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CARAVANSARY . i Coaravansary, in the middle east, a public building for the shelter ofa caravan (q. 7) and of wayfarers gene rally It is commonly constructed in the neighbourhood, ut not within she walls, ofa town or village. It is qua- drangtlar in form, with a dead wall outside, sis wall has small windows high wp, but in the lower parts amerely afew narrow air holes {...] The central court is ‘open to the sky, and gencrally bas in its contre a well swith w fountainbasin beside it {...] The upstairs apart ments are for human lodging; cooking is usually Carried on in one or more corners of the quadrangle below. Should the earayansary be a small one, the mer- chants and their goods alone find place within, the Ireasts of burden bring left outside. Encyclopaedia Britannica, vol. 4, 1965 Radiguet, agonizante: “Vou a ser fuzilado pelos sol- dados de Deus”. Citado por Leno Ivo, Confissies de wa poeta, Si0 Paulo, 1979 CARAVANSARY Para Octavio y Marie Jo ESTAN MASCANDO Horas DE BETEL y escupen en el suelo con la ‘monétona regularidad de una funcion orgénica. Manchas de un liquido ocre se van haciendo alrededor de los pies nervudos, recios como raices que han resistido cl monz6n. Todas las estrellas all arriba, en la clara noche bengali, trazan su lenta trayectoria inmuta- ble. El tiempo es como una suave materia detenida en medio del dislogo. Se habla de navegaciones, de azares en los pucrtos clandes- tinos, de cargamentos preciosos, de muertes infames y de grandes hambrunas. Lo de siempre. En el dialecto del Distrito de Birbhum, al ocste de Bengala, se ventilan los modestos negocios de los hom- bres, un s6rdido rosario de astucias, mezquinas ambiciones, cansa- da lujuria, miedos milenarios. Lo de siempre, frente al mar en silen- cio, manso como una leche vegetal, bajo las estrellas incontables. ‘Las manchas de betel en el piso de tierra lustrosa de geasas y mate- rias inmemoriales van desapareciendo en la anénima huella de los hombres. Navepantes, comerciantes a sus horas, sanguinarios, so- adores y tranguilos, Si te empenias en dar crédito a las mentiras del camelleto, a las tru- culentas historias que corren por los patios de las posadas, a las promesas de las mujeres cubiertas de velos y procaces en sus ofer- 149 tas; si persistes en ignorar ciertas leyes nunca escritas sobre Ia con- ducta sigilost que debe seguirse al cruzar tierras de inficles, si ‘contindias en tu necedad, nunca te sera dado entrar por las puertas de la ciudad de Tashkent, la ciudad donde reina la abundancia y predominan los hombres sabios y diligentes. Si te empenas en tu nnecedad. jAlto los enfebrecidos y alterados que con voces chillonas deman- dan lo que no se les debe! Alto los necios! Terminé la hora de las disputas entre rijosos, ajenos al orden de estas salas. Toca ahora cl turno a las mujeres, las egipcias reinas de Bohemia y de Hungrfa, las trajinadoras de todos los caminos; de sus ojos saltones, dc sus altas caderas, destilaré el olvido sus mejores alcoholes, sus més eficaces tertitorios. Afinquemos nuestras leyes, digamos nuestro canto y, or iiltima vez, engafiemos la especiosa llamada de la vieja urdidora de batallas, nuestra hermana y sefiora erguida ya delante de nuestra tumba, Silencio, pues, y que vengan las hembras de la pusta, las amas de Moravia, las egipcias a sueldo de los condenados. 4 Soy capitan del 3° de Lanceros de la Guardia Imperial, al mando del corone! Tadeuz Lonezynski. Voy a morir a consecuencia de las heridas que recibé en una emboseada de los desertores del Cuerpo de Zapadores de Hesse, Chapoteo en mi propia sangre cada vez que trato de volverme buscando el imposible alivio al dolor de mis huesos destrozados por la metralla. Antes de que el vidrio azul de la agonia invaca mis arterias y confianda mis palabras, quiero con- fesar aqui miamor, mi desordenado, secreto, inmenso, delicioso, ebrio amor por la condesa Krystina Krasinska, mi hermana. Que 150 Dios me perdone las arduas vigilias de ficbre y deseo que pase por ella durante nuestro tiltimo verzno en la casa de campo de nuestros padres en Katowicze. En todo :nstante he sabido guardar silencio. Ojala se me tenga en cuenta en breve, cuando compatezca ante la Presencia Ineluctable. ;¥ pensar que ella rezari por mi alma al lado de su esposo y de sus hijos! Mi labor consiste en limpiar cuidadosamente las limparas de hoja- lata con las cuales los sefiores del Iugar salen de noche a cazar el zorro en los cafetales. Lo deslambran al enfrentarle siibitamente ‘estos complejos artefactos, hediondos a petrdleo y a hollin, que se oscurecen en seguida por obra de la llama que, en un instante, en- cegucce los amarillos ojos de la bestia. Nunca he ofdo quejarse a estos animales. Mueren siempre presas del at6nito espanto que les causa esta Juz inesperada y gratuita. Miran por tiltima vez a sus ver- dugos como quien se encuentra con los dioses al doblar una esqui- na. Mi tarea, mi destino, es mantener siempre brillante y listo este grotesco latén para su nocturna y breve funcién venatoria. ;Y yo que sofaba ser algiin dia labo-ioso viajero por ticrras de fiebre y aventura! 6 Cada vez que sale el rey de copas hay que tornar a los hornos, para alimentarlos con el bagazo que mantiene constante el calor de las pailas, Cada vez que sale el as de oros, la miel comienza a danzar a borbotones y a despedir un aroma inconfundible que retine en su dulcisima materia las mis secretas esencias del monte y el fresco y tranguilo vapor de las acequias ;La miel esté lista! El milagro de su alegre presencia se anuncia con el as de espadas. Pero si es el as de asi bastos el que sale, entonces uno de los paileros ha de morir cubier- to por la miel que lo consume, como un bronce liquido y voraz vertido en la blanda cera del espanto. En la madrugada de los ca- Raverales se reparten las cartas en medio del alto canto de los gri- Ios y el escéndalo de las aguas que caen sobre la rueda que mueve cl trapiche. z Cruzaba los precipicios de la cordillera gracias a un ingenioso juc- g0 de poleas y cuerdas que él mismo manejaba, avanzando lenta- mente sobre cl abismo. Un dfa, las aves lo devoraron a medias y lo convirtieron en un pingajo sanguinolento que sc balanccaba al impulso del viento helado de los paramos. Habfa robado una hem- bra de los constructores del ferrocarril. Goz6 con ella una bre- ve noche de inagotable deseo y huyé cuando ya le daban alcance Jos machos ofendidos. Se dice que la mujer lo habia impregnado en una sustancia nacida de sus visceras mds secretas y cuyo aro- ma enloquccid a las grandes aves de las tierras altas, El despojo ter- mind por secarse al sol y tremolaba como una bandera de escarnio sobre el silencio de los precipicios. En Akaba dejé la huclla de su mano en la pared de los abrevaderos. En Gdynia se lamenté por haber perdido sus papeles en una rita de taberna, pero no quiso dar su verdadero nombre. En Recife oftecié sus servicios al obispo y terminé robindose una custodia de hojalata con un bafto de similor. En Abidjén curé la lepra tocando a los enfermos con un cetro de utilerfa y recitando en tagalo una pagina del memorial de aduanas, En Valparaiso desaparecié para siempre, pero las mujeres del 152 barrio alto guardan una fotografia suya en donde aparece vestido ‘como un agente viajero. Aseguran que la imagen alivia los célicos menstruales y preserva a los recién nacidos contra el mal de ojo. 9 Ninguno de nuestros sueios, ni la mas tenebrosa de nuestras pesa- dillas, es superior a la suma total de fracasos que componen nucs- tro destino. Siempre iremos més lejos que nuestra més secreta esperanza, s6lo que en sentido inverso, siguiendo la senda de los que cantan sobre las cataratas, de los que miden su propio engaio con la sabia medida del uso y del olvido. 