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el castillo de perth b. arenas Braulio Arenas constituye por diversos mo- tivos un escritor clave dentro de la literatura chilena_contemporinea: nacido en La Serena en 1918, su obra representa un Injoso y secreto desafio a las convenciones de la imaginacién fijadas por las costumbres literarias. Adscripto en 1938 al movimiento Mandrégora —junto a Gonzalo Rojas, Tedfilo Cid, Jorge Caceres, Enrique Gémez Correa, Gustavo Ossorio— bajo la candente inspiracién del surrealismo, su desarrollo literario ofrece diversas fechas que ejemplifican su conversién hacia nuevos contenidos y modos de explicitar. Ast como 1945 significd en alguna medida el adiés de Braulio Arenas al surrealismo, 1958 denotd para el autor una apertura hacia el pais real a partir de la experiencia con la provincia’ chi- lena. El camino recorrido esta_reflejado en la feraz produccién suya, diversificada en distin- tos géneros de creacién, que abarca tanto la poesia como la narrativa y el teatro. La. presente novela de Braulio Arenas, veni- da de la tradicién establecida por Horace Walpole, Anne Radcliffe y el monje Lewis, corona la tentativa literaria de este autor co- menzada en 1929, en plena adolescencia. Tal como se indica en la contratapa de este libro, “Bl castillo de Perth” constituye “un suefio sofiado en la noche de los tiempos” en relacién a “un joven dormido no hace mucho, a pocos pasos de nosotros, en 1934”, ‘A las labores de Braulio ‘Arenas puede su- marse las realizadas como traductor, entre las cuales se cuentan textos de Rimbaud, Sade, Apollinaire, Ferry, etc., preferencias que vi nen a resefiar algunas de las simpatias literarias en la trayectoria de este importante escritor de la literatura chilena, comparable por la capacidad imaginativa de su obra a ereadores gomo Garefa Marquez, Cortazar, Carpentier y Sabato, HHAULIO ANLNAS EL CASTILLO DE PERTH Breve memoria acerca de los extrafios sucesos acaecidos en dicho castillo la noche del 2 de junio del afio 1134. EDITORIAL BUENOS AIRES ANDINA Queda heoko ol dopdsito quo maven la ley 11.723 @ Mlltorlal ANDINA S.R.L,, Buenos Aires, 1969 Para Ernesto Sdbato, en recuerdo de la Universidad de Concepcién. Portada e ilustraciones Enrique Lihn Impreso en la Argentina Printed in Argentine | eh. CAPITULO I l'ras empefiosas deliberaciones, reanudadas y postergadas por una y otra vez, y vueltas a recomenzar, los concejales (ieron por Ultimo su aprobacién undnime para el reemplazo del viejo puente de madera —que cruzaba el poco turbulento rio a las puertas de Ia ciudad— por otro de mis sélida y moderna factura. Kn realidad tal cambio era de la mas urgente necesidad, pues e] desvencijado maderamen (al que el tiempo habia comunicado unas contorsiones muy grotescas) ya no resistia con su vetusta ruina a las espaldas, y sélo la costumbre de verlo en su sitio, afrontando con una conmovedora entereza ondas que el rio se empecinaba en tejer y destejer apro- vechando los palillos de sus soportes, y la exigitidad del erario municipal, por supuesto, tan resistente para cambio alsuno, habian dilatado las razones de su reemplazo. Una vez aprobada la idea del puente nuevo en todos sus detalles, como asimismo el presupuesto, se consideré el nombre del constructor, y después de interminables propuestas publicas se acordé hacer recaer tal designacién en el ingeniero Carlos Perth, Este Ileg6, desde la capital hasta la pequefia ciudad de provincia donde se levantarfa la obra, acompaiiado de su corta familia: su mujer (una insignificante sefiora rubia que pasaba enferma la mayor parte del tiempo y torturada por eternos desmayos) y su hija Beatriz, a la sazén de unos diez ajfios de edad. El ingeniero y los suyos se instalaron en una casona de la Alameda, vecina a aquella otra prehistérica casona en la que moraba la familia de Dagoberto. Esta ciudad en referencia —desde la cual partié nuestro joven protagonista rumbo a su ins6lita aventura— no era de muy dilatados contornos, pues desde su fundacién en el siglo XVI estuvo constrefiida por una cadena de murallas, levantada con la estéril pretensién de evitar los asaltos de los piratas, de la cual todavia en el dia de hoy nos es posible advertir restos insignificantes. La ciudad discurria placida- mente su existencia junto a las margenes del mar Pacifico, y sélo esporddicas incursiones de malvados piratas protestantes, y algunos anodinos escdndalos de sacristia durante la Colonia, la habfan levantado de su siesta, sin contar con pormenorizados asuntos de civiles discordias, afortunadamente nunca triun- fantes, que le comunicaron cierta actividad civica durante la pasada centuria. Un cielo sereno (no de un azul perenne pero si de un caliginoso color de leche) afiadia su dosis de buen sentido para mantener la tranquilidad de sus habitantes. La mayoria de éstos, por no decir la totalidad, dejaba transcurrir los dias y las noches sin empecinarse en determinadas acciones heroicas, pero también sin cotidianos sobresaltos. Un poco de escep- ticismo disuelto en una socarrona urbanidad, un mucho de religién y de supersticién, y una rara facultad de sofiar