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Federico Falco La hora de los monos emecé = Buenos Ares: Emecé, 2010, ISON o7essp.0432003 4 NaretivaArgentins Talo op aaa 18 2010, Federico Falco Dovochoe anus do ain on cetaliane ‘onados pata toe &' mando 15 2010, Gnpo Caterl Panta SAIC, Pubieada tj et anlo Emeess Independence 1668, C1109 ABO, Buonos Aes, Agents Disco debits: Departamento cl Ato de Elia Planeta aden: mayo de 2010 2000 gemplres lmpote on Vorap S.A Producciones Gricas, Spur 653, Avlaned, belies de ab ca 2010. ‘Quadergurearone proba tn a autres esta deo tes 21 "Copyrant baa arenas eteSeecos enn lees epoca pari tal de ata obra po cuslqur mado o precosmano, nous ‘repos l alamo oman, MPRESO EN LA ARGENTINA / PRINTEDIN ARGENTINA ued acho el cass qu reine oy 1.728 'Senreroesooeazes Las aventuras de la serora Ema Uno: presentacién de la seftora Ema La sefiora Ema es dada a los pensamientos. Pien- sa, por ejemplo, que sin saber muy bien cémo, se ha vuelto una vieja. Mientras tanto Marilén, la chi- ca de la limpieza, saca las copas de cristal de la estanteria més alta y las repasa. Me imaginaba la vejez como una zona de mucha libertad, piensa la sefiora Ema, Mis obligaciones ya estarfan cum- plidas, seria hora de descansar. Y, sin embargo, no es asi. La vejez es sélo perderse en pasillos y vericuetos nuevos cada vez mas oscuros. La sefiora Ema tiene un talante levemente poé- tico y es usual que sus pensamientos se tifian de metéforas y comparaciones. Pero pronto lo olvida y encarga a Marilén que termine rapido con esas copas, porque también hay que limpiar el baleén. La sefiora Ema vive frente al parque, en un piso muy alto. Es viuda y madre de dos hijos a los que s6lo ve los fines de semana. Tiene un nieto, pero no se lleva para nada bien con él. La tiltima vez que vino de visita podria jurar que le robo dine- 9 Federico Falco ro. Eran cincuenta délares escondidos en una car- tuchera vieja, en el primer cajén del escritorio. Ahora ya no estan mis. En el parque, justo al frente del edificio de la sefio- ra Ema, se encuentra el Jardin Zoolégico. La se- fora Ema no fue nunca, pero a la tardecita se ins- tala en el balcén y mira los tigres de Bengala que pasean dentro de su jaula. Son dos, una pareja. Al- gtin amanecer que la encontré desvelada, la sefio- ra Ema vio al cuidador arrojar grandes trozos de carne a los tigres. ¥ vio a los tigres devorarsela. Marilén va tres veces por semana a limpiar el de- partamento. La sefiora Ema odia no hacer nadas mientras Marilén trabaja. Da algunas érdenes, controla y cuando advierte que esta comenzando a exigir de més, se busca una labor. La sefiora Ema aprovecha las tardes en que Marilén limpia su casa para acomodar las facturas de teléfono, 0 para embalar la ropa de verano y ventilar la de in- vierno, o para tirar papeles viejos, Cuando ya todo est hecho, deja a Marilén a cargo y sale a tomar el té con amigas. A Marilén le dice que se va al centro, a pagar cuentas. De tanto en tanto, la se- fiora Ema se encierra en su dormitorio a leer no- velas romdnticas. Antes le aclara a Marilén que tiene una fuerte migrafia o que volvié el humbago y que, por favor, no la moleste, 10 La hora de los imonos Dos: el enigma de los tigres El martes en que Marilén repasaba las copas de cristal, la sefiora Ema salié al bale6n a controlar el estado de los vidrios y, sin advertirlo, dirigié su mirada a la jaula de los tigres. En el cielo se mez- claban los primeros naranjas con el celeste puro dela tarde que llegaba a su fin y, en Ja jaula de los tigres, tres hombres rodeaban a la hembra esti- rada sobre el cemento. La sefiora Ema se asust6 y pens6 que estaba muerta. Una pequefia griia en- tr6 en el receptaculo de los tigres, cargé ala hem- bray se la Ilev6. La jaula quedé vacia. Al tigre no se lo veia por ninguna parte, El pesar y la angus- tia se apoderaron de la sefiora Ema. De pronto, estaba por largarse a Norar. Debfa averiguar lo su- cedido. Buscé un gran sombrero de paja, le dijo a Marilén que-tenfa que salir de urgencia y se en- caminé al zoolégico. El muchacho