‘aps,
V2
ESTRELLA DE DIA
X2603816Estaba en lo mejor de su vida. Porque
una mujer no se desarrolla, no crece
como un hombre... Nace un poco a
cada momento, pero pone tiempo en
nacer,
Séren Kierkegaard
Una carcajada.
De su risa, como de sus trajes, Piedad salia de pronto, silen-
ciosamente desnuda.
Enrique sintié deseos de agradecerle esa lealtad de su rostro,
incapaz de volver paso a paso a la seriedad por el camino de
las insinuaciones tortuosas, de las sonrisas cada vez menos brus-
cas. Estaba alli, frente a él, Habfa que aceptarla. Ojos secos,
dulces, azules, Frente recta. Cabellera de rizos bien ordenados.
Un minuto antes, con mil olanes alegres, suaves, profusos —como
un vestido de época-, el jabilo la envolvia. Las carcajadas de
Piedad cometian siempre ese error. Parecian cortadas para
triunfar en un concurso de disfraces, en un desfile de historia.
Las hab{a delgadas, estrechas, estilo Imperio. O complicadas y
musicales, con encaje y gasas barrocos, como crinolinas. Sobre
sus pliegues hubieran podido lucir la modestia de una reina, el
descote de una favorita... iLa sabia tan sincera! La dejaba os-
tentar todas sus galas indtiles. Bajo la risa que fingia legado el
caso de. confesarla, sus manos no encontrarfan subterfugios,
trampas, recelos: ninguno de los obstaculos de carey, de metal
o de espuma que protegicron en otros: siglos —corsé, moral,
blondas— el pudor de las elegantes. _
Dejar de reir, para ciertas mujeres, implica sacrificios. La risa
a menudo es traje costoso. No saben romperlo. A su definitiva
seriedad, como a su completo desnudo, nos preparan por grados.
Nadie ensefié a Piedad ese lujo de Ja sonrisa, ropa interior de la10 Torres Bodet: Narrativa completa
—_— eee
carcajada, entre cuyas demoras amables las tentaciones se agu-
zan y las promesas se pierden. Por suntuosas que fueran —tenia
el jabilo vasto de una cazadora, de un ndufrago-, emergia de
sus risas absolutamente desnuda, deliciosamente mondada, co-
mo una fruta, con la rapidez de la “estrella” que se despoja, pa-
ra bailar un jazzen el entreacto, del uniforme solemne de la re-
vista.
A Enrique, al principio, aquella falta de transicion le asusta-
ba. Estaba habituado a llegar a la seriedad de las mujeres —a su
desnudez—, al final de un descenso infinitamente variable de
pequefios prejuicios, a través de un muestrario infinitamente
sensible de prendas intimas. Aquella rapidez le ofendia, le da-
ba vértigos. Era como si alguien, en una clase de historia del ar-
te, con proyecciones, lograse borrar la alegrfa ostentosa de una
nayade de Jordaens con la discreta melancolia de la Gioconda
y la melancolfa de la Gioconda con la placidez de la Venus de
Milo, Esbozaba un chiste. . . Queria ver si la risa podia otra vez
encender esos labios serios, lentos, adustos, bruscamente muer-
tos. Hay amantes asi. ¢Refinados? ¢Ingenuos? ¢Torpes? Fren-
te a la entrega total no se atreven. Apagan las luces, cierran los
ojos. Para llegar a la posesién no aceptan el disparo del monta-
cargas: prefieren los peldafios de la escalera.
. Piedad aguardaba. ¢Qué cosa? Enrique, por lo pronto, no
imaginaba lo que su amiga queria. Buscé en s{ mismo. ¢Un ci-
garrillo? ¢Una pluma? Ni una ni otra cosa. No le interesaban.
No escribia nunca. Iba al telégrafo. No fumaba. Tenia los dien-
tes més luminosos de América, el aliento mas puro de México,
los dedos mas sonrosados del Distrito Federal. Con mujeres co-
mo ella vale més parecer descortés que sordo, sordo que galan-
te. iLlevaba tantos afios de tratarla! iHab{an recorrido juntos
tantos paises! No era cierto. Hacfa un mes que se conocian.
Ni un minuto més. Desde entonces sdlo confesaban una excur-
sién verdadera: un paseo a Xochimilco. Las otras no eran sino
Estrella de dia 11
escapadas imaginarias, con el mango de la pluma fuente de En-
rique sobre el plano de una guia de Paris. Se senté a su lado,
como un amigo de toda la vida, con la familiaridad inocente del
vagabundo que, al subir a un trasatldntico, aproxima su silla de
la que luce, en el centro del puente, la tarjeta de la prima donna,
el apellido de la millonaria o, simplemente, el perfil mas hermo-
so de a bordo. éQué relacién encontraba su alma entre la amis-
tad de Piedad y el ocio de una travesia? ¢Por qué no podia
mirarla sin pensar en el cielo desnudo, en la trepidacién de una
hélice, en el balanceo de un horizonte? éCon qué fin anotaba
en su diario todas las noches, a medianoche, el tiempo gozado en
su casa, como los capitanes apuntan todos los dias, a mediodia,
las singladuras del barco? iPiedad Santelmo! Sus inicales —P.S.—
Lo més sobrio y enjuto de su persona, le traian recuerdos de
cartas interrumpidas. ¢De qué noticias eran posdatas su pelo ru-
bio, sus manos quietas, sus ojos secos, dulces y azules, como
violetas cristalizadas? Para hacer més perfecto el encanto, le
hablé de su prima: Soledad Olga. Estaba en Montevideo. Se
habia casado con un diplomatico peruano. Antes de partir le
habia regalado a su madre esa casa, esos muebles . . . Sus inicia-
les de soltera, S.O.S. —se apellidaba también Santelmo—, pobla-
ban aiin las copas, los estantes, los libros; perforaban el cuero
de las petacas, troquelaban la plata de los cubiertos, esmalta-
ban la porcelana de las vajillas. iS.0.S.! Cada cosa estaba en pe-
ligro, cada objeto pedia socorro. Cada trozo de tarta que se lle-
vaba a la boca, al servir el té, con ese tenedor de mango labra-
do, podia ser el Ultimo de su vida. Enrique, para distraerse,
abrié la ventana. En vez del oleaje encrespado que imaginaba,
encontré una playa burguesa, de frondas verdes, llena de paja-
ros: el mar con que la primavera acaricia, en las nuevas colo-
nias, las iltimas avenidas.
Hermoso dia. El cielo, el aire, las rosas, el verde mévil del
césped; todo parecia brufido, acabado de salir de la fabrica.12 Torres Bodet: Narrativa completa
Era aquél uno de esos momentos extrafios en que la humani-
dad, sin hacerse a si misma violencia, no podria creer en la gue-
tra, en la peste, en el reumatismo, en la utilidad de las aspirinas.
