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Eje 1
Eje 1
La palabra sociología fue inventada hacia mediados del siglo XIX por un filósofo
francés llamado Auguste Comte. Está compuesta por el latín socialis, que significa
sociedad, y el griego logos, que significa ciencia. Es decir que la socio-logía es la “ciencia de
la sociedad”, aquella disciplina científica abocada al estudio del mundo social.
Pero entonces, ¿qué es una sociedad? Como todas las ciencias sociales, la
sociología no brinda una única respuesta a esta pregunta. Ella no se aferra a un único
punto de vista acerca de su objeto de estudio, sino que contiene en su interior una
diversidad de tradiciones o teorías sociológicas. Por eso, la sociología es una disciplina
abierta y en constante elaboración.
Ahora bien, que existan distintas respuestas no significa que pueda haber cualquier
respuesta. En otras palabras, las distintas tradiciones tienen puntos en común. Al menos,
podríamos identificar dos: 1) la separación entre la realidad individual y la realidad social,
siendo esta última relacional; y 2) la consideración de que lo social es una realidad que se
transforma con el tiempo, es decir, que lo social es histórico. Pasaremos a explicar cada
una de estas afirmaciones.
- No es individual, es relacional
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Si se considera el conjunto de los suicidios cometidos en una sociedad dada,
durante una unidad de tiempo determinado, se comprueba que el total así
obtenido no es una simple adición de unidades independientes o una
colección, sino que constituye por sí mismo un hecho nuevo y sui generis,
que tiene su unidad y su individualidad, y como consecuencia, su naturaleza
propia, y que además esta naturaleza es eminentemente social.
Durkheim, E. (2004) El Suicidio. Buenos Aires: Libertador, pág. 13.
- No es inmutable, es histórico
Lo dicho hasta aquí no debe conducirnos a creer que la sociedad es eterna, que
está “dada” de una vez y para siempre. Al contrario, el mundo social se encuentra en
constante cambio. Estamos acostumbrados a creer que el mundo en el que vivimos
seguirá siendo igual en el futuro, pero esto no es así. Cualquiera sea la tradición
sociológica que utilicemos para pensar el mundo social, no hay ninguna que lo conciba
como inmutable. Aún si estas transformaciones no pueden ser orientadas por la voluntad
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humana, ellas suceden. La sociología intenta explicar los cambios en la sociedad y, por lo
tanto, el estudio de esta disciplina permite comprender que ningún orden social es eterno.
El francés Pierre Bourdieu afirma que la sociología es “una ciencia que incomoda”,
que molesta al statu quo, que pone incómodos a los grupos sociales más poderosos,
justamente porque muestra que sus privilegios no son naturales sino un resultado
histórico y, por tanto, pueden ser modificados:
La sociología es una ciencia que incomoda porque, como toda ciencia (“no
hay más ciencia que la de lo oculto”, decía Bachelard), devela cosas
ocultas, y que, en este caso, se trata de cosas que ciertos individuos o
ciertos grupos prefieren esconder o esconderse porque ellas perturban sus
convicciones o sus intereses.
Bourdieu, P. (1997) Profesión: científico, en Capital cultural, escuela y espacio social. México:
Siglo XXI, pág. 65.
Se trata de una ciencia que “revela cosas ocultas”, cosas que muchas veces no nos
gusta oír, porque tomamos el mundo social como un mundo natural. De allí que la
sociología se oponga al sentido común, es decir, a aquellos significados que orientan
nuestras acciones cotidianas y que tenemos incorporados como “naturales”. Naturalizar el
funcionamiento de la sociedad significa considerar lo que es un constructo como si
estuviera “dado”, lo que es histórico como si fuera eterno, lo que es de una cierta manera
como no pudiendo ser de otro modo. La sociología nos muestra que todo aquello que
tenemos naturalizado es en realidad un producto social, un resultado histórico del sistema
de relaciones sociales en el que estamos inmersos. Ella nos permite entender que “casi
todo podría ser de otra manera”, según dice el español Vincent Marqués. Por eso, la
sociología es una ciencia crítica, que tiende des-naturalizar nuestro modo de pensar.
Previamente vimos que el término “sociología” surgió a mediados del siglo XIX.
Pero, ¿es que no hubo antes ninguna reflexión sobre el carácter social del ser humano?
Claro que sí, pero lo que ocurrió entonces fue la formalización y profesionalización de este
conocimiento en una disciplina científica. Para entender este proceso de
institucionalización de la sociología, la consolidación del conocimiento de lo social como
ciencia, tenemos que ubicarlo en el contexto de las profundas transformaciones sociales,
económicas y políticas ocurridas en Europa central desde mediados del siglo XVIII.
También llamada “ciencia de la crisis”, la sociología es producto de un mundo
convulsionado por dos grandes revoluciones: la Revolución Francesa y la Revolución
Industrial en Inglaterra, cuyos impactos se sintieron a lo largo y a lo ancho del mundo.
