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Muhammad Aslam, de 52 años, emigró en los setenta junto a su familia de Pakistán a Copenhague

cuando solo tenía siete años. Las autoridades danesas, como a tantos otros trabajadores de Oriente
Próximo y Asia, les ofreció un trabajo y les dio un apartamento en uno de los bloques de ladrillo rojo
en el número 26 de Mjølnerparken. Aslam creció, maduró, se casó y tuvo cuatro hijos en este
humilde barrio del centro de la capital. Pero Mjølnerparken es algo más que una barriada deprimida y
multicultural. Desde 2010, el Gobierno danés actualiza una ​lista negra​ de áreas con un alto
porcentaje de presencia de inmigrantes “no occidentales” y de bajo nivel educativo y económico. Son
los oficialmente denominados guetos.

En Dinamarca hay 25 guetos y el Gobierno, liderado por Lars Løkke Rasmussen (centroderecha), ​se
ha propuesto erradicarlos para 2030 para promover la integración​, pero, mientras tanto, las
autoridades han implementado hasta 22 medidas restrictivas a la libertad individual que solo afectan
a los habitantes de estas zonas. Mjølnerparken, con 1.752 vecinos el año pasado, es uno de los
guetos más famosos de Copenhague. “El Gobierno utiliza la palabra gueto para que la gente crea
que hay problemas y que las autoridades actúan [para frenarlo]. Pero los problemas que dicen que
hay, no existen”, sentencia Aslam, barba prominente, gorro de oración, y pantalones y camisola
blanca bajo un abrigo azul. El frío ya se nota en esta época del año.
Dinamarca​ celebra elecciones en 2019. Y los partidos de la derecha tradicional (liberales y
conservadores) —que llegaron al Gobierno gracias al apoyo externo del populista y xenófobo Partido
Popular Danés (DF, por sus siglas en danés)— han hecho de los guetos uno de los puntos de la
precampaña electoral. “Hay una competición en el Parlamento ​para ver quién es más duro en contra
de la gente con orígenes en África, Oriente Próximo y Asia​. Y hay quien dice que estas leyes y
programas ​van directamente contra​ los musulmanes”, continúa Aslam.

El escritor danés Morten Pape, de 31 años, pasó su infancia en uno de estos barrios y también tiene
claro que los guetos se han convertido en el chivo expiatorio de los políticos daneses, especialmente
de la derecha. "El DF y otros están utilizando los guetos en precampaña. Se está creando un
escenario de temor [hacia sus vecinos], y el miedo es la mejor arma política", explica. Según las
últimas encuestas, el centroderecha de Rasmussen y la ultraderecha van empatados en segunda
posición por detrás de los socialistas.
En la mezquita suní más cercana —un humilde local que pasa desapercibido en contraste con el
templo de cúpulas celestes chií que hay justo enfrente—, el joven imán de 27 años que insiste en no
decir su nombre, charla con María (como prefiere llamarse para este reportaje), una danesa de
aspecto escandinavo de 55 años cubierta de la cabeza a los pies con un chador oscuro. Se convirtió
al islam hace una década. "Fue el Gobierno quién puso a los inmigrantes en los guetos, y ahora
dicen que no es bueno". Asegura que los musulmanes están en el punto de mira de las autoridades.
Cada viernes de rezo, la policía revisa la oración que predica el imán para comprobar que no sea
demasiado radical, explica el líder religioso, original de Bangladés, resignado y con temor a decir algo
que enfade a sus vecinos. Cree que con la llegada de inmigrantes en 2015, la sociedad se ha vuelto
menos amable hacia el extranjero.
Ahora la gente dice en alto cosas que hace años serían impensables
LISE-LOTTE DUCH, LÍDER DE LA ORGANIZACIÓN FAKTI
Llueve en Mjølnerparken, una especie de urbanización semicerrada de sucesivos bloques de cuatro
pisos de ladrillo encadenados a través de patios, jardines y parques donde un puñado de niñas de
unos siete u ocho años juega al pilla-pilla al salir de la escuela. Son ajenas al foco mediático en el
que se ha convertido su barrio. Las autoridades consideran que son "sociedades paralelas" y por eso
han implementado leyes especiales que solo se aplican aquí; pena de cárcel y económicas dobles,
veto a la reagrupación familiar, penas de hasta cuatro años de prisión a los padres que fuercen a sus
hijos a viajar a sus países de origen —en lo que el Gobierno ha bautizado como "viajes de
reeducación"—, entre otras medidas, acotadas específicamente para los más de 55.000 residentes
de estas áreas en el país escandinavo. Incluso el DF propuso un toque de queda para los niños a las
ocho de la tarde, algo que finalmente no salió adelante.