con los ojos abiertos, podrian completar esqueméticamente los rasgos de sus pobladores. Casi desde el mismo dia de la Ilegada del ingeniero Carlos Perth al pueblo, los dos muchachos, esto es Dagoberto y Beatriz, se hicieron muy amigos. No solamente la edad comun los unia, sino, ademds, gran cantidad de intereses: paseos por las calles de la ciudad y por la orilla del mar, calles y océano que les permitian disponer de un decorado ideal para sus imaginativas aventuras; la permanencia obsesiva y reiterada en los dos unicos cines del pueblo, cuyas pantallas proyectaban inverosfmiles pelfculas mudas constantemente repetidas, mientras ellos, estdticos y extasiados, mascaban el argumento como una droga de oriental eficacia; igualmente los unfa la frecuentacién hospitalaria de los hogares previn- cianos, que se abrian para ellos cual un rico tesoro de fértiles sorpresas. En efecto, no se cansaban las bondadosas amas de casa en su empefio de atiborrarles de postres y confituras de 8 hogarefia invencién, y de abrir para la curiosidad de los mu- ehachos unos hondos cofres donde se entremezclaban capri- chosamente los mas disimiles objetos: desde trajes de baile y de bodas de fastuosos y complicados adornos, pasando por los més alucinantes disfraces de Carnaval, hasta viejos libros do paginas horadadas; gse acuerdan ustedes de esos pesados libros de tela negra con incrustaciones de oro, y en los que daguerrotipos y fotografias presentaban el carrusel de los des- tofiidos rostros de melancélicas sefioritas y los graves sem- blantes de caballeros desvanecidos setenta afios atras? A esos encantos agregaban los dos muchachos el vértigo de vagar por los grandes huertos familiares, en los que el milagro triunfante de los papayos, almendros, chirimoyos y naranjos, nisperos, hicumos y nogales —florecidos a la par del milagro de la prévida tierra en virtud del canto de los pijaros— apenas era superior al encantamiento que les pro- curaba bafiarse en los estanques que alimentaban la sed de ln arboleda, o al de saltar las tapias fronterizas (coronadas con vidrios de botellas), para entrar en los huertos vecinos a comer la fruta de la ajena heredad. Esta amistad entre Dagoberto y Beatriz transcurrid como en un dulce embeleso durante los seis 0 siete meses que se ardé en la construccién del puente (y no més, ya que la obra no era de aquellas de muy jadeante esfuerzo). Una tarde Beatriz legé a la.casa de Dagoberto con los s arrasados por las lagrimas, anuncidndole que al dia si- fyuiente partirian de regreso a la capital. La noticia, tan imprevistamente comunicada, fue para el muchacho un aleve golpe que lo sumié en un negro abismo, como si el universo entero se desmoronara en torno de él. De naturaleza melancélica y solitaria, Dagoberto se habia habituado a la compafiia de Beatriz, haciendo que vida y corazén latieran al compas de la existencia de la jovencita. De este modo, el anuncio de su partida se presentaba a sus ojos con la perspectiva de una ausencia total e irreparable, pensando que de ahora en adelante su corazn y su vida no fan los mismos, y que hasta el pueblo se convertiria en un lugar de tormento. Beatriz, quien se prometia en ese retorno a la capital 9 nuevas posibilidades de proezas y de aventuras sin cuento, y para quien la estada en ese modesto pueblo provinciano sdlo asumia la caracteristica de un prolonga?o veraneo, se sintid conmovida por el inmenso dolor que experimentaba Dagoberto. Ella también sufria por este alejamiento, claro esta (sus ojos empapados de lagrimas asi lo atestiguaban), pero nunca previé el alcance que su adiés iba a procurar a su amigo. “Eres un melancélico”, le diagnosticé, empleando la pala- bra de moda de las personas mayores, y luego abrazandole estrechamente le aseguré que le escribiria a menudo, arran- candole de paso la promesa de que el joven iria a instalarse en la capital para proseguir ahi, y siempre en su compafifa, las encantadas expediciones. Estacionada la familia del muchacho en ese pueblo por incontables generaciones, Dagoberto —sedentario por tradi- cién— sabia que desgraciadamente nunca volverfa a reunirse con Beatriz (salvo que hubiese un nuevo puente que construir) y que, por tanto, el de esa tarde era el adids, el adiéds que veia venir y que tanto temia. Imbuido de este convencimiento, y como un moribundo, a Ja mafiana siguiente acompafié a la familia de su amiga hasta la estacién, apretando su corazén en una forzada indifereneia para que no estallara en sollozos. Desde entonces, y hasta la fecha en que comicnza este relato (es decir, cuando ya Dagoberto habia cumplido sus veinte afios), ninguna noticia. habia tenido éste de su joven amiga, salvo, por supuesto —y esto en los primeros afios de su alejamiento—, a través de unas casi ilegibles tarjetas en Ja Navidad 0 en algtin cumpleafios. A medida que pasaba el tiempo la pobre correspondencia fue espacid4ndose mas y mas, y el rostro de la muchachita se fue esfumando en sus recuerdos; su rostro fisico, diriamos, no su rostro mental, como si ella misma ingresara también en esa galeria de daguerrotipos y fotografias del pasado, Ios cuales ellos amaban