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Lucio Flavio Arriano

Anábasis
de
Alejandro Magno

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Título original: The Anabasis of Alexander and Indica

© 1884, de la traducción inglesa de la Anábasis de Alejandro Magno: Edward James Chinnock.

Edición: Hodder & Stoughton, Londres.

© 1893, de la traducción inglesa de la Historia Indica: Edward James Chinnock.

Edición: George Bell & Sons, Nueva York.

© 2012-2013, de la traducción castellana de la Anábasis de Alejandro Magno: Alura Gonz.

© 2012-2013, de la traducción castellana de la Historia Índica: Alura Gonz.

Queda rigurosamente prohibida la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio para
fines comerciales, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de
ejemplares. Se autoriza la distribución y el uso NO COMERCIALES de esta obra, siempre que se
reconozca y se cite la autoría de la titular del copyright.

A José Ignacio,

porque sin él esta traducción no habría visto la luz,

y porque una Cornelia siempre paga sus deudas.

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Índice

Índice pág. 3

Prólogo y Cronología – por Joaquín Acosta pág. 4

Prefacio pág. 23

Libro I pág. 24

Libro II pág. 75

Libro III pág. 75

Libro IV pág. 103

Libro V pág. 130

Libro VI pág. 162

Libro VII pág. 194

Libro VIII pág. 228

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ir al índice

PRÓLOGO Y CRONOLOGÍA

ARRIANO: LA MEJOR FUENTE CLÁSICA DE ALEJANDRO


Por Joaquín Acosta

“Arriano no es segundo de nadie que haya escrito bien historia.”

Focio

A Arriano, el pionero en desentrañar al verdadero Alejandro.

VIDA Y OBRA

Lucio –o Aulo- Flavio Arriano [1] nació entre los años 80-95 dC en Nicomedia (Bitinia), por lo
que fue un “heleno asiático romanizado” en genial expresión de Mary Renault. Este admirable
autor pertenece a la estirpe de grandes de las letras helénicas como su modelo Jenofonte o
Polibio de Megalópolis. Fueron tanto intelectuales como destacados hombres de armas, al
tiempo que entendieron el registro histórico como una misión sagrada, la cual debe efectuarse
dentro de un mínimo de rigor y honestidad. Por ello el historiador debe renunciar a tratar de
admirar al lector mediante fabulaciones y distorsión de los hechos. Máxime, cuando la realidad
supera la ficción. Este “triunvirato” de autores se acercó a ese objetivo e ideal, quizás sólo
superados por Tucídides, maestro de historiadores no sólo en la antigüedad, sino de todos los
tiempos.

Así como Jenofonte tuvo la inmensa dicha de ser discípulo de Sócrates, Arriano tuvo durante su
juventud como maestro al filósofo Epicteto, quien enseñara que la libertad es el resultado de la
victoria sobre el miedo. Luego de unos tres o cuatro años de estudios, el emperador Adriano –
sucesor del gran Trajano, el optimus princeps- le concedió el ingreso al Senado romano.
Probablemente sus cualidades le valieron que unos años después (117-120 dC) fuera designado

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cónsul. No fue la culminación de su carrera política: entre los años 131-137 fue nombrado
gobernador de la provincia de Capadocia, donde tuvieron lugar sus hechos de armas más
notables: rechazó repetidas veces una temible invasión de los alanos, pueblo que junto con los
suevos y vándalos fuera el azote de Roma, Hispania inclusive. Hallazgos arqueológicos
indicarían que nuestro buen autor hubiese pisado suelo español [2]. Hacia 145-6 dC fue
designado ciudadano de honor de Atenas. Sobre sus últimos años nada se sabe. Se ha
conjeturado la posibilidad de que Arriano haya sido una víctima más de los últimos años de
Adriano. La hipótesis resulta creíble no sólo en virtud de la ausencia de registros sobre los
postreros días del de Nicomedia, sino igualmente por su obra como se verá a continuación.

Como buen admirador de Jenofonte, Arriano redactó el Periplo del Ponto Euxino que relata un
viaje ordenado por el mismo emperador Adriano y describe la costa del Mar Negro; igualmente
de su autoría es Campaña (o “Formación”) militar contra los alanos; debido a que desde joven
se dedicara “a la caza, la guerra y la sabiduría” adicionalmente Arriano compuso un tratado
sobre Táctica, y elaboró otro sobre la caza (Cinegético), al tiempo que registró las enseñanzas
de su maestro (Diatribas de Epicteto). Si el ateniense escribió las Helénicas¸ su émulo hizo lo
propio con las Bitiníacas, obra en ocho libros. Su obra cumbre desde luego es Anábasis
(expedición) de Alejandro Magno, cuya traducción al castellano ahora efectúa Alura Gonz;
posteriormente escribiría Los sucesos después de Alejandro una historia de los reinos
“diádocos” (sucesores); incluso los clásicos mencionan a Arriano como autor de obras
dedicadas a la física. Si Jenofonte redactó una biografía de Agesilao y otra de Ciro de Persia,
Arriano hizo lo mismo con Dión de Siracusa o Timoleón de Corinto. Y en manera alguna se ha
agotado su listado de obras, tan reconocidas en la antigüedad. Desgraciadamente la mayor
parte de ellas se ha perdido.

Mención aparte debe tener sus Párticas, 17 libros dedicados a las campañas de Trajano. En
adelante entraremos en el terreno de la simple conjetura, pero es necesario para una mayor
comprensión sobre los registros clásicos.

Ya J I Lago en sus diferentes publicaciones ha destacado el paralelismo existente entre César y


Trajano. Ambos personajes fueron de alguna manera “traicionados” por sus sucesores, Augusto
y Adriano respectivamente, pues su proyecto político fue manipulado así como su memoria
histórica. Por ello, Augusto no tuvo escrúpulo en permitir que sus “palmeros” o agitadores de
palmas [3] (Asinio Polión, Tito Livio, Virgilio, Nicolás de Damasco o Veleyo Patérculo, entre
otros) deformaran los hechos. A tal punto, que varias obras de César fueron desaparecidas
(novelas eróticas, tratado sobre los juegos de azar, etc.), anticipándose de esta manera al
sistema de censuras de Torquemada o los nazis.

Adriano no fue menos, y probablemente Arriano fuera una más de sus víctimas.

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Como veremos más adelante, Alejandro y Escipión soportaron una manipulación post-mortem
bastante similar a la de César y Trajano. Como Posteguillo indicara en la nota histórica de su
trilogía dedicada a Escipión, las memorias del vencedor de Aníbal se perdieron. Sólo gracias a
Polibio se ha recuperado parte de tales registros. Con el macedonio aconteció algo similar, en
las condiciones que se expondrán en el apartado correspondiente. Ahora volvamos a Arriano y
Adriano.

Ya durante el gobierno de Trajano tenemos el caso de Tácito, “historietador” experto en


recoger chismorreos, con la finalidad de que los lectores creyeran que los emperadores fueron
unos monstruos. ¿Por qué? Pues para adular al optimus princeps mediante la estrategia
“augustea” de rebajar a la “competencia”, algo que el emperador hispano ni pretendió ni
necesita. Muchos han leído a Suetonio, el autor de las famosas biografías de los doce primeros
césares, pero pocos le identifican como lo que fue: secretario de Adriano, y heredero de los
palmeros de Augusto.

La mayoría de los aficionados a la historia analizan a Adriano a la luz de la obra de Marguerite


Yourcenar. Gracias a ello se minimiza que el ascenso al trono del sucesor de Trajano se efectuó
mediante la manipulación de varios hechos trascendentales, ocultando que el optimus princeps
pretendía que su sucesor fuera elegido por el Senado de Roma (y que jamás designara a
Adriano como heredero político). Igualmente se disminuye que los testigos de estas realidades
-los allegados de Trajano- fueran acusados de traición y eliminados, corriendo la misma suerte
que el mejor arquitecto de su tiempo: Apolodoro de Damasco. Ese fue el verdadero Adriano.

Y Arriano, la mejor fuente clásica de Alejandro Magno, no fue ningún palmero. Seguramente su
historia del principado de Trajano fue “políticamente incorrecta”, al decir las cosas como
fueron en realidad, sin manipulaciones. Posiblemente ello incomodara a Adriano. El hecho es
que junto con la mayor parte de las obras de Arriano, sus Párticas se ha perdido. Y hoy
ignoramos cómo fueron los últimos días del colega de Jenofonte y Polibio.

De ninguna manera es casualidad que los mejores registros en torno a la gestión política de
Alejandro, Escipión, César o Trajano se hayan perdido. Catón el viejo, Augusto y Adriano son
responsables en buena medida de ello, y tanto Jenofonte, Polibio como Arriano tuvieron que
pagar un buen precio por su rigor histórico: desterrados, exiliados y/o silenciados, al menos sin
duda en el caso de los dos primeros. No debe olvidarse cómo sutilmente el de Megalópolis
narra una anécdota con Catón a propósito de su repatriación a Grecia. Célebre fue la manera
en que el enemigo político de Escipión accedió de manera tardía y displicente a esta medida.

La memoria de Alejandro fue igualmente manipulada, y en condiciones análogas a las de los


grandes de Roma (Escipión, César y Trajano) como a continuación se expondrá.

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LAS FUENTES CLÁSICAS DE ALEJANDRO MAGNO

Los registros históricos de la antigüedad relativos a Alejandro con los que se cuenta
actualmente son a menudo contradictorios, dejan vacíos en muchos aspectos y su confiabilidad
queda en entredicho por muchas razones, políticas entre otras. Los primeros historiadores del
conquistador macedonio fueron sus contemporáneos. Entre los más conocidos se tiene a:

Calístenes de Olinto. Sobrino de Aristóteles y -a instancias del filósofo- contratado


expresamente por el soberano para que le sirviera de cronista. Hacia 327 aC fue relevado de
sus funciones por participar en una conjuración contra el propio Alejandro. Mientras que las
fuentes más sensacionalistas sostienen que Calístenes fue condenado por oponerse a la
implantación de la proskýnesis -gesto consistente en arrodillarse reverencialmente, reservado
en Grecia para los dioses, mientras que los persas lo practicaban para con sus reyes y altos
dignatarios- los registros más fiables indican que la traición al rey fue producto de la
indignación compartida en un sector tradicionalista del círculo de poder greco-macedonio a raíz
de la política alejandrina de tolerancia y reconciliación entre vencedores y vencidos.

Desde la antigüedad Calístenes tuvo poca credibilidad debido al estilo adulador y fantasioso de
sus escritos relativos a Alejandro.

Eumenes de Cardia. Primero secretario real de Filipo y luego de su hijo Alejandro. Su principal
misión era la de llevar un registro diario de las órdenes impartidas por el rey así como los
principales acontecimientos en la corte macedónica, incluyendo el ámbito militar. Estos diarios
son conocidos como “Efemérides Reales”.

Estos documentos no estaban destinados a ser publicados. Hoy se les denominaría


“expedientes clasificados” o “secretos de Estado”, pues eran confidenciales y de consulta
exclusiva del rey. A tal punto eran de acceso reservado, que cuando el monarca fallecía, tales
archivos eran sellados y depositados en la biblioteca real (ubicada en la capital tradicional –
Egas- o la nueva –Pela). Por ello resulta fácil deducir que estos registros eran no sólo
detallados, sino fiables.

Marsias de Pela. Hetairo macedonio y autor de una historia de su país que iba desde el primer
rey hasta aproximadamente la mitad del reinado de Alejandro, cuando su propia muerte (307
aC, aproximadamente) le impidió continuar con su trabajo.

Cares de Mitilene. Chambelán o maestro de ceremonias de Alejandro. Por ello enfatizaría más
los festejos adelantados durante el reinado del macedonio, que aspectos políticos o militares.

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Onesícrito de Astipalea. Timonel de la nave real, cuando menos durante la campaña de la India.
Fue Criticado por Estrabón y Luciano como autor fantasioso y adulador, principalmente de su
maestro Diógenes -filósofo cínico de Atenas- al punto de acomodar sus registros sobre los
brahamanes de la India para retratarlos como precedentes del pensamiento cínico.

Nearco de Creta. Amigo de infancia de Alejandro y posteriormente almirante de la fota


macedónica. Su estilo refeja innegable infuencia de Herodoto, el padre de la historia, y hasta
del propio Homero, resaltando la faceta de explorador de Alejandro, haciendo un paralelo con
el mítico Odiseo (Ulises). Pareciera que su obra se hubiese compuesto para desmentir las
fabulaciones de Onesícrito. Al haber conocido tan bien al rey, los especialistas destacan su
registro relativo al pothos (término traducido como “anhelo” o “deseo”; habría que añadir
“ambición” o “voluntad”) de Alejandro. Su obra fue alabada por los más respetados críticos de
la antigüedad.

Medio de Larisa. Personaje polémico, amigo de Alejandro cuando menos durante sus últimos
días. En medio de las recriminaciones que se hicieron los diádocos luego de la muerte del
conquistador, se llegó a sospechar que este personaje estuviera implicado en el fallecimiento
de Alejandro, pues fue el anfitrión del último banquete al que asistiera el rey (sospechándose
que en tal fiesta se le suministrara veneno). De ahí que su obra haya sido tomada con
desconfianza, e interpretada como un “alegato de exculpación”. Sin embargo, hay razones para
dudar que Alejandro haya efectivamente muerto envenenado. Adicionalmente, no todo aquel
que se defiende es necesariamente culpable.

Aristobulo (o Aristóbulo) de Casandrea. Arquitecto de Alejandro. Si bien fue criticado por


Luciano como adulador, es muy diciente que no sólo Plutarco sino el propio Arriano le hayan
tomado como fuente creíble. Igualmente destaca el pothos del conquistador.

Ptolomeo (o Tolomeo) Lágida (hijo de Lago). Noble macedonio y amigo de infancia del propio
Alejandro, terminaría sus días como soberano de Egipto. Participó como combatiente y
posteriormente general en las campañas de Europa y Asia. En su condición de hetairo conocía a
la perfección las costumbres macedonias. Añadiendo lo anterior a su experiencia militar le
convierte en el autor contemporáneo de Alejandro mejor ubicado para narrar su historia.

Cuando Ptolomeo se adueñó de Egipto, igualmente se apoderó del cadáver de su rey y amigo, y
le erigió un monumental mausoleo en la nueva capital egipcia (Alejandría). Por ello resulta más
que probable que el “Hetairo-Faraón” haya consultado las “Efemérides” escritas bajo la
dirección de Eumenes de Cardia, con las ventajas históricas que ello reporta.

Efipo de Olinto. Compatriota de Calístenes, y por ende dispuesto a verle como un mártir de
Alejandro. Su obra “Sobre el funeral de Alejandro y Hefestión” encierra amargas críticas hacia
supuestas depravaciones del macedonio. Vale la pena recordar que Filipo, el padre de

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Alejandro, fue el responsable del saqueo y destrucción de la patria de Efipo, lo cual explica la
segura antipata de este autor hacia los macedonios. Sin duda es de los primeros autores
hostiles, y germen de más de una calumnia y falsa leyenda contra Alejandro y los propios
macedonios en general.

Clitarco de Alejandría. Griego probablemente de Colofón e hijo de Dinón, autor de una obra
dedicada a la historia de Persia. No fue testigo presencial de los hechos por él narrados, pues
no tomó parte en la expedición comandada por Alejandro. Debido a su condición de heleno,
debió albergar la misma antipata hacia los macedonios que Efipo o Demóstenes en Atenas. Al
final de su vida se instaló en Alejandría de Egipto, y obsesionado con adular a Ptolomeo, no
dudó en tergiversar los hechos. Igualmente fue criticado por Cicerón, Quintiliano, Estrabón y
Quinto Curcio Rufo debido a su sensacionalismo.

EL PROBLEMA

Ninguna fuente contemporánea de Alejandro ha llegado a nuestros días. Los autores más
cercanos, o mejor dicho, menos alejados de Alejandro son posteriores al menos en tres siglos a
la vida del hijo de Filipo. Para empeorar la situación, ninguno de ellos es macedonio. Es algo
análogo a estudiar la vida y obra de Fernando el Católico, a través de escritos de autores
ingleses o franceses de finales del siglo XVIII y posteriores exclusivamente. Ahora bien, la
dificultad para interpretar tales fuentes se aumenta, debido a que la historiografía de la edad
antigua dejaba de lado temas evidentes y conocidos en aquella época, pero que en la
actualidad son un completo misterio.

Sin embargo, ¿semejante realidad da derecho a resignarse a permanecer en la ignorancia?


¿Con cuáles documentos cuenta la humanidad acerca de las condiciones de la vida en este
planeta, con anterioridad a la aparición de nuestra especie? Y sin embargo, varias películas
recrean las condiciones de la vida con anterioridad a la aparición de la escritura y de la especie
humana inclusive, en donde cualquier aficionado al tema podrá identificar la tergiversación de
la realidad conocida. Diferenciar la duda de la certeza. Qué se sabe, y qué se ignora.

Si se ha podido desentrañar más de un misterio prehistórico, es igualmente posible hacerlo con


los enigmas históricos. Difícil existiendo siempre, al acecho, el enemigo del error y el equívoco.
Pero a pesar de todo –tal y como nos lo han enseñado César, Escipión y Alejandro- más de un
imposible reside en la mente, y no en la realidad. Tal es el caso de develar ciertos vacíos y
contradicciones relativas a Alejandro de Macedonia. Difícil, pero posible.

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De la misma forma en que se ha podido saber la estructura biológica de una criatura más
grande que tres elefantes a partir de un hueso más pequeño que la mano de un ser humano, o
conocer aspectos de la forma de vida de nuestros ancestros prehistóricos y hasta averiguar los
detalles de una trama política que constituye secreto de Estado, en donde el gran objetivo de
círculos poderosos es crear una fortaleza que proteja el misterio, se puede entonces develar
algunos malentendidos relativos a Alejandro Magno.

Ha sido así como la historiografía contemporánea ha solucionado aspectos tales como la


infundada animadversión edípica entre Filipo y su hijo, el asesinato del primero y la falsa
participación de Alejandro, o el supuesto romance entre éste y su lugarteniente Hefestión, la
difundida ninfomanía de Olimpia, o los verdaderos móviles del saqueo del palacio de
Persépolis, temas ya tratados en historialago.com y profundizados en “Las Campañas de
Alejandro Magno” (Ed. Almena), así como en diferentes hilos de “Las Legiones de Roma”.
Veamos otros aspectos que igualmente ameritan ser analizados.

Irónicamente, la peor fuente contemporánea de Alejandro fue la más divulgada. Así, las fuentes
clásicas con las que hoy se cuenta, dejan de lado los sobrios -y probablemente aburridos-
registros de Ptolomeo. Por el contrario el sensacionalista -pero entretenido y ameno- Clitarco
es profusamente citado por autores antiguos como Diodoro, Diógenes Laercio, Ateneo,
Estrabón, Plutarco, Eliano, Curcio o Estobeo, como bien anota Antonio Bravo García.

Uno es el Alejandro retratado por los moralistas o autores de la corriente denominada


“Vulgata” (los clásicos infuenciados por Clitarco: Justino, Diodoro y Curcio) y otro muy
diferente es el que nos describe Arriano. Plutarco por su parte, en una genial solución de
compromiso, dando gusto tanto a los detractores como a los defensores, aparentemente halla
al verdadero Alejandro. En sus obras, lo retrata como el joven que durante la mayor parte de su
existencia vivió virtuosamente, pero que al final de sus días renegó de algunos de los valores
griegos que le inculcara Aristóteles. Que viva la historia objetiva pero al parecer, ésta sólo
prefiere residir en el Demiurgo…

A partir de estos puntos de vista, los diferentes autores han prolongado el debate hasta la
actualidad. Grote describe de tal manera al macedonio, que hasta los mismos moralistas se
escandalizarían; W. W. Tarn nos retrata a un precursor de Jesús, y fundador de la actual ONU,
lo cual evidentemente desborda el verdadero planteamiento de Arriano. ¿Entonces cuál es el
enfoque acertado?

No faltará la voz que sensatamente sugiera que la solución se encuentra en el punto medio, y
de esta manera acabar con la presente discusión, que perfectamente se podría considerar
bizantina. Pero, ¿en dónde se encuentra tal punto medio? ¿En reconocer que Alejandro fue un
genio, pero que como todo poder corrompe, sus últimos días fueron decadentes? ¿O que el

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macedonio tuvo la fortuna de contar con soldados y generales de primer orden que pudieron
vencer al enfrentarse a un enemigo en decadencia?

El problema con tales soluciones de compromiso, es que son falseadas o desvirtuadas por
acontecimientos debidamente comprobados, como es el caso de las espontáneas muestras de
afecto que tanto macedonios como asiáticos, nobles y plebeyos, sacerdotes y laicos tuvieron
con Alejandro, no sólo en vida o al momento de su fallecimiento, sino con posterioridad a su
desaparición, o la cantidad de veces que los asiáticos pusieron en jaque a las fuerzas
macedonias, por ejemplo.

¿Cuál es el punto medio entre el blanco y el negro? ¿El gris? ¿Cuál tono, claro u oscuro? ¿Un
solo tono, o muchos? ¿Cuáles? ¿Por qué no las franjas negras y blancas? En tal caso,
¿verticales, horizontales o diagonales? ¿Cuántas? ¿Por qué? En ocasiones, no es tan fácil
identificar el centro. Cierto que hay muchísimas probabilidades y “combinaciones”, pero este
sólo hecho no garantiza que todas las soluciones propuestas sean acertadas. En determinado
contexto, una misma cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo, a pesar de la relatividad
inherente al cosmos. Alejandro, en sus últimos días o fue un tirano y/o un decadente, y por lo
tanto aborrecido por sus súbditos, o un verdadero líder visionario y adelantado a su tiempo, y
en consecuencia tanto amado como incomprendido por ellos, tan tpico de la esencia
contradictoria del alma humana.

LOS PUNTOS DE PARTIDA

Como no siempre el camino más fácil u obvio es el más acertado, ha de buscarse otro. Tal es el
caso de analizar las particulares circunstancias y condiciones de las fuentes menos indirectas
con las que hoy contamos. Este no es un ejercicio nuevo. En este sentido, biógrafos del
macedonio como Paul Faure habla del “Examen crítico de los antiguos historiadores de
Alejandro el Magno”, obra del barón Sainte-Croix (1775), la cual tendría una segunda edición
en 1804. Pero en realidad semejante trabajo historiográfico es mucho más antiguo. Ya
podemos ver la propuesta de sopesar las fuentes relativas a Alejandro en el propio Arriano. Y
con todo, un sector de la historiografía contemporánea prefiere la obra de los moralistas de la
Vulgata, esto es, la de los autores que sostienen que Alejandro se dejó corromper por el mundo
asiático.

Tal es el caso de Harold Lamb, quien a propósito de las obras de los testigos presenciales del
reinado de Alejandro, comenta:

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“El Anábasis de Calístenes es todo adulación; Ptolomeo, hijo de Lagos, y rey-consorte de Tais, le
elogia por razones políticas, y lo mismo le sucede al escritor llamado Aristóbulo. Nearco hizo
una escueta relación de los viajes; Onesícrito, un epítome de Amazonas y prodigios. Baeton y
Diognetes hicieron una recopilación de sus trabajos (...)

Arriano, estoico y soldado, pinta al macedonio como un caudillo ideal, y aunque sus elogios se
deben, más que a la realidad, a las fuentes donde se inspiró...”

Paul Faure por su parte, confía más en la obra de Plutarco, Quinto Curcio o Justino, al
considerar que tales escritos corresponden a “los relatos de los soldados, más que los del rey y
sus oficiales”. ¿Cuáles son las razones de semejantes afirmaciones?

En primer lugar, debido a que Arriano, en su “Anábasis de Alejandro”, a la hora de exponer las
fuentes en las cuales basó su obra, manifestó:

“Ptolomeo y Aristóbulo merecen el mayor crédito, Aristóbulo por haber hecho la campaña con
Alejandro y Ptolomeo no sólo por haberle acompañado, sino porque un rey como él tendría
más vergüenza que nadie si mintiera. Y como escribieron tras la muerte de Alejandro, no
tenían ninguna obligación ni la menor necesidad de dinero que les impulsara a deformar la
realidad”

A partir de la anterior cita, Faure expone que Arriano parte del paradigma imperialista de que
los monarcas son seres superiores, incapaces de mentir. En realidad, Faure sencillamente
malinterpreta a Arriano. El autor de la Anábasis de Alejandro en realidad dice que Ptolomeo, al
momento de escribir su biografía, lo hizo para contemporáneos del Magno. Por lo tanto, en su
condición de rey, Ptolomeo se exponía a ser motivo de ridículo (vergüenza) entre sus súbditos,
soldados y adversarios políticos si deformaba la historia de Alejandro ante los mismísimos
testigos presenciales de su reinado. Tal es el verdadero significado del texto de Arriano. Y tiene
toda la razón. Es como si algún cortesano de Calígula, Nerón, Domiciano, Cómodo, Caracalla o
Heliogábalo elaborara una biografía reivindicativa de alguno de estos emperadores, para ser
leída por las víctimas de sus excesos. Obviamente, semejante temeridad se vería recompensada
con el descrédito ante tales lectores, cuando menos. Tales eran las circunstancias en las que
Ptolomeo redactó su historia del reinado de Alejandro, con el agravante de que sus enemigos
políticos (también reyes y contemporáneos del Magno) jamás le contradijeron, con la única
excepción de Casandro (hijo del leal Antpatro). En este punto resulta más que diciente que
haya sido este diádoco quien haya instigado la muerte de la madre, hijo y esposa de Alejandro
(la beldad asiática Roxana, el gran amor del conquistador). Con la misma inquina que exterminó
la familia de su rey, Casandro se dedicó a mancillar su memoria. Un discípulo de Aristóteles
(Teofrasto, el sucesor del maestro en la dirección del Liceo ateniense) registró como verdad
revelada las calumnias de Casandro: masacres, depravación, tiranía por parte del soberano

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macedonio. Los intelectuales de Atenas, la gran enemiga helénica de Filipo y Alejandro,
estuvieron más que dispuestos a creer en esa leyenda negra, máxime verificado el final de
Calístenes –discípulo de Aristóteles- y “colega” de la elite académica ateniense.

Que Aristobulo y especialmente Ptolomeo redactaran la biografía de Alejandro con la única


intención de reivindicar la memoria del Magno, dice mucho acerca de la confiabilidad de su
trabajo, tal y como acertadamente lo expone Arriano. Como también que el resto de diádocos
-enemigos de Ptolomeo sin duda alguna- se abstuvieran de atacar su biografía. Siempre será un
error considerar que Arriano, por las razones que se quieran exponer, fue un ingenuo.

Mucha trascendencia tiene en este proceso de análisis de las fuentes, que ciertos tarados que
no tuvieron escrúpulo alguno en deformar la historia para justificar campos de concentración,
exterminios masivos de seres humanos y otras abominaciones, predicaran que Alejandro fue la
prueba cientfica de la superioridad de la raza aria al unificar a griegos, macedonios y persas,
tres naciones de origen ario. ¿Será racional entonces concluir que el Magno es el precursor del
nazismo? ¿Que los autores de la vulgata son -por las atrocidades de ciertos tarados del siglo XX-
la fuente más confiable?

Profundizando en sus argumentos, el propio Faure expone:

“Desde una perspectiva estrictamente marxista, Alejandro, como emanación de la clase y la


educación de los nobles macedonios, es el símbolo de la explotación de los más débiles por los
más fuertes. Ha sustituido un imperialismo por otro, el de la nobleza iraní por el de sus
compañeros de armas. Al apoderarse de los medios de producción y poder, los macedonios no
han hecho sino perpetuar métodos de explotación tpicamente asiáticos, pues el suelo y las
aguas pertenecen al rey, que deja su disfrute a las grandes familias, al clero, a pequeños
campesinos libres, por medio de toda una jerarquía de prestaciones...”

Es con semejante planteamiento con el que este biógrafo expone las razones por las cuales
desconfía de Arriano. Sería interesante que el actualmente mencionado autor francés
manifestara cómo según los cánones marxistas, Alejandro debió distribuir los puestos en el
banquete de Opis, festn en el cual el Magno promovió la reconciliación entre griegos,
macedonios y asiáticos (por citar un ejemplo) para convencer a Faure de que la finalidad de las
medidas políticas del conquistador macedonio era la de cerrar la brecha entre vencedores y
vencidos.

No es satisfaciendo los yerros de Marx como se debe ponderar una fuente histórica. Lo
adecuado es confrontar los diferentes testimonios con acontecimientos debidamente
verificados, en aras de establecer la confiabilidad de los diferentes autores. Si Alejandro se
limitó a darle gusto a la oligarquía macedónica, tal y como Faure expone, ¿por qué los complots
de los aristocráticos Filotas y Calístenes? ¿El descontento de altos jerarcas macedonios y

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allegados del propio Alejandro como Parmenión, Clito o Aristóteles son acaso la prueba de que
la oligarquía macedonia estaba contenta? ¿Qué decir de la conmovedora despedida entre
Alejandro y sus soldados en Babilonia, poco antes de la muerte del rey? ¿Del trato que los
egipcios dieron al cadáver del Magno, igual que el dedicado a sus dioses patrios? ¿O de las
muestras de dolor de la madre de Darío al enterarse del fallecimiento del Magno? (Esta mujer
se encerró en sus aposentos y se dejó morir de hambre, medida que no tomó al enterarse del
asesinato de su propio hijo). ¿Es que acaso el pueblo llora la muerte de un tirano?

Arriano no fue el ingenuo que retratan los detractores de Alejandro, pues el bitinio jamás quiso
idealizar al macedonio, sino retratarlo tal cual era, pero recordando igualmente las
circunstancias que le rodearon. Ya el mismo Arriano advierte en relación con las fuentes
relativas al Magno que “Acerca de ningún hombre se han dicho tantas cosas, ni tan dispares”.
Historiadores como Carl Grimberg reconocen que Arriano nunca pretendió ocultar o esconder
los defectos y errores de Alejandro. Por el contrario, este político, gobernador, general e
historiador del imperio romano enfatiza la admirable capacidad del Magno para reconocer
públicamente sus pecados y procurar sinceramente no volver a incurrir en ellos, tal y como se
refeja en el episodio de Clito.

Los autores que confían más en la obra de Diodoro o Justino sencillamente desconocen que lo
más probable de todo es que fueran Casandro y Clitarco quienes motivaran a Aristobulo,
Nearco y especialmente Ptolomeo a convertirse en historiadores de Alejandro, ya que se puede
conjeturar que por lo menos el Hetairo-Faraón terminara asqueado por la sarta de mentiras y
sandeces escritas por el historietador griego, principal fuente de los clásicos hostiles a
Alejandro. Desde una perspectiva historiográfica resulta ilustrativo que mientras el adulador de
Clitarco sostuvo que Ptolomeo le salvó la vida a Alejandro en la India, el posterior soberano de
Egipto desmintiera a Clitarco al decir en su propia obra que fueron Leonato y Peucestas,
mientras que él se encontraba en otro lugar. Clitarco fue un adulador que no tuvo escrúpulo
alguno en tergiversar los hechos. Ptolomeo por el contrario, al menos procuró ser honesto en
su registro del reinado de su amigo y rey, como este ejemplo lo ilustra.

En consecuencia, los autores de la Vulgata (Justino, Diodoro, Curcio y en menor medida


Plutarco) simplemente se fundaron en mentiras abiertas y vulgares charlatanerías a la hora de
registrar masacres y depravaciones de Alejandro, y no como Faure sostiene, en los “relatos de
los soldados”. Algo que los detractores deberían tener en cuenta a la hora de atacar al
macedonio, como nos lo recuerda Quintiliano. Una buena razón que explica esta credulidad,
radica en que los autores de la Vulgata asistieron a los “excesos y depravaciones” de Calígula y
Nerón. Por el estado de la historiografía en aquella época, no pudieron evitar asimilar al
emperador macedonio a través de los dos polémicos césares romanos. Arriano por el contrario,

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entendió la antipata que Clitarco como griego sintió hacia los macedonios y sopesó las fuentes
con un rigor que ni siquiera ciertos autores de nuestros días observan. Arriano es un verdadero
adelantado de la historia.

La anterior realidad explica las razones por las cuales mientras que leer a Arriano es tan
enriquecedor, placentero y sorprendente como estudiar las obras de Jenofonte, Polibio o Julio
César (eruditos que al mismo tiempo fueron hombres de estado, discípulos de ilustres
filósofos, valientes soldados y grandes generales), por el contrario analizar la obra de Justino o
Diodoro produce ataques de risa en unos apartes, y fuertes accesos de indignación en otros:
estos autores recrean las batallas en condiciones francamente ilusas, pues se limitan a repetir
los esquemas tácticos descritos en la Ilíada a la hora de narrar las acciones militares de
Alejandro. Algo análogo acontece con el registro de los hábitos personales del macedonio.
Arriano no sólo dejó de lado la obra de Clitarco, sino que ni siquiera menciona a este autor, tan
criticado como retórico e historiador.

Como se puede ver, la memoria de Alejandro, Escipión, César y Trajano fue manipulada no sólo
por sus enemigos extranjeros, sino especialmente por sus sucesores en el poder: Casandro en
Macedonia, y Catón el viejo, Augusto y Adriano en Roma. Es relativamente fácil entender el
caso de los dos primeros, en donde la envidia juega un papel capital, mas no así en los dos
últimos, supuestos herederos. Ahí está la clave: en que fueron supuestos. Adicionalmente y
como lo expone J I Lago a propósito de Augusto, todos estos sucesores estaban mediatizados
por la memoria de personajes que fueron “inmensamente más grandes” que los respectivos
sucesores, en todos los aspectos. Por ello necesitaron restarle méritos a sus predecesores,
rebajándoles y de esta manera ponerlos a la altura de los herederos, mucho más baja. Así la
obra de Arriano que ahora se presenta, se inscribe en la lucha contra la manipulación de la
memoria de los grandes que ya iniciara Polibio en el caso de Escipión o Cayo Crispo Salustio con
César.

La humanidad tiene una deuda gigantesca con Flavio Arriano, pues este admirable hombre de
Estado y escritor perpetuó registros de primera mano relativos a Alejandro Magno, contenidos
a su vez en fuentes que posteriormente habrían de perderse. Su obra es un excelente
contrapeso a las habladurías contenidas en los escritos de Clitarco que, si bien en nuestros días
se han perdido, han sido recogidos por los denominados autores de la Vulgata [4]. Arriano es la
pieza clave en el equilibrio de la balanza alejandrina.

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Copyright by Joaquín Acosta 2003 - 2012.

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CRONOLOGÍA

aC

3000 I época minoica, inicio de la civilización cretense. Colonización de la región


troyana.

1200-1100 Primeras invasiones dorias. Guerra de Troya.- Primeras migraciones de pueblos


egeos a Italia y al Mediterráneo occidental. Formación de las primeras “polis” helénicas.

1183? Caída de Troya.

950-800 Aparición de los primeros alfabetos griegos.

800-575 Desarrollo y organización del Estado espartano. Colonias griegas en Sicilia y en la


Italia meridional.

776 Comienzo de la era de las Olímpíadas.

750? Homero.

750 Inicio de la colonización griega.

753 Fundación de Roma.

683 Arcontado en Atenas.

594 Reforma política ateniense: leyes de Solón.

560-537 Pisístrato, tirano de Atenas. – Recopilación y publicación de los poemas


homéricos.

550 Fundación de Ampurias, primera colonia griega en la península ibérica.

546 Ciro de Persia conquista Lidia.

538 Ciro conquista Babilonia.

525 Cambises, sucesor de Ciro conquista Egipto.

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510-506 Reformas democráticas de Clístenes en Atenas – proclamación de la república
romana.

499 Rebelión de los jonios – comienzo de las guerras médicas.

494 Destrucción de Mileto por los persas.

492 Conquista persa de Macedonia.

490 Batalla de Maratón.

480 Leónidas y su guardia espartana se sacrifican en las Termópilas – Batallas de


Artemisio y Salamina – derrota y huída de Jerjes.

479 Batallas de Platea y Micale – expulsión de los invasores persas.

478 Confederación de Delos – hegemonía ateniense.

474 Píndaro de Tebas: “Odas olímpicas”.

459 Atenas envía su fota en apoyo a los rebeldes egipcios contra Persia – hostilidad
entre Atenas y Esparta.

456 Muerte de Esquilo – esplendor de la tragedia griega.

454 La armada ateniense destruida en la desembocadura en el Nilo. El ejército griego


se rinde en Egipto a los persas.

443 Pérdicas, rey de Macedonia, promueve una rebelión en la Calcídica contra los
atenienses.

431 Comienza la guerra del Peloponeso.

405 Derrota de la fota ateniense en Egospótamos. Asedio de Atenas.

404 Rendición de Atenas. Fin de la guerra del Peloponeso. Comienzo de la


hegemonía espartana.

401 Ciro el joven se rebela contra Artajerjes II – se renueva la alianza entre Ciro y
Esparta. Muerte de Ciro en la batalla de Cunaxa y retirada de los diez mil, capitaneada y
registrada por Jenofonte.

400 Los diez mil llegan al Helesponto. Esparta le declara la guerra a Persia.

399 Sócrates condenado a muerte.

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396 Agesilao, rey de Esparta, invade Asia.

395 Victoria de Agesilao en Sardes. Atenas, Corinto, Tebas y Argos aliadas contra
Esparta a instigación de Persia.

394 Retirada de Agesilao de Asia. Conón de Atenas destruye la fota espartana


gracias al apoyo persa.

392 Reforma militar de Ifícrates en Atenas.

387 Paz de Antálcidas entre Esparta y Persia. “Los griegos compiten por arrastrarse
ante los persas”.

382 Los espartanos ocupan a traición la ciudadela de sus aliados tebanos.

380 Auge de la hegemonía espartana. Campaña política de Isócrates por la unión de


Grecia.

379 Pelópidas libera a los tebanos de la dominación espartana.

378 Nueva confederación marítima ateniense.

374 Armisticio entre Atenas y Esparta.

371 Los espartanos invaden Beocia. Epaminondas de Tebas les derrota en Leuctra.
Comienzo de la hegemonía tebana.

370 Pelópidas y Epaminondas invaden el Peloponeso.

369 Campañas de Pelópidas en Tesalia y Macedonia. El príncipe Filipo rehén en


Tebas.

367 Aristóteles, discípulo de Platón en la Academia ateniense. Acceso de los


plebeyos al consulado romano. Pelópidas en Persia.

364 Victoria y muerte de Pelópidas en Cinoscéfalos. Los tebanos arrasan Orcómenos.

362 Victoria y muerte de Epaminondas en Mantinea. Rebelión de Sátrapas contra


Artajerjes II.

361 Agesilao en Egipto, jefe de mercenarios contra los persas.

359 Muerte de Pérdicas, rey de Macedonia, derrotado por los ilirios. Filipo II
designado regente, se impone sobre varios pretendientes al trono apoyados por Atenas, Tracia
y nobles macedonios. Muerte de Artajerjes II de Persia; sucedido por Artajerjes III Ocos.

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358 Victorias de Filipo sobre peonios e ilirios.

357 Filipo conquista Anfípolis y hace de Pela su capital. Matrimonio con la princesa
Olimpia de Epiro.

356 Alianza de Atenas con ilirios, peonios y tracios. Filipo derrota a los ilirios.
Ocupación de Pydna y Potidea. Nacimiento de Alejandro Magno (octubre). Incendio del templo
de Artemisa en Éfeso.

355 Ascenso político de Demóstenes en Atenas. Filipo designado rey por los
macedonios.

353 Filipo ocupa Metone. A petición de los tesalios interviene en Grecia, azotada por
la “guerra sagrada” pero es derrotado.

352 Filipo en Tesalia y Tracia. Alarma en Atenas.

351 Muerte de Mausolo en Caria. Su viuda Artemisia ordena la construcción del


“Mausoleo”, una de las maravillas del mundo antiguo.

349 Filipo en la Calcídica. Atenas intenta recuperar Eubea y es derrotada.

348 Filipo destruye Olinto.

347 Muerte de Platón. Filipo invade nuevamente Tracia.

346 Paz entre atenienses y macedonios. Fin de la “guerra sagrada”. El Consejo de la


Anfictionía nombra a Filipo en remplazo de los focenses. El rey de Macedonia preside los
Juegos Píticos. Isócrates pide a Filipo que guíe a los griegos contra Persia.

344 II Filípica de Demóstenes, fomentando la agitación de los griegos contra los


macedonios. Artajerjes III Ocos, con ayuda de mercenarios griegos bajo las órdenes de Méntor
y Memnón de Rodas, renueva el papel de súper-potencia de Persia sofocando los
levantamientos en Asia Menor, Chipre y Fenicia, a su vez apoyados por Atenas, Esparta y Tebas.

343 Filipo en Epiro y Ambracia. Los romanos vencen a los samnitas. Aristóteles,
maestro de Alejandro.

342 Persia reconquista Egipto.

341 III Filípica de Demóstenes. Hostilidades de los atenienses contra los aliados de
Filipo.

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340 Asedio de Bizancio por Filipo. Alejandro designado regente. Actuando por
primera vez como general, el príncipe-regente derrota una rebelión de medos o maidos en
Tracia.

339 Campañas de Alejandro en Iliria. Filipo fracasa en su asedio de Bizancio gracias a


Atenas y Persia. Alianza entre atenienses y tebanos. Batalla de Queronea: victoria macedónica y
fin de la hegemonía tebana.

337 Conformación de la Liga de Corinto. Los estados griegos –a excepción de los


espartanos- declaran la guerra a Persia. Nuevo matrimonio de Filipo. Olimpia y Alejandro
exiliados de la corte macedónica.

336 Alejandro vuelve a Macedonia. Una vanguardia de 10.000 hombres al mando del
macedonio Parmenión invade Asia. Luego de una serie de victorias iniciales son rechazados por
Memnón de Rodas, mercenario al servicio de Persia. Los macedonios retroceden desde Éfeso y
Mileto hasta el Helesponto. Asesinato de Filipo. Alejandro es elegido rey de los macedonios.
Rebelión de tracios, ilirios y griegos.

335 Alejandro sofoca las rebeliones y es designado como nuevo comandante en jefe
de las fuerzas armadas griegas contra Persia. Nueva rebelión de Tebas, que es destruida.

334 Desembarco en Asia. Batalla del Gránico – victoria macedónica. Conquista del
Asia Menor.

333 Alejandro deshace el nudo gordiano. Batalla de Issos.

332 Asedio y destrucción de Tiro. Conquista de Gaza y Egipto. Fundación de


Alejandría junto al Nilo.

331 Batalla de Arbelas-Gaugamela. Conquista de Babilonia y Susa. Un levantamiento


espartano es derrotado en Megalópolis por el macedonio Antpatro.

330 Conquista de Persépolis. – Conspiración de Filotas, ejecutado junto con


Parmenión. Asesinato de Darío de Persia por algunos de sus nobles.

329 Conquista de Aracosia.

328 Conquista de Bactria y Sogdia. Muerte de Clito.

327 Matrimonio con Roxana. Conspiración de los pajes. Arresto de Calístenes.


Comienzo de las campañas en India.

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326 Cruce del Indo. Batalla de Hidaspes. Fin del avance hacia el oriente. Navegación
por el Indo hasta su desembocadura. Alejandro gravemente herido en un asedio contra los
malios.

325 Cruce del desierto de Gedrosia. Exploración marítima de Nearco, almirante de la


fota de Alejandro.

324 Últimas campañas de Alejandro. Traición de Harpalo. Demóstenes desterrado de


Atenas. Bodas de Susa entre macedonios y persas. Motn de los macedonios en Opis. Fiesta de
reconciliación de los pueblos. Decreto de regreso de los exiliados griegos. Muerte de Hefestión.

323 Babilonia designada nueva capital del imperio. Embajadas de pueblos


occidentales, y honores divinos a Alejandro. Preparativos para la conquista de Arabia. Planes
para Cartago y occidente. Muerte de Alejandro Magno (Junio).

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[1] Según eruditos como Peppas Delmosou –recogido en el estudio sobre Arriano que hiciera
Antonio Bravo García- el nombre completo pudo haber sido el de Lucio/Aulo Flavio Arriano
Jenofonte. La principal razón para este aserto es la existencia de una estatua que representa a
este personaje en el museo Epigráfco de Atenas, cuyo basamento suministra el últmo nombre.
Lo más probable es que en esa obra se haya enfatzado el paralelismo con otro ilustre hombre
de armas y letras: Jenofonte de Atenas, el famoso autor de la Anábasis (expedición de los diez
mil) y discípulo de Sócrates. Arriano admiraba a este autor al punto que le tomó como modelo.
Así, debemos concluir que la mención de Jenofonte no se debe tanto al nombre completo del de
Bitnia, sino más bien a que los contemporáneos de Arriano reconocieron que el discípulo
alcanzó el nivel del maestro. Debe tenerse en cuenta que Plutarco falleció cuando Arriano
alcanzó la madurez. Por ello el tema de las “vidas paralelas” ya estaba enraizado en el
occidente antguo. Prueba de esta realidad la consttuye un doble Hermes expuesto
permanentemente en el Museo Nacional de Atenas que representa los retratos tanto de
Jenofonte como el de Arriano.

[2] Se trata de un epigrama hallado en Córdoba. Para mayor información consultar A.B.
Bosworth “Arrian in Baetca”, Gr. Rom. And Byz. St. 17 (1976), 55-64. En nuestro idioma se
puede ver A. Tovar, “Un nuevo epigrama de Córdoba”, in Estudios sobre la obra de Américo
Castro, Madrid, 1971, págs.. 403-412; M. Fernández-Galiano, “Sobre la nueva inscripción griega
de Córdoba”, in Emerita 40 (1972), 47-50.

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[3] La expresión es tomada de J I Lago “Las Campañas de Julio César – El Triunfo de las Águilas”,
pág. 240 y sgtes., por el episodio del brote del vástago de palma luego de la batalla de Munda
como presagio de la grandeza de Augusto.

[4] No sobra advertr que Clitarco tan sólo fue una de entre varias fuentes de las obras de
Curcio, Plutarco, Diodoro o Justno. En consecuencia ciertos pasajes de estos autores de la
Vulgata son verídicos al basarse en fuentes más confables como Aristobulo o Nearco, al punto
que no sólo concuerdan con los registros de Arriano, sino que le complementan.

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PREFACIO

He incluido en mi relato como estrictamente auténticos los testimonios acerca de


Alejandro y Filipo en que Ptolomeo, hijo de Lago, y Aristóbulo, hijo de Aristóbulo, están de
acuerdo; y de las declaraciones que difieren entre sí, he seleccionado las que son a la vez las
más creíbles y merecedoras de ser registradas. Distintos autores han dado versiones
divergentes sobre la vida de Alejandro, y no hay ninguno acerca de quien más personas hayan
escrito, o sobre quien haya más desacuerdo entre unos y otros. Sin embargo, en mi opinión, los
relatos de Ptolomeo y Aristóbulo son más dignos de crédito que el resto; el de Aristóbulo
porque sirvió a las órdenes del rey Alejandro en su expedición, y el de Ptolomeo no sólo porque
acompañó a Alejandro en sus campañas, sino también porque él mismo se convirtió en rey más
adelante, y la falsificación de los hechos habría sido más vergonzosa para él que para cualquier
otra persona. Además, son ambos dignos de confianza porque recopilaron sus historias luego
de la muerte de Alejandro, cuando ni la coerción fue utilizada ni una recompensa les fue
ofrecida por escribir algo diferente de lo que realmente ocurrió. He incorporado algunas
declaraciones de otros autores en mi relato, pues me han parecido dignas de mención, y no del
todo improbables, pero las he presentado simplemente como informes acerca de las
actuaciones de Alejandro.

Y si alguno se pregunta por qué, después de que tantos otros hombres hayan escrito
sobre Alejandro, me haya venido a la mente escribir esta historia, después de leer los relatos
de los demás, que así lo haga tras leer la mía.

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LIBRO I

CAPÍTULO I.
MUERTE DE FILIPO II Y ASCENSO DE ALEJANDRO MAGNO – SU CAMPAÑA EN
TRACIA

Según se dice, Filipo II murió cuando Pitodelo era arconte de Atenas, y su hijo Alejandro, por entonces
de alrededor de veinte años de edad, habiendo asegurado su posición como nuevo rey, marchó hacia el
Peloponeso, donde exigió a todos los griegos de allí el mando supremo de la expedición contra Persia,
como ya le había sido otorgado a su padre. De esta manera, le fueron conferidos los mismos honores
que a Filipo, con el beneplácito de todos los griegos, menos de los lacedemonios, quienes respondieron
que no era costumbre suya seguir a otros, sino ser ellos los líderes de otros.
También Atenas intentó cambiar la situación política mediante la rebelión, pero cuando Alejandro se
aproximaba a la ciudad, tan grande fue la alarma de los atenienses, que se apresuraron a concederle
honores públicos mayores incluso que aquéllos de Filipo. Luego de esto, retornó a Macedonia para
preparar la expedición a Asia.

Sin embargo, a principios de la primavera del año 335, tuvo que marchar con el ejército hacia Tracia, a
las tierras de los tribalios y los ilirios, convencido de que éstos tramaban una rebelión, además de que
pensaba que sería muy arriesgado iniciar una campaña tan lejos de su propio reino dejando a sus
espaldas a pueblos sin subyugar cerca de sus fronteras. Partiendo desde Anfípolis, invadió el territorio
de los tracios independientes, teniendo a la ciudad de Filipópolis y el monte Orbelo ubicados al costado
izquierdo del trayecto. Tras cruzar el río Neso, llegó al monte Hemo el décimo día de marcha, y allí al pie
del desfiladero en las estribaciones de la montaña, se encontró con que mercaderes armados y tracios
independientes se habían preparado para impedir su avance, tomando posiciones en la cima del Hemo,
en espera de que llegara su ejército. Habían colocado sus carros delante, para utilizarlos como una
barricada desde la cual defenderse en caso de ser rechazados, así como para echarlos a rodar cuesta
abajo desde la parte más abrupta contra la falange macedonia si estos pretendieran ascender, con la
idea de que, mientras más densa fuera la formación de la falange, con mayor facilidad podrían
dispersarla al chocar violentamente contra ella.

Pero Alejandro era alguien dispuesto a correr riesgos e ideó un plan que le permitiera atravesar la
montaña con el menor peligro posible para sus hombres. Puesto que no exista otro camino alternativo,
ordenó a la bien armada infantería abrir sus filas tanto como el espacio lo permitiera tan pronto los
carros comenzaran a moverse por el declive, formando un pasillo para que éstos pasaran; y quienes se
vieran rodeados por todos lados deberían o hincarse de rodillas todos juntos, o tirarse al suelo, con los
escudos unidos de forma compacta, de tal manera que los carros que bajaban la cuesta por su mismo
impulso saltaran por encima de ellos, sin causarles daño. Todo ocurrió tal como Alejandro había previsto
y ordenado; algunos de los hombres formaron pasillos en las filas de la falange, y otros unieron sus
escudos, mientras los carros les pasaban por encima sin causar mucho perjuicio, y sin que muriera un
sólo hombre bajo las ruedas. A continuación, los macedonios recuperaron el ánimo al ver que los
temidos carros no les habían infigido daño alguno, y cargaron contra los tracios dando fuertes alaridos.
Alejandro ordenó a los arqueros del ala derecha ponerse delante del resto de la falange, la posición más

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conveniente para disparar contra los tracios cada vez que éstos avanzaban. Tomando a su guardia
personal, los hipaspistas y agrianos, él mismo los dirigió hacia la izquierda. Entonces, los arqueros
empezaron a disparar fechas contra los tracios que surgían hacia adelante, logrando repelerlos, y la
falange entró en combate cuerpo a cuerpo, echando de sus posiciones a esos montañeses ligeramente
armados y mal equipados, quienes no esperaron a recibir la carga de Alejandro desde la izquierda, y
tirando sus armas se dieron a la fuga montaña abajo. Cerca de 1.500 de ellos perecieron, sólo unos
pocos fueron hechos prisioneros debido a la velocidad de su huida y su conocimiento del terreno. No
obstante, todas las mujeres y niños que les seguían fueron capturados, junto con todo el botn.

CAPÍTULO II.
BATALLA CONTRA LOS TRIBALIOS

Alejandro envió el botn a hacia el sur, a las ciudades costeras, confiando en Lisanias y Filotas para
encargarse de ponerlo a la venta. Luego, se dispuso a cruzar a través de la cumbre hacia el territorio de
los tribalios, llegando al río Ligino, que dista del Danubio tres días de marcha en dirección al monte
Hemo. Habiendo tenido noticias de la expedición de Alejandro con tiempo, el rey Sirmo de los tribalios,
mandó que las mujeres y los niños de su pueblo se dirigieran al Danubio, y se internaran en Peuce, una
de las islas en medio del río. Hacia allí llegaron también a refugiarse los tracios, por cuyas tierras
colindantes con las de los tribalios avanzaba el macedonio. El rey Sirmo, acompañado de su comitiva,
halló refugio en el mismo lugar, pero la mayoría de sus tribalios huyó hacia el río, de donde Alejandro se
había marchado un día antes.

Enterado Alejandro de ello, dio media vuelta de nuevo y, tras una rápida marcha, los sorprendió en
plena acampada. Quienes se vieron así sorprendidos formaron de prisa en orden de batalla en una
cañada boscosa a lo largo de la orilla del río. Alejandro dispuso a la falange en una columna muy
profunda, poniéndose él mismo en primera línea; también ordenó a los arqueros y honderos que se
adelantaran y descargaran una lluvia de fechas y piedras contra los bárbaros, esperando provocarlos a
salir de la cañada boscosa hacia el descampado sin árboles. Éstos así lo hicieron cuando los tuvieron al
alcance, provocando que los tribalios se lanzaran a una escaramuza cuerpo a cuerpo contra los arqueros
desprovistos de escudos para protegerse; pero se encontraron con que Alejandro, cumplido su
propósito de sacarlos fuera de su terreno, ordenaba a Filotas que cargara con la caballería venida del
norte de Macedonia contra el ala derecha de los tribalios, lado por el que se habían adentrado más en
su salida. Ordenó a Heráclides y Sopolis que dirigieran la caballería de Botiea y Anfípolis contra el ala
izquierda, al tiempo que desplegó la falange con el resto de la caballería por delante y arremetió contra
el centro del enemigo. Mientras sólo hubo escaramuzas en ambos lados, los tribalios no se llevaron la
peor parte y resistieron; pero tan pronto como la falange en formación compacta atacó con vigor, y la
caballería cayó sobre ellos desde diversos sectores, ensartándoles con sus armas y empujando hacia
atrás con sus mismos caballos, entonces al fin se dieron la vuelta y huyeron a través de la cañada hacia
el río. Tres mil de ellos perecieron en el combate, y unos pocos fueron tomados prisioneros, en ambos
casos porque el denso bosque en las lindes del río y la cercanía de la noche impidieron a los macedonios
proseguir la persecución. Según Ptolomeo, las pérdidas de los macedonios fueron once jinetes y
cuarenta infantes muertos.

CAPÍTULO III.
ALEJANDRO EN EL DANUBIO Y EL TERRITORIO DE LOS GETAS

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Tres días después de la batalla, Alejandro llegó al río Danubio, el mayor de todos los ríos de Europa, que
atraviesa un extenso territorio y separa a varios pueblos belicosos, la mayor parte de los cuales
pertenecen a la raza celta, en cuyas tierras están las fuentes del río. Los más remotos de estos pueblos
son los cuados y los marcómanos, seguidos de los iaziges, una rama de los sármatas, y los getas, quienes
creen en la inmortalidad; luego viene la rama principal de los sármatas, y finalmente los escitas, cuyas
tierras se extienden hasta tan lejos como la desembocadura del río, allá donde por medio de cinco
bocas vierte sus aguas en el mar Euxino.

Allí, Alejandro se reunió con algunos barcos de su fota procedentes de Bizancio, que habían venido por
el Euxino y luego subido río arriba. Embarcó en ellos a su arquería y las tropas de infantería pesada, y
puso proa hacia la isla donde los tribalios y tracios habían escapado. Al querer desembarcar, los
bárbaros descendían a la orilla del río para atacarlos cada vez que los barcos, pocos en número y con
escasa tropa, lo intentaban. Aparte, las costas de la isla eran casi en todas partes muy empinadas y
escarpadas para el desembarco, y la corriente del río, como es natural en los estrechos entre una orilla y
otra, era rápida y difícil de navegar.

Por ello, Alejandro retiró a sus barcos, decidido a cruzar el río e ir a por los getas, que vivían en la otra
orilla. Había observado que gran número de ellos – 4.000 de caballería y 10.000 de infantería – se
habían reunido en la playa con el propósito de impedirle el paso en caso de que intentara cruzar el río;
además, le había entrado el deseo de ir más allá del Danubio. Subió, entonces, a bordo, pero antes, hizo
que sus hombres rellenaran con paja las pieles que les servían para armar sus tiendas, y mandó
recolectar de los alrededores todos los botes que se hallaran. Éstos estaban hechos de un único tronco,
y los había en abundancia, pues las gentes que vivían cerca del Danubio los usaban para la pesca, a
veces también para viajes de comercio entre ambas orillas a lo largo del cauce, y para la piratería. Una
vez conseguida la mayor cantidad que se pudo, embarcó en ellos tantos de sus soldados como fue
posible; de esta manera, cruzaron el río con Alejandro unos 1.500 jinetes y 4.000 soldados de a pie.

CAPÍTULO IV.
DESTRUCCIÓN DE LA CIUDAD DE LOS GETAS – LA EMBAJADA DE LOS CELTAS

Cruzaron durante la noche, desembarcando en un sitio cubierto por trigales crecidos, permitiendo así
que el cruce fuera más secreto. Al despuntar el alba, Alejandro llevó a sus hombres a través del
sembradío, caminando inclinados y agarrando las lanzas de manera transversal, rastrillando el trigal al
avanzar hacia el terreno sin cultivar. Mientras la falange avanzaba así por de los sembradíos, la
caballería la seguía. Cuando emergieron de los cultivos, Alejandro giró su montura hacia la derecha, y
mandó a Nicanor que formara la falange en cuadro compacto. Los getas no pudieron siquiera resistir el
primer embiste de la caballería, pareciéndoles increíble la audacia de Alejandro al cruzar en una sola
noche el Danubio, el más caudaloso de los ríos, sin necesidad de construir un puente. Terrorífica para
ellos fue también la solidez de la falange, y la violenta carga de la caballería. En un primer momento,
huyeron para refugiarse en su ciudad, que estaba a una parasanga del Danubio; pero cuando vieron que
Alejandro hacia marchar a su falange con muchas precauciones a lo largo de la orilla del río, para evitar
que su infantería pudiera verse rodeada por los getas en una emboscada, y que enviaba a su caballería
directamente contra su ciudad, la abandonaron por estar mal fortificada. Se llevaron a tantos de sus
mujeres y niños como sus caballos podían soportar, y escaparon a las estepas desérticas, en la dirección
que llevaba lo más lejos posible del río. Alejandro tomó la ciudad y todo el botn que los getas habían
dejado atrás, nombrando a Meleagro y Filipo como encargados de él. Después de arrasar la ciudad,

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ofreció un sacrificio a orillas del río a Zeus Protector, a Heracles, y al mismo Danubio, por permitirle el
cruce, y mientras todavía era día, lideró a todos sus hombres sanos y salvos de vuelta al campamento.

Allí acudieron embajadores de Sirmo, rey de los tribalios, y de las demás naciones autónomas de las
cercanías del Danubio. Algunos de ellos venían de parte de los celtas que moraban cerca del golfo de
Jonia, gentes de gran estatura y maneras arrogantes. Todos ellos anunciaron que venían para obtener la
amistad de Alejandro. A todos ellos les hizo promesas de amistad, y recibió las promesas de ellos a su
vez. Luego, preguntó a los celtas qué asunto era causa de especial pánico en su mundo, esperando que
su gran fama hubiera llegado a los celtas y hubiera penetrado aún más allá, y lo que dirían sería que le
temían a él por encima de todo. Pero la respuesta que le dieron los celtas fue contraria a sus
expectativas; pues ellos, que vivían en un territorio de difícil acceso, y conocedores de que su rumbo
sería en otra dirección, le contestaron que lo que más temían era que en algún momento el cielo cayera
sobre sus cabezas. A estos hombres Alejandro los despidió llamándoles amigos suyos, y dándoles el
rango de aliados, añadiendo además el comentario de que los celtas eran unos fanfarrones.

CAPÍTULO V.
REBELIÓN DE CLITO Y GLAUCIAS

Cuando Alejandro se adentró en la patria de los agrianos y peonios, llegaron mensajeros a informarle
que Clito, hijo de Bardilis, se había rebelado, y que el rey Glaucias de los taulantios se le había unido.
Otros más llegaron para advertirle que los autariatos planeaban caer sobre él en plena marcha. Como
consecuencia, decidió acelerar la marcha sin más demoras; pero entonces el rey Langaro de los
agrianos, quien ya en vida de Filipo había sido abiertamente un amigo y aliado de Alejandro, y que en
ese tiempo había acudido personalmente como embajador ante él, en esta ocasión acudió también
acompañado de su guardia personal, integrada por los mejor provistos y más eficientes de sus hombres.
Al oír que Alejandro inquiría acerca de qué tipo de gentes eran y cuántos hombres tenían los autariatos ,
le aseguró que no debía preocuparse, ya que éstos eran los menos belicosos de las tribus de aquellos
lugares, y que él, Langaro, podía hacer una incursión en su territorio para mantenerlos demasiado
ocupados para poder atacar a los macedonios. Con la aprobación de Alejandro, realizó el ataque tal
como había propuesto, y arrasó sus tierras, obteniendo muchos cautivos y grande botn. En
recompensa, Langaro recibió los más altos honores y regalos muy valiosos de parte de Alejandro,
incluyendo la promesa de darle a su hermana Cinane en matrimonio cuando visitara Pella. Pero, en el
camino de retorno a su hogar, Langaro enfermó y murió.

Después de este suceso, Alejandro marchó por las riberas del río Erigon hacia la ciudad de Pelión,
enterado de que Clito se había apoderado de ella. Acampando en el río Eordaico, resolvió atacar las
murallas al día siguiente, pero Clito se había hecho fuerte en las montañas que la rodeaban, y dominaba
la ciudad desde las alturas cubiertas por densos matorrales. Sus intenciones eran caer sobre los
macedonios desde todas direcciones; sin embargo, aún no llegaban las tropas del rey Glaucias de los
taulantios cuando las fuerzas de Alejandro ya estaban cerca de la ciudad. Tras sacrificar tres niños, igual
número de niñas y carneros negros, salieron a entablar combate cuerpo a cuerpo con los macedonios
que se aproximaban. Tan pronto como los macedonios respondieron al ataque, éstos abandonaron sus
posiciones ventajosas para refugiarse en la ciudad, con tanta prisa que incluso sus víctimas sacrificiales
fueron posteriormente halladas todavía yaciendo en el suelo.

Alejandro los obligó a encerrarse en ella, colocando su campamento alrededor de las murallas; sin
embargo, cuando al día siguiente llegó el rey Glaucias de los taulantios con una fuerza numerosa,

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abandonó la idea de capturar la ciudad, dándose cuenta de que, si asaltaba las murallas, las tropas con
las que disponía no podrían lidiar al mismo tiempo con las muy belicosas tribus refugiadas allí y con el
ejército de Glaucias, mayor que el suyo, que le acosaría tan pronto intentara el asalto. Envió, pues, a
Filotas en busca de forraje con todas las bestias de carga del campamento, bajo la protección de una
unidad de caballería. Al oír de esta expedición, Glaucias le salió al encuentro, tomando posición en las
montañas que rodeaban la planicie donde Filotas tenía intención de conseguir el forraje necesario. Tan
pronto Alejandro supo que sus animales y sus jinetes estarían en grave peligro si la noche los sorprendía
donde estaban, tomó a los hipaspistas, los arqueros, los agrianos, y cerca de 400 jinetes consigo para ir
a su auxilio a toda velocidad. Dejó al resto del ejército atrás, en las afueras de la ciudad, para impedir
que los cercados se apresuraran a salir para reunirse con Glaucias, como habrían hecho si todo el
ejército macedonio se hubiera retirado. Cuando Glaucias percibió que Alejandro se estaba acercando,
evacuó las posiciones en las montañas, permitiendo que Filotas y sus fuerzas retornaran a salvo al
campamento. No obstante esto, Clito y Glaucias creían todavía que habían cogido a Alejandro en una
posición muy desventajosa en comparación a la suya, en posesión de las montañas en cuyas alturas
podían colocarse una numerosa cantidad de jinetes, lanzadores de jabalina, honderos y una
considerable fuerza de infantería pesada. Por otra parte, se esperaba que los sitiados en la ciudad
salieran a atacar y perseguir muy de cerca a los macedonios si se retiraban. También el terreno a través
del cual Alejandro debía moverse era demasiado estrecho y boscoso, limitado por el río por un lado, y
por el otro lado por una montaña muy alta y escarpada, por lo que no habría espacio para que su
ejército pasara, aunque los hipaspistas formaran en una columna de sólo cuatro en fondo.

CAPÍTULO VI.
DERROTA DE CLITO Y GLAUCIAS

Ante tal circunstancia, Alejandro formó a su ejército de tal manera que la profundidad de la falange era
de 120 hombres, estacionando 200 de caballería en cada ala, con orden de mantener silencio y acatar
rápidamente lo que les indicara. A los soldados de a pie, les instruyó llevar las lanzas en vertical y luego,
a una señal suya, las inclinaran en ristre primero a la derecha, luego hacia la izquierda, siempre
manteniéndose muy juntos. Luego, puso en movimiento a la falange, haciéndola girar ya a la derecha,
ya a la izquierda, de este modo organizando y reorganizando sus líneas varias veces y muy rápidamente;
por fin, formó su falange en una especie de cuña, y la condujo hacia la izquierda contra el enemigo, que
había estado durante todo este tiempo contemplando estupefacto tanto el orden como la rapidez de
sus evoluciones. En consecuencia, no pudieron sostener el embate de Alejandro, abandonaron las
primeras estribaciones de la montaña. Ante esto, Alejandro ordenó a los macedonios elevar el grito de
batalla y hacer ruido golpeando sus armas contra sus escudos, y el ejército de los taulantios, aún más
alarmado por el ruido, volvió a la ciudad a toda velocidad.

Alejandro vio cómo sólo unos pocos de los enemigos seguían ocupando una cresta, cerca del pasadizo
por el que debían transitar. Ordenó a sus guardaespaldas y Compañeros tomar sus escudos, montar en
sus caballos e ir hacia la colina, y cuando llegaran, si los que ocupaban la posición les esperaban, la
mitad de ellos saltaran de sus caballos para luchar como soldados de a pie, mezclándose con la
caballería. Pero, tan pronto el enemigo vio aproximarse a Alejandro, renunciaron a sus posiciones en la
colina y se retiraron a las montañas en ambas direcciones, permitiendo que Alejandro y sus Compañeros
la ocuparan. Mandó luego llamar a los agrianos y arqueros, cuya fuerza era de 2.000; y ordenó a los
hipaspistas que cruzaran el río, seguidos de inmediato por la infantería macedonia, con la instrucción de
formar ordenadamente en el lado izquierdo tan pronto llegaran a la otra orilla, para que los sucesivos
cuadros de la falange que cruzaban el río pudieran formarse compactamente enseguida. Él, ubicado en

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la vanguardia, observaba todo el tiempo desde la colina el avance del enemigo, quienes al ver aquellas
tropas cruzando el río, bajaron desde las montañas para enfrentarlas, y atacar a Alejandro por la
espalda mientras se retiraba. Pero, cuando empezaban a acercarse a él, Alejandro les salió al encuentro
con sus hombres, y la falange, dando alaridos, se dispuso a avanzar por el río. Viendo el enemigo que
todos los macedonios se les venían encima, cedieron y se dieron a la fuga. Entonces, Alejandro comandó
a los agrianos y arqueros a cruzar a toda prisa el río, siendo él mismo el primero en cruzarlo. Cuando vio
que el enemigo presionaba a su retaguardia, hizo colocar su artillería en la ribera, y ordenó a sus
ingenieros que dispararan toda suerte de proyectiles tan lejos y con tanto ímpetu como se pudiera, y
también indicó a los arqueros que se internaran en las aguas y, desde la mitad del río, descargaran sus
fechas contra los atacantes. Dado que Glaucias no se atrevió a avanzar tanto como para colocarse
dentro del rango de tiro de los proyectiles, los macedonios pudieron terminar de cruzar sin perder un
hombre.

Tres días después, Alejandro descubrió que Clito y Glaucias habían montado su campamento de manera
tan negligente, que ni sus centinelas se hallaban en sus puestos, ni había una empalizada o una zanja
que los protegiera, pues pensaban que había huido por miedo, y que habían dispuesto sus líneas tan
extensamente que era una desventaja. Decidió entonces, cruzar el río en secreto durante la noche,
llevándose con él a los hipaspistas, los agrianos, arqueros y las unidades de Pérdicas y Coeno, dejando
órdenes de que el resto del ejército los siguiera luego. Tan pronto vio una oportunidad favorable para
atacarlos, sin esperar a que todas sus tropas llegaran, despachó a los arqueros y los agrianos contra el
enemigo. Éstos, formados en falange, cayeron de improviso en furiosa arremetida sobre el fanco más
débil, y mataron a algunos de ellos todavía en sus camas, capturando fácilmente al resto en su huida.
Muchos fueron los muertos y capturados en la retirada desordenada y aterrorizada que siguió a
continuación, dejando pocos sobrevivientes para ser hechos prisioneros. Alejandro prosiguió la
persecución hasta las montañas taulantias, y los que sobrevivieron tuvieron que escapar dejando tiradas
sus armas por el camino. Clito huyó primero a refugiarse en la ciudad, a la que prendió fuego, y luego
partió a buscar cobijo donde Glaucias, en las tierras de los taulantios.

CAPÍTULO VII.
LA REBELIÓN DE TEBAS

Mientras esto ocurría, algunos de los que habían sido exiliados de Tebas, retornaron de noche y
entraron en ella con la ayuda de algunos ciudadanos que tenían el afán de fomentar un levantamiento
contra los gobernantes; aprehendieron y ejecutaron fuera de la fortaleza Cadmia a los dos hombres que
estaban al mando, Amintas y Timoleo, quienes no sospechaban de tales planes hostiles. Luego, se
dirigieron a la asamblea pública e incitaron a los tebanos a rebelarse contra Alejandro, esgrimiendo
como pretextos palabras venerables y gloriosas como libertad y libre expresión, e instándoles a liberarse
por fin del pesado yugo macedonio. En base a sostener con firmeza que Alejandro había muerto en
Iliria, pudieron llegar a persuadir a la multitud, y lo que es más, este rumor era frecuente; por muchas
razones había ganado credibilidad, entre ellas porque había estado ausente mucho tiempo, y porque
ninguna noticia se tenía de él. Como es habitual en tales casos, por desconocerse los hechos, cada uno
especulaba por su lado y creía lo que más le placiera.

Cuando lo que estaba sucediendo en Tebas llegó a oídos de Alejandro, éste consideró que no era un
movimiento que se debía menospreciar en absoluto; ya desde hace mucho tiempo desconfiaba de la
ciudad de Atenas, por lo que no le parecía que la acción audaz de Tebas fuera trivial, pues también los
lacedemonios, que habían estado durante mucho tiempo descontentos con su reinado, más los etolios y

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algunos otros estados en el Peloponeso, que no eran firmes en su lealtad a él, podrían participar en el
esfuerzo rebelde de los tebanos. Por ello, llevando a su ejército a través de Eordea y Elimiotis, pasando
por las montañas de Estimfea y Paravea, llegó en siete días a Pelina de Tesalia. Partiendo de allí, llegó a
Beocia el sexto día de marcha, de forma que los tebanos no se enteraron de que había pasado por el sur
de las Termópilas, hasta que arribó a Onquesto con sus tropas completas. Aún entonces, los cabecillas
de la revuelta afirmaban con vehemencia que era Antpatro, que había salido de Macedonia con su
ejército, y no Alejandro, pues estaba muerto, chocando furiosamente con quienes anunciaban que era
Alejandro en persona quien avanzaba contra ellos. Decían que debía tratarse del otro Alejandro, el hijo
de Eropo, quien venía. Al día siguiente, Alejandro había salido de Onquesto, y, acercándose a la ciudad,
instaló su campamento en el terreno consagrado a Iolao, con la intención de darles a los tebanos más
tiempo para arrepentirse de su deshonrosa resolución, y enviarle una embajada. Pero, parecían estar
muy lejos de querer llegar a un acuerdo, pues su caballería y una numerosa fuerza de infantería ligera
salieron de la ciudad e iniciaron una escaramuza con los macedonios en los bordes del campamento,
matando a algunos de ellos. Ante ello, Alejandro envió una partida de infantería ligera y arqueros para
repeler la partida, que ya se acercaba mucho al campamento, y éstos pudieron repelerlos con facilidad.
Al otro día, marchó con el ejército entero hacia el otro extremo, donde estaba la puerta que llevaba a
Eleutera y Ática; no obstante, ni aún entonces asaltó la muralla, sino que acampó no muy lejos de
Cadmia, para poder auxiliar con prontitud a los macedonios que ocupaban la ciudadela. Los tebanos
habían bloqueado Cadmia con una barrera doble, con guardias a cargo, para que ninguno de afuera
pudiera prestar ayuda a los sitiados, y para que a la guarnición no le fuera posible hacer una incursión
mientras ellos atacaban al enemigo fuera de las murallas. Mas Alejandro se mantuvo en el campamento
cerca de Cadmia, porque tenía todavía el deseo de llegar a un arreglo amistoso con los tebanos antes de
tener que combatirlos. Entonces, cuando aquéllos de entre los tebanos que conocían bien lo que era
mejor para los intereses de todos, mostraron su disposición de salir al encuentro de Alejandro y obtener
el perdón para la ciudadanía de Tebas por su rebelión, los exiliados y quienes los habían llamado de
regreso a la ciudad, continuaron incitando por todos los medios al populacho a tomar las armas; ya que
no tenían esperanza alguna de obtener para sí mismos ningún tipo de indulgencia de parte de
Alejandro, especialmente los que de entre ellos eran beotarcas.

Pese a todo, Alejandro seguía sin atacar la ciudad.

CAPÍTULO VIII.
LA CAÍDA DE TEBAS

Ptolomeo, hijo de Lago, nos cuenta que Pérdicas, quien estaba situado con su propio destacamento en
la guardia del campamento, no muy lejos de la empalizada enemiga, no esperó a una señal de Alejandro
para comenzar la batalla, y fue el primero en asaltarla por su cuenta; y, habiendo abierto una brecha en
el medio, cayó sobre las fuerzas de la vanguardia tebana. Le siguió Amintas, hijo de Andrómenes, que
estaba a su lado, también por su propia cuenta, al ver que Pérdicas había penetrado en la barrera.
Cuando Alejandro los vio, mandó al resto del ejército tras ellos, temiendo que sin apoyo fueran
interceptados y aniquilados por los tebanos. Dio instrucciones a los arqueros y agrianos de lanzarse
contra la empalizada, sin involucrar por el momento a los de su guardia y los hipaspistas. Luego,
Pérdicas, abriéndose paso a la fuerza a través de la segunda empalizada, fue allí abatido por una fecha,
y tuvo que ser retirado muy malherido al campamento, donde con dificultades pudo curársele la herida.
Sin embargo, los hombres de Pérdicas, en compañía de los arqueros enviados por Alejandro,
continuaron atacando a los tebanos y los arrinconaron en la hondonada que llevaba al templo de
Heracles, siguiéndolos hasta el templo mismo. Los tebanos, dando media vuelta, una vez más avanzaron

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desde esa posición dando gritos, y pusieron en fuga a los macedonios. Euribotas el Cretense, capitán de
los arqueros, cayó con cerca de setenta de sus hombres, pero el resto huyó en dirección a la guardia real
de Macedonia y las tropas de hipaspistas. Viendo Alejandro que ahora eran los suyos quienes se daban a
la fuga, y que los tebanos habían roto su formación para perseguirles, los atacó con su propia falange en
perfecta formación de batalla, haciéndoles retroceder hasta las puertas de la ciudad. Los tebanos
escaparon en tal estado de pánico que, al ser empujados hacia las puertas, no tuvieron tiempo de
cerrarlas; todos los macedonios que les pisaban los talones a los fugitivos entraron tras ellos dentro de
las murallas, las que estaban sin centinelas por la cantidad de tropas acampadas enfrente de ellas.
Cuando los macedonios entraron en Cadmia, algunos se adentraron en ella y salieron en compañía de
los ocupantes de la fortaleza, yendo luego por el templo de Anfión hacia el otro extremo de la ciudad;
pero otros que traspasaron las murallas, ahora en poder de las tropas que se habían lanzado hacia ellas
detrás de los fugitivos, corrieron hacia la plaza del mercado. Los tebanos que se habían hecho fuertes en
sus puestos frente al templo de Anfión, permanecieron allí por un corto tiempo; cuando los macedonios
los presionaron desde todas las direcciones, azuzados por Alejandro, que iba de un lugar a otro, su
caballería escapó atravesando la ciudad y salió al campo, y entre la infantería fue el sálvese quien
pueda. Ahora, ya sin poder defenderse, los tebanos fueron masacrados, no tanto por los macedonios
como por los focios, plateos y otros beocios, que ventilaron antiguos rencores contra ellos mediante la
matanza indiscriminada. Algunos ciudadanos fueron incluso muertos en sus propias casas, unos pocos
de ellos tratando de defenderse, y otros que se hallaban en los templos implorando la protección de los
dioses; ni las mujeres y los niños fueron respetados.

CAPÍTULO IX.
LA DESTRUCCIÓN DE TEBAS

Lo sucedido fue considerado una enorme calamidad por el resto de los griegos, a los que la conmoción
golpeó en grado no menor que a quienes habían tomado parte en la lucha, tanto por la importancia de
la ciudad capturada, como por la celeridad del suceso, ya que este resultado era el contrario a las
expectativas de las víctimas y de los perpetradores. Los desastres que sufrieron los atenienses en Sicilia,
por el número de aquellos que perecieron, no trajeron menos desdicha a la ciudad. Sin embargo, debido
a que su ejército fue destruido lejos de su tierra, estaba compuesto en su mayoría por tropas auxiliares
que por atenienses nativos, y porque su propia ciudad quedó intacta, por lo que después lograron
proseguir aquélla guerra durante mucho tiempo, a pesar de la lucha contra los lacedemonios y sus
aliados, así como contra el Gran Rey de Persia; éstos desastres, digo yo, no produjeron en los
involucrados en esta calamidad una igual sensación de gran desgracia, ni causó entre los demás griegos
similar consternación por la catástrofe. De igual forma, la derrota sufrida por los atenienses en
Egospótamos fue sólo naval, y la ciudad no recibió otra humillación que el derribo de los Muros Largos,
la rendición de la mayor parte de sus naves, y la pérdida de la supremacía. Pero conservó su forma
acostumbrada de gobierno, y no mucho después, recuperaba su antiguo poder al punto de ser capaz de
reconstruir aquellos muros, volver a tener el dominio del mar, y a su vez protegerse del peligro extremo
que significaban los formidables lacedemonios, que habían llegado a casi borrar su ciudad del mapa. Por
otra parte, las derrotas de los lacedemonios en Leuctra y Mantinea los dejaron atónitos más bien por lo
inesperado de todo ello, que por la cantidad de las bajas. Y el ataque conjunto de beocios y arcadios
bajo Epaminondas contra Esparta, causó espanto entre los mismísimos lacedemonios y sus aliados en la
causa más por la novedad del hecho, que por el peligro en sí. La captura de Platea no fue un desastre de
proporciones, por razón del pequeño número de ciudadanos que fueron hechos prisioneros, ya que la
mayoría había escapado a Atenas. Finalmente, lo de Milo y Esciona simplemente se trató de la captura

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de dos ciudadelas insulares, y provocó más vergüenza a los captores que sorpresa a la comunidad griega
en su conjunto.

En cuanto a Tebas, su rebelión tan súbita y sin muchas consideraciones previas, la toma de la ciudad en
un tiempo tan corto y sin dificultad alguna para los captores, la gran matanza realizada por hombres
pertenecientes a la misma raza, en venganza por viejas afrentas, esclavizar a la población entera de una
ciudad reputada entre las primeras de Grecia por su poderío y su prestigio militar; todo esto fue
atribuido con toda probabilidad a la ira vengativa de los dioses. Parecía ser que a los tebanos al fin les
había tocado sufrir el castigo por traicionar la causa griega durante las Guerras Médicas, por atacar la
ciudad de Platea durante la tregua y por esclavizar a toda su población, así como por el comportamiento
tan anti-heleno demostrado por éstos al instigar a los lacedemonios a ejecutar a los plateos que se
habían rendido a ellos; y por devastar la campiña donde los griegos se habían desplegado hombro con
hombro en formación de batalla para enfrentar a los persas y librar a Grecia del enemigo común. Por
último, porque con su voto a favor habían tratado de destruir Atenas cuando los aliados de los
lacedemonios presentaron una moción para vender a los atenienses como cautivos. Además, se
reportaron varias señales de los dioses antes del desastre, portentos que fueron ignorados en su
momento, pero que más adelante, cuando los hombres los recordaron, no tuvieron menos que decir
que los eventos que siguieron habían sido ya pronosticados con bastante anticipación.

El destino de Tebas fue puesto por Alejandro en manos de los aliados que habían tomado parte en la
batalla. Éstos resolvieron ocupar la ciudadela de Cadmia con una guarnición fija, arrasar la ciudad hasta
sus cimientos, distribuirse su territorio entre ellos, menos los consagrados a los dioses; y vender como
esclavos a las mujeres y niños, más los pocos hombres que hubieran sobrevivido, excepto los que eran
sacerdotes y sacerdotisas, y aquellos unidos por lazos de amistad a Filipo o Alejandro, o que eran
clientes de los macedonios. Se afirma que Alejandro protegió la casa y a los descendientes del poeta
Píndaro, por respeto a su memoria. Aparte de las decisiones anteriores, los aliados decretaron que
Orcómeno y Platea debían ser reconstruidas y fortificadas.

CAPÍTULO X.
TRATOS DE ALEJANDRO CON ATENAS

Tan pronto como las noticias de la suerte de Tebas alcanzaron a los demás griegos, los arcadios, que
iban de camino con ayuda para los tebanos, sentenciaron a muerte a los que les habían persuadido de
hacerlo. Lo eleos también decidieron traer de vuelta a sus exiliados, porque éstos eran partidarios de
Alejandro; y los etolios enviaron embajadas, una de parte de cada tribu, a suplicar el perdón por
intentar rebelarse alentados por los rumores diseminados por los tebanos. Los atenienses se hallaban
celebrando los Grandes Misterios, cuando comenzaron a llegar unos cuantos tebanos escapados de la
batalla; tuvieron que suspender los ritos sagrados debido a la conmoción, y se apresuraron a meter
todas sus posesiones de los alrededores dentro de la ciudad. Toda la población se reunió en asamblea
pública, y, a sugerencia de Demades, eligieron a diez ciudadanos conocidos como simpatizantes de
Alejandro para ir como embajadores ante él, y expresarle, aunque de manera inoportuna, el regocijo de
Atenas por su regreso a salvo del país de los ilirios y los tribalios, y por el castigo que les había infigido a
los tebanos por su rebelión. Alejandro dio a la embajada una contestación mayormente amistosa, pero
escribió una carta a los ciudadanos exigiendo la entrega de Demóstenes y Licurgo, además de la de
Hipérides, Polieucto, Cares, Caridemo, Efialtes, Diotimo y Merocles, argumentando que dichos hombres
eran los responsables de lo ocurrido a las fuerzas de la ciudad en Queronea, y los autores de las
maquinaciones subsiguientes, desde la muerte de Filipo, en contra de él y de su padre. Declaró también,

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que eran en igual medida culpables de incitar a los tebanos a rebelarse como aquellos de entre los
mismos tebanos que estaban a favor de la rebelión. No obstante, los atenienses no los entregaron, sino
que enviaron otra embajada a Alejandro, rogándole que mitigara su ira contra los hombres cuya entrega
exigía. El rey lo hizo, tal vez por respeto a la ciudad de Atenas, o quizás por deseo de emprender de una
vez la expedición a Asia, sin dejar detrás ningún motivo para que los griegos desconfiaran de él. Sin
embargo, ordenó que uno de los hombres que había pedido que le entregaran como prisioneros,
Caridemo, fuera enviado al exilio. Por lo tanto, fue Caridemo como exiliado a Asia, a la corte del rey
Darío.

CAPÍTULO XI.
ALEJANDRO CRUZA EL HELESPONTO Y VISITA TROYA

Una vez hubo resuelto la situación, Alejandro regresó a Macedonia. A continuación, ofreció a Zeus
Olímpico el sacrificio de costumbre que había sido instituido por Arquelao, y celebró las competiciones
de los Juegos Olímpicos en Egas, además de, según se dice, una competición pública en honor a las
Musas. En esos días, se comentaba que la estatua de Orfeo, hijo de Eagro el Tracio, que se encontraba
en Pieris, exudaba sin cesar un líquido. Varias fueron las explicaciones a este prodigio que dieron los
adivinos, pero Aristandro, un adivino natural de Telmeso en Licia, pidió a Alejandro recuperar el buen
ánimo, pues dijo que esto era evidencia de que habría mucho trabajo para poetas épicos y líricos, y
compositores de odas, ya que habrían de escribir y cantar acerca de las hazañas de Alejandro.

A comienzos de la primavera del año 334, éste marchó hacia el Helesponto, confiando en Antpatro para
regentar Macedonia y Grecia. Con él iban algo más de 30.000 infantes, tropas ligeras y arqueros, junto
con más de 5.000 jinetes. Partió siguiendo la ruta por el lago Cercinitis hacia Anfípolis, y el delta del río
Estrimón. Habiéndolo cruzado, atravesó el monte Pangeo, y siguió el camino que llevaba a las ciudades
griegas de Abdera y Maronea, en la costa. De allí, se dirigió al río Hebro, cruzándolo sin problemas, y
después continuó por Paetica hasta el río Negro, llegando tras veinte días de marcha desde casa a
Sestos. Cuando entró en Eleo, hizo ofrendas sobre la tumba del héroe Protesilao; entre otras razones,
porque aquél había sido el primero de los griegos que iban con Agamenón en su expedición contra
Troya en desembarcar en Asia. La intención de este sacrificio era que su propio desembarco en Asia
fuera más venturoso que el de Protesilao.

Luego, le dio a Parmenión la misión de transportar la caballería y la mayor parte de la infantería desde
Sestos a Abidos, lo que hizo empleando 160 trirremes, aparte de numerosas embarcaciones
comerciales. La versión que prevalece afirma que Alejandro partió de Eleo rumbo al Puerto de los
Aqueos, dirigió con sus propias manos el barco del almirante de la fota; y que, en medio del estrecho
del Helesponto, sacrificó un buey e hizo libaciones con una copa de oro a Poseidón y las Nereidas. Se
dice también que fue el primer hombre en pisar suelo asiático, saltando del barco con la armadura
completa puesta; y que erigió, allí y en el punto de partida, altares al Zeus protector de los
desembarcos, a Atenea y a Heracles. Otro relato dice que fue a Troya, donde ofreció sacrificios a la
Atenea troyana, depositó como ofrenda votiva su propia panoplia en el templo, tomando a cambio
algunas de las armas que allí se conservaban desde los tiempos de la guerra de Troya, las que sus
portadores de escudo llevarían en el futuro delante de él cada vez que entrara en combate. Un relato
más afirma que ofreció un sacrificio a Príamo sobre el altar del Zeus protector de los lugares
amurallados, implorando a Príamo no proseguir su inquina contra la progenie de Neoptólemo, de quien
Alejandro descendía.

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CAPÍTULO XII.
ALEJANDRO VISITA LA TUMBA DE AQUILES – EL ALTO MANDO PERSA RECHAZA EL CONSEJO
DE MEMNÓN.

Cuando Alejandro entró en Troya, Menecio el Marino le obsequió una corona de oro, y después de él,
otros más siguieron su ejemplo, tanto griegos como nativos del lugar, entre ellos Cares de Atenas, quien
vino a verle desde Sigeo. Alejandro, por su parte, fue a colocar una guirnalda en la tumba de Aquiles,
mientras Hefestión hacía lo mismo ante la tumba de Patroclo, según se dice. La tradición dice que
Alejandro declaró que Aquiles era muy afortunado por haber tenido a Homero como heraldo de su fama
de cara a la posteridad. En verdad, acertó al considerar a Aquiles especialmente afortunado por esta
razón, porque, pese a que a Alejandro mismo la fortuna le acompañó en todo lo demás, en este campo
no la tuvo. Sus hazañas nunca han sido legadas a la humanidad de una manera que hiciera justicia al
héroe. Ni en prosa ni en verso ha sido alguien capaz de homenajearle adecuadamente; tampoco sobre
él se han cantado poemas épicos al estilo de aquéllos en que se ha ensalzado a hombres como Hierón,
Gelón, Tero, y muchos otros de méritos no comparables a los de Alejandro. Como consecuencia, los de
Alejandro son menos conocidos que otros hechos menores de la antigüedad. Por ejemplo, la marcha de
los diez mil de Ciro hasta Persia contra el rey Artajerjes, el trágico destino de Clearco de Esparta y los
que fueron capturados con él, y la marcha de esos mismos hombres hasta llegar al mar, liderados por
Jenofonte; son mucho más conocidos para los hombres, gracias a la narrativa de Jenofonte, que las
proezas de Alejandro. Todo ello pese a que Alejandro no fue uno que solamente acompañó la
expedición de otro, ni alguien que, escapando del Gran Rey, venciera solamente a aquéllos que
obstaculizaran su camino hacia el mar. Por supuesto, tampoco hay otro individuo entre los griegos y los
bárbaros, que haya realizado gestas tan grandes e importantes en cantidad y magnitud como las
logradas por él. Tal es el motivo que me indujo a emprender la tarea de escribir esta historia, no
considerándome a mí mismo inepto para conseguir que los hechos de Alejandro sean reconocidos por
los hombres. Porque – quienquiera que penséis que soy – tengo esto a mi favor: Que no hay necesidad
de parte mía de hacer valer mi nombre, pues no es desconocido para los hombres, ni es necesario para
mí decir cuáles son mi tierra natal y mi familia, o si he tenido un cargo público en mi propio país. Lo que
si hago valer, es que ésta obra histórica es y ha sido desde mi juventud, mi tierra natal, mi familia, y mis
magistraturas; y por esta razón no me considero a mí mismo indigno de figurar entre los principales
autores en lengua griega, si Alejandro de hecho es el primero entre los guerreros.

De Troya, Alejandro fue a Arisbe, donde sus huestes completas habían armado su campamento tras
pasar el Helesponto; y, de allí, a Percote al día siguiente. Después, dejando Lámpsaco, acampó a orillas
del río Praccio, que fuye desde el Monte Ida hasta desembocar en la porción de mar entre el
Helesponto y el Euxino. Pasó por Colonae, y finalmente llegó a Hermotos. Desde allí, envió como
avanzada una partida del escuadrón de Compañeros al mando de Amintas, hijo de Arrabeo, con la
caballería procedente de Apolonia, cuyo comandante era Sócrates, hijo de Sathon, y cuatro escuadrones
de exploradores de avanzada, o prodomoi, como se les llamaba. En plena marcha, mandó también a
Panegoro, hijo de Licágoras, de los Compañeros, a tomar posesión de la ciudad de Príapo, cuyos
ciudadanos la rindieron de inmediato.

Los generales de Persia habían acampado cerca de la ciudad de Zelea, junto con la caballería persa y los
mercenarios griegos. Sus nombres eran Arsames, Reomitres, Petines, Nifates, Espitridates, sátrapa de
Lidia y Jonia, y Arsites, gobernador de la Frigia Helespóntica. Mientras se hallaban discutiendo en
consejo de guerra, se les informó que Alejandro había cruzado ya el Helesponto. Memnón el Rodio, les

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aconsejó que no debían arriesgarse a una batalla campal contra los macedonios, porque éstos los
superaban en infantería, además de que Alejandro se hallaba al mando de sus hombres; lo que no se
podía decir de Darío. En vez de ello, debían inutilizar el forraje pisoteándolo a conciencia bajo los cascos
de la caballería, quemar los cultivos, y no escatimar las ciudades. "De esta forma," aseguraba él,
"Alejandro no podrá sobrevivir mucho tiempo por falta de provisiones.” Pero, según se dice, Arsites le
rebatió diciendo que no permitiría que fuera quemada ni una sola posesión perteneciente a la gente
que estaba bajo su gobierno, y los demás persas estuvieron de acuerdo con él. Tenían la sospecha de
que Memnón estaba ideando una forma de prolongar la guerra, con el propósito de obtener para sí
honores de parte del rey.

CAPÍTULO XIII.
BATALLA DEL GRÁNICO.

Mientras tanto, Alejandro se estaba aproximando al río Gránico, con su ejército desplegado en
formación de batalla, dispuesta la infantería pesada en doble falange, la caballería situada en ambas
alas, y la caravana de aprovisionamiento siguiéndolos en la retaguardia. Hegeloco fue enviado a realizar
un reconocimiento de las actividades del enemigo, con la caballería provista de sarissas, y 500 de las
tropas ligeras. Estando ya muy próximo al Gránico, algunos de sus exploradores llegaron a todo galope a
informar a Alejandro de que los persas estaban apostados en la orilla de enfrente, listos para el
combate. Ordenó al suyo que hiciera lo mismo. Parmenión, sin embargo, se acercó a él y le habló,
diciendo:

“En mi opinión, mi rey, lo aconsejable es que acampemos en esta orilla donde nos hallamos. El enemigo,
con menos infantería que nosotros, no se atreverá a acampar toda la noche tan cerca de nosotros, y
entonces cruzaremos el río al alba, antes de que ellos puedan siquiera formar para la batalla; pues no
considero que en estos momentos podamos intentar la operación sin riesgos, ya que no es posible llevar
el ejército a través del río sin extender demasiado las líneas. Porque está claro que en muchas partes el
lecho del río es profundo, sus riberas son muy elevadas y en algunos lugares abruptas. Por lo tanto, la
caballería del enemigo, formando en cuadro compacto, nos va a atacar a medida que emergemos del
agua en filas desordenadas, y atacará nuestra columna ahí donde somos más débiles. En la actual
coyuntura, un primer fracaso sería difícil de remontar, así como peligroso para el resultado de la
guerra."

A esto, Alejandro respondió: "Reconozco la fuerza de los argumentos que has dado, Parmenión, pero
me avergonzaría si, después de cruzar el Helesponto con tanta facilidad, un riachuelo insignificante –
con esta despectiva denominación se refería al Gránico – nos fuera a dificultar el paso. No creo que
actuáramos conforme con el prestigio de los macedonios, ni con mi propia forma de reaccionar
eficazmente ante los peligros. Por otra parte, creo que los persas volverán a armarse de valor, mientras
crean que en la guerra están a la par de los macedonios, ya que hasta ahora no han sufrido ninguna
derrota ante nosotros que justifique el miedo que nos tienen."

CAPÍTULO XIV.
ORDEN DE BATALLA DE LOS EJÉRCITOS ENFRENTADOS

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Habiéndose expresado de ésa manera, envió a Parmenión a colocarse al mando de toda el ala izquierda,
y él en persona se puso al frente del ala derecha. En dicha ala formaban Filotas, hijo de Parmenión,
mandando la caballería de los Compañeros, arqueros y los lanzadores de jabalina agrianos; Amintas, hijo
de Arrabeo, con la caballería armada de picas largas, los peonios, y Sócrates con su escuadrón, cerca de
Filotas. Pegados a ellos estaban apostados los hipaspistas de los Compañeros, comandados por Nicanor,
hijo de Parmenión. A continuación, la unidad de Pérdicas, hijo de Orontes, luego la de Coeno, hijo de
Polemócrates, la de Crátero, hijo de Alejandro; seguidamente la de Amintas, hijo de Andrómenes, y
finalmente los hombres que mandaba Filipo, hijo de Amintas. A la izquierda, primero estaba la caballería
tesalia, bajo el mando de Calas, hijo de Harpalo; a su lado, la caballería de los aliados griegos liderada
por Filipo, hijo de Menelao, y después Agatón con los tracios. A la derecha de éstos se hallaba la
infantería, las unidades de Crátero, Meleagro, y Filipo, llegando hasta el centro de toda la formación.

La caballería persa contaba con alrededor de 20.000 jinetes, y su infantería, formada por mercenarios
griegos, era ligeramente menor en número. Habían apostado la caballería en una extensa línea paralela
al río, y a la infantería a sus espaldas, en las elevaciones del terreno accidentado de la orilla que les
correspondía. Desde la colina, pudieron observar cómo Alejandro, reconocible por el brillo de su
armadura y la deferencia de sus acompañantes hacia él, avanzaba en dirección al ala izquierda persa, y
se apresuraron a concentrar sus escuadrones de caballería en ese lado. Ambos ejércitos se detuvieron
un buen tiempo en los márgenes, en silencio, sin atreverse a precipitarse hacia el contrario. Los persas
aguardaban a que los macedonios se adentraran en la corriente del río, para poder atacarlos mientras
emergían. Entonces, Alejandro espoleó su montura, gritó palabras de ánimo a sus hombres para que le
siguieran. Mandó a Amintas, hijo de Arrabeo, con la caballería ligera, los peonios y una unidad de
infantería, a provocar una escaramuza; y antes de ellos a Ptolomeo, hijo de Filipo, con el escuadrón de
Sócrates, quienes aquél día habrían de liderar la vanguardia de la caballería. Luego, se colocó en el ala
derecha, ordenó tocar las trompetas, elevar el grito de guerra invocando a Eníalo, dios de la guerra, y
entrar en el río manteniendo la formación oblicua, en la dirección que fuían las aguas, para evitar que
los persas cayeran sobre un fanco cuando emergieran en la orilla opuesta, y poder enfrentarlos con la
falange tan bien ordenada como fuera practicable.

CAPÍTULO XV.
DESCRIPCIÓN DE LA BATALLA DEL GRÁNICO

Los persas dieron comienzo al combate lanzando jabalinas contra las tropas de Amintas y Sócrates, las
primeras en llegar a la otra orilla, unos desde sus posiciones en las elevaciones, y otros descendiendo a
la playa hasta casi tocar el agua. A esto siguió un violento choque entre la caballería macedonia que
surgía del río y la caballería persa que intentaba impedirles el paso. De parte de los persas, volaba una
fuerte descarga de proyectiles, pero los macedonios contraatacaban con sus picas. Estos últimos, muy
inferiores en número, sufrieron severamente al principio de la arremetida, porque se vieron forzados a
defenderse en el lecho del río, donde los cascos de sus caballos resbalaban, y, además, se hallaban por
debajo del nivel de los persas, ubicados en una posición alta muy ventajosa, sobre todo para su
caballería. En lo más reñido de la lucha estaban Memnón y sus hijos, que se habían atrevido a correr el
riesgo de descender a la playa. Los macedonios de la primera línea, aunque demostraron su valenta,
fueron derribados, menos aquellos que se retiraron en dirección a Alejandro, que ya estaba
acercándose con las tropas del ala derecha. El rey macedonio atacó a los persas allí donde se hallaban el
grueso de su caballería y sus comandantes, desatando una lucha desesperada a su alrededor, que

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permitió que una oleada tras otra de fuerzas macedonias cruzaran el río en el entretiempo. Parecía un
combate de infantería, pese a que se luchaba a caballo, porque cada bando se esforzaba por hacerse
con la victoria, apretujados jinetes contra jinetes, soldados de a pie contra soldados de a pie; los
macedonios pugnando por echar a los persas de la orilla y llevarlos a la llanura, los persas pugnando por
obstruir el cruce de los primeros y empujarlos de vuelta al río. Al final, los soldados de Alejandro
empezaron a llevar la delantera, por su contundencia y superior disciplina, y porque peleaban con picas
hechas de sólida madera de cornejo, mientras que los persas empleaban jabalinas cortas.

En el combate, Alejandro rompió en pedazos su propia lanza, y debió llamar a Aretes, uno de la guardia
real que se ocupaba de ayudar al rey con su montura, para que le pasara otra; pero él mismo había
quebrado en dos la suya durante lo más enconado de la lucha, y seguía combatiendo con la mitad que le
quedaba. Le mostró a su rey la lanza rota, rogándole que mandara a otro por una nueva. Demarato de
Corinto, otro de los ayudas de campo, le dio la suya; tan pronto Alejandro la hubo cogido, vio aparecer
por las cercanías a un yerno de Darío, Mitrídates. Tomando un escuadrón de caballería formado en
cuña, Alejandro arremetió contra el persa, golpeándole en el rostro y derribándolo del caballo. Un
momento después, Resaces cabalgó hacia Alejandro y le golpeó en la cabeza con su espada, rompiendo
un trozo de su yelmo. El yelmo mitigó la fuerza del golpe. A éste también Alejandro lo derribó,
perforándole el pecho a través de la coraza con otra lanza. Ahora, se le acercó Espitridates desde atrás,
ya había levantado en alto la espada e iba a descargarla contra el rey, cuando Clito, hijo de Dropidas,
anticipó el golpe, y alcanzándole en el hombro, le arrancó el brazo de un tajo, con espada y todo.
Mientras tanto, tantos de los jinetes como habían cruzado subían por la ribera a lo largo del río, y se
unían a las tropas de Alejandro.

CAPÍTULO XVI.
DERROTA DE LOS PERSAS – BAJAS EN AMBOS BANDOS

Ahora los persas estaban siendo atacados desde todos lados, recibiendo ellos y sus monturas lanzazos
en la cabeza, siendo empujados por la caballería y sufriendo muchas bajas ante la infantería ligera
entremezclada con los jinetes. Ya habían empezado a ceder cuando Alejandro mismo pasó al ataque,
despreciando el peligro. Cuando su centro hubo cedido, la caballería en ambas alas fue también
rebasada, debiendo huir de prisa. De éstos, solamente cayeron unos 1.000, pues Alejandro no los
persiguió hasta lejos, si no que se dio vuelta para encargarse de los mercenarios griegos, el grueso de los
cuales seguía inmóvil allí donde los habían apostado al principio, más debido a la confusión resultante
del devenir de la batalla que de una férrea resolución. Lanzando la falange contra ellos, y mandando a la
caballería atacar su línea central desde todos los fancos, los fue diezmando hasta que ninguno de ellos
llegó a escapar con vida, a menos que se camufara entre los cadáveres de los caídos. Alrededor de
2.000 mercenarios fueron hechos prisioneros. También cayeron en acción los siguientes mandos persas:
Nifates, Petines, Espitridates, sátrapa de Lidia, Mitrobuzanes, gobernador de Capadocia, Mitrídates,
yerno de Darío, Arbupales, hijo del Darío que era hijo de Artajerjes, Farnaces, hermano de de la reina de
Darío, y Omares, comandante de las huestes auxiliares. Arsites abandonó el campo de batalla para huir
a Frigia, donde se dice que se suicidó tras ser señalado por los persas como el responsable de la derrota.