10 Hay un oficio que debiera prepararnos para las mas sordas batallas, para los mis sutiles desengaitos. Pero es un oficio de mujeres y les seri vedado siempre a los hombres. Consiste en lavar las estatuas de quienes amaron sin medida ni remedio y dejar enterrada a sus pies una ofrcnda que, con el tiempo, habré carcomido los mérmo- les y oxidado Jos mis recios metales. Pero sucede que también este oficio desaparecié hace ya tanto tiempo, que nadie sabe a ciencia cierta cual cs cl orden que debe seguirse en la ceremonia. Invocacion :Quién convocs aqui a estos personajes? {Con qué voz y palabras fueron citados? @Por qué se han permitido usar cl tiempo y la sustancia de mi vida? 153 @De dénde son y hacia donde los orienta cl andénimo destino que los trae a desfilar frente a nosotros? Que los acoja, Seftor, el olvido. Que en él encuentren la paz, el deshacerse de su breve materia, el sosiego a sus almas impuras, la quietud de sus cuitas impertinentes. No sé, en verdad, quignes son, ni por qué acudieron a mi para participar en el breve instante de la pagina en blanco, ‘Vanas gentes estas, dadas, ademés, a la mentira. Su recuerdo, por fortuna, comienza a esfumarse ena piadosa nada que a todos habri de alojarnos. Asi sea. 154 CINCO IMAGENES EL OTONO 88 LA eStACTON PREBERDA de los conversos. Detrés del cobrizo manto de las hojas, bajo el oro que comienzan a taladrar invisibles gusanos, mensajeros del invierno y el olvido, es mas fi- cil sobrevivir a las nuevas obligaciones que agobian a los recién lle- gados a una fresca teologfa. Hay que desconfiar de la serenidad con que estas hojas esperan su inevitable caida, su vocacién de polvo y nada, Ellas pueden permanecer aiin tinos instantes para testimoniar la inconmovible condicién del tiempo: la derrota final de tos més altos destinos de verdura y sazén Hay objetos que no viajan nunca, Permanecen asf, inmunes al olvi- do y a las més arduas labores que imponen el uso y el tiempo. Se detienen en una eternidad hecha de instantes paralelos que entre- tejen la nada y Ia costumbre, Esta condicién singular los coloca al margen de la marea y la fiebre de la vida. No los visita la duda ni el espanto y la vegeracion que los vigila es apenas una tenue huclla de su vana duracién. EL sucito de los insectos esté hecho de metales desconocidos que penetran en delgados taladros hasta el reino mas oscuro de la geo- 155 Jogfa, Nadie levante la mano pata alcanzar los breves astros que na- cen, a la hora de la siesta, con el roce sostenido de los élitros. El sue- fio de los insectos esta hecho de metales que s6lo conoce la noche cen sus grandes fiestas silenciosas. Cuidado. Un ave desciende y, tras ella, baja también la mafana para instalar sus tiendas, los altos lienzos del dia. 4 Nadie invito a este personaje para que nos recitara la parte que le corresponde en el tablado que, en otra parte, levantan como un patibulo para inocentes. No le serain cargados a su favor ni el obse- ‘cuente inclinarse de mendigo sorprendido, nila falsa modestia que anuncian sus facciones de soplén manifiesto. Los asesinos lo bus- can para ahogarlo en un baho de menta y plomo derretido. Ya le llega la hora, a pesar de su paso sigiloso y de su aire de “yo aqui no ccuento para nada”, En el fondo del mar se cumplen lentas ceremonias presididas por la quietud de las materias que la tierra relegé hace millones de aiios al opalino olvido de las profundidades. La coraza caledrea conocié un dia el sol y los densos alcoholes del alba, Por eso reina en su quie tud con la certeza de los nomeolvides. Florece en gestos desmaya- dos el despertar de las medusas. Como si la vida inaugurara el nue vo rostro de la tierra. 156 LA NIEVE DEL ALMIRANTE Para J. G, Cobo Borda AL LLEGAR ALA PaRTE MAS ALTA de la cordillera, los camiones se detenfan en un corralén destartalado que sirviera de oficina a los ingenicros en los tiempos cuando se construy6 la carretera. Los conductores de los grandes camiones se detenfan alli a tomar una taza de café o un trago de aguardiente para contrarrestar el fifo del paramo. A menudo éste les engarrotaba las manos en el volante y rodaban a los abismos en cuyo fondo un rio de aguas torrentosas barrfa, en un instante, los escombros del vehiculo y los cadaveres de sus ocupantes. Corriente abajo, ya en las tierras de calor, apare- cfan los retorcidos vestigios del accidente. Las paredes del refiugio eran de madera y, en el interior, se halla- ban oscurecidas por el humo del fogén, en donde dia y noche se calentaban el café y alguna precaria comida para quienes llegaban con hambre, que no eran frecuentes, porque la altura del lugar so- Ifa producir una nausea que alejaba la idea misma de comer cosa alguna. En los muros habian clavado vistosas liminas metélicas con propaganda de cervezas 0 analgésicos con provocativas mujeres en traje de bao que brindaban la frescura de su cuerpo en medio de un paisaje de playas azules y palmeras, ajeno por completo al péra- mo helado y cenudo. La niebla cruzaba la carretera, humedecia el asfalto que brillaba ‘como un metal imprevisto, e iba a perderse entre los grandes érbo- les de tronco liso y gris, de ramas vigorosas y escaso follaje, invadido por una lama, también gris, en donde surgfan flores de color inten- so y de cuyos gruesos pétalos manaba una miel lenta y transparente. 167 ‘Una tabla de madera, sobre la entrada, tenia el nombre del lugar cn letras rojas, ya destenidas: La Nieve del Almirante, Al tendero se Ie conocfa como el Gaviero y se ignoraban por completo su origen y su pasado. La barba hirsuta y entrecana le cubria buena parte del rostro, Caminaba apoyado en una muleta improvisada con tallos de recio bambi. En la pierna derecha le supuraba continuamente tuna llaga fétida e irisada, de la que nunca hacfa caso. Iba y venia atendiendo a los clientes al ritmo regular y recio de la muleta que golpeaba en los tablones del piso con un sordo retumbar que se perdia en la desolacién de las parameras, Era de pocas palabras el hombre. Sonrefa a menudo, pero no a causa de lo que oyera a su alrededor, sino para si mismo y mis bien a destiempo con los comentarios de los viajeros. Una mujer le ayudaba en sus tarcas. ‘Tenfa un aire salvaje, concentrado y ausente. Por entre las cobijas y ponchos que la protegian del frio, se adivinaba un cuerpo aun recio y nada ajeno al ejercicio del placer. Un placer cargado de esen- cias, aromas y remembranzas de las tierras en donde los grandes rios descienden hacia el mar bajo un dombo vegetal, inmévil en el calor de las Tierras Bajas. Cantaba, a veces, la hembra; cantaba con ‘una voz, delgada como el perezoso llamado de las aves en las ar- dientes extensiones de la llanura. El Gaviero se quedaba mirdn- dola mientras duraba el murmullo agudo, sinuoso y animal. Cuando los conductores volvian a su camién ¢ iniciaban el descenso de la cordillera, les acompafiaba ese canto nutrido de vacfa distancia, de fatal desamparo y que los dejaba a la vera de una nostalgia inape- lable, Pero otra cosa habfa en el tendajén del Gaviero que lo hacia me- morable para quienes alli solian detenerse y estaban familiarizados con el lugar. Un estrecho pasillo levaba al corredor trasero de la casa, el cual estaba soportado por unas vigas de madera sobre un precipi- cio semicubierto por las hojas de los helechos. Alli iban a orinar los viajeros, con minuciosa paciencia, sin lograr ofr nunca la cafda del liquido, que se perdfa en el vértigo neblinoso y vegetal del barranco. 158 En los costrosos mutos del pasillo se hallaban escritas frases, ob- servaciones y sentencias, Muchas de ellas eran recordadas y citadas, cn la regién, sin que nadie descifrara, a ciencia cierta, su propésito ni su significado, Las habfa escrito el Gaviero y muchas de cllas es taban borradas por el paso de los clientes hacia el inesperado 1 gitorio, Algunas de las que persistieron con mayor terquedad en la me- ‘moria de la gente, son las que aquf se transcriben: Soy el desordenacto hacedor de las més escondidas rutas, de los ‘mis seeretos atracaderos. De su inutilcad y de su ignoa, uubieacidn se nutren mis dias Guarda ese pulido guijarro. A la hora de tu mucrte podris acariciarlo-en la palma de tu mano y ahuyentar asi la presencia de tus mis lamentables errores, cuya suma borra de todo posible sentido tu vana existencia ‘Todo fruto es un ojo ciego ajeno a sus més suaves sustancias. Hay regiones en donde cl hombre cava en su felicidad las breves bévedas de un descontento sin razén y sin sosiego. Sigue alos navios. Sigue las rutas que surcan las gastadas y tristes embarcaciones. No te detengas. Evita hasta el mis hhumilde fondeadero, Remonta los rios. Desciende por los ros. CConfiindete en las lluvias que inundan las sabanas. Niega toda oils Noten cuinto descuido reina en estos lugares. As! los dias de mi vida. No fue ms. Ya no pods serio, Las mujeres no mienten jamés, De los mis secretos replicgucs de su cuerpo mana siempre la verdad. Sucede que nos ha sido dado desciffarla con una parquedad implacable. Hay muchos 159) ‘que nunca lo consignen y mueren en la ceguera sin salida de sus sentidos. ‘Dos metales existen que alargan la vida y concede, a veces, la felicidad, No son el oro, ni la plata, ni cosa que se les parezca. Sélo sé que existen. Hubiera yo seguido con las caravanas. Hubiera muerto enterrado por los camelleros, cubierto con la bosta de sus rebaits, bajo el alto cielo de las mesetas. Mejor, mucho mejor hubiera sido, El resto, en verdad, ha carecido de interés. Muchas otras sentencias, como dijimos, habian desaparecido con el roce de manos y cuerpos que transitaban por la penumbra del pasillo, Estas que se mencionan patecen se ls que mayor favor merecieron entre la gente de los piramos. De seguro aluden a tiempos anteriores vividos por el Gaviero y vinieron a parat a estos lugares por obra del azar de una memoria que vacila antes de apa- garse para siempre. 