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‘aps, V2 ESTRELLA DE DIA X2603816 Estaba en lo mejor de su vida. Porque una mujer no se desarrolla, no crece como un hombre... Nace un poco a cada momento, pero pone tiempo en nacer, Séren Kierkegaard Una carcajada. De su risa, como de sus trajes, Piedad salia de pronto, silen- ciosamente desnuda. Enrique sintié deseos de agradecerle esa lealtad de su rostro, incapaz de volver paso a paso a la seriedad por el camino de las insinuaciones tortuosas, de las sonrisas cada vez menos brus- cas. Estaba alli, frente a él, Habfa que aceptarla. Ojos secos, dulces, azules, Frente recta. Cabellera de rizos bien ordenados. Un minuto antes, con mil olanes alegres, suaves, profusos —como un vestido de época-, el jabilo la envolvia. Las carcajadas de Piedad cometian siempre ese error. Parecian cortadas para triunfar en un concurso de disfraces, en un desfile de historia. Las hab{a delgadas, estrechas, estilo Imperio. O complicadas y musicales, con encaje y gasas barrocos, como crinolinas. Sobre sus pliegues hubieran podido lucir la modestia de una reina, el descote de una favorita... iLa sabia tan sincera! La dejaba os- tentar todas sus galas indtiles. Bajo la risa que fingia legado el caso de. confesarla, sus manos no encontrarfan subterfugios, trampas, recelos: ninguno de los obstaculos de carey, de metal o de espuma que protegicron en otros: siglos —corsé, moral, blondas— el pudor de las elegantes. _ Dejar de reir, para ciertas mujeres, implica sacrificios. La risa a menudo es traje costoso. No saben romperlo. A su definitiva seriedad, como a su completo desnudo, nos preparan por grados. Nadie ensefié a Piedad ese lujo de Ja sonrisa, ropa interior de la 10 Torres Bodet: Narrativa completa —_— eee carcajada, entre cuyas demoras amables las tentaciones se agu- zan y las promesas se pierden. Por suntuosas que fueran —tenia el jabilo vasto de una cazadora, de un ndufrago-, emergia de sus risas absolutamente desnuda, deliciosamente mondada, co- mo una fruta, con la rapidez de la “estrella” que se despoja, pa- ra bailar un jazzen el entreacto, del uniforme solemne de la re- vista. A Enrique, al principio, aquella falta de transicion le asusta- ba. Estaba habituado a llegar a la seriedad de las mujeres —a su desnudez—, al final de un descenso infinitamente variable de pequefios prejuicios, a través de un muestrario infinitamente sensible de prendas intimas. Aquella rapidez le ofendia, le da- ba vértigos. Era como si alguien, en una clase de historia del ar- te, con proyecciones, lograse borrar la alegrfa ostentosa de una nayade de Jordaens con la discreta melancolia de la Gioconda y la melancolfa de la Gioconda con la placidez de la Venus de Milo, Esbozaba un chiste. . . Queria ver si la risa podia otra vez encender esos labios serios, lentos, adustos, bruscamente muer- tos. Hay amantes asi. ¢Refinados? ¢Ingenuos? ¢Torpes? Fren- te a la entrega total no se atreven. Apagan las luces, cierran los ojos. Para llegar a la posesién no aceptan el disparo del monta- cargas: prefieren los peldafios de la escalera. . Piedad aguardaba. ¢Qué cosa? Enrique, por lo pronto, no imaginaba lo que su amiga queria. Buscé en s{ mismo. ¢Un ci- garrillo? ¢Una pluma? Ni una ni otra cosa. No le interesaban. No escribia nunca. Iba al telégrafo. No fumaba. Tenia los dien- tes més luminosos de América, el aliento mas puro de México, los dedos mas sonrosados del Distrito Federal. Con mujeres co- mo ella vale més parecer descortés que sordo, sordo que galan- te. iLlevaba tantos afios de tratarla! iHab{an recorrido juntos tantos paises! No era cierto. Hacfa un mes que se conocian. Ni un minuto més. Desde entonces sdlo confesaban una excur- sién verdadera: un paseo a Xochimilco. Las otras no eran sino Estrella de dia 11 escapadas imaginarias, con el mango de la pluma fuente de En- rique sobre el plano de una guia de Paris. Se senté a su lado, como un amigo de toda la vida, con la familiaridad inocente del vagabundo que, al subir a un trasatldntico, aproxima su silla de la que luce, en el centro del puente, la tarjeta de la prima donna, el apellido de la millonaria o, simplemente, el perfil mas hermo- so de a bordo. éQué relacién encontraba su alma entre la amis- tad de Piedad y el ocio de una travesia? ¢Por qué no podia mirarla sin pensar en el cielo desnudo, en la trepidacién de una hélice, en el balanceo de un horizonte? éCon qué fin anotaba en su diario todas las noches, a medianoche, el tiempo gozado en su casa, como los capitanes apuntan todos los dias, a mediodia, las singladuras del barco? iPiedad Santelmo! Sus inicales —P.S.