De los macedonios, perecieron unos 25 Compañeros al inicio del conficto, y a ellos se les erigieron
estatuas de bronce hechas por Lísipo en Díon, por orden de Alejandro. El mismo escultor era quien
esculpía las estatuas de Alejandro, pues era el preferido para esa labor por encima de otros. Del resto
de la caballería, murieron más de 60, y de la infantería unos 30. Todos ellos recibieron honras fúnebres
al día siguiente, se les enterró con todas sus armas y condecoraciones. A sus padres e hijos, Alejandro

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les concedió la exención de impuestos a los productos agrícolas, además de eximirlos de cualquier otra
obligación personal e impuestos sobre la propiedad. Demostró, asimismo, su preocupación por los
heridos, visitando a cada uno de ellos, interesándose por sus heridas y por saber en qué circunstancias
las habían recibido, permitiéndoles vanagloriarse de ellas y de sus hazañas. Después, dio sepultura a
aquellos comandantes persas caídos, y los mercenarios griegos muertos luchando en el bando enemigo.
Y a los que había hecho prisioneros, los envió encadenados a Macedonia para trabajar como esclavos en
los campos, porque siendo griegos habían peleado contra Grecia a favor de enemigos orientales,
violando los decretos que los helenos habían aprobado en asamblea. A los atenienses, les mandó 300
armaduras persas completas para ser depositadas en la Acrópolis, con esta inscripción sobre ellas:

“Alejandro, hijo de Filipo, y todos los griegos, menos los lacedemonios, presentan esta ofrenda tomada
de los persas que ocupan Asia.”

CAPÍTULO XVII.

ALEJANDRO EN SARDES Y ÉFESO

Después de la victoria, nombró a Calas sátrapa del territorio que había sido de Arsites, pidió a los
habitantes pagarle a él el mismo tributo que solían pagar a Darío, y exhortó a los muchos nativos que
descendieron de las montañas a rendirse ante él a regresar a sus moradas. También absolvió a la gente
de Zelea de toda culpa, porque sabía que habían sido obligados a colaborar con los persas en la guerra.
A continuación, envió a Parmenión a ocupar Dascilio, lo que éste cumplió con facilidad porque la
guarnición la evacuó deprisa. Alejandro se dirigió hacia Sardes, y cuando estaba como a 70 estadios de
esa ciudad, se encontró con Mitrines, el comandante de la guarnición de la Acrópolis, acompañado de
los más infuyentes de los ciudadanos de Sardes. Los últimos entregaron la ciudad en sus manos, y
Mitrines la fortaleza y el dinero depositado en ella. Acamparon cerca del río Hermo, que está a unos
veinte estadios de Sardes; pero envió a Amintas, hijo de Andrómenes, para ocupar la ciudadela de
Sardes. Tomó a Mitrines como huésped, tratándole con honor, y concedió a los habitantes de Sardes y a
los lidios el privilegio de seguir gobernándose por las antiguas leyes de Lidia, permitiéndoles ser libres.
Luego, subió contra la ciudadela, que estaba guarnecida por los persas. La posición le parecía ventajosa,
porque era muy alta, escarpada por los cuatro costados, y cercada por un triple muro. Por lo tanto,
resolvió construir un templo dedicado a Zeus Olímpico en la colina, y erigir un altar en el mismo, pero
mientras se hallaba pensando en qué parte de la colina era el lugar más adecuado, de repente se
levantó una tormenta, a pesar de ser verano, con fuertes truenos, y una densa lluvia que cayó en el
lugar donde antes se ubicaba el palacio de los reyes de Lidia. Con ello, Alejandro quedó convencido de
que la deidad le había revelado dónde debía construir el templo de Zeus, y dio órdenes consecuentes.
Partió dejando a Pausanias, uno de los Compañeros, como comandante de la ciudadela de Sardes, a
Nicias para supervisar la recolección de los tributos e impuestos, y a Asandro, hijo de Filotas, como
gobernador de Lidia y el resto de los dominios de Espitridates, dándole el mayor número de caballería e
infantería ligera como fueran suficientes para casos de emergencia. También envió a Calas y Alejandro,

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hijo de Eropo, al territorio de Memnón, al mando de las tropas del Peloponeso y la mayor parte de los
aliados griegos, excepto los argivos, que habían sido dejados atrás para proteger la ciudadela de Sardes.

Mientras tanto, cuando la noticia del combate de caballería se esparció por todos los rincones, los
mercenarios griegos que formaban la guarnición de Éfeso se apoderaron de dos trirremes efesias, y
huyeron en ellas. Con ellos fue Amintas, hijo de Antoco, que había huido de Macedonia a causa de
Alejandro, no porque hubiera recibido algún daño de parte del rey, si no porque creía que debido a la
mala voluntad que le tenía, no era improbable que fuera a sufrir alguna clase de castigo por su
deslealtad. En el cuarto día, Alejandro llegó a Éfeso, llamó de regreso del exilio a todos los hombres que
habían sido desterrados de la ciudad a causa de su adhesión a él, y después de haber desbaratado la
oligarquía local, estableció allí una forma de gobierno democrático. También ordenó a los efesios
contribuir al templo de Artemis todos los tributos que tenían la costumbre de pagar a los persas.
Cuando el pueblo de Éfeso se vio aliviado de su temor a los oligarcas que los gobernaban, se
precipitaron a matar a los hombres que había traído Memnón a la ciudad, así como a los que habían
saqueado el templo de Artemisa, a los que habían derribado la estatua de Filipo que estaba en el
templo, y a los que habían desenterrado y llevado de la tumba al mercado los huesos de Hieropythes, el
libertador de su ciudad. También llevaron fuera del templo a Sirfax, su hijo Pelagón, y los hijos de los
hermanos de Sirfax, para apedrearlos hasta la muerte. Sin embargo, Alejandro les impidió ir en
búsqueda de los oligarcas restantes con el propósito de saciar su venganza en ellos, porque sabía que si
la gente no se moderaba, iban a matar a los inocentes junto con los culpables; algunos por puro odio, y
otros con el fin de apoderarse de sus bienes. Así, Alejandro ganó gran popularidad, por su línea de
conducta en general y en especial por sus acciones en Éfeso.

CAPÍTULO XVIII.
MARCHA DE ALEJANDRO HACIA MILETO Y CAPTURA DE LA ISLA DE LADE

Vinieron a él embajadores de Magnesia y Trales, ofreciendo entregarle ambas ciudades, y en respuesta


les envió a Parmenión con 2.500 de la infantería auxiliar griega, un número igual de los macedonios, y
unos 200 de los Compañeros de caballería. También envió a Lisímaco, hijo de Agatocles, con una fuerza
similar a las ciudades eólicas, y a todas las ciudades jónicas que se hallaran todavía en poder de los
persas. Se les ordenó a los dos que disolvieran las oligarquías en todas partes, para establecer la forma
democrática de gobierno, restaurar sus propias leyes en cada una de las ciudades, y remitir al rey el
tributo que estaban acostumbrados a pagar a los extranjeros persas. Alejandro mismo se quedó en
Éfeso, donde ofreció un sacrificio a Artemisa y llevó a cabo una procesión en su honor con la totalidad
de su ejército con todas sus armas y formado para la batalla.

Al día siguiente, tomó al resto de su infantería, arqueros, agrianos, la caballería tracia, el escuadrón real
de los Compañeros, y otros tres escuadrones más, y se dirigió a Mileto. En su primer asalto se apoderó
de lo que se llamaba la ciudad exterior, que la guarnición había evacuado. Allí acamparon, bloqueando
la ciudad interior, y Hegesístrato, a quien el rey Darío había confiado el mando de la guarnición en
Mileto, siguió enviando cartas a Alejandro, ofreciendo rendir Mileto. Sin embargo, recuperando su valor
ante la nueva de que la fota persa no estaba lejos, tomó la decisión de preservar la ciudad para Darío.
Pero Nicanor, el almirante de la fota griega, se anticipó a los persas en llegar al puerto de Mileto tres

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días antes de que éstos se acercaran, con 160 barcos que anclaron en la cercana isla de Lade. Las naves
persas llegaron demasiado tarde, y al descubrir que Nicanor había ya ocupado el fondeadero en Lade,
los almirantes persas echaron amarras cerca del monte Micala. Alejandro se les había anticipado en
apoderarse de la isla, no sólo al meter sus barcos cerca de ella, sino también al transportar hacia ella a
sus tropas de tracios y cerca de 4.000 de los auxiliares. Las embarcaciones de los persas eran como 400
en número.

A pesar de la superioridad de la fota persa, Parmenión aconsejó a Alejandro librar una batalla naval,
con la esperanza de que la fota de los griegos saliera victoriosa, entre otras razones porque un presagio
de los dioses le hizo confiar en obtener tal resultado: un águila se había posado en la orilla, junto a las
popas de los navíos de Alejandro. También le instó con que, en caso de ganar la batalla, darían un gran
salto hacia su objetivo principal en la guerra, y si fueran vencidos, la derrota no sería de gran
consideración en esos momentos en que los persas eran los soberanos del mar. Agregó que estaba
dispuesto a subir a bordo, y correr el riesgo con la fota. Alejandro respondió que Parmenión estaba
errado en su juicio, y no había interpretado el signo a la luz de las probabilidades. Sería imprudente que
él, con unos pocos barcos, entrara en batalla contra una fota mucho más numerosa que la suya propia,
y con una fuerza naval inexperta que enfrentar a la muy disciplinada de los chipriotas y fenicios.
Además, no quería entregar en bandeja a los persas en tan inestable elemento una ventaja que los
macedonios, pese a su habilidad y coraje, no tenían; y si fueran destrozados en la batalla naval, su
derrota no sería un mero obstáculo de poca monta para el éxito final en la guerra, ya que con una
noticia así, los griegos se armarían de valor e intentarían llevar a cabo un alzamiento. Tomando todo
esto en cuenta, declaró que no creía que era el momento ideal para un combate marítimo, y por su
parte, interpretó el presagio divino de una manera diferente. El águila, dijo, era una señal a su favor,
pero como se había posado en la playa, parecía más bien un signo de que debía obtener el dominio
sobre la fota persa derrotando a su ejército en tierra.

CAPÍTULO XIX.
ASEDIO Y CAPTURA DE MILETO

En ese tiempo, Glaucipo, uno de los hombres más notables de Mileto, fue enviado ante Alejandro por el
pueblo y los mercenarios griegos, a quienes la ciudad había sido confiada, para decirle que los milesios
estaban dispuestos a abrir las puertas de sus murallas y el puerto para él y los persas por igual, a cambio
de acceder a levantar el sitio en dichos términos. Alejandro contestó a Glaucipo que volviera sin demora
a la ciudad, y urgiera a los ciudadanos a prepararse para la batalla que se daría al amanecer. A
continuación, él en persona supervisó el montaje de las máquinas de asedio ante la muralla, que en
poco tiempo derribarían mediante el bombardeo desde catapultas, o abrirían con arietes una brecha de
tamaño suficiente para que a través de ella pudiera conducir dentro a su ejército, preparado a corta
distancia detrás para poder entrar enseguida por cualquier lugar por donde el muro cayera. Los persas
de Micala los seguían de cerca con atención, casi podían ver a sus amigos y aliados siendo sitiados. En el
ínterin, Nicanor, observando desde Lade el comienzo del ataque de Alejandro, navegó para adentrarse
en el puerto de Mileto, remando a lo largo de la costa, y amarrando sus trirremes lo más cerca posible
unas de otras, con sus proas hacia el enemigo, enfrente de la parte más estrecha de la boca del puerto,
de forma que taponaba la entrada al puerto, y hacía imposible que los persas dieran socorro a los
milesios. Acto seguido, los macedonios arremetieron desde todas partes contra los milesios y
mercenarios griegos, que se dieron a la fuga, algunos de ellos lanzándose al mar, y fotando en paralelo
a la costa sobre sus escudos volcados hacia arriba para ir a un islote sin nombre que se encuentra cerca

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de la ciudad; mientras que otros subieron a sus pinazas y se apresuraron a remar para colocarse de cara
a las trirremes de Macedonia, y fueron capturados en la boca del puerto. La mayoría de ellos
perecieron dentro de la ciudad.

Cuando Alejandro se hubo apoderado de la ciudad, navegó en persecución de los que habían huido para
refugiarse en la isla, mandando que sus hombres llevaran escaleras en las proas de las trirremes, con la
intención de efectuar un desembarco a lo largo de los acantilados de la isla, tal como se escalaba una
muralla. Pero, al ver que los hombres de la isla estaban decididos a correr todos los riesgos, se
compadeció de ellos; le parecían valientes y leales, por lo que les ofreció una tregua con la condición de
que sirvieran como soldados suyos. Estos mercenarios griegos eran alrededor de 300. De igual forma,
perdonó a los habitantes de Mileto que habían sobrevivido a la toma de la ciudad, y les devolvió su
libertad.

Los persas solían salir de Micala todos los días y navegar hasta la fota griega, con la esperanza de
inducirla a aceptar el reto y librar combate; pero durante la noche regresaban a amarrar sus barcos
cerca de Micala, un gran inconveniente, porque se veían en la necesidad de ir a traer agua de la
desembocadura del río Meandro, a bastante distancia. Alejandro puso a sus navíos a vigilar el puerto de
Mileto, con el fin de evitar que los persas forzaran la entrada, y, al mismo tiempo envió a Filotas a
Micala al mando de la caballería y tres regimientos de infantería, con instrucciones de impedir que los
tripulantes desembarcaran. Como consecuencia de la escasez de agua potable y demás cosas necesarias
para la sobrevivencia, los persas se hallaron sitiados en sus barcos; zarparon entonces hacia Samos,
donde se aprovisionaron de alimentos, y embarcaron de regreso a Mileto. Esta vez, anclaron la mayor
parte de sus barcos en alta mar no muy lejos del fondeadero, con la esperanza de inducir de una u otra
manera a los macedonios para dirigirse a mar abierto. Cinco de sus barcos entraron furtivamente en la
rada que se extendía entre la isla de Lade y el campamento, esperando sorprender a los barcos de
Alejandro vacíos de tripulación; porque habían comprobado que los marineros en su mayor parte
estaban dispersos fuera de ellos, unos reuniendo combustible, otros recolectando víveres, y otros que
se organizaban para ir a conseguir forraje. Y, en efecto, sucedió que cuando se acercaron, varios de los
marineros estaban ausentes, pero en cuanto Alejandro observó a cinco naves persas navegando hacia
él, embarcó en diez naves a los marineros que se encontraban a mano, y los envió a toda velocidad
contra ellos con órdenes de atacar de proa a proa. Tan pronto como los marinos de los cinco barcos
persas vieron a los macedonios acercándose para enfrentarlos, en contra de sus expectativas, de
inmediato dieron un giro, y escaparon en dirección al resto de su fota. El barco tripulado por gente de
Yasos, al no ser una embarcación rápida, fue capturado en plena huida con todos sus hombres a bordo,
pero los otros cuatro lograron abordar sus trirremes. Después de esto, los persas abandonaron Mileto
sin haber logrado nada.

CAPÍTULO XX.
SITIO DE HALICARNASO - ATAQUE ABORTADO CONTRA MINDOS

Alejandro resolvió que debía disolver la fota, en parte por no tener suficiente dinero en esos
momentos, y en parte porque vio que su propia fota no era rival para la persa. No estaba dispuesto a
correr el riesgo de perder ni una pequeña fracción de su armamento. Además, consideraba que ahora
que ocupaba Asia con sus fuerzas terrestres, ya no había necesidad de fota alguna; y que él sería capaz
de acabar con la fota de los persas si se apoderaba de las ciudades costeras, ya que así no habría ningún
puerto en el cual pudieran reclutar a su tripulación, ni ningún puerto de Asia al que llevar sus barcos.
Así, explicó el presagio del águila como significando que debía obtener el dominio sobre los barcos

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enemigos mediante sus tropas en tierra firme. Después, emprendió el camino a Caria, informado de que
una fuerza considerable de persas y auxiliares griegos había recalado en Halicarnaso. Habiendo tomado
todas las ciudades entre Mileto y Halicarnaso con pocas dificultades, acampó ante esta última ciudad, a
una distancia de unos cinco estadios, como si esperase que éste fuera un largo asedio. Porque la
posición natural del lugar la hacía un bastión fuerte, no parecía haber ninguna deficiencia en materia de
seguridad, y había sido bien provista de suministros mucho tiempo antes por Memnón, que estaba allí
en persona, después de haber sido proclamado por Darío como gobernador de Asia Menor y
comandante de la fota. Muchos soldados mercenarios griegos se habían quedado en la ciudad, así
como muchas tropas persas; las trirremes también estaban amarradas en el puerto, por lo que los
marineros podían ser una valiosa ayuda en las operaciones. En el primer día del asedio, mientras
Alejandro estaba dirigiendo a sus hombres hasta la muralla en la dirección de la puerta que conduce
hacia Milasa, los hombres de la ciudad hicieron una salida, y una escaramuza tuvo lugar; los hombres de
Alejandro pudieron rechazarlos con facilidad, y encerrarlos en la ciudad.

Pocos días después, el rey tomó a los hipaspistas, los Compañeros de caballería, las tropas de infantería
de Amintas, Pérdicas y Meleagro, y también a los arqueros y agrianos, y dio la vuelta a la parte de la
ciudad que está orientada hacia Mindos, para inspeccionar la muralla, a ver si por allí sería más fácil de
asaltar que por otras partes, y al mismo tiempo, para ver si podía hacerse con Mindos mediante un
ataque repentino y secreto. Pues pensaba que si Mindos fuera suya, sería de mucha ayuda en el sitio de
Halicarnaso; aparte, los ciudadanos de Mindos le habían ofrecido entregársela si se acercaba a la ciudad
en secreto, bajo el amparo de la noche. Cerca de la medianoche, por lo tanto, se acercó a los muros de
acuerdo con el plan acordado, pero como ninguna señal de rendición fue hecha por los hombres en el
interior, y aunque no traía consigo sus máquinas de guerra o sus escaleras, en la medida en que no se
había propuesto sitiar la ciudad, sino recibir su rendición; llevó a la falange macedonia cerca de la
muralla y les ordenó que la perforaran. Utilizaron una de las torres, que, sin embargo, no logró abrir una
brecha en el muro. Los hombres en la ciudad se defendieron con denuedo, y al mismo tiempo, las
tropas de Halicarnaso ya venían en su ayuda por mar, lo que hizo imposible que Alejandro pudiera
capturar Mindos por sorpresa. Por lo cual regresó sin cumplir ninguno de los planes que se había
propuesto, y se dedicó una vez más al cerco de Halicarnaso.

En primer lugar, se llenó de tierra la zanja que el enemigo había cavado delante de la ciudad, de unos
treinta codos de ancho y quince de profundidad, para que fuera fácil de llevar adelante las torres, con
las que tenía la intención de descargar sus proyectiles contra los defensores de la muralla; y para traer a
primera línea las demás máquinas de asedio con los que echar abajo el muro. Se rellenó la zanja
fácilmente, y las torres pudieron ser llevadas hacia adelante. Pero los hombres de Halicarnaso hicieron
una salida por la noche para prender fuego a las torres y la maquinaria arrimada a las murallas, o casi.
Fueron fácilmente repelidos y empujados otra vez dentro por los macedonios que custodiaban el
material, y por otros que fueron despertados por el ruido de la lucha y que corrieron en ayuda de los
primeros. Neoptólemo, el hermano de Arrabeo, hijo de Amintas, uno de los que habían desertado al
bando de Darío, fue abatido junto con alrededor de 170 enemigos. De los hombres de Alejandro,
dieciséis soldados fueron muertos y 300 heridos, porque como la salida se realizó en la noche, fueron
menos capaces de protegerse para no recibir heridas.

CAPÍTULO XXI.
SITIO DE HALICARNASO

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Unos días más tarde, dos hoplitas macedonios del batallón de Pérdicas, que compartan la misma
tienda, se hallaban comiendo juntos; y ocurrió en el curso de la conversación que cada uno se ensalzaba
a sí mismo y sus propias hazañas. De ahí surgió una disputa acerca de cuál de ellos era el más valiente, e
infamados ambos por el vino, estuvieron de acuerdo en ir a por sus armas y asaltar por su propia
iniciativa la parte de la muralla frente a la ciudadela orientada hacia Milasa. Así lo hicieron, más para dar
una muestra de su propio valor que por iniciar un peligroso choque con el enemigo. Algunos de los
hombres en la ciudad, sin embargo, al ver que sólo eran dos los asaltantes, y que se estaban acercando
imprudentemente a la muralla, se precipitaron sobre ellos, mataron a ambos, y lanzaron jabalinas
contra los que estaban a poca distancia. Al final, los últimos fueron superados tanto por el número de
sus agresores y la desventaja de su posición, ya que el enemigo realizaba el ataque desde un nivel
superior. Mientras tanto, otros hombres de la unidad de Pérdicas, y otros de Halicarnaso se pusieron a
luchar cuerpo a cuerpo cerca del muro. Los que habían salido de la ciudad fueron obligados a
retroceder, y de nuevo encerrados en ella por los macedonios. La ciudad escapó por poco de ser
capturada, porque en ese momento las murallas no estaban bajo vigilancia estricta, y dos de las torres
con todo el espacio intermedio entre ambas habían ya caído, y le ofrecían al ejército un fácil acceso al
interior, si hubieran coordinado la tarea entre todos. La tercera torre, que había sido fuertemente
sacudida, también habría sido fácilmente derribada si hubiera seguido bajo ataque, pero el enemigo
tuvo éxito en la construcción de una pared de ladrillo en forma de medialuna para tomar el lugar de la
que había caído. Esto lo pudieron hacer rápidamente por la multitud de manos a su disposición.

Al día siguiente, Alejandro llevó sus máquinas hasta esta pared, y los hombres de la ciudad hicieron otra
salida para prenderles fuego. Una parte de las vallas de mimbre cerca de la pared y una de las torres de
madera fueron quemadas, el resto estaba protegido por Filotas y Helánico, a quienes había sido
confiada la responsabilidad de la tarea. Pero muy pronto los que habían hecho la incursión vieron a
Alejandro; los que habían venido a prestar ayuda trayendo más antorchas las tiraron, y los demás
arrojaron sus armas y huyeron todos dentro de las murallas de la ciudad. Al menos, desde allí tenían la
ventaja de su posición geográfica, ya que debido a su altura dominaba el panorama, y podían lanzar
proyectiles en contra de los hombres que custodiaban las máquinas; también desde las torres que
seguían de pie en cada extremo de la muralla derribada, eran capaces de contraatacar desde ambos
lados y casi desde atrás, a los que embestan contra la pared que acababa de ser construida en el lugar
de la que había quedado en ruinas.

CAPÍTULO XXII.
CONTINÚA EL SITIO DE HALICARNASO
Unos días después, cuando Alejandro acercó de nuevo su maquinaria a la pared interior de ladrillo, y él
mismo se encargaba de vigilar el trabajo. Los de Halicarnaso hicieron una salida en masa, algunos
avanzando por la brecha en la muralla, donde Alejandro estaba parado, otros por la puerta triple, donde
los macedonios no los esperaban. El primer grupo lanzó antorchas y otros materiales infamables sobre
las máquinas de asedio, con el fin de prenderles fuego y entretener a los ingenieros. Pero cuando los
hombres apostados alrededor de Alejandro contraatacaron con vigor, lanzando grandes piedras y
proyectiles con las catapultas desde las torres, se dieron a la fuga hacia la ciudad. Como habían salido un
gran número de ellos y exhibido una excesiva audacia en la lucha, la masacre resultante no fue nada
desdeñable. Algunos de ellos fueron abatidos luchando mano a mano con los macedonios, los demás
fueron muertos cerca de las ruinas de la muralla, porque la brecha en ella era demasiado estrecha para
que una multitud pasara a través, y los fragmentos esparcidos de la pared hacían difícil la escalada.

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La segunda partida, que salió por la puerta triple, fue recibida por Ptolomeo, uno de los guardias de
corps reales, que tenía con él a las unidades de Adeo, y Timandro con algunos soldados de la infantería
ligera. Estos soldados por sí solos pudieron derrotar a la partida de la ciudad; los de la ciudad, en su
retirada corrían por un estrecho puente colocado por sobre el foso, y tuvieron la mala suerte de que se
viniera abajo por el peso de la multitud. Muchos fueron los que cayeron en la zanja, algunos de los
cuales fueron pisoteados hasta la muerte por sus propios compañeros, y otros fueron alcanzados por los
proyectiles que los de Macedonia les lanzaban desde arriba. Una masacre muy grande tuvo lugar a las
puertas de la ciudad, pues fueron cerradas antes de tiempo ante las tropas que huían en estado de
pánico. El enemigo, temiendo que los macedonios estuvieran pisándoles los talones a los fugitivos y
entraran a la carrera tras ellos, las cerró dejando a muchos compatriotas fuera, los que fueron
asesinados por los macedonios cerca de los muros. Otra vez la ciudad escapó de la captura por los pelos,
y, de hecho, habría sido tomada si Alejandro no hubiera llamado de vuelta a su ejército, para ver si los
de Halicarnaso darían alguna señal de rendición, porque aún estaba deseoso de salvar su ciudad. De los
contrarios, cayeron alrededor de mil, y de los hombres de Alejandro unos cuarenta, entre los que se
contaban Ptolomeo, uno de los guardias del rey, Clearco, un oficial de los arqueros, Adeo, quien tenía el
mando de una quiliarquía de la infantería, y otros macedonios de renombre.

CAPÍTULO XXIII.
DESTRUCCIÓN DE HALICARNASO – LA REINA ADA DE CARIA
Orontobates y Mepinon, los comandantes de los persas, se reunieron y decidieron que, dado el estado
de cosas, no podrían resistir el cerco por mucho tiempo. Parte de la muralla había caído y otra parte
había sido muy debilitada; además, muchos de sus soldados habían perecido en las incursiones fuera de
los muros, o estaban heridos y mutilados. Teniendo en cuenta estas pérdidas, cerca de la segunda vigilia
de la noche, incendiaron la torre de madera que habían construido para resistir las máquinas de asedio
del enemigo, y las recámaras donde tenían almacenadas las armas. También prendieron fuego a las
casas cerca de la muralla; pero otras casas se quemaron al ser alcanzadas por las llamas de los
almacenes de armamento y la torre, esparcidas por el viento. Unos pocos enemigos se retiraron a la
fortaleza de la isla – llamada Arconeso –, y otros a otra fortaleza llamada Salmacis. Todo ello le fue
reportado a Alejandro por algunos desertores de los incendiarios, y él mismo podía confirmarlo al ver el
furioso incendio, muy visible pese a ser cerca de la medianoche; lideró entonces a los macedonios
contra los que estaban todavía atizando el incendio de la ciudad, y los mató. Pero dio órdenes de dejar
con vida a los civiles de Halicarnaso que se encontraran dentro de sus casas. Tan pronto como la luz del
día permita discernir entre la humareda las fortalezas que los persas y los mercenarios griegos
ocupaban respectivamente, decidió no asediarlas, teniendo en cuenta que significarían un considerable
retraso si lo hacía, dada la ubicación, y, además, pensaba que tenían poca importancia para él ahora que
por fin había tomado la ciudad.

Por tanto, luego de enterrar a los muertos durante la noche, ordenó a los hombres a cargo de su
maquinaria de asalto transportarlas a Trales. Él se marchó a Frigia, después de arrasar la ciudad hasta
los cimientos, y dejando atrás a 3.000 de la infantería griega y 200 de la caballería bajo el mando de
Ptolomeo, como guarnición del lugar y del resto de Caria. Designó también a Ada como sátrapa de toda
la Caria. Aquella reina era hija de Hecatomno y esposa de Hidrieo, quien, pese a ser su hermano, vivía
con ella en matrimonio, según era costumbre entre los carios. Cuando Hidrieo se estaba muriendo, le
había confiado la administración a ella, ya que había sido una costumbre en Asia desde los tiempos de

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Semiramis que a las mujeres se les permitiera gobernar igual que a los hombres. Pero Pixodaro la
expulsó del trono, y se apoderó él mismo del gobierno local. A la muerte de Pixodaro, su yerno
Orontobates fue enviado por el rey de los persas para gobernar a los carios. Ada mantuvo solamente la
ciudad de Alinda, la plaza más fuerte de Caria. Cuando Alejandro invadió su patria, fue a reunirse con él,
ofreciendo entregarle Alinda, y adoptarlo como su hijo. Alejandro confió Alinda en sus manos, y no
consideró que el ttulo de hijo suyo fuera indigno de ser aceptado; y, además, una vez hubo capturado
Halicarnaso y se hubo convertido en el amo del resto de Caria, le concedió el privilegio de ser la
gobernante de todo este territorio.

CAPÍTULO XXIV.
ALEJANDRO EN LICIA Y PANFILIA
Algunos de los macedonios que servían en el ejército de Alejandro se habían casado apenas un poco
antes de emprender la expedición. Pensando que no debía tratar a estos hombres sin consideraciones,
los envió desde Caria a pasar el invierno en Macedonia con sus esposas. Al mando estarían Ptolomeo,
hijo de Seleúco, uno de los guardaespaldas reales, y los generales Coeno, hijo de Polemócrates, y
Meleagro, hijo de Neoptólemo, porque también eran recién casados. Les dio instrucciones a los oficiales
de llevar a cabo levas y a su regreso trajeran del país tantos jinetes y soldados de a pie como pudieran;
sin olvidar tampoco de traer de vuelta a todos los hombres que estaban siendo enviados a casa con
ellos. Por éste acto, Alejandro se granjeó una popularidad todavía mayor entre los macedonios
combatientes y civiles. También envió a Cleandro, hijo de Polemócrates, para reclutar soldados en el
Peloponeso, y a Parmenión a Sardes, dándole el mando de una unidad de caballería de los Compañeros,
la caballería de Tesalia, y el resto de los aliados griegos. Sus órdenes eran tomar los pertrechos
necesarios de Sardes, y avanzar desde allí hacia Frigia.

Él, por su parte, se dirigió hacia Licia y Panfilia, para obtener el dominio de toda la línea costera, y por
este medio hacer que la fota de sus enemigos les resultara poco útil en la guerra. La primera ciudad en
su ruta fue Hiparna, amurallada y con una guarnición de mercenarios griegos, la que él tomó en el
primer asalto; otorgando luego a los griegos una tregua para que abandonaran la ciudadela. Luego, al
invadir Licia, obtuvo la ciudad de Telmeso por la capitulación sin lucha de sus ciudadanos, y cuando
hubo cruzado el río Janto, las ciudades de Pinara, Janto, Patara, y una treintena de ciudades más
pequeñas también se rindieron a él. Habiendo logrado todo esto, y a pesar de que ahora estaba muy
avanzado el invierno, los macedonios invadieron el territorio conocido como Milia, que es una parte de
la Gran Frigia, pero que en esos días rendía cuentas ante Licia, de acuerdo con una reorganización
territorial hecha por el Gran Rey de Persia. Aquí llegó una embajada de Faselis en procura de un tratado
de amistad, y para coronarlo con una diadema de oro; la mayoría de los licios de la costa también
enviaron embajadores para tratar el mismo asunto. Alejandro ordenó a los de Faselis y a los licios que
entregaran sus ciudades a los que fueran enviados por él para recibirlas, y así lo hicieron todos. Poco
después, llegó en persona a Faselis, y ayudó a los hombres de esa ciudad a capturar una fortaleza que
había sido construida por los pisidios para intimidarlos, y desde la que aquellos bárbaros salían
periódicamente para infigir mucho daño a los habitantes de Faselis cuando estaban ocupándose de la
labranza de sus campos.

CAPÍTULO XXV.
TRAICIÓN DE ALEJANDRO, HIJO DE EROPO

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Mientras el rey estaba aún cerca de Faselis, recibió información de que Alejandro, hijo de Eropo, que no
sólo era uno de los Compañeros, sino también general de la caballería de Tesalia en esos días, estaba
conspirando contra él. Éste era hermano de Heromenes y Arrabeo, que estaban involucrados en el
asesinato de Filipo. En aquél tiempo, el rey Alejandro le había perdonado a pesar de que fue acusado de
complicidad, porque inmediatamente después de la muerte de Filipo había sido uno de sus primeros
amigos en acudir a él, y ayudándole a ponerse el peto, lo acompañó hasta el palacio. El rey le honró
luego ante la corte, le envió como general a Tracia, y cuando el entonces comandante de la caballería de
Tesalia, Calas, fue enviado a ocupar una satrapía, fue designado para sucederle. Los detalles de la
conspiración se relatan como sigue:

Cuando Amintas desertó a la corte de Darío, le entregó algunos mensajes y una carta al tal Alejandro.
Luego, Darío había enviado a Sisines, uno de sus leales cortesanos persas, hasta la costa asiática con el
pretexto de encontrarse con Atizies, sátrapa de Frigia, pero en realidad para comunicarse con el
susodicho Alejandro, y trasmitirle la promesa de que, si asesinaba al rey Alejandro, Darío le nombraría
rey de Macedonia, y le daría 1.000 talentos de oro además del reino. Pero Sisines, al ser capturado por
Parmenión, le confesó a éste el verdadero objetivo de su misión. Parmenión le envió inmediatamente
bajo custodia al rey, quien obtuvo la misma confesión de él. El rey, tras reunir a sus amigos, les propuso
como tema de deliberación qué hacer con respecto a este Alejandro. Los Compañeros opinaron que no
se había actuado con sabiduría al confiar la mayor parte de la caballería a un hombre carente de lealtad,
y que ahora era conveniente encargarse de él de la manera más rápida posible, antes de que se hiciera
aún más popular entre los tesalios e intentara socavar la autoridad del rey mediante un motn. Por otra
parte, estaban espantados por una señal divina que acababa de ser avistada. Mientras Alejandro, el rey,
todavía estaba sitiando Halicarnaso, se dice que cuando hacia una pausa a mediodía para descansar,
una golondrina voló por encima de su cabeza gorjeando sonoramente, se posó a un lado de su lecho y
cantó más fuerte que de costumbre. A causa de su fatiga, el rey no pudo ser despertado de su sueño,
pero para que no fuera molestado por el ruido, al ave se le apartó de allí con suavidad. Sin embargo,
estaba lejos de querer escapar volando, se posó en la cabeza misma del rey, y no desistió hasta que
estuvo completamente despierto. Seguro de que el asunto de la golondrina no era nada trivial, lo
comunicó a su adivino, Aristandro de Telmeso, quien le dijo que significaba que uno de sus amigos iría a
traicionarle. Según él, también significaba que la trama se descubriría, porque la golondrina era un ave
aficionada a la compañía del hombre y bien dispuesta hacia él, así como más ruidosa que cualquier otro
pájaro.

Por lo tanto, y luego de comparar lo sucedido con las declaraciones del persa, el rey decidió enviar a
Anfótero, hijo de Alejandro y hermano de Crátero, donde Parmenión, y con él a algunos guías de Perga.
Anfótero se vistió con el traje nativo para no ser reconocido en el trayecto, y así llegó con sigilo donde
estaba Parmenión. No llevaba una carta de Alejandro, porque no le parecía prudente al rey escribir
abiertamente sobre un asunto como ése; era mejor repetir el mensaje verbalmente. Como resultado, al
mencionado Alejandro se le arrestó y puso bajo custodia.

CAPÍTULO XXVI.
ALEJANDRO EN PANFILIA – CAPTURA DE ASPENDO Y SIDE
Saliendo de Faselis, Alejandro envió parte de su ejército a Perga a través de las montañas, por las que
los tracios habían despejado para él un camino, una ruta por lo demás difícil y de largo aliento. Pero él

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mismo llevó a la otra parte de sus fuerzas por una playa junto al mar, allí donde no hay sendero alguno
salvo cuando sopla el viento del norte. Si el viento del sur sopla, es imposible viajar a lo largo de la orilla.
En ese momento, después de un fuerte viento del sur, soplaron los vientos del norte, posibilitando su
paso fácil y rápidamente, no sin la intervención divina, según él y sus hombres lo interpretaron. Cuando
estaba avanzando desde Perga, se encontró en el camino con los enviados plenipotenciarios de
Aspendo, que le ofrecieron rendir su ciudad, no sin antes rogarle que no condujera a una guarnición
hacia ella. Después de haber obtenido su solicitud en lo que respecta a la guarnición, acordaron también
pagarle cincuenta talentos para su ejército, así como los caballos que criaban como parte del tributo
que debían a Darío. Después de haber acordado con él pagar todo ello, y también haberse
comprometido a entregar los caballos, se volvieron a su ciudad.

Alejandro se marchó a Side, cuyos habitantes eran originarios de Cime de Eolia. Estas gentes tienen una
leyenda acerca de sus orígenes que afirma que sus antepasados procedían de Cime, y llegaron a ese país
para fundar una colonia. Habían olvidado de inmediato el idioma heleno, y comenzado a hablar uno
extranjero; no era, de hecho, el de sus vecinos bárbaros, sino un lenguaje propio de ellos, que nunca
antes había existido. A partir de ese momento, el idioma que la gente de Side utilizaba para
comunicarse, era considerado un idioma foráneo muy diferente del empleado por las naciones vecinas.
Después de haber dejado una guarnición en Side, Alejandro avanzó a Silio, lugar bien fortificado que
albergaba a una guarnición de mercenarios griegos y nativos. Sin embargo, fue incapaz de tomar Silio
con un ataque sorpresa, porque se le informó sobre la marcha que los de Aspendo se negaban ahora a
cumplir cualquiera de los dos acuerdos logrados, y no entregarían los caballos a los que fueron enviados
a recogerlos, ni pagarían la cantidad acordada; habían metido sus bienes de los campos circundantes a
la ciudad, cerraron sus puertas a los macedonios, y emprendieron la reparación de sus muros allí donde
se hallaban en ruinas. Al oír esto, Alejandro viró de regreso a Aspendo.

CAPÍTULO XXVII.
ALEJANDRO EN FRIGIA Y PISIDIA
Gran parte de Aspendo había sido construida sobre un precipicio de roca sólida, al pie mismo del cual
fuye el río Burimedon, pero era en la llanura alrededor de la roca donde estaban construidas muchas de
las casas de los ciudadanos, rodeadas por un pequeño muro. Tan pronto como se comprobó que
Alejandro se acercaba, los habitantes abandonaron la muralla y las casas situadas en la parte llana,
conscientes de la imposibilidad de defenderlas, y corrieron como un solo hombre a refugiarse en la roca.
Cuando llegó el macedonio con sus fuerzas, halló todo desierto en la parte llana, y tomó las casas
abandonadas como cuartel general. Cuando los lugareños vieron que Alejandro había llegado, al
contrario de lo que esperaban, y que su campamento les rodeaba por todas partes, enviaron emisarios
rogándole revalidar el acuerdo en los términos anteriores. Alejandro, teniendo en cuenta la posición
estratégica del lugar, y su propia falta de preparación para emprender un largo asedio, accedió a un
acuerdo, aunque no con las mismas condiciones que antes. Exigió que le dieran a sus hombres más
infuyentes en calidad de rehenes, entregaran los caballos como habían acordado antes, pagaran cien
talentos en lugar de cincuenta, obedecieran al sátrapa nombrado por él, y a dieran un tributo anual a los
macedonios. Además, debía llevarse a cabo una investigación sobre la acusación de que retenían por la
fuerza tierras que pertenecían por derecho a sus vecinos.

Cuando todas estas concesiones se hubieron cumplido, los macedonios se marcharon a Perga, y de allí
partieron para Frigia, por la ruta que conduce más allá de la ciudad de Telmeso. Los moradores de ésta

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ciudad son bárbaros, de la raza de los pisidios, y habitan en un lugar muy elevado y escarpado por los
cuatro costados, de modo que el camino a la ciudad es difícil. Una montaña se extiende desde la ciudad
hasta la carretera, donde termina abruptamente, y un poco más allá de ella se levanta otra montaña, no
menos llena de precipicios. Estas montañas forman las puertas, por decirlo así, en medio el camino, y es
posible para los que ocupen estas elevaciones, incluso con una pequeña guarnición, hacer impracticable
el paso. En esta ocasión, los de Telmeso habían salido en gran número a ocupar ambos lados de la
montaña; viéndolos allí apostados, Alejandro ordenó a los macedonios que acamparan allí, armados
como estaban, imaginando que los telmesios no se mantendrían en sus puestos cuando los vieran
vivaqueando enfrente suyo, y correrían a encerrarse en su ciudad, que estaba cerca, dejando en los
montes sólo los hombres suficientes para formar una guardia. Y resultó así como él había conjeturado,
porque la mayoría de ellos se retiraron, y sólo quedaba una guardia. El rey tomó inmediatamente a los
arqueros, lanzadores de jabalina, y los hoplitas ligeros, y los dirigió contra los que custodiaban el paso.
Cuando éstos empezaron a recibir la descarga de jabalinas, no pudieron mantener su posición, y
abandonaron el paso. Alejandro pasó entonces a través del desfiladero, y acampó cerca de la ciudad.

CAPÍTULO XXVIII.
OPERACIONES EN PISIDIA

Mientras estaba allí, vinieron unos embajadores de los selgianos, que también son bárbaros de Pisidia,
habitantes de una gran ciudad, y muy belicosos. Ya que eran enemigos inveterados de los telmesios,
habían enviado a esta embajada ante Alejandro para conseguir su amistad. Él los complació, y desde ese
momento los tuvo como fieles aliados en todos sus emprendimientos. Cayendo en la cuenta de que no
podría capturar Telmeso sin gran pérdida de tiempo, se dirigió en vez a Sagalaso, otra gran ciudad;
habitada también por pisidios, y aunque todos los pisidios son guerreros, los hombres de ésta se
consideraban los más belicosos de todos. En esta ocasión, habían ocupado la colina enfrente de la
ciudad, ya que no era menos idónea que los muros para atacar al enemigo, y allí le esperaban. Por su
lado, Alejandro desplegó la falange macedonia de la siguiente manera: En el ala derecha, donde era
habitual que se apostara él mismo, colocó a la guardia real, y al lado de éstos a los hipaspistas de los
Compañeros, extendidos hasta la izquierda, en el orden de precedencia que cada uno de los oficiales
tenían ese día. En el ala izquierda situó como comandante a Amintas, hijo de Arrabeo. Al frente del ala
derecha se ubicaron los arqueros y agrianos; y al frente del ala izquierda, los lanzadores de jabalina
tracios bajo el mando de Sitalces. La caballería no formó, pues no iba a servirle de nada en un lugar tan
abrupto y desfavorable como ése. Los telmesios también habían acudido en ayuda de los pisidios, y
estaban mezclados entre sus filas. La avanzada de Alejandro ya había atacado las posiciones de los
pisidios en la colina, avanzando hasta la parte más abrupta en su ascenso, cuando los bárbaros que los
esperaban emboscados se lanzaron contra las dos alas macedonias, abriendo el combate en un lugar
donde era muy fácil para ellos avanzar, pero muy difícil para el enemigo.

Los arqueros, que fueron los primeros en llegar, fueron puestos en fuga, ya que estaban
insuficientemente armados para responder, pero los agrianos permanecieron firmes en su terreno,
mientras la falange macedónica se iba acercando, con Alejandro a la cabeza. Se desató la pelea cuerpo a
cuerpo; a pesar de que los bárbaros no llevaban armadura protectora, se lanzaban contra los hoplitas de
Macedonia, y caían heridos o muertos en todas partes. En efecto, cedieron después de que cerca de 500
de ellos habían sido abatidos. Como eran ágiles y perfectos conocedores de la localidad, realizaron una
retirada sin dificultad, mientras que los macedonios, a causa de la pesadez de sus armas y su ignorancia
del terreno, no se atrevieron a perseguirlos. Alejandro, por lo tanto, se abstuvo de ir tras los fugitivos, y

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tomó la ciudad por asalto, perdiendo a Cleandro, el comandante de los arqueros, y cerca de otros veinte
hombres. Luego de esto, Alejandro marchó contra el resto de poblaciones de Pisidia, y tomó algunas de
sus fortalezas por las armas, mientras que a otras las obtuvo mediante la capitulación.

CAPÍTULO XXIX.
ALEJANDRO EN FRIGIA

Desde allí, Alejandro fue a Frigia, pasando por el lago llamado Ascania, en cuyas riberas se
forman sedimentos de sal de manera natural. Los nativos usan esta sal, ya que no es de calidad
inferior a la del mar, la cual ya no necesitan teniendo la primera. En el quinto día de su marcha,
el rey llegó a Celenas, ciudad en la que había un bastión construido en una roca escarpada por
donde se mirara. Esta ciudadela había sido dotada por el sátrapa persa de Frigia de una
guarnición de 1.000 carios y cien mercenarios griegos. Estos hombres enviaron embajadores a
Alejandro, con la promesa de entregarle el lugar si ningún socorro les llegaba hasta un día
pactado de antemano. Tal arreglo era a los ojos de Alejandro más sensato que sitiar la roca
fortificada, la cual era inatacable por todos lados. En Celenas permaneció diez días, durante los
cuales formó una guarnición de 1.500 soldados, nombró sátrapa de Frigia a Antgono, hijo de
Filipo, y en su lugar nombró a Balacro, hijo de Amintas, como general de las tropas de aliados
griegos; y luego prosiguió hacia Gordión. Envió una orden para que allí se reuniera Parmenión
con él llevando las fuerzas bajo su mando, orden que el general obedeció. También los
hombres recién casados que habían sido enviados a Macedonia ahora debían ir a Gordión, y
con ellos el ejército que había sido formado con las levas de Grecia, ahora bajo el mando de
Ptolomeo, hijo de Seleúco, Coeno, hijo de Polemócrates, y Meleagro, hijo de Neoptólemo. Este
ejército se componía de 3.000 soldados macedonios de infantería y 300 soldados a caballo
igualmente macedonios, 200 de caballería de Tesalia, y 150 eleos comandados por Alcias de
Elea.

Gordión se encuentra en la Frigia Helespóntica, y está situado cerca del río Sangario, que tiene
su origen en Frigia, fuye por la tierra de los tracios de Bitinia, y cae en el mar Euxino. Aquí una
embajada llegó a Alejandro de parte de la ciudad de Atenas, para exhortarle a liberar a los
atenienses que habían sido capturados combatiendo para el bando persa en el río Gránico, y
que luego fueron llevados a Macedonia para que sirvieran como esclavos, junto con los otros
dos mil capturados en esa batalla. Los enviados debieron partir sin haber obtenido su solicitud
a favor de los detenidos. Es que Alejandro creía que sería riesgoso, mientras la guerra contra
los persas todavía estuviera en marcha, aliviar en lo más mínimo el terror que inspiraba a los
griegos que no consideraban indigno combatir como mercenarios en nombre de los extranjeros
y en contra de Grecia. Sin embargo, respondió que una vez su presente empresa hubiera
finalizado, entonces podrían volverle a mandar embajadores para interceder por sus
conciudadanos.

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Libro II.

CAPÍTULO I.
CAPTURA DE MITILENE – MUERTE DE MEMNÓN
Poco después de esto, Memnón, a quien el rey Darío había nombrado almirante de la fota y
comandante de toda la región costera, con la idea de trasladar la guerra a Macedonia y Grecia, adquirió
la posesión de Quíos, que fue rendida a él mediante traición. Desde allí, viajó a Lesbos, y conquistó para
la causa persa todas las ciudades de la isla excepto Mitilene, cuyos habitantes no se sometieron a él.
Cuando había tomado las restantes ciudades, concentró su atención en Mitilene, y en aislar a la ciudad
del resto de la isla mediante la construcción de una empalizada doble desde un lado a otro del mar; y así
fácilmente consiguió el dominio terrestre por medio de la construcción de cinco campamentos en
puntos estratégicos. Una parte de su fota se encargaba de la vigilancia del puerto, y de interceptar los
barcos que pasaran; mientras el resto de la fota guardaba Sigrio, un promontorio de Lesbos que era el
mejor lugar de desembarco para los buques mercantes provenientes de Quíos, Geresto y Malea. De esta
manera, se privó a Mitilene de toda esperanza de ser socorrida por mar. Sin embargo, en el
entretiempo, Memnón enfermó y murió; su muerte a esa altura de la crisis, fue sumamente perjudicial
para los intereses del rey persa.

No obstante, Autofrádates y Farnabazo, hijo de Artabazo, prosiguieron el sitio con renovado brío. A este
último, Memnón le había confiado su mando al morir, ya que era hijo de su hermana, hasta que Darío
llegara a alguna decisión al respecto. Los defensores de Mitilene, por lo tanto, estaban aislados del
interior de la isla, y bloqueados en el mar por muchos barcos fondeados cerca. Enviaron entonces
algunos emisarios a Farnabazo, y llegaron al acuerdo siguiente: que las tropas auxiliares que habían
venido en su ayuda de parte de Alejandro se fueran, y los ciudadanos demolieran los pilares en los que
el tratado con Macedonia estaba inscrito; que se convirtieran en aliados de Darío en los términos de paz
acordados con el rey persa en tiempos de la Paz de Antálcidas, y que sus exiliados debían volver del
destierro a condición de ser compensados con la mitad de los bienes que poseían cuando fueron
expulsados. Aceptados dichos términos, la ciudad de Mitilene selló el pacto con los persas. Pero tan
pronto Farnabazo y Autofrádates entraron en la ciudad, establecieron en ella una guarnición con
Licomedes el Rodio como su comandante. También posesionaron como tirano de la ciudad a Diógenes,
uno de los exiliados; y les sacaron mucho dinero a los pobladores de Mitilene, en parte empleando la
violencia contra los ciudadanos ricos, y en parte mediante impuestos a la comunidad.

CAPÍTULO II.
LOS PERSAS CAPTURAN TÉNEDOS – SU DERROTA EN EL MAR
Después de lograr lo que quería, Farnabazo zarpó hacia Licia, llevándose con él a los mercenarios
griegos, y Autofrádates se dirigió a las otras islas. Mientras tanto, Darío envió a Timondas, hijo de
Mentor, a las provincias marítimas del imperio para hacerse cargo de los auxiliares griegos de
Farnabazo, y conducirlos a su nuevo destino; y, aparte, para comunicarle a Farnabazo que iba a mandar
sobre todo lo que había gobernado Memnón. Farnabazo le entregó los auxiliares griegos, y luego viajó
para unirse a Autofrádates y la fota. Cuando se encontraron, enviaron a Datames, un persa, con diez

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barcos a las islas llamadas Cícladas, mientras que ellos navegaron con cien barcos a Ténedos. Habiendo
fondeado en el puerto de Ténedos, que se llama Bóreo, ambos enviaron un mensaje a los habitantes
ordenándoles demoler los pilares sobre los que se había inscrito el tratado con Alejandro y los griegos; y
en su lugar refrendar los términos de Darío contenidos en el tratado que había ratificado el rey de Persia
cuando se firmó la Paz de Antálcidas. Los ciudadanos preferían seguir en términos amistosos con
Alejandro y los griegos, pero en la actual crisis parecía imposible salvarse, excepto rindiéndose a los
persas; ya que Hegeloco, que había recibido de Alejandro la comisión de reunir otra fuerza naval, no
había traído una fota de las dimensiones adecuadas como para justificar la esperanza de recibir un
pronto auxilio. En consecuencia, Farnabazo obligó a Ténedos a aceptar sus demandas más por temor
que de buena gana.

Mientras tanto, Proteo, hijo de Andrónico, había tenido éxito en cumplir la orden de Antpatro de
recolectar todos los buques de guerra de Eubea y el Peloponeso; con lo que se podía esperar alguna
protección tanto para las islas como para la propia Grecia si los extranjeros la atacasen por mar, como
se creía que era su intención. Al enterarse de que Datames tenía a diez de sus barcos amarrados cerca
de Sifnos, Proteo zarpó durante la noche desde Calcis en el Euripo con quince embarcaciones; y,
acercándose a la isla de Citnos en la madrugada, ocupó el resto del día en hacerse con información
fiable acerca de los movimientos de los diez barcos persas, y de paso caer sobre los fenicios por la
noche, cuando era más probable causarles terror y daños. Después de comprobar con toda certeza que,
en efecto, Datames estaba con sus naves en Sifnos, zarpó hacia allá cuando todavía estaba oscuro; justo
antes del alba cayó sobre ellos cuando menos se lo esperaban, capturando ocho de los barcos, con sus
tripulantes y todo lo demás. Pero Datames, con las dos trirremes restantes, se escabulló furtivamente al
comienzo del ataque de los barcos de Proteo, y llegó sano y salvo a reunirse con el resto de la fota
persa.

CAPÍTULO III.
ALEJANDRO EN GORDIÓN
Cuando Alejandro llegó a Gordión, fue presa de un ardiente deseo de subir a la ciudadela donde se
ubicaba el palacio de Gordio y su hijo Midas. Tenía ganas de ver el carro de Gordio y el nudo que unía el
yugo al carro. Existan gran cantidad de leyendas acerca de este carro entre la población del lugar. Se
decía que Gordio había sido un campesino pobre que vivía entre los antiguos frigios, cuyas únicas
posesiones eran un pequeño pedazo de tierra para cultivar, y dos yuntas de bueyes; a una la empleaba
en el arado y la otra para tirar del carro. En una ocasión, mientras estaba arando su campo, un águila se
posó sobre el yugo, y permaneció parada allí hasta que llegó el momento de desuncir a los bueyes.
Alarmado por tal vista, Gordio fue a ver a los augures de Telmeso para consultarles el significado del
portento, porque la gente de allí son duchos en la interpretación de las manifestaciones divinas, y el don
de la adivinación se les ha concedido no sólo a sus ancianos, sino también a sus esposas e hijos de
generación en generación. Cuando Gordio conducía su carro por una aldea cerca de Telmeso, encontró
a una muchacha que iba a buscar agua del manantial, y a ella le relató cómo el águila se le había
aparecido. Ya que ella misma tenía dones proféticos, le dijo que debía volver al mismo lugar y allí
ofrecer sacrificios a Zeus. Gordio le pidió que lo acompañara para explicarle la forma correcta de realizar
el sacrificio. Así se hizo, siguiendo las instrucciones de la joven, y luego él se casó con ella. Un hijo les
nació al poco tiempo, al que llamaron Midas, quien al llegar a la edad de la madurez sería a la vez
hermoso y valiente. En aquellos tiempos, los frigios se vieron acosados por continuos disturbios civiles, y
decidieron consultar al oráculo, que les dijo que un carro les traería un rey que pondría fin a sus

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discordias. Mientras ellos todavía estaban deliberando sobre dicho asunto, Midas llegó con sus padres, y
se detuvo cerca de la asamblea con el carro en cuestión. Los ciudadanos, interpretando que la respuesta
del oráculo se refería a él, se convencieron de que esta persona era el monarca que vendría en un carro,
tal como había sentenciado la divinidad. Por lo tanto, nombraron rey a Midas, y él, tras poner fin a las
luchas internas, dedicó en la acrópolis el carro de su padre como ofrenda de agradecimiento a Zeus por
enviar al águila. Además de esta historia, en esos tiempos se contaba otra más popular sobre el carro:
aquél que pudiera desatar el nudo con que el yugo estaba unido a la carreta, estaba destinado a ser el
gobernante de toda Asia.

La cuerda estaba fabricada con corteza de cornejo, no se podía ver dónde comenzaba ni dónde
terminaba. Según relatan algunos, Alejandro no pudo encontrar ninguna manera de afojar el nudo; sin
embargo, como no estaba dispuesto a resignarse a que siguiera sin ser desatado, y para no perturbar a
la muchedumbre, golpeó el nudo con su espada y lo cortó en dos, exclamando que él sí había logrado
desatarlo. Pero Aristóbulo dice, al contrario, que primero desenganchó la clavija de la lanza – una
estaca de madera que la atraviesa de una parte a otra –, y tirando simultáneamente del nudo, pudo
separar el yugo de la lanza del carro. No puedo, sin embargo, precisar con seguridad cómo fue en
realidad que Alejandro actuó en relación a este carro. En cualquier caso, tanto él como sus tropas
salieron de la acrópolis convencidos de que la predicción del oráculo había sido cumplida. Por otra
parte, ésa misma noche, hubo truenos y relámpagos que fueron vistos como señales del cielo
confirmando que así era; y por esta razón, Alejandro ofreció al otro día sacrificios a los dioses que
habían puesto de manifiesto dichas señales, una manera segura de hacerle conocer que el nudo había
sido desatado de forma apropiada .

CAPÍTULO IV.
LA CONQUISTA DE CAPADOCIA – ALEJANDRO ENFERMA EN TARSO
Al día siguiente, Alejandro prosiguió hacia Ancira de Galacia, donde acudió a él una embajada de los
pafagonios con la oferta de someter a la nación entera a su gobierno y pactar una alianza con él, con la
condición de que no invadiera sus tierras. Él aceptó el tratado, respondiéndoles que ahora debían
someterse a la autoridad de Calas, el sátrapa de Frigia. En seguida, el rey fue de allí a Capadocia;
subyugó aquella parte de la misma que se encuentra de este lado del río Halis, y mucho de lo que está
más allá de él, región en la que dejaría a Sabictas como sátrapa. Después avanzó hacia las Puertas de
Cilicia, al campamento de Ciro, el mismo que menciona Jenofonte, y enterándose de que las Puertas
estaban bien guarnecidas, dejó en el campamento a Parmenión con la infantería pesada; y luego tomó
cerca de la primera hora de la vigilia a los hipaspistas, los arqueros y agrianos hacia las Puertas,
amparados en la oscuridad, para coger desprevenidos a los centinelas. Su avance no fue tan furtivo
como planeaba, pero de todas maneras su audacia le rindió fruto, pues los guardias, al ver acercarse a
Alejandro, desertaron de sus puestos, dándose a la fuga. Al amanecer del día siguiente, el rey pudo
pasar a través de las Puertas con todo su ejército, descendiendo a Cilicia. Aquí se le dijo que Arsames
había desistido de su plan de conservar Tarso para los persas cuando se enteró de que Alejandro ya
había pasado a través de las Puertas, y había abandonado la ciudad; los atemorizados habitantes de
Tarso temían que saqueara la ciudad y los forzara a evacuarla. Al oír esto, Alejandro llevó a su caballería
y lo más ligero de su infantería a Tarso a marchas forzadas; provocando que al saber Arsames de su
proximidad, huyera precipitadamente a la corte de Darío, sin tener tiempo de causar destrozos en la
ciudad.

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En esos momentos, Alejandro enfermó a causa de las fatigas que había sufrido, tal como cuenta
Aristóbulo. Pero otros autores dicen que mientras ardía de fiebre y sudaba en abundancia, salió a nadar
en el río Cidno, en cuyas aguas ansiaba bañarse. El río fuye en medio de la ciudad, baja de sus fuentes
en el monte Tauro serpenteado a través de una campiña muy limpia, y es de aguas frías y cristalinas.
Alejandro sufrió convulsiones después de nadar, acompañadas de fiebre alta y falta crónica de sueño.
Ninguno de los médicos pensaba que sobreviviría, excepto Filipo, un médico de Acarnania al servicio del
rey, quien confiaba en gran medida en sus conocimientos de medicina, y que también disfrutaba de una
excelente reputación entre el ejército por su valor. Este hombre, con el permiso real, decidió
administrarle una purga a Alejandro. Cuando Filipo estaba preparando la pócima, una carta le fue
entregada al rey de parte de Parmenión, en la que le adverta que tuviera cuidado con Filipo; el general
se había enterado de que el médico recibía sobornos de Darío para envenenar a Alejandro mediante las
medicinas que usaba. Leída la carta, y aún sosteniendo ésta en la mano, el rey le arrebató la copa que
contenía la medicina y se la dio de leer a Filipo. Mientras el médico leía las noticias de Parmenión,
Alejandro bebió la poción. Era evidente para el rey que el médico estaba actuando con honor al darle el
remedio, porque no estaba alarmado por la carta, y encima exhortó al rey a obedecer todas las demás
prescripciones que le diera, con la promesa de salvarle la vida si obedecía sus instrucciones. Alejandro
fue purgado a fondo con dichas pociones, y su enfermedad comenzó a evolucionar favorablemente. Con
su conducta, le demostró a Filipo que él, Alejandro, era un amigo leal, y al resto que tenía absoluta
confianza en sus amigos, al negarse a aceptar cualquier sospecha infundada sobre la fidelidad que le
profesaban; al mismo tiempo, demostró que podía enfrentarse a la muerte con intrepidez.

CAPÍTULO V.
ALEJANDRO VISITA LA TUMBA DE SARDANÁPALO – OPERACIONES EN CILICIA
El rey envió a Parmenión a las otras puertas que separan la tierra de los cilicios de la de los asirios, a fin
de capturarlas y asegurar el paso antes de que el enemigo se les adelantara. Para la misión le dio la
infantería aliada, los mercenarios griegos, los tracios que estaban bajo el mando de Sitalces, y la
caballería tesalia. Marchando de Tarso, llegaron a la ciudad de Anquiale en el primer día. De esta ciudad
se cuenta que fue fundada por el asirio Sardanápalo, y por la circunferencia y las bases de las murallas
era obvio que en el pasado había sido una gran ciudad y había alcanzado altas cuotas de poder. Cerca de
las murallas de Anquiale se hallaba el monumento de Sardanápalo, en cuya parte superior se
encontraba la estatua de este rey con las manos juntadas como en un aplauso. Una inscripción en
caracteres asirios había sido colocada sobre él, escrita en verso según aseguraban los lugareños. El
significado de las palabras era el que sigue: "Sardanápalo, hijo de Anacindaraxes, construyó Anquiale y
Tarso en un sólo día; pero tú, forastero, come, bebe y juega, pues todas las demás cosas humanas no
valen tanto como esto". Lo último hacía referencia, como en un acertijo, al sonido sordo que las manos
hacen al aplaudir. También se decía que la palabra traducida como “jugar” tenía una connotación lasciva
en el idioma asirio.

Desde Anquiale, Alejandro fue a Soli, ciudad a la que impuso una guarnición permanente y multó con
200 talentos de plata por inclinarse a favor de los persas. Luego, tomó tres unidades de infantería de
Macedonia, todos los arqueros y los agrianos, para ir a combatir contra los cilicios, que tenían las
montañas en su poder; en siete días en total hubo expulsado a algunos por la fuerza, y al resto por
rendición, y regresó a Soli. Allí comprobó que Ptolomeo y Asandro habían ganado la batalla contra
Orontobates, el persa en cuyo poder estaba la ciudadela de Halicarnaso, y también las de Mindos,
Cauno, Tera, y Callipolis. Las ciudades de Cos y Triopión también habían sido conquistadas. Ambos le

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escribieron para informarle que Orontobates había sido derrotado en una gran batalla, en la que
perecieron alrededor de 700 de su infantería, 50 de su caballería, y no menos de 1.000 fueron hechos
prisioneros. Ante tales noticias, Alejandro ofreció en Soli un sacrificio a Asclepios, encabezó el desfile del
ejército completo, ordenó la celebración de una carrera de antorchas, y concursos de gimnasia y
música. Les otorgó, además, a las gentes de Soli el privilegio de tener su propia constitución
democrática. Luego, los macedonios se marcharon a Tarso; enviando el rey a la caballería de Filotas a
marchar a través de la llanura de Alea hacia el río Píramo. Él, por su parte, llegó con la infantería y el
escuadrón real de caballería a Magarso, donde ofreció sacrificios a Atenea Megarsis. Desde allí,
marcharon todos a Malos; adonde Alejandro ofreció a Anfíloco un sacrificio con todas las honras
debidas a un héroe. También puso fin al descontento local arrestando a los agitadores que fomentaban
la sedición entre los ciudadanos. Por último, retuvo para su propio tesoro los tributos que pagaba la
ciudad al rey Darío, porque Malos era una colonia fundada por los argivos, y él mismo, como
descendiente de Heracles, podía remontar sus orígenes a Argos.

CAPÍTULO VI.
ALEJANDRO EN MIRIANDRO – FRENTE A FRENTE CON DARÍO
Alejandro estaba aún en Malos cuando le informaron que Darío había acampado con todas sus fuerzas
en Soches, un lugar en Asiria, a dos días de marcha desde las Puertas de Asiria. Reunió a los Compañeros
y les contó cuanto sabía acerca de Darío y su ejército; ellos le instaron a ir a por los persas al instante,
sin demora. Él les agradeció y disolvió el consejo por ese día, pero al siguiente les mandó aprestarse
para marchar contra Darío y los persas. En el segundo día de marcha, pasaron a través de las Puertas y
acamparon cerca de la ciudad de Miriandro; donde fueron retenidos en sus tiendas por una violenta
tormenta con fuertes vientos y lluvia que cayó durante la noche.

Darío, por su parte, había pasado mucho tiempo acampando con su ejército en una llanura en territorio
de Asiria, la que se extiende totalmente plana en todas direcciones, muy adecuada para el inmenso
tamaño de su ejército y conveniente para las maniobras de la caballería. El desertor macedonio
Amintas, hijo de Antoco, le aconsejó que no abandonara esta posición, porque no había otro sitio con
espacio suficiente para las enormes fuerzas persas y la gran cantidad de pertrechos que llevaban; Darío
le hizo caso. Sin embargo, a medida que la estancia de Alejandro en Tarso se prolongaba a causa de su
enfermedad, hacía otra parada no tan breve en Soli para ofrecer el sacrificio y el desfile con su ejército,
y, además, se demoraba combatiendo contra los montañeses cilicios; Darío fue inducido a desviarse de
su resolución. Era un hombre que acostumbraba tomar aquella decisión que estuviera más ligada a sus
propios deseos, y era sensible a los consejos de quienes se los daban con la convicción de que serían
agradables a sus oídos, sin tener en cuenta su sensatez – los reyes siempre tendrán algún allegado para
darles un mal consejo –; llegó a la conclusión de que Alejandro ya no tenía deseos de adentrarse aún
más en el imperio, y que había desistido de provocar el enfrentamiento al enterarse de que Darío en
persona venía contra él. Todos sus cortesanos insistan en que debían continuar el avance, sosteniendo
que eran tan superiores que sólo la caballería era suficiente para aplastar al ejército de los macedonios.
Por el contrario, Amintas aseguraba que, sin lugar a dudas, Alejandro iría a cualquier lugar donde
creyera que Darío pudiera estar; y le exhortaba por todos los medios a permanecer donde estaba. Se
impuso el consejo menos razonable, más agradable de oír en esos momentos. Y encima de esto, alguna
retorcida infuencia divina guió a Darío hacia una localidad donde era obvio que la caballería tendría
pocas ventajas, si alguna, y tampoco la infantería podría sacar provecho de la superioridad numérica en
combatientes, jabalinas y arquería; un lugar donde el monarca persa ni siquiera podría exhibir la

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magnificencia de su ejército, y le entregaría en bandeja a Alejandro y sus tropas una victoria rápida. El
Destino había decretado ya que a los persas les sería arrebatado el dominio de Asia en beneficio de los
macedonios, al igual que los medos habían sido vencidos por los persas; y, más atrás en el tiempo, los
asirios por los medos.

CAPÍTULO VII.
DARÍO EN ISSOS – ARENGA DE ALEJANDRO A SU EJÉRCITO
Darío cruzó la sierra por lo que se llaman las Puertas Amanicas, y avanzó sin que se le descubriera hacia
Issos, a la retaguardia de Alejandro. En Issos, atacó el campamento de los macedonios enfermos y
heridos que convalecían allí, asesinándolos y mutilándolos cruelmente. Al día siguiente, procedió hacia
el río Pinaro. Al enterarse Alejandro de que Darío andaba por su retaguardia, no le pareció fiable la
noticia, por lo que mandó embarcar a algunos de los Compañeros en un navío de treinta remos, y los
envió de vuelta a Issos para comprobar si el informe era cierto. Los enviados en el barco descubrieron
que los persas acampaban allí con comodidad, porque en esa parte el mar forma una bahía. Por lo
tanto, llevaron a Alejandro la noticia de que, en efecto, Darío estaba al alcance de sus tropas.

Alejandro convocó a sus generales, comandantes de caballería, y oficiales de los aliados griegos, y los
exhortó a mostrar el mismo coraje que durante los peligros anteriormente superados; afirmó que la
inminente lucha sería entre ellos, que habían salido siempre victoriosos, y un enemigo que ya había sido
derrotado. Los dioses estaban actuando como generales en su nombre mejor que el mismo Alejandro,
plantándole en la mente a Darío la idea de mover a sus fuerzas fuera de la espaciosa llanura, y llevarlas a
encerrarse en un lugar estrecho, donde había espacio suficiente para desplegar la falange con la
profundidad justa de adelante para atrás, pero en el que al enemigo su enorme número le resultaría
inútil en la batalla. Agregó que sus enemigos no igualaban, ni en fuerza ni en valor, a los macedonios
curtidos durante mucho tiempo en confictos bélicos plagados de peligros; ahora iban al enfrentamiento
directo con los persas y los medos, hombres debilitados por una larga inmersión en una existencia llena
de lujos, y que, para colmo de males, siendo hombres libres participaban en la batalla hombro a hombro
con esclavos. Dijo, además, que los griegos en los dos ejércitos no luchaban por los mismos objetivos,
pues aquéllos con Darío desafiaban el peligro a cambio de una paga, que no era cuantiosa; mientras que
los que estaban de su lado lo hacían voluntariamente en defensa de los intereses de toda Grecia. Las
tropas de aliados tracios, peonios, ilirios y agrianos, los más robustos y belicosos de los guerreros de
Europa iban a enfrentarse a las huestes más indolentes y afeminadas de Asia. Para corolario, ellos
tenían a un Alejandro al mando de la estrategia contra Darío. Todas estas cosas las recitó como
evidencia de la superioridad macedonia, y también enumeró las grandes recompensas que obtendrían,
las que estaban a la par del peligro. Les dijo que en la presente ocasión tendrían que vencer no a sólo los
sátrapas de Darío, ni la caballería desplegada en el Gránico, ni los 20.000 mercenarios griegos, sino que
debían derrotar a la crema de las fuerzas disponibles de los persas y los medos, así como las de todas las
demás razas súbditas que habitan en Asia, y al actual Gran Rey en persona. Después de este
enfrentamiento, no quedaría para ellos otra que hacer aparte de tomar posesión de toda Asia, y poner
fin a sus muchas y heroicas fatigas. Les recordó igualmente los brillantes logros colectivos en días
pasados, sin olvidarse de citar por su nombre a quienes se hubiesen destacado de manera individual por
llevar a cabo proezas por amor a la gloria, elogiándolos por ellas.

Luego habló con toda la modestia posible de sus hazañas personales en las diversas batallas libradas.
También se dice que aludió a Jenofonte y los diez mil hombres que le acompañaron, añadiendo que no

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eran de ninguna manera comparables con ellos, ya sea en número o en excelencia. Además, los últimos
no habían tenido con ellos a los de Tesalia, Beocia, el Peloponeso, Macedonia, Tracia; o jinetes, ni nada
comparable a la caballería del ejército macedonio. No tenían arqueros o siquiera honderos cretenses,
excepto uno pocos cretenses y rodios, a quienes entrenó Jenofonte improvisando sobre la marcha. Sin
embargo, pese a sus carencias habían sido capaces de derrotar completamente al rey persa y sus
fuerzas cerca de Babilonia, y de llegar al mar Euxino venciendo a todos los pueblos en su camino a
medida que fueron avanzando hacia su destino. También empleó otros muchos argumentos adecuados
para que un gran general los utilice con el fin de alentar a los hombres valientes, en un momento tan
crítico como lo es el previo a la batalla. Sus hombres respondieron con vítores, pasando adelante a
estrechar la mano derecha del rey, instándole a capitanearlos contra el enemigo sin más demoras, y
dándole ánimos con sus palabras.

CAPÍTULO VIII.
ORDEN DE BATALLA DE MACEDONIOS Y PERSAS
Alejandro ordenó a sus soldados que, por el momento, fueran a comer, y en el entretiempo envió a
algunos de sus jinetes y arqueros a las Puertas, a explorar la carretera que pasaba por detrás; más tarde,
al anochecer, llevó a la totalidad del ejército para ocupar de nuevo el paso. Se apoderó de él cerca de la
medianoche, e hizo que el ejército se acomodara para descansar sobre las rocas durante el resto de la
noche, apostando centinelas en las cercanías. En la madrugada, descendieron desde el paso al camino,
que era estrecho en todas partes, por lo que condujo a su ejército en una columna; pero cuando las
montañas se abrieron para dejar paso a una llanura, permitió el despliegue en falange, marchando
juntas una línea de infantería pesada tras otra, con la montaña a la derecha y el mar a la izquierda.
Hasta ese momento había sido la caballería la que iba detrás de la infantería, pero al llegar a campo
abierto, el ejército pasó a formar en orden de batalla. En la primera línea a la derecha, que daba con la
montaña, el rey puso a la guardia real y a los hipaspistas bajo el mando de Nicanor, hijo de Parmenión;
al lado de ellos a la unidad de Coeno, seguida por la de Pérdicas. Las nombradas tropas llegaban hasta el
centro de la infantería pesada, yendo de derecha a izquierda. En la primera línea del ala izquierda se
encontraba la unidad de Amintas, la de Ptolomeo a continuación, y cerca de éste la de Meleagro. La
infantería de la izquierda había sido puesta bajo el mando de Crátero, y Parmenión tenía el mando del
ala entera. Dicho general había recibido la orden de no abandonar su posición paralela al mar, para que
los macedonios no se vieran rodeados por el enemigo, ya que era probable que los desbordaran por
todas partes debido a su superioridad numérica.

Al confirmar Darío que Alejandro se acercaba en orden de batalla, mandó a 30.000 de su caballería y
con ellos a 20.000 de su infantería ligera a través del río Pinaro, convencido de que sería capaz de
movilizar al resto de sus fuerzas con facilidad más adelante. De su infantería pesada, la primera línea la
formaban los 30.000 mercenarios griegos para oponerse a la falange macedonia, y a ambos lados
estaban colocados 60.000 de los llamados cardaces, que también son infantería pesada. El lugar en el
que se encontraban podía contener sólo a esta cantidad en una sola falange. Los persas también
desplegaron a 20.000 hombres cerca de la montaña a su izquierda, de cara a la derecha de Alejandro.
Algunos soldados persas estaban apostados en la retaguardia del ejército de Alejandro, en la parte
donde la montaña posee una hendidura cóncava que forma una especie de bahía como las del mar, y
luego surge hacia adelante, de manera que los hombres apostados al pie de ella podían colocarse detrás
de la derecha de Alejandro. El resto de la infantería ligera y la infantería pesada de Darío formaban
según las naciones, en líneas sucesivas de una profundidad nada práctica, e iban detrás de los

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mercenarios griegos y el ejército persa dispuestos en falange. El conjunto del ejército de Darío, se dice,
sumaban alrededor de 600.000 hombres.

A medida que Alejandro avanzaba, notó que el terreno se hacia un poco más ancho, y en consecuencia
llamó a los jinetes, tanto de los Compañeros como de los tesalios y macedonios, y les mandó colocarse a
su lado en el ala derecha. A los peloponesios y el resto de las fuerzas aliadas griegas los envió donde
Parmenión, a la izquierda. Darío también estaba movilizando a toda su falange; hizo la señal concertada
de antemano para llamar a la caballería apostada enfrente del río con el propósito expreso de facilitar la
organización de su ejército. La mayor parte de esta caballería se colocó en el ala derecha cerca al mar,
frente a Parmenión, porque allí el terreno era más adecuado para maniobrar a caballo. Otra parte de
ellos se dirigió a la montaña hacia la izquierda. Pero al darse cuenta de que allí serían inútiles debido a la
estrechez del terreno, Darío les ordenó a la mayoría de ellos girar a la derecha y unirse a sus camaradas
apostados allí. Darío mismo ocupó una posición en el centro de todo su ejército, como era la costumbre
de los reyes de Persia, cuya explicación ha sido registrada por Jenofonte, hijo de Grilo.

CAPÍTULO IX.
ALEJANDRO CAMBIA LA DISPOSICIÓN DE SUS FUERZAS

Alejandro descubrió muy pronto que casi toda la caballería persa había cambiado su posición inicial para
ir a su izquierda, al lado el mar, donde solamente las tropas del Peloponeso y el resto de la caballería
griega se habían apostado; envió a la caballería tesalia allí a toda velocidad, con orden de no galopar
enfrente de la formación, sino proceder con sigilo por la parte posterior de la falange, para que el
enemigo no viera la nueva disposición. En frente de la caballería a la derecha, puso a los lanceros al
mando de Protomaco, y a los peonios bajo el de Aristón; frente a la infantería, puso a los arqueros bajo
la dirección de Antoco, y a los agrianos bajo la de Atalo. Dispuso a algunos de los jinetes y arqueros de
manera que formasen un ángulo agudo con el centro hacia la montaña que quedaba a sus espaldas, de
modo que la derecha de la falange se bifurcaba en dos líneas, una de cara a Darío y el cuerpo principal
de los persas más allá del río, y otra frente a los apostados en la montaña a sus espaldas. Pasaron a
engrosar el ala izquierda la infantería compuesta por los arqueros de Creta y los tracios bajo el mando
de Sitalces, colocándose detrás de la caballería.

Los mercenarios griegos al principio quedaron atrás como reserva. Sin embargo, Alejandro vio que la
derecha de la falange era muy delgada, y parecía muy probable que los persas la fanquearan; movió sin
ser vistos desde el centro hacia allí a dos escuadrones de la caballería de los Compañeros, a saber: el de
Antemos, cuyo hiparco era Peroedas, hijo de Menesteo, y el de Leuge, bajo el mando de Pantordano,
hijo de Cleandro. También trasladó a los arqueros, parte de los agrianos y de los mercenarios griegos a
la parte delantera de su ala derecha y así extendió su línea para fanquear el ala persa. Como los que se
habían ubicado en las elevaciones no se movían ni descendían, algunos de los agrianos y arqueros
cargaron contra ellos por orden de Alejandro, y los expulsaron con facilidad de la ladera de la montaña,
haciéndoles huir hacia la cima. Hecho esto, Alejandro comprendió que ya podía hacer uso de las tropas
enviadas a mantenerlos a raya, para reforzar las filas de la falange. Trescientos jinetes serían más que
suficientes para vigilar a los refugiados en la cumbre.

CAPÍTULO X.

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BATALLA DE ISSOS
Terminada la reorganización de sus hombres, Alejandro les permitió descansar un rato antes de volver a
movilizarlos hacia adelante, ante el lento avance del enemigo. Ahora Darío ya no enviaba a los persas a
hostigar a los macedonios como al principio, sino que los mantenía en la misma posición a la orilla del
río; en aquellas laderas tan empinadas por todos lados, había mandado construir una empalizada a lo
largo de los lugares por donde era más fácil ascender. Por ello, fue evidente de inmediato para los
hombres de Alejandro que Darío se senta intimidado. Cuando ambos ejércitos quedaban ya muy cerca
el uno del otro, Alejandro cabalgó en todas direcciones para exhortar a sus tropas a demostrar su valor;
mencionando elogiosamente los nombres, no sólo de sus generales, sino también los de los generales
de caballería e infantería, y de los simples mercenarios griegos más distinguidos por rango o por mérito.
Desde todos los lados, le respondían con gritos de no demorarse más y atacar al enemigo.

Al principio, él condujo a la falange en formación compacta y con paso mesurado, aunque tenía a las
fuerzas de Darío ante las narices; no fuera a ser que, por una precipitada marcha, cualquier parte de la
falange fuctuara fuera de la línea y se separase del resto. Ya al alcance de las jabalinas enemigas,
Alejandro fue el primero en lanzarse en dirección al río, y toda el ala derecha le siguió a la carrera;
pretendía causar desconcierto entre los persas con la rapidez de su aparición, y por haber llegado antes
a la primera línea enemiga, los arqueros contrarios poco daño pudieron infigirle a la vanguardia
macedonia. Todo salió tal como Alejandro esperaba, pues tan pronto como la batalla se convirtió en una
lucha cuerpo a cuerpo, el ejército persa estacionado en el ala izquierda emprendió la huida,
permitiéndoles a Alejandro y sus hombres ganar una brillante victoria en ese sector. Pero los
mercenarios griegos que peleaban para Darío, atacaron a los macedonios en el punto donde vieron a su
falange toda desordenada. La derecha de la falange macedónica se había roto y desunido, porque
Alejandro había cargado con prisas hacia el río, y aunque en el combate mano a mano ya estaba
haciendo retroceder a los persas apostados allí, los macedonios en el centro no habían ejecutado su
tarea con la misma velocidad. Además, debido a que muchas partes de la orilla eran escarpadas y
abruptas, no fueron capaces de conservar el frente de la falange bien alineado. Allí, pues, la lucha era
desesperada. El objetivo de los mercenarios griegos de Darío era empujar a los macedonios de nuevo al
río, y revertir la victoria, a pesar de que sus propias fuerzas estaban ya en retirada; el objetivo de los
macedonios era estar a la altura de la manifiesta buena fortuna de Alejandro, y no manchar la gloriosa
reputación de la falange, que hasta ese momento había podido afirmar que era invencible. Aparte, el
sentimiento de rivalidad que exista entre las razas griega y macedonia inspiraba a cada bando a dar lo
mejor de sí. En esta batalla cayeron Ptolomeo, hijo de Seleúco, no sin antes probar que era un hombre
valiente, y alrededor de 120 macedonios distinguidos.

CAPÍTULO XI.
DERROTA Y HUIDA DE DARÍO
Luego de hacer retroceder a los persas, las tropas macedonias del ala derecha giraron para ir a socorrer
a sus compañeros del centro, que estaban en apuros a causa de los mercenarios griegos de Darío.
Lograron empujar a éstos lejos del río, y extendiendo las líneas de la falange por encima de la ahora
hundida izquierda del ejército persa, atacaron a los mercenarios griegos por el fanco, y en un instante
comenzaron a demoler implacablemente sus líneas. En el otro extremo, la caballería persa destacada
frente a la tesalia no se quedó al otro lado del río durante la lucha, sino que cruzó las aguas para lanzar
un vigoroso ataque contra los escuadrones de Tesalia. El combate que se desató entre ambas caballerías

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fue feroz; los persas no cedieron un palmo hasta que observaron que Darío había huido y los
mercenarios griegos habían sido destrozados por la falange macedonia, y separados de la caballería.
Entonces, la huida de todo el ejército persa se hizo claramente visible. Demasiado numerosa para
moverse a sus anchas por el terreno, la caballería persa sufrió mucho en la retirada debido a que los
jinetes iban fuertemente armados y galopaban en desorden por el pánico, apiñados sin ton ni son a lo
largo de senderos angostos; muchos fueron derribados y pisoteados por los que venían detrás,
causando entre sus propios compatriotas la misma cantidad de bajas que el enemigo. Los tesalios iban
en su persecución, cazando a los fugitivos al vuelo, por lo que la infantería persa tuvo tantas pérdidas
como la caballería.

El ala izquierda de Darío también había sido completamente derrotada por Alejandro, y el rey persa, al
ver que esta parte de su ejército quedaba ahora separada del resto, no perdió tiempo en huir en su
carro, siguiendo la estela de los fugitivos. Su carro era un transporte seguro mientras rodara por suelo
llano; pero cuando se topó con barrancos y terreno accidentado, abandonó el carro, despojándose de su
escudo y manto de Media. Incluso dejó su arco en el carro, y montando a caballo continuó la huida. La
oscuridad de la noche que ya caía, fue lo único que le salvó de ser capturado por Alejandro, pues éste
mantuvo la persecución mientras duró la luz del día. Pero cuando empezó a oscurecer y el terreno se
hizo menos visible, Alejandro volvió al campamento, llevándose el carro de Darío con el escudo, la capa
meda, y el arco dentro. Había llegado tarde para alcanzar a Darío, porque, aunque dio media vuelta
después de la primera ruptura de la falange en la formación enemiga, no pudo perseguir al monarca
rival hasta que comprobó que los mercenarios griegos y la caballería persa habían sido expulsados del
río.

De los persas de importancia, fueron abatidos Arsames, Reomitres y Atizies, que habían comandado la
caballería en el Gránico. Sabaces, sátrapa de Egipto, y Bubaces, de la alta nobleza persa, también
cayeron en la lucha con cerca de 100.000 soldados rasos, de los que más de 10.000 eran de caballería.
Tan grande fue la masacre que Ptolomeo, hijo de Lago, quien estuvo allí con Alejandro, dice que los
hombres que fueron con él persiguiendo a Darío, llenaron un barranco con los cadáveres para poder
cruzarlo. El campamento de Darío fue enseguida tomado en el primer asalto; allí se encontraban su
madre, su esposa – que también era su hermana –, y su pequeño hijo. También estaban con ellas dos
hijas de Darío, y unas cuantas mujeres más, esposas de nobles persas, que servían a las mujeres de la
familia real. Otros aristócratas persas habían enviado a sus mujeres junto con el resto de sus equipajes a
Damasco, porque Darío había enviado a esa ciudad la mayor parte de su tesoro, y todas las cosas que el
Gran Rey tenía por hábito llevar en su séquito para mantener su lujoso modo de vida aún durante una
expedición militar. Por ello, en el campamento fueron hallados más de 3.000 talentos, y poco después,
el tesoro dejado en Damasco fue capturado por Parmenión, quien fue enviado allí con ese propósito.

Tal fue el resultado de esta famosa batalla, que se libró en el mes de memacterión, siendo Nicostrato el
arconte de Atenas.

CAPÍTULO XII.
LA FAMILIA DE DARÍO RECIBE BUEN TRATO DE ALEJANDRO

Al día siguiente, Alejandro, todavía adolorido por una herida de espada que había recibido en el muslo,
visitó a los heridos, y mandó reunir los cadáveres de los caídos para darles un entierro espléndido en

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presencia de todas sus fuerzas, brillantemente dispuestas como para una batalla. Habló de aquellos a
quienes él mismo había visto desempeñando una acción valiente en plena batalla, y también elogió a los
soldados cuyas hazañas fueron corroboradas por testigos e incluidas en el informe del día. Igualmente
honró a cada uno de ellos con un obsequio en metálico en proporción a sus méritos. Luego, posesionó
como sátrapa de Cilicia a Balacro, hijo de Nicanor, uno de los guardaespaldas reales; y para ocupar su
lugar entre los guardias de corps eligió a Menes, hijo de Dionisias. En lugar de Ptolomeo, hijo de
Seleúco, que había muerto en la batalla, puso a Poliperconte, hijo de Simias, al mando de su batallón.
Por último, devolvió a la ciudad de Soli los cincuenta talentos que todavía adeudaba de la multa que se
le había impuesto, y también les devolvió sus rehenes.

No trató Alejandro con negligencia a la madre, esposa e hijos de Darío; pues, como cuentan algunos
historiadores, la misma noche en que Alejandro regresó de la persecución, entró en la tienda del rey
persa, que había sido escogida para su uso, y oyó el lamento de las mujeres y otros ruidos lastimeros no
muy lejos de la tienda. Preguntó quiénes eran aquellas mujeres, y por qué estaban en una tienda tan
cerca de la suya. Alguien le contestó de la siguiente manera:

"Mi rey, la madre, esposa e hijos de Darío se lamentan por él y lo creen muerto, ya que han sido
informadas de que su arco, su manto real y su escudo están ahora en tu poder. "

Escuchando esto, Alejandro envió a verlas a Leonato, uno de los Compañeros, con mandato de que les
dijera: "Darío está todavía vivo. En su huida, dejó sus armas y el manto en el carro, y éstos son los únicos
objetos suyos que Alejandro posee. "

Leonato entró en la tienda y les contó a las mujeres las noticias acerca de Darío, diciéndoles, además,
que Alejandro les permitiría conservar su estatus y un séquito acorde con su rango real, así como el
ttulo de reinas que ostentaban la esposa y la madre de Darío; porque el rey macedonio no había
emprendido la guerra contra Darío por un sentimiento de odio personal, sino que lo había hecho de
manera legítima por el dominio de Asia. Tales son los relatos de Ptolomeo y Aristóbulo, pero hay otro
que dice que, al día siguiente, Alejandro fue a verlas en la tienda de campaña, acompañado sólo por
Hefestión, uno de los Compañeros. La madre de Darío, no sabiendo cuál de ellos era el rey – porque
ambos estaban ataviados con ropajes del mismo estilo –, se acercó a Hefestión, porque le apareció el
más alto de los dos, y se postró ante él. Pero cuando él se echó hacia atrás, y uno de los asistentes de la
reina madre señaló a Alejandro, diciéndole que él era el rey, quedó muy avergonzada de su error y quiso
retirarse. El rey de Macedonia le dijo que no había cometido ningún error, porque Hefestión también
era un Alejandro.

Dicho relato lo incluyo sin estar seguro de que sea verdad, pero no lo considero del todo improbable. Si
lo que se cuenta realmente ocurrió, no puedo menos que ensalzar a Alejandro por su trato compasivo
hacia aquellas mujeres, por la confianza que le tenía a aquel Compañero, y el honor conferido al mismo.
Si solamente es algo que los historiadores creen probable que Alejandro hubiera hecho y dicho en tal
situación, incluso por esta razón creo que es digno de elogio.

CAPÍTULO XIII.
HUIDA A EGIPTO DE LOS DESERTORES MACEDONIOS – REBELIÓN DEL REY AGIS
DE ESPARTA – ALEJANDRO INVADE FENICIA

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Darío huyó durante toda de la noche acompañado de unos pocos sirvientes, pero durante el día
siguiente fue recogiendo a su paso a los persas y los mercenarios griegos que habían escapado de la
batalla, un total de 4.000 hombres. Se dirigió con ellos a marchas forzadas hacia la ciudad de Tapsaco y
el río Éufrates a fin de poner lo más rápido posible ésa caudalosa franja de agua entre él y Alejandro. Por
su lado, los desertores como Amintas, hijo de Antoco, Timondas, hijo de Mentor, Aristomedes de Feres,
y Bianor de Acarnania, huyeron del campo de batalla con los 8.000 soldados bajo su mando; y, pasando
por las montañas, llegaron a Trípoli en Fenicia. Allí se apoderaron de los barcos atracados a lo largo de la
costa, los que previamente habían sido transportados desde Lesbos; embarcaron en los buques a
cuantos traían consigo, y quemaron los sobrantes, incluyendo los muelles, con el fin de no dejar al
alcance del enemigo los medios para perseguirlos. Huyeron primero a Chipre; luego a Egipto, donde
poco después Amintas, por entremeterse en las disputas políticas internas, fue asesinado por los
nativos.

Mientras tanto, Farnabazo y Autofrádates, que se alojaban cerca de Quíos, después de haber
establecido una guarnición en la isla, enviaron algunos de sus barcos a Cos y Halicarnaso; luego, fueron
ellos mismos con cien de sus buques de vela a ocupar la isla de Sifnos. Al lugar llegó en una trirreme
Agis, rey de los lacedemonios, a pedirles fondos para llevar a cabo la guerra contra Macedonia, y
también para instarlos a enviar con él una fuerza considerable al Peloponeso, tanto naval como
terrestre. Al mismo tiempo, llegaron noticias de la batalla que se había librado en Issos, alarmando a los
comandantes persas. Un atónito Farnabazo zarpó a Quíos con doce trirremes y 1.500 mercenarios
griegos, por temor a que la población intentara llevar a cabo una rebelión cuando recibiera la noticia de
la derrota persa. Agis, después de recibir treinta talentos de plata y diez trirremes de Autofrádates,
despachó a Hipias para llevar los buques a su hermano Agesilao en Ténaro; le ordenó también que
pidiera a Agesilao pagarles el sueldo completo a los marineros, y que luego fuera lo más rápido posible a
Creta a fin de poner las cosas en orden allí. Durante un tiempo, Agis se quedó en las islas, y más tarde se
unió a Autofrádates en Halicarnaso.

Alejandro designó como sátrapa de Celesiria a Menón, hijo de Cerdimnas, dándole la caballería de los
aliados griegos para proteger el país. A continuación, fue en persona a Fenicia. Sobre la marcha se
encontró con Estratón, hijo de Gerostrato, rey de Arados y de los pueblos de los alrededores. Su padre
Gerostrato servía en la fota de Autofrádates, así como otros reyes de los fenicios y los chipriotas.
Cuando Estratón estuvo en presencia de Alejandro, le colocó una diadema de oro sobre la cabeza, y le
hizo la promesa de entregarle tanto la isla de Arados como la próspera ciudad de Maratos, situada en la
parte continental, frente a Arados; también las ciudades de Sigon, Mariamne, y todos los otros lugares
que estaban bajo su dominio y el de su padre.

CAPÍTULO XIV.
RESPUESTA DE ALEJANDRO A LA CARTA DE DARÍO
Mientras Alejandro se encontraba todavía en Maratos, llegaron ante él unos embajadores con una carta
de Darío, y le suplicaron que devolviera a la madre, esposa e hijos del rey persa, como se les había
ordenado hacer para reforzar la petición por escrito. La carta le recordaba al monarca macedonio la
amistad y la alianza que había existido entre Filipo y Artajerjes; y que cuando Arses, hijo de Artajerjes,
ascendió al trono, Filipo fue el primero en tomar medidas hostiles contra los persas, aunque no hubo
provocación por parte de los segundos. De la misma manera, Alejandro, desde el momento en que
Darío comenzó su reinado en Persia, no había enviado ninguna embajada a él para reafirmar la amistad

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y la alianza que durante tanto tiempo habían existido entre ambos pueblos, sino que había cruzado a
Asia con su ejército y había perjudicado en gran medida los intereses persas. Por esta razón, él había
venido en persona a defender su tierra y preservar el imperio de sus ancestros. En cuanto a la batalla
pasada, Darío aceptaba que se había decidido de acuerdo con la voluntad de los dioses. Y ahora, le
pedía de vuelta a su reina capturada, su madre y sus hijos, porque deseaba formalizar un pacto de
amistad con Alejandro, y convertirse en su aliado. Para ello, le rogaba que enviara sus propios
embajadores con Menisco y Arsimas, los mensajeros persas, para que recibieran sus promesas de
fidelidad en nombre de Alejandro.

Alejandro envió su respuesta con Tersipo, quien partió con los hombres que habían venido de parte de
Darío, con instrucciones de entregar la carta a Darío en persona, pero sin abrir negociaciones de ningún
tipo con él. La carta de Alejandro decía así:

"Tus antepasados invadieron Macedonia y el resto de Grecia, y nos sometieron a todos a malos tratos,
sin ningún tipo de ofensa de nuestra parte. Fui nombrado comandante en jefe de los griegos, que
desean vengarse de los persas por los mencionados motivos, y crucé a Asia para cumplir con su
mandato; pero las hostilidades las iniciaste tú. Tú, Gran Rey, enviaste ayuda a Perinto cuando se rebeló
injustamente contra mi padre; y antes de ti, Ocos había enviado tropas a Tracia, que estaba bajo
nuestro dominio. A mi padre le asesinaron conspiradores instigados desde tu trono, como te has
jactado en tus cartas; y también eres responsable del asesinato de tu predecesor Arses, así como del de
Bagoas, aprovechándote de métodos inicuos y contrarios a las leyes de Persia para hacerte con el trono.
Has sido un gobernante injusto para tus súbditos.”

“Has enviado cartas a los griegos hostiles a mí, instándolos a hacerme la guerra. También has enviado
dinero a los lacedemonios, y a algunos otros griegos; pero ninguno de los estados lo ha aceptado, salvo
los lacedemonios. Tus agentes fueron los causantes de la destrucción de los que eran mis amigos, y han
tratando de disolver la liga que yo había formado con los griegos, y es por ello que he salido al campo de
batalla en contra tuya, pues eres quien comenzó el conficto. Desde que he vencido a tus generales y
sátrapas en las recientes batallas, y ahora que te he vencido a ti y tus fuerzas de la misma manera, yo
soy, con el favor de los dioses, el que domina tus territorios. Tengo conmigo a muchos de los hombres
que lucharon en tu ejército que no murieron en la batalla, y han venido a mí en busca de refugio; los
protejo, y me siguen, no en contra de su propia voluntad, sino que están sirviendo en mi ejército como
voluntarios.”

“Ven, pues, a mí, ya que soy ahora señor de toda Asia. Pero si tienes miedo de sufrir un trato cruel de mi
parte en caso de que lo hagas, envía antes a algunos de tus leales cortesanos para recibir mi palabra de
que se te tratará como yo aseguro. Ven a mí entonces, y pídeme tú mismo a tu madre, esposa e hijos, y
todo lo que desees y pidas lo recibirás; nada te será negado. Pero, en el futuro, cada vez que envíes
mensajeros a mí, tus peticiones las debes dirigir como al soberano de Asia, y no como a un igual. Ahora,
cada vez que tengas necesidad de algo, me hablarás como al hombre que es señor de todas tus
posesiones; si actúas de otro modo, te consideraré un malhechor. Y si disputas mi derecho al reino,
ponte de pie y libra otra batalla por él; pero no salgas corriendo otra vez, porque tengo la intención de
marchar a enfrentarte dondequiera que vayas. "

Tal fue la carta que envió el rey Alejandro a Darío.

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CAPÍTULO XV.
TRATO A LOS EMBAJADORES GRIEGOS CAPTURADOS – RENDICIÓN DE BIBLOS Y
SIDÓN
Cuando Alejandro comprobó que todo el tesoro de Darío guardado en Damasco con Cofen, hijo de
Artabazo, había sido capturado por sus hombres, y que también tenían como prisioneros a los persas
que se habían quedado a cargo de los cofres, así como el resto de la propiedad real; le ordenó a
Parmenión tomar el tesoro de vuelta a Damasco, y resguardarlo allí. Mandó asimismo que le enviaran a
los embajadores griegos que habían llegado para hacer tratos con Darío antes de la batalla, y que habían
sido capturados. Se trataba de Euticles, un espartano, Tesalisco, hijo de Ismenio, Dionisodoro, vencedor
en los Juegos Olímpicos tebanos, e Ifícrates, hijo del famoso general del mismo nombre, un ateniense.
Cuando dichos hombres llegaron a la presencia de Alejandro, él puso inmediatamente en libertad a
Tesalisco y Dionisodoro, a pesar de ser tebanos; en parte por compasión hacia la destruida Tebas, y en
parte porque aparentemente habían demostrado que su comportamiento era perdonable. Su ciudad
natal había sido reducida a cenizas por los macedonios, y por ello estaban tratando de obtener de Darío
y los persas cualquier cosa que pudiera socorrerles a ellos mismos, y tal vez también a su ciudad natal.
Así lo creía Alejandro, que tuvo compasión de los dos y los liberó; aclarándole a Tesalisco que lo hacía
por respeto a su linaje, por pertenecer a las filas de los hombres ilustres de Tebas. A Dionisodoro le
explicó que, en su caso, lo hacía por ser un vencedor de los Juegos Olímpicos; y en cuanto a Ifícrates, lo
mantuvo a su servicio por el resto de su vida, tratándolo con todos los honores especiales debidos tanto
a la amistad con la ciudad de Atenas, como al recuerdo de la gloria de su padre. Cuando el ateniense
falleció de enfermedad poco después, el rey macedonio envió sus huesos a sus parientes en Atenas. A
Euticles lo puso al principio bajo custodia, aunque sin trabas a sus movimientos, porque era un
lacedemonio; un hombre prominente de una ciudad que, en ese momento, era hostil a Macedonia de
manera abierta, y porque no veía en aquel individuo nada que justificara otorgarle el perdón. Después,
cuando Alejandro acumuló éxitos todavía mayores, le devolvió su libertad.

Alejandro salió de Maratos para tomar posesión de Biblos, y luego de Sidón en términos de la
capitulación ofrecida por un enviado de la última ciudad, que detestaba a los persas. De allí, siguió hasta
Tiro, cuya embajada le salió al encuentro y se reunió con él sobre la marcha, anunciándole que los tirios
habían decidido obedecer todo lo que el macedonio dispusiera. Alejandro elogió a la ciudad y a sus
embajadores, y les ordenó regresar y decirles a los tirios que deseaba entrar en la ciudad para ofrendar
un sacrificio a Heracles. El hijo del rey de los tirios era uno de los embajadores, y los otros hombres de la
comitiva eran todos ciudadanos notables; sin embargo, el rey Azemilco se hallaba con la fota de
Autofrádates.

CAPÍTULO XVI.
EL CULTO DE HERACLES EN TIRO – NEGATIVA DE LOS TIRIOS A RECIBIR A
ALEJANDRO
La razón de la petición fue que en Tiro exista un templo de Heracles, el más antiguo de todos los que se
conocen. No estaba dedicado al Heracles argivo, el hijo de Alcmena, sino a otro Heracles que era
honrado en Tiro muchas generaciones antes de que Cadmo partiera de Fenicia y se instalara en Tebas;
antes de que naciera Sémele, la hija de Cadmo, de la que nació Dioniso, hijo de Zeus. Tal Dioniso sería,
por tanto, de la tercera generación de los descendientes de Cadmo, pues era contemporáneo de

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Lábdaco, hijo de Polidoro, el hijo de Cadmo; mientras que el Heracles argivo vivió en la época de Edipo,
hijo de Layo. Los egipcios también adoraban a otro Heracles, distinto del tirio y del griego. Heródoto
dice, sin embargo, que los egipcios consideraban a Heracles uno de los doce dioses principales, así como
los atenienses adoraban a un Dioniso diferente, el hijo de Zeus y Core, y que el canto místico llamado
Yaco se cantaba para este Dioniso, no para el de Tebas. Por mi parte, yo estoy convencido de que el
Heracles adorado por los iberos de Tartessos, donde están los pilares que se llaman de Heracles, es el
mismo Heracles tirio, pues Tartessos fue una colonia fenicia, y el templo de Heracles se construyó con
un estilo arquitectónico fenicio y los sacrificios eran allí ofrecidos al uso de los fenicios. El historiador
Hecateo dice que Gerión, contra quien el Heracles argivo fue enviado por Euristeo para arrebatarle sus
bueyes y llevarlos a Micenas, no tenía nada que ver con la tierra de los íberos; ni fue Heracles enviado a
ninguna isla llamada Erytia más allá del Gran Mar, pues Gerión gobernaba como rey en una parte del
continente – Epiro – alrededor de Ambracia y Anfíloco, y allí fue donde Heracles llevó a los bueyes,
tarea nada fácil. Yo sé que en la actualidad ésa parte del continente es rica en tierras de pastoreo y cría
una muy fina raza de bueyes, y no considero fuera de toda probabilidad que la fama de los bueyes de
Epiro, y el nombre del rey Gerión de Epiro, hubieran llegado a oídos de Euristeo. Pero no creo que
Euristeo conociera siquiera el nombre del rey de los iberos, que fueron la más remota de las naciones de
Europa; o que supiera que una excelente raza de bueyes pastaban en sus tierras. A menos que alguien,
mediante la introducción de Hera en el cuento, hiciera que ella diera tales órdenes a Heracles por
intermedio de Euristeo, para disfrazar por medio de semejante fábula lo increíble de la historia.