En primer lugar, la consolidación de los Estados nacionales modernos implicó una
reorganización del poder y un cambio en los modos de legitimarlo. El lugar que antes
ocupaban la religiosidad y los ritos comunitarios en el mundo feudal fue reemplazado por
otras ideas como la fe en el progreso de las ciencias y la autonomía individual. El sociólogo
alemán Max Weber describió este proceso como un “desencantamiento del mundo”, en la
medida en que la realidad ya no sería comprendida por medio de la magia o el mito, sino
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explicada a través de la razón. Ello implicó el resquebrajamiento de los valores,
costumbres y modos de vida tradicionales. En este contexto, las reflexiones acerca de lo
social se realizaron desde una gran preocupación acerca de cómo otorgar estabilidad al
orden social emergente.
Paralelamente, se produjeron una serie de transformaciones tecnológicas entre las
que se destacan el desarrollo de la industria y la revolución en los transportes por la
invención de los ferrocarriles y barcos a vapor. Estos avances posicionaron a las naciones
europeas a la cabeza del desarrollo capitalista, al tiempo que posibilitaron la inserción en
la economía mundial de Europa Oriental, Asia, África y América Latina como proveedores
de materias primas. Sus consecuencias sociales se hicieron sentir también al interior de
Europa Occidental, dando origen a dos nuevas clases sociales relacionadas con la industria
naciente: los burgueses y los proletarios.
Los primeros obreros industriales tuvieron orígenes diversos: algunos habían sido
artesanos que, con los avances tecnológicos, no pudieron competir con las grandes
fábricas, otros eran jóvenes que debieron incorporarse al mundo del trabajo tras el
crecimiento poblacional, mientras que otros eran migrantes de otros países o campesinos
que fueron expulsados masivamente de sus tierras y tuvieron que mudarse del campo a la
ciudad.
Sus condiciones de vida y de trabajo eran sumamente denigrantes. La jornada
laboral se extendía durante todo el día, a veces hasta 16 horas, los salarios eran
extremadamente bajos y en ocasiones consistían en módicos “vales” para canjear en
tiendas. Las fábricas no tenían condiciones adecuadas de higiene y seguridad, por lo
general estaban mal ventiladas y albergaban una gran cantidad de trabajadores en medio
de maquinaria peligrosa. En caso de accidentes o enfermedades laborales, los
trabajadores no tenían derecho a ninguna compensación. Por otro lado, la rápida
urbanización provocó que en los barrios urbanos los hogares obreros estuvieran en
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condiciones de hacinamiento, sin servicio de luz eléctrica, agua potable o cloacas,
situación que los exponía a graves epidemias.
Una mención aparte merece el trabajo infantil, cuyas condiciones de explotación
fueron denunciadas por religiosos, filántropos y reformadores. La situación de las mujeres
no era muy diferente: realizaban tareas peligrosas e insalubres a la par de los hombres y
además se veían en absoluta desprotección ante la situación de embarazo y puerperio,
dado que no gozaban de licencia. Por último, al igual que en el caso de los niños, su paga
era considerablemente menor a la de los varones.
El conjunto de estas nuevas condiciones de vida y trabajo comenzó a ser
problematizado con el nombre de “cuestión social”, que refería a lo que hoy en día
conocemos como pobreza o pauperismo. Que lo social se constituya en una “cuestión”
significa que se vuelve un problema, es decir, objeto de una serie de preguntas. ¿Qué
hacer con este problema? ¿Cuáles son sus causas? ¿Es necesario actuar para resolverlo o
se corregirá sin necesidad de intervenir? Así, diversos sectores letrados comenzaron a
advertir acerca de la extrema miseria y degradación de amplios sectores de la población,
proponiendo desde soluciones reformistas tendientes a la obtención de derechos hasta las
más revolucionarias que pugnaban por la superación del sistema capitalista. También
había quienes, confiados en las bondades del “progreso” tecnológico, sostenían que la
“cuestión social” se resolvería con el tiempo. Por otra parte, los mismos trabajadores
comenzaron paulatinamente a organizarse en sindicatos y a luchar por mejorar su
situación, dando origen a conflictos que también fueron objeto de reflexión sociológica.
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proceso conjunto que dio origen a ambas clases sociales y, como veremos a la brevedad, el
papel del Estado fue fundamental en él.
Por un lado, la revolución tecnológica permitió que la producción en el campo
requiriera menos mano de obra debido a la existencia de maquinaria rural cada vez más
perfeccionada. Asimismo, a través de una serie de leyes, el Estado facilitó los cercamientos
de tierras, produciendo la unificación, bajo la propiedad de grandes capitalistas, de tierras
que hasta el momento habían sido trabajadas por campesinos. Marx calificó este proceso
como “una cruzada de expropiación a sangre y fuego”, ya que los campesinos fueron
duramente reprimidos y perseguidos para garantizar el control de la tierra por parte de los
terratenientes, que la requerían para proveer de lana a la naciente industria textil. Incluso
se reprimió una práctica que hasta el momento era habitual: la recolección de leña suelta
y frutos caídos de los árboles. Con las nuevas leyes, esta costumbre pasaría a ser calificada
como un robo o daño a la propiedad terrateniente.
