúrgico en la catequesis ha sido subrayada también por la Asamblea
extraordinaria del sínodo de los obispos de 1985, la misma que propuso la redacción del
Catecismo. La relación final dice: «La presentación de la doctrina debería ser bíblica y litúrgica,
exponiendo una doctrina segura y, al mismo tiempo, adaptada a la vida actual de los cristianos»
(II, B, 4). De este modo, aparece con más evidencia el «aquí-ahora-para nosotros» de la salvación
revelado en la Sagrada Escritura y actualizado en el hoy de la Iglesia por medio de la liturgia (cf
CCE 1082, 1085, 1092, 1104, 1165, etc.; DGC 108).
Precisamente aquel sínodo de 1985 pidió que «las catequesis, como ya lo fueron en el comienzo
de la Iglesia, deben ser de nuevo el camino que introduzca a la vida litúrgica (catequesis
mistagógicas)» (II, B, b, 2). La mistagogia no es solamente un dato concreto en las enseñanzas del
Catecismo (cf CCE 1234-1245) sino, ante todo, el modo propio de presentar y de ilustrar a los ya
bautizados las acciones sacramentales en las que se actualiza el misterio de la salvación (cf DGC
90, 108). El Catecismo señala la finalidad de este tipo de catequesis: «La catequesis litúrgica
pretende introducir en el misterio de Cristo (es mistagogia), procediendo de lo visible a lo
invisible, del signo a lo significado, de los sacramentos a los misterios» (CCE 1075; DGC 108, 67; IC
48-49).
No obstante, la liturgia no tiene como fin, directa ni inmediatamente, enseñar, aunque tiene una
gran eficacia instructiva. En efecto, ni las celebraciones son una sesión de catequesis, ni el
conjunto de la liturgia una transmisión de verdades o de principios morales. La finalidad de la
liturgia es cultual, actualizadora del designio de salvación cumplido en Cristo, mistagógica, en el
sentido que se ha expuesto más arriba. La acción litúrgica es sumamente dinámica, pues pone en
juego la palabra y el gesto, la contemplación y el movimiento, la oración presidencial y el canto
comunitario, las actitudes y los símbolos, los tiempos y los lugares, los vestidos y los objetos, etc.
En todo esto reside su eficacia pedagógica.
Por todo esto, la mistagogia no es una pedagogía, ni siquiera una catequesis litúrgica o
presacramental, entre otros motivos porque se impartía una vez recibidos los sacramentos de la
iniciación, sino que era la etapa final de iluminación y de compresión integral de la salvación,
como también se ha dicho. En este sentido la liturgia es mistagogia dirigida a los bautizados, es
decir, a los que son ya hijos de Dios en el Hijo Jesucristo, y crecen en la fe y en los demás aspectos
de la vida cristiana bajo la acción iluminadora del maestro interior que es el Espíritu Santo, y con
la mediación de la Iglesia. Por eso, la mistagogia se produce no desde una experiencia meramente
antropológica, o desde una pedagogía genérica de la fe, sino desde la synergía divina o
comunicación interior del Espíritu, que transmite al hombre una experiencia vital y distinta, la que
procede de la presencia del misterio en la vida cristiana en todas sus manifestaciones (fe,
celebración, caridad, testimonio).
1. ELEMENTOS HISTÓRICOS Y TEOLÓGICOS. El año litúrgico, llamado también año cristiano y año
del Señor, porque es de Cristo y a él pertenece, es también año de la Iglesia o año eclesiástico,
porque la Iglesia lo ha hecho suyo para santificar el tiempo y la existencia de los hombres. El
Vaticano II lo describe así: «La santa madre Iglesia considera deber suyo celebrar con un sagrado
recuerdo, en días determinados, a través del año, la obra salvífica de su divino Esposo. Cada
semana, en el día que llamó "del Señor" conmemora su resurrección, que una vez al año celebra
también, junto con su santa pasión, en la máxima solemnidad de la pascua. Además, en el círculo
del año, desarrolla todo el misterio de Cristo, desde la encarnación y la navidad hasta la ascensión,
pentecostés y la expectativa de la dichosa esperanza y venida del Señor» (SC 102; cf 106; IC 50).
En este sentido, el año litúrgico es un espacio de gracia y de salvación (cf 2Cor 6,2), continuación
del año jubilar bíblico anunciado por Jesús (cf Lc 4,19.21). Por eso es un tiempo simbólico que
representa la concreción histórica y dinámica de la presencia salvadora del Señor en la Iglesia y de
su actuación por medio del Espíritu Santo en los bautizados, a los que va configurando y
asimilando progresivamente a Cristo. Pero el año litúrgico es también el resultado de la búsqueda,
por parte del pueblo de Dios, de una respuesta al misterio de Jesucristo por medio de la
conversión y de la fe, fruto de un itinerario espiritual roturado por la experiencia de la Iglesia a lo
largo de los siglos.
Lo que hoy conocemos como año litúrgico no se empieza a desarrollar hasta el siglo IV. Durante
los tres primeros siglos no existió en la Iglesia otra celebración marcada por el ritmo del tiempo
más que el domingo, aunque existen indicios de una conmemoración anual de la Pascua. Pero
sólo a partir de los siglos VIII-IX, cuando los formularios de misas del adviento se sitúan delante de
la fiesta de navidad, y los libros litúrgicos comienzan con el domingo I de adviento, se puede
hablar ya de una estructura litúrgica anual organizada. A la formación del año litúrgico
contribuyeron diversos factores, como la capacidad festiva humana, la huella del año litúrgico
hebreo y, sobre todo, la fuerza misma del misterio de la salvación, que tiende a manifestarse por
todos los medios, especialmente desde el momento en que la Iglesia encontró la posibilidad de
proyectar su mensaje sobre la sociedad y la cultura. Esto, sin olvidar las necesidades catequéticas
y pastorales de las comunidades.
2. CATEQUESIS. Lo primero que habría que asumir es que Dios sigue salvando aquí y ahora por
obra del Espíritu Santo. Esta vida es también historia de salvación. Dios sigue manifestándose
salvador en la liturgia y en la historia, a través de los signos de los tiempos. El sujeto de esta
historia de la salvación siempre es Dios. Nosotros somos colaboradores suyos. Esta convicción,
hecha vivencia en la Iglesia, debe ser asumida por los catequistas y por los catequizandos. Para
ello proponemos las siguientes pistas catequéticas.
a) Los catequistas están llamados: 1) a impregnarse de esta realidad y a profundizar en ella por
medio de retiros oportunos durante el año, coincidiendo con la entrada de los tiempos litúrgicos:
adviento-navidad, cuaresma-pascua y tiempo ordinario; 2) a programar los distintos temas y
cursos teniendo en cuenta los tiempos litúrgicos, de tal manera que los temas de la catequesis no
queden sin más uno tras otro, sino trabados con el tiempo litúrgico, centrándolos en la pascua; 3)
a recibir ellos también su propia formación litúrgica sobre el año litúrgico, durante los cursos que
estén al servicio de la catequesis.
b) Para los catequizandos, los catequistas: 1) prepararán para los distintos cursos, y adaptándolas
a ellos, breves celebraciones al comienzo de cada tiempo litúrgico —la liturgia es catequesis en
acto—; 2) ofrecerán —según las edades— catequesis litúrgicas, que desvelen el significado de las
acciones litúrgicas, iluminando los fundamentos antropológicos y sociológicos de los ritos, su
enraizamiento en la naturaleza del hombre y en la vida de la comunidad; 3) al mismo tiempo
harán presentes en la catequesis acontecimientos de la vida de la sociedad, ayudándoles a
descubrir en ellos signos de Dios o antisignos, a la luz de la palabra de Dios.
1. ELEMENTOS HISTÓRICOS Y TEOLÓGICOS. El oficio divino o liturgia de las horas es una acción
litúrgica que santifica el tiempo por medio de la plegaria distribuida según las horas del día. Se
trata, por tanto, de una verdadera celebración de la Iglesia, como ejercicio del sacerdocio de
Jesucristo (SC 7; 84), incluso cuando es realizada por un solo ministro en nombre de la Iglesia. Sin
embargo, se prefiere siempre la celebración comunitaria, con asistencia y participación activa de
los fieles, a la recitación individual y casi privada (cf SC 26-27; 99-100).
El origen de la liturgia de las horas hay que buscarlo en la oración de Jesús, que observaba los
ritmos de plegaria de su pueblo. Las primeras comunidades cristianas siguieron su ejemplo,
destacándose como principales horas de oración la de la mañana y la del final del día, que
originaron las laudes y las vísperas, «el doble quicio sobre el que gira el oficio cotidiano» (SC 89a).
Poco a poco se añadieron las vigilias nocturnas y las horas intermedias: tercia, sexta y nona,
relacionadas con diversos momentos de la pasión de Cristo. Cada hora tiene su propio significado,
que se pone de manifiesto en los diversos elementos de que consta, especialmente en los himnos,
en la salmodia y en las preces y oraciones del tiempo ordinario.
El oficio divino nació como oración de la Iglesia local, clero y pueblo unidos, aunque por influjo del
monacato la celebración fue haciéndose cada vez más compleja en número de horas y en
elementos. En la Edad media surgió la recitación privada. Las numerosas reformas que la liturgia
de las horas ha conocido en su historia no siempre pretendieron devolverle su condición de
oración de toda la Iglesia.
El Vaticano II lo propuso tímidamente (cf SC 99ss.), pero fue la reforma litúrgica posconciliar la
que se lo propuso en serio, organizando las horas del oficio con esta finalidad y ofreciendo las
bases teológicas para la espiritualidad y la pastoral del oficio divino. La liturgia de las horas es, en
este sentido, la expresión orante del coloquio divino que el Hijo de Dios introdujo en este mundo
—la voz de los salmos es la voz de Cristo—, coloquio al que es asociada la Iglesia que invoca a su
Señor, y con él, en la unidad del Espíritu Santo, da culto al Padre. En la liturgia de las horas «Cristo
ora por nosotros, ora en nosotros, y es invocado por nosotros» (san Agustín, Enarr in Ps. 85, 1).
NOTAS: 1. Para esta introducción cf P. A. GIGUÉRE, Una fe adulta. El proceso de maduración en la fe, Sal Terrae, Santander 1995,
158-168; V. M. PEDROSA, El lenguaje audiovisual para una triple fidelidad: a Dios, a los hombres y a la «traditio», Actualidad
catequética 149 (1991) 99-135. — 2. Cf también: CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO Y LA DISCIPLINA DE LOS
SACRAMENTOS, La liturgia romana y la inculturación. Instrucción para aplicar debidamente la constitución «Sacrosanctum
3
concilium» 37-40, Typis Polyglottis Vaticanis 1994. — Ritual del bautismo de niños, Coeditores litúrgicos 1970, 48; Ritual de la
4
confirmación, Coeditores litúrgicos 1976, 33. — Cf J. LÓPEz MARTÍN, La celebración del misterio cristiano. La II parte del
Catecismo de la Iglesia católica, en Teología y catequesis 43/44 (1992) 391-413, aquí 397-400. — 5 Motu proprio Tra le
sollecitudini, en A. BuGNINI, Documenta ad instaurationem liturgicam spectantia (1903-1953), Roma 1953, 12.
BIBL.: L Liturgia y catequesis: ALDAZÁBAL J., Preguntas a la catequesis desde la liturgia, Phase 80 (1980) 255-266; COFFY R., La
celebración, lugar de la educación en la fe, Phase 118 (1980) 267-280; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, La iniciación
cristiana. Reflexiones y orientaciones, Edice, Madrid 1999; FEDERICI T., La santa mistagogia permanente de la Iglesia, Phase 193
(1993) 9-34; FLORISTÁN C., La liturgia, lugar de educación en la fe, Concilium 194 (1984) 87-99; FossION A., La catequesis como
iniciación a la liturgia, Teología y catequesis 37/ 38 (1991) 1-24; GEVAERT J. (ed.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987,
especialmente ALBERICH E., Liturgia y catequesis, 511-514 y PINTOR S., Celebración, 180-182; LÓPEz MARTÍN J., En el Espíritu y
2
la verdad I: Introducción teológica a la liturgia, Secretariado Trinitario, Salamanca 1993 , 311-346; II: Introducción antropológica
a la liturgia, Secretariado Trinitario, Salamanca 1994, 335-372; MALDONADO L., Celebrar. Reflexiones para un diálogo entre
catequistas y liturgistas, Teología y catequesis 26/27 (1988) 463-475; SARTORE D.-TRIACCA A. M. (dirs.), Nuevo diccionario de
3
liturgia, San Pablo, Madrid 1996 especialmente BROVELLI F., Fe y liturgia, 840-854 y SARTORE D., Catequesis y liturgia, 319-333;
SAVER R., La liturgia, ¿lugar de aprendizaje de la fe?, Teología y catequesis 37/38 (1991) 25-37; TRIACCA A. M., Contributo per
una catechesi liturgico sacramentale, Rivista liturgica 60 (1973) 611-632. II. Año litúrgico: BELLAVISTA J., El año litúrgico, San
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Pablo, Madrid 1989; BERGAMINI A., Cristo, ,festa della Chiesa. L anno liturgico, Roma 1982; CASTELLANO J., El año litúrgico:
memorial de Cristo y mistagogia de la Iglesia, CEN. PASTORAL LITÚRGICA, Barcelona 1994; JOUNEL P., El año, en MARTIMORT A.
4
G., La Iglesia en oración, Herder, Barcelona 1982 , 917-1046; LÓPEZ MARTÍN J., El año litúrgico. Historia y teología de los
2
tiempos festivos cristianos, BAC, Madrid 1997 ; SoDI M.-MORANTE G., Anno liturgico: itinerario di fede, Leumann-Turín 1988. III.
Liturgia de las Horas: LÓPEZ MARTÍN J., La oración de las horas. Historia, teología y pastoral del oficio divino, Secretariado
4
Trinitario, Salamanca 1984'; MARTIMORT A. G., La oración de las horas, en La Iglesia en oración, Herder, Barcelona 1982 , 1047-
1173; PINELL J., Liturgia delle ore, Anamnesis 5, Génova 1990; TAFT R., La liturgia delle ore in Oriente e in Occidente, San Paolo,
Cinisello Balsamo 1988.
SUMARIO: 1. Origen del término «madurez» . II. El concepto de madurez humana en la actualidad:
1 Aportaciones del psicoanálisis; 2. Aportaciones de la psicología evolutiva; 3. Aportaciones de la
psicología humanista; 4. La madurez como integración de la persona. 111. Madurez humana y
madurez religiosa. IV. Madurez religiosa (el encuentro con Dios). V. Madurez cristiana.
Esta identificación entre edad adulta y madurez, concepción de tipo cosista y estática, resulta
insuficiente; y el hecho es que ha sido cuestionada incluso por el mismo saber popular, así como
por los estudios de la psicología científica sobre personalidad. ¿Hasta qué punto se puede decir de
todos y de cada uno de los adultos que son maduros? La persistencia de reacciones infantiles, de
inestabilidad emocional, de pérdida de sentido, parece ponerlo en duda. El hecho es que el
concepto madurez ha ido evolucionando a lo largo de la historia de la psicología, y se ha
introducido progresivamente una nueva concepción de madurez, en la que se rompe la
identificación entre adultez y madurez, para entender la madurez como el logro de la integración
personal, como el equilibrio psicológico, como la capacidad de afrontar adecuadamente los retos
de la vida. La madurez ya no es concebida de forma estática, sino de forma dinámica; la vida es
entendida como un proceso permanente de maduración. La madurez es ahora comprendida como
el equilibrio personal a conseguir en cada momento; y no como algo poseído de una vez por
todas. Es una situación personal a la que siempre hay que tender, y que nunca se posee
plenamente. Así se podrá decir, con toda propiedad, que un niño es maduro o se hablará de la
inmadurez de determinados adultos.
Esta concepción dinámica de la madurez nos enfrenta a nuevas preguntas: ¿Qué es ser maduro y
qué es no serlo? ¿Cómo ha de entenderse el concepto madurez en cada uno de los momentos de
la vida? ¿Hay características que nos permitan discernir en cada momento el grado de madurez?
¿Cuáles son las dinámicas que hacen posible a los hombres alcanzar la madurez y cuáles se la
impiden o dificultan? Y llevado al término de la religiosidad: ¿En qué consiste la maduración en la
fe? ¿Cuáles son sus características? ¿Qué relación existe entre madurez humana y madurez
cristiana?
Estas cuestiones han sido iluminadas a lo largo de la historia desde distintos ámbitos, y
recientemente por las distintas escuelas de psicología. Sinteticemos estas aportaciones.
E. Fromm aborda la madurez intentando integrar aspectos no sólo psicológicos, sino filosóficos y
sociales. Aborda a este respecto temas para él cruciales, como la capacidad de amar, de ser libres,
de tener una escala de valores, una ética; o sea, la capacidad de ser sobre la huida hacia el tener,
la capacidad de asumir el riesgo sobre la búsqueda de seguridad a toda costa, poniendo todos
estos temas en relación con la sociedad contemporánea. Podríamos decir que la gran a portación
de Fromm es poner en relación el concepto de equilibrio, tomado del psicoanálisis freudiano, con
la necesidad de sentido de la filosofía existencial y la dimensión social del hombre.
Erikson aporta al desarrollo del psicoanálisis su comprensión de la vida entendida como algo
dinámico. Para él, a lo largo de la vida, el hombre, en su diálogo con la realidad, se encuentra
enfrentado a ocho grandes retos o crisis de crecimiento. Estos retos son los que, según el
esquema de Erikson, constituyen los ocho estadios del desarrollo, cada uno de los cuales se
caracteriza por el desarrollo específico de crisis psicosocial, que debe resolverse a su debido
tiempo para que el individuo pase al estadio siguiente. La resolución exitosa aumenta la madurez
humana. La explicación de cada uno de los estadios y de sus correspondientes tensiones, que paso
a detallar, es descrita por Erikson en su libro Infancia y sociedad.
a) Confianza básica-desconfianza básica. En este estadio, que ocupa los primeros meses de la
vida, se desarrolla como zona erótica y primera zona de interacción, la boca. Por medio de ella se
alcanza la experiencia del placer en la crianza y se suministran diariamente las principales
sensaciones de bienestar. El niño, gradualmente, desarrolla un sentimiento de que el mundo
circundante es bueno, y que merece la pena vivir y estar en él y, como consecuencia, va
progresivamente adquiriendo la confianza básica en él mismo, que será fuente de seguridad y
sustento para su futuro crecimiento. Por el contrario, si no encuentra unos brazos que le acunen,
una persona con quien interactuar afectivamente, una fuente de placer y seguridad, adquirirá una
conciencia de que lo que le rodea es malo, y progresivamente se deteriorará su propia seguridad y
confianza.
f) Intimidad-aislamiento. Con el logro de identidad, el joven está listo, por fin, para compartir y
fundir su identidad con la identidad de otros, en una relación íntima. Aunque Erikson elabora este
concepto principalmente en las relaciones heterosexuales de mutualidad orgásmica que, según su
pensamiento, sólo pueden desarrollarse totalmente en relaciones permanentes, la intimidad
también se hace presente en otras situaciones como la amistad, la camaradería. Cuando, por el
contrario, hay ausencia de una identidad firme y/o miedo a la pérdida del yo, la persona evita
tales experiencias a toda costa, establece solamente una relación superficial, y de todo ello resulta
un sentimiento profundo de aislamiento.
h) Integridad-desesperación. Cuando se alcanzan con éxito los logros de cada uno de los siete
estadios anteriores y, por lo tanto, la madurez en cada una de las etapas de la vida, la cosecha en
la vejez es un sentimiento de plenitud, de integridad, y la personalidad es adornada de múltiples
cualidades. La integridad del yo maduro es adornada por un sentimiento de coherencia y
totalidad. En este tiempo de plenitud existe un sentimiento de comunión con el mundo, con la
sociedad y con la vida, y de sentido espiritual. Se acepta de una forma nueva el amor hacia los
propios padres y hacia el resto de las personas significativas de la propia vida. La persona se siente
solidaria con pueblos distantes y con los hombres que han trabajado por la dignidad humana y el
amor. Y la integridad fundamenta, en la asunción del uno y único ciclo vital, la aceptación de la
propia muerte. Cuando esto no ocurre, se toma conciencia de que la vida se termina y de que esta
se ha perdido; la falta de integración del yo se ve marcada por la desesperación, por la no
aceptación de la excesiva fugacidad del tiempo y de la imposibilidad de volver a comenzar.
El hombre, por tanto, para Maslow es el ser que, más allá de cubrir sus necesidades básicas —
alimentación, sexo, gregariedad, etc.— y del desarrollo biológico que le hace ser adulto, está
llamado a la realización personal, a dar sentido a su existencia en diálogo con su entorno, y a
caminar en un proceso de realización personal, que le permitirá ser un individuo sano, maduro y
feliz.
En esta misma línea hemos de situar al resto de los psicólogos de este movimiento, como E.
Fromm y R. May; pero parece obligado citar a Carl Rogers por la influencia que ha tenido su
pensamiento en el diálogo pastoral, en el acompañamiento personal y grupal y, en concreto, en la
catequesis de adultos.
Una cuestión básica y fundamental para la tarea catequética es: ¿Qué relación existe, si es que
existe alguna, entre madurez humana y madurez religiosa? ¿En qué sentido podemos extrapolar
lo dicho hasta ahora sobre la madurez humana al ámbito del proceso de crecimiento en la fe, con
todo lo que esto supone en el orden de la catequesis, del discernimiento vocacional, de los
escrutinios para la admisión al bautismo de adultos, o la confirmación de los adolescentes, la
concesión del bautismo de los niños en función de la fe de sus padres, etc? Este es uno de los
temas cruciales de la psicología de la religión, en general, de la teología espiritual, y de la
catequesis, que busca encontrar una comprensión adecuada del crecimiento y maduración de la
fe. Las cuestiones que dependen de clarificar qué entendemos por madurez religiosa tienen
consecuencias no sólo en el orden teórico, sino también, y muy importantes, en el orden práctico.
Ahora bien, en un mundo plural como en el que vivimos, de una parte, no han sido pocos los que
han acusado a la religión, y en concreto al cristianismo, de alienar al hombre, de vaciar de
humanidad su vida, hasta afirmar que para ser propiamente humano es necesaria la negación de
Dios. De otra parte, no han sido pocas las voces que desde el cristianismo han acusado a los no
creyentes de personas incompletas, inmaduras. Es necesario para la catequesis y para la teología
en general, como indica el Vaticano II, abrir caminos de diálogo, que nos permita reconocer en
todo hombre los rasgos de la presencia de Dios en sus vidas y, a la vez, caer en la cuenta de las
inmadureces, las zonas oscuras, las insuficiencias que en todo hombre existen. En cualquier caso,
el mensaje cristiano hace aportaciones a la madurez humana, y los datos de la psicología sobre
madurez humana permiten descubrir algunos rasgos de insuficiencia en la forma de vivir la fe.
V. Madurez cristiana
Esto que se puede decir de todas las confesiones religiosas, y que tiene en cada una de ellas sus
propias connotaciones, en el cristianismo nos aboca directamente a la persona de Jesús.
Esta recreación de nuestra humanidad no es considerada como un acto mágico, sino como una
tarea continua de crecimiento. Como un proceso (Ef 4,13) en el que la gracia derramada en Cristo
juega un papel, y la acción libre y voluntaria del hombre juega el suyo propio. Por eso Pablo invita
a los cristianos a la aceptación de la gracia (Ef 4,17ss.) y a hacer crecer en cada uno las mismas
actitudes de Cristo Jesús (Flp 2,5).
Todo esto es vivido y descrito por el Nuevo Testamento con las categorías de seguimiento de Jesús
y de discipulado, que suponen un proceso en el que las etapas de llamada, seguimiento y envío
subrayan y concretan los distintos momentos por los que pasa la madurez cristiana. Este proceso
y sus etapas permiten señalar como aspectos de la madurez cristiana:
a) La toma de conciencia de sí mismo, de los valores y limitaciones de cada uno y del propio
contexto social (los llamó por su nombre). La capacidad de apertura y escucha más allá de la
misma realidad concreta. Y la capacidad de trascender para encontrarle a él, que nos llama en
cada uno de los acontecimientos, situaciones y personas de la vida diaria.
c) La conciencia de tener una misión, una tarea, un papel que realizar en la construcción del
mundo, en el anuncio de una buena noticia, que se derrama como una gracia fraterna y salvadora.
La conciencia de libertad, que es vivida como un riesgo ante la toma de decisiones, ante la
apertura de caminos, ante la creación de situaciones nuevas en las que Dios pueda hacerse
presente. El compromiso constante en la tarea, incluso con hombres de otros credos y de otras
ideologías. El convencimiento de que todo, y especialmente la propia vida, tiene un sentido.
BIBL.: ERIKSON E. H., Identity and the Life Cycle: Selected Papers, International Universities Press, Nueva York 1959; The Life
9
Cycle Completed: A Review, W. W. Norton, Nueva York 1982; Infancia y sociedad, Paidós-Hormé, Buenos Aires 1983 ; FOWLER J.
W., Stages of Faith; The Psychology of Human Development and the Quest for Meaning, Harper & Row, San Francisco 1981;
Becoming Adult, Becoming Christian; Adult Development and Christian Faith, Harper & Row, San Francisco 1984; GARRIDO J.,
Adulto y cristiano. Crisis de realismo y madurez cristiana, Sal Terrae, Santander 1989; GUIGUÉRE P. A., Una fe adulta. El proceso
de maduración en la fe, Sal Terrae, Santander 1995; MASLOW A. H., El hombre autorrealizado, Kairós, Barcelona 1983;
ZAVALLONI R., Madurez espiritual, en DE FLORES S.-GOFPI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid
1991^, 1123-1138.
Lo dicho es aplicable al magisterio de la Iglesia. Desde el principio hubo cristianos con autoridad
para confirmar a los hermanos en la fe, y poco a poco se elabora la teología del magisterio.
Recordar las etapas más importantes tanto del ejercicio magisterial como de la autoconciencia de
la Iglesia sobre el magisterio nos introduce en su significado, portadores y formas de actuación,
condicionamientos eclesiales y culturales, etc.
I. Hitos históricos
Anuncio del evangelio y vigilancia por su autenticidad aparecen unidos en Pablo, que recuerda
autorizadamente a la comunidad de Corinto el mensaje de la resurrección (cf ICor 15,1ss) y la
manera genuina de celebrar la cena del Señor (cf 1Cor 11,17ss). Ante la difusión del evangelio
entre los paganos y las controversias surgidas en la Iglesia, el llamado «concilio de Jerusalén»
toma decisiones al respecto, convencido de actuar guiado por el Espíritu Santo (cf He 15,5ss).
2. ÉPOCA PATRÍSTICA. En la época patrística predomina la autoridad del contenido de la fe sobre
la autoridad formal de quien lo pronuncia. El credo, que se gesta como clave de lectura de la
Sagrada Escritura y como criterio de comunión eclesial, es la expresión principal de la regla de la
fe, es el símbolo de identificación con la fe de la Iglesia (CCE 188).
Los obispos, puestos como pastores para presidir las Iglesias, reciben la autoridad de ser maestros
en la fe por la ordenación sacramental, que los incardina en la sucesión apostólica y los hace
miembros del cuerpo episcopal. La deliberación en asambleas episcopales más o menos amplias,
expresa esta comunión en la autoridad y en el servicio a la fe recibida de l os apóstoles.
San Ignacio de Antioquía saluda a la Iglesia de Roma como la que «preside la caridad» e «instruye
a los demás» y, consciente esta de su responsabilidad, interviene para pacificar la Iglesia de
Corinto. San Ireneo le reconoce una preeminencia en cuanto fundada sobre los apóstoles y
mártires Pedro y Pablo. Entre Iglesia, sede y obispo hay inferencia recíproca. Su obispo es
interlocutor en la vida sinodal y él mismo convoca sínodos regionales. J. H. Newman contó hasta
17 intervenciones de Roma en asuntos intereclesiales antes del concilio de Nicea (325), que
expresan su capacidad para intervenir y el reconocimiento por otras Iglesias de esa autoridad.
3. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Aludimos solamente a dos aspectos, relevantes para nuestro tema,
en santo Tomás de Aquino. Llama artículos de fe a los enunciados del credo, ya que forman como
un corpus veritatum. La consideración de la fe, transmitida de una vez por todas, como unidad
orgánica y vital, significa que existe conexión entre sus contenidos, jerarquía en su ordenación
interior y refuerzo mutuo. La iniciación cristiana introduce en una totalidad significativa de fe y de
vida en Cristo (cf DGC 114).
Tomás de Aquino, teniendo presente el prestigio de las primeras facultades de teología, habla de
dos magisterios: el magisterium cathedrae pastoralis, fundado en la autoridad apostólica, y el
magisterium cathedrae magistralis, fundado en la competencia personal reconocida
públicamente. La relación entre ambas formas de magisterio es permanente en la historia de la
Iglesia, y en nuestros días se ha planteado con especial intensidad. Ambas formas de enseñanza
están abiertas al mismo evangelio y a la tradición apostólica, a la edificación de la Iglesia y a la
misión cristiana; no es una relación cerrada entre magisterio y teología.
El concilio de Trento, en la sesión conclusiva (4.12.1563), encomendó al papa Pío IV que redactara
e hiciera público con su autoridad el catecismo, formalmente mandado en el Decreto de reforma
de la sesión XXIV, para el cual ya se habían preparado muchos materiales. Aunque el Papa activó
con diligencia el encargo, fue Pío V quien, en septiembre de 1566, editó el Catechismus, ex
Decreto Concilii Tridentini, ad Parochos (o Catecismo romano). Se distribuye en cuatro grandes
capítulos —a saber: el símbolo apostólico, los sacramentos, los mandamientos de Dios y el padre-
nuestro—, que constituyen el «álveo catequético de la tradición» (P. Rodríguez). En el prólogo
afirma que el fin del cuidado pastoral es el conocimiento de Jesucristo, centro de la predicación
cristiana. El Catecismo evita opiniones de escuela y no entra en controversias innecesarias. Enseña
la doctrina católica sin hacer apologética. Se distingue por la claridad teológica, la inquietud
evangelizadora y el aliento religioso. Está dirigido a los párrocos como una ayuda segura y eficaz
en la catequesis y la predicación. Tanto por su origen y finalidad, como por las constantes
recomendaciones de papas y obispos, el Catecismo romano es uno de los documentos más
importantes del magisterio ordinario del papa.
Una época se caracteriza por las palabras que acuña, evita o prefiere. Pues bien, el término
magisterio, en el sentido de función jerárquica de regulación de la fe, surge a finales del siglo XVIII
y se difunde en el XIX. En una encíclica, dirigida por Gregorio XVI al clero de Suiza en 1835,
aparece con nitidez: «La Iglesia dispone por institución divina de un poder... de magisterio, para
enseñar y definir lo que concierne a la fe y a las costumbres e interpretar las Sagradas Escrituras
sin ningún peligro de error».
5. EL VATICANO II. El último Concilio se propuso, entre sus fines, la reforma y renovación de la
Iglesia, volviendo a las fuentes. La Iglesia hunde sus raíces en el misterio de la autocomunicación
de Dios al mundo por Jesucristo en el Espíritu Santo. Debe reconocer en Jesucristo a su Señor. En
la palabra de Dios y en la litúrgica debe alimentar su vida, fidelidad y disponibilidad misionera. Por
esto, «el magisterio no está sobre la palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente
lo transmitido, pues por mandato divino, y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha
devotamente, lo custodia celosamente y lo explica fielmente» (DV 10).
Juan XXIII quiso que el Vaticano II fuera pastoral, es decir, que enseñara positivamente la fe
católica sin condenaciones, exponiéndola de manera comprensible al hombre de hoy y buscando
la unidad de los cristianos. Adoptó una actitud de diálogo para dirigirse al mundo contemporáneo,
nacido en gran medida fuera de la Iglesia e incluso contra ella. El diálogo de salvación, iniciado por
Dios, prosigue en la misión de la Iglesia.
No olvidamos que existe también el magisterio de los teólogos .Como dijimos arriba siguiendo a
santo más de Aquino. También se puede hablar del magisterio de los espirituales, es decir, de
aquellos cristianos a los que la Iglesia ha reconocido una especial autoridad en virtud de su
experiencia mística y sus notables escritos. Santa Teresa de Jesús es un ejemplo espléndido. La
misma teología ha enseñado que las realidades divinas se pueden conocer no sólo por el camino
del razonamiento, sino también por la vía de la connaturalidad. Estas formas de magisterio son
genuinamente cristianas y eclesiales, aunque tengan una autoridad distinta de la específica del
magisterio pastoral. Pero ahora nos referimos sólo al magisterio de los obispos y del papa como
obispo de Roma, por tanto al magisterio de los que presiden como pastores la Iglesia.
Los obispos son maestros auténticos, porque «están dotados de la autoridad de Cristo» (LG 25).
Su magisterio es autoritativo (distinto de autoritario) porque el sacramento del episcopado les
confiere «el espíritu de gobierno» (tradición apostólica de Hipólito de Roma) para apacentar la
Iglesia en nombre del Señor. Ellos son órganos autorizados de la fe de la Iglesia, a la que
representan en la comunión católica. La tradición apostólica es custodiada, defendida y
actualizada por los obispos; su testimonio es cualificado y fehaciente. El testimonio concorde del
evangelio por parte de los obispos, adquiere una fuerza de acreditación singular, ya que expresan
la comunión en la fe.
1. SENTIDO DEL MAGISTERIO. ¿Por qué existe en la Iglesia un magisterio pastoral, como órgano
autorizado para enseñar la tradición apostólica? ¿No basta el quehacer de los teólogos para
estudiar las fuentes cristianas, para interpretarlas y para exponer en cada situación socio-cultural
la verdad del evangelio? ¿Cuál es la razón de ser del magisterio auténtico?
El cristianismo no es una filosofía religiosa y moral, ni los fieles cristianos forman parte de la
Iglesia por afinidad cultural o por una visión semejante de la vida humana. En los fundamentos de
la Iglesia está la revelación gratuita, histórica y escatológica de Dios, en Jesucristo, para la
salvación de los hombres. La fe cristiana viene a través de la escucha del evangelio proclamado
por enviados, que han tenido la gracia del encuentro con el Señor. El testimonio de los testigos
primordiales (cf He 10,41) se conserva fielmente de generación en generación, con la fuerza del
Espíritu vivificador que potencia la predicación y abre el corazón a la fe. El cristianismo es religión
revelada; por esto, la autoridad última pertenece al Revelante. La fidelidad a los orígenes es
garantizada si el Señor envía apóstoles, les garantiza su presencia, y los capacita con su autoridad.
Al magisterio pastoral está encomendada la custodia de la tradición que viene del Señor,
sirviéndose por supuesto de los medios oportunos y, sobre todo, confiando en la asistencia del
Espíritu, que guía la Iglesia a la verdad plena, según la promesa de Jesús (cf Jn 14,26; 16,13-15).
a) El concilio ecuménico, que reúne a los obispos de la Iglesia presididos por el papa, es la forma
más tradicional de ejercer el magisterio extraordinario. Si los obispos, en cuanto maestros y jueces
de la fe, ejercitan de manera solemne su magisterio, entonces su profesión pública de la fe es
también definición irrevocable para los demás cristianos.
Obviamente, no todos los concilios generales ni todas sus decisiones pretenden tal grado de
definitividad. El Vaticano II no ha querido definir; pero autorizadamente ha profundizado en el
misterio de la Iglesia, ha comprendido las relaciones entre sus miembros en forma de comunión y
ha introducido nuevas perspectivas en la relación misionera de la Iglesia con el mundo. En la
conciencia universal de la Iglesia poseen un peso especial, por el contenido de su enseñanza (cf
DGC 97-99), los cuatro primeros concilios; los siete concilios celebrados en tiempos de la Iglesia
indivisa, son paradigma del carácter ecuménico, y el concilio de Nicea fue considerado como
asamblea de referencia por concilios posteriores.
b) El papa, cuando habla «ex cathedra» (romana), ejerce también el magisterio infalible, la forma
suprema de enseñanza. Requiere algunas condiciones: actuar como pastor y maestro supremo de
todos los cristianos, con voluntad de proclamar de manera definitiva una doctrina de fe y
costumbres, para confirmar en la fe a sus hermanos (cf Lc 22,32). El papa, en quien reside
singularmente el carisma de la infalibilidad de la Iglesia, defiende y expone la fe católica como su
órgano autorizado. Estas definiciones no necesitan el consentimiento o refrendo de la Iglesia para
ser irreformables, ya que han sido proclamadas con la asistencia del Espíritu Santo (cf DS 3074; LG
25c).
c) Magisterio ordinario y universal infalible. El papa junto con los demás obispos, incluso dispersos
por el mundo presidiendo sus Iglesias, pueden enseñar de manera definitiva algún aspecto de la
revelación. «Aunque cada uno de los prelados no posea la prerrogativa de la infalibilidad, sin
embargo cuando, incluso dispersos por el mundo, pero manteniendo el vínculo de comunión
entre sí y con el sucesor de Pedro, enseñando auténticamente en materia de fe y costumbres,
convienen en que una sentencia ha de ser tenida como definitiva, en ese caso proponen
infaliblemente la doctrina de Cristo» (LG 25 b). La infalibilidad en la fe, de que goza la Iglesia, se
expresa también en el ejercicio ordinario del magisterio de los pastores.
Juan Pablo II, en la carta apostólica Ordinatio sacerdotalis (22.5.1994), enseña que «la Iglesia no
tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este
dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia». No es una
definición nueva, dijo el card. J. Ratzinger. Ha confirmado el papa que, teniendo en cuenta la
praxis sacramental desde el principio hasta hoy, y en todas las Iglesias, ahí se expresa la fe de la
Iglesia y actúa el magisterio ordinario y universal de los obispos. La posesión universal y pacífica,
unánime y estable, es signo de su carácter inmutable por pertenecer al depósito de la fe.
d) Magisterio ordinario no infalible. La Iglesia vive y cumple su misión en medio del mundo. Hay
situaciones excepcionales a las que responde de manera extraordinaria; y, como el discurrir
histórico, así es también el testimonio de los cristianos y la enseñanza de los pastores. Por esto, se
debe evitar la tendencia a reconocer sólo autoridad a las intervenciones extraordinarias del
magisterio, ya que el magisterio ordinario no es mera opinión teológica, o a considerar cada
intervención del papa como palabra definitiva. Todos los cristianos necesitamos escuchar
diariamente el evangelio y el testimonio sobre Jesús; y la comunidad espera de sus pastores
palabras de edificación, discernimiento y esperanza. En este campo se sitúa el magisterio
ordinario de los obispos y del papa.
Los medios de comunicación difunden hoy enseguida a todos los rincones de la Iglesia el
magisterio del papa, que en los últimos decenios es muy abundante. Dentro de esta actividad
emergen las encíclicas y las exhortaciones apostólicas possinodales. En el marco del magisterio
ordinario del papa situamos, como acontecimiento relevante, la publicación del Catecismo de la
Iglesia católica; es un servicio precioso del sucesor de Pedro a las Iglesias particulares, al
ecumenismo, e incluso a todo hombre que pide razón de nuestra esperanza (cf lPe 3,15).
Cada obispo en su diócesis es mensajero del evangelio y maestro de la fe. Su ministerio pastoral
comprende la solicitud por la fiel custodia y fecunda transmisión de la tradición apostólica; por
esto, la atención a la catequesis es una obligación fundamental. Conjuntamente cumplen su
función magisterial, cuando se reúne un grupo de obispos en sínodos y conferencias episcopales;
tarea suya es publicar catecismos y otros instrumentos adecuados a la formación catequética de
sus fieles. Estos catecismos tienen una autoridad, en virtud de la cual defieren de otras iniciativas
semejantes teológico-pastorales. El colegio episcopal, «con Pedro y bajo Pedro», comparte la
preocupación por todas las Iglesias, por la difusión del evangelio y por los valores morales de la
humanidad. En la sinfonía de su magisterio, el mismo en la fe y diferenciado según las situaciones
culturales, se expresa la común obediencia a lo recibido del Señor.
Todas las modalidades del magisterio pastoral que hemos presentado deben transparentar la
autoridad de Jesús, buen Pastor y único Maestro; son un servicio a los demás cristianos, con
quienes comparten la gracia de la fraternidad y para los que han sido constituidos en vigías y
maestros.
El Catecismo de la Iglesia católica fue pedido por la Asamblea extraordinaria del sínodo de los
obispos, convocado el año 1985 al cumplirse veinte años de la clausura del Vaticano II; en su
elaboración participó el episcopado; el papa mandó su publicación y lo entregó a la Iglesia en dos
fechas significativas: El 11 de octubre de 1992, trigésimo aniversario de la apertura del Concilio, y
el 8 de diciembre, en conmemoración de su clausura. Se ha acentuado intencionadamente su
conexión con el Vaticano II.
Juan Pablo II, en la constitución apostólica Fidei depositum 4, garantiza su valor doctrinal con estas
palabras: «Es una exposición de la fe de la Iglesia y de la doctrina católica, atestiguadas o
iluminadas por la Sagrada Escritura, la tradición apostólica y el magisterio eclesiástico. Lo
reconozco como un instrumento válido y autorizado al servicio de la comunión eclesial y como
norma segura para la enseñanza de la fe».
El Directorio subraya repetidas veces cómo «el Catecismo de la Iglesia católica es un acto del
magisterio del papa, por el que, en nuestro tiempo, sintetiza normativamente, en virtud de la
autoridad apostólica, la totalidad de la fe católica, y la ofrece, ante todo a las Iglesias particulares,
como punto de referencia para la exposición auténtica del contenido de la fe» (120; cf 124). La
entrega simbólica del Catecismo por parte del papa a los obispos y a otros responsables de la
catequesis visibilizó de alguna manera la entrega del símbolo y la entrega del padrenuestro a los
catecúmenos. Es un acto de tradición y de envío misionero al servicio de la iniciación y la
formación cristiana.
El género literario catecismo difiere de una suma teológica en formato pequeño. Recoge de forma
precisa, en síntesis orgánica, los acontecimientos y verdades salvíficas fundamentales, que
expresan la fe común y la forma de vivir en Cristo. En un catecismo es importante la síntesis de la
doctrina, que no es selección subjetiva, sino exposición íntegra de lo fundamental cristiano, con
capacidad de despliegue a medida que se va formando el discípulo de Jesús. Cuida que lo que se
transmite sea la fe de la Iglesia, no opiniones particulares, aunque respetables. No entra en
discusiones de escuela ni cuestiones técnicas. Su estilo es sobrio, asertivo y claro. Un catecismo
transmite doctrina sólida y certezas sencillas, no siembra incertidumbre ni inseguridad. Hay
secuencia coherente entre realidad del acontecimiento Cristo, acogida creyente de la verdad del
evangelio con la razón y la voluntad, salvación no ficticia sino efectiva, unidad de la Iglesia y
regulación autorizada de la iniciación cristiana. El que los destinatarios primeros del CCE sean los
obispos subraya que la catequesis constituye una responsabilidad básica de su ministerio pastoral.
BIBL.: ALFARO J., Problema theologicum de munere theologiae respectu magisterii, Gregorianum 57 (1976) 39-79; ARDUSSO F.,
Magisterio eclesial. El servicio de la Palabra, San Pablo, Madrid 1998; BLázQUEZ R., Transmitir el evangelio de la verdad, Edicep,
Valencia 1997; CONGAR Y., Pour une histoire du terme «magisterium» y Bref histoire des formes du «magistére» et ses relations
avec les docteurs, Revue des sciences philosophiques et théologiques 60 (1976) 85-98 y 99-112; CONGREGACIÓN PARA LA
DOCTRINA DE LA FE, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo (24.5.1990); CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA. Para
una pastoral de la cultura, Ciudad del Vaticano (23 de mayo de 1999); RAHNER K., Magisterio eclesiástico, en Sacramentum
mundi IV, 381-398; RODRIGUEZ P. (ed.), Catechismus Romanus, Vaticana, Roma 1989; ROVIRA BELLOSO J. M., Introducción a la
teología, BAC, Madrid 1996; SESBOÜÉ B.-THEOBALD C., La palabra de la salvación, Secretariado Trinitario, Salamanca 1997;
SULLIVAN, Magisterium, Paulist Press, Nueva York 1983.
MAL, EL
En el problema del mal esto se cumple de un modo paradigmático, que puede resultar trágico
para la fe y aun para la cultura. No es casual que Georg Büchner (1813-1837), situado justamente
en el tiempo de la gran rompiente cultural que, partiendo de la Ilustración, estaba cambiando
todos los parámetros sociales, políticos y culturales de Europa, dijese aquello de «yo sufro, esta es
la roca del ateísmo». Es decir, el problema del mal, que todavía para santo Tomás podía llevar a
Dios (si malum est, Deus est, «si hay mal, existe Dios»), se ha convertido ahora en la causa del
ateísmo.
¿Qué ha sucedido? Tanto la teología como la misma filosofía deben tomarse muy en serio esta
pregunta. No sería excesivamente aventurado afirmar que para millones de personas, el destino
de la fe depende de la respuesta que se le dé y del coraje en replantear a fondo toda la cuestión,
dentro del nuevo contexto creado por el cambio cultural de la modernidad. Porque es claro que el
problema es el mismo, pero el contexto diferente: la solución que valía para el ambiente medieval
de cristiandad en que se movía santo Tomás no vale para el mundo moderno secularizado que nos
toca vivir a nosotros. Más aún, puede suceder que sean precisamente los presupuestos heredados,
es decir, los que nos llegan envueltos en las soluciones y los planteamientos antiguos, los que
estén haciendo imposible una respuesta aceptable en el presente.
Como esto es lo que aquí se tratará de mostrar, conviene enunciar ya ahora –en forma de
hipótesis– esos presupuestos, para que el discurso no resulte demasiado abstracto. Son estos: 1)
se da por supuesto que es posible un mundo sin mal y que, por tanto, Dios pudo y puede hacer
que no exista mal en el mundo, pero que, por motivos misteriosos, lo permite y no lo impide (e
incluso, no pocas veces, hasta puede mandarlo), y 2) que esa es la manera más piadosa, es decir,
más fiel a la Escritura y a la tradición, de enfrentar el problema. En realidad, los dos funcionan
como uno solo, pues el segundo suele limitarse a reforzar el primero, impidiendo plantear su
revisión: se da por supuesto que, dado que «así se ha enseñado siempre», no debe ser
cuestionado.
Pero si el diagnóstico es verdadero, resulta evidente que sólo el coraje de revisar esos
presupuestos puede abrir la esperanza de una salida, pues la auténtica fidelidad a la tradición no
consiste en repetirla inalterada como un bloque muerto, sino en transformarla como un
organismo vivo, que mantiene su identidad creciendo y cambiando conforme a las necesidades de
los distintos medios. Lo cual, ciertamente, no es tan fácil como parece. Sobre todo, porque de
ordinario los presupuestos son inconscientes y, como Ortega decía de las creencias en oposición a
las ideas, se aceptan sin examinarlos y se parte de ellos como de premisas indiscutibles sobre las
que se montan luego los razonamientos. A esta primera dificultad se unen, por un lado, la
resistencia psicológica a romper con las convicciones adquiridas, pues hacerlo implica tener que
reconstruir el entero edificio de las concepciones propias; y, por otro, la aparente evidencia lógica
de las soluciones recibidas por herencia cultural, pues ellas están ya claras y formuladas, mientras
que sus consecuencias dentro del nuevo contexto no siempre resultan tan fácilmente
perceptibles.
2. ¿LA IMPOSIBLE TEODICEA? Desde que Kant lo dijo en un opúsculo famoso «acerca del fracaso
de todos los intentos filosóficos en teodicea» y Voltaire lo propaló en su Cándido, un opúsculo tan
célebre e ingenioso como superficial, resulta casi tópico afirmar que la teodicea es imposible. El
título de este apartado pone esa afirmación entre interrogantes, para subr ayar su profunda
ambigüedad. Porque eso sólo es cierto si, como queda dicho hasta aquí, se sigue operando
intelectualmente a base de los presupuestos tradicionales; pero no tiene por qué serlo si,
examinados críticamente, se muestra el fallo de los mismos.
Lo cual –conviene advertirlo de manera expresa, pues aquí los tópicos tienden a florecer como
hongos– no significa que un nuevo planteamiento vaya a esclarecer completamente el problema
del mal, racionalizando hasta la raíz todo lo que en él hay de misterio, no digamos ya de asombro
para nuestra inteligencia, y aun de duro escándalo para nuestras expectativas. Significa tan solo
que es posible hacer una propuesta coherente, de suerte que podamos hacernos responsables de
aquello –poco o mucho– que alcanzamos a afirmar, sin llamar apresuradamente misterio a lo que
es mera incoherencia o crasa contradicción que nace de nuestras explicaciones y presupuestos.
Porque justamente eso es lo que sucede cuando se mantiene intacto el planteamiento tradicional.
Si se sigue dando por supuesto que Dios podría, si quisiese, evitar el mal del mundo, pero que no
lo hace, entonces se comprende que la teodicea resulte imposible. Es decir, que en esas
condiciones no parece posible mantener de forma coherente la fe en Dios. Porque, cuando se
toma en serio lo horrible del mal en el mundo, parece que nadie puede honestamente sostener la
bondad de alguien que pudiendo eliminarlo no lo hace. ¿Quién querría ser amigo de una persona
que, llevada a un hospital y estando en su mano curar las montañas de sufrimiento que allí hay, se
negase, por los motivos que fuese, a hacerlo? ¿Qué persona honesta no evitaría, si pudiese, toda
el hambre, toda la violencia, todo el dolor, todas las tragedias que existen en el mundo? Pero
entonces la pregunta aparece inevitable: ¿seremos nosotros mejores que Dios? En definitiva,
¿podría honestamente mantenerse la fe en un dios que se comportase de esa manera?
Y adviértase que las razones que viniesen después llegarían irremedia blemente demasiado tarde,
sin que puedan borrar la impresión de ser malos apaños o inútiles remedios de urgencia. Cuando,
por ejemplo, se dice que Dios, pudiendo, no evita el mal, pero que demuestra su amor
consintiendo la muerte de su Hijo en la cruz, un mínimo rigor intelectual no puede negar la
fragilidad extrema del argumento: ese amor llega ya tarde, porque se limita a poner remedio a un
mal que podría haber evitado (tanto más cuanto que, cuando llega ese remedio, el mal ha sido ya
terrible y largamente padecido, y después continúa implacable en la historia). Puede, incluso,
llevar al cinismo, como en la copla famosa: «El señor don Juan de Robres, / de caridad sin igual, /
hizo este santo hospital / y también hizo a los pobres».
Tomar en serio estos argumentos y reconocer su fuerza no es racionalismo, sino tomar en serio la
coherencia de la fe. Y sobre todo respetar su especificidad, porque lo que de esa manera se pone
en cuestión no es la fe, sino una interpretación de la misma. La postura opuesta, en cambio,
tiende de manera inconsciente a identificarse con la fe sin más, sin darse cuenta de que ella, no
por ser tradicional, deja de ser tan interpretación como cualquier otra, y que por lo tanto no
puede atribuir al misterio de la fe lo que, si no muestra lo contrario, resulta de sus propias
contradicciones.
Lo prueba el mismo hecho de que aquellos que, por reconocer honestamente la fuerza del dilema,
no aceptan la primera alternativa, se ven obligados a aceptar la segunda, postulando un «dios
limitado»: «prefiero adorarlo como limitado antes que como malo», dijo ya Voltaire, y repitió hace
poco Hans Jonas. Aparece incluso una tercera alternativa: Cioran llega a recurrir a la maldad
divina, inventándose un demiurgo maligno. Pero ya se ve que, en definitiva, se trata de recursos
desesperados, pues ni un dios malo ni un dios limitado son conceptos lógicamente sostenibles y,
desde luego —a pesar de ciertas retóricas, a veces piadosas—, resultan religiosamente
insoportables.
En ocasiones los recursos son más sutiles: Jean Pierre Jossua, por ejemplo, busca la salida
refugiándose en la incomprehensibilidad divina. Pero de lo inestable de esta solución da prueba el
hecho de que puede acabar aceptando como válida una postura tan ambigua como la del rabí
Jossel Rashower. Este, dando siempre por supuesto que los horrores del gueto de Varsovia
podrían haber sido evitados por Dios, pues obedecen a «ese tiempo incomprensible en que el
Todopoderoso desvía su mirada de los que le suplican», concluye: «¡Tú lo has hecho todo para
que yo no crea en ti! Pero yo muero exactamente como he vivido: con una fe inquebrantable en
ti»1. Pero ya se ve que, bajo una apariencia piadosa —subjetivamente sincera, sin duda—, esta
solución puede resultar objetivamente impía, puesto que pretendiendo mantener, a pesar de
todo, la fe en Dios, acaba convirtiéndolo en moralmente inferior al hombre.
Realmente, bajo estos presupuestos, se comprende que la conclusión más lógica sea la de
reconocer que la teodicea es imposible. En realidad, hablar del fracaso de la teodicea equivale a
confesar que ese planteamiento implica contradicciones insolubles.
Lo malo es que esa confesión no basta. Puede ciertamente constituir un rasgo de honestidad
intelectual, y seguramente cumple una importante función religiosa, pues permite salvar la
confianza radical en Dios, situándola a un nivel más hondo que el juego conceptual de las teorías.
Pero una vivencia coherente de la fe en el mundo actual precisa algo más. Tras el fracaso de la
concepción tradicional, hoy sería suicida soslayar esas dificultades, porque son reales y acabarán
inevitablemente saliendo a la superficie, amenazando gravemente la fe y poniéndola en peligro de
muerte (lo hacen muchas veces, como queda indicado).
Baste pensar en que hoy cualquier persona, sea cual sea su nivel cultural, entra
irremediablemente en contacto con los argumentos que hacen ver las contradicciones aludidas.
Porque de los libros de la filosofía saltan continuamente a los medios de masas, y además han
sido popularizadas por la literatura. Recuérdense, si no, los famosos pasajes de Dostoievski en Los
hermanos Karamazov («porque toda la ciencia del mundo no vale lo que las lágrimas de esa pobre
niña implorando a Dios»... «No es que no acepte a Dios, Alíosha; pero le devuelvo con el mayor
respeto mi billete») y Camus en La peste («rechazaría hasta la muerte amar una creación en la que
los niños son torturados»).
Justamente la secularización, al radicalizar la pregunta por el mal y abrir la posibilidad del ateísmo,
obliga a situar en su preciso nivel la respuesta religiosa. Esta ya no puede pretender el monopolio,
pero, por lo mismo, adquiere también el derecho a hacer valer sus razones específicas y sus
valores auténticos. Sobre todo, ha permitido ver con claridad algo decisivo: el problema del mal
es, antes de nada y por encima de cualquier otra consideración, un problema humano, que afecta
a todos, hombres y mujeres, con independencia de cualquier adscripción religiosa o atea. Religión
y ateísmo son ya respuestas a este problema que, como humano, debe ser previamente planteado
en y por sí mismo, distinguiendo cuidadosamente los niveles. (Lo cual no impide, claro está, que
haya que contar con una cierta circularidad hermenéutica, pues es bien sabido que las posturas
globales influyen en la percepción y aceptación de los argumentos. Pero ese es un problema
general en toda cuestión profunda, y una de las tareas fundamentales de la hermenéutica
consiste justamente en habilitar los instrumentos que permitan asumir críticamente los propios
prejuicios, la propia precomprensión, evitando que impidan el diálogo real, tanto con los demás
como con la cosa misma).
Por eso hoy se impone dividir el problema en dos pasos fundamentales para los que he propuesto
los nombres de ponerología y pisteodicea. La primera (del griego ponerós, «malo») se ocupa del
problema del mal en sí mismo: sus causas, sus condiciones de posibilidad y sus consecuencias para
la propia concepción del mundo. La segunda (del griego pistis, «fe» y dikaioo, «justificar») trata de
legitimar la propia fe, entendida en el sentido amplio de visión de la existencia en cuanto
respuesta al problema del mal. En este sentido es tan fe una visión atea como una creyente, y
cada una deberá, positivamente, dar las razones en que se apoya y, negativamente, mostrar su
coherencia frente a las objeciones, si bien aquí nos centraremos en la pisteodicea cristiana.
La primera grande y común pregunta es la clásica unde malum?, «¿de dónde viene el mal?»; o
mejor, ¿por qué hay mal en el mundo? De la respuesta a la misma depende decisivamente la
postura que se adopte ante el problema. Por eso es preciso insistir en que debe ser planteada por
sí misma, previamente —al menos con previedad estructural y de principio—a toda respuesta
cosmovisional, es decir, a toda fe, religiosa o atea. En un ambiente secular esto debiera resultar
obvio, y sólo la inercia de los planteamientos tradicionales —que la sitúan inmediatamente en el
campo de la religión— puede seguir ocultándolo, con la consecuencia fatal de cortocircuitar el
problema, deformándolo en polémica religiosa, sea para la defensa o el ataque. La polémica
podrá tener sentido, ciertamente, pero sólo después, como contraste entre las diversas
respuestas, es decir, en el nivel de la pisteodicea.
Esto ha cambiado radicalmente. Para la cultura moderna las diversas realidades se entrelazan en
una cadena del ser, cuyos nexos causales son estrictamente intramundanos. De hecho, hoy se
acepta de manera prácticamente unánime que, a este nivel, la pregunta por el origen del mal
remite al mismo mundo: dado cómo es y cómo funciona, resulta imposible que en él no se
produzcan desgarrones y conflictos, al nivel tanto de la historia natural (recuérdese a Teilhard)
como de la humana. El mal es inevitable en el mundo tal como se nos presenta y lo conocemos.
Queda, con todo, una segunda pregunta: que el mal resulte inevitable en este mundo, ¿significa
que lo sea en cualquier mundo? ¿No sería posible un mundo distinto, constituido de tal modo que
en él no se diesen conflictos, rupturas, crímenes y sufrimiento: un mundo sin mal? Aquí está, sin
duda, el núcleo más firme del problema. Lo curioso es que esta pregunta apenas se plantea de
manera expresa; con lo cual, muchas veces sin advertirlo siquiera, se da por supuesta la respuesta
afirmativa. La prueba es que ante cualquier cuestionamiento, se reacciona de ordinario
rechazándolo con la viveza y la seguridad de lo obvio.
Y de hecho, es así para la imaginación. Para ella es posible el paraíso. Se lo han contado siempre
los mitos de las religiones, empezando por la misma Biblia, se lo prometen a cada paso los sueños
de la utopía y se lo confirman continuamente los deseos de omnipotencia infantil, tan reacios,
como enseña Freud, a ser curados por el austero principio de realidad.
Pero de lo que se trata es de ver si eso que es imaginable resulta también pensable. Porque
entonces la cosa cambia. Es claro que si la aparición del mal dependiese de alguna cualidad
particular de este mundo conocido, siempre cabría pensar en un mundo sin esa cualidad y, por lo
tanto, sin mal. Pero la profundidad, variedad y universalidad del mal condena al fracaso toda
explicación por una cualidad particular. La genialidad de Leibniz consistió precisamente en
apuntar a una raíz universal, inherente al mundo como tal: «a la imperfección originaria de la
creatura», es decir, dicho en lenguaje secularizado, a la limitación y finitud de las realidades
mundanas.
En efecto, si la raíz del mal está en la finitud, dado que cualquier mundo que pueda existir será
necesariamente finito, resulta imposible pensar un mundo sin mal. Sea cual sea un mundo
distinto, los elementos de que se constituya y los modos de su articulación serán distintos; pero,
siendo limitados, estarán expuestos igualmente al choque y al desajuste, al fallo y al sufrimiento.
En la hipótesis de que exista vida en otros mundos, no sabemos cómo serán sus problemas, sus
enfermedades o sus conflictos; pero podemos estar seguros de que los tendrán: serán
seguramente diferentes en su forma y en su calidad a los que nosotros conocemos, pero llevarán
igualmente la marca de lo que no debería ser. Habrá mal en ellos.
Pero acaso resulte más fácil verlo, partiendo del ejemplo lineal y sencillo que ofrece la expresión
círculo-cuadrado. ¿Por qué aparece absurda ya a primera vista? La respuesta es clara: porque una
cosa contradice la otra; si es círculo, no puede ser cuadrado, y viceversa. Pero cabe dar un paso
más: ¿dónde está el fundamento de la contradicción? Evidentemente, en el carácter limitado,
finito, de toda figura como tal. Ser una figura determinada implica necesariamente no ser otra:
tener la perfección del círculo significa intrínsecamente no poder tener la del cuadrado, y
viceversa. Se pueden juntar, ciertamente, las palabras y hablar de círculo-cuadrado o de triángulo-
cuadrangular.. pero no se dice nada.
Pues bien, dado que la raíz fundamental de la incompatibilidad intrínseca está en la finitud, eso
mismo vale con idéntica fuerza –aunque a menudo no resulte tan claramente visible como en las
figuras geométricas– para cualquier realidad finita. Ser una cosa implica no ser otra; y tener una
cualidad supone carecer de la contraria. Ser hombre implica no ser mujer, y viceversa. El alto
carece por fuerza de las cualidades del bajo; la belleza rubia tiene sus ventajas, pero no puede al
mismo tiempo tener la gracia de la morena; el tiempo dedicado al estudio hay que robárselo al
trabajo manual...
Pasando de una consideración estática a otra dinámica, aparecen con más fuerza las
consecuencias. Donde está un ser finito no puede estar otro; y lo que él come no puede comerlo
el vecino (recuérdese el problema de la violencia mimética, tan bien analizado por René Girard).
Más grave todavía: si vive, tiene que emplear energías, lo cual supone la destrucción de otros
seres..., que al final acaban siendo otros seres vivos. Hay algo de trágico en la necesidad interna
de la vida: mors tua, vita mea, «tu muerte es mi vida». Ni el jainista más rígido –llegan a barrer
ante sí el suelo al caminar para no pisar insectos– ni el vegetariano más consecuente pueden
librarse de esta ley tremenda: tampoco ellos pueden vivir sin destruir vida vegetal... e incluso
animal (a miríadas, si atendemos a los microorganismos).
Y adviértase que de esta ley no se excluye la libertad; más bien, acaso ella permita comprenderlo
mejor: una libertad finita –limitada en su conocimiento de las circunstancias y en su fuerza ante el
tirón de las distintas opciones– está inevitablemente expuesta al fallo y al fracaso. Ya los mismos
Padres de la Iglesia habían comprendido que no era posible crear una libertad impecable, y la
experiencia lo demuestra cada día.
Las consideraciones deberían seguramente alargarse mucho más, pero pueden bastar para allanar
el camino a la intuición fundamental: que lo finito no puede ser perfecto. La finitud es siempre
perfección a costa de otra perfección: perfección imperfecta, por definición. No sólo es carencial,
sino que de manera inevitable tiene las puertas y ventanas abiertas a la irrupción del fracaso, de la
disfunción y de la tragedia: del mal.
a) La primera se refiere a una objeción: el mal es inevitable, pero ¿por qué tanto mal? ¿No hay
demasiado? Emotivamente la pregunta impresiona y debe ser tomada en serio. Pero
intelectualmente no tiene tanta fuerza: ¿demasiado respecto de qué? El mal siempre es excesivo
e injustificable: por mínimo que fuese, la pregunta siempre sería la misma. Como observa John
Hick, si se eliminase el cáncer, «algo distinto pasaría al rango de peor forma de mal natural», y,
eliminada esta, otra la sustituiría, hasta que el mundo quedase totalmente libre de mal..., pero ya
queda visto que eso es imposible. En realidad, esta pregunta resulta afín a la del mejor de los
mundos posibles: carecen de sentido, porque la finitud impide establecer lógicamente los límites
de lo peor y de lo mejor.
b) La segunda observación es positiva y más importante: que el mal sea inevitable en la realidad
finita, no significa que esta sea mala: significa tan solo que es buena, pero no de modo total y
acabado; es buena-afectada-por-el-mal, pues tiene que contar con su mordedura, irse realizando
en lucha contra él, sin lograr nunca la victoria plena y sin poder, siquiera, excluir la posibilidad y,
en muchos aspectos, la seguridad del fracaso. (Por eso he evitado la expresión mal metafísico,
usada por Leibniz: la finitud no es un mal, sino sólo su condición de posibilidad; en la realidad
existen únicamente el mal físico y el mal moral, según que nazcan o no de la libertad).
III. La «pisteodicea», justificación de la «fe»
La única pregunta correcta es previa a ese tipo de cuestiones y, como queda dicho, afecta a todo
hombre y mujer con independencia de su creencia o no creencia: si el mundo es inevitablemente
así, mordido hasta las entrañas por el mal, ¿qué sentido tiene la existencia y, por consiguiente,
qué actitud tomar ante él, qué tipo de concepción puede ayudar a afrontarlo del modo más
coherente y vivible? En definitiva y en esta perspectiva, creyente es aquella persona que ante
tales cuestiones llega a la conclusión de que la mejor explicación para este mundo es Dios, pues, a
pesar de todo, él hace posible afrontar la existencia con sentido y vivirla con esperanza. Y no-
creyente, por el contrario, aquella que llega a la conclusión opuesta: no ve necesaria esa
explicación y busca otros modos de conferir sentido a su vida, o simplemente se resigna a
proclamarla absurda.
Lo decisivo es comprender que cada postura tiene que hacerse cargo de sus razones. En rigor
debería hacerlo en dos pasos estructuralmente distintos: 1) elaborar la propia fundamentación, es
decir, mostrar cómo la explicación en que se apoya es la que mejor permite comprender un
mundo así constituido; y 2) defender su coherencia, es decir, responder en diálogo a las
objeciones de la postura contraria. En general, ambos pasos andan muy mezclados, porque las
cuestiones se heredan de la historia, y porque, además, lo normal es que esta en concreto se
afronta ya desde una postura previamente tomada (se cree o no se cree en Dios por otras razones
y luego se afronta el problema del mal).
Eso no tiene por qué constituir un obstáculo insuperable, pues siempre cabe —es lo que estas
reflexiones están intentando— un esclarecimiento crítico que reconstruya metódicamente el
proceso, para tomar una postura responsable ante él. Al menos debiera servir para superar el
afecto polémico con que ha llegado hasta nosotros, pues ya es hora de comprender que
contentarse con atacar o rebatir al adversario para nada soluciona el propio problema. Lo único
que en definitiva importa, es que cada uno encuentre el mejor modo de responder a esta
pregunta fundamental y decisiva, que a todos afecta de manera irremediable. Respecto de los
demás, es obvio que lo que conviene no es la polémica sino el diálogo.
Dada la índole de este artículo, aquí interesa ante todo concentrarse en el segundo paso: mostrar
la coherencia de la postura creyente y sacar las consecuencias para una mejor vivencia de la fe. No
cabe, pues, demorarse en el intento de mostrar cómo también desde el mal es posible, a pesar de
todo, concluir la existencia de Dios: si malum est, Deus est. (Esto sólo es extraño a primera vista.
En realidad, todas las pruebas de la existencia de Dios tienen algo que ver con el mal, pues, en
definitiva, recurren a la contingencia —a la finitud—; algunas, y no las menos débiles hoy, lo
hacen de manera expresa, en cuanto que se remiten al problema de las víctimas poniendo en
juego la memoria anamnética). Aun así, cabe afirmar que, tomado en serio, el nuevo
planteamiento implica una remodelación radical en aspectos muy sensibles, y tal vez decisivos,
para una fe que quiera vivirse en las circunstancias actuales.
2. EL DIOS DE LA «PISTEODICEA CRISTIANA». Empezando ya por el enfoque fundamental de la
concepción de Dios en su relación con el mundo. Ante el sufrimiento o la desgracia, el
presupuesto ordinario llevaba espontáneamente a preguntar a Dios por qué lo manda, lo
consiente o no lo remedia; en definitiva, a preguntarle por qué ha hecho un mundo en el que
existe el mal. Ahora, en cambio, aparece lo absurdo de tal pregunta: sería como preguntarle por
qué no ha hecho círculos-cuadrados. La única pregunta con sentido sólo puede ser esta: ¿por qué,
sabiendo que, si creaba el mundo, este estaría expuesto a los horrores del mal, Dios lo creó a
pesar de todo?
Con lo cual no desaparecen, ciertamente, ni el mal ni las tremendas cuestiones que suscita. Pero
se ha producido un cambio decisivo en ellas: quedan rotos los tópicos en que llegan envueltas,
para examinarlas a otra luz y ahondarlas en una nueva dirección. Si Dios es amor, si lo definitivo
que hemos ido descubriendo en la larga marcha de la Revelación es su total entrega salvadora, la
única respuesta correcta sólo puede ser que ha creado el mundo porque a pesar de todo –a pesar
del mal– valía la pena. Pero entonces el mal queda desplazado al otro lado de Dios: como lo que él
no quiere, como lo que se opone a la plenitud de su creación, como aquello contra lo que lucha.
En una palabra, Dios aparece así como el Anti-mal por definición.
Lectura simbólica, ciertamente, pero que pone al descubierto la dinámica más íntima y auténtica
de la experiencia bíblica: Dios crea por amor; al hacerlo, crea necesariamente lo distinto de sí: un
mundo finito; este no es posible sin que en él aparezca también el mal, con todo lo que comporta
de sufrimiento, culpa y angustia. Pero Dios se vuelca con todo su ser y su bondad para ayudarnos
en la lucha, como se revela de manera plena en Jesús; y, al final, nos asegura la salvación plena y
definitiva, que coincide con la realización de su proyecto: el paraíso es verdad, pero al final (como
dice la teología actual, la protología es la escatología: lo que se anuncia al principio es lo que
sucederá al final).
De hecho, en el destino de Jesús se revela muy bien, por un lado, el carácter inevitable del mal: ni
siquiera para él, como ser histórico y finito, fue evitable; por otro, como parábola de Dios, lo
muestra como el Antimal, siempre a nuestro lado contra el sufrimiento físico y la angustia moral.
Lo cual, por cierto, nos recuerda dos cosas fundamentales. Primera, que cualquier aclaración
teórica del mal sólo tiene legitimidad en cuanto fundamenta una praxis activa contra él. Segunda,
que no existe un mal absoluto, ni siquiera el de la muerte, y que por lo mismo, incluso en la
denota empírica (esta es la gran lección de la cruz) se puede vivir en la confianza de que Dios está
siempre ayudando a ordenar las cosas para bien (cf Rom 8,28) y en la esperanza de la victoria
definitiva (esta es la gran luz de la resurrección).
Esta visión está pidiendo con urgencia constituirse en lo que cabría llamar la educación
sentimental de todo cristianismo auténtico: jamás situar a Dios al otro lado de nuestra felicidad,
como el que permite, consiente o manda el mal; sino siempre verlo con nosotros, el primero en
compadecerse de nuestro sufrimiento, sintiéndolo como propio y volcado en nuestra ayuda.
«¿Olvida la madre a su hijo pequeño? ¿Olvida ella mostrar su ternura al hijo de sus entrañas?
¡Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré!» (Is 49,14-15). Los cristianos no deberíamos cejar
en el empeño de reconvertir la fe, hasta comprender y vivenciar espontáneamente que Dios es el
primer interesado en luchar contra el mal y que está mucho más empeñado en nuestro bien que
nosotros mismos.