160 LA MUERTE DE ALEXANDR SERGUEIEVITCH Atti Hania QUEDADO, entonces, recostado en el sofi de piel color vino, en su estudio, con la punzada feroz, persistente, en la ingle y ha fiebre invadiéndolo como un rebano de bestias impalpables, que empezaban a tomar cuenta de sus asuntos més personales y secre- tos, de sus suefios y de sus caidas mis antiguos y arraigados en los hondos rincones de su alma de poeta. Alli estaba Alexandr Sergueievitch cabeceando contra las tinie~ blas como un becerro herido, olvidando, entendiendo: a tumbos buscando con su corazén en desorden. Cortieron las cortinas del ‘estudio donde lo dejaran los oficiales que lo trajeron desde el lugar del duclo. Alguien lora. Pasos apresurados por la escalera. Gritos, sollozos apagados, oraciones. Rostros desconocidos se inclinan a mirarlo. Un pope murmura plegarias y Ie acerca un crucifijo a los, labios. No logta entender las palabras salidas de la boca desdenta- da, por entre la marafa gris de las barbas grasientas. Cascada de sonidos carentes de todo sentido, El tiempo pasa en un vértigo incontrolable. La escena no cam- bia, Es como si la vida se hubiera detenido alli en espera de algo. Una puerta se abre sigilosamente. La blanca presencia se acerca para contemplarlo, Una mujer muy bella, Grandes ojos oscuros. Una claridad en el rostro que parecia acer detras de la piel tersa y fresca. El cabello también oscuro, negro con reflejos azuilados, peinado en “bandeaux” qne le cubren parte de la frente y las mejillas. El descote oftece dos pechos, evi dentes en su redondez, que palpitan al ritmo de una respiracién entrecortada por sollozos apenas contenidos. @Quién sera esa aparicién de una belleza tan intensa, que se 161 mezela, por obra de la ficbre, con las punzadas en Ia ingle? El do- Jor se lo lleva a sus dominios y siibitas tinieblas van apareciendo desde allé adentro, desde alguna parte de su cuerpo que empic~ za a serle ajeno, distante, Esa mujer viene desde otro tiempo. Ca- balgatas en el bosque, una felicidad intacta, torrencial, una juven- tud y una certeza vigorosas. Todo ajeno, lejano, inasible. La mujer Jo mira con el asombro de un niio que ha roto un juguete y espe- ra cl reproche con indefensa actitud de lastimada inocencia. Ella le habla. «Qué dice? El dolor taladra sus entranas y no le permite concentrarse para entender palabras que tal vez. traen la clave de todo lo que esté ocurriendo. Pero, pudo alguna vez existir una hermosura semejante? Fn las leyendas. Si, en las leyendas de su inmensa tierra de milagros y de hazafas y de bosques intermina- bles ¢ iglesias de cipulas doradas. Al pie de la fuente. En el Cau caso? Dénde todo esto. No puede pensar més. El dolor sube, de repente, hasta el centro del pecho, lo deja tumbado, sin sentido, como un mnheco despatarrado en ese sofi en donde su sangre, medida que va secéndose, se confunde con el color del cuero. Apenas un leve resplandor continta, alla, muy al fondo, Comien- za a vacilar, se convierte en un halo azulenco que tiembla, va a apagarse y, de pronto, irrumpe el nombre que buscara en el deses- perado afin de su agonfa: ;Natalia Gontcharova! En ese breve ins- tante, antes de que la débil luz se extinguiera para siempre, enten- ié todo con vertiginosa lucidez, ya por completo instil. 162 COCORA, AQUI ME QUEDE, al cuidado de esta mina y ya he perdido la cuenta de los afios que llevo en este lugar. Deben ser muchos, porque el sendeto que llevaba hasta los socavones y que cortia a la orilla del rio, ha desaparecido ya entre rastrojos y matas de plitano. Varios Arboles de guayaba crecen en medio de la senda y han producido: ya muchas cosechas. Todo esto debicron olvidarlo sus dueitos y cx- plotadores y no es de extraharse que asi haya sido, porque nunca se encontré mineral alguno, por hondo que se cavara y por mu- chas ramificaciones que se hicieran desde los corredores principa- les. ¥ yo que soy hombre de mar, para quien los puertos apenas fueron transitorio pretexto de amores efimeros y riftas de burdel, yo que siento todavia en mis huesos el mecerse de la gavia a cuyo extremo mis alto subfa para mirar el horizonte y anunciar las tor- mentas, las costas a la vista, las manadas de ballenas y los cardiime- nes vertiginosos que se acercaban como un pueblo ebrio; yo aqui me he quedado visitando la fresca oscuridad de estos laberintos por donde transita un aire a menudo tibio y hamedo que trae voces, lamentos, interminables y tercos trabajos de insectos, ale- teos de oscuras mariposas 0 el chillido de algin péjaro extraviado en el fondo de los socavones. Duermo cn el llamado socavon del Alférez, que es el menos hamedo y da de Ileno a un precipicio cortado a pico sobre las tur- bulentas aguas del rio. En las noches de Huvia el olfato me anuncia la creciente: un aroma lodoso, picante, de vegetales lastimados y de animales que bajan destrozindose contra las piedras; un olor de sangre desvaida, como el que despiden ciertas mujeres trabajadas por el arduo clima de los trépicos; un olor de mundo que se deslic 163 precede a la ebriedad desordenada de las aguas que crecen con ira descomunal y arrasadora. Quisiera dejar testimonio de algunas de las cosas que he visto cn mis largos dias de ocio, durante los cuales mi familiaridad con estas profundidades me ha convertido en alguien harto diferente de lo que fuera en mis aftos de errancia marinera y fluvial. Tal vez el 4ci- do aliento de las galer‘as haya mudado © aguzado mis facultades para percibir la vida secreta, impalpable, pero riguisima que habita estas cavidades de infortunio. Comencemos por la galerfa princi- pal. Se penetra en ella por una avenida de cimbulos cuyas flores anaranjadas y pertinaces crean una alfombra que se extiende a veces hasta las profundidades del recinto. La luz. va desapareciendo a medida que uno se interna, pero se demora con intensidad inex- plicable en las flores que el aire ha barrido hasta muy adentro, Alli vivi mucho tiempo y s6lo por razones que en seguida explicaré tuve que abandonar el sitio, Hacia ¢l comienzo de las lluvias escu- chaba voces, murmullos indescifrables como de mujeres rezando en un velorio, pero algunas risas y ciertos forcejeos, que nada te- nian de fiinebres, me hicieron pensar mas bien en un acto infame que se prolongaba sin término en la oquedad del recinto. Me pro- puse descifrar las voces y, de tanto escucharlas con atencién febril, dias y noches, logré, al fin, entender la palabra Viana. Por entonces cai enfermo al parecer de malaria y permanccfa tendido en el jer g6n de tablas que habja improvisado como lecho. Deliraba duran- te largos periodos y, gracias a esa licida facultad que desarrolla la fiebre por debajo del desorden exterior de sus sintomas, logré cntablar un didlogo con las hembras. Su actitud meliflua, su evi dente falsia, me dejaban presa de un temor sordo y humillante ‘Una noche, no sé obedeciendo a qué impulsos secretos avivados por el delirio, me incorporé gritando en altas voces que reverbe raron largo tiempo contra las paredes de la mina: “jA callar, hijas, de puta! ;Yo fai amigo del Principe de Viana, respeten la mas alta miseria, la corona de los insalvables!” Un silencio, cuya densidad se 16d fae prolongando, acallados los ecos de mis gritos, me dejé a orillas de la fiebre. Esperé la noche entera, alli tendido y banado en los sudores de la salud recuperada. El silencio permanecfa presente ahogando hasta los més leves ruidos de las humildes criaturas en sus trabajos de hojas y salivas que tejen lo impalpable. Una claridad lechosa me anuncié Ja llegada del dia y sali como pude de aquella galeria que nunca més volvi a visitar. Otro socavén ¢s el que los mineros llamaban del Venado. No es muy profundo, pero reina allf una oscuridad absoluta, debida ano sé qué attificio en el trazado de los ingenieros. Sélo meiced al tac- to consegni familiarizarme con el Wgar, que estaba leno de herra- mientas y cajones meticulosamente