Las compafifas de seguros no habijan registrado esa tarde ningu-
na péliza. Ante tamafia paz, équién piensa en la muerte? Las
cajas de ahorros estaban desiertas, Nadie temia a la vejez, ala
tisis, al robo, a los inviernos sin trabajo. La madre en Enrique
tenfa un hermano banquero. éCudntas personas habrian ido a
recoger esa tarde, a su banco, el dinero de sus depédsitos? No
por desconfianza. Querrian, sencillamente, disponer de una su-
ma importante en metilico para comprarse un avion, una his-
toria, el original de un pasado ilustre. iQué delicia! Poder ofre-
cerse el lujo de transmitir al Louvre este cable: “Interesados ad-
quirir cuatrocientos metros cuadrados de Rubens Stop. No
discuto precios.” O este otro, al Museo Britdnico: “Dispuesto
Pagar lo que se me pida por dos toneladas y media escultura
griega de buena época Stop. No quiero Venus.” Al mismo tiem-
po que la suavidad del crepusculo, Enrique aspiraba el orgullo
de las riquezas, la embriaguez del dominio, el olor de los érbo-
les barnizados. -
Volvié a sentarse. En su silla, como una estampa, Piedad le
aguardaba.No habia cambiado de postura. Tenfa sobre su fal-
da el mismo libro entreabierto: Romeo y Julieta ¢Leta? Pare- -
cia absorta en una reflexién invariable, superior a la necesidad
de la charla, al placer de la lectura. Enrique sintié deseos de irse,
de darle un beso. ¢Qué preferir{a ella? Su retirada, probable-
mente. Las caricias la impacientaban.
Pero si se iba, volverfa a sofarla, a pensar en ella comoen una
mujer orgullosa e inaccesible, llena de encantos. No hay vesti-
do que siente mejora una amiga que la distancia. Le perseguirian,
durante meses, todas las volubles Piedades que le habian conven-
cido y vencido desde el instante en que Piedad le gust6. La parca
joven, de traje negro, que encontré cierta vez en sus manos,
Estrella de dia 3
como por juego, la linea del desastre. (Si, morirfa alos treinta
aiios; si, escribiria un ensayo sobre Jorge Manrique; no, no veria :
jamas a la Pavlova...) Y la otra, laeconémica, la hacendosa, ama
de casa perfecta. (De cada flor del jardin conservaba una copia en
la sala, de cresp6n o de terciopelo, para el caso en que la especie ;
del ejemplar natural se olvidase, palideciese, se traicionase a sf
misma.) La desconfiada, que no dejaba nunca un armario abier-
to, una frase trunca. Y la generosa, la heroica, de quien los perio-
dicos reproducian los retratos: “Piedad Santelmo entregando
un jaguar al sefior director del parque zoolégico.” O comenta-
ban las frases: ‘“Cémo se enciende una estrella. Revelaciones
sobre Hollywood.”
A los veinte afios, Piedad era ya famosa. Descubierta —a los
diecisiete— por un director de cine venido a México para orga-
nizar, en nombre de una fabrica internacional de productos de -
belleza, el mas grande concurso de cejas de la Republica, los
empresarios de Los Angeles no tuvieron inconveniente en lan-
zarla al mercado, de pronto, como vedette de la pantalla. Habfa
empezado, al fin, la edad venturosa en que la novela de aventu-
ras cedia el paso, en el cine, a la comedia psicolégica, al drama
de costumbres. Nadie se interesaba por Salammbe, por Quo va-
dis?, por Los tres mosqueteros. El coturno, la tanica y Jas lori-
gas engrosaban, en el] guardarropa ya indtil, el batallén de las
calzas y los gregiiescos, los talabartes y los jubones. En el olvi-
do, los extremos se reconcilian. La sobria linea del peplo admi-
tia la vecindad de las golas, de las gorgueras, el oleaje de las pe-
lucas. Enrollada en kilometros de celuloide, la historia antigua
solo seducia yaa los devotos de Ramon Novarro, a los lectores
de Fabiola, En vez de llamarse Yago, La mascara de bierro, los
filmes se llamaban Alas, Invierno, Sombras o, cuando mucho, El
abanico de lady Windermere. . . Bajo las manos de De Mille, el14 Torres Bodet: Narrativa completa
pasado humano se convert{a rapidamente en una pesadilla cos-
tosa. Actividad para nifios —para nifios modernos, de gula enor-
me-, el cinematégrafo lo acaparaba todo, lo devoraba todo:
anécdotas, géneros, épocas, latitudes, razas, estilos. Los direc-
tores no elegian ya actrices; buscaban tipos. Una mexiana ru-
bia de ojos azules, doblemente exética, volvia probables mu-
chos asuntos que, de otro modo, para una mexicana morena—
para una mexicana normal-, hubiesen sido diffciles. Todo esta-
ba sujeto a Ja estrella. Una boca perfecta imponia, en el noven-
ta y nueve por ciento de los casos, un desenlace dichoso. Como
en la vida, en el relato de un viaje, la ocasién de un hermoso
busto que lucir hacia plausible el naufragio.
Piedad leg6 a Hollywood precedida por una reputaci6n ilu-
soria. Una biograffa cambiante, ficticia siempre, la esperaba al
pie de cada retrato en la primera plana de cada periddico. El
Chicago Star la hizo descender de Cuauhtémoc. No le importa-
Ton sus ojos azules. El Judge,de los Angeles, le dio como cuna
el claro de un bosque. Su padre, a juicio del Moon, de Filadelfia,
no la habfa engendrado: la habia adoptado. Entomologo emi-
nente —agregaba un reportero del New York Post—, el doctor
Santelmo descubrié cierta vez a una nifia, a una preciosa nifa
desnuda, abandonada en la selva, en las inmediaciones de Te-
huantepec. Era ella.
. El esfuerzo que otros hombres consagran a cimentar una re-
ligion, a inventar una maquina, aquellos tercos escribas al servi-
cio de su nombre futuro lo dedicaron todos los dias, con moné-
tono ahinco, a quitarle un atisbo de realidad, a robarle un pa-
drino querido, un juguete pequeiio, a no dejarle intacto el mas
leve recuerdo de infancia, Lo transformaron todo: su casa,
sus bronquios, sus bugambilias, el Paisaje de su escuela prima-
ria, el sabor de los caramelos de doha Lola, preciosamente con-
servados, como si fueran flores del trépico, en bocales azules,
claros, de vidrio, en bocales con aire de invernaderos .. .
Estrella de dia 15
Piedad entré en la celebridad internacional como las sefiori-
tas de provincia, en 1845, solian entrar en el convento: sin vo-
cacién, sin trenzas, sin arbol genealégico. A diferencia de las
novicias, lo dnico que salvé fue su apellido mundano.
Lo que exige, aun ahora, el marido més tolerante: la virtud,
la riqueza, una reaccién de Wassermann negativa, lo exigfa de
ella la sombra, Suegra estricta, la c4mara reclamaba por antici-
pado la exhibicién de su dote. ¢Quién era? ¢Cuanto valia? Le
sorprendié saber que era bella, alta, delgada, que media un me-
tro setenta y dos, que pesaba ciento cuatro libras, que su flor
predilecta era el nardo. No contentos con alterarle su peso, su
altura, su pulso, el tamafo posible de su sarcéfago, los empre-
sarios quisieron cambiarle también el alma, la tensién arterial,
ja fisiologia. En vez de confesar que los bronquios eran la parte
débil de su organismo (la muerte no le Iegarfa por los ojos, co-
mo toca a las bordadoras; ni por las manos, como lo temen las
pianistas), los periddicos insistieron en describir su nerviosidad
exagerada, sus vértigos, los desmayos frecuentes de su memoria.
Se tenia la impresién, al leerles, de que un desequilibrio mental
podria ser menos grave, para una estrella de cine, que una fla-
queza fisica. Un vicio no comprometeria su reputacién. Una
bronquitis crénica tenia muchas probabilidades de oscurecerla..
