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Rosa debajo de su escritorio doblabla el papel para arriba, para abajo, a un lado y a otro, de revez y

de derecha, en su pieza, en el segundo piso de una mansión lúgubre rodeada de árboles frutales
yermos por la helada que nadie había previsto ese año, ese uno de febrero de 2029. Rosa no había
visto la luna en cualquiera de sus formas desde que cumplió las ocho primaveras, las luces
artificiales de color blanco encendidas todo el día mantenían la ciudad siempre visible a los ojos de
quien quisiere ver y la oscuridad radicaba en las sombras de los perros y sus dueños, las niñas y sus
rumores, las grullas mecánicas plateadas y las vacas eléctricas ad hoc, en la felicidad de la sonrisa
felina y los delincuentes, sus socios anónimos.
El dedo índice de Rosa junto con el pulgar repasó el último dobles del papel y gualá: una lirio
japonés hecho de papel verde limón. Rosa la olió y fingió que el olor le desagradaba sabiendo que
mentía por el placer parecerse a su princesa de cuento de hadas favorito…

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