Claro está que afirmación tan magnífica e increíble obliga a romper hábitos por desgracia muy
inveterados; y, sobre todo, pide asegurar su coherencia, respondiendo a las posibles objeciones.
Dos son las que se presentan con mayor frecuencia y espontaneidad.
b) La segunda se refiere a que de ese modo parece negarse la omnipotencia divina. Pero un
mínimo de atención muestra exactamente lo contrario: la nueva visión rompe el dilema de
Epicuro. Sólo el prejuicio anterior, al no caer en la cuenta del carácter inevitable del mal, obligaba
a elegir entre la bondad y la omnipotencia. Una vez superado, esa necesidad se revela como una
trampa del lenguaje: no debe decirse Dios no puede hacer un mundo-sin-mal, sino que este es
imposible. Es decir, no se afirma que haya algo que Dios no pueda hacer, sino que eso que parecía
algo es nada: Dios no deja de ser omnipotente, porque no haga círculos-cuadrados. O lo que es lo
mismo: no se está negando un poder en Dios, sino señalando una incapacidad en la creatura. Que
una madre buena y docta no pueda enseñar trigonometría a su hijito de seis meses, ni niega, su
amor ni merma su sabiduría; simplemente enuncia una incapacidad del niño. En definitiva, al
afirmar que un mundo-sin-mal es imposible, para nada se habla de una impotencia de Dios, sino
de que, como diría Zubiri, el ser-finito del mundo «no da más de sí».
Lo cual es más importante de lo que puede creerse a simple vista. La teología actual hace muy
bien en reaccionar contra la idea de un dios-apático e impasible. Incluso hay que admitir una
cierta responsabilidad de Dios en el mal, en cuanto a que este no aparecería, si él no hubiese
creado el mundo. Pero puesto que lo ha creado, y no por egoísmo sino por amor, hemos de
pensar —hablemos así humanamente— que lo ha hecho de manera responsable, sabiendo que
podía remediarlo. Por eso hay que tener cuidado cuando se exagera y se habla de la impotencia
de Dios. Como advierte X. Tilliette, ese tipo de afirmaciones «parte de una intención
conmovedora, pero de una reflexión rápida», puesto que «es preciso saber a qué se expone un
antropomorfismo que a la miseria del hombre añade la impotencia de Dios» 3. Volveremos al final
sobre esto.
a) Empezando por la visión del pecado original, que en sus versiones vulgares puede oscurecer
casi hasta lo monstruoso la idea de Dios, presentándolo como alguien que por la culpa de unos
padres primitivos castigaría por siglos de siglos a miles de millones de descendientes. Desde la
presente perspectiva, en cambio, no se pierde la intuición fundamental: la inherencia inevitable
del mal a la creatura finita y su impotencia para salvarse por sí misma. Pero ahora Dios no aparece
como el que castiga, sino, al contrario, como aquel que desde el principio lucha a nuestro lado
para ir superando sus consecuencias: «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom
5,20).
b) Algo parecido habría que decir acerca del demonio, que puede convertirse en un sucedáneo —a
veces ridículo, a veces patético— del dualismo teológico (dios-malo frente a dios-bueno), que no
sólo afrenta la verdadera soberanía de Dios, sino que infantiliza en gran parte la concepción de la
lucha humana contra el mal. Como símbolo, ayuda —o pudo ayudar– a comprender la fuerza del
mal y el carácter a veces terrible e incomprensiblemente concreto de sus manifestaciones; como
solución al problema, es totalmente ineficaz, pues siempre quedaría la pregunta: ¿quién tentó al
tentador? (En este sentido, ni siquiera es de recibo la especulación gnostizante de K. Barth acerca
del mal como la nadidad —das Nichtige—, un extraño y oscuro poder, que no es propiamente,
pero que se opone a Dios).
c) Muy unido a estos está el grave problema planteado por la idea de castigo en general y por la
del infierno en particular. Tal como demasiadas veces se explican, deforman el corazón mismo del
Dios bíblico, a quien ya Oseas llegó a intuir como incapaz de castigar, justo «porque yo soy Dios,
no un hombre» (Os 11,8-9), que Jesús describió como Abba que perdona sin límite ni condición
(parábola del hijo pródigo), hasta el punto de que Pablo lo define como «el que absuelve» (cf Rom
8,33). Por eso el infierno, sea lo que sea lo que esa expresión quiere decir, sólo puede ser
comprendido ante todo como una tragedia para Dios (H. U. von Balthasar), siempre dispuesto a
salvar todo lo salvable4.
d) Delicado, por otros motivos, es también el tema del milagro. Seguir hablando de él como
recurso contra el mal implica, en definitiva, que este existe porque Dios lo quiere o lo consiente.
Lo cual induce de manera inevitable la imagen del dios-tacaño –si puede curar algunos enfermos,
¿por qué no los cura a todos?– y, casi peor, arbitrario: ¿por qué a unos sí y a otros no? En un
mundo tan sensible a la justicia y tan alérgico a todo tipo de favoritismo, tales ideas pueden
resultar mortales para la fe de muchos. A poco que se observe, sólo la inercia tradicional o la
persistencia de una lectura fundamentalista de la Biblia, sobre todo de los milagros de Jesús –por
lo demás ya largamente superada por la exégesis–, puede seguir manteniendo este tipo de
discursos y alimentando sus fantasmas.
e) Íntimamente ligado a este problema está el de la oración de petición. Ante un Dios entregado
sin reservas, empeñado contra el mal a favor de su creatura y siempre incitándola, potenciándola
y atrayéndola hacia el bien, carece de sentido el pedir y suplicar; más todavía cuando se hace con
un vocabulario y una insistencia que hieren cualquier sensibilidad medianamente alertada (a qué
instancia oficial, no digamos ya a qué amigo y menos a qué padre, se dirige alguien hoy con un
«escucha y ten piedad»). Con independencia de la intención subjetiva del orante, la petición
presupone la desconfianza en un dios-reticente y en definitiva tacaño (pues nada le costaría
concederlo todo).
Sólo la fuerza de prejuicios inveterados y el miedo a una remodelación consecuente parecen
explicar la resistencia, y aun una especie de violencia, con que muchos acogen esta propuesta.
Cuando es obvio que nada subraya más la grandeza increíble del amor de Dios, que siempre está
ya haciendo todo lo posible por librarnos del mal. La inevitabilidad estructural hace que no
siempre resulte posible el remedio; pero es claro que, de faltar algo que se pueda hacer, no será
el interés de Dios, sino nuestra colaboración. El hambre en el mundo podrá ser irremediable en
algunos casos; pero allí donde es posible el remedio resulta objetivamente blasfemo atribuirlo a
que Dios «no escucha ni tiene piedad» 5.
Cabría continuar con más aplicaciones. Pero las insinuadas bastan para ver qué profunda y, en
definitiva, qué maravillosa puede ser la remodelación que a la fe se le ofrece en esta perspectiva.
Algo que, paradójicamente, puede confirmarse con el examen de un último punto, que, por un
lado, constituye la objeción más formidable contra el principio fundamental de todo este
planteamiento y, por otro, puede abrir la respuesta más gloriosa a todo el problema.
4. DIOS «QUIERE Y PUEDE» EVITAR EL MAL. Llega, en efecto, el momento de afrontar una objeción
que parece insoluble y que seguramente habrá saltado ya a la mente de más de un lector: la que
nace de la fe en la salvación definitiva. En efecto, parece que la finitud no hace inevitable el mal,
porque en ese caso o la salvación es imposible o los bienaventurados dejan de ser finitos. Es obvio
que no cabe esperar una respuesta evidente, sino únicamente indicaciones que sean suficientes
para liberar de la contradicción e insinuar de algún modo el camino de una cierta coherencia.
En primer lugar, hay que advertir que este es el único lugar legítimo de la objeción; no antes, en la
ponerología. La bienaventuranza o salvación escatológica pertenece a la respuesta religiosa y, por
tanto, presupone la fe. No es un dato obvio del que se parte para poner en cuestión una evidencia
filosófica, sino, por el contrario, un misterio al que se llega y que es más bien él mismo el que
tiene que tantear difícil y oscuramente en busca de su posible inteligibilidad. Pero, entiéndase
bien, es un misterio en sí mismo, es decir, para cualquier interpretación, no sólo para la propuesta
hasta aquí. Para mayor claridad, conviene distinguir dos aspectos: ¿por qué Dios no nos ha creado
ya en la salvación final?; y ¿cómo es posible esa salvación, dada la finitud?
a) Curiosamente, la respuesta inicial a la primera pregunta se remonta ya a san Ireneo. Ante una
cuestión afín —¿por qué tardó tanto la venida del Salvador?— responde con la necesaria
mediación del tiempo en la constitución de la realidad finita. Lo que es posible al final no siempre
lo es al principio: la madre, por mucho cariño que ponga, no puede dar carne al niño de pecho
(Adv. Haer. IV, 38, 1). Esto tiene una consecuencia decisiva: cuando se piensa en toda su
radicalidad que la persona es lo que ella se hace, lo que llega a ser en el lento y libre madurar de
su propia historia, se intuye la imposibilidad de que pueda ser creada no ya en la plenitud de la
gloria, sino simplemente como consciente y adulta. Un hombre y una mujer, creados adultos de
repente, constituidos de golpe en la claridad de la conciencia, no serían ellos mismos, sino algo
fantasmal: auténticos aparecidos sin consistencia incluso para sí mismos. Serían una
contradicción.
La cultura moderna, con su énfasis en la libertad, ha hecho esto evidente. Más impresionante es
ver que, ya mucho antes, no sólo Ireneo sino «la gran tradición, desde el comienzo de la patrística
hasta Tomás y mucho más acá de él», negó la posibilidad de que Dios pudiera crear una libertad
finita y ya perfecta. El tiempo de la historia, pues, no es una opción de Dios, que podría habernos
creado felices pero no quiso, sea para someternos a una prueba sea por cualquier otra finalidad.
Es simplemente la necesidad intrínseca de nuestra constitución como seres finitos: o somos así o
no podemos ser en absoluto. En una palabra, si Dios actuando por amor, y por lo tanto
exclusivamente para nuestra felicidad, no nos ha creado ya completamente felices, es
sencillamente porque no era posible.
b) Pero entonces surge la segunda pregunta: en estas condiciones ¿resulta concebible una
salvación perfecta? Es claro que aquí nos acercamos a las últimas estribaciones de la razón, allí
donde esta, en el seno de la experiencia religiosa, acaba acogiendo intuiciones que la sobrepasan
hacia el misterio. Son intuiciones que nacen en ella, pues de otro modo no tendrían nada de
humano ni comunicarían significado alguno; pero que la obligan a ampliarse hacia lo, en definitiva,
incomprensible. Lo que cabe esperar es tan solo señalar aquellos rasgos que impiden la
contradicción y apoyan su peculiar inteligibilidad. En concreto, aquí cabe señalar dos.
El primero nace en cierto modo de la misma dificultad, pues se apoya en el carácter dinámico de
la libertad. Ese carácter, que le impone la necesidad de que se construya a sí misma a través de
una historia inevitablemente expuesta al fallo y la deficiencia, la descubre también como
aspiración infinita, insaturable con nada limitado, abierta a la plenitud sin fisuras (algo que han
visto muy bien el idealismo, Blondel y el tomismo trascendental). La persona aparece así en una
tensión única y peculiarísima, que cualifica la dinámica de su finitud hasta introducirla de algún
modo en el ámbito de la infinitud. Remitiéndose a santo Tomás, B. Welte habla a este respecto de
infinitud finita (endliche Unendlichkeit).
Cabe todavía un paso más, apoyado en la experiencia del amor como comunión personal, es decir,
justamente en la más alta y más íntima de las experiencias humanas. En ella, por la maravilla única
de la «reciprocidad de las conciencias» (Nédoncelle), se opera una especie de trasvase de
identidades: todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío. Hegel, a quien el tema preocupó desde la
juventud, abrió la profundidad abisal de esta experiencia: «Porque el amor es un diferenciar entre
dos que, empero, no son simplemente diferentes entre sí. El amor es la conciencia y sentimiento
de la identidad de estos dos, de existir fuera de mí y en el otro: yo no poseo mi autoconciencia en
mí, sino en el otro; pero este otro..., en la medida en que él a su vez está fuera de sí, no tiene su
autoconciencia sino en mí, y ambos no somos sino esta conciencia de estar fuera de nosotros y de
identificarnos, somos esta intuición, sentimiento y saber de la unidad» 6.
Hegel no ha hecho, que yo sepa, una aplicación expresa a nuestro problema concreto. Pero, de
manera asombrosa, la había hecho ya san Juan de la Cruz, un místico especulativamente tan
cauto, eso que habla todavía de la experiencia en esta vida. No sólo dice que al darse Dios al alma,
«en cierta manera es ella Dios por participación» y que, por ello, «la voluntad de los dos es una»,
sino que va más allá hasta lo inaudito: puesto que «verdaderamente Dios es suyo», ella «está
dando Dios al mismo Dios en Dios, y es verdadera y entera dádiva del alma a Dios»7.
Verdaderamente, la reflexión toca aquí las últimas estribaciones del ser, allí donde, como
subrayaron un Plotino o un Schelling, ya sólo en el «éxtasis de la razón» es posible algún atisbo.
Pero de alguna manera intuimos que el amor de Dios puede realizar lo en apariencia imposible:
una cierta infinitización de la persona finita, pues en la gloria ella puede decir: «todo lo de Dios es
mío». Algo que únicamente es pensable por el amor de Dios en la intimidad única de la relación
Creador-creatura, donde la diferencia es al mismo tiempo la identidad del non-aliud (Cusa). Y
además se comprende mejor cómo, al revés de lo que sucede en la hipótesis imposible de una
creación en estado perfecto, no hay alienación de ningún tipo: lo que de ese modo se da es una
potenciación inaudita de la propia identidad, y, por tanto, de la propia libertad, porque de ese
modo la persona es plenificada desde aquello que libremente ella ha escogido ser.
Al final aparece, pues, que lo que un mal uso del lenguaje —por adelantar a las condiciones de la
historia lo que sólo será posible en su superación—convertía en contradicción que hacía peligrar o
la grandeza o la bondad de Dios, se revela como la gran verdad de la superación del mal: Dios
puede y quiere vencer el mal. Solo que su amor tiene que soportar —por nosotros y con
nosotros— la paciencia de la historia. Esta resulta muchas veces dura y terrible, pero desde la fe
aparece ya iluminada por la gran victoria final, pues entonces ya «no habrá más muerte, ni luto, ni
llanto, ni pena» (Ap 21,4), «Dios [será] todo en todas las cosas» (1Cor 15,28).
Para terminar, vale la pena reproducir entero el dilema de Epicuro, más rico y profundo de lo que
sus formas simplificadas dejan intuir: «O Dios quiere quitar el mal del mundo, pero no puede; o
puede, pero no lo quiere quitar; o no puede ni quiere; o puede y quiere. Si quiere y no puede, es
impotente; si puede y no quiere, no nos ama; si no quiere ni puede, no es el Dios bueno y,
además, es impotente; si puede y quiere —y esto es lo más seguro—, entonces ¿de dónde viene
el mal real y por qué no lo elimina?» 8. Como se ve, intuye la solución —puede y quiere—, pero sus
dioses, desentendidos en el cielo de la suerte de los humanos, no le permitieron quebrar
definitivamente el aguijón de la pregunta: ¿por qué no lo elimina? Esa última claridad parece que
estaba reservada a la luz que refulge en la resurrección de Cristo.
NOTAS: 1. J. P. JOSSUA, ¿Repensar a Dios después de Auschwitz?, Razón y Fe 233 (1996) 65-73; lo mismo hace J. M. R. TILLARD,
Sommesnous les derniers chrétiens?, Esprit et Vie 106 (1996) 660-666. — 2 G. LANGENHORST, Hiob, unser Zeitgenosse, Mainz
1994. — 3. Aporétique du mal et de la espérance, en M. OLIVETTI (dir.), Teodicea oggi?, Archivio di filosofía 56 (1988) 431. Metz
hace la misma advertencia en El clamor de la tierra, Verbo Divino, Estella 1996, 20-21 (cf pp. 19-23); J. B. METZ-E. WIESEL,
4
Esperar a pesar de todo, Trotta, Madrid 1996, 61-64. — Cf A. TORRES QUEIRUGA, ¿Qué queremos decir cuando decimos
«infierno»?, Sal Terrae, Santander 1995. — 5 Tema hoy crucial: cf ID, Recuperar la creación: por una religión humanizadora, Sal
6
Terrae, Santander 1997, 247-295. - Lecciones sobre filosofía de la religión II, Alianza, Madrid 1987, 192. — 7. Llama de amor
viva III, 78; Vida y Obras completas, BAC, Madrid 1964, 913. — 8. GIGON O. (ed.), Epicurus, Zurich 1949, 80.
BIBL.: CARDONA C., Metafísica del bien y del mal, Eunsa, Pamplona 1987; ESTRADA J. A., La imposible teodicea, Trotta, Madrid
1997; HAAG H., El problema del mal, Herder, Barcelona 1981; HÁFNER H. Y OTROS, Realitat und Wirksamkeit des Bósen, Echter-
2
Verlay, Winzburg 1965; HICK J., Evil and the God of Love, Ha-per & Row, Nueva York-Londres 1978 ; JOSSUA J. P., Discours
chrétiens et scandale du mal, Chalet, Malakoff-París 1979; JOURNET CH., El mal, Madrid 1965; NEMo P., Job y el exceso de mal,
Caparrós, Madrid 1995; PÉREZ Ruiz F., Metafísica del mal, Univ. Pont. Comillas, Madrid 1982; RICOEUR P., Finitud y culpabilidad,
2 vols., Taurus, Madrid 1970; Le mal: en défi á la philosophie et á la théologie, Lectures 3, París 1994, 211-233; ROMERALES E., El
problema del mal, Universidad Autónoma, Madrid 1995; SERTILLANGES A. G., Le probléme du mal, 2 vols., París 1942-1952;
TORRES QUEIRUGA A., Replanteamiento actual de la teodicea: Secularización del mal, «Ponerología», «Pisteodicea», en FRAIJÓ
M.-MASiá J. (eds.), Cristianismo e Ilustración, Univ. Pont. Comillas, Madrid 1995, 241-292.
MARÍA
SUMARIO: 1. María en la conciencia actual del cristianismo. II. María en la Biblia: 1. Trasfondo del
Antiguo Testamento en la figura de María; 2. María en los evangelios; 3. María en Gál 4 y en Ap
12. III. María en el dogma católico. IV. María en la catequesis: 1. Criterios generales; 2. Criterios
diferenciales.
Estas manifestaciones del pluralismo interpretativo que acompaña la figura de María es ambiguo.
Por un lado, es indudable su potencial riqueza. Por otro, no puede menos de suscitar desconcierto
en algunos sectores. Esta desorientación tiene unas consecuencias. Por una parte, crece la
distancia entre la figura bíblica de María y el símbolo. No resulta sencillo abordar con seriedad
este fenómeno. En este mismo sentido, se nota cada vez más la distancia que media entre el
lenguaje del dogma y el de la cultura (la cultura occidental y mediterránea) y, con ello, estamos
tocando de plano la problemática de la inculturación. Por otra parte, se constata una pérdida de
relevancia de la figura de María y de sus raíces bíblicas para dos grupos importantes, los jóvenes y
las mujeres.
Con esta panorámica de fondo, es lógico que nos preguntemos cómo podemos y debemos
abordar la catequesis sobre María. Mi propuesta general es sencilla: recuperar las raíces bíblicas
de la figura e importancia de María para la fe cristiana católica y procurar que no se separen tales
raíces de la comprensión y formulación dogmática. Junto a todo ello, es evidente que necesitamos
inculturar el símbolo en que se ha convertido María. En este sentido seguiremos encontrando
algunos escollos muy concretos.
Es preciso que revisemos algunos elementos del Antiguo Testamento para pasar, enseguida, a
centrarnos en aquellos textos del Nuevo en donde encontramos a María.
Abordaremos tres grandes elementos del Antiguo Testamento que no debe olvidar una catequesis
sobre María: figuras, esquemas antropológicos y literarios y trasfondo cultural y teológico.
a) Entre las figuras relevantes para una adecuada comprensión evangélica de María destaca, en
primer lugar, el personaje de Eva. Ella es la primera mujer bíblica situada en los comienzos de la
historia: principio de humanidad por excelencia. Según Gén 2-3, Eva es la iniciadora del
conocimiento experiencial que hace a los humanos semejantes a Dios (cf Gén 3,6-7.22), es
portadora del don de la vida recibida de Dios y está llamada a ser co-creadora con él suscitando
esa vida a su descendencia. Eva es, por tanto, principio de humanidad y colaboradora en el plan
de la creación del mismo Dios. En el trasfondo del relato de la vocación de María y anunciación del
nacimiento de Jesús (cf Lc 1,26-38), así como en la forma en que Jesús trata a María en el cuarto
evangelio, al llamarla mujer (cf Jn 2,1-12; 19,25-27), se evoca la figura de Eva.
Abrahán, por su parte, interpretado como padre de la fe del pueblo elegido, se recorta en el
trasfondo del tratamiento que da Lucas a la figura de María, dichosa tú que has creído —en
palabras de su prima Isabel— (Lc 1,45), madre de la fe del nuevo pueblo inaugurado por Jesús. En
el relato que Mateo hace de la huida a Egipto se adivinan personajes del Antiguo Testamento,
como las mujeres de Ex 1-2 que, de diferentes maneras, hacen posible, con decisión y riesgo, la
liberación de Moisés de la amenaza de muerte y, con él, la liberación de todo el pueblo. La figura
de Ana, la madre de Samuel, como aquella que canta al Dios que la ha escuchado en su pequeñez
y su aflicción y le ha concedido un futuro, se recorta sobre el himno del magníficat que Lucas pone
en boca de María.
Personajes como Judit y Ester son evocados en la interpretación global que los evangelios hacen
de María, ya que esta, como aquellas, contribuye activamente a un nuevo nacimiento del pueblo
elegido. Judit y Ester salvan al pueblo del peligro inminente de la derrota y la muerte. De este
modo, se convierten en madres simbólicas de ese pueblo por haber contribuido eficazmente a un
renacimiento. Pero también podrían establecerse relaciones fecundas entre María y algunos de
los profetas del Antiguo Testamento, entre la actividad de los sabios, como deja entrever Lucas en
anotaciones del narrador al decir que ella guardaba todas estas cosas, meditándolas en su
corazón (Le 2,19.51).
Otro ejemplo es el esquema antropológico básico del éxodo: salir (de Egipto), atravesar (el
desierto) y entrar (en la tierra), propio del nacer (salir del vientre materno), vivir (atravesar la vida)
y morir (entrar en la tierra-tumba o en el cielo o en otra vida...). Este esquema se percibe en el
trasfondo del relato de Mateo de la huida a Egipto (Mt 2,13-23). La madre y el niño (que siempre
aparecen unidos en los relatos de infancia de Mt) representan al pueblo amenazado, pobre y
marginado, pero también aparecen como parte de ese pueblo que pasa por la experiencia de la
huida y el exilio.
c) Con relación al trasfondo cultural y teológico, los relatos evangélicos muestran la figura de
María en una doble dimensión. Por una parte, ella no deja de estar presentada según los
esquemas culturales convencionales con respecto a las mujeres, pero, a la vez, los narradores
evangélicos dejan percibir a lectoras y lectores la fuerza contracultural de algunos datos que
relativizan los primeros. Pongamos como ejemplo los procesos reproductivos y el papel de la
mujer en ellos, tal como se entendían en la cultura israelita del tiempo de Jesús. Según tales
concepciones, el único que engendra es el varón, porque es el único que tiene semen. La mujer
tiene como función acoger la semilla masculina. Se pensaba, por tanto, que sólo los hombres
podían prolongarse (tener genealogía, es decir, apellido y antepasados), porque sólo ellos
aportaban la semilla, mientras que las mujeres eran nada más que el campo que cuida, da
seguridad y alimenta esa semilla hasta que nace. Esto explica, culturalmente, el sentido de la
necesaria virginidad de María. Si ella no fuera virgen, entonces no habría garantía absoluta de la
paternidad de Dios. Sólo de esta forma queda asegurado que Jesús es Hijo de Dios y legítimo
heredero suyo. Pero, a la par, que naciera de una mujer garantizaba la total humanidad de Jesús.
En Lucas aparece muy claro en la respuesta de Jesús a la mujer del público que le piropea
ensalzando a su madre en cuanto tal: «dichosos más bien los que escuchan la palabra de Dios y la
ponen en práctica» (Lc 11,28), alusión clara a la actitud creyente de María que, según Isabel, es
«dichosa porque ha creído» (cf Le 1,45).
2. MARÍA EN LOS EVANGELIOS. Daremos un somero repaso al tratamiento que da cada uno de los
evangelios a María.
a) El evangelio de Marcos, destinado a una comunidad que incluye cristianos provenientes del
mundo pagano de Roma, tiene pocos textos en los que se habla de María. Uno, Mc 3,31-35, es el
relato de la visita de la madre y otros parientes a Jesús. Otro, Mc 6, es el pasaje que habla de Jesús
como el hijo de María.
Jesús mira por los intereses de Dios y de su reino, que no sólo es su causa, sino también su familia.
María queda colocada en esta perspectiva a partir de este momento, y puede formar parte, si
libremente quiere, de esta otra nueva familia creada por Jesús a partir de la Palabra (hacer la
voluntad de Dios). La importancia de María no estriba en su condición de madre biológica de
Jesús, sino en su opción creyente que la convierte en su seguidora, aquella que cumple la
voluntad de Dios.
b) El evangelio de Mateo tampoco dedica muchos textos a María. Ella aparece en los relatos de la
infancia y, como en Mc, en el episodio de los parientes de Jesús. La comunidad destinataria de
este evangelio está compuesta por cristianos de origen judío en confrontación con el judaísmo
fariseo. Pero el tiempo de la historia (es decir, el tiempo en el que ocurren los hechos narrados) se
sitúa en un contexto judío. En ese ámbito, la concepción de mujer no es unívoca, pero hay una
línea que predomina en los círculos de la ortodoxia judía y que corresponde a la que presenta
Prov 31 y el libro de Qohélet. Este modelo, sin embargo, tiene sus propios correctivos evangélicos,
como aparece ya en los primeros capítulos de Mateo, donde se encuentra, en primer lugar, la
genealogía. Teniendo en cuenta la idea sobre los procesos reproductivos arriba expuesta, no es
difícil entender que la genealogía sea siempre masculina. Un lector o lectora de los tiempos en
que se escribió este evangelio esperaría una genealogía en la que aparecieran solamente varones.
Pues bien, donde se esperarían hombres aparecen mujeres, y donde se esperarían mujeres
legítimas encontramos mujeres ilegítimas o de relaciones irregulares con los varones: Rahab,
Tamar, Rut y Betsabé, que rompen con la mentalidad básica de la alianza, de naturaleza patriarcal,
que transmite el linaje exclusivamente por vía paterna. Y, cuando se esperaría que María
respondiera a este patrón, su mención rompe este tipo de transmisión que, en vez de ser paterna,
es materna.
Lo que intenta mostrar esta genealogía es que Jesús viene de Dios, único Padre. María, por tanto,
está en función del Mesías, cuyo único Padre es Dios. Jesús, a través de María, es el cumplimiento
de la promesa de la alianza hecha a Abrahán; pero en la selección de datos tomados del Antiguo
Testamento y en la selección de las vías de inculturación para comunicar este mensaje, el autor se
ha servido de la línea marginal que representan estas mujeres y no de la legítima. Es una selección
teológica: Jesús entra en el mundo y se hace humano asumiendo a toda la humanidad y no sólo a
la humanidad de elite; ni siquiera la humanidad mejor, más formal y éticamente perfecta.
El relato del nacimiento del Mesías y el anuncio del mismo a José (Mt 1,18–2,23) enfatiza la
virginidad de María y se centra en el protagonismo de José. El anuncio del nacimiento de un gran
personaje por una virgen es un género literario de influencia helenista, que se inserta
perfectamente en la mentalidad mediterránea, y era utilizado para expresar el origen de un
personaje extraordinario. Esto también explica que el protagonista sea José y que María quede en
la sombra. Con ello, el texto revela que Jesús es descendencia directa, única y exclusiva de Dios,
puesto que María, según la mentalidad cultural del área mediterránea y semita patriarcal, no
pone nada de su parte. Aporta sólo su vientre, su sangre y su leche, que no modifican en absoluto
la sustancia de la semilla que lleva en su seno. La virginidad es, así, la mejor forma de indicar la
identidad divina de Jesús, Hijo de Dios.
c) La obra de Lucas, evangelio y Hechos de los apóstoles, es la que más textos dedica a la figura de
María. En los relatos de la infancia de Jesús, Lc 1-2, María es presentada como una mujer de la
palabra. Mujer de la palabra de Dios, en primer término, que la visita, la reconoce gratuitamente
en su cualidad de persona, y le pide su libre consentimiento a la propuesta del plan de la
salvación. A la par, María es presentada como mujer de la palabra personal y humana, que puede
dialogar, expresar su lucidez al solicitar datos y aceptar, voluntaria y libremente, el plan propuesto
por Dios a través de su mensajero.
Con esta doble y contemporánea palabra, divina y humana, comienza una nueva historia y una
nueva creación. Dios inicia de nuevo la historia no ya con una palabra creadora, imperativa y
solitaria, como al comienzo (cf Gén 1,3ss.), sino con una palabra dialogada a dúo y pendiente de la
libre decisión de una mujer. De este modo, se inaugura la nueva familia de Dios en Jesús.
En esta familia cabe toda la humanidad, como muestra la frase final de la escena de la
anunciación: aquí está la esclava del Señor... María no es presentada con genealogía (como
Zacarías e Isabel) ni con familia propia, sino que se presenta a sí misma como una esclava. Los
esclavos en tiempos del evangelio de Lucas no tenían más familia que su señor o su señora. Sus
hijos no les pertenecían, sino que eran propiedad de sus amos. Y, puesto que ser esclavo era lo
menos que podía ser un ser humano, si Dios le pide colaboración en una nueva historia y creación
a una mujer como María, que se dice a sí misma esclava suya, es preciso entender dos cosas: 1)
que María es familia de Dios, y 2) que cualquier persona, desde ese momento, no tendrá
impedimentos de raza, condición, edad, género, clase, ética, para acceder a tal familia, ya que
nadie puede ser menos que esclavo, y esclava es la madre del hijo de Dios.
Pero esta familia, puesto que no depende de criterios humanos (sangre, raza...), debe cumplir
algunas condiciones, incluso cuando potencialmente sea una familia para todos. Por eso hay que
preguntarse si hay algún criterio por el que una persona pueda pasar a formar parte de la familia
de Dios. ¿Qué dice la obra de Lucas acerca del desarrollo de esta condición de familia de Dios de
María? El evangelio responde con el texto paralelo al de Marcos y Mateo, sobre la familia que va a
buscar a Jesús y reitera esta respuesta, algo después, en el episodio de la mujer que alaba a la
madre biológica de Jesús. Dice que la condición que cumple María para ser familia verdadera de
Jesús es que escucha la Palabra y la pone en práctica. Y esta es la condición que debe cumplir
cualquiera que pretenda ser familia de Jesús y, a través de él, familia de Dios. Por estas razones la
obra de Lucas presenta a María bajo la condición de creyente, primera discípula de Jesús, que por
la fe y la Palabra forma parte de la familia de Dios.
El otro rasgo peculiar de Lucas en su presentación de María es su relación con el Espíritu Santo. En
los primeros capítulos aparece como aquella que es agraciada con el don del Espíritu. Gracias a
este don, María entona el canto profético y liberador del magníficat, al estilo de los grandes
personajes del Antiguo Testamento, profetas y servidores de Dios. Y, a lo largo del evangelio,
hasta que la encontramos en el piso de arriba en Jerusalén, esperando pentecostés (cf He 1,14ss.),
ella es la que anuncia la venida del Espíritu ligado a la pascua de Jesús. Ella, en medio de discípulos
y discípulas, de parientes y de los once, testimonia la verdad histórica de Jesús, la presencia
anticipada de los efectos del Espíritu y la inauguración de una etapa nueva en la historia de
salvación.
Resumiendo, para Lucas la presencia de María anuncia siempre nuevos y definitivos comienzos: el
comienzo de una nueva etapa de la historia y la familia humanas –etapa definitiva de la salvación
de Dios a la humanidad–y el comienzo de la Iglesia, comunidad portadora del mensaje del reinado
de Dios y la pascua de Jesús. Ella, María, es principio de humanidad nueva, mujer de la Palabra y
del Espíritu, llena-de-gracia, creyente discípula de Jesús y principio de la comunidad eclesial y de
su misión en el mundo.
d) En el evangelio de Juan, o cuarto evangelio, hay dos relatos cuyo lugar y función en la
estructura de la obra dejan ver la importancia estructural que su narrador concede a la figura de
María. Ella, como símbolo de humanidad nueva asociada al misterio de la encarnación y redención
de Jesús, está en los orígenes. En los comienzos de la vida pública de Jesús, en la escena de Caná
de Galilea (cf Jn 2,1-12), es signo de lo que está por venir, adelantando la hora de Jesús, es decir,
su glorificación, su pascua. Como la mujer de los orígenes, Eva, María representa a la humanidad
que participa, por adelantado, de esa fiesta de bodas en la que ya no falta el vino, como
anticipación de una vida plena, como anticipación de la pascua. Y, en los comienzos de una
comunidad nueva, que nace de la pascua de Jesús, vuelve a colocar el narrador a María (cf Jn
19,25-27). En el misterio de la vida plena se incluye la muerte y ella, como Eva cuando Dios le
habla de dar la vida a pesar del dolor y de la muerte, podrá seguir siendo portadora de vida, como
madre del discípulo y madre universal. Pero no debe olvidarse que esta maternidad, en el borde
mismo de la pascua, no es una maternidad biológica ni sustitutiva, sino que está vinculada a la
condición creyente de María, que, como todos los discípulos y discípulas, no ha nacido ni de carne
ni de sangre (cf Jn 1,12-13). Son hijos e hijas los que nacen de Dios y no de semilla humana. El
único Padre es Dios y el rol de madre referido a un hijo no puede entenderse más que desde aquí.
3. MARÍA EN GÁL 4 Y EN AP 12. El texto paulino de Gál 4 no es, estrictamente hablando, un texto
mariológico, sino cristológico. Pero, puesto que indirectamente se refiere a María, bueno será
prestarle alguna atención.
El texto dice que «cuando se cumplió el tiempo, Dios envió al mundo a su Hijo, nacido de una
mujer, nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley» (Gál 4,4). La expresión
nacido de mujer se refiere a la condición humana de Jesús. Esta hace referencia, según Pablo, al
hecho concreto de que Jesús es judío y, por tanto, sometido a la ley judía. La paradoja es que,
entrando en tal ley a través de una mujer, a través de ella, también, puede librar a la humanidad
de esa ley. Jesús, parece decir Pablo, no podría haberlo hecho desde fuera. Tenía que entrar en la
humanidad sometida a la ley y llegar hasta el fondo de ella. Eso hace que María, la madre humana
concreta de Jesús y garante de su humanidad, aparezca en estrecha relación con Dios. El texto no
habla para nada del padre judío, del padre de Jesús. Con ello indica que este padre, en la paradoja
implícita más fuerte del texto, no podía entrar en relación con Dios para llevar a cabo la
encarnación. Tenía que ser una mujer, la más sometida por la ley judía. Ella, la mujer, es la que en
verdad puede entrar en la lógica de la encarnación y relacionarse con Dios, Padre de Jesús. Por
tanto, Jesús entra en la humanidad desde esa piedra rechazada por los arquitectos que es la
mujer, y a la que constituye o restituye su valor de piedra angular.
En Ap 12 (1-6) encontramos un pasaje en el que el autor del Apocalipsis presenta una batalla en el
cielo entre una mujer, vestida de sol, coronada por doce estrellas y la luna bajo sus pies, y un
dragón dispuesto a devorar a la criatura que esta mujer está a punto de dar a luz. La tradición
cristiana católica ha querido ver en tal mujer a María, la madre de Jesús, principio del bien y de la
salvación, que lucha contra el mal y el pecado en permanente batalla.
El texto, sin embargo, tampoco es mariológico. Se trata de una escena cuya profundidad de
sentido evoca diferentes niveles de significado en sus elementos simbólicos. La mujer encinta, la
vestidura de sol, las estrellas y la luna, el número doce, el dragón... pueden entenderse a la luz del
sentido que le da el género literario y la corriente apocalíptica en boga entonces, pero, también, a
la luz del Antiguo Testamento y de relatos y figuras mitológicas del momento, del mundo de la
astrología, de diosas como Gaia, Isis, Cibeles, o de la teología de la redención de los evangelios.
La teología católica ha interpretado esta figura tan densa en referencia a la integración de María
en el misterio de la redención por Jesús, pero también como una glorificación de la madre de
Jesús y un apoyo sobre el que basar su maternidad universal. María, según este texto, sería la
protectora y mediadora, junto con Cristo, de todo el genero humano. Su localización en el cielo es
vista, además, como apoyo bíblico para el dogma de la asunción a los cielos.
De los cuatro dogmas que la Iglesia católica ha formulado con relación a María, dos de ellos tienen
una relación más estrecha con el misterio de la encarnación: la virginidad de María y su
maternidad divina. Los otros dos están más vinculados al misterio de la redención: la inmaculada
concepción de María y su asunción a los cielos. La catequesis sobre María que desee explicar tales
formulaciones dogmáticas deberá comenzar por situar cada una de ellas en su amplio y adecuado
contexto de fe. De esta forma, no se desliga su sentido del sentido general del misterio en el que
cada una se encuentra.
a) María, virgen. Para realizar una catequesis sobre la virginidad de María, sería bueno no perder
de vista cuanto ha quedado expuesto sobre los textos en los que se apoya bíblicamente este
dogma mariano. Dar a entender su función dentro de la cultura en la que se menciona, así como
su sentido literario en cada evangelio, ayuda a comprender su densidad teológica en el marco de
una cultura como la nuestra, tan alejada de aquella en sus concepciones acerca de la sexualidad
femenina y acerca de los procesos de reproducción. El sentido teológico de la virginidad de María
no puede separarse de su contexto cristológico: la afirmación de que Jesús es verdaderamente Hijo
de Dios y verdaderamente humano, como ya quedaba claro en el concilio en el que se debatió y
se formuló.
b) María, madre de Dios. Algo parecido podría decirse del sentido catequético de la maternidad
divina de María. Dentro del misterio de la encarnación, María no es sólo la madre del Jesús
humano, sino que ha de ser también la madre del Hijo de Dios, ya que no pueden separarse su
identidad humana y su identidad divina, puesto que ambas pertenecen a la misma y única
persona. Por ello, la Iglesia la proclama madre de Dios.
d) María asunta al cielo. Y, dentro de este mismo misterio redentor y pascual, la Iglesia dice
solemnemente que María ha sido asunta en cuerpo y alma a los cielos. De esta forma, ella no es
sólo memoria de nuestros orígenes redimidos por Jesús, sino perenne recuerdo de nuestro
destino y final. María está en los orígenes y está en el final. Y, si en los orígenes el mensaje es
positivo, en el final el mensaje no lo es menos. La victoria sobre el mal es también la victoria sobre
la muerte, el gran enemigo humano y último enemigo. En el dogma de la asunción tiene un lugar
especial el cuerpo, que la tradición eclesial afirma que no se pudrió en el sepulcro, sino que está,
por anticipado, resucitado para siempre. De este modo, el dogma de la asunción arroja una luz
positiva sobre la importancia del cuerpo en la persona, en el sentido de su vida, en la realización
de su vocación y sus ideales y en su anhelo de vivir para siempre. Un cuerpo transformado, desde
luego, como afirma Pablo, pero cuerpo a fin de cuentas. En María, ya asunta a los cielos, cada
creyente puede ver realizado su anhelo y garantizada su esperanza de llegar, un día, a vivir en la
plenitud de la pascua, como ya vive ella.
Ofreceré, primero, aquellos criterios generales que, a mi juicio, deben orientar toda catequesis
sobre María y, en segundo lugar, indicaré criterios específicos para catequesis según el género, las
edades y las culturas.
Y, por otra parte, una catequesis debe evitar, al menos, los siguientes peligros:
b) La catequesis sobre María debe evitar, igualmente, relacionar a esta con el milagrismo y el
maravillosismo. La cualidad mediadora de la figura de María debe estar inserta en el misterio de la
encarnación y la redención. El maravillosismo y milagrismo de que suele estar rodeada esta figura
es contrario a estos misterios esenciales de la fe cristiana. La catequesis sobre María no debe
enfatizar una imagen de Dios, la Virgen y los santos que esté en oposición a lo que revela la Biblia
sobre el modo de actuar divino en la historia humana. La imagen milagrosista y maravillosista de
María, lejos de suscitar la libertad y la esperanza activas de los creyentes, individuos y pueblos,
fomenta la pasividad ante situaciones injustas y de explotación.
c) La catequesis sobre María, en fin, debe evitar presentar el dualismo que presenta a María como
la cara bondadosa, femenina, misericordiosa y compasiva de Dios y a este y a Jesús, por contraste,
como rostro masculino, duro y exigente. Esta oposición no solamente traiciona cuestiones básicas
de la fe cristiana, sino que distorsiona la imagen de Jesús, del Padre y de la misma María. Aunque
no es fácil hacer frente a nuestra manera de pensar y concebir la realidad en oposiciones
dualistas, herencia de unos a prioris occidentales, la catequesis sobre María debería intentar
resistir a estas y otras proyecciones.
Los varones, en concreto, y célibes en particular, suelen proyectar en María una figura idealizada
de lo femenino, fuertemente vinculada al símbolo de la madre, dentro de la propia cultura, y a la
experiencia concreta de la propia madre. Por extensión y generalización (en sentido psicológico),
la figura de María se relaciona con el resto de las mujeres concretas que, en tal red, siempre
pierden. Está relacionada, además, con los procesos individuales y culturales por los que el varón
accede a su identidad masculina. Sería deseable que los catequistas varones exploraran sus
propias vivencias y que las catequistas mujeres estuvieran al corriente de estos procesos.
Las mujeres, en cuanto género, se encuentran en una situación más diferenciada. Muchas
creyentes del área católica mediterránea y latinoamericana repudian la imagen tradicional de
María porque se opone a sus luchas y conquistas psicológicas, sociales y religiosas. En particular,
esta imagen obstaculiza en ellas una búsqueda más positiva y activa de la propia autoafirmación,
de la corporalidad y de la sexualidad. Muchas otras mujeres, por otro lado, acuden a María por
necesidad psicológica de una imagen poderosa con la que identificarse y conseguir protagonismo,
ayuda, comprensión. Esta identificación, sin embargo, es compensación vicaria de carencias tan
duras y endémicas como las producidas por la propia explotación social, familiar, laboral y, sobre
todo, emocional. A menudo, se trata de una compensación de la propia experiencia materna,
negativa para las hijas. En la base de numerosos fenómenos de apariciones se encuentran
experiencias como las mencionadas.
Una catequesis responsable sobre María requiere de sus catequistas más que una mera
información de estas y otras cuestiones. Una responsable catequesis sobre María, como ocurre en
todo lo relativo a la transmisión de la fe, pide a sus catequistas y educadores o educadoras una
formación bíblica y una exploración de sus propias experiencias de género, a fin de evitar, en lo
posible, las consecuencias negativas y deformantes de las propias experiencias personales y
culturales. Si toda la catequesis se presta a tales proyecciones, la de María podría decirse que es
privilegiada en este sentido. Pocos elementos de la fe cristiana se prestan tanto a las proyecciones
inconscientes y a las deformaciones doctrinales como la imagen de María.
b) Las edades. En lo relativo a las edades podríamos señalar algunas cosas. En los primeros años,
es decir, de los 2 a los 9 ó 10 años, es muy difícil separar, en general, la imagen de María de la
imagen de la madre propia y de las mujeres de la propia experiencia familiar y escolar. Mucho más
difícil resulta diferenciarla de la imagen cultural y simbólica de lo que se entiende por madre y por
mujer en el propio contexto. Catequistas y educadores deben tener en cuenta tal contexto y
procurar presentar una imagen de María que no resulte anacrónica, por un lado, pero que se
atenga a los datos fundamentales de la fe, por otro. En este sentido, es preciso tomar conciencia
del desfase existente entre la imagen femenina que, con frecuencia, presenta todavía la Iglesia
acerca de María, y la imagen de mujer que emerge más y más en nuestra cultura occidental. Debe
evitarse presentar una imagen sexista, racista y clasista de María.
En estos años, de acuerdo con los criterios presentados al hablar de la necesidad de ofrecer una
catequesis narrativa, es adecuado plantear las catequesis sobre María bajo la forma de relatos
más que como discursos argumentativos. Relatos evangélicos donde los niños aprendan a ver a
María dentro de su cultura, en el proceso de la fe y en el camino del discipulado y de la pascua. Es
un buen momento para relacionar a María con los relatos del Antiguo Testamento en los que
pueden encontrarse figuras, acontecimientos y esquemas literarios en los que percibir relaciones,
similitudes y diferencias. De esta forma, los niños aprenden a situar a María en el evangelio, junto
a Jesús y los discípulos, y les resultará más fácil situarla dentro de la Iglesia. Se debe prestar
especial atención a las fiestas en las que se celebran explícitamente los dogmas marianos y
aquellas otras en las que, como ocurre en la navidad, la figura de María es especialmente
relevante.
Catequistas y educadores deben cuidar las necesidades afectivas y emocionales que suelen
aparecer vinculadas a María y si, por una parte, deben evitar fijar a María en el plano de los
afectos y emociones, por otra, deben aprovechar la disposición afectiva de los niños para centrar
adecuadamente a María. A este respecto debemos destacar la importancia de las celebraciones
litúrgicas.
En los chicos destaca con cierta fuerza la idealización. María suele ejercer un rol referencial,
idealmente proyectado, de lo femenino. Por una parte, parece que se aleja más de la figura
materna propia, pero, por otra, aparece más generalizada en su simbolismo femenino. Muchos
chicos, sin embargo, no prestan atención a esta figura, en particular si durante la infancia ha
estado marcada por el afecto y la emoción. La ambivalencia con respecto a la propia infancia se
expresa, también, en la ambivalencia con respecto a María, puesto que esta evoca dicha infancia
de una manera especial.
En las chicas, como ya decíamos al hablar en general, se dan dos procesos diferenciados según los
grupos y las experiencias existenciales individuales. 1) En uno, María se convierte en la figura
femenina adulta de referencia: esa mujer que toda adolescente necesita mirar para aprender a
ser una mujer. El carácter proyectivo de la figura de María se presta bien a este rol. La chica, de
este modo, acude a ella como a su confidente, su modelo, su referencia afectiva, su conexión con
la infancia... ya que tal rol no es habitual que lo realice la madre propia. Una catequesis cristiana y
re
sponsable sobre María debe aprovechar estas necesidades y tendencias como canales positivos y
presentar a María con aquellos rasgos evangélicos que ayuden a las chicas a ser ellas mismas, a
crecer en la fe y a situarse, como María, en la línea del discipulado evangélico. Bien presentada,
María tiene muchos y ricos trazos que estimulan a las chicas en el crecimiento humano y cristiano.
2) Pero hay otro grupo, sobre todo si las chicas provienen de medios familiares y catequéticos más
tradicionales, que verán en la figura de María una especie de conciencia de culpa continua, en
particular si las muchachas se encuentran en los conflictos propios de la etapa, en particular los
que tienen que ver con la autoafirmación y con el descubrimiento de la propia sexualidad. La
imagen de María les va a resultar negativa o, por lo menos, indiferente o irrelevante, si no se
acierta a comprender los problemas de la etapa y a presentar a María según los rasgos
fundamentales del evangelio.
Jóvenes y adultos encuentran otras posibilidades y escollos en una catequesis sobre María.
Quienes hayan sido formados en una fe tradicional se resistirán con mucha fuerza a cambiar la
imagen de María, que piensan es inofensiva y, sobre todo, que está especialmente pegada a la
infancia. Desbaratar algunos rasgos se presenta, para muchos adultos, como una amenaza sobre
pilares y recuerdos infantiles. Muchos hombres y mujeres, consciente o inconscientemente, se
niegan a crecer y madurar en la fe respecto a María. Las contradicciones que se palpan, con
frecuencia, suelen ser muy grandes: un racionalismo y empirismo en el ejercicio de la propia
profesión y una disposición acrítica e irracional, por ejemplo, ante el fenómeno de las apariciones.
Una catequesis adulta sobre María debe tener un cierto carácter iconoclasta a este respecto,
aunque, evidentemente, derribo y nueva construcción deben hacerse a la par y, estratégicamente,
lo más adecuado sería construir directamente una nueva, atractiva y más evangélica figura de
María, que desplace la antigua y caduca construcción.
Uno de los escollos que encontrará un catequista de adultos y jóvenes será el relativo a la
virginidad de María. Si se elude se estará dando alguno de estos mensajes concretos a los
catequizandos: «esto no es importante»; «mejor no tocar un tema tan delicado»; «no sé cómo
tratarlo». Una catequesis de adultos y jóvenes se verá en algún momento ante la necesidad de
abordar este tema. Para ello, los catequistas deben prepararse. No puede adoptarse esa postura,
autoritaria a priori, con que a veces se aborda: «esto es lo que hay, si lo quieres como si no». Si los
dogmas de la fe siguen vigentes deben poder explicarse, y su lugar adecuado no es sólo la facultad
de teología, sino la catequesis. Si un dogma no ayuda a vivir la fe, entonces es que sobra, o que no
ha adecuado su sentido a su formulación, o que se ha dejado perder y morir... Con dogmas
marianos como el de la virginidad de María puede ocurrir lo segundo: en una sociedad que ha
cambiado tanto en lo que a comprensión y ejercicio de la sexualidad se refiere, el sentido del
dogma no se adecua a su actual formulación.
c) Las culturas. Los estudios de antropología cultural, aplicados a la Biblia y a otros elementos de
la fe, así como los resultados de investigaciones sociológicas y de psicología social, han puesto de
manifiesto tanto las diferentes sensibilidades culturales con relación al fenómeno de María en el
catolicismo, como la dinámica social y psicológica por la que este fenómeno se explica.
Una catequesis sobre María que sea responsable y cristiana debe prestar especial atención a estas
dos orientaciones, la que se refiere a la inculturación y la que tiene que ver con lo sociológico y
psicológico. Esta catequesis debe conocer la importancia de la figura de María en pueblos y
regiones en donde se ha hecho una con la cultura y la historia de su gente. La religiosidad popular
ha ido, a menudo, de la mano de la devoción a María. La catequesis debe aprovechar estas vías
como verdaderos recursos. Lo mismo podría decirse de la necesidad de grupos y pueblos de
expresar la fe con el cuerpo y con las emociones y afectos. Devolver a María al evangelio no tiene
que estar, necesariamente, en contra o en desacuerdo con estas características. En la cultura
occidental tendemos, por un extraño complejo de superioridad, a minusvalorar las expresiones
religiosas de otras culturas, como pueden ser las de los pueblos andaluces o las de algunos
pueblos latinoamericanos, en favor de unas expresiones poco afectivas y mucho más racionales.
La distancia crítica necesaria a la praxis de fe, tanto individual como colectiva, aunque utiliza la
racionalidad, no depende de ella, como solemos creer ingenuamente. La figura crey ente,
evangélica, discípula, de María, no está, necesariamente, en contradicción con las expresiones
culturales y afectivas en que vivimos y transmitimos la fe en ella. Cada lugar e Iglesia concreta
debe explorar sus posibilidades y sus riesgos. La catequesis, desde luego, debe tener en cuenta los
resultados de tal exploración.
BIBL.: AA.VV., María del evangelio, Claretianas, Madrid 1994; AA.VV., María y la Santísima Trinidad, Secretariado Trinitario,
Salamanca 1986; BROWN R. E., María en el Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1982; DE FIORES S.-MEO S., María en la
teología contemporánea, Sígueme, Salamanca 1990; Nuevo diccionario de mariología, San Pablo, Madrid 1993'-; LAURENTIN R.,
María, clave del misterio cristiano, San Pablo, Madrid 1996; NAVARRO PUERTO M., María, la mujer, Claretianas, Madrid 1987;
María-madre: el paso de una a otra fe, Ephemerides Mariologicae 44 (1994) 67-96; La paradoja de María madre-virgen,
Ephemerides Mariologicae 45 (1995) 96-124; El hombre llamó a su mujer Eva (Gén 3,15-20), Ephemerides Mariologicae 46 (1996)
9-40; PIKAZA X., La madre de Jesús, Sígueme, Salamanca 1989; Amiga de Dios, San Pablo, Madrid 1996; SERRA A., María según
el evangelio, Sígueme, Salamanca 1988; WARNER M., Tú sola entre las mujeres, Taurus, Madrid 1991.
MENSAJE CRISTIANO
Introducción
Se habla aquí del mensaje cristiano en cuanto objeto propio de la comunicación catequética. La
catequesis es, en efecto, la acción eclesial que transmite el mensaje cristiano para suscitar la
respuesta creyente y acompañar el camino de crecimiento en la fe. No tratamos aquí del mensaje
en su estructura y contenido teológicos, que son objeto propio de la reflexión y de la
profundización de la teología sistemática. Nos interesa el punto de vista catequético, es decir, la
consideración del mensaje cristiano en cuanto contenido de la catequesis, desde el punto de vista
de los criterios y problemas que esto suscita para la realización del acto y proceso catequéticos.
En los últimos cuatro siglos de la historia de la Iglesia la catequesis ha tenido su punto privilegiado
de referencia en los catecismos o compendios de la doctrina cristiana. Pero dentro de este
período se ha podido observar la dialéctica existente entre los defensores de la exposición
doctrinal y los que propugnaban un desarrollo de tipo histórico (recuérdense los catecismos de
Fleury, Hirscher y otros). Casi siempre se impuso la primera corriente.
Todo esto indica que, en orden a la comunicación catequética, el mensaje cristiano debe ser
objeto de atención continua y de repensamiento, en el contexto concreto en que tal
comunicación ha de realizarse. Concretamente, las cuestiones que al respecto surgen se pueden
concentrar en tres temas fundamentales: 1) la relevancia y papel del contenido dentro del
proceso catequético (relación contenido-método y fides qua-fides quae); 2) la determinación del
contenido propiamente dicho de la catequesis (qué mensaje debe transmitir la catequesis), y 3) el
análisis de las modalidades con que tal contenido debe ser comunicado y transmitido (criterios de
selección, orden y presentación de los contenidos catequéticos).
I. Un contenido en tensión
Entre los problemas tradicionales que afectan a la identidad y sentido del contenido de la
catequesis figuran los relativos a dos binomios en continua tensión dialéctica (contenido-método y
fides qua-fides quae), que merecen un intento de clarificación.
2. LA DIALÉCTICA «FIDES QUA-FIDES QUAE». Es conocida y tradicional la distinción entre estas dos
dimensiones de la actitud de fe. La fides qua caracteriza la fe «como adhesión a Dios que se
revela, hecha bajo el influjo de la gracia. En este caso la fe consiste en entregarse a la palabra de
Dios y confiarse a ella». Por su parte, la fides quae hace referencia a la fe «como contenido de la
Revelación y del mensaje evangélico. La fe, en este sentido, significa el empeño por conocer cada
vez mejor el sentido profundo de esa Palabra» (DGC 92). Ahora bien, muchas veces esta distinción
se ha convertido en contraposición, y ha llevado a reivindicar la primacía de una o de otra en
relación con la catequesis.
En realidad, también aquí hay que afirmar que ambos aspectos son inseparables (DGC 92) y
esenciales a la genuina naturaleza de la actitud de fe que la catequesis debe ayudar a interiorizar.
La tradición bíblica nos hace ver una concepción que en el Antiguo Testamento acentúa sobre
todo la dimensión fiducial de la fe, de abandono en Dios y en su sólida fidelidad, mientras que en
el Nuevo Testamento se subraya, además, en su referencia a Jesucristo, el contenido de esta fe,
donde cobra especial relevancia aquello en lo que hay que creer, es decir, el carácter divino de
Jesús y de su mensaje como revelación de Dios.
Pero es de notar que, en la dialéctica existente entre estos dos aspectos del acto de fe, la actitud
de abandono y de adhesión confiada (la fides qua) es el elemento más decisivo e importante, en
cuanto asegura una actitud de fondo sin la cual nada vale la adhesión intelectual a un mensaje
transmitido. Como nos advierte santo Tomás, «ya que todo el que cree asiente a la palabra de
alguien, resulta que lo más importante y casi el fin de toda creencia es la persona a cuya palabra
se asiente: tienen en cambio importancia secundaria las cosas que uno admite al asentir a
alguien»2.
Pero también aquí se debe evitar toda falsa contraposición. Los dos aspectos son esenciales e
íntimamente relacionados: «En la catequética no hay que separar el estudio del objeto de la fe
(fides quae creditur) de la consideración de sus condiciones de enunciación, transmisión y
apropiación (fides qua creditur) en el campo de la comunicación humana y, por ende, de la
búsqueda del savoir-faire comunicativo más apto para establecer las mejores condiciones de
comunicación de la fe en el contexto de una determinada cultura. Como dice Jacques Audinet, «la
articulación del saber con el savoir-faire es lo que parece constituir la originalidad de la reflexión
catequética»3.
En definitiva, la fides qua representa la actitud de fondo de todo camino de crecimiento cristiano,
mientras que la fides quae alimenta y da consistencia a la misma actitud de fe.
II. Identidad y rasgos fundamentales
Todo esto nos lleva a una conclusión de gran relevancia catequética: el tipo de comprensión
teológica de la Revelación y de la fe que se posee, es elemento decisivo para dar respuesta al
problema de la determinación del verdadero contenido de la catequesis. A cada teología de la
Revelación y de la fe corresponde de hecho una visión particular de la función catequética. Es un
criterio interpretativo que la historia de la catequesis puede corroborar elocuentemente. Ahora
bien, en la conciencia actual de la Iglesia, la fuente principal para una visión autorizada y
compartida de la Revelación es la constitución conciliar Dei Verbum, que representa un viraje muy
significativo en relación, sobre todo, con la doctrina del Vaticano I, y que es punto esencial de
referencia en muchos documentos catequéticos contemporáneos. Así se atestigua y confirma en
DGC 1.
Por lo que se refiere más concretamente a nuestro tema, el problema del mensaje cristiano en la
catequesis puede ser desglosado en tres cuestiones fundamentales: 1) ¿Dónde se encuentra este
mensaje? —problema de las fuentes de la catequesis—. 2) ¿En qué consiste esencialmente? —
problema de la identidad y núcleo central del mensaje—. 3) ¿Qué aspectos o caracteres le son
esenciales? —problema de las dimensiones fundamentales del mensaje cristiano—. Puesto que al
primer problema se responde con la voz específica Fuente y «fuentes» de la catequesis, nos
detendremos aquí únicamente en las dos últimas cuestiones.
1. IDENTIDAD Y NÚCLEO CENTRAL DEL MENSAJE. La cuestión no es sólo teórica, pues responde
también a una necesidad muy actual: la de redescubrir el significado y esencia del mensaje
cristiano como respuesta a la crisis de identidad de que adolecen muchas personas, incluso
creyentes, en el mundo de hoy. Podemos resumir el problema diciendo que es mucha la gente
que no sabe cómo responder a preguntas tan fundamentales como estas: ¿cuál es el núcleo
central del mensaje cristiano?; ¿en qué creen propiamente los cristianos?
Es muy sugestivo recorrer la historia de la catequesis para detectar las formas diversas con que la
tradición eclesial ha respondido a estas preguntas. Si interrogamos al Nuevo Testamento, nos
encontramos con los conocidos conceptos básicos que resumen el mensaje: la buena noticia
(evangelio), el anuncio del reino de Dios, el misterio de Cristo, el misterio pascual (kerigma), la
palabra de Dios, la palabra de vida. Es muy elocuente, sobre todo, el testimonio de los evangelios,
que son en cierto sentido los primeros catecismos cristianos, ya que poseen una estructura
catequética (DGC 98). Podemos resumir su testimonio diciendo que el anuncio que contienen se
presenta esencialmente como una historia, la de Jesús de Nazaret, que contiene un misterio de
salvación, y un mensaje de liberación y de vida.
En los primeros siglos cristianos, en la experiencia catecumenal y en la catequesis patrística, la
presentación del mensaje se polariza ordinariamente alrededor de dos núcleos fundamentales: el
Símbolo de la fe y la historia de la salvación, presente en la Sagrada Escritura4.
A la luz de esta plurisecular experiencia pastoral y catequética, quizás podamos resumir lo más
nuclear del contenido de nuestra predicación y catequesis diciendo que en ellas se trata
sustancialmente de anunciar un mensaje, un secreto, una buena noticia, y que esta buena noticia
consiste esencialmente en una historia (concentrada en una persona: Jesús de Nazaret), que
contiene un misterio, un plan o proyecto de salvación y de vida. Dicho con otras palabras: una
serie de acontecimientos que constituyen y anuncian una experiencia de liberación y de vida, un
mensaje de amor y de esperanza, una clave de interpretación de la vida y de la historia.
De ahí que, esencialmente, la catequesis deba configurarse, sobre todo, como narración de
acontecimientos salvadores, los mirabilia Dei, como relato de una historia cargada de significado,
y como anuncio de una Persona que revela e invita a un proyecto de amor. En este sentido, la
catequesis es una invitación a participar vitalmente en una historia y a adherirse con fe y amor a
una Persona. En todo esto no está ausente, naturalmente, el aspecto de doctrina o de verdades a
admitir, pero debe resultar claro que el conocimiento y aceptación de una doctrina no es
ciertamente el elemento más decisivo o determinante en el proceso catequético.
Pero se trata de un cristocentrismo trinitario, en cuanto que Jesucristo nos revela y nos introduce
en el misterio de la Trinidad, el secreto de los cristianos, el misterio fontal que todo ilumina y
hacia el que todo conduce (cf DGC 99).
No se trata solamente de incluir estos temas en los programas de catequesis, pues estamos ante
una dimensión esencial que debe permear todo el contenido de la comunicación catequética: «La
estructura interna de la catequesis, en cualquier modalidad de presentación, será siempre
cristocéntrico-trinitaria: por Cristo al Padre en el Espíritu. Una catequesis que omitiese una de
estas dimensiones, o desconociese su orgánica unión, correría el riesgo de traicionar la
originalidad del mensaje cristiano» (DGC 99).
b) Dimensión antropológico-salvífica. «El mensaje de Jesús sobre Dios es una buena noticia para la
humanidad» (DGC 101). «La buena nueva del reino de Dios, que anuncia la salvación, incluye un
mensaje de liberación» (DGC 103). En todos sus elementos y partes, el mensaje revelado en
Jesucristo es siempre evangelio, buena noticia, mensaje de salvación y de liberación, en cuanto
que toda la intervención de Dios en la historia está en función de los hombres, propter nos
homines. En este sentido el mensaje cristiano es y debe presentarse siempre como evangelio,
como buena noticia para nosotros.
De ahí la importancia de la significatividad como nota distintiva del mensaje cristiano en todas sus
manifestaciones. Y en este orden de ideas la reflexión catequética invoca la importancia del
principio de la correlación (o interacción, o integración, o reciprocidad, etc.) entre mensaje
cristiano y realidad existencial6. Debe presentarse, en efecto, como un mensaje significante,
hablante, que responda a la búsqueda de sentido y de orientación en relación con los problemas y
expectativas de la existencia. En el proceso de la catequesis, la palabra de Dios debe presentarse a
los ojos de cada uno «como una apertura a sus problemas, una respuesta a sus preguntas, una
dilatación de los propios valores, al mismo tiempo que la satisfacción de sus aspiraciones más
profundas»7.
Otro aspecto importante del mensaje cristiano, en virtud de esta dimensión antropológica, es el
carácter central que en él reviste la experiencia, puesto que la revelación de Dios se hace presente
en la historia bajo forma de experiencia religiosa, que desvela el sentido de la vida, abriendo
caminos de acción y de esperanza. Existe, por lo tanto, en la catequesis, una dimensión
experiencia) que la convierte en comunicación experiencial significativa. No hay que subestimar el
papel de la «experiencia» en la determinación y transmisión del contenido de la catequesis, no
por razones meramente pedagógicas, sino por la misma naturaleza del mensaje cristiano confiado
a la catequesis: «La relación del mensaje cristiano con la experiencia humana no es puramente
metodológica, sino que brota de la finalidad misma de la catequesis, que busca la comunión de la
persona humana con Jesucristo» (DGC 116).
La dimensión histórica impregna todo el desarrollo del mensaje cristiano, orientándolo hacia su
plenitud escatológica: «La economía de la salvación tiene un carácter histórico, pues se realiza en
el tiempo: "empezó en el pasado, se desarrolló y alcanzó su cumbre en Cristo; despliega su poder
en el presente, y espera su consumación en el futuro"» (DGC 107). Esta proyección hacia el futuro
confiere al mensaje de la catequesis la connotación esencial de una tensión siempre viva entre el
ya y el todavía no, entre las realidades ya existentes, en el orden de la salvación, y la promesa de
realización futura. En este sentido se puede decir que el mensaje cristiano implica, sí, una verdad
ya poseída, ya dada, pero también una verdad solamente prometida. Y en consecuencia, también
la catequesis debe ser comunicación de un mensaje dado y prometido, es decir, una catequesis
que comunica certezas, pero que al mismo tiempo se muestra en cierto sentido inacabada,
abierta a la búsqueda, a la oscuridad de la duda, a la paciencia de la espera.
Dentro de la dimensión eclesial, cabe destacar la importancia vital del organismo sacramental
como eje estructurante de la experiencia cristiana en la Iglesia. Todo el mensaje cristiano, en su
configuración histórica como plan de salvación, asume a partir del Nuevo Testamento una
estructura sacramental, en continuidad con la economía de la Encarnación redentora. Esto quiere
decir que en la catequesis es esencial la referencia continua al organismo sacramental: «Situar los
sacramentos dentro de la historia de la salvación por medio de una catequesis mistagógica, que
"relee y revive los acontecimientos de la historia de la salvación en el hoy de la liturgia". Esta
referencia al hoy histórico-salvífico es esencial en esta catequesis» (DGC 108).
e) Dimensión ético-comportamental. El mensaje cristiano lleva siempre consigo una dimensión
operativa y una exigencia ética. La moral cristiana no debe aparecer como algo añadido al
contenido doctrinal, o como simple derivado aplicativo de las verdades de fe. Es todo el mensaj e
cristiano, en todas sus partes, el que contiene una valencia moral e impulsa hacia una conducta
coherente con la verdad profesada.
Dentro de la perspectiva catequética del tema que nos ocupa, no basta llegar a individuar la
naturaleza y características del mensaje a transmitir. En su aplicación al campo de la catequesis, la
determinación del contenido requiere, además, toda una serie de criterios y normas para orientar
la selección y el modo de presentación de los diferentes temas y elementos inherentes al mensaje
cristiano. Concretamente, los principales problemas que surgen a este respecto son, sobre todo,
tres: criterios para la selección de contenidos, el orden o estructura de los mismos, y los criterios
para su presentación.
El Directorio general para la catequesis insiste en esta doble exigencia de integridad: «La
catequesis debe transmitir el mensaje evangélico en toda su integridad y pureza» (DGC 111), y de
organicidad.• «El mensaje que transmite la catequesis tiene un carácter orgánico y jerarquizado,
constituyendo una síntesis coherente y vital de la fe» (DGC 114). Pero es una exigencia que no
excluye el sentido de la gradualidad y de la adaptación: la aplicación del principio de la integridad
«debe hacerse, sin embargo, gradualmente, siguiendo el ejemplo de la pedagogía divina, con la
que Dios se ha ido revelando de manera progresiva y gradual. La integridad debe compaginarse
con la adaptación» (DGC 111).
2. ORDEN O ESTRUCTURA DE LOS CONTENIDOS. ¿En qué orden deben aparecer los contenidos? Es
esta una cuestión que más de una vez ha ocupado la atención de los responsables de la
catequesis, sobre todo a la hora de hacer programas o elaborar catecismos. En realidad, si se
observan los criterios de funcionalidad e integridad antes indicados, y sobre todo si se respeta la
presencia de las dimensiones fundamentales del mensaje, resulta relativamente secundario el
orden o estructura con que se presenta el contenido catequético. Los documentos oficiales de la
catequesis dejan abiertas las posibilidades: «En efecto, "es posible que en la situación actual de la
catequesis, razones de método y de pedagogía aconsejen organizar la comunicación de las
riquezas del contenido de la catequesis de un modo más bien que de otro"... La adopción de un
orden determinado en la presentación del mensaje debe condicionarse a las circunstancias y a la
situación de fe del que recibe la catequesis» (DGC 118). El mismo Directorio recuerda que la
articulación cuatripartita del Catecismo de la Iglesia católica (la fe creída, celebrada, vivida y
hecha oración) no constituye un esquema obligatorio, puesto que «la exquisita fidelidad a la
doctrina católica es compatible con una rica diversidad en el modo de presentarla» (DGC 122).
De una forma sintética, podemos evocar aquí algunas de las exigencias más comunes en orden a
la adecuada presentación de los contenidos en la comunicación catequética, sobre todo teniendo
en cuenta la situación de los jóvenes y de los adultos en el mundo de hoy. Pueden ser resumidas
alrededor de estos conceptos de base: 1) Significatividad: es importante que el mensaje
proclamado resulte significativo, interesante, vitalmente relacionado con las experiencias y
problemas de las personas implicadas. El camino de fe debe constituir siempre una lectura
interpretativa e iluminadora de la propia vida y de la propia situación. 2) Esencialidad: hoy se
siente la imperiosa necesidad de redescubrir los elementos esenciales, nucleares de la fe, de
forma clara y articulada. 3) Actualización: los contenidos presentes en la catequesis deben
responder al estado actual de la reflexión y de la investigación en los diferentes ámbitos de la
teología, de la exégesis, de las ciencias humanas. 4) Inculturación: la encarnación del mensaje
cristiano en las coordenadas culturales de los distintos pueblos y regiones figura hoy entre los más
urgentes imperativos de la comunicación catequética (cf DGC 109-110). Y dentro de este
imperativo, descuella por su trascendencia el tradicional problema del lenguaje catequético. No se
trata solamente del revestimiento lingüístico de un contenido ya prefijado, sino que implica un
esfuerzo de reinterpretación del mensaje en sí mismo. 5) Diálogo: la comunicación catequética no
debe fomentar un exclusivismo confesional cerrado al pluralismo y a la confrontación con otras
visiones religiosas y culturales. Hoy día el anuncio cristiano se tiene que abrir al diálogo sincero
con otras posiciones y confesiones, en particular en el ámbito ecuménico de la búsqueda de la
unidad en el conjunto de las Iglesias y comunidades cristianas.
Otras muchas apreciaciones podrían ser evocadas, en orden a una adecuada presentación y
convincente oferta del patrimonio catequético. Pero estas pueden ser suficientes para dar una
idea de la tarea, apasionante y compleja, que supone hoy día la comunicación eficaz del mensaje
cristiano, contenido de la catequesis.
