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Nisha Scail
DEDICATORIA
A Vero y Gabriela, por que hacéis que hasta el día más nublado
y sin magia resplandezca como el más radiante sol.
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
Lya no era una mujer paciente, era consciente de ello y cada vez
que se acercaba el momento de renovar su pacto con el cabrón hijo de
puta que se lo ofreció tres años atrás, la ansiedad y el desaparecido
dolor de cabeza volvía a ella como una venganza.
Cada vez que pensaba en ello, se estremecía. Había hecho un
pacto con el mismísimo ángel de la muerte, pero hasta ahora no le vio
alas a la espalda, aunque sí cola y cuernos… Maldito cabrón. Acudió a
ella en uno de sus más bajos momentos, cuando descubrió que su
vida estaba próxima a terminar y su grado de desesperación era tal
que se había agarrado a cualquier clavo ardiendo; de hecho, se agarró
a él y le vendió su alma.
Gracias a su presencia, la sombra de la muerte quedó relegada,
el tumor seguía en su cabeza, pero no se desarrollaba, ni registraba
ya ningún síntoma de su presencia… ni ella envejecía; un pequeño
detalle que se le olvidó mencionar a aquel ángel cabrón.
Había estado dispuesta a hacer cualquier cosa, lo que fuese y
Bahari le tomó la palabra al pie de la letra; lo dicho, le había vendido
su jodida alma a cambio de alargar su vida… Su alma y su cuerpo.
Se estremeció, lo que ese hombre le hacía, el mundo en el que
estaba empeñado en introducirla era tan aterrador como erótico, la
había arrancado de las manos de la muerte para llevarla de su oscura
y dominante mano al de la depravación. Su vida sexual había sido
decente, pero él le había dado un giro de 180º y la puso cabeza abajo.
No podía dejar de sonrojarse al recordar sus inicios, lo asustada que
estaba y cómo él consiguió hacer papilla su cerebro y todo con lo que
se cruzaba en su camino.
Y esa noche volvería a hacerlo, pensó, su sexo se tensó de
anticipación. Si aceptaba renovar su pacto por un año más, sería suya,
intentaría someterla una vez más y hacerse de una vez por todas con
lo que todavía no había conseguido realmente; su alma.
Sacudió la cabeza.
—Puedes tener mi cuerpo, mi voluntad, pero no mi alma —
murmuró para sí. Nunca sería dueño de ella, no si podía evitarlo.
Resopló y comprobó la hora por enésima vez aquella noche,
como la primera vez, el tiempo no acompañaba, la niebla cubría la
bella y antigua capital escocesa y mojaba el empedrado suelo
volviéndolo resbaladizo. El callejón era oscuro, las escaleras un
peligroso recordatorio de su encuentro, una silenciosa señal de su
caída.
—Capullo —masculló.
Un ligero bufido llegó en respuesta.
—Te azotaré solo por eso, sumisita —declaró la voz.
Se giró de golpe haciendo que sus tacones vacilaran sobre el
suelo, en un segundo estaba volando para al siguiente estrellarse
contra el duro cuerpo masculino que evitó —una vez más— su caída.
—Empiezo a pensar que tienes cierta tendencia al suicidio…
accidental —le dijo al tiempo que resbalaba las manos por su espalda
hasta acunar las nalgas con las manos y apretarla contra la dura y
palpable erección masculina.
Ella bufó, subió las manos a su pecho y empujó para apartarse.
Él la dejó ir.
—Y qué casualidad que eso solo ocurra cuando tú estás
alrededor —masculló ella.
Su mirada lo recorrió lentamente, una vez más vestía de negro,
camisa de seda, pantalón de pinzas, chaleco de un tono gris oscuro y
un abrigo de cachemira que acompañaba y realzaba ese aire del viejo
mundo que persistía a su alrededor. Una sensación que ahora
comprendía.