Pues bien, era al Heracles tirio a quien Alejandro dijo que quería ofrecer sacrificios. Sin embargo,
cuando su mensaje llegó a Tiro por boca de los embajadores, el pueblo aprobó un decreto que obligaba
a conceder cualquier petición de Alejandro, pero sin admitir en la ciudad a ningún persa o macedonio,
con el argumento de que bajo las actuales circunstancias ésa era la respuesta más diplomática, y la
política a seguir en cuanto a la guerra, cuyo derrotero aún no estaba claro. Al escuchar la respuesta de
Tiro, Alejandro despidió a los embajadores tirios hecho una furia. Luego, convocó a un consejo a los
Compañeros y los generales de su ejército, junto con los oficiales de infantería y caballería, y les habló
sobre lo ocurrido.

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CAPÍTULO XVII.
DISCURSO DE ALEJANDRO ANTE SUS OFICIALES
Alejandro habló a sus hombres de la siguiente manera:

“Amigos y aliados, veo que una expedición a Egipto no será segura para nosotros mientras los persas
mantengan su superioridad en el mar, y tampoco está exenta de amenazas la ruta por tierra; entre otros
motivos, por el estado de las cosas en Grecia, y porque tenemos que perseguir a Darío dejando en la
retaguardia a la ciudad de Tiro, cuya lealtad es dudosa, y Egipto y Chipre están ocupados por los persas.
Estoy preocupado porque, al tiempo que avanzamos con nuestras fuerzas hasta Babilonia en búsqueda
de Darío, los persas podrían reconquistar las provincias marítimas. Aparte, podrían trasladar la guerra a
Grecia con un ejército más grande, teniendo en cuenta que los lacedemonios están ahora librando sin
disimulo una guerra contra nosotros; y la ciudad de Atenas está pacificada solamente por el momento,
más por temor que por buena voluntad hacia nosotros.”

“Pero si capturamos Tiro, el conjunto de Fenicia caerá en nuestro poder, y la fota de los fenicios, que es
la más numerosa y diestra de la marina persa, con toda probabilidad también será nuestra. Los
navegantes fenicios no podrán hacerse a la mar en nombre de terceros, cuando vean que sus propias
ciudades están siendo ocupadas por nosotros. Después de esto, Chipre o se rendirá a nosotros sin
demora, o será capturado con facilidad con el simple desembarco de una fuerza naval; y luego la isla
pasará a alinear sus barcos con los de Macedonia, como harán los fenicios. De esta manera,
adquiriremos el dominio absoluto del mar, y la expedición a Egipto se convertirá en un asunto fácil para
nosotros. Después de haber logrado el sometimiento completo de Egipto, y libres ya de cualquier
preocupación por Grecia y nuestra propia tierra, seremos capaces de emprender la expedición a
Babilonia con la tranquilidad de saber resueltos los asuntos de casa; al mismo tiempo, nuestra
reputación será aún mayor por haber arrebatado al resto del imperio persa todas las provincias
marítimas, y todas las tierras de este lado del Éufrates.”

CAPÍTULO XVIII.
COMIENZA EL SITIO DE TIRO – CONSTRUCCIÓN DE UN MUELLE DESDE EL
CONTINENTE HASTA LA ISLA

Con el mencionado discurso, al rey le resultó fácil persuadir a sus oficiales para emprender un ataque
contra Tiro. Por otra parte, se senta alentado por una admonición divina: la misma noche tuvo un
sueño en el que se veía a sí mismo acercándose a los muros de Tiro, y Heracles se le aparecía de pronto,
le tomaba de la mano derecha y le llevaba dentro de la ciudad. Esto fue interpretado por Aristandro en
el sentido de que Tiro sería capturada con muchísimo esfuerzo, tal como las hazañas de Heracles fueron
muy laboriosas. Sin duda, el sitio de Tiro era el mayor desafío que enfrentaban los macedonios hasta ese
día, ya que la ciudad era una isla fortificada y con altos muros por todos lados, que llegaban hasta el
mar. Encima de esto, cualquier operación naval en ese momento se saldaría a favor de los tirios, porque
los persas aún poseían la supremacía en el mar, y los mismos tirios tenían a muchos de sus barcos en la
isla.

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Sin embargo, los argumentos de Alejandro prevalecieron; se decidió que se iba a construir un muelle
que fuera de la parte continental a la ciudad amurallada. El lugar elegido era un angosto estrecho, de
aguas poco profundas y fangosas cerca de la parte continental; y en la parte cerca de la ciudad, la más
profunda del canal, el mar tenía tres brazas de profundidad. Había en el lugar un suministro abundante
de piedras y bastante madera, que los ingenieros de Alejandro emplearon para convertir en estacas
colocadas encima de las piedras. Las estacas se fijaron con facilidad en el fango, que a su vez servía
como una especie de cemento para mantener firmes las piedras. El celo de los macedonios en la
construcción del muelle era grande, y se incrementó por la presencia del mismo Alejandro, quien
tomaba la iniciativa en todo; iba por ahí ya animando con palabras o premios a sus hombres para
esforzarse todavía más, ya aligerando la carga de aquellos que estaban trabajando más que sus
compañeros por el deseo de ganar elogios a sus esfuerzos de parte de su rey.

La parte del muelle que se construía cerca de la parte continental progresó fácil y rápidamente, ya que
sólo había que verter el material en una pequeña porción de aguas poco profundas, y no había nadie
que se lo impidiera. Pero a medida que se internaban en aguas más profundas, en dirección a la ciudad
de Tiro propiamente dicha, la labor de los ingenieros se vio seriamente afectada al ser atacados con
proyectiles lanzados desde las muy altas murallas; no podían defenderse, ya que habían sido
expresamente preparados para un determinado trabajo en lugar de para la lucha. Como los de Tiro
conservaban el dominio naval, arremetan con sus trirremes contra varias partes del muelle, haciendo
imposible que los macedonios pudieran continuar vertiendo el material en el estrecho. Como reacción,
estos últimos construyeron dos torres en el muelle, que ya ocupaba una larga franja de mar, y en estas
torres colocaron las catapultas y balistas. Cubiertas de pieles sin curtir se colocaron delante de ellas para
evitar que fueran alcanzadas por proyectiles incendiarios lanzados desde las murallas tirias, y al mismo
tiempo, para servir de pantalla protectora contra las fechas para los que trabajaban en el dique. Se
pretendía, además, impedir que los barcos tirios siguieran haciendo incursiones cerca de los hombres
comprometidos en la construcción del muelle, causarles daño y retirarse sin estorbos, pues ahora se
respondería a sus ataques desde las torres.

CAPÍTULO XIX.
EL SITIO DE TIRO

Para contrarrestar esto, los tirios adoptaron una nueva estratagema. Llenaron una nave, que había sido
utilizada para el transporte de caballos, con ramas secas y madera de combustión rápida; colocaron
otros dos mástiles en la proa, y fabricaron vallas a lo largo de toda la circunferencia del barco, lo
suficientemente altas para que el buque pudiera contener tanta paja y antorchas como fuera posible. En
este barco cargaron grandes cantidades de alquitrán, azufre, y todo lo que se calculó necesario para
crear un incendio enorme. También extendieron una doble verga en cada mástil, de las que colgaban
calderos en que se habían vertido o fundido materiales para avivar las llamas, y que se extendieran a
una gran distancia. A continuación, lastraron la popa, a fin de elevar la proa en el aire. Favorecidas por el
viento que soplaba en dirección al muelle, dos trirremes sujetaron a la embarcación por ambos lados y
la remolcaron hacia él. Tan pronto como se acercaron al muelle y las torres, dispararon fechas
encendidas contra la leña al mismo tiempo que la embarcación encallaba violentamente contra un
extremo del muelle. Los hombres en el barco escaparon fácilmente nadando tan pronto como se le
prendió fuego. Una gran llama pronto envolvió a las torres, atizada por el contenido de los calderos que

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se habían preparado para encenderla. La tripulación de las trirremes permaneció cerca del muelle,
disparando fechas contra las torres, por lo que era peligroso para los macedonios acercarse a apagar el
fuego. Tras esto, cuando las torres ya estaban siendo devoradas por las llamas, una partida de tirios se
apresuró a salir de la ciudad en botes ligeros, y atacaron las partes intactas del muelle; destruyeron la
empalizada que había sido colocada a ambos lados para su protección, y quemaron todas las máquinas
de guerra a las que el fuego no había tocado.

No obstante, Alejandro persistió. Ordenó enseguida construir otro muelle más ancho desde la parte
continental, capaz de contener más torres, y a sus ingenieros les dijo que volvieran a fabricar nuevas
piezas de artillería. Mientras sus hombres se apresuraban a cumplir estas órdenes, Alejandro tomó a los
hipaspistas y agrianos para ir a Sidón, a reunir allí todos los trirremes que pudiera hallar. Se había dado
cuenta de que el éxito del sitio sería mucho más difícil de alcanzar si los tirios conservaban su
superioridad en el mar.

CAPÍTULO XX.
TIRO ES ASEDIADA POR TIERRA Y MAR
En esos días, Gerostrato, el rey de Arados, y Enilo, el rey de Biblos, tras cerciorarse de que sus ciudades
habían caído en manos de Alejandro, decidieron abandonar a Autofrádates y la fota bajo su mando
para unirse al rey de Macedonia con sus dos fuerzas navales combinadas, acompañadas por trirremes
sidonias, de modo que contabilizaban un total de ochenta naves fenicias. Casi al mismo tiempo, llegaron
nueve trirremes de Rodas, incluyendo la nave capitana Peripolos, guardiana de la isla. De Soli y Malos
también vinieron tres barcos, y de Licia diez. De Macedonia llegó una nave de cincuenta remos, en la
que venía Proteo, hijo de Andrónico. Poco después, también los reyes de Chipre mandaron a Sidón
cerca de 120 barcos cuando se enteraron de la derrota de Darío en Issos; muy temerosos de lo que
pudiera pasarle a su isla, porque el conjunto de Fenicia ya estaba en poder de Alejandro. Para todos
éstos, Alejandro proclamó el perdón por su conducta anterior, ya que parecía que se habían unido a la
fota persa por necesidad, no por elección propia. Una vez se hubo asegurado de que nuevas piezas de
artillería se estaban construyendo para él, y los barcos se iban equipando para un ataque naval contra la
ciudad de Tiro; Alejandro tomó algunos escuadrones de caballería, arqueros y a los agrianos para una
expedición a la cadena de montañas llamada Antilíbano. Después de haber sometido algunas tribus
montañesas por la fuerza o por rendición voluntaria, regresó a Sidón al cabo de diez días. Aquí encontró
a Cleandro, hijo de Polemócrates, recién llegado del Peloponeso con 4.000 mercenarios griegos.

Cuando la fota se hubo organizado como era debido, se embarcaron en ella solamente la cantidad de
hipaspistas que a Alejandro le pareció suficiente para la acción que llevarían a cabo; en caso de que, por
supuesto, el enfrentamiento naval resultara ser más una cuestión de romper la línea enemiga y cargar a
través de ella, que de luchar cuerpo a cuerpo. La fota macedonia levó anclas en Sidón y navegó hacia
Tiro con sus barcos dispuestos en el orden correcto, con su rey situado en el ala derecha, acompañado
de los reyes de los chipriotas y los fenicios; excepto Pnitágoras, que estaba al mando del ala izquierda
con Crátero. Los tirios, hasta entonces tan resueltos a librar una batalla naval si Alejandro intentaba
asaltar su ciudad por vía marítima, vieron con sorpresa aparecer la multitudinaria fota enemiga; no se
habían enterado todavía de que Alejandro tenía todas las naves de los chipriotas y fenicios. No menos
les sorprendió ver que él en persona se hallaba a bordo de uno de los barcos. La fota de Alejandro se
detuvo en mar abierto un poco antes de llegar a la ciudad, con el fin de provocar a los navíos tirios a

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salir para empezar una batalla; pero después, como el enemigo no se hizo a la mar aunque estaban
dispuestos en posición de combate, avanzaron al ataque con toda la velocidad que permitan sus remos.
Al ver que los contrarios se les venían encima, los tirios decidieron no entrar en combate en el mar, sino
que se dedicaron a bloquear el paso de los buques enemigos posicionando sus trirremes en las bocas de
sus puertos, de manera que la fota contraria no podría encontrar anclaje en ninguno de ellos.

Viendo que los de Tiro no se atrevían a enfrentarle en el mar, Alejandro mandó a la fota navegar hasta
quedar muy cerca de la ciudad, pero sin tratar de forzar la entrada en el puerto en dirección a Sidón,
debido a la estrechez de su boca, y porque vio que la entrada había sido bloqueada con muchas
trirremes con sus proas vueltas hacia él. Sin embargo, los fenicios cayeron sobre las tres trirremes
amarradas un poco más lejos en la boca del puerto; y embistiéndolas por la proa, lograron hundirlas. Los
tripulantes pudieron ponerse a salvo nadando hasta territorio amigo. Entonces, Alejandro mandó que
sus barcos fueran amarrados a lo largo de la costa, no lejos del muelle ya reconstruido, donde no
parecía haber refugio de los vientos; y, al día siguiente, ordenó a los chipriotas ir con sus barcos y
Andrómaco como almirante a anclar cerca de la ciudad, frente al puerto que está orientado hacia Sidón,
y a los fenicios a hacer lo mismo frente al puerto que mira hacia Egipto, situado al otro lado del muelle,
donde quedaba la tienda de campaña de Alejandro.

CAPÍTULO XXI.
CONTINUACIÓN DEL SITIO DE TIRO
Alejandro había conseguido traer muchos ingenieros de Chipre y de toda Fenicia, por lo que toda la
maquinaria de asalto necesaria fue prontamente fabricada; algunas piezas se colocaron sobre el muelle,
otras en buques de los que son utilizados para el transporte de caballos, venidos desde Sidón, y también
algunas en las trirremes, que no eran barcos rápidos. Concluidos todos los preparativos, el rey mandó
subir la artillería al muelle reconstruido; desde allí los macedonios comenzaron a disparar a las murallas
tirias, en sincronía con la artillería de los barcos anclados en distintas partes cerca de las murallas, para
así demostrar su fuerza. Los tirios erigieron torres de madera en sus almenas frente al muelle, desde las
que entorpecían el trabajo del enemigo; y cuando las máquinas de la artillería enemiga fueron llevadas a
otra parte fuera del rango de tiro, se defendieron lanzando proyectiles y fechas incendiarias contra las
naves, con lo que disuadieron a los macedonios de acercarse mucho a los muros.

Las murallas de Tiro en la parte que quedaba frente al muelle tenían unos ciento cincuenta pies de
altura, con una anchura en proporción, y estaban construidas con grandes piedras unidas con argamasa.
No fue fácil para los caballos, los transportes y los trirremes macedonios ir transfiriendo una a una las
piezas de la artillería hasta la muralla, lo más cerca posible de la ciudad, ya que una gran cantidad de
piedras lanzadas por las catapultas tirias cayeron al mar, impidiéndoles acercarse para comenzar el
asalto. Alejandro estaba decidido a retirar las piedras, lo que se llevó a cabo con los buques y no desde
tierra firme; pero se trataba de un trabajo muy difícil, sobre todo porque los tirios colocaron un ingenio
metálico en la proa de las naves, las dirigieron junto a los anclajes de las trirremes macedonias, y
cortaron los cables de las anclas por debajo, de manera que les resultara imposible permanecer
amarradas. Alejandro hizo cubrir los fancos de sus embarcaciones de treinta remos con protecciones,
de la misma manera que los tirios, y las colocó transversalmente en la parte delantera de los barcos
anclados, con lo que el asalto fue repelido. A pesar de esto, los buzos de Tiro nadaron en secreto para
colocarse debajo de los navíos macedonios, y cortaron sus cables. Los macedonios pasaron a utilizar
cadenas como anclas en lugar de cables, para que los buzos no pudieran causar más perjuicios.

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Entonces, pudieron dedicarse a atar las piedras con nudos corredizos y arrastrarlas desde el muelle, y
catapultarlas a aguas profundas, donde ya no harían daño al ser arrojadas contra los macedonios.

Los barcos ahora se acercaban sin estorbos a la parte de las murallas donde se habían arrojado las
piedras, ya totalmente despejada. Los tirios se vieron presionados desde todas partes, y decidieron
realizar un ataque de distracción contra los barcos de Chipre fondeados frente al puerto orientado hacia
Sidón. Durante mucho tiempo, mantuvieron extendidas las velas de sus barcos a lo largo de la boca del
puerto, a fin de que no fuera perceptible desde el otro bando que embarcaban soldados en sus
trirremes. Alrededor de mediodía, cuando los marineros solían dispersarse en busca de los pertrechos
necesarios, y Alejandro por lo general dejaba la fota para descansar en su tienda en el otro lado de la
ciudad, los tirios embarcaron en tres quinquerremes, un número igual de cuatrirremes y siete trirremes
con los más expertos de los remeros, y con los mejores soldados acostumbrados a luchar en las
cubiertas de los barcos, así como con los hombres más osados en cuanto a maniobras navales. En un
primer momento, remaron lentamente y en silencio en una sola fila, moviendo los remos sin ningún tipo
de señal de los capataces que marcan el tiempo a los remeros. Cuando ya estaban todas las proas
viradas de cara a los chipriotas, y suficientemente cerca para ser vistos por ellos, los tirios lanzaron
fuertes gritos de guerra y aliento para sus colegas, e iniciaron la embestida remando a todo pulmón.

CAPÍTULO XXII.
ASEDIO DE TIRO – DERROTA NAVAL DE LOS TIRIOS

Sucedió ese día que Alejandro se retiró a su tienda, pero después de un corto período de tiempo regresó
a su barco; no era su costumbre tomar descansos prolongados. Los de Tiro cayeron de improviso sobre
los barcos anclados, encontrando algunos completamente vacíos, y otros atendidos solamente por una
fracción de la tripulación que se encontraba presente en el momento del ataque. En la primera ofensiva,
los tirios hundieron la quinquerreme del rey Pnitágoras, el barco de Androcles de Amatos y el de
Pasicrates de Curión; y destrozaron las otras naves empujándolas hacia tierra firme.

Viendo lo que hacían las trirremes de Tiro, Alejandro gritó órdenes a sus hombres de embarcarse
deprisa en tantos de los barcos bajo su mando que estuvieran a mano, e ir a tomar posición en la boca
del puerto, de modo que la salida quedaba obstruida para los tirios. Luego, él en persona se puso al
mando de las quinquerremes y cinco trirremes antes de que los demás estuvieran listos, y dio la vuelta a
la ciudad para enfrentar a los tirios, que habían zarpado desde ese puerto. Los hombres que observaban
desde las murallas, al ver que el mismo Alejandro lideraba el contraataque de su fota, comenzaron a
llamar a voces a sus propios buques, exhortándoles a que regresaran; pero sus gritos no eran audibles a
causa del estrépito provocado por los barcos involucrados en la ofensiva, y debieron ordenarles
retirarse por medio de señales. La fota tiria tardó bastante tiempo en darse cuenta del inminente
ataque de la fota de Alejandro, y viró para huir hacia el puerto; algunos de sus barcos lograron escapar,
pero la mayoría fueron embestidos por los barcos de Alejandro, quedando varios de ellos no aptos para
volver a navegar, y una quinquerreme y una cuatrirreme fueron capturadas en la misma boca del
puerto. La cantidad de bajas entre los marineros tirios no fue tan grande, porque se tiraron al mar tan
pronto sus naves fueron abordadas por el enemigo, y se pusieron a salvo sin dificultad nadando hasta el
puerto.

Ahora que los tirios ya no podían obtener ninguna ayuda de sus barcos, los macedonios pudieron
arrimar sus artefactos de guerra a las murallas de la ciudad. La artillería que fue apostada por el muelle

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enfrente de la ciudad, no pudo causar un daño que valiera la pena debido a lo resistentes que eran las
murallas en ese sector. Otros de los griegos acercaron algunos de los barcos transportando la artillería a
las murallas de la parte de la ciudad orientada hacia Sidón. Sin embargo, tampoco allí tuvieron éxito.
Alejandro les mandó pasar a la parte proyectada hacia el viento del sur y hacia Egipto, y probar la fuerza
de la artillería bombardeando la muralla desde todas partes. Aquí, una porción de la muralla que estaba
siendo fuertemente sacudida por las descargas de la artillería, tembló y cayó hecha pedazos. Alejandro
trató de llevar a cabo una tentativa de asalto a la muralla, lanzando un puente sobre la parte donde se
abrió la brecha. Pero de nuevo los tirios rechazaron sin mucha dificultad a los macedonios.

CAPÍTULO XXIII.
ASALTO A LAS MURALLAS DE TIRO
Tres días más tarde, después de haber esperado por un mar en calma, y habiendo pronunciado un
discurso de aliento ante los oficiales de cada unidad que iba a participar en la maniobra, Alejandro
ordenó a los barcos cargados con la artillería acercarse de nuevo a la ciudad. Éstos machacaron la
muralla por donde habían logrado derribar un tramo grande, y cuando la brecha parecía ser lo
suficientemente amplia, Alejandro ordenó retirarse a los barcos con la artillería, y mandó acercarse a
otros dos que llevaban pasarelas de madera, las que tenía la intención de lanzar sobre la brecha en el
muro. Los hipaspistas bajo el mando de Admeto estaban en uno de estos barcos, listos para el
transbordo hasta la muralla; en el otro iban los del batallón de Coeno, llamados los Compañeros de a
pie. Alejandro, por su parte, se hallaba al frente de los guardias reales, atento a la primera oportunidad
para escalar la pared por donde fuera posible.

Alejandro ordenó a algunas de las trirremes dirigirse hacia ambos puertos, para ver si podían forzar la
entrada por cualquier medio mientras los tirios estuvieran entretenidos en combatirle a él. También
ordenó a las trirremes que contenían la artillería o llevaban a los arqueros en cubierta, a dar la vuelta a
los muros y descargar una cortina de proyectiles allí donde consideraran necesario; debían mantenerse
dentro del rango de tiro de la artillería cuanto fuera posible, para distraer a los tirios mediante una
granizada de proyectiles desde todas partes, y que no supieran adónde acudir primero para repeler los
ataques simultáneos. Cuando los buques de Alejandro finalmente lograron asentar sus puentes sobre el
muro, los hipaspistas subieron valientemente a ellos y corrieron hacia la brecha detrás de su
comandante Admeto, quien demostró una impresionante valenta en aquella ocasión. Alejandro les
siguió pisándoles los talones, como un corajudo participante en la acción misma, y como testigo de
brillantes proezas y peligrosas demostraciones de valor realizadas por sus hombres. De hecho, la sección
de la muralla que fue la primera en ser capturada fue ésa donde Alejandro se había situado; allí los tirios
fueron fácilmente derrotados tan pronto los macedonios pudieron hacerse con una sección donde
plantarse firmemente, y que no fuera abrupta por todas partes. Admeto fue el primero en llegar arriba,
pero mientras gesticulaba desde allí para animar a sus hombres a escalar la muralla, fue atravesado por
una lanza y murió en el acto.

Alejandro y los Compañeros subieron detrás de él; se apoderaron de toda la muralla, y capturaron
algunas de las torres y las partes de los muros que iban de una torre a otra; luego avanzaron a través de
las almenas hasta el palacio real, lado por cual el descenso a la ciudad parecía menos complicado.

CAPÍTULO XXIV.

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CAPTURA DE TIRO
Volviendo al relato de qué hacia la fota, los fenicios situados enfrente del puerto orientado hacia
Egipto, donde se habían mantenido anclados, de pronto irrumpieron por la fuerza en la boca del puerto
rompiendo las barreras en pedazos, y destrozaron los barcos enemigos en el puerto; embistieron a
algunos de ellos en aguas profundas, y empujaron al resto hacia tierra firme. Los chipriotas también
hicieron su entrada en el puerto orientado hacia Sidón, que no tenía ninguna cadena atravesada en la
boca, y lograron una rápida captura de esta sección de la ciudad. El cuerpo principal del ejército tirio
huyó de las murallas cuando cayeron en posesión del enemigo, y fueron a reunirse frente a lo que se
llamaba el templo de Agenor, donde se parapetaron para resistir a los macedonios. A éstos fue a
enfrentar Alejandro, seguido por los guardias reales; derrotó a los hombres que allí lucharon, y persiguió
a los que lograron huir.

Espantosa fue la masacre que siguió, llevada a cabo por los soldados que irrumpieron en la ciudad desde
ambos puertos, y por el batallón de Coeno, que también acababa de entrar. Los macedonios avanzaban
implacables y caían llenos de rabia sobre los tirios; enfurecidos en parte por la larga duración del asedio
y en parte porque los tirios, habiendo capturado a algunos de sus enviados de Sidón, los habían subido a
las murallas, donde eran visibles desde el campamento macedonio, y allí los degollaron. Después de
matarlos, habían arrojado los cuerpos al mar. Unos 8.000 de los tirios fueron asesinados; y de los
macedonios, además de Admeto, que había demostrado ser un hombre valeroso al ser el primero en
escalar el muro, veinte de los guardias reales murieron en el asalto a las murallas. En todo el sitio,
alrededor de 400 macedonios cayeron en combate.

Alejandro proclamó la amnista para todos los refugiados en el templo de Heracles, entre los que se
hallaban la mayoría de los magistrados de Tiro, incluidos el rey Azemilco y los enviados cartagineses,
que habían venido a la madre patria para asistir al sacrificio en honor de Heracles, según una antigua
costumbre. El resto de los prisioneros fueron reducidos a la esclavitud; todos los tirios y las tropas
mercenarias capturadas, alrededor de 30.000 en total, fueron vendidos. Terminada la lucha, Alejandro
por fin pudo ofrecer un sacrificio a Heracles, y llevó a cabo un desfile en honor de la deidad con todos
sus soldados armados hasta los dientes. Los barcos también participaron en la procesión religiosa en
honor de Heracles; además, se realizó un certamen de gimnasia en el templo del héroe, y se celebró una
carrera de antorchas. La maquinaria de asalto con la que el muro había sido echado abajo fue llevada al
templo y dedicada como ofrenda de agradecimiento; el barco sagrado de Tiro dedicado a Heracles, que
había sido capturado en el ataque naval, fue también entregado como ofrenda al dios. Encima llevaba
una inscripción, de la que se desconoce si fue compuesta por el mismo Alejandro o por algún otro, pero
que no es digna de ser recordada, por lo que no he considerado que valga la pena describirla.

Así, pues, fue capturada la ciudad de Tiro en el mes de hecatombeón, cuando Aniceto era arconte de
Atenas.

CAPÍTULO XXV.
ALEJANDRO RECHAZA UNA OFERTA DE DARÍO – NEGATIVA A RENDIRSE DE
BASIS, GOBERNADOR DE GAZA
Mientras Alejandro todavía se ocupaba de Tiro, llegaron los embajadores de Darío, anunciando que el
rey persa daría diez mil talentos a cambio de liberar a su madre, esposa e hijos, y que todos los

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territorios al oeste del río Éufrates hasta el mar griego, serían para Alejandro; aparte, le presentaron la
propuesta de casarse con la hija de Darío, y convertirse así en su amigo y aliado. Cuando tales
propuestas fueron anunciadas durante un consejo con los Compañeros, se cuenta que Parmenión dijo
que si él fuera Alejandro estaría encantado de poner fin a la campaña en esos términos, y no seguir en la
incertidumbre acerca del éxito de la misma. Alejandro, se dice, le respondió que él también lo haría si
fuera Parmenión, pero como era Alejandro iba a contestarle a Darío de manera diferente. No tenía
necesidad alguna del dinero de Darío, ni quería recibir un pedazo de su imperio en lugar de todo,
porque todo su tesoro e imperio eran ya suyos; además, si tuviera ganas de casarse con la hija de Darío,
se casaría con ella aunque Darío se opusiera. Por tanto, les dijo a los embajadores que Darío debía venir
a presentarse ante él si quería recibir un trato generoso de su parte. Una vez Darío oyó esta respuesta,
desistió de seguir buscando un acuerdo con Alejandro, y comenzó a preparar un nuevo ejército para
continuar la guerra.

Alejandro estaba ahora decidido a comenzar la expedición a Egipto. Todos los territorios de la región
llamada Siria Palestina ya se le habían rendido; pero cierto eunuco de nombre Batis, que gobernaba la
ciudad de Gaza, hizo caso omiso de su petición de entregársela, y en cambio contrató los servicios de
mercenarios árabes, y almacenó durante días alimentos suficientes para un largo asedio. Hecho esto,
resolvió no admitir a Alejandro dentro de la ciudad, convencido de que el lugar era inexpugnable.

CAPÍTULO XXVI.
EL SITIO DE GAZA
Gaza está ubicada a unos veinte estadios del mar; el camino que lleva desde allí hasta la ciudad es
densamente arenoso, y las aguas del mar en sus cercanías son poco profundas. La ciudad de Gaza era
grande, y había sido construida sobre un montculo elevado, alrededor del cual un fuerte muro se había
construido. Es la última ciudad con que se encuentra el viajero que va de Fenicia a Egipto, porque está
situada en el borde del desierto. Cuando el ejército de Alejandro llegó cerca de la ciudad, acamparon
desde el primer día en el lugar donde la muralla parecía más fácil de asaltar, y allí elevaron sus torres de
asedio por órdenes del rey. Sin embargo, los ingenieros manifestaron que no era posible tomar la
muralla por la fuerza por la altura del montculo. Para Alejandro, no obstante, mientras menos factible
parecía ser la empresa, más firmemente decidido a realizarla se hallaba. Decía que, de infigir al
enemigo una derrota contraria a sus expectativas, ello atemorizaría al resto de sus opositores; mientras
que un fracaso en la toma del lugar redundaría en desgracia para él mismo si llegaba a oídos de los
extranjeros o de Darío. Por lo tanto, resolvió construir un terraplén alrededor de la ciudad, para
utilizarlo como rampa para subir sus máquinas de asedio a la colina hasta ponerlas al nivel de las
murallas de la ciudad. El terraplén fue construido en la cara sur de la ciudad, donde era más fácil llevar a
cabo la ofensiva. Una vez la altura del terraplén alcanzó el nivel adecuado, los macedonios colocaron su
artillería sobre él, y la arrimaron a las murallas de Gaza. En el momento en que esto sucedía, Alejandro
estaba ofreciendo un sacrificio, y, coronado con una guirnalda, se hallaba a punto de comenzar el rito
sagrado en primer lugar, según era la costumbre; cuando una cierta ave carnívora sobrevoló el altar, y
soltó una piedra que tenía en sus garras, la cual cayó sobre la cabeza del monarca. Alejandro solicitó al
adivino Aristandro que interpretara el significado del presagio. Éste le respondió:

"¡Oh, rey! Tú realmente lograrás capturar la ciudad, pero debes cuidar de tu persona en este día."

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CAPÍTULO XXVII.
CAPTURA DE GAZA
Alejandro escuchó el consejo, y se mantuvo durante un tiempo cerca de las torres de asedio, fuera del
alcance de los proyectiles enemigos. De pronto, desde la ciudad salió una atrevida partida de árabes que
llevaban antorchas para prender fuego a las torres de la artillería; y otros desde su posición dominante
en las murallas empezaron a lanzar fechas y piedras contra los macedonios, que se defendían en
terreno más bajo, y estaban a punto de ser echados del montculo artificial que habían construido. Al
ver esto, Alejandro o desobedeció a sabiendas al augur, o se olvidó de la profecía debido a la emoción y
el fragor de la pelea. Tomando a los hipaspistas reales, se apresuró en ir al rescate de los macedonios
que estaban siendo acribillados con más saña, y les impidió darse a una vergonzosa fuga colina abajo. Él
mismo fue herido por una piedra catapultada desde las murallas, que le golpeó en el hombro
atravesando su escudo y coraza. Con esto, recordó lo que Aristandro había profetizado acerca de una
posible herida; se alegró, pues, porque ello quería decir que la interpretación del adivino era certera y
ahora sólo faltaba capturar la ciudad. Ciertamente, la herida que recibió no se la curaron con facilidad.

Mientras se recuperaba, llegaron por vía marítima los pertrechos y la artillería con que había capturado
Tiro, y pudo entonces ordenar que el terraplén fuera ampliado para abarcar todo el perímetro de la
ciudad; debía medir dos estadios de ancho, y 250 pies de altura. Toda la maquinaria fue preparada y
luego llevada a situarse a lo largo de la colina, y enseguida comenzó el bombardeo de las murallas; se
excavaron túneles en varios lugares por debajo de éstas, y se escondía la tierra que se extraía para que
no fueran descubiertos. Pronto las murallas se derrumbaron en muchas partes, cediendo por su propio
peso bajo los espacios huecos dejados por las excavaciones. Los macedonios se adueñaron de una gran
extensión de terreno, protegidos gracias a la descarga constante de proyectiles contra la ciudad,
haciendo retroceder a los hombres que defendían las murallas desde las torres. Sin embargo, los
defensores de Gaza pudieron resistir tres asaltos consecutivos, aunque muchos de ellos fueron muertos
o heridos. En el cuarto asalto, Alejandro mandó a la falange concentrarse desde todos lados en este
sector; acabaron de echar abajo la parte semiderruida de la muralla, y derrumbaron otra porción
considerable de la misma empleando los arietes, de manera que a través de las brechas era posible
pasar empleando escaleras para sortear los destrozos que obstaculizaban el paso. Todos sus hombres
arrimaron sus escaleras a los escombros del muro, y se desató una reñida competición entre los
macedonios con alguna pretensión de valenta para ver quién sería el primero en escalar la muralla.
Quien consiguió este honor fue Neoptólemo, uno de los Compañeros, del linaje de los Eácidas; y detrás
de él subieron sus oficiales, alineados por rango.

Una vez que algunos de los macedonios estuvieron dentro, se dispersaron en todas direcciones hacia las
puertas que cada unidad tenía más a mano, y las abrieron para dejar pasar al resto del ejército en la
ciudad. Aunque su ciudad estaba ahora en manos del enemigo, la población de Gaza se resistió y luchó;
todos los varones cayeron en sus puestos de combate. Alejandro vendió a sus esposas e hijos como
esclavos; después trajo a los colonos vecinos para poblar la ciudad de nuevo, e hizo de ella un puesto
fortificado capaz de resistir otra guerra.

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LIBRO III
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CAPÍTULO I.
CONQUISTA DE EGIPTO – FUNDACIÓN DE ALEJANDRÍA

Alejandro se dirigió con su ejército en una expedición a Egipto, tal como tenía planeado al salir de Tiro y
antes de demorarse en el sitio de Gaza; llegó al séptimo día de marcha desde la última a la ciudad de
Pelusio en Egipto. Su fota también zarpó de Fenicia a Egipto, y al arribar Alejandro se encontró con los
barcos ya amarrados en Pelusio. Cuando Mazaces, el persa a quien Darío había nombrado sátrapa de
Egipto, se hubo informado de cómo le había ido a su señor en la batalla de Issos, que Darío había huido
con vergonzosa prisa y que Fenicia, Siria, y la mayor parte de Arabia ya estaban en poder de Alejandro;
y, para colmo, él mismo no tenía ya ejército alguno con el que plantarse a resistir, decidió abrir las
puertas de todas las ciudades del país a Alejandro en señal de amistad. Éste, por su parte, instaló una
guarnición en Pelusio, y les ordenó a las tripulaciones de los barcos remontar el río hasta la ciudad de
Menfis, mientras él iba en persona a Heliópolis, teniendo siempre al Nilo a su derecha. Llegó a esa
ciudad luego de atravesar el desierto, tomando posesión de todos los poblados a lo largo de su ruta por
medio de la rendición voluntaria de los habitantes. Cruzando el río, llegó a Menfis, donde ofreció
sacrificios a Apis y a los otros dioses, y celebró certámenes de gimnasia y música entre los artistas más
destacados en estas artes que llegaron de Grecia.

Desde Menfis navegó por el río hacia el mar, embarcando con él a los hipaspistas, arqueros, agrianos y
el Escuadrón Real de los Compañeros de caballería. Llegando a Canope, dio la vuelta al lago Mareotis, y
desembarcó en el sitio donde ahora se encuentra la ciudad de Alejandría, que toma su nombre de él. La
posición del lugar le pareció perfecta para fundar una ciudad, pues preveía que gracias a ello se
convertiría en un enclave próspero. Deseoso de poner en práctica esta empresa, el propio Alejandro se
involucró en el trazado de los límites de la ciudad: señaló los lugares donde el ágora debía ser
construido y los templos se debían edificar, dio indicaciones acerca de cuántos debían ser en número y a
cuáles de los dioses griegos debían ser dedicados; y, sobre todo, hizo delimitar el punto de la ciudad
donde debía ser erigido un templo dedicado a la egipcia Isis. Por supuesto, no se olvidó de las murallas,
las que debían ser levantadas alrededor de todo el perímetro de la nueva ciudad. No descuidó tampoco
realizar los sacrificios pertinentes en estas cuestiones, los cuales arrojaron auspicios favorables.

CAPÍTULO II.
FUNDACIÓN DE ALEJANDRÍA – PROBLEMAS EN EL EGEO

De la fundación de aquella ciudad se cuenta la siguiente historia, que me parece fidedigna: Alejandro
quiso dejar para los constructores las marcas de los límites de las fortificaciones, pero no había nada a
mano con que hacer una surco en el suelo. Uno de los constructores tuvo la ocurrencia de recolectar en
vasijas la cebada que los soldados llevaban y esparcirla por el suelo detrás del rey, que iba marcando los
límites con sus pasos; y así la circunferencia de la fortificación que se debía construir para la ciudad
quedó claramente delimitada. Los adivinos, en especial Aristandro de Telmeso, de quien se dice que ya
había hecho muchas predicciones acertadas en el pasado, deliberaron buen rato sobre esto. Luego, le
dijeron a Alejandro que la ciudad sería próspera en todos los aspectos, sobre todo en lo que respecta a
los frutos de la tierra.

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En este momento, Hegeloco viajó a Egipto para avisarle a Alejandro que la ciudad de Ténedos se había
rebelado contra los persas y pasado al bando de los macedonios, porque habían tenido que apoyar a los
persas en contra de sus deseos. También dijo que la democracia de Quíos estaba protegiendo a los
seguidores de Alejandro, a pesar de los mandamases de la ciudad establecidos por Autofrádates y
Farnabazo. El comandante de la guarnición había sido capturado y era mantenido como prisionero, igual
que el tirano Aristónico de Metimna, quien entró en el puerto de Quíos con cinco barcos piratas, de los
que tienen una fila y media de remeros, ignorante de que el puerto estaba en manos de los partidarios
de Alejandro; los encargados de las barreras del puerto le habían engañado, y, además, nada parecía
fuera de lo normal porque la fota de Farnabazo seguía anclada allí. Todos los piratas fueron masacrados
por los de Quíos; Hegeloco llevó ante Alejandro como prisioneros a Aristónico, Apolónides de Quíos,
Fisino, Megareo, y todos los demás que habían tomado parte en la revuelta de Quíos a favor de los
persas, y que habían tomado las riendas del gobierno de la isla por la fuerza. Hegeloco anunció que
también había expulsado a Cares del mando de Mitilene, había atraído a las otras ciudades de Lesbos
hacia su causa mediante un acuerdo voluntario por ambas partes, y que había enviado a Anfótero a Cos
con 60 naves porque los ciudadanos le invitaron a su isla. Él mismo había ido después a Cos y comprobó
que, en efecto, estaba ya en manos de Anfótero.

Hegeloco traía a todos los prisioneros con él, excepto a Farnabazo, quien había eludido a sus guardias
de Cos y escapado con sigilo de la ciudad. Alejandro envió a los tiranos que habían sido traídos de las
ciudades a sus conciudadanos para que dispusieran de ellos a su antojo; pero a Apolónides y sus
partidarios de Quíos los mandó bajo una vigilancia estricta a Elefantina, una ciudad egipcia.

CAPÍTULO III.
ALEJANDRO VISITA EL TEMPLO DE AMÓN

Después de estos sucesos, Alejandro sintió ardientes deseos de visitar el templo de Amón en Libia, con
el fin de consultar al dios, porque el oráculo de Amón era reputado por la exactitud de sus predicciones,
y tanto Perseo como Heracles, se dice, también habían ido a consultarle; el primero cuando fue enviado
por Polidectes contra las Gorgonas, y el segundo durante su visita a Anteo en Libia y Busiris en Egipto.
Otro motivo era que Alejandro se senta impulsado por el deseo de emular a Perseo y Heracles, de
quienes presumía descender. También incluía en su pedigrí a Amón, al igual que las leyendas trazaban el
origen de Heracles y Perseo hasta Zeus. Por consiguiente, emprendió el camino al oráculo de Amón por
el deseo de establecer su propio origen de una manera incuestionable, o al menos ser capaz de decir
que lo había hecho.

De acuerdo con Aristóbulo, el rey avanzó una distancia de 1.600 estadios a lo largo de la orilla del mar
hasta Paretonio, a través de un territorio desértico pero no sin agua. Desde allí, se dirigió hacia el
interior, donde se encuentra el oráculo de Amón. Todo el camino se hace por el desierto, la mayor parte
del cual es de arenas densas y carentes de agua. Sin embargo, no faltó un suministro abundante de agua
de lluvia para Alejandro y sus hombres; cosa que se atribuyó a la intervención divina, como también lo
que pasó a continuación.

Cada vez que sopla el viento del sur en aquella tierra, levanta montones de arena que cubren el paisaje
a lo largo y ancho, lo que hace invisibles las señales de los caminos, y es imposible discernir hacia dónde
debe dirigir uno su rumbo entre tanta arena, como pasa cuando uno está desorientado en el mar. No
hay señales a lo largo del camino, ni montañas en cualquier lado; ni árboles, ni colinas que se

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mantengan permanentemente iguales, con las que los viajeros pudieran ser capaces de adivinar la
dirección correcta, igual que hacen los marineros mediante las estrellas. En consecuencia, el ejército de
Alejandro se hallaba perdido, e incluso los guías titubeaban en cuanto al camino a seguir. Ptolomeo, hijo
de Lago, dice que en ese momento dos serpientes reptaron al frente del ejército; lanzando voces,
Alejandro ordenó continuar adelante teniendo como guía la ruta que trazaban ellas en la arena,
confiando en el portento divino. Se dice también que las serpientes le mostraron el camino de ida y
regreso al oráculo. Pero Aristóbulo, cuyo relato es generalmente admitido como el correcto, dice que
dos cuervos volaban a la vanguardia del ejército y que fueron éstos los que actuaron como guías de
Alejandro. Que a éste le fue concedido un poco de ayuda divina, lo puedo afirmar con confianza, ya que
la probabilidad se inclina hacia esta suposición; pero las discrepancias en los detalles de las diversas
versiones han privado de exactitud a esta historia.

CAPÍTULO IV.
EL OASIS DE AMÓN

El lugar donde se encuentra el templo de Amón está completamente rodeado por un desierto de arena
muy vasto, que está desprovisto de agua. El enclave fértil en medio de este desierto no es muy grande;
por donde se halla su parte más extensa tiene sólo unos cuarenta estadios de amplitud. Está lleno de
árboles frutales, olivos y palmeras, y es el único lugar en aquellas tierras que se refresca con el rocío. Un
manantial afora en ese lugar, muy distinto de los otros manantiales que surgen de la tierra. Durante el
día, el agua está fría al gusto y más aún al tacto; tan fría como el líquido puede ser. Pero cuando el sol se
ha puesto en el oeste, se calienta, y según avanza la noche sigue poniéndose más caliente hasta la
medianoche, cuando alcanza la temperatura más alta. Después de la medianoche, vuelve poco a poco a
enfriarse; al amanecer ya está fría, al mediodía ya alcanza el punto más frío. Cada día sin falta, el agua
pasa por estos cambios, que se alternan en sucesión regular. En el lugar también hay excavaciones de
las que se obtiene sal natural, la que es llevada a Egipto en pequeñas cantidades por algunos de los
sacerdotes de Amón. Cada vez que los sacerdotes deben viajar a Egipto, la ponen en cestas pequeñas
hechas de hojas de palmera trenzadas, y la llevan como regalo al rey o algún otro gran señor. Los granos
de esta sal son grandes, algunos de ellos incluso de más de tres dedos, y es clara como el cristal; por
esta característica es que los egipcios y otros que son adeptos del dios usan esta sal en sus sacrificios,
pues es más fina que la obtenida del mar. Alejandro quedó maravillado por el oasis, y más cuando
consultó el oráculo del dios. Después de haber oído lo que deseaba que se le respondiera, como él
mismo dijo, se puso en camino de regreso a Egipto por la misma vía por donde había venido, de acuerdo
con Aristóbulo. Pero, de acuerdo con Ptolomeo, hijo de Lago, tomó otro camino: el que lleva
directamente a Menfis.

CAPÍTULO V.
REORGANIZACIÓN POLÍTICA DE EGIPTO

A Menfis llegaron para verle muchas embajadas desde Grecia, y a ninguna de ellas despidió
decepcionada por el rechazo de su demanda. De parte de Antpatro, también llegó un ejército de 400
mercenarios griegos bajo el mando de Menidas, hijo de Hegesandro; así como 500 soldados de
caballería bajo la dirección de Asclepiodoro, hijo de Eunico. Allí, Alejandro ofreció un sacrificio a Zeus, el
padre de los dioses, y condujo a sus soldados armados hasta los dientes en solemne procesión en su
honor, mandando también que se celebraran concursos de gimnasia y música. A continuación, se puso

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manos a la obra para organizar los asuntos gubernamentales de Egipto; nombró a dos egipcios,
Doloaspis y Petisis, como gobernadores del país, dividiendo entre ellos todo el territorio. Sin embargo,
como Petisis declinó aceptar el gobierno de su provincia, Doloaspis recibió el mando único. Alejandro
nombró a dos de los Compañeros como comandantes de las guarniciones: Pantaleón de Pidna para la de
Menfis, y Polemón, hijo de Megacles de Pella, para la de Pelusio. También le dio el mando de los
auxiliares griegos a Lícidas, un etolio, y a Eagnosto, hijo de Jenofantes, uno de los Compañeros, le
nombró secretario de las mismas. Como supervisores puso a Esquilo y Efipo de Calcis.

El gobierno de la vecina Libia se lo dio a Apolonio, hijo de Carino; y la parte de Arabia cerca de
Heroópolis se la dio para gobernar a Cleómenes, nativo de Naucratis. Este último recibió la orden de
permitir a los gobernantes locales dirigir sus respectivas provincias de acuerdo con las antiguas
costumbres, sin descuidar la cobranza del tributo que le correspondía al nuevo soberano. A los
gobernadores nativos también se les ordenó pagar a Cleómenes los tributos correspondientes. Luego
nombró a Peucestas, hijo de Macartato, y a Balacro, hijo de Amintas, como generales del ejército que
dejó atrás en Egipto; y puso a Polemón, hijo de Terámenes, como almirante de la fota. Incluyó también
a Leonato, hijo de Anteo, entre los escoltas reales en lugar de Arribas, que había muerto de
enfermedad. Antoco, el que mandaba a los arqueros, también había muerto; en su lugar fue designado
Ombrión el Cretense. Cuando Balacro se quedó atrás en Egipto, la infantería aliada griega, que había
estado bajo su mando, fue pasada a manos de Calano. Se dice que Alejandro dividió el gobierno de
Egipto entre tantos hombres debido a que estaba sorprendido por la naturaleza del país y su fuerza, por
lo que creyó imprudente confiar el gobierno a una sola persona. Los romanos, me parece, también han
aprendido esta lección de él; por ello es que mantienen a Egipto bajo una fuerte vigilancia, pues no
envían allí a ningún senador como procónsul por la misma razón que el macedonio, sino sólo a hombres
que tienen el rango de équites.

CAPÍTULO VI.
MARCHA CONTRA SIRIA – ALEJANDRO PERDONA A HARPALO Y SUS SEGUIDORES

Tan pronto comenzó la primavera, Alejandro pasó de Menfis a Fenicia atravesando la corriente del Nilo
por el puente que fue construido para él cerca de Menfis, manera en la que también cruzó los canales
que se ramificaban desde allí. Su fota llegó a Tiro primero, y cuando él lo hizo la encontró ya amarrada
en los puertos. Quiso entonces ofrecer por segunda vez sacrificios a Heracles y celebrar certámenes
tanto de gimnasia como de música. En esos momentos, fondeó en el puerto el barco insignia ateniense,
llamado Paralo; de él bajaron Diofanto y Aquileo, venidos en calidad de embajadores, acompañados por
toda la tripulación del Paralo, que también eran parte de la embajada. Éstos obtuvieron todas las
peticiones que la ciudad les había enviado a hacer, pues el rey devolvió a los atenienses todos sus
compatriotas capturados en el Gránico. De paso, le informaron de los planes subversivos que se estaban
llevando a cabo en el Peloponeso; por esto, envió a Anfótero para ayudar a los peloponesios que se
mantenían inconmovibles en su apoyo a la guerra contra Persia, y que no habían caído bajo el control de
los lacedemonios. También ordenó a los fenicios y chipriotas despachar al Peloponeso unos 100 de sus
barcos, además de los que iban con Anfótero. Luego se marchó hacia el interior; dirigiéndose a Tapsaco
y el río Éufrates, no sin antes colocar a Coerano de Beroea a cargo de las recaudaciones de tributos en
Fenicia, y a Filóxeno para recolectarlos en todo el territorio de Asia hasta el Tauro.

En sustitución de estos hombres confió la custodia del tesoro que tenía con él a Harpalo, hijo de
Macatas, que acababa de regresar del exilio. Éste hombre había sido exiliado cuando Filipo era el rey,
porque había permanecido leal al príncipe Alejandro, como también lo fue Ptolomeo, hijo de Lago; por

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igual razón fueron expulsados Nearco, hijo de Andrótimo, Erigio, hijo de Larico, y su hermano
Laomedón. Sucedió cuando Alejandro fue blanco del recelo de Filipo cuando éste se casó con Eurídice y
trató con deshonor a Olimpia, la madre de Alejandro. Pero después de la muerte de Filipo, quienes
habían sido expulsados a causa de Alejandro regresaron del exilio, y pasaron a gozar del favor del nuevo
rey. Ptolomeo se convirtió en uno de sus escoltas reales de confianza; Harpalo fue puesto a cargo del
patrimonio real, porque su vigor físico no estaba a la altura de las exigencias de la guerra. Erigio fue
nombrado general de la caballería aliada griega; su hermano Laomedón fue puesto a cargo de los
prisioneros de guerra persas, pues dominaba ambos idiomas, el griego y el persa, y podía además leer
los documentos escritos en persa. Nearco fue nombrado sátrapa de Licia y de la región adyacente a la
misma hasta el monte Tauro. Sin embargo, poco antes de la batalla que se libró en Issos, Harpalo se
dejó infuenciar por un sujeto inescrupuloso de nombre Taurisco, y huyó en su compañía. Éste fue a
buscar refugio donde Alejandro el Epirota en Italia, y allí murió poco después. Harpalo encontró refugio
en Megaris, de donde Alejandro le convenció de volver, prometiéndole que no se tomarían represalias
contra él por su deserción. Cuando regresó, no sólo no recibió castigo, sino que fue incluso reinstalado
en su puesto de tesorero.

Menandro, uno de los Compañeros, fue enviado a Lidia como sátrapa, y Clearco fue puesto al mando de
los mercenarios griegos que habían sido de Menandro. Asclepiodoro, hijo de Eunico, fue nombrado
sátrapa de Siria en lugar de Arimas, porque el segundo había sido negligente en sus funciones como
encargado de conseguir los suministros que se le había ordenado para el ejército, que el rey estaba a
punto de llevar hacia el interior.

CAPÍTULO VII.
ALEJANDRO CRUZA LOS RÍOS ÉUFRATES Y TIGRIS

Alejandro llegó a Tapsaco en el mes de hecatombeón, en el año del arcontado de Aristófanes en Atenas,
y se encontró con que se podía atravesar la corriente del gran río por dos puentes que estaban siendo
preparados utilizando los barcos. Allí, en la ribera contraria, se encontraba Maceo, a quien Darío había
impuesto el deber de velar por la zona del río. Con él, hacían guardia cerca de 3.000 jinetes, de los
cuales unos 2.000 eran mercenarios griegos. Por esta razón, los macedonios no habían terminado de
construir el puente hasta la otra orilla, temiendo que Maceo pudiera asaltar el primer puente que
tocara tierra en el otro extremo. Pero cuando el persa se enteró de que Alejandro se acercaba, se dio a
la fuga con todo su ejército.

Tan pronto los enemigos huyeron, los puentes fueron terminados y Alejandro cruzó por ellos con su
ejército. Marcharon todos hacia el interior a través de la región llamada Mesopotamia, teniendo
siempre el río Éufrates y las montañas de Armenia a su izquierda. Cuando partieron desde el Éufrates,
Alejandro no fue a Babilonia por la ruta directa, porque al ir por el otro camino las cosas iban a ser
menos difíciles para su ejército; y también porque era más fácil obtener forraje para los caballos, y
provisiones para los hombres a lo largo del camino. Además, el calor no era tan agobiante en la ruta
indirecta. En la zona fueron atrapados algunos exploradores del ejército de Darío, y por ellos supo el
macedonio que Darío había acampado cerca del río Tigris; se hallaba muy decidido a impedir que
Alejandro lo cruzara. También le dijeron que había reunido un ejército mucho más grande que el
presentado en Cilicia. Al oír esto, Alejandro fue a toda prisa hacia el Tigris, pero cuando llegó no
encontró ni a Darío ni a la guardia que éste había dejado para vigilar el río. Sin embargo, aunque nadie
intentó detenerlo, el ejército experimentó una gran dificultad para cruzar el Tigris debido a la fuerza de
la corriente. Una vez todos sus hombres hubieron vadeado el río y avanzado más allá, los mandó a

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armar el campamento para poder descansar del esfuerzo. Esa misma noche, mientras acampaban, los
sobresaltó un eclipse total de luna; Alejandro, según se reporta, tuvo que realizar un sacrificio a la luna,
el sol y la tierra, quienes eran los responsables del fenómeno. El augur Aristandro aseguró que el
eclipse de luna era un presagio favorable para Alejandro y los macedonios: habría una batalla ese
mismo mes, y las victimas sacrificiales habían vaticinado que la victoria sería para Alejandro.

Después de esto, los macedonios se marcharon del Tigris para atravesar la tierra de Aturia, teniendo a
las montañas de Gordiene a la izquierda y el río Tigris a la derecha. En el cuarto día después del paso del
río, sus exploradores le trajeron a Alejandro la noticia de que la caballería del enemigo era visible a lo
largo de la llanura ubicada más adelante, pero que no habían podido calcular cuántos de ellos había. Por
consiguiente, él llamó a su ejército a formar en orden y avanzar preparados para la batalla. Otros
prodomoi que habían cabalgado de nuevo para realizar observaciones más precisas, le dijeron que la
caballería persa no parecía que tuviera más de 1.000 jinetes.

CAPÍTULO VIII.
DESCRIPCIÓN DEL EJÉRCITO DE DARÍO EN GAUGAMELA

Alejandro tomó al Escuadrón Real de caballería y otro escuadrón de los Compañeros, junto con los
exploradores peonios, y avanzó a toda velocidad a encontrarse con el enemigo, ordenando al resto de
su ejército a seguirlos sin prisas. Al ver a Alejandro avanzando rápidamente, la caballería persa galopó
en dirección contraria con toda la presteza que pudieron exigir a sus corceles. A pesar de que los
macedonios estaban muy próximos, la mayoría de ellos escapó; pero unos pocos, cuyos caballos
estaban cansados, fueron derribados, y otros fueron tomados prisioneros con sus caballos incluidos.
Mediante los testimonios de éstos, los macedonios comprobaron que Darío se hallaba con un
descomunal ejército no muy lejos de allí.

Según dijeron, la cuanta de sus fuerzas se debía a la diversidad de los pueblos presentes: estaban los
indios, cuyas tierras eran limítrofes con las de los bactrianos; también éstos y los sogdianos habían
acudido a la convocatoria a filas de Darío. Todos ellos estaban bajo el mando de Besos, sátrapa de
Bactria. Estaban igualmente presentes los sacas, una tribu escita que pertenece a la rama que habita en
Asia; no eran súbditos de Besos, pero estaban aliados con Darío. Quien mandaba a éstos era Mavaces, y
sus tropas las componían solamente arqueros a caballo. Barsantes, el sátrapa de Aracosia, lideraba a las
tropas de aracosios y aquellos hombres que eran llamados indios de las montañas. Satibarzanes, sátrapa
de Aria, estaba al mando de los arios; al igual que el sátrapa Fratafernes tenía bajo su autoridad a los
partos, hircanios y tapurianos, todos los cuales eran jinetes. Atropates estaba al frente de los medos,
con los que se hallaban formados los cadusios, albanios y sacesianos.

Los hombres de las tribus que habitan cerca del Mar Rojo fueron colocados bajo el mando de
Ocondobates, Ariobarzanes y Otanes. Las tropas de uxianos y susianos reconocían a Oxatres, hijo de
Abulites, como su general; los babilonios hacían lo mismo con Bupares. Los carios deportados a Asia
Central y los sitacenios iban dispuestos en las mismas filas que los babilonios. Los armenios estaban
comandados por Orontes y Mitraustes, y los capadocios por Ariaces. Los sirios del valle entre el Líbano y
el Antilíbano – es decir, Celesiria –, y los hombres de la Siria que se encuentra entre los ríos Éufrates y
Tigris – es decir, Mesopotamia –, fueron puestos a las órdenes de Maceo. Todo el ejército de Darío, se
decía, sumaba un total de 40.000 soldados de caballería, 1.000.000 de infantería y 200 carros con

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afiladas guadañas. Había sólo unos pocos elefantes, unos quince en total, pertenecientes a los nativos
que viven de este lado del Indo.

Con estas fuerzas había acampado Darío en Gaugamela, cerca del río Bumodos, a unos 600 estadios de
distancia de la ciudad de Arbela. Era una zona totalmente llana; cualquier terreno por allí que estuviera
desnivelado y no apto para las evoluciones de la caballería, había sido nivelado mucho antes por los
persas, para facilitar el deslizamiento de los carros y el galopar de los caballos. Ciertamente, alguien
convenció a Darío de que los persas se habían llevado la peor parte en la batalla librada en Issos debido
a la estrechez del terreno; algo que no costó mucho inducir al monarca a creer.

CAPÍTULO IX.
LAS TÁCTICAS DE ALEJANDRO – SU DISCURSO ANTE SUS OFICIALES

Cuando Alejandro hubo recibido toda esta información de los exploradores persas capturados, mantuvo
inmóviles por cuatro días a sus tropas en el lugar donde había recibido la noticia, para que el ejército
disfrutara de un tiempo de reposo después de la marcha. Hizo que su campamento fuera fortificado con
un foso y una empalizada; tenía la intención de dejar atrás el tren de equipaje y a todos los soldados no
aptos para el combate, para así entrar en combate acompañado de sus soldados sin otra impedimenta
que sus armas. Por consiguiente, hizo marchar a sus fuerzas durante la segunda vigilia de la noche, con
la idea de iniciar el choque con los persas al romper el alba. Tan pronto como Darío fue avisado de la
cercanía de Alejandro, sacó a su vez al ejército a formar para la batalla, y esperó a que Alejandro
siguiera avanzando con el suyo preparado de la misma manera.

Aunque los ejércitos estaban a tan sólo sesenta estadios el uno del otro, no se podían ver mutuamente
porque entre ambas fuerzas hostiles se interponían algunas colinas. Cuando los de Alejandro quedaban
ya a sólo treinta estadios de distancia del enemigo, y ya descendían de las mencionadas colinas, la
falange se detuvo al avistar a los adversarios. Alejandro convocó a un consejo a los Compañeros, los
generales, oficiales de caballería y los líderes de los aliados y mercenarios griegos, en el cual deliberó
con ellos si la falange debería o no entrar en combate sin demora; la mayoría de ellos estaba a favor de
hacerlo sin perder tiempo, menos Parmenión. Éste creía preferible preparar las tiendas de campaña
donde estaban por el momento, y mandar exploradores a reconocer todo el terreno, con el fin de ver si
había algo sospechoso ahí para impedir el avance, si había zanjas o estacas firmemente clavadas fuera
de la vista de los macedonios; así como para realizar una investigación más precisa de las disposiciones
tácticas del enemigo. Prevaleció la opinión de Parmenión, por lo que acamparon allí, sin abandonar el
orden en que planeaban entrar en la batalla.

Alejandro se llevó a la infantería ligera y los Compañeros de caballería a hacer un reconocimiento de la


planicie en la que combatirían. Después se volvió al campamento, llamó otra vez a sus oficiales, y les
dijo que no necesitaban que él los alentara a participar del combate, porque desde hace mucho su
propio arrojo era su fuente de motivación. Las acciones valerosas que habían realizado ya tantas veces,
eran lo que realmente les infundían entusiasmo. Lo que él consideraba oportuno hacer ahora, era que
cada uno de ellos debía hablar para infamar individualmente el valor de sus hombres por separado: el
general de infantería a los hombres de su unidad, el comandante de caballería a los de su propio
escuadrón; los oficiales intermedios a los de sus destacamentos, y cada uno de los líderes de la
infantería a la sección de la falange confiada a él. Les aseguró que la batalla que iban a librar no sería
para nada como las de antes; no la pelearían por ganar una región como Celesiria, Fenicia o Egipto, sino
por toda Asia. Dijo también que esta batalla decidiría quiénes iban a ser los gobernantes del continente.

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Confiaba en que no era necesario que él estimulara con sus palabras a que sus hombres probaran su
gallardía en la lucha, prosiguió el monarca, ya que tenían esta cualidad por naturaleza. Pero los oficiales
debían hacer todo lo que estuviese en sus manos para asegurarse de que sus hombres tuvieran la moral
bien alta; para así preservar la disciplina en el momento crítico de la acción, y para mantener un silencio
absoluto cuando era conveniente avanzar calladamente. Por otro lado, debían ver que cada hombre
gritara en el momento en que fuese preciso que todas las gargantas elevaran un terrible grito de guerra.
Por último, les dijo que se organizaran para que sus órdenes fueran obedecidas lo más rápidamente
posible, y para transmitir las órdenes que habían recibido a las filas con eficiente rapidez; cada soldado
debía recordar que pondría en peligro a su persona y a sus camaradas si era negligente en el
cumplimiento de su deber, y que contribuiría a una gran victoria si se esforzaba al máximo por
cumplirlo.

CAPÍTULO X.
EL CONSEJO DE PARMENIÓN ES RECHAZADO

Con estas palabras y otras similares fue que Alejandro exhortó brevemente a sus oficiales, y a su vez fue
exhortado por ellos a que sintiera plena confianza en el valor de éstos. Luego, ordenó a los soldados ir a
terminar sus cenas y descansar. Se dice que, un momento después, Parmenión vino a la tienda real e
instó al monarca a emprender un ataque nocturno contra los persas. Si caían sobre ellos sin darles
tiempo a prepararse, le aseguró, los hallarían en un estado de confusión y más propensos a ser presa
del pánico debido a la oscuridad. Como otros estaban escuchando la conversación, la respuesta que
recibió fue mesurada. Eso, le contestó Alejandro, significaría robar una victoria – algo deshonesto –, y él
debía vencer a plena luz del día, sin ningún tipo de triquiñuelas.

Esta jactancia no es, como aparenta, mera arrogancia de su parte, sino más bien un indicativo de que
poseía seguridad en sí mismo en medio de los peligros. A mí, en todo caso, me parece que el rey utilizó
un razonamiento correcto en este asunto. Muchos accidentes se han producido inesperadamente
durante la noche; tanto cuando los hombres están lo suficientemente preparados para la batalla, como
cuando la preparación es deficiente. Son sucesos que han hecho fracasar en sus planes al mejor ejército,
y han entregado la victoria al bando inferior, contrariamente a las expectativas de ambas partes.
Aunque Alejandro era, en general, muy aficionado a ir en persona a encarar cualquier peligro en la
batalla, la noche le parecía demasiado peligrosa. Además, si Darío fuera derrotado de nuevo, un ataque
furtivo, y encima nocturno, por parte de los macedonios le eximiría de toda responsabilidad y de
confesar que él era un general mediocre que comandaba tropas inferiores. Por otra parte, en caso de
una inesperada derrota del ejército macedonio, el país circunyacente era territorio amistoso para el
enemigo, quienes estaban familiarizados con la geografía local. Los macedonios no estaban
familiarizados con la región; estarían rodeados de nada más que enemigos, de los cuales mantenían un
gran número en el campamento como prisioneros. Se trataría de una gran fuente de ansiedad, ya que
era probable que éstos ayudaran al contrario durante el ataque en la noche, sea que aparentaran estar
siendo derrotados, o parecieran estar obteniendo una victoria decisiva.

Por tan acertado modo de razonar, felicito a Alejandro, y creo que él no es menos digno de admiración
por su excesivo deseo de luchar solamente a plena luz del día.

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CAPÍTULO XI.
TÁCTICAS DE LOS GENERALES ENFRENTADOS

Darío y su ejército se mantuvieron alertas durante toda la noche en el mismo orden en que se habían
alineado al principio, porque no se habían molestado en asentar completamente su campamento como
era debido, y, además, tenían miedo de que el enemigo los atacase por la noche. Si algo hubo que
obstaculizara la eficiencia y la buena fortuna de los persas en esta ocasión, fueron precisamente estas
largas horas en vela con las armas a punto; y el temor que, por lo general, nace en los momentos
previos a los grandes peligros, y que, sin embargo, en su caso no despertó de repente debido a un
momento de pánico, sino que lo venían experimentando desde hace mucho tiempo. Estaba arraigado a
fondo en su espíritu.

De acuerdo con la declaración de Aristóbulo, después de la batalla fue capturado el esquema del orden
de batalla elaborado por Darío. Según esto, el ejército persa estaba alineado de la siguiente manera:

El ala izquierda estaba ocupada por la caballería bactriana, en conjunto con los daeos y aracosios. Cerca
de éstos se habían desplegado los persas, los a caballo y los de a pie mezclados entre sí; seguidos por los
susianos y luego por los cadusios. Éste fue el esquema completo del ala izquierda, extendiéndose hasta
el centro de la falange. En cuanto al ala derecha, ahí estaban apostados los hombres de Celesiria y
Mesopotamia. A la derecha, una vez más, estaba la posición de los medos, acompañados de los partos,
y, a continuación, los sacas, tapurianos e hircanios; por último, los albanios y sacesianos, cuyas filas se
extendían hasta la mitad de toda la falange. En el centro, donde por tradición iba el rey Darío, estaban
dispuestos los Parientes del Rey, los guardias persas que llevan lanzas con manzanas de oro en el
extremo anterior. Los indios, los carios desplazados forzosamente a Asia Central y los arqueros
mardianos formaban cerca de ellos. Los uxianos, babilonios, los nativos de las tribus que habitan cerca
del Mar Rojo, y los sitacenios también se habían emplazado en una columna muy profunda. A la
izquierda, justo enfrente de la derecha de Alejandro, estaban ubicados la caballería escita, cerca de
1.000 bactrianos y 100 carros falcados. Frente al escuadrón real de caballería de Darío, estaban los
elefantes y 50 carros de guerra. Frente a la derecha iban la caballería armenia y la de Capadocia, con
otros 50 carros con guadañas. Los mercenarios griegos, como eran los únicos capaces de lidiar con los
macedonios, se apostaron justo enfrente de la falange, en dos grupos cercanos al carro de Darío y la
Guardia Real, uno a cada lado.

El ejército de Alejandro se alineó de la siguiente manera:

Los Compañeros de caballería se posicionaron en la derecha, al frente de los cuales se encontraba el


Escuadrón Real al mando de Clito, hijo de Dropidas. Cerca de éste, se hallaba el escuadrón de Glaucias,
junto con el de Aristón; luego estaba el de Sopolis, hijo de Hermodoro, y, más allá, el de Heráclides, hijo
de Antoco. Contiguo a éste, formaba el escuadrón de Demetrio, hijo de Altémenes, seguido del de
Meleagro y el último de los escuadrones reales de caballería, al que mandaba Hegeloco, hijo de
Hipóstrato. Todos los Compañeros de caballería estaban bajo el mando supremo de Filotas, hijo de
Parmenión.

En cuanto a la infantería de la falange macedonia, en el emplazamiento más cercano a la caballería se


había situado en primer lugar el selecto cuerpo conocido como el Agema, y en segundo plano el resto
de los hipaspistas, bajo el mando de Nicanor, hijo de Parmenión. Junto a ellos se ubicó la unidad de
Coeno, hijo de Polemócrates; después de éstos la de Pérdicas, hijo de Orontes, seguida de la de
Meleagro, hijo de Neoptólemo. Luego, venían los hombres de Poliperconte, hijo de Simias, y, por último,

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la unidad que había sido de Amintas, hijo de Andrómenes; ahora bajo el mando de Simias, porque
Amintas había sido enviado a Macedonia a reclutar refuerzos para el ejército. La unidad de Crátero, hijo
de Alejandro, se colocó en el extremo izquierdo de la falange macedónica, y este mismo general era
quien comandaba toda el ala izquierda de la infantería. Con él fue a ubicarse la caballería aliada griega
bajo el mando de Erigio, hijo de Larico. Próxima a éstos, hacia el ala izquierda del ejército, estaba la
caballería tesalia bajo el mando de Filipo, hijo de Menelao. El mando general del ala izquierda lo tenía
Parmenión, hijo de Filotas, alrededor de quien se alineaban los jinetes de Farsalia, que eran a la vez el
mejor y más numeroso escuadrón de la caballería tesalia.

CAPÍTULO XII.
DESPLIEGUE TÁCTICO DEL EJÉRCITO DE ALEJANDRO

De la manera ya descrita es como Alejandro hizo formar a su ejército; pero también proyectó una
segunda alineación, de modo que la falange pudiera ser doble. A los oficiales de estas tropas apostadas
en la retaguardia, les fueron dadas órdenes de girar hacia atrás y soportar la embestida de los
contrarios, en caso de ver a sus camaradas rodeados por el ejército persa. Al lado del Escuadrón Real en
el ala derecha, la mitad de la agrianos, bajo el mando de Atalo, en compañía de los arqueros
macedonios bajo el de Briso, se desplegaron en formación oblicua – es decir, de tal manera que las alas
se extendían hacia adelante formando un ángulo con el centro, a fin de enfrentar al enemigo en el
fanco –; en caso de que tuvieran la necesidad de extender la falange, o de contraerla en línea, es decir,
hacerla más corta longitudinalmente. Al lado de los arqueros, fueron desplegados los mercenarios
veteranos de Cleandro. Enfrente de los agrianos y los arqueros, se colocaron los prodomoi, la caballería
ligera utilizada para escaramuzas, y los peonios, bajo el mando de Aretes y Aristón respectivamente.
Delante de todos iba la caballería mercenaria griega dirigida por Menidas; y enfrente del Escuadrón Real
de caballería y los demás Compañeros, se ubicaba la otra mitad de los agrianos y arqueros; más los
lanzadores de jabalina de Balacro, quienes estaban de cara a los carros falcados persas. Menidas y sus
tropas tenían instrucciones de dar la vuelta y atacar al enemigo en el fanco, si es que éstos
sobrepasaban y envolvían su ala.

Así dispuso Alejandro las líneas del lado derecho. En lo que respecta a la izquierda, los tracios bajo el
mando de Sitalces se habían dispuesto en formación oblicua, y cerca de ellos estaba la caballería de los
aliados griegos, liderada por Coerano. A continuación, se encontraba la caballería odrisia bajo el mando
de Agatón, hijo de Tirimas. En esta parte, delante de todos ellos, se colocó la caballería auxiliar de
mercenarios griegos mandada por Andrómaco, hijo de Hierón. Cerca del tren de bagaje, montaba
guardia la infantería de Tracia.

En total, el ejército de Alejandro contaba con 7.000 soldados de caballería, y cerca de 40.000 de
infantería.

CAPÍTULO XIII.
LA BATALLA DE GAUGAMELA

Cuando los ejércitos se aproximaron cara a cara, se podía observar desde el otro lado el carro de Darío y
los hombres alrededor de él, o sea, los melóforos, los indios, albanios, los carios desplazados a Asia
Central, y los arqueros mardianos; todos ellos situados frente al mismo Alejandro y su Escuadrón Real

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de caballería. Alejandro movió a su ejército más a la derecha, y los persas marcharon a su vez en
paralelo con él, fanqueando por mucho su ala izquierda. Acto seguido, la caballería escita cabalgó en
paralelo a la línea, y provocó una escaramuza con los de la primera fila del cuerpo principal de las tropas
de Alejandro. Él, no obstante, no detuvo su marcha hacia la derecha, y pasó con los suyos casi
completamente más allá del terreno que había sido limpiado y nivelado por los persas. Entonces Darío,
por temor a que sus carros se convirtieran en armas inútiles si los macedonios avanzaban a un terreno
irregular, ordenó a las primeras filas de su ala izquierda dar la vuelta al ala derecha de los macedonios,
donde Alejandro tenía el mando supremo, para evitar que llevara su ala más lejos. En respuesta,
Alejandro mandó a la caballería de los mercenarios griegos de Menidas a atacarlos. Pero la caballería
escita y los bactrianos, que habían sido puestos con los primeros, emprendieron la carga contra ellos, y
siendo mucho más numerosos que el pequeño destacamento de los griegos, los vencieron. Alejandro
envió entonces a Aristón con los peonios y auxiliares griegos a atacar a los escitas, y los bárbaros
enseguida despejaron el camino. El resto de los bactrianos, que se lanzaron contra los peonios y
mercenarios griegos, lograron que sus propios conmilitones, que ya estaban en fuga, se reanimaran y
renovaran el combate. Se desencadenó un denodado choque general de caballerías, en el que muchos
de los hombres de Alejandro acabaron cayendo; no sólo por haber sido abrumados por el empuje de los
bárbaros, sino también porque los escitas y sus caballos estaban mucho más protegidos, con una
armadura que cubría completamente sus cuerpos. A pesar de esto, los macedonios resistieron sus
acometidas, y atacando con violencia de escuadrón a escuadrón, pudieron empujarlos fuera del terreno.

Mientras tanto, los extranjeros lanzaron sus carros falcados contra el mismo Alejandro, creyendo que
alcanzarían su objetivo de confundir a la falange y desbaratarla. En esto estaban rematadamente
engañados. Porque, tan pronto como algunos carros se acercaron, los agrianos y los lanzadores de
jabalina de Balacro, que habían sido puestos enfrente de la caballería de los Compañeros, los
acribillaron; al mismo tiempo, otros se apoderaron de las riendas y tiraron de los conductores hacia
fuera, al suelo, y, rodeando a los caballos, los alancearon hasta matarlos. Sin embargo, algunos carros
penetraron a través de las filas, pues la infantería se separó y abrió sus filas, tal como se les había
ordenado, en las secciones adonde los carros se dirigían a abrirse paso a punta de guadañas. De esta
manera, sucedió que los carros llegaron hasta la retaguardia sin causar estragos, y los conductores de
los mismos también resultaron ilesos. No por mucho tiempo, claro está, porque éstos fueron
domeñados a posteriori por los mozos de cuadra del ejército de Alejandro, y por los guardias reales.

CAPÍTULO XIV.
CONTINUACIÓN DE LA BATALLA DE GAUGAMELA – HUIDA DE DARÍO

Tan pronto como Darío comenzó a poner toda su falange en movimiento, Alejandro ordenó a Aretes
pasar adelante para atacar a los jinetes persas que cabalgaban por su ala derecha con intenciones de
realizar una maniobra de envolvimiento. Por un momento, él mismo avanzó al frente de la columna.
Pero cuando notó que los persas habían dejado un hueco en la primera línea de su ejército, como
consecuencia de que la caballería corriera hacia adelante a ayudar a los que intentaban rodear al ala
derecha; Alejandro giró para ir a este espacio, con la caballería de los Compañeros y aquella parte de la
falange que iba con ellos, en formación de cuña. Los llevó, con veloz galope y dando estruendosos gritos
de guerra, en línea recta hacia Darío mismo. Por un corto tiempo, se produjo una lucha hombre a
hombre; pero luego la caballería macedonia, mandada por el mismo Alejandro, siguió adelante con
ímpetu, empujando sus caballos contra los de los persas, y apuntando con sus golpes de lanza a sus
rostros. Y cuando la falange macedonia, en una formación apretada y erizada de largas picas, también se
hubo lanzado a la ofensiva en su dirección, todos estos osados ataques parecieron llenar de pavor a

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Darío, que ya había estado durante mucho tiempo viendo con nerviosismo cómo le estaban resultando
las cosas. De modo que él fue el primero en dar media vuelta y huir. La alarma se apoderó también de la
caballería persa que intentaba sobrepasar el ala derecha, cuando vieron que Aretes salía a responderles
con un enérgico contraataque.

Ahora sí, los persas de este sector se dieron a la fuga con tanta rapidez como les permitan sus caballos.
Los macedonios siguieron a la carrera a los fugitivos y los masacraron. Simias no tenía aún a su unidad
en condiciones de acompañar a Alejandro en su persecución, porque debió detener a la falange allí para
tomar parte en la lucha; el ala izquierda de los macedonios, le informaron, estaba en aprietos. En dicha
parte del campo, la línea había sido perforada; algunos de los indios y parte de la caballería persa
irrumpieron a través de la brecha hacia el tren de bagaje de los macedonios, y allí la situación era
desesperada. Los persas arremetieron contra los hombres que lo cuidaban, que estaban en su mayoría
desarmados, y no se esperaban que los enemigos horadasen la doble falange y les cayeran encima.
Además, cuando vieron a los persas dándose al pillaje, los prisioneros extranjeros les prestaron ayuda al
abalanzarse sobre los macedonios en medio del ataque. Sin embargo, los oficiales de las tropas que
habían sido dejadas atrás como reserva para la primera falange, al enterarse de lo que estaba
ocurriendo, los movieron rápidamente de la posición que les habían ordenado ocupar; y se lanzaron
contra los persas en la parte posterior, matando a muchos de ellos mientras se dedicaban a rapiñar todo
el equipaje. El resto de ellos cedieron terreno y huyeron.

Mientras esto sucedía, los persas en el ala derecha, que no eran conscientes todavía de la huida de
Darío, giraron por el ala izquierda de Alejandro y cargaron contra Parmenión por el fanco.

CAPÍTULO XV.
DERROTA DE LOS PERSAS Y PERSECUCIÓN DE DARÍO

En esta coyuntura, para los macedonios era incierto el resultado de la batalla. Parmenión envió
presuroso un mensajero a Alejandro, para decirle que su ala se encontraba en una situación complicada
y debía enviarle ayuda. Cuando esta noticia llegó a Alejandro, de inmediato abandonó la persecución e
hizo voltear a la caballería de los Compañeros, encauzando sus tropas a gran velocidad contra el ala
derecha de los persas. En primer lugar, embistió a la caballería enemiga que escapaba, los partos y
algunos de los indios; luego a la más numerosa y más valiente de las alas persas. Sobrevino la contienda
de caballería más obstinada y reñida de toda la campaña. Alineados en escuadrones, por así decirlo, los
extranjeros se dieron la vuelta para abalanzarse de frente sobre los hombres de Alejandro, ya sin confiar
en el uso de jabalinas o la destreza al maniobrar sus monturas, como es la práctica común en los
combates de caballería; todo el mundo se esforzaba con vehemencia, cada quien por su cuenta, en
arrollar todo lo que se interpusiera en su camino, como si se tratara del único medio de emerger sano y
salvo de la confagración. Ambos bandos golpeaban y eran golpeados sin cuartel, como si ya no
estuviesen luchando para asegurar la victoria de un tercero, sino por su propia supervivencia como
individuos. Aquí sucumbieron unos 60 de los Compañeros de Alejandro, y Hefestión resultó herido,
como lo fueron de igual manera Coeno y Menidas.

Pero incluso estos últimos jinetes fueron aplastados por Alejandro; aquellos que sobrevivieron tuvieron
que forzar a como diera lugar su paso a través de sus filas, escabulléndose con toda la celeridad posible.
Ahora, Alejandro ya casi había llegado cerca del ala derecha del adversario e iba a comenzar la refriega;
pero, en el entretiempo, la caballería de Tesalia se había lucido en un combate espléndido, y con su
labor había estado a la altura del éxito de Alejandro. Los extranjeros en el ala derecha ya estaban

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empezando a volar en todas direcciones para ponerse a salvo, cuando él llegó a la escena; de modo que
se giró de nuevo y partió en búsqueda de Darío una vez más, manteniendo la persecución mientras duró
la luz del día. La unidad de Parmenión también se puso en camino a perseguir a aquellos que se le
habían enfrentado. Alejandro solo llegó hasta el río Lico, lo vadeó e instaló su campamento allí, para
permitirles a sus hombres y caballos un poco de descanso; mientras tanto, los de Parmenión tomaron el
campamento de Persia con todos sus pertrechos, elefantes y camellos.

Después de permitirles reposar a sus jinetes hasta la medianoche, Alejandro avanzó nuevamente a
marchas forzadas hacia Arbela, con la esperanza de prender a Darío allí, junto con su tesoro y el resto de
sus reales pertenencias. Llegó a Arbela al día siguiente, habiendo recorrido en total unos 600 estadios
desde el campo de batalla. Pero como Darío había continuado su escapada sin pausas, no se le pudo
aprehender en Arbela. Sin embargo, el dinero y todos los otros bienes sí fueron capturados, y también
el carro de Darío. Su lanza y el arco tampoco faltaban, como había sido el caso después de la batalla de
Issos.

De los hombres de Alejandro, perecieron alrededor de 100 y más de 1.000 de sus caballos se perdieron,
ya sea por heridas o por la fatiga de la persecución; casi la mitad de ellos pertenecían a la caballería de
los Compañeros. De los extranjeros, se dice que fueron alrededor de 300.000 muertos, y que el número
de quienes fueron hechos prisioneros era mucho mayor que el de caídos. Los elefantes, y todos los
carros que no habían sido destruidos en la batalla, también fueron capturados.

Tal fue el resultado de esta batalla, que se libró en el mes de pianopsión, durante el arcontado de
Aristófanes de Atenas. Así se cumplió la predicción de Aristandro acerca de que Alejandro libraría una
gran batalla y ganaría una victoria igual de grande, en el mismo mes del eclipse de luna.

CAPÍTULO XVI.
DARÍO ESCAPA A MEDIA – ALEJANDRO ENTRA EN BABILONIA Y SUSA

Inmediatamente después de la batalla, Darío marchó a través de las montañas de Armenia hacia la
tierra de los medos. Le acompañaban en su huida la caballería bactriana, la misma que había sido
situada junto a él en la batalla; también los persas que eran llamados los Parientes del Rey y unos pocos
de los hombres que son conocidos como melóforos. Alrededor de 2.000 de sus mercenarios griegos
también le seguían en su huida, dirigidos por Parón de Focea y Glauco de Etolia. Huía el monarca persa a
Media, porque pensaba que Alejandro tomaría el camino a Susa y Babilonia al finalizar la batalla; ya que
la totalidad del país estaba habitado, y el camino no era difícil para el tránsito de caravanas con mucho
equipaje. Además, Babilonia y Susa eran obviamente los botines más preciados de esta guerra. En
cambio, la ruta que comunicaba con Media no era de ninguna manera fácil para la marcha de un gran
ejército.

No se equivocaba Darío en sus conjeturas, pues al partir Alejandro de Arbela, avanzó en línea recta
hacia Babilonia; cuando ya no estaban muy lejos de esa ciudad, llamó a su ejército a formar en orden de
batalla y prosiguió hacia adelante. Los babilonios fueron a su encuentro en masa, con sus sacerdotes y
magistrados en primera fila, cada uno de los cuales llevaba obsequios de manera individual. Le
ofrecieron rendirle formalmente su ciudad, la ciudadela y el tesoro. Luego, cuando Alejandro entró en la
ciudad, pidió a los babilonios que reconstruyeran todos los templos que Jerjes había destruido, en
especial el de Bel, a quien los babilonios veneran más que a cualquier otro dios. Su siguiente acto

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consistió en nombrar sátrapa de Babilonia a Maceo, a Apolodoro de Anfípolis como general de las
tropas que se quedarían atrás con Maceo, y a Asclepiodoro, hijo de Filón, como recaudador de los
tributos. A Mitrines, el que había rendido la ciudadela de Sardes, lo envió a hacerse cargo de la satrapía
de Armenia. Fue también en Babilonia donde se reunió con los caldeos; y todo lo que ellos le indicaron
en lo que respecta a los ritos religiosos babilonios, lo cumplió a rajatabla. En particular, tuvo cuidado de
realizar un sacrificio a Bel de acuerdo con sus instrucciones.

Después se dirigió hacia Susa; en el camino se encontró con el hijo del sátrapa de los susianos, y con un
heraldo que traía una carta de Filóxeno, a quien había enviado directamente a Susa después de la
batalla. En la carta, Filóxeno había escrito que los susianos le habían entregado su ciudad, y que la
totalidad del tesoro estaba bajo custodia para que Alejandro dispusiera de él. En veinte días más de
cabalgata desde Babilonia, el rey llegó a Susa; al entrar en la ciudad, tomó posesión del tesoro, que
ascendía a 50.000 talentos, así como del resto de la propiedad real. Otros muchos bienes también
fueron capturados allí, por ejemplo: lo que trajo Jerjes con él de Grecia, especialmente las estatuas de
bronce de Harmodio y Aristogitón. Estas obras artsticas las devolvió Alejandro a los atenienses. Ahora
están erguidas en el Cerámico de Atenas, por donde se sube a la Acrópolis, justo enfrente del templo de
Rea, la madre de los dioses, y no lejos del altar de los Eudanemi 1. El que se haya iniciado en los
misterios de las dos diosas en Eleusis, sabe del altar de Eudanemos que está sobre la explanada.

En Susa, Alejandro ofreció un sacrificio según la costumbre de sus ancestros, y mandó celebrar una
carrera de antorchas y un concurso de atletismo. Luego, puso al persa Abulites como sátrapa de
Susiana, a Mazaro, uno de sus Compañeros, como comandante de la guarnición de la ciudadela de Susa,
a Arquelao, hijo de Teodoro, como general; antes de continuar hacia la tierra de los persas. También
despachó a Menes a las satrapías marítimas, para fungir como gobernador de Siria, Fenicia y Cilicia.
Debía llevar con él unos 3.000 talentos de plata hacia la costa, y enviar por mar a Antpatro tantos
talentos como necesitase para financiar la guerra contra los lacedemonios. En esos días, llegó Amintas,
hijo de Andrómenes, con las tropas que había conseguido de Macedonia. De entre éstas, Alejandro
seleccionó a los jinetes para las filas de los Compañeros de caballería; a los soldados de a pie los añadió
a las diversas unidades de infantería, organizándolos de acuerdo con sus nacionalidades. Otra
innovación fue la introducción de dos compañías en cada escuadrón de caballería; antes de este
momento no exista tal unidad táctica en la caballería, y sobre ellas puso como oficiales a los
Compañeros más meritorios.

CAPÍTULO XVII.
ALEJANDRO SOMETE A LOS UXIANOS

Dejando Susa, Alejandro cruzó el río Pasitigris, e invadió el país de los uxianos. Algunas de estas tribus,
que habitan en las llanuras, eran súbditos del sátrapa de los persas; éstos fueron quienes en esta
ocasión se rindieron a Alejandro. Pero aquellas tribus que son montañesas no se encontraban entre los
sometidos a los persas, y le enviaron un mensaje a Alejandro diciéndole que no le permitirían entrar con
sus fuerzas en Persis, a menos que cobraran de él la cantidad que acostumbraban recibir de parte del
rey persa por transitar a través de sus pasos de montaña. El macedonio despidió a los mensajeros con el
recado de que le esperasen en los desfiladeros, cuya posesión les daba la seguridad de creerse que la
1Una de las familias encargadas de los ritos llevados a cabo durante los Misterios Eleusinos, se consideraban
descendientes del héroe Eudanemos. (N. de la T.)

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única entrada a Persis estaba en su poder; prometiendo que allí obtendrían de él la cifra prescrita.
Luego, tomó a su escolta real2, los hipaspistas, y 8.000 hombres procedentes de otras unidades de su
ejército, y, guiados por susianos, marcharon en la noche por un camino diferente del frecuentado.
Avanzando por la ruta agreste y difícil, cayó ese mismo día sobre las aldeas de los uxianos; muchos de
los nativos murieron estando aún en la cama, pero otros escaparon a las montañas. El botn que
consiguieron los macedonios fue considerable.

Enseguida prosiguió hacia los desfiladeros a marchas forzadas; allí le esperaban los uxianos en masa,
seguros de que les pagaría esa especie de peaje de rigor. Pero él ya había enviado con anterioridad a
Crátero para apoderarse de las elevaciones del lugar. Estaba convencido de que los uxianos se retirarían
pronto si eran expulsados por la fuerza. Por ello, él mismo fue al desfiladero con gran celeridad, y se
apoderó del paso antes de la llegada de los montañeses. Formó a sus hombres en orden de batalla, y los
lanzó desde la posición más alta y dominante para atacar a los bárbaros. Ellos, aturdidos por la
velocidad de Alejandro, y descubriéndose privados mediante esta estratagema de la posición ventajosa
en la que siempre habían confiado especialmente, se dieron a la fuga sin llegar nunca a combatir de
cerca. Algunos de ellos fueron abatidos por los soldados de Alejandro en su fuga, y muchos otros
perdieron la vida al caer por los precipicios a lo largo del camino. La mayoría de ellos, sin embargo, pudo
llegar a las montañas en busca de refugio; allá chocaron inesperadamente con Crátero, y fueron
muertos por sus hombres.

Después de haber recibido estos “regalos” de Alejandro, con dificultad y después de muchos ruegos,
pudieron aquellas tribus adquirir del rey el privilegio de retener la posesión de sus tierras, con la
condición de pagarle un tributo anual. Ptolomeo, hijo de Lago, dice que la madre de Darío intercedió en
nombre de ellos ante Alejandro, y le suplicó que les concediera el privilegio de seguir habitando su
ancestral tierra. El tributo que se acordó fue de un centenar de caballos, 500 bueyes y 30.000 ovejas al
año; porque los uxianos no tenían dinero ni metales, ni era su país apto para la agricultura, sino que la
mayoría de ellos eran pastores y ganaderos.

CAPÍTULO XVIII.
DERROTA DE ARIOBARZANES Y CAPTURA DE PERSÉPOLIS

Alejandro envió a Parmenión con el bagaje, la caballería de Tesalia, los aliados griegos, los auxiliares
mercenarios y el resto de los soldados mejor armados, hacia Persis por la ruta para caravanas que
conduce a ese país. El mismo iba a marchas forzadas a través de las montañas con la infantería
macedonia, la caballería de los Compañeros, la caballería ligera utilizada para escaramuzas, los agrianos
y los arqueros. Cuando llegó a las Puertas Persas, se encontró con que Ariobarzanes, el sátrapa de
Persis, le aguardaba allí con 40.000 soldados de infantería y 700 de caballería. Había construido una
pared que atravesaba el paso de lado a lado, y había plantado su campamento allí cerca del muro para
bloquear a Alejandro. Éste tuvo que detenerse a levantar su campamento en aquel sitio; pero al día
siguiente formó a su ejército y lo llevó a atacar el desfiladero. Comprobó enseguida que,
evidentemente, sería difícil de capturar tomando en cuenta el carácter accidentado del terreno; lo que
confirmaba al presenciar cómo muchos de sus hombres resultaban heridos en la refriega, porque el

2Los Somatophylakes – “Guardaespaldas” –, eran nobles macedonios de alto rango que escoltaban al rey. (N. de la
T.)

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enemigo les arrojaba una catarata de proyectiles procedente de la artillería instalada en un terreno más
alto, lo que les daba ventaja frente a sus agresores. Se retiró entonces a su campamento.

Los prisioneros, no obstante, le revelaron que podían guiarle más allá de las Puertas por otro camino, y
llevarle al otro extremo del paso. Éste camino era agreste y estrecho, por lo que dejó a Crátero en el
campamento con su unidad y la de Meleagro, así como con unos pocos arqueros y unos 500 de la
caballería. Sus órdenes eran que, cuando se dieran cuenta de que Alejandro había pasado al otro lado y
se acercaba al campamento persa – algo que fácilmente podrían percibir, pues las trompetas les darían
la señal –, entonces debían asaltar la pared. Alejandro avanzó unos 100 estadios durante la noche; le
acompañaban los hipaspistas, la unidad de Pérdicas, los arqueros más ligeros, los agrianos, el Escuadrón
Real de los Compañeros, y otro destacamento de caballería además de éstos, formado por cuatro
compañías. Con estas tropas, rodeó el paso en la dirección que los guías cautivos le indicaban. Ordenó a
Amintas, Filotas y Coeno dirigir al resto del ejército hacia la llanura, y fabricar un puente sobre el río 3
que se debe vadear para entrar en Persis. Por su lado, la ruta que siguió era difícil y accidentada; pese a
lo cual hizo marchar a sus hombres a toda velocidad la mayor parte del tiempo. Cayó sobre el primer
puesto de guardia de los bárbaros antes del amanecer, eliminándolos a todos, y así lo hizo también con
la mayoría de aquellos de la segunda guardia. Pero gran parte de la tercera escaparon, y no
precisamente para ir al campamento de Ariobarzanes, sino a las montañas, presas todos de un
repentino pánico. Gracias a ello, Alejandro pudo atacar el campamento del enemigo al clarear el día sin
ser observado.

En el momento mismo en que comenzó el asalto a la empalizada persa, las trompetas dieron la señal
para Crátero, quien atacó simultáneamente la fortificación más próxima. El enemigo se vio en un estado
de confusión al ser atacado por todas partes y huyeron sin llegar a la lucha frontal. Al hacerlo, se vieron
aprisionados como por una tenaza, con Alejandro presionándolos desde una dirección, y los hombres de
Crátero desde la otra. Por lo tanto, la mayoría de ellos se vieron obligados a huir de vuelta a las
fortificaciones, que ya estaban en manos de los macedonios. Alejandro había previsto lo que ahora
estaba ocurriendo y había dejado a Ptolomeo allí con tres mil infantes; de modo que la mayoría de los
bárbaros fueron hechos pedazos por los macedonios en lucha hombre a hombre. Otros perecieron en la
terrible huida que siguió, durante la cual los fugitivos se tiraban al vacío desde los acantilados.
Ariobarzanes, sin embargo, escapó a las montañas con unos pocos jinetes.

Alejandro se dio la vuelta y regresó a toda velocidad al río; encontrando el puente ya construido, lo
cruzó rápidamente con su ejército. Desde allí, continuó su marcha a Persépolis, tan velozmente que
llegó antes de que los de la guarnición tuvieran tiempo de saquear la tesorería de la ciudad. Más tarde,
capturaría también los tesoros que estaban en Pasargada, en la tesorería del primer Ciro. En la capital,
nombró a Frasaortes, hijo de Reomitres, como nuevo sátrapa de los persas. Hizo quemar el palacio de
Persépolis, desoyendo el consejo de Parmenión de preservarlo. Éste había alegado, entre otras cosas,
que no era apropiado destruir lo que ahora era de su propiedad, porque con este comportamiento no
iba a ganarse a las gentes de Asia, quienes deducirían que él no estaba tan decidido a quedarse con la
supremacía de toda Asia, sino que sólo había venido a conquistarla e irse luego. Sin embargo, Alejandro
contestó que deseaba vengarse de los persas, en represalia por sus acciones durante la invasión de
Grecia, cuando Atenas fue arrasada hasta sus cimientos y los templos fueron incendiados. También
deseaba castigar a los persas por todos los demás actos injuriosos con que habían humillado a los
griegos.
3Se refiere al río Araxes (N. de la T.)

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Sin embargo, no me parece que Alejandro haya actuado con prudencia en esta ocasión, ni creo que se
tratara en absoluto de una retribución por remotas rencillas con los antiguos persas.

CAPÍTULO XIX.
PERSECUCIÓN DE DARÍO EN MEDIA Y PARTIA

Después de resolver estos problemas con éxito, Alejandro avanzó hacia Media, donde sabía que Darío
estaba refugiado. Darío había tomado la decisión de quedarse allí entre los medos, si Alejandro
permanecía en Susa o Babilonia; con el tiempo tal vez vería un cambio en la política de Alejandro,
pensaba él. Pero, en vez de ello, aquél continuó persiguiéndole. Decidió, entonces, adentrarse en el
interior, hacia Partia e Hircania, o incluso más allá, hasta Bactria. Por el camino iba arrasando toda la
tierra para obstaculizar que Alejandro avanzara más. Envió, además, a las mujeres y el resto de los
bienes que aún conservaba en carruajes cubiertos a las llamadas Puertas Caspias; pero él mismo se
quedó en Ecbatana con las fuerzas que habían sido reclutadas de los pueblos a mano.
Enterado Alejandro, se adentró en tierras de los medos, e invadiendo el territorio de los llamados
paretaces, los sometió y designó para gobernarlos como su nuevo sátrapa a Oxatres, hijo de Abulites, el
anterior sátrapa de Susa. Sobre la marcha, le informaron que Darío había decidido librar con él otra
batalla e intentar torcer el desenlace de la guerra de nuevo – porque confiaba en los escitas y cadusios
que tenía como aliados –; ordenó Alejandro que las bestias de carga, con sus mozos de cuadra y demás
miembros de la caravana, debían seguirle más despacio mientras él, en cambio, iba a responder al
desafío. Tomó al resto de su ejército y lo obligó a marchar en orden de batalla durante días, llegando al
duodécimo día donde los medos. Allí se comprobó que las fuerzas de Darío no estaban preparadas para
luchar, y que sus aliados cadusios y escitas no habían acudido. Una vez más, Darío había vuelto a huir.
Por lo tanto, Alejandro aumentó aún más, si cabe, su velocidad de marcha; cuando estaba a sólo tres
días de viaje de Ecbatana, se encontró con Bistanes, hijo de Ocos, el que reinó sobre los medos antes de
Darío. Aquél noble le anunció que Darío había escapado cinco días antes, llevándose con él los 7.000
talentos del tesoro de los medos, y un ejército compuesto de 3.000 soldados de caballería y 6.000 de
infantería.

Cuando Alejandro se instaló en Ecbatana, decidió licenciar a la caballería tesalia y los aliados griegos.
Les envió a embarcarse hacia casa, pagándoles por entero el sueldo que se estipulaba y haciéndoles,
además, un obsequio adicional de 2.000 talentos salidos de su propio bolsillo. Emitió también la orden
de que, si cualquiera de estos hombres deseaba por su propia voluntad continuar sirviendo como
mercenario, fuese aceptado con gusto. Los que se reengancharon a su servicio no fueron pocos. Luego,
ordenó a Epocilo, hijo de Poliedes, que guiara a los que no se alistaron hasta el mar, con otra caballería
para escoltarlos, ya que los tesalios vendieron sus caballos antes de partir. También envió un mensaje a
Menes, avisándole que sería suyo el deber de velar por el transporte de éstos en trirremes hasta Eubea.
Dio otras órdenes, como una a Parmenión de depositar en la ciudadela de Ecbatana el tesoro que
estaba siendo transportado desde Persis, y entregarlo a la administración de Harpalo, a quien había
dejado a cargo del tesoro con una guardia de 6.000 macedonios, unos pocos jinetes e infantería ligera
para protegerlo. Le dijo asimismo a Parmenión que llevara a los mercenarios griegos, los tracios y toda
la caballería, excepto la de los Compañeros, y marchase por la tierra de los cadusios hacia Hircania. A
Clito, que comandaba el Escuadrón Real de caballería y había sido dejado enfermo en Susa, le envió un
mensaje para que al llegar a Ecbatana desde Susa, tomara a los macedonios que estaban allí
custodiando el tesoro y fuese en dirección a Partia. Allí pretendía ir Alejandro después.

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CAPÍTULO XX.
EL PASO POR LAS PUERTAS CASPIAS

Luego, tomando la caballería de los Compañeros, los prodomoi, la caballería mercenaria griega de
Erigio, la falange macedónica – sin los hombres a cargo del tesoro –, los arqueros y los agrianos, marchó
en busca de Darío. En las marchas forzadas que siguieron, varios de sus soldados se quedaban atrás,
agotados a más no poder, y muchos de los caballos murieron de fatiga. Él, sin embargo, siguió adelante
y al undécimo día llegó a Raga. El lugar está a una jornada de distancia de las Puertas Caspias, para
quien marchara como Alejandro lo estaba haciendo. Pero Darío ya había pasado por este desfiladero
antes de que Alejandro se acercase, aunque muchos de los que le acompañaban en su fuga lo
abandonaron en el camino y se retiraron a sus casas. Otros tantos se rindieron a Alejandro.

Éste debió abandonar toda esperanza de capturar a Darío a fuerza de perseguirlo adonde fuese;
permaneció allí cinco días para dar reposo a sus exhaustas tropas. En el intervalo, nombró al persa
Oxodates, quien había tenido la mala fortuna de ser arrestado por Darío y encerrado en Susa, para el
puesto de sátrapa de Media. El pésimo trato sufrido por este personaje era un incentivo para que
Alejandro confiara en su fidelidad. Luego, los macedonios reemprendieron el camino hacia Partia. El
primer día, acamparon cerca de las Puertas Caspias, las que atravesaron el segundo día y prosiguieron
hasta donde el territorio estaba habitado. Enterado de que la tierra de más allá era un desierto,
Alejandro decidió adquirir un buen cargamento de provisiones de los alrededores de donde acampaban;
le dio a Coeno la tarea de salir en una expedición de búsqueda de alimentos, con la caballería y un
pequeño destacamento de infantería.

