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Tubert, Zepeda y Deěborah
Tubert, Zepeda y Deěborah
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Los enfoques psicoanalíticos y comunicacional en psicoterapia suelen verse como
mutuamente incompatibles. Los autores propones que, lejos de ser así, la integración de los
aportes teóricos y técnicos de ambas escuelas puede dar como resultado un enriquecimiento
de nuestra comprensión de los procesos individuales y grupales, asó como también un
notable aumento de nuestra capacidad para la intervención terapéutica (Tubert-Oklander,
1990ª, b).
Desde el punto de vista teórico, las teorías de la comunicación y de los sistemas generales
pueden constituirse en un lenguaje interdisciplinario que opere como marco de integración
para los aportes del psicoanálisis, la teoría del campo, la psicología social y la sociología.
Desde el punto d vista técnico, os desarrollos de las terapias comunicacional y sistémica
nos ofrecen poderosas herramientas para el logro del cambio terapéutico. El psicoanálisis,
por su parte nos brinda una mayor comprensión del contexto en el que han de operar
nuestras intervenciones correctoras.
Podría decirse que estos dos enfoques son exactamente opuestos, tanto en sus puntos
fuertes, como en sus deficiencias. El enfoque psicoanalítico nos permite una gran
comprensión de lo que está ocurriendo en un sistema perturbado, sea éste un individuo, un
grupo, una pareja, una familia, pero se encuentra con frecuencia con importantes
dificultades cuando pretende modificarlo. En cambio, el enfoque comunicacional nos
ofrece herramientas muy poderosas para el cambio, pero sólo una comprensión superficial
de lo que está ocurriendo. El resultado es que el terapeuta psicoanalítico entiende las
fantasías y los mecanismos que se encuentra activos en una sesión, pero cuando recurre a su
instrumento terapéutico por excelencia, la interpretación, se encuentra con que no siempre
logra modificar la situación. El terapeuta comunicacional-sistémico, en cambio, tiene a su
disposición numerosas herramientas modificadoras del sistema, pero no logra comprender
el hecho aparentemente paradójico de que los mismos instrumentos que en ocasiones tienen
efectos casi mágicos, en otras fracasan estrepitosamente. Lo que ocurre en estos casos, es
que el terapeuta no ha tenido en cuenta el contexto psicodinámico en el que se inserta su
intervención técnica.
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de que el sistema mínimo a investigar, para dar cuenta de una situación humana, es el de la
personalidad individual. En consecuencia, todas sus observaciones y sus conceptos remiten
al funcionamiento intrapsíquico. Podríamos decir que este énfasis en lo intrapsíquico es, a
la vez, la mayor fortaleza y la mayor debilidad del psicoanálisis, ya que la presuposición de
que el estudio de los factores internos basta para dar cuenta de la inmensa complejidad de
los fenómenos humanos, sencillamente falsa. Pero también es falsa la presuposición
opuesta de que sólo los factores interacciónales son determinantes de la conducta y de la
experiencia subjetiva de los seres humanos.
No cabe duda de que la integración teórica entre estos dos enfoques de la psicoterapia,
representa un proyecto monumental que supera ampliamente los límites de este trabajo. De
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momento, lo único que pretendemos demostrar es la posibilidad y la conveniencia de la
integración de las Técnicas provenientes de ambos enfoques.
Déborah, una hermosa mujer de treinta años, muy apreciada por los terapeutas y por sus
compañeros de grupo, desde varias sesiones atrás había relatado ciertos acontecimientos
que preludiaban la ruptura de una relación amorosa que había iniciado después de haber
vencido, con grandes dificultades, el temor que sentía. Al fin se había decidido a convivir
con un hombre. Manifestó su decisión de entrega, buscando afanosamente una nueva casa
que brindara un marco apropiado para el florecimiento de sus mejores y más tiernos
sentimientos. Pero poco tiempo después, el hombre en quien había depositado su confianza,
comenzó a alejarse. La semana anterior había transmitido al grupo un agudo dolor y un
sentimiento de soledad que exacerbaba por las noches, ante a vista de la ropa y otros
objetos personales del amado compañero ahora ausente.
Déborah, escuchaba inmóvil, en un tenso silencio. De sus labios apretados salió, por fin, un
borbotón de amargura. Recapituló su arduo trabajo de varios años para aceptar su necesidad
de otros y dejarse cuidar y querer. La respuesta que la vida le daba, al final de la lucha, le
parecía una burla cruel. Había perdido la confianza en la bondad de los seres humanos.
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En la mordacidad del tono de su voz se percibía una rabia homicida, volcada hacia su
propia persona. Expresó el desprecio que sentía por su vida y sus deseos de acabar con ella.
Contó también cómo, la noche anterior, había estado manipulando un arma.
Los ahí presentes lo miramos estupefactos. Déborah asintió levemente, moviendo la cabeza.
