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Crecimiento demográfico

Época: La edad de las masas


Inicio: Año 1870
Fin: Año 1914

Antecedente:
La edad de las masas
(C) Joaquín Córdoba Zoilo

Comentario

La vitalidad de la sociedad europea se materializó en el crecimiento de su población,


que aumentó de unos 274 millones en 1850 a 423 millones en 1900. Puesto que las
tasas de natalidad disminuyeron -del 37,2 por 1000 en 1850 al 35,6 en 1900 en
Alemania; del 33,4 al 28,7 en Gran Bretaña; del 26,8 al 21,3 en Francia; del 38 al 33 en
Italia-, el crecimiento de la población se debió al descenso aún mayor que registraron
las tasas de mortalidad y, sobre todo, de la mortalidad infantil (menores de 1 año). En
efecto, en países como Alemania, Francia y Gran Bretaña, la mortalidad descendió del
20-25 por 1000 en 1850 a niveles entre el 15 y el 19 por 1000 en los años 1900-1913 (y
en Italia, por tomar un país atrasado, del 30 por 1000 al 20 por 1000 en los mismos
años). La esperanza de vida que en los años 1850-60 podía cifrarse en Inglaterra y
Francia en torno a los 40 años, se aproximaba a los 48 años en 1900.

Aunque epidemias de viruela, tifus y cólera todavía causarían estragos en Europa en


las últimas décadas del siglo XIX -la última pandemia de cólera, por ejemplo, tuvo lugar
entre 1884 y 1891-, el retroceso de la mortalidad tuvo mucho que ver con el progreso
material que la vida europea experimentó desde mediados del XIX, y con la mejora
generalizada de los niveles de vida, incluidos los de las zonas rurales más deprimidas.
Los avances en la medicina y, sobre todo, en la vacunación preventiva, debida a los
descubrimientos de Louis Pasteur (1822-1895), fueron decisivos. El propio Pasteur
desarrolló en los años ochenta vacunas contra el carbunco y contra la rabia: la creación
en 1889 del Instituto de su nombre fue capital para el posterior desarrollo de toda la
microbiología. También en la década de 1880, el bacteriólogo alemán Robert Koch
(1843-1910) descubrió los bacilos de la tuberculosis y del cólera, y Kebbs y Löffler, el
de la difteria (1884). En 1890, von Behring (1854-1917) y Sh. Kitasato (1852-1931)
consiguieron preparar el suero antidiftérico. Otros hallazgos -debidos a Roux, Yersin,
Behring, Bela Schick, Ronald Ross, el español Jaime Ferrán, Ehrlich, Calmette y un largo
etcétera- hicieron comprender las causas de la peste bubónica, del tifus, de la difteria,
del tétanos, de la influenza, del paludismo y de otras enfermedades contagiosas, y
permitieron que se empezara a controlar su desarrollo (y el de otras conocidas de
antes, como la viruela). El ya citado descubrimiento de los rayos -X (Röntgen, 1895)
tuvo igualmente aplicaciones inmediatas en medicina interna. A principios de siglo, se
lograron avances decisivos en la clasificación de los grupos sanguíneos y en la
suturación de vasos, lo que permitió proceder a transfusiones de sangre, se desarrolló
el electrocardiograma (1903) y se consiguió combatir la tos ferina (Bordet, 1902). En
1909, Paul Ehrlich sintetizó el salvarsán y logró, así, tratar eficazmente la sífilis; en 1914
se dio ya con una eficaz vacuna antitetánica. El desarrollo que paralelamente, esto es,
entre los años 80 del siglo XIX y 1914, tuvieron la cirugía, las técnicas operatorias y la
traumatología y en general, las distintas especialidades médicas (ginecología,
endocrinología, oftalmología, etc.), más las mejoras del instrumental quirúrgico, la
aparición de numerosos fármacos y medicamentos nuevos, la extensión de hospitales
y centros asistenciales (y de los cuerpos de enfermeros), completaron lo que fue una
verdadera revolución: la medicina cambió y mejoró radicalmente la vida.

Otros dos factores fueron igualmente decisivos: los progresos que se lograron en la
regulación e higienización de la vida colectiva por iniciativa de las distintas
administraciones públicas -sobre todo, en los países más desarrollados-, y las mejoras
que experimentaron dietas alimenticias y viviendas, también en parte por la
intervención de las autoridades. De todo ello, lo sustancial fueron obras como la traída
de aguas a los grandes núcleos de población, su servicio a domicilio y el control de su
potabilidad, la extensión de las redes de alcantarillado, la abolición de los pozos negros
y la recogida regular y eliminación de basuras, obras decisivas para la salud
emprendidas por gobiernos y ayuntamientos desde mediados del siglo XIX y
prolongadas a lo largo de los años, si bien con intensidad y ritmos de aplicación muy
distintos según países, y en los más atrasados, ni siquiera comenzados hasta bien
entrado el siglo XX.

