Federico Falco
La hora
de los monos
emecé= Buenos Ares: Emecé, 2010,
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aden: mayo de 2010
2000 gemplres
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MPRESO EN LA ARGENTINA / PRINTEDIN ARGENTINA
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'Senreroesooeazes
Las aventuras de
la serora EmaUno: presentacién de la seftora Ema
La sefiora Ema es dada a los pensamientos. Pien-
sa, por ejemplo, que sin saber muy bien cémo, se
ha vuelto una vieja. Mientras tanto Marilén, la chi-
ca de la limpieza, saca las copas de cristal de la
estanteria més alta y las repasa. Me imaginaba la
vejez como una zona de mucha libertad, piensa
la sefiora Ema, Mis obligaciones ya estarfan cum-
plidas, seria hora de descansar. Y, sin embargo,
no es asi. La vejez es sélo perderse en pasillos y
vericuetos nuevos cada vez mas oscuros.
La sefiora Ema tiene un talante levemente poé-
tico y es usual que sus pensamientos se tifian de
metéforas y comparaciones. Pero pronto lo olvida
y encarga a Marilén que termine rapido con esas
copas, porque también hay que limpiar el baleén.
La sefiora Ema vive frente al parque, en un piso
muy alto. Es viuda y madre de dos hijos a los que
s6lo ve los fines de semana. Tiene un nieto, pero
no se lleva para nada bien con él. La tiltima vez
que vino de visita podria jurar que le robo dine-
9Federico Falco
ro. Eran cincuenta délares escondidos en una car-
tuchera vieja, en el primer cajén del escritorio.
Ahora ya no estan mis.
En el parque, justo al frente del edificio de la sefio-
ra Ema, se encuentra el Jardin Zoolégico. La se-
fora Ema no fue nunca, pero a la tardecita se ins-
tala en el balcén y mira los tigres de Bengala que
pasean dentro de su jaula. Son dos, una pareja. Al-
gtin amanecer que la encontré desvelada, la sefio-
ra Ema vio al cuidador arrojar grandes trozos de
carne a los tigres. ¥ vio a los tigres devorarsela.
Marilén va tres veces por semana a limpiar el de-
partamento. La sefiora Ema odia no hacer nadas
mientras Marilén trabaja. Da algunas érdenes,
controla y cuando advierte que esta comenzando
a exigir de més, se busca una labor. La sefiora
Ema aprovecha las tardes en que Marilén limpia
su casa para acomodar las facturas de teléfono, 0
para embalar la ropa de verano y ventilar la de in-
vierno, o para tirar papeles viejos, Cuando ya todo
est hecho, deja a Marilén a cargo y sale a tomar
el té con amigas. A Marilén le dice que se va al
centro, a pagar cuentas. De tanto en tanto, la se-
fiora Ema se encierra en su dormitorio a leer no-
velas romdnticas. Antes le aclara a Marilén que
tiene una fuerte migrafia o que volvié el humbago
y que, por favor, no la moleste,
10
La hora de los imonos
Dos: el enigma de los tigres
El martes en que Marilén repasaba las copas de
cristal, la sefiora Ema salié al bale6n a controlar
el estado de los vidrios y, sin advertirlo, dirigié su
mirada a la jaula de los tigres. En el cielo se mez-
claban los primeros naranjas con el celeste puro
dela tarde que llegaba a su fin y, en Ja jaula de los
tigres, tres hombres rodeaban a la hembra esti-
rada sobre el cemento. La sefiora Ema se asust6
y pens6 que estaba muerta. Una pequefia griia en-
tr6 en el receptaculo de los tigres, cargé ala hem-
bray se la Ilev6. La jaula quedé vacia. Al tigre no
se lo veia por ninguna parte, El pesar y la angus-
tia se apoderaron de la sefiora Ema. De pronto,
estaba por largarse a Norar. Debfa averiguar lo su-
cedido. Buscé un gran sombrero de paja, le dijo
a Marilén que-tenfa que salir de urgencia y se en-
caminé al zoolégico.