NOTAS: 1. Cf E. ALBERICH, Kerigmática (catequesis), en J. GEVAERT (ed.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987, 494-497.
3
— 2 Sum. Theol. II-Ilae, q. 11, a. 1; cf H. FRIES, Un reto a la fe, Sígueme, Salamanca 1971, 20-23. - A. FOSSION, La catéchése dans
le champ de la communication. Ses enjeux pour l'inculturation de la foi, Cerf, París 1990, 492. — 4. Recuérdese la famosa obra de
san Agustín De catechizandis rudibus. — 5 Es la división adoptada también por el Catecismo de la Iglesia católica; cf R. MARLÉ,
7
Los cuatro pilares de la catequesis, PPC, Madrid 1996. — 6. Cf CC 223. — Card. A. CICOGNANI, carta en nombre del Papa al IV
Congreso nacional francés sobre la enseñanza religiosa (23.3.1964), La Documentation catholique 46 (1964) N.1.422, col. 503.
BIBL.: CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA, Para una pastoral de la cultura, Ciudad del Vaticano (23 de mayo de 1999);
FLORISTÁN C.-TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid .1993, especialmente GONZÁLEZ
Ruiz J. M., Evangelio, 445-461 y Kerigma, 675-682; FRIEDRICH G., Abba. El mensaje central del Nuevo Testamento, Sígueme,
Salamanca 1981; GARCÍA SUÁREZ A., En torno a la integridad extensiva e intensiva del mensaje cristiano, Actualidad catequética
17 (1977) 139-225; El mensaje cristiano y su transmisión en la catequesis de la Iglesia, Actualidad catequética 22 (1982) 67-94;
GEVAERT J., La dimensión experiencia) de la catequesis, CCS, Madrid 1985; (ed.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987,
especialmente ALBERICH, E., Kerigmática (Catequesis), 494-497, BISSOLI C., Historia de la salvación, 426-428, GIANETTO U.,
Mensaje cristiano, 550-551 y GROPPO G., Contenidos (Criterios), 221-225; GRASSO D., Teología de la predicación, Sígueme,
Salamanca 1966; LÁZARO R. Y OTROS, Los grandes temas del mensaje cristiano y su presentación catequética, Secretariado
nacional de catequesis, Madrid 1969; MALVIDO MIGUEL E., ¿Cuál es el corazón del mensaje cristiano?, San Pío X, Madrid 1995;
MARLÉ R., Los cuatro pilares de la catequesis, PPC, Madrid 1996.
METODOLOGÍA CATEQUÉTICA
Para comprender mejor la acción educativa de la catequesis y los diferentes métodos utilizados en
la Iglesia, destacamos algunos momentos significativos del siglo veinte, a través de los cuales, la
catequesis fue evolucionando en su quehacer pedagógico y metodológico.
Se lee en el Directorio general para la catequesis: «A la luz de la pedagogía de Dios, discierne los
métodos de cada época, asume con libertad de espíritu... todos los elementos que no son
contrarios al evangelio, y los pone a su servicio... De este modo, "la variedad en métodos es un
signo de vida y una riqueza", y a la vez una muestra de respeto a los destinatarios. Tal variedad
viene pedida por "la edad y el desarrollo de los cristianos...". La metodología de la catequesis
tiene por objeto unitario la educación de la fe; se sirve de las ciencias pedagógicas y de la
comunicación, aplicadas a la catequesis; tiene en cuenta las muchas y notables adquisiciones de la
catequética contemporánea» (DGC 148).
Dada la importancia de un marco que ayude a la catequesis a entenderse como acción educativa,
hemos querido recoger algunos de los principios metodológicos elaborados por la Ley orgánica de
Ordenación general del sistema educativo (LOGSE 1990), fruto de un largo proceso de
investigación y síntesis sobre las corrientes pedagógicas que deben animar hoy la educación en
general, incluida la catequesis.
b) Opciones básicas que orientan los procesos educativos. Las distintas etapas del proceso
educativo parten de una concepción constructivista del aprendizaje cuyas opciones son: 1) La
socialización de los educandos, su preparación para la vida como personas responsables,
autónomas y libres en un contexto social y cultural determinado; 2) La individuación
personalizada, que favorece el desarrollo integral del sujeto, capacitándole para desenvolverse en
su mundo natural y social de manera autónoma, libre y crítica; 3) La educación integral, que
potencia todas las capacidades de la persona como ser en sociedad.
d) Conclusión. Para terminar este primer apartado, y siguiendo las orientaciones pedagógico-
didácticas ofrecidas por las nuevas corrientes educativas, estos pueden ser algunos criterios
metodológicos que orientan y determinan la catequesis: 1) A la hora de seleccionar objetivos y
contenidos, o planificar actividades de aprendizaje, la catequesis, como cualquier otra acción
educativa, debe considerar la situación concreta del sujeto que quiere educar, su nivel de
desarrollo, su edad, sus experiencias fundamentales, para hacer de la educación un proceso de
aprendizaje significativo. 2) La repercusión de las experiencias catequéticas dependerá de los
conocimientos previos del sujeto. El nuevo aprendizaje siempre se realiza a partir de los
conocimientos, concepciones y representaciones que el sujeto ya posee. Este principio es tan
importante que tiene implicaciones concretas en la metodología y en la evaluación. 3) Hay que
diferenciar lo que el sujeto es capaz de aprender y hacer autónomamente y lo que es capaz de
aprender y hacer con la ayuda de los demás. Sabiendo que un criterio educativo importante es ser
cada vez más capaz de aprender sin la ayuda del educador. 4) Importa que el educando aprenda
significativamente. Por eso hay que precisar y diferenciar el aprendizaje repetitivo del aprendizaje
significativo. En el primero, el educando se limita a memorizar el nuevo material de aprendizaje,
sin establecer relaciones con sus conocimientos previos (aprendizaje repetitivo y memorístico); el
segundo se adapta a las capacidades y necesidades del sujeto, le permite establecer vínc ulos
sustantivos entre los conocimientos que posee y el nuevo material de aprendizaje, integrándolo
en su personalidad. 5) El aprendizaje significativo está muy vinculado con su funcionalidad, es
decir, que los conocimientos adquiridos (conceptos, destrezas, actitudes, valores) puedan ser
realmente utilizados en las diferentes circunstancias y situaciones de la vida del educando. 6)
Todo proceso de aprendizaje pasa necesariamente por una intensa actividad del educando, que
deberá ir estableciendo relaciones entre los conocimientos ya adquiridos e integrados en su
personalidad y los nuevos contenidos. La actividad educativa del sujeto consistirá en desarrollar su
estructura cognitiva para comprender, matizar, reformar, ampliar, diferenciar, relacionar los
nuevos contenidos e integrarlos significativamente en su personalidad. 7) El papel de la memoria
deberá ser nuevamente planteado. La memorización mecánica y repetitiva tiene un nulo o
insignificante papel en el aprendizaje significativo. Es la memoria comprensiva la que tendrá que
ser potenciada y desarrollada como un ingrediente fundamental del aprendizaje. 8) El objetivo
más ambicioso de la acción educativa es aprender a aprender. Es decir, ser capaz de realizar por sí
mismo aprendizajes significativos en todas las situaciones y circunstancias de la vida. Implica el
uso adecuado de estrategias cognitivas y modelos conceptuales que enseñen a pensar.
Considerando que la catequesis es un proceso educativo de la fe, necesita incorporar los nuevos
elementos de la pedagogía para que el educando recoja la nueva información, la relacione con la
anterior y construya nuevos aprendizajes que le eduquen integralmente en la fe y le sirvan para la
vida.
Por su originalidad, la catequesis desborda los límites de las ciencias de la educación. Es verdad
que incorpora los principios de la pedagogía, los métodos y las técnicas educativas actuales, pero
da un paso más integrando en su quehacer educativo la pedagogía de Dios: ella es su fuente y su
talante inspirador. «Dios mismo, a lo largo de toda la historia sagrada, y principalmente en el
evangelio, se sirvió de una pedagogía que debe seguir siendo el modelo de la pedagogía de la fe»
(CT 58).
Hay que hacer algunas aclaraciones. Es necesario saber que cuando hablamos de la pedagogía de
Dios no nos referimos a un encuentro directo con su persona y su mensaje. No existe un camino
directo hacia Dios, son necesarias las mediaciones (imágenes, símbolos, categorías y lenguaje
humano) para encontrarnos con él y manifestar esta experiencia religiosa. La Biblia y los
evangelios no son descripciones o documentos exactos sobre Dios, su presencia y propuesta de
salvación sólo se perciben a través de asociaciones analógicas. Es decir, nuestro lenguaje humano
busca y expresa relaciones entre realidades tangibles conocidas, con otras realidades difíciles de
expresar pero que tienen similitud con las primeras. Lo analógico da una orientación a nuestro
pensamiento y es una forma, la única forma que tenemos para referirnos y aproximarnos a Dios.
No es pura especulación, es algo indisociable de nosotros mismos y de lo que constituye nuestra
experiencia. Desde esta clave analógica analizaremos, pues, la pedagogía de Dios, en la cual
encuentra la catequesis su inspiración y su fuente.
Esta pedagogía de Dios, llamada también pedagogía bíblica, es la forma histórica que Dios ha
utilizado a lo largo del tiempo para darse a conocer, manifestar su proyecto salvador y llegar al
encuentro con la humanidad. «Quiso Dios, en su bondad y sabiduría, revelarse a sí mismo» (DV 2).
Sin embargo esta revelación de Dios no podemos entenderla como «un cuerpo de doctrina, es
acción gratuita» (CC 107), autocomunicación de Dios a la humanidad, encuentro personal,
expresado en palabras y obras.
Esta pedagogía tiene unos rasgos propios que confieren a la catequesis una identidad propia y
original.
Estas acciones catequéticas se desarrollan a lo largo del proceso catequético, en torno a tres
elementos: 1) la experiencia humana del educando; 2) la palabra de Dios contenida en la Sagrada
Escritura y en la tradición viva de la Iglesia; 3) la expresión de la fe en sus diferentes lenguajes.
Elementos ensamblados entre sí, aunque no se trabajen ni se actualicen todos al mismo tiempo.
Es decir, se asume la experiencia humana para profundizarla y valorarla, dejándose interpelar por
la propuesta y los criterios que brotan del evangelio. «La auténtica catequesis es siempre
iniciación ordenada y sistemática a la revelación que Dios mismo ha hecho al hombre en
Jesucristo..., pero no está aislada de la vida ni yuxtapuesta artificialmente a ella. Se refiere al
sentido último de la existencia y la ilumina, ya para inspirarla, ya para juzgarla, a la luz del
evangelio» (CT 22).
El tipo de experiencias que han de considerarse en un proceso catequético son «aquellas que son
nucleares para un hombre que vive una edad y situación determinadas... Todo proceso
catequético que pretende una educación integral de la fe ha de saber conjugar lo nuclear del
evangelio con las experiencias nucleares de los catecúmenos..., superando la falsa dicotomía...
mediante un proceso que integre el evangelio y la experiencia» (CC 224).
En síntesis: «La experiencia humana entra en el proceso catequético por derecho propio...; se
puede afirmar que una catequesis de la experiencia es algo más que una mera modalidad
transitoria de la pedagogía catequética, es algo más que una metodología: es algo inherente a la
transmisión del evangelio para que este pueda ser recibido como mensaje de salvación» (CC 223).
Estas experiencias cristianas han sido vividas y manifestadas de muchas maneras a lo largo de la
historia. Por eso al hablar de palabra de Dios, nos referimos: 1) a la Sagrada Escritura
(experiencias fundantes); 2) al Símbolo de nuestra fe (el credo o la síntesis de fe de la comunidad
eclesial), y 3) a la tradición viva de la Iglesia (en continuidad con las experiencias vividas por los
apóstoles y primeras comunidades, la Iglesia universal va expresando su fe a lo largo de la
historia). La tarea de la catequesis no es repetir de forma mecánica esta palabra de Dios; la da a
conocer actualizándola, para que pueda ser conocida y confrontada con las experiencias humanas.
De ahí que la catequesis sea el ámbito donde se da el encuentro entre el grupo y la palabra de
Dios; sin esta propuesta de fe no puede existir catequesis. «Es inútil querer abandonar el estudio
serio y sistemático del mensaje de Cristo, en nombre de una atención metodológica a la
experiencia vital. Nadie puede llegar a la verdad íntegra solamente desde una simple experiencia
privada, es decir, sin una conveniente exposición del misterio de Cristo» (CT 22). Por eso el
anuncio de la Palabra no desemboca sin más en unos textos o citas bíblicas; quiere llegar a las
experiencias fundamentales cristianas, al núcleo del evangelio, «a las experiencias humanas
paradigmáticas —individuales y sociales— ya asumidas por la revelación histórica de Dios y
expresadas en la Sagrada Escritura» (CC 225).
Cabe decir que el acto catequético es eminentemente una acción educativa en la que se
interrelacionan los elementos tratados: la experiencia humana, la palabra de Dios, la expresión de
la fe. «Para la metodología catequética, no importa tanto cómo los ordenemos; sí importa que,
pedagógica y metodológicamente, ensamblemos y dinamicemos estas tres realidades
catequéticas, en orden a lograr la madurez de la fe del creyente, una fe adulta, significativa para la
vida y arraigada en la palabra de Dios» (CC 235).
No existe un método ideal en educación. Conviene hablar de una diversidad metodológica atenta
a los objetivos que se quieren alcanzar, a los contenidos que se quieren transmitir, a las distintas
edades y ambientes culturales de los educandos y al educador, que deberá motivar la acción
educativa. Indudablemente nos referimos a métodos activos que garanticen el aprendizaje
significativo: 1) Método deductivo, que, partiendo de principios o conceptos determinados,
permite al educando desarrollar una auténtica actividad mental. A partir de la teoría de J. S.
Bruner, hay que subrayar la importancia de las posibles relaciones que se pueden conseguir en el
aprendizaje: desde las capacidades cognitivas y afectivas, el sujeto comprende las ideas base, las
organiza dentro de su estructura mental, entiende los principios que las presiden y reduce la
distancia entre lo concreto y lo abstracto; 2) Método inductivo, que, partiendo de la vida y de la
situación de los educandos, inicia un proceso de búsqueda y de creatividad, culminando con el
descubrimiento de aquello que puede ser significativo para la vida del individuo y de la sociedad.
Estos principios metodológicos han sido asumidos por la catequesis actual y expresados en sus
documentos: «En beneficio de la educación de la fe, es cosa normal adaptar las técnicas
perfeccionadas y comprobadas de la educación en general>) (CT 58); «La participación activa en el
proceso formativo de los catequizandos está en plena conformidad, no sólo con una
comunicación humana verdadera, sino especialmente con la economía de la revelación y la
salvación... En catequesis, por tanto, los catequizandos asumen el compromiso de ejercitarse en la
actividad de la fe... indicando los diversos modos para comprender y expresar eficazmente el
mensaje, tales como: aprender haciendo...» (DGC 157). «Los métodos deberán ser adaptados a la
edad, a la cultura, a la capacidad de las personas, tratando de fijar siempre la memoria, la
inteligencia y el corazón a las verdades esenciales que deberán impregnar la vida entera» (EN 44).
«El método inductivo consiste en la presentación de hechos... a fin de descubrir en ellos el
significado que pueden tener en la revelación divina. Es una vía que ofrece grandes ventajas...
corresponde a una instancia profunda del espíritu humano, la de llegar al conocimiento de las
cosas intangibles a través de las cosas visibles; y es también conforme a las características propias
del conocimiento de la fe, que consiste en conocer a través de signos...» (DGC 150). «Según esto,
la inducción da mucha importancia a lo concreto, a lo histórico, pero lo hace para penetrar mejor
en el misterio» (CC 218).
Desde la dinámica utilizada por los métodos activos señalamos el itinerario metodológico que
normalmente se asume en la catequesis de la experiencia:
a) Evocación. Arranca de una experiencia humana o situación vital que afecta a los catequizandos,
tiene en cuenta sus centros de interés, la etapa evolutiva y la situación concreta del grupo. Su
finalidad es tomar conciencia de las experiencias o vivencias más significativas en torno a un
hecho determinado. Esta evocación exige procedimientos y técnicas específicas, adaptadas a la
edad y a la situación concreta de los catecúmenos: presentación de experiencias de la vida del
grupo, o ajenas a él, pero evocadoras y cercanas; proyección de hechos o situaciones que
permanecen en el subconsciente y que se quieren explicitar; realización de actividades en
lenguaje simbólico: imágenes, signos, fotopalabras, canciones, expresión corporal, etc. que
sugieran, evoquen, permitan la toma de conciencia de experiencias vividas.
b) Interiorización. Permite dar continuidad a la experiencia evocada para que la persona y el grupo
se sientan interpelados. Hay que interiorizar los aspectos fundamentales de la experiencia para
que resuene, de forma significativa, en el interior de cada uno. Entre los procedimientos y técnicas
más adecuados, señalamos el papel del catequista, auténtico mediador que deberá ayudar a
profundizar lo vivido, creando un clima favorable al silencio, a la interpelación, provocar y suscitar
la interiorización, el diálogo, la escucha..., evitando dar respuestas y explicaciones innecesarias o
excesivamente prematuras.
Concluimos este apartado con las palabras esclarecedoras de Juan Pablo II: «La edad y el
desarrollo intelectual de los cristianos, su grado de madurez eclesial y espiritual y muchas otras
circunstancias personales postulan que la catequesis adopte métodos muy diversos para alcanzar
su finalidad específica: la educación de la fe... La variedad en los métodos es un signo de vida y
una riqueza» (CT 51). A la luz de estas afirmaciones importa utilizar métodos que permitan un
equilibrio pedagógico capaz de activar todas las capacidades de la persona, su inteligencia,
afectividad, psicomotricidad, relación.
1. ACTIVIDADES CATEQUÉTICAS. Entendemos por actividad toda acción educativa que permite el
aprendizaje. La programación es un sistema de actividades previstas y sistematizadas para cuya
formulación hay que tener en cuenta los objetivos y contenidos programados, a partir de ellos se
plantean las actividades. Desde una metodología activa, la catequesis se sirve de actividades
creativas capaces de suscitar y madurar la fe, evitando reducir el aprendizaje de lo cristiano al
ámbito de los conceptos doctrinales. Las más significativas y útiles para la catequesis podríamos
clasificarlas del siguiente modo:
b) Actividades de tipo grupal. Tienen como finalidad el aprendizaje comunitario de la fe, para que
esta pueda ser acogida y expresada en grupo. Dadas las dificultades inherentes a la vida de
relación (crisis, conflictos en la integración, excesos en el ejercicio de liderazgos), se hace
necesario el aprendizaje de técnicas de grupo que posibiliten un ambiente de motivación,
participación, sentido de pertenencia, capaz de favorecer la interacción y la cohesión entre sus
miembros. «El grupo tiene una función importante en los procesos de desarrollo de la persona...
Además de ser un elemento de aprendizaje, el grupo está llamado a ser una experiencia de
comunidad y una forma de participación en la vida eclesial» (DGC 159).
f) Actividades de evaluación. Forman parte del proceso de aprendizaje y, como tales, deben ser
tenidas en cuenta. Tienen como objetivo constatar el resultado de la acción realizada en función
de los objetivos. Pretenden comprobar si el método y los medios utilizados en el desarrollo de la
acción educativa han sido correctos o si es necesaria alguna rectificación. En pedagogía se habla
de: 1) actividades de evaluación inicial: para conocer el grado de desarrollo del educando, su
bagaje de conocimientos y actitudes previas y sus posibilidades reales; 2) actividades de
evaluación formativa, realizadas a lo largo del proceso de aprendizaje, y cuya finalidad es
eminentemente orientadora; 3) actividades de evaluación final, para constatar si se han
conseguido los objetivos propuestos en el proceso de aprendizaje. Las actividades utilizadas en la
evaluación deben poner en funcionamiento todas las capacidades del educando: interpretación o
comentario de textos, utilización de la imagen y el sonido, expresiones verbales, corporales,
simbólicas, etc.
Ante esta realidad, enumeramos algunas técnicas y recursos que puedan resultar útiles para la
catequesis: 1) La imagen (fotografías, diapositivas, vídeos, fotopalabras...): permite desarrollar el
lenguaje simbólico, que vela y revela mensajes, experiencias, sentimientos, etc. 2) Lluvia de ideas
(brainstorming): tiene como finalidad superar las inhibiciones, favorecer la expresión;
normalmente se utiliza para buscar soluciones creativas a situaciones conflictivas. 3) Juego de
papeles o roles (role-playing): utilizado para plantear, argumentar y buscar soluciones a problemas
personales, de actualidad. 4) Trabajo personal a través de fichas: se pretende la interiorización y
expresión de diferentes contenidos, con la posibilidad de que cada uno se sienta interpelado,
invitado a dar una respuesta personalizada; para ello, el educando ejercitará sus capacidades para
la investigación, la consulta, la elaboración personal y la síntesis creativa; son múltiples y plurales
las técnicas utilizadas con fichas: enumerar actividades a realizar, dibujo libre, completar frases,
recortar y pegar imágenes, fotos, elaboración de mensajes, cartas, formular preguntas, resumir o
sintetizar textos, etc. 5) Elaboración de manifiestos: son técnicas relacionadas con contenidos
significativamente asimilados; se sitúan normalmente al finalizar un tema, expresan el
compromiso, la postura del grupo ante un hecho o situación determinada.
Este lenguaje, en sus múltiples formas, debe ser también el lenguaje de la catequesis: «Es preciso
que nuestros materiales catequéticos, respetando la trascendencia del misterio cristiano, hablen
un lenguaje que conecte —de modo significativo— con aquellas experiencias humanas profundas,
a partir de las cuales el hombre se pregunta por la trascendencia» (CC 217).
La tarea de la catequesis consiste en saber decir hoy lo que en la tradición eclesial se ha ido
expresando a lo largo de los siglos: 1) en lenguaje narrativo, que contiene un mensaje
experiencial, va más allá de la pura racionalidad, habla de temas universales y de sentimientos
colectivos y no necesita grandes explicaciones para ser comprendido. Los cuentos, las leyendas,
los mitos, son las expresiones fundamentales de este lenguaje; 2) en lenguaje bíblico, que es el
lenguaje utilizado por el pueblo de Israel y de la comunidad cristiana para narrar su experiencia
religiosa; no es un lenguaje que se pueda captar de entrada, de ahí la necesidad de iniciarse en él,
de progresar desde lo literal y anecdótico hacia el simbolismo en el que se apoya la confesión de
fe de la comunidad; 3) en lenguaje simbólico sacramental, que comunica un mensaje a través de
signos y señales capaces de sorprender, evocar, hacer entrever una realidad, una presencia
interior e invisible (realidad simbólica). Es un lenguaje dirigido al corazón, que expresa lo más
profundo de la experiencia humana; 4) en lenguaje ético, donde lo racional y afectivo se expresan
a través de un determinado comportamiento, manifestado en actitudes, valores, compromiso y
testimonio de vida; 5) en lenguaje teórico conceptual, que abarca una realidad compleja de
hechos y acontecimientos. Este contenido es el que estructura las palabras precisas, las
formulaciones de los documentos oficiales de la Iglesia, la profesión de fe cristiana: «una
expresión privilegiada de la herencia viva... que se encuentra en el credo o, más concretamente,
en los símbolos que en momentos cruciales recogieron, en síntesis, la fe de la Iglesia» (CT 28).
La catequesis integra estos lenguajes complementariamente; cada uno de ellos tiene su tarea y
finalidad propia. Cabe a la metodología saber relacionarlos entre sí y reconocer su valor
pedagógico.
El documento de Puebla afirma que: «La catequesis se concibe como un proceso dinámico,
gradual y progresivo de educación en la fe» (Puebla, 984); estas palabras nos permiten concluir
que la catequesis está sometida a los imperativos de la educación. Desde la dimensión
pedagógica, los métodos encuentran su verdadero lugar y son una de las dimensiones
fundamentales de la catequesis: no hay educación de la fe sin una metodología que la sostenga.
Sin embargo, la variedad de situaciones humanas, obligará a la catequesis a buscar diferentes
alternativas metodológicas, nunca definitivas ni absolutas, ellas brotarán de los condicionantes
que puedan favorecer o retardar el encuentro y la respuesta entre Dios y la persona.
Consecuentemente el catequista deberá asumir las actitudes pedagógicas que acentúen los
valores que quiere transmitir; sin esas actitudes, el acto catequético perdería su valor educativo.
El carácter testimonial en el catequista es la condición esencial del dinamismo evangélico: «Lo que
era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que
hemos contemplado, lo que han tocado nuestras manos... os lo anunciamos» (Un 1,1).
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MINISTERIO DE LA PALABRA
Introducción
Dios ha manifestado siempre el deseo de dialogar con toda la humanidad, de encontrarse con los
hombres que él ha creado. En el principio pronunció su Palabra creadora para que los hombres, a
través de lo visible de la creación, accedieran a lo invisible de Dios (cf Rom 1,19-20); a lo largo de
los tiempos nos ha seguido hablando, de múltiples maneras, para manifestar su amistad y
cercanía a la obra de sus manos; y en los últimos tiempos nos habla por medio del Hijo de sus
entrañas, su Palabra, para desentrañarnos en él todo su amor (cf Heb 1,1-3). Este diálogo
construido desde el compromiso mutuo, aunque caracterizado por la iniciativa generosa de Dios,
se abre una y otra vez en la historia personal y colectiva de la comunidad creyente. Israel, desde la
promesa, y la Iglesia, desde el cumplimiento, son los depositarios de la palabra de Dios,
manifestada de una vez para siempre en la persona de Cristo.
La Escritura y la tradición son testimonios permanentes de la palabra que Dios dirige a todo
hombre. «La Sagrada Escritura es la palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu
Santo. La tradición recibe la palabra de Dios, encomendada por Cristo y el Espíritu Santo a los
apóstoles, y la transmite íntegra a los sucesores, para que ellos, iluminados por el Espíritu de la
verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su predicación» (DV 9). En referencia
permanente a este doble depósito, el pueblo cristiano, unido a los pastores, tiene acceso a la
Palabra de amor que Dios quiere dirigir a todos los hombres, sin distinción de espacio y tiempo. Y
en ellos encuentra el ministro de la Palabra las fuentes para ejercer el servicio de anunciar y
enseñar la salvación de Dios a aquellos que la Iglesia le encomienda.
I. La Palabra y la existencia
Dios se manifiesta en su Palabra y esta Palabra tiene que penetrar los cuatro grandes ámbitos de
la existencia cristiana en el mundo. Dios nos habla en la vida de cada día, en la celebración de la
fe, en el servicio a los necesitados y en la comunión fraterna entre unos y otros.
c) La celebración de la fe no queda encerrada en ella misma sino que se proyecta hacia el exterior
de la asamblea, allí donde palpitan la vida de la Iglesia, comunidad de bautizados, y la vida del
mundo. El servicio es la forma práctica de la Palabra. Sin servicio generoso y atento, la Palabra
queda estéril, sin fruto. De la misma manera que la encarnación de Jesucristo lleva a la forma
existencial concreta del Cristo-servidor, así también su palabra de vida, proclamada en la
celebración, conduce al servicio solícito a los pobres y necesitados.
d) Finalmente, la comunidad es lugar y espacio en el que Dios revela su misericordia y su perdón,
sobre todo a través de los sacramentos, pero también en la unión de corazones, en la relación
fraterna. La Palabra estimula la comunión y, en cierta manera, la fundamenta, ya que la unión
entre los que pertenecen a la Iglesia es un reflejo de aquella unión plena y fecunda entre el Padre,
el Hijo y el Espíritu Santo, que se manifiestan en el interior de la Iglesia. Cuando escuchamos la
Palabra, nos damos cuenta de que se tiene que plasmar en una vida comunitaria sincera y
valiente. Ahí, en los hermanos, que son el icono de Cristo, reconocemos a las criaturas salidas de
la mano amorosa de Dios.
La Palabra nos ayuda y empuja a entender cómo Dios se manifiesta en la vida concreta de la
comunidad, en cada rostro, en cada una de las acciones llevadas a cabo bajo el impulso del
Espíritu.
En el Antiguo Testamento, el ministerio de la Palabra es ejercido sobre todo por los profetas. El
profeta es el servidor del mensaje que Dios quiere hacer llegar a los hombres. Cuando el profeta
habla al pueblo, no lo hace en su propio nombre ni refiere sus propias ideas. Vive al servicio del
designio de Dios, de su voluntad.
1. ENVIADOS POR DIos PARA PROCLAMAR SU MENSAJE. La función del profeta consiste en llenar
de contenido la alianza antigua entre Dios y el pueblo. Por eso Dios le escoge de entre el pueblo y
lo envía a proclamar su mensaje. Poco importa si es demasiado joven e inexperto, como Jeremías,
o si es un simple pastor como Amós. La invitación de Dios no deja opción para la duda o la réplica:
«No digas: "Soy joven", porque a donde yo te envíe, irás: y todo lo que yo te ordene, dirás» (Jer
1,7).
El profeta, puesto al servicio de la Palabra, recibe la fuerza que posee esta Palabra que proviene
del mismo Dios; por eso, lo que anuncia tiene fuerza y vigor, capacidad de transformación y de
cambio. La Palabra, por medio del profeta, sacude y convierte, destruye y levanta, fortalece y
arranca. El ministro de la Palabra es testigo, a la vez, de su propia debilidad y de la fuerza del
Señor. «La palabra de nuestro Dios permanece por siempre» leemos en Isaías (40,8; cf lPe 1,24-
25). Y es que, en claro contraste con el ser humano, que es quebradizo y frágil, la Palabra es
consistente y serena, ya que Dios cumple aquello que dice, su promesa. Lo encontramos también
en Isaías: «Así la palabra que sale de mi boca no vuelve a mí sin resultado, sin haber hecho lo que
yo quería y haber llevado a cabo su misión» (Is 55,11).
2. FIELES A LA PALABRA. Un aspecto importante del ministerio profético es la fidelidad a la
Palabra. La llamada y el envío del profeta son el principio de un camino de fidelidad. De hecho,
también el falso profeta se muestra convencido de lo que dice y hace. Pero se trata solamente de
una apariencia, ya que en el fondo de su ser sabe que es un servidor de los intereses de quien lo
alimenta y no de la palabra de Dios. Escucha la voluntad de Dios, pero subordinado a la
circunstancia socio-política y a la voluntad de quien tiene el poder. Su fidelidad real pasa por las
exigencias de su rol (anunciar el triunfo del poderoso) y no por lo que el Todopoderoso le dice que
comunique (un triunfo o una derrota, un éxito o un fracaso). No vive de la Palabra, y sus frutos no
son buenos. Por eso, sus palabras no llevan la marca del Señor del universo. Opuesto al falso
profeta, que juega con su papel de servidor de la Palabra, encontramos al profeta auténtico, que
pone sus palabras al servicio de la Palabra.
La palabra profética es de tal manera concreta y desconcertante que parece que no sea palabra
de Dios. Cuando, por ejemplo, Jeremías anuncia la caída de Jerusalén (Jer 22,20-23), parece que
haga el juego al enemigo babilonio y se oponga a la promesa divina sobre el carácter
indestructible de la ciudad. Pero este es precisamente el mensaje del Señor. El profeta aparece
con toda la grandeza del auténtico servidor de la Palabra: con un lenguaje humanamente
repudiable, expresa exactamente el designio, inapelable y justo, del Señor. Poner la propia
palabra al servicio del Señor y borrar el propio juicio para hacer transparentar solamente el juicio
de Dios: este es el reto difícil del ministro de la Palabra. La figura de los grandes profetas de Israel
recuerda a los que pretenden servir la palabra de Dios que lo tienen que hacer con fidelidad,
aceptando las consecuencias de la llamada, insistente y sorprendente, del Señor.
El modelo propio del ministro cristiano de la Palabra se encuentra en los textos del Nuevo
Testamento. Aquí está la teología de la Iglesia de los apóstoles y los ministerios que el Espíritu
suscita en su interior para así garantizar el anuncio y difusión de la Palabra.
Los profetas eran instrumentos al servicio del mensaje que Dios quería comunicar a los hombres.
Jesucristo es la palabra de Dios en persona, y quien lo escucha a él escucha directamente al Padre,
sin intermediarios de ninguna clase. El nos da acceso al Padre, ya que ha abierto con su muerte el
camino que lleva al lugar santísimo y desde ahora el tabernáculo celestial es patrimonio de todos
los que creen en él. El, Jesucristo, ha hablado del Padre y ha hecho oír su voz. Pero su palabra de
vida es palabra idéntica a la del Padre, ya que el Padre y el Hijo son una sola cosa.
La palabra del Padre y del Hijo ha sido recogida por el Espíritu, el cual habla a los creyentes,
personal y comunitariamente, con un lenguaje interior siempre nuevo. Sin él, la palabra de Dios y
la obra salvadora de Cristo quedarían sin respuesta. Es él quien nos hace hijos y nos permite
clamar: Abba, es decir, Padre (Rom 8,15).
Por nuestra parte, la respuesta se transforma en anuncio, ya que el mensaje que nos llega se
convierte en proclamación hecha por los que lo recibimos y lo aceptamos. Ahora bien, solamente
lo podemos recibir si alguien nos lo anuncia, y este alguien es Dios mismo, que nos habla por y en
Jesucristo. Lo dice Pablo en la primera Carta a los corintios: «[Dios] os ha llamado a vivir en unión
con su Hijo, Jesucristo, nuestro Señor» (lCor 1,9). Esta llamada de Dios a la amistad y a la unión
con Cristo se dirige a todos los que forman la comunidad cristiana y, de manera especial, a los que
ejercen el ministerio de la Palabra. En efecto, el servidor del mensaje lo es en virtud de la llamada
que Dios mismo le hace. El servicio de la Palabra se configura entonces como la mediación
necesaria para que esta llamada pueda resonar en el corazón de las personas.
Hablar en nombre de Dios y de Cristo es tarea y privilegio del que ha sido llamado al servicio de la
Palabra, a ser embajador de Cristo y portavoz del mismo Dios. El embajador lleva un mensaje de
parte del que lo envía, y por eso anunciar la Palabra quiere decir comunicar un mensaje, pero
también y sobre todo hacer presente la persona del emisario. Cuando el enviado habla, sus
palabras de exhortación y aliento surgen de la palabra misma de Dios. El ministerio de la Palabra
no es una pura repetición mecánica, sino la recreación actual de la palabra divina. Dios se fía de
sus enviados y les confía su misma Palabra para que la hagan fructificar: el mensaje de la salvación
y de la reconciliación se expresa así ahora con un lenguaje fiel y adaptado (2Cor 5,20). Los
portadores de este mensaje son realmente mensajeros de buenas noticias, a quienes todo el
mundo espera.
De todas formas, aunque en caso de necesidad el Espíritu intensifica su acción haciéndola más
sólida y consistente, su acción se plantea como algo regular y ordinario. El ministro de la Palabra
sabe que el Espíritu no está lejos, que su intervención no es episódica. Al contrario, la llamada del
Padre y la presencia del Hijo pasan a través de la donación del Espíritu, promesa y fuerza que
vienen de arriba. Antes de la ascensión, es decir, antes de que la palabra del Resucitado deje de
resonar directamente en los oídos de los discípulos, el Señor les asegura que les mandará «lo que
os ha prometido mi Padre» (Lc 24,49). Por lo tanto, el momento presente se caracteriza por ser el
tiempo en que el Espíritu construye la Iglesia. Y como la Iglesia se construye sobre la palabra de
Dios, el Espíritu es el gran intérprete, el gran comentador de la Palabra.
Sin la percepción que de él nos viene, las palabras de Jesús serían una carga insoportable o
ininteligible. El evangelio podría quedar reducido a una verdad parcial. Solamente él, el Espíritu,
garantiza que los creyentes lleguen a la plenitud de Dios. Lo que encontramos en el evangelio
según Mateo (el Espíritu habla por boca de los ministros de la Palabra) lo podemos fundamentar
en el evangelio según Juan: el Espíritu no habla por su cuenta sino que comunica todo lo que el
Padre y el Hijo le comunican (Jn 16,13).
En consecuencia, el que anuncia la Palabra y se hace portavoz del mensaje cristiano, cuando
escucha la voz del Espíritu, escucha la voz del Padre y del Hijo. La Palabra es viva, se vuelve voz y
mensaje gracias al Espíritu, que está en sintonía con la verdad y que conduce hacia la verdad
plena. El servidor de la Palabra habla proféticamente cuando habla dejando hablar al Espíritu. El
Espíritu tiene el conocimiento de Dios y de la historia; por eso se dice de él que anuncia el futuro.
De manera parecida, el ministro de la Palabra, fiándose del Espíritu de verdad, hace resonar la
Palabra mirando atrás, hacia la salvación que Dios ha obrado entre nosotros, y mirando hacia
delante, hacia la historia que nos falta por recorrer y los bienes celestiales que esperamos recibir.
Así, pues, el Espíritu guía al mensajero de la Palabra. Y su responsabilidad y función son tan
admirables, que en la primera Carta de Pedro se dice que hasta los ángeles están deseosos de oír
y disfrutar de este mensaje (1Pe 1,12). El evangelio es anuncio de salvación y todo el universo se
alegra de lo que se ofrece a la humanidad entera. El ofrecimiento es universal, sin exclusiones, tal
como se deja entrever en los anuncios del libro de los Hechos de los apóstoles (He 2,39) y en la
solemne declaración del Señor resucitado que envía a sus discípulos a ser ministros de la Palabra,
servidores del mensaje evangélico (Mt 28,18-20).
La tarea que se plantea a los seguidores de Cristo es la de suscitar nuevos discípulos, personas que
se adhieran a la buena noticia del Reino sin reparos ni condiciones. La misión tiene que pasar por
dos canales: el bautismo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y la instrucción-
catequesis destinada a orientar la vida del nuevo discípulo. Así pues, el ministerio de la Palabra se
ejerce en tres pasos. En primer lugar, en el anuncio del mensaje evangélico que lleva a la fe, una
vez superadas las dudas y los miedos. En segundo lugar, en la acción bautismal, sacramental, que
es la culminación de aquel anuncio en la medida en que lo integra y lo eleva a una vida de
comunión con las tres personas divinas. Finalmente, el ministerio de la Palabra pasa por la
exhortación constante a dar los frutos propios del Reino, que son el resultado concreto de guardar
las palabras del Señor.
El encargo misionero del Señor resucitado encuentra una respuesta concreta en el ministerio
apostólico. Pablo es el prototipo de apóstol y, por lo tanto, de ministro de la Palabra. En Rom
15,15-19, Pablo explica qué quiere decir para él ser servidor de Jesucristo y de Dios entre los
paganos, aquellos que no conocen las promesas ni son herederos de la alianza del Sinaí. Pablo
considera que su ministerio es un don, no mérito personal: el apóstol es un enviado a anunciar
una palabra que le han confiado. Su envío no es resultado del azar, sino que es una misión pública
y oficial. A Pablo le han mandado que anuncie el evangelio de Dios para que los paganos sean una
ofrenda agradable a él, apta para ser ofrecida, escogida y selecta, con la garantía que proviene de
la santidad, la cual es obra del Espíritu Santo.
Ahora bien, Pablo interpreta el anuncio del evangelio que él lleva a cabo como el resultado de la
acción que Cristo ha querido realizar a través de él. No quiere gloriarse de sus éxitos ni de sus
habilidades como apóstol; solamente desea subrayar que él es el instrumento de Jesucristo para
que los paganos lleguen a la fe. Jesucristo se ha valido, dice Pablo, de sus palabras y de sus obras,
avalados por signos y prodigios y, en definitiva, por la fuerza del Espíritu de Dios. De esta manera,
Pablo se presenta como mensajero del evangelio, servidor de la Palabra y no servidor de sí mismo.
En el gozo por la Palabra, ha descubierto que su palabra de hombre ha sido acogida no como
palabra humana sino como «palabra de Dios, que permanece vitalmente activa en vosotros, los
creyentes» (1Tes 2,13). Es la gran paradoja del anuncio: la palabra del mensajero se borra y llega a
identificarse con la Palabra del mensaje, forma una sola cosa con ella. Entonces aparece su fuerza
y emerge su impacto renovador en los que creen. La Palabra despliega su fuerza transformadora y
el que la ha proclamado es testigo del cambio operado en la vida de los que la acogen. El
mensajero reconoce en el mensaje el poder salvador del mismo Dios y le da gracias.
El ministro de la Palabra ejerce un ministerio eclesial. Por eso sería insuficiente hablar de la
llamada que recibe de Dios para ser servidor del mensaje si no considerásemos el marco
comunitario en el que se inscribe su ministerio. Dicho de otro modo, por encima del ministerio de
la Palabra está la comunidad eclesial, que es el primer agente de la predicación.
El día de Pentecostés, después de que el Espíritu Santo llenase a las ciento veinte personas
congregadas en el cenáculo, Pedro se puso de pie con los Once y empezó a hablar en nombre de
todos ellos. Se trata, por lo tanto, de un discurso oficial del colegio apostólico, pronunciado por su
portavoz, que interpreta las profecías (Joel 3 y los Salmos 16 y 110) y que comunica a los oyentes
el mensaje cristiano fundamental, el kerigma sobre Jesús resucitado. Y añade: «de lo que todos
nosotros somos testigos» (He 2,32). Al cabo de poco tiempo, Pedro y Juan son encarcelados por
haber anunciado que «la resurrección de los muertos se había realizado ya en la persona de
Jesús» (He 4,2). El anuncio del mensaje les llevará tribulaciones sin cuento, pero ellos –afirman–
no pueden dejar de anunciar lo que han visto y oído (v. 20). Su decisión es firme, y tiene el total
apoyo del Espíritu Santo (v. 8).
Hace falta valentía y convicción ante las amenazas y la oposición de los adversarios. Llega, pues,
un segundo Pentecostés. El Espíritu baja por segunda vez sobre la comunidad, reunida en oración
para pedir la valentía de anunciar la palabra del Señor (v. 29). Inmediatamente, se repite la llegada
visible del Espíritu y Dios les concede lo que piden. Desde entonces proclaman la Palabra sin
miedo y con gran coraje (v. 31). Toda la comunidad será protagonista de esta proclamación, que
está sostenida por signos y prodigios realizados en nombre de Jesús. Toda la comunidad tiene
como propio el servicio de la Palabra.
Antes de considerar las funciones específicas en relación a este ministerio, es menester subrayar
que la responsabilidad del anuncio de la Palabra pertenece a la Iglesia entera y a cada uno de sus
miembros. En efecto, la comunidad primitiva no actúa de simple marco de la predicación de los
apóstoles, que son los primeros implicados en la predicación del mensaje. Más bien la predicación
apostólica se configura sobre el telón de fondo de una comunidad que ve como primera la tarea
del anuncio del mensaje cristiano. La evangelización no se plantea como una tarea reservada a
unos especialistas (los ministros de la Palabra), sino como la actividad propia de toda la
comunidad. La Palabra tiene que ser difundida, y en el libro de los Hechos de los apóstoles
difusión de la Palabra y construcción de la comunidad avanzan paralelamente.
Ahora bien, en el terreno de la edificación comunitaria, Pablo insiste muchas veces en los carismas
distribuidos generosamente entre sus comunidades y las empuja a ejercerlos ampliamente. De
manera especial, los profetas tienen la misión de aconsejar, de consolar y de hacer comprender la
voluntad del Padre y el empuje del Espíritu (lCor 12,28; cf también Ef 4,11). Con todo, la función
que apóstoles y profetas realizan en orden al anuncio de la Palabra en el interior de la comunidad
creyente, se inscribe en el don que toda la comunidad ha recibido en virtud del bautismo. Rom
15,14 habla de instruirse los unos a los otros y 1Tes 5,11 se refiere al aliento y a la edificación
mutuos. El don del bautismo incluye a la vez el don de la fe y el don de la Palabra.
Quien se adhiere a Jesucristo como Señor y lo confiesa como resucitado, acoge su mensaje y se
convierte en su servidor. Es templo del Espíritu Santo (lPe 2,5) y el Espíritu no cesa de clamar
dentro de él. Por eso, en la medida en que ha entrado en comunión con la Trinidad, ha acogido la
salvación y conoce el mensaje desde la percepción que le viene del mismo Espíritu. Cuando habla
e instruye a sus hermanos, lo hace en virtud de los dones recibidos. Sus capacidades puramente
humanas se fortalecen y consolidan hasta el punto que es capaz de exhortar a partir de la Palabra.
Las debilidades de una sabiduría puramente humana pasan a un claro segundo término cuando el
que ha acogido el mensaje lo proclama y lo predica desde el fondo de su corazón.
1. Sus ACTITUDES. Ya hemos ido indicando algunos elementos que definen el ministro de la
Palabra. Ahora los vamos a abordar directamente.
Quien predica la palabra hace resonar el anuncio fundamental y común. Lo hará con más o menos
acierto, con una preparación más estricta o con unas palabras menos justas, pero tan solo anuncia
lo que le han enseñado. Antes de ser servidor de la Palabra se es un creyente en la Palabra.
Solamente quien recibe con afecto y docilidad el mensaje de la fe, será después capaz de
anunciarlo con cariño y sin protagonismos.
Más aún, el «ministro del evangelio» (Ef 3,7) se acerca al texto desde una tradición, anterior a él,
que le hace llegar el mensaje de la Palabra en su globalidad: la fe es el mensaje enseñado, recibido
y acogido (Col 2,7; 1Tim 6,13-14). Sin la tradición, al predicador de la Palabra le faltarían raíces y
fundamento. Desconocería la naturaleza exacta de esta Palabra, la cual surge en el recuerdo y el
memorial de las gestas del Señor. Por lo tanto, la tradición es el vehículo del mensaje, y la palabra
de Dios, tal como aparece en la Sagrada Escritura, se sitúa en el proceso de transmisión de las
maravillas de Dios y, en concreto, de la más grande de todas ellas: la resurrección de nuestro
Señor Jesucristo.
c) Fidelidad. Esta referencia a la tradición nos lleva a subrayar la fidelidad exigida al ministro de la
Palabra. La fidelidad empieza con la convicción de que los predicadores del evangelio no se
predican a ellos mismos, sino que anuncian la persona y la obra de Jesucristo (2Cor 4,5). Quien se
predica a sí mismo usa el mensaje como pretexto, como excusa para divulgar sus propias ideas.
Esto es un abuso: las convicciones propias han de ser distinguidas de lo que dice la Palabra.
Ciertamente, no es posible la objetividad pura, ya que leer el texto equivale a establecer un
diálogo entre mi idea sobre el texto y lo que el texto me va mostrando. Si no vemos cuáles son
nuestras precomprensiones a la hora de acercarnos al texto, estas precomprensiones se
transformarán en prejuicios, y entonces la interpretación quedará irremediablemente
condicionada.
La fidelidad pasa, pues, por el servicio al mensaje que parece descubrirse en el texto. La referencia
permanente a la tradición y la ayuda y orientación del magisterio favorecen la acogida y
transmisión de la verdad del evangelio y liberan de una interpretación subjetiva. Ciertamente el
magisterio eclesial, ejercido por los obispos, presididos por el sucesor de Pedro, «no está por
encima de la palabra de Dios, sino a su servicio»; esa es la razón por la que sustenta, en nombre
de Jesucristo y con la asistencia del Espíritu Santo, «el oficio de interpretar auténticamente la
palabra de Dios, oral o escrita» (cf DV 10). El servidor del evangelio, que quiere ser predicador de
Jesucristo, encuentra en el diálogo obediente con el magisterio el sello que garantiza su trabajo
evangelizador. Este diálogo, a veces complejo, ayudará al ministro de la Palabra a ser un auténtico
servidor de la unidad de la fe con un amplio sentido de la verdad, sin detrimento del sentido
pastoral. En consecuencia, la fidelidad del ministro de la Palabra pasa por la aceptación sincera del
mensaje que le han transmitido y del que él mismo se convierte en transmisor bajo la guía de sus
pastores.
El ministro de la Palabra sabe, pues, que actualizar el mensaje no quiere decir tan solo expresar
las cosas de siempre con palabras actuales, sino procurar que se reproduzca ahora y aquí el
encuentro entre Dios y el hombre. Su función de intérprete de la Palabra, sensible al lenguaje y a
los problemas actuales, solamente culmina cuando el mensaje interpela a quienes lo escuchan y
les mueve a una respuesta decidida y valerosa. Exactamente aquella respuesta que se produjo en
el pasado, cuando el mensaje llegó a sus primeros oyentes-testigos y fue capaz de crear en ellos
una adhesión incondicional y de originar una tradición indestructible.
2. Los MEDIOS QUE EMPLEA. ¿Con qué medios ha de anunciar el mensaje el servidor de este
mensaje? ¿De qué manera tiene que situarlo en relación con su proyecto de vida? Dice el apóstol:
«Cuando llegué a vuestra ciudad, llegué anunciándoos el misterio de Dios no con alardes de
elocuencia o de sabiduría» (1Cor 2,1). Pablo no quiere usar en su predicación habilidades y
refinamientos retóricos, que convertirían el mensaje en un producto para vender. Prefiere una
cierta debilidad en su discurso para que brille con todo su resplandor la fuerza del Espíritu, su
poder convincente. La utilización de recursos de la sabiduría humana, usados como arma
coercitiva, haría un flaco servicio al evangelio. En todo momento, el predicador ha de utilizar unos
medios que dejen bien claro que él es un instrumento en manos de Dios y de su Palabra. De
hecho, esta Palabra o mensaje se concreta en Jesucristo crucificado, debilidad a los ojos del
mundo y sabiduría a los ojos de Dios.
a) La debilidad, el diálogo y la comunicación. El servidor de la Palabra lo es desde la debilidad,
desde el diálogo y la comunicación con el otro. Hacer llegar el mensaje pide el tú a tú, la relación
entre personas, la amistad compartida, la propuesta y la invitación. Difícilmente puede existir un
medio más propio para la difusión del mensaje evangélico que el que surge del estilo que
encontramos en la predicación de Jesús. El método usado por Jesús en el anuncio del Reino se
fundamenta en la llamada y el diálogo.
Así pues, para llevar a término un anuncio fecundo del evangelio es necesario el testimonio ante
los que escuchan. En la misión de los Doce (Mc 6,7-13 y par.), Jesús manda a los que tienen que
anunciar el Reino que lo hagan de forma sencilla y austera, que lleven bastón, sandalias y un
vestido, pero que coman lo que les den las personas que les reciban en casa. Predican la acogida y
la conversión y tienen que presentarse con el saludo de la paz. El testimonio, entendido como
coherencia entre la palabra y los hechos, es el primer anuncio. El predicador, antes de proclamar
el mensaje, lo vive, y así el mensaje empieza a ser comprendido por los que escuchan.
c) Vinculación entre Palabra y sacramento. El alimento espiritual que se consigue con la Palabra
queda prof undamente vinculado al sacramento. Los sacramentos son el ámbito donde el ministro
de la Palabra ve realizado, en su sentido pleno, el misterio salvador de Dios. Los sacramentos
confirman la Palabra, ya que en ellos el mensaje toma cuerpo concreto y visible en la acción de
Dios en la historia humana. La Palabra llama a la conversión y suscita la respuesta de la fe. En el
sacramento, la fe es don que transforma el corazón del creyente y lo convierte en un nuevo ser;
por el sacramento, se convierte en hijo de Dios. Lo que la Palabra manifiesta, el sacramento lo
culmina.
BIBL.: ANDRIEUx F. Y OTROS, Serviteurs de l'Evangile, Les ministéres dans l'Eglise (Lex Orandi 50), Du Cerf, París 1971;
.
KLOSTERMANN F., El predicador del mensaje cristiano, en RAHNER K.-HÁRING B. (eds.), Palabra en el mundo (Nueva alianza 32),
Sígueme, Salamanca 1972; SEMMELROTH O., La Palabra eficaz. Para una teología de la proclamación, Dinor, San Sebastián
1967.
SUMARIO: I. Misión y evangelización sin fronteras. II. Naturaleza de la misión «ad gentes». III.
Objetivos de la misión «ad gentes». IV. Los nuevos ámbitos o campos de la misión. V. Desafíos
actuales. VI. Guión catequético.
Jesús se presenta en el evangelio como enviado por el Espíritu (Lc 4,18) para proclamar la buena
noticia (Mc 1,14-15) y para dar la vida en rescate por todos (Mc 10,45). Envió a sus discípulos, ya
durante su vida pública, para predicar el reino de Dios (Lc 9,2). Después de la resurrección, los
envió para hacer discípulos de todos los pueblos (Mt 28,19), predicar en su nombre a todas las
gentes (Lc 24,47) y proclamar el evangelio (buena noticia) a toda criatura (Mc 16,15). La misión de
Jesús es envío, que procede del Padre y se realiza bajo la acción del Espíritu Santo. Esta misma
misión es la que Jesús comunica a sus apóstoles (enviados): «Como el Padre me envió, también os
envío yo» (Jn 20,21). El objetivo de este envío es la acción de evangelizar, es decir, de anunciar la
buena noticia.
Tanto la misión y evangelización de Jesús como la de los apóstoles, y de toda la Iglesia, tiene una
dimensión universalista: por todos (Mc 10,45), a toda criatura (Mc 16,15). Es, pues, misión ad
gentes, a todos los pueblos (Mt 28,19).
La misión que Jesús ha comunicado a la Iglesia (como encargo o mandato) tiene su fuente en la
Trinidad, empieza a ser realidad desde la encarnación y se desarrolla como redención o rescate-
liberación de la humanidad entera. Tiene, pues, dimensión trinitaria (cristológica,
pneumatológica), eclesiológica y antropológica. Jesús es el Salvador del mundo (Jn 4,42; 1Jn 4,14).
«La Iglesia peregrinante es, por su naturaleza, misionera, puesto que toma su origen de la misión
del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre» (AG 2).
La misión no es algo añadido a la comunidad eclesial, ni tampoco una de tantas acciones que debe
realizar, sino toda su razón de ser, su misma naturaleza (AG 2). «La Iglesia existe para evangelizar»
(EN 14). «Evangelizar significa para la Iglesia llevar la buena noticia a todos los ambientes de la
humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad» (EN 18).
La expresión ad gentes (a todos los pueblos) indica, pues, una característica esencial de la misión
que Jesús realizó y que quiso prolongar en la historia a través de su Iglesia. Es universalista por
proceder de Dios Amor, Padre de todos (Ef 4,6), y por llevarse a la práctica por medio de Jesús,
salvador de todos (1Tim 4,10), quien, a su vez, ha instituido a la Iglesia como signo levantado en
medio de las naciones (Is 11,12; SC 2).
Ya desde su conversión, Pablo está destinado a la misión ad gentes. El mismo Jesús lo explicó a
Ananías antes de que fuera a bautizar a Pablo: «Este es un instrumento que he elegido yo para
llevar mi nombre a los paganos, a los reyes, a los israelitas» (He 9,15). Por esto, Pablo habla
continuamente de la misión peculiar que le ha sido confiada, como «privilegio que Dios me ha
concedido de ser ministro de Cristo Jesús entre los paganos» (Rom 15,15-16). Su preferencia, e
incluso dedicación plena, es la de «no anunciar el evangelio allí donde ya habían oído hablar de
Cristo» (Rom 15,20).
La elaboración teológica sobre la misión «ad gentes» (la misionología) tiene lugar sólo a partir del
final del siglo XIX y a principios del siglo XX. Este último siglo ha sido llamado siglo de las misiones,
precisamente por la intensa acción evangelizadora ad gentes en los cinco continentes, por la
elaboración teológica de esa misma misión, y también por los documentos del magisterio sobre el
tema: encíclicas misioneras (desde la primera, Maximum illud, de Benedicto XV, 1919), el Vaticano
II (especialmente con el decreto Ad gentes, 1965), la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi
(de Pablo VI, 1975), y la encíclica Redemptoris missio (de Juan Pablo II, 1990).
En este documento conciliar se resumen los contenidos de esta misión específica, con una sólida
base bíblica, haciendo referencia a documentos anteriores, aprovechando también reflexiones
teológicas y señalando prioridades actuales. Se ofrecen, pues, unos principios doctrinales (cap. I);
se describe la acción misionera propiamente dicha, por el testimonio, la predicación y la
formación de la comunidad eclesial (cap. II); se señala la importancia y el proceso de construir o
implantar las Iglesias particulares (cap. III); se recuerda la vocación y formación de los misioneros
(cap. IV); se dan normas para una coordinación de la actividad misionera (cap. V), y se insta a la
cooperación por parte de todas las vocaciones e instituciones eclesiales (cap. VI).
El DGC presenta la misión ad gentes en íntima relación con la catequesis: «El ministerio de la
catequesis aparece como un servicio eclesial fundamental en la realización del mandato misionero
de Jesús» (DGC 59).
El Concilio armoniza todos estos aspectos: «La misión de la Iglesia se realiza mediante la actividad
por la cual, obediente al mandato de Cristo y movida por la gracia y caridad del Espíritu Santo, se
hace plena y actualmente presente a todos los hombres y pueblos para conducirlos, por el
ejemplo de su vida y de la predicación, por los sacramentos y demás medios de la gracia, a la fe, la
libertad y la paz de Cristo, de forma que se les descubra el camino libre y seguro para participar
plenamente del misterio de Cristo» (AG 5). La doctrina sobre la Iglesia misterio, comunión y
misión, puede ofrecer una pauta para la misión en general y, de modo especial, para la misión ad
gentes. Si la Iglesia es misterio o sacramento, lo es como «señal e instrumento de la íntima unión
con Dios, y de la unidad de todo el género humano» (LG 1); es, por tanto, «sacramento universal
de salvación» (LG 48; AG 1). Ahora bien, la Iglesia será de verdad signo e instrumento de Cristo en
la medida en que ella misma sea comunión (He 2,42), un solo corazón y una sola alma (He 4,32),
como señal peculiar de los cristianos (Jn 13,35) y como señal de que Cristo es el enviado del Padre
(Jn 17, 21-13).
El universalismo de la misión de la Iglesia y su incidencia en todas las gentes dependerá, pues, del
grado en que la Iglesia sea sacramento (misterio) y comunión. Cristo, presente entre los hermanos
(Mt 18,20), convierte a su comunidad eclesial en un signo eficaz de evangelización sin fronteras.
La perspectiva de la misión universalista (y de primera evangelización), descrita en el decreto
conciliar Ad gentes, se enriquece en relación con las cuatro constituciones del Vaticano II: La
Iglesia es sacramento (Lumen gentium) como portadora de Cristo, Palabra de Dios (Dei Verbum),
que celebra el misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo (Sacrosanctum concilium), y
que se inserta de modo solidario en el mundo (Gaudium et spes). Entonces la misión ad gentes
recupera toda su perspectiva evangélica, que se actualiza en cada época de la historia.
Hay que reconocer que después del Vaticano II, y gracias a sus contenidos, el tema misión se ha
generalizado. Anteriormente daba la impresión de reducirse sólo a la misión ad gentes, como si
fuera acción exclusiva de los misioneros. Esta generalización actual comporta una toma de
conciencia de la realidad de la Iglesia misionera en todas sus personas, ministerios, instituciones y
carismas. Pero, al mismo tiempo, la generalización ha podido dar lugar a malentendidos respecto
a la misión ad gentes, como si esta no tuviera razón de ser puesto que la Iglesia es toda ella
misionera. Habrá que distinguir, pues, entre tres niveles o situaciones de la misión eclesial: 1)
actividad pastoral ordinaria; 2) nueva evangelización o también reevangelización; 3) misión ad
gentes (cf RMi 33; DGC 58-59).
La novedad actual sobre la misión ad gentes había sido ya intuida por el Concilio, cuando indicó
que «los grupos humanos en medio de los cuales vive la Iglesia, con frecuencia se transforman
completamente por varias causas, de forma que pueden originarse situaciones enteramente
nuevas. Entonces la Iglesia tiene que ponderar si estas condiciones exigen de nuevo su acción
misional» (AG 6).
El concepto de misión ad gentes centrada sólo en los países no cristianos resulta reductiva e
inexacta. Pero la misión ad gentes queda en pie, con toda su fuerza evangélica del primer anuncio,
allí donde Cristo no es conocido. Las nuevas situaciones no pueden «reducir ni hacer desaparecer
la misión y los misioneros ad gentes» (RMi 32). «La misión ad gentes, sea cual sea la zona o el
ámbito en que se realice, es la responsabilidad más específicamente misionera que Jesús ha
confiado a su Iglesia y, por tanto, es el paradigma del conjunto de la acción misionera de la
Iglesia» (DGC 59).
Pablo VI, en Evangelii nuntiandi (1975) había llamado la atención sobre las nuevas circunstancias
de la evangelización actual. Precisamente a partir de un análisis más profundo sobre la naturaleza
misionera de la Iglesia (como prolongación de la misión de Cristo) y de la acción evangelizadora,
Pablo VI señaló la urgencia de evangelizar las situaciones sociológicas y las culturas, usando los
medios actuales de diálogo y de comunicación. Esta apertura de la misión ad gentes no dejaba de
lado el universalismo ni el anuncio explícito de Cristo a las otras religiones. Juan Pablo II recuerda
cómo «el proceso de encuentro y confrontación con las culturas es una experiencia que la Iglesia
ha vivido desde los comienzos de la predicación del evangelio. El mandato de Cristo a los
discípulos de ir a todas partes hasta los confines de la tierra para transmitir la verdad por él
revelada, permitió a la comunidad cristiana verificar bien pronto la universalidad del anuncio y los
obstáculos derivados de la diversidad de las culturas» (FR 70).
a) El ámbito geográfico puede considerarse como tradicional, siempre válido, y que tiene en
cuenta los pueblos e incluso las Iglesias locales donde el evangelio no ha entrado suficientemente,
o donde la Iglesia no ha llegado a cierto grado de madurez y de autosuficiencia (especialmente por
las vocaciones locales). Esas Iglesias locales dependen especialmente de la Congregación para la
evangelización de los pueblos. En este sentido se habla, a veces, de misiones o de países de
misión.
c) El ámbito cultural indica amplios sectores de nuestra sociedad que, a veces, tienen derivación
universal, y donde el evangelio no ha sido suficientemente anunciado: culturas antiguas existentes
y cultura emergente a nivel mundial, centros educativos, investigación científica (por ejemplo,
bioética, espacial, etc.), creaciones y manifestaciones artísticas, relaciones internacionales,
encuentro mundial entre religiones, actitudes de diálogo, ecología, etc.
El encargo o mandato misionero del Señor a su Iglesia sigue siendo de apertura universal y
cósmica. La palabra gentes no puede reducirse a naciones ni a sectores de cualquier tipo, sino que
tiene la carga siempre nueva de mundo, cosmos, y no puede limitarse a una comunidad eclesial
local, pequeña o grande, porque Dios ha enviado «a su Hijo al mundo... para que el mundo se
salve por él» (Jn 3,17). Ese amor de Dios al mundo (Jn 3,16), como amor fontal (AG 2), constituye
la raíz, el valor y la fuerza dinámica permanente de la misión ad gentes.
V. Desafíos actuales
La llegada del tercer milenio del cristianismo es una invitación urgente a presentar el mensaje
cristiano a los no cristianos, a los no creyentes y a los agnósticos. En todas las religiones y culturas
se encuentran ya las «semillas del Verbo» (según la expresión de san Justino en el siglo II). El
mismo Espíritu Santo, que ha esparcido esas semillas en todos los pueblos, «las prepara para su
madurez en Cristo» (RMi 28).
El mayor desafío de la misión ad gentes es el encuentro de todas las religiones y culturas actuales
con el cristianismo. Si todas ellas tienen algún destello de la palabra de Dios, el cristianismo está
llamado a anunciar que «en Cristo, el Padre ha dicho la palabra definitiva sobre el hombre y sobre
la historia» (TMA 5). Por esto, «el Verbo encarnado es el cumplimiento del anhelo presente en
todas las religiones de la humanidad» (TMA 6).
Este primer anuncio del evangelio, a nivel de conciencia y a nivel de culturas religiosas, necesita
ser presentado en un proceso de inculturación, por el que se respete la preparación del evangelio
que ya existe en toda cultura, mientras se ayuda a purificar los obstáculos que impiden llegar a la
plenitud o madurez en Cristo.
La implantación de la Iglesia significa que la acción evangelizadora ad gentes ayuda a las Iglesias
locales a llegar a una relativa madurez y autosuficiencia, en cuanto a medios de evangelización y
en cuanto a expresiones culturales, dentro de la comunión de Iglesia universal y de los valores
evangélicos permanentes. «El fin propio de esta actividad misional es la evangelización y la
implantación de la Iglesia en los pueblos o grupos humanos en que todavía no ha arraigado. De
suerte que de la semilla de la palabra de Dios crezcan en todo el mundo las Iglesias particulares
autóctonas suficientemente organizadas y dotadas de energías propias y de madurez, las cuales,
provistas convenientemente de jerarquía propia, unida al pueblo fiel, y de medios apropiados
para un pleno desarrollo de la vida cristiana, contribuyan, en la medida que les corresponde, al
bien de toda la Iglesia» (AG 6).
La misión ad gentes entre dos milenios está preñada de esperanza: «En el 2000 deberá resonar
con fuerza renovada la proclamación de la verdad: nos ha nacido el Salvador del mundo» (TMA
38). En este sentido, «la Iglesia también en el futuro seguirá siendo misionera: el carácter
misionero forma parte de su naturaleza» (TMA 57).
— Los principales textos bíblicos sobre la misión universalista ad gentes (Mt 28,19-20; Mc 16,15-
16; Lc 24,46-47; Jn 20,21; He 1,8) quedan ampliamente explicados en los documentos actuales
(resumidos más arriba): el decreto conciliar Ad gentes, la exhortación apostólica de Pablo VI
Evangelii nuntiandi, la encíclica de Juan Pablo II Redemptoris missio, el Catecismo de la Iglesia
católica y el nuevo Directorio general para la catequesis. En resumen, «la Iglesia ha recibido la
misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos» (LG 5).
BIBL.: AA.VV., Cristo, Chiesa, Missione, commento all'enciclica «Redemptoris missio», Pont. Univ. Urbaniana, Roma 1992;
' '
AA.VV., L activité missionnaire de l Eglise, Décret «Ad gentes», Du Cerf, París 1967; AA.VV., Misión para el tercer milenio. Curso
básico de misionología, Obras misionales pontificias, Bogotá 1992; CAPMANY J. (ed.), La Iglesia misionera. Textos del magisterio
pontificio, BAC, Madrid 1994; CASTRO A. L., Gusto por la misión. Manual de misionología, CELAM, Bogotá 1994; CONSEJO
PONTIFICIO DE LA CULTURA, Para una pastoral de la cultura, Ciudad del Vaticano (23 de mayo de 1999); ESQUERDA BIFET J.,
Teología de la evangelización, BAC, Madrid 1995; El cristianismo y las religiones de los pueblos, BAC, Madrid 1977; GoIBURU J.
M., Animación misionera, Verbo Divino, Estella 1985; MüLLER K., Teología de la misión, Verbo Divino, Estella 1988; SANTOS
HERNÁNDEZ A., Teología sistemática de la misión, Verbo Divino, Estella 1991; SENIOR D.-STRUHLMULLER C., Biblia y misión,
Verbo Divino, Estella 1985.
MISTERIO
SUMARIO: I. El «misterio» en el ámbito catequético. II. El misterio del hombre ante el misterio de
Dios: 1. El misterio del hombre en el Vaticano II; 2. Interés por el misterio de la persona humana;
3. Función e itinerarios de la catequesis; 4. Aproximación desde la cultura moderna. III. El misterio
de Cristo, centro vital: 1. Cristocentrismo de la catequesis; 2. El lenguaje catequético en relación
con la persona de Cristo; 3. El tratamiento bíblico del misterio de Cristo; 4. Algunos rasgos del
Misterio. IV. El misterio pascual en la Iglesia: 1. Catequesis y celebración del misterio pascual; 2.
Actualidad del misterio pascual; 3. El misterio pascual en una Iglesia «sacramento en el mundo».
Uno de los criterios que el Directorio destaca en la presentación del mensaje es que sea un
mensaje significativo para la persona humana (DGC 116-117). Esto significa que «la Revelación no
está aislada de la vida, ni yuxtapuesta artificialmente a ella. Se refiere al sentido último de la
existencia y la ilumina, ya para inspirarla, ya para juzgarla, a la luz del evangelio» (CT 22c; cf EN
29). El mismo DGC añade: «La relación del mensaje cristiano con la experiencia humana no es
puramente metodológica, sino que brota de la finalidad misma de la catequesis, que busca la
comunión de la persona humana con Jesucristo» (DGC 116).
El ejercicio de su mediación invita al catequista a elegir las vías más conducentes para «el
encuentro de la palabra de Dios con la experiencia de la persona», que es «un acontecimiento de
gracia... que se expresa a través de signos sensibles y finalmente abre al misterio» (DGC 150). Esas
vías elegidas para el encuentro pueden utilizar métodos inductivos o deductivos, e itinerarios
operativos kerigmáticos (descendentes) o existenciales (ascendentes). Estos últimos arrancan de
problemas y situaciones humanas y los iluminan con la luz de la palabra de Dios. El Directorio los
juzga así: «De por sí son modos de acceso legítimos si se respetan todos los factores en juego, el
misterio de la gracia y el hecho humano, la comprensión de fe y el proceso de racionalidad» (DGC
151). De ahí la importancia de la experiencia humana en la pedagogía catequética (DGC 152-153).
«Esta tarea hace posible una correcta aplicación o interacción entre las experiencias humanas
profundas y el mensaje revelado».
Cada Iglesia particular debe definir, en esta situación, la función de su propio proyecto
catequético (DGC 276). «La situación actual de la evangelización postula que las dos acciones, el
anuncio misionero y la catequesis de iniciación, se conciban coordinadamente y se ofrezcan, en la
Iglesia particular, mediante un proyecto evangelizador misionero y catecumenal unitario. Hoy la
catequesis debe ser vista, ante todo, como la consecuencia de un anuncio misionero eficaz. La
referencia del decreto Ad gentes, que sitúa al catecumenado en el contexto de la acción misionera
de la Iglesia, es un criterio de referencia muy válido para toda la catequesis (AG 11-15)» (DGC
277).
Aquí hemos de resaltar la importancia que tiene el análisis de la situación y de las necesidades en
orden al proyecto que deben elaborar y ofrecer los servicios catequéticos de las Iglesias
particulares. Por lo que se refiere al tema que ahora nos ocupa, el misterio de la persona humana
ante el misterio de Dios, destacamos el siguiente párrafo del Directorio: «El análisis de la situación
religiosa está referido, sobre todo, a tres niveles muy relacionados entre sí: el sentido de lo
sagrado, es decir, aquellas experiencias humanas que, por su hondura, tienden a abrir al misterio;
el sentido religioso, o sea, las maneras concretas de concebir y de relacionarse con Dios en un
pueblo determinado; y las situaciones de fe, con las diversas tipologías de creyentes. Y en
conexión con estos niveles, la situación moral que se vive, con los valores que emergen y las
sombras o contravalores más extendidos» (DGC 279).
