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INKA PAREI LA LUCHADORA DE SOMBRAS TRADUCCION DE RICHARD GROSS Y¥ MARIA ESPERANZA ROMERO BARCELONA 2002 | ACANTILADO su bloc. Tiene un boligrafo plateado detras de la oreja, el de la punta de rosca que llevaba el dia que pisé por primera vez su establecimiento Eso sucedié en enero. Sucedié en el enero del tercer invierno que pasé aqui, el mas duro de cuantos recuerdo. La ciudad entera yacia atenazada bajo el frio. Por todas partes habia rastros de la nieve, en las estacas de las cer cas, en las copas de los arboles y en las bocas de las alcantarillas. Igual que hoy, sélo que no se derretia sino que parecia estar congelandose para dar testi monio ante la eternidad, porque las temperaturas habian bajado demasiado como para que se produ jeran més precipitaciones. ‘A pesar de que han aparecido las primeras grie- tas en las paredes, en el bloue frontal del néimero catorce de la Lehniner Strasse atin resiste, aquel ao, un nécleo duto de vecinos, cada uno de los cuales permanece en el edificio por un motivo dife- rente Ena tercera planta, dos artistas de varietés ho- mosexuales conviven con una boa constrictor de cuatro metros de longitud y piel moteada de blanco ymarron. Desde mi piso alcanzo a ver suhabitacién posterior, transformada en una especie de terrario, sin duda himedo y caluroso, lo que contribuye al 8 deterioro de la estructura del edificio. A menudo los oigo discutir largamente sobre las dispendiosas tareas domésticas que exige el mantenimiento de su zoolégico. Por la noche veo los anillos incandes- centes de su estufa universal, que tiene que ser ali- mentada durante las veinticuatro horas del dia. También tienen arafias avicularias, un papagayo y un dogo negro de hocico inofensivo. El animal los sigue como una sombra bovina cuando bajan las es- caleras con la cesta de la serpiente para ditigirse, Ios lunes y los jueves, al Friedrichstadtpalast. Enfrente de ellos vive una monja, integrante de una secta india; est4 de realquilada en el piso de uno de sus corteligionarios que se ha marchado al sud- este asidtico. Cuando a primera hora de la mafiana cruza el patio con la cabeza crguida, su habito color naranja resplandece como una llama viva en medio de las tonalidades grises y marrones de un patrimo- nio urbano en franca decadencia. De vez en cuando chatlamos en inglés. Me entero de que es judia de origen argentino, Entre risitas me habla de las man- chas que ha encontrado olfateando el suelo debajo de la alfombra del pasillo; se trata de la silueta del peniiltimo inquilino, un suicida, cuyo veneno cada- vérico se comié el barniz protector de la madera. Eltetceto de los pisos todavia habitados se halla en el entresuelo del ala derecha, y es el cuattel ge- neral de un grupo de alcohélicos, la mayoria de los 44 cuales se han quedado sin hogar. Algunos tienen ave; otros, cuando llegan de noche, pegan botella- zos contra la puerta hasta que alguien despierta de su suefio etilico y les abre. Se ve que les han corta- do el gas y la clectricidad, pues usan antorchas para moverse en el piso. Los inquilinos propiamente di- chos son un sajén barbudo y su compafiera de nariz puntiaguda y ojos abotargados, aquejada de un fuer- te temblor en una mitad del cuerpo. Tienen una cria- cura de unos seis aiios de edad, también de nariz pun- riaguda. Afortunadamente, sélo ha de venir los fines de semana, Bajo su gorro de fibras sintéticas y colo- res estridentes, su rostro parece siempre muy palido. Camina con pasitos mecénicos y discretos entre la pa- reja de adultos, de andar puerilmente tambaleante. Dunkel es la vecina a la que menos conozco. Nos saludamos todos los dias con un silencioso movi- miento de cabeza. De cuando en cuando nuestras ca- fierfas se congelan, entonces los pisos superiores no reciben més que un hilillo de trocitos de herrumbre. Esos dias sin agua, ella espera a menudo el tintineo de mis llaves para seguirme escaleras abajo, a hurtadillas, armada de botellas de pléstico, y dejando un tramo de escalera por