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BOB DYLAN EN LA ENCRUCUAOA

GREILMARCUS
G R EIL MARCUS

Like a Rolling Stone

O nce upon a time you dressed so fine


Threw the bums a dime, in your prime
D idn't you?
People call, say beware doll, you’re bound to fall, you thought they were all
A-kiddin’ you
You used to
Laugh about
Everybody that was
Hangin out
Now you don’t
Talk so loud
Now you don’t
Seem so proud
About havin’ to be scrounging
Your next meal

How does it feel?


How does it feel
To be without a home
Like a complete unknown
Like a rolling stone?

8
A LA RADIO

Como un canto que rueda

En otro tiempo ibas muy elegante


En la flor de la vida arrojabas centavos a los mendigos
¿Recuerdas?
La gente ya te avisaba, ojo niña, vas a acabar mal, tú
Pensabas que bromeaban
Y te reías
De todos
Los que andaban
Por ahí
Ahora ya no
Hablas tan alto
Ahora ya no
Pareces tan orgullosa
De tener que gorrear
Tu próxima comida

¿Qué se siente?
¿Qué se siente
Vagando sin hogar
Por todos ignorada
Com o un canto que rueda?
GR EIL MARCUS

Aw you’ve
Gone to the finest school alright Miss Lonely but you know you only used to get
Juiced in it
Nobody’s ever taught you how to live out on the street
And now you’re gonna
Have to get
Used to it
You say you never
Compromise
With the mystery tramp but now you
Realize
He's not selling any
Alibis
As you stare into the vacuum
O f his eyes
And say
D o you want to
Make a deal?

How does it feel?


How does it feel
To be on your own
With no direction home
A complete unknown
Like a rolling stone?

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A LA RADIO

Sí doña Soledad
Fuiste al mejor colegio pero bien sabes que allí te
El día mamada
Nadie te ha enseñado a vivir en la calle
Y ahora te toca
Acostumbrarte
A eso
Dijiste que jamás
Transigirías
Con el vagabundo misterioso pero ahora
Adviertes
Que él no vende
Coartadas
Mientras contemplas el vacío
De sus ojos
Y le preguntas
¿Quieres
Hacer un trato?

¿Qué se siente?
¿Qué se siente
A solas en la vida
Sin hogar en tu camino
Por todos ignorada
Com o un canto que rueda?
GREIL M A RCUS

Ah, you
Never turned around to see the frowns
On the jugglers and the clowns when they all did
Tricksfo r you
Never understood that it ain’t no good
You shouldn’t
Let other people
Get your
Kicks for you
You used to ride on a chrome horse with your
Diplomat
Who carried on his shoulder a
Siamese cat
Ain't it hard
When you discover that
He really wasn’t
Where if s at
After he took from you everything
He could steal?

How does it feel?


How does it feel
To have you on your own
No direction home
Like a complete unknown
Like a rolling stone?

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A LA RADIO

¡Ah!
Nunca te volviste a ver el ceño
De malabaristas y payasos cuando hacían
Sus números para ti
Jamás comprendiste que no es bueno
No conviene
Dejar que los demás
Se lleven
Los palos por ti
Montabas un caballo cromado
Con ese diplomático
Que llevaba al hombro
Un gato siamés
¿No fu e duro
Descubrir que
No era
Tan estupendo
Cuando te quitó todo
Lo que pudo robar?

¿Q ué se siente?
¿Qué se siente
A solas en la vida
Sin hogar en tu camino
Por todos ignorada
Com o un canto que rueda?

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G R EIL MARCUS

Ahhhhhhhh
Princess on the steeple and all the
Pretty people they’re all drinkin’ thinkin’ that they
Got it made
Exchanging all precious gifts
But you better
Take your diamond ring
You better pawn it, babe
You used to be
So amused
At Napoleon in rags
And the language that he used
Go to him now, he calls you, you can’t refuse
When you ain’t got nothin’
You got
Nothing to lose
You’re invisible now, you got no secrets
To conceal

How does it feel?


Ah, how does it feel
To be on your own
With no directionHome
Like a complete unknown
Like a rolling stone?

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A LA RADIO

¡Ahhhhhhhh!
Princesa en la torre y toda esa
Gente guapa que bebe convencida
De su éxito
E intercambia preciosos regalos
Pero más vale
Que te quites el anillo de diamantes
Más vale que lo empeñes, nena
Te hacía
Mucha gracia
Aquel napoleón andrajoso
Y su manera de hablar
Ve ahora con él, te llama y no puedes negarte
Cuando nada tienes
Nada tienes
Que perder
Ya eres invisible, no tienes secretos
Que esconder

¿Qué se siente?
¿Qué se siente
¿A solas en la vida
Sin hogar en tu camino
Por todos ignorada
Com o un canto que rueda?

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G R EIL M ARCUS

Versión cantada por Bob Dylan en Nueva York el 16 de junio de


1965. Seis minutos y seis segundos. Productor: Tom Wilson; inge­
niero de sonido: Roy Halee con Pete Duryea como ayudante. Mi-
chael Bloomfield, guitarra; Bob Dylan, guitarra rítmica y armónica;
Bobby Gregg, batería; Paul Griffin, piano; Al Kooper, órgano; Bruce
Langhorne, pandero; Joe Macho Jr., bajo. Fue publicada por el sello
Columbia (45-43346) el 20 de julio. Entró en la lista de Billboard
el 24 de julio y alcanzó el puesto número dos el 4 de septiembre. El
número uno de esa semana era «Help», de los Beatles.

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SUMARIO

Prólogo......................................................................................... 21
Primera parte........................................................ 29
El día en que mataron a Kennedy............................................ 31
La nación de los Top 4 0 .............................................................. 31
El hombre de la cabina telefónica............................................ 61
Segunda parte........................................................................... 79
El ídolo de San Jo sé .................................................................... 81
En otro tiempo......................................................................... 95
En el aire...................................................................................... 101
Tercera parte............................................................................... 131
En antena..................................................................................... 133
Tres escenarios............................................................................. 147
La democracia en América...................................................... 157
La movida de Londres............................................................. 167
Una vez m á s................................................................................ 175
Epílogo....................................................................................... 189
Agradecimientos................................................................................. 205
PRÓLOGO

1 15 de junio de 1965, en el estudio A de Columbia Records, el


cantante está intentando meterse en la canción tecleando las no­
tas en el piano. Hay una sensación de alegría que queda rota tan pron­
to como empieza a cantar. Su voz suena como si acabara de salir de la
lavandería y hubiese encogido tres tallas. Arranca al azar unas pocas
notas de su armónica. El compás de 3 por 4 es doloroso y hunde con
su peso la melodía, ya de por sí lenta, hasta que ésta se derrumba por
los suelos. El organista se adentra en la música como alguien que pre­
sencia un accidente y decide hacer algo para ayudar aunque sea inútil:
¿Estás bien? La canción se extingue después de un minuto y medio. «Se
me ha ido la voz, tío», dice el cantante. «¿Quieres volver a intentarlo?»
— Es un vals — dice el productor.
— No es un vals — dice el cantante.
— ¿Me concede este baile?

— ¿Sabes lo del nuevo disco de Bob Dylan?


— No, ¿qué pasa?
— Se titula «Like a Rolling Stone». ¿No te parece increíble? Como
un rolling stone. Como si quisiera unirse al grupo. Como si él fuera
uno de los Rolling Stones.
— ¿Y qué tal es?
— No lo sé, todavía no ha salido a la calle. Es algo que he leído.
— Me estás tomando el pelo, ¿no?
GREIL MARCUS

— ¿Y quién es ese «napoleón andrajoso» del que se reía la chica en


la canción? La música está muy bien, pero la letra es disparatada.
— Está claro que se trata del propio Dylan. «Su manera de ha­
blar»: es como si quisiera humillar a alguien que menosprecia sus
canciones.
— Eso no puede ser, no es tan estúpido.
— Vale, pero entonces ¿de quién se trata?
— No sé, ¿quizás de Martin Luther King?

Pregunta: — Qué pasa si cortan una canción por la mitad, como


ocurrió con «Subterranean Homesick Blues»?
Bob Dylan: — No hubo necesidad de cortarla.
— No había que hacerlo, pero lo hicieron.
— No, no lo hicieron.
— ¿No?
— Tú te refieres a «Like a Rolling Stone».
— Ah, sí, eso es.
— La cortaron por la mitad para los pinchadiscos. Mira, a los
pinchadiscos les daba igual si estaba cortada, porque en la otra cara
estaba la continuación... si alguien tiene interés basta con darle la
vuelta y oír qué pasa al final.

Conferencia de prensa en San Francisco (3 de diciembre de 1963)

Un golpe de tambor como un disparo de pistola


El 24 de julio de 1965 fue el día en que «Like a Rolling Stone» de
Bob Dylan entró en las listas de ventas. Estaba en todas las radios
de Estados Unidos y se encaminaba a la cumbre. Cuando el batería
Bobby Gregg empuña la baqueta para inaugurar así los seis mi­
nutos del single, aquel sonido (una suerte de anuncio seguido de
un silencio, luego una fanfarria creciente, luego la canción) fijó la

22
PRÓLOGO

situación en que se hallaban los protagonistas de la música moder­


na que libraban entonces una batalla por un premio cuyo nombre
nadie pronunciaba: quizás el mejor disco nunca hecho, o tal vez el
mejor disco que nunca se haría. «¿Adonde vamos? ¿A la cumbre?», se
preguntaban los Beatles a principios de los sesenta, cuando sólo ellos
lo sabían. «¡A la punta de la cumbre más alta!» se prometían ellos
mismos, antes incluso de que su mánager Brian Epstein empezara a
escribir a las discográficas de Londres con su provinciano papel de
cartas de Liverpool, asegurando que su nuevo grupo sería algún día
más grande que Elvis. Pero en 1965, los Beatles, los Rolling Stones,
Bob Dylan y todo aquél que podía subirse al tren se superaban unos
a otros cada mes, como llevados por una riada. ¿Se trataba de la
riada de temor y expectativas que había sacudido a gran parte del
mundo occidental desde el asesinato del presidente Kennedy apenas
dos años antes, una suerte de libertad nihilista donde las certezas del
pasado habían sido barridas como si fueran árboles y automóviles?
¿La sublevación utópica del movimiento por los derechos civiles o las
culturas extrañas que aparecían en ciudades universitarias por todo
el país, en Inglaterra o en Alemania? Nadie escuchaba música en la
radio como si se tratara de una realidad aparte. Cada nuevo éxito pa­
recía preñado de novedad, como si su fin fuera no sólo encumbrarse
en las listas sino también detener de golpe el mundo y ponerlo en
marcha de nuevo. ¿Qué había en la cumbre? ¿Fama y fortuna, gla-
mur y estilo, o algo distinto? ¿Un sonido que podías dejar atrás para
marcar tu presencia en la Tierra, algo que circularía por el éter de las
señales de radio perdidas, algo que recibirían las generaciones futuras
o que incluso podrían captar las ya desaparecidas? ¿La oportunidad
de hacer que los tiempos hablaran con tu propia voz o la de descu­
brir la voz de los tiempos?
A principios de año, los Beatles habían dado el pistoletazo de
salida con el brillante estremecimiento de los primeros y últimos
acordes de «Eight Days a Week». Nadie podía imaginar un sonido

23
G R EIL M ARCUS

más jubiloso. En marzo, los Rolling Stones sacaron el mortal y extra­


ñamente sosegado «Play with Fire», un single que parecía cuestionar
la identificación que el pop establecía entre felicidad, velocidad y
excitación, subvertirla con su negativa a avergonzarse de la propia in­
teligencia y suspender la competición llevándola al callejón sin salida
de la duda. Tres meses más tarde volvieron con «(I Cant Get No)
Satisfaction»: se borró la duda, y la carrera estaba otra vez en marcha.
En abril, Bob Dylan no había en realidad llegado muy lejos con
«Subterranean Homesick Blues», su primer disco de rocanrol des­
pués de cuatro álbumes (cuatro álbumes de música folk que, sin
embargo, habían cambiado el mapa del pop) y su primera entrada
en las listas de singles. Los Beatles dominarían la segunda mitad del
año con «Yesterday» (¿podía ser un disco de rock si sólo había instru­
mentos de cuerda? «Claro que sí — me dijo un amigo— , seguro que
John Lennon toca uno de los violines») y lo acabarían con la calma
sutil de Rubber Soul, el mejor álbum que llegaron a grabar. Barry
McGuire alcanzaría el número uno con «Eve o f Destruction», una
imitación de la canción protesta machacona tipo Dylan. La imita­
ción de Dylan era el anzuelo que te enganchaba, y la producción era
tan formulista, tan claramente dictada por la moda, que fórmula y
moda se convirtieron en anzuelo. En aquel momento, escuchar «Eve
of Destruction» como una falsificación era también reconocer que el
mundo situado detrás de la canción (un mundo de racismo, guerra,
codicia, hambre y mentiras) era real y, como si el mismo apocalip­
sis fuera otro anzuelo, merecía en realidad ser destruido. Daba la
impresión de que cualquier cosa podía hacerse realidad en la arena
del pop, y así parecía ser un mes sí y otro también. La carrera no
era sólo entre los Beatles, Bob Dylan, los Rolling Stones y todos los
demás. El mundo del pop competía con el mundo en su conjunto,
el de guerras y elecciones, trabajo y ocio, pobreza y riqueza, blancos
y negros, mujeres y hombres; y en 1965 uno podía percibir que el
mundo del pop llevaba las de ganar.

»
24
PRÓLOGO

Cuando la gente la escuchó por primera vez, e incluso antes de que


la escuchara, «Like a Rolling Stone» parecía menos una composición
musical que un intento de rebasar el ámbito del pop. «Ocho de las pri­
meras diez canciones en las listas eran de los Beatles», recordaría Bob
Dylan años después evocando un día de 1964 en Colorado, cuando
escuchaba a John, Paul, George y Ringo poco después de que éstos
llegaran a Estados Unidos. «Yo sabía que ellos señalaban la dirección
que debía seguir la música... Me parecía que se estaba marcando una
frontera definitiva.» Ese contexto hizo que Bob Dylan se desprendiera
de su hábito folk, y ahora estaba allí, flanqueando a los Rolling Stones
con una canción sobre ellos. Ése era el rumor.
El pop estaba ese año en una situación así de delirante. Pero cuan­
do la canción salió en la radio, cuando la gente la escuchó y descu­
brió que no era realmente sobre un grupo, entonces todo el mundo
se dio cuenta de que aquel tema no se molestaba en explicarse a sí
misma, y que no importaba. En el torrente de palabras e instrumen­
tos, la gente entendió que la canción era una reescritura del mundo.
Un viejo mundo afrontaba un reto para el que no estaba preparado;
a medida que la canción iba trazando su arco a través de la radio, un
mundo que estaba tomando forma parecía ponerse en movimiento.
Como diría en 2004 el compositor Michael Pisaro, «Like a Rolling
Stone» podía ser «una canción que tenía como trasfondo los proble­
mas del narrador con su chica», podía ser incluso más, una adverten­
cia para quien lo ha tenido todo fácil en la vida y ahora está a punto
de empezar a pasarlo mal, «pero yo soy incapaz de escucharla como
si fuera sólo eso: como si él (o el mundo) le estuviera haciendo a ella
el favor de quitarle las ilusiones para que pueda vivir honestamente».
Y Pisaro añade con unas pocas palabras que son como una platafor­
ma de lanzamiento:

Su convicción, la certeza mortal de que tiene derecho a decir


exactamente eso, es todavía provocadora y escalofriante. Des-
GREIL M ARCUS

pués de todos estos años, la canción no ha perdido su brillo


con el tiempo o la repetición.
En cierto sentido, es difícil escucharla ahora, porque es una
visión de una época que nunca llegó. Podría estar equivocado,
puesto que en 1965 yo sólo tenía cuatro años, pero esa época
(¿o es la época creada por la canción?) parece haber sido el
último momento en la historia americana en que el país podía
haber cambiado, de manera fundamental, para mejor. La can­
ción, incluso ahora, registra esa posibilidad, la pone sobre la
mesa, centra en ella tu atención, y entonces te obliga a decidir
qué hay que hacer.
Su voz te dice eso (te lo dice todo): él no está realmente
hablándole a ella, sino que te está hablando a ti (y a mí, a
todos nosotros). La voz tiene infinitos matices: a veces es mo­
nótonamente autoritaria (como Ginsberg leyendo «Howl»),
a veces compasiva, trágica (la voz de Jacques-Louis David en
su cuadro sobre Marat), pero es también airada, vengativa,
jubilosa, irónica, cansada, espectral, declamatoria. Y sonaría
igualmente así en griego clásico o en ruso moderno. En esa
voz hay mucho deseo y mucho poder traducidos a una sensi­
bilidad que le permite detectar la más mínima vibración que
emana de la tierra. Pero como si fuera un contador Geiger que
tuviera voluntad propia, vacila entre el intento de registrar el
inminente terremoto y el intento de provocarlo. Es aquí donde
la canción reivindica su derecho a la eternidad.

Y entonces Pisaro se eleva en el aire, y mira hacia abajo a medida que


la canción sigue sonando y el paisaje empieza a sacudirse:

¿Qué tipo de decisión está insinuando Dylan? Hasta qué punto


estás dispuesto a renunciar a tu pasado en nombre de un futuro
desconocido donde no hay nada asegurado, donde todo está

26
PRÓ LO GO

por hacer, sin comida, sin hogar, apenas una camioneta lanzada
por la carretera. No es una decisión sensata. Está claro que al­
gunos en ese momento tomaron exactamente esa decisión, pero
lo que me impresiona de la canción de Dylan es que él no está
solamente pidiéndote a ti (y a mí) personalmente que te deci­
das, sino que quiere que el país entero lo haga, ahora mismo.
Como si un país pudiera desprenderse de un pasado convertido
en la piel gastada de una serpiente. Como si, en el caso de que
pudiéramos ver nuestra situación con claridad, nos fuéramos a
dar cuenta de que ya hemos llegado. Tengo que entender esto
como una llamada a algún tipo de revolución espontánea; una
no necesariamente violenta, pero sin duda muy extraña. ¿Qué
aspecto tendría una nación de «napoleones andrajosos»? ¿Cómo
actuaría? ¿Montones de gente deambulando de un sitio a otro,
soltando discursos y haciendo barbacoas?

O, como diría Shirley Poston en una reseña en The Beat, el boletín


de la estación de radio KRLA de los Top 40 de Los Ángeles, después
de que Bob Dylan cantara «Like a Rolling Stone» en el Holywood
Bowl el 3 de septiembre de 1963, sólo la tercera vez que cantaba la
canción en público, con la melodía todavía por consolidarse, con
parte del público abucheando al antes modesto cantante de folk que
se había lanzado a la conquista de las listas del pop: «Él se sabía la
canción de memoria; el público también».

La gente entendió entonces lo que Pisaro dice ahora. Pero entonces


la sensación del momento lo dominaba todo. Pocos tenían motivos
para imaginar que en «Like a Rolling Stone» el tirón del pasado era
tan fuerte como el del futuro; y el tirón del futuro, el futuro que
anunciaba ese primer golpe de tambor, la trayectoria que marcaba,
era muy fuerte. No había razones para preguntarse cuántas voces
muertas o desaparecidas contenía la canción, o para darse cuenta de

2-7
GREIL M ARCUS

que junto a los personajes nombrados en la canción misma (doña


Soledad, el vagabundo misterioso, el diplomático) o junto al Phil
Spector y los Righteous Brothers de «YouVe Lost that Lovin Fe-
eling», de apenas unos meses atrás, o incluso el Ritchie Valens de «La
Bamba», de 1958, también estaban presentes en la canción las voces
de Son House, de Misisipi, en «My Black Mama» de 1930, Hank
Williams en «Lost Highway» de 1949, o Muddy Waters en «Rollin
Stone», de 1950 (de donde sacaron su nombre los Rolling Stones,
que en sus inicios en el Londres de 1962 eran los Rollin Stones). Lo
que en resumidas cuentas quiere decir que, en la alquimia del pop,
el primer rumor sobre «Like a Rolling Stone» era cierto después de
todo. La canción era sobre los Rolling Stones... si uno sigue el ca­
mino marcado y la imagen trazada por esas dos palabras: nada en la
música vernácula norteamericana permanece inmóvil, cada frase y
cada imagen, cada ritmo y cada resonancia, está en constante movi­
miento, de una a otra parte del país, de una a otra década, sin llegar
nunca a quedarse en casa de nadie, siempre en busca de un cuerpo
nuevo, una nueva canción, una nueva voz.

28
Primera parte
CAPÍTULO 1

EL DÍA EN QUE MATARON A KENNEDY

«Todos recuerdan dónde estaban cuando se enteraron de que habían


matado a Kennedy. Me pregunto cuánta gente recuerda dónde esta­
ba cuando escuchó la voz de Bob Dylan por primera vez.» Eso me
dijo un amigo hace uno o dos años. Me dio por pensar que el mundo
parecía estar todavía intentando ponerse a la altura del Time Out o f
M ind de Dylan, publicado en 1997, o que incluso posiblemente se
estaba quedando atrás. Quizás eso le estaba pasando al propio Dylan
en 2001 con su Love and Theft. Era una colección de canciones tan
redondas y bien hechas que, frente a los dispersos espacios vacíos
de la América de Time Out ofM ind (donde se mencionaban varios
lugares, como Misuri, Chicago, Boston o Nueva Orleans, pero todos
ellos como flotando fuera de cualquier mapa, y la música era tan
áspera e irregular que uno apenas tenía tiempo de salir de un agujero
antes de caer en el siguiente), Love and Theft podía verse como un
paso atrás. Un paso para salir del campo de batalla, un paso para
bajarse del tren.
Yo recuerdo muy claramente dónde estaba la primera vez que oí
la voz de Dylan. Fue en 1963, a principios de agosto, en un prado al
sur de Nueva Jersey. Estaba pasando el verano en Filadelfia, y había
ido a ver a Joan Baez, una cara conocida en mi pueblo natal (Menlo
Park, en California). El año anterior había cruzado la calle que sepa­
raba la casa de mis padres de la escuela cuáquera donde había apren­
dido a escribir con Ira Sandperl, mentor de Baez, y me había encon-
G R EIL M ARCUS

trado con Baez y su hermana Mimi, que estaban entreteniendo a un


grupo de niños con una versión de «Playboy» de las Marvelettes.
Mimi Baez era tan guapa que costaba mirarla. También era duro
contemplar a Joan Baez, porque incluso en el contexto más informal
ya parecía no una persona sino un mito. Lo que la separaba del rumor
de todo el país era la música, en la que se envolvía como con unas
alas, como con un sudario: transmitía la impresión de algo difunto e
intocable, un nunca-fue que comparecía como si se tratara de lo-por-
venir. Su música la separaba de ese rumor incluso cuando se sumaba
con su voz al coro de todos los que clamaban por la destrucción de las
armas nucleares, por la abolición de la segregación racial, todos los que
(como profetizó Martin Luther King ante el Monumento a Lincoln
en Washington, apenas unas semanas después de aquel día en el prado
de Nueva Jersey, haciendo sonar sus palabras como campanas ante la
mirada de Joan Baez y Bob Dylan) reclamaban una América donde
«to d o s los hijos de Dios, negros y blancos, judíos y gentiles, protestantes
y católicos, podrán unir las manos y cantar con las palabras del viejo
espiritual negro: por fin libres, por fin libres! ¡g r a c i a s , d i o s to d o p o ­
d e ro so , por fin somos libres\». Si bien Baez contaba la misma historia
con su música, lo hacía en un lenguaje diferente.
«Una joven y hermosa dama, sola en un jardín», empezaba la ba­
lada «John Riley», probablemente del siglo XVII, tal como aparecía
en 1960 en Joan Baez, su primer álbum. Más que su voz (la voz de
alguien ya desaparecido que sin embargo merodea por el mundo
para advertir a los vivos) lo que le decía entonces al oyente que se
ha adentrado en un país diferente (como puede seguir haciendo to­
davía hoy) es la progresiva calma que se adueña del relato a medida
que Baez canta: un pequeño patrón melódico que da vueltas en su
guitarra como un pajarillo mientras la susurrante línea del bajo lo
sigue como un gato. Durante años, en el Sur, los que luchaban por
los derechos civiles habían sido encarcelados, apaleados, asesinados,
habían visto sus casas atacadas con bombas incendiarias y las iglesias
EL DÍA EN Q UE MATARON A KEN N ED Y

donde se reunían reducidas a cenizas. Nueve años antes, en 1954,


el Tribunal Supremo había dictaminado por unanimidad que la se­
gregación de las escuelas públicas era inconstitucional, que era una
afrenta a la nación tal como ésta se había constituido, y que debía
eliminarse. A medida que los jueces federales hacían que la decisión
pasara lentamente del papel a los lugares donde la gente realmente
vivía, de distrito a distrito, de año en año, los chicos negros que
intentaban entrar en escuelas que hasta entonces habían sido exclu­
sivamente para blancos recibían golpes, escupitajos e insultos de una
muchedumbre violenta que los habría matado si no fuera porque
iban acompañados por la Guardia Nacional. En julio de 1964, un
becario que trabajaba en el despacho de Phillip Burton (el congresis­
ta por California que había asumido la responsabilidad de hablar en
Washington en nombre de los ciudadanos de Misisipi que no tenían
a nadie que los representara porque la llamada «democracia blanca»
les negaba el derecho a votar) contaba lo siguiente:

Burton fue a Misisipi para ver qué estaba pasando, e hizo mu­
chas declaraciones públicas. Estaba seguro de que la delegación
de Misisipi iba a arremeter contra él en el Congreso cuando
el lunes se iniciara la sesión. Por lo tanto, a mí me tocó buscar
información para formular cargos detallados contra Misisipi
mientras él se tomaba unos días de descanso. Me leí los seis
volúmenes del Informe sobre los derechos civiles de 1961, las
quinientas páginas del informe de 1963, tres informes espe­
ciales sobre Misisipi y algunas cosas más. También repasé las
ediciones del New York Times desde el 1 de junio al 16 de julio
para ver toda la violencia contra los negros en Misisipi durante
ese período. En ese mes y medio siete negros habían sido ase­
sinados por blancos, alrededor de veinte iglesias habían sido
quemadas y había habido un sinfín de palizas y detenciones.
También, desde enero, catorce negros habían sido víctimas de

33
GREIL M ARCUS

asesinatos por los que nadie fue procesado. Todo estaba rela­
cionado con los derechos civiles. Y también descubrí que ha­
bía trece condados de Misisipi donde ni un solo negro estaba
registrado para votar, aunque los negros llegaban a representar
hasta el setenta por ciento de la población.

El país se estaba acercando al momento crucial en que tendría que


cumplir sus promesas de libertad e igualdad o admitir frente a sí
mismo que todo era mentira, y en la música de Joan Baez esta reali-
dad social era a la vez afirmada y suspendida. Para los estudiantes de
secundaria y de universidad que por aquel entonces compraban en
estado de trance los álbumes de Baez como si fueran amuletos, era
como despertar a la vida adulta o algo muy parecido, y descubrir que
todos los cuentos de la infancia eran verdad, y que si uno lo deseaba
podía hacerlos realidad en vez de seguir la carrera o la guerra que
te esperaba. Con unas pocas canciones viejas, creando un drama a
partir de la ocultación y la fuga, de la derrota material y la conquista
espiritual, y confiriendo a ese drama la pasión de su voz y la presen-
cia física del cuerpo que la sostenía, Joan Baez parecía guiarte hacia
una grieta en el invisible muro que cercaba tu ciudad. La pregunta
que ante esa música se hacían todos los que la escuchaban de uno a
otro rincón del país, mientras la compartían con los amigos como
un talismán y poniendo a prueba sus afinidades, era la misma que
la música les formulaba a ellos: ¿qué significa sentir algo con tanta
intensidad?
En 1963, la cara de Baez ya había salido en la portada de Time
y todo el mundo la conocía. En Nueva Jersey aparecía bajo una
carpa al aire libre, en el tipo de escenario circular que se había
convertido en un emblema para los concienciados que se sen­
taban a su alrededor. Se puso a cantar y al cabo de un rato dijo
«quiero presentaros a un amigo», y entonces salió un tipo desali­
ñado con una guitarra. Tenía un aspecto polvoriento y borroso,

34
EL DÍA EN Q UE MATARON A KEN N ED Y

con los hombros caídos, y se movía como si estuviera ligeramente


cohibido.
Cantó algunas canciones con una voz áspera pero modesta y
retraída, y luego una o dos más con Joan Baez. Luego se retiró y ella
terminó su show; aunque por aquel entonces, durante el auge del
movimiento folk, nadie habría descrito lo que hacía un cantante folk
con un término tan vulgar. Era un concierto, una invitación, una
reunión, una celebración de valores (valores de tradición y
fraternidad, igualdad y concordia), una congregación de almas
afines, un ritual, y ése era el significado de aquel escenario circular
que pretendía recordar el teatro y la música de las aldeas medievales
cuando celebraban la recolección de la cosecha: nadie delante o
detrás, ningún privilegio, ninguna vergüenza.
Yo apenas me di cuenta de que la actuación había terminado.
Estaba paralizado, estaba confundido: una reacción bien conocida
por todos los que han seguido el trabajo de Bob Dylan a lo largo de
los años.
Ese tipo había subido al escenario de otro cantante y, si bien en
cierto modo parecía tan ordinario como cualquiera bajo la carpa o
aldededor de ella, había algo en su forma de comportarse que com­
pelía a encasillarlo, catalogarlo y descartarlo, pero era imposible.
Su forma de cantar y de moverse no permitía inferir de dónde era,
dónde había estado o hacia dónde iba, pero provocaba el deseo de
averiguarlo. «Mi nombre no importa / mi edad aún menos — cantó
aquel día al comenzar “With God on Our Side”— , vengo de un país
/ llamado Medio Oeste.»
Como otras canciones de los años siguientes, ésta era una de esas
extrañas composiciones, una de esas raras actuaciones en las que
todo lo que está ocurriendo se trasmite intantánea e irrevocablemen­
te. Oyes la canción una vez, ya sea en la radio del coche, con la voz
del cantante a unos centímetros de tu cara, ya sea en un concierto,
con el cantante varias filas más allá pero presente físicamente, y la

35
GREIL MARCUSÍ

entiendes a la perfección. Como pasa com un rostro visto fugazmen­


te en la calle o una imagen que aparecee al borde del encuadre en
una película, queda lo suficiente de la cainción en tu memoria como
para que puedas recordarla en cualquier momento. Eso también lo
hacen las buenas canciones de Nashville: — «That Summer» (1991)
de Garth Brooks, o «Where Were You fWhen the World Stopped
Turning)» (2001) de Alan Jackson— porque están construidas como
anuncios, con pistas que le dicen a la audliencia lo que viene inevita­
blemente después de lo que se acaba de o ír incluso antes de que ésta
haya registrado lo escuchado. Lo que el cantante hizo aquella tarde
era algo distinto, o más bien era lo mismio, pero sobre un escenario
tan vasto que la naturaleza del acto que«daba completamente alte­
rada. Él contaba una historia ya conocidla, pero de manera tal que
parecía nueva: convertía lo familiar en inestable, la comodidad de lo
conocido en incertidumbre.
En una simple canción, el cantante volwía a narrar toda la historia
de Estados Unidos tal como él y su audiemcia la habían aprendido en
las escuelas públicas de la posguerra duranite los años cuarenta y cin­
cuenta: las llamadas escuelas comunes domde (con libros de historia
gastados por el uso tranquilizador que de ellos ya habían hecho los
hermanos mayores o incluso los padres) los hijos de los ricos y los hi­
jos de los pobres se iniciaban juntos en la gran narrativa que, guerra
a guerra, había convertido el país en una mación. De manera torpe,
pero con una deferencia hacia la historia qjue delataba la superación
de esa torpeza, y empezando con la guerra civil, el cantante no deja­
ba nada fuera: las guerras contra los indios» la Primera Guerra Mun­
dial, la Segunda Guerra Mundial, incluso» la guerra contra España
en Cuba. Su audiencia ya había aprendido la lección, y también la
había olvidado; ahora la historia volvía a siubir a la conciencia, pero
deformada. El joven del escenario iba memcionando nuestras gue­
rras para explicar su significado, y el signiificado era que fuese cual
fuese la causa o el propósito del conflicto *concreto en que Estados

36
EL DÍA EN Q U E MATARON A KENNEDY

Unidos se había implicado, la nación siempre había tenido razón,


como no podía ser de otra manera teniendo a Dios de nuestro lado.
La modestia del recital arrullaba al público y lo conducía de nuevo
a la infancia, que no era tan simple como seguramente nos habían
contado. Incluso es posible que en el cuarto o quinto año de colegio,
al leer el libro de historia (acto mediante el cual el niño se convertía
en ciudadano y así personificaba como cualquier otro la nación),
uno lo hubiera hecho con una cierta sospecha de que nadie podía ser
tan bienaventurado o afortunado, pero sin llegar a cuestionar una
idea que se acaba aceptando. ¿Con quién se podía discutir? ¿Con
uno mismo?
El cantante parecía infundir una cierta duda en cada imagen co­
nocida, de modo que la canción iba entrando como un rompehielos.
Era como alguien que estuviera junto a una multitud atenta a las
palabras de un candidato en unas elecciones; alguien que, a medida
que el candidato dice lo que, según él, la gente quiere oír, lo repitiese
en voz baja, pero de manera que las palabras recorrieran la multitud
como un rumor, y todo el mundo se fuera quedando en silencio para
poder escuchar lo que viene a continuación: que nada de lo que el
candidato dice es verdad. La multitud no coincidiría con él, pero
empezaría a repensar las cosas. Como intérprete, con «With God on
Our Side» el cantante al mismo tiempo se había dirigido al público
y se había unido a él. Había creado un drama en el que uno no sabía
bien dónde estaba aunque entendía todo lo que se decía. Confirma­
ba tu identidad al mismo tiempo que te despojaba de ella.
Era un drama anónimo. El cantante desaparecía tras los libros
antiguos que compartía con el público que le escuchaba, y el drama
cumplió lo que la canción prometía: a medida que la persona en el
escenario iba cantando, como si las guerras de las que hablaba no
fueran para él simplemente algo que hubiera aprendido en los libros
sino algo que él mismo hubiera experimentado, era imposible decir
qué edad tenía. Podías imaginártelo como si tuviera cien años, o in-

37
GREIL MARCUS

cluso más; visto de cerca, podía tener diecisiete o quizás veintiocho.


Y para un chico de dieciocho años como yo, eso ya era ser muy viejo.
Como en Time Out o f Mind, un disco hecho de nuevas com­
posiciones que, cuando uno se aproxima a ellas con cierto estado
de ánimo, pueden sonar más viejas de lo que nunca llegarán a ser
Bob Dylan o el oyente, Dylan se había anunciado bajo la misnu
sombra polimorfa. En Bob Dylan, su primer álbum, aparecido en
marzo de 1962, se presentaba como un vagabundo: no el vagabundo
chaplinesco que él a menudo sacaba del escenario en aquellos tiem­
pos, sino uno que hubiera pasado la noche en una barraca con tipos
que se emborrachan hasta la locura con alcohol de quemar y luego
hubiera olvidado los nombres de quienes por una noche le habían
parecido los mejores amigos de su vida. Muchas de las canciones son
divertidas («He recorrido todo el país — dice al comienzo de “Pretty
Peggy-O” a propósito del topónimo de lo que en 1962 era todo un
monumento del movimiento folk— , pero sigo sin saber dónde que­
da Fennario»),* y el álbum en su conjunto es una colección de viejas
canciones sobre la muerte. Las canciones desafían a quien las can­
ta: «¿por qué piensas que puedes cantar mis canciones?», dice Blind
Lemon Jefferson desde la tumba de Wortham (Texas) donde repo­
sa desde 1929, preguntándole al chico judío de clase media, un tal
Robert Zimmerman nacido en 1941, qué diablos está haciendo con
su tema «See That My Grave Is Kept Clean» [cuida de que mi tumba
esté limpia] en los labios, y el cantante le responde: «¿cómo puedes
negarme lo que es mío?». A principios de los sesenta Geoff Muldaur,
un cantante folk de Cambridge, estaba tan fascinado por el ruego de
Jefferson que dijo a todos sus amigos que iba a viajar a Wortham con

* «Fennario» es una variación de Fyvie, el nombre de una pequeña aldea que aparece en
una balada tradicional escocesa («The Bonnie Lass o Fyvie») que se convirtió en un tema
popular de la canción folk de los años sesenta. La versión de Bob Dylan, «Pretty Peggy-O»,
comienza así: «Cuando marchábamos, cuando marchábamos, / cuando marchábamos hacia
Fennario, / nuestro capitán se enamoró de una dama como una paloma. / Su nombre era
Pretty Peggy-O». (N. del T.) +«

38
EL DÍA EN Q U E MATARON A KEN N ED Y

una escoba para barrer su tumba. La versión que Dylan hacía de la


canción ponía en evidencia lo absurdo de la idea: «¿por qué habría
de barrer su tumba? Yo ya estoy dentro de ella».
El primer álbum apareció siete meses antes de la crisis de los mi­
siles de Cuba, cuando (como cuatro décadas más tarde diría a la
nación el entonces secretario de Defensa, Robert McNamara, en el
documental The Fog ofWar con una voz que vacilaba entre el aserto
y la incredulidad) el mundo estuvo a pocos centímetros y a pocos
minutos de una verdadera guerra nuclear. Pero aquélla era una época
en que casi todo el mundo asumía que habría una guerra nuclear
en algún momento y en algún lugar, si no en todas partes y para
siempre. Una época en que los americanos negros, y los blancos que
se unieron a ellos, se jugaban la vida y a veces la perdían cada vez
que levantaban la voz. Una época en que las personas como ellos
arriesgaban la vida si seguían adelante cuando les decían que se vol­
vieran, si salían del país donde habían nacido para adentrarse en
uno nuevo, y ese nuevo país no era otro que el prometido, a ellos y a
todos, casi dos siglos antes; una promesa que, ahora lo comprendían,
ellos mismos debian hacer suya, como un joven veinteañero del pue­
blo minero de Hibbing, Minnesota, hacía suyas las canciones de los
cantantes de blues desaparecidos. La muerte era real, decía quien
cantaba en Bob Dylan\ llamando a una puerta que quizás había sido
hecha especialmente para eso, el sonido creado por Bob Dylan (a
ratos histérico, inmaduro, demasiado frío) podía parecer ridículo,
pero no lo era. El cantante no estaba haciendo el ridículo porque no
estaba equivocado.
Aquel día de 1963 en Nueva Jersey, la voz de Dylan era rasposa y
retorcida, no del todo presente, como si lo que estaba haciendo fuera
más una sugerencia que una reclamación. Era una voz que evocaba
carreteras cortadas y laberintos sombríos, llena de insinuaciones y
guiños, todo ello atravesado por un humor taimado y distante, como
si te estuviera revelando secretos demasiado valiosos para decirlos en

39
GREIL MARCUS

voz alta. La actuación era modesta, anónima, única, perversa, pla­


centera y terrorífica al mismo tiempo.
Cuando acabó la actuación encontré al cantante, cuyo nombre
no había captado, en cuclillas tras la carpa (no había bastidores, ni
guardas, ni protocolo; aquello era una aldea medieval con la gente
reunida alrededor de Joan Baez recordándole una noche en que le sa­
caron el coche de la nieve o le llevaron dulces a su madre), así que me
acerqué a él. Estaba intentando encender un cigarrillo. Hacía viento
y sus manos temblaban; sólo prestaba atención a la cerilla. Yo estaba
demasiado confundido para abrir la boca. «Has estado tremendo», le
dije alegremente. «He estado de mierda — respondió sin levantar la
vista— , una pura mierda.» Yo no supe qué decir ante eso, así que me
fui lanzando una mirada al reluciente Jaguar XKE negro de Baez, en
aquellos días el coche más sexy que había en las carreteras.
Si cuento una historia tan vulgar es porque esa primera vez que oí
la voz de Bob Dylan fue sólo la primera primera vez.

Señoras y señores, demos la bienvenida al poeta laureado del


rocanrol. La voz de la contracultura de los sesenta. El tipo que
obligó a la música folk a acostarse con el rock, que se puso
maquillaje en los setenta y desapareció en una nube de drogas,
que resurgió para encontrar a Jesús, que en los ochenta fue
considerado un nombre del pasado y que de repente a finales
de los noventa dio un vuelco y empezó a sacar canciones que
están entre las más sólidas de su carrera. ¡Demos la bienvenida
al artista de Columbia Records, Bob Dylan!

Esa recapitulación (formularia tal cual apareció publicada por pri­


mera vez en el diario de noticias de Buffalo anunciando un concierto
de Dylan en la cercana Hamburg, pero divertida, elocuente, hirien­
te y verdadera como — repetida a modo de presentación oficial de
Dylan— se lanzó desde los bastidores del Madison Square Garden

40
EL DÍA EN Q U E MATARON A KE N N E D Y

en 2002) es tan buena como cualquier otra. Como golpe de efecto


mediático, produciendo de manera instantánea el desplazamiento
que tiene lugar cuando unas convenciones son sustituidas por otras,
despejaba el horizonte.
A través de los años, Bob Dylan, como sugiere esa presentación,
ha actuado como un empleado de su propia fábrica itinerante que
hubiera olvidado ajustarse al horario; como un hombre caminando
a contracorriente sobre una cinta mecánica sin avanzar ni retroceder,
lo cual al menos sería una forma de movimiento; como alguien que
comercia con su nombre y su leyenda sin ofrecer nada más. Pero
también ha actuado como si su nombre no importara nada y su edad
aún menos. Una y otra vez se ha subido al escenario dejando atrás su
bagaje de fama, respeto o familiaridad, toda la carga y la recompensa
que vienen cuando un artista actúa como si supiera exactamente el
escaso margen de maniobra que tiene, cuando quiere agradar y lo
hace. Una y otra vez se ha negado a dar a la audiencia lo que ésta
había comprado.
Esos momentos de rechazo, en que Bob Dylan carraspea para
despejar la garganta o el escenario, se repiten a lo largo de su carrera:
en el escenario de la escuela secundaria de Hibbing con su banda de
rocanrol, los Golden Chords, tocando el piano y cantando «Buzz-
Buzz-Buzz» de los Hollywood Flames; en los cafés de Minneapolis
y el Greenwich Village a principios de los sesenta, cuando temas
estándar del folk como «No More Auction Block» o «Handsome
Molly» dejaban de ser referencias a la fuga de esclavos o al encanto
de una amante infiel para convertirse en la cosa misma, y el pasado
invadía el Gaslight Cafe como una maldición; en el Festival de Folk
de Newport, el 25 de julio de 1965, cuando se presentó por primera
vez «Like a Rolling Stone», que había entrado en las listas de éxitos el
día anterior, y la canción fue recibida con abucheos, gritos histéricos,
ovaciones, insultos y silencios; en el Free Trade Hall de Manchester
(Inglaterra), en mayo de 1966, cuando Dylan y su banda, un errático

41
GR EIL MARCUS

quinteto de blues rockabilly de Toronto llamado los Hawks, entra­


ron en guerra con una multitud indignada por su burlesca traición
del trobador eterno, guerra que culminó cuando un fan se levantó
y gritó «¡judas!» a los seis que estaban en el escenario, grito al que
los seis respondieron con más de siete minutos de «Like a Rolling
Stone» tocados como si estuvieran en un barco luchando para salir de
una tormenta; en las montañas Catskills durante el verano de 1967,
con los Hakws reunidos de nuevo y a punto de convertirse en The
Band, jugando a los alquimistas con el lenguaje de la vieja canción
folk americana; durante una cruzada evangélica de dos semanas en el
teatro Warfield de San Francisco en 1979; en 1983 con un ensayo de
«Blind Willie McTell», una canción visionaria sobre un cantante de
blues muerto, la catástrofe que este país se está buscando y la ruta de
escape del cantante; con las canciones tradicionales que Dylan em­
pezó a cantar en directo a finales de los ochenta como si buscara ca­
maradas en cosas como «When First Unto This Country» y «Eileen
Aroon» mientras la gente aullaba y chillaba desentendiéndose de lo
que él estaba cantando; en las versiones de temas corrientes de blues
y folk que grabó en discos sin retoques de producción en 1992 y
1993, con cada número convertido en una especie de historia detec-
tivesca (primero con el cantante como detective privado y la canción
un caso por resolver, luego a la inversa) y en el paisaje quemado y las
imágenes retraídas del retorno a casa de Time Out ofM ind. «Tengo
ojos nuevos — canta en «Highlands», un tema de ese disco— , todo
parece lejano.» Era 1997: estaba cantando una canción de dieciséis
minutos como si estuviera reescribiendo un único fragmento ininte­
rrumpido de blues que había cantado como nadie en 1940 Lucious
Curtís en Natchez (Misisipi) con un estilo desenfadado:

Baby I went
And I stood up
On some high oíd lonesome hill

4*
w
EL DÍA EN Q UE MATARON A KEN NED Y

Babe I went and I stood up on some


High oíd lonesome hill
And looked down on the house
Where I used to live*

Recorriendo estos incidentes y otros muchos semejantes (cuando


la música folk aparecía para ser supuestamente abandonada como
un ajado ropaje; cuando una inmensa audiencia pop era desafiada
y abandonada; cuando los compases más antiguos de la lengua y
el ritual norteamericanos eran reivindicados y reinventados; cuan­
do la religión reemplazaba al amor y la vida cotidiana; cuando una
cierta piedad puritana y estoica devenía no tanto una llamada al
altar como una forma de juzgar el valor de cada nuevo día) hallamos
un enorme, variopinto e inevitable elenco de personajes, todo un
mundo: Ma Rainey y Bill Clinton, John F. Kennedy y Brigitte Bar-
dot, Charley Patton y Bobby Vee, San Agustín y la quinta hija de la
duodécima noche, Hattie Carroll y William Zantzinger, Tom Paine
y John Wesley Harding, Robert Burns y Stagger Lee, Poor Howard y
Georgia Sam, Lyndon B. Johnson, la rana que se casó con un ratón
y el asesinado líder de los derechos civiles Medgar Evers (en una can­
ción titulada directamente en su honor), pero también (ocultos en
una canción donde aparece T. S. Eliot) Albert Einstein, el fantasma
de la Ópera y los tres trabajadores de circo negros linchados en 1920
en Duluth (Minnesota), ciudad donde nació Bob Dylan.1 Y no sólo

* Nena, me fui / y llegué hasta lo alto / de una vieja y solitaria colina. / Nena, me fui y
llegué hasta lo alto / de una vieja y solitaria colina. / Y desde allí contemplé la casa / donde
había pasado mi vida.