Los cercamientos y la persecución de los antiguos campesinos expropiados
desencadenaron un proceso de masiva migración a las ciudades, donde estos trabajadores
rurales que se habían quedado sin ocupación pasaron a desempeñarse como obreros
fabriles. De este modo, surgió la mano de obra “libre” que las nuevas fábricas necesitaban
disponible para el trabajo. Marx decía que la conquista de la “libertad individual” tuvo un
doble sentido. Por un lado, los trabajadores eran “libres” de vender su fuerza de trabajo a
cambio de un salario, podían elegir “libremente” un empleo que resultara de su
conveniencia. Pero, por otro lado, se encontraban ellos mismos “libres” de los medios de
producción de los que habían sido desposeídos, situación que, paradójicamente, convertía
esa primera “libertad” en una situación forzosa. Es decir, bajo el capitalismo, el trabajador
se ve obligado a vender su fuerza de trabajo como único medio de subsistencia, dado que
no es dueño de los medios que se requieren para producir bienes y servicios (maquinaria,
herramientas, instalaciones, etc.) Este último sentido de la “libertad”, que hacía del
trabajador un ser desposeído, era el que los grandes relatos de la modernidad solían dejar
en las sombras, oculto bajo las bondades del “progreso”.
Ahora bien, ¿qué hay de la burguesía industrial? Vimos que los cercamientos
favorecieron la concentración de la propiedad de la tierra, pero, ¿cómo se produjo la
acumulación de capital que daría origen a los nuevos empresarios fabriles? Marx criticó las
filosofías liberales del siglo XVIII, que tendían a presentar al capitalista como un individuo
de astucia singular que, fruto del esfuerzo y del ingenio, logró ahorrar hasta convertirse en
un gran empresario. Es decir, criticó la visión del capitalista como un “emprendedor” sagaz
que logra acumular dinero gracias a su inteligencia y mérito. A través de un minucioso
análisis histórico, demostró el papel fundamental que tuvo la expansión colonial, así como
la explotación de las poblaciones conquistadas a través de la caza y el tráfico de esclavos.
Es decir, que en los orígenes del capitalismo moderno no estaba el ingenio de los
capitalistas sino un violento proceso de expropiación:
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caracterizan los albores de la era de producción capitalista. Estos procesos
idílicos constituyen factores fundamentales de la acumulación originaria.
Pisándoles los talones, hace su aparición la guerra comercial entre las
naciones europeas, con la redondez de la tierra como escenario (...) La
violencia es la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva.
Marx, K. (2011) Capítulo XXIV: La llamada acumulación originaria, en El capital. Tomo I.
Volumen 3. Buenos Aires: Siglo XXI, pág. 939-940.
Algunas décadas después, el sociólogo Max Weber intentó demostrar que no todo
en la historia podría explicarse por procesos económicos. La explicación de Marx acerca
del desarrollo del capitalismo le resultaba insuficiente. Por eso, desarrolló una
investigación concentrada en factores culturales, entre los cuales la religión protestante
tuvo un papel fundamental.
La religión protestante fue iniciada por Martín Lutero en el siglo XVI como una
crítica a la Iglesia católica. Conocido como “la Reforma”, este movimiento dio origen a
distintas iglesias y corrientes agrupadas bajo el protestantismo (calvinistas, pietistas,
metodistas, bautistas, entre otros), que crecieron en los siglos posteriores. Weber observó
que la religión protestante inculcaba valores fundamentales para la génesis del
capitalismo, tales como el amor al trabajo, el ahorro y cierto apego a lo material que
distinguía a esta religión de la católica. El protestantismo sostenía una ética que valoraba
especialmente el ejercicio profesional, al mismo tiempo que despreciaba el ocio y el
consumo lujoso. De este modo, la ética protestante colaboró a forjar un “espíritu
capitalista”, es decir, una mentalidad que aspira a la obtención de lucro por medio del
ejercicio profesional.
Según la doctrina protestante, la actividad profesional y la conducta ascética son
deberes que deben cumplirse por mandato divino. Ante los ojos de Dios, no vale la vida
monástica de oración que pregonaba la tradicional religión católica, sino una incesante
laboriosidad que permitiría a cada individuo conocer su destino. Así, esta religión formaba
individuos austeros que hacían del trabajo la razón de sus vidas:
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consecuente; dicha concepción, pues, asistió al nacimiento del moderno
“hombre económico”.
Weber, M. (2006) La ética protestante y el espíritu del capitalismo. La Plata: Terramar, pág.
220-221.