Ninguna mujer, por lo visto, merecfa menos que ella su pro-
pia cara, la forma de su boca, la dimensién de sus ojos. De los
doscientos veinte escritores ocupados en redactarle un pasado
novelesco, ninguno crey6 ingenioso mezclar a la leyenda una
circunstancia real. Era dulce, seria, afectuosa; adoraba a sus
sobrinitos. La describieron como si fuera una mujer adusta, fri-
vola, seca, enemiga de sus parientes. Le gustaban los perros, los
gatos, los canarios, los pasteles de chocolate. La obligaron a
nutrirse de sandwiches y a lucir sobre el brazo derecho, en to-
dos sus retratos, un espantoso titi. Sus lecturas preferidas, hasta
esa fecha habia sido El Conde de Montecristo, y Maria de16 Torres Bodet: Narrativa completa
Jorge Isaacs. Los diarios le adjudicaron una cu! -
te: El discurso del método y Las Enéadas, Samiant ch eae
Sutra, los Versos dureos y el Satiricon, Por fortuna, durante las
primeras semanas, la metamorfosis se hizo sin luchas, sin sobre-
saltos. El inglés —que Piedad ignoraba— no le permitia com-
Prender hasta qué.punto la notoriedad exigia de ella una muer-
te pronta, un total engario, una traicién silenciosa y definitiva.
Los periodistas hubieran podido dejarle aclimatar al menos
en los Estados Unidos, el amor de un zenzontie, el olor de una
madreselva mexicana, los primeros compases de la Adelita, Pero
no, eran intransigentes. La habilidad con que sus compatriotas
descubren, cuando son polictas, el bulto que hace en una maleta
cerrada, de doscientos kilos de peso, una botella de oporto de
veinte gramos; la lucidez con que adivinan, para bien de los
aranceles, cual de todas las perlas artificiales de un cajén de co-
llares baratos €s precisamente la buena, la que los contrabandis-
tas quieren disimular, aquellos amables autores las ocupaban en
no dejarla penetrar al pais con sus tradiciones, con sus prover-
bios, con el recuerdo de sus amigas. Donde la memoria de Pie-
dad pretendia instalar el perfil de una madre —de una madre
de carne y hueso—, encontraba una selva virgen. En el sitio del
cuadro en que los escendgrafos hubieran debido pintarle un ro-
sal, una higuera, le dibujaban un maguey, un pird, el ramaje de
un ahuehuete, Ansiosos de sumergirla en ese bafio de “color lo-
cal” Mexicano al ciento por ciento—, la privaban de todas las
delicias, de todas Jas costumbres que habf{an constituido para
ella su patriotismo: su ambiente propio, la religiosidad de su
madre, el clima de su provincia discreta, la cancién de su Méxi-
co indescriptible. Le daban un rebozo, una jicara. iA ella que
pedia siempre en las tiendas los sombreros més europeos! iA
ella, que servia siempre las frutas —aunque fuesen Pifias, man-
80s, naranjas— en bandejas anénimas de cristal! Hablaban de la
seguridad con que subia a los volcanes todos los meses, una vez
Estrella de dia 17
—_——.
por mes, como si el Popocatépetl midiera cincuenta metros de
altura o la Secretaria de Comunicaciones hubiese instalado ya,
para uso de los turistas, un asensor en el Iztaccihuatl. En pocas
palabras: pensaban en ella como los lectores de Montesquieu
debieron pensar en los persas de sus célebres Cartas, Peor atin:
como las espectadoras inglesas de 1912 juzgaban, al salir de
una representacion de La geisha o de Madame Butterfly a to-
das las damas de Tokio. Una mexicana. iDios mfo! Una mexi-
cana... ¢Cémo se puede ser mexicana?
Piedad lo era, preciosamente. Pero lo era a su modo, inti-
mo, tierno, superfluo; por eso mismo infalsificable. Como serfa
francesa Emma Bovary si viviera hoy en Washington, en el May-
flower, sin necesidad de trasladar la catedral de Rouen a la
‘Avenida Pennsylvania, y como Katherine Mansfield fue inglesa,
en pleno Barrio Latino, sin traicionar a Inglaterra por preferir
en su desayuno, al noble y digestivo porridge britanico, un sua-
ve, fino y caliente bocado de brioche. Hay varios modos de per-
tenecer a un pais, Muchas maneras de quererlo, Los de Piedad,
por fortuna, no coincidfan con los prejuicios que sus recientes
amigos se hacfan de México. No bailaba el “jarabe”. No se ha-
bia nunca ataviado con un traje de “tehuana” o de ‘“‘china”’. Al
vals de Ricardo Castro preferia —¢por qué no?— el Carnaval de
Roberto Schumann.
¢Entonces?
No era una mexican curios, En su organismo, la vena mexi-
cana corria por otros sitios, sutiles, donde los norteamericanos
no la buscaban. Para sentirla vibrar ahi hubiese sido preciso
que Karl, el capitan de publicidad de la compafifa, no tuviese
cincuenta afios, no fuese estoico. O que Smith, el director de
escena, aprendiese a distinguir en cuales momentos la traduc-
cién de sweetheart no es forzosamente ‘“‘querida”, en cuales
ciudades el amor de un muchacho inglés no es exactamente
“un amor a primera vista”, y para cudles mujeres un traje ne-18 Torres Bodet: Narrativa completa
gro no constituye, por sencillo que sea su corte, un uniforme
de luto. En resumen, para comprenderla, hubiese sido preferi-
ble que todos aquellos maestros del claroscuro la amaran, Pie-
dad, por desgracia, no pod{a afiadir esa clausula a sus contratos.
Bastante numerosas eran ya las que contenian. Obligacién de
asegurarse en una compafiia irlandesa contra el incendio, en
una compaiifa israelita contra la inestabilidad de los bancos, en
una compafifa francesa contra las arrugas, en una compafifa
norteamericana contra el amor. . .
Aquellos sélidos seres alimentados con trigo de Oklahoma,
jamon de Boston, avena de Nebraska y pintadas manzanas de
California crefan sinceramente que asegurarla contra un peligro
era lo mismo que inmunizarla. Safety first. Al entregarle el
duplicado de cada una de sus pélizas —del original, por sistema,
se enviaba siempre a la prensa una copia fotostatica, revisada
Por un notario— Karl cerraba los ojos, sonreia placidamente, es-
bozaba los mismos gestos profesionales, de proteccién indivi-
dual, que Piedad habfa ya contemplado en otras circunstancias,
en otra fisonomia . . . Donde? iAh, si!, en la policlinica de
Tacuba, diez afios antes, en el semblante de su madre, el dia en
que el doctor Pérez la vacuné.
Qué le importaba a Karl que su protegida se quebrase una
Pierna, que le arrancaran un diente, que se matase? Por cada
una de sus torneadas extremidades la empresa ten{a derecho a
cobrar, si se comprobaba fractura, trescientos mil délares. Su
sonrisa val{a ochenta mil. Y su muerte, aun voluntaria —se te-
nia previsto el suicidio—, suponfa una compensacién inmediata
de dos millones. Para suprimir preguntas initiles, Stanley, el
abogado consultor, decidid que la empresa pagaria a la familia,
en caso de fallecimiento, la misma suma que a ella la companta
de seguros en caso de cojera, de tisis o de extraccion necesaria
de un incisivo: ochenta mil dolares. A solas con su madre, en la
lujosa suite del hotel que le destinaron, Piedad comenzé a hacer
Estrella de dia 19
et
sus cuentas. Ciento sesenta mil pesos. Nunca se habia sentido
tan rica. Desde ese minuto se crey6 frdgil y vulnerable, mas we
nerable y mas fragil de lo que nunca hasta entonces se habia
creido. Se tocaba los muslos, el pecho —habia también un se-
guro especial para ese oasis de su persona— con la delicada frui:
cién del avaro que cierra, antes de dormirse, todas sus arcas.