clavados. De ellos salia un olor imposible de ser descrito. Era como el aroma de una gelatina he- cha con las més secretas sustancias destiladas de un metal impro- bable. Pero lo que me detuvo en esa galerfa durante dias intermi- nables, en los que estuve a punto de perder la raz6n, es algo que alli se levanta, al fondo mismo del socavén, recostado en la pared en donde aquél termina. Algo que podria llamar una maquina, si no fuera por la imposibilidad de mover ninguna de las piezas de que parecia componerse. Partes metilicas de las mds diversas for- mas y tamafos, cilindros, esferas, ajustados en una rigidez inapela- ble, formaban la indecible estructura, Nunca pude hallar los limi- tes, ni medi las proporciones de esta construccién desventurada, fija en la roca por todos sus costados y que levantaba su pulida y acerada urdimbre, como si se propusiera ser en este mundo una representacién absoluta de la nada, Cuando mis manos se cansa- ron, tras semanas y semanas de recorrer las complcjas conexiones, los rigidos pifiones, las heladas esferas, hui un dia, despavorido al sorprenderme implorindole a la indefinible presencia que me de- yelara su secreto, su raz6n iiltima y cierta, Tampoco he vuelto a visitar esa parte de la mina, pero durante ciertas noches de calor y humedad me visita en suenos la muda presencia de esos metales y el terror me deja incorporado en el lecho, con el corazén desboca- 168 do y las manos temblorosas. Ningtin terremoto, ningiin derrum- be, por gigantesco que sca, pots desaparecer esta incluctable mecsni- ca adserita a lo eterno, La tercera galeria es la que ya mencioné al comienzo, la llamada socavén del Alférez. En ella vivo ahora. Hay una apacible penum- bra que se extiende hasta lo mis profundo del tinel y el chocar de Jas aguas del rio, allé abajo, contra las paredes de roca y las grandes piedras del cauce, da al Ambito una cierta alegria que rompe, asi sea precariamente, el hastfo interminable de mis funciones de vela- dor de esta mina abandonada. Es cierto que, muy de vez en cuando, los buscadores de oro Hle- gan hasta esta altura del rfo para lavar las arenas de la orilla en las bateas de madera. El humo agrio de tabaco ordinario me amuncia el arribo de los gambusinos. Desciendo para verlos trabajar y cru- zamos escasas palabras, Vienen de regiones distantes y apenas en- tiendo su idioma. Me asombra su paciencia sin medida en este tra bajo tan minucioso y de tan pobres resultados. También vienen, tuna vez al aio, las mujeres de los sembradores de cana de la orilla puesta. Lavan la ropa en la corriente y golpean las prendas contra las piedras. Ast me entero de su presencia. Con una que otra que ha subido conmigo hasta la mina he tenido relaciones. Han sido encuentros apresurados y anénimos en donde el placer ha estado ‘menos presente que la necesidad de sentir otro cuerpo contra mi piel y engafar, asi sea con ese fagaz contacto, la soledad que me desgasta. ‘Un dia saldré de aqui, bajar€ por la orilla del rio, hasta encontrar Ja carretera que lleva hacia los péramos y espero entonces que el olvido me ayude a borrar el miserable tiempo aqui vivido. 166 EL SUENO DEL PRINCIPE-ELECTOR A Miguel de Ferdinandy A.su Reaeso de la Dieta de Spira, el Principe-Elector se detuvo a pasar la noche en una posada del camino que conducfa hacia sus tierras. Alli tuvo un suefo que lo inquicté para siempre y que, con frecuencia, lo visité hasta el dltimo dia de su vida, con ligeras alte- raciones en el ambiente y en las imagenes. Tales cambios sirvieron sélo para agobiar atin més sus atdnitas vigilias. Esto soit6 el Principe-Elector: Avanzaba por un estrecho valle rodeado de empinadas laderas sembradas de un pasto de furioso verdor, cuyos tallos se alzaban en Ja inmévil serenidad de un verano implacable. De pronto, percibié que un agua insistente bajaba desde lo més alto de las colinas. Al principio era, apenas, una humedad que se insinuaba por entre las raices de la vegetaci6n. Luego se convirti6 en arroyos que corrfan con un vocerio de acequia en creciente. En seguida fueron amplias, cataratas que se precipitaban hacia el fondo del valle, amenazando ya inundar el sendero con su empuje vigoroso y sin freno. Un mie- do vago, un sordo panico comenzé a invadir al viajero. El estrépi- to ensordecedor bajaba desde la cima y el Principe-Blector se dio cuenta, de repente, que las aguas se despeftaban desde lo alto co- mo si una ola de proporciones inauditas viniera invadiendo la tie- ra, El estrecho sendero por el que avanzaba su caballo mostraba apenas un arroyo por el que la bestia se abria paso sin dificultad. Pero cra cuestién de segundos el que quedara, también, sepultado en un devastador tumulto sin limites. Cambié de posicién en el lecho, ascendié un instante a la super 167 ficie del sueio y de nuevo bajé al dominio sin fondo de los dur- mieates. Estaba a orillas de un rio cuyas aguas, de un rojizo color mineral, bajaban por entre grandes piedras de pulida superficie y formas de una suave redondez creada por el trabajo de la corriente. Un calor intenso, hiimedo, un extendido aroma de vegetales que- mados por el sol y desconocidos frutos en descomposicién, daban al sitio una atmésfera por entero extrafia para el durmiente. Por trecnos las aguas se detenfan en remansos donde se podia ver, por ‘entte la ferruginosa transparencia, el fondo arcilloso del rio. HI Principe-Elector se desvisti6 y penetré en uno de los reman- sos. Una sensacin de dicha y de fresca delicia alivié sus miembros adormecidos por el largo cabalgar y por cl ardiente clima que minaba sus fuerzas. Se movia entre las aguas, nadaba contra la cortiente, entregado de leno al placer de esa frescura reparadora, ‘Une presencia extrafa le hizo volver la vista hacia la orilla. Alli, con cl agua a la altura de las rodillas, lo observaba una mujer desnuda, cuya piel de color cobrizo se oscurecia alin mAs en los pliegues de las axilas y del pubis. El sexo brotaba, al final de los muslos, sin vello alguno que lo escondiera. El rostro ancho y los ojos rasgados le recordaron vagamente esos jinetes tartaros que viera de joven en los dominios de sus primos en Valaquia. Por entre las rendijas de Ios pérpados, las pupilas de intensa negrura lo miraban con una vaga somnolencia vegetal y altanera. El cabello, también negro, denso y reluciente, caia sobre los hombros. Los grandes pechos ‘mostraban unos pezones gruesos y erectos, circuidos por una gran mancha parda, muy oscura. El conjunto de estos rasgos era por cntero desconocido para el Principe-Elector. Jams habia visto un ser semejante. Nadé suavemente hacia la hembra, invitado por la sonrisa que se insinuaba en los gruesos labios de una blanda movi lidad selvitica, Llegé hasta los muslos y los recorrié con las manos, mientras un placer hasta entonces para él desconocido le invadia como una fiebre instanténea, como un delirio implacable. Co- menz6 a incorporarse, pegado al cuerpo de mévil y himeda terstt 168, ra, ala piel cobriza y obediente que'lo iniciaba en la delicia de un de- sco enya novedad y devastadora eficacia lo transformaban en un hombre diferente, ajeno al tiempo y al s6rdido negocio de la culpa. ‘Una tisa ronca se oy6 a distancia, Venia de un personaje recosta- do en una de las piedras, como un lagarto estirindose al ardiente sol de la cafiada, Lo cubrian unos harapos anénimos y de su rostro, invadido por una hirsuta barba entrecans, s6lo lograban percibirse Jos ojos en donde se descubrian la ebriedad de todos los caminos y la experiencia de interminables navegaciones. “No, Alteza Se renisima, no es para ti la dicha de esa carne que te pareci6 tener ya entre tus brazos. Vuelve, seftor, a tu camino y trata, si puedes, de olvidar este instante que no te estaba destinado. Este recuerdo amenaza minar la materia de tus aftos y no acabaris siendo sino so: la imposible memoria de un placer nacido en regiones que te han sido vedadas.” Al Principe-Elector le molest6 fa confianza del hombre al dirigirse a 1. Le irritaron también la certeza del vatici- nio y una cierta licida ironfa manifiesta, mas que en la voz, en la posici6n en que se mantenfa mientras hablaba: alli, echado sobre Ja tersa roca, desganado, distante y ajenoa la presencia de un Prin- cipe-Blector del Sacro Impetio, La hembra habia desaparecido, el rio ya no tenia esa frescura reparadora que le invitara a bafarse en sus aguas. Un sordo malestar de tedio y ceniza lo fue empujando hacia el in- grato despertar. Percibié el llamado de su destino, tenido con el fastidio y la estrechez. que pesaban sobre su vida y que nunca habia percibido hasta esa noche en la posada de Hilldershut, en camino hacia sus dominios. 