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@ San Agustin 1. Vida y doctrina De las consecuencias que se produjeron al asumir la moral cristiana la direc- cién iusnaturalista y racionalista nos da cuenta, tras haberla seguido é! mismo du- rante algin tiempo, el mayor de los Padres de la Iglesia, San Agustin. Nos halla- mos ante uno de los nombres mas grandes no s6lo de la historia del cristianismo, sino de toda la filosofia, ¢ incluso ante una de las figuras mas sugestivas y fasci- nantes de todos los tiempos, y ello, mas que por su elevado ingenio, por el continuo y tormentoso afan de su espiritu. A él se le debe una de las dos grandes Corrientes del pensamiento cristiano de siempre, aquella que conservé predominantemente la inspiracién mistica de los origenes. A él se recondujeron las més férvidas almas religiosas, santas 0 heréticas, y a él se siguen reconduciendo todavia hoy todos los que sintiendo la insuficiencia de la naturaleza humana y de la razén anhelan en- contrar dentro de ellos mismos y, al mismo tiempo, més alla de si mismos la ilu- minacién divina. : Aurelio Agustin nacié en Tagaste, en Numidia, provincia romana de Africa, en el afio 354, y su vida transcurrié durante la etapa mas dramética de la crisis del mundo antiguo, mientras el imperio romano de Occidente se deshacia bajo el ata- que de los barbaros. En el momento de su muerte, acaecida en el afio 430, Hipona, la ciudad africana de la que desde los treinta y cinco afios era obispo, se hallaba asediada por los vindalos. Y el espectéculo de la catéstrofe del inmenso imperio que durante tantos siglos habia dominado el mundo fue para Sam Agustin una de las razones de meditaci6n acerca del valor de la sociedad terrena, del Estado y del Derecho, y acerca del problema del papel de éstos en el designio de la providencia de Dios. Nacido de padre pagano y de madre cristiana, San Agustin Ileg6 a abrazar el cristianismo s6lo tras diversas experiencias filos6ficas y religiosas, Primeramente, se adhirié al maniquefsmo (doctrina de origen oriental, segin la cual existen un principio del Bien y otro del Mal en continua lucha entre ellos), siguiendo a Fausto de Milevi, contra quien escribié mas tarde una de sus obras més notables. Atra- ves6 después un periodo de escepticismo, acercdndose a las teorias de los acadé- micos, que después refuté igualmente, escribiendo un libro también contra ellas. 138 Historia de ta filosofia del Derecho Posteriormente fue atraido por el neoplatonismo. Y al trasladarse, en fin, de Carta- go —-donde habia vivido ensefiando ret6rica—, primero a Roma, y después, en el afio 384, a Milan, sufrié fuertemente la influencia de San Ambrosio, preparandose para la conversién a la fe cristiana. Bautizado en el afio 387, fue obispo de Hipona en el afio 395, debiendo sostener una dura lucha, primero contra un cisma, el de los Donatistas, y después contra una gravisima herejia, la de Pelagio. Este dltimo era un monje inglés, que afirmaba la absoluta libertad de la vo- luntad del hombre, la bondad de la naturaleza humana, no corrompida por el pecado, y, por consiguiente, la posibilidad de obrar bien y de alcanzar la salvaci6n sin el concurso divino de la gracia. Dicha tesis privaba al cristianismo de todo sig- nificado, ya que si el hombre no ha sido corrompido por el pecado original, son indtiles la venida de Jesucristo y 1a redenci6n, e igualmente los sacramentos, me- dios de la gracia, y la Iglesia administradora de ellos. San Agustin, al darse cuenta de lo peligroso que era para el cristianismo una doctrina de esta indole, reaccioné con toda energia, sosteniendo que toda la Humanidad es pecadora desde Adan, Y que no es sino una «masa dafiada», incapaz de salvarse con sus propias fuerzas', ‘Avanz6 tanto en la reaccién contra