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LOS PRESOCRÁTICOS Y SU VISIÓN DEL UNIVERSO

Chapter · November 2019

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César Albornoz
Central University of Ecuador
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LOS PRESOCRÁTICOS Y SU VISIÓN DEL UNIVERSO

César Albornoz

Mucho antes de que los humanos empiecen a explicarse las cosas mediante recursos
científicos, generaciones que se pierden en el tiempo lo hacían con medios propios de
las creencias religiosas. El mito, la leyenda, la superstición, la tradición, lo fantástico
sobrenatural, repetido hasta el cansancio, se fue convirtiendo en costumbre. Y la fuerza
de la costumbre, uno de los mayores obstáculos con que se enfrenta la ciencia para
esclarecer sus interrogantes, había delegado a un personaje central de las primitivas
sociedades, la potestad del saber sobre todo lo existente. El brujo, shamán o sacerdote,
era el depositario del conocimiento de esencia mítica, rodeado de ceremonias religiosas
y de una aureola de misterio. Él tenía ─o ella, pues sabemos de la existencia de
connotadas sacerdotisas─ las respuestas del porqué suceden las cosas de una u otra
manera.
Mientras más se desarrollaban determinadas sociedades, sus religiones también lo
hacían. Iban conformando una gran base de datos, que desechaban creencias demasiado
ingenuas por otras de mayor imaginación. Surgían en todas las latitudes verdaderos
sistemas mitológicos, en los que cada deidad ocupaba jerárquicamente su lugar y tenía
funciones específicas. La mitología hindú, la egipcia, la grecorromana, la maya, nos han
dejado paradigmas acabados de la paciente construcción de un orden realizada por los
antiguos para su explicación del mundo. Como, a partir del caos, triunfaba la armonía en
ese mundo y era regido por los dioses, sus supuestos creadores.
Pero a sociedades más complejas, mayores problemas. Problemas de carácter
material vinculados con su economía, de carácter espiritual vinculados con la moral, el
arte, la política, el derecho y todo aquello que constituye su conciencia colectiva. Y los
problemas requieren soluciones. Los antiguos mitos ya no suplían esas demandas y las
mentes más privilegiadas empiezan a dudar de su certeza.

1
Sea en la milenaria China, en la India pletórica de escuelas trascendentalistas, o en
la Grecia clásica, en toda sociedad asiática, africana, europea o americana con un alto
grado de desarrollo, surge la mayor polémica gnoseológica entablada entre los terrícolas.
La no superada plenamente hasta ahora entre religión y ciencia, entre fe y razón. Polémica
que, a pesar de los muchos intentos de conciliar el idealismo de la una y el materialismo
de la otra, subsiste, y ha dado a la humanidad, a más de la posibilidad de conocer a los
cerebros mejor dotados de la especie, una visión de lo intrincado que resulta elaborar un
conocimiento valedero del universo en que vivimos, y la infinidad de explicaciones de
que es capaz la inventiva humana.
Y en la eterna discusión tenía que entrar, lógicamente, el problema sobre la vida
en el cosmos. Lo religioso por principio ha defendido una posición antropocéntrica en la
que los humanos seríamos parte fundamental de la creación, casi su objetivo principal.
Posición tan radical, o niega de plano la existencia de vida más allá de la Tierra, o le
confiere poca importancia al asunto, si dejamos de lado a aquellas almas que por
supuestos méritos aquí en el planeta se elevarán a compartir la eternidad con otras divinas
en un ansiado paraíso. Contra muchos de los mitos y creencias religiosas rompieron
lanzas los primeros científicos, llamados filósofos en la antigüedad desde que Pitágoras
adoptó esa denominación para los que se dedicaban con amor y pasión al saber.

