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Translocalidad y la antropología de los

procesos globales: saber y poder


en Chiapas y Yucatán
Por
Steffan Igor Ayora Diaz
u n iver s i da d au t ó n o m a d e y u c at á n
c o r n e l l u n iver s i t y

resumen
This paper proposes a critical reflection that validates the concept of translocality. I argue
that the notion of locality, although indispensable in anthropology, often inscribes or even
“locks up” culture in time and space, thus contributing to the institutionalization of the
global-local dichotomy. In contrast, and supplementing it, translocality, as a concept,
requires the recognition of forms of cultural exchange where the relations among blurred
local groups foster the production of cultural hybrids and the transcendence of dichotomies
that essentialize the local. Using my fieldwork in Chiapas and Yucatan, Mexico, where I have
studied “local” medical knowledges, gastronomy, and identity, respectively, I uncover the
mechanisms that produce forms of action that transcend the spatial-temporal limits
generally presumed by the concept of “locality” and that are deployed to counter new forms
of cultural colonialism. Looking at medical knowledge among speakers of different
indigenous languages in Chiapas and at nutritional and dietetic knowledge in Yucatán,
I show how, “locally”, individuals and groups of people engage in forms of negotiation and
appropriation of universalized discourses, to forge culturally hybrid discourses that
are inscribed in the interstices of the global and the local. I argue that the concept of
“translocality” suggests shifting temporal and spatial attributes that help us overcome the
conceptual limits imposed by the local-global dichotomy. It also prevents representations
of the local as static and unchanging forms anchored in a definite territory.
PALABRAS CLAVES: translocalidad, conocimiento científico, colonialismo cultural,
Chiapas, Yucatán. KEYWORDS: translocality, scientific knowledge, cultural
colonialism, Chiapas, Yucatan.

Journal of Latin American and Caribbean Anthropology,Vol. 12, No. 1, pp. 134–163. ISSN 1935-4932, online ISSN 1925-4940.
© 2007 by the American Anthropological Association. All rights reserved. Please direct all requests for permissions to
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http://www.ucpressjournals.com/reprintinfo/asp. DOI: 10.1525/jlaca.2007.12.1.134

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M i objetivo en este ensayo es presentar una crítica al concepto de localidad
en su uso más generalizado en la antropología y otras disciplinas sociales. A lo largo
de la historia de las ciencias humanas se ha sedimentado una forma de compren-
sión que enlaza y naturaliza las relaciones entre localidad, comunidad y cultura. Los
trabajos tempranos de Tönnies (1955) y Herder (2004) contribuyeron de manera
directa e indirecta al proceso de inscripción de la comunidad y la cultura en el espa-
cio de lo local, favoreciendo así la escisión de las dimensiones espacial y temporal.
Tal como la crítica de Fabian (1983) y Said (1978) ha revelado, categorías a las que se
les adscribe el carácter objetivo de descripciones (p. ej., comunidad, tribu, etnia)
inscriben/naturalizan la diferencia espacio-temporal al colocar el “Otro” en un
espacio y tiempo esencialmente distintos del ocupado por la sociedad hegemónica
(ver Ayora Diaz y Vargas Cetina 2004). Es en contra de esta tendencia que sostengo
que el concepto suplementario de “translocalidad” puede servirnos para superar las
implicaciones esencializantes del concepto de “localidad”, aún cuando por necesi-
dad disciplinaria debamos de mantener su uso. Como hago evidente a lo largo de
este ensayo, la naturalización de la relación entre estos conceptos se encuentra
enraizada en la articulación de distintos imaginarios que hacen aceptable el sentido
“natural” de esa relación.1
En el campo contemporáneo de la generación del conocimiento encontramos
que existe simultáneamente una tendencia a la fragmentación de las grandes narra-
tivas junto con la tendencia a defenderlas de cualquier forma de amenaza. A pesar
de múltiples cuestionamientos, apoyada en el poder militar y económico, en el
poder de las instituciones del Estado moderno, y en la hegemonía de la tecnología
y de la racionalidad en el imaginario moderno, la ciencia, forma culturalmente
específica de producir el saber, se ha erigido en el tamiz por el cual todos los demás
saberes deben de pasar para establecer su propio valor (Ayora Diaz 2005; Palmie
2002; Prakash 1999; Worsley 1998).
La lógica racional-instrumental que caracteriza a las instituciones del estado-
nación moderno ha contribuido al establecimiento irreflexivo de este juicio de valor
sumario, facilitando la hegemonía del saber científico y permitiendo sostener e
imponer la conclusión de que existe una jerarquía entre, por una parte, formas de
saber objetivas, verdaderas y universales y, por otra, múltiples formas subjetivas,
culturales, morales y parciales (ver, por ejemplo, Habermas 1974; Megill 1994;
Mignolo 2000; Trouillot 2003). A la larga, la hegemonía de las primeras justificaría
su financiamiento, su apoyo, su difusión y la imposición de sus criterios sobre las
otras formas de saber, ya que, como consecuencia lógica de este discurso, en con-
traste con lo particular, lo universal se reconoce como un bien mayor.
Los siguientes ejemplos buscan resaltar la coexistencia y simultaneidad de dis-
tintas tendencias: por una parte, distintos discursos originados en distintas disci-
plinas tienden a articularse y suplementarse los unos con los otros, constituyendo

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la lógica (y la fuerza de esta lógica) racional, objetiva que inscribe lo local en el polo
opuesto de lo global. Por otra parte, la reflexión crítica impulsada por los distintos
grandes eventos del siglo XX (incluida de maneras varias y a veces vagas bajo el
título de “pensamiento posmoderno”) han contribuido a erosionar, progresiva-
mente, las certezas monolíticas de la sociedad homo/hegemónica, cuestionando así
las dicotomías conceptuales establecidas en el pensamiento moderno. Es así que
pueden contextualizarse y entenderse las reacciones al cuestionamiento de los
universales y grandes narrativas. Por ejemplo, reconociendo que el imaginario del
Atlántico Norte se sustenta en oposiciones dicotómicas entre lo moderno y lo tradi-
cional, lo global y lo local, lo racional y lo irracional, lo epistemológico y lo gnósico,
podemos entender como el ensayo publicado por C. P. Snow, Las dos culturas (1959),
se articula con estrategias discursivas, religiosas y políticas, que se traducen en la
subordinación de saberes locales y culturales específicos. Snow argumentaba que
existen dos culturas que recorren caminos diferentes y cuyas racionalidades no
pueden coincidir: aquella científica, moderna, racional, con validez universal, y
aquella que basa sus juicios y acciones en valores culturales de aplicación subjetiva
y parcial. En el Congreso Internacional de Antropología que tuvo lugar en Floren-
cia, Italia, en 2003, era posible escuchar los ecos de los argumentos que Snow avan-
zase, hace casi 50 años, en argumentos racionales/objetivos que buscaban justificar
una estructura jerárquica al interno de las “ciencias de la vida”. En la óptica de los sus-
tentantes, en esta jerarquía las ciencias biológicas y médicas ocuparían una posición
de liderazgo, mientras que la antropología, con su enfoque cualitativo e interpreta-
tivo, sería asignada un papel subordinado en la producción del saber (el primero por
ser universal y el segundo por sus lazos con la localidad). Esta propuesta de estruc-
turación del poder dentro de la lógica del conocimiento nor-atlántico (que no ha
dejado de encontrar oposición dentro de la misma comunidad académica) y el temor
a las formas locales de entender el mundo (porque amenaza con fracturar las insti-
tuciones de la ciencia) permiten entrever que ni siquiera la cultura nor-atlántica, ni
sus formas de saber, son de carácter monolítico.
Otro ejemplo revelador de esta lógica fue la noticia difundida por la prensa
mundial cuando el 28 de abril de 2005, Joseph Ratzinger, en ese entonces Carde-
nal y hoy Papa de la iglesia católica, Benedicto XVI, declaraba la necesidad imper-
ativa de defender a la ortodoxia de la “dictadura del relativismo”. Ratzinger
redefinía la ortodoxia como blanco de las amenazas constituidas por formas de
pensamiento alternativo que resisten la autoridad patriarcal, moral y política del
código nor-atlántico universalizado. En este tipo de discurso, las formas locales y
particulares de conocer e interpretar el mundo se transforman en amenazas a la
integridad de la visión universal/izada de las culturas del Atlántico Norte. De ma-
nera análoga, como sugiere Mignolo (2000), la consolidación de la “ciencia” convierte
discursos gnósicos culturalmente específicos en “epistemológicos”, universalizando