Ciento sesenta mil pesos. Una fortuna. Séloa partir de esa hora
comprendié por qué su tia Genoveva no decia nunca vivir”
cuando hablaba de si propia, de sus parientes, sino “gastarse’ .
compajifa que contraté a Piedad era la misma en que traba-
javan Lewis Dafold y Jenny Myrtel, 1a que habia fanzado vally
Montana y a Jackie Sunday, la que preparaba el triun o de le
seph Larkin y prolongaba —indefinidamente— el ocaso le He-
len Best. ¢Cmo habian sido los primeros pasos de su amie en
aquella via lactea? Enrique hubiera querido saberlo. Se lo me
guntaba a si mismo sin fruto, viéndola sentada, como la ve &
sobre esa silla-espafiola de roble viejo, en esa casa mexicand le.
la colonia Judrez, entre los libros, los vasos y los cubiertos, a
de cuyas iniciales el nombre de su prima, Soledad Olga, seguia
transmitiendo —da qué estacidn telegrafica?— un persistente
oriqne amaba los viajes. De nifio, siguié a Odiseo, sobre el
azul de acuarela de un desvafdo mapa del Mediterraneo, regre-
sando a ftaca todos los dias, después de cenar, con la regula
dad fatigosa con que su padre —-empleado en los ferrocarriles
de México a Puente de Ixtla— regresaba de Cuautla, tres veces
por semana, entre las ocho menos diez y las ocho y diez de
noche. Mas tarde crecieron sus conocimientos. A la linea a
Ulises, su curiosidad sustituy6 el itinerario de Colén sobre
Atlintico, el de Magallanes sobre el Pacfficio, el de Vasco de
Gama en torno al Africadel Sur. Con el tiempo, las aventuras.20 Torres Bodet: Narrativa completa
maritimas le cansaron. Su imaginacién no logré definir, dada
la escala del mundo, el espacio exacto que llenarfa, en el Atlas
de Schrader, la carabela de Colén.
A los veinte aiios, aburrido de la naturaleza, se refugié en la
historia. Los mapas de los mares gloriosos dejaron paso franco,
€n su mesa, a los planos de las urbes ilustres. Mosc, Paris, Lon-
dres, Roma, Bruselas . . . Las visitaba todos los dias, de siete a
ocho de la maiiana, antes del desayuno, a la hora en que otros
jovenes rezan, se bafian, se afeitan, leen el periddico o se tocan
por higiene, sin flexionar las rodillas, con la punta del dedo me-
Rique, la extremidad de los pies. Aquél era su extrafio modo
de prepararse al bachillerato. En los momentos que Oscar su
amigo intimo, destinaba a seguir en la “Asociacion Cristiana de
Jévenes” un curso de natacion; en los instantes que Héctor, su
amigo intimo, dedicaba a montar a caballo, a jugar esgrima,
Enrique se paseaba en pijama, sin levantarse del lecho, sobre
las calles bien ordenadas de una ciudad a colores. éQué le im-
portaba no haberla visto? Le bastaba, para quererla, desplegar
el plano de su Baedeker, tocarla con la extremidad de su pluma,
Proyectar en ella el itinerario de su personaje famoso, en algu-
na ocasi6n memorable: la marcha de Luis XVI a la guillotina,
la entrada “de Lindbergh a Nueva York. Asi, a la hora en que
Oscar antes de echarse al €stanque, terminaba su décima sen-
tadilla —hacia sesenta y cuatro— Enrique se habia ya paseado a
lo largo del Sena, entre el Louvre y la calle de Rivoli, internan-
dose en los mercados. Como a su tocayo mds célebre —Enrique
IV, el 14 de abril de 1610-, la carreta de un vinatero le detenia,
no le dejaba llegar hasta el Arsenal. A él, por fortuna, ningtn
Ravaillac le mataba. En cambio, a la hora en que Héctor se re-
solvia a dar la segunda vuelta a caballo a Chapultepec, ya él ha-
bia salido del Capitolio. Como Marco Antonio en el Foro, des-
pués de la muerte de César, empezaba a arengar a la plebe.
iArdides de adolescencia! En cuanto se enamoro de Piedad,
Estrella de dia 21
_——
recordandose de ellos, encargé a su librero una guia completa
de Hollywood. Con el interés fervoroso con que siguiera, a los
veinte afios, sobre un plano de Coventry, la ruta de Lady Godi-
va o, sobre un plano de Paris, el paseo diario de Victor Hugo,
comenz6 a imaginar por qué calles de la ciudad ideal habia ca-
minado su amiga, en qué restaurantes se nutria, en Ja pantalla
de qué monstruosos cinematégrafos se proyectaban sus produc-
ciones.
Otros hombres aceptan su solterfa como una apuesta, como
un deporte. Cada afio que pasa, a su juicio, es un récord que
obtienen. Fingen, al encontrar a otros solteros en los jardines,
en las iglesias, en los teatros, la misma sonrisa cémplice —y sien-
ten, en lo hondo, la misma rivalidad— que caracteriza a los con-
cursantes en las carreras de resistencia. Enrique, no. Para él, la
solterfa no era un deporte. No era un oficio. Constitufa algo
mds complicado y, por diversos conceptos, algo mas noble:
constituia una profesién. Graduarse en ella le parecia suma-
mente dificil. Por eso, cuando vefa pasar a su lado a un soltero
con mds de cincuenta semestres de ejercicio continuo, se con-
movia; sentia deseos de saludarle, de estrecharle la mano, de
quitarse el sombrero, de decirle “maestro”, como en la escuela.
A él la revelacion de Piedad habia venido a robarle las ulti-
Mas esperanzas. Nunca se graduaria. A los veinticuatro afios,
una conjuracién de accidentes le deparaba ocasién honorable
de arrepentirse. Hasta entonces, las mujeres que Je habian inte-
resado se llamaban Xéchit!, Antigona, Iseo,Nefertit-Ra.De una
amaba el don de inventar la embriaguez, el terror de una raza.
De otra, la fraternidad fraternal y filial en el ostracismo, la fa-
miliaridad con la noche, la insubordinacién a la muerte. De la
cuarta, una reina egipcia —los turistas admiran, en los mus€os,
su perfil de madera policromada— no sabia nada con exactitud.
Probablemente por cso aquella mujer disponfa en su vida de
influencia mayor que las otras. Y era a ella, precisamente, a quien‘
22 Torres Bodet: Narrativa completa
Piedad tenia el capricho de parecerse. iSi, al menos, sus rasgos
hubieran podido adaptarse a la mdscara de Cleopatra, a las ten-
taciones de Helena! Las seductoras profesionales no le imponian.
Sin peligro para su alma, la belleza de Piedad hubiera podido
aun confundirse con la de Xéchitl, con la de Iseo. Después de
todo, la contemporaneidad restaria prestigio, en la practica co-
tidiana, a aquellos modelos ilustres. éQué ser{a Xochitl ahora,
la reina X6chitl, creadora del pulque entre los toltecas? Una in-
ventora de cocteles. (Y Enrique, aunque no bebia nunca sino
agua, conocfa noventa y cuatro maneras distintas de mezclar
el vermut con el gin) En cuanto a Iseo, en nuestros dias, con su
credulidad en los brebajes misteriosos, équé podria esperarse
de ella sino que fuese a engrosar la falange, cada vez mds sumi-
sa, de lectoras de prospectos medicinales?