la doctrina pelagiana de la absoluta libertad del arbitrio que abrié las puertas a una interpretacién de la propia doctrina en el sentido de que Dios predestina la suerte de los hombres, decidiendo en su inescru- table voluntad la salvacién de unos y la condenacién de otros. La Iglesia catélica no acept6 esta interpretacién de la doctrina agustiniana de la gracia. Pero (como a las palabras de San Pablo, de andloga inspiracién, acerca de la justificacion gracias ‘anicamente a la fe) se adhirieron a ella en seguida, directa o indirectamente, movi- mientos heréticos que, en sus ansias de reafirmar los rasgos puramente religiosos del cristianismo, legaron a negar la condicién natural y racional del hombre. La polémica con Pelagio, que tiene gran importancia en la evolucién del pensa- miento de San Agustin, no deja de tenerla asimismo para su concepcién del Dere- cho natural, de la que, sobre todo, hemos de ocuparnos aqui. De los otros aspec- tos de su pensamiento —atin fundamentales para la historia de la filosofia y de la teologia— no es éste el lugar adecuado para detenerse en ellos. Es necesario, sin embargo, recordar la idea central de su obra, dirigida a la basqueda de Dios, de un Dios que el hombre debe buscar no fuera de él, sino dentro de si mismo, en lo mas intimo de su alma, para trascender asi la contingente existencia finita del hombre’, y alcanzar —«en un salto trepidante de la vistas— a Dios en su tras- cendencia —«por encima de la mente cambiante»*—, en la vision mistica, en defi- nitiva, a la cual se llega, por tanto, al buscar en lo més intimo de nuestro propio espiritu la iluminacién divina. Vuelven a encontrarse aqui los motivos originales y profundos del cristianismo, envueltos en una filosofia de inspiracién platénica, Y serdn estos rasgos 0 motivos —unidos a los de la necesidad de la gracia— los que caracterizaran a lo largo de los siglos la perenne corriente del pensamiento 1 San Agustin, De Civitate Dei, XIII, 14, 2 San Agustin, De vera religione, XXXIX, 72. 3 San Agustin, Confesiones, VIL, 17. San Agustin 139 cristiano —viva también en nuestros dias— que se suele llamar precisamente plat6- nico-agustiniana. Entre los numerosos escritos de San Agustin (de los que es necesario tener bien presente su fecha para comprender su significado y contenido, ya que es distinta la postura del pensador antes o después de su polémica con Pelagio), los mas conoci- dos e importantes son: De vera religione (390), las Confesiones (397), De Trinita- te (399-419), De Civitate Dei (413-427). Pero, para nuestra materia, ademds de el De Civitate Dei, los més interesantes son: De libero arbitrio (388-395), Contra Faustum manichaeum (397-398), De spiritu et littera (412), y algan otro escrito menor, como De diversis quaestionibus (388-396). 2. Tendencia iusnaturalista antes de la polémica con Pelagio Con anterioridad a la polémica antipelagiana, que se inicié alrededor del afio 411, la actitud de San Agustin en el Ambito ético es francamente iusnaturalista. En el De diversis quaestionibus (escrito entre el afio 388 y el 396) se encuentra una de- finici6n de la justicia, tomada de Cicerén, como «disposicién del espfritu, que respe- tando la utilidad comin, que atribuye a cada uno su valor» y que tiene su origen en la naturaleza, Y del Derecho natural se dice alli igualmente que es fruto de una «fuer- za innata»4, Esta postura jusnaturalista aparece todavia mas clara en el De libero arbitrio, escrito en la misma época. «No parece que sea ley la que no es justa», escribe San Agustin’. Y lo que debe entenderse con estas palabras lo explica é1 mismo poco después, cuando dice que la ley positiva, histérica (lex temporalis), no es valida si no esta de acuerdo con la ley eterna (lex aeterna)®, Ahora esta «ley