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Biografía del artista de la Virgen

Nos reunimos con Él en la Casa de la cultura popular, en nuestra villa 21-24. Su mirada
inquieta es la expresión de un alma que parece no haber dejado nunca de buscar. Llevábamos varias
preguntas para entrevistarlo, pero no hizo falta porque él habla solo, y porque en sus palabras hay
algo de encantador. Cuando comienza a desplegarse, su discurso se vuelve atractivo, tan caótico
como luminoso. Transmite bien. Es como si su arte, los vitrales, se expresara también en el modo de
hablar. Es evidente, con escucharlo un ratito uno ya comprende que estamos frente a un verdadero
artista.

Hector Chianetta nació en Buenos Aires, hace 59 años. Y aunque el documento diga que es
porteño, parece que hubiera nacido en todos lados. Bien latinoamericano, tiene pasión por las
culturas indígenas, o para ser justos, por la sabiduría milenaria que guardan. Esto queda de
manifiesto en su toda su obra, en la que a menudo es posible encontrar los elementos de nuestra
sociedad actual compartiendo el espacio con los símbolos de alguna cultura prehispánica. Todo
junto, todo mezclado, a simple vista desordenado, pero cuando uno empieza a prestarle atención,
puede ver que en el diálogo entre los símbolos el artista está ofreciendo una interpretación de
nuestro propio tiempo y realidad. No es un repetidor, tiene una originalidad que lo hace auténtico.

Como antecedente, vale decir que desde muy chico le gustaba dibujar, y que en sus tiernos
años de la escuela primaria entraba en la Iglesia Santa Rita de la calle Camarones, y se sentaba en los
bancos de madera a mirar los vitrales. Se quedaba en silencio, contemplando. No sabía en ese
entonces que muchos años después descubriría que esa era su vocación.

Fue siempre a colegios católicos, y más allá de que tuvieran distintas orientaciones, se ve
con claridad que en ellos encontró el lugar para desarrollar una profunda espiritualidad. Como
anécdota, en segundo año lo echaron de un colegio por agarrarse a trompadas con el cura. Su
familia lo inscribió entonces en el Cristo Rey de Villa Pueyrredón, otro colegio religioso pero de una
mirada menos conservadora que supo acompañar mejor su búsqueda.

Siendo adolescente le fascinaba la figura de San Francisco de Asís, y tenía el alma llena de
inquietudes que lo llevaron a distintos espacios de militancia política y social. Formó parte de la
Juventud secundaria peronista; militó en el FEN (Frente Estudiantil Nacional) que dirigía Roberto
“Pajarito” Grabois; en el 79 partició con la JP de la primera huelga sindical contra la dictadura militar
del 76 organizada por Saúl Ubaldini y la CGT Brasil.

Tiempo después se fue a vivir a la Pampa donde se dedicó a la militancia y al estudio de la


historia. Allí vivió varios años hasta la crisis. No estamos hablando de la crisis de la hiperinflación del
‘89, ni de la crisis política, económica y social que sobrevino a los ‘90. Estamos hablando de una crisis
personal: su alma se cubrió de sombras y oscuridad. Las cosas que hasta ese momento le servían
para vivir, ahora parecían no tener sentido.

Héctor comprendió entonces la necesidad de abrirse de todo: dejó la política, volvió a


Buenos Aires y atravesó años difíciles. Pero la noche más oscura, es el presagio de un nuevo
amanecer.
Trabajó primero de limpieza, luego en un garage entrando y sacando autos. Ganaba
verdaderamente muy poco, pero como es un hombre austero eso no significó una gran dificultad.
Tenía el firme deseo de dejar el trabajo, pero no podía hacerlo ya que tenía a su hijo a quien cuidar.
No sabía tampoco a qué quería dedicarse, estaba desorientado. Fue en ese momento en que
comenzó a darle más tiempo a la oración y a la meditación. Encontró un libro del sacerdote Arturo
Paoli: “Diálogo de la Liberación” que significó para él una verdadera experiencia espiritual. De a poco
fue experimentando la luz y la felicidad, como consecuencia de la reunificación interior.

Sintió la necesidad de volver a dibujar, y de ese modo volcaba el contenido de su búsqueda


espiritual. Y un día, como por casualidad, en el piso del garage encontró un diario tirado. Allí se veía
la propaganda de un taller de Vitrales, y el nombre de quien luego sería su maestro: Carlos Herzberg.

Casi sin pensarlo, al terminar su turno en el garage arrancó para el taller, y allí tuvo la
enorme desilusión de descubrir que el curso de vitrales costaba casi lo mismo que él ganaba. Le
explicó al maestro su pobreza y le propuso ir solo un día, no tenía para más. Dice que el artista lo
miró, hizo silencio, y como intuyendo los dones de Héctor le dijo: está bien, pagá un día, pero venite
dos.

Lo que viene después es casi la consecuencia natural. Héctor aprendió bien el oficio,
comenzó a darle una mano a su maestro y pudo dejar el garage. Le prestaron un lugar donde montó
su tallercito. Comenzó a exponer, sus obras decoran varios espacios públicos, y poco a poco, como
un albañil, fue poniendo los ladrillos de la que hoy es una vida entregada al arte.

Esta obra es para él - dice - “un honor, y una alegría”. Porque conoce la riqueza cultural y
espiritual de nuestro pueblo de la villa, porque sabe lo que es la Virgen de Caacupé para todos
nosotros, porque entiende lo que significó su llegada al barrio, y porque se siente profundamente en
comunión con una Iglesia que camina entre los pobres. Agradece la oportunidad y dice que esto él
no lo planeaba, y que es mucho más de lo que esperaba.

Y termina: “Hace dos mil años la Virgen llegó y dio a luz a Cristo. Hoy ese acontecimiento se
revive acá. La Virgen es la Virgen de Caacupé; el Cristo es el Cristo de los Villeros, porque Dios tiene
un amor especial para los pobres. El sol sale para todos, y Dios nos quiere a todos, pero tiene un
amor particular con los más pobres, los descartados de la sociedad”

Nosotros, como comunidad de Caacupé, estamos agradecidos con Él, y creemos que su obra
es un regalo maravilloso para nuestra querida Virgen de los Milagros, quien el 27 de Agosto celebra
su 20° aniversario como Madre de los villeros.

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