Mala suerte. ¢Por qué raz6n exigieron los hados —Enrique
decfa “los hados’’-- que Piedad no se pareciese fisicamente a
Xéchitl, a Iseo, a la pudica Antigona? ¢Por qué ten{a los ojos,
las cejas, los labios, la palidez de madera esculpida de Nefertit-
Ra? Este solo hecho alteraba sus propésitos. (Cémo imaginar,
en efecto, el itinerario real de una egipcia en el plano de Holly-
wood? ¢Qué comeria en un “Child’s” —o en un “St. Regis”—
una dama de la dinastia décimoctava? Habia que documentar-
se, con todo detalle, acerca de los manjares que reclamaban de
sus mayordomos, cuando iban de viaje, las princesas de Tebas.
Lo mis sencillo, por lo pronto, hubiera sido consultar por es-
crito a la interesada: escribir a Hollywood. Pero era initil. Al-
guien debfa haberle ordenado vivir de incégnito. Probablemen-
te Karl. A la pregunta: ‘“‘¢Cudles son sus platos favoritos?”’, ha-
bria contestado, como cualquier sefiorita de México, poniendo
orden en sus provincias: el alfajor de Colima, los camotes de
Puebla, el muégano de San Luis. ¢Pero es de San Luis el mué-
gano? iQué mal nos ensefian la geografia! . . . Igual en este
punto a la de los dioses, la alimentacién de Piedad ten{a una
Estrella de dia
__
uniformidad venerable: principiaba con el néctar, cesaba con neh
néctar.
El unico arado capaz de penetrar en la tierra del Lacio sin las-
timarla —los agricultores lo afirman— es el de madera. Los otros,
de reja demasiado aguda, la esterilizan. Como esa tierra arcaica,
inteligente a su modo, el alma de Enrique no consentia que la.
rasgasen asperezas indoctas, caprichos bruscos. Nada entraba’ ~
en su corazOn sin haberse gastado antes, pulido antes, como el
arado de palo de Italia, contra los surcos del tiempo.
éNada? . . . Tal vez el amor de Piedad. Pero no. Aun ese sen~”
timiento le venia a él de muy hondo. Mas que un afecto real,’,
parecia ser el recuerdo de una experiencia marchita, desente-
rrada subitamente: la momia rigida y limpia de una pasion di-
secada. El cuerpo que veia, la mano que besaba —porque, antes
de despedirse, algunas noches, insistia en besarle la mano— no
eran la mano y el cuerpo perecederos que ella le tendia, sino
la mano y el cuerpo incorruptos, inexpugnables, que los recuer-
dos de su primera presencia, en la pantalla de un cinematégra-
fo, como embalsamadores expertos, le habian dejado. La sonrisa
de placer, que otros amantes provocan, él habia tenido que in-
terceptarla. Estaba dirigida a un personaje violento, guapo, oji-
verde, ridiculamente orgulloso de su casaca Luis XV: al galin
joven de la pelicula. Lo que otros novios obtienen a fuerza de
persuasion, de paciencia, de osadia y de niiedo bien combina-
dos, él lo obtuvo de golpe, por un peso veinticinco —sdlo por- -
que al director de una empresa extranjera le convefa empezar
ese film al revés, por la escena en que precisamente todos con-
cluyen. Por la escena del beso.
Aquel minuto le iluminé hasta en sus.secretos mds hondos.
No era, naturalmente, la primera vez que veia en la pantalla el:
beso de una gran actriz. Ni era tampoco la primera vez que ad- .24 Torres Bodet: Narrativa completa
a
miraba, en el cine, el perfil de su compatriota. jPiedad Santel-
mo! éQuién no la conociaenla Reptiblica? ¢Por qué, entonces,
no se le habfa ocurrido nunca asociar una intencién personal,
un interés comprometedor y consciente, a la flor de esos labios
distantes? En la orquesta, un vals profundo se desplegaba, ab-
sorbiendo todos los ruidos. Sobre sus sienes, ritmicamente, la
oscuridad latfa. De pronto, una sefiora sentada a su derecha
dejé caer, al mismo tiempo que su abanico, esta observacién
desdefiosa: “iQué ldstima! Yo la crefa mas alta...” A su iz-
quierda, por espfritu de justicia, un caballero exclamé: “Mira,
Lupe, iqué guapa! ¢No encuentras que se parece a Carmela?”
Enrique sintid una amistad intantanea para esa Carmen desco-
nocida.
En la pantalla, los acontecimientos ocurrfan logicamente.
Después del beso, vino el abandono. EI galén de casaca Luis
XV se puso botas de montar, llamé a su lacayo, subid y bajo
sin motivo aparente varias veces una escalera. Saludé a una da-
ma rubia, triste, antipatica: la rival de Piedad. Le dio un abrazo.
Por una puerta estrecha aparecié el marido. Le desafidé para el
dia siguiente, a las cinco de la mafana. Treinta segundos mas
tarde principié el lance. iComo brillan en el cine, bajo los ar-
boles, las espadas de un duelo a muerte! Por fin, después de va-
trios pasos gimnasticos, se desplomé el villano. Mientras tanto,
Piedad, que no se Ilamaba Piedad, sino Elena Duncan, habia
inventado una profesién para consolarse: coleccionaba crepuscu-
los. Era una manta. Detrds de ella, cualquiera que fuese el
escenario, empezaba a ponerse el sol. Como las grandes citida-
des —pensaba Enrique—, la vida de las mujeres hermosas debe
desarrollarse hacia el Occidente. Un ocaso le gust sobre todos.
Aquél con que la pelicula terminaba. Era en otofio, sobre la
terraza de un palacio Renacimiento, Piedad Santelmo, apoyada
en la balaustrada, veia morir el sol. Se advertia, en la posicién
.de sus ojos, en la placidez de sus gestos, una autoridad exquisi-
Estrella de dia 25
ta, de especialista. Aquel reposo del aire en que la luz situaba,
aquellos solemnes fresnos que le anunciaban la noche, la blan-
cura de las fuentes y las estatuas en que el jardin se descompo-
nia; todo la ayudaba a vivir, a penetrar en si misma. En los pri-
meros planos de la pelfcula, un temblor insistente, plateado,
blando: una hoja que se secaba.
Fue su primer encuentro real con Piedad. Al siguiente dia,
encargé a su librero una guia de Hollywood. En sus planos
—
La fotografia de Oscar fue a dar al sur. Entre la piramide de. :.’
Keops y una perspectiva a colores de Rio de Janeiro,su cuerpo, —
sdlido y brusco (se retrataba en traje de bafio), parecia querery
reunir a la naturaleza mas lujuriosa —y al tropico més ar-,
diente— el amor de la arquitectura mas simple, de la eternidad
menos.conmovida,
Aunque nacidos todos el mismo afio, con pocos dias de
diferencia, ninguno de los amigos de Enrique era de su edad.
Rafael, por ejemplo, tenia vicios romanticos. Leia a Byron. Le:
mareaba la misica. El cuello de sus abrigos oscuros estaba...
siempre estrellado de caspa. Héctor admitia el herofsmo. Seis
meses antes, un estudio suyo sobre Papiniano habia obtenido
mencién de honor en jurisprudencia. Desde entonces no hacia:
nada. Para encontrar materia a sus criticas leia los periédicos..