El ángel de la muerte, aquel que recogía y guiaba las almas a su
descanso eterno. Había tenido tiempo para leer y buscar cosas sobre
él, pero las fuentes nunca terminaban de concretar sobre su
presencia, sobre una identidad que los teólogos daban como real… Un
ser salido del cielo para llevarla al más caliente de los infiernos.
No, nada de lo que había leído representaba realmente al
hombre que la miraba ahora fijamente.
—Belicosa, respondona e indisciplinada —resumió sin dejar de
mirarla—. Habrá algún momento en el que te comportes como te
corresponde, mascota.
Siseó al escuchar aquel apelativo. Él estaba convencido de que
era una sumisa y maldito fuera porque nunca se había visto a sí
misma en tal tesitura hasta que apareció él y escarbó bajo su piel.
—Quizá cuando ya no forme parte de este mundo —declaró de
mal humor.
Él arqueó una ceja, fue el único gesto real que apareció en su
rostro.
—¿Tanta prisa tienes por abandonarlo, Lya? —le dijo. Los dedos
enguantados le acariciaron la sien y el dolor que sentía se agudizó de
manera exagerada.
—No… no… no… ¡basta! —gimió echándose hacia atrás—.
Todavía no…
Él dio un nuevo paso adelante y la miró, el dolor se reflejaba en
sus ojos pero ni siquiera parecía importarle.
—El plazo se ha terminado, Lya —le dijo—, dime qué es lo que
deseas, ¿quieres un nuevo aplazamiento de tu condena o una
sentencia de muerte?
Ella lo miró entre lágrimas de dolor y rabia.
—Eres… un cabrón hijo de puta —siseó, las lágrimas cayeron
por sus mejillas, la cabeza le estallaba—, haz que pare… detén…
¡detenlo una vez más!
Él ladeó la cabeza y la contempló.
—¿Qué darías por un año más de vida, Lya?
Ella jadeó y cayó al suelo de rodillas presa del dolor.
—Cualquier cosa —masculló entre dientes—. Cualquier…
jodida… cosa.
Su mano se deslizó por el pelo, hundiendo los dedos entre los
mechones para acariciarle la mejilla con el pulgar. El tacto del cuero la
estremeció.
—Bien, pequeña sumisa —le dijo con suavidad, alzándole el
rostro—, que así sea. La muerte retendrá su guadaña un año más a
cambio de tu sumisión, ¿aceptas?
Ella respiró, el dolor iba remitiendo por fin, desapareciendo poco
a poco, dando paso a un nuevo oasis de paz y tranquilidad. Todo su
cuerpo se tensó de expectación, su cerebro gritaba que acabase
ahora con todo, que buscase la muerte, pero su cuerpo tenía vida
propia y respondía a la presencia de su carcelero, ansiando algo que
solo él podía entregarle. No podía seguir negándose a él, no cuando
todo en lo que podía pensar cada vez que tenía una cita o se
adentraba en una relación, era que nadie estaba a la altura suficiente,
que no tenían aquello que necesitaba.
El hombre la había pervertido y ahora necesitaba de su
perversión.
—Acepto —declaró en voz alta, su mirada fija en la de él.
Sus labios se torcieron en esa mueca de satisfacción que tan
bien conocía y su mano se deslizó ahora a su cuello, recorriéndolo con
un dedo un segundo antes de que sintiese como se deslizaba hacia la
clavícula para luego echar mano al bolsillo interior del abrigo y sacar
de su interior un collar de sumisa blanco con motivos dorados que
conocía muy bien. Bordado en un lateral podía leerse “Sub Souless”;
un collar que la marcaría durante el tiempo que lo llevase puesto como
el juguete personal de Bahari.
—Bien, mi hermosa y díscola sumisa —le dijo al tiempo que
cerraba el collar alrededor de su cuello y comprobaba que no estaba
tan apretado como para dificultarle la respiración o estrangularla—, es
hora de continuar con tu entrenamiento.