Los filósofos de la religión (Rahner, Neufeld, Martín Velasco) concentran la atención en el misterio
del hombre. Este misterio abarca el origen humano, su fin, el sentido de la vida y de la muerte, el
amor, la justicia, la solidaridad, el problema del mal... De este misterio polifacético dan el paso
hacia la autotrascendencia e incluso hacia el Misterio que es Dios: Presencia, Eternidad, Verdad,
Justicia, Belleza, Amor gratuito. «El misterio es el fundamento de la vida personal del hombre.
Este se halla radicado en el abismo del misterio, vive siempre juntamente con él, y la cuestión es
tan solo si vive con él, voluntaria y obedientemente, confiándosele, o lo reprime (como dice Pablo)
y no lo quiere aceptar. La trascendencia está orientada hacia el Misterio» (K. Rahner). Martín
Velasco define así el misterio desde la fenomenología de la religión: «La realidad cuya irrupción
determina en el sujeto la aparición de una ruptura de nivel existencial, expresada como
experiencia de lo numinoso en términos de tremendo y fascinante». De ahí su absoluta
trascendencia, la presencia íntima en el sujeto, la interpelación personal, el ser determinante del
conjunto de la vida.
El Directorio habla con toda razón del cristocentrismo trinitario del mensaje evangélico: «La
palabra de Dios, encarnada en Jesús de Nazaret, hijo de María Virgen, es la Palabra del Padre, que
habla al mundo por medio de su Espíritu. Jesús remite constantemente al Padre, del que se sabe
Hijo único, y al Espíritu Santo, por el que se sabe Ungido. El es el camino que introduce en el
misterio íntimo de Dios» (DGC 99; cf 114). E inmediatamente, el mismo texto precisa más en
razón del ámbito catequético: «El cristocentrismo de la catequesis, en virtud de su propia
dinámica interna, conduce a la fe en Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es un cristocentrismo
esencialmente trinitario». La fe de los cristianos, «configurados con Cristo», es «radicalmente
trinitaria. El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana»
(DGC 99). La catequesis deberá, por tanto, ser consecuente con ello en su estructura interna, en
su pedagogía y en las implicaciones vitales para la vida de los seres humanos (en la libertad
personal y en la fraternidad social y eclesial). «Las implicaciones humanas y sociales de la
concepción cristiana de Dios son inmensas», afirma el Directorio, remitiendo a varios lugares del
Catecismo de la Iglesia católica (CCE 1702; 1878; 2845) y a la encíclica Sollicitudo rei socialis, 40
(DGC 100).
Cuando el Directorio dirige su mirada al Catecismo de la Iglesia católica, considera que las cuatro
dimensiones fundamentales de la vida cristiana que en él se articulan (profesión de fe, celebración
litúrgica, moral evangélica y oración) «brotan de un mismo núcleo, el misterio cristiano» (DGC
122). El cristocentrismo de la catequesis había quedado muy subrayado en la reflexión y práctica
posconciliar, como aparece, por ejemplo, en Catechesi tradendae, 5.
Padre y siendo sinceros en el amor, trata de crecer en todo hacia aquel que es la cabeza, Cristo (Ef
4,15)» (DGC 142).
b) El término misterio de salvación amplía el horizonte hacia toda la historia de salvación; ahora el
misterio de Cristo concentra la atención en la persona de Jesús. «Lo que principalmente distingue
a la catequesis de todas las demás formas de presentar la palabra de Dios» es esa indagación vital
y orgánica en el misterio de Cristo. Y el Directorio prosigue inmediatamente: «Esta formación
orgánica es más que una enseñanza: es un aprendizaje de toda la vida cristiana, una iniciación
cristiana integral (CT 21), que propicia un auténtico seguimiento de Jesucristo, centrado en su
persona» (DGC 67).
d) Es un hecho que sorprende la relativa frecuencia y amplitud con que, tanto en el Directorio
como en el Catecismo, es citado el texto de la constitución Dei Verbum del Vaticano II sobre la
naturaleza y objeto de la revelación divina, que culmina en Cristo, «que es a un tiempo mediador
y plenitud de toda la Revelación» (DV 2). El texto de Dei Verbum es objeto de varios comentarios
en la referida documentación catequética; y, a través de él, se repite la frase de Ef 1,9: «dándonos
a conocer el misterio de su voluntad» (misterio, según el texto griego, pero sacramentum en el
texto latino conciliar, citado según la traducción de la Vulgata). Es importante tener a la vista el
texto completo de DV 2, para poder hacer sobre él algunas consideraciones acerca del
tratamiento del mismo en el Directorio y en el Catecismo.
El Directorio (DGC 36-37) cita explícitamente las palabras de Ef 1,3-10 y de DV 2, y las comenta con
detenimiento (DGC 37-41), señalando la función de la catequesis, que también «interpreta los
signos de los tiempos y la vida de los hombres y mujeres, ya que en ellos se realiza el designio de
Dios para la salvación del mundo» (DGC 39). El significado de Jesucristo «mediador y plenitud de
la Revelación» es completado con la cita de DV 4: «Jesucristo, con su presencia y manifestación,
con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, y
con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la Revelación» (DGC 40). Comenta el
Directorio: «El es, por tanto, el acontecimiento último hacia el que convergen todos los
acontecimientos de la historia de salvación. El es, en efecto, la Palabra única, perfecta y definitiva
del Padre». (En la nota de este lugar, se citan las palabras de san Juan de la Cruz: «Todo nos lo
habló junto y de una vez en esta sola Palabra»: Subida del Monte Carmelo 2,22). «Es tarea propia
de la catequesis mostrar quién es Jesucristo: su vida y su misterio y presentar la fe cristiana como
seguimiento de su persona... El hecho de que Jesucristo sea la plenitud de la Revelación es el
fundamento del cristocentrismo de la catequesis» (DGC 41). El Directorio comentará todavía, en
DGC 108, el misterio contenido en las obras y palabras: «La catequesis ayudará a hacer el paso del
signo al misterio. Llevará a descubrir, tras la humanidad de Jesús, su condición de Hijo de Dios;
tras la historia de la Iglesia, su misterio como sacramento de salvación...».
b) En este contexto cultural-religioso, es más fácil interpretar la expresión el misterio del reino de
Dios en boca de Jesús ante sus discípulos, como comentario al entendimiento y a la
incomprensión de las parábolas del Reino. El evangelio de Marcos 4,11 dice así: «A vosotros se os
ha dado conocer el misterio del reino de Dios». Los paralelos de Mt 13,11 y Lc 8,10, llevan el
plural, los misterios, y explicitan un conocer de parte de los discípulos. El reino de Dios es
considerado como misterio no sólo por la naturaleza de esta acción salvadora divina, sino también
porque los discípulos, a diferencia de la generación judía contemporánea, perciben por el don de
Dios que ese reino irrumpe ahora por la palabra y la acción de Jesús, su Maestro. Recogemos un
breve comentario de R. Penna que puede enriquecer nuestra catequesis actual: «A quien dispone
del fértil terreno de la fe Dios le concede comprender y vivir su señorío salvífico como misterio
escatológico revelado por Jesús».
4. ALGUNOS RASGOS DEL MISTERIO. Destacamos a continuación algunos de los rasgos de este
Misterio, en su trayectoria histórico-salvífica y en los contenidos del misterio.
a) En su trayectoria histórico-salvífica. Viene de Dios, mantenido oculto durante largo tiempo, «en
secreto desde tiempo eterno» (Rom 16,25), dispensado en el proceso de la historia salvífica
(«cómo se desarrolla»: lit. «cuál es la economía del misterio»: Ef 3,9), destinado «para nuestra
gloria antes de crear el mundo» (lCor 2,7), «escondido desde los siglos y desde las generaciones y
ahora manifestado a los creyentes» (Col 1,26). Es un bien divino para el esplendor humano.
Es realidad abierta a la expansión misionera, con sucesivos destinatarios: «nosotros» (lCor 2,10; Ef
1,9); «los creyentes» (Col 1,26); «sus santos apóstoles y profetas» y «a mí» [Pablo] (Ef 3,5 y 3,3),
con la voluntad de «evangelizar a los paganos» (Ef 3,8-9), los grandes ausentes. El compromiso de
la expansión implica una «intensa lucha» (Col 2,1) que hay que emprender con «valentía» (Ef
6,19). A la Iglesia le corresponde la responsabilidad de la misión: «de ahora en adelante, por
medio de la Iglesia... podrán conocer la incalculable sabiduría de Dios» (Ef 3,10), para todas las
generaciones y todos los tiempos: «A él la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús, en todas las
generaciones, por los siglos de los siglos. Amén» (Ef 3,21).
b) En los contenidos del misterio. 1) Componente teologal. La revelación del misterio nos aproxima
a Dios mismo. Se trata del «designio misterioso de su voluntad» (Ef 1,9), es decir de una decisión
suya, libre, benévola, de gracia; «la misión que Dios generosamente me ha encomendado en favor
vuestro» (Ef 3,2), y de sabiduría (lCor 2,7; Ef 3,10), «para nuestra gloria» (lCor 2,7). En su
realización intervienen el Padre, el Hijo y el Espíritu (Ef 3,14-15). A él le debemos nosotros la
gloria: «A Dios, el único sabio, por medio de Jesucristo, la gloria por los siglos de los siglos. Amén»
(Rom 16,27). 2) Componente cristológico. Es el «misterio de Cristo» (Col 4,3; Ef 3,4), en cuanto
realizado y manifestado mediante Cristo y en referencia a que Cristo en persona forma parte del
misterio «para que descubran el misterio de Dios, que es Cristo, en el que se encuentran ocultos
todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2,2b-3; cf 1,27, «Cristo entre vosotros»). El
plan salvífico de Dios pasa a través de la cruz de Cristo, según el kerigma recordado en ICor 2,1.7-
8, cuyo amor «sobrepasa todo conocimiento» (Ef 3,19; 5,2). Es el crucificado resucitado: «Si
habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de
Dios» (Col 3,1). El misterio de la voluntad de Dios consiste en «recapitular todas las cosas en
Cristo» (Ef 1,9-10). 3) Componente eclesiológico. En la trayectoria del misterio de Cristo hemos
encontrado a la Iglesia como responsable de la expansión misionera. Además, en el centro de la
acción r econciliadora de Dios, entre judíos y paganos, explicada en Ef 2,11–3,13, se manifiesta
ahora la Iglesia integrada en el misterio de Cristo, al integrar dos pueblos en uno. Por cuatro veces
se repite la palabra misterio. La Iglesia manifiesta el misterio de Cristo cuando realiza unidad y paz
entre los seres humanos y entre los pueblos. En la misma línea de amor revelador del misterio de
Cristo, se encuentra el texto de Ef 5,32: «Este es un gran misterio (mysterion en griego;
sacramentum en la Vulgata) que yo aplico a Cristo y a la Iglesia». El misterio se refiere tanto a la
unión nupcial de hombre y mujer como al amor entregado de Cristo a la Iglesia: «Amó a la Iglesia y
se entregó él mismo por ella» (Ef 5,25).
Esta exposición condensada del contenido bíblico del misterio de Cristo es una muestra de la
riqueza que su tratamiento puede aportar a la reflexión teológica en sus distintas derivaciones. Su
conexión con la persona de Jesucristo, la relación con el misterio trinitario, su desarrollo histórico-
salvífico y la vinculación con aspectos esenciales de la vida de la Iglesia pueden ayudar también a
animar la comunicación vital de la fe en la acción catequética.
IV. El misterio pascual en la Iglesia
Esta catequesis de iniciación es la «indagación vital y orgánica en el misterio de Cristo» (DGC 67),
estrechamente vinculada a la recepción de los sacramentos de la iniciación cristiana, bautismo,
confirmación y eucaristía (DGC 65). Como identidad efectiva o equivalencia fáctica con el
catecumenado bautismal, la catequesis ha de estar impregnada por el misterio de la pascua de
Cristo y conviene que toda la iniciación se caracterice por su índole pascual (cf DGC 91).
Comprende, por tanto, una educación litúrgica y una formación moral que conduzcan a los
catequizandos al reconocimiento de la presencia salvífica de Cristo en su Iglesia, sobre todo en la
acción litúrgica de los sacramentos, y particularmente en la eucaristía; y los guíe además por « un
camino de transformación interior en el que, participando del misterio pascual del Señor, pasen
«del hombre viejo al hombre nuevo en Cristo» (DGC 85).
«El don del Espíritu (pentecostés) inaugura un tiempo nuevo en la dispensación del Misterio: el
tiempo de la Iglesia, durante el cual Cristo manifiesta, hace presente y comunica su obra de
salvación mediante la liturgia de su Iglesia "hasta que él venga" (1Cor 11,26)... Cristo actúa en su
Iglesia y con ella ya de una manera nueva... (por) la economía sacramental; esta consiste en la
comunicación (o dispensación) de los frutos del misterio pascual de Cristo en la celebración de la
liturgia sacramental de la Iglesia» (CCE 1076).
«En la Liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente su misterio pascual» (CCE
1085). El hecho histórico pascual es el único acontecimiento de la historia que no pasa: es un
acontecimiento histórico y metahistórico. Cuando llegó su hora, vivió el único acontecimiento
singular que se hace presente en cada uno de los momentos de la Iglesia y del mundo: «El
misterio pascual de Cristo... no puede permanecer sólo en el pasado... se mantiene
permanentemente presente. El acontecimiento de la cruz y de la resurrección permanece y atrae
todo hacia la Vida» (CCE 1085).
El tema del misterio pascual unifica el tratamiento que el CCE da a toda la segunda parte: El
misterio pascual en el tiempo de la Iglesia; La celebración sacramental del misterio pascual. Son
especialmente relevantes las páginas dedicadas a El Espíritu Santo y la Iglesia en la liturgia (CCE
1091-1112). La presencia objetiva del misterio pascual en los sacramentos, ya sugerida en el
Vaticano II (SC 6), es presentada por el Catecismo (CCE 1085) «con una fuerza y claridad renovadas
y sin duda mucho más intensas» (P. FARNÉS, 142).
La catequesis, por tanto, debe ayudar a captar en el misterio pascual toda su proyección dinámica
en el campo del mundo. La Iglesia, «por medio de una catequesis en la que la enseñanza social de
la Iglesia ocupe su puesto, desea suscitar en el corazón de los cristianos el compromiso por la
justicia y la opción o amor preferencial por los pobres, de forma que su presencia sea realmente
luz que ilumine y sal que transforme» (DGC 17). El Directorio nos invita a reconocer que, según el
Vaticano II, «la vida litúrgica es comprendida más profundamente como fuente y culmen de la
vida eclesial»... y «la misión de la Iglesia en el mundo se percibe de una manera nueva. Sobre la
base de una renovación interior, el Concilio ha abierto a los católicos a la exigencia de una
evangelización vinculada necesariamente con la promoción humana, a la necesidad de diálogo
con el mundo, con las culturas y religiones, y a la urgente búsqueda de la unidad entre los
cristianos» (DGC 27).
BIBL.: AA.VV., El misterio pascual, Sígueme, Salamanca 1977; BORNKAMM G., Mystérion, en Grande Lessico del Nuovo
Testamento VII, Paideia, Brescia 1971, 645-716; DURRWELL F. X., La resurrección de Jesús, misterio de salvación, Herder,
Barcelona 1967; FERRATER MORA J., Misterio, en Diccionario de filosofía II, Sudamericana, Buenos Aires 1971, 207-208;
GONZALEZ DE CARDEDAL G.-MARTINEZ CAMINO J. A. (eds.), El catecismo posconciliar, San Pablo, Madrid 1993, especialmente
FARNÉS P., La celebración det misterio cristiano según el «Catecismo de la Iglesia católica», 132-151 y MúLLER G. L., Jesucristo.
El Señor crucificado y resucitado, 111-131; MARTIN VELASCO J., Misterio, en FLORISTAN C.-TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos
fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993, 816-817; NEUFELD K. H., Misterio/Misterios, en R. LATOURELLE-R.
FISICHELLA (dirs.), Diccionario de teología fundamental, San Pablo, Madrid 1992, 985-987; PENNA R., II «mysterion» paolino;
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teología bíblica, San Pablo, Madrid 1990, 1224-1234; PIKAZA X.-SILANES N. (eds.), El Dios cristiano. Diccionario teológico,
Secretariado Trinitario, Salamanca 1992, especialmente LUCAS J. DE S., Misterio, 890-897 y PEDROSA V., Catequesis trinitaria,
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catequesis 26-27 (1988) 247-272.
I. Un acontecimiento fundamental
La resurrección del Señor fue el hecho más decisivo para el cristianismo naciente. Por ello, invade
todos los estratos del Nuevo Testamento: es el hecho fundamental que, en visión retrospectiva,
revela el auténtico misterio de la persona de Jesús y que, en visión prospectiva, genera y
constituye las primeras comunidades cristianas. Y es a la vez el mensaje fundamental que
constituye la fe y, consecuentemente, el contenido principal de la predicación de estas
comunidades primeras. Todo el Nuevo Testamento es un impresionante mosaico de la
resurrección del Señor Jesús, construido a base de diferentes tradiciones y relatos, con variadas
formas y fórmulas, lleno de vivencias y experiencias, de contenidos y consecuencias deducidas. En
el Nuevo Testamento encontramos los testimonios de los primeros testigos de este hecho
fundamental: el testimonio directo de Pablo de Tarso y el testimonio indirecto de las mujeres y de
los Doce. Y encontramos también las fórmulas de predicación en sus diferentes formas: breves
frases de anuncio (kerigma), credos, resúmenes de catequesis y relatos más extensos como los de
las apariciones.
3. EL HECHO DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR. Algo muy importante y decisivo tuvo que suceder
para que se diera un cambio tan radical; un cambio que no duró unos meses o unos pocos años,
sino toda la vida; un cambio que no afectó solamente a los que habían acompañado a Jesús, sino
también a testigos de segunda y tercera generación, como san Pablo, y de las generaciones
sucesivas hasta hoy mismo. ¿Qué sucedió para que este cambio radical y permanente tuviese
lugar? Todos los testimonios convergen: fue el hecho de encontrarse con el Señor resucitado. Pero,
desconcertantemente, el hecho mismo de la resurrección del Señor no está narrado en ninguna
parte del Nuevo Testamento.
c) ¿Cómo acceder al hecho de la resurrección del Señor? Los primeros testigos llegaron a descubrir
el hecho de la resurrección por las diferentes experiencias de encuentro con el Señor resucitado
que tuvieron. Las apariciones están en la base de la fe en la resurrección. Allá por los años 50, san
Pablo recogía la lista más antigua de estos testigos y añadía: «de los que la mayoría viven
todavía», como invitación expresa para que los creyentes de segundas generaciones les
preguntasen (lCor 15,6-8). Entre estos testigos originarios hay que destacar especialmente el
testimonio directo de san Pablo: él vivió, allá por el año 35, esta experiencia de encuentro con
Jesús resucitado, que también le cambió radicalmente la vida; y de esta experiencia habla
expresamente a sus comunidades (lCor 9,1; 15,7-11; Gál 1,1.11-17; Flp 3,5-11). Este
acontecimiento paulino fue el germen de la Iglesia en los ámbitos paganos. Los testigos de
segunda y tercera generación, como Lucas, Timoteo o Tito, llegan a descubrir el hecho de la
resurrección a través del testimonio que les llega desde los testigos originarios; este es el camino
más normal, del que tenemos noticia por todo el Nuevo Testamento. A este testimonio primero,
se unen posiblemente nuevas experiencias de encuentro con el Resucitado, de las que no
tenemos noticia, la propia experiencia del creyente, la gracia de Dios en el interior del hombre y la
opción por la fe hecha de un modo libre y consciente. Así se ha ido creando, a través de la historia,
la amplia e ininterrumpida cadena de testigos y de testimonios de la resurrección de Jesús, que
llega hasta nosotros hoy. También nosotros podemos entrar en contacto, a través del Nuevo
Testamento, con los testimonios primeros; disponemos además de los testimonios posteriores
(santos Padres, santos de la Iglesia, magisterio oficial) ininterrumpidos a través de la historia; y en
nuestro alrededor existen múltiples testigos actuales que nos invitan a la misma opción de fe en el
Señor resucitado.
El hombre de hoy hace esta opción a base de los múltiples testimonios recibidos, a base de la
llamada interior de Dios escuchada en el corazón, y a base de la decisión libre y consciente de
cada persona, que se educa y fortalece en el seno de las comunidades cristianas y que se hace
operativa en el compromiso de la vida diaria.
Aquellos primeros cristianos tuvieron clara conciencia de que esta experiencia pascual no podía
ser guardada para ellos, sino que era buena noticia para el mundo y, por lo tanto, debía ser
anunciada, comunicada, compartida por todos los hombres que de buena fe la aceptaran. Así
surgieron las primeras palabras de la fe, así surgió la primera predicación cristiana y la primera
catequesis. Pero existía una grave dificultad: ¿cómo transmitir a otros una experiencia que les
había desbordado, que les había resultado inaudita, de la que no había otro caso similar en toda
su tradición? Es el problema del lenguaje de comunicación; un problema importante si queremos
comprender aquellos testimonios primeros y formar parte de la cadena de testigos.
1. UNA EXPERIENCIA TOTALMENTE NUEVA. En toda la tradición judía no había nada igual, ni en
todo el Antiguo Testamento ni en los escritos judíos del entorno. Había, sí, algunas pocas
tradiciones de resucitación (lRe 17,17-24; 2Re 4,31-37) y algunos relatos de rapto (Gén 5,24; 2Re
2,11), pero ninguno de estos casos era igual: la resucitación era una vuelta a esta misma vida para
morir posteriormente y el rapto siempre excluía la muerte, eran raptos de vivos. Ninguno de
ambos casos era el de Jesús.
Hay que tener en cuenta dos datos: 1) La ausencia de vida eterna en el Antiguo Testamento. En el
Antiguo Testamento nunca se llegó a una concepción clara de vida eterna. La eternidad era un
atributo exclusivo de Dios que, por su naturaleza, no podía ser comunicado a los hombres. El
hombre justo, y en términos colectivos el pueblo de Israel, a lo más que podía aspirar era a una
larga vida, a la abundancia de hijos y a una situación de paz, felicidad y bienestar humanos. No
había horizontes de eternidad. 2) El Dios que vive y hace vivir. Pero Israel creía en el Dios que vive
(lSam 17,26.36; lRe 18,15; Jer 10,10; Sal 18,47; 42,3; etc.) y el Dios que hace vivir (Sal 36,10; Jer,
2,3; 17,13; etc.) y esta fe inunda todas sus tradiciones, las de la creación (Gén 1-2) y todas aquellas
que hablan del vivir histórico de los individuos (Jue 8,32; Dt 5,33; 16,20; 30,19-20; 32,47; etc.) o de
la supervivencia del todo Israel (Os 6,1-3; Ez 37,1-14). Si el individuo o Israel vive, se debe a que
Dios es el Señor de la vida. Toda vida es un don que viene de las manos de Dios y que depende
siempre de él. Por eso en el Antiguo Testamento no hay un destino ciego que rija la vida humana,
ni siquiera la búsqueda de cómo traspasar la frontera de la muerte, como sucedía en los pueblos
vecinos (Egipto, Babilonia).
2. EL JUDAÍSMO TARDÍO: LA RESTAURACIÓN DE LOS JUSTOS. Con esta fe vivió Israel su existencia,
su vida y su muerte. La existencia individual no era comprendida más que desde la perspectiva
colectiva: lo importante era que viviera todo Israel, sólo desde ahí el individuo puede contemplar
su vida. Pero este esquema tradicional fue modificado a raíz del Destierro (siglo V). Fueron los
profetas del tiempo quienes, ante el fracaso colectivo del pueblo, exigieron responsabilidad
individual más que responsabilidad colectiva (Jer 31,29-30; Ez 18,2). Y entonces se
desencadenaron acuciantes preguntas sobre el don divino de la vida y la justicia de Dios (Jer 12,1-
4; Sal 73). Ante la experiencia cotidiana, los antiguos esquemas fallaban: si Dios es el Señor de la
vida, ¿por qué los justos sufren, no viven en paz, no gozan de larga vida? Y al contrario, ¿por qué
los impíos viven largos años y en paz? Job es el grito angustioso del justo que sufre perdido en el
misterio; Sirácida es el sabio escéptico y creyente que invita a gozar de la vida porque «es
bendición de Dios», lo demás «es vanidad»; los Salmos presentan la postura mística: «lo
importante es estar con Dios» (Sal 73,25). Todas estas posturas eran expresión de un problema
cuya solución no se vislumbraba (Job 42,6).
Los interrogantes se agravaron dos siglos más tarde (siglo II), ante los sufrimientos causados por la
soberbia imposición griega (2Mac 6,9) que martirizaba a los justos que defendían la Ley (2Mac
6,18-7,42), y por ella morían jóvenes en las luchas macabeas. Entonces se dio un paso adelante:
en virtud de su justicia, Dios tenía que intervenir reivindicando a sus justos, muertos en martirio o
en batalla. Así se comenzaron a abrir horizontes: Dios los «resucitaría en el día del juicio» (Dan
11,32; 2Mac 7,6.9.11.14.30-38); esto es, cuando se instaurasen los tiempos mesiánicos, todos los
justos de Israel volverían a esta vida para constituir el Israel auténtico, al que tenían derecho por
su justicia, para después, colmadas ya sus aspiraciones, morir en paz (Lc 2,25-32). Este esquema
estaba vigente en los tiempos de Jesús, alimentando la mayor parte de los escritos apocalípticos y
generando en los círculos fariseos una reflexión innovadora sobre la «resurrección mesiánica»
(Mc 12,18-27) en base a las claves anteriores.
Pero la resurrección de Jesús desbordaba todo este camino anterior, porque en ningún momento
se había conseguido llegar a una afirmación de vida eterna más allá de la vida humana y de
victoria definitiva y radical sobre la muerte. Esto era lo original y lo novedoso de la experiencia
vivida en los encuentros con el Señor resucitado. Y aquel hecho inaudito y sin parangón,
necesitaba de un lenguaje adecuado para la comunicación a todos los hombres. Un lenguaje que
debía comunicar experiencias difíciles de expresar y del que no había tradición; en definitiva, u n
lenguaje sin hacer. Y, aunque para el anuncio de muerte no aparecen fórmulas definidas y
constantes, muy pronto se fueron acuñando fórmulas de resurrección tópicas, con un lenguaje
muy definido y constante.
1. Dos MODOS DE LENGUAJE. Además de otras formas menores de lenguaje («fue devuelto a la
vida»), se descubren dos lenguajes predominantes: lenguaje de exaltación, lenguaje de
resurrección.
2. EVOLUCIÓN DE LAS FÓRMULAS. Con este lenguaje se fueron acuñando las fórmulas primitivas
con las que nos transmitieron la experiencia de encontrarse con el Señor vivo, vencedor de la
muerte. Estas fórmulas, llamadas kerigma, son las primeras palabras de la fe. Las encontramos en
el fondo de cualquier escrito del Nuevo Testamento.
a) Dios resucitó a Jesús. Es la fórmula más primitiva (He, 2,24.32; 3,15.26; 4,10; 5,30; 10,40-41;
13,30.33-34.37; 17,3.31; Rom 4,24; 8,11; 10,9; lCor 6,14; 15,15; 2Cor 4,14; Gál 1,1; Ef 1,20; lTes
1,1; Rom 4,24; 8,11; 10,9; lCor 6,14; 15,15; 2Cor 4,14; Gál 1,1; Ef 1,20; lTes 1,19). Dios es siempre
el sujeto de la acción y Jesús (no el Señor, ni el Cristo) es el objeto de la acción. De su uso en el
Nuevo Testamento se destaca que es la única fórmula que utiliza Hechos, que es muy frecuente
en los escritos paulinos, y que está ausente en los evangelios. Tanto por el uso paulino como por
la ausencia en los evangelios, tenemos que concluir que es una fórmula de la predicación de los
años 40-50. Su desarrollo cristológico es mínimo: está en la línea del Antiguo Testamento como
otra de las maravillosas acciones de Dios sobre sus elegidos, pero no indica, en sí misma, una
trascendencia de Jesús, que aparece como elemento pasivo de la acción de Dios.
b) Cristo (Señor, el Hijo del hombre) fue resucitado. Es la fórmula intermedia (Rom 4,25; 6,4.9; 7,4;
8,34; lCor 15,4.12-14.16-17.20; 2Cor 5,15; 2Tim 2,8; Mt 16,21; 17,9.23; 20,19; 27,63; 28,6; Mc
16,14; Lc 9,22; 24,6.34; Jn 2,22; 21,14). Se reconoce por el verbo siempre en pasiva, y por el sujeto
lleno de contenido teológico (Señor, Cristo, nunca Jesús). Es la fórmula que más usa Pablo y que
también aparece en los evangelios; destaca su presencia en textos prepaulinos (lCor 15,4; 2Tim
2,8) y el uso que hace Mt sobre tradiciones anteriores a él: anuncios de la pasión de Jesús (Mt
16,21; 17, 9.23; 20,19); por lo cual también tenemos que concluir que es una fórmula muy
primitiva, típica de los años 50. Contiene ya una cristología en desarrollo, con afirmaciones de fe
sobre Jesús (Señor, Cristo, Hijo del hombre) y con el puesto destacado que supone la posición del
sujeto en griego.
c) El Hijo del hombre (Señor, Cristo) resucitó. Es la tercera fórmula (Mc 8,31; 9,9.31; 10,34; Lc
18,33; 24,7.46; Jn 20,9). Es una fórmula tardía, que nunca aparece en Pablo, pero que es la
preferida de los evangelios y de los escritos más tardíos (años 70-90). Supone ya una cristología
elaborada en sus niveles máximos de trascendencia: Cristo, persona divina, se resucita a sí mismo.
a) Las fórmulas de anuncio. Son fórmulas breves, con estructura bimembre y con estricto
paralelismo en la disposición de sus elementos. Ejemplos claros son: «Si creemos que Jesús ha
muerto y ha resucitado» (1Tes 4,14a) o «Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los
muertos, del linaje de David, según el evangelio que predico» (2Tim 2,8). Fórmulas como estas se
encuentran en todo el Nuevo Testamento, especialmente en las cartas paulinas (cf Rom 4,25;
8,34; 14,9; 2Cor 5,15; etc). Son expresiones hechas dentro de la tradición recibida, usadas como
afirmaciones básicas en las confesiones de fe y en la predicación. Contienen todas un anuncio de
resurrección, a veces con alusión a la descendencia davídica, resaltando el mesianismo de Jesús
(2Tim 2,8; Rom 1,3b-4) si su origen es judeocristiano; otras veces con alusión a la conversión de
los ídolos (lTes 1,9-10) si el kerigma proviene de ambientes paganos; y las más de las veces
aparece como centro de la confesión el binomio «muerte-resurrección» (lPe 3,18), con breves y
diferentes consecuencias.
b) Los credos catequéticos. Estas fórmulas breves se fueron desarrollando hasta constituir
pequeños credos catequéticos o resúmenes de fe más completos, utilizados preferentemente en
los catecumenados bautismales: 1 Cor 15,3b-5 es un buen ejemplo. Pablo confiesa que este credo
es la predicación de todos los testigos cristianos (ICor 15,11); más concretamente es el evangelio
que Pablo predicó (lCor 15,1) y que a su vez es anterior a él, ya que reconoce que lo ha recibido
para poder transmitirlo (lCor 15,3a). El análisis de su estructura gramatical remite a un origen
judeoaramaico, y la abundancia de términos no paulinos indica que se trata de un credo que debe
ser fechado en la década de los años 40. La estructura es bimembre: afirma los dos hechos
fundamentales (muerte y resurrección) y aporta complementos catequéticos en estricto orden
paralelo («por nuestros pecados»-«al tercer día»); señala que ambos hechos tienen una inserción
en las tradiciones veterotestamentarias («según las Escrituras»-«según las Escrituras») y que
ambos hechos gozan de una constatación que asegura su realidad (sepultura-apariciones); le
siguen dos muy antiguas listas de testigos.
Este precioso credo supone ya una evolución teológica sobre las fórmulas kerigmáticas: la muerte
es calificada como muerte sacrificial («por nuestros pecados») y es vista desde la perspectiva del
Antiguo Testamento (muerte de los profetas, muerte de los justos, sacrificio de víctimas animales
en el Templo). La resurrección es calificada con la fórmula «al tercer día», que, además de partir
de una base cronológica, cuya expresión adecuada es «después de tres días» (cf Mc 8,31; 9,31;
10,33), indica el día de la plenitud de la acción de Dios, cumpliendo sus promesas, y realizando en
plenitud su salvación.
c) Los relatos de apariciones en los evangelios. Ya se ha dicho que las apariciones son la base de
acceso al hecho de la resurrección; son su manifestación y su enclave en el tiempo humano.
Quizás sea mejor hablar de encuentros con el Señor resucitado, para evitar malas comprensiones y
no confundir las apariciones pascuales, fundamento constitutivo de la fe, con otras apariciones
que no son constitutivas de la misma. En los evangelios, excepto en Mc, cuyo final se ha perdido y
restaurado con un elenco (que no relatos) de apariciones (Mc 16,9-20), tenemos varios relatos de
aparición del Resucitado, todos ellos muy diferentes en su contenido y en sus destinatarios;
solamente coinciden los evangelistas en una aparición a los once (Mt 28,16 -20; Le 24,36-53; Jn
20,19-23), pero difieren totalmente en el contenido; por la extrañeza que supone, debemos
admitir que la primera aparición fue a las mujeres (Mt 27,9-10) entre las que todos los evangelios
nombran a María Magdalena y que Jn destaca especialmente dedicándole un relato propio (Jn
20,11-18); las demás apariciones ya divergen totalmente: los dos discípulos de Emaús sólo en Lc
(24,1-35), Tomás sólo en Jn (20,26-29), pesca milagrosa sólo en el apéndice añadido a Jn (21,1-14).
Por otro lado, la lista más primitiva de testigos que poseemos pone como destinatarios de las
apariciones a «Pedro y luego a los doce..., los quinientos hermanos... Santiago..., todos los
apóstoles» (ICor 15,6-8). Hubo ciertamente una aparición a Pedro (cf también Lc 24,34), de la que
extrañamente en los evangelios no queda un relato, como tampoco queda de las apariciones a los
«quinientos hermanos..., a Santiago, a todos los apóstoles». Y a la inversa, en esa lista tan
primitiva no se mencionan las mujeres, ni los dos de Emaús, ni Tomás, que son los relatos
evangélicos.
Por último, las apariciones de los evangelios tienen una localización diferente y
desconcertantemente irreconciliable: Mateo no pone apariciones en Jerusalén, sino en el camino
(Mt 28,9) y en Galilea (Mt 28,7.10; cf Mc 16,7); por el contrario, Lucas y Juan (excepto el añadido
joánico Jn 21) sitúan todas las apariciones en Jerusalén (Lc 24,49-53; Jn 20,1 1. 19.26), excluyendo
su localización en Galilea. Todo esto nos obliga a concluir que los evangelistas no siguieron una
tradición común, con toda seguridad porque no la había, y que por eso su actividad literaria se
deja notar con mayor intensidad. Es decir, los relatos de aparición que tenemos en los evangelios,
aunque parten del hecho fundamental de las apariciones primeras y conservan algunos de sus
recuerdos, han sido intensamente elaborados por cada evangelista con la finalidad de transmitir a
sus cristianos de décadas posteriores aquella experiencia primera y de responder a los problemas
que sus comunidades presentaban. En pocas palabras, estos relatos, más que descripciones
exactas de los hechos de encuentro con el Señor resucitado, son relatos al servicio de la posterior
comunicación catequética.
4. TIPOS DE RELATOS DE APARICIONES. Veremos a continuación los dos principales tipos de relato
de apariciones, que encontramos en los evangelios.
a) Apariciones de envío. Los dos relatos de Mateo presentan una estructura invariable: 1) una
presentación gloriosa del Resucitado abre el relato («se me ha dado todo poder»), pero no tiene
como finalidad el reconocimiento (de hecho la duda [Mt 28,171, que se retiene por ser un
elemento primitivo, se nota fuera de lugar); en vez del reconocimiento sigue una actitud de
adoración consecuente; 2) un mandato de misión (Mt 28,10.19) ocupa el centro, indicando la
finalidad catequética del relato: impulsar a la misión a aquella comunidad que, por ser judía, no
tenía horizontes de misión universal (Mt 10,5); y 3) una promesa de asistencia para esa misión:
«Yo estoy con vosotros», cierra el relato. Estos relatos siguen los esquemas tradicionales de los
relatos de encomienda de una misión en el Antiguo Testamento (teofanía-misión-asistencia; Éx
3,1-12; Jue 6,11-18; Jer 1,4-10; etc). Estos relatos de aparición mateanos tienen la finalidad de ser
el fundamento y el impulso que aquella comunidad ju d eocristiana (de la década de los 80)
necesitaba para asumir con decisión la misión eclesial.
Esta concepción, propia del kerigma, chocaba frontalmente con la cultura griega de estas
comunidades, con sus presupuestos filosóficos y religiosos, ya que en ella se concebía al hombre
en clave dualista, alma y cuerpo como elementos separables, y se afirmaba la inmortalidad del
alma, mientras que se despreciaba el cuerpo como un elemento obstaculizador de cualquier
proceso espiritual. Estas comunidades griegas no entendían la resurrección (1Cor 15), ya que, o
bien la reducían solamente al elemento cuerpo, o bien la consideraban innecesaria al creer en la
inmortalidad del alma. En cualquier caso les resultaba difícil creer en una resurrección del hombre
entero, de toda la persona; llegaba a parecerles incluso ridículo (He 17,32); no tenían dificultad en
admitir que Jesús vivía después de muerto, ya que su alma era inmortal, pensaban, o era un
espíritu (Lc 24,37; Jn 20,27), pero el realismo de una resurrección de la persona, con una
corporeidad transformada, les resultaba inconcebiblemente extraño. Por eso Lucas y Juan se
esfuerzan por enseñar a estos cristianos griegos que la resurrección es una realidad que deben
comprender como nueva creación de la persona, con su corporeidad transformada, en una
situación de vida perfecta y definitiva; que no deben confundirla con una inmortalidad del alma o
reducirla solamente al elemento cuerpo. Así Lucas y Juan llenan estos relatos de motivos
catequéticos: el reconocimiento ocupa el centro de interés catequético, se le reconoce
progresivamente (Lc 24,16.31; Jn 20,19.26); se multiplican los signos de realismo corporal: tocar,
comer, no es un espíritu (Lc 24,37; Jn 20,27).
La duda, además de ser un dato primitivo, tiene una importante función catequética, es una
invitación a la opción de fe; Juan destaca especialmente este elemento duda dedicándole un
relato especial, la aparición a Tomás, que termina con una abierta confesión de fe y una
bienaventuranza para los creyentes del futuro (Jn 20,26-29). La insistencia en el cumplimiento de
las Escrituras (Lc 24,27.44), el abrirles el entendimiento (Lc 24,25-26.45), el indicarles cuál es la
postura de fe (Lc 24,25.38; Jn 20,27-29), son todos elementos importantes de esta catequesis para
aquellos cristianos griegos, con la finalidad de fundamentar su fe en la realidad de la resurrección
corporal.
1. LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR ES ACCIÓN DE Dios. Las fórmulas Dios resucitó a Jesús o Cristo
fue resucitado remiten a Dios como el que ha realizado el hecho de la resurrección. Entonces la
resurrección se enmarca dentro de la serie de acciones de Dios en la historia de salvación: desde la
actividad creadora del comienzo, siguiendo por la actividad constantemente salvadora de Dios a
través de la historia (éxodo, profetas, vuelta del destierro, etc.) por medio de agentes humanos,
hasta llegar al acontecimiento de Jesús, hecho hombre entre los hombres. Todo este proceso
continuado de actividad de Dios culmina en la resurrección. La resurrección es la acción definitiva
de Dios, acción radicalmente transformadora que culmina todas las demás acciones. Todas las
acciones anteriores suceden dentro del tiempo y espacio humanos y, en general, mediante
agentes humanos; en el caso de la resurrección no hay mediación humana, es la acción
absolutamente propia de Dios, sin intervención de la actividad humana; hasta en la muerte de
Jesús intervienen el hacer y el querer humanos, pero en la resurrección no. Hablando con
propiedad, no fue el hombre Jesús el que superó la muerte, sino que Dios acoge a su Hijo Jesús en
la comunión definitiva y en la unión perfecta con él. Precisamente por esto, la resurrección de
Jesús es la revelación perfecta de quién es Dios y en quién y para qué confían los hombres que
creen en él. En la r esurrección de Jesús, Dios se manifiesta como el que llama al hombre a su
realización en plenitud, como el que invita al hombre a compartir su vida divina. Desde aquí se
entiende que la resurrección es la revelación definitiva de la soberanía de Dios: la instauración del
reinado de Dios, de su generosidad gratuita y amorosa para con el hombre y con la creación
entera.
2. LA RESURRECCIÓN Y EL MISTERIO DE JESÚS. Ahora se revela que la acción, las palabras, las
opciones, los conflictos de Jesús, tienen el Sí de Dios frente al No de los hombres. Ahora
desaparece la incertidumbre sobre la validez y el futuro de la acción de Jesús, que las autoridades
religiosas judías habían puesto en entredicho con su muerte en la cruz. En la resurrección, Dios ha
reivindicado a Jesús frente al rechazo humano, y desde ahí la cruz comienza a tener sentido: es el
resultante de la injusticia humana, es la consecuencia de la postura auténtica de Jesús, es la
entrega amorosa de Dios a los hombres, es el sacrificio por los pecados del hombre, es la muerte
del hombre viejo, esto es, del hombre contra Dios.
Pero la resurrección no es simplemente una manifestación de la validez de sus hechos y palabras,
sino también la manifestación del misterio de Jesús, de la autenticidad de su ser. En la
resurrección, Jesús culmina su vida terrena: sus hechos, sus actitudes, su mensaje, quedan
definitivamente sellados como auténticos, y convertidos en referencia obligada para la Iglesia y
para los creyentes de todos los tiempos. En la resurrección, se revela que Dios estaba en Jesús
(2Cor 5,19), en su actuar, en su palabra y en su sufrimiento, en su muerte. La resurrección es la
realización de la unidad perfecta de Dios y Jesús: Dios está en Jesús, Jesús está en Dios, Jesús es
Dios. Desde entonces Jesús puede ser invocado como Señor, el mismo apelativo que usaban los
cristianos judeohelenistas y griegos para Dios, como traducción del clásico Yavé (Adonay). Por eso
Jesús es el lugar del encuentro con Dios para el hombre que busca en Dios su realización
definitiva. Pero no cualquier realización del hombre o cualquier imagen de Dios. Jesús había
vinculado a su propia persona la imagen de un Dios misericordioso, amor y perdón, para con los
necesitados; y esa vinculación no quedó como un intento pasado de dudosa validez; en la
resurrección de Jesús, Dios ha manifestado que esa proximidad amorosa de Dios es real y
permanente. Dios ha revelado y ha instaurado definitivamente la autenticidad de la relación
humana con el mismo Dios y con los demás hombres: el amor de Dios se ha impuesto y ha
comenzado un nuevo tiempo de salvación. En la resurrección de Jesús, Dios se revela claramente
como una cercanía amorosa, perdonadora y salvadora frente a un mundo perdido. Dios
manifiesta ante el mundo (apariciones) que esa escandalosa imagen de Dios presentada por Jesús
es la auténtica, y desde entonces el hombre descubre el verdadero rostro de Dios que le invita a
su comunión para llenarlo de vida.
3. LA RESURRECCIÓN, CLAVE PARA ENTENDER EL HECHO DE JESÚS. LOS primeros cristianos tenían
razón al releer la historia de Jesús desde la luz de la resurrección, porque la resurrección revela el
auténtico sentido de Jesús y la profundidad de su misterio. La resurrección no resta importancia al
Jesús histórico, sino precisamente al revés: hace que el Jesús histórico, en todas sus facetas, sea
comprendido como Revelación y como realización auténtica del hombre según los planes de Dios.
Desde la resurrección, Jesús se convierte en el acontecimiento salvífico de Dios ofrecido al mundo:
las palabras y hechos de Jesús, sus actitudes y decisiones, han quedado fijados como el camino
auténtico de realización del hombre de cualquier tiempo. La resurrección hace que el Jesús
histórico, tal y como fue, siga estando presente en nuestro mundo, no como un recuerdo y un
ideal del pasado, sino como una presencia activa constantemente salvadora, invadiendo nuestros
procesos de salvación e impulsando el camino hacia nuestra resurrección; esto es, como Señor
resucitado.
4. INAUGURACIÓN DEL MUNDO NUEVO DE DIOS. Dios, resucitando a su Hijo Jesús, ha irrumpido
en nuestra historia con su soberanía, instaurando su reino, destruyendo «todo señorío, todo
poder y toda fuerza... (incluida) la muerte» (ICor 15,24-27), llenándolo todo de vida, para que el
curso de este mundo pueda cambiar definitivamente: Dios se manifiesta en la resurrección de
Jesús como aquel que transforma el sufrimiento del mundo, abriendo el camino de superación de
las estructuras causantes de la miseria, el dolor y la injusticia, el pecado y la muerte.
Esta inauguración del reino de Dios indica que estamos en el tiempo final y definitivo, en el
tiempo de la realización perfecta. Todavía queda nuestra opción personal, pero nuestro tiempo
limitado ya está invadido de eternidad. Se han abierto horizontes de eternidad y el hombre puede
realizarse en plenitud: ahora ya podemos hablar de liberación del hombre, porque el poder más
significativo, la muerte, límite de cualquier realización, ha sido vencida (Rom 8,31-39; ICor 15,54-
57); pero más importante que la muerte física, en la resurrección ha quedado vencida nuestra
muerte eterna, nuestra pérdida y alejamiento de Dios, de sus criaturas y de nosotros mismos, es
decir, nuestro pecado; en la resurrección se ha realizado nuestra reconciliación, nuestra
justificación, en germen y en raíz ya ahora, y en posibilidad segura si nosotros queremos. Por eso
ahora ya podemos hablar de nueva creación, de hombre nuevo, de cielos nuevos y tierra nueva.
5. CRISTO RESUCITADO, PRIMICIA DE UNA GRAN COSECHA. El hombre, con palabras de Pablo, se
siente incorporado al Cristo muerto y resucitado por su fe y su bautismo; y sabe que Cristo es la
primicia de una gran cosecha (l Cor 15,20). El creyente sabe que dentro del hombre se ha
sembrado la semilla de la Vida nueva. La historia personal del hombre en Cristo ha sido asumida
por la acción de Dios, y tiene todas las garantías de culminar en éxito. Por eso el hombre puede
llamarse y ser de verdad hijo adoptivo de Dios, con un Espíritu que dentro de él clama: Ahha
(Padre) a Dios, y que le libera de ser esclavo para hacerle «heredero del cielo» (Gál 4,1-7) no por
derecho, sino por gracia y amor. Aquí se fundamenta el respeto, la delicadeza y el amor que
debemos a cada persona; nuestras relaciones humanas van marcadas por la relación que Dios, en
Jesús, tuvo con nosotros, y por el misterio de vida eterna y de filiación divina que cada hombre
lleva dentro.
8. LA RESURRECCIÓN, UN RETO PARA NUESTRA FE. Pero la resurrección, oferta gratuita y amorosa
de Dios al hombre, hecha en Jesús, no es de aceptación obligada ni de imposición mágica, ni de
utilización circunstancial interesada. Pero tampoco se llega a ella por demostración racional o
histórica; por eso, en toda la predicación paulina, y en general en las primeras décadas (30-60),
nunca se invoca el sepulcro vacío como prueba de la resurrección; será este un tema de interés en
las tradiciones posteriores y tendrá otras finalidades. La resurrección es un reto para nuestra fe, es
el mismo centro de la fe, y ante su vivencia se constata lo genuino o no de nuestra postura de fe.
Como los discípulos de Emaús (Lc 24,13ss.), necesitamos ojos nuevos porque frecuentemente los
nuestros están pesados, y nuestros caminos tristes y confusos impiden ver al Señor resucitado,
sobre todo cuando se realizan apartándose del ámbito comunitario de los demás hermanos;
cuando nuestras previsiones fallan constantemente, ya que no tienen por qué realizarse, entonces
nos sentimos defraudados por los montajes equivocados que hacemos; pero el Señor resucitado
va de camino con nosotros, aunque no le reconozcamos: en la Palabra leída a través de Jesús
descubrimos esa presencia de Dios con nosotros, y en el partir el pan, la eucaristía, lo
reconocemos a nuestro lado, compartiendo la mesa de la vida eterna; entonces los rumbos
anteriores se cambian para ir al encuentro de la comunidad de hermanos para celebrar en común,
porque solos no se puede, esta increíble noticia.
V. Claves catequéticas
Tener en cuenta esta tipología de textos es importante porque ayudará a percibir la estructura de
la experiencia pascual: la maravillosa novedad que motiva la aparición de la necesidad de relatarla
mediante hechos y acontecimientos concretos, cantar el gozo que produce, y mostrar cómo se
llega, también a través de dificultades y dudas, a la percepción de esta experiencia.
2. DIFICULTADES MÁS RECURRENTES. La experiencia de los propios catequistas individúa una serie
de dificultades que deben ser tenidas en cuenta: la dificultad de vivir serenamente esta temática,
ya que toca el problema del dolor y la muerte, dimensiones fundamentales de nuestra realidad
humana; cómo hacer intuir el concepto de resurrección, de la vida después de la muerte; es difícil
hablar de la muerte y del dolor a los niños que no han tenido experiencia y, por lo tanto, no
muestran curiosidad alguna por estos aspectos; es difícil hablar de la vida en general y de la
muerte de Jesús como don, dado el contexto humano en el cual el catequizando vive,
caracterizado por cierto individualismo y egoísmo; es difícil hablar del dolor, de la muerte, de la
enfermedad: los destinatarios infantiles y juveniles no merecen estas cosas; es difícil hacer
comprensible cómo Jesús, un hombre bueno, se convierte en un condenado a muerte por
delincuente; en definitiva, tal vez la dificultad mayor es la de afrontar, con una terminología
simple y apropiada y con signos y símbolos concretos, una temática tan compleja.
BIBL.: BOFF L., La resurrección de Cristo, nuestra resurrección en la muerte, Sal Terrae, Santander 1986; CASA J., Resucitó Cristo,
mi esperanza. Estudio exegético, BAC, Madrid 1986; CODA P., Acontecimiento pascual: trinidad e historia, Secretariado
Trinitario, Salamanca 1994; Dínz MACHO A., La resurrección de Jesucristo y la del hombre en la Biblia, Fe Católica, Madrid 1977;
GUILLET J., Las primeras palabras de la fi', Verbo Divino, Estella 1982; KESSLER H., La resurrección de Jesús. Aspecto bíblico,
teológico y sistemático, Sígueme, Salamanca 1989; LÉON-DUFOUR X., Resurrección de Jesús y mensaje pascual, Sígueme,
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resurrección de Jesús en las cartas de Pablo, Sígueme, Salamanca 1982; WILCKENS U., Resurrección, Sígueme, Salamanca 1981.
Misterio pascual es una expresión y una categoría teológico-litúrgica que no se había usado en un
documento magisterial de la Iglesia oficial hasta la llegada del Vaticano II1. He aquí una de las
paradojas sorprendentes con que nos encontramos en la historia y evolución de la teología, la
liturgia y la espiritualidad. Lo que desde el Vaticano II se ha convertido en piedra angular de la
reflexión litúrgica y del lenguaje celebrativo, se hallaba ausente de los grandes documentos
papales, de los textos o manuales de teología y de los libros de piedad anteriores al Concilio. El
término en cuanto tal tampoco aparece en el Nuevo Testamento (ni en el Antiguo).
En la constitución sobre sagrada liturgia. del Vaticano II, la expresión misterio pascual aparece
ocho veces. Y no sólo eso. Se halla situada en los pasajes centrales de este documento capital del
último concilio. Es una categoría que enuclea toda la doctrina conciliar sobre lo que es liturgia. En
torno a ella gira la enseñanza de la Sacrosanctum concilium sobre el culto o, mejor, sobre la
celebración de la Iglesia.
En cambio, el último gran documento pontificio sobre liturgia anterior al Concilio, a saber, la
encíclica de Pío XII, Mediator Dei (1947), ignora el término, la idea y el sentido. Pero lo grave es lo
que hay detrás de estos datos, a saber, un ignorar el hecho de la resurrección; es decir, aquí
subyace una cristología y una soteriología que únicamente hablan de la pasión y muerte de Jesús,
silenciando su resurrección. En definitiva, tenemos una antropología que gravita en torno a la
salvación de las almas descuidando integrar en la acción salvadora de Cristo el cuerpo, la
corporalidad, así como lo que es su raíz última, a saber, la materia, la tierra. Se olvida la
transfiguración de la tierra, del cosmos. Desfallece la esperanza de que llegue un día la nueva
tierra (Ap 21,1; Is 65,17; 66,22). Esta es sustituida por un cielo de espíritus puros.
a) Misterio pascual y eucaristía. La Iglesia nunca ha dejado de reunirse para celebrar el misterio
pascual celebrando la eucaristía. «La liturgia de los sacramentos y de los sacramentales hace que,
en los fieles bien dispuestos, casi todos los actos de la vida sean santificados por la gracia divina
que emana del misterio pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, del cual todos los
sacramentos y sacramentales reciben su fuerza» (SC 61). Y más adelante se establece la relación
adecuada entre domingo y misterio pascual: «La Iglesia, por una tradición apostólica que tiene su
origen en el día mismo de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en
el llamado día del Señor o domingo. En este día los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando
la Palabra y participando en la eucaristía, recuerden la pasión, la resurrección y la gloria del Señor
Jesús» (SC 106).
b) Misterio pascual y año litúrgico. La constitución conciliar aplica esta relación al santoral: «La
Iglesia, al celebrar el tránsito de los santos de este mundo al cielo, proclama el misterio pascual
cumplido en ellos, que sufrieron y fueron glorificados con Cristo» (SC 104). También hace una
conexión con la cuaresma y la semana santa: «Puesto que el tiempo cuaresmal prepara a los
fieles... para que celebren el misterio pascual» (SC 109). Y por último, establece una relación
general entre año litúrgico y misterio pascual: «Revísese el año litúrgico de manera que se
mantenga su índole primitiva, para que alimente debidamente la piedad de los fieles en la
celebración de los misterios de la redención cristiana, muy especialmente del misterio pascual»
(SC 107). (En forma de perífrasis tenemos la misma doctrina en los números 47, 102, 111).
c) Unidad del misterio pascual. De la lectura de todos estos pasajes se desprende no sólo la
importancia atribuida por la constitución conciliar al misterio pascual —relacionándolo con la
cristología, la antropología, la sacramentología, la liturgia, el año litúrgico—, sino también lo que
ella entiende por tal. Misterio pascual es, según los textos citados, la unidad de la pasión, muerte,
resurrección y ascensión o glorificación de Jesús; también es, vienen a decir, la redención en
cuanto desplegada en el padecer, morir y resucitar de Cristo.
d) El misterio pascual se actualiza en la liturgia. Añaden algo importante los apartados conciliares
mencionados: el misterio pascual reúne y engloba no sólo unos hechos pretéritos sino también
unos acontecimientos actualizados por la celebración de la liturgia sacramental; una realidad
actual. Por eso, a través de los sacramentos, los fieles se pueden incorporar y se incorporan al
misterio pascual de Cristo. Este misterio toma cuerpo en ellos (SC 6, 107, 109).
¿Qué significa esa unidad que expresa el misterio pascual? Significa, viene a decir el Concilio, que
no hay muerte sin resurrección ni resurrección sin muerte. La muerte en Cristo es un paso, el paso
para la resurrección, y esta es la salida de la muerte, su culminación última. La muerte de Jesús
lleva a la vida perdurable así como la vida perdurable es el fruto maduro, estival, de la muerte;
una muerte ciertamente sacrificial, vicaria, reconciliadora, perdonadora de los pecados. Aquí
tenemos quintaesenciado el fondo último del designio divino de salvación, su núcleo central que
unifica todas las realidades y verdades de la fe cristiana. Es lo que Pablo transmite en 1Cor 15,1-7.
En realidad, los cuatro evangelios nos transmiten también este mensaje al situar los últimos
misterios de la vida de Cristo en el contexto de la pascua judía (Mc 10,38-39; 14,1.12. 14-42; Mt
26,17-18; 27,15-62; Lc 12,50; 22,1.7.11.13.15; 23,54; Jn 12,1.12.23-33; 13,1; 19,1.31). Así como
esta pascua, nos quieren decir, celebra el paso de la esclavitud mortal en Egipto a la libertad de
una vida nueva en la tierra prometida, atravesando el mar y el desierto, del mismo modo Jesús
(con sus discípulos) celebra el paso desde la muerte en cruz a la vida de la resurrección; la travesía
de la sepultura en el seno de la tierra, hasta llegar a la ascensión, a la gloria del Padre.
Pablo amplía y profundiza tal interpretación pascual del misterio de Cristo en Rom 6,1-11; 1Cor
5,6-8; 10,1-13; 11,23-33; 15,1-28; 2Cor4,7-18; 5,15-18; Gál 4,4-5; Ef 2,4-8; 5,8-14; Flp 3,10-11; Col
2,11-15; 3,1-4; 2Tim 1,10.
El segundo documento es la llamada Homilía sobre la pascua del Pseudo-Hipólito (un autor
anónimo perteneciente al grupo de los Cuartodecimanos). También habla del tou pascha
mysterion3.
Pero es sobre todo el papa León Magno (de mediados del siglo V) el que con más profusión
emplea la expresión paschale mysterium. Lo hace en su predicación o sermones para enseñar
cómo la pasión de Cristo está indisolublemente unida a su resurrección, y que esa gran realidad
cristológica se halla presente en la celebración del año litúrgico y de la iniciación cristiana4.
Parece que nuestra expresión pasa al misal romano a través de los formularios compuestos por
este papa y recogidos primeramente por el Sacramentario Gelasiano. A veces hallamos la fórmula
paschale sacramentum, a veces paschale mysterium, ambas en singular o en plural5. (Es sabido
que en esta época se usaban ambos términos como sinónimos). A partir de aquí surgirán otras
formulaciones de otras fuentes incorporadas también a nuestro misal6.
Para concluir este apartado conviene recordar el testimonio de san Agustín (también del siglo V),
que en sus escritos hace una interesante exposición de la pascua como paso del Señor que, a
través de su pasión, llega a la vida, conduciendo hacia ella a cuantos creen en la resurrección7. Se
perpetúa en la Iglesia por un ritmo anual (la fiesta de pascua), y otro semanal, e incluso diario8.
1. EN LOS PRIMEROS SIGLOS DE LA IGLESIA. Es sabido que la celebración litúrgica de esa pascua o
del misterio pascual tenía lugar ante todo el primer día de la semana o dies dominica (Jn
20,1.19.26; He 1,10) y el 14 del mes de Nisán o el domingo siguiente (durante la noche que une el
sábado y el domingo). Esa noche o vigilia era precedida de uno o varios días de ayuno. Así surge el
triduo pascual (viernes, sábado y domingo), interpretado como memoria de la muerte, sepultura y
resurrección de Jesús 9.
Luego, el ayuno se amplía a los cuarenta días anteriores o cuaresma 10, que sirven a la vez de
preparación bautismal inmediata de los catecúmenos. Y el tiempo de celebración posterior al
triduo se prolonga por la cincuentena (la pentekosté), o cincuenta días vividos como un único día
de alegría pascual11.
También influyeron en este movimiento las discusiones cristológicas que llevaron a una toma de
conciencia muy explícita y a una expresión clara del misterio de la encarnación; es decir, de la
humanidad real del Hijo de Dios, de su humanamiento verdadero, así como de la personalidad
divina de Jesús de Nazaret.
Esto condujo a un nuevo desglose de la fiesta pascual, cuando surgen y se difunden las fiestas de
Navidad y Epifanía a lo largo de los siglos III y IV. Son los dos siglos en que tienen lugar los grandes
concilios cristológicos (Nicea, Efeso, Calcedonia) que formulan con claridad la humanidad y
divinidad de Jesús, así como la unión perfecta de ambas. Las dos nuevas fiestas se sitúan en el
contexto del solsticio de invierno como celebración del nacimiento real de Cristo.
Pero precisamente toda esta evolución encerraba un peligro: fragmentar esa unidad del misterio
de Cristo y de la pascua cristiana; convertir la celebración litúrgica en mero recuerdo preterizante
al estilo de un aniversario. El peligro se convirtió en realidad negativa durante la Edad media. La
celebración unitaria del misterio pascual se subdivide en dos triduos: el primero dedicado a la
pasión (jueves, viernes y sábado santos) y el segundo a la resurrección (domingo, lunes y martes
de pascua). Al triduo de la pasión se contrapone el triduo de la resurrección.
Además, se dio un último paso en esta pendiente negativa. Desde el siglo VII se empezó a
adelantar el tiempo de la celebración de la vigilia pascual a la tarde del sábado.
2. A PARTIR DE SAN Pío V (1566). San Pío V, en 1566, prohibió celebrar misa por la tarde. Entonces
se pasó la misa pascual a la mañana del sábado. La vigila pascual había desaparecido.
Pío XII, en 1951, permitió su restauración, haciéndola obligatoria en 1955. Así volvió a colocar la
celebración de la vigilia pascual en el corazón de la noche, haciendo que la misa no empezara
antes de la media-noche. De este modo recobró su carácter pascual, es decir, su carácter
expresivo del tránsito de la muerte a la vida. Volvía a significar el paso del Cristo muerto y
sepultado al Cristo resucitado al tercer día13. También restauró Pío XII el único triduo, iniciado
ahora el jueves santo por la tarde con la misa in Coena Domini.
Hay que añadir que no sólo la celebración del misterio pascual sufrió durante estos siglos un
eclipse grave. También la misma categoría y noción de misterio pascual se hallaba ausente de la
teología y de la enseñanza de la Iglesia.
Las cristologías se habían ido centrando en la categoría de redención. La acción de Cristo era, ante
todo, la acción redentora que nos libra del pecado mediante el sacrificio de su muerte. Ese era el
centro de atención de las cristologías o soteriologías. No se negaba la resurrección; pero no se la
incorporaba como dimensión esencial a la acción o destino de Cristo. Quedaba como un apéndice
carente de verdadera relevancia. Lo importante era el sacrificio, la expiación dolorosa, la muerte
en cruz de Jesús y, a través de ella, el limpiar el alma del pecado. En realidad lo que preocupaba
era la salvación de las almas. La dimensión corporal de la acción salvífica realizada por Cristo tenía
poco relieve14.
Estas afirmaciones pueden ser constatadas ya en la Summa theologiae de santo Tomás. Puede
verse en la Tertia pars la quaestio 48. Nuestro santo dedica seis artículos a los efectos de la
pasión. En la quaestio 56 de esta misma parte tercera, dedica sólo dos artículos a los efectos de la
resurrección.
El famoso manual de teología de L. Lercher, tan estudiado en toda Europa durante los años
cincuenta, consagra en su tomo III ocho tesis o apartados a la satisfacción vicaria de Cristo, o
redención, y uno solo a la resurrección15.
Más llamativo es el caso del manual teológico compuesto por los padres jesuitas de España
durante esos años. En el tomo III publican la cristología que lleva un título ya bastante parcial: De
Verbo Incarnato. El libro segundo de este tratado cristológico es dedicado a la pasión de Cristo
con 22 tesis y 230 páginas. Se estudia con gran amplitud la cuestión de la satisfacción condigna,
vicaria, la doctrina de la expiación realizada por Cristo, el tema de la justicia vindicativa en Dios. Se
analiza la redención operada por la pasión. Al final del tratado hay una nota breve, de una página,
dedicada a la resurrección16.
La doctrina pontificia era el reflejo fiel de estos teólogos. Así, cuando Pío XII publicó en 1947 la
primera encíclica dedicada a la liturgia, la Mediator Dei, no hizo sino repetir muy directamente la
tesis de estas teologías elaboradas desde la Edad media17. Según esta encíclica, la liturgia es «el
culto público rendido por el Redentor al Padre» (MD 29). «Por eso en la vida espiritual no puede
haber oposición entre la acción divina que infunde la gracia en las almas para continuar la
redención y la colaboración activa del hombre» (MD 50). «El augusto sacrificio del altar no es una
pura y simple conmemoración de la pasión y muerte de Jesús sino que es un sacrificio propio y
verdadero» (MD 86).
Sigue el papa haciendo muy sutiles especulaciones sobre Cristo como «víctima gratísima» al
Padre, sobre el sacrificio del divino Redentor (MD 88 y 89), sobre las diferencias entre el sacrificio
de la cruz y el del altar (MD 89), sobre la expiación (MD 92), la oblación (MD 95), la aplicación de
esa oblación (MD 96), la sangre del Cordero, la muerte cruenta (MD 97-98), la participación de los
fieles en el sacrificio eucarístico (MD 99-108) y la inmolación incruenta (MD 112).
Ni una vez aparece la resurrección en esta larguísima parte dogmática que abarca 170 números o
apartados; es decir, que constituye el cuerpo central de la encíclica. Al final del todo habla algo del
año litúrgico. Entonces, en el número 199, se menciona «la solemnidad de la pascua que
conmemora el triunfo de Cristo». Pero sigue soslayándose toda referencia a la resurrección y a la
dimensión corporal de la acción salvífica, a la liberación unitaria, complexiva de la persona
humana. Por el contrario, se vuelve a insistir en el alma. «Nuestra alma es inundada por una
inmensa alegría» afirma ese mismo número 199.
Sin embargo, este papa que en 1947 firma la encíclica antes citada es el que restaura la vigilia
pascual pocos años después (en 1951 y 1955), como ya dijimos. ¿Cómo acaece este cambio?
¿Cómo tiene lugar el surgimiento de la nueva conciencia y la reaparición de la categoría de
misterio pascual? Sin duda gracias al movimiento litúrgico que irrumpe en la Iglesia durante esos
años, concretamente entre las dos guerras mundiales, y que prepara el terreno al Vaticano II,
inaugurado en 1962. Dentro de este movimiento hay que señalar dos hitos o jalones principales.
b) El segundo gran jalón o hito que prepara la Constitución conciliar del Vaticano II es el
movimiento litúrgico francés, nucleado en torno al Centro de pastoral litúrgica de París y a su
revista Maison Dieu. Todo surge al acabar la II Guerra mundial, es decir, a partir de 1945. Los
mismos liturgistas alemanes señalan que la doctrina de la constitución Sacrosanctum concilium
sobre el misterio pascual depende muy directamente de un número monográfico de la Maison
Dieu publicado en 1961; es decir, un año antes de la inauguración del Concilio 19.
Este número, concretamente el 67, lleva como título genérico La liturgie du mystére pascal. El
subtítulo es Renouveau de la Semaine Sainte. Contiene trabajos de los conocidos liturgistas
franceses A. M. Roguet, R. Gy y J. Gaillard, que luego colaboraron muy directamente en el
Vaticano II y en la elaboración de la constitución conciliar sobre la sagrada liturgia.
Eisenbach señala el artículo de Gaillard como el que más directamente influyó en la doctrina
conciliar sobre nuestro asunto. Se tituló este artículo: Le mystére pascal dans le renouveau
liturgique: Essay d'un hilan doctrinal20. Es una síntesis sistemática de la cuestión que, a la vez,
encierra una buena fundamentación teológica de las afirmaciones del Concilio y de la
Sacrosanctum concilium en torno al misterio pascual.
Este es ante todo, nos dice Gaillard en su artículo, el paso que el Señor realiza de la muerte a la
vida. Es un acontecimiento dinámico que permite hablar del dinamismo pascual. Tal tránsito, se
añade, es el centro de la historia salvífica. Es el paso del Señor de este mundo al Padre, de la
pasión, muerte y sepultura a la vida gloriosa. El mismo tránsito se realiza en la Iglesia a través de
la celebración sacramental. Entonces deviene misterio pascual en nosotros. Los sacramentos
pascuales (bautismo, confirmación, eucaristía, penitencia) forman en su conjunto un único
misterio pascual; constituyen la unidad del misterio pascual. En la eucaristía de la vigilia pascual
tenemos su celebración litúrgica más significativa.
Esta eucaristía pascual es el centro del año litúrgico, la fiesta principal cristiana. De ella brotan las
otras fiestas litúrgicas. De ella reciben su unidad interna e íntima.
Al llegar a este punto nos damos cuenta de que, efectivamente, estamos en el umbral de las tesis
o afirmaciones de la Sacrosanctum concilium sobre nuestro asunto resumidas al principio.
Concluimos este apartado como habíamos empezado.
Pero ahora hemos de dar un nuevo paso. Podemos decir que misterio pascual es una categoría
adecuada para expresar la unidad dialéctica de la acción de Cristo; más aún, para globalizar la
riqueza plural de esa acción.
1. ENSEÑANZA DEL NUEVO TESTAMENTO. De hecho, el Nuevo Testamento, y sobre todo san
Pablo, desglosan esta realidad sintética en sus componentes o características principales. Su
enseñanza es esta: 1) La superación de la muerte implica: el perdón del pecado, la reconciliación
(Rom 3,25; 5,10-11; 6,22; 11,15; 2Cor 5,18-19; Col 2,13; Heb 9,28); la justificación (Rom
3,24.28.30; 5,1.9; 8,30; Gál 2,16; 3,8.24; ICor 6,11; Tit 3,7); la redención (Rom 3,24; ICor 1,30; Gál
4,5; Ef 1,7.14; 4,30; Col 1,14; Heb 9,12.15); la salvación (Rom 5,9-10; 8,24; 10,9; ICor 1,21; 9,22;
15,2; Ef 1,13; 2,5.8; Flp 2,12; 3,20; ITes 2,16; 5,9; 2Tes 2,10.13; ITim 1,15; 2Tim 1,9; Tit 3,5; Heb
9,28); la liberación (Gál 5,1.13; Rom 6,18; 8,2.21). 2) En su aspecto más positivo, la superación de
la muerte, como culminación de la vida y acción de Cristo conlleva: el don del Espíritu (Rom 5,5;
8,9-11.15.23; lCor 3,16; 6,19; 12,7; 2Cor 1,22; 5,5; Gál 3,2-5.14; Ef 1,13-14; Tit 3,5); la filiación
(Rom 8,14-15.23; Gál 3,29; 4,5; Ef 1,5); la resurrección del cuerpo transformado por el Pneuma (1
Cor 15,35-58).
2. ENSEÑANZA DE LOS SANTOS PADRES. Los santos Padres tratarán de esclarecer la relación de
esta acción plural de Cristo, que culmina en la pasión, muerte, resurrección y glorificación de
Jesús, con su vida terrena y, sobre todo, con su nacimiento. De ahí su interés por la encarnación. Y
de ahí que con ellos, de algún modo, la cristología-soteriología bascule hacia la encarnación; se
convierte en una teología de Verbo Incarnato (aparte de influir en esto los problemas planteados
por las herejías de los siglos IV, V y VI). También preocupa a los Padres una determinada
interpretación del carácter divino de Jesús en línea ontologicista, helenizante.
En el Nuevo Testamento es claro que el centro de todo es la muerte y resurrección de Cristo (Rom
1,4; 8,17). En la patrística hay como un desplazamiento del final a los orígenes de la vida y persona
de Jesús. Sin embargo en los Padres no se acaba de perder la unidad entre esos dos polos. Es lo
que ha tratado de mostrar J. P. Jossua en su obra justamente titulada Le salut: incarnation du
mvstére pascal (París 1968).
