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Traducción de Alba Pagán 066 temas de hoy temas de hoy Novela 345 g 37 508 palabras

CMYK
Claro que podría ir al espacio y morirme, ¿por ¿Qué es un hogar?
SELLO
TEMAS DE HOY
FORMATO 14 x 21,5 rústica sin
qué no? Prefiero morir en la profundidad de un
La Afueras es mi hogar, diría Milde solapas con sobreubierta

Balsam Karam
agujero negro que esperar a que me ejecuten
aquí, ya me entendéis. Lo hago para poder re- SERVICIO
Un grupo de mujeres sobrevive desterrado y al margen de la ley.
costarme y relajarme por una vez sin un cu-
Milde es una de ellas, quizá la más enérgica de las hijas de una
chillo o una tapa metálica bajo la almohada y
comunidad condenada a la precariedad. Harta de rebuscar en la CORRECIÓN
para así, solo por un día, poder evitar ver las
basura la comida del día o de recoger aquello que desechan los
mismas caras blancas que me desprecian. DISEÑO
turistas, una noche decide prender fuego a dos edificios de la ciu-
Claro que podría ir al espacio y morirme, ¿por dad. Tras ser arrestada, encarcelada y torturada, las autoridades REALIZACIÓN
qué no? Prefiero morir allí que seguir aquí a su la obligan a elegir entre dos formas distintas de morir: ejecutada
disposición, ya me entendéis. Lo hago por mis para dar ejemplo o enviada al espacio, al interior de un agujero ne- CARACTERÍSTICAS

Horizonte de eventos
hermanas y por Las Afueras, por las niñas y la gro, como parte de un proyecto de investigación científica. Milde

Horizonte de
ladera y los maullidos de los gatos a la hora de IMPRESIÓN 4/0 CMYK
elige el espacio. Y la eternidad.
dormir y la bruma que presiona los tejados
de las casas; lo hago por los tendederos y por
215mm

Existencial, poética y conmovedora, pero también política, Hori- Balsam Karam

eventos
los barreños, y por cada grifo en cada lugar en
zonte de eventos es una aproximación única a la figura del refu- PAPEL
que los grifos se oxidan y aun así siguen fun- Nació en 1983 en Teherán. Parte de la diáspora
giado, así como al dolor de la separación entre madres e hijas.
cionando, ¿entendéis lo que quiero decir? kurda en Suecia, estudió escritura creativa en PLASTIFICADO MATE
Una novela sobre la fe inquebrantable de una joven en un mundo Biskops Arnö y en la Universidad de Gotembur-

Balsam Karam
mejor que demuestra que la rabia puede tomar formas de deli- go. Actualmente trabaja como bibliotecaria en UVI
cada belleza. Estocolmo. Horizonte de eventos es su debut
como novelista. RELIEVE

BAJORRELIEVE

STAMPING

FORRO TAPA

GUARDAS
PVP 17,90€ 10275137

Diseño de la colección: Planeta Arte & Diseño


INSTRUCCIONES ESPECIALES
Diseño de la cubierta: Sara Acedo
@temasdehoy Fotografía del autor: © Carla Orrego Veliz

100mm 140mm 16mm 140mm 100mm


BALSAM KARAM
HORIZONTE DE EVENTOS
Traducción de Alba Pagán

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Título original: Händelsehorisonten

© Balsam Karam, 2018


Originalmente publicado por Norstedts, Suecia
Publicado por acuerdo con Norstedts Agency

© por la traducción, Alba Pagán, 2021


Reconocemos con gratitud que el coste de esta traducción ha sido sufragado por
un subsidio del Swedish Arts Council
Corrección de estilo a cargo de Héctor Bou

© Editorial Planeta, S. A., 2021


temas de hoy, un sello editorial de Editorial Planeta, S. A.
Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)
www.planetadelibros.com

Primera edición: abril de 2021


ISBN: 978-84-9998-860-3
Depósito legal: B. 4.361-2021
Composición: Realización Planeta
Impresión y encuadernación: Huertas Industrias Gráficas
Printed in Spain - Impreso en España

El papel utilizado para la impresión de este libro está calificado como


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No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema
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MILDE, LA ASTRONAUTA
DE LAS AFUERAS