tanto con- templarlos en los albumes de los hondos cofres. Por cierto que todos en el pueblo recordaban el trdnsito del ingeniero Carlos Perth y el de su familia como un acon- tecimiento memorable, digno de grabarse en los fastos pro- vincianos, ya que los diez afios transcurridos desde la cons- truccién del puente no era un gran lapso para estos concien- 10 vidos habitantes pueblerinos que gustan comentar y repasar lwita la exageracién los grandes y los menudos aconteci- mientos locales, A esta vida provinciana se habia incorporado nuestro protagonista en cuerpo y alma, sin deseos de salir de lox modestos limites de la circunscripcién y content4ndose con velterar dia tras dia la emocién siempre igual de su morosa existencia, Ya de su joven amiga Beatriz s6lo quedaban en su memoria muy difusos rasgos, y estos rasgos se confundian ahora muy facilmente con las facciones de otras adolescentes, Un dia, hojeando un periddico Megado de la capital, Dago- herto tropezé con la noticia de la muerte de Beatriz. Asi, de improviso. Y bast6é esa brutal informacién —agazapada entre otras innumerables defunciones— para que toda una vida montal se hiciera presente en su conturbado cerebro, convir- tiendo a Dagoberto en el protagonista de una diabdlica aventurs Habria que medir, acaso, esta aventura con las circuns- tancias mismas de la existencia de Dagoberto. Lo cierto es que nuestro protagonista era un joven perezoso e imagina- tivo, muy dado a mirar el mundo a través del prisma de sus ensuefios, viviendo mds segtn los usos y costumbres de los hdroes de las novelas o de las peliculas que de una manera roul, sin dejar tampoco de consignar que su naturaleza seden- turia le hacia ser mds aficionado a volar en la alfombra m4gica de los suefios y los delirios que a andar a pie por los caminos del mundo. Pero, aparte de eso, es posible también explicarnos este viaje suyo, este descenso a los infiernos, como un suefio vul- warisimo en el que la noticia de la muerte de Beatriz origind au pesadilla. in embargo, basta de consideraciones y de predmbulos, y entremos directamente a narrar el argumento de esta aven- tura, tal cual nos la refirié el propio Dagoberto, pues nuestro protagonista (ahora muerto también por este triste afio 1968), por pereza o terror, nunca se decidié a escribirlo con su ver- dadera tinta, prefiriendo que fuéramos nosotros los encargados de tal tarea, aunque él sabia de antemano que nuestra copia osturia recargada de mil errores. i CAPITULO IL Dagoberto estaba aquella tarde solo en su casa. El silencio «ue imperaba siempre en la mansién, y que parecia ser un wtributo de la ciudad misma, se habla acentuado con la ausen- cla de los familiares del muchacho. Este se habia dirigido al sun huerto poblado de arboles frutales, y por ahi vagaba con ‘ireunspeceién, © bien se-entretenfa circundando ociosamente el quieto estanque. Los pajaros hacia rato que habian termi- wudo de desenmarafiar la madeja de sus cantos, y se habian incorporado al suefio en sus nidos, pues ya la tarde estaba ‘uy avanzada, confundiendo en un todo a hombres y 4rboles, “ pajaros y estanques. Nuestro protagonista (que vestia solamente un pantalén «neuro y una delgada camisa blanca, y calzaba unas minimas yapatillas de casa, a pesar de la baja temperatura) sintié de pronto un escalofrio recorrerle la espalda. Vaya! —exclamé—. La noche se vino encima sin darme cuenta, y si sigo medio desnudo voy a resfriarme. Dijo esto con un divertido acento, como excusandose a «| mismo por la frivolidad de sus preocupaciones, cuando otros motives, de acendrada pesadumbre éstos, embargaban su Se apresuré entonces a emprender el regreso, y caminando ‘ipidamente se metié en las caseras habitaciones. No encendié, in embargo, Jas luces al entrar, pues si de algo se preciaba era de su amor a las sombras de la noche, que procuraban a su \maginacién inesperadas construcciones, complicadas perspec- livas y fantasticos objetos, todos conseguidos con la horma de 13 una oscurecida realidad. Por otra parte, ardia un buen fuego en la habitacién suya, que si bien no difundia claridad pres- taba, por lo menos, reflejos que le permitian advertir los con- tornos de los muebles. Tal ambiente coincidia a las mil maravillas con la dolo- rosa noticia que la lectura de una publicacién le habia comu- nicado esa misma tarde. Era un periédico Hegado de Ia capital, el cual lo habia hojeado distraidamente nuestro protagonista, pues Dagoberto, por decirlo asi, no se regia ni poco ni mucho Por exteriores acontecimientos, prefiriendo, en cambio, que las novelas de amor y de aventuras, las de piratas y de asaltantes de caminos, fijaran el itinerario de su alma. Pero la noticia estaba en esa pdgina irradiando una oscura luz con su maligna presencia. Al leerla, Dagoberto se negé a admitirla como un hecho efectivo —esto inconscientemente—, y continud la lec- tura del periédico como si nada anormal 0, mas bien dicho, como si nada que anormalmente tuviera relacién con su exis. tencia sefialaran sus pdginas. Tuvo que volver nuevamente sobre el anuncio, y esta vez con todos sus sentidos alertas, mientras una huesuda mano apretaba