El muchacho de la puerta ignoraba cualquier cosa
sobre la salud de los tigres, asi que la sefiora Ema
pag su entrada e intenté averiguarlo por sf mis-
ma. Lo primero que vio junto al sendero fue una
jaula cilindrica, angosta y alta. Estaba construida
con barrotes de hierro y recubierta de alambre te-
jido. Ningain cartel decia qué especie la habitaba
y parecfa desierta. Sin embargo, recostadas en el
piso, habfa dos ratitas blancas de laboratorio y una
naranja partida ala mitad. Las ratitas no estaban
muertas sino atontadas. Una movfa la pata, la otra
hacia eses con su cola. La sefiora Ema alz6 la mi
uwFederico Falco
rada hacia el techo, segura de que algtin ave rapaz
Ja escudrifiaba desde alli, pero no pudo distinguir
ningtin movimiento. Abandoné la jaula y siguié
por el sendero. Enseguida, un ruido brusco y un
chillido la hicieron volver sobre sus pasos. En el
iso de la jaula quedaba una ratita sola. Las eses
que formaba con la cola eran tan veloces como el
iry venir de sus pupilas asustadas. La sefiora Ema
volvié a mirar hacia lo alto del techo.
En el interior del cono de chapas la oscuridad
se habfa hecho mas densa, mas compacta e im-
penetrable.
Tres: un par de tortugas profugas
Los senderos del zoolégico corrian por lo hondo
de un caftadén. Las plantas de yucas y los espini-
llos colgaban de la pendiente y pendulaban en el
viento. El polvo volvfa marrones los yuyos del bor-
de del camino, De tanto en tanto, a un costado u
otro aparecfa alguna jaula o surgia otro camino,
més estrecho, que conducia a la base de las ba.
rrancas donde estaban los pumas y un oso tibe-
tano. Mas adelante aparecié la pileta de los lobos
marinos. Habia dos. El mas viejo dormia sobre la
costa de rocas falsas; el mas joven nadaba en el
agua turbia, Un cartel advertfa a los visitantes que
el olor era causado por el alimento de los lobos
marinos. También decfa que renovaban el agua
una vez por semana y que sus estados de pH se
analizaban a diario. Lo firmaba el director. Mas
allé, un par de flamencos apenas rosados custo-
12
La hora de los monos
diaban a una cebra que se espantaba Jas moscas_
con la cola,
Ala vuelta de una curva, la sefiora Ema se en-
contré con dos tortugas de agua cruzando el ca-
mino de gravilla. Iban una junto a la otra, zango-
loteéndose muy rapido. Tan répido que la seftora
Ema se asombré. Nunca hubiera pensado que po-
drfan desplazarse a esa velocidad. Las tortugas se
sumergieron en una acequia que corria hacia la
laguna de los patos y desaparecieron. La sefiora
Ema se preocup6: las tortugas seguramente se ha-
bfan fugado de alguna jaula y ahora harfan es-
tragos entre los patitos recién nacidos, porque las
tortugas de agua son carnivoras, lo habfan dicho
en un documental, por la television.
Cuatro: el nombre de Duilio
Hasta el momento, la sefiora Ema no habfa visto
ningtin ser humano. El zoolégico estaba desierto
y las barrancas lo protegian del ruido de la ciu-
dad. En el silencio'se ofan los loros y las cotorras,
el croar de algin sapo y, un poco més lejos, los
grufidos de un felino inmenso, tal vez un le6n, 0
un yaguareté, una pantera, Justo antes de que
la quebrada se abriera para dar lugar a una gran
explanada con un quiosco bar, sombrillas y sillas
de plastico, la sefiora Ema encontré a uno de los
cuidadores. Llevaba un balde de maiz molido en
la mano, botas de goma, pantalones Ombui y una
musculosa blanca con el logo de una pintureria.
La sefiora Ema le pregunté qué habia pasado con
13Federico Falco
los tigres y el hombre le dijo que no podia darle
esa informaci6n. Se sacé un cigarrillo de detras
de la oreja y lo llevé a su boca.
cTiene fuego?, le pregunt6 a la sefiora Ema.
La sefiora Ema no llevaba consigo ni fosforos
ni encendedores, asf que el hombre volvié a guar-
dar su cigarrillo y se alej6. La sefiora Ema lo miré
tirar maiz molido a las jaulas de los faisanes y las
perdices y pensé que los ojos del hombre trans-
mitian léstima y desazén frente a las aves ence-
rradas, frente a todos aquellos animales aburridos
ycondenados que para seguir viviendo dependian
de su esfuerzo cotidiano y de sus pufiados de matz
En ese momento le hubiera gustado tener consi-
go una caja de fésforos.
Un barrendero del zool6gico subfa empujando su
carro y se detuvo junto al cuidador. Lo saludo y
la sefiora Ema pudo oir su nombre: se llamaba
Duilio. Algo en ella cimbré al escuchar ese nom-
bre. Algo que hacfa afios estaba dormido y que la
sefiora Ema no lleg6 a descifrar por completo.
Duilio es un buen nombre, tiene la dignidad del
carcelero de las bestias hermosas, de los animales
salvajes, se dijo a s{ misma y siguié su camino.