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y diseminando valores y perspectivas que surgieron en el marco específico de la his-
toria de transformaciones sociales, culturales, políticas, económicas y tecnológicas
ocurridas en las sociedades del Atlántico Norte. La consolidación de la ciencia ha
cimentado la institución de una jerarquía de saberes que legitima la supresión o, al
menos, el silenciamiento de otras formas de saber. Esta autoridad encontraría su
fundamento en el imaginario social radicado en lo que Mignolo (2000, 2002, 2005)
llama la diferencia colonial y Trouillot (2003) identifica cómo el “espacio del salvaje”.
Los antropólogos y antropólogas llevamos ya, desde distintas perspectivas y
alcanzando distintas conclusiones, décadas de revaloración y redimensionamiento
de los saberes locales en distintos ámbitos de la vida humana (ver, por ejemplo,
Burke 2000; Geertz 1983; Goody 2000; Hess 1995; Levi-Strauss 1968; Obeyesekere
1997; Sahlins 1976, 1996; Rosaldo 1980; Worsley 1998). Sin embargo, ha sido sólo
recientemente que estos esfuerzos se han acompañado de una reflexión y crítica de
las formas institucionales de colonialismo y neocolonialismo. Ésta ha sido una tran-
sición difícil aún para quienes invierten buena parte de su vida en el activismo
político y la defensa de los dominados. Por una parte, los procesos socio-políticos
contemporáneos han dirigido nuestra atención hacia las articulaciones global-
locales desestabilizando formas establecidas de entender la “comunidad”, mientras,
por otra parte, la necesidad de identificar actores sociales legítimos para su apoyo,
lleva a la re-inscripción de los sujetos en el espacio y tiempo de la “comunidad”
local/tradicional (Castells 1997; Escobar 1994). Esta aporía radica, al menos en parte,
en el hecho que, para quienes nos dedicamos a la investigación antropológica, nues-
tra concepción del saber y de la ciencia ha sido instituida por la universidad y otras
formas institucionales de aprendizaje que, por necesidad, son in/formadas por la
misma historia, la misma estructura de relaciones de poder y las distintas formas de
colonialismo que han permitido su existencia (Bourdieu 1988; Burke 2000; Goody
2000). Es necesario recordar que en las sociedades del Atlántico Norte la enseñanza
universitaria y la imprenta surgieron de las preocupaciones e intereses de diversas
instituciones eclesiásticas: las universidades comenzaron como centros de
preparación intelectual religiosa y la producción de textos impresos estuvo larga-
mente bajo control de las distintas iglesias (Roberts, Rodríguez Cruz y Herbst 2006;
Scott 2006). En consecuencia, quienes nos hemos convertido en investigadores e
investigadoras sociales nos hemos apropiado de los valores, principios y cosmo-
visión de la ciencia. Esta “naturalización” de las certezas acerca de la superioridad de
la sociedad “moderna” y de sus formas acompañantes de saber y tecnología permite
entender cómo, entre antropólogos y antropólogas, hay quienes buscan honrar los
conocimientos locales elevándolos al status de formas semicientíficas de saber
(ver, por ejemplo, Berlin et al, 1996). Estas estrategias no-reflexivas contribuyen así,
quiero pensar involuntariamente, a la subordinación y colonización tanto de la vida
cotidiana como de los saberes trans/locales.2

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En este ensayo quiero insistir en la necesidad de realizar una crítica reflexiva
continua de las estrategias disciplinarias discursivas y práxicas que buscan reposi-
cionar los conocimientos locales. Para ello, en primer lugar, presentaré una revisión
crítica de la categoría de “conocimientos locales” para luego, basado en mi propia
experiencia de investigación, ejemplificar las formas en que la falta de reflexividad
convierte a los conocimientos científicos, en estos casos médicos y dietéticos, en
formas de neocolonización cultural del saber y, en consecuencia, de legitimación de
la subordinación de grupos dominados. Mi propuesta es que es necesario recono-
cer las distintas formas en que el concepto de “translocalidad” suplementa el de
“localidad”, sirve de soporte para entender la multiplicidad y heterogeneidad de los
saberes, y para prevenir o, al menos, criticar su reificación y esencialización, sea
como universales o locales.

¿Saberes locales o translocales?

La pregunta es claramente retórica. Después de décadas de estudios sociológicos,


antropológicos, históricos y económicos sobre la globalización, es cada vez más difí-
cil sostener, sin basarse en saltos lógicos o actos de fe, que los grupos socioculturales
están inextricablemente ligados, sea a un tiempo o a un espacio específico (Amselle
1999; Ayora Diaz y Vargas Cetina 2004; Wolf 1982). Los primeros estudios sobre la
globalización cultural subrayaban las articulaciones local-globales, las convergen-
cias y divergencias entre las distintas dimensiones del proceso de globalización pero,
salvo declaraciones de intención, se postergaba la discusión de la naturaleza de los
grupos identificados como “locales”. El trabajo pionero de Eric Wolf (1982) sirvió de
llamada a las y los antropólogos para examinar las conexiones de los fenómenos
locales con aquellos globales. Sin embargo, se continuaba pensando lo local a par-
tir de un grupo de individuos ligados a un territorio, con prácticas culturales claras,
precisas y distintas de las de otros grupos, y con fronteras muy bien delimitadas. Las
convergencias, divergencias y articulaciones se daban gracias a las distintas formas
de intercambio entre las culturas locales y aquella global (en singular). Lo local con-
tinuaba atado al espacio y lo global, desprendido del espacio, se convertía en una
fuerza a ser resistida, rechazada, apropiada, adaptada, adoptada o impuesta sobre lo
local. Más adelante, Michael Kearney (1996) demostró las formas en las que los pro-
cesos económicos globales establecen formas transnacionales de organización de la
producción que han permitido transformar la experiencia y el sentido de lo local
(ver también Torres 1997). En manera complementaria, la propuesta de Clifford
(1997) de ver a las culturas como en continuo movimiento, y desligadas del espacio,
nos lleva a cuestionar la inmanencia de los lazos entre la localidad y la cultura.
Gupta y Ferguson (1997a), por su parte, han sugerido que es más bien necesario

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examinar las formas en las que los sujetos construyen la localidad, contribuyendo
así a desestabilizar la naturalización de la relación entre lugar y cultura. En el con-
texto de procesos global-locales los grupos sociales se ven en la necesidad de cons-
truír significados o de apropiarse de códigos universalizados con el fin de crear
condiciones que permitan encontrar sentido en lo local como opuesto a las fuerzas
de lo global (Gupta y Ferguson 1997b).
Es en este contexto que tenía sentido, hasta recientemente, pensar de maneras
críticas la globalización o la situación postcolonial mediante la formulación de
estrategias políticas, culturales, y demás, para defender, revitalizar, proteger las cul-
turas locales (Escobar 2001; Gibson-Graham 2006).3 Sin embargo, el énfasis en lo
local no siempre conlleva una reflexión crítica acerca de las condiciones globales
que legitiman los códigos universales (Mignolo 2005). Sin ese cuestionamiento,
pensar en la inscripción espacial de las culturas permite reproducir (aún mediante
su inversión) formas jerárquicas de lo global y lo local. Reivindicando la inscrip-
ción espacio-temporal de las culturas se puede sostener que éstas habrían pro-
ducido un saber,“local”, que es el resultado de su relación (más o menos) armónica
con la ecología y con otros seres humanos. Su saber sería consecuentemente el
resultado de la sedimentación histórica de conocimientos acumulados a lo largo
de siglos, o milenios, según el grupo del que se hablase. Por ejemplo, según una
convención narrativa, los indígenas habrían resistido su asimilación y rechazado
formas culturales ajenas, consolidando un corpus de saber específico y propio, que
meritaría los esfuerzos de intelectuales y activistas (así como, más recientemente,
de agencias internacionales) para protegerlos (ver, por ejemplo, Castellano 2002;
Dei, Hall y Rosemberg 2002; Holmes 2002; McIsaac 2002; Wane 2002). Estos gru-
pos, claramente identificables como un solo sujeto colectivo, serían entonces
capaces de resistir o de combatir a los agentes de la globalización homogenizante.
En esta lucha, la autenticidad de las culturas se convertiría en un criterio para
decidir quiénes ameritarían el interés, atención y ayuda de los intelectuales y
activistas.
La consecuencia, para estos grupos locales, es que frecuentemente han sido cons-
treñidos, sea por el Estado que por grupos no gubernamentales, a reificar y par-
alizar sus prácticas culturales o a transformarlas para adaptarlas a las definiciones
impuestas desde fuera (por el Estado, la Organización Internacional del Trabajo, el
Fondo Monetario Internacional, el Banco Interamericano de Desarrollo, u otras
agencias de “desarrollo”. Ver, en particular, la crítica desarrollada por Escobar 1994).
La situación se ha hecho aún más crítica ante las maniobras de grandes corporaciones
transnacionales que buscan privatizar y apropiarse de recursos agrícolas, medici-
nales, y culturales de diversa índole, esenciales para la supervivencia de distintos
grupos humanos (ver también los artículos de Hutchins y Viatori en este número
de JLACA). Esta situación ha sido ampliamente denunciada desde distintos ángulos

