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1999
1968
En exclusiva para nuestros lectores, ofrecemos aquí un adelanto del nuevo libro del Nobel
de Literatura 1999. Antes de recibir ese reconocimiento en Estocolmo, en diciembre,
Günter Grass tendrá en sus manos otro galardón, el Príncipe de Asturias, que le será
entregado el 22 de octubre en Madrid, donde presentará su novela Mi siglo, constituida
por cien capítulos referidos a esta centuria que termina y en cuyos relatos, por cada uno,
construye un personaje diferente. El libro es aún inédito en español,
empezará a circular en España en breve y en México a partir de la segunda semana de
octubre. Con
autorización de Editorial Alfaguara, publicamos uno de esos capítulos, referido a un año
crucial
Günter Grass
El seminario parecía haber recuperado la calma, pero yo seguía inquieto. Apenas había
logrado, gracias a una autoridad cautamente transmitida, interpretar aquel poema de la
cabaña como eco tardío de la muerte. Me sentí de nuevo insistentemente puesto en tela de
juicio: ¿qué fue lo que, inmediatamente después de la Pascua del año siguiente, te expulsó
de Friburgo? ¿Qué viraje hizo que tú, que hasta entonces habías escuchado el silencio entre
las palabras y te habías dejado arrastrar a lo sublimemente fragmentario, al paulatino
enmudecimiento de Hölderlin, te convirtieras en un sesentayochista radical?
Sin duda, si no fue, tardíamente, el asesinato del estudiante Benno Ohnesorg, con toda
seguridad fue el atentado contra Rudi Dutschke lo que, al menos verbalmente, te convirtió
en revolucionario, haciéndote renunciar a la jerga de la autenticidad y comenzar a discurrir
en otra jerga, la de la dialéctica. Algo así me dije, aunque no estaba seguro de las razones
profundas de mi cambio de lenguaje, y traté, mientras mi seminario de los miércoles se
entretenía sólo, de calmar aquel tumulto súbito de mis errores.
En cualquier caso de momento rompí, en Francfort con la germanística y, como para
demostrar mi nuevo viraje, me matriculé en sociología. De forma que escuché a Habermas
y Adorno, al que yo, muy pronto, como miembro de la Federación de Estudiantes
Alemanes Socialistas apenas dejábamos hablar, ya que para nosotros era una autoridad
discutible. Y como, por todas partes y en Francfort de forma especialmente vehemente, los
estudiantes se rebelaban contra sus maestros, se llegó a ocupar la universidad, que, sin
embargo, cuando Adorno, el gran Adorno, se vio obligado a llamar a la policía, pronto fue
despejada. Uno de nuestros oradores más dotados, cuya elocuencia cautivó incluso al
Maestro de la Negación, concretamente Hans Jürgen Krahl, quien por cierto pocos años
antes había pertenecido a la Federación Fascista de Ludendorff y luego a la reaccionaria
Unión Juvenil, y ahora, después de un viaje absoluto, se consideraba sucesor director de
Dutschke y autoridad contra el poder, ese Krahl fue detenido, pero unos días más tarde
estaba otra vez en libertad y actuando enseguida, ya fuera contra las leyes de emergencia o
contra su maestro, sumamente respetado a pesar de todo. Por ejemplo, el último día de la
Feria del Libro, 23 de septiembre, cuando una mesa redonda en la Casa Gallus, en la que en
el noventa y cinco había concluido el primer proceso de Auschwitz, una mesa redonda de la
que en definitiva fue Adorno la víctima, amenazó naufragar en turbulencias.
