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Cartas a un joven poeta
Título original: Brie/e an einen }ungen Dichter

Primera edición: 1980


Tercera edición: 2012
Segrmda reimpresión: 2015

Diseño de colección: Estudio de Manuel Estrada con la colaboración de Roberto


Turégano y Lynda Bozarth
Diseño de cubierta: Manuel Estrada
Fotografía de Amador Toril

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas
de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para
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© de la traducción y nota preliminar: Herederos de José María Valverde


© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1980, 2015
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15;
28027 Madrid; teléfono 91 393 88 88
www.alianzaeditorial.es

ISBN: 978-84-206-0910-2
Depósito legal: M. 23.797-2012
Printed in Spain

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envíe rm correo electrónico a la dirección: alianzaeditorial@anaya.es
Índice

9 Nota preliminar del traductor

Cartas a un joven poeta


19 [Presentación]
23 Carta primera
31 Carta segunda
37 Carta tercera
45 Carta cuarta
55 Carta quinta
61 Carta sexta
69 Carta séptima
79 Carta octava
91 Carta novena
97 Carta décima
Nota preliminar del traductor
Las Cartas a un joven poeta encuentran su pleno
sentido al situarse en el contexto de la obra de Rai­
ner Maria Rilke, en el revés del tapiz de su creación
poética. Pues, salvo la última de ellas, de 1908, se si­
túan en el tránsito de 1903 a 1904, es decir, cuando
Rilke completaba la tercera y última parte de su L i­
bro de Horas -El libro de la pobreza y de la muerte­
y componía ya algunas de las poesías que formarían
El libro de las imágenes (o de las estampas, 1902-
1906) y las Nuevas poesías (1903-1907). Este parcial
encabalgamiento cronológico de libros publicados
por separado revela en el poeta la conciencia de un
cambio formal, de una diversidad de intenciones y
resoluciones, no sólo de temática. En efecto, ate­
niéndose a la inmediatez de los textos, la obra ril­
kiana en verso muestra una clara sucesión de fases:
tras de las extensas juvenilia -no tan juveniles, pues-

11
José María Valverde

to que llegan a sus veintitrés o veinticuatro años-,


de un romanticismo un tanto delicuescente, viene la
amplia trilogía El libro de Horas, ambivalente entre
la religiosidad y el esteticismo; después, en El libro
de las imágenes y en las Nuevas poesías, hay un fuer­
te viraje hacia una lírica óptica, impersonal, en que
Rilke parece renunciar a sí mismo para que aparez­
can las cosas mismas. Pues los poetas -dice- hacen
mal en quejarse en vez

de transformarse, duros, en palabras


como el cantero de una catedral
se transforma en la calma de la piedra.

[statt hart sich in die Worte zu verwandeln,


wie sich der Steinmetz einer Kathedrale
verbissen umsetzt in des Steines Gleichmut.]

Esos versos, que cito según mi propia traducción


de 1967, proceden del Réquiem por un poeta (re­
proche al poeta suicida conde Wolf Graf von Kalck­
reuth) , que, con el Réquiem por una pintora, forma
la pareja de grandes manifiestos de esa actitud obje­
tivadora, plástica, que encontró su gran correlato
en la exposición de Cézanne en París (1907), don­
de, póstumamente, este pintor largamente descono­
cido se impuso al fin a la conciencia general.
Después de esta fase de la poesía rilkiana, tan cla­
ramente caracterizada, hay una época de aparente

12
Nota preliminar del traductor

indecisión; sin embargo, a través de dificultosas va­


cilaciones, es entonces cuando se van gestando al­
gunas de las Elegías de Duino, torrencialmente com­
pletadas en 1922, y contrapunteadas luego, con
rapidez, por los Sonetos a Orfeo. Después, hasta
1926, cuando R. M. R. muere de leucemia, a sus
cincuenta y un años, sólo habrá que tener en cuenta
poco más que probaturas de versos en francés y al­
gún post-scriptum sobre tonos y temas anteriores.
Esta fase Duino-Orfeo muestra también una sensi­
ble diferencia respecto a la fase «objetiva»: el poeta
habla como un oráculo, como un visionario desve­
lador de la entraña del universo. (Algún día habrá
que estudiar hasta qué punto este Rilke marcó deci­
sivamente a Heidegger, quien le conoció en 1924 y
dio por entonces una entusiástica conferencia sobre
él; sobre todo, aludimos a la obra de Heidegger
posterior a Sein und Zeit.)
Pero el contraste entre estas fases rilkianas es sólo
relativo, incluso en lo que cabría llamar su «pensa­
miento poético» -que, en su caso, se identifica con
el «arte poético>>-, su modo de sentir la vida y el
mundo. Y aquí es donde pueden servir estas Cartas
a un joven poeta, que contienen, simultáneamente,
pensamientos que lo mismo pueden ser paralelos a
versos de 1900-1902 que a su grandiosa vena culmi­
nada en 1922 -siendo más débil, en cambio, la co­
rrespondencia con la fase «objetiva» que fue desde
1902 a 1907, aproximadamente-. Rilke habla a su

13
José María Valverde

joven admirador del destino del poeta -el «artista»,


dice a veces, en significativa sinonimia-, de Dios, de
la mujer (sobre ésta, expresando un curioso femi­
nismo, que no sabemos si las feministas de hoy agra­
decerán o rechazarán) . Y aquí, sin la coartada y la
impersonalización de todo texto poético, se plantea
el núcleo central y constante de la actitud de Rilke, el
sentido de su trabajo y su vida, que, con tanto mar­
gen de aproximación como de error, podría carac­
terizarse como arte hecho religión o religión hecha
arte -«religión» más bien que «fe», en cuanto que
aquel término dice ante todo <<Vida», «obligación» y
«destino»; «arte» más bien que «poesía», en cuanto
que así se acentúa mejor la belleza y la nitidez for­
mal-.
El poeta -el «artista>>- ha de estar llamado por la
vocación absoluta, por la conciencia de que se mo­
riría si no escribiera, y debe aceptar esa exigencia
vital sin preocuparse por lo que otros digan sobre lo
que escribe. Tal destino impone soledad total, aun
en medio de la sociedad, y condiciona también su
ideal del amor como darse libertad mutuamente;
pero, sobre todo, es el destino ligado a su imagen de
Dios, no como el que estuvo en el origen -en la ni­
ñez del poeta y en el arranque del mundo-, sino
como obra de arte final, fruto y heredero de la crea­
tividad de todas las generaciones humanas. El poe­
ta, viviendo su soledad, creando su obra, va aplican­
do sus manos a la construcción de ese Dios que algún

14
Nota preliminar del traductor

día llegará, ya no para él; un ambiguo sentir que


igual cabe llamar esteticismo teologizado que reli­
giosidad estetizada.
El joven poeta de este epistolario, Franz Xaver
Kappus, publicaría las cartas del maestro, después
de la muerte de éste, a más de veinte años de distan­
cia, con una breve presentación aquí también tra­
ducida. Hasta qué punto estas cartas sintonizarán
con el sentir de algunos jóvenes poetas de hoy, es
cosa difícil de prever; en todo caso, siempre servi­
rán para iluminar por detrás el quehacer lírico ril­
kiano.

J. M. V.

15
Cartas a un joven poeta
[Presentación]

Era a fines de otoño de 1902. Yo estaba sentado en


el parque de la Academia Militar de Wiener-Neus­
tadt, bajo unos viejos castaños. Mi lectura me ab­
sorbía hasta el punto de que apenas noté que Hora­
cek, capellán de la Academia, buen erudito y buena
persona, venía hacia mí. Me quitó de las manos el
libro que tenía yo, observó la cubierta y levantó la
cabeza: «¡Poesías de Rainer Maria Rilke ! », dijo,
pensativo. Lo hojeó, recorrió algunos versos, lanzó
una larga mirada a lo lejos y concluyó: «Así que el
alumno René Rilke ha llegado a ser un poeta».
Me habló de Rilke, muchacho débil y pálido. Sus
padres, hacía quince años, le habían hecho entrar
en el Pritaneo militar de Sankt-Polten, para prepa­
rarle para la carrera de oficial. Horacek era enton­
ces capellán de esa escuela. Se acordaba muy bien
de su alumno de antaño. Rilke era un muchacho si-

19
Cartas a un joven poeta

lencioso, serio, muy dotado; le gustaba mantenerse


apartado y soportaba con paciencia el yugo del in­
ternado. Al cabo de cuatro años de estudios pasó
con sus compañeros a la Escuela militar superior,
que estaba en Maehrisch-Weisskirchen. Pero allí su
constitución había de revelarse demasiado débil.
Sus padres le retiraron de la escuela para hacerle se­
guir sus estudios junto a ellos, en Praga. De lo que
había sido de su vida desde entonces, Horacek no
sabía nada.
Poco después de esa conversación decidí enviar a
Rainer Maria Rilke mis intentos poéticos, pidiéndo­
le que los juzgara. Teniendo apenas veinte años, en
el umbral de una carrera que sentía muy contraria a
mis gustos, pensé que si alguien me debía compren­
der era el poeta de Mir zur Feier. Casi sin darme
cuenta, nació una carta que acompañó a mis poe­
sías: en ella me franqueaba más enteramente de lo
que nunca había hecho y, por lo demás, de lo que
nunca haría.
Pasaron largas semanas antes que me llegara la
respuesta. La que recibí al fin llevaba, en sobre azul,
sello de París y pesaba mucho en la mano. La letra
del sobre, clara, bella y segura, volvía a hallarse en
las hojas de la carta, desde la primera a la última lí­
nea. Mi correspondencia con Rilke, que empezó así,
duró hasta 1908. Luego se espació: la vida me había
empujado por caminos de los que precisamente me
habría querido apartar el interés caluroso, tierno y

20
[Presentación]

conmovedor del poeta. Pero lo importante no está


ahí. Lo importante son estas diez cartas que hay
aquí. Valen para el conocimiento de ese universo en
que vivió y creó Rainer Maria Rilke; valen para los
que ahora crecen y se forman, para los que mañana
se formarán. Pero cuando un príncipe va a hablar,
hay que hacer silencio.

Berlín, junio de 1929.