Los filósofos de Mileto

Los primeros filósofos, aquellos que fundaron la escuela de Mileto en la colonia


griega del Asia Menor, son sin excepción hilozoístas, es decir, sustentadores de la
doctrina según la cual el universo todo está animado, pues la vida, sostienen, es propiedad
inherente a toda la materia, a la que atribuyen la capacidad de sensación o pensamiento.
Esta materia cambia sus formas de fuego en agua, de agua en tierra, de tierra en aire, de
aire en fuego, en fin, en cualquiera de las posibles combinaciones que surgen de estos
cuatro elementos fundamentales en la filosofía de la naturaleza de los pensadores
presocráticos.

Tales (624‒547 a.n.e.), uno de los siete sabios de la antigua


Grecia, afirmaba que toda la materia es animada y tiene vida
por medio de su elemento constitutivo básico el agua que se

2
encuentra en todas las cosas: en la humedad de la semilla y del alimento, en los vapores
cálidos que nacen de la humedad. Todo procede de una transformación del agua y a ella
retorna como agua. Nuestro planeta flota como madera sobre ella manteniendo así su
equilibrio. «El universo era para él ─afirma Pompeyo Gener─ un organismo viviente y
los dioses no eran más que fuerzas naturales presentadas por la imaginación como seres
antropomórficos.»1
Por sus observaciones y opiniones se considera a Tales pionero de la astronomía,
aunque muchos de sus conocimientos en este campo los había adquirido de los pueblos
mesopotámicos. Para él, las estrellas estaban hechas de fuego, la Luna recibía la luz solar
y la Tierra, de forma esférica, era el centro del universo.

Anaximandro (610‒46 a.n.e), el primero que


denominó principio a lo que constituye todas las cosas,
y que éste, en su criterio, es el ápeiron (lo infinito, lo
ilimitado), afirmaba también que de esa naturaleza
infinita nacen todos los cielos y todos los mundos.
Mundos increados que surgen y se destruyen
periódicamente, prolongando su existencia en períodos
muy largos de tiempo. De ahí concluía que nuestro
mundo es transitorio. La sustancia indeterminada de la
que están hechas todas las cosas, el ápeiron, conjetura mediante la cual Anaximandro
fundamenta la unidad material del universo, encierra en su interior contrarios ‒el calor, el
frío, lo seco, lo húmedo‒ de los que surgen las infinitas formas en que se materializan las
cosas.
De esa particularización de los contrarios, de su adopción de formas concretas,
explica el discípulo de Tales ‒formulando la primera teoría evolucionista de la que
tenemos noticia‒ provienen los seres vivos: de la humedad primitiva originada por la
evaporación. Seres que resultan una mezcla de tierra, aire y agua. Los organismos
primitivos, según su teoría, eran semejantes a peces cubiertos por escamas, que a mayor
edad ascendían a las zonas desecadas donde seguían viviendo a lo largo de algún tiempo.
De ellos provienen el hombre y el resto de animales del planeta. De lo infinito, que «no es

1
Pompeyo Gener, El intelecto helénico, F. Granada y Ca. Editores, Barcelona, s.f. p. 133.

3
otra cosa más que materia», ha surgido la Tierra, el Sol, la Luna y las estrellas, los
organismos vivos y el propio hombre».2
Y si esa evolución del ápeiron se daba en la Tierra «es muy probable que, según
Anaximandro, lo Infinito diera nacimiento, en el seno del movimiento eterno, a otros
cielos y a otros mundos en infinito número y ‒a lo que parece‒ coexistentes, aunque
separados entre sí por tan vastos espacios que nacen y perecen sin que lo sepan los unos
de los otros.»3 Estas importantes ideas del pensador griego, señaladas rápidamente, lo
convierten en el precursor de muchas de las actuales ciencias que se ocupan de la
evolución del universo. Lamentablemente del pensamiento de Anaximandro se han
conservado pocos fragmentos, rescatados por sus seguidores.