eterna, afirma San Agustin haciendo suya la definicién ciceroniana de la ley natural’, es «razén suprema (summa ratio)’. Y, en efecto, en el De diversis quaestionibus, citando a Cicerén, la califica justamente «ley natural (lex naturalis)», diciendo que ella se manifiesta en el alma racional®. San Agustin acepta totalmente aqui, por tanto, la idea estoico-ciceroniana de la ley natural-racional. E, incluso, su ra- cionalismo en esta época llega a excluir hasta el voluntarismo divino, puesto que la ley positiva divina se encuentra subordinada a la ley natural y, asi, el mal —dice— no lo es tal porque esté prohibido por Dios, sino que esta prohibido por Dios por ser mal"®, “San Agustin, De diversis quaestionibus, XXXI, 1: Vid. Ciceron, De inventione, I, 53, 160-161 (vid, pig. 95). 5 San Agustin, De libero arbitrio, 1, 5, 11. 6 Op. cit.. 1, 6, 15. 7 Vid. pag. 95. 8 San Agustin, De libero arbitrio, I, 6, 15. 9 San Agustin, De diversis quaestionibus, LIU, 2. 1 San Agustin, De libero arbitrio, 1. 3. 6. 140 Historia de la filosofia del Derecho Menos precisa es la definicién que San Agustin nos da de la ley eterna en Contra Faustum y que alcanzé —como en general el contenido del pasaje donde esta re- cogida— una importancia inmensa. En dicho pasaje se encuentra la definicién agustiniana del pecado, que esta vinculada al concepto de la ley eterna, constitu- yendo un texto fundamental para la teologia moral cristiana, recogido en el siglo XII en las Senientiae de Pedro Lombardo", el libro més estudiado en la escuela teol6- gica del Medievo. Entre los siglos XIII al XVI no hubo, se puede decir, ningiin te6- logo de algan renombre que no escribiera algin comentario a los In quattuor libros Sententiarum, es decir, a las Sentencias, de Pedro Lombardo. Y, de esta manera, junto al concept del pecado, el de la ley eterna tal como habia sido formulado por San Agustin en el Contra Faustum fue objeto de sutilisimos anilisis, dando lugar a controversias entre los doctores, que hicieron surgir, como veremos en su lugar, problemas fundamentales. En el Contra Faustum, obra antimaniquea, que data de los afios 397-398 y que es anterior, por consiguiente, a la polémica con Pelagio, San Agustin defini el pecado como «una accién, un dicho o un deseo contra la ley eterna», afirmando que esta Gitima es la «raz6n divina o voluntad de Dios, que manda conservar el orden natural y prohibe su perturbacién (ratio divina vel voluntas Dei, ordinem naturalem conservari iubens, perturbari vetans)»'. Ciertamente que San Agustin no pretendia distinguir entre razén y voluntad de Dios, ni mucho menos contraponer la una a la otra. Pero sus palabras se pres- tan a plantear un dilema, a propésito del cual, algunos siglos después, se exca- varia un surco entre dos distintas direcciones de la teologia moral. Y ello porque, en efecto, es muy distinto concebir la ley suprema como razén, aunque sea divina, © como voluntad de Dios. De la raz6n participa el hombre, que la encuentra dentro de si mismo. Y si la ley suprema esta dictada por la raz6n, el hombre deviene, por tanto, auténomo, legislador de si mismo (aunque de la ley, o sea, de la raz6n, sea naturalmente causa remota Dios). Pero, si la ley no tiene otra fuente que la libre voluntad de Dios, quien, en su potestad absoluta puede cambiarla o estable- cer excepciones, la moralidad viene de hecho a depender enteramente del decreto divino, y el hombre no podrd encontrar ya dentro de si mismo su criterio, como no sea a través de la revelacin, con lo que la moral es para él heterénoma. San Agus- tin, para quien evidentemente raz6n y voluntad de Dios eran una misma cosa, no podia imaginar que la alternativa contenida en su definicién de la lex aeterna seria uno de los motivos —y, en el Ambito de la moral, el principal— de la division de los fildsofos medievales en intelectualistas y voluntaristas. Entendiendo los primeros la ley moral —o el Derecho natural, que para ellos era la misma cosa— como raz6n (de Dios, pero también del hombre), y los segundos, en cambio, como vo- luntad (de Dios, pero, en el desenvolvimiento posterior del voluntarismo, también del Estado). 