1. En Duluth, en septiembre de 1918, al final de la Primera Guerra Mundial, un grupo


autodenominado los Caballeros de la Libertad se responsabilizó de haber secuestrado y
emplumado a un inmigrante finlandés, Olli Kinkkonen, que estaba en contra de la guerra,
para dar un ejemplo a quienes intentaran eludir el reclutamiento; la noticia no se confirmó
hasta dos semanas después cuando el cuerpo de Kinkkonen apareció colgado de un árbol
en las afueras del pueblo cubierto de alquitrán y plumas. Se dictaminó que había sido un
suicidio. Luego, el 15 de junio de 1920, seis negros que trabajaban en el circo de John

43
GREIL MARCUS

ellos. Junto a a ese elenco de personajes, corriendo junto al tren de


la música de Bob Dylan a medida que éste recorre las décadas (la
gente subiendo y bajando, acaso volviendo a él de nuevo cuando el
tren hace una parada donde cada uno tiene su casa) hay más de cua­
renta años de oyentes, fans, músicos, devotos y curiosos, cautivados
y aburridos, indignados y confirmados, y (tan seguro como que la
noche sigue al día) con los confirmados convertidos en indignados a
la primera ocasión.
En este sentido, en un país que está ya asentado, un país que
como una vieja puta pintarrajeada puede todavía pretender ser
inocente, Bob Dylan ha recorrido los estados y las décadas como
si no hubiera nada firme, como si todo estuviera por decidir. Y al
hacerlo ha puesto en juego toda la vida que le rodea. La mitad de
las veces ha hecho esto con la afirmación de un absoluto que se
agazapaba en algún lugar distante. Dependiendo de la canción en
que aparece esa afirmación o de la manera de cantar en un mo­
mento dado, es una afirmación de todo o nada: un absoluto que
puede hacer evidente cómo la historia que Dylan lleva al escenario
es un libro aún por escribir, una historia que espera ser inventada
por alguien que tenga las agallas suficientes para hacerlo, o que la
historia es un libro ya terminado y cerrado, que la historia se acabó
y quedó fijada mucho tiempo antes de que a él se le ocurriera con­

Robinson, que había pasado por Duluth para actuar una sola noche, fueron arrestados y
acusados de violar a una joven blanca de diecinueve años que había asistido al espectáculo.
Entre cinco y diez mil ciudadanos asaltaron la cárcel de Duluth y cogieron como culpables
a Elias Clayton, Elmer Jackson e Isaac McGhie, y a pesar de las súplicas del reverendo
de la Catedral del Sagrado Corazón, William Powers, los colgaron de un poste de la luz.
Después, varios miembros de la multitud posaron para ser fotografiados con los cadáveres,
y una de esas fotografías llegó a ser una de las más divulgadas entre las muchas postales
de linchamiento que se hicieron populares en esa época como tarjetas con el lema «ojalá
estuvieras aquí» y como signos de orgullo ciudadano. En 2002, la ciudad de Duluth erigió
un monumento en memoria de los hombres asesinados, unas esculturas de bronce de más
de dos metros de altura diseñadas por Carla Stetson; el homenaje fue denunciado en el
sitio web V Daré como un intento de «hacer que los blancos sientan vergüenza de su raza».
Los abuelos paternos de Dylan se habían establecido en Duluth en 1907; el 15 de junio
de 1920, su padre, Abraham Zimmerman, tenía ocho años. No se sabe si él o sus padres
asistieron al linchamiento.

44
EL DÍA EN Q UE MATARON A KEN NED Y

tarla, y que ahora que él está en el escenario no le queda nada que


hacer sino desmontarlo.
Cuando un artista dramatiza tales extremos, cualquier ocasión
puede ser una primera vez, y de todas las primeras veces que Bob
Dylan ha actuado hay una en que parece estar a la vez desmontando
el escenario y leyendo un libro no escrito. Fue durante la gala de los
premios Grammy, el 20 de febrero de 1991. En cuanto espectáculo
televisivo, supuso un descanso de la cobertura que día y noche se
ofrecía del bombardeo aparentemente mágico de Bagdad, una noche
que caía en medio de la primera guerra entre Irak y Estados Unidos,
una velada de música y autocongratulación que a pesar de todos
sus discursos y aplausos quedaba ahogada por el sonido de un país
entero clamando por una victoria segura, alentándose a sí mismo.
Esa noche, Bob Dylan iba a recibir un premio por su trayectoria
profesional, y por tanto antes de la ceremonia subió a escena con un
grupo de cuatro músicos para tocar una canción.
Entraron en el escenario como a hurtadillas, como si de algu­
na manera pudieran entrar y salir sin ser vistos. Los miembros de
la banda iban vestidos de negro, con los sombreros de fieltro bien
ajustados; parecían unos gánsteres de pacotilla demasiado confiados
que después de pasar los últimos diez años en el mismo bar esperan­
do una oportunidad finalmente se hubieran decidido a hacer algo.
¿Quién era esa gente? Bob Dylan estaba allí para recoger su premio,
sí, pero ahora ese contexto se había difuminado. Exactamente qué
iba a hacer allí, en ese escenario, en ese preciso momento, era un
completo misterio.
Y el misterio se mantuvo: con el primer compás la banda apagó
las luces. Se lanzaron ruidosamente a la canción, con Dylan arras­
trando las palabras, rompiéndolas y remachándolas hasta que eran
como pura fuerza. Rayos descarriados de agitación, placer y terror
salían de aquel sonido como cables inconexos. La canción iba co­
giendo impulso y velocidad, pero el sonido era rudimentario al prin­
GREIL MARCUS

cipio y crudo al final. Dylan salmodiaba como un loco en la calle,


como si tuviera el don de lenguas: ¿se trataba de un sermón, una
maldición, una disputa alborotada de bar, un tiroteo?, ¿el reveren­
do J. M. Gates de Atlanta predicando «El fin del mundo y de los
tiempos» en 1927 en un disco Víctor de 78 revoluciones?, ¿John
Brown escribiendo «los crímenes de esta tierra culpable sólo podrán
ser purgados con sangre» en 1859, el día de su ejecución?, ¿un ade­
lanto de su disco Having a Rave Up with Bob Dylan, a punto de
ser editado por Columbia? Resulta divertido imaginar que la mitad
de los millones que lo estaban viendo debía de estar preguntándose
qué canción era, y que la otra mitad estaba tan perdida en la música
que ni le importaba (lo más probable es que quien prestara atención
estuviera igualmente dividido en dos). La canción quedaba oculta
bajo su propia música; la fuerza de la música anulaba el entorno y
se unía a los acontecimientos que tenían lugar fuera del escenario. Y
entonces, cuando quizás ya habían pasado dos de los tres minutos y
medio que duraría la actuación, la canción empezó a revelarse. Era
«Masters of War», la canción antibélica más despiadada de Dylan, de
The Freewheeling Bob Dylan, su segundo álbum, de 1963, sólo que
en 1963 era un tema lento, impasible, el verdadero paradigma de la
canción protesta, casi un discurso, una oración fúnebre: «Eli stand
over your grave til Ym sure that you are dead» [me quedaré sobre
vuestras tumbas hasta asegurarme de que habéis muerto].2
Pero ahora la canción no decía sólo eso (quizás habría que añadir
que en la cacofonía de la música apenas decía nada), sino que lo
hacía real. Te ponía junto a la tumba y te desafiaba a quedarte allí,

2. En mayo de 2004, la revista Mojo clasificó «Masters of War» como la número uno de «las
cien mejores canciones protesta». A continuación estaban «We Shall Overeóme» de Pete Seeger
(1963), «Say it Loud— Im Black and I’m Proud» de James Brown (1968), «God Save the Queen»
de los Sex Pistols (1977) y «Strange Fruit» de Billie Holiday (1938). La lista incluía también
«Summertime Blues» de Eddie Cochran (1938), «You Dont Own Me» de Lesley Gore (1964) y
«Christianity Is Stupid» de Negativland (1987). Fuera quedaban, de forma inexplicable, «I Dont
Like Mondays» de los Boomtown Rats (1980), «Blue Suede Shoes» de Cari Perkins (1956), «Eve
of Destruction» de Barry McGuire (1965) y al menos una docena de Bob Dylan.

46
EL DÍA EN Q UE MATARON A KEN N ED Y

casi te daba una pala para que abrieras la fosa y dejaras el cadáver a
merced de los perros. Y no importaba si no captabas ni una palabra,
si no conocías la canción, si no tenías tu propia estafeta de correos
en la cabeza para que te llegara el mensaje. En la sala donde se en­
tregaban los Grammys aquella noche, el espectáculo te decía que la
vida real estaba en otra parte, que era peligrosa, que la vida era un
tren fuera de control y tú estabas a bordo tanto si habías comprado
un billete como si no. Y estabas destinado a llegar a la parada final
fuera cual fuera el lugar adonde hubieras imaginado que irías aquella
mañana al levantarte. Esa noche, una canción que Bob Dylan había
grabado casi treinta años antes se cantaba por primera vez, y de la
misma manera, esa noche, se cantaba por última vez.
Era este tipo de drama lo que «Like a Rolling Stone» había puesto
en marcha en la música de Bob Dylan: el empeño por llegar a ese mo­
mento en que el juego de la vida se vuelve serio. La gente reconoció eso
desde el principio. «La primera vez que escuché la canción fue cuando
fuimos a Los Ángeles. Era la número uno allí. No la había escuchado
antes y nunca había oído hablar de Bob Dylan. íbamos en coche por
Hollywood Boulevard o algo así y salió la canción por la radio. Está­
bamos con un grupo de gente y todos empezaron a gritar y yo dije
“¿de qué va esto?”, y ellos dijeron que subiera el volumen.» Eso cuenta
Steve Cropper, guitarrista de BookerT. y los M G s, que en 1965 era el
grupo más importante de soul del país, pero lo podría haber contado
cualquiera. El drama era instantáneo, sobrecogedor, una historia que
te atrapaba y que como única vía de escape te ofrecía la embestida final
de una armónica que era como una tabla de surf que saliera despedi­
da de la cresta de una ola. Había una suerte de epifanía común, una
congregación del inconsciente colectivo: la canción fundía la máscara
de lo se empezaba a llamar cultura juvenil, y aún más completamente
la máscara de la cultura moderna como tal. «Cualquiera puede ser
concreto y obvio», dijo Bob Dylan acerca de la canción a principios de
1966 hablando con el crítico de jazz Nat Hentoff:

47
GREIL M ARCUS

Ésa siempre ha sido la vía fácil. Los líderes del mundo cogen la
vía fácil. No es que sea tan difícil ser inconcreto o menos ob­
vio, sólo que no hay nada, absolutamente nada, sobre lo que
ser concreto y obvio. Lo mínimo que se puede decir sobre mis
primeras canciones es que no eran sobre nada. Las más recien­
tes son sobre la misma nada, sólo que vista dentro de algo más
grande, que podríamos considerar un no lugar.

En «Like a Rolling Stone» ese no lugar era una ola creciente. El críti­
co británico Wilfred Mellers captó en 1985 la sensación: la música,
dice él, lo deja a uno «deseoso de saber lo que viene después». No a
todo el mundo: en 1967, Phil Spector, el gran productor discográfi-
co de Los Ángeles, al describir la canción durante una conferencia en
la Universidad de California en Berkeley, sostenía que si bien «siem­
pre es muy satisfactorio reescribir los acordes de “La Bamba » lo que
«Like a Rolling Stone» necesitaba era un sonido más grande, con
lo cual Spector se refería a su propio «muro de sonido». Distinguía
entre las grabaciones que podían considerarse «un disco» y las que
eran «una idea», señalando en un modesto aparte que una grabación
que era las dos cosas a la vez (sugirió como ejemplo su producción
de «Da Doo Ron Ron» de los Crystals) «puede dominar el mundo».
«Like a Rolling Stone», dijo, era sólo una idea.3
Si «Like a Rolling Stone» no era un muro de sonido, sí era un río
de sonido en sus estrofas y una montaña de sonido en su estribillo:
un profundo río, una alta montaña. A lo largo de casi cuarenta años

3. «Su canción preferida es “Like a Rolling Stone” — le dijo Spector a Jann Wenner de
Rolling Stone en 1969 a propósito de lo que había dicho dos años antes— , y se entiende
porque es su canción más entretenida, hasta donde puede serlo una canción. Puede que su
mensaje no lo sea tanto. Puede que no sea la mejor canción que haya escrito, pero puede
ver por qué es la que más satisfacción le da, porque reescribir los acordes de “La Bamba”
siempre es divertido y es un placer cada vez que puedes hacer un disco que llega a ser nú­
mero uno y reescribir esos cambios». En 1970, con George Harrison a la guitarra y Charlie
Daniels al bajo, Dylan grabó una versión garaje de «Da Doo Ron Ron»: «I met her on a
Monday ... I saw her last Friday» [la conocí un lunes... la vi el viernes pasado].

48
EL DÍA EN Q UE MATARON A K EN N ED Y

intentándolo, nunca he entendido la teoría de Phil Spector (qui­


zás en algún sitio haya una grabación de la conferencia que dio esa
noche, y quizás allí él la explicara), pero siempre he pensado que él
sabía algo que yo ignoraba. Supongamos que tenía razón. Si «Like
a Rolling Stone» no era un disco, sí fue un acontecimiento: no el
acontecimiento de su salida al mercado, o el que se produjo cuando
llegó al público en general, sino el acontecimiento del drama genera­
do por la misma interpretación. Y fue un acontecimiento de tal mag­
nitud que quedó asociado a los otros eventos que hicieron esa época.
CAPÍTULO 2

LA NACIÓN DE LOS TOP 40

uando entrabas en las listas de éxitos en 1965, te convertías en


C parte de un mundo pequeño pero dinámico. Cambiaba cada
semana, (como el mundo del trabajo y la vida familiar, de la política
y la guerra). Y como en el mundo del trabajo, la familia, la política y
la guerra, ciertos elementos del mundo del pop (la chácahara de los
pinchadiscos y los anuncios publicitarios, los rituales de concursos y
bromas) apenas cambiaban, mientras que otros se modificaban tan
radicalmente que anulaban la memoria, hasta el punto de que lo
sucedido una semana antes podía dar la impresión de haber ocurrido
años atrás. Así era la radio de los Top 40 en 1965: un verdadero foro
que, de ciudad en ciudad, de uno a otro confín del país, estaba más
abierto a cualquiera (famoso o desconocido, negro o blanco, norte­
ño o sureño, americano o extranjero, hombre o mujer) que ningún
otro medio cultural, por no hablar de los negocios, la religión o la
universidad.
El otro mundo, el aparente mundo real, cambiaba muy rápidamen­
te. En marzo de 1965 había en Vietnam 27.000 soldados, incluidas
las primeras unidades de combate sobre el terreno, apenas tres meses
después de que el secretario de Defensa Robert McNamara le dijera
al presidente Johnson que la guerra «se iba al infierno»; para finales de
año serían 170.000 los soldados. Las manifestaciones por el derecho al
voto en Selma (Alabama), en la primera parte del año, acompañadas de
una horrible violencia policial, todavía permitían que muchos america­
nos vieran el problema negro como un problema exclusivo del Sur, y
G R EIL MARCUS

no como un problema americano; cuando en agosto tuvieron lugar los


disturbios en el barrio de Watts, en Los Ángeles (el disturbio negro, el
disturbio policial), que dejaron treinta y cuatro muertos y un sector de
la ciudad destruido, el país despertó con la noticia de que su geografía
ya no era la misma. Que hubiera disturbios en los guetos negros de las
grandes ciudades del Este era algo que los americanos blancos podían
entender. ¿Pero de qué podían quejarse los negros de Los Ángeles aun­
que la policía de esa ciudad fuese, desde comienzos de siglo, tan racista
y criminal como la de cualquier otra parte del país? «Incluso en las calles
más pobres había casas con jardín y agua corriente para mantener el cés­
ped», le hace decir Walter Mosley a su detective Easy Rawlins en Muerte
escarlata, cuando en 2004 recuerda cómo era el mundo treinta y nueve
años antes. «Había palmeras en casi todas las manzanas y los coches
privados bordeaban las aceras residenciales. Cada casa tenía electricidad
para ver y gas natural para cocinar. Había televisiones, radios, lavadoras
y secadoras», pero, como dijera acerca de Watts el crítico Guy Debord
desde París, «el confort nunca será lo bastante confortable para quienes
buscan lo que no está en el mercado». Todo había comenzado con una
muchedumbre reunida alrededor de un rutinario incidente de tráfico
en una noche calurosa, y luego, tal como Easy Rawlins lo cuenta, brotó
«el síntoma de una enfermedad que había infectado silenciosamente la
ciudad; un virus que hizo que la gente de repente perdiera el miedo a
las consecuencias de rebelarse». «No es tanto que por fin los negros es­
tuvieran hartos — escribió en 2004 el crítico Stanley Crouch, que con
diecinueve años había estado en las calles de Watts en 1965— , es que
siempre lo habían estado.» «Casi cada negro que conoces, ya sea hombre,
mujer o niño, siente esa ira — le dice Rawlins a una mujer blanca— ,
pero nunca lo han manifestado, y por eso lo ignoras. Estos disturbios
lo dicen por primera vez en voz alta. Eso es todo. Ahora ya está dicho y
nada será nunca igual. Eso es bueno para nosotros, no importa lo que
hayamos podido perder, y puede que sea bueno también para los blan­
cos. Pero tienen que entender qué ha ocurrido aquí.»

52.
LA NACIÓN DE LO S TO P 40

A veces el país de las listas de éxitos cambiaba aún con mayor


rapidez. En su forma más intensa no era un reflejo de los aconteci­
mientos que aparecían en los periódicos (o incluso de aquéllos que
no salían en la prensa, pero de los que todo el mundo hablaba) sino
una versión: lo imbécil, lo tópico y lo insulso de golpe desplazado
por lo hermoso, que por un instante era la verdad.
El primer número uno del año fue Petula Clark con «Downtown»,
una encantadora canción sobre la libertad que encajaba perfectamente
con los anuncios que vendían la excitante emoción de vestir de una
manera diferente, llevar el pelo un poco largo o tomarte el día libre.
No puedes cambiar tu vida, decía la canción, pero por un día o una
noche puedes escapar de ella. A todo el mundo le gustaba la canción
y a nadie le importaba, al menos hasta que reapareció en antena en
el este del país en septiembre de 2001, una semana después de los
ataques terroristas en el downtown de Nueva York; nadie supo si se se
trataba de un desafío, una broma pesada o algo programado por orde­
nador un año antes. Con Petula Clark pegada a la oreja, Bob Dylan
estaba en el estudio con un grupo grabando «Subterranean Homesick
Blues», «On the Road Again», «Outlaw Blues» y «Bob Dylan s 115th
Dream», canciones de ruidoso rocanrol que en marzo aparecerían jun­
to a otras no tan ruidosas en el álbum Bringing It All Back Home.
El 30 de enero, una semana después de que «Downtown» alcan­
zara el número uno (y tres semanas antes de que unos pistoleros
de la Nación del Islam asesinaran al apóstata Malcolm X, otrora la
cara pública, terrible e insaciable de los musulmanes negros, luego el
traidor que había descubierto que el fundador Elijah Muhammad,
como tantos otros líderes de sectas americanas antes que él, había
congregado a su rebaño más como un harén que como una comuni­
dad de creyentes), «A Change Is Gonna Come» de Sam Cooke entró
en las listas de éxitos. Como «Downtown», se trataba de una canción
sobre la libertad. También hablaba del racismo, y era como un lla­
mamiento desde la tumba para los manifestantes de Selma, algunos

53
GREIL MARCUS

de los cuales estaban cavando la suya: una estrella para la América


blanca pero un héroe para la negra, Cooke había sido asesinado por
la recepcionista de un motel de Watts un mes antes.
Inspirada en «Blowin’ in the Wind» (1963) de Bob Dylan, que
a su vez se inspiraba en el movimiento de los derechos civiles («¡ca­
ray! — dijo Cooke— , ¿qué hace un chico blanco escribiendo una
canción así?»),4 pero una canción infinitamente mejor, «A Change
Is Gonna Come» se había grabado el día de año nuevo de 1964 en
Los Angeles con Earl Palmer, el gran batería de Nueva Orleans, al
final de las sesiones para el álbum de Cooke Ain ’t That Good News. A
principios del mes siguiente Cooke la cantó en el Tonight Show. Los
arreglos eran puro Hollywood, un tema de película, quizás Cabin in
the Sky o Porgy and Bess, acaso la película que Randy Newman siem­
pre decía que su canción «Sail Away» estaba destinada a ser: conmo­
vedora, con las cuerdas anunciando un inevitable triunfo, los vientos
representando el conflicto y un timbal para marcar el destino fatal o
la maldición del mártir en su patria. Cantando con una voz tan clara
como el agua, sonora y expansiva («era el tono de su voz — dijo una
vez Rod Stewart— , no el fraseo ni nada así, sólo el tono»), doblando
las sílabas como si fueran peldaños en un sueño que desaparecen
bajo tus pies cuando intentas subir por ellos, estirando la palabra
long hasta que se convertía en lo que antes sólo significaba, Cooke
miraba al país directamente a la cara.

Then I go to my brother
And I say brother, he’p me please
But he winds up

4. «Un trío de folk de Greenwich Village estaba subiendo en las listas con una canción
titulada “Blowin in the W ind” que llamó y retuvo la atención de Sam», escribió a
propósito del año 1963 Daniel Wolff en You Send Me: The Life & Times ofSam Cooke
(1995). «Peter, Paul & Mary estaban muy lejos del rocanrol (que les disgustaba y del
que se burlaban), pero no fue el grupo ni la poesía folk de Bob Dylan lo que sorprendió
a Cooke. Fue que un tema pudiera hablar de los derechos civiles y a la vez llegar al
número dos en las listas de éxitos pop.»

54
LA N ACIÓ N DE LOS TOP 40

Knockin’ me
Back down to my knees
Ohhhhhhhhhhh—
There been times, that I thought
I couldn’t last for long
But now I think Ym able, to
Carry on
It’s been a long
A long time comin’, but I know
A change gone come
Oh yes it will*

Aunque nunca llegó a superar el puesto 31 y apareció como la


cara B de «Shake», la número 7, fue la mejor grabación de música
soul de todos los tiempos, y todos los que la escuchaban lo sabían.
No era una opinión sentimental porque Cooke estuviera muerto.
No era en absoluto una opinión, sino un reconocimiento. La música
no te hacía lamentar que Cooke hubiera muerto, sino celebrar que
había vivido, te hacía sentir el privilegio de haber compartido la Tie­
rra con él. Ese disco no era el mundo real que invadía el pequeño y
falso invento del mundo del pop para recordarle las penalidades del
exterior; al contrario, era el mundo del pop que cogía algo del mun­
do real y se lo devolvía transformado, el arte absoluto que negaba las
dudas y reparos del lenguaje común, o, mientras sonaba el disco, los
límites mismos del mundo real.5

* Y entonces me acerco a mi hermano / y le digo hermano, ayúdame por favor, / pero él


se larga / golpeándome / y me deja de nuevo de rodillas. / ¡Oh! / Ha habido momentos
en que pensé / que no aguantaría mucho más, / pero ahora creo que puedo / seguir ade­
lante. / Ha tardado demasiado, / demasiado tiempo en llegar, pero sé que / un cambio
llegará, / seguro que llegará.

5. El 28 de marzo de 2004, en Apollo at 70: A Hot Night in Harlem, una gala de estrellas a
beneficio de la Apollo Theater Foundation, Natalie Colé cantó una canción hasta dejarla
por los suelos, hubo un homenaje a Ray Charles y luego el actor y activista de los derechos
civiles Ossie Davis, con ochenta años y hablando como si tuviera todo el tiempo del mun-

55
G REIL MARCUS

A la cabeza de las listas, detrás de «Downtown», iba la magnífica


producción que Phil Spector había hecho de «You’ve Lost that Lo-
vin’ Feeling» de los Righteous Brothers, seguida de Gary Lewis y los
Playboys con «This Diamond Ring», escrita por Al Kooper, quien
cuatro meses más tarde se sentaría a tocar un órgano Hammond en
«Like a Rolling Stone». Años después, Kooper alegaría que él había

do, subió al escenario. «A finales de los cincuenta — dijo— , el movimiento de los derechos
civiles se hizo cada vez más insistente, ávido e intenso. Mi generación estuvo involucrada,
poniendo en cuestión la profunda división racial de América. Nos manifestábamos, rezá­
bamos, predicábamos (y luchábamos) por la libertad. La música se convirtió en un instru­
mento importante para sacar esas cuestiones a la luz, y para hermanar a la gente.» Hasta
ese momento, Davis estaba simplemente repitiendo la típica cantinela de las entregas de
premios, pero entonces dio un giro: «Un joven cantante llamado Sam Cooke dominaba las
listas de éxitos — dijo mientras en la pantalla iban apareciendo imágenes de Cooke actuan­
do con más de una docena de cantantes y bailarines— . Un día, Sam escuchó una canción
que preguntaba algo sumamente importante». Mientras subía el sonido en la pantalla se
podía oír que Cooke estaba cantando «Blowin in the Wind» («¿cuántas muertes harán falta
para que entienda / que ya han muerto demasiados? / La respuesta, amigo mío, vuela con
el viento») y oír la voz impecable de Cooke dentro de la de Dylan era escuchar la canción
como si fuera algo nuevo. «Lo animó — dijo Davis— a escribir la que es posiblemente
su obra más sincera y conmovedora: “A Change... Is Gonna Come”. Una canción que se
convirtió en el himno del movimiento por los derechos civiles. Para cantarla esta noche está
alguien a quien he tenido el placer de presentar antes (y Davis pronunció esa palabra con
solidez, cargando finalmente su retórica) cuando estábamos una vez juntos ese histórico día
de 1963, cuando el doctor Martin Luther King nos contó el sueño que quería compartir
con toda América. Estoy encantado (¡qué va!, feliz) de volver a presentar a ese artista esta
noche. Señoras y caballeros: Bob Dylan.»
Con su grupo en la sombra (un guitarrista y un bajo que llevaban sombrero, un
guitarrista y un batería que no) Dylan estaba detrás de un piano eléctrico y entró
directamente en la canción. El sonido de su voz era el sonido de una suela de cuero
rascando la acera; la canción estaba fuera del registro vocal de Dylan, así que la llevó
a su terreno como si fuera un camarada. Al principio, con un arpegio de guitarra y
unos golpes en un bloque de madera, la canción sonaba muy sentimental. Frenando
el ritmo de la forma más radical posible, Dylan se abrió espacio para arrastrar ciertas
palabras, allanar la melodía y a la altura de la segunda estrofa (con el cantante a la
puerta de un cine en el que se le negaba la entrada) se veía a alguien en un escenario
de la WPA [Works Progress Administration, la agencia de obras públicas más impor­
tante del New D eal estadounidense] de los años treinta, vacío excepto quizás con el
trasfondo de una puesta de sol. La actuación estaba hecha con dignidad y autoridad,
cualidades que cuando Dylan cantaba iban pasando de él a la canción y a Cooke, y
de vuelta de nuevo. El espléndido y sofisticado disco que Cooke había grabado cuatro
décadas antes era ahora áspero, primitivo; donde Cooke había sido un profeta de club
nocturno, Dylan era un vagabundo de la calle, un profeta que se contentaba con decir
lo que le tocaba para luego desaparecer. Así era como sonaba; con un chaqué beige y
desenfadado, una camisa rosa de satén, una estrecha corbata negra y un bigotillo fino
parecía un tahúr.

56
LA N ACIÓ N DE LOS TO P 40

escrito «Tliis Diamond Ring» como una seria balada soul, e incluso
grabó una versión para probarlo; en 1965, esa canción era de una
inanidad apoteósica. La voz de Gary Lewis era un gimoteo, el so­
nido era de lata, y para los millones que no podían evitar tararearla
era algo mucho más vergonzoso que lo que Jerry, el padre de Gary,
había hecho nunca (y eso que Jerry sabía bien lo que era hacer el
ridículo). Mientras, miles de personas de Selma, de todo el país e in­
cluso de fuera del país salían a manifestarse y, bajo la protección del
gobierno federal, recorrer cincuenta y cuatro millas hasta el capitolio
estatal de Montgomery para exigir la eliminación de las barreras que
impedían votar a la población negra, un crimen constitucional al
que cuatro meses después se pondría fin con la Ley del Derecho al
Voto aprobada por el Congreso y firmada por Lyndon B. Johnson
como el legado más importante de su presidencia. Entre los parti­
cipantes en la marcha estaban Joan Baez, un hombre con una sola
pierna y muletas y una voluntaria de treinta y nueve años de Detroit,
Viola Luizzo, que esa noche sería asesinada por varios miembros
del Ku Klux Klan. Por ese entonces, las Supremes relevaban a los
Beatles y la sonrisa reluciente de «Eight Days a Week» era sustituida
por «Stop! In the Ñame of Love», su cuarto disco seguido que lle­
gaba al número uno, un disco tan apasionado, tan bien construido,
que hacía que los tres anteriores parecieran anuncios de refrescos.
A finales de abril, cuando Bob Dylan marchó de gira por el Reino
Unido, donde descubrió que las canciones que cantaba cada noche
habían perdido aquello por lo que valía la pena cantarlas, las listas
de éxitos perdieron garra. Mientras en el Sur se seguía arrestando a
cientos de personas en manifestaciones por el derecho al voto, Mien­
tras Johnson enviaba a los marines a la República Dominicana para
abortar una revolución democrática, mientras estudiantes y profeso­
res protestaban en las universidades y organizaban los primeros ac­
tos públicos contra la Guerra de Vietnam, por las ondas circulaban
«Shotgun» de Júnior Walker y los All Stars y «King of the Road» de

inZn
G R EIL M ARCUS

Roger Miller, y los ganadores eran los Herman’s Hermits con «Mrs.
Brown You’ve Got a Lovely Daughter», la simplona «Game of Love»
de Wayne Fontana y los Mindbenders, y «I’m Telling You Now» de
Freddie y los Dreamers, que hacía que «Game o f Love» sonara casi
como «A Change Is Gonna Come», o más bien como si «A Change
Is Gonna Come» no hubiera existido nunca. Después vinieron los
Beatles con «A Ticket to Ride» (un lamento con un ritmo curioso,
una canción que tenía auténtico contenido emocional) seguidos de
cerca por Gary Lewis y los Playboys con «Count Me In», por Sam
the Sham y los Pharaohs burlándose de Lewis y el resto del mundo
con «Wooly Bully» y por Elvis Presley intentando imponer la calma
con «Crying in the Chapel». Pero a finales de junio, con «Like a
Rolling Stone» grabada pero todavía sin salir, el mundo del pop dio
un giro. Bob Dylan nunca lo había conseguido, pero los Byrds al­
canzaron el número uno con una adaptación de su «Mr. Tambouri­
ne Man», una canción incluida en Bringing It All Back Home unos
pocos meses antes. Era un sonido intenso, denso, profundo, como
podían haberlo cantado los Beach Boys, con notas altas y refinadas.
Con su candencia inicial, el disco era un anuncio, una señal que
quizás era una versión del cambio que estaba por venir. Luego llega­
ron los Rolling Stones con «(I Can Get No) Satisfaction», justo tres
puestos por encima de los Herman’s Hermits y su version de «(What
A) Wonderful World» de Sam Cooke, un disco perfecto en I960
y opuesto al discurso profètico de «A Change Is Gonna Come», el
mejor disco de Cooke. Los Rolling Stones dominaban la partida: se
mantuvieron a la cabeza de la lista durante un mes, y cuando el 10
de agosto cedieron el puesto a los Herman’s Hermits y «I’m Hen­
ry V ili, I Am», una cancioncilla de teatro de variedades británico,
«Like a Rolling Stone» ya estaba en la radio y faltaba un día para que
Watts encendiera un fuego que se vería desde la otra parte del globo.
Se mire como se mire, aquello era un campo de sorpresas. En una
época marcada por un peligro y un terror públicos, un coraje incom-

58
LA N A C IÓ N D E LOS TO P 40

parable y una corrupción atroz, verdades y mentiras, y el todo sigue


igual, en lo que era una especie de proceso electoral permanente no
había un límite claro para lo que la gente estaba dispuesta a aceptar
o cuánto podía aguantar. La radio de los Top 40 era un misterio, y
era el artista quien tenía que resolverlo.

59
CAPÍTULO 3

EL HOMBRE DE LA CABINA TELEFÓNICA

Todo tipo de gente se sube a un escenario a tocar y todos tienen


cierta imagen, algo que nos empuja a verlos. Se trate de Lawrence
Welk, Steve McQueen, Howdy Doody o el presidente Johnson,
su público espera realmente algo de cada uno de ellos. Y normal­
mente encuentra lo que busca, aquello por lo que ha pagado.
Nunca prometí nada a nadie. Cuando empecé a dar concier­
tos salía al escenario sin saber siquiera qué iba a hacer. Solía llegar
directamente de la calle, y podía pasar cualquier cosa.
Ahora es distinto. Ahora quiero tocar las canciones porque de
verdad me gustan. Antes hacía un montón de cosas que en reali­
dad no me enrollaban... cosas que era necesario escribir por moti­
vos obvios para cualquiera, obvios para mí, y que los de arriba no
podían ver, o más bien sí pueden pero hacen como que no, por­
que hay que seguir el juego. De manera que mucha gente decía
estupideces sobre mí, me insultaba, porque yo escribía canciones
como «With God on Your Side», pero lo que de verdad significa­
ba escribir una cosa así y cantarla sobre un escenario es algo que
nunca se ha expresado. Nunca lo he visto escrito en ningún sitio.

(Bob Dylan a Alien Stone, radio W D TM ,


Detroit, 24 de octubre de 1965)

Cuando una identidad ha quedado fijada en la mente del público o


en la simple memoria de los medios de comunicación, uno no puede
GREIL M ARCUS

escapar de ella. Si la nota necrológica de Bill Clinton que circulará


por las agencias de noticias comenzará diciendo que fue el «primer
presidente sometido a impeachement desde Andrew Johnson», la de
Bob Dylan dirá «famoso cantante protesta de los años sesenta», y
«Blowin in the Wind» será la primera de sus canciones que se men­
cionará.
«Parece una imitación», dijo un amigo a finales de 1963 cuando
escuchamos por primera vez a Bob Dylan cantando esa canción
protesta ya entonces famosa. A pesar de lo extraño que era oír en
la radio algo remotamente parecido a la voz de Bob Dylan, lo que
mi amigo quería decir es que la canción sonaba como si hubiera
sido escrita por los tiempos que vivíamos y no por una persona en
particular. Quizás por eso la canción, con una melodía que salía del
lamento sobre la esclavitud «No More Auction Block», y cantada
por el brillante trío Peter, Paul & Mary (dos guitarristas con perilla
y una cantante con el pelo largo, liso y rubio — o «dos rabinos y
una buscona», como dijo el crítico Ralph J. Gleason— ) alcanzó un
éxito tan grande. La pieza no era quizás tan obvia como parecía.
¿Cuánto tiempo durarían las guerras?, preguntaba, ¿cuánto duraría
el racismo? Si la respuesta volaba con el viento, ¿quería eso decir
que cualquiera podía captarla o que la respuesta siempre eludiría a
quien quisiera alcanzarla?
No importó entonces y no importa ahora. La canción parecía
obvia, y Bob Dylan nunca podrá escapar de ella. Es lo que les ocurre
a quienes tuvieron éxito alguna vez y ahora se ven reducidos a tocar
en bares que nadie conoce cuando el promotor pone bajo el nombre
del artista el título de uno de sus éxitos, suponiendo que uno puede
recordar la canción aunque haya olvidado quién la hizo:

EVERY M O TH ER S SON

(«CO M E DOWN TO MY BOAT»)

Ginos

62
EL H O M BRE DE LA CABINA TELEFÓ N IC A

Entrada libre
Única actuación

El siguiente anuncio apareció en las City Pages de Minneapolis en


1997, nada menos que para un concierto en la Minnesota State Fair:

en vivo
«Sensacional»
BOB DYLAN
«Blowing in the Wind»

Daba igual que sea Blowirí y no Blowing, A principios de ese mismo


año, cuando saltó la noticia de que Dylan podía estar a punto de
morir a causa de un problema cardíaco («de verdad pensé que iba
a ver a Elvis», dijo cuando salió del hospital), la viñeta publicada
después en un periódico parecía premonitoria; se veía a un grupo de
gente reunida sobre un puente, unas cenizas esparcidas por el aire, y
la solemne leyenda: «Ahora también Bob Dylan vuela con el viento».
Con el paso de las décadas, Bob Dylan encontró la manera de
cantar la canción que la gente quería y al mismo tiempo darle una
vida que nunca tuvo cuando era nueva, porque en cierto sentido
nunca había sido nueva, como si las preguntas fueran ropa de segun­
da mano y la respuesta hubiera desaparecido en un juego de manos
del autor. En un disco grabado en vivo y publicado por Columbia
en 2000 (una grabación que sonaba como si la hubiera pirateado
alguien del público) «Blowin in the Wind» era un signo flotante que
señalaba hacia atrás. La canción misma volaba ahora con el viento;
hacía tiempo que había volado lejos de su autor, y se podía oír cómo
la gente se había enganchado a ella momentáneamente y el derecho
del autor sobre la composición no era mayor que el de la audiencia.
Dylan cantaba como si la canción le fuera de algún modo descono­
cida, como si no le perteneciera. La confianza y la condescendencia

63
GREIL M ARCUS

de un cantante joven («¿no entienden de qué va esto?») se habían


visto sustituidas por el remordimiento de uno más viejo; cantando
con Dylan, los guitarristas Charlie Sexton y Larry Campbell tocaban
el tema en un registro más alto y dolorido, y de golpe la canción
reclama al futuro que la haga callar. Durante más de siete minutos la
canción es un drama, pero las notas necrológicas no tienen sitio para
ese tipo de obras, y mucho menos para algo a lo que en el curso de
una vida se le ha acabado la cuerda.
Así le va a Bob Dylan, destinado a que le digan cualquier cosa
incluso después de su muerte: cosas como «cantante protesta». A fi­
nales de 1965, en una conferencia de prensa en Los Ángeles, cuando
Dylan y los Hawks hacían (según Marión Brando) el ruido más bes­
tia que había oído nunca aparte del que hace un tren de mercancías
en plena marcha, nadie le hizo preguntas sobre su nueva música.
Mientras los colegas se reían por lo bajo, los periodistas le pregunta­
ban repetidamente contra qué estaba protestando, si lo que decía iba
en serio, cuántos cantantes protesta había («cuarenta y dos», contes­
tó Dylan) o si era sólo una moda pasajera. «II est un vietnik», le decía
Jean-Pierre Léaud a Chantal Goya en Masculino, femenino (1966) de
Jean-Luc Godard para explicar a Bob Dylan: un beatnik contra la
Guerra de Vietnam. En la funda de un disco pirata de 1974, el título
aparecía sobre ese tipo de caseta de feria con dos agujeros para que la
gente encaje su cabeza en los cuerpos pintados en la madera, en este
caso los cuerpos de la pareja del American Gothic de Grant Wood; el
anuncio de la caseta decía:

iVUELVE A VIVIR LOS SESENTA!

Tu foto tal como eras por sólo un dólar.

Bajo el hueco para la cabeza de la mujer hay una figura con un suéter
de cuello alto y sin sujetador, con pantalón pirata y sandalias, soste­
niendo una pancarta que dice «We Shall Overeóme» [venceremos];

64
EL H O M BRE DE LA CABINA TE LE FÓ N IC A

un Bob Dylan de mediana edad (con cara de resignada aceptación,


la cabeza sobre una figura con una guitarra, pantalones vaqueros,
botas y una chaqueta de piel de cordero) espera solo, como si le
fueras a dar el dólar por posar junto a él, o como si ésta fuera la úni­
ca forma que le queda de ligar con chicas. Ya en 1972, como si los
años sesenta quedaran no tres años sino tres décadas atrás (o como si
«Like a Rolling Stone» no se hubiera cantado nunca) el álbum Radio
Dinner de National Lampoon se abría con un anuncio nocturno de
televisión:

¡Hola! Soy Bob Dylan. ¿Se acuerdan de los fabulosos años se­
senta? Las manifestaciones, las sentadas, las quemas de carti­
llas militares y lo mejor de todo, la música. Bien, ahora Apple
House ha recopilado las mejores canciones de esa época en
un álbum titulado Dorada protesta con las versiones originales
de los artistas que las hicieron famosas. ¡Se estremecerán con
Janis Ian cantando «Society’s Child»! ¡Los Monkees y «Plea-
sant Valley Sunday»! ¡Los Searchers y «What Have They Done
to the Rain»! ¡Elvis Presley y «In the Ghetto»! ¡»Silent Night/
Seven O ’ Clock News» de Simón y Garfunkel! ¿Y quién podría
nunca olvidar ese clásico de todos los tiempos, sí, la inmortal
«Eve o f Destruction» de Barry McGuire? Y, por supuesto, no
podía faltar mi propia «Masters of War». Todo por el increíble
precio de sólo $3,95. Y si hacen el pedido ahora mismo...