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y en distintos medios de comunicación (ver, entre tantos, Hayden 2003; Nigh 2002;
Shiva 1997). No obstante, como antes he argumentado (Ayora Diaz 2002), distintas
formas de “ayuda” a la población local se convierten en un “regalo envenenado;” es
decir, en herramientas de neocolonización cultural que en su forma más benigna
dejan sin cuestionar las definiciones de lo “local” y en formas más extremas impo-
nen sobre distintos grupos que reciben ayuda, estructuras y formas de significación
que corresponden a la lógica universal de la cultura del Atlántico Norte (ver tam-
bién Trouillot 2003). Esto es porque frecuentemente se olvida que estas definiciones
han sido formadas precisamente en los centros de poder y, aunque negociadas y
resignificadas localmente, contienen en su núcleo las premisas de la esencialización
cultural. Esta esencialización es resultado de un proceso de sedimentación y afir-
mación de estructuras dicotómicas y polarizadas que excluyen matices y posi-
cionamientos en medio de los polos. En consecuencia, esta esencialización obliga a
grupos que podrían ser entendidos y auto-representarse cómo en continuo flujo y
transformación, así cómo a sujetos que creativamente desarrollan sus propias
estrategias de apropiación e hibridación, a silenciarse, mimetizando y tomando las
características “deseables” que impone el imaginario nostálgico de los benefactores
de la cultura neo-colonial (Bhabha 1994).
Por tanto, estas formas de entender las relaciones global-locales, que privilegian
lo local, han dejado de lado precisamente el hecho de que la “localidad” es una cons-
trucción analítica que ha sido utilizada como un avatar que desvía la atención de
la complejidad de los procesos de negociación y construcción cultural y de las
estructuras sociales.4 Durante la reflexión y el análisis de los procesos culturales esta
definición de “localidad” ha tenido también como consecuencia la subordinación
de los procesos de intercambio cultural entre distintos grupos llamados “locales”. Si
bien el término de hibridación ha sido acuñado para describir los resultados de
alguna forma de intercambio, en algunos casos (pace García Canclini 1991), el tér-
mino mantiene o depende de la reificación de las culturas “moderna” y “tradi-
cional”, y deja sin cuestionar las relaciones de poder inscritas en las formas híbridas
(ver, entre otras, las críticas en Ayora Diaz 2002; Beverley 1999; Friedman 1997; Shepherd
2004). Aunque no desarrollaré más este argumento en este ensayo, me parece
importante señalar que el trabajo de Bhabha (1994), Lash (2003) y Pratt (1999), se
encuentran entre aquellos que apuntan hacia una crítica de las implicaciones colo-
niales al analizar los procesos de hibridación que surgen de las formas heterogéneas
de articulación local-globales que se negocian en cada lugar. Estos autores, en
pocas palabras, sugieren la necesidad de pensar cómo se constituyen histórica y
estructuralmente distintas “terceras culturas” que ocuparían lugares intermedios,
marginales e intersticiales entre los extremos de la polarización global-local. Al con-
servar esta dicotomía conceptual se mantiene oculto el hecho que todas las culturas
son el resultado de estas articulaciones translocales.

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Es con base en la necesidad de superar esa dicotomía que las y los antropólogos
podemos encontrar que el concepto de translocalidad ofrece ventajas suplementarias
sobre el concepto de localidad, especialmente en este inicio de siglo, cuando es ine-
ludible tomar en cuenta el complejo proceso de globalización. En primer lugar, por
remitirnos a los cambiantes procesos de intercambio cultural en una multiplicidad
de escalas,5 y al entender a éste, a su vez, como in-formado por las distintas pecu-
liaridades y trayectorias históricas de los grupos en interacción, el concepto limita
nuestras posibilidades de reducir lo translocal a una forma universal que permitiría
establecer leyes acerca de las formas y resultados de la translocalidad: lo translocal es
distinto en cada localidad y es el producto de condiciones distintas de relación entre
distintas formas de lo local-local y lo local-global. Segundo, el concepto de translo-
calidad nos impide partir de la premisa de que existen grupos humanos aislados,
estáticos e impermeables al intercambio de prácticas y formas culturales. En tercer
lugar, nos remite a la dimensión diacrónica de las culturas, no en el sentido de la
búsqueda de sus raíces en el pasado, sino del reconocimiento de su “ser-proceso”. En
vez de pensar en continuidades a-históricas en las culturas, nos vemos obligados a
revelar las formas históricas de re-significación de las prácticas y discursos culturales
que parten de la necesidad histórica de formas distintas de intercambio entre distin-
tos grupos humanos. Así, el concepto limita las posibilidades de encadenar a los gru-
pos humanos a estructuras y contenidos fijados de una vez por todas, sea en el
espacio o el tiempo. Por ejemplo, si un sistema binario de oposición caliente-frío
hubiese existido antes de la expansión europea al continente americano, no podemos
asumir que el sistema de oposición usado por grupos sociales contemporáneos, indí-
genas o no, sigue siendo el mismo después de 500 años de colonización cultural
(o que estos grupos permanecen anclados en un tiempo distante en el que mantienen
ese sistema antiguo de significación). Por el contrario, debemos de examinar en cada
caso cómo distintos estratos de significación han sido añadidos en las relaciones de
dominación y colonización cultural entre estos grupos locales y las distintas culturas
con las que se han encontrado a lo largo de estos siglos. Cuarto, porque las formas de
intercambio no son nunca simétricas, por necesidad el concepto “translocalidad”nos
obliga a revelar las estructuras desiguales de poder involucradas en dicha relación
entre culturas. El concepto de translocalidad nos permite traer de vuelta a la dis-
cusión precisamente la complejidad que se soslayaba, o cuya discusión se postergaba,
al hablar, en términos generales, de articulaciones local-globales (Trouillot 2003;
Tsing 2005). Aquí es de particular relevancia el papel que tienen distintos mediadores
de la transformación social o cultural. Como Tsing (2005) ha mostrado, en ocasiones,
son elites o distintos actores locales quienes median estos procesos pero, con fre-
cuencia, son miembros de ONGs y empleados de las instituciones del Estado quienes
cumplen con el papel de vehículos y mediadores en la construcción de lo local y de
la articulación de lo local-local, lo local-global y, en consecuencia, de lo translocal.

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Así como la modernidad no es la misma en todas partes, la translocalidad produce
formas particulares que diferencian a unos grupos de otros. El saber científico cos-
mopolita se plantea universal y esconde su especificidad cultural. Sin embargo, al ser
apropiada o resistida, adoptada o adaptada, la ciencia, en su translocalidad, es dis-
tinta en todas partes. Esto es, en parte, por que no podemos pensar en grupos cul-
turales ligados a un tiempo o un espacio y que, desde su condición esencial,
“desaparecen” o “resisten” al inter/cambio. Más bien, necesitamos reconocer como
cada cultura es ya, y desde siempre, el resultado de la sedimentación de múltiples
intercambios a lo largo del tiempo y que, desde esa condición, se encuentra en con-
stante negociación con otros grupos para poder establecer, de manera provisional,
los elementos relevantes para su auto-identificación (ver también Amselle 1999 y
Shepherd 2004).