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En la tierra, en un lugar como otro cualquiera, donde una ciu­
dad ajedrezada se extendía hacia el océano en forma de amplias
playas que a veces empujaban el océano haciéndolo retroceder y
a veces lo dejaban desbordarse, había una verdulera inclinada
sobre sí misma y sobre las frutas que había recolectado, y restre­
gaba un tomate tras otro contra su camisa hasta que estos brilla­
ban. Sacaba moscas del montón de lechugas romanas que tenía
al lado y limpiaba el cilantro de flores y de malas hierbas.
Por la mañana, un mercado. Un murmullo pasó por encima
de la plaza, frondoso y blando, y por las calles las flores de jaz­
mín despedían su fragancia y se impelían; bajo los árboles, los
gatos estaban tumbados en pelotones y a lo largo de las avenidas
los camareros pronto servirían a los turistas blancos una prime­
ra taza de café y después una copa de vino tinto; en la playa unos
cuantos se desnudarían ansiosos y saltarían y en el patio del re­
creo enseguida sonaría la sirena.
El mercado no tardó en llenarse de ancianos que ya habían
tenido tiempo de tomarse el té de la mañana pero que todavía

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no estaban listos para empezar a comer. Atravesaron la plaza
con finas boinas y con suéteres de colores claros y saludaron a la
verdulera allí donde estaba, se sentaron en los bancos del parque
a la derecha de la biblioteca y cada uno sacó su paquete de ciga­
rrillos roto. Justo cuando fumaban a escondidas a la sombra del
cerezo y de vez en cuando intercambiaban algunas palabras, la
verdulera se acercaría y les daría a cada uno un melocotón y es­
tos le darían un puñado de cigarrillos. Se fumaría dos de una vez
y les daría las gracias, volvería sin prisa a su puesto de verduras
desde el cual miraría el mercado.
Todavía faltaba mucho para la noche y para el cielo estrella­
do que la verdulera tanto esperaba, diez horas más en el puesto
y después el tiempo de limpiar y de volver a casa caminando.
Arrastraría el carro por los adoquines de las calles hasta la casa
en ruinas y la puerta azul que, a falta de otra cosa, había cerrado
con un gancho; desde allí levantaría el carro como pudiese, ba­
lanceándose de un lado a otro por todo el largo y estrecho pasi­
llo y, una vez en el patio interior, lo colocaría contra la pared y se
sentaría. Poco a poco recuperaría la energía para quitarse los
zapatos que había llevado todo el día y extendería el colchón que
había escondido de la lluvia de verano que de vez en cuando
sorprendía a la ciudad y que paraba tan súbitamente como em­
pezaba. Se tumbaría boca arriba en medio del patio interior y
desde allí contemplaría el cielo estrellado, enorme y de una be­
lleza infinita.
En el piso de arriba, cuya altura permitía que la niña alcan­
zase las ciruelas que la verdulera lanzaba hacia arriba, vivió una
vez una familia. Cuando el tejado se derrumbó una mañana justo
cuando los niños hacían la mochila para el colegio y se prepara­
ban para salir, la familia decidió mudarse dos barrios más arriba,
a una casa en ruinas casi tan bonita como cualquier otra casa y
casi tan limpia y arreglada. Tenemos que pagar parte del alquiler,
pero haremos de tripas corazón, dijo la madre mirando hacia

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arriba desde donde estaba el equipaje. Así no podemos seguir,
con miedo por si los muros se derrumban, ¿qué tipo de vida es
esta? Ambos tendremos que trabajar el doble y si apagamos la
electricidad y el calentador de agua no debería haber ningún pro­
blema. ¿Tú no vas a mudarte?, dijo la madre esperando escuchar
un sí. La verdulera, que justo estaba cargando su carro, asintió
amablemente y abrazó a la madre, llenó una bolsa con lo que te­
nía en el carro y acompañó a la familia hasta la nueva casa casi
tan bonita como cualquier otra casa de verdad y casi tan arregla­
da. Ella se alegraría porque el calor no tardaría en volver y dor­
mir por la noche volvería a ser placentero. Por la noche soñaba
con el mar y por el día esperaba ansiosa la noche y el cielo estre­
llado, y se alegró de que la noche y el cielo estrellado se aparecie­
sen y se acordó de cuando ella misma no era capaz de evocarlos.
Escribió en la libreta que se alegraba de sentir, también ella
misma, tan tarde en su vida, la aparición de la noche como una
alegría y como un anhelo en su cuerpo, y de que sentimientos
como la alegría y el anhelo todavía tuviesen cabida en aquel
cuerpo destrozado. Mi cuerpo, escribió ella, está roto. Pero aho­
ra la noche se aparece y juega como un gozo dentro de él; ahora,
cuando el sol de la mañana barre la ciudad y deja que los cafés
saquen las sillas y los manteles, y ahora, cuando los camareros
colocan los menús en fila y meten los aperitivos en la nevera.
Donde el puesto de verdura le daba la espalda a la sastrería,
pasaban por la mañana primero los conductores de taxi y luego
los que hacían un largo camino para trabajar en la obra. La ver­
dulera les saludaba a todos y se sentaba en el taburete que escon­
día detrás de los cestos de cerezas y manzanas y que de vez en
cuando sacaba para descansar sus piernas hinchadas en las que
ya habían aparecido venas oscuras. Se levantaba de vez en cuan­
do para hundir un pañuelo en el agua tibia de la fuente y refres­
carse el cuello, luego volvía a su puesto y seguía amontonando
fruta y verdura.