CAPÍTULO 3
Bahari miró con ojo crítico cada una de las restricciones que
inmovilizaban a su díscola gatita, no la quería más nerviosa de lo que
ya estaba, lo cual era una considerable cantidad. Su cuerpo temblaba
ligeramente, si bien la había librado de la banda que le cubría los
senos, llevaba todavía puesta la breve falda. Dejó caer las manos
sobre sus hombros y el respingo que dio le dijo claramente que su
cabreo estaba dando paso a un considerable miedo.
—Tranquila, gatita —le susurró al oído—, todo va bien… estás
segura, no dejaré que nada malo te ocurra…
Ella lo miró, sus ojos dilatados, el color inundándolo todo, estaba
asustada, inquieta, podía notarlo en la forma en que abría y cerraba
los dedos de la mano y en cómo le temblaban los labios.
—Lya, mírame —le habló con firmeza, reclamando su atención—
. Tienes una palabra de seguridad que hará que todo se detenga,
quiero que me la recuerdes ahora.
La vio parpadear, entonces se lamió los labios y contestó.
—Afrodita.
Él asintió y volvió a llamar de nuevo su atención, le acarició el
rostro con el pulgar y le alzó la barbilla.
—Otra vez.
Se lamió los labios, su mirada fija en la de él y sus ojos a punto
de echarse a llorar.
—Afrodita.
Le acarició el labio inferior con el pulgar.
—Pronúnciala una vez más, gatita —insistió.
Y lo hizo.
—Afrodita.
Satisfecho deslizó muy lentamente las manos por su rostro,
alcanzó el cuello y continuó hacia los hombros para luego ascender
por sus brazos abiertos en cruz. Le masajeó los tensos músculos
diluyendo en la medida de lo posible la tensión y el nerviosismo y
activando sus terminaciones nerviosas de un modo mucho más
placentero, comprobó que sus muñequeras estaban lo suficientemente
holgadas para que no le cortasen la circulación o la lastimasen, y al
mismo tiempo tan ajustadas que no pudiese soltarse por error.
Con cada nueva caricia su cuerpo se relajaba, empezaba a
vibrar a un ritmo distinto y se volvió más receptiva.
—Sí, tu piel es suave —ronroneó mientras bajaba ahora en
dirección a su clavícula—, cálida, cremosa… me gusta la forma en la
que se sonroja, como se calienta…
Sus caricias continuaron ahora sobre sus pechos, una ligera
pasada de los dedos sobre la hinchada y tierna carne. La visión de sus
pezones rosados y erectos hizo que se lamiese los labios. La
deseaba, tenía hambre de ella pero no era el momento, tenía que
adiestrarla, hacerla comprender que él era el único a quien debía
responder, el único que le daría lo que necesitaba, aunque no supiese
que lo necesitaba, que cuidaría de ella y no permitiría que nada malo
le ocurriese entre sus brazos. Debajo de toda aquella necesidad
habitaba una mujer delicada que necesitaba ser aceptada y
acompañada en el largo camino de la vida. Lya era sumisa, ahora que
la tenía por primera vez en la Cruz de San Andrés, expuesta, nerviosa
y con cierto temor pero expectante, podía verlo con más claridad;
estaba excitada.
La oyó gemir y aquello lo agradó, tendría que proceder con
cuidado, ofrecerle seguridad pero la atraería a su terreno como tantas
otras veces y conseguiría de una vez y por todas que por fin se
entregase por completo a él, que depositara su confianza y su alma en
sus manos.
Sus pechos encajaron en sus manos, los amasó y jugó con las
maduras puntas, ya podía imaginárselos restringidos por unas bonitas
pinzas que se agitarían cuando la tomase o disfrutase de su caliente y
mojadito coño. Deslizó los pulgares por los prietos botones y jugó con
ella un poco, el aumento en el ritmo de su respiración y los nuevos
temblores que le sacudieron el cuerpo le agradaron, empezaba a
responder de la forma en la que quería.
