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LA LLORONA i= ayer, mi amigo Julio Bernardez era otro hombre. Tenia la mente licida y la cara despe- jada, serena y sonriente. Ahora lo veo aqui, senta- do en el living de su casa, y apenas lo puedo creer. Esta en piyama, hundido en su sillén de cue- ro, sin moverse, con la mirada perdida y la boca torcida en un gesto de temor. No habla, no sé si escucha, y las manos le tiemblan un poco. —dulio —le digo, tomando sus manos y tra- tando de encontrar su mirada. —No hay caso, Mariano —me avisa Adela. Adela es la mujer de Julio. Fue ella quien me llam6 y me pidié que viniera. Yo vivo en la ciu- dad. Adela y Julio se instalaron en el pueblo ha- ce unos meses, porque van a tener un hijo y quieren llevar una vida mas tranquila. —Ya no sé qué hacer, Mariano —me dice Adela—. Ayer Julio fue a atender a un pacien- te. Lo llamaron de urgencia. Era de noche, re- cién termindbamos de comer. El ensillé el caba- llo y se fue para alla. Tenia que ir a un rancho que esta a media hora de aqui, mds o menos. Volvid a la madrugada. Yo dormia, pero cuando se meti6 en la cama, el contacto de su cuerpo me desperté. Estaba frio como un hielo. Lo mi- ré y vi que tenia los ojos muy abiertos. Miraba el techo. Le pregunté qué pasaba, pero no res- pondié... Y esta asi desde entonces... No duer- me... Tampoco habla... Adela se puso a llorar. Traté de calmarla. Le dije que se acostara a descansar un rato. De pa- so, yo podria quedarme a solas con Julio para descubrir qué le pasaba. Cuando empezamos a estudiar Medicina, mu- chas veces nos entrendébamos asi: uno describia los sintomas y el otro intentaba acertar el nombre de la dolencia. Pero ahora Julio estaba privado de la palabra, presente y ausente a la vez. Revisé sus reflejos oculares, le tomé el pulso, pero no encontré nada anormal. Fisicamente estaba sano. Todo parecia indicar que habia su- frido una conmocién muy fuerte. Tal vez, algo que habia visto. “Quizds”, pensé, “pueda hacerlo reaccionar inyectandole algtin farmaco”. Pero para eso, yo tendria que volver a la ciudad a conseguirlo y to- mar de nuevo el tren hasta el pueblo. Todo esto iba a llevar mucho tiempo, para el estado deses- perante en que se encontraba Julio. Me quedaba una opcidn: la hipnosis. Era una técnica que Julio y yo habiamos aprendido jun- tos hace afios, pero que habiamos usado muy pocas veces. Sin embargo, a esa altura de las cir- cunstancias, no perderia nada con intentarlo. Entonces, apagué una lampara para que hu- biera menos luz en el ambiente, arrimé una silla y me senté frente a Julio. Con tono suave y se- guro, le pedi que me escuchara y se dejara guiar por mi voz hacia un suefio profundo. Le dije que imaginara que una nube blanca y tibia le envol- via el cuerpo y los pensamientos. Le pedi que aflojara los mtsculos, que sintiera los parpados pesados, las piernas ligeras, el coraz6n tranqui- lo. Repeti estas Ordenes varias veces, siempre con voz clara, calma y monocorde. Finalmente, la induccién surtié efecto y Julio se relaj6. Sus ojos se fueron cerrando; la expre- sién de su cara cambié. Cuando su respiraci6n se hizo mas profunda, supe que estaba preparado. —Julio —susurré—, ahora vas a dejar que te ayude a estar bien. Y cuando despiertes, te vas a haber olvidado de lo que pas6 anoche cuando fuiste a ese rancho, vas a sentirte otra vez sano y fuerte, sin ningin problema, sin nin- gun temor... Julio apreté los dientes. Sus ojos empezaron a moverse bajo los parpados cerrados. —Decime qué ves, Julio... La voz de Julio era profunda, y sali6 quebra- da por el temor: —Esa mujer... —dijo. —¢Qué mujer, Julio? —La mujer que llora... —éPor qué llora? :Quién es? —Esté muerta... Llora... Esta sola... Las manos de mi amigo se cerraron con fuerza sobre los brazos del sill6n. Mirando sus sienes se podia ver cémo se hinchaban sus ve- nas. Dijo: —Quiere llevarme con ella... —¢Adonde quiere llevarte esa mujer, Julio? En el largo silencio que hizo Julio, se podian adivinar sombras. —Quiere que la acompafie a buscar a su hijo... —Nadie te lleva, Julio. Esa mujer se va. Es un suefio, deja que se vaya... —Esta fria... Palida... Llora. —Escuchame bien, Julio —dije con voz fir- me—. Ahora voy a contar desde diez hasta ce- ro. Voy a contar muy despacio. Y cuando diga “cero”, vas a estar otra vez despierto, vas a sa- lir de este estado... No hay mujer, no hay frio, no hay miedo. Estas bien. Diez... nueve... ocho... siete... seis... Cuando llegué a cero, Julio abrié los ojos. Me mir6 un instante sin reconocerme, como desde muy lejos. Después, sus ojos volvieron a cerrarse y cay6 en un suefio profundo. Fui a buscar a Adela. —Julio duerme —le expliqué—. Cuando se despierte, va a estar como nuevo. No creo que se acuerde de lo que pas6 anoche, y tampoco de que yo estuve aqui. Pasamos a la cocina. Adela preparo té. —

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