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El Obsesionario

Una cosmovisión del siglo XXI

Yzan Pérez Morán

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SHARIF FERÁNDEZ (2015)
« [...] Yo siempre quise ser un delincuente,
para escaparme de la Ley de la Gravedad.»

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ÍNDICE

1. Confesión de periodista (prefacio)

2. Fracasología o el arte de vivir (el hombre)

3. “Rolex y Maldivas; solo eso” (el poder)

4. Una de dioses (la religión)

5. Hacer una obra maestra (el arte)

6. En tercera persona (el amor)

7. “Más bandolero que artista, si te soy sincero” (autobiográfico)

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Confesión de periodista

Llevo media vida recibiendo insultos y halagos. Tanto es así, que en pleno 2023 aún
me cuesta ver con nitidez lo que encarno realmente. Decía Francisco de Quevedo,
cuando fue acusado de hereje por sus críticas a la Iglesia, que “la lengua de Dios
nunca fue muda” pese a poder ser usada para contar algo incómodo. Esa idea sintetiza
bastante mi trabajo: me dedico a decir la verdad, ni más ni menos.

Más allá del formato (vídeo, charla) o el tema (sociedad, política) mi labor consiste en
aprovechar mi elocuencia para exponer aquello que considero cierto, sin importar el
precio venidero. Y cuando digo “precio” me refiero a consecuencias dignas de
película: con veintidós años recién cumplidos me han echado de periódicos, expulsado
de clases, censurado de redes y muchos otros despropósitos que no vienen al caso.

Tú dirás: ¿por qué me cuenta esto? Porque cuanto más tiempo le dedicas a la verdad,
más gente pierdes por el camino. Las celebrities musicales llegan a tantas personas
porque nunca dividen a su audiencia metiéndose en asuntos sociales. Ibai ha coronado
el panorama mediático porque su humor es lo suficientemente genérico para abarcar
cualquier edad. El Telediario de TVE es el más visto de España porque aspira a ser
imparcial. Esa es la cuestión: a más genérico sea un producto, mayor es el número de
personas que engloba. Por el contrario, todo lo que sea genuino (y no fuerce esa
neutralidad) se convertirá en un producto de nicho, de comunidad limitada, como la
música clásica o las opiniones polémicas.

Así pues, como yo me debo a la leal minoría que me sigue, estos ensayos son para
contarte todo lo que sé de la vida. Las convicciones, principios e ideas de alguien que
nunca supo adaptarse -ni pretende hacerlo-.

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Fracasología o el arte de vivir

Contra todo pronóstico evolutivo, somos animales intentando dejar de serlo. Hemos
suprimido nuestros olores con perfumes, nuestro vello con afeitadoras y nuestra piel
con ropajes. Sofisticamos la conducta humana con códigos, modales, propósitos o lo
que haga falta para sentirnos menos vulgares que un simio. Incluso hemos inventado
ritos y fábulas religiosas que nos atribuyan un papel divino por encima de otras
especies, pero nada de ello es orgánicamente real.

Pese a que nos avergüence nuestra identidad, somos mamíferos nacidos únicamente
para asimilar nutrientes y copular con el sexo opuesto. No hay propósito más allá de
perpetuar el genoma, y esa es la verdad más dura de aceptar. Tal vez suene un poco
simplista, pero la cuestión me carcome desde hace años y quiero explicarte qué tiene
que ver con emprender.

Calor y movimiento son los únicos parámetros asociados a la vida. Aquello de capaz
de generar calor via natura está vivo (un humano, una estrella, una planta), mientras
que todo lo demás permanece estático, muerto. Esto es relevante porque al humano lo
define pensar y sentir. Sin embargo, la ‘conciencia’ solo son corrientes eléctricas en
movimiento produciendo una experiencia sensorial, y las emociones, un cúmulo de
químicos segregados a voluntad del cuerpo (miedo=adrenalina, placer=dopamina,
estrés=cortisol, bienestar=endorfinas, etcétera).