169 CITA EN SAMBURAN Para Policargo Varin AcoGibOs EN LA ALTA ¥ Tinta NocHE de Sambursn, dos hombres inician un dislogo banal. Las palabras van tejiendo la gastada y cotidiana sustancia de la muerte. Para Alex Heyst el asunto no es nuevo. Desde el suicidio de su padre, ocurrido cuando él era atin adolescente, su familiaridad con cl tema habia erecido con los aftos. Aprendié a ver la muerte en ‘cada paso de sus semejantes, tras cada palabra, tras cada Ingar fre~ cuentado por los seres que cruzaron en su camino, Para Mister Jones la familiaridad habia sido la misma, pero él prefirid participar de lleno en los designios de la muerte, ayudarla en su tarea, ser su mensajero, su hébil y sinuoso cémplice. En el didlogo que se inicia en la tinicbla sin brisa de Samburdn, un nuevo elemento comienza a destilar su presencia por entre las palabras familiares: es el hastio. Cada uno ha sorprendido ya, en la voz del otro, ¢l insoportable cansancio de haber sobrevivido tanto tiempo a la total desesperanza. Es ahora cuando el que va a morir dice para sft “Entonees, jesto era? Cémo no lo supe antes, si ¢5 lo mismo de siempre. Cémo pude pensar por un momento que fuera a ser distinto”, La muerte del hombre es una sola, siempre la misma. Ni la licida frecuentacién que le dedicara Heyst ni la vana complicidad que le ofreciera Mister Jones hubicran podido cambiar un pice el mo: nétono final de los hombres. En la alta noche sin estrellas de Sam- bursin, la vieja perra cumple su oficio hecho de rutina y pesadumbre 170 EN LOS ESTEROS Antes DE invtenivanse en los esteros, fue para el Gaviero la ocasion de hacer resefia de algunos momentos de su. vida de los cuales ha- bia manado, con regular y gozosa constancia, la razon de sus dias, Ja secuencia de motivos que venciera siempre al manso llamado de la muerte. Bajaban por el rfo en una barcaza oxidada, un planchén que sir- vié antafio para llevar fuel-oil a las tierras altas y habia sido retirado de servicio hacfa muchos affos. Un motor diesel empujaba con as- matico esfiverzo la embareacién, en medio de un estruendo de me- tales en desbocado desastre. Eran cuatro los viajeros del planchén. Venfan alimentandose de frutas, muchas de ellas aiin sin madurar, recogidas en la orilla, cuan- do atracaban para componer alguna averia de la infernal maquina- ria, En ocasiones, acudian también a la carne de los animales que flotaban, ahogados, en la superficie lodosa de la corsiente. Dos de os viajeros muricron entre sordas convulsiones, después de haber devorado una rata de agua que los miré, cuando le daban muerte, con la ira fija de sus ojos desorbitados. Dos carbunclos en demente incandescencia ante la muerte inexplicable y laboriosa Quedd, pues, el Gaviero en compania de una mujer que, herida en una rifia de burdel, habfa subido en uno de los puertos del inte- rior. ‘Tena las ropas rasgadas y una oscura elena en donde a san- re se habia secado a trechos, aplastando los cabellos. Toda ella despedia un aroma agridulce, entre frutal y felino. Las heridas de la hembra sanaron ficilmente, pero la malaria la dejé tendida en una hamaca colgada de los soportes metélicos de un precario techo de cine que protegia el timén y los mandos de! motor, No supo el a1 Gaviero si el cuerpo de la enferma temblaba a causa de los ataques de la ficbre © por obra de la vibracién alarmante de Ia hélice. ‘Magroll mantenia el rumbo, en el centro de la corriente, senta- do en un bance de tablas. Dejabase llevar por el rio, sin ocuparse mucho de evitar los remolinos y bancos de arena, més frecuentes a medida que se acercaban a los esteros. Alli ¢l rio empezaba a con- Fundirse con el mar y se extendfa en un horizonte cenagoso y sali- no, sin estruenco ni lucha. Un dia, el motor call6 de repente. Los metales debieron sucum- bir al esfuerzo sin concierto a que habfan estado sometidos desde hacia quién sabe cudntos aiios. Un gran silencio descendié sobre los viajeros. Luego, el borboteo de las aguas contra la aplanada proa del planchén y el tenue quejido de fa enferma arrullaron al Ga- Viero en la somnolencia de los trépicos. Fue entonces cuando consiguié aisla, en el delirio ltcido de un hambre implacable, 1os més familiares y recurrentes signos que ali- mentaron [a sustancia de ciertas horas de su vida. He aqu{ algunos de esos momertos, evocados por Magroll el Gaviero mientras se internaba, sin rumbo, en los esteros de la desembocadura: Una moneda que se escapé de sus manos y rodé en una calle del puerto de Amberes, hasta perderse en un desagile de las alcanta- rillas El canto de una muchacha que tendia ropa en la cubierta de la gabarra, detenida en espera de que se abrieran las esclusas. El sol que doraba las maderas del lecho donde durmié con una mujer cuyo idioma no logré entender. El aire entre los rboles, anunciando la frescura que repondrfa sus fuerzas al Hegat a La Arena. 172 EI diglogo en una taberna de Turko-limanon con el vendedor de medallas milagrosas. La torrentera cuyo estruendo apagaba la voz de esa hembra de Jos cafetales que acudia siempre cuando se habia agotado toda es peranza, El fuego, si, las Hamas que lemian con premura inmutable las altas paredes de un castillo en Moravia. Elentrechocar de los vasos en un sérdido bar del Strand, en don- de supo de esa otra cara del mal que se deskie, pausada y sin sorpre- sa, ante la indiferencia de los presentes. El fingido gemir de dos viejas rameras que, desnudas y entre- lazadas, imitaban el usado tito del deseo en un cuartucho en Is- tambul cuyas ventanas daban sobre el Bésforo. Los ojos de las fi gurantes miraban hacia las manchadas paredes mientras el Khol escurria por las mejillas sin edad. ‘Un imaginario y largo didlogo con el Principe de Viana y los pla- nes del Gavicro para una accién en Provenza, destinada a rescatar una improbable herencia del desdichado heredero de la casa de Aragon, Cierto deslizarse de las partes de un arma de fuego, cuando aca- ba de ser aceitada tras una minuciosa li pieza, ‘Aquella noche cuando el tren se detuvo en Ia ardiente hondona- da, El escandalo de las aguas golpcando contra las grandes piedras, presentidas apenas, a la lechosa luz de los asttos. Un llanto entre los platanales. La soledad trabajando como un éxido. El vaho ve- getal que venia de las tinieblas. ‘Todas las historias ¢ infundios sobre su pasado, acumulados has- +a formar otro ser, siempre presente y, desde luego, més entramta- ble que su propia, pélida y vana existencia hecha de néuseas y de suites Un chasquido de la madera, que lo desperté en el humilde hotel de la Rue du Rempart y, en medio de la noche, lo dejé en esa otra orilla donde sélo Dios da cuenta de nuestros semejantes. El parpado que vibraba con la auténoma presteza del que se sabe ya en manos de la muerte, El parpado del hombre que tuvo que matar, con asco y sin rencor, para conservar una hembra que ya le era insoportable. ‘Toxias las esperas. Todo el vacfo de ese tiempo sin nombre, usa- do en la necedad de gestiones, diligencias, viajes, dias en blanco, itinerarios errados. Toda esa vida a la que le pide ahora, en la som- bra lestimada por la que se desliza hacia la muerte, un poco de su no usada materia a la cual cree tener derecho. Dias después, la lancha del resguardo encontré el planchén va- rado entre los manglares. La mujer, deformada por una hinchazén descomunal, despedia un hedor insoportable y tan extenso como la ciénaga sin limites. El Gaviero yacia encogido al pie del timén, cl cuerpo enjuto, reseco como un montén de rafces castigadas por €1 sol. Sus ojos, muy abiertos, quedaron fijos en esa nada, inme- diata y anénima, en donde hallan Jos muertos el sosiego que les fuera negado durante su errancia cuando vives 174 LOS EMISARIOS Los Emisarios que tocan a tu puerta, ‘téi mismo los llamaste y no lo sabes. ‘Ai-Muraman-Inn at Farst, poeta suff de Cordoba (1118-1196) RAZON DEL EXTRAVIADO Para Alastair Reid Vexco del norte, donde forjan cl hierro, trabajan las rejas, hhacen las cerraduras, los arados, Jas armas incansables, donde las grandes pieles de oso cubren paredes y lechos, donde la leche espera la seital de Los astros, del norte donde toda voz es una orden, donde los trineos se detienen bajo el ciclo sin sombra de tormenta. Voy hacia el este, hacia los mds tibios cauces de [a arcilla y el limo, hacia el insomnio vegetal y paciente ‘que alimentan las tuvias sin medidas hacia los esteros voy, hacia cl delta donde la luz descansa