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La Sagrada Escritura y San Agustín

Pedro Langa Aguilar, OSA


Doctor en Teología y Ciencias Patrísticas

Las siguientes reflexiones intentan poner de relieve la trascendental importancia de la


Sagrada Escritura en aquel predicador incomparable que fue San Agustín, junto a San
Juan Crisóstomo, el más grande de todos los Padres de la Iglesia en este sublime oficio.
El autor, uno de sus especialistas, expone en estas páginas, a través del contenido y de la
forma y demás aspectos de los sermones agustinianos, la presencia suave, sugeridora,
decisiva, litúrgica, salmódica de la Biblia en la predicación del Obispo de Hipona,
magnífico maestro para los predicadores de la nueva evangelización a la que hoy se nos
convoca.

Lectura Frecuente
La Sagrada Escritura es como la llave de oro que nos abre el corazón de San Agustín.
«Sean tus Escrituras -confiesa- mis castas delicias: ni me engañe en ellas ni con ellas
engañe». Todo un programa de vida en permanente servicio de amor, a cuyo protagonista
cabría aplicarle las palabras de San Pablo a Timoteo: «Desde niño conoces las Sagradas
Letras, que pueden darte la sabiduría que lleva a la salvación» (2Tm 3,15), y de cuyo
ministerio podríamos decir lo que el Vaticano II de la Tradición, que «da a conocer a la
Iglesia el canon de los Libros sagrados y hace que los comprendan cada vez mejor y los
mantengan siempre activos. Así... el Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio
resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo entero, va introduciendo a los fieles en la
verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la palabra de Cristo» (cf. Col 3, 16).
Desde su ordenación hasta su muerte, en efecto, vivió acogido al amor de la Divina
Palabra. Dispensarla, fue la más importante de sus actividades; estudiarla, el más urgente
de sus deberes. Funciones una y otra de un ministerio siempre al servicio del Verbo, no
sólo en la predicación, sino también en el estudio, y dialogando, y discutiendo, y
meditando y escribiendo. Sirvió a la Palabra de Dios sirviéndola, de presbítero y de obispo,
en privado y en público, como catequista, orador, liturgista, escritor y salmista redivivo. En
las reflexiones que siguen me atendré a su oficio de predicador.
Ministro de la Palabra
Una vez presbítero de la comunidad hiponense (a. 391), solicita de su obispo Valerio
tiempo hábil, por lo menos hasta Pascua, «para meditar las divinas Escrituras», en cuyos
salubérrimos consejos espera estar para entonces, o tal vez antes, instruido. Se le alcanza
ya sin dificultad que debe estudiarlas y dedicarse a la oración y a la lectura, pues los
hechos le han enseñado qué necesita un hombre para distribuir el sacramento y la Palabra
de Dios, pero aún desconoce cómo administrar tales misterios buscando la salvación de
los otros antes que el propio beneficio. «¿Cómo conseguir eso, se pregunta, sino pidiendo,
llamando y buscando, es decir, orando, leyendo y llorando, como el mismo Señor
preceptuó?» Vive hasta el episcopado (395), pues, «meditando día y noche la divina ley»
y comunicándosela generoso al monasterio del huerto, en cuya comunidad ha de
encontrar, cuando ciña la mitra, eficaces colaboradores de la Iglesia local y, andando el
tiempo, fecundo plantel de sacerdotes. San Posidio atribuye tan prodigioso desarrollo a la
madurez bíblica del grupo y al ejemplar magisterio del joven monje, llamado pronto a
«edificar la Iglesia del Señor con la palabra de Dios y la recta doctrina».

Dispensador de la palabra y del sacramento es la definición de sacerdote que recurre en


sus escritos, desde las primeras cartas hasta los sermones, donde a menudo figura como
partiendo y repartiendo el pan: «Pero la paz -predicó por mayo del 411 en Cartago- es
semejante a aquel pan que se multiplicaba en las manos de los discípulos del Señor
cuando ellos lo partían y repartían (frangendo et dando)». Servicio de amor ejercido con
infatigable constancia hasta los últimos días de vida. El entrañable amigo y biógrafo
Posidio asegura que «hasta su postrera enfermedad predicó ininterrumpidamente la
palabra de Dios en la iglesia con alegría y fortaleza (alacriter et fortiter), con mente lúcida y
sano consejo».
La palabra que procuraba declarar a los fieles llegaba a éstos como fruto de una riquísima
vida interior, es decir, resultado de intensa meditación, selectiva traducción y cuidadosa
exposición a la vez, servida como pan tierno sobre la mesa, horneado al fuego lento de un
laborioso estudio escriturístico y de una incesante plegaria. El ápice de la elocuencia decía
él, consiste en crear espacios de silencio, o sea, condiciones propicias para pensar,
momentos oportunos de callar, actitudes ideales para adorar, circunstancias, en fin,
atingentes a esa vida que diariamente se abre a Dios, como las flores. La ordenación hizo
de nuestro retórico de Tagaste eso: un diligente servidor de la palabra.

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