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político, con diversos periodos de violencia, que convulsionó Francia y, por extensión de
sus implicaciones, a otras naciones de Europa que enfrentaban a partidarios y opositores del
sistema conocido como el Antiguo Régimen. Se inició con la autoproclamación del Tercer
Estado como Asamblea Nacional en 1789 y finalizó con el golpe de Estado de Napoleón
Bonaparte en 1799.
Si bien después de que la Primera República cayó tras el golpe de Estado de Napoleón
Bonaparte, la organización política de Francia durante el siglo XIX osciló entre república,
imperio y monarquía constitucional, lo cierto es que la revolución marcó el final definitivo
del feudalismo y del absolutismo en el país,2 y dio a luz a un nuevo régimen donde la
burguesía, apoyada en ocasiones por las masas populares, se convirtió en la fuerza política
dominante. La revolución socavó las bases del sistema monárquico como tal, más allá de
sus estertores, en la medida en que lo derrocó con un discurso e iniciativas capaces de
volverlo ilegítimo.[cita requerida]
Al primer ministro George Grenville se le ocurrió aplicar “un plan de ajuste”, pero, como
decíamos, no en Gran Bretaña sino en las colonias americanas. Para ello, propuso que el
gobierno fortaleciera el control económico y político sobre sus posesiones imperiales
norteamericanas. El gobierno inglés, pionero en un truco perdurable, intentó disfrazar el
ajuste, con la Ley de Ingresos de 1764, conocida como Ley del Azúcar, que reducía a la
mitad el arancel a las importaciones de melazas extranjeras, mientras gravaba nuevos
productos como lino, seda, añil, café, limón y vinos extranjeros. Además se ampliaba la
lista de mercancías “enumeradas”, aquellas que sólo podían exportarse a Inglaterra.
Londres se convertía así en intermediaria de los productos coloniales, elevando su precio y
quedándose con jugosas ganancias.
El conflicto resurgió en 1773, cuando el Parlamento aprobó la Ley del Té, que otorgaba a la
Compañía Británica de las Indias Orientales el monopolio de la venta de ese producto en
las colonias, desplazando a los comerciantes locales. Las protestas no tardaron en llegar. En
Boston, cuando el gobernador intentó forzar la descarga de un embarque, un grupo de
colonos disfrazados de “indios” tomó los barcos y arrojó la mercancía por la borda. Gran
Bretaña vio en este episodio –que pasó a la historia como el “Boston Tea Party”– un
desafío inadmisible para el orgulloso espíritu imperial y decidió dar un castigo ejemplar,
aislando a la colonia rebelde.
Pero una vez más el tiro le saldría por la culata. En solidaridad con Massachusetts, las
colonias establecieron el boicot a los productos ingleses y crearon un ejército continental, al
mando de George Washington, para enfrentar a las tropas del rey. Inglaterra envió a
mercenarios alemanes, además de las fuerzas regulares, para combatir a los sublevados,
aumentando el resentimiento de los colonos.
Parece increíble que el país que avasalló a lo largo de su historia imperial los derechos
humanos de medio mundo, base su sistema democrático en aquella romántica Declaración
de la Independencia aprobada el 4 de julio de 1776, que contiene conceptos como: “las
leyes de la naturaleza”, que defiende los “derechos inalienables” como “la vida, la libertad
y la búsqueda de la felicidad” y el derecho del pueblo a “abolir o reformar” un gobierno
que atente contra esos derechos.
Once años más tarde, la Constitución norteamericana haría suyo el principio de separación
de poderes propuesto por Montesquieu. El poder estaría dividido en tres: un ejecutivo,
ejercido por un presidente; un legislativo, compuesto por dos cámaras, y un poder judicial.
Tras la victoria de los colonos en la batalla de Saratoga, Francia firmaría la alianza con los
rebeldes en febrero de 1778 y entraría en guerra contra Gran Bretaña. España se sumaría a
los franceses poco después. Uno de los combatientes franceses, el marqués de Lafayette
reconoció en la revolución norteamericana el comienzo de una nueva era: “La era de la
revolución norteamericana, que puede considerarse como el principio de un nuevo orden
social para el mundo entero, es propiamente hablando la era de la declaración de los
derechos” 2. Jacques Pierre Brissot, uno de los líderes de la Gironda, profetizará: “La
revolución americana ha producido la Revolución Francesa: ésta será el foco sagrado de
donde partirá la chispa que incendiará a las naciones cuyos amos se atrevan a acercársela”