su corazén, y sus ojos se Ilenaban de lagrimas. Beatriz habla muerto. El aviso de la defuncién asf lo sefialaba escuetamente, agregando la hora del sepelio y el nombre de la iglesia en la que se oficiarfa una misa por el descanso del alma de la extinta. Beatriz habfa muerto. La noticia de este hecho le retro- trajo violentamente a la infancia, y en la fraccién de un se- gundo rememoré a su gentil amiga jugando con él en el huerto de su casa, o la volvia'a ver corriendo a su lado por Ia playa, por el limite de ese mar que ahora susurraba tan lastime. ramente, Pero, al mismo tiempo, el rostro de la pequefia se desdi- bujaba en sus recuerdos, y esto Dagoberto lo atribuyé a su violenta emocién, y sélo de improviso tales ojos azules, tal boca riente o tales cabellos desatados se destacaban por un momento en el rostro de su perdida compafiera. La noticia de su muerte se tradujo para el joven en un gran cansancio, un cansancio mental y fisico, en un cansancio y en una sombria desesperacién. Arrugé el periddico entre sus convulsas manos, como si quisiera vengarse del objeto que le 14 habia inferido tan irreparable herida, y tirandolo al suelo se encaminé como un automata al huerto de la casa. Ahora no Iloraba. Tampoco se sentia muy angustiado, sdlo vagamente intranquilo, Sabia exactamente que algo irregular se habia introducido en sus pensamientos, tan plécidos de cos- tumbre, dislocdndolos para siempre. Sin embargo, las razones de sus quebrantos se le escapaban, pues al pronto se habia olvidado de la noticia, como si su cerebro pareciera incapaz de asimilar la idea de una muerte, y por esa raz6n hubiera borrado con sangre la amarga inscripcién funeraria de reful- gentes letras. Se entretuvo —si tal término no fuera demasiado frivolo para esa situacién— en observar las aguas quietas del estanque, en las que leves temblores sacudian su superficie, y mirando luego los afiosos Arboles, que cada vez se confundian mas y mas con las sombras de la noche. Volviéd a su cuarto, pues el frio reinante se hacia mds intenso. El dormitorio que ocupaba Dagoberto en la inmensa casa paterna era, como todos los cuartos, de inusitadas pro- porciones. Altos muros, de un impresionante espesor, daban paso a una ventana que caia sobre un encantador jardin, y cuyo alféizar no media menos de un metro. Viejos y pesados muebles de oscuras y costosas maderas se apoyaban en las paredes y se esparcian por la habitacién, cuyo piso estaba cubierto por ornada y descolorida alfombra. A media altura del techo una delgada barra de metal atravesaba el cuarto, y en ella se enroscaba una lampara con cinco débiles focos eléc- tricos que proyectaban su resplandor hacia abajo y dejaban Ja parte superior de las paredes (esa parte que los arquitectos de antafio llamaban de aire muerto) en una permanente pe- numbra. Tal cuarto y tal mansién no constitufan, por lo dems, una excepcién en el conjunto del viejo pueblo, que todavia con- servaba su trazado colonial, de monétona estructura para im- pacientes urbanistas, pero de secreto orgullo para sus habitan- tes. Casas primero, Arboles después y veinte campanarios de iglesias en seguida, marcaban los peldafios de esta celeste es- cala, por la_que los provincianos subian cotidianamente para confiarle a Dios sus cuitas o la descendfan para dormir Ja siesta cotidiana. 15 En el momento en que Dagoberto entraba en su dormi- torio las campanadas de un reloj cercano, el de la iglesia de San Francisco, marcaron las ocho de la noche. Y entonces, sf, como al conjuro de esas volanderas horas, la noticia de la muerte de Beatriz se introdujo violentamente en el cerebro de nuestro protagonista. Eché desesperadamente una mirada a su alrededor y sus ojos tropezaron con el arrugado periédico tirado en el suelo. Se senté entonces en un anticuado divan; sus piernas no le obedecian, a causa de la gripe que habia desencadenado todos los calofrios sobre su cuerpo, y recogié de la alfombra el infortunado papel. No era su intencidn leerlo, naturalmente, ya que no se habia preocupado de encender las luces de la estancia. Solamente queria volver a arrugarlo en- tre sus dedos, y asi lo hizo mientras se tendia cuan largo era en el divan. No habfan terminado atin las campanas de marcar las ocho de la noche cuando el suefio descendié precipitadamente sobre sus parpados, como el mercader de arena del cuento, para transportarle a su extrafio dominio. Sin embargo, cuando algtin tiempo después nos hizo el relato de su aventura, insistié reiteradamente ante nosotros para que no considerdsemos su incursién por esas épocas tan fabulosamente apartadas de la suya, ni los acontecimientos verdaderamente sobrenaturales en que se vio envuelto, como productos de una pesadilla o de un violento ataque de gripe con su cauda de calofrios y de fiebre. Persistié en creer que su participacién fue realmente vivida, y que el suefio (si es que de suefio se trataba) fue tan sdlo un vehiculo que le transporté a las fuentes primeras de su vida y de su memoria. Mas, sea lo que fuere, Dagoberto —segtin crefa— no habia perdido completamente la nocién de su diurna existencia cuan- do advirtié que la