Franz Xaver Kappus

21
Carta primera
París, 17 de febrero de 1903

Distinguido señor mío:


Su carta me ha alcanzado hace sólo pocos días.
Quiero darle las gracias por su grande y afectuosa
confianza. Apenas puedo hacer otra cosa; no puedo
entrar en lo que son estos versos, porque estoy dema­
siado lejos de toda intención crítica. No hay cosa con
la que pueda tocarse tan escasamente una obra de
arte como con palabras críticas: siempre se va a parar
así a malentendidos más o menos felices. Las cosas no
son todas tan palpables y decibles como nos querrían
hacer creer casi siempre; la mayor parte de los hechos
son indecibles, se cumplen en un ámbito que nunca
ha hollado una palabra; y lo más indecible de todo
son las obras de arte, realidades misteriosas, cuya
existencia perdura junto a la nuestra, que desaparece.

25
Cartas a un joven poeta

Adelantada esta advertencia, sólo puedo decirle,


además, que sus versos no tienen una manera de ser
propia, pero sí son callados y escondidos arranques
hacia lo personal. Con máxima claridad lo percibo
esto en la última poesía, Mi alma. Ahí, algo propio
quiere llegar a ser palabra y melodía. Y en la hermo­
sa poesía A Leopardi crece quizá una especie de pa­
rentesco con aquel gran solitario. A pesar de eso,
estos poemas todavía no son nada por sí mismos,
nada independiente, ni aun el último y el dedicado
a Leopardi. La amable carta que usted acompaña
no deja de explicarme algunos defectos que noté en
la lectura de sus versos, sin poder darle su nombre
propio.
Pregunta usted si sus versos son buenos. Me lo
pregunta a mí. Antes ha preguntado a otros. Los
envía usted a revistas. Los compara con otros poe­
mas, y se intranquiliza cuando ciertas redacciones
rechazan sus intentos. Ahora bien (puesto que us­
ted me ha permitido aconsejarle), le ruego que
abandone todo eso. Mira usted hacia fuera, y eso,
sobre todo, no debería hacerlo ahora. Nadie puede
aconsejarle ni ayudarle, nadie. Hay sólo un único
medio. Entre en usted. Examine ese fundamento
que usted llama escribir; ponga a prueba si extiende
sus raíces hasta el lugar más profundo de su cora­
zón; reconozca si se moriría usted si se le privara de
escribir. Esto, sobre todo: pregúntese en la hora
más silenciosa de su noche: ¿debo escribir? Excave

26
Carta primera

en sí mismo, en busca de una respuesta profunda. Y


si ésta hubiera de ser de asentimiento, si hubiera us­
ted de enfrentarse a esta grave pregunta con un
enérgico y sencillo debo, entonces construya su vida
según esa necesidad: su vida, entrando hasta su
hora más indiferente y pequeña, debe ser un signo y
un testimonio de ese impulso. Entonces, aproxíme­
se a la naturaleza. Entonces, intente, como el pri­
mer hombre, decir lo que ve y lo que experimenta y
ama y pierde. No escriba poesías de amor; apártese
ante todo de esas formas que son demasiado co­
rrientes y habituales: son las más difíciles, porque
hace falta una gran fuerza madura para dar algo
propio donde se establecen en la multitud tradicio­
nes buenas y, en parte, brillantes. Por eso, sálvese de
los temas generales y vuélvase a los que le ofrece su
propia vida cotidiana: describa sus melancolías y
deseos, los pensamientos fugaces y la fe en alguna
belleza; descríbalo todo con sinceridad interior,
tranquila, humilde, y use, para expresarlo, las cosas
de su ambiente, las imágenes de sus sueños y los ob­
jetos de su recuerdo. Si su vida cotidiana le parece
pobre, no se queje de ella; quéjese de usted mismo,
dígase que no es bastante poeta como para conjurar
sus riquezas: pues para los creadores no hay pobre­
za ni lugar pobre e indiferente. Y aunque estuviera
usted en una cárcel cuyas paredes no dejaran llegar
a sus sentidos ninguno de los rumores del mundo,
¿no seguiría teniendo siempre su infancia, esa ri-

27
Cartas a un joven poeta '

queza preciosa, regia, el tesoro de los recuerdos?


Vuelva ahí su atención. Intente hacer emerger las
sumergidas sensaciones de ese ancho pasado; su
personalidad se consolidará, su soledad se ensan­
chará y se hará una estancia en penumbra, en que se
oye pasar de largo, a lo lejos, el estrépito de los de­
más. Y si de ese giro hacia dentro, de esa sumersión
en el mundo propio, brotan versos, no se le ocurrirá
a usted preguntar a nadie si son buenos versos. Tam­
poco hará intentos de interesar a las revistas por
esos trabajos, pues verá en ellos su amada propie­
dad natural, un trozo y una voz de su vida. Una
obra de arte es buena cuando brota de la necesidad.
En esa índole de su origen está su juicio: no hay
otro. Por eso, mi distinguido amigo, no sabría darle
más consejo que éste: entrar en sí mismo y examinar
las profundidades de que brota su vida: en ese ma­
nantial encontrará usted la respuesta a la pregunta
de si debe crear. Tómela como suene, sin interpreta­
ciones. Quizá se haga evidente que usted está llama­
do a ser artista. Entonces, acepte sobre sí ese desti­
no, y sopórtelo, con su carga y su grandeza, sin
preguntar por la recompensa que pudiera venir de
fuera. Pues el creador debe ser un mundo para sí
mismo, y encontrarlo todo en sí y en la naturaleza a
que se ha adherido.
Pero quizá, después de ese descenso en sí y en su so­
ledad, deba renunciar a llegar a ser poeta (basta, como
he dicho, sentir que se podría vivir sin escribir para

28
Carta primera

no deber hacerlo en absoluto) . Sin embargo, tampo­


co entonces habrá sido en vano este viraje que le pido.
En cualquier caso, a partir de ahí, su vida encontrará
caminos propios, y le deseo que sean buenos, ricos y
amplios, mucho más de lo que puedo decir.
¿Qué más he de decirle? Todo me parece subra­
yado como es debido: para terminar, sólo querría
aconsejarle todavía que vaya creciendo tranquilo y
serio a través de su evolución: no podría producir
un destrozo más violento que mirando afuera y es­
perando de fuera una respuesta a preguntas a las
que sólo puede contestar, acaso, su más íntimo sen­
tir en su hora más silenciosa.
Ha sido para mí una alegría encontrar en su carta
el nombre del señor profesor Horacek; conservo
hacia ese sabio, tan digno de afecto, un gran respeto
y un agradecimiento que dura a través de los años.
Si usted quiere, le ruego que le exprese mis senti­
mientos; es muy bondadoso por su parte que toda­
vía me recuerde, y sé apreciarlo.
Los versos que tan amistosamente me ha confiado
se los devuelvo ahora. Y le vuelvo a agradecer la
grandeza y la cordialidad de su confianza, de la
cual, mediante esta respuesta sincera, dada según
mi mejor saber, he tratado de hacerme un poco más
digno de lo que, como desconocido, soy realmente.
Con toda cordialidad y simpatía,

Rainer Maria Rilke

29
Carta segunda
Viareggio (por Pisa, Italia) ,
5 de abril de 1903

Debe perdonarme, querido y estimado señor, que


no haya contestado dándole las gracias hasta hoy
por su carta de 24 de febrero: me he encontrado
mal todo este tiempo, no precisamente enfermo,
sino oprimido por un abatimiento gripal, que me
dejaba incapaz de todo. Y por fin, en vista de que
eso no quería cambiar, he venido a este mar meri­
dional, cuya acción benéfica me ha servido ya otra
vez. Pero todavía no estoy bueno, y me resulta pesa­
do escribir; de modo que tiene que tomar estas po­
cas líneas como si fueran más.
Naturalmente, ha de saber usted que siempre me
dará una alegría con todas sus cartas, y debe ser in­
dulgente con la respuesta, que quizá le deje más de

33
Cartas a un joven poeta

una vez con las manos vacías; pues, en el fondo, y


precisamente en las cosas más profundas e impor­
tantes, estamos indeciblemente solos y, para poder
aconsejarnos uno a otro o ayudarnos, tienen que lo­
grarse muchas cosas, debe coincidir toda una cons­
telación de cosas, para que algo salga bien por una
vez.
Hoy solamente querría decirle todavía dos cosas:
Ironía: no se deje dominar por ella, especialmente
en momentos no creativos. En los momentos creati­
vos intente servirse de ella, como de un medio más
para captar la vida. Usada con pureza, también es
pura, y no hay que avergonzarse de ella; y si se nota
usted en excesiva familiaridad con ella, tema esa
creciente intimidad, y vuélvase en seguida a objetos
grandes y serios, ante los cuales usted sea pequeño
e inerme. Busque la hondura de las cosas; allí no
desciende nunca la ironía; y al dirigirse así al borde
de lo grande, examine, a la vez, si esa manera de ver
corresponde a una necesidad de su naturaleza. Pues
esa manera, bajo el influjo de las cosas serias, o bien
se desprenderá de usted (si es algo casual), o bien
(si es realmente algo propio e innato en usted) se re­
forzará hasta ser un instrumento serio, ordenándo­
se en la serie de los medios con que usted debe for­
mar su arte.
Y lo segundo que hoy quería contarle es esto:
De todos mis libros sólo me son imprescindibles
unos pocos, y hay dos que están siempre entre mis

34
Carta segunda

cosas donde quiera que esté: la Biblia y los libros


del gran escritor danés J ens Peter J acobsen. Me
pregunto si conoce usted sus obras. Se las puede
procurar fácilmente, pues una parte de ellas han
aparecido en la Universal-Bibliothek, de Reclam, en
traducción muy buena. Procúrese el tomito Seis
narraciones de]. P. Jacobsen y su novela Niels Lyh­
ne, y empiece la narración del primer tomito, que se
titula Mogens. Le invadirá un mundo, la dicha, la ri­
queza, la grandeza incomprensible de un mundo.
Viva usted algún tiempo en estos libros, aprenda de
ellos lo que le parezca digno de aprenderse, pero,
sobre todo, ámelos. Este amor le será pagado cien y
mil veces; y de cualquier modo que llegue a ser su
vida, estoy seguro de que entrará por la trama de
su devenir como uno de los hilos más importantes
entre todos los hilos de sus experiencias, desenga­
ños y gozos.
Si he de decir de quién he sabido algo sobre la
esencia del crear, sobre su profundidad y eternidad,
sólo hay dos nombres que pueda dar: el de J acob­
sen, el grande, el gran poeta, y el de Auguste Rodin,
el escultor, que no tiene par entre todos los artistas
que hoy viven.
Le desea todo éxito en su camino.

