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Tal vez en doscientos años

Raúl Aníbal Sánchez

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–Estamos aquí por ti y si no lo estás pasando bien nos


deberíamos ir –dijo Ale gritándome al oído para alzar su
voz por sobre la música, mientras me tomaba el rostro con
ambas manos. La dulzura del gesto me hizo regresar un
poco a la realidad. Eran las cuatro o cinco de la madrugada
y una súbita tristeza me había invadido en plena pista de
baile. Una melancolía que debió notarse en mi rostro, aun
en medio del humo de máquina, las luces estroboscópicas y
la oscuridad húmeda del lugar. Una nube de abatimiento
por la fugacidad de las cosas me había golpeado de pronto
en el momento más ridículo posible.

Me gustaba tanto, apenas si puedo creer que alguien me


gustara tanto en la vida. Era una especie de locura o
posesión lo que sentía por ella, y me abandonaba a esta
demencia conscientemente y después me entristecía por el
reconocimiento de su inevitable desventura. Ale bailaba
casi con rabia, pequeñita y oscura como era. Las botitas
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negras, las medias de red desgarradas, falda de cuero negro,
blusa trasparente y el cabello esponjado como una Asrtarté
de terracota. Me sonrío con su sonrisa de colmillos falsos
de porcelana, me tomó de la mano y me sacó del lugar, una
casona semi abandonada en la colonia San Rafael que de
cuando en cuando se convertía en un rave de trasnochados.
Teníamos dos o tres días de fiesta, era difícil precisar el
tiempo transcurrido en medio de la marea de drogas, bares
y moteles con jacuzzi a la que nos entregábamos con
frenesí. Aún recuerdo muchas de estas cosas como en un
sueño.

–Muero de hambre –dijo mientras recibíamos el aire de


la madrugada en el rostro sudado, dando muestras de
mortalidad. Antes de eso, como muchas otras veces, me
había parecido un ser telúrico, una deidad de las
encrucijadas que se alimentaba sólo de alcohol y sangre
humana.

–No hay nada abierto –contesté. Ella hizo un puchero


adelantando su labio inferior y entornó sus ojos enormes y
marrones que brillaron contra una luz mercurial. El ademán
me desarmó.

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–Mis roomíes no están, vamos a mi casa. Puedo preparar
algo –le dije y pedimos un coche por la aplicación del
teléfono.

Por Ale me sentía capaz de hacer casi cualquier cosa.


Apenas al llegar a mi departamento me transformé en chef.
Embotado y en automático, logré preparar un ramen con
ingredientes improvisados que ella devoró como si fuera un
personaje de caricatura japonesa. Tal vez no habíamos
comido nada en más de 24 horas, imposible recordarlo. Yo
no quise probar bocado.

Quién sabe con qué arte, pero logramos subir las


escaleras hasta el dormitorio. Ella se acostó en mi cama con
todo y botas y, en un instante, con una facilidad siempre
sorprendente, abrazó una almohada y se quedó dormida. Yo
no podía dejar de verla. Solo quien se haya enamorado
irremisiblemente de un cuerpo, un rostro y una tragedia
podría entenderme ahora. Debajo del maquillaje le había
comenzado a salir un poco de barba y un bozo fino
remarcaba su boca y se movía casi imperceptible con su
respiración. Yo podía verlo todo, todos los detalles en la
más profunda noche, apenas alumbrado por la tímida luz de
la casa vecina que entraba por la ventana. No sé cuánto
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tiempo estuve viéndola, intentando memorizar pequeñeces
de su piel que sabría se perderían tarde o temprano con el
tiempo o la fatalidad, el aburrimiento o la derrota. Recuerdo
comenzar a llorar y después, sin apenas notarlo, quedar
dormido con profundidad.