Detrás de todo esto había un deseo feliz de reconocer lo extrema­


damente estúpidas que son las modas radicales apenas meses des­
pués de haber concluido, y un intento desesperado y vergonzoso de
pretender que los ideales y las convicciones que habían movido a la
gente a través de los años precedentes (y que la había hecho vivir con
una intensidad y, en algunos casos, una creatividad que pocos años
después parecía increíblemente fecunda) no eran más que modas ra­

65
GREIL M A RCUS

dicales. Parecía que Bob Dylan había dicho que las injusticias había
que corregirlas, y si no había sido así, si la guerra continuaba y el
racismo simplemente había cambiado de forma, entonces aquéllos
que se habían reconocido a través de la manera como Dylan decía
las cosas («el sonido de la voz de Bob Dylan — escribió una vez el
crítico Robert Ray— cambió las ideas que la gente tenía sobre el
mundo más que su mensaje político») lo mejor que podían hacer
para salvarse era hacerle quedar a él como un idiota. Y el anuncio de
Radio Dinner, hecho con el grado perfecto de carrasposa madurez en
la voz de Dylan, con sus cadencias marcadas justo como tenía que
ser, resultaba realmente divertido.
A veces, como pasa en «The Times They Are A-Changirí », con Dylan
vestido como bardo-del-pueblo en la portada del álbum publicado con
ese mismo título en 1963, sus canciones protesta tenían programática y
automáticamente el carácter de himnos, aunque era imposible cantarlas
en grupo. La mayoría de las veces te llegaban como sesgadas, llenas de
ambigüedad e incertidumbre, y con un sentido del detalle que te situa­
ba en medio de la acción. Cuando en los años noventa Dylan cantaba
«The Lonesome Death of Hattie Carroll», de 1963 (sobre la sentencia
de seis meses que recibió un blanco privilegiado de Maryland por matar
a bastonazos a una camarera negra) en ciertos momentos la canción
parecía ralentizarse: casi se podía sentir el movimiento del bastón en
el aire. Las canciones protesta pueden arrastrar los pies como lacónicos
números de comediante, como ocurre en la impagable «Talking World
War III Blues». Ha caído la bomba, y el cantante saca un Cadillac de
un concesionario abandonado y dice: «Un buen coche para conducir
después de la guerra».
Dylan intentó eludir su encasillamiento. «Nunca he escrito una
canción que empiece con las palabras “os he reunido aquí esta no­
che”», dijo una vez. Cuando le preguntaron por sus cantantes pro­
testa favoritos, mencionó al cantante de salón-bar Eydie Gorme y
a Robert Goulet, quien según la leyenda era el artista por el que

66
EL H O M BR E DE LA CABINA T ELEFÓ N IC A

Elvis Presley disparó a un televisor. En respuesta a una pregunta


sobre sus opiniones políticas, Dylan dijo indignado: «Seguro que
Tony Bennett no tiene que pasar por esto». Fingió escandalizarse:
«¿Smokey Robinson tiene que responder a estas preguntas?». Qui­
zás quería dar a entender que era ridículo pedirles a simples can­
tantes pop su opinión sobre el estado del mundo, o que un hombre
negro de Detroit podía tener más que decir sobre ese mundo que
un bohemio de Nueva York. No importaba. Él podía cambiarse de
nombre, podía incluso cambiar el mundo, como insistían en pen­
sar algunos comentaristas, pero no podía cambiar lo que se decía
sobre él.
En DoritLook Back, el documental que D. A. Pennebacker realizó
de la gira de Dylan por el Reino Unido en la primavera de 1965, se
ve a un periodista en una cabina telefónica después de un concierto
dictando una historia que podía haber sido escrita poco antes de que
comenzara el espectáculo, si no un año antes: «Punto y seguido. No
está cantando sino declamando. Dos puntos. Su tragedia, quizás, es
que el público está absorto en la canción. Punto y aparte. Los chicos
barbudos y las chicas de pelo lacio, con ojos llenos de rímel y el ma­
quillaje fúnebre, aplauden la canción y se pierden el sermón. Están al
tanto de todo. Punto y seguido. Pero qué lejos están realmente de las
sentadas y las huelgas y los esquiroles. Punto y aparte. “Los tiempos
están cambiando”, canta Dylan. Lo están cuando un poeta llena un
auditorio». Es fácil reírse de la sarta de clichés, ¿pero qué pasa si esos
clichés los generaba el propio Dylan? ¿Y si eran verdad? ¿Y si no era
el público el que se perdía el sermón, sino el propio Dylan quien
pasaba de la canción? En esa gira, cada concierto empezaba con «The
Times They Are A-Changin », que en ese momento de 1965 ocu­
paba el puesto 16 en las listas del Reino Unido, y cada vez era un
hito. Pennebacker nunca muestra más que unos pocos segundos,
sabiendo que poner más de la canción en la pantalla sería introducir
un tiempo muerto en la película. Dylan canta «The Lonesome Dea-

67
G REIL M ARCUS

th of Hattie Carroll», con el bastón de William Zantzinger apenas


dando en el blanco. Excepto por el final de «Talking World War
III Blues», donde se parafrasea lo que Lincoln supuestamente dijo
sobre la imposibilidad de engañar a todo el mundo todo el tiempo
(«algunos pueden tener a veces parte de razón... todos pueden tener
parte de razón en algún momento... la mitad de la gente puede tener
siempre parte de razón... pero todos no pueden tener siempre toda
la razón»), Dylan sólo parece estar vivo fuera del escenario. «Estaba
cantando un montón de canciones que no quería interpretar — le
dijo a Nat Hentoff en 1966 a propósito de la gira— , cantaba letras
que no quería realmente cantar.» Las palabras más severas fueron las
más simples: cada vez que tocaba una canción, dijo Dylan, «sabía lo
que iba a suceder».
Como cantaba Stan Ridgway en 2004 en «Classical Hollywood
Ending», «el público ha aprendido a aplaudir». Los fans se sabían
su papel, y esperaban que a su vez el artista fuera consciente del
suyo. El lo sabía y lo representaba. Era un ritual de autoconfirma-
ción, y lo contrario de un acontecimiento, que es poner en juego
algo nuevo, algo impredecible, donde puede ocurrir cualquier cosa,
donde el artista (en no menor medida que un presidente) se somete
a la materialidad de la historia. «No pretendo haber controlado
los acontecimientos — escribió Lincoln el 4 de abril de 1864— y
confieso abiertamente que los acontecimientos me han controlado
a mí.» Frente a un acto (un concierto) que rompe el vínculo entre
la expectativa y el resultado, el público puede asaltar el escenario
y atacar al artista; éste puede abandonar en medio de una canción
y largarse para no volver; y el público puede intentar echar al can­
tante del escenario con insultos y censuras, que es precisamente
lo que ocurrió cuando Dylan regresó al Reino Unido un año más
tarde con los Hawks.
Es doloroso presenciarlo, ver morir una canción en boca de un
cantante, ver a la multitud celebrar la muerte; es inquietante cuando

68
EL HOM BRE DE LA CABINA TELEFÓ N ICA

sucede lo contrario, como ocurrió el otoño anterior. Era un concierto


de Halloween en el Philarmonic Hall de Nueva York. La Guerra de
Vietnam no había impregnado todavía la vida americana, los Beatles
sí. En el mundo de la música folk, Bob Dylan era una estrella; esta
vez invitó a Joan Baez a su escenario.
Mucho de lo ocurrido allí esa noche de 1964 fue tan ritual como
cualquiera de los conciertos que Bob Dylan daría en el Reino Uni­
do la primavera siguiente. Dos años antes, en el Gaslight Cafe de
Greenwich Village, mientras cantaba una versión temprana de «A
Hard Rains A-Gonna Fall», para algunos una epopeya profética so­
bre la crisis de los misiles de Cuba, una parte del público se colocó
solemnemente detrás de Dylan para corear el estribillo, y por un
momento la balada se transformó en un canto gregoriano. El efecto
era tan fantasmal que parecía como si la crisis de los misiles de Cuba
hubiese llevado realmente a la guerra nuclear (muchos creían enton­
ces que Kennedy estaba dispuesto a librarla), y que «Hard Rain», no
el ruido sordo de «Talking World War III Blues», sería el sonido que
oiríamos después de la contienda. En el Philarmonic Hall la gente
empezó a aplaudir antes de que Dylan terminara el primer verso de
«Who Killed Davey Moore» (sobre un boxeador que murió a golpes
en el cuadrilátero) para demostrar que sabían lo que venía después,
para ratificar que el concierto les daría lo que esperaban y dejar claro
que ellos se habían ganado el derecho a estar allí. Esa misma noche,
sin embargo, Dylan tocó «It s Alright, Ma (I’m Only Bleeding)», que
no había cantado nunca antes en público.
Con el paso de los años, el tema se convertiría en el más rituali-
zado de todos los que Dylan ha escrito. El rasgueo áspero, saltarín y
cortante de la guitarra, el catálogo de hipocresías interminables de
la vida moderna estadounidense (la publicidad, la rutina del trabajo,
los partidos políticos, la censura, la represión sexual, la religión or­
ganizada, los clubes de campo: «propaganda, todo es mentira») todo
ello parecería diseñado para preparar el camino hacia una sola frase

69
G R EIL M ARCUS

de la canción. Ahora, cualquiera que preste atención ya sabe qué


pasará cuando Dylan llegue a las palabras «a veces hasta el presidente
de Estados Unidos tiene que desnudarse»: todos patearán y gritarán
para dejar claro de qué lado están y la superioridad que sienten ante
esas mediocridades.
El ritual es una broma que el tiempo le ha jugado a la canción,
puesto que un número suficiente de presidentes se han visto desnu­
dos (Lyndon Johnson renunciando a la reelección, Richard Nixon y
su vicepresidente obligados a dimitir, Jimmy Cárter y luego George
Bush humillados por la derrota, las flaquezas sexuales de Bill Clinton
expuestas públicamente), pero es también una broma que durante
cuarenta años el público de Dylan se ha gastado a sí mismo. Des­
pués de todo, la canción ha sobrevivido a casi tantos presidentes
como Fidel Castro, y cuando se canta ahora en cualquier escenario,
en cualquier ciudad, casi se puede escuchar a la gente a la espera de
que llegue esa frase, a la espera de la oportunidad de jugar el papel
que la canción, ahora, exige. Por eso resulta tan extraño oír la can­
ción tal como se cantó esa noche de Halloween, cuando todavía no
significaba nada, cuando un Bob Dylan de veintitrés años dice «y
hasta el presidente de Estados Unidos debe desnudarse a veces», y
no pasa nada. La frase queda colgada en el aire, en el vacío que ella
misma ha creado, como si no fuera obvio lo que quiere decir. No era
obvio: pocos días después, casi todos los que en el Philarmonic Hall
estaban en edad de votar irían a las urnas para apoyar a Lyndon B.
Johnson, que se presentaba como el candidato de la paz contra Barry
Goldwater, quien había flirteado con la idea de usar bombas atómi­
cas en Vietnam. Johnson todavía no había sido demonizado; Nixon,
que deshonraría la presidencia, no había sido elegido; Ford no había
sustituido a Nixon ni Cárter a Ford ni Reagan a Cárter ni Bush a
Reagan ni Clinton a Bush ni Bush a Clinton ni Obama a Bush.
A veces, como es el caso de una actuación en Santa Cruz en 2000,
Bob Dylan era capaz de liberar la canción de los acontecimientos

7o
EL H O M BRE D E LA CABINA TE LE FÓ N IC A

que la condicionaban. Aquí la melodía surge sigilosa y lentamente


del silencio, sale de la niebla como el recuerdo de una vieja canción
de blue-grass, acaso «Nine Pound Hammer». La música salta hacia
adelante con un ritmo muy marcado, hasta que muy pronto la sín­
copa es como un dedo que viene haciendo señas desde el pasado y
luego como una mano que sale de un callejón y te coge por el brazo.
Hay unos tambores ligeros y los arpegios de dos guitarras acústicas;
es una pequeña orquesta de cámara popular, un grupo de gente al­
rededor de la hoguera, una escena tan íntima que sería inapropiado
que alguien se inmiscuyera lanzando consignas, aunque por supues­
to cuando llega el «a veces hasta el presidente...» algunos sí lo hacen.
«Otros dicen que nada odiéis salvo... el odio», canta Dylan, la frase
saliendo de su boca como un puro, con malicia, como si dudara de sí
mismo y del público, como diciendo «¿hay alguien aquí que se haya
creído ese lema, que lo haya puesto en un adhesivo y lo lleve pegado
en el coche?». Cada verso acaba siendo arrojado, no con resignación
o amargura, sino con la convicción de la experiencia, una experien­
cia que todavía está en curso. «¿Qué más podéis mostrarme?» sale
de los labios del cantante como si éste no esperara que hubiera algo.
Por unos pocos minutos, al final, las guitarras tocan desbordando el
tema, como si no fuera, al menos por esta noche, un caparazón que
contiene una única frase, sino una oportunidad de encontrar pala­
bras y ritmos que nunca nadie ha oído antes en la canción.
Poco después de aquella noche del otoño de 1964, el público
pararía la canción en seco. No había aplausos en la versión grabada
que apareció en Bringing It All Back Home en marzo de 1965, pero
ya estaban implícitos en «a veces hasta el presidente...». Una cara del
álbum empezaba con «Subterranean Homesick Blues», una cómica
perorata de dos minutos y diecisiete segundos al estilo de Chuck Be-
rry, dirigida contra (entre otras cosas) la totalidad del sistema social
estadounidense, con los saltos a lo «Too Much Monkey Business»
sirviendo de disfraz a una letra que tenía sus orígenes (como el his­

71
GR EIL M ARCUS

toriador musical David Hajdu fue al parecer el primero en señalar)


en un viejo tema de Woody Guthrie y Pete Seeger titulado «Take It
Easy». Fue la primera canción de Bob Dylan que entró en la lista
de éxitos: durante una semana ocupó el número 39. En el álbum la
seguían «She Belongs to Me», «Maggies Farm», «Love Minus Zero/
No Limit», «Outlaw Blues», «On the Road Again» y «Bob Dylan’s
115th Dream»; la mayoría de ellas con un sonido metálico y chi­
rriante, escritas con estilo y cantadas con placer: Dylan y los músicos
acompañantes disfrutaban por momentos con el nuevo traqueteo
que producían.
Ésas eran las primeras grabaciones de rocanrol de Dylan, hechas
supuestamente por sugerencia del productor Tom Wilson, quien
a modo de experimento mezcló con torpeza una tímida y afectada
instrumentación eléctrica sobre la versión sumamente apagada que
Dylan hizo en 1962 de «The House of the Risin Sun», quizás la
grabación de Bob Dylan con menos posibilidades de mejorar con
efectos especiales, y luego le pasó a Dylan el resultado (como ha­
ría más tarde, en 1965, con una versión acústica de «The Sounds
of Silence» de Simón y Garfunkel, que se convertiría en un enorme
éxito internacional). En 1962 ya había grabado con un grupo varias
canciones, algunas de las cuales fueron incluidas y otras descartadas
en The Freewheelin Bob Dylan, entre ellas una versión de «That’s All
Right», el primer single de Elvis Presley. Y en el primer single de
Dylan, «Mixed Up Confusión», que pasó desapercibido ese mismo
año, había guitarra, bájo, piano, batería y ritmo. Pero era la música
de un grupo modesto, no hablaba el idioma de Chuck Berry, y no
digamos el de Little Richard. El nuevo sonido de Dylan en Bringing
It All Back Home era una incursión en territorio beatle, una apuesta
por el éxito pop, y sorprendentemente, teniendo en cuenta lo que iba
a ocurrir unos pocos meses después, no despertó ninguna alarma. A
pesar de la amenazadora foto de Daniel Kramer en la carátula (un
retablo que invita al espectador a entrar en un mundo turbio de ropa

7*
EL HOMBRE DE LA CABINA TELEFÓ N IC A

cara y láudano, donde Robert Johnson intercambia canciones con


Lotte Lenya, un olvidado político decimonónico observa con severi­
dad desde la repisa de una chimenea a Lyndon Johnson en la portada
de Time, y una elegante mujer vestida de rojo te mira altivamente a
los ojos mientras Dylan se aferra a un pequeño gato gris como si fuera
su doble fantasmagórico), las nuevas canciones sonaban (eso le dijo a
Dylan un fan en Inglaterra) como si se estuvieran riendo.
La verdadera carcajada era la última canción de la otra cara del
disco. «Bob Dylan s 115th Dream» empieza en tono de broma cuan­
do una primera toma con Dylan rasgueando la guitarra queda inte­
rrumpida y Tom Wilson se ríe como si acabara de hacer una trave­
sura. Empiezan de nuevo: una leve nota de la guitarra eléctrica de
Bruce Langhorne conduce las primeras palabras hacia la batería. La
canción era una especie de respuesta a Chuck Berry y su «Back in
the U.S.A.» (1959), una de esas obras singulares del arte pop donde
(como ocurría en 1956 con el collage de Richard Hamilton ¿Por qué
los hogares de hoy son tan diferentes, tan atractivos?) uno tiene la im­
presión de que la ironía que el artista podía haber sentido al empezar
la obra se ha diluido con el fervor que ha puesto para terminarla.
En el caso de Berry, él acababa de regresar de una gira por Austra­
lia. Ooo-hah canta el coro, inspirando y expirando auténtico aire de
Estados Unidos. Berry canta a las autopistas, las hamburguesas, las
rocolas. «Fue un verdadero placer subirme a mi Cadillac... y correr
por la 1-55 a cien kilómetros por hora hasta llegar a mi casa», escri­
bió en su autobiografía no a propósito de su regreso de Australia en
1959, sino de su regreso de una prisión federal en 1963, adonde lo
había enviado un fiscal racista por una falsa acusación. Hay una clara
impresión de lo implacable y variado del racismo estadounidense a
lo largo del libro de Berry; no hay ironía en «Back in the U.S.A.», y
no la había tampoco en el encuentro de Dylan con esa canción.
Jess, el difunto artista de collage de San Francisco, habló una vez de
«la crítica hermética encerrada en la obra de arte». La crítica encerrada

73
G REIL M ARCUS

en la canción protesta no era hermética, y a pesar del sonido de rocanrol


«Bob Dylans 115th Dream» era una canción protesta, aunque hacía
que «Maggies Farm» pareciera tan sentenciosa como «The Times They
Are A-Changirí». Una reescritura del quejoso punteo de labradores que
era «Down on Pennys Farm» (1929) de los Bendey Boys, y precursora
de «Take This Job and Shove It» (1977) de Johnny Paycheck, «Maggies
Farm» era una canción protesta sobre fábricas, talleres, oficinas, trabajos
y aulas, y a pesar de los juegos de palabras que los fans repetirían durante
años, Dylan sonaba aburrido mientras la cantaba.
No sonaba aburrido en «Bob Dylans 115th Dream». A diferen­
cia de «Maggies Farm», «Who Killed Davey Moore?», «Masters of
War», «Only a Pawn in Their Game» y muchas otras, se trataba de
una canción protesta, pero no era retórica. Cuando el cantanta hacía
una pregunta, no daba por sentado que la respuesta sería tan obvia
para su público como lo era para él. No suponía que era obvia en
absoluto, quizás porque como «Back in the U.S.A.» esta canción
protesta era al mismo tiempo una celebración: la celebración del
fracaso del humanismo racional en Estados Unidos. Comparada con
los discos de rocanrol que Berry había hecho diez años antes, «Bob
Dylans 115th Dream» es primitiva, toda tropiezos y caídas, ruidos
y chillidos, con los músicos de estudio neoyorquinos (sobre todo el
batería Bobby Gregg y el pianista Paul Griffin) intentando seguir el
paso de Bob Dylan, a veces incluso adelantándose, como si un ma­
rinero, en perfecta lógica onírica, posara la mirada sobre «el pecho
fresco y verde del nuevo mundo» de Fitzgerald.
Él llega a bordo del Mayflower, que es al mismo tiempo el Pequod\
«muchachos, olvidaos de la ballena», grita el capitán Ahab. Por algún
motivo, el lugar parece y suena exactamente como si fuera Estados
Unidos en 1965.
«Creo que la llamaré América», dice el cantante al arrodillarse en la
playa. El capitán Ahab (Dylan lo llama «Arab», sin duda un homenaje
al éxito de Ray Stevens «Ahab, the Arab», de 1962) ya está redactando

74
EL H O M BRE D E LA CABINA T E LE FÓ N IC A

escrituras de propiedad y planificando: «levantemos un fuerte y com­


premos esto con baratijas». Antes de que puedan hacerlo, aparece un
policía y detiene a toda la tripulación por posesión de arpones.
El cantante consigue escapar: «ni me pregunten cómo», dice.
Todo va muy rápido: envueltos en el lustroso sonido, el grupo de
músicos es como un perro que intenta morderse la cola, el cantante
tiene una historia que contar y apenas ha entrado en ella. Es imposi­
ble decir si lo que lo motiva es exasperación, diversión, incredulidad,
o simplemente el impulso de alguien que cae por un acantilado. Vaya
adonde vaya, lo rechazan, le pegan, le roban la ropa. Entra en un
edificio gubernamental y el burócrata de turno le dice que se largue.
«Recuerde que también rechazaron a Jesús», dice, como si lo último
que pudiera esperar es que alguien lo ayude por decir esto; «tú no
eres Él», le dice con razón el burócrata. El cantante vuelve a la calle,
que ahora está al revés. «Un teléfono público sonaba — dice— , casi
me sacaba de quicio. / Cuando descolgué y dije “hola” / salió un pie
del auricular.» Él parece sorprendido; el oyente, a estas alturas, no lo
está: oye, le dice al marinero, es un teléfono. ¿Qué esperabas?
Por último, el cantante huye. Regresa a su barco, recoge la multa
de aparcamiento del mástil y leva el ancla. Por primera vez desde que
empezó la canción consigue respirar con facilidad. Pero la historia
no ha terminado del todo. El cantante sale de Estados Unidos pero el
oyente no, y aquél ríe el último. «Al abandonar la bahía», nos cuenta:

I saw three ships a-sailin


They were all heading my way
I asked the captain what his ñame was
And how come he didn t drive a truck
He said his ñame was Columbus
I just said, «Good luck»*

* Vi tres carabelas / que venían hacia mí. / Le pregunté al capitán su nombre / y por qué no
era camionero. / Dijo llamarse Colón / y le deseé buena suerte.

75
GR EIL M ARCUS

A pesar de esto («todas mis canciones acaban con ‘buena suer­


te’», dijo una vez Dylan) el país de «Bob Dylans 115th Dream» es
a un tiempo una pel ícula de horror y una utopía, fantasmagórico e
inmediatamente reconocible, con sus manifestaciones de protesta,
perros calientes, pompas fúnebres, travestis, timadores, proxenetas
y hermandades benéficas. Se supone que todo debe sonar a locura,
¿o así es como suena ahora y lo que se suponía cuando se hizo era
que pareciera completamente realista y glamuroso? ¿Algo divertido?
¿Una gran aventura?
Es una canción protesta sobre un país ridículo. Es, entre otras
cosas, una reescritura de la novela E l hombre invisible (1952), de
Ralph Ellison, una versión cómica de la historia que Dylan contaría
unos meses después en «Like a Rolling Stone», y el retrato de una
realidad que no ha cambiado: una historia contemporánea y común
que ahora no tiene más o menos sentido que la primera vez que se
contó. Si se la escucha hoy, la canción puede parecer más que nada
una historia sobre el mercado moderno como tal, una canción tan
completa que es más bien una película; una película que se podría
filmar en el centro de: cualquier gran ciudad del mundo, con la gente
saltando de un lado ai otro al azar como bolas de pinball, todos pega­
dos al teléfono móvil, tecleando en sus agendas electrónicas, algunos
hablándole a esos teléfonos de pulsera de Dick Tracy que (cincuenta
años después de que Chester Gould los imaginara) están por fin a
la venta; todos hablando sin prestar atención a nadie porque nadie
tiene tiempo, todos tiratando desesperadamente de gastar el tiempo
tan rápidamente como pueden, porque el tiempo es dinero y lo más
emocionante con el dinero es gastarlo. «Sin aliento», podía haber
titulado Dylan la canción; no quieres que se acabe. Y eso, tratándose
de una canción protesta, es lo más divertido de todo. Como el estado
de la nación (atrapada en una crisis que era todavía incapaz de reco­
nocer), la llegada de los Beatles y el constante reclamo de los Top 40,
«Bob Dylarís 115th Dream» preparó el terreno para «Like a Rolling

76
EL H O M BR E DE LA CABINA T E LE FÓ N IC A

Stone», una obra que incorporaría todas esas cosas para devolverlas
transformadas.
No había risas en la otra cara del disco. Allí aparecía Bob Dylan
como siempre, solo con su guitarra y su armónica, excepto en «Mr.
Tambourine Man» y «It s All Over Now, Baby Blue», donde los sen­
cillos intrumentos de acompañamiento eran tan sutiles que parecían
emanaciones de la canción misma. Esa cara tenía cuatro largos temas,
y todos ellos prometían no acercarse nunca a los cuarenta principales
de la radio; y era evidente que estaban tan llenos de sentido y eran
tan atractivos, tan importantes, tan elegantes, que su calma acallaba
el ruido de la otra cara. Puede que la intención de Bob Dylan fuera
marcar un límite, pero lo hacía en un surco que ya estaba arado, y las
flores crecieron sobre él. Cuanto más rápido avanzaba, más pillado
estaba en su propia trampa.

77
Segunda parte
CAPÍTULO 4

EL ÍDOLO DE SAN JOSÉ

—¿Cómo se pronuncia: «Di-lan» o «Dai-lan»?


— Bueno, yo digo «Dilan»... o «Dailan», da igual, de ver­
dad.
—¿Lo tomó del poeta galés?
— No, eso es un rumor que supongo que corrió porque hay
gente a la que le gusta simplificar las cosas...
— ¿Cuál es la canción decisiva de su carrera?¿«Blowing in the
Wind»?
— No, es... ¿Quiere decir la más sincera y honesta que creo
haber hecho? ¿Entre las que se han hecho populares? Ha habi­
do unas cuantas. «Blowin in the Wind» lo es hasta cierto pun­
to, pero yo entonces era sólo un muchacho. No sabía nada de
nada en aquel entonces. La escribí y ya está, de verdad. «Mr.
Tambourine Man»... es una canción que yo sentía muy próxi­
ma. La dejé fuera de mi tercer álbum precisamente porque la
sentía demasiado cerca como para incluirla. Si se refiere a la
canción más decisiva para mí, pues diría que es «Like a Rolling
Stone». La compuse después de haber arrojado la toalla, de
verdad, había dejado de cantar y tocar. Un día me encontré
escribiendo una canción, una historia, una gran vomitona de
veinte páginas, y de ella saqué «Like a Rolling Stone» e hice
un single. Nunca antes había escrito nada así y de repente me
di cuenta de que eso era lo que tenía que hacer. Nadie había
G R EIL M ARCUS

hecho eso antes. Un montón de gente, cualquiera, puede es­


cribir muchas de las cosas que yo escribía. Yo simplemente lo
hacía primero porque nadie había pensado en eso antes. Pero
fue así sólo porque tenía hambre. Pero nunca he conocido a
nadie u oído nada (y oigo muchísimas cosas) que... no quiero
decir que sea mejor que el resto. Sólo quiero decir que «Like a
Rolling Stone» es definitivamente lo que yo hago. Después de
componerla ya no tenía interés en escribir una novela, o una
obra de teatro. Ya tenía suficiente, quería escribir canciones.
Porque se trataba de una nueva categoría. Es decir, que nadie
antes había escrito canciones de verdad.

(Bob Dylan entrevistado por Marvin Bronstein,


C C BC , Montreal, 20 de febrero de 1966)

Esa noche, cada vez que mencionaba la canción subrayaba la penúl­


tima palabra, de manera que sonaba «Like a Rolling Stone». Y no era
la canción, era el sonido.
En 1884, a la señora Sarah L. Winchester, nuera y heredera de
Oliver Winchester, el inventor del fusil de repetición que lleva su
nombre («el arma que conquistó el Oeste», como se bautizó el mo­
delo de 1873, aunque Bill Cody se refería al suyo como «el jefe»),
una espiritista le dijo que no moriría mientras siguiera construyendo
su casa de San José (Califonia). Al día siguiente, legiones de car­
pinteros, fontaneros, albañiles y pintores ocuparon su propiedad.
Trabajaron sin cesar durante los treinta y ocho años siguientes (la
mansión creció hasta tener 160 habitaciones, escaleras que acababan
en el techo y ventanas que daban a muros), pero en 1922 alguien
debió de equivocarse y se tomó un descanso inoportuno.
En junio de 2003, ochenta y un años después de la muerte de la
señora Winchester, la estación de radio de rock clásico KFO G de
San Francisco emitió un programa desde la mansión de los Win-
EL ÍD O LO DE SAN JO SÉ

chester, que para entonces era la Winchester Mystery House (donde


se decía que habitaban los espíritus de indios muertos). La emisora
estaba allí para acoger una versión local del exitoso programa televi­
sivo American Idol: «San José Idol». Miembros de la audiencia iban a
cantar canciones de Bob Dylan con la esperanza de ganar entradas
para su siguiente concierto en Konocti Harbor, un centro turístico
de California donde actúan artistas que atraen a un público asiduo
y previsible (a años luz de los concursantes habituales de American
Idol, que esperan obtener un contrato discográfico cantando senti­
das y recargadas baladas e imitaciones de «Endless Love» de Mariah
Carey ante millones de personas que, a su vez, se supone que copia­
rán el gesto y la inflexión de los concursantes para convertirse algún
día ellos mismos en ganadores). De modo que en San José una serie
de hombres y mujeres se acercaba al micrófono para probar suerte
con las versiones más lúgrubes que uno pueda imaginar de temas
como «All Along the Watchtower» o «Just Like a Woman», arras­
trando estúpidamente las vocales, por supuesto. «¡Eso es lo más her­
moso que he escuchado nunca!», zureaba la doble de Paula Abdul en
el jurado. «Eso es horrible y además estás demasiado gordo», ladraba
el Simón Cowell de turno.
Al escuchar esto, uno piensa que aquí está el verdadero Bob
Dylan, vivo en la imaginación pública: el cliché más querido del
mundo, o por lo menos el más obvio. ¿Iban de verdad a quedarse
con las entradas los ganadores de este concurso? Si eso es lo que Bob
Dylan representa para esta gente, ¿por qué querrían ir a verlo? ¿A
quién le interesaría?
Ésta es la premisa de Anónimos, una película estrenada ese mis­
mo verano, dirigida por Larry Charles y escrita por Bob Dylan, con
Dylan en el papel de Jack Fate, un cantante semilegendario pero ya
prácticamente olvidado: la gente recuerda que debería recordarle,
pero no recuerda por qué. Son ciudadanos de un país que apenas se
recuerda a sí mismo: Estados Unidos queda reducido a una putrefac­

83
G R EIL M ARCUS

ta Los Ángeles. La mayoría de los que controlaban o poseían el país


(es decir, los blancos) se han largado o han desaparecido. Los que
quedan hablan y se mueven como si los demás tuvieran que respetar
lo que dicen, pero nadie lo hace. Ya no hay estadounidenses: el Ter­
cer Mundo (jamaicanos, africanos, mexicanos, árabes, chechenos,
serbios, refugiados, matones, asesinos y extorsionistas de todo tipo)
ha colonizado el primero. No se trata de masas apiñadas en torno a
la Estatua de la Libertad y ansiosas por ser libres; son saqueadores.
En un país roto por una guerra civil entre los «rebeldes», los «con­
trarrevolucionarios» y un gobierno que parece reducirse a los carteles
de un presidente moribundo (vestido con un sucio uniforme militar
blanco y dorado, un cruce entre Saddam Hussein y Juan Perón), Jack
Fate sale de la cárcel para tocar en un «concierto benéfico», porque
antes que él Sting, Bruce Springsteen, Billy Joel y Paul McCartney se
han negado a hacerlo. Todo es un montaje del promotor, Sweetheart
(John Goodman con una barba horrible y vestido con un mugriento
esmoquin azul), que piensa quedarse con el dinero, y un grupo de
gánsters que dicen representar al presidente y querer «ayudar a las ver­
daderas víctimas de la revolución». O quedarse también con el dinero.
La película muestra a Jack Fate saliendo de la prisión donde
ha estado encerrado durante diez años por algo que nunca queda
claro, y de esta manera acompaña al espectador por unos Estados
Unidos que han quedado reducidos a la avaricia y la muerte vio­
lenta, una sucesión de urbes destruidas y habitadas por escombros
humanos. Los personajes que van emergiendo o que simplemente
aparecen y desaparecen (Val Kilmer haciendo de pastor en un apar­
camiento, una Jessica Lange vulgar que parece una versión aún más
cínica del promotor, un Luke Wilson de aspecto muy cuidado que
hace de antiguo compañero o guardaespaldas de Jack Fate) forman
una caricatura del público original de Bob Dylan (o de Jack Fate):
gente blanca de mediana edad, culturalmente narcisista, acabada y
que se detesta a sí misma en busca de algo mejor que cantar «Wai-

84
EL ÍD O LO D E SAN JO S É

ting Around to Die» de Townes van Zant o discutir los detalles de


su muerte.
Toda la música de la película, salvo la versión de «Dixie» y la
canción folk «Diamond joe» que Fate toca con Simple Twist of Fate
(presentados por Sweethart como «la mejor y la única banda que rin­
de homenaje a Jack Fate») es de Dylan: sus propias grabaciones origi­
nales, emotivas versiones que otros han hecho de sus canciones («My
Back Pages» a cargo de los Magokoro Brothers en japonés, «Most of
the Time» por la cantante sueca Sophie Zelmani, «If You See Her,
Say Helio» por Francesco de Gregori, en italiano) y actuaciones que
forman parte de la trama. La más sorprendente tiene lugar cuando,
durante un ensayo de Jack Fate para el gran concierto, una mujer
blanca con un brazo escayolado y una pierna tatuada entra acompa­
ñada de su hija, una chica negra de unos ocho o nueve años. «Señora
Brown, tiene una hija preciosa», dice alguien y ella le cuenta a Fate
que, llevada por una devoción que ha pasado de la esquizofrenia ad­
mirativa al abuso infantil, la mujer ha enseñado o forzado a la niña
a memorizar cada una de sus canciones. La hacen cantar, y la chica
produce una hermosa y demasiado perfecta versión a capela, palabra
por palabra, de «The Times Are A-Changin ». La niña claramente no
tiene ni idea de lo que canta o por qué; dado su inglés nativo está
cantando en una lengua extranjera.
La canción evoca un tiempo lejano y olvidado que ya no tiene
sentido. Es una llamada a la acción en un país que ya no existe. «Sena­
dores, congresistas, atiendan por favor la llamada, / no se queden en la
puerta, no bloqueen la entrada», canta la niña como cantaba Jack Fate,
o Bob Dylan, en 1963, pero ya no hay Senado ni Congreso: unos
trileros organizan sus partidas en la entrada del Capitolio mientras los
drogadictos duermen por los pasillos. Es un momento espeluznante:
Jack Fate escucha y se vuelve para acompañar a la niña y su madre
hasta la salida sin un gesto de agradecimiento ni una sonrisa, como si
lo último que quisiera ahora es que le recordaran que hubo un tiempo
GREIL M ARCUS

en que él escribía cosas así, un tiempo en que la gente creía en él y él


en la gente, o un tiempo en que él simulaba creer en la gente.
Como una fantasía de Bob Dylan, (caminando cuidadosamente
como si sus botas fueran zancos, un hombre delgado que se parece a
Vicent Price, lleva bigote a lo Little Richard, va vestido como Hank
Williams y tiene una mirada escrutadora a lo Clint Eastwood) ha­
bla con el fantasma de un actor de blackfacé* muerto hace mucho
tiempo, un papel a cargo de un Ed Harris irreconocible, con unos
inmensos labios blancos pintados sobre un rostro tiznado. En un
autobús escucha a un ex revolucionario enloquecido (el actor Gio-
vanni Ribisi), quien después de explicarle quién está en cada bando
sale corriendo del autobús para intentar detener a unos guerrille­
ros que acaban por volarlo en pedazos. No habla ni escucha a JeflF
Bridges haciendo de Tom Friend, el sueño de cada periodista que en
los últimos cuarenta años ha intentado conseguir una entrevista con
Bob Dylan. Enviado por un director sensacionalista para descubrir
lo que hay detrás del falso concierto benéfico, Bridges tiene una lis­
ta de preguntas y está tan exaltado con sus propias teorías sobre lo
que todo eso significa, con la esperanza de los sesenta, la corrupción
del presente, la posibilidad de que quizás el concierto pueda salvar
al mundo, su obsesión con la carrera de Fate, su propia carrera o
simplemente el sonido de su propia voz (él es el verdadero Jack Fate,
parece estar diciéndonos, o lo sería si hubiera justicia en este mun­
do), que Fate apenas podría decir una palabra aunque lo intentara.
A principios de los noventa recibí una propuesta y el vídeo piloto
para una serie de televisión sobre grandes festivales de rock. La premisa
casi daba miedo por su insistencia en la primacía eterna de quienes
han nacido después de la Segunda Guerra Mundial y antes de la de
Vietnam: la serie empezaría con el concierto más importante de todos
los tiempos (Woodstock, la celebrada «reunión de las tribus» de 1969)

* Nombre dado a los actores blancos que se tiznaban la cara para imitar estereotipadamente
a los negros en los espectáculos de vodevil. {N. del T)

86
r ¥ EL ÍD O LO DE SAN JO SÉ

y recorrería luego una serie de festivales ligeramente menos famosos,


en la mayoría de los cuales figuraba al menos un héroe ya muerto del
que podían hablar quienes todavía no lo estaban («era el tipo más
amable del mundo», «tenía sus demonios personales, pero era la mujer
más encantadora del mundo»). Cada segmento acabaría con el presen­
tador de turno, una estrella del cine o la música actual, repitiendo las
mismas palabras, el latiguillo de toda la serie: «tenías que haber estado
allí, tío». La idea era subrayar que hay dos tipos de personas en el mun­
do, los que han estado allí y los que no, y el presentador del episodio
de Woodstock (quien, de pie bajo un sol brillante en el prado donde
había estado el escenario, decía «tenías que haber estado allí, tío» con
animosa condescendencia) era Jeff Bridges.
Y aquí está de nuevo en Anónimos, más greñudo, más gordo, como
si no hubiera dormido durante los diez años que han pasado entre el
día en que filmó el episodio piloto de la serie y la reaparición de Jack
Fate, pero exactamente con la misma actitud, elevada ahora a pura
manía. Sigue a Fate mientras caminan por el viejo teatro de vodevil
donde se va celebrar el concierto benéfico. (¿Acabará así la película,
con aplausos pidiendo un bis que no llega nunca, el anuncio de que
«Jack Fate se ha ido», y entonces un corte a Tom Friend apareciendo
en el noticiero nocturno, dando cuenta del acontecimiento: «tenías
que haber estado allí, tío»?) El descomunal Friend se alza por fin sobre
Fate como un nubarrón que amenaza tormenta y luego desaparece.

¿Y qué hay de los Mothers o f Invention, Jack? Zappa, ése sí


que no aceptaba una negativa. Hizo esa película, Unele Meat>
de dieciséis horas, sin editar. Lo sacó todo, ¿no? ¿Y tú qué?
¿Lo has dado todo alguna vez? Conoces a ese cantante de
los Bee Gees, ¿verdad que canta como Gene Pitney? «Town
without Pity» [ciudad sin piedad]: ¿te acuerdas de esa can­
ción, Jack? ¿Y ese lugar donde te encerraron por algo que ni
siquiera has pensado hacer todavía? Es un mundo realmen­

87
G R EIL MARCUS

te desolado... ¿Y Hendrix? ¿Recuerdas a Hendrix en Wood-


stock? Perdona la curiosidad, pero tú no estuviste allí, ¿ver­
dad? No estuviste en Woodstock, no estuviste con Hendrix.
¿Por qué? ¿Dónde estabas? Tenías que haber visto a Hendrix,
tío. Iba totalmente en serio, no mezclaba los negocios con el
placer. Y tocaba el himno nacional, «The Star-Spangled Ban-
ner», con dos altavoces de mierda para el medio millón de
personas que había tiradas sobre el lodo. ¡Joder! ¡Vaya grito
de desamparo fue aquél! Tío, lo que soltaba la guitarra era
un grito desesperado de libertad. ¿Qué decía, Jack? Ese viaje
con «The Star-Splanged Banner». ¿De qué iba todo eso? ¿La
revolución? No creo. Podías sentir lágrimas en cada nota que
tocaba, diciendo ámame. Ámame. No soy un traidor, ¡soy
un negro desgraciado! Cogió el glorioso himno y le lanzó
drogas como bombas. Se podía escuchar ese grito en todo
el mundo, diciendo: «¡eh, yo soy un ciudadano americano!».
Estaba llamando a sus antepasados, los primeros colonos, los
peregrinos. Ellos no necesitaron ningún jodido pasaporte,
¿no? Eh, Jack, pues Hendrix fue el que más aguantó. Orgullo
y honor, ¿verdad? De eso se trata. Pero no lo escucharon. Un
grito triste de dolor. En una ciudad sin piedad.

Jack Fate escucha todo esto con cara de póquer, se da la vuelta y se


marcha. Pero lo que Jimi Hendrix hizo con el himno nacional en
Woodstock (en apenas cuatro minutos lo retorció y lo trituró, lanzó
los pedazos sobre el escenario para luego recogerlos, recomponiendo
con ellos como Frankenstein una nación monstruosa, y finalmente
dejó que la canción emergiera de cuerpo completo, con el odioso
ruido y furioso amor de la música de Hendrix envolviendo ahora la
canción como un traje de bodas cubierto de polvo) es lo que le está
pasando en toda la película con la propia música de Fate, la música
del mismo Bob Dylan. Es una música de transformaciones, que al­

88
EL ÍD O LO DE SAN JO SÉ

canza su máxima fuerza con «Come una pietra scalciata» (una graba­
ción de 1998 de Articolo 31, un grupo italiano de hip-hop formado
por J. Ax y D j Jad); es decir, con «Like a Rolling Stone».
Esta interpretación, extraña y desconcertante, remite a «Like a Ro­
lling Stone» tal como apareció en 1965, y lo hace mirando atrás a
través la confusión de acontecimientos que en el futuro próximo de
la película ya ha negado la primera versión de la canción a través del
tiempo que la ha ido borrando, de los miles de otras canciones que
han ocupado su lugar en las listas, del mundo que la canción cambió,
el mundo que cambió a su alrededor y la dejó atrás en alguna bifurca­
ción del camino. Acaso se trate de esa legendaria bifurcación de carre­
teras con dos señales (« p o r a q u í a T e x a s », « p o r a q u í a A r k a n s a s »)

donde, según la leyenda, todos los que saben leer siguen hacia Texas, y
el resto acaba en Arkansas. De modo que la canción va a Arkansas, a la
tierra de nadie marcada por la iconografía de esa leyenda. Para los ita­
lianos que ahora reclaman la canción como si fuera un antepasado, un
padre fundador, un Jefferson o un Garibaldi, no queda nada, sólo una
memoria heredada y distante de lo que una vez significó. Pero ellos no
la tocan como una memoria. Lo que su interpretación afirma, a lo que
se agarra como derecho inalienable que hace pasar la composición de
quien una vez la cantó a la gente que ahora lo hace, es precisamente la
confusión de acontecimientos, no tanto el «Like a Rolling Stone» que
se encontraron, sino el que se ha perdido.
Con «Come una pietra scalciata» incluso el propio Dylan es una
especie de fantasma. El disco es de hecho la versión de una versión:
una versión del «Like a Rolling Stone» que en 1993 grabó el enigmá­
tico grupo blanco de hip-hop Mystery Tramps.6

6. Buscando sobre los mystery tramps [misteriosos vagabundos] en Google, la cuarta entrada
que aperece no dice nada sobre el grupo, pero menciona que «la tesis de Coup d ’E tat in
America sugería que E. Howard Hunt, conspirador del Watergate y antiguo agente de la
CIA, fue uno de los tres misteriosos vagabundos mencionados en historias sobre el asesi­
nato de Kennedy». Puesto que esos vagabundos, «fotografiados cerca de la loma cubierta
de hierba», fueron «detenidos por la policía de Dallas y luego puestos en libertad sin que
existan datos sobre su arresto», es posible que se trate realmente del mismo grupo.