Ciencia, translocalidad y neo-colonialismo

Cómo ya he discutido antes con respecto al conocimiento médico en Chiapas


(Ayora Diaz 2002) y Shepherd (2004) ha mostrado con respecto al conocimiento
agrícola en Perú, aún hoy día investigadores y medios de comunicación continúan
sosteniendo la noción de que la ciencia moderna ha logrado alcanzar “objetividad”
y depurarse de sus valores y premisas culturales. Este trabajo de “purificación” es
importante, al menos en su dimensión retórica, para justificar el reclamo de supe-
rioridad del saber científico sobre otras formas de saber y el silenciamiento de for-
mas híbridas (Latour 1993). Otros autores, como Harding (1998) y Hess (1995), han
argumentado que la ciencia y la tecnología son el resultado de transformaciones
más generales en las sociedades en que se originan y su transferencia a otras
sociedades no es neutral. La transferencia de tecnología o conocimientos científicos
de una sociedad a otra se hace acompañada de los valores culturales de la sociedad
que realiza la transferencia. Aunque puede reconocerse que la transferencia se reali-
za en condiciones de intercambio que transforman a ambas sociedades, me parece
que es siempre importante mantenerse alerta ante las desigualdades estructurales
de poder que le dan forma. En el mundo contemporáneo la hegemonía del saber
científico sobre otras formas de saber tiende a deslegitimar los conocimientos de
grupos subordinados, sea dentro del Estado-Nación como en la red de relaciones
internacionales. En ningún caso podemos olvidar que en estos procesos de neoco-
lonización participan también, directa o indirectamente, diversas corporaciones
transnacionales cuyos intereses son frecuentemente protegidos tanto por los mis-
mos Estados-Nación como por formaciones supranacionales como el Banco Inter-
americano de Desarrollo, el Fondo Monetario Internacional, la Organización
Internacional del Trabajo, y por tratados transnacionales ejemplificados por el TLC

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y la Unión Europea. Estos procesos deben ser entendidos en la articulación de sus
distintos planos: al mismo tiempo que se producen nuevas formas de colonización
cultural, se pone el énfasis en definiciones de lo local que hacen radicar la cultura
en la comunidad, y ésta, a su vez, en espacios circunscritos.
A continuación ilustraré estas formas de colonización basándome en mi expe-
riencia de investigación tanto en Chiapas como en Yucatán. En Chiapas, entre 1995
y 1999, realicé una investigación sobre las formas de saber médico entre grupos
“locales” de las regiones Altos y Frontera. Desde enero de 2000 estoy realizando una
investigación en Yucatán sobre gastronomía e identidad. El dedicarme a la gas-
tronomía me ha obligado a prestar atención a los discursos dietéticos y nutricionales
que juzgan y frecuentemente descalifican como dañinas formas culturalmente signi-
ficativas. En ambos casos, privilegiar la localidad funcionaría como impedimento
para detectar las formas, momentos y procesos de negociación y re-significación
que la noción de translocalidad nos obliga a reconocer.

Chiapas: La apropiación científica de las medicinas translocales


El caso de las medicinas indígenas/locales de Chiapas es importante para analizar la
manera en la que se construye lo local durante el proceso de colonización cultural
y, al mismo tiempo, los agentes de esta colonización se convierten en artífices de la
translocalidad retóricamente negada. La región Altos de Chiapas ha sido objeto de
múltiples intervenciones por parte del gobierno nacional y de agencias y organiza-
ciones no gubernamentales con lazos transnacionales. Desde el inicio de la segunda
mitad del siglo XX, con la instalación del primer centro coordinador indigenista del
país, los poblados de hablantes de tzotzil y tzeltal se convirtieron en blanco de
estrategias de cambio cultural dirigido (Kohler 1977) que inauguraron una nueva
fase en la historia de colonialismo interno del Estado mexicano. Aunque estos cam-
bios eran dirigidos a distintas esferas de la vida local, y para cada una de ellas se
reclutaron intermediarios culturales entre los expertos locales, el caso de la medic-
ina fue distinto. En particular, los médicos identificados como “curanderos” e “indí-
genas” de estas poblaciones fueron explícitamente excluidos por ser considerados
agentes de la tradición y opuestos al cambio (Kohler 1977). Los distintos esfuerzos
del Instituto Nacional Indigenista y de las instituciones de salud se dirigían hacia el
desplazamiento gradual e inexorable de conocimientos médicos “tradicionales” que
estas agencias consideraban supersticiones y un riesgo para la salud de los
pobladores de la región. En efecto, Harman (1974), cuyo trabajo estuvo ligado al INI,
hablaba de la existencia de una medicina de “transición”. Aunque ésta incluía los
esfuerzos creativos de los habitantes de Yochib por resignificar el saber propio, por
apropiarse del cosmopolita y combinarlos, anunciaba, según la interpretación de
este autor, la consolidación del saber médico científico en la región.

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Figure 1 Un jardín de plantas medicinales en poblado tzotzil de Chiapas.
Fotografía de Steffan Igor Ayora Diaz.

Las transformaciones globales de la segunda mitad del siglo XX obligaron al


Estado mexicano a reconocer la necesidad de recuperar los saberes valiosos de las
culturas indígenas nacionales. A partir de entonces las instituciones de salud del
Estado comenzaron a realizar estudios para detectar plantas medicinales que pu-
diesen aportar soluciones a las carencias del Estado para cumplir la meta de salud
universal (Lozoya y Zolla 1983). Desde entonces hasta el presente las agencias del
Estado, las Organizaciones no Gubernamentales, y las corporaciones transna-
cionales han dirigido sus financiamientos hacia la recuperación, privatización y
apropiación de conocimientos médico-herbolarios (Ayora Diaz 2000, 2002, 2003a,
2005). Por una parte, el Estado y sus instituciones iniciaron proyectos de investi-
gación para la identificación de plantas medicinales que “objetivamente” contu-
viesen elementos biológicos activos. A este esfuerzo se sumaron pronto corporaciones
farmacéuticas transnacionales (Nigh 2002). Por otra parte, los asesores médicos del
INI comenzaron a promover la herbolaria como la medicina indígena. Los centros
del INI se volcaron hacia la “recuperación” de estos recursos desfavoreciendo las
otras formas de conocimiento médico de los grupos locales. Así, las prácticas médi-
cas translocalmente significativas, basadas en rezos, limpias, y otras intervenciones
poco convencionales desde la perspectiva cosmopolita fueron relegadas a los rin-
cones de los museos y menospreciadas como prácticas sin fundamento. En Chiapas,
al tiempo de mi investigación, eran las comunidades, y no los individuos, las que
eran formalmente aceptadas como miembros de las organizaciones de médicos
tradicionales, y la demostración del conocimiento y la práctica herbolaria por parte

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de los médicos (en forma individual) jugaban un papel primordial entre las condi-
ciones de admisión (Ayora Diaz 2000, 2002, 2003a). Sin embargo, la asociación del
médico local con la organización era contingente a su saber y a la membresía de su
comunidad de pertenencia.
Al realizar mi investigación, entre miembros de ONGs y burócratas del Estado,
una de las formas dominantes de describir a los grupos de “indígenas” era la de lla-
marlos “comunidades”. Su definición como “comunidades” los fijaba a la localidad
debido a que este concepto enfatiza las ataduras de los grupos a formas espacio-
temporales (no-occidentales, tradicionales), sus lazos de hermandad sanguínea
(racial o étnica) explicables por su anclaje territorial, y de armonía social (Ayora
Diaz 2003b). Después de décadas de colonialismo cultural, los términos de “medi-
cina indígena” y “medicina tradicional” se encontraban bien establecidos y ligados
a una forma culturalmente esencializante de lo indígena. En un intento por evitar
las connotaciones alocronizantes y orientalizantes de esos términos, comencé a
referirme a esta medicina como “local”. Conforme avanzaba mi investigación
comencé a darme cuenta que esos términos (indígena, tradicional, maya) reducían
la heterogeneidad de medicinas y saberes médicos locales a uno sólo (la herbolaria),
contribuyendo a fijar el conocimiento cultural. La dicotomía conceptual “local-
global”, aunque productiva, contribuía también a reducir la diversidad de articula-
ciones y des/encuentros entre formas distintas de saber médico a las relaciones
entre la medicina científica y la medicina indígena (en singular), tradicional, no-
occidental, local. Aunque la multiplicidad de los grupos locales sugería la multipli-
cidad de saberes médicos, ésta no conducía, necesariamente, al reconocimiento de
los intercambios local-local que, en su articulación con los fenómenos globales,
contribuyen a pensar la translocalidad de las prácticas y saberes culturales desple-
gados para atender los problemas de malestar corporal, social o religioso.
Los médicos locales de la región, hablantes de tzotzil, tzeltal, y tojolabal con
quienes trabajé, practicaban formas emparentadas pero relativamente distintas de
medicina. Cada uno definía su propio saber como valioso para su propio grupo.
Cada uno distinguía entre su saber y el de los demás (ver Ayora Diaz 2002, 2005).
Mientras tanto, los médicos cosmopolitas se abrogaron la facultad de reconocer o
desconocer a quienes se proclamaban médicos “tradicionales”. Mientras más puro
y auténtico su conocimiento, más derecho tenían de protección y financiamiento
para su “recuperación” y “ fortalecimiento”. Los médicos locales que practicaban
otras formas de curación, distintas de aquella única reconocida como “tradicional”
o “maya”—es decir, la herbolaria—debían ser “capacitados”. Los esfuerzos por co-
lonizar los saberes médicos locales no han acabado. La creación de centros para el
desarrollo de la medicina maya ha llevado a la institucionalización, secularización
y burocratización de una forma sola de saber, la herbolaria. Al mismo tiempo que
ésta es reconocida, se descalifica a las demás: aquellas basadas sea en principios