CAPÍTULO XXI.
DARÍO ES ASESINADO POR BESOS

En aquel tiempo, Bagistanes, uno de los nobles de Babilonia, vino a ver a Alejandro desde el
campamento de Darío, acompañado por Antibelo, uno de los hijos de Maceo. Estos hombres le
informaron que Nabarzanes, el general de la caballería que acompañaba a Darío, Besos, sátrapa de
Bactria y Barsantes, sátrapa de Aracosia y Drangiana, se habían juntado para arrestar al rey. Tras
escuchar estas nuevas, Alejandro redobló la velocidad de su marcha más que nunca; llevándose sólo a
los Compañeros y la caballería de los prodomoi, así como algunos soldados de la infantería ligera
seleccionados por ser hombres fuertes y ligeros de pies. Sin siquiera esperar a que Coeno regresara de
la expedición en busca de alimentos, puso a Crátero al frente de los hombres que dejó atrás, con orden
de seguirle a ritmo de caravana. Sus propios hombres apenas tuvieron tiempo de llevarse sus armas y
provisiones para dos días. Después de marchar toda la noche y hasta el mediodía del siguiente, le dio a
su ejército un brevísimo descanso, antes de marchar de nuevo durante toda la noche. Al clarear el día,
llegaron al campamento desde el que Bagistanes había salido a su encuentro, pero no pudieron atrapar
al enemigo. A Darío, como comprobó el macedonio, le habían detenido y estaba ahora siendo
transportado en un carro cubierto. Besos poseía el mando en lugar de Darío, pues había sido nombrado
como su nuevo líder por la caballería bactriana y todas las otras tropas bárbaras que escapaban con
Darío, a excepción de Artabazo y sus hijos, junto con los mercenarios griegos que aún permanecían
leales a Darío. Al no ser capaces de evitar lo que se hacía, los disidentes se habían desviado de la
carretera principal y se marchaban ahora hacia las montañas por su cuenta, negándose a ser cómplices

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de Besos y sus partidarios en su traición. Los que habían arrestado a Darío habían llegado a la conclusión
de que era mejor vendérselo a Alejandro, porque así podrían canjearlo por algún tipo de beneficio para
ellos mismos, si se veían arrinconados por Alejandro; pero en caso de que hubiera desistido de nuevo,
estaban resueltos a reunir el ejército más numeroso posible para preservar sus privilegios. También se le
informó a Alejandro que Besos ostentaba el mando supremo por las siguientes razones: su relación con
Darío, y porque la guerra se libraría en su satrapía.

Cuando supo todo esto, Alejandro consideró que era conveniente proseguir con más ganas; aunque sus
hombres y caballos estaban ya muy fatigados por la incesante y frenética marcha, siguió hacia adelante.
Recorriendo un largo camino durante toda la noche y el siguiente día hasta el mediodía, llegaron a una
aldea donde los que tenían cautivo a Darío habían acampado el día anterior. Los bárbaros también
habían decidido continuar su marcha por la noche, al parecer. Entonces, Alejandro les preguntó a los
nativos si sabían de un camino más corto para dar alcance a los fugitivos. Respondieron los lugareños
que sí sabían de uno, pero que era un atajo a través de un desierto totalmente falto de agua. Él, sin
embargo, les rogó que se lo enseñaran de todas maneras. Dándose cuenta de que la infantería no
podría seguir su ritmo si parta a toda velocidad, hizo desmontar a 500 de la caballería y entregarle sus
caballos. Procedió, entonces, a seleccionar a los mejores de entre los oficiales y soldados de la
infantería, les ordenó montar en las monturas cedidas, armados tal como estaban. También instruyó a
Nicanor, el que mandaba a los hipaspistas, y a Atalo, el de los agrianos, guiar a los hombres que se
quedarían atrás por la misma ruta que había tomado Besos, dotados de armamento lo más ligero
posible; y, además, ordenó que el resto de la infantería le siguiera a un ritmo de marcha normal.

Alejandro y sus tropas salieron por la tarde con gran rapidez. Después de haber viajado 400 estadios
durante la noche, se encontraron con los bárbaros justo antes del amanecer. Iban por delante sin
ningún orden y sin armas, por lo que muy pocos de ellos se apresuraron a formar para defenderse. La
mayoría de ellos, tan pronto como vieron aparecer a Alejandro en el horizonte, se dieron a la fuga sin
llegar siquiera a las manos con sus soldados. Algunos de ellos se plantaron a resistir y fueron muertos; el
resto de ellos puso pies en polvorosa. Hasta ese momento, Besos y sus partidarios seguían llevando a
Darío con ellos en un carro cubierto; pero cuando Alejandro ya estaba sobre sus talones, Nabarzanes y
Barsantes hirieron al rey persa y lo dejaron allí, huyendo enseguida con 600 jinetes. Darío falleció
debido a sus heridas poco después, antes de que Alejandro lo viese.

CAPÍTULO XXII.
REFLEXIONES SOBRE EL DESTINO DE DARÍO

Alejandro envió el cadáver de Darío a Persis, para que pudiese ser enterrado en el mausoleo real, con
los mismos honores con que muchos reyes persas habían sido enterrados antes que él. El macedonio
entonces proclamó al parto Aminaspes como nuevo sátrapa de los partos e hircanios. Este hombre era
uno de los que se habían rendido a Alejandro con Mazaces en Egipto. Otro nombramiento fue el de
Tlepólemo, hijo de Pitófanes, uno de los Compañeros, para proteger sus intereses en Partia e Hircania.

Tal fue el fin de Darío, ocurrido en el mes de hecatombeón, durante el arcontado de Aristofonte en
Atenas. Este rey era de aquellos hombres eminentemente débiles y carentes de autoconfianza en
cuestiones militares; pero en cuanto a materias civiles no dio muestras de poseer inclinación alguna a
un comportamiento despótico. O tal vez tampoco tuvo oportunidad de demostrarlo, pues sucedió que
se vio involucrado en una guerra con los macedonios y griegos casi en el momento mismo en que
ascendió al poder; y, en consecuencia, ya no era fácil para él actuar como un tirano para sus súbditos,

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incluso si hubiese estado en su naturaleza, debido a que ahora se veía en un peligro mayor que su
pueblo. Mientras él vivió, una desgracia tras otra se acumularon sobre su cabeza; no cesaron tampoco
de lloverle calamidades desde el momento en el que subió por vez primera al trono. Al comienzo de su
reinado, tuvo que lidiar con la derrota de la caballería de sus sátrapas en el Gránico; y casi al instante
tanto Jonia y Eolia como Frigia, Lidia y toda Caria, excepto Halicarnaso, fueron ocupadas por su
adversario. Poco después, también fue capturada Halicarnaso, así como toda la región costera hasta
Cilicia. Luego vino su propia derrota en Issos, donde vio a su madre, esposa y sus niños tomados
prisioneros. Sobre esta pérdida, vinieron Fenicia y todo Egipto; y luego, en Gaugamela, él mismo se
cubrió de infamia al ser de los primeros en huir, y, por causa de ello perder un ejército muy vasto,
compuesto de todas las naciones de su imperio. Después de vagar como un exiliado por sus propios
dominios, murió traicionado por sus íntimos, quienes lo sometieron previamente al peor tratamiento
posible para un rey: ser al mismo tiempo un soberano y un prisionero, ignominiosamente llevado de acá
para allá en cadenas. Y, finalmente, pereció víctima de una conspiración urdida por las personas más
estrechamente ligadas a él. Tales fueron las desgracias que se abatieron sobre Darío en vida. Pero
después de muerto recibió un funeral real, y sus hijos recibieron por decisión de Alejandro una crianza y
una educación principescas, como su padre lo habría hecho de seguir como rey; además, el mismo
Alejandro se convirtió más adelante en su yerno.

Cuando murió, tenía Darío unos cincuenta años de edad.

CAPÍTULO XXIII.
ALEJANDRO EN HIRCANIA

Alejandro reunió ahora a los soldados que se habían quedado atrás en su persecución y se dirigió con
ellos a Hircania, que es la tierra situada en el lado izquierdo del camino que conduce a Bactra. Por un
lado, está fanqueada por altas montañas densamente cubiertas de bosques, y por la otra es una llanura
que se extiende hasta el Mar Grande, 4 hacia esta parte del mundo. Condujo, pues, a su ejército por esta
vía, porque determinó que los mercenarios griegos de Darío habían logrado escapar por ella hasta la
cordillera de Tapuria. Al mismo tiempo, resolvió que debía someter a los tapurianos mismos. Habiendo
dividido su ejército en tres partes, se abrió paso por la ruta más corta y más difícil, a la cabeza del más
numeroso y, al mismo tiempo, más ligero cuerpo de sus fuerzas. Despachó a Crátero con su unidad y la
de Amintas, unos cuantos de los arqueros y algunos de la caballería contra los tapurianos; y ordenó a
Erigio llevar a los mercenarios griegos y el resto de la caballería por la vía pública, a pesar de que era
más larga, llevando la delantera para guiar a los carros del equipaje, y la multitud de criados y
seguidores del campamento.

Después de cruzar las primeras montañas y acampando allí, se llevó a los hipaspistas junto a los más
ligeros infantes de la falange macedonia y algunos de los arqueros por un camino duro para viajar a pie.
A lo largo del camino, iba dejando centinelas dondequiera pensara que acechaba el peligro, para que los
bárbaros que ocupaban las montañas no pudiesen caer desde esos puntos sobre los hombres que
vendrían después. Cruzando por los desfiladeros con sus arqueros, acampó en la llanura cerca de un
pequeño río; mientras él estaba ahí, Nabarzanes, el general de la caballería de Darío, Fratafernes, el
sátrapa de Hircania y Partia, y otros encumbrados dignatarios persas de la corte de Darío, llegaron para

4El mar Caspio (N. de la T.)

- 94 -
rendirse. Tras cuatro días de ser esperados en el campamento, llegaron los que habían quedado atrás
en la marcha, todos ellos sanos y salvos; excepto los agrianos, quienes, mientras cuidaban la retaguardia
de la caravana, fueron atacados por los bárbaros montañeses. Sin embargo, éstos habían huido tan
pronto les tocó encajar la peor parte en la lucha. A partir de este lugar, Alejandro avanzó hacia el
interior de Hircania hasta tan lejos como Zadracarta, la capital de los hircanios.

Acá vino a reunirse Crátero con sus tropas; no había tenido éxito en encontrar a los mercenarios griegos
de Darío, pero había atravesado todo el país de una punta a otra, conquistando más territorio por la
fuerza o por capitulación voluntaria de los nativos. Erigio también llegó aquí con los pertrechos y los
carros. Y, poco después, llegaron a presentarse ante Alejandro: Artabazo con tres de sus hijos, Cofen,
Ariobarzanes y Arsames, acompañado por Autofrádates, sátrapa de Tapuria, y enviados de los
mercenarios griegos al servicio de Darío. A Autofrádates se le restauró en su cargo de sátrapa, pero a
Artabazo y sus hijos los mantuvo el rey en su entorno intimo, en una posición de honor, tanto por su
fidelidad a Darío como por ser uno de los principales nobles de Persia. A los embajadores de los griegos,
que le suplicaron concederles una tregua en nombre de toda la fuerza mercenaria, Alejandro les
contestó que no llegaría a ningún tipo de acuerdo con ellos, porque estaban actuando con alevosía al
servir como soldados a sueldo de los bárbaros contra Grecia, en contravención a la resolución oficial de
los griegos. Les ordenó que viniesen y se entregasen todos ellos, dejando en sus manos decidir su suerte
a su antojo, o defenderse con las armas lo mejor que pudiesen. Los enviados dijeron que tanto ellos
como sus camaradas se rendían allí y en ese momento a Alejandro, y le rogaron que enviase a alguien
con ellos para que actuase como su líder, para que pudieran unirse a él sin contratiempos. Los
mercenarios, le aseguraron al rey, eran 1.500 en número. Alejandro acabó por ceder a sus ruegos, y
envió a Andrónico, hijo de Agerros, y a Artabazo a hacerse cargo de ellos.

CAPÍTULO XXIV.
EXPEDICIÓN CONTRA LOS MARDIANOS

Alejandro emprendió de nuevo la marcha, esta vez con intenciones de enfrentarse a los mardianos.
Como de costumbre, iban con él los hipaspistas, los arqueros, los agrianos, las unidades de Coeno y
Amintas, la mitad de la caballería de los Compañeros y los lanzadores de jabalina montados, porque
ahora tenía ya un destacamento de ésos. Recorriendo la mayor parte del territorio de los mardianos, vio
que muchos de ellos corrían a buscar refugio al verle avanzar. Mató a buen número de ellos en su huida;
de hecho, solamente por haber plantado cara y defenderse cayeron bastantes, y muchos más fueron
hechos prisioneros. Por muchísimo tiempo, nadie había invadido sus tierras con intenciones hostiles. No
sólo debido a lo escabroso del terreno, sino también porque la gente era pobre, y, además de ser
pobres, eran guerreros de conocida fiereza. Por lo tanto, no se les había pasado por la cabeza que
Alejandro tuviera las agallas de atacarlos, sobre todo porque estaba avanzando para ir más allá de su
país. Por esta razón, fueron pillados fuera de guardia con facilidad. Muchos de ellos, sin embargo,
escaparon a las montañas, que en su tierra son muy altas y escarpadas, pensando que Alejandro no
penetraría en éstas en ningún caso. Pero, Alejandro sí lo hizo. Al ver que los buscaba en sus escondrijos
de las montanas, los mardianos enviaron emisarios a rendir el país y su gente ante el macedonio. Éste
los perdonó, y nombró a Autofrádates, al que recientemente también había colocado como sátrapa de
Tapuria, para serlo también de esta tierra.

De regreso al campamento del que había partido a invadir el país de los mardianos, se encontró con
que los mercenarios griegos de Darío habían llegado ya; traían consigo a los embajadores de los
lacedemonios venidos en misión diplomática ante el rey Darío. Los nombres de estos hombres eran:

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Calicrátides, Pausipo, Mónimo, Onomas y Dropites, un ciudadano de Atenas. Éstos fueron detenidos y
mantenidos bajo fuerte vigilancia; pero a los enviados de Sinope los soltó, porque esta gente no tenía
ninguna clase de participación en la liga helénica. Eran de una ciudad sometida a los persas, y, por tanto,
no habían hecho nada irrazonable ni ilegal al ir en una embajada ante su propio soberano. También dejó
ir libres al resto de los griegos que servían a sueldo con los persas desde antes de la alianza acordada
entre griegos y macedonios. Igualmente liberó a Heráclides, el embajador de Calcedonia ante Darío. Al
resto les dio la opción de servir en su ejército por el mismo sueldo que habían recibido del rey persa,
poniéndolos bajo el mando de Andrónico, el mismo que los había traído enteros al campamento, quien
evidentemente se había preocupado de tomar medidas prudentes para preservar las vidas de aquellos
hombres.

CAPÍTULO XXV.
MARCHA HACIA BACTRA – BESOS RECIBE AYUDA DE SATIBARZANES

Arreglados estos asuntos, Alejandro se dirigió a Zadracarta, la ciudad más grande de Hircania, donde
también estaba la sede del gobernante de Hircania. Su estadía aquí duró quince días, durante los cuales
ofreció sacrificios a los dioses a la usanza local y celebró una competición gimnástica; tras lo cual
prosiguió su marcha hacia Partia, y de allí a los confines de Aria y a Susia, una importante ciudad de esa
satrapía, donde le salió al encuentro Satibarzanes, el sátrapa de los arios. A dicho sujeto, Alejandro lo
confirmó en la dignidad de sátrapa, y con él envió a Anaxipo, uno de los Compañeros, con cuarenta de
los nuevos lanzadores de jabalina montados para hacer de escoltas a su paso por las diversas
localidades, para que los arios no fuesen atacados por el ejército en su marcha por ese territorio. En ese
momento, se le acercaron unos persas que le advirtieron acerca de una nueva acción de Besos: había
asumido la mitra que los reyes persas usaban a modo de corona, vesta los ropajes reales de Persia y se
hacía llamar Artajerjes5 en lugar de Besos; afirmando que él era el legítimo rey de Asia. Tenía con él,
añadieron los informantes, a los persas que habían escapado a Bactra y a muchos de los bactrianos, y,
por otra parte, esperaba que los escitas se le unieran pronto como aliados.

Alejandro, que tenía ahora todas sus fuerzas a mano, se dirigió hacia Bactra, donde le dio alcance Filipo,
hijo de Menelao, recién llegado de Media con la caballería mercenaria griega que estaba bajo su mando,
aquellos de los tesalios que se habían ofrecido a quedarse, y los hombres de Andrómaco. Nicanor, hijo
de Parmenión, el que mandaba a los hipaspistas, había muerto no hace mucho de enfermedad.
Mientras Alejandro estaba todavía de camino a Bactra, le reportaron que Satibarzanes, el
recientemente confirmado sátrapa de Aria, había matado a Anaxipo y a toda la guardia de lanceros a
caballo que iban con él; había armado a los arios y estaba ahora con ellos atrincherado en la ciudad de
Artacoana, la capital de esa nación. Había determinado que, tan pronto como fuera conocido que
Alejandro había avanzado en su dirección, sus tropas saldrían de ese lugar para ir a engrosar las de
Besos. Su intención era unirse a ese príncipe en una guerra que acabase con los macedonios, siempre
que se diera la oportunidad. Al recibir esta noticia, el soberano macedonio detuvo la marcha hacia
Bactra, dejó a una parte del ejército con Crátero donde estaban; llevando consigo a la caballería de los
Compañeros, los lanceros montados, arqueros, agrianos y las unidades de Amintas y Coeno, partió a
marchas forzadas a enfrentar a Satibarzanes y sus arios. A una velocidad estremecedora, llegó a
Artacoana tras recorrer 600 estadios en dos días.

5Besos o Bessos, quiso reinar con el nombre de Artajerjes V. (N. de la T.)

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Sin embargo, tan pronto como Satibarzanes supo que Alejandro estaba cerca, le invadió el miedo y
asombro por la rapidez de su llegada; se dio a la fuga con unos pocos jinetes arios. Pocos, porque fue
abandonado por la mayoría de sus soldados durante la huida, cuando también ellos se enteraron de que
Alejandro estaba próximo. Éste continuó su velocísima marcha en persecución del enemigo; alcanzó y
dio muerte a algunos de los hombres que él reconoció como culpables de la revuelta, los que en el
momento de verle venir se habían precipitado a dejar sus pueblos, huyendo cada quien como mejor
podía. A los sobrevivientes los vendió como esclavos. Aplastada la rebelión, proclamó al persa Arsames
como nuevo sátrapa de Aria. Al estar ahora presentes los hombres que se habían quedado atrás con
Crátero, decidió seguir de una vez hacia la tierra llamada Zarangiana, específicamente al lugar donde
estaba el palacio de su gobernante. Barsantes, quien en ese momento tenía ese territorio en su
posesión, y era uno de los causantes de la muerte de Darío en la pasada huida, escapó de nuevo al saber
que Alejandro se acercaba; esta vez yendo a refugiarse donde los nativos que viven de este lado del río
Indo. Sin embargo, éstos lo arrestaron y lo enviaron de nuevo a Alejandro, quien le condenó a muerte
por causa de su culpabilidad en el asesinato de Darío.

CAPÍTULO XXVI.
LA EJECUCIÓN DE FILOTAS Y PARMENIÓN

En aquel tiempo, Alejandro descubrió la conspiración de Filotas, hijo de Parmenión. Ptolomeo y


Aristóbulo concuerdan en afirmar que ya se le había informado de ello antes, en Egipto, pero que a él
no le había parecido creíble debido a la larga amistad entre ambos, los honores que le confirió
públicamente a su padre Parmenión, y por la confianza depositada en Filotas. Ptolomeo, hijo de Lago,
dice que Filotas fue llevado ante la asamblea de macedonios, delante de la cual Alejandro le acusó con
energía, y que él se defendió de las acusaciones. Añade también que quienes divulgaron el complot
pasaron adelante y lo señalaron como el culpable, y a quienes eran sus cómplices, mediante pruebas
claras; sobre todo ésta: Filotas confesó que había oído hablar de una conspiración determinada que se
estaba fraguando contra Alejandro.

Fue declarado culpable de no haber dicho ni una palabra de advertencia al rey acerca del complot, a
pesar de que visitaba la tienda real dos veces al día. Él y todos los demás conspiradores fueron
ejecutados por los macedonios, empleando jabalinas como medio. Y enseguida Polidamante, uno de los
Compañeros, fue enviado donde Parmenión con cartas de Alejandro para los generales en Media –
Cleandro, Sitalces y Menidas –, que mandaban las diversas unidades del ejército sobre el cual
Parmenión tenía el mando supremo. El trío decidió sentenciar a Parmenión a muerte, tal vez porque
Alejandro consideraba increíble que Filotas conspirase contra él sin que Parmenión conociese el plan de
su hijo. O tal vez pensó que, aunque no tuviera ninguna participación en el asunto, a partir de entonces
sería un hombre peligroso si sobrevivía, tomando en cuenta que el rey había terminado violentamente
con la vida de su hijo. Además, al veterano general se le tenía en grandísima estima, tanto por el propio
Alejandro como por todo el ejército; poseía enorme infuencia no sólo entre las tropas macedonias, sino
también entre los auxiliares griegos, a los que a menudo supo comandar de acuerdo con las directrices
de Alejandro, en misiones corrientes y extraordinarias por igual, con la aprobación de su soberano y a
entera satisfacción de éste.

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CAPÍTULO XXVII.
EL JUICIO DE AMINTAS – LOS ARIASPIANOS

Se dice que, casi al mismo tiempo, Amintas, hijo de Andrómenes, fue llevado a juicio junto con sus
hermanos Polemón, Atalo y Simias, bajo la acusación de ser cómplices de la conspiración contra
Alejandro, a causa de su confianza en Filotas y su amistad íntima con él. La convicción de que había
participado en la trama se fortaleció entre la mayoría de los hombres por el hecho de que, cuando fue
detenido Filotas, uno de los hermanos de Amintas – Polemón –, huyó al enemigo. Pero Amintas con sus
otros dos hermanos se quedaron a la espera del juicio, y él se defendió con tanta elocuencia ante los
macedonios que fue declarado inocente de los cargos. Tan pronto como fue absuelto por la asamblea,
exigió que se le extendiera la autorización para ir a buscar a su hermano y traerlo de vuelta ante
Alejandro. A ello se adhirió la asamblea de los macedonios, por lo que fue y en el mismo día volvió con
Polemón. A cuenta de dicha acción, ahora parecía libre de culpa mucho más que antes. Pero poco
después, mientras estaba sitiando una aldea, recibió un disparo de fecha y murió a causa de la herida;
de manera que no obtuvo ninguna otra ventaja de su absolución, excepto la de morir con una
reputación impoluta.

Alejandro designó a dos nuevos hiparcos para los Compañeros montados: Hefestión, hijo de Amintor, y
Clito, hijo de Dropidas, dividiendo la unidad de los Compañeros en dos, porque no quería que ninguno
de sus amigos tuviese el mando único de tantos jinetes; especialmente si eran los mejores de toda su
caballería, tanto en la estima de sus hombres como en disciplina y marcialidad. Llegó, pues, a la tierra
de los anteriormente llamados ariaspianos, que después fueron conocidos por el nombre de Euergetae 6,
debido a que ayudaron a Ciro, hijo de Cambises, en su invasión de Escitia. Alejandro trató a estas
personas, cuyos antepasados habían sido tan útiles a Ciro, con honor; cuando comprobó que no sólo
disfrutaban de una forma de gobierno diferente a la de los otros bárbaros en esa parte del mundo, sino
que era de una justicia tal que podía rivalizar con la mejor de los griegos, decidió dejarlos en libertad.
Les cedió, además, gran parte de las tierras adyacentes a la suya que solicitaron como de su propiedad,
pues no era mucho lo que pidieron. Allí, en tierra de ellos, ofreció un sacrificio a Apolo.

Después, mandó arrestar a Demetrio, uno de sus escoltas reales de confianza, debido a la sospecha de
haber estado implicado con Filotas en la conspiración. Ptolomeo, hijo de Lago, fue escogido para el
puesto dejado vacante por Demetrio.

CAPÍTULO XXVIII.
ALEJANDRO ATRAVIESA EL HINDU KUSH

Después de estos arreglos, Alejandro avanzó contra Bactra y Besos; consiguiendo la sumisión de la
Drangiana y los habitantes de Gedrosia durante su marcha. También venció a los aracosios, y puso como
sátrapa de este territorio a Menón. Por último, llegó hasta los pueblos indios que habitan en las tierras
que bordean las de los aracosios. A todas estas naciones llegó Alejandro marchando por caminos
cubiertos por una gruesa capa de nieve, y sus soldados experimentaron todo el tiempo una acuciante
escasez de provisiones y otras graves dificultades. Pronto se enteró de que los arios de nuevo se habían

6Es decir, benefactores. (N. de la T.)

- 98 -
rebelado, como consecuencia de la invasión de su tierra por Satibarzanes, al frente de 2.000 soldados de
caballería que había recibido de Besos. Alejandro despachó contra ellos al persa Artabazo, con Erigio,
Carano y dos de los Compañeros. También dio orden a Fratafernes, el sátrapa de Partia, de ayudarles en
la campaña contra los arios. Un combate empecinado entre las tropas de Erigio y Carano, y las de
Satibarzanes fue el resultado. Los bárbaros no cedieron ni un dedo hasta que Satibarzanes, enfrentado
por Erigio en medio de la lucha, fue alcanzado por un lanzazo en el rostro y murió. Entonces los
bárbaros se desbandaron con rapidez.

Mientras tanto, Alejandro estaba llevando a su ejército hacia el monte Cáucaso 7, donde fundó una
ciudad a la que llamó Alejandría. Después de haber ofrecido sacrificios a los dioses a los cuales allí se
acostumbraba a honrar, cruzó el monte Cáucaso. Designó al persa Proexes como sátrapa de la región, y
dejó un ejército para protección de la satrapía, y como jefe de la guarnición a Neiloxenes, hijo de Sátiro,
uno de los Compañeros.

Según el relato de Aristóbulo, el monte Cáucaso es tan elevado como cualquier otro en Asia, y la mayor
parte de él es roca pelada; en todo caso, sí lo era la parte por donde lo cruzó Alejandro. Este macizo
montañoso se extiende tan lejos que incluso dicen que el monte Tauro, que marca el límite entre Cilicia
y Panfilia, brota de él; al igual que otras grandes cordilleras que se distinguen desde el Cáucaso y son
llamadas por varios nombres de acuerdo con la posición de cada una. Aristóbulo cuenta que en la
referida parte del Cáucaso nada crecía, salvo arboles de encina y silfio; no obstante lo cual estaba
habitada por muchos campesinos, y allí pastaban bastantes rebaños de ovejas y bueyes, porque los
ovinos son muy aficionados al silfio. Si una oveja huele la planta desde lejos, corre a la misma y se
alimenta de la for; también excavan con sus pezuñas para desenterrar las raíces, las que se comen
igualmente. Por esta razón, en Cirene suelen apacentar sus rebaños, en la medida de lo posible, fuera
de los lugares donde crecen plantas de silfio; otros incluso encierran los plantos con una cerca, de
modo que si las ovejas logran acercarse no puedan meterse dentro del recinto. Para los habitantes de
Cirene, el silfio es muy valioso.

Acompañado por los persas que habían participado con él en el asesinato de Darío, y con 7.000 de los
bactrianos y los daeos que habitaban del otro lado del Tanais, Besos fue devastando todas las tierras
que se extienden al pie del monte Cáucaso; para evitar que Alejandro pudiese avanzar más lejos,
estorbado por la desolación de la tierra entre el enemigo y él mismo, y por la falta de provisiones. No
obstante esta treta, Alejandro no disminuyó su marcha, aunque ahora avanzaba con dificultad a causa
de la densa nieve y de la falta de medios de subsistencia. Sin embargo, perseveró en su misión. Cuando
Besos fue informado de que Alejandro no estaba ya muy lejos, cruzó el río Oxo, y, tras haber quemado
los barcos en los que habían cruzado sus tropas, se retiró a Nautaca en la satrapía de Sogdiana. Detrás
de él fueron Espitamenes y Oxiartes con la caballería de Sogdiana, así como con las tropas daeas
procedentes del Tanais. Pero los de la caballería bactriana, al descubrir que Besos había resuelto
escapar, se dispersaron en varias direcciones de regreso a sus hogares.

7El actualmente llamado Hindu Kush, al que los griegos conocían como Parapamisos. Arriano usa la denominación
que le dieron los romanos: Cáucaso Índico. (N. de la T.)

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CAPÍTULO XXIX.
CONQUISTA DE BACTRIA Y PERSECUCIÓN DE BESOS MÁS ALLÁ DEL OXO
Llegando a Drapsaca, Alejandro acampó en el lugar para darle un descanso a su ejército. Luego partió
hacia Aornos y Bactra, que son las ciudades más grandes de Bactria. Ésas las pudo capturar en el primer
asalto; y dejó una guarnición en la ciudadela de Aornos, mandada por Arquelao, hijo de Androcles, uno
de los Compañeros. Extendió mas honores sobre Artabazo, el persa, al nombrarlo sátrapa del resto de
los territorios bactrianos, que fueron sometidos con facilidad. Luego, los macedonios marcharon hacia el
río Oxo, que desciende desde el monte Cáucaso, y es el más grande de todos los ríos de Asia que
Alejandro y su ejército llegaron a pasar; a excepción de los ríos de la India, pero, por supuesto, los ríos
de la India son los más caudalosos del mundo. El mencionado Oxo descarga sus aguas en el gran mar
que está cerca de Hircania. Cuando Alejandro intentó cruzar el río, hacerlo parecía totalmente
impracticable por su anchura, que era de unos seis estadios, y por su profundidad, mucho mayor en
proporción a su amplitud. El lecho del río era de arena, y la corriente tan rápida que las estacas clavadas
profundamente para construir un puente eran desarraigadas con facilidad del fondo por la fuerza bruta
de la corriente; era imposible que se fijasen firmemente en la arena. Además de esto, en la localidad
escaseaba la madera. Alejandro era consciente de que tomaría mucho tiempo y causaría un retraso
considerable, si trajesen de otro lado los materiales requeridos para fabricar un puente sobre el río. Por
lo tanto, instruyó a sus soldados que tomaran las pieles que utilizaban para armar sus tiendas, las
llenasen de paja lo más seca posible, y las atasen y cosiesen con puntadas muy prietas, de forma que el
agua no penetrase en ellas. Cuando así lo hubieron hecho, consiguieron suficientes balsas para
transportar a todo el ejército a través del río en cinco días.

Pero antes de comenzar el cruce del río, seleccionó a los soldados más antiguos de los macedonios, que
por la edad ya no estaban en la mejor de las condiciones físicas para el servicio militar, y a todos los
tesalios que se habían ofrecido a permanecer en el ejército, para mandarlos de vuelta a casa. A
continuación, envió a la satrapía de Aria a Estasanor, uno de los Compañeros, con instrucciones de
detener al sátrapa Arsames, porque estaba actuando de una manera que daba a sospechar que estaba
descontento. El Compañero debía asumir el cargo de sátrapa de Aria en su lugar.

Después de pasar sobre el río Oxo, emprendió a marchas forzadas la ruta hacia el lugar donde se enteró
de que estaba Besos con sus fuerzas; pero en ese momento le llegaron mensajeros de Espitamenes y
Datafernes, para anunciar que ambos arrestarían a Besos y lo entregarían a Alejandro, si éste enviaba a
un pequeño ejército con un oficial al mando a recogerle. Ya lo tenían en ese mismo momento bajo
custodia, le aseguraron, aunque no encadenado. Cuando Alejandro escuchó el mensaje, dejo reposar un
poco a su ejército, y luego marchó más lentamente que antes. Por delante envió a Ptolomeo, hijo de
Lago, con tres compañías de la caballería de los Compañero, todos los lanceros montados; y de la
infantería: la unidad de Filotas, unos 1.000 de los hipaspistas, todos los agrianos y la mitad de los
arqueros, con órdenes de alcanzar lo más pronto posible a Espitamenes y Datafernes. Ptolomeo salió a
toda velocidad, de acuerdo con sus instrucciones, y tras completar la distancia de diez días de marcha
en tan sólo cuatro días, llegó al campamento donde el día anterior los bárbaros en Espitamenes habían
acampado.

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CAPÍTULO XXX.
LA CAPTURA DE BESOS – HAZAÑAS DE ALEJANDRO EN SOGDIANA

Aquí se enteró Ptolomeo de que la decisión de Espitamenes y Datafernes de traicionar a Besos no era
tan concluyente como habían dado a entender. Por lo tanto, dejó atrás a la infantería con mandato de
seguirle a paso regular, y avanzó con la caballería hasta una aldea donde estaba Besos con unos pocos
soldados. Espitamenes y su partido ya se habían retirado de allí, avergonzado como se senta el persa de
su afán por traicionar a Besos. Ptolomeo ordenó a su caballería rodear el perímetro de la aldea, la cual
poseía una muralla con varias puertas. Acto seguido, el Compañero mandó a los heraldos a lanzar una
proclama a los bárbaros dentro del pueblo, diciéndoles que se les permitiría salir ilesos si le entregaban
a Besos. Ellos, en consecuencia, prestaron oídos al anuncio y admitieron a Ptolomeo y sus hombres
dentro del pueblo. Éste atrapó enseguida a Besos, y se fue igual de rápido; pero envió antes a un
mensajero a preguntar a Alejandro cómo quería que llevase a Besos ante su presencia. Alejandro le
contestó que condujese al preso desnudo y con un collar de madera, y que, así humillado, lo colocase en
el lado derecho de la vía por la que estaba a punto de pasar con el ejército. Así lo hizo Ptolomeo.

Cuando Alejandro vio a Besos, hizo que su carro se detuviera frente al prisionero; y le preguntó por qué
razón había arrestado en primer lugar a Darío, su propio rey, que también era su pariente de sangre y su
benefactor. En segundo lugar, preguntó por qué se lo llevó luego como a un vulgar prisionero en
cadenas, y por último lo mató. Besos respondió que él no era la única persona que había tomado la
decisión de hacer aquello, sino que se había tratado de una acción conjunta de los que estaban en aquel
momento en el séquito de Darío; la idea era que con ello procurarían comprar su propia seguridad en
una eventual negociación con Alejandro. Por tal contestación, ordenó Alejandro que al persa se le
azotase, y que un heraldo debía repetir fielmente los reproches que él mismo le había hecho a Besos
durante el interrogatorio. Después de ser vergonzosamente torturado, el persa fue enviado a Bactra
para ser condenado a muerte. Tal es el relato de Ptolomeo en relación con el caso Besos. Pero
Aristóbulo dice que Espitamenes y Datafernes trajeron a Besos ante Ptolomeo, y, habiéndolo
desnudado y puesto un collar de madera, se lo entregaron a Alejandro.

Alejandro hizo que suministrasen a su caballería con nuevas monturas nativas de esta región, porque
muchos de sus propios caballos habían perecido en el pase del Cáucaso, y en la marcha hacia y desde el
Oxo. Llevó luego a su ejército a Maracanda, que es la capital de los sogdianos. Desde allí avanzó hasta el
río Tanais. Éste río, del que Aristóbulo asegura que los bárbaros del lugar llaman por un nombre
diferente, Jaxartes, tiene su origen, al igual que el Oxo, en el monte Cáucaso, y sus aguas las descarga
también en el mar de Hircania. Debe tratarse de un río Tanais distinto de aquél que menciona Heródoto;
el historiador dice que es el octavo de los ríos escitas, que fuye desde un gran lago en el que se origina y
desemboca en un lago aún más grande, llamado el lago de Meótida. Hay algunos que hacen de este
Tanais el límite de Europa y Asia, afirmando que el Palus Maeotis 8 se origina en el extremo más alejado
del mar Euxino, y este río Tanais, desemboca en el lago de Meótida y separa Asia de Europa; de la
misma forma que el mar cerca de Gadeira 9 y la tierra de los nómadas libios frente a Gadeira separa a
Libia de Europa. Libia, dicen estos hombres, también es separada del resto de Asia por el río Nilo.

8Nombre que los romanos daban al lago o mar de Meótida, hoy Mar de Azov. (N. de la T.)

9Bahía de Cádiz.

- 101 -
En este lugar – es decir en el río Tanais –, algunos de los macedonios que se estaban dedicando a buscar
alimentos, fueron atacados y despedazados por los bárbaros. Los autores de este hecho escaparon hacia
una montaña muy accidentada y empinada por doquier; eran unos 30.000 hombres en total. Alejandro
tomó a las tropas más ligeras de su ejército y marchó a enfrentarlos. Pronto los macedonios se vieron
envueltos en repetidos e inútiles asaltos a la fortaleza en la cima de la roca. Desde un principio, fueron
rechazados por los proyectiles que les tiraban los bárbaros, y muchos de ellos cayeron heridos, entre
ellos el propio Alejandro, a quien le alcanzó una fecha en la pierna, rompiéndole el peroné. A pesar de
esto, se empecinó en capturar el lugar hasta que lo logró. Muchos de los bárbaros perecieron a manos
de los macedonios, mientras que otros se mataron al tirarse de cabeza desde las rocas; de 30.000 que
había al inicio, sobrevivieron no más de 8.000 hombres.

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- 102 -
Libro IV
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CAPÍTULO I.
REBELIÓN DE LOS SOGDIANOS

Pocos días después de esto, llegaron embajadores ante Alejandro de parte de los llamados escitas
abianos, a quienes elogió Homero en su poema 10, llamándolos los más justos de los hombres. Esta
nación vive en Asia y es independiente, principalmente a causa de su pobreza y su amor a la justicia.
También mandaron una misión diplomática los escitas de Europa, que son el pueblo más grande que
vive en ese continente. Alejandro envió a algunos de los Compañeros con ellos para acompañarles en su
retorno a sus hogares, con el pretexto de concluir los menesteres relativos a una alianza amistosa; pero
el verdadero objetivo de la misión era espiar. Debían conocer de primera mano las características
naturales de los territorios escitas, el número de los habitantes y sus costumbres, así como el
armamento que poseían para expediciones militares.

Alejandro trazó un plan para fundar cerca del río Tanais una ciudad que llevaría su nombre, porque el
sitio le parecía adecuado para que la ciudad adquiriese grandes dimensiones. También tomó en
consideración que al estar emplazada en un lugar estratégico, serviría como una base de operaciones
ideal para la invasión de Escitia, en caso de que eventualmente esto llegara a ocurrir. No solamente eso,
sino que también sería un baluarte para defender el país de las incursiones de los bárbaros que
moraban en la ribera opuesta del río. Por otra parte, pensaba que la ciudad se convertiría en una muy
populosa, por la cantidad de personas que vendrían a colonizar la zona, y por motivo de la celebridad
del nombre que se le pondría. Mientras se ocupaba de esto, los bárbaros que habitaban cerca del río se
abalanzaron sobre las tropas macedonias que guarnecían los pueblos, y las aniquilaron; tras lo cual se
dieron a la tarea de fortificar las mismas ciudades para su mayor seguridad. La mayoría de los sogdianos
estaban con ellos en esta revuelta, soliviantados todos ellos por los hombres que habían detenido a
Besos. Dichos hombres eran tan enérgicos en sus prédicas que incluso convencieron a algunos de los
bactrianos de unirse a la rebelión; ya sea porque le tenían miedo a Alejandro, o porque los sediciosos les
convencieron de la autenticidad del motivo que alegaban para levantarse en armas: que Alejandro había
enviado instrucciones a los gobernantes de ese país de reunirse para un consejo en Zariaspa, la ciudad
principal. La reunión, juraban los caudillos del alzamiento, no la había convocado para nada bueno.

CAPÍTULO II.
ALEJANDRO CAPTURA CINCO CIUDADES EN DOS DÍAS

Cuando Alejandro fue informado de ello, dio instrucciones a la infantería, destacamento por
destacamento, para tener preparadas las escaleras que cada uno tenía asignadas. Luego, comenzó la
marcha a través del campo, avanzando hasta la ciudad más cercana, el nombre de las cual era Gaza; los
bárbaros, se decía, habían huido en busca de refugio a siete ciudades. Envió, pues, a Crátero a la más
grande de ellas, Cirópolis, en la que la mayoría de los bárbaros se habían cobijado. Las órdenes de
Crátero fueron de acampar cerca de la ciudad, cavar un hondo foso alrededor de ella, rodearla de una
empalizada, y plantar cerca de ella la maquinaria de asalto que fuese necesario utilizar; de modo que los

10La Ilíada. (N. de la T.)

- 103 -
hombres de esta ciudad, concentrada toda su atención en las fuerzas que los acechaban, no estuvieran
en condiciones de mandar refuerzos a las otras ciudades.

Tan pronto como Alejandro hubo llegado a Gaza, no perdió tiempo en dar la señal a sus hombres de
colocar las escaleras contra la muralla de la ciudad y tomarla al primer intento, ya que estaba hecha
solamente de tierra y no era para nada alta. Simultáneamente con el asalto de la infantería, los
honderos, arqueros y lanzadores de jabalina atacaron a los defensores de la muralla, ayudados por la
andanada de proyectiles de la artillería. La muralla se despejó por la abrumadora cantidad de disparos
de las catapultas, por lo que fijar las escaleras contra la pared y que los macedonios la escalasen fue
cuestión de minutos. Los soldados mataron a todos los hombres, de acuerdo con el mandato de
Alejandro, pero a las mujeres, los niños y otros bienes se los llevaron como botn. Desde allí, Alejandro
marchó de inmediato a la ciudad vecina desde la ya capturada, y la tomó de la misma manera y en el
mismo día; dando a los cautivos el mismo trato que a los de la previa. Luego, se dirigió hacia la tercera
ciudad, y la conquistó al día siguiente, de nuevo en el primer asalto.

Como tenía a la infantería ocupada en estos menesteres, envió a su caballería a las dos ciudades
colindantes, con órdenes de vigilar estrechamente a los hombres dentro de ellas. No debían permitir
que, cuando éstos se enteraran al mismo tiempo de la captura de las ciudades próximas y de que las
suyas serían las siguientes, se fugaran e hicieran imposible su captura para los macedonios. Resultó tal
como lo había conjeturado; el envío de la caballería se hizo en el momento preciso. Y es que, cuando los
bárbaros que ocupaban las dos ciudades aún no capturadas vieron el humo que salía de la ciudad de
enfrente de ellos, que estaba siendo incendiada – y, además, algunos hombres escaparon de esta
calamidad, y se convirtieron en los portadores de las malas noticias que habían presenciado –;
comenzaron todos a huir en tropel de ambas ciudades, lo más rápido que cada uno pudiese. Pero
fueron a estrellarse con el densamente desplegado cuerpo de la caballería macedonia, que los esperaba
en orden de batalla; la mayoría de ellos fueron despedazados por los jinetes.

CAPÍTULO III.
LA TOMA DE CIRÓPOLIS – LOS ESCITAS SE REBELAN

Habiendo capturado las cinco ciudades y reducido a su población a la esclavitud en dos días, Alejandro
fue a Cirópolis, la ciudad más grande del país. Estaba fortificada con una muralla más alta que aquellas
de las demás ciudades, ya que había sido fundada por Ciro. La mayoría de los bárbaros de esta región,
que eran los más fieros, habían huido allí a refugiarse; por ello, no les fue posible a los macedonios
capturarla tan fácilmente o al primer asalto. Persistiendo, Alejandro hizo que llevasen sus máquinas de
sitio hasta la muralla, con la determinación de echarlas abajo de esta manera, o abrir brechas
dondequiera pudieran hacerse. En un momento dado, observó que el cauce del río, que fuye a través
de la ciudad cuando está henchido por las lluvias de invierno, estaba en ese momento casi seco y no
llegaba hasta la muralla; aquello permitiría infiltrarse a sus soldados por un pasaje por el que se
penetraba en la ciudad. Por él entró el rey con sus escoltas reales, los hipaspistas, los arqueros y
agrianos; siguiendo en secreto el camino que llevaba dentro de la ciudad, a lo largo del canal. En un
primer momento, se coló con unos pocos hombres mientras los bárbaros tenían la vista puesta en las
máquinas de asalto y los que les atacaban desde ese sector. Ya en el interior, hizo abrir las puertas que
estaban frente a esta posición, facilitando la entrada en tropel del resto de sus soldados. Los bárbaros, a
pesar de ser conscientes de que su ciudad ya estaba en poder del enemigo, se volvieron, sin embargo,
en contra de Alejandro y los suyos, en un desesperado contraataque en el que el mismo Alejandro
recibió un violento golpe en la cabeza y el cuello con una piedra, y Crátero fue herido por una fecha;

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como también lo fueron muchos otros oficiales. A pesar de esto, los macedonios lograron expulsar a los
bárbaros fuera de la plaza del mercado donde se concentraban. En el entretiempo, los que se hallaban
asediando la muralla, la tomaron ahora que estaba vacía de defensores. En la captura de la ciudad,
perecieron cerca de 8.000 de los 15.000 enemigos que luchaban en ella; el resto corrió a atrincherarse
en la ciudadela. Alejandro y sus soldados acamparon alrededor de ésta, y la sitiaron durante un día; los
defensores se rindieron por la falta de agua.

La séptima ciudad la tomó al primer intento. Ptolomeo dice que sus habitantes se rindieron; pero
Aristóbulo afirma que esta ciudad fue tomada también por la fuerza, y que se mató a todos los que
fueron capturados en la misma. Ptolomeo también dice que él distribuyó los cautivos entre el ejército, y
ordenó mantenerlos vigilados y encadenados hasta que los macedonios salieran del país, por lo que
ninguno de los que habían participado en la sublevación fue dejado atrás. Mientras tanto, un ejército de
los escitas asiáticos arribó a la orilla del río Tanais, porque la mayoría de estas tribus habían oído que
algunos de los bárbaros en el lado opuesto del río se habían rebelado contra Alejandro. Tenían la
intención de atacar a los macedonios al menor atisbo de un movimiento rebelde digno de
consideración. También llegaron nuevas de que Espitamenes tenía acorralados a los hombres que
habían quedado en la ciudadela de Maracanda. Contra él, Alejandro despachó a Andrómaco,
Menedemo y Carano con 60 Compañeros de caballería, unos 800 de la caballería mercenaria bajo el
mando de Carano, y 1.500 de infantería mercenaria. Sobre éstos colocó como oficial de mayor rango al
intérprete Farnuques, quien, aunque licio de nacimiento, era fuente en la lengua de los bárbaros de
este país, y en otros aspectos también parecía saber tratarlos sabiamente.

CAPÍTULO IV.
DERROTA DE LOS ESCITAS EN EL JAXARTES

En veinte días, la ciudad fortificada estuvo terminada, y en ella se establecieron algunos de los
mercenarios griegos y los bárbaros de los alrededores que se ofrecieron voluntariamente a ser
participes de ello, así como los macedonios de su ejército que ya no eran aptos para el servicio.
Alejandro ofreció, al terminar de organizar todo, un sacrificio a los dioses según era habitual, y se
celebraron competiciones de equitación y gimnasia. Enseguida comprobó que los escitas no se habían
retirado aún de la orilla del río, sino que se estaban dedicando a acribillar a fechazos a quien se
acercase al río, que no era ancho por este lado, y pronunciaban palabras soeces en su lengua bárbara
para insultar a Alejandro. Le gritaban que se atreviera a enfrentar a los escitas, porque si lo hacía iba a
enterarse de cuál era la diferencia entre ellos y el resto de los bárbaros asiáticos. Al rey le escocían estas
provocaciones. Habiendo decidido cruzar a combatirles, comenzó a preparar las pieles para el paso del
río. Pero cuando ofreció el sacrificio con vistas a la travesía, las víctimas dieron auspicios desfavorables,
y, aunque exasperado por esto, debió contenerse y quedarse donde estaba. Sin embargo, como los
escitas no desistan de seguirle vilipendiando, volvió a ofrecer un sacrificio con el fin de propiciar el
cruce; otra vez Aristandro le dijo que los augurios aún presagiaban peligro para la persona del monarca.
Pese a esto, Alejandro dijo que era mejor para él arrostrar un peligro extremo que, después de haber
dominado casi toda Asia, convertirse en el hazmerreír de los escitas, como en los días de antaño lo fuera
Darío, el padre de Jerjes. Aristandro se negó a reinterpretar la voluntad de los dioses en contra de las
revelaciones expresadas en el ritual, simplemente porque Alejandro deseara escuchar lo contrario.

Cuando las pieles quedaron listas para usarlas como botes, el ejército se plantó cerca del río totalmente
equipado. Las piezas de la artillería, a la señal convenida, comenzaron a disparar contra los escitas que
patrullaban a caballo por la orilla del río. Algunos de ellos fueron heridos por los proyectiles, y un jinete

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fue alcanzado por uno que le perforó su escudo de mimbre y su coraza, y lo tumbó del caballo. Los
demás, amedrentados por la catarata de proyectiles que les caía desde una distancia tan grande y por la
muerte de su campeón, se retiraron un poco de la orilla. Al ver Alejandro que los adversarios se hundían
en la confusión por efecto de las descargas de las catapultas, se apresuró a cruzar el río en primera
línea, con las trompetas sonando ensordecedoramente, y el resto del ejército le siguió. Hizo que
desembarcaran en primer lugar los arqueros y honderos, para que se dedicasen a cumplir su orden de
disparar sucesivas andanadas de fechas y piedras contra los escitas, para evitar que se acercasen a la
falange de infantería que emergía de las aguas hasta que toda la caballería hubo cruzado. Cuando éstos
ya estuvieron en la orilla en densa formación, puso en enseguida en movimiento contra los escitas una
hiparquía de la caballería griega auxiliar y cuatro escuadrones de lanceros. A éstos fueron a recibir los
escitas en gran número y a caballo, caracoleando en torno a ellos en círculos, e hirieron a muchos de
ellos, ya que eran pocos en número; ellos mismos pudieron escapar indemnes luego. Alejandro juntó
entonces a los arqueros, los agrianos y otras tropas ligeras de las que mandaba Balacro con la caballería,
y los capitaneó contra el enemigo. Tan pronto estuvieron a un palmo de chocar, ordenó ir a atacarlos a
tres hiparquías de la caballería de los Compañeros y los lanceros montados. El resto de la caballería, que
él mismo dirigía, realizó una carga rápida, con los escuadrones alineados en columna. Ante esto, el
enemigo ya no fue capaz como antes de cabalgar en círculos para envolverlos, pues al mismo tiempo la
caballería y la infantería ligera se agolpaban sobre ellos y los atenazaban, y no les permitan dar rodeos
para ponerse a salvo. Acto seguido, la desbandada de los escitas se hizo evidente. Cayeron 1.000 de
ellos, incluyendo Satraces, uno de sus jefes; solamente 150 fueron capturados.

A medida que avanzaba la persecución de éstos, una terrible sed se apoderó de todo el ejército a causa
de la veloz cabalgata y la fatiga debida al excesivo calor. El mismo Alejandro, sin siquiera descabalgar,
bebió del agua disponible en el lugar. Pronto padeció una diarrea incontenible, porque el agua era mala,
y por esta razón no pudo proseguir la cacería de todos los fugitivos escitas. De lo contrario, creo yo que
todos ellos habrían perecido en la huida si Alejandro no hubiera caído enfermo. Éste fue llevado de
vuelta al campamento, en una condición lastimosa y peligrando su vida. De esta manera, se cumplió la
profecía de Aristandro.

CAPÍTULO V.
ESPITAMENES DESTRUYE UN EJÉRCITO MACEDONIO

Poco después, llegaron los enviados del rey de los escitas a pedir disculpas por lo sucedido, y afirmar
que la responsabilidad de lo que se había hecho no recaía en el gobierno escita, sino en ciertos hombres
que vivían del saqueo, a la manera de los bandidos. Su rey, aseguraron éstos, estaba predispuesto a
obedecer las condiciones que se establecieran en un tratado. Alejandro les envió de vuelta con una
respuesta cortés para su gobernante; no le parecía honorable abstenerse de emprender una expedición
en su contra si luego desconfiara de él, y ese momento no era una buena ocasión para hacerlo.

Los macedonios de la guarnición de la ciudadela en Maracanda, al verse asediados por Espitamenes y


sus partidarios, hicieron una incursión y mataron a algunos de los enemigos y rechazaron al resto;
retirándose de inmediato a la ciudadela sin ninguna pérdida. Cuando Espitamenes fue avisado de que
los hombres enviados por Alejandro a Maracanda estaban acercándose, levantó el sitio de la ciudadela y
se retiró a la capital de Sogdiana 11. Farnuques y los oficiales que le acompañaban, deseosos de

11Aparentemente se trata de un error, pues la capital era la misma Maracanda. (N. de la T.)

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expulsarlo por completo, lo siguieron en su retirada hacia las fronteras de Sogdiana, y sin la debida
refexión lanzaron un ataque conjunto contra los escitas nómadas. Luego, tras recibir un refuerzo de 600
jinetes escitas, Espitamenes se envalentonó aún más por los refuerzos adicionales de aliados escitas que
llegarían pronto, y salió a encontrarse con los macedonios que avanzaban sobre él. Envió a sus hombres
a un lugar llano cerca del desierto escita, pues no estaba dispuesto a esperar a que el enemigo lo
atacara primero; dirigió a su caballería en círculos, sin dejar de descargar una profusión de fechas sobre
la falange de infantería. Cuando las fuerzas de Farnuques contraatacaron, los contrarios escaparon con
soltura, porque sus caballos eran más veloces y más resistentes, mientras que los caballos de
Andrómaco se hallaban vapuleados por las interminables marchas, así como por la falta de forraje; los
escitas podían embestir furiosamente contra ellos cada vez que se detenían o se retiraban. Muchos de
los macedonios fueron heridos por las fechas, y algunos fallecieron por eso. Para continuar mejor
protegidos, los soldados macedonios se dispusieron en formación de cuadrado, y caminaron hacia el río
Politimeto, donde había una cañada boscosa cerca; en ese ambiente, ya no sería fácil para los bárbaros
seguir abatiéndolos a fechazos y la infantería propia sería más útil y maniobrable.

Pero Carano, el hiparco de la caballería, intentó cruzar el río sin comunicárselo a Andrómaco, a fin de
posicionar a la caballería en un lugar seguro en el otro lado. La infantería lo siguió sin que hubiese
gritado una palabra; descendieron al río en estado de pánico, y bajaron por las riberas escarpadas sin
ningún tipo de disciplina. Cuando los bárbaros se dieron cuenta del error de los macedonios, saltaron
aquí y allá en dirección al vado, con todo y los caballos. Algunos de ellos envolvieron y capturaron a los
que ya habían cruzado y estaban saliendo del agua; otros se situaron justo enfrente de los que estaban
cruzando, y los hicieron rotar de regreso al río, mientras que otros les asaeteaban desde los fancos, y
otros más ponían en apuros a los que acababan de entrar en el vado. Los macedonios, así rodeados y
defendiéndose a duras penas en todos los frentes, huyeron para refugiarse en una de las pequeñas islas
en medio del río, donde fueron rodeados por completo por los escitas y la caballería de Espitamenes.
Todos cayeron bajo la lluvia de fechas, con excepción de unos pocos a los que se los redujo a la
esclavitud. Todos éstos fueron posteriormente asesinados.

CAPÍTULO VI.
ESPITAMENES SE REFUGIA EN EL DESIERTO

Sin embargo, Aristóbulo dice que la mayor parte de este ejército fue destruido en una emboscada. Los
escitas se habían escondido en un bosquecillo, y habían caído sobre los macedonios desde sus
escondrijos en el momento en que Farnuques renunciaba al mando a favor de los oficiales macedonios
que habían sido enviados con él, con el argumento de no ser un experto en asuntos militares; Alejandro,
alegaba él, le había encomendado la misión de ganarse a los bárbaros para su causa, no la de tomar el
mando supremo durante las batallas. En cambio, adujo él, los oficiales macedonios presentes eran
Compañeros del rey. Pero Andrómaco, Menedemo y Carano se negaron a aceptar el mando supremo;
en parte porque no les parecía correcto alterar a conveniencia las instrucciones dadas por Alejandro, y
en parte porque en el punto más crucial de la misión no estaban dispuestos a que, si todo resultara en
una derrota, uno sólo tuviera que cargar con la culpa de manera individual, sino que todos de manera
colectiva debían ser responsables por cualquier debacle mientras ejercían el mando. En esta confusión y
desorden, cayeron los bárbaros sobre ellos y los pasaron a todos por la espada; no más de 40 jinetes y
300 soldados de a pie salvaron la vida.

Cuando el informe de esta masacre llegó a oídos de Alejandro, a éste le angustió la pérdida de sus
soldados, y resolvió marchar a toda velocidad a dar alcance a Espitamenes y sus huestes bárbaras. Tomó

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a la mitad de la caballería de los Compañeros, todos los hipaspistas, arqueros, agrianos, y los más ligeros
hombres de la falange, y se dirigió con ellos hacia Maracanda, donde se sabía que Espitamenes había
vuelto y estaba sitiando una vez más a los hombres en la ciudadela. Después de haber viajado 1.500
estadios en tres días, en las proximidades del amanecer del cuarto día llegó cerca de la ciudad; pero a
Espitamenes le habían advertido de la cercanía de Alejandro y no se quedó, sino que abandonó la
ciudad y huyó. Alejandro le persiguió casi pisándole los talones. Llegando al lugar donde se había librado
la batalla, enterró a sus soldados lo mejor que las circunstancias lo permitan, y luego siguió el rastro de
los fugitivos hasta el desierto. Volviendo de allí, quemó toda esa tierra hasta reducirla a un yermo, y
mató a los bárbaros que habían huido para refugiarse en los lugares fortificados, porque se había
enterado de que también ellos habían tomado parte en la emboscada a los macedonios.

Alejandro atravesó todo el territorio que riegan las aguas del río Politimeto en su curso; el territorio más
allá del lugar donde las aguas de este río desaparecen es un desierto, porque a pesar de que tiene
abundancia de líquido, éste desaparece en la arena. Otros ríos grandes y perennes en esa región
desaparecen de una manera similar, como ser: el Epardo, que pasa por la tierra de los mardianos, el
Ario, que da el nombre al país de los arios, y el Etimandro, que fuye a través del territorio de los
Euergetae. Todos éstos son ríos de un tamaño tal que ninguno de ellos es menor que el río Peneo
tesalio, que fuye a través de Tempe y desemboca en el mar. El Politimeto es demasiado grande para ser
comparado con el río Peneo.

CAPÍTULO VII.
LA CONDENA DE BESOS

Y habiendo realizado esto, Alejandro llegó a Zariaspa, donde permaneció hasta muy avanzado el
invierno. En ese tiempo, se le acercaron Fratafernes, el sátrapa de Partia, y Estasanor, que había sido
enviado a la satrapía de los arios para detener a Arsames. A éste le traían con ellos en cadenas, como
también a Barzanes, a quien Besos había nombrado sátrapa de la tierra de los partos, y a algunos otros
de los que en esos días se habían unido a la revuelta de Besos. Al mismo tiempo, llegaron desde la costa
Epocilo, Melamnidas y Ptolomeo, el general de los tracios, que habían escoltado hasta el mar a los
aliados griegos y el tesoro que se envió con Menes. Otros que arribaron fueron Asandro y Nearco, al
frente de un ejército de mercenarios griegos. Asclepiodoro, sátrapa de Siria, y Menes, su lugarteniente,
también llegaron desde la costa con otro ejército.

Alejandro llamó a conferenciar a todos los que habían llegado, y presentó a Besos ante ellos. La
acusación presentada contra éste fue de haber traicionado a Darío. El rey ordenó que su nariz y ambas
orejas le fueran cortadas, y que se le escoltara hasta Ecbatana para ser condenado a muerte por la
asamblea de los medos y persas. Yo no apruebo esta pena excesiva; por el contrario, considero que la
mutilación de las características más prominentes del rostro es una costumbre bárbara, y estoy de
acuerdo con quienes dicen que a Alejandro se le indujo a satisfacer su deseo de emular el esplendor
medo y persa, y a tratar a sus súbditos como a seres inferiores, según la costumbre de los reyes de
aquellos países. Tampoco puedo en manera alguna encomiar que haya trocado el modo de vestir de
Macedonia, que sus ancestros habían adoptado, por el estilo medo; especialmente por lo que era él: un
descendiente de Heracles. Además, no se avergonzaba de haber sustituido la diadema que el
conquistador había llevado durante tanto tiempo, por la corona enhiesta de los persas conquistados.
Ninguna de estas cosas las apruebo. Empero, considero que los grandes logros de Alejandro demuestran
– si alguna cosa deben demostrar – que si un hombre tuviera una vigorosa constitución física, fuese de
ilustre ascendencia y más exitoso militarmente que el mismo Alejandro, y, más aún, si incluso llegase a

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rodear Libia así como toda Asia, y hacerlas caer bajo su dominio como Alejandro de hecho planeaba; si
pudiese añadir la posesión de Europa a la de Asia y Libia, todas estas cosas no fomentarían la felicidad
de este hombre, a menos que al mismo tiempo tal hombre poseyera un firme autocontrol, pese a haber
llevado a cabo las impresionantes hazañas ya enumeradas.

CAPÍTULO VIII.
EL ASESINATO DE CLITO

Aquí también voy a dar cuenta de la trágica suerte de Clito, hijo de Dropidas, y de la desgracia en la que
se sumió Alejandro debido a la misma. A pesar de que ocurrió un poco después de lo que narro, no
queda aquí fuera de lugar. Los macedonios tenían un día consagrado a Dioniso, y en ese día Alejandro se
afanaba en ofrecer sacrificios al dios cada año sin falta. Pero dicen que en esta ocasión fue negligente
con Dioniso, y que en lugar de para él los sacrificios fueron para los Dioscuros, pues por alguna u otra
razón se había decantado por venerar a los mellizos divinos. En esta ocasión, el consumo de vino se
prolongó más de la cuenta – porque Alejandro había adoptado varias innovaciones en sus costumbres,
incluso en lo que se refiere a la bebida, imitando la costumbre de los extranjeros –, y en medio de la
juerga se planteó un debate acerca de los Dioscuros: cómo su paternidad se le había quitado a Tíndaro y
adscrito a Zeus. Algunos de los presentes, por halagar a Alejandro, sostenían que Polideuces y Cástor no
eran en absoluto dignos de compararse con él, que había llevado a cabo tantas hazañas. Esta clase de
hombres siempre han corrompido el carácter de los reyes, y nunca dejarán de estropear los intereses de
aquellos que reinan. Embriagados como estaban, otros no se abstuvieron ni de compararlo con
Heracles; argumentaban que sólo la envidia era lo que impedía a los héroes aún vivos recibir de parte de
sus asociados los honores correspondientes.

Es bien sabido que Clito, desde hacía mucho tiempo, andaba disgustado con Alejandro debido al cambio
en su estilo de vida a favor de una imitación de los reyes extranjeros, y le fastidiaban los que le
obsequiaban con palabras lisonjeras. En ese momento, con los ánimos candentes por el vino, no les
permitió insultar a las divinidades ni que, menospreciando las proezas de los héroes antiguos, le
confiriesen a Alejandro un galardón que no merecía ni una venia amable. Afirmó Clito que las obras de
Alejandro no eran, de hecho, ni tan grandes ni tan maravillosas como las representaban sus aduladores;
no las había conseguido por sí mismo, sino que en su mayor parte el mérito era de los macedonios. Las
palabras de este discurso lastimaron a Alejandro. Yo opino que lo dicho no fue para nada loable, porque
creo que en una borrachera lo recomendable habría sido, en lo que a Clito concernía, haber guardado
silencio y no cometer el error de caer en la zalamería como los demás. Pero a algunos les dio por
mencionar las gestas de Filipo sin ejercitar un raciocinio adecuado para sopesarlas, sino que declararon
que éste no había realizado nada grande o extraordinario, y esto satisfizo a Alejandro. En este punto,
Clito ya no fue capaz de contenerse; comenzó a enumerar los logros de Filipo poniéndolos en el escalón
más alto, y a menospreciar a Alejandro y sus actuaciones. Bastante embriagado ya, Clito hizo otras
declaraciones insolentes en gran medida, e incluso le injuriaba con recriminaciones, porque, a decir
verdad, le había salvado la vida durante la batalla de caballería librada contra los persas en el Gránico.
Por ello, extendiendo con altanería su mano derecha, exclamó:

"Esta mano, Alejandro, es la que te salvó en esa ocasión."

Alejandro ya no pudo soportar la insolencia del muy borracho Clito. Se levantó de un salto para
abalanzarse contra él con furia, y se vio refrenado por sus amigos íntimos. Como Clito no desista de sus
comentarios insultantes, Alejandro gritó una orden de comparecencia para los hipaspistas; pero como

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nadie le obedeció, dijo que lo habían rebajado a la misma posición que Darío cuando fue tomado como
rehén por Besos y sus partidarios, y que ahora era rey sólo de nombre. Sus Compañeros ya no fueron
capaces de retenerle más tiempo, porque según algunos se volvió a levantar de un salto y le arrebató la
jabalina a uno de la escolta real – según otros, una pica larga perteneciente a uno de sus guardias
ordinarios –, con la que golpeó y mató a Clito.

Aristóbulo no dice cómo se originó la riña de borrachos, pero afirma que la culpa fue enteramente de
Clito, a quien, cuando Alejandro se enfureció tanto como para dar un brinco hacia él con intenciones de
matarlo, se lo llevó fuera el escolta real Ptolomeo, hijo de Lago, por la puerta de entrada hasta más allá
del muro y el foso de la ciudadela, donde se produjo la pelea. Añade que Clito no pudo controlarse,
pues al rato regresó de nuevo, y encarando a Alejandro, que gritaba llamándolo, exclamó: " ¡Alejandro,
aquí está Clito!”

Entonces fue golpeado con la sarisa y cayó muerto.

CAPÍTULO IX.
EL DOLOR DE ALEJANDRO POR LA MUERTE DE CLITO

Creo yo que Clito es merecedor de una severa censura por comportarse desvergonzadamente con su
rey, y al mismo tiempo me compadezco de Alejandro por esta desgracia, porque en esa ocasión él se
mostró esclavo de dos vicios: la ira y la embriaguez, por ninguno de los cuales es conveniente para el
hombre prudente ser esclavizado. Mas, por otro lado creo que su comportamiento posterior es digno de
alabanza, ya que inmediatamente después de haber cometido el crimen, él mismo reconoció que era
uno horrible. Algunos de sus biógrafos dicen incluso que apoyó la sarisa contra la pared con la intención
de caer sobre ella, pensando que era indigno de seguir viviendo ahora que había matado a un amigo
bajo el infujo del vino. La mayoría de los historiadores no mencionan esto; dicen sólo que se fue a la
cama y se quedó allí sin dejar de lamentarse, llamando a Clito por su nombre y a su hermana Lanice, hija
de Dropidas, que había sido su nodriza. Exclamaba que, ahora que se había convertido en todo un
hombre, la única recompensa que le había otorgado por sus nobles servicios durante su crianza era que
ella hubiera vivido para ver a sus hijos morir luchando en su nombre, y ahora el asesinato de su
hermano por la propia mano del rey. No dejaba Alejandro de referirse a sí mismo como el asesino de sus
amigos, repitiéndolo una y otra vez. Durante tres días, se abstuvo de comida y bebida, y no prestó
atención a su apariencia personal.

Algunos de los adivinos fueron a revelarle que la ira vengadora de Dioniso había sido la causa de su
conducta, porque se había pasado por alto el sacrificio a la deidad. Por fin, con gran dificultad pudieron
sus amigos convencerle de probar alimento y prestar la debida atención a su persona. Luego, se dedicó
a cumplir con el sacrificio a Dioniso, ya que no estaba del todo mal dispuesto a atribuir la calamidad más
a la ira vengadora del dios que a su propio envilecimiento. Considero que Alejandro merece muchos
elogios por esto, por no perseverar obstinadamente en el mal, o peor aún, convertirse en defensor de la
injusticia que se había hecho. Muy al contrario, confesó que había cometido un delito, pues era un
mortal y no un dios.

Hay algunos que dicen que Anaxarco, el sofista, fue convocado a la presencia de Alejandro para darle
consuelo. Al verle en su tienda, acostado y gimiendo, se rió de él y le dijo que Alejandro no comprendía
que los hombres sabios de la antigüedad por esta razón consideraban a la Justicia como la consejera de

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Zeus. Todo lo que hizo el dios fue hecho con justicia, y por tanto también lo que fue hecho por el Gran
Rey debía ser considerado justo; en primer lugar por el propio rey, y luego por el resto de los hombres.
Dicen que Alejandro se sintió muy consolado por estas palabras. Sin embargo, yo afirmo que Anaxarco
le hizo a Alejandro un gran daño, aún mayor que aquella tragedia por la que entonces se senta tan
afigido; si es que realmente creía que ésa puede ser la opinión de un hombre sabio, que en verdad es
propio de un rey llegar a conclusiones precipitadas y actuar injustamente, y que todo lo que un rey lleva
a cabo debe ser considerado justo, sin importar cómo se hace. Y es que hay un relato que asegura que
Alejandro deseaba ver a los hombres prosternarse ante él como ante un dios, con la idea de que Amón
era su padre en vez de Filipo; y que ahora mostraba abiertamente su admiración por las costumbres de
los persas y medos, cambiando el estilo de su vestido y modificando el protocolo general de su corte. No
faltaron quienes se apresuraron a satisfacer sus deseos en lo que respecta a estas cuestiones, por pura
adulación, entre ellos Anaxarco, uno de los filósofos que asistan a su corte, y Agis de Argos, poeta épico
de oficio.

CAPÍTULO X.
DIFERENCIAS ENTRE CALÍSTENES Y ANAXARCO

Se cuenta que Calístenes de Olinto, quien estudió filosofía con Aristóteles y era algo brusco en sus
modales, no estaba de acuerdo con esta conducta, y yo, en lo que se refiere a esto, estoy totalmente de
acuerdo con él. Pero el siguiente comentario suyo, si es que se ha registrado correctamente, no lo veo
apropiado en absoluto: declaró que Alejandro y sus hazañas dependían de él y la historia que estaba
escribiendo, y que él no había venido con éste para labrarse una reputación, sino para hacerle célebre a
los ojos de los hombres; por consiguiente, cualquier consideración de Alejandro como divinidad no
dependía de la aseveración fantasiosa de Olimpia acerca de la autoría de su nacimiento, sino de lo que
pudiera reportar su biografía del rey a la humanidad. Hay algunos escritores que afirman que en una
ocasión le preguntó Filotas cuál era el hombre a quien reverenciaba especialmente el pueblo de Atenas,
y que él respondió:

"Harmodio y Aristogitón, porque eliminaron a uno de los dos tiranos y pusieron fin a la tiranía.”

Filotas volvió a preguntar:

"Si ocurriera ahora que un hombre matase a un tirano, ¿a cuál de los Estados griegos preferirías tú que
él huyera para preservar su vida?"

Calístenes respondió de nuevo:

"Si no se refugia primero en cualquier otra parte, es entre los atenienses que un exiliado encontrará su
salvación; porque ellos hicieron la guerra en nombre de los hijos de Heracles contra Euristeo, que en ese
tiempo gobernaba como tirano en Grecia.

En cuanto a cómo se resistió a la ceremonia de la prosternación ante Alejandro, el que sigue es el relato
más aceptado: Alejandro y los sofistas, además de los más ilustres de los persas y los medos que
estaban presentes para servir al rey, se pusieron de acuerdo en que este tema debía ser sacado a
colación durante un banquete. Anaxarco comenzó la discusión diciendo que él consideraba a Alejandro
mucho más digno de ser considerado un dios que cualquier Dioniso o Heracles; no sólo debido a las muy
numerosas y monumentales gestas que había realizado, sino también porque Dioniso era sólo un

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tebano, una ciudad no relacionada en modo alguno con los macedonios, y Heracles era un argivo, no del
todo relacionado con ellos, salvo en que Alejandro trazaba sus orígenes hasta él. Agregó que los
macedonios debían, con mayor justicia, gratificar a su rey con honores divinos. No había ninguna duda
sobre que, cuando él dejara de caminar entre los hombres, sería venerado como un dios. Cuánto más
justo era entonces que le adorasen ahora, en vida, que después de su muerte, cuando ya no sería de
provecho para él.

CAPÍTULO XI.
CALÍSTENES SE OPONE A LA PROPUESTA DE PROSTERNARSE ANTE ALEJANDRO

Cuando Anaxarco hubo terminado de pronunciar estas palabras y otras de naturaleza similar, los que
estaban al tanto del plan aplaudieron su discurso, y quisieron comenzar enseguida la ceremonia de la
prosternación. La mayoría de los macedonios, sin embargo, se enfadaron por el lenguaje empleado y
guardaron silencio. En ese momento, Calístenes se puso de pie y dijo:

"Anaxarco, declaro abiertamente que no hay honor que Alejandro no sea digno de recibir, siempre y
cuando sea coherente con su estatus de humano; puesto que los hombres han hecho distinciones entre
los honores que se deben a los hombres y los reservados a los dioses de muchas maneras diferentes,
como por ejemplo: construyéndoles templos y erigiéndoles estatuas. Además, para los dioses se
seleccionan recintos sagrados donde sacrificios se les ofrendan, y libaciones se realizan para ellos.
También los himnos son compuestos en honor de los dioses, y los panegíricos son los que corresponden
a los hombres. Sin embargo, la mayor distinción se hace por la costumbre de la prosternación. En
efecto, es la práctica que los hombres besen a quienes saludan, pero debido a que una deidad se
encuentra en un plano superior, no es lícito siquiera tocarle, y ésa es, sin duda, la razón por la que
nosotros le honramos mediante la postración. Compañías de danzarines corales también son escogidas
para los dioses, y cantan himnos en su honor. Y esto no es nada fuera de lo común, ya que ciertos
homenajes están especialmente asignados a algunos de los dioses, y otros diferentes a otros dioses; y,
por Zeus, las honras asignadas a los héroes son muy distintas de las que se les rinde a los dioses. No es,
pues, razonable equivocar todas estas distinciones indiscriminadamente, exaltando al ser humano a un
rango por encima de su condición mediante la acumulación extravagante de honores, y degradando a
los dioses, según esté en poder de los mortales, a un nivel impropio mediante la concesión de honores
iguales a los que se confieren a los hombres.”

Dijo asimismo que Alejandro no soportaría la afrenta si a algún individuo de a pie reclamase para sí los
honores exclusivos del rey de forma injusta; ya sea por elección o votación a mano alzada. Mucho más
justo era, entonces, que los dioses se indignaran con aquellos mortales que usurpasen los honores
divinos, o que permitieran con complacencia que otros se los concedieran. Continuó así:

"Alejandro no sólo parece ser, sino que lo es en realidad y más allá de todo reparo, el más valiente de
los valientes y el más majestuoso de los reyes, y de los generales el más digno de mandar un ejército.
¡Oh Anaxarco! Tú tienes la responsabilidad, más que cualquier otro hombre, de convertirte en el
defensor acérrimo de estos argumentos ya aducidos por mí, y en el oponente de quienes están en
contra; siendo como eres un asociado del rey con el propósito de dedicarte a la filosofía y la enseñanza.
Por lo tanto, era inapropiado que comenzaras esta discusión, cuando tú has debido recordar que no
estás asociado ni prestas asesoramiento a Cambises o Jerjes, sino al hijo de Filipo, que remonta su
origen a Heracles y Éaco; cuyos antepasados vinieron a Macedonia desde Argos y han continuado
gobernando a los macedonios hasta hoy, no por la fuerza, sino por la ley. Ni siquiera al propio Heracles

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aún en vida le concedieron los griegos honores divinos, e incluso después de su muerte no los recibió
hasta que el oráculo del dios en Delfos hubo decretado que los hombres debían venerar a Heracles
como a un dios. Sin embargo, si porque la discusión se lleva a cabo en la tierra extranjera deberíamos
adoptar la forma de pensar de los extranjeros, yo te ruego, Alejandro, que refexiones en tu deber
respecto a Grecia, por cuyo bienestar esta expedición ha sido llevada a cabo por ti, para unir Asia a
Grecia.”

“Por lo tanto, toma esto en consideración, si quieres volver allí y obligar a los griegos, que son los
hombres más celosos de su libertad, a realizar la prosternación en tu honor, o si quieres mantener al
margen a Grecia, e imponer esta clase de homenaje en Macedonia solamente. O, en tercer lugar, si
quieres marcar la diferencia en todos los aspectos en cuanto a los honores que se te deben, a fin de ser
honrado por los griegos y los macedonios como un ser humano y a la manera acostumbrada de los
helenos; y sólo por los extranjeros a la usanza extranjera, como es la prosternación. Cuando se
argumenta que Ciro, hijo de Cambises, fue el primer hombre ante quien se realizó esto de la
prosternación, y que después esta ceremonia degradante continuó en boga entre los persas y los
medos, debemos tener en cuenta que los escitas, hombres pobres pero independientes, vencieron a
aquel Ciro; que otros escitas nuevamente castigaron a Darío, como los atenienses y los lacedemonios
hicieron con Jerjes, como Clearco y Jenofonte con sus 10.000 seguidores hicieron con Artajerjes. Y, por
último, que Alejandro, aunque no honrado mediante la prosternación, ha conquistado a este Darío."

CAPÍTULO XII.
CALÍSTENES REHÚSA PROSTERNARSE

Al hacer éstas y otras observaciones por el estilo, Calístenes enojó a Alejandro, pero acertó con toda
exactitud en relación con los sentimientos de los macedonios. Cuando el rey percibió esto, envió a decir
a los macedonios que se evitaría hacer cualquier mención de la ceremonia de la prosternación en el
futuro. Después del silencio, se produjo una breve discusión, y el más encumbrado de los aristócratas
persas se levantó de su asiento y se prosternó delante de él; los demás lo imitaron, alineados según sus
rangos. Durante la ceremonia, uno de los persas realizó la ceremonia de una manera torpe, provocando
las carcajadas descorteses de Leonato, uno de los Compañeros, que consideró ridícula aquella postura.
Alejandro en ese momento se enfureció con él por esto, aunque más tarde se reconcilió con él.

El siguiente relato también ha quedado registrado: Alejandro bebió de una copa de oro a la salud del
círculo de invitados presentes, y se la entregó primeramente a aquellos con quienes tenía concertada la
ceremonia de la prosternación. El primero que bebió de la copa se levantó, realizó la postración, y
recibió un beso del monarca. La ceremonia continuó de uno en uno en el orden de importancia de cada
quien. Al llegarle el turno de brindar a Calístenes, éste se levantó y bebió de la copa, y luego se acercó
con la intención de besar al rey sin llevar a cabo el acto de prosternarse. Alejandro había estado
enfrascado en una conversación con Hefestión, y por eso no había observado si Calístenes había
cumplido con la ceremonia correctamente o no. Pero cuando se acercaba a Calístenes para darle un
beso, Demetrio, hijo de Pitonax, uno de los Compañeros, le hizo notar que éste no se había postrado.
Así que el rey no le permitió darle un beso, tras lo cual el filósofo dijo:

"Me voy sólo con la pérdida de un beso".

Yo de ninguna manera apruebo cualquiera de estos procedimientos, pues éstos ponen de manifiesto la
arrogancia de Alejandro en la presente ocasión y el carácter grosero de Calístenes. Creo que, en lo que

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se refiere a lo dicho por el último, habría sido suficiente con que diera su opinión con discreción,
alabando en lo posible las hazañas del rey, con quien nadie pensaba que era una deshonra asociarse.
Por ello, considero que no sin razón Calístenes se hizo odioso a los ojos de Alejandro debido a las
licencias fuera de foco a las que se entregaba al discursear, así como por la atroz fatuidad de su
conducta. Supongo que ésa era la razón por la cual se creyó tan fácilmente a quienes más tarde lo
acusaron de participar en la conspiración contra Alejandro planificada por sus pajes, y también a los que
afirmaron que habían sido incitados a complotar por él. Los detalles de esta conjura serán conocidos a
continuación.

CAPÍTULO XIII.
LA CONSPIRACIÓN DE LOS PAJES

Era una costumbre introducida por Filipo que los hijos de los macedonios que habían ocupado un alto
cargo, tan pronto como llegaran a la edad de la pubertad, debían ser seleccionados para asistir a la corte
del rey. A estos jóvenes les eran confiados todo tipo de menesteres relacionados con el cuidado de la
persona del rey, y debían velar por su seguridad mientras dormía. Cuando el rey salía, algunos de ellos
recogían los caballos de manos de los mozos de cuadra y se los llevaban, y otros le ayudaban a montar a
la usanza persa. También acompañaban al rey en perseguir a los animales durante la cacería. Uno de
estos jóvenes era Hermolao, hijo de Sopolis, que parecía aplicar su mente al estudio de la filosofía, y
cultivaba la amistad de Calístenes para tal propósito. Hay una historia sobre dicho joven en la que se
cuenta que durante una partida de caza el jabalí se abalanzó sobre Alejandro, y que se le anticipó
Hermolao lanzando un venablo a la bestia, que fue herida y muerta. Alejandro, perdida la oportunidad
de distinguirse al llegar un poco tarde, se indignó con Hermolao. En su ira, ordenó que fuese fagelado a
la vista de los demás pajes, y también lo privó de su caballo.

Sintiéndose resentido por la humillación por la que se le había hecho pasar, Hermolao se lo contó todo a
Sóstrato, hijo de Amintas, que tenía la misma edad y era amante suyo. Le dijo a éste que la vida sería
insoportable para él, a menos que se vengara de Alejandro por la afrenta. Convenció con facilidad a
Sóstrato de secundarle en su plan, dado que estaba unido a él en una relación amorosa. Entre ambos
ganaron para su causa a Antpatro, hijo de Asclepiodoro, sátrapa de Siria; a Epimenes, hijo de Arseas,
Anticles, hijo de Teócrito, y a Filotas, hijo de Carsis de Tracia. Acordaron dar muerte al rey atacándole en
su cama mientras dormía, en la noche del turno de guardia que le correspondía a Antpatro.

Algunos dicen que esa noche Alejandro se la pasó bebiendo hasta el amanecer de manera fortuita;
empero Aristóbulo ha dejado una historia diferente. Dice él que una mujer siria, que se decía inspirada
por los dioses y poseía dotes adivinatorias, solía seguir a Alejandro de cerca. Al principio, su presencia
era motivo de guasa para Alejandro y sus cortesanos; pero al ver que todo lo que ella predecía por
inspiración divina resultaba ser verdad, dejaron de tomarla a la ligera, y se le permitió tener libre acceso
a él tanto por la noche como durante el día. A menudo velaba por la seguridad del rey cuando estaba
dormido. Y, de hecho, en aquella ocasión, cuando se retiraba de la fiesta se reunió con él; estaba bajo la
inspiración de la divinidad en ese mismo momento, y le rogó al rey que regresara a ella y bebiera toda la
noche. Alejandro, pensando que había una mano divina en la recomendación, así lo hizo y siguió en el
banquete. Por esto fue que el plan urdido por los pajes se derrumbó.

Al día siguiente, Epimenes, hijo de Arseas, uno de los que tomaron parte en la conjura, le confesó la
trama a Caricles, hijo de Menandro, que se había convertido en su amante; y Caricles a su vez se lo
contó a Euríloco, hermano de Epimenes. Euríloco fue a la tienda de Alejandro y le relató todo el asunto

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a Ptolomeo, hijo de Lago, uno de los escoltas reales de más confianza. Éste se lo dijo a Alejandro, quien
ordenó arrestar a todos los hombres cuyos nombres mencionó Euríloco. Éstos, sometidos a tortura,
confesaron su participación en el complot, y dieron los nombres de algunos otros implicados.

CAPÍTULO XIV.
EJECUCIÓN DE CALÍSTENES Y HERMOLAO

Aristóbulo dice que los jóvenes aseguraron que fue Calístenes quien instigó este audaz intento de
asesinato, y Ptolomeo lo confirma. La mayoría de los escritores, sin embargo, no está de acuerdo con
ellos, sino que interpretan que Alejandro estuvo dispuesto a creer sin esfuerzo lo peor de Calístenes, por
el odio que ya senta hacia él, y porque Hermolao era conocido por su muy estrecha relación con aquél.
Algunos autores también han registrado los siguientes datos: Hermolao fue llevado ante el consejo de
los macedonios, a quienes les confesó que había conspirado contra la vida de Alejandro porque ya no
era posible que un hombre libre soportara su insolente tiranía. Relató todos los actos de despotismo de
éste: la ejecución ilegal de Filotas, la todavía más ilegal de su padre Parmenión y de los otros
condenados a muerte en ese tiempo, el asesinato de Clito en un momento de embriaguez; la admisión
de la vestimenta meda, la introducción de la ceremonia de la prosternación, que había sido planeada de
antemano y la que, no obstante, luego no revocó, y las borracheras a las que el rey se estaba
aficionando y el sueño aletargado que de ellas deriva. Dijo que no sintiéndose ya capaz de tolerar estas
cosas, quiso liberarse a sí mismo y liberar a los macedonios.

Los mismos autores registran que Hermolao y los que habían sido arrestados con él fueron apedreados
hasta la muerte por los que estaban presentes. Aristóbulo dice que a Calístenes lo llevaba consigo el
ejército en sus desplazamientos, cargado con grilletes, y que después murió de muerte natural; pero
Ptolomeo, hijo de Lago, dice que fue sometido a torturas y luego ahorcado. Como se puede ver, incluso
estos autores, cuyas narrativas son muy dignas de confianza, y que en el momento de los hechos eran
acompañantes cercanos de Alejandro, no nos dan descripciones de estos hechos tan bien conocidos que
sean coherentes entre sí; ni de las circunstancias que no podrían haber escapado a su atención. Otros
escritores han dado muchos detalles de varios de estos mismos procedimientos que son incompatibles
entre sí, pero creo que he escrito más que suficiente sobre este tema. A pesar de que este
acontecimiento tuvo lugar poco después de la muerte de Clito, lo he descrito junto a lo que le pasó a
Alejandro en relación con aquel general, porque, a efectos de la narrativa, los considero muy
estrechamente conectados entre sí.

CAPÍTULO XV.
ALIANZA CON LOS ESCITAS Y CORASMIANOS

Otra embajada de los escitas de Europa llegó a Alejandro, acompañada por los embajadores que él
había enviado a esa gente, porque el rey que los gobernaba en el tiempo en que fueron enviados había
fallecido y su hermano reinaba en su lugar. El propósito de la embajada era reafirmar ante Alejandro
que los escitas estaban dispuestos a hacer cualquier cosa que dispusiera. Traían para presentarle, de
parte de su rey, los obsequios que entre ellos se consideran más valiosos. Dijeron que su monarca
estaba dispuesto a dar su hija en matrimonio a Alejandro, con el fin de cimentar la amistad y alianza con
él; pero si Alejandro declinaba casarse con la princesa de los escitas, estaba dispuesto, en todo caso, a
dar las hijas de los sátrapas de los territorios escitas y las de otros hombres poderosos de este mismo

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pueblo a los más fieles oficiales macedonios. También mandaba a decir que vendría en persona si se le
ordenaba, a escuchar de boca de Alejandro cuáles eran sus órdenes. Por las mismas fechas llegó a ver a
Alejandro el rey de los corasmianos, Farasmanes, con 1.500 jinetes. Éste juraba proceder de los confines
de las naciones de la Cólquide y de las mujeres llamadas Amazonas; le dijo a Alejandro que, si se sintiera
inclinado a invadir estas naciones para subyugar a las razas de aquella región, cuyos territorios se
extendían hasta el mar Euxino, él se comprometa a actuar como su guía a través de las montañas y a
abastecer a su ejército de lo necesario.

Alejandro dio una respuesta educada a los embajadores de los escitas, adaptada a las exigencias de ese
momento en particular; añadiendo que no había necesidad de una boda con la noble escita. A
Farasmanes le cubrió de elogios, y aceptó su amistad y pactó una alianza con él; pero le dijo que por
ahora no era conveniente para él marchar hacia el mar Euxino. Después, presentó a Farasmanes como
amigo suyo al persa Artabazo, a quien había confiado el gobierno de los bactrianos, y a todos los otros
sátrapas que eran sus vecinos, y lo envió de vuelta a sus dominios. Dijo Alejandro en esa ocasión que su
mente en ese momento estaba absorbida por el deseo de conquistar los pueblos indios, porque cuando
lograra someterlos poseería la totalidad de Asia. Agregó que en cuanto Asia en su conjunto se
encontrase en su poder, iba a regresar a Grecia, y, desde allí, comenzaría una expedición con todas sus
fuerzas navales y terrestres hacia el extremo oriental del Ponto Euxino a través del Helesponto y la
Propóntide. Deseaba que Farasmanes mantuviera en reserva el cumplimiento de su presente promesa
hasta entonces.

El rey macedonio volvió al río Oxo con la intención de internarse en Sogdiana, porque las noticias que le
presentaron acerca de los sogdianos decían que muchos de éstos habían huido a refugiarse en sus
fortalezas, y se negaban a someterse al sátrapa que los debía gobernar en nombre de los macedonios.
Mientras estaba acampando cerca del río Oxo, un manantial de agua y cerca de él otro de aceite
brotaron del suelo, no lejos de la tienda de campaña de Alejandro. Cuando este prodigio se lo señalaron
a Ptolomeo, hijo de Lago, uno de los escoltas reales, éste se lo comunicó a Alejandro, quien ofreció los
sacrificios que los videntes consideraron apropiados para tal fenómeno. Aristandro afirmó que la fuente
de aceite era un signo de penalidades, pero que también significaba que después de estos esfuerzos
llegaría la victoria.

CAPÍTULO XVI.
SUBYUGACIÓN DE SOGDIANA – REVUELTA DE ESPITAMENES

Alejandro cruzó el río con una parte de su ejército y entró en Sogdiana, dejando a Poliperconte, Atalo,
Gorgias y Meleagro entre los bactrianos, con indicaciones de vigilar esta tierra, para evitar que los
bárbaros de la región se inclinaran por insurreccionarse, y para someter a obediencia a los que ya se
habían rebelado. Dividió el ejército que tenía con él en cinco secciones: la primera bajo el mando de
Hefestión, la segunda bajo el de Ptolomeo, hijo de Lago, un escolta real de su entera confianza; la
tercera fue para Pérdicas, y para Coeno y Artabazo el mando conjunto de la cuarta; él mismo tomó la
quinta división de sus fuerzas, y con ella penetró en aquella tierra en dirección a Maracanda. Las otras
también avanzaron como a cada una le pareció viable, reduciendo a la fuerza algunos bastiones adonde
habían huido para refugiarse los bárbaros, y capturando otros que se rindieron a ellos aceptando
acuerdos de capitulación. Cuando todas sus fuerzas alcanzaron Maracanda, después de atravesar la
mayor parte del territorio de los sogdianos, Alejandro envió a Hefestión a establecer colonias helénicas
en las ciudades de Sogdiana. También envió a Coeno y Artabazo a Escitia, porque se le informó que

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Espitamenes había ido a refugiarse allí. Por su lado, él y el resto de su ejército atravesaron Sogdiana, y
redujeron sin problemas todas las plazas fuertes que seguían en poder de los rebeldes.

Mientras Alejandro ocupaba su tiempo en esto, Espitamenes y algunos exiliados sogdianos que le
acompañaban huyeron a la tierra de los escitas llamados masagetas. Y después de haber conseguido
600 jinetes de esta nación, fueron a capturar una de las muchas fortalezas de Bactriana. Cogieron
desprevenidos al jefe de la guarnición de esta fortaleza, que no esperaba ninguna manifestación hostil,
y sobre los que hacían la guardia con él; pasaron a cuchillo a los soldados, y al jefe de la fortaleza lo
mantuvieron en custodia. Envalentonado por la exitosa toma de esta fortaleza, Espitamenes se acercó a
Zariaspa unos días después; sin embargo, decidió no atacar la ciudad, y se marchó tras recoger una gran
cantidad de botn.

Pero en Zariaspa habían sido acogidos algunos de los Compañeros de caballería, dejados atrás por estar
enfermos; con ellos estaba Peitón, hijo de Sosicles, quien había sido encomendado para supervisar a los
muchos criados y asistentes de la casa real en Zariaspa, y Aristónico el arpista también. Estos hombres,
al enterarse de la incursión de los escitas, y estando ya recuperados de su enfermedad, tomaron las
armas y montaron en sus caballos. Seguidos de 80 jinetes mercenarios griegos, que habían sido dejados
atrás para guarnecer Zariaspa, y algunos de los escuderos reales, salieron a enfrentar a los masagetas.
Se cernieron sobre los escitas sin que ellos alcanzaran siquiera a sospechar del ataque que les iba a caer;
les arrebataron todo el botn en el primer ataque y mataron a muchos de los que intentaban ponerlo
fuera del alcance. Sin embargo, como no había nadie al mando, se volvieron sin ningún tipo de orden y
fueron arrastrados a una emboscada tendida por Espitamenes y otros escitas. Perdieron a siete de los
Compañeros, y 60 de la caballería mercenaria. Aristónico el arpista fue muerto también allí, no sin antes
haber dado amplia muestra de su valenta, más allá de lo que podría haberse esperado de un músico.
Peitón, malherido, fue tomado prisionero por los escitas.

CAPÍTULO XVII.
DERROTA Y MUERTE DE ESPITAMENES

Cuando esta noticia llegó a Crátero, éste partió a marchas forzadas en busca de los masagetas, quienes,
al saber que venía contra ellos, huyeron tan rápido como pudieron hacia el desierto. Yendo detrás de
ellos a poca distancia, alcanzó a los mismos hombres y a más de 1.000 jinetes masagetas no muy lejos
del desierto. Una feroz batalla se produjo, de la que los macedonios salieron victoriosos. De los escitas,
150 jinetes fueron muertos, pero el resto de ellos escapó al desierto, adonde era imposible que los
macedonios los siguieran.

En esos días, Alejandro relevó a Artabazo de la satrapía de los bactrianos a petición propia, sobre la
base de su avanzada edad, y Amintas, hijo de Nicolao, fue nombrado sátrapa en su lugar. Coeno se
quedó con las unidades de éste y de Meleagro, unos 400 de la caballería de los Compañeros, y todos los
arqueros a caballo, además de los bactrianos, sogdianos y otros que hasta ese momento comandaba
Amintas. Todos ellos estaban bajo órdenes estrictas de obedecer a Coeno, y pasar el invierno en
Sogdiana, con el fin de proteger al país y detener a Espitamenes; si es que de algún modo pudieran
atraerlo a una emboscada, ya que éste andaba vagando durante el invierno.

Tomando consciencia Espitamenes de que todas las plazas se hallaban ocupadas por una guarnición de
macedonios, y que pronto no habría ni una vía de escape abierta para él; giró para arremeter contra
Coeno y las tropas que traía, pensando que por ese lado estaría en mejores condiciones de vencer.

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Llegando a Bagas, un lugar fortificado en Sogdiana, situado en los límites entre las tierras de los
sogdianos y los escitas masagetas, persuadió sin dificultades a 3.000 jinetes escitas de unirse a él en una
invasión de Sogdiana. No cuesta nada convencer a estos escitas de participar en una guerra tras otra,
porque viven en medio de una aplastante pobreza, y, aparte, no tienen ciudades o domicilios
establecidos; nada poseen que sea causa de ansiedad como quienes tienen un hogar que es lo más
querido para ellos.

Cuando Coeno se hubo cerciorado de que Espitamenes avanzaba con su caballería, se dirigió a su
encuentro con su ejército. Un choque espantoso fue el resultado, del que los macedonios fueron los
vencedores. De la caballería bárbara, más de 800 cayeron en la batalla; Coeno perdió sólo 25 jinetes y
doce soldados de a pie. La consecuencia fue que los sogdianos que todavía eran leales a Espitamenes,
así como la mayoría de los bactrianos, lo abandonaran durante la huida y fueran a entregarse a Coeno.
Los masagetas, frustrados por el mal resultado de la batalla, saquearon el bagaje de los bactrianos y
sogdianos que estaban sirviendo en el mismo ejército que ellos; luego huyeron al desierto en compañía
de Espitamenes. Pero cuando se les informó que Alejandro estaba a punto de iniciar la marcha al
desierto, le cortaron la cabeza a Espitamenes y se la enviaron al rey, con la esperanza de que mediante
este hecho se apartaría de la idea de perseguirlos.

CAPÍTULO XVIII.
OXIARTES ES SITIADO EN LA ROCA SOGDIANA

Retornó Coeno a reunirse con Alejandro en Nautaca, como también lo hicieron Crátero, Fratafernes, el
sátrapa de los partos, y Estasanor, el sátrapa de los arios, habiendo terminado de poner en práctica
todas las órdenes que Alejandro les había dado. El rey hizo que su ejército descansara alrededor de
Nautaca, porque ya era pleno invierno, pero envió a Fratafernes a la tierra de los mardianos y
tapurianos para buscar a Autofrádates, el sátrapa, porque, aunque muchas veces había sido convocado,
no parecía sentir que fuese su obligación comparecer. También envió a Estasanor a Drangiana, y a
Atropates donde los medos, con el nombramiento de sátrapa de Media, porque Oxodates se mostraba
desafecto. A Estamenes lo envió a Babilonia, porque le habían anunciado que el gobernador de
Babilonia, Maceo, acababa de morir. A Sopolis, Epocilo y Menidas los destinó a Macedonia, para que de
allí reclutaran un ejército de compatriotas.

Con los primeros brotes primaverales, Alejandro avanzó hacia la Roca Sogdiana, donde, según le habían
contado, muchos sogdianos habían huido a guarecerse. Entre ellos se decía que estaban la esposa e
hijas de Oxiartes, el bactriano, que las había dejado por su seguridad en ese lugar, como si en verdad
fuera inexpugnable. Lo hizo porque él también se había alzado contra Alejandro. Si esta roca fuera
capturada, era obvio que no les quedaría nada más a los sogdianos que deseaban deshacerse de su
juramento de lealtad al macedonio. Cuando Alejandro se acercó, le pareció que los riscos eran muy
empinados por los cuatro costados, como para desanimar un asalto, y, además, los bárbaros habían
almacenado provisiones para un largo asedio. La gran cantidad de nieve que había caído ayudaba a que
el acercamiento fuese más difícil para los macedonios; al mismo tiempo que mantenía a los bárbaros
bien provistos de agua para beber. No obstante todo esto, el rey resolvió asaltar el lugar, porque ciertas
palabras pronunciadas con desdeñosa petulancia por los bárbaros le habían lanzado a un estado de
férrea perseverancia, alimentada por la cólera.

Y era porque, cuando se les invitó a venir a negociar los términos de la capitulación y se les planteó a
modo de incentivo que si entregaban el lugar se les permitiría retirarse con salvoconducto a sus

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hogares, ellos se echaron a reír, y en su lengua bárbara le contestaron a Alejandro que se buscara
soldados alados que pudiesen capturar la roca por él, ya que ellos no sentan aprensión alguna a causa
de sus amenazas. Alejandro reaccionó emitiendo una proclama acerca de que el primer soldado que
escalara la roca tendría una recompensa de doce talentos, el que llegase junto a él recibiría el segundo
premio, y el tercero otro premio, y así sucesivamente en orden de llegada; de modo que la recompensa
última sería de trescientos dáricos para el último en pisar la cima. Este anuncio infamó todavía más el
coraje de los macedonios, que desde siempre habían sido muy competitivos a la hora de comenzar un
asalto.

CAPÍTULO XIX.
ALEJANDRO CAPTURA LA ROCA SOGDIANA Y CONTRAE NUPCIAS CON ROXANA

Dieron un paso adelante todos los hombres que habían adquirido mucha práctica en escalar acantilados
en asedios precedentes, en número de 300. Estaban provistos con las pequeñas estacas de hierro con
que fijaban al suelo sus tiendas de campaña, las cuales pensaban fijarlas en la nieve dondequiera ésta
estuviese tan endurecida como para poder soportar el peso; o en la roca, allí donde exhibiese un
espacio libre de nieve. Atando fuertes cuerdas hechas de lino a los extremos, estos hombres avanzaron
durante la noche hacia la parte más escarpada de la roca, que era también la más desprotegida;
clavaron algunas de estas estacas en la piedra donde era visible, y otros en la nieve donde por lo menos
parecía que no se fuera a romper. Así todos se izaron sobre el peñón, unos por una cara y otros por
otra. Treinta de ellos murieron en el ascenso; se precipitaron al vacío y cayeron en varias partes
cubiertas de nieve, ni siquiera sus cuerpos se encontraron para su entierro. Los demás, sin embargo,
llegaron a la cima de la montaña al comienzo de la madrugada, y habiendo tomado posesión de ella,
agitaron banderas de lino en dirección al campamento de los macedonios, tal como Alejandro les había
mandado hacer. Ahora éste envió un heraldo para gritar a los centinelas de los bárbaros que se
rindieran de una vez, sin más demora, puesto que había encontrado sus "hombres alados" y éstos
acababan de conquistar las cumbres de la montaña. El heraldo, al mismo tiempo que gritaba, señaló a
los soldados en la cresta de la roca.

Los bárbaros quedaron pasmados por lo inesperado de la vista; sospechando que los hombres que
ocupaban los picos eran más numerosos de lo que realmente eran y que estaban completamente
armados, se rindieron incondicionalmente. Estaban espantadísimos por la visión de aquellos pocos
macedonios.

Las esposas y los hijos de muchos hombres importantes fueron capturados allí, incluidos los de Oxiartes.
Este jefe tenía una hija, una doncella en edad de casarse, de nombre Roxana; de ella los hombres que
sirvieron en el ejército de Alejandro afirmaban que era la más hermosa de todas las mujeres asiáticas,
con la única excepción de la esposa de Darío. También dicen que tan pronto como Alejandro la vio, se
enamoró de ella. Pero, a pesar de que estaba enamorado de ella, se negó a emplear la violencia con ella
como con una cautiva; y no creo yo que fuera un insulto a su dignidad el tomarla por esposa. Esta
conducta de Alejandro creo que merece más bien alabanzas que críticas. Por otra parte, en lo que
respecta a la esposa de Darío, de quien se decía era la mujer más bella de Asia, Alejandro o bien no
albergaba ninguna pasión por ella, o bien ejercía un firme control sobre sí mismo, aunque él era joven y
estaba a poca distancia de la cumbre del éxito, cuando los hombres suelen actuar con insolencia y
violencia. Por el contrario, él actuó con modestia y preservó el honor de la reina, demostrando
compostura al refrenar sus pasiones, y, al mismo tiempo, evidenciando un sano deseo de obtener una
buena reputación.

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CAPÍTULO XX.
MAGNANIMIDAD DE ALEJANDRO CON LA FAMILIA DE DARÍO

En relación con este tema, hay una historia que dice que, poco después de la batalla que se libró en
Issos entre Darío y Alejandro, el eunuco que fue preceptor de la esposa de Darío escapó y vino a él.
Cuando Darío vio a este hombre, su primera pregunta fue si sus hijos, esposa y madre estaban vivos. Al
contestársele que no sólo estaban todos vivos, sino que las mujeres seguían siendo llamadas reinas, y
disfrutaban de la misma pompa y atención personal a las que se habían habituado con Darío; él se
apresuró a hacer una segunda pregunta: si su esposa era todavía una mujer casta. Cuando comprobó
que así era, preguntó de nuevo si Alejandro había empleado algún tipo de violencia con ella para
satisfacer su lujuria. El eunuco pronunció primero un juramento, y dijo:

"Oh rey, tu mujer sigue tal como tú la has dejado. Alejandro es el mejor y más continente de los
hombres."