¡Qué época más apasionada! Suspendido en mi seminario en calma chicha e irritado sólo
por las preguntas provocadoras de una jovencita especialmente obstinada, traté de saltarme
la huida de aquellos treinta años ya vividos e involucrarme en un debate que se convirtió en
tribunal. ¡Qué placer hacer uso de la palabra violenta! También, entre la multitud, yo
interrumpía, encontraba palabras desgarradoras, creía tener que superar el celo de Krahl,
me dedicaba con él y con otros a desnudar por completo, lo que conseguimos, al maestro de
la dialéctica que, con su cabeza esférica, todo lo descomponía en contradicciones y que
ahora, perplejo y desconcertado, guardaba silencio. A los pies del catedrático se sentaban,
muy apiñadas, unas estudiantes que, poco antes, habían desnudado ante él sus pechos,
obligándolo a interrumpir su clase. Ahora querían verlo desnudo a él, el sensible. El, terso y
rechoncho, que vestía de forma cuidada y burguesa, debía ser, por decirlo así, despojado de
sus envolturas. Más delicado aún: tenía que desechar, prenda a prenda, la teoría que lo
protegía y tal como Krahl y otros demandaban permitir la utilización de su autoridad
recién despedazada, en su estado pobremente remendado, al servicio de la revolución.
Decían que tenía que ser útil. Lo necesitaban aún. Pronto, en la marcha desde todas partes
sobre Bonn. Frente a la clase dominante, se veían obligados a sacar provecho de su
autoridad. Sin embargo, en principio, había que eliminarlo.
Eso último lo grité yo sin duda. ¿O quién o qué lo gritó por mi boca? ¿Qué fue lo que me
hizo gritar a favor de la violencia? En cuanto volvieron a resurgir los rostros de mis
estudiantes que, en el seminario actual sobre Celan, se ganaban sus calificaciones con celo
moderado, dudé de mi radicalismo de entonces. Quizá sólo queríamos, quería gastar una
broma. O estaba confuso y había entendido mal alguna frase demasiado sutil, como la de la
tolerancia represiva, lo mismo que en otro tiempo había interpretado mal el veredicto del
Maestro contra todo olvido del ser.
A Krahl, considerado el discípulo más dotado de Adorno, le gustaba tender el lazo final en
amplios círculos, y agudizar al máximo los conceptos que un momento antes todavía eran
romos. Desde luego, se podían escuchar también voces en contra. Por ejemplo la de
Habermas, que, sin embargo, desde el congreso de Hannover, con su advertencia siempre
latente sobre el amenazante fascismo de izquierdas, se había hundido para nosotros. O
aquel escritor bigotudo que se había vendido al EsPeDe y ahora creía poder reprocharnos.
La sala rugió. Y tengo que admitir que yo también rugí. Sin embargo, ¿qué me movió a
dejar antes de tiempo aquella sala abarrotada? ¿Fue falta de radicalismo? ¿Acaso no podía
soportar ya la vista de Krahl que, como era tuerto, llevaba siempre gafas de sol? ¿O bien
evité la imagen dolorosa que ofrecía el humillado Adorno?
Cerca de la salida de la sala, donde seguía habiendo un público muy apretado, un señor de
edad y, evidentemente, visitante de la Feria del Libro, me habló con ligero acento:
Qué tonterías ha dicho usted. En mi país, en Praga, desde hace un mes hay tanques
soviéticos por todas partes, y ustedes desbarran aquí sobre el proceso de aprendizaje
colectivo del pueblo. Vengan rápidamente a la hermosa Bohemia. Allí podrá ver qué es
poder y qué es impotencia. No sabéis nada, pero os las dais de sabihondos...
Ah sí dije de pronto por encima de mis estudiantes, que, asustados, levantaron la vista de
su interpretación textual de los dos poemas, a finales del verano del sesenta y ocho sucedió
también otra cosa. Checoslovaquia fue ocupada y en la ocupación participaron soldados
alemanes. Y apenas un año más tarde Adorno murió: fallo cardíaco, dijeron. Por lo demás,
Krahl se mató en febrero de 1970 en un accidente de tránsito. Y en París, en ese mismo
año, sin haber recibido de Heidegger la palabra que había esperado, Paul Celan tiró al agua
desde un puente lo que le quedaba de vida. No sabemos el día exacto...
Luego mi seminario de los miércoles se dispersó. Sólo la estudiante consabida siguió
sentada. Como, al parecer, no tenía más preguntas, yo también me quedé callado. Sin duda,
le bastaba con estar un rato conmigo a solas. De modo que guardamos silencio. Unicamente
cuando se fue le quedaban todavía dos frases:
Me voy dijo. De todas formas, de usted no se puede esperar ya nada. (Más información
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