Cinco: episodio con papiones
La sefiora Ema pas6 mucho tiempo sentada fren-
tea la jaula de los papiones. Miraba al viejo ma-
cho de cola pelada ir y venir alrededor de los ba-
14
La hora de los monos
rrotes de hierro, La hembra, més pequefia y jo-
ven, se sacaba las pulgas en lo alto de una rama. -
La sefiora Ema los miraba y pensaba en sus co-
sas. Por un momento se habia olvidado de los ti-
gres, Cuando el papién se cansé de caminar, se
acercé a la orilla y pas6 su mano extendida por
entre los barrotes. El pelaje gris disminufa-en la
mujieca y la palma abierta era pura piel rosada,
con las lineas y los nacimientos de los'dedos bien
‘marcados, casi como una palma humana pero di-
minuta. Tenia las ufias redondas, iguales a las
uflas de cualquier hombre aunque de color negro.
El papion pedia tutucas. Estaba acostumbrado a
que los visitantes se las tiraran, pero la sefiora
Ema no tenfa. Enmarcada de pelos hirsutos, la
cava del papién parecia una de esas caras con las
que los cientificos ilustran la cadena evolutiva.
Es mds que un.simio, pensé la sefiora Ema, sin
darse cuenta de que eso también lo habfa escu-
chado en la television. Gran parte de la similitud
entre la sefiora Ema y el papién descansaba en
la piel de Jas manos del animal, aunque también
estaban la nariz ahusada, las mejillas curtidas,
las cejas y, sobre todo, los ojos. Unos ojos sensi-
bles, inteligentes, marrones, con el globo ocular
muy blanco.
Los ojos del papién se posaron en la sefiora
Ema y recorrieron sus hombros, su busto, la cin-
tura. La sefiora Ema se puso colorada pero no se
amilané: durante un instante miré al papién di-
recto a los ojos y se sintié desnuda y sintis tam-
bién la furia, la desazén y la tristeza en el fondo
de las pupilas del animal. Pero fue s6lo un ins-
15Federico Falco
tante, él enseguida bajé la vista, avergonzado.
Después, la hembra advirtié lo que pasaba, chi-
Ilé desde su palo y bajé alocada a interponerse
entre el papi6n y la sefiora Ema. Fl la aparté de
un manotazo, pero la hembra volvi6, se le subié
al lomo y le mordié las orejas. Se perdieron los
dos, entonces, en el interior de la jaula. La hem.
bra corriendo delante y el viejo papin per:
guiéndola hacia la habitacién de ladrillos que los.
protegia de las miradas.
Seis: el comienzo de la aventura
Se acercé el cuidador llamado Duilio. Llevaba en
sus manos un cajén de plistico leno de frutas y
se metié dentro de la jaula del chimpancé. E]
chimpaneé se columpiaba en una cubierta de auto
colgada del techo y no se movié. Duilio barrié los
restos de comida y heces, llevé una manguera y
limpié todo con agua. La sefiora Ema lo contem-
plaba, parada frente ala jaula. Cuando Duilio ter-
miné de baldear, descargé el cajén de frutas en
una batea. El chimpancé bajé a investigar. Duilio
sali de la jaula, cerré la puerta y le puso canda-
do. Después, con disimulo, se acereé a la sefiora
Ema y le susurré al ofdo:
Los tigres estan en el depésito. La hembra se
clavé una espina en la pata y hubo que doparla
para hacer las curaciones. Al macho lo dormimos
también porque solo se pone muy nervioso. ¢Quie-
re verlos?
¢Se puede?, pregunté la sefiora Ema.
16
La hora de los nionos
Nada es gratis en esta vida, dijo Duilio. Esta
dispuesta a pagar?
La sefiora Ema lo pens6 un instante
Si, estoy dispuesta, dijo al final.
Ya casi no habia sol. A la sombra de los euca-
liptos se podia palpar el fresco de la noche. En los
edificios frente al zoolégico se prendicron las lu-
ces de un par de ventanas. Duilio le explicé a la
sefiora Ema que habia que hacerlo todo con gran
sigilo. El director del zool6gico era muy estricto
con el personal y silo vefa hablando con un visi-
tante podria castigarlo. Mucho mas si se entera-
ba de la visita a los tigres. La sefiora Ema no supo
qué contestar. Duilio aferré su mano y la arrastré
tras de sf. Su pulso era firme y seguro. Subieron
a.una pequeiia montaiia, bajaron y se toparon con
una construccién de paredes destefiidas. A un cos-
tado, a ras del suelo, habia una puerta baja, de
chapa, pintada de negro. Duilio la abrié.