Translocalidad y la antropología 145


Figure 2 Médico tojolabal ante su altar de curaciones en Comitán, Chiapas.
Fotografía de Steffan Igor Ayora Diaz.

revelatorios y religiosos, o a aquellas que mantienen un diálogo continuo con otras


formas de saber médico y participan activamente en el proceso de hibridación, ale-
jándose del ideal de pureza y autenticidad requerido por la mirada neo-colonial
(Ayora Diaz 2000).6 Sin embargo, la misma imposición de la medicina herbolaria
como la forma institucionalmente reconocida de medicina impulsa a médicos de
distintos poblados a desplazarse y a aprender de médicos reconocidos las formas
legítimas de saber médico “Maya”.
Al analizar el caso de Chiapas me parece necesario reconocer y analizar los pro-
cesos de negociación translocales que contribuyen a la diversidad de saberes y a su
continua transformación. Por ejemplo, los médicos tzeltales, tzotziles y tojolabales,
que trabajaban fuera de las instituciones reconocidas por el estado o agencias
transnacionales, compartían la certeza en el poder de los rezos y las ofrendas para
alcanzar la curación de los enfermos.7 Para los médicos locales residentes en
Tenejapa, en parajes tzotziles y los médicos (trans)locales tojolabales, la herbolaria
era una práctica subordinada y de origen no indígena (“es medicina de mestizos”
me decía un médico de habla tojolabal radicado en Comitán). Pero los médicos
tojolabales y los tzotziles practicaban limpias a los enfermos, mientras que los médi-
cos tzeltales declaraban que este procedimiento es propio de “ladinos”. A partir de
la autoridad conferida al centro de desarrollo de la medicina maya y de las deman-
das de parte de agentes del desarrollo ligados a ONGs y al Estado, practicantes de la
medicina local han debido buscar información sobre medicina herbolaria para
legitimarse como recipientes locales de financiamientos globales, fijando su localidad

146 JLACA 1 2 . 1
Figure 3 Dos médicos tojolabales con enfermo en su oficina en hospital de Comitán, Chiapas.
Fotografía de Steffan Igor Ayora Diaz.

en formas de saber privilegiadas por la cultura del Atlántico Norte (Ayora Diaz
2002). Paradójicamente, en este intercambio se le reconoce a la medicina cos-
mopolita (científica) la capacidad de transformarse, pero a la “indígena” se le cons-
triñe a la inmutabilidad. Complicando esta paradoja, los médicos locales deben de
cambiar y “modernizarse” aceptando y adoptando la única forma que la medicina
cosmopolita está preparada a reconocer: la herbolaria. Este proceso de neocolo-
nización se mantiene gracias a la participación de agentes que en el discurso político
se encuentran en polos opuestos: las instituciones del Estado y de las corporaciones
transnacionales, y los activistas políticos y ONGs erigidos en defensores de la cul-
tura que ellos y ellas definen como “indígena”. Ambos agentes comparten la visión
y valores que permiten ver en lo puro, lo auténtico y, de manera menos explícita, lo
útil en la lógica de la racionalidad instrumental, la esencia de la cultura local. En
consecuencia, la emergencia, fomento y consolidación de la medicina herbolaria en
la región puede entenderse como una forma de translocalidad gestada en el ámbito
de las relaciones global-locales que es, a su vez, mediada por no-indígenas que bus-
can fortalecer la localidad de las comunidades de Chiapas subordinándolas al
código universal de la racionalidad moderna de la ciencia nor-atlántica.
Sin embargo, en Chiapas, aquellos sujetos reconocidos como médicos indígenas
se encuentran también involucrados en un proceso translocal de construcción del
saber en el que entran en juego formas de intercambio local-local, y global-local.
Muchos son los sujetos desplazados de sus pueblos de origen que han entrado en
contacto con otros grupos étnicos de la región; todos estos grupos llevan décadas de

Translocalidad y la antropología 147


interacción directa o mediada con las instituciones médicas cosmopolitas y con
medios de comunicación que promueven imágenes y discursos que instituyen y
legitiman qué es o no moderno o tradicional. Las prácticas médicas son, en este sen-
tido, translocales, aunque su práctica sincrónica pueda ser “objetivamente” descrita
como un evento actualizado en un espacio “local”. Cada grupo ha incorporado,
apropiado, adaptado, y adoptado elementos de otros saberes que en cada momento
de su historia han encontrado como significativos; es decir, que ellos mismos
entendieron como ocupando un lugar propio dentro de la propia racionalidad.
Quizás en ocasiones han rechazado otros elementos. Pero, en general, me parece que
más que rechazar tout court, los médicos locales en esos casos no lograron encon-
trar un puesto apropiado en donde situar esos elementos dentro de su corpus de
conocimiento. Así, a pesar del supuesto de los discursos homo/hegemónicos, no
existe una sola medicina maya, indígena o tradicional sino existen múltiples formas
translocales de saber que parten de conocimientos derivados de la experiencia del
espacio y tiempo en los que ellos han habitado y ahora habitan. Estos conocimien-
tos se enriquecen continuamente a partir del contacto e intercambio con otros gru-
pos étnicos de la región, con inmigrantes a la zona, y con la medicina cosmopolita.
Pensar en lo translocal de los saberes nos puede permitir entender cómo, por ejem-
plo, un grupo de mujeres que se proclaman “mayas”, pueden ofrecer distintos tipos
de curación, anunciándolos como “tradicionales”, aunque provengan de una “tradi-
ción” distinta de la regional (como la moxibustión, de origen japonés y en uso en la
Europa ilustrada).

Nutrición, ciencia y colonización de la cultura en Yucatán


En este apartado busco ilustrar cómo la negociación de formas de saber nutricional
de origen científico sirve para construir formas translocales de saber que hacen
comprensibles las estrategias desplegadas por yucatecos para significar y legitimar
sus prácticas de consumo de alimentos. En este caso, podemos ver lo translocal cons-
truido a partir de una serie de mediaciones que ocurren en distintas esferas que se
articulan la una con la otra: el discurso científico nutricional que sirve de
plataforma a los discursos dietéticos; las persuasiones culturales, económicas,
políticas, religiosas, y morales que hacen aceptables para los “expertos” ciertas inter-
pretaciones nutricionales y dietéticas, y justifican su diseminación entre los con-
sumidores de dietas; y las formas en las que distintos grupos locales intercambian
información y negocian los sentidos de lo científico de la nutrición y lo efectivo de
las dietas, construyendo así formas heterogéneas de translocalidad del saber.
Por ejemplo, Nestle (2003) ha sugerido que a pesar de la confusión babeliana de
discursos dietéticos, es desde siglos sabido que una dieta a base de frutas y verduras
es más sana y provechosa para el individuo que otros tipos de alimentación.
Aunque uno comparta con ella el cuestionamiento del papel de las corporaciones