89
G R EIL MARCUS

Tanto en la versión «Radio Mix» de cuatro minutos y medio


como en la «1-800-Mix» de seis minutos y veinte segundos, los
Mystery Tramps empiezan con una muestra de la fanfarria original:
distante, leve e innegable, como la visión de Shangri-La que Ronald
Colman no puede quitarse de la cabeza. Sobre una convencional
pista hip-hop de batería y bajo, está la voz masculina, espesa, grosera
y tediosamente sagaz del cantante, al instante respondida por un
coro de automáticas voces femeninas. Tras unos chirridos hay un
fragmento de Bob Dylan: How does it feel? «Mira — dice el cantante
como si quisiera pasarte droga— , ésta es la historia de una niña bien
que acaba en el arroyo, y es un coñazo, así que presta atención.» Es
la versión más simplista de la canción, «una humillación», como la
describió Jon Landau en 1968, llena de «fariseísmo, con la actitud de
quien juzga a los demás sin juzgarse a sí mismo»; un ejemplo de los
«compositores de los sesenta» incapaces de conceder a «las mujeres
un término medio entre el pedestal y la alcantarilla», según escribió
Charles Shaar Murray en 1989, una canción «cantada con sorna y
desdén hacia una chica rica consentida», con «el estancamiento re­
accionario del orden social ... personificado como femenino»; «una
visión de la vida mundana de la Gran Manzana», en palabras de C.
P. Lee en 1998, si no «una canción más» sobre Edie Sedgwick, la des­
venturada actriz de Andy Warhol. «Incluso ahora — escribió Dave
Marsh en 1989— resulta extraño que la canción sea tan larga porque
en la vida real no se permite que las diatribas se extiendan demasia­
do; alguien las interrumpe.» El cantante de los Mystery Tramps está
ansioso por meter el dedo en la llaga: «¿Qué se siente? Lo quiero
saber de verdad», dice, aunque ya lo sabe. Sólo hay una referencia
directa a la mala nueva sobre la que (según insiste el cantante) trata
la canción, aunque nunca llega a darla: cuando canta «nadie te en­
señó a vivir en la calle» se escucha la bocina de un coche. Hay algo
en el momento en que aparece, en lo abrupto del bocinazo, como
si el conductor estuviera enojado y al mismo tiempo escandalizado,

90
EL ÍD O LO DE SAN JO SÉ

que te hace ver a quién va dirigido: alguien que, confuso y distraído,


camina sin rumbo fijo entre el tráfico, alguien que se ha rendido.
Justo al principio del primer estribillo aparece una chica en la flor
de la vida: «¿Unos centavos? — dice— , ¿alguien me puede dar unos
centavos?». Su voz es tan clara y tranquila, como la chica que hay en la
primera viñeta de la versión en cómic que Mick Brownfield hizo de la
canción, que nadie puede pensar que va en serio. Cuando el cantante
llega a la tercera estrofa («cuando te quitó todo lo que pudo robar»,
que para los Mystery Tramps es también la última) la chica aparece
de nuevo como si se tratara de una comedia: «¡Eh!, ¿dónde están mis
cosas?». La recurrente frase de Dylan, How does it feel?, suena quejosa
y modesta, con acento del Medio Oeste, como si viniera del otro lado
del país, y es, junto con la chica de la calle, la única fuente de emoción
en la pieza. Se escucha a Dylan llamando a la chica: es la única persona
que realmente quiere saber lo que le ocurre.
La versión más corta termina con la chica desapareciendo en un
fundido apenas audible: «¿Qué es esto? ¿Me puedes ayudar?». Este
será el corazón de la mezcla más extensa. Allí tenemos de nuevo la
fanfarria, pero más rápida y metálica, con un ritmo más pesado, y
entonces una segunda voz masculina más reservada: «¿Ves de qué va
esto?». Lo dice con el tono de quien está a la última, la voz envejecida
en la garganta: el vagabundo misterioso. Y entonces la chica cuyas
palabras quedaban prácticamente enterradas al final de la primera
versión se hace oír con total claridad y muestras de pánico: «¿Qué es
esto? ¿Puedes ayudarme? ¿Dónde estoy, qué pasa? Esto no me gusta
nada». Está atrapada en la canción como si se hallara dentro de un
armario. «Je, je, je», se ríe el vagabundo misterioso.
La sorna que Charles Shaar Murray percibía cuando Bob Dylan
cantaba la canción, y que los Mystery Tramps también percibieron, ya
no está cuando Axticolo 31 retoma el arreglo de los Mystery Tramps
cinco años después. Hay una voz parecida a la de Dylan, nasal y dis­
torsionada: «Tengo algo que contarte», y de repente nos hundimos

91
G R EIL M ARCUS

en la oscuridad. Como la chica en la versión «1-800» de los Mystery


Tramps, no sabemos dónde estamos. Se mantiene la fanfarria original,
que suena como las trompetas del jubileo, y luego un rap áspero pero
equilibrado, que parece encadenar sin descanso miles de palabras.
«Come una pietra scalciata» de Articolo 31 es una adaptación
de «Like a Rolling Stone» siguiendo temas de Dylan, con sólo tres
estrofas en cuatro minutos y medio, pero si contamos las palabras
en italiano es como mínimo cuatro veces y media más extensa que
la ya de por sí larga canción de Dylan. Es un torrente de palabras,
con la primera estrofa atropellada y descuartizada, una muestra de
la fanfarria original tras un lento ritmo de hip-hop, y luego otra vez
la música de órgano. Un fragmento repetido de piano rítmico de la
grabación original de Dylan es el sonido instrumental dominante,
todas las notas sueltas, como piezas que salieran volando de una má­
quina en movimiento. La canción queda hecha añicos, pero nunca
pierde su forma y se va reconstruyendo como si cada fragmento lle­
vara consigo un código genético. Y entonces vuelve Dylan con la
misma frase lejana {how does it feel?) usada por los Mystery Tramps,
pero esta vez las voces femeninas del coro son cálidas, presentes, lle­
nas de deseo. Son actores en el drama, no meros efectos de sonido:
cuando Dylan las interpela ellas responden. Esto es lo que se siente
(fuerza, lucidez, confianza) y Dylan continúa con ellas, el cantante
espectral y las mujeres de carne y hueso respondiéndose mutuamen­
te verso tras verso sin que ninguno de ellos se rinda.
Todos tratan el estribillo como si se tratara de un caballo sin do­
mar. A medida que las mujeres le devuelven en italiano cada verso
que viene de Dylan en inglés, como si él no pudiera decirles nada
que no supieran, se escucha cómo él les canta directamente a ellas,
como si ellas fueran siempre el sujeto de la canción, la audiencia
que buscaba. Es como si él intentara decirles, con una pasión que
su voz (que suena tal como fue grabada en 1965) no ha alcanzado
nunca antes, que hay algo que ellas ignoran, algo que no pueden

92
EL ÍD O LO DE SAN JO SÉ

saber, porque (como el lenguaje con que él construyó la canción)


ha sido olvidado. En última instancia, la sensación que produce
«Come una pietra scalciata» es que el Dylan capturado en la gra­
bación no está preguntando qué se siente sino qué significa, y se
puede escuchar que las mujeres le cantan directamente a él, como
si ahora la canción les perteneciera también a ellas. Él pregunta y
ellas deliberan. Para ellas el estribillo es una escalera y cada palabra
un peldaño:

How does it feel


Dimmi comme ci sente
To be on your own
A stare sempre da sola
With no direction home
Né direzione né casa

En la segunda estrofa entra un segundo rapero que va aún más rápi­


do que el primero sobre una muestra más entrecortada del original, a
mayor velocidad sobre un ritmo más lento que avanza a sacudidas. Y
entonces vuelven el coro (con familiaridad, con reiteración, todavía
más poderoso y vivo) y el primer rapero, que regresa para tomar la
tercera y última estrofa, como si no pudiera creerse cuántas palabras
quedan todavía, como si ésta fuera su oportunidad de decir todo lo
que siempre ha querido decir y de que todo quede validado por la
manera como Bob Dylan le responda {How does it feel?) y la forma
en que él le replique: E dimmi come ci si sente, ora che devi sudarti i
beni materiali vedi che hai poco spazio per i problemi esistenziali.
Toda impresión de desprecio y de sorna ha sido borrada como si
nunca hubiera existido (si es que realmente alguna vez la hubo). («¿Por
qué a propósito de ‘Like a Rolling Stone — preguntó Dylan a Robert
Shelton en 1965— todo el mundo dice que lo único que Dylan puede
hacer es despreciar a la gente? Yo nunca he despreciado a nadie en una

93
G REIL M ARCUS

canción.») En los pocos momentos de la canción que aparecen en la


banda sonora de la película de Dylan (la fanfarria, el primer rap, el pri­
mer estribillo), ésta nos llega intacta atravesando las escenas de colapso
social en unos Estados Unidos apocalípticos, como un llamamiento a las
armas. Es emocionante y confuso a la vez. En esta versión maldita de Es­
tados Unidos donde lo que se ve y lo que se oye se niegan a reconciliarse,
la canción no pregunta qué se siente en una nueva vida, sino cómo es
posible que lo que ahora es una clara afirmación de libertad, de un mun­
do por conquistar, haya podido persistir. Es como si se escuchara la señal
de radio distorsionada de una emisora que cerró hace años o (con el
cuerpo de la canción despedazado y reconstruido con partes de cuerpos
de individuos que no habían nacido cuando la canción se oyó por pri­
mera vez) como si el verdadero precursor de «Like a Rolling Stone» no
fuera «La Bamba» de Ritchie Valens sino «There Goes My Baby» de los
Drifters, de 1959, con el sonido de dos, tres o cuatro emisoras diferentes
entrando y saliendo de la misma frecuencia (la emisora de clásica, la de
R&B, la de los cuarenta principales, el éter), una anomalía que dejará tu
vida incompleta para siempre porque no la volverás a oír nunca, porque
nunca podrás estar seguro de haberla oído de verdad.

94
CAPÍTULO 5

EN OTRO TIEMPO

L
a canción es una pieza musical, pero antes que nada es una his­
toria. Y no una sola historia. «Yo tengo la audacia de tocar aLike
a Rolling Stone” en mi show, casi cada noche — dijo el cantante de
country Rodney Crowell en 2004— . Empecé a hacerlo en broma,
para demostrar a los de mi grupo que me sabía toda la letra. Pero me
sorprendió de inmediato la respuesta de la audiencia: desde los que
tenían seis años hasta los de setenta, todos se sabían el estribillo. Y no
lo pude dejar, es algo que nos une cada noche. Creo que de alguna
manera es una parte del tejido de nuestra cultura.»
«Trata de lo que supone hacerse adulto, de qué significa descubrir
lo que pasa a tu alrededor, darse cuenta de que la vida no es como
te contaron», dijo Jann Wenner ese mismo año; treinta y siete años
antes, en 1967, decidió que su revista se llamaría Rolling Stone por­
que, como explicó en el primer número, «Muddy Waters le puso ese
nombre a una canción, los Rolling Stones tomaron su nombre de la
canción de Muddy Waters y “Like a Rolling Stone” es el título del
primer disco de rocanrol de Bob Dylan».

Te lo lanza a la cara: éste es tu problema, esto es lo que ha


ocurrido. Así que ahora estás sin hogar, a solas, ignorada
por todos, como un canto que rueda. Hay algo liberador en
eso. Es una canción que trata de la liberación, sobre lo que
G R EIL MARCUS

es liberarse de viejos complejos, de viejas ideas, y también


del miedo, la parte aterradora de enfrentarse a todo eso, en
especial cuando dice aquello de estar gorreando la próxima
comida (lo peor que te puede suceder) o lo de do you want to
make a deal: hay muchísimo miedo en ese verso, en la letra,
en la melodía.
Once upon a time you dressed so fine. No creo que esté
hablando de una persona rica que cae en desgracia, sino de
una persona acomodada, o una sociedad acomodada, que
de repente descubre lo que está pasando a su alrededor:
Vietnam, la sociedad de la que hablaban en la escuela, y (a
medida que tomas conciencia de la situación social, de las
drogas) darse cuenta del desastre que supone la sociedad
comercial.
La frase clave es you ve got no secrets to concedí. Te lo
han quitado todo. Estás solo, ahora eres libre. Has pasado
por todos esos niveles de experiencia, has caído, alguien
en quien confiabas te robó todo lo que pudo, y finalmente
todo lo que tenías ha desaparecido. Estás tan desamparado,
y ahora no te queda nada. Y eres invisible, no tienes secre­
tos; eso es liberador. Ya no tienes nada que temer. Es inútil
tratar de ocultar toda esa mierda. Eres un hombre libre: ése
es para mí el mensaje. Ya se sabe: «canciones de inocencia
y de experiencia».
Siempre pensé que en cierto modo ésa era mi historia.
Yo iba a las mejores escuelas. Nadie me enseñó a vivir en
la calle. Yo venía de escuelas privadas, con mi formación
de niño bien, estudiante en Berkeley, y de repente me veía
tomando drogas, y todo cambia, ya no estás en una escuela
privada, de golpe te ves saliendo de juerga con Ken Kesey,
con los ángeles del infierno, con traficantes de drogas, y
uno de ellos es el vagabundo misterioso. En alguna de esas

96
EL ÍD O LO DE SAN JO SÉ

fiestas de LSD que organizaba Kesey se te acerca un tipo


raro, con barba y chistera, y contemplas el vacío de sus
ojos, y le preguntas si quiere hacer un trato. Eso me pasó a
mí, demasiadas veces.

En 1978, en Jim i Hendrix: Voodoo Child o f the Aquarian Age, D a­


vid Henderson convirtió esa historia en la de Jimi Hendrix. Lo
mejor que hay escrito sobre «Like a Rolling Stone» es lo que dice
Henderson sobre la interpretación de la canción que la Jimi Hen­
drix Experience (el primer grupo de Hendrix) hizo en el Festival de
Monterrey en 1967. Fue un gran golpe de efecto, tanto el home­
naje de un fan como la apropiación de un maestro: «Sí, ya sé que
me salté una estrofa, no importa», dice Hendrix después de pasar
de la segunda a la cuarta. Unos enormes acordes cabalgan sobre el
principio de cada estrofa como nubarrones de tormenta; el tema
empieza muy lentamente, y el acento denso y callejero de Hendrix
no se parece en nada a esa polvareda que es el acento del Medio
Oeste de Dylan. Aparecen risas a lo largo de la canción: «Eh, nena,
¿te gustaría — ja, ja, ja— hacer un trato?». Pero a los seis minutos
que dura la versión de Hendrix, Handerson dedica cinco páginas
en que casi abandona la canción en el escenario para entrar en la
mente de Hendrix. Ahora «Like a Rolling Stone» es sobre la infan­
cia de Hendrix en Seattle, donde siendo un colegial asistió a un
concierto de Elvis Presley en el estadio de béisbol de los Rainiers:
ese día Elvis pidió a los presentes que se pusieran de pie para cantar
el himno nacional y entonces se lanzó a tocar «Hound Dog»; sus
días como artista del Chitlin Circuit;* sus giras con Joey Dee y los
Starlighters, famosos por su «Peppermint Twist»; su vida en Har-
lem, que fue una odisea. Henderson se convierte en la sombra de
Hendrix, como si en esas páginas de ficción estuviera siguiéndolo

* Conjunto de locales donde los músicos y comediantes negros podían actuar sin problemas
durante la era de segregación racial. (TV. del T.)

97
G REIL MARCUS

desde el otro lado de la calle, escribiéndolo todo a medida que va


ocurriendo.

Once upon a time you dressed so fine... Justo en ese momen­


to Jimi se vio a sí mismo tal como había vivido en Estados
Unidos. Sí, él había sido un artista de R& B que vestía con
elegancia, y entonces sufrió lo que muchos de sus amigos
de entonces pensaron que era una gran caída en desgracia.
Andaba por el Village con todos esos beatniks y hippies, to­
mando anfetas para mantener la energía y matar el hambre.
Su pulcro barniz de músico de R&B quedó destruido en el
Village, y sus amigos «con clase» lo miraban con desdén: «va
desaliñado y está loco».
Se vio a sí mismo por la calle MacDougal escuchando la
canción, y una y otra vez lo sorprendía lo bien que reflejaba
su propia experiencia. «Like a Rolling Stone» parecía salir de
cada ventana y cada bar. Una vez caminó hasta el East Village
y se detuvo en un bar llamado The Annex en la calle 10 y la
avenida A. Dejó las calles húmedas y cubiertas de nieve, os­
curas y desoladas, y entró en el bar, una sala con una rendija
por ventana donde lo recibió una inmensa oleada de música
que todo el mundo estaba cantando. La rocola estaba a todo
volumen. El local estaba a oscuras pero repleto de gente, y
todos cantaban «Rolling Stone» exultantes, como si se tratara
del himno nacional.

Y entonces Henderson acompaña a Hendrix hasta otra vida, a sus


primeras actuaciones titubeantes en pequeños clubes, cuando va
descubriendo «aquellos curiosos discos de folk y blues que tanto
apreciaban muchos en el Village», cuando sus tentativas de cantar
temas de Bob Dylan para sus amigos en Harlem son recibidas con
burlas e indignación, cuando estaba con otros buscavidas en la calle

98
EL ÍD O LO DE SAN JO SÉ

42, «esperando que alguien les hiciera una señal». A medida que toca
la canción, el Hendrix de Henderson invierte la perspectiva, la retira
del personaje de Dylan (ese tú que en otro tiempo se reía de todo el
mundo) y se la entrega a la gente sin nombre que se esconde en los
callejones y zaguanes que aparecen en la canción, gente que (como
Hendrix) va sin rumbo por las calles: «Se habían reído de él». «Era
una canción que hasta entonces sólo Dylan podía cantar», escribe
Henderson, pero es él quien la canta, es él quien la ofrece a los de­
más. Tal como lo cuenta Henderson, «Like a Rolling Stone» no es
una historia de liberación, sino una epopeya.7

7. «Creo que a Jimi se lo recordará durante siglos, como le pasará a gente como Leadbelly y
Lightnin Hopkins», afirmó en 1992 el difunto John Phillips, uno de los organizadores del
Festival Pop de Monterrey, situando así a Hendrix en una América tan misteriosa y seductora
que alteraba una vez más la historia de Hendrix, reconstruyendo su breve trayectoria como un
desafío o una carrera contra un oponente que Phillips no identifica, anunciando una leyenda
que aún estaba por contar: «Es un verdadero héroe popular, otro John Henry».

99
CAPÍTULO 6

EN EL AIRE

on relación a la letra, lo distintivo de «Like a Rolling Stone» se


C condensa en las cuatro primeras palabras. Probablemente no
exista otra canción pop o folk que comience con once upon a tim e*
lo que inmediatamente introduce al oyente en un cuento de hadas,
lo aleja de la radio que está escuchando en el coche o del tocadiscos
que suena en su casa, y de golpe le exige que todo lo que hay de
mezquino en la canción y todo lo que ésta revela sobre la mediocri­
dad en la vida sea entendido como parte de un mito: parte de una
historia mucho más grande que quien canta o escucha, una historia
que ya estaba presente antes de que ellos aparecieran y que seguirá
existiendo cuando hayan desaparecido. Pero la entrada en un mun­
do de hadas, de dragones y hechiceros, de doncellas y caballeros, de
principies que recorren el reino vestidos de campesino y muchachas
expulsadas de sus hogares y disfrazadas de muchacho, no significaría
nada si el cantante tuviera los pies en la tierra.
Una baqueta cae con fuerza sobre la caja y al mismo tiempo un pie
golpea el bombo: esta peculiar detonación no irrumpe en el tercer acto,
sino cuando se levanta el telón. «La primera vez que oí a Bob Dylan
— dijo Bruce Springsteen en 1989 durante la ceremonia de ingreso de
Dylan en el Salón de la Fama del Rock— estaba con mi madre en el
coche escuchando la emisora WMCA y sentí ese golpe de tambor que so-

* Frase equivalente a «érase una vez...» o «había una vez...» en los cuentos tradicionales. Por
razones gramaticales aquí se traduce como «en otro tiempo...». (N. del T.)\
G R EIL M ARCUS

naba como si alguien hubiera abierto de una patada la puerta de tu men­


te.» Muchas otras grabaciones empiezan con ese mismo recurso formal,
un solo golpe de tambor (una de ellas es «From a Buick 6», en Highway
61 Revisited’ el álbum que empieza con «Like a Rolling Stone»), pero en
ningún otro disco ese sonido, o ese gesto, llama la atención sobre sí mis­
mo de esa manera como un anuncio de que algo nuevo ha comenzado.8
Luego, por un dilatado instante, no hay nada. Cada vez que uno lo
escucha, el primer sonido es tan crudo y sorprendente que esa hueca
fracción de segundo que lo sigue sugiere la imagen de una casa cayen­
do por un precipicio: invoca un vacío. Incluso antes del once upon a
time, es la primera indicación de lo que Bob Dylan quería decir cuan­
do (aquella noche en Montreal en que estaba obviamente demasiado
cansado para atormentar a un entrevistador tan desprecupado por su
tarea que ni siquiera se había molestado en aprender cómo se pro­
nuncia el nombre de su entrevistado) quiso dejar claro a propósito de
«Like a Rolling Stone» que nadie antes había escrito canciones así, que
nadie antes había intentado hacer una canción de ese calibre, abrir del
todo una nueva frontera: hacer de la canción una historia y un sonido,
pero también la conquista de un territorio.

8. Como manera de empezar una canción, ésta siempre me ha parecido completamente sin­
gular, no porque sea única, por supuesto, sino porque el drama que ese sonido aislado crea
para «Like a Rolling Stone», quizás el eco que lo rodea, borra para mí toda posible analogía.
«¿Recuerdas por qué se hizo así?», le pregunté a Al Kooper. «Es algo muy normal — dijo— .
Alguien empieza la cuenta atrás y alguien toca una introducción. Es muy común tener un
toque de batería en uno de los primeros compases. El [el batería Bobby Gregg] podría haber
empezado: uno, dos, tres, rataplán ; podía haber hecho un millón de cosas. Simplemente
decidió hacer eso. Es el cuatro del compás antes de empezar: uno, dos, tres, ¡cu atro ! Fue
así.» Entonces Kooper enumeró unos treinta discos que empiezan de la misma manera,
entre ellos «It s All Right» ( 1963 ) de los Impressions, «When the Spell Is Broken» ( 1983) de
Richard Thompson, «Goodbye Eral» (2000) de las Dixie Chicks, la cabalísticamente oscura
«Pom Pom Playgirl» ( 1964 ) de ios Beach Boys, y «Sleigh Ride» ( 1963) de las Ronettes.
Jon Langford, de los Mekons, mencionó la versión que ese grupo hizo en 1986 de «Sweet
Dreams», de Patsy Cline, donde el efecto es tan parecido que cabe considerarla una versión
de «Like a Rolling Stone». Dave Marsh hizo referencia a los Beatles y su «Any Time at AJI»
de 1964 : «Tiene el golpe de tambor inicial, con un efecto muy similar; de hecho, Ringo lo
toca al principio y sobre cada estribillo. Tiene ese efecto de disparo, no rápido y seco como
en “Like a Rolling Stone”, sino más duradero, como un disparo de verdad». Yo sigo en mis
trece: no hay nada parecido.

102
EN EL AIRE

Ese primer disparo se repetirá a lo largo de la canción, en la propia


guitarra rítmica de Dylan, cuando cada dos compases un chasquido
seco de la percusión sella una frase, corta una línea de la historia y lan­
za un desafío para que se inicie otra. Ese primer anuncio se introduce
en el sonido, de manera que se convierte en una señal que reaparece
en el camino cada dos pasos: una marca de cuánto ha avanzado la
historia, o lo que es lo mismo, una señal que indica cuánto terreno ya
irrecuperable va quedando atrás. El silencio se repite también en pau­
sas tan breves que apenas pueden medirse, pero que pueden resultar
enormes por su fuerza afectiva: todo el conjunto se eleva y entonces se
detiene en la cresta de ola, justo antes del primer How does itfeel? del
estribillo final, como si la canción tuviera que detenerse para recuperar
el aliento y llegar al final. Y lo mismo pasa con Dylan en el tiempo
que tarda la última palabra de la canción en salir de sus labios y éstos
en llegar a la armónica sostenida con un soporte sobre su pecho, para
que la frase cortante selle el final de la canción con tanta fuerza como
la abría la baqueta sobre la caja. En esos momentos de suspensión hay
una especie de fantasma, el espectro de un pasado reconfortante, don­
de todo sigue siendo igual. En la vorágine de la interpretación misma,
en cada paso adelante por el camino del cuento de hadas, donde al
mirar el horizonte se ven montañas demasiado altas para escalarlas y
al mirar atrás no se ve nada, se tiene la sensación de que uno podría
volver a tenerlo todo, volver sobre sus propios pasos y regresar a casa,
de que todavía no es demasiado tarde.
En lo que concierne al sonido, la canción es como una caverna.
Entras en ella a oscuras; la única luz que hay viene de unas pocas
chispas en la pared que, cuando uno las mira, parecen casi seguir
un ritmo. Empiezas a sentir que es posible predecir cómo se van
a suceder los destellos, pero cuanto más atención pones al mirar,
menos fijo parece todo. Las chispas se convierten en sombras, y es
imposible anticipar sus movimientos. De repente, la oscuridad, la
jiíz y las sombras se dirigen todas a ti, cada una de ellas reclamando

1 03
G R EIL MARCUS

tu atención. Es imposible mirar en todas las direcciones al mismo


tiempo, pero sientes que lo debes hacer. La estancia empieza a dar
vueltas, y uno intenta fijar la atención en un solo elemento, seguirlo,
pero inmediatamente aparece otra cosa que te distrae.
Eso es lo que sucede en «Like a Rolling Stone». El sonido es tan
rico que la canción nunca puede tocarse dos veces de la misma ma­
nera. Puede que a uno de nosotros le agrade una determinada pala­
bra, un determinado sonido parcial dentro del conjunto sonoro, y se
arme de valor para dejar de lado el resto de la canción a la espera de
que llegue esa parte que le gusta. Pero nunca funciona así. Estamos
a la espera para captar el momento, pero descubrimos que mientras
tanto otro momento se ha colado a hurtadillas y nos ha captado a
nosotros. Sin el estribillo la canción sería en realidad una avalancha,
no de palabras al estilo de «Come una pietra scalciata», sino una
avalancha que se lleva todo por delante; y sin embargo, a medida
que en realidad se toca y canta la canción, el estribillo, formalmente
el elemento más definido y reiterado de la canción, se revela como el
más inestable de todos.
Hay batería, piano, órgano, bajo, guitarra, guitarra rítmica, pan­
dero y una voz. Aunque cualquiera de los instrumentos puede des­
pertar el interés y uno puede decidir seguirlo y atender sólo a su
historia (el órgano persigue la historia de un camino que se bifurca
cada vez que uno gira la cabeza, la guitarra ofrece una fábula sobre
alguien que está buscando algo pero sólo da vueltas, el cantante pone
adornos a su cuento de hadas sobre la niña perdida en el bosque),
cada instrumento traza una trayectoria que lleva a otro, el órgano a
la guitarra, la guitarra a la voz, la voz a la batería, hasta que todo está
conectado y cada instrumento es un pasadizo. No es posible hacer
que nada permanezca inmóvil.
Como la canción no puede tocarse dos veces de la misma manera
(porque cada vez que uno la escucha no está oyendo exactamente la
canción que ya ha oído antes), ésta no puede provocar nostalgia. A di­
EN EL AIRE

ferencia de otros temas de Bob Dylan que podrían incluirse en Dorada


protesta, cada vez que uno escucha «Like a Rolling Stone» es siempre
la primera. Ese primer golpe de tambor es decisivo: cuando la baqueta
golpea contra el parche, el pasado queda atrás como la primera pieza
de un misil balístico. En ese momento no hay un pasado al que hacer
referencia, y menos aún el pasado que uno querría llevar a la canción.
Una vez vi cómo ocurría esto, como si se tratara de una represen­
tación teatral. Serían las once de la mañana en Lahaina, en Maui,
en 1981, en un lugar llamado Longhis, un restaurante con pare­
des de madera clara y ventiladores en el techo. Había unos cuantos
heléchos. La genta hablaba en voz baja, incluso los niños estaban
aturdidos por el calor. Todo parecía moverse muy lentamente. De
una radio salía música de una emisora local de FM, pero era casi
imposible entender de qué se trataba. Entonces pusieron «Like a
Rolling Stone», y una vez más, como en el verano de 1965, dieciséis
años atrás, con «Like a Rolling Stone» ya a salvo en la memoria de
todos, la canción interrumpió lo que estaba pasando, que en este
caso no era nada. Como si un mensaje fuera pasando de mesa en
mesa, la gente empezó a levantar la cabeza de su desayuno de piña
y bloody mary, las conversaciones se apagaron. La gente movía los
pies y miraba la radio como si ésta estuviera a punto de levantarse y
echar a andar. Fue algo impresionante: prueba de que es imposible
usar «Like a Rolling Stone» de música ambiental. Cuando terminó la
canción fue como si la sala se hubiera quedado sin aire.
En los inicios del rocanrol — en «Money Honey» (1953) de los
Drifters, «Hound Dog» (1956) de Elvis Presley, «Johnny B. Goode»
(1958) de Chuck Berry y «I Wonder Why» (1958) de Dion y los
Belmonts— se puede percibir el intento de alcanzar el sonido total
que se cierne sobre «Like a Rolling Stone». A veces casi se llega a
conseguirlo, como ocurre en el insensato verso final, casi a capela,
de Little Richard en «ReadyTeddy» (1956), donde más que un can­
tante él parece un médium en comunicación con algún dios anóni­

105
GREIL MARCUS

mo. O en los saltos prodigiosamente rápidos pero equilibrados con


que empiezan «Johnny B. Goode» y «I Wonder Why». En el primer
tema hay seis segundos de guitarra a los que replica un solo acento
de compás combinado en la batería; en el segundo, tenemos una
cascada de du-bop y did-did did-it did-did-da-did-it del bajo Cario
Mastrangelo antes de la entrada del solista, treinta segundos que de­
jan el campo libre para que los otros Belmonts suelten sus gorgoritos
a placer. Pero la pauta probablemente la establece «Money Honey».
De los muchos primeros discos de rocanrol, éste es el más libre de
trabas, y no era sólo un intento: al menos por un instante se tiene la
impresión de que el premio está a su alcance.
Los Drifters se formaron cuando, en la primevera de 1953, el
cantante Clyde McPhatter fué expulsado de los Dominóes, un exi­
toso grupo vocal de rhythm and blues. Ahmet Ertegun, de la enton­
ces joven discográfica Atlantic, reunió a McPhatter con los cuatro
miembros de los Trashers Wonders y les dio a todos ellos un nue­
vo nombre. Con los Dominóes, con versiones angelicales de «Ció­
se the Door», «When the Swallows Come Back to Capistrano» y
«Don t Leave Me This Way», la voz de alto tenor de McPhetter era lo
inefable tirándote de la manga. En los Drifters mostraba una energía
nunca antes vista en la música pop, pero todo se acabó en 1954,
cuando recibió la cartilla militar. A su regreso ya no pudo recuperar
su música. Murió olvidado y borracho en 1972, con treinta y nueve
años. Pero en su único año de grandeza se superó a sí mismo, lo dio
todo con sus propias canciones, con las del director musical de At­
lantic, Jesse Stone, o con las de Irving Berlín.
Cuando uno las escucha ahora, un hombre nuevo aparece cuan­
do McPhatter canta «Honey Love», «Such a Night» o «Let the Bo-
ogie Woogie Roll»: una historia se manifiesta. La sonrisa picara que
contiene la música comunica la idea de que el cantante se sale con la
suya gastando la mejor broma que uno pueda imaginar ante la mira­
da de todo el mundo, y cuando se acaba el disco todos se preguntan

io 6
EN EL AIRE

quién era ese hombre enmasacarado, y vuelven a poner el disco una


y otra vez como si de esa manera pudieran obtener una respuesta. El
hombre se nos presenta joven y guapo, encantador, cortés, con pleno
control de sí mismo, y sin embargo en cualquier momento puede
estallar una sensación de ingravidez, de pura diversión, que arrastre
toda su actuación. Es un embaucador. En «White Christmas», los
otros Drifters empiezan respetuosamente, acaban una estrofa y en­
tonces aparece el demonio de la improvisación, McPhatter cantando
como un enano saltarín que promete hilar la paja hasta convertirla
en oro, dejando a todo el país anonadado con el torbellino de su
falsete y con la boca abierta ante una inversión del simbolismo cul­
tural de la nación que no será igualada en la música pop hasta que
Jimi Hendrix use «The Star-Spangled Banner» para hablar con los
fundadores de la patria.
«Money Honey» es una canción cómica, pero cantada por
McPhatter el humor está todo en la urgencia contenida que le da
a la letra de Jes se Stone, un humor real como la vida misma. «Sin
amor no hay nada», cantaría suavemente McPhatter en uno de sus
éxitos en solitario. El mensaje de «Money Honey» es que sin dinero
no hay amor, pero queda la emoción de ir en su busca. Parte del
placer de «Money Honey» es ver si la siguiente estrofa puede su­
perar a la anterior, contar una historia mejor, y desde el casero que
espera a la puerta hasta que se hace evidente que el cantante necesita
encontrar otra novia (y la novia otro novio) siempre es así. Pero lo
más sorprendente es que todas las partes de la música acaban for­
mando un todo, y uno está presenciando esa creación: la creación o
el descubrimiento del rocanrol. Surge esa especial energía que sólo
aparece cuando la gente percibe que se está poniendo algo nuevo en
el mundo, algo que hará que ese mundo de alguna manera ya no sea
el mismo. A-huuum, comienzan cantando en voz baja y agorera los
tenores Bill Pinkney y Andrew Thrasher, el bajo Willie Ferbie, y el
barítono Gerhart Thrasher, y entonces McPhatter se lanza a la bús-
GREIL MARCUS

queda que lo mantendrá ocupado el resto de la canción: la búsque­


da de dinero para el alquiler. McPhatter acomete la primera estrofa
lleno de entusiasmo; la batería da un traspié, como lo hará en cada
estrofa, pero él salta por encima. La segunda estrofa es agradable (él
trata de convencer a su amada de que le abra su monedero), pero en
la tercera las palabras que salen de sus labios son las de ella: hemos
terminado. McPhatter se hunde, casi asustado, y todo en la música se
tensa y se vuelve duro y miserable. McPhatter clama por una tregua
instrumental, el saxofonista Sam «The Man» Taylor entra con un
solo, y le pega fuego, lleva la música más allá de lo que uno puede
esperar, con un ritmo que ahora avanza contracorriente a una veloci­
dad imposible de seguir, y entonces McPhatter lanza un grito.
No hay nada como ese grito, ni en la propia música de McPhatter
ni en la música que la siguió, aun cuando Elvis Presley, Jackie Wilson
y Sam Cooke intentaron modular sus voces en función de la memo­
ria que tenían de la de McPhatter, aun cuando algo de su impulso
y su estilo se filtraría pasados los años hasta los innumerables can­
tantes que ya no reconocerían su nombre. Es un grito de sorpresa:
es el grito de un hombre que ve estallar una puerta, un hombre que
ha llegado al otro lado y está listo para arrastrar a todos con él. La
canción termina de manera convencional, y uno se pregunta si todo
eso ha ocurrido.
Casi como si viniera desde el otro lado de la Tierra, se puede oír
algo similar en Robert Johnson. Aunque las grabaciones que Son
House realizó en 1930 puedan parecer el compendio de todo el co­
nocimiento acumulado por los gurús de la escuela de blues del delta
del Misisipi, en comparación con las grabaciones que Johnson hizo
en 1936 y 1937, entrado ya en sus veinte años («Come on in My
Kitchen», «Traveling Riverside Blues», «Hellhound on My Trail»)
la mayoría de los maestros que lo precedieron cantan y tocan como
hombres que han dado por bueno el mundo tal como lo han encon­
trado. Hablan el lenguaje de lo conocido. Tocando y cantando con

108
EN EL AIRE

más fuerza y más delicadeza, con líneas que son como escaleras que
llevan al techo o ventanas que dan a un muro (techos y muros que
la música abre como si fueran puertas y cierra de la misma manera
tras de sí), Johnson habla el lenguaje de lo que no existe. No es ése
el motivo por el cual la mayoría de quienes lo precedieron siguieron
viviendo mucho después del asesinato de Johnson en un tugurio de
Misisipi en 1938; él hizo de su música una especie de testigo de su
muerte. Contenidas dentro de sus trazos a la guitarra y los matices
de su voz existen siempre más posibilidades de las declaradas. En el
tono más alto de su música cada nota implica otra que no suena;
cada emoción expresada sugiere lo inefable. A pesar de su elegancia y
buen hacer, la música en su esencia es inestable: cada canción es a la
vez un intento de escapar del mundo tal como lo entienden quienes
rodean al cantante y el sueño de que el mundo no es una prisión sino
un hogar. Como los Drifters o Dion and the Belmonts, Johnson se
encuentra por momentos en el aire, volando igual que en un sue­
ño, contemplando maravillado desde arriba el territorio, planeando
como si fuera la cosa más natural del mundo.
Antes de «Like a Rolling Stone», puede que Johnson and the
Drifters se hayan acercado más que nadie al sonido total. El deseo
podía definirse aún cuando su realización fuese imposible (quizás
podía definirse a causa de su imposibilidad). El sonido total lo abar­
caría y consumiría todo. Mientras durase, ese sonido sería el mundo
mismo, ¿y quién sabe lo que sucedería cuando se abandonase ese
mundo y se volviese al mundo que parecía tan completo y acabado
antes de escuchar ese sonido?
«Like a Rolling Stone» sigue en el aire. Eso es todo un logro:
aguantar durante seis minutos completos sin mirar nunca hacia aba­
jo. Cuando termina, la canción se desvanece en el aire, dejándoles
la tierra a todos los hombres y mujeres que se apresuran a través de
los túneles y trampas del resto del país cartografiado en Highway 61
Revisited y la serie de canciones que inauguraría.

109
GREIL MARCUS

Tal como Al Kooper ha contado siempre la historia, de él se


esperaba que fuera sólo un observador. El 16 de junio, un día des­
pués de las primeras e infructuosas acometidas a la canción, en las
que no estaba presente, apareció por el estudio A de Columbia
como invitado del productor, Tom Wilson. Nacido en 1931 y fa­
llecido a causa de un ataque al corazón en 1978, Wilson se había
graduado en ciencias económicas en Harvard; a finales de los 30
y principios de los 60 produjo grabaciones para John Coltrane y
Cecil Taylor. En 1965 era uno de los pocos productores de raza
negra en una casa discográfica importante, pero después de las se­
siones de «Like a Rolling Stone» fue reemplazado como productor
de Dylan, y apartado de la producción de Simón and Garfunkel,
quienes terminarían demostrando ser mucho más rentables. C on­
tinuó en MGM/Verve, donde puso su sello en Freak Out, de los
Mothers o f Invention de Frank Zappa, así como en su maratonia-
no «America Drinks and Goes Home» de Absolutely Free (1967),
y en White Light/White Heat de los Velvet Underground de 1968,
que en su máxima crudeza sonaba como si se hubiese grabado en
una caja de cartón. Wilson tenía la mente y los oídos abiertos. Era
un personaje formidable, pero no estaba allí cuando Kooper llegó,
y Kooper, que a sus veintiún años ya era un veterano en el negocio
musical — guitarrista adolescente en los Royal Teens (después de
su éxito, «Short Shorts,» número 3 en 1958), escritor de canciones,
músico de estudio («Sick Manny’s Gym» con Leo De Lyon and the
Musclemen en 1960, «Parchman Farm» con su propio nombre en
1963), guitarrista de estudio en Nueva York— , no tenía intención
de meterse en la sala de control. Se sentó junto a los músicos que
Wilson había llamado para la sesión, a los que en su mayor parte ya
conocía: el batería Bobby Gregg, el organista Paul Grifíin, el bajista
Joe Macho, Jr., y Bruce Langhorne, guitarrista en «Bob Dylans
115th Dream», pero que ese día iba con su apreciado pandero tur­
co. Luego llegaron Dylan y Michael Bloomfield.

110
EN EL AIRE

Yo estaba tocando en un club de Chicago, creo que hacia 1936


o tal vez 1960. Y allí estaba yo, sentado en un restaurante que
estaba al otro lado de la calle o quizás era parte del club, no
estoy seguro, y llegó un tipo diciendo que tocaba la guitarra.
La traía consigo y comenzó a tocar; le dije «bien, ¿qué sabes to­
car?», y tocó toda clase de cosas. No sé si habéis oído hablar de
un tipo que se llamaba Big Bill Broonzy ¿Os suena? ¿O Sonny
Boy Williamson, ese estilo? Él tocaba acompañando cualquier
cosa que yo pudiera hacer, y siempre lo recordaré.
En cualquier caso, estábamos de vuelta en Nueva York, allá
por 1963 o 1964, y yo necesitaba un guitarrista para una se­
sión, así que lo llamé (ni siquiera me acordaba de su nombre)
y vino y grabamos un disco; estaba trabajando en la Paul But-
terfield Blues Band. Tocó conmigo en la grabación y creo que
también en otras ocasiones. No lo he visto demasiado desde
entonces. Tocó en «Like a Rolling Stone». Y esta noche está
aquí con nosotros. ¡Un aplauso para Michael Bloomsfield!

(Bob Dylan presentando a Michael Bloomsfield como guita­


rrista invitado en «Like a Rolling Stone», Teatro Warfield, San
Francisco, 15 de noviembre de 1980)

Bloomfield nació en Chicago en 1943; siendo apenas un guitarrista


adolescente se formó con la radio y tocando en bandas de baile. In­
tentaba tocar como Scotty Moore con Elvis, y dominaba a Chuck
Berry; imitaba a Cliff Gallup, el guitarrista de Gene Vincent, y a
James Burton, cuya entrada en el «Susie-Q» de 1957 de Dale Haw-
kins (como un atraco) hizo del disco una contraseña. Se movió por
la música folk y el country blues, y luego por el mundo del blues en
su propia ciudad. Regentó un club de blues. Con dieciocho años
tocaba el piano en una banda respaldando al cantante de blues Big
Joe Williams, y después tocó con todo el mundo. «Tenías que ser tan
GREIL MARCUS

bueno como Otis Rush, tan bueno como Buddy Guy, como Freddie
King, fuese cual fuese el intrumento que tocases en ese momento, te­
nías que ser tan bueno como ellos — dijo una vez— . ¿Y quién quería
ser malo en el South Side? Tío, estabas expuesto a todo. En la misma
ciudad donde vivías, una noche podías escuchar a Muddy Waters,
Howlin Wolf... Big Walter, Little Walter, Júnior Wells, Lloyd Jones,
docenas de cantantes de blues diferentes, algunos famosos y otros
no tanto. Todos eran parte del blues, y podías tocar con ellos si eras
lo bastante bueno.» Encontró su propio sonido: «Toco blues dulce
— dijo en 1968— . No puedo explicarlo. Quiero cantarlo, quiero
ser dulce». «Si yo pudiera ser cualquier cosa en el mundo — dijo un
amigo ese año— , sería las notas que toca Mike Bloomsfield.»
Bloomsfield encontró su sonido, pero no pudo mantenerlo. En
1967 dejó a Paul Butterfield, igual que había dejado a Dylan después
de una sola actuación, en el Newport Folk Festival de 1965, y formó
la muy anunciada Electric Flag, que debutó en el Monterey Pop
Festival de 1967, donde los confusos pastiches de blues y tributos al
soul de su banda fueron eclipsados por Jimi FFendrix, quien después
de cantar «Like a Rolling Stone» prendió fuego a su guitarra para
luego rezar ante ella; por los Who, quienes antes de destrozar sus
instrumentos enardecieron a la muchedumbre con ocho minutos
de su opereta «A Quick One While H es Away» («estáis perdona­
dos», gritaba Pete Townshend a un público formado por gente del
mundillo musical); y en especial por Big Brother and the Fíolding
Company y su versión del «Ball and Chain» de Mae Thornton, la ac­
tuación que hizo de Janis Joplin una estrella internacional. La banda
de Bloomfield se disolvió después de un solo disco. Él hizo los elepés
«Supersession» con Al Kooper y Stephen Stills, que venía de BufFalo
Springfield, los tres comerciando con su pasada gloria, («un espectá­
culo penoso», le dijeron a uno de ellos, según un artículo de la época;
«ya, pero le hemos sacado un par de discos», fue supuestamente la
respuesta); grabó discos en solitario, tocó de nuevo con Butterfield

112
EN EL AIRE

y Muddy Waters, pero cada vez había menos gente pendiente de


sus lanzamientos, y cada vez había menos razones para estarlo. Se
hundió en la heroína y el alcoholismo, y se quitó a sí mismo de en
medio. Dio clases de guitarra; trabajó en las bandas sonoras de las
películas pornográficas de los hermanos Mitchell. En 1981 lo en­
contraron en su coche, muerto por una sobredosis, cerca de su casa
de San Francisco; tenía treinta y siete años. Sin su presencia en «Like
a Rolling Stone» su nombre podría haber pasado al olvido. Pero de­
bido a ella aún está en el aire.

Conocí a Bob en un club de Chicago que se llamaba «The


Bear» donde estaba actuando. Me llegué hasta allí porque ha­
bía leído las notas de la carátula de uno de sus discos, que lo
describían como un «guitarrista folk excepcional, muy blues,
bla-bla-bla, con un punteo a lo Merle Travis, esto y aquello».
Pensaba que la música de su disco era realmente pobre, que no
sabía cantar ni tocar.
Me bajé hasta The Bear para impresionarlo con mi guitarra.
Quería enseñarle a tocar y cuando llegué no podía creerlo. Me
sorprendió su personalidad, era tan cordial. Fui con mi esposa y
nos pusimos a hablar. Era un tipo de lo más interesante y agrada­
ble. Plablamos sobre Sleepy John Estes y las primeras grabaciones
de Elvis, de rocanrol... Era un tipo nervioso, un poco loco.

Cuando Dylan lo llamó, Bloomfiled le dijo: «Me he comprado una


Fender, una guitarra realmente buena por primera vez en mi vida,
sin funda. Una Telecaster».

Fui a su casa para oír por primera vez las canciones. La primera
fue «Like a Rolling Stone». Quería que captase la idea, cómo
tocarla. Me imaginé que quería un estilo de blues, estirando
las cuerdas, porque es lo que hago. Pero me dijo: «Eh, tío, no

113
GREIL MARCUS

quiero nada que se parezca a B. B. King». Así que me quedé


hecho polvo. ¿Qué diablos quiere? Le dimos vueltas a la can­
ción. loqué siguiendo sus indicaciones y se quedó conforme.
Luego fuimos a la sesión. Bob me dijo: «Habla tú con los
músicos, tío, yo no quiero decirles nada». Así que llegamos, y
yo no sabía nada sobre la sesión. Allí estaban esperando todos
los músicos del estudio. Entré como un idiota con mi guita­
rra sin funda a la espalda, diciéndoles esto y aquello sobre los
arreglos, que hicieran esto otro en el puente. Se trataba de los
músicos de estudio más curtidos de Nueva York, y todos me
miraron como si estuviese loco.

(Michael Bloomfield, «Impressions o f Bob Dylan», H it Para-


der, junio de 1968)

Todavía faltaba Tom Wilson. «Habría sido poco apropiado


que estuviese sentado allí con una guitarra — dice Kooper— , pero
Bloomfield me salvó de eso. Tom Wilson nunca me vio allí con una
guitarra. Eso fue lo más afortunado de ese día, que no me cogiese
Tom Wilson y me obligase a tocar la guitarra junto a Mike Bloom­
field. Él estaba muy por encima de mí. Nunca había oído a un blan­
co tocar así en mi vida. Hasta ese momento.»
Wilson volvió; Kooper estaba ya de vuelta en la sala de control,
fuera de juego. Los músicos intentaron elaborar el clima sonoro in­
fructuosamente; Wison pasó a Paul Griffin del órgano Hammond
al piano buscando sensaciones más brillantes. «Me acerqué a Tom
Wilson y le dije: “Tengo una parte muy buena para esto en el
órgano” — recuerda Kooper— . Se rió de mí: “Tío, tú no eres un
organista, eres un guitarrista” . Luego tuvo que atender el teléfono.
Mi cabeza decía “no ha dicho que no”, así que me fui allí.» «Fue
una táctica terrorista — dice Kooper— . Hay un momento, y está
grabado, en que [Wilson] dice “muy bien, ésta es la toma número

114
EN EL AIRE

lo-que-sea”, y luego sigue “¡eh! ¿qué estás haciendo tú ahí?”. Yo


comienzo a reírme, a lo él que responde “bueno, vale, allá vamos,
toma no-sé-cuántos”. Ése fue el momento en que pudo echarme de
allí. Gracias a Dios no lo hizo, hubiese sido muy vergonzoso.» Y así
quedó formado el grupo.
La canción que estaban a punto de grabar no era nada común.
Un conjunto de palabras a cantar es lo que Dylan siempre dijo que
era, algo extraído de cualquier sitio, una historia creada a partir de
un impulso: «Se trataba de decirles a algunos algo que no querían
saber, decirles que eran afortunados». Un verso no implicaba necesa­
riamente el siguiente; a veces una frase hacía referencia a la anterior.
Comparada con las canciones que en Highway 61 Revisited navega­
rían tras su estela, «Like a Rolling Stone» carece del equilibrio del
tema que da nombre al álbum, con líneas e imágenes fustigándose
unas a otras a toda velocidad:

Now the fifth daughter o f the twelfth night


Told the first father that things weren t right*

No se acerca al impulso visionario de «Desolation Row», donde


todo un mundo nuevo se construye con los restos del viejo y cada
personaje, desde Einstein a T. S. Eliot, desde el comisario ciego a la
Cenicienta, parece capaz de transformarse en otro. Como palabras
sobre el papel, no alcanzan en vehemencia a «Bailad of a Thin Man».
El lenguaje no está nada cuidado. Dylan, por lo general, tenía el
instinto, o la cuidadosa intención, de evitar la jerga del momento o
los neologismos artificiales que hubieran dejado sus canciones ob­
soletas, confinadas y convertidas en artefactos. Quizás debido a su
profundo conocimiento sobre la gestación de las baladas folk y los
primeros blues durante los cincuenta años posteriores a la guerra ci­

* Ahora la quinta hija en la duodécima noche / le decía al primer padre que las cosas no
iban bien.