Entonces Darío extendió las manos al cielo y oró de la siguiente manera:

"Oh padre Zeus, que posees el poder para dictaminar los asuntos de los soberanos de los hombres:
conserva ahora para mí todo el imperio de los persas y los medos tal como me lo concediste. Pero si yo
debo dejar de ser el rey de Asia por tu voluntad, en todo caso, no entregues el poder que yo poseía a
ningún otro hombre sino a Alejandro.”

Así pues, considero yo que ni siquiera para sus enemigos era tal recto proceder una cuestión que les
resultara indiferente. Oxiartes, al oír que sus hijos estaban en poder de Alejandro, y que él estaba
tratando a su hija Roxana con respeto, se armó de valor y fue a verle. Fue recibido como huésped de
honor en la corte del rey, como era natural después de una racha afortunada.

CAPITULO XXI.
CAPTURA DE LA MONTAÑA DE CORIENES

Alejandro había terminado su campaña entre los sogdianos, y ahora estaba en posesión de la roca; se
dirigió hacia la tierra de los paretacenos, porque muchos de estos bárbaros, se decía, se habían hecho
fuertes en otra fortaleza montañosa en ese país. Ésta era llamada la Roca de Corienes, y el mismo
Corienes con muchos otros jefes habían huido en busca de refugio allí. La altura de esta roca era de
unos veinte estadios, y su circunferencia era de alrededor de sesenta. Existan precipicios en todos sus
lados, y sólo había una vía de ascenso hacia ella, que era estrecha y nada sencilla de escalar, y había sido
construida así por la naturaleza del lugar. Era, por tanto, difícil subir a ella, incluso con los hombres
dispuestos en fila india y sin que nadie les cerrase el paso. Un profundo barranco exista adjunto a la
roca y la rodeaba por completo; de manera que quien pretendiera liderar un ejército contra ella debía
antes construir una calzada de tierra sobre este barranco, para iniciar su escalada desde el nivel del
suelo y llevar a sus tropas a asaltar la fortaleza en sí.

A pesar de todo esto, Alejandro perseveró en la empresa. A estos niveles de audacia había llegado tras
una extensa retahíla de triunfos a lo largo de los años, y pensaba que ya ningún lugar era inaccesible

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para él, y tampoco imposible de ser capturado. Se cortaron, pues, los recios árboles de pino que eran
muy abundantes y cubrían toda la montaña; con ellos hizo fabricar escalas, para que los soldados se
sirvieran de ellas para descender a la quebrada, porque de lo contrario era imposible para ellos hacerlo.
Durante el día, él mismo supervisaba el trabajo, manteniendo a la mitad de su ejército comprometido
en él; y durante la noche, algunos de la escolta real – Pérdicas, Leonato, y Ptolomeo, hijo de Lago – le
relevaban en el turno con la otra mitad del ejército, dividido en tres partes para realizar el trabajo
asignado a cada una durante las horas nocturnas. Pero aunque todas las tropas se dedicaban a esta
labor, apenas pudieron completar no más de veinte codos en un día, y no tanto en una noche; tan difícil
era el lugar para aproximarse a él, y era bien complicado el trabajo. Descendiendo por el barranco, los
soldados fijaron las estaquillas en la parte más puntiaguda y más estrecha del mismo, distantes unas de
otras lo necesario para tener la resistencia requerida para soportar el peso de lo que llevarían encima.
Sobre éstas se colocaron vallas hechas de sauce y mimbre, a manera de un puente; lo comprimieron
todo junto, y cargaron tierra por encima. De esta forma, el ejército podría acercarse a la roca a nivel del
suelo.

Al principio los bárbaros se burlaban, como si el intento fuese a ser abortado por completo. Pero
cuando las fechas empezaron a llegar a la roca, no fueron capaces de hacer retroceder a los
macedonios, aunque ellos mismos estaban en un nivel más alto; es que los primeros habían construido
unas pantallas para desviar los proyectiles, por lo que podían proseguir con sus afanes sin recibir lesión
alguna. Corienes se asustó con lo que estaban haciendo, y envió un heraldo a Alejandro a implorarle que
enviara a Oxiartes ante él. Alejandro así lo hizo. Oxiartes, a su llegada, convenció a Corienes de
encomendarse a sí mismo y a la fortaleza a la buena voluntad de Alejandro porque, le dijo, no había
nada que Alejandro y su ejército no pudiesen tomar por asalto. Y como él mismo había acordado un
pacto de fidelidad y amistad con él, elogió al rey por su honor y su justicia en términos excelsos,
aduciendo otros ejemplos, y sobre todo su propio caso, como pruebas de sus argumentos. Por estas
aclaraciones, Corienes fue persuadido por entero, y bajó donde Alejandro acompañado por algunos de
sus parientes y compatriotas. Cuando llegó, el rey dio respuestas educadas a sus preguntas, y lo retuvo
con él después de que le jurase su fidelidad y amistad. También le pidió que enviara a la roca a unos
cuantos de los que estaban con él, a ordenar a sus hombres que entregasen el lugar; y, en efecto, la
fortaleza fue entregada por los que en ella se refugiaban. Enseguida Alejandro se llevó a 500 de sus
hipaspistas, y se acercó a obtener una visión desde adentro de la roca. Estaba tan lejos de querer infigir
cualquier vejación o tratamiento duro a Corienes, que confió en él colocándole de nuevo en su puesto
en la fortaleza, y le hizo el gobernante de todo lo que había poseído antes.

Sucedió que el ejército había sufrido muchas penurias por la crudeza del invierno; una gran cantidad de
nieve había caído durante el asedio, y, al mismo tiempo, los hombres se vieron en grandes apuros por la
falta de provisiones. Pero Corienes dijo que iba a dar suministros al ejército para dos meses, y fue tienda
por tienda entregando a cada hombre trigo, vino y carne salada de los depósitos de la fortificación.
Cuando hubo repartido todo esto, les dijo que no había agotado ni la décima parte de lo que tenían
almacenando para el asedio. Por ello, Alejandro lo elevó a honores aún mayores, pues había entregado
la roca no por obligación, sino a partir de su propia inclinación.

CAPÍTULO XXII.
ALEJANDRO LLEGA AL RÍO KABUL Y RECIBE EL HOMENAJE DE TAXILES

Después de realizar esta hazaña, Alejandro fue a Bactra, pero envió a Crátero con 600 de los
Compañeros de caballería y su propia unidad de infantería, más las de Poliperconte, Atalo y Alcetas,

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contra Catanes y Austanes, los únicos rebeldes que aún permanecían en el territorio de los paretacenos.
Crátero salió victorioso de la batalla que se libró contra ellos; Catanes cayó luchando, y Austanes fue
apresado y llevado ante Alejandro. De los bárbaros, unos 120 jinetes y alrededor de 1.500 soldados de a
pie fueron muertos. Crátero, habiendo cumplido su tarea, también fue a Bactra; allí fue donde tuvo
lugar el infortunio relacionado con Calístenes y los escuderos.

Ahora que la primavera iba llegando a su fin, Alejandro decidió que el ejército debía avanzar de Bactra
hacia la India; dejaría a Amintas en la tierra de los bactrianos con 3.500 jinetes y 10.000 soldados de
infantería. Cruzó el Cáucaso en diez días y llegó a la ciudad de Alejandría, que él mismo había fundado
en el territorio llamado Paropamisades durante su primera expedición a Bactra. Destituyó del puesto de
gobernador de la ciudad a quien hasta entonces lo ocupaba, porque consideraba que no gobernaba
eficientemente. También estableció en Alejandría a miembros de las tribus vecinas, y los soldados que
no se encontraban ya aptos para el servicio, además de los primeros pobladores. Ordenó a Nicanor, uno
de los Compañeros, quedarse para hacerse cargo de los asuntos de la ciudad. Además, a Tiriaspes lo
nombró sátrapa de Paropamisades y del resto del país hasta el río Cofen 12. Al llegar a la ciudad de Nicea,
ofreció sacrificios a Atenea, y luego avanzó hacia el Cofen; enviando más tarde un heraldo a interesarse
por Taxiles y los jefes de este lado del río Indo, para hacer la petición de que vinieran a su encuentro
cuando les resultase conveniente. Taxiles y los otros jefes obedecieron y vinieron a reunirse con él, con
los obsequios que son de mayor valor entre los indios. También prometieron presentarle los elefantes
que tenían con ellos, veinticinco en total.

Aquí el rey dividió su ejército; envió a Hefestión y Pérdicas a la tierra de Peucelaotis, hacia el río Indo,
con las unidades de Gorgias, Clito13 y Meleagro, la mitad de los Compañeros de caballería, y toda la
caballería de los mercenarios griegos. Les dio instrucciones de capturar las ciudades y pueblos en su
ruta, por las armas o por capitulación; y, cuando llegaran al río Indo, hacer los preparativos necesarios
para el paso del ejército. Con ellos marcharon también Taxiles y los otros jefes. Cuando las tropas
macedonias llegaron al río Indo, ejecutaron enseguida las órdenes de Alejandro. Pero Astes, el
gobernante de Peucelaotis, aprovechó para iniciar una revuelta; sólo consiguió quedar él mismo
arruinado, y llevar a la ruina también a la ciudad a la que había escapado en busca de refugio. Hefestión
la tomó tras asediarla durante treinta días, y Astes mismo fue asesinado. Sangeo, que hace algún tiempo
había tenido que huir de Astes y buscar protección con Taxiles, fue designado para hacerse cargo de la
ciudad. Esta deserción fue una demostración de su lealtad hacia Alejandro.

CAPÍTULO XXIII.
BATALLA CONTRA LOS ASPASIOS

Alejandro ahora tomó el mando de los hipaspistas, la caballería de los Compañeros, con la excepción de
los que habían ido con Hefestión, las unidades de los llamados Compañeros de a pie, los arqueros,
agrianos y los lanzadores de jabalina montados, y avanzó con ellos hacia las tierras de los aspasios,
gureos y asacenios; marchando por un camino montañoso y agreste a lo largo del río llamado Coes. Lo
cruzó con dificultad, y luego ordenó que el cuerpo principal de su infantería lo siguiera a paso regular,
mientras él con toda la caballería y 800 de la infantería macedonia, a quienes hizo montar a caballo con
sus escudos de infantería, continuarían a marchas forzadas; había recibido informes de que los bárbaros
12El actual río Kabul. (N. de la T.)

13Alejandro mantuvo el nombre de la unidad de Clito el Negro después de su muerte. (N. de la T.)

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que habitaban en esa zona habían huido a la seguridad de las montañas que se extienden por esas
tierras, en las que muchas de sus ciudades estaban situadas y eran lo suficientemente fuertes para
resistir un sitio. Decidió atacar la primera de estas ciudades que se encontraba en su camino. Él dirigió
en persona el primer asalto sin perder tiempo, hizo retroceder a los hombres a los que se encontraban
desplegados enfrente de la ciudad, y los obligó a encerrarse en ella. Alejandro fue herido por un dardo
que penetró a través de la coraza en su hombro, pero la herida no resultó preocupante, pues su coraza
impidió que la fecha penetrara muy profundamente en su hombro. Leonato y Ptolomeo, hijo de Lago,
también resultaron heridos.

Luego acamparon cerca de la ciudad, en el lugar donde la muralla parecía más fácil de asaltar. Al
amanecer del día siguiente, los macedonios se abrieron paso a través del primer muro, que no había
sido sólidamente cimentado. La ciudad estaba protegida por una muralla doble. En el segundo muro, los
bárbaros mantuvieron su posición por un corto tiempo, porque muy pronto las escalas se fijaron a él, y
los defensores, cayendo heridos por las fechas disparadas desde todas partes, ya no pudieron
sostenerse allí. Se precipitaron por las puertas hacia fuera de la ciudad, a las montañas. Algunos de ellos
murieron en la desbandada, pues los macedonios, enfurecidos porque habían herido a Alejandro,
mataron a todos los que tomaron prisioneros. La mayoría de ellos, sin embargo, escapó a las montañas,
que no estaban lejos de la ciudad. Después de haber reducido esta ciudad a escombros, Alejandro se
dirigió a otra, llamada Andaca, de la que se apoderó al optar ésta por la rendición voluntaria. Salió de allí
con Crátero y los otros oficiales de la infantería, para capturar todas las demás ciudades que no querían
capitular por su propia voluntad; y para poner los asuntos de todo este país en el orden que era más
idóneo para él según las circunstancias.

CAPÍTULO XXIV.
OPERACIONES CONTRA LOS ASPASIOS

Alejandro marchaba con los hipaspistas, los arqueros, los agrianos, las unidades de Coeno y Atalo, el
Escuadrón Real de caballería, unas cuatro hiparquías de la caballería de los Compañeros, y la mitad de
los arqueros montados; avanzaba hacia el río Euaspla, donde se hallaba el jefe de los aspasios. Tras un
largo viaje, llegó a la ciudad en el segundo día. Cuando los bárbaros pudieron constatar que se estaba
acercando, prendieron fuego a la ciudad y escaparon a las montañas. Pero las tropas de Alejandro
siguieron de cerca a los evadidos hasta las montañas, y mataron a muchos de ellos antes de que
lograran subir a los lugares de difícil acceso.

Ptolomeo, hijo de Lago, observando que el jefe de los indios de esa región estaba en cierta colina, y que
algunos de sus guardias estaban a su alrededor, decidió perseguirlo a caballo, aunque tenía con él
muchos menos hombres. A medida que ascendía por la colina, se le iba haciendo fatigoso a su caballo
galopar promontorio arriba. Dejó, pues, su montura allí, entregándosela a uno de los hipaspistas para
que se la llevara. Luego persiguió al indio a pie, sin pararse a consideraciones. Cuando el último se
percató de que Ptolomeo se le venía encima, se volvió, y lo mismo hicieron sus guardias con él. El indio
más cercano a Ptolomeo golpeó a éste en el pecho, intentando atravesar su coraza con una lanza larga;
pero el peto frenó el impacto del lanzazo. Ptolomeo reaccionó golpeando al indio directamente en el
muslo, lo derribó y lo despojó de sus armas. Cuando sus guardias vieron que su líder yacía muerto, ya no
se mantuvieron unidos y se disgregaron; pero los hombres de las montañas, al ver el cadáver de su jefe
siendo llevado por el enemigo, fueron presa de la indignación, y corriendo hacia la colina empezaron
una lucha desesperada por recuperarlo. En ese instante, el mismo Alejandro apareció por la colina con

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la infantería, que se había apeado de los caballos. Éstos cayeron sobre los indios, los echaron de vuelta a
las montañas después de un encarnizado combate, y conservaron la posesión del cadáver.

Cruzando por las montañas, Alejandro descendió a una ciudad llamada Arigeo, y encontró que ésta
había sido incendiada por los habitantes, que habían huido después. Allí llegó Crátero con su ejército,
habiendo llevado a cabo todas las órdenes del rey. Porque a éste la ciudad le pareció estar construida en
un lugar idóneo, ordenó al general que la reconstruyera, fortificase también, e instalara en ella a tantas
personas del vecindario como estuviesen dispuestas a vivir allí, junto con los soldados que ya no estaban
en óptimas condiciones para guerrear. Más tarde, avanzó hasta el lugar donde estaba enterado de que
la mayoría de los bárbaros de la zona se estaban refugiando. Al llegar a una determinada montaña,
acampó al pie de la misma.

Entretanto Ptolomeo, hijo de Lago, enviado por Alejandro en una expedición de forrajeo, recorrió una
distancia considerable con unos pocos hombres para hacer un reconocimiento; a su vuelta, mandó a
decir al rey que había observado muchas más fogatas en el campamento de los bárbaros que en el de
Alejandro. Pero éste no creyó que las hogueras de los enemigos fueran tantas. Sin embargo,
descubrieron que se debía a que todos los bárbaros de la comarca habían sumado sus fuerzas en un solo
ejército. Dejó entonces una parte del suyo allí, cerca del monte, acampados como estaban; tomando
sólo a los hombres necesarios, como le pareció de acuerdo con los informes que había recibido, se
dirigió al campamento contrario. Tan pronto divisó los fuegos cerca de él, dividió su ejército en tres
partes. Una la puso bajo Leonato, otro de sus escoltas reales de confianza, juntando las unidades de
Atalo y Balacro a las suyas. La segunda división se la dio a Ptolomeo, hijo de Lago; incluía a la tercera
parte del agema, las unidades de Filipo y Filotas, dos quiliarquías de caballería, los arqueros, los
agrianos, y la mitad de la caballería. A la tercera división, él mismo la dirigió hacia el lugar donde la
mayoría de los bárbaros eran visibles.

CAPÍTULO XXV.
DERROTA DE LOS ASPASIOS – ATAQUE CONTRA LOS ASACENIOS Y GUREOS

Cuando los enemigos que ocupaban los puestos más elevados se percataron de que los macedonios se
acercaban, descendieron a la llanura, envalentonados por su superioridad numérica y menospreciando
a los macedonios porque eran sólo unos pocos. El enfrentamiento fue sangriento, pero Alejandro
obtuvo la victoria sin complicaciones. Los hombres de Ptolomeo no se desplegaron en formación en la
parte llana, porque los bárbaros ocupaban una colina. Por eso, Ptolomeo ordenó la formación de sus
unidades en columna, las condujo hasta el punto en la colina que parecía más atacable y no daba lugar a
que lo rodeasen por completo, pero dejaba espacio para que los bárbaros pudieran huir si estaban
dispuestos a hacerlo. Allí también se produjo un choque violento con estos hombres, por la naturaleza
difícil del terreno, y porque los indios no eran como los otros bárbaros de esta región. Son mucho más
fuertes que sus vecinos. Estos hombres también fueron expulsados de la elevación por los macedonios.
De similar manera procedió Leonato con la tercera división del ejército, y sus hombres también
derrotaron a los opuestos. Ptolomeo dice que todos los adversarios fueron capturados; ascendían a un
número superior a 40.000, y además 230.000 bueyes se añadieron al botn, de los cuales Alejandro
escogió a los mejores, aquellos que sobresalían tanto en belleza como en tamaño, con el deseo de
enviarlos a Macedonia para arar la tierra.

Desde allí marcharon hacia la tierra de los asacenios, porque el rey recibió la noticia de que dicha tribu
había hecho preparativos para una guerra contra él; tenían 20.000 de caballería, más de 30.000 de

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infantería y 30 elefantes. Cuando Crátero hubo fortificado escrupulosamente la ciudad para cuya
fundación se había quedado atrás, trajo a sus tropas de la infantería pesada donde Alejandro; sin olvidar
la maquinaria militar, en caso de que fuera necesario poner sitio a cualquier lugar. Alejandro pudo
entonces marchar contra los asacenios a la cabeza de la caballería de los Compañeros, los arqueros
montados, las unidades de Coeno y Poliperconte, los agrianos, la infantería ligera, y los arqueros de a
pie. Atravesando la tierra de los gureos, cruzó el río que da nombre a esta tierra, el Gureo, con dificultad
debido a su profundidad y porque su corriente era rápida; las piedras en el fondo del río eran redondas,
y hacían tropezar a quienes posaban los pies sobre ellas. Al saber los bárbaros que Alejandro se
acercaba, no se atrevieron a tomar posición para una batalla en orden cerrado, sino que se dispersaron;
uno por uno volvieron a las distintas ciudades que habitaban, con la determinación de preservar éstas
por medio de una decidida resistencia.

CAPÍTULO XXVI.
ASEDIO DE MASAGA

En primer lugar, Alejandro dirigió a sus fuerzas contra Masaga, la mayor de las ciudades en ese
territorio. Al aproximarse a las murallas, los bárbaros, ensoberbecidos por los 7.000 mercenarios que
habían obtenido como refuerzos de los indios más distantes, se abalanzaron a la carrera contra los
macedonios que se disponían a asentar su campamento. Alejandro, al ver que la batalla estaba a punto
de desarrollarse cerca de la ciudad, se puso ansioso por atraerlos más lejos de sus murallas; de este
modo, si los ponía en fuga, como creía que sucedería, no podrían escapar con desenvoltura para
refugiarse en la ciudad, tan cercana. Por tanto, cuando vio a los bárbaros corriendo hacia él, ordenó a
los macedonios dar la vuelta, y retirarse a una cierta colina distante unos siete estadios del lugar donde
había decidido acampar. Los enemigos se envalentonaron aún más, como si los macedonios ya hubiesen
cedido terreno; se precipitaron sobre ellos sin ningún tipo de orden.

Cuando las fechas empezaron a caerles encima, Alejandro dio la señal convenida para que sus hombres
giraran, y su falange arremetiera contra los adversarios al trote. Sus lanceros a caballo, los agrianos y los
arqueros fueron los primeros en correr hacia adelante y liarse en combate con los bárbaros; el mismo
rey capitaneó la falange detrás de ellos en orden y a paso regular. Los indios se sobresaltaron ante esta
maniobra inesperada, y tan pronto como la batalla se convirtió en un conficto hombre a hombre,
cedieron y huyeron a la ciudad. Alrededor de 200 de ellos fueron abatidos, y el resto se encerró dentro
de los muros. Alejandro llevó a su falange hasta la muralla, donde poco después recibió una herida leve
de fecha en el tobillo. Al día siguiente hizo llevar sus máquinas de asedio, las que fácilmente
desprendieron un buen pedazo de la muralla. Pero los indios rechazaron gallardamente a los
macedonios que estaban tratando de forzar la entrada por la brecha abierta, y Alejandro tuvo que
llamar al ejército a retroceder ese día. Al siguiente, los macedonios se dedicaron a asaltar los muros con
más vigor; una torre de madera había sido arrimada a las murallas, desde la cual los arqueros
disparaban contra los indios, y, además, un montón de proyectiles eran lanzados desde las catapultas, lo
que hizo retroceder a una gran distancia a los defensores. No obstante, ni siquiera así fueron capaces
los macedonios de abrirse camino dentro de la ciudad.

En el tercer día, Alejandro acercó a la falange de nuevo, y después de lanzar una pasarela desde una de
las torres a la parte de la pared donde estaba la brecha, llevó a través de ella a los hipaspistas que
habían capturado Tiro de similar manera. Pero como muchos de ellos subieron a la vez, impulsados por
su ardor, el puente recibió un peso demasiado grande y se rompió en pedazos; todos los macedonios
cayeron a tierra con él. Los bárbaros, al ver lo que estaba ocurriendo, elevaron un ensordecedor grito, y

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les dispararon desde la muralla una buena cantidad de piedras, fechas, y todo lo que tenían a mano o
podían arrancar en ese momento. Otros salieron por las pequeñas puertas ubicadas entre las torres de
la muralla, y atacaron a los todavía aturdidos soldados que habían sido arrojados al suelo al caer la
pasarela.

CAPÍTULO XXVII.
CONTINÚA EL SITIO DE MASAGA – EL ASEDIO DE ORA

Alejandro envió ahora a Alcetas con su propia unidad a recuperar a los hombres que habían sido
gravemente heridos, y llamar a retirada a aquellos que todavía estaban peleando con el enemigo. En el
cuarto día, apoyó otra vez una nueva pasarela contra la pared en la misma manera que la anterior,
desde otra torre.

Los indios, siempre y cuando su jefe permaneciera con vida, se defendían con arrojo; pero al rato éste
fue alcanzado y matado por un proyectil lanzado desde una catapulta. Y como ya una buena parte de
sus tropas se habían reducido en el sitio, que había continuado sin pausa, además de que la mayoría de
ellos estaban heridos e incapacitados para seguir combatiendo, los defensores recurrieron al envío de
un heraldo ante Alejandro. Éste se alegró de poder perdonar las vidas de hombres tan bravos; llegó a un
acuerdo con los mercenarios de la India con esta condición: debían enrolarse en las filas de su ejército y
servir como soldados suyos. Entonces, todos ellos salieron de la ciudad cargando sus armas, y
acamparon sobre una colina que se hallaba frente al campamento de los macedonios; por la noche,
decidieron salir corriendo y regresar a sus moradas, porque no estaban dispuestos a tomar las armas
contra sus compatriotas indios. Cuando la inteligencia macedonia informó de esto a Alejandro, éste
colocó la totalidad de su ejército alrededor de la colina durante la noche; interceptaron a los aspirantes
a fugitivos en pleno escape y los mataron a todos. A continuación, se dirigieron a tomar la ciudad por
asalto, desnuda de defensores como había quedado, y capturaron a la madre y la hija de Asacenio. En
todo el sitio, unos 25 de los hombres de Alejandro murieron luchando.

Desde allí despachó a Coeno a Bazira, convencido de lo acertado de su propia opinión de que los
habitantes se rendirían cuando se enteraran de la captura de Masaga. También mandó a Atalo, Alcetas y
Demetrio, un hiparco de la caballería, a otra ciudad llamada Ora, con instrucciones de bloquearla hasta
que él llegase. Los hombres de esta ciudad salieron a enfrentar a las fuerzas de Alcetas; pero los
macedonios los derrotaron sin esfuerzo y los echaron dentro de la ciudad. Mas los asuntos en Bazira no
se resolvieron a favor de Coeno: sus habitantes no daban ni la más remota señal de querer capitular,
confiados como estaban en la capacidad de resistencia de aquélla, porque no sólo estaba situada en un
promontorio, sino que también estaba muy bien fortificada por todos sus costados.

Cuando Alejandro supo esto, se puso en marcha hacia Bazira. En el camino, comprobó que algunos de
los bárbaros del vecindario estaban a punto de entrar en la ciudad de Ora a escondidas, enviados allí por
el jefe Abisares para tal propósito; tuvo que desviarse para ir por primera vez a Ora. Mandó un mensaje
a Coeno ordenándole que fortificara cierta posición estratégica para servir como base de operaciones
contra la ciudad de Bazira, y más adelante fue a reunirse con él llevando al resto de su ejército; no sin
antes haber dejado en el lugar de partida a una guarnición con tropas suficientes para impedir a los
habitantes disponer a su antojo de las tierras de los alrededores. Al ver los hombres de Bazira que
Coeno se alejaba con la mayor parte de su ejército, sintieron desprecio por los macedonios,
considerándolos incapaces de lidiar con ellos; decidieron, pues, salir a la llanura. Se produjo una
aparatosa colisión entre ambas tropas, en la que 500 de los bárbaros cayeron, y más de 70 fueron

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tomados prisioneros. El resto, que huyeron de vuelta a la ciudad, quedaron ahora aislados del exterior
por los hombres en el fuerte macedonio. El asedio de Ora al final resultó ser un asunto sencillo para
Alejandro; tan pronto atacó las murallas en el primer asalto, se apoderó de la ciudad y capturó los
elefantes que habían quedado allí.

CAPÍTULO XXVIII.
LA CAPTURA DE BAZIRA – AVANCE HACIA AORNOS

Cuando los hombres de Bazira escucharon esta noticia, desconfiaron de poder resistir; abandonaron la
ciudad alrededor de la medianoche, y huyeron a refugiarse en una fortaleza rocosa, como los otros
bárbaros estaban haciendo. Todos los habitantes abandonaron las ciudades, y comenzaron a afuir a la
roca que se encuentra en esa tierra y se llama Aornos. Esta roca es objeto de leyendas en esta tierra; de
ella se cuenta que fue inexpugnable incluso para Heracles, el hijo de Zeus. Yo no puedo precisar, en
cualquier caso, si el Heracles de Tebas – o el de Tiro, o el egipcio – penetró alguna vez en la India o no,
pero me inclino a pensar que no llegó tan lejos; todo esto puede deberse a que los hombres
acostumbran a magnificar las dificultades de las empresas ya de por sí difíciles, a un grado tal que les
permita afirmar que ésta o aquélla habría sido irrealizable hasta para Heracles. Por ello, me decanto por
concluir que, en lo que respecta a esta roca, el nombre de Heracles se mencionaba simplemente para
engalanar la historia. Sea como fuere, se dice que la circunferencia de la roca era de aproximadamente
200 estadios, y su altura era de once estadios en su parte más baja. Sólo había una vía para escalarla,
que era artificial y peliaguda. En la cima de la roca había abundancia de agua pura, que fuía de un
manantial que brotaba de la tierra; había también mucha madera, y suficiente buena tierra de cultivo
para que 1.000 hombres la labraran.

Al saberlo Alejandro, fue presa de un deseo vehemente de capturar esta montaña, sobre todo a causa
de la leyenda que circulaba acerca de Heracles. Primero hizo fortificar Ora y Masaga para mantener esa
tierra pacificada, y fortificó la ciudad de Bazira. Hefestión y Pérdicas también fortificaron para los
macedonios otra ciudad, llamada Orobatis, y dejando en ella una guarnición marcharon hacia el río
Indo. Cuando llegaron a ese río, de inmediato comenzaron a poner en práctica las órdenes de Alejandro
con respecto a construir un puente sobre él.

Alejandro nombró sátrapa del territorio en este lado del río Indo a Nicanor, uno de los Compañeros; y
enseguida se puso al frente del ejército para guiarlo hacia el río, logrando de paso que la ciudad de
Peucelaotis, que estaba situada no muy lejos de él, capitulara sin luchar. En esta ciudad destinó una
guarnición de macedonios, bajo el mando de Filipo. Y después se dedicó a doblegar algunas otras
ciudades pequeñas situadas cerca de dicho río; acompañado todo el tiempo por Cofeo y Asagetes, los
jefes de las tribus de este territorio. Al llegar a la ciudad de Embolima, situada cerca de la Roca de
Aornos, dejó a Crátero en ella con una parte del ejército, para hacer acopio de la cantidad de cereales
que se pudiera en esta ciudad, así como otras cosas necesarias para una estancia larga. Haciendo de
ésta su base de operaciones, los macedonios podrían ser capaces de llevar a cabo un largo asedio de la
roca; suponiendo que no fuese capturada en el primer asalto. Luego tomó a los arqueros, los agrianos,
la unidad de Coeno, y una selección de los más ligeros infantes, así como los hombres mejor armados
del resto de la falange; unos 200 de la caballería de los Compañeros y 100 arqueros montados, y avanzó
hacia la roca. Por ese día acamparon donde al rey le apareció conveniente; a la mañana siguiente se
acercaron un poco más a la roca, y acamparon de nuevo.

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CAPÍTULO XXIX.
ASEDIO DE AORNOS

A estas alturas, algunos de los nativos vinieron a verle, y, después de rendirse formalmente, se
ofrecieron a guiarle hasta un sector de la roca por donde ésta podía ser atacada con menos dificultades,
y por la que iba a ser fácil para él capturar el lugar. Con ellos envió al escolta real Ptolomeo, hijo de
Lago, al mando de la agrianos, otros soldados ligeramente armados, y unos cuantos hipaspistas
escogidos. A este general se le dieron instrucciones de que tan pronto hubiera tomado posesión del
lugar, lo rodease con un numeroso contingente de centinelas, e hiciera señales para indicar que la
misión había sido cumplida. Ptolomeo procedió a lo largo de un camino montuoso y difícil de transitar, y
ocupó la posición sin el conocimiento de los bárbaros. Después de reforzar ésta con una empalizada y
una zanja, hizo una señal con fuego en la montaña, desde donde era probable que fuese vista por
Alejandro. La llama fue, en efecto, avistada por el rey. Al día siguiente, éste llevó a su ejército hacia
adelante; pero como los bárbaros entorpecían su avance, no podía hacer nada más debido a la agreste
naturaleza del terreno. Al percatarse los bárbaros de que Alejandro no podía iniciar el asalto, se
volvieron para atacar a Ptolomeo. Se desencadenó una tenaz lucha entre ellos y los macedonios. Los
indios hacían grandes esfuerzos para derribar la empalizada, y Ptolomeo para preservar su posición. Los
bárbaros se llevaron la peor parte en la refriega, y debieron retirarse cuando llegó el anochecer.

Alejandro escogió de entre los desertores de la India a un hombre que le era muy devoto, quien además
conocía la localidad, y lo envió de noche donde Ptolomeo con una carta; en ella estaba escrito que en el
mismo instante que el rey atacara la roca, Ptolomeo debía caer desde la montaña sobre los bárbaros, y
no contentarse con mantener la vigilancia de su posición. De esta manera, al verse los indios
presionados desde ambos lados a la vez, dudarían acerca de qué camino tomar. En consecuencia,
partieron los macedonios de su campamento al amanecer; el rey los condujo por el camino por donde
Ptolomeo había ascendido a hurtadillas, convencido de que si se abriera paso en esta dirección y uniese
sus fuerzas a las de Ptolomeo, completar la faena no sería ya complicado para él. Y así es como resultó.
Hasta el mediodía, indios y macedonios se mantuvieron enzarzados en un muy disputado combate; los
últimos se empeñaban en abrir a como diera lugar un camino para acercarse, y los primeros lanzaban
proyectiles contra ellos mientras subían. A medida que pasaba el tiempo, los macedonios no relajaban
su empuje, avanzando uno tras otro; los que estaban en la vanguardia se paraban a descansar hasta que
sus compañeros de atrás los alcanzaban. Tras descomunales esfuerzos, tomaron posesión del objetivo a
primeras horas de la tarde, y pudieron unirse con las fuerzas de Ptolomeo. Ahora unidas ambas tropas,
Alejandro las lanzó en un ataque contra la roca misma. Sin embargo, aproximarse a ella era todavía
impracticable. Tal fue el resultado final de las fatigas de ese día.

Al clarear la madrugada, el rey emitió una orden para que cada soldado cortara 100 estacas de manera
individual. Y cuando esto se hubo hecho, hizo erigir un gran montculo de tierra contra la roca, a partir
de la cima de la colina donde habían acampado. Desde este montculo, pensaba él, las fechas y piedras
catapultadas desde las piezas de la artillería llegarían hasta los defensores de la roca. Cada hombre del
ejército le ayudó en esta tarea de elevar el montculo, que él mismo supervisó en calidad de observador;
iba de acá para allá elogiando al soldado que había completado su tarea con entusiasmo y prontitud, y
también castigando al que fuese lento pese a la presente urgencia.

CAPÍTULO XXX.
CAPTURA DE AORNOS - LLEGADA DE ALEJANDRO AL INDO

- 128 -
En el primer día, su ejército levantó la base del montculo, de un estadio de longitud. Al día siguiente, los
honderos empezaron a disparar contra los indios desde la parte ya terminada; con la asistencia de los
proyectiles que vomitaban las catapultas, rechazaron las incursiones de los enemigos en contra de los
hombres que estaban terminando el montculo. Continuó el trabajo durante tres días sin interrupción, y
al cuarto día algunos de los macedonios, abriéndose paso a la fuerza, ocuparon una pequeña elevación
que estaba a la altura de la roca. Sin tomar descanso, Alejandro continuó con el terraplén, anhelando
conectar el promontorio artificial con la colina que unos pocos de sus hombres ocupaban.

Para entonces los indios, pasmados ante la audacia indescriptible de los macedonios, se habían abierto
paso hacia aquella elevación; y viendo que el terraplén estaba unido ya con ella, renunciaron a
continuar la resistencia. Enviaron un heraldo a Alejandro, diciendo que estaban dispuestos a renunciar a
la roca, si se les concedía una tregua. Pero en realidad planeaban perder el día de forma continua
retrasando la ratificación de la tregua, y dispersarse durante la noche, escapando cada quien de regreso
a su casa. Alejandro descubrió esta estratagema; les regaló tiempo para iniciar su retirada y para quitar
los centinelas apostados por todo el lugar. Permaneció en silencio hasta que comenzaron su fuga;
después, se dirigió a la roca con 700 hombres tomados de la escolta real y de los hipaspistas, y fue el
primero en escalar la roca por la parte abandonada por el enemigo. Los macedonios ascendieron
después de él, unos por una parte, otros por otra distinta. Sus hombres, a la señal convenida, se
lanzaron contra los bárbaros en retirada y mataron a muchos de ellos. Otros, corriendo despavoridos, se
mataron al saltar por los precipicios. Así fue como la fortaleza que había sido inexpugnable para
Heracles fue ocupada por Alejandro. Él ofreció un sacrificio en ella; y luego organizó una guarnición para
la fortaleza, cuyo gobierno puso en manos de Sisicoto. Éste había desertado mucho antes de los aliados
indios de Besos en Bactra; después de que Alejandro conquistó Bactria, había entrado en su ejército y
parecía ser una persona muy de fiar.

Alejandro salió de la roca para invadir la tierra de los asacenios; había sido informado de que el
hermano de Asacenio había escapado a las montañas de esta zona, con sus elefantes y muchos de los
bárbaros de las tribus vecinas. Llegando a la ciudad de Dirta, no encontró en ella a ninguno de los
habitantes, ni en el interior ni en las tierras adyacentes. Al día siguiente, mandó en una misión a Nearco
y Antoco, dos quiliarcas de los hipaspistas; al primero le dio el mando de los agrianos y las tropas de la
infantería ligera, y al segundo el mando de su propia quiliarquía y otras dos más. Debían realizar un
reconocimiento de la localidad, y probar si podían capturar a algunos de los bárbaros en cualquier sitio
de por allí, con el fin de obtener información general del país; el rey estaba especialmente ansioso por
saber noticias de los elefantes. Enfiló su marcha hacia el río Indo, con el ejército yendo muy adelantado
para abrir un camino para él; de lo contrario, la travesía por esta tierra habría sido complicada. Aquí se
apoderó de algunos bárbaros, por los cuales se enteró de que los indios de aquella tierra habían huido
por su seguridad a Abisares, pero habían dejado a sus elefantes ramoneando cerca del río Indo.

Ordenó a estos hombres que le mostraran el camino hacia donde los elefantes se hallaban. Muchos de
los indios son cazadores de elefantes, y a éstos Alejandro los mantuvo siempre a su servicio y en alta
estima, pues salía a cazar elefantes en compañía de ellos. Dos de estos animales murieron durante la
cacería, saltando por un precipicio; el resto fueron capturados y colocados con el ejército, montados por
sus respectivos conductores. Asimismo, mientras Alejandro marchaba a lo largo del río, se topó con un
bosque cuyos árboles daban una madera ideal para la construcción de barcos. Éstos fueron talados por
el ejército, y los barcos que fueron construidos navegaron por el río Indo hasta el puente, el que hace un
tiempo habían levantado Hefestión y Pérdicas.
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- 129 -
Libro V.
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CAPÍTULO I

ALEJANDRO EN NISA

En este país, que se extiende entre los ríos Cofen e Indo, se encuentra la ciudad de Nisa, adonde llegó
Alejandro. De ella se cuenta que su fundación fue obra de Dioniso, que la construyó tras haber sometido
a los indios. Pero es imposible determinar quién era este Dioniso, y en qué momento o desde qué lugar
dirigió un ejército contra los indios. Por mi parte, soy incapaz de precisar si el Dioniso tebano, partiendo
de Tebas o del monte Tmolo en Lidia, invadió la India a la cabeza de un ejército, y, después de atravesar
los territorios de muchas y muy belicosas naciones desconocidas para los griegos de la época, las
subyugó a todas ellas, exceptuando a la de los indios. Yo, no obstante, no creo que deberíamos hacer un
examen minucioso de las leyendas que fueron elaboradas en la antigüedad sobre las divinidades,
porque lo que no es creíble para quien las analiza solamente de acuerdo con las normas de la
probabilidad, deja de ser del todo increíble si se añade la intervención divina a la historia.

Cuando Alejandro se aproximó a Nisa, los habitantes enviaron ante él a su gobernante, cuyo nombre era
Acufis, acompañado de treinta augustos conciudadanos, para implorar a Alejandro que permitiera a su
ciudad continuar siendo independiente por respeto al dios. Los enviados entraron en la tienda de
Alejandro y lo encontraron todavía cubierto de polvo del camino, con la armadura puesta, su casco en la
cabeza y sosteniendo su lanza en la mano. Viéndole así, sus ojos se llenaron de asombro; cayeron
postrados al suelo y permanecieron en silencio durante un largo rato. Alejandro les dio permiso para
ponerse de pie, y les pidió que recuperasen el buen ánimo. Acufis comenzó entonces a hablar y dijo:

"Los niseos te suplicamos, oh rey, que por deferencia hacia Dioniso nos permitas seguir siendo libres e
independientes; porque cuando Dioniso hubo sometido a la nación de los indios e iba de vuelta al mar
de los griegos, fundó esta ciudad con los soldados licenciados del servicio militar y que eran bacantes
por inspiración suya, para que llegara a ser un recordatorio de su periplo y sus victorias para los
hombres de tiempos posteriores, al igual que tú también has fundado la Alejandría cerca del monte
Cáucaso, y otra Alejandría en el país de los egipcios. Muchas otras ciudades has fundado ya, y sé que
otras tantas has de fundar en el transcurso de tu existencia, y además veo que has realizado mayores
hazañas que las de Dioniso. El dios, de hecho, ha llamado Nisa a nuestra ciudad, y Nisea a la tierra
circundante, en honor a quien fuera su nodriza, Nisa. A la protectora montaña en nuestra ciudad le dio
el nombre de Meros – es decir, el muslo –, porque, según la leyenda, él creció en el muslo de Zeus. A
partir de ese momento, hemos vivido libres en la ciudad de Nisa y seguimos siendo autónomos;

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llevamos los asuntos de nuestro gobierno conforme con el orden constitucional. Y si te sirve a ti como
una prueba de que nuestra ciudad debe su fundación a Dioniso, ten ésta: la hiedra, que no se conoce en
ningún otro sitio de la India, crece entre nosotros."

CAPÍTULO II

ESTANCIA DE ALEJANDRO EN NISA

Todo esto fue muy grato a los oídos de Alejandro, porque él ansiaba que la leyenda sobre el viaje de
Dioniso y que Nisa debía su fundación a esa deidad fuese dada por verídica, puesto que de esta manera
se diría que él mismo había llegado adonde lo hizo Dioniso, e incluso había avanzado más allá de los
límites adonde se aventuró este último. De igual forma, creía que el entusiasmo de los macedonios por
compartir sus fatigas si avanzaba aún más no disminuiría debido a que los impulsaría el deseo de
superar los logros de Dioniso. Por lo tanto, concedió a los habitantes de Nisa el privilegio de conservar
su estatus autónomo, y cuando les preguntó acerca de sus leyes, los felicitó porque el gobierno
estuviera en manos de la aristocracia. Les pidió enviar a 300 hombres a caballo para que lo
acompañaran, y seleccionar para lo mismo a 100 de los aristócratas que presidían el gobierno del
estado, que también eran 300 en número. Fue a Acufis a quien ordenó hacer la selección, pues lo había
nombrado gobernador de la tierra de Nisea. Cuando Acufis oyó sus exigencias, se dice que sonrió
mientras pronunciaba el discurso; por lo cual Alejandro le preguntó el motivo de su risa. Acufis replicó:

"Rey, ¿cómo podría una ciudad privada de cien de sus buenos hombres continuar estando bien
gobernada? Si te preocupa el bienestar de los niseos, llévate contigo los 300 jinetes y aún más si lo
deseas; pero en vez de cien de los mejores hombres que tú me ordenas elegir, duplica el número de los
otros que no los son, para que cuando regreses aquí por segunda vez a la ciudad, ésta continúe en el
mismo orden que ahora."

Estos comentarios fueron bien acogidos por Alejandro, quien consideró que se le había hablado con
prudencia. Así que les ordenó que mandaran a los jinetes para acompañarle, desechando la exigencia
acerca de los cien hombres selectos, ni pidió otros en su lugar. Sin embargo, a Acufis le pidió que
enviara a su propio hijo y el hijo de su hija para que lo acompañaran.

A Alejandro le entraron ardorosos deseos de ver el lugar donde los niseos se jactaban de tener algunos
altares conmemorativos de Dioniso. Subió al monte Meros con la caballería de los Compañeros y el

- 131 -
ágema. La montaña, comprobó el rey, estaba totalmente cubierta de hiedra, laurel, y espesos bosques
con muchas variedades de madera en los que se podía cazar distintas especies de animales salvajes. Los
macedonios estaban encantados de ver la hiedra, que no habían visto hacía mucho tiempo, porque en la
tierra de los indios no crecía hiedra ni donde se cultivaban viñas. Se pusieron con entusiasmo a
fabricarse guirnaldas con ella, y se coronaron con ellas, cantando himnos en honor de Dioniso e
invocando a la deidad por sus varios nombres. Alejandro ofreció un sacrificio a Dioniso, y
posteriormente festejó junto a sus Compañeros. No sé si alguien lo va a creer, pero algunos autores
también han declarado que muchos de los macedonios distinguidos de su séquito, tras haberse
colocado coronas hechas de hiedra en la cabeza y mientras se dedicaban a invocar al dios, fueron
poseídos por el frenesí dionisíaco, entonaron a gritos el evohé en honor a la divinidad y se comportaron
como bacantes.

CAPÍTULO III

EL ESCEPTICISMO DE ERATÓSTENES – EL CRUCE DEL INDO

Cualquiera que lea estas historias puede creer en su veracidad o desestimarlas como le plazca. Pero yo
no estoy en absoluto de acuerdo con Eratóstenes de Cirene, quien dice que todo lo que los macedonios
atribuían a la intervención divina, en realidad lo decían sólo para complacer a Alejandro mediante
elogios excesivos. Él afirma que los macedonios, al ver una caverna en la tierra de los paropamisadas,
acerca de la cual habían oído una cierta leyenda muy difundida entre los nativos – o que ellos mismos
inventaron –, extendieron el rumor de que en verdad era la cueva donde se tenía encadenado a
Prometeo, para que un águila se diera un cotidiano festn con sus entrañas, y que, cuando llegó
Heracles, mató al águila y liberó a Prometeo de sus ataduras. También dice que los macedonios
transfirieron por su cuenta el monte Cáucaso desde el Ponto Euxino a la parte oriental del mundo, y la
tierra de los paropamisadas a la de los indios, rebautizando a lo que realmente era el monte Paropamiso
con el nombre de Cáucaso, con el fin de agigantar la gloria de Alejandro con la afirmación de que había
pasado por el Cáucaso. Y añade que, cuando vieron en la propia India algunos bueyes marcados con el
dibujo de un garrote, llegaron a la conclusión de que Heracles había penetrado en la India. Eratóstenes
también descree de una historia similar acerca del viaje de Dioniso. En lo que a mí respecta, permitidme
considerar las historias sobre estos asuntos como no concluyentes.

Cuando Alejandro llegó al río Indo se encontró con un puente sobre él, fabricado por Hefestión, y dos
triacóntoros, además de muchas naves más pequeñas. Allí recibió, según se estima, 200 talentos de
plata, 3.000 bueyes, por encima de 10.000 ovejas para los sacrificios y treinta elefantes como obsequio
de parte del indio Taxiles; también 700 jinetes indios llegaron como refuerzos, y un mensaje del

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príncipe, que mandaba decir que vendría a rendir ante él la ciudad de Taxila, la más grande de las
asentadas entre los ríos Indo e Hidaspes. Alejandro ofreció sacrificios a los dioses de costumbre, y
organizó una competición de gimnasia y equitación en la ribera. Los sacrificios ofrecidos daban buenos
auspicios para realizar el cruce enseguida.

CAPÍTULO IV

DIGRESIÓN ACERCA DE LA INDIA

Las siguientes afirmaciones sobre el río Indo son mayormente incuestionables, y, por tanto, me es
permisible registrarlas. El Indo es el más grande de todos los ríos de Asia y Europa juntas, a excepción
del Ganges, que es también un río de la India. Se origina en este lado del monte Paropamiso, o Cáucaso,
y vierte sus aguas en el Océano que se encuentra cerca de la India en la dirección del viento del sur.
Cuenta con dos bocas, las cuales están llenas de lagunas de poca profundidad como las cinco bocas del
Istro. Forma un delta en la tierra de los indios parecido al de Egipto, que se llama Patala en la lengua
india. Los ríos Hidaspes, Acesines, Hidraotes e Hífasis se hallan igualmente en la India, y son muy
superiores a otros ríos de Asia en tamaño; pero son pequeños, se podría decir minúsculos, en
comparación con el Indo, del mismo modo que aquel río es más pequeño que el Ganges. De hecho, dice
Ctesias de Cnido – si es que alguien cree que sus evidencias son de fiar – que allí donde el Indo es más
estrecho sus orillas se hallan a cuarenta estadios de distancia la una de la otra; donde es más amplio, la
distancia aumenta a 100 estadios, y en la mayor parte de su recorrido la cifra es la media entre ambos
extremos.

Este río Indo lo cruzó Alejandro en la madrugada con su ejército, para internarse en el país de los indios.
Al respecto, en esta historia no he descrito cuáles son las leyes con que cuentan, qué extraños animales
produce su tierra, ni cuántos y qué tipo de peces y monstruos acuáticos habitan en el Indo, Hidaspes,
Ganges, o cualquier otro río de la India. Tampoco he descrito las hormigas que cavan en la tierra para
extraer oro, los grifos guardianes de tesoros, ni ninguno de los incontables relatos que se han
compuesto más para entretener que para ser recibidos como una recopilación de hechos reales; y,
además, la falsedad de las extrañas historias que se han inventado sobre la India no la puede desvelar
cualquiera. Han sido Alejandro y los que sirvieron en su ejército quienes han puesto de manifiesto cuan
inexactas son la mayoría de estas historias; aunque algunos de estos mismos hombres fueron
responsables del origen de algunas de ellas. Se demostró que aquellos indios a quienes Alejandro visitó
con su ejército, y visitó muchas tribus, carecían de oro, y tampoco era en modo alguno suntuoso su
estilo de vida. Además, descubrieron que eran de estatura magnífica, de hecho más elevada que la de
cualquier raza a lo largo y ancho de Asia: la mayoría de ellos medía cinco codos de altura o un poco

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menos. Tenían la piel más oscura que el resto de los hombres, a excepción de los etopes, y en la guerra
eran por mucho la más valiente de todas las razas que habitaban en Asia en aquel tiempo. No puedo
comparar con justicia a los antiguos persas con los guerreros de la India, aunque los primeros invadieron
la tierra meda y arrebataron a los medos su imperio de Asia liderados por Ciro, hijo de Cambises, y
conquistaron muchos otros pueblos por la fuerza y por rendición voluntaria. Y es que en ese tiempo los
persas eran un pueblo pobre y habitaban una tierra agreste, con leyes y costumbres muy similares a la
disciplina de Laconia. Tampoco soy capaz de conjeturar si la derrota encajada por los persas en la tierra
de los escitas fue debido a la naturaleza difícil del país invadido, a algún error por parte de Ciro, o a si los
persas eran muy inferiores en asuntos bélicos a los escitas de aquella región.

CAPÍTULO V

MONTAÑAS Y RÍOS DE ASIA

Así pues, de los indios voy a tratar en una obra distinta 14, tomando como base los relatos más creíbles
que fueron compilados por los hombres que acompañaron a Alejandro en su expedición, así como las
memorias de Nearco, que navegó a través del Océano que está cerca de la India 15. En ella he de registrar
una descripción de la India, añadiendo lo que ha sido escrito por Megástenes y Eratóstenes, dos
hombres de eminente autoridad; voy a describir las costumbres propias de los indios y los animales
extraños que habitan en el país, así como la propia travesía por el Océano.

Permitidme exponer en esta historia tan sólo lo que a mi juicio es suficiente para explicar los logros de
Alejandro. Los Montes Tauro forman el límite de Asia comenzando en Micala, el promontorio que se
encuentra frente a la isla de Samos, y luego, pasando a través de los territorios de los panfilios y cilicios,
se extienden hasta Armenia. Desde este país, la cordillera se ramifica hacia Media atravesando las
tierras de los partos y los corasmios. En Bactria se une con el monte Paropamiso, al que los macedonios
que sirvieron en el ejército de Alejandro renombraron como Cáucaso con el fin, se dice, de engrandecer
la gloria de su rey afirmando que fue allende el Cáucaso con sus tropas victoriosas. Tal vez es un hecho
que esta cadena montañosa es la prolongación del otro Cáucaso en Escitia, como la del Tauro lo es de la
misma. Por esta razón, en una ocasión anterior me he referido a este macizo como Cáucaso, y por el
mismo apelativo he de seguir llamándolo en el futuro. Este Cáucaso se extiende hasta el Océano que se

14 La Historia Índica.

15 Arriano no emplea los términos Océano ni Océano Índico en el original griego, sino los de gran mar, gran mar oriental y
mar exterior, que E. J. Chinnock mantiene y traduce literalmente en la versión inglesa. (N. de la T.)

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encuentra en la dirección de la India y el Oriente. De los ríos de Asia que por sus dimensiones son
importantes y que nacen del Tauro y del Cáucaso, algunos van encauzados hacia el norte,
desembocando ya sea en el lago de Meótida 16, o en el mar llamado Hircano, que en realidad es un golfo
del Océano. Otros fuyen hacia el sur, como ser: los ríos Éufrates, Tigris, Indo, Hidaspes, Acesines,
Hidraotes, Hífasis, y todos aquellos que se encuentran entre éstos y el río Ganges. Todos ellos
desembocan en el mar o desaparecen adentrándose en pantanos, como sucede con el río Éufrates.

CAPÍTULO VI

DESCRIPCIÓN GENERAL DE LA INDIA

Quien examina la posición geográfica de Asia de tal manera que se divida entre el Tauro y el Cáucaso,
desde el céfiro hacia el viento del este, se encuentra con que estas dos grandes divisiones las demarca el
mismo Tauro; una se inclina hacia el sur y el viento del sur, y la otra hacia el norte y el viento del norte.
El sur de Asia puede una vez más dividirse en cuatro partes, de las cuales Eratóstenes y Megástenes
afirman que la India es la más grande. Este último autor vivió en la corte de Sibircio, el sátrapa de
Aracosia, y dice que él visitaba con frecuencia a Sandracoto 17, rey de los indios. Ambos autores escriben
que la más pequeña de las cuatro partes es la que está delimitada por el río Éufrates y se extiende hasta
nuestro Mar Interior. Las otras dos se encuentran entre los ríos Éufrates e Indo, son poco dignas de ser
comparadas con la India aunque estuvieran unidas entre sí.

Dicen que la India limita por el este y el viento del este hasta el sur con el Océano; hacia el norte con el
monte Cáucaso, hasta donde éste se une con el Tauro, y que el río Indo la delimita por el oeste y el
viento del noroeste, hasta el Océano. La mayor parte de ella es una llanura que, como se supone, ha
sido formada por los depósitos aluviales de los ríos; igual que las llanuras en el resto de las tierras
situadas cerca del mar son en su mayor parte debidas a los aluviones de los ríos que las surcan. Es por
ello que, en tiempos antiguos, los nombres por los que tales países eran llamados se debían a los ríos.
Por ejemplo: existe cierta llanura que toma su nombre del Hermo, el cual surca el territorio de Asia
desde el monte de la Madre Dindimene, y después fuye más allá de la ciudad eolia de Esmirna hasta
llevar sus aguas al mar. Otra planicie de Lidia lleva el nombre del Caistro, un río lidio; otra por el Caico,
en Misia, y la llanura caria que se extiende hasta la ciudad jónica de Mileto lleva el nombre del
Meandro. Los historiadores Heródoto y Hecateo – a menos que la obra sobre Egipto sea de otra persona

16 Mar de Azov.

17 El rey indio Chandragupta.

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y no de Hecateo – llaman de la misma manera a Egipto un don del río, y Heródoto ha demostrado con
pruebas inequívocas que tal es el caso; de modo que incluso el propio país quizás recibió su nombre del
río. Y es que el río que tanto los egipcios como los hombres del extranjero dan ahora el nombre de Nilo,
fue en los tiempos de antaño llamado Egipto; Homero es prueba suficiente, pues dice que Menelao
colocó a sus barcos a la salida del río Egipto. Por tanto, si uno sólo de estos ríos, que además no son muy
caudalosos, basta para formar una extensa zona llana en un país, mientras fuya siempre hacia adelante,
hasta el mar, arrastrando el fango y el limo desde las regiones más altas de donde se derivan sus
fuentes, de seguro que no es apropiado hacer exhibición de escepticismo cuando se trata del caso de la
India; si ha llegado a pasar que la mayor parte de ella sea una inmensa llanura, ha sido porque la han
formado los depósitos aluviales de sus ríos. Porque si los ríos Hermo, Caistro, Caico, Meandro, y todos
los ríos de los países de Asia que vierten sus aguas en nuestro Mar Interior fueran todos juntados, el
volumen de agua resultante no sería comparable con uno de los ríos de la India. No me refiero
únicamente al Ganges, que es el más gigantesco, y con el que ni el Nilo de Egipto ni el Istro que fuye a
través de Europa son dignos de equipararse; sino a que, si todos los ríos se mezclaran juntos, ni siquiera
así igualarían al río Indo, que ya es un río enorme tan pronto como brota de sus fuentes, y después de
recibir las aguas de quince ríos, todos ellos mayores que los de la provincia de Asia, vierte sus aguas en
el mar manteniendo su propio nombre y absorbiendo el de sus afuentes.

Estas observaciones que he hecho acerca de la India me parecen suficientes para la presente obra;
permitidme que el resto lo reserve para mi "Historia Índica."

CAPÍTULO VII

DESCRIPCIÓN DE MÉTODOS PARA CONSTRUIR PUENTES

Cómo Alejandro construyó su puente sobre el río Indo no lo explican ni Aristóbulo ni Ptolomeo, autores
a los que suelo seguir. No soy capaz tampoco de formarme una opinión definitiva sobre si pudo ser un
puente de barcos, como el que Jerjes hizo en el Helesponto, y Darío en el Bósforo y en el Istro, o si
construyó un puente permanente sobre el río. A mí me parece más probable que el puente fuese de
barcas, porque la profundidad de las aguas no admita la construcción de un puente regular; ni podía
tan enorme trabajo ser completado en tan poco tiempo. Si el paso se hizo mediante un puente de
barcos, no sabría precisar si las embarcaciones unidas entre sí con cuerdas y amarradas en fila fueron
suficientes para formar el puente, como Heródoto de Halicarnaso asegura que el Helesponto fue
cruzado; o si el trabajo se efectuó en la forma en que el puente sobre el Istro y el Rin galo fueron
construidos por los romanos, y en la forma en que éstos han venido fabricando puentes sobre el
Éufrates y el Tigris con la frecuencia que la necesidad les demanda.

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Mas, como yo mismo conozco de primera mano, los romanos han comprobado que la manera más
rápida de hacer un puente es con barcos, y este método es el que explicaré en esta ocasión porque vale
la pena describirlo. Se hace así:

A una señal convenida, las naves son soltadas en la corriente, no con sus proas hacia adelante, sino
como si le dieran la espalda al agua. Como es natural, la corriente se las lleva río abajo, pero una
barcaza equipada con remos las detiene para que se asienten en el lugar asignado a cada una. Luego,
unos cestos de mimbre de forma piramidal y llenos de piedras sin labrar se dejan caer en el agua desde
la proa de cada una, con el fin de inmovilizarlas en contra de la fuerza de la corriente. Tan pronto como
una de estas embarcaciones ha sido rápidamente amarrada, otras más son amarradas de la misma
manera con sus proas contra la corriente, apartadas unas de otras a una distancia adecuada para
soportar lo que se les pondrá encima. En ambas se colocan piezas de madera con puntas afiladas que
sobresalen hacia fuera, sobre las que se clavan tablas cruzadas para unirlas; y así procede el trabajo con
todas las naves necesarias para salvar el río. En cada extremo de este puente, se colocan firmes
pasarelas fijas que se lanzan hacia tierra, para que el cruce sea más seguro para los caballos y bestias de
carga, y, al mismo tiempo, para que sirva de enlace con el puente. En poco tiempo, todo acaba envuelto
en mucho ruido y bullicio; sin embargo, la disciplina no se relaja mientras el trabajo se está realizando.
Los llamados a voz en cuello de los supervisores a los hombres de una embarcación a otra, o sus
censuras por su laxitud, no evitan que las órdenes se escuchen, ni estorba la celeridad de la obra.

CAPÍTULO VIII

ALEJANDRO MARCHA DESDE EL INDO AL HIDASPES

Éste ha sido el método de construcción de puentes practicado por los romanos desde tiempos
inmemoriales, pero cómo estableció Alejandro un puente sobre el río Indo no puedo precisarlo, porque
quienes sirvieron en su ejército no han dicho nada al respecto. Pero yo creo que el puente se hizo de
una forma lo más similar posible a la que he descrito; si se empleó algún otro artilugio, así sea.

Cuando Alejandro hubo cruzado al otro lado del río Indo, volvió a ofrecer el sacrificio que ya era
habitual. Luego, partiendo del Indo llegó a Taxila, una ciudad grande y próspera, de hecho la más grande
de las situadas entre los ríos Indo e Hidaspes. En ella gozó de la hospitalidad de Taxiles, el gobernador
de la ciudad, y los ciudadanos de aquel lugar. Accedió a añadir a su territorio gran parte del país vecino,

- 137 -
como éstos le pedían. Hasta aquí vinieron a verle unos emisarios de Abisares, rey de los indios de las
montañas, entre los cuales se incluían el hermano de Abisares y otros hombres notables. Otros enviados
vinieron de parte de Doxares, gobernante de aquella tierra, trayendo regalos para el rey. Aquí en Taxila,
Alejandro ofreció los sacrificios acostumbrados, y mandó celebrar certámenes de gimnasia y equitación.
Después nombró sátrapa de los indios de este territorio a Filipo, hijo de Mácata; dejó una guarnición en
Taxila, con los soldados que estaban de baja por enfermedad, y luego enfiló hacia el río Hidaspes.

Se le había informado de que Poro estaba con la totalidad de su ejército en el otro lado de ese río, muy
resuelto a impedirle pasar, o atacarle mientras estuviese cruzando. Habiendo comprobado esta noticia,
Alejandro envió a Coeno, hijo de Polemócrates, de vuelta al río Indo con indicaciones de desmontar en
piezas transportables todos los barcos que había preparado para cruzar ese río, y llevarlos al río
Hidaspes. Coeno desarmó todos los barcos, y los transportó adonde se le había dicho; los más pequeños
los dividieron en dos piezas, y los triacóntoros en tres. Las piezas fueron llevadas en carros hasta la
ribera del Hidaspes; allí las ensamblaron de nuevo y botaron la fota entera en el río. Alejandro tomó las
fuerzas que tenía cuando llegó a Taxila, aumentadas con 5.000 indios bajo el mando de Taxiles y los
jefes de aquel territorio, y los hizo marchar hacia el mismo río.

CAPÍTULO IX

PORO OBSTRUYE EL AVANCE DE ALEJANDRO

Alejandro se instaló en la orilla del Hidaspes, donde se divisaba a Poro con todo su ejército y su
considerable dotación de elefantes, que cubrían toda la orilla opuesta. Éste se quedó a vigilar el paso
frente al sitio donde vio acampar a Alejandro, y apostó centinelas en otros tramos del río que eran
fácilmente vadeables, colocando a buenos oficiales en cada destacamento, pues estaba muy decidido a
obstruir el paso de los macedonios. Cuando Alejandro se percató de ello, consideró que era conveniente
mover su ejército en distintas direcciones, para distraer la atención de Poro y despistarle hasta dejarle
sin saber qué hacer. Dividió su ejército en varias unidades; llevó a algunas de sus tropas ora aquí, ora
allá; al mismo tiempo provocando estragos en el territorio enemigo y escrudiñando atentamente el río
para ver si exista un lugar por donde fuese más fácil de vadear. El resto de sus tropas las confió a sus
diferentes generales, a quienes de igual forma dispersó en distintas direcciones. También mandó a
acopiar grano de los campos en los alrededores de aquende el Hidaspes para el campamento; y así
hacer que fuese evidente para Poro que habían decidido permanecer cerca de la orilla hasta que el nivel
de las aguas del río descendiera en el invierno, cuando es posible el cruce por muchos lugares a lo largo
del cauce.

- 138 -
Sus barcos navegaban río arriba y río abajo, las pieles se estaban llenando de heno para usarlas como
balsas, y toda la playa parecía estar cubierta por toda la caballería en un punto y en otro por la
infantería; a Poro no se le dio una sola oportunidad de permanecer quieto en un sitio, o concentrar a
todas sus tropas juntas en un punto escogido por ser adecuado para la defensa del paso. Además, en
aquella temporada todos los ríos de la India fuyen con el cauce muy crecido, y aguas turbias y raudas,
porque es la época del año cuando el sol está orientado hacia el solsticio de verano. Ésta es la estación
de las copiosas e incesantes lluvias en la India, y las nieves del Cáucaso, donde la mayoría de los ríos
tienen sus fuentes, se funden y van a aumentar las corrientes en gran medida. Pero en el invierno
vuelven a disminuir, los ríos se encogen y el agua se pone clara, y son vadeables por algunos lugares;
con la excepción del Indo, el Ganges, y tal vez uno o dos más. En cualquier caso, el Hidaspes si es factible
vadearlo entonces.

CAPÍTULO X

ALEJANDRO Y PORO EN EL HIDASPES

Por ello, Alejandro echó a correr el rumor de que iba a esperar a que tal estación del año llegara, si el
paso seguía obstaculizado como en aquel momento. En realidad, todo el tiempo estaba al acecho para
ver si mediante la rapidez de sus movimientos podría escabullirse de la vigilancia del adversario y cruzar
por un lugar cualquiera sin ser observado. Sin embargo, se dio cuenta de que era imposible hacerlo por
el mismo sitio donde había acampado Poro, tan cercano a la orilla del Hidaspes; no sólo debido a la
multitud de sus elefantes, sino también por su gran ejército dispuesto en orden de batalla y
espléndidamente ataviado, que estaba listo para atacar a sus hombres tan pronto como pusieran un pie
fuera del agua. Por otra parte, sabía que sus caballos no estarían dispuestos a siquiera posar las patas en
la orilla opuesta, puesto que los elefantes caerían enseguida sobre ellos y los espantarían por su aspecto
y su barritar; mucho menos se mantendrían tranquilos sobre las balsas de cuero durante el cruce del río,
ya que al mirar hacia el otro lado y olfatear a los elefantes, se convertirían en una masa frenética y
saltarían al agua.

Por lo tanto, decidió realizar una travesía furtiva mediante la maniobra siguiente: en la noche, llevó a la
mayor parte de su caballería bordeando la orilla en varias direcciones, armando todo el barullo posible y
elevando gritos de batalla en honor a Eníalo. Hacían todo tipo de ruido, como si estuvieran realizando
preparativos para cruzar el río. Poro se vio forzado a marchar también a lo largo del río, delante de sus
elefantes dispuestos en paralelo a los lugares de donde venía el clamor. Así, Alejandro poco a poco le
impuso el hábito de conducir a sus hombres desplegados frente a la batahola de la orilla contraria. Pero
como esto ocurría con frecuencia, y al descubrir que no se trataba de otra cosa que bulla y gritos de

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batalla, Poro dejó de avanzar deprisa hasta el punto donde se creía que llegaría la caballería; al
constatar que su miedo había sido infundado, optó por permanecer en su posición en el campamento.
No obstante, no renunció a enviar exploradores a patrullar a lo largo de la ribera. Una vez que Alejandro
se convenció de que la mente de Poro ya no albergaba temor alguno a sus tentativas nocturnas, ideó
una nueva estratagema.

CAPÍTULO XI

ESTRATAGEMA DE ALEJANDRO PARA CRUZAR EL RÍO

Exista en la ribera del Hidaspes un promontorio saliente, donde el río formaba una formidable curva.
Estaba cubierto por un denso bosque que contenía toda clase de árboles, y más allá, en medio del río y
opuesta a él, había una isla llena de árboles y sin senderos por estar deshabitada. Notando que la isla
estaba exactamente enfrente del promontorio, y que ambos eran boscosos e ideales para ocultar el
cruce del río, Alejandro decidió transferir a su ejército a este lugar. Tanto el promontorio como la isla se
hallaban a 150 estadios de distancia de su campamento principal. A lo largo de toda la ribera, apostó
centinelas separados por una corta distancia, para no perderse de vista unos a otros y poder escuchar
las órdenes voceadas desde cualquier dirección. Para disimular el plan, mandó que siguieran haciendo
ruido en todas partes durante muchas noches más, y que las fogatas se mantuvieran ardiendo en el
campamento.

Cuando el rey decidió que ya podía llevar a cabo el paso del río, en el campamento se prepararon
abiertamente las medidas para el cruce. Crátero se quedaría en el campamento con su propia hiparquía
de caballería, los jinetes aracosios y paropamisadas, las unidades de la falange de la infantería de
Macedonia que mandaban Alcetas y Poliperconte, junto con los jefes de los indios que habitan en este
lado del Hífasis, que tenían con ellos a 5.000 hombres. A Crátero se le ordenó no cruzar el río antes que
Poro se hubiese trasladado con sus fuerzas contra Alejandro, o antes de que éste mismo se cerciorase
de que Poro se había dado a la fuga, tras haber obtenido Macedonia una nueva victoria. "Sin embargo,"
dijo Alejandro, "si Poro toma sólo a una parte de su ejército para marchar a enfrentarme, y deja a la otra
parte con los elefantes en su campamento, en ese caso, tú también debes permanecer en tu posición
actual. Pero si lleva a todos sus elefantes con él contra mí y una fracción del resto de su ejército se
queda atrás en el campamento, entonces tú debes cruzar el río a toda velocidad.”

“Porque sólo los elefantes," prosiguió el rey," hacen que sea imposible desembarcar a los caballos en la
otra orilla. El resto del ejército puede cruzar fácilmente."

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CAPÍTULO XII

EL CRUCE DEL HIDASPES

Tales fueron las cautelosas indicaciones para Crátero. Entre la isla y el gran campamento donde había
dejado a este general, Alejandro destacó a Meleagro, Átalo y Gorgias con los mercenarios griegos de
caballería e infantería, dándoles instrucciones de que cada sección del ejército cruzara tan pronto como
vieran a los indios involucrados en la batalla. A continuación, tomó al selecto cuerpo del ágema de los
llamados Compañeros, así como las hiparquías de caballería de Hefestión, Pérdicas y Demetrio, las
caballerías de Bactria, Sogdiana y Escitia, y los arqueros montados dahos. De la falange de infantería
tomó a los hipaspistas, las unidades de Clito y Coeno, con los arqueros y agrianos; e inició la marcha en
secreto, manteniéndose lejos de la orilla del río para no ser visto yendo hacia la isla y el promontorio,
sitio por el cual se había decidido a cruzar.

Allí, las pieles se llenaron durante la noche con la paja que había sido adquirida mucho antes, y se
cosieron con fuertes puntadas por la parte superior. Esa misma noche, se produjo una furiosa tormenta
con lluvia, con lo que sus preparativos y su intento de cruzar pasarían aún más inadvertidos, ya que el
ruido de los truenos y la tormenta ahogó el producido por las armas y el vocerío de los oficiales. La
mayoría de los barcos, las galeras de treinta remos incluidas con el resto, habían sido desmontados en
piezas a orden suya, y se transportaron a este lugar, donde los habían vuelto a ensamblar y escondido
en el bosque. Al despuntar la luz del día, amainaron el viento y la lluvia; el resto del ejército se posicionó
frente a la isla, la caballería embarcó en las balsas hechas con las pieles, igual que tantos de los soldados
de a pie como los barcos pudieron soportar. Pasaron tan sigilosamente que no fueron detectados por
los centinelas apostados por Poro; no antes de haber conseguido pasar más allá de la isla y estando no
muy lejos de la otra orilla.

CAPÍTULO XIII

EN LA OTRA ORILLA DEL HIDASPES

Alejandro se embarcó en un triacóntoro y se dirigió hacia la otra ribera, acompañado por Pérdicas,
Lisímaco, dos miembros de la escolta real, Seleuco, uno de los Compañeros, que después sería rey, y la

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mitad de los hipaspistas; las tropas restantes se transportaron en otras galeras del mismo tamaño.
Cuando los soldados pasaron allende la isla, enfilaron su rumbo hacia la orilla ya sin disimulo, y cuando
los centinelas enemigos los avistaron, partieron a avisar a Poro tan rápido como el caballo de cada quien
podía galopar. El mismo Alejandro fue el primero en saltar a tierra, y de inmediato empezó a formar en
correcto orden de batalla a la caballería a medida que ésta iba desembarcando de sus embarcaciones y
de los demás triacóntoros. La caballería había recibido órdenes de ser la primera en desembarcar; y ya
desplegada en el orden usual, Alejandro se puso al frente y se dispuso a avanzar. Pronto vio que, debido
a su desconocimiento del lugar, había efectuado el desembarco en un terreno que no era parte de la
ribera, sino una isla; una bastante grandota, de ahí que no se diera cuenta de que se trataba de una isla.
Estaba separada de la otra orilla por un meandro del río donde el cauce era poco profundo. Pero la
fuerte lluvia caída durante la tormenta anterior, que duró la mayor parte de la noche, había aumentado
tanto las aguas que la caballería no podía encontrar un vado, y temía someterse a otro cruce tan
laborioso como el primero.

Cuando por fin se encontró un vado, Alejandro condujo a sus hombres a través de él con mucha
dificultad porque pasaban por donde éste era más profundo; el agua les llegaba por encima del pecho a
los infantes, y de los caballos sólo sus cabezas se elevaban por encima de ella. Cuando también hubo
cruzado este tramo, seleccionó al ágema de caballería y a los mejores hombres de las otras hiparquías
de las restantes caballerías, y los puso en columna a su derecha. Frente a toda la caballería ubicó a los
arqueros montados, desplazó junto a la caballería y delante de la infantería a los hipaspistas reales bajo
el mando de Seleuco. Cerca de ellos estaba el ágema de a pie, y junto a éstos el resto de los hipaspistas,
en el orden de precedencia que se estilaba en aquellos tiempos. A cada lado, en los extremos de la
falange, iban los arqueros, los agrianos y los lanzadores de jabalina.

CAPÍTULO XIV

BATALLA DEL HIDASPES

Habiendo dispuesto así a su ejército, Alejandro ordenó a la infantería seguir adelante a un ritmo lento y
regular; no eran muchos menos de 6.000 hombres, y según pensaba el rey, tenían superioridad en
caballería, por lo que llevó solamente a un total de 5.000 jinetes hacia adelante con rapidez. También
ordenó a Taurón, el jefe de los arqueros, guiarlos con la misma velocidad detrás de la caballería. El rey
había llegado a la conclusión de que si Poro llegaba a enfrentarle con todas sus fuerzas, no tendría
dificultad en superarle al contraatacar con su caballería, o mantenerse a la defensiva hasta que su
infantería llegase en el transcurso del combate; pero si los indios se amedrentaban por su extraordinaria

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audacia al pasar el río y escapaban, él sería capaz de darles alcance en su huida, por lo que la masacre
sería mayor, y no quedarían muchos problemas más para él.

Aristóbulo dice que el hijo de Poro llegó con unos sesenta carros de guerra antes de que Alejandro
acabara de cruzar desde la isla a la orilla, y que podría haber impedido el paso de Alejandro – quien
estaba ya teniendo dificultades incluso cuando nadie se le oponía – si los indios hubieran bajado de sus
carros y asaltado las primeras líneas de macedonios que salían del agua. Empero pasaron de largo con
los carros, y de esa forma el cruce fue bastante seguro para Alejandro, quien al llegar a la orilla mandó a
sus arqueros montados a cargar contra los indios en los carros, y éstos los pusieron fácilmente en fuga,
muchos de ellos malheridos. Otros autores dicen que tuvo lugar una batalla entre los indios que
vinieron con el hijo de Poro y Alejandro al frente de su caballería; que el hijo de Poro traía consigo una
fuerza muy superior, que el mismo Alejandro fue herido por éste, y que cayó en acción su caballo
Bucéfalo, al que le tenía mucho cariño, herido, al igual que su amo, por el hijo de Poro.

Sin embargo, Ptolomeo, hijo de Lago, con quien estoy de acuerdo esta vez, da una versión diferente.
Este autor también dice que a quien envió Poro fue a su hijo, pero no con apenas 60 carros de guerra;
no es probable que Poro, oyendo de sus exploradores que, o bien el propio Alejandro o, en todo caso,
una parte de su ejército se habían acercado a la orilla del Hidaspes en la que estaban, pensara en
mandar a su hijo contra él con sólo esa cantidad de carros. Se trata, de hecho, de que 60 eran
demasiados para enviarlos como una partida de reconocimiento, y no son apropiados para una rápida
retirada; pero, eso sí, eran una fuerza suficiente para inmovilizar a las del enemigo que aún no hubieran
pasado, así como para atacar a los que ya habían desembarcado. Ptolomeo dice que el hijo de Poros se
presentó a la cabeza de 2.000 soldados de caballería y 120 carros. Para entonces, Alejandro había
cruzado desde la isla antes de que aparecieran.

CAPÍTULO XV

DESPLIEGUE TÁCTICO DE PORO

Ptolomeo también dice que Alejandro en primer lugar envió a los arqueros montados contra aquella
fuerza; luego se puso al frente de la caballería, creyendo que era Poro quien se acercaba con todas sus
fuerzas, y que este cuerpo de caballería era sólo la vanguardia del resto de su ejército. Tras haber
determinado con exactitud el número de los indios a combatir, de inmediato embistió velozmente
contra ellos con la caballería que tenía a mano. Al darse cuenta los adversarios de que quien arremeta
contra ellos era Alejandro en persona, acompañado por la caballería en torno a él, formada no en el

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orden de batalla acostumbrado, sino en escuadrones, cedieron terreno; unos 400 de su caballería
murieron en la contienda, entre ellos el hijo de Poro. Los carros también fueron capturados, con los
caballos y todo incluido, porque eran pesados y lentos en el retroceso, y resultaron inútiles en el
combate propiamente dicho a causa de la tierra arcillosa.

Cuando los jinetes que habían escapado de la debacle le contaron a Poro la nueva de que el mismo
Alejandro había cruzado el río con la for de su ejército, y que su hijo había fallecido en la batalla, éste
no podía decidirse qué rumbo tomar. Era obvio que los hombres que se habían quedado atrás con
Crátero intentarían cruzar el río desde el gran campamento, que estaba justo enfrente del suyo. Al final
prefirió marchar contra el mismo Alejandro con todo su ejército, y entablar un combate decisivo con las
mejores y más tenaces tropas de los macedonios, comandados por el rey en persona. Por precaución,
dejó unos pocos de los elefantes, junto con un pequeño ejército, en el campamento para sobrecoger a
la caballería de Crátero y mantenerlos lejos de su orilla. Luego, tomó a todos sus jinetes, un total de
4.000 hombres, sus 300 carros de guerra, 200 elefantes y 30.000 soldados de infantería de élite, y
marchó a encontrarse con Alejandro.

Encontrando un lugar en el que vio que no había fango, sino que debido a la arena el suelo era todo
nivelado y endurecido, y por lo tanto apto para el avance y retroceso de la caballería, Poro desplegó allí
a su ejército. En primer lugar colocó a los elefantes por delante, cada animal a aproximadamente cien
pies aparte, de modo que se extendieran en línea en la parte delantera de la infantería, y causaran
pavor entre la caballería de Alejandro. Además, pensaba el monarca indio que a ninguno de los
enemigos se le ocurriría la temeridad de penetrar en los espacios que separaban a los elefantes; la
caballería sería disuadida de siquiera intentarlo por el susto de sus equinos, y menos aún lo haría la
infantería, pues era probable que fuesen echados hacia atrás por los pesadamente armados soldados
que caerían sobre ellos, y serían pisoteados por los elefantes dando volteretas en torno a ellos. Cerca de
éstos había apostado a su infantería, que no ocupaba una línea al lado de los animales, sino que iba en
una segunda línea detrás de ellos, a una distancia oportuna para que las unidades de infantería
pudieran avanzar rápido hacia los espacios entre los paquidermos. Poro tenía también otras tropas de
infantería ubicadas más allá de los elefantes, en ambas alas, y en ambos fancos de la infantería había
destacado a la caballería, frente a la cual iban los carros en las dos alas de su ejército.

CAPÍTULO XVI

TÁCTICAS DE ALEJANDRO

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Tal fue orden de batalla que ideó Poro para sus fuerzas. Al observar Alejandro que los indios habían
terminado de formar para la batalla, detuvo a su caballería para no avanzar más lejos, y que pudiera
alcanzarlos la infantería, que ya aparecía, y cuando la falange hubo arribado cerca de la caballería tras
una rápida marcha, no los hizo formar enseguida ni los condujo directo al ataque; no deseaba entregar
en bandeja a sus hombres, resoplando de agotamiento y sin aliento tras la caminata, a los bárbaros
frescos y descansados. Por el contrario, hizo que su infantería reposara hasta que recobrasen sus
fuerzas; montando a caballo, trotó alrededor de sus líneas para inspeccionar a sus soldados.

Acabando de estudiar el despliegue de los indios, decidió no avanzar contra el centro, frente al cual los
elefantes se hallaban, y en los espacios entre ellos era visible una densa falange de adversarios; le
empezaba a preocupar el despliegue táctico que Poro había elaborado para dicha sección, puesto que
evidentemente había previsto lo que podía intentar el macedonio. Pero como poseía una superior
caballería, tomó la mayor parte de aquélla y arremetió contra el ala izquierda del enemigo, con el
propósito de empezar el ataque en este fanco. Contra la derecha, envió a Coeno con su propia
hiparquía y la de Demetrio, indicándole mantenerse detrás de los bárbaros cuando, al ver éstos la densa
masa de la caballería del rey embistiendo contra ellos, se aglomerasen a toda prisa para ir a enfrentarlo.
Seleuco, Antgenes y Taurón recibieron la orden de ponerse al mando de la falange de infantería, pero
sin involucrarse en la lucha hasta que observaran que la caballería y la falange de infantería enemigas se
hundían en el desorden por el ataque de la caballería bajo el mando del rey.

Cuando llegaron dentro del alcance de las fechas, Alejandro lanzó a 1.000 de los arqueros montados
contra el ala izquierda de los indios; de esta manera lograría sumir las líneas del enemigo apostadas allí
en la confusión por la lluvia incesante de fechas y la carga simultánea de los jinetes. Él mismo galopó
prontamente con la caballería de los Compañeros contra el ala izquierda de los bárbaros, ansioso de
atacarlos por el fanco mientras todavía se encontraban desorganizados, y antes de que su caballería
pudiera ser desplegada para responder.

CAPÍTULO XVII

DERROTA DE PORO

Mientras tanto, los indios habían concentrado su caballería desde todas las partes, y se desplazaban
hacia adelante apartándose de su posición para contraatacar a la caballería de Alejandro. Coeno
apareció en ese momento con sus hombres por la retaguardia, de acuerdo con las órdenes recibidas.
Los indios, observando esto, se vieron obligados a bifurcar la línea de su caballería en ambos sentidos;

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la parte más avezada y numerosa enfiló en contra de Alejandro, y el resto volvió grupas para encargarse
de Coeno y sus fuerzas. Esto tuvo el efecto de que a las filas indias y sus cuidadosos planes se los tragara
el caos. Alejandro vio su oportunidad en el momento en que la caballería se daba la vuelta en la otra
dirección; atacó a los que tenía enfrente con tal brío que los indios no pudieron aguantar la embestida
de su caballería, y fueron desbandados y arrojados hacia atrás, refugiándose detrás de los elefantes
como si fuesen una muralla amiga. Al contemplar esto, los guías de los elefantes instaron a los animales
a cargar contra la caballería, pero ahora la propia falange de los macedonios avanzaba directamente
hacia los paquidermos; los hombres lanzaban jabalinas para derribar a los guías y también los infantes
más audaces lograron llegar cerca: desplegados en torno a las enormes patas, golpeaban a las propias
bestias desde todos lados.

Se desarrolló así la acción bélica más insólita de todas cuantas se habían dado hasta entonces. Siempre
que los animales hallaban cómo girar sobre sí mismos, arremetan contra las filas de la infantería y
demolían la falange de los macedonios, compacta como solía ser. Los de la caballería de la India, viendo
que la infantería estaba demasiado ocupada en esto, se reunieron de nuevo y avanzaron contra los
jinetes de Macedonia. Pero los hombres de Alejandro, destacados por su combatividad y disciplina, los
apabullaron una segunda vez, y fueron rechazados de nuevo hacia los elefantes y encerrados entre
ellos. Para ese momento, la totalidad de la caballería de Alejandro se había reunido en un solo
escuadrón, no porque su rey les hubiese dado la orden, sino porque la lucha misma los había llevado a
ello, y dondequiera que atacaban, las filas de los indios eran destrozadas.

Las bestias estaban ahora apiñadas en un espacio angustiosamente estrecho; haciendo cabriolas y
dando empellones para despejar el terreno, pisoteaban y lesionaban a las tropas amigas y a las tropas
enemigas equitativamente. En consecuencia, se produjo una gran matanza entre la caballería,
encerrada como estaba en un espacio reducido en torno a los elefantes. La mayoría de los cuidadores
de los elefantes habían sido tumbados por las jabalinas, y algunos de los animales habían recibido
heridas, mientras que otros ya no podían seguir y luchaban por alejarse de la batalla a causa de sus
sufrimientos o por fallecimiento de su guía. Enloquecidos por el dolor, corrían hacia amigos y enemigos
por igual, empujándolos, pisoteándolos y matándolos de todas las formas imaginables. A los
macedonios les iba mejor, pues se retiraban a tiempo cuando veían venir a esas impresionantes moles a
la carrera, porque ellos se habían abalanzado sobre los animales en un espacio más abierto y actuaban
de acuerdo con un plan; cuando los elefantes se daban media vuelta para regresar, los seguían de cerca
y lanzaban venablos contra ellos. Los indios que en su retirada se metan entre los elefantes estaban
recibiendo ahora un mayor daño de parte de ellos. Cuando los animales estaban demasiado
extenuados, y ya no eran capaces ni de cargar a media fuerza, comenzaron a retirarse de cara a los
enemigos como barcos que van a contracorriente, emitiendo simplemente un estridente sonido de
advertencia con sus trompas.

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Alejandro rodeó toda la línea adversaria con su caballería, y dio la señal a la infantería de juntar sus
escudos entre sí para formar un rectángulo muy compacto, y avanzar así en falange. Por este medio, la
caballería india, con la excepción de unos pocos hombres, se redujo considerablemente en número
luchando contra ellos; como también la infantería, porque los macedonios estaban presionándolos por
doquier. Percatándose de que estaban siendo derrotados, todos los que podían hacerlo se dieron a la
fuga a través de los espacios abiertos entre los distintos escuadrones de la caballería de Alejandro.

CAPÍTULO XVIII

PÉRDIDAS DE AMBOS COMBATIENTES – PORO SE RINDE

Al mismo tiempo, Crátero y los otros oficiales del ejército de Alejandro que se habían quedado en el
campamento del Hidaspes, cruzaron el río cuando se dieron cuenta de que Alejandro había logrado otra
brillante victoria. Estos hombres, estando descansados, continuaron con la persecución de los fugitivos
en lugar de las exhaustas tropas de Alejandro; nada menos que una gran masacre de los indios en
retirada fue lo que hicieron. De los indios, algo menos de 20.000 soldados de infantería y 3.000 de
caballería murieron en esta batalla. Todos los carros de guerra fueron hechos pedazos; dos hijos de Poro
fueron abatidos en combate, al igual que Espitaces, el sátrapa de los indios de aquella región, todos los
guías de los elefantes, los aurigas de los carros de guerra y todos los jefes de caballería y los generales
del ejército de Poro. Los elefantes que no murieron ahí fueron capturados posteriormente. De las
fuerzas de Alejandro, en cambio, cayeron unos 80 de los 6.000 soldados de infantería que participaron
en el primer ataque, y diez de los arqueros montados que también fueron los primeros en participar en
la acción; unos 20 de la caballería de los Compañeros, y 200 jinetes de otras hiparquías.

Poro había demostrado su admirable talento para la guerra en aquella batalla, realizando
competentemente las tareas no sólo de un general, sino también de un valiente soldado; observando la
masacre de su caballería y viendo que algunos de sus elefantes yacían muertos, otros privados de sus
guías errando por allí en condiciones lastimeras, y que la mayor parte de su infantería habían perecido,
no escapó, como el Gran Rey Darío hizo, dando un mal ejemplo a sus hombres. Por el contrario,
mientras quedó algún contingente indio que se mantuviera firme y ordenado en la batalla, él prosiguió
la lucha. Pero al final, tras haber recibido durante la confrontación una herida en el hombro derecho, la
única parte de su cuerpo sin protección, debió retroceder. Su cota de malla protegía el resto de su
cuerpo de los proyectiles, al ser extraordinaria por su resistencia y porque encajaba a la perfección en
sus extremidades, como pudieron observar más tarde los que le vieron. Herido, hizo dar la vuelta a su
elefante y empezó a retirarse del campo.

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Alejandro, que había constatado que aquél era un gran hombre y valeroso en la batalla, deseaba
preservarle con vida. Por consiguiente, mandó primero a verle al indio Taxiles, quien cabalgó hasta
ponerse a una cercana pero prudencial distancia del elefante que cargaba a Poro, y le ordenó mantener
quieto al paquidermo; le aseguró que huir ya no era posible para él y le rogó que escuchase el mensaje
de Alejandro. No obstante, al ver Poro que el heraldo era Taxiles, su viejo enemigo, se dio media vuelta
y se dispuso a atravesarlo con una jabalina; probablemente lo habría matado si el otro no hubiera
puesto rápido a su caballo fuera del alcance de Poro, antes de que éste pudiera golpearlo. Alejandro no
se enfadó con Poro ni siquiera por esto, sino que continuó enviándole más emisarios uno tras otro; el
último de todos fue Meroe, un indio, porque se había enterado de que era un antiguo amigo de Poro.
Tan pronto como éste terminó de escuchar el mensaje que le llevó Meroe, y, al mismo tiempo,
sintiéndose vencido por la sed, detuvo su elefante y se apeó de él. Después de beber un poco de agua y
sentirse refrescado, le dijo a Meroe que le llevara sin más retraso ante Alejandro. Así lo hizo Meroe.

CAPÍTULO XIX

ALIANZA ENTRE ALEJANDRO Y PORO – MUERTE DE BUCÉFALO

Cuando Alejandro escuchó que Meroe traía a Poro, se puso al frente de sus tropas con algunos de los
Compañeros para ir al encuentro; detuvo su caballo frente a él, admirando su hermosa figura y su
estatura, que se elevaba un poco más de cinco codos. También se sorprendió de que su indómito
espíritu no diera muestras de estar intimidado, sino que avanzó a su encuentro como un hombre
valiente recibiría a otro hombre valiente, habiendo luchado honorablemente en defensa de su propio
reino contra otro rey. Alejandro fue el primero en hablar, pidiéndole al indio que le dijera cuál era el
tratamiento que deseaba recibir. El relato asegura que Poro contestó:

"¡Trátame, Alejandro, como a un rey!"

Muy complacido por estas palabras, Alejandro le respondió:

"Por parte mía, Poro, serás tratado de esta manera. Por la tuya pídeme algo que te agradaría recibir a
ti."

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Sin embargo, Poro dijo que todo lo que deseaba estaba incluido en esa petición. Alejandro, aún más
contento por esta contestación, no sólo le restituyó la soberanía sobre sus propios territorios, sino que
también agregó otro domino al que ya tenía, de mayor magnitud que el anterior. Así cumplió el deseo
de aquél admirablemente valeroso hombre de ser tratado como un rey, y desde ese momento éste le
fue siempre leal en todas las circunstancias.

Tal fue el resultado de la batalla de Alejandro contra Poro y los indios que vivían allende el río Hidaspes,
que se libró en el mes de muniquión en el año del arcontado de Hegemón en Atenas.

Alejandro fundó dos ciudades, una donde la batalla se llevó a cabo, y la otra en el lugar donde se
comenzó a cruzar el río Hidaspes; a la primera la llamó Nicea, en conmemoración de su victoria sobre
los indios, y a la segunda Bucéfala en memoria de su caballo Bucéfalo, que murió allí, no por haber sido
herido por cualquier arma, sino por los efectos de la fatiga y la vejez; contaba ya con una treintena de
años y estaba muy desgastado por el agotamiento. Este Bucéfalo había compartido muchas penurias y
peligros con Alejandro durante muchos años; no se dejaba montar por nadie que no fuera el rey, porque
rechazaba a otros jinetes. Era a la vez de tamaño inusual y generoso de temple. La cabeza de un buey la
tenía grabada como una marca distintiva, y, de acuerdo con algunos autores, ésa fue la razón por la que
recibió aquel nombre; pero dicen otros que, aunque era negro por completo, tenía una mancha blanca
en la testa que tenía un notorio parecido con la cabeza de un buey. En la tierra de los uxios, este caballo
se lo robaron a Alejandro, quien inmediatamente envió una proclama por todo el país diciendo que iba
a matar a todos los habitantes a menos que el caballo fuese devuelto. Como resultado de esta
proclama, el animal fue traído de nuevo sin tardanza ante él. Lo cual ilustra cuan intenso era el cariño
que Alejandro senta por el caballo, y el grande temor a Alejandro que los bárbaros albergaban.
Permitidme que rinda este pequeño homenaje de mi parte a este Bucéfalo por deferencia a su amo.

CAPÍTULO XX

LA CONQUISTA DE LOS GLAUSOS – LA EMBAJADA DE ABISARES – CRUCE DEL RÍO ACESINES

Realizados los ritos fúnebres con todos los honores debidos para los macedonios caídos en la batalla,
Alejandro ofreció los sacrificios rituales a los dioses en agradecimiento por su victoria, y organizó
concursos de gimnasia y equitación en la orilla del Hidaspes, en el lugar donde por primera vez lo cruzó
con su ejército. Más adelante, dejó a Crátero atrás con una parte del ejército para terminar de erigir y
fortificar las ciudades que él estaba fundando en aquella región; él mismo debía proseguir su marcha
para combatir con los indios de la tierra contigua a los dominios de Poro. De acuerdo con Aristóbulo,

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este pueblo era conocido con el nombre de glaucánicos, Ptolomeo, al contrario, los llama glausos; cuál
era realmente el nombre que llevaban, me es bastante indiferente. Alejandro atravesó su tierra con la
mitad de la caballería de los Compañeros, los soldados de infantería escogidos de cada falange, todos
los arqueros montados, los agrianos y los arqueros de a pie. Todos los habitantes se acercaron a él en
son de paz para capitular voluntariamente, y de esta manera es como se adueñó de treinta y siete
ciudades; las más chicas de éstas tenían 5.000 habitantes en total, y las más grandes presumían de
poseer por encima de 10.000 ciudadanos. También tomó muchos pueblos, cuya población no era mucho
menor que de las ciudades. Estas tierras también se las cedió a Poro para que las gobernara, y debió
enviar de vuelta a Taxiles a sus dominios después de apadrinar una reconciliación entre él y Poro.

En ese momento llegó una legación de parte de Abisares, quien le dijo que su rey estaba dispuesto a
entregarse y cederle la tierra que gobernaba. Y, sin embargo, antes de la batalla entre Alejandro y Poro,
Abisares ambicionaba unir sus fuerzas a las de este último. Mudando de opinión, envió a su hermano
con los embajadores ante Alejandro, cargados de tesoros y cuarenta elefantes como regalo para el rey.
Otra legación vino de parte de los indios independientes, y de un cierto gobernante indio llamado Poro,
distinto del anterior18. Alejandro contestó que Abisares debía comparecer ante él lo más pronto posible,
con la amenaza explícita de ir a verle con su ejército en un lugar donde no se alegraría de encontrarle,
en caso de no presentarse.

Fratafernes, el sátrapa de Partia e Hircania, fue otro que llegó a ver a Alejandro, trayendo a los tracios
que se habían quedado con él. Mensajeros de Sisicoto, sátrapa de los asacenos, arribaron también para
informar que los nativos habían asesinado al sátrapa y se habían sublevado contra Alejandro. Éste
reaccionó despachando a Filipo y Tiriaspes con un ejército para sofocar la rebelión y poner en orden los
asuntos de aquella satrapía.

Después se dirigió hacia el río Acesines. Ptolomeo, hijo de Lago, ha descrito sólo el tamaño de este río
de entre todos los que surcan la India: afirma que Alejandro lo cruzó con su ejército en barcos y botes
de pieles cosidas; la corriente era rápida y el cauce estaba lleno de rocas grandes y afiladas, contra las
cuales el agua chocaba y formaba violentos remolinos. Dice también que su anchura ascendía a quince
estadios; que los que pasaron en los botes de pieles tuvieron un cruce tranquilo, pero que no pocos de
los que cruzaron en los barcos perecieron ahogados, ya que muchos de ellos zozobraron al estrellarse
con las rocas y hacerse astillas. A partir de esta descripción, sería posible que uno llegue a ciertas
conclusiones por comparación: no se han desviado de la realidad quienes proponen que la dimensión
del río Indo es de una media de cuarenta estadios de ancho, la cual se contrae a quince estadios donde
es más estrecho y más profundo, y que ésta es la anchura del Indo en muchos lugares. Llego yo,

18 Estrabón afirma que este Poro era primo del Poro que Alejandro derrotó.

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entonces, a la conclusión de que Alejandro eligió una parte del Acesines donde el cauce era más amplio,
porque en ese caso encontraría el fujo más lento que en otros lugares.

CAPITULO XXI

ALEJANDRO AVANZA MÁS ALLÁ DEL HIDRAOTES

Después de cruzar el río, le dijo a Coeno que se quedase con su propia unidad en aquella orilla, para
supervisar el paso de la parte del ejército que se había quedado atrás con el fin de recolectar grano y
otros suministros en los territorios de los indios que ya eran súbditos suyos. Envió a Poro a sus dominios
para seleccionar a los más feroces de sus indios, reunir todos los elefantes que pudiera y, hecho todo,
regresar donde los macedonios. Al otro Poro, el desleal, decidió darle caza con las más ligeras tropas de
su ejército; le habían informado que aquél había salido de la tierra que gobernaba y había huido. El Poro
rebelde, mientras subsistan las hostilidades entre Alejandro y el otro Poro, había enviado emisarios a
Alejandro con la oferta de someterse y rendir sus ciudades a él; más por enemistad con el Poro
beligerante que por simpata hacia Alejandro. Pero cuando se enteró de que el primero no había
perdido la libertad, y encima le habían puesto en el trono de otro gran país además del suyo, temió no
tanto a Alejandro como a su tocayo, y huyó de su tierra llevándose con él a muchos guerreros a quienes
pudo persuadir de compartir su aventura.

Persiguiendo a este hombre, Alejandro llegó al Hidraotes, que es otro río indio no menos caudaloso y
ancho que el Acesines, pero sin una corriente tan turbulenta como aquél. El macedonio atravesó las
tierras en torno al Hidraotes, dejando guarniciones en los lugares más adecuados, con miras a que
Crátero y Coeno pudieran avanzar sin percances, recorriendo la mayor parte de aquella tierra para
forrajear. Luego, despachó a Hefestión hacia el territorio del Poro sublevado, dándole una parte del
ejército compuesta por dos unidades de la falange, la hiparquía que éste comandaba y la de Demetrio, y
la mitad de los arqueros, sus órdenes eran entregarle el país al otro Poro, el leal, para que éste
terminara de someter a las tribus autónomas de los indios que habitaban cerca de las orillas del río
Hidraotes, y dejarlas después en manos de Poro para que las gobernase. El río Hidraotes lo cruzó sin
problemas, como no sucedió en el Acesines. Luego, siguió avanzando; a medida que se internaba en la
tierra allende el Hidraotes, sucedió que la mayoría de aquellas gentes capitulaba sin luchar. Algunos
salieron a su encuentro bien armados y en plan de combatir; otros trataron de escapar, y fueron
capturados y subyugados por medio de las armas.

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CAPÍTULO XXII

INVASIÓN DE LA TIERRA DE LOS CATEOS

Mientras tanto, se le informó que la tribu de los llamados cateos y algunas otras tribus indias
independientes se preparaban para la guerra, en caso de que el rey llegara a aproximarse a su tierra, y
que estaban convocando a una alianza a todas las tribus limítrofes, que eran de la misma manera
todavía autónomas. También le contaron que la ciudad de Sangala, cerca de la cual estaban pensando
plantearle batalla, tenía excelentes fortificaciones. Los propios cateos estaban considerados como un
pueblo muy intrépido y hábil para la guerra; temperamento que los asemejaba a otras dos de las tribus
indias, los oxidracos y los malios. Poco tiempo antes, Poro y Abisares habían marchado contra ellos con
sus propias fuerzas y las de muchas otras tribus de indios libres, a quienes habían persuadido de unirse a
sus tropas; pero se vieron obligados a retirarse sin lograr nada que compensara por la afanosa
planificación a la que se habían dedicado con este propósito.

Conociendo Alejandro los pormenores de este revés, él mismo emprendió una marcha forzada para
presentarse ante los cateos. En el segundo día después de partir desde el río Hidraotes, llegó a una
ciudad llamada Pimprama, habitada por una tribu de indios llamados adraistas que aceptaron sus
términos para rendírsele. Dando un corto descanso a su ejército durante el siguiente día, partió al
tercero hacia Sangala, donde los cateos y las otras tribus vecinas se habían concentrado y estaban
esperándole listos frente a la ciudad, sobre una colina que no era tan elevada en ninguno de sus lados.
Habían dispuesto sus carros en torno a este cerro, y acampaban dentro del círculo que formaban éstos,
de manera que parecían estar rodeados por una triple barrera de carros.

Alejandro se detuvo a contar el gran número de los bárbaros y analizó la naturaleza de su posición; tras
hacerlo, desplegó a sus fuerzas en el orden que le pareció el más apropiado para esta circunstancia.
Envió a sus jinetes arqueros a arremeter contra ellos sin perder tiempo, ordenando que se acercaran al
adversario todo lo que pudieran y disparasen sus fechas desde la distancia; impidiendo así que los
indios pudiesen hacer una incursión desde la barrera de carros, y herirlos dentro de sus refugios antes
de que su ejército tuviera ocasión de formar para pelear. A la derecha, apostó al ágema de caballería y
la hiparquía de Clito; próximos a éstos a los hipaspistas, y luego a los agrianos. A la izquierda se había
alineado Pérdicas con su propia hiparquía y los Compañeros de a pie. A los arqueros los dividió en dos
contingentes y los colocó en cada ala.

Mientras él estaba reuniendo su ejército, la infantería y la caballería de la retaguardia llegaron por fin.
De éstos, a la caballería también la dividió en dos contingentes y los mandó a plantarse en cada ala, y a
la infantería le ordenó rellenar las filas de la falange para hacerla más densa y compacta. Acto seguido,

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tomó a la caballería desplegada a la derecha, y la condujo hacia los carros en el ala izquierda de los
indios, porque aquí su posición le parecía más endeble, y los carros no habían sido colocados muy
juntos.

