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–Mis roomíes no están, vamos a mi casa. Puedo preparar
algo –le dije y pedimos un coche por la aplicación del
teléfono.
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matrimonio evangélico con otros cuatro hijos que atender,
habían echado de la casa por su incorregible feminidad.
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Hay partes de su historia que se me pierden, de las que
nunca hablamos y que es probable que ella no quisiera
contar. Cuando la conocí ya vivía sola, un cuarto de azotea
en un edificio centenario de Santa María la Ribera. Además
de su refugio, servía de bodega a un viejo peculiar que se la
rentaba por casi nada. La relación entre ellos nunca me
quedó clara. Don Ramiro tenía media habitación llena de
cajas con panfletos informativos y tarjetas de presentación,
era una especie de médico naturista que hacía expediciones
para hippies blancos a la cima del Tepozteco, a quienes
después de intoxicar con DMT les decía sin vergüenza
alguna que él era la reencarnación de Quetzalcóatl.
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abogados coyoteros que tramitaban embargos para Banco
Azteca y amparos para conductores alcoholizados en El
Torito, publicistas cocainómanos en su tercer matrimonio,
narcomenudistas venezolanos que coleccionaban
historietas, y una caterva de individuos similares, fauna de
ciudad que aparecía y desaparecía de su vida en intensas
marejadas.
–Te quiero.
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Ale me rodea los hombros con un brazo y con la otra mano
toma fotografías al espejo con su teléfono celular.
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podrían haberse juntado por error, pero tampoco dije nada
otra vez. Teníamos esperanzas muy normales en el amor
después de todo. Éramos dos personas que solo aspiraban
hacer lo mejor posible con lo que tenían entre las manos.
–¿Neutras?
–Nuevas. Exactas.
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–El español no siempre fue así –dije y platiqué
alguna tontería sobre el latín y los géneros gramaticales que
me costó mucho explicar. Cuando estaba con ella no podía
ser ni erudito, ni inteligente, ni pretencioso–. El lenguaje
cambia– le dije– con el tiempo todas las cosas pueden
cambiar.
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madera. Nos maquillamos frente al espejo, bailamos con los
vasos en la mano, nos tomamos otro millar de fotos,
brincamos en la cama, cantamos canciones que fingíamos
conocer, yo lloré y ella rió y volvió a bailar. Ella nunca
lloraba.
Yo paré de reír.
–¿Cómo?
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Seguro ninguno de esos punks muertos pensó alguna vez
acabar en un museo. Yo lo odiaría…
–Te entiendo.
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–El lunes, chingue su madre –le contesté, y
volvimos a beber hasta quedarnos dormidos.
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había regalado caía por las escaleras y yo caía con él al
intentar salvarlo. Desperté temblando, horrorizado.
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alguna de las palabras que había ido a buscar. Nunca
volvimos a hablar y esto es lo que decido creer.
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