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La verdulera era unos años más joven que Essa pero más
mayor que lo que Milde jamás sería; conocía bien Las Afueras,
pero no podía imaginarse que Milde de Las Afueras desfilaría
por el mercado aquella mañana.
La verdulera había ido varias veces a la linde de Las Afueras
y la habían invitado a entrar, había bebido té con las madres y
las niñas y hablado con ellas de la rebelión; había dicho que ella
opinaba que la rebelión era osada y justa y que había que hacer
algo con la situación en la que estaban; que la única que había
tenido el valor de hablar de todo aquello fue Milde y que seguía
siendo incomprensible que el castigo fuese tan duro, tan eleva­
do. ¡Una chica de diecisiete años, una niña que habló como mil
líderes durante su propio juicio! No, no era justo, solo había di­
cho y hecho lo que nadie más se había atrevido a decir o a hacer,
¿no es cierto? ¿No había prestado su voz a todos aquellos que,
por miedo, durante años, habían cerrado el pico? ¿No había di­
cho aquello que se debía decir sobre cómo nos han tratado y
sobre cómo un día esto debe cesar?
Las madres asintieron e intentaron recordar la cara de Mil­
de justo antes de que la obligaran a ir a la cueva, y las niñas que,
apretujadas, se sentaban junto a ellas y escucharon a la verdule­
ra, miraron a sus madres y esperaron más. Después le dieron
todavía más té a la verdulera y le hicieron una visita para ella
sola por las casas de finas pero sólidas paredes de chapa desgas­
tadas por un amor que ella no podía describir entonces porque
todavía no lo había experimentado. Entró a una de las casas con
un vaso de té en la mano y se sentó con la espalda apoyada en la
fría pared de chapa, se sintió bienvenida en un lugar por prime­
ra vez en mucho tiempo y allí y entonces decidió que se quedaría
a dormir una noche.
La verdulera nunca había visto a Milde aparte de en las fo­
tos y los recortes de periódico que Essa llevaba siempre consigo
y le hubiese sido imposible reconocerla. La rebelión había teni­

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do lugar hacía once años y además aquellos ojos no eran como
debían ser, estaban desvaídos y turbios y no había en ellos ni un
ápice del brillo que debían tener.
La verdulera no había reconocido a Milde aquella mañana y
más tarde no pudo perdonarse por ello. Poco después de que
Milde partiese hacia el agujero negro La Masa, ella se fue de la
ciudad, hizo el equipaje con lo poco que podía llevar consigo y
se mudó a casa de Essa en medio de Las Afueras.

La verdulera se levantó de su banqueta, pesó y cobró, cogió y


descartó, e intercambió alguna palabra por aquí y por allá con
los conocidos que al pasar alzaban la mano para saludarla. El día
iba a ser caluroso, se notaba, y en pelotones bajo las estrechas
sombras de los árboles que enmarcaban el mercado por el este y
por el oeste, seguía elevándose el humo de los cigarrillos entre
las flores de cerezo que pronto caerían al suelo y allí esperaba
como niebla o bruma. Todavía en la mañana alguno de los an­
cianos dejaría un libro en el regazo de alguien y apagaría la coli­
lla en la suela del zapato; otro se secaría la frente con la boina y
la volvería a acomodar en su sitio.
Hoy el murmullo sobre el mercado era ruidoso y la verdu­
lera se acordaría más tarde de que todo el mercado estaba alerta.