De parecida importancia fueron medidas como las tomadas para limitar el trabajo de
mujeres y niños. En Gran Bretaña, por ejemplo, quedó prohibido, en las minas, desde
1842, y en 1850, se prohibió que mujeres y niños trabajaran de noche y los sábados
por la tarde. Luego, las prohibiciones se extendieron a imprentas, fábricas de
explosivos y pinturas, y a muchos otros oficios considerados peligrosos e insalubres. En
Francia, la ley de 2 de noviembre de 1892 prohibió el trabajo de los menores de doce
años y estableció que las mujeres no trabajasen ni más de once horas ni de noche. La
casuística por países y oficios- a veces regulada por la ley, a veces por la costumbre-
fue infinita y desigual (por ejemplo, el trabajo nocturno de mujeres y niños no se
prohibió en Rusia hasta 1885), pero el resultado, a medio y largo plazo fue el mismo:
maternidad, procreación y crecimiento físico más saludables y vigorosos, y efectos
consiguientes positivos para todo el ciclo demográfico. Tanto más, cuanto que en
muchos trabajos como minas, siderurgia o construcción se fueron introduciendo,
aunque fuese de forma precaria e insuficiente, medidas de protección (como
andamios, cascos, guantes y gafas, ventiladores, lámparas de seguridad, etc). Aún se
produjeron pavorosas catástrofes, sobre todo en las minas: 1.100 mineros murieron en
el accidente que se produjo en Courrières (Francia) en marzo de 1906, y otros 493 en
otro, en Senghenydd (Gran Bretaña) en 1913, por citar sólo dos ejemplos, referidos al
siglo XX y de dos de los países más desarrollados. Pero la tasa cotidiana de accidentes
laborales, aun siendo elevadísima, comenzó a disminuir de forma gradual.

La legislación fue, además, disminuyendo la jornada laboral. La siderurgia británica,


por ejemplo, introdujo el sistema de tres turnos de 8 horas en 1900. En 1905, se fijó
esa misma jornada -8 horas- en las minas francesas, y en 1908 en las inglesas. Francia,
además, estableció la semana laboral de seis días en 1906; Italia, en 1907. Aunque
éstas fueron cuestiones que variaron extraordinariamente de unos países a otros, y
dentro del mismo país, según oficios y regiones, la jornada laboral en Europa era, hacia
1910, de unas 10 horas, es decir, dos horas menos que veinte años antes; para aquel
año, el descanso dominical estaba establecido en casi todo el continente, y en algunos
países y en ciertos oficios, incluso regía la llamada "semana inglesa", que suponía el
descanso desde las primeras horas de la tarde del sábado.

Las mejoras en las dietas alimenticias fueron, por lo que se refiere a las clases
populares, muy lentas. El pan en sus distintas variedades, con algún ingrediente
siempre pobre y escaso -tocino, aceite-, seguía siendo el principal componente de la
alimentación de una gran mayoría de campesinos europeos en vísperas de la I Guerra
Mundial. A principios de siglo, la Italia del Sur se alimentaba de polenta, harina de maíz
molida y cocida. Charles Booth (1840-1916), el autor de la monumental Vida y trabajo
del pueblo de Londres que en 17 volúmenes se publicó entre 1891 y 1903, estimó que
un trabajador londinense gastaba por entonces una cuarta parte de sus ingresos en
alcohol, en cerveza principalmente, que consumía en los pubs, que en la década de
1890 conocieron un desarrollo sin precedentes; los obreros franceses e italianos
bebían cantidades muy altas de vino. Con todo, y aunque las dietas a base de carne de
cerdo seca y salada, de legumbres, patatas y otros alimentos poco nutritivos siguiesen
siendo dominantes, se produjeron cambios significativos: desde finales del siglo XIX, se
incrementó paulatina y sensiblemente- aunque con enormes diferencias según países
y niveles de renta- el consumo de carne, frutas, leche y mantequilla; además, la higiene
de los alimentos mejoró, al menos, en las ciudades, a medida que se fue extendiendo
la inspección municipal de abastecimientos, mercados y mataderos. Baste un ejemplo
de lo que todo ello supuso: en el Mezzogiorno italiano, la sustitución de la polenta por
otros alimentos hizo que, hacia 1914, la pelagra, azote histórico de la región, hubiese
casi desaparecido.
Otro proceso vino, finalmente, a favorecer la salud de los europeos: la mejora que muy
lentamente- y de nuevo, con enormes diferencias según países y regiones- fue
experimentando la vivienda. Mejoraron, claro está, ante todo las viviendas de las
clases acomodadas y medias, las primeras en instalar las principales novedades
sanitarias como agua corriente, bañeras, inodoros con desagüe, etcétera, y en
acomodarse, si no lo estaban ya, en viviendas de habitaciones espaciosas y bien
ventiladas. Pero acabó por mejorar también- en muchísima menor proporción- la
vivienda popular y obrera. Ello no fue resultado ni de la iniciativa municipal (que
existió, y así, una Ley de Viviendas Obreras de 1890 facultó a los ayuntamientos
ingleses a construir viviendas de protección oficial con cargo a los impuestos locales),
ni de la privada (que también la hubo: iniciativas como la del magnate británico del
chocolate George Cadbury que construyó una modélica ciudad-jardín para sus
empleados en Bournville, en 1895, pudo ser excepcional, pero no era infrecuente que
las grandes empresas construyeran viviendas y cooperativas para sus obreros). La
mejora fue consecuencia sobre todo de algo ajeno a la acción voluntaria: se debió a
que la instalación de tranvías eléctricos (años noventa) y metros (primera década del
siglo XX), y el uso masivo de la bicicleta-5 millones en Francia y Gran Bretaña en 1900,
4 millones en Alemania-, permitieron la extensión de las ciudades fuera de sus
perímetros tradicionales, fenómeno generalizado desde la década de 1860, y la
construcción de ensanches y nuevas barriadas. O lo que es lo mismo, provocaron la
descongestión paulatina de los viejos e insalubres centros urbanos.

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