—Tienes unos pezones muy bonitos —admiró la tierna carne
entre sus dedos—, y se verán incluso más deliciosos cuando los
restrinja con unas enjoyadas pinzas… Nada de piercings o
perforaciones para ese bonito cuerpo, quiero ver como el color inunda
esas dos cúspides cuando te las quite.
El gemido que emitió ella fue como música celestial en sus oídos
y contribuyó a ponerlo más duro de lo que ya estaba. Le sorprendía
que no terminara por correrse en los jodidos pantalones, la sangre le
hervía con esa sensación que no sentía cuando estaba con otras
mujeres, se excitaba sí, pero no podía alcanzar el placer que deseaba
si no era con la gatita que ahora se retorcía frente a él contra las
aspas de madera.
Tenía que ser ella, tenía que serlo y haría lo imposible por que
se rindiese a él y lo liberase de una vez y por todas de aquel maldito
infierno.
—¿Te han puesto alguna vez pinzas en los pezones, gatita?
Ella sacudió la cabeza y él respondió con un breve pellizco en la
parte inferior de sus pechos que la hizo sisear.
—No he oído tu respuesta, gatita.
Gimió y volvió a contonearse tanto como le permitía su posición.
—No… señor —gimoteó. Pero incluso ahora podía notar la
reticencia en su voz al pronunciar la palabra “señor”—. Y dudo mucho
que vaya a gustarme.
Le acarició una vez más los pezones y arrastró las manos sobre
su cuerpo hasta recabar en sus redondeadas caderas, entonces volvió
a subir acariciándole el estómago y la respingona tripita. No era
precisamente delgada, pero aquello era algo que le gustaba y mucho,
con su tamaño y afición por los juegos y las perversiones, necesitaba
una compañera de juegos que ofreciese suficiente colchón a sus
apetitos y ella estaba llenita en los lugares que tenía que estarlo; era
perfecta para él… y para cualquiera de sus cuatro generales.
—Te gustarán —le dijo entonces—, disfrutarás del mordisco
inicial de dolor y el placer, serás muy consciente de esa parte de tu
cuerpo mientras te follan ese tierno y húmedo coñito.
Dio un nuevo respingo, no estaba seguro de si se debía a sus
palabras o a la caricia que ejercían sus dedos sobre el adorable y
decorado monte de venus. Un año más la desafiaba contraviniendo a
sus órdenes de venir a él totalmente depilada, pero no iba a quejarse,
el bonito y colorido diseño de una mariposa en su recortado vello le
agradaba y mucho. Sus pliegues asomaban ya húmedos bajo la tela
que hacía la función de falda. Estaba excitada, la última constatación
de que a pesar de los nervios y el temor a lo desconocido, disfrutaba
del morbo de estar restringida y abierta a cualquiera que desease
observarla. Sabía que no era una exhibicionista y él tampoco tenía
deseos de mostrarla y compartirla con nadie que no fuese de su total y
absoluta confianza, no a ella. Lya tenía su billete de escape de aquel
infierno y estaba más que dispuesto a hacer todo lo que estuviese en
su mano y más para conseguir que ella se lo entregase.
Satisfecho con el hilo de sus pensamientos, deslizó los dedos
por la húmeda e hinchada carne de su prieto sexo y jugueteó con ella
arrancándole pequeños gemidos, logrando que se contoneara contra
él y que aquella deliciosa miel se escurriese de entre sus labios
mojándola aún más.
—Buena chica —la premió complacido—, me gusta cuando te
mojas de esta manera, cuando te excitas y chorreas mojando mis
dedos. Empiezo a plantearme la idea de guardarte solo para mí pero
sería un mal anfitrión si lo hiciese, especialmente cuando los maestros
de Souless están más que deseosos de darte la bienvenida como se
merece.
Se estremeció, notó como intentaba cerrar los muslos sin éxito y
su resoplido de rabia al no poder hacerlo.