Y el último representante de la afamada escuela de


Mileto ‒matriz de muchas de las conjeturas científicas
posteriormente desarrolladas por los filósofos griegos‒ es
Anaxímenes (588‒525 a.n.e). Fiel a su maestro
Anaximandro, sustentó sus ideas fundamentales con una
variación: el principio de las cosas, según él, no era ni el
agua, ni el ápeiron, sino el aire. Esta materia primaria es
eterna, infinita y activa, todo surge de ella y todo a ella
retorna. Alma que lo envuelve todo, el aire es al mismo
tiempo el alma que anima a los innumerables mundos del universo. Las transformaciones
que en él tienen lugar son el resultado de la condensación y de la rarefacción del aire, de
su concentración o de su expansión. Y Anaxímenes ejemplifica, con la dialéctica
aprendida de sus predecesores, que el frío proviene de la condensación del aire y el calor
de su rarefacción. La Tierra por ende nace, de acuerdo con su teoría, de la condensación
más completa del aire, sustancia infinita, potencia viva del universo.

Heráclito de Éfeso

En Éfeso, ciudad cercana a Mileto, elabora sus teorías otro de los insignes
filósofos de la antigüedad, Heráclito (530‒470 a.n.e), apodado el oscuro por su carácter

2
Citado por Nikolai Iribadzhakov, Pensamiento sociológico del mundo antiguo (en búlg.), Partizdat, Sofia,
1981, p. 196.
3
León Robin, El pensamiento griego y los orígenes del espíritu científico, UTEHA, México, 1956, pp. 41─ 42.

4
de pocos amigos, por su modo peculiar de vida que le llevó a aislarse de la gente y, más
que nada, por la forma de exponer sus ideas. Respecto a esto último, es célebre la
evaluación de Sócrates, quien al ser preguntado por el dramaturgo Eurípides qué le
parecía la obra heraclitiana, le contestó: «Lo que he comprendido es excelente; y creo que
también lo que no he comprendido. Sin embargo se necesita un buzo de Delos».4
Heráclito declinó la conducción política de su ciudad natal, en favor de su
hermano, para poder dedicarse a sus meditaciones sobre el mundo que le rodeaba en la
soledad de los bosques. Diógenes Laercio nos cuenta que este filósofo vegetariano y
ecologista que se vanagloriaba de no ser discípulo de nadie y de haberlo «aprendido todo
por sí mismo», fastidiado de los hombres, «se retiró a los montes y vivió manteniéndose
de hierbas».5
Tanto trascendió su fama de hombre sabio,
que el rey persa Darío le envió una carta invitándole
a hospedarse en su palacio: «El rey Darío quiere ser
uno de tus oyentes y participar de la erudición griega.
Conmigo tendrás el primer lugar; cada día una
comunicación grave y honesta, y una vida sujeta a tus
exhortaciones».6 La respuesta ‒lección para todos
aquellos que se dejan deslumbrar por el brillo del
poder y la comodidad‒ no podía ser más ajustada a la
dimensión del sabio:
Cuantos viven en estos tiempos huyen de la verdad y de practicar lo justo, dándose todos
a la insaciabilidad y vanagloria por falta de juicio; mas yo, por cuanto doy al olvido toda
injuria y declino el fastidio de toda familiar envidia; asimismo, porque huyo de la vanidad
y fasto, no pasaré a Persia, contentándome con mi cortedad, que es lo que me acomoda.7

En su entender, la búsqueda del saber que desde antaño los grandes pensadores
concibieron como el único camino que puede conducir a los humanos al encuentro de la
felicidad, merece todos los sacrificios y le da sentido a la vida. De allí su máxima: «El
hombre no debe actuar y hablar así como si estuviera dormido... aquéllos que están
despiertos, tienen un mundo común; aquéllos que están dormidos, se orientan a sus

4
Los presocráticos, Libresa, Quito, 1992, p. 139.
5
Diógenes Laercio, Vida de los filósofos más ilustres, segunda edición, Espasa Calpe Argentina S.A., Buenos
Aires, 1951, p. 46.
6
Diógenes Laercio., op. cit., p. 47.
7
Ibíd.