Tu mente es igual de material que una losa de cemento, una mera ilusión de control
sobre dichos procesos. Quiero decir que nadie escoge lo que siente, pues eso ocurre
tras un proceso hormonal, no al revés. Es imposible estar quieto en casa y crear pánico
o placer de la nada, igual que tampoco podemos estar ante un tigre y bloquear el
miedo voluntariamente.

Con el pensamiento racional ocurre lo mismo, ya que este lo determinan condiciones


genéticas como la logicidad, el liderazgo, la creatividad o la propensión a asumir
riesgos, entre otras. Nuestro cerebro ya ha escogido por nosotros lo que somos mucho
antes de salir del útero, y esa es la verdad más incómoda de todas.

Diariamente me preguntan: “Yzan, ¿qué puedo hacer para ser buen emprendedor?” o
“¿qué hago para ser buen comunicador?” Nada, absolutamente nada. Ninguna
formación te enseña a ser estas cosas, sino a fingir que las eres de la forma más
eficiente posible.

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Me explico: el espíritu de emprendimiento es biológico y lo mueven parámetros de
nacimiento. Tu capacidad de asumir riesgos, tu liderazgo animal, tu autogestión, tu
creatividad… Y, de ahí, deriva todo lo demás: la resistencia al fracaso, el poder de
generar autoridad, tus habilidades comunicativas e incluso tu ritmo para bailar -entre
otras mil cosas-.

Da igual que te dediques a hacer canciones o vender cursos: si has nacido sin ciertos
atributos, tu aprendizaje consistirá en fingirlos. Un vendedor nato no necesita que le
formen para saber generar necesidades a terceros, así como un niño que ha nacido con
oído absoluto no necesita años de música para distinguir las notas de un piano.

Y tú dirás: “Ya, pero el trabajo vence al talento”. Sí, en el mundo cotidiano, pero si
contemplas la élite de cada disciplina (los mejores culturistas, empresarios,
pensadores…) son personas que partían de talentos innatos. Si dos culturistas entrenan
lo mismo, comen las mismas cantidades y consumen los mismos anabolizantes,
ganará aquel con la genética más válida, ¿verdad? Pues eso mismo ocurre con
cualquier labor.

Somos un despropósito, lo sé. Primero fracasas en ser un animal y luego, si naces sin
talentos, fracasas en roles que nosotros hemos inventado; es el doble castigo de la
vanidad humana. Si me permites darte un consejo, que sea este: sigue tu don sin
importar a dónde te lleve. No todos deben ser millonarios, ni cantantes, ni genios. Tal
vez seas brillante pintando cuadros y nunca le has dado una oportunidad por ver
demasiados vídeos de Andrew Tate, o tal vez hayas nacido para curar enfermos pero
tus falsas creencias no te lo permitan.

Emprender va más allá de negocios. Consiste en cumplir tu rol humano, aquello para
lo que la naturaleza te ha dotado a ti y no a otra persona.

Escúchate a ti mismo, y el mundo te escuchará después.

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“Rolex y Maldivas; solo eso”

LUCKY LUCIANO (1940)


« El dinero ni es negro, ni rubio,
ni tiene color. Es dinero.»

Me he gastado en lujo más cifras de las que me gustaría admitir (es mentira, en
realidad me encanta admitirlo, de hecho mereció la pena solo por esta introducción).

Desde que empecé en el mundo de los negocios, cada ingreso en la cuenta es un


motivo más para dedicarle mi vida a esto, una especie de adicción a subir escalones.
Siempre he dicho que esto se debe a mi procedencia. Yo soy de Asturias, un pueblo
hecho Comunidad Autónoma, y allí me crié idealizando el dinero y las grandes
ciudades. Ahora bien: imagínate un preadolescente rico, nacido en una familia de
nobles madrileños y cuya herencia supera los seis ceros, ¿qué ideal tiene para
perseguir? ¿cuál es la meta que le impulsa a moverse? Si naces en una cuna de oro,
percibes el dinero como un derecho y no como un objetivo.