CAPÍTULO XXIII

ATAQUE CONTRA SANGALA

Los indios no se retiraron de sus sitios detrás de los carros para responder al ataque de la caballería que
se les venía encima; en vez de eso, subieron a los carros y comenzaron a lanzar proyectiles desde la
parte superior de los mismos. Alejandro, al ver que esto no era trabajo para la caballería, desmontó de
su corcel, y a pie lideró el ataque de la falange. Los macedonios no tuvieron dificultades para despejar la
primera fila de carros indios; pero entonces los indios, tomando posición frente a la segunda fila, más
fácilmente pudieron repeler el ataque, ya que se situaron en formación más densa en un círculo más
pequeño. Por otra parte, mientras los de Macedonia proseguían la arremetida hacia el espacio reducido,
los indios fueron arrastrándose furtivamente hacia la primera fila de carros, y, echando a un lado la
disciplina, salieron a agredir a sus enemigos a través de los huecos que quedaban entre los carromatos,
atacando cada hombre cuando encontraba una oportunidad. Empero estos indios fueron igualmente
expulsados de allí por la eficiente falange de los macedonios. Ya no pudieron resistir en la tercera fila de
carros y huyeron tan rápido como podían hacia la ciudad, encerrándose en ella.

Durante ese día, Alejandro acampó con su infantería rodeando la ciudad; al menos una gran parte de
ella como la falange alcanzaba a rodear, porque no podía desplegar a todas sus tropas en torno a la
muralla, extensa como era. Cercano a la parte que su campamento no rodeaba, exista un lago; envió a
la caballería a apostarse alrededor del mismo, que era poco profundo como descubrieron al instante.
Tal orden la dio porque suponía que los indios, intimidados por su derrota reciente, querrían abandonar
la ciudad en la noche. Y resultó tal como había intuido; durante la segunda vigilia de la noche, la mayoría
de ellos se dejó caer desde la muralla, pero aterrizaron sobre los centinelas de la caballería macedonia.
Gran parte de ellos fueron muertos por éstos; los hombres que venían detrás de los primeros fugitivos,
al percatarse de que el lago estaba custodiado por doquier, se retiraron a la ciudad otra vez.

Alejandro hizo cercar la ciudad con una empalizada doble, excepto en la parte donde el lago se hallaba,
y alrededor del lago colocó a vigías más atentos. Igualmente decidió emplear su maquinaria de asedio
para derribar los muros. En el entretiempo, algunos de los hombres de la ciudad desertaron a su
campamento, y le revelaron que los indios pretendían salir subrepticiamente esa misma noche fuera de

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la ciudad y escapar por el lago, donde estaba el espacio que la empalizada no obstruía. Su reacción fue
destinar allí a Ptolomeo, hijo de Lago, asignándole tres quiliarquías de los hipaspistas, todos los agrianos
y una unidad de arqueros, indicándole el lugar por donde, según sus suposiciones, los bárbaros tratarían
de abrirse camino.

"Cuando veas que los bárbaros fuerzan su camino hasta aquí," le dijo, señalándole el sitio, '' tú y el
ejército debéis obstaculizar su paso y ordenar al corneta tocar la señal. Y cuando lo haga, cada uno de
los jefes, al oír la señal, debe formar en orden de batalla con sus propios hombres; avanzad hacia el
ruido, adonde el corneta os guíe. Yo, por mi parte, tampoco me voy a abstener de entrar en acción."

CAPÍTULO XXIV

CAPTURA DE SANGALA

Tales fueron las órdenes que dio el rey. Ptolomeo recogió tantos carros como pudo de los que habían
sido abandonados en la primera retirada de los bárbaros y los colocó transversalmente, de manera que
podría parecer a los fugitivos en la oscura noche que tropezaban con muchos estorbos en su camino.
Como la empalizada había sido derribada, o no la habían fijado firmemente al suelo, ordenó a sus
hombres acumular montones de tierra en varios lugares entre el lago y la muralla. Esto realizaron sus
soldados durante la noche. Cuando se aproximaba la cuarta vigilia, los bárbaros, tal como a Alejandro le
habían revelado, abrieron las puertas orientadas hacia el lago y salieron a la carrera en esa dirección. Sin
embargo, no escaparon a la atención de los centinelas, ni a la tropa de Ptolomeo, que se había ubicado
detrás de ellos para prestarles ayuda. En ese mismo instante, una trompeta dio la señal, y Ptolomeo se
adelantó hacia los bárbaros con su ejército completamente equipado y formado en orden de batalla.
Los evadidos tuvieron que moverse entre los carros y la estacada colocada en el espacio intermedio, una
incómoda obstrucción para ellos. Al sonar la trompeta, Ptolomeo les cayó encima, matando a los
hombres a medida que intentaban escabullirse a través de los carros. Todos fueron repelidos de nuevo
hacia la ciudad, y en su retirada fueron cayendo hasta 500 de ellos.

Mientras tanto, Poro llegó trayendo con él a los elefantes que le quedaban, y 5.000 soldados indios. Ya
habían terminado de construir las máquinas de asedio para Alejandro y las estaban llevando hasta la
muralla, pero antes de que fuera echada abajo, los macedonios tomaron la ciudad por asalto. Habían
excavado debajo del muro, que estaba hecho de ladrillo, por donde se colaron, y también entraron
apoyando escalas contra él en distintos lados. En la captura de la ciudad, alrededor de 17.000 de los
indios fueron abatidos, y por encima de 70.000 fueron capturados; además de 300 carros de guerra y

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500 de la caballería. En todo el sitio, un poco menos de 100 del ejército de Alejandro murieron
combatiendo; el número de heridos fue mayor en proporción a los muertos: fueron más de 1.200, entre
los que se encontraban el escolta real Lisímaco y otros oficiales.

Después del funeral de los muertos realizado de acuerdo con la costumbre, Alejandro envió a Eumenes,
el secretario real, con 300 de la caballería a las dos ciudades que se habían unido a Sangala en su
sublevación; a decir a sus habitantes que Sangala había caído, y para informarles que Alejandro no los
haría objeto de malos tratos si se quedaban donde estaban y le recibían como a un amigo. Después de
todo, ningún daño les había infigido a cualquiera de los otros pueblos indios independientes que se
habían entregado a él por su propia iniciativa. Pero éstos habían escapado despavoridos de aquellas
ciudades, porque a Eumenes le precedió la nueva de que Alejandro había tomado Sangala por la fuerza.
Cuando Alejandro lo supo, decidió perseguirlos a toda prisa, pero la mayoría de ellos eran demasiado
escurridizos para él, y su huida fue exitosa, porque sus perseguidores partieron desde un punto lejano.
Sin embargo, algunos se quedaron atrás durante la retirada por hallarse débiles, y fueron capturados
por el ejército y asesinados; éstos fueron alrededor de 500. Luego, abandonando la persecución, el rey
volvió a Sangala, y redujo la ciudad a escombros. Esta tierra la agregó a los dominios de los indios que
antes habían sido independientes, pero que ahora se habían sometido voluntariamente a él. Por último,
envió a Poro con sus fuerzas a las ciudades que habían aceptado su supremacía, para introducir
guarniciones en ellas. Él mismo se dirigió luego al río Hífasis con su ejército, para someter a los indios
que moraban más allá de él. No parecía que para él la guerra fuese a tener un pronto fin; no mientras
existiera alguien que le fuera hostil.

CAPÍTULO XXV

EL EJÉRCITO SE NIEGA A CONTINUAR EL AVANCE – ALEJANDRO PRONUNCIA UN DISCURSO


ANTE LOS OFICIALES

Se decía que el país allende el río Hífasis era fértil, que los hombres eran eximios agricultores y valientes
en la guerra, y que resolvían sus propios asuntos de gobierno de una manera estructurada y
constitucional. El pueblo llano estaba gobernado por la aristocracia, que ejercía el poder sin contrariar
en ningún modo las normas de la moderación. También afirmaban los informes que los hombres de
aquella tierra poseían un número de elefantes que excedía por mucho al de los demás indios; eran
varones de estatura muy elevada y descollaban por su valor. Estos informes excitaron en Alejandro unas
abrasadoras ansias de avanzar más y más; no obstante, el espíritu de los macedonios empezaba a
faquear al notar que su rey seguía planeando una expedición tras otra, e incurría en un peligro tras
otro. Se celebraron conciliábulos por todo el campamento, en los cuales los más moderados se

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limitaban a lamentar su sino, mientras que los más exaltados declaraban resueltamente que no
seguirían a Alejandro más lejos, incluso si él de nuevo se ponía al frente para abrir la senda. Cuando él
tuvo conocimiento de lo que sucedía, antes de que la indisciplina y la pusilanimidad cundieran todavía
más entre los soldados, convocó a un consejo a los jefes de todas las unidades y se dirigió a ellos con
estas palabras:

"Macedonios y aliados griegos: al ver que ya no me seguís en designios arriesgados con una
determinación igual a la que antes os animaba, os he reunido a todos en un mismo lugar para que ver si
os puedo persuadir a continuar adelante conmigo, o si vosotros me persuadís a mí de regresar. Si
efectivamente las penalidades a las que se os ha sometido hasta llegar a nuestra posición actual os
parecen reprochables, y si no aprobáis mi liderazgo, no puede haber ningún sentido en que siga
hablando. Pero considerad que como resultado de tales penalidades es que sois dueños de Jonia, el
Helesponto, las dos Frigias, Capadocia, Pafagonia, Lidia, Caria, Licia, Panfilia, Fenicia, Egipto junto con la
Libia helénica; así como parte de Arabia, la Celesiria, la Siria entre los ríos, Babilonia, la nación de los
susianos, Persia, Media, además de todas las naciones que los persas y los medos gobernaban, y muchas
otras que no gobernaban; la tierra más allá de las Puertas Caspias, el país allende el Cáucaso, el Tanais,
así como la tierra más allá de este río, Bactria, Hircania y el mar Hircano. Y también hemos sometido a
los escitas, incluso a los de las tierras yermas; y, además de eso, el río Indo fuye a través de un territorio
que es nuestro, como también lo hacen el Hidaspes, Acesines e Hidraotes. ¿Por qué, entonces, vosotros
os abstendréis de sumar el Hífasis también, y las naciones asentadas al otro lado de este río, a nuestro
imperio de Macedonia? ¿O es que teméis que nuestro avance sea detenido en un futuro cercano por
cualquier bárbaro? De estos mismos, unos se nos someten por su propia voluntad y otros son
capturados en pleno escape; mientras que otros más, habiendo tenido éxito en sus esfuerzos por huir,
de todos modos nos dejan sus tierras desiertas, que añadimos a las de nuestros aliados, o a las de
quienes se han sometido voluntariamente a nosotros.”

CAPÍTULO XXVI

CONTINUACIÓN DEL DISCURSO DE ALEJANDRO

"Yo, por mi parte, creo que para un hombre valiente los trabajos y el esfuerzo no tienen límites; no hay
otro fin para él excepto la labor en sí misma, siempre y cuando lleve a resultados gloriosos. Mas si
alguien desea saber cuál será el final de esta guerra, le hago conocer hoy que la distancia que aún queda
antes de llegar al río Ganges y el Océano no es muy grande, y le informo que comprobaremos con
nuestros ojos que el mar Hircano se une con éste, puesto que el Océano rodea toda la Tierra. Mi
intención es demostrar tanto a los macedonios como a los aliados griegos que el Golfo Índico confuye

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con el Pérsico, y el mar de Hircania con dicho golfo indio. Desde el Golfo Pérsico, la expedición navegará
por Libia hasta las Columnas de Heracles. A partir de estos pilares, todo el interior de Libia se convertirá
en posesión nuestra19, y así el conjunto de Asia nos pertenecerá a nosotros; los límites de nuestro
imperio serán los que Dios ha designado como confines de la Tierra.”

“Por ello, si volvemos ahora, abandonaremos la conquista de muchas naciones belicosas de más allá del
Hífasis hasta Océano en el este; y muchas más entre aquél e Hircania en la dirección del viento del
norte, y, no muy lejos de ellas, los pueblos escitas. Si nos volvemos, hay razón para temer que los
pueblos que ahora son súbditos nuestros, al no ser firmes en su lealtad hacia nosotros, pueden ser
instigados a levantarse por los que aún no se han sometido. Entonces todos nuestros numerosos
esfuerzos habrán sido en vano, o será necesario para nosotros incurrir otra vez en los mismos peligros y
labores que al principio. ¡Oh macedonios y aliados griegos, manteneos firmes! Gloriosos son los hechos
de los que acometen una grande labor y corren un grande riesgo, y es muy agradable llevar una
existencia valiente y morir dejando tras de sí la gloria imperecedera. ¿O no sabéis que nuestro ancestro
ha alcanzado tan altas cotas de gloria, pasando de ser un mero mortal a convertirse en un dios, como
parece ser, debido a que no permaneció en Tirinto o Argos, o incluso en el Peloponeso o en Tebas? Los
trabajos de Dioniso no fueron pocos, pero él era una deidad de rango muy excelso para ser comparado
con Heracles. Vosotros, sin embargo, habéis penetrado en las regiones más allá de Nisa, y aquella Roca
de Aornos que Heracles no pudo capturar se encuentra en vuestro poder. Sumad, pues, las partes de
Asia que aún quedan por subyugar a las ya adquiridas, la minoría a la mayoría.”

“¿Qué memorables y gloriosas gestas podríamos haber realizado si, sentados a nuestras anchas en
Macedonia, hubiéramos considerado que era suficiente con dedicarnos a nuestro propio país, sin
ninguna otra preocupación o trabajo que tan sólo repeler los ataques de las tribus de nuestras
fronteras, los tracios, ilirios y tribalos, o los griegos hostiles a nuestros intereses? Si fuera el caso que yo
actuase como vuestro general sin someterme a las mismas penurias y manteniéndome lejos del peligro,
mientras vosotros hacíais todo el trabajo y os exponíais al peligro, no sin razón se os debilitaría el
espíritu y faquearía vuestra resolución. Porque entonces solamente vosotros haríais los trabajos, y las
recompensas las cosecharían otros. Sin embargo, sabéis que los padecimientos los compartimos
vosotros y yo; asumimos los riesgos a partes iguales, y las recompensas están abiertas a la libre
competencia de todos. Porque las tierras son vuestras, y vosotros sois quienes las gobernáis. De igual
manera, la mayor parte de los tesoros son ahora vuestros; y cuando hayamos conquistado lo que queda
de Asia, por Zeus, que habré satisfecho vuestras expectativas, e incluso habré superado las ganancias
que cada uno esperaría recibir, y entonces a quienes deseéis retornar os enviaré de vuelta a vuestro
propio terruño, o yo mismo os guiaré de regreso a casa. A los que se queden aquí conmigo, los
convertiré en la envidia de los que se marchen."

19 El interior del territorio africano conocido hasta entonces, entre Gibraltar y Egipto, y el sur inexplorado. Los geógrafos
antiguos se referían a África como parte del continente asiático. (N. de E. J. Chinnock).

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CAPÍTULO XXVII

LA RESPUESTA DE COENO

Terminando Alejandro de pronunciar estas frases y otras similares, se hizo un largo silencio; nadie del
auditorio poseía el coraje suficiente para hablar en oposición al rey y sin restricciones, y tampoco
deseaban aceptar su propuesta. El rey en repetidas ocasiones animó a hablar a quien lo deseara,
aunque sus puntos de vista fuesen distintos de los que él mismo había expresado. No obstante, el
silencio continuó durante buen rato más; y al final, Coeno, hijo de Polemócrates, hizo acopio de valor y
habló así:

"¡Oh rey! Ya que tú no quieres gobernar a los macedonios mediante imposiciones, sino que tú mismo
dices preferir liderarnos mediante la persuasión, o ceder a nuestra persuasión, y no pretendes usar la
violencia en contra nuestra; daré un discurso no en mi propio nombre ni en el de mis conmilitones aquí
presentes, que poseemos mayores honores que los sencillos soldados, y la mayoría de nosotros ya
hemos recogido los frutos de nuestra labor, y debido a nuestra preeminencia somos más celosos que el
resto para servirte en todas las cosas. En nombre de quienes voy a hablar es en el de los soldados de la
mayor parte del ejército. En nombre de este ejército no hablaré lo que sea gratificante para los oídos de
nuestros hombres, sino lo que considero que es más ventajoso para ti en estas circunstancias y más
seguro para el futuro. Siento que me incumbe no ocultar lo que pienso que es el mejor camino a seguir,
tanto debido a mi edad como al honor conferido a mí por el resto del ejército a tu petición, y la valenta
que he demostrado hasta el presente y sin ninguna duda, en todo peligro y labor emprendida.”

“Muy numerosas e impresionantes han sido las hazañas por ti alcanzadas como general nuestro y por
quienes salimos de casa contigo, por lo cual más lógico me parece que debe ponerse fin a nuestros
trabajos y peligros. Porque tú has visto por ti mismo el número de macedonios y griegos que
comenzaron esta expedición, y qué pocos de nosotros hemos quedado. Bien hiciste en mandar de
vuelta de entre los nuestros a los tesalios aquella vez en Bactra, porque te habías percatado de que ya
no estaban dispuestos a continuar compartiendo nuestras fatigas. De los otros griegos, algunos se han
establecido como colonos en las ciudades que has fundado, en las que no todos permanecen por su
libre albedrío. Los soldados macedonios y griegos que continuaron compartiendo nuestros trabajos y
arriesgándose con nosotros, o bien han perecido en muchas batallas, han quedado inválidos para luchar
a causa de sus heridas, o han sido desperdigados por diferentes partes de Asia. La mayoría, sin embargo,
han perecido a causa de enfermedades; por lo que muy pocos han quedado de muchos. Y estos pocos
ya no se encuentran igual de vigorosos en cuerpo, y en espíritu están profundamente agotados.”

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“Todos y cada uno de ellos sienten un gran anhelo de ver a sus seres queridos. Aquellos cuyos padres
todavía viven, anhelan verlos una vez más; otros extrañan a sus esposas e hijos, o simplemente anhelan
regresar a su tierra natal. Sin duda, es perdonable que suspiren por volver a verlos con los honores y las
dignidades que han adquirido gracias a ti; y que deseen regresar como grandes hombres cuando
salieron siendo hombres insignificantes, y como hombres ricos en lugar de los pobres que eran al inicio.
No nos lleves ahora en contra de nuestra voluntad, porque descubrirás que ya no somos los mismos
soldados en lo que se refiere a enfrentar los peligros, ya que estaremos privados de nuestro libre
albedrío y faltos de ganas. Más bien, si te parece razonable, vuelve a nuestra tierra, visita a tu madre,
soluciona los asuntos con los griegos, y presenta en la casa de tus padres estas tantas y colosales
victorias. Más adelante en el tiempo, empieza una nueva expedición, si ése es tu deseo, en contra de
estas tribus de indios situados muy al oriente. O bien, si tú lo deseas así, hacia el Ponto Euxino, o contra
Carchedón20 y las regiones de Libia situadas en los confines de las tierras de este pueblo.”

“Ahora bien, es tu derecho gestionar tales asuntos, y los macedonios y griegos te seguirán; hombres
jóvenes en lugar de viejos, frescos en lugar de exánimes. Hombres para quienes la guerra no tiene
terrores, porque hasta el momento no la han experimentado, y que estarán ansiosos por empezar, con
la esperanza de una recompensa cuantiosa. Es también probable que en la nueva campaña te
acompañen con un celo aún mayor que los de ésta, cuando vean que los hombres de la expedición
anterior, tras compartir intensos trabajos y grandes peligros, han regresado a casa como personajes
prósperos en vez de miserables, y afamados en lugar de seres oscuros como lo eran antes. ¡El
autocontrol en medio del éxito es la más noble de todas las virtudes, rey! Para nada has de temer a los
enemigos mientras estás al mando, y conduciendo un ejército como éste; pero los cambios que decide
la deidad de la fortuna nunca son esperados, y, por lo tanto, los hombres no pueden tomar
precauciones con respecto a ello."

CAPÍTULO XXVIII

ALEJANDRO DECIDE REGRESAR

Cuando Coeno concluyó su discurso, los que estaban presentes prorrumpieron en sonoros aplausos en
apoyo a sus palabras, y, en efecto, muchos incluso lloraron; lo último hizo aún más evidente cuan poco
dispuestos se sentan a correr riesgos adicionales, y cuan dulce sería el regreso para ellos. Alejandro
entonces se apartó de la conferencia, enojado por la libertad con que Coeno se expresó y la vacilación

20 Nombre que daban los griegos a Cartago.

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que demostraron los demás oficiales. Al día siguiente, de nuevo llamó a los mismos hombres a un
consejo, todavía airado, y les dijo que tenía la intención de continuar avanzando, pero que no obligaría a
ningún macedonio a que lo acompañara en contra de su voluntad; sólo se llevaría a los que quisieran
seguir a su rey por elección propia, y quienes estuvieran ansiosos de retornar a sus hogares eran libres
de hacerlo, y que al llegar contaran a sus amigos y familiares que habían regresado tras haber
abandonado a su soberano en medio de sus enemigos. Dicho esto, se retiró a su tienda y no admitió a
ninguno de los Compañeros que quisieron verle ese día. Así estuvo hasta el tercer día, a la espera de ver
si algún cambio se producía en las mentes de los macedonios y sus aliados griegos, como suele suceder
por regla general entre una multitud de soldados, y que los inclinara de nuevo a obedecer.

Al contrario, un profundo silencio envolvió todo el campamento. Los soldados estaban obviamente
molestos por el enfado de su rey, sin haber reconsiderado un ápice por ello. Ptolomeo, hijo de Lago,
dice que Alejandro de todas maneras ofreció el habitual sacrificio propiciatorio para el paso del río; las
víctimas no dieron auspicios favorables cuando lo hizo. Entonces sí, reunió a los más antiguos de los
Compañeros, en particular a quienes eran viejos amigos suyos, y les dijo que, como todo apuntaba a
que lo más conveniente era regresar, daría a conocer al ejército que había resuelto emprender la
marcha de vuelta a casa.

CAPÍTULO XXIX

ALEJANDRO VUELVE A CRUZAR LOS RÍOS HIDRAOTES Y ACESINES

Cuando lo anunció, la heterogénea multitud de sus soldados elevó gritos de regocijo, y la mayoría de
ellos derramaron lágrimas de alegría. Algunos de ellos se acercaron a la tienda real y rezaron por
abundantes bendiciones divinas para Alejandro, porque solamente una vez accedió a ser conquistado
por alguien: por sus mismos hombres. Luego, se dividió al ejército en distintos contingentes, y el rey
ordenó preparar doce altares, de un tamaño equiparable en altura a unas enormísimas torres, y en
circunferencia mucho mayores que tales torres, para servir como ofrendas de agradecimiento a los
dioses que le habían conducido hasta ahora como un conquistador, y también para quedar allí como
monumentos conmemorativos de sus propios logros.

Cuando los altares se completaron, ofreció sacrificio en ellos de acuerdo con su costumbre, y se dieron
las también acostumbradas competiciones de gimnasia y equitación. Después, agregó las tierras en
torno al río Hífasis a los dominios de Poro, y puso de nuevo rumbo al Hidraotes. Cruzó este río una
segunda vez y continuó su marcha de regreso al Acesines, donde entró en la ciudad que a Hefestión se

- 160 -
le había encomendado fortificar, la cual estaba muy bien construida. En esta ciudad se establecieron
muchas gentes de los pueblos vecinos para vivir en ella de manera voluntaria, y también los
mercenarios griegos que ya no servían para continuar como soldados. Luego, el rey comenzó a hacer
los preparativos necesarios para un viaje por el río hasta el Océano. En ese tiempo, llegó Arsaces, el
gobernante de las tierras que bordean a las de Abisares, y el hermano de este último, con sus otros
parientes; traían regalos considerados valiosos entre los indios para Alejandro, entre ellos algunos
elefantes de Abisares, en número de treinta. Declararon ante el monarca que Abisares mismo no había
podido venir por hallarse enfermo, y con estos hombres estuvieron de acuerdo los emisarios de
Alejandro enviados a Abisares. Sin dudarlo creyó éste que tal era el caso, y le concedió al príncipe el
privilegio de gobernar su propio país como sátrapa en su nombre, y a Arsaces lo puso también bajo su
autoridad. Acabando de acordar qué clase de tributo y en qué cantidad se le debía pagar, volvió a
ofrecer un sacrificio cerca del río Acesines. Pasó por el río otra vez, y llegó al Hidaspes, donde empleó al
ejército en la reparación de los daños causados a las ciudades de Nicea y Bucéfala por las lluvias, y en
poner los asuntos de otras regiones del país en orden.

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- 161 -
Libro VI.
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CAPÍTULO I

PREPARATIVOS PARA LA TRAVESÍA POR EL RÍO INDO

Alejandro decidió navegar por el Hidaspes hasta el Océano, para lo cual en las orillas de aquel río había
mandado tener preparados numerosos triacóntoros y galeras con una hilera y media de remos, muchas
naves de transporte de caballos y demás aparejos necesarios para un cómodo transporte del ejército río
abajo. Al principio, había creído descubrir las fuentes del Nilo cuando vio cocodrilos en el río Indo, que
no había contemplado en ningún otro río, excepto en el Nilo, así como los lotos que crecen cerca de las
orillas del Acesines, que eran de la misma especie que aquella que crece en la tierra de Egipto. Esta
suposición quedaba confirmada al enterarse de que el Acesines era un afuente del río Indo. Pensaba él
que el Nilo se originaba en aquel lugar u otro punto en la India, y, después de fuir a través de un
extenso territorio desértico, perdía el nombre de Indo allí, pero después, cuando resurgía de nuevo para
surcar la tierra habitada, se le llamaba Nilo en la tierra de los etopes y los egipcios, y finalmente
desembocaba en el Mar Interior. De igual manera, Homero daba a este río el nombre de Egipto, al cual
el país debe el suyo. En consecuencia, al escribirle a Olimpia acerca de la India, le dijo entre otras cosas
que creía haber descubierto las fuentes del Nilo, habiendo llegado a deducir esto a partir de premisas
pequeñas y baladíes.

Sin embargo, al hacer indagaciones más cuidadosas de los hechos relacionados con el río Indo, se enteró
de los siguientes datos por los nativos: que el Hidaspes une su caudal con el Acesines, y éste hace lo
propio con el Indo y ambos pierden sus nombres al desembocar en el Indo; que este último río posee
dos bocas, a través de las cuales sus aguas son vertidas en el Océano, pero el río no tiene relación
alguna con Egipto. Alejandro eliminó entonces de la carta a su madre los párrafos que había escrito
sobre el Nilo. Se puso a planificar un viaje por el río hasta el Océano, y ordenó alistar barcos con este
propósito. Las tripulaciones para sus navíos las proporcionaron los fenicios, chipriotas, carios y egipcios
que acompañaban al ejército.

CAPÍTULO II

PREPARATIVOS PARA LA TRAVESÍA POR EL HIDASPES

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En aquel tiempo cayó enfermo Coeno, uno de los más leales Compañeros de Alejandro, y murió, y el rey
le dio sepultura con tanta magnificencia como las circunstancias lo permitan. Luego del funeral, reunió
a los Compañeros y los legados de la India que estaban presentes, y designó a Poro rey de la parte de la
India ya conquistada, que eran siete naciones en total, y contenía a más de dos mil ciudades.

Después de ello, dividió a su ejército como sigue: a bordo de las naves le acompañarían todos los
hipaspistas, los arqueros, los agrianos y el ágema de la caballería. Crátero llevaría a una parte de la
infantería y la caballería a lo largo de la margen derecha del Hidaspes, mientras que a lo largo de la otra
avanzaría Hefestión al frente del contingente más numeroso y fuerte del ejército, incluyendo a los
elefantes, que ahora eran alrededor de doscientos. Ambos generales recibieron la orden de partir lo
más rápidamente posible al lugar donde estaba situado el palacio de Sopites; y a Filipo, el sátrapa del
país allende el Indo que se extiende hasta Bactria, se le mandó seguirles con sus fuerzas tres días más
tarde. A la caballería de los niseos la licenció para que retornaran a su ciudad. El mando supremo de la
fuerza naval lo ostentaba Nearco, pero el timonel de la nave de Alejandro era Onesícrito, quien, en la
crónica que escribió de las campañas de Alejandro, afirmaría falazmente que era navarca, cuando en
realidad era sólo un timonel. Según Ptolomeo, hijo de Lago, en cuyas declaraciones me baso
principalmente, el número total de barcos era de unos ochenta triacóntoros, mas el total de naves, si se
incluyen las de transporte de caballos, los botes, y demás embarcaciones fuviales, tanto las que ya
navegaban por el río y las que se construyeron en esa época, no estaba tan por debajo de dos mil.

CAPÍTULO III

NAVEGANDO POR EL HIDASPES

Hechos todos los preparativos necesarios, el ejército comenzó a embarcar al despuntar la aurora,
mientras el rey hacía las ofrendas de costumbre a los dioses y al río Hidaspes, como se lo indicaron los
videntes. A bordo de su nave, derramó una libación en el río desde la proa con una copa de oro,
invocando a la deidad del Acesines, así como a la del Hidaspes, pues había comprobado que el primero
era el más caudaloso de todos los ríos que se unen al segundo, y que la confuencia de ambos caudales
no estaba muy lejos. También invocó a la del Indo, en el que desemboca el Acesines luego de juntarse
con el Hidaspes.

Derramó también libaciones en honor a su antepasado Heracles, a Amón y los otros dioses a quienes
acostumbraba hacer ofrendas, y luego ordenó que las trompetas dieran la señal de zarpar hacia el mar.
Tan pronto como se dio la señal, comenzó el viaje en disciplinada ordenación, porque había dado

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instrucciones acerca de a cuánta distancia de separación era necesario que los barcos cargados de
pertrechos se alinearan, como también los barcos de transporte de caballos y las naves de guerra, de
modo que ninguno se extraviara por deslizarse por el canal al azar. No permitió siquiera que los barcos
más raudos se salieran de la formación por avanzar a una velocidad superior a la del resto. El ruido de
los remos jamás fue igualado en ninguna otra ocasión, puesto que procedía de tantos barcos remando
al unísono; de los gritos de los cómitres marcando los tiempos para comenzar y detener los golpes de
remo, y de los remeros, que al seguir los tiempos hundiendo los remos en el agua a la vez, hacían un
ruido similar a gritos de batalla. Las orillas del río se elevaban en muchos lugares por encima de los
barcos, concentrando el sonido en un espacio estrecho, y, aumentada su resonancia debido a esta
angostura, el eco reverberaba de una ribera a otra a lo largo del río. En algunas partes, las arboledas a
cada lado del río ayudaban a acrecentar el bullicio, tanto por las repercusiones de los sonidos como por
la soledad.

Los caballos que se avistaban en las cubiertas de las embarcaciones impresionaron a los bárbaros; tan
asombrados estaban que aquellos que estuvieron presentes al zarpar la fota la acompañaron un largo
trecho desde el lugar de embarque. Y es que los caballos nunca antes habían sido vistos a bordo de
barcos en el país de la India, y los nativos no recordaban que la expedición de Dioniso a la India hubiese
sido naval. Los gritos de los remeros y el ruido de los remos los escucharon los indios que se habían
sometido a Alejandro, quienes bajaron corriendo a la orilla del río y lo acompañaron entonando
canciones nativas. Los indios han sido muy aficionados a cantar y bailar desde la época de Dioniso,
cuando éste y quienes se hallaban bajo inspiración báquica aparecieron por la tierra de los indios.

CAPÍTULO IV

DEL HIDASPES AL ACESINES

Navegando de esta manera, se detuvo al tercer día en el punto donde había ordenado a Hefestión y
Crátero que acamparan en orillas opuestas del mismo sitio. Allí permaneció dos días, hasta que le
alcanzó Filipo con el resto del ejército. Envió a este general con los hombres que traía con él al río
Acesines, con la orden de marchar a lo largo de este río a pie. De nuevo despachó a Crátero y Hefestión,
especificándoles cómo debían llevar a cabo la marcha; y continuó su viaje por el río Hidaspes, cuyo
cauce en ninguna parte es menor a veinte estadios de ancho. Dondequiera que amarrara sus
embarcaciones cerca de la orilla, recibía a algunos de los indios que habitaban en las cercanías como
aliados por medio de su rendición en los términos acordados, y reducía por las armas a los que venían a
medir fuerzas con él.

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Luego puso proa con rapidez hacia la tierra de los malios y oxidraces, porque había constatado que estas
tribus eran las más numerosas y belicosas de los indios de aquella región, y, según sus informes, éstos
habían dejado a sus esposas e hijos protegidos dentro de las ciudades mejor fortificadas, resueltos como
estaban a plantearle batalla. Continuó el viaje con enorme celeridad, deseando atacar antes de que
ellos hubieran organizado siquiera un plan de combate, y estando aún faltos de preparación y confusos.
Emprendió una segunda marcha desde donde se hallaba, y al quinto día llegó a la confuencia del
Hidaspes y el Acesines. Cuando estos ríos se unen, un río muy estrecho nace a partir de los dos, y debido
a esta estrechez es que la corriente es demasiado rápida. Hay en esta corriente remolinos que dan
prodigiosos giros, y en ella se elevan olas sumamente turbulentas, por lo que el ruido del oleaje puede
ser escuchado con nitidez por la gente cuando todavía se encuentra muy lejos. Sobre estas cosas habían
informado anteriormente los nativos a Alejandro, y por éste se habían enterado sus soldados. Sin
embargo, cuando su ejército se acercó a la confuencia de ambos ríos, el ruido producido por la
corriente causó una fuerte impresión en ellos; los marineros dejaron de remar, no porque hubiera
hablado la voz al mando, sino porque los mismos cómitres que marcaban el ritmo se horrorizaron al oír
aquel ruido y quedaron en silencio debido al asombro.

CAPÍTULO V

TRAVESÍA POR EL ACESINES

En cuanto se acercaron a la confuencia de los ríos, los timoneles gritaron la orden de que los hombres
remaran con toda la fuerza de sus brazos para alejarse de los estrechos, para que los barcos no cayeran
en los remolinos y éstos los volcasen, sino que remando con todo su vigor superaran las turbulentas
aguas. Al ser de formas redondas, las embarcaciones mercantes que giraron en círculos empujadas por
la corriente no recibieron daños por el oleaje; pero los hombres a bordo fueron lanzados de acá para
allá en completa anarquía y pasaron sustos. Mantenidas en posición vertical por la fuerza de la
corriente, estas embarcaciones pudieron restablecer de nuevo su curso normal más adelante. Sin
embargo, las naves de guerra, que eran alargadas, no salieron igual de indemnes de la corriente
giratoria del río, que no las elevó en el aire de la misma manera que a las precedentes sobre las aguas
encrespadas. Los barcos que tenían dos filas de remos a cada lado, llevaban los remos de la hilera
inferior apenas un poco por encima del agua, y al llegar a los remolinos, la corriente las colocó en una
posición transversal, y a aquellas cuyos remeros no pudieron levantarlos en el momento debido, se les
rompieron los remos, quedando a merced de las aguas. De esta manera, muchos de los navíos fueron
dañados; dos de ellos chocaron y zozobraron partidos en pedazos, pereciendo muchos de las
tripulaciones. Pero cuando el río se ensanchó, la corriente no era ya tan rápida, y los remolinos que
poseía no giraban tan violentamente.

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Alejandro mandó que su fota fuese amarrada en la orilla derecha, donde había protección contra la
fuerza de la corriente y un fondeadero para los barcos. Un cierto promontorio sobresalía en el río y era
conveniente para recoger los restos de los naufragados. Rescataron con vida a los hombres que fotaban
en los restos hacia él, y al completar las reparaciones de los barcos perjudicados, ordenó a Nearco que
navegara por el río hasta los límites de la tierra de los llamados malios. Él mismo decidió hacer una
incursión en los territorios de los bárbaros que no cedían ante él, impidiéndoles ir a socorrer a los
malios, y luego partió a reunirse con su fuerza naval.

Hefestión, Crátero y Filipo se habían unido ya con sus fuerzas en aquel punto. Alejandro hizo transportar
a los elefantes, la unidad de Poliperconte, los arqueros montados, y las tropas de Filipo a través del río
Hidaspes, e indicó a Crátero que se pusiera al mando de todos ellos. A Nearco y la fota les ordenó
zarpar tres días antes que el ejército. Dividió el resto de su ejército en tres partes, y ordenó a Hefestión
partir con cinco días de antelación; de este modo, si los contrarios trataban de huir antes de que
llegaran los hombres bajo su propio mando, se encontrarían rápidamente con las tropas de Hefestión y
serían atrapados. Otra parte del ejército se la dio a Ptolomeo, hijo de Lago, mandándole seguirle luego
de un lapso de tres días, para que aquellos que huían de su presencia en su dirección chocaran contra
las fuerzas de Ptolomeo. A los que enviaba como vanguardia les dijo que, cuando llegaran a la
confuencia de los ríos Acesines e Hidraotes, se mantuvieran quietos hasta su llegada, y a Crátero y
Ptolomeo les dijo que también debían reunirse con él en aquel mismo sitio.

CAPÍTULO VI

CAMPAÑA CONTRA LOS MALIOS

Alejandro tomó a los hipaspistas, los arqueros, los agrianos, la unidad de Compañeros de a pie de
Peitón, todos los arqueros montados y la mitad de la caballería de los Compañeros, y marchó a través
de un territorio carente de agua contra los malios, una tribu de indios libres. En el primer día,
acamparon cerca de un pequeño riachuelo que estaba a unos cien estadios del Acesines. Después de
cenar allí y dar descanso a su ejército durante un período breve, les ordenó a todos los hombres que
llenaran cualquier recipiente que hubieran traído con el agua a mano. Luego de recorrer el tramo
restante de aquel día y toda la noche que siguió, una distancia de unos cuatrocientos estadios, llegó en
la madrugada a la ciudad a la cual los malios habían huido en busca de refugio. La mayoría de ellos se
hallaban desarmados fuera de la ciudad, confiados en que Alejandro no llegaría nunca, pues no se podía
pasar por esa tierra tan árida y sin agua. Era evidente que el rey había conducido a su ejército por ese
camino precisamente por tal razón, porque como era tan difícil conducir un ejército de aquella manera,
le parecería improbable al enemigo que sus fuerzas aparecieran por esta dirección. Cayó sobre ellos de

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improviso, y mató a la mayoría de ellos sin que hubiera tiempo a recurrir a sus armas para defenderse,
ya que estaban desarmados. A los sobrevivientes los encerró en la ciudad, y apostó a toda su caballería
en torno a la muralla, porque la falange de infantería aún no había arribado. Por ello es que empleó a su
caballería a modo de empalizada.

Llegada la infantería, envió a Pérdicas con su propia hiparquía de caballería y la de Clito, así como con
los agrianos, a pelear en otra ciudad de los malios, donde una gran cantidad de los indios de esa región
se estaban refugiando. A Pérdicas le ordenó que sitiara a los hombres en la ciudad, pero sin iniciar la
lucha hasta que él mismo estuviese presente, para que nadie escapara de ella y llevase al resto de los
bárbaros la noticia de que Alejandro se acercaba. Pronto comenzó el asalto de la muralla, los bárbaros la
abandonaron en cuanto vieron que no serían capaces de defenderla, dado que a muchos los habían
matado en el asalto, y otros habían quedado fuera del combate a causa de sus heridas. Huyendo a
atrincherarse en la ciudadela, se defendieron en ella durante algún tiempo gracias a su posición
dominante por su altura y su difícil acceso, pero los macedonios presionaban con mayor vehemencia
desde todos lados, y el mismo Alejandro apareció ahora en esta parte de la acción, y la ciudadela fue
tomada por asalto, perdiendo la vida los dos mil hombres que luchaban en ella. Pérdicas, por su parte,
encontró desierta la ciudad a la que había sido enviado, y al saber que los habitantes habían escapado
un poco antes, siguió a marchas forzadas la pista de los fugitivos. La infantería ligera lo siguió tan rápido
como pudieron a pie, de forma que consiguió apresar y masacrar a muchos de los evadidos que no
pudieron aventajarle cuando huían por su seguridad a los pantanos.

CAPÍTULO VII

BATALLAS CONTRA LOS MALIOS

Tras hacer descansar a sus hombres hasta la primera vigilia de la noche, Alejandro emprendió con ellos
una larga marcha durante toda la noche, avistando el río Hidraotes al amanecer. Allí comprobó que el
grueso de los malios había cruzado el río, y lanzándose al ataque contra aquellos que aún estaban
pasando, acabó con muchos de ellos en pleno vado. Pasando sin demora por el mismo vado con sus
hombres a la otra ribera, persiguió de cerca a los que le llevaban ventaja en su retirada. A muchos de
ellos también los mató, y a algunos tomó prisioneros; pero la mayoría de ellos huyeron a un lugar que
por su emplazamiento se hallaba bien protegido y más aún por sus fortificaciones. Cuando le dio alcance
la infantería, Alejandro envió a Peitón contra los hombres de la fortaleza, dándole el mando de su
propia unidad de infantería y dos hiparquías de la caballería. Éstos atacaron el lugar enseguida, lo
tomaron en el primer asalto, y convirtieron en esclavos a todos los que habían huido allí por su

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seguridad, al menos a los que no habían perecido en el ataque. Hecho esto, Peitón regresó de nuevo al
campamento.

Alejandro en persona condujo a sus fuerzas a atacar una determinada ciudad de los brahmanes, porque
se enteró de que algunos malios habían escapado a refugiarse en ella. Cuando estuvo frente a ella, llevó
a su falange en filas compactas cerca a la muralla, rodeándola por completo. El enemigo, al ver que sus
muros estaban siendo debilitados, y tras ser ellos mismos rechazados por la andanada de proyectiles, se
apartaron de la muralla y se parapetaron en la ciudadela, desde donde continuaron defendiéndose.
Unos cuantos macedonios que se colaron con ellos, volviéndose y reuniéndose en formación
rectangular, los apabullaron y mataron a veinticinco adversarios en su retirada.

Alejandro ordenó que apoyaran las escalas en toda la extensión de los muros de la ciudadela, y que las
máquinas de asalto los batieran; cayó una de las torres que estaban siendo batidas, y se abrió una
brecha en un tramo de la muralla entre dos torres, con lo cual la ciudadela quedaba ahora más
vulnerable en este sector, y Alejandro fue visto siendo el primer hombre en escalar la muralla y
apoderarse de ella. Los macedonios que se habían quedado rezagados, se avergonzaron de sí mismos al
verlo y montaron las escalas en varios lugares del muro. La ciudadela estuvo pronto en su poder.
Algunos de los indios comenzaron a prender fuego a las casas y perecieron al verse atrapados en el
incendio, pero la mayor parte de ellos murieron combatiendo. Acerca de 5.000 en total fueron muertos,
y sólo unos pocos fueron tomados prisioneros, por respeto a su valenta.

CAPÍTULO VIII

DERROTA DE LOS MALIOS EN EL RÍO HIDRAOTES

Después de haber permanecido allí un día para que descansara el ejército, Alejandro partió por la
mañana contra los otros malios. Encontró sus ciudades abandonadas, y se cercioró de que los hombres
habían huido al desierto. Entonces volvió a dar al ejército otro día de ocio, y al siguiente despachó a
Peitón y Demetrio, un hiparco de la caballería, de vuelta al río al mando de sus propias tropas,
añadiendo tantas unidades de la infantería ligera como fueran necesarias para su cometido. Sus
instrucciones eran avanzar por la orilla del río, y si se topaban con los que habían huido al bosque, de los
cuales había muchos cerca de la ribera, mataran a todos los que se negasen a rendirse. Peitón y
Demetrio atraparon un buen número de malios en el bosque y los mataron.

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El rey lideró a sus fuerzas contra la ciudad más grande de los malios, en la que, según le informaron,
encontraría a muchos refugiados de las otras ciudades. Pero a ésta los indios también la habían
abandonado en cuanto se enteraron de que Alejandro venía a atacarla. Habían cruzado el río Hidraotes,
y permanecían con sus fuerzas desplegadas a lo largo de la escarpada orilla, con la intención de obstruir
el paso de Alejandro. Cuando él escuchó de esto, tomó a toda la caballería que tenía con él, y fue a la
parte del río donde se le dijo que los malios estaban dispuestos para la batalla, y la infantería recibió la
orden de seguirle más tarde. Ya cerca del río, vio que el enemigo se encontraba en la orilla opuesta, no
quiso retrasarse, y al instante se hundió en el vado con sólo la caballería. Al verle los malios en medio
del río, se retiraron de la orilla a toda velocidad pese a estar listos para el combate, y Alejandro les
siguió con solamente su caballería. Al percatarse los indios de que se trataba solamente de la caballería,
giraron y lucharon con valor desesperado. Eran alrededor de 50.000 en número.

Alejandro era consciente de que la falange adversaria era muy cerrada, y estando su propia infantería
ausente, sólo podía cabalgar en torno al ejército haciendo amago de embestir contra ellos, pero sin
llegar a pelear de cerca. Entretanto, los arqueros, los agrianos, y otras unidades escogidas de la
infantería ligera que estaba trayendo con él llegaron por fin, y su propia falange de infantería se veía no
muy lejos de allí. Como se vieron amenazados por varios peligros al mismo tiempo, los indios giraron de
nuevo y comenzaron a huir deprisa rumbo a la mejor fortificada de las ciudades adyacentes; Alejandro
los siguió y mató a muchos, mientras que los que lograron llegar a la ciudad debieron encerrarse dentro
de ella. Al principio hizo que los jinetes rodearan la ciudad, desplegándolos alrededor de ella a medida
que iban llegando, mas en cuanto llegó la infantería, acampó delante de la muralla por aquel día,
porque no quedaba mucho de él para intentar asaltarla, y el ejército estaba exhausto; la infantería
debido a la larga marcha, y la caballería por la persecución ininterrumpida, y, sobre todo, por el cruce
del río.

CAPÍTULO IX

CAPTURA DE LA FORTALEZA MALIA

Al día siguiente, habiendo dividido el ejército en dos partes y puesto una de ellas bajo el mando de
Pérdicas, él mismo se lanzó al asalto de las murallas al frente de la otra. Los indios no esperaron a la
llegada de los macedonios, sino que abandonaron los muros de la ciudad y huyeron a la ciudadela.
Alejandro y sus tropas echaron abajo una pequeña puerta, y entraron en la ciudad mucho antes que los
demás, porque los hombres de Pérdicas se habían retrasado mucho, y estaban experimentando
dificultades para escalar las murallas, ya que la mayoría de ellos no se habían traído sus escaleras,
pensando que la ciudad había sido capturada al observar los muros desiertos de defensores. Sin

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embargo, hallaron que la ciudadela todavía estaba en poder del enemigo, y se podía ver claramente a
muchos de ellos desplegados en ella, atentos a repeler los ataques. Algunos de los macedonios trataron
de forzar la entrada socavando los muros, y otros escalándolos por dondequiera fuese posible hacerlo.

A Alejandro le parecía que los hombres que llevaban las escaleras eran demasiado lentos, le arrebató
una al soldado que la cargaba, la apoyó contra la pared, y comenzó a subir agazapado bajo su escudo.
Tras él subió Peucestas, el que portaba el escudo sagrado que Alejandro sacó del templo de Atenea
Ilíaca, que mantenía siempre con él y era llevado delante de él en todas sus batallas. Detrás de
Peucestas, por la misma escalera subió Leonato, el escolta real, y por otra escala lo hizo Abreas, un
soldado que recibía doble paga por servicios distinguidos 21. El rey estaba ahora cerca de las almenas de
la muralla, apoyando su escudo en ella, empujó a algunos de los indios hacia dentro de la fortaleza, y
acabó de despejar esta parte del muro matando a los demás con su espada. Los hipaspistas, cada vez
más nerviosos por la seguridad del rey, se daban empellones unos a otros al subir por la misma escala, y
la rompieron; aquellos que ya estaban montados en ella fueron a dar al suelo, haciendo la subida
impracticable para el resto.

De pie en la almena, Alejandro estaba siendo atacado desde las torres adyacentes, porque ninguno de
los indios se atrevía a acercársele. También estaba recibiendo fechazos de parte de los hombres de la
ciudadela, ubicados a corta distancia sobre un montculo de tierra acumulado enfrente del muro.
Alejandro sobresalía tanto por el brillo de sus armas como por su extraordinaria muestra de audacia.
Por ello se dio cuenta de que, si se quedaba donde estaba, correría un grave peligro sin llegar a realizar
nada digno de consideración; pero si saltaba dentro de la fortaleza, creía que tal vez con tal acto
aterrorizaría a los indios, y si no lo lograba y sólo se meta en peor peligro, en todo caso su muerte no
sería innoble al haber realizado valientes proezas dignas de ser recordadas por hombres de tiempos por
venir. Resuelto a ello, se arrojó desde la almena dentro de la ciudadela, donde, apoyándose contra el
muro, golpeó con su espada y mató a algunos indios que vinieron a trabarse en un cuerpo a cuerpo con
él, incluyendo a su líder, que se abalanzó sobre él con excesiva osadía. A otro hombre que se acercó a él,
lo mantuvo a raya con una pedrada, y de la misma manera a un tercero. A quienes se aventuraron más
cerca de él, los repelió con la espada, de modo que los bárbaros perdieron la inclinación a acercarse a él,
y se mantuvieron en torno a él, lanzándole desde todos lados cualquier proyectil que tenían a mano o
podían conseguir al momento.

CAPÍTULO X

21 Dimoirites en griego; el duplicarius equivaldría a este puesto entre los romanos.

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ALEJANDRO ES GRAVEMENTE HERIDO

Mientras tanto, Peucestas y Abreas, el soldado con derecho a una paga doble, y después de ellos
Leonato, los únicos hombres que escalaron el muro antes de que las escalas se rompieran, habían
saltado hacia abajo y peleaban delante del rey. Abreas, el soldado de la doble paga, cayó allí por un
disparo de fecha que le acertó en la frente. El mismo Alejandro también fue herido debajo del pectoral
por una fecha que horadó su coraza y se le clavó en el pecho, herida por la cual dice Ptolomeo que salía
aire junto con la sangre. Sin embargo, a pesar de que iba debilitando por el agotamiento, no dejó de
defenderse mientras su sangre todavía estuviera caliente. Pero como la sangre manaba copiosamente y
sin cesar a cada movimiento de su respiración, el mareo se apoderó de él y se desvaneció, y al inclinarse
cayó sobre su escudo. En cuanto hubo caído, Peucestas protegió su cuerpo sosteniendo por encima y
delante de él el escudo sagrado traído de Troya, y por el otro costado lo protegió Leonato. Ambos
hombres también fueron heridos, y Alejandro estaba ya a punto de perder el conocimiento por
completo debido a la pérdida de sangre.

Los macedonios estaban experimentado grandes dificultades en el asalto también esta vez, porque los
que vieron a Alejandro recibiendo los proyectiles en la almena, y luego saltar dentro de la ciudadela,
habían roto las escalas en su ardor derivado del temor a que su rey sufriera algún accidente por
exponerse al peligro de manera temeraria. Unos y otros comenzaron a idear planes disímiles para
escalar el muro como cada quien pudiera, abochornados como estaban; algunos fijaron sus estaquillas
en el muro, que estaba hecho de adobe, y se izaron penosamente hacia las almenas, mientras que otros
subieron montando unos sobre los hombros de otros. El primer hombre que llegó arriba, se tiró hacia
adentro desde la muralla, y así lo hicieron todos sucesivamente, prorrumpiendo en lamentaciones y
lanzando aullidos de dolor en cuanto vieron al rey tendido en el suelo. Se produjo una desesperada
pugna alrededor de su cuerpo caído, delante del que los soldados macedonios interponían uno tras otro
sus escudos. En el entretiempo, otros soldados hicieron saltar en pedazos la barra con que estaba
atrancada la puerta ubicada en el espacio entre las torres, entrando en la ciudad unos pocos primero, y
luego otros apoyaron sus hombros en la brecha abierta en la puerta y la tumbaron hacia adentro,
forzando así la entrada en la ciudadela por aquel sector.

CAPÍTULO XI

LA HERIDA DE ALEJANDRO

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Por consiguiente, se desató una matanza de indios en que no se respetó siquiera a mujeres y niños. El
rey fue retirado yaciendo sobre su escudo en condición débil, y no se podía predecir si conseguiría
sobrevivir. Algunos autores han escrito que Critodemo, un médico de Cos y Asclepíada de linaje, hizo
una incisión en la parte lesionada y arrancó la fecha de la herida. Otros autores dicen que, como no
había ningún médico presente en este momento de crisis, el escolta real Pérdicas, por orden de
Alejandro, le hizo una incisión con su espada en la parte herida y le sacó el proyectil. Al arrancarlo, se
produjo una hemorragia tan abundante que Alejandro se desmayó de nuevo, y el efecto del
desvanecimiento fue que el fujo de sangre se detuvo. Muchos otros detalles relativos a esta catástrofe
han sido registrados por los historiadores, y Rumor 22, habiendo recibido las declaraciones sobre los
hechos tal como fueron dadas por los falsarios originales, aún las preserva hasta nuestros días, y no
desistirá de traspasar tales falsedades a otros más en sucesión ininterrumpida, a menos que se le paren
los pies con lo escrito en esta historia.

Por ejemplo, el relato más difundido es que esta desgracia le ocurrió a Alejandro entre los oxidraces, y
lo cierto es que sucedió entre los malios, una tribu india independiente; la ciudad pertenecía a los
malios, y los hombres que le hirieron fueron igualmente los malios. Estas gentes en realidad habían
decidido unir sus fuerzas con los oxidraces para llevar a cabo una valerosa y desesperada resistencia
conjunta; pero él se les anticipó al marchar en contra de ellos a través de un territorio sin agua, antes de
que alguna ayuda llegase a ellos desde los oxidraces, o viceversa. Otra historia bien conocida dice que la
última batalla contra Darío ocurrió cerca de Arbela, batalla de la cual el persa huyó y no desistió de huir
hasta que fue arrestado por Beso y se le dio muerte ante la llegada de Alejandro; igualmente, se dice
que la batalla antes de ésta fue en Iso, y que la primera batalla de caballería ocurrió en el Gránico. La
batalla de caballería ciertamente tuvo lugar en el Gránico, y la siguiente batalla contra Darío en verdad
fue cerca de Iso; pero los autores que dan la mayor distancia dicen que Arbela estaba a seiscientos
estadios de la llanura donde Alejandro y Darío combatieron por última vez, mientras que aquellos que
dan la distancia menor dicen que se hallaba a quinientos estadios. Mas Ptolomeo y Aristóbulo afirman al
unísono que la batalla se libró en Gaugamela, en las inmediaciones del río Bumodo, pero ya que
Gaugamela no era una ciudad, sino una aldea grande, y por añadidura un lugar para nada célebre y con
un apelativo poco armonioso al oído, me parece a mí que Arbela, al ser una ciudad, se ha llevado la
gloria de prestar su nombre a aquella gran batalla. Es necesario tener en cuenta que, si se alega que
este acontecimiento ocurrió en las inmediaciones de Arbela, estando ésta en realidad tan distante del
campo de batalla, entonces sería aceptable decir que el combate naval de Salamina se libró cerca del
istmo de Corinto, y que la batalla de Artemisio, en Eubea, ocurrió cerca de Egina o Sunio.

Por otra parte, en lo que respecta a los soldados que protegieron a Alejandro con sus escudos cuando
corría peligro, todos coinciden en que Peucestas sí lo hizo, y disienten en lo que respecta a Leonato o
22 Rumor, Fama o Feme, es la diosa que personificaba la celebridad, los chismes y rumores de tipo tanto negativo como
positivo.

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Abreas, el soldado con derecho a doble paga por sus servicios distinguidos. Algunos escriben que
Alejandro, después de haber recibido un golpe en la cabeza con un trozo de madera, se derrumbó presa
del vértigo, y que al volverse a incorporar fue herido por una fecha que se clavó en su pecho
perforando la coraza; empero Ptolomeo, hijo de Lago, dice que no recibió otra herida que ésa en el
pecho.

En mi opinión, el mayor error cometido por los que han escrito la historia de Alejandro es el que
describo: hay algunos que han registrado que Ptolomeo, hijo de Lago, subió en compañía de Peucestas
por la escala detrás de Alejandro, que fue Ptolomeo quien interpuso su escudo por encima de él cuando
yacía herido, y que se llamaba Sóter 23 por cuenta de esto. Y, no obstante, el propio Ptolomeo ha escrito
que él ni siquiera estuvo presente en esta batalla, puesto que estaba peleando contra otros bárbaros al
frente de otro ejército. Permitidme mencionar estos hechos a modo de digresión de la narración
principal, porque contar la versión correcta de esos grandes hechos y calamidades no puede serles
indiferente a los hombres del porvenir.

CAPÍTULO XII

LA ANGUSTIA DE LOS SOLDADOS POR EL ESTADO DE ALEJANDRO

Mientras Alejandro permanecía en aquel lugar hasta que la herida se curara, las primeras noticias que
llegaron al campamento desde el que había partido a atacar a los malios aseguraban que había muerto
a causa de la herida. En un primer momento, empezó a oírse el sonido de lamentos entre el ejército
entero a medida que el rumor pasaba de boca en boca. Cuando cesó el llanto, se hallaban abatidos en
espíritu y se miraban perplejos entre sí, preguntándose cuál sería ahora el hombre que se convertiría en
el líder del ejército, porque muchos de la oficialidad gozaban del mismo rango y tenían los mismos
méritos, tanto en opinión de Alejandro como en la de los macedonios. Su estado de perplejidad se
acrecentaba al pensar en cómo volverían sanos y salvos a su propia patria, rodeados como se hallaban
por tantas naciones de fieros guerreros, algunas de las cuales todavía no habían conquistado y que, tal
como conjeturaban, irían a luchar porfiadamente por su libertad; en tanto que otras sin duda se
rebelarían al verse libres del temor a Alejandro. Se veían, pues, en ese momento en medio de ríos
infranqueables, y todo les parecía incierto y carente de esperanzas ahora que estaban privados de la
presencia de Alejandro.

23 Es decir, «salvador».

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Por eso, cuando al fin llegó la noticia de que estaba vivo, difícilmente pudieron creerla, y seguían sin
considerar que fuese probable que sobreviviera. Incluso cuando llegó una carta del rey, diciendo que se
presentaría en el campamento dentro de un corto período de tiempo, no les pareció fidedigna a la
mayoría de ellos debido a su desmesurado temor, y porque suponían que la carta había sido fraguada
por los escoltas reales y los generales.

CAPÍTULO XIII

JÚBILO DE LAS TROPAS POR LA RECUPERACIÓN DE ALEJANDRO

Cuando Alejandro conoció esto, temió que se produjeran disturbios en el ejército, y ordenó que se
preparara una embarcación en la orilla del río Hidraotes, y que tan pronto pudiera soportarlo le llevaran
a bordo para navegar al encuentro de sus tropas. El campamento macedonio se encontraba en la
confuencia del Hidraotes y el Acesines, el mando del ejército de tierra lo ostentaba Hefestión, y Nearco
mandaba sobre la fota. Al acercarse al campamento el barco que lo llevaba, el rey pidió que el toldo
que lo cubría fuese removido de la popa para que su persona quedara visible para todos.

Sin embargo, los soldados seguían incrédulos, y pensaron que en realidad el cadáver de Alejandro
estaba siendo transportado a bordo del navío, hasta que él extendió la mano para saludar a la multitud
cuando el barco llegaba a la orilla. Entonces los hombres elevaron gritos de júbilo, levantando sus
manos algunos hacia el cielo y otros hacia el propio rey. Muchos derramaron lágrimas involuntarias ante
tan inesperada vista. Algunos de sus hipaspistas le acercaron una camilla cuando lo bajaban de la nave,
pero él les pidió ir a buscar su caballo. Al volverlo a ver una vez más montando en su corcel, por todo el
lugar resonaron los estruendosos aplausos del ejército, haciendo que ambas riberas del río y los
bosques cercanos retumbaran con el sonido de muchas palmas al batir. Al acercarse a su tienda, el rey
se apeó de su caballo para que pudieran verle caminando. Entonces sus hombres se le acercaron, unos
por un lado, otros por el contrario, algunos a tocar sus manos, otros las rodillas o solamente sus ropas.
Algunos más tan sólo obtenían una visión parcial de él, y se apartaban entonando loas para el rey,
mientras que otros le arrojaban guirnaldas, o fores de las que en el país de la India crecen en esa
estación del año.

Nearco dice que unos cuantos de sus amigos le disgustaron por reprocharle que se expusiera al peligro
en primera línea durante la batalla, lo cual, decían ellos, era el deber de un soldado raso y no el de un
general. Me parece a mí que Alejandro se sintió ofendido por estos comentarios porque sabía que
tenían razón, y que se merecía esas amonestaciones. Sin embargo, al igual que quienes son dominados

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por cualquier clase de placeres, él no tenía suficiente autocontrol para mantenerse al margen del
peligro, debido a su impetuosidad en combate y su pasión por la gloria. Nearco también dice que cierto
beocio de venerable edad, cuyo nombre no especifica, al ver que Alejandro ponía expresión ofendida
ante las censuras de sus amigos y los miraba con hosquedad, se acercó a él, y, hablando en el dialecto
beocio, dijo: «Oh Alejandro, es de grandes héroes realizar grandes hazañas», y recitó un verso yámbico
cuyo sentido era que el hombre que lleva a cabo algo grande está destinado también a sufrir 24. Este
beocio le agradaba a Alejandro ya por entonces, y posteriormente fue incluido entre sus allegados más
íntimos.

CAPÍTULO XIV

VIAJE POR LOS RÍOS HIDRAOTES Y ACESINES HACIA EL INDO

En aquel tiempo llegaron los emisarios de los malios que aún quedaban con una oferta de rendición, y
también de parte de los oxidraces llegaron los gobernantes de las ciudades y de las distintas comarcas ,
acompañados por ciento cincuenta hombres de entre sus notables, con plenos poderes para acordar un
tratado de paz y cargados de valiosos obsequios, y, al igual que los malios, dispuestos a ser una nación
vasalla. Decían que el error de no haber enviado una embajada ante él en el pasado era perdonable,
porque eran gente que sobresalía entre las demás razas por su apego a la libertad e independencia; su
libertad nunca había sido amenazada desde los tiempos en que Dioniso llegó a la India hasta que
Alejandro apareció, pero si le placía a él, de quien se aseguraba que era también un descendiente de
dioses, estaban dispuestos a aceptar a quien él nombrara sátrapa, pagar el tributo decretado por él, y
darle como rehenes a tantos como él exigiera. Exigió entonces que le entregaran a los mil mejores
hombres de su nación, a los que tendría como rehenes si le placía, y si no, para emplearlos como
soldados en su ejército hasta que terminara la guerra que estaba librando contra los restantes indios.
Ellos, por consiguiente, escogieron a un millar de hombres de entre los más fuertes y de estatura más
impresionante, y se los enviaron junto con quinientos carros de guerra y sus aurigas, aunque esto último
no se lo había pedido. Alejandro nombró a Filipo sátrapa de éstos y de los malios supervivientes, y les
devolvió a los rehenes, pero retuvo los carros de guerra.

Luego de arreglar satisfactoriamente estos asuntos, y dado que en el plazo de su convalecencia habían
sido fabricados muchos barcos, embarcó en ellos a 1.700 jinetes de los Compañeros, el mismo número
de la infantería ligera que al principio, y a 10.000 de la infantería, y con ellos navegó un trecho corto por
el río Hidraotes. A la altura de donde el río mezcla sus aguas con las del Acesines y este último presta su

24 Esta cita procede de un fragmento de una tragedia de Esquilo que se ha perdido. (N. de E. J. Chinnock)

- 175 -
nombre al caudal resultante, continuó su viaje por el Acesines hasta llegar a su confuencia con el río
Indo. Los cuatro grandes ríos de esta tierra, que son todos navegables, desembocan en el río Indo,
aunque ninguno conserva su nombre distintivo; por ejemplo: el Hidaspes se une al Acesines, y después
de la unión de ambos caudales pasa a llamarse Acesines. A su vez, este mismo río une sus aguas al
Hidraotes, y después de absorber aquel río, aún conserva su propio nombre. Más adelante, el Acesines
recibe las aguas del Hífasis, y finalmente desemboca en el río Indo manteniendo su propio nombre, que
pierde al internarse en el Indo. Desde este punto, no tengo ninguna duda acerca de que el Indo fuye
unos cien estadios hacia adelante, y quizás más, antes de dividirse para formar el Delta, y allí se extiende
a la manera de un lago más que de un río.

CAPÍTULO XV

VIAJE POR EL INDO HASTA LA TIERRA DE MUSICANO

En la confuencia del Acesines y el Indo, se detuvo hasta que Pérdicas llegara con el ejército, tras haber
derrotado en su camino a la tribu independiente de los abastanos. Durante la espera, se le unieron
otros triacóntoros y barcos mercantes que se habían construido para él entre los chatrias 25, otra tribu de
indios libres que se habían sometido a él. Una embajada de los osadios, una tribu autónoma de los
indios, también vino a someterle su pueblo.

Fijó la confuencia del Acesines y el Indo como el límite más lejano de la satrapía de Filipo, y le asignó a
todos los tracios y a tantos hombres de las unidades de infantería como consideró suficientes para velar
por la tranquilidad de esta tierra. Una ciudad se fundó allí, en el cruce de los dos ríos por orden suya,
con la esperanza de que a futuro se convirtiera en próspera y famosa entre los hombres. Por su
mandato se construyó un astillero en esta ciudad recién fundada. Estando en ello, el bactriano Oxiartes,
progenitor de su esposa Roxana, vino a él, y recibió la satrapía de los paropamisadas por destitución del
anterior sátrapa, Tiriaspes, de quien le habían llegado noticias sobre que empleaba su autoridad de
manera inapropiada.

Luego mandó que Crátero transportara el cuerpo principal del ejército y los elefantes a la orilla izquierda
del río Indo, porque parecía ser más conveniente para las tropas pesadas marchar a lo largo de aquel
lado del río, y, además, porque las tribus que vivían por allá no eran todas hospitalarias. Él en persona
zarpó hacia la capital de los sogdianos, donde hizo fortificar otra ciudad y construir otro astillero donde

25 Xathroi en el original; ha sido también traducido como jatros.

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reparar sus maltrechos barcos. Designó sátrapas a Oxiartes y Peitón para la tierra que se extiende desde
la confuencia del Indo y el Acesines hasta el mar, junto con toda la franja costera de la India.

Una vez más envió a Crátero con su ejército a través del territorio de los aracosios y drangianos, y él
mismo navegó por el río adentrándose en los dominios de Musicano, la parte más próspera de la India
de acuerdo con sus informes. Subió en contra de este rey debido a que éste todavía no había venido a
su encuentro para ofrecerse como vasallo y rendirle su reino, ni había enviado emisarios a obtener una
alianza. Ni siquiera le había enviado los regalos de rigor para un gran rey, o pedido un favor de su parte.
Alejandro aceleró su viaje por el río a tal grado que logró llegar a los confines de la tierra de Musicano
antes de que éste hubiera oído una palabra acerca de que estaba subiendo contra él. Musicano se
enteró a tiempo, y, alarmado en gran medida, reunió objetos preciosos para presentarle como
obsequios y fue tan rápido como pudo a su encuentro, sin prescindir de llevar todos sus elefantes.
Ofreció su propio sometimiento y el de su nación, al mismo tiempo que reconocía su equivocación, que
con Alejandro era la forma más efectiva que empleaba todo el mundo para conseguir lo que pidieran.
Tras estas profusas consideraciones, Alejandro le perdonó por la ofensa. Le concedió también el
privilegio de continuar gobernando su ciudad y su país, los cuales Alejandro admiraba. A Crátero le
mandó a fortificar la ciudadela en la capital, lo cual se llevó a cabo mientras Alejandro estaba todavía
presente en ella. Una guarnición se quedaría en ella, porque era un bastión en este lugar tan adecuado
mantendría subyugadas a las tribus de los alrededores.

CAPÍTULO XVI

CAMPAÑA CONTRA OXICANO Y SAMBO

Emprendió el rey de nuevo la marcha con los arqueros, los agrianos, y la caballería que había traído por
el río con él, esta vez en contra del gobernante de aquella tierra, cuyo nombre era Oxicano, porque
tampoco se había presentado ante él, ni había acudido legación alguna proveniente de su corte para
rendirse él y su tierra. En el primer asalto tomó las dos ciudades más grandes de los dominios de
Oxicano, en la segunda de las cuales este príncipe fue capturado. El botn lo repartió entre su ejército,
pero los elefantes se los llevó consigo. Las demás ciudades de esta tierra fueron capitulando a medida
que avanzaba, pues ninguna tenía ánimos para resistir; así de acobardados en espíritu se hallaban los
indios al sopesar los continuos éxitos de Alejandro.

Éste siguió su marcha contra Sambo, a quien había nombrado sátrapa de los indios montañeses, y de
quien le habían avisado que había huido al enterarse de que Musicano había sido indultado por

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Alejandro y seguía reinando en su tierra. Y es que ese hombre estaba en guerra con Musicano. Cuando
Alejandro se acercó a la capital de la satrapía de Sambo, cuyo nombre era Sindimana, las puertas se
abrieron para él tan pronto se halló frente a ella, y los parientes y allegados de Sambo sacaron todo el
tesoro y salieron a recibirle, trayendo con ellos a los elefantes. Delante de él confesaron que la huida de
Sambo no era debida a un sentimiento hostil hacia Alejandro, sino al temor causado por la amnista
concedida a Musicano.

Capturó el rey también otra ciudad que se había sublevado al mismo tiempo, y ejecutó a todos los
brahmanes que habían instigado la revuelta. Estos hombres son los filósofos de los indios, acerca de
cuya filosofía, si tal puede llamarse, compondré una descripción en mi libro sobre la India.

CAPÍTULO XVII

MUSICANO ES EJECUTADO – CAPTURA DE PATALA

Entretanto le anunciaron que Musicano se había rebelado. Envió al sátrapa Peitón, hijo de Agenor, con
las tropas justas para lidiar con el rebelde, y él mismo fue a atacar las ciudades que habían sido puestas
bajo el gobierno de Musicano. Algunas de ellas las destruyó por completo, esclavizando a todos sus
habitantes, y en otras sólo introdujo guarniciones y fortificó sus ciudadelas.

Después de esta gesta, volvió al campamento y a la fota. Para entonces ya Musicano había sido hecho
prisionero por Peitón, que lo estaba llevando ante Alejandro. Éste le ordenó que lo ahorcara en su
propio dominio, y con él a todos los brahmanes que habían llamado a la rebelión. Acudieron a él el
gobernante de las tribus que moraban en la tierra de Patala, quien le contó que el delta formado por el
río Indo era todavía mayor que el delta egipcio. Este hombre le rindió sus tierras y le encomendó su
persona y sus bienes. Alejandro lo envió de regreso a sus dominios, con la orden de tener preparado lo
que fuera necesario para la recepción del ejército. A Crátero le ordenó que fuera por Carmania con las
unidades de Átalo, Meleagro y Antgenes, algunos de los arqueros, y los Compañeros y macedonios de
otras ramas que ya no eran aptos para el servicio militar, a quienes despacharía a Macedonia por la ruta
que atraviesa las tierras de los aracosios y zarangianos. A Crátero le dio el deber de conducir a los
elefantes, y el resto del ejército, a excepción de la parte de éste que navegaría con el rey hacia el mar, lo
puso bajo el mando de Hefestión. A Peitón lo trasladó con la caballería, los lanceros y los agrianos a la
orilla opuesta del río Indo, la contraria a la que Hefestión estaba a punto de dirigir sus tropas. La orden
que recibió Peitón fue asentar cuantos hombres hallara como colonos en las ciudades que acababan de

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ser fortificadas, y más tarde alcanzar al rey en Patala una vez hubiera resuelto los asuntos de los indios
de esa región, si es que intentaban un alzamiento.

En el tercer día de viaje, a Alejandro le anunciaron que el jefe de las tribus de Patala 26 había congregado
a la mayor parte de sus súbditos y se estaba yendo a escondidas, dejando su tierra desierta. Por esta
razón, Alejandro mandó doblar la velocidad de navegación río abajo, y cuando llegó a Patala, encontró
la ciudad abandonada por sus ciudadanos y los campos vacíos de los habituales labradores. Despachó
entonces a las tropas más ágiles de su ejército en persecución de los fugitivos, y a cuantos de ellos
fueron capturados los despidió de regreso a sus casas, pidiéndoles que recuperasen el buen ánimo, ya
que podían continuar habitando en la ciudad y labrando la tierra como al principio. La mayoría de ellos
aceptó volver.

CAPÍTULO XVIII

NAVEGANDO POR EL RÍO INDO

Tras ordenar a Hefestión que fortificara la ciudadela de Patala, envió a sus hombres al territorio vecino,
donde no había agua, para cavar pozos y acondicionar aquella tierra para ser habitada. Algunos nativos
atacaron a estos hombres, cayendo sobre ellos sin preaviso y mataron a unos cuantos de ellos; y como
perdieron a muchos más de sus propios hombres, acabaron huyendo hacia el desierto. El trabajo lo
terminaron los que habían sido enviados en primer lugar, con otro ejército que se unió más tarde a
ellos, al que Alejandro había despachado a tomar parte en esta labor en cuanto se enteró del ataque de
los bárbaros.

Cerca de Patala el cauce del Indo se divide en dos grandes ríos, los cuales retienen el nombre de Indo
hasta llegar al mar. Alejandro construyó en este sitio un puerto con astilleros, y cuando sus obras habían
avanzado bastante hacia su conclusión, se decidió a navegar río abajo hasta la desembocadura del brazo
derecho del mismo. Puso a Leonato al mando de mil jinetes y 8.000 infantes pesados y ligeros, y lo envió
a través de la isla de Patala para marchar en paralelo a la expedición naval, y él mismo zarpó al frente de
los barcos más marineros, de aquellos que tienen una hilera y media de remos, todos los triacóntoros y
algunas embarcaciones menores, navegando por el brazo derecho del río. Los indios de esa región
habían huido, y por ello no pudo contratar a ningún timonel que sirviera de guía para el viaje, y la
navegación por el río resultó muy azarosa. El día en que zarparon, se levantó una tormenta; el viento

26 Los indios llamados patalos.

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soplaba a contracorriente, provocando que el cauce perdiera profundidad y levantando paredes de agua
que rompían con violencia contra los cascos de las naves, de manera que la mayoría de éstas resultaron
dañadas y algunos triacóntoros quedaron completamente despedazados. Sin embargo, la fota tuvo
éxito en llegar a un fondeadero antes de quedar reducida a trozos fotando en el agua, y otros barcos
fueron construidos en aquel lugar.

Alejandro envió a los más rápidos de la infantería ligera a adentrarse en la tierra más allá de aquella
orilla del río, para que capturasen a algunos indios, quienes a partir de ese momento le sirvieron como
timoneles y le guiaron por el canal. Cuando llegaron al lugar donde el río se expande hasta alcanzar
doscientos estadios de anchura, un fuerte viento sopló desde el Océano, y los remos no podían ser
maniobrados como era debido; por lo tanto, se refugiaron de nuevo en un canal hacia el que los
timoneles nativos los condujeron.

CAPÍTULO XIX

DEL RÍO INDO AL MAR

Estando los barcos fondeados en este sitio, se hizo presente el fenómeno del fujo y refujo de la marea
en el cercano Océano, haciendo que sus barcos fueran a parar en tierra seca. Esto causó no poca
sorpresa a Alejandro y sus compañeros, que no estaban familiarizados con ello. Lo que más
preocupaciones les provocó fue que, pasado un momento, al acercarse las olas de la marea hacia la
orilla, los cascos de las naves se elevaron muy alto en el aire. Aquellos a los que la marea atrapó
asentados en la parte fangosa se elevaron en el aire sin sufrir ningún daño, y volvieron a fotar de nuevo
sin que se les quebrara una pieza; pero a los que habían fondeado en terreno más seco y no tenían un
punto firme de apoyo, la ola inmensa que avanzó hacia ellos hizo que o bien chocaran entre sí, o se
estrellaran contra tierra firme y saltaran en pedazos.

Alejandro hizo reparar estas naves lo mejor que las circunstancias lo permitan, y envió a algunos
hombres por el río en dos botes para explorar la isla en la que, según le habían recomendado los indios,
tenía que amarrar sus barcos durante su viaje hacia el mar, la cual era llamada Ciluta. Sus exploradores
le informaron que había puertos en ella, que era muy grande y tenía agua dulce. Hizo entonces que el
resto de su fota fondeara ahí, y avanzó más allá sólo con los mejores barcos, a comprobar si la boca del
río no presentaba otras dificultades para su viaje hacia mar abierto. Después de recorrer unos
doscientos estadios desde la primera isla, descubrieron otra, que estaba bastante adentrada en altamar.

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De regreso a la isla en el río, y amarrando sus barcos en un extremo de la misma, Alejandro ofreció un
sacrificio a los dioses a quienes Amón le había indicado hacer ofrendas.

Al otro día, se embarcó para ir a la otra isla que estaba muy al interior del mar, y al llegar a la costa de
ésta, también ofreció sacrificios a otros dioses de distinta manera. Estos sacrificios, por lo visto, los
ofrecía igualmente de acuerdo con las instrucciones del oráculo de Amón. Luego, pasando más allá de
las bocas del río Indo, enfiló hacia mar abierto, como él decía, para descubrir si exista alguna tierra no
muy lejos del mar, mas es mi opinión que lo hizo sobre todo para poder afirmar que había navegado por
el gran mar exterior de la India. Allá sacrificó algunos toros a Poseidón y los lanzó a las aguas, y derramó
una libación después del sacrificio, tirando la copa y las cráteras, todas ellas de oro, al mar como
ofrendas de gratitud, y rogando al dios que acompañara con su benevolencia a la fota, a la que tenía la
intención de despachar al Golfo Pérsico y las desembocaduras del Éufrates y el Tigris.

CAPÍTULO XX

EXPLORACIÓN DE LA DESEMBOCADURA DEL INDO

Regresando a Patala, halló que la ciudadela había terminado de ser fortificada y que Peitón había
llegado con su ejército, cumpliendo con todas las tareas para las cuales había partido. A Hefestión le
instruyó que preparase todo lo necesario para fortificar una base naval, completa con astilleros, porque
había decidido dejar una fota con numerosos barcos cerca de la ciudad de Patala, donde el río Indo se
divide en dos cauces.

Se embarcó de nuevo hacia el océano por la otra boca del río Indo, para determinar qué rama del río era
la más navegable. Ambas bocas del río Indo están separadas por aproximadamente mil ochocientos
estadios de distancia. En el viaje río abajo llegó a un gran lago en la desembocadura, que el río mismo
forma al ensancharse; o tal vez las aguas de la comarca que afuyen a esta parte hacen que sea tan
grande, pues se parece mucho a un abismo oceánico. En él vivían peces como los del mar, de hecho, son
más grandes que los de nuestro mar. En este lago anclaron los barcos donde indicaron los timoneles
indios; Alejandro dejó allí la mayor parte de los soldados y todos los botes con Leonato, y él mismo con
los triacóntoros y los barcos con una hilera y media de remos pasó allende la boca del Indo; avanzando
mar adentro descubrió que la desembocadura de este lado 27 del río era más adecuada para navegar que
la otra. Amarrando los barcos cerca de la costa, se llevó a algunos de la caballería con él, y anduvo a lo

27 El este.

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largo de la costa marítima tres días de camino, explorando qué tipo de terreno era ése para un viaje de
cabotaje, y ordenando que pozos de agua fuesen excavados para que a los marineros no les faltara el
líquido para beber. Luego regresó a los barcos y navegaron todos de regreso a Patala, pero a una parte
de su ejército la mandó a efectuar lo mismo que acababa de realizar a lo largo del litoral, dándoles
indicaciones para volver a Patala cuando hubiesen cavado suficientes pozos. Poniendo proa de nuevo
hacia el lago, hizo que se construyera otro puerto y un astillero en el lugar; y dejando una guarnición en
él, mandó hacer acopio de alimentos en cantidad suficiente para abastecer al ejército durante cuatro
meses, así como cualquier otra cosa imprescindible para la travesía de su fota por la costa.

CAPITULO XXI

CAMPAÑA CONTRA LOS ORITAS Y ARABITAS

Aquella temporada del año no era oportuna para continuar viajando, porque soplaban los vientos
periódicos28 que en esta estación no soplan desde el norte como entre nosotros, sino desde el Océano,
en la dirección del viento del sur. Por otra parte, todos los informes decían que las condiciones propicias
para navegar se daban poco después del comienzo del invierno, desde el ocaso de las Pléyades hasta el
solsticio de invierno, porque entonces soplan brisas suaves desde la tierra empapada por las grandes
lluvias, y en un viaje de circunnavegación estos vientos son convenientes tanto para los remos como
para las velas.

Nearco, el navarca al mando de la fota, decidió esperar a la época propicia, pero Alejandro partió de
Patala con todo su ejército hasta el río Arabis. Allí, tomó a la mitad de los hipaspistas y arqueros, las
unidades de infantería denominadas Compañeros de a pie, el ágema de la caballería de los
Compañeros, un escuadrón de cada una de las restantes hiparquías, y todos los arqueros montados, con
quienes se alejó por la izquierda rumbo al Océano para perforar pozos, para que la fota tuviera un
abundante suministro de agua a lo largo de la travesía costera, y, al mismo tiempo, para realizar un
ataque sorpresa contra los oritas, una tribu de los indios de esa región que se mantenía autónoma
desde tiempos remotos, acción que había meditado porque no habían demostrado ningún
comportamiento amistoso ni hacia él mismo ni hacia su ejército. Puso antes a Hefestión al mando de las
fuerzas que dejaba atrás.

28 Los vientos monzónicos que soplan del sureste

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Los arabitas, otra tribu independiente que habitaba cerca del río Arabis 29, considerando que no podrían
hacer frente a Alejandro en batalla, y no sintiéndose dispuestos a someterse a él, huyeron al desierto al
oír que se acercaba. Éste vadeó el río Arabis, que era a la vez angosto y poco profundo, y viajando
durante la noche un largo trecho a través del desierto, llegó cerca de la zona poblada en la madrugada.
Mandó a la infantería que le siguiera en orden regular, y se llevó a la caballería con él, dividiéndola en
escuadrones que al desplegarse ocupaban gran parte de la llanura, penetrando en esta formación en la
tierra de los oritas. Quienes se dieron la vuelta para defenderse fueron masacrados por la caballería, y
muchos otros fueron hechos prisioneros. Luego asentó el campamento cerca de un cauce de agua,
aguardando a que Hefestión se reuniera con él para proseguir su avance. Al llegar a la aldea más grande
de la tribu de los oritas, llamada Rambacia, elogió el emplazamiento, considerando que si ese lugar se
converta en ciudad con más colonos, prosperaría y sería populosa. Por lo tanto, hizo quedarse en ella a
Hefestión para llevar a cabo este propósito.

CAPÍTULO XXII

SUMISIÓN DE LOS ORITAS Y ENTRADA EN EL DESIERTO DE GEDROSIA

Poniéndose de nuevo al frente de la mitad de los hipaspistas y agrianos, el ágema de caballería y los
arqueros montados, marchó hasta los confines de las tierras de los gedrosios y oritas, donde se le había
advertido que exista un estrecho paso, y los oritas habían unido sus fuerzas a las de los gedrosios,
acampando ambos enfrente del paso con el objeto de impedir que Alejandro lo cruzara. Se habían
hecho fuertes en aquel lugar; sin embargo, al llegarles la noticia de su proximidad, la mayoría de ellos
abandonaron los puestos de vigilancia. Sus jefes, no obstante, se presentaron ante él a rendirle su
nación. Alejandro prefirió mandarles que reunieran a su gente y los retornaran a sus hogares sin
infigirles ningún daño. Sobre este pueblo colocó a Apolófanes de sátrapa, y con él destinó al escolta real
Leonato en la ciudad de Ora, al mando de todos los agrianos, unos cuantos arqueros y jinetes, y el resto
de mercenarios griegos de infantería y caballería; debía colonizar la ciudad y poner orden en los asuntos
de los oritas para que así el sátrapa afianzara su autoridad sobre ellos, mientras esperaba a que la fota
emprendiera la circunnavegación. Con el grueso del ejército que tenía con él –pues Hefestión acababa
de llegar con los hombres que había dejado atrás–, él mismo penetró en la tierra de los gedrosios por
una ruta que era en su mayor parte desértica.

Aristóbulo dice que en este desierto crecían abundantes árboles de mirra, más enormes que los de la
especie ordinaria, y que los fenicios que acompañaban al ejército por afán de negocios se pusieron a

29 Conocido también como Arabio.

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recolectar la goma de la mirra, la cargaron en sus animales, y se la llevaron. Había una portentosa
cantidad de ella, la exudaban tallos grandes y nunca antes había sido recogida. Dice también que este
desierto produce muchas raíces aromáticas de nardo, que los fenicios se apresuraron a recoger, pero
gran parte de estos plantos fueron hollados por el ejército, y el pisoteo esparció un dulce perfume a lo
largo y ancho de aquella tierra, en la que había grande cantidad de estas plantas. En el desierto hay
otras especies de árboles, una de las cuales tenía el follaje como el del laurel, y crecía en lugares
bañados por las olas del mar. Estos árboles estaban en un terreno que queda seco durante el refujo de
la marea, y cuando el agua avanza hacia tierra, parece como si hubieran brotado en el mar. Las raíces de
otros siempre estaban siendo regadas por el agua salina, debido a que crecían en lugares ahuecados en
los cuales el agua quedaba estancada, y, sin embargo a tales árboles no los destruía el mar. Algunos de
los árboles en esta región llegaban a medir treinta codos de alto. En aquella temporada se hallaban en
plena foración, y su for era muy parecida a la violeta nívea, mas el perfume que de ellas emanaba era
superior al de la segunda. Había también otro tallo espinoso que brota en aquella tierra, cuyas espinas
son tan resistentes que al atravesar la ropa de los hombres que pasaban a caballo, se prendían a ellas
tan fuertemente que apeaban al jinete de su caballo en lugar de dejarse arrancar del tallo. Se decía que
cuando las liebres corretean entre estos arbustos se les clavan las espinas en su piel, y de esta manera
dichos animales son capturados tal como las aves son cazadas con liga, o los peces con el anzuelo. Sin
embargo, se corta fácilmente con espadas o dagas, y cuando las espinas se parten el tallo suelta
bastante más savia que las higueras en la primavera y más pegajosa.

CAPÍTULO XXIII

MARCHA POR EL DESIERTO DE GEDROSIA

Desde allí, Alejandro marchó atravesando la tierra de los gedrosios por una ruta difícil, donde no se
podían conseguir vituallas, y en muchos lugares tampoco se podía encontrar agua para el ejército. Por
esto es que se vieron obligados a marchar la mayor parte del trayecto durante la noche, y a una gran
distancia del mar. Alejandro se hallaba muy deseoso de llegar a la parte del país donde estaba la costa,
para ver qué puertos existan en ella, y hacer durante la marcha todos los preparativos que pudiera para
apoyar a la fota, ya sea mediante el empleo de sus hombres en la excavación de pozos de agua, o
adecuando algún lugar para servir de punto de anclaje y aprovisionamiento para los barcos. Pero la
parte de Gedrosia cercana al mar estaba por completo deshabitada. Por ello, destacó a Toante, hijo de
Mandrodoro, con algunos jinetes a explorar la costa y ver si había algún puerto para los barcos en
cualquier sitio, si cerca del mar había alguna fuente de agua o algo necesario para vivir. El hombre
regresó sin otra nueva que haber encontrado a algunos pescadores que vivían próximos a la costa en
cabañas miserables construidas con conchas de mejillón y los huesos del dorso de los peces empleados
a modo de techo. Contó también que aquellos pescadores se proveían de poca agua, obteniéndola
trabajosamente escarbando en la arena, y la escasa que de esta manera obtenían no era del todo dulce.

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Cuando Alejandro llegó a un cierto punto en Gedrosia donde halló harina en cantidad abundante, la
cogió toda, cargándola sobre las acémilas, y marcando los sacos con su sello personal, ordenó que los
transportaran a la costa. Pero mientras él marchaba al siguiente punto de avituallamiento cercano al
mar, los soldados, mostrando poco respeto por el sello real, se apropiaron de ella para consumirla ellos
mismos, y dieron una parte a los que aparentaban estar más acuciados por el hambre. Hasta tal punto
había llegado la miseria de los macedonios que, después de deliberar entre sí, resolvieron que era mejor
tener en cuenta la ruina ya visible e inminente más que la aún remota ira del rey que no estaba ante sus
ojos. Comprendiendo el estado de extrema necesidad que les había impulsado a actuar como lo
hicieron, Alejandro perdonó a los que habían cometido la ofensa. Él en persona se apresuró a recolectar
de aquella tierra todo lo que pudo para el avituallamiento del ejército que iba con la fota, y envió a
Creteo de Calatis con los suministros a la costa. También ordenó a los nativos moler todo el grano que
pudieran y traerlo desde el interior del país, junto con dátiles y ovejas que comprarían los soldados; y
mandó a Télefo, un Compañero, que llevara a otro punto en la costa una pequeña cantidad de este
grano ya molido.

CAPÍTULO XXIV

ATRAVESANDO GEDROSIA

Luego avanzó hacia la capital de los gedrosios, llamada Pura, adonde llegó sesenta días después de
partir desde Ora. La mayoría de los historiadores del reinado de Alejandro afirman que todas las
penalidades que su ejército sufrió en Asia no se pueden comparar en justicia con los trabajos a los que
se vieron sometidos en este punto. Escriben ellos que Alejandro siguió esta ruta no por ignorancia de las
dificultades que presentaba la travesía –Nearco es quien asegura que lo ignoraba–, sino porque estaba
enterado de que nadie había pasado por allí hasta la fecha con un ejército y salido incólume del
desierto, a excepción de Semíramis cuando huyó de la India. Los nativos aseguraban que incluso ella
emergió con solamente veinte supervivientes de su ejército, y que Ciro, hijo de Cambises, escapó con
solamente siete de sus hombres. Se cuenta que Ciro igualmente se había internado en esta región con el
propósito de invadir la India, pero que no había efectuado su retirada sin perder antes la mayor parte de
su ejército debido a los problemas hallados en este camino por el desierto. Y en cuanto Alejandro
escuchó esta tradición, fue poseído por el deseo de superar a Semíramis y Ciro.

Nearco dice que emprendió la marcha por esta vía por la razón expuesta, y, al mismo tiempo, para dejar
provisiones cerca de la fota. El calor abrasador y la falta de agua diezmaron a gran parte del ejército,
especialmente a los animales de carga, la mayoría de los cuales murieron de sed y algunos de ellos

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porque se hundieron en la densa e caliente arena, siempre hirviente debido al sol. Y es que se toparon
con altas dunas de arena, no apretadas y endurecidas, sino tan blandas que engullían a los que acaban
de poner un pie en ellas como si caminaran sobre fango, o más bien nieve recién caída. Por añadidura,
los caballos y las mulas sufrían todavía más al subir y bajar las arenosas colinas debido a las
irregularidades del terreno, así como por su inestabilidad. La longitud de las marchas entre una etapa y
otra también tenía muy agobiado al ejército, porque a causa de la falta de agua se veían a menudo
obligados a recorrer distancias inusuales. Cuando viajaban por la noche una distancia que era necesario
completar y bebían cuando amanecía, no sufrían ninguna penalidad; pero si, estando aún en el camino y
a raíz de la longitud de la etapa se veían atrapados por el calor, entonces, en efecto, sufrían indecibles
penurias bajo un sol llameante, soportando a la vez una sed inextinguible.

CAPÍTULO XXV

SUFRIMIENTOS DEL EJÉRCITO MACEDONIO

Los soldados mataban a muchos de los animales de carga por su propia mano a falta de provisiones; se
juntaban y sacrificaban la mayor parte de sus caballos y mulas. Se comían la carne de éstos, y los
reportaban como fallecidos por sed o insolación. No había nadie que divulgara la verdad acerca de estos
actos, debido a la angustia que atenazaba a estos hombres y porque todos por igual estaban implicados
en el mismo delito. Lo que estaba sucediendo no había escapado a la atención de Alejandro, pero éste
vio que la mejor política en el actual estado de cosas era pretender que lo ignoraba, en lugar de permitir
que fuese conocido que todo ocurría con su connivencia. Como consecuencia, dejó de ser fácil
transportar a los soldados de baja por alguna enfermedad, o a aquellos que se quedaban rezagados en
los caminos a causa del calor; en parte por la falta de acémilas y en parte porque los hombres estaban
desguazando los carromatos al no ser ya capaces de extraerlos cuando se atascaban en la profunda
arena, razón ésta por la cual en las primeras etapas se habían visto forzados a andar no por las rutas
más cortas, sino por las que eran más transitables para los carros.

Por ello muchos enfermos fueron rezagándose a lo largo de los caminos, además de otros por la fatiga y
los efectos del calor, o simplemente por no poder resistir la sequía, y nadie regresaba a ellos ya sea a
mostrarles el camino o permanecer a su lado y atenderles en su enfermedad. Puesto que la expedición
se hacía con gran urgencia, la atención individual a cada persona se descuidó necesariamente en favor
del celo mostrado por la seguridad del ejército en su conjunto. Como las marchas se hacían
generalmente por la noche, algunos de los hombres eran vencidos por el sueño en el camino, y al
despertar, aquellos que todavía tenían fuerzas seguían las pistas del ejército, pero solamente unos

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pocos de los muchos alcanzaban al grueso de las tropas en condiciones aceptables. La mayoría de ellos
perecían devorados por la arena, como náufragos en el mar.

Otra calamidad más se abatió sobre el ejército, y angustió a hombres, caballos y bestias de carga por
igual; en la tierra de los gedrosios la lluvia es arrastrada por los vientos monzónicos, al igual que en la de
los indios, y va a caer no en las llanuras de Gedrosia, sino sólo en las montañas, adonde las nubes son
impelidas por el viento y se disuelven en una lluvia copiosa, sin pasar más allá de las cumbres de las
montañas. En una ocasión, el ejército acampó, para aprovechar sus aguas, cerca de un arroyuelo que
era un torrente invernal, y en torno a la segunda vigilia de la noche el arroyo se hinchó de repente por
las lluvias que descendían de las montañas y que habían pasado desapercibidas para los soldados. El
torrente bajó veloz, provocando una inundación suficientemente grande como para ahogar a la mayor
parte de las esposas e hijos de los hombres que seguían al ejército, y barrer con todo el bagaje real, así
como con todas las acémilas que aún quedaban. Con ímprobos esfuerzos, los soldados apenas fueron
capaces de ponerse a salvo junto con sus armas, muchas de las cuales perdieron sin posibilidad de
recuperación. Más adelante, tras soportar el calor abrasador y la sed, encontraron una fuente
abundante de agua, y muchos de ellos murieron por beberla en exceso, incapaces de controlar sus
ansias por ella. Por estas razones, Alejandro normalmente armaba su campamento alejado de las
fuentes, a una distancia de unos veinte estadios, para evitar que hombres y animales se lanzaran en
tropel hacia el agua y perecieran, y, al mismo tiempo, para prevenir que aquellos que no podían
aguantar la sed contaminaran el líquido para el resto del ejército al entrar corriendo en los manantiales
o arroyos.

CAPÍTULO XXVI

CONDUCTA MAGNÁNIMA DE ALEJANDRO

Aquí me he decidido a no pasar por alto el acto quizás más noble jamás realizado por Alejandro, que se
produjo ya sea en esta tierra o, de acuerdo con la afirmación de otros autores, aún antes, entre los
paropamisadas. El ejército proseguía su marcha a través de las dunas pese al calor inaguantable del sol,
porque era necesario alcanzar una fuente de agua antes de parar. Habían recorrido ya mucho de aquella
ruta, y el mismo Alejandro, aunque oprimido por la sed, seguía, sin embargo, liderando a pie muy
adolorido y a duras penas al ejército, de modo que sus soldados, como es habitual en estos casos,
aguantaran con más paciencia al comprender que comparta sus penurias. En aquel momento, algunos
de los soldados de la infantería ligera se separaron del ejército en busca de agua, y encontraron un poco
estancada en una hendidura profunda, una pequeña y mezquina fuente. Recogiendo algo de esta agua
con esfuerzo, la llevaron a toda prisa donde Alejandro, como si trajeran una inmensa bendición. Antes

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de presentarla al rey, vertieron el agua en un casco y se lo ofrecieron. Él lo tomó, y tras elogiar a sus
hombres por encontrarla, de inmediato la derramó sobre la tierra a la vista de todos. Como resultado de
este acto, el ejército se sintió revitalizado a tal grado que cualquiera hubiera imaginado que el agua que
derramó Alejandro había proporcionado un sorbo a cada uno de sus hombres. Aplaudo este acto por
encima de todos los demás como prueba de la capacidad de resistencia de Alejandro y su autocontrol,
así como de su habilidad para conducir un ejército.

El ejército corrió la siguiente aventura en este mismo país: un día, los guías confesaron que ya no
reconocían el camino, porque las señales se habían esfumado con el viento que las borraba
amontonando arena sobre ellas. Aparte, densas dunas de arena blanda y caliente habían reducido todo
al mismo nivel, plano e irreconocible, sin señal alguna mediante la cual pudieran adivinar la vía correcta;
no se veían siquiera los árboles que de ordinario crecían allí, ni ninguna colina permanente, y encima no
tenían experiencia en orientarse durante los viajes por las estrellas brillando en la noche, o por el sol
durante el día, como los marineros hacen mediante las constelaciones de las Osas: los fenicios por la
Osa Menor, y otros hombres por la Osa Mayor. En aquel punto, Alejandro comprendió que era
necesario que él en persona encontrara el camino desviándose a la izquierda, y tomando a unos cuantos
jinetes con él, se adelantó al frente del ejército. Pero hasta los caballos de estos mismos quedaron
reventados por el agotamiento y el calor, y debió dejar a la mayoría de estos hombres atrás, alejándose
con sólo cinco de ellos hasta encontrar el mar. Después de haber excavado en aquella pedregosa playa,
encontró agua dulce y pura, y regresó para traer a todo el ejército. Los siete días siguientes marcharon a
lo largo de la costa, aprovisionándose de agua en la orilla. Desde ese punto, dirigió su expedición hacia
el interior, porque para ese momento los guías ya habían reconocido el camino.

CAPÍTULO XXVII

MARCHA A TRAVÉS DE CARMANIA – ALEJANDRO CASTIGA A ALGUNOS SÁTRAPAS

A su llegada a la capital de Gedrosia, permitió a su ejército que descansara. Depuso a Apolófanes de sus
funciones en la satrapía, porque descubrió que no había prestado atención a sus instrucciones. Toante
fue nombrado sátrapa de los habitantes de aquella tierra en su lugar, pero cayó enfermo y murió, y
Sibircio le sucedió en el cargo. Este hombre había sido recientemente nombrado sátrapa de Carmania
por Alejandro, y ahora se le daba el gobierno de los aracosios y gedrosios, por lo que Tlepólemo, hijo de
Pitófanes, recibió Carmania en sustitución. El rey se hallaba de camino hacia Carmania cuando le llegó la
noticia de que Filipo, el sátrapa del país de los indios, había sido víctima de un complot de los
mercenarios y había sido asesinado a traición, la guardia personal macedonia de Filipo había atrapado a
algunos de los asesinos en el mismo acto y a otros después, y los habían ejecutado. Al enterarse de los

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detalles, envió una carta a la India para Eudemo y Taxiles, ordenándoles que administraran los asuntos
del territorio que había estado subordinado a la autoridad de Filipo, hasta que pudiera mandar a un
nuevo sátrapa.

Cuando llegó a Carmania, se encontró con Crátero, que traía al resto del ejército y los elefantes. Traía
también a Ordanes, a quien había detenido por rebelde y por intentar una sublevación. Hasta allí
también acudió Estasanor, el sátrapa de los arios y zarangianos, acompañado por Farismanes, hijo de
Fratafernes, el sátrapa de los partos e hircanios. Otros que acudieron fueron los generales que habían
servido bajo Parmenión en el ejército de Media: Cleandro, Sitalces y Heracón, al frente del grueso de sus
tropas. Tanto los nativos como los soldados presentaron acusaciones en contra de Cleandro y Sitalces,
entre las cuales se contaban el saqueo de los tempos, profanación de antiguas tumbas, y otros actos de
injusticia, descontrol y tiranía ejercidos contra sus súbditos. Dichos cargos fueron probados,
sentenciándolos entonces a muerte, con el fin de infundir a los demás sátrapas, gobernadores 30 y
nomarcas el miedo a sufrir las mismas sanciones si se desviaban de la senda del deber. Uno de los
principales medios por los cuales Alejandro mantenía obedientes a las naciones que había conquistado
en la guerra o que se habían sometido de buen grado a él, a pesar de que eran tantas en número y tan
distantes unas de otras, era que bajo su regio dominio no permita que los pueblos vencidos fuesen
tratados injustamente por quienes los gobernaban. Heracón fue absuelto de la acusación en este juicio,
pero poco después fue condenado por los hombres de Susa por haber expoliado el templo de la ciudad,
y también sufrió el mismo castigo.

Estasanor y Fratafernes31 acudieron ante Alejandro con grandes recuas de bestias de carga y muchos
camellos en cuanto supieron que venía por el camino a Gedrosia, suponiendo correctamente que su
ejército estaría pasando por las dificultades que en efecto estaba sufriendo. Llegaron justo en el
momento en que eran más necesitados sus camellos y acémilas. Alejandro distribuyó todos estos
animales entre los oficiales, uno por uno, a todos los escuadrones y compañías de la caballería y a las de
la infantería, tantos para cada una como el número de animales lo posibilitara.

CAPÍTULO XXVIII

ALEJANDRO EN CARMANIA

30 Se ha empleado gobernador en lugar de hiparco para evitar confusiones con el rango homónimo de la caballería.

31 Este pasaje parece referirse al hijo de Fratafernes, y no al mismo Fratafernes.

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Aunque a mí esta afirmación me parece increíble, ciertos autores dicen que Alejandro condujo a sus
fuerzas a través de Carmania tumbado con sus Compañeros en dos carros de guerra cubiertos y uncidos
juntos, con fautistas tocando para él, y sus soldados caminando detrás con guirnaldas y luciéndose en
juegos. Las gentes de Carmania les trajeron alimentos, y todo tipo de cosas exquisitas y refinadas les
fueron obsequiadas a lo largo del camino. Dicen que lo hizo a imitación de la procesión báquica de
Dioniso, deidad acerca de la que se exista la tradición de que, habiendo sometido a los indios, atravesó
gran parte de Asia con una comitiva semejante, por lo que había recibido la invocación de Triambo,
razón por la que las procesiones tras las victorias en guerra fueran llamadas Triambo. Esta historia no la
registran Ptolomeo, hijo de Lago, ni Aristóbulo, hijo de Aristóbulo, y tampoco otro escritor cuyo
testimonio sobre cualquiera de estos acontecimientos merezca nuestro crédito, lo cual me basta para
hacerla constar como indigna de ser creída.