–¿Me veo bien, no tengo barba o algo así? –fue lo


primero que escuché al abrir los ojos. Ale frente al espejo
de cuerpo entero de mi habitación se acomodaba la ropa.
Apenas verla, todo el universo y la locura regresaron a mi
interior como una bocanada de aire. Nunca lo supo, pero yo
era un animalito indefenso frente a ella, un venado
asustadizo que fingía entereza en un encuentro fortuito en el
bosque con un ser humano despistado.

Lo cierto es que el vello facial le crecía más rápido y


más grueso que a mí, y aunque usaba una base de
maquillaje especial, tampoco hacía milagros.

–Es el de Dita Von Teese, para cubrir tatuajes –me dijo


alguna vez, –no hay nada que no pueda tapar.

Lo que nunca pude creer es que después de estos raptos a


los que nos entregábamos ella no sintiera al día siguiente ni
un asomo de melancolía. Fingía alegría y buena disposición
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con destreza. No era para menos. Yo vivía desde hacía 10
años con dos roomies quisquillosos, una pareja de actores
que por fortuna acostumbraban viajar. No tenía mucho
dinero, trabajaba para apenas llegar al fin de semana
siguiente, pagar la renta y comprar comida para gatos. Ella
se dedicaba al trabajo sexual y tenía más de un mecenas a
quienes debía alguna constancia. Nos llevábamos doce años
de diferencia. Habíamos, desde el principio, renunciado a
rescatarnos el uno al otro o a tener cualquier otro gesto
grandilocuente proyectado hacia el futuro. Estábamos
enamorados y sabíamos que no tenía sentido, por eso
apurábamos el mundo sin pensar mucho en consecuencias.
Existía una fidelidad salvaje entre nosotros difícil de
expresar, como si la realidad desapareciera para estar
juntos. Clientes, compromisos, negocios, familia, todas esas
eran cosas que marchaban a una dimensión ajena al
momento de encontrarnos, y que acababan reclamándonos
con un realismo fastidioso después de estar siempre a punto
de incendiar la tierra.

Cuando Ale llegó a la Ciudad de México respondía aún


al nombre de Alejandro. Era un adolescente regiomontano
de 18 años con el cabello a lo emo, a quienes sus padres, un

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matrimonio evangélico con otros cuatro hijos que atender,
habían echado de la casa por su incorregible feminidad.

–Me metieron a un centro de rehabilitación, pero el


pastor y yo nos hicimos amigos. No tenía razón para estar
ahí y alguna vez les dijo a mis padres que había cosas que
no se podían curar.

Dormía en las calles con otros parías similares que la


sociedad norteña arrojaba de su seno. Una noche, en la fila
de un minisúper, conoció a un hombre que le prometió un
futuro, y con eso bastó. Le dijo que era diseñador de modas,
que se fuera a vivir con él y a cambio le enseñaría el oficio,
le daría una casa y le pagaría la escuela. Ale se arrojó al
vacío, tomó un autobús a la Ciudad de México y terminó en
una vieja casa diminuta de la colonia Doctores, trabajando
sin salario en la confección de vestidos de lentejuelas para
quinceañeras. Estaba prácticamente secuestrada. El
diseñador de modas resultó un costurero adicto al crack que
surtía de vestidos los puestos de ropa del mercado de La
Lagunilla. Para colmo enloquecía de vez en cuando y una
noche, después de un par de días de estar fumando
sustancias sin dormir, la amenazó con un cuchillo. Se le
había metido en la cabeza que Ale quería violar a sus
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perros, dos carísimos falderos de raza pomerania que
contradecían la precariedad y miseria en que vivían.

–Así que hui y terminé en la calle otra vez. Sin apoyo,


sin amigos, y sin un centavo. Caminar de noche por el
centro de la ciudad y sin saber qué hacer, no hubo más.
Cerca del Monumento a la Revolución un hombre se me
acercó con mucha confianza y me propuso ir a un motel
cercano. Me tomó fuerte del brazo, pero yo me sentía flojita
de cualquier modo, cualquier cosa estaba bien para mí en
ese momento. Me veía así, como un niño, y supongo que
eso le gustó.