Lo sé porque he cenado con este tipo de gente. Hablan de “préstamos familiares”


como si fuera normal que tu tío te preste 50.000 euros para empezar una marca de
ropa mediocre. Veranean en lugares donde les timan y no conciben pasar una noche
fuera si no es en un hotel de más de tres estrellas. Repito: ¿cuál es el ideal ambicioso
que pueden perseguir aquí en España?

Efectivamente, ninguno. Los que venimos de sitios sin ocio, trabajos de mierda y
colegios públicos somos personas con una ambición mucho más elaborada y alcista.
¿Por qué? Porque el simple hecho de ‘estar abajo’ nos hace ver la infinidad de
escalones que tenemos encima, algo que jamás entenderá el que nació en el peldaño
más alto. Si no eres capaz de ver la escalera, jamás sentirás el impulso (o la necesidad)
de ascender por ella.

Curiosamente, no es el dinero lo que me hace moverme. Cruz Cafuné (o Carlos) decía


“los euros traen poder, y el poder trae guerra”; eso es exactamente lo que me empuja.
Me encanta el poder en las situaciones y los conflictos que conlleva. Despertarme con
problemas que solucionar, con decisiones relevantes que tomar, y que cada vez dichas
decisiones involucren a más personas.

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El poder no es solo saludar a tu profesor de bachillerato desde un Audi deportivo -que
también- sino el hecho de que, cada mes que pase, tus acciones tengan más
consecuencias y afecten a más personas. En definitiva, la capacidad de influencia
sobre tu entorno.

No siempre tiene que ver con dinero: en unas civilizaciones se fundamentó en


ejércitos, en otras en dioses y en otras en apellidos nobiliarios. Quédate con esto: el
dinero no siempre implica poder, pero el poder siempre implica dinero, así que
persíguelo ante todo. Exprime tus habilidades para generar influencia sobre los demás,
impacta de forma positiva a la gente para crear una reputación y luego usa lo que has
creado a tu favor.

Por el camino deberás equilibrar tu círculo: ni todos serán amigos, ni adinerados, ni


perfectos. Nada inspira más respeto que alguien que se relaciona puntualmente con
gente violenta, por más que la violencia esté mal vista. Nada es más nutritivo que
trabajar con gente que critique tus ideas sin miedo, pues la sinceridad es la única vía
para potenciarlas. Júntate a quien debes -no a quien quieres-, y el poder llegará solo.

En la primera entrevista que me hicieron, cuando aún era un estudiante que escribía en
prensa por diez euros la página, me preguntaron: “Entonces, ¿qué buscas?” No me lo
pensé dos veces: “Rolex y Maldivas; solo eso”. Puede sonar contradictorio con lo que
acabo de decir, pero no hay que perder de vista que el dinero es la forma más fiable de
cuantificar el poder. No la única, pero sí la más fiable.

Diría lo siguiente: tu patrimonio depende del valor que aportas a la sociedad sumado
al poder que ejerces dentro de ella, todo ello traducido a una propiedad o divisa (suelo,
euros, dólares). Por supuesto, no es sano convertirlo en una obsesión, pero menos sano
es jubilarse a los setenta. ¿A quién le importa lo que es sano? ¿Acaso te atreverías a
mirar a Warren Buffett a los ojos y decirle que su estrés no mereció la pena? ¿Crees
que alguien criticaría mi vida si supieran mis agobios por generar más cifras?

Si buscas resultados extraordinarios, no sigas patrones ordinarios; así de simple.

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Una de dioses

Puedo decir que soy apolítico, apátrida y agnóstico. Soy de mi casa y de la madre que
me parió, aunque de vez en cuando me gusta posicionarme en ciertos temas. En el
caso de la teología, siempre he sentido un profundo respeto por la religión que jamás
he contado en mis vídeos, textos o publicaciones, y aquí os lo comparto.

El término «religión» procede del latín ligare (‘unir’) sumado a re (con intensidad). Es
aquello que te une con fuerza a algo superior o a tus iguales. Así de simple es la
palabra que ha creado el mundo tal y como lo conocemos, y no exagero. Desde las
primeras civilizaciones mesopotámicas hasta los Reinos hispanos, pasando por las
culturas griegas, Roma o cualquier lugar del mundo: todo procede de mitos y de la
unión que genera creer en ellos colectivamente.