de la puerta ignoraba cualquier cosa sobre la salud de los tigres, asi que la sefiora Ema pag su entrada e intenté averiguarlo por sf mis- ma. Lo primero que vio junto al sendero fue una jaula cilindrica, angosta y alta. Estaba construida con barrotes de hierro y recubierta de alambre te- jido. Ningain cartel decia qué especie la habitaba y parecfa desierta. Sin embargo, recostadas en el piso, habfa dos ratitas blancas de laboratorio y una naranja partida ala mitad. Las ratitas no estaban muertas sino atontadas. Una movfa la pata, la otra hacia eses con su cola. La sefiora Ema alz6 la mi uw Federico Falco rada hacia el techo, segura de que algtin ave rapaz Ja escudrifiaba desde alli, pero no pudo distinguir ningtin movimiento. Abandoné la jaula y siguié por el sendero. Enseguida, un ruido brusco y un chillido la hicieron volver sobre sus pasos. En el iso de la jaula quedaba una ratita sola. Las eses que formaba con la cola eran tan veloces como el iry venir de sus pupilas asustadas. La sefiora Ema volvié a mirar hacia lo alto del techo. En el interior del cono de chapas la oscuridad se habfa hecho mas densa, mas compacta e im- penetrable. Tres: un par de tortugas profugas Los senderos del zoolégico corrian por lo hondo de un caftadén. Las plantas de yucas y los espini- llos colgaban de la pendiente y pendulaban en el viento. El polvo volvfa marrones los yuyos del bor- de del camino, De tanto en tanto, a un costado u otro aparecfa alguna jaula o surgia otro camino, més estrecho, que conducia a la base de las ba. rrancas donde estaban los pumas y un oso tibe- tano. Mas adelante aparecié la pileta de los lobos marinos. Habia dos. El mas viejo dormia sobre la costa de rocas falsas; el mas joven nadaba en el agua turbia, Un cartel advertfa a los visitantes que el olor era causado por el alimento de los lobos marinos. También decfa que renovaban el agua una vez por semana y que sus estados de pH se analizaban a diario. Lo firmaba el director. Mas allé, un par de flamencos apenas rosados custo- 12 La hora de los monos diaban a una cebra que se espantaba Jas moscas_ con la cola, Ala vuelta de una curva, la sefiora Ema se en- contré con dos tortugas de agua cruzando el ca- mino de gravilla. Iban una junto a la otra, zango- loteéndose muy rapido. Tan répido que la seftora Ema se asombré. Nunca hubiera pensado que po- drfan desplazarse a esa velocidad. Las tortugas se sumergieron en una acequia que corria hacia la laguna de los patos y desaparecieron. La sefiora Ema se preocup6: las tortugas seguramente se ha- bfan fugado de alguna jaula y ahora harfan es- tragos entre los patitos recién nacidos, porque las tortugas de agua son carnivoras, lo habfan dicho en un documental, por la television. Cuatro: el nombre de Duilio Hasta el momento, la sefiora Ema no habfa visto ningtin ser humano. El zoolégico estaba desierto y las barrancas lo protegian del ruido de la ciu- dad. En el silencio'se ofan los loros y las cotorras, el croar de algin sapo y, un poco més lejos, los grufidos de un felino inmenso, tal vez un le6n, 0 un yaguareté, una pantera, Justo antes de que la quebrada se abriera para dar lugar a una gran explanada con un quiosco bar, sombrillas y sillas de plastico, la sefiora Ema encontré a uno de los cuidadores. Llevaba un balde de maiz molido en la mano, botas de goma, pantalones Ombui y una musculosa blanca con el logo de una pintureria. La sefiora Ema le pregunté qué habia pasado con 13 Federico Falco los tigres y el hombre le dijo que no podia darle esa informaci6n. Se sacé un cigarrillo de detras de la oreja y lo llevé a su boca. cTiene fuego?, le pregunt6 a la sefiora Ema. La sefiora Ema no llevaba consigo ni fosforos ni encendedores, asf que el hombre volvié a guar- dar su cigarrillo y se alej6. La sefiora Ema lo miré tirar maiz molido a las jaulas de los faisanes y las perdices y pensé que los ojos del hombre trans- mitian léstima y desazén frente a las aves ence- rradas, frente a todos aquellos animales aburridos ycondenados que para seguir viviendo dependian de su esfuerzo cotidiano y de