3. ENSEÑANZA EN LA EDAD MEDIA: PÉRDIDA DEL EQUILIBRIO UNITARIO. Cuando sí se pierde ese
equilibrio unitario del misterio pascual mantenido por los padres es al llegar la Edad media.
Entonces tiene lugar un viraje unilateral de la soteriología hacia un único aspecto del misterio
pascual: la muerte, la satisfacción respecto del pecado. Se atiende casi exclusivamente a la muerte
de Cristo como satisfacción penal, como liberación del pecado. Se olvida la resurrección como
victoria sobre la muerte, como don de vida nueva, como transformación glorificadora de la
persona en su unidad, como plenitud de la filiación, de la pneumatización.
El misterio pascual es entendido sólo como rescate o eliminación de lo negativo (el pecado), pero
no como adquisición positiva, por gracia, de la plenitud vital. Es lo que ha mostrado
magistralmente el padre H. Lubac en su obra Le rnystére du surnaturel (París 1965).
Aquí está la explicación de los datos reseñados más arriba: la resurrección queda reducida a un
corolario breve, a la mínima expresión, en la teología. El misterio pascual queda roto en su unidad;
así, hasta la llegada del movimiento litúrgico que por eso deviene evento epoca] en la historia de
la Iglesia, del dogma, de la liturgia, de la teología y de la espiritualidad. Una vez más se acredita lo
fecundo que es el feliz maridaje de la lex credendi y la lex orandi. Gracias a esas nupcias,
reactualizadas en el Vaticano II, nos hallamos con una imagen purificada de Dios, de Cristo y de la
Iglesia.
Recogemos a continuación las principales formulaciones del misterio pascual que hallamos en los
escritos paulinos, como elaboración del kerigma más primitivo (1 Cor 15,3-7):
a) Romanos 6. Por el bautismo fuimos sepultados con Cristo y morimos, para que, así como Cristo
fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en
nueva vida (v. 4). Pues si hemos llegado a ser una misma cosa con él por una muerte semejante a
la suya, también lo seremos por una resurrección parecida (v. 5). Y si morimos con Cristo, creemos
que también viviremos con él (v. 8). Sabemos que Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no
vuelve a morir, la muerte ya no tiene dominio sobre él (v. 9). Al morir, murió al pecado una vez
para siempre; pero al vivir, vive para Dios (v. 10). Así, también vosotros consideraos muertos al
pecado, pero vivos para Dios en unión con Cristo Jesús (v. 11).
b) 1° Corintios 15. Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicias de los que mueren (v.
20). Porque como por un hombre vino la muerte, así, por un hombre, la resurrección de los
muertos (v. 21). Y como todos mueren en Adán, así también todos revivirán en Cristo (v. 22).
e) Efesios 2. Nos dio vida juntamente con Cristo (pues habéis sido salvados por pura gracia)
cuando estábamos muertos por el pecado (v. 5). Nos resucitó y nos hizo sentar con él en los cielos
con Cristo Jesús (v. 6).
f) Efesios 5. Antes erais tinieblas, ahora sois luz en el Señor; caminad como hijos de la luz (v. 8).
Porque el fruto de la luz consiste en la bondad, en la justicia y en la verdad (v. 9). No toméis parte
en las obras infructuosas de las tinieblas (v. 11). Lo que queda al descubierto se convierte en luz
(v. 13). Por eso se dice: Despierta tú, que duermes, y levántate de entre los muertos, y Cristo te
iluminará (v. 14).
g) Colosenses 2. En el bautismo fuisteis sepultados con Cristo, habéis resucitado también con él
por la fe en el poder de Dios, que lo resucitó de entre los muertos (v. 12). Y a vosotros, que
estabais muertos por vuestras faltas y por no haber dominado los apetitos carnales, os volvió a
dar la vida juntamente con él, y nos ha perdonado todos los pecados (v. 13).
h) Colosenses 3. Por consiguiente, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba,
donde Cristo está sentado a la diestra de Dios (v. 1). Vosotros habéis muerto, y vuestra vida está
escondida con Cristo en Dios (v. 3). Cuando Cristo se manifieste, él que es vuestra vida, entonces
vosotros también apareceréis con él en la gloria (v. 4).
En relación con los textos litúrgicos conviene citar la anáfora más antigua que poseemos, la de
Hipólito, escrita a principios del siglo III. Ha sido adaptada para el actual misal romano como la
Plegaria eucarística II. Está influida por las homilías pascuales de Melitón y del Pseudo-Hipólito.
Recordemos el núcleo de la versión de nuestro misal actual: «El, en cumplimiento de tu voluntad,
para destruir la muerte y manifestar la resurrección, extendió sus brazos en la cruz y así adquirió
para ti un pueblo santo».
Del actual misal romano vale la pena destacar su prefacio pascual I, uno de los más antiguos (del
siglo VI). Fue el único recogido por el misal de Pío V (1570) y por tanto el único empleado desde
entonces hasta el nuevo misal del Vaticano II (1970). Dice así: «Porque él es el verdadero Cordero,
que quitó el pecado del mundo; muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la
vida».
En fin, no olvidemos el embolismo añadido los domingos a las anáforas II y III en sus apartados
dedicados a las intercesiones por los fieles: «en el domingo, día en que Cristo ha vencido a la
muerte y nos ha hecho partícipes de su vida inmortal».
NOTAS: 1. Esta atrevida y dura afirmación es del cardenal alemán H. VOLK en su obra Theologische Grundlagen der Liturgie.
Erwágungen nach der Constitutio De sacra liturgia, Mainz 1964, 81. —2. J. IBÁÑEZ MENDOZA, Homilía sobre la pascua,
Pamplona 1975, 145-149, 177, 181. Cf también la edición francesa preparada por O. PERLER en la colección Sources chrétiennes
3
(vol. 123): Sur la Páque et fragments, París 1966, 64, 90, 94. — P. NAUTIEN Homilies pascales 1. Une homilie inspirée du traité
sur la Páque. Sources chrétiennes, 27, París 1950, 125; P. CANTALAMESSA, 1 piu antichi testi pasquali della Chiesa, Roma 1971;
4
La Pascua nella Chiesa antica, Turín 1978. – M. GARRIDO, San León Magno. Homilías sobre el año litúrgico, BAC, Madrid 1969;
Sermones: 71, 1, p. 293; 72,1, p. 297; 47, 1, p. 196; 48, 1, p. 199; 49, 1, p. 203; 60, 3, pp. 248-249; 66, 2, p. 271; 60, 2 p. 248; 59,
pp. 245-248. — 5. Cf la actual oración tras la 2' lectura de la vigilia pascual y la 2' oración tras la 7' lectura de la misma vigilia. —
6 Cf J. LÓPEZ MARTÍN, En el Espíritu y la Verdad, Secretariado Trinitario, Salamanca 1987, 177-180. Menciona la 1ª oración de
bendición de la ceniza, la 1ª oración del viernes santo, la .super oblata de la vigilia pascual, la colecta de la feria 6ª de la octava
de Pascua, la colecta de la feria 6' de la semana V de Pascua, el prefacio de la solemnidad de Pentecostés, la colecta 1ª de la
misa de la vigilia de Pentecostés, el prefacio 1 de cuaresma, las colectas de la feria 5ª de la semana III de cuaresma y de la feria
3ª de la semana IV también de cuaresma, monición inicial del Domingo de ramos, la colecta de la feria 2' de la octava de Pascua,
la poscomunión de la vigilia pascual, la poscomunión del sábado de la octava de Pascua, la poscomunión del sábado y del
8
domingo VI de Pascua y la poscomunión del domingo II de Pascua. — 7. Tractatus in ev. Job. 55, 1, CCL 36, 363-364. — Sermo
220 in vig. pa.schae, PL 38, 1089. Ver también: JUAN CRISÓSTOMO, Adv. Iud. 3, 4, p. 48, 867. — 9. ORÍGENES, In Exod. hom. 5, 2,
10
GCS y 6, 186. — Un primer testimonio seguro es el de Atanasio en su carta festiva del año 384, ver Ep. fest. 6, 13, p. 26, I389B.
12
— 11. TERTULIANO, De orat., 23, 2, CCL 1, 267. — EGERIA, Itinerario, 35-42, CCL 175, 78-85. — 13. J. LÓPEZ MARTÍN, La liturgia
de la Iglesia, BAC, Madrid 1994, 229-233; A. G. MARTIMORT, La Iglesia en oración: introducción a la liturgia, Herder, Barcelona
4
1992 , 918-925; P. SORCI, Misterio pascual, en D. SARTORE-A. M. TRIACCA (dirs.), Nuevo diccionario de liturgia, San Pablo,
3 14
Madrid 1996 , 1342-1365. — Un ejemplo muy característico es la cristología muy difundida de L. RICHARD publicada en París
en 1932, que recoge el trabajo teológico de todos estos siglos; su título es Le dogme de la redemtion. Posteriormente este autor
15
publicó Le mystére de la redemtion, París 1958. – L. LERCHER, Instituciones theologicae dogmaticae, Innsbruck 1943, 130-210.
16 17
— J. A. ALDAMA-S. GONZÁLEZ-J. SOLANO, Sacrae Theologiae Summa III, Madrid 1953, 243-328. — Uso la edición publicada
18
por Sígueme, Salamanca 1955. — Los principales trabajos de O. CASEL en relación con nuestro tema son: Das
M
ysteriengeddchtnis der Messliturgie im Lichte der Tradition, Münster 1926; Das Christliche Kultmysterium, Ratisbona 1932,
4
1960 ; Art und Sinn der Altesten Christlichen Ostfeier, JLW 4 (1938) 1-78. En castellano tenemos: El misterio del culto cristiano,
19
San Sebastián 1953. — F. EISENBACH, Die Gegenwart Jesu Christi in Gottesdienst. Systematische Studien Zur
20
Liturgiekonstitution des II Vatikanischen Konzils, Mainz 1982, 234. — Cf Maison Dieu 67 (1961) 38-87. — 21. Algunos autores
franceses que colaboraron en esta recuperación del misterio pascual: L. BOUYER, Le Mystére Pascal, París 1945; B. BOTTE,
Paschalibus initiatis mysteriis, Ephem. Litur. (1947) 77-87; P. DUPLOYÉ, Páque la sainte, Maison Dieu (1946) 20-30; F. X.
DURRWELL, La resurrection de Jésus mystére de salut, París 1950 (trad. esp.: La resurrección de Jesús, misterio de salvación,
4
Barcelona 1962, 1979 ). Conviene recordar que la revista Maison Dieu, en su primer año (1944), publicó un artículo de O. CASEL
sobre el misterio pascual titulado La notion de Jour de féte, 23-37; asimismo, el año de su muerte, en 1948, le dedicó todo un
número monográfico sobre la misma cuestión bajo el título: Dom Odo Casel (1888-1948). La doctrine du mystére chrétien.
Asimismo deben recordarse otros autores alemanes que también contribuyeron a la renovación del sentido pascual: cf en esta
línea B. FISCHER, Redemptionis mysterium. Studien zur Osterfeier und zur Christlichen lnitiation, Munich 1992.
Las palabras ética y moral se emplean en el lenguaje ordinario como sustantivo y como adjetivo.
La raíz semántica proviene del término griego ethos y de su correspondiente latino mos, que
significan carácter, costumbre, y se refieren a la conducta del hombre. El significado actual de
ambos conceptos parte de esta base etimológica, pero es más preciso y técnico. Moral designa el
conjunto de principios, normas, obligaciones, ideas morales de una sociedad y de una época
determinada; ética, en cambio, la reflexión científica sobre el comportamiento humano, el estudio
sobre lo bueno y lo malo en la conducta del hombre; equivale a filosofía moral. Es decir, la moral
se refiere a la vida, a la praxis; la ética, al saber, a la reflexión, a la ciencia.
A pesar de estas distinciones, el parentesco es muy estrecho y, muchas veces, dichos términos se
usan indistintamente. Así haremos también nosotros, que, situándonos en una perspectiva
teológica, conectamos, además, el sustantivo moral al adjetivo fundamental, y que pretendemos,
especialmente, justificar la moral cristiana, presentar su identidad y destacar su relación con la
catequesis.
Dos son las preguntas capitales de toda ética: ¿qué hemos de hacer? y ¿por qué hemos de obrar
así? Si en otro tiempo lo importante fue responder a la primera cuestión, hoy el énfasis se pone
en la segunda. Es decir, no se trata simplemente de conocer los contenidos (normas,
prescripciones, obligaciones), sino de legitimar y fundar racionalmente la validez de los juicios
morales. Este es el quicio de todo debate ético. Lo que preocupa es saber no sólo cómo hemos de
obrar, sino también por qué hemos de hacerlo de una manera determinada. No basta, pues,
proponer y repetir las normas de siempre, ni es suficiente hacerlo con el respaldo de la autoridad.
Es necesario justificarlas de manera racional y convincente. Hay que fundamentar, por tanto, los
valores y las normas morales. A esto tiende principalmente la moral fundamental: a justificar
críticamente el obrar moral del cristiano.
La tarea de fundamentar la moral no es algo irrelevante. Intentar y buscar dar razón de sí misma
parece, más bien, una exigencia ineludible. Pero se trata de una empresa ardua y compleja. La
teología moral tiene que fundamentar su sentido en cuanto ética y en cuanto teológica. Es decir,
tiene que legitimar el obrar humano a la luz de la razón y a la luz de la fe, desde la reflexión
humana y desde la revelación divina. A la dificultad que entraña la fundamentación racional se
añade la armonización entre la razón y la fe.
La tradición teológica católica ha defendido que razón y fe no se excluyen ni son dos realidades
antagónicas. Al contrario, sin perder su valor, se armonizan e integran; «son como las dos alas con
las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad», ha afirmado Juan
Pablo II al comienzo de su encíclica Fides et ratio, dedicada íntegramente al tema. Y continúa:
«Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de
conocerle a él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar la plena verdad sobre sí
mismo» (FR, comienzo, cf 16-17). Si Dios es la respuesta a las preguntas últimas, si «reconocer al
Señor como Dios es el núcleo fundamental y el corazón de la Ley» (VS 11), Dios no responde
ordinariamente a las preguntas primeras e inmediatas. Para ello es necesaria la mediación de la
razón. Para saber cómo orientar el comportamiento humano, para configurar el orden ético en la
vida concreta, no es suficiente la fe; hay que recurrir a la ética racional, elaborada por el esfuerzo
del ser humano, creado por Dios y ordenado a El. Como de manera precisa expresa también Juan
Pablo II: «Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien porque él es el Bien. Pero Dios ya
respondió a esta pregunta: lo hizo creando al hombre y ordenándolo a su fin con sabiduría y amor,
mediante la ley inscrita en su corazón (cf Rom 2,15), la ley natural» (VS 12; cf FR 25). Es decir, Dios
difunde en el hombre la luz de la inteligencia y, gracias a ella, este puede llegar a conocer lo que
debe hacer y lo que debe evitar. Afirma también Juan Pablo II: «No menos importante que la
investigación en el ámbito teórico es la que lleva a cabo en el ámbito práctico: quiero aludir a la
búsqueda de la verdad en relación con el bien que hay que realizar. En efecto, con el propio obrar
ético la persona, actuando según su libre y recto querer, toma el camino de la felicidad y tiende a
la perfección» (FR 25).
1. ÉTICA AUTÓNOMA Y MORAL DE LA FE. La cuestión sobre el punto de partida (fe o razón) en la
teología moral viene de lejos. Si los primeros Padres de la Iglesia colocaron en el origen y en la
base de la teología moral la fe en Jesucristo, desde el Renacimiento la moral católica ha
procedido, más bien, de una manera racional (cf FR 36-48). Teniendo como base la ley natural, la
moral se ha organizado en torno al dato racional. La parte concedida a la fe ha sido escasa. Y lo
mismo ha sucedido con la Escritura, utilizada casi exclusivamente como apoyo de los textos
normativos.
Hay que subrayar especialmente en la comprensión de esta postura teológica la relación entre
autonomía y creación. La capacidad de autonomía de que goza el hombre le viene de Dios. Por
ello se habla de teonomía. Y desde la teonomía, el planteamiento ético implica y exige aceptar el
orden humano con su normatividad consistente y autónoma, y aceptar también que es Dios quien
da sentido y fundamenta la autonomía del hombre.
De una manera progresiva intentamos ahora responder a estas cuestiones, centrándonos primero
en lo que constituye el verdadero fundamento del obrar moral cristiano, precisando después las
fuentes, y llegando finalmente al problema de la especificidad.
Al reflexionar sobre la identidad de la moral cristiana, necesariamente hay que volverse a Cristo,
que constituye su centro y su referencia fundamental. El es quien revela la voluntad del Padre, la
condición y vocación integral del hombre, y quien enseña la verdad sobre el obrar moral. El, que
en el don de sí mismo es el cumplimiento vivo y la plenitud de la Ley, se hace ley viviente y
personal que invita al seguimiento y que, mediante el Espíritu, da la gracia para poder compartir
su vida y su amor.
Realmente, «seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana» (VS 19). Y
esto significa no sólo escuchar su enseñanza y cumplir sus mandatos, sino «adherirse a la persona
misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la
voluntad del Padre» (VS 19). La adhesión a Jesús es la opción por él; implica ser y vivir para él, una
decisión de conversión total y profunda, una ruptura con todo lo que no es él. Significa tal
vinculación a su persona que sus palabras, acciones y preceptos constituyen la regla moral de la
vida cristiana.
Cristo revela el ser y el obrar del hombre. A la luz de Cristo se esclarece el misterio de la persona y
de él obtiene el hombre respuesta sobre la orientación de su vida. Quien quiera comprenderse
hasta el fondo a sí mismo tiene que acercarse a Cristo (RH 10); y quien quiera encontrar la
respuesta sobre lo que es bueno y lo que es malo es necesario que se dirija a él. Porque Cristo,
nuevo Adán, «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su
vocación» (GS 22; cf FR 12). Mostrar «la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo y su
obligación de producir frutos en la caridad para la vida del mundo» (OT 16) es el cometido de la
teología moral.
Así pues, la teología moral, que tiene por objeto al hombre y a su obrar libre y responsable,
arranca de Cristo, que lo invita a participar en su vida y lo llama a seguirle; y la vida cristiana es
vocación al seguimiento, diálogo de amor, participación y comunión en la vida de Cristo.
La ética es cristiana en la medida en que se refiere a Cristo, Palabra definitiva de Dios al mundo.
Es, pues, esencial la fundamentación bíblica. La Sagrada Escritura es el alma de la teología y el
evangelio, «fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta» (DV 7). Por ello, la
exposición científica de la teología moral debe nutrirse de la doctrina de la Sagrada Escritura (OT
16; cf FR 21-22).
Así pues, la reflexión teológica ha de estar bajo el juicio de la palabra de Dios, superando una
teología moral anclada en planteamientos y categorías filosóficas y jurídicas. Este reconocimiento
lleva a la afirmación de que en la Sagrada Escritura se encuentran formuladas las principales
verdades de la moral cristiana. Aunque no es un tratado sistemático de moral, sí contiene
principios, valores y normas que deben regular la vida del cristiano; y contiene, sobre todo, la
verdad sobre el hombre y su destino. Sobre esta verdad está llamado el ser humano a construir la
propia personalidad.
En relación a las normas morales, la Sagrada Escritura aporta, ante todo, las normas
fundamentales o trascendentales, es decir, las normas que expresan la intencionalidad profunda
de la existencia moral y que guían la autorrealización del hombre en su totalidad frente a la
llamada de Dios. Pero ofrece también otras normas más concretas y particulares, normas
categoriales como las llaman algunos teólogos. Su existencia es evidente en los libros sagrados:
son numerosas, concretas y detalladas. Por una parte, existe una conexión entre las orientaciones
fundamentales y estas normas particulares. Por otra, precisamente en cuanto particulares, es
posible percibir en la Escritura cierta evolución y cambio. Se puede constatar su carácter histórico
y provisional, condicionado por el ambiente socio-cultural.
Todo esto plantea un arduo problema: no siempre es fácil discernir lo que es permanente palabra
de Dios y lo que es condicionamiento cultural. Es este el gran reto de la teología moral que, en su
quehacer científico, cuenta además con el magisterio. En efecto, la palabra de Dios, consignada en
el texto sagrado (Biblia) y vivida en la comunidad cristiana a lo largo de los siglos (tradición), es
propuesta con autoridad a los creyentes por el magisterio. Como enseña el Vaticano II: «el oficio
de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado
únicamente al magisterio de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo» (DV 10).
Por su misma naturaleza, el magisterio es un servicio para la fe; un ministerio para escuchar,
custodiar, interpretar y anunciar la palabra de Dios. Dicho servicio se realiza dentro y a favor de la
comunidad de los creyentes. Y goza de la autoridad que le viene de Cristo. Desde la autoridad de
la que es depositaria ha de promover la vida de los creyentes en Cristo y ha de indicar sus
requisitos y exigencias.
Finalmente, el mismo Vaticano II reconoce que para la solución de los problemas morales no basta
la Revelación, sino que es necesaria también la luz de la experiencia humana en sus múltiples
manifestaciones (GS 43, 44, 46). Alude así a la razón humana como fuente de la ética cristiana (cf
FR 24).
De un modo implícito e indirecto insinúa esta necesidad, al recurrir a la ley natural (GS 50, 74, 89)
y a los principios de justicia y equidad postulados por la recta razón (GS 63, 72, 76). Pero afirma
expresamente la insuficiencia de la Revelación al reconocer: «la Iglesia, custodia del depósito de la
palabra de Dios, del que manan los principios en el orden religioso y moral, sin que siempre tenga
a mano respuesta adecuada a cada cuestión, desea unir la luz de la Revelación al saber humano
para iluminar el camino recientemente emprendido por la humanidad» (GS 33; cf FR 49ss).
El Concilio no sólo reconoce la necesidad de la experiencia humana en la interpretación de los
valores y de las normas morales; afirma también la vinculación existente entre la Revelación y la
experiencia, de manera especial en la enseñanza sobre los signos de los tiempos y su lectura a la
luz del evangelio.
La expresión signos de los tiempos, consagrada en la constitución pastoral Gaudium et spes (cf 4, 1
1, 44), tiene un origen evangélico (Mt 16,3). Su reconocimiento impulsa a entrever en la voz de los
tiempos la voz de Dios; a reconocer a Dios presente en la historia; a reconocer los
acontecimientos principales que influyen en la existencia humana como lugar teo
lógico. La tarea de la teología moral no es sólo escrutarlos y escucharlos atentamente, sino, sobre
todo, interpretarlos, discernirlos y valorarlos a la luz de la palabra de Dios.
4. ESPECIFICIDAD Y CARÁCTER PROPIO. Una moral que pone el centro de referencia en Jesucristo
y reconoce como fuente la Revelación, muestra necesariamente un carácter propio y específico.
Hoy todos los moralistas coinciden, aún destacando la exigencia de racionalidad, en que lo
decisivo de la moral cristiana es Cristo. Todos afirman, consiguientemente, que es una moral
cristológica que ofrece, además, una nueva comprensión del hombre y del mundo. La vida
cristiana nace de la respuesta al acontecimiento de la salvación, que aporta un fundamento
positivo, una perspectiva nueva y un estilo particular de ser y de obrar.
El debate en torno a la especificidad está llevando a superar las sospechas frente a la razón, a
integrar mejor las orientaciones fundamentales y las normas concretas, lo trascendental y lo
categorial. Ha ayudado a comprender que vivir como cristiano supone una vida auténticamente
humana, que muchos valores no han sido inventados por Jesús, que la gracia no destruye la
naturaleza, ni la Revelación invalida las posibilidades de la razón. Tiene que llegar también a ver a
Jesucristo como Revelación e imagen del ser y del obrar del hombre, a proponer la necesidad de
que el hombre se dirija a él para encontrar la respuesta sobre el bien y sobre el mal, a acoger y
agradecer los valores que, de forma definitiva, en Cristo han sido revelados, a mostrar el
seguimiento y el «hacerse conforme a él», como quicio y clave esencial de la moral cristiana (cf FR
12).
La relación que existe entre teología y catequesis se proyecta y concreta en la teología moral.
También la ética teológica, en cuanto reflexión sistemática sobre la grandeza de la vocación de los
fieles en Cristo, tiene que iluminar el quehacer catequético de presentar el mensaje cristiano y
servir a la maduración de la fe.
1. MORAL DEL ESPÍRITU Y DE LA GRACIA. Ante todo, la moral cristiana proclama la primacía del
don de Dios; es una moral del Espíritu Santo y de la gracia. De manera muy precisa dice santo
Tomás en la Suma Teológica: «Lo que es absolutamente necesario en la Ley del Nuevo
Testamento es la gracia del Espíritu Santo dada por la fe en Cristo. Por eso, la nueva ley consiste,
sobre todo, en la gracia del Espíritu Santo dada a los fieles» (Ia-IIae, q. 106, a. 1).
La moralidad cristiana nos remite a la acción del Espíritu Santo y de la gracia que nos llega de
Cristo. Se nos revela como espíritu del Señor, espíritu de Cristo que vive y actúa en el creyente
como «ley de Cristo», como «ley de vida» (cf Rom 8,2-16; Gál 5,5.16-25). Es una moral de unión
con Cristo, de vida con el Padre, el Hijo y el Espíritu.
El Espíritu, con su presencia permanente, actúa en el creyente y deviene el principio activo del
comportamiento moral. Se trata de una acción profunda y duradera en la vida que construye y
forma, desde dentro, al hombre espiritual capaz de producir «los frutos del Espíritu» (Gál 5,22).
Hay que recuperar la primacía del Espíritu, si queremos construir la moral cristiana. Porque la «ley
del Espíritu» es la ley fundamental en la vida de los creyentes; representa la perfección de la ley
natural y de la ley revelada. Y, en realidad, todas las demás leyes tienen valor en cuanto explicitan
y formulan esta ley nueva.
Dios crea al hombre y lo ordena, con sabiduría y amor, a su fin, mediante la ley escrita en su
corazón (Rom 2,15), la «ley natural», la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios, para
conocer lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Después, Dios mismo, en su Alianza con los
hombres, entrega el decálogo como promesa y signo de la Alianza nueva. Jesús no destruye los
mandamientos del decálogo; los confirma y propone como camino y condición de salvación. En el
sermón de la montaña establece una conexión explícita y directa entre el decálogo y las
bienaventuranzas. Se da, pues, en la moral cristiana una continuidad clara, aunque sometida a un
proceso de purificación, desde las tendencias morales del hombre, creado a imagen y semejanza
de Dios, y las grandes orientaciones reveladas que culminan en las bienaventuranzas y en el
mandamiento del amor. Las bienaventuranzas responden al deseo de felicidad enraizado en el
corazón humano y descubren, además, la meta de la existencia, el fin último de los actos humanos
(CCE 1716-1729). No coinciden con los mandamientos, pero no hay tampoco separación o
discrepancia con ellos. No son normas particulares de comportamiento; se refieren a actitudes y
disposiciones profundas de la existencia. Constituyen una llamada al seguimiento de Jesús, cuyo
retrato manifiestan, y a la comunión de vida con él. En efecto, las bienaventuranzas representan
los valores más genuinamente cristianos. Se refieren y reflejan a Cristo. El las vivió y practicó, y es
su comentario más perfecto. Su sentido ético manifiesta la nueva orientación que debe asumir la
vida del creyente en la perspectiva del Reino. Las bienaventuranzas constituyen el criterio decisivo
desde el cual el cristiano debe realizar sus opciones y decisiones. Su espíritu, sin suprimir la ley,
lleva más allá de la ley y de la observancia. «La evangelización, que comporta el a nuncio y la
propuesta moral, difunde toda su fuerza interpeladora cuando, junto a la palabra anunciada, sabe
ofrecer también la palabra vivida. Este testimonio moral al que prepara la catequesis, ha de saber
mostrar las consecuencias sociales de las exigencias evangélicas» (DGC 85).
3. MORAL DE LA FE-CARIDAD. La identidad del cristiano viene dada por la confesión de Jesús de
Nazaret como aquel en quien Dios se nos manifiesta y se nos da. La moral cristiana, como hemos
destacado, necesariamente tiene que mirar y referirse a Cristo. Antes que las exigencias o los
deberes éticos, está el amor gratuito de Dios que se entrega en Cristo. Lo primero, entonces, es la
fe en Jesucristo. La moral tiene sentido dentro de la corriente de vida que nace de la fe y se
expresa en el amor.
«La catequesis, en la tarea de la educación moral, presentará la moral social cristiana como una
exigencia y una consecuencia de la liberación total obrada por Cristo. Esta es, en efecto, la buena
nueva que los cristianos profesan, con el corazón lleno de esperanza: Cristo ha liberado al mundo
y continúa liberándolo. Aquí se genera la praxis cristiana, que es el cumplimiento del gran
mandamiento del amor» (DGC 104).
Toda la tradición rubrica que la aportación principal de Jesús a la moral ha sido la proclamación
del mandamiento nuevo. Recapitula la ley. Es el compendio de toda la moral y el vínculo de la
perfección del cristiano (Mt 22,34-40; Rom 13,8), al que confiere la responsabilidad de continuar
en el mundo la manifestación del amor que Cristo inaugura.
Los bautizados en Cristo llegan a ser miembros del cuerpo de Cristo (Rom 6; 1Cor 12), hijos en el
Hijo, llamados a una vida de comunión. La moral cristiana impulsa un proceso de inserción en
Cristo; inserto en él, el cristiano llega a ser miembro de su cuerpo, que es la Iglesia. Consiste, pues,
en el seguimiento de Jesucristo, en adherirse y abandonarse a él, en dejarse transformar por su
gracia y por su amor. Esto se alcanza «en la vida de comunión de su Iglesia» (VS 119).
En este sentido, los sacramentos representan un dato determinante. A través de ellos, «la
vitalidad y la fuerza del Señor resucitado confiere la gracia del Espíritu que transforma realmente
al hombre en un hombre nuevo» (VhL 48). Y también desde esta perspectiva eclesial se
comprende la legitimidad de la intervención del magisterio en el campo moral para actualizar la
ley evangélica, desarrollar el dinamismo del seguimiento de Cristo y proponer sus exigencias y su
verdad.
BIBL.: ALBURQUERQUE E., Vida cristiana y catequesis. Presentación del mensaje moral a catequistas, CCS, Madrid 1986; BÓCKLE
F., Moral fundamental, Cristiandad, Madrid 1980; DEMMER K., Introducción a la teología moral, Verbo Divino, Estella 1994;
FLECHA J. R., Teología moral ftmdamental, BAC, Madrid 1994; GARCÍA DE HARO R., Cristo, fimdamentos de la moral, Eiunsa,
Barcelona 1992'-; GATTI G., Etica cristiana y educación moral, CCS, Madrid 1988; LÓPEZ AZPITARTE E., Fundamentación de la
ética cristiana, San Pablo, Madrid 1994'; PINCKAERS S.. Las fuentes de la moral cristiana. Su método, su contenido, su historia,
Ediciones Universidad de Navarra, Pamplona 1988; RINCÓN R., Teología moral. Introducción a la crítica, San Pablo, Madrid 1981;
VIUAL M., Moral de opción fundamental y de actitudes, San Pablo, Madrid 1995.
SUMARIO: I. El hombre, ser sexuado. II. Plan de Dios sobre la sexualidad: 1. Antiguo Testamento;
2. Nuevo Testamento. III. Para una moral de la sexualidad: 1. Rasgos característicos; 2. Horizonte
ético de la sexualidad como relación. IV. Ética sexual cristiana: 1. Contenidos; 2. Especificidad. V.
Orientaciones catequéticas generales: 1. Los condicionamientos; 2. Las convicciones
fundamentales; 3. Las líneas pedagógicas; 4. El catequista y los ambientes educativos. VI.
Orientaciones catequéticas concretas: 1. Las tareas de la catequesis; 2. Las distintas edades de la
vida.
El Vaticano II ha afirmado que hay que iniciar a los niños y adolescentes en una positiva y
prudente educación sexual (GS l b). Algunos elementos para tal educación pueden hallarse en las
páginas conciliares dedicadas al matrimonio y la familia (GS 47-52), especialmente en el apartado
sobre el amor conyugal (GS 49). Habría que recoger también las anotaciones antropológicas sobre
la constitución psicosomática del ser humano, la alabanza de la condición corporal (GS 14) y la
presentación de la vocación dialógica del ser humano, expresada ya en su misma creación como
imagen de Dios, y su complementariedad en la mutua referencia bisexual: «Dios no creó al
hombre en solitario. Desde el principio los hizo hombre y mujer (Gén 1,27). Esta sociedad de
hombre y mujer es la expresión primera de la comunión de personas» (GS 12d).
El magisterio de la Iglesia católica se expresa en los últimos tiempos en términos que denotan una
forma más global y personal de comprender la sexualidad. La persona humana, según los datos de
la ciencia contemporánea, está de tal manera marcada por la sexualidad, que esta es parte
principal entre los factores que caracterizan la vida de los hombres1. «A la verdad, en el sexo
radican las notas características que constituyen a las personas como hombres y mujeres en el
plan biológico, psicológico y espiritual, teniendo así mucha parte en la evolución individual y en su
inserción en la sociedad». «La sexualidad es un elemento básico de la personalidad; un modo
propio de ser, de manifestarse, de comunicarse con los otros, de sentir, expresar y vivir el amor
humano... La sexualidad caracteriza al hombre y a la mujer no sólo en el plano físico, sino también
en el psicológico y espiritual con su impronta consiguiente en todas sus manifestaciones» 2.
Así se expresa también el Catecismo de la Iglesia católica: «La sexualidad abraza todos los
aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y de su alma. Concierne
particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar y de procrear y, de manera más general, a
la aptitud para establecer vínculos de comunión con otro» (CCE 2332).
1. ANTIGUO TESTAMENTO. a) Los capítulos 2 y 3 del Génesis constituyen una especie de parábola
sapiencial sobre el sentido de la vida humana, del trabajo, la sexualidad y la muerte. El relato
parece querer incluir, al menos, las siguientes afirmaciones: 1) La sexualidad humana ha sido
querida y diseñada por el mismo Dios como signo y medio del encuentro interpersonal. Ya sólo con
esa constatación se excluye una visión pesimista de la realidad sexual (Gén 2,21). 2) La sexualidad
humana, como ocasión para el encuentro, parece marcar la diferencia entre los seres humanos y
los demás vivientes. Sólo ante la mujer puede Adán salir de su soledad y encontrar una ayuda
adecuada que no le pueden proporcionar los demás seres de la creación (Gén 2,18.22). 3) La
sexualidad humana significa y realiza la igualdad entre las personas de diverso sexo. La pérdida de
la igualdad original de la pareja es fruto del pecado (Gén 3,16), con lo que se sugiere que la
subordinación social de la mujer no estaba diseñada por Dios, sino que es más bien fruto del
pecado. 4) La sexualidad humana es vista como signo y expresión de la armonía ideal de las
relaciones humanas, todavía no empañadas por el pecado. La desnudez de la pareja que vive y se
contempla sin vergüenza nos remite a un mundo de paz que refleja y realiza el proyecto de Dios
(Gén 2,25; 3,10-11). 5) La sexualidad humana es considerada en la perspectiva de la unión
matrimonial. La sexualidad es humana precisamente porque es de la persona y para la persona y,
en consecuencia, para su capacidad de encuentro. Desde el comienzo, la sexualidad humana ha
sido diseñada por el Creador como un signo de la capacidad de donación de la persona. Una
donación que aquí parece referirse inmediatamente a la comunión interpersonal –significado
unitivo–, pero que, por el mismo orden creacional, está llamada a la comunión transpersonal –
significado procreativo–. 6) Según el poema de la creación, Dios ha creado al ser humano a su
imagen y semejanza. Tal referencia iconal parece necesitar la bisexualidad para poder reflejar de
alguna manera la riqueza inefable del ejemplar: «Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de
Dios lo creó, macho y hembra los creó» (Gén 1,27). 7) La sexualidad y la vida pertenecen a la
forma humana de ejercer el señorío sobre el mundo creado. Los seres humanos colaboran en la
obra de la creación con el Señor de la vida: «Sed fecundos y multiplicaos, poblad la tierra y
sometedla; dominad...» (Gén 1,28) 3.
Por otra parte, es preciso subrayar que la sexualidad humana es vista en primer lugar en su
dimensión unitiva y, consecuentemente, en su dimensión procreadora. Por la primera, los seres
humanos salen de su soledad y se abren al encuentro interpersonal. Por la segunda, participan en
el poder creador del mismo Dios y se abren a lo que hemos llamado su vocación transpersonal (cf
CCE 2334, 2335).
El amplio contenido de las normas legales veterotestamentarias podría ser resumido en algunos
puntos fundamentales. El adulterio es prohibido expresamente por Ex 20,14 y por Dt 15,17.
b) Los profetas han vivido una intensa experiencia religiosa que no queda reducida al ámbito de su
peripecia individual. A la luz de la misma, la sexualidad humana ha de recibir la orientación que
brota de la experiencia religiosa y de la escucha de la palabra de Dios. La experiencia de esposo
traicionado le ayuda a Oseas a ver la idolatría como un adulterio. La alianza ha sido quebrantada
(Os 8,1).
Jeremías utiliza la imagen del amor juvenil para reflejar la ternura que Dios siente por su pueblo
(Jer 2,2). El amor humano resalta, pues, como un don mutuo en la sacrificada entrega, en la
fidelidad y la estabilidad, en la ternura, en la apertura al misterio de lo invisible (Jer 3,1-13).
En dos alegorías sobre la historia del pueblo de Dios (Ez 16 y 23), Ezequiel evoca el hondo misterio
de elección y fidelidad –o infidelidad– que se esconde en toda experiencia humana de amor y
sexualidad.
c) Los libros sapienciales. La prostitución es censurada con frecuencia en los libros sapienciales
(Prov 23,27). El adulterio es condenado en la literatura sapiencial (Prov 5,20-23; cf Si 23,18-19),
por significar un olvido de la alianza con Dios (Prov 2,17).
Se podría afirmar, en resumen, que a lo largo del Antiguo Testamento la sexualidad encuentra una
valoración muy positiva, en cuanto proyecto de Dios y en cuanto expresión del amor y del
encuentro interpersonal. Es más, la experiencia de la sexualidad es asumida como parábola de la
elección del pueblo por parte de Dios y su respuesta al amor divino. Es cierto, por otra parte, que
la reflexión veterotestamentaria no deja de mirar con realismo el ejercicio de la sexualidad,
marcada, como toda realidad humana, por el signo del pecado y expuesta al riesgo de no significar
ni las adecuadas relaciones de la humanidad con Dios, ni las relaciones humanizadoras entre las
mismas personas humanas.
Jesús, que hizo suya la suerte de los indefensos, sorprende por su abierta actitud ante la mujer.
Las catequesis evangélicas que tienen por protagonistas a las mujeres constituyen una galería de
actitudes de fe y acogida de la buena noticia de Jesús y la salvación (Mc 1,29-31; 5,21-43; 7,24-30;
Lc 7,11-17; 8,2ss.; 13,10-17). Su cercanía a la mujer constituye uno de los signos de la llegada del
reino de Dios y de la novedad que aporta consigo al mundo. Jesús anuncia ciertamente un
evangelio para la mujer. Pero la misma relación de Jesús con la mujer se convierte ya en un
evangelio: la buena noticia de la llegada del reino de Dios.
Ante la cuestión del divorcio, Jesús invitaba a sus oyentes a remontarse «al principio» (Mt 19,3-
12). Tras la pregunta por el divorcio, los discípulos se admiraron por la radicalidad de la doctrina
enseñada por Jesús. En respuesta, él establece una distinción entre los eunucos que lo son desde
su nacimiento, los que han sido castrados y «los que se hicieron eunucos por el reino de Dios» (Mt
19,12). Al mencionar a ese tercer grupo, Jesús se refería a sí mismo y ofrecía la posibilidad
carismática y vocacional de un celibato por amor al reino de los cielos.
Sin embargo, también los sinópticos ponen en boca de Jesús la comparación del reino de Dios con
la celebración de un banquete de bodas (Mt 22,1-14). Con ello se insertan en la tradición profética
y rabínica, que utiliza la imagen de las bodas para significar la plenitud y la alegría de los tiempos
mesiánicos. Jesús mismo es presentado como el novio que centra la atención del banquete
nupcial (Mc 2,19; Mt 25,1-13). El significado parece intentado también en el relato joánico de las
bodas de Caná (Jn 2,1-12).
Por lo que se refiere al aspecto moral de la responsabilidad ante la sexualidad, Jesús no se limita a
repetir al pie de la letra la condena del adulterio expresada ya en el Antiguo Testamento (Ex
20,14; Dt 5,18). Amplía el ámbito de la responsabilidad ética en un doble sentido: el que apunta a
la interioridad de los pensamientos y los deseos (Mt 5,27-30) y el que orienta a una
reconsideración más radical de las normas que en su tiempo eran habituales sobre el repudio o el
eventual matrimonio de la repudiada (Mt 5,31-32).
b) En las comunidades primeras, a los cristianos llegados de la cultura helénica se les pide que se
abstengan de la fornicación (He 15,20.29; 21,25). Para san Pablo, cada hombre debe tener su
propia mujer y cada mujer ha de tener su marido (lCor 7,2). El Apóstol pide que los cónyuges vivan
con naturalidad sus compromisos matrimoniales (lCor 7,3-5). Es cierto que Pablo valora
personalmente la dignidad del celibato (1Cor 7,7; 1,17). Dirigiéndose a los que viven en virginidad
y celibato, Pablo les habla, no con una palabra del Señor que él conserve como mandamiento (cf
Mt 19,12), sino con la autoridad del apóstol. Con esa autoridad puede subrayar el elevado valor
moral de la vida célibe (lCor 7,25-26). Ante la tentación de la prostitución cultural, Pablo utiliza las
razones más sagradas y las palabras más duras: el cuerpo es inviolable, como un templo en el que
habita el Espíritu (lCor 6,12-20).
En Ef 5,22-23 el matrimonio cristiano se ilumina a la luz del misterio de la unión de Cristo con su
Iglesia. Los esposos cristianos se constituyen en una especie de modelo eclesial de la colaboración
y sometimiento de los fieles entre sí, que refleja la aceptación del señorío de Cristo. Más adelante
(Ef 5,25-33) se subraya el amor de Cristo hacia su Iglesia, presentada con los colores de una novia
elegida. El amor de Cristo hacia su Iglesia se convierte en modelo para el amor que el esposo ha
de profesar a su esposa. Para el autor de la carta, el misterio del hombre y la mujer que se
convierten en «una sola carne» (Gén 2,24) ha sido revelado en la unión de Cristo con su Iglesia,
que se convierte en modélica para los esposos cristianos.
De las reflexiones antropológicas y del mensaje bíblico, apenas esbozado, pueden deducirse
algunas constataciones imprescindibles a la hora de intentar esbozar las bases para una ética del
uso de la sexualidad.
1. RASGOS CARACTERÍSTICOS. a) Referencia a la globalidad de la persona y a la conquista de su
madurez integral. La sexualidad no puede ser aislada de otras vivencias fundamentales enraizadas
en la personeidad y colaboradoras de la estructuración de la personalidad. «La persona casta
mantiene la integridad de las fuerzas de vida y amor depositadas en ella. Esta integridad asegura
la unidad de la persona; se opone a todo comportamiento que la pueda lesionar. No tolera ni la
doble vida ni el doble lenguaje (cf Mt 5,37)» (CCE 2338).
b) La sexualidad es, como otros aspectos de la vida humana, una realidad dinámica en continua
evolución, sea esta progresiva o regresiva. Como la vivencia de la justicia o de la veracidad,
también la vivencia ética de la sexualidad es susceptible de un más o menos de integrabilidad y de
plausibilidad. «El dominio de sí es una obra que dura toda la vida» (CCE 2342).
d) La sexualidad humana es una realidad íntimamente vinculada a la manifestación del íntimo ser
personal y de esa doble manera de estar en el mundo de forma humana y creativa que son la
masculinidad y la feminidad. De ahí que la sexualidad, entendida en sentido amplio y, en
consecuencia, también en el sentido reducido de genitalidad, constituya una forma privilegiada de
lenguaje en profundidad. De ahí que su ejercicio –y aun su misma presencia– sea siempre la
epifanía de un compromiso afectivo –o de su ausencia–, al tiempo que, en la especie humana,
está vinculada al surgimiento de la vida física y/o espiritual, pero siempre humana (cf EV 23).
A este carácter de expresividad y lenguaje, tan subrayado por M. Merleau Ponty4, parece referirse
el documento vaticano citado más arriba cuando dice: «La sexualidad es un elemento básico de la
personalidad; un modo propio de ser, de manifestarse, de comunicarse con los otros, de sentir,
expresar y vivir el amor humano. Por eso es parte integrante del desarrollo de la personalidad y de
su proceso educativo»5.
b) Apertura a la revelación del «tú». El ser humano nace y se desarrolla en la comunicación. Todo
él es palabra, signo y mensaje. Es verdad que la vocación humana a la comunicación se concentra
especialmente en el rostro, en cuya desnudez se refleja siempre una interpelación y una llamada a
la responsabilidad6. El rostro humano es «ese lugar en donde, por excelencia, la naturaleza se
hace porosa a la persona»7.
Pero lo que se dice del rostro ha de decirse del cuerpo entero del hombre y de la misma
experiencia de la sexualidad. La sexualidad juega un papel inesquivable en la capacidad humana
de responder a la vocación de amor. Ella refleja, en efecto, tanto la incompletez como la
relacionalidad de la persona. En ella encuentran los seres humanos la base biológica, emocional y
psicológica de su capacidad de amar y comunicarse. La sexualidad es la forma ingeniosa de que
Dios se ha servido para convocar a las personas al encuentro y a la comunión mutua.
En ese contexto, la relación heterosexual no puede ser tomada a la ligera. El tú no es una cosa, ni
una simple proyección del yo, ni una pieza fácilmente recambiable. El tú no es una ocasión para
que surja el amor y posteriormente el lenguaje sexual que lo expresa. Sería más exacto decirlo al
contrario: el tú sólo surge verdaderamente en un marco efusivo. No es que exista el amor porque
existe el encuentro con el tú, sino que aparece el tú cuando existe amor. Antes del amor no existe
el tú, sólo existe la gente. La apertura al tú es una vocación y una tarea ética. Ha de ser entendida
en la clave de un lenguaje interpersonal, regido necesariamente por un compromiso afectivo y
efectivo.
La relación intersexual debe, en consecuencia, esforzarse por mantener íntegras tanto la alteridad
y la diferencia sexual como la complementariedad y la igual dignidad entre los sexos. Muchos de
los llamados desórdenes sexuales nacen precisamente de alguno de estos fallos. O bien se trata de
negar y suprimir la alteridad y la diferencia, o bien se pretende afirmarlas hasta tal punto que la
asunción de uno de los sexos como paradigma de humanidad lleva a un desprecio y abuso del
otro.
c) Apertura al «nosotros». El amor no se agota en la mutua contemplación dual, sino que exige un
proyecto común. Efectivamente, la relación diádica ha de trascender el diálogo meramente dual,
si quiere superar el escalón de los egoísmos compartidos y estériles. En el terreno de la
sexualidad, la responsabilidad ética ha de realizarse, por tanto, en la doble vertiente de lo
personal-interpersonal y de lo personal-social.
1. CONTENIDOS. El mensaje bíblico o las indicaciones de la Iglesia sancionan como bueno o malo
un comportamiento moral, precisamente porque es bueno o malo para el ser humano. Es decir,
para su madurez personal, para su encuentro con el tú para la lenta y fructífera creación del
nosotros. En este contexto se sitúa la doctrina de la Iglesia cuando emite un juicio decididamente
negativo sobre algunas ofensas a la castidad, como la pornografía, la prostitución o la violación
(CCE 2351-2356).
Por lo que se refiere a la masturbación, así se expresa el Catecismo de la Iglesia católica: «Para
emitir un juicio acerca de la responsabilidad moral de los sujetos y para orientar la acción pastoral,
ha de tenerse en cuenta la inmadurez afectiva, la fuerza de los hábitos contraídos, el estado de
angustia u otros factores psíquicos o sociales que reducen, e incluso anulan, la culpabilidad
moral» (CCE 2352).
2. ESPECIFICIDAD. Dicho esto, cabe todavía una última pregunta sobre la identidad y especificidad
de una ética cristiana de la sexualidad. Seguramente, los dos polos pueden ser afirmados.
a) La ética cristiana habría de afirmar su identidad con una ética racional de la sexualidad,
siempre que trataran ambas de fundarse sobre una base ontológica, es decir, en el ser y en la
verdad de la persona humana y en los rasgos constitutivos de su sexualidad. La ética cristiana no
puede ni debe ignorar tal conocimiento antropológico. Por una parte considera que «el cuerpo
expresa la persona», es una especie de «sacramento primordial» y constituye «el primer mensaje
de Dios al hombre»8. Y, por otra parte, afirma que también los no creyentes pueden llegar por
medio de su razón a descubrir el proyecto creatural de Dios sobre el género humano (cf Rom 2,13-
16). Los últimos documentos de la Iglesia, cuando tratan de ofrecer una fundamentación para la
moral sexual de los cristianos, recurren sistemáticamente a argumentos de ética natural y a
fundamentos antropológicos naturales.
b) En teoría, los valores éticos que en este campo promueve y tutela la fe cristiana podrían ser
alcanzados por la razón humana. En la práctica, el anuncio del evangelio significó una novedad
revolucionaria ante el panorama moral de las ciudades griegas.
La especificidad de una ética cristiana de la sexualidad, más que en el ámbito categorial de los
contenidos, los valores o los deberes —ya descubiertos hipotéticamente por la razón y la
experiencia—, se encuentra en el tono trascendental de las motivaciones evangélicas. En
concreto, en el seguimiento de Jesucristo, que nos ha desvelado definitivamente la silueta y la
vocación del ser humano. El mensaje evangélico, también en este terreno, se sitúa en la línea del
redescubrimiento de las intuiciones básicas de la revelación bíblica. El ser humano es imagen de
Dios y como tal ha de comportarse y ha de ser tratado. La iconalidad del hombre es un don, pero
es también una exigencia.
La sexualidad forma parte del proyecto original de Dios y de la bondad primera del encuentro
interpersonal. Es esa una convicción que se encuentra ya en las primeras páginas de la Biblia.
Junto a esta convicción que recorre los escritos sagrados, los discípulos de Jesús saben y confiesan
que pueden darse en el mundo algunos comportamientos sexuales que no deberían mencionarse
entre los cristianos, los cuales deberían comportarse «como debe ser entre creyentes» (Ef 5,3). Su
Señor ha proclamado dichosos a los limpios de corazón (Mt 5,8) y ha explicado que no basta con
«no adulterar», sino que es preciso conservar limpia la mirada (Mt 5,27-30).
La persona es sexuada por deseo de Dios, y, por ello, la sexualidad es buena. Esta visión optimista,
tanto del ser corporal como de lo específico sexual, primará por encima de otros posibles acentos.
Optimista no se identifica con ingenua, porque desde el principio y siempre la sexualidad aparece
amenazada, como todo lo humano, por la situación real de la naturaleza humana, tocada por el
pecado y necesitada de salvación. Los riesgos a la que está expuesta puede llevar a visiones y
conductas erráticas, maniqueas y reduccionistas, que la desvirtúan y aniquilan el sentido que
tiene en el conjunto de la personalidad humana.
La sexualidad humana se entiende en toda su compleja realidad: cuerpo, corazón, espíritu (nivel
biológico, psicológico y espiritual), sin negar ninguno de ellos y buscando dinámicamente su
integración en el horizonte de la maduración personal por el amor.
La motivación para los valores que fundan la moralidad sólo puede ser interna, aunque ayudada
desde las influencias educativas. La clave está en no dar de entrada los criterios morales (que para
el catequista han de ser claros) como imperativos, sino en apelar al resultado de la propia
experiencia, en la que puede llegar a descubrir, con la ayuda educativa, que sus anhelos
profundos se encuentran básicamente con lo que Dios quiere para nosotros. Es un camino lento y
laborioso, que requiere presencia, paciencia y compromiso, pero es el realmente válido para la
apropiación personal de los valores y criterios morales. La formación moral cristiana no se agota
en este encuentro entre Dios y la experiencia humana, pues la palabra revela, ilumina, abre
nuevos horizontes y es real y radicalmente nueva.
b) Esta actitud positiva se refiere al sentido de la sexualidad en sí misma, pero también al proceso
de maduración, que no siempre se realiza a base de experiencias positivas. La integración sexual
es dinámica y se realiza en tensión entre sus elementos; es progresiva y se prolonga toda la vida.
Pero, especialmente a partir de la preadolescencia (y hasta que se toman las grandes decisiones
sobre la identidad personal y la intercomunicación, y se adoptan interiormente los grandes
valores que cristalizan y especifican la integración), el joven necesita verse alentado
permanentemente, animado positivamente, encauzado lúcidamente, comprendido
exigentemente. Es esta una etapa de exploración y verificación personal, de tanteo y búsqueda, y
como tal ha de ser tratada. Cada etapa del proceso precisa una atención específica y fiel, que
aliente la vida que va emergiendo y ayude a afirmar las bases para la etapa siguiente.
«El ambiente educativo desempeña una acción positiva en el crecimiento, en la medida en que
ama y acepta incondicionalmente al muchacho, lo ilumina, apoya y estimula, y le ofrece ejemplos
vivos de sexualidad integrada satisfactoriamente en personalidades abiertas y maduras. Ningún
educador aislado constituye por sí solo semejante ambiente» 9. El catequista necesita verse a sí
mismo en este ambiente educativo, del que forman parte el resto de catequistas, la comunidad
parroquial, los grupos juveniles, el colegio y, sobre todo, los padres. Con ellos establecerá una
intensa y continua comunicación para el bien de los chicos. Manteniendo con el equipo de
educadores de la fe la responsabilidad del conjunto del proceso catequético, evitará la tentación
del monopolio educativo, buscará la ayuda y colaboración de especialistas en algunos temas y el
recurso a mesas redondas y similares.
La catequesis dará a conocer las distintas formas de realización adulta de la sexualidad, con una
valoración y motivación positiva de todas ellas: matrimonio, virginidad, celibato.
Por una parte, los cristianos estamos llamados a vivir la sexualidad con pleno sentido, y de un
modo distinto al que promueve la cultura dominante, y a dar testimonio vivo de ello. Un
testimonio que, con frecuencia, será también mediante manifestaciones públicas (anuncio y
denuncia) por parte de la comunidad cristiana, en defensa de valores humanos fundamentales: la
vida, el amor, el respeto, la dignidad humana, la defensa del menor...
Los jóvenes cristianos vivirán en sus grupos un clima de naturalidad, respeto, alegría y
comunicación, que favorezca la amistad y el crecimiento personal y afectivo. Grupos de chicos y
chicas que no giren sobre sí mismos, sino que crezcan en su proceso, promoviendo desde su
interior presencia y compromiso, acciones solidarias y de voluntariado, desde las parroquias,
movimientos, colegios y asociaciones. Lo mismo puede decirse del compromiso social y eclesial
que pueden asumir las parejas cristianas como tales parejas, tanto en la etapa de noviazgo como
en el matrimonio.
Finalmente, los cristianos estamos llamados a dar testimonio, tanto en la juventud como en la
vida adulta, de una vivencia madura de la amistad, como encuentro interpersonal, como ayuda
para el crecimiento en los bienes personales y espirituales, y en la maduración y el
enriquecimiento de la personalidad.
2. LAS DISTINTAS EDADES DE LA VIDA. a) Infancia. El niño nace sexuado, pero su vivencia sexual en
los primeros años es difusa e indiferenciada. El descubrimiento de su propio cuerpo y de las
diferencias que percibe en el otro sexo ofrece a los padres la oportunidad de dar las primeras
explicaciones y hacer una explícita valoración positiva tanto de su cuerpo como del de los demás,
reconociéndolos con gratitud como don de Dios e inculcando el respeto y el cuidado de uno y
otros. La pregunta por su origen y el de la vida (con ocasión, por ejemplo, de un nuevo embarazo
en la familia) ofrece una especial oportunidad para los padres. La familia tiene en esta etapa el
protagonismo absoluto, y a ella le corresponde iniciar a sus hijos en el misterio de vida y amor que
va inscrito desde el principio en la sexualidad, garantizar una valoración positiva y natural de la
misma, y fundamentar las actitudes básicas necesarias para su desarrollo en las etapas superiores
(respeto, relación afectuosa, ternura, colaboración, reconocimiento, gratitud...).
En la fase de latencia (7-10 años) el interés objetivo es muy intenso, concretamente por la
anatomía sexual. Además de responder con verdad, alegría y sencillez a sus preguntas, los padres
podrán tomar la iniciativa para ofrecer al niño un buen bagaje de conocimientos y actitudes
básicas que le preparen para la tormenta de la pubertad. En esta etapa es clave el tipo de relación
que establezcan con sus compañeros, para cultivar las actitudes y experiencias de valoración
personal, colaboración, respeto.
b) Preadolescencia. Esta es una etapa crucial por la complejidad y trascendencia de los cambios
que se operan en la persona. La evolución sexual es evidente: genitalidad, transformaciones e
impulsos biológicos, sentimientos afectivos desbordantes, interioridad, pregunta sobre la propia
identidad, llamada a una nueva relación con los demás, sentimientos de atracción personal y de
amistad intensa... Aparece con fuerza la diferencia de sexos, con la curiosidad por lo que identifica
al otro sexo.
Los chicos y chicas de esta edad necesitan, ante todo, seguridad, confianza y cercanía. Los padres
y educadores se las ofrecerán si crean un clima de naturalidad y comprensión, de claridad y de
vigilante dedicación. Es necesario ilustrar el cambio, informar, explicar su sentido y dirección en el
todo de la persona y en su vocación para el amor, en el marco de un plan educativo amplio, que
contemple todas las necesidades educativas de esta edad 10. Creemos que todo el complejo
mundo que vive el preadolescente necesita percibirlo como una nueva y hermosa noticia que Dios
le comunica en su propia experiencia: «lo que te pasa lleva un mensaje: estás llamado al amor,
prepárate para amar». Naturalmente, hay que tener en cuenta los riesgos de desorientación,
sobre todo si no le llega la ayuda adecuada; riesgos que no hay que minimizar, pero que
normalmente habrá que desdramatizar y entender como compañeros del aprendizaje.
c) Adolescencia. Los impulsos fisiológicos y la intensidad emotiva son muy fuertes. La integración,
aun si es deseada, es difícil y está en sus primeros pasos; cada elemento quiere imponerse, y con
más fuerza los instintivos y eróticos. «Hay una incapacidad relativa y temporal para realizar una
síntesis entre sus tendencias, aunque son ya capaces de entrever lo que es una integración
feliz»11. Necesita ayuda para comprender el lugar de cada elemento en el conjunto de la
sexualidad, y en el general de la persona: energía para llegar a ser persona madura, y a madurar
por y en el amor. Ayudarle también a que encuentre sentido a los normales desajustes entre sus
experiencias parciales, las llamadas imperiosas que percibe en su interior y su capacidad real de
integración y de síntesis vital; integración que irá creciendo mediante la reflexión sobre sí mismo,
la adquisición del necesario autodominio y la reafirmación en la dirección tomada, después de
cada desacierto o fracaso. En todo ello es decisiva la estima que percibe hacia él, y la consiguiente
autoestima.
Es el momento de descubrir la vida como vocación: la general de toda persona y las formas
concretas en las que aquella se realiza: matrimonio, virginidad, celibato; y de ayudarlos a
plantearse la propia.
El amor entre esposos cristianos está llamado a ser para ellos mismos una revelación de Dios
Amor, y un lugar de encuentro con él. Y para los demás, un signo vivo del amor de Cristo a su
Iglesia. Por propia dinámica, su amor va más allá de ellos mismos: desde luego en los hij os, pero
también en una apertura potenciada mutuamente como pareja, que les lleve al compromiso
social y eclesial (dentro de los límites que les permita su realidad familiar: hijos, discapacitados,
familiares mayores...).
En la etapa final de la vida, los ancianos también necesitan nuevas perspectivas para vivir su
sexualidad personal. Envejeciendo juntos, la pareja goza de un amor, hecho de ternura y probado
en la fidelidad y en el tiempo, que les ayuda a caminar unidos, seguros el uno en el otro, y a
comunicarse sin apenas palabras. Cuando falta uno de los dos, el apoyo de la comunidad ha de ser
aún mayor, pero la viudedad cristiana ofrece hermosos horizontes desde la fe en la resurrección, y
desde la seguridad de una presencia misteriosa que traspasa el espacio y el tiempo. Pero además,
muchas personas viudas encuentran otros modos de vitalizar su afectividad, en el compromiso
con la comunidad, en voluntariados, en grupos de ayuda mutua, asociaciones... En todo caso,
unos y otros tienen su lugar propio y activo, tanto en su propia familia como en la comunidad;
lugar que los demás debemos descubrir, reconocer y potenciar. Ellos son especialmente capaces
de amar con un amor gratuito y probado.
NOTAS: 1. Cf CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Orientaciones sobre el amor humano (11.12.1983); con el título
Pautas de educación sexual puede verse en Ecclesia 2155 (24-31.12.1983); CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE,
Declaración acerca de ciertas cuestiones de ética sexual (CES) 1. – 2 Orientaciones sobre el amor humano 4-5. – 3. También el
CCE (357, 2332) ofrece una interpretación relacional de esa iconalidad del ser humano creado por Dios. A estos textos del
Génesis retorna igualmente la carta de Juan Pablo II a las mujeres (29.6.1995) 7-8, L'Osservatore Romano, ed. esp. (14.7.1995). –
2
4. Cf M. MERLEAU-PONTY, Fenomenología de la percepción, I, V, ED 62, Barcelona 1980 , 171-190 (original francés de 1945). – 5
Orientaciones sobre el amor humano 4, donde se remite al documento Persona humana 1, publicado en 1975 por la
Congregación para la doctrina de la fe. – 6. E. LÉVINAS, Totalidad e infinito, Sígueme, Salamanca 1977, 225-228. — 7. O.
CLÉMENT, Sobre el hombre, Encuentro, Madrid 1983, 44. — 8. Orientaciones sobre el amor humano 22, donde se cita a Juan
Pablo II en sus audiencias generales del 9 de enero y 20 de febrero en 1980: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, 1980, III-I, 90 y
10
430. — 9. G. GATrI, Etica cristiana y educación moral, CCS, Madrid 1988, 225. — N. GALLI, Educación sexual, en F.
COMPAGNONI-G. PIANA-S. PRIVITERA (dirs.), Nuevo diccionario de teología moral, San Pablo, Madrid 1992, 533-534. Propone
cinco criterios metodológicos para esta edad: verdad, adecuación, oportunidad, integración y serenidad. — 11 M. VAN CASTER,
12
Dios nos habla III, Sígueme, Salamanca 1968, 195. - N. GALLI, o.c., 534.
BIBL.: AUER A., Sexualidad, en FRIES H., Conceptos fundamentales de la teología IV, Cristiandad, Madrid 1979, 260-71; CAFARRA
C., Ética general de la sexualidad, Eiunsa, Barcelona 1995; CASTER M. V., Dios nos habla III, Sígueme, Salamanca 1968, 187-220;
COMPAGNONI E-PIANA G.-PRIVITERA S. (dirs.), Nuevo diccionario de teología moral, San Pablo, Madrid 1992, especialmente
AUTIERO A., Sexualidad, 1681-1697; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Con vosotros está, Catecismo y guía doctrinal, SNC,
Madrid 1976, temas 29 y 39; Esta es nuestra fe, Edice, Madrid 1986, 269-271; 324-328; CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA,
Sexualidad humana: verdad y significado, Ecclesia 2803 (1996); CUYAS M., Antropología sexual, PPC, Madrid 1991; DoMs H.,
Bisexualidad y matrimonio, en J. FEINER Y OTROS, Mysterium salutis 11/2, Cristiandad, Madrid 1969, 795-841; FLORISTAS C.-
TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos fundamentales de pastoral, Cristiandad, Madrid 1983, 943-960; GATTI C., Etica cristiana y
educación moral, CCS, Madrid 1988; GIus E.-SALVANI A., Sexualidad, en F. DEMARCHI-A. ELLENA (dirs.), Diccionario de
sociología, San Pablo, Madrid 1986, 1515-1529; GOFFI T., Sexualidad, en S. DE FIORES-T. GOFFI (dirs.), Nuevo diccionario de
espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991`, 1271-1286; Sexualidad, en ANCILLI E. (ed.), Diccionario de espiritualidad IV, Herder,
Barcelona 1983-1984, 387-390; GRUNDEL J., Sexualidad, en RAHNER K., Sacramentum Mundi VI, Herder, Barcelona 1976, 322-
353; HÁRING B., Sexualidad, en ROSSI L.-VALSEC-cm A. (eds.), Diccionario enciclopédico de teología moral, San Pablo, Madrid
5
1985 , 1004-1015; LAwLER R.-BOYLE J. M.-MAY W. E., Ética sexual. Gozo y empuje del amor humano, Eunsa, Pamplona 1992;
2
LÓPEz AZPITARTE E., Etica de la sexualidad y del matrimonio, San Pablo, Madrid 1994 ; Sexualidad, en MORENO VILLA M. (dir.),
Diccionario de pensamiento contemporáneo, San Pablo, Madrid 1997, 1094-1099; MORA G., Ética sexual, en VIDAL M.,
Conceptos fundamentales de ética teológica, Trotta, Madrid 1992, 533-562; NELSON J. B.-LONGFELLOw S. P., La sexualidad y lo
sagrado, Desclée de Brouwer, Bilbao 1996; PALUMBIERI S., Antropologia e sessualitá, SEI, Turín 1996; PIVA P., Sexualidad, en
PACOMIO L. (ed.), Diccionario teológico interdisciplinar IV, Sígueme, Salamanca 1982, 287-306; ROCHETTA C., Hacia una teología
de la corporeidad, San Pablo, Madrid 1993; VIDAL M., Ética de la sexualidad, Tecnos, Madrid 1991; WOJTYLA K., Amor y
responsabilidad, Razón y Fe, Madrid 1978; ZUCCARO C., Morale sessuale, EDB, Bolonia 1997.
MORAL SOCIAL
SUMARIO: I. La moral social: 1. Moral social fundamental; 2. Los derechos humanos; 3. Moral
económica; 4. La ecología, un problema moral nuevo; 5. Moral política; 6. Moral de la cultura; 7.
Moral del conflicto. II. Posibilidades catequéticas: 1. Catequesis sistemática sobre moral social; 2.
Catequesis ocasionales de moral social; 3. La moral social, eje transversal de toda catequesis.
Dar a conocer la moral social, forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia (CA 5ef; 54b);
por lo tanto, estará necesariamente presente en la catequesis.
La moral social cristiana brota de la llamada que todo cristiano recibe a construir, ya en el
presente, el reino de Dios: Reino escatológico —cielos nuevos y tierra nueva—, pero que se va
realizando ya en nuestro mundo; Reino que es gracia de Dios, pero que es también tarea humana;
Reino que no se confunde con la Iglesia, pero que subsiste en ella y del cual ella es servidora;
Reino que se realiza en el mundo, pero sin identificarse con ninguna de sus realizaciones.
La moral social debe aparecer en un marco de gracia –el Reino que viene, que Dios va realizando–
en el que la Iglesia, y los cristianos dentro de ella, se ven comprometidos. No organizamos la
convivencia en sociedad de una determinada manera para que llegue el reino de Dios, sino porque
ha llegado ya: «Convertíos porque ha llegado el reino de Dios» (Mt 4,17). De ahí la necesaria
referencia teológica (a Dios y su Reino) y teologal (los valores y comportamientos, signos de la
gracia de Dios).
Debido a la reserva escatológica, la moral social cristiana se distinguirá claramente de cualquier
proyecto político concreto. Pero no por eso debe aparecer como algo irreal o irrealizable. Como
diremos más adelante, es necesario combinar la esperanza con el realismo.
I. La moral social
1. MORAL SOCIAL FUNDAMENTAL. En la Iglesia siempre ha existido eso que hoy llamamos «moral
social», cuyo objetivo es mostrar cómo debe ser la vida en sociedad según la fe cristiana. La
enseñanza social de los santos padres (es decir, los grandes teólogos de los ocho primeros siglos)
fue, por lo general, de carácter ocasional, a través de homilías, pero se caracterizó por un notable
talante profético. Con la escolástica comenzaron ya los tratados sistemáticos, que alcanzaron en el
siglo XVI gran altura y notable influencia. A partir de la publicación de la encíclica Rerum novarum
(1891), de León XIII, se ha hecho costumbre que los mismos papas y las distintas conferencias
episcopales iluminen con su magisterio los problemas sociales.
Dos son las fuentes de la moral social: la Sagrada Escritura y la razón humana. Como es lógico, en
la Biblia no se encuentran juicios sobre la mayoría de las cuestiones sociales que hoy nos
preocupan, porque no existían entonces. Sin embargo, encontramos en ella una serie de
principios —el destino universal de los bienes, la preferencia por los débiles, la autoridad como
servicio, etc.– con los que es posible enjuiciar las realidades actuales. El recurso a la razón es
igualmente necesario, sobre todo si pretendemos que nuestro discurso ético pueda tener alguna
validez para quienes no comparten la fe cristiana (cf FR 98).
En la moral social existen ciertos principios de carácter permanente. El más importante de todos
es la dignidad de la persona humana, del que se derivan otros dos: el principio de solidaridad
(todos somos responsables de los demás) y el principio de subsidiariedad (las instancias superiores
deben respetar las iniciativas de las instancias inferiores que favorezcan el bien común, e incluso
facilitarles los medios necesarios para llevarlas a cabo). Ambos principios se complementan.
Debido al principio de solidaridad la moral social cristiana se opone a todas las formas de
individualismo, y debido al principio de subsidiariedad se opone a todas las formas de
colectivismo.
En la moral social existen también muchos juicios que, al referirse a realidades cambiantes, tienen
una validez igualmente limitada (más adelante encontraremos un ejemplo al hablar de la doctrina
de la guerra justa).
La moral social debe moverse entre la utopía y el realismo. En todos los temas —desde la
distribución de los bienes hasta el recurso a la violencia y desde los sistemas económicos hasta la
legislación– los cristianos deben intentar hacer presentes ya en el mundo los valores de la nueva
creación inaugurada por Cristo, pero no pueden ignorar que la creación anterior conserva todavía
mucha fuerza. Pablo sabía de esto cuando escribió a los corintios: «Os di a beber leche, no
alimento sólido, porque no lo podíais soportar; ni podéis todavía, pues aún sois carnales» (lCor
3,2-3).
2. Los DERECHOS HUMANOS. «La Iglesia, al analizar el campo del mundo, es muy sensible a todo
lo que afecta a la dignidad de la persona humana. Ella sabe que de esa dignidad brotan los
derechos humanos, objeto constante de la preocupación y del compromiso de los cristianos... El
derecho a la vida, al trabajo, a la educación, a la creación de una familia, a la participación en la
vida pública, a la libertad religiosa, son hoy especialmente reclamados» (DGC 18).