Suyo,

Rainer Maria Rilke

35
Carta tercera
Viareggio (por Pisa, Italia) ,
23 de abril de 1903

Me ha dado usted mucha alegría, querido y estima­


do señor, con su carta de Pascua, pues decía mucho
bueno de usted, y el modo como hablaba del gran­
de y amado arte de J acobsen me ha mostrado que
no me equivocaba al orientar su vida y sus muchas
preguntas hacia esa plenitud.
Ahora se le abrirá Niels Lyhne) un libro de las glo­
rias y las profundidades; cuanto más se lee, más pa­
rece estar todo en él, desde el más leve aroma de la
vida hasta el pleno y grandioso sabor de sus frutos
más pesados. No hay nada que no esté comprendi­
do, captado, experimentado y reconocido en el ar­
cano tembloroso del recuerdo; ninguna experiencia
ha sido demasiado pequeña, y el más pequeño acon-

39
Cartas a un joven poeta

tecer se despliega como un destino, y el destino mis­


mo es como un tejido maravilloso y ancho, en que
cada hilo va llevado por una mano infinitamente
suave, puesto junto a otro, y sostenido y llevado por
otros cien. Experimentará usted la gran dicha de
leer este libro por primera vez, y nadará a través de
sus incontables sorpresas como en un nuevo sueño.
Pero puedo decirle también que después se vuelve
a pasar por este libro con el mismo asombro, y que
no pierde nada de su maravilloso poder ni cede
nada del tono de leyenda con que abruma la prime­
ra vez al lector.
Siempre se vuelve a él con más gozo, con más gra­
titud, y, no sé cómo, mejor, más sencillo en la mira­
da, más profundo en la fe en la vida, y más dichoso
y grande en la vida...
Y después debe usted leer el maravilloso libro del
destino y el afán de Marie Grubbe, y las cartas de Ja­
cobsen, y los Diarios, y los fragmentos y, por fin, sus
versos, que, aunque sólo estén medianamente tra­
ducidos, perviven en interminable resonancia. (Para
eso le aconsejaría, si tiene ocasión, que comprara la
hermosa edición completa de las obras de J acobsen,
que lo contiene todo. Apareció en tres tomos, bien
traducidos por Eugen Diederich, en Leipzig, y me
parece que cuesta sólo cinco o seis marcos por
tomo. )
En su opinión sobre Aquí debería haber cosas . . .

(esa obra de tan incomparable finura y forma) usted

40
Carta tercera

tiene razón, naturalmente, de modo totalmente in­


discutible, contra el que ha escrito la introducción.
Y a la vez quede expresado aquí el ruego: lea lo
menos que pueda de cosas estético-críticas: o son
opiniones partidistas, petrificadas y vaciadas de
sentido en su endurecimiento contra la vida, o son
hábiles juegos de palabras, en que hoy se saca una
opinión y mañana la opuesta. Las obras de arte son
de una infinita soledad, y con nada se pueden alcan­
zar menos que con la crítica. Sólo el amor puede
captarlas y retenerlas, y sólo él puede tener razón
frente a ellas. Dese siempre la razón a usted mismo
y a su sentir, contra todas esas estipulaciones, disqui­
siciones e introducciones: aunque no tenga razón,
el natural crecimiento de su vida interior le llevará,
despacio y con el tiempo, a otros reconocimientos.
Deje usted a sus juicios su propia evolución silencio­
sa, intacta, que, como todo progreso, debe venir
hondamente desde dentro, y no puede apremiarse
ni favorecerse con nada. Todo es gestar y luego parir.
Dejar cumplirse toda impresión y todo germen de
un sentir totalmente en sí, en lo oscuro, en lo indeci­
ble, en lo inconsciente, en lo inaccesible al propio
entendimiento, y aguardar con honda humildad y
paciencia la hora del descenso de una nueva clari­
dad: esto es lo único que se llama vivir como artista,
en la comprensión como en la creación.
No hay medida en el tiempo: no sirve un año, y
diez años no son nada; ser artista quiere decir no

41
Cartas a un joven poeta .

calcular ni contar: madurar como el árbol, que no


apremia a su savia, y se yergue confiado en las tor­
mentas de primavera, sin miedo a que detrás pudie­
ra no venir el verano. Pero viene sólo para los pa­
cientes, que están ahí como si tuvieran por delante
la eternidad, de tan despreocupadamente tranqui­
los y abiertos. Yo lo aprendo diariamente, lo apren­
do bajo dolores a los que estoy agradecido: j la pa­
ciencia lo es todo !
Richard Dehmel: me ocurre con sus libros (y, di­
cho sea de paso, también con su persona, a la que
conozco fugazmente) que, cuando he encontrado
una de sus páginas hermosas, siempre tengo miedo
de la siguiente, que puede volver a destrozarlo todo,
transformando lo digno de cariño en indigno. Us­
ted lo ha caracterizado muy bien con la frase: «vivir
y crear en celo». Y, efectivamente, la experiencia ar­
tística está tan increíblemente cerca de la sexual, en
su dolor y gozo, que ambos fenómenos en realidad
son sólo formas diversas de una idéntica ansia y di­
cha. Y si en vez de «celo» se pudiera decir «sexo»,
sexo en el sentido grande, amplio y puro, no sospe­
choso por ningún mal motivo eclesiástico, su arte
sería muy grande e infinitamente importante. Su
fuerza creativa es grande y fuerte como un instinto
primigenio: tiene en sí ritmos propios sin reservas, e
irrumpe de él como desde una montaña.
Sin embargo, parece que esta fuerza no siempre
es del todo sincera y sin pose. (Pero ésta es también

42
Carta tercera

una de las pruebas más difíciles para el que crea:


debe seguir siempre inconsciente, sin presentir sus
mejores virtudes, si no quiere quitarles a éstas su
soltura y su virginidad.) Y luego, cuando esa fuerza,
cruzando rauda por su naturaleza, llega a lo sexual,
no encuentra allí ningún hombre tan puro como le
haría falta. No hay allí ningún mundo sexual com­
pletamente maduro y puro; hay un mundo que no
es bastante humano} sino sólo viril; que es celo, em­
briaguez e inquietud, y cargado de los viejos prejui­
cios y orgullos con que el varón desfigura el amor.
Por sentir el amor como varón, no como persona,
hay así en su sensibilidad sexual algo estrecho, apa­
rentemente salvaje, odioso, temporal, no eterno, que
empequeñece su arte y lo hace ambiguo y dudoso.
No está sin mancha: lo marcan el tiempo y la pa­
sión, y de él ha de durar y persistir poco. ( j Pero la
mayor parte del arte es así ! ) A pesar de todo, sin
embargo, se puede gozar hondamente lo que hay en
él de grande, pero no se debe uno perder en él y
convertirse en secuaz de ese mundo de Dehmel, tan
infinitamente temeroso, tan lleno de adulterio y
confusión, y tan lejos de los destinos auténticos, que
hacen sufrir más que estas turbaciones temporales,
pero que también dan más ocasión para la grandeza
y más ánimo para la eternidad.
Finalmente, por lo que toca a mis libros, me gus­
taría mucho enviarle todos los que pudieran ale­
grarle de algún modo. Pero soy muy pobre, y mis

43
Cartas a un joven poeta

libros, en cuanto aparecen, ya no me pertenecen a


mí. Yo mismo no puedo comprarlos y, como que­
rría muchas veces, dárselos a aquellos que les ten­
drían amor.
Por eso le apunto en una hoja los títulos (y edito­
riales) de mis libros últimamente aparecidos (de los
más recientes; en total he publicado unos doce o
trece), y debo encomendarle a usted, querido ami­
go, que se procure ocasionalmente alguno de ellos.
Sé que a mis libros les gusta estar con usted.
Adiós.

Suyo,

Rainer Maria Rilke

44
Carta cuarta
Provisionalmente, Worpswede (Bremen) ,
16 de julio de 1903

Hace unos diez días he dejado París, lleno de sufri­


mientos y fatiga, y he venido a una gran llanura nór­
dica, cuya amplitud, silencio y cielo me han de de­
volver la salud. Pero viajé a través de una larga
lluvia, que sólo hoy quiere aclarar un poco sobre la
tierra que ondula intranquila; y aprovecho este pri­
mer momento de claridad para saludarle, mi queri­
do señor.
Mi querido señor Kappus: he dejado mucho tiem­
po sin respuesta una carta suya, no porque la hubie­
ra olvidado; al contrario, era de esa clase de cartas
que se vuelven a leer cuando se las encuentra entre
las demás, y en ella le he conocido a usted como
desde muy cerca. Era la carta del 2 de mayo, y usted