Ningin pais le parecia bien gobernado. Ni la repiblica repre-
sentativa ni la monarquia constitucional lograban convencerle.
Era indispensable, a su juicio, inventar una organizacién mas ~
sutil del Estado. Mientras tanto, todas las tardes, para no
enmohecerse, jugaba dominé en la cantina de don Tiburcio.’
A partir de las siete se evaporaba. ¢Adénde iba? Nadie lo sabia...
Alguien aseguré —un enemigo personal, por supuesto— haberle
visto salir del “Arbeu’, cierta noche, del brazo de una mucha=:40 Torres Bodet: Narrativa completa
cha, ¢Serfa su novia? ¢Con qué otra mujer puede un hombre
inflexible ir a la Opera? ¢Pensaria casarse?... Los bromistas
profesionales se produjeron. A la primera escaramuza, Héctor
busco su abrigo, se despidié brutalmente. Mejor no insistir.
Ambos —Rafael y Héctor— adoraban a las mujeres. Se
vefa enseguida: tenian hermanas, sabjian tocar el piano. Guar-
daban, en los cajones de sus armarios, gruesos fajos de cartas
amarillentas, malvas, azules; distintas en el color de la tinta,
pero idénticas en las faltas y en las promesas. Confiar su amor
a esos seres pod{a ser peligroso. Con Oscar, los riesgos dismi-
nujan, iEra tan pobre! No le quedaban, de Ja antigua fortuna
de su familia, sino las ideas generales y los vestidos de etiqueta.
Sus padres desaparecieron durante la toma de Aguascalientes,
dejandole una instruccién secundaria muy bien cuidada y un
guardarropa [leno de naftalina. Tenia diecisiete afios. Hasta
entonces su smoking le habia sido tan util —tan poco util—
como su zoologia. No tenia donde mostrarlos, Su frac, su
quimica del carbono estaban por estrenar. La orfandad le hizo
ver, por contraste, qué agradable habia sido su vida ocho
meses antes, en la Escuela Preparatoria. Habia que regresar a
México, Sin saberlo, su aspiracion mas profunda coincidia,
punto por punto, con la de todos los revolucionarios. Cierto
dia —mA4s afortunado que Zapata, menos impaciente que
Villa— entrd de nuevo a la capital. Era en junio, un martes
13, a las ocho de fa mafiana.
Llegé por la estacién de Colonia, tocando asi a la ciudad,
por segunda vez, en sus regiones mas limpias, mas persuasivas.
iQué diferencia con las escenas contempladas durante el
viaje desde 1a ventanilla del vagon! Ni los deshilados de Aguas-
calientes, ni las canciones de Silao, ni el Carmen de Celaya,
ni los 6palos de Querétaro valian lo que aquella mariana
dorada frente a la estatua de Cuauhtémoc, bajo las frondas de
la Reforma, En el andén, con un ejemplar del Viaje entrete-
Estrella de dia 41
a EEEEEEEEE
nido debajo del brazo, Salinas le esperaba. Se abrazaron, Se
habjan separado ocho meses antes, en el “Generalito”, des-
pués de un examen de légica. Oscar no recordaba las reglas del
silogismo.
—“No te inquietes” —le habia dicho Enrique.
Y, con un Mipiz de punta muy aguzada, para que no lo
notasen los sinodales, le escribid las respuestas mds necesarias
—iqué letra justa, clara, pequefia!— sobre los pufios de la
camisa. Naturalmente, al acercarse a la urna le temblaron las
manos, Sacé una ficha, El nimero siete: Explicacién y reglas
del silogismo. El profesor Pifiedo le felicito.
—“E] silogismo, sefior Morales, iel silogismo! iLe ha tocado
a usted el silogismo!...””
Enamorado del conocimiento tedrico, el profesor Pifiedo
tributaba a todas las ciencias, y en particular a la légica, un
entusiasmo malsano, un amor impotente y estéril de fauno
sabio. No pudiendo ya gozar de ellas directamente, las pasaba a
sus alumnos, Le bastaba que otros las poseyeran.
A partir de la ruina de su familia, la existencia de Oscar
tuvo que sujetarse a miltiples privaciones. Lo tnico que guar-
daba, de su provinciana elegancia, era el olor a nafta de sus
vestidos, La Asociacién Cristiana —donde encontré alojamien-
to— le impuso una disciplina general, una perfecta higiene,
unas costumbres sobrias y regulares. Sin embargo, aquella
influencia extranjera no consiguié destruir ni el perfume de su
religion, ni el de sus chalecos, El incienso y la naftalina le
habjan saturado durante afios. Le siguieron saturando. Para él,
la Gnica plegaria posible era la plegaria catélica, La tinicalimpieza
honorable, la de un arcén aromatico, de viejo cedro, en una
alcoba de Aguascalientes.
Por cautela —o por lealtad— algunos rostros se acercan a
la belleza, la tocan casi. No penetran en ella, Un poco mas,
en cualquier sentido, y nos parecerian admirables, Con sdlo42 . Torves Bodet: Narrativa completa
SS
que la nariz quisiese, que quisiesen los ojos... Pero no quieren.
En tan minimas concesiones radica a menudo el secreto del
éxito. La belleza se toma de pronto: por traicién, por sor-
presa, raras veces por sitio. El semblante de Oscar vivia ase-
diandola, éLa rendiria? Entre aprender y saber no existe sdlo
una diferencia de grado. Existe también, por fortuna, una dife-
rencia de especie, Hay espiritus condenados, desde la infancia,
a vivir en aprendizaje. Empezaron ayer, empiezan hoy, empe-
zaran mafiana. Asi Oscar. No jugaba nunca. Se entrenaba. No
iba a clases. Tenia una excusa: estaba estudiando... Su boca,
su cuerpo, su inteligencia —provisionales— parecfan el borra-
dor de una boca, de una inteligencia y de un cuerpo defini-
tivos, susceptibles de corregirse por el estudio. Con una convic-
cién respetable, se lavaba los dientes, hacia gimnasia, relefa a
Leroy-Beaulieu, Le juzgaban tonto. Al contrario. Nadie tenia
dientes mas limpios. Nadie corria mas de prisa. Nadie conocia
mejor que él las teorfas del libre cambio. ¢Por qué, entonces,
con aquella dentadura insolente, no era capaz de romper las
mas fragiles avellanas? Y, con aquellas piernas veloces, ¢por
qué no llegaba nunca a tiempo a ninguna parte? Las cualida-
des del alumno no convienen siempre al maestro.
Enrique y Oscar se completaban. Las tendencias del pri-
mero le habrian conducido a la poesfa narrativa, a la historia
romantica, a la erudicién novelesca. Llegar a ser, con el tiempo,
el doctor Cabanés de la Independencia. Ese, acaso, era su des-
tino. Para Gscar, en cambio, la literatura y la historia sdlo
existfan en funcién de las estadisticas, Del Poema del Cid,
del Cantar de Roldan, lo que retenfa era el total exacto de ale-
jandrinos. Contaba las comedias de Lope, los sonetos de Shake-
speare, las antitesis de Victor Hugo, los ripios de Campo-
amor. Todo cuanto la obra escrita del hombre suele perpetuar
en namero, su alma lo conservaba. Sabia por ejemplo, con
desconsoladora exactitud, cudntas palabras componen el
Estrella de dia 43
SL
vocabulario de Goethe, de cudntos ayes estuvo hecho el de
Espronceda, Mas que un camarada, era un diccionario. Mas que
un diccionario, era un metro. La unidad normal de medida que
los pafses conservan, debidamente sellada, en sus ministerios
de industria. El arquetipo de la deidad decimal que los liba-
neses destinan, en la Lagunilla, a acortar los brocados y las al-
fombras. La barra de platino y de iridio depositada en Sévres
(Pabellon de Bréteuil) para simbolizar, a temperatura de 0
grados, la cuarentamillonésima parte de un meridiano terrestre.