Sin ir más lejos, la Biblia es el libro más vendido y traducido del planeta, y muchos de
los códigos éticos que los humanos mantienen hoy proceden de ella. Esto es gracioso
porque pertenecemos al primer siglo que ha decidido odiar las religiones, pasando
estas a ser un conservadurismo: algo anticuado que muchos desprecian y pocos creen.
Como agnóstico, no vengo a defenderlas a capa y espada, sino a demostrar que son
más que un saber obsoleto.

Si bien todas las religiones se transmiten por medio de historias pintorescas, tienen un
trasfondo más racional y analítico de lo que parece. Un ejemplo es la predestinación
en la que creían egipcios, vikingos y griegos clásicos.

Imagina que esta noche ves una película por recomendación de alguien. A los dos
meses, en un bar, conoces a una chica que resulta haberla visto también. Un día
cualquiera quedáis para comer. De camino al restaurante, le avisas de que estás
llegando, pero, al distraerte escribiendo, un coche te atropella por cruzar en rojo;
mueres en el acto. Sin saberlo, la decisión de ver una película desencadenaría tu
muerte a largo plazo.

Cada evento produce unas consecuencias que, por involucrar infinitas variables,
resultan imprevisibles. Si hubieras sabido con antelación la hora de salida del coche,
su ruta exacta, tu velocidad de paso, el tiempo que tardarías en escribir, cuándo se
cerraba el semáforo… podrías haber previsto la situación antes de que ocurriera.
Conocer las variables es conocer el futuro, pues, si las causas ya están dadas, la
consecuencia también. A esto se refiere la palabra sino.

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Los acontecimientos, queramos o no, ya han ocurrido; solo hay que esperar a que
lleguen. En palabras de Savater: “No somos libres de elegir lo que nos pasa, sino
libres para responder a ello de tal o cual modo”.

Otro concepto interesante y malinterpretado es la figura de Dios. Procedente de Θεός


(Deus en latín y Zeus en griego), hace referencia a una entidad creadora. No a un
anciano con barba, sino a un evento físico divino. ¿Por qué divino? Porque es un
hecho sin causa, nada más. El universo se rige por la Causalidad: todo lo que se
mueve ha sido movido por algo. Sin embargo, un theos rompe con esta ley. Si no se
rige por una ley universal, no pertenece al universo; así de fácil. No hay rasgos
mágicos o fantasiosos de por medio. Simplemente, la idea de un Evento Originario
implica que este sea superior a las mecánicas de nuestro mundo.

Supongo que ya vas cogiendo mi punto. Los ateos no siempre reniegan de ideas
religiosas, sino de los estereotipos bíblicos usados para contarlas. Si al destino lo
llamásemos “ausencia de libre albedrío”, ¿Cuántos creerían en él? Si en vez de Dios
dijésemos “Causa Primera Universal”, ¿Cuántos se atreverían a negar su existencia?
El ateísmo de hoy es más superficial de lo que parece. Muchos autoproclamados ateos
son, en realidad, agnósticos sin saberlo, pues se limitan a negar fábulas de la Creación
o Jesucristo sin reparar en los principios que realmente construyen las religiones.

Otro error común es traducir el odio a la Iglesia en odio a la fe, cuando son asuntos
radicalmente distintos. La Iglesia es una empresa privada, con financiación, jerarquía
y sedes. No define las creencias, sino que se beneficia de ellas, pues son la base de su
negocio. La religión, por su parte, solo es un conjunto de ideas. Abusos, guerras o
fanatismos no son fenómenos derivados de la religión en sí misma, sino del uso que le
dan ciertas personas e instituciones.

En resumen, defender la fe con dogmas bíblicos incluidos es tan irreflexivo como


negarla sin profundizar en ella. Tachar de ignorante al creyente es igual de absurdo
que llamar pecador al ateo. La fe no ha de ser objeto de exaltación, pero tampoco de
burla.

El equilibrio ideal se halla en la media tinta: moderar lo que se cree y conocer lo que
se niega.