47
Cartas a un joven poeta

seguramente se acuerda de ella. Al leerla, como


ahora, en la gran calma de esta lejanía, me conmue­
ve su hermoso cuidado por la vida, y más aún por­
que yo lo he experimentado ya en París, donde todo
resuena y retumba de otro modo, por el enorme es­
trépito que hace temblar las cosas. Aquí, teniendo a
mi alrededor una tierra poderosa, por encima de la
cual pasan los vientos del mar, aquí siento que a
esas preguntas y sentires, que tienen una vida pro­
pia en sus honduras, nunca le podrá contestar a us­
ted nadie; pues aun los mejores se equivocan en las
palabras cuando éstas han de significar lo más silen­
cioso y casi indecible. Pero creo, a pesar de todo,
que usted no debe quedar sin solución, si se detiene
en cosas semejantes a aquellas en que mis ojos aho­
ra se reponen. Si se queda usted en la naturaleza, en
lo sencillo que hay en ella, en lo pequeño, que ape­
nas ve uno, y que tan imprevisiblemente puede con­
vertirse en grande e inconmensurable; si usted tiene
ese amor por lo pequeño y trata de ganarse, como
un siervo, la confianza de lo que parece pobre, en­
tonces todo le será más fácil, más unitario y, no sé
cómo, más reconciliador, acaso no en el entendi­
miento, que se echa atrás asombrado, sino en su ín­
tima conciencia, en su vigilia y en su saber. Usted es
tan joven, está tan antes de todo comienzo, que yo
querría rogarle lo mejor que sepa, mi querido señor,
que tenga paciencia con todo lo que no está resuel­
to en su corazón y que intente amar las preguntas
Carta cuarta

mismas) como cuartos cerrados y libros escritos en


un idioma muy extraño. No busque ahora las res­
puestas, que no se le pueden dar, porque usted no
podría vivirlas. Y se trata de vivirlo todo. Viva usted
ahora las preguntas. Quizá luego, poco a poco, sin
darse cuenta, vivirá un día lejano entrando en la res­
puesta. Quizá lleva usted ya en sí la posibilidad de
crear y formar, como una manera de vida especial­
mente dichosa y pura; edúquese para ello, pero
acepte lo que venga, con gran confianza, y aunque
sólo venga de su voluntad, de alguna necesidad de
su interior, acéptelo en sí y no lo odie. El sexo es di­
fícil, sí. Pero es difícil cuanto nos ha sido encomen­
dado; casi todo lo serio es difícil, y todo es serio.
Sólo con que usted lo reconozca y llegue a lograr, a
partir de sí, a partir de su disposición e índole, de su
propia experiencia e infancia y fuerza, una relación
totalmente propia con el sexo (no influida por la
convención y la ética) , entonces no tendrá ya que
temer perderse y hacerse indigno de su mejor po­
sesión.
La voluptuosidad corporal es una experiencia
sensorial, no diversa del puro mirar o de la pura
sensación con que una hermosa fruta llena la len­
gua; es una experiencia grande, infinita, que nos es
dada, un saber del mundo, la plenitud y el fulgor de
todo saber. Y no es malo que lo aceptemos; lo malo
es que casi todos hagan mal uso de esa experiencia
y la desperdicien, y la pongan como excitación en

49
Cartas a un joven poeta

los lugares fatigados de su vida, y como diversión en


vez de concentración en puntos cumbres. En efec­
to, los hombres han hecho del comer algo diferente:
la necesidad por un lado, la sobra por otro lado;
han turbado la claridad de esa exigencia, e igual­
mente turbias se han vuelto las profundas necesida­
des simples en que se renueva la vida. Pero el indi­
viduo puede aclarárselas para sí mismo y vivir
claramente (y si no cada hombre concreto, que es
demasiado dependiente, sí el hombre solitario).
Puede recordar que toda la belleza de los animales
y las plantas es una quieta forma perdurable de
amor y anhelo, y puede ver al animal tal como éste
ve a las plantas, uniéndose, paciente y dócilmente,
aumentando y creciendo, no inclinándose por ansia
física, por pasión física, a necesidades que son ma­
yores que el ansia y la pasión y más violentas que la
voluntad y la resistencia. ¡Ah si el hombre aceptara
más humildemente y sobrellevara con mayor serie­
dad este misterio de que está llena la Tierra hasta en
su cosa más pequeña, si aguantara y sintiera qué te­
rriblemente difícil es, en vez de tomarlo a la ligera !
j Ah si cobrara respeto ante su fecundidad, que es
sólo una, por más que aparezca como espiritual o
corporal, pues también la creación espiritual pro­
cede de la física, tiene una misma naturaleza que
ésta, y es sólo como una repetición más silenciosa,
más encendida y más eterna de la voluptuosidad cor­
poral ! «La idea de ser creador, de crear, de formar»,

50
Carta cuarta

no es nada sin su constante y grandiosa confirma­


ción en el mundo, no es nada sin el múltiple asenti­
miento de cosas y animales; y su disfrute es tan in­
descriptiblemente hermoso y rico sólo porque está
lleno de recuerdos heredados del engendrar y el pa­
rir de millones. En un pensamiento creativo viven
mil noches de amor olvidadas, que lo llenan de altu­
ra y grandeza. Y los que en las noches se unen y en­
trelazan en mecida voluptuosidad, hacen un serio
trabajo y reúnen dulzuras, hondura y fuerza para la
canción de algún poeta venidero, que surgirá para
expresar indecibles delicias. Y conjuran el futuro; y
aunque yerren y se abracen a ciegas, el futuro viene,
sin embargo; surge un nuevo hombre, y, sobre la
base del azar que aquí parece cumplirse, despierta
la ley con que un poderoso semen, capaz de resis­
tencia, avanza de camino hasta la célula del huevo
que se abre hacia él. No se deje engañar por las su­
perficies; en lo hondo, todo se hace ley. Y los que
viven el misterio de manera falsa y mala (y son mu­
chos) , lo pierden sólo para sí mismos, pero lo vuel­
ven a entregar para que continúe, como una carta
cerrada, sin saber. Y no se deje engañar por la mul­
tiplicidad de los nombres y la complejidad de los
casos. Quizá haya por encima de todo una gran ma­
ternidad, como anhelo común. La belleza de la don­
cella, de un ser que -como usted dice bellamente­
«todavía no ha realizado nada», es maternidad que
se presiente y prepara, que tiene miedo y que ansía.

51
Cartas a un joven poeta

Y la belleza de la madre es maternidad en servicio,


y en la anciana es un gran recuerdo. Y también en el
hombre hay maternidad, me parece, corporal y es­
piritual; su engendrar es también una suerte de pa­
rir, y es parir el crear desde la íntima plenitud. Y
quizá estén más emparentados los sexos de lo que
se piensa, y la gran renovación del mundo quizá
consista en que el hombre y la muchacha, liberados
de todos los sentires erróneos y las desganas, no se
buscarán como opuestos, sino como hermanos y ve­
cinos, y se reunirán como personas, para llevar sim­
plemente en común, serios y pacientes, el pesado
sexo que les está impuesto.
Pero todo lo que quizá sea posible algún día para
muchos, el solitario ya puede prepararlo y construir­
lo con sus manos, que yerran menos. Por eso, queri­
do amigo, ame su soledad, y aguante el dolor que le
causa, con queja de hermoso son. Pues los que están
cerca de usted, están lejos, dice usted, y eso muestra
que ya empieza a hacerse una lejanía en torno suyo.
Y si su cercanía está lejos, entonces su espacio ya está
bajo las estrellas y es muy grande; alégrese de su cre­
cimiento, en el que no podría hacer tomar parte a na­
die, y sea bondadoso con los que se quedan atrás, y
esté seguro y tranquilo ante ellos, sin atormentarse
con las dudas, y sin asustarles con su confianza, ni con
la alegría que ellos no podrían comprender. Busque
usted con ellos alguna comunidad sencilla y fiel,
que no se deba alterar necesariamente al hacerse us-

52
Carta cuarta

ted mismo cada vez más distinto: ame usted en ellos


la vida en una forma extraña, y tenga indulgencia con
los hombres que envejecen, que temen la soledad en
la que usted tiene confianza. Evite usted añadir más
materia a ese drama que siempre hay en tensión entre
padres e hijos; consume mucha fuerza de los hijos y
gasta el amor de los mayores, que obra y calienta aun
cuando no comprenda. No les pida ningún consejo,
ni cuente con ninguna comprensión en ellos, pero
crea en un amor que está guardado para usted como
una herencia y confíe en que en ese amor hay una
fuerza y una bendición de la que no tiene que salir
para ir muy lejos.
Es bueno que usted entre por lo pronto en una
profesión que le haga independiente y que le sitúe
totalmente en sí mismo en todos los sentidos. Aguar­
de pacientemente a ver si su vida íntima se siente
nmitada por la forma de esa profesión. Yo la consi­
dero muy difícil y exigente, por estar cargada de gran­
des convenciones, sin dejar casi sitio a una visión
personal de sus tareas. Pero la soledad le servirá de
refugio y hogar incluso en medio de relaciones muy
extrañas, y, desde la soledad, encontrará usted todos
sus caminos. Todos mis deseos están dispuestos a
acompañarle, y mi confianza está con usted.

Suyo,

Rainer Maria Rilke

53
Carta quinta
Roma, 29 de octubre de 1903

Querido y estimado señor:


Su carta del 29 de agosto la recibí en Florencia, y
ahora -sólo al cabo de dos meses- le hablo de ella.
Perdone esta pereza, pero cuando estoy de viaje no
me gusta escribir cartas, porque para eso necesito
algo más que el imprescindible recado: algo de si­
lencio y soledad, y una hora no demasiado poco
propicia.
A Roma hemos llegado hace unas seis semanas, en
una época en que era aún la Roma vacía, caliente,
podrida de fiebre, y esta circunstancia, con otras di­
ficultades prácticas de instalación, dio lugar a que
no se acabara la intranquilidad en torno nuestro,
pesando sobre nosotros la extrañeza junto con la
carga de la falta de hogar. Además, hay que contar

57
Cartas a un joven poeta

con que Roma (cuando no se la conoce todavía) es,


en los primeros días, abrumadoramente melancóli­
ca, por el muerto y turbio ambiente de museo que
exhala, por la abundancia de sus antigüedades des­
enterradas y laboriosamente mantenidas en pie (y
de las cuales se nutre un pequeño presente) , por la
sobrevaloración innombrable de todas estas cosas
deformadas y corrompidas, fomentada por eruditos
y filólogos e imitada por los que recorren Italia si­
guiendo la costumbre; cosas que, sin embargo, en el
fondo no son más que restos casuales de otro tiem­
po y de otra vida, de algo que no es nada nuestro ni
lo ha de ser. Al fin, después de semanas de defen­
derse cotidianamente, se encuentra uno, aunque un
poco confundido, vuelto a sí mismo, y se dice: no,
aquí no hay más belleza que en cualquier otro sitio,
y todos estos objetos que han venido siendo admi­
rados por generaciones, completados y mejorados
por manos de albañiles, no significan nada, no son
nada y no tienen corazón ni valor; pero aquí hay
mucha belleza, porque en todas partes hay mucha
belleza. Aguas infinitamente llenas de vida llegan
por los antiguos acueductos hasta la gran ciudad, y
danzan en las muchas plazas sobre pilones de pie­
dra blanca, y se ensanchan en cuencos anchos y es­
paciosos, rumorosos de día y más rumorosos de no­
che, que aquí es una noche grande, estrellada y
suave de vientos. Y hay jardines, inolvidables ala­
medas y escaleras, escaleras ideadas por Miguel Án-

