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La integración de las Teorías Psicoanalítica y de la Comunicación

como una base para la terapia de grupo1

Juan Tubert Oklander2

Rita Zepeda Gorostiza3

1 Trabajo presentado para su presentación en el IV Congreso Nacional de la Asociación Mexicana de


Psicoterapia Analítica de Grupos: Grupos Humanos, Guanajuato, Gto., León, Gto., 15-18 de mayo 1991
2 Miembro adherente de la APM y Director Científico de Investigaciones Psicoterapéuticas y Sociales.
3 Miembro de la AMPAG, y directora General de Investigaciones Psicoterapéuticas y Sociales.

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Los enfoques psicoanalíticos y comunicacional en psicoterapia suelen verse como
mutuamente incompatibles. Los autores propones que, lejos de ser así, la integración de los
aportes teóricos y técnicos de ambas escuelas puede dar como resultado un enriquecimiento
de nuestra comprensión de los procesos individuales y grupales, asó como también un
notable aumento de nuestra capacidad para la intervención terapéutica (Tubert-Oklander,
1990ª, b).

Desde el punto de vista teórico, las teorías de la comunicación y de los sistemas generales
pueden constituirse en un lenguaje interdisciplinario que opere como marco de integración
para los aportes del psicoanálisis, la teoría del campo, la psicología social y la sociología.
Desde el punto d vista técnico, os desarrollos de las terapias comunicacional y sistémica
nos ofrecen poderosas herramientas para el logro del cambio terapéutico. El psicoanálisis,
por su parte nos brinda una mayor comprensión del contexto en el que han de operar
nuestras intervenciones correctoras.

Podría decirse que estos dos enfoques son exactamente opuestos, tanto en sus puntos
fuertes, como en sus deficiencias. El enfoque psicoanalítico nos permite una gran
comprensión de lo que está ocurriendo en un sistema perturbado, sea éste un individuo, un
grupo, una pareja, una familia, pero se encuentra con frecuencia con importantes
dificultades cuando pretende modificarlo. En cambio, el enfoque comunicacional nos
ofrece herramientas muy poderosas para el cambio, pero sólo una comprensión superficial
de lo que está ocurriendo. El resultado es que el terapeuta psicoanalítico entiende las
fantasías y los mecanismos que se encuentra activos en una sesión, pero cuando recurre a su
instrumento terapéutico por excelencia, la interpretación, se encuentra con que no siempre
logra modificar la situación. El terapeuta comunicacional-sistémico, en cambio, tiene a su
disposición numerosas herramientas modificadoras del sistema, pero no logra comprender
el hecho aparentemente paradójico de que los mismos instrumentos que en ocasiones tienen
efectos casi mágicos, en otras fracasan estrepitosamente. Lo que ocurre en estos casos, es
que el terapeuta no ha tenido en cuenta el contexto psicodinámico en el que se inserta su
intervención técnica.

La principal diferencia entre estos dos enfoques de la psicoterapia es de naturaleza


metodológica. El presupuesto metodológico básico de la investigación psicoanalítica es el

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de que el sistema mínimo a investigar, para dar cuenta de una situación humana, es el de la
personalidad individual. En consecuencia, todas sus observaciones y sus conceptos remiten
al funcionamiento intrapsíquico. Podríamos decir que este énfasis en lo intrapsíquico es, a
la vez, la mayor fortaleza y la mayor debilidad del psicoanálisis, ya que la presuposición de
que el estudio de los factores internos basta para dar cuenta de la inmensa complejidad de
los fenómenos humanos, sencillamente falsa. Pero también es falsa la presuposición
opuesta de que sólo los factores interacciónales son determinantes de la conducta y de la
experiencia subjetiva de los seres humanos.