115
GR EIL MARCUS

vil — se transmitían innumerables frases anónimas de contenido tan


inmediato (cualquiera podía decir «cuarenta dólares no llegan para
pagar la multa») que incluso cuando éstas caían en desuso podían
funcionar como poesía («bebe tu sangre como si fuera vino»: no mu-
chos podían salir bien parados de algo así, y pocos lo intentaban)— ,
Dylan tenía cierta sensibilidad para crear frases poéticas sin importar
su inverosimilitud.

I got forty red white and blue shoestrings


And a thousand telephones that don t ring*

Pueden parecer versos no creados sino encontrados por ahí. Su


sentido del tiempo, o su atemporalidad, rara vez le fallaba; por lo
general, el impulso en su música se sobreponía a los momentos de
pereza, cuando era más fácil enchufar palabras fáciles que encontrar
las correctas. «Just about blew my mind» [me dejó sin aliento] vuela
sin daño alguno en «Bob Dylan s 115th Dream», y «blows the mind
most bitterly» [impacta en la mente del modo más amargo] viaja con
el ritmo en «It s Alright, Ma (Im Only Bleeding)». Pero el habla de la
calle puede cambiar de una semana a otra, y allá por 1965 where its
at había perdido la carga de habla real que transmitía el «That’s Whe­
re Its At» de Sam Cooke sólo un año antes. Las palabras sobresalen
en «Like a Rolling Stone» creando lemas, no frases normales. No son
palabras que usarías para decir algo, sino eslóganes publicitarios que
se repiten. Suena barato, roto, como si el escritor tuviese demasiada
prisa para hacerlo bien, o no le importase, y la canción tropieza, que­
dándose por un momento en blanco mientras se cantan las palabras.
Y luego viene el siguiente verso.

Algo grande está a punto de suceder. En la médula de la canción,

* Tengo cuarenta cordones rojos, blancos y azules / y mil teléfonos que no suenan.

1 16
EN EL AIRE

el príncipe que después de años de peregrinar por la Tierra como


un vagabundo está listo para contar lo que ha aprendido; en una
feria atrae a grupos de dos o tres que escuchan su promesa de que
está apunto de revelar el secreto del reino, y pronto se congrega una
multitud.
En el estudio en Nueva York, la fanfarria da comienzo con peque­
ñas notas al piano bailando como hadas sobre el lento y firme pulso de
un órgano que se oye pero apenas se registra. Hay una falsa sensación
de que aún es posible esperar hasta que suceda lo que está a punto de
suceder. Pero cuando sales del ensueño que produce el principio de
la canción — en el sol naciente de esa fanfarria hay una invitación a
mirar hacia un paisaje familiar que se aleja, como si la historia que está
a punto de comenzar ya la hubieras escuchado miles de veces («es una
vieja historia», decía Bloomfield)— el tren ya ha salido de la estación.
«En otro tiempo», pero ya no eres el niño que se duerme mientras
alguien te lee los cuentos de los hermanos Grimm despojados de su
brutalidad, con las ilustraciones brillando con cabellos rubios y ojos
azules. Te encuentras en medio de la historia, a punto de ser cocinado,
comido, desmembrado, abandonado, como si en uno de los primeras
películas de Disney los árboles del bosque estirasen sus ramas como
manos y te rasgaran la ropa. Eso es lo que el cantante dice mientras
la música resopla a tu alrededor, pero no se trata de una pesadilla, y si
lo fuese no querrías despertar. Se trata de una gran aventura. Como
si trataras de ocultarte a ti mismo un secreto (el secreto de lo mal que
suena la historia y lo bien que te sienta), cubres tus ojos con las manos
y miras a hurtadillas la pantalla a través de los dedos.
Hay bombas por todas partes, y cada bomba es una palabra.
d id n *t - s t e a l - u s e d - in v in c ib l e : son parte de la historia, pero
en la manera como son cantadas (declamadas, martilleadas, arro­
jadas desde la montaña para caer hechas añicos entre la muche­
dumbre) cada una de ellas es también la historia misma. Eres
arrastrado dentro de palabras aisladas como si fueran cavernas en

ii 7
GREIL M ARCUS

la canción. Por qué una palabra es más importante que otra (o


más amenazante o más seductora) no tiene un sentido narrativo
evidente. Las palabras no sólo son bombas, también son minas
enterradas. Han sido sembradas en la canción para que las en­
cuentres, que es lo mismo que decir que se han colocado para que
sean ellas las que puedan dar contigo. Cada palabra descansa so­
bre una piedra en el terreno, claramente deletreada ( YOU, ALRIGHT,
a l ib is , k ic k s , t h a t , b e , n e v e r ) , pero no hay manera de saber cuál
estallará al poner el pie encima.
El órgano entra para dictar sus demandas sobre la canción a
medio camino de la primera estrofa, justo antes de que Dylan ter­
mine de presentar la historia y comience a apretar duro, justo antes
de you used to / laugh about. La canción está en marcha, el barco
ya se balancea, y el lamento agudo que produce Kooper haciendo
presión sobre un acorde que se introduce en la canción, es algo a
lo que aferrarse. Esta parte de la historia sólo está comenzando,
un paso por detrás de la historia que ya te han contado; ese so­
nido dentro del sonido te dice que la historia no puede terminar
pronto, y que no puede apresurarse. El sonido que traza el órgano
es determinado, inmune, casi parte de otra canción. «No podía
escuchar el órgano porque el altavoz estaba en el otro lado de la
sala cubierto con sábanas», dice Kooper hablando como alguien
atrapado en la incertidumbre, el ciego que conduce al ciego por un
precipicio. «Estoy acostumbrado a que haya un director musical.
Habiéndome criado en estudios, siempre había alguien al mando,
fuese el arreglista, el músico o el productor. En esta ocasión no
había nadie a cargo de la sesión, del caos general. No me sabía aún
toda la canción. Tengo un buen oído, ésa era mi principal ventaja.
En las estrofas esperaba a que llegara una corchea antes de tocar el
acorde. La banda tocaba el acorde y yo lo seguía.» Pero a medida
que transcurre la canción el órgano se convierte en el director de su
propio drama. Es la mano que da forma a la canción.
EN EL AIRE

Bloomfield se ha introducido en la estrofa sobre una rueda dora­


da. Hay un gran resplandor en las figuras circulares que traza, pero,
aunque conforta al oyente, el brillo se desvanece en una especie de
contracorriente, una reacción contra todo lo que en la música está
aún profetizando un camino abierto. Ahora se produce un zumbido
profundo e implacable proveniente de la guitarra de Bloomfield, un
sonido en apariencia ajeno al músico mismo, un cable suelto o raído
tocando su propia versión de la música.
Ningún sonido se mantiene en el cataclismo en el que se está con­
virtiendo la canción; su caos general es el retrato de la vida cotidiana.
No hay nada destacable en las palabras que Dylan ha cantado hasta
ahora, ningún personaje de nombre extraño, sólo una mujer que
antes daba dinero a los mendigos y ahora se pregunta hasta dónde
está dispuesta a llegar para conseguirse unas cuantas monedas. Pero
cuando la primera estrofa se acerca a su último verso Bloomfield
ya está disparando fuera de la estrofa, tocando con más fuerza que
antes, con prisa y triunfo en sus dedos. Se percibe un giro en la can­
ción, pero aún no se sabe lo que hay al otro lado.
Lo que hay al otro lado es un claro donde los músicos que aco­
meten la curva terminan encontrándose en Enfield (Connecticut) en
1741, con el cantante saliendo a su encuentro para el estribillo trans­
formado en Jonathan Edwards pronunciando su sermón «Pecadores
en manos de un Dios iracundo» ante unos feligreses que se tiran del
pelo y le ruegan que pare, y los músicos quedan inmediatamente
inmersos en el drama. «Intentaba apartarme del camino de Bloom­
field — dice Kooper— , porque estaba realmente inspirado. Your next
meeeeal: en los cinco acordes anteriores al estribillo, donde hace ese
did-du-da did-du-du, una gran frase, yo no quería estropear aquello,
y también la tocaba saliendo del estribillo. En otros sitios yo tenía es­
pacio para tocar, porque Michael no lo hacía en el estribillo.» Kooper
aún anda por su propio camino, pero ahora encuentra un respiro
total; cada línea simple que ofrece es tan clara, avanza tan delibera­

119
GR EIL M ARCUS

damente, que se puede ver la senda que sus notas están abriendo. El
cantante brama y truena por encima de todo, sin prestar atención
a lo que nadie tenga que decir, pero su cuerpo lo absorbe todo, y
todo lo que absorbe termina llegando a su voz, que se crece con cada
palabra. La rueda dorada de Bloomfield es ahora mayor y más bri­
llante que antes (y más peligrosa: una rueda que te ciega y atropella)
y transporta al cantante fuera del claro hasta la siguiente estrofa. En
minuto y medio, una estrofa y un estribillo, han sucedido más cosas
que en ninguna otra canción producida ese año.
El tono de la música en la segunda estrofa es más triunfante.
Las líneas de Bloomfield son más largas, más como un halcón en
el cielo que como un venado saltando un barranco. El resto sigue
a un paso constante, y la historia parece abocada a una conclu­
sión. Cerca del fin de la estrofa se produce quizás el momento más
asombroso cuando, por puro instinto o deseo, desde una sonrisa en
alguna parte de su memoria, Bloomfield encuentra un gran rugido
y por un instante se eleva un viento que sopla a través del resto de
la música como si la canción fuera una escopeta de feria. ¿Es eso lo
que hace que el cantante se dé la vuelta en el aire, dandos golpes a
diestro y siniestro? Hay desesperación, algo cercano al miedo, en la
manera como Dylan lanza used to iP. las palabras parecen empujar
a la persona de la canción, dejándola caer en el arroyo, aturdida,
cubierta de suciedad; el cantante intenta ayudarla sin conseguirlo,
pero no hay tiempo para retroceder: el estribillo ya está aquí de
nuevo. Con su primer verso, esas simples palabras, ¿qué se siente?>
sin duda una pregunta inofensiva, se nota que esta vez el cantante
está exigiendo más de las palabras, y más de la persona a la que van
dirigidas. En las estrofas él la ha perseguido y acosado, pero con la
llegada del estribillo salta por delante de ella; cuando ella intenta
huir él se interpone, señalándola, gritando, y entonces la persona
a la que todo esto va dirigido ya no es simplemente la muchacha
mencionada en la canción. Esa persona es ahora al mismo tiempo

120
EN EL AIRE

ese muchacha y quien que esté escuchando. La canción ha fijado su


mirada sobre el oyente.
Estás oyendo la canción en la radio, ya sea en 1965 o cuarenta
años después. Cuarenta años después de su lanzamiento, «Like a Ro­
lling Stone» ya no sale por la radio tan a menudo como en la segunda
mitad de 1965, pero puedes confiar en oírla con mas frecuencia en
2005 que en 1966, cuando era el éxito del último año. En la radio
(donde el pandero es inaudible, el piano parece como un eco de la
guitarra y el órgano podría estar tocando para la batería) se puede
escuchar el rasgueo rítmico de la guitarra de Dylan y el bajo de Joe
Macho como si fueran un solo instrumento. Dylan y Macho se han
escuchado el uno al otro y se han trabado en una pauta única en la
que el bajo apoya a la guitarra y la guitarra complementa al bajo.
Te das cuenta de que ésta es la columna vertebral de la canción, o
el latido del corazón contra la columna. Es la cosa más simple del
mundo: «muy punky, harapiento y sucio», en opinión de Kooper.
Pero la canción debe de estar a punto de acabar: la segunda estrofa
ha terminado y el estribillo casi se ha quedado sin cuerda. A estas al­
turas, la canción te ha exigido más que cualquier otra cosa que hayas
oído nunca. Quieres más, pero para eso está precisamente el fundido
al final de una grabación, para dejarte con ganas de más, ¿no es así?
Ahora ya nos choca que haya más, como pasaba cuando el disco
apareció por primera vez en la radio en 1965 y el pinchadiscos sor­
prendía a los oyentes dándole la vuelta al disco para ponerlo entero
y ver qué pasaba (de hecho, en la primera semana después del lan­
zamiento, muchos pinchadiscos no lo hicieron), pero incluso ahora
resulta sorprendente: la llegada de la tercera estrofa, el anuncio de
que la historia aún no ha terminado, es como Roosevelt presentán­
dose para un tercer mandato.
«Like a Rolling Stone» no fue el primer éxito de seis minutos
de los Top 40, ni el primero en ser cortado por la mitad y grabado
en las dos caras de un disco de 45 revoluciones. En 1959, tanto el

121
GR EIL M ARCUS

«What’d I Say» de Ray Charles, que sobrepasaba los seis minutos,


como el «Shout» de los Isley Brothers, que era más corto, pero con
un efecto más dramático al pasar del lado A al B («ahora esperen un
minuto», chillaba el cantante cuando se llegaba al final de la primera
cara), fueron éxitos, y el de «What’d I Say» fue enorme, inevitable.
Pero eran discos de música para bailar, no canciones que contaban
historias. Envolvían al oyente y lo trasportaban sin implicarlo; no su­
gerían que la canción tenía algo que ver con las flaquezas morales de
quienes escuchaban, ni que su historia fuera la de todos, tanto si les
gustaba como si no. Lo único que «Like a Rolling Stone» compartía
con «What’d I Say» y «Shout» era su duración y su delirio.
En el documental Dorit Look Back, filmado en Inglaterra durante
la primavera de 1965, se bromea con el espectador haciéndole pensar
que va a ver cómo empezó a tomar formar «Like a Rolling Stone».
Dylan, su amigo Bob Neuwirth y Joan Baez están en la habitación de
un hotel; Dylan está cantando «Lost Highway» de Hank Williams,
una extraña canción de 1949 que Williams no había escrito. «Una vez
estaba en California haciendo autoestop para ir a Alba (Texas) a visitar
a su madre enferma — le contó Myrtie Payne, la viuda de León Payne,
el autor de.la canción, a la historiadora de música country Dorothy
Horstman— ; no conseguía que lo llevaran y al final lo ayudó el Ejér­
cito de Salvación. Mientras esperaba escribió esta canción.» Con Baez
haciendo las armonías, es la primera vez en la película que Dylan pa­
rece realmente interesado en una canción. «Yo era sólo un muchacho,
tenía casi veintidós años — canta, como si las palabras fueran suyas,
con un quejido a lo Hank Williams que de alguna manera no parecía
falso— ; ni bueno ni malo, sólo un crío como tú.» «No, no — dice
Neuwirth— , hay otra estrofa: Im a rolling stone.» Es raro que Dylan
se la saltara, porque es la primera: «Soy un canto que rueda, solo y
perdido. / He pagado el precio de vivir en pecado...». Pero las palabras
rolling stone quedan engullidas por la canción {stone desvaneciéndose
según se canta, desgastándose como un guijarro al rodar) y toda la

122
EN EL AIRE

letra habla de alguien sin voluntad, sin deseo. Sin embargo es una
canción sobre la libertad: libertad frente a la familia, la autoridad, el
gobierno, el trabajo, la religión, pero sobre todo frente a uno mismo.
Es la canción de un vagabundo; la imagen dominante no es el «canto
que rueda» sino la «carretera perdida» cuando augura que la tumba del
que canta será una cuneta a un lado de la carretera.
En «Like a Rolling Stone» la influencia de «Lost Highway» no
es más fácilmente discernible que la de «Rollin Stone» (1950) de
Muddy Waters. Grabada en Chicago, con Waters tocando una
guitarra eléctrica, la pieza tenía un puro tono Misisipi, con su
carácter amenazante, afirmando una tensión enroscada de modo
tan tirante en la música que cuando en un breve solo de guitarra
Waters entrega una simple y vibrante nota, ésta parece morderse
a sí misma. «Será un canto que rueda, / con seguridad será un
canto que rueda», se repite a sí misma la mujer embarazada de
la primera estrofa a propósito del niño que lleva en su interior,
chasqueando la última palabra una y otra vez, como un cuchillo
que vibra al chocar contra un muro, a menos que lo que se oye
sea el niño que desde dentro está aporreando la puerta, susurran­
do su intención de matar a su madre si no lo deja salir. Aquí el
canto que rueda se levanta y camina como un hombre, y esto es
lo que se oye en el solo de guitarra de Waters, incluso más que
en la manera como desliza su voz sobre las palabras. Se escucha a
alguien libre de valores y límites, sin importarle madres, padres,
trabajos, iglesias o tribunales. Nunca eleva el tono de su voz, pero
deja claro qué pasaría si decidiera hacerlo...
En términos de folk, las imágenes de Dylan surgen de fábulas
como «Lost Highway» y «Rolling Stone», pero si la imagen del can­
to que rueda es lo que determina la fábula de su canción, no es la
que le da su impulso. Como canción, actuación, amenaza o gesto,
«Like a Rolling Stone» está más cerca de «A Hard Rains A-Gonna
Fall» (1963) del propio Dylan, «Can’t Help Falling in Love» (1961)

123
GREIL M ARCUS

de Elvis, «House o f the Rising Sun» (1964) de los Animáis, «Don’t


Start Me Talkin» de Sonny Boy Williamson y «Mystery Train» de El­
vis (ambas de 1955), «Little Maggie» (1947) de los Stanley Brothers
o «New Minglewood Blues» (1930) de Noah Lewis. («Nací en el
desierto, me crié en la madriguera de un león — cantaba Lewis con
frialdad, como si se estuviese postulando para ser el nuevo sheriff
de la ciudad— . Mi ocupación número uno es robar las mujeres a
sus maridos».)9 «Like a Rolling Stone» está más cerca de la irresisti­
blemente enajenada «Railroad Bill» (1929) de Will Bennet, que en
menos de tres minutos ofrece quince combinaciones de un estribillo
de una línea con estrofas de dos, incluyendo algunas sobre las armas
(«cómprame un arma, tan larga como mi brazo / para matar a todos
los que alguna vez me han hecho daño»), el deseo de abandonarlo
todo e irse al Oeste, la bebida, lo doméstico y el propio forajido
«Railroad Bill», quien nunca trabajó ni nunca lo haría. En su apre­
surado impulso hacia la calle, su insistencia en decirlo todo ahora
porque mañana será demasiado tarde (hablando como un profeta,
alguien que, abrumado por un conocimiento que no quiere pero se

9. A veces es en las versiones que Dylan hizo de estas canciones donde se puede oír algo
parecido a «Like a Rolling Stone», aunque no siempre: su desganada grabación de 1970
de «Can’t Help Falling in Love», omitida del ya ensamblado Self Portrait e incluida en el
conjunto de desperdicios de Dylan de 1973 (Dylan se había pasado temporalmente a otra
discográfica y Columbia intentaba abochornarlo publicando el peor material que pudo
encontrar), no decía nada; su «Little Maggie» de 1992 era severa, sincopada y soporífera,
pero no le debía nada a los Stanley Brothers. Si Dylan se basó en ellas para «Like a Rolling
Stone» fue por su estructura, su melodía y sobre todo su empuje, su sensación de triunfo.
El «House o f the Rising Sun» de los Animáis, con cuatro minutos y medio en su versión
completa, se tomó de la interpretación quebrada que Dylan hizo de la canción en Bob
Dylan dos años antes; con el alcance temporal de una canción que daría poder a «Like a
Rolling Stone», un quinteto británico de blues de Newcastle transformaría una balada folk
sobre una casa de citas de Nueva Orleans en un éxito internacional que cuarenta y cinco
años después aún da vueltas al mundo. Pero cuando cantó «Don’t Start Me Talkin» en The
Late Show with D avid Letterman en 1984, Dylan se encontraba francamente poseído por
la canción, por la oportunidad que le daba de pasar por encima de cualquiera («diré t o d o
lo que sé», gritaba con júbilo sobrehumano); cuando eliminó «New Minglewood Blues»
de sus actuaciones en los 90, su banda se estrellaba en las palabras born y den mientras él
se las arrebataba construyendo cada verso sobre el anterior hasta que era imposible ver el
final de la escalera.

124
EN EL AIRE

ve obligado a transmitir una vez lo ha recibido), «Like a Rolling Sto­


ne» probablemente debe más al «Howl» (1955) de Alien Ginsberg
que a ninguna otra canción.
Aun si una o todas estas cosas han influido en «Like a Rolling
Stone», esas influencias dicen muy poco sobre por qué la canción es
lo que es. Si existe un modelo, éste podría encontrarse en las largas
y dramáticas historias cantadas por músicos de blues del Misisipi
como Son House y Gardfield Akers, música que (recopilada en 1962
en Really! The Country Blues, un oscuro disco difícil de encontrar del
sello de country blues Origin Jazz Library) Dylan conocía muy bien.
«My Black Mama» (1930) de House (más de seis minutos y vein­
te segundos por los dos lados en un 78 revoluciones de Paramount)
y «Cottonfiueld Blues» (1929) de Akers (exactamente seis minutos
por los dos lados en un diez pulgadas de Vocalion) comienzan de
manera casi idéntica. «¡Eh!, negra, ¿qué pasa contigo?», dice House.
«Le dije, mira mujer, ¿qué estás tratando de hacer?», dice Akers.
Ambas canciones terminan de modo casi místico. En «My Black
Mama», la mujer que tenía problemas en la primera parte está muer­
ta en la segunda. El cantante es convocado a su lado: «contemplé su
cara», dice, y se intuye que esa cara ya está en descomposición. En
la última estrofa su profunda voz parece aún más honda con cada
sílaba: «crucé los brazos y me alejé», y se puede sentir cómo se ele­
va más allá de la Tierra. En «Cottonfield Blues» la mujer que tenía
problemas en la primera parte ha desaparecido en la segunda. Como
Akers canta frases comunes con voz atiplada, parece que nunca antes
han sido cantadas; estira sus palabras sobre las vocales de manera tan
natural, tan inevitable, que de alguna manera te imaginas al cantante
en la cima de una montaña cantando a través de un valle, creando su
propio eco, pero cuando la canción llega a su punto culminante,

Im gonna write you a letter, Im gonna mail it in the air


I’m gonna write you a letter, Im gonna mail it in the air

I2 5
GR EIL MARCUS

Says I know you will catch it, babe, in this world somewhere
Says I know you 11 catch it, mama, in the world somewhere*

se ve que Akers es la carta y que él está en el aire, viajando fuera del


alcance del servicio de correo.
«My Black Mama» es lenta, con todo su drama contenido; según
avanza, en ningún momento disminuye la presión. Akers arranca
«Cottonfiled Blues» con su guitarra, y su técnica es tan primitiva
que, viendo todo lo que tiene que decir sobre el Misisipi de 1929,
podría estar tocando en el Manchester de 1977 el «Boredom» de
los Buzzcocks, con sus tesis punk clavadas sobre la puerta del club
nocturno. Akers empuja su historia tan apresuradamente que se pue-
de sentir el miedo que le tiene, y House no hace ningún esfuerzo
para esconder el hecho de que lo asusta la suya. Ambas son viejas
historias y cada una es única. Ambos vienen a decir lo mismo: para
contar una historia debes tomarte todo el tiempo que necesites. La
longitud de «My Black Mama» y de «Cottonfield Blues» es el eje de
su arte; cuando se llega al término de cualquiera de ellas, se ha reco­
rrido el desarrollo de una crisis en la vida de cierta persona. Como
el artista, hablando en primera persona, le ha dado forma a esa crisis
de manera que su respuesta a la misma se convierte en el argumento
de una manera integral de estar en el mundo, no sólo se ha experi­
mentado una crisis. En esencia, el músico ha descrito su vida como
tal, guiando al oyente a través del extraño y desconocido país de su
nacimiento, educación, hazañas y fracasos, hasta justo el momento
de su muerte.
También los seis minutos de «Like a Rolling Stone» (seis minutos
que rompían los límites de lo que se podía escuchar en la radio, y
los de la clase de historias que la radio podía contar; al principio la
etiqueta del single decía 5.59, como si así fuera a intimidar menos)

* Voy a escribirte una carta, la voy a enviar por el aire. / Yo sé que la cogerás, nena, en alguna
parte del mundo.

126
EN EL AIRE

son el comienzo y el final de todo lo que se trata en el disco y de


su finalidad. Cuando termina la canción, cuando desaparece en el
clamor de su propio desvanecimiento en el silencio, o en el siguiente
corte publicitario, sientes como si hubieras hecho un viaje, como si
hubieras atravesado todo un país que no es ni extraño ni desconoci­
do, porque está claro que es el tuyo, aun cuando en los tres primeros
minutos el viaje no haya ido más allá de los límites de tu propia
ciudad. Ahora el paso está a punto de acelerarse.
Cuando «Like a Rolling Stone» se estrella contra su tercera estrofa
todo cambia. El misterioso vagabundo que apareció de la nada al final
de la segunda estrofa ha dejado a sus primos esparcidos por toda la
tercera. Todo el mundo tiene nombres extraños, todos son un enigma,
no puedes reconocer a nadie, pero todos parecen saber quién eres.
Ahyyouy grita Dylan, cabalgando sobre la joroba del segundo estribillo
hacia la tercera estrofa; la mayor vehemencia causada por algo tan pe­
queño como añadir una sílaba de frustración al ya acusador «tú» prue­
ba cuánta presión se ha acumulado. El sonido que Bloomfield crea es
como la voz de Daisy («el sonido del dinero») y, al igual que Gatsby,
Bloomfield se dispone a alcanzarlo, pero tan pronto como se encuen­
tra en el aire retrocede contando los tiempos como si fuera James Gatz
contando sus peniques. Golpea el gong del ritmo como si lo tuviese
hipnotizado, cada nota gloriosa estirándose hacia la anterior. La banda
parece tocar más despacio, como si se diera cuenta por primera vez de
la historia de la canción (un congreso de delegados de todo el mundo
hablando a la vez y dando su versión del mismo discurso) y el cantante
se mueve más deprisa, como si supiera lo que se avecina y tuviese que
pararlo. Alcanza la última frase de la estrofa, sostiene la última palabra
cuanto le permiten sus pulmones, y entonces, cuando la canción se
abate sobre la tercera estrofa, todo se hace trizas.
La intensidad de las primeras palabras que salen de la boca de
Dylan hace que parezca que una pausa las haya precedido, como si
hubiera reunido cada onza de energía en su ser y la hubiera concen­

127
GREIL MARCUS

trado en un solo punto, como si se pudiese escuchar su respiración.


How does it feel? no sale de su boca, sino que cada palabra explota
dentro de ella. Entonces se comprende lo que Dylan quería decir
en 1966, hablando de la páginas de ruido que había garabateado:
«Nunca pensé en ello como una canción hasta que un día estaba al
piano y del papel surgió How does it feel?». Dylan puede cantar las
estrofas, pero el estribillo lo canta a él.
A partir de este momento cada elemento de la canción dobla su
tamaño y su peso. Hay dos veces más canción de la que había antes.
La primera vez, un vengador How does it feel? lo lleva allí, la segunda
vez, la línea que Dylan hace sonar está desesperada, despojada y afli­
gida, pero a estas alturas, momentos después de que él mismo haya
hecho añicos la canción, la canción se ha alejado de él. La líneas sim­
ples, directas y elegantes de Kooper están disparando en todas direc­
ciones, como si el primer How does itfeel? de Dylan fuera el Big Bang
y Kooper estuviese decidido a atrapar cada fragmento de la canción
según vuela por los aires. Cuando el estribillo comienza a escalar una
montaña que no existía en el estribillo anterior, Kooper se encuentra
a sí mismo transportado a un año atrás, en medio del solo de órgano
de Alan Price en «House of the Rising Sun», una grabación que hasta
el día de hoy no ha perdido ni su mugre ni su grandeza. El solo de
Price era frenético, sus tonos espesos y oscuros; era una profunda
zambullida dentro del remolino que el mismo Price había creado, y
Kooper está tocando desde dentro del vórtice, cada línea precipitán­
dose hacia arriba y hacia afuera, clavando la bandera de la canción a
su mástil.
Nada podía suceder a esto. En la cuarta estrofa, todo el mundo ha
perdido su compás. El Ah que se cantó en el primer verso de la terce­
ra estrofa es ahora un largo Ahhhhhhh que aplana su propio primer
verso. Bobby Gregg, cuyas figuras a la batería en la primera estrofa
habían dado forma a la canción antes de que los músicos fueran
capaces de encontrarla, busca a tientas como pateando accidental­

128
EN EL AIRE

mente su bombo. Todos luchan por traer la canción de vuelta, y son


las palabras lo que por primera vez rescata la canción de su sonido.
Las palabras son consignas, pero resultan fascinantes, y si when you
airít got nothingy you got nothing to lose [cuando nada tienes, nada
tienes que perder] suena como algo que podrías leer en una pintada
del Greenwhich Village, como una versión bohemia de «hogar, dulce
hogar», la frase you re invisible now; you got no secrets to conceal [ya eres
invisible, no tienes secretos que esconder] no es obvia, te confunde.
Confundido (y justificado, exultante, libre de la historia, con un
mundo por conquistar) es exactamente como la canción quiere dejar
al oyente. Hay un último estribillo, como si la última estrofa se sa­
liese girando de su eje, entonces Dylan se lanza a por su armónica y
luego hay un enloquecido manto de notas agudas que va apagando
la luz en el territorio que la canción ha explorado.

Quince años después, cuando Dylan invitó a Bloomfield al escenario


del Warfield Theatre para tocar de nuevo la canción, Dylan esta­
ba lleno de Jesucristo, y Bloomfiled era sólo un judío acabado, un
yonqui cuyas palabras eran tan vacías como sus ojos, un paria. Bob
Johnston, el productor que reemplazaría a Tom Wilson después de
«Like a Rolling Stone», estaba allí. Bloomfield se le acercó: «¿Puedes
ayudarme? — le dijo— , nadie quiere hablar conmigo». Bloomfield
prometió que estaba limpio de drogas, que no bebía, que había re-
conducido su vida, pero Johnston ya lo había oído tocar. Tras cada
frase de Dylan, Bloomfield rasgueaba sus notas ondulantes, pero
ya no podía tocar la canción. De la manera como podía tocarla (al
igual que no podía escuchar la música, que no podía responder a
los demás músicos o a Dylan o al coro femenino de góspel; al igual
que tantos guitarristas de Dylan año tras año, ciudad tras ciudad,
habían copiado tan ciegamente las notas de Bloomfield como él lo
estaba haciendo esa noche en que sólo podía copiarse a sí mismo)
estaba perdido, hecho una ruina. Pero como rara vez haría después

129
GREIL M ARCUS

del primer año de giras con «Like a Rolling Stone», esa noche Dylan
está volando con la canción, excitado por la historia. A medida que
transcurre, golpea todo con más fuerza:

He s not selling any al-i-bis


As you stare into the vacuum o f his eyes
And say, do you want to, ha ha, make a deeeeaaaallll

Dylan abre el segundo estribillo como si desplegase la bandera que


Tashtego, o Al Kooper, amarró al mástil del Pequod que se hundía
al final de Moby Dick, y, como pasó en 1965, un viento fresco reco­
rre la música. Parece que Dylan casi está defendiendo la canción de
Bloomfield, tratando de rescatar la canción que Bloomfiled debía
aún llevar en alguna parte de sí mismo, del hombre roto que ya
no podía realmente tocarla; está defendiendo la canción, o desde su
propia perspectiva, tratando de recuperarla. «En ellas puedes escu­
char a un hombre joven, con una cantidad asombrosa de energía,
algo parecido a lo que encontrabas en el primer Pete Townshend o
en el primer Elvis», dijo Bloomfield, dos días antes de su muerte, ha­
blando con el productor de radio Tom Yates sobre las canciones que
Robert Johnson había grabado más de cuarenta años antes. «Puedes
escuchar eso en las grabaciones de Johnson; te salta desde el toca­
discos.» ¿Le estaba pidiendo al entrevistador que le dijera «sí, pero
tú también tocabas así»? ¿Podría ser que, en la fábula inconclusa del
disco que grabaron juntos en 1965, Michael Bloomfield representa­
ra la fábula de la autodestrucción en «Lost Highway», y Bob Dylan
la fábula de la maestría en «Rollin Stone»? «¡Michael Bloomfield!
— dijo Dylan esa noche en el Warfield cuando terminó la canción— .
No dejen de ir a verlo si está tocando por aquí.»

130
Tercera parte
CAPÍTULO 7

EN ANTENA

P oco después de la grabación de «Like a Rolling Stone», Tom


Wilson fue despedido como productor de Bob Dylan; determi­
nar por qué y por quién no resulta mucho más fácil que resolver el
misterio de quién decidió que Ringo Starr reemplazara a Pete Best
como batería de los Beatles. Albert Grossman, el mánager de Dylan
en ese momento, no puede hablar: murió en 1986. Wilson nunca
dijo nada sobre el asunto; ni tampoco Clive Davis, el abogado que
en junio de 1965 se convirtió en vicepresidente administrativo de
Columbia Records y que se abalanzó inmediatamente sobre todo
aquello que aún no estaba registrado, bajo derechos de autor o guar­
dado bajo llave. Davis se convirtió de manera notoria en presidente
de la compañía en 1967, fue despedido de manera aún más notoria
en 1973, desde entonces ha sido como un dios intocable del mundo
de la música a través de su sello Arista y su trabajo con cantantes
como Whitney Houston o Patty Smith. Dylan se unió al grupo de
los que pretenden no saber nada: «Todo lo que sé — ha dicho siem­
pre— es que yo estaba grabando y que Tom siempre estaba allí (y no
tenía ninguna razón para pensar que no fuese así) hasta que un día
miré y me encontré con Bob».
«Jamás crucé una mala palabra con Dylan», dice Bob Johnston,
quién después de hacerse cargo de las sesiones que darían lugar a
Highway 61 Revisited produjo Blonde on Blonde en 1966, John Wesley
Harding en 1967, Nashville Skyline en 1969 y Self Portrait y New
Morning en 1970. También produjo el popularísimo bálsamo ge­
GREIL MARCUS

neracional de Simón and Garfunkel (heredando la versión de «The


Sounds of Silence» sobre la que Wilson había grabado batería e ins­
trumentos eléctricos) y el culto noir del reflexivo y sabio canadiense
Leonar Cohén. «Nunca tuve un “jódete, ahora haces esto”. Nunca
ha habido nada de eso con ninguno de los artistas con los que he
trabajado, supongo que porque sabían que yo odiaba a la puta com­
pañía y a la maldita gente de la compañía, que siempre estaba enga­
ñando a los artistas con el dinero. Clive Davis dijo en una reunión:
“Quítale la batería a ‘The Sounds o f Silence’. Esa batería no puede
estar ahí”. Me levanté diciendo “muy bien”, y dejé la reunión. Hice
una copia sin la batería. Y luego hice otra con dos pistas de batería.
Les hice oír la copia sin la batería, que todos aplaudieron diciendo
“¡tío, así queda precioso!”. Y luego publiqué la otra.»
Johnston era un productor astuto y ambicioso con una voz tran­
quilizadora Había nacido en Hillsboro (Texas) en 1932 y luego se
había criado en Fort Worth; comenzó en el negocio de la música
después de combatir en la Guerra de Corea. Su abuela Mamie Jo
Adams escribía canciones; su madre, Diane Johnston, compositora
de «Miles and Miles o f Texas», escribió para cantantes de pelícu­
las del Oeste, encabezados por Gene Autry, Roy Rogers y Eddy
Arnold. Johnston comenzó como compositor; después de colocar
algunas canciones en el Sur y cantar con un trío negro llamado
The Click Clacks, se trasladó a la factoría de canciones neoyorkina
situada en el número 1650 de Broadway, lugar donde Al Kooper
aprendió el oficio («en el 1650 fui a la iglesia y a la universidad;
asistí a muchas clases en ese edificio») y que albergaba los celebra­
dos equipos Aldon Music de Carole King y Gerry Goffin, Barry
Mann y Cynthia Weil y Jeff Barry y Ellie Greenwich.10 Johnston

10. «Estaban haciendo algo tan grande como lo que hacía Dylan», dice Kooper de los
autores de Aldon, cuyo trabajo para The Drifters («Up on the Roof»), los ChifFons
(«One Fine Day»), The Shirelles («Will You Love Me Tomorrow»), The Righteous Bro­
thers («You’ ve Lost that Lovin Feeling») y muchos otros artistas de rocanrol de los
primeros sesenta sobresale como uno de los logros más verdaderos de la música pop de

134
EN ANTENA

estaba por los suelos, produciendo secuelas casi idénticas de lo que


cualquier otro hubiese hecho. Grabó, para Algonquin, Chic y Dot
(con su propio tema de rock «I'm Hypnotised»). «Fiat Tire» fue un
pequeño éxito en el sur de California en 1961, y también la últi­
ma grabación de Johnston: una aparición televisiva en Los Ángeles
durante el show de Wink Martindale, donde Jonhston se encontró
compartiendo programa con Tommy Sands y Ricky Nelson y lo
convencieron de que era demasiado viejo para ser un ídolo adoles­
cente. Se trasladó a Nashville y volvió a escribir canciones: en 1964
Elvis Presley grabó su «It Hurts Me», y después de eso escribió
canciones para las películas de Elvis. Se convirtió en promotor. En
Nashville eso significaba hacer demos, pero las suyas era produc­
ciones y no meros bosquejos: si la canción lo pedía, contrataba un
coro de treinta voces de la Universidad de Fisk. Columbia lo llevó

postguerra. Dylan más que nadie terminó con su carrera como escritores de canciones.
«Ibas a ver películas mudas —dice Kooper hablando de la manera como Dylan cambió
el concepto de canción pop, o de cómo su uso del Lenguaje cambió el lenguaje de las
canciones— y de repente tenían sonido. Eso dejó sin trabajo a mucha gente. Gente
elegante, que hablaba muy finamente. Se quedaron sin trabajo.» Y lo sabían: no es exa­
gerado decir que Bob Dylan les producía terror. Años antes de «Like a Rolling Stone,»
ya casi los había desafiado a un duelo: «A diferencia de la mayoría de las canciones de
hoy, que se escriben en Tin Pan Alley, porque ahí es donde se escribe la mayoría de
la canciones folk hoy día — dijo en The Freewheeling Bob Dyian para presentar «Bob
Dylan’s Blues»— , ésta no se escribió allí; ésta se ha escrito en alguna otra parte de Es­
tados Unidos». Sois unos farsantes, entendieron Goffin y K ing; el rey de los nightclubs
Bobby Darin, el cantante estrella Dion y tantos otros: lo vuestro son falsificaciones y esto
es real. En 2001, hablando para The Hitmakersy un documental de A&E sobre el 1650
de Broadway, Goffin decía: «Ojalá hubiéramos intentado con más ahínco escribir can­
ciones que dijesen realmente algo... Dylan se las arregló para hacer algo que ninguno
de nosotros fue capaz de hacer: ponerle poesía al rocanrol, y luego levantarse como un
hombre y cantarla. Y Carole sentía también lo mismo, así que tuvimos que hacer algo
dramático, coger todas las demos de las canciones que no habían sido producidas y
partirlas por la mitad. Dijimos “tenemos que crecer, que comenzar a escribir mejores
canciones a partir de ahora”». «Había alrededor nuestro un fenómeno cultural que no
tenía que ver con escribir canciones — decía King en el mismo documental, sentada a
la mesa con Goffin, Weil y Mann, con un deje de desprecio— . Así estaban las cosas:
¡Espera un momento! ¿Qué está pasando* Las cosas están cambiando. ¿Cómo vamos a es­
cribir cosas como ésta! ¿Cómo vamos a encajar?» En otras palabras, estaban escuchando
todas las preguntas que Dylan hacía en «Like a Rolling Stone», y empezaban a darles
respuesta. Que tuviesen que devaluar su propio trabajo para hacerlo es un testimonio
del miedo que podía producir la canción o de lo peligrosa que podía llegar a ser.

135
G REIL MARCUS

en 1964 a Nueva York, donde se hizo una reputación resucitando


la carrea de Patti Page. John Hammond, el legendario hombre del
mundo del disco que había escrito sobre Robert Johnson para The
New Masses en 1937, y que como ejecutivo de Columbia contrató
a Bessie Smith, Billie Holiday, Aretha Franklin, Bob Dylan y Bruce
Springteen, fue el mentor y protector de Johnston; en 1965 todo
lo que Johnston necesitaba como productor era algo que realmente
quisiera oír.
«Estaban tratando de librarse de él — dice Johnston de Tom Wil-
son— . Grossman lo odiaba. No tengo ni idea de por qué. Era un
hombre agradable. Quizás a Grossman no le gustaban las minorías
étnicas o algo parecido, nunca le di vueltas a eso.» Bill Gallagher es­
taba a cargo de la producción y le dijo a Johnston que Wilson estaba
a punto de salir. «Me llamó y me dijo — y Johnston, un hombre
de verbo rápido, adopta una voz grave y sentenciosa— “nos vamos
a librar de Tom”. Yo dije: “Quiero a Dylan y a Simón”. “No le di­
gas nada a Tom Wilson”», dijo Gallagher. “Nada de nada” — dijo
Johnston, según describió lo ocurrido a Patrick Thomas, un vetera­
no cronista de su carrera— . Así que cuando dejé su oficina, me fui
hasta Wilson y le dije: “Bill Gallagher acaba de hablar conmigo para
decirme que se van a librar de ti, que Grossman y todos los demás
te odian”. Él dijo “demonios, ya lo sabía”. Le contesté: “Tengo la
oportunidad de hacerme cargo y quería decírtelo antes de comenzar
a presionar”. Y él me respondió: “Hombre, no hay problema, porque
yo estoy fuera de todas maneras”.» Había cierta presión que ejercer:
Johnston tenía detrás de él a Gallagher, Hammond y al jefe del área
de artistas y repertorio, Bob Mersey («producía y hacía arreglos para
Barbra Streisand, Andy Williams y toda esa gente»), pero ni Dylan
ni nadie de su entorno conocía el nombre de Johnston. Se habló de
Terry Melcher, el productor del «Mr. Tambourine Man» de los Byrds
(número uno para Columbia una semana después de grabarse «Like
a Rolling Stone») y chico dorado de Los Ángeles por excelencia, al

136
EN ANTENA

menos hasta 1969, cuando Charles Manson envió a sus secuaces a


casa de Melcher para matar a todo el mundo porque (según una de
las versiones del caso Manson) Melcher se había negado a trabajar
como productor para él. De acuerdo con una teoría del caso Wilson,
el mismo Dylan habría mencionado a Phil Spector, que había do­
minado las listas durante los tres años anteriores con los discos más
luminosos del momento, desde el «He’s Sure the Boy I Love» de los
Crystals a «(Today I Met) The Boy Im Gonna Marry» de Darlene
Love pasando por «Be My Baby» de las Ronettes y «You ve Lost that
Lovin Feeling», que vendieron ocho millones de copias.11
Había un disco grabado y nadie para hacerse cargo de su lanza­
miento; Johnston llenó el vacío y «Like a Rolling Stone» cayó en su
regazo. Un ejecutivo quería que volviera a grabar la voz de Dylan:
«es Incomprensible». Para Dylan, «Like a Rolling Stone» fue un sin­
gle desde que salió del estudio, si no desde antes de entrar. Como
Johnston recuerda, en Columbia, incluso si era algo que podía ir
desde un lado al otro de un disco de 45 revoluciones, la respues­
ta era no: «nunca lo publiques». Decían que nunca lo publicarían:
«nadie ha hecho jamás un single de seis minutos». Johnston cono­
cía «What’d I Say» y Clive Dave o su entorno no; pero ésa no era
la cuestión. El problema era el mismo que había tenido la película
Napoleón de Abel Glance (1927), de seis horas de duración tal como
se proyectó en Francia, y lanzada en Estados Unidos por la M GM
con más de la mitad cortada, la pantalla reducida y sus trípticos en
color recortados y decolorados, todo para asegurarse de que nadie en
Hollywood quisiera seguir su ejemplo: «nadie ha oído jamás un sin­

11. «Haré una ópera con él — dijo Spector en 1969— . Seré su productor. Veréis que nunca
antes ha tenido uno de verdad. Siempre ha entrado en el estudio con la fuerza de sus letras
y han vendido suficientes discos para taparlo todo... Ni él tiene el tiempo ni ninguno de
sus productores la ambición o el talento necesario para desautorizarlo y discutir con él. Me
imagino que con Albert Grossman debe de haber una situación de control empresarial igual
que con Elvis Presley y el Coronel Parker. Quizás nadie ha tenido las agallas, las pelotas o la
ambición para meterse en eso, pero no hay razón para no hacerlo a menos que Dylan no lo
quiera. Pero se le puede convencer.»