58
Carta quinta

gel, escaleras construidas a imitación de las aguas


que se deslizan hacia abajo; pariendo anchamente,
en la cascada, un escalón de otro escalón como una
onda de otra onda. Con tales impresiones, se con­
centra uno, se recobra, regresando de la muche­
dumbre con sus pretensiones, que charla y charla
( ¡ y qué charlatana es ! ) , y lentamente llega a recono­
cer las pocas cosas en que perdura lo eterno que se
puede amar, y lo solitario en que se puede tomar
parte silenciosamente.
Todavía vivo en la ciudad, en el Capitolio, no lejos
de la más hermosa imagen ecuestre que nos ha que­
dado del arte romano, la de Marco Aurelio; pero,
dentro de unas semanas, me instalaré en un tranqui­
lo y sencillo cuarto, una vieja azotea, que queda per­
dida en lo hondo de un gran parque, escondido de
la ciudad, de su ruido y confusión. Allí viviré todo
el invierno y disfrutaré del gran silencio, del cual es­
pero el regalo de horas buenas y útiles . . .
Desde allí, donde estaré más en casa, le escribiré
una carta más larga, en que también se hablará de
sus trabajos. Hoy sólo debo decirle (y quizá he he­
cho mal en no decirlo antes) que el libro anunciado
en su carta (conteniendo trabajos suyos) no ha lle­
gado aquí. ¿Se lo han devuelto, quizá, desde Worp­
swede? (Pues no se pueden reenviar paquetes al ex­
tranjero. ) Esta posibilidad es la más favorable, y me
gustaría que se confirmara. Espero que no se trate
de un extravío, que, por cierto, no sería una excep-

59
Cartas a un joven poeta

ción en el sistema de correos italiano, desgraciada­


mente.
Me habría gustado recibir ese libro (como todo lo
que da una señal de usted) ; y los versos que entre­
tanto hayan surgido, siempre los leeré (si usted me
los confía) , los releeré y los viviré, tan buena y cor­
dialmente como pueda. Con buenos deseos y salu­
dos,

Suyo,

Rainer Maria Rilke

60
Carta sexta
Roma, 23 de diciembre de 1903

Mi querido señor Kappus:


No debe estar usted sin un saludo mío cuando es
la Navidad y cuando usted, en medio de las fiestas,
sobrelleva su soledad más difícilmente que en otros
momentos. Pero si usted nota entonces que es gran­
de, alégrese de eso; pues (se lo pregunta usted) ¿qué
sería una soledad que no tuviera grandeza? Hay
sólo una soledad, y es grande y no es fácil de sobre­
llevar, y a casi todos les llegan las horas en que de
buena gana se querría cambiar la soledad por una
comunidad, aunque fuera banal y barata, por la
apariencia de una escasa coincidencia con el primer
llegado, con el más indigno . . . Pero quizá son ésas
precisamente las horas en que crece la soledad;
pues su crecimiento es doloroso como el crecimien-
Cartas a un joven poeta

to de los niños y triste como el comienzo de las pri­


maveras. Pero no puede equivocarse usted. Lo que
se necesita, sin embargo, es sólo esto: soledad, gran
soledad interior. Entrar en sí y no encontrarse con
nadie durante horas y horas, eso es lo que se debe
poder alcanzar. Estar solo, como se estaba solo de
niño, cuando los mayores andaban por ahí, enreda­
dos con cosas que parecían importantes y grandes,
porque los mayores parecían tan ocupados y por­
que no se entendía nada de lo que hacían.
Y si un día se comprende que su atareamiento es
mezquino, sus oficios petrificados y ya sin relación
con la vida, ¿por qué entonces no seguir mirándolo
igual que un niño, como una cosa extraña, desde lo
hondo del mundo propio, desde la distancia de la
propia soledad, que es ella misma trabajo, rango y
oficio? ¿Por qué querer intercambiar el sabio no­
comprender de un niño por lucha y desprecio, cuan­
do, sin embargo, el no-comprender es soledad y, en
cambio, la lucha y el desprecio son participación
en aquello de lo que uno quiere separarse con esos
mismos medios?
Piense usted, querido señor Kappus, en el mundo
que lleva en usted mismo, y llame como quiera a ese
pensar; bien sea recuerdo de la infancia propia o
anhelo del propio porvenir, pero esté atento ante lo
que surge en usted, y póngalo por encima de todo
lo que observe en torno. Su acontecer más íntimo es
digno de todo su amor; en él debe usted trabajar, de
Carta sexta

un modo o de otro, y no perder demasiado tiempo


ni demasiado ánimo en explicar a la gente su posi­
ción. ¿Quién le dice a usted, además, que tenga una
posición en absoluto? Ya sé que su profesión es
dura y llena de contradicción contra usted, y pre­
veía sus quejas y sabía que vendrían. Ahora han lle­
gado, y no le puedo tranquilizar; sólo le puedo
aconsejar que considere si no son así todas las pro­
fesiones, llenas de exigencias, llenas de enemistad
contra el individuo, empapadas, como quien dice,
del odio de los que se han encontrado mudos y mal­
humorados en el sobrio deber. La clase en que us­
ted debe vivir ahora no está más pesadamente car­
gada de convenciones, prejuicios y yerros que las
demás clases, y si hay algunos que aparentan una
mayor libertad, no hay ninguno que se encuentre en
sí mismo amplio y espaciado, y en relación con las
cosas grandes en que consiste la vida real. Sólo el in­
dividuo que está solo está situado como una cosa
bajo las más hondas leyes, y si sale uno a la mañana
que se levanta o mira allá al ocaso, que está lleno de
acontecer, y siente lo que allí ocurre, entonces se le
cae de encima toda condición social, como de un
muerto, aunque esté en medio de la vida misma. Lo
que usted, querido señor Kappus, debe experimen­
tar ahora como oficial lo habría tenido que experi­
mentar análogamente en cualquier otra profesión, e
incluso aunque usted, fuera de toda posición, hu­
biera intentado un contacto ligero e independiente

65
Cartas a un joven poeta

con la sociedad, no habría evitado ese sentimiento


opresivo. En todo ocurre así, pero eso no es un mo­
tivo de miedo o tristeza; si no hay ninguna comuni­
dad entre los hombres y usted, intente estar cerca
de las cosas, que no le abandonarán; todavía que­
dan ahí las noches y los vientos que cruzan por los
árboles y por muchas tierras; todavía, entre las co­
sas y en los animales, todo está lleno de acontecer,
en que usted debería tomar parte; y los niños toda­
vía son así, tan tristes y tan felices; y si piensa usted
en su niñez, entonces vuelve a vivir entre ellos, en­
tre los solitarios niños, y los mayores no son nada y
ninguna dignidad tiene valor.
Y si a usted le da miedo y le atormenta pensar en
la niñez y en lo sencillo y lo silencioso que va con
ella, porque usted ya no puede creer en Dios, que
aparece allí por todas partes, entonces pregúntese,
querido señor Kappus, si realmente ha perdido a
Dios. ¿No es más bien que todavía no le ha poseído
nunca? Pues ¿cuándo tendría que haberle poseído?
¿Cree usted que un niño puede tenerle en brazos, a
Aquel que los hombres sólo llevan con fatiga, y
cuyo peso aplasta a los ancianos? ¿Cree usted que
quien realmente le tiene podría perderle como una
piedrecilla, o no cree usted también que quien le tu­
viera sólo podría ser perdido por Él? Pero si usted
reconoce que no estaba en su niñez, y tampoco an­
tes, si presiente que Cristo se engañó por su anhelo
y Mahoma por su orgullo, y si siente usted con es-

66
Carta sexta

panto que tampoco está ahora en esta hora en que


hablamos de él, ¿qué le justifica entonces para echar
de menos como a alguien pasado a Quien nunca es­
tuvo y buscarle como si se hubiera perdido? ¿Por
qué no piensa usted que Él es el que viene, el que
surge desde la eternidad, el futuro, el fruto final de
un árbol cuyas hojas somos nosotros? ¿Qué le impi­
de a usted proyectar su nacimiento hacia los tiem­
pos venideros y vivir su vida como un día doloroso
y hermoso en la historia de una gran preñez? ¿No
ve usted entonces cómo todo lo que ocurre vuelve a
ser principio, una vez y otra? ¿Y no podría ser Su
principio, si el principio es siempre tan hermoso en
sí? Si él es el más perfecto, ¿no debe haber algo más
escaso antes que él, para que él se pueda seleccionar
a partir de la plenitud y el rebose? ¿No debe ser él
el último, para abarcarlo todo en sí, y qué sentido
tendríamos nosotros si el que anhelamos ya hubiera
sido?
Igual que las abejas reúnen la miel, así nosotros
sacamos de todo lo más dulce y le edificamos a él.
Con lo pequeño incluso, con lo nada aparente (con
tal que ocurra por amor) , le empezamos; con el tra­
bajo y con la calma, con un silencio o con un peque­
ño gozo solitario, con todo lo que hacemos solos,
sin participantes ni dependientes, le empezamos a
él, al que no percibiremos, igual que nuestros ante­
pasados no pudieron percibirnos a nosotros. Y, sin
embargo, están en nosotros, aquellos que pasaron
Cartas a un joven poeta

hace tanto tiempo, como disposición, como carga


en nuestro destino, como sangre, que rumorea, y
como ademán que se eleva desde las profundidades
del tiempo.
¿Hay algo que le pueda quitar a usted la esperan­
za de estar así alguna vez en él, en el más lejano, en
el supremo?
Festeje usted la Navidad, querido señor Kappus,
con este piadoso sentir: que Él quizá necesite preci­
samente ese miedo vital suyo, para empezar; precisa­
mente estos días de su transición quizá son el tiem­
po en que todo trabaja en usted hacia Él, igual que
usted trabajó en Él de niño, sin aliento. Tenga pa­
ciencia y buena voluntad, y piense que lo menos
que podemos hacer es no dificultarle más su deve­
nir, como no se lo dificulta la tierra a la primavera
cuando quiere llegar.
Y esté alegre y confiado.