Eso —y solamente eso— era Oscar. Una convencién adoptada
por casi todos los pueblos civilizados. Un metro psicolégico,
mas all4 del cual el resto de los amigos de Enrique le resultaba,
como el sistema inglés de pesas y medidas, una caprichosa
costumbre.
Por desgracia, ignoraba él atin en aquellos dias a qué refina-
mientos crueles se compromete la humanidad cuando recurre.a
la ldgica. El revolucionario francés que propuso a la Asamblea
Constituyente la aceptacién del sistema métrico no fue por
cierto Dantén, el apasionado y franco Danton; ni Robespierre,
el rectilineo y frio Maximiliano, Fue Talleyrand, el tortuoso
Talleyrand, el evasivo maestro de tantos lances hipécritas...
De conocer aquel hecho, Enrique, probablemente, hubiera
reflexionado.
Frente a Los Discipulos de Emmaus le esperaba su amigo. A
las primeras palabras se rehus6 a creerle. ¢Enrique enamorado?
Le parecia imposible. iY de quién! Tenfa gracia la coinciden-
cia. Pues las cosas hab{an llegado a tan grave extremo; valia
més no negarlo. Piedad era su sobrina. Una de esas sobrinas de
igual edad que los tios, como no se dan, ahora, sino en provin-
al
|
cias, La diferencia de fortunas entre una y otro, que la revolu-
cién acentuara, le determiné a conservar en secreto aquel44 Torres Bodet: Narrativa completa
parentesco. Aunque no poseyera ya los millones que las revis-
tas de cine le adjudicaban, el padre de Piedad continuaba
siendo riquisimo, A Oscar por despecho, le daba célera confe-
sarlo. Le daba envidia, ademas, admitir —mientras hacia sus
genuflexiones diarias en el gimnasio— que su sobrina pudiese, sin
necesidad de seguir régimen alguno, conservarse tan 4gil y tan
esbelta, Comiera lo que comiese, no engordaba. Su peso era
fijo: ciento cuatro libras, Hasta en eso la suerte la protegia.
Era, exceptuando a Lon Chaney, de cuerpo elastico a volun-
tad, la dnica actriz de Hollywood —los periédicos lo afirma-
ban— capaz de nutrirse con féculas. Enrique habia pecado por
desconfianza. iCémo no le conté sus congojas a Oscar desde
un principio! Le habria interesado charlar con él de sucesos
ocurridos diez afos antes, cuando Piedad tenia trece, en casa
de los Santelmo, en Aguascalientes. Su primo, don Baltasar, era
Propietario de una hacienda importante en Las Animas.
Oscar pasaba alli sus vacaciones. A Piedad, quién sabe por qué
razén, la llamaban todos “‘la china’’. Mas tarde; cuando se
instalaron en México, la cortejé un arquitecto portugués,
venido a la Republica para estudiar el arte del Virreinato. Se
apellidaba Figuereido. Poco a poco, en la imaginacién de
Enrique, la biografia de Piedad fue cobrando contornos
solidos. Oscar le presentaba, a contraluz, las instanténeas obte-
nidas diez afios antes, como si fueran realmente fotografias;
negativos de fotografias. No les pon{a marco, No las comen-
taba. A lo sumo, al volver a insertarlas en su memoria, les
afiadia una fecha. Con precisién de conocedor, al pie de cada
recuerdo, como en las estampas de un album, apuntaba un
nombre de ciudad, un apellido de mujer, una explicacién
diminuta e indispensable. Piedad a los trece afios. Piedad en la
escuela. Primera comunién de Piedad...
Enrique guardaba silencio. No queria descomponer el gra-
cioso desorden en que su amigo se la ofrecia. Hasta ese ins-
Estrella de dia 45
tante, su libertad de espectador le habia permitido considerar
a aquella mujer —solamente visible en la sombra— como a un
ser inmutable, preconcebida, sin variantes.ni cicatrices. La irre-
gularidad con que Oscar la rescataba, esos trozos que omitia,
€sos otros, inesperadamente pueriles, que inventaba; todo con-
tribuia a tefir de verdad el espectro, En el fondo, pensaba
Enrique, éno es asi como conocemos siempre a los hombres?
Nunca partimos de las ideas generales. Nos apoyamos, al con-
trario, en los hechos pequefios, Antes de saber si alguien cree
o no en la inmortalidad del alma, afirmamos ya que es moreno,
alto, robusto, que levanta los hombros al caminar. Para él,
tan paciente, un juego de paciencia le conven{a, Ese, por ejem-
plo. Recortar a una mujer, desarticular sus fragmentos. Luego,
pieza por pieza, sobre una pagina en blanco, irlos pegando
con goma. Oscar no sometia la conversacién al método rigo-
roso que, en tales casos, su compafiero hubiera propuesto, Era
mejor asi, Para obedecer a la orden: “Describa usted a su
prima”, Enrique habria principiado (como en la escuela, al
elogiar la vida de un héroe) por esbozar el paisaje de su pro-
vincia, por describir la parroquia de su pueblo natal. Inmedia-
tamente definiria huellas hereditarias. Mas tarde, hablaria de
ella, ¢Por qué no? Si, pero al ultimo. Y no de una sola vez,
iQué peligrosas todas jas s{ntesis! Insistiria, primero, en su -
salud, en su temperamento; justificaria ciertos defectos espi-
rituales por el estudio de algunas lacras fisiolégicas. Apre-
ciarfa su educacion, sus costumbres. Analizaria sus gustos, su
tipo de belleza, la benignidad o la fuerza de su caracter.
éCémo aplicar a la descripcién de una “estrella” los proce-
dimientos ya utilizados en el colegio para juzgar a Rayon
(clase de historia patria) y para comprender a Spinoza (clase
de filosofia)? Oscar, por fortuna, no intentd hacerlo. No era
tan culto. Preferfa seguir mezclando las épocas, los ambientes.
Por eso hablaba ya del catarro que Piedad padecié en 191646 Torres Bodet: Narrativa completa
crt
sin explicar por qué, en 1908, después de una pulmonia, sus
padres la Ilevaron a Cuernavaca. En su relato, una Piedad
Santelmo de cinco afios, todavia balbuciente, venia de pronto
a contradecir lo que dijera del mundo, minutos antes, otra
Piedad Santelmo de trece afios, ya maliciosa y escrupulosa,
iConmovedora anarquia! El tiempo, a menudo tan estricto,
aceptaba las mas absurdas enmiendas. Desde su infancia,
1902 habia sido para Enrique ‘‘el afio en que Javier murié de
escarlatina”. Un resplandor imprevisto lo iluminaba: el naci-
miento de Piedad. Otras fechas, de alegres que eran, volvianse
deplorables. Asi, el d{a que conocié a Rafael en Ja Escuela
Preparatoria —17 de abril de 1914-, Piedad, al saltar de lo alto
de un “‘poney”, se habja roto una pierna. La imaginaba en Las
Animas, en su cama de colegiala, con la rodilla oprimida por
un cilindro de yeso, Subitamente, la poesia de Francis Jammes
le parecié deliciosa. ¢Cémo empezaba “Manzana de Anis”?