puerta de la habitacién se abria sigilosa- mente y vio entrar a una hermosa joven, a la cual no pudo reconocer. Ella entré tan repentinamente, se insinué tan silenciosa- mente entre las sombras del dormitorio, que no parecia —y esto Dagoberto traté de sefialdrselo con una sospechosa rei- teracién— sino que el mismo pesar suyo por la desaparicién de Beatriz de la vida real estaba inventando o creando este 16 ersatz, gentil, este substituto, tal vez a la manera empleada por Victor Hugo en su capitulo acerca de las formas que toma el sufrimiento durante el suefio. “Pero (se dijo) no la puedo reconocer por mas esfuerzos que haga.” Ella era una sombra desprendida de las sombras, era una aparicién, la vislumbre de un lefio encendido en la chimenea, y al cual su imaginacién le prestaba ese rostro, ese cuerpo, ese vestido, esa sonrisa. Co- mo adelantandose a sus pensamientos, ella le sonrié, cual si quisiera aseverarle que su presencia era real, y él se sintid animado por ese ser sonriente de tan gentil apariencia. Tan insélito era el acontecimiento que asi repentinamente se incorporaba a su vida que nuestro protagonista no tuvo ocasién para examinar con mas detenimiento el cuerpo de ella, un cuerpo que, sin embargo, se destacaba ahora nitidamente, y acaso con luz propia, de las tinieblas que cubrian la habita- cién, pero, haciendo memoria, nos referia que era posible que la joven vistiese un complicado traje medieval, segiin las con- vencionales modas reproducidas en los llamados cuadros his- t6ricos, a menos que su falsa memoria no le atribuyese tales atavios a un fantasma o a un sticubo. “Ademés, él en ningin momento la relacionéd con mujer alguna, viva 0 muerta, ni siquiera con Beatriz, aunque todo se prestase para buscar en su juvenil amiga esa referencia. ¢Por qué razén él esquivaba un reconocimiento? Por la misma. ex- trafieza de la aparicién, se justificaba él, extrafieza que le hacia sentirse enteramente posefdo por la presencia de esa imagen, sin darse tiempo para buscar en ella una identifica- cién, por mas lagrimas que derramara, por mas gritos que con el nombre de Beatriz ahogara su garganta. La joven, sin decir una palabra, sin preocuparse ni mucho ni poco de ser reconocida por Dagoberto, extendiendo una mano hacia él le invité a levantarse del divdn (asiento que a lo largo de toda su aventura Ilegarfa a ser su mejor punto de referencia), y en el que Dagoberto permanecia como cla- vado. Tal vez el muchacho vio en los ojos de esa imagen la promesa persuasiva de una vida para siempre dichosa, por lo que se decidié también a levantarse y a seguirla, segtin sus palabras, “hasta el fin del mundo”, La desconocida, sin soltar su mano, le guid hasta la puerta 17 de calle, y le hizo atravesar in ciudad, una ciudad verdade- ramente alucinatoria —nos dijo Dagoberto—, sin que por el menor detalle la pudiera emparentar con aquella en que habt: vivido toda su existencia. i ; —Seguramente —pensd Dagoberto— es éste el comienzo de mi gran aventura, la que he esperado toda mi vida. 18 CAPITULO III —Dejemos entornada la puerta de calle —se dijo Dago- berto, asegurdndose asi la posibilidad de una retirada, al mis- mo tiempo que echaba una inquieta mirada a su alrededor, pues el decorado no se le antojaba muy familiar ni, por tonsiguiente, muy tranquilizador. En efecto, las sombras dominaban en la Alameda, y sdlo uno que otro foco de luz, provenientes todos de unos exangiies faroles municipales, trataban empefiosamente de horadar las sombras. Estas luces no hacfan otra cosa que acentuar la os- curidad, y el viento del invierno, por su parte, se empecinaba en recargar pavorosamente ese ambiente de pesadilla con una miisica incidental distorsionada. Sin embargo, hacia el horizonte, justo en el sitio en que se alzaba el océano, un extrafio color parecia querer imponer su presencia entre tanta tiniebla: un color que se disolvia en rojos, verdes, celestes, negros y amarillos, prestando a las nu- bes —que muy alto volaban— la semejanza de ricas paletas de _pintores impresionistas. Pronto las nubes se congregaron todas y formaron un tmico vellén, en el que se concentraron simultaneamente los vivos colores, oponiéndose a la negrura. triunfante de la noche. Esta mube fue lentamente derivando por el espacio y fue a depositarse blandamente en el hori- zonte, como atraida por un imén solar, y ahi se mantuvo hasta que implacablemente las tinieblas la hicieron desaparecer. La joven desconocida no habia soltado la mano de Da- Soberto y le conducia en silencio por las calles de la ciudad. Ella también habfa advertido el extraiio fendmeno luminoso que se representaba en el horizonte, vio reunirse los colores en 19 una tinica nube de intenso arrebol, y la contemplé declinar calladamente, apurada por las sombras de la gélida noche. Este espectaculo le comunicé a ella una gran impaciencia, y apre- tando mas fuertemente la mano de nuestro protagonista_le condujo velozmente en direccién del mar. Por su parte, Da- goberto oponia tan s6lo una débil resistencia a la marcha, resistencia originada no mayormente en su voluntad sino en su cuerpo mismo, pues éste le pesaba tanto