148 JLACA 1 2 . 1
transnacionales de alimentos en la conformación del discurso homo/hegemónico
nutricional en general, y la pirámide nutricional en particular, una mirada superfi-
cial a la historia de la nutrición sugiere que las opiniones sobre qué es una buena
nutrición no han dejado nunca de estar encontradas. Albala (2002), por ejemplo,
muestra cómo durante la Ilustración en Europa, el consumo de distintas frutas y
verduras era considerado un riesgo para la salud. La dieta mediterránea, tan elo-
giada en tiempos recientes por privilegiar los vegetales y los granos, así como el
aceite de oliva, no es característica de todo el Mediterráneo (Camporesi 1993). En
España, Francia, Italia y Grecia, por mencionar unos cuantos entre los países del
mediterráneo europeo, la dieta es muy diversa. Montanari (2004) argumenta que en
Italia misma, norte, centro y sur han generado muy distintas formas dietéticas y el
vegetarianismo o, al menos, la primacía de los vegetales, no pueden ser asumidos
como característicos de esa región multicultural.
La dieta de las y los ciudadanos ha sido una preocupación de gobierno y política
pública en México y en el mundo. La religión, la moral, los valores culturales, y la
esfera política, juegan un papel importante en la legitimación o la descalificación de
distintas formas dietéticas (Schwartz 1990). En todo caso, cada facción apela a la
ciencia para fundamentar su definición de la dieta “correcta”. Sin embargo, sigu-
iendo el modelo “internalista”, cumulativo, de la ciencia—que asume una con-
tinuidad en la historia de la ciencia—el discurso nutricional busca distanciarse
(o purificarse) del dietético. Si bien todo mundo puede tener una opinión distinta
sobre qué es una buena dieta, la ciencia nutricional sería la única con las he-
rramientas necesarias para determinar objetiva y cuantitativamente los beneficios
de cada insumo alimenticio. Purificando a esta disciplina de sus lazos con la cultura,
especialistas en la historia de la nutrición pueden afirmar que la ciencia de la nutri-
ción es aquella que surgió en el siglo XIX con el desarrollo de técnicas de laborato-
rio que permitían determinar el valor de cada insumo y su relación con las
características naturales del organismo humano. Más aún, es gracias a esta ciencia
que se han desarrollado tecnologías que permiten la manufactura masiva de vitami-
nas y otros productos comerciales que servirían para mejorar la salud de los indi-
viduos y las poblaciones y, por tanto, tienen un valor universal. Así, aunque estos
historiadores pueden reconocer los lazos de estos discursos con los intereses de cor-
poraciones dedicadas a la producción y comercialización transnacional de produc-
tos alimenticios, dietéticos y nutricionales, se consideran libres de esa asociación ya
que la ciencia, en primera instancia, se coloca más allá de los intereses económicos
(Finlay 1995, Kamminga 1995, Kamminga y Cunningham 1995).
Levenstein (1988, 2003), Shapiro (2001) y Schwartz (1990) han mostrado cómo
el surgimiento de los discursos dietéticos y nutricionales modernos ha estado rela-
cionado con una agenda política, religiosa fundamentalista y racializante de los
grupos en el poder que repudiaban las dietas de los colonizados y de los inmigrantes

Translocalidad y la antropología 149


y rechazaban los saberes de esos grupos con respecto a su propia dieta. Según esta
lógica, estos grupos de inmigrantes (pero también los pobres en general), por su uso
de especias, se inclinaban hacia el consumo de alcohol. Éste, a su vez, reducía la
capacidad laboral de los sujetos afectando al progreso económico de la nación esta-
dounidense. La irracionalidad de su dieta obligaba a estos sujetos (pobres e inmi-
grantes) a invertir en la comida un porcentaje del ingreso familiar mayor del que la
racionalidad moderna permitiría. En consecuencia, lo importante para los grupos
en el poder no era mejorar el poder adquisitivo de los trabajadores, sino educarlos
para enseñarles a comer de manera “racional”. La ciencia de la nutrición ayudaría
en este esfuerzo. Así, la ciencia de la nutrición comenzaba a colonizar la vida de las
clases subordinadas dentro de la sociedad e imponía una nueva carga sobre las
mujeres: ellas se convertían en las responsables directas de conducir una dieta
racional para el esposo y los hijos. Su obligación sería la de estar informadas y actua-
lizadas para poder utilizar el conocimiento científico que les permitiese escoger los
mejores alimentos para su familia (Apple 1995; Levenstein 1988; Shapiro 2001).
Estos discursos se han hecho transnacionales y translocales. Pilcher (1998) ha
mostrado en el caso mexicano los vaivenes del discurso dietético-nutricional
inscritos en las políticas del Estado. Durante el porfiriato, en la transición del siglo
XIX al XX, el Estado mexicano adoptó la perspectiva que aceptaba que el espíritu y
el ímpetu de la modernidad estaban ligados a una dieta basada en el trigo, mientras
el maíz, consumido por las clases populares, era visto como una dieta que impedía
el funcionamiento adecuado del organismo humano y, en consecuencia, reducía la
capacidad productiva y obstaculizaba la modernización del país. El estado naciona-
lista posrevolucionario mexicano, por su parte, revaloró el papel del maíz y la dieta
tradicional, fomentando el consumo de alimentos basados en este grano. Sin
embargo, y a pesar del nacionalismo mexicano, agencias transnacionales se han
mantenido activas en la generación de políticas alimentarias universales para la
nación mexicana (ver, por ejemplo, Cotter 1994 y Fitzgerald 1994).
En el caso de estos discursos se tiende, por lo general, a soslayar la heterogenei-
dad de dietas dentro de las fronteras de cada Estado-Nación. No existe una dieta
mexicana sino una multiplicidad de dietas regionales. El campo culinario yucateco,
por ejemplo, es el resultado de la articulación creativa de múltiples “tradiciones”
culinarias (Ayora Diaz 2001). Este campo culinario se desarrolló alejado del mo-
delo del centro de México en razón de la distinta disponibilidad de productos
comestibles y de lazos culturales con regiones distintas. Yucatán tiene una historia
de afinidades culturales más cercanas con el sur de los Estados Unidos, el Caribe
(Cuba, Puerto Rico, Colombia) y Europa que con el resto de México. Si la geo-grafía
política mexicana coloca a Yucatán en el sur, muchos yucatecos se sienten más cer-
canos al norte del continente, al Caribe y al este (Europa) (Ayora Diaz y Vargas
Cetina 2005).

150 JLACA 1 2 . 1
Sin embargo, a pesar de los orígenes translocales de la dieta yucateca, ésta no ha
sido ajena a distintas formas de colonialismo cultural. Por una parte, la política
nacionalista mexicana ha silenciado la heterogeneidad, al menos en la esfera
pública, de la gastronomía mexicana (ver, como ejemplo, Flores y Escalante 1994).
Por otra parte, basados en el discurso científico nutricional, las instituciones del
estado intentan modificar la dieta descalificando formas híbridas, trans/locales y
significativas de cocinar los alimentos.
Con el surgimiento de la nación mexicana desde el siglo XVIII, la población
criolla buscó diferenciar la cocina de México de aquella ibérica, buscando afianzar
ese sentido de diferencia y distancia cultural entre una y otra nación (Juárez López
2000). Comenzaron a proliferar los libros de cocina mexicana. Sin embargo, estos
tendían a privilegiar en su contenido los platillos de la franja central de la república
incluyendo más adelante, algunos platillos de otras regiones del país. Hoy día, un
examen de libros vendidos como de cocina mexicana permite ver que aún se
mantiene esta tendencia.8 En consecuencia, al forjar la nación mexicana, en la
cocina—como en la música, la literatura, y demás campos culturales—se procedió
a silenciar la diversidad y a enfatizar retóricamente la homogeneidad cultural de
la nación.
La aceleración de la compresión espacio-temporal en la segunda mitad del siglo
XX hizo sentir sus efectos sobre esta homo/hegemonía: los viajes más frecuentes y
accesibles, los medios de comunicación, las cadenas de restaurantes y supermerca-
dos (tanto nacionales como transnacionales) contribuyeron paulatinamente a rela-
tivizar y redimensionar la cultura centro-mexicana. Para los consumidores globales
y locales, así como para los productores locales de la cultura, ya no es más la cocina
mexicana, sino un conjunto de cocinas regionales. La gastronomía yucateca debe ser
entendida como un producto translocal generado de la convergencia de las apeten-
cias de inmigrantes españoles, franceses, alemanes, sirios, libaneses y chinos que han
debido amalgamar sus tradiciones culinarias con aquellas de los distintos grupos
peninsulares y del Caribe (Ayora Diaz 2001). Desde el siglo XIX, los yucatecos mis-
mos viajaban a los Estados Unidos, Europa, Cuba, Venezuela, y Colombia en busca
de educación y adoptaron y adaptaron los gustos adquiridos fuera del país al gusto
regional. El paisaje gastronómico yucateco contemporáneo es diverso y ha desa-
rrollado un mercado inclusivo de cocinas exóticas, comprendida la “mexicana”. Estas
transformaciones han dado lugar a distintas formas de articulación de los procesos
de colonialismo cultural, de generación e instauración de lo local y de construcción
y silenciamiento de la translocalidad. Por ejemplo, durante los últimos años, los flu-
jos migratorios hacia y desde otras partes del país han acentuado las tensiones que
acompañan a la negociación de las transformaciones en la cocina regional. En parte,
los recién llegados de otras regiones mexicanas pueden haberse familiarizado con
las versiones que emigrantes yucatecos transformaron y adaptaron al gusto central