Suyo,

Rainer Maria Rilke

68
Carta séptima
Roma, 14 de mayo de 1904

Mi querido señor Kappus:


Ha pasado mucho tiempo desde que recibí su úl­
tima carta. No me lo tome a mal: primero ha sido el
trabajo; luego, molestias, y, por fin, enfermedad, lo
que siempre me mantenía alejado de responderle,
pues yo quería que mi respuesta le llegara desde
días buenos y tranquilos. Ahora me siento algo me­
jor (el comienzo de la primavera, con sus cambios
malos y arbitrarios, ha sido aquí también duro de
sentir) y puedo saludarle, querido señor Kappus, y
decirle -lo hago de muy cordial buena gana- algu­
nas cosas sobre su carta, lo mejor que sepa.
Ya ve usted: he copiado su soneto porque he en­
contrado que es hermoso y sencillo, y ha nacido en
esa forma en que se desarrolla con tan tranquilo de-

71
Cartas a un joven poeta

coro. Estos versos son de los mejores que he podido


leer de usted. Y ahora le doy esta copia, porque sé
que es importante, y está lleno de nueva experien­
cia, volver a encontrar un trabajo propio en letra
ajena. Lea usted los versos como si fueran ajenos, y
sentirá en lo más íntimo hasta qué punto son suyos.
Ha sido un gozo para mí leer varias veces este sone­
to y su carta; le doy las gracias por ambas cosas.
Y no habría de dejarse engañar usted en su sole­
dad por el hecho de que haya algo que desee salir
de ella. Precisamente ese deseo, si lo usa usted tran­
quilamente y con calma y como una herramienta, le
ayudará a ensanchar su soledad sobre la ancha tie­
rra. La gente (con ayuda de convenciones) lo ha di­
suelto todo hacia lo fácil, y hacia el lado más fácil de
lo fácil; pero está claro que nosotros debemos man­
tenernos en lo difícil; todo lo que vive se mantiene
aquí, todo lo de la naturaleza crece y se defiende a
su manera, y es algo propio partiendo de sí mismo,
intenta serlo a toda costa y contra toda resistencia.
Sabemos poco, pero el que hayamos de mantener­
nos en lo difícil es una seguridad que no nos aban­
donará; es bueno estar solo, pues la soledad es difí­
cil; que algo sea difícil debe ser una razón más para
que lo hagamos.
También amar es bueno, pues el amor es difícil.
Amor de persona a persona; esto es quizá lo más di­
fícil que se nos impone, lo extremo, la última prue­
ba y examen, el trabajo para el cual todo otro traba-

72
Carta séptima

jo sólo es una preparación. Por eso los jóvenes, que


son principiantes en todo, no pueden todavía amar;
deben aprenderlo. Con toda su naturaleza, con to­
das sus fuerzas, reunidos en torno de su corazón so­
litario, temeroso, palpitante hacia lo alto, deben
aprender a amar. Pero el tiempo de aprendizaje es
un tiempo largo, cerrado, y así el amor sale larga­
mente, entrando por la vida delante . . . : soledad, vida
a solas, crecida, ahondada, para el que ama. Amar,
por lo pronto, no es nada que signifique abrirse, en­
tregarse y unirse con otro (pues ¿ qué sería una
unión de un ser sin aclarar con un ser impreparado,
aún sin ordenar? ) ; es una ocasión sublime para que
madure el individuo, para hacerse algo en sí, para
llegar a ser mundo, llegar a ser mundo para sí, por
otro; es una exigencia mayor, sin límite, para él; algo
que le separa y le llama a lo lejano. Sólo en este sen­
tido, como tarea, para trabajar en sí («para escuchar
y machacar día y noche») , pueden usar los jóvenes
el amor que les es dado. El abrirse y entregarse, y
toda especie de comunidad, no es para ellos (que
todavía deben ahorrar y reunir, mucho, mucho
tiempo) ; es lo definitivo, es quizá aquello para lo
cual apenas alcanza la vida humana.
Pero los jóvenes se equivocan a menudo, y grave­
mente, en esto: en que (no entrando la paciencia en
su modo de ser) se arrojan unos hacia otros, cuando
llega el amor sobre ellos, se desparraman, tal como
están, en toda su falta de despeje, en su desorden,

73
Cartas a un joven poeta

en su confusión . . . Pero ¿ qué tiene que pasar? ¿Qué


ha de hacer la vida en este montón de medio fraca­
sados, que ellos llaman su comunidad, y que les
gustaría llamar su felicidad, si les fuera dable, y su
porvenir? Entonces, cada cual se pierde por el otro,
y pierde al otro, y a muchos otros que todavía que­
rían venir. Y pierde las amplitudes y posibilidades,
cambia más silenciosamente el acercamiento y la
huida, cambia cosas llenas de presentimiento por
una perplejidad infecunda, de la que ya nada puede
salir; nada sino un poco de hastío, desengaño y po­
breza, y el salvarse en una de las muchas convencio­
nes que, como refugios comunes, están puestas en
gran número en ese camino más peligroso. Ningún
terreno de la experiencia humana está tan provisto
de convenciones como éste: ahí están el cinturón
salvavidas de la invención más variada, la barca y el
flotador; la convención social ha sabido crear esca­
pes de toda especie, pues, estando inclinada a to­
mar la vida amorosa como una diversión, debía
también darle forma fácil, barata, sin peligro y segu­
ra, como son las diversiones públicas.
Es cierto que muchos jóvenes que aman falsamen­
te, esto es, simplemente entregándose y sin soledad
(el término medio se quedará siempre en eso) , sien­
ten lo opresivo de ese error, y quieren también ha­
cer capaz de vida y fértil la situación en que han caí­
do, mediante su manera propia y personal; pues su
naturaleza les dice que las cuestiones del amor, me-

74
Carta séptima

nos aún que todo el resto de lo que es importante,


no se pueden resolver públicamente y según tal o
cual acuerdo; que hay cuestiones, cuestiones próxi­
mas de persona a persona, que en cada caso requie­
ren una respuesta nueva, especial, sólo personal;
pero ellos, que ya se han lanzado juntos y ya no se
delimitan ni distinguen, es decir, ellos que ya no po­
seen nada propio, ¿cómo habrían de encontrar una
salida de sí mismos, desde lo hondo de la soledad ya
disipada?
Actúan por el común desamparo, y cuando, con
la mejor intención, quieren evitar la convención que
se les ofrece (digamos, el matrimonio) , caen en las
garras de otra solución menos evidente, pero igual­
mente mortal; pues allí, en torno a ellos, hasta muy
lejos, todo es entonces . . . convención; allí, donde se
actúa a partir de una comunidad turbia, que ha
confluido prematuramente, toda acción es conven­
cional, toda relación que lleve a tal confusión tiene
su convención, por insólita (es decir, por inmoral,
en el sentido corriente) que sea; más aún, incluso la
separación sería un paso convencional, una azarosa
decisión impersonal sin fuerza ni fruto.
Quien lo mira en serio encuentra que, como para
la muerte, que es difícil, tampoco para el difícil
amor se ha reconocido ninguna explicación, ningu­
na solución, ni indicación ni camino; y para estas
dos obligaciones que llevamos en nosotros veladas y
que nos vamos pasando de unos a otros, sin aclarar-

75
Cartas a un joven poeta

las, no se puede averiguar ninguna regla común que


descanse en una conciliación y un acuerdo. Pero en
la misma medida en que empecemos a probar la
vida como individuos, esas grandes cosas nos empe­
zarán a llegar con mayor cercanía, a nosotros, como
individuos. Las exigencias que plantea a nuestro
desarrollo el difícil trabajo del amor son mayores
que la vida, y no hemos crecido hasta su altura,
como principiantes. Pero si nos obstinamos y asu­
mimos este amor en nosotros como carga y tiempo
de aprendizaje, en vez de perdernos en el juego fácil
y frívolo tras el cual los hombres se han ocultado
ante la más grave seriedad de la existencia, entonces
quizá se haga sensible un pequeño avance y un ali­
vio para los que vengan mucho después de noso­
tros; esto ya sería gran cosa. Pero apenas ahora em­
pezamos a considerar objetivamente y sin prejuicios
la relación de una persona individual con otra; y
nuestros intentos de vivir tal relación no tienen por
delante ningún modelo. Y, sin embargo, en el trans­
curso del tiempo ya ha habido algo que debe ayu­
dar a nuestra miedosa condición de principiantes.
La muchacha y la mujer, en su despliegue nuevo y
propio, serán sólo transitoriamente imitadoras del
modo masculino de ser y de no ser, y repetidoras de
oficios masculinos. Después de la inseguridad de ta­
les transiciones se echará de ver que las mujeres
sólo han pasado por la abundancia y alternancia
de esos disfraces (a menudo risibles) , para purificar de
Carta séptima

los influjos deformadores del otro sexo su naturale­


za más propia. Las mujeres, en las cuales permane­
ce y habita la vida con más inmediatez, fecundidad
y confianza, deben, en efecto, haber llegado a ser en
el fondo personas más maduras que el ligero varón,
no atraído más abajo de la superficie de la vida por
el peso de ningún fruto corporal, y que, oscuro y
apresurado, menosprecia lo que cree amar. Esa hu­
manidad de la mujer, llevada adelante en dolores y
humillaciones, saldrá a la luz cuando haya elimina­
do las convenciones de lo exclusivamente femenino
en los cambios de su situación externa; y los hom­
bres, que todavía no llegan hoy a sentirlo, quedarán
sorprendidos e impresionados con ello. Un día (y
de esto ya hay ahora signos prometedores, sobre
todo en los países nórdicos) , un día existirá la mu­
chacha y la mujer cuyo nombre no signifique mera­
mente una oposición a lo masculino, sino algo por
sí, algo que no se piense como un completamiento y
un límite, sino sólo vida y existencia: la persona fe­
menina.
Este progreso transformará la experiencia del
amor, que ahora está llena de error (ante todo, muy
contra la voluntad del hombre, que quedará supe­
rado); la cambiará desde la base, convirtiéndola en
una relación que se entienda de persona a persona,
no ya de hombre a mujer. Y este amor más humano
(que se cumplirá con infinita discreción y silencio, y
con bondad y claridad, en el atar y desatar) se pare-

77
Cartas a un joven poeta

cerá a aquel que preparamos combativa y laboriosa­


mente, el amor que consiste en que dos soledades se
defiendan mutuamente, se delimiten y se rindan ho­
menaje.
Y, además, esto: ¿cree usted que se ha perdido
aquel gran amor que una vez se le ofreció, de mu­
chacho? ¿Puede usted decir si entonces no madura­
ron en usted grandes y buenos deseos, y designios
de los que hoy vive todavía? Yo creo que ese amor
permanece tan fuerte y poderoso en su recuerdo
porque fue su primera soledad profunda y el primer
trabajo interior que ha hecho usted en su vida. ¡ To­
dos mis buenos deseos para usted, querido señor
Kappus !