— Lo més sobrio y enjuto de su persona, le traian recuerdos de cartas interrumpidas. ¢De qué noticias eran posdatas su pelo ru- bio, sus manos quietas, sus ojos secos, dulces y azules, como violetas cristalizadas? Para hacer més perfecto el encanto, le hablé de su prima: Soledad Olga. Estaba en Montevideo. Se habia casado con un diplomatico peruano. Antes de partir le habia regalado a su madre esa casa, esos muebles . . . Sus inicia- les de soltera, S.O.S. —se apellidaba también Santelmo—, pobla- ban aiin las copas, los estantes, los libros; perforaban el cuero de las petacas, troquelaban la plata de los cubiertos, esmalta- ban la porcelana de las vajillas. iS.0.S.! Cada cosa estaba en pe- ligro, cada objeto pedia socorro. Cada trozo de tarta que se lle- vaba a la boca, al servir el té, con ese tenedor de mango labra- do, podia ser el Ultimo de su vida. Enrique, para distraerse, abrié la ventana. En vez del oleaje encrespado que imaginaba, encontré una playa burguesa, de frondas verdes, llena de paja- ros: el mar con que la primavera acaricia, en las nuevas colo- nias, las iltimas avenidas. Hermoso dia. El cielo, el aire, las rosas, el verde mévil del césped; todo parecia brufido, acabado de salir de la fabrica. 12 Torres Bodet: Narrativa completa Era aquél uno de esos momentos extrafios en que la humani- dad, sin hacerse a si misma violencia, no podria creer en la gue- tra, en la peste, en el reumatismo, en la utilidad de las aspirinas. Las compafifas de seguros no habijan registrado esa tarde ningu- na péliza. Ante tamafia paz, équién piensa en la muerte? Las cajas de ahorros estaban desiertas, Nadie temia a la vejez, ala tisis, al robo, a los inviernos sin trabajo. La madre en Enrique tenfa un hermano banquero. éCudntas personas habrian ido a recoger esa tarde, a su banco, el dinero de sus depédsitos? No por desconfianza. Querrian, sencillamente, disponer de una su- ma importante en metilico para comprarse un avion, una his- toria, el original de un pasado ilustre. iQué delicia! Poder ofre- cerse el lujo de transmitir al Louvre este cable: “Interesados ad- quirir cuatrocientos metros cuadrados de Rubens Stop. No discuto precios.” O este otro, al Museo Britdnico: “Dispuesto Pagar lo que se me pida por dos toneladas y media escultura griega de buena época Stop. No quiero Venus.” Al mismo tiem- po que la suavidad del crepusculo, Enrique aspiraba el orgullo de las riquezas, la embriaguez del dominio, el olor de los érbo- les barnizados. - Volvié a sentarse. En su silla, como una estampa, Piedad le aguardaba.No habia cambiado de postura. Tenfa sobre su fal- da el mismo libro entreabierto: Romeo y Julieta ¢Leta? Pare- - cia absorta en una reflexién invariable, superior a la necesidad de la charla, al placer de la lectura. Enrique sintié deseos de irse, de darle un beso. ¢Qué preferir{a ella? Su retirada, probable- mente. Las caricias la impacientaban. Pero si se iba, volverfa a sofarla, a pensar en ella comoen una mujer orgullosa e inaccesible, llena de encantos. No hay vesti- do que siente mejora una amiga que la distancia. Le perseguirian, durante meses, todas las volubles Piedades que le habian conven- cido y vencido desde el instante en que Piedad le gust6. La parca joven, de traje negro, que encontré cierta vez en sus manos, Estrella de dia 3 como por juego, la linea del desastre. (Si, morirfa alos treinta aiios; si, escribiria un ensayo sobre Jorge Manrique; no, no veria : jamas a la Pavlova...) Y la otra, laeconémica, la hacendosa, ama de casa perfecta. (De cada flor del jardin conservaba una copia en la sala, de cresp6n o de terciopelo, para el caso en que la especie ; del ejemplar natural se olvidase, palideciese, se traicionase a sf misma.) La desconfiada, que no dejaba nunca un armario abier- to, una frase trunca. Y la generosa, la heroica, de quien los perio- dicos reproducian los retratos: “Piedad Santelmo entregando un jaguar al sefior director del parque zoolégico.” O comenta- ban las frases: ‘“Cémo se enciende una estrella. Revelaciones sobre Hollywood.” A los veinte afios, Piedad era ya famosa. Descubierta —a los diecisiete— por un director de cine venido a México para orga- nizar, en nombre de una fabrica internacional de productos de - belleza, el mas grande concurso de cejas de la Republica, los empresarios de Los Angeles no tuvieron inconveniente en lan- zarla al mercado, de pronto, como vedette de la pantalla. Habfa empezado, al fin, la edad venturosa en que la novela de aventu- ras cedia el paso, en el cine, a la comedia psicolégica, al drama de costumbres. Nadie se interesaba por Salammbe, por Quo va- dis?, por Los tres mosqueteros. El coturno, la tanica y Jas lori- gas engrosaban, en el] guardarropa ya indtil, el batallén de las calzas y los gregiiescos, los talabartes y los jubones. En el olvi- do, los extremos se reconcilian. La sobria linea del peplo admi- tia la vecindad de las golas, de las gorgueras, el oleaje de las pe- lucas. Enrollada en kilometros de celuloide, la historia antigua solo seducia yaa los devotos de Ramon Novarro, a los lectores de Fabiola, En vez de llamarse Yago, La mascara de bierro, los filmes se llamaban Alas, Invierno, Sombras o, cuando mucho, El abanico de lady Windermere. . . Bajo las manos de De Mille, el

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