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El día 16 de julio por la tarde, después de vender sus libros en alguna librería o baratillo —

todos menos Plauto y Virgilio, que llevó consigo al convento—, convocó a un grupo de
camaradas en el colegio de Porta Caeli para ofrecerles allí una lauta cena (eine herliche
Collacion, dice Iustus Jonas), a la que asistieron «algunos varones doctos, y también virtuosas
mujeres y doncellas», con sumo regocijo de todos, y entre músicas y cánticos, pues Martín tocaba
bien el laúd, se despidió de sus amistades. Al chía siguiente, jueves, fiesta de San Alejo, al
anochecer (yn der Nacht), se dirigió, con algunos de sus más fieles compañeros, al monasterio.
Llamó a la puerta y despidió a sus tristes camaradas. Bajó el prior, que estaría avisado de
antemano, y condujo al postulante no inmediatamente al noviciado, sino a la hospedería (domus
hospitum) contigua al monasterio, en la cual había de pasar varias semanas madurando sus
propósitos de abrazar la vida religiosa y dando tiempo a que los superiores le examinasen y
viesen si efectivamente era idóneo para la Orden.

¿Tenía vocación?
Surge ahora espontáneamente una interrogación: ¿Era aquel joven de veintidós años no
cumplidos apto para la vida monástica? ¿Tenía verdadera vocación religiosa?
Hartmann Grisar, conforme a su teoría de la anormalidad psíquica de Lutero, responde
negativamente. «El voto —escribe—, hecho en un momento de terror irresistible, no podía
considerarse válido. Le faltaban las dos condiciones indispensables: libertad de espíritu y
deliberación. Cualquier director espiritual instruido se lo hubiera podido explicar. Con estas
buenas razones podía Lutero pedir la anulación del voto... Teniendo en cuenta —además de los
rasgos característicos ya notados— sus dotes y disposiciones naturales tal como progresivamente
se fueron manifestando y más tarde produjeron sus efectos a consecuencia de la vida conventual,
se puede con seguridad afirmar: un hombre tal no estaba hecho para el claustro. La vocación al
estado monacal presupone otras cualidades muy diferentes de las que poseía aquella naturaleza
rica y vigorosa, dotada de una sensibilidad sin freno y dominada por la fantasía y por la
obstinación».
Demasiado expeditiva y tajante me parece esta respuesta. ¿Quién será capaz de demostrar que
aquel muchacho algo irascible y propenso a la melancolía, pero tenaz, estudioso y de constitución
suficientemente robusta, llevaba en su organismo el germen de una neurosis incurable? Los
agustinos de Erfurt interrogaron a Martín, antes de admitirlo en el noviciado, acerca de sus
posibles enfermedades, sus costumbres, su vida pasada, etc., y la conclusión fue que era idóneo
para el claustro.
La vocación religiosa implica dos elementos: aptitud natural e inclinación o voluntad
sobrenatural —es decir, fundada en motivos sobrenaturales— hacia la vida religiosa. Que este
segundo elemento no faltó en Lutero, parece deducirse de cuanto queda dicho sobre los motivos
que le indujeron a abrazar esa vida: salvar su alma y servir a Dios cumpliendo su voluntad.
De su aptitud intelectual no cabe la menor duda. La discusión puede versar sobre la aptitud
psicológica. Probablemente, nada tendrá que objetar a la tesis de Grisar el psiquiatra Paul Reiter,
según el cual la vocación de Martín tuvo raíces psicóticas. «El joven cavilador y filósofo no se
hallaba tranquilo en los círculos estudiantiles; sus crisis interiores, con fases de psicosis, habían
empezado, y tomaban desde la pubertad un carácter cada vez más endógeno, acentuándose con la
neurosis. Esto, unido a los casuales eventos externos, que tan fuertemente impresionaron a
Martín, fue lo que le condujo a la puerta del monasterio agustiniano el 17 de julio de 1505».
Todos los que persisten en afirmar su neurosis, hereditaria o adquirida en la niñez, y su
desequilibrio mental, sostendrán naturalmente que era inepto para la vida comunitaria y
cenobítica; pero la crítica histórica no se fía mucho de ciertas aseveraciones de los psiquiatras;

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