11 Pedro Lombardo, Sententiae, II, dist. 35. 12 San Agustin, Contra Faustum manicheaum, XXII, 27, San Agustin 141 3. Actitud voluntarista tras la polémica con Pelagio Iusnaturalista en el De libero arbitrio y en el De diversis questionibus, San Agus- tin, en el Contra Faustum, dio lugar, como hemos visto, tanto a una interpretacion iusnaturalista como a una voluntarista de su doctrina de la ley, aunque su contro- versia con Pelagio le hizo asumir una postura radicalmente voluntarista. En efecto, el iusnaturalismo propiamente dicho, el que se conduce a la natura- leza y a la raz6n del hombre como fuentes de la ley de la conducta humana, es substancialmente «pelagiano». Si el hombre posee por naturaleza, por propia vir- tud, la norma de obrar bien, y puede conocerla gracias a su razén, es decir, por sus propios medios, el obrar bien no depende més que de él y su naturaleza es buena, poseyendo en si mismo los instrumentos para alcanzar su salvacién. San Agustin, que se percat6 bien pronto en su controversia con Pelagio del peligro que la tesis de éste comportaba para el cristianismo, cay6 en la cuenta de que el iusnaturalis- mo puede conducir, efectivamente, a posturas pelagianas, ya que llega a negar la corrupci6n, inherente al pecado original, de la naturaleza humana, y, por tanto, la necesidad de la gracia para obrar bien y alcanzar la salvaci6n. Es por ello, justa- mente, por lo que en las obras agustinianas relacionadas con la polémica con Pela- gio o posteriores a ella, el iusnaturalismo aparece abandonado. En los escritos de San Agustin posteriores al afio 411 abundan, en cambio, las afirmaciones voluntaristas. La justicia no consiste ya en la conformidad de la con- ducta con una ley natural concebida ciceronianamente como summa ratio. La jus- ticia, ahora, es aquello que es querido por Dios'’, Es més, «la justicia se dice de Dios no porque por ella Dios es justo, sino porque le viene al hombre de Dios»; y una accién no constituye pecado sino cuando ha sido expresamente prohibida por Dios’, Hasta el pasaje de la Carta a los Romanos, de San Pablo, sobre 1a ley poseida por naturaleza también por los Gentiles, que él mismo, siguiendo el ejemplo de casi todos los anteriores Padres de la Iglesia, habia interpretado primeramente en un sentido iusnaturalista, San Agustin lo interpreta ahora de forma distinta, afirmando que cuando San Pablo habla alli de «naturaleza», hay que entender «na- turaleza renovada por la gracia», puesto que solamente por la gracia «viene escrita en lo més intimo del hombre renovado la justicia que la culpa habia borrado»'®. La fuente de la ley de la conducta humana no es, en definitiva, la naturaleza-razon comin a todos los hombres en cuanto tales, sino la fe, que opera a través del amor, que no existe por naturaleza y mucho menos por raz6n, sino exclusivamente por la gracia, «misericordia para con el género humano de Cristo Jestis, Sefior nuestro»!7, 19 San Agustin, Sermo CXXVI, 3. 4 San Agustin, Contra duas epistolas Pelagianorum. 18 San Agustin, De peccatorum meritis et remissione, 1, 16, 23. 16 San Agustin, De spiritu et littera, 27, 47. 