Translocalidad y la antropología 151


mexicano en restaurantes de cocina regional ubicados en las grandes ciudades del
centro y norte de México. Los mexicanos que llegan al estado de Yucatán buscan
imponer su gusto por lo local (adquirido fuera de Yucatán) sobre el gusto local y, en
respuesta, la población local busca afirmar la cocina regional construyendo y
reforzando el sentido de localidad.
Aunque pueden existir tendencias conservadoras que insisten en proteger y
mantener la tradición ya sedimentada, la vitalidad de las formas culturales reside
precisamente en su habilidad para cambiar. No obstante, como antropólogos y
antropólogas debemos estar listos para revelar las formas de colonialismo cultural
que existen durante el intercambio entre culturas (ver Mignolo 2002). Es necesario
recordar que existe una estructura desigual de poder entre el gobierno centralista y
los estados y regiones. En ocasiones, el lamento de los inmigrantes por las muestras
de “resistencia” de los yucatecos al poder de la cultura mexicana traiciona una nos-
talgia por el poder que se ejerce desde el centro para silenciar las culturas local/
regionales y mantenerlas subordinadas a la cultura nacional.
Otra forma de colonización, distinta pero que se articula con el colonialismo
cultural, es aquella que Habermas (1984) examina en La teoría de la acción comu-
nicativa. En la sociedad moderna, la racionalidad instrumental, mediante la ciencia,
tiende a colonizar la vida cotidiana. El Estado, apoyado en las instituciones, y bajo
una retórica del bien público, ha desarrollado estrategias de control poblacional que
nos remiten a la gobernabilidad del cuerpo social y de los cuerpos individuales
(Foucault 1988). En la sociedad moderna, la ciencia se convierte en instrumento de
dominación y control neo/colonial de los grupos subordinados en la estructura
general de poder (Chakrabarty 2000; Harding 1998; Palmié 2000; Prakash 1999).
Apoyados en el discurso de la ciencia y el poder mediático de las corporaciones
transnacionales, el Estado busca modificar la conducta dietética de los ciudadanos.
La ciencia de la nutrición ha sido fuente de discursos encontrados: por ejemplo,
sirve para sustentar la bondad de la dieta de orientación vegetariana y para subra-
yar las virtudes de la dieta hiper-proteínica del Dr. Atkins; para condenar las grasas
animales y para legitimar a las salsas industriales de tomate como alimentos nutri-
tivos; para justificar el recurso a los complementos vitamínicos y desvalorar el papel
de la dieta en sí para privilegiar el ejercicio físico; así como para explicar las combi-
naciones más creativas que corresponden a todo tipo de interés y preferencia reli-
giosa, moral, política, económica y cultural (ver, entre tantos, Atkins 1981; Gaeser
2002; Nestle 2003; Pérez García 2004; Quintal Ávila 2006; Schlich 1995).
En el concierto de esta multiplicidad de voces que afirman su autoridad basada
en “descubrimientos” científicos, el Estado y las corporaciones buscan conformar
los hábitos de consumo dietético de la población promoviendo el consumo de ali-
mentos genéticamente modificados, de alimentos procesados en empacadoras
(“con valor agregado”), bajo la ilusión de la autoridad de la ciencia y la tecnología,

152 JLACA 1 2 . 1
condenando de manera a veces implícita, y a veces explícita, las dietas basadas en
valores y preferencias culturales. Así, la dieta mexicana o las dietas regionales (como
la yucateca) son condenadas por su alto contenido de grasas, carbohidratos y pro-
teínas, cuando podrían ser justificadas en un campo distinto dentro del mismo dis-
curso nutricional.9 La autoridad de la ciencia respalda y es respaldada por la
autoridad del Estado en este esfuerzo por influir sobre las conductas de los cuerpos
sociales e individuales.
Sin embargo, la misma apropiación de un discurso fragmentario, y su
adaptación a los regímenes de significación translocales permiten la legitimación de
las preferencias dietéticas locales, tanto individuales como sociales. En cada lugar,
los sujetos se apropian del aspecto del discurso nutricional que apoye las preferen-
cias culinarias y se procede a mantener la gastronomía regional. En ocasiones esto
puede conducir a transformaciones en la manera de elaborar los platillos, pero que
permiten al sujeto negociar con otros grupos de la región y con los discursos
homo/hegemónicos el sentido de las preferencias y acciones culinario-gastronómicas
translocales. Por ejemplo, en Yucatán la carne de cerdo juega un papel importante
en la dieta diaria. Siguiendo el consejo dietético que condena las grasas y que han
tomado al cerdo como uno de los enemigos principales y que lo han identificado
como uno de los culpables en la “epidemia” contemporánea de obesidad, en coci-
nas económicas10 de Mérida, y en el mismo ámbito doméstico, se ha comenzado a
cambiar las recetas. Hoy es frecuente encontrarse con personas que en vez de lomo
de cerdo entomatado o de fríjol con puerco han sustituido el cerdo por pollo. Todo
esto a pesar de que las corporaciones productoras de pollo han creado las condi-
ciones para producir una carne aún más rica en grasa que la de cerdo (Horowitz
2005; Striffler 2005). Al mismo tiempo, muchos yucatecos obtienen en librerías
locales traducciones al español de la obra del Dr. Atkins o de sus discípulos y defien-
den su preferencia por la carne de cerdo. Así, ante la heterogeneidad de saberes y su
diseminación translocal, aunque sí es posible reemplazar o desplazar ingredientes
dentro de platillos “tradicionales”, los sujetos se apropian de los aspectos conve-
nientes de un discurso disciplinario fragmentario y consiguen desplegar estrategias
para mantener vigente el campo gastronómico culturalmente significativo a nivel
local.

Conclusión

En antropología, por la misma naturaleza de nuestra práctica de campo, nos vemos


obligados a mantener el uso del concepto “localidad”. Con éste seguimos haciendo
referencia al espacio físico habitado por grupos humanos, donde se interactúa de
forma cotidiana y que frecuentemente es constituido como destino de los

Translocalidad y la antropología 153


desplazamientos de individuos pertenecientes a otros grupos. Sin embargo, mi
argumento es que el concepto de translocalidad es necesario para fijar la atención
antropológica sobre los procesos, conocimientos y formas de estructuración de las
relaciones de intercambio cultural. Estas relaciones, estos procesos y estos
conocimientos, es necesario recordar, están por lo general in/formados por rela-
ciones de poder y son los que generan formas que se colocan en medio de las for-
mas ideales que conceptualmente han constituido distintas dicotomías (p. ej.,
global-local, moderno-tradicional, ciencia-gnosis). Entre los mismos grupos que se
identifican como “locales”, existen quienes por razones políticas, comerciales, reli-
giosas, y/o militares, establecen las reglas del juego en los intercambios al interior
del propio grupo y con otros grupos. Así, el concepto de “localidad”, al mismo
tiempo que nos permite describir el lugar de las interacciones, fija y naturaliza la
cultura en espacios y tiempos distintos de aquellos de la sociedad hegemónica del
Atlántico Norte. En contraste, “translocalidad” nos remite a un nivel de discusión y
análisis que nos obliga a reconocer la dimensión de “ser-proceso” y de negociación
de sentidos que permiten la generación de las “terceras culturas”.
En este ensayo he mostrado cómo tanto los conocimientos médicos locales de
la región Altos de Chiapas como el campo gastronómico yucateco son ejemplos de
las formas en que el saber, y las prácticas con él relacionadas, son resultado de nego-
ciaciones y articulaciones translocales y no el producto original, puro, auténtico,
inmutable de culturas locales. Aunque ambas experiencias se inscriben dentro de la
lógica de lo que Mignolo (2000, 2002, 2005) llama la “diferencia colonial”, cada caso
adquiere características peculiares que derivan de los agentes del intercambio, de las
fuerzas involucradas, y del objeto/producto que es intercambiado. Estas formas
socioculturales de translocalidad encierran, en sí mismas, elementos transferibles
de la estructura de relaciones de poder existente entre las culturas en intercambio.
La situación postcolonial que permitió a las sociedades de este continente erigirse
como modernos Estados-Nación ha portado a otros grupos al poder. Sin embargo,
esas viejas estructuras coloniales de dominación han permanecido como el modelo
paradigmático de las relaciones postcoloniales de poder. Este modelo de nación
postcolonial legitima históricamente los procesos de neocolonización cultural
sobre grupos política, económica, social y culturalmente subordinados.
La ciencia, desde el desarrollo del campo de los estudios sobre Ciencia y
Tecnología (STS, Science and Technology Studies), ya no puede verse como la fuente
de verdades últimas, seculares, purificadas que deben imponerse universalmente
sobre otras formas de saber translocal. Desde el inicio de los estudios sobre la globa-
lización cultural se ha vuelto imperativo des/cubrir las heterogeneidad de formas
de articulación local-global. El concepto de translocalidad, en este sentido, es
un instrumento teórico que nos obliga a repensar que estas articulaciones glo-
bal-locales se llevan a cabo sobre una red de articulaciones translocales, dando pie a