absorta cen las magnolias de la muerte y el calor inaugura vastas regiones donde los frutos se descomponen en una densa siesta mecida por los élitros de insectos incansables. Y, sin embargo, atin me inclinaria por las tiendas de piel, la parca arena, 177 178 por el fifo reptando entre las dunas donde canta el cristal su atonita agonia que arrastra el viento entre timulos y signos y desvia el rumbo de las caravanas, Vine del norte, cl hielo cancels los faberintos donde el acero cumple Ja sefal de su aventura. Hablo del viaje, no de sus etapas. En el este la luna vela sobre el clima que mis lagas solicitan como alivio de un espanto tenaz y-sin remedio. HIJA ERES DE LOS LAGIDAS Hiva rats de los Légidas. Lo proclaman la submarina definicién de tu rostro, tu piel salpicada por el mar en las escolleras, ‘tu andar por la alcoba llevando la desnudez como un manto que te fuera debido. En tus manos también esta esa seital de poder, ese aire que las sirve y obedece cuando defines las cosas y les indicas su lugar en el mundo. En un recodo de los aitos, de nuevo, intacto, sin haber rozado siquiera las arenas del tiempo, ese aroma que escoltaba tu juventud y te sefialaba ya como auténtica heredera del linaje de los Lagidas, ‘Me pregunto cémo has hecho para vencer el cotidiano uso del tiempo y de la muerte. Tal vez éste sea el signo cierto de tu origen, de tu condicién de heredera del fagaz Reino del Delta Cuando mis brazos se aleen para recibir a la muerte, ‘té estaris alll, de nuevo, intacta, haciendo més ficil el trinsito, porque asf serss siempre, porque hija eres del linaje de los Lagidas 179 180 CADIZ, Para Marta Pay Manolo Desevts be 1anro Tremro, vastas edades, siglos, migraciones alli sorprendidas frente al vocerio de las aguas sin limite y asentadas en su espera hasta confuundirse con el polvo calesreo, ‘hasta no dejar otra huella que sus mucrtos ‘vestidos con abigarrados ornamentos de origen incierto, escarabajos egipcios, pomos con ungiientos fenicios, armas de la Hélade, coronas etruscas, después de todo esto y mucho mis transfigurado en la sustancia misma que el sol trabaja sin descanso, después de tales cosas, la piedra hha yenido a ser una presencia de albas porosidades, laberintos mindsculos, ruinas de minuciosa pequenicz, de brevedad sin término, yas{ las paredes, los patios, las murallas, los més secretos rincones, el aire mismo en su labrada transparencia también horadado por el tiempo, la luz y sus criaturas. Y llega este lugary sé que desde siempre hha sido el centro intocado del que manan iis suefios, la absorta savia de mis mas secretos territorios, reinos que recorro, solitario destejedor de sus misterios, senior de la luz que los devora, herencia sobre la cual los hombres ‘no tienen ni la mis leve noticia, ni a menor parcela de dominio. Y en el patio donde jugaron mis abuclos, con su pozo modesto y sus altos muros Jabrados como madréporas sin edad, cen la casa de la calle de Capuchinos ‘me ha sido revelada de nuevo y para siempre la oculta cifra de mi nombre, el seereto de mi sangre, la vor de los mios Yo nombro ahora este puerto que el sol y la sal edificaron para ganarle al tiempo una extensa porcién de sus comarcas y digo Cédiz para poner en regla mi vigilia, para que nada ni nadie intente en yano desheredarme una vez més de lo que ha sido “cl reino que estaba para mi”, 181 FUNERAL EN VIANA In memoriam Ernesto Volkening Hoy ENTIERRAN EN 1A 1aLESIA de Santa Marfa de Viana a César, Duque de Valentinois. Preside el duelo su cufado Juan de Albret, Rey de Navarra, En el estrecho ambito de la iglesia de altas naves de un gotico tardio, se amontonan prelados y hombres de armas. Un olora citio, a rancio sudor, a correajes yarreos de milicia,flota denso en la Huviosa madrugada. Las voces de los monjes llegan desde el coro con una cristalina serenidad sin tiempo: Pace mibi, Domine; Nihil enim sunt dies mei, {Qui est homo, quia magnificas eum? gAut quid appénis erga eum cor tuum? ‘César yace en actitud de leve asombro, de incémoda espera. El rostro lastimado por los cascos de su propio caballo conserva alin ese gesto de rechazo cortés, de fuerza contenida, de vago fastidio, que en vida le valié tantos enemigos. La boca cerrada con firmeza parece detener a flor de labio una airada maldicién castrense. Las manos perfiladas y hermosas, las mismas de su hermana Lucrezia, Duquesa ¢’Este, deticnen apenas la espada regalo del Duque de Borgofa. Chocan las armas y las espuelas en las losas del piso, se acomoda una silla con un apagado chirrido de madera contra el mirmol, una tos contenida por el guante ceremonial de un caballero. Cémo sorprende este silencio militar y dolorido, ante la muerte de quien siempre vivi6 entre la algarabia de los campamentos, cl estruendo de las batallas y las miisicas y tisas de las fiestas romanas. Inconcebible que calle esa voz, casi fernenina, que con el acento recio y pedregoso de su habla catalana, ordenabs la ejecucion de ptisioneros, recitaba largas tiradas de Horacio con un aire de fiebre y suefio © murmuraba al oido de las damas una propuesta bestial Qué mala cita le vino a dar la muerte a César, Duque de Valentinois, hijo de Alejandro VI Pontifice romano y de Donna Vanozza Cattansi ‘Huyendo de la prisién de Medina del Campo habfa llegado a Pamplona para hacer fuerte a su cufiado contra Fernando de Aragén. En el palacio de los Albret, en la capital de Navarra, se encargé de dirigir la marcha de los ejércitos el reclutamiento y pago de mercenarios, Ja misién de los espfas y la toma de las plazas ftertes. No estaba la muerte en sus planes. La suya, al menos. A los treinta y dos aftos ‘muy otras eran sus preocupaciones y vigilias. Frente a Viana acamparon las tropas de Navarra. Los aragoneses comenzaban a mostrar desalierto. Sin razén aparente, sin motivo ni fin explicables, 184 1 Duque salié al amanecer, en plena lluvia, hacia las avanzadas. Le siguié su paje Juanito Grasica. En un recodo perdié de vista a César. Una veintena de soldados del Duque de Beaumont, aliado de Fernando, cayé sobre el de Valentinois; la tluvia les habfa permitido acercarse EI sélo pudo verlos cuando ya los tenfa encima. Entre los presentes en Ia iglesia de Santa Maria, persiste atin la extraneza y el asombro ante muerte tan ajena a los astutos designios de César. Los oficiantes oran ante el altar y el coro responde: Deus cui propius est miseréri, semper et plircere, te sipplices exordmus pro dnima fimuli tui ‘quam bidie de hoe skeulo migrére jussisv. Los altos muros de piedra, las delgadas columnas reunidas en haces que van a perderse en fa oscuridad de la boveda, dan al canto una desnudez reveladora, una insoslayable evidencia, Sélo Dios escucha, decide y concede. ‘Todos los presentes parecen esfumarse ante las palabras con las que César, por boca de los oficiantes, implora al Altisimo un don ‘que en vida le hubiera sido inconcebible: la misericordia. El perdén de sus errores y extravios no fue asunto para ocupar ni cl més efimero instante de sus dias. Sin sosiego los dias de César, Duque de Valentinois, Duque de Romana, Senor de Urbino. @De qué fuente secreta manaba la ebria energia de sus pasiones y la helada parsimonia de sus gestos? Los hombres habjan comenzado a tejer la leyenda de su Vida sin esperara su muerte. Algo de esto eg alguna vez a sus ofdos. No se mareé el més leve interés en sus facciones. Una humedad canina se demora dentro de la iglesi y entumece los miembros de los asistentes, El desnudo acero de las espadas y de las alabardas en alto, despide una luz. palida, tun nimbo impersonal y helado. Los arreos de guerra exhalan un agrio vaho de resignado cansancio, Régquiem acterna dona eis Démine: ct bux Perpétun liceat cis, In memoria acterna vit justus: ab auditione mala non timébit. EL Rey Juan de Navarra mira absorto las yertas facciones de su cuado por las que cruza, en inciertas réfagas, la luz de los cirios. Vuelven a su memoria los consejos que dias antes le daba César para vencer las fortificaciones aragonesas; la precision de su lenguaje, la concisa sabidurfa de su experiencia, la severa moderacién de sus gestos, tan ajenas al febril desorden de su rostro en las interminables orgfas de la corte papal. Hoy cuelgan a Ximenes Garcia de Agredo, el hombre que lo derribé det caballo con su lanza Su rostro conserva todavia el pavor ante la felina y desesperada defensa del Duque. Yacen el suelo ya tiempo que lo acribillaban las lanzas de sus agresores, atin tuvo alientos pata increparlos: “;No sou prous, malparits!” Hoy parte Juanito Grasica