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En un mercado como otro cualquiera —acotado por un restau­
rante de pescado, una sastrería, dos baños públicos y una biblio­
teca— dos policías y otro hombre blanco pasaron por las baldo­
sas de piedra tallada. Llevaban a una mujer consigo.
La verdulera los vio venir —miró a la mujer y buscó su mi­
rada—, pero aun así no la reconoció.
De los cuatro la mujer era la más delgada pero también la
más solemne; allí donde se desplazaba como una carpa vestida
de negro y con el pelo corto, pasaban también los niños y se gi­
raban, se paraban a contemplar sus pantalones arremangados y
su camiseta grande y holgada, su bolsa de lona negra colgando
de un hombro, blanda como un paño y la cara atravesada por
una cicatriz desde el ojo hasta la mejilla.
¿Cuántos años tenía? ¿Qué hacía allí?
La verdulera escribiría más tarde: todavía a principios de
verano el sol pegaba fuerte sobre la plaza, brillante; todavía por
la mañana llegó una débil brisa a refrescar brazos y piernas y la
arena que cubría el mercado voló con un soplo una vez más ha­

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cia los aires como un enjambre, se arrastró del banco al arbusto
y de vuelta, y se movió como en una nube hacia la playa, donde
los hijos blancos de los primeros turistas de verano se gritaban
los unos a los otros y se levantaban, tiraban pelotas de playa a su
alrededor y se ahogaban de la risa.
Alguien no tardaría en llenar un cubo con agua y sacarlo
con cuidado, llegaría después al mercado y a las baldosas y ro­
ciaría el agua de un golpe seco que haría que la arena se quedase
en el fondo y que en la plaza emergiese un olor a fresco. Como
ebrio de triunfo se extendería entonces el frescor por el mercado
y en bufidos llegaría al puesto de la verdulera y al vendedor am­
bulante que dormitaba a la sombra.
El frescor llegaría incluso hasta la solemne mujer que justo
entonces se pararía, miraría a su alrededor, cerraría los ojos. Era
el mes de mayo, poco antes de las doce de un martes, y justo
cuando los policías quisieron empujar a la mujer hacia delante,
Milde se daría la vuelta por voluntad propia y continuaría.
En la biblioteca hacia la que se dirigían Milde y el astróno­
mo bajo escolta policial se encontraba el experimento progra­
mado como una vela encendida colocada en una mesa blanca;
titilante, carecía de nombre e impaciente esperaba poder hablar.
En la mesa había un gran jarro de agua fría y un cuenco con
melocotones maduros que la verdulera había cogido y cobrado.
Después, cuando comprendió que la mujer que cruzó el merca­
do no era otra sino Milde, que era esa Milde —la que ella siem­
pre había querido conocer, abrazar y elogiar—, la verdulera hu­
biese deseado, o bien nunca haberle vendido nada a aquel
astrónomo, o bien haberle vendido los mejores melocotones de
su pirámide de melocotones que todo el tiempo deshacía y que
tenía que volver a construir.
Lo hubiese deseado y pensó durante mucho tiempo si acaso
Milde habría cogido uno de los melocotones y se lo habría co­
mido.

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Después decidiría que seguro que Milde había cogido un
melocotón, pero que habría reservado el melocotón amarillo os­
curo y madurado al sol hasta que la reunión se acabase. La ver­
dulera no podía imaginarse a Milde zampándose la fruta en
compañía de aquellos hombres blancos —no, puaj, imposible—,
pero durante mucho tiempo acarició la idea de cómo Milde,
sentada después en el asiento de atrás del coche de policía, con
calma, se habría comido la fruta de la verdulera y por última vez
habría mirado hacia la ciudad a la que, al fin y al cabo, había
amado únicamente porque en algún lugar de esta se encontraba
Las Afueras.
Sí, así debía de haber sido, escribió la verdulera, y durante el
tiempo que duró la reunión, Milde se había quedado sentada
con las manos entrelazadas sobre las rodillas y había esperado
como el único ser humano civilizado alrededor de aquella mesa
blanca.