medio. Cuando llega a la planta baja y ve ue estoy en la escalera del sétano, se apresura a des- cender los tltimos peldafios y, recobrando el aliento, se coloca detrs de mi mientras llamo a la puerta. Siempre esperamos en vano a que la vecina acu- 45 da a abrir. Aprieto la manija y entramos en el piso. La luz del patio, filtrada por las claraboyas, cae mor- tecina sobre la desolada tosquedad de unos muebles de los afios treinta. En las paredes empapeladas al estilo de la postguerra se aprecian manchas de moho. La inquilina est tumbada sobre el sofa, y nos hace sefias de pasar a la cocina. A veces cucharea la comi da preparada que le suministra a diatio un servicio ambulante, 0 revuelve, con las gafas de su difunto ma- tido enganchadas sobre la nariz, un rimero de revis- tas cuyas portadas lucen los rosttos de la alta noble- za europea. A su alrededor reina el caos, producto del abandono: maletas de cartén con certaduras re- ventadas, rebosantes de telas raidas; vasos enturbia- dos pot el polvo puestos sobre el tapete de encaje de un baiil similar a un féretro; montafias de enseres in- servibles y de papel usado. Mientras colocamos nues- tos recipientes en un lavamanos mugriento y abri- mos el grifo hasta el tope miro de vez en cuando el rostro de mi vecina, y reconozco en él la sensacién de repugnancia que me embarga. Es el mismo invierno en que comienzo a alimen- tarme a base de copos de avena, mantequilla de ca- cahuete y un preparado vitaminico; el mismo en que empiezo a beber agua caliente ya aprender a zurcirme la ropa. Mis ahorros estan pricticamente agotados. ‘A menudo me siento en un banco de la zona ver- de de enfrente, muy impropiamente llamada par- 46 que. Miro fijamente y con asco los costados temblo- 10808 de los perros, cuyos amos no paran de hacerlos correr en citculo tirandoles palos y pelotas babo- sas, Ateridos de frio y demasiado perezosos para correr junto a sus chuchos, los amos, que Ilevan co- rreas de nudo corredizo colgadas al cuello, apenas dan un paso. Mis dias transcurren de modo uniforme. Dos horas de entrenamiento por la mafiana, en ayunas. Luego, un desayuno prolongado y una siesta, indu- cida por la embriaguez del esfuerzo realizado. En las tardes, pascos sin rumbo por el barrio 0 camina- ta del Hackescher Markt a la biblioteca municipal, pasando por la Alexanderplatz, donde tienen pe- riédicos gratuites ¢ infusiones de limén baratas y con sabor a maquina expendedora. Cuando me sobreviene el impulso de huir de la ciudad, me meto en el tiinel anaranjado de paredes desconchadas, de donde salen los trenes en direc- cién norte. Subo siempre al tiltimo vagén y me sien- toal lado dela ventana. Mientras el tren entra en las, estaciones busco con el rabillo del ojo el pafio azul del uniforme de los revisores. El final del trayecto es Wittenau, Desde alli voy andando hasta el pe- quefio pueblo de Liibars, En tiempos del muro, esta aldea hacia las veces de escenario campestre para Jos que entonces éramos nifios. Ahora sélo hay si- Iencio. Algunos pastos para el ganado, una sinica a7 calle adoquinada y ribeteada de casas, la iglesia del pueblo, vatias granjas. A veces mi memoria da un salto a los primeros afios setenta y veo a la nifia de cuatro afios cogida de la mano de su padre que Ile- va una bolsa con trozos de manzana a la dehesa de los caballos. Camino y camino, por praderas de hier- ba alta y riachuelos helados, hacia el Tegeler Fliess. Mientras siga dando un paso tras otro podré con- vencerme de estar haciendo algo de provecho. ‘Al atardecer, tomo el tren de cercanias para re- gresar a la ciudad, y me dedico a endurecer las pun- tas de mis dedos. Siguiendo las instrucciones de ‘Wang las clavo cientos de veces en un cubo que el primer afio lleno de arroz, luego en un cubo de are- na y més tarde en uno con virutas metalicas. Des- pués ccno, meto mas briquetas en la estufa, y caigo en un suefio sin suefios. La mafiana en que Ilevo uno de mis iltimos billetes, de veinte marcos al nuevo café del Weinbergsweg es una mafiana gélida y empafiada por el