Suyo,

Rainer Maria Rilke


Carta octava
Borgeby Gard, Suecia,
12 de agosto de 1904

Quiero volver a hablar un rato con usted, querido


señor Kappus, aunque no tengo casi nada que de­
cirle que sirva para algo, apenas nada útil. Usted ha
tenido muchas y grandes tristezas, que han pasado.
Y dice que también ese paso fue difícil y desazonan­
te para usted. Pero, por favor, considere si esas tris­
tezas no han pasado como cruzando por en medio
de usted; si no hay mucho en usted que se haya
transformado, si no ha cambiado usted en algún
punto, en algún lugar de su ser, mientras estaba tris­
te. Sólo son peligrosas y malas aquellas tristezas que
se llevan por entre la gente para ensordecerlas:
como enfermedades que se tratan de un modo su­
perficial y tonto, no hacen más que echarse atrás, y

81
Cartas a un joven poeta

vuelven a salir más temibles después de una peque­


ña pausa; y se concentran en el interior, y son vida,
son vida no vivida, despreciada, perdida, en que se
puede morir. Si nos fuera posible mirar más allá de
lo que alcanza nuestro saber, incluso pasando un
poco sobre las avanzadas de nuestro presentimien­
to, quizá soportaríamos entonces nuestras tristezas
con mayor confianza que nuestro gozo. Pues ellas
son los momentos en que ha entrado algo nuevo en
nosotros, algo desconocido; nuestros sentires en­
mudecen en tímido cohibimiento, todo lo que hay
en nosotros retrocede, surge un silencio, y lo nuevo,
que nadie conoce, se yergue en medio y calla.
Creo que casi todas nuestras tristezas son momen­
tos de tensión, que percibimos como paralización
porque no oímos ya vivir nuestro sentir enajenado.
Porque estamos solos con ese extraño que ha entra­
do en nosotros; porque se nos ha quitado por un
momento todo lo familiar y habitual; porque esta­
mos en medio de un tránsito donde no podemos
quedarnos quietos. Por eso también pasa la tristeza:
lo nuevo en nosotros, lo sobrevenido, ha entrado en
nuestro corazón, ha penetrado en su más íntima es­
tancia, y tampoco esta ya ahí: ya está en la sangre. Y
no percibimos lo que era. Se nos podría hacer creer
fácilmente que no ha ocurrido nada, y, sin embargo,
nos hemos transformado, como se transforma una
casa en la que ha entrado un huésped. No podemos
decir quién ha llegado, quizá no lo sabremos nunca,

82
Carta octava

pero hay muchos síntomas que expresan que el por­


venir ha entrado de ese modo en nosotros, para
transformarse en nosotros, mucho antes de que
acontezca. Y por eso es tan importante estar solos y
atentos cuando estamos tristes: porque el instante,
aparentemente sin acontecimientos e inmóvil, en
que nos sale al encuentro nuestro futuro está mu­
cho más próximo a la vida que esos otros momentos
ruidosos y casuales, en que se cumple para noso­
tros, como viniendo desde fuera. Cuanto más silen­
ciosos, pacientes y abiertos estemos en la tristeza,
más honda y certeramente entrará en nosotros lo
nuevo, mejor lo adquiriremos, más se hará destino
nuestro, y más nos sentiremos familiares y próximos
a él cuando un día «acontezca» (es decir: cuando
salga de nosotros hacia los demás) . Y ello es necesa­
rio. Es necesario -y hacia ello irá cada vez más nues­
tra evolución- que no se nos oponga nada extraño,
sino sólo aquello que nos pertenece ya desde hace
tiempo. Si se han debido modificar ya tantos con­
ceptos de movimiento, también se reconocerá poco
a poco que lo que llamamos destino sale de los hom­
bres, no entra en ellos desde fuera. Sólo porque
muchos no absorbieron sus destinos, mientras éstos
vivían en ellos, y no los transformaron en sí mismos,
fue por lo que no reconocieron lo que salía de ellos
mismos: les era eso tan extraño que, en su confuso
espanto, creyeron que precisamente entonces debía
haber entrado en ellos, pues juraban no haber en-
Cartas a un joven poeta

contrado antes en sí nada semejante. Igual que du­


rante mucho tiempo se estuvo en el error sobre el
movimiento del sol, así ahora se yerra todavía sobre
el movimiento de lo venidero. El porvenir está fijo,
querido señor Kappus, pero nosotros nos movemos
en el espacio infinito.
¿Cómo no nos habría de resultar difícil?
Y si volvemos a hablar de la soledad, resulta cada
vez más claro que en el fondo no es nada que se
pueda elegir o dejar. Estamos solos. Se puede uno
equivocar sobre esto, y hacer como si no fuera así.
Eso es todo. ¡ Pero cuánto mejor es darse cuenta de
que somos eso, más aún, precisamente para salir de
ello ! Entonces ocurre, ciertamente, que sentimos
vértigo, pues todos los puntos en que solía descan­
sar nuestra mirada nos los han quitado; no hay ya
nada cercano, y todo lo lejano está infinitamente le­
jano. Quien desde su cuarto, sin preparación ape­
nas ni tránsito, fuera llevado a la cima de una gran
montaña debería sentir algo análogo; una inseguri­
dad sin igual, una entrega a lo innominado, le deja­
ría casi aniquilado. Se imaginaría caer, o haberse
arrojado al espacio, o haber saltado en mil pedazos.
¡ Qué inauditas mentiras tendría que inventar su ce­
rebro para resolver y explicar a sus sentidos la situa­
ción ! Así se alteran todas las distancias y todas las
medidas para el que llega a estar solo: de esas alte­
raciones, muchas tienen lugar súbitamente, y, como
en ese hombre en la cima de la montaña, surgen lue-
Carta octava

go imaginaciones y extrañas sensaciones que pare­


cen superar todo lo soportable. Pero es necesario
que también esto lo experimentemos. Debemos
aceptar nuestra existencia en toda la medida en que
corresponda: todo, aun lo inaudito, debe ser posi­
ble en ella. Esto es en el fondo la única valentía que
se nos exige: ser valientes para lo más extraño,
asombroso e inexplicable que nos pueda ocurrir. A
la vida le ha hecho infinito daño el que los hombres
hayan sido cobardes en este sentido; las experien­
cias que se llaman «apariciones», todo el llamado
«mundo de los espíritus», la muerte, todas estas co­
sas tan unidas a nosotros, han quedado tan aparta­
das, por la cotidiana aversión a la vida, que se nos
han estropeado los sentidos con que podríamos
captarlas. Para no hablar de Dios. Pero el miedo a
lo inexplicable no sólo ha hecho más pobre la exis­
tencia del individuo, sino que también las relacio­
nes de persona a persona están limitadas por él,
como si se las hubiera sacado del cauce de las posi­
bilidades infinitas a una orilla baldía, donde no tie­
ne lugar nada. Pues no es sólo la pereza lo que hace
que las relaciones humanas sean tan indeciblemente
monótonas y se repitan sin renovarse de caso en
caso; es el miedo a alguna nueva experiencia no
previsible, a cuya altura uno no cree haber crecido.
Pero sólo quien esté hecho a todo, quien no excluya
nada, ni aun lo más enigmático, vivirá como algo
vivo la relación con otro, y conformará él mismo su
Cartas a un joven poeta

propia existencia a fondo. Pues según nosotros


pensamos esta existencia del individuo como un es­
pacio mayor o menor, así se muestra que la mayoría
conoce sólo un rincón de su espacio, un hueco de
ventana, una franja por la que suben y bajan. Así
tienen una cierta seguridad. Y, sin embargo, es más
humana esa peligrosa inseguridad que, en la narra­
ción de Poe, empuja a los prisioneros a palpar la
forma de su cárcel, para no ser extraños al indecible
terror de su estancia. Pero nosotros no somos pri­
sioneros. No nos están preparadas caídas ni tram­
pas, y no hay nada que nos deba dar miedo ni ator­
mentar. Estamos puestos en la vida como en el
elemento a que somos más afines, y hemos llegado a
ser, por una milenaria acomodación, tan semejantes
a esta vida que, cuando nos estamos quietos, apenas
se nos puede distinguir de lo que nos rodea, por un
feliz mimetismo. No tenemos ninguna razón para
desconfiar de nuestro mundo, pues no está contra
nosotros. Si tiene espantos, son nuestros espantos;
si tiene abismos, esos abismos nos pertenecen; si
hay peligros, debemos intentar amarlos. Y si orien­
tamos nuestra vida solamente según ese principio
que nos aconseja que nos mantengamos siempre en
lo difícil, entonces lo que ahora se nos aparece toda­
vía como lo más extraño, se hará lo más familiar y
fiel nuestro. ¿Cómo habríamos de poder olvidar
esos antiguos mitos que están en el comienzo de to­
dos los pueblos, los mitos de los dragones que, en el

86
Carta octava

momento supremo, se transforman en princesas?