17 Op. cit. 142 Historia de ta filosofta del Derecho En las obras posteriores a la polémica antipelagiana no se encuentran ya alu- siones a la ley de la naturaleza, y cuando en ellas habla San Agustin de «orden natural», no puede entenderse éste mas que como orden establecido por la voluntad divina. Asi sucede en el De civitate Dei, donde el concepto de este orden asume cierta importancia, porque entre otras cosas, San Agustin introduce en su esquema el que el hombre gobierna a los seres irracionales, pero «no el hombre al hombres, lo que no impide a San Agustin justificar la esclavitud, viendo en la condicién de esclavo la justa consecuencia de una culpa’®, Sin embargo, su afirmacién de la igualdad natural de los hombres no quedé sin eficacia, porque, como veremos, fue recogida frecuentemente por los escritores medievales —en particular por los del siglo Ix— y a través de ellos influyé sensiblemente en la legislacién carolingia. 4. La ciudad terrena y la ciudad de Dios El tormentoso afin que se deja ver a través de las varias fases del pensamiento gustin se manifiesta también en una de sus dltimas obras, De civitate iada en tiempo de la polémica antipelagiana y terminada tres afios antes de la muerte del autor. En dicha obra se refleja la tensién, que caracteriza todo el pensamiento agustiniano, entre las exigencias de la pura y auténtica religiosidad del misticismo que ve s6lo en la transcendencia el verdadero valor y, por tanto, el verdadero fin del hombre, y las exigencias terrenas de la sociedad cristiana organi- zada en una Iglesia visible, institucién juridica y sustancialmente politica. Tres afios antes de que San Agustin comenzara a escribir los veintidés libros del De civitate Dei, en el afio 410, los visigodos de Alarico habian entrado a saco en Roma. Caia el imperio que durante tantos siglos habia representado el Estado por antonomasia, la institucién politica a la que se debia la organizacién de todo el mundo civil de entonces. San Agustin se ve impelido a dar una explicacién de esta catastrofe del Estado, también para refutar lo que a la saz6n venian asegurando los Paganos, esto es, que la causa de la ruina de Roma era el haber abandonado, por el cristianismo, su antigua religion". De ello nace para San Agustin el problema del valor del Estado, asi como de la sociedad terrena en general, por contra a lo que él llama la «Ciudad de Dios». Este problema del valor de la ciudad terrena, y del Estado que se identifica con ella por muchas razones, no esta claramente solucionado por parte de San Agustin, quien parece inclinado a negarle cualquier valor, considerandolo ciudad del demo- nio, 0 a reconocerlos en una medida muy limitada, y ello a condicién de que se resuelvan, en definitiva, en la Ciudad de Dios. De este modo, San Agustin no con- figura tampoco claramente a esta diltima, de forma que la Ciudad de Dios aparece ya como el cuerpo mistico trascendente, la Jerusalén celeste», la comunién de los 18 San Agustin, De civitate Dei, XIX, 15. 1 San Agustin, Retractationes, Il, 43; De civitate Dei, I, 2. San Agustin 143 santos, ya como la Iglesia visible, institucién hist6rica. A veces, es considerada como «peregrina», como a San Agustin le gusta repetir con frecuencia, en un mun- do extranjero, otras veces mezclada con el mundo y hasta confundida con él. A veces, contrapuesta resueltamente con la ciudad terrena, y otras veces, contem- plada como fin o meta final de ésta. Son las consecuencias de la situacién hist6rica en que vive San Agustin, alma mistica y contemplativa, y al mismo tiempo obispo y organizador de una sociedad cristiana terrena, la cual, por encima de todo, debe recoger la herencia también politica del imperio moribundo. De aqui sus actitudes, tan contradictorias como sublimes; son las actitudes de un alma religiosa que, por otra parte, no podia rechazar el mundo, y que se esfuerza por hacer posible la transferencia de la ciudad terrena, en la que se ve constrefiido a vivir, en la Ciudad celeste, la ‘inica que a sus ojos posee verdaderamente valor. La ciudad terrena, el Estado, nace, en efecto, de la violencia, de la sangre, del delito. En los origenes del Estado nos encontramos con el fratricidio de Rémulo, que repetia el de Cain”. Para que el Estado pueda tener valor es necesario que reine en él la justicia (entendida, segin el sentido que esta palabra tiene, como sabemos, en el lenguaje de los primeros siglos del cristianismo, como conformidad al querer de Dios); porque, si no existe esta «justicia», los Estados son solamente grandes empresas criminales: «remota itaque iustitia, quid sunt regna nisi magna latrocinia?»”