para llevar la noticia las 186 a la corte de Ferrara. Imposible imaginar el dolor de Donna Lucrezia. Se amaban sin medida. Desde nifios, comentaba César en dias pasados al recibir en Pamplona un recado de su hermana, ‘Termina el oficio de difuuntos. El cortejo va en silencio hacia el altar mayor, donde serd el sepelio. Gente del Duque Gierra el féretro y lo lleva en hombros al lugar de su descanso. Juan de Albret y su séquito asisten al descenso a tierra sagrada de quien en vida fue soldado excepcional, sefior prudente y justo en sus estados, amigo de Leonardo da Vinei, jecutor impavido de quienes cruzaron su camino, insaciable abrevador de sus sentidos y lector asiduuo de los poetas latinos: César, Duque de Valentinois, Duque de Romaia, Gonfaloniero Mayor de la Iglesia, digno vastago de los Borja, Mild y Monteada, nobles sefores que movieron pendén en las marcas de Cataluiia y de Valencia y augustos prelados al servicio de la Corte de Roma. Dios se apiade de su alma, LA VISITA DEL GAVIERO Para Gilberto Aceves Navarro SU asrEcto Hania CAMBIADO por completo. No que se viera mis viejo, més trabajado por el paso de los afios y el furor de los climas que frecuentaba. No habia sido tan largo el tiempo de su ausencia. Era otra cosa. Algo que se traicionaba en su mirada, entre oblicua y cansada, Algo en sus hombros carentes ahora de toda movilidad de expresi6n y que se mantenfan rigidos como si ya no tuvieran que sobrellevar el peso de la vida, el estimulo de sus dichas y mise- rias. La voz apagada tenja un tono aterciopelado y neutro. Era la voz del que habla porque le seria insoportable el silencio de los otros. Llevé una mecedora al corredor que miraba a los cafetales de la orilla del rio y se senté en ella con una actitud de espera, como si fa brisa nocturna, que no tardaria en venir, pudiera traer un alivio a su profunda pero indeterminada desventura. La cotriente de las aguas al chocar contra las grandes piedras acompane a lo lejos sus palabras, agregando una opaca alegr(a al repasar monétono de sus asuntos, siempre los mismos, pero ahora inmerscs en la in- diferente ¢ insipida cantilena que traicionaba su presente condi cién de vencido sin remedio, de rehén de la nada. “Vendi ropa de mujer en el vado del Gudsimo, Por all! cruzaban los dfas de fiesta las hembras del péramo y como tenian que pasar el rfo a pie y se mojaban las ropas a pesar de que trataran de arre- mangarselas hasta la cintura, algo acababan comprindome para no ‘entrar al pueblo en esas condiciones, En otros aftos, ese desfile de muslos morenos y recios, de nal- 187 gas rotundas y firmes y de vientres como pecho de paloma, me hubiera Jlevado muy pronto a un delitio insoportable, Abando- né cl lugar cuando un hermano celoso se me vino encima con el machete en alto, creyendo que me insinuaba con una sonriente muchacha de ojos verdes, a la que le estaba midiendo una saya de percal floreado. Ella lo detuvo a tiempo. Un repentino fastidio me llevé a liquidar Ia mercanefa en pocas horas y me alejé de alli para siempre. “Fue entonces cuando vivi unos meses en el vagon de tren que abandonaron en la via que, al fin, no se construyé. Alguna vez le hablé de eso. Ademss no tiene importancia. ™Bajé luego a los puertos y me enrolé en un carguero que hacia cabotaje en parajes de niebla y frfo sin clemencia. Para pasar el tiempo y distraer el tedio, descendia al cuarto de miquinas y na- rraba a los fogoncros la historia de los tiltimos cuatro grandes Du- ques de Borgofa. Tenfa que hacerlo a gritos por causa del rugido de las calderas y el estruendo de las bielas. Me pedian siempre que les repitiera la muerte de Juan sin Miedo a manos de la gente del de Orléans cn el puente de Montereau y las fiestas de la boda de Catlos el Temerario con Margarita de York. Acabé por no hacer cosa distinta durante las interminables travesfas por entre brumas y grandes bloques de hielo. El capitan se olvid6 de mi existencia has- ta cuando, un dia, el contramaestre le fire con el cuento de que no dejaba trabajar a los fogoneros y les lenaba la cabeza con historias de magnicidios y atentados inauditos. Me habia sorprendido con- tando el fin del thtimo Duque en Nancy y vaya uno a saber lo que el pobre llegé a imaginarse. Me dejaron en un puerto del Escalda, sin otros bienes que mis remendados harapos y un inventario de los tamulos anénimos que hay en los cementerios del Alto Ro quedal de San Lézaro, Organicé por entonces una jornada de predicaciones y aleluy ala salida de las refinerias del Rio Mayor. Anunciaba el adve miento de un nuevo reino de Dios en el cual se haria un estricto y 188. minucioso intercambio de pecados y penitencias en forma tal que, a cada hora del dia o de la noche, nos podrfa aguardar una soxpre- sa inconcebible o una dicha tan breve como intensa. Vendi peque- itas hojas en donde estaban impresas las letanfas del buen morir en las que se resumia lo esencial de la doctrina en cuestion. Ya las he olvidado casi todas, aunque en suefios recuerdo, a veces, tres invo~ caciones: 7 ricl de fa vida suelta tu escama ojo de agua recoge las sombras Angel del cieno corta tus alas A menudo me vienen dudas sobre sien verdad estas sentencias formaron parte de la tal letania o si mas bien nacen de alguno de mis fiinebres sueftos recurrentes. Ya no es hora de averiguarlo ni es cosa que me interese.” Suspendié el Gaviero en forma abrupta el relato de sus cada vez mis precarias andanzas y se lanz6 a un largo mondlogo, descosido y sin aparente propésito, pero que recuerdo con penosa fidelidad y tun vago fastidio de origen indeterminado. Continué: “Porque, al fin de cuentas todos estos oficios, encuentros y regiones han dejado de ser la verdadera substancia de mi vida, A tal punto que no sé cudles nacieron de mi imaginacién y cusles per- tenecen a una experiencia verdadera. Merced a ellos, por su inter- medio, trato, en vano, de escapar de algunas obsesiones, éstas si reales, permanentes y ciertas, que tejen la trama iiltima, el destino evidente de mi andar por el mundo. No es ficil aislarlas y darles nombre, pero serfan, mas 0 menos, esto: *Transar por una felicidad semejante a la de ciertos dias de la infancia, a cambio de una consentida brevedad de la vida, *Prolongar la soledad sin temor al encuentro con lo que en ver- dad somos, con el que dialoga con nosotros y siempre se esconce para no hundirnos en un terror sin salida. Saber que nadie escucha a nadie. Nadie sabe nada de nadie. 189 Que Ia palabra, ya, en sf, es un engaito, una trampa que encubre, isfraza y sepulta el edificio de nuestros suetios y verdades, todos sealados por el signo de lo incomunicable. "Aprender, sobre todo, a desconfiar de la memoria. Lo que ctee- ‘mos recordar es por completo ajeno y diferente a lo que en verdad sucedié. Cuantos momentos de un irritante y penoso hastio nos los devuelve la memoria, aitos después, como episodios de una espléndida felicidad, La nostalgia es la mentira gracias a la cual nos acercamos mas pronto a la muerte. Vivir sin recordar seria, tal vez, el secreto de los dioses. "Cuando relato mis trashumancias, mis caidas, mis delirios lelos y mis secretas orgias, lo hago tinicamente para detener, ya casi en el aire, dos o tres gritos bestiales, desgarrados gruitidos de caverna ‘con los que podria mis eficazmente decir lo que en verdad siento y Jo que soy. Pero, en fin, me estoy perdiendo en divagaciones y no esa estoa lo que vine”, Sus ojos adquirieron una fijeza de plomo como si se detuvie- ran en un espeso muro de proporciones colosales. Su labio inferior temblaba ligeramente. Cruzé Jos brazos sobre el pecho y comen- 26 a mecerse lentamente, como si quisiera hacerlo a ritmo con el rumor del rio, Un olor a barro fresco, a vegetales macerados, a sa- via en descomposicion, nos indieé que llegaba la crecicnte. El Gaviero guardé silencio por un buen rato, hasta cuando cayd la noche con esa vertiginosa tiniebla con la que irrumpe en los tr6- picos. Unas luciérnagas impavidas danzaban en el tibio silencio de los caferales. Comenz6 a hablar de nuevo y se perdié en otra diva- gacién cuyo sentido se me iba escapando a medida que se interna ba en las més oscuras zonas de su intimidad. De pronto comenzé de nuevo a traer asuntos de su pasado y volvi a tomar el hilo de su monélogo: “He tenido pocas sorpresas en la vida —decia— y ninguna de ellas merece ser contada, pero, para mi, cada una tiene la fiinebre energfa de una campanada de catéstrofe. Una maiiana me encon 190 tré, mientras me yestia en el sopor ardiente de un puerto del rio, en el cubjculo