Llamamos derechos humanos a los que poseen todos los seres humanos por el hecho de serlo,
independientemente de cuál sea su raza, sexo, religión o clase social. Se trata de derechos
naturales, es decir, fundados en la misma naturaleza humana, y por lo tanto anteriores y
superiores al derecho positivo. Esto equivale a decir que las leyes no crean esos derechos;
únicamente los descubren, los proclaman y los defienden.
Los restantes derechos humanos (PT 11-27) suelen clasificarse por «generaciones». Los derechos
de la primera generación podrían englobarse bajo el nombre genérico de «libertades» (libertad de
conciencia, de expresión, de prensa, de asociación...) y se reivindicaron al menos desde el siglo
XVIII. Los derechos de la segunda generación podrían caracterizarse como «liberaciones» (derecho
a un trabajo digno, a un nivel de vida adecuado, a la educación, a la asistencia sanitaria...) y
empezaron a reivindicarse a finales del siglo XIX. Los derechos de la tercera generación no afectan
a los individuos aislados sino a las colectividades y son, por ejemplo, el derecho a vivir en paz, el
derecho a un medio sano, el derecho a la autodeterminación de los pueblos, etc.
«La obra evangelizadora de la Iglesia tiene, en este vasto campo de los derechos humanos, una
tarea irrenunciable: manifestar la dignidad inviolable de toda persona humana. En cierto sentido
es la tarea central y unificante del servicio que la Iglesia, y en ella los fieles laicos, están llamados a
prestar a la familia humana» (DGC 19).
En primer lugar, qué producir. La permanente tensión entre unos deseos teóricamente ilimitados
y unos medios limitados exige responder así: deben producirse solamente los bienes y servicios
que satisfagan auténticas necesidades humanas. E incluso entre estas es necesario establecer
ciertas prioridades. Hay necesidades de tal rango que constituyen verdaderos derechos
fundamentales de la persona. Juan XXIII afirmaba: «Puestos a desarrollar, en primer término, el
tema de los derechos del hombre, observamos que este tiene un derecho a la existencia, a la
integridad corporal, a los medios necesarios para un decoroso nivel de vida, cuales son,
principalmente, el alimento, el vestido, la vivienda, el descanso, la asistencia médica y, finalmente,
los servicios indispensables que a cada uno debe prestar el Estado» (PT 11).
b) Los sistemas económicos. Durante todo el siglo XX dos sistemas económicos han estado
disputándose el mundo: el capitalismo –basado en la propiedad privada de los medios de
producción y el mercado más o menos libre– y el socialismo –basado en la propiedad colectiva de
los medios de producción y la planificación central de la economía–.
A partir de 1989, con el desmoronamiento de los regímenes colectivistas de la Europa del Este, se
puede decir que ha quedado el capitalismo como único modelo de referencia. En este existen, sin
embargo, dos corrientes: la economía social de mercado (partidaria de una intervención de los
poderes públicos en la economía) y el neoliberalismo de la Escuela de Chicago (partidario de un
mercado libre de cualquier interferencia). Es de justicia reconocer las ventajas del mercado libre:
su capacidad para asignar con eficacia los recursos e incentivar la creación de riqueza. Pero no
pueden ignorarse sus limitaciones: tiende a satisfacer solamente las demandas de quienes
disponen de medios de pago (y estas tanto si son humanizadoras como si no lo son), no cuida los
bienes de carácter colectivo, deja desprotegidos a los débiles en su competencia con los fuertes,
etc. Por eso, desde el punto de vista ético, es imprescindible una intervención de los poderes
públicos que, respetando el principio de subsidiariedad, permita aprovechar las ventajas del
mercado libre y controlar sus peligros (CA 42ab).
Sería malo, sin embargo, que la elección ética quedara encerrada para siempre entre las dos
variantes del capitalismo. De cara al futuro Juan Pablo II ha invitado a buscar un «sistema justo»
que elimine «en su raíz» la antinomia entre el trabajo y el capital (LE 13a).
c) Países ricos y países pobres. El gran escándalo del siglo XX es que ese 23 por ciento de la
población mundial que vivimos en los países industrializados estamos disfrutando del 88 por
ciento de la riqueza total, mientras casi tres mil millones de habitantes de nuestro planeta
padecen desnutrición y cada año mueren de hambre entre 14 y 18 millones de personas.
La «cuestión social» —que León XIII identificó con las relaciones entre patronos y obreros (RN 1)—
es hoy, antes que nada, la relación entre los países ricos y los países pobres (SRS 42c), que obliga a
leer en clave planetaria los principios éticos que la Iglesia ha ido elaborando a lo largo del tiempo.
Pongamos solamente tres ejemplos. Pablo VI dirá que «lo superfluo de los países ricos debe servir
a los países pobres. La regla que antiguamente valía en favor de los más cercanos debe aplicarse
hoy a la totalidad de las necesidades del mundo» (PP 49). Otro ejemplo: de la misma forma que
dentro de cada país el bien común debe prevalecer sobre el bien particular, también en la
economía internacional el bien común universal debe prevalecer sobre el bien común nacional
(MM 80). Ultimo ejemplo: se puede aplicar al problema de la deuda externa de los países del
tercer mundo el principio, enunciado por Tomás de Aquino y muchos otros, según el cual los
deudores insolventes no están obligados a restituir lo que deben mientras eso les suponga caer en
una gran miseria (CA 35e).
Es necesario, como vemos, desprivatizar la moral. Y esto empezando por los conceptos más
nucleares, como el pecado. Juan Pablo II ha señalado que una serie de decisiones pecaminosas
pueden acabar cristalizando en unas «estructuras de pecado» (SRS 36-40) que después perjudican
a los más pobres, de forma casi automática, independientemente de la voluntad de los individuos.
Por eso, no basta la conversión personal; es necesario también transformar las estructuras de
pecado en estructuras de solidaridad.
4. LA ECOLOGÍA, UN PROBLEMA MORAL NUEVO. Sólo en las últimas décadas hemos tomado
conciencia de que estamos destruyendo los diferentes ecosistemas de la tierra, como
consecuencia de los recursos escasos que les robamos y los elementos contaminantes que
vertemos sobre ellos, lo cual perjudica –más todavía que a nosotros– a quienes vendrán después.
Debido al principio de la solidaridad entre las generaciones, se nos pueden exigir
responsabilidades respecto de aquello que hemos heredado y tenemos obligación de transmitir
(cf Octogesima adveniens 21; RH 8 y 15; SRS 34).
Diversas medidas de carácter técnico pueden servir para prevenir los daños y regenerar la
naturaleza (instalaciones anticontaminantes, reciclado de metales y desperdicios, búsqueda de
energías no contaminantes, etc.); pero todo ello será insuficiente si no luchamos por un cambio
en profundidad del sistema de valores imperante, que nos permita pasar de una economía del
cada vez más a una economía del suficiente.
Algunos han defendido el crecimiento cero, pero sería inaceptable pretender perpetuar a todos
los países —ricos y pobres— en el grado de desarrollo que han alcanzado. Desde el punto de vista
ético es necesario exigir al mundo opulento que acepte reducir la enorme proporción en que
contribuye al efecto degradante total, haciendo posible así que los países pobres incrementen su
desarrollo sin agravar todavía más el problema ecológico. Esta es, sin duda, la única solución que
respeta a la vez la integridad de la creación y la justicia.
5. MORAL POLÍTICA. a) La vida política. El hombre es un ser social por naturaleza y, debido a eso,
se integra de forma espontánea en los más diversos grupos, desde la escuela y la pandilla de
amigos hasta los sindicatos y colegios profesionales. Sin embargo, los intereses de todos esos
grupos no son coincidentes, y a menudo son incluso contrapuestos, por lo que es necesaria una
autoridad superior que intente armonizar los intereses de unos y otros. Esa es precisamente la
razón de ser de los poderes públicos (GS 74).
Según esto, la perversión más radical del poder político, la que atenta más directamente contra su
misma razón de ser, es ponerlo al servicio de los intereses de un solo grupo, o incluso de los
intereses particulares de los gobernantes. Sin embargo, la experiencia pone de manifiesto que la
tentación de actuar así es muy fuerte. Como dijo Lord Acton, «el poder tiende a corromper y el
poder absoluto corrompe absolutamente». Por eso las comunidades políticas deben dotarse a sí
mismas de estructuras que dificulten los abusos de las autoridades, como es, por ejemplo, la
división de poderes, para que cada uno de los tres poderes pueda controlar y ser controlado por
los demás.
Sin embargo, la política ejercida con espíritu de servicio es un cauce privilegiado para servir a los
demás, por lo que es necesario suscitar vocaciones políticas: «Quienes son o pueden llegar a ser
capaces de ejercer ese arte tan difícil y tan noble que es la política –dijeron los padres conciliares–
, prepárense para ella y procuren ejercitarla con olvido del propio interés y de toda ganancia
venal. Luchen con integridad moral y con prudencia contra la injusticia y la opresión, contra la
intolerancia y el absolutismo de un solo hombre o de un solo partido político; conságrense con
sinceridad y rectitud, más aún, con caridad y fortaleza política, al servicio de todos» (GS 75f).
b) Las formas de gobierno democráticas. Como es lógico, en la Biblia no encontramos ninguna
valoración explícita de la democracia. Sin embargo, dado que ningún hombre vale más que otro
(cf Mt 23,8-10), deducimos que nadie puede tener autoridad sobre los demás si estos no se la
conceden libremente. En este sentido podemos afirmar que las formas de gobierno democráticas
son las más acordes con la concepción cristiana del hombre, y así lo afirmó ya santo Tomás de
Aquino en el siglo XIII.
Polemizando con la concepción laicista de la democracia, la moral cristiana matiza que el origen
último del poder no es el pueblo, sino Dios; de él lo recibe el pueblo, quien puede luego delegar
las tareas de gobierno en las personas que quiera. Debido a esto, «la autoridad no puede
considerarse exenta de sometimiento a otra superior. Más aún, la autoridad consiste en la
facultad de mandar según la recta razón. Por ello se sigue, evidentemente, que su fuerza
obligatoria procede del orden moral, que tiene a Dios como primer principio y último fin» (PT
47a).
Esto plantea un delicado problema. Es verdad que casi nadie defiende hoy el positivismo jurídico,
que hace derivar las leyes de la simple voluntad de los gobernantes, sin necesidad de ningún
fundamento ético. Pero tampoco se admite que exista un orden moral objetivo capaz de
fundamentar las leyes. En un Estado pluralista y no confesional la moral cristiana no pasa de ser
una ética particular. En cuanto al derecho natural, unos niegan que se deriven exigencias éticas
concretas de la naturaleza humana y otros no se ponen de acuerdo en cuáles son. En
consecuencia, sólo parece posible basar la legislación en la ética civil, entendiendo por tal aquellos
valores éticos que pueden considerarse patrimonio de todos. Pero, como es lógico, la conducta de
los creyentes no deberá regirse por la ética civil, sino por la totalidad de la moral cristiana. A la vez
deberán esforzarse por enriquecer esa ética civil por la vía del diálogo y de la persuasión.
La educación está guiada siempre por una determinada concepción del hombre. De hecho, todos
los intentos realizados hasta ahora de implantar una educación neutral han fracasado.
Absolutamente todo lo que se hace o se deja de hacer tiene un sentido o unas consecuencias.
Descartada, pues, la posibilidad de establecer escuelas neutrales, lo único exigible desde el punto
de vista ético es que el sistema educativo refleje y favorezca el pluralismo de cosmovisiones
existentes en el interior de la sociedad. Esto puede intentarse por dos caminos diferentes:
pluralismo dentro de cada centro educativo o pluralismo de centros educativos. 1) El pluralismo
dentro de cada centro educativo tiene la ventaja de reproducir dentro de la escuela la situación
real de la sociedad, educando más fácilmente para la convivencia entre las distintas opiniones
existentes. Pero tiene el peligro de alimentar el relativismo en los niños y jóvenes. 2) En las
escuelas inspiradas por una cosmovisión determinada las ventajas y los peligros se invierten: la
ventaja es formar más fácilmente individuos capaces de elaborar un proyecto vital y moverse por
valores interiorizados; el peligro sería un cierto aislamiento cultural que prive del necesario
entrenamiento para una convivencia plural.
El Estado debe posibilitar la existencia de ambos modelos escolares, permitiendo a los padres
escoger libremente el tipo de educación que recibirán sus hijos. Obviamente, para que la libertad
de elección sea real, es necesario que los poderes públicos financien de igual forma los centros
educativos estatales y no estatales, siempre que satisfagan unos baremos de calidad y carezcan de
ánimo de lucro.
b) Medios de comunicación social. Desde los mensajeros que los griegos y romanos tenían para
transmitir noticias de un lugar a otro de sus respectivos imperios, hasta la televisión interactiva,
las autopistas de la información y la transmisión de imágenes por satélite, es evidente que los
medios de comunicación social han experimentado un gran desarrollo. Desde el punto de vista
ético, las preguntas inevitables son: ¿Al servicio de qué fines se pondrá el inmenso poder que
tienen hoy los mass media? ¿Quiénes forman la opinión pública? ¿Qué intereses hay detrás?
El Decreto sobre los medios de comunicación social, promulgado por el Vaticano II, antes de
hablar de la «libertad de información» (IM 12a) habla del «derecho a la información» que tiene la
sociedad (IM 5b). Con ello aparece muy claro que, para los padres conciliares, la libertad de
expresión no puede entenderse como el disfrute de un derecho individual, sino que está al
servicio de la colectividad, y esta tiene derecho a que sea ejercido con honestidad. En esta misma
línea se mueve la instrucción pastoral Aetatis novae, concretamente cuando habla de la «tarea de
las comunicaciones» y los «retos actuales» (AN cap 2-3).
Ya en 1690 Benjamín Harris publicó en Boston el primer código deontológico para profesionales
de la comunicación, y desde entonces han proliferado casi por todas partes.
También los usuarios de los medios deberían recibir una educación para servirse de ellos. A la
hora de seleccionar lecturas, programas de radio, películas o programas de televisión, conviene
ser tan cuidadosos como cuando seleccionamos los alimentos que vamos a tomar. Si existieran en
el mundo millones de personas con claro discernimiento y juicio sano, su presencia influiría
espontáneamente por doquier en los medios de comunicación social. El cristiano debe guiarse por
las palabras del apóstol: «Examinadlo todo, y quedaos con lo bueno. Evitad toda clase de mal»
(1Tes 5,21-22).
También en la educación en la fe son de gran ayuda estos medios, bien utilizados. Por ello «la
utilización correcta de estos medios exige en los catequistas un serio esfuerzo de conocimiento,
de competencia y de actualización cualificada. Pero sobre todo, dada la gran influencia que esos
medios ejercen en la cultura, no se debe olvidar que no basta usarlos para difundir el mensaje
cristiano y el magisterio de la Iglesia, sino que conviene integrar el mensaje mismo en esta nueva
cultura creada por la comunicación moderna... con nuevos lenguajes, nuevas técnicas y nuevos
comportamientos psicológicos» (DGC 161; cf RMi 37; DGC 20-21).
7. MORAL DEL CONFLICTO. a) Conflictividad social. En todas las sociedades existen antagonismos
debido a las más diversas causas: ideologías distintas, intereses económicos contrapuestos,
diferentes posturas ante el hecho religioso, nacionalismos, etc. En principio no debemos
lamentarlo, porque los antagonismos pueden ser una fuente de creatividad. Una sociedad en la
que no existiera ningún conflicto recordaría demasiado la paz de los cementerios.
Pero es necesario aprender a resolver los conflictos de forma pacífica para que sean
enriquecedores. Los hombres deben estar movidos por el amor, y no por el odio, incluso cuando
se enfrentan a sus enemigos. Algo que pidió Juan Pablo II a los sindicatos es generalizable a todo
tipo de conflicto: interpretar su acción como una lucha a favor de la justicia, más que como una
lucha contra otros (LE 20c).
b) Guerra y paz. Maquiavelo, Hegel, Nietzsche, Hitler y otros muchos consideraron que la guerra
es beneficiosa para la humanidad. Sin embargo, son tan grandes los daños que provoca, y fue tan
inequívoca la no-violencia de Jesús, que para la moral cristiana será siempre un mal a evitar. Como
mucho cabría justificarla como mal menor si fuera imprescindible para poner fin a un mal todavía
mayor. Este fue el fundamento de la doctrina de la guerra justa que, enunciada ya por san Agustín
y algunos otros, encontró su formulación clásica en santo Tomás de Aquino.
Sin embargo, las actuales armas de destrucción masiva, e incluso el moderno arma mento
convencional, han transformado tan sustancialmente el fenómeno de la guerra con respecto a lo
que era en el siglo XIII, que parece imposible seguir justificándola como mal menor. Como dijo
Juan XXIII, «en nuestra época, que se jacta de poseer la energía atómica, resulta un absurdo
sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado» (PT 127).
El Vaticano II reafirmó que en la actualidad sólo las guerras defensivas pueden ser todavía justas:
«Mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de
medios eficaces, una vez agotados todos los recursos pacíficos de la diplomacia, no se podrá negar
el derecho de legítima defensa a los gobiernos» (GS 79d).
En resumen, que como dice Juan Pablo II, «¡ojalá los hombres aprendan a luchar por la justicia sin
violencia, renunciando a la lucha de clases en las controversias internas, así como a la guerra en
las internacionales!» (CA 23c).
Una catequesis sobre moral social o sobre doctrina social de la Iglesia podría enfocarse de tres
formas: sistemática, ocasional y transversal.
Como introducción a los cuatro bloques que acabamos de señalar sería conveniente comenzar
con un tema dedicado a los derechos fundamentales del hombre que ofrezca el marco global en el
que después se irán insertando las siguientes catequesis.
Esta sistematización sería para cristianos ya iniciados en un caminar desde la fe, sensibilizados
sobre las situaciones de injusticia que existen en nuestro mundo, deseosos de comprometer sus
vidas en la transformación de la sociedad, de ser miembros activos en la construcción del Reino.
Son catequesis para la maduración de la comunidad cristiana.
Estas catequesis tienen un proceso análogo a cualquier otra catequesis; es decir, la dinámica del
acto catequético es la misma. En los temas sociales es fácil conectar con situaciones concretas
para poder ver y analizar la experiencia de vida. Es fácil también buscar la iluminación y la
confrontación desde la Sagrada Escritura, la tradición y el magisterio de la Iglesia. Más
problemática es, en cambio, la concreción y asunción de compromisos para aminorar la situación
de injusticia descubierta, o para que la caridad se haga más explícita y el bien común más real. No
obstante, si el acto catequético es fecundo, la fe de la comunidad se habrá fortalecido y poco a
poco se irá haciendo posible lo que parecía imposible. Las celebraciones irán reflejando la nueva
vida de la comunidad.
Todo el proceso que intentamos vivir parte de situaciones concretas y reales de la vida de cada
individuo, su trabajo, su familia, su quehacer profesional, su implicación política y social. Se
confrontan, después, con la historia de la salvación, la palabra de Jesús y de los profetas, la
tradición y el magisterio social de la Iglesia, la acción del Espíritu en tantas comunidades cristianas
y en el mismo grupo que está viviendo estas catequesis. Este proceso cristalizará en el
compromiso de cada uno y del grupo, que puede tener distintos matices: unas veces será
sensibilización en una materia social; otras, solidaridades concretas; otras, denuncia; otras,
presencia encarnada; otras, toma de posición en el propio trabajo, en la comunidad de vecinos, en
el barrio... en definitiva, allí donde puedan dar respuesta para ir construyendo un mundo más
justo y solidario.
Es importante que el grupo vaya tomando conciencia del proceso que está viviendo. Se trata de ir
dando respuesta a las necesidades de los individuos y colectivos con una acción catequética
sistematizada, desde la fundamentación teológica aquí presentada.
2. CATEQUESIS OCASIONALES DE MORAL SOCIAL. Las catequesis pueden realizarse también dando
respuesta a las inquietudes pastorales y antropológicas que surgen en un momento determinado
en cualquier comunidad cristiana. Se trata de catequesis no sistemáticas, porque responden a las
necesidades que va experimentando nuestra gente en sus ámbitos de vida y trabajo.
«El evangelio reclama una catequesis abierta, generosa y decidida a acercarse a las personas allá
donde viven, en particular, saliendo a su encuentro en aquellos lugares principales donde tienen
lugar los cambios culturales elementales y fundamentales como la familia, la escuela, el ámbito
del trabajo y el tiempo libre... Hay otros sectores que han de ser iluminados por la luz del
evangelio, como las áreas culturales llamadas "areópagos modernos" tales como el área de la
comunicación; el área del compromiso por la paz, el desarrollo, la liberación de los pueblos y la
salvaguardia de la creación; el área de la defensa de los derechos humanos, sobre todo los de las
minorías, de la mujer y del niño; el área de la investigación científica y de las relaciones
internacionales» (DGC 211).
Por eso, siguiendo la dinámica del acto catequético, en la práctica pastoral debemos partir del
momento histórico actual, los problemas de los individuos concretos, de sus inquietudes, de sus
aspiraciones..., en una palabra, del hombre en situación. Los miembros de cualquier grupo o
comunidad tienen la condición de esposos, madres y padres de familia, trabajadores, vecinos,
sindicalistas... Es preciso iluminar y buscar respuestas a los interrogantes que se van planteando
desde las diversas situaciones vitales.
A modo de ejemplos, presentamos inquietudes surgidas desde la praxis pastoral. Son preguntas
que se hacen desde:
– El trabajo: ¿qué sentido tiene el trabajo hoy?, ¿para quién trabajo en realidad?, ¿para qué
sirve?, ¿cómo continuar manteniendo el puesto de trabajo?, ¿a qué costo?, ¿qué tiempo puedo y
deberé dedicar?, ¿cómo mantener unas relaciones dignas con los jefes, los iguales y los
subordinados?...
– La realidad mostrada por los informes sociológicos sobre la pobreza, los pobres que acuden a los
servicios sociales, los mendigos que nos abordan en la calle, nos interpelan: ¿qué hacer en esta
situación de pobreza?, ¿qué es lo realmente necesario?, ¿cómo estoy colaborando a la
explotación que está realizando el primer mundo?, ¿cómo intervenir para que los bienes lleguen a
más personas?, ¿qué sentido tiene y qué resuelve la solidaridad con el tercer mundo?, ¿con quién,
cómo y cuánto?...
– La ecología: ¿cómo estamos colaborando al deterioro del medio?, ¿por qué consumir productos
que perjudican a la salud?, necesidad de tomar postura ante el despilfarro en el consumo de agua,
combustible, cristal, papel, entre otros productos...
– Educación: ¿en qué valores estamos educando?, ¿son válidos para la sociedad que está
emergiendo?, ¿qué hacer ante la influencia de medios como la televisión, radio, prensa, cómics?,
¿hasta dónde están influyendo en la educación los grupos de pertenencia de niños y jóvenes? Se
afirma en muchos ámbitos la necesidad de estar presentes en instituciones de enseñanza para
proponer líneas y valores en la educación, aunque existe el límite de la preparación adecuada y el
tiempo de dedicación. Existen también una serie de dudas a la hora de orientar respecto a los
niveles deseables de estudio teniendo en cuenta la realización personal, las posibilidades de
trabajo, la remuneración y –en los menos– el servicio a la sociedad. Otra preocupación creciente
está en relación con el fracaso escolar y las causas y soluciones del mismo.
– Los medios de comunicación: ¿quién me está informando?, ¿de qué?, ¿con qué interés?, ¿qué
influencia está teniendo en mi visión del mundo, en la religión, el consumo, la política...?
Todas estas preguntas, y otras que tienen las personas que buscan vivir la nueva vida en Cristo,
son iluminadas por la moral social, que además ampliará los horizontes de dichas personas,
abriéndolos a la universalidad del hombre y del mundo.
Conocer los planteamientos actuales de la moral social, con la incorporación de las ciencias
humanas y la reflexión interdisciplinar es necesario para responder a los interrogantes y desafíos
que se plantean en los grupos.
La iluminación teológica debe ser lo más clara posible. El rastreo en el designio salvador de Dios
manifestado a través de la Sagrada Escritura –especialmente en la vida y enseñanzas de Jesús– y
de la reflexión de las generaciones cristianas que nos han precedido nos aportará una luz
insustituible.
Como es lógico, muchos de los interrogantes que tiene el hombre actual no pueden ser
iluminados directamente por la Sagrada Escritura o los Padres de la Iglesia. Su contexto era muy
distinto del nuestro. Sin embargo, en ellos encontramos actitudes y valores que facilitan las claves
necesarias para interpretar la realidad, afinar la sensibilidad cristiana y dar respuesta a las
necesidades humanas.
La complejidad de los problemas sociales, así como las diversas situaciones en que suelen hallarse
los miembros de cada grupo y los grupos mismos, hace imposible ofrecer sugerencias relativas a
compromisos concretos que sean válidas para todos.
Conviene tener en cuenta, sin embargo, unas claves mínimas. Es necesario evitar los extremos:
por una parte maximalismos teóricos y prácticos, que conducen a la irrelevancia social y acaban
quemando a las personas; por otra los minimalismos del «todo vale», que conducen al
inmovilismo o fariseísmo maquillado. Los compromisos de los miembros del grupo y del grupo
mismo deberán ir progresando poco a poco teniendo en cuenta su situación y el cambio de
mentalidad que se vaya operando. Subrayamos la importancia de la dimensión procesual
(proceso) de las personas, el grupo/Iglesia y la misma historia; dimensión a tener en cuenta en la
pedagogía que ayude a crecer a las personas, al grupo, a las comunidades, llevándonos a la
construcción de la nueva tierra, del Reino.
La justicia social como eje transversal es un espíritu, un clima y un dinamismo humanizador que
debe caracterizar siempre a la acción catequética. Entendida así, la justicia social es como una luz
intermitente que parpadea en señal de atención o de alarma y nos avisa de los grandes peligros
que hoy atentan contra la realización de una vida humana digna y feliz, tanto en el plano personal
como colectivo.
De esta forma, la transversalidad de la justicia social y los valores derivados de ella incidirán en la
formación de una personalidad profundamente humana y creyente, comprometida con la vida en
todos sus aspectos: relacionales, familiares, laborales, económicos, políticos, ecológicos,
educacionales, etc.
Una catequesis en la cual la moral social es un eje transversal no exige necesariamente introducir
contenidos nuevos en el plan general catequético. Se trata de una orientación social que
impregna todos los contenidos ya existentes dándoles un sentido nuevo, un horizonte religioso y
humano, en el cual adquiere una dimensión nueva el ser del creyente. Es lógico, sin embargo, que
si la moral social es un eje transversal de la catequesis se incluyan también algunos contenidos
específicos referentes a la realidad y a los problemas sociales, a las realidades significativas que los
catecúmenos viven en sus distintos ámbitos existenciales.
El primer fruto de la introducción de este eje transversal será la adquisición por parte de los
catecúmenos de valores y actitudes nuevos; desarrollará su sensibilidad hacia quienes son los más
marginados y necesitados de reconocimiento porque están excluidos de la sociedad y no cuentan
para casi nadie, y les mostrará que la justicia y solidaridad es tarea de todos y brota de la
participación común.
De forma más concreta, diremos que la opción por una acción catequética en la cual la moral
social esté presente como eje transversal debería tener las siguientes notas características:
— Sensibilizar sobre las situaciones de injusticia y marginación, enseñando a ver las raíces
históricas, culturales, religiosas y estructurales de las mismas.
— Tomar conciencia de las situaciones y realidades que, en nuestros mismos lugares de vida y
trabajo, reproducen las injusticias, las desigualdades y humillaciones entre los hombres.
— Creer en una utopía que, para los creyentes, se llama reino de Dios y nos lleva a tener una
especial preferencia con quienes menos poseen.
– Celebrar con signos de fe, afecto, cercanía y acogida la esperanza y la confianza en el hombre
que, marcado por las injusticias, aspira a y lucha por un porvenir más justo.
BIBL.: AA.VV., Educar para la justicia que brota de la fe, San Pío X, Madrid 1988; AA.VV., Cómo educar en valores, Narcea,
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CAMACHO L, Doctrina social de la Iglesia. Una aproximación histórica, San Pablo, Madrid 1998 ; CAMPS V., Los valores en la
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Luis González-Carvajal,
Pablo García Pérez del Río,
Isabel Mariscal Castellanos
El llamado Movimiento catequético, que comienza a finales del siglo XIX y vive un incremento
especial en la década de los años 1950-1960, ha sido uno de los dinamismos eclesiales que más
han ayudado a la renovación de la Iglesia en España, tanto antes como después del Vaticano II.
Junto a los esfuerzos de los pastores –obispos y sacerdotes– como alentadores y sujetos activos
de esta renovación catequética, hay que reconocer la fecunda aportación de los religiosos y
religiosas que, con sus personas, su preparación y sus instituciones pastorales y catequéticas, han
colaborado y colaboran en este Movimiento, así como la de numerosos seglares que, con su
actualización catequética, han sido verdaderos protagonistas de esta acción eclesial.
Dada la limitación de espacio, nos parece suficiente exponer los datos más significativos del
movimiento catequético en España desde el final del Vaticano II hasta 1998, en relación con otras
preocupaciones de la Iglesia en ese mismo período. Se pueden indicar cuatro etapas: el inmediato
posconcilio; la década que comienza en 1970; la década que comienza en 1980, y la década que
comienza en 1990.
I. El inmediato posconcilio
D. José Manuel Estepa, entonces director del Secretariado nacional de catequesis, trató de «La
acción catequética en la pastoral general de la Iglesia». En el apartado IV trazó unas «Etapas para
el desarrollo de un movimiento español de pastoral catequética», que iban a servir de guía para la
catequesis en España, y especialmente para las tareas del Secretariado nacional de catequesis y
de la Comisión episcopal de enseñanza: 1) establecer un diagnóstico de la situación de la
catequesis y la enseñanza religiosa en España; 2) divulgación de los principios fundamentales de
una recta pastoral catequética para nuestro tiempo; 3) la formación de responsables de cuadros
que dirijan la acción catequética a nivel diocesano y nacional, pero también a nivel local y
comarcal; 4) la elaboración de instrumentos de trabajo; 5) la organización e institucionalización de
la acción catequética y, para ello, clarificar los objetivos de cada organismo; 6) La coordinación de
la pastoral catequética con la pastoral general de la Iglesia; esta coordinación de amplio alcance
eclesial sólo puede hacerse en torno al obispo; 7) la promoción y existencia de estudios de
investigación y de grupos de reflexión científica.
Estas líneas de acción servirían periódicamente para una revisión de la actividad que habría de
desarrollar el Secretariado nacional de catequesis, especialmente en Jornadas nacionales y
diocesanas. Este mismo esquema reapareció en el documento de la Congregación del clero,
titulado Directorium Catechisticum Generale (en español Directorio general de pastoral
catequética), publicado en abril de 1971, y en el documento de la Comisión episcopal de
enseñanza y catequesis La catequesis de la comunidad, febrero de 1983, en el capítulo VII, La
acción catequética en la Iglesia particular.
En las actas de las Jornadas se formulan unas directrices conclusivas sobre la acción catequética,
veinte en total, con las referencias de los documentos del Vaticano II en que se apoyan. Estas
directrices constituyen el entramado teológico y pastoral de la acción catequética en la Iglesia.
Una obra que ayudó a familiarizarse con una manera de hacer teología fue la de Heinrich Fries, en
cuatro volúmenes: Conceptos fundamentales de la teología. Desde el inmediato posconcilio, y
durante la década que comienza en 1970, se tradujo un número considerable de obras de teología
con las firmas más prestigiosas de los teólogos que contribuyeron decisivamente a la preparación
del Concilio: Congar, De Lubac, Rahner, Schmaus, Guardini, von Balthasar, y de autores
protestantes como Moltman. En 1972 comenzó la publicación de la enciclopedia teológica
Sacramentum Mundi en la editorial Herder. En 1974, la obra Mysterium salutis de ediciones
Cristiandad.
Para hacerse idea de las publicaciones de teología, exégesis y pastoral que circulaban en los
ambientes más cultivados de nuestras facultades de teología, habría que analizar la orientación de
revistas como Concilium, Pastoral misionera, Phase, Selecciones de teología, Selecciones de libros,
Misión abierta, Iglesia viva, Sal Terrae.
Terminado el Concilio, Pablo VI promovió el «Año de la fe», haciendo pública en 1968 una amplia
profesión de fe, a la que se le ha dado el nombre de Credo del pueblo de Dios. Entre los
documentos pontificios que tienen incidencia en la catequesis, hay que destacar también la
encíclica Ecclesiam suam, de Pablo VI, del 6 de agosto de 1964; la encíclica Populorum progressio,
del 26 de marzo de 1967, y la Humanae vitae, del 25 de julio de 1968.
Entre los documentos más importantes del episcopado español está el titulado La Iglesia y la
educación en España hoy, publicado en febrero de 1969. En él se habla de la presencia de la Iglesia
en el mundo escolar, y de las razones que la justifican, independientemente de la confesionalidad
del Estado.
En abril de 1971 destaca la publicación del Directorium Catechisticum Generale (Directorio general
de pastoral catequética) de la Congregación del clero.
Uno de los medios que han contribuido de manera, quizás silenciosa, pero eficaz, a la renovación
de la pedagogía de la fe en España, ha sido el control o supervisión ejercida por la Comisión
episcopal de enseñanza y catequesis sobre los libros de texto de Religión.
El 23, 24 y 25 de abril de 1970 tuvo lugar en Madrid la I Reunión nacional de estudios sobre la
catequesis de adultos. Este proceso de reflexión y de promoción ha encontrado su expresión más
autorizada en el documento de la Comisión episcopal de enseñanza y catequesis, cuyo título es
Catequesis de adultos. Orientaciones pastorales, del 2 de diciembre de 1990.
Pero entre tanto, en esta etapa inmediata posterior al Vaticano II, surgen graves problemas
dentro de la Iglesia en España. Sectores desconcertados ante los cambios, y que se resisten a
aceptar la renovación propuesta e impulsada por el Concilio. Es claramente perceptible el cambio
profundo que se estaba produciendo en las formas de vida y en la escala de valores de amplios
sectores de la sociedad española, con la consiguiente confusión y relativización de las
convicciones morales y religiosas. En el campo político era cada día mayor el número de personas,
especialmente de las generaciones jóvenes, que se oponían al régimen político. La doctrina de la
Iglesia sobre los derechos de los ciudadanos a la libre participación política, claramente
formulados por Pío XI, Pío XII, Juan XXIII, el Vaticano II y Pablo VI, chocaba frontalmente con el
sistema político español que, sin embargo, era un sistema confesional.
En este contexto hay que entender un hecho de especial relevancia: la crisis de la Acción católica,
con la acusación de temporalismo, lanzada contra los movimientos especializados, y la sospecha
de infiltración marxista en los cuadros dirigentes de los movimientos apostólicos obreros o de
estudiantes. Hay que destacar también el mayo francés de 1968 y las revueltas estudiantiles; y el
impacto de la obra de Marcuse y, en el terreno teológico, Robinson, con su obra Sinceros para con
Dios y la teología de la muerte de Dios o de la secularidad. Por esta misma época el teólogo Karl
Rahner señalaba que el mayor peligro de la Iglesia de hoy es el de transformar el cristianismo en
un humanismo más.
La encuesta de 1968 al clero español fue realizada en 60 diócesis españolas, con la participación
del 80% de los sacerdotes. A mediados de 1970 se tenían los resultados. Paralelamente se abría
paso la idea de una Asamblea conjunta de obispos y sacerdotes, como respuesta al discurso de
Pablo VI al sacro colegio cardenalicio, del 28 de junio de 1969. La Asamblea nacional se celebró del
13 al 18 de septiembre de 1971 en el Seminario de Madrid. Los documentos y conclusiones,
publicados en la BAC, fueron posteriormente objeto de polémicas.
En la XIV Asamblea plenaria (20 de febrero de 1971) se aprobó un plan de acción de la Comisión
episcopal de enseñanza que lleva por título Pastoral educativa y de la formación religiosa. En la XV
Asamblea plenaria (3 de diciembre de 1971) se aprobaron unas líneas de acción referentes a la
pastoral catequética general y especializada, incluida la catequesis en el ámbito de la enseñanza.
En la XVII Asamblea plenaria (del 27 de noviembre al 2 de diciembre de 1972) Mons. Estepa
explicó a la Asamblea que los catecismos escolares tenían carácter experimental y que la Comisión
episcopal enviaría a los obispos «un proyecto de trabajo para los catecismos futuros, con el fin de
que hagan sus observaciones». En esta misma Asamblea se aprobaron dos documentos de gran
significado para el presente y futuro de la Iglesia en España: 1) Orientaciones sobre el apostolado
seglar; más tarde la Comisión episcopal de apostolado seglar publicaría un amplio comentario del
mismo. En este documento hay un número dedicado al tema de la Identidad cristiana y catequesis
para una situación de cambio. 2) Otro documento importante por su contenido y significación es
La Iglesia y la comunidad política, publicado en enero de 1973.
La XVIII Asamblea plenaria (del 2 al 7 de julio de 1973) estudió el tema La educación en la fe del
pueblo cristiano. Se aprobaron unas líneas de acción y una reflexión de la Comisión episcopal de
enseñanza. La XIX Asamblea plenaria (26 de noviembre de 1973) nos ofrece unos acuerdos
importantes sobre los libros de texto de religión.
La XXI Asamblea plenaria (25-30 de noviembre de 1974) estudió una ponencia sobre
Evangelización y sacramento. Se presentaron a la Asamblea los materiales preparados por el
Secretariado nacional de catequesis como proyecto del catecismo de preadolescentes, y se
nombró la comisión que había de preparar un documento sobre la reconciliación. Fruto de este
trabajo fue la carta pastoral colectiva del episcopado español sobre la reconciliación en la Iglesia y
en la sociedad, del 17 de abril de 1975.
En noviembre de 1975 murió el General Franco. Comenzó el reinado de Don Juan Carlos 1. Gran
impacto social tuvo la homilía del cardenal Tarancón en la misa celebrada en los Jerónimos de
Madrid, ante el Rey y los jefes de Estado de diversos países, al comenzar el nuevo régimen.
Los dos tomos del Manual del educador 1 (guía doctrinal), para el catecismo de preadolescentes
fueron aprobados por la conferencia episcopal en la XXIII Asamblea plenaria. Se publicaron en
1976. Estos dos tomos podían servir también como un verdadero manual para catequesis de
adultos. En el prólogo dice el presidente de la Comisión, entonces don Mauro Rubio: «En este
manual del educador se ha puesto especial interés en presentar la doctrina de la fe católica, según
el magisterio de la Iglesia». El Manual del educador 2 (Orientaciones fundamentales para la
catequesis de los preadolescentes) se publicó bajo la responsabilidad de la Comisión episcopal en
1977. Contiene orientaciones histórico-antropológicas, una síntesis teológico-catequética y
orientaciones pedagógico-catequéticas. Los cuatro volúmenes destinados al alumno, con el título
Con vosotros está, se publicaron en 1976. Contienen los distintos temas del mensaje cristiano con
una pedagogía, que, contando con la psicología de los destinatarios, trata de llevarlos al
encuentro personal con Jesucristo. Se hizo un gran esfuerzo por incorporar a la presentación de la
doctrina la experiencia humana. Hubo que entrar en un diálogo profundo, detenido y sereno con
todos los obispos para justificar ante ellos el enfoque pedagógico de este catecismo.
En la segunda etapa de esta década se hizo un gran esfuerzo por lograr la implantación del
catecismo de preadolescentes. En 1979 se publicaron, bajo la dirección del CENIEC, unos dossiers
de trabajos de teólogos sobre temas de especial importancia y actualidad teológica para ayuda de
alumnos y profesores del tercer curso del BUP, también utilizables, por supuesto, en catequesis de
adultos.
Se puede afirmar que, en general, la década 1970-1980 se caracterizó por una reflexión más
profunda sobre la catequesis antropológica, catequesis de la experiencia humana, valor y
condiciones del acto mismo de catequizar, sentido del diálogo en relación entre el catequista y los
catequizandos. Se divulgaron entre los responsables de la catequesis las técnicas de la dinámica
de grupos, la psicología no-directiva de Rogers y, quizá en menor medida, las ideas pedagógicas de
Paulo Freire. En la catequesis de jóvenes y adultos se vio la necesidad de prestar más atención a
las cuestiones sociales o político-sociales, según regiones. En los años 1974 y 1975 se dio un gran
impulso a la reflexión sobre el catecumenado. En la pedagogía general se pasó de una pedagogía
de la asimilación a una pedagogía de la creatividad.
Entre los aspectos de una catequesis renovada a los que se prestó especial atención desde esta
década y la siguiente, hay que señalar el capítulo de los medios audiovisuales, con la creación de
un departamento especial dentro del Secretariado nacional de catequesis y la publicación del
boletín AUCA.
2. UNA EVALUACIÓN DE LOS DIEZ AÑOS POSTERIORES AL VATICANO II. En un artículo publicado en
Actualidad catequética, de enero-marzo de 1976, titulado Vaticano II: diez años después en
España, y subtitulado La renovación catequética: camino abierto, difícil, pero esperanzador,
Vicente María Pedrosa hacía esta descripción:
— De una catequesis que suponía que todos los bautizados estaban ya convertidos, se ha pasado a
una catequesis de acento misionero o evangelizador. De una catequesis más enraizada en lo
doctrinal se ha pasado a una educación en la fe, en la que prevalece el anuncio de la buena noticia
de Cristo resucitado y la interpretación de la vida a la luz del evangelio, la cual, sin abandonar la
doctrina cristiana, busca suscitar actitudes y compromisos evangélicos. De una catequesis más
centrada en la infancia, se ha ido a privilegiar la catequesis de jóvenes y adultos.
— Al compás de las aportaciones de las ciencias bíblicas, teológicas y pastorales, y de las ciencias
de la educación, los materiales catequétieos oficiales aprobados pasan .de un acento más
kerigmático o de una catequesis del anuncio a una atención mayor a la experiencia del
destinatario o a una catequesis de la interpretación.
Ante este riesgo, el Secretariado nacional y algunos obispos de la Comisión episcopal reaccionaron
con una reflexión teológico-catequética que ayudara a dar el debido relieve a los elementos más
nucleares de la acción catequética: la transmisión de la revelación divina. Este es el sentido de
algunos trabajos que se publicarían en Actualidad catequética desde 1977 en adelante. Por
ejemplo: Alfredo García Suárez: En torno a la integridad extensiva e intensiva del Mensaje
cristiano; Intervenciones de los obispos españoles en el Sínodo de 1977; José Manuel Estepa: La
catequesis de nuestro tiempo. Principales líneas de fuerza del Sínodo 77 y también Identidad
cristiana y catequesis contemporánea; Declaración de la Comisión teológica internacional:
Promoción humana y salvación cristiana; Elías Yanes: Catequesis y sentido de Iglesia. A propósito
del catecumenado; Vicente Ma Pedrosa: Ochenta años de catequesis en la Iglesia de España;
Ricardo Lázaro: Tareas de la catequesis en nuestro tiempo; Olegario González de Cardeda]:
Redescubrimiento de la identidad cristiana; Antonio Palenzuela: Algunas consideraciones sobre el
lenguaje catequético; Antonio Cañizares: La catequesis española en el proceso de acogida del
Vaticano II.
Parece acertada la reflexión crítica que hace Antonio Cañizares en 1982: «Aunque no sea
pretendida, se da una propensión en algunos hacia una relativización de la verdad revelada; en
ocasiones el contenido se evapora en beneficio de la relación catequista-catequizando,
catequizando-grupo e, incluso, el mismo método tiene más importancia que el contenido.
Observo en toda corriente catequética una tendencia a ver en la Escritura... más una referencia
que progresivamente puede llegar a ser opcional que como fuente de revelación y de vida. La fe
es entendida cada vez menos como la acogida de algo que nos es dado e indisponible, para
fecundar la existencia y transformar el mundo. La Escritura viene a ser lugar de referencia, de
comprobación o verificación de una verdad ya descubierta y vivida, mientras que el ser fuente de
vida pasa a un segundo plano. Los riesgos de sacralización y de justificación en esta práctica no
son quiméricos».
A veces se sostenía, en la teoría y en la práctica, que toda orientación doctrinal que el grupo no
descubre por sí mismo es una imposición improcedente. El catequista quedaba relegado en estos
casos al papel de un animador del grupo. En muchos casos se advirtieron actitudes y concepciones
muy discutibles: hacer de la vida afectiva de cada uno y del grupo, la norma de fe de los que
participaban en la reunión del grupo; incidir en un relativismo; concebir la creatividad del grupo
en materia de fe en una perspectiva puramente subjetiva, independientemente de la dimensión
eclesial de la fe; propugnar una concepción democrática de la Iglesia, hasta el punto de rechazar
el magisterio eclesiástico...
El plan para el trienio 1978-1981, en cuanto a la catequesis llevaba por título: Una nueva etapa del
movimiento catequético. El objetivo prioritario de la acción de la Comisión episcopal en el campo
de la catequesis para este trienio se formula: Una catequesis desde y para la comunidad cristiana.
En los apartados se explica este objetivo con los siguientes enunciados: «Una catequesis creadora
de comunidad»; «una catequesis que afirma la identidad cristiana»; «una catequesis que es fiel a
Dios y al hombre, superando dicotomías y promoviendo convergencias»; «una catequesis que se
concibe como un proceso continuo, que da prioridad a la catequesis de adultos y se ofrece a
todos, teniendo en cuenta la pluralidad de edades y situaciones, impregna da siempre de sentido
catecumenal».
Para el trienio 1981-1984, la Comisión episcopal, después de una evaluación del trienio anterior,
se propuso seguir actuando en la misma dirección. Se afirmó el valor de la experiencia como
elemento metodológico y teológico, se planteó el problema de la relación entre catequesis,
teología y liturgia, y se denunció la pobreza de contenidos de algunos materiales catequéticos.
Pareció muy conveniente, sin abandonar lo logrado, insistir en una catequesis que situase la
experiencia humana en íntima conexión con la Traditio Evangelii in Symbolo (Sínodo 77, Mensaje
al pueblo de Dios n. 8; exhortación de Pablo VI en la clausura del Sínodo).
Para el trienio 1981-1984 se mantuvo el objetivo prioritario con una nueva formulación: «Una
catequesis desde, en y para la comunidad cristiana». Se indicaron unas líneas prioritarias: 1)
descubrir el carácter propio de la catequesis y su papel primordial en la misión y vida de la Iglesia;
2) promover una catequesis que eduque para la identidad cristiana; 3) potenciar y crear espacios
comunitarios de talla humana, en los que los catequizandos se eduquen adecuadamente en la
dimensión comunitaria de la fe y puedan insertarse en la Iglesia local; 4) promover la catequesis
como proceso permanente, dando prioridad a los adultos; 5) promover nuevas generaciones de
catequistas y atender a las ya existentes. En relación con algunos de los problemas se publicaron
reflexiones de colaboradores del Secretariado nacional de catequesis.
También durante el año 1983 se produjo un grave conflicto con el Ministerio de educación y
ciencia de España, a propósito de la publicación de los catecismos para 5° y 6° de EGB, en los que
aparecía la doctrina católica sobre el derecho del no nacido a la vida y, por tanto, se condenaba el
aborto voluntario.
Para el trienio 1984-1987 el plan de trabajo de la Comisión episcopal en el campo de la catequesis
se acomodó al programa pastoral de la Conferencia episcopal, cuyo objetivo primordial estaba
estrechamente vinculado a la catequesis: «El servicio a la fe de nuestro pueblo». En la
introducción se señalaban algunos datos de nuestra situación: «Cada vez está más extendida
entre los catequistas la idea de que la catequesis es un proceso de acompañamiento en la
maduración de la fe de un cristiano, pero se ve la necesidad de clarificar cómo conjugar
armónicamente la educación cristiana en la familia, la enseñanza religiosa escolar, la homilía
dominical, la formación cristiana en los movimientos infantiles, con la catequesis de la comunidad
propiamente dicha». Se veía la necesidad de una oferta diferenciada de catequesis de adultos en
la que —al menos— habría que distinguir dos niveles: la de aquellos que, vinculados a la Iglesia,
necesitan un proceso de fundamentación en su fe, y la de aquellos que, alejados de la Iglesia,
acceden a ella con el deseo de conocer en profundidad el evangelio.
El objetivo prioritario de la acción catequética para el trienio 1984-1987 quedó formulado así:
«Catequesis para una comunidad eclesial evangelizadora en el mundo de hoy». Este objetivo
general se concretó en unos objetivos más específicos: 1) promover una catequesis que,
manteniendo su carácter propio, en coordinación con las demás acciones pastorales, eduque para
la identidad cristiana; 2) proponer la catequesis como oferta articulada y coherente dirigida a las
grandes etapas de la vida en que se considere a la catequesis de adultos como forma principal (cf
CT 43), se fomente la de jóvenes y adolescentes, y se dé toda su importancia a la catequesis de
niños y, en ella, a la participación de los padres; 3) potenciar una catequesis creadora de espacios
comunitarios de talla humana, en la que se eduque adecuadamente el sentido eclesial de la fe; 4)
impulsar una catequesis para una comunidad evangelizadora en el mundo de hoy, abierta a la
escucha de la Palabra y atenta a los signos de los tiempos (cf GS 4), significativa para el hombre de
hoy, con un talante misionero ante una situación de cambio e increencia; 5) promover
generaciones de catequistas con la suficiente madurez humana y cristiana, valorar su función en la
Iglesia y atenderlos con planes orgánicos de formación.
2. Los NUEVOS CATECISMOS. Entre las realizaciones más importantes para la pastoral catequética
en España durante la década que comienza en 1980 hay que señalar, en primer lugar, los nuevos
catecismos (1982-1987): Padre nuestro, primer catecismo de la comunidad cristiana, con su
introducción y guía; Jesús es el Señor, segundo catecismo de la comunidad cristiana, también con
su guía; Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia, también con su itinerario y guía pedagógica.
Paralelamente guardan relación íntima con estos catecismos de la comunidad cristiana los que en
el mismo período de tiempo se publican como catecismos escolares, aplicando las orientaciones
de 1979: a) Ciclo inicial: Padre nuestro, para 1° de EGB, con su correspondiente libro del profesor;
Nuestro Señor, para 2° de EGB, con su correspondiente libro del profesor. b) Ciclo medio: Los
discípulos de Jesús, para 3° de EGB, con una guía didáctica para cada tema; Testigos de Jesús, para
4° de EGB, con guía; Camino, verdad y vida, para 5° de EGB, con su guía. c) Ciclo superior: Las
huellas de Dios, para 6° de EGB, con su guía y materiales complementarios; Luz del mundo, para 7°
de EGB, con su guía y materiales complementarios; Pueblo de Dios, para 8° de EGB, con su guía y
materiales complementarios. Se mantiene Con vosotros está.
3. LAS ORIENTACIONES DEL EPISCOPADO. Tienen también especial importancia para la orientación
de la pastoral catequética los tres documentos publicados en este período: La catequesis de la
comunidad cristiana. Orientaciones pastorales para la catequesis en España hoy, del 22 de febrero
de 1983; El catequista y su formación. Orientaciones pastorales, del 8 de septiembre de 1985; y
Catequesis de adultos. Orientaciones pastorales, del 2 de diciembre de 1990.
Guarda una cierta relación con la catequesis y con la pastoral juvenil otro documento publicado
por la Comisión episcopal: El sacerdote y la educación, del 18 de enero de 1987.
En relación con el interés creciente por la evangelización que se refleja en estos documentos, hay
que mencionar unos hechos eclesiales de máxima significación: la visita o viaje apostólico de Juan
Pablo II a España, en 1982 y en 1984; el congreso de catequistas durante el curso 1985-86 en las
diócesis y después en un encuentro nacional; el congreso de «Evangelización y hombre de hoy»
del 9 al 14 de septiembre de 1985; el congreso «Parroquia evangelizadora» del 10 al 13 de
septiembre; el simposio sobre espiritualidad del presbítero diocesano secular, del 30 de octubre al
2 de noviembre de 1986; y el congreso de espiritualidad sacerdotal, del 11 al 15 de septiembre de
1989.
a) Magisterio pontificio: Pablo VI: Gaudete in Domino, 9.5.1975; exhortación Evangelii nuntiandi,
8.12.1975. Juan Pablo II: Redemptor hominis, 4.3.1979; Catechesi tradendae, 16.10.1979; Dives in
misericordia, 30.11.1980; Laborem exercens, 14.9.1981; Familiaris consortio, 22.11.1981;
Reconciliatio et paenitentia, 2.12.1984; Carta apostólica a los jóvenes 31.3.1985; Dominum et
vivificantem, 18.5.1986; Sollicitudo rei socialis, 30.10.1987; Christifideles laici, 30.12.1988. Y el
Sínodo extraordinario de 1985.
Esta profunda evolución plantea a la Iglesia la cuestión de la relación fe-cultura en todos los
campos de la acción pastoral, y de modo especial en el de la catequesis. Los esfuerzos realizados
en la pedagogía de la fe respecto a la experiencia humana, catequesis antropológica, etc., se
orientan en este sentido.
Cuando se habla de la nueva evangelización —que según Juan Pablo II ha de ser nueva por su
ardor, nueva por sus métodos, y nueva por su expresión— se trata de responder a los desafíos de
una nueva cultura y de unas nuevas condiciones sociales que no existían en épocas precedentes.
La cuestión del lenguaje en la comunicación del mensaje cristiano adquiere una especial
importancia y plantea especiales dificultades.
Un aspecto de la catequesis que suscita cada día más interés es el de la doctrina social de la Iglesia
como parte integrante del mensaje cristiano. Una catequesis que quiera ser fiel a la fe de la Iglesia
ha de ser una catequesis abierta a la orientación de los pastores de la Iglesia, el papa y los obispos.
b) La familia, que venía siendo el ámbito normal del despertar a la fe, se ve seriamente afectada
por el impacto del consumismo, por la disgregación de sus miembros, por el influjo de los medios
de comunicación, en los que se transmiten opiniones y valores que, con frecuencia, contrastan y
cuestionan la visión cristiana del hombre.
Según el plan trienal es necesario prestar especial atención a los siguientes aspectos: 1) ante un
mundo marcado por el subjetivismo, el relativismo, el pluralismo y la duda, acentuar la integridad
del mensaje cristiano como verdad revelada por Dios en Cristo Jesús para salvación de los
hombres; 2) ante la selección que a veces se hace de los contenidos de la fe y ante las actitudes de
pertenencia parcial a la Iglesia, es necesario insistir en la comunión y memoria eclesial, en la
fidelidad a la tradición viva expresada en los símbolos de la fe; todo ello supone una visión de la
Iglesia poseída y guiada por el Espíritu de la verdad que es espíritu del Padre y del Hijo; 3) ante la
fragmentación e individualismo, es necesario remitirnos a la totalidad de la Iglesia como misterio,
comunión y misión (cf Documento final de la asamblea del Sínodo universal de los Obispos de
1985); 4) ante las preguntas y necesidades más radicales del hombre de hoy, es necesario
presentar el misterio de Cristo, Dios y hombre, como salvación cristiana; es preciso mostrar la
capacidad humanizadora del evangelio, su fuerza para suscitar una nueva humanidad y una nueva
cultura, cuando es acogido con fe viva bajo la acción del Espíritu Santo.
Este plan trienal de 1993-1996 tiene como objetivo general, en la nueva situación de la sociedad y
en fidelidad a la convocatoria eclesial de una «nueva evangelización, promover una nueva etapa
de la catequesis más centrada en la verdad de la Revelación y de la Redención, en orden a
revitalizar las comunidades eclesiales, teniendo como instrumento privilegiado el Catecismo de la
Iglesia católica». Sus objetivos específicos son: 1) acentuar la dimensión misionera de la catequesis
en la nueva situación de la sociedad; 2) acentuar la catequesis como proceso de iniciación
cristiana; 3) impulsar la catequesis de la familia en cuanto ámbito donde se educa en la fe, y
también en cuanto destinataria de la acción catequética; 4) fortalecer la formación de los
catequistas; 5) proseguir la obra de receptio del Catecismo de la Iglesia católica.
2. DOCUMENTOS QUE AFECTAN A LA CATEQUESIS. Juan Pablo II: Redemptoris missio, 7.12.1991;
Centesimus annus, 1.5.1991; Veritatis splendor, 6.8.1993; Evangelium vitae, 25.3.1995; Tertio
millennio adveniente, 10.11. 1994; Catecismo de la Iglesia católica, 11.10.1992; Dies Domini,
31.5.1998; Fides et ratio, 14.11.1998. Congregación para la doctrina de la fe: Instrucción sobre la
vocación eclesial del teólogo, 24.5.1990; Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre algunos
aspectos de la Iglesia considerada como comunión, 28.5.1992. Pontificia comisión bíblica: La
interpretación de la Biblia en la Iglesia, 15.4.1993. Congregación para el clero: Directorio general
para la catequesis, 15.8.1997.
BIBL.: ESTEPA J. M., La catequesis en España en los últimos veinte años, Actualidad catequética 26 (1986) 19-43; PEDROSA V. M.,
Ochenta años de catequesis en la Iglesia española, Actualidad catequética 20 (1980) 617-658; RESINES L., La catequesis en
España. Historia y textos, BAC, Madrid 1997; YANES E., 25 años de catequesis e Iglesia española, en SECRETARIADO NACIONAL
DE CATEQUESIS, El sacerdote y la catequesis, XXV Jornadas nacionales de delegados diocesanos de catequesis, Edice, Madrid
1992, 43-90.
I. Visión general
1. DE MEDELLÍN A PUEBLA. El documento de Medellín inicia un nuevo período histórico que cierra
definitivamente una época y da paso a una Iglesia con identidad propia, que busca, de manera
eficaz y urgente, poner en práctica las orientaciones del Concilio.
Pero aunque Medellín recibe gran influencia del Vaticano II, no es sólo obra del Concilio, sino que
tiene una historia previa, aun en el área latinoamericana. Medellín descubre que la historia de la
Iglesia latinoamericana exige un análisis distinto del europeo; de allí surge una catequesis que será
perfectamente situacional, dentro de una pastoral encarnada. Los grandes cambios a nivel
mundial y regional van a tener como consecuencia la adopción de diversos métodos para la
catequesis, métodos muchas veces importados, procedentes de culturas, situaciones y formas de
expresión muy diversas. De las distintas corrientes que influyeron nos limitaremos a citar la
catequesis doctrinal, la línea kerigmática, la catequesis experiencial (en su punto de partida), la
iluminación de la vida, la pedagogía de los signos, la identificación de experiencias (todo el nivel
existencial), la corriente hermenéutica y una catequesis de liberación.
Las líneas que se tomarán, en base al documento de Medellín, son: catequesis situacional,
catequesis evangelizadora y reevangelizadora, catequesis liberadora, catequesis pluralista,
catequesis unitaria, catequesis comunitaria y catequesis en búsqueda continua. Con dos polos:
fidelidad a Dios y al hombre. Destinatarios especiales: adultos.
La catequesis debe ser la encargada de mostrar la unidad existente entre los aspectos
fundamentales de las diferentes realidades humanas: entre los valores humanos y la relación con
Dios; entre el proyecto del hombre y el proyecto salvífico de Dios; entre la historia humana y la
historia de la salvación; entre experiencia del hombre y acción reveladora de Dios. Evitando
dicotomías entre natural y sobrenatural. Promoviendo la evolución integral del hombre y cambios
sociales. Buscando la realización progresiva del Reino en el tiempo hasta su cumplimiento
escatológico.
Se abre una fase política dentro de la catequesis, que en muchas ocasiones fue lamentable
confusión entre catequesis y concientización. El uso de la misma palabra catequesis resulta para
muchos reaccionaria, oposición, revolución y algunos aspectos relacionados con un movimiento
llamado tercermundismo. Esto trajo consecuencias, tanto positivas como negativas. Positivas
como la apertura a toda visión amplia sobre el hombre y no encerrarse en la sacristía para
proclamar el mensaje. Negativas como una gran desorientación por parte de los agentes de la
catequesis y una ausencia de criterios unificados para trabajar (daba lo mismo una cosa que otra).
Pero no podemos olvidar la positiva influencia que tuvo, incluso a nivel mundial, todo el
documento de Medellín que, después de una serena reflexión, llevó su impacto hasta otros
continentes y dio la imagen de una Iglesia con rostro e identidad propios.
Para la Iglesia de América latina fue de vital importancia tener en cuenta ciertas líneas: atención a
los destinatarios, especialmente adultos y familias; considerar la Biblia como fuente principal para
iluminar situaciones; superar dificultades como el memorismo infantil y estéril, para dar lugar al
discurso integrativo y vivencial. El material didáctico se fabrica en los mismos talleres, aún con
medios muy precarios, pero que inspiran la creatividad. En esto influyó mucho la pedagogía de
Paulo Freire.
El CELAM dedicó una larga y laboriosa preparación a los Sínodos de la evangelización (1974) y la
catequesis (1977). En un documento llamado Metodologías catequísticas en América latina se
llama la atención sobre un exasperado psicologismo y la presentación de un Cristo demasiado
humano, más líder revolucionario que Hijo de Dios y salvador; sobre el olvido de la oración, de la
liturgia y de la dimensión escatológica.
Entre otras cosas, se comentaron las reformas de los métodos educativos en fidelidad a la
catequesis, la atención a los diferentes grupos culturales y humanos, el pluralismo catequístico y
la creatividad (que muestra la originalidad de una antropología cristiana expuesta en la
catequesis).
b) Objetivos. Tres son los objetivos que se buscan en catequesis: lograr una fe encarnada, una fe
armónica y una fe auténtica.
En la víspera del sínodo sobre la catequesis (1977), dos documentos, uno del CELAM y otro de los
directores nacionales, reafirmaban que la catequesis situacional es la característica de
Latinoamérica en la línea liberadora; e insistían en las CEB (Comunidades eclesiales de base) como
lugar preferencial, sin olvidar la necesidad de superar obstáculos, como la no lograda síntesis
entre catequesis sacramental/liberadora; dimensión antropo-polítical-dogmática. Esto tiene como
consecuencia la falta de una eclesiología apropiada, la confusión de roles entre catequistas,
teólogos, expertos e investigadores, y hasta el desconocimiento del magisterio por parte de
algunos catequetas.
El documento de trabajo del CELAM para el sínodo de 1977 llamó la atención del catequista sobre
un punto clave de su actividad: él debe presentar la liberación en su totalidad, sin ceder a las
lecturas simplistas y reductivas de la Biblia, confundiendo el proyecto salvífico de Dios con
proyectos políticos ideologizados; sin que esto signifique rehusar el compromiso por el hombre y
sus problemas.
Para la reunión de Puebla el DECAT elaboró un documento en el que ofrecía nuevas aportaciones:
el perfil del catequista, la catequesis permanente, el uso de los medios grupales y las técnicas
audiovisuales. Todos consideraban la catequesis como una tarea prioritaria de la pastoral en
América latina y se pedía que se clarificaran puntos como contenidos-método-lenguaje.
En los años que van de Medellín a Puebla ocurrieron muchas cosas. Se debió afrontar una utopía
creadora —del gobierno con imaginación— y una utopía liberadora —en la que nadie educa a
nadie, sino que todos nos educamos juntos–; y Puebla tuvo que integrar los anhelos de la
liberación de Medellín con los de comunión y participación.
– En cuanto a los destinatarios. 1) Elementos positivos: Gran sensibilidad ante la religión y los
sacramentos; sentido de comunidad; mayor interés por la catequesis familiar, de adultos, jóvenes
y pobres; inicio de la catequesis permanente; sensibilidad social y compromiso liberador. 2)
Elementos negativos: Sincretismo religioso; falta propuesta y estructura para catequesis
permanente; avance de las sectas; desintegración familiar; no integración entre catequesis escolar
y parroquial. 3) Aspiraciones: Promover la catequesis permanente; valorizar la catequesis familiar,
de adultos, jóvenes y pobres; estimular la catequesis desde, para y en la comunidad; preparar
cristianos testigos de Cristo y comprometidos con un cambio por su fe.
– En cuanto a los métodos. 1) Elementos positivos: Variedad de métodos; difusión del método ver-
juzgar, celebrar-actuar; uso de lenguajes y medios más al alcance del pueblo; más activo y
participativo; empleo de nuevas formas de catequesis. 2) Elementos negativos: Acentuación de los
acontecimientos y memorización sin orientación a la vida; lenguaje y material no adaptable a los
distintos grupos culturales; falta material para catequesis personalizante, concientizadora,
transformadora. 3) Aspiraciones: Elaborar un directorio nacional con líneas y programas; evaluar
el uso de audiovisuales; utilizar medios de comunicación social; promover catequesis que
favorezcan la educación permanente, continuada y progresiva de la fe.
– En cuanto a la formación de catequistas. 1) Elementos positivos: Aumento del número de
catequistas y diversificación de cursos para formación; acentuado interés por una formación
personal permanente; catequistas más comprometidos y más adaptados al pueblo. 2) Elementos
negativos: número de catequistas aún insuficiente; faltan catequistas con sólida formación; falta
organizar propuestas claras y planes de formación con propuestas bien definidas y coordinadas en
un proyecto global; poco interés de los sacerdotes en la tarea de formar catequistas. 3)
Aspiraciones: Incrementar la formación integral; preparar especialistas (catequetas); promover
una formación actualizada para religiosos, sacerdotes...; favorecer la institución del ministerio del
catequista; crear centros de formación e investigación; unificar los programas de formación.
1) Avances: Mayor conciencia eclesial de la catequesis como ministerio que afecta a todo el
pueblo; catequesis integrada a la pastoral orgánica; mayor presencia de la Biblia en catequesis;
piedad mariana como lugar de catequesis; comunidades eclesiales de base como lugar
privilegiado de catequesis; avances en la catequesis presacramental, familiar; aumento de centros
de formación y animación catequética; formación más cualificada; fuerte presencia de laicos;
aprovechamiento de ciencias auxiliares; se comparten más experiencias en el interior y exterior
del país; más experiencias en catequesis de adultos y especiales: indígenas, inmigrantes,
minusválidos; experiencia catequética con dimensión social; la mayoría de las diócesis del
continente cuentan con un organismo promotor y coordinador de las catequesis; mayor uso de los
medios de comunicación social en catequesis; creatividad en metodología, recursos didácticos y
organización de la catequesis; estudios, experiencias para acompañar la religiosidad popular. 2)
Tendencias: Definición de la fisonomía y personalidad propia del catequista; ministerio de la
catequesis como prioridad fundamental en la pastoral; dimensión cristocéntrica como eje
articulador del mensaje; Biblia como fuente y contenido de la catequesis; integración fe-vida a
través del testimonio personal y comunitario; búsqueda de unidad de criterios; ubicar la
catequesis en la pastoral orgánica; dimensión comunitaria de la catequesis expresada en la
comunidad eclesial de base como centro animador y promotor de catequistas y ministerios;
adopción de la dimensión antropológica en la catequesis; catequesis con dimensión social y
enfoque liberador; inculturación del mensaje catequístico; asunción de los valores de la
religiosidad popular; catequesis con acentuación en los adultos, particularmente en y para la
familia; promoción de catequistas surgidos de la comunidad y para la comunidad; formación
integral y permanente de agentes de pastoral catequética; diversificación de metodologías. 3)
Tensiones: Jerarquía, bien intencionada en la teoría, pero poco coherente en la praxis; conflictos
entre catequesis de signo verticalista y horizontalista; corrientes diversas en enfoques, contenidos
y metodologías; enfrentamientos ideológicos y radicalismos en nombre de la misma fe; distintas
antropologías, cristologías y eclesiologías existentes; desconocimientos y prejuicios hacia las
comunidades eclesiales de base por parte de obispos y organismos de catequesis; invasión
proselitista de las sectas; desarticulación entre los diversos ministerios (profético, litúrgico y
pastoral); no se ven figuras de obispos y párrocos como primeros catequistas; lenguajes distintos
de los pastores y el pueblo; antagonismos en Iglesias particulares entre obispos y comunidades
religiosas en la praxis pastoral. 4) Carencias: Hay que definir mejor el perfil del catequista; falta
conciencia en la comunidad cristiana sobre su responsabilidad en la catequesis; ausencia o
insuficiencia de planes de pastoral orgánica en países y diócesis; falta conocimiento, aprecio y
estudio de la cultura de los valores de la religiosidad popular; catequesis presacramental
insuficiente; no aparece clara la opción por los pobres o la opción es paternalista; catequesis
desencarnada, no adecuada a la realidad; predicación catequística moralizante; falta formación
catequética en seminarios y escolasticados; escasez de centros de formación de agentes a todos
los niveles; insuficiente preparación de educadores de la fe en escuelas; insuficiencia de recursos
humanos y materiales para los catequistas. 5) Expectativas: Reconocimiento oficial del ministerio
de la catequesis; catequesis que asegure la perseverancia en las distintas etapas de la vida; mayor
presencia de la catequesis en movimientos laicos; dar al laico el lugar que le corresponde;
considerar las comunidades eclesiales de base como centro renovador de la catequesis, fuente de
liderazgo, militancia cristiana y lugar de ministerios laicales; entroncar la catequesis en los
fenómenos socio-culturales; religiosidad popular como elemento indispensable; priorizar
catequesis juvenil; optar por la catequesis liberadora; mayor presencia y apoyo de los obispos y
sacerdotes; sensibilizar, capacitar y actualizar a los obispos, sacerdotes y religiosos en tareas de la
catequesis; conocer y usar más los medios de comunicación social.