5
mundos particulares... Ellos no están en condiciones ni de oír ni de hablar. Incluso cuando
escuchan, están como sordos. Para ellos valen las palabras: A pesar de que asisten, están
como ausentes. Una sola cosa es la sabiduría: conocer con juicio verdadero cómo todas
las cosas son gobernadas a través de todas las cosas».8 Por eso aconseja: «Sobre las
grandes cosas no debemos juzgar irracionalmente, porque el hombre irracional es capaz
de dejarse seducir por cualquier teoría».9
Con estos principios metodológicos, aborda el estudio del cosmos. Sobre todos
esos aspectos escribió un libro Acerca de la naturaleza, de cuyas tres partes ‒universo,
política y teología‒ han quedado sólo fragmentos. Se dice que lo depositó en el templo de
Artemisa Efesia para facilitar su difusión.
Heráclito, al igual que sus contemporáneos, también es partícipe del hilozoísmo,
pero sostiene que la causa primera de todas las cosas no es el agua, el aire o el ápeiron de
los milesios, sino el fuego. De fuego está hecho el universo:
Este cosmos, el mismo para todos los seres, no lo hizo ningún dios ni ningún hombre
─explica─ sino que siempre ha existido, existe y existirá como fuego vivo eterno, que se
enciende según medida y se extingue según medida.10

Padre de la dialéctica, el mundo para Heráclito es cambiante, pues en la naturaleza


todo fluye al son de las variaciones del fuego vivo eterno o logos, inteligencia de la que
nacen los mundos y que en su devenir desaparecen.
La ambición persa sobre las ricas y prósperas colonias griegas asentadas en la
margen derecha del mar Egeo, causarían, una vez conquistadas estas tierras, el ocaso de
prometedoras escuelas filosóficas de cuyos artífices nos han llegado apenas fragmentos
trasmitidos por la tradición oral de acuciosos discípulos. En esa época, la magia
prodigiosa del libro como invalorable memoria de la especie humana y receptáculo del
pensamiento, aún era artículo raro en proceso de gestación. Tales, nos dicen sus biógrafos,
no escribió nada, Anaximandro con su obra Sobre la naturaleza, manuscrito
irremediablemente perdido, se constituyó en el primer autor de la filosofía griega,
Anaxímenes y Heráclito habrían plasmado sus ideas en obras con similar título.
La migración jónica de muchos de los portadores de este pensamiento fructifica al
occidente de su cuna.

8
En Nicolai Iribadzhakov, El pensamiento sociológico del mundo antiguo, t. II, Partizdat, Sofia, 1981, p. 215.
9
Ibíd., p. 217.
10
Ibíd., p. 224.

6
La escuela eleática

Jenófanes (565‒473 a.n.e), entre ellos, el rapsoda y filósofo errante nacido en


Colofón, colonia griega del Asia Menor donde había sido alumno de Anaximandro y
escuchado de sus labios esa fantástica anticipación a la teoría de la evolución de las
especies, del surgimiento de la vida en nuestro planeta a partir del agua y de la humedad,
es un convencido de la presencia de vida en
otras partes del universo. Fundador de la
escuela eleática, al trasladarse al sur italiano
por causa de las invasiones persas a su tierra
natal, es de los primeros que sustenta la tesis de
la probabilidad de vida fuera de nuestro
planeta.
Este filósofo nonagenario que nos
cuenta haber vagado 67 años por el mundo,
conociendo vida y costumbres de los más
diversos pueblos ‒para sacar conclusiones de
las variadas concepciones que la gente tenía del
mundo en que vivían‒ es, además, pionero del
ateísmo filosófico. La genial conjetura de que los hombres han creado a los dioses a su
imagen y semejanza, la expresaba en versos satíricos en el ejercicio de su oficio de poeta
andariego:

Los etíopes afirman que sus dioses son chatos y negros,


y los tracios, que ojizarcos y rubicundos son los suyos.
Pero es que si los bueyes, caballos y leones pudieran tener manos,
pintar con esas manos y realizar obras de arte, como los hombres,
los caballos, parejas a caballos, y los bueyes, a bueyes
pintarían las figuras de sus dioses; y harían sus cuerpos
a semejanza precisa del porte que tiene cada uno.11

También ridiculizaba la teoría de los pitagóricos de la metempsicosis o


transmigración de las almas. Su ateísmo es panteísta ya que identifica a Dios con la
naturaleza y la unidad del mundo y, por ende, no hay dioses creadores de nada. De su
obra Poema de la naturaleza también se conservan sólo fragmentos, y de su pensamiento
11
Alberto Bernabé (trad.),De Tales a DemócritoFragmentos presocráticos, Alianza Editorial, Madrid,
1988, p. 109.

7
se conoce aquello que refieren los escritores de su tiempo. Para Jenófanes, en el mundo
material todo está en un constante cambio y transformación en el que unas cosas surgen y
otras se destruyen: «tierra y agua es todo lo que surge y crece (...) porque todos hemos
nacido de la tierra y del agua». En ese ciclo eterno en que concibe al universo,
nacimiento, desarrollo y destrucción, «toda la gente muere cada vez, cuando la tierra se
hunde en el mar y se convierte en lodo, y esa sucesión se realiza en todos los mundos».
Todo el universo está constituido por los mismos elementos, y las cosas que en él existen
son el resultado de sus múltiples combinaciones. Por eso concluye que el universo es
siempre semejante a sí mismo, es invariable en su homogeneidad material.12
Es decir, la vida como proceso natural proviene del agua y de los otros tres
elementos ‒tierra, aire y fuego‒ como enseñaban los precursores de la filosofía jonia, y no
sólo acontece en nuestro planeta, sino «en todos los mundos infinitos e inmutables».
Hipólito el romano, teólogo del siglo tercero que posteriormente fuera santificado, en su
libro Refutación de todas las herejías, al combatir a Jenófanes, preservó para la posteridad
algo de sus ideas:
(…) dice que nada nace ni perece ni se mueve y que el todo es uno, ajeno al cambio…
asimismo que el sol se forma cada día de la reunión de partículas de fuego; que la tierra es
infinita y que no se halla rodeada ni por aire ni por el cielo; también dijo que hay infinitos
soles y lunas y que todo es de tierra… Dice también que todos los hombres perecen
cuando la tierra precipitada al mar de convierte en barro; luego se origina de nuevo otra
generación y este cambio se produce en los mundos todos.13

En cambio Aecio, en Opiniones de los filósofos, señala un hecho curioso que haría
de Jenófanes uno de los primeros que criticó la tendencia humana a magnificar hechos
naturales que no comprende, o a interpretarlos equivocadamente por ignorancia o mala fe,
concretamente el fenómeno posteriormente bautizado como fuego de San Telmo,
informándonos que desde siempre hubieron quienes al contemplar luces en el cielo
inventaron cualquier cosa parecida a lo que ahora se llama ufología: «Jenófanes dice que
esa especie de estrellas que aparecen en lo alto de los barcos a las que algunos llaman
Dioscuros son nubecillas que resplandecen por causa de un determinado movimiento».14
Es decir, no solo combatía las divagaciones mitológicas, sino también las
fantasías alejadas de la racionalidad científica que él y otros pensadores griegos se
habían propuesto fundar para el conocimiento del mundo que nos rodea.