Métase por aca, dijo: No tenga miedo. En un.
rato cierra el zool6gico y el puiblico debe retirar-
se. A partir de abi, sera s6lo para nosotros.
Para pasar por la puerta la sefiora Ema tuvo
que caminar en cuclillas. No bien entré, Duilio
trabé el pasador. La sefiora Ema estaba en la par-
te trasera de una jaula. Un tabique ocultaba a los
visitantes la entrada y proporcionaba intimidad
al animal. La sefiora Ema se asusté muchisimo.
gEn la jaula de qué animal la habjan encerrado?
7Federico Falco
Enseguida apareci6 Duillo, por afuera. La sefio-
ra Ema pudo ver sus piernas tras los barrotes.
Duilio, ges esto seguro? gdénde me ha meti-
do?, pregunts.
Duilio se rio.
No tenga miedo, dijo, es la jaula del perezoso
y aesta hora duerme. Escéndase detras del tabi-
que. Mas atrés, se le ve un zapato y la punta del
sombrero.
Entonces la sefiora Ema record6 que Ilevaba
puesto su sombrero de paja. Se lo quité de un ma-
notazo y se encogié contra la pared. {Un perezo-
so! No conocfa a ese animal. ¢Corria peligro alli
encerrada? Por lo pronto, todo estaba quieto y la
jaula parecia vacia.
A propésito, susurré Duilio desde afuera,
gcémo sabe mi nombre?
Escuché cuando Jo saludaba el barrendero,
contest la sefiora Ema,
Bueno, esta bien, yo soy Duilio, dijo. Y usted
ecémo se lama?
Ema, contest6 por lo bajo la sefiora Ema. Yo
soy la sefiora Ema.
En ese preciso momento algo se movi6 dentro
de Ia jaula. La sefiora Ema se asom6 por un cos-
tado del tabique. La jaula tenfa una gran rama
muerta en el centro y desde alli descendfa una
masa oscura.
Escéndase, sefiora Ema, esc6ndase, suplicé Dui-
lio. Si alguien la ve, a mi me echan. Con tanto rui-
do el perezoso se ha despertado pero es un bicho
muy tranquilo, no tenga miedo, Ahora me voy. No
bien cierre regreso a buscarla y le muestro los tigres.
18
La hora de los monos
Y la sefiora Ema se qued6 sola alli, escondida
detrés del tabique, dentro de una jaula del jardin
zoolégico y a merced de un animal desconocido.
iQuién me mandal, exclamé para s{ misma
Siete: un abrazo materno
El bulto gris y negro descendfa por la rama. Unas
uias largas se clavaron en la madera seca, dieron
un salto y llegaron al suelo. Frente a la sefiora
Ema, en la otra esquina de Ja jaula, habfa una ba-
tea con agua y manzanas cortadas en cuartos. El
bulto avanzé hacia alli.
Duilio, Duilio, qué me has hecho, lloriqueé la
senora Ema.
El perezoso la escuch6, cambié el rumbo y se
dirigié al hueco del tabique. La sefiora Ema se
hizo un bollo contra la pared y se tapé los ojos,
pero espié por entre los dedos. Vio una cabeza
gris, un lomo peludo y dos brazos largos que se
arrastraban por el piso. E] perezoso caminaba des-
pacio, balanceandose. Las manos terminaban en
garras negras y filosas. Era un animal digno y tris-
te como una tortuga sin caparazén, La sefiora
Ema temblaba toda. El perezoso le eché los bra-
zos al cuello y se colgé sobre su pecho. La sefio-
ra Ema estuvo a punto de gritar. El perezoso apo-
yé la cara en su hombro y se durmié. Entonces la
sefiora Ema comprendié que el perezoso era ino-
fensivo y el alma le volvié al cuerpo.
19Federico Falco
Frente a la jaula pasé una mujer con sus dos hi-
Jos. Uno de los nitios se detuvo para ver dénde es-
taba el animal anunciado en la placa, pero ense-
guida desistié y se perdieron rumbo a la salida.
Escondida tras el tabique, la sefiora Ema los es.
cuch6 alejarse. E] perezoso dormfa, su aliento era
suave y célido. En la puerta del zooldgico, los em-
pleados se despedian con hasta maflanas y bue-
nas noches. Después, se hizo un silencio comple-
to. Después, regresé Duilio.
Seftora Ema, sefiora Ema, llamé entre las rejas.
Shhhh, lo call6 la sefiora Ema, nuestro amigo
duerme.