Sin embargo, y a pesar de esta limitación, el psicoanálisis pudo desarrollar su proyecto de


investigación de un sistema muy particular, que es el intrapsíquico. Así pudo investigar, a
través del estudio de la experiencia subjetiva de los individuos, cómo interactúan los
diversos subsistemas en los que se divide la personalidad individual. Y, a medida que se iba
acumulando la experiencia clínica, se tornó insostenible el presupuesto teórico de que la
mente era un sistema cerrado. Así surgieron nuevas líneas de indagación teórica y clínica,
tales como la teoría de las relaciones objetales, que pretendían dar cuenta de las evidentes
entradas y salidas del sistema, así como de la relación que éste establecía con otros sistemas
personales (Guntrip, 1961). Lo que la mayoría de los psicoanalistas no parece haber
observado es que este nuevo enfoque acabó por dar el golpe de gracia a la concepción
energética que sustentaba a la metapsicología tradicional, ya que toda relación entre
sistemas individuales sólo puede concebirse como un intercambio de información (Bateson,
1972).

Es aquí donde aparece en escena la teoría de la comunicación. Su punto de partida es el


descubrimiento de que las “causas” de los sucesos humanos pueden encontrarse, no sólo en
la intimidad de los individuos, sino también en las relaciones que se establecen entre ellos
(Sluzki, 1971). Este nuevo punto de vista revitalizó a una psicoterapia que comenzaba a
anquilosarse, esterilizada por sus propias limitaciones. Este fue el comienzo de un nuevo
gran proyecto de investigación y de ayuda al ser humano sufriente.

No cabe duda de que la integración teórica entre estos dos enfoques de la psicoterapia,
representa un proyecto monumental que supera ampliamente los límites de este trabajo. De

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momento, lo único que pretendemos demostrar es la posibilidad y la conveniencia de la
integración de las Técnicas provenientes de ambos enfoques.

La viñeta que a continuación se presenta, ilustra una intervención técnica comunicacional,


con la que manejamos una situación especialmente crítica que se dio en un grupo
terapéutico maduro, bien constituido por siete participantes que han trabajado juntos
durante cinco años aproximadamente:

Déborah, una hermosa mujer de treinta años, muy apreciada por los terapeutas y por sus
compañeros de grupo, desde varias sesiones atrás había relatado ciertos acontecimientos
que preludiaban la ruptura de una relación amorosa que había iniciado después de haber
vencido, con grandes dificultades, el temor que sentía. Al fin se había decidido a convivir
con un hombre. Manifestó su decisión de entrega, buscando afanosamente una nueva casa
que brindara un marco apropiado para el florecimiento de sus mejores y más tiernos
sentimientos. Pero poco tiempo después, el hombre en quien había depositado su confianza,
comenzó a alejarse. La semana anterior había transmitido al grupo un agudo dolor y un
sentimiento de soledad que exacerbaba por las noches, ante a vista de la ropa y otros
objetos personales del amado compañero ahora ausente.

Al inicio de la sesión a la que hacemos referencia, Déborah permaneció en silencio, pero en


la atmósfera se registraba angustia. Finalmente, sus compañeros abordaron el tema evitado
y externaron sus juicios respecto a la situación. Una ruptura de tal naturaleza presentaba
varios agravantes: el término de la relación no había sido planteada clara, verbal, ni
frontalmente, y era el resultado de una decisión unilateral, difícil de comprender, no sólo
por la negación que para evitarse dolor hacía Déborah, sino por las señales ambiguas y
contradictorias que emitía su pareja. El hecho fue calificado duramente como “traición” y
“engaño”.

Déborah, escuchaba inmóvil, en un tenso silencio. De sus labios apretados salió, por fin, un
borbotón de amargura. Recapituló su arduo trabajo de varios años para aceptar su necesidad
de otros y dejarse cuidar y querer. La respuesta que la vida le daba, al final de la lucha, le
parecía una burla cruel. Había perdido la confianza en la bondad de los seres humanos.