137
G R EIL M ARCUS

gle de seis minutos, y nadie lo haría». «Nosotros seguimos adelante


y presionamos — dice Johnston— , al final conseguimos hacerlo.»12
Nunca me ha parecido que ésa fuese toda la historia. El sonido
característico de Tom Wilson en el fondo no es sonido de rocanrol;
es demasiado limpio, demasiado discreto. Dejando aparte «Like a
Rolling Stone» no se percibe la búsqueda de un sonido total en las
grabaciones que realizó con Dylan, sino justo lo contrario. Los ins­
trumentos suenan por separado. No existe un sonido integral. Lo
que hay es un filo áspero: el tono acre que se oía por todas partes en
1965, el sonido de aquel momento, si no de aquellos tiempos.
Cuando las primeras copias de Highway 61 Revisited salieron
de la fábrica faltaba el nombre de Tom Wilson en «Like a Rolling
Stone», el primer tema; Johnston insistió en que se volvieran a ha­
cer restableciendo el nombre de Wilson. Pero en todo lo demás, en
Highway 61 Revisited y aún más en Blonde on , el sonido de
Johnston es casi opuesto al de Wilson; el chirrido del metal contra
el metal de «Maggies Farm» es lo más alejado posible de «It Takes
a Lot to Laugh, It Takes a Train to Cry» o de «Bailad o f a Thin
Man». El sonido de Johnston no es simplemente integral; de canción
a canción el sonido no es siempre el mismo, pero es siempre algo

12. «John Hammond me dijo una vez que yo debería hacerme cargo de Columbia Records
— dice Johnston, como si relatase la historia de un acuerdo roto, de cómo sus antepasados
apaches fueron expulsados de sus tierras— . Así que le dije “Bien, ¿cómo se hace eso?” Me
reuní con Paley y con Stanton [William S. Paley, el legendario bucanero capitalista que en
1928 había comprado la pequeña Columbia Broadcasting System, era el presidente del
consejo de administración de CBS; Frank Stanton había sido presidente de la compañía
desde 1946] y con toda la gente de arriba, y dijeron: “¿Qué harías si te hacieras cargo?”. Y
les dije: “Bueno, no les gustaría, ni querrían hacerlo, pero creo que lo primero que tendrían
que hacer es poner orden en todo esto. Lo que quiero decir es que deberían poner a los
abogados en la planta 10, y a los contables en la 11, y la música en la 12. Y nunca se les
debería permitir pasar de una planta a otra. Lo que ustedes quieran hacer, la manera de
engañar y joder a los artistas es asunto suyo, pero al menos denles la oportunidad de crear
algo sin estar rodeados de gente que es incapaz de seguir el ritmo con los pies o silbando, y
que se dedica a juzgar lo que hacen según lo que otra persona hizo la semana pasada, sólo
para conservar sus puestos seis meses más”. Y seguí: “Si lo hacen así, la música será siempre
la música, y todos esos hijos de puta nunca tendrán una oportunidad de meterse con ella,
ustedes podrán ganar todo el dinero que quieran, pero ellos no joderán la música”. Paley
dijo: “Eso es muy interesante”. John salió y dijo: “Tú no querías el trabajo, ¿verdad?”».

138
EN ANTENA

en sí mismo. Existe un brillo que parece provenir del interior de la


música. Es lo que Johnston llamaba «el sonido de la ladera», y nada
explica mejor esa frase que el final de «Like a Rolling Stone». Como
single, o en Highway 61 Revisited, en mono o en estéreo, siempre me
ha sonado a Johnston.
«No me acuerdo bien, no lo recuerdo», dijo Johnston cuando le pre­
gunté por el estado del máster de «Like a Rolling Stone» cuando se hizo
cargo de los discos de Dylan. «Yo entraba — me dijo después de un
momento— , hacía lo que quería y nunca daba explicaciones. Nunca
trataba de forzar a nadie, sólo iba, tocaba y preguntaba “¿está bien así?”.
Y así es como sucedió. Pero en lo que respecta a los créditos, al alcance
de lo que hice, no podría decirte de verdad cómo fue.»
Siempre he admirado a las personas que saben entrevistar. La cla­
ve está en no querer caer bien. La clave está en ser irritante, un sabe­
lotodo, un bufón, alguien repugnante. «He oído decir que tu madre
es una burra», podrías comentar, esperando que el sujeto te escupa
a la cara y se marche. «Oh, no — dirá el entrevistado— , ¿cómo has
podido hacerte esa idea? Deja que te cuente la verdadera historia. Mi
madre es un delfín. Nunca se lo he contado a nadie...» Un entrevis­
tador que conozco tiene un tartamudeo horrible. La gente diría lo
que fuese, hablaría indefinidamente sobre sus vidas privadas con tal
de evitar oírle hacer otra pregunta. Lo mejor que he sido capaz de
manejar es el silencio.
«Creo que has captado el asunto — dijo Johnston finalmente— .
Es posible que yo haya mezclado todo eso. Puede que le haya aña­
dido algo de valor. Lo que yo intentaba hacer... la primera vez que
trabajé con Dylan [a partir del 29 de julio de 1965, en las primeras
sesiones de Highway 61 Revisited, más de un mes después de haberse
grabado «Like a Rolling Stone] le dije: “Tu voz tiene que sobresa­
lir”. Y él dijo: “No me gusta mi voz, es demasiado aguda”. Yo decía
“vale”, y la subía un poco, a lo que él decía — y Johnston simulaba
una voz entrecortada— “mi voz está demasiado alta”. Al final dejó de

139
GREIL M ARCUS

decirlo. Supongo que no quería seguir fastidiándome con lo mismo,


pero eso es lo que yo quería.»
«La gente lo fastidiaba. Wilson lo fastidiaba. Haz esto, tenemos que
hacer esto, esto no vale. Todo era disparatado, disperso, abierto, hasta
que yo normalicé las cosas, pero así es como estaban.»
Cuarenta y cinco años después, todo el mundo puede decir lo
que quiera para quedar bien, cualquiera puede negar la muerte. Pero
un sonido no puede negar a otro; oyes lo que oyes.
Después de que se grabara «Like a Rolling Stone», Dylan llevó
una copia de acetato a la casa de Albert Grossman. Hubo llama­
das, y la gente se acercó a escuchar el nuevo sonido. En las historias
que se cuentan de aquella noche casi se puede sentir el olor del in­
cienso quemándose; hay algo en la escena al final de La semilla del
diablo, con los creyentes reunidos alrededor de la cuna de Satán y
Ruth Gordon susurrando «¡el niño!, ¡venid a ver al niño!». El difunto
Paul Rothchild había producido las primeras grabaciones de la Paul
Butterfield Blues Band, y menos de dos años más tarde produciría el
«Light My Fire» de los Doors; de todas las historias que surgieron de
aquella noche puede que la suya sea la que mejor soporta el paso del
tiempo: «Les hice poner la jodida cosa cinco veces antes de que fuese
capaz de decir nada — le comentó al biógrafo de Dylan Bob Spits— .
De lo que me di cuenta allí sentado fue de que uno de n o so t r o s

[uno de los hipsters del Village] estaba haciendo una música que po­
día competir con la de ello s [los Beatles] y la de los Stones y la de
los Dave Clark Five sin sacrificar la integridad de la música folk o el
poder del rocanrol. Como productor, esto me supuso una revelación
asombrosa. Sabía que la canción suponía una ruptura, y aún así me
moría de envidia porque era lo mejor que había escuchado de entre
lo que nuestra tribu producía, y yo sabía que aquello iba a darle la
vuelta a nuestras agradables y cómodas vidas.»
Cuando el single se lanzó, el 20 de julio de 1965, las copias
enviadas a las emisoras de radio cortaban la canción por la mitad y

1 40
EN ANTENA

la repartían por los dos lados de un vinilo rojo de 45 revoluciones


dando la opción de emitir sólo los tres primeros minutos y preser­
var así la proporción normal entre canciones y anuncios. Dylan
exigía que «Like a Rolling Stone» se tocara entera en un solo lado
del disco, y pronto una nueva impresión reemplazó a la primera,
pero cuando la canción apareció por primera vez en la radio, tres
minutos era todo lo que se escuchaba, con un fundido que sona­
ba a falso, como si faltara algo. Cuando corrió la voz de lo que
sucedía, las emisoras fueron acosadas por oyentes que reclamaban
los seis minutos, y eso fue lo que consiguieron. Y luego pareció
que eso era lo único que ponían por la radio. Si la sociedad no se
levantó como un solo hombre valiente y aterrorizado para dejarse
a sí misma atrás, escuchando la voz de Dylan a medida que todo
lo demás caía, a medida que la figura desesperada y demoníaca de
la canción arrojaba lejos todo lo que había a su alrededor, se podía
imaginar que la sociedad había hecho justamente eso. Si la gente
no dejaba sus hogares para viajar por las carreteras haciendo dis­
cursos y barbacoas (aunque muchos lo hicieron y otros muchos ya
lo habían hecho), se podían oír también insinuaciones de que así
iba a ser. O se podía escuchar ese acontecimiento aún en su ausen­
cia, como si, en su fracaso para cambiar de inmediato el mundo,
a diferencia de cualquier otra grabación anterior, «Like a Rolling
Stone» había demostrado que eso era precisamente lo que una obra
de arte tenía que hacer y había mostrado el estándar por el que de­
bería juzgarse una obra de arte. «Cuando escuché “Like a Rolling
Stone” — dijo Frank Zappa, que en 1965 era un autor satírico de
veinticuatro años que se consideraba a sí mismo un anti-hippy, un
artista con mayúsculas, un revolucionario resultante del cruce de
Edgard Várese con The Penguins, un ciudadano convencido de que
América se encaminaba al desastre si es que no estaba ya en él—
quise dejar la música porque pensé: “Si esto triunfa y ocurre lo que
debería ocurrir, no tengo nada más que hacer’5... Pero no ocurrió

141
GREIL MARCUS

nada. Se vendió, pero nadie respondió de la manera como debería


haberlo hecho.» Los jóvenes oyeron que el mundo no era tan pre­
decible como habían pensado. «Qué cosa tan chocante — dijo Elvis
Costello, quien, como Declan MacManus, cumplió once años ese
verano— vivir en un mundo donde existen Manfred Mann y las
Supremes y Engelbert Humperdinck, y de repente aparece “Like a
Rolling Stone”».
En una época en que cualquier composición de Dylan estaba
tan cerca de un asalto directo a los Top 10 como cualquier otra
cosa que no fuera el siguiente álbum de los Beatles, se produjeron
varias versiones de «Like a Rolling Stone» (siguiendo a los Byrds,
cuyo primer disco contenía tres canciones de Dylan además de
«Mr. Tambourine Man» y ofrecía una foto de Dylan al frente de
los miembros de la banda — que ya parecían bastante ridículos
vestidos con cuellos de cisne a juego— , los Turtles amenazaron
con convertirlo todo en un kitsch instantáneo con el «It Ain t Me
Babe» de Dylan). Los Turtles, en su primer disco de 1965, aban­
donaron después de tres estrofas. Los Young Rascals, quienes, a
pesar de sus pantalones cortos y sus volantes fruncidos, en su mejor
variante eran una banda devastadora de R& B punk, sacaron una
versión completa en su primer disco (1966) con voces dylanianas
ridiculamente afectadas pero aligeradas por la obvia fascinación
del cantante por la letra, grandes gritos (¿vamos!) para introducir el
estribillo y un organista que, imitando los acordes extendidos de
Al Kooper, estableció que podía mantener una sola nota durante
toda la estrofa.13 «Esto es lo que pasa cuando te quedas sin dinero,
nena», anunciaba uno de los Rascals al final. «¡Supéralo», decía

13. «Después del lanzamiento de Highway 61 y de su éxito — dice Kooper— , había veces
en que Bob y yo íbamos a una tienda de discos y comprábamos imitaciones, y luego íbamos
a escucharlas a su casa y nos reíamos. Me divertía en particular el hecho de que grandes
músicos de verdad estuviesen imitando mi ignorancia. Yo había dedicado mucho tiempo
a ser guitarrista, y estaba entonces comenzando a tocar los teclados para ganarme la vida.
Tenía mucho que aprender.»

142
EN ANTENA

otro. El grupo Berverly Hills, formado por Dino (hijo de Dean


Martin), Desi (hijo de Desi Arnaz) y Billy (hijo de un desconoci­
do), hizo una versión preadolescente, por no mencionar «Como
una piedra rodante» para el mercado mexicano. Nadie se enteró en
Estados Unidos, pero en 1966 en Kingston (Jamaica) un trío de
rock llamado los Wailers (Bob Marley, PeterTosh y Bunny Wailer)
reescribieron la canción como «Rolling Stone» y la cantaron con el
tono de un anciano que lee a un niño antes de dormir un cuento
sobre el precio a pagar por los pecados. El estribillo, de la mano
de Marley, era el mismo, pero la única estrofa repetida ponía savia
nueva en la canción: «Nadie te dijo que vagarías por la calle —can­
turreaba Bunny Wailer tristemente— , pero eso es lo que sucede
cuando mientes y engañas. / Dejas de tener noches o mañanas /
cuando el escorpión pica sin avisar».
Hubo otras versiones. Pero más que nada, lo que había eran co­
mentarios, argumentos sobrevolando las palabras, gente tratando de
aprenderse la canción en sus propios instrumentos o con sus voces
para encontrar su propia historia y narrarla: personas que cantaban
la canción de cualquier forma imaginable. Una de ellas fue el come­
diante y detective de la serie Homicide / Special Victims Unit Richard
Belzer, quien cumplió veintiún años en el verano de 1965. «Creo
que la primera vez que te vi actuar fue en Saturday Night Live ha­
ciendo una imitación de Bob Dylan en un centro de jubilados, can­
tando con acento yiddish», le dijo veintidós años después el entre­
vistador Terry Gross a Belzer. «Cierto — contestó Belzer— , el viejo
Bob Dylan de ochenta y seis años». «Me revienta hacer preguntas del
tipo “¿cómo se te ocurrió la idea?” — dijo Gross— , pero de verdad,
¿cómo se te ocurrió la idea?». «Bueno — respondió Belzer— , cuando
yo era niño...»

No me gusta tener que decir que Bob Dylan es mucho más


viejo que yo, pero cuando yo era un adolescente, y comen-

1 43
GREIL MARCUS

zaba a escuchar a Dylan averigüé que su nombre real era


Zimmerman, y que era judío, de Minnesota, y esto fue como
una revelación, tener un héroe judío. Así que me dije que
si su nombre era Zimmerman debía de haber tenido un
bar mitzvah, y yo fantaseaba con cómo habría sido el bar
mitzvah de Bob Dylan: [con una voz nasal congestionada]
«Ah, Baruh Atah Adonoi Elohenu Meieh haolamyasher kid-
shanu b’mitzvo-tá/?...». Y luego se hace mayor: Oy! Oy! [con
una voz nasal especialmente irritada] Vonce upon a tame, ya
dreshed so fineyya t’rew da bums a dime in ya primey [y luego
de modo triunfante, con voz nasal de «ya te lo dije»] d id p / t

ya! People cali’ shed b’ware dolíya bound ta fa llyyou tought dey
was ally k id d ii J ya!

Es algo grande cuando una canción define todo un verano, y de igual


manera que el «Summertime, Summertime» de los Jamies en 1958 o
el «Dancing in the Street» de Martha and the Vandellas en 1964 (que
como tema de los disturbios de Watts volvió incluso con más fuerza
después del 11 de agosto de 1965) eso fue lo primero que «Like a Ro­
lling Stone» consiguió. Cuando cierran las escuelas y la gente está de
vacaciones, cuando las restricciones se relajan y el tiempo es cálido y se
vive más al aire libre, las posibilidades parecen más plenas, más cerca­
nas, y las posibilidades señaladas en «Like a Rolling Stone» eran inter­
minables. Como un predicador, Dylan cantó al destino en su canción;
aunque nadie pasó por alto la amenaza, la libertad que la canción de­
finía de modo tan específico como la Declaración de Independencia,
con casi el mismo sentido de la cadencia, invalidaba todo lo demás.
Se podía cantar no direction home igual que se podía canturrear «Satis-
faction» o cantar como Richard Belzer o los Wailers, reescribiendo la
canción porque se sabía que era algo más que una canción.
Fue un acontecimiento. Marcó el verano, pero al igual que los
disturbios de Watts, la canción también lo interrumpió, y desde

144
EN ANTENA

entonces cuando suena ha interrumpido todo lo que pueda ocurrir


a su alrededor.14 Fue un incidente que tuvo lugar en un estudio de
grabación y que luego se envió al mundo con la intención de no
dejarlo igual. Esto no es lo mismo que cambiar el mundo, que pre­
supone una manera de entender ese cambio. Es más como dibujar
una línea para ver qué podría pasar: para ver cómo la canción reve­
laba quién estaba de cada lado y quién se pasaba de un lado al otro.
De esta manera la canción como acontecimiento transformaba a
sus oyentes en testigos. Les correspondía a los oyentes-testigos sa­
car conclusiones sobre lo que veían y oían en la canción, contar la
historia a los demás, como hizo Belzer, transmitir el acontecimien­
to con ellos o dejarlo atrás, como quisieran o pudieran, porque la
respuesta que uno da a un acontecimiento no es algo que se pueda
por completo elegir.

14. «Creo que hay una manera muy extraña de escuchar la canción por primera vez»,
dijo en 2004 Paula Radice, una maestra de escuela primaria en Hastings, Inglaterra,
con voz suave y modesta; ella fue una de las personas entrevistadas para un documen­
tal radiofónico de la BBC sobre «Like a Rolling Stone» producido para la serie de
Birmingham «Soul Music». «Dado que descubrí a Dylan tarde, en los 80, en contra­
posición a todas las personas que conocían la canción desde los años sesenta, me llegó
completamente fresca y nueva. Estaba sentada en un bar de Durham, en 1984, en la
época de la huelga de los mineros, y en ese tiempo Durham era un lugar en crisis. Era
un momento extraño para encontrarse en una universidad acomodada en un parte muy
infeliz del mundo. Yo estaba sentada en un pub anticuado, no de estudiantes, sino tan
tradicional que creo que en realidad nunca habían servido a mujeres. Se escuchaba sólo
el murmullo general de la conversación. La máquina de discos estaba en marcha, y de
repente comenzó la canción. Yo no sabía qué era, probablemente era la única persona
en el bar que no la reconocía. Pero todo se paró. Todas las conversaciones se pararon y
todo el mundo comenzó a cantar. Pensé, ¿que demonios está pasando, nunca antes he
escuchado esta canción, cómo es que todo el mundo la conoce? No sólo todo el mundo
la conocía, por descontado la amaban, la saboreaban, moviendo sus cabezas al cantar el
estribillo, How does it feel?, casi aullando. Recordándolo ahora me parece bastante re­
presentativo de lo que estaba pasando en Durham en ese momento. Había una especie
de euforia injuriosa en la canción con la que se identificaban. Al acabar la canción, todo
el mundo volvió a sus bebidas y a su charla como si nada hubiese pasado.»

145
CAPÍTULO 8

TRES ESCENARIOS

E
l acontecimiento se expandió por todo el país, tanto el país real,
tal como era en el ruidoso, sanguinario e idílico verano de 1965,
como el país imaginado, tal como Dylan lo pintaría en Highway 61
Revisited, que salió a la venta el 30 de agosto, justo a tiempo para que
todo el mundo volviese a la vida real.
El primer paso fue la actuación de Dylan en el Newport Folk
Festival, donde en los dos años anteriores (rodeado por creadores
de éxitos como Joan Baez y Peter, Paul &C Mary, nombres legenda­
rios forjados en los discos fundacionales de blues y country de los
años 20 y 30 — entre ellos Son House, Mother Maybelle Cárter,
Skip James, Roscoe Holcomb, Clarence Ashley, Mississippi John
Hurt y Dock Boggs— y guardianes de la tradición como el can­
tante y banjista Peter Seeger o el folclorista Alan Lomax) se había
convertido en la mayor atracción y la presencia más carismática. El
amigo de Dylan Paul Nelson escribía entonces en el Little Sandy
Review de Minneapolis y en Sing Out!, el órgano oficial del mo­
vimiento folk. Como él mismo diría en 1975 (posando como un
detective de la Watchtower Detective Agency que estaba investi­
gando la biografía de Dylan para eventuales clientes que «busquen
promocionar a un héroe»), «a mediados de los sesenta el talento de
Dylan provocaba un grado tan intenso de participación personal
por parte de sus admiradores y detractores que él no podía per­
G R EIL M ARCUS

mitirse ni un solo acto espontáneo. Hambrientos de símbolos, el


mundo lo seguía a la espera de que tirase una colilla, y cuando lo
hacía se abalanzaban en busca de un significado. Da miedo pensar
en lo que podían hallar».
En Newport estaba aquel año la Paul Butterfield Blues Band,
cuya aparición como banda eléctrica de blues liderada por un blan­
co condujo a una lucha entre Albert Grossman, que era el manager
del grupo (y también de Dylan y Peter, Paul & Mary), y Alan
Lomax, que había presentado al grupo de Butterfield en su propio
escenario como una ridicula farsa. «Yo estaba encantado con la dis­
puta, y gritaba “¡dale una buena paliza, Albert!”», escribió Michael
Bloomfield en 1977. Dylan pidió a Bloomfield que le buscase una
banda, y con Al Kooper reclutó al batería Sam Lay y al bajista
Kerome Arnold de la banda de Butterfield, además del pianista Ba-
rry Goldberg. Ensayaron hasta la madrugada, y la noche siguiente,
el 25 de julio, subieron al escenario. «Yo llevaba unos Levis, una
camisa y una chaqueta — dijo Bloomfield— . Los chicos negros de
la Butterfield Band llevaban zapatos dorados y el pelo liso. Dylan
iba vestido de roquero, con una chaqueta negra de cuero, una ca­
misa amarilla y sin corbata. Tenía una Fender Stratocaster. Parecía
recién salido de West Side Story.»
«La audiencia lo abucheaba y gritaba “tira esa guitarra eléctrica”»,
contó Nelson en aquel entonces. Hubo silbidos, chillidos, aullidos y
vítores. La banda tocó un fiero «Maggie s Farm», con Bloomfield de
guía, y un estrepitoso «Phantom Engineer», una canción que reapare­
cería bajo otro título y de forma completamente distinta en Highway
61 Revisited y en medio tocaron «Like a Rolling Stone» (por entonces
ya en todas las radios), que se les fue de las manos. No pudieron en­
contrar la canción; se tambaleaba y gemía hasta retroceder finalmente
a sus comienzos como si fuera un vals, y Dylan desistió de cantarla y
empezó a declamarla como si fuera un discurso. Desde el punto de vis­
ta musical fue algo poco memorable, pero la actuación misma es uno

1 48
TR ES ESCENARIO S

de los tres grandes sucesos en la historia de la música popular moderna


tras la tercera aparición de Elvis Presley en el show de Ed Sullivan en
1957 (dondo sólo se permitió verlo de cintura para arriba) y el debut
de los Beatles en ese mismo programa en 1964.
De manera un tanto extraña, desde entonces se ha convertido
en algo aceptable pretender que no hubo abucheos, o bien, si se
admite que el público emitió algunos ruidos desagradables durante
y entre las canciones, que en ello no hubo condena alguna de la
música de Dylan. El volumen del sonido estaba demasiado alto, di­
cen algunos, y la gente (especialmente los miembros de la élite del
movimiento folk, sentados en primera fila, quienes estarían inex­
plicablemente familiarizados con los detalles técnicos de la música
amplificada) simplemente estaba pidiendo una mezcla mejor. O
bien el sonido no estaba lo bastante alto. O las personas del fondo,
sin comprender la crítica constructiva que ofrecían los de delante,
y no queriendo parecer ignorantes, imitaron lo que de modo equi­
vocado tomaron por abucheos y ahogaron lo que eran en realidad
útiles sugerencias. O bien la gente protestó porque Dylan sólo tocó
tres canciones, lo cual es posible pero no explica por qué había gen­
te gritando antes de que la banda terminase y saliese del escenario.
O, como Geoff Muldaur ha argumentado recientemente, la gente
del movimiento folk protestaba no porque le disgustase el rocan-
rol, sino porque era capaz de distinguir el rock bueno del malo,
y lo que Dylan estaba tocando era pésimo. O bien, como David
Hadju dio a entender en 2001 en su hagiografía de Richard Fariña
(el novelista de los sesenta, mujeriego e imitador de Dylan), todo
el asunto fue un fraude urdido a posteriori con fines publicitarios
por Dylan y sus aduladores.
No hubo controversia alguna en ese momento sobre si la mul­
titud abucheó o no a Bob Dylan. La única disputa se produjo con
relación a la música, y no sobre si era buen o mal rocanrol. La música
era una colilla, y la gente decidió cuál era su significado allí mismo.

1 49
GREIL M ARCUS

Fue la primera vez que el cantante conocido por su guitarra y


armónica de vagabundo tocaba con una banda de rocanrol des­
de que había dejado la escuela secundaria. Una de sus primeras
canciones originales, escrita en Hibbing en 1958, fue «Hey Little
Richard», que puede escucharse en el documental televisivo de
James March Tales o f Rock & Ro 11: Highway 61 Revisited (1993),
donde una grabación casera suena sobre una imagen exterior de
lo que en 1958 era la habitación de Dylan en el segundo piso de
la casa de los Zimmerman, de manera que la canción parece pro­
venir de la ventana. Little Richard, ooooooo, Little Richard, grita
Dylan, aporreando un piano, Little Richard gonna fin d outy Little
Richard. Pero Little Richard no era Woody Guthrie, el primer
héroe folk de Dylan, el trovador de los desposeídos, el poeta de
la Gran Depresión, el espíritu de la carretera norteamericana, un
hombre azotado por el viento y hecho de polvo. Little Richard,
aunque por un tiempo fue alguien a quien millones de perso­
nas querían realmente escuchar, no era un hijo del pueblo: era
un bicho raro vestido de púrpura, cubierto de brillantina y con
un kilo de maquillaje. Little Richard era rocanrol, y ya fuera en
1961 (cuando Dylan ofrecía en los clubes folk del Village pa­
rodias burlescas de gorgoritos y lamentos adoslescentes; «voy a
matar a mis padres — borboteaba en “Acné” , con Ramblin Jack
Elliot haciendo los coros— porque no me entienden»), en 1964
(cuando durante su concierto de Halloween en el Philharmonic
Hall Dylan fingió no saber que «Leader o f the Pack» era de las
Shangri-Las y no de las Marvelettes, porque era obvio que los éxi­
tos de los Top 40 eran intercambiables) o en 1965 (para algunos
de los que estaban entre la multitud de Newport), el rocanrol era
como prostituirse para el populacho, degradar todo lo que había
de bueno en uno mismo para venderse al mejor postor y ponerse
un anuncio a la espalda si eso era lo que tocaba. «Para la comu­
nidad folk — dijo Bloomfield, que había pertenecido a ella— el
TRES ESCENARIOS

rocanrol era brillantina, cabezas y cuerpos danzantes, gente que


se emborrachaba y movía el esqueleto. Lightnin Hopkins llevaba
doce años grabando discos eléctricos, pero no sacó a su banda
eléctrica de Texas, no señor: llegó a Newport como si lo acabaran
de sacar a rastras de los campos de cultivo.»
Con la promesa de una guitarra acústica y nada ni nadie más,
Peter Yarrow (de Peter, Paul & Mary) consiguió que la audiencia
pidiera el regreso de Dylan al escenario. Cantó «Mr. Tambourine
Man» e «Its All Over Now, Baby Blue», «una canción — escribió
Nelson— que yo entendí como su adiós a Newport», y de hecho
Bob Dylan no volvería a aparecer por allí en treinta y siete años.15
«¡Como penitencia, como penitencia!, Dylan sacó su vieja gui­
tarra Martin y se puso a tocar — dijo Bloomfield en 1977 con el
mismo disgusto que doce años antes— cuando lo que debía haber
hecho es mandarlos a la mierda.»
Cinco días más tarde, el 29 de julio, Dylan volvió al estudio.
Con Russ Savakus y el amigo de Al Kooper Harvey Goldstein (lue-

15. «Lo que más me impresionó fue lo fantasmal de aquello — me escribió el historiador
Sean Wilentz a propósito del festival de 2002— porque todos los que eran una inspiración
para los jóvenes artistas folk en 1965 o antes están muertos: Mississippi John Hurt, Son
House... Había un buen número de fantasmas dando vueltas. Al mismo tiempo se producía
un paso muy consciente de esa tradición hacia algo nuevo, en lo que respecta a los cantantes
folk más veteranos. Dylan lo dejo ver muy claramente con las canciones que cantaba en
1965, con canciones que recordaban esa tradición.
»Hubo una fase de vuelta a las raíces, pero comparada con el inmenso interés por la
música del pasado, había muy poco de ella. La mayoría de las canciones eran historias
personales, de manera que con el 0 Brother, Where Art Thou?, de Alison Krauss, el festival
parecía desmarcarse de la música folk de hoy. Era más que nada una muestra refinada de
angustia adolescente y auto-indulgente, a lo Shawn Colvin.
»Dylan salió a escena con tirabuzones judíos, con coleta y una barba postiza. Parecía
un tipo que se hubiera perdido intentando llegar en autobús a Crown Heights [el barrio
hasídico de Brooklyn]. Visto desde otra perspectiva, sin tener en cuenta la barba, podría pa­
recer una de las Shangri-Las. Luego se pareció más a Jesucristo. Estaba montando un show,
y llevaba un disfraz porque era un juglar: un juglar judío, un juglar americano.
»Luego llegó un momento en que podría haber dicho algo [sobre lo sucedido en 1965]
(cuando estaba presentando a la banda; en ese momento le presté especial atención), pero
sólo sonrió, hizo un gesto rápido y luego acometió la última canción, “Leopard-skin Pill-
box Hat”. Y luego una versión estupenda de “Not Fade Away” de Buddy Holly, De nuevo
los fantasmas. Él era toda la jodida tradición, él solo un festival.»

I 5i
G REIL MARCUS

go conocido como Harvey Brooks) remplazando a Joe Macho Jr.


al bajo, y con Bob Johnston como productor, Dylan grabó en los
siguientes días el resto de Highway 61 Revisited, incluido el corte de
once minutos «Desolation Row» (que Johnston interpretó como la
respuesta de Dylan a sus enemigos de Newport) y su siguiente sin­
gle, «Positively 4th Street», tema que casi todo el mundo interpretó
como una respuesta a sus enemigos de Newport (especialmente a los
aduladores e hipócritas de Greenwich Village, de quienes el cantante
afirmó compasivamente que «siempre quieren estar en el lado del
ganador»), aunque la gente de Minnesota siempre ha creído que su
tema era la calle 4 de Minneapolis.
Newport forzó a la gente a tomar partido, o les permitió la ilu­
sión de hacerlo. Lo que se oye de la multitud en el siguiente show de
Dylan, en el Forest Hills Tennis Stadium de Long Island (el primer
estreno a gran escala de su nueva música) es que todos se han reuni­
do allí para librar una guerra cultural.
Dylan había creado una nueva banda; además de Goldstein al bajo
y Al Looper al piano eléctrico, estaban Robbie Robertson a la guitarra
y Levon Helm a la batería, estos últimos de Levon and the Hawks, el
arrollador grupo de Toronto. El grupo acompañaría a Dylan una vez
más, en el Hollywood Bowl el 3 de septiembre. Después de eso, el
resto de los Hawks (el pianista Richard Manuel, el organista Garth
Hudson y el bajista Rick Danko) se unieron a Robertson y Helm,
y con ellos a su lado Dylan cruzó el país. En otoño Helm abandonó
desesperado ante el rencor con que la banda era recibida por gentes
enfurecidas: el cantante folk cuyas palabras podían entender había
dado un giro en busca de un sonido tan grande que exigía sacrificar
un significado para llegar a otro. Nuevos baterías (el último y m ás
notable de ellos, Mickey Jones) ocuparon su lugar hasta que el grupo
se disolvió cuando la larga gira, que los llevó por todo Estados U n i­
dos, Australia, Escandinavia, Irlanda, Inglaterra y Escocia, terminó en
Londres a finales de la primavera de 1966. Después Dylan sufrió s u

152
TR ES ESCENARIOS

famoso accidente de motocicleta y dejó la carretera. En Woodstock se


hizo el muerto y comenzó la búsqueda de una nueva música. Durante
los años siguientes aparecería ocasionalmente con los Hawks, que en
1968 se convirtieron en The Band, y con Helm de nuevo formando
parte del grupo. Dylan no volvió a hacer una gira durante ocho años.
El show de Dylan en Forest Hills se presentó con el formato que
tendría durante ocho meses: primero una actuación acústica en so­
litario, luego un descanso, y a continuación con el grupo. Estaban
presentes los nuevos fans de los éxitos que Dylan tenía en el Top
40, y había pinchadiscos de los Top 40 para presentar ambas partes.
Dylan no podría haber sido más provocador si hubiese aparecido en
la segunda parte del show montando en un Eldorado de oro puro o,
lo que es lo mismo, en un becerro de oro, y la gente estaba dispuesta
a ser provocada. La multitud estaba totalmente con Bob Dylan du­
rante la mitad acústica del show, cogiendo sobre la marcha el ritmo
y el estribillo de la aún inédita y nunca antes tocada «Desolation
Row», riéndose de los embaucadores de la canción cuando Ceni­
cienta se convierte en Bette Davis y Einstein intercambia la ropa con
Robin Hood. No había ni una canción protesta formal (nada de Ihe
Freewheelin Bob Dylan o The Times They Are A-Changin\ ni «With
God on Our Side» ni «A Hard Rains A-Gonna Fall»), pero allí esta­
ba el verdadero trovador y la gente aplaudía.15
Cuando Dylan volvía con el grupo para tocar «Maggies Farm»,
una versión eléctrica de «It Aint Me Babe» (del disco acústico de
1964 Another Side ofBob Dylan) y más canciones que aparecerían en
Highway 61 Revisited, una y otra vez la furia recorría la multitud como
una serpiente; es difícil creer hasta dónde llegaban las protestas y el
odio. Escuchándolo ahora se puede sentir una masa de gente protes­

16. Incluso en 1974, cuando Dylan y The Band volvieron una vez más a hacer giras por
el país, la parte del show que hacía Dylan en solitario, acompañado sólo por su guitarra
acústica y su armónica, casi siempre provocaba la respuesta más entusiasta, con muchos
gritando y aplaudiendo con un fervor que ponía de manifiesto el rechazo que sentían por
todo lo demás.

153
GREIL MARCUS

tando, muchos de ellos tan unidos en sus gritos como lo podían estar
las adolescentes fanáticas de los Beatles («muy bien, cuando levante
la mano todas gritamos ¡ p a ú l !», salvo que en Forest Hills la consig-
na habría sido «muy bien, ahora todos juntos: ¡h i j o d e p u t a !»). La
actuación era un escándalo, con los músicos dejándose la piel en las
canciones. «Like a Rolling Stone» era la última. Aún cuando los aplau­
sos se imponían a los abucheos (que eran para muchos la razón de su
presencia en el concierto) se puede oír que tanto Dylan como el grupo
se distancian de la canción, de su dificultad, de su forma esquiva, del
desafío que a fin de cuentas ésta representaba no sólo para quien la
escuchaba sino también para quien pensaba que podía tocarla. Hacia
el final, cuando todo indicaba que que sólo Kooper con su piano eléc­
trico estaba dispuesto a hacerse cargo del monstruo, la canción parecía
reducirse a una insistente nota metálica.
Seis días más tarde, en Hollywood, hubo muchas menos protes­
tas (aunque la única persona por mí conocida que reconoce haber
abucheado a Dylan en 1965, y quizás la única persona viva dispuesta
a admitirlo, lo hizo en el Hollywood Bowl), pero el grupo había
evolucionado hasta sonar como lo que había entonces en la radio,
y «Like a Rolling Stone» era aún una historia poco creíble. Shirley
Poston, que escribía para The Beat (una gaceta sobre emisoras de
radio que, a pesar de sus meteduras de pata — incluso en 1965, la
mayoría de los oyentes de los Top 40 probablemente sabían que Eric
Burdon de los Animáis no era «el mejor cantante de blues del mun­
do»— , era en ese momento una revista de música pop tan buena
como cualquier otra), es quien mejor cuenta la historia:

Ése era el momento que la mayoría del público había estado


esperando. Dylan en carne y hueso, cantando la canción nú­
mero uno que lo había convertido en un ídolo no de miles
sino de millones. Era también probablemente el momento
que él había estado esperando.

154
TR ES ESCEN ARIO S

Él y su público se conocían la canción al dedillo. Lamen­


tablemente, el grupo no. Y la famosa «Like a Rolling Stone»
se quedó sin el poderoso acompañamiento que Dylan había
compuesto y que había ayudado a lanzar el tema y al cantante
a la fama internacional.
Pero Dylan se las arregló. No habían tenido tiempo para
que el grupo se aprendiese el complicado arreglo, así que el
grupo tocó más o menos como pudo.

Muy pronto, en Texas, Dylan perseguiría la canción con los Hawks.


Durante los meses siguientes su música creció en poder y ambición.
Parecía que nada se hallaba fuera de su alcance, pero «Like a Rolling
Stone» se les seguía escapando. De alguna manera, el país que reco­
rrían les daba menos que el país que Dylan ya había explorado en
Highway 61 Revisited.

155
CAPÍTULO 9

LA DEMOCRACIA EN AMÉRICA

E
ste podría ser el escenario más fiel para «Like a Rolling Stone»:
un país imaginado hace cuarenta años y tan reconocible hoy
como entonces.
La Highway 61 es la carretera estadounidense que va desde el Golfo
de México a la frontera canadiense, justo un poco más allá de Grand
Portage (Minnesota). Cuando Dylan estaba en la escuela secundaria
en Hibbing era una carretera mágica: con sus amigos atravesaba veinte
millas hacia el este para bajar por la carretera 53 hasta Duluth, donde
había nacido, y de ahí tomaba la 61 y se encaminaba a Saint Paul y
Minneapolis en busca de otros ambientes.17 En 1959 y 1960, cuando
Dylan estudiaba en la Universidad de Minnesota, la carretera lo lleva-

17. En Minnesota, la edad mínima para conducir eran los quince años. Dylan hizo sus
primeras grabaciones en Terline Music, una tienda de partituras e instrumentos musicales
de Saint Paul, la víspera de Navidad de 1956. Entre ellas había fragmentos de canciones
como «Ready Teddy» de Little Richard, «Confidential» de Sonny Knight (un tema que
Dylan tocó de nuevo en 1967 con los Hawks como parte de las Basement Tapes, y que
todavía seguiría tocando en escena veinticinco años después), «Boppin the Blues» de
Cari Perkins, «Lawdy Miss Clawdy» de Lloyd Price, «In the Still of the Nite» de los Five
Satins, «Let the Good Times Roll» de Shirley and Lee, y «Earth Angel» de The Penguins.
Dylan se acompañaba a sí mismo al piano, y sus amigos Howard Rutman y Larry Keegan
también cantaban. Después de quedar parapléjico tras varios accidentes que tuvo en su
juventud, Keegan en su silla de ruedas subió con Dylan al escenario en Merrillville (In­
diana) en 1981, para un bis del «No Money Down» de Chuck Berry (con Dylan tocando
el saxofón), y en 1999 cantó en la toma de posesión de Jesse Ventura como gobernador
de Minnesota. Keegan murió en 2001 de un ataque al corazón a los 59 años; siempre
conservó el disco de aluminio que resultó de la sesión de 1959 y después de su muerte
sus familiares lo pusieron a la venta en eBay, supuestamente con un precio de partida de
150,000 dólares, aunque nadie llegó a pujar tanto. «Era horrible», dice uno de los recep­
tivos oyentes que escucharon las canciones.
GREIL M ARCUS

ba de nuevo a sus lugares favoritos. En Mineapolis descubrió la música


folk, la vieja música country y el blues, y descubrió que en canciones
y relatos no existía en todo el país una trayectoria más proteica que
la trazada por la carretera 61. Con ella se había hecho historia en el
pasado, y se volvería a hacer en el futuro.
Bessie Smith, la reina del blues, murió en la carretera 61 en
1937, cerca de Clarksdale (Misisipi), donde se crió Muddy Waters
y donde, en las primeras dos décadas del siglo XX, Charley Patton,
Son House y otros crearon el blues del Delta; algunos pretenden
que el «Cross Road Blues» de Robert Johnson, de 1936, se com­
puso allí mismo, donde la carretera 49 cruza la 61. Elvis Presley se
crió en la carretera 61, en las viviendas públicas Lauderdale Courts
de Memphis; no muy lejos de allí, la carretera pasaba por el Lo-
rraine Motel, donde Martin Luther King fue asesinado en 1968.
«La Highway 61 pasa por la casa de mi chica», dice un blues que
ha ido resonando desde que la carretera recibió su nombre. «An­
duve por la Highway 61 hasta que las rodillas me hicieron abando­
nar», cantaba John Wesdon en 1993. La carretera es interminable,
y vista desde Hibbing parecería que iba hasta el final de la Tierra
llevando los ecos más antiguos de la música norteamericana, con
hombres de negocios y prófugos de la ley, turistas y aventureros
conduciendo con la radio a tope; llevando a esclavos fugitivos ha­
cia el norte cuando la larga carretera no tenía un solo nombre, y
apenas un siglo después a activistas por los derechos civiles hacia el
sur. La carretera 61 encarna una América tan mítica y real como la
creada en París a partir de las viejas grabaciones de blues y jazz por
los expatriados sudamericanos que protagonizan la novela Rayuela
(1963) de Julio Cortázar, una obra en la que (al igual que en una
carretera) se puede entrar por donde se quiera, e ir hacia adelante
o hacia atrás en cualquier momento.
La mayoría de la gente que compró el álbum Highway 61 Re­
visited en 1965 probablemente no había oído hablar nunca de la

158
LA DEMOCRACIA EN AMÉRICA

carretera que le da nombre; hoy el disco es uno de los elementos


que constituyen la tradición popular sobre esa carretera. La cubierta,
una fotografía de Daniel Kramer (que también hizo la de Bringing
It All Back Home), presenta a dos personas dispuestas a emprender
un viaje: Dylan está sentado sobre una acera, lleva una camisa rosa
azul y morada abierta sobre una camiseta de Triumph Motorcycles
y sostiene unas gafas de sol en su mano derecha; detrás de él hay un
segundo hombre, visible sólo de cintura para abajo, con vaqueros y
camiseta a rayas horizontales naranjas y blancas, con el pulgar dere­
cho enganchado en el bolsillo del pantalón y una cámara colgando
de sus dedos; el foco visual está centrado directamente sobre su en­
trepierna. Recuerdo que un amigo de la universidad llevó al disco
a casa como regalo para su hermano pequeño; su madre le echó un
vistazo y lo arrojó por la ventana.
El viaje descrito en el disco capturó la imaginación del país.
Cuando se escucha «Like a Rolling Stone» como un single, la his­
toria que cuenta tiene lugar dondequiera que uno se encuentre al
escucharla. En Highway 61 Revisited era una huida de Nueva York:
dabas un paso fuera de la ciudad y con «Tombstone Blues» te encon­
trabas en Tombstone (Arizona) sin Wyatt Earp, o en Levittown o en
Kansas City, en cualquier ciudad o suburbio del pais donde la gente
hablara de dinero y de la escuela, de perder su virginidad y la guerra
en Vietnam, o soñara con el sexo y el Oeste, con Belle Starr y Ma
Rainey o el maldito presidente. Cortando abruptamente al final de
la canción, Bloomfield dirigía la carga fuera de la ciudad; entonces
la carretera retomaba el control, y si en ella todo era posible, fuera
de ella no pasaba nada. La carretera era una ensoñación, con un
movimiento tan relajante y adormecedor como el de una cuna en «It
Takes a Lot to Laugh, It Takes a Train to Cry», un blues intemporal
con un estribillo intemporal y común en el centro y una mujer al
final, con Dylan cantando la historia de un hombre despreocupado
y el grupo soplando detrás de él como una brisa: Dorit the moon look

159
G R EIL M ARCUS

good, mama / Shinirí through the trees?. * Y en «From a Buick 6» de


pronto había un accidente en la carretera, y el cantante gritaba por la
ventanilla mientras aceleraba dejando atrás los cuerpos destrozados.
La banda trata de salir de allí tan rápidamente como él, tomando las
curvas a una velocidad excesiva, como si eso fuera posible cuando en
realidad uno no puede borrar de su cabeza la sangre, cuando, como
Dylan cantaba con palabras que de repente hablaban de todo (de
filmaciones que mostraban lo que las fuerzas aliadas encontraron
en los campos de exterminio nazis en 1945, tal como las vieron los
niños en las escuelas norteamericanas a finales de los años cuarenta y
principios de los cincuenta, como ha sugerido el historiador Robert
Cantwell; o de secuencias de los programas de noticias que empe­
zaban entonces a aparecer en televisión, con muertos vietnamitas y
bolsas con cadáveres de soldados norteamericanos, como se le podría
haber ocurrido a cualquiera; o simplemente de un accidente en la
carretera), lo que necesitas es «una excavadora para mantener a raya
a los muertos».
En «Bailad o f a Thin Man», los viajeros regresan a Nueva York.
En el fondo de un bar del que es mejor no saber demasiado* alguien
que pensaba que pertenecía a algún lugar descubre lo que significa
no estar en ninguna parte. El piano que pone la canción en marcha
resulta tan siniestro que se encuentra a un paso del personaje de
dibujos animados Snidely Whiplash, y luego Snidely Whiplash se
transforma en el Peter Lorre de M, el vampiro de Dusseldorf. En la
carretera hay un extraño lugar cada diez millas, un sitio donde na­
die te conoce y a nadie le importas, donde nadie es interesante; en
Nueva York, el cantante está al cabo de todo, da un chasquido con
los dedos y entonces aparece todo un elenco de figuras grotescas que
señalaban y se burlan para comprobar si el condenado puede esca­
par de la habitación cerrada. Luego el disco da la vuelta para llegar

* ¿No parece bonita la Luna, mujer, / brillando a través de los árboles?