Y es que la vida dentro de un gueto difiere mucho de la vida fuera de él. Cuando un bebé cumple un
año en un gueto, las autoridades danesas se lo llevan al menos durante 30 horas a la semana para
que aprenda el idioma y los valores daneses. "Si los padres no cumplen con esta obligación, el
municipio debe decidir si le retira las prestaciones por hijo que reciben de las autoridades", estipula el
Gobierno. Pero si el mismo niño —con idénticos padres, apellidos, religión y color de piel— nace al
otro lado de la calle, esto no sucede. “Si vives fuera [del gueto], se te devuelven tus derechos
constitucionales”, se lamenta Aslam, que en 2017 fue elegido por los vecinos para representar los
intereses de los casi 2.000 residentes de Mjølnerparken. "Es terrible. Inhumano", dice el líder en cuyo
austero atuendo resalta un anillo plateado con una inscripción en árabe que resume la identidad de la
mayoría en Mjølnerparken: Alá.
Un blanco en un gueto
Morten Pape, de ojos y tez clara, pasó su infancia en el gueto de Urbanplanen. “Cada vez que decía
de dónde era, la gente se reía de mí, hacía chistes y comentarios que estigmatizaban”, señala. En su
libro ​Planen​ (Politikens Forlag, 2015) refleja la vida en una de estas "ciudades dentro de grandes
ciudades" donde el extranjero era él. “Nunca tuve problemas para encontrar empleo, pero mis
amigos, con otro color de piel y otros apellidos, siempre estaban al final de la lista en las entrevistas
para conseguir trabajo”, continúa para afirmar categóricamente que el estigma en Dinamarca tiene
nombre de calle.
Pero Urbanplanen ya no está en la lista oficial de guetos. El Gobierno establece unos criterios
específicos para que una zona pase a ser gueto, pero cambia los indicadores numéricos para que
ciertas áreas entren —o salgan— cada año de la famosa ​lista negra​. Por ejemplo, el año pasado
había 22 guetos; en 2018, por un cambio de variables, hay 25 porque tres barrios en Aarhus, Odense
y Copenhague han entrado en la lista.
Para que un gueto sea tal, los barrios deben cumplir al menos dos —el año pasado eran tres— de los
siguientes requisitos: que el 50% de sus vecinos proceda de un país "no occidental" o tenga al
menos un progenitor "no occidental"; que el 40% de la población entre 18 y 64 años lleve al menos
dos sin trabajar; que el 2,7% de la población haya sido condenado por delitos relacionados con las
armas o el narcotráfico, un umbral relativamente fácil de alcanzar en zonas de exclusión social; que
el 60% de los vecinos entre 30 y 59 años solo tenga educación primaria (antes valía cualquier tipo de
educación, a partir del pasado mayo el Gobierno la restringió a la "educación danesa"); y que las
familias tengan ingresos bajos.
"Ha habido una sociedad paralela entre las personas con ascendencia no occidental", dice el
Gobierno. Y Dinamarca, con 5,7 millones de habitantes, ha dicho basta a las llegadas de extranjeros,
sobre todo después de la irrupción de 20.825 solicitantes de asilo en 2015 (en su mayoría
procedentes de Siria, Marruecos, Eritrea, Afganistán e Irán, según ACNUR). Los aires xenófobos son
cada vez más evidentes no sólo en la arena política, sino también en la sociedad. “Ahora la gente
dice en alto cosas que hace años serían impensables”, resume Lise-Lotte Duch, líder de la
organización Fakti, que trabaja con mujeres inmigrantes —la gran mayoría musulmanas— sumidas
en la marginalidad social en Copenhague.

A pocos metros de su despacho, se escucha un violín. Una veintena de mujeres se sienta alrededor
de una mesa donde aprenden danés al compás de la música de Mette Smidl, de 60 años. “Muchas
de las mujeres llevan aquí muchos años y no están integradas [en la sociedad]. No hablan danés”,
cuenta esta particular profesora al terminar la clase. Muchas, como Zohreh, iraní de 48 años, viven
en esas sociedades paralelas, los guetos, y no tienen empleo.
"Mi vida en Dinamarca es muy dura. El área donde vivo no es buena; hay problemas, mucha policía,
muchos tiroteos", dice esta iraní que sufre de ansiedad y diversos traumas. Durante años ha
intentado "sin éxito" mudarse de casa. "Es muy difícil salir de ahí", dice. Cuando llegó en 1999, el
país escandinavo la recibió "con los brazos abiertos", pero la actitud reciente de la sociedad no le
hace sentirse bienvenida. "La gente piensa que no quiero hablar danés, pero no es cierto", explica,
paradójicamente, en danés. Aslam, que lleva casi toda su vida en Mjølnerparken también lo cree: "El
país se está yendo cada vez más a la derecha".

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