gris de la contaminacién atmosférica. ‘Antes habia aqui una zapaterfa. Un negocio mo- ribundo desde hacia afios, frente al que solia pasar cada dia sin que jamds viera entrar o salir a nadie Tras un celofan color naranja que protegia el esca- parate del sol, estaban siempre el mismo par de za- 48 patos de cordones y empeine abultado, los mismos zapatos de tacén con revestimiento de plastico y las, mismas botas de nifio de charol negro. La inscrip- cién anticuada sobre la puerta, una serie de carac- teres sucios de trazo redondo ¢ infantil, no ha sido climinada, y parece que ha dado nombre al local que alberga. ‘Acestas horas del dia cl establecimiento ya esté bastante concurrido. Clientes con aire de profesio- nales autGnomos sofisticadamente modernos, inquie- tos y sobresaturados, permanecen ante los restos de sus desayunos que riegan con champan. Tres opera- rios se vierten unos a otros aguardiente en el café Una anciana echa trocitos de pan blanco en su coci- do de carne de cerdo y alubias. Y el nuevo dueiio, desbordado por la aflucncia de piiblico, va zumban- do de mesa en mesa, con la frente sudorosa. Me dirijo a una mesa esquinada y, de paso, saco un periddico de un revistero de cuero sujeto a la pa- red. Bregando con verdaderas sibanas de papel cru- jiente aguardo a que me traigan el pedido. No es de extrafiar que haya tanta actividad en este sitio, Es obvio que la gente se aficione a un lo- cal donde la comida parece ser buena y barata, don- de mesas y sillas recién impregnadas de aceite son- rien relucientes al comensal que franquea la puerta, y donde la luz, tenue sin ser opaca, fluye a lo largo de las paredes surgiendo no de tubos de neén sino 49 de abanicos de papel con engaste metélico; ademés se trata del anico establecimiento de su género que existe en toda la manzana, en medio de restaurantes de comida répida, covachuelas de chaflén rancia- mente berlinesas y bares al estilo oriental que de- rrochan el encanto del bambi en lata. De repente, se abre la puerta y rebota contra el tope de goma anclado en las tablas del suelo que esta destinado a proteger el cristal de las varas pun- tiagudas de un perchero de enrevesadas formas co- lor cromo y latén. La hoja de la puerta no vuelve a encajar en el marco porque alguien la detiene. Una réfaga de aire frio penetra en el local rozando mis pies. Alzo la vista por encima del borde del periédico, y distingo dos tipos que se han quedado de pie en la entrada. Perniabiertos ¢ impasibles, pasean la mirada sobre la concutrencia; cierran la puerta de un taconazo tan pronto como establecen contacto visual con el duefo, que empalidece instanténeamente, mas de lo que hubiera podido imaginarme. El hombre suelta en el mostrador una bandeja de vasos sucios que se disponia a llevar a la cocina. Los tipos arrastran sus pies embotados en direc- cién a la barra. El mas alto de los dos, un rubio de unos cuarenta afios de edad y trasero inflado por la billetera en el lado derecho, camina como si tuviera que empujar sus piernas, enfundadas en unos vaque- 50 10s lavados al dcido y zapatillas de deporte con len- giieta larga y cordones sin atar (como suelen llevar- Jas ahora los adolescentes). Su chaqueta esté forrada de piel sintética y esconde en los pufios el mango de plistico de una navaja Taiwan de apertura automa tica. Su compafiero es un poco mas bajo y mas 4 Tiene unos biceps prominentes y patillas floridas que Je llegan hasta una barbilla recubierta de cafiones y de restos de granos cercenados; lleva una chaqueta de flecos de piel de cuyo bolsillo de solapa asoma un peine casposo. El juego de sus miisculos faciales hace suponer la presencia de un chicle en la region molar posterior; el color del cutis apunta a una he- patitis o a un par de golpes recibidos a la altura del higado. Tl patilludo, sin embargo, sélo aparenta una buc- na prepataci6n fisica. La practica del culturismo y Ia ingesta de pastillas en un gimnasio cualquiera no Jo convierten a uno en luchador. ¢¥ el rubio? Su an- dar marcial es tan rigido que calculo que debe de te- net una lesién discal. Tampoco esta dicho que sepa realmente manejar sus armas. El sudor en la cara del duefio se ha secado. Es- pera inmovil detras de la barra hasta que los tipos se detienen frente a él. La espuma de las jarras de cerveza se va desinflando bajo el grifo, la superficie de una taza de chocolate caliente se cuaja formando una piel temblorosa. El duefio saca las manos del sm seno del fregadero; con un movimiento casi imper- ceptible de la cabeza les hace sefias de pasar a la co- cina, y los sigue sin secarse las manos, Desde mi me- sa, a través del resquicio de la puerta, sélo alcanzo aver partes del cuerpo del rubio, que se ha sentado con las piernas abiertas sobre la tapa basculante de un cubo de basura y soba su pufio americano, La puerta vuelve a abrirse de par en par, yel que entra en tromba es un nifio. El hijo del duefio, no cabe duda. Los mismos rizos oscuros, el alargado hueso de la nariz, y la piel blanca como el pergami- no, Es un chiquillo alegre de unos cinco afios, vestido con traje de nieve azul, que arrastra un trineo moja- do zarandedndolo ruidosamente. Se despide de un chavalin de su edad, que corre de vuelta al parque, mientras la madre se queda fuera para charlar con el vecino florista. El pequefio pasa corriendo al lado de mi mesa, dejando un rastro negro de nieve em- barrada, Empuja la puerta de le cocina, El trineo la mantiene abierta y ensancha por un instante el res- quicio a través del cual veo a la criatura precipitar- se al encuentro de su padre, que levanta los brazos, atemorizado. Luego sélo veo los dedos regordetes del rubio que alza al nifio en volandas y lo sienta sobre sus ro- dillas; pero el nifio se resiste, resbala del regazo, y corre hacia el padre. Las zapatillas de deporte con Ja lengtieta afuera pegan una patada al trineo, el 52 muelle de la puerta devuelve la hoja a su lugar y me quita la visién, Miro fijamente hacia la puerta figu- randome que la mano del rubio coge de nuevo al nifio por el cogote, hasta que la imagen se convierte en el final de un tinel del que tengo que salir lo an- tes posible. Me levanto. Sélo hay un paso hasta la barra con la bandeja de Mirca. Pongo los vasos sucios en el fregadero, y me quedo parada. Mientras respiro presionando el aire contra el diafragma observo cémo la cerveza gotea de un grifo averiado sobre la rejilla en forma de copos blancos que se desintegran en chorrillos de fina espuma y desaparecen, poco a poco, por los otificios del sumidero. Lo que queda es una sensa- cién de vacio y de concentracién. Giro en redondo y me vuelvo hacia la cocina. La puerta esta revestida de formica: un pléstico color granito salpicado de una miriada de puntos rojiver- des que evoca una superficie de piedras rugosas. Mientras la empujo con la mano derecha, una del- ada estela de olor a cocina penetra en el comedor arrastrada por la cotriente de aire; mi olfato la per- cibe en todos sus matices, la descompone en verdura, reposteria, came, especias, productos de limpieza. Ahora veo los azulejos, adheridos a la pared lateral, aizquierda y derecha de un extractor acampanado; son de color gris claro mate con vetas gris oscuro. 3 El rubio sigue sentado sobre el cubo. Veo la raya de su pelo, una linea de cuero cabelludo irregular, rigzagueante, que antes de caer hacia el occipucio desemboca en un remolino de puntas abiertas; veo también su ancha frente sembrada de espinillas, y la nariz cuya punta surcada por una telarafia de mi- niisculas venas rojas y azules delata alcoholismo. Antes de que el hombre pueda adoptar un gesto de respuesta a mi aparicién le clavo el borde de la ban- deja en el cuello. El canto de madera impacta en su nuez. El tipo lanza un sonido similar al que produ- ce la madera seca cuando se rompe, y se derrumba sobre el cubo de basura. Yo no esperaba una defen- sa tan débil; ni tampoco conocia la sensacién de asco que le embarga a uno cuando ejerce fuerza so- bre un cuerpo que no opone resistencia. Su compinche reacciona més répidamente de lo que hubiera pensado. Advierto el fulgor de un obje- t0 arrojadizo a la altura de mi cabeza. Lo esquivo. La hoja se hunde en un jamén colgado por encima de una serie de pilas con albéndigas y verduras al baiio Marfa. Pego una patada semicircular al hoyuelo bajo Ja nuez del que ha lanzado la navaja. El tipo cae de espaldas, sobre un montén de brécoles sucios, entre el exprimidor y la cocina, pero ya mete la mano en el bolsillo de su chaqueta. Rapidamente remato la fae- nna con el otro pic, completando el giro y clavandole el dedo indice hasta la falangina en el plexo solar. 34 Estertores. Me doy la vuelta y echo un vistazo @ la cara del rubio que ha adoptado una coloracién extrafa, Est tumbado en el suelo y respira afano- samente. Saco la navaja del jamén para sumergirla en el bafio Marfa, Luego me inclino sobre el rubio y le abro la traquea, practicandole un corte de tres centime- tros de longitud por debajo de la laringe. Me dirijo al duefio, que sigue abrazando a su hijo. Tiene el boligrafo plateado detrés de la oreja. Se lo quito, lo desenrosco, retiro la mina y el cabezal, introduzco brevemente la parte delantera en el agua caliente, y vuelvo a inclinarme hacia el rubio para insertarle la punta del tubito en la incisién, El miedo de que se me muera dura cinco segundos. Luego, por fin, as- pira y resuclla, aspira y vuelve a resollar. Respira por el canutillo palpitante que le he metido en el cuello. Sélo entonces me fijo en mis manos; las giro. ‘También mis pies me resultan ajenos, con sus plan- tas capaces de ensancharse para dar una patada y sus bordes callosos que aprietan sobre la costura de los zapatos. El duefio se acerca de un salto, me aga- ra por los hombros y me sienta en una silla. En ese instante el nifio empieza a gritar. Todo el tiempo ha estado ahi, de pie, pélido y apretando los labios. Ahora llora a lagrima viva, se despega del pa- drg y sale corriendo y sollozando hacia el comedor. El duefio no se altera, Me mira a la cara sin de- 55 cir nada; es la mirada larga y un tanto melancélica de unos ojos marrones orlados de gruesas pestaiias. Luego posa la mano sobre mi brazo. —Gracias. Me llamo Mitca Me aparto, y me quedo miréndolo. ¢Qué quiere ese hombre? ¢Por qué me da las gracias? El rubio no para de aspirar y emitir silbidos, su compajiero gime, se gira de costado, tose, vomita sobre las baldosas. El duetio se levanta, se acerca al congelador, lo abre, ex- trac una botella de vodka; coge una taza vacia, la lle- na hasta el borde y me la pone en Ja mano El aguardiente baja en chortos abrasantes por el es6fago y se expande formando en el vientre un cé- lido temanso. El duefio recoge la navaja del suelo, limpia el mango y el filo con un delantal, y la deja en el bolsillo de la chaqueta del hombre. Luego abre tuna puerta que conduce al patio, un recinto osenro con dos plazas de parking, tapias sin vanos y una entrada cochera abierta a la calle. Agarra al rubio por los sobacos y lo saca al exte- rior arrastrandolo cautelosamente sobre el umbral; al otro lo coge por las cafias de sus botas de vaque- 0 del oeste, de color castafio y tacén alto, con pun- teras de lat6n y costuras de adorno entrecruzadas en forma de caracol. Después vuelve a entrar y se va derecho al con- gelador. Saca la botella, llena mi taza por segunda vez y me pregunta si quiero comer. 56 Ocupo de nuevo mi mesa. El periédico sigue en su lugar, y también los clientes contintian en su si- tio. Delante de mi hay un plato humeante de pasta y ensalada, repleto hasta el borde, Laanciana ha terminado su sopa. Abre con cier- ta torpeza el cierre de su bolso y extrae una cajita de pastillas. Los que estén desayunando han sacado bros, manosean las copas de champén, aplastan sus colillas en hojas de lechuga empapadas de mayonesa. Como despacio, masticando cada bocado. Mirca sale de detras de la barra y viene a mi me- sa. Quiere saber si me gusta la comida. Me dice que vuelva mafiana, y también pasado majiana, siempre que quiera. No me trae la cuenta. Ni ese dia, ni en adelante.

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