16 0
LA DEM O CRA CIA EN AM ÉRICA

a «Queen Jane Approximately», y el cantante monta las ruedas de


la música a sus espaldas, nadando en su propio sonido, mientras se
aproxima a una mujer que, como la chica de la segunda canción
que dio comienzo al cuento, hace mucho, mucho tiempo que no
tiene adonde ir. Ésa es una de las canciones de finales de los sesenta
que se oyen en la banda sonora de Los soñadores (2004), la película
de Bernardo Bertolucci sobre tres jóvenes que inventaban su propio
mundo a base de sexo, cine y tolerancia paterna en un apartamen­
to parisino mientras en las calles se extendía la semirrevolución de
mayo del 68. Estaban Jimi Hendrix, los Doors, los Grateful Dead,
pero «no es justo compararlos con nada de ese disco», me dijo un
amigo. Y luego llegaba «Highway 61 Revisited,» con Dylan estru­
jando una sirena de coche de policía en la que es con probabilidad
su letra más perfecta cantada como el relato más increíble. Se puede
ver no sólo que en la carretera 61 puede pasar cualquier cosa (un
padre que asesina a su hijo, una madre que duerme con uno de
los suyos, el producto nacional bruto arrojado a un vertedero, la
Tercera Guerra Mundial escenificada como una carrera de coches...
en otras palabras, Bessie Smith muerta en un accidente de coche,
Gladys Presley llevando al Elvis adolescente a la escuela o Martin
Luther King muerto en un balcón), sino que de hecho ya ha pasado.
A medida que transcurre la canción, con el grupo dando caza a un
conejo rockabilly y el cantante gruñendo con satisfecha malicia, la
carretera va en todas las direcciones a la vez, y luego pasa a ser uno
de los tornados que barren el territorio desde Fargo a Minneapolis
arrastrando coches y lanzándolos por el aire. En «Just Like Tom
Thumbs Blues», el cantante aparece en Juárez (México), y lo único
que quiere es irse. Ha visto el país de este a oeste, de norte a sur y, lo
que es más importante, del derecho y del revés. «Me vuelvo a Nueva
York — dice comprendiendo que el chiste que pensaba contarle al
país es en realidad una burla de sí mismo— . Creo que ya he tenido
suficiente.» Pero aún falta una canción.

1 61
G R EIL MARCUS

El Pasaje de la Desolación, escribió Al Kooper en 1998, era un


tramo de la Octava Avenida neoyorquina que estaba «infestado de
burdeles, bares sórdidos y tiendas porno inasequibles a cualquier re­
novación o redención». Era la clase de sitio donde, según se decía
entonces, convenía caminar por la calzada si te encontrabas allí en
mitad de la noche porque era preferible estar a merced de conducto­
res que no te veían a estarlo de la gente que podía verte en la acera.
Pero aún más que «Just Like Tom Thumb’s Blues», los once minutos
de canción transmiten la sensación de estar al otro lado de la fronte­
ra, y no sólo porque el trabajo del guitarrista de estudio de Nashville
Charlie McCoy, contratado por Bob Johnston, nos lleve de vuelta a
«El Paso», la balada vaquera de Marty Robbins de 1959: México es
un lugar al que uno va para escapar de Estados Unidos.
Caminas por la Octava Avenida tratando de no mirar las luces
de neón ni las puertas oscuras que hay a ambos lados. Al igual que
en la Octava Avenida, la cultura en «Desolation Row» es la chatarra
de la civilización occidental, decadencia en el mejor de los casos y
traición en el peor, y a estas alturas, al final de la carretera 61, puedes
encontrar cultura en cualqueir parte: en un salón de belleza, en una
comisaría de policía, sobre una cama, en la consulta de un médico,
en una verbena o en el Titanic mientras se hunde. Dylan sigue a sus
personajes a través de la canción como si él fuera un detective y ellos
los sospechosos; lo que descubre es que casi nadie conserva lo que
tiene, y que casi todos venden sus derechos inalienables por un plato
de lentejas. Dylan dijo una vez que esa canción era su versión de la
patriótica «America the Beautiful», y la canta con cara de póquer,
que es en parte lo que resulta tan divertido; el montón de basura
emite un olor repugnante pero embriagador de oportunidades per­
didas, locuras, errores, narcisismos y pecados. Todo parece indigno.
En el teatro uno se ríe, pero cuando se acaba el espectáculo, como
escribió una vez el filósofo ruso Vasily Rozanov, uno va a recoger su
abrigo en el guardarropa para irse a casa y se encuentra con el anun­

162
LA DEM O CRA CIA EN AMÉRICA

ció «ya no hay abrigos ni hogares». «Desolation Row» parece que


se limita a nombrar el montón de chatarra, pero en la visita guiada
que Dylan hace del lugar, con Cenicienta montando su hogar en el
Pasaje de la Desolación, Casanova castigado por visitarla y Ofelia sin
poder entrar, se hace patente que el montón de basura es también
una utopía. Es un no lugar que se describe de nuevo, en un lenguaje
más común, como una crónica de acontecimientos ordinarios, en
«Visions o f Johanna», una canción de Blonde on Blonde, de finales de
la primavera de 1966, aunque Dylan ya la tocaba en escena bajo el
título de «Seems Like a Freeze-Out» en el otoño de 1965, justo antes
del lanzamiento Highway 61 Revisited.
Aquí el Pasaje de la Desolación podría muy bien ser un aparta­
mento de la Octava Avenida, algún lugar bien por encima del nivel
de la calle, desde el cual el cantante mira por la ventana. La canción
crea una habitación húmeda en la que una corriente de aire arrastra
bolas de polvo por el suelo. En los rincones algunas personas forni­
can; otras se chutan o cabecean. Es un paraíso bohemio, un lugar de
retiro, aislamiento y pesimismo. Es un Poe de cuarta mano, un Bau-
delaire de tercera, transmitido por los innumerables que se creyeron
el cuento del artista incomprendido, el visionario a quien la sociedad
debe exiliar dentro de sí mismo para que su humillación sea comple­
ta y definitiva, pero ese es el peligro. Ésa la última carta que le queda
al artista, y con esa carta puede cambair el juego. Como Dylan hace
en Highway 61 Revisited (recorriendo de un extremo a otro la carre­
tera, parando en cada lugar donde parece que se puede encontrar la
mejor hamburguesa de la zona, o la peor), el artista responderá a la
virulencia de la sociedad con su propia burla y desprecio. La dife­
rencia es que mientras la sociedad habla sólo mediante eslóganes y
clichés, el artista inventa un nuevo lenguaje. Cuando el lenguaje de
la sociedad haya sido olvidado, la gente aún estará intentando apren­
der el lenguaje del artista, hablar de manera igual de extraña, con el
mismo poder indescifrable. De eso se trata.
G REIL MARCUS

La habitación húmeda donde se crea esta magia es su propio cli­


ché, por supuesto, pero no hay otro lugar donde preferiría estar el
cantante de «Desolation Row» o cualquier otra persona en la can­
ción a quien se le permita entrar y quedarse. Todos ellos, el buen
samaritano, Casanova, Einstein cuando tocaba el violín eléctrico, la
Cenicienta (bueno, eso es todo; junto con el cantante son los únicos
entre los mencionados que han dejado huella en el lugar, y Casanova
ya ha desaparecido) sacan sus cabezas por la ventana y examinan a
los pocos que podrían juzgar dignos de unirse a ellos, burlándose de
la multitud de la calle, de todos los que no saben lo suficiente para
implorar que los dejen entrar. Contemplan los horrores que tienen
lugar en el edificio que hay al otro lado de la calle, donde el fantasma
de la ópera está a punto de servirse un plato de carne humana, pero
no hay nada que no hayan visto antes. ¿Por qué crees que están aquí
y no allí? La voz en «Desolation Row» y en «Visions o f Johanna» es
en parte la voz de Jack Kerouac, como narrador en la película Pulí
My Daisy (1959) de Robert Frank y Alfred Leslie sobre la vida de
los beatniks. «Mira todos esos coches — dice— . Sólo un millón de
viejos de noventa años gritando al ser atropellados por camiones de
gasolina. Así que arrójales una cerilla.» A partir de Kerouac se puede
retroceder más de medio siglo, y cientos de años, y encontrarse uno
en la misma habitación. En el cuadro de 1885 Las máscaras escan­
dalizadas, del pintor belga James Ensor, un hombre está sentado a
la mesa, con una botella delante, un sombrero en la cabeza y una
máscara de cerdo sobre la cara. Una mujer permanece junto a una
puerta, sosteniendo un bastón, un sombre picudo en la cabeza y
gafas negras sobre sus ojos. Su nariz es enorme y bulbosa, su mentón
sobresale como un tumor; no se puede decir si lleva máscara o si
lo que se ve es su cara. Sí, están en Bruselas, y van a ir al carnaval,
pero al mismo tiempo, en esta sádica y prosaica escena, se sabe que
algo innombrable está a punto de suceder tan pronto como los dos
abandonen la habitación. Queda claro que el carnaval al que van no

164
LA DEM OCRACIA EN AMÉRICA

se celebra en las calles públicas, sino en el Pasaje de la Desolación,


ese lugar donde los viejos herejes y las brujas, los antepasados de los
bohemios del mundo moderno, llevan a cabo sus ceremonias.
Aquí es donde «Desolation Row» casi te abandona. Y luego, tras
ocho minutos y medio de canción, con nueve estrofas acabadas y una
por llegar, Dylan y McCoy comienzan a machacarse el uno al otro
con sus guitarras, y después de más de un minuto (con un agudo
solo de armónica sobre la guitarra alejando la canción de su absurda
forma de balada folk, como si fuera «Froggy Went A-Courtin» con
sus ratones, hormigas, gatos y serpientes vestidos por el departamen­
to de disfraces de la MGM) Dylan hace restallar la canción contra
su última estrofa con tres percusiones secas a su guitarra acústica, y
el círculo se cierra. En ese momento la canción se abre de nuevo al
sonido de «Like a Rolling Stone», y es toda ella amenaza, promesa,
exigencia. Una vez más es el momento de salir de esa habitación so­
focante y volver a la carretera 61. Porque durante todo Highway 61
Revisited, «Like a Rolling Stone» ha estado flotando en el aire como
una nube en el desierto, haciendo señas. La canción nos ha llevado
por el país para que podamos ver cómo es, pero también para que,
atrapados por el impulso de «Like a Rolling Stone», por la onda
expansiva de su estallido, podamos acaso comprender que el territo­
rio cubierto es también el país tal como era. «Like a Rolling Stone»
promete un país nuevo, y ahora hay que encontrarlo. El motor está
en marcha; el depósito, lleno.

165
CAPÍTULO 10

LA MOVIDA DE LONDRES

S i Bob Dylan tenía un pie en la cripta de los herejes, en la buhar­


dilla del bohemio, en los tugurios privilegiados del Pasaje de la
Desolación, como músico pop, eso en lo que con tanto glamur se
había convertido durante el verano y el otoño de 1965 (apareciendo
en los escenarios con un traje a cuadros al estilo de Carnaby Street
que hacía de él un bufón de corte medieval, o con una camisa ne­
gra llena de enormes lunares blancos que transmitía la idea de que
la vida era un chiste y su misión era contarlo), su otro pie estaba
afortunadamente en la escalera de un avión.18 Con los Hawks viajó
por el país como si fuese un candidato presidencial. De septiembre
a marzo fue de una costa a la otra cuatro veces, llegando por el norte
hasta Canadá, y hasta Atlanta y Miami Beach por el sur. Luego en
abril (cuando Bobby Gregg y Sandy Konikoff, quienes habían reem­
plazado a Levon Helm a la batería, fueron a su vez reemplazados por
Mickey Jones, anteriormente el batería del grupo de Trini López, el
gran compás que sostenía «If I Had a Hammer») cruzaron el Atlán­
tico. Se llevaban el país consigo; el drama que representaban no era
más o menos americano que la Coca-Cola o Mickey Mouse, Char-

18. «Yo no daba un pimiento por el Bob eléctrico o por el Bob folk, y no conocía a nadie
que lo hiciera — escribió el cantante Bob Geldof en 2003 sobre su vida a los trece años en
1965— . Lo que contaba eran las palabras, la voz, la camisa. No pude encontrar una igual,
de modo que pinté lunares en el cuello de mi camisa azul, en los hombros y hasta la mitad
de la parte frontal, y luego no me quitaba la chaqueta. Una noche me olvidé, y la chica que
luego me inspiraría la canción “Mary o f the 4th Form” dijo que me encontraba trágico y
se lo contó a sus amigas.»
GREIL M ARCUS

lie Chaplin o la Guerra de Vietnam. Dieron su último concierto el


27 de mayo de 1966, y tal vez sólo entonces consiguieron dominar
«Like a Rolling Stone».
Bob Johnston, que estaba en el Reino Unido para grabar esa úl­
tima actuación, así como los conciertos de Liverpool y Sheffield,
recuerda un incidente ocurrido la última noche cuando, antes de
que diese comienzo el espectáculo, con el telón bajado, Dylan salió
a escena a calentar. «Siempre me daba una vuelta cerca del telón
— cuenta Johnston— , y él dijo: “Creo que tocaré algo al piano” .»
Pero el escenario no estaba vacío; para vender el máximo de entra­
das, los promotores habían puesto sillas a los lados.

Para que cupieran todos en el teatro habían puesto como a


unas cien personas en el escenario. La gente estaba sentada allí
mismo, y un tipo dijo: «Tan pronto como se acerque y toque
ese piano, le voy a dar una paliza». «¿Has oído?», dijo Dylan, y
yo le respondí: «Bah, ven aquí, no te preocupes, deja que me
siente yo en el banco del piano». Así que me senté, mirando
al tipo aquel, y le dije (muy educadamente): «Mira, me basto
yo solo, pero tengo a quince hombres dispuestos a enviarte al
hospital o al depósito de cadáveres, lo que tú prefieras. Así que
si abres la boca cuando esto esté en marcha vas terminar en
uno u otro sitio, en el hospital o en el jodido depósito».

«No se puede predecir cuándo van a empezar a abuchear — había di­


cho Dylan en San Francisco el diciembre anterior— . Es imposible.
Surge en los sitios más extraños e impensados, y cuando se produce
es todo un acontecimiento.» Pero en Gran Bretaña las protestas que
habían seguido a Dylan y los Hawks por Estados Unidos estaban
organizadas. En el Reino Unido, el Partido Comunista controlaba
una red de clubs de folk estalinistas donde había un estricto control
sobre qué canciones se podían cantar, quién las cantaba y de qué

168
LA MOVIDA DE LO N DRES

manera. La idea era preservar ia imagen del folk en lugares como en


aquel teatro al aire libre de Nueva Jersey donde Joan Baez sacó a Bob
Dylan a escena para que la comunidad reunida, recreando lo que
la historiadora Georgina Boyes denomina «el pueblo imaginado»,
compartiera la misma tierra, el mismo lenguaje y los mismos valores.
La música pop simbolizaba la destrucción de esa comunidad por la
sociedad de masas capitalista donde la tierra estaba dividida, el len­
guaje estaba determinado por la clase social, no existían valores y los
Beatles eran un fetiche del mercado.
Además de los fans de Bob Dylan decepcionados, confusos o ai­
rados con su nueva música, se reclutaba a gente en los clubs de folk
para ir a sus conciertos y boicotearlos; es decir, se les pagaba por
marcharse. Después de que Dylan cantara solo la primera parte de
los conciertos (parte donde, como se ha dicho una y otra vez, el
público «con actitud reverente» no se movía ni susurraba por temor
a perderse una palabra o una inflexión), cuando luego volvía con el
grupo se producían retiradas en masa y la gente pateaba el suelo; se
desplegaban banderas y se alzaban carteles; había gritos de aliento y
aplausos, imprecaciones y aplausos a las imprecaciones. En Sheflield
se recibió una llamada telefónica con una amenaza de bomba. Sec­
tores del gentío se hacían callar unos a otros. Se batían lentamente
las palmas para hacer perder el ritmo a los músicos o para hacer un
ruido que éstos no pudieran anular con su propio sonido. Se inte­
rrumpían las canciones, a veces por un largo rato; Dylan hablaba
para buscar una salida al rechazo de la multitud, o el grupo amagaba
un comienzo en falso para despistar a los que tocaban palmas, y
luego acometía la canción antes de que nadie tuviera la oportunidad
de devolver el golpe. «Like a Rolling Stone» siempre era el ultimo
tema, y la mayoría de las noches los músicos tuvieron que luchar
para tocarla; a veces, cuando llegaban a ella, y una vez en medio de la
canción, que avanzaba gracias a su propia fuerza como una máquina
que seguía su impulso interno tanto si los músicos seguían tocando
GREIL MARCUS

como si no, Dylan retiraba las manos de la Stratocaster, se las llevaba


a la boca para que le hicieran de altavoz, y gritaba con fuerza cada
una de las palabras. «Cuando hacía restallar la caja — dice Mickey
Jones— era como disparar un cañón. Pisaba bien fuerte con el pie
derecho: como si se tratara de un obús de 105 pulgadas. ¿Pero sabes
qué? Gracias a ese pie derecho y al ritmo de Rick Danko lográbamos
tocar juntos.» Al margen de lo bien que Bob Dylan y los Hawks
tocasen en Estados Unidos, independientemente de la intensidad
con que lo hicieran, en comparación con la música encendida por el
conflicto del Reino Unido lo que habían tocado antes era música de
peluquería en un bote de remos.
«Son todos poetas», dijo Dylan desde el escenario del Royal Albert
Hall londinenese cuando presentó al grupo antes de dar comienzo a
la canción el 27 de mayo; sonaba como si estuviese parodiando a un
cantante completamente borracho o drogado y ofreciendo una última
provocación, un último buena suerte. «Esta canción está dedicada al
Taj Mahal,» anunció con bastante sensatez, dado que existen aspectos
en los que «Like a Rolling Stone» es como el Taj Mahal. «Nos vamos
después de esta canción, y quiero deciros adiós a todos, habéis sido
muy amables, estupendas personas... ya sabéis, buena gente. Quiero
decir que aquí estáis todos, sentados en este espacio enorme — la mui-
titud aplaude con entusiasmo— y — añadió con su voz sentimentaloi-
de convertida de repente en una lengua de serpiente dirigida a un solo
punto, el veneno hecho puro sarcasmo— , creedme, hemos disfrutado
cada minuto que hemos estado aquí.» El comienzo de la canción es
lento e imponente, con el trémulo y descomunal sonido de los platos
de Jones, y a continuación los primeros versos, accidentados, furiosos,
amargos. Al final la canción se desmorona sobre el cantante y sobre el
grupo, pero hay un tremendo aplauso.
Esa interpretación del tema fue, dice Johnston, «la mejor que he
oído en mi vida. Porque estaba furioso, le estaban gritando y dijo
‘ que se jodan, vamos a tocar esto”».

170
LA MOVIDA DE LO N D RES

No les dijo cuál era, simplemente comenzó. Me quedé asom­


brado, ya sabes, cuando notas que va a pasar algo mágico. Esta
era una de esas veces. Puede compararse a Jimi Hendrix con
«The Star-Spangled Banner», y es muy revelador hacerlo.
Dylan había sido ovacionado y reverenciado durante mu­
cho tiempo, y de repente sale y lo abuchean. Dijo [imitando
su voz nasal]: «No sabéis qué es el rocanrol, no sabéis nada
sobre rocanrol; nosotros lo hemos inventado en América, y si
escucháis...». Y se iba poniendo cada vez más furioso.

Para el último concierto, que se celebró el 17 de mayo en el Free


Trade Hall de Manchester, se había concentrado allí todo lo que
corría por el Reino Unido, y más. Por eso (por la tensión entre los
músicos y los vociferantes detractores que estaban estratégicamen­
te repartidos en grupos por todo el teatro) el resultado fue segura­
mente el mejor rocanrol que se haya tocado nunca. Todo sucedió
cuando tenía que suceder, en una pausa entre «Bailad of a Thin
Man» (que había comenzado con un acorde de blues de Robbie
Robertson tan inmenso que uno podía imaginar que resucitaría a
los muertos o convertiría en piedra a los vivos) y «Like a Rolling
Stone,» pero no de una manera que Dylan, pensando lo peor, pu­
diera haber esperado.
«¡Judas!», gritó un joven.
«En muchas horas oscuras / he pensado esto: / que Jesucristo /
fue traicionado con un beso.» Eso cantaba en The Times They Are A-
Changin: «Pero no puedo pensar por vosotros. / Tendréis que decidir
/ si Judas Iscariote / tenía a Dios de su parte». ¿Quién se levanta en un
teatro abarrotado y le grita «¡judas!» a un judío? «¿Por qué lo hicistes,
Keith?», le preguntó el productor de radio Andy Kershaw al difunto
Keith Butler en 1999 con un tono sacado directamente de una serie
policiaca de los años cincuenta, como si fuera un detective presionan­
do a un sospechoso para que confiese haber matado a su esposa.

171
G REIL M ARCUS

Se oyeron risas, luego aclamaciones y aplausos desde casi todas


las secciones del teatro. Los Hawks intentaron dar comienzo a la
canción. «No te creo», dijo entonces Dylan con un tono de despre­
cio que hubiera podido extraer agua de la tierra. Luego se inflamó:
«¡Eres un mentiroso!». Los músicos intentaron de nuevo conducirle
hacia la música, y él se volvió hacia ellos hablando con voz uniforme,
como un oficial sacando a sus tropas de las trincheras: «¡A tocar bien
fuerte, coño!». Butler se levantó y se marchó. «Es un traidor», le dijo
en el vestíbulo al equipo de filmación de D. A. Pennebaker.
«Era una provocación», recuerda Mickey Jones. Garth Hudson
emite un acorde de órgano, y puede oírse la vibración; el bajo de
Rick Danko es más alto que la sala, más grande que la ciudad. El
grupo hace sonar la campana de Chuck Berry, y luego a casi doscien­
tas millas de distancia hace sonar cada campana de Saint Paul.
Dylan se echa la canción a la espalda como si nunca hubiera lle­
vado una carga como esa en la vida, en realidad no la canción, sino
todo lo que había pasado antes y la lucha que aún continuaba. Es
un cansancio que trasciende lo corporal, un estado del ser que se
convierte en pesar. A partir de ahí todas las emociones son posibles;
como cuando se grabó la canción, podía decirse cualquier cosa. En
esta ocasión es la cuarta y última estrofa la que se lleva por delante el
tejado del edificio, la que sopla más allá de los límites de la canción,
con lo que de entrada parece ser como una ira que transforma el
interior de cada palabra en un abrazo, luego en algo asqueroso, fi­
nalmente en asombro, mientras el mismo cantante está excitado por
lo que viene a continuación. Robbie Robertson toca las cuerdas de
la canción durante casi otro minuto, como resistiéndose a dejar que
nadie se vaya. Y cuando termina, los aplausos ahogan cualquier otro
sonido.
«Nunca olvidaré la mirada de Dylan», dijo Malcolm Metcalfe en
1999. Había llegado demasiado tarde para conseguir una entrada
para el concierto, todo estaba vendido, así que él y un amigo se

172
LA MOVIDA DE LO N D RES

colaron por una puerta lateral, y vagaron por los pasillos hasta que
llegaron a una puerta próxima a los laterales del escenario desde don­
de escucharon «Like a Rolling Stone». Luego la puerta se abrió y dos
tipos se llevaron al cantante en volandas fuera del teatro. «Parecía
como si hubiera tenido un accidente de coche, alguien en completo
estado de choque.»

173
CAPÍTULO 11

UNA VEZ MÁS

L
a canción nunca fue la misma después de Inglaerrra; tampoco
lo fue Bob Dylan, ni su público. Él y el público cambiaron a
lo largo de los años, pero, salvo algún momento aislado, la canción
había llegado tan lejos como podía llevarla la gente que la tocaba, o
tan lejos como la canción podía llevar a quien intentara tocarla. «Es
como si un fantasma hubiese escrito una canción así — dijo Dylan
en 2004 a propósito de «Like a Rolling Stone» hablando con el pe­
riodista Robert Hilburn del Los Angeles Times— , te la entrega y lue­
go se aleja, se aleja.» Sobre el escenario, durante los siguientes años,
la canción misma sería el fantasma. No era el cantante quien decidía
cantarla; era la canción la que decidía.
El disco siguió igual, lo cual significa que permaneció inestable,
que nunca era el mismo. En el escenario «Like a Rolling Stone» fue
durante años y con demasiada frecuencia la misma canción: un ca­
ballo de batalla llevado al trote una vez más para dar la vuelta a la
pista. Podía parecer cada vez más larga, como si, en lugar de llegar a
la canción, la lucha fuera ahora por salir de ella. A veces la música se
diluía, y entonces parecía una mala composición de bluegrass; otras
veces se inflaba, y entonces había cierta excitación en las sacudidas
del ritmo, sin importar qué otra cosa pudiera echarse en falta. Una
noche de 1992, en un programa que celebraba el décimo aniversario
del Late Night with DavidLetterman en la N BC , con Letterman to­
cado con lo que parecía el tupé de Cari Perkins y Dylan al frente no
G R EIL MARCUS

sólo de la banda de la casa sino también de los guitarristas Chrissie


Hynde y Steve Vai (quien, después de haber representado el papel
del demonio in Crossroads, una desconcertante película de Walter
Hill de 1986 sobre una canción perdida de Robert Johnson, esta­
ba por cierto encantado de encontrarse en el lado de los ángeles),
una espléndida Carole King al piano y un coro formado por Mavis
Staples, Rosanne Cash, Emmylou Harris, Michelle Shocked y Nancy
Griffith que no entró hasta la tercera estrofa, cuando Staples siguió
las indicaciones de Dylan. Fue una de esas ocasiones en que todo
lo que cantaba sonaba como «One Hundred Bottles of Beer on the
Wall». Es emocionante ver hoy esa actuación, oír la canción cantán­
dose a sí misma, aun cuando se refiera sólo a lo que una vez Dylan
hizo con ella. Ha habido mil actuaciones donde la misma nada tiene
lugar, con mayor o menor talento, pero ninguna diferencia real.
Otros siguieron cantando la canción. En 1990, los Replacements,
el grupo de punk más confundido y querido de Minneapolis, se to­
maron tres sufridos minutos con la primera mitad, con el líder Paul
Westerberg masticando las palabras y el grupo tratando de deshacer­
se de los acordes, como si «Like a Rolling Stone», por un momen­
to retitulada «Como un rodillo», fuese un gran cadáver putrefacto,
y también su verdadero legado, algo de lo que no podían renegar
de la misma manera que no podían desprenderse de su propia piel,
aunque ya llevaban años intentándolo. En 2001, en Duluth Does
Dylan, un disco de homenaje de su ciudad natal para celebrar el se­
senta cumpleaños de Dylan, el aturullado grupo de surf Black Labels
(¿qué, acaso no es posible que hayan hecho surf en el lago Superior?)
ofrecieron su versión de «Rainy Day Women #12 & 35», el segun­
do single de Dylan sacado de Blonde on Blonde. «Todo el mundo
debe ser apedreado como un canto que rueda», insistían, ¿y por qué
nadie había pensado en eso antes? En un disco de 1995 grabado
en pequeños clubs, hasta los Rolling Stones aceptaron finalmente el
viejo desafío; Dylan se les unió sobre el escenario ese año: él y Mick

176
UNA VEZ MÁS

Jagger se pasaban el número de uno a otro como si intercambiasen


marcas registradas. Pero salvo en las más raras ocasiones, la canción
no llegaba a surgir, no borraba el tiempo ni comenzaba su historia
por primera vez. Sí lo hizo durante las dos semanas que Dylan estuvo
tocando en el Warfield Theatre de San Francisco en 1980. Era el 12
de noviembre, tres días antes de que Michael Bloomfield apareciera
para tocar la canción, y esta vez el tiempo voló.
Hay un cierto delirio que la canción puede conceder a quien la
toque; cuando escenifiicó el concierto de Manchester en el Border-
line Club de Londres en 1996, el cantante Robyn Hitchcock, que
entonces tenía cuarenta y pocos años, lo encontró a montones. Todo
el mundo tenía un papel, en especial el público. Alguien grita «¡judas!»
a destiempo; luego varias personas lo gritan cuando corresponde, y
justo entonces el grupo de Hitchcock, cada uno de ellos representan­
do a un miembro de los Hawks de aquella noche (Patrick Hannan
como Mickey Jones, que se convirtió en un actor cómico de éxito en
televisión; Andrew Claridge como Robbie Robertson, que se dedicó
al cine y a proyectos en solitario después de 1976, dejando al resto
para que se las arreglara como un grupo de viejas glorias; Tim Ke-
egan como Richard Manuel, que a los cuarenta se ahorcó después de
un concierto de The Band en el Cheek to Cheek Lounge de Winter
Park (Florida), en 1986; y Jake Kyle como Rick Danko, que murió de
un ataque al corazón en 1999, a los cincuenta y cinco años; «no hay
réplica para Garth Hudson en esta grabación», se puede leer en las
notas del disco), pone la canción en el aire, y Hitchcock, que se hizo
un nombre a finales de setenta con los Soft Boys, un grupo de punk
psicodélico sin especial interés, suena como si se hubiera encontrado a
sí mismo. Comprendieron que para hacer sonar la canción tenían que
hacer sonar el estribillo, y lo hacían produciendo una cacofonía en su
mismo centro, una maraña de armónica, guitarra aguda, notas de bajo
y tambores martilleantes, toda la pieza dando vueltas. Por un momen­
to podría ser Johnny Rotten quien canta, luego Joe Strummer. En

177
GREIL M ARCUS

conjunto el grupo encuentra el desafío de la canción, la victoria abso­


luta sobre un público imaginario, el público contenido en la canción y
supuesto en la historia, más allá del que estaba presente en el histórico
acontecimiento que ahora se está recreando al menos formalmente. Se
trata de una victoria sobre cualquiera que no crea en la canción, o en
que Hitchcock y el resto pueden tocarla.
Esto es lo que Dylan encontró esa noche en San Francisco cuan­
do, una vez más, cantó la canción por primera vez. El coro góspel
de Clydie King y Regina Harris hacen suya la canción; Dylan canta
como si la canción ya no perteneciera a nadie. Es un largo momento
de éxtasis. Se ve un gran barco surcando las olas y un hombre en el
puente agitando sus brazos en el aire.

Nada tan singular como «Like a Rolling Stone» influye sobre su


medio por su forma o su contenido; la única influencia está en la
trayectoria que marca. El risiblemente lúgubre «MacArthur Park»
de Richard Harris (con versos inmortales sobre un pastel que se
deshace bajo la lluvia: «No creo que pueda aguantarlo / porque
tardé mucho en prepararlo») era una versión de «Like a Rolling
Stone» en 1968; como lo era «We Are the World» de USA for Africa
en 1985, con el propio Dylan sobresaliendo entre una muchedum­
bre formada por Stevie Wonder, Cyndi Lauper, Bruce Springsteen,
Ray Charles y muchos más para perpetrar una parodia de Dylan
que habría avergonzado a un cantante de karaoke; y también lo
fue en 1972 «Papa Was a Rollin Stone» de los Temptations por la
manera como dio la vuelta a la metáfora de Dylan. Con sus cuer­
das de pesadilla y su implacablemente fría y burlona guitarra de
blues, era la historia de un embustero y un farsante: un holgazán
con el falso cuello de predicador cubierto de salsa barbacoa, un
hombre que a su paso sólo dejaba destrucción y angustia. A su
manera, el «Stairway to Heaven» de Led Zeppelin de 1971 fue una
incursión en el territorio que «Like a Rolling Stone» había carto-

178
UNA VEZ MÁS

grafiado, tanto en la grandeza de su sonido como en la llamada a


huir del reino de Mammón que hay en su letra, una escapada hacia
un ensueño de bosques de druidas mientras se subía en ascensor
hasta la planta de lencería de los almacenes Harrod’s. Nadie vio la
trayectoria trazada por «Like a Rolling Stone» con más claridad o
se tomó su desafío de modo tan jubiloso (hasta el punto de enrolar
a Al Kooper para tocar órgano, piano y cuerno francés, a la actriz
Nanette Newman y las cantantes Doris Troy y Madelaine Bell para
elevar la voz de Mick Jagger, y al London Bach Choir para flotar
por encima de todos como un ejército de santas) como lo hicieron
en 1969 los Rolling Stones, con «You Cant Always Get What You
Want», la epopeya del fin des annés soixantes que cerraba Let It
Bleed, junto con Highway 61 Revisited el mejor disco de rocanrol
que se ha grabado nunca. Pero todas estas canciones, fueran obras
de arte o fiascos, eran producciones; «Like a Rolling Stone» era un
tren fuera de control. Con excepción quizás del «Voodoo Chile»
(1968) de Jimi Hendrix, que también era una versión del «Rollin
Stone» de Muddy Waters, el sentido de tiempo real, de algo que
tiene lugar mientras lo estás oyendo, de historia acumulada entre
las notas y las palabras a medida que se tocan y se cantan, no estaba
de ninguna manera presente. Estaba en otra parte.
Diez años después de lanzar «Like a Rolling Stone», y habien­
do sido arrastrado a lo largo de la década por su propia leyenda,
Bob Dylan, una figura singularmente crepuscular de quien muchos
creían que aún guardaba los secretos de una época en que el Pasaje
de la Desolación estaba justo enfrente, emergía del miasma de sus
discos de éxitos que la gente olvidaba tan pronto como los ponía en
el tocadiscos. No importaba si era Self Portrait o New Morning en
1970, ambos entre los diez más vendidos; o Planet Wavesy número
uno en 1974; o del éxito ventas (uno de los diez primeros del año)
Before the Flood, una grabación en vivo de la gira de la reaparición
de Dylan con The Band en 1974. Uno vuelve a escuchar esta música

179
GREIL MARCUS

ahora, y dejando de lado un ocasional misterio o un dedo índice


incriminador («Sign on the Window» de New Morning, «Going,
Going, Gone» de Planet Waves, «Highway 61 Revisited» de Before
the Flood) lo que se dice es que una trayectoria seguía su curso. ¿Por
qué? ¿Por qué no? ¿Para qué? No vale la pena preguntar. Ésta es la
razón por la que Blood on the Tracks fue toda una sorpresa.
Era a principios de 1975. Por primera vez en la historia de la
república un presidente había dimitido; un hombre a quien nadie
había votado ocupaba su puesto. Una guerra que había comenzado
antes de que el nombre de Dylan se pronunciase en público se había
perdido finalmente; sumidos en la desgracia, los soldados que regre­
saban intentaban pasar desapercibidos entre los hombres y mujeres
ordinarios, y para mayor desgracia, los hombres y mujeres ordinarios
trataban de pasar desapercibidos entre ellos mismos. Mientras el país
procuraba dedicarse a sus asuntos en medio de una bruma de insig­
nificancia, parecía que Dylan estaba dispuesto a comenzar de nuevo,
no como un individuo en busca de dinero y con niños que criar,
sino como una figura legendaria compuesta de muchas partes, fría
y reflexiva, borracha y loca, un pionero, alguien que había viajado
al otro confín de la Tierra y había regresado para contarlo. Blood on
the Tracks era una crónica concisa y modesta de un vagabundo que
luchaba por construirse una existencia en un país donde nadie lo
quería ver. Las canciones se presentaban sin autoridad, como si el
cantante tuviese que ganarse la oportunidad de hablar. Había can­
ciones de amor y canciones de amor perdido; una historia del Oeste
y de detectives tan cinematográfica que es sorprendente que aún no
se haya filmado. Había matices de una historia mítica, fuera de cual­
quier tiempo y lugar («en una pequeña villa sobre una colina, juga­
ban por ganar mi ropa», algo que evoca a Ricardo Corazón de León
volviendo de las Cruzadas a Inglaterra disfrazado con tanta maña
como un explorador en los Black Hills); sin embargo, la sensación
de estar ante una historia en marcha, una historia con los personajes

180
UNA VEZ MÁS

de las antiguas canciones de Dylan y de todos los que habían seguido


sus aventuras, resultaba ineludible.
En dos largas piezas, «Tangled Up in Blue» de cinco minutos y
cuarenta segundos e «Idiot Wind» de siete minutos y cuarenta y cin­
co segundos, Dylan reescribió la historia de los diez años anteriores
como si el drama de «Like a Rolling Stone» hubiera sucedido en rea­
lidad. Los individuos se habían propuesto seguir con sus vidas como
si nadie los conociera, como si hubieran olvidado los nombres de las
calles donde habían crecido e incluso los de los padres que les habían
dado todo o que los habían echado de casa. Dieron la espalda al
pasado, se convencieron de que todo era posible. Adoptaron nuevos
nombres, se movieron por el país como si estuvieran disfrazados, y al
hacerlo descubrieron que ya no estaban en casa, que nada parecía lo
mismo, que cuando paseaban por calles llamadas Elm o Broadway
no podían reconocer sus caras en los escaparates al pasar.
En «Tangled Up in Blue», la libertad se había reducido a una
serie de trabajos ocasionales en lugares de los que nunca se había
oído hablar hasta que uno despertaba en ellos. El modo como el
cantante se viene abajo cuando dice «Délacroix» casi resume toda
la historia, y basta el sonido de la palabra paia ponerse a cavar y
atrincherarse. Encuentra una voz: un tono confiado del tipo soy-
de-Misuri que puede explotar en pasión y sorpresa en cualquier
momento. Con un ritmo jocoso que pone un resorte en su paso,
atraviesa el país de este a oeste y de norte a sur, pero no es el país
que aparece en las noticias. En ese país la gente construye fortunas
y edificios; en el país del cantante todos trabajan como cocineros
de comida rápida, como pescadores, como bailarinas en topless.
Los otrora revolucionarios se convierten en vendedores de heroína.
Las caras se pudren, los ojos se quedan en blanco, algunos visten de
seda, otros duermen en la calle cubiertos con harapos, pero nadie
tiene nada que decir. Aun asi el cantante sonríe al pasar, reclaman­
do al tiempo que declare que la historia ha terminado, sugiriendo
GREIL MARCUS

q u e lo s i g a n c u a n d o c ie r r a d e g o l p e la p u e r t a d e l c o c h e y se d ir ig e
a la c a r r e t e r a 61 , in t e r e s a d o e n a v e r ig u a r si é s t a p u e d e c o n d u c i r l o a

a lg ú n lu g a r d o n d e n o h a y a e s ta d o a n te s.
A pesar de tantas millas, el hombre que canta «Tangled Up in
Blue» no tiene cicatrices, no tiene miedo, no está acabado y está to­
talmente cuerdo. La paz de espíritu es su derecho inalienable; la tie­
rra bajo sus pies es firme. Pero no hay tierra bajo los pies del hombre
que canta «Idiot Wind». Como si se tratara del valle del río Hudson
en el siglo dieciocho y el cantante fuera a la vez Ichabod Crane y
el jinete sin cabeza que lo persigue, él viaja por el aire. Aterriza en
Leadville (Colorado) en 1890, entra en un bar y pide una bebida.
«Cuentan que maté a un hombre llamado Gray, y que me llevé a su
esposa a Italia», dice el hombre a los demás parroquianos, discur­
seando como si se tratar de un político en campaña. «Ella heredó un
millón de dólares, y cuando murió me los quedé. No puedo evitar
tener suerte.» Pero nadie está prestando atención y el camarero le
dice al cantante que tiene que pagar como todo el mundo; él le pega
un tiro al vaso que el camarero tiene en la mano y sale precipitada­
mente por la puerta. Lleva una gabardina de facineroso y maneja su
Winchester como un revólver; lleva un capote negro de predicador
de Nueva Inglaterra y guarda un cuchillo.
No tiene adonde ir y la única historia que puede contar está he­
cha de maldiciones; todo lo que espera en la vida es vengarse. La
cómica bravata del hombre en el bar, tratando de gorronear una
bebida con su increíble historia de la fortuna que se ha esfumado, se
transforma en odio en sus ojos rasgados cuando piensa en la mujer
que se marchó o en su propia identidad desaparecida; cuando el can­
tante dice «acabarás en una zanja, con moscas zumbando sobre tus
ojos» te entran ganas de cubrirte los tuyos. En «Like a Rolling Stone»
había una rabia y un miedo que quedaban finalmente atrás gracias
al puro júbilo de la aventura que la canción prometía; ahora no hay
promesa, y la rabia y el miedo son la única moneda de cambio en
UNA VEZ MÁS

la que el cantante confía. Pero como un deseo de matar el pasado


asesinando a quienquiera lo lleve en el rostro, una antigua amante,
un viejo amigo, uno mismo, aún es posible encontrar fragmentos del
viejo sentimiento de júbilo. La tormenta de «Like a Rolling Stone»,
que limpia la tierra de todo lo familiar y revela mil caminos, es ahora
una tormenta de pura destrucción, pero el deseo que empuja al can­
tante hacia la tormenta es el mismo.
Considerando el paisaje social que quedaba abierto con «Like a
Rolling Stone», «Tangled Up in Blue» está bien construida: es una
historia picaresca con vivos golpes de efecto en cada estrofa, con
nuestro héroe tirando confiado de su armónica «de camino a otro
tugurio». Y al final el paisaje desaparece como el humo dejando
al oyente sin la impresión de haber estado en algún sitio. «Idiot
Wind» es todo caos; la profundidad emocional sobre la que salta
«Tangled Up in Blue» es casi lo único que tiene. Pasan demasia­
das cosas, hay demasiada violencia, demasiado odio, demasiado
miedo; la gente en la canción se desgarra, pero apenas se escuchan
sus gritos. La canción se desparrama, corre sin fuerzas; pero como
ocurre con el duro y desnudo sonido del órgano, la historia que
la canción cuenta ha estado corriendo sin fuerzas durante años.
«Idiot Wind» no tiene final ni principio; es una minucia que acom­
pañará al cantante el resto de su vida. Por último, las dos canciones
no son más que piezas descarnadas de un cuerpo mayor, ecos de
una canción que parece engullir todo lo que se atreve a hablar su
lenguaje.
Hay canciones que en verdad tienen lugar en el territorio abierto
por «Like a Rolling Stone», que siguen la senda dejada por el modo
de vida que la canción exige y reclama, el fin de todas las mentiras, el
rechazo de toda comodidad, incluso la de tu propio nombre. Una de
ellas es «Highlands» (1997) de Dylan, una canción mucho más larga
que «Like a Rolling Stone»; otra es la versión que en 1993 hicieron
los Pet Shop Boys de «Go West» (1979) de los Village People.