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En la mordacidad del tono de su voz se percibía una rabia homicida, volcada hacia su
propia persona. Expresó el desprecio que sentía por su vida y sus deseos de acabar con ella.
Contó también cómo, la noche anterior, había estado manipulando un arma.

Déborah se refugió nuevamente en su mutismo. Teníamos la impresión de haber


presenciado un vómito de sangre.

El intenso dolor, el odio y el desprecio quedaron flotando en la atmósfera. Después se


aglutinaron y descendieron como una pesada losa sobre todos nosotros. Juan, el terapeuta
varón, emergió de pronto de aquella bruma y preguntó:

- Dime, Déborah. ¿tienes en tu casa unas tijeras?

Los ahí presentes lo miramos estupefactos. Déborah asintió levemente, moviendo la cabeza.

- Porque si yo estuviera en tu lugar –continuó Juan- me pondría a cortar en tiras


toda la ropa que dejó en tu casa ese señor, las empacaría cuidadosamente y las
enviaría a su casa…
- Yo opino que sería mucho mejor mandarlas a su oficina –terció Rita la terapeuta
mujer.

La risa con la que el grupo respondió a estos comentarios no estaba exenta de rabia y de
angustia pero, indudablemente, el clima se relajó.

Uno a uno, los participantes fueron afinando el plan. Si había que enviar la ropa cortada a
lo oficina, pero con un atento recado dirigido a la secretaria del señor, de modo que abriera
el paquete antes de entregarlo. La pasta para rasurar había que enviarla también,
naturalmente, y era muy probable que el tubo se oprimiera al hacer el paquete y el
contenido se desparramara entre la ropa. Y aquella loción fina que el señor había traído de
París, era comprensible que, en la premura por empacar, quedara medio volcada sobre el
jabón del perro, que también era necesario enviar. La discusión sobre si lo que debía
enviarse era el jabón o el perro, tomó varios minutos.

Déborah, quien al principio de todo esto nos miraba como si nos hubiéramos vuelto locos,
comenzó poco a poco a sonreír, y acabó riendo francamente y aportando, ella también,

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valiosas sugerencias. La euforia alcanzó su clímax y comenzó a descender, cuando una de
las participantes verbalizó que todo aquello le parecía mucho mejor que vaciarle la carga de
la pistola al sujeto ese. Y otra más completó:

- O que te mates tú…

La sonrisa triunfante que exhibía Déborah se fue dulcificando con las benéficas y tibias
lágrimas que comenzaron a correr por sus mejillas. La sesión concluyó con la aceptación
verbal de sus sentimientos de tristeza, impotencia y rabia. En las sesiones subsiguientes,
Déborah continuó elaborando su duelo. No realizó ninguna de las maldades que habíamos
ideado entre todos, pero sí empacó todas las pertenencias de su ex compañero y se las hizo
llegar, sin mayores explicaciones.

¿Qué fue lo que pasó en esta sesión?

El clima emocional de euforia y diversión podría hacernos pensar en un episodio maníaco,


inducido por los terapeutas. Sin embargo, hay que recordar que diversión y manía no son lo
mismo. La manía siempre incluye un elemento de negación que impide ver tristeza. En este
caso, el momento eufórico y humorístico permitió a la paciente conectarse con sus
sentimientos de odio, que habían sido dirigidos hacia sí misma, para luego recuperar su
dolor. Además, la forma amorosa y creativa con la que el grupo le brindó contención y
ayuda, mal pueden describirse en términos psicopatológicos.

Podría pensarse que todo este episodio no era más que un equivalente de interpretación; en
este caso, de la interpretación de sus deseos homicidas hacia su pareja, que habían sido
volcados hacia sí misma, sin embargo, dudamos que una tal interpretación hubiera
resultado operativa en esta situación.