Esa noche pudo dormir en una cama y repitió a la


siguiente. Volvió a comprar ropa, se metió a una
preparatoria abierta, se dejó crecer el cabello y se mandó
poner colmillos de porcelana con un dentista de barrio. Así
nació Ale, de la sombra de la indigencia a una especie de
demonio chocarrero. Toda ella rezumaba vitalidad al
caminar, al colarse en las filas de los conciertos, conseguir
mesas en los bares, sacarle unos tragos a los meseros.
Maldad y genialidad como instinto de supervivencia se
habían tallado en esa piedra.

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Hay partes de su historia que se me pierden, de las que
nunca hablamos y que es probable que ella no quisiera
contar. Cuando la conocí ya vivía sola, un cuarto de azotea
en un edificio centenario de Santa María la Ribera. Además
de su refugio, servía de bodega a un viejo peculiar que se la
rentaba por casi nada. La relación entre ellos nunca me
quedó clara. Don Ramiro tenía media habitación llena de
cajas con panfletos informativos y tarjetas de presentación,
era una especie de médico naturista que hacía expediciones
para hippies blancos a la cima del Tepozteco, a quienes
después de intoxicar con DMT les decía sin vergüenza
alguna que él era la reencarnación de Quetzalcóatl.

A veces me daba la sensación de no encontrarse a sí


misma, de esforzarse demasiado en algo sin sentido: le
gustaba ir a museos, ver películas raras y juntarse con
artistas, escultores y fotógrafos. Yo sinceramente nunca
entendí esa parte. Porque las cosas alrededor de Ale eran
estrafalarias, de alguna manera patética y a la vez oscura.
Era un imán o agujero negro de personajes irredimibles,
engendrados por el Valle de México en un mal sueño de
civilización. Sus clientes eran extraños cincuentones que se
creían hechiceros, diyeis góticos que vivían con sus padres,

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abogados coyoteros que tramitaban embargos para Banco
Azteca y amparos para conductores alcoholizados en El
Torito, publicistas cocainómanos en su tercer matrimonio,
narcomenudistas venezolanos que coleccionaban
historietas, y una caterva de individuos similares, fauna de
ciudad que aparecía y desaparecía de su vida en intensas
marejadas.

Cuando pasaba más de una semana sin vernos sabía que


había entrado en una de esas olas y había remontado
victoriosa. Han pasado los años y ya no lo creo, pero en
aquel entonces me causaba algo de terror pensar que yo
pertenecía a ese rosario de personajes que la circundaban.
Un escritor treintón y atormentado para tachar de la lista.
Con el tiempo, al ver nuestras fotografías (frente al espejo
de un motel, los cabellos mojados, las luces descompuestas
y empañadas, su mirada resplandeciente fija en mi rostro),
me he convencido de que había alguna pureza en nuestros
asuntos.

Pedí un coche para llevarla a su cuartito de azotea, no


muy lejos de mi departamento. No parecía que
estuviéramos en condiciones de caminar esas cuadras. El
silencio y la resaca se habían apoderado de nosotros. Ale
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miraba sus botas y yo observaba a través de las ventanas.
La mañana nublada y llena de smog de la Ciudad de
México rezumaba cansancio, desesperación. Nos detuvimos
frente al edificio, ella apretó mi mano con la suya y dijo las
palabras que no volvimos a decir, no sé si por consideración
a mi melancolía indeleble de esos días, o porque acaso era
verdad:

–Te quiero.

Me besó rápido en la boca y se bajó. Por el retrovisor


pude ver el rostro del chofer, curioso y entretenido con lo
que acababa de mirar. Sentí deseos de golpearlo desde
atrás, como si la vulgaridad de que existiese interrumpiera
algo sagrado.