183
GREIL MARCUS

Los Village People eran puro kitsch. Actuaban como un catálogo


de fetiches gay, con los cantantes disfrazados de policía, obrero de la
construcción, vaquero, motero, soldado y jefe indio. Por unos po­
cos meses su éxito fue enorme: una parodia grosera de cada fantasía
homofóbica sobre cómo se divertían los homosexuales, es decir, un
espectáculo de cultura gay que hasta un homófobo podía disfrutar.
Treinta años después de que fuera un éxito, multitudes en los esta­
dios corean el estribillo de «Y.M.C.A.», el mayor éxito del grupo,
como si no fuera más amenazadora que «Take Me Out to the Ball
Game». En 1979, como en el Verano del Amor de 1967, la gente
que nunca se sintió cómoda en su propia ciudad inundaba las casas
de madera y las atestadas calles del barrio de Castro en San Fran­
cisco, la zona gay que tenía su propio alcalde no oficial, el concejal
Harvey Milk. No importaba que, junto con el alcalde George Mos-
cone, Milk hubiese sido asesinado por un concejal homófobo el año
antes de que «Go West» entrase en las listas de éxitos; esto era pop,
con su propio sentido del tiempo. «Go West» fue el «San Francisco
(Be Sure to Wear Flowers in Your Ffair)» de Scott McKenzie doce
años más tarde, e igual de deleznable; como historias que se repetían
a sí mismas, ambas eran versiones del «Sweet Betsy from Pike» que
los buscadores de oro cantaban camino de San Francisco más de un
siglo antes de que cualquiera de ellas existiera. En 1979 nadie había
oído hablar del SIDA.
Los Pet Shop Boys eran tan londinenses como la niebla y las luces
de gas. Neil Tennant cantaba, Chris Lowe a los sintetizadores formaba
el resto del grupo, y desde mediados los ochenta crearon un retrato de
la vida urbana moderna donde los personajes de sus canciones podían
ser gays o heterosexuales, jóvenes o viejos, en busca o a la espera de algo.
Las canciones (la insoportablemente adorable «Rent», un tema sobre
un joven gigoló ante el cual un buen número de mujeres cantaban
anhelantes mientras le decían que sí a los hombres que pagaban sus be­
bidas y sus cenas; la reservada pero maravillosa «I Wouldnt Normally

18 4
UNA VEZ MÁS

Do this Kind of Thing»; la gloriosa «What Have I Done to Deserve


This?» con Dusty Springfield; su etérea versión del rompecorazones de
Elvis «Always on My Mind») eran sutiles, matices sobre matices, a ve­
ces tan delicadas que parecía que una inflexión errónea podía romper
la canción en dos. «Go West» no era tan delicada, y para cuando los
Pet Shop Boys la adoptaron ya estaba rota. Aún más que Greenwich
Village (el lugar donde el empresario Jacques Morali, muerto de SIDA
en 1991, se inspiró para bautizar a los Village People), el Castro era en
1993 una casa encantada, un barrio de funerales y muertos ambulan­
tes. Como dijo un amigo un año antes de morir, era un lugar donde la
gente hacía cola «hasta que le tocaba su número».
Ésta era la voz que los Pet Shop Boys pusieron en «Go West» en
1993. Había el sonido de las gaviotas, de las olas rompiendo en la
Ocean Beach de San Francisco, y a continuación un coro masculino
de dieciséis voces que cantaba como el coro del Ejército Rojo, fuerte,
varonil e indomable. Con su voz delgada y casi de disculpa, la voz
de alguien que nunca ha creído por completo que merece ser feliz,
Neil Tennant continuaba, «j u n t o s » anunciaba el coro. «Seguiremos
nuestro camino», respondía Tennant:

ju n t o s v o la r e m o s a lto

ju n t o s d ire m o s a d ió s a n u e stro s a m ig o s

ju n t o s c o m e n z a re m o s u n a n u e v a v id a
e s t o e s lo q u e h a r e m o s j u n t o s

«v e a l o e s t e » , cantaba el coro. «Ése es nuestro destino», cantaba


Tennant, la enorme idea aún pequeña pero innegable en su boca.
Las banderas se desplegaban, y el viento las hacía ondear con fuer­
za. El sonido era como el sol, un sonido disco estimulante con una
máquina de ritmos convertida en un patriota yanqui del siglo vein­
te. La canción recogía en sí toda la historia norteamericana recla­
mándola como propia, y decía que nunca terminaría. «Allí donde

185
GREIL MARCUS

el aire es libre — cantaba Tennant— e s t a r e m o s .» «s e r e m o s — res­


pondía el coro— lo que queremos ser». El coro cantaba, elevándo­
se sobre su propio aire. «Ahora — cantaba Tennant siguiendo los
pasos de millones, desde Sir Walter Raleigh a Daniel Boone, desde
Calamity Jane al mismo Harvey Milk nacido en Long Island— ,
si persistimos, la encontraremos, e n c o n t r a r e m o s ... nuestra tierra
prometida.»
Y luego la canción sobrevolaba las montañas, valles, ríos, océanos,
cada línea más expansiva, más triunfante, heroica y modesta que la
anterior, porque los cantantes no estaban exigiendo más que lo que
cualquiera podría considerar como un derecho inalienable. A medi­
da que el coro tronaba una y otra vez, y Tennant y el coro intercam­
biaban sus papeles

Al o e ste a l a ir e l ib r e

Al o e ste t ú y yo

Ai o e s t e ¡é s e e s n u e s t r o d e s t i n o !

uno se elevaba hasta la historia que estaba oyendo, ansioso por unir­
se, incluso si antes o después uno se daba cuenta de que la masiva voz
del coro representaba todas las voces de los muertos, y que Tennant,
con treinta y nueve años en 1993, era la voz de una aventura que
había encontrado su fin antes de que él estuviese listo para partici­
par en ella. Al escucharla se puede oír como la historia hace trizas
la canción, pero la canción nunca abandona su cuerpo. A los cinco
minutos parece continuar para siempre, y eso es lo que uno quiere.
Es imposible escucharla sólo una vez.
El «Highlands» de Dylan que cerraba Time Out ofM ind en 1997
(el disco era en realidad un western hecho con pueblos fantasma y
mal tiempo, una obra de arte americano tan completa y libre de con­
cesiones como la trilogía de Philip Roth Pastoral americana, Me casé
con un comunista y L a mancha humana) tenía dieciséis minutos de

1 86
UNA VEZ MÁS

duración. Dependiendo del estado de ánimo o de la actuación (este


relato en primera persona de un hombre de cincuenta o sesenta años
que sale de su casa para dar un paseo, habla con una camarera y con­
templa a la gente que lo rodea; un hombre que se siente exhausto, ol­
vidado por quien pudiera recordarlo y desdichado porque todavía se
recuerda a sí mismo, varía sobre el escenario: puede resultar picaro,
distante, guasón, un chiste interminable o una nota de suicidio llena
de digresiones), «Highlands» da la impresión de que va a ocupar
todo un día, como ocurre con las aventuras que el hombre cuenta,
o empezar y terminar en lo que dura una vuelta a la manzana. El
cantante no tiene prisa. Contempla a las personas que pasan; ellas
no lo miran. Se pregunta si alguna vez ha pertenecido a algún sitio;
no le importa. Nadie lo empuja al arroyo, pero si alguien lo hiciera
se levantaría y se quitaría la mierda de encima. De él emerge una ve­
hemencia que es como el humo, pero la deja escapar y la contempla
en el aire.
Aquí, en una canción que comienza con un poema de Robert
Burns que es a su vez una adaptación de una canción popular es­
cocesa, ya no puede verse la trayectoria trazada por «Like a Rolling
Stone». Está allí, el cantante puede incluso saber exactamente dón­
de, pero nadie más lo logra, y nadie más quiere saberlo. El país que la
canción dejó al descubierto en 1965 se llamaba Highway 61; ahora
se llama Highlands [tierra altas]. Verse a uno mismo saliendo de
«Like a Rolling Stone» para tomar la carretera 61 era sentirse como
la canción decía que debía sentirse uno: sin hogar. «Highlands» trata
de un lugar mítico donde uno podría sentirse por completo en casa,
y narra la historia que «Like a Rolling Stone» no podía contar y
que Highway 61 Revisited escondía en sus rincones: el único hogar
es la idea que uno tiene de su propio origen, tanto si esa idea viene
dictada por la hipocresías descritas en «With G od on Our Side» o
por la persistente sensación de que quizá Dios exista. Así, las tierras
altas de Dylan, como la vieja república americana de ese otro hijo de

187
GREIL MARCUS

Minnesota que era F. Scott Fitzgerald, retroceden a medida que se


las persigue, y así permanecen en el aire como una imagen inviolable
del bien, una imagen que el cantante (según dice mientras camina
por una ciudad donde apenas puede decidirse a hablar y donde casi
nadie lo escucharía si lo hiciese) podría llevar a su corazón si fuera
necesario. Pero si lo hiciese dejaría de colgar en el aire como un
paisaje del mundo que debería existir, de modo que deja la imagen
donde está.
El país ignoto anunciado en «Like a Rolling Stone» está tam­
bién allí, colgado en el aire como un territorio de peligro y evasión,
abandono y descubrimiento, verdad y mentira, pero a medida que
suena «Highlands» se tiene la sensación de que nadie lo visita desde
muchos años atrás. El cantante ha cruzado el país hace ya mucho
tiempo; conoce el camino. No le importaría tener compañía, pero
puede vivir sin ella. De vez en cuando escucha su vieja canción en la
radio, y el país vuelve a ser nuevo. Habrá que conformarse con eso.
EPÍLOGO

15 DE JUNIO DE 1965,
e s tu d io A de C o lu m b ia R e c o r d s , N u e v a Y o rk

Bob Dylan ha grabado nueve tomas de «Phantom Engineer» y seis


de «Sitting on a Barbed Wire Fence» con Michael Bloomfield a
la guitarra, Frank Owens al órgano, Joe Macho Jr. al bajo, Bobby
Gregg a la batería y Al Gorgoni a la guitarra.

Toma 1 — 1.11
«Vamos allá, Larry. No hay... mejor lo pongo en la pizarra», dice
Tom Wilson. «Eh, CO-86446. “Like a Rolling Stone”, toma uno».
Dylan prueba una nota en la armónica. Bloomfield empieza a con­
tar «un dos, un dos tres» y Bobby Gregg golpea la caja ligeramente.
Comienzan la canción muy lentamente, todo cubierto por el balido
de la armónica, que deriva en un largo lamento (cercano a los solos
que Dylan tocaría en 1966 en «Sad-Eyed Lady of the Lowlands» de
Blonde on Blonde) cuando el grupo entra en el tema.
Dylan: «Se nos ha perdido, ¿no?». Suena ansioso, excitado: «Se ha
perdido. Vamos a intentarlo de nuevo». Sopla su armónica. Bloom­
field comienza a recorrer la canción: «Dos compases, un compás en
Mi, Si bemol menor...».

Toma 2 a-c — 3.01


«... Fiay dos compases... eh, Bob, ¿es así?» Luego Dylan, con su
característico estilo percusivo, lo muestra al piano aporreando un
GREIL MARCUS

majestuoso tema, algo marcial, al que Bloomfield entra con notas


altas elaborando la estructura de la canción, tratando de elevarla.
Bloomfield: «Vale, son dos compases en Mi bemol menor, un com­
pás en Mi bemol menor suspendido, el siguiente Mi bemol menor
séptima, cuatro compases en...». Entonces lo ahoga un gran sonido
melodramático procedente del órgano Hammond de Owens; parece
el acompañamiento de un programa radiofónico de los años cuaren­
ta: «¿Quién sabe qué mal se esconde en los corazones de los hom­
bres? La Sombra lo sabe». «Eh — dice Bloomfield— un momento,
amigos: los cuatro compases antes de Do, Mi bemol menor cuarta
suspendida, Mi bemol menor séptima, luego un compás en La be­
mol suspendido, y luego La bemol... ¿de acuerdo? Debería sonar
así», y atacan el tema una vez más. Dylan entra con una armónica
ondulante; Bloomfield lo sigue. «Cuatro compases, antes de Do, es
esto.» Se oye el piano, luego el órgano, que suena terriblemente a
iglesia, todo equivocado. Bloomfield mantiene el tono profesional:
«Mi bemol menor con la cuarta suspendida, Mi bemol menor sin la
séptima, Mi bemol menor suspendido», y el grupo sigue trabajando
el tema en el piano, el órgano y la guitarra. «La bemol suspendido...
no, has puesto otra cosa ahí... así no es, no está bien.» Bloomfield
arpegia un acorde: «Es así... De modo que ahora estamos en Do, la
parte B ahora tiene uno, dos, tres, cuatro, cico, seis, siete, ocho, doce
compases, y luego un Si. La parte A con ocho compases, la B doce,
la C diez...».
«Muy bien», dice Dylan como si ya lo supiera. Bloomfield se ríe
como diciendo que habría sido más fácil si de entrada Dylan hubiera
estado dispuesto a explicarlo. Dylan: «Ahora despacio, un poco más
lento y más suave». Bloomfield: «¿Rodamos?». Otra voz: «80646, o
la que demonios sea». Wilson: «Estamos rodando todo el tiempo».
Bloomfield: «Un dos tres, dos». El piano y la armónica comienzan a
tocar. «Demasiado rápido», dice alguien. «Vale, okey», dice Dylan.

19 0
EPÍLOGO

Toma 3 — 1.46
Bloomfield, en voz alta e imperiosa: «Un dos tres, dos dos», y se pro­
duce un gran sonido, de nuevo una muy lastimera armónica. Con
muchas notas ásperas, Bloomfield comienza a encontrar una melo­
día. El órgano hace naufragar lo que está en marcha: es exagerado
y agresivo, suena de un modo destructivo. Luego Bloomfield casi se
bloquea en el tema.
«¿Qué estáis haciendo?», dice alguien. Hay confusión, mucha
gente hablando al mismo tiempo. «Esta vez — dice Bloomfield, el
maestro de guardería cada vez más impaciente porque la jornada
ha terminado hace veinte minutos y nadie ha venido a recoger a los
crios — sólo habéis tocado seis compases en Do.» «Quiero oírlo otra
vez por los altavoces — dice Dylan— , yo cantaré la letra.» Desde el
fondo: «Esa parte no encaja, la parte del puente no...». «Oye — dice
Bloomfield— , ¿sabes qué?, si yo lo tocase sería mucho más fácil, tío,
y habría sólo uno de nosotros, en lugar de todos esos cambios, por­
que de otra manera nos vamos todos a...» Dylan también se impa­
cienta: «Vale, vamos a... pero no — le dice a Bloomfield— él sabe de
qué va, tío, lo sabe.» «Bueno, yo sigo oyendo una suspensión», dice
Bloomfield. Dylan se aclara la garganta dos veces, como para hacerle
callar. Toca una nota con la armónica. «Vamos», dice. «Cuatro», dice
Wilson.

Toma 4 — 2.20
Bloomfield: «Un dos tres, dos dos». Dylan comienza de inmediato la
primera estrofa. Su voz es como el croar de una rana. El piano aúlla y
Dylan añade una armónica chirriante. El bajo aparece y desaparece.
El órgano cruje, pero el cantante es el que más chirría. Dylan alcanza
el final de la estrofa y se cuelga de la última palabra: your next meeea-
aalll... Llega al estribillo.
Esta es la toma que apareció en The Bootleg Series, volumes 1-3 [rare
and unreleased] de Dylan en 1991. Allí suena fatal, pero en la película

191
GR EIL MARCUS

de James Marsh Highway 61 Revisited\ donde se usa para orquestar las


secuencias correspondientes a la llegada de Dylan a Nueva York, cambia
de piel y emerge como una canción folk grabada en vivo; pero mientras
Marsh sigue a un coche que cruza un puente hacia el Manhattan noc­
turno, la sensación es que el sonido de Dylan en este fragmente proviene
de los campos más recónditos, y es también un grito de angustia que
nadie excepto la propia canción escucha, una puñalada en la oscuridad,
una mano asida al quicio de la puerta: ¡No me la cierres en la cara!
Comenzando con un terriblemente torpe you used to make fun
about (algo que nadie diría nunca) de camino hacia everybody that
was hanging out, Dylan se salta las palabras: el now de nowyou dont
está lleno de alma, cargado de pena. How does it feel? How does it
feel? To be out on your owny so alone, dice, y las dos últimas palabras
suenan melancólicas, afligidas: eso no debería haber sucedido. Like a
rolling stone: solo de armónica.
«Se me va la voz, tío — dice Dylan— , ¿quieres intentarlo de nue­
vo?» Bloomfield: «Hasta que esté listo es un acompañamiento im­
provisado. Es uno-cuatro-para-cinco, como he dicho. Y luego segui­
remos haciendo lo mismo hasta que él vuelva a la parte A». «¿Qué
pasa con esa parte, Bob? — dice alguien— , ¿la parte que mantene­
mos?» «¡Ah, sí! — dice Dylan como si despertara por tercera vez en
los últimos veinte segundos— . Eso es después de que yo diga rolling
stone. Ahí volvemos a coger velocidad, y cuando llegue la siguiente
estrofa se queda, ves, el arpa sólo tocará...»
Bloomfield acomete la entrada del tema con brusquedad. Dylan:
«¿Quieres intentarlo? ¿Una estrofa?». Bloomfield: «Ésta no vas a sus­
penderla». Dylan: «Bien, tócalo sólo un poco más deprisa...». Bloom­
field: «Con suavidad, sólo un poco más deprisa». Dylan: «Sólo un
poco». Bloomfield: «¿Estamos grabando?». «Sí, no hemos dejado de
grabar», dice Wilson. Bloomfield toca una bellas notas dando forma
al tema, y por primera vez se escucha la insinuación de una canción,
de algo extraordinario.

192
EPÍLOGO

Toma 4 a — 0.39
Bloomfield encuentra un sonido de cuento de hadas. Una segunda
guitarra se acopla en los agudos. Entra la armónica. Bloomfield: «No
estáis tocando la suspensión al mismo tiempo». Dylan: «¿Quieres
intentarlo?».

Toma 5 a-b — 3.37


Wilson: «Okey, toma cinco». Bloomfield cuenta: «Uno — va dando
palmas— , uno, uno-dos-tres-cuatro». Se oye un vacilante repiqueteo
de tambores. Once upon, intenta comenzar Dylan. «No, adelante,
acabo de tocar la introducción, sólo esas dos cosas.» «¿Es demasiado
rápido?» «No, está bien.» Bloomfield da palmas de nuevo: «Uno dos
tres dos, tres dos tres cuatro».
Vuelven a la introducción con la armónica, las palabras todavía
inseguras. Pero según se acerca Dylan al final de la primera estrofa
su voz se llena y se pueden adivinar las ganas de llegar al estribillo.
Nada se apresura, pero se nota cómo va creciendo la tensión. Dylan
llega al estribillo y arremete con fuerza, el estribillo lo arrastra. En
ese momento, how does itfeel? es casi la canción entera. «¡Bien!», dice
Dylan con satisfacción y buen ánimo. «¿Ha funcionado eso o qué?»,
pregunta uno. Dylan está entusiamado: «¡Sí, sí!».
«Bien, ése es el formato — dice Bloomfield— . Y cuando cante la
segunda estrofa sigue en ese La suspendido [se oye una demostración
al piano] por segunda vez. No sé lo que pasa después de eso; ¿estás
tocando la suspensión, no?» Se escucha un tema más ligero y más
agudo en el piano. «Así es como tiene que ser», dice alguien. Bloom­
field toca el tema con confianza. Se oyen muchas voces hablando.
«¿Ya está por hoy?», pregunta alguien.
«Eh, Frank — dice alguien— , ¿podrías pasarme una hoja, por fa­
vor?» «¿Podemos oír algo de lo que hemos hecho hoy?» pregunta
Dylan dándose cuenta de que no van a ninguna parte. «Sí», dice Wil­
son. Dylan: «La toma de... “Phantom Engineer” ?». «Sí, okey», dice

193
GREIL MARCUS

Wilson. «Eh, Larry, pásame “Phantom Engineer”, es esta toma...» Se


apaga el magnetófono y poco después no queda nadie.

16 DE JUNIO DE 1965

Al Kooper está al órgano, Paul Griffin al piano, Bruce Langhorne


toca el pandero. Faltan Al Gorgoni y Frank Owens.

Toma de ensayo 1 — 1.53


Dylan introduce la canción para el grupo con un tema rasgueado con
fuerza en su guitarra eléctrica. Paul Griffin toca el piano de forma rela­
jada y libre; Kooper de inmediato adopta un tono alto y claro. Dylan
se para: «Eh, tío, no puedo; quiero decir que yo soy yo. No puedo, de
verdad, sólo estoy tocando la canción. No quiero tener que gritarla, eso
es todo...». Inicia de nuevo el tema; Bloomfield y Gregg entran. La sen­
sación que tienen todos es buena; obtienen un sonido bien conjuntado.
Ronco, Dylan da comienzo a la segunda estrofa (never turned
around to see thefrowns) y se nota que Bloomfield está inspirado. You
never understood that it ain t no good... y la cosa se interrumpe, justo
cuando se estaba poniendo interesante. Desde la cabina de control:
«Bob, tú solo, para que puedas escuchar cómo suena tu guitarra en
este amplificador. Tú solo, por favor, un minuto». Dylan toca de
nuevo la introducción, el ritmo tras once upon a time, una pequeña
danza haciendo piruetas alrededor de algo aún por aparecer, y se
comienza a percibir que la canción está estructurada alrededor de
esas cuatro palabras, de esa idea: el propósito de la canción es crear
un escenario para ellas. «Eso basta — dice la voz desde la cabina— .
Ahora lo ponemos para que lo escuches.»

Toma de ensayo 2 — 3.03


«Vamos allá», dice Dylan. «¿Dónde está Gregg?», pregunta Wilson.
«Hagamos sólo una estrofa», y Dylan de nuevo introduce con la gui­

194
EPÍLOGO

tarra. El pandero es el primer instrumento a continuación, luego un


bajo profundo y resonante, luego la guitarra de Bloomfield, luego el
órgano. Hay todavía mucho espacio en el sonido, le falta coherencia,
y los músicos aún no convergen alrededor del cantante. Bloomfield
sólo juega con los dedos; no hay ataque.
Pero con you used to laugh about tanto Bloomfield como Kooper
dan un paso adelante, como reconociendo su lugar en la canción.
Cuando Dylan llega al mmmmeeeaaalll, Bloomfield comienza a pre­
sionar, a despegar. El momento se pierde de inmediato y Dylan aco­
mete el estribillo por su cuenta:

How does it feel?


How does it feel
To be on your own

y luego gimiendo, como si cada palabra fuera una carga:

With no direction home


Like a complete unknown
Like a rolling stone?

Dylan intenta cubrir el hueco que hay hasta la segunda estrofa con
su armónica, pero los restos de sonido se deshacen. Paran. Dylan
busca de nuevo el tema en su guitarra; nadie más intenta encontrar
la melodía, el punto de vista, la estructura de la canción.

Toma 1 — 3.10
Wilson es muy lacónico: «Muy bien, Bob, todo el mundo está aquí;
hagamos una, luego te la reproduzco y la puedes analizar». Después ve
a Kooper al órgano. «¿Qué estás haciendo ahí?», dice obviamente di­
vertido. Kooper rompe a reír. «Ja!», exclama Wilson. Luego él también
ríe: «Vale, vale, quédate ahí. Ésta es la toma CO-86446, “Like a Rolling

195
GREIL MARCUS

Stone”, nueva versión, toma uno». «Espera un segundo, hombre — dice


alguien— , el organista no ha encontrado sus auriculares.» «Tienes que
estar atento, Tom», dice Dylan. «Detén la cinta», dice Wilson. Se escu-
cha una cuenta atrás, los golpes de tambor y bombo al unísono y todo
colapsa nada más comenzar: nadie sigue al piano. Pero Kooper inmedia-
tamente retoma el hilo y su confianza (o su descaro) arrastra a los demás.
La voz, sin embargo, va a la deriva, con Dylan en busca del énfasis apro­
piado: you used to! Bloomfield comienza a encontrar su camino, y ahora
se puede oír cómo Kooper a su vez se contiene. Dylan sigue adelante:
nowyou dont talk so loud, y cuando llega al mmmeeeaaalll la palabra que
se ha convertido en la bisagra de la canción, la palabra mágica que abrirá
la puerta, Bloomfield captura el espíritu que se eleva y que llevará de la
estrofa hasta el estribillo, un brinco sensacional, y luego un rebrote, una
exhalación después del primer how does itfeel:

When you re on your own


Without a home
Like a complete unknown

con Dylan cantando ese verso como si lo sorprendiera por completo,


como si nunca antes lo hubiera oído,

Like a rolling stone

Pero la batería suena demasiado fuerte y el ritmo es demasiado tosco,


bueno para un desfile. Gregg está asumiendo en solitario una parte ex­
cesiva del ritmo, lo que perjudica al conjunto. Kooper improvisa en un
estribillo, pero le falta enfoque y va a la deriva, como hacia un ensueño.
Dylan interrumpe: «No, tenemos que trabajar más esa parte». «Dijiste
una vez — dice una voz— , pero la hiciste dos.» «Así es — dice Dylan— ,
pero terminé una sola, ¿no te has dado cuenta?» «No.» «Like a rolling
stooooonnnnnne», dice acompañado por la guitarra, golpeando con fuerza

196
EPÍLO GO

en las cuerdas un eco del tema. «Aguanta ahí — dice la voz— , pasa a la
siguiente estrofa.» «No, no, no — dice Dylan— , esto es lo que yo quiero
decir», y de nuevo se pone a enseñarles a los demás cómo es la canción,
cómo pasar de la estrofa al estribillo, pero luego pierde concentración.
Wilson dice: «Detén la cinta». «Seguimos adelante aunque metamos la
pata», dice Dylan con un nuevo dominio en su voz. «Okey», dice Wilson.

Toma 2 — 0.30
Se escucha una brillante introducción, pero el piano resbala, y des­
pués de once upon a time todo se vuelve confuso.

Toma 3 — 0.19
Han continuado sin descansar, y en estos pocos segundos suceden
muchas cosas. Con el aviso inicial («un dos, un dos tres»), Gregg
golpea caja y bombo con fuerza, un sonido enorme, el big bang, y
por primera vez de verdad toma forma la canción y queda claro cuál
es la diferencia con respecto a lo que han estado haciendo. Los mú­
sicos, en especial Bloomfield, Griffin y Kooper, entran con suavidad,
como si supieran adonde van. Se produce un sonido fuerte y simple;
intentan conseguir un punto de agarre en la canción, definirla, darle
un verdadero comienzo para que pueda alcanzar el final, pero se in­
terrumpen antes incluso de que Dylan empiece a cantar.

Toma 4 — 6.34
«Cuatro», dice Wilson. Esta resultará la toma maestra, y la única vez
que los esfuerzos por descubrir la canción dan fruto.
«Uno dos, uno dos tres»: el bang que pone todo en marcha no es
tan grande como en la toma anterior, pero de algún modo se abre
más espacio, mantiene a raya al resto durante la fracción de segundo
necesaria para marcar el acto. Gregg también ha encontrado la can­
ción. Tiene una estrategia: va creando ondulaciones en las estrofas y
sobre ellas conduce a los demás.

197
G R EIL MARCUS

Aunque el sonido de la batería es rotundo, Griffin toca con ligereza,


y parece que sus teclas se van relajando. Desde el mismo comienzo, pia­
no y bajo parecen el fundamento de todo, pero están sucediendo tantas
cosas, y con tal gravedad, que el oyente no puede permanecer en un
solo sitio. Uno puede oír esta interpretación miles de veces, pero aquí,
a medida que va cogiendo forma, ese proceso no parece por completo
real. El inicio en falso ha creado la sensación de que no puede haber una
versión definitiva, incluso cuando se sabe que ésta lo va a ser; como en
todas las tomas anteriores, se espera que termine antes de acabar.
Bloomfield toca con sutileza, pasión y, sobre todo, con modestia.
Tiene la sensatez de saber qué se debe dejar fuera, cuándo hay que
tocar y cuándo no. Espera su momento y entonces salta. Y ésta es la
única toma donde para él todo está claro.
Hay un momento, justo antes del primer how does itfeel?, en que
el órgano de Kooper, la guitarra de Bloomfield y los platos de Gregg
se unen en una sola tromba y se percibe que la canción fluye con su
propia fuerza. Uno se pregunta en qué estarían pensando los músi­
cos a medida que esta pasmosa historia, contada con tanta sensación
de atrevimiento y de peligro, se despliega ante ellos por primera vez.
Kooper mantiene un final mientras el sonido de la canción se
desvanece, bastante después de que todo el mundo haya dejado de
tocar. «Ha sido algo salvaje», dice alguien exaltado. «Esto creo que
suena bien», dice Wilson, su voz llena de felicidad.

Toma sin numerar — 1.00


Wilson, confiado: «Todo bien, vamos, Bobby». Dylan conduce con
un sonido áspero de guitarra. «¿Listos?», dice. «Aún no.» «Cuando la
luz roja se encienda.» Dylan vuelve a su guitarra: «Salió mal, ¿eh?». «Si­
gue con ello», dice alguien. «Ponlo otra vez, Pete, por favor», dice otro.

Toma 5 — 0.30
«Espera un segundo», dice Wilson. «Muy bien, toma cinco.» Grif-

198
EPÍLOGO

fin lanza la canción muy deprisa; Dylan lo para: «Así no es, ¿cómo
lo hacemos?» «Esa no es la manera de hacerlo», dice alguien. «Bien
— dice Dylan— , ¿cómo lo hacemos, tío, cómo empezamos?» Vuelve
a su guitarra y toca el tema lentamente.

Toma 6 a-b — 2.06


«Toma seis», dice Wilson, pero la toma se corta tan pronto la ba­
queta golpea la caja. «Espera, espera», dice Wilson. Dylan toca su
guitarra mientras Bruce Langhorne intenta marcar el ritmo con el
pandero. Wilson: «¿Estás listo, Pete?». «Espera un segundo — dice
Dylan— . Toquemos una estrofa, hagamos una estrofa primero, sin
grabar.» «OK, toma seis», dice Wilson.
«Ah, no — dice Dylan con disgusto, como si fuera la cosa más
estúpida que hubiese escuchado— . No grabes la seis.» Arranca la
canción en la guitarra. «Vamos a tener que hacer una estrofa.»
Vuelven a ello. Esta vez no hay tambor; el piano teclea la fanfarria,
Dylan comienza a cantar, pero el ritmo se les escapa. Los ritmos de la ba­
tería se distancian entre sí, y todos los elementos de la canción comien­
zan a dispersarse. Bloomfield se adelanta, con un sonido luminoso. La
voz se oye fracturada, desvaneciéndose, como si Dylan hubiese perdido
el interés, pero luego se zambulle a por el estribillo... y lo pierde. «Ha­
gámosla más corta... son seis minutos», dice como si alguien no pudiera
entender el chiste. «Tú solo con la guitarra, tío», dice Wilson.

Toma 6 c — 0.36
«Toma seis», dice Wilson. De nuevo la guitarra de Dylan suena áspe­
ra; los tambores meten ruido. Dylan se para después de dime. «Otra
vez, empecemos otra vez — dice— . ¿Está mi guitarra muy alta?»

Toma 8 (no hay toma siete) — 4.28


«Atentos, toma ocho», dice Wilson. «¿Estáis listos?» pregunta una
voz desde la cabina. «Sí, ahora estamos a punto», dice Dylan. Se oye

199
GREIL MARCUS

la cuenta: «Un dos... cuatro cinco siete», y luego el golpe en la caja.


Dylan conduce con la armónica, el bajo es fuerte, y los tambores se
han vuelto marciales e insistentes socavando la canción desde el prin­
cipio. Es un desbarajuste, pero está vivo, disperso, todo el mundo yen­
do en direcciones diferentes. Cuanto más toca Gregg de manera opre­
siva, más loco se vuelve Griffin. Whooaayyou vegone to thefinest schools,
grita Dylan cabalgando sobre ese verso indomable. La segunda estrofa
chirría; Dylan canta como William y Versey Smith interpretando su
versión de «The Titanic» en las calles de Chicago en 1927, cuando
todo el mundo decía que sí, seguro que era triste que el gran barco se
hubiese hundido, pero todo el mundo igualmente sonreía porque era
un barco enorme y se había hundido, y ellos no habían naufragado
con él. Whooaayyou never turned aroundy to watch: Dylan está volan­
do solo, su guitarra rítmica empuja; Bloomfield está casi en silencio.
Luego recoge un tema del piano; ha perdido su propia conexión con
la canción. Budda bumpy budda bumpytocan los tambores, y por ahora
es todo lo que dicen. La toma se detiene cuando apenas se han dicho
dos palabras de la última estrofa. «¿Está mi guitarra demasiado alta?»

Toma 9 — 0.20
Se oye la cuenta, unas pocas notas. Wilson da un silbido para inte­
rrumpir la toma.

Toma 10 — 0.24
Wilson, con voz cansada: «Diez». De nuevo cuenta, notas y silbido.
«Algo no va bien, una cuestión de tiempo», dice.

Toma 11 — 6.02
Dylan, de nuevo con disgusto: «Digamos que algo va mal con el
jodido tiempo». «Once», dice Wilson.
Cuando comienzan de nuevo, Dylan parece que ya se ha can­
sado de la canción, y el primer verso resulta mecánico. Todo sale

200
EPÍLO GO

de su boca forzado, cada palabra vaciándose de emoción al pasar.


Bloomfield sólo está para introducir los estribillos; Kooper presio­
na. El canto de Dylan gana en fuerza, pero el ritmo está desacom­
pasado, y el batería sigue dejando caer un peso muerto. Dylan can­
ta de modo más estridente, lo que es más efectivo, pero no hay
unidad, apenas hay una canción. Faltan demasiadas cosas, hasta
se podría pensar que, si no fuera porque todo llegó a conjuntarse
siete tomas antes, podrían seguir indefinidamente y perder cada
vez más.
Están en la cuarta estrofa, sólo por segunda vez, y Griffin toca
como si fuera Floyd Cramer en «Last Date». Hay golpes y choques,
pero la parte vocal está empezando a despegar. En you ve got no
secrets to CONCEAL la última palabra sale disparada como un globo
al que le han cortado la cuerda y recorre una trayectoria vertiginosa
en el cielo. «Vaya — suelta Dylan dejándose ir después del último
estribillo y abandonando su armónica — me tempo que lo he estro­
peado.» Toda la toma ha sido un desastre, pero ha habido buenos
momentos que sólo podían salir del caos.

Toma 12 — 0.29
«Atentos — dice Wilson— , vamos a la toma doce.» Kooper toca una
introducción; Wilson silba para interrumpirla.

Toma 13 — 1.49
«Hey, Al, deja esa introducción. Trece.»
Kooper toca de manera muy esquemática, como si estuviese re­
solviendo un problema aritmético, y no funciona; y luego en un
estribillo pierde el control. Se produce un extraño sonido submarino
desde el piano. Después de una estrofa y un estribillo se paran. «¿Por
qué no podemos hacerlo bien, hombre?», dice Dylan articulando las
palabras mejor de lo que había sido capaz durante la toma. «Muy
bien — añade con cansancio— , probemos otra vez.»

201
GREIL MARCUS

Toma 14 — 0.22
«Catorce», dice Wilson. La batería está fuera de compás; Dylan se
carga el primer verso.

Toma 15 — 3.18
«Quince», dice Wilson. Kooper prueba unas pocas líneas como si
estuviera sobre una pista de hielo. Gregg ha perdido la canción por
completo; todo lo que toca es decorativo, pero decora algo que no está
allí. La voz de Dylan es enérgica pero desenfocada. Se apresura hacia
el estribillo, aún cuando Griffin y Bloomfield se mantienen firmes en
la cadencia que pide la canción. Llegan al estribillo. El órgano se crece
con cada línea. Y de una manera que lo empuja hacia adelante em­
barullando el ritmo pero le permite salvar todos los obstáculos en su
camino, con palabras que se disuelven y le llegan de nuevo deformadas
por espíritus distantes, Dylan canta al ritmo marcial de Gregg:

You say you never


Compromise
With the mystery tramp
Now dontyou realize
Hes not selling
Any alibis
As you stare into the vacuum ofhis eyes
And say unto him

¿Ante él? ¿Dónde estamos, en la Biblia?

Do you
Want to make
A DEAL

Y luego la palabra d eal, al igual que CONCEAL en la toma once, sale dis­

202
EPÍLOGO

parada fuera de la habitación, fuera del edificio, dejando una estela de


humo, y la mente de Dylan parece irse con ella. Después de tricksforyou
pierden el compás, tropiezan y se salen de la canción. Eso fue el final.

«Creo que es una de esas canciones intemporales — dice Al


Kooper— ; la otra que se me ocurre es “Good Vibrations”. Cuan­
do la escuchas en la radio podría haberse lanzado ayer. Es un disco
intemporal, como lo es “Heartbreak Hotel”. Estaban sacando algo
excepcional, algo que no se había hecho antes. Y como fueron reco­
nocidos, se convirtió en eterno. Lo cual es magnífico. Escuchamos
música que fue creada por gente que murió antes de que yo tuviera
la oportunidad de enterarme; por ejemplo, Robert Johnson. Te ale­
gra saber que cuando mueras la gente va a escuchar “Like a Rolling
Stone” y “Good Vibrations” y “Heartbreak Hotel” y a Robert John­
son. Es una sensación muy agradable.»
Aparte de lo intemporal que «Like a Rolling Stone» pueda acabar
siendo, lo que sucedió durante los dos días de grabación deja claro
que si las circunstancias hubieran sido ligeramente distintas (otros
músicos, otro estado de ánimo en el estudio, otra temperatura en la
calle, otros titulares en los diarios de la mañana) puede que la canción
nunca hubiese entrado en el tiempo o nunca lo habría interrumpido.
«Les dije a los músicos “si dejáis de tocar, se acabo — cuenta Bob
Johnston de las sesiones que siguieron— , si dejáis de tocar, nunca
volveréis a oír esa canción” . Dylan comenzaba un tema, avanzaba un
tercio y alguien decía “vaya, me perdí eso”. Paraba el bajista o el pia­
nista. Dylan se olvidaba de la canción y nunca la volvías a oír.» «Like
a Rolling Stone» es un triunfo del oficio, la inspiración, La voluntad y
la intención; y a pesar de todas esas cosas, fue también un accidente.
Al escucharla ahora se oye sobre todo cuánto se resiste la canción a
los esfuerzos de los músicos y el cantante. Con la excepción de una
sola toma (cuando fueron más allá de la composición y la convirtie­
ron en un acontecimiento que a lo largo de los años siempre comen­

203
GREIL MARCUS

zaría de nuevo desde su primer compás), están tan lejos del tema y
tan distantes entre ellos que resulta fácil imaginar a Bob Dylan con
ganas de desechar la canción. Sin duda habría tomado algunas frases
y las habría insertado en otras canciones situadas más o menos en
la misma línea, sin molestarse otra vez por esa cosa llamada «Like a
Rolling Stone». Siguiendo las sesiones tal como ocurrieron, por mo­
mentos puede ser más fácil imaginar eso que la grabación final del
disco, que acabaron por atrapar la canción dando vueltas en torno a
ella como cazadores rodeando a un animal escapado una docena de
veces. Eso es después de todo lo que define un acontecimiento: sólo
puede ocurrir una vez. Cuando ya ha sucedido parece inevitable,
pero ni las mejores razones del mundo pueden provocarlo.

204
AGRADECIMIENTOS

Dado que la idea fue suya, puede decirse sin hipérbole que este
libro no existiría sin Clive Priddle, de Public Affairs. Trabajar con
él ha sido un placer constante, como lo ha sido con el director
editorial Peter Osnos, la directora de arte Nina D ’Amario, el dise­
ñador Mark McGarry, el coordinador Robert Kimzey, el director
de ventas Matty Goldberg, el publicista Jaime Leifer y el director
de publicidad Gene Taft. El corrector John Guardiano, la jefa de
proyectos Carol Smith y el encargado del índice Robert Swanson
han hecho un excelente trabajo. En Faber 6L Faber (como ocurre
desde hace años) debo mucho a Jon Riley, y también a Lee Brack
stone, Angus Cargill y Helen Francis. En Kiepenheuer & Witsch
he hallado el entusiasmo y la profesionalidad de Birgit Schmitz
y, demasiado a menudo para mi sosiego, el inagotable saber, la
ilimitada paciencia y el infatigable ojo crítico del traductor Fritz
Schneider. En Donzelli Editore de Roma mi agradecimiento va al
director editorial Carmine Donzelli, la coordinadora Marta Don­
zelli y el muy cordial traductor Andrea Mecacci. En Galaade Edi-
tions de París debo dar las gracias a Levent Yilmaz, Emmanuelle
Collas, Clement Baude, Sophie Lhuillier y el traductor Thierry
Pitel. Wendy Weil y Emily Forland de la agencia literaria Wendy
Weil hicieron (como siempre) que me sintiera afortunado, algo
que también han logrado Anthony Goll de la agencia londinense
David Higham, Christian Dittus y Peter Fritz de la agencia Paul
and Peter Fritz de Zurich, Antonella Antonelli de la Agenzia Lette-
GREIL MARCUS

raria de Milán y Mary Kling, Vanessa Kling, Michèle Kanonidis y


Armelle Piollet de La Nouvelle Agence de Paris.
Hay otras personas cuya ayuda y estímulo han sido indispensa­
bles. Con su jovial laconismo, Jell Rosen de Spécial Rider Music
consiguió que los problemas más enrevesados parecieran sencillos;
sus colaboradores Debbie Sweeney, Diane Lapson, Lynne Okin y
Robert Bower fueron siempre amables y eficientes. Durante gratas
conversaciones y en una carta, Jann Wenner, Al Kooper, Bob Johns-
ton y Michael Pisaro me dieron mucho más de lo que podrían ima­
ginarse, dádiva que he aprovechado hasta la última coma. Cuando
había una actuación de Dylan que yo necesitaba oír, Kevin Reilly
sabía inmediatamente dónde encontrarla y añadía las indicaciones
pertinentes para la búsqueda de nuevas e inconcebibles joyas. Cuan­
do me topé con la tira cómica de Mick Brownfield supe que él había
captado el asunto tratado en este libro de un modo para mí inalcan­
zable: le doy las gracias por decir que sí cuando le pregunté si sería
posible colocar su versión de «Like a Rolling Stone» junto a la mía.
No podría haber trabajado sin el apoyo cálido y entusiasta de Sony
Legacy; Jell Jones, John Jackson, Tom Cording y, sobre todo, Steve
Berkowitz me proporcionaron una valiosísima ayuda en forma de
grabaciones y fotografías. Sean Wilentz dio con el título y el subtítu­
lo una mañana de septiembre en un taxi de Nueva York.
Tengo una deuda especial con las personas e instituciones que
a lo largo de los años me han dado la oportunidad de poner a
prueba algunos de los temas y algunas de las palabras que han aca­
bado en estas páginas: Bill Strachan, de Henry Holt; la Dorothy
and Lillian Gish Foundation; Joe Levy, de la revista Rolling Stone\
el Centre Georges Pompidou de París; Michel Braudeau, de La
Nouvelle Revue Française; la traductora Julia Dorner; John Harris
y el J. Paul Getty Muséum; Robert Hull, de Time-Life Music; Pe-
rry Richardson, de A Publishing; Steve Wasserman, del Los Ange­
les Times Book Review; Ingrid Sischy, Graham Fuller, Scott Cohen

206
AG RAD ECIM IEN TO S

y Brad Goldfarb, de Interview, Jack Bankowsky, David Frankel y


Sydney Pokorny, de Artforum; Bill Wyman, de Salon; Wendy Les­
ser, del Threepenny Review, Lindsay Leonard y Sarah Howell, de
BBC Birmingham; y Melissa Maerz y Steve Perry, de City Pages
(Minneapolis).
Otras personas me han ayudado con ideas, discos, fotos de archi­
vo, viejas cartas, publicaciones raras, opiniones y sugerencias, no­
ticias frescas, una mano amiga o su simple presencia: Liz Bordow,
Sue D ’Alonzo, Glen Dundas, Barry Franklin, Mike Gordon, Terry
Gross (de Fresh Air), Andy Kershaw, C. P. Lee, Bill Marcus, Cecily
Marcus, Emily Marcus, David Gans (deTruth and Fun), B. George
(del ARChive of Contemporary Music), Dave Marsh, Paula Radice,
Mary Rome, Bob Steiner, Patrick Thomas, Steve Weinstein, Greg
Tomeoni (de Copy Central en Berkeley), Eric Weisbard (del Expe­
rience Music Project de Seattle), David Vest, Sara Bernstein, Tony
Glover, Hanns Peter Bushoff, Charlie Gillett, Henk Jacobs y, espe­
cialmente, Steve Mack.
Como observó Jenny Marcus cuando me llamó Clive Priddle, de
un modo u otro he estado escribiendo este libro desde que «Like a
Rolling Stone» anda por el aire. Oímos a Bob Dylan cantarla en el
Berkeley Community Theater en diciembre de 1965, en el Grand de
San Francisco en octubre de 2004 y en otras muchas otras ocasiones
gratas o ingratas, previstas o imprevistas. Todo ese tiempo.
B ib lio te ca s P u b lic a s
C o m u n id a d de M a d r id
7354211

U K E A IL ÍI-.S T O N E
BOB DYLAN EN LA ENCRUCIJADA memoria (no sólo musical) del hombre contempo­
Greil Marcus ha escrito la biografía de una canción ráneo. Aquí se narra la aventura de esa canción.
mítica. Grabada el 16 de junio de 1965, «Like a
Rolling Stone» se incorporó inmediatamente a la «Greil Marcus es sencillamente inigualable no sólo
iconografía de su época, y con tanta fuerza que como cronista ¿(ti rock, sino también como
varias décadas después sigue evadiendo los zar­ historiador de la cultura.»
pazos del tiempo. Los músicos reunidos en el es­ Nick Hornby
tudio deambularon por una veintena de pruebas
baldías persiguiendo algo inasible que sólo atrapa­ «Marcus ha situado a Dylan en lo más hondo del
ron durante la cuarta toma del segundo día. Habían universo norteamericano, ese magma de voces
dado inopinadamente en el clavo, y ahí quedó una nativas donde emergieron alquimistas como Walt
versión que nadie ha mejorado, ni siquiera el pro­ Whitman, John Ford y Chuck Berry.»
teico Dylan con sus veleidosas interpretaciones. Jonathan Lethem, NewYork Times Book

El itinerario de Dylan como cantante folk y la pre­ «Su obra crítica es, seguramente, la más imagina­
latura que le habían asignado como «voz de su tiva entre las realizadas hoy día, pero hay más que
generación» llegaban entonces a un callejón sin eso: es una luz en un tiempo oscuro.»
aparente salida: el nuevo paisaje que los Beatles y Luc Sante, New York Magazine
otros grupos habían diseñado representaba para
él un desafío y un llamamiento. Marcus evoca en «Una aproximación esencial a la historia viva del
estas páginas la atmósfera cordial y ferozmente rock.»
competitiva en que se movían los astros de la Rolling Stone
música hacia 1965 (año, conviene recordarlo, sa­
cudido también por conmociones como «Help!» o «Greil Marcus, crítico de formidable erudición y
«Satisfaction»): Dylan vibraba en ese medio, ab­ escritor de envidiable maestría, ha construido
sorbía todas las influencias, reaccionaba a todos sobre los cimientos del rock y a lo largo de tres
los estímulos y supo destilar la energía, la rabia y décadas su propia escuela de estudios norteameri­
la ansiedad que lo embargaban en una composi­ canos. [...] Su libro es una hazaña no menor que
ción de seis minutos que cuarenta y cinco años la propia canción de Dylan.»
después permanece como un hito imborrable en la Los Angeles Times

Entre los libros escritos por GREIL MARCUS destacan The Oíd, WeirdAmerica, Traces (Rastros
de carmírr, Anagrama, 2005), Mystery Train (Mystery train: imágenes de América en el rock &
Círculo de Lectores, 2003), TheShape of Thinmto Comeo TheDustbinofHistory. Durante los últimos
años ha publicado numerosos artículos en ThMiew York Times, Salón, Esquire, Interview, CityPages y
Art Forum. En las universidades de Princeton y California (Berkeley) imparte cursos sobre temas como
«la voz profética norteamericana» o «práctica de la crítica».

9788496879515

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