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Hacer una obra maestra

Viernes, en un bar. Iríamos mis amigos y yo por la tercera cuando comenzó una
férvida charla en la mesa contigua. Dos hombres de unos cuarenta años comentaban,
levemente ebrios, lo inútil y sobrevalorado que les parecía el arte en general. “Mi
hermano se gastó dos mil euros en una guitarra… ¡y no lo escucha nadie!”, dijo el más
ocurrente de los dos. Esbozando una sonrisa pícara, su compañero respondía: “Al
menos es músico; imagínate los que dejan el trabajo para escribir libros o ser
youtubers”.

Se convirtió aquello en una amalgama de burlas sobre las distintas disciplinas


artísticas, que concluía con la moraleja perfecta para tal conversación: “Les iría mejor
si se pusieran a trabajar”. No culpo a esos hombres por pensar así; es una visión
pragmática de la vida. Al fin y al cabo, pudiendo acceder a un empleo estable y bien
pagado, ¿quién invertiría sus esfuerzos en algo que tal vez no le dé para comer?

En cada generación, hay una selecta minoría de locos que deciden probar suerte.
Desde arcaicos poetas hasta cineastas modernos, pasando por pintores, músicos y
dramaturgos. La Historia les atribuyó distintos apodos y oficios, pero todos comparten
el mismo rasgo definitorio: la necesidad de crear. En un mundo cuyas metas últimas
son la producción y el comercio, nacer bohemio es como nacer enfermo. Toda labor
no productiva se ha convertido en ocio, en entretenimiento, por lo que este sujeto, a
ojos de la sociedad, pierde el tiempo perfeccionando una simple distracción.

Yo, que como creador de contenido ya soy un suicida laboral, empatizo bastante con
su conflicto. Los típicos profetas del “con Bellas Artes no vas a ningún sitio” son los
mismos que me advertían de las escasas salidas de Periodismo, gente utilitaria que no
conoce tierra más allá de una ingeniería o un empleo común. Exigirle provecho
económico a todo lo que se hace -o se estudia- es caer en un reduccionismo barato.
¿Acaso uno empieza a jugar a fútbol para amasar fortunas? ¿o aprende a actuar para
acabar en Broadway? Si bien hay casos de privilegiados que lo consiguen, la inmensa
mayoría no aspira a vivir únicamente de ello, pues su creatividad trasciende de
intereses terrenales.

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Más que una forma de subsistencia, el arte es un anestésico para lo cotidiano, sobre
todo en este siglo. La digitalización trajo consigo un día a día de pantallas, números,
impaciencia, rutina laboral… y no cualquiera es capaz de sobrellevarlo con entereza.

El bohemio viene a ser un alma analógica en un mundo digital, alguien que traduce
sus ideas en creaciones para evadirse de una realidad que no le representa. Dado que
su estatus pende del criterio general, debe también cargar con la hostilidad del público
contemporáneo: el que entiende opina, y el que no, también. Se critica por inercia y se
habla por necesidad, tomando como escudo un usuario y como bandera la libertad de
expresión.

Ahora bien: ¿existe un método para componer una obra maestra que le guste a todo el
mundo? ¿una serie de patrones creativos que te permitan hacer el mejor vídeo, libro,
pintura o canción? De forma práctica no -al menos no hay ejemplo existente- pero de
forma teórica podría estudiarse. Un antiguo profesor de la carrera me dijo: “las obras
que más funcionan son aquellas en las que el protagonista es el que te escucha”.

Creo que sería un buen punto de partida. Una pieza artística moderna debe ser dos
cosas: un anestésico digital (que te entretenga sin que te enteres de que estás tirando tu
tiempo) con un motivo humano (pues es el único motivo que nos engloba a todos, sin
etiquetas de gustos, género o modas). Tal vez por eso funcionan tan bien las campañas
del cambio climático, o los poetas cutres de Instagram que suben frases de taza de
café: son productos “serios” (no banales como un meme) y a su vez tan genéricos que
cualquier persona puede sentirse identificada.