Proyecto releerla.
Invalida, hubiese amado mds a Piedad. La hubiese amado
mejor. Al privarla de esa cojera posible, los médicos —a juicio
de Enrique— se hab{an equivocado. La perfeccién aburre. Por
fortuna, en el caso de Piedad, la perfeccin no era ya tan com-
pleta y tan honda como decian, Alguna vez, al acariciarla
—estaba seguro de poseerla—, sus manos se detendrian en ese
pidico sitio de su persona donde una grieta interior estaba
minando a la estatua, El atractivo que inspiran los lunares de
algunas mujeres (o sus defectos), él lo encontraba, gracias a
Oscar, en esa cicatriz: pedacito de hueso invisible desde cuyo
refugio una muerte profesional vigilaba a Piedad, la velaba,
calladamente la persuadia...
No confeso su entusiasmo. Oscar, en el fondo, era un alma
egoista. Admitia con igual candor el auxilio de la cultura, la
benignidad de las estaciones. Ni le agradecia a Pasteur la vacu-
na que le salvo de morir, cuando nifio, durante la gran epi-
Estrella de dia an
demia de Aguascalientes, ni preguntaba por qué los dias de
septiembre son més dorados que los de marzo o las naranjas de
enero tienen mas jugo que las de octubre. No le perdonaria su
regocijo. No lo comprenderia. La pobreza le habia ensefiado.a
no comprar sino trajes hechos, a no leer sino libros clasicos, a
no obsequiar sino cosas utiles. Siempre que un proverbio podia
ahorrarle el esfuerzo de una reflexion personal, usaba el pro-
verbio. A la mejor orquesta, al mds célebre concertista, prefe-
ria una victrola. A la lectura de las poesias de Verlaine, la del
articulo “Verlaine”, en la Enciplopedia Britanica, Era el per-
fecto hijo adoptivo de la Y.M.C.A. Todo cuanto implica un
esfuerzo visible del hombre —dulzura de una noche estrellada,
tenuidad de un encaje auténtico— escapaba a sus percepciones,
Le faltaba, de nacimiento, esa delicadeza del tacto que nos per-
mite apreciar ante todo, en una obra, las dificultades vencidas,
y en una mujer o en un hombre, aparentemente serenos, la
pasion, el defecto, la clera, el relampago que los roen.
iPreferir a una invalida! Para que no le juzgase demente,
Enrique disimulé su alegria, En vano hubiera pretendido
explicdrsela, El tiempo ya no bastaba. Eran las siete. Estaban
cerrando. En el patio, a la luz de las primeras bombillas, los
Ultimos estudiantes de arquiteccura conversaban de Rem-
brandt, a los pies de la Noche, de Miguel Angel. Salieron. Toda
la ciudad, a su paso, empezaba también a cerrarse. Como en los
dias mds breves, cuando el crepisculo ahuyenta de San Carlos
a los turistas, a los pintores, a los devotos mds concienzudos de
Echave el Viejo, la sombra, de porteros imperceptibles, se
habia puesto a guardar la ciudad por asuntos, en anaqueles,
como los libros de una biblioteca; a clasificarla en carpetas, por
dimensiones, como las estampas de una galeria. Vieja novela
romantica, de vifietas borrosas, la Alameda hab{a sido el pri-
mer volumen en regresar al estante. La siguieron, en desigua-
les hileras, los tomitos en rastica de las calles. Pasadizos humil-48 Torres Bodet: Narrativa completa
des, tiendas, estancos: decimononicas historietas de Micros
insertadas, por un error de biblidfilo, entre los solemnes
in quartos modernos de las construcciones de lujo: aguafuertes
dé Ruelas emborronadas, al pie de un farol, por la ducha meté-
lica de las lamparas. Quedaban abiertos, naturalmente, como
en todas las bibliotecas, las obras de consulta, los grandes
libros de viaje, los diccionarios: el edificio de Correos, una
agencia de inhumaciones, tres cinematégrafos. En cambio, los
tratados especiales —una farmacia, una joyeria, un expendio de
discos— no podrfan ya releerse esa noche. Estaban cerréndolos.
Ejemplares valiosos, en papel fino, de una edicion restringidi-
sima, la ciudad no los dejaba al contacto del piblico sino
durante el dia, a ciertas horas, en circunstancias reglamentadas.
Entre los recuerdos de Enrique y la presencia de Piedad corrié
el otofio, desde esa tarde, una cortina de Iluvia. Nunca habia
llovido tanto, en México, del primero al diez de noviembre.
Los periddicos protestaron. Algan dios, algin general, algan
petrolero enemigo estaban subvencionando, seguramente, esa
ofensiva de plata. Un otofo lluvioso, en la altiplanicie, es un
contrasentido. El agua, que el Distrito Federal no comprende,
salvo en verano, sino en los acueductos de Xochimilco —y, los
domingos, en Chapultepec, bajo las alas de los cisnes— queria
dar a esas horas, ya despojadas y sobrias, un patetismo super-
fluo, Enrique no lo admitia, Le gustaban los secos cielos a que
el otofio de su patria, desde la infancia, le tenia acostumbrado.
Y le desesperaba esa lluvia tardia, arpista sin talento, que pre-
tendia borrar la mala impresién producida en el auditorio (el
nivel de las aguas, aquel afio, habia sido reducidisimo) rega-
lando a los asistentes, fuera de programa, con una serie de
encores, En otros tiempos, lejanos ya para Enrique, las irre-
gularidades del clima no le indignaban. Entre dos lecturas es
Estrella de dia 49
eee
agradable espaciar los ojos, cerrar el libro. Luego, tras de
asomarse al balcon, volver a sentarse, decirse a sf mismo:
“iQué frio hace! iComo llueve!””.., Lo que tantos muchachos
deploran —una majiana perdida, un campeonato de tennis.:no
presenciado—, a él, al contrario, le parecfa un favor de la tierra.
Si no lloviera nunca, afirmaba, équién se figuraria por com-
pleto la batalla de Waterloo? Si nunca hiciese frio, écomo ad-
mirar plenamente la audacia de Amundsen? Asi, con singu-
lares contribuciones, la meteorologia completaba en su alma -
la representacién de la Tierra que mapas, planos e historias le
permitfan,
Era curioso, Pero, mas atin, sedentario. Habria dado tal vez
un afio de vida por ver nevar, pero cinco, indudablemente,
por no tener que ir al Polo. Con excepcién de la nieve, caida.
en el Distrito Federal solamente una vez, en 1904, le habfa
tocado vivir, para su consuelo, en un pafs formidable, En su
catdlogo de fendmenos sdlo faltaban la nieve, el siman, el
tifon, las auroras boreales. Pero conocia el relampago, el terre- :
moto, la lluvia, el granizo y sentia una predileccién especial
por los eclipses de luna. Como todos los hombres del trépico
—nadie aprecia lo que posee—, hubiera cambiado una hora de
limpio calor por un pedazo de niebla. Le inspiraban compa-
sién (la compasién mas profunda, la geografica) esos estudian-
tes de Australia condenados a celebrar entre ventiladores y
limonadas la noche de San Silvestre, Volvia a su tesis: “La vida
de Bonaparte”, ¢