154 JLACA 1 2 . 1
formas creativas de hibridación cultural que son distintas en cada lugar y tiempo.
La ciencia, en su relación con saberes locales, puede adoptar una función parasítica,
drenando saberes culturales de la medicina herbolaria, el saber agrícola, y otros
saberes translocales. Sin embargo, las sociedades, en su translocalidad, han depen-
dido para su supervivencia del aprendizaje que resulta del contacto con otros
saberes. En el análisis de las relaciones global-translocales necesitamos esforzarnos
en alcanzar un balance que evite tanto la glorificación de la globalización misma
como de las comunidades locales como lugar y residencia única de lo auténtico,
puro y rescatable del globo. El concepto de translocalidad nos ofrece la posibilidad
de colocar la mirada antropológica sobre los procesos que ocurren en los intersti-
cios, entre los polos de las dicotomías conceptuales (Bhabha 2004). Estos son los
procesos dónde se anclan las relaciones sociales y culturales, en todo lugar y a través
del tiempo. Más aún, el concepto de translocalidad nos obliga a recordar que lo
global y lo local son formas conceptuales ideales que, sin bien nos ayudan a analizar
las formas estructurales de desigualdad y poder, enmascaran como monolíticas y
homogéneas, sociedades y culturas que son heterogéneas ubicándolas en extremos
de una dicotomía carente de matices. No hay una sino múltiples culturas localiz-
ables tanto en lo “global” como en lo “local” (Appadurai 1996; Robertson 1992). No
debemos perder de vista que es una serie de relaciones translocales que se han
cristalizado en una forma global erigida como una cultura homo/hegemónica la
que controla, subordina y coloniza múltiples formas “locales”, distintas pero en
interacción las unas con las otras creando múltiples formas de translocalidad
(Mignolo 2000; Trouillot 2003). Este nivel de reconocimiento de la información
recabada en campo nos permitiría hacer justicia a la complejidad de las prácticas y
discursos generados, apropiados e hibridizados por los sujetos en una práctica
cotidiana que surge de la negociación en las junturas de las articulaciones local-
globales, que son siempre translocales.

Agradecimientos

Una versión breve y preliminar de este ensayo fue presentada en la sesión plenaria
inaugural, “Antropología y Translocalidad: Los retos en el siglo XXI”, del Congreso
Anual de la Sociedad Canadiense de Antropología (CASCA), de la Sociedad de
Antropología de Norte América (SANA) y la Facultad de Ciencias Antropológicas
de la Universidad Autónoma de Yucatán (UADY), el 3 de mayo de 2005 en Mérida,
Yucatán. Agradezco los comentarios y sugerencias recibidos de Marie-France
Labrecque, Francine Saillant, Josephine Smart y, especialmente, Gabriela Vargas
Cetina con quien he discutido y continuo discutiendo estos conceptos y otros
afines. Agradezco también los comentarios de Jean Muteba Rahier y de los lectores

Translocalidad y la antropología 155


anónimos de JLACA quienes han intentado ayudarme a refinar mi argumento.
Finalmente, mi agradecimiento a la Society for the Humanities en la Universidad
Cornell, donde como Fellow para el periodo 2006–2007 se me han brindado todas
las facilidades para obtener el tiempo, el espacio y el contexto para reflexionar
sobre la translocalidad y otros conceptos.

Notas

1Con otros propósitos, Gibson-Graham (2006) y Trouillot (2003), entre otros, han realizado una
crítica de las distintas formas en que la discusión sobre la globalización ha llevado a naturalizar la oposi-
ción dicotómica entre lo “local” y lo “global”. Las primeras buscan reivindicar un concepto político de lo
“local” y el segundo busca desestabilizar las certezas a las que lleva esta dicotomía.
2Como he argumentado antes (Ayora Diaz 2002), al posicionar los conocimientos locales como

científicos se les hace sujeto de los mismos criterios de evaluación. De esta manera, los conocimientos
locales terminan siempre mostrando carencias en comparación con el conocimiento establecido como
científico.
3Autores como Escobar (2001) y el par Gibson-Graham (2006) proponen, por una parte, que es

importante desnaturalizar las relaciones espacio-temporales que definen a las culturas locales. Sin
embargo, también sugieren que es importante recuperar la dimensión de lo local como estrategia para
dar poder a quienes en la articulación global-local quedan subordinados estructuralmente tanto en lo
político, como en lo económico y social. Si bien ésta es una posición crítica de lo local, mi propósito
difiere del de ellos en que más bien busco examinar las formas en las que el concepto de translocalidad
puede contribuir a fundamentar y legitimar formas alternativas de acción social que se apartan de los
códigos universales derivados de la cultura nor-atlántica.
4En la literatura cyberpunk, el avatar es un individuo virtual que toma el lugar del sujeto-jugador

en el ciberespacio, actúa tomando su lugar y es el conducto de la voluntad de su poseedor, sin que éste
sufra en su persona la acciones que afecten a su doble (ver, por ejemplo, Stephenson 1992).
5En este contexto, “translocalidad” serviría para designar formas de intercambio que se establecen

sea entre distintos grupos al interior de una misma localidad, pero que ocupan distintas posiciones den-
tro de la estructura social, económica, política o de género; o entre grupos geográficamente separados
pero en comunicación e intercambio por razones de contigüidad o de dependencia; o entre grupos dis-
tantes geográficamente, pero relacionados mediante cadenas de intercambio comercial, social o cultural
como los que se desprenden de la migración y distintas formas de diáspora.
6A pesar de imputaciones de otros colegas no estoy abogando por ninguna forma de conocimiento

médico, sino subrayando que existen formas de medicina contemporánea que son significativas para
aquellos que la construyen y prefieren.
7Entre estas instituciones creadas por el Estado encontramos la comunidad/localidad. Encontré

médicos “locales” (localmente llamados “curanderos”) hablantes de tojolabal trabajando para un hospi-
tal público en Comitán, médicos locales hablantes de tzeltal y tzotzil realizando curaciones en San
Cristóbal de las Casas, una medica local “ladina” que era poseída por espíritus indígenas durante sus
curaciones, y otras medicas locales “ladinas” o “mestizas” que realizaban sus curaciones en lengua indí-
gena (Ayora Diaz 2002). Estos individuos en sus desplazamientos espaciales, culturales y lingüísticos con-
tribuyen a cuestionar las fronteras de la localidad y a resaltar la necesidad de pensar en la translocalidad
de los conocimientos y prácticas social-culturales.

156 JLACA 1 2 . 1
8Un problema particular es la superposición de gentilicios de la ciudad de México, el estado de

México y el país México. Cada nivel describe un tipo distinto de lo mexicano y de mexicanidad. Los libros
tempranos de cocina mexicana hacían referencia al México del altiplano central. La independencia de
España y la revolución transfirieron el título de “cocina mexicana” a la cocina de la nación. Estos libros
del pasado y el presente continúan promoviendo la coincidencia de la nación mexicana con la cultural
del centro del país.
9En efecto, es común encontrar artículos periodísticos y hasta académicos en los que se compara

favorablemente la dieta (por implicación “tradicional”) de los mexicanos con la dieta que promueven las
cadenas de comida rápida. En estos casos, la dieta tradicional, nutritiva, de los mexicanos consistiría de
tortillas de maíz, fríjol y chile. Este discurso moral/ nacionalista es recurrente y contrasta con el discurso
que condena la dieta “tradicional” de los mexicanos por su alto contenido en carbohidratos y grasas.
10Desde hace décadas, con la creciente participación de mujeres en el ámbito laboral, comenzaron

a multiplicarse en la ciudad establecimientos en los que diariamente se preparan un número reducido


de platillos “tradicionales” de la dieta de la ciudad. Sus precios son bajos y carecen de mesas y sillas. Los
y las clientes apartan sus porciones de comida con anticipación y, a la hora de la comida, pasan con sus
propios recipientes a recoger su orden.

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