Mis roomies estaban en la ciudad, así que Ale y yo


quedamos de vernos en un motel entre su casa y la mía. La
colonia Santa María está llena de lugares similares,
herencia o rémora de los tiempos en que la estación del tren
Buenavista aún funcionaba. Acogedor y algo apolillado, el
motelito quedaba frente al Museo Universitario del Chopo,
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una vieja estructura de hierro modernista que alguna vez
funcionó como cuarto de máquinas de ferrocarril. Eran las 6
o 7 de la tarde y desde la ventana de la habitación podía
verse el reflejo de nubes rojas, agonizantes, sobre la
fachada frontal de vidrio del museo. Allá enfrente había
estudiantes, coches, exhibiciones de arte conceptual,
películas y cafeterías, pero el mundo era muy distinto de
este lado de la calle.

Aún creo que todo nuestro affaire era una


inocentada. Sólo queríamos estar juntos. Rentábamos
habitaciones y bebíamos por horas, escuchábamos música y
hablábamos sin parar. Yo casi no hablaba en realidad, yo
quería que ella me dijera todo de su vida y la escuchaba con
candidez. Mis encuentros con Ale se sentían así,
crepusculares e infantiles al mismo tiempo, los últimos
minutos del fin del mundo.

Recuerdo la sensación áspera de la ropa de cama,


granulosa por las innumerables lavadas con lejía. Frente a
la cama el peinador y el espejo. En el reflejo Ale y yo,
sentados al borde del colchón, contemplando una botella de
Captain Morgan y dos vasos de vidrio llenos hasta la mitad.

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Ale me rodea los hombros con un brazo y con la otra mano
toma fotografías al espejo con su teléfono celular.

¿Ya he mencionado las fotografías? Siempre tomábamos


muchas fotos y algunos momentos solo los tengo
reconstruidos a partir de ellas. En esta imagen, pixelada por
la penumbra con la que se tomó, veo vasos de motel:
pequeñitos, gruesos, despostillados. Ese tipo de vasos debe
venderse por millares. En el lavabo del baño, que no se ve
en el espejo, pero es fácil de adivinar, una bolsa de hielo y
una Coca Cola de dos litros sudan bajo el calor de agosto.
Sobre el cenicero, vuelto al revés para hacer una superficie
lisa, un par de rayas de cocaína que Ale había preparado
con algo parecido al amor.

–Salimos bien –dijo Ale.

–Déjame ver – le dije.

Y en efecto, nos veíamos muy bien.

–Parecemos estrellas de rock –dijo ella. Yo reí por


la autocomplacencia, pero no dije que no.

–¿Crees que hacemos bonita pareja? –preguntó. Yo


pensé que sí, que éramos las cosas más hermosas que

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podrían haberse juntado por error, pero tampoco dije nada
otra vez. Teníamos esperanzas muy normales en el amor
después de todo. Éramos dos personas que solo aspiraban
hacer lo mejor posible con lo que tenían entre las manos.

–Solo una vez intenté tener novio –continuó


diciendo, –era un muchacho que estudiaba sicología en la
Universidad de Nuevo León. Era como muy open mind,
pero cuando me vestía de mujer me trataba muy mal. Luego
hubo muchos chismes entre nosotros, por terceras personas,
y me dejó.

–Qué idiota –le dije.

–No, pues le gustaban los muchachos, no las


muchachas. No puedo culparlo.

–Sabes que a mí eso no me importa –le dije, no supe


por qué, y aún no sé si lo que dije era verdad.

–Tampoco quiero ser una carga... ¿Crees que algún


día existirán palabras para mí?

–¿Neutras?

–Nuevas. Exactas.

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–El español no siempre fue así –dije y platiqué
alguna tontería sobre el latín y los géneros gramaticales que
me costó mucho explicar. Cuando estaba con ella no podía
ser ni erudito, ni inteligente, ni pretencioso–. El lenguaje
cambia– le dije– con el tiempo todas las cosas pueden
cambiar.

