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René Avilés Fabila: mi maestro, mi amigo

César Romero Gabriell


Para Iris y Rosario

Todavía no logro recordar cuándo conocí a René Avilés Fabila; o mejor, recuerdo
las muchas veces que lo conocí.
Cuando yo era apenas un adolescente cargado de preguntas, conocí al René
escritor, cuentista y novelista. Supe que era parte de un “movimiento” bautizado por
Margo Glantz como la literatura de la Onda (por cierto que René detestaba ese
epíteto por inexacto y tendencioso, y pensar que sólo Parménides García Saldaña
se quedó en esa otra onda). El primero de ese grupo con el que tuve contacto fue
José Agustín y su Tragicomedia, y tardé poco en descubrir El Gran Solitario de
Palacio, que después me llevó a Los Juegos, a Tantadel y a La canción de Odette,
para pasar ineludiblemente por Memorias de un comunista y Réquiem por un
suicida. En fin, me introduje en un viaje del que nunca saldría y que en ese momento
desconocía por completo.
Me sorprendió la claridad y el uso del leguaje. ¿Acaso era cierto eso que
decían los “grandes” de que estaban influenciados por los beatniks? No me lo
parecía. Éstos eran profundamente mexicanos, no al estilo de Rulfo que plasmaba
la vida rural, y mexicana, de manera universal; ni como Fuentes que escribió una
obra fundamental de transición hacia la literatura urbana. La escritura de René no
podía clasificarse así. Era mexicana, sí, pero de un México distinto, igual de
oprimido y lleno de desigualdades que antes, un país colmado de posibilidades y de
esperanzas, aunque ya no campesino sino citadino. Creo que eso me gustó y es
quizá por lo que siempre admiré su trabajo literario.
Luego llegué a la educación superior y vaya que la ignorancia es astuta
porque, sin saberlo, decidí estudiar en la Universidad en la que daba clases el
famoso René. Ahí lo volví a conocer, conocí al René profesor.
En honor a la verdad debo decir que nunca me dio clases, pero lo escuché
en una cantidad considerable de conferencias y charlas que daba para la

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licenciatura, en especial para aquellos a quienes nos interesaba el periodismo,
sobre todo el cultural. Escucharlo hablar era un deleite, no sólo porque era un tipo
muy ameno y sus anécdotas eran graciosísimas, sino que enseñaba literatura y
periodismo al mismo tiempo, todo mezclado. En un mismo turno hablaba de política
y de su pasado en el comunismo para luego regresar a hablar de cultura y de su
maestro Arreola. Siempre decía algún chiste irónico sobre las autoridades
universitarias o sobre el presidente en turno y concluía con una diatriba sobre el
periodismo y la ética del escritor. Siempre hablaba de él, pero siempre se aprendía.
Fue así que también conocí al René periodista, al que había sido director del
suplemento cultural El Búho, al fundador del Unomásuno, al editorialista del
Excélsior, al colaborador de Siempre!, de Revista de Revistas, de la Revista de
Bellas Artes, de México en la Cultura, de la Revista de la Universidad y de Casa del
Tiempo. Al asistir a sus charlas y conferencias entendí que René no era sólo un
periodista, sino un promotor cultural y que se valía de los medios de los que disponía
para difundir la cultura y para darle oportunidad a muchos jóvenes de publicar y de
empezar sus carreras.
Después supe que René había ocupado varios cargos públicos, siempre a
favor de la difusión cultural. Que había trabajado en el Fondo de Cultura Económica,
que había sido Director General de Difusión Cultural de la UNAM y Director del
Centro de Escritores "Juan José Arreola" de la Casa Lamm. Además, en ese
momento, era el Coordinador de Extensión Universitaria de la UAM Xochimilco (sin
pensar que, años después, allí regresaría y que allí se quedaría). Así conocí al René
promotor.
Luego, debido a mi cercanía con su hermana Iris, conocí a otro René, a uno
más personal. Lo conocí como esposo y como hermano, pero también como un
amigo generoso. El día que le entregaron la Medalla Bellas Artes, tuve el honor de
ser invitado a festejar en el Sanborn’s de los Azulejos. Ahí le conté una confidencia:
que lo admiraba mucho y que quería ser como él, que me gustaría escribir. Su
respuesta fue rápida y contundente: “No seas pendejo, ¡escribe!”. Después habló
largamente de todo lo que podría hacer, de publicarme o de escribir un prólogo o lo
que sea. Me sorprendió su entusiasmo, era como si un Gulliver le tendiera la mano

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a uno de esos pequeñitos seres que lo rodean. Su generosidad no conocía límites
y, por eso René, todavía tengo una deuda contigo.
Al final, tuve la dicha de conocer muchas veces a René, pero no en el sentido
de campo-habitus bourdiano, sino en el de la satisfacción de convivir con un ser
polifacético y fascinante, generoso y divertido. Conocí a un gran escritor, periodista
y promotor cultural. Pero, principalmente, tengo la enorme fortuna de decir que René
no fue mi profesor sino mi maestro, pero sobre todo, mi amigo.

Enero 2017

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