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Arlette Farge. La atracción del archivo. Traducido por Anna Montero Boch.

Valencia: Institución Alfonso el Magnánimo, 1991, 102 p.

Miguel Baralt. Estudiante Historia. Cod. 1831024

El documento, el texto o el archivo no son la prueba definitiva de una verdad cualquiera,


sino el montículo ineludible cuyo sentido se tiene que construir después a través de
cuestionamientos específicos, y el historiador sabe bien que “la validez del acontecimiento
depende de la validez del objetivo”. (pág. 78)

Arlette Farge (Francia, 1941) estudió derecho y luego historia del derecho. Se
doctoró con una tesis sobre El robo de alimentos en París en el siglo XVIII, a partir de lo
cual se consagró a la historia. Especialista en historia del siglo XVIII, se ha ocupado de
estudiar los comportamientos populares (opinión pública, familia, sensibilidades) a partir de
los archivos policiales. También ha dedicado su atención a la historia de las relaciones entre
hombres y mujeres, así como a la imagen, a la fotografía y a la escritura de la historia.
Conocida, entre otras obras, por haber dirigido el tercer tomo de la Historia de las mujeres;
es también directora de investigaciones en el Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas de Francia. Su investigación más destacada y una de las pocas publicadas en
español -junto con la que reseñamos a continuación- es “Efusión y tormento. El relato de
los cuerpos. Historia del pueblo en el siglo XVIII” recientemente publicada por la editorial
española Katz.

No es solo anecdótico citar el área de especialización de la autora a la hora de


reseñar “La atracción del archivo”, pues es precisamente este campo el que sostiene las
reflexiones sobre el archivo como fuente para la disciplina historiográfica. Primera edición
en español de la obra publicada originalmente en francés en el año de 1985, la primicia de
este texto se nos presenta múltiple: es tanto un texto introductorio sobre metodología de la
investigación, como una suerte de diario de trabajo en archivos judiciales; incluso, sobre el
final, una introducción a los estudios culturales y a la historia de las mentalidades. Así,
Farge divide su estudio en siete pasajes (Millares de huellas, Sobre la puerta de entrada.
Recorridos y presencias, Ella acaba de llegar, Los gestos de la recolección, Palabras
captadas, La sala de los inventarios es sepulcral y Escribir) en los que logra hilvanar, con
un estilo íntimo y que en ocasiones se asemeja al método de escritura creativa de la
literatura o del diario personal, la pregunta sobre qué significado e importancia tiene el
fenómeno (práctica, objeto de estudio y hasta concepto) del archivo para el historiador, que
es, a priori, quien mejor siente la atracción del archivo, pues: “intenta arrancar un sentido
suplementario a los jirones de frases halladas; done la emoción es un instrumento más
para cincelar la piedra del pasado, la del silencio”. (pág. 29)

Aunque esta sea una reflexión e invitación general sobre el trabajo de archivo, Farge
utiliza su experiencia con el archivo judicial del siglo XVIII en Francia, formado por la
acumulación de hojas de demandas, procesos, interrogatorios, informaciones y sentencias
policiales que dan cuenta tanto de la ciudad 1 como de sus pobladores, de la elite y del
“pueblo”. Aunque su acercamiento no es solo general y reflexivo, pues en la primera parte
de este texto nos topamos con múltiples definiciones técnicas de los elementos constitutivos
de un archivo: Fuente, fondo, documento, etc. Así, por ejemplo, al iniciar una metáfora que
dé cuenta del carácter vasto (utilizando la analogía del “mar”) de un archivo, Farge explica
que esto se debe a su división en fondos, que son los conjuntos de documentos, bien sean
homogéneos por la naturaleza de las piezas que contienen, o encuadernados juntos
únicamente (pág. 9); así como también, al referirse a la utilización diferida que de él hace el
historiador en su práctica historiográfica (contrario al uso inmediato, propio de los usos
administrativos) la autora plasma la definición científica que se tiene comúnmente de
archivo:

“Conjunto de documentos, sean cuales sean sus formas o soporte material, cuyo
crecimiento se ha efectuado de forma orgánica, automática, en el ejercicio de las
actividades de una persona física o moral, privada o pública, y cuya conservación
respeta ese crecimiento sin desmembrarlo jamás” (pág. 9)