como si fuera una estatua de plomo. —Seguramente —se decia el muchacho—, nos es dificil caminar en el suefio, y mas me valdria estar tendido en el divan que no seguir a esta vagabunda dama. Pero resultaba inutil que arguyera esta y otras buenas razones para su fuero interno, pues ni la menor palabra salia de sus labios, y ni siquiera por un acto de protesta sus pies intentaban detenerse. —Més rapido, siempre mds rapido —parecia decirle su acompafiante, sin que tampoco sus encantadores labios emi- tieran palabra alguna—. Mas rapido, mi pequefio Dagoberto, antes que la nube desaparezca y nos deje en la orilla de la costa. Después de haber contemplado en silencio el rostro de su acompafiante durante toda la marcha, haciendo para ello de- nodados esfuerzos pues las tinieblas todo lo invadian, Dago- berto —en pensamiento— queria compararla con Beatriz pero sin conseguirlo, y no se decidia a dirigirle la palabra para preguntarle su nombre o la razén de esta caminata (“a lo mejor, pensaba, una frase suya podria desencadenar quizas qué horrible acontecimiento”), esperando que ella tomara la ini- ciativa. Sin embargo, la joven desconocida sélo se preocupaba de caminar répidamente, a la usanza de la reina de ajedrez de la obra de Carroll, arrastrando consigo a Dagoberto cual si se tratara de un mufieco, y asi, después de seguir el camino bordeado de Arboles que hacia el mar conducia, en pocos mi- nutos Ilegaron a la playa. Unicamente el rumor de las olas que iban a morir sobre la orilla y la arena que se escurria por sus minimas zapatillas de casa podian anunciar la presencia de la costa, pues la noche cerrada nada permitia ver de tal lugar. A pesar de todo, diri- 20 gid una angustiosa mirada hacia el océano, pensando que de su superficie podria brotar una explicacién, e insélitamente, como si se le respondiera, vio surgir en el horizonte una isla madrepérica; y sobre la coronacién de esta isla, un castillo. {Un castillo, asi como suena! Tan inusitado espectdculo le hizo soltarse de la mano de su acompafiante y correr hasta la orilla misma de las aguas. No habfa forma de equivocarse: era un castillo el que surgia del mar, un convencional castillo como el que a los pintores les gusta representar para ilustrar los cuentos infantiles. Dagoberto (nos referfa), con sus ojos abiertos de par en par y posados sobre la construccién fantasmagérica que emer- gia de las salinas aguas, y en contra de lo maravilloso de esta aparicién, no queria perder su razén (la razén de su suefio), buscando racionales explicaciones para el milagro. Se decia que acaso una nube depositada en el horizonte era el agente fisico del espejismo. Una nube a la que el sol, oculto desde hacia tanto en su ocaso, hubiera encendido con un postrer rayo, y la hubiera hecho visible con su coloracién increible, prestandole a ella la forma de una isla misteriosa, el aspecto de un castillo embrujado. La aparicién tan sorpresiva de la isla y del castillo en un horizonte tantas veces examinado le hizo vencer sus tltimos escrupulos y temores, y decidido a interrogar a su tAcita com- pafiera volvié el rostro hacia ella. Pero la joven, temerosa acaso de dar respuesta a la menor interrogacién, habia des- aparecido sin dejar rastros, y esto, en la arena himeda de la playa, resultaba mds asombroso. Dagoberto se sorprendié y un calofrio de terror le sacudié integro al advertir la desaparicién de su encantadora acom- pafiante, como si ella, jun fantasma!, hubiera sido el ultimo vinculo que lo ataba a la realidad. Sus piernas vacilaron nuevamente, tal como habian vaci- lado cuando leyé en el periddico la noticia de la muerte de Beatriz, y se tendié en la playa con la intencién de reanudar ahi el suefio interrumpido en el dormitorio de su casa. La arena tenia la blandura de la felpa, y esto le hizo imaginarse, placenteramente, que atm no habia dejado el divan, y que quizas un pequefio ruido exterior (tal vez las campanadas de 21 la iglesia de San Francisco dando las ocho) habfa provocado ese cambio de sus tltimos pensamientos al punto de dormirse. Pero, por mucho que tratara de darse vueltas en el divan, y por mucho que se repitiera que estaba dormido no Je era del todo facil convencerse, pues llegaban a su rostro las brisas del mar, y sentia que sus cabellos se arremolinaban y que el viento penetraba por su abierta camisa, con su mano huesuda y helada. Mis facil (pensaré alguien) le hubiera sido levantarse de la playa y volver a Ja ciudad y a su casa, y dejarse de castillos, Dagoberto intenté hacerlo, pero reparé que su cuerpo no res pondia al estimulo de su voluntad, como en esos suefios en los que, aunque la sed nos devore, nos resulta imposible sacar wna mano del suefio mismo para alargarla hacia el vaso de agua del velador. Por otra parte, una determinada ociosidad, una cierta complacencia viciosa con el suefio y un cierto encantamiento con el peligro se apoderé de él y, soltndose a la corriente, se dejé arrastrar hacia donde ese quietismo del azar lo dispusiera. Asi, sin 4nimos para tomar la menor iniciativa, se estuvo por largos minutos tendido en la arena, de cara al mar, no sa- cidndose de