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La innovación no puede ser sólo una excepción de la rutina

La innovación no puede concebirse como una acción que se solventa en sí misma, ni tampoco
como una búsqueda inminente de soluciones tangibles y a corto plazo. Es cierto que no es
viable exacerbar las iniciativas de una perspectiva absolutista que acaba asfixiando toda
propuesta: si no se hace una innovación total, nada debe emprenderse. Sin embargo, en la
actualidad se advierte más bien una tendencia contraria, no hay una pretensión de continuar
en el arduo trayecto de la innovación y se opta por encontrar el atajo que nos conduzca rápido
y sin fricciones a los nuevos escenarios pretendidos.

La tecnología suele ser el fetiche predilecto de la innovación. Nada parece garantizar más
éxitos que su utilización. Cuanto más sofisticado es el dispositivo, más cerca estamos de la tan
preciada innovación educativa. Pero es tan grande la expectativa que parece no quedar
disponible ninguna energía para abordar otros ámbitos y así se deambula de novedad en
novedad sin construir un proceso virtuoso. Sucede que la innovación no es singular. Ninguna
propuesta aislada, efímera y con perspectivas a un cuatrimestre puede prosperar.

Si cada intento se agota en un aula, si depende de una docente “carismática” y si el equipo de


gestión (mejor dicho, la comunidad educativa) no asume el compromiso de plegarse a la labor
colectiva (aunque posea más inquietudes que esperanzas), poco se podrá conseguir. Hay que
aceptar que el principal inconveniente de la innovación es su estricta demanda de trabajo
grupal y expectativas a largo plazo: nada más difícil que sostener la iniciativa de muchas
personas sabiendo que no gozarán, plenamente, de los resultados. Quizás por eso se busquen
premios que atenúen la espera y si son digitales, mejor.

La innovación tiene, además, una particularidad que no la hace muy asequible: sólo puede
definirse hacia atrás, hacia el pasado, a pesar de su esfuerzo hacia el futuro. Y ello no supone,
solamente, la paciencia y la esperanza en dosis semejantes, también exige la plena aceptación
de su opacidad: no se sabe con certeza qué significa para cada uno ni cuál será el sentido que
posea dentro de unos años. Donde hay dos docentes, hay tres definiciones de innovación. Y
para peor, es un concepto tan inestable que la bibliografía está siempre al borde de quedar
obsoleta.

No se trata de desanimar a nadie, pero tampoco sirve persistir en la búsqueda inmediata de la


innovación – hay quienes se atreven a venderla prefabricada, como si fuera un manual de
instrucciones para arreglar un motor – porque no es posible. No se puede comprobar que se
ha innovado sin un ejercicio reflexivo; la pura práctica puede dejarnos estancados en las
apariencias, es decir en los artefactos, en las didácticas, en las declaraciones, pero nada más.
No es poco, y a la vez es insuficiente.

La innovación necesita de las y los estudiantes, las familias, los equipos de gestión, las y los
docentes, los consumos culturales contemporáneos, los medios digitales, todas las
subjetividades, la otredad y también la educación no formal, e informal. La innovación supone
la renuncia a los hábitos escolarizantes, es decir el fin de la escuela moderna.

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