12
Nikolai Iribadzhakov, op. cit., pp. 318-320.
13
De Tales a Demócrito…, op. cit., p. 114.
14
Ibíd.

8
Por su parte, Anaxágoras (500‒425 a.n.e), oriundo de Clazomene y discípulo de
Anaxímenes, había llevado a Atenas las teorías materialistas del Asia Menor.
Maestro y amigo del gran Pericles y de Eurípides, se ganó la animadversión del
poder religioso para el cual su ateísmo irreverente debía ser castigado con la mayor de las
penas. Su gran pecado, desconocer al Sol como divinidad y considerarlo una masa
candente, haber sostenido en los jardines de Academos «que hasta los dioses están sujetos
a las leyes de todo en la Naturaleza: nacer,
vivir y perecer» y que estos «eran sólo ideas
puras que habían personificado fuerzas
naturales y que desaparecerían un día».15
Condenado a muerte por el irreductible tribunal
de los defensores de la fe, tuvo que abandonar
Atenas con la ayuda y complicidad de su
protector Pericles para regresar, en avanzada
edad, a su Asia Menor natal donde fallece.
Para él, al principio de todo imperaba el
caos, en éste puso orden la razón o intelecto
(nous) a través del movimiento circular,
distribuyendo las partes más tenues de la
materia primigenia en lo que sería la circunferencia del universo, y las más densas, como
la Tierra, en su centro rodeado del agua, luego del aire y más allá el calor y la luz del sol y
las estrellas.16 En este modelo se inspiraría Aristóteles, posteriormente los estoicos ‒
griegos y romanos‒ lo harían suyo y los peripatéticos medievales lo defenderían a sangre
y fuego hasta el año 1600.
Anaxágoras, según consigna Aristóteles en su Física, afirmaba no sólo que los
principios que constituyen las cosas son infinitos ‒ya que todos los seres que tienen partes
semejantes como el agua o el fuego, al generarse por unión o separación únicamente,
permanecen eternos‒, sino también que:
En otros cuerpos celestes también, como en la tierra, se han reunido personas y los demás
seres vivos animados. Allá (donde esa gente) hay ciudades pobladas y cosas organizadas,
como las nuestras. Donde ellos hay sol y luna y todo lo demás, como donde nosotros, y la
tierra les brinda cantidad de las más variadas cosas, lo más útil de las cuales llevan a sus
hogares y las consumen.17

15
Pompeyo Gener, op. cit., pp. 134-135.
16
Ibíd., p. 136.
17
Cfr. Radi Radev (comp.) Filosofía antigua, Ciencia y Arte, Sofia, 1977, p. 120.

9
Simplicio, el comentador de la monumental obra de Aristóteles, neoplatónico del
siglo sexto de nuestra era cuyo gran objetivo fue conciliar las filosofías de Platón y
Aristóteles, gran recopilador de los pocos fragmentos que conocemos de varios antiguos
filósofos (Parménides, Zenón, Melises, Empédocles, Anaxágoras, Diógenes de Apolonia),
también confirma en su Fisica lo anotado por Aristóteles.18
De la Luna, Anaxágoras opinaba que semejante en tamaño al Peleponeso, «era tan
grande, que en la misma tendrían que caber montañas y valles y que, igual que la Tierra,
debía encontrarse habitada por seres vivientes...».19
En otra versión de las ideas de Anaxágoras sobre la existencia de mundos
habitados, en que las cosas surgen como en el nuestro de semillas o gérmenes, ha quedado
un fragmento suyo en el que lo expresa así:
En esta situación, es preciso pensar que en todos los compuestos hay muchas y variadas
cosas, así como semillas de todas las cosas, poseedoras de variadas formas, colores y
sabores. Y que se han configurado hombres y los demás animales que poseen alma. Y que
los hombres tienen ciudades habitadas y campos cultivados, como entre nosotros. Y que
también tienen un sol, una luna y lo demás, como entre nosotros, y que la tierra les
produce muchas y variadas cosas, de los cuales aquéllos atesoran en su morada las más
útiles y las usan. Hasta aquí mi relato sobre la separación, porque no sólo entre nosotros
se produciría esta separación, sino también en otros lugares (…) 20