1) Aspectos positivos: Crece el interés del pueblo por la Biblia; se multiplican los materiales
bíblicos populares; aumenta el interés y apoyo de los obispos y sacerdotes por la catequesis; gran
actuación de los departamentos nacionales de catequesis; buenas publicaciones catequéticas;
propuesta seria de formación de catequistas; santuarios marianos, centros de evangelización
popular; presencia creciente con responsabilidad y entrega de laicos en la catequesis; crece la
conciencia de la catequesis como responsabilidad comunitaria y el medio de vivir y celebrar
comunitariamente la fe (mayor participación, catequesis más bíblica, presencia activa de mujeres,
fuerte catequesis parroquial); más uso de los medios de comunicación social en la catequesis;
renovación de métodos y lenguaje en los textos, para responder a las necesidades de los
catequizandos; preocupación por la religiosidad popular en la catequesis; catequistas liberados a
tiempo pleno. 2) Aspectos negativos: Invasión de sectas y sociedades esotéricas; catequesis
dirigida preferentemente a los niños y adultos campesinos; no hay respuesta para intelectuales y
profesionales por falta de preparación y miedo al marxismo; la catequesis no llega a los jóvenes;
catequesis escolar inadecuada, estática, incapaz de cuestionar la vida de los jóvenes; poca
formación de los agentes, deficiente actualización de los sacerdotes; tendencias ideológicas
polarizantes que distorsionan el contenido, debilitan la comunidad y crean desconcierto entre los
fieles; tensiones entre distintas cristologías y eclesiologías; falta la iluminación –desde el
evangelio– de la situación política; poca producción de material catequético para todas las etapas;
organización aún deficiente; insuficiente evangelización de la religiosidad popular; poca atención a
la catequesis escolar; descuido de la memorización; falta de sistematización sobre todo en
pastoral juvenil; faltan textos litúrgicos para la catequesis. 3) Opciones prioritarias: la educación
en la fe debe: acompañar al cristiano durante toda su vida, especialmente en la etapa adulta, con
atención especial a la familia y a los jóvenes; asumir la Biblia como texto de catequesis por
excelencia en la cual nuestros pueblos sufrientes encuentran la luz esperanzadora en su lucha
hacia la liberación total; impulsar la pastoral bíblica; atender a los procesos de educación popular
desde los pobres con sus aspiraciones, usos, valores, signos y creatividad; impulsar a una continua
conversión y crecimiento de una fe transformadora de la persona, la comunidad y la sociedad;
formar comunidades catequizadas y catequizadoras como lugar, fuente y meta de la catequesis;
ser proceso de conversión personal y comunitario, permanente, sistemático y creciente de la fe,
para construir una sociedad libre, justa, fraterna y pacífica; formar a los catequistas en todos los
niveles y crear y potenciar estructuras de organización catequética, también en todos los niveles,
para responder a la gran urgencia de formar catequistas; ofrecer una catequesis que sea
realmente prioritaria, contando con recursos humanos y materiales necesarios; fomentar una
mayor participación del laicado en las decisiones; incluir en la catequesis contenidos de
compromiso social para formar la conciencia social y llegar a la unión fevida. 4) Recomendaciones:
Intercambiar material y recursos humanos entre los países de la región; el DECAT continúa
apoyando y acompañando el proceso catequístico de cada país; desde el código de derecho y
líneas comunes; proporcionar una actualización catequética a los agentes de pastoral en general:
obispos, sacerdotes, religiosos y laicos.
e) Líneas comunes de orientación para la catequesis en América latina (Documento del DECAT-
CELAM publicado en diciembre de 1985; Los elementos siguientes están tomados del capítulo III
de este documento).
1) Identidad: En este apartado, el documento hace una descripción de los elementos que debe
tener en cuenta una catequesis renovada, en base a las experiencias de los últimos años y a los
principales documentos del magisterio (cf nn. 49-53). Se presentan cuatro acentuaciones de la
catequesis latinoamericana (cf nn. 48-54). Se trata de una catequesis comunitaria —la catequesis
es fuente y agente esencial en todo el proceso catequístico—, situacional —tiene en cuenta las
situaciones concretas del pueblo—, misionera —suscita y anuncia la fe en su núcleo central
(kerigmático)— y liberadora. 2) Tensiones (nn. 49-63): Catequesis vivencial frente a catequesis
doctrinal; catequesis liberación-acción frente a oración-contemplación; catequesis situacional
frente a catequesis sistemática; lenguaje tradicional frente a lenguaje del pueblo. 3) Opciones (nn.
64-66): Las opciones preferenciales son las opciones de la pastoral de Puebla: pueblos, jóvenes,
familias, constructores de la sociedad pluralista; la catequesis hace una opción por la educación
de la fe: que sea permanente, con atención especial a los pobres, los jóvenes y la familia; con la
Biblia como texto; que atienda a procesos de educación popular desde los pobres; que impulse la
continua conversión y crecimiento de la fe transformadora de la persona, la comunidad y la
sociedad; con esperanza en «nuevos cielos y tierra nueva» ; que dé prioridad a la formación.
f) Dos reuniones regionales de catequesis en 1989 (Países Bolivarianos: del 25 al 28 de febrero, en
Lima [Perú]; Cono Sur-Brasil: del 14 al 17 de marzo, en Santiago de Chile; los restantes, México,
Centroamérica-Caribe, en el segundo semestre de 1989).
1) Logros: Busca responder a los retos; dinámica vivencial y creativa en proceso constante de
renovación; fuerte presencia del laicado; intenso trabajo de formación; se avanza en la catequesis
integral con más participación de familias, jóvenes y adultos; catequesis con fuerte acento bíblico;
más integrada en la pastoral; marcado acento comunitario; atención a la dimensión profético-
transformadora. 2) Desafíos: Necesidad de conversión personal y comunitaria; vivir la opción por
los pobres; llegar a la mayoría del pueblo; responder al reto de las sectas y la secularización; estar
más integra-da en la pastoral de conjunto; mejor formación de agentes; unión fe-vida; mayor
equilibrio entre dimensión doctrinal, social y vivencial; acentuar el esfuerzo hacia una catequesis
inculturada; atención a la cultura adveniente y sus implicaciones en la catequesis. 3) Prioridades:
Impulsar la dimensión comunitaria; elaborar líneas comunes para unificar criterios a nivel
nacional; continuar en la formación permanente de catequistas acentuando los aspectos
espiritual, pastoral, doctrinal y metodológico; promover cada vez más la catequesis de adultos,
clarificando su concepto y extendiéndola a todos los ámbitos de la vida laical; impulsar la
catequesis comunitaria: catequesis que nace y crece en comunidad y origina comunidades;
continuar con el apoyo del DECAT; intensificar el intercambio con países vecinos; con relación a la
inculturación y catequesis, se constató que es poco el camino recorrido y que es urgente seguir
profundizando para definir los ejes teológicos de la inculturación, descubrir su riqueza en el
aspecto de lo cotidiano de la cultura y sabiduría del pueblo, establecer un diálogo serio entre fe y
cultura y encontrar una metodología adecuada para la inculturación en la catequesis.
b) También se observa en la formación permanente: 1) Para los agentes de catequesis de los tres
niveles: catequetas, catequistas de nivel medio, catequistas de base. 2) Catequesis permanente
para el pueblo de Dios, con atención especial a la catequesis de adultos. 3) Comunidad
catequizadora. 4) Existen algunas publicaciones de la colección DECAT: Audiovisuales catequísticos
en América latina; Catequesis familiar; Evangelización y catequesis, 10 documentos del magisterio
eclesiástico con índice analítico: Catequesis en América latina, 18 años de producción catequética
1968-1986; Líneas comunes de orientación para la catequesis en América latina.
La catequesis en América latina es una de las primeras áreas en que es preciso intentar una
atención al sujeto; usar pedagogías orientadas a la escucha del mensaje en su realidad; utilizar los
medios más convenientes según la cultura de los oyentes; atender al cambio cultural que se va
produciendo; asumir los lenguajes (estilos, culturas, etc.) para el anuncio; proclamar una salvación
integral (que incluye también el aspecto cultural).
El DECAT organizó en 1992 una serie de reuniones regionales a las que asistieron los obispos
presidentes de catequesis de cada Conferencia episcopal, junto con los directores nacionales y los
peritos de la región. Allí se presentó la situación de la catequesis de cada país, y entre todos
elaboraron documentos para que se tuvieran en cuenta en la IV Conferencia general del
Episcopado latino-americano. Los grandes puntos de reflexión coinciden en gran parte con los
señalados por el Papa para Santo Domingo; por eso los presentamos aquí como el desafío que
tendrá que afrontar la catequesis en torno a esta temática.
a) Jesucristo ayer, hoy y siempre. Desafío para la catequesis. El misterio de Cristo es el centro y
objetivo primordial de la catequesis; Cristo es el modelo de ser humano llegado a su plenitud. La
catequesis lleva a una experiencia de Jesucristo presente entre nosotros. La catequesis no intenta
presentar un cúmulo de verdades abstractas, sino poner en comunicación íntima con Jesucristo
muerto, resucitado y glorificado a toda persona en las situaciones concretas en que vive. Para
llevar al catequizando a esta experiencia de Cristo y de su misterio salvífico es necesario ofrecerle
a Cristo como quien está presente de manera privilegiada en la Iglesia. Por esta razón, la palabra
de Dios, con toda su riqueza, ocupará la atención del catequista. En la palabra de Dios, vivida en la
fe de la Iglesia, se oye a Cristo, se entra en intimidad con él, iluminando la vida del hombre y todas
sus circunstancias.
En la presentación catequística de Jesucristo, hay que tener también presentes los valores y
hechos históricos de nuestros pueblos. Los valores pasados, presentes en las culturas indígenas,
son semillas del Verbo; aunque hoy podemos afirmar que, en muchas de ellas, esas semillas son
ya verdaderas flores y frutos.
Cristo debe iluminar todas las realidades. De su luz debe surgir hoy la solución para la promoción
humana de la gran cantidad de latinoamericanos que viven en extrema pobreza, no respetados en
sus derechos fundamentales, violados sus derechos humanos y víctimas, entre otras cosas, del
alcoholismo, la drogadicción y la destrucción familiar. La resurrección de Jesucristo es la
confirmación por el Padre de su misión, que realiza el Reino como base de toda cultura cristiana,
haciendo así la relación con el Padre, la relación con nosotros. Debemos afirmar la identidad de
nuestros pueblos a la luz de Jesucristo.
Es tarea de la catequesis colaborar con Jesucristo para que pueda encarnarse en el corazón de
cada cultura, en sus valores fundamentales, en sus expresiones y en sus estructuras. Por lo tanto,
se deben cristianizar los valores y purificar los antivalores existentes.
En la catequesis hay que ofrecer vivencias prácticas del misterio de Cristo, como por ejemplo: la
recuperación de la palabra de Dios mediante una catequesis bíblica; la vivencia de la comunidad:
Cristo, nuestro amigo, nos convoca en comunidad; la dimensión orante de la catequesis (RMi 13);
la doble dimensión divina y humana de Cristo, ya que ha prevalecido la divina en cuanto a la
presentación de su misterio, y la humana en cuanto al contenido de su vivencia por parte del
pueblo de Dios.
Para comunicar el mensaje de Jesús en la catequesis hay que seguir la pedagogía de Cristo: su
modo de acercarse a la gente, sus actitudes, sus gestos, sus parábolas. El despierta admiración,
simpatía, aceptación, ardor; no impone, suscita respuestas libres; es un maestro que hace y
enseña. Esa es la pedagogía de Dios: Dios toma la iniciativa; se da a conocer en forma personal;
hace posible el cambio y el compromiso; forma un grupo: los doce. La evangelización debe
posibilitar la creación de grupos, la creación de la comunidad eclesial. Dios es fiel a su pueblo, y así
nos llama a aprender a ser fieles al hombre.
Con respecto a la palabra de Dios, la catequesis se nutre y alimenta en un contacto continuo con
la misma, que es su fuente principal. La Sagrada Escritura nació de la tradición y es su parte
escrita, recopilada por los autores sagrados bajo la custodia vigilante del Espíritu Santo, y en ella la
Iglesia, orientada por el magisterio, continúa naciendo y fortaleciéndose. Cada comunidad
cristiana ha leído y comprendido la palabra de Dios en la confrontación con la dura realidad que
viven nuestros pueblos. La palabra de Dios ha servido de fuerza e inspiración para el quehacer
cotidiano. Los obispos colaboran especialmente como testigos cualificados en la transmisión viva
de la palabra de Dios. La Palabra se conserva viva dentro de la Iglesia. Ella es el único marco
referencia) para escuchar plenamente y con toda su armonía la palabra de Dios. La Iglesia, que se
nutre continuamente con esta Palabra, impulsada por el Espíritu Santo, va encontrando en ella
nuevos matices en su caminar hacia el Padre. La catequesis considera la Biblia, leída en la Iglesia,
como texto básico, y de ella extrae su principal fuerza educativa.
b) Nueva evangelización y su proyecto catequístico. Se ve la necesidad de revisar continuamente la
noción de catequesis para que esta, por un lado, mantenga su identidad, como educadora de la fe
y, al mismo tiempo, enriquezca continuamente la visión de sí misma respondiendo a los nuevos
desafíos. La catequesis es un carisma que Dios da a su pueblo, así como la teología es un proceso
de maduración que viene después de aceptar a Cristo para conocerlo mejor. La catequesis es un
itinerario permanente de crecimiento y maduración de la fe en un contexto comunitario eclesial
que da sentido a la vida, sabiendo que a menudo esta fe debe ser suscitada. Creemos importante
insistir en la ubicación de la catequesis en la nueva evangelización como una tarea esencial de la
Iglesia. Asimismo es importante no reducir la catequesis a la preparación de los sacramentos, sino
que debe abarcar toda la vida del cristiano como un itinerario catequístico permanente. Acerca de
la especificidad de la catequesis, hay que decir que la evangelización es el género y la catequesis
es la especie, siendo la catequesis el desarrollo sistemático e integral de la fe.
— Aspecto eclesial. La catequesis debe tener en cuenta la situación de los catequizandos dentro
de su comunidad cristiana, que es fuente, lugar y meta para la actividad catequística. Al mismo
tiempo, la finalidad de la catequesis es conducir a las comunidades a una fe madura, propia de los
hombres libres.
La Iglesia es convocada por el Señor para la misión; la catequesis surge tanto del mandato
misionero como de la comunidad creyente, y es asumida por ella. Todo el pueblo de Dios es
responsable de la educación en la fe. La comunidad eclesial es como el seno materno en donde
crecen los discípulos de Jesús. En este sentido son palabras clave: Iglesia como reunión y misión.
Iglesia como encuentro y envío.
Por este mismo motivo es necesario que se ubique la catequesis en la nueva evangelización, como
una tarea de Iglesia, y que dentro de su especificidad impregne los diversos ministerios, dentro de
una pastoral de conjunto en clave misionera. Esto exige, en primer lugar, el testimonio como
marco necesario en el que se realice el anuncio, la adhesión, la reexpresión y la celebración de la
fe en fidelidad al evangelio, a la Iglesia y al hombre latinoamericano. La dimensión misionera de la
catequesis ha de inspirar un contenido eminentemente evangelizador y un lenguaje y un método
que tiene muy en cuenta la situación cultural y la fe de las personas.
El primer servicio del catequista consiste en estar a la escucha de la palabra de Dios. Esta debe ser
leída tanto en la tradición como en la Sagrada Escritura. La vida de la Iglesia, como los signos de
los tiempos y las semillas del Verbo, es un elemento importante en la escucha de la Palabra. Esta
escucha lleva a una constante conversión. El segundo servicio es ser misionero: la catequesis
proclama y traduce el mensaje a hombres y mujeres de una cultura determinada, a fin de que den
el paso de la nofe a la fe en Cristo y su obra liberadora. La catequesis no consiste sólo en la
narración de la religión cristiana, sino en la proclamación del mensaje de Jesús que hace
vitalmente el catequista desde su ser cristiano; el catequista adquiere así una paternidad
espiritual.
— La formación de los catequistas. Es una tarea fundamental dentro de la Iglesia; busca su plena
realización humana y cristiana. Les ayuda a vivir su vocación proporcionándoles un conocimiento
sistemático y orgánico del mensaje cristiano, con el fin de capacitarlos para la comunicación del
evangelio a «grupos y personas en situaciones siempre diferentes».
Es necesario que las Iglesias consideren la formación de catequistas como tarea de máxima
importancia. La formación del catequista debe llevar a este a crecer como persona capaz de
convivir, dialogar, tomar iniciativas y colaborar; a acoger la propuesta de Dios realizada en Jesús
como sentido y fundamento último de la propia existencia; a sentirse integrado en la comunidad
eclesial, a participar de la marcha de la comunidad y del pueblo con responsabilidad y
discernimiento. Esta formación implica: un conocimiento profundo de la Biblia, que le capacite
para leer, interpretar y relacionar con la vida los temas fundamentales de la Sagrada Escritura; la
capacidad de dar razones de lo esencial de la fe, cuya síntesis se expresa en el símbolo apostólico,
y a comprender su fuerza transformadora; una clara conciencia crítica de la realidad social,
política, económica, cultural e ideológica, para aprender a leer en esa realidad los signos de Dios y
comprometerse con ella como cristiano. El fin de la formación del catequista es capacitarlo para la
comunicación del mensaje cristiano.
La adquisición de los conocimientos teóricos no agota los propósitos de la formación; esta puede
considerarse completa solamente cuando el catequista se hace capaz de encontrar el modo más
adecuado para transmitir el mensaje evangélico a los grupos y personas en su propia situación
siempre peculiar.
La Iglesia asocia, aunque no identifica, catequesis y promoción humana. Las situaciones históricas
y las aspiraciones auténticamente humanas forman parte indispensable del contenido de la
catequesis. Pertenece al plan de Dios que vivamos, asimilemos valores, desarrollemos
capacidades y seamos felices. Ciertamente la catequesis proclama la necesidad de la cruz, pero
también anuncia a un Cristo que trasciende el dolor, el pecado y la muerte mediante su
resurrección.
Es necesario recordar que la opción preferencial por los pobres indica el lugar privilegiado del
catequista. Ayuda a renovar la expresión de los contenidos, de los métodos, de la formación de los
agentes, de las metas, de la mística, de la catequesis inculturada en cada ambiente.
Si bien tiene mucho de verdad el dicho de que «no hay que hablar de Dios a quien tiene el
estómago vacío», su radicalización ha motivado muchos daños a la catequesis. La comunidad
catequizada tiene capacidad para absorber a sus pobres. En esta cuestión, catequesis-promoción
humana, no hay que olvidar la especificidad de la catequesis. Si esta se olvida, la catequesis se
convertirá en una simple acción social. También en la catequesis de promoción humana hay que
proclamar la cruz, que no contradice la promoción humana, sino que le da todo su sentido.
El Dios de Israel liberó a su pueblo de la esclavitud, invitando a sus miembros a mantenerse libres
por medio del decálogo. Por eso, este debe presentarse a nuestros pueblos en la catequesis con
toda su carga social, es decir, no sólo individual sino también comunitaria.
d) Cultura cristiana. Tarea actual de la catequesis. Como Iglesia, somos ministros de la Palabra y
no de una determinada cultura. El evangelio no tiene una cultura propia que defender, sino que
penetra e ilumina todas las culturas. Pero también es cierto que no podemos educar la fe sin la
mediación de una cultura. Una fe no inculturada es una fe no plenamente acogida, ni totalmente
pensada, ni fielmente vivida por no ser fe encarnada. Por eso la catequesis está atenta a los
desafíos que le presenta la comunicación de la fe a través de los lenguajes y de los símbolos de las
distintas culturas, valorizando de modo especial la religiosidad popular. Aunque la interacción fe-
vida sea una tarea de toda la Iglesia, sin duda, la catequesis es un instrumento particularmente
apto para la inculturación de la fe en las diversas realidades latinoamericanas. La catequesis trata
de expresar la fe en el lenguaje propio de los catequizandos y está atenta a los símbolos de las
diversas culturas de extracción tanto tradicional como urbana y moderna. A su vez, la catequesis
posee diversos lenguajes que deben ser inculturados: el kerigmático, el de iniciación, el de
profundización, el celebrativo y el de la iluminación de la existencia. La nueva evangelización exige
un continuo retorno al lenguaje kerigmático de los contenidos.
Nuestra catequesis ya ha conseguido dar pasos significativos de inculturación entre los pobres.
Eso no ha sucedido con la cultura urbana contemporánea. Afirmar que esa cultura no puede ser
evangelizada es admitir, por primera vez, la capitulación de la fe y del evangelio frente a una
cultura. Urge evangelizar esta doble vertiente de la realidad latinoamericana, pobreza y
modernidad, de modo inculturado y liberador, buscando caminos en la experiencia y la
imaginación. La religiosidad popular es una de las más grandes manifestaciones culturales de un
pueblo y, por lo tanto, un valor muy importante que la catequesis ha de tener en cuenta, un punto
de partida para el anuncio y la profundización de la palabra de Dios.
Las auténticas expresiones de religiosidad popular, discernidas por los criterios bíblico,
cristológico, antropológico y eclesiológico (LC 109-112, 116), hacen que la fe penetre
profundamente en el corazón y la mente de un pueblo. Es de desear que en un futuro próximo, la
Iglesia tenga en cuenta la importancia del ministerio de la catequesis, como un instrumento
particularmente apto para la inculturación de la fe y para el encuentro de la fe con la cultura, en
las diversas realidades latinoamericanas. Una catequesis inculturada da origen a un pluralismo de
culturas cristianas.
La Iglesia, al encarnar su mensaje en los pueblos, crea valores cristianos en las culturas que
encuentra. En toda cultura encontramos valores, expresiones y estructuras; esto faculta para
hablar de una cultura cristiana de acuerdo a las expresiones o a las estructuras dimanantes. La
inculturación incorpora la experiencia del creyente en las manifestaciones vitales del pueblo y es
una forma concreta de optar por la justicia en el mundo de la marginación. En cuanto a los
aspectos catequísticos para la inculturación, destacamos: las actitudes del evangelizador; su
inserción en la cultura mediante un diálogo con ella; compartir con el pueblo; aprender su lengua
y sus diferentes lenguajes; comprender y participar de sus símbolos y valores; proceder en los
subsidios que aduzca el idioma de dicha cultura. No olvidemos la historia de la evangelización en
América latina, en la que se privilegió al mismo indígena como catequista.
– Urgencia de la catequesis. Una catequesis renovada y una liturgia viva en una Iglesia en estado
de misión serán los medios para acercar y santificar más a todos los cristianos y, en particular, a
los que están lejos y son indiferentes (Mensaje, n. 30). Urge un decidido empeño por la continua
educación de la fe, por medio de una catequesis que tiene su fundamento en la palabra de Dios y
el magisterio de la Iglesia y permite a los católicos dar razón de su esperanza (n. 294; cf 302). De
aquí se deduce la necesidad, ante todo, del primer anuncio (kerigma) y de una catequesis
kerigmática y misionera y, en segundo lugar, de una catequesis de maduración de la fe. 1)
Necesidad del primer anuncio (kerigma). Todo esto nos obliga a insistir en la importancia del
primer anuncio (kerigma) y en la catequesis (n. 41). En efecto, en el ministerio profético de la
Iglesia se impone, de modo prioritario y fundamental, la proclamación vigorosa del anuncio de
Jesús, muerto y resucitado (kerigma; cf RMi 44), raíz de toda evangelización, fundamento de toda
promoción humana y principio de toda auténtica cultura cristiana (cf Juan Pablo II, Discurso
inaugural, 25) (n. 33; cf 29). 2) Naturaleza de la catequesis (para madurar la fe). Este misterio
profético de la Iglesia comprende también la catequesis, que, actualizando incesantemente la
revelación amorosa de Dios manifestada en Jesucristo, lleva la fe inicial a su madurez y educa al
verdadero discípulo de Jesucristo (cf CT 19). Ella debe nutrirse de la palabra de Dios leída e
interpretada en la Iglesia y celebrada en la comunidad para que, al escudriñar el misterio de
Cristo, ayude a presentarlo como buena noticia en las situaciones históricas de nuestro pueblo (n.
33c; cf n. 19b). 3) Una catequesis kerigmática-misionera. Pero la nueva evangelización, urgente
entre nuestros bautizados (cf nn. 97, 130, 131), debe acentuar previamente una catequesis
kerigmática y misionera (n. 41), que es ante todo una llamada a la conversión a Jesucristo (cf Juan
Pablo II, Discurso inaugural, lc), ante los nuevos desafíos y nuevas interpelaciones que se hacen a
los cristianos y a los cuales es urgente responder (n. 24b). Los sujetos de esta catequesis
kerigmática son los que se han alejado de la casa paterna (cf Lc 15), los bautizados que no
orientan su vida según el evangelio (nn. 129-130), los indiferentes que consideran a Dios inútil o
nocivo para la vida humana (nn. 153-155) y los muchos bautizados que cultivan prácticas
supersticiosas o pseudorreligiosas de carácter orientalista (nn. 155-156).
— Catequesis, migración y familia. La Iglesia se siente urgida, en primer lugar, a ofrecer a los
inmigrantes una catequesis adaptada a la cultura (n. 189); y en segundolugar, a fortalecer la vida
de la Iglesia y de la sociedad a partir de la familia: enriqueciéndola desde la catequesis familiar, la
oración en el hogar y el conocimiento de la palabra de Dios (n. 225).
— Catequesis y derechos humanos. En las Conclusiones de Santo Domingo se afirma que muchos
bautizados en América latina no han realizado su conversión primera a Jesucristo y que por eso se
impone de modo prioritario y fundamental, en el ministerio profético de la Iglesia, la pro clamación
vigorosa del anuncio de Jesús, muerto y resucitado (kerigma, RMi 44). Este anuncio es la raíz de
toda evangelización y fundamento de toda promoción humana (cf Juan Pablo II, Discurso
inaugural, 25).
Pues bien, como este ministerio profético comprende también la catequesis (n. 33), se concluye
que esta, que lleva la fe inicial a su madurez y educa al verdadero discípulo de Jesucristo (cf CT
19), es factor impulsor de cuanto abarca la promoción humana: los derechos humanos (nn.
164ss.), la ecología (nn. 169ss.), el valor de la tierra en América latina (nn. 171ss.), el
empobrecimiento y la solidaridad (nn. 178ss.), el trabajo (nn. 182ss.), el orden democrático (nn.
190ss.), la integración latinoamericana (nn. 204ss.), la familia y la vida (nn. 210ss).
— Los laicos, protagonistas de la inculturación. Urge la constante promoción de los laicos para que
sean protagonistas de la cultura cristiana (nn. 97, 103) y ofrecerles una cualificada formación y
participación, capacitándolos para encarnar el evangelio en las situaciones específicas donde
viven o actúan (nn. 60, 103; cf 251 final y 254 final).
– Teólogos para la inculturación. No obstante, los teólogos, con su tarea enraizada en la palabra
de Dios, realizada en abierto diálogo con los Pastores y en plena fidelidad al magisterio, pueden
contribuir notablemente a la inculturación de la fe y a la evangelización de las culturas.
d) Conclusiones de esta reflexión sobre la catequesis en Santo Domingo: 1) Se observa entre los
pastores participantes en esta Conferencia una notable preocupación, muy realista, por el gran
número de bautizados no convertidos al Señor Jesús, desconocedores de las verdades
fundamentales de la fe, sin conciencia madura de ser Iglesia y alejados de ella, aunque
cultivadores de prácticas arraigadas de religiosidad popular. Por eso, ellos insisten en la necesidad
de realizar el primer anuncio misionero y la catequesis kerigmática, para pasar luego a la
catequesis que madura la fe y hace personas adultas en la fe. Es la preocupación por la nueva
evangelización. 2) Estos pastores afirman estar reunidos «en continuidad con las precedentes
Conferencias generales de Río de Janeiro, Medellín y Puebla» y, por tanto, parecen asumir el
espíritu de aquellas Conferencias, en concreto, sobre la acción catequética. Con todo, uno añora
—a pesar de las lagunas— las lúcidas páginas escritas en Medellín y Puebla sobre la catequesis,
bien en el marco general del Vaticano II proyectado sobre América latina, bien en el contexto de la
evangelización puesta de relieve en Evangelii nuntiandi2. 3) En Santo Domingo se afirman
principios y líneas catequéticas muy importantes, como arriba se indica, pero quizás falta precisión
en el concepto de catequesis, una mínima exposición sistemática referente a la acción catequética
y sus elementos acompañantes, etc. Se ha preferido dar relieve a la descripción de la realidad y de
los problemas eclesiales y presentar una iluminación teológica sobre ellos, los desafíos pastorales
y las líneas de respuesta pastorales. En estas derivaciones a la praxis, se introducen flashes
oportunos, con cierta profundización, que indican los caminos para abordar la realidad. 4) En
muchos aspectos, las Conclusiones coinciden con lo que las Iglesias latinoamericanas extrajeron de
sus reflexiones preparatorias a la Conferencia de Santo Domingo (cf II. Actualidad y futuro de la
catequesis). Sin embargo, estas últimas tienen —según parece— un aspecto de mayor concreción
teórica y práctica sobre la catequesis en comparación con el Documento de Santo Domingo. 5) Ha
habido un progreso en el enfoque catequético de una a otra Conferencia general: Medellín abordó
la catequesis en función de la promoción humana a la luz del Vaticano H. Puebla trata de esta
promoción humana pero bajo el prisma de la evangelización recientemente desarrollada por el
sínodo de la Evangelización (1974) y su exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (1975). Y en
esta, la catequesis es un ingrediente notable —una etapa— de la evangelización. Por fin, Santo
Domingo asume la urgencia de una nueva evangelización, que tiene repercusión especial en
aquellos pueblos de tradición cristiana pero con un déficit notable de fe viva y de comunidades
dinámicas. Desde ella se abordan tanto la promoción humana como, sobre todo, un aspecto
nuevo, apenas tocado en reuniones anteriores: la inculturación del evangelio en función de una
evangelización ad gentes más eficaz, pero también de puertas adentro de la Iglesia, en países
tradicionalmente cristianos.
III. Acontecimientos más recientes
Una extensa Declaración final recoge toda la trama del Congreso, subraya los problemas de fondo
desarrollados en el mismo mediante ponencias, comunicaciones y experiencias, y ofrece algunas
orientaciones operativas. Estos problemas y orientaciones quedan explicitados en las exigencias
comunes que presentó el P. Antonio González Dorado en la ponencia-síntesis de la Clausura.
Entre estas exigencias comunes para una catequesis profética, sobresalen las siguientes: 1)
Necesitamos en este momento una catequesis de conversión, en la que se viva la experiencia
profunda del encuentro interior y de la fe en Jesucristo y en el Espíritu Santo que nos lance a la
aventura de la santidad, es decir, a vivir en el espíritu de las bienaventuranzas. 2) Una catequesis
en la que se viva y experimente, en el catecumenado, la fraternidad interna de la comunidad
cristiana: somos hermanos, amigos, como decía el Señor, pero abiertos a la fraternidad de toda la
familia humana, en la que también se encuentra el espíritu de Jesús. 3) Una catequesis en la que
se promueva y viva el compromiso liberador con los pobres y con todas las víctimas de la
humanidad. Consiguientemente, una catequesis extraordinariamente sensible —precisamente
por el encuentro con Cristo— a los problemas humanos y a los hombres que sufren esos
problemas. Una catequesis sólo para rezar sería, en último término, una catequesis engañosa. 4)
Una catequesis teológicamente comprometida con el progreso de toda la humanidad, porque los
cristianos creemos en el progreso y no en el estancamiento, en el futuro y no en el pasado.
Porque en el progreso humano integral se encuentra también, y primordialmente, la fuerza
creativa de Dios. 5) Una catequesis que sea capaz de hacer de los cristianos no hombres
eclesiocéntricos, sino evangelizadores y misioneros que salen por los caminos del mundo. 6) Una
catequesis no homogénea para todas las Iglesias, no abstracta e intelectual, sino inculturada y
pluricultural, encarnada en la diversidad de los pueblos, más preocupada de esta diversidad de los
pueblos, más preocupada de la sabiduría que de la teología. 7) Una catequesis en la que se
descubra, dentro de la comunidad, el valor de la cruz y su último sentido cristiano. Solamente es
posible hacer un mundo mejor cuando haya creyentes que se entreguen a sus hermanos a imagen
de Cristo Jesús. Cruz significa saber entregar honestamente la vida por los demás. «Conviene que
muera un solo hombre por el pueblo» (In 11,50).
El compromiso-síntesis del Congreso lo expresa así la Declaración final en su último párrafo: «Al
separarnos ahora y volver a nuestros pueblos e Iglesias de origen, nos vamos con el compromiso
de ir construyendo, en y desde la catequesis, una Iglesia-comunión que, en medio de nuestros
conflictos históricos, busque la reconciliación y la unidad; una Iglesia servidora que prolongue la
presencia de Cristo-Siervo en todos sus ministerios; una Iglesia misionera que anuncie con gozo al
hombre de hoy que Dios le ama y que ha sido salvado por Jesucristo. Este creemos que es nuestro
servicio a la nueva evangelización» 3.
2. LA II SEMANA LATINOAMERICANA DE CATEQUESIS. Del 18 al 24 de septiembre de 1994, tuvo
lugar en Caracas un congreso con el lema: «Hacia una catequesis inculturada». La acentuada
preocupación que mostró Santo Domingo por la inculturación del evangelio para llevar a cabo una
nueva evangelización, llevó a las Iglesias latinoamericanas a profundizar en el tema contemplado
preferentemente desde la catequesis. ¿En qué condiciones la catequesis puede llevar a cabo esa
penetración del evangelio en las culturas del continente y en la cultura de la modernidad o
posmodernidad?
Para ello el Departamento de catequesis del CELAM promovió el Congreso de Caracas sobre esta
cuestión, del 18 al 24 de septiembre de 1994 4.
NOTAS: ' Cf Santo Domingo. Conclusiones: Nueva evangelización. Promoción humana. Cultura cristiana, CELAM, Santafé de
2
Bogotá 1992. - Cf AA.VV., Medellín. Reflexiones en el CELAM, BAC, Madrid 1978, 101-118, 377-400; III Conferencia general del
episcopado latinoamericano, Puebla. Comunión y participación: Documento de Puebla, BAC, Madrid 1979, nn. 3579-3619 y
otros. – 3. Cf Catequesis latinoamericana del V Centenario al 111 Milenio. Congreso internacional de catequesis. Sevilla-España,
en Medellín 72 (1992) Monográfico. Cf también Actas del Congreso internacional de catequesis. Sevilla, septiembre 1992,
Teología y catequesis 45-48 (1993) Monográfico, con un anexo. – 4. Para el desarrollo de sus conclusiones, cf CELAM, Hacia una
catequesis inculturada. Memorias de la II Semana latinoamericana de Catequesis, DECAT-CELAM, Santafé de Bogotá (Colombia)
1995.
BIBL.: Además de la bibliografía que se cita en el artículo y en notas, pueden consultarse: en GEVAERT J. (dir.), Diccionario de
catequética, CCS, Madrid 1987, las siguientes voces: ALBERICH E., Directorios catequéticos nacionales, 289-292; BORELLO M.,
América latina, 47-50; GALLO L., Comunidades de base, 207-208; GARCÍA AHUMADA E., Chile, 245-247; GROPPO G., Directorio
catequético general, 287-289; MENDEZ DE OLIVEIRA R., Brasil, 114-115; SEUMOIS A., Pequeñas comunidades, 655-656. En
ELORISTÁN C.-TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993, pueden consultarse:
ELLACURÍA 1., Liberación, 690-710; MALDONADO L., Religiosidad popular, 1184-1196; SOBRINO J., Opción por los pobres, 880-
898; TAMAYO J. J., Comunidades de base, 189-207; Teologías de la liberación, 1363-1376.
La catequesis es el espacio necesario para los niños bautizados en orden al desarrollo de su vida
teologal. «Dada la regularidad del desenvolvimiento infantil, de sus ciclos vitales, de la serenidad
que le es propia y de su creciente y notable trabajo de elaboración del yo y de apertura al mundo,
es preciso convenir que el niño puede seguir forzosamente una catequesis regular, progresiva y
ascendente»1.
En la catequética actual se concibe la catequesis de los niños como un proceso que no termina en
ella, sino que sigue abierto a la adolescencia y juventud. La Iglesia española desea que «se
extienda, cada vez más, el criterio de que la catequesis de infancia no se propone
prevalentemente como meta la mera iniciación de los niños en la vida sacramental, sino el
promover en ellos un itinerario personal de vida cristiana, dentro del cual se insertan los
sacramentos como momentos fuertes del crecimiento en la fe. Es decir, los sacramentos que el
bautizado recibe en la etapa de su infancia y niñez no deben ser considerados como metas
aisladas o conclusivas del itinerario catequético propio de este período vital, sino como momentos
fuertes de expresión de la maduración cristiana que, poco a poco, se va alcanzando» (CC 246).
El Directorio general para la catequesis habla de la infancia y la niñez como una «etapa en la que
tradicionalmente se distingue la primera infancia o edad preescolar de la niñez» (DGC 177). Esa
primera infancia es el tiempo adecuado para realizar el despertar religioso de los niños, previo a la
catequesis, que se caracteriza «a los ojos de la fe y de la misma razón por tener la gracia de una
vida que comienza, de la cual brotan admirables posibilidades para la edificación de la Iglesia y
humanización de la sociedad» (DGC 177).
La infancia y la niñez, continúa el Directorio, «comprendidas y tratadas ambas según sus rasgos
peculiares, representan el tiempo de la llamada primera socialización y de la educación humana y
cristiana en la familia, en la escuela y en la comunidad cristiana, y por eso hay que considerarlas
como un momento decisivo para el futuro de la fe» (DGC 178).
Aunque los psicólogos religiosos dicen que ese despertar se produce entre los 5-6 años, la
iniciación cristiana comienza en el momento en que el niño recibe el bautismo, primer
sacramento de iniciación y, desde entonces es necesario ir creando un clima, un estilo de vivir y de
relacionarse, para que, cuando el niño empiece a ser consciente de la presencia de Dios en su
vida, del don recibido, sea capaz de abrirse a la trascendencia y tener sentimientos religiosos.
Antes de apuntar los aspectos propios de este primer tramo educativo de la iniciación cristiana y
de cómo recorrerlo, nos detenemos brevemente en las características de los niños y las niñas en
los distintos momentos de esta etapa infantil.
a) Entre los 0 y los 3 años. En los primeros años de la vida, los niños no pueden vivir solos, tienen
necesidad de sobrevivir, necesitan ser queridos y protegidos. Poco a poco van adquiriendo
destrezas, tanto en el movimiento, como en el lenguaje y en la comunicación. Su cuerpo prima
sobre el pensamiento.
Entre los 2-3 años hay un mayor desarrollo socio-afectivo, marcado por la afirmación de la
autonomía, que se manifiesta en el deseo de hacer cosas solos, y en la alegría que les produce su
crecimiento. Ya juegan con otros niños y empiezan a reconocer los diferentes roles en la familia
(padres, hermanos, hijos, abuelos...). Se vuelven curiosos y preguntan los porqués y los para qué
de las cosas. Poseen una capacidad imaginativa e imitativa, que les lleva a trasladar al mundo real
lo irreal.
El don de Dios que habita en ellos se va desarrollando, sin que tomen conciencia de ello, y va
capacitándoles progresivamente para la relación con él. Aunque ya poseen la semilla del bien y del
mal, no son capaces de distinguir entre uno y otro, sino por lo que le dicen los mayores, o por las
manifestaciones de aprobación o desaprobación que estos hacen de sus actos.
b) Entre los 3 y los 5 años. En estas edades, el cuerpo sigue primando sobre el pensamiento.
Aunque todavía no razonan, sí perciben lo que ocurre en su entorno. Su actividad motora crece y
son, por lo general, personas muy dinámicas. Se desarrollan la imaginación y la fantasía; se
despierta el gusto por las narraciones, los cuentos y las historias fantásticas, y desean hacer lo que
ven en sus personajes preferidos. Acceden a la inteligencia representacional, a la función
simbólica, o capacidad de utilizar unos símbolos para representar las cosas y evocarlas sin
necesidad de que estas se hallen presentes.
El egocentrismo que caracteriza esta etapa lleva a utilizar con mucha frecuencia el yo y el a mí. Es
la edad de la oposición, del no; se desarrolla su agresividad, que suele estar más marcada en el
niño que en la niña.
Crece su capacidad de relación con los mayores y con otros niños, favorecida por la integración en
la comunidad escolar. Afectivamente necesitan seguridad y que los demás presten atención a lo
que hacen; por eso se sienten orgullosos cuando son alabados y reconocidos por la acción bien
hecha.
Tienen ya cierta capacidad para captar lo religioso. Empieza el interés por las primeras imágenes
de Dios y aparecen los primeros sentimientos religiosos. Tanto el niño como la niña introducen a
Dios en el mundo de sus fantasías. No son capaces de trascender, por eso imaginan lo divino en
términos humanos y lo rodean de cierta magia. Hacia el final de estas edades tienen facilidad para
los gestos y los ritos y para memorizar algunas fórmulas y oraciones, aunque aún no puedan
comprenderlas con claridad, ni mucho menos integrar en su vida lo que aprenden.
Su comportamiento moral se rige más por los efectos que producen sus actos en el entorno que
les rodea, que por haber asumido unas normas de comportamiento. Por el deseo de agradar,
responden, con frecuencia, afirmativamente a la pregunta: ¿te has portado bien?, y suelen culpar
a otros, o mentir, cuando sus acciones son desaprobadas por los mayores.
c) Entre los 5 y 6 (7) años. Llegamos al final de esta etapa en estos años, en los que los niños se
van capacitando para dominar, progresivamente, estos dos mundos: el que existe dentro de ellos
y el mundo exterior en el que viven y pueden decir lo que sienten y piensan.
Es una edad poco conflictiva, bastante gratificante para ellos, porque disfrutan agradando a los
demás, son serviciales, hogareños y se saben comportar.
Disfrutan con las narraciones de historias, cuentos, acontecimientos, etc., y son capaces de
reconstruirlas a través del diálogo, la dramatización o el dibujo.
En la relación con Dios experimentan importantes avances; aunque todavía son incapaces de
organizar el pensamiento religioso cristiano, tienen ya elementos valiosos en los que apoyarse.
Entre los 6-7 años nace en ellos el sentimiento de maravilla respecto a Dios, y son sensibles a la
grandeza, a la belleza y la bondad de Dios en la creación, y, así, manifiestan su admiración por la
vida, por los dones de Dios, con palabras de alabanza y gestos de gratitud. En esta etapa se inicia
la atribución histórica a través de Jesús, como cercanía de Dios, con densidad afectiva más
marcada en las niñas que en los niños; se interesan por la vida de Jesús y sus amigos y disfrutan
con la narración de los pasajes evangélicos que le son más cercanos. Les atrae la actividad
litúrgica, sobre todo si participan activamente en ella y tienden a la oración expresada con
palabras cercanas y a través del ritmo y la expresión corporal.
Respecto a la moral, Dios apenas determina la acción, es más bien el comportamiento de los
mayores el que les induce a actuar de una u otra forma, pero son más conscientes de sus actos
que en la etapa anterior. A los 6-7 años ya no aceptan, como antes, las normas e imposiciones de
los mayores. Asumen sus responsabilidades con seriedad, aunque en realidad no saben de qué
son responsables. Quieren ayudar, pero su ayuda no es uniforme, porque se cansan pronto de una
tarea y desean cambiarla. En general, se aprecia mayor constancia en las niñas que en los niños.
a) La familia: La apertura social promovida por la familia-núcleo es un hecho positivo que permite
a los niños contar con una multiplicidad de modelos, hacia los que son particularmente sensibles
por su tendencia a la imitación y la necesidad de identificación.
En el aspecto religioso, los padres ofrecen a sus hijos, desde el inicio de la vida, los signos de la
ternura del Padre. La fe recibida en el bautismo, para germinar y desarrollarse necesita echar
raíces en el terreno de la vida cotidiana. Y es en la familia donde se cultiva y se cuida
progresivamente el don recibido del Padre por el Hijo, en el Espíritu.
b) La guardería y el colegio. Como consecuencia del cambio de vida en la familia, del trabajo de
ambos cónyuges y otros condicionantes, muchos niños van a la guardería al poco tiempo de su
nacimiento y hacia los tres años se integran en la comunidad educativa escolar.
Ambos son ámbitos de socialización, de apertura a lo nuevo, de aprendizaje y expresión. Para que
los pequeños noten lo menos posible la ausencia de los padres, se debe prolongar en estos
ámbitos el clima de afecto, protección, confianza, etc., de la familia.
Para que la referencia religiosa y la experiencia de Dios que tienen los niños no sufra deterioro, es
necesario que se establezca un diálogo y una colaboración con los padres o con aquellos
miembros de la familia que se ocupan más de cerca de la educación religiosa de los pequeños,
que, en muchas ocasiones, son los abuelos.
c) Otros factores ambientales. Sin caer en el extremo de considerar el ambiente como algo
determinante en la educación humana y religiosa de los niños, no cabe duda de que puede
favorecer o dificultar dicha educación.
En nuestra sociedad actual existen una serie de factores ambientales que conviene tener en
cuenta para encauzar bien la educación de los pequeños: 1) La televisión y el vídeo se van
extendiendo cada vez más por nuestros hogares, y los niños pasan largas horas ante la pequeña
pantalla. Es necesario que los padres estén atentos a este fenómeno, se acostumbren a
seleccionar los programas de televisión y los vídeos más adecuados para sus hijos, aprovechen
algunos ratos para sentarse junto a los pequeños mientras ven algunos programas y les ayuden a
descubrir los valores que en ellos aparecen, y a rechazar todo lo que es desfavorable para la
convivencia, la paz, la solidaridad y la verdad. 2) La publicidad pone ante los ojos de los pequeños
una multitud de ofertas de juguetes y golosinas que los fascinan por la fuerza persuasiva con que
se les presentan, y crea en ellos un deseo de posesión. Al mismo tiempo les rodea de una gama de
intereses que influye en los niños de modo precoz, cuando todavía no están preparados para una
opción libre y consciente. Los padres y otros educadores en la fe no deben ignorar este acoso
publicitario y la influencia que ejerce en la concepción de la vida y los valores.
El despertar religioso, como el despertar a la fe, es ejercicio y aprendizaje, es hacer surgir a la vida
los sentimientos de ternura y de confianza filial que el Espíritu deposita en cada persona que
habita.
Por tanto, podemos resumir en dos los objetivos de esta etapa: 1) favorecer que los niños
perciban en su propia vida la cercanía de Dios Padre, que les da seguridad y los invita a crecer; 2)
ayudarles a empezar a expresar su propia experiencia religiosa a través de los distintos lenguajes
con que se expresa la comunidad cristiana: aprendiendo a nombrar las cosas de la fe, dirigiéndose
confiadamente a Dios Padre con sus propias palabras y con algunas oraciones bíblicas y litúrgicas,
y procurando mirar y valorar a los demás como Jesús nos enseña.
En los primeros seis o siete años de su vida, los niños van a percibir la revelación del amor de Dios
a través del afecto y del testimonio cristiano de quienes les son cercanos. La experiencia de ser
queridos, cuidados, protegidos, les proporciona un sentimiento de seguridad en sí mismos y les
predispone para acoger, con una confianza grande, el amor de un Dios Padre, que les conoce por
su nombre, que está atento a todo lo que hacen, que les da la vida y la fuerza para crecer, que les
quiere y les perdona, y les da como hermano a su hijo Jesús para que aprendan de él a hacer
felices a los demás.
Por tanto «los padres y el conjunto familiar son los primeros catequistas y la primera catequesis
de los hijos. Estos escuchan y aprenden el evangelio, antes que nada, en las personas que integran
la realidad familiar y encarnan los valores humanos y cristianos» (CC 272).
b) La comunidad cristiana, aunque no es el ámbito natural para este despertar religioso, se hace
cada vez más necesaria en nuestros días, ya que no se puede dar por supuesto este despertar del
niño en la familia, ni cabe ignorar el gran número de niños que proceden de familias no creyentes
o no practicantes, e incluso que no han recibido el sacramento del bautismo, y no obstante
acuden a la catequesis con el deseo de hacer la primera comunión. Por tanto «la comunidad
deberá hacerse cargo de subsanar, en la medida de lo posible, las serias lagunas existentes en la
educación religiosa del niño. De lo contrario caerá en la tentación de construir sobre arena y de
malograr la catequesis»4. Generalmente la comunidad cristiana se concreta en la parroquia, como
«verdadera célula de la Iglesia particular, en la que se hace presente la Iglesia universal» (IC 33).
La comunidad ha de tener también presentes a los niños que viven en situaciones especiales y son
también sujetos de catequesis y a los que hay que acoger y tratar como los preferidos de Dios.
Muchos de ellos necesitarán también un acompañamiento cuidadoso en el despertar a la fe: hijos
de emigrantes, de gitanos, de drogadictos o de encarcelados..., o personas con algún tipo de
minusvalía psíquica. Estos últimos necesitan un tratamiento especial.
5. CÓMO REALIZAR EL DESPERTAR RELIGIOSO. a) Las bases para el despertar religioso entre los 0 y
los 3 años. Esta primera etapa no es todavía el momento adecuado para este despertar, pero sí
para poner las bases que lo facilitarán en los años sucesivos. En el primer año de vida, la clave
para ir poniendo los primeros cimientos de este despertar está en la relación de los padres con el
hijo, en la cercanía y ternura que el pequeño de alguna manera percibe, y en atender
amorosamente a sus necesidades básicas.
A partir de los 12-14 meses, hasta los tres años, es fundamental crear un clima favorable, donde
los gestos cotidianos que los niños reciben y que ellos son capaces de ofrecer a los demás
adquieran valor y sean especialmente significativos para cada uno.
Hay actitudes y detalles especialmente significativos, y que conviene cuidar en la familia en orden
a favorecer este despertar religioso: la paz y el orden en la familia; las manifestaciones de cariño y
los gestos de cercanía y protección, que producen en los pequeños sentimientos de confianza; el
testimonio de los mayores, porque el niño ve, observa e imita lo que ve; los gestos y símbolos de
la vida cotidiana (la comida compartida, el regalo, el abrazo de perdón...). Se debe cuidar también
la presencia de signos religiosos dignos (una imagen de la Virgen y de Jesús, la señal de la cruz
hecha sobre la frente, etc.) y de otros signos, propios de cada lugar y cada familia.
Podemos hablar también de algunas actividades con las que los niños, sobre todo a partir de los 2
años, pueden disfrutar: el canto y el dibujo, el contacto con la naturaleza y la narración. No es, por
tanto, el momento adecuado para enseñarles cosas sobre Dios, sino para testimoniarles con la
vida, el amor y la bondad de Dios.
b) El despertar religioso entre los 3 y los 5 años: Entramos en una etapa en la que se pueden y
deben dar los primeros pasos en este despertar. En primer lugar hay que estar atentos a las
necesidades de los niños de estas edades, entre las que destacan las necesidades afectivas y la
necesidad de movimiento, juego, placer; como también la necesidad de tranquilidad que favorece
y posibilita la iniciación en el silencio, en la contemplación y la necesidad de expresarse en
libertad. En este tiempo, en que los pequeños hacen muchas preguntas, hay que contestarlas
bien, aunque a veces no se pueda dar la respuesta completa porque son incapaces todavía de
entenderlas y asumirlas.
Es importante comenzar a acercarlos al acontecimiento salvador, pues a partir de los 4-5 años los
niños pueden tener una primera e inicial experiencia de Dios, que se verá favorecida por la
atmósfera cristiana familiar y por un lenguaje propio y específico: el de la observación, la
narración de las maravillas que Dios realiza con su pueblo (en su vida concreta) y los signos
naturales y sagrados.
Es conveniente introducirles también en algunas expresiones del lenguaje cristiano de las que
pueden captar el significado (don, entrega, perdón, Dios Padre, Navidad, Pascua, etc.), al mismo
tiempo que descubren, a su medida y muy veladamente. la realidad que encierran. Junto al
lenguaje, es importante que los niños vean y conozcan algunos signos cristianos: el templo, las
imágenes de Jesús y María, el altar, el libro de la Biblia...
Por último es necesario favorecer la dimensión festiva de la vida, el contacto con la naturaleza, el
encuentro con otros niños, el diálogo, la escucha atenta de breves narraciones bíblicas, la
expresión de sus vivencias a través de dibujos, recortados y pegados, canciones, etc. Y habrá que
evitar la agresividad en las correcciones, una presentación de Dios lejana y poco afectiva y el
eludir sus preguntas o contestarlas para salir del paso.
c) El despertar religioso entre los 5 y los 7 años. En este tramo final de la etapa infantil se consolida
y completa este primer momento de la iniciación cristiana.
Los niños, que van creciendo en estatura, en capacidades, en conocimientos, etc., crecen también
en el conocimiento vivencial de Dios. El testimonio de los adultos sigue siendo particularmente
importante, por la influencia que estos ejercen todavía en los pequeños.
Las narraciones bíblicas, la iniciación en los signos, la oración familiar y las celebraciones son
elementos fundamentales en esta formación.
En la formación de la conciencia moral, los valores humanos y las actitudes cristianas van muy
unidos. Los niños los van asumiendo poco a poco, si los ven hechos realidad en el
comportamiento de los mayores. Las acciones solidarias, los gestos de acogida, de perdón, de
disculpa, de tolerancia, hacen comprensible y cercano el camino del amor que Jesús ha recorrido y
nos invita a recorrer.
Es necesario cuidar el diálogo con los pequeños; potenciar su autoestima valorando lo que hacen
y animándoles a tener iniciativas; visibilizar y acoger la actitud de acogida y perdón, el testimonio
del servicio y de compartir; hacer posible su participación en las celebraciones y oraciones de
familia o de la comunidad, acompañado de los mayores. Se ha de cuidar también la actitud de
respeto y sencillez en las narraciones bíblicas y en la presentación de los acontecimientos
cristianos.
Cuando los niños alcanzan los 7-8 años, la Iglesia les ofrece un proceso de catequesis integral y
orgánico, que abarca hasta los 11-12 años y que continuará en la adolescencia y juventud.
A esta etapa le han dado los psicólogos y sociólogos distintos nombres. Unos la consideran en su
totalidad como infancia adulta, otros hablan de infancia media (entre los 6-8 años) e infancia
adulta (de los 9 a los 11). De una u otra forma, lo que sí es cierto es que en esta etapa de la niñez,
hay que considerar, como en la anterior, tramos distintos, con sujetos de catequización diferentes
en sus características psicosociales y religiosas.
1. LA INFANCIA MEDIA. a) Rasgos psico-sociales: Entramos en una etapa en la que los niños se
abren a la vida de forma natural y buscan con interés experiencias variadas. Entre los 6-7 años
tienen intereses objetivos y su inteligencia es práctica. Hacia los 8 años comienzan a ser más
subjetivos y a separar su juicio del decir de los adultos. Son capaces de recoger datos y de
memorizarlos, sin olvidarlos fácilmente, pero sin llegar a la abstracción.
Son positivos en sus apreciaciones sociales; aunque todavía tienden a las comparaciones con los
demás compañeros, suelen mirar el lado positivo de los hechos y de las situaciones. Van
superando el egocentrismo de la etapa anterior, y su sociabilidad, sin ser muy fuerte y estable, es
abierta y diversificada; por eso les agrada vivir con los demás de manera participativa y se
manifiestan generosos y compasivos. Empiezan a ser competitivos y les gusta ser los primeros en
las acciones que se realizan en grupo5.
Su afectividad sigue siendo grande, pero sin estar polarizada exclusivamente en la familia.
Participan en grupos de niños con los que juegan y se lo pasan bien.
Por ser dinámicos y más bien superficiales, su religiosidad está muy vinculada a la acción. Y así, les
gusta la actividad y el protagonismo en las celebraciones, en las que suelen participar con gusto,
aunque todavía no puedan profundizar en lo que celebran.
Descubren la oración, pero todavía ven en ella la manera de obtener beneficios, y tienen dificultad
para superar el interés particular, por lo que predomina la oración de petición.
Respecto a la moral, no aceptan ya como antes las normas que les vienen de fuera, sobre todo a
partir de los 8 años. Comienzan a asimilar el sentido moral que hay en esas normas, pero
distinguen entre las normativas y las conductas que observan las personas que las dan. Esa
asimilación que les lleva a juzgar a los otros no les hace, sin embargo, autocríticos; y es natural,
puesto que en su vida moral sólo son capaces de asimilar lo que les dicen y, de acuerdo con ello,
critican las conductas en cuanto ajustadas o no a esa normativa.
Por ello, hay que ayudar a los niños a que piensen y a que expresen, con naturalidad, lo que
piensan y lo que creen. «El niño debe abrirse a la crítica desde este momento de su vida. Con
todo, a fin de que vaya estableciendo la diferencia existente entre el bien y el mal, debe aprender
a emitir opiniones y juicios de valor. Sus juicios reclaman el reforzamiento de los mayores,
mediante la aprobación; pero también es importante el clima de confianza y de espontaneidad
expresiva»6.
Hay que recordar que en estas edades los niños siguen teniendo muchas reacciones instintivas
(agresividad, desobediencias, mentiras...), producidas por el miedo, la inseguridad, el deseo de
hacerse notar y de ser preferidos, las frustraciones, etc., en las que su libertad no está realmente
comprometida. En estos casos, no se les debe culpabilizar, sino hacerles ver cómo, a pesar de
estos incidentes, se pueden ejercitar en el dinamismo del amor.
a) Ritmos interiores, estructura del pensamiento y sociabilidad. Suele ser característico de esta
etapa el equilibrio y estabilidad entre el mundo interior y el influjo del mundo exterior. Son
organizados en su pensamiento y en el trabajo. Y tienen tendencia a la construcción y a la acción
eficaz. Buscan el triunfo y ofrecen su colaboración en las tareas familiares, escolares y de la
comunidad cristiana.
Su inteligencia es práctica, por lo que buscan el resultado eficaz; se inicia la abstracción a partir de
asociaciones de acontecimientos o presencias concretas. Sigue desarrollándose, tanto en las niñas
como en los niños, el sentido de la historia, y son capaces de relacionar, acontecimientos,
personas y situaciones. Se desarrollan los hábitos de trabajo, de observación, de análisis y
sistematización y de memorización.
Son muy sociables: sus mejores espacios de experiencias son los sociales; por eso se interesan por
las personas que les rodean y tienen muchas relaciones personales extrafamiliares, sobre todo en
la escuela y en los grupos en que participan (comunidad cristiana, deportes, actividades lúdicas,
etc). Es la edad de la pandilla, en la que no suelen hacer discriminación de personas (ni raciales, ni
económicas, ni por la cultura o creencias), a no ser que estén muy mediatizados por los adultos o
por un ambiente clasista.
Empiezan los primeros ensayos de amistades particulares y de atención al otro sexo. Las niñas
suelen ser más selectivas y prefieren distanciarse con respecto a los niños, los cuales se
mantienen en cierta indiferencia, a veces irónica y agresiva, para con esas exigencias femeninas.
Es la etapa del nacimiento de la autonomía; por ello, lo que más les satisface es sentirse dueños
de sus acciones.
b) Referencias religiosas. Van adquiriendo una noción menos pueril de Dios y aumenta su sentido
de responsabilidad ante él. Al ir creciendo su capacidad de interiorización y poseer un
pensamiento más lógico, van descubriendo sus atributos más subjetivos: bondad, fuerza, justicia...
Entienden mejor el sentido de la paternidad divina. Dios empieza a situarse en la historia. Cristo
va configurándose como persona histórica y se desarrolla la comprensión de su función salvífica.
Empiezan a descubrir el sentido de la Biblia, aunque muy limitadamente, con más atención al
contenido y con gran afinidad hacia el tema de la creación y de los grandes acontecimientos y
personajes bíblicos. En su afán de saber, su conocimiento religioso se enriquece a base de
vocabulario y textos memorizados.
Empieza a diferenciarse la religiosidad del niño (el Dios de la ley) de la de la niña (encuentro
afectuoso con Dios). La idea de Dios les acompaña en su vida y entra en su mundo de relaciones y
afectos. El decaimiento en la piedad en el inicio de esta etapa se normaliza entre los 9-10 años, en
que vuelve a ser posible una cierta contemplación y les atrae más conscientemente la actividad
litúrgica.
En cuanto al hecho eclesial, el desarrollo del sentido del otro, su gran apertura a la sociabilidad y
la capacidad de gratuidad les introduce en una relación eclesial abierta. Comienzan a valorar el
grupo cristiano, se interesan por él y les gusta aportar sus gestos y colaboraciones en la marcha de
los grupos a los que pertenecen. Del sentido de grupo pasan al de comunidad, y se van situando
conscientemente en la comunidad cristiana. Van dando pasos en el sentido de catolicidad referido
a la Iglesia y en la acogida cordial de los mayores en la fe. Perciben el sentido cristiano de las
fiestas y la dimensión celebrativa y comunitaria de los sacramentos.
En resumen, se hace posible una primera síntesis personal del mensaje de salvación sobre una
línea histórica, y el acceso a una fe personal.
c) Repercusiones del hecho social en el comportamiento. Aceptan con más facilidad los
imperativos morales provenientes directamente de Dios que de los padres, profesores o
catequistas. Adquieren el sentido de la remuneración por la acción buena y de la necesidad de
sanción por una transgresión de las leyes. Tienen, pues, tendencias a una moral utilitaria.
a) La familia. Tanto para los niños de la infancia media como para los de la infancia adulta, sigue
siendo grande la influencia de la familia en las ideas, las manifestaciones de espiritualidad y los
comportamientos que configuran su religiosidad (cf IC 34). Participan de los sentimientos y
confían en los juicios de los padres, aunque van siendo cada vez más capaces de descubrir por su
cuenta aspectos trascendentes.
No podemos ignorar que la unidad familiar actual tiene unos condicionantes y unas formas de
comportamiento que no se ajustan a esquemas preestablecidos. Su cohesión tiene que brotar de
dentro, y a la vez ser cultivada con creatividad y esfuerzo desde fuera. De todos es conocido que
la desintegración de la familia repercute inmediatamente en el psiquismo de los niños y hasta en
su capacidad intelectiva y cognoscitiva.
Pero son más las familias estables cohesionadas. En unas y en otras es de suma importancia el
testimonio y la experiencia de fe que transmiten a sus hijos, porque tanto a los niños como a las
niñas les gusta reproducir los juicios recibidos en el hogar, y son decisivas para ellos las actitudes
religiosas que reflejan en su comportamiento tanto el padre como la madre, aunque no sean
idénticas.
b) El ámbito escolar. Los niños de estas edades, por regla general, se sienten integrados en el
centro escolar y están cómodos con sus profesores y compañeros. Las influencias, tanto positivas
como negativas, que en él reciben marcan fuertemente su sentido religioso y su comportamiento
moral. Los valores propuestos en la escuela, las actitudes que se fomentan, el modo de
relacionarse, de colaborar y de participar, dejarán una huella fuerte en su vida (cf IC 36-38).
c) Otras influencias sociales. La importancia del juego colectivo y los deportes, y el gusto por las
actividades artísticas (música, pintura, modelado, lectura, etc.), les abre en estas edades a
espacios nuevos de convivencia y socialización (el club, el movimiento o el centro recreativo del
barrio...), que van afianzando su apertura al mundo exterior, y les ofrecen datos y posibilidades
nuevas que favorecen o entorpecen la estructura de su personalidad.
A estas actividades hay que añadir el cine, la televisión, los vídeo-juegos, etc. Es obvio que no
todas tienen la misma fuerza educativa ni los mismos riesgos. Es importante ver qué tiempo
dedican a estas actividades, en qué medida les absorben y también si van adquiriendo frente a
ellas una actitud crítica y selectiva. Analizar sus comportamientos y educarlos para situarse
adecuadamente ante estos medios, es también una tarea, necesaria hoy, de la catequesis.
La Iglesia, fiel a su misión de llevar la buena noticia a todas las personas, en la situación en que se
encuentran, se hace «toda para todos» (1 Cor 9,22), adaptándose al aquí y ahora de cada
creyente, para que la palabra de Dios ilumine su ser y actuar.
La catequesis se concibe como un itinerario en el que el cristiano se va capacitando
progresivamente para entender, celebrar y vivir el evangelio del Reino, para integrarse
plenamente en la comunidad eclesial y participar en su misión de anunciar y difundir el evangelio.
1. OBJETIVOS Y TAREAS. Es esta una etapa propiamente catequética muy rica y con una auténtica
estructura catecumenal, adaptada a estos destinatarios concretos.
En ella, la Iglesia se propone ayudar a los catequizandos a realizar una primera síntesis vivencial de
la fe cristiana, jalonando el camino de momentos especialmente significativos (como en el
catecumenado de adultos), en los que se afirma la fe personal y se realizan avances notables en la
incorporación a la comunidad cristiana, como son: la celebración de la primera eucaristía; la
opción consciente por seguir a Jesucristo y continuar su proceso, una vez celebrada la primera
comunión; y la confesión de su fe, ante la comunidad, una vez terminada la etapa catequética de
la niñez.
El fruto maduro de esta catequesis es la fe, «la adhesión firme y gozosa a Jesucristo, el Señor» (cf
DGC 80). Una fe que se conceptualiza en el conocimiento y comprensión del misterio cristiano,
que se traduce en la vivencia de las actitudes evangélicas, en los niveles propios de estas edades,
que se celebra en la liturgia de la Iglesia, especialmente en los sacramentos, que se vive en la
comunidad cristiana a la que se incorporan como miembros activos, y se realiza en el servicio a los
hermanos, especialmente a los más pobres, y en el anuncio de la buena noticia a otros niños,
incluso, en muchos casos, a las personas mayores que tienen más cercanas (cf DGC 178).
Por ser característica de estas edades la apertura a la socialización, el sentido inicial de la historia
y el interés por los héroes y por los grandes acontecimientos, el gusto por la participación en la
liturgia, la capacidad para la relación con los demás y con Dios, y la cercanía de los signos de la
vida diaria, «la educación a la oración y la iniciación a la Sagrada Escritura son aspectos centrales
de la formación cristiana de los pequeños» (DGC 178). Por ello es importante valorar e insistir en:
1) el descubrimiento y asimilación de la historia de la salvación en el tiempo bíblico y en el tiempo
eclesial; 2) el clima de encuentro, de diálogo con el Señor, que introduce a los niños, a lo largo de
la catequesis, en la oración cristiana tanto individual como comunitaria.
Una pedagogía que, en sus concreciones metodológicas, emplea todos los recursos propios de la
comunicación interpersonal, como la palabra, el silencio, la metáfora, la imagen, el ejemplo y
otros tantos signos.
c) El acto catequético. El desarrollo de una catequesis concreta debe seguir el proceso propuesto
en los documentos recientes de la Iglesia universal y de algunas Iglesias locales. En él «se integran
varios elementos o factores que se reclaman mutuamente y que, por tanto, no se pueden disociar
entre sí... Nos referimos a la experiencia –humana y cristiana– del catecúmeno, a la palabra de
Dios contenida en la Sagrada Escritura y en la tradición y a la expresión de la fe, en sus diversas
formas: confesión de fe, celebración y compromiso» (CC 221ss.; cf 235; DGC 152-153; cf IC 24ss).
La vida debe ser contrastada e iluminada por la palabra de Dios. No se trata por tanto, al
presentar el mensaje, de dar un conjunto de informaciones o unas síntesis que los niños han de
aprender. La Sagrada Escritura y la tradición han de exponerse o narrarse, en la catequesis, como
relato de la experiencia de los que han sido testigos de las manifestaciones de Dios, a lo largo de
la historia.
Al conocer y descubrir en la propia vida el mensaje salvador de Dios y al encontrarse con
Jesucristo, expresan su fe en él y su voluntad de seguirle a través de la profesión de fe (creo en su
obra y en su mensaje), de la oración o la celebración cristianas (oro y celebro lo descubierto) y del
compromiso (estoy dispuesto a transformar mi vida y a seguir a Jesús).
La comunidad cristiana tiene también la responsabilidad de prestar especial atención a los padres
y ayudar, a quienes lo necesiten, a realizar bien esta tarea de la educación en la fe de sus hijos.
Por otro lado, la escuela les va proporcionando hábitos de trabajo, de observación, de análisis y de
sistematización, que enriquecen, en esos aspectos, la acción realizada en la familia y en la
catequesis.
Para que los tres ámbitos contribuyan armónicamente a este proceso educativo de la fe, se hace
cada vez más necesaria la coordinación entre ellos y el saber distinguir lo específico de cada
ámbito y lo que cada uno de ellos puede y debe aportar a los otros dos. «La educación... depende
fundamentalmente de la responsabilidad de las familias, pero necesita del apoyo de toda la
sociedad»7.
NOTAS: 1. A. APARISI, Pastoral de infancia, ICCE, Madrid 1992, 38. – 2. CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA, Para una pastoral
de la cultura, Ciudad del Vaticano (23 mayo 1999) 14. Cf también nn. 15-16. – 3. L. ZUGAZAGA, El despertar religioso, Actualidad
6
catequética 173 (1997) 122. — 4. Ib, 127. — 5. Cf P. CHICO, ¿A quién catequizamos?, CVS, Valladolid 1995, 60. - Ib, 68. — 7.
CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA, o.c., 16; cf nn. 29-30; cf también IC 33-34, 36-38.
BIBL.: Además de la consignada en las notas: AA.VV., La catequesis que necesitamos en Madrid, Delegación diocesana de
catequesis, Madrid; AA.VV., Al encuentro con Dios en compañía del niño pequeño, San Pío X, Madrid 1997; CONFERENCIA
EPISCOPAL ESPAÑOLA, Catecismos: Padre nuestro, con su guía pedagógica, Edice, Madrid 1982; Jesús es el Señor, con su guía
pedagógica, Edice, Madrid 1984; Esta es nuestra fe, Edice, Madrid 1986; DELEGACIÓN NACIONAL SALESIANA DE PASTORAL
JUVENIL, Itinerario de educación en la.fe. Guía del animador, CCS, Madrid 1994; La aventura de vivir, CCS, Madrid 1996;
MIGUÉLEZ V., Jesús nos quiere (libro de actividades y guía del catequista), San Pablo, Madrid 1998; Con Jesús y en su Iglesia
(libro de actividades y guía del catequista), San Pablo, Madrid 1998; Seguimos tus huellas (libro de actividades y guía del
catequista), San Pablo, Madrid 2000; NAVARRO GONZÁLEZ M., Despertar religioso en la.familia, Material para los padres,
Delegación diocesana de catequesis-PPC, Madrid 1997; Formación de catequistas. Area catequética, CEVE, Madrid 1986;
NAVARRO GONZÁLEZ M.-MARTÍNEZ E., Educación religiosa en preescolar y ciclo preparatorio, Narcea, Madrid 1981; NAVARRO
GONZÁLEZ M.-ALASTRUÉ P.-MARTÍNEZ E., Enseñanza religiosa en el ciclo medio, Narcea, Madrid 1982; Personalización de la
síntesis de fe, Narcea, Madrid 1983; OSER F., El origen de Dios en el niño, San Pío X, Madrid 1996; SECRETARIADO DIOCESANO DE
9
CATEQUESIS DE HUELVA, Empezamos a caminar, San Pablo, Madrid (libro de actividades, 1998'; guía del catequista, 1994 ); El
9' 16
encuentro, San Pablo, Madrid (libro de actividades, 1998 ; guía del catequista, 1997 ); Haced lo que él os diga, San Pablo,
2
Madrid (libro de actividades, 1997 ; guía del catequista, 1994"); Vosotros sois mis amigos, San Pablo, Madrid (libro de
27 9 2
actividades, 1996 ; guía del catequista, 1996 ); TIERNO B., La edad de oro del niño, San Pablo, Madrid 1995 .
NUEVA EVANGELIZACIÓN
A finales de 1985, Juan Pablo II proponía un compromiso «para toda la Iglesia, a nivel cósmico,
proyectada hacia una nueva evangelización misionera, según el impulso que le ha sido otorgado,
ad intra y ad extra, por las consignas del Vaticano II, retomadas e irradiadas por el sínodo de los
obispos»1.
En primer lugar, pretende recuperar y actualizar la identidad más profunda de la Iglesia: su misión
evangelizadora, al servicio del reino de Dios y de toda la humanidad, como ya había destacado
Pablo VI en la Evangelii nuntiandi (EN 14).
En segundo lugar, la Iglesia misionera, en nuestra época, ha de asumir las orientaciones y las
consignas dadas por el Vaticano II, en el que, como en un nuevo Pentecostés, el Espíritu ha
hablado a su Iglesia (RH 3).