Esto demuestra que sí hay forma de crear algo que guste a la inmensa mayoría, pero la
calidad se pierde por el camino. Es como cuando te encanta una canción porque te ves
reflejado en ella, pero de repente se vuelve viral, todos la conocen y deja de gustarte.
La obra es la misma, pero por ser genérica ha perdido intimidad, y junto con ella el
input humano ‘de tú a tú’ que tanto te atraía.

Moraleja: no te esfuerces por gustarle a todos. Ni siquiera te esfuerces en gustarle a


más gente de la que ya lo haces. Crea tu estilo, produce mucho contenido genuino, y
cuando el volumen sea suficiente -como un planeta- el resto de satélites girarán
alrededor de ti. Sé tu propia fuente de inspiración, y si no gustas a alguien, que orbite
en otros círculos.

Lo cualitativo es inversamente proporcional a lo cuantitativo.

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En tercera persona

Un título extraño para hablar de amor. Tal vez hubiera quedado mejor “Primera
persona del plural”, pero hemos venido a decir verdades, no poemas. Cuando comencé
a leer a Reverte, lo que más me caló fue su idea sobre la madurez. Decía que todos
nacemos con una mochila a las espaldas, y madurar es ir perdiendo cosas por el
camino: primero la inocencia, luego la fe, después la ilusión. Así, hasta que lo único
que te queda por soltar es la vida misma.

Yo estoy en el punto en el que he dejado de creer en el amor. Sí, con 22 años. Sí, con
pareja estable; pero una cosa no quita la otra. El amor es un mero engaño hormonal
orquestado por la Naturaleza para que te reproduzcas, un despliegue de oxitocina y
endorfinas segregadas por tu cuerpo cuando ve la oportunidad de cumplir su función
vital más importante. Todo lo demás (romanticismo, magia) son como la religión:
fábulas enrevesadas que manifiestan algo más básico.

Esto no quiere decir que las relaciones románticas no sean disfrutables, exactamente
igual que un religioso es feliz con sus creencias. Todos somos ‘creyentes’ del amor en
mayor o menor medida; por eso tener pareja tiene tantas ventajas prácticas: si eres
emprendedor, te da una estabilidad que mejora tu ritmo de vida, y por tanto tus
negocios. Si eres artista, te inspirará en tu proceso creativo. Incluso si eres un
delincuente, apaciguará tu ritmo de vida para hacerlo compatible con ella (o él).

Yo he estado toda la vida solo por dos motivos: el primero es que soy un hijo único
exiliado académicamente en Madrid, y el segundo es que solo he tenido dos relaciones
en mi vida. Ninguna mujer me parecía interesante en la adolescencia cuando
conversaba con ellas sobre temas profundos que me interesaban. Ahora tampoco, pero
he entendido que no funciona así. Hombres y mujeres tenemos preferencias y skills
distintas, que jamás cambiarán por más que pasen los siglos.

Es tan fácil como visualizarlo así: imagina una tribu paleolítica con cinco hombres y
una mujer, y otra con cinco mujeres y un hombre. La segunda tendrá mayor índice de
supervivencia, crecerá más rápido, pues varias mujeres procrean más veces al año.
Esto no ocurre con la tribu llena de varones, que está limitada a un embarazo anual y
por tanto su riesgo de extinción es elevado. Dado que la hembra tiene mucho más
valor biológico que el hombre, la Naturaleza nos dotó de testosterona para protegerlas
asumiendo las labores de caza, recolección y construcción, cambiando nuestros tipos
de inteligencia, nuestra percepción del riesgo o nuestros hobbys.

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Por esto mismo, mi novia es más reflexiva que yo, tiene mejor caligrafía, es más
ordenada y sus gustos son más refinados. Sin embargo, yo levanto más peso que ella,
soy más violento que ella y tengo menos “miedo” a enseñar mi cara en vídeos. Se hizo
un experimento magistral en Suecia con niños prácticamente neonatos, dándoles a los
niños juguetes de niña y viceversa. Los pequeños chicos empezaron a desmontar las
cocinas o las muñecas como si fueran puzzles lógicos de construcción, mientras que
ellas cuidaban a los balones y sentían cierta reticencia por que tocasen el suelo (de
hecho, asociaron la forma de balón con la de una cabeza y comenzaron a ‘peinarlo’).