Duilio abri6 la puerta de lata y, con mucho cui-
dado, la sefiora Ema deposité al perezoso sobre
el piso de cemento. El animalito se hizo un ovillo
sobre simismo. No se despert6. Duilio ayudé a la
sefiora Ema a salir de la jaula,
Ocho: paseo con elefante
Caminaron por el zoolégico desierto, uno junto
al otro, sin hablar: La sefiora Ema un poco mas
Ienta. De tanto en tanto Duilio se detenfa para es-
perarla. Rodearon el estanque leno de patos y pa-
saron frente al elefante, parado en el centro dela
gran explanada, bamboleandose hacia un lado.
Duilio lo sefial6 con el dedo.
Era de un circo, dijo. Lo confiscé la policia por-
due no tenfa los papeles en regla. Como nuestro
viejo elefante se habfa muerto, lo mandaron para
aca. Sabe hacer piruetas, si quiere le muestro.
20
La hora de los monos
La sefiora Ema dijo que si, que queria.
Son diez pesos, dijo Duilio. Por menos de diez
pesos el elefante no se mueve.
La sefiora Ema lo pens6 un instante, buscé en
su bolso y le extendié un billete. Duilio lo tomé,
seo guardé en el bolsillo del pantalén, salté el ta-
pial y se detuvo frente al elefante.
iArribal, le grit6 mientras alzaba las manos.
El elefante se paré sobre sus dos patas trase-
ras. Parecfa un perrito gigante esperando una ga-
eta.
Saluda a la sefora Ema, ordené Duilio.
El clefante alz6 la trompa, la extendié y bra-
mé bien fuerte.
Bien, muy bien, buen muchacho, exclamé Dui-
lio yle dio una palmada. El elefante bajé la trom-
pa y volvié a pararse en cuatro patas. Duilio co-
rrid hasta el refagio y le trajo como premio un
gran pufiado de pasto seco.
Ya era de noche. Las luces de la via blanca, de tan-
to en tanto, sobrepasaban los arboles y las ba-
rrancas e iluminaban algiin sector del zool6gico.
Murciélagos salvajes volaban entre los corrales y
las jaulas. En sus cubos de cristal, las serpientes
comenzaban a desenrollarse y a oler con sus len-
guas htimedas el aire alrededor.
¢Cémo se llama?, pregunté la sefiora Ema.
eQuién?
El elefante.
No tiene nombre. Se llama Elefante, nada més,
contesté Duilio.
21Federico Falco
¢Falta mucho para llegar donde estan los ti-
gres?, pregunté la sefiora Ema.
Es aqui cerca, dijo Duilio.
Estoy cansada, dijo la sefiora Ema.
Duilio no contest.
Nueve: el encuentro con los tigres
E] depésito de los empleados del zoolégico esta-
ba detras de la casa de los leones. Duilio prendis
una bombilla. Era una habitaci6n grande, sin ven-
tanas, con un gran portén corredizo de chapa aca-
nalada. Habia fardos y bolsas de granos y una cé-
mara frigorifica donde guardaban las medias
reses para alimentar a los animales. Habia algu-
nos roperos, bancos, sillas amontonadas cubier-
tas de polvo, un carrito de pochoclo destartalado
al que le faltaba una rueda y, en una esquina, cien-
tos de palas, rastrillos, azadas, escobas e imple-
mentos para el jardin,
El centro de la habitacién lo ocupaba un aco-
plado sobre el que descansaban dos jaulas estre-
chas. En una dormia el tigre de Bengala. En la
otra dormfa la hembra, también anestesiada. Te-
nia una de las patas envuelta en vendas.
Ahi los tiene, dijo Duilio.
La sefiora Ema se quedé quieta frente a las jaur-
las. Aspir6 profundamente, pero la emocién hizo
que el aire se atravesara en su garganta y le pare-
cié que ya nunca més iba a salir. Se llevé una
mano al corazén.
éLe gustan?, pregunt6 Duilio.
22
La hora de los monos
La sefiora Ema dijo que si con la cabeza y el
aire escapé en un suspiro.
Son bellisimos, dijo.
Dé la vuelta, asi los ve desde este otro lado.
Con pasos lentos y sin retirar la mano de su
pecho, la sefiora Ema giré alrededor del acopla-
do. Las respiraciones acompasadas del tigre y la
tigresa dormidos llenaban el galpén. Los zapatos
con suela de goma de la sefiora Ema no hicieron
ningtin ruido al caminar sobre el polvo del piso.
Duilio carrasped y escupié hacia afuera.
iShhhl, exclam6 la sefiora Ema. jLos va a des-
pertar! .
A quién?