destartalado de un burdel de mala muerte, con una fotografia de mi padre colgada en la pared de madera. Aparecia en tuna mecedora de mimbre, en el vestfbulo de un blanco hotel del Caribe, Mi madre la tenia siempre en su mesa de noche y la con- serv6 en el mismo lugar durante su larga viudez. —gQuién es? —pregunté a la mujer con la que habia pasado la noche y a quien s6lo hasta ahora podia ver en todo el desastrado desorden de sus carnes y la bestialidad de sus facciones. —Es mi padre —contesté con penosa sonrisa que descubria su boca desdentada, mientras se tapaba la obesa desnudex con una sibana mojada de sudor y mise~ ria—, No lo conocé jamés, pero mi madre, que también trabajaba gut, lo recordaba mucho y hasta guard6 algunas cartas suyas co- mo si fueran a mantenerla siempre joven. —Terminé de vestirme y me perdf en la ancha calle de tierra, taladrada por el sol y la alga- rabia de radios, cubiertos y platos de los cafés y cantinas que co- menzaban a llenarse con su. habitual clientela de choferes, ganade ros y soldados de la base aérea. Pensé con desmayada tristeza que ésa habfa sido, precisamente, la esquina de la vida que no hubiera querido doblar nunca, Mala suerte. En otra ocasién fui a parar a un hospital de la Amazonia, para cuidarme un ataque de malaria que me estaba dejando sin fuerzas y me mantenfa en un constante delirio. El calor, en la noche, era insoportable pero, al mismo tiempo, me sacaba de esos remoli- nos de vértigo en los que una frase idiota o el tono de una voz ya imposible de identificar, eran el centro alrededor del cual giraba la fiebre hasta hacerme doler todos los huesos. A mi lado, un comer- ciante picado por la arana pudridora se abanicaba la negra piistu- Ja que invadfa todo su costado izquierdo. —Ya se me va a secar —comentaba con voz. alegre—, ya se me va a secar y saldré muy pronto para cerrar la operacién. Voy a ser tan rico que nunca mas me acordaré de esta cama de hospital ni de esta selva de mierda, buena s6lo para micos y caimanes. El negocio de marras consistia 191 al parecer en un complicado canje de repuestos para los hidroplanos que comunicaban la zona, por licencias preferenciales de importa cién pertenecientes al ejército, libres de aduana y de impuestos. Al menos eso es lo que torpemente recuerdo, porque el hombre se detenfa, la noche entera, en los més nimios detalles del negocio y éstos, uno a uno, se iban integrando a la vordgine de mis crisis de malacia, Al alba, finalmente, lograba dormir, pero siempre en medio de un cerco de dolor y pinico que me acompafaba hasta avanzada la noche. —Mire, aqui estin los papeles, Se van a joder todos. Ya lo vers. Matana salgo; sin falta. —Esto me dijo una noche y lo repitis con insistencia feroz mientras blandfa un puitado de papeles de color azul y rosa, llenos de sellos y con leyendas en tres idiomas. Lo liltimo que le escuché, antes de caer en un largo trance de fiebre, fire: —jAy qué descanso, qué dicha. Se acabé esta mierda! —Me desperté al estruendo de un disparo que soné como si fuera el fin del mundo. Volvi a mirar a mi vecino: su cabeza deshecha por el balazo temblaba atin con la fofa consistencia de un fruto en des composicién. Me trasladaron a otra sala y alli estuve entre la vida y Ja muerte hasta Ja estacién de las Huvias, cuya brisa fresca me trajo de nuevo a la vida "No sé por qué estoy contando estas cosas. En realidad vine para dejar con usted estos papeles. Ya verd qué hace con ellos sino volvemos a vernos. Son algunas cartas de mi juventud, unas bo- letas de empeno y los borradores del libro que ya no terminaré. Es una investigacién sobre los motivos ocultos que tuvo César Borgia, Duque de Valentinois, para acudir a la corte de st cufiado el Rey de Navarra y apoyarlo en la lucha contra el Rey de Aragén y de cémo murié en la emboscada que unos soldados le hicieron, al amanecer, en las afueras de Viana, En el fondo de esta historia hay meandros y 2onas oscuras que creia, hace muchos aios, dignos de esclarecer. También le dejo una cruz de hierro que encontré en un osario de Almogavares levantado en el jardin de una mezqui abandonada en los suburbios de Anatolia. Me ha traido siempre 192 mucha suerte pero creo que ya llegé el tiempo de andar sin ella. ‘También quedan con usted las cuentas y comprobantes, pruebas ‘de mi inocencia en el asunto de la fibrica de explosivos que tuve ‘en las minas del Sereno. Con su producto nos fbamos a retirar a ‘Madeira la médium hiingara que entonces era mi compaiera y un socio paragnayo. Ellos huyeron con todo y sobre mi cayé la respon- sabilidad de entregar cuentas. El asunto estd ya prescrito hace mu- cchos aos, pero cierto prurito de orden me ha obligado a guardar estos recibos que ya tampoco quiero cargar conmigo. "Bueno, ahora me despido. Bajo para llevar un planchén vacio hasta la Ciénaga del Martir y, si rfo abajo consigo algunos pasaje- ros, reuniré algdin dinero para embarcarme de nuevo”. Se puso de pic y me extendié la mano con ese gesto, entre cere ‘monial y militar, que era tan suyo. Antes de que pudiera insistir~ Je en que se quedara a pasar la noche y a la mafana siguiente ‘emprendiera el descenso hasta el rio, se perdi6 por los cafetales sil- bando entre dientes una vieja cancién, bastante cursi, que habia encantado nuestra juventud. Me quedé repasando sus papeles y en ellos encontré no pocas huellas de la vida del Gaviero sobre las, cuales jamds habia hecho mencién. En eso estaba cuando of, alld abajo, el retumbar de sus pisadas sobre el puente que cruza el rfo y el eco de las mismas en el techo de cinc que lo protege. Senti su ausencia y empecé a recordar su voz y sus gestos, cuyo cambio tan evidente habia percibido y que ahora me volvian como el aviso aciago de que jamés lo veria de nuevo. 193 UNA CALLE DE CORDOBA Para Leticia y Luis Feduchi EN UNA CALLE DE Connon, una calle como tantas, con sus tien- das de postales y articulos para turistas, una heladerfa y dos bares con mesas en la acera y en el interior chillones carteles de toros, una calle con sus hondos zaguanes que desembocan en floridos jardines con su fuente de azulejos y sus jaulas de pdjaros que callan abrumados por el bochorno de lasiesta, uno que otro portén con su escudo de piedra y los borrosos sig- nos de una abolida grandeza; cen una calle de Cérdoba cuyo nombre no recuerdo 0 quiz nun- ca supe, a lentos sorbos tomo una copa de jerez en la precaria sombra de la vereda. Aqui y no en otra parte, mientras Carmen escoge en una tienda vecina las hermosas chilabas que regresan después de cinco siglos para perpetuar la fresca delicia de la me- dina en los tiempos de Al-Andaluz, cen esta calle de Cérdoba, tan parecida a tantas de Cartagena de Indias, de Antigua, de Santo Domingo o de la derruida Santa Ma. rfa del Darien, aqui y no en otro lugar me esperaba la imposible, la ebria certe za de estar en Espana, En Espafa, a donde tantas veces he venido a buscar este instan te, evta devastadora epifania, 194 sucede el milagro y me interno lentamente en la felicidad sin tér- mino rodeado de aromas, recuerdos, batallas, lamentos, pasiones sin salida, por todos esos rostros, voces, airados reclamos, tiernos, dolien- tes ensalmos; no sé cémo decirlo, es tan dificil. Es la Espata de Abu-I-Hassan Al-Hus ler Sans6n Carrasco, la del principe Don Felipe, primogénito del César, que descm- barca en Inglaterra todo vestido de blanco, para tomar en matrimonio a Maria Tudor, su tia, y deslumbrar con sus mancras y clegancia a la corte inglesa, la del joven oficial de albo coleto que parece pedir silencio en Las lancas de Veléequez; Ja Espaia, en fin, de mi imposible amor por la Infanta Catalina Micaela, que con estrabico asombro me mira desde su retrato en el Museo del Prado, Ja Espana del chofer que hace poco nos decia: “El peligro esté donde esté el cuerpo”. Pero no es sélo esto, hay mucho més que se me escapa. Desde nifio he estado pidiendo, sonando, anticipando. ‘esta certeza que aliora me invade como una repentina tempera- ‘tura, como un sordo golpe en la garganta, aqui en esta calle de Cordoba, recostado en la precaria mesa de Jaton mientras saboreo el jerez que como un ser vivo expande en mi pecho su calor generoso, su suave vértigo estival. Aqui, en Espana, cémo explicarlo si depende de las palabras y éstas no son bastantes para conseguirlo. Los dioses, en alguna parte, han consentido, en un instante de ‘espléndido desorden, que esto ocurra, que esto me suceda en una calle de Cérdoba, , €l Ciego, la del bachi- 195

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