Mágico, ¿verdad? Por eso se dice en el tradicionalismo que una familia solo puede
estar compuesta por hombre y mujer: porque cada faceta imprime valores distintos en
los descendientes. Si tu padre huye cuando naces, riesgo. Si solo tienes dos madres,
riesgo. Es una idea anticuada, pero con un axioma más racional de lo que aparenta.

Lo único que tengo claro a día de hoy es que el amor no hay ni que buscarlo ni que
olvidarlo, más bien posicionarlo en un segundo plano y estar abierto a que llegue. Eso
sí, manteniendo tus principios claros. Muchos hombres cometen el error de cambiar
excesivamente cuando están en pareja: se ponen gordos, descuidan amigos o incluso
hacen planes que siempre criticaron solo por impresionar. Si pretendes que una pareja
te respete, no olvides respetarte tu primero.

La mayoría de millonarios hospitalizados con 90 años darían toda su cuenta de banco


a cambio de vivir un poco más, o de recuperar a su mujer fallecida o de experimentar
su primer amor juvenil de nuevo. Tú tienes esa oportunidad ahora, así que, sea cual
sea el tipo de amor que tengas en frente -maternal, romántica, fraternal- exprímela
como si te fuera la vida en ello.

Porque, literalmente, te va en ello.

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“Más bandolero que artista, si te soy sincero”

GEORGE JUNG (1990)


«Hemos venido a hacer negocios
y jodernos la vida por el camino»

Tal vez estos ensayos pretendan convertir el gesto en monumento, contar una vida
normal como si de una hazaña se tratase. O tal vez solo sean las trazas y trozos de una
persona con inquietudes no tan importantes. Sea lo que fuere, aquí estás leyendo, así
que te debo esta despedida.

Vengo de un sitio donde todos se mueven por etiquetas: ‘el que hace tal’ o ‘la que
vende cual’ o ‘los que se juntan con no sé quién’. Por eso un e-book tan profundo no
pega con mi imagen en redes: porque contradice mi supuesta etiqueta. Déjame decirte
algo: que le follen al cánon. Yo no soy empresario, pero genero dinero. No soy artista,
pero creo arte. Soy impopular, pero tengo popularidad. Imaginarte en ciertos roles solo
hace que persigas sueños de otras personas, pues, ¿de dónde has cogido esos roles si
no? Solo son espejismos, casos de éxito ajeno que has asimilado como una especie de
categoría.

Sharif Fernández, resonado poeta de Zaragoza, solía cantar lo siguiente: “[...] Porque
yo solo soy un trapecista, un titiritero; más bandolero que artista, si te soy sincero”.
Nunca me he sentido tan identificado con una línea. Unos me tratan de periodista
moderno, otros de influencer banal, y otros solo me critican por ser joven. Mientras
tanto, yo estoy haciéndome la cena con mi novia y contemplo esas notificaciones una
media de dos segundos. No hay dolor a la crítica si no hay autopercepción categórica,
pues no necesitas cumplir las expectativas de ningún nicho.

Déjate de mierdas y haz cinco cosas: entrena, trabaja, culturízate y provee a tu círculo.
El resto solo será ruido, alboroto que se difumina mientras dedicas tu tiempo a viajar o
ser mejor persona. Los insultos y consejos paternalistas te resbalarán como el jabón
resbala por el suelo de la ducha, así como las inseguridades o estancamientos.
Muévete por aguas frías como un tiburón, lo más frías y complicadas que puedas; el
largo plazo te lo agradecerá.

Si te llevas algo de mi Obsesionario, que sea eso: sé dinámico hasta gastar las suelas;
ya tendrás tiempo a descansar cuando te entierren.

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FIN

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A mi Comunidad, por hacerme pensar grande,
y a mi familia, por hacerme temer pequeño.

Yzan Pérez Morán


Madrid, junio de 2023

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