Los astrónomos parecían tensos alrededor de la mesa con pilas


de papeles frente a ellos, le hicieron una señal con la cabeza a
Milde, le indicaron una silla vacía. Milde se sentó y dijo hola,
con una voz profunda pero no especialmente oscura y el cuerpo
levemente inclinado hacia atrás. Alguno de los hombres sirvió
agua y cuando el cuenco con los melocotones fue pasando por la
mesa, Milde eligió el melocotón más precioso que jamás había
visto y lo reservó.
Uno de los astrónomos dijo: Ahora ha desaparecido más
masa, ¿alguien sabe dónde podría haberse metido?
Otro se aclaró la garganta y dijo: Me pregunto si es posible
que la masa desaparezca y que nunca vuelva a existir. ¿Alguna
vez has tenido un bolsillo por el que las llaves, arrastradas por el
peso de una gran medalla de color azul medianoche —un regalo
de un familiar lejano o de un amante que hizo un viaje por los

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mares—, se hayan hundido allí donde la profundidad sobrepasa
el largo del pantalón y el suelo, el suelo y los pisos más abajo, los
pisos, la tierra y todo lo que hay arriba y abajo?
El experimento, ahora devuelto a la vida, arrojaba su luz
temblorosa sobre la mesa y llamaba la atención, se pronunciaba.
Decía: ¿Conocéis el agujero negro La Masa? Allí encontraréis lo
que no quiere ser encontrado pero que aun así existe.
El experimento, ahora totalmente despierto, continuó:
Hace tiempo que conozco La Masa y lo que oculta, he soñado
con cómo arrastra toda la otra masa hacia ella y la hace suya.
Hace tiempo que conozco La Masa y sé que se acerca, veo que se
encuentra en el umbral y espera, acecha, anhela. Ahora busco
un cuerpo que quiera aprender a conocer a La Masa como yo
siempre he deseado y nunca he sabido. Un cuerpo que quiera
filtrar el sentimiento de una profundidad incomparable y de un
lugar rodeado por completo de sí mismo; un cuerpo que sopor­
te una soledad que carece de un nombre que le haga justicia y
que sepa que una experiencia tal no se puede ni compartir ni
explicar. Deseo que el cuerpo esté a mi lado y al mismo tiempo
quiero que sepa que lo que le pido es algo inmenso e inaudito.
Me pregunto, dijo el experimento todavía titilante pero
como renacido sobre la tierra, si hay un cuerpo así sentado a la
mesa.
El experimento continuó: Estoy hablando de un gran paso,
para la humanidad, para el cuerpo que se ve a sí mismo dando el
paso y cayendo en un lugar insondable y para el mundo que
contemplará los acontecimientos desde la distancia.
Se trata de que nunca podrá ser inhumado o devuelto a su
hogar, donde el perfume de los cerezos una noche de principios
de verano se mezcla con el olor a tierra quemada y a basura, y
nunca jamás podrá estar junto al fuego —hacer café y hornear
pan— y, con leche caliente en un cuenco, contemplar los juegos
de los niños muy pegados a las fachadas de las casas de enfrente.

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Estoy hablando de partir y abandonar, de donar sin recibir
nada a cambio; comprenderme a mí y mis exigencias es com­
prender que nunca más podrá pisar la tierra y que a partir de
ahora no tendrá nada propio a lo que volver de otra forma que
mediante el pensamiento.
Aclaro desde ahora que durante muchos años el cuerpo gi­
rará alrededor de su propio eje, dará vueltas con vómito en la
lengua y será abandonado cuando más se necesite.
El cuerpo extrañará durante mucho tiempo otro cuerpo
—presionará la mano entre sus muslos y extraerá sus propios
fluidos al espacio— y luego se pedirá perdón a sí mismo por
haberse lanzado a la eternidad, dirá: No estoy segura de mí mis­
ma, no lo pienso cuando lo hago una vez y otra vez. Tiene que
ver con el espacio, con que de repente echo de menos a mi ma­
dre y a la montaña que arroja sombra en las tardes de julio cuan­
do las niñas corren de vuelta a casa por la zanja y los gatos que
se agarran de los dobladillos de las faldas de las niñas se tiran a
los brazos de las madres y lamen los pechos de las madres hasta
que quedan limpios de leche y de agua.
El cuerpo se preguntará a sí mismo: ¿Dónde están mi ma­
dre, mis hermanas, mi hogar y el frescor que buscaba cuando
corría descalza por los campos de caña de azúcar y con la cabe­
za hundida en un surco no escuchaba los gritos que me llama­
ban?
El cuerpo se preguntará y esperará y se quedará dudando y
el cuerpo tendrá que lidiar con ese silencio, con esa espera y con
esa duda.
El experimento se aclaró la garganta y dijo: Yo me pregun­
to, ¿existe un cuerpo así sentado a esta mesa?