—Zhair está deseando probar la miel que derramas tan
generosamente —continuó contándole sus planes—, a juzgar por la
forma en que Gadiel te miraba mientras complacía a su sumisa, estoy
seguro de que estará dispuesto a sacrificar un poco de su tiempo para
dedicártelo… ¿Qué opinas, gatita? ¿Quieres que se sirvan de tu
cuerpo, que te acaricien, te laman y gocen de ti hasta que grites de
placer?
La vio lamerse los labios, su cuerpo tembló de nuevo, pero se
negaba a encontrar su mirada; su pequeña sub.
—Te daré a ellos y me sentaré cómodamente en el sofá para ver
cómo te follan con la boca —le dijo sin más—, si te portas bien con
ellos, dejaré que te lleven al orgasmo.
Ella gimió y no pudo menos que sonreír, a pesar de sus
reticencias estaba dispuesta a meterse en la escena. Sus dedos
siguieron jugando con ella, sin llegar a penetrar en su caliente carne…
La quería excitada, desesperada por la liberación, quería que se
rindiese… y por todas las almas del limbo que lo conseguiría. Antes de
que terminase la noche de aquel tercer encuentro, ella sería
completamente suya.
—Recuerda tu palabra de seguridad, gatita —le susurró al oído,
sonriendo al ver todavía las orejitas de gato en su pelo—, pero sé
consciente de que si la pronuncias… se termina todo, en ese preciso
momento.
Sus labios se unieron con los de ella en un ligerísimo beso antes
de retroceder y echar un vistazo a su espalda para ver a dos de sus
generales; Muerte y Hambre.
—Caballeros —extendió la mano a modo de invitación—, es toda
vuestra. La única condición para esta escena es que mantengáis las
pollas dentro de los pantalones. Bon appetit.
Gadiel esbozó una divertida sonrisa y luego chasqueó la lengua.
—Le quitas siempre lo mejor de la diversión, Bahari —se burló.
El Dom tenía el pelo húmedo, vestía unos vaqueros limpios y todavía
llevaba la toalla con la que se había secado alrededor del cuello. El
Jinete conocido en otros círculos como Muerte fue el primero en
acercarse a ella—. Hola gatita, sí… eso es… tranquila… vas a pasarlo
muy bien. ¿Tienes tu palabra de seguridad?
Fiel a su tozudez, se tomó su tiempo antes de dar una
respuesta.
—Afrodita —murmuró, su mirada cayó sobre el hombre—. Pero
no me opondría a pronunciar cualquier otra con tal de que me sueltes
ahora mismo…
El hombre se echó a reír, le acarició el rostro con los nudillos.
—Soy demasiado feliz con mi vida como para desear morir,
amor —aseguró entre risas—. Por otro lado, esa falta de respeto se
merece un pequeño correctivo.
Ella se lamió los labios.
—Ponte a la cola —musitó en voz baja, apenas un murmullo.
Él sonrió.
—Ponte a la cola, señor —le recordó—, o maese si lo prefieres.
Sus ojos brillaron con desafío, a Bahari no dejaba de
sorprenderle lo cercanos que se habían vuelto aquellos dos, Lya
tendía a relajarse cuando la escena en la que él la introducía incluía a
su general más oscuro. Y su ánimo respondón aumentaba también de
grado.
—Gad, deja las charlas para otro momento y permíteme saludar
adecuadamente a nuestra invitada —declaró entonces el otro Jinete.
Bahari contempló a Zhair, su general, más conocido como
Hambre miraba a la pequeña sumisa con expectación y lascivia, la
forma en la que se relamía solo podía evidenciar que su verdadera
naturaleza estaba bastante cerca de la superficie el día de hoy. Por
ello, no le sorprendió que su primer paso fuese comerle la boca a su
sumisa, un beso profundo y lleno de lujuria destinado a no hacer
prisioneros.
—Eso ha sido encantador —le dijo a la mujer permitiéndole
recuperar el aire—, ahora, gatita, relájate y deja que tío Z y tío G
cuiden de ti.
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6