Quizá todos los dragones de nuestra vida son prin­
cesas que esperan sólo eso, vernos una vez hermo­
sos y valientes. Quizá todo lo espantoso, en su más
profunda base, es lo inerme, lo que quiere auxilio
de nosotros.
Entonces, querido señor Kappus, no debe asus­
tarse si se levanta ante usted una tristeza tan grande
como nunca haya visto otra; si hay una intranquili­
dad, como luz y sombra de nube, que pasa por sus
manos y por toda su actividad. ¿ Por qué quiere
excluir de su vida ninguna intranquilidad, ningún
dolor, ninguna melancolía, si no sabe lo que esas si­
tuaciones producen en usted? ¿Por qué quiere
perseguirlas preguntando de dónde viene todo eso
y adónde quiere ir a parar? Pues usted sabe que
está en transición y no querría cosa mejor que trans­
formarse. Si algo le es molesto en sus procesos
piense, sin embargo, que la enfermedad es el me­
dio con que un organismo se libera de lo extraño;
no hay más que ayudarle a estar enfermo, a tener
toda su enfermedad y a que haga crisis, pues ése es
su progreso. En usted, querido señor Kappus, ocu­
rre ahora mucho; debe tener paciencia como un
enfermo y confianza como un convaleciente; pues
acaso sea usted lo uno y lo otro. Y más aún: usted
es el médico que tiene que vigilarse. Pero en toda
enfermedad hay muchos días en que el médico no
puede hacer más que aguardar. Y eso es lo que
Cartas a un joven poeta

debe usted hacer, sobre todo ahora, en cuanto que


es su propio médico.
No se observe demasiado. No saque consecuen­
cias demasiado rápidas de lo que ocurre; déjelo
ocurrir sencillamente. Si no, llegará muy fácilmente
a mirar su pasado con reproches (esto es: moral­
mente), su pasado que, naturalmente, forma parte
de todo lo que ahora le ocurre. Lo que actúa en us­
ted, de esos errores, deseos y anhelos de su época
de muchacho, no es, sin embargo, lo que usted re­
cuerda y juzga. Las extraordinarias relaciones de
una infancia solitaria e inerme son tan difíciles, tan
complicadas, entregadas a tantos influjos y, a la vez,
tan separadas de toda conexión real con la vida,
que, si en ellas aparece un vicio, no se le puede lla­
mar vicio sin más. En general, se debe ser muy cau­
to con los nombres; muchas veces es en el nombre
de un crimen donde se rompe la vida, no en la pro­
pia acción personal innominada, que acaso era una
necesidad determinada de esa vida y podría ser
aceptada sin dificultad por ella. Y el consumo de
energía le parece tan grande sólo porque sobrevalo­
ra el triunfo: éste no es lo «grande», que usted cree
haber realizado, aunque tenga razón en su senti­
miento; lo grande es que ya había algo que usted
pudo poner en el lugar de ese engaño, algo verdade­
ro y real. Sin eso, incluso su victoria habría sido sólo
una reacción moralista, sin significado amplio, pero
así se ha convertido en un trozo de su vida. De su

88
Carta octava

vida, querido señor Kappus, en la que pienso con


tantos buenos deseos. ¿Se acuerda usted de cómo
esta vida suya deseó salir de la niñez y llegar a «lo de
mayor»? Veo cómo ahora desde «lo de mayor» tien­
de a lo aún mayor. Así no deja de ser difícil, pero así
tampoco deja de crecer.
Y si tengo todavía algo que decirle, ha de ser esto:
no crea que quien intenta consolarle a usted vive sin
fatigas entre las sencillas y tranquilas palabras que
algunas veces le hacen a usted un bien. Su propia
vida tiene mucha fatiga y tristeza, y se queda muy
por detrás de la de usted. Pero si fuera de otra ma­
nera, nunca habría podido encontrar esas palabras.

Suyo,

Rainer Maria Rilke


Carta novena
Furuborg, Jonsered, Suecia,
4 de noviembre de 1904

Mi querido señor Kappus:


En este tiempo transcurrido sin carta he estado,
en parte, de viaje y, en parte, tan ocupado que no
pude escribir. Y hoy mismo me resulta difícil escri­
bir, porque ya he tenido que escribir muchas cartas,
con lo que se me ha cansado la mano. Si pudiera
dictar le diría muchas cosas, pero, así, acepte usted
sólo unas pocas palabras por su larga carta.
Pienso en usted, querido señor Kappus, tantas veces
y con tan buenos deseos que eso debería servirle real­
mente, no sé cómo. Que mis cartas realmente puedan
serle una ayuda, lo dudo a menudo. No diga usted: sí,
lo son. Tómelas tranquilamente y sin agradecerlas mu­
cho, y déjenos aguardar lo que tenga que pasar.

93
Cartas a un joven poeta

Quizá no sirva de nada que ahora me refiera a sus


palabras concretas: pues lo que pudiera decirle so­
bre su inclinación a la duda, o sobre su incapacidad
para poner de acuerdo la vida exterior con la inte­
rior, o sobre todo aquello que le oprima de algún
modo, siempre es lo que ya he dicho: siempre es el
deseo de que usted quiera encontrar en sí bastante
paciencia para soportarlo, y bastante sencillez para
sobrellevarlo: usted querría obtener más y más con­
fianza para lo que es difícil, y para su soledad entre
los demás. Créame: la vida tiene razón, en todos los
casos.
Y de los sentimientos: son puros todos los senti­
mientos que le concentran y elevan; es impuro el
sentimiento que sólo afecta a un lado de su natura­
leza, desgarrándole así. Todo lo que usted pueda
pensar al ponerse ante su niñez es bueno. Todo lo
que haga de usted más de lo que haya sido hasta
ahora es justo. Todo aumento es bueno, si está en su
sangre, si no es embriaguez, si no es turbación, sino
gozo, que se vea hasta el fondo. ¿Entiende lo que
quiero decir?
Y su duda puede llegar a ser una buena cualidad
si usted la educa. Debe llegar a ser sabedora) debe
llegar a ser crítica. Pregúntele, en cuanto la duda
quiera corromper algo, por qué algo es feo; exíjale
pruebas y la encontrará quizá perpleja y cortada,
quizá incluso irritada. Pero usted no ceda, exija ar­
gumentos y trátela así cada vez, atenta y consecuen-

94
Carta novena

temente, y llegará el día en que, de ser destructora,


pasará a convertirse en su mejor trabajadora; quizá
la más sensata de todas las cosas que trabajen en su
vida.
Esto es todo, querido señor Kappus, lo que pue­
do decirle hoy. Pero le envío a la vez la separata de
una pequeña poesía que ha aparecido ahora en el
Deutschen Arbeit, de Praga. Allí le sigo hablando de
la vida y la muerte, y de que ambas cosas son gran­
des y espléndidas.

Suyo,

Rainer Maria Rilke

95
Carta décima
París, 26 de diciembre de 1908

Ha de saber usted, querido señor Kappus, qué con­


tento me puse de recibir esta hermosa carta suya.
Las noticias que me da, reales y expresables, como
vuelven a ser ahora, me parecen buenas, y cuanto
más lo pensé, mejores me parecieron efectivamente.
Esto le quería escribir propiamente en Nochebue­
na, pero con el trabajo en que vivo este invierno,
múltiple e ininterrumpido, la vieja fiesta ha pasado
tan deprisa que apenas tuve tiempo sino para hacer
los preparativos más necesarios, cuanto menos para
escribir.
Pero he pensado en usted en estos días festivos,
muchas veces, y me he figurado qué tranquilo debe
de estar usted en su solitario fuerte, entre las mon­
tañas vacías, sobre las cuales se precipitan esos gran-

99
Cartas a un joven poeta

des vientos del Sur, como si quisieran romperlas en


grandes trozos.
Debe de ser inmensa la calma en que tienen espa­
cio tales rumores y movimientos, y si se piensa que
a todo eso se añade aún la presencia del mar aleja­
do, y que resuena también con todo, sólo se le pue­
de desear que, confiado y paciente, deje usted tra­
bajar en sí esa grandiosa soledad, que nunca más
habrá que borrar de su vida, y que, en todo lo que
usted tiene por delante para experimentar y para
hacer, continuará actuando como un influjo anóni­
mo, constante y silenciosamente decisivo, tal como
se mueve incansablemente en nosotros la sangre de
los antepasados, y con lo nuestro propio, concen­
trada en eso único, irrepetible, que somos en cada
giro de nuestra vida.
Sí, me alegro de que tenga consigo esa existencia
sólida, decible, ese título, ese uniforme, ese servicio;
todo eso, palpable y limitado, que, en tal ambiente,
con unos hombres aislados y no numerosos, toma
gravedad y necesidad, representa, más allá de la
profesión militar, una dedicación despierta, y no
sólo consiente una atención independiente, sino
que incluso la educa. Y el estar en situaciones que
actúen en nosotros, que nos pongan de vez en cuan­
do ante grandes cosas naturales, es lo único que
hace falta.
También el arte es sólo un modo de vivir, y uno,
viviendo de cualquier manera, se puede preparar

100
Carta décima

para él: en todo lo real se está más cerca y más veci­


no de él que en esos irreales oficios semiartísticos
que, reflejando una proximidad al arte, niegan en la
práctica la existencia de todo arte y lo atacan, como
hace todo el periodismo, y casi toda la crítica, y tres
cuartas partes de eso que se llama y quiere llamarse
literatura. En una palabra, me alegro de que haya
superado el peligro de caer ahí y, solitario y animo­
so, esté, de un modo o de otro, en una realidad ás­
pera. Ojalá el año que llega le mantenga y fortalezca
en ella.

Suyo,

Rainer Maria Rilke

1 01
Obras de Rainer Maria Rilque en Alianza Editorial:

Los apuntes de Malte Laurids Brigge


Cartas a un joven poeta
Sobre el amor
El testamento
• Estas Cartas a !!n joven poeta, p u bl icadas
<( más de vei nte a ñ os después d e la m uerte
o::
:::> de su a utor, fueron d i rigidas por R a i ner

<( M a ria R i l ke ( 1 875- 1926) a Fra nz Xaver
o::
w

Ka ppus, entre 1903 y 1 906, d esde
_J
los d iversos l ugares a donde le con d ujo
su vida itinera nte , res u ltad o de acucia ntes
preoc u pacion es económ icas y de u n a
casi constante d e pendencia d e sucesivos
mecenazgos. Escritos en u na época
en la q u e R i l ke i n icia ba la tra nsición desde
u n a poesía ensoñad ora e i ntim ista a otra
o
"<;!" más cerca na al m u ndo de la materia
o
L[) y d e las formas, estos breves textos son
o
"<;!"
(Y)
ta m bién un docum ento reve lador del
ideario del poeta y de su con cepc ión
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del m u ndo, desde su visión de la vocación
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y d e la i ns p i ración l itera rias hasta sus
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