En cuanto a lo que describiré, me baso en el testimonio de Aristóbulo. En Carmania, Alejandro ofreció


sacrificios a los dioses como agradecimiento por su victoria sobre los indios, y por la salvación del
ejército en Gedrosia, y también celebró juegos musicales y atléticos. A Peucestas lo nombró escolta real,
aparte de haber decidido designarle sátrapa de Persia. Deseaba que antes de ser asignado a esta
satrapía, experimentara este honor y prueba de confianza como recompensa por la hazaña realizada
entre los malios. Hasta este momento, el número de miembros de la escolta real había sido de siete:
Leonato, hijo de Anteo, Hefestión, hijo de Amíntor, Lisímaco, hijo de Agatocles, Aristonoo, hijo de Piseo,
los cuatro de Pella; Pérdicas, hijo de Orontes, de Oréstide, Ptolomeo, hijo de Lago, y Peitón, hijo de
Crátero, ambos de Eordea. Peucestas, que había protegido con su escudo a Alejandro, ahora se unía a
ellos como el octavo.

En aquel tiempo, Nearco, tras haber bordeado la costa de Ora, Gedrosia y la parte donde viven los
ictiófagos, fondeó en un sector deshabitado del litoral de Carmania, y subiendo desde allí hacia el
interior con unos pocos hombres, le dio noticia a Alejandro acerca de los pormenores del viaje de
circunnavegación que había hecho por el Océano. Nearco fue enviado hacia el mar una vez más, a dar la
vuelta por la costa hasta Susiana y la desembocadura del río Tigris. Cómo navegó desde el río Indo hasta
el Golfo Pérsico y la boca del Tigris, es algo que he de describir en un libro aparte, siguiendo el
testimonio del mismo Nearco, puesto que él también escribió una historia de Alejandro en griego. Tal
vez sea capaz de componer tal historia en el futuro, si la inclinación y la inspiración de la divinidad me
asisten.

Alejandro ordenó a Hefestión que marchara a Persia desde Carmania por la costa del Océano, con el
más grande de los contingentes en que dividió al ejército y la mayoría de los animales de carga,

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llevándose también los elefantes porque, como emprendería la expedición en la temporada de invierno,
la parte de Persia próxima al mar era cálida y poseía un abundante suministro de vituallas.

CAPÍTULO XXIX

ALEJANDRO REGRESA A PERSIA – REPARACIÓN DE LA TUMBA DE CIRO

Desde aquel punto, se dirigió hacia Pasargada en Persia con los más ágiles de su infantería, la caballería
de los Compañeros y una parte de los arqueros, despachando antes a Estasanor de regreso a su
satrapía. Cuando llegó a la frontera de Persia, se encontró con que Frasaortes ya no era el sátrapa, pues
sucedió que había fallecido por enfermedad mientras Alejandro se encontraba todavía en la India.
Orxines se encargaba de los asuntos del país, no porque hubiera sido nombrado para gobernar por
Alejandro, sino porque había creído que era su deber mantener el orden en Persia en su nombre, ya que
no había otro gobernante. Atrópates, el sátrapa de Media también arribó a Pasargada con Bariaxes, un
medo a quien había arrestado por asumir la corona enhiesta y llamarse a sí mismo rey de los persas y
los medos. Con Bariaxes traía también a quienes fueron sus cómplices en el intento de revuelta.
Alejandro ordenó la ejecución de todos estos hombres.

Alejandro se entristeció ante el ultraje sufrido por la tumba de Ciro, hijo de Cambises, la cual, de
acuerdo con Aristóbulo, habían excavado por debajo y penetrado para saquearla. La tumba del famoso
Ciro se hallaba en el parque real en Pasargada, y alrededor de ella un bosque con toda clase de árboles
había sido plantado, irrigado por un manantial, y con hierba que crecía alta en el prado. La base de la
propia tumba había sido levantada con piedra cortada en forma rectangular. Por encima se elevaba un
edificio de piedra coronado con un tejado doble, con una puerta que llevaba al interior, tan estrecha
que incluso un hombre de bajo tamaño podía introducirse a duras penas y soportando muchas
molestias. En el edificio había un sarcófago de oro, donde el cuerpo de Ciro había estado depositado, y
al lado del sarcófago había un lecho con pies de oro macizo esculpidos a cincel. Lo cubrían tapices
púrpuras de Babilonia, y encima estaban un manto medo con mangas y diversas túnicas fabricadas en
Babilonia. Aristóbulo añade que pantalones y mantos medos teñidos del color del jacinto también
estaban sobre él, así como otros ropajes púrpuras y de otros colores, collares, espadas, y zarcillos de oro
y piedras preciosas pulidas y unidas en cuentas, y una mesa cerca de allí. El sarcófago que contenía el
cuerpo de Ciro estaba colocado sobre el lecho. Dentro del recinto, cerca de la escalinata de ingreso a la
tumba, había una casita construida para los magos que custodiaban la tumba, un deber que se
transmita de padres a hijos, y que evidentemente no habían cumplido desde los tiempos de Cambises,
hijo de Ciro. Para estos hombres una oveja y ciertas medidas de harina de trigo y vino se les entregaba a

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diario por decreto del rey, y un caballo una vez al mes para sacrificarlo a Ciro. Sobre la tumba había una
inscripción en grafía persa, que tenía el siguiente significado en esta lengua:

«Oh mortal, yo soy Ciro, hijo de Cambises, fundador del imperio de los persas y señor del Asia. No me
envidies por tanto este monumento».

Alejandro había deseado visitar la tumba de Ciro desde el momento en que terminó la conquista de
Persia, y cuando lo hizo al fin, se encontró con que había sido expoliada, y no quedaba más que el
sarcófago y el lecho. El cuerpo del rey había sido profanado, porque le habían arrancado la tapa al
sarcófago y arrojado fuera el cadáver. Habían tratado de reducir el tamaño de éste para facilitar el robo
arrancando una parte de él y aplastando otra, pero como sus esfuerzos no dieron fruto, habían
abandonado el sarcófago en esa condición. Al decir de Aristóbulo, él mismo fue puesto por Alejandro a
cargo de la restauración de la tumba de Ciro; debía devolver al sarcófago las partes del cuerpo que aún
se conservaban, colocarle la tapa, y restaurar los relieves que hubieran sido desfigurados. Además, se le
instruyó que restituyera el lecho envolviéndolo con bandas, cubriéndolo con imitaciones de todos los
ornamentos que solía llevar, en una cantidad igual y que se asemejasen a los anteriores. Le ordenó que
luego clausurara la puerta, reconstruyera parte de ella con piedra y revocara una parte con argamasa,
poniendo al final el sello real sobre ella. Alejandro hizo detener a los magos que eran los guardianes de
la tumba, y mandó someterlos a tortura para obligarlos a confesar quién había cometido el crimen;
pero, a pesar de las torturas, no confesaron nada, ninguno se delató a sí mismos ni a cualquier otro
implicado. No pudiendo comprobar que el hecho se hubiese llevado a cabo con su conocimiento,
Alejandro los puso en libertad.

CAPÍTULO XXX

PEUCESTAS, NUEVO SÁTRAPA DE PERSIA

Desde allí se dirigió al palacio real de los persas, aquel que había incendiado en una pasada ocasión,
hecho que ya he relatado, expresando mi desaprobación hacia el mismo, y que Alejandro tampoco
encomiaba a su regreso. Muchas acusaciones fueron presentadas por los persas contra Orxines, quien
los gobernaba desde la muerte de Frasaortes, y fue declarado culpable de haber saqueado los templos y
las tumbas reales, y de condenar injustamente a muchos persas a muerte. Fue, por lo tanto, ahorcado
por hombres actuando a las órdenes de Alejandro, y Peucestas, el famante escolta real, fue nombrado
sátrapa de Persia. El rey le demostró esta especial confianza, entre otros motivos, en reconocimiento a
su hazaña entre los malios, donde se había enfrentado al mayor de los peligros y había ayudado a salvar

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la vida de Alejandro. Peucestas no se negó a acomodarse al modo de vida asiático, y tan pronto como
fue nombrado para el cargo de sátrapa de Persia, asumió abiertamente los ropajes nativos,
convirtiéndose en el único hombre entre los macedonios que adoptaba la vestimenta meda
anteponiéndola a la griega. También aprendió a hablar la lengua persa con corrección, y se comportaba
en toda ocasión como un persa más. Por este comportamiento no solamente era elogiado por
Alejandro, sino que también los persas se sentan inmensamente felices con él, por preferir las
costumbres de ellos a las de sus propios ancestros.

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Libro VII.
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CAPÍTULO I

Los planes de Alejandro.—Los filósofos indios.

En cuanto Alejandro llegó a Pasargada y Persépolis, se apoderó de él un ardiente deseo de navegar por
el Éufrates y el Tigris hasta el mar Pérsico, y ver las bocas de ambos ríos como ya había visto las del Indo,
así como el mar al que fuyen. Algunos autores también han registrado que estaba meditando un viaje
alrededor de la parte más grande de Arabia, el país de los etopes, Libia, y la parte de Numidia más allá
del monte Atlas hasta Gadeira, internándose en nuestro mar; pensando que después de haber sometido
Libia y Carchedón, podría con justicia ser llamado señor de toda Asia. Porque decía que los reyes de los
persas y los medos se llamaban a sí mismos grandes reyes sin ningún derecho, ya que no gobernaban
más que una fracción relativamente pequeña de Asia. Algunos afirman que estaba meditando una
expedición desde allí al mar Euxino, a Escitia y al lago de Meótida; mientras otros afirman que su
intención era ir a Sicilia y el Cabo de Iapigia, porque la fama de los romanos se había difundido a lo largo
y ancho de aquella región, y suscitaba sus recelos.

No puedo entrever con razonable exactitud cuáles eran sus planes, y no me siento inclinado a
adivinarlos. Pero esto creo lo puedo aseverar con confianza: que no meditaba nada pequeño o exiguo, y
que nunca se daría por satisfecho con ninguna de las adquisiciones de territorios que hubiera logrado,
incluso si hubiera añadido Europa a Asia, o las islas de los britanos a Europa; aún así habría ido en pos de
tierras desconocidas más allá de las mencionadas. En verdad, creo que si no hubiera encontrado a nadie
más con quien luchar, habría terminado luchando consigo mismo. Y por esta razón encomio a algunos
sabios de la India, con quienes, se dice, se encontró Alejandro mientras éstos se paseaban en el prado
abierto en el que estaban acostumbrados a pasar su tiempo. A la vista de él y su ejército, no hicieron
otra cosa que golpear con los pies la tierra sobre la que estaban parados. Cuando les preguntó por
medio de intérpretes cuál era el significado de su acción, respondieron de la siguiente manera:

«Oh rey Alejandro, cada hombre posee sólo una porción de tierra como ésta en la que hemos dado unos
pasos. Y tú, siendo sólo un hombre como el resto de nosotros, excepto en lo de advenedizo y arrogante,
has venido errando por una gran parte del mundo desde tu propia tierra, creando problemas para ti

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mismo y para los demás. Y, sin embargo, tú también has de morir pronto, y entonces sólo poseerás una
cantidad de tierra suficiente para que tu cuerpo sea enterrado en ella».

CAPÍTULO II

Tratos de Alejandro con los sabios indios.

En esta ocasión, Alejandro elogió estas palabras y a los hombres que las hablan dicho, y, no obstante,
hizo justo lo contrario de lo que él mismo alabó. Cuando allá en el Istmo se encontró con Diógenes de
Sinope tomando el sol, se paró cerca de él rodeado de los hipaspistas y los Compañeros de a pie, y le
preguntó si había algo que deseara. Diógenes le contestó que no deseaba nada, salvo que él y sus
acompañantes se hicieran a un lado para dejar pasar la luz del sol.

Según se dice, Alejandro exteriorizó su admiración por la conducta de Diógenes. Por esto es evidente
que Alejandro no carecía de sentimientos nobles, pero era esclavo de su insaciable ambición. En otra
ocasión, cuando llegó a Taxila y conoció a los gimnosofistas de la India, quedó muy deseoso de que uno
de estos hombres fuese a vivir con él, porque admiraba su capacidad de resistencia. Pero el más
veterano de estos filósofos, de nombre Dandamis, del cual los otros eran discípulos, se negó a
acompañar a Alejandro y no permitió que ninguno de los demás lo hiciera. Éste, se dice, respondió que
él mismo era también un hijo de Zeus, como lo era Alejandro, y que no quería nada de él, porque estaba
contento con lo que tenía. Y además añadió que veía cómo sus hombres vagaban por toda la tierra y el
mar para ningún provecho, y que no había conclusión a la vista para sus múltiples correrías. No tenía,
por tanto, ni el menor deseo de que Alejandro le diera algo que estuviese en su posesión, ni tenía, por
otro lado, miedo de ser excluido de cualquier beneficio que Alejandro dispusiera. Porque en todo el
tiempo en que viviera en el país de la India, esta tierra que producía sus frutos a su tiempo era suficiente
para él; y cuando él muriera, sería liberado de su cuerpo, un socio de lo más inadecuado. Entonces
Alejandro no trató de obligarlo a ir con él, pues aquel hombre era libre de hacer lo que le pluguiera. Sin
embargo, Megástenes ha escrito que Calano, uno de los filósofos de esta región, que tenía muy poco
control sobre sus deseos, fue persuadido de acompañarlo, y que los demás filósofos le recriminaron por
haber desertado de la felicidad de la que gozaba entre ellos, para servir a otro señor en lugar de a dios.

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CAPÍTULO III

La pira funeraria de Calano.

Esto que escribo lo he incluido porque en una historia de Alejandro es necesario también hablar de
Calano; cuya salud decayó mientras estaba en Persia, aunque nunca antes había sufrido ninguna
enfermedad. Por consiguiente, no estaba dispuesto a llevar la existencia de un hombre con la salud
quebradiza; le dijo a Alejandro que en tales circunstancias creía que lo mejor para él era poner fin a su
existencia, antes que pasar por la experiencia de un mal que podría obligarle a cambiar su antiguo modo
de vida.

Por mucho tiempo el rey trató de disuadirlo; mas cuando vio que no iba a convencerle, sino que éste
encontraría alguna otra forma de liberación si lo que pretendía no se lo concedían, ordenó que una pira
funeraria se levantara para él en el lugar donde el filósofo indicara, y mandó que el escolta real
Ptolomeo, hijo de Lago, se hiciera cargo de la misma. Dicen que una solemne procesión, compuesta de
caballos y hombres, avanzaba delante de Calano; algunos de estos estaban con sus armaduras
completas y otros acarreaban incienso de toda clase para la pira. También se dice que llevaban copas de
oro y plata y vestimentas dignas de un rey, y, como el indio era ya incapaz de caminar debido a su
enfermedad, un caballo estaba preparado para él. Pero tampoco pudo montar a caballo; de modo que
fue llevado tendido sobre una camilla, coronado con una guirnalda a la usanza de los indios y cantando
en la lengua de su tierra. Los indios dicen que cantaba himnos a los dioses y elogios de sus compatriotas.

Antes de subir a la pira funeraria, le obsequió el caballo que debía montar, un semental real de la raza
nisea, a Lisímaco, uno de los que acudieron a él para aprender su filosofía. Distribuyó entre sus
discípulos las copas y los mantos que Alejandro había ordenado poner en la pira como un homenaje a
él. A continuación, ascendió a la pira, se acostó sobre ella con gesto digno; permitiendo que su cuerpo
fuera visible a todo el ejército. A Alejandro el espectáculo le parecía indecoroso, ya que estaba
llevándose a cabo a costa de un amigo, mas para el resto era motivo de asombro que él no moviera ni
un músculo de su cuerpo cuando empezó a arder. En cuanto los hombres en quienes recayó la
obligación prendieron fuego a la pira, Nearco dice que sonaron las trompetas, de acuerdo con la
directriz de Alejandro, y todo el ejército elevó un grito de guerra, como solía gritar al avanzar al
combate. Los elefantes también intervinieron con su estridente y belicoso barritar en honor de Calano.
Los autores en los que se debe confiar han registrado estas cosas y otras semejantes, hechos de gran

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importancia para aquellos que estén deseosos de aprender cuán firme e inmutable la mente humana
puede llegar a ser en lo que respecta a aquello que desea conseguir.

CAPÍTULO IV

Boda colectiva entre macedonios y persas.

En aquel tiempo, Alejandro envió a Atrópates de regreso a su satrapía, y después fue a Susa, donde
arrestó a Abulites y su hijo Oxatres, a quienes mandó ejecutar tras demostrarse que habían estado
gobernando mal a los susios. Muchas atrocidades para con los templos, las tumbas, y los súbditos
mismos habían sido cometidas por quienes gobernaban los territorios conquistados por Alejandro en la
guerra; la expedición del rey a la India había tomado mucho tiempo, y no se consideraba factible que
alguna vez regresaría a salvo de tantas naciones que poseían tantos elefantes, y que encontraría su
perdición más allá de los ríos Indo, Hidaspes, Acesines e Hífasis. Las calamidades que le ocurrieron en
Gedrosia fueron un incentivo aún mayor para que quienes ocupaban las satrapías en esta región
desecharan cualquier temor a un posible regreso a sus dominios. No sólo eso, sino que el mismo
Alejandro, se dice, había regresado más proclive a creer al instante las acusaciones que eran plausibles
en todos los sentidos, así como para aplicar un castigo muy severo a quienes fuesen declarados
culpables de delitos, incluso de los de poca monta, pues creía que con la misma disposición era probable
que se animaran a llevar a cabo fechorías mayores.

En Susa, Alejandro celebró su propia boda y las de sus Compañeros. Él se casó con Barsine, la hija mayor
de Darío, y, de acuerdo con Aristóbulo, con Parisatis, la hija menor de Ocos. Se había casado antes con
Roxana, hija del bactriano Oxiartes. Para Hefestión escogió a Dripetis, la otra hija de Darío y hermana de
su propia esposa, porque quería que los hijos de Hefestión fueran primos hermanos de los suyos. Para
Crátero eligió a Amastrine, hija del otro Oxiartes, hermano de Darío; a Pérdicas le dio la hija de
Atrópates, sátrapa de Media, al escolta real Ptolomeo y al secretario real Eumenes les dio las hijas de
Artabazo: la del primero se llamaba Artacama, y la del último Artonis. Para Nearco sería la hija de
Barsine y Mentor; y para Seleuco la hija del bactriano Espitámenes. Del mismo modo, al resto de sus
Compañeros les dio las más linajudas hijas de los persas y medos, ochenta en total.

Las bodas se celebraron al estilo persa, los asientos estaban colocados en una fila para los novios, y
después del banquete las novias entraron y se sentaron en ellos, cada una cerca de su esposo. Los
novios les cogieron de la mano derecha y les dieron un beso, siendo el rey el primero en comenzar, pues

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las bodas de todos se debían realizar de la misma manera. Esto parece ser el acto más popular que
Alejandro realzó, y mediante esto demostró el afecto que senta por sus Compañeros. Cada hombre
tomó a su propia novia y se la llevó, y a todas sin excepción Alejandro les otorgó dotes. Igualmente,
había ordenado que se anotaran los nombres de todos los macedonios que habían contraído nupcias
con mujeres asiáticas. Eran más de diez mil en número, y a todos ellos Alejandro les dio regalos con
motivo de sus bodas.

CAPÍTULO V

La recompensa de los soldados.

Alejandro consideró que ahora era una ocasión propicia para liquidar las deudas de todos los soldados
que las tenían, y para ello ordenó que se hiciera un registro de lo que cada hombre adeudaba, con el fin
de que recibieran ese dinero. Al principio sólo unos pocos fueron a inscribir sus nombres, por temor a
que esto fuese una prueba a la que los someta Alejandro para descubrir cuáles de los soldados
consideraban que su salario era insuficiente para sus gastos, y cuáles de ellos tenían un estilo de vida
extravagante. Cuando al rey le informaron que la mayoría no estaba apuntando sus nombres, y que
aquellos anotados estaban ocultando las razones por las que habían pedido préstamos, reprochó a
éstos su desconfianza hacia él. Dijo que no era correcto que un rey tratara de otra manera que no fuese
con honestidad a sus súbditos, o que alguno de los gobernados por él pensara que les habla de una
manera deshonesta. Luego hizo que se colocaran mesas en el campamento con el oro a la vista, y
nombró a los hombres que debían gestionar la distribución de la paga. Ordenó que las deudas de todos
los que mostraran algún documento que las atestiguara fuesen liquidadas sin que los nombres de los
deudores se registraran. En consecuencia, sus hombres acabaron por convencerse de que Alejandro
estaba tratando honradamente con ellos, y el hecho de que no se conocieran sus nombres fue un placer
mayor para ellos que el hecho de dejar de estar endeudados. Se dice que este obsequio al ejército tuvo
un costo que ascendió a veinte mil talentos.

También hizo regalos a determinados hombres, honrando a cada uno de acuerdo con sus méritos o su
valor, si tal hubiera demostrado en los momentos críticos durante el combate. A los que se distinguieron
por su valenta personal los coronó con coronas áureas, a saber: en primer lugar a Peucestas, el hombre
que había colocado el escudo sagrado por encima de él, en segundo lugar a Leonato, quien también
había interpuesto su escudo sobre él, y, además, había corrido muchos otros riesgos en la India y
obtenido una victoria en Ora. Aquella vez, éste se había colocado con las fuerzas de la izquierda en

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contra de los oritas y las tribus que vivían cerca de ellos, quienes estaban tratando de emprender una
revuelta, y los había vencido en la batalla. Además, había cumplido muchas otras asignaciones en Ora
con éxito. Junto con estos dos, coronó a Nearco por su exitoso periplo a lo largo de las costas de la tierra
de los indios y el Océano Índico; dicho marino había llegado ya a Susa. El tercero en recibir esta corona
fue Onesícrito, el timonel del navío real, y también la recibieron Hefestión y el resto de los escoltas
reales.

CAPÍTULO VI

Alejandro entrena a un ejército asiático en la disciplina macedonia.

Los sátrapas de las ciudades de reciente construcción y del resto de los territorios sometidos se
presentaron ante él, traían con ellos a jóvenes que acababan de entrar en la edad adulta, en número de
treinta mil, todos de la misma edad; a éstos Alejandro los denominó Epígonos, o Sucesores. Fueron
equipados con las armas de Macedonia, y pasaron a ejercitarse en la disciplina militar según el sistema
de Macedonia. La llegada de éstos se dice que irritó a los macedonios, quienes pensaban que Alejandro
estaba utilizando todos los medios a su alcance para emanciparse de la necesidad de contar con sus
servicios. Por la misma razón, también la visión de su vestimenta meda era motivo de insatisfacción para
los mismos; y las bodas que se celebraron al uso persa igualmente desagradaron a la mayoría de ellos,
incluidos algunos de los que se casaron, a pesar de que había sido un gran honor que el rey se pusiera al
mismo nivel que ellos en la ceremonia de matrimonio. Les ofendía la conducta de Peucestas, el sátrapa
de Persis, debido a que se había persianizado tanto en el vestir como en el hablar, y, para colmo, el rey
se mostraba encantado con su adopción de las costumbres asiáticas. Les disgustaba que los bactrianos,
sogdianos, aracosios, zarangianos, arios, partos y los jinetes persas conocidos como evacos, hubiesen
sido distribuidos entre los escuadrones de la caballería de los Compañeros, tantos de ellos como se
destacaran por su reputación, su finura, su talla, y otras excelentes cualidades.

Una quinta hiparquía de caballería fue agregada a estas tropas, que no estaba compuesta íntegramente
por extranjeros, pero al incrementarse el número de tropas de la caballería, un considerable
contingente de extranjeros fue escogido para integrarse a ella. Cofen, hijo de Artabazo, Hidarnes y
Artiboles, hijos de Maceo, Sisines y Fradasmenes, hijos de Fratafernes, sátrapa de Partia e Hircania,
Histanes, hijo de Oxiartes y hermano de Roxana, la esposa de Alejandro, así como Autobares y su
hermano Mitrobeo fueron elegidos y enrolados en el ágema, junto con la oficialidad macedónica. Al
mando de estos fue puesto el bactriano Histaspes, y a todos ellos se les entregaron lanzas de Macedonia
para emplearlas en vez de las jabalinas bárbaras que tenían correas atadas a ellas. Todo esto ofendía a

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los macedonios, quienes creían que Alejandro se estaba transformando en totalmente asiático en
cuanto a sus ideas, y que había situado a los macedonios y sus costumbres en un escalón
menospreciado.

CAPÍTULO VII

Travesía por el Tigris.

Alejandro ordenó a Hefestión que dirigiera el cuerpo principal de la infantería hasta el mar Pérsico,
mientras que él mismo, llegada su fota hasta Susiana, se embarcó en ella con los hipaspistas, el ágema
y algunos de la caballería de los Compañeros, y navegó por el río Euleo hacia el mar. Cuando estaba
cerca del lugar donde las aguas desembocan en las profundidades marinas, dejó allí a la mayor parte de
sus barcos, incluidos los que estaban en necesidad de reparación, y con aquellos especialmente
adaptados para navegación rápida salió del río Euleo, atravesó el mar y llegó a la desembocadura del
Tigris. El resto de los barcos zarparon desde el Euleo hasta el canal construido desde el Tigris hacia el
primero, y por este medio fueron llevados al Tigris.

Estos dos ríos, el Éufrates y el Tigris, delimitan entre ambos gran parte de Siria, la que también es
llamada por el nombre de Mesopotamia por los nativos. El Tigris fuye por un cauce mucho más bajo
que el Éufrates, del que recibe muchos canales, y después de aumentar su caudal con los de muchos
afuentes, desemboca en el mar Pérsico. Es un río grande y no se puede cruzar a pie por ninguna parte
hasta su desembocadura, y sus aguas no se utilizan para el riego en aquel país, porque la tierra que
atraviesa es más elevada que su cauce, y no se dispersa por canales o se une a otro río, sino que
absorbe a otros. Por eso no es posible regar la tierra con sus aguas. Pero el Éufrates fuye por un cauce
elevado, y está en todas partes al mismo nivel que la tierra por la cual pasa. Muchos canales surgen de
él, algunos de los cuales están siempre llenos, y de ellos es que los habitantes en ambas orillas se
abastecen de agua; mientras que otros lo hacen solamente cuando es necesario para regar los cultivos,
o cuando están necesitados de agua durante una sequía, ya que en este país por lo general cae poca
lluvia. Como consecuencia, el Éufrates en su tramo final tiene un caudal empequeñecido, que
desaparece en un pantano.

Alejandro bordeó la costa del Golfo Pérsico que se extiende entre los ríos Euleo y Tigris, y desde allí
navegó por este río hasta el campamento donde se había asentado Hefestión con todas sus fuerzas. De
allí se embarcó de nuevo hacia Opis, una ciudad situada cerca del río Tigris. En su viaje río arriba,

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destruyó las cataratas artificiales que existan en este río, y por lo tanto hizo que la corriente fuyera
bien nivelada. Estas presas las habían construido los persas para evitar que un enemigo con una fuerza
naval superior se hiciera a la vela desde el mar hasta su país. Los persas debieron recurrir a estos
artilugios debido a que no son un pueblo de navegantes; por ello, construyeron una sucesión
ininterrumpida de cataratas que hacían el viajar río arriba por el Tigris una imposibilidad. Sin embargo,
Alejandro aseguraba que estas estratagemas eran impropias de hombres victoriosos en la batalla, y, por
lo tanto, consideraba que esto era inadecuado para él. Al demoler con facilidad el laborioso trabajo de
los persas, demostró que esto que ellos creían una protección no merecía tal calificativo.

CAPÍTULO VIII

Los macedonios se disgustan con Alejandro.

Cuando llegó a Opis, llamó a formar a los macedonios, y les anunció que tenía la intención de licenciar
del ejército a los que ya no eran aptos para el servicio militar, sea por la edad o por haber quedado
mutilados, y añadió que iba a enviarlos de regreso a casa. También se comprometió a entregar a los que
retornaran tantos regalos que serían la envidia de sus compatriotas, y despertarían en los demás
macedonios las ganas de asumir peligros y trabajos similares. Sin duda, Alejandro dijo esto con el
propósito de agradar a los macedonios; mas, al contrario, estos se sintieron ofendidos por el discurso
que pronunció, no sin razón, interpretando que ahora eran despreciados por su rey y considerados unos
inútiles para servir como soldados. De hecho, a lo largo de toda esta expedición, ya se habían disgustado
por muchas otras cosas, su adopción de la vestimenta persa principalmente, lo cual demostraba el
desprecio del monarca por la opinión de sus hombres, lo cual les había causado dolor, como lo hizo
también que incluyera a los soldados extranjeros llamados Epígonos entre las tropas macedonias, y la
admisión de los jinetes extranjeros en las filas de los Compañeros.

Por tanto, no pudieron ya permanecer en silencio y controlarse, sino que le contestaron que licenciara a
todos ellos de su ejército, y le aconsejaron continuar la guerra en compañía de su padre, burlándose de
Amón con esta acotación. Escuchando esto, Alejandro–que en aquel tiempo era más proclive a la ira
que antes, y ya no, como antaño, indulgente con los macedonios en lo concerniente a su cortejo de
funcionarios extranjeros–, saltó del estrado con sus oficiales en torno a él, y ordenó la detención de los
más conspicuos de los hombres que habían tratado de soliviantar a la multitud. Él mismo señaló con la
mano a aquellos a quienes los hipaspistas procedieron a arrestar: unos trece hombres, y luego ordenó
que se los llevaran para su ejecución. Cuando el resto se hubo callado por temor, subió a la tribuna y
habló lo siguiente:

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CAPÍTULO IX

Discurso de Alejandro en Opis.

«He de pronunciar este discurso no con el fin de anular vuestro deseo de partir hacia casa, porque, en lo
que a mí respecta, podéis partir hacia dondequiera que deseéis, sino porque quiero que sepáis qué clase
de hombres eráis en un principio y cómo habéis cambiado desde que pasasteis a nuestro servicio. En
primer lugar, como es natural, voy a comenzar mi discurso recordando a mi padre Filipo. Él os encontró
errabundos y paupérrimos, la mayoría de vosotros os cubríais con pieles de animales por todo vestido,
dependiendo para vuestro sustento de unas cuantas ovejas pastando en las laderas de las montañas,
por la conservación de las cuales teníais que luchar con escasos triunfos contra ilirios, tribalos, y los
tracios de la frontera. En lugar de las pieles, Filipo os dio clámides para cubriros, y de las montañas os
dirigió hacia las llanuras, y os convirtió en hombres capaces de luchar contra los bárbaros del vecindario,
de manera que ya no os veríais forzados a poneros a salvo confiando en el resguardo de inaccesibles
baluartes más que en vuestro propio valor. Os convirtió en colonos de numerosas ciudades, a las que
proporcionó legislaciones y costumbres provechosas».

«De ser esclavos y súbditos, os convirtió en señores de aquellos mismos bárbaros a manos de los cuales
vosotros mismos fuisteis previamente susceptibles de ser hostigados y despojados de vuestras
propiedades. Añadió también la mayor parte de Tracia a Macedonia, y apoderándose de los lugares en
posiciones idóneas en la costa marítima, atrajo la abundancia a estas tierras mediante el comercio, e
hizo del trabajo en las minas una ocupación a salvo de ataques. Os hizo gobernantes de los tesalios, a
quienes anteriormente les teníais un miedo mortal, y al humillar a la nación de los focenses, abrió una
ruta amplia y cómoda hacia Grecia para vosotros, en lugar de la estrecha y complicada. A los atenienses
y tebanos, siempre agazapados a la espera de destruir a Macedonia, los humilló a tal grado que, en vez
de pagar vosotros tributos a los primeros y ser vasallos de los últimos, son ambos Estados quienes
procuran nuestro auxilio para su protección, y en esto presté yo mi ayuda personal en aquella campaña.
Él invadió el Peloponeso, y, después de poner sus asuntos en orden, fue declarado públicamente como
comandante en jefe de toda Grecia para la expedición contra los persas, una gloria más no tanto para sí
mismo como para toda la comunidad de los macedonios».

«Tales fueron los beneficios que para vosotros obtuvo mi padre Filipo; son, en efecto, obras nobles y
grandiosas por sí mismas, pero palidecen al compararlas con lo que habéis obtenido de mí. Aunque de

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mi padre he heredado sólo unas cuantas copas de oro y plata, y ni siquiera había sesenta talentos en la
tesorería; y me encontré debiendo quinientos talentos adeudados por Filipo, y me vi obligado a pedir
prestados otros ochocientos talentos aparte de éstos, part de un país que difícilmente podía
manteneros decentemente a todos, y de inmediato os abrí el paso del Helesponto, aunque en aquel
tiempo eran los persas los dueños del mar. Venciendo a los sátrapas de Darío con mi caballería, anexé a
vuestro imperio toda Eolia, las dos Frigias y Lidia, y tomé por asalto la ciudad de Mileto. Todos las demás
naciones se alinearon conmigo por rendición voluntaria, y a vosotros os concedí el privilegio de
apropiaros de los tesoros que acumulaban. Las riquezas de Egipto y Cirene, que había adquirido sin una
sola batalla, os las entregué a vosotros. Celesiria, Palestina y Mesopotamia son de vuestra propiedad.
Babilonia, Bactra, y Susa son también vuestras. El patrimonio de los lidios, los tesoros de los persas, y las
riquezas de los indios son vuestros, y así lo es igualmente el océano que los rodea. Sois sátrapas, sois
generales, sois taxiarcas».

«¿Qué he reservado, entonces, para mí después de todos estos trabajos, aparte de este manto de
púrpura y esta diadema? No me he apropiado de nada para mí mismo, ni tampoco puede alguien
señalar qué tesoros tengo, con excepción de vuestras posesiones o las cosas que custodio en vuestro
nombre. Mas, personalmente, no tengo motivo alguno para reservarlos para mí, pues me alimento con
la misma comida que vosotros consumís, y duermo la misma cantidad de horas que vosotros. No, no
creo que mi comida sea tan buena como la de aquellos de vosotros que vivís lujosamente, y, además, a
menudo me siento en la noche a velar por vosotros, para que podáis dormir apaciblemente».

CAPÍTULO X

Continuación del discurso de Alejandro.

«Alguno puede decir que mientras vosotros soportasteis el trabajo duro y las penurias, he adquirido
estas cosas para mí como vuestro líder sin haber compartido el trabajo duro y las penurias. Pero, ¿quién
hay de entre vosotros que presuma de que ha realizado por mí un esfuerzo mayor que yo por él? ¡Que
se adelante! Quienquiera de vosotros que tenga heridas, que se descubra y las muestre, y yo mostraré
las mías, porque no hay parte de mi cuerpo, la parte delantera en todo caso, que esté libre de heridas,
ni hay ningún tipo de arma utilizada sea para el combate cuerpo a cuerpo o para lanzarla al enemigo, de
cuyas huellas no lleve recuerdos en mi persona. Porque he sido herido con espada en combate hombre
a hombre, me han acribillado a fechazos, y he sido alcanzado por proyectiles lanzados desde las
máquinas de guerra. Y, aunque muchas veces he sido golpeado con piedras y trozos de madera por

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vuestra vida, vuestra gloria y vuestra riqueza, todavía os estoy guiando como conquistadores por toda la
tierra y el mar, los ríos todos, y montañas y llanuras».

«He celebrado vuestras bodas con la mía, y los hijos de varios de vosotros estarán emparentados con los
míos. He saldado además las deudas de todos quienes las tenían sin indagar demasiado para qué fueron
requeridas, a pesar de que vosotros recibís un salario tan alto, y os lleváis tanto botn cada vez que se
consigue un botn después de un asedio. La mayoría de vosotros tenéis coronas de oro, símbolos
eternos de vuestro valor y los honores que habéis recibido de mí. El que ha muerto, ha tenido un final
glorioso y ha sido homenajeado con un espléndido funeral. Estatuas de bronce de la mayoría de
nuestros muertos se han levantado en sus tierras natales, y sus padres son tratados con honor; se les
libera de todo servicio obligatorio y de pagar impuestos. Ninguno de vosotros ha sido asesinado en
plena huida estando yo al mando».

«Y ahora era mi intención enviar de vuelta a aquellos de vosotros que han dejado de ser aptos para el
ejército, convertidos en la envidia de quienes están en casa. Pero, ya que todos queréis volver, ¡idos
todos! Idos, y decid que abandonasteis al rey Alejandro, el conquistador de los persas, medos,
bactrianos y sacas; el hombre que ha subyugado a uxios, aracosios y drangianos, que ha adquirido el
imperio de los partos, corasmios e hircanios hasta el mar Caspio; que ha marchado por el Cáucaso, a
través de las Puertas Caspias, ha cruzado los ríos Oxo y Tanais, y el Indo además, que nunca había sido
cruzado por ninguna otra persona, excepto Dioniso; que también ha cruzado el Hidaspes, el Acesines y
el Hidraotes, y que habría cruzado el Hífasis de no haber vosotros retrocedido con alarma, que ha
penetrado en el Océano Índico por las bocas del Indo y ha marchado a través del desierto de Gedrosia,
donde nadie nunca marchó con un ejército, que en su ruta adquirió la posesión de Carmania y la tierra
de los oritas en adición a sus otras conquistas, que tiene a una fota que bordeó la costa del mar que se
extiende desde la India a Persia. Informadles, cuando regresasteis a Susa lo abandonasteis y os
largasteis, entregándole a la protección de los extranjeros conquistados. Tal vez este relato vuestro será
a la vez glorioso a los ojos de los hombres y piadoso a los ojos de los dioses. ¡Marchaos!».

CAPÍTULO XI

Reconciliación entre Alejandro y su ejército.

Habiendo dicho esto, saltó rápidamente del estrado y entró en el palacio, donde no prestó atención al
cuidado de su persona, ni tampoco admitió a ninguno de los Compañeros que quisieron verle. Ni

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siquiera a la mañana siguiente accedió a una audiencia con alguno de ellos, pero al tercer día llamó a
unos cuantos escogidos de entre los persas al interior del palacio, y entre ellos distribuyó los mandos de
las distintas unidades, e instituyó la norma de que sólo aquellos a quienes él había nombrado Parientes
del Rey tendrían el honor de saludarle con un beso.

Los macedonios que oyeron el discurso quedaron profundamente perplejos en aquel momento, y se
quedaron en silencio allí, cerca de la tribuna; ninguno acompañó al rey cuando éste se retiró, salvo sus
Compañeros y los escoltas reales. A pesar de permanecer allí, la mayoría de ellos no tenía nada que
hacer o decir, y, sin embargo, no estaban dispuestos a retirarse. Mas en cuanto se les comunicó la
novedad acerca de lo que sucedía con persas y medos, que los mandos militares se estaban asignando a
los persas, los soldados bárbaros estaban siendo seleccionados y repartidos en cada compañía, y se
había creado un ágema persa, Compañeros de a pie persas y una unidad persa de los hombres
denominados Escudos de Plata, así como de Compañeros de caballería y un ágema real de caballería; ya
no pudieron dominarse al saber que unidades bárbaras eran llamadas por los nombres que
correspondían a Macedonia. Como un sólo cuerpo corrieron al palacio, y depositaron sus armas delante
de las puertas en señal de súplica ante el rey. De pie frente a las puertas, gritaron suplicando que se les
permitiera entrar, y diciendo que estaban dispuestos a entregar a los hombres que habían sido los
instigadores de los disturbios y que habían comenzado el tumulto. Juraron también que no se retirarían
de las puertas ni de día ni de noche, a menos que Alejandro se apiadara un poco de ellos.

Cuando se le informó de esto, el rey salió sin demora, y al verlos en el suelo, con apariencia humilde, y
oírlos lamentándose en voz alta, las lágrimas comenzaron a afuir también a sus propios ojos. Hizo un
esfuerzo por decirles algo, pero ellos continuaron importunándole con sus ruegos. Por fin uno de ellos,
Calines de nombre, un hombre notable tanto por su veteranía como por ser un hiparco de la caballería
de los Compañeros, habló así:

«Oh rey, lo que causa pesar a los macedonios es que hayas nombrado Parientes tuyos a algunos de los
persas, y que a estos persas se les llame Parientes de Alejandro, y tengan el honor de saludarte con un
beso, mientras que a los macedonios se nos excluye de este honor».

En este punto, Alejandro le interrumpió y dijo:

«Pero a todos vosotros sin excepción os considero Parientes míos, y así, desde este momento, es como
os voy a llamar».

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Dicho esto, Calines se adelantó y saludó con un beso, y lo mismo hicieron todos los que querían
saludarle. Tomaron, pues, sus armas y regresaron al campamento, clamando y entonando un peán. Más
adelante, Alejandro ofreció un sacrificio a los dioses de costumbre, y dio un banquete público, que él
mismo presidió, con los macedonios sentados alrededor de él y junto a ellos los persas, después de los
cuales iban los hombres de las otras naciones así honrados por su rango o por alguna acción meritoria.
El rey y sus invitados bebieron el vino de la misma crátera y derramaron libaciones, y tanto los augures
griegos como los magos nativos oficiaron en la ceremonia. El rey rogó por bendiciones para todos ellos,
y sobre todo para que existiera armonía y grata convivencia entre macedonios y persas. El relato más
conocido dice que quienes tomaron parte en el banquete eran nueve mil en número, que todos ellos
derramaron una libación, y que después entonaron juntos un peán.

CAPÍTULO XII

Diez mil macedonios regresan a casa con Crátero.—Disputas entre Antípatro y Olimpia.

Entonces aquellos de los macedonios que no eran aptos para el servicio debido a la edad o alguna
desgracia, decidieron retornar por su propia voluntad, alrededor de diez mil en número. A ellos,
Alejandro les entregó la paga no solamente por todo el tiempo que habían servido, sino que también
por el tiempo que duraría su viaje de vuelta a casa. Le dio a cada uno de ellos un talento, además de su
salario. A aquellos que engendraron hijos con mujeres asiáticas, les ordenó dejarlos atrás con él, para
que no introdujeran en Macedonia un motivo de discordia al llevar con ellos a los niños de sus mujeres
extranjeras, que eran de una raza diferente a la de los hijos que habían dejado en el hogar, nacidos de
madres macedonias. Se comprometió a hacerse cargo de que fuesen criados igual que los macedonios,
a educarlos, no sólo en materias generales, sino también en el arte de la guerra. De igual manera, se
comprometió a llevarlos a Macedonia cuando llegasen a la edad adulta, y entregarlos a sus padres. Estas
difusas e inciertas promesas se las hizo a ellos al partir, y creyó darles otra prueba inequívoca de
amistad y del afecto que senta por ellos al enviarlos de regreso con quien sería su guardián y jefe de la
expedición: Crátero, el más leal de sus hombres y al que apreciaba tanto como a sí mismo. Luego, tras
terminar de saludar a todos con lágrimas en los ojos, los despidió de su presencia igual de llorosos.
Ordenó a Crátero llevar a estos hombres de regreso, y cuando llegaran a salvo a casa, debía encargarse
él mismo del gobierno de Macedonia, Tracia y Tesalia, y de la libertad de los griegos. A Antpatro le
mandó traer ante el rey a los macedonios en edad viril, como sucesores de los que enviaba de vuelta.
Poliperconte también partió con Crátero como su segundo al mando, de modo que si algún percance le
sucedía a Crátero en la marcha–porque lo mandaba de vuelta debido a su débil salud–, los que iban no
se viesen privados de un general.

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Circulaba por entonces un rumor poco conocido acerca de que Alejandro se senta ahora superado por
las acusaciones de su madre contra Antpatro, y que quería sacarlo de Macedonia. Esta clase de historias
es corriente entre aquellos que creen que las acciones reales son más merecedoras de ser divulgadas en
proporción a su secretismo, y que están dispuestos a imputar lo que es digno a una motivación indigna
en lugar de atribuirlo a la verdadera; un curso de pensamiento al que son guiados por las apariencias y
su propia depravación. Pero, lo más probable es que este relevo de Antpatro no había sido proyectado
para deshonra suya, sino más bien para evitar las consecuencias desagradables de las sempiternas
peleas entre Antpatro y Olimpia, las que quizás él mismo no sería capaz de rectificar. Ambos escribían
incesantemente cartas a Alejandro, el primero diciendo que la arrogancia, aspereza y entremetimiento
de Olimpia eran muy impropias para la madre de un rey; a partir de lo cual, según se dice, Alejandro
hizo el siguiente comentario en referencia a los informes que recibía sobre su madre: que ella le exigía
un elevado alquiler por los diez meses que lo tuvo en su vientre.

La reina, por su lado, escribía que Antpatro era excesivamente insolente en sus pretensiones y en su
desempeño en la corte, y que ya no recordaba quién lo había puesto en su posición, sino que reclamaba
ostentar y mantener el primer puesto entre los macedonios y griegos. Estos informes calumniosos
acerca de Antpatro parecían ser los de más peso para Alejandro, ya que concernían a la dignidad real.
Sin embargo, el rey no exteriorizó ninguna actitud o palabra de la que se pudiera inferir que Antpatro
gozara menos que antes de su favor.

CAPÍTULO XIII

La llanura de Nisea.—Las amazonas.

Se dice que Hefestión cedió a regañadientes ante este argumento y se reconcilió con Eumenes, quien
por su parte deseaba resolver la disputa entre ambos. En este nuevo viaje que emprendió Alejandro, se
dice que vio la llanura reservada para la cría de las yeguas reales. Heródoto dice que la llanura se
llamaba Nisea, y que las yeguas se denominaban niseanas, añadiendo que en tiempos antiguos había
ciento cincuenta mil de estos caballos. Pero en aquel momento Alejandro encontró que no eran muchos
más de cincuenta mil, porque la mayoría habían sido raptados por ladrones.

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Se dice que Atrópates, el sátrapa de Media, presentó ante el rey a un centenar de mujeres diciéndole
que eran de la raza de las amazonas. Éstas habían sido equipadas con las mismas armas que los jinetes
varones, salvo que llevaban hachas en lugar de lanzas, y peltas en lugar de escudos pesados. También se
dice que tenían el seno derecho más pequeño que el izquierdo, y que lo dejaban expuesto en la batalla.
Alejandro las despidió del ejército, para que no fuesen blancos de algún intento de violación por parte
de los macedonios y los bárbaros, y les ordenó llevar la palabra a su reina de que iría a verla con el fin de
procrear descendientes con ella. Pero esta historia no la han registrado ni Aristóbulo ni Ptolomeo, y
tampoco otro escritor que sea una autoridad confiable en estos temas. Yo no creo siquiera que la raza
de las amazonas sobreviviera hasta ese tiempo, porque antes de la época de Alejandro no fueron
mencionadas ni por Jenofonte, quien sí menciona a los fasianos, los cólquidas, y todas las otras razas
bárbaras que los griegos llegaron a conocer cuando partieron de Trebisonda, o antes de marchar hacia
Trebisonda. Ciertamente esos sí pudieron haberse encontrado con las amazonas allí, en caso de que
todavía siguieran existiendo.

Sin embargo, tampoco me parece creíble que esta raza de mujeres fuera totalmente ficticia, ya que ha
sido celebrada por tantos poetas famosos. Por ejemplo, está la muy popular historia acerca de Heracles,
quien marchó en contra de ellas y se trajo el cinturón de su reina Hipólita a Grecia. También los
atenienses bajo Teseo fueron los primeros en derrotar y repeler a estas mujeres a medida que
avanzaban en Europa. Y la batalla de los atenienses contra las amazonas ha sido pintada por Micón, y va
a la zaga de la de atenienses y persas. Heródoto también ha escrito bastante acerca de estas mujeres, e
igualmente lo han hecho los escritores atenienses que han honrado con oraciones fúnebres a los
hombres que perecieron en aquella guerra. La hazaña de los atenienses contra las amazonas es siempre
mencionada como una de sus mayores glorias. Por tanto, si Atrópates presentó a estas mujeres a
Alejandro, creo que lo que debió haberle mostrado eran en realidad algunas mujeres bárbaras muy
diestras en equitación, y equipadas con las armas que se suponía usaban las amazonas.

CAPÍTULO XIV

La muerte de Hefestión.

En Ecbatana ofreció Alejandro un sacrificio, de acuerdo con su costumbre cada vez que lo acompañaba
la buena fortuna, y celebró competiciones de gimnasia y música. También celebró banquetes con sus
Compañeros. En ese tiempo, cayó enfermo Hefestión, y se dice que en el séptimo día que él pasaba en
cama por la fiebre, el estadio estaba lleno de gente porque era el día del certamen gimnástico para los

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jóvenes. Cuando Alejandro fue informado de que Hefestión se encontraba en estado crítico, fue a verle
deprisa, pero lo encontró ya sin vida.

Diferentes autores han dado versiones divergentes sobre la pena de Alejandro en esta ocasión, y sólo
están de acuerdo en esto: que su dolor era enorme. En cuanto a lo que se hizo en honor a Hefestión,
existen declaraciones discrepantes, según a cada escritor le mueva la buena voluntad o la envidia hacia
él, o incluso hacia el mismo Alejandro. De los autores que han hecho declaraciones imprudentes,
algunos me parece que hubieran pensado que todo lo que Alejandro dijo o hizo para mostrar su intenso
dolor por la pérdida del hombre que era el más querido en el mundo para él redunda en su propio
honor; mientras que otros parecen haber pensado que más bien tienden a caer en lo indecoroso, por
ser una conducta impropia de un rey, y, sobre todo, para alguien como Alejandro. Algunos dicen que
permaneció postrado ante el cuerpo de su Compañero durante la mayor parte de ese día,
lamentándose por él y negándose a apartarse de él, hasta que sus Compañeros se lo llevaron a la fuerza.
Otros afirman que yació sobre el cuerpo todo el día y la noche. Otros dicen que mandó ahorcar a
Glaucias, el médico, por haber administrado negligentemente la medicina; mientras que otros afirman
que éste, por asistir de espectador a los juegos descuidó a Hefestión, quien en su ausencia bebió vino.
Que Alejandro se haya cortado el cabello en honor del muerto, no lo veo improbable, entre otras
razones por su deseo de imitar a Aquiles, con quien desde su infancia tenía la ambición de competir.

Según otros, el propio Alejandro condujo el carro en el que fue llevado el cuerpo, pero esta declaración
no la creo de ninguna manera. Otros afirman que ordenó que el santuario de Asclepios en Ecbatana
fuese arrasado, lo que sería un acto de barbarie y de ningún modo armoniza con el comportamiento
general de Alejandro, sino más bien es propio de la impiedad de Jerjes en su trato con los dioses, de
quien se cuenta que hizo echar cadenas a las aguas en el Helesponto para castigarlo.

Mas la siguiente declaración que ha quedado registrada no me parece completamente fuera de toda
probabilidad: cuando Alejandro marchaba a Babilonia, se encontró en el camino con muchas
delegaciones de Grecia, entre las cuales había algunos enviados de Epidauro, quienes obtuvieron de él
sus peticiones. A ellos les entregó una ofrenda que deseaba fuera depositada ante Asclepios, añadiendo
este comentario:

«A pesar de que Asclepios no me ha tratado con benevolencia, al no salvar la vida de mi Compañero, a


quien yo valoraba tanto como a mi propia cabeza».

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La mayoría de los escritores ha afirmado que él ordenó que a Hefestión se le rindieran a perpetuidad los
honores de un héroe, y algunos dicen que incluso envió emisarios al templo de Amón para preguntar al
dios si era permisible ofrecer sacrificios a Hefestión como a un dios; pero Amón dijo que no era
admisible.

Todas los autores, sin embargo, están de acuerdo en los siguientes hechos: que hasta el tercer día
después de la muerte de Hefestión, Alejandro no probó bocado ni prestó atención a su apariencia
personal, y yació en el suelo ya sea llorando o haciendo duelo en silencio; que ordenó una pira funeraria
estuviera preparada para Hefestión en Babilonia, a expensas de diez mil talentos del tesoro, y algunos
dicen que el costo fue aún mayor, y que emitió un decreto para que en todo el imperio se observara un
duelo público. Muchos de los Compañeros de Alejandro dedicaron sus personas y sus armas al fallecido
Hefestión, con miras a demostrar su respeto hacia él, y que el primero en comenzar el rito fue Eumenes,
a quien un poco antes he descrito teniendo desacuerdos con él. Esto lo hizo para que Alejandro no
pensara que estaba complacido con la muerte de Hefestión.

Alejandro no nombró a nadie más para ser quiliarca de la caballería de los Compañeros en lugar de
Hefestión; y para que el nombre de este general no se borrara de la memoria de la unidad que había
mandado, decretó que esa quiliarquía de caballería continuara llevando el nombre de Hefestión, y que
una imagen modelada a semejanza de Hefestión fuera por delante. También decidió celebrar juegos
gimnásticos y musicales, muchísimo más magníficos que cualquiera de los de antes, tanto por la
multitud de competidores como por la cantidad de dinero invertido en ellos. Porque fueron tres mil
competidores en total, y se dice que estos hombres poco tiempo después también compitieron en los
juegos celebrados en el funeral de Alejandro.

CAPÍTULO XV

Sometimiento de los coseos.—Naciones distantes envían embajadas ante Alejandro.

El duelo se prolongó por muchos días, y cuando ya empezaba a recuperarse de ello, sus Compañeros
tuvieron menos dificultades para despertar en él las ganas de acción. Entonces, al fin hizo una
expedición contra los coseos, un belicoso pueblo fronterizo con el territorio de los uxios. Son
montañeses que habitan en aldeas muy separadas entre sí y ubicadas en posiciones fácilmente
defendibles. Cada vez que una fuerza enemiga se acercaba a ellos, tenían por costumbre retirarse a las
cumbres de sus montañas, ya sea en conjunto o por separado, como a cada hombre le fuera posible, y

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así escapaban, por lo que era complicado para quienes los atacaran acercarse a ellos. Después de que el
enemigo se marchaba, se dedicaban nuevamente al bandidaje, ocupación con la cual se ganaban el
sustento. Pero Alejandro logró subyugar a esta raza, a pesar de que marchó a luchar contra ellos en
invierno, porque ni el invierno ni lo agreste del terreno eran impedimento para que él o Ptolomeo, hijo
de Lago, condujeran a una parte del ejército en una campaña contra ellos. Es por ello que ninguna
empresa militar que Alejandro llevó a cabo conoció jamás el fracaso.

Mientras marchaba de regreso a Babilonia, recibió a la legación de los libios, que lo felicitaron y le
coronaron como conquistador del imperio de Asia. De Italia también llegaron embajadores de los
brucios, los lucanos y tirrenos, con el mismo propósito. Los cartagineses, se dice, mandaron una
delegación a él en aquel mismo tiempo, y se afirma que igualmente llegaron embajadores a solicitar su
amistad de parte de los etopes, los escitas de Europa, los galos e íberos, naciones cuyos nombres nunca
antes habían sido escuchados, y cuyos pertrechos fueron vistos entonces por primera vez por los griegos
y macedonios.

Se cuenta que encomendaron a Alejandro el resolver sus controversias con los demás pueblos. Entonces
sí que fue especialmente evidente, tanto para sí mismo y para los que le rodeaban, que en efecto era
señor de toda la tierra y el mar. De los varones que han escrito la historia de Alejandro, Aristo y
Asclepíades son los únicos que dicen que los romanos también despacharon una embajada ante
Alejandro, y que cuando éste conoció a la embajada, predijo algo acerca del futuro poder de Roma
luego de observar la vestimenta de estos hombres, su amor al trabajo y su devoción por la libertad. Al
mismo tiempo, les hizo preguntas pertinentes sobre su constitución política. Este incidente lo he
anotado no como auténtico más allá de toda duda ni completamente improbable; no obstante, ninguno
de los escritores romanos ha hecho mención alguna de que esta embajada fuese enviada ante
Alejandro, y de los que han escrito un relato de los hechos de Alejandro, ni Ptolomeo, hijo de Lago, ni
Aristóbulo lo han mencionado. Con estos autores vuelvo a estar de acuerdo en esto. Tampoco me
parece probable que la República de Roma, que en esa época destacaba por su apego a la libertad,
enviase una embajada a un rey extranjero, particularmente a un lugar tan alejado de su tierra, cuando
no estaban obligados a hacerlo por miedo o esperanzas de obtener ayuda, y, además, porque estaban
poseídos más que cualquier otro pueblo por el odio a los tiranos y al mismo nombre de éstos.

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CAPÍTULO XVI

Exploración del Caspio.—Los adivinos caldeos.

Después de esto, Alejandro envió a Heráclides, hijo de Argeo, a Hircania al frente de un grupo de
constructores de barcos, con la orden de talar árboles de los montes de Hircania y con la madera
construir una serie de barcos de guerra, algunos con cubiertas y otros sin cubiertas, al modo griego de
construcción naval. Tenía él muchos deseos de explorar el mar llamado de Hircania o Caspio, para
descubrir si se comunicaba con el Ponto Euxino, o si le llegaba por el borde a la derecha el océano que
está cerca de la India y fuye hacia el Golfo de Hircania, del mismo modo que había descubierto que el
mar Pérsico, que fue llamado el Mar Rojo, es en realidad un golfo de aquel océano. Las fuentes del mar
Caspio aún no habían sido descubiertas, aunque muchas naciones viven alrededor de sus costas, y
muchos ríos navegables vierten sus aguas en él. De Bactria, el Oxo, el mayor de los ríos asiáticos,
exceptuando los de la India, descarga sus aguas en este mar, y atravesando Escitia también le llega el
Jaxartes. La opinión general es que el Araxes, que también fuye desde Armenia, cae en este mismo mar.
Estos son los más grandes, pero muchos otros desembocan en éstos, y a través de ellos se descargan
directamente en este mar. Algunos de estos ríos ya eran conocidos por los que visitaron estas naciones
con Alejandro, mientras que otros estaban situados hacia el otro lado del golfo, al parecer en el país de
los escitas nómadas, una región completamente desconocida.

Cuando Alejandro cruzó el río Tigris con su ejército y se dirigía hacia Babilonia, le salieron al encuentro
los magos caldeos, quienes, llevándolo a un aparte lejos de sus Compañeros, le rogaron suspender su
entrada a esta ciudad. Porque, dijeron, un oráculo había sido pronunciado ante ellos por el dios Bel,
advirtiéndoles que era un momento infausto para que se presentara en Babilonia. Pero él contestó a su
discurso con una frase del poeta Eurípides en este sentido:

«Aquel que mejor calcula es el mejor profeta».

Sin embargo, respondieron los caldeos:

«Oh rey, en todo caso, no entres en la ciudad por la puerta occidental, y tampoco hagas avanzar al
ejército en esa dirección; sino más bien da la vuelta y ve hacia la puerta oriental».

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Pero no resultó nada fácil de cumplir para él, debido a la dificultad del terreno; la deidad le impulsaba
hacia la puerta por donde, de entrar por ella, estaría condenado a morir pronto. Y tal vez fue lo mejor
para él ser arrebatado en la cúspide de su gloria y el afecto hacia él que los hombres le profesaban,
antes que cualquiera de las vicisitudes naturales que suelen ensañarse con los mortales cayeran sobre
él. Probablemente ésta fue la razón por la cual Solón aconsejó a Creso que esperara al final de su larga
vida, y no juzgara feliz a ningún mortal antes de ello. Aunque, cierto, la muerte de Hefestión había sido
una grave desdicha para Alejandro, y creo que hubiera preferido partir él antes de que ocurriera en vez
de haber seguido vivo para sufrirla; no menos de lo que pienso que senta Aquiles, quien habría
preferido morir antes que Patroclo en vez de convertirse en quien vengara su muerte.

CAPÍTULO XVII

Alejandro rechaza el consejo de los caldeos.

El rey tenía la sospecha de que los caldeos estaban tratando de impedir su ingreso en Babilonia en ese
momento no precisamente por la referencia a su propio bienestar hecha por el oráculo, sino en
beneficio propio. En el centro de la ciudad de los babilonios estaba el templo de Bel, una edificación de
gran magnitud, construida con ladrillos cocidos unidos con betún. Este templo había sido arrasado por
Jerjes a su retorno de Grecia, como también lo fueron todos las demás edificaciones sagrados de los
babilonios. Algunos aseguran que Alejandro había tomado la decisión de reconstruirlo sobre su base
original, y por esta razón ordenó a los babilonios que removiesen el montculo. Otros dicen que su
intención era construir uno aún más colosal que el que exista anteriormente. Pero después de su
partida, los hombres a quienes había sido confiada la obra procedieron de manera laxa, por lo que
decidió emplear a la totalidad de su ejército en completarla. Grandes extensiones de tierra, así como
mucho oro, habían sido dedicados al dios Bel por los reyes de Asiria, y en la antigüedad el templo era
mantenido en buenas condiciones y en él se ofrecían sacrificios al dios. Pero en el presente los caldeos
se habían apropiado de las propiedades del dios, ya que no exista nada en que gastar el excedente de
los ingresos. Alejandro sospechaba que no querían que entrara a Babilonia por esta razón, por temor a
que en poco tiempo el templo quedara terminado, y fuesen privados de los beneficios obtenidos con los
tesoros asignados para esto.

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Y, pese a ello, dice Aristóbulo que estuvo dispuesto a ceder a sus persuasiones, al menos en lo
concerniente a cambiar la dirección de su entrada en la ciudad. A este propósito, acampó por un día
cerca del río Éufrates, y al día siguiente marchó a lo largo de la orilla, manteniendo el río a mano
derecha, con la intención de pasar más allá de la parte de la ciudad orientada hacia el oeste, y allí hizo
virar a su ejército hacia el este. Sin embargo, debido a la dificultad del terreno no podía marchar con su
ejército en esta dirección, porque si un hombre que está entrando en la ciudad desde el occidente gira
desde aquí en dirección al oriente, debe internarse en un terreno cubierto de pantanos y bancos de
arena. De manera que, en parte por su propia voluntad y en parte contra su voluntad, Alejandro
desobedeció al dios.

CAPÍTULO XVIII

Predicciones acerca de la muerte de Alejandro.

Por otro lado, Aristóbulo ha registrado la siguiente historia: Apolodoro de Anfípolis, uno de los
Compañeros de Alejandro, era general del ejército que el rey dejó con Maceo, el sátrapa de Babilonia.
Cuando se hubo reunido con sus fuerzas a las del rey al regreso de este último de la India, y hubo
observado que estaba castigando con severidad a los sátrapas que habían sido nombrados para los
distintos países, envió un emisario a su hermano Peitágoras solicitando que profetizara qué sería de su
persona. Porque este Peitágoras era un vidente que derivaba su conocimiento del futuro de la
inspección de las entrañas de los animales. El hombre envió de vuelta una respuesta a Apolodoro,
preguntándole de quién tenía tanto miedo como para desear consultar los auspicios. El aludido escribió:
«Del rey y Hefestión».

Peitágoras, por lo tanto, en primer lugar ofreció el sacrificio para hacer la consulta con referencia a
Hefestión. Y como un lóbulo estaba ausente del hígado de la víctima sacrificial, constató este hecho en
una carta que selló y envió a su hermano desde Babilonia a Ecbatana, explicándole que no había razón
para temer a Hefestión, puesto que en poco tiempo estaría fuera de su camino.

Y Aristóbulo dice que Apolodoro recibió esta epístola apenas un día antes de que Hefestión muriera.
Entonces, Peitágoras volvió a ofrecer sacrificio para ver los augurios con respecto a Alejandro, y el
hígado de la víctima sacrificada también carecía de un lóbulo. Escribió de nuevo a Apolodoro en el
mismo sentido acerca de Alejandro como antes acerca de Hefestión. Apolodoro no ocultó la
información, sino que se lo contó todo a Alejandro, y para demostrarle todavía más su buena voluntad

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al rey, le instó a estar en guardia para evitar que algún infortunio pudiera ocurrirle. Y añade Aristóbulo
que el rey elogió a Apolodoro por esto, y cuando entró en Babilonia, le preguntó a Peitágoras cuáles
signos había encontrado que le indujeron a escribir a su hermano. Éste contestó que al hígado de la
víctima sacrificada en su nombre le faltaba un lóbulo. Cuando Alejandro le preguntó qué era lo que tal
signo presagiaba, respondió que un acontecimiento muy funesto. Lejos de enfadarse con él, el rey le
trataría con mayor respeto por haberle dicho la verdad sin tapujos.

Aristóbulo dice que escuchó en persona esta historia de Peitágoras, y añade que el mismo hombre hizo
de vidente para Pérdicas y después para Antgono, y que la misma señal apareció en ambos casos. Esto
fue verificado por el hecho de que Pérdicas perdió la vida conduciendo un ejército contra Ptolomeo, y
Antgono murió en la batalla librada en Ipso contra Seleuco y Lisímaco. También se ha quedado escrita
la siguiente anécdota en relación con Calano, el filósofo indio: cuando se dirigía a inmolarse en la pira
funeraria, les dio el saludo de despedida a todos sus amigos, pero se negó a acercarse a Alejandro a
darle el saludo, diciendo que se reuniría con él en Babilonia y allí le saludaría. En el momento de hacerla,
su observación fue recibida con indiferencia, mas después, cuando Alejandro murió en Babilonia,
reapareció en la memoria de quienes la habían oído, y entonces se convencieron de que en verdad
había sido un aviso que la divinidad les enviaba acerca del próximo fin de Alejandro.

CAPÍTULO XIX

Llegan embajadas de Grecia.—Apronte de una flota para invadir Arabia.

Entrando el rey en Babilonia, fue abordado por las delegaciones de los griegos, cuyo propósito al enviar
cada embajada no ha sido registrado. A mí me parece más probable que fueran a obsequiarle una
corona y expresar su satisfacción por sus victorias, en especial aquellas contra los indios, así como para
decir que los griegos se regocijaban por su regreso a salvo de la India. Se dice que saludó a estos
hombres con la mano derecha, y después de rendirles los honores de rigor, los envió de vuelta. También
autorizó a los embajadores a llevarse consigo todas las estatuas de sus notables, las imágenes de los
dioses y las ofrendas votivas que Jerjes había expoliado de Grecia y traído a Babilonia, Pasargada, Susa,
o cualquier otra ciudad en Asia. De esta manera, se dice, regresaron a Atenas las estatuas de bronce de
Harmodio y Aristogitón, y el monumento de Artemisa Celcea.

Según Aristóbulo, en Babilonia encontró a Nearco con la fota, que había subido desde el mar Pérsico
hasta el río Éufrates, y a otra fota que había sido traída de Fenicia, compuesta por dos quinquerremes

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fenicias, tres cuatrirremes, doce trirremes y treinta triacóntoros. Habían desmontado las naves en
piezas y transportado al río Éufrates desde Fenicia, a la ciudad de Tapsaco, donde las montaron de
nuevo y navegaron hacia Babilonia.

El mismo escritor dice que el rey hizo talar los cipreses de Babilonia, y con ellos hizo construir otra fota,
pues en la tierra de los asirios esta madera abunda, si bien de las demás cosas necesarias para la
construcción de barcos escasean en este país. Una multitud de pescadores de púrpura y otros hombres
de mar acudieron desde Fenicia y otros lugares de la costa, para servir como tripulantes de los barcos y
realizar los trabajos a bordo. Un sitio cerca de Babilonia fue excavado para construir un puerto lo
suficientemente grande para que cupieran mil buques de guerra en él, y, al lado del puerto, se hicieron
astilleros. Micalo de Clazómenes fue enviado a Fenicia y Siria, con quinientos talentos para reclutar
hombres y comprar otros que tuvieran experiencia en afanes náuticos. Porque Alejandro había
planeado colonizar la costa del Golfo Pérsico, así como las islas de este mar, pues pensaba que esta
tierra llegaría a ser tan próspera como Fenicia. Estos preparativos de la fota los emprendió para atacar
la parte más populosa de la tierra de los árabes, con el pretexto de que eran los únicos bárbaros de esta
región que no habían enviado una embajada ante él, o realizado alguna acción digna de su propia
posición y que demostrara el respeto que le tenían. Mas a mi parecer, la verdad es que Alejandro era
insaciable en cuanto a conquistar nuevos territorios.

CAPÍTULO XX

Descripción de Arabia.—Otro viaje de Nearco.

Según una historia bien difundida que se había enterado de que los árabes veneraban a solamente dos
dioses, Urano y Dioniso; al primero porque era visible y contenía dentro de sí mismo a las luminarias
celestiales, sobre todo al sol, de donde emana el mayor y más apreciado beneficio para todas las cosas
humanas, y al segundo debido a la fama que adquirió debido a su expedición a la India. Por lo tanto, no
se creía indigno de que los árabes le consideraran un tercer dios, ya que él había realizado proezas en
ningún modo inferiores a las de Dioniso. Si lograba conquistar a los árabes, tenía la intención de
concederles el privilegio de continuarse gobernando a sí mismos de acuerdo con sus propias
costumbres, como ya lo había hecho con los indios. La fertilidad de aquella tierra era un aliciente
secreto para que la invadiera, porque supo que la gente obtenía la casia de los lagos, y mirra e incienso
de los árboles; que la canela se cortaba de los arbustos, y que las praderas producían abundante nardo,
sin intervención de la mano del cultivador. En cuanto al tamaño del país, le constaba que la costa de
Arabia no era menor en magnitud que la de la India, y cerca de ella se encontraban numerosas islas; en

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todas partes del país existan puertos lo suficientemente cómodos para proporcionar anclaje a su fota,
y muchos sitios donde fundar forecientes ciudades.

También se le informó que había dos islas en este mar, frente a la desembocadura del Éufrates, la
primera de las cuales no se hallaba lejos del lugar donde las aguas de ese río se descargan en el mar, a
alrededor de ciento veinte estadios de distancia de la costa y la boca del río. Ésta era la menor de las
dos, y estaba cubierta densamente con todo tipo de maderas. En ella exista un templo de Artemisa, en
torno al cual los propios habitantes se pasaban la vida. En la isla pastaban cabras salvajes y ciervos, a los
cuales se les permita campar a sus anchas como seres dedicados a Artemisa. Era ilegal cazarlos, a
menos que se quisiera ofrecer sacrificios a la diosa, y sólo para este propósito era lícito darles caza.
Aristóbulo cuenta que Alejandro ordenó que a esta isla se la llamara Ícaro, como la isla del mismo
nombre en el mar Egeo, en la que, según va la leyenda, cayó Ícaro, hijo de Dédalo, cuando la cera de las
alas que había fijado a su cuerpo se derritió. Éste no volaba cerca de tierra, de acuerdo con los
mandatos de su padre, sino que cometió la insensatez de volar hasta lo alto, permitiendo que el sol
suavizara y afojara la cera. Ícaro dejó su nombre a la isla y el mar; la primera se llama Icaria y el segundo
el mar Icario. La otra isla se dice que estaba más alejada de la desembocadura del Éufrates, a un día y
noche de viaje en barco con viento en popa. Su nombre era Tilo, y era grande y la mayor parte de su
terreno no era nada agreste, ni tenía maderas, pero era adecuada para el cultivo de frutales y otras
cosas según la temporada del año.

Parte de esta información la obtuvo Alejandro de Arquias, quien fue enviado en un triacóntoro a
explorar la ruta ideal para la travesía por la costa de Arabia, y que solamente llegó hasta la isla de Tilo,
porque no se atrevió a ir más allá de este punto. Andróstenes fue despachado en otro triacóntoro y
navegó a lo largo de una parte de la península de Arabia. Hierón de Solos, el timonel, también recibió un
triacóntoro de Alejandro y fue quien avanzó más lejos de cuantos envió primero a esta región, porque
se le habían dado instrucciones de circunnavegar por la península arábiga hasta el Golfo Pérsico cercano
a Egipto, frente a Heroópolis. A pesar de que navegó una gran distancia a lo largo del país de los árabes,
tampoco se atrevió a ir tan lejos como se le ordenó, sino que volviendo donde Alejandro le informó que
el tamaño de la península era asombroso, apenas algo más pequeña que el país de los indios, y que un
extremo se proyectaba hacia el Océano Índico. Nearco, en su viaje desde la India, había visto una parte
de ésta, antes de que se desviaran hacia el Golfo Pérsico, y casi fue tentado a cruzar hacia la misma. El
timonel Onesícrito había argumentado que deberían haber ido allí, pero Nearco dice que él mismo lo
impidió; y de manera, después de navegar rodeando el Golfo Pérsico, pudo informar a Alejandro que
había realizado el viaje para el que se le había enviado. Porque, decía Nearco, no había sido enviado a
navegar por el océano, sino a explorar las tierras que bordeaban este mar y averiguar qué hombres las
habitaban; para descubrir los puertos y ríos en el mismo, conocer las costumbres de las gentes, y ver
cuál país era fértil y cuál era estéril. Por esta razón, la expedición naval de Alejandro regresó a salvo,
porque si hubiera navegado más allá de los desiertos de Arabia, no habría regresado en buenas
condiciones. Se dice también que la misma había sido la razón que decidió a Hierón a regresar.

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CAPÍTULO XXI

Descripción de los ríos Éufrates y Palacopas.

Mientras las trirremes estaban siendo construidas y se hacían las excavaciones para el puerto cerca de
Babilonia, Alejandro zarpó desde Babilonia por el Éufrates hasta el río llamado Palacopas, que se halla a
ochocientos estadios de distancia. No es un río que surja de alguna fuente, sino un canal del Éufrates.
Éste río, que desciende desde las montañas de Armenia, se mantiene dentro de su cauce durante la
temporada de invierno, porque sus aguas están bajas, pero cuando la primavera empieza a aparecer, y,
sobre todo, justo antes del solsticio de verano, llueve a cántaros y su caudal se desborda por ambas
orillas en la tierra de los asirios, puesto que en esa temporada las nieves de las montañas de Armenia se
derriten y pasan a engrosar sus aguas de manera considerable, y por ello queda muy por encima del
nivel del terreno, e inundaría aquella tierra si alguien no hubiera proporcionado un desvío hacia el
Palacopas y lo encauzara hacia los pantanos y lagunas que, a partir de este canal, se extienden hasta el
territorio contiguo a Arabia. Desde allí se expande a sus anchas por el terreno para formar un lago poco
profundo, desde el cual va a desembocar en el mar por muchas bocas desconocidas. Después de que la
nieve se ha derretido del todo, en el tiempo del ocaso de las Pléyades, el caudal del Éufrates disminuye,
pero de todas maneras la mayor parte de él sigue descargándose en las lagunas a través del Palacopas.
A menos que se construyera un dique sobre el Palacopas, para que las aguas retrocedieran y bajaran
por el canal del río de regreso al cauce principal, el río Éufrates quedaría seco, y, por tanto, no
continuaría irrigando la tierra de Asiria. A este propósito, un dique a la salida del Éufrates hacia el
Palacopas fue construido por el sátrapa de Babilonia con mucho esfuerzo–aunque construir la salida del
canal fue fácil–, debido a que la tierra en esta región es fangosa y mayormente cubierta por un barro
viscoso; y una vez que ha absorbido las aguas del río, no es fácil para éstas retroceder. Se habían
empleado hasta diez mil trabajadores asirios en esta labor, hasta el tercer mes.

Cuando Alejandro fue informado, esto lo incitó a realizar algo en beneficio de la tierra de Asiria.
Determinó que se cerrara la boca del desagüe por donde el Éufrates se desviaba hacia el Palacopas.
Avanzando unos treinta estadios más allá, vio que el terreno se volvía rocoso, de modo que consideró
que si se excavaba una zanja para unir esta parte con el antiguo cauce a lo largo del Palacopas, la dureza
del suelo no permitiría que el agua se filtrara, y no habría ninguna dificultad para completarlo en la
temporada señalada. Para este fin navegó hacia el Palacopas, y luego continuó su viaje por el canal
hasta las lagunas cercanas al país de los árabes. Al hallar por allí un enclave propicio, fundó en él una
ciudad y la fortificó. En ella asentó a muchos de los mercenarios griegos que se quedaron por su
voluntad, y a quienes ya no les era posible seguir como soldados por razón de su edad o por sus heridas.

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CAPÍTULO XXII

Un presagio de la próxima muerte de Alejandro.

Tras refutar la veracidad de la profecía de los caldeos al no haberle acontecido ningún infortunio en
Babilonia, como habían previsto, y habiendo salido de la ciudad sin sufrir ningún percance, el rey se
sintió más confiado en espíritu y zarpó de nuevo a través de los pantanos, con Babilonia a mano
izquierda. Por este lugar, una parte de su fota se extravió en los estrechos brazos del río por falta de un
timonel experto, hasta que él envió a uno para dirigirlos y regresarlos al cauce del río.

Según se dice en una historia, la mayoría de las tumbas de los reyes asirios habían sido construidas
entre las lagunas y los pantanos. Cuando Alejandro se encontraba navegando por estos pantanos, y,
según el relato, él mismo estaba pilotando la trirreme, una fuerte brisa le arrebató su causía y la
diadema que llevaba. El sombrero, que es pesado, cayó en el agua; pero la diadema fue arrastrada por
el viento y fue a enredarse en los juncos que crecían cerca de la tumba de uno de los antiguos reyes.
Este incidente en sí ya era un mal presagio de lo ocurriría, y así lo fue también el hecho de que uno de
los marineros nadó hacia la diadema y la desenredó del junco. Pero no la trajo en sus manos, porque se
habría humedecido mientras nadaba de vuelta; por ello se la colocó alrededor de su propia cabeza, y así
se la llevó al rey.

La mayoría de los biógrafos de Alejandro escriben que el rey le regaló un talento como recompensa por
tal celo y, a continuación, ordenó que lo decapitaran, como los adivinos le habían indicado que nunca
dejara intacta aquella cabeza que hubiera usado sin derecho la diadema real. Sin embargo, Aristóbulo
dice que aquel hombre recibió un talento, pero que después también recibió azotes por colocar la
diadema en su cabeza. El mismo autor dice que fue uno de los marineros fenicios quien rescató la
diadema para Alejandro, pero otros aseguran que se trataba de Seleuco, y que esto había presagiado la
muerte de Alejandro y un gran imperio para Seleuco. Porque de todos los que ascendieron a monarcas
después de Alejandro, Seleuco se convirtió en el más grande rey, dotado de una notable mentalidad
regia, y que gobernó sobre el más extenso reino de la Tierra después de aquél sobre el que reinó el
mismo Alejandro, lo que a mí me parece que no admite dudas.

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CAPÍTULO XXIII

Alejandro recluta un ejército de persas.—Homenaje a Hefestión.

A su regreso a Babilonia, se encontró con que Peucestas había llegado de Persia trayendo con él a veinte
mil persas, así como a un buen contingente de coseos y tapurios, pueblos que eran los más belicosos de
las tribus de las fronteras de Persia. Filóxeno también llegó con un ejército desde Caria; Menandro con
otro de Lidia, y Menidas con la caballería que había sido puesta a sus órdenes. Al mismo tiempo,
llegaron las embajadas venidas de Grecia, los miembros de las cuales, con coronas sobre sus propias
cabezas, se acercaron a Alejandro y lo coronaron con unas de oro; como si en verdad hubieran acudido
como enviados especiales a rendirle honores divinos. Y su fin no estaba ya tan lejano.

Alejandro elogió a los persas por el celo demostrado en su comportamiento con él, evidente por su
obediencia a Peucestas en todas las cosas, y a Peucestas por la sabiduría de la que había hecho gala al
gobernarlos. A estos soldados extranjeros los distribuyó entre las filas macedonias en el orden siguiente:
cada decadarquía estaba bajo el mando de un decadarca macedonio, y junto a él iba un dimoirites
macedonio, y, a continuación, un decastateros, así llamado por la paga que recibía, menor a la del
hombre con doble paga, pero mayor a la de los hombres que servían como soldados sin una posición de
honor. Al lado de éstos se colocaban doce persas, y en la última fila otro macedonio de la escala salarial
de diez estáteras; de modo que cada decadarquía estaba formada por doce persas y cuatro macedonios,
tres de los cuales recibían un salario significativo, y el cuarto estaba al mando de ella. Los macedonios
iban armados a la manera acostumbrada; pero entre los persas, algunos eran arqueros, mientras que
otros iban equipados con jabalinas que tenían correas de cuero para impulsarlas.

En esos días, Alejandro a menudo ponía a prueba a la fota, haciendo que las trirremes y cuatrirremes
realizaran ejercicios de combate naval en el río, y organizaba competiciones entre los remeros y
timoneles, con coronas áureas de premio para los ganadores. Entonces llegaron los emisarios
especiales a quienes había mandado a preguntar a Amón de qué manera sería lícito honrar a Hefestión.
Le dijeron que Amón había respondido que era lícito ofrecerle sacrificios como a un héroe. Complacido
con la respuesta del oráculo, desde aquel momento le rindió los honores debidos a un héroe. También
envió una carta a Cleómenes, un réprobo que había cometido muchos actos de injusticia en Egipto. Por
mi parte, no encuentro nada criticable en que demostrara su afecto por Hefestión y recordarle después
de muerto; pero sí le critico muchos otros actos. Porque en aquella carta le mandaba a Cleómenes erigir
santuarios para el héroe Hefestión en Alejandría de Egipto, uno en la propia ciudad y otro en la isla de
Faros, donde se sitúa la torre. Ambos santuarios debían ser descomunales en tamaño y construidos a un
alto costo. La carta también ordenaba que Cleómenes se encargara de que ambos llevasen el nombre

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de Hefestión, y, además, este nombre debía ser grabado en todos los documentos legales que los
comerciantes utilizaran en sus negociaciones con los demás. En todo esto no hallo nada condenable,
excepto que haya expresado tanto entusiasmo por asuntos de poca monta. Pero lo siguiente si censuro
con severidad:

«Si encuentro los santuarios y templos del héroe Hefestión completados satisfactoriamente, » decía la
carta, «no sólo recibirás el perdón por los delitos que hayas cometido en el pasado, sino que en el
futuro no sufrirás ningún trato desagradable de mí parte, por grave que fueren los crímenes que
cometas».

No puedo, pues, mostrar aprobación hacia semejante mensaje de un gran rey al hombre que gobernaba
un país muy extenso y muy poblado, especialmente porque aquel hombre era pérfido.

CAPÍTULO XXIV

Otro presagio de la muerte de Alejandro.

El propio fin de Alejandro estaba ya cercano. Aristóbulo dice que el siguiente acontecimiento fue otro
presagio de lo que estaba a punto de suceder: el rey estaba organizando el ejército que vino con
Peucestas desde Persia, y los que vinieron con Filóxeno y Menandro de la costa, distribuyéndolos entre
las líneas macedonias; y sintiendo mucha sed, se retiró de su asiento y dejó el trono vacío. A cada lado
del trono había divanes con patas de plata, en los que sus Compañeros estaban sentados. Un hombre de
oscuros orígenes–algunos dicen que era uno de los hombres mantenidos bajo custodia sin estar
encadenados–, al ver el trono y los divanes vacíos, y los eunucos de pie alrededor del trono–porque los
Compañeros también se levantaron de sus asientos detrás del rey cuando él se retiró–, caminó a través
de la fila de eunucos, ascendió al trono y se sentó sobre él. Actuando de acuerdo con una ley persa,
aquellos no lo echaron del trono, sino que rasgaron sus vestiduras y se golpearon el pecho y el rostro
como si se tratara de una gran desgracia. Cuando Alejandro fue informado de esto, ordenó que el
hombre que se había sentado en su trono fuese sometido a torturas, con miras a descubrir si había
hecho esto de acuerdo con un plan concertado por conspiradores. Pero aquel hombre no confesó nada,
excepto que se le había venido a la mente en el momento actuar como lo hizo. Por esta razón, los
adivinos explicaron que este hecho no presagiaba nada bueno para él.

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Pocos días después, tras ofrecer a los dioses los sacrificios rituales para la buena fortuna, y algunos otros
con el fin de consultar los augurios, se hallaba festejando con sus amigos y bebiendo hasta bien entrada
la noche. Se dice que también repartió víctimas sacrificiales entre el ejército, así como una cantidad de
vino para cada compañía y centuria. Algunos han escrito que estando retirándose de la fiesta a su
alcoba, Medio, quien era en aquel tiempo el más infuyente de los Compañeros, se dirigió a él y le pidió
que se uniera a un grupo de juerguistas en su residencia, diciendo que el banquete sería un deleite.

CAPÍTULO XXV

La fiebre se apodera de Alejandro.

Las Efemérides Reales relatan que el rey se deleitó y bebió en la morada de Medio; y luego se retiró,
tomó un baño y durmió, y otra vez cenó en casa de Medio y de nuevo bebieron hasta bien entrada la
noche. Después de retirarse del banquete, se dio otro baño, tras lo cual tomó algún alimento y durmió
allí, porque ya se senta con fiebre. Lo llevaron reclinado en una litera a los sacrificios, a fin de que
pudiera ofrecerlos según su costumbre cotidiana. Después de colocar las ofrendas sobre el altar, se
acostó en la sala de banquetes hasta el anochecer. Durante este tiempo estuvo dando instrucciones a
sus oficiales acerca de la fuerza expedicionaria y el viaje, ordenando a los que irían a pie estar listos en
cuatro días, y los que iban a navegar con él debían encontrarse listos para zarpar en el quinto día.

De este lugar fue llevado en litera al río, donde subió a un bajel y navegó por el río hasta el parque real.
Allí, volvió a tomar un baño y se retiró a descansar. Al día siguiente tomó otro baño y ofreció los
sacrificios de rutina. Luego, se acostó en sus aposentos, y allí estuvo conversando con Medio. A sus
oficiales les mandó venir a conferenciar con él al amanecer. Una vez terminada la reunión, comió un
poco y se reclinó de nuevo en la cama con dosel. La fiebre le duró toda la noche sin interrupción. Al otro
día, volvió a tomar un baño, tras lo cual ofreció el sacrificio cotidiano, y dio aviso a Nearco y los demás
oficiales que el viaje debía comenzar al tercer día. Al día siguiente, se bañaba una vez más y ofrecía los
sacrificios prescritos, pero luego de colocar los sacrificios en el altar, seguía sin descansar pese a que la
fiebre no cesaba. A pesar de ello, convocó a los oficiales y les dio instrucciones para que todo estuviera
en orden para la puesta en marcha de la fota. Al anochecer se dio un baño, después del cual se puso
todavía más enfermo. A la mañana siguiente, fue trasladado a la casa cerca de un estanque , donde
ofreció los sacrificios habituales. Aunque ahora se hallaba gravemente debilitado, volvió a convocar a
los oficiales con mayores responsabilidades y les dio nuevas directrices para la travesía.

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El día que siguió fue llevado con muchos miramientos a los sacrificios, que pudo ofrecer, y, no obstante
su estado, dio órdenes adicionales a los oficiales acerca de la expedición. Al día siguiente, pese a que
ahora su estado era realmente pésimo, de nuevo ofreció los sacrificios de costumbre. Mandó que los
generales permanecieran con él, atendiéndole en la sala, y que los quiliarcas y pentacosiarcas
permanecieran ante las puertas. Estando ya en un estado muy crítico, lo transfirieron del parque al
palacio. Cuando sus oficiales entraron en la habitación, los reconocía a todos, pero ya no podía
pronunciar una palabra, pues habíase quedado mudo. Durante la noche y el día que siguieron, y el día y
la noche a continuación, la fiebre fue altsima.

CAPÍTULO XXVI

La muerte de Alejandro.

Tal es la narración que aparece en las Efemérides Reales. Aparte de esto, en ellos se ha registrado que
los soldados se hallaban muy deseosos de ver al rey; algunos con el fin de verle con vida una vez más,
mientras que otros porque, como circulaba el rumor de que ya estaba muerto, imaginaban que su
muerte estaba siendo ocultada por los escoltas reales, como yo supongo por mi lado. La mayoría de
ellos, impulsados por el dolor y el afecto hacia su soberano, se abrieron paso para verlo. Se dice que,
cuando los soldados desfilaban ante su lecho, él no podía hablar, y, sin embargo, saludaba a cada uno
de ellos con su mano derecha, irguiendo penosamente la cabeza y haciendo una seña con los ojos.

En las Efemérides Reales también se narra que Peitón, Atalo, Demofonte y Peucestas, así como
Cleómenes, Menidas y Seleuco hicieron una vigilia en el templo de Serapis, y consultaron al dios si no
sería mejor y más deseable que a Alejandro se le trajera a este templo como suplicante, para ser
curado. La voz del dios respondió que no debía ser llevado al templo, sino que era mejor que se quedara
donde estaba. Esta respuesta fue difundida por los Compañeros, y poco después Alejandro moría, como
si en verdad esto fuera lo mejor para él. Ni Aristóbulo ni Ptolomeo ha dado una versión que disienta
mucho de la citada. Algunos autores, sin embargo, han escrito que sus Compañeros le preguntaron a
quién le dejaría su reino, y que él respondió: «Al más fuerte.» Y de acuerdo con otros, además de este
comentario, les dijo que preveía que se celebrarían grandes juegos funerarios en su honor.

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CAPÍTULO XXVII

Rumores sobre el envenenamiento de Alejandro.

Soy consciente de que muchos otros detalles han sido narrados por los historiadores en torno a la
muerte de Alejandro, y sobre todo, que un veneno fue enviado por Antpatro para él, por cuyos efectos
es que murió. También se afirma que el veneno lo adquirió Antpatro de Aristóteles, quien ahora temía
a Alejandro debido a lo sucedido a Calístenes. Se dice que el veneno fue transportado por Casandro, el
hijo de Antpatro, quien según algunos lo trajo en el casco de una mula, y que lolao, su hermano menor,
se lo administró al rey. Y es que este hombre era el copero real, y había recibido alguna afrenta de parte
de Alejandro poco tiempo antes de su muerte. Otros han afirmado que Medio, que era amante de Iolao,
participó en este hecho, porque fue él quien indujo al rey a participar en el banquete. Según se cuenta,
Alejandro sufrió un agudo paroxismo de dolor después de beber de la copa de vino, y que debido a tal
sensación se retiró de la fiesta.

A cierto autor ni siquiera le ha dado vergüenza hacer constar que, cuando Alejandro se percató de que
era poco probable que sobreviviera, salió para ir a tirarse al río Éufrates, para desaparecer de la vista de
los hombres y dejar para las gentes de la posteridad una opinión más profundamente arraigada acerca
de que debía su nacimiento a un dios, y por ello había regresado a los dioses. Pero cuando estaba
saliendo no escapó a la atención de su esposa Roxana, quien le impidió llevar su intención a cabo. Ante
esto, Alejandro prorrumpió en lamentaciones, diciéndole que le había arrebatado la gloria eterna de ser
considerado el hijo de un dios. Estas narraciones las he incluido más que nada para no parecer
ignorante de que existen, y no porque las considere dignas de crédito o siquiera de ser difundidas.

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CAPÍTULO XXVIII

La naturaleza de Alejandro.

Alejandro murió en el año de la 114ª. Olimpiada, durante el arcontado de Hegesías en Atenas. De


acuerdo con la narración de Aristóbulo, había vivido treinta y dos años, y había transcurrido el octavo
mes hacia su trigésimo tercer año. Había reinado durante doce años y ocho meses. Era de apariencia
muy hermosa y grandemente aficionado al esfuerzo, muy activo de mente, poseedor de un heroico
coraje, muy tenaz en cuanto al honor, muy dado a incurrir en peligros, y un celoso observante de las
obligaciones con los dioses. En lo que respecta a los placeres del cuerpo, tenía perfecto dominio de sí
mismo, y de los de la mente, los elogios eran lo único de lo que nunca se saciaba. Era muy inteligente
para reconocer lo que era necesario hacer, incluso cuando era algo todavía inadvertido para los demás,
y muy perspicaz para conjeturar a partir de una observación de los hechos lo que era probable que
sucediera. En el despliegue táctico, equipamiento y conducción de un ejército era muy hábil, y
celebérrimo por saber despertar el valor de sus soldados, llenándolos de esperanzas de triunfo, y por
disipar su temor en medio de los peligros por estar él mismo libre del miedo. Por ello, incluso lo que
tenía que hacer en secreto lo hizo con la mayor bravura. También era muy ingenioso para llevarles la
delantera a sus enemigos, y desposeerlos sigilosamente de sus ventajas al anticipárseles antes de que
nadie vislumbrara lo que estaba a punto de acontecer. Era igualmente muy responsable en cumplir los
pactos y acuerdos realizados, así como imposible de ser enredado por engañadores. Y por último, era
muy frugal en gastar su patrimonio para la satisfacción de sus propios placeres, pero muy generoso en
gastarlo para el beneficio de sus asociados.

CAPÍTULO XXIX

Apología de los errores de Alejandro.

Que Alejandro se haya comportado de manera errónea por impetuosidad o por ser rápido para la ira, y
que haya sido inducido a adoptar la conducta de los monarcas persas hasta un grado desmesurado, no
creo que sea algo reprensible si tenemos en cuenta su juventud y su carrera de éxitos ininterrumpidos;
así como el hecho de que los reyes no tienen compañeros de placeres que aspiren a lo mejor para sus
intereses, sino que siempre tienen asociados incitándoles a hacer lo malo. Sin embargo, estoy seguro de
que Alejandro fue el único de los antiguos reyes que, dada la nobleza de su carácter, se arrepintió de los

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errores que había cometido. La mayoría de los hombres, incluso si han adquirido consciencia de que han
cometido un error, caen en la equivocación de pensar que pueden ocultar su pecado mediante la
defensa de su error, como si hubiera sido una acción justa. Pero me parece que la única reparación para
el mal perpetrado es que el pecador lo confiese, y se muestre visiblemente arrepentido del mismo. Así,
el sufrimiento no les parecerá totalmente intolerable a aquellos que han sufrido un trato odioso, si la
persona que lo infige confiesa que ha actuado de manera deshonrosa, y queda la esperanza para el
futuro de que este hombre nunca más volverá a cometer un pecado similar, si se ve angustiado por sus
errores anteriores.

No creo que siquiera el remontar su origen a un dios fuese un desacierto de importancia de parte de
Alejandro, si no que era quizá tan sólo una disposición para inculcar a sus súbditos que le mostraran
reverencia. Tampoco me parece que haya sido un rey de renombre menor al de Minos, Éaco, o
Radamanto, a quienes los hombres de la antigüedad no les atribuyen insolencia alguna por haber
trazado sus orígenes hasta Zeus. Ni me parece en absoluto inferior a Teseo o Ion, el primero de los
cuales era un supuesto hijo de Poseidón y el segundo de Apolo. Su adopción de la vestimenta persa me
parece que fue una decisión política de cara a los bárbaros, porque su rey no podía parecerles por
completo un forastero; y en lo que respecta a los macedonios, para demostrarles que hallaría refugio en
aquéllos como contrapeso de sus accesos de mal genio e insolencia. Por esta razón, creo yo, es que
introdujo a la guardia real persa, los llamados melóforos, entre las filas de los macedonios, y a los
aristócratas persas en el ágema macedonio. Y cuenta también Aristóbulo que Alejandro solía tener
largos banquetes, no con el propósito de disfrutar del vino, ya que no era un gran bebedor, sino con el
fin de exhibir su sociabilidad y sus sentimientos de amistad hacia sus Compañeros.

CAPÍTULO XXX

Elogio de Alejandro.

Así, quienquiera que vitupere a Alejandro considerándole un mal hombre, que lo haga; pero no tan sólo
teniendo en mente aquellos de sus actos que merezcan reproche, sino también desplegando ante sus
ojos el conjunto de sus obras de toda naturaleza. Y vea entonces lo que éstas refejan, lo que era él, y
qué tipo de fortuna lo acompañó, y que luego considere quién era ese hombre a quien juzga malvado, y
a qué alturas del éxito posible para un humano ascendió, convirtiéndose en el señor incontrovertible de
dos continentes, y llegando a todos los lugares con su fama; mientras que quien le así le acusa es

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alguien merecedor de poca consideración, que ocupa sus manos en pequeñeces y que, sin embargo, no
logra efectuar bien siquiera esta labor, mezquina como es.

Por mi parte, creo que en aquel tiempo no exista ninguna raza de los hombres, ninguna ciudad, ni
siquiera una sola persona a la que el nombre de Alejandro y su fama no hubieran alcanzado. Por esta
razón me parece que un héroe totalmente distinto a cualquier otro ser humano no podría haber nacido
sin el concurso de la deidad. Y esto, según se dice, ha sido revelado después de la muerte de Alejandro
por las respuestas de los oráculos, las visiones que observaron diferentes personas, y por los sueños que
tuvieron muchas gentes. Esto se demuestra también con los honores que le han venido rindiendo los
hombres hasta la época presente, y por el recuerdo que todavía se tiene de él como de alguien más que
humano. Incluso en estos días, después de tantos siglos transcurridos, se siguen recibiendo respuestas
oraculares en la nación de los macedonios.

Al narrar la historia de las hazañas de Alejandro, hay algunos actos que me he visto obligado a censurar,
pero no me avergüenzo de admirar al mismo Alejandro. Si a dichas acciones las he reprobado, ha sido
para establecer mi propia veracidad, y, al mismo tiempo, para beneficio de los pueblos. Por esta motivo
es que emprendí el trabajo de escribir esta historia, no sin la inspiración de la divinidad.

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Libro VIII. (Índica)
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CAPÍTULO I

El territorio al oeste del Indo.

La tierra al oeste del río Indo y que se extiende hasta el río Cofen está habitada por los astacenos y los
asacenos, dos tribus indias. Éstos no son tan imponentes de estatura, ni tan belicosos como los que
viven al este del río Indo, y tampoco su piel es tan morena como ocurre con la mayoría de los indios. En
la antigüedad fueron vasallos de los asirios, luego de los medos, y finalmente se sometieron a los persas
y pagaron tributo a Ciro, hijo de Cambises, como gobernante de su tierra. Los niseos no son una tribu
india, pues descienden de los hombres que vinieron a la India con Dioniso, tal vez de aquellos griegos
licenciados por haber quedado inválidos en las guerras que libró Dioniso contra los indios. Quizás
también estableció allí con los griegos a los nativos que estaban dispuestos a unirse a su colonia. Dioniso
le puso a la propia ciudad el nombre de Nisa, y a la tierra circundante el de Nisea, por el monte Nisa. La
montaña cerca de la ciudad, en cuya ladera se construyó Nisa, se llama Meros –muslo–, en
conmemoración del infortunio que experimentó el dios al momento de nacer. Tal es la historia que
cantan los poetas con relación a Dioniso, y dejaré que sean los escritores de leyendas griegas y
extranjeras quienes la expliquen.

En la tierra de los asacenos está Masaga, una gran ciudad, donde reside el gobierno de la tierra de
Asacia, y también otra gran ciudad, llamada Peucela, asentada no muy lejos del Indo. Toda la región de
este lado del Indo que se extiende al oeste hasta el Cofen está poblada.

CAPÍTULO II

Descripción de la India.

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He de llamar India a la tierra al este del Indo, y me referiré a los habitantes con el nombre de indios.
Hacia el norte de la India se encuentra el macizo de los montes Tauro, pero en esta tierra ya no se le
conoce por dicho nombre. Esta cadena montañosa comienza en el mar cerca de Panfilia, Licia y Cilicia, y
se extiende hasta el mar oriental, dividiendo Asia en dos partes. Se le llama por varios nombres en cada
país que atraviesa; en uno se le llama Paropamiso, en otro Emodo, en un tercero Imao, y
probablemente tiene otros nombres más. Los hombres que acompañaron a la expedición de Alejandro
lo llamaron Cáucaso, pero éste es otro Cáucaso, no el mismo de Escitia. Lo llamaron por este nombre
para que la historia incluyera que Alejandro había llegado más allá del Cáucaso.

El río Indo delimita el territorio de la India por el oeste hasta el Océano, en el que vierte sus aguas por
medio de dos bocas, las cuales no quedan cercanas entre sí como las cinco bocas del Istro, sino que son
similares a las del Nilo, que dan lugar al delta egipcio. Igual que éste, el río Indo forma el delta de la
India, no menor en tamaño que el de Egipto, y que es llamado Patala en la lengua nativa. El límite
meridional de la India es el Océano en sí, y este mismo la delimita por el oriente. La parte del país que se
extiende hacia el sur, cerca de Patala y las bocas del Indo, fue invadida por Alejandro y los macedonios,
y visitada por muchos otros griegos; y en cuanto a la parte hacia el este, Alejandro no penetró en ella
más allá del río Hífasis. Unos cuantos autores han descrito cómo es la tierra en esta parte del río
Ganges, y dónde están las bocas de ese río, así como sobre Palimbotra, la ciudad más grande de los
indios.

CAPÍTULO III

Más descripciones de la India.

Considero a Eratóstenes de Cirene la autoridad más fidedigna, porque ha estudiado la geografía del
país. Este escritor dice que esta parte de la India tiene una longitud de trece mil estadios a partir del
Tauro, donde brotan las fuentes del Indo, pasando a lo largo de ese río hasta el Océano y las
desembocaduras del Indo. Y añade que en la parte opuesta, la distancia partiendo de la otra cara del
mismo macizo hasta el Océano oriental no es la misma que la anterior, porque menciona que existe una
península que se adentra en el mar una distancia de tres mil estadios. Por lo tanto, según él, el lado
oriental de la India tendría una extensión de dieciséis mil estadios, y sostiene que tal es el ancho de la
India.

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La longitud de este a oeste hasta la ciudad de Palimbotra dice haberla medido en esquenos, y que él
personalmente trazó un mapa de ella, porque por allí se extiende el camino real. Dice que la longitud es
de diez mil estadios. Las regiones más allá de ésta no han sido medidas con precisión. Sin embargo,
quienes se han basado en versiones orales dicen que la península se proyecta hacia el Océano una
distancia equivalente a cerca de diez mil estadios, así que la longitud de la India sería de
aproximadamente veinte mil estadios. Ctesias de Cnido afirma que el tamaño de la India iguala al del
resto del Asia, pero lo que afirma es inadmisible, y lo mismo se puede decir de Onesícrito, quien asegura
que su magnitud iguala a la tercera parte de la Tierra. Por su parte, Nearco dice que una travesía sólo
por la llanura india toma cuatro meses de viaje. Para Megástenes, el ancho de la India es la distancia de
este a oeste, la misma que otros consideran que es su longitud. Él dice que en su parte más estrecha la
distancia es de dieciséis mil estadios, y que de norte a sur, lo que según él es su longitud, es de unos
veintidós mil trescientos estadios en su parte más corta.

En Asia entera no se hallan tantos ríos como en la India. Los más caudalosos son el Ganges y el Indo, del
último de los cuales el país recibe su nombre. Ambos son más grandes que el Nilo egipcio y el Istro
escita, aun cuando las aguas de ambos se juntaran en un único cauce. Es más, a mi parecer incluso el
Acesines es mayor que el Istro o el Nilo, porque en su confuencia con el río Indo, después de haber
absorbido las aguas del Hidaspes, Hidraotes e Hífasis, tiene una anchura de treinta estadios. Y quizás en
la India haya otros muchos ríos desconocidos de caudal todavía mayor.