–Tal vez en doscientos años –dijo ella, medio en


broma, medio en serio.

Terminamos la botella y fuimos a conseguir más. Se


hizo de noche. Ordenamos más drogas a su amigo el
venezolano quien tardó mucho en llegar y después tardó
mucho en marcharse. El teléfono de Ale sonaba con
insistencia y ella cortaba la llamada cada vez. Queríamos el
mundo fuera de nosotros y el mundo insistía en regresar.

Pasaron horas y nos fuimos deformando, o tal vez


desnudando mentalmente. Ella por lo menos se desnudó
varias veces y se volvió a vestir, probándose diferentes
atuendos que traía en una mochila desde su casa. Yo solo
amaba de lejos su piel morena, las piernas torneadas y las
manchas de indicios de vitíligo en los tobillos, la pequeña
espalda, delgada y de músculos marcados, como tallados en

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madera. Nos maquillamos frente al espejo, bailamos con los
vasos en la mano, nos tomamos otro millar de fotos,
brincamos en la cama, cantamos canciones que fingíamos
conocer, yo lloré y ella rió y volvió a bailar. Ella nunca
lloraba.

Estábamos no sé cómo ni por qué tirados en la alfombra,


viendo el techo y riendo de nuevo, cuando ella dijo:

–Deberíamos robar el museo.

Yo paré de reír.

–¿Cómo?

–La entrada por detrás es la cosa más fácil de saltar.


Todos los días paso y la veo.

–Sí, deberíamos robar el museo –dije.

–Tienen todas esas películas, podríamos robar todas


las películas. Y las revistas de punks.

–Fanzines –corregí sin querer.

–Tiene todos esos fanzines, no puedo imaginar una


colección más inútil de cosas para guardar en un museo.

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Seguro ninguno de esos punks muertos pensó alguna vez
acabar en un museo. Yo lo odiaría…

–¿Tienes hambre? –le pregunté para cambiar de


tema, pero ella no me escuchó o fingió no hacerlo. Por la
ventana, tras la gruesa cortina, parecía que comenzaba a
amanecer.

–En realidad no sabría qué hacer con todas esas


fotocopias, ¿me entiendes? Ni siquiera tengo en qué
reproducir devedés. Solo quiero traspasar algo, una puerta a
la que no me dejen entrar.

–Te entiendo.

Ella se volteó y me miró fijamente, levantando su


cuerpo apoyándose en el codo. Tenía una expresión severa,
inusual en ella:

–El problema es que tú no me puedes entender. Si


hay alguien que no puede entenderme eres tú. Parece
mentira, pero ni siquiera hay palabras para llamarme, y todo
lo que tú eres tiene un nombre. Eres un hombre de mediana
edad. Eres todo lo que estabas destinado a ser. Y estoy
cansado. Estoy cansada. Estoy cansada de fingir la voz y de
rasurarme los huevos y las piernas dos veces al día, y de
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estar siempre bien y sonreír siempre y esperar. Siempre
espero algo que no puede pasar y ya ni siquiera sé qué es lo
que espero. Espero cosas sin nombre que llegarán en
doscientos años, cuando esté muerta y mi tumba no tenga ni
una seña de quién fui.

Me incorporé hasta quedar sentado y adelanté mi


mano para tocarle el hombro, un gesto de consuelo que, sin
querer, se convirtió en uno de condescendencia. Ella me
apartó el brazo de un manotazo, se levantó y abrió la
cortina de la ventana. Su figura se recortaba con la luz del
amanecer.

–Te sientes muy trágico conmigo. Te he visto. Lo


disfrutas. Tienes miedo y te gusta. Te encanta saber que no
tenemos futuro. ¿Yo cómo debo sentirme al respecto?

Se rió, apretando la cortina con algo de rabia.

–¿Entonces el lunes, el museo? –dijo después,


recobrando toda la serenidad, de vuelta toda en Ale.
Demoniaca, pícara, sonriente. Pero yo ya no podía verla
como una deidad de terracota. Y sentí más culpa de la usual
por mi presencia.