contemplar la maravillosa vision. Aunque, si pre- tendemos ser fieles narradores, fuerza nos serd asegurar que no siempre los ojos de Dagoberto estuvieron fijos en la qui- mérica construccién, pues por ratos —y guiado por un célculo infantil— los cerraba o tornaba la cabeza hacia otro sitio, ju- gando consigo mismo a un juego de incertidumbres, y apos- tandose (temeroso, eso si, de perder) que cuando volviera la cabeza y abriera los ojos otra vez ya el castillo habria des- aparecido. Pero éste se mantuvo peligrosamente estacionario en el horizonte, todo él iluminado desde el exterior. La clari- dad que de este modo lo hacia tan nitidamente perfilado, solamente sobre él estaba proyectada, con exclusién del cual. quier otro sitio, y disefiaba al castillo hasta en sus Ultimos detalles. Gradualmente la vision del castillo fue torndndose angus- tiosa para Dagoberto. Al principio considerd su aparicién como un fenémeno natural, de incierta explicacién, naturalmente. La explicacién que a él se le antojaba mas plausible tendia a 22, convencerle de que el reflejo de un moribundo rayo solar daba plenamente sobre una nube de caprichosa forma y des- tacaba su relieve sobre la negrura del cielo. Pero ésta no es la verdadera raz6n —argiiia—. El.sol hacia rato que se habia ocultado en el horizonte, y por mucho ane Ja proyeccién de sus rayos pudiera ser tedricamente posible, lo que tampoco era verdad, la persistencia de su luz rayaba en lo asombroso. Cierto es que el brillantisimo color iba disminuyendo, y casi se podria asegurar que su vibracion (creando la forma de un castillo) sélo se mantenia con extraordinaria fijeza den- tro de sus parpados. 7 Nostdlgicamente, entonces, Dagoberto consideré que era oportuno decirle adiés a ese castillo, el que le resultaba tan vagamente familiar, decirle adiés y emprender el regreso a su casa. Pero, de improviso, cuando la construccién unicamente era una masa negra en el horizonte, vio encenderse una débil luz en el ala derecha del castillo. Es decir, el castillo se apa- gaba exteriormente, pero empezaba a encenderse en el inte- rior. El, inmediatamente, interpret6 ese resplandor —prove- niente de una ventana oval— como una sefial que alguien le hacia desde el recinto, y que equivalfa a una invitacién for- mulada exclusivamente para él. Al mismo tiempo, este res- plandor le tranquilizé, pues supuso que el castillo estaba habitado por seres humanos, ya que los fantasmas, a los que tanto temia, no necesitan de la luz para vivir (aunque esta aseveracién no esta absolutamente comprobada). Se apoderé de él, entonces, un deseo ardiente de visitar ese castillo. Sabia demasiado bien que detr4s de dicho propé- sito suyo se escondia, m4s que una curiosidad pueril, un célculo verdaderamente satanico. Este castillo le lamaba, se encendia para él, formaba parte de su vida, era tal cual el cerebro suyo que latiera desvinculado de su cabeza, en una magica transposicién que le permitiera verse vivir, verse sofiar, sin que él fuera nada més que un testigo pasivo de su suefio y de su existencia. Ese castillo era su propio desaffo y él] debia aceptarlo con intrepidez, y por un momento tuvo la idea de arrojarse al mar, asi, tal cual estaba, y nadar hacia la isla. 23 Sin embargo .(y véase cémo, por lo menos al principio de esta aventura, el pensamiento de Dagoberto estaba imbuido por la “idea” del suefio, mds que por el suefio mismo), con- siderd que el agua fria del mar le despertaria del todo, aca- bando por borrar asi hasta la ultima piedra de ese castillo fabuloso, de ese castillo que sélo para él habia sido edificado. —Es necesario tener paciencia —se decia—. Es necesario, sobre todo, tener paciencia. Esta es mi gran aventura que llega impensadamente como toda gran aventura. Yo no debo tomar la iniciativa. Es necesario que los acontecimientos se sucedan uno tras otro, como los eslabones de la paciencia. Y todo esto lo murmuraba nuestro protagonista sin dejar de echar inquietas miradas ‘hacia la luz de la ventana oval, pues por mucho que estuviera convencido de que pisaba el umbral de Ja aventura no por eso dejaba de convencerse de que para que tal aventura se realizara plenamente era nece- sario mantener esa luz alumbrada desde su cerebro, como la humilde llama de una fogata que ardiera precariamente a la intemperie, en medio de los hiclos, para dar su calor al viajero extraviado. 