La risa con la que el grupo respondió a estos comentarios no estaba exenta de rabia y de
angustia pero, indudablemente, el clima se relajó.
Uno a uno, los participantes fueron afinando el plan. Si había que enviar la ropa cortada a
lo oficina, pero con un atento recado dirigido a la secretaria del señor, de modo que abriera
el paquete antes de entregarlo. La pasta para rasurar había que enviarla también,
naturalmente, y era muy probable que el tubo se oprimiera al hacer el paquete y el
contenido se desparramara entre la ropa. Y aquella loción fina que el señor había traído de
París, era comprensible que, en la premura por empacar, quedara medio volcada sobre el
jabón del perro, que también era necesario enviar. La discusión sobre si lo que debía
enviarse era el jabón o el perro, tomó varios minutos.
Déborah, quien al principio de todo esto nos miraba como si nos hubiéramos vuelto locos,
comenzó poco a poco a sonreír, y acabó riendo francamente y aportando, ella también,
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valiosas sugerencias. La euforia alcanzó su clímax y comenzó a descender, cuando una de
las participantes verbalizó que todo aquello le parecía mucho mejor que vaciarle la carga de
la pistola al sujeto ese. Y otra más completó:
La sonrisa triunfante que exhibía Déborah se fue dulcificando con las benéficas y tibias
lágrimas que comenzaron a correr por sus mejillas. La sesión concluyó con la aceptación
verbal de sus sentimientos de tristeza, impotencia y rabia. En las sesiones subsiguientes,
Déborah continuó elaborando su duelo. No realizó ninguna de las maldades que habíamos
ideado entre todos, pero sí empacó todas las pertenencias de su ex compañero y se las hizo
llegar, sin mayores explicaciones.
Podría pensarse que todo este episodio no era más que un equivalente de interpretación; en
este caso, de la interpretación de sus deseos homicidas hacia su pareja, que habían sido
volcados hacia sí misma, sin embargo, dudamos que una tal interpretación hubiera
resultado operativa en esta situación.
Se podría haber interpretado que ella no se estaba permitiendo vivir su enojo, pero esto no
hubiera bastado para que efectivamente se lo permitiera, ya que ella no podía tolerar la idea
de ser “mala”, y el enojo la hacía sentirse así. El punto verdaderamente impensable para la
paciente era que ella realmente tenía el deseo de matar al hombre que la había abandonado.
En consecuencia, prefería vivirse despreciable, antes que, mala. Pero el odio seguía allí,
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tomando forma de un ataque homicida hacia un ser tan despreciable como ella; de allí la
ideación suicida.
Podríamos decir que la paciente estaba atrapada en una paradoja: si expresaba su enojo,
caía en la impensable maldad, y no merecía vivir por mala; si no lo hacía, caía en el auto
desprecio, y tampoco merecía vivir por despreciable. En consecuencia, tanto si se enojaba,
como si no lo hacía, debía morir. Una interpretación sólo hubiera servido para agravar la
situación, ya que, si enfatizaba su odio negado, la sumergía en la maldad, y sí, por lo
contrario, desatacaba su miedo a enojarse y su imposibilidad de defenderse, ratificaba y
reforzaba sus argumentos para despreciarse. En consecuencia, tanto la paciente, como los
terapeutas y los compañeros de grupo, estaban sometidos a la paradoja.
Al recurrir uno de los terapeutas al humor y al incorporarse todos los miembros del grupo,
incluyendo la paciente, a una verdadera reacción en cadena en la que se aportaban
sugerencias cada vez más grotescas y divertidas para su venganza, logró desmantelarse la
paradoja. En primer lugar, tanto los terapeutas como los compañeros decretaban que el
enojo era válido y que la venganza era posible, aunque improbable que la llevara a cabo, y
aún cuando la hubiera realizado, no hubiera sido tan grave como lo que ella temía en la
fantasía. Aso pudo enojarse, con una rabia legítima, vigorosa, que no contenía un germen
de aceptación de acontecimientos lamentables, pero inevitables. Además, el carácter
humorístico de las ideas de venganza les restaba peligrosidad y las transformaba en una
fuente de genuino placer, a un tiempo que la ayudaba a diferenciar entre la fantasía y el
acto.
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orientación analítica. Creemos haber demostrado que no existe incompatibilidad alguna
entre estas dos formas de trabajo y que, por lo contrario, se enriquecen mutuamente.
Bibliografía
Bateson, G. (1972): Steps to an Ecology of mind. New York.; Ballentain Books, 1972.
Tubert-Oklander, J. (1990b): “El psicoanálisis: una base necesaria pero insuficiente para la práctica
grupal”; Universidad Iberoamericana (1990)
Watzlawick, P; Weakland, J.H. y Fisch, R. (1974): Cambio. Formación y solución de los problemas
humanos. Barcelona: Herder, 1985.
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