En tercer lugar, la Iglesia de la nueva evangelización ha de tener una apertura cósmica, es decir,
preocupada por «toda la familia humana con el conjunto universal de las realidades que esta
vive» (GS 2). Más aún, esta preocupación ha de traducirse en un proceso de adaptación al mundo
actual (ES 37), al advertir que «el género humano se halla hoy en un período nuevo de su historia,
caracterizado por cambios profundos y acelerados, que progresivamente se extienden al universo
entero... Tan esto es así, que se puede ya hablar de una metamorfosis social y cultural, que
redunda también sobre la vida religiosa» (GS 4). «De esta manera somos testigos de que nace un
nuevo humanismo, en el que el hombre queda definido principalmente por su responsabilidad
hacia sus hermanos y ante la historia» (GS 55). La Iglesia evangelizadora, superando la tentación
del inmovilismo, ha de tomar conciencia de que Jesucristo «sale al encuentro del hombre de toda
época y también de nuestra época» (RH 13), y que «este hombre (concreto e histórico) es el
primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión, él es el camino
primero y fundamental de la Iglesia, camino trazado por Cristo mismo, vía que inmutablemente
conduce a través del misterio de la encarnación y de la redención» (RH 14-15). El antiguo adagio
decía: «Lo que no se encarna no se redime».
Por último, estos tres grandes desafíos conjuntados reclaman, tanto para la Iglesia universal como
para las Iglesias particulares y para cada uno de los cristianos y de sus diversas agrupaciones, un
proceso de autoevangelización o de evangelización interna. Es un proceso que implica
simultáneamente un reencuentro con el Jesús evangelizador y una encarnación en la humanidad
de nuestra época. Por eso, Juan Pablo II lo califica también en diversas ocasiones con el nombre
de nueva evangelización (ChL 34; RMi 33).
Por eso afirma la Conferencia de Puebla que situaciones nuevas que nacen de cambios socio-
culturales requieren una nueva evangelización (Puebla 366; AG 6). No debemos olvidar que la
expresión nueva evangelización fue acuñada por las Iglesias de América latina, desencadenando el
importante desafío evangélico de la inculturación de las Iglesias particulares y de la propia Iglesia
universal, que les exige especialmente hoy la superación de la tentación del inmovilismo (ES 46) y
del uniformismo. Como afirmaba Pablo VI, «el Reino que anuncia el evangelio es vivido por
hombres profundamente vinculados a una cultura, y la construcción del Reino no puede por
menos de tomar los elementos de la cultura y de las culturas humanas» (EN 20), incluso
reconociendo que la Iglesia misma ha recibido muchos beneficios de la evolución histórica del
género humano. La encarnación exige un proceso múltiple y constante de inculturación.
El proyecto también se califica de nueva evangelización por relación al Vaticano II. Este tuvo como
orientación fundamental el aggiornamento de la Iglesia, impulsada por Juan XXIII, teniendo en
cuenta los nuevos signos de los tiempos (ES 46). En el fondo subyacía la necesidad de una
superación de la mentalidad y el modelo eclesiales de la larga época de cristiandad vivida en la
Iglesia. Su objetivo era «limpiar y rejuvenecer el rostro de la Santa Iglesia... para infundir nuevo
vigor espiritual en el cuerpo místico de Cristo, en cuanto sociedad visible, purificándolo de los
defectos de muchos de sus miembros y estimulándolo a nuevas virtudes» (ES 39). Los documentos
publicados por el Concilio fueron extraordinariamente renovadores e importantes y, como nos
recuerda Juan Pablo II, en ellos se encuentran las consignas para una nueva evangelización de la
Iglesia ad intra y ad extra. Pero los documentos exigen un largo y difícil camino de asimilación y de
aplicación. Son importantes los pasos que se han ido dando durante estos años. Pero conforme se
han concretado, en diferentes ambientes, con un sano sentido crítico, se ha cuestionado si
estamos siendo fieles y consecuentes a las consignas y orientaciones del Vaticano II2. La pregunta
es si estamos acertando con la nueva evangelización y con el camino que el espíritu ha marcado a
su Iglesia.
Descendiendo a un plano más operativo, Juan Pablo II ha clarificado la novedad del proyecto
afirmando que es necesaria «una evangelización nueva: nueva en su ardor, en sus métodos, en su
expresión»3. En la brevedad de esta formulación recoge, sin duda, orientaciones que ya habían
aparecido en documentos anteriores.
El nuevo ardor ya había sido especialmente desarrollado por Pablo VI al tratar del espíritu de la
evangelización que ha de animar interiormente a los cristianos de hoy (EN 74-80).
Entre los nuevos métodos destacan los siguientes. En primer lugar, como proponía Juan XXIII en su
discurso de apertura al Vaticano II, ante los errores y problemas actuales hay que tener en cuenta
que «Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia a la de la severidad», especialmente
característica de épocas anteriores. Segundo, el método del diálogo y del encuentro, tanto en el
interior de la propia Iglesia como con todos los sectores de la humanidad, participando e
impulsando el coloquio ecuménico, panreligioso y con todos los hombres de buena voluntad (ES
54-108). Tercero, el método de la colaboración entre creyentes e increyentes, ya que todos los
hombres debemos colaborar en la edificación de este mundo, en el que vivimos en común (GS
21), y en todos hemos de reconocer una misteriosa presencia del espíritu salvífico de Dios (RMi
28-29). Cuarto, el método del amor y de la caridad con el que Dios se nos ha manifestado en
Jesucristo para la salvación del mundo y no para su condenación. Es la hora de la caridad (ES 52).
La nueva evangelización también postula un nuevo modo de expresar el mensaje evangélico, que
permita hacerlo comprensible para el hombre de hoy y de sus diferentes culturas. «Se trata no
sólo de injertar la fe en las culturas, sino también de devolver la vida a un mundo descristianizado,
cuya referencias cristianas son a menudo sólo de orden cultural» 4. Pablo VI subrayaba en esta
expresión la importancia del testimonio, dado que «el hombre contemporáneo escucha más a
gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan es porque
dan testimonio» (EN 41). Juan XXIII apuntaba la necesidad de traducir el evangelio a las categorías
y al lenguaje de nuestro mundo actual, recordando que «una cosa es la sustancia que contiene
nuestra verdadera doctrina, y otra la manera como se expresa; y esto ha de tenerse muy en
cuenta, con paciencia si fuere necesario, ateniéndose a las normas y exigencias de un magisterio
prevalentemente pastoral».
Pero la unidad del proyecto no ha de conducirnos al uniformismo de otros tiempos, que marcó
una evangelización colonizadora, fuertemente condicionada por el etnocentrismo europeo. Hoy
somos conscientes de que la unidad no se opone a la pluralidad, y de que la pluralidad humana,
correctamente asumida y orientada, es fuente de paz y de progreso para todos.
Consecuentemente, la nueva evangelización ha de regionalizarse y adaptarse a los diferentes
continentes, culturas y situaciones. Es la preocupación que se advierte en los diferentes sínodos
continentales que se vienen celebrando durante estos años, y a los que aludía Juan Pablo II en la
carta apostólica Tertio millennio adveniente (TMA 38).
— Los pobres, principalmente a partir de León XIII, han irrumpido en la conciencia de la Iglesia
como un colectivo cultural e histórico, víctima de una historia de injusticias y protagonista de otra
historia de liberación, promotora de la instauración de una sociedad justa y solidaria, bases
necesarias para el florecimiento de la paz integral entre todos los hombres y todos los pueblos.
Juan Pablo II afirmaba: «La Iglesia en virtud del compromiso evangélico, se siente llamada a estar
junto a estas multitudes pobres, a discernir la justicia de sus reclamaciones y ayudar a hacerlas
realidad, sin perder de vista el bien de los grupos en función del bien común» (SRS 39). La Iglesia
recupera que Jesús ha venido para traer una buena noticia a los pobres y liberar a los oprimidos
(Lc 4,16-21), y que desde ellos abre el juicio a toda la humanidad (Mt 25,31-46). Pablo VI dirá
expresamente que la evangelización ha de integrar un mensaje de liberación (EN 30-39).
— Los jóvenes constituyen el segundo sector preferencial de la nueva evangelización, dado que
son el futuro de una Iglesia evangelizadora y han de ser los constructores de una nueva
humanidad en la que adquiera carta de ciudadanía la civilización del amor y de la paz (Puebla
1186; ChL 46).
— En los países de antigua tradición cristiana, principalmente durante la segunda mitad de este
siglo, se ha ido incrementando el fenómeno de la increencia, la indiferencia religiosa y el
abandono o alejamiento de las Iglesias. Ya en 1940 el abate Godin comenzaba a definir a Francia
como un país de misión, cualificación que progresivamente se viene aplicando a todo el
continente europeo. El tema fue especialmente estudiado en el VI simposio de las Conferencias
episcopales de Europa, celebrado en 1985 y, dadas las características reaccionales de la nueva
increencia frente a la Iglesia, según expresión del cardenal Daneels, le hacía reconocer a Juan
Pablo II que es «el desafío más radical que la historia ha conocido en el cristianismo y en la
Iglesia»5. Increencia y descristianización son realidades estrechamente ligadas en Europa y en las
naciones de América del Norte. Lógicamente, en este contexto, la Iglesia asume una preferencial
preocupación ante los nuevos y originales increyentes, que simultáneamente la impulsa a una
revisión de su propia realidad histórica y presente, y a proponer una nueva síntesis creativa entre
el evangelio y la cultura moderna (cf FR 92), para impulsar una reevangelización o segunda
evangelización en ambientes en los que progresivamente va desapareciendo la fe en Jesucristo y
en su cuerpo visible que es la Iglesia.
d) Un proyecto abierto y creativo. Por último, podemos afirmar que la nueva evangelización, en el
momento actual, es un proyecto que está iniciando su andadura con todas las dificultades y con
toda la esperanza que esto significa. Abundan los documentos, pero faltan las experiencias
suficientemente consolidadas. Barruntamos en el horizonte nuevos modelos de Iglesia misionera
y evangelizadora, pero tenemos que emerger de los tradicionales modelos de la todavía cercana
época de cristiandad. Tenemos que mantener una radical fidelidad a Jesucristo y encarnarnos en
la compleja cultura del hombre de nuestra época, llena de cuestionamientos y desafíos inéditos.
Esto origina en la comunidad eclesial tensiones, problemas y dificultades, como ya sucedió en la
época neotestamentaria cuando
Pablo inicia una evangelización nueva entre los paganos (He 15).
1. LOS FINES DE LA NUEVA EVANGELIZACIÓN. Con toda claridad Pablo VI manifestaba que la
evangelización tiene como misión y finalidad, colaborando con el proyecto del Dios salvador,
promover el reino de Dios, subrayando que «solamente el Reino es absoluto y todo el resto es
relativo» (EN 8).
Apoyándonos en la Carta a los efesios, podemos afirmar que el reino de Dios, apoyado en la
promesa de Dios, tiene dos grandes fines: 1) El definitivo es transhistórico y comunitario: llevar la
historia a su plenitud «por medio de Cristo...: recapitular en Cristo todas las cosas, las del cielo y
las de la tierra» (Ef 1,3-10). Etapa definitiva, cuando el Dios Padre y amor de la familia humana «lo
será todo en todas las cosas» (1Cor 15,28); 2) Pero dicho fin transhistórico se encuentra
conectado con otro fin que ha de promoverse en la historia: la paz entre todos los hombres,
derribando los muros divisorios y la hostilidad entre las naciones, y promoviendo un humanismo
nuevo que ya ha sido inicialmente inaugurado y promovido por Jesucristo (Ef 2,11-18), quien ha
proclamado que serán «dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de
Dios» (Mt 5,9). Con relación a este fin histórico, la nueva evangelización se ha distinguido por su
compromiso con la promoción de la civilización de la paz y del amor.
Con una profundidad evangélica y con una expresión adaptada al lenguaje y a las aspiraciones del
hombre de hoy, la Asamblea ecuménica de Basilea nos decía: «El término shalom tiene un
significado mucho más rico que el que nosotros asociamos normalmente al término paz. Significa
armonía e integridad, como también salud y pleno desarrollo de la persona. Engloba todas las
dimensiones de la vida: la dimensión personal y familiar, como también las dimensiones sociales,
nacionales e internacionales. Es algo más que la seguridad puramente política, que nosotros
denominamos corrientemente paz. El shalom es esta realidad divina que comprende la justicia, la
paz, la integridad de la creación y su interdependencia, que son los dones de Dios. Para el profeta
Isaías no existe paz digna de este nombre sin el derecho a la justicia; y la paz que reinará en el
pueblo estará acompañada de regocijo y hará florecer el desierto y la tierra árida. Así, pues, no es
sorprendente que shalom sea el término por excelencia empleado para describir las promesas
mesiánicas». Y añade el documento: «Estas promesas han sido cumplidas por nuestro Señor
Jesucristo, que ha establecido la nueva y eterna alianza de Dios con la humanidad. La nueva
alianza es la iniciativa de Dios, pero presupone dos socios: Dios invita a los seres humanos a vivir
en comunión con él, y los unos con los otros. En su misericordia Dios nos convierte en sus socios y
en sus colaboradores»6.
Pero, con un sentido de realismo, ya Pablo VI señalaba en una homilía de 1964, posteriormente
recogida por Juan Pablo II7, que para construir esa paz es necesario impulsar una civilización del
amor. En efecto, sólo hombres pacíficos podrán promover y establecer dicha paz. Y sólo hombres
y mujeres que tengan como valor central de su cultura, sea cual sea, el amor, podrán ser
constructores de esa paz. Pablo VI no hablaba de cualquier amor, sino del que se ha revelado en
Cristo (lJn 3,16-17). Amor y paz son los dos grandes valores centrales de la nueva civilización que
la nueva evangelización pretende impulsar en toda la humanidad, es decir, la civilización del reino
de Dios.
a) Proclamación y difusión del mensaje de Jesús. Pablo VI nos recuerda que «no hay
evangelización verdadera mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el
reino, el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios. La historia de la Iglesia, a partir del discurso de
Pedro en la mañana de Pentecostés, se entremezcla y confunde con la historia de este anuncio. En
cada etapa de la historia humana, la Iglesia, impulsada continuamente por el deseo de
evangelizar, no tiene más que una preocupación: ¿A quién enviar para anunciar el misterio de
Jesús? ¿En qué lenguaje anunciar este misterio? ¿Cómo lograr que resuene y llegue a todos
aquellos que lo deben escuchar?» (EN 22, 25-39). A veces nos olvidamos de que Dios ha dado a
todos los hombres el derecho a conocer el mensaje y la sabiduría del evangelio, y a los cristianos
el deber de comunicarlo y transmitirlo (RMi 11).
b) La evangelización de las culturas. El mismo Pablo VI destacaba que «lo que importa es
evangelizar la cultura y las culturas de los hombres, tomando siempre como punto de partida la
persona y teniendo siempre presentes las relaciones de las personas entre sí y con Dios. El Reino
que anuncia el evangelio es vivido por hombres profundamente vinculados a una cultura, y la
construcción del Reino no puede por menos de tomar los elementos de la cultura y de las culturas
humanas. Independientes con respecto a las culturas, evangelio y evangelización no son
necesariamente incompatibles con ellas, sino capaces de impregnarlas a todas sin someterse a
ninguna» (EN 20; cf FR 70-71).
Concretando más este objetivo, Juan Pablo II ha subrayado que «la Iglesia, además, sirve al Reino
difundiendo en el mundo los valores evangélicos, que son expresión de ese Reino y ayudan a los
hombres a acoger el designio de Dios. Es verdad, pues, que la realidad incipiente del Reino puede
hallarse también fuera de los confines de la Iglesia, en la humanidad entera, siempre que esta viva
los valores evangélicos y esté abierta a la acción del Espíritu que sopla donde y como quiere» (RMi
20).
Progreso integral de toda la humanidad (PP 20-21) y liberación de todos los oprimidos (EN 33-39)
son dos compromisos testimoniales que la acción evangelizadora ha de asumir y promover en
todos los ambientes. Juan Pablo II recuerda que existen muchos areópagos del mundo moderno
hacia los cuales debe orientarse la actividad misionera de la Iglesia: «Por ejemplo, el compromiso
por la paz, el desarrollo y la liberación de los pueblos; los derechos del hombre y de los pueblos,
sobre todo de las minorías; la promoción de la mujer y del niño; la salvaguardia de la creación, son
otros tantos sectores que han de ser iluminados con la luz del evangelio» (RMi 37)8.
1. TRES OBJETIVOS Y UN FIN DE LA AUTOEVANGELIZACIÓN. Pablo VI nos recordaba que «la Iglesia
siempre tiene necesidad de ser evangelizada, si quiere conservar su frescor, su impulso y su fuerza
para anunciar el evangelio». Y añadía: «El concilio Vaticano II ha recordado y el sínodo de 1974 ha
vuelto a tocar insistentemente este tema de la Iglesia que se evangeliza, a través de una
conversión y una renovación constantes, para evangelizar al mundo de manera creíble» (EN 15).
El fin de la evangelización interna, hoy, es el renacimiento, en cada uno de los cristianos y en toda
la Iglesia, de la vocación misionera y evangelizadora al servicio del reino de Dios y de toda la
humanidad. En orden a la promoción de este fin destacan tres objetivos: la conversión, la
adaptación inculturada y la promoción de una nueva mentalidad eclesial.
Juan Pablo II cree que Dios abre a la Iglesia horizontes de una humanidad más preparada para la
siembra evangélica, en los que se afianzan en los pueblos los valores evangélicos que Jesús
encarnó en su vida: paz, justicia, fraternidad, dedicación a los más necesitados (RMi 3). Y el
Vaticano II reconocía con optimismo que «somos testigos de que nace un nuevo humanismo, en
el que el hombre queda definido fundamentalmente por su responsabilidad hacia sus herma nos y
ante la historia» (GS 55).
Es en esta nueva cultura, sin añoranzas del pasado, donde la Iglesia ha de encarnarse e
inculturarse. Aunque no ha de olvidar que en el interior de dicha nueva cultura se encuentran las
culturas de la pobreza y de las víctimas de nuestra sociedad, con las que especialmente ha de
identificarse y sintonizar por motivos evangélicos.
d) Una nueva mentalidad eclesial. Conversión y adaptación han de ser factores generadores de
una síntesis, a la que podemos denominar como una nueva mentalidad eclesial, más acorde con el
Jesús de los evangelios (DH 11) y con las características del nuevo humanismo emergente en
nuestro mundo actual (GS 53-55). Esto implica el paso de una mentalidad de cristiandad, que ha
prevalecido en la Iglesia durante el segundo milenio, a una mentalidad misionera e impulsora del
derecho de la libertad religiosa (EN 39) y el respeto a la libertad de conciencia, de los hombres que
honestamente buscan la verdad y el bien (GS 16).
Así la nueva evangelización orienta a la Iglesia ecuménicamente en relación con las Iglesias y
comunidades cristianas separadas. La hace impulsora de un encuentro y un diálogo con todas las
religiones existentes en la humanidad, promoviendo el espíritu de Asís, según el testimonio y la
expresión de Juan Pablo II. «Reconoce sinceramente que todos los hombres, creyentes y no
creyentes, deben colaborar en la edificación de este mundo, en el que viven en común» (GS 21).
Por último, y de una manera especial, la nueva evangelización recuerda que «la Iglesia, en virtud
de su compromiso evangélico, se siente llamada a estar junto a estas multitudes pobres, a
discernir la justicia de sus reclamaciones y ayudar a hacerlas realidad, sin perder de vista el bien
de los grupos en función del bien común» (SRS 39).
En este nuevo contexto se subraya que Cristo murió por todos y, consecuentemente, «debemos
creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida,
se asocien a este misterio pascual» (GS 22; LG 16), aunque sin olvidar nuestro deber de proclamar
el evangelio a toda la humanidad (DH 14).
3. UNA IGLESIA TESTIMONIAL PARA QUE SEA CREÍBLE. El testimonio interno de la propia
comunidad cristiana es fundamental para evangelizar nuestro mundo de una manera creíble (EN
15). Así se indicaba ya en la Carta a los gálatas, cuando se proponía un modelo de Iglesia donde se
manifestaba el designio de Dios de reconciliación de todos los pueblos entre sí y con su Creador
(Gál 3,1-13). Así se mostraba que el proyecto del Dios de la paz no es una utopía, sino una
posibilidad real, si se asume el nuevo humanismo vivido por Cristo y que ha florecido en la
comunidad cristiana.
La nueva evangelización tiene como uno de sus objetivos primordiales el promover un modelo de
Iglesia y de comunidades eclesiales que, siendo absolutamente fiel al evangelio, responda a las
aspiraciones más profundas y legítimas de nuestro mundo actual.
Pero para que la realidad objetiva de la Iglesia pase a ser testimonio es necesario que la
fraternidad se viva en comunión entre todos los hermanos, expresión constantemente mantenida
después del Concilio: comunión con el Dios salvador y comunión efectiva entre los hermanos,
porque «en esto conocerán que sois mis discípulos, en que os amáis unos a otros» (Jn 13,35).
Descendiendo a un lenguaje inteligible para nuestro mundo de hoy, la Conferencia
latinoamericana de Puebla proponía el siguiente modelo: «Cada comunidad eclesial debería
esforzarse en constituir para el continente un ejemplo de convivencia donde logren aunarse la
libertad y la solidaridad. Donde la autoridad se ejerza con el espíritu del buen Pastor. Donde se
viva una actitud diferente frente a la riqueza. Donde se ensayen formas de organización y
estructuras de participación, capaces de abrir camino hacia un tipo más humano de sociedad. Y
sobre todo, donde inequívocamente se manifieste que, sin una radical comunión con Dios en
Jesucristo, cualquier otra forma de comunión puramente humana resulta a la postre incapaz de
sustentarse y termina fatalmente vol viéndose contra el mismo hombre» (Puebla 273).
b) Expresión dinámica de la comunión eclesial. La comunión eclesial es una dimensión variable que
puede oscilar desde el ideal presentado en los Hechos de los apóstoles (2,42-47; 4,32-37), hasta la
de aquellos que dicen «Jesucristo sí, la Iglesia no» (RMi 47).
Una responsabilidad especial en la promoción de la comunión eclesial corresponde a los que por
su ministerio son reconocidos en la Iglesia como sucesores de los Apóstoles. Es un ministerio que
ha de desarrollarse al estilo del buen Pastor y del Jesús evangelizador, y abierto a las
manifestaciones del Espíritu que se encuentra presente en todos los cristianos para la edificación
de la comunidad.
Esto nos abre a un punto importante, que es la clarificación de las relaciones entre comunión y
participación. Con frecuencia se expresan como dos dimensiones yuxtapuestas, siendo así que se
trata de dos variables dependientes que originan la fórmula de comunión por participación. La
participación responsable, libre y abierta de todos los miembros de la comunidad acrecienta los
niveles de comunión. Y el crecimiento de una comunión fraternal y confiada abre nuevos cauces,
expresiones y formas de participación.
Pablo VI recordaba que en nuestro tiempo actual «la Iglesia se hace coloquio» (ES 60). Juan Pablo
II, consciente de la importancia de una nueva evangelización en la Iglesia (ES 106), y refiriéndose
particularmente a los jóvenes, pide un diálogo recíproco entre todos los miembros, que se ha de
llevar a cabo con gran cordialidad, claridad y valentía, y que «favorecerá el encuentro y el
intercambio entre generaciones, y será fuente de riqueza y de juventud para la Iglesia y para la
sociedad civil» (ChL 46).
La gran fuerza impulsora de esta nueva Iglesia ha de ser fundamentalmente la eucaristía, «fuente
y cumbre de toda la vida cristiana» (LG 11). Redescubrir el mensaje y el impulso eucarístico en las
comunidades cristianas, como ya lo había hecho Pablo a la Iglesia de Corinto (lCor 11,17-34). La
eucaristía, encuentro con Cristo, es la fuente del espíritu de fraternidad, de caridad (ES 52), de
pobreza (ES 49-51) y de misión (EN 74-80), necesario dentro de la propia Iglesia para emprender
creativa y audazmente el camino de la nueva evangelización.
Catequesis y catecumenado siempre han sido una actividad fundamental de la Iglesia, bien para
los nuevos conversos, bien para nuevas etapas fundamentales de los bautizados, de los
confirmados y de los que desean iniciarse en el conocimiento y seguimiento de Jesucristo. Pero en
cada época de la historia, la catequesis y el catecumenado, atendiendo a las circunstancias
históricas, sociales y de configuración de la Iglesia, ha tenido una pedagógica capacidad de
adaptación. Hoy la nueva evangelización exige una revisión y adaptación nuevas, dado que nos
encontramos con un nuevo modelo de Iglesia en el contexto de una nueva cultura y de una nueva
sociedad a la que pertenecen y en la que se encuentran integrados los catecúmenos.
La catequesis de hoy ha de concienciarse de que tiene como objetivo el iniciar a nuevos cristianos,
conscientes de su vocación evangelizadora y capaces de integrarse y promocionar el nuevo
modelo de Iglesia que el Espíritu ha suscitado en nuestro tiempo, con una actitud de servicio y de
colaboración con relación a toda la familia humana, con la que se sientan fraternalmente unidos
según el estilo inaugurado por el mismo Jesucristo.
Pero los catecúmenos necesitarían tener como punto de referencia comunidades eclesiales que
procuran vivir en el espíritu y el estilo de la nueva evangelización. También es válida para los
catecúmenos la intuición de Pablo VI, que recordábamos anteriormente: «El hombre
contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si
escuchan a los que enseñan es porque dan testimonio» (EN 41).
NOTAS: 1. Ecclesia 2252 (1986) 27. — 2 J. MARTÍN VELASCO, La nueva evangelización. Ambigüedades de un proyecto necesario,
4
Misión abierta 5 (1990) 87-97. — 3. Ecclesia 2119 (1983) 14-15. - CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA, Para una pastoral de la
cultura, Ciudad del Vaticano (23 mayo 1999) 1. — 5. Ecclesia 2242 (1985) 1320. — 6. Ecclesia 2427 (1989) 829. — 7. O. LEWIS,
Antropología de la pobreza, Fondo de cultura económica, Madrid 1985. – 8. En CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA, o.c., se
citan como nuevos areópagos la ecología, la ciencia, la filosofía, la bioética, la familia y la educación, el arte y el tiempo libre y el
mundo del descanso, del deporte, de los viajes y del turismo (nn. 11-18). Para ampliar el tema «evangelización y cultura» puede
ser útil ver los nn. 1-6.
BIBL.: AA.VV., Nueva evangelización, CELAM, Bogotá 1990; AA.VV., De nova evangelizatione, Seminarium, Roma 1991; BOFF L.,
La nueva evangelización. Perspectiva de los oprimidos, Sal Terrae, Santander 1990; GONZÁLEZ DORADO A., La buena noticia
e
hoy, PPC, Madrid 1995; HORTELANO A., Nueva vangelización. Ofrecer la buena nueva al hombre de hoy, PS, Madrid 1991;
JIMÉNEZ E., Moral eclesial. Teología moral nueva en una Iglesia renovada, Desclée de Brouwer, Bilbao 1991; LASANTA P., La
nueva evangelización de Europa, Edicep, Valencia 1991; LUNEAU R., El sueño de Compostela, Desclée de Brouwer, Bilbao 1993;
4
MARTÍN VELASCO J., El malestar religioso de nuestra cultura, San Pablo, Madrid 1998 ; SEBASTIÁN F., La nueva evangelización,
'
Encuentro, Madrid 1991; VALADIER P., L Eglise en procé.s, Callmann-Levy, París 1987.
El cristiano y la Iglesia tienen una permanente tarea: conocer las semillas de revelación allí donde
estén, encarnarse en cada persona y en cada cultura, discernir signos, evangelizar y ser levadura
de salvación. Labor lenta, en la que no caben saltos, ni clichés prefabricados, ni actitudes
nostálgicas, o soluciones fáciles, sino un acompañamiento lento, muchas veces entre nieblas, con
una brújula (la caridad-fe-esperanza) y sin complejos.
1. NUEVOS RETOS AL CRISTIANISMO. Los sociólogos van confirmando que, después de la guerra
del Golfo y la caída del socialismo real moscovita, el cristianismo se está enfrentando a nuevos y
graves desafíos «desde fuera» y «desde dentro de él mismo» 2.
a) Desde fuera, desde el Oriente próximo y África, con el fundamentalismo islámico, cada vez más
numeroso, que proclama la vuelta a las raíces árabes más genuinas, olvidando con ello todo
influjo occidental y, en este olvido, relegando también, como una importación occidental, el
mismo cristianismo. El reto viene también desde Norteamérica, con el denominado
neoconservadurismo que, en el fondo, proclama a América como la nueva religión, queriendo
hacer de América del Norte el gendarme universal, el nuevo imperio, capaz de sustentar el orden
y la ley y regenerando para ello la familia y la escuela. Las religiones, como el cristianismo,
servirán sólo en la medida en que se sometan y acepten el neonacionalismo triunfante y
triunfador. Y por último señalamos el neopaganismo ambiental o ateísmo práctico, que ha dado
lugar a la cultura de la increencia 3.
b)Desde dentro también son graves los retos: el primero, la privatización de la fe, proclamada por
las derechas y las izquierdas sociales y políticas, cuando afirman que las creencias religiosas y la
misma ética fundamentada en aquellas, son algo sólo «para la conciencia individual y privada», ya
que, en una sociedad plural, aconfesional, democrática y secularizada, la fe no tiene que
manifestarse en lo público. En este super-mercado de ofertas religiosas y filosóficas, lo público es
neutral y, a lo sumo, debe prevalecer el consenso social, lo asumido por la mayoría.
El segundo gran reto para el cristianismo son las sectas, nacidas al calor de las confesiones e
Iglesias cristianas y que, actualmente, van mucho más allá de ellas; que defienden una vivencia
religiosa más personalizada, más comunitaria, coherente y comprometida y, por lo mismo, menos
rígida, dogmática y fría que la experimentada en las grandes confesiones o Iglesias cristianas. Sus
mensajes tienen tintes apocalípticos, insistiendo en lo negativo de nuestro mundo y en la
inminente necesidad de un cambio radical. Sus seguidores serían los mensajeros y protagonistas
de ese cambio. «Muchos de nuestros contemporáneos encuentran en ellas un lugar de
pertenencia y de comunicación, de afecto y de fraternidad, e incluso una aparente protección y
seguridad. Este sentimiento se apoya en gran parte en soluciones aparentemente deslumbrantes –
como el Gospel of success–, pero en el fondo ilusorias que las sectas parecen aportar a las más
complejas cuestiones» 4.
Pero hoy el mayor reto tal vez sea la denominada New Age (la Era del Acuario). Me atrevería a
definirla como verdadera bomba de relojería en lo más profundo del cristianismo. Porque no se
trata de una religión más, ni de un nuevo movimiento o una nueva secta. Es un nuevo signo
cultural, toda una completa gnosis, una visión integral de la realidad, capaz de dar sentido a todo
y a todos los aspectos de la vida. Y, lo que es más grave, no se enfrenta con el cristianismo, sino
que se mete dentro de él para, utilizando incluso su mismo lenguaje, espiritualidad y liturgia, dar
un sentido completamente diferente a todo. Con la New Age ha nacido, en palabras de A. Natale 5,
algo así como el despertar una mañana y encontrarse con que el mundo ya no es el mismo de
ayer. Y esto de manera especial en el mundo religioso. En un abrir y cerrar de ojos nos hemos
encontrado en una cultura diferente.
¿Cómo es, pues, la nueva religiosidad o sensibilidad religiosa emergente de hoy? Haremos una
descripción desde dos vertientes: tipológico-social y propiamente religiosa.
J. Cueto13 ha señalado con acierto y hondura que el mundo de la modernidad, ya en nuestro siglo
y en pocos decenios, ha ido desdibujando y esculpiendo sus dioses y su olimpo: los mass media,
que son factorías de lo histórico y morada de los nuevos dioses. El hombre moderno, sorprendido
por la técnica y el progreso científico, se ha convertido en alguien paradójico: volcado a lo social
como héroe de mil caras, y al mismo tiempo narciso en un micro-planeta (su mundo) donde el
hágase usted mismo parece ser el grito motivador. Y en todo esto parece asomar un regreso a lo
sagrado, pseudorregreso, donde nada escapa a la lógica consumista, ya que los negocios del alma
se mueven a ritmo de marketing en lucha con las sectas competidoras, y donde el trance, el
éxtasis y la meditación son algunos de los conjuros para liberarse de los efectos del nuevo pecado
original: haber mordido la naranja mecánica.
La izquierda tradicional, después de la caída del socialismo real y de la utopía socialista, está en
crisis; y los nuevos movimientos ecológicos-pacifistas-feministas, etc., tienden a acercarse a la
postura de los posmodernos.
No obstante, no podemos hablar de una única posmodernidad (la decadente) porque, al mismo
tiempo, coexisten otras dos: la de resistencia, que se acerca a los utópicos, y la
neoconservadora16.
¿Cómo se instala la religión en este tipo de sociedad? Diferenciamos las siguientes tendencias:
En el intento de desprivatizar la fe, ya lo hemos señalado más arriba, se están haciendo dos
espiritualidades, dos sensibilidades y dos líneas de acción. La polémica tuvo lugar en Italia en el
Congreso de Loreto en 1985: la Acción católica (cristianos de mediación) y el movimiento
Comunión y liberación (cristianos de presencia) parecían enfrentar dos espiritualidades, dos
maneras de estar presentes en el mundo, dos formas de apostolado. También en España se está
dejando sentir esta polémica.
Por cristianos de mediación se entiende aquellos que quieren ser levadura en medio de la masa,
en la sociedad, sin fortalecer espacios propios cristianos (hospitales, escuelas, sindicatos,
partidos...). Quieren sumergirse allí donde estén y, en la pluralidad de campos y opciones de la
sociedad, mezclarse sin más, ser testigos en campos y situaciones que muchas veces no tienen
nada que ver con lo religioso.
La lucha no es nueva. La ha sufrido el cristianismo, con todos los hombres, a lo largo de la historia.
Unos y otros tienen razones poderosas para actuar como mediación o como presencia. Los de
mediación acusan a los de presencia de perder el espíritu misionero, de fomentar el aislamiento
cultural y de convertir en religiosos problemas civiles. Los de presencia justifican su postura para
suplir las insuficiencias sociales, para una mayor libertad de acción, para proteger la fe de los
débiles y para ofrecer un testimonio colectivo.
En el marco de una sociedad aconfesional, democrática y secularizada, creemos que ambos tienen
su espacio y deben complementarse sin excluirse, respetando los carismas y dones del Espíritu: el
cristianismo es presencia y mediación. Necesitamos una presencia mediadora y una mediación
presente.
2. Los POSMODERNOS. Es el fenómeno más complejo y más influyente en el último decenio, con
las siguientes manifestaciones:
a) Sectas. Ante la pérdida de sentido, el caos social aparente y la necesidad de un grupo humano
de referencia, las sectas —del más diverso tinte y sentido— se presentan como protagonistas.
Detrás de ellas hay una postura conservadora (no cambian la sociedad), financiera (una verdadera
multinacional), un verdadero pesimismo ante la vida y un círculo vicioso (vuelven a caer en los
mismos vicios institucionales y de corrupción que denunciaban).
b) La New Age. Ante la resaca de lo posmoderno aparece una nueva sensibilidad: la Nueva Era, o
Era del Acuario. Procede de EE.UU., y trata de ser una nueva conciencia universal, sincretista, ante
el reto del pluralismo, la crisis social y el reto del tercer milenio. Sus raíces: la religión judeo-
cristiana; la conciencia científica y secularizada; lo esotérico, gnóstico y ocultista y, finalmente, las
religiones orientales. Algunos de sus principios19: la totalidad frente al fragmentarismo de la
visión científica de la realidad; la transformación de la conciencia y con ello de las estructuras: hay
que hacer renacer las potencialidades espirituales; una ecología profunda: desde Gaia, la diosa
madre de la tierra, que es un organismo vivo y cuyo órgano ejecutivo es la humanidad;
reencarnación, no para purgar (orientalismo) sino para progresar y mejorar la tierra
(occidentalismo); una nueva cristología: donde aparecerá un maestro de la verdad, que se
encarnará en diversos maestros espirituales, para hacer posible la nueva era del Acuario; nuevas
organizaciones religiosas, con distintos intereses (ovnis, esoterismos, etc.) pero siempre con un
eslogan: «piensa y obra de forma global y universal».
c) Tribus urbanas20. Señalamos algunas: 1) Los novicios de la sugestión (vips, pijos, snoopeteers,
chachos, house...) son los jóvenes mimados del after modernismo; los nuevos narcisos (brillantes y
hedonistas). Tras su aspecto descuidado se esconde una trabajosa búsqueda de perfección visual.
Más que escépticos, son eclécticos, furtivos de signos y modelos. Lo religioso tiene valor de
símbolo y se consume servido a la carta, según momentos: politeísmo, esoterismo, oración
trascendental, crucifijos de todos los tamaños, ying-yang, talismanes, horóscopos... Su trinidad:
rap, marcas y sexo. La religión es un look asumido y consumido ante un vacío en situaciones más o
menos límites; la religión es un sentimiento para llenar vacíos... 2) En el límite del bien y del mal
(rockers, rockabillys...), son ácratas integrales. Dios y lo religioso aparecen claramente ausentes de
su tríada o trinidad (sex, drogs and rock and ron), y esto por decreto prometeico. La religión es
igual a moral y, de seguirse, pondría en entredicho culpabilidades que son innecesarias. La
transgresión, la perversión, la iconoclastia, son su lema. Al paraíso se llega por toda clase de
versiones y subversiones. Su moral es totalmente subjetivista y grupal. 3) En el olimpo
deshabitado de dioses y habitado por el diablo (heavies, thrasers, punkies...): ante un mundo que
no les gusta, se ponen en tratos con el mismísimo diablo, la única aparente lógica al sinsentido del
absurdo y del mal. El mundo es ya apocalíptico; la sociedad es la contra-sociedad; la cultura, la
contra-cultura; la religión, la contra-religión. Su moral se mueve a golpes de narcisismo
apocalíptico y esquizofrénico. 4) El paraíso en la tierra (skinheads o cabezas rapa-das, neonazis):
racistas, hijos de una sociedad en crisis, machistas, fanáticos del fútbol y analfabetos integra-les,
son sumamente elitistas: en su paraíso no cabe la escoria de la sociedad (léanse gitanos,
homosexuales, drogadictos y gentes de izquierda...).
Existe otra versión: si la religión no se puede manipular, o se buscan otros intereses, nace la
religión civil22.
Durante los dos últimos siglos, las dos cosmovisiones del mundo en confrontación (para ofrecer a
los hombres sentido y visión global de la realidad) fueron las religiones tradicionales, y la
modernidad secularizada con sus versiones de progreso y libertad. Modernidad y religiones, de
alguna manera, habían llegado a entenderse. Aun desconociéndose, tenían muchos puntos en
común: en lenguaje, temas, lugar que ocupar en la sociedad, mesianismos. En los últimos
decenios, estos dos únicos interlocutores van siendo desbancados por las sectas y la religión civil.
Las sectas denuncian que la modernidad es demasiado fría y ha dejado a los hombres solos y
olvidados, y echan en cara a las religiones tradicionales su burocratización, racionalización
(modernidad), poder y desgaste. Proclaman su capacidad de ofrecer una experiencia nueva de
calor y de integración, donde cada cual sea tratado como es y necesita ser.
La religión civil desea ofrecer una estructuración de sentido a la colectividad, un ámbito nuevo de
seguridades y de identidad que no puede conceder la secularidad (que ha conducido al
pluralismo, desamparo y fragmentación, creando subculturas incapaces de ser lazo de unión de
toda la colectividad). Y achaca a las religiones tradicionales su inhibición ante la secularidad y su
excesiva burocratización y, en unos casos su conservadurismo y en otros la infiltración de
pluralismos, que le han hecho perder su sentido e identidad. La religión civil tiene un nombre:
nacionalismo («América es la nueva religión», dirá Bush tras la guerra del Golfo en 1991). Todo
nacionalismo, para sustentarse, necesita una religión; un nacionalismo camuflado no sólo bajo
ropaje político, sino bajo proyección e identificación con el héroe de turno, la raza, la etnia, la
clase social, o simplemente la multitud... Son los nuevos signos y la nueva liturgia social. Esta
religión civil tiene otra cara trágica: los sacrificios y víctimas; léase: racismo, xenofobia y guerras
sectoriales para afianzar su identidad. La religión civil es la autoadoración a la que se entregó una
comunidad política moderna y neoconservadora, que se cree salvadora y mesiánica y se
encuentra orgullosa de sí misma (particularmente cuando otros mesianismos de la competencia
han fracasado)23.
Recordemos que en nuestra sociedad y cultura emergen y se delimitan con mayor fuerza tres
vivencias religiosas: fundamentalismo, neoconservadurismo y New Age. El fenómeno religioso
parece interesar más y más a intelectuales alejados en otro tiempo de este campo de
investigación25, sin olvidar algunos de los retos de los nuevos movimientos sociales26 y de los
nuevos movimientos religiosos27.
1. En cuanto a los primeros, los nuevos movimientos sociales, debemos tomarnos muy en serio su
razón de ser: la denuncia de la cultura de la modernidad en lo que esta encierra de destrucción
ecológica, confrontación militar y autoritarismo patriarcal. Estos movimientos, de tinte
universalista, quieren cambiar el productivismo, el militarismo y el patriarcalismo por un estilo
donde prive el ser sobre el tener, y organizar las relaciones entre personas (particularmente
hombre-mujer) y pueblos (ricos-pobres) con otra lógica diferente. Esto influye también en lo
religioso, particularmente en las religiones arraigadas en occidente. Se ve a las Iglesias y
confesiones cristianas, muchas veces, como aliadas de esa misma cultura de la modernidad que se
trata de superar.
2. Los nuevos movimientos religiosos, de impronta cristiana o islámica, oriental, gnóstica o del
potencial humano, encuentran eco desde estas mismas claves, en forma de retos: recuperar la
dimensión mística y no sólo ética de lo religioso; volver a revivir comunidades cálidas y de sincera
acogida, y atender a los creyentes de forma personal y personalizada, y no sólo gregaria o
masificada.
En esta crisis de modelo de civilización, tanto los nuevos movimientos sociales, como los religiosos
se presentan como verdadera alternativa, y no sólo simples retos, a la vivencia cristiana.
a) Ante todo, llevar a cabo una evangelización que haga realidad una vivencia de salvación
profunda e integral («todo hombre y todo el hombre»), es decir, personal y social. Una acción
evangelizadora decidida por todo lo humano, por la realización personal, con un compromiso
preferencial por los más pobres, los no humanos o privados de su dignidad. La solidaridad implica
justicia, lucha por la dignidad humana y hacer recobrar a cada hombre su mayor secreto y sentido
de su dignidad: Jesús el Cristo, que le hace «hijo en el Hijo». Todo esto implica, al mismo tiempo,
hacer realidad el principio de integralidad, uniendo encarnación-historia-pneumatología-
escatología. Lo cual conlleva subrayar de nuevo la vivencia conjunta de la particularidad-
universalidad y la pluralidad en la comunión.
J. Vives28 nos advierte del desacuerdo entre corazón y cabeza. Tal vez lo que decimos creer con la
cabeza (un solo Dios) con el corazón lo desdecimos. Con la cabeza somos monoteístas, con el
corazón, politeístas.
O. González de Cardedal 29 habla de una triple referencia esencial en nuestro ser cristiano: 1) Cristo
desde donde se es; 2) la comunidad en la que se es; y 3) el mundo, para el que se es. El hombre
cristiano es a la vez espiritual (abierto a la trascendencia), religioso (puede mantener relaciones
personales con el Dios personal), creyente (seguidor de Jesucristo) y eclesial (esa realidad
personal de Jesucristo se vive en comunidad). En cuanto a los tres fundamentos de la actitud
cristiana, este autor señala: el reconocimiento de Dios como Padre, la confesión de Jesús de
Nazaret y la experiencia del Espíritu de Jesús.
Por nuestra parte señalamos algunas claves de la verdadera espiritualidad cristiana, más allá de
las pretensiones de la nueva religiosidad (New Age): 1) la imitación exterior e interior de Jesucristo
y la apropiación personal, por el Espíritu, de la vida de Cristo; 2) la vivencia de esa vida en el
Espíritu de Cristo, en el seno de la Iglesia, de la comunidad; 3) el realismo de vivir lo humano,
individual y social de cada día, desde el misterio de pecado y misterio de gracia y misericordia,
desde el misterio pascual; 4) la paciencia de progresar y madurar, con realismo y con esfuerzo
ascético y de sabio discernimiento en esa misma vida en el Espíritu; 5) la tarea de contemplar el
mundo con su corazón ya redimido, pero en espera de hacer posible el reino de Dios, desde el
compromiso con los más necesitados.
Sólo mediante estas sólidas bases, penetrará el Señor resucitado y salvador cada vez más nuestro
mundo humano, recreando desde el interior las conciencias y los corazones hasta los últimos
entramados personales, sociales e incluso cósmicos (Rom 8,19-23).
NOTAS: 1. Cf B. FORTE, La teología como compañía, memoria y profecía, Sígueme, Salamanca 1990; CONSEJO DE MISIONES,
2
Misión y culturas, Edice, Madrid 1991. — R. BERZOSA MARTÍNEZ, Nueva Era y cristianismo. Entre el diálogo y la ruptura, BAC,
Madrid 1995, 15-17. – 3. Para la diversidad de culturas y pluralismo religioso en los diversos continentes, ver CONSEJO
PONTIFICIO DE LA CULTURA, Para una pastoral de la cultura, Ciudad del Vaticano (23 mayo 1999) 19-23. – 4. Ib, 24. – 5. A.
NATALE TERRIN, Risveglio religioso. Nuove forme dialoganti di religiositá, Credere oggi 11 (1991) 5-24. — 6. DANNEELS G., Cristo
y las sectas hoy, Palabra, Madrid 1993, 25-26. — 7. R. DíAz SALAZAR, Formas modernas de religión, Alianza, Madrid 1994, 11. –
9
8. Ib, 71-110. – J. M. MARDONES, Para comprender las nuevas formas de la religión, Verbo Divino, Estella 1994. En otra obra
reciente estudia el porqué de estas nuevas formas: ¿Adónde va la religión? Cristianismo y religiosidad en nuestro tiempo, Sal
10
Terrae, Santander 1996. — ID, Para comprender las nuevas formas de la religión, o.c., 19-21. — 11. LL. DUCH, La experiencia
12
religiosa en el contexto de la cultura contemporánea, Bruño-Edebé, Barcelona 1979, 26-38. – P. BERGER, Para una teoría
14
sociológica de la religión, Kairós, Barcelona 1967. –13 J. CUETO, Mitologías de la modernidad, Salvat, Barcelona 1982, 6-9. – Cf
—15
J. MARDONES, Posmodernidad y neoconservadurismo, Verbo Divino, Estella 1991. Cf lo, 10 palabras clave sobre movimientos
p
sociales, Verbo Divino, Estella 1996. — 16. Cf R. BERZOSA MARTÍNEZ, ¿Ha muerto la ostmodernidad? (a modo de quasi
memoria bibliográfica), Lumen 43 (1994) 267-275. – 17. L. GONZÁLEZ CARVAJAL, Cristianos de presencia y cristianos de
18
mediación, Sal Terrae, Santander 1989. — Para profundizar en este tema, cf G. URIBARRI, La fe ante la increencia de la España
1
de los 90, Razón y Fe 230 (1994) 97-210; M. P. GALLAGHER, Nuevos horizontes ante el desafío de la increencia, en CONSEJO
P 19
ONTIFICIO DE LA CULTURA, Culturas y fe, Ciudad del Vaticano 1995, 203-214. – Cf R. BERZOSA MARTÍNEZ, Nueva Era y
20
cristianismo, o.c. -- Cf P. ANGULO, Jóvenes posmodernos: expectativas y respuesta de la Iglesia, Vida Nueva 1971 (25.5.91) 21;
P. ORIOL COSTA-J. M. PÉREZ TORNERO-ETROPEA, Tribus urbanas, Paidós, Barcelona 1996; AA.VV., Las tribus urbanas en España,
21
Cuadernos de Realidades Sociales 45/46 (enero 1995). – J. M. MARDONES, 10 palabras clave sobre movimientos sociales, o.c.,
113-149; Neoconservadurismo. La religión del sistema, Sal Terrae, Santander 1991. Entre los exponentes neoconservadores
americanos destaca M. Novak. Para este pensador la modemidad se interpreta como camino irreversible hacia el nuevo ordo,
con estas características: la democracia en política, el capitalismo en lo económico, y la moralidad en lo privado y público. El
campo de batalla en el que nos jugamos esto es la familia y la educación, con dos bastiones: la ley y la razón. Cf S. M. PACI, De la
22
guerra a la Centesimus annus, 30 Giorni V151 (1991) 32-33. – Cf S. GINER, Religión civil, Claves de razón práctica 1 1 (1991) 15-
23
21. – Para seguir profundizando en este tema del neoconservadurismo, cf J. M. MARDONES, Posmodernidad y
neoconservadurismo, o.c., 69-152; Capitalismo y religión. La religión neoconservadora, Sal Terrae, Santander 1991;
CRISTIANISME 1 JUSTICIA, El neoliberalismo en cuestión, Sal Terrae, Santander 1993. – 24 B. ÉTIENNE, El islamismo radical, Siglo
25
XXI, Madrid 1996; J. L. ESPÓSITO, El desafío islámico, Acento, Madrid 1996. – Cf por ejemplo E. TRÍAS, Pensar la religión,
26
Destino, Barcelona 1997. – Cf J. M. MARDONES, 10 palabras clave sobre movimientos sociales, o.c. – 27. Cf M. GUERRA
GÓMEz, Los nuevos movimientos religiosos, Eunsa, Pamplona 1993. – 28. J. Vives, Creer el credo, Sal Terrae, Santander 1986, 23.
– 29 O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL. La identidad cristiana, en AA.VV., Cambios históricos e identidad cristiana, Sígueme,
Salamanca 1979.
SUMARIO: I. El despertar de una ética civil. II. La sensibilidad por los derechos humanos. III. El
aprecio por la ecología. IV. El deseo de la paz. V. La fuerza del voluntariado. Conclusión: a la Iglesia
nadie debería ganarla en humanidad.
Día tras día, en nuestra moderna sociedad surgen nuevas sensibilidades morales, nuevos valores
éticos. Es verdad que todavía nuestro mundo es terriblemente injusto en muchos aspectos. El
abismo, por ejemplo, entre los países ricos y pobres es cada vez mayor. Situación esta que
representa una amenaza creciente para la paz a que aspira la humanidad.
La catequesis no puede ser abstracta. Debe interesarse y preocuparse por los problemas que
afectan a la humanidad. El nuevo Directorio general para la catequesis es muy claro al respecto:
«Como madre de los hombres, lo primero que ve la Iglesia, con profundo dolor, es una multitud
ingente de hombres y mujeres: niños, adultos y ancianos, en una palabra, de personas humanas
concretas e irrepetibies, que sufren el peso intolerable de la miseria. Ella, por medio de una
catequesis, en la que la enseñanza social de la Iglesia ocupe su puesto, desea suscitar en el
corazón de los cristianos el compromiso por la justicia y la opción o amor preferencial por los
pobres, de forma que su presencia sea realmente luz que ilumine y sal que transforme» (DGC 17).
Gracias a la fuerza misteriosa del Espíritu que anima el corazón de los hombres, surgen en nuestra
sociedad nuevas sensibilidades morales, nuevos valores éticos que constituyen una esperanza
prometedora para el futuro de la humanidad. No todo es negativo en nuestro mundo. La
revalorización de la ética es uno de los aspectos más positivos de la hora actual. Son muchos,
gracias a Dios, los que hoy piensan que una sociedad sin valores éticos, sin sensibilidad moral,
queda sometida a la tiranía de lo fáctico, donde las palabras justicia, solidaridad y humanidad no
cuentan.
Entre las nuevas sensibilidades morales que se detectan en nuestro mundo, destacaría las
siguientes: el despertar de una ética civil, la sensibilidad por los derechos humanos, la valoración
de la ecología, el deseo de la paz y la fuerza del voluntariado.
Precisamente porque existe un gran vacío ético en nuestra sociedad, crece la estima por una
auténtica ética civil. Va en aumento el deseo de promocionar los valores éticos en los países
democráticos. Son muchos hoy los que piensan que, sin valores éticos, Europa será un continente
de mercaderes y un simple entramado de contratación de negocios, y donde había antes un telón
de acero, se levantará un muro de insolidaridad. Y España se convertirá en una mera sucursal
económica de Bruselas y en un atractivo balneario para los europeos del norte que van en busca
de sol y playas cuando llegan los meses de verano. Sin una ética civil consolidada, fácilmente
aparece la corrupción económica, y esta rompe el tejido político y social del pueblo, rebaja la
dignidad humana y deja sin puntos claros de referencia la conciencia y la conducta de las
personas. Sin ética civil, el tener es más importante que el ser, la cantidad predomina sobre la
calidad y el enriquecimiento fácil y sin escrúpulos se convierte en norma generalizada de
conducta. Sin ética civil se degrada muy rápidamente la conciencia ciudadana, queda bloqueada la
comunicación interpersonal y un pueblo carente de ella se encamina a pasos agigantados hacia la
barbarie.
La ética civil o ciudadana es un conjunto consensuado de valores éticos elementales. La ética civil
más que una noción filosófica es un determinado proyecto moral de la sociedad pluralista y
democrática. Es el mínimo moral común de una sociedad secular y plural. Es la garantía
unificadora y autentificadora de la diversidad de proyectos éticos que puede presentar una
sociedad democrática. Es, en definitiva, un proyecto unificador y convergente de valores morales
básicos, en el cual puedan encontrarse creyentes y no creyentes, y personas de distintas
ideologías, con vistas a fortalecer la democracia participativa. Se trata de aplicar a la vida el
imperativo categórico kantiano: «Hay que hacer el bien y se ha de evitar el mal».
a) Funciones globales básicas de la ética civil: 1) Mantener el aliento ético (la capacidad de
protesta y de utopía) dentro de la sociedad y de la civilización, en las que cada vez imperan más
las razones instrumentales y decrecen las preguntas sobre los fines y los significados últimos de la
existencia humana; 2) unir a los diferentes grupos y a las distintas opciones creando un terreno de
juego neutral a fin de que, dentro del necesario pluralismo, todos colaboren para elevar la
sociedad hacia cotas cada vez más altas de humanización; 3) desacreditar éticamente a aquellos
grupos y proyectos que no respeten el mínimo moral común postulado por la conciencia ética
general.
La ética civil es a la vez causa y efecto, agente y signo de la no confesionalidad, del pluralismo y de
la racionalidad ética de la vida social1.
Elevar la sociedad hacia cotas cada vez más altas de humanización debería ser el gran objetivo de
la ética civil. En el campo de la ética civil pueden y deben colaborar todas aquellas personas que
de verdad quieran una sociedad más humana. El auténtico humanismo es la cancha común en la
que todos los que apreciamos la democracia podemos colaborar. Ahí hay sitio para todos los
demócratas. Nadie sobra. Y cada uno de ellos puede aportar su valioso grano de arena. Esta ética
civil es básica para asegurar la dignidad de todos los hombres y conseguir un clima de respeto
mutuo, de comprensión, de tolerancia y de solidaridad, que reforzará el tejido social y dará mayor
consistencia y seguridad a la democracia2.
El cristianismo considera posible una ética civil, «que no sea subjetivista ni utilitarista» (FR 98), y
desea encontrar la base ética de una sociedad pluralista. Los cristianos son capaces y tienen
voluntad de cooperar con los no creyentes en el desarrollo y perfeccionamiento de la sociedad. Y
han entrado lealmente en el diálogo ético que se ha iniciado, sin reclamar primacía alguna, sin
tratar de imponer a los demás sus propias conclusiones, sabiendo que tienen una oferta muy
válida, también en el orden puramente humano, para encontrar lo que tan afanosamente s e está
buscando: un auténtico rearme moral de la sociedad. La inmensa mayoría de los cristianos
comprometidos, además, está convencida de que la ética civil es una oportunidad magnífica para
que la moral cristiana se acredite, incluso ante los no creyentes.
Hoy la ética civil o ciudadana constituye, sin duda, el horizonte común para todas las personas
conscientes y responsables, y puede facilitar el diálogo entre todos, ya que «implica y presupone
una antropología filosófica y una metafísica del bien» (FR 98).
«Cuando la Iglesia defiende los valores éticos desde la fe, reconociendo el pluralismo de la
sociedad democrática, está haciendo una labor muy positiva. Acepta, por una parte, los valores de
la convivencia, del respeto mutuo, del pluralismo, de la tolerancia y de la solidaridad, cerrando el
paso a cualquier intento de monopolio ético en la existencia humana. El cristianismo debe
presentar lealmente su propia oferta, pero respetando la de los demás. Debe abrir horizontes de
trascendencia que fortalecen los deberes morales, siempre ofreciendo, sin imponer, invitando sin
coaccionar, presentando la utopía de la moral evangélica, sabiendo que esta no puede
conseguirse plenamente en la tierra, pero invitando a todos a mirar a las estrellas. El cristianismo,
efectivamente, tiene algo y aun mucho que decir y que hacer en este momento difícil de la
humanidad»3.
¿Cuál sería el decálogo básico de ética civil con el que pudiesen estar de acuerdo creyentes y no
creyentes y personas de diversa ideología social y política, en vistas a construir, en un ámbito
democrático, una sociedad más justa y humana? Me atrevo, movido por la utopía, y gracias al
despertar de nuevas sensibilidades morales en la sociedad de hoy, a presentar el siguiente: 1)
Buscar por encima de todo la verdad. Que lo que pensamos y expresamos guarde siempre
coherencia con la realidad. O dicho en negativo: rechazar la mentira y la falsedad. 2) Practicar lo
que es justo. Reconocer y respetar los derechos de los demás, mediante el ejercicio consecuente
de nuestros deberes. 3) Comportarse solidariamente, es decir, ofrecer acogida a quien acuda a
nosotros en busca de ayuda. 4) Asumir y valorar la libertad propia y la de los otros. La libertad es
la facultad más grande de la persona humana. 5) Admitir de buen grado eI sano pluralismo y tener
un talante tolerante y respetuoso hacia los demás. 6) Practicar el diálogo (decir lo justo en el
momento más oportuno y escuchar con interés las razones del otro) y la comunicación, a fin de
madurar como personas y enriquecernos humanamente. 7) Asumir y defender el principio de
subsidiariedad, que consiste en saber respetar la autonomía efectiva de las personas y de los
grupos pequeños y medianos respecto al Estado. 8) Trabajar por el bien común, es decir, ser
capaces de crear el conjunto de condiciones humanas, sociales, económicas, políticas y morales
que facilitan el desarrollo integral de toda la persona y de todas las personas de la comunidad. 9)
Construir la paz sobre el sólido fundamento de la justicia, de la verdad y de la libertad y siempre
con medios pacíficos. 10) No dejar morir la utopía de una sociedad más justa, solidaria y humana.
Ser plenamente conscientes de que, ante el derrumbamiento del colectivismo marxista, el ideal
no puede consistir en el triunfo del neocapitalismo salvaje.
Creo que sobre este decálogo sería posible encontrar un amplio consenso. El problema radica en
el diverso significado que se da a las palabras. Empleamos, a veces, los mismos vocablos, pero no
les atribuimos el mismo significado. Y esta dificultad sociolingüística –que es más bien una
dificultad psicológica profunda– representa una grave dificultad a la hora de construir una ética
civil sólida4.
La sensibilidad por la dignidad humana va en aumento y son muchos los que piensan que todavía
debe crecer más. Hasta algunos hablan de la dignidad humana como de una revolución pendiente.
A lo largo de la historia ha habido revoluciones importantes para la consecución de la libertad y de
la justicia. Exitos y fracasos, esperanzas y decepciones han acompañado a las mismas. Lo que
ciertamente queda por hacer es la revolución de la dignidad humana: una revolución que sepa
unir libertad y justicia, que respete los derechos del hombre y que busque y consiga sobre todo la
dignidad humana.
Lo que hoy necesita nuestro mundo es una revolución de la dignidad humana, donde la ética
prevalezca sobre la técnica, donde la cultura del ser vaya por delante de la cultura del tener,
donde el compartir no quede ahogado por el acaparar, donde las personas tengan dignidad y no
precio, donde la solidaridad predomine sobre los egoísmos individuales y de grupo, donde la paz
estable y firme sea el fruto maduro de la justicia. Esta revolución la deberían hacer diariamente
todas aquellas personas que creen sinceramente en la dignidad humana.
El Directorio general para la catequesis aborda con gran precisión y valentía el tema de los
derechos humanos al afirmar: «La Iglesia, al analizar el campo del mundo, es muy sensible a todo
lo que afecta a la dignidad de la persona humana. Ella sabe que de esta dignidad brotan los
derechos humanos, objeto constante de la preocupación y del compromiso de los cristianos. Por
eso su mirada no se interesa sólo por los indicadores económicos y sociales, sino también por los
culturales y religiosos. Lo que ella busca es el desarrollo integral de las personas y de los pueblos.
La Iglesia advierte con gozo que una beneficiosa corriente atraviesa y penetra ya todos los pueblos
de la tierra, cada vez más conscientes de la dignidad del hombre. Esta conciencia se expresa en la
viva solicitud por el respeto a los derechos humanos y el más decidido rechazo a sus violaciones.
El derecho a la vida, al trabajo, a la educación, a la creación de una familia, a la participación en la
vida pública, a la libertad religiosa son, hoy, especialmente reclamados.
Sin embargo, en bastantes lugares, y en aparente contradicción con la sensibilidad por la dignidad
de la persona, los derechos humanos son claramente violados. Y así se generan, en esos lugares,
otras formas de pobreza, que no se sitúan sólo en el plano material: se trata de una pobreza
cultural y religiosa que preocupa, igualmente, a la comunidad eclesial. La negación o limitación de
los derechos humanos, en efecto, empobrece a la persona y a los pueblos igual o más que la
privación de los bienes materiales.
La obra evangelizadora de la Iglesia tiene, en este vasto campo de los derechos humanos, una
tarea irrenunciable: manifestar la dignidad inviolable de toda persona humana. En cierto sentido
es la tarea central y unificante del servicio que la Iglesia, y en ella los fieles laicos, están llamados a
prestar a la familia humana. La catequesis ha de prepararles para esa tarea» (DGC 18-19).
Los derechos humanos pertenecen a toda persona por el simple hecho de serlo. Son derechos
naturales fundamentales, anteriores y superiores al Estado. Nadie los otorga ni los concede, lo
único posible es reconocerlos y ampararlos. Precisamente el Estado adquiere legitimidad en
cuanto es garante, defensor y realizador de tales derechos.
La persona debe ser siempre respetada porque es un fin en sí misma. Nunca puede ser empleada
o manipulada como un medio. Las dictaduras que así lo han hecho han producido innumerables
víctimas, pero tarde o temprano han caído estrepitosamente.
Sólo cuando la persona humana es respetada se puede construir una sociedad justa y solidaria. La
persona con todos los derechos y deberes es el centro y fundamento de dicha sociedad.
La Iglesia, experta en humanidad, a través de su doctrina social, proclama con fuerza este
fundamental principio de ética cristiana: la persona es sagrada porque ha sido creada a imagen de
Dios; consecuentemente, debe ser siempre respetada, y todo cuanto atenta contra su vida y
dignidad debe ser rechazado. Coherente con este principio, la Iglesia se ha esforzado siempre, a lo
largo de su historia, por ser humana y humanizadora. Y cuando han fallado los hombres que la
formaban, y no lo ha sido, ha tenido que convertirse y cambiar radicalmente de rumbo.
La Iglesia debe siempre evangelizar humanizando y humanizar evangelizando. La buena noticia
que Jesús nos proclamó –su evangelio– es esencialmente humana y humanizadora, dadora de
sentido y de salvación. Sin el reconocimiento explícito de los derechos humanos, la Iglesia no sería
la Iglesia del Dios encarnado que, al divinizar al hombre, ha fortalecido y sublimado sus derechos y
su dignidad personal.
La Iglesia de Jesús, que es la Iglesia del Dios encarnado que ha sublimado al hombre asumiendo su
misma humanidad, debe ser una defensora inquebrantable de los derechos humanos y debe
colaborar con todas aquellas instituciones civiles dispuestas a defenderlos y promocionarlos en la
vida privada y pública.
En el campo de los derechos humanos, la Iglesia no puede ser reticente ni permanecer al margen
de su defensa y promoción. En el cumplimiento de su misión evangelizadora, la Iglesia debe estar
al servicio de la liberación integral del hombre cuyos derechos fundamentales son inviolables. La
Iglesia debe reconocer y propiciar en todo momento la dignidad de la persona humana y sus
legítimos derechos, que el hombre ha recibido del Creador. Es verdad que la Iglesia no puede
reducir su misión evangelizadora a un simple humanismo (sería quitarle su originalidad), pero el
camino de la Iglesia pasa necesariamente por el hombre; lo ha afirmado repetidamente Juan
Pablo II.
Finalmente, conviene recordar que derechos y deberes son dos realidades inseparables. Este
sabio y sugerente texto de Mahatma Gandhi lo deja claramente de manifiesto: «La verdadera
fuente de los derechos es el deber. Si todos cumplimos con nuestros deberes, será fácil hacer que
se respeten nuestros derechos. Pero si al mismo tiempo que descuidamos nuestros deberes,
reivindicamos nuestros derechos, estos se nos irán de las manos, y a la manera del fuego fatuo,
cuanto más los persigamos, más lejos los veremos de nosotros».
Es muy estrecha la unión existente entre derechos y deberes: son como las dos caras
complementarias del comportamiento ético. El respeto por los derechos implica el cumplimiento
de las obligaciones. Si cumplimos con nuestros deberes, automáticamente satisfacemos los
derechos de los otros. Esta es una idea que debe guiarnos siempre en nuestra actuación
ciudadana. Muchos problemas sociales podrían solucionarse si las personas se preguntaran antes
por sus obligaciones que por sus derechos. Generalmente solemos empezar al revés: primero
reivindicamos nuestros derechos y en las obligaciones o deberes ni pensamos. Si queremos ser
constructores de una sociedad más justa, solidaria y humana, sin olvidar nuestros derechos
inalienables ni abdicar de ellos, pensemos principalmente en nuestros deberes y procuremos
cumplirlos. La armonía social, la paz ciudadana, será siempre el resultado de la correcta
interrelación entre deberes y derechos.
Hoy la ecología está en alza precisamente porque en ella vemos la tabla de salvación ante los
múltiples y graves desequilibrios que padece nuestro planeta. El problema no es nuevo. Ya el
dramaturgo ruso Antón Pávlovich Chéjov, a finales del siglo diecinueve, hablaba en su obra El tío
Vania de la problemática ecológica con estos términos: «El hombre ha sido dotado de razón, del
poder de crear, de forma que pueda acrecentar lo que se le ha dado. Pero hasta ahora no ha sido
un creador, sólo un destructor. Los bosques están desapareciendo, los ríos se agotan, la vida
salvaje se extingue, el clima está arruinado y la tierra se vuelve cada vez más pobre y más fea». En
este interesante texto de Chéjov encontramos una lúcida descripción de lo que está sucediendo
hoy en el planeta. Si no ponemos remedio urgente a los graves problemas del medio que el
mundo entero tiene planteados, este será cada vez más inhabitable.
Estamos viviendo más allá de nuestros recursos. Hemos desarrollado un estilo de vida que está
agotando las maravillosas e irremplazables riquezas de la tierra, sin pensar en el futuro de las
generaciones venideras. Si la humanidad entera y, sobre todo, los gobiernos democráticos que la
representan no hacen un gran esfuerzo imaginativo en materia ecológica, la tierra se nos romperá
entre las manos y nosotros, sin duda, seremos las primeras víctimas.
Ante una tierra que se nos vuelve cada vez más pobre y más fea, debemos reaccionar
enérgicamente, sobre todo los cristianos, que reconocemos en la creación el gran regalo que Dios
hizo a los hombres. Ojalá no fuera verdad la segunda parte de esta frase de Rousseau: «Todo es
bueno cuando sale de las manos del creador. Todo degenera en las manos del hombre».
El lema tradicional del movimiento ecologista es este: «Piensa globalmente, actúa localmente». Lo
considero un lema realista y muy acertado. Su significado es el siguiente: son necesarios los
estudios, los diagnósticos de los problemas ecológicos, los principios globales a tener en cuenta,
pero a su vez se hacen necesarias las actuaciones concretas, cotidianas, locales. La conducta de
cada día ha de estar luego en coherencia con dichos estudios, diagnósticos y principios. De lo
contrario convertimos a la ecología en un puro folclore y, consecuentemente, pierde credibilidad.
Si somos conscientes del grave problema del agua, cuestión ecológica de primerísima importancia,
pensemos que tomar un relajante baño supone gastar unos 200 litros de agua, mientras que para
una estimulante ducha son suficientes 30 litros. Y otro detalle: un grifo que no cierra bien y pierde
10 gotas por minuto significa al cabo del año 2.000 litros de agua.
Si hasta hoy nuestra actitud acerca del agua ha sido de derroche, cambiémosla radicalmente.
Modificar conductas que parecen insignificantes puede desencadenar cambios muy importantes,
tanto por sus consecuencias como por los efectos de concienciación que pueden tener.
Ante los graves problemas ecológicos que sufre nuestro mundo, creo que sería conveniente
recordar que este planeta es de todos, es patrimonio común de la humanidad. Todos los seres
humanos tenemos respecto de él los mismos derechos y deberes. Ningún pueblo de la tierra, por
muy poderoso e influyente que sea en la esfera internacional, puede pretender tener prerrogativa
alguna sobre él. Además, este planeta es el único que tenemos. No hay otro de reserva. Si lo
estropeamos, nos quedamos sin recambio.
Cuidar la tierra con mimo, mantenerla limpia, reservar y administrar mejor sus recursos no es un
hobby, sino un grave deber moral que nos atañe a todos por igual. Un escritor sudamericano, con
finura poética, expresaba la misma idea con estas palabras: «No quiero flores en mi tumba para
que no las arranquéis de la selva».
Tengamos muy presente este imperativo ecológico formulado por Hans Jonas: «Actúa de tal
manera que los efectos de tu actuación sean compatibles con la permanencia de la auténtica vida
humana sobre la tierra; dicho en negativo: actúa de tal manera que los efectos de tu actuación no
sean destructivos para las posibilidades futuras de esa vida; o sencillamente: no dañes las
condiciones necesarias para la permanencia indefinida de la humanidad en la tierra; y, empleando
de nuevo una formulación positiva: incluye en tus opciones presentes la integridad futura del ser
humano como objeto paralelo de tu volición».
El crecimiento técnico lo ha pagado la naturaleza. Ahí radica todo el problema ecológico que
padecemos. El crecimiento técnico ha sido cuantitativamente desmesurado y cualitativamente
deficiente; ello ha acarreado una destrucción progresiva de la naturaleza.
En el tema de la ecología se dan muchas contradicciones y paradojas. A veces resulta muy fácil ser
ecologistas de boquilla y a la hora de cuidar lo que de verdad depende de nosotros somos un
desastre. La verdadera ecología empieza por la coherencia con nuestros comportamientos para
con el medio natural que nos rodea. Resulta fácil proclamarse ecologista y apuntarse a