Por la tarde; el sol hinchado y pesado hizo lo suyo sobre los cam­
pos y a lo largo del paseo marítimo los vendedores de refrescos

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observaban a los turistas blancos con sus gruesas toallas de playa
arrastradas en la arena.
Aquí y allá una risa, aquí y allá un adulto a un niño o un
murmullo uniforme de idiomas que los vendedores de refrescos
habían aprendido a comprender pero que no se imaginarían ha­
blando.
Por la tarde y a lo largo de la playa los vendedores de refres­
cos apartaban la mirada y continuaban trabajando cuando los
niños blancos rechazaban un helado y los padres dejaban el he­
lado medio derretido a un lado; los vendedores de refrescos ta­
rareaban una canción y luego otra justo cuando los niños ver­
tían el refresco en la arena y las madres les limpiaban las manos,
pegajosas y gordas, con dos clínex blancos que luego dejaban allí
para que salieran volando por la playa.
Por la tarde y las grandes terrazas cambiarían pronto de ata­
víos para la noche y las tumbonas que se recogen junto con la
bruma de la mañana caerían con fuerza las unas sobre las otras y
se arrastrarían todo el camino de vuelta. Igual que Milde arrastra­
ba un saco y un rastrillo por la arena cuando era niña por algunas
coronas al día, las limpiadoras de la playa pronto recogerían con
estocadas precisas todos los papeles de helado y las botellas de
agua —pañales, bolsas de plástico y tubos de protector solar— y
reunirían cada trozo de pan y cada fruta abandonada a la putre­
facción pero lo suficientemente madura para poder comerse.
Puede que las limpiadoras encontrasen alguna vez, después
de muchas noches de trabajo, algo que llevarse a casa, a Las
Afueras; tal vez algo pequeño o nada en absoluto; tal vez no en­
contrasen nada en absoluto durante mucho tiempo y después de
repente un reloj de pulsera medio visible bajo una duna o una
joya que brillaba entre dos tumbonas; tal vez encontraran el re­
loj y la joya y se metieran el reloj en las bragas y se pusieran la
joya con cuidado bajo la lengua, se dejaran cachear como de
costumbre cuando la ronda de noche había acabado y entonces

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caminaran por el paseo marítimo hasta donde dormían que no
era más que una arboleda; tal vez las niñas pudieron entonces
enseñarse los hallazgos las unas a las otras y, sin que les moles­
tasen, compartir lo poco que les quedaba de los refrescos y de
pan, y dormir un sueño más reparador.
Las niñas de Las Afueras que limpiaban las playas por la
noche y por la mañana caminaban hasta su arboleda para des­
cansar un poco, a la luz del día se acostarían muy pegadas las
unas a las otras y se conformarían con la única manta que te­
nían; así dormirían durante el día y se despertarían de nuevo
con la puesta de sol para volver a empezar.

Por la tarde y el ruido lejano de los coches en movimiento se


posó en la biblioteca, la luz de principios de verano empezó a
menguar lentamente y desde donde estaba sentada, con la cara
vuelta hacia la ventana, Milde podía recorrer la ciudad de vuelta
a casa y ver cómo el mercado se llenaba de niños y adultos. Cajas
de comida, cajas de comida y alguno que otro fumando un ciga­
rrillo; veía a los gatos estirarse a la sombra, las chaquetas sobre
los hombros y los colegiales en pelotones al lado del puesto de los
helados que pronto se vaciaría de polos. ¿Quién habría sospe­
chado que el día sería tan caluroso y quién sabría lo que hacían
las hijas y las madres de Las Afueras en días tan calurosos como
aquel? Empezó a enternecerse.
Un astrónomo se secó la frente con la manga de la camisa,
se bebió la mitad de la jarra de agua tibia, esperó. Otro dejó que
su mano vagase lentamente sobre los papeles, se parase en una
frase, continuase.
Puede que el verano más caluroso llevase mucho tiempo es­
perando cuando la arena ya había empezado a volar entre las
casas, y puede que los astrónomos supiesen que el verano si­
guiente se abrazarían los unos a los otros y bajarían el volumen