CAPÍTULO IV

Ríos de la India.

No puedo dar fe de la exactitud de los escritos sobre las tierras que están al otro lado del río Hífasis,
porque Alejandro no avanzó allende este río. De los dos grandes ríos ya nombrados, el Ganges y el Indo,
Megástenes ha declarado que el primero de ellos sobresale por mucho en tamaño, y en ello concuerdan
todos los demás escritores que lo mencionan. Él escribe que al brotar de sus fuentes ya es enorme, y a
medida que va corriendo recibe las aguas de varios afuentes: el Cainas, el Eranoboas y el Cosoano ,
todos ellos navegables; y más adelante los ríos Sono, Sitocatis y Solomatis, igualmente navegables, y
aparte de éstos, en él vierten sus aguas los afuentes Condocates, Sambo, Magones, Ágoranis y Omalis.
También desembocan en él un gran río, el Cominases, y otros dos más, llamados Cacutis y Andomatis,
que bajan de la tierra de los mandianos, una raza india. Por último, el Amistis se une al Ganges cerca de
la ciudad de Catadupas, así como el Oximagis en la tierra de las gentes llamadas pazalas, y el Errenisis en

- 230 -
la de los mathas, otro pueblo indio. Megástenes dice que ninguno de ellos es inferior al Meandro en su
parte navegable. Asegura también que la anchura del Ganges en su parte más angosta es de cien
estadios, y que en muchos lugares forma lagos, de modo que en las llanuras no es visible la ribera
contraria a la que uno está parado, y que en ninguna parte se elevan colinas.

Otro tanto ocurre con el Indo, porque el Hidraotes, habiendo recibido las aguas del Hífasis en la tierra de
los astribas, del Saranges, que corre desde la de los ceceos, y del Neudros en la región de los atacenos,
desemboca en el Acesines en la tierra de los cambístolos. El Hidaspes también cae en el Acesines en la
tierra de los oxidracos, habiendo sumado a su caudal las aguas del Sinaros en la tierra de los ariaspas. El
Acesines se junta con el Indo en la tierra de los malios. El Tutapos, un río que también es grande, cae en
el Acesines, el cual, con su caudal acrecentado por el agua de todos ellos, presta su nombre al nuevo río,
y va a desembocar en el Indo, donde pierde su nombre a su vez. El Cofen se descarga en el río Indo en la
tierra conocida como Peucelaotis, arrastrando consigo al Malanto, el Soastos y el Garreas. Antes de
éstos, los ríos Parenos y Saparnos, no muy alejados el uno del otro, desembocan en el Indo. El Soanos
también se junta con él, bajando sin recibir las aguas de ningún afuente desde la montañosa tierra de
los abisares. Megástenes dice que la mayoría de estos ríos son navegables.

Por esto es que no resulta increíble que las corrientes unidas del Istro y del Nilo no sean comparables
con el Indo y el Ganges. Del Nilo sabemos que no tiene ningún afuente, y que varios canales han sido
abiertos desde su cauce, esparciéndolo por la tierra de Egipto. El Istro es de poca dimensión en sus
fuentes, y aunque recibe muchos afuentes, no son iguales en caudal ni en número a los ríos de la India
que desembocan en el Indo y el Ganges; y además, muy pocos de los afuentes del Istro son navegables.
Dos de ellos, el Eno y el Sao, son los únicos que conozco, pues los he visto con mis propios ojos. El
primero se mezcla con el Istro en los confines del país de los nóricos y réticos, y el Sao lo hace en la
región de los peonios. El lugar donde confuyen el Istro y el Sao se llama Tauruno. Puede ser que alguien
sepa de otros ríos navegables que desemboquen en el Istro, pero estoy convencido de que no deben ser
muchos.

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CAPÍTULO V

Las crónicas de Megástenes.

Si alguien desea profundizar en las causas de la cantidad y magnitud de los ríos de la India, que así lo
haga; para mí basta con haber incluido estas declaraciones como simples tradiciones. Aparte del Ganges
y el Indo, Megástenes ha registrado los nombres de muchos otros ríos que desembocan en el Océano
oriental y en el meridional, y escribe que hay cincuenta y ocho ríos en toda la India, todos ellos
navegables. Pero no me parece que Megástenes haya conocido mucho de la tierra de los indios, a pesar
de haber visitado más territorios que quienes fueron con Alejandro, hijo de Filipo. Según cuenta él
mismo, hizo amistad con Sandracoto, un gran rey de los indios, y con Poro, otro monarca aún más
grande. Este Megástenes escribe que los indios no hacen la guerra a otros hombres, ni los otros se la
hacen a ellos; que el egipcio Sesostris, habiendo conquistado buena parte de Asia, y habiendo llegado
con su ejército hasta Europa, regresó a su tierra sin atacar a la India; que el escita Indatirso, que salió de
Escitia, y, tras someter a muchas naciones de Asia, desvió su victoriosa marcha hacia la tierra de los
egipcios, y la asiria Semíramis emprendió una expedición a la tierra de los indios, pero murió antes de
poder completar sus planes, y que Alejandro fue el único en haber dirigido un ejército invasor contra los
indios.

Una tradición dice que Dioniso fue en una expedición a la India y sometió a los indios antes que
Alejandro. También existe una imprecisa historia sobre Heracles en el mismo sentido. De la expedición
de Dioniso, la ciudad de Nisa es un testimonio nada nimio, como también lo son la montaña Meros, la
hiedra que crece en ella, y la costumbre de que los indios se dirijan a la batalla al son de tambores y
címbalos, y el uso de prendas de vestir moteadas, como se estila en las bacanales de Dioniso. En lo que
respecta a Heracles, los testimonios son vagos. La historia de que Alejandro capturó por la fuerza la
Roca de Aornos impulsado únicamente por el hecho de que Heracles no hubiera podido tomarla, me
parece a mí una jactancia de los hombres de Macedonia, tal como lo fue llamar Cáucaso al Paropamiso
pese a no haber ninguna conexión con el verdadero. Igualmente, al contemplar una cierta cueva en la
tierra de los paropamisadas, dijeron que se trataba de la famosa cueva de Prometeo, en la que el titán
fue encerrado por robar el fuego. Además, allá en la tierra de los sibas, una raza india, porque vieron a
los habitantes vestidos con pieles de animales, dijeron que eran reliquias que habían quedado de la
expedición de Heracles. Y como los sibas llevan clavas, y marcan a sus bueyes con la figura de un
garrote, arguyeron que esto también era en conmemoración del garrote de Heracles. Si a estas
tradiciones se les puede dar crédito, deben estar refiriéndose a otro Heracles, no al tebano, ni al tirio,
mucho menos al egipcio, sino a algún gran rey de una tierra situada en los confines meridionales de la
India.

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CAPÍTULO VI

Clima de la India.

Permitidme esta digresión en la narrativa con miras a demostrar que lo que algunos autores han
registrado sobre los indios de allende el Hífasis no es verosímil, y que los testimonios de quienes
tomaron parte en la expedición de Alejandro hasta el Hífasis no son del todo indignos de crédito.
Megástenes habla acerca de un río indio, cuyo nombre es Silas, que brota de un manantial con el mismo
nombre y atraviesa la tierra de los sileos, los que toman su nombre del río y la fuente, y el agua de este
río tiene la peculiaridad de no sostener nada; ningún objeto puede nadar ni fotar sobre ella , sino que
todo se hunde hasta el fondo, porque el agua es más delgada y contiene más aire atrapado, lo que la
hace menos densa.

En la India, las lluvias torrenciales caen en el verano, sobre todo en las montañas del Paropamiso, el
Emodo, y la cordillera del Imao, de donde bajan los ríos con las corrientes muy crecidas y fangosas. En el
verano también llueve en las llanuras de la India, quedando gran parte de ellas inundadas, y por este
motivo el ejército de Alejandro tuvo que evitar pasar por el río Acesines a mediados del verano, porque
el cauce se desbordó hacia las llanuras. A partir de esto, es posible especular sobre el origen de un
similar fenómeno que sucede en el Nilo, ya que es probable que las montañas de Etiopia queden
empapadas por las lluvias en el verano, haciendo que el Nilo, al llenarse con las aguas que de ellas
bajan, se desborde en el país de Egipto. Es por esto que el Nilo corre lleno de fango en esta estación,
como probablemente no sucedería con sólo los deshielos, o si sus aguas retrocedieran empujadas por
los vientos etesios que soplan en verano. Además, las montañas de Etiopia probablemente no acumulan
nieve a causa del calor. No está fuera de toda posibilidad que Etiopia reciba estas lluvias como la India,
pues en otros aspectos la India no es diferente de Etiopia, y los ríos de la India albergan a cocodrilos,
como el Nilo etope y egipcio. Algunos de ellos también crían peces y monstruos marinos iguales a los
del Nilo, a excepción de los hipopótamos, si bien Onesícrito afirma que estos hipopótamos sí existen en
los ríos indios. El aspecto físico de las gentes de la India y Etiopia tampoco es tan distinto. Los indios que
viven en el sur son más parecidos a los etopes, porque el color de sus rostros es muy oscuro, y negros
son también sus cabellos, pero la nariz no es tan chata, ni sus cabellos son tan rizados como los tienen
los etopes. El aspecto físico de los indios del norte se asemeja más al de los egipcios.

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CAPÍTULO VII

Usos y costumbres de la India.

Megástenes escribe que las naciones indias son ciento dieciocho. Concuerdo con él en que es posible
que sean tantas las naciones indias, pero no alcanzo a imaginar cómo pudo enterarse del número exacto
para ponerlo por escrito, pues únicamente visitó apenas una fracción del territorio de la India, y muchas
de las razas que allí habitan no se relacionan con las demás. Según él, en tiempos de antaño los indios
eran nómadas, igual que la rama de los escitas que no son agricultores y que viajan en carromatos,
viviendo un tiempo en un lugar de Escitia y en uno distinto en la siguiente estación, no habitando en
ciudades, ni consagrando templos a los dioses. De igual manera, los indios no tenían ciudades ni
templos construidos para los dioses. Se vestan con las pieles de las bestias salvajes que cazaban, y
comían la corteza interna de ciertos árboles llamados tala en la lengua nativa, y que, como sobre las
copas de las palmeras, crecen en ellos unos frutos con aspecto de ovillos de lana.

Se alimentaban de la carne de las bestias salvajes que capturaban, que acostumbraban comer cruda
hasta la llegada de Dioniso al país. Cuando Dioniso vino y los conquistó, fundó ciudades, creó leyes para
ellos, y dio el vino a los indios como antes lo había dado a los griegos. También les entregó semillas y les
enseñó la manera de labrar la tierra; de lo que se deduce que o Triptólemo no llegó nunca a esta región
cuando fue enviado por Deméter a sembrar el trigo por toda la Tierra, o este Dioniso llegó a la India
antes que Triptólemo y dio a los lugareños las semillas con que cultivar. Dioniso les enseñó primero a
uncir los bueyes al yugo del arado, convirtiéndolos en su mayoría en labradores en vez de nómadas, y
además los equipó con armas de guerra. Les enseñó a honrar a los dioses, sobre todo a él mismo, con el
batir de los tambores y el entrechocar de los címbalos. Instruyó también a los indios en la danza satrica
que entre los griegos se llama córdax, y a dejarse el pelo largo en homenaje al dios. Y les mostró cómo
usar el turbante, y cómo untarse con ungüentos. Por esto, incluso en la época de Alejandro los indios
todavía avanzaban a la batalla al son de címbalos y tambores.

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CAPÍTULO VIII

Leyendas sobre Dioniso y Heracles.

Habiendo arreglado así estos negocios y debiendo Dioniso abandonar la India, nombró como rey de
estas gentes a Espatembas, uno de sus acompañantes, y el más versado en los ritos báquicos. Cuando
este hombre murió, su hijo Budyas heredó su reino. El padre reinó cincuenta y dos años, y el hijo veinte
años. Cradeuas, el hijo de Budyas, le sucedió en el trono, y desde entonces, el reino pasó en sucesión
ininterrumpida de padres a hijos. Y si en algún momento faltaban herederos directos, los indios elegían
al nuevo rey de acuerdo con los méritos que poseyera.

En cuanto al Heracles que según la tradición llegó a la India, los mismos indios sostienen que surgió de la
tierra. Este Heracles es reverenciado sobre todo por los surasenos, un pueblo de la India en cuya tierra
existen dos grandes ciudades, Métora y Clisóbora, y donde corre el Yobares, un río navegable.
Megástenes dice que este Heracles usaba una vestimenta similar a la del Heracles tebano, y los indios lo
confirman. Muchos hijos varones, pero sólo una hija, le nacieron a este Heracles en la India, porque se
unió a muchas mujeres. El nombre de la hija era Pandea, y la tierra donde nació, de la cual Heracles la
hizo reina, se llamó Pandea por ella. Y se dice que de su padre recibió quinientos elefantes, cuatro mil
jinetes y ciento treinta mil infantes.

Algunos de los indios cuentan una historia acerca de Heracles: que tras haber viajado por todas las
tierras y los mares, liberándolos de toda suerte de monstruos malignos, encontró en el mar un objeto
que la mujer usa a modo de adorno, el que hasta el día de hoy los mercaderes que viajan hasta la India
siguen afanándose en comprar, y que luego nos traen. Los griegos desde tiempos antiguos, y ahora los
romanos afortunados y prósperos, adquieren con entusiasmo lo que en la lengua de los indios se llama
margarita. Este ornamento le pareció tan precioso a Heracles que recogió todas las margaritas que halló
en el mar y las llevó a la India para engalanar a su hija. Megástenes dice que a las ostras que la producen
las atrapan con redes de pesca, y que viven en grande cantidad en colonias en un mismo lugar del mar,
como las abejas, y, al igual que las abejas, tienen un rey o una reina. Quien tenga la buena fortuna de
capturar al rey o reina, fácilmente podrá atrapar con su red al resto del enjambre de ostras productoras
de perlas; pero si el rey o reina escapan de los pescadores, nadie podrá pescar una sola ostra de las
restantes. Los hombres dejan pudrirse al sol la carne de las que han capturado, y utilizan la concha para
fabricar ornamentos, porque entre los indios la margarita tiene un valor de tres veces su peso en oro
puro. Dicho metal también se extrae en la India.

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CAPÍTULO IX

Más leyendas sobre Heracles.

En el país donde reinaba la hija de Heracles, la edad para que las mujeres contrajeran matrimonio era de
siete años, y los hombres vivían cuarenta años como mucho. En lo que respecta a esto, hay una
tradición bien difundida entre los indios, según la cual una niña le nació a Heracles en su vejez, cuando
se hallaba ya muy consciente de que su fin estaba cerca. No pudiendo encontrar a un hombre digno de
recibir a su hija en matrimonio, él mismo la tomó por esposa cuando cumplió siete años, para que de la
unión de él y ella nacieran los reyes que los indios necesitaban. De esta manera, Heracles la hizo
casadera a esa edad, y desde ese momento el pueblo del cual Pandea era reina ha gozado de este
beneficio que Heracles les dio. Yo creo que si Heracles fue capaz de realizar gestas maravillosas, también
hubiera podido hacer que su vida fuera más longeva para casarse con su hija a una edad madura. Pero si
las anteriores afirmaciones sobre la madurez de las niñas de este país son correctas, en todo caso me
parece que hay cierta correlación con lo dicho acerca de la edad de los hombres, esto es, que los más
ancianos de ellos no pasan de los cuarenta años. Sin duda, la cúspide del vigor físico les llega en
proporción antes a aquellos en quienes avanza más rápido la vejez, y con la vejez la muerte; con lo cual
entre ellos los hombres de treinta años de edad serían, opino yo, ancianos activos, los mozalbetes de
veinte años estarían en la cúspide de su vigor, pasada su primera juventud, y la primera juventud
llegaría más o menos a los quince años de edad. Razonando sobre el caso de las mujeres, por analogía
alcanzarían la edad casadera a los siete años de edad. El mismo Megástenes ha registrado que en este
país los frutos maduran más rápido que en otros países, y se echan a perder más pronto.

De Dioniso a Sandracoto, los indios cuentan ciento cincuenta y tres reyes, y seis mil cuarenta y dos años.
Durante todos estos siglos, en solamente dos ocasiones han hecho valer su libertad; la primera vez la
disfrutaron durante trescientos años, y la segunda durante ciento veinte años. Dicen que Dioniso es
anterior a Heracles con quince generaciones, y que en ninguna otra ocasión la India ha sido invadida
para hacerles la guerra; no lo intentó ni siquiera Ciro, hijo de Cambises, a pesar de haber guerreado
contra los escitas, y de ser el más esforzado de los reyes de Asia. Sin embargo, sí admiten que Alejandro
los invadió y venció en batalla a todas las naciones con las que se cruzó, y que las habría conquistado a
todas si su ejército hubiera estado dispuesto a ello. Pero en cuanto a los indios, ninguno de ellos salió
jamás de su propio país para hacer la guerra, un accionar que demuestra su respeto por la justicia.

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CAPÍTULO X

Ciudades de la India.—Palimbotra.

Se dice también que los indios no construyen tumbas para sus muertos, porque creen que las virtudes
de los hombres son suficientes para perpetuar su memoria después de la muerte, así como las
canciones que se cantan en su honor.

No sería posible hacer un registro preciso del número de sus ciudades debido a su multiplicidad. Las que
están situadas cerca de los ríos o el mar están construidas con madera, porque si fueran de ladrillo no
durarían mucho a causa de la lluvia, y a que los desbordamientos de los ríos anegan las llanuras.
Aquellas que han sido fundadas en lugares elevados, macizos y que dominan la tierra de los
alrededores, están construidas con ladrillos y mortero. La ciudad más grande que existe en la India,
llamada Palimbotra, está en la tierra de los prasios, en la confuencia de los ríos Eranoboas y Ganges,
que es el más caudaloso de todos los ríos. El Eranoboas sería el tercer río más grande de la India, y es
más caudaloso que los de otros países, empero se pierde en el Ganges, en el que desemboca como un
afuente más.

Megástenes dice que por el lado más alargado, esta ciudad tiene ochenta estadios de longitud, y que su
amplitud es de quince estadios. La ciudad está rodeada de un foso que mide seis pletros de ancho, y
treinta codos de profundidad, y sus murallas tienen quinientas setenta torres y sesenta y cuatro
puertas. Otra cosa admirable en la India es que todos los habitantes son libres; ni uno solo de los indios
es esclavo. En esto son afines los lacedemonios y los indios. Sin embargo, los ilotas son esclavos de los
lacedemonios y desempeñan tareas serviles, pero entre los indios no se halla otro indio que sea un
esclavo.

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CAPÍTULO XI

Castas de la India.

Todos los indios están divididos en siete castas. La primera de ellas es la de los sofistas, los menos
numerosos, pero que están en el sitial más alto en cuanto a reputación y dignidad. No les incumbe
realizar trabajo manual alguno para cubrir sus necesidades, y tampoco contribuyen en nada a la
mancomunidad de los indios con el fruto de su labor; en pocas palabras, no tienen otra obligación que
ofrecer sacrificios a los dioses en nombre del pueblo indio. El que sacrifica a ttulo personal recurre a
uno de estos hombres sabios para que presida el sacrificio, ya que de lo contrario no ofrecería un
sacrificio grato a los dioses. Éstos son también los únicos indios peritos en la adivinación, y no es lícito
para nadie practicar tal arte a excepción de un sofista. Estos consultan los presagios más que nada en
relación con las estaciones del año, y si hay visos de que alguna calamidad caiga sobre la comunidad. No
es su negocio emplear su arte en los asuntos privados de ningún individuo, ya sea porque consideran
que el arte de la adivinación no se extiende a cuestiones tan nimias, o bien porque queda por debajo de
su dignidad el ocuparse de esas cosas. El que haya cometido tres errores en la práctica de la adivinación,
no recibe otra sanción que verse obligado en el futuro a permanecer en silencio, y no hay nadie que
pueda forzar a hablar al hombre contra quien una sentencia de silencio ha sido aprobada. Estos sofistas
se pasan la vida desnudos; en el invierno, están a cielo descubierto bajo el sol, pero en el verano,
cuando el sol quema, viven en los prados y en los pantanos bajo árboles colosales, cuya sombra, según
dice Nearco, se extiende cinco pletros a la redonda, y diez mil personas podrían acogerse a la sombra de
un solo árbol. Así de enormes son estos árboles. Los sabios se alimentan de los frutos de cada estación y
de la corteza interna de unos árboles, la cual es nutritiva y de sabor agradable, no menos que el de los
dátiles.

Después de ellos, la segunda casta es la de los agricultores, que son la clase más numerosa de los indios.
Éstos no poseen armas de guerra, ni se interesan por hazañas guerreras, sino por labrar la tierra. Pagan
un tributo a los reyes o a las ciudades libres. Si estalla alguna guerra entre los indios, no es lícito para
ningún bando tocar a los labradores, o arrasar la campiña mediante la destrucción de los cultivos. Por
ello, entretanto unos están haciendo la guerra contra otros y asesinándose entre sí como la ocasión lo
exija, ellos están arando en paz y tranquilidad cerca de los combatientes, reuniéndose para la vendimia,
la poda de sus viñas, o están cosechando sus sembradíos.

La tercera casta de los indios es la de los pastores y los vaqueros, que no habitan en las ciudades y
tampoco en los pueblos, porque son nómadas y viven subiendo y bajando por las montañas. Estos

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deben pagar un impuesto sobre sus rebaños y manadas. Se dedican también a la captura de aves y a la
caza de animales salvajes en todo el país para su sustento.

CAPÍTULO XII

Castas de la India (Continuación).

La cuarta casta es la de los artesanos y comerciantes. Estos hombres realizan labores manuales que ellos
mismos costean, y pagan un impuesto sobre su trabajo, a excepción de aquellos que fabrican armas de
guerra, que reciben una remuneración con dinero de la ciudadanía. A esta casta pertenecen los
carpinteros navales y los marineros que navegan de ida y vuelta por los ríos.

La quinta casta de los indios se compone de los guerreros, los segundos en número detrás de los
labriegos, y que gozan de una amplia libertad de acción y hacen gala de un humor entusiasta. Estos
hombres no hacen otra cosa que practicar ejercicios bélicos. Son otros quienes fabrican las armas para
ellos, los otros les proporcionan los caballos, y les sirven en los campamentos, acicalan a los caballos
para ellos, mantienen sus armas brillantes, cuidan a los elefantes, reparan los carros y conducen a los
caballos. Ellos solamente luchan, siempre y cuando haya alguna guerra en curso, y cuando hay paz,
viven con buen ánimo y reciben una remuneración alta del estado, con la cual pueden mantener
holgadamente a los suyos.

La sexta casta de los indios está conformada por los hombres llamados supervisores. Éstos supervisan lo
que sucede en todo el país y en las ciudades, y luego escriben informes al rey donde los indios están
gobernados por uno, o a los magistrados donde el pueblo tiene un gobierno democrático. Es contra la
ley que estos hombres escriban informes falsos, pero ningún indio ha afrontado jamás la acusación de
falsedad.

La casta séptima la forman los hombres que aconsejan al rey en las deliberaciones acerca de cuestiones
públicas, o ayudan a los magistrados en el caso de las ciudades que gozan de un gobierno democrático.
Esta clase es pequeña en número, pero en sabiduría y justicia supera a todas las demás. De entre ellos

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se elige a los magistrados, los gobernadores de cada región, lugartenientes, tesoreros, generales,
almirantes, administradores de gastos y cobradores de tributos agrícolas.

Es un crimen casarse con una mujer de otra casta; por ejemplo, que un agricultor tome como esposa a
una de la casta de los artesanos, o viceversa. Y es ilegal que un mismo hombre ejerza dos oficios, o que
se cambie de una casta a otra; por ejemplo, no puede dejar de ser un pastor y convertirse en agricultor,
o renunciar a ser un artesano y transformarse en pastor. Únicamente está permitido que un hombre de
cualquier casta se convierta en sofista, puesto que los deberes de los hombres sabios no son fáciles, sino
que son los más arduos de todos.

CAPÍTULO XIII

Captura y adiestramiento de elefantes.

Los indios acostumbran a cazar animales salvajes como los griegos; pero la forma en que cazan
elefantes es muy diferente de cualquier otro tipo de cacería, ya que estos animales no son como otras
bestias. Para comenzar, eligen un lugar llano y expuesto al calor del sol, lo suficientemente grande como
para que en él acampe un ejército considerable. Luego cavan un foso de forma circular, la amplitud del
cual debe ser de cinco brazas, y la profundidad de cuatro. La tierra que se extrae de él la amontonan a
cada lado del hoyo, a modo de pared. En el montculo que preparan en el borde exterior del foso,
excavan escondrijos para los cazadores, dejando agujeros para que la luz penetre, y que les permitan
observar a los animales acercándose y cargando contra el recinto. Allí, en este recinto, han colocado a
tres o cuatro elefantes hembras que tengan un carácter particularmente manso, y dejan una sola
entrada, que lleva por un puente sobre el foso. Cubren éste con tierra y una gruesa capa de hierba, para
que las bestias no se den cuenta de la existencia del puente y de la trampa que les han tendido.

Los cazadores se mantienen fuera de la vista, al acecho en los escondrijos cerca del foso. Los elefantes
salvajes no se acercan a lugares habitados durante el día, pero en la noche vagan por doquier y pastan
en manada, siguiendo a los más imponentes y bravos de ellos, al igual que las vacas siguen a los toros.
Cuando se acercan al foso, oyen el barritar de las hembras y las distinguen por el olor, y corren a toda
velocidad hacia el lugar. Yendo a dar un rodeo por los bordes del foso, descubren el puente y enfilan
hacia él, lanzándose dentro del recinto. Al ver los hombres que los elefantes salvajes han ingresando,

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unos retiran rápidamente el puente, y otros corren hacia las aldeas vecinas a avisar a la gente que los
elefantes están atrapados en el recinto. Al oír esto, unos cuantos montan a los más valientes y
manejables de sus elefantes, y los llevan hacia el recinto. Llegando al lugar, no se ponen a luchar con
ellos de inmediato, sino que dejan que los elefantes salvajes se estresen por el hambre y se dejen
arredrar por la sed.

En cuanto crean que ya están en un estado débil, colocan el puente de nuevo y avanzan dentro del
recinto. En un primer momento, una obstinada pelea se libra entre los elefantes domesticados y los que
han sido capturados. En poco tiempo, como era de esperar, los salvajes son superados, pues están en
severa desventaja por la pérdida de vitalidad y la falta de alimento. Los cazadores se apean entonces de
sus elefantes, atan los pies de los salvajes, que ahora están agotados. Y luego ordenan a los mansos que
los castiguen a golpes hasta que en su angustia extrema caigan al suelo. De pie cerca, los hombres les
lanzan sogas al cuello y montan sobre los que han sido derribados. Y para que no puedan deshacerse de
sus guías, o realizar cualquier acción imprudente, les hacen una incisión alrededor del cuello con un
cuchillo afilado y atan la soga alrededor del corte, de manera que a causa de la herida deban mantener
la cabeza y el cuello quietos, porque si en su ansiedad giran la cabeza, la herida se irritará por la presión
de la cuerda. Entonces se callan por fin, y, reconociendo por su propia iniciativa que han sido vencidos,
dejan que los mansos los guíen tirando de la soga hacia la cautividad.

CAPÍTULO XIV

La sagacidad de los elefantes.

A los que son muy jóvenes, o que debido a algún defecto no vale la pena poseer, se les deja libres para
volver a su hábitat. Los que quedan cautivos son conducidos a las aldeas, y en un principio se les da de
comer hierba y tallos verdes. Se niegan a comer nada, porque están muy deprimidos, y los indios deben
pararse en torno a ellos y adormecerlos con canciones y música de tambores y címbalos. Y es que, de
todos los animales, el elefante es el más inteligente. Se sabe de algunos que por iniciativa propia
recogieron a sus guías derribados en combate y se los llevaron para sepultarlos; de unos que
sostuvieron el escudo sobre ellos cuando yacían en el suelo, y de otros que afrontaron el peligro en
lugar de sus guías cuando éstos habían caído heridos. Uno, habiendo matado a su guía en un arrebato
de mal genio, murió después de remordimientos y con el espíritu abatido. Yo mismo he visto a un
elefante tocando el címbalo, mientras otros bailaban a su alrededor. Dos címbalos se fijan a las patas
delanteras del elefante, y otro a lo que se llama la probóscide. El elefante golpea alternativamente el

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címbalo en su trompa contra cada pata, a intervalos regulares y rítmicos, y los demás se mueven en
torno a él como en una danza. Éstos van levantando y doblando cada una de sus patas delanteras a
intervalos fijos, como el que toca los címbalos les indica.

La hembra del elefante copula en la primavera, como la vaca o la yegua, cuando unos poros ubicados
cerca de las sienes se abren y exudan un cierto olor. Ella lleva a sus crías en el vientre durante al menos
dieciséis meses, dieciocho a lo sumo, pariendo solamente una, al igual que la yegua. A ésta la
amamanta hasta el octavo año. Los elefantes que viven más tiempo pueden llegar a los doscientos años,
pero muchos de ellos mueren antes por enfermedad. Si mueren de vejez, es que han alcanzado esa
edad. Cuando sus ojos están irritados, se curan vertiendo leche de vaca en ellos, y sus otras
enfermedades se alivian dándoles a beber un vino de color oscuro. Para curar sus heridas ulceradas, se
unta sobre ellas la grasa de un cerdo acabado de asar. Tales son los remedios que los indios han
adoptado para los males de estas bestias.

CAPÍTULO XV

Tigres, hormigas y serpientes.

Los indios consideran al tigre mucho más poderoso que el elefante. Nearco dice que vio una piel de
tigre, pero no un tigre vivo, y que los indios le aseguraron que era tan grande como el caballo de mayor
alzada, y que ningún otro animal puede compararse con él en velocidad y fuerza. Cuando un tigre entra
en conficto con un elefante, salta directo a su cabeza y fácilmente lo estrangula. Los que conocemos
nosotros y damos el nombre de tigres no son más que chacales moteados, aunque de mayor tamaño
que los chacales ordinarios.

En lo que respecta a las hormigas, Nearco dice que él mismo no vio ninguna de las que otros
autores han descrito como tpicas de la India, pero sí vio muchas pieles de estos animales que
habían sido introducidas en el campamento macedonio. Empero Megástenes afirma que la
historia de estas hormigas es veraz, y que éstas son los animales que cavan para extraer oro, no
por el metal, sino porque excavan bajo tierra por instinto, a fin de estar protegidas en sus
agujeros, al igual que nuestras hormigas menudas excavan sus madrigueras apenas por debajo

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del suelo. Estas hormigas son más grandes que los zorros, y, por tanto, los hormigueros tienen
una dimensión proporcional a su tamaño, y sacan afuera una buena cantidad de tierra. Dado
que ésta contiene oro, los indios obtienen el metal de la misma. Megástenes repite historias de
oídas, y porque yo mismo soy incapaz de decir nada más exacto que esto, de buen grado
descartaré la historia de las hormigas.

Nearco se refiere como una maravilla a los papagayos que son criados en la India, y describe qué tipo de
ave es y cómo pronuncia palabras igual que un humano, mas como yo mismo he visto a muchos y sé
que otros están familiarizados con este pájaro, ciertamente no daré una descripción de éste como si de
una maravilla se tratara. No hablaré tampoco del tamaño de los monos, o de lo hermosos que son los de
algunas especies de la India, ni del método empleado para atraparlos, porque sólo hablaría de cosas que
son bien conocidas, a excepción, quizás, de que los monos sean hermosos.

Nearco cuenta también que allá capturan serpientes moteadas, pese a que son rápidas de refejos, y
que Peitón, hijo de Antgenes, atrapó una de dieciséis codos de largo. Los propios indios le dijeron que
las serpientes más grandes superaban a ésta en tamaño. Ninguno de los médicos griegos encontró cura
alguna para quienes fueron mordidos por una serpiente de la India; sin embargo, los indios sí sabían
sanar a una persona que hubiese recibido la mordedura. Nearco dice, además, que Alejandro reunió a
su alrededor a todos los indios que fuesen los más duchos en el arte de la medicina, y mandó proclamar
por todo el campamento que quienes hubieran sido mordidos acudiesen todos a la tienda del rey. Estos
hombres también sabían curar otras enfermedades y dolencias, si bien entre los indios no se dan
muchas enfermedades, porque las estaciones son más templadas. En caso de ser aquejados por algo
peor que lo habitual, se ponían en contacto con los sofistas, quienes parecían saber curar todo lo que
fuera curable, no sin ayuda de la divinidad.

CAPÍTULO XVI

Vestimenta y armamento de los indios.

Los indios visten ropas de lino, a decir de Nearco, fabricadas con el lino obtenido de los árboles sobre los
que he hablado. Y este lino es de una coloración tanto más blanca que cualquier otra especie de lino, o
quizás la piel oscura de los lugareños hace que el lino se vea más claro. Visten una túnica de lino que

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llega a media pierna, entre la rodilla y el tobillo, y una prenda que se echan en torno a los hombros,
enrollando la otra punta alrededor de la cabeza. Sólo los indios acomodados usan aros de marfil en las
orejas, porque la gente del vulgo no los tiene. Nearco dice que los indios tiñen sus barbas de diversos
colores, unos las lucen de un blanco resplandeciente, otros de color azabache azulado, y de rojo,
púrpura, verde, y más. Los que poseen un rango respetable se protegen en el verano con parasoles
suspendidos sobre sus cabezas. Usan calzados de cuero blanco trabajado minuciosamente, y las suelas
de este calzado son multicolores y gruesas, para aparentar una estatura más elevada.

Los indios no están todos armados de la misma manera. La infantería está equipada con un arco de
longitud igual a la estatura del hombre que lo lleva; para hacer uso de él, colocan un extremo de éste
sobre el suelo, apoyan el pie izquierdo contra él, tensan fuertemente la cuerda del arco y disparan la
fecha. Sus fechas tienen algo menos de tres codos de largo, y nada puede resistir el disparo de un
arquero indio, ni un escudo, ni una coraza, tampoco otra armadura que sea resistente. En el brazo
izquierdo portan un escudo hecho de piel de buey cruda, menor en anchura que su portador, pero no
muy inferior en longitud. Otros están equipados con jabalinas en lugar de arcos y fechas. Todos llevan
una espada de hoja ancha, que mide no menos de tres codos de largo. Cuando la lucha es hombre a
hombre, algo que muy rara vez es el caso entre los indios, blanden esta espada a dos manos contra el
antagonista, para que así el golpe resulte contundente.

Las armas de la caballería consisten en dos jabalinas, similares a las lanzas llamadas saunia, y un escudo
más chico que el de la infantería. No ensillan a sus caballos, ni les ponen bridas como las de griegos o
galos, sino que sujetan un bozal hecho de piel de buey sin curtir en el extremo del hocico del caballo, el
cual lleva en el lado interno clavos de bronce o hierro no muy puntiagudos. Los más ricos usan clavos de
marfil. Dentro del hocico, los caballos llevan una pieza de hierro como un asador, al que van unidas las
riendas, y al tirar de ellas, el asador detiene al caballo y los clavos le pinchan, obligándole a obedecer a
quien lleva las riendas.

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CAPÍTULO XVII

Costumbres de la India.

Los indios son gráciles, más altos y de constitución más delgada que otros hombres. La mayoría de ellos
se trasladan montados en camellos, caballos y asnos, y quienes son prósperos lo hacen en elefantes.
Entre ellos, ir montado en un elefante es un privilegio de la realeza. Después de éste, le sigue en honor
el carro de cuatro caballos, y los camellos van en el tercer puesto. Montar a caballo no es ningún honor.

Sus mujeres, que son muy castas y no las seduce ninguna otra recompensa, al recibir un elefante dan
sus favores a quien lo ha obsequiado. Los indios no creen que sea una vergüenza para ellas entregarse
por un paquidermo, y para las mujeres más bien es un honor que su belleza sea valuada a la par que un
elefante. Se casan sin proporcionar ni recibir dote alguna; los padres sacan a las doncellas casaderas y
las ubican en un lugar público para que el hombre que haya ganado el premio en la lucha, pugilismo,
carreras, o que haya sido declarado ganador en cualquier competencia varonil, elija de entre ellas a la
que será su esposa. Los indios suelen alimentarse de pan y se dedican a la agricultura, a excepción de los
que viven en las montañas. Estos últimos subsisten con la carne de animales silvestres.

Pienso que he dado suficiente información acerca de los indios, para lo cual he copiado las bien
conocidas declaraciones de Nearco y Megástenes, dos autores tenidos en mucha estima. Ya que mi
intención al redactar este libro no es describir las costumbres de los indios, sino relatar cómo la fota de
Alejandro se trasladó desde la India hasta Persia, lo que he escrito hasta esta parte debe ser
considerado como una digresión de la narrativa.

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CAPÍTULO XVIII

Oficiales al mando de la flota de Alejandro.

Cuando su fota estuvo puesta a punto en las orillas del Hidaspes, Alejandro seleccionó a los fenicios,
chipriotas y egipcios que lo seguían en su expedición hacia el interior, y los destinó a los barcos,
eligiendo a quienes eran expertos en asuntos náuticos como tripulantes y remeros. Había también
muchos isleños en el ejército, que eran diestros en la materia, así como jonios y nativos del Helesponto.

Nombró trierarcas de la fota a los siguientes hombres: de los macedonios, Hefestión, hijo de Amíntor,
Leonato, hijo de Euno, Lisímaco, hijo de Agatocles, Asclepiodoro, hijo de Timandro, Arconte, hijo de
Clinias, Demón, hijo de Ateneo, Arquias, hijo de Anaxídoto, Ofelas, hijo de Sileno, y Timantes, hijo de
Pantiades; todos ellos de Pella. De Anfípolis, los siguientes iban al mando: Nearco, hijo de Andrótimo,
quien escribió una crónica del viaje por la costa, Laomedón, hijo de Larico, y Andróstenes, hijo de
Calístrato. De Oréstide: Crátero, hijo de Alejandro, y Pérdicas, hijo de Orontes. De Eordea: Ptolomeo,
hijo de Lago, y Aristonoo, hijo de Piseo. De Pidna: Metrón, hijo de Epicarmo, y Nicarcides, hijo de Simo.
Además de éstos, fueron designados Átalo, hijo de Andrómenes, de Estinfea, Peucestas, hijo de
Alejandro, oriundo de Mieza, Peitón, hijo de Crateuas, de Alcomene, Leonato, hijo de Antpatro, de
Egas, Pantauco, hijo de Nicolao, de Aloris, y Mileas, hijo de Zoilo, de Berea. Todos ellos eran
macedonios.

De los griegos, los siguientes: Medio, hijo de Oxitemis, de Larisa, Eumenes, hijo de Jerónimo, de Cardia,
Critóbulo, hijo de Platón, de Cos; Toante, hijo de Menodoro, y Meandro, hijo de Mandrógenes, ambos
de Magnesia, y Andrón, hijo de Cabeles, de Teos.

De los chipriotas: Nicocles, hijo de Pasicrates, nativo de Solos, y Nitafón, hijo de Pnitágoras, de Salamina.
Había también un trierarca persa, Bagoas, hijo de Farnuques. El timonel de la nave de Alejandro era
Onesícrito, oriundo de Astipalea. Evágoras, hijo de Eucleón, un corintio, iba como secretario en la
expedición.

Nearco, hijo de Andrótimo, fue designado para mandar sobre todos como navarca. Era cretense de
nacimiento, pero residía en Anfípolis, cerca del Estrimón. Cuando todo estuvo preparado, Alejandro
ofreció un sacrificio a los dioses de sus ancestros y a los que fueron sugeridos por los adivinos, en

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especial a Poseidón, Anfitrite, y las Nereidas; al Océano, al río Hidaspes, del que partirían, al Acesines,
en que el Hidaspes desemboca, y hasta al Indo, en el que ambos van a parar. También organizó
certámenes musicales y de gimnasia, y repartió la carne de los animales sacrificados a todas las
unidades del ejército.

CAPÍTULO XIX

Travesía de Alejandro por el Indo.

Cuando todo estuvo preparado para zarpar, el rey ordenó a Crátero que marchara en paralelo por una
ribera del Hidaspes con un ejército de a pie y a caballo, entretanto Hefestión emprendía la marcha por
la orilla contraria con otro ejército aún más cuantioso que el que lideraba Crátero. Con Hefestión
también partieron todos los elefantes, unos doscientos en total. Alejandro llevó consigo a los
hipaspistas, todos los arqueros y la caballería de los llamados Compañeros; un total de ocho mil
hombres. Crátero y Hefestión habían recibido instrucciones de adelantarse y esperar a la fota. A Filipo,
que era el sátrapa de esta tierra, le mandó a las riberas del río Acesines con otro ejército numerosísimo.
Para entonces le seguían ciento veinte mil hombres en armas, incluidos en esta cifra aquellos que él
mismo había reclutado en el mar Egeo, además de los soldados de las levas que los oficiales de su
ejército trajeron con ellos por orden suya. Los hombres que llevaba con él eran una mezcla variopinta
de diversas naciones asiáticas, armados a la usanza de sus regiones.

Alejandro en persona encabezó la salida de los barcos, enfilando por el Hidaspes hacia donde se
encuentra la confuencia con el Acesines. Su fota ascendía a mil ochocientos barcos, algunos eran
navíos de guerra, otros eran embarcaciones mercantes, y naves de transporte de caballos y barcos
cargados de provisiones para el ejército. Cómo su fota navegó por aquellos ríos, y cómo sometió el rey
a las naciones confictivas en el transcurso del viaje, la forma en que arrostró el peligro en la tierra de los
malios, la manera en que fue herido allí, y cómo Peucestas y Leonato lo cubrieron con sus escudos
cuando cayó, ha sido descrito en mi otro libro, escrito en dialecto ático. Esta historia es una descripción
del viaje que hizo Nearco con la fota, zarpando desde la desembocadura del Indo para navegar por el
Océano hasta el Golfo Pérsico, al que algunos llaman Mar Rojo.

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CAPÍTULO XX

De cómo Nearco fue elegido almirante de la flota.

Este es el relato que ha dejado Nearco acerca de esto: Alejandro tenía muchos deseos de navegar
bordeando la costa del Océano desde la India hasta el Golfo Pérsico, pero le preocupaba la duración de
la travesía. Temía que su ejército se extraviara, acabara desembarcando en un país deshabitado, sin
ancladeros, o que no proporcionara suficientes frutos de la tierra. Creía que una desgracia así tras tantas
gestas grandiosas empañaría la alegría de sus triunfos. Pero le venció el deseo que siempre había
sentido por hacer algo inusitado y maravilloso.

No obstante, se encontraba en un estado de perplejidad acerca de a quién debía elegir por su pericia
para llevar a cabo sus propósitos, y cómo iba a disipar el miedo de los marineros y demás hombres de la
expedición para que no pensaran que eran enviados de manera irrefexiva en una misión
evidentemente peligrosa. Nearco dice que Alejandro le consultó su opinión sobre quién debía ser
elegido para mandar la expedición, mencionándole que todos habían rehusado, algunos por no estar
dispuestos a correr el riesgo de destrozar la propia reputación si fracasaban, otros porque se
acobardaban con facilidad, y los demás porque estaban poseídos por el anhelo de volver al hogar. El rey
acusaba a unos de poner tal objeción, y a los siguientes de alegar otra distinta. Entonces Nearco se
ofreció para la labor, y dijo:

«Yo, oh rey, me comprometo a llevar a cabo esta expedición. Y si los dioses me asisten, conduciré
seguros a los barcos y a los hombres hasta la tierra de Persia, si es que aquel lado del Océano fuera
navegable, y si la empresa no es imposible para el intelecto humano».

Alejandro dijo en respuesta que no estaba dispuesto a exponer a ninguno de sus amigos a semejantes
penalidades y a tan gran peligro; y Nearco, pese a estas objeciones, se negó a ceder y perseveró en su
decisión. Alejandro quedó tan contento con el celo de Nearco que le dio el mando supremo de la
expedición. Entonces la parte del ejército que recibió la orden de embarcar para este viaje, así como las
tripulaciones, recuperaron el buen ánimo, porque sabían que Alejandro jamás habría enviado a Nearco
a afrontar tan manifiesto peligro si no considerara probable que llegaran seguros a su destino. Por otra
parte, la magnificencia de los preparativos, los ornamentos de los barcos, y la extraordinaria diligencia
de los trierarcas respecto a la excelencia de sus remeros y tripulaciones levantó el ánimo a los que hasta

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entonces andaban muy alarmados y renuentes, quienes ahora se afanaban en demostrar su valor y
albergaban mejores esperanzas en cuanto a esta empresa. El hecho de que el mismo Alejandro iniciara
el viaje navegando por ambas desembocaduras del Indo hacia el mar, y ofreciera víctimas propiciatorias
a Poseidón y otros dioses marinos, y luego obsequiara al mar magníficos presentes, en gran medida
contribuyó al entusiasmo del ejército. Confiaban en Alejandro por las gestas sin precedentes que había
realizado, y creían que para Alejandro no exista nada que no se atrevería a emprender, ni nada que no
pudiera conseguir.

CAPITULO XXI

La flota macedonia zarpa desde el Indo.

Tan pronto como los vientos etesios dejaron de soplar, zarpó la fota en el vigésimo día del mes de
boedromión, en el año del arcontado de Cefisodoro en Atenas, según el calendario ateniense, pero en el
de los macedonios y asiáticos era el undécimo año del reinado de Alejandro. Los vientos etesios soplan
desde el mar durante todo el verano, y por ello hacen que navegar sea impracticable. Antes de
comenzar el viaje, Nearco ofreció a su vez un sacrificio a Zeus Sóter, y celebró juegos atléticos. Habiendo
zarpado del fondeadero del río Indo, tras un día de viaje amarraron las naves cerca de un gran canal, y
allí permanecieron durante dos días. El nombre del lugar era Estura, sita a cien estadios del ancladero.

Reemprendieron la travesía al tercer día, recorriendo treinta estadios hasta llegar a otro canal, cuyas
aguas eran salobres. Las aguas del mar llegaban a este canal con la marea, y se mezclaban con las del
río, y mantenían la salinidad al retirarse la marea. El nombre de este lugar era Caumara. Desde allí,
surcaron una distancia de veinte estadios río abajo y echaron amarras en Corestis. A partir de ahí no
pudieron avanzar muy lejos, porque vieron un arrecife en la desembocadura del río, y las olas se
quebrantaban con fuerza contra la costa, que era abrupta. Abrieron un canal de cinco estadios de
longitud por la parte más blanda del arrecife, y de esta manera consiguieron los barcos sortear el
obstáculo, ayudados por la marea que subía desde el mar.

Tras haber recorrido ciento cincuenta estadios, echaron amarras en una isla arenosa llamada Crocala ,
donde se quedaron por el resto del día. Cerca de esta isla vive un pueblo indio conocido como arabitas ,
a los cuales he mencionado en mi obra más extensa, diciendo que ellos toman su nombre del río Arabis,

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que corre por su tierra y desemboca en el mar, separando su país del de los oritas . Desde Crocala,
continuaron navegando, manteniendo a su derecha el monte llamado por ellos Eiros, y a su izquierda
una isla plana. La isla se extiende en paralelo a la costa, formando un pequeño estrecho. La fota
atravesó éste para ir a anclar en un puerto que ofrecía un buen acomodamiento. Este puerto le pareció
amplio y adecuado a Nearco, y lo llamó Puerto de Alejandro. Hay una isla frente a la boca de este
puerto, a dos estadios de distancia, que se llama Bibacta, y toda la región circunvecina se llama Sangada.
La isla, al situarse entre el mar y la costa, es la que forma este puerto natural. Aquí soplaban fuertes e
inclementes vientos desde el mar, y Nearco, por temor a que los bárbaros se unieran para saquear su
campamento, fortificó el lugar con un muro de piedra. La estadía en este sitio duró veinticuatro días.
Dice él que sus soldados capturaban mejillones, ostras, y unos moluscos llamados solenes, cuyos
tamaños son impresionantes en comparación con los de este mar nuestro, y añade que el agua que
bebían era salada al gusto.

CAPÍTULO XXII

Viaje de la flota por la costa de la India.

Tan pronto como amainaron los vientos, la fota se hizo a la vela, y, tras recorrer sesenta estadios,
echaron anclas frente a una costa arenosa, cerca de la cual se veía una isla desierta, cuyo nombre era
Domas, que hacía las veces de barrera protectora para los barcos anclados frente a tierra firme. Como
en la playa no había agua, debieron penetrar unos veinte estadios tierra adentro antes de dar con un
poco de agua dulce. Al día siguiente, se embarcaron y avanzaron trescientos estadios hasta Saranga y
anclaron al anochecer cerca de la playa, a ocho estadios de una fuente de agua. Abandonaron el lugar
para continuar hasta Sacala, un paraje deshabitado, y tras maniobrar entre dos escollos tan próximos
entre sí que los remos de las naves raspaban las rocas a ambos costados, la fota ancló en Morontobara,
a donde llegaron tras recorrer trescientos estadios. El puerto era espacioso, cóncavo y profundo, bien al
abrigo de las olas, y con una entrada angosta. En la lengua nativa se le conocía como Puerto de la Dama,
porque había sido una fémina la primera que gobernó en este lugar.

Mientras se deslizaba entre las rocas, la fota se vio zarandeada por grandes olas y por la corriente
rápida del mar en esta parte, lo que hacía muy arriesgado el navegar allende estas rocas. Al día
siguiente, zarparon de nuevo, manteniendo a la izquierda una isla que hacía de dique contra el mar
encrespado, sita tan cerca de la costa que se podría concluir que estaban pasando por un canal

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excavado entre la ínsula y tierra firme. El canal tenía setenta estadios de longitud. En el litoral se veían
bosques tupidos, y la isla también estaba cubierta por toda especie de árboles.

Al despuntar el alba, zarparon de la isla atravesando el paso estrecho y turbulento, porque era el
momento del refujo de la marea. Habiendo navegado ciento veinte estadios, fondearon en la
desembocadura del río Arabis, en un puerto grande y apropiado cerca a la boca del río. Sus aguas no
eran potables, porque la que salía por el río se mezclaba con la del mar. Debieron caminar unos
cuarenta estadios hacia el interior para encontrar un lago, y habiendo recolectado el agua, regresaron al
puerto. Había una isla elevada e inhóspita cercana a él, en cuyos alrededores podían pescar cuantas
ostras y peces de las especies más diversas se les antojara. Hasta aquí se extiende la tierra de los
arabitas, que son el último pueblo indio que mora en esta región, y empieza la de los oritas.

CAPÍTULO XXIII

La costa de Gedrosia.

Saliendo de la desembocadura del Arabis y rodeando la costa de la tierra de los oritas, un viaje de
doscientos estadios, se detuvieron a poca distancia de la playa en Pagala, porque era un lugar apropiado
para el anclaje. Allí las tripulaciones de cada barco echaron el ancla, y unos cuantos desembarcaron para
conseguir agua. Tan pronto hubo aparecido el primer rayo de sol a la mañana siguiente, se hicieron a la
mar de nuevo y avanzaron cuatrocientos estadios hasta Cabana en la noche, y anclaron cerca de una
playa desierta, y porque ésta era peligrosa debido al fuerte oleaje, se vieron forzados a hacerlo en aguas
profundas. Durante esta jornada, un furibundo viento desde el mar atrapó a la fota, que en este tramo
perdió dos barcos de guerra y una embarcación ligera, pero los marineros salvaron la vida a nado, pues
navegaban cerca de tierra firme.

Partieron de ahí a medianoche, y llegaron a Cocala, a doscientos estadios de la costa desde la que
habían partido. Los barcos echaron las áncoras en altamar, pero Nearco hizo desembarcar a las
tripulaciones y acamparon en tierra, porque anhelaban un poco de asueto después de haber soportado
grandes penalidades durante la larga travesía marítima. El navarca hizo que alrededor del campamento
se levantara una empalizada para protegerse de los bárbaros. En este lugar, Leonato, a quien Alejandro
había encomendado los asuntos de los oritas, los derrotó a ellos y sus aliados en una gran batalla, en la
que mató a seis mil de ellos, incluidos todos sus jefes. De las tropas de Leonato, perecieron quince

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jinetes y unos cuantos de la infantería. Apolófanes, el sátrapa de Gedrosia, también fue muerto aquí.
Estos sucesos los he narrado en mi otro libro, así como que Leonato fue coronado por Alejandro con
una corona de oro en presencia de los macedonios por esta victoria.

Siguiendo las órdenes de Alejandro, aquí se había almacenado grano para el avituallamiento de la
expedición, lo que les proporcionaba alimento para diez días a todas las tripulaciones. La pausa también
la aprovecharon para reparar los navíos estropeados durante el viaje, y, de paso, Nearco le traspasó a
Leonato los marineros que le parecían disconformes con el viaje por mar, para que los colocara en su
infantería, y llenó los puestos vacantes en la fuerza naval con los soldados de Leonato.

CAPÍTULO XXIV

Enfrentamiento con los bárbaros.

Partieron de ahí con brisa favorable, y después de navegar por quinientos estadios, anclaron en un río
cuya corriente corría muy crecida por las lluvias invernales, el nombre del cual era Tomeros. Un lago se
formaba en su desembocadura, y en la estrecha depresión que exista en la ribera se veían las chozas de
los habitantes del lugar. Éstos, atónitos al ver llegar a la escuadra, se desplegaron enseguida en
formación de batalla acordonando la orilla para impedir cualquier intento de desembarco de los
foráneos. Eran alrededor de seiscientos hombres, armados con gruesas lanzas de seis codos de largo,
cuyas puntas no eran de hierro, sino que habían obtenido el mismo resultado endureciéndolas al fuego.

Al constatar Nearco que le estaban esperando listos para el combate, ordenó a los barcos mantenerse a
buena distancia de la ribera, sin alejarse del alcance de las fechas para que las de sus hombres dieran
en el blanco en tierra, porque había visto que las gruesas lanzas de los bárbaros eran letales en una
batalla frontal, pero que no servirían para una escaramuza de lejos. Instruyó a sus hombres más ágiles y
con armas más ligeras, todos ellos excelentes nadadores, que se tiraran al agua a una señal suya y
nadaran hasta la orilla, y una vez llegados a ella, se mantuvieran en el agua y esperaran a sus
conmilitones, sin empezar la refriega con los bárbaros antes de que la falange estuviera en formación de
tres en fondo, y luego debían elevar el grito de batalla y avanzar a toda velocidad.

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Los hombres elegidos para poner en acción esta táctica se lanzaron de inmediato al mar, nadaron con
rapidez, se desplegaron uno a uno en orden por la orilla hasta que toda la falange estuvo completa, y
avanzaron velozmente entonando el grito de batalla en honor de Eníalo. Los soldados en los barcos
corearon el grito, pasando enseguida a disparar contra los bárbaros una oleada de fechas y proyectiles
desde las catapultas a bordo. Éstos se atemorizaron por el despliegue de las armas y la celeridad del
ataque, y cuando les cayeron las fechas y demás proyectiles, no se pararon a defenderse ni un instante,
sino que dieron la vuelta y escaparon, como era de esperar en hombres mal armados y semidesnudos.
Algunos murieron durante la huida, otros fueron hechos prisioneros, y el resto escapó a las colinas. Los
que fueron hechos prisioneros eran hombres de espesa cabellera y cuerpos muy velludos, con manos
cuyas uñas eran similares a las garras de los animales salvajes, y se decía que las empleaban de la misma
manera que nosotros empleamos objetos de hierro. Con ellas abrían en canal a los peces que
atrapaban, aparte de utilizarlas para cortar las maderas menos duras. Para trocear otras cosas hacían
uso del pedernal, porque el hierro les era desconocido. Por toda vestimenta tenían las pieles de
animales, y algunos de ellos se cubrían con las pieles gruesas de los peces de mayor tamaño.

CAPÍTULO XXV

Fenómenos naturales en el Océano.

En este lugar se ocuparon de reparar los barcos averiados, para lo cual debieron subirlos a tierra seca. Al
sexto día, reemprendieron la navegación, y habiendo avanzando trescientos estadios llegaron a un lugar
llamado Malana, el último confín del país de los oritas. Los oritas que habitan tierra adentro, lejos del
mar, se visten como los indios y están equipados con armas similares, pero su lengua y sus costumbres
son diferentes. La distancia que navegó la fota por la costa de la tierra de los arabitas desde el lugar de
donde partieron fue de alrededor de mil estadios, y la que recorrieron costeando la tierra de los oritas
fue de mil seiscientos estadios.

Nearco escribe que mientras rodeaban la costa de la India –más allá de la tierra de los arabitas, los
nativos ya no son indios– las sombras no se comportan ya a la manera usual. Porque cuando se
adentraban en altamar enfilando hacia el sur, las sombras también se proyectaban hacia el sur, y
cuando el sol estaba en lo alto al mediodía, todas las cosas parecían no tener sombra. Y de las estrellas
que solían brillar con claridad en el cielo, algunas quedaban completamente invisibles, otras parecían
muy cercanas a la tierra, y las que antes eran siempre visibles se perdían en el horizonte y resurgían de

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nuevo. Esto que narra Nearco no me parece improbable, porque en Siene de Egipto, existe un pozo que
durante el solsticio de verano no produce ninguna sombra al mediodía. Y en Meroe, durante la misma
época, los objetos no hacen sombra alguna. Por tanto, es natural que entre los indios ocurran los
mismos fenómenos, ya que viven en tierras meridionales, y serían especialmente comunes en el Océano
Índico, porque dicho mar está todavía más al sur. Pero debo abandonar aquí esta digresión.

CAPÍTULO XXVI

La costa de los ictiófagos.

Vecinos de los oritas, el pueblo de los gedrosios habita al interior de la costa, y son suyas las tierras que
Alejandro y su ejército atravesaron con muchos esfuerzos, y en las que sufrieron más penalidades que
en todas las anteriores expediciones juntas, todo lo cual ya he descrito en mi historia precedente. Al sur
de los gedrosios, en el litoral mismo, viven las gentes llamadas ictiófagos, frente a cuya tierra navegaba
la fota. Habiendo soltado amarras el primer día alrededor de la segunda vigilia, fondearon en Bagisara
después de un viaje de seiscientos estadios, en un puerto que podía acomodar a toda la escuadra, y
donde había una aldea llamada Pasira, a sesenta estadios de distancia, a cuyos habitantes se les llama
pasiras.

Al día siguiente, partieron muy de mañana, y navegaron rodeando un promontorio elevado y escabroso,
que se adentraba muy lejos en el mar. Habiendo cavado pozos de los que extrajeron suficiente agua,
aunque insalubre, debieron permanecer anclados todo el día debido al oleaje alborotado. Al día
siguiente, llegaron a Colta, tras navegar doscientos estadios. Salieron de ahí al amanecer, adelantando
seiscientos estadios hasta detenerse en Calyba. El pueblo estaba próximo a la costa, y en torno a él
crecían unas cuantas datileras, cargadas de frutos todavía verdes. A cien estadios de la costa, exista una
isla, de nombre Carnine. Aquí los aldeanos trajeron corderos y pescado como presentes de hospitalidad
para Nearco. Éste dice que la carne del cordero sabía a pescado, igual que el de las aves marinas,
porque las ovejas de aquel lugar comían harina de pescado, puesto que en el lugar no crecía hierba.

Al día siguiente, partieron de allí, y tras doscientos estadios de navegación, echaron anclas cerca a una
playa en una parte del litoral llamada Carbis, no muy lejos de un pueblo de nombre Cissa, a treinta
estadios de distancia del mar. Aquí se encontraron con algunas embarcaciones pequeñas,
pertenecientes a pescadores paupérrimos. A estos hombres no los pudieron atrapar, porque habían

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huido tan pronto como vieron llegar a los navíos. No había ningún tipo de grano allí, y la mayor parte del
suministro para el ejército estaba agotado ya. Sin embargo, pudieron hacerse con unas cuantas cabras
que metieron en los barcos, y reemprendieron su travesía. Habiendo pasado a lo largo de un alto
promontorio que se extendía unos ciento cincuenta estadios mar adentro, hicieron escala en un puerto
a buen seguro de las olas. Había agua en este puerto, de nombre Mosarna, en cuyas proximidades
tenían sus moradas unos pocos pescadores.

CAPÍTULO XXVII

Navegando por la costa de Gedrosia.

En este punto se unió a ellos un nuevo timonel, según Nearco, un gedrosio de nombre Hidraces, quien
se encargó de guiarlos hasta llegar a salvo a Carmania. A partir de este lugar, la ruta ya no es
complicada, y los nombres de los distintos lugares por los que hay que pasar hasta el Golfo Pérsico son
mejor conocidos. Partiendo de Mosarna en la noche, navegaron setecientos cincuenta estadios por la
costa llamada Balomo, y después otros cuatrocientos estadios hasta el pueblo de Barna, en donde
crecían datileras y exista un jardín con mirtos y abundantes fores, con las que los lugareños elaboraban
guirnaldas. Aquí, por primera vez desde el comienzo del viaje, los de la fota avistaron árboles de huerto,
y a hombres no del todo salvajes.

De allí navegaron alrededor de doscientos estadios hasta detenerse en Dandrobosa, anclando los barcos
en aguas profundas. Volvieron a partir a la medianoche, llegando al puerto de Cofantes tras navegar
otros cuatrocientos estadios. Aquí habitaban pescadores que tenían barcas chicas y precarias, y no
remaban con remos montados sobre un tolete, al uso griego, sino como si estuvieran en un río,
impulsándose mediante empujar el agua primero por un costado, luego por el otro, como si cavaran en
el suelo. En el puerto que habitaban había abundancia de agua pura.

Zarparon durante la primera vigilia para dirigirse a Cyza, a ochocientos estadios de allí. Aquí la playa
estaba deshabitada y existan rompientes a lo largo de ella. Por lo tanto, echaron anclas en altamar y
tomaron sus cenas a bordo de los navíos. Navegando quinientos estadios a partir de este lugar, llegaron
a una ciudad pequeña asentada en una colina, no muy lejos de la playa. Nearco, dándose cuenta de que
probablemente en aquel país existan sembradíos, le dijo a Arquias que debían capturar aquella ciudad.

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Este Arquias era hijo de Anaxídoto de Pella, un macedonio de renombre, e iba junto a Nearco. A decir de
Nearco, los habitantes no estarían dispuestos a abastecer de alimentos al ejército, y tampoco sería
posible tomar la ciudad por asalto. Por ende, se verían en la necesidad de sitiarla para obtenerlos, lo
que implicaría retrasarse, y, además, a la fota ya se le había agotado la comida. Suponía él que aquella
tierra era fértil, a juzgar por los crecidos tallos de los cultivos de trigo que podía observar no lejos de la
costa. Una vez ambos decidieron poner en marcha el plan, el navarca ordenó que todos los barcos,
menos uno, se preparasen para hacerse a la vela. Arquias quedó al mando de la expedición en su lugar,
mientras él parta en el barco elegido a la ciudad.

CAPÍTULO XXVIII

Nearco captura una ciudad por sorpresa.

Cuando se acercó a las murallas en actitud amistosa, los habitantes salieron de la misma trayendo atún
asado en cazos, unos pocos pasteles y algunos dátiles como muestra de hospitalidad. Estos hombres
eran de la rama más occidental de los ictiófagos, los primeros que veían los macedonios que no
comieran pescado crudo. Dijo Nearco que recibía estos obsequios con placer, y que le gustaría conocer
su ciudad, lo que aquellas gentes le concedieron. Al traspasar las puertas, ordenó a dos de sus arqueros
que vigilaran la poterna, y él mismo con otros dos y el intérprete subieron a la parte de la muralla
orientada hacia la dirección en que Arquias había partido, y le hizo señales, porque habían acordado de
antemano que uno daría la señal, y el otro interpretaría su significado y obedecería. Al captarla los
macedonios, condujeron sus barcos hacia la playa a toda velocidad, y desembarcaron de prisa en ella.

Los bárbaros, sorprendidos por esta maniobra, corrieron a coger las armas. Mas en ese instante el
intérprete proclamó a gritos que Nearco pedía entregar todo el trigo que tuvieran para su ejército, si es
que deseaban mantener su ciudad intacta. Ellos negaron poseer cosecha alguna, y, mientras lo hacían,
fueron aproximándose a la muralla, y fueron detenidos en seco por los arqueros de Nearco, que les
dispararon desde su posición ventajosa. Resignándose a que su ciudad estaba en manos del enemigo y a
punto de ser saqueada, rogaron a Nearco que tomara todo el trigo que tenían y se lo llevara, pero que
no destruyera sus hogares. Nearco mandó que Arquias se apoderase de las puertas y los tramos
adyacentes de la muralla, entretanto él despachaba a sus hombres con los nativos para asegurarse de
que no hubiera engaño en la entrega del trigo. Éstos les entregaron una buena cantidad de harina de
pescado, hecha a base de peces cocidos y molidos, pero muy poca de trigo y cebada, porque ellos

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tenían por costumbre consumir la harina de pescado en lugar de la de trigo, y los panes de trigo eran un
manjar ocasional para ellos. En cuanto terminaron de mostrarles todo lo que almacenaban, cogieron lo
que había para avituallar a la fota, y se hicieron a la mar enseguida, llegando en poco tiempo a un
promontorio llamado Bagia, consagrado al dios Sol por los lugareños.

CAPÍTULO XXIX

Los ictiófagos.

Zarparon del promontorio a la medianoche, y habiendo recorrido mil estadios, arribaron a Talmena, un
puerto a resguardo de los vientos, y de ahí fueron a Canasis, una ciudad abandonada, a cuatrocientos
estadios de distancia. En ella encontraron un pozo y algunas palmeras silvestres que crecían cerca.
Cortaron los frutos que crecían en lo alto de éstas y se comieron la pulpa de los mismos, porque la
comida del ejército se había agotado de nuevo. Acuciados por el hambre, navegaron durante un día y
una noche sin detenerse, y anclaron cerca de una playa desierta. Nearco, temiendo que si sus hombres
desembarcaban se les ocurriera desertar por la pérdida de energías debido a la desesperación, ordenó
echar las áncoras en altamar. Saliendo de allí, navegaron hacia Canate, a setecientos cincuenta estadios.
En aquel lugar existan canales de poca profundidad desperdigados por la costa.

Navegaron desde allí unos ochocientos estadios hasta detenerse cerca a Troea, en la que había
solamente aldeas miserables. La gente había abandonado sus casas al verlos, y en ellas no encontraron
más que una pequeña cantidad de trigo y algunos dátiles. Sacrificaron a siete camellos capturados allí,
cuya carne consumieron. Partiendo al alba, recorrieron trescientos estadios aquel día y llegaron a
Dagasira, donde habitaba una tribu de nómadas. Dejando atrás el lugar, navegaron durante una noche y
un día sin detenerse para nada, avanzando mil cien estadios en total, hasta más allá de los límites de la
nación de los llamados ictiófagos, sufriendo muchas penurias por la falta de vituallas. No anclaron cerca
de tierra porque la mayor parte de la costa era abrupta y peligrosa, por lo que se vieron obligados a
permanecer en aguas profundas. La longitud del viaje por la costa de los ictiófagos fue de un poco más
de diez mil estadios.

El nombre de ictiófagos que llevan estas gentes se debe a que el pescado es la base de su dieta. Pocos
de ellos son pescadores de oficio, porque escasos son los que fabrican barcas para dedicarse a esto, o

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que dominen las destrezas que requiere la captura de peces. El refujo de la marea es su mayor
proveedor de peces, y algunos de ellos los atrapan con redes, que casi siempre miden dos estadios de
largo. Las fabrican con la corteza interna de las palmeras, que trenzan como lo hacemos nosotros con
las fibras de cáñamo. Cuando baja la marea y la playa se despeja, gran parte de la misma está limpia de
peces, pero donde hay depresiones en el terreno, el agua queda estancada, y en ella nadan numerosos
peces que las olas han arrastrado. Por lo general, se trata de peces diminutos, aunque también los hay
más grandes. Estos peces grandes los atrapan con las redes. Los de carne más tierna se los comen
crudos en cuanto los sacan del agua; los más grandes y de carne más consistente los dejan secarse al
sol, y ya secos los muelen para conseguir una harina con la que preparan sus comidas y su pan. Con ella
también amasan tortas. La alimentación de sus rebaños se basa igualmente en el pescado seco, porque
en su país no se ven praderas y no hay ni un atisbo de hierba.

Pescan y consumen también cangrejos, ostras y otros moluscos que llegan a la costa. No les falta sal
natural en su tierra […]. De lo que extraen aceite. Algunos habitan en lugares desérticos, en terrenos
donde no crecen árboles y que no producen frutos cultivables; en tal caso su dieta es de puro pescado.
Pocos de ellos siembran trigo en toda aquella tierra, y lo poco que se produce es utilizado a manera de
complemento para la harina de pescado, porque ellos consumen esto en lugar de pan. Los más
prósperos de ellos recogen los huesos de las ballenas que arrastra el mar, y los emplean en vez de la
madera para construir sus casas; los huesos más anchos se convierten en puertas. La mayoría de ellos,
que son más pobres, fabrican sus moradas con espinas de pescado.

CAPÍTULO XXX

Ballenas.

En el Océano viven ballenas colosales, y peces mucho más grandes que los de este Mar Interior. Nearco
dice que cuando salían desde Cyza vieron al amanecer que el mar parecía saltar en chorros de agua
como si fuese lanzado violentamente a lo alto por la acción de unos fuelles. La alarmada tripulación
preguntó a los timoneles qué era eso y qué causaba este fenómeno, y ellos contestaron que las
responsables eran las ballenas nadando raudas por la superficie del mar y lanzando chorros de agua por
un orificio. Los marineros habían quedado atemorizados ante el espectáculo, dejando que los remos se
les cayeran de las manos. Nearco se dirigió a ellos y les levantó el ánimo; y acercándose a cada uno de
sus barcos, ordenó a los hombres enfilar directamente contra las ballenas como si de una batalla naval

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se tratara, elevando un fuerte grito de guerra, y remando tan rápido como pudieran y haciendo tanto
ruido como fuera posible. Recuperando el coraje, las tripulaciones de todos los barcos comenzaron a
remar al unísono a la señal dada. Cuando llegaron cerca de los animales, gritaron tan fuerte como
pudieron, tocaron las trompetas, y armaron el mayor ruido posible golpeando el agua con los remos. Las
ballenas que acababan de ser avistadas por la proa de los barcos se espantaron, zambulléndose
enseguida hacia el fondo marino, y poco después salieron de nuevo a la superficie por el lado de la popa
de las naves, y continuaron su camino lanzando chorros de agua a gran distancia. Un fuerte aplauso se
escuchó entre los marineros por esta inesperada liberación, y muchas alabanzas para Nearco por su
audacia y sabiduría.

Algunas de estas ballenas son empujadas a la playa en muchas puntos de la costa durante la marea alta,
y cuando ésta baja se quedan varadas en los bajíos, y otras son arrastradas a tierra seca por olas
enormes durante las tormentas, donde luego perecen y se pudren. Cuando la carne se ha
descompuesto por completo, quedan los huesos, los cuales las gentes de esos lugares utilizan para
construir sus casas. Los huesos de mayor tamaño del costillar forman las vigas más grandes de las casas,
los huesos más pequeños forman las vigas del techo, y las mandíbulas se emplean para las jambas de las
puertas. Muchas de estas ballenas llegan a medir veinticinco brazas de largo.

CAPÍTULO XXXI

Historias fabulosas.

Mientras circunnavegaban la costa de la tierra de los Ictiófagos, tuvieron noticia de una historia acerca
de una pequeña isla que se encuentra a cien estadios de la parte continental, y que era deshabitada. Los
nativos decían que se llamaba Nosala, estaba consagrada al Sol, y ningún mortal quería poner un pie en
ella, porque quienquiera que por ignorancia tocara tierra en ella, desaparecía.

Nearco dice que una de sus galeras ligeras, tripulada por egipcios, desapareció no lejos de esta isla, y
que los timoneles afirmaron con rotundidad que, dadas las circunstancias, sin duda alguna se habían
acercado a ella por desconocimiento y se habían esfumado. No obstante, Nearco envió un triacóntoro a
dar la vuelta a la isla, con la orden para los marineros de no desembarcar, sino rodear la isla
manteniéndose cerca de la playa, gritando para que los hombres los oyeran, y llamando por su nombre
al timonel y a cualquier otro tripulante que conocieran. Como nadie le obedeció, Nearco dice que él

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mismo navegó hacia la isla, y obligó a los marineros en contra de su voluntad a pisar tierra. Él fue el
primero en desembarcar, demostrando así que la tradición que circulaba sobre la isla era un mito
infundado.

Conoció también otra historia que se contaba acerca de esta isla, según la cual una de las Nereidas, cuyo
nombre no es mencionado, habitaba en ella. Ella salía al encuentro de todo hombre que se acercara a la
isla, y, habiéndolo transformado en pez, lo arrojaba al mar. Pero el Sol se había enfurecido con la
Nereida, y le ordenó un día que abandonara la isla. Ella aceptó partir, pero suplicó que antes levantara
el hechizo que sobre ella pesaba. El Sol escuchó su ruego, y teniendo lástima de los hombres a quienes
había convertido en peces, los devolvió a su forma humana. Y a partir de estos hombres, se decía, había
surgido la raza de los ictiófagos, que continuaba existiendo en la época de Alejandro.

Yo, por mi parte, no aplaudo que Nearco haya empleado su tiempo y capacidad en probar la falsedad de
estas historias, aunque no fueran muy difíciles de refutar. Sé, no obstante, que es una tarea difícil para
quien lea las antiguas tradiciones demostrar que no son verídicas.

CAPÍTULO XXXII

Viaje por la costa de Carmania

Al norte de los ictiófagos y lejos del mar habitan los gedrosios, cuyo país es árido y arenoso, y donde
Alejandro y su ejército pasaron por muchas dificultades, como ya he descrito en mi otra obra. Cuando la
fota hubo dejado atrás los territorios de los ictiófagos y llegado a Carmania, debieron anclar en aguas
profundas en el primer punto de aquel país que alcanzaron, porque había grandes olas que se
estrellaban a lo largo de la costa. Desde ahí, prosiguieron navegando no ya en dirección al ocaso como
antes, sino que volvieron las proas un poco hacia un curso entre el occidente y el septentrión.

Carmania posee más árboles y produce más cultivos que el país de los ictiófagos o el de los oritas, hay
más hierba y el suministro de agua es mejor. La fota ancló en Bados, un lugar habitado en Carmania,
donde había muchos árboles de huerto en crecimiento, excepto olivos. La tierra era fértil y producía
trigo, y las vides eran igualmente buenas. Habiendo partido de ahí, navegaron un tramo de ochocientos
estadios hasta una playa desierta, cerca de la que echaron las áncoras, y observaron un promontorio
alargado que se adelantaba lejos en el mar. El promontorio parecía estar a una jornada de distancia. Los

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que estaban familiarizados con esta región dijeron que este promontorio estaba en Arabia, se llamaba
Maceta, y que de allí se obtenía la canela y otras especias para comerciarlas entre los asirios.

Entre la playa donde la fota se detuvo y el promontorio que penetraba profundamente en el mar frente
a ellos, se extendía un golfo hacia tierra adentro, el cual probablemente era el Mar Rojo. Así lo creo yo,
y así lo creyó Nearco. Cuando avistaron aquel promontorio, Onesícrito dio la orden de dirigirse hacia el
mismo, con miras a conducir las naves sin dificultad a través del golfo. Sin embargo, Nearco respondió
que Onesícrito sería imprudente si optaba por ignorar con qué objeto les había enviado Alejandro en
esta expedición. Porque no los había enviado por mar en estas naves porque fuera incapaz de hacer
regresar a todo su ejército por tierra en buenas condiciones, sino porque quería que exploraran las
tierras de la costa en este viaje, para saber qué puertos e islas existan por allí, y rodear cada golfo que
encontraran en aquellas tierras; para averiguar qué ciudades había en la costa, cuáles lugares eran
fértiles y cuáles eran desérticos. Por tanto, no debían dejar su labor sin efecto ahora que estaban tan
cerca del final de su viaje, especialmente porque ya no andaban escasos de lo necesario para vivir. Dijo
también que temía que, como el promontorio se extendía hacia el sur, fuesen a acabar en un país
deshabitado, sin agua y con un calor de hornos. Estos argumentos se impusieron, y por ello es que a mí
me parece que Nearco salvó a su ejército al tomar esta decisión, porque, de acuerdo con los relatos más
aceptados, todo aquel promontorio y el territorio circunyacente son desolados y totalmente
desprovistos de agua.

CAPÍTULO XXXIII

Llegada a Harmozia.

Abandonando esta costa, continuaron navegando manteniéndose siempre cerca de tierra, y habiendo
viajado setecientos estadios, fondearon en otra playa, llamada Neóptana. Y de nuevo se hicieron a la
vela al romper el alba, y luego de cien estadios recorridos, anclaron en el río Anamis. Esta región se
llamaba Harmozia, era agradable y producía toda clase de frutos, excepto olivos, que no crecen en esta
parte. Aquí desembarcaron y descansaron con deleite de todos sus trabajos, recordando todas las
penurias que habían soportado en el mar y cerca de la tierra de los ictiófagos, la desolación de la misma
y el primitivismo de sus gentes, y haciendo también el recuento de sus propias aficciones.

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Unos cuantos de ellos se adentraron en aquel país, alejándose de la costa y esparciéndose en todas
direcciones desde el campamento, uno en busca de una cosa, otro de alguna otra. Aquí dieron con un
hombre que vesta una clámide griega, e iba equipado como un heleno, aparte de que cuando habló lo
hizo en la lengua griega. Se dice que los hombres que lo vieron primero se echaron a llorar, porque fue
una felicidad inesperada para ellos ver a un griego y oír una voz griega después de tantos
padecimientos. Preguntaron de dónde venía y quién era él, y él contestó que se había alejado del
campamento de Alejandro, y que el rey y su ejército no se hallaban lejos. Enseguida llevaron a este
hombre entre vítores y aplausos ante Nearco, a quien contó todo, y añadió que tanto el campamento
como el rey se encontraban a cinco días de viaje desde la costa.

Este hombre dijo que presentaría al gobernador de esta tierra a Nearco, y así lo hizo. Nearco le anunció
al gobernador su intención de ir al encuentro del rey, y luego regresó a los barcos. Al amanecer, llevó a
las naves a tierra, a fin de reparar las que tenían desperfectos, y también porque había decidido dejar al
grueso del ejército en aquel punto. Hizo erigir una doble empalizada en torno al improvisado astillero, y
un muro de tierra con un foso profundo, que comenzaba desde la orilla del río y terminaba en la playa
adonde habían desplegado los barcos.

CAPITULO XXXIV

Nearco parte a reunirse con Alejandro.

Mientras Nearco se ocupaba de arreglar estos asuntos, el gobernador del país, habiendo tenido
conocimiento de que Alejandro estaba muy preocupado por la fuerza expedicionaria, creyó que podría
obtener una considerable recompensa si fuese él la primera persona en anunciarle que Nearco y su
ejército estaban a salvo, algo que sería confirmado con la llegada de Nearco a la presencia del rey
dentro de muy poco tiempo, como él bien sabía. Se apresuró a ir donde Alejandro por el camino más
corto, y le dijo que Nearco pronto llegaría ante él desde la costa. En ese momento, aunque el rey no
creyó en su historia, se regocijó de todos modos con la noticia, como era de esperar.

Pero al pasar un día tras otro sin que nada ocurriera, la noticia dejó de parecerle veraz, dado el tiempo
transcurrido desde que la había recibido. Varios de sus hombres fueron enviados sucesivamente en
busca de Nearco. Unos regresaron habiendo viajado una corta distancia sin hallar a nadie; y otros
fueron más lejos, pero pasaron de largo sin ver a Nearco y sus hombres, y no regresaron. Alejandro
ordenó entonces que aquel hombre fuese detenido por reportar rumores vacíos, y porque había

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agravado sus problemas a causa de la insensata alegría que ello le había traído. Era evidente por la
expresión de su rostro y la decisión tomada que el rey senta mucha pesadumbre.

Entretanto, algunos de los que habían sido enviados a dar alcance a Nearco con caballos y carruajes, se
encontraron en el camino con él y Arquias, más otros cinco o seis que formaban la escasa compañía con
la que había partido. Cuando dieron con ellos, no lo reconocieron, y a Arquias tampoco, porque sus
aspectos se habían alterado mucho. Una larga pelambre les cubría la cabeza, estaban sucios y
empapados de salmuera, sus cuerpos estaban macilentos, y pálidos sus rostros debido a la falta de
sueño y otras penurias. Cuando preguntaron a quienes les buscaban dónde estaba Alejandro, ellos
respondieron nombrando el lugar y siguieron su camino. Arquias, adivinando lo que sucedía, habló a
Nearco:

«Sospecho, oh Nearco, que estos hombres recorren el desierto por el mismo camino que nosotros
porque los han despachado a buscarnos. No es de extrañar que no nos reconozcan, puesto que estamos
en un estado demasiado miserable para ser reconocidos. Vayamos a decirles quiénes somos, y
preguntarles por qué van por este camino».

A Nearco le pareció oportuno su consejo. Preguntaron entonces a aquellos hombres adónde se dirigían.
Ellos contestaron:

«A buscar a Nearco y la fota».

Y él respondió:

«Heme aquí, yo soy Nearco, y éste es Arquias. Guiadnos, e iremos a darle a Alejandro noticias acerca de
la fota».

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CAPÍTULO XXXV

Reencuentro de Nearco con Alejandro.

Los subieron a todos a los carros y los condujeron de vuelta al campamento. Algunos de estos hombres,
deseando ser los primeros en anunciar la nueva, se adelantaron al galope y dijeron a Alejandro:

«He aquí que Nearco, y Arquias con él, y otros cinco más, están siendo traídos a tu presencia».

Pero no pudieron contestar ninguna de sus preguntas sobre el ejército. Alejandro dedujo que esto
significaba que esos pocos que venían habían sobrevivido por gracia divina, y que el resto de su ejército
había perecido, por lo que no demostró tanta alegría por la salvación de Nearco y Arquias como pesar
por la pérdida del ejército entero. No había terminado aún de interrogar a los mensajeros, cuando
aparecieron Nearco y Arquias. Alejandro pudo reconocerlos a duras penas, y el verlos con el pelo largo y
vestidos pobremente aumentó su aficción, pues creyó ver confirmados sus temores acerca de la
pérdida de la fota. Tendiendo su mano derecha a Nearco, lo llevó aparte, lejos de los Compañeros y los
hipaspistas, y lloró con él durante largo rato. Por último, se serenó, y dijo:

«Puesto que tú y este Arquias habéis vuelto a salvo con nosotros, debería pesarme menos toda esta
calamidad. Dime, ¿de qué manera perecieron el ejército y los barcos?».

«Oh rey», respondió Nearco, «tanto los navíos como el ejército están a salvo, y los que aquí estamos
veníamos a que oyeras de nuestros labios que se han salvado».

Alejandro lloró de nuevo, porque la salvación del ejército le había parecido hasta entonces una
esperanza vana. Quiso saber dónde estaban anclados los barcos, y Nearco contestó:

«Han sido todos desplegados en la boca del río Anamis, donde los están reparando».

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Entonces Alejandro puso como testigos al Zeus griego y al Amón libio de que verdaderamente senta
más gozo ante esta noticia que por regresar como conquistador de toda Asia, porque dijo que el dolor
que habría sentido por la pérdida de este ejército habría hecho de contrapeso a sus otras victorias.

CAPÍTULO XXXVI

Nearco vuelve a zarpar con la flota.

El gobernador de esta tierra al que Alejandro había hecho arrestar por dar noticias inciertas, al ver que
estaba presente Nearco, cayó de rodillas ante él y dijo:

«Soy yo quien trajo la noticia a Alejandro acerca de que habías llegado a salvo, y mira en qué condición
me tienen».

Entonces le rogó Nearco a Alejandro que pusiera a aquel hombre en libertad, y al punto éste quedó
libre.

En agradecimiento por el retorno a buen seguro de la fota, Alejandro ofreció sacrificios a Zeus Sóter,
Heracles, Apolo Alexicaco, Poseidón y demás dioses marinos. También celebró juegos atléticos y
musicales, y llevó a cabo un solemne desfile con sus soldados. Nearco marchaba en la primera fila de la
procesión, cargado con guirnaldas y fores que le lanzaban los soldados. Llegado todo esto a su fin, el rey
habló a Nearco:

«Mi deseo es que tú, oh Nearco, no corras más riesgos a partir de ahora, y no sufras más terribles
penurias. Otro hombre guiará a la fota desde este lugar hasta el puerto en Susa».

Mas Nearco dio esta réplica:

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«Oh rey, es mi deseo obedecerte en todas las cosas, como es mi deber; pero si quieres otorgarme un
favor, no hagas eso. Permíteme comandar la fota hasta el final de la expedición, hasta que haya
colocado a todos los barcos a salvo en el puerto de Susa. No permitas que digan que solamente las
dificultades del viaje, aparentemente insuperables, son lo único que me ha sido encomendado por
gracia tuya, y que el deber que es fácil de cumplir y será coronado por la gloria hacia la culminación de
esta travesía, me sea arrebatado y puesto en manos de otro».

Alejandro le interrumpió en medio de su discurso, y confesó además que estaba agradecido con él. Y lo
envió de regreso a la costa, dándole un pequeño ejército como escolta, porque atravesaría territorio
amigo. Pero ni siquiera en su viaje hacia el litoral se libró Nearco de los problemas, porque los bárbaros
de las tierras circunyacentes habían reunido sus huestes y se habían apoderado de las fortalezas de la
tierra de Carmania, porque el sátrapa que los gobernaba había sido ejecutado por orden de Alejandro,
y el nuevo, Tlepólemo, acababa de ser nombrado y aún no había afianzado su autoridad. Tuvieron que
batallar dos o tres veces en un mismo día con distintos grupúsculos de bárbaros, que hicieron su
aparición durante la marcha. Por ello, no se detuvieron por ningún motivo, y aunque con grandes
dificultades, llegaron seguros a la costa. Habiéndose vuelto a encontrar con sus hombres allí, Nearco
ofreció un sacrificio a Zeus Sóter, y celebró juegos gimnásticos.

CAPÍTULO XXXVII

Viaje por la costa de Carmania.

Cuando hubo cumplido sus obligaciones para con los dioses, la fota se hizo a la vela; y circunnavegando
una isla deshabitada y rocosa, echaron anclas en otra isla grande y poblada. Para llegar a ella, habían
recorrido trescientos estadios desde el lugar de partida. La isla desierta se llamaba Organa, y Oaracta
aquella en la cual echaron tierra. Viñas y palmeras crecían en esta última, y también se cultivaba trigo.
Su longitud era de ochocientos estadios. El gobernador de la isla, Mazenes, se unió espontáneamente a
ellos como timonel hasta Susa. Se decía que en esta isla se hallaba la tumba del primero en reinar en
ella, cuyo nombre era Eritres, y que por ello al mar se le conocía como Eritreo.

Partiendo de aquel sitio en la isla, avanzaron doscientos estadios costeando la misma, y echaron el ancla
de nuevo en ella; y desde aquella posición observaron otra isla a cuarenta estadios de la grande. Se

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decía que estaba consagrada a Poseidón, y era inaccesible. Habiendo vuelto a zarpar al amanecer, una
marea baja muy fuerte atrapó a los barcos, haciendo que tres de ellos encallaran y terminaran
firmemente plantados en tierra seca. Los demás pasaron con esfuerzo a través del oleaje bravo, y se
pusieron a salvo en aguas profundas. Cuando la marea subió de nuevo, los barcos que habían encallado
en la playa refotaron de vuelta al mar, y al día siguiente pudieron conducirlos adonde estaba toda la
fota.

Tomaron puerto en otra isla, situada a trescientos estadios de la parte continental, habiendo navegado
una distancia de cuatrocientos estadios hasta ella. Desde allí zarparon al alba, y habiendo dejado a
mano izquierda una isla desierta, llamada Pylora, llegaron a Sisidone, un pequeño poblado que carecía
de todos los menesteres, menos agua dulce y pescado. Los lugareños eran también comedores de
pescado por necesidad, ya que la suya era una región árida. Habiéndose aprovisionado de agua en este
sitio, adelantaron trescientos estadios hasta Tarsia, un largo promontorio que se adentra mucho en el
mar. De ahí fueron a Catea, una isla desierta y llena de vados que, se decía, estaba consagrada a Hermes
y Afrodita. La distancia hasta ésta era de trescientos estadios. Las gentes que moraban cerca enviaban a
esta isla, año a tras año, ovejas y cabras consagradas a Hermes y Afrodita, de modo que era posible
verlas vagando en estado salvaje, debido al tiempo transcurrido desde que las soltaron allí y a la
ausencia de humanos en el lugar.

CAPÍTULO XXXVIII

Viaje por la costa de Persia.

Carmania se extiende hasta este último punto. La tierra que queda más allá es de los persas. La longitud
del viaje a lo largo del litoral de Carmania es de tres mil setecientos estadios. Los carmanios viven al
modo de los persas, porque ambos pueblos son limítrofes, y están equipados con las mismas armas y las
manejan de la misma manera.

Partiendo de la isla sagrada, la fota navegó a lo largo de la costa de Persia, y echaron puerto en un lugar
llamado Ilas, cuyo puerto se halla frente a una pequeña isla deshabitada, de nombre Cecandro, adonde
llegaron tras un viaje de cuatrocientos estadios. Al despuntar la aurora, enfilaron hacia otra isla habitada
y atracaron allí. Según Nearco, ahí se pescaban margaritas igual que en el Océano Índico . Rodeando el
extremo de esta isla, encontraron un fondeadero. Más adelante, amarraron las naves cerca de un

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monte elevado, llamado Oco, en un puerto bien protegido, cerca del que habitaban algunos pescadores.
Salieron de allí y recorrieron cuatrocientos cincuenta estadios hasta entrar en el puerto de Apostana,
donde había ancladas muchas embarcaciones, y un poblado a sesenta estadios del mar. Partieron de allí
durante la noche, navegando hacia un golfo salpicado de muchas poblaciones, adonde llegaron luego de
un viaje de cuatrocientos estadios. Aquí la fota echó anclas cerca de la ladera de una montaña. En este
lugar crecían muchas palmeras datileras, y los mismos árboles frutales que también se plantan en
Grecia. Prosiguieron el viaje desde allí, y habiendo recorrido seiscientos estadios llegaron a Gogana, una
región despoblada, donde anclaron en la desembocadura del río Areón, que bajaba crecido por las
lluvias de invierno. Aquí tuvieron dificultades para echar las anclas, pues el canal de entrada a la boca
del río era estrecho e incómodo, y el fujo y refujo de la marea había formado bajíos en torno a ella. Y
partiendo desde allí, anclaron en la desembocadura de otro río, el Sitaco, a ochocientos estadios de
distancia. Tampoco fue fácil hallar puerto en este río. La totalidad de este viaje a lo largo de la costa de
Persia fue pasando por bajíos, rompientes y bancos de arena. En aquel punto, encontraron un
suministro de trigo almacenado por orden del rey para el avituallamiento de la fota. Permanecieron en
el lugar durante veintiún días, ocupándose de llevar a tierra a los barcos que estuvieran averiados para
rehabilitarlos, y poner a punto los restantes.

CAPÍTULO XXXIX

La costa de Persia.

Saliendo de allí, llegaron a la ciudad de Hieratis, en una región habitada, tras un trayecto de setecientos
cincuenta estadios. Echaron anclas en un canal llamado Heratemis, que salía al mar desde el río. A eso
de la salida del sol, navegaron hacia un río crecido por las lluvias de invierno, cuyo nombre era Padagro.
Aquel lugar era una península llamada Mesambria, en la que forecían muchos jardines y crecían toda
clase de árboles frutales. Partiendo de Mesambria, y habiendo navegado un tramo de doscientos
estadios, echaron las áncoras en Taoce, junto al río Granis. A doscientos estadios tierra adentro desde la
desembocadura de este río, se erigía un palacio de los persas.

Nearco escribe que durante este viaje vieron una ballena que había sido arrojada a la playa. Algunos de
los marineros que navegaban junto a ella la midieron, y aseguraron que su tamaño era de cincuenta
codos de largo. Su piel estaba cubierta de escamas, y era tan gruesa que medía un codo de espesor.
Había muchas ostras, lapas, y algas creciendo en ella. Nearco escribe que también observaron a

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bastantes delfines alrededor de la ballena, y que eran más grandes que los del Mar Interior. De allí,
adelantaron doscientos estadios hasta el torrente Rogonis, junto al que se resguardaron en un puerto
seguro. Habiendo recorrido cuatrocientos estadios a partir de allí, anclaron en otro torrente, llamado
Brizana. Aquí encontraron difícil entrar en el fondeadero, porque había mucho oleaje violento, arrecifes,
y rocas puntiagudas que sobresalían del agua. Cuando la marea subió, pudieron echar anclas, pero en
cuanto la marea se hubo retirado, arrastró a los barcos hacia los escollos. Por ello, aprovechando que la
marea había vuelto a subir siguiendo su ciclo, se alejaron de allí y fondearon en un río llamado Oroatis,
el cual, según Nearco, es el más caudaloso de cuantos vio desembocar en el mar en el transcurso de
este viaje.

CAPÍTULO XL

La costa de Susiana.

Hasta aquí se extiende la tierra de los persas, y más allá de este punto habitan los susios. Otra nación
libre habita más al norte de los susios; son los llamados uxios, de quienes he dicho en mi otro libro que
se dedican al bandidaje. La longitud del viaje a lo largo de la costa de Persia es de cuatro mil
cuatrocientos estadios. Según la tradición, la tierra de Persia está dividida en tres regiones de acuerdo
con el clima. La parte del país ubicada en las proximidades del Mar Rojo es arenosa y estéril a causa del
calor; la parte norte tiene un clima más templado, y está cubierta de hierba y de prados bien irrigados,
se cultivan viñedos y todos los árboles frutales, excepto el olivo. Allí forecen todo tipo de jardines y
huertos, está bien regada por ríos y lagos límpidos, y alberga toda especie de aves, que fabrican sus
nidos junto a los ríos y lagos. Es idónea para los caballos, y, además, las bestias de carga hallan pastos
abundantes en ella; es boscosa en gran parte y adecuada para la caza. Yendo aún más al norte, el clima
es frío y suele nevar. Nearco escribe que unos embajadores que venían desde el Ponto Euxino, habiendo
recorrido un trecho muy corto encontraron a Alejandro atravesando Persia, y que, al reunirse con el rey,
vieron su asombro y debieron hablarle de lo breve que era aquel camino.

He mencionado ya que los uxios son vecinos de los susios, al igual que los mardos, que también viven
del saqueo, lo son de los persas, y los coseos son limítrofes de los medos. A todas estas naciones
sometió Alejandro, atacándolas en el invierno, cuando creían que su tierra era inaccesible debido a la
nieve. También fundó ciudades en estas tierras, para que sus habitantes pudieran abandonar el

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nomadismo, convertirse en agricultores y labrar la tierra, y adquirieran bienes, de manera que se
abstuvieran de salir en partidas a robar a los demás.

Partiendo de allí, la fota rodeó la costa de la tierra de los susios. Nearco dice que a partir de este punto
ya no puede dar un relato detallado, a excepción de anotar los fondeaderos y la duración de cada tramo
del viaje. Y es que gran parte de esta costa está llena de bancos de arena y fuertes rompientes que se
adelantan un largo trecho mar adentro; es un litoral donde es trabajoso hallar dónde echar las áncoras.
Por ello es que navegaban mayormente en altamar. Habían partido desde la desembocadura del río que
marca la frontera de Persia, donde habían asentado su campamento, llevándose de allí un suministro de
agua para cinco días, porque, según afirmaron los timoneles, más adelante no había agua.

CAPÍTULO XLI

Llegada al Éufrates.

Después de haber recorrido quinientos estadios, se detuvieron en la boca de un lago, de nombre


Cataderbis, que estaba lleno de peces, y tenía cerca de la entrada un islote llamado Margastana. De ahí
zarparon al amanecer, navegando cada barco en fila única para pasar entre los estrechos, donde los
bajíos estaban señalados con estacas clavadas en tramo en tramo, del mismo modo que en el istmo
entre la isla de Leucadia y Acarnania han sido colocadas señales para guiar a los marineros, de manera
que sus naves no acaben encallando en los bajíos. Los de Leucadia son arenosos, lo cual facilita que los
barcos que han encallado sean retirados rápidamente y foten de nuevo, pero aquí el fango a ambos
lados del canal es denso y pegajoso; así que era imposible que los navíos encallados fueran
desatascados de forma segura por medio de algún artefacto mecánico. Porque las pértigas no servían
para nada, se hundían en el fango, y los hombres no podían saltar para empujar las naves fuera del
canal, ya que también se hundían en el fango hasta el pecho. Tuvieron que navegar laboriosamente una
distancia de seiscientos estadios en una sola fila, y echaron anclas y se acordaron de sus cenas.

Durante la noche y todo el día siguiente hasta que anocheció, siguieron navegando a través de aquellos
bajíos. Recorrieron novecientos estadios en total, y anclaron en la desembocadura del Éufrates, junto a
una aldea en Babilonia a la que llaman Diridotis, adonde los comerciantes traen el incienso desde el país
al otro lado del golfo, y todas las otras especias que produce la tierra de los arabitas. Desde la boca del
Éufrates hasta Babilonia, la longitud del viaje es de tres mil trescientos estadios, según escribe Nearco.

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CAPÍTULO XLII

Fin de la expedición de Nearco.

Aquí les trajeron la nueva de que Alejandro estaba de camino a Susa. Zarparon de nuevo desde aquel
lugar, navegando por el río Pasitigris para ir a su encuentro. Navegaron manteniendo la tierra de Susiana
a mano izquierda, y pasaron por el lago en el cual el río Tigris descarga sus aguas. Este río baja desde
Armenia, pasando por la ciudad de Nínive, antaño grande y próspera, y delimita el país que se
encuentra entre él y el río Éufrates, que por esta razón se llama Mesopotamia. Desde el lago hasta el
río, la distancia es de seiscientos estadios; aquí estaba situado un pueblo de Susiana que se llama Aginis ,
a quinientos estadios de la ciudad de Susa. La longitud del viaje a lo largo de la costa de Susiana hasta la
desembocadura del río Pasitigris es de dos mil estadios.

Desde allí navegaron por el Pasitigris, atravesando un país habitado y próspero. Habiendo recorrido
ciento cincuenta estadios, echaron anclas allí, a la espera del regreso de los hombres a quienes había
enviado Nearco para conocer el paradero del rey. El navarca ofreció sacrificios a los dioses protectores,
ordenó juegos atléticos, y toda la fota se entregó a la celebración. Cuando le informaron que Alejandro
se acercaba, volvieron a navegar por el río, y amarraron los barcos junto al puente de pontones por el
cual Alejandro haría cruzar a su ejército de camino a Susa. Aquí se encontraron ambos, y Alejandro
ofreció sacrificios por la llegada a salvo de las naves y sus tripulantes, y no faltaron tampoco los juegos.
Cada vez que Nearco aparecía, el ejército le lanzaba fores y guirnaldas. También en esta ocasión
Alejandro honró a Nearco y Leonato con coronas de oro, al primero por haber salvado a la fota, y al
segundo por la victoria contra los oritas y los bárbaros vecinos.

De este modo es como el ejército de Alejandro que partió desde la boca del Indo llegó seguro a su
destino.

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CAPITULO XLIII

Exploración de Arabia.

La tierra situada a la derecha del Mar Rojo, más allá de Babilonia, es la Arabia magna, y de ésta una
parte pertenece al mar de Fenicia y la Siria Palestina, y en la parte del occidente, hasta el Mar Interior,
los egipcios limitan con Arabia. El golfo que corre desde el Océano Índico hasta Egipto deja en claro que,
por razón de su unión con las aguas del Océano, es posible que desde Babilonia se pueda circunnavegar
hasta el golfo que se extiende hacia Egipto. Pero nadie ha hecho jamás este viaje debido al calor y la
desolación de aquellas costas, a menos que hayan pasado por allí navegando en altamar . Los hombres
del ejército de Cambises que llegaron seguros desde Egipto a Susa, y los hombres que mandó Ptolomeo,
hijo de Lago, a Seleuco Nicátor en Babilonia, pasaron por cierto istmo de Arabia, y viajaron durante ocho
días por un territorio desértico y sin agua. Sin embargo, ellos viajaron a toda velocidad a lomos de
camello, transportando agua para ellos mismos en los camellos y marchando durante la noche, porque
durante el día no se puede permanecer a cielo abierto debido al calor del sol.

Es imposible que la región más allá de este istmo que hemos mencionado, y que se extiende desde el
Golfo Arábigo hasta el Mar Rojo, sea habitable, al igual que pueda serlo aquella situada más al norte y
que es desértica y arenosa. Algunos hombres han partido desde el Golfo Arábigo cerca a Egipto para
circunnavegar la Arabia magna y llegar por mar lo más cerca de Susa y Persia; pero habiendo navegado
la mayor distancia a lo largo de la costa de Arabia que permita el suministro de agua a bordo de los
barcos, se dieron la vuelta. Y los hombres que Alejandro envió desde Babilonia para navegar hasta
donde fuera posible por el lado derecho del Mar Rojo, y para explorar cómo eran esos lugares,
encontraron algunas islas en su ruta, y es posible que hicieran escala en algún lugar en la península de
Arabia. Mas no hubo nadie que se atreviera a rodearla, o poner proa hacia la parte situada allende aquel
promontorio que Nearco dice que vieron enfrente de Carmania.

Yo creo que si esos mares fueran navegables y si esos países se pudieran atravesar a pie, Alejandro
habría sido quien demostrara que los primeros eran navegables y los segundos transitables, por su
afición por la búsqueda de nuevos conocimientos. Por otra parte, Hannón el libio partió desde Cartago y
salió a través de las Columnas de Heracles hacia el Océano, y manteniendo la tierra de Libia a su
izquierda, prosiguió su viaje hacia el este durante treinta y cinco días. Y cuando puso rumbo al sur se
encontró con muchas dificultades, falta de agua, el calor abrasador del sol, y ríos de fuego que se
lanzaban al Océano. Pero Cirene en Libia, a pesar estar situada en una región desierta, está cubierta de
hierba, es fértil y bien irrigada, posee arboledas y prados, es fecunda en frutos de toda clase, y se crían

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rebaños y manadas hasta allí donde crece el silfio. Más allá de los cultivos de silfio, la tierra es desierta y
arenosa.

Y aquí termina este libro, que he escrito por razón de su relación con Alejandro de Macedonia, hijo de
Filipo.

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