Cuando explica filosóficamente el origen de las cosas dice que el eterno Intelecto
(nous) que las conoció a todas antes de mezclarlas, separarlas o dividirlas de las semillas
eternamente existentes, inició el movimiento rotatorio, como torbellino, y ese fue el
momento en que ellas surgieron. Por lo mismo, prosigue, los griegos no tienen «una
opinión acertada de lo que es nacer y perecer. Pues ninguna cosa nace ni perece, sino que,
a partir de las cosas que hay, se producen combinaciones y separaciones, y así, lo correcto
sería llamar al nacer combinarse y al perecer separarse».21
Ese Intelecto que todo lo gobierna y que empezó a girar a partir de una zona
pequeña extendiéndose cada vez más a una mayor, dispone en orden todas las cosas que
sabía de antemano «cuantas iban a ser y cuantas eran, pero ahora no son, y cuantas ahora

18
Ibíd., p. 122.
19
G. A. Gurev, Los sistemas del mundo (Desde la antigüedad hasta Newton), Editorial Problema S.A., Buenos
Aires, 1947, p. 48.
20
De Tales a Demócrito Fragmentos presocráticos, op. cit., p. 262.
21
Ibíd., p. 265.

10
son y cuantas serán». Así se generó esa rotación «en la que giran ahora los astros, el sol,
la luna, el aire y el éter que se están separando».22
Con su agudo pensamiento se anticipa con dos milenios y medio a quienes ahora
sostienen que los humanos estamos hechos de la materia cósmica que formaron la galaxia
en que vivimos, que somos de origen estelar y, por lo mismo, hechos de eterna materia;
también, a una de las hipótesis más aceptadas por los astrofísicos, la del universo en
expansión. No en vano es de los primeros que en los anales de la historia humana escribió
y habló de lo que ahora ya pocos discuten, que lo más probable es que la vida en sus
variantes, vegetal, animal o racional, sea propiedad ampliamente diseminada en el
universo.
Tal era la imaginación de Anaxágoras que estaba convencido que en esos
gérmenes o semillas elementales de las que provenían todas las cosas, por pequeñas e
invisibles que sean, en su interior se halla ya en forma acabada, «todo, hasta hombres,
hombrecillos u homunculus, ciudades y campos…a escala microscópica; sistema solar a
escala microscópica…»23

Diógenes de Apolonia, contemporáneo de


Leucipo y de Anáxagoras, que se había formado en la
escuela filosófica de Anaxímenes, tiene similares
ideas respecto a la vida en el cosmos. El aire dotado
de pensamiento, afirmaba, «produce toda la
diversidad de cosas y de mundos en número infinito,
por un proceso de condensación y rarefacción».24 El
aire es el principio del «movimiento porque es la
movilidad eterna y universal; el principio común de
toda vida, como lo demuestra la necesidad de la
respiración, bajo diversas formas, para todos los seres
vivos, incluso los peces; el principio, en fin, de la inteligencia, porque él mismo es lo que
sabe muchas cosas.»25 Por esas ideas también fue inculpado de ateísmo y condenado por
los jueces atenienses, a cuya ciudad se había trasladado a enseñar su filosofía. Autor de

22
Ibíd., p. 264.
23
Juan D. García Vaca, Fragmentos filosóficos de los presocráticos, Publicaciones de la Facultad de
Humanidades y Educación de la Universidad Central de Venezuela, Talleres Tipográficos Ariel,
Barcelona, s.f., p. 290.
24
Leon Robin, op. cit., p. 125.
25
Ibíd.

11
una obra desaparecida Sobre la naturaleza, este filósofo ha sido calificado de ecléctico ya
que desarrolla una teoría sobre el universo donde conjuga el vacuo infinito de Leucipo,
llenado con el aire de Anaxímenes, de cuya rarefacción y condensación surgen los
mundos infinitos, en los que pone orden la razón cósmica de Anaxágoras.