. Una banda de malhechores en la que manda la autoridad de un jefe, y que existe en funcién de un consenso comin, que divide el botin entre sus miembros segiin una norma concordada entre ellos, es un pequefio Estado”. Obser- vacién profunda, que anticipa las modernas teorias segin las cuales cualquier grupo social organizado es una institucién juridica, y que desarrolla atrevidamente la observacién, hecha por Cicerén®, de que también entre los bandidos existen leyes. Es de advertir, sin embargo, que San Agustin no niega valor al Estado como tal, en modo absoluto, sino que sélo aquél en el que no reine la justicia. Lo que sucede es que la justicia» de la que habla es a la que se refieren los escritores cristianos de los primeros siglos: condicin para la perfeccién religiosa, que consis- te en la obediencia a la voluntad divina: «la verdadera justicia no se encuentra mas que en el Estado del que Cristo» es fundador y regidor, aclara explicitamente San Agustin”. Es verdad que parece aceptar la definicién romana de la justicia, segin la cual ésta consiste en dar a cada uno lo suyo. Pero dar ko suyo a Dios es servirlo y no substraerse a su dominio®; y dice también San Agustin, ateniéndose a la definicién ciceroniana del Estado como pueblo asociado por una voluntad comin de vivir segin el Derecho y por una comunidad de intereses”*, que como 2 San Agustin, De civitate Dei, XV, 5. 21 Op, cit, IV, 4. 2 oO, 2 Vid. pag. 99 %4 San Agustin, De civitate Dei, 11, 21. 28 Op. cit., XIX, 21. % Vid. pag. 98. 144 Historia de la filosofia del Derecho el Derecho comporta la justicia, no puede existir un Estado verdadero si en él no reina ésta, es decir, la voluntad divina. De este modo, San Agustin” llega a la con- clusién de que el Estado romano, no habiendo reinado en él los verdaderos inte- reses del pueblo, o sea, la verdadera justicia, no ha existido nunca como Estado’. San Agustin parece asi, por consiguiente, no refutar el Estado y el Derecho. Pero el Estado que él acepta no es otro que la Ciudad de Dios, ya que solamente identificandose con ella el Estado es legitimo, dejando de ser un magnum latro- cinium, una gran asociacién para delinquir. Y si por Ciudad de Dios hay que en- tender —como muchas pdginas del De civitate Dei invitan a entender— la Iglesia visible, histérica, se sanciona asi el principio de la subordinacién del Estado a la Iglesia, o por lo menos la necesidad de que el Estado, para ser legitimo, viva de acuerdo con ella. Muy probablemente, San Agustin no pens6 plantear un problema de esta espe- cie. Alma religiosa, como era la suya, vio concluir la lucha entre las dos ciudades, segin el designio de la Providencia divina, con el triunfo de la Ciudad de Dios, «a cuya verdadera paz final debe referirse Ja justicia y ser considerada como su fin supremo» en el «gran Sébado que no tendra ya noche», con el que concluiré la historia humana™. Se trata de una visién puramente religiosa, que deberia excluir cualquier inter- pretaci6n politica. A pesar de ello, algunos pasajes del De civitate Dei, y en parti- cular aquel del que ya se ha tratado, que subordina la legitimidad del Estado a la conformidad de éste con la

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