24 CAPITULO IV No supo precisar Dagoberto cuanto rato permanecié ten- dido en la arena de la playa, esperando algo, si es que algo esperaba. Supongamos que una persona se hubiera aventurado a transitar por esa playa en aquel momento —una hora no demasiado avanzada, naturalmente, pero desatinada para la opinién de los sedentarios habitantes del pueblo—, la primera idea que se le hubiera venido a la cabeza, al contemplarle, habria sido la de compararle a un ndufrago, Pues de naufrago eran su desmayado aspecto, sus ojos cerrados a plomo y su boca entreabierta que exhalaba jadeantes suspiros. Mas (para decirlo mejor) nadie hubiera podido ver a Dagoberto tendido boca arriba en la arena, pues la legitima escena deberia trasladarse a un dormitorio en el cual si que dormia nuestro protagonista, sofiando con amigas muertas, con castillos surgidos de una nube y con olas de mar que rompian blancas en la espesura de la noche. Y en esa desmayada actitud de ndufrago, todavia el joven trataba de razonar —en medio de sus suefios— diciéndose que estaba ahi, a la orilla de la costa, esperando a alguien. Repentinamente su espera se vio recompensada, pues es- cuch6 el inconfundible rumor de unos remos moviéndose acompasadamente, y su chapoteo en el agua. Entonces se imaginéd Dagoberto que alguien habia salido del castillo fabuloso, habia tomado un bote y se dirigia en busca de él; de todo eso estaba seguro. Ni por un instante se le ocurrié considerar que el ocupante del bote fuera un anodino pescador que regresara al pueblo después de la faena cotidiana. 25 No. El estaba viviendo una aventura, y en ella ningin personaje de la vida corriente tendria participacién. Todos deberian ser personajes sobrenaturales, frutos de su delirio, y a semejanza de esa bellisima joven, ahora desaparecida, que de tan imperiosa y gentil manera le hab{a conducido hasta la playa. O mas bien dicho —se decia—, compondria su suefio con normalisimos, con diurnos personajes, con hombres y mu- jeres de carne y hueso, pero a los cuales la luz del suetio les conferiria una magica transposicién. Tampoco esta vez, asi como la otra en la que esa desco- nocida se hizo presente, tuvo fuerzas para incorporarse de su improvisado divan de arena, y perezosamente esperd que la embareacién Hegara a la orilla y descendiera su enigmatico tripulante. Este avanz6 por la oscuridad con lentos pasos, aproxi- mandose cautelosamente al joven, y se qued6 a su lado con- templandole en silencio. Dagoberto se trazé velozmente una linea de conducta, y se propuso no tomar la iniciativa frente a estos personajes de pesadilla. Por ningtin motivo les dirigiria Ja palabra antes que ellos mismos hablasen, explicdndole a él sus desatinadas acciones. Asf, pues. cuando la negra figu- ra estuvo a su lado, no se incorporé de su precario divan, limiténdose a levantar sus ojos hacia el desconocido, pero sin una manifiesta curiosidad, como si éste fuera un ser tan in- visible como la misma noche. Permanecieron ambos en esta posicién por un tiempo que a Dagoberto se le antojé larguisimo, hasta que por Ulti- mo el remero se incliné sobre nuestro protagonista, sacudién- dole un hombro con marcada impaciencia, aunque con un respeto contenido. —Vamos —le dijo—. Despierte pronto. Ya sabe usted que el conde de Perth le espera, y que el viaje es largo hasta el castillo. Frente a tan insélita declaracién, Dagoberto dudé por un instante si habia escuchado claramente las palabras del desconocido, y en vez de responderle le miré de alto a bajo (0, mas bien dicho, de abajo arriba, pues estaba de espaldas en la arena), con burlén semblante, y como reflexionando: 26 —Por fin caiste en las redes de la palabra, y has sido ti quien tomé la iniciativa en la conversacién. Este silencio de Dagoberto provocé una honda conster- nacién en el desconocido, quien mascullé algunas ininteligibles frases, y después, como si su misién estuviera cumplida, se limité a contemplar a Dagoberto en un azorado mutismo. Sin embargo, y a pesar de que la escena se desarrollaba tan tdcitamente, un cierto pacto de inteligencia se establecié entre ambos (y desde entonces, un idéntico pacto entre él y todos Jos personajes que veremos actuar m4s adelante) y, obedeciendo al suplicante ademan del remero, se incorporé sin ningtin esfuerzo de su arenoso divan y siguid a la silenciosa figura hasta la orilla misma de las aguas. El mismo ayudé a su acompafiante a empujar el bote que habfa quedado encallado en la ribera, y asimismo le ayudé a deslizarlo dentro del mar. Después salté a la embarcacién, se senté en la popa, de frente al castillo (el que todavia parecia volar en el horizonte), y esperd que el otro hiciera navegar el bote. Asi lo hizo éste, con destreza. Ahora Dagoberto veia bien su rostro, y no porque las tinieblas hubieran disminuido, sino porque ya su retina se hab{a habituado a convivir con las sombras de la noche: el misterioso remero era un anciano. De elevada estatura, se le advertia vigoroso en sus mo- vimientos, a pesar de los afios que curyaban su espalda. Ma- nejaba los remos con grandes brazadas, y aunque se mantenia de espaldas al castillo parecia conocer el camino de memoria, pues ni una sola vez volvié sus ojos hacia atras. Habfa re- caido en su mutismo, y toda su atencién la concentraba en el viaje mismo, apresurando la remada en su coordinado movimiento como si a la verdad estuviera retrasado en su viaje, y acaso culpando a Dagoberto de esta demora, reprochandole su falta de interés ya que al parecer al joven le esperaba en el castillo una entrevista importante. Vestia este singular per- sonaje un tieso traje compuesto de una sola pieza, algo asi como una ttinica de hule o de cuero. Sus cabellos blancos, muy crecidos, se entrecruzaban sobre su frente cual lianas furiosas, mientras sus ojos se clavaban en Dagoberto con una fijeza extraordinaria, 27

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