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Posición de Nicolas Redondo Terreros

Estas son las palabras más difíciles de escribir. No son pocas las circunstancias adversas que he
vivido. Tampoco fue leve el dolor que me provocó la suspensión de militancia del PSOE, pero
estas palabras, que tiene que ver más con el luto que con la tristeza, son sin duda las que más
me ha costado escribir.

Pero hoy más que nunca, hoy cuando la política española circula al borde del abismo populista,
cuando se está invistiendo a una persona con todos los atributos del iliberalismo, es más
necesario que nunca hablar claro sin temor a las consecuencias que puedan provocar los
iracundos.

Todas las organizaciones que sobreviven largo tiempo suelen mutar, resultando que durante su
existencia pudieran representar realidades muy diferentes. En Ferraz, entre los a liados
convocados y los dirigentes en el Comité Federal, sepultaron al PSOE institucional que nació en
Suresnes.

Entre gritos y cánticos, entre banderas e in amación populista, este sábado sepultaron al mejor
PSOE. Las siglas son las mismas, pero el partido socialista ha mutado.

Hoy no es un partido institucional sino un partido de agitación. No es un partido moderado sino


radical. No es un partido que base su éxito en el apoyo de diferentes sectores sociales sino que
es un partido sectario y tribal. No es un partido que haga de la razón su instrumento de análisis
sino un partido que se dirige a los ciudadanos a través de sentimientos y de pasiones.

Hoy en día no es un partido moderno y europeo. Se ha convertido un partido que mira al pasado,
nostálgico e impregnado de un sentimentalismo cesarista. Hoy tiene más que ver con el partido
justicialista del general Perón que con lo que representaron los protagonistas de la Transición.

El PSOE ha dejado de ser un instrumento político de la sociedad para convertirse en el


instrumento de un líder que interlocuta personalmente con la sociedad.

En este sentido, el sistema del 78 ha perdido (temporalmente por lo menos) una de las piezas
básicas del sistema. El presidente de un gobierno es la persona que concentra más poder. Por
eso mismo está limitado por leyes, jurisprudencia, costumbres y normas éticas que restringen
notablemente su margen de actuación.

Todo intento de relación directa del presidente con la sociedad, soslayando las instituciones
intermedias, se suele convertir en un peligroso salto hacia el populismo “redentor”. La propia
presidencia del gobierno es una una institución que obliga a determinados comportamientos:
evitar los soliloquios, las amenazas a los poderes constituyentes o los contrapesos como la
prensa que la sociedad necesita para evitar el ejercicio absoluto e ilimitado del poder”.

Un presidente concentra todo el poder a cambio de tener restringida su vida personal. El


presidente, con la ayuda de los zelotes más signi cativos, ha inundado la política española de un
sentimentalismo extraviado y amenazante para el desarrollo de la vida pública.

La carta y la posterior catarata de adhesiones plañideras o amenazantes está evitando que


hablemos de la amnistía, de las pretensiones secesionistas de los independentistas, de las
quiebras del principio de igualdad de los españoles que han supuesto los acuerdos de Sánchez
con los nacionalistas, entre otros muchos atropellos al Estado de Derecho.

Hoy, por desgracia, no hablamos del futuro de España sino de las vicisitudes de una familia, que
siendo la del presidente es igual que la de los demás.

Hoy con razón se pueden sentir amenazados periodistas y jueces. Hoy hemos perdido la
seguridad de los márgenes que tenemos los ciudadanos para la crítica. Pareciera que la crítica se
ha convertido en un insulto, en una agresión. Hoy solo hay espacio para las lágrimas y los
exegetas del presidente.
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Algunos dijeron “con Pedro hasta el nal”. Yo digo: hasta el nal con la libertad de expresión, con
la justicia independiente, con la democracia y con la Constitución del 78. Una defensa beligerante
y justa la merecen por encima de todo los principios que inspiran la democracia.

Hoy, cuando hemos dado un salto determinante hacia nuestro peor pasado, es el momento de
mostrar todo el valor en la defensa de aquella concordia mínima de la que hablaba Adolfo Suárez,
y que hoy es absolutamente rechazada por quienes no tienen con anza en nuestro sistema
judicial, por quienes no respetan la pluralidad informativa, por quienes ven en el adversario un
enemigo y al crítico un infame antidemócrata. Después de cinco días de lloros y cálculos, de
emociones descontroladas, de desdén a los dirigentes del PSOE, castigándoles con un
despreciativo silencio, el presidente ha dicho que se queda.

Ha amenazado con una limpieza y ha cambiado su estatus institucional por el tradicional


hispánico caudillaje. Hoy toda crítica puede ser convertida en un delito penal, toda denuncia de la
acción del Gobierno será entendida como fascista desestabilizadora. Hoy hemos dejado de ser
Europa para refugiarnos en el realismo mágico que describía la soledad absoluta de los caudillos
sin límites. Hoy volvemos al pasado al ritmo marcado por una persona que asombra tanto por su
audacia como por su ambición.

Yo soy demócrata, soy moderado, de izquierdas y no estoy en absoluto de acuerdo con un


presidente atrabiliario que no le importa las reglas del juego democrático.

Desde esa vocación democrática pido que volvamos al principio, a aquel tiempo en el que fue
posible poner a España en el mundo y en el futuro, y para eso lo quiera ver o no el renacido
presidente, es imprescindible el acuerdo con el otro gran partido de España.

Expreso para terminar todo mi respeto a las personas y a sus sentimientos más íntimos e
intensos. Pero esa determinación no debe impedir la expresión clara y sincera de lo que
pensamos y de lo que sentimos quienes nos oponemos a aventuras incompatibles con el normal
desarrollo de la vida pública española.
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