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de sus voces a la espera del lanzamiento. Observarían sus panta­
llas, descorcharían las botellas y esperarían hasta escuchar ha­
blar a Milde. Cuando la voz de Milde por fin llegase entre una y
otra llamada, los astrónomos que tenían las botellas listas empe­
zarían por fin a celebrar y seguirían celebrando, se jactarían de
que lo imposible había ocurrido y celebrarían todavía más y lue­
go seguirían celebrando.
Milde habría partido entonces en su viaje hacia el agujero
negro La Masa donde en su mayor parte en la oscuridad que la
rodeaba, se abrocharía el cinturón en la silla o en la litera y desde
allí escribiría largo y tendido a Las Afueras; escribiría a Las
Afueras que amaba y que la amaba a ella y el cuerpo y la ausencia
de peso seguirían recordándole al suelo de chapa de Las Afueras
contra las costillas y la bruma de Las Afueras que por las maña­
nas se posaba como una mano sobre los muslos. La lengua le
recordaría la aspereza de la montaña y los dedos que pasaron
por la barriga de Essa le recordarían la suave cicatriz que salía de
su ombligo; sobre los papeles la mano recorrería la cicatriz con
un movimiento que llenaría los papeles de lado a lado, una pági­
na tras otra y después presionaría los papeles contra todo lo que
había en la nave para darle un sentido a esta.
Después se diría en los periódicos y en la radio que las con­
diciones habían sido favorables; a la mesa barnizada de blanco
se sentaban doce astrónomos, Milde y una autoridad policial
que por respeto al momento histórico que estaba sucediendo,
decidió quitarle las esposas a Milde. En la habitación no había
ningún lujo, ningún cuidado excesivo, y cuando el silencio se
rompió no fue con un grito ni con música venida de ninguna
parte; la mano de Milde se deslizó por la mesa, tranquila y deci­
dida, y arrastró la luz titilante hacia ella.
Milde dijo: La imagen de este momento me ha acompañado
durante mucho tiempo; la sujeto ahora pegada a un árbol que me
ha sido golpeado en el pecho. Lo que describes no es nuevo para mí.

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Durante mucho tiempo he pasado la mano por mi cuerpo y
me he inclinado sobre mis propios muslos, los he besado desde
dentro hacia fuera y les he hecho comprender que soy otra con
la voz de otra y dureza en la boca. Mis muslos a su vez se han
dejado engañar, cegados ante su propia capacidad de despertar
deseo han alimentado un ansia por el engaño y han buscado
aquello que los lleve hacia la oscuridad y los libere.
Lo que describes no es nuevo para mí.
Puede que desee que lo que me ha dañado sea como una
sábana colocada sobre mi cuerpo; que la impresión en la tela
revele aquello que el cuerpo había perdido hasta ahora y aquello
en lo que se ha convertido mi rostro con el gancho de la nariz, la
circunferencia y la cavidad del ojo después de que el otro ojo
ahora no sea más que una sombra en el mundo. Pero ¿qué es lo
que me hace desear?
Cada día deseo poder volver a mi hogar, cada noche quiero
dormir con un suelo de chapa clavado en la espalda y con la ca­
miseta interior de Essa sobre la cabeza, pero ¿qué es lo que me
hace desear? Hace ya mucho tiempo, y desde entonces he estado
lo suficientemente sola como para saber que mi soledad sobre­
pasa mi deseo y que mi deseo sobrepasa mi esperanza por cual­
quier otra cosa que no sea lo que amo y mejor conozco: mi ho­
gar, Las Afueras. ¿Has estado allí alguna vez?
No tengo ninguna esperanza excepto por Las Afueras, bella
como todo y nada al mismo tiempo. Me resulta indiferente todo ex­
cepto nuestra acequia, blanda como cada día de primavera y cada día
de verano y cada grano de avena en la lengua, todo al mismo tiempo.
Veo mi hogar como un trago de agua fría y como cada mon­
taña, cuando en el crepúsculo la montaña oculta el sol, y como
cada sol cuando al alba el sol se opone a la montaña y se alza so­
bre su cumbre.
¿Alguno de vosotros ha estado allí? ¿Entendéis acaso de lo
que hablo?

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Cuando era niña en Las Afueras quería ser profesora, alba­
ñil o simplemente feliz. Ahora que no me he convertido en nada
de eso, quiero hacer lo correcto y lo mejor para mí y para Las
Afueras.
Quiero ir, dijo Milde y dejó la luz en la mesa, delante de ella,
apretó en su mano el melocotón que ahora estaba caliente.

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