Se podría haber interpretado que ella no se estaba permitiendo vivir su enojo, pero esto no
hubiera bastado para que efectivamente se lo permitiera, ya que ella no podía tolerar la idea
de ser “mala”, y el enojo la hacía sentirse así. El punto verdaderamente impensable para la
paciente era que ella realmente tenía el deseo de matar al hombre que la había abandonado.
En consecuencia, prefería vivirse despreciable, antes que, mala. Pero el odio seguía allí,

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tomando forma de un ataque homicida hacia un ser tan despreciable como ella; de allí la
ideación suicida.

Podríamos decir que la paciente estaba atrapada en una paradoja: si expresaba su enojo,
caía en la impensable maldad, y no merecía vivir por mala; si no lo hacía, caía en el auto
desprecio, y tampoco merecía vivir por despreciable. En consecuencia, tanto si se enojaba,
como si no lo hacía, debía morir. Una interpretación sólo hubiera servido para agravar la
situación, ya que, si enfatizaba su odio negado, la sumergía en la maldad, y sí, por lo
contrario, desatacaba su miedo a enojarse y su imposibilidad de defenderse, ratificaba y
reforzaba sus argumentos para despreciarse. En consecuencia, tanto la paciente, como los
terapeutas y los compañeros de grupo, estaban sometidos a la paradoja.

Al recurrir uno de los terapeutas al humor y al incorporarse todos los miembros del grupo,
incluyendo la paciente, a una verdadera reacción en cadena en la que se aportaban
sugerencias cada vez más grotescas y divertidas para su venganza, logró desmantelarse la
paradoja. En primer lugar, tanto los terapeutas como los compañeros decretaban que el
enojo era válido y que la venganza era posible, aunque improbable que la llevara a cabo, y
aún cuando la hubiera realizado, no hubiera sido tan grave como lo que ella temía en la
fantasía. Aso pudo enojarse, con una rabia legítima, vigorosa, que no contenía un germen
de aceptación de acontecimientos lamentables, pero inevitables. Además, el carácter
humorístico de las ideas de venganza les restaba peligrosidad y las transformaba en una
fuente de genuino placer, a un tiempo que la ayudaba a diferenciar entre la fantasía y el
acto.

El ejemplo que acabamos de presentar, representa una intervención técnica comunicacional,


del tipo de las descritas por Watzlawick, Weakland y Fisch (1974). Se trata de uno de esos
casos en los que una prescripción conductual provoca cambios muy significativos en el
paciente, a pesar de que la prescripción propuesta por el terapeuta jamás se realice en la
práctica (pags. 130-133[158-160] en la traducción española). El cambio en los
pensamientos, sentimientos y acciones del paciente, se produce como una consecuencia de
haber podido pensar alternativas que a él le resultaban inimaginables. Sin embargo, a
diferencia de a modalidad de terapeuta breve propuesta por estos autores, en este caso la
intervención comunicacional se realizó dentro del contexto de una terapia prolongada, de

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orientación analítica. Creemos haber demostrado que no existe incompatibilidad alguna
entre estas dos formas de trabajo y que, por lo contrario, se enriquecen mutuamente.

Bibliografía

Bateson, G. (1972): Steps to an Ecology of mind. New York.; Ballentain Books, 1972.

Guntrip, H. (1961): Estructura de la Personalidad e interacción humana. Buenos Aires: Paidós,


1971.

Sluzki, C.E. (1971): “Prefacio.” En Watzlawick, P. (1967) Teoría de la Comunicación humana.


Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, 1971.

Tubert-Oklander, J. (1990ª): “La integración de las teorías psicoanalítica y de la comunicación: una


base para la terapia familiar.” 3er. Congreso Nacional de Terapia Familiar; 20 de octubre 1990.

Tubert-Oklander, J. (1990b): “El psicoanálisis: una base necesaria pero insuficiente para la práctica
grupal”; Universidad Iberoamericana (1990)

Watzlawick, P; Weakland, J.H. y Fisch, R. (1974): Cambio. Formación y solución de los problemas
humanos. Barcelona: Herder, 1985.

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