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–El lunes, chingue su madre –le contesté, y
volvimos a beber hasta quedarnos dormidos.

Pasó una semana. Si ella me pedía colarme al museo


lo haría, así de sencillo. Seguro acabaríamos en la cárcel.
No tenía idea de nada, ni siquiera un plan. En secreto
esperaba que solo estuviéramos fanfarroneando. La esperé
durante horas en el café frente al kiosco de la plaza en
donde nos veíamos usualmente, pero nunca llegó. La llamé
por teléfono y no contestó. Regresé a mi casa, intranquilo.

Días después sus amigos comenzaron a llamarme y


escribirme por redes sociales. Ale había desaparecido, se
había esfumado sin decir nada. Todos estábamos
preocupados. Las drogas, los clientes, las estadísticas de
asesinato... Pasamos días sin dormir. Llamamos a
ministerios públicos, denunciamos en Locatel, intentamos
contactar a su familia en provincia. Enfermé, perdí cinco
kilos, colapsé emocionalmente un par de veces. La
intuición de que algo horrible había sucedido me abrumaba.
Una de esas noches tuve un sueño: vivía en casa de mi
madre, como 15 años atrás, una casita de interés social de
dos pisos. En mi pesadilla un cachorro que alguien me

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había regalado caía por las escaleras y yo caía con él al
intentar salvarlo. Desperté temblando, horrorizado.

Fui a la fiscalía para personas desaparecidas, en


donde lo único que hicieron fue darme un cartel que
elaboraron ahí, con una de las miles de fotografías que tenía
de ella. “¿Le has visto? Sexo: mujer. Edad: 22 años.
Estatura: 1:50. Complexión: delgada. Señas particulares:
piercing en labio inferior, colmillos prostéticos.
Observaciones: mujer transgénero, se hace llamar Ale”.

Y pensé entonces que tenía tanta razón. No existían


palabras aun para describirla.

Durante un par de meses me dio por pasar de vez en vez


por su edificio, como esperando encontrarla. Tuve algo de
paz cuando, viendo una oportunidad, pregunté por ella a
una vecina. Era una mujer menuda, algo mayor y de
facciones muy duras. Vestía un mandil de tela a cuadros
que daba la impresión de no quitarse nunca y se mostraba
muy atareada. Barría la banqueta como si fuera una labor de
mil siglos, con una consciencia anterior al inicio del mundo.
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–¿El muchachito ese? Se llevó todas sus cosas y se
fue sin pagarle el mes de renta a don Ramiro, –dijo y luego
me miró de arriba abajo. Ignoro qué juicio se gestó en su
cabeza. Luego chasqueó los labios, como si requiriera
mucha paciencia para hablar conmigo.

–Mira, ese niño va y viene seguido, pero por cómo se


fue esta vez, yo diría que no regresa...

El sólo hecho de saber que salió por su propio pie logró


tranquilizarme un poco. Yo sigo igual y vivo igual. Trabajo
para llegar al fin de semana, pagar la renta y comprar
comida para gatos. La tragedia no llegó nunca a mi puerta,
y la vida se desliza a mí alrededor con completa inutilidad,
sin arrebatos ni frenesí. Con el tiempo y por terceras
personas escuché que Ale había regresado a Monterrey y se
había internado en un centro de rehabilitación, esta vez para
dejar las drogas y el alcohol. Al parecer su familia la había
aceptado de nuevo y aún intentaba terminar la preparatoria.
No lo sé de cierto y parece poco probable, si buscas alguno
de sus nombres en Google solo encontrarás aquel cartel,
compartido en las páginas de búsqueda de personas
desaparecidas. Seguro está bien, seguro ha encontrado

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alguna de las palabras que había ido a buscar. Nunca
volvimos a hablar y esto es lo que decido creer.

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