Empédocles (494‒434 a.n.e.) de Acragante, rica y


próspera ciudad de Sicilia, profesa como los filósofos
anteriores un claro vitalismo universal, un pleno
hilozoísmo, según el cual todas las cosas provienen de
raíces vivientes: el agua, la tierra, el fuego y el éter. Y en
verso lo dice:
Primero, escucha
que de todas las cosas cuatro son las
raíces:
Fuego, Agua y Tierra y la altura inmensa del Eter.
Todas las cosas de tales raíces surgieron:
las que serán y las que son y las que fueron.26

Todas las cosas surgen a partir de esas raíces vivientes, de entrecruzamientos y


desgarres provenientes de la acción de la Amistad y la Discordia, del Amor o del Odio.
El universo es una gran esfera viviente con un cutis delgado de armonía que define su
límite:
Así, se estaba firme
cubierta del compacto cutis de la Armonía,
la Esfera bien pulida
de circular soledad en el goce;
mas después inmediatamente que gran Discordia
en los miembros se ahitara
y de honor se subiera a la cima,
una vez cumplido el tiempo
-que según amplio juramento
les llega alterno-,
retumbaron por modo
continuo y extremado de Dios los miembros todos.27

El hilozoísmo de los griegos, sintetizado por Empédocles en seis elementos:


agua, tierra fuego aire, amistad y odio, en la incesante actividad de la materia, capaz de
transformarse a sí misma, generando todo lo que existe y destruyendo lo que deja de ser.

26
Cfr. Juan D. García Vaca, Fragmentos filosóficos de los presocráticos, op. cit., p. 135.
27
Ibíd., p. 145.

12
De los representantes del pitagorismo, Filolao (470‒399 a.n.e) de Crotona,
participa también de la difundida creencia de vida similar a la nuestra en otras latitudes
cósmicas. Eminente pensador que se ha ganado un puesto de relieve entre los
sustentadores de la teoría heliocéntrica, algo sui generis en su caso, según la cual la
Tierra, el Sol y la Luna, en total diez cuerpos celestes, giran alrededor de un fuego central,
desplazándose a «lo largo de un círculo oblicuo».
Filolao imaginaba que alrededor del gran centro
cósmico ‒«horno» central en su definición‒
paralelamente con la Tierra circulaba el Antíctono,
interpuesto entre el «horno cósmico» y nuestro planeta.
Este imaginario planeta ‒con el cual completaba el
décimo elemento del sistema pitagórico‒ vendría a
constituir el hemisferio opuesto al de los griegos de ese
entonces, según la interpretación de varios estudiosos.
Justamente aquí, en la Antitierra, a la que se refiere también Aristóteles en Acerca del
cielo, Filolao piensa que hay habitantes como nosotros. Los habitantes de estas dos
tierras, sostenía el discípulo de Pitágoras, no podían verse unos a otros por girar sus
planetas en sentido contrario, según testimonio recogido por Plutarco.28 Aecio, en
Opiniones de los filósofos, también lo refiere:
Filolao, el pitagórico, dice que el fuego ocupa el centro ─pues es el hogar del universo─,
el segundo lugar, la antitierra, y el tercero, la tierra habitada, que se halla situada enfrente
de aquélla y gira en sentido contrario de la antitierra, por lo que los habitantes de ésta no
29
son vistos por los de nuestra tierra.

Y en su cosmología no sólo las “dos tierras” estarían habitadas, sino también la


Luna que, gracias a la «mayor prolongación de sus días, debía tener animales y plantas
más grandes y hermosos que los de la Tierra».30

28
G. A. Gurev, op. cit., pp. 106-107,111.
29
De Tales a Demócrito Fragmentos presocráticos, op. cit., p. 86.
30
León Robin, op. cit., p. 62.

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