1
“Siempre despierta, la ciudad se mantiene vigilante; posee los medios para hacer que se manifieste su
opinión, buena o mala, sobre lo que le hace vivir, pues da miedo. Da miedo a las gentes de bien, a los
viajeros, a los policías como al rey, y conserva el misterio suficiente para hacer que nazcan a lo largo del
siglo XVIII innumerables notas de la policía que intentan que nada se oculte en su sombra. (…) el archivo
policial la muestra al desnudo, díscola casi siempre, a veces sumisa, siempre ausente, allí donde el sueño
policías desearía inmovilizarla definitivamente”. (pág.24)
En el pasaje “Huellas en bruto”, Farge intenta advertir sobre las implicaciones que
tiene enfrentarse a un archivo con ansias exclusivas de descubrir la verdad, pues el archivo,
como huella del pasado, petrifica momentos del pasado al azar y en desorden. Lo
importante entonces reside en la interpretación de su presencia, en la búsqueda de su
significación, en la ubicación de su “realidad” en medio de un sistema de signos (pág. 14).
Es decir, leer el archivo es una cosa y encontrar el modo de retenerlo e interpretarlo
(otorgarle sentido) es otra distinta, pues el archivo es solo un trozo de tiempo domesticado;
es solo más tarde, cuando se delimitan los temas, se formulan interpretaciones y se
organizan hipótesis para leer esas huellas que hemos legado del pasado, cuando aparece la
historia: Un encadenamiento que va precedido de, por lo menos, tres o cuatro momentos:
recolección, identificación2 y examinación. Para Farge, cada una de estas etapas estarían
diseñadas para privilegiar uno entre varios tipos de archivo: Los archivos judiciales: Por
ejemplo, al analizar la fase de recolección, Farge advierte que sea cual sea el proyecto al
que obedecemos, el trabajo de archivo obliga forzosamente a operaciones de selección y
separación de los documentos; la cuestión radica entonces en qué seleccionar y qué
abandonar, pues “la presencia de un archivo y su ausencia son signos que hay que poner
en duda, es decir, en orden”.

Esta selección, examinación y recolección significan un itinerario, que se traduce en


entender, por ejemplo, la importancia y escogencia de ciertos actores o problemas: En
Farge son la ciudad, el pueblo y la mujer. Con respecto a la importancia otorgada “al
pueblo” como categoría de análisis de sus interacciones con archivos judiciales, la autora
explica cómo el archivo arranca de la oscuridad largas listas de seres jadeantes,
desarticulados y obligados a explicarse ante la justicia: “Los pedazos de vida allí
estampados, son breves y sin embargo impresionan: ceñidos ante las pocas palabras que
los definen y la violencia que, de golpe, los hace existir ante nosotros, llenan registros y
documentos son su presencia. (pág. 25). Esto porque para Farge -al igual que para el
filósofo francés Michael Foucault, de quien reconoce su influencia 3- la anormalidad y la
2
“Identificación significa esa forma insensible pero real que el historiador tiene de sentirse tentado
solamente por aquello que puede apoyar sus hipotesis de trabajo decididas de antemano” (pág. 57)
3
“Posiblemente el archivo no dice la verdad, pero habla de la verdad, en el sentido en que lo entendía
Michel Foucault, es decir, en la forma única que tiene de exponer el Habla del otro, atrapado entre las
marginación dicen mucho sobre la norma y el poder político, en tanto cada tipo de delito
refleja un aspecto de la sociedad. Para ambos, lo importante no es saber si los hechos
referidos tuvieron lugar exactamente de esa forma, sino: “comprender cómo se articuló la
narración entre un poder que obligaba a ello, un deseo de convencer y una práctica de las
palabras de la que se puede intentar saber si adopto o no modelos culturales ambientales”
(26)

La reflexión ofrecida en este texto es, sobre todo, de carácter metodológico; solo así
podemos ubicar, por ejemplo, el pasaje a modo de epílogo titulado “del acontecimiento en
historia”, pues no podemos entender la función del archivo sin antes comprender o
peguntarnos por el objeto de nuestra atracción: los acontecimientos en historia. Los
acontecimientos suceden en la estrecha relación entre la palabra dicha (que podemos
rastrear y leer en los archivos cuando son consultados como fuente para la disciplina
historiográfica) y la voluntad de crear verosimilitud (es decir, la interpretación y uso que
hace de la lectura de los archivos el historiador), ya que cada actor da fe de lo que ha visto
y de la forma singular en que se ha vinculado al acontecimiento. Es sobre este punto que se
vuelve importante revisar si efectivamente el archivo sirve de observatorio social, pues
solamente lo puede hacer a través de la diseminación de informaciones fragmentadas: el
archivo aparece al historiador como uno de los lugares a partir de los que puede organizar
las construcciones simbólicas e intelectuales del pasado: “es una matriz que, por supuesto,
no formula “la” verdad, pero que produce, en el reconocimiento como en la extrañeza,
elementos necesarios sobre los qué basar un discurso de veracidad alejado de la mentira”
(pág. 75)

relaciones de poder y él mismo, relaciones que no solamente sufre, sino que las actualiza al verbalizarlas. Lo
visible, ahí, en esas palabras esparcidas, son elementos de la realidad que, por su aparición en un tiempo
histórico dado, producen sentido. Sobre su aparición es sobre lo que hay que trabajar a partir de ella hay
que intentar su desciframiento” (pp. 27-28)

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