sus pufiados de matz En ese momento le hubiera gustado tener consi- go una caja de fésforos. Un barrendero del zool6gico subfa empujando su carro y se detuvo junto al cuidador. Lo saludo y la sefiora Ema pudo oir su nombre: se llamaba Duilio. Algo en ella cimbré al escuchar ese nom- bre. Algo que hacfa afios estaba dormido y que la sefiora Ema no lleg6 a descifrar por completo. Duilio es un buen nombre, tiene la dignidad del carcelero de las bestias hermosas, de los animales salvajes, se dijo a s{ misma y siguié su camino. Cinco: episodio con papiones La sefiora Ema pas6 mucho tiempo sentada fren- tea la jaula de los papiones. Miraba al viejo ma- cho de cola pelada ir y venir alrededor de los ba- 14 La hora de los monos rrotes de hierro, La hembra, més pequefia y jo- ven, se sacaba las pulgas en lo alto de una rama. - La sefiora Ema los miraba y pensaba en sus co- sas. Por un momento se habia olvidado de los ti- gres, Cuando el papién se cansé de caminar, se acercé a la orilla y pas6 su mano extendida por entre los barrotes. El pelaje gris disminufa-en la mujieca y la palma abierta era pura piel rosada, con las lineas y los nacimientos de los'dedos bien ‘marcados, casi como una palma humana pero di- minuta. Tenia las ufias redondas, iguales a las uflas de cualquier hombre aunque de color negro. El papion pedia tutucas. Estaba acostumbrado a que los visitantes se las tiraran, pero la sefiora Ema no tenfa. Enmarcada de pelos hirsutos, la cava del papién parecia una de esas caras con las que los cientificos ilustran la cadena evolutiva. Es mds que un.simio, pensé la sefiora Ema, sin darse cuenta de que eso también lo habfa escu- chado en la television. Gran parte de la similitud entre la sefiora Ema y el papién descansaba en la piel de Jas manos del animal, aunque también estaban la nariz ahusada, las mejillas curtidas, las cejas y, sobre todo, los ojos. Unos ojos sensi- bles, inteligentes, marrones, con el globo ocular muy blanco. Los ojos del papién se posaron en la sefiora Ema y recorrieron sus hombros, su busto, la cin- tura. La sefiora Ema se puso colorada pero no se amilané: durante un instante miré al papién di- recto a los ojos y se sintié desnuda y sintis tam- bién la furia, la desazén y la tristeza en el fondo de las pupilas del animal. Pero fue s6lo un ins- 15 Federico Falco tante, él enseguida bajé la vista, avergonzado. Después, la hembra advirtié lo que pasaba, chi- Ilé desde su palo y bajé alocada a interponerse entre el papi6n y la sefiora Ema. Fl la aparté de un manotazo, pero la hembra volvi6, se le subié al lomo y le mordié las orejas. Se perdieron los dos, entonces, en el interior de la jaula. La hem. bra corriendo delante y el viejo papin per: guiéndola hacia la habitacién de ladrillos que los. protegia de las miradas. Seis: el comienzo de la aventura Se acercé el cuidador llamado Duilio. Llevaba en sus manos un cajén de plistico leno de frutas y se metié dentro de la jaula del chimpancé. E] chimpaneé se columpiaba en una cubierta de auto colgada del techo y no se movié. Duilio barrié los restos de comida y heces, llevé una manguera y limpié todo con agua. La sefiora Ema lo contem- plaba, parada frente ala jaula. Cuando Duilio ter- miné de baldear, descargé el cajén de frutas en una batea. El chimpancé bajé a investigar. Duilio sali de la jaula, cerré la puerta y le puso canda- do. Después, con disimulo, se acereé a la sefiora Ema y le susurré al ofdo: Los tigres estan en el depésito. La hembra se clavé una espina en la pata y hubo que doparla para hacer las curaciones. Al macho lo dormimos también porque solo se pone muy nervioso. ¢Quie- re verlos? ¢Se puede?, pregunté la sefiora Ema. 16 La hora de los nionos Nada es gratis en esta vida, dijo Duilio. Esta dispuesta a pagar? La sefiora Ema lo pens6 un instante Si, estoy dispuesta, dijo al final. Ya casi no habia sol. A la sombra de los euca- liptos se podia palpar el fresco de la noche. En los edificios frente al zoolégico se prendicron las lu- ces de un par de ventanas. Duilio le explicé a la sefiora Ema que habia que hacerlo todo con gran sigilo. El director del zool6gico era muy estricto con el personal y silo vefa hablando con un visi- tante podria castigarlo. Mucho mas si se entera- ba de la visita a los tigres. La sefiora Ema no supo qué contestar. Duilio aferré su mano y la arrastré tras de sf. Su pulso era firme y seguro. Subieron a.una pequeiia montaiia, bajaron y se toparon con una construccién de paredes destefiidas. A un cos- tado, a ras del suelo, habia una puerta baja, de chapa, pintada de negro. Duilio la abrié. Métase por aca, dijo: No tenga miedo. En un. rato cierra el zool6gico y el puiblico debe retirar- se. A partir de abi, sera s6lo para nosotros. Para pasar por la puerta la sefiora Ema tuvo que caminar en cuclillas. No bien entré, Duilio trabé el pasador. La sefiora Ema estaba en la par- te trasera de una jaula. Un tabique ocultaba a los visitantes la entrada y proporcionaba intimidad al animal. La sefiora Ema se asusté muchisimo. gEn la jaula de qué animal la habjan encerrado? 7 Federico Falco Enseguida apareci6 Duillo, por afuera. La sefio- ra Ema pudo ver sus piernas tras los barrotes. Duilio, ges esto seguro? gdénde me ha meti- do?, pregunts. Duilio se rio. No tenga miedo, dijo, es la jaula del perezoso y aesta hora duerme. Escéndase detras del tabi- que. Mas atrés, se le ve un zapato y la punta del sombrero. Entonces la sefiora Ema record6 que Ilevaba puesto su sombrero de paja. Se lo quité de un ma- notazo y se encogié contra la pared. {Un perezo- so! No conocfa a ese animal. ¢Corria peligro alli encerrada? Por lo pronto, todo estaba quieto y la jaula parecia vacia. A propésito, susurré Duilio desde afuera, gcémo sabe mi nombre? Escuché cuando Jo saludaba el barrendero, contest la sefiora Ema, Bueno, esta bien, yo soy Duilio, dijo. Y usted ecémo se lama? Ema, contest6 por lo bajo la sefiora Ema. Yo soy la sefiora Ema. En ese preciso momento algo se movi6 dentro de Ia jaula. La sefiora Ema se asom6 por un cos- tado del tabique. La jaula tenfa una gran rama muerta en el centro y desde alli descendfa una masa oscura. Escéndase, sefiora Ema, esc6ndase, suplicé Dui- lio. Si alguien la ve, a mi me echan. Con tanto rui- do el perezoso se ha despertado pero es un bicho muy tranquilo, no tenga miedo, Ahora me voy. No bien cierre regreso a buscarla y le muestro los tigres. 18 La hora de los monos Y la sefiora Ema se qued6 sola alli, escondida detrés del tabique, dentro de una jaula del jardin zoolégico y a merced de un animal desconocido. iQuién me mandal, exclamé para s{ misma Siete: un abrazo materno El bulto gris y negro descendfa por la rama. Unas uias largas se clavaron en la madera seca, dieron un salto y llegaron al suelo. Frente a la sefiora Ema, en la otra esquina de Ja jaula, habfa una ba- tea con agua y manzanas cortadas en cuartos. El bulto avanzé hacia alli. Duilio, Duilio, qué me has hecho, lloriqueé la senora Ema. El perezoso la escuch6, cambié el rumbo y se dirigié al hueco del tabique. La sefiora Ema se hizo un bollo contra la pared y se tapé los ojos, pero espié por entre los dedos. Vio una cabeza gris, un lomo peludo y dos brazos largos que se arrastraban por el piso. E] perezoso caminaba des- pacio, balanceandose. Las manos terminaban en garras negras y filosas. Era un animal digno y tris- te como una tortuga sin caparazén, La sefiora Ema temblaba toda. El perezoso le eché los bra- zos al cuello y se colgé sobre su pecho. La sefio- ra Ema estuvo a punto de gritar. El perezoso apo- yé la cara en su hombro y se durmié. Entonces la sefiora Ema comprendié que el perezoso era ino- fensivo y el alma le volvié al cuerpo. 19 Federico Falco Frente a la jaula pasé una mujer con sus dos hi- Jos. Uno de los nitios se detuvo para ver dénde es- taba el animal anunciado en la placa, pero ense- guida desistié y se perdieron rumbo a la salida. Escondida tras el tabique, la sefiora Ema los es. cuch6 alejarse. E] perezoso dormfa, su aliento era suave y célido. En la puerta del zooldgico, los em- pleados se despedian con hasta maflanas y bue- nas noches. Después, se hizo un silencio comple- to. Después, regresé Duilio. Seftora Ema, sefiora Ema, llamé entre las rejas. Shhhh, lo call6 la sefiora Ema, nuestro amigo duerme. Duilio abri6 la puerta de lata y, con mucho cui- dado, la sefiora Ema deposité al perezoso sobre el piso de cemento. El animalito se hizo un ovillo sobre simismo. No se despert6. Duilio ayudé a la sefiora Ema a salir de la jaula, Ocho: paseo con elefante Caminaron por el zoolégico desierto, uno junto al otro, sin hablar: La sefiora Ema un poco mas Ienta. De tanto en tanto Duilio se detenfa para es- perarla. Rodearon el estanque leno de patos y pa- saron frente al elefante, parado en el centro dela gran explanada, bamboleandose hacia un lado. Duilio lo sefial6 con el dedo. Era de un circo, dijo. Lo confiscé la policia por- due no tenfa los papeles en regla. Como nuestro viejo elefante se habfa muerto, lo mandaron para aca. Sabe hacer piruetas, si quiere le muestro. 20 La hora de los monos La sefiora Ema dijo que si, que queria. Son diez pesos, dijo Duilio. Por menos de diez pesos el elefante no se mueve. La sefiora Ema lo pens6 un instante, buscé en su bolso y le extendié un billete. Duilio lo tomé, seo guardé en el bolsillo del pantalén, salté el ta- pial y se detuvo frente al elefante. iArribal, le grit6 mientras alzaba las manos. El elefante se paré sobre sus dos patas trase- ras. Parecfa un perrito gigante esperando una ga- eta. Saluda a la sefora Ema, ordené Duilio. El clefante alz6 la trompa, la extendié y bra- mé bien fuerte. Bien, muy bien, buen muchacho, exclamé Dui- lio yle dio una palmada. El elefante bajé la trom- pa y volvié a pararse en cuatro patas. Duilio co- rrid hasta el refagio y le trajo como premio un gran pufiado de pasto seco. Ya era de noche. Las luces de la via blanca, de tan- to en tanto, sobrepasaban los arboles y las ba- rrancas e iluminaban algiin sector del zool6gico. Murciélagos salvajes volaban entre los corrales y las jaulas. En sus cubos de cristal, las serpientes comenzaban a desenrollarse y a oler con sus len- guas htimedas el aire alrededor. ¢Cémo se llama?, pregunté la sefiora Ema. eQuién? El elefante. No tiene nombre. Se llama Elefante, nada més, contesté Duilio. 21 Federico Falco ¢Falta mucho para llegar donde estan los ti- gres?, pregunté la sefiora Ema. Es aqui cerca, dijo Duilio. Estoy cansada, dijo la sefiora Ema. Duilio no contest. Nueve: el encuentro con los tigres E] depésito de los empleados del zoolégico esta- ba detras de la casa de los leones. Duilio prendis una bombilla. Era una habitaci6n grande, sin ven- tanas, con un gran portén corredizo de chapa aca- nalada. Habia fardos y bolsas de granos y una cé- mara frigorifica donde guardaban las medias reses para alimentar a los animales. Habia algu- nos roperos, bancos, sillas amontonadas cubier- tas de polvo, un carrito de pochoclo destartalado al que le faltaba una rueda y, en una esquina, cien- tos de palas, rastrillos, azadas, escobas e imple- mentos para el jardin, El centro de la habitacién lo ocupaba un aco- plado sobre el que descansaban dos jaulas estre- chas. En una dormia el tigre de Bengala. En la otra dormfa la hembra, también anestesiada. Te- nia una de las patas envuelta en vendas. Ahi los tiene, dijo Duilio. La sefiora Ema se quedé quieta frente a las jaur- las. Aspir6 profundamente, pero la emocién hizo que el aire se atravesara en su garganta y le pare- cié que ya nunca més iba a salir. Se llevé una mano al corazén. éLe gustan?, pregunt6 Duilio. 22 La hora de los monos La sefiora Ema dijo que si con la cabeza y el aire escapé en un suspiro. Son bellisimos, dijo. Dé la vuelta, asi los ve desde este otro lado. Con pasos lentos y sin retirar la mano de su pecho, la sefiora Ema giré alrededor del acopla- do. Las respiraciones acompasadas del tigre y la tigresa dormidos llenaban el galpén. Los zapatos con suela de goma de la sefiora Ema no hicieron ningtin ruido al caminar sobre el polvo del piso. Duilio carrasped y escupié hacia